La Montaña del Fénix - Friedrich von Licht

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1 La Montaña del Fénix Búsqueda y hallazgo de la piedra púrpura de los filósofos. Friedrich von Licht Antes que nada y de todo, quiero dejar clara constancia que la totalidad de lo que aquí leerás, amigo lector, aconteció en la vasta tierra de Morfeo, reino que todos los hombres han visitado, pero del cual ninguno conoce sus múltiples caminos, pues nadie ha recorrido dos veces la misma senda al acceder a este misterioso imperio. Hecha esta sutil aclaración, proseguiré entonces, mi personal relato. Me encontraba aquel día libre de mis labores mundanas, gracias a las cuales sustento mi sencillo existir, día que los antiguos paganos consagraron al sol y que nosotros llamamos “domingo”. Libre, decía, de mis obligaciones diarias ,y después de un bien surtido desayuno, encaminé mis pasos fuera de mi hogar en busca de espacios más frescos y abiertos donde deleitarme con mi vicio preferido: la lectura. Buscaba un lugar agradable donde leer y a mi mente ya había acudido la imagen del sitio ideal: el inmenso parque, lleno de verdes árboles y césped, que existe cerca de mi casa. Alegre encaminé el rumbo al sitio de

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La Montaña del Fénix

Búsqueda y hallazgo de la piedra púrpura de los fil ósofos.

Friedrich von Licht

Antes que nada y de todo, quiero dejar clara constan cia que la totalidad de lo que aquí leerás, amigo lector, aconteció en l a vasta tierra de Morfeo, reino que todos los hombres han visitado, pero del cual ninguno conoce sus múltiples caminos, pues nadie ha recorrido dos veces la misma senda al acceder a este misterioso imperio. Hecha e sta sutil aclaración, proseguiré entonces, mi personal relato. Me encontraba aquel día libre de mis labores mundan as, gracias a las cuales sustento mi sencillo existir, día que los an tiguos paganos consagraron al sol y que nosotros llamamos “domingo ”. Libre, decía, de mis obligaciones diarias ,y después de un bien surt ido desayuno, encaminé mis pasos fuera de mi hogar en busca de es pacios más frescos y abiertos donde deleitarme con mi vicio preferido: la lectura. Buscaba un lugar agradable donde leer y a mi mente ya había acudido la imagen del sitio ideal: el inmenso parque, lleno de verdes árboles y césped, que existe cerca de mi casa. Alegre encamin é el rumbo al sitio de

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mi predilección, como aquel perro callejero que, di visando a lo lejos una hembra de su especie, marca un entusiasta trotecill o en dirección a su objetivo amoroso. Apenas ingresé al parque divisé a la distancia una frondosa arboleda. Era perfecta, pues estaba ubicada en céntrico lugar y s uficientemente aislada de la ruta de los deportistas de fin de semana, que pretenden purgar sus pecados etílicos con el sudor de su frente, literal mente hablando. Si supieran al esfuerzo innecesario y dañino a que som eten su organismo, después de haber abusado de él con alcohol, comida y trasnochada, se cuidarían mucho de realizar ese atletismo dominical y tomarían más en serio su cuidado personal. Pero bueno, cada cual co n lo suyo, ya la Naturaleza se encargará de pasar factura por las le yes transgredidas. La sombra de los árboles me recibió con su transpar ente y acogedora oscuridad. Una brisa agradable, suave y fresca, sus urró a mi corazón: ven, siéntate, estás en casa. Acogí con beneplácito su invitación y bajé de mi bestia de carga, es decir, yo mismo, mis pertrec hos de combate: toalla playera y cojín. Dispuestos estratégicamente, al pi e del grueso tronco de un árbol, me dispuse a tomar cómodo asiento. Ya en mi trono real comencé a leer el viejo y curio so libro que me traía entre manos. Se trataba de La Historia Cómica del I mperio del Sol, de Cyrano de Bergerac, personaje singular de la histor ia francesa que ha pasado a la memoria popular por su gran individuali dad, enorme nariz y el buen manejo del verbo y la espada. Había leído el enigmático trozo que narra el encuen tro de Cyrano con el ave fénix, y me encontraba en la misteriosa batalla de la salamandra con la rémora, cuando un dulce sopor se posó cálidament e sobre mis párpados. Dejé reposar el libro sobre el pecho y me dispuse, con fruición, sobre mi natural lecho que, sin serlo, se había tor nado suave y mullido con la cercanía del sueño. Las alas de la inconscie ncia cubrieron mi alma y, muy pronto, me vi libre de las pesadas cadenas q ue me ataban a la tosca racionalidad de este mundo.

Capítulo I

EL PELICANO EL ESPIRITU QUE VUELA SOBRE LAS AGUAS

El sueño fue corto. Al despertar comprobé con sorpre sa que me hallaba en un lugar totalmente diferente del que me había d ormido. La fresca y agradable floresta había desaparecido, en su lugar un arenoso e inhóspito desierto se extendía en todas direcciones hasta per derse de vista. Me puse de pie y pude comprobar que estaba completamen te solo. La aridez del lugar era soberbia, no sólo por su falta de veg etación, sino por la

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ausencia total de relieve en todo el paisaje. Por n inguna parte se divisaban colinas ni montañas, todo era una perfect a planicie arenosa e infinita. El ruido de olas rompiendo en la orilla me hizo sal ir de mi desértica estupefacción. Me volví hacia mi espalda y pude ver la playa más extensa e interminable que jamás haya visto en mi vida. Gra cias a la claridad del aire pude percibir que se extendía hacia la distanc ia formando una suave curvatura, que semejaba el amplio abrazo del desier to a la insondable masa de agua marina que lamía su costa de forma fur ibunda, y que parecía unirse al cielo allende el horizonte. Busqué mis cosas, es decir, toalla y cojín sobre lo s cuales me había recostado estando en el parque, pero no encontré na da, habían desaparecido. El libro tampoco se veía en parte alg una. Curiosamente pronto olvidé esta incómoda situación y mi atención se sintió atraída por el mar que bañaba la desértica costa. Pensaba en la extrema inmensidad oceánica cuando una voz sonó en mi cabeza : - Y eso que sólo ves la superficie. Miré hacia un lado y otro para ver quién era el que me hablaba, pero no vi a nadie a mi alrededor. - ¿Cómo? – exclamé algo confuso. Entonces la voz se volvió a hacer oír. - Digo que sólo ves la superficie del mar y aún así te parece inmenso, te pierdes toda su profundidad, toda la vida y misteri o que alberga dentro de sí. Me di cuenta que lo que la voz me decía era verdad. Siempre que contemplé el mar, durante mi vida, no fui conscient e de que sólo miraba una pequeña parte de él, es decir, que mis ojos sól o eran capaces de percibir la apariencia más externa y superficial de su realidad. Un pensamiento fugaz, pero claro, cruzó por mi mente: con las personas nos sucede lo mismo, solo vemos su apariencia, lo exter no, lo que somos capaces de percibir con nuestros ojos de carne, per o su mundo interior, sus pensamientos, sentimientos, sus anhelos, odios y temores, todo nos permanece oculto. - ¡Exacto! – exclamó con suavidad la voz -. Así es. Y no sólo las personas, sino la esencia de la vida entera pasa desapercibid a por esta incapacidad de ver la profundidad de las cosas y quedarse en la apariencia de lo superficial. - ¿Quién eres? – inquirí -. ¿Dónde estás que no te veo? - Soy el espíritu que vuela sobre las aguas, soy el viento que golpea tu rostro, soy la gran ave marina que rauda y veloz se acerca a ti desde el horizonte de la eternidad – dijo la voz.

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No había terminado de hablar cuando, efectivamente, mis ojos detectaron un objeto, casi un punto blanquecino, que destacánd ose sobre el gris verdoso del océano se aproximaba a velocidad porten tosa a donde yo me encontraba. Cuando estuvo lo suficientemente cerca pude darme cuenta que se trataba de un gran pelícano blanco. El ave d io un amplio giro y llegó a mí desde la izquierda. Su maniobra me oblig ó a que rotase en sentido contrario a las manecillas del reloj y qued ara de espaldas al mar, cuando hacía unos instantes lo contemplaba de frent e. Sin embargo, para el pelícano significó enfrentar el fuerte viento ma rino, con lo cual su vuelo se hizo asombrosamente lento y majestuoso. De pront o quedó literalmente suspendido en el aire, a unos escasos metros de mí, mientras me clavaba con curiosidad sus penetrantes ojillos y preguntaba : - ¿Qué hace un ser humano en esta árida ribera, ent re el desierto infinito y el insondable mar? - Estoy soñando – dije -, pues recuerdo haberme que dado dormido mientras leía y, luego, haber despertado aquí. Un graznido inhumano salió de la garganta del albo espíritu, era una especie de grito de euforia y asombro : - ¡Un soñador que sabe que duerme! – exclamó -. ¡Un dormido que está despierto en medio de su sueño! Pocos son, en verda d, capaces de soñar y ser conscientes que sueñan. Y de esos pocos aún s on menos los que llegan a esta orilla, etapa intermedia entre dos mu ndos. Guardó silencio un instante, mientras el viento lo mecía imperceptiblemente. Finalmente agregó : - Nadie llega hasta aquí si no es para acometer el cruce de las Grandes Aguas. - ¿Cruzar a dónde? – pregunté. - Cruzar hasta la Isla del Bienestar, la Isla de lo s Bienaventurados, como la llaman algunos. Me volví hacia el mar y eché un vistazo. Por más es fuerzo que hice no pude vislumbrar ninguna isla, trozo o franja de tie rra en el horizonte. El gran pelícano pasó flotando suave y elegantemente s obre mí. Noté que no proyectaba ninguna sombra sobre el piso y me pregun té cómo era posible. - No podrás ver la isla desde aquí – dijo -, está m uy lejos. - Y si no se dónde está, ¿cómo llegaré hasta ella? – pregunté. - Yo te serviré de guía – me contestó él.

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- Me parece muy peligroso – repliqué incrédulo. - ¿Peligroso? ¿Olvidaste que estás soñando? ¿Qué te puede pasar si ocurre algo malo, si el sueño se convierte en pesad illa? ¿Morir? ¿Quizá despertar? Guardé silencio dubitativo. Él continuó : - Este es el Desierto de la Ignorancia y, ésta, la Playa de la Duda. Aquel que tienes al frente es el Mar de la Vida. Puedes q uedarte en esta orilla por eones de tiempo y nada cambiará, peor aún, ni s iquiera podrás despertar de este sueño. Mientras antes te decidas será mejor para ti. Terminó de hablar y lo vi alejarse con un vuelo a r as de piso, sin casi batir las alas, en dirección a la interminable playa que se extendía hacia mi derecha. Finalmente, cuando solo era una mancha bla ncuzca, lo vi posarse sobre un objeto largo y oscuro que descansa ba en la playa. Se me ocurrió que se trataba de un tronco arrastrado p or el mar y arrojado allí por el oleaje. Sin embargo también podría trat arse de una saliente rocosa o cualquier otra cosa, ya que la distancia l a hacía indistinguible desde donde me hallaba. Caminé hasta el borde del m ar y me senté en la orilla. Contemplé la vasta y agitada superficie oce ánica, pensé que aunque fuese serena, como una taza de leche, acomet er la aventura de cruzarla hasta donde se perdía la vista era un acto de insensatez. Finalmente decidí quedarme sentado sobre la arena e sperando despertar, pues tendría que despertar en algún momento, pensé. Sin embargo, el tiempo transcurrió inexorable una eternidad y no oc urrió nada. Cansado de aquel estancamiento, reconsideré mi situación. C uando me levanté, dirigí mis pasos hacia donde se encontraba el gran pelícano. A medida que me acercaba confirmé mi primera impres ión. Aquello sobre lo cual se había posado era un tronco a medio enter rar en la arena. Cuando llegué a su lado el ave tenía los ojos cerra dos y parecía descansar, pude entonces contemplarla con detenimie nto. Su plumaje era de un blanco impecable, salvo en el área del pecho, donde las plumas parecían haber sido teñidas por algún tinte rojizo, pues presentaban una coloración rosácea. El pico y las patas eran de un fuerte amarillo dorado. Su cuerpo no exhalaba ningún olor a pescado o maris co, como suele ocurrir con las aves marinas, muy por el contrario, un aroma dulzón se percibía emanar de todo él. Con suavidad le hablé : - ¿Qué hora es? - Aquí no existe el tiempo - respondió sin abrir lo s ojos ni moverse -, y podemos seguir así por toda una eternidad, como ya te dije. Comprendí que era su manera de presionarme para que cruzara las Grandes Aguas, como él llamaba a aquel inmenso mar.

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- Según tú, ¿cómo se supone que podré cruzar este m ar hacia la dichosa isla de la que me hablas? – le pregunté. - Pues si estuvieras lo suficientemente despierto – me contestó abriendo los ojos y mirándome -, solo bastaría que te dieras cuenta que estás soñando y de un salto llegarías allá. Pero tu “dart e cuenta” no es tan profundo todavía, así que necesitarás hacer uso de este natural transporte – y al decir esto último dio unos cómico s saltitos, con sus cortas y robustas patas, sobre el tronco en el cual estaba parado. Lo miré con incredulidad. Entonces, alzando el vuelo agregó : - Desentiérrala de la arena y entenderás lo que te quiero decir. Cuando se hubo posado sobre el suelo, un poco más l ejos, me instó a obedecerlo con un gesto de su cabeza. A falta de he rramientas tuve que utilizar mis propias manos a modo de pala y, debo a gregar, que la tarea fue larga y dura. Al final conseguí desenterrar el grueso tronco y comprobar que se trataba de una especie de rústica canoa o bote, sin proa ni popa definidas. En realidad era un simple t ronco ahuecado. Contemplé con desazón aquel madero y exclamé con sa rcasmo : - ¿Y se supone que en esta magnífica nave me voy a tirar al mar? - No es una nave – dijo el espíritu que vuela sobre las aguas -, tampoco es un bote, es una encina. En realidad es el tronco hu eco de una encina proveniente del sagrado bosque de la Isla del Biene star. El pelícano-espíritu me explicó que la madera, de a quella encina, tenía la mágica propiedad de ser atraída, como hace el imán con el acero, por las encinas y otros árboles que crecían en el bosque sa grado. Lo similar atrae lo similar, me dijo, las sustancias de natura leza homogénea tienden a juntarse, las heterogéneas se rechazan. Una vez q ue el tronco hueco estuviera en el agua, libre de terrestre resistenci a, la atracción de los árboles fuertemente arraigados en el suelo de la is la harían que la madera flotante se pusiera en espontáneo movimiento hacia la bienaventurada costa. Pensé que, si estaba soñando, no perdía nada con hacer la prueba y decidí arrastrar el pesado tronco e internarme en el mar. Por lo menos estaría ocupado en algo y no aburrido en aquel limb o onírico. ¿Dije “arrastrar el pesado tronco”? Debí haber dich o “pesadísimo”, pues aquel madero, para tener solo el largo de un cuerpo humano, parecía estar hecho de hierro. Desplazarlo hasta el líquido elemento fue un acto de voluntad y fuerza anímica, más que muscular. Sin embargo, el pelícano blanco tenía razón, apenas el tronco quedó suspendi do en el agua se puso por sí solo en movimiento. Lo agarré con fuerz a de la improvisada e informe popa para detenerlo, pero su ímpetu fue tal que me arrastró con él mar adentro. Todo empapado, y como pude, consegu í subirme sobre la natural embarcación y acomodarme en su cavidad. En aquel momento me di cuenta que también podía servir de ataúd. La sin iestra idea no agradó a mi mente.

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Miré hacia la playa, que dejaba, en busca de quien dijo sería mi guía cuando decidiera atravesar las Grandes Aguas. Vi al ave-espíritu abrir con magnificencia sus níveas alas y elevarse por los ai res sin un solo aleteo. Comprendí entonces su maestría en el arte del vuelo y en la forma diestra de usar al viento, cambiando el ángulo de ataque de sus extremidades, para flotar y deslizarse por la aérea sustancia sin esfuerzo. Cuando lo vi venir a mí me tranquilicé e intenté acomodarme, lo mejor posible, en mi forestal y lúgubre transporte. Al llegar a mi lado, el espíritu que vuela sobre las aguas me indicó que me relajara y procura ra mantenerme ecuánime y alerta durante todo el viaje. La travesía de las Grandes Aguas no fue un paseo. E l mar estaba tan agitado como mi mente y las olas, aunque de tamaño moderado, eran constantes e incisivas. El tiempo transcurrió como una eternidad: imperturbable e infinito. Pronto desapareció todo i ndicio de tierra. Como no veía aparecer ninguna isla me impacienté, traté de pararme sobre el tronco para tener una mejor vista, sin embargo la t area fue imposible debido al oleaje. Atisbé en todas direcciones y sol o pude ver al océano extenderse hasta el horizonte. Entonces un poderoso sentimiento de temor, soledad y desamparo se apoderó de mí. Inmedi atamente, como si estuviesen en armonía con mi sentir, el cielo se os cureció, el viento se tornó huracanado y el mar embraveció, adquiriendo s us olas dimensiones gigantescas. El gran pelícano tuvo que tomar altura para poder proseguir su vuelo, sin embargo, apiadado de mi precaria cond ición, se dejó caer desde lo alto para zambullirse en la profundidad ac uosa. Reapareció a los pocos segundos sobre la agitada superficie y, acerc ándose, me preguntó: - ¿Qué haces? No le contesté porque no entendí su pregunta y porq ue, en aquel momento, me aferraba con dientes y uñas a mi pequeñ a embarcación y no tenía otra preocupación que sobrevivir al descom unal oleaje. La serenidad del ave marina contrastaba con mi angusti oso desamparo. A pesar que nadaba a mi lado y compartía la misma sue rte, parecía ajena y distanciada de las aciagas circunstancias que vivía mos. Envidié su calma y estoicismo. - ¿Qué haces? – volvió a preguntar, pero esta vez n o esperó respuesta -. ¿No te das cuenta que el Mar de la Vida responde a tus emociones? Si te agitas, él se agitará; si te descontrolas, él se de scontrolará; si te calmas, él se calmará contigo. - ¡Calmarme! – grité -. ¿Calmarme en medio de un hu racán, en medio de este mar, en medio de la nada? ¿Calmarme en el cent ro de esta soledad devastadora? - ¿Eso es lo que te aterra, la soledad? – inquirió el espíritu, mientras una enorme ola nos alzaba hasta el cielo y luego nos de jaba caer, inmisericorde, al abismal valle marino de su seno - . Acostúmbrate a la

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soledad – continuó -, pues es la naturaleza innata de todos los seres. Y no reniegues de ella porque jamás te traicionará, como han hecho las queridas compañías humanas que han adornado tu cami no. Además – agregó el pelícano -, es la soledad la que nos obli ga a enfrentarnos a nosotros mismos y saber de qué material estamos hec hos, de qué calidad somos: es el verdadero pesaje del alma. Le pregunté cómo podía estar tan calmado. Me contes tó que ello se debía a que había hecho de su corazón una piedra, firme y estable, sobre la cual había construido un refugio contra la inestabilidad del crispado océano de la existencia. Mi mirada desorbitada y confusa l e hizo comprender que tanta razón, en medio de aquel caos, no me ayudaría en nada. Por tanto se vio obligado a recurrir a otra estrategia : - La misión de un guía – dijo –no sólo es enseñar e l camino, sino mostrar la conducta, la forma de comportarse mientras se tr ansita por ese camino. Te voy a presentar a un amigo que te dará una gran enseñanza y te ayudará a anclar tus emociones en la piedra cardíac a de la ecuanimidad. Nadó entonces hacia popa y comenzó a golpear con su pico la madera del tronco, provocando un sonido profundo, rítmico y po deroso, que parecía vibrar y penetrar en la profundidad marina, pero qu e sobre todo, vibraba y penetraba en mi cuerpo hasta la médula de huesos y cerebro. Involuntariamente cerré los ojos, entonces tuve la sensación, mientras escuchaba la ronca percusión, que mi masa corporal se encogía y hacía cada vez más pequeña, hasta convertirse en un punto microscópico. Sin embargo dicha sensación fue momentánea, ya que inme diatamente después sentí que me expandía en todas direcciones a una velocidad vertiginosa. Me pareció que crecía hacia el infinit o y que mi cuerpo abarcaba todo el universo. Espontáneamente abrí los ojos y descubrí que todo seguía en su lugar: yo, el mar, el bote-ataúd y la tormenta. El gran pelícano blanco había dejado de golpear el madero y parecía hablar con alguien, o con algo, que se hallaba sume rgido en las agitadas aguas. Me incliné sobre el tosco borde de mi embarc ación y vi a un minúsculo pececillo que parecía escuchar atento las palabras del ave. Ésta le solicitaba, amablemente, me ayudara en mi r uda travesía y me sirviera de piloto, remolque y timón en medio del v ivo oleaje que amenazaba con hacerme zozobrar. La petición que hac ía el espíritu me pareció absurda, tomando en cuenta las ridículas pr oporciones del animalito y las caóticas condiciones del océano. Según pude observar, el pececillo era una variedad o especie de rémora, pues sobre su cabeza y a modo de exótica corona des tacaba una pequeña pero poderosa ventosa. Todo su cuerpo era d e un hermoso color amarillo, idéntico al del azufre, y su longitud de punta a rabo no sobrepasaba el largo de mi dedo pulgar. Sin mucho p rotocolo interrumpí al pelícano y a su acuático amigo y, cortésmente, l es agradecí sus intenciones, pero sin ambages les expresé mi duda s obre la cordura y funcionalidad de sus planes. El pececillo, que se h abía vuelto hacia mí al

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escucharme hablar, nadó con rapidez hacia la proa d el tronco y se situó debajo de él. Tan pronto su ventosa se adhirió a la embarcación, las cosas comenzaron a cambiar para bien. Noté que el tronco se alineaba en forma ordenada al desplazarse, pues antes era algo irregular en su movimiento, haciéndo lo de frente o costado según el oleaje y el viento. El pelícano me explicó que eso se debía a que ahora yo tenía un timón para fijar la dirección a s eguir. Cuando le hice la observación que el oleaje se veía más disminuido, e l espíritu que aletea sobre las aguas me explicó que nuestro pequeño pilo to, y timón, tenía la singular virtud de hacer las aguas más densas y esp esas, hasta llegar a solidificarlas si así lo quería, cosa que restaba m ovilidad a la inestable superficie marina. Aquel pececito amarillo tenía en su mirada el poder de congelar y tal era su fuerza, en este sentido, que ni el oleaje más furioso podía oponerse a su helada voluntad. Pronto este hecho se hizo patente cuando la superfi cie oceánica se cubrió de una blanca costra de hielo, de suave y pa cífico ondular, cuyo espesor era lo suficientemente delgado como para pe rmitirnos avanzar con comodidad. Para entonces el gran pelícano usaba la maestría del vuelo para desplazarse a mi lado. Con guía aéreo y acuático, una profunda confianza y serenidad se apoderó de mí, y con ello, por empatía, el mar se calmó, reflejando en su quieta superficie mi calma interior. Una vez que las aguas fueron fijadas, la travesía se to rnó más segura y no fue necesario que la rémora continuara congelando al ma r para controlarlo. Entonces vi venir al pelícano sobre mí y posarse en el tronco, al extremo de proa. Abriendo las blancas alas, en un gesto maj estuoso, golpeose el pecho con la punta de su poderoso pico. Tres gotas de rojísima sangre rodaron por sus plumas cayendo sobre la rústica mad era de la embarcación. De las gotitas de sangre crecieron tre s hermosas flores, de un palmo de alto y de tres colores diferentes: negr a, blanca y roja. - Come de ellas – me instó el pelícano -, empezando por la negra y terminando con la roja. Obedecí sus órdenes sin dudar. Cogí la flor negra y la eché en mi boca. Su sabor era amargo y difícil de tragar, mas así lo hice. Al llegar a mi estómago sentí que me deshacía, que todo mi interio r se disolvía, mientras un suave sopor relajado hormigueaba y me i nvadía todo el cuerpo. Escuché la voz del pelícano ordenándome com er la flor blanca. El sabor de ésta era fuertemente ácido y al llegar a m i vientre lo contrajo todo con su poder astringente y coagulador. Un espa smo doloroso se apoderó de mi ser desde el interior y tensó todos l os músculos de mi cuerpo. Sin esperar indicaciones, del emplumado esp íritu, estiré la mano y me apoderé de la flor roja. Apenas la coloqué en mi boca su dulce sabor alegró mi paladar. Al tragarla cesó inmediatamente el efecto contractivo de la flor blanca y una profunda armonía se apoderó de mi cuerpo y mente. Con mirada severa, pero conforme, el pelícan o hizo un gesto afirmativo con su cabeza y, alzando el vuelo, se co locó por delante de mí

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cumpliendo imperturbable su papel de guía. Pronto, en el horizonte, comenzó a emerger la silue ta de una isla que, mientras más nos acercábamos, más parecía crecer y estirarse hacia el cielo. Cuando estuvimos lo suficientemente cerca vi que, en realidad, se trataba de una enorme montaña clavada en medio del océano. Me pareció una gran columna que, emergiendo del mar como el ti tán Atlas, sostenía al cielo en lo alto. Pronto vislumbré su delgada pl aya de blanca arena. El gran pelícano, en vuelo rasante sobre las aguas, se adelantó y fue a posarse en la breve costa. Su silueta se recortó cl ara y nítida contra el verde fondo del bosque que llenaba toda la isla. Sólo cuando encalló el tronco en la playa, tomé con sciencia de la gran velocidad que traíamos. Como la totalidad de mi emb arcación quedó sobre la arena, supuse que mi pequeño y dorado pez- piloto se había desprendido de ella en el momento oportuno. Miré ha cia las aguas que lamían dulcemente la orilla, que ahora parecían per tenecer a un sereno lago y no a un otrora agitado mar. Entonces pude ve r a mi diminuto amigo y guía que me observaba. Parecía que su minúscula b oca de pez me sonreía. Comprendí que era su forma de despedirse. - Nuestra tarea ha terminado – escuché decir al esp íritu que planea sobre las aguas -. Lo que tenía que ser hecho, se hizo. H emos llevado al viajero a buen puerto, ahora sus pasos se harán sobre terre nos más sólidos y confiables que las inestables y volubles ondas de l a mar océano. No bien hubo terminado de decir esto, alzó el vuelo . Describiendo un amplio círculo alrededor mío, me miró con ojos risu eños y agregó : - Escucha la voz del bosque y de los milenarios árb oles que en él crecen. Ellos te ayudarán tanto como yo y el pez azafrán. Entonces lo vi dispararse como una flecha hacia el mar infinito y planear raudo a ras de agua, en dirección a la eternidad. L o seguí con la mirada hasta que sólo fue un puntito blanco contra el gris del océano y el cielo..., después ni siquiera eso. Cuando busqué al pececillo , éste también había desaparecido.

Capítulo II

EL CUERVO EL BOSQUE DEL FÉNIX

La playa era angosta, el bosque exuberante y apretad o. Antes, de internarme en él, me detuve y lo escudriñé. Tuve la sensación que algo también me observaba desde la verde espesura. Enval entonado por las palabras del gran pelícano, avancé con paso seguro. Apenas me interné en la selvática floresta sentí que ingresaba en un recinto sagrado. Aquel

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extraño bosque parecía ser un templo en donde encin as, fresnos, robles y caobos eran enormes columnas que sostenían la verde cúpula natural que cubría la altura, musicalmente preñada por el g orjeo interminable de innumerables pajarillos. Efectivamente, el bosque estaba vivo. Mientras cami naba entre los gruesos troncos, de los vetustos árboles, voces de profundo tono susurraban por todas partes : - Bienvenido a Ogigia..., bienvenido a la isla que encierra en su corazón la dicha y el bienestar..., bienvenido al Bosque del F énix. Luego callaban y dejaban escuchar el claro crepitar de las hojas agitadas por el viento, que simulaban el suave sonido de la risa. Sin embargo, pasados unos segundos, volvían a repetirse los salu dos de bienvenida, provenientes de voces surgidas de todos los rincone s del bosque. Detuve mis pasos y miré a mi alrededor. Entonces, sorprend ido,1 comprobé que los saludos provenían de los mismos árboles que me rodeaban, y que sus hojas eran ojos y bocas con las cuales me hablaban y miraban. Maravillado de tal maravilla y asombrado, de tal co sa asombrosa, retomé mi camino por aquella sorprendente y hospitalaria f loresta, que me observaba con multitud de ojos y me hablaba por inn umerables bocas. La confianza, que aquellos magníficos árboles inspi raron en mi corazón, hizo que pronto entablara amena conversación con el los. Así fue como pude enterarme de muchas cosas fabulosas. Aprendí, de las voces de sus hojas, que todo aquel que llegaba a aquella isla, s in saber lo que buscaba, debía presentarse en la Corte del Fénix y preguntar , al mismo monarca, la razón de su estadía allí. De lo contrario vagaría e ternamente por los curiosos y exuberantes recintos de aquella maravill osa isla, sin saber cuál era su camino, destino ni función. Pues, según afirmaban los árboles, toda existencia cumple una función definid a dentro del inmenso organismo que llamamos Universo, incluso el más ins ignificante de los microbios e insectos. Y para afirmar lo que decían, me contaban la historia de Alejandro de Macedonia, quien víctima, según ellos, de una violenta fiebre producto de la picadura de un peque ño mosquito, encontró la muerte sin cumplir con su vehemente deseo de con quistar al mundo. Lo que ejércitos enteros no pudieron hacer, el míse ro piquete de un mosquito lo consiguió a la perfección y, así, las i nvencibles huestes invasoras se vieron detenidas. Nada, me decían, carece de función, todo tiene su p ropósito y misión. Y al preguntarme la mía y yo no saber qué responder, ins istían en decirme que a la Corte del Fénix tenía que ir. Cuando les consu lté el modo de llegar allí, me indicaron que siguiera mis propios pasos, pues ellos eran el camino a seguir. Me reí de sus ocurrencias y ellos rieron conmigo, contentos de mi buen humor. Con paciencia, como si de niños se trataran, les expliqué que su recomendación carecía de lógica, pues si mis propios pasos eran el camino, entonces el camin o sólo se haría al momento de andar, lo cual significaría que no había ningún camino o

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senda a seguir. Ellos con sus ojos-hojas desmesurad amente abiertos me observaron hablar, mientras con sus hojas-bocas me sonreían con bondad. Cuando callé fueron ellos quienes, como si con un niño hablasen, con gran paciencia me explicaron que el c amino se hace así, a cada instante, con cada paso que se realiza en el p resente inmediato. El camino andado no se puede volver a realizar, aunque lo intentemos, pues en ese caso sería un nuevo camino que estaríamos ha ciendo con nuevos pasos. Con respecto a seguir la huella trazada por otros con anterioridad, pues sólo era una ilusión, ya que nadie puede camin ar por una senda que no esté pisando ahora y aquí y, por tanto, allí est aba la esencia del asunto: el camino se halla exactamente bajo nuestro s pies, no delante ni atrás, sino precisamente donde ellos pisan y se asi entan. Creí entender el críptico significado de sus palabras y, sin preocup arme en escoger una dirección en particular, me dejé guiar por mi insti nto. Continué caminando, cosa que había dejado de hacer para conversar con mis enramados amigos. Ellos entretuvieron mi peregr inar hablándome del Palacio del Fénix, el cual estaba construido en el interior de la montaña, que era centro, columna y eje geográfico de toda la isla. - ¿Qué nombre tiene la montaña? – pregunté. - Para nosotros es la Montaña del Fénix – me contes taron -, pero otros la llaman el Espinazo de Hércules o el Monte Atlas. El último nombre me hizo recordar, con satisfacción , que cuando la había visto desde el mar, mi mente ya la había asociado a l viejo y fornido titán. Caminaba así por aquel bosque parlante, deleitándom e de sus arbóreas historias, cuando una voz que fuertemente se lament aba llamó mi atención. Agucé el oído, para poder comprender el s ignificado de aquellas palabras, y esto fue lo que escuché : - He vivido el abandono, he sentido la traición, he querido disolverme en la muerte, pero mi tiempo no ha terminado y el abis mo incompasible de mi corazón me ha vomitado a la vida. Soy un hombre tuerto que aún puede ver. Soy un cojo que, con dificultad, puede c aminar. Soy como aquél que, aunque ha perdido una de sus manos, aún puede blandir la espada contra el enemigo. Aunque incompleto, todaví a existo. Se produjo un silencio y lo aproveché para encamina r mis pasos en la dirección desde la cual creía provenía la voz, ento nces, la volví a oír, pero esta vez no sonó quejumbrosa, sino llena de rabioso orgullo : - Como un Lucifer herido ascendí soberbio de la pro fundidad de mi dolor y busqué a Dios para degollarlo: demiurgo ignorante , responsable de una creación injusta donde los malvados triunfan. Como un cristal de roca, firme y radiante, no aborrezco la oscura sombra, la busco para iluminarla. Sólo detesto la ignorancia de sí mismo y a su corte de vasallos, patética legión de extraviados que desperdician su existenci a por el mórbido placer de sentir el dolor de saberse desgraciados. Aparten de mí a esa

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turba infeliz, pues no guardo para ellos compasión, sino desdén y desprecio: no derramaré lágrimas de sangre para dar perlas a los cerdos. Con el nuevo silencio llegué al borde de una depres ión circular, similar a un cráter, dentro de la cual pude ver a un hombre j oven de níveo y desordenado cabello que, sentado sobre una oscura r oca, miraba pensativo hacia el suelo. Noté que no crecían árbol es dentro de aquella pequeña hondonada y, curioso, pregunté por ello a l a encina que tenía más cercana. Ella me dijo que aquel joven llevaba a ños sentado allí, lamentando su suerte y la pérdida sufrida, y que su depresión anímica era tan grande que había incluso hundido la tierra a su alrededor: así de pesado se había tornado su humor. Los árboles que c recían allí terminaron muriendo, de la profunda pena que se res piraba en el lugar y sólo las piedras soportaban tan nefasta presión, au nque algunas, las más blandas, finalmente habían terminado por resquebraj arse y hacerse añicos. Hice el ademán de bajar a la árida hondura y acerca rme al joven, pero los árboles me detuvieron alarmados, advirtiéndome que me cuidara de realizar tan loca idea y que, para locos, bastaba y sobraba en la isla con el joven que estaba sentado en la negra piedra. En est os argumentos se hallaban cuando el triste mancebo, con voz quebrada y llorosa, volvió a declamar : - Me arrancaron la piel, dejándome expuesto al fier o viento de la realidad. En total soledad tuve que soportar mi dolor, no hub o piedad ni compasión. Ella, mi verdugo, sólo velaba por sí y b uscaba satisfacer la vaciedad de su corazón. Como un árbol mutilado torn aré a crecer, lo sé, pero de las ramas cortadas jamás volverán a nacer n uevos frutos. Dejaré a la Naturaleza regenerar a la Naturaleza. Dejaré a l tiempo cumplir su cometido. Y si todo falla, dejaré a la muerte cerra r la herida abierta. El joven ahogó sus palabras en un angustioso llanto , mientras se cubría el rostro con ambas manos. Apesadumbrado por su dol or, una luz de compasión se encendió en mi corazón, y desde la seg uridad de mi altura le dije con voz firme, clara y serena : - No te aflijas, joven amigo, que todo problema tra e consigo su solución y, cuando la noche parece más oscura, es porque se enc uentra más cercano el amanecer del sol. El muchacho se incorporó del pétreo asiento, aparta ndo las manos de su cara, mientras me buscaba en lo alto con la mirada. Cuando por fin me encontró, exclamó : - ¡Pero es que mi noche ha durado una eternidad y s u oscuro manto tiene el peso de mil montañas!

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- No niego que lo que digas sea cierto – le repliqu é -, pero estoy seguro que alguna solución ha de tener y manera habrá de h acer salir el sol en tu horizonte. - Si – susurró por lo bajo el caobo que estaba junt o a mí -, la solución sería que el loco dejara su locura a un lado y el r emedio estaría asegurado. Con un leve gesto hice callar al árbol, mientras le pedía algo de paciencia con el joven alienado. Sin moverme de mi sitio expl iqué a mi nuevo amigo que me dirigía a la Corte del Fénix y que, si me ac ompañaba, seguramente allí encontraría respuesta y sanación a su intenso dolor. Mi invitación pareció alegrarle, pues una amplia sonrisa se dibuj ó en su cara. Mientras subía hasta donde me encontraba, pregunté a un robl e vecino si existía algún peligro de que se me acercara. Me explicó que fuera de su reino, el pequeño cráter en el que se sentaba, su influencia era débil y podía ser neutralizada a través de una atenta voluntad. El pr oblema, me indicó el árbol, era caer en el hoyo, pues una vez ahí era ca si imposible salir ,y si se salía, pues no era muy entero, emocionalmente ha blando. Sin embargo, no dejó de advertirme que me mantuviera al erta, pues con un loco cerca nada se sabe y nunca se está seguro. Cuando llegó a mi lado pude observar con detalle a mi triste loco y percatarme que era de apariencia muy singular. Uno de sus ojos era de un sutil verde glauco, mientras que el otro pintaba ce leste, como el más puro cielo. Su cabello, blanco como la nieve y sin corte ni peinado definido, hacía resaltar el tono bronceado de su piel, expues ta por tanto tiempo a la adversidad del sufrimiento y la intemperie. Su cuer po, delgado y flexible, mostraba una jovial fortaleza tendinosa imposible d e disimular. Vestía una especie de túnica corta, sujeta a su hombro izq uierdo, de color verde esmeralda, muy maltratada y desteñida, que amarraba a su cintura con un cordón dorado al que daba varias vueltas. Sin embar go, lo más curioso de su figura era la maravillosa varita que en sus mano s portaba. Pude distinguir que se trataba de una ramita de encina p erfectamente recta y con siete pequeños nudos igualmente distanciados en tre sí, siendo aquel que la remataba un poco más grande que los demás, l o cual le daba la apariencia de cabeza. Alrededor de esta vara se ent relazaban dos flexibles serpientes labradas en metal: una de oro y la otra de plata. Ambas entrecruzaban sus cuerpos a la altura de cada nudo de madera, salvo en el último o cabeza, donde quedaban enfrent adas, fijándose cada una la mirada. Con este caduceo en sus manos y la e sbelta apariencia que mostraba, el joven loco simulaba ser el mismo H ermes de los antiguos grecos paganos. - ¿Cuál es tu nombre? – le pregunté. - Pues no lo sé – dijo él, risueño. - Te llamaré entonces Mercurio – afirmé -, pues la imagen de este ágil dios de los aires me has hecho recordar.

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- Bien está, seré vuestro Mercurio y no se diga más . Me puse otra vez en camino acompañado de mi nuevo a migo. Cuando quise saber de dónde procedía, me contestó de maner a vaga, diciéndome que venía de todas partes y que su residencia origi nal estaba tanto en el cielo como en la tierra, o en la profundidad del ma r. Continuó hablando así cosas sin sentido, sin pies ni cabeza, que de e scuchar las incoherencias que expresaba comprendí por qué los á rboles de loco lo tildaban. Le interrogué curioso de qué tanto se lam entaba cuando lo encontré. Entonces me dijo la cosa más absurda, que he escuchado en mi vida, al afirmar que estaba triste porque se hallab a sentado en medio de aquella depresión del terreno donde llevaba muchos años. Cuando le pregunté por qué no se había parado e ido de ahí, m e dijo que si hubiese salido de aquel lugar no habría podido estar triste ni haberse lamentado, con tan buen gusto, como lo hizo allí. Comprendiend o que cualquier razonamiento mesurado con él era imposible, decidí no preguntar nada más, no fuese que loco yo me volviese de escucharle así hablar. Finalmente, y después de mucho caminar, el graznido de un cuervo nos hizo detener. Pregunté a un fresno cercano si aquel lo era un mal agüero. El noble árbol, con una risa susurrante, me dijo qu e todo lo contrario, pues cuando aparece el Cuervo Sagrado es señal de q ue se va por muy buen camino. La oscura ave hizo su aparición posánd ose en una rama cercana. - Cuando un peregrino – chilló el cuervo -, topa co nmigo, significa que haré más seguro su camino, pues como súbdito del Fé nix le serviré de guía hacia la augusta corte del Pájaro de Fuego, si es que ése es su destino. - ¡Nuestro destino ese es! – exclamó exaltado mi me rcúrico compañero. El cuervo, observándolo con detenimiento desde su r ama, guardó silencio por unos segundos para luego graznar con insolencia : - El destino de un loco está en cualquier parte y l ugar, en la inmensidad del cielo o en la profundidad del mar. Estar ante l a presencia del Fénix sólo exalta nuestra naturaleza esencial: lo que hay aquí, encontrarás allá. Un joven de sustancia cruda e inacabada como tú no encontrará en la Corte del Rey madurez. Para eso, primero en el cami no debes madurar. Mientras este tipo de cosas decía el cuervo a mi jo ven amigo, el fresno aprovechó el tiempo para susurrarme al oído y decir me que la sabia veracidad del cuervo estaba fuera de toda duda, aun que su carácter era algo pendenciero y, como maestro, bastante severo. Después de su amonestación, el negro emplumado alzó el vuelo, ind icándonos que lo siguiéramos. Cada cierto tiempo se detenía en algun a rama a esperar que lo alcanzáramos. Aprovechaba entonces aquel momento para graznar sobre nosotros y llenarnos de lecciones repletas de improperios y

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oscuras alusiones. Tres de ellas repetía con insist encia y son las que mejor conservo en la memoria : - Que nadie sea otro, si puede ser él mismo. - Hay vivos que parecen muertos y otros que, para v ivir, necesitan primero morir. - Estad atentos y despiertos, sed en esto diligente s, pues para descansar cómodamente tendréis la eterna muerte. Así fue como entre tanto pregón y caminar, llegamos a un pequeño claro del bosque donde una fuente de aguas cristalinas br otaba. El manantial estaba rodeado de un anillo de piedras cúbicas, per fectamente labradas, cuyo espacio interior permitía contener con comodid ad a siete hombres sentados uno al lado del otro. El cuervo, habiéndos e posado en el borde de la fontana, me indicó que me desnudara y me sume rgiera en las tranquilas aguas termales. Hice caso a la oscura av e. Una vez sumergido en el cálido líquido una sensación relajante y agra dable se apoderó de todos mis miembros. Entorné los ojos y un suave sop or se apropió de mi alma, sin embargo el áspero graznido del severo cue rvo evitó que me hundiera en el sueño y me mantuvo alerta. No habían pasado ni tres minutos, o algo así, cuando mi cuerpo pareció disol verse. Entonces vi al cuervo husmear, con mirada curiosa, debajo de la su perficie acuosa. Con un aleteo nervioso me urgió a salir de la comodidad de mi baño, cosa que hice con rapidez, pues los gestos del ave me habían sobresaltado y hecho pensar que dentro de la fuente había algún animal u otro peligro que me amenazaba. Mientras me vestía, el cuervo se acercó sigilosamen te a mí dando cortos saltitos sobre el anillo empedrado y, aprovechando que me hallaba vulnerablemente inclinado, dio un firme picotazo en uno de mis escuálidos e indefensos glúteos. Para qué decir que el grito y salto que di fueron monumentales. Inmediatamente exigí explicaci ones al emplumado agresor. Él me dijo con gran tranquilidad, mientras el loco reía y aplaudía todo aquel improvisado espectáculo, que el picotazo era para saber cuánto me había ablandado, pues para llegar a la Co rte del Fénix mi sustancia corporal debía tener cierta sutilidad y f lexibilidad específicas. Con mi nalga y honor heridos, me vestí con rapidez, atento a la probabilidad de un nuevo y artero ataque. No hice m ás preguntas para evitar así recibir otra enigmática respuesta. Cuand o el cuervo ya había dado la orden de seguir nuestro camino, mi loco ami go, con ánimo excitado, comenzó a vociferar que él también tenía derecho a un baño y, entregándome su caduceo serpentino, hizo ademán de ingresar a la fuente. Sin embargo, el maestro cuervo aleteó y gra znó de forma tan frenética que detuvo su acción por un momento: - No lo hagas, insensato – gritó el ave -, que esas aguas poseen propiedades disolventes poderosas que te podrían se r nefastas. Ya blando de sesos y de alma eres, y tu sustancia más permeable no puede

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ser. Para el peregrino estaban bien, pues él necesi taba de sus virtudes, pero tú de otra fuente urges, de una que apriete tu s carnes y dé a tu alma una sólida fortaleza donde vivir. - Pues me quiero bañar ahora – dijo riendo el loco -, porque tengo sucio el trasero y con el culo sucio no me gusta caminar. - Loco maldito – rugió el cuervo -, sobre mí tu des gracia no va a caer –. Entonces, mirándome con fiereza, dijo: - Si en algo estimas a tu amigo, evítale hacer el a cto que va a cometer. Dudé unos instantes, pero las voces de las encinas y otros árboles que nos rodeaban pidiéndome detener al joven, para que no ingresara a la fuente, me hicieron decidirme. Avancé hacia él para apresarlo con la mano que tenía libre del caduceo, pero fue en vano, ya que de un ágil salto se puso fuera de mi alcance, cayendo de pie d entro de la termal alberca, mientras a gritos exclamaba : - La gran serenidad me llenará con su dulce aroma. Su quietud aclarará mi mente, su tibieza reconfortará mi alma. Perdonaré a quienes me hicieron mal a sabiendas y comprenderé la estúpida oscuridad de la ignorancia humana. Pero mientras tanto, mientras la gran seren idad me llega, seguiré pateando traseros, seguiré oponiendo la ver dad a la mentira, continuaré siendo honesto y leal a mis principios, seguiré despreciando a quienes no cumplen sus juramentos y compromisos y, sobre todo, continuaré pensando que en este mundo cambiante e i mpermanente se puede crear algo firme, estable y duradero: algo in mortal. Y uniendo el gesto al silencio, el joven loco se te ndió en las sutilizadoras aguas de la fuente, quedando totalmente sumergido e n éstas. - ¡Santo espíritu! – exclamó el cuervo. - Ya nada se puede hacer – respondieron los árboles en coro. El efecto de las penetrantes y mágicas aguas fue in mediato. El cuerpo de mi loco alcanzó tal grado de relajación que comenzó a disolverse, fundiéndose con el diáfano líquido como si fuese un grano de sal. Una sonrisa beatífica adornaba su cara, clara señal del estado de arrobamiento que su alma experimentaba. No había tr anscurrido ni un minuto cuando su cuerpo desaparecía por completo en las tibias aguas. Consternado, pregunté al guía emplumado si el joven estaba muerto. El cuervo contestó que todo dependía de lo que yo ente ndía por muerto, pues en el universo nada se crea ni destruye, sino se transforma de una cosa en otra, en un continuo infinito de mutaciones que fluyen como la corriente de un río, y mi crudo e inmaduro loco, ya no era aquello que hacía un rato yo conocía. Ahora era una sola sustan cia con las ondas de la fuente.

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- Quieres decir que está muerto, entonces – respond í exasperado de su filosófica contestación. - Ya te dije – replicó él -, todo depende de lo que entiendas por muerte -. Y sin agregar más palabra se echó a volar, señalánd ome así el camino a seguir. El viaje transcurrió en total silencio y en oscuros pensamientos, de mi parte, con respecto al triste destino de mi a migo el loco. Sin embargo, para consolarme, pensé que su dulce y grat a muerte lo había liberado, para siempre, de la angustiosa furia y do lor que a su alma envenenaban.

Capítulo III

EL PAVO REAL EL ENCUENTRO DEL ALMA

Continuamos la amarga senda hasta que llegamos a la presencia de dos hermosos árboles que, por su apariencia, mostraban ser los más antiguos y principales del bosque. Unas encinas cercanas con firmaron mi suposición y me explicaron que, aquellos magníficos árboles, eran los padres de todos los árboles que crecían en la isla. Se les conocía por los nombres de Árbol Rojo y Árbol Blanco, aunque tambié n les llamaban Árbol de Oro y Árbol de Plata. Incluso, agregó un r oble anciano, entre los árboles más viejos del bosque se les nombraba como Bramstok: los Árboles del Sol y de la Luna. Las raíces, de sendos troncos, se enterraban tan pr ofundamente en el suelo, que eran las responsables de sostener la int egridad de la isla-montaña ante los constantes ataques de las inestabl es aguas marinas que la rodeaban. Pude observar que ambos árboles se miraban uno al otro con tierna atención, abstraídos totalmente de todo lo que acontecía a su alrededor. Parecían estar profunda y dulcemente enamorados mientras se acariciaban mutuamente con las ramas. De sus hoj as-bocas brotaba una ronca y armoniosa melodía, similar al profundo canto de las ballenas que, si era escuchada con cuidado, llenaba el alma del oyente de una hermosa paz y equilibrado deseo de vivir. Tanto el tronco como las ramas del Árbol Solar, eran de un hermoso color dorado, m ientras que las del Árbol Lunar destacaban por su brillo plateado. Con un suave y respetuoso graznar, para no interrum pir el amoroso coloquio de los árboles padres, el cuervo me indicó que golpeara, con el caduceo heredado del loco, en la base de ambos Bram stock, junto a la entrada de unas secretas madrigueras que crecían en tre sus raíces. Según indicaciones recibidas di tres golpes en cada tronco e inmediatamente me aparté, tomando prudente distanci a de allí, es decir, colocándome exactamente bajo la rama desde la cual el cuervo atentamente observaba. Vi, entonces, dos serpientes de ambas

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madrigueras salir. Aquella que emergió de las raíce s, del Árbol del Sol, era de un hermoso color rojo encendido y el brillo de sus escamas la hacía parecer que ardía en llamas. La otra, blanca como nieve de montaña, era tres veces más larga y gruesa que la p rimera, y brotó radiante de las plateadas raíces del Árbol de la Lu na. Apenas salieron de sus secretos escondrijos, la roja y más pequeña, se abalanzó con violencia sobre su blanca compañera. Enrollaron fue rtemente sus cuerpos entre sí mientras se mordían, una a la otra , con pasión. Cada parte enemiga, que la serpiente roja mordía, tomaba inmediatamente y por acción del veneno un color encarnado. Por su parte, albas se tornaban las heridas que la serpiente blanca hacía a su contrinc ante más vehemente y furiosa. Pronto la serpiente roja estuvo toda de blanco manc hada, mientras la sierpe albina toda su piel teñida de rojo vestía. E ntonces, en medio de la singular batalla, que en vez de calmarse más se ena rdecía, cada una consiguió apoderarse de la otra por la cola, comenz ando así a devorarse con gran tenacidad y porfía. En este punto la balan za se inclinó a favor de la serpiente blanca, más gruesa y larga, pues mient ras la serpiente roja tenía dificultades para tragar el enorme cuerpo de su oponente amiga, ésta, con velocidad pasmosa, devoró la integridad e scarlata del pequeño y aguerrido reptil. Y he aquí maravilla de maravill as, pues cuando tragó la roja cabeza de su contrincante, la gran serpiente b lanca siguió devorándose a sí misma y no se detuvo hasta llegar al propio cuello, punto en el cual frenó su hambrienta carrera por la imposibilidad física de seguir reduciéndose más. Entonces el cuervo, que hasta ese momento se había mantenido silencioso y atento, voló hasta donde se hallaba la blanca cabeza y, parándose a su lado, la cogió con su negro pico y l a tragó. Quise preguntar al cuervo qué hacía, pero los árboles con voces suaves me sugirieron callar y observar el prodigio que pronto se realizaría. Y así fue, pues vi al cuervo perder fuerza en sus patas y caer al piso en medio de fuertes convulsiones. Entonces una transformación p asmosa comenzó a generarse en el cuerpo del ave que, ya inerte, pare cía muerta. Nuevas plumas comenzaron a crecer mientras las anteriores caían. En lugar de negras, eran azules y verdes aquellas que surgían. Las plumas de su cola crecieron en abundancia, longitud y colorido, llená ndose de manchas oceladas similares a ojos o anillos. Finalmente, de la cabeza, antes negra y sin gracia alguna, emergió un singular adorno, si milar a una corona de tupidas plumas finas. Cuando el cuervo recuperó su fuerza vital y se puso de pie, ya se había convertido en un majestuoso pav o real. Asombrado de tan magnífica mutación, me acerqué a la soberbia av e y le pregunté cómo se sentía después de tan extraordinaria experiencia : - ¡Excelente! – exclamó –. He trocado mi apariencia de ave saturnal por aquella que es querida a Júpiter, el más enamorado de los dioses. Me explicó que bajo su nueva forma me era más útil y señal inequívoca de que íbamos por buen camino. Entonces retomamos nues tro viaje y pude

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observar que, por la senda que llevábamos, cruzaban nuestro paso gran cantidad de víboras que el pavo real interceptaba h ábilmente y devoraba con inusitada avidez, cosa que agradecí de buena ga na, pues así me evitaba cualquier posibilidad de picadura mortal. Los árboles me explicaron que mi ave-guía era, ahor a, inmune a todo tipo de veneno o ponzoña y, que dicha virtud, se debía a la ingestión de la cabeza de la serpiente blanca, la cual había devora do a su rojo principio opuesto y luego a sí misma, con lo cual había conve rtido lo doble en uno solo. Finalmente, cuando el cuervo se alimentó de e lla, unió su naturaleza aérea y volátil con la terrestre y fija del ofidio, convirtiéndose así en el recipiente donde fuerzas de cualidades tan opuestas y adversas se unen en perfecta armonía. No quise preguntar qué signifi caba toda aquella filosofía de opuestos armónicos y unidos, así que d ejé pasar la difícil explicación con un modesto silencio que encubría mi docta ignorancia al respecto. Esta vez la caminata fue algo más larga y, salvo la aparición de los reptiles, algo similar a la que había realizado ant eriormente junto al cuervo. Cada vez que el pavo real capturaba y engul lía una serpiente lanzaba un estridente grito, que penetraba toda la selva, abriendo en glorioso abanico su cola de hermoso colorido. Tras tanto caminar, llegamos a la orilla de un río de aguas mansas y transparentes. Ya hacía tiempo que ninguna víbora c ruzaba nuestro camino ni servido de bocado a mi voraz guía. Seguim os por algunos minutos la senda que bordeaba la corriente en direc ción río arriba. Fue entonces cuando contemplé la visión más exquisita, que jamás había visto, y la sensación más arrobadora que jamás hubi ese tenido, la sentí en aquel momento. En un recodo del camino y en el r emanso que éste formaba con las aguas, una joven de hermosa aparien cia se bañaba desnuda en la cristalina y mansa corriente del río. Por unos instantes quedé embelesado admirando la belleza de su cuerpo, pero cuando su clara mirada se cruzó con la mía, el pudor me hizo voltear la cara y pedir mil disculpas por mi abrupta aparición en medio de su natural baño. Para mi sorpresa la bella joven me habló sin mostrar eno jo alguno : - No retires tus ojos de mí, pues si hay alguien co n todo el derecho y el deber de contemplar mi desnudez, eres tú. Aunque sus palabras me confundieron, la dulzura de su voz me embriagó por completo. Por alguna razón sentí que la conocía desde siempre y que su rostro, de indefinible belleza, se escondía en l os meandros de mi oscura memoria. Volví a mirarla, esta vez sin vergü enza, pero con un sentimiento difícil de precisar, ya que era una mez cla de veneración, ternura y deseo que provocaba que, literalmente, me doliera el pecho. Con una sonrisa cálida me hizo señas para que me ac ercara, mientras ella emergía de las aguas a mi encuentro. Recién entonce s me percaté que tenía lleno de cicatrices todo el cuerpo. Algunas e ran pequeñas y superficiales, parecidas a rasguños, pero otras, la mayoría diría yo, eran gruesas y profundas, señal inequívoca de lo brutal de la herida recibida.

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Veloz como el relámpago mi pensamiento comprendió s u dolor y los ojos se me llenaron de lágrimas. Una perla solitaria y s ilenciosa se deslizó cuesta abajo por mi mejilla, arrojándose al vacío. Ella, percibiendo mi sentir, cubrió su lastimado cuerpo con una delgada túnica blanca, bordada con hilos de plata, que colgaba de una rama cercana. Antes de que quedara totalmente cubierta, pude ver una profu nda herida abierta, en el costado izquierdo de su pecho, de la cual brotab a un imperceptible hilillo de sangre. Se vistió con delicada y primoro sa lentitud, mientras me daba la espalda. Luego, haciendo un gesto maravillo so con su hermoso cabello, lo dejó caer cuan largo era sobre su altiv a espalda y volteando, primero el rostro y después su cuerpo entero, me di jo con una triste sonrisa : - Es imposible vivir sin ser lastimado, especialmen te si se es honesto. Es difícil vivir en el mundo y sustraerse a sus sufrim ientos y pesares. Las aguas de este río son un afluente del gran Leteo. B añarme en ellas alivia mis dolores y me hacen olvidar, mientras permanezco sumergida en su corriente, los sufrimientos de mi vida. La existenc ia continúa y yo con ella, no puedo ni debo detenerme, no tengo tiempo p ara mi destino lamentar. - Pero, ¿quién pudo ser capaz de tratarte así, de d añarte de esta forma? – le pregunté consternado. Ella, mirándome a los ojos con fijeza, calló un ins tante para luego agregar : - Tú sabes cómo se ha hecho cada una de mis heridas . Si hay alguien que sabe, ese eres tú. - ¿Por qué dices eso, si yo ni siquiera te conozco? – me defendí. - Porque soy tu alma, porque tú y yo somos uno solo , y porque no hay nada que tú sufras que yo no padezca, ni nada que m e lastime que tú no sientas – dijo contundente. Sentí un dolor profundo, indescriptible. Sentí que algo se desgarraba detrás de mi esternón y me llenaba de una angustia y pesar sin nombre. Entonces, esta vez, fue a ella a quien se le llenar on los ojos de lágrimas al ser conciente de mi visceral sufrimiento. Desvié la mirada e intenté mantener la conversación : - La herida sangrante en tu costado izquierdo, ¿por qué no ha cicatrizado como las otras, cómo te la hiciste? – pregunté. - Nos la hizo ella – me respondió. - ¿Ella? – dije mirándola otra vez.

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- Sabes bien a quién me refiero, conoces muy bien s u nombre y tan solo mencionarlo llena de amargura tu boca. Ella, la mal dita, nos hirió con una daga envenenada de hipocresía, deslealtad y falta d e honestidad, no supo cumplir con sus propios juramentos y compromisos, l os mismos que te exigió a ti. Una herida así no cierra con facilidad y nunca cicatriza bien. Muchas almas mueren por una estocada como esta, per o yo soy fuerte, estoy hecha de noble sustancia y me gusta vivir. He sido capaz de sobreponerme al traidor golpe – dijo orgullosa. Era cierto, podía percibir no solo su belleza sino su tremendo temple y fortaleza, pero también me daba cuenta que sufría h orriblemente. El profundo afecto, el amor que aquella mujer había he cho despertar en mí, no me permitía dejarla en aquel lastimoso estado. D ecidido, hablé : - ¿Qué puedo hacer para curar tu dolor, para cerrar la herida abierta, para borrar de tu piel todo vestigio de sufrimiento y ci catriz? - ¡Por fin! – exclamó el pavo real, que hasta enton ces había permanecido en silencio y escuchando -. ¡Por fin has hecho la p regunta a través de la cual se busca la solución del problema! Pues has de saber, eterno caminante, que toda pregunta encierra en ella misma su respuesta y, todo enigma, contiene dentro de sí su propia solución. - Y según tú – inquirí al pavo real -, ¿cuál es la forma de sanar y aliviar a mi amiga herida?, porque lo que es yo, veo con clar idad la dificultad, pero no distingo en ella la mentada solución. - Desarmonía, conflicto, es la enfermedad. Armonía, la cura y remedio – contestó él -. Y mi sangre, debido a sus actuales v irtudes, la medicina con la cual a tu amiga sanar de todas sus heridas, cica trices y malestares. Pedí al pavo real me explicara a qué se refería, pu es sus palabras me parecían oscuras, tanto en su significado como en s us sugerentes implicaciones. Él, sin ambages, declaró que su sang re era el vehículo y recipiente en el cual convivían, armónica y pacífic amente, las fuerzas opuestas de las serpientes roja y blanca, enemigas declaradas que habían mutado dentro de él de opuestos-antagónicos a opues tos-complementarios. Si la joven lastimada fuese capaz de beber su sangre, se renovaría por completo y nacería por segunda vez , libre de todo dolor y mácula. Como era de esperar, la doncella del río se negó a tal abominación, rechazando por completo la idea de ingerir sangre, acto que iba contra todos sus principios. El pavo real le sugirió, ento nces, que si beber sangre le repulsaba, intentara bañarse con ella, pu es era otra forma de absorber sus virtudes. Intervine en la conversación y pregunté al pavo real que, de aceptar su proposición, qué sucedería con él. - Bueno, mi fuerza vital pasaría a ser una con la h ermosa doncella – dijo lacónico.

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- Quieres decir que morirías – argumenté yo. - ¡Qué necio eres! – me increpó con molestia -. La muerte no existe, nada se destruye ni se crea, simplemente se transforma d e una cosa a otra. Yo dejaré de ser yo, y me convertiré en ella, pero ¡oh , maravilla!, al convertirme en uno con la doncella, ella dejará de ser ella y se convertirá, gracias a mí, en otra cosa, renovada, renacida, lle na de nueva vida. Las palabras del pavo real me sonaron crueles para consigo mismo, pero su estoica tranquilidad y su lúcido razonamiento ah ogaron cualquier escrúpulo de mi parte. Pronto me vi, junto a la reg ia ave, intentando convencer a la bella joven de aceptar la sangrienta proposición que la liberaría de todos sus males y sufrimientos. Despué s de escuchar en silencio nuestras súplicas y argumentos, se arrodil ló en el mullido suelo alfombrado de cobrizas hojas y, acariciando con tie rna dulzura la cabeza del pavo real, se dirigió a él en los siguientes té rminos : - La gallardía de tus palabras revelan la nobleza d e tu corazón, por ello me siento honrada y agradecida, pues el sacrificio de la propia vida es algo que debe ser reconocido como el gesto más grande de amor. Sin embargo, no es justo, correcto, ni noble de mi part e que buscando deshacerme de mis propios sufrimientos se los propo rcione a otros. Si mi felicidad depende de procurarte dolor o muerte, ent onces no la deseo y prefiero seguir tal como estoy. Suficiente mal teng o con mis heridas como para propagarlas a mi alrededor. No había terminado de hablar, cuando el ave real la sorprendió dándole un rápido y cariñoso picotazo en la mano que lo aca riciaba : - ¡Tal para cual! – exclamó el noble emplumado -, t an necia una como el otro. ¿Acaso no entiendes que yo viviré en ti? Así, cuando tu cuerpo fulgure de nuevo en su prístina belleza y tu corazó n palpite colmado de armonía en tu pecho, yo seré uno contigo. ¿Existe a caso destino más dichoso que formar una sola carne con el ser amado? ¿Habrá victoria más grande, conquista más sublime que llegar a esta r unido y completo? ¿Por qué negarme tamaña alegría? Pues cuando nuestr a felicidad es la felicidad de lo amado, el círculo se ha cerrado en un trazo perfecto. Además no existe crueldad alguna en aceptar lo que os digo y pido, pues para tal misión he nacido: para redimir a una virge n herida con el poder de mi sangre. Si no me permites tal acto, moriré si n haber cumplido el sentido de mi vida. Tras oír las vehementes palabras, de la multicolor ave, mi bella alma quedó pensativa por largos minutos. Conscientes que reflexionaba sobre lo escuchado y que estaba próxima a tomar una decis ión definitiva, tanto el pavo real como yo nos alejamos unos pasos de ell a, dejándola con sus cavilaciones en privado. Caminamos en silencio, sab íamos ambos que aquello era una despedida y que las palabras sobrab an. Me pareció entonces que en ese momento, quien había sido mi av e-guía, se veía más

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radiante y magnífica que nunca. Su plumaje iridisce nte, de maravillosos tonos metálicos, brillaba como una armadura y las c omisuras de su pico y sus ojos parecían sonreír satisfechos. Viéndolo así no pude menos que admirar su valor y esbocé una leve sonrisa en su ho nor. La voz de la joven nos llamó. Cuando nos tuvo a su lado nos dijo que había decidido aceptar la noble oferta del pavo rea l, tanto por ella como por nosotros, pues había comprendido que todos sald ríamos beneficiados, aunque la ganancia del bello emplumad o le era difícil de entender. Al escucharla el pavo real aleteó jubilos o y emitió un estridente grito que retumbó por toda la profundidad del bosqu e. El ronco susurro de los árboles, similar al grave arrullo de los ele fantes, le respondió de todas partes a nuestro alrededor. Sin embargo, mi h ermosa alma puso la condición de que la medicina fuese extraída de la f orma menos cruenta posible. El pavo real accedió gustoso.

Capítulo IV

EL CISNE BLANCO LA MEMORIA PERDIDA

Entonces, como si de una operación química se tratas e, quien haría de sacrificador y sacrificado dispuso de todos los ele mentos necesarios. Instruyó a la doncella herida del modo de conducirs e durante la delicada maniobra. Le indicó que debía permanecer inmóvil mi entras la sangre se vertía sobre ella y no moverse hasta que él, exánim e, cayera al suelo. Luego, esparciría el vital fluido con las manos, po r todo su cuerpo. Mirándome, señaló que yo debía encargarme de untar la espalda de la joven, pues para ella era imposible acceder allí. F inalmente, esperaríamos que la sangre fuera absorbida por los poros de la p iel. Entonces, se presentaría un misterioso viento que desintegraría sus despojos, arrastrándolos por las cuatro direcciones cardinale s. En ese momento, ella debía sumergirse, como era su costumbre, en la s ondas del río y lavarse concienzudamente de la sangre no absorbida. Una vez que hizo repetir a la doncella las instrucc iones y quedó conforme con éstas, procedió a llevar la teoría al hecho. Vo ló hasta la base del robusto tronco de una encina y, escarbando en el ho joso suelo, eligió una gruesa y filosa astilla de recia madera, provenient e de alguna rama caída tiempo atrás. Tomándola alzó el vuelo y, sin mucha parsimonia, se posó sobre la cabeza de la muchacha. Entonces, ordenándo le que se desnudara, agarró firmemente la delgada estaca con una de las patas y la clavó profunda y certera en su propio pecho. El ges to decidido del ave me abrumó e hizo dolorosos los recuerdos de todas las cobardías de las que había hecho gala en mi vida. Con la misma valentía con que un guerrero moribundo aparta la flecha que el enemigo le ha cla vado en el corazón, el pavo real arrancó la astilla del suyo. La sangre ma nó a borbotones, roja

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como un rubí bañado por el sol y espesa como el ace ite, derramándose pródiga, igual que óleo sagrado y bendito, sobre la cabeza de mi dulce amiga. Cuando la vitalidad abandonó al ave, ésta se desplo mó desde la femenina altura totalmente inerte. Al momento que su cuerpo golpeó el suelo, ya había perdido todo el hermoso colorido de su plumaj e, luciendo ajado, pardusco y apergaminado, como una hoja de otoño. Mi bella señora comenzó, entonces, a esparcir la sangre por todo su cuerpo. Yo, recordando las palabras del pavo real, me acerqué a ella y distribuí, con delicadeza y gozo, la oleosa sangre por su dorso. A medida que entraba en contacto con el aire y se secaba, la sangre fue tomando un color oscuro, casi negro. Mientras la doncella cubría aqu ellas zonas que mi pudor no permitía tocar, enjuagué mis manos en las aguas del río y, retornando junto a mi amada, esperé la presencia de la brisa misteriosa que esparciría los restos del sacrificado a las cua tro direcciones de la rosa de los vientos. La espera no fue mucha. Un hál ito mágico apareció de repente, golpeando implacable la copa de los árb oles y barriendo las hojas del boscoso suelo. Bajo su efecto, el opaco y reseco cuerpo del ave se deshizo, como si de cenizas se tratase, y desapa reció de nuestra vista como polvo del camino. Así como vino, el viento se fue, dejando al bosque y a nosotros en una silenciosa quietud. Entonces la joven virgen caminó hacia las cristalinas aguas, sumergiéndose en ellas con la intención de b lanquearse. Fue cuando aconteció un fenómeno transmutatorio difícil de imaginar por mí si no lo hubiese visto con mis propios ojos. Cuando las aguas del olvido limpiaron la piel de mi alma, de la negra sangre co agulada del sacrificio, su cuerpo emergió blanco e inmaculado del líquido e lemento. Me pareció que su ser brillaba irradiando una suave y penetran te luz, similar a la de la luna llena. Su boca dibujaba una hermosa sonrisa y sus bellos ojos mostraban la serena y profunda calma de un tranquil o lago, cuya espejada superficie no es agitada por la brisa. Com o una transformación onírica, su cuerpo se cubrió de níveas plumas y su forma se trocó por la de un enorme cisne blanco, de largo y gracioso cuel lo. Finalizada la mutación, nadó hacia mí y, deteniéndose en la riber a, me invitó a montarla. Me explicó que me ayudaría a seguir mi bú squeda por la vía húmeda o camino del río. Me subí sobre su lomo y me dejé llevar confiado hacia la suave corriente del ancho afluente. Mecido por el vaivén de las aguas y cobijado por la tibieza del cuerpo del ave, me quedé profundamente dormido. Entonces, mientras dormía, s oñé que el hermoso cisne alzaba el vuelo y me arrastraba con é l a la nocturna profundidad del cielo estrellado, donde una luna ll ena, redonda y perfecta, reinaba sobre todo el mundo, extendido como una osc ura alfombra de sombras, debajo de nuestro gozoso vuelo. Cuando desperté, nadábamos sobre las dulces ondas d el río. El cisne, volviendo su cabeza hacia mí, me miró con ternura d iciendo : - ¿Has dormido bien, mi amado?

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Contesté sin palabras, asintiendo con la cabeza y d ejándome embrujar por la suavidad aterciopelada de sus ojos. Rompí mi propio silencio preguntándole : - Háblame de ti. ¿Quiénes son tus padres? ¿Dónde na ciste? Ella, sonriéndome con sus bellos ojos, habló así : - Soy hija del Cielo y de la Tierra. Psique es mi n ombre y, como hija única, se me considera la más bella. Nací en los espacios ilimitados donde reina el sol naciente. Aurora, la de los dedos rosados, f ue mi nodriza y Phosphorus, el lucero de la mañana, mi maestro y gu ardián. Un oráculo advirtió a mis padres que debería ser abandonada a mi suerte en lo alto de una montaña y que, lejos de allí, sería desposad a por un ser ante el cual temblaría el mismo Dios. Con ojos llorosos y e l corazón oprimido, mis padres no osaron desobedecer al divino oráculo y me dispusieron, en un lecho de piedra, en la más alta cumbre de una co rdillera nevada. Ahí fui arrebatada por el Viento del Norte, quien tomán dome entre sus brazos me transportó una larga distancia, dejándome caer, finalmente, en el pecho de un niño que acababa de nacer y que, respir ando su primera bocanada de aire, me dio cobijo en el calor de su c orazón. Crecimos juntos en fuerza y vida, yo en él y él en mí, y hub iésemos seguido juntos, a no ser por los innumerables e injustificados sufr imientos que las circunstancias nos obligaron a padecer. Al final lo abandoné, añorando la paz y armonía de mi hogar paterno. Decidida y sin m irar atrás marché en dirección a donde nace el sol. La alegría de ver a mis padres se vio nublada por un oscuro e inexplicable pesar que inun daba mi espíritu. Buscando remedio a mi malestar, consulté al ancestr al oráculo en busca de respuesta. Este afirmó que la profecía se había cumplido, pues al abandonar a aquel que se había convertido en mi hog ar y refugio, había dado origen a un ente desalmado, a una abominación, un ser sin alma cuya existencia estremecía a la misma divinidad. Al comprender mi iniquidad, un velo de tinieblas cayó sobre mis ojos , dejándome casi ciega. Rogué al oráculo una señal que me ayudara a expiar mi culpa. La respuesta fue contundente: durante la noche me conv ertiría en mariposa nocturna, revoloteando de aquí para allá en busca d e algo de luz que aclarara mi corazón; en el día retomaría mi natural forma, pero no descansaría de buscar a aquel que había injustament e abandonado y, cuando lo hallase, me entregaría a él con todo mi s er. Pero mientras lo encontraba, debería sufrir en carne propia cada uno de los males que él padeciera y, especialmente, aquellos que mi ausenci a le habían provocado. Mi errar por los caminos fue largo, mi b úsqueda infructuosa, mis llagas numerosas, mi dolor infinito. Perdí toda esperanza de encuentro y me refugié en el momentáneo alivio que las aguas del olvido me obsequiaron gratuitamente. Y así habría seguido de no haberte hallado en aquel recodo del camino y remanso del rí o, pues has de saber, mi amado, que tú eres aquel que me cobijó en el hog ar de su pecho y a quien abandoné siendo todavía un niño. Y ahora que sé lo que significas para mí, y lo que yo significo para ti, jamás volve ré a permitir que nos

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separemos - , y diciendo esto acarició con suavidad mi rostro con una de sus alas, mientras una dulzura infinita se reflejab a en el fondo de sus ojos. El relato del cisne me sorprendió, porque no record aba, conscientemente, haberle conocido antes o haberle dado cobijo. Pero, al mismo tiempo, el rostro y voz de la doncella me fueron tan familiare s, la primera vez que la vi, que no tuve dudas de haberla conocido antes y d e estar viviendo ahora un reencuentro. En silencio continuamos navegando r ío arriba a través del sinuoso y líquido camino que, a pesar de oponer nos su flujo, no podía evitar nuestro ascenso hacia su origen. La suave y melodiosa voz de mi alma-cisne rompió la quietud del éter : - Mi nombre es Hamsa y, como el ganso salvaje, vuel o en dirección del sol, dejando la sombra a mis espaldas. Si las tinie blas me rodean, porque el reino de la noche impera, entonces fijo la mirad a en aquel sol inmutable y distante que es la estrella polar. Soy el cisne H amsa, de la raza del ganso salvaje. Me muevo con plena libertad en los t res mundos existentes: terrestre, acuático y aéreo. He buscado mi alimento en la oscura profundidad de las aguas y he respirado la s util vida que se encierra en el enrarecido aire que está más allá de las nubes. Soy Hamsa, de la estirpe divina del astro solar. Cuando el río se hizo lo bastante estrecho y superf icial, como para seguir navegando en él, el cisne se arrimó a la ribera que se extendía a nuestra izquierda. Una vez hube descabalgado de su lomo y p isado tierra firme, me pidió no me angustiara por la metamorfosis que p resenciaría, pues todo aquello era parte de la búsqueda que había ini ciado. Me explicó que a ella le correspondía parir un huevo plateado, pro ducto de nuestro sublime vuelo por el cielo estrellado, el cual debí a cobijar en el calor de mi pecho hasta que naciera el embrión que, esta inc ubación, ayudaría a madurar. Me señaló la dirección que debía seguir pa ra continuar mi camino y me pidió no me entristeciera por su aparen te ausencia, pues ella viviría en el plateado huevo y la criatura que de é l naciera. Dicho esto, acarició mi rostro con sus níveas alas y besó mis o jos con la mirada de los suyos. Entonces, sentándose sobre el blando pis o se arrebujó con sus plumas, esponjándolas, y ocultó la cabeza bajo el ala izquierda, colocándola junto a su corazón. La espera no fue mucha, pues pronto un fuerte y fug az golpe de viento deshizo el blanco bulto ovalado en el cual se había convertido el ave y arrojó sus plumas sobre las aguas del río, donde se deshicieron burbujeantes como si se tratasen de sales alcalinas . En vez del cuerpo del cisne un hermoso y argénteo huevo ocupaba su lugar. Para levantarlo del suelo tuve que ocupar ambas manos, pues, por su tam año, era muy parecido a un huevo de avestruz, salvo por el brill ante color metálico de la cáscara. Con algo de esfuerzo logré acomodarlo dentro de mi camisa y, luego de abotonarla, lo sujeté con cuidado y firmeza contra mi pecho. Finalmente me puse en camino, siguiendo las indicaciones del c isne.

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- ¡Otra vez solo! – exclamé involuntariamente en un melancólico suspiro. - Ella está contigo – me respondió un viejo caobo, que se erguía cerca de donde pasaba en aquel momento -. Está en tu pecho y no se alejará de ti aunque se vea obligada a cambiar de forma cientos d e veces. Te dio su promesa, todo el bosque la escuchó, y un compromiso , un juramento hecho por el alma, es para toda la vida.

Capítulo V

LA PALOMA DE VENUS LA SERPIENTE DE LOS ACERTIJOS

Las palabras del árbol me reconfortaron. Sin perder tiempo, encaminé mis pasos por la senda sugerida por mi alma. El cam ino tenía un declive ascendente que hizo algo penoso el desplazamiento. Sin embargo el esfuerzo despertó un suave sudor en mi cuerpo, que pronto recibió respuesta del plateado embrión que incubaba en el p echo. Desabotoné la camisa y con cuidado la abrí. Pude ver que la cásca ra del huevo había comenzado a romperse desde adentro y que un pico, c armesí intenso, se daba a la afanosa tarea de fracturar la calcárea en voltura con el fin de abrir las puertas de la plateada prisión. Cuando la abertura de la cáscara se lo permitió, una hermosa cabecita torcaz se asom ó al mundo exterior. Mi alegría fue intensa, pues pude reconocer en la d ulce expresión de sus ojos los de mi amada Psique. Sin perder tiempo, la ayudé a salir de su estrecho encierro, arrancando grandes trozos de cáscara con mis dedos. Me sorpren dió que el albo plumaje de la torcaza estuviese totalmente seco y q ue ésta presentase el aspecto de un ave adulta, completamente madura. Hab ía visto nacer a infinidad de polluelos, de distintas especies, pero todos emergían de sus huevos húmedos e infantiles, ninguno como ella. Una vez libre la bella paloma, de un solo golpe de alas, voló hasta mi hom bro izquierdo y, parada allí, se restregó con ternura contra mi cuel lo y cara, emitiendo un arrullo dulce y poderoso, señal de su intensa alegr ía. La felicidad de estar juntos era mutua y compartida. - Mi nacimiento ha sido por el fuego y no por el ag ua – me dijo al oído -, por eso he nacido seca y perfectamente madura. - ¿Eres capaz de leer mis pensamientos? – pregunté sorprendido. - Tus pensamientos, tus emociones y tus deseos más hondos – replicó ella, mirándome con sus oscuros ojitos redondos, qu e un delgado anillo carmesí alrededor de cada uno, como el color de su pico y patas, hacía más hermosos y profundos.

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Hablando de mil cosas diferentes hicimos gran parte del camino, hasta que finalmente llegamos a la entrada de una caverna , al lado derecho de la cual crecía un esbelto árbol de frutos dorados s imilares a naranjas. En sus ramas más altas se movía una serpiente verde, d e vientre tan amarillo como los frutos de aquel extraño árbol. La torcaza me indicó acercarme a él y me explicó que, para poder continuar nuestro v iaje, debíamos utilizar el laberíntico túnel ante cuya entrada estábamos pa rados, y que la serpiente del árbol era la única criatura que conoc ía el camino correcto para llegar al otro lado. Apenas nos vio acercarnos, el reptil descendió a la rama más baja y próxima a nosotros. Pude observar que sus ojos eran rojos como la sangre, sesgados verticalmente por la negrura de un a pupila felina. La cabeza tenía el tamaño de una de mis manos, con los dedos juntos y extendidos. Su longitud, similar a la de mi cuerpo de pies a cabeza, tenía un diámetro del ancho de mi brazo, en la parte más gruesa. Una vez cerca, envolvió con fuerza la rama sobre la cual se retorc ían sus anillos, y proyectó hacia nosotros un tercio de su larga anato mía, dejándola suspendida en el aire sin aparente esfuerzo. Despué s de observarme un rato, saludó a la blanca torcaza llamándola “Sophia ”. Ésta le devolvió el saludo, dándole a la serpiente el nombre de “Bóreas ”. - ¿Se conocen? – pregunté curioso a la torcaza. - Desde el principio del tiempo – respondió la serp iente con voz suave y metálica, como el sonido de un sable que es sacado de su vaina presto a la lucha -. Desde que yo era un frío viento del nor te y ella una tibia brisa meridional. Desde cuando el mundo carecía de solide z y todas sus criaturas flotaban ingrávidas sobre los vastos abis mos. - No le hagas mucho caso – susurró la paloma a mi o ído -, el exceso de conocimiento le ha afectado algo. - ¿Afectarme algo? – refunfuñó la serpiente -. El c onocimiento no afecta algo, afecta completamente, y su luz no nos deja vo lver a ser lo que éramos antes de exponernos a su transformadora clar idad. ¿Qué buscan tú y tu extraño amigo en este sacro lugar? - Sabes bien que estamos aquí para cruzar el laberi nto que custodias, pero solos no podemos y necesitamos de tu guía para no extraviarnos en sus meandros – dijo la torcaza. - Para no extraviarse y terminar siendo devorados p or la cosa abominable que deambula en ellos – agregó el reptil -, la somb ra nefasta e inconcebible que se alimenta de todo lo vivo que se interna por este inevitable laberinto. La afirmación de la culebra despertó cierta aprensi ón en mí, pues la más leve insinuación de peligro debía ser evitada, segú n mi pensar. La

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serpiente se percató de mi estado emocional, por lo cual se apresuró a aclarar que el camino que estaba siguiendo no era p ara cobardes y que debía pensar muy bien lo que estaba haciendo. Por s u lado, la paloma trató de reconfortarme diciendo que, al fin y al ca bo, el simple hecho de existir implicaba enfrentar y vencer una serie de p eligros, tan oscuros y mortales como aquel que nos esperaba en las profund idades del laberinto. La vida en sí, me dijo, es un peligro co ntinuo de muerte. Como si fuera poco todo lo anterior, me enteré, por boca de la serpiente, que para obtener su ayuda y guía debíamos pasar por una prueba de acertijos y que aquel, que no supiese dar la respue sta correcta sería considerado el perdedor. Si la torcaza y yo ganábam os, la serpiente nos guiaría sanos y salvos hasta el valle que se abría al otro lado del laberinto. Si resultábamos perdedores, entonces la serpiente devoraría a mi blanca y querida compañera, quedando a su libre albedrío conducirme, si le complacía, hasta el otro lado. Me opuse rotun damente a tal acuerdo. Sin embargo, la torcaza me explicó que no teníamos elección alguna, pues necesitábamos la sabiduría de la serpiente par a cruzar con éxito el laberinto subterráneo y poder, así, alcanzar la Cor te del Fénix, nuestro destino en el corazón de la montaña. Convencido por mi amiga, y sin alternativa alguna, acepté. Entonces la serpiente, con gran seguridad en sí mis ma, me concedió la oportunidad de ser el primero en formular el acerti jo al cual ella debería responder correctamente o perder, pues la prueba co nsistía precisamente en eso, es decir, en preguntarnos mutuamente difere ntes incógnitas hasta que uno de los dos desconociese o se equivocare en la respuesta. Sintiendo que se me presentaba una ventaja única, d isparé mi pregunta : - ¿Cuál es el animal que en la mañana camina en cua tro patas, al mediodía en dos y al atardecer en tres? La serpiente me quedó mirando estupefacta, con la b oca abierta. Luego de un largo e incómodo silencio exclamó : - ¡No lo puedo creer! Me ha hecho la pregunta que h izo la Esfinge a Edipo, todo un clásico, pero nada que sea un desafío para la inteligencia – y mirando con sorna a la paloma agregó -, prepárate, que de hoy no pasas. Dependiendo tu destino de este superdotado terminar ás siendo mi merienda. Ni que decir que sus palabras me hicieron sentir to nto y culpable por la oportunidad desperdiciada, sin embargo, la torcaza con gran sangre fría instó al sinuoso reptil a darme una contestación : - Es el Hombre – dijo la serpiente con seriedad -, que cuando es niño, el amanecer de su vida, gatea, caminando así en cuatro patas. Durante su edad adulta, es decir, el mediodía, se sostiene con firmeza en sus dos piernas y, en la ancianidad, el ocaso de su existen cia, necesita apoyarse

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en un bastón para conservar el equilibrio. ¿Es corr ecta mi respuesta, genio? Asentí silencioso con la cabeza. Entonces ella preg untó : - De aquella que come, salió comida, y de la que es fuerte y feroz, salió dulzura, ¿quiénes son? Iba a mirar asustado a la torcaza, cuando su dulce voz me susurró al oído calmándome : - La abeja y la leona – me dijo, y yo lo repetí en voz alta. - ¿Y por qué? – insistió la serpiente, con su corta nte y suave tono de voz metálico. Entonces, como si algo se abriera en mi cabeza, le contesté : - Porque la abeja se alimenta del néctar de las flo res y de él produce la miel que los hombres comen. Y la leona, que es fuer te y feroz con su presa, es una madre llena de dulzura en el cuidado de sus cachorros. La torcaza aleteó encantada ante mi respuesta, aseg urándome con ello que había estado correcta. La serpiente me observó con fijeza y sin emoción, dejó asomar su lengua bífida con rapidez, un par de veces, y sibilante susurró : - Tu turno. Emocionado, por mi victoria, hice la pregunta : - Un arquita muy chiquita, blanca como la cal, todo s la saben abrir, pero nadie la sabe cerrar, ¿qué es? - ¡Qué horror! – gritó la serpiente -. Ahora me hac e adivinanzas de niños. No sé si reírme o sentirme ofendido. - Solo contesta y deja de reclamar – le interrumpió la torcaza en mi defensa. - El huevo ..., el huevo. Todos saben cómo abrir un huevo, pero nadie sabe como dejarlo tal como estaba antes de abrirlo ... Y ahora mi turno: cuando va, viene, y cuando viene, va, adivina qué e s. Nuevamente mi emplumada ayudante me salvó al observ ar que callaba confuso : - El cangrejo – repetí sin vacilar las palabras de la paloma -, pues avanza caminando hacia atrás -. Entonces agregué: ¿Y tú qu e pareces haber

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estudiado teología, dime, cuál es el ave que tiene tetas y amamanta a sus crías? La serpiente rió suavemente: - El murciélago – replicó -, que antiguamente llama ban ave porque vuela, pero que por ser mamífero nutre a sus hijos con la leche que produce –. Y guardando un breve silencio preguntó: ¿Y tú mi amig o, que pareces haber estudiado algo de latín, cuál es el ave que alza su canto al morir? Entonces, y por primera vez sin ayuda de la paloma, contesté : - El cisne, que en vida jamás emite llamado alguno, pero que, según la tradición, canta cuando la muerte se aproxima. - La tradición ..., la tradición – dijo pensativa l a serpiente -. ¿Y si la tradición se equivocase y hubiese cisnes que mueren en silencio? ... Pero tomemos por correcta tu respuesta y demos la suya a l siguiente acertijo. Entonces pregunté : - Si lo ves al derecho, será un animal, pero si lo miras al revés, será un vegetal, ¿qué es? – Eché un vistazo a la torcaza y pude comprobar que me observaba con asombro ante mi inusitada crisis d e ingenio. - La zorra – dijo la serpiente, acabando con mi ent usiasmo -, que leída al revés se convierte en arroz –. Y sin detenerse agre gó: es algo y nada a la vez, ¿qué cosa es? - ¿Cómo? – respondí. - Ese es mi acertijo: es algo y nada a la vez, ¿qué cosa es? En aquel momento comprendí la terrible astucia de l a serpiente y la forma premeditada en que manipulaba mi mente, haciéndome caer en un pensamiento sencillo a través de preguntas fáciles para, luego, presentarme otras más oscuras que me dejaran fuera de base. Si en una de esas la torcaza no llegaba a conocer la respuest a, yo perdería la apuesta y ella la vida. Sin embargo, y como era de esperar, mi dulce amiga me sacó del problema susurrándome al oído: - El pez – repliqué a la serpiente –, y la razón es tan obvia que no necesita aclaración. Consciente de que era mi turno de preguntar, callé un prolongado minuto, esperando que la memoria me regalase con un buen re cuerdo. Finalmente llegó : - Sin aire no vive, sin tierra se muere, tiene yema s sin ser huevo, tiene copa y no bebe, ¿qué es?

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La serpiente me miró de arriba abajo, como si yo fu ese un imbécil, para luego responder : - El árbol, cuyos brotes reciben el nombre de yemas y a cuyo follaje se le llama copa. A partir de aquel instante el duelo se tornó intens o y personal. No hallaba el momento que se acabara, pero la serpiente parecí a conocer mis pensamientos y alargaba encantada mi agonía con su denodada astucia. Tuve el presentimiento de que era imposible de venc er, que poseía la sabiduría de todos los tiempos y que solo me probab a para saber hasta cuándo resistiría y llegaría a rendirme. Sin embarg o, mi amor por Sophia me llenaba de un ímpetu tenaz e irresistible que me llevaba a sostener aquel ingenioso combate. La saga de preguntas y res puestas continuó en un tenor maratónico durante una larga hora, o algo así. En este punto de nuestro intelectual duelo, la serpiente me dijo : - Tienes la penetración y agudeza mental necesaria para cruzar el laberinto. Sin embargo, para hacerlo, deberás aband onar todos los lazos emocionales que te ligan a tu vida pasada, ¿estás d ispuesto a asumir las consecuencias? Callé, pues no sabía si aquella era una pregunta pe rsonal o uno de los acertijos de la serpiente. Entonces, en aquel momen to, se me hizo claro que nuestra llamada “vida normal” está llena de ace rtijos y que el acto de decidir, por una u otra cosa, es la forma de respon der a la incógnita vital de la existencia: nuestra vida entera es una contin ua resolución de adivinanzas esenciales. - Asumiré las consecuencias -, afirmé con plena con vicción. - Respuesta correcta – dijo entonces la serpiente, dando un vistazo torvo a la blanca torcaza -. Es tu turno de preguntar. - ¿Qué cosa posee el hombre – dije -, que nadie pue de ver, que sin alas se eleva al cielo y es la causa del saber? - El pensamiento – contestó la serpiente sin titube ar -, ¿qué otra cosa puede ser? Entonces, lanzando una mirada enigmática a la torca za, me preguntó : - Ni por tierra ni por mar a ella se puede llegar, ¿qué es? Miré preocupado a Sophia, pues ninguna respuesta ac udía a mi mente y esperaba que ella, como en situaciones anteriores, me tendiera la mano, o el ala, para ser más exactos. Sin embargo, en esta ocasión fue diferente, guardó silencio mientras me observaba. Sus ojos me parecieron más serenos y profundos que nunca, me atrevería a asegu rar que estaba

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esperando la llegada de aquel momento fatal. Sentí un nudo en la garganta y una llaga abierta en el corazón. Una ang ustia oscura y sin fondo se apoderó de mi espíritu, la responsabilidad de una vida, que me era intensamente querida, dejaba caer todo su peso sobre mi insondable ignorancia. Solté un gemido : - No sé – mascullé. - Arriesga una respuesta – presionó la serpiente -. Total, que calles o te equivoques, el resultado será el mismo. Guardé silencio un instante, mientras cerraba los o jos buscando concentración. Finalmente los abrí y hablé : - El alma. La serpiente sonrió : - Desgraciadamente, para ti, no es la respuesta cor recta, pero fue un buen intento. Hiperbórea, debiste haber contestado, pues como dijo Píndaro, el gran poeta beocio, en su obra que celebra los juego s píticos: “Ni por tierra ni por mar podrás alcanzar el maravilloso ca mino que lleva hasta la patria de los hiperbóreos”. Vencido por el vasto conocimiento de la serpiente, un pesar insoportable se apoderó de mi corazón. Tan profundo era mi dolor , ante la pérdida que inexorable se acercaba, que ni siquiera el llanto a floró a mis ojos. Era como si en mi pecho se hubiese abierto un abismo si n fondo que se lo tragase todo, incluso el dolor. La torcaza, posada en mi hombro, con un tierno arrullo se restregó contra mi cuello susurrá ndome al oído : - No te aflijas, cariño mío, dejaré esta forma y ad optaré otra. Pasaré a ser una sola carne con la serpiente, y ella misma dejar á de ser lo que es para convertirse en otra cosa. Yo no te abandonaré, aunq ue cambie de forma. Sabía que intentaba reconfortarme y, también sabía, que lo que me decía era verdad : la energía de la vida no se crea ni se destruye, ya me lo habían enseñado el cuervo y el pavo real, simplemen te se transforma de una cosa en otra. Sin embargo, era mi apego a la fo rma lo que hacía tan difícil la transición que Sophia tomaba con tanto e stoicismo. La voz metálica de la serpiente se dejó oír, instándonos a acelerar el proceso, pues insistió en que la cosa que habitaba el laberi nto ya había percibido el rumor de nuestras palabras y se encontraba algo inquieta. Sophia voló hasta la rama en la cual se encontraba enroscada la serpiente. Desde allí me pidió que no desfalleciera hasta llegar a la Corte del Fénix, ya que era el lugar donde encontraría lo que andaba buscando. Sus palabras me parecieron enigmáticas, pues yo no buscaba nada en particular y me hallaba viviendo toda aquella avent ura de manera totalmente involuntaria.

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- Bueno Bóreas – dijo la torcaza enfrentando a la s erpiente verde -, hasta aquí mi amigo y yo hemos cumplido con lo acordado, ahora te toca cumplir con tu parte y ayudarlo a cruzar este nefas to laberinto que solo tu gnosis es capaz de atravesar exitosamente. - Así sea – replicó la serpiente, y veloz como el r elámpago, mordió el blando y blanco pecho de mi amada. Casi de inmediato, Sophia cerró sus dulces ojos y s e desvaneció sobre la rama que la soportaba. Entonces, con horror, vi a l a serpiente abrir sus fauces y dirigirlas hacia ella para devorarla. Mi c obardía no pudo soportar aquella visión y me volví, dando la espalda al desa gradable espectáculo. Todo fue demasiado rápido. Un momento después la se rpiente me hablaba con ese característico tono metálico de su voz. Pidió me acercara a la rama en la cual se hallaba. Cuando lo hice, de scendió del árbol y comenzó a enroscarse, en mi cuerpo, empezando por l a pierna derecha. Ascendió suavemente por ella describiendo una espir al con sus anillos. Rodeó mi tronco con su larga anatomía y, envolviénd ome el hombro izquierdo con un último giro, dejó descansar su cab eza de dragón junto a mi oreja. - Adiós viejo amigo – le escuché decir, dirigiéndos e al árbol de frutos dorados -. Nuestro tiempo juntos ha terminado. Ahor a debo ayudar a este árbol sin raíces a cruzar la inmensa oscuridad de l a ignorancia interior. Deséanos suerte. Con voz solemne y profunda, como un trueno lejano, el árbol contestó : - ¿Quién, sino tú, está predestinado para llevar a buen fin tal hazaña? ¿No fue bajo tu presencia que mis frutos maduraron y al canzaron el color del oro? ¿Quién, sino tú, Portador de la Luz del Conoci miento, podrá alumbrar el camino de este peregrino, árbol sin arr aigar, y ayudarlo a cruzar la terrible y abominable negrura? La serpiente, silbando a mi oído, dijo con optimism o : - Aprende, hombre, lo que es un amigo. Las palabras pletóricas de lealtad y confianza, de este maravilloso árbol, me han llen ado de fuerza para salir victorioso de la nefasta aventura que enfrentaremos . Es difícil encontrar compañeros como él, especialmente entre ustedes, lo s humanos. No olvides nunca esta lección. Diciendo esto, Bóreas me ordenó acercarme a la boca de la caverna. Antes de internarnos en sus entrañas, me explicó qu e adentro la oscuridad era total y que nuestros ojos serían inút iles para encontrar el camino. Una vez en su interior, la cosa indescripti ble que en ella vivía sentiría nuestra presencia en sus dominios y saldrí a a nuestro encuentro. Bóreas me dijo que aquella cosa asquerosa se alimen taba de cualquier ser individual, diluyéndolo dentro de sí hasta hace rle perder toda forma

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singular e integridad propia. Ella misma era una es pecie de babosa amorfa, vacía y sin límites definidos, que se arras traba pesadamente entre los intrincados pasillos del laberinto. Me indicó q ue, una vez dentro, debía caminar con serenidad y ligereza, pues cada segundo contaba y el tiempo estaba en nuestra contra. Como yo no vería nada, de bería mantener los brazos extendidos al frente, deteniéndome cada vez que llegara a una pared. En ese momento, él utilizaría la sensibilida d de su lengua bífida para auscultar las corrientes de aire y determinar la dirección a seguir, lo que me señalaría a viva voz, según fuera la ocasión . Por muy asustado que me encontrara, jamás debería volver sobre mis p asos, pues una vez en el laberinto el camino dejado atrás cambiaba de forma, permitiendo sólo avanzar. No había vuelta atrás ni posibilidad de detenerse: ambas cosas significaban la muerte. - ¿Entonces, estás listo para cruzar el averno, o t e has arrepentido? -, preguntó desafiante la serpiente. Con desprecio en la voz y la mirada, le contesté : - ¿Crees que el sacrificio de Sophia ha sido en van o, que soy tan poca cosa que por mi natural cobardía a la muerte la he olvidado? Vamos, que si muero ahí dentro, estaré contento sabiendo que m ueres también conmigo. La serpiente guardó silencio mientras me fijaba la mirada con burlona expresión. Luego, soltando un grosero y sonoro eruc to, agregó : - Tienes razón, Sophia ha resultado demasiado indig esta como para olvidarla. Apurémonos en atravesar la oscuridad de nuestros corazones, pues creo que necesitaré hacer el vientre cuando ll eguemos al otro lado. Su sarcasmo me llenó de una furia silenciosa y deci dida. Sin pensarlo dos veces, entré con paso firme y seguro a la cueva. Cu ando mis ojos fueron incapaces de ver, extendí los brazos al frente, com o la serpiente me había instruido. A los pocos metros me detuve frente a un a pared rocosa. La oscuridad era espesa y total, casi podía palparla c on mis manos. De inmediato escuché la voz susurrante y metálica de B óreas, indicándome caminar hacia la izquierda. Le obedecí. Detenido an te una nueva pared me ordenó tomar hacia la derecha. Seguí su indicación ciegamente, literalmente hablando. Dejándome arrastrar por la v oz de mi serpiente, por aquel inextricable pasaje del camino, noté que inme diatamente las tinieblas inundaron mis ojos, un fuerte y constante dolor apareció en el centro de mi pecho. Aquel malestar me era familiar. Era tan claro y definido que podía localizarlo con toda exactitud d etrás de mi esternón, a la altura de los músculos pectorales. Daba la impre sión de que algo se incubaba y crecía allí. A medida que la sensación a umentaba, presentí que mi pecho explotaría y que, abriéndose paso al m undo exterior, emergería lo que había estado albergando en mi inte rior. Cuando el dolor alcanzó su grado máximo, una extraña visión me acud ió a la mente. Vi que en mi pecho descansaba una cruz de brazos igual es, al parecer de

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caoba, por el hermoso color rojizo de su madera. Si n embargo, lo más sobresaliente de la visión era que en el centro de la cruz, donde se cruzaban los brazos, había una hermosa rosa roja ab riéndose lentamente, en suave maduración. El rudo encuentro con la pared de piedra me sacó de mi extraña ensoñación. La orden de la serpiente fue inmediata: izquierda. Como el malestar en mi pecho no parecía disminuir, se lo co menté a Bóreas, detallándole la mística visión de la rosa-cruz. Me señaló que la sensación, que tenía en el pecho, era efecto directo de la inf luencia nefasta de la cosa asquerosa que habitaba en aquel laberinto de o scuridad que recorríamos. Sin embargo, se mostró satisfecho de l a visión, pues dijo que era un buen augurio y clara señal que, de todo aquel sufrimiento y padecer, florecería algo provechoso. Justo en ese m omento, un tétrico y lúgubre gemido interrumpió sus palabras. Tartamudea ndo, le pregunté qué era o significaba aquello : - ¡Ay, papá! – exclamó en voz baja Bóreas -. La cos a asquerosa se ha molestado. No solo hemos invadido su reino, sino qu e hablamos como dos viejas parlanchinas y eso, mi amigo, es una afr enta insoportable para su insondable y babosa oscuridad. Mejor acelera el paso. Un nuevo bramido, pero esta vez más fuerte o más ce rcano, hizo que la piel de mi espalda se erizara y los músculos de mis piernas se estiraran como resortes. El gesto provocó que me estrellara r uidosamente contra la pared rocosa que me cerraba el paso. Bóreas sugirió que me calmara, pues ambos aturdidos no llegaríamos a ninguna parte . Luego refunfuñó: izquierda. Seguí sus instrucciones, pero le hice sa ber que me parecía que estábamos alejándonos del centro, pues me había hec ho un mapa mental de nuestros movimientos y me parecía que hacíamos u n rodeo, en lugar de avanzar lo más recto posible. Entonces, mientras me instaba a caminar con ligereza y señalaba hacia qué lado dirigirme, c ada vez que enfrentábamos una pared, la sabia serpiente me expl icó que, en aquel tenebroso laberinto, el centro era el lugar de máxi mo poder del caos reptante y amorfo que dominaba el recinto. Si por e rror, desorientación o clara voluntad, penetrábamos en el centro, la fuerz a desintegradora de la cosa asquerosa nos digeriría y disolvería como un b lando panecillo, quedando de nosotros nada que pudiéramos llamar pro pio. La serpiente recalcó, con énfasis, que su tarea era conservar mi integridad y ayudarme a llegar al otro lado entero, sin perder mi individ ualidad consciente, pues de lo contrario no llegaría a realizar mi mito pers onal, el cual era la razón de toda aquella aventura, de mi llegada a la Corte del Fénix y del dulce sacrificio de Sophia. Comprendí entonces que teníam os que hacer una circunvalación, evitando al máximo aproximarnos al centro, pues de lo contrario caeríamos bajo la influencia de la cosa i nnombrable. Bóreas me explicó que aquella asquerosidad sin nombre tenía l a masa amorfa de su oscuro cuerpo en el núcleo mismo del laberinto y qu e, allí, las tinieblas eran de una densidad tan sólida como la piedra. La cosa tenía un solo tentáculo, que proyectaba por los pasillos pétreos en busca de sus presas. Este tentáculo se iba haciendo cada vez más tenue, o menos

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denso, al aproximarse a la luz existente en los pas ajes más externos del laberinto. Bóreas dijo que la sensación de doloroso vacío, que había sentido al entrar en la caverna y que aún persistía en mi pecho, era el toque maléfico de ese maldito tentáculo, que buscab a apoderarse de mi alma para devorarla. Un nuevo bramido, oscuro y obs ceno, proveniente de aquella caótica garganta sin forma, provocó en m í un extraño estado de exaltación. Me sentí inusualmente ligero de ment e y cuerpo. Mis pensamientos cesaron por completo y todo mi ser par eció enfocarse en salir de aquella oscuridad maligna. Bóreas se perca tó de lo que sucedía en mi interior y me animó : - Así se hace, peregrino. Déjate llevar por el vien to del norte y haz tu alma tan liviana como para que pueda ser transportada po r él. Empecé a caminar con rapidez, pasando pronto a un t rote ligero. Antes de que mis manos golpearan la dura pared, Bóreas daba su corta orden. Avanzamos así en forma rápida y segura, en perfecta armonía, como si fuésemos un solo ser. El presentimiento desagradabl e de que algo me pisaba los talones pronto se hizo evidente. En medi o de la oscuridad tuve una gélida sensación en mis pies, como si estuviese n sumergidos en agua fría. Sentí la misma frigidez en las tinieblas que se abrían a mi espalda. El frío subió por mis piernas, como si el nivel de las álgidas aguas imaginarias hubiesen ascendido velozmente. Mi serpentino guía recogió su cola, que se enrollaba alrededor de mi p ierna derecha, y rodeando con ella mi cintura la apretó fuertemente, exclamando en voz baja, como para sí mismo : - ¡Muerte, de aquí no pasarás! La convicción del tono de sus palabras me llenaron de gran confianza, sentí que me hallaba bajo su protección y que, ahor a, yo era el árbol del cual la serpiente era su guardián. El frío llegó ha sta mis rodillas, entonces tomé consciencia que no sentía mis pies. El dolor c ausado por el congelamiento había cedido paso a un insensible ent umecimiento que me hacía dificultoso el avanzar. Comprendí que mi situ ación era extremadamente peligrosa y que no debía detenerme p or nada del mundo. No era tiempo de pensar, sino de actuar con decisió n y certeza. Escuché la voz de Bóreas indicarme que doblara a la derecha . Así lo hice, entonces vislumbré una tenue claridad al fondo del oscuro me andro que recorríamos. Era un resplandor casi inexistente, pe ro debido a que mis ojos se hallaban ahogados de aquella amorfa oscurid ad que nos rodeaba, lo percibí de inmediato. Apuré mi carrera con el co razón palpitante por el miedo y la euforia. ¡Podía ver en las tinieblas! Mi serpiente guardiana apretó con más fuerza los anillos con los que me en volvía la cintura y aulló como un lobo que invoca los poderes mágicos d e la luna. La cosa asquerosa mugió llena de rabia, previendo nuestra i nminente escapatoria. Nosotros reímos. En el siguiente giro mis ojos se a brieron y me fue fácil seguir el camino de salida, pues era cosa de dirigi rse hacia donde la luz era más intensa. Comencé a tener sensibilidad en mi s piernas y un último bramido, desesperado, fue señal de la derrota del o scuro enemigo. La

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serpiente guardó silencio al comprender que era cap az de valerme por mí mismo. Cuando llegué a la salida del laberinto la l uz lastimó mis ojos, sin embargo, la visión del verde y tupido bosque me rec onfortó. Salimos a cielo abierto y pude ver que Bóreas había cambiado de color. Descendiendo de mi cuerpo, subió a lo alto de una g ran roca que sobresalía del terreno, frente a la boca de la cuev a. Su cuerpo se había tornado totalmente blanco, como la nieve, y sus ojo s, los ojos con los cuales me miraba ahora, eran los dulces ojos color miel de mi amada Sophia. - La vida es un libro de continuas mutaciones – dij o la serpiente -, y una cosa se transforma en otra, no lo olvides. Yo pront o dejaré de ser lo que soy y adoptaré a tus ojos otra forma, pero recuerda siempre, el hilo de la existencia no se rompe nunca.

Capítulo VI

EL HALCON DE MARTE EL FILOSOFO DEL FUEGO

Irguiéndose con firmeza sobre lo alto de la roca, la serpiente exclamó : - Antes de que el feroz espíritu del cielo me arreb ate, pues ese es mi destino y la sabiduría me lo reveló previo a que tú nacieras, debes saber el costo que esconde el logro que has alcanzado, ya que el cruce con éxito del oscuro laberinto muy pocos lo han realiza do. Cada paso hacia una consciencia más alta constituye una especie de hurto a los dioses. Por el conocimiento se comete, en cierta medida, un robo del fuego divino, es decir, algo que era propiedad de fuerzas desconocidas e inconscientes es arrancado a la ignorancia y someti do a la luz y arbitrio de la consciencia. El hombre que ha usurpado el nue vo conocimiento sufre una ampliación de su consciencia. Ese hombre se ha elevado sobre lo humano de su tiempo y, debido a ello, se ha alej ado de la humanidad común, quedándose solo. El tormento de esta soledad es el precio a pagar: él ya no puede volver entre los suyos, se ha desprendido del rebaño. Guardando un breve silencio, Bóreas agregó : - Por muy oscura que sea la noche de tu alma, por m uy pesada que sientas la soledad de tu existencia, no olvides el día en que cruzaste el laberinto de las tinieblas y saliste airoso de él, renovado. Recuérdate de mí y de todas aquellas formas cambiantes que te hem os servido de guía en este mundo extraño y, sobre todo, jamás pierdas la confianza en ti. Bien hubo finalizado de hablar, emitió un largo y p enetrante silbido que, casi de inmediato, recibió igual respuesta desde lo alto del cielo. Elevé

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mis ojos para ver qué o quién contestaba el llamado de la serpiente, pero no pude distinguir a nadie. Mantuve la mirada fija en lo alto y pronto divisé un punto oscuro, en el azul del cielo, que r ápidamente aumentaba de tamaño. Entonces pude percibir un ave rapaz que descendía velozmente, sobre nosotros, mientras soltaba otro s ilbido tan largo y penetrante como el anterior. - Adiós caminante – escuché decir a Bóreas -, sigue al mensajero alado y éxito en tu búsqueda. Bajé la mirada para observar a mi serpiente, entonc es pude contemplar sus ojos, profundos como los de Sophia, y supe que, pasara lo que pasara, su presencia no me abandonaría. El ave carnicera se abatió como un relámpago sobre la presa en la roca. Se trataba de un halcón peregrino, de tamaño enorme , casi tan grande como un águila real. En su actuar no hubo compasión , como dicta el espíritu de la naturaleza. De un picotazo formidabl e desnucó a Bóreas y, asiendo su cabeza, comenzó a tragarla mientras sus garras aseguraban los sumisos anillos del reptil. La ingesta fue rápi da, el resultado inesperado: casi de inmediato el halcón trocó los c olores de su plumaje. El adusto tono de sus plumas, negras y blancas, se transformó en vistoso ropaje dorado y bermejo de brillantes destellos met álicos, dándole al ave una soberbia majestuosidad que su porte ya exhibía. Producida la transformación, lanzó contra mí una furibunda mirad a, mezcla de desprecio y desafío : - ¡Sígueme..., si puedes! – exclamó en un ronco gra znido e inmediatamente alzó el vuelo. Su volar era raudo, impaciente, como el de una flec ha que va directo a su objetivo. De todos mis guías alados, éste era el de trato menos compasivo. Parecía estar poseído de una furia divin a, de un espíritu marcial que lo impelía a comportarse sin piedad alg una. Corrí tras él a través del bosque sagrado. Los árboles amigos me in dicaban el camino y abrían su follaje a mi ávida mirada, para no perder de vista al pájaro escarlata. La carrera tras el halcón exaltó de tal manera mi e spíritu, que pronto sentí mi cuerpo ingrávido y liviano como el viento: tuve la visión de verme convertido en un gran ciervo blanco corriendo a tod o galope por el mullido suelo boscoso, fijos los ojos en el cielo y sin angustia alguna ante los abismos que pudieran abrirse a mis pies. Finalm ente la magnífica ave desapareció de mi vista. Sin embargo, continué mi c arrera en la dirección en la cual la había visto volar por última vez. La ayuda de los árboles me fue imprescindible. Mi esfuerzo no fue en vano. Pro nto llegué al borde de un amplio claro en el bosque. En la rama más baja de un hermoso roble, el ave met álica me esperaba. Su mirada de desprecio denotaba ahora un suave viso de risueña

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satisfacción. Se desprendió del árbol como una gran hoja y planeó suavemente, a ras de piso, penetrando por la estrec ha puerta de una curiosa vivienda que se elevaba en medio del claro. ¿Cómo describir aquella morada? Su base era circula r, mientras que sus murallas, hechas completamente de barro, dibujaban una semi-esfera perfecta de unos siete metros de diámetro que conve rgían todas juntas, en lo más alto, formando el techo de la vivienda. E n la cima del mismo se abría una pequeña abertura, redonda, por donde una tenue columnilla de humo azulado se elevaba hacia el cielo. No se por q ué, pero su forma me hizo recordar la de aquellos atanores u hornos anti guos para cocinar el pan. Me acerqué a la entrada, entonces escuché una voz de hombre que provenía del interior y que así cantaba : - La historia que ahora voy a contar, sólo podrán e ntenderla aquellos pocos iniciados en el fuego filosofal : Cierta noch e, cuando con mi libro de transmutaciones ocupado me hallaba, la visión qu e aquí os relato apareció ante mi mente cansada. Vi que una salamand ra bermeja bebía zumo de uvas con tanta prisa que, llena a rebosar s u vientre de vino, finalmente casi le explotaron las tripas. De su cue rpo así emponzoñado escapó un veneno letal, que hizo que sus miembros s e hincharan y se sintiera muy dolida y muy mal. Empapada de sudor en venenado se dirigió nuestra salamandra a su secreta madriguera, y exhal ando allí un vaho pestilente, blanqueó por entero las paredes de su c ueva. Luego apareció una misteriosa neblina de color dorado, cuyas gotas tiñeron el suelo de rojo al caer desde lo más elevado. Cuando a la sala mandra comenzó a faltarle el aliento vital, negro como el carbón se puso el ígneo, sulfuroso y luciferino animal. De esta triste forma ahogose, su mergida en la vil ponzoña que por sus propias venas fluía y estuvo as í, disolviéndose, durante sesenta y cuatro días. Mi espíritu me oblig ó a experimentar para purificar aquel veneno, por lo que coloqué el cadáv er, de la negra salamandra, sobre un muy lento fuego. Entonces surg ió un prodigio para la vista que no permite ser narrado, pues aparecier on colores, maravillosos y extraños, en los restos del dragón c alcinado. Volviose blanco cuando los colores desaparecieron de allí y luego, tras teñirse de rojo, se quedó para siempre así. Ahora bien, con la ponzoña obtenida una medicina universal he fabricado, que tiene el poder de destruir el veneno y salvar al envenenado. Gloria a la fuerza entre la s fuerzas, que nos proporciona un remedio así, y al espíritu tres vece s poderoso cuya Gran Obra queda expuesta aquí. Aprovechando el silencio de la voz, con suave preca ución, me asomé al interior de la vivienda a través de la estrecha abe rtura que hacía de puerta. A un costado y sobre un perchero de cetrerí a descansaba, fija su mirada en mí, el rojizo halcón. Al centro de la hab itación, dándome la espalda, un anciano, de ademanes fuertes y porte di stinguido, manipulaba una redoma de rubicundo contenido entre los carbones encendidos del hogar. Con suaves palabras, para no provocar sobresalto, rompí el silencio :

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- Vuestras palabras me recuerdan a las del canónigo de Bridlington – dije. El anciano volteó su cara hacia mí, entonces pude d arme cuenta de que su rostro, a pesar de mostrar las tenues marcas de un hombre maduro, no era el de un viejo, aunque su cabello totalmente bl anco se prestaba para la confusión. Con una amable sonrisa me contestó : - Y así debe ser, pues tanto él como yo pertenecemo s a la misma hermandad espiritual, hablamos de la misma materia y trabajamos en la misma obra. Y la diferencia en nuestras palabras só lo busca aclarar el entendimiento de los oídos atentos. Me invitó a pasar, y ofreciéndome una pequeña silla de tres patas, que me hizo recordar a la usada por la pitonisa del templo de Delfos, me brindó la humilde hospitalidad de su casa. Cuando me preguntó qué extraña aventura me había traído hasta aquellos remotos lug ares, el gran halcón contestó : - Se dirige a la Corte del Fénix, para conocer la r espuesta a la pregunta que todos se hacen, pero que ninguno sabe cuál es. - ¡Ah!, la pregunta secreta – replicó el anciano -. Buena y valiosa pregunta es esa, pues conociendo su respuesta el hombre comp rende su camino en la vida y alivia así todos sus males. Mi anfitrión se acercó a uno de los anaqueles, que atiborraban las paredes de la redonda vivienda, y tomó una botella que contenía un líquido de color dorado. Sirvió dos copitas de aque l licor y, poniendo el recipiente de vidrio en su lugar, me ofreció uno de los vasos mientras él paladeaba el contenido del otro. El sabor de aquel brebaje me asombró por su delicadeza y fino dulzor. El anciano aprovec hó mi silencio para señalarme que la bebida que degustaba era vino asol eado, dentro del cual se había disuelto la esencia de una rosa blanca en plena madurez. Destacó el hecho de que en estos tiempos era difíci l encontrar un elixir tan sutil y refinado. No me quedó más remedio que e star de acuerdo con él. Animado por la conversación, me explicó, por propia boca e iniciativa, que era un Filósofo del Fuego, que a pesar de su ap ariencia “sin edad”, tenía varios cientos de años y que, gracias a su ar te, había podido conservarse vivo, fuerte y saludable hasta el día d e hoy. Cuando le pregunté a qué arte se refería, me contestó que al conocimiento de la naturaleza del fuego y la consecuente fabricación d e elixires que este conocimiento conlleva. Entusiasmado por conocer alg uno de los secretos de aquel viejo filósofo, le rogué me enseñara la fa bricación de alguno de sus licores. Para mi sorpresa, el sabio anciano ace ptó de buena gana, pues dijo que tenía demasiados conocimientos acumul ados y ya había olvidado la última visita, humana, que hubiese most rado interés por su trabajo. Sin embargo, me hizo una advertencia. Me e xplicó que su arte estaba bajo la protección del secreto, para evitar mal uso de él, y que,

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como tal, se basaba en la práctica y el espíritu, e s decir, la experimentación y el estado de consciencia del oper ador, razón por la cual me entregaría la fórmula del elixir bajo el ve lo de la metáfora. Confiado en que sabría entender sus palabras, acept é gustoso su excéntrica condición. Entonces, el ígneo artista fi losofó de la siguiente manera : - Tomarás una buena porción de nuestra orina, cuyo hermoso color dorado será señal de su saludable constitución y cr udeza. Sin este color inicial es mejor no empezar la faena, y esperar a q ue la propia naturaleza nos brinde la materia deseada. Dispondrás del auríf ero líquido colocándolo en recipiente de vidrio, que se mantend rá sellado, y esperarás el tiempo suficiente hasta que haya madur ado, cosa que sabrás por el cambio de color : de amarillo dorado a oscur o marrón. Establecida la mutación de tinte, colocarás nuestra orina en re cipiente abierto, a suave baño maría , cuya función será desecar la mat eria y liberarla de su excesiva humedad. La tarea requerirá tiempo y pacie ncia, pero a medida que el líquido baje de nivel, nuestra materia ganar á en concentración y fuerza. Finalmente quedará en el fondo del recipien te una pasta oscura, de apariencia oleosa y gran salinidad, pero de tan ínfima cantidad que, para obtener la medida necesaria, deberás volver a alimentarla con algo más de orina cruda y dorada, la cual sellarás y dej arás madurar el mismo tiempo que se necesitó la primera vez. Lista esta s egunda maduración, se procederá a un nuevo desecado, hasta obtener las sa les oscuras y oleosas de la primera faena. Esta pasta viscosa ser á alimentada por tercera vez con orina fresca, para reiterar todo el ciclo de principio a fin. En resumen, la operación requiere de la repetición de siete rondas completas de alimentación, maduración y secado de n uestra materia. Finalizada la séptima rueda de labores, tendremos s uficiente sustancia arcana para proceder con la siguiente etapa de la o bra. Con arcilla fresca y maleable de alfarero, formarás una esfera o huevo dentro del cual encerrarás nuestra apreciada pasta úrica. Deberás c erciorarte de que el sellado sea realmente hermético, para lo cual utili zarás varias capas de arcilla reforzadas con gasas de algodón empapadas e n greda húmeda. Terminada esta sencilla manipulación, dejarás pasar el tiempo que sea necesario para que el huevo de tierra seque totalme nte a temperatura ambiente y a la sombra. Cuando hayan pasado los día s requeridos y la esfera terráquea se encuentre naturalmente seca, pr ocederás a encender un fuego de carbón sobre el cual, como si de un nid o se tratase, colocarás nuestro huevo circular. Durante tres días lo asarás, procurando que ese período coincida con los tres días en que l a luna aparece completamente llena. Este detalle no debe ser descu idado, pues es imprescindible para el éxito final de nuestra obra. El último día de asación debes ser más riguroso y vehemente con el uso del f uego, ya que así te asegurarás que la materia se purifique y fusione ad ecuadamente. Entonces dejarás que los carbones se apaguen por sí solos, hasta convertirse en cenizas, y cuando éstas se enfríen p odrás recuperar tu calcinado huevo, el cual abrirás según tu inteligen cia te lo permita y, apoderándote de su maravilloso y transmutado conten ido, lo verterás en un litro del mejor aguardiente que puedas obtener. De esta manera

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poseerás una tintura madre, de la cual extraerás un a parte que diluirás en nueve iguales de vino dulce que tengas a mano. Así tendrás una botella, del mejor elixir conocido, para mantener las dolenc ias a distancia y a través del cual te olvidarás de toda enfermedad y t risteza, si ingieres una copita todos los días, siempre y cuando hagas de la moderación la regla de tu vida. No tuve necesidad de preguntar nada, pues las instr ucciones me fueron tan claras como si mi espíritu estuviese haciendo m emoria de viejos recuerdos olvidados. Cuando se lo hice saber al anc iano, éste se mostró conforme de mi clara percepción y, de inmediato, me instó a proseguir con mi camino, pues, dijo, el Fénix era importante señor al que no debía hacérsele esperar. Vi al enorme halcón salir por la estrecha puerta y lo seguí. El anciano me acompañó y, dándome un afectuo so abrazo, se despidió de mí. Mientras me internaba en la profund idad del bosque, guiado por el noble alado, escuché la clara voz del filósofo decir : - Sólo nos tenemos a nosotros mismos: no hay más fu erza que aquella que brota del propio corazón. No pongas tu confianz a en lo sobrenatural, en seres celestiales e infernales, demoníacos o div inos. Nada vendrá de fuera de ti. Tú eres el origen y principio de todo. Tú eres también el final. Si comprendes esta verdad, tu mente libre será de D ios y el Diablo. Conocerás así la realidad y tú mismo rey te coronar ás. Cuando su voz enmudeció, mis pies hollaban con firm eza la suave tierra del bosque. Entendí sus oscuras palabras, mi mente se abrió y mi corazón alcanzó una profunda paz. Una absoluta conf ianza se apoderó de mí y comprendí, en aquel momento, que alcanzaría mi objetivo.

Capítulo VII

EN LA CORTE DEL FÉNIX

No sabría decir si el camino fue largo o breve, de l o que sí estoy seguro es que se me hizo agradable. Incluso el vuelo del h alcón bermejo me pareció más suave y amable que antes, pero siempre raudo y preciso, como la caída de un rayo. Finalmente, la senda lleg ó a su término, y cuando alcancé al rapaz, éste descansaba sobre una roca, preciosamente verde, que se elevaba al costado de la entrada de u na nueva caverna. El ave me dirigió su penetrante mirada y exclamó : - ¡Lee! – mientras golpeaba con su pata la roca sob re la cual se paraba. Me acerqué para ver mejor y pude distinguir que, en uno de los costados de la piedra, había algo escrito. Leí en voz alta :

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- Tendrás que sumergirte en la profunda oscuridad y hallar en tus raíces la luz y vida sempiternas. Solo así llegará el mome nto en que aquello, que acecha al otro lado, salga a la claridad del día. V endrá de la otra orilla del abismo, pletórico de poder, voluntad y sabiduría. Y así se cumplirá el tiempo en que, desprendiéndote de todo, te apoderes del Universo. Al terminar miré al halcón. Por toda respuesta tuve su mirada férrea e imperturbable. Sin mediar aviso alguno voló hacia e l interior de la gruta, mientras me ordenaba que lo siguiera. Sabía que est ábamos ingresando al interior de la montaña dentro de la cual se abrí a el recinto secreto donde residía el Fénix y su corte. Para mi sorpresa , en lugar de un pasaje oscuro y tétrico, me vi en un amplio túnel iluminad o por una suave luz plateada, como de plenilunio, que se fragmentaba en millares de piedras preciosas que se incrustaban en la roca de paredes y techo. El silbido lejano del halcón apuró mis pasos. Cuando llegué, a l final del pétreo pasillo, quedé anonadado ante el espectáculo que se mostraba a mis ojos. Al salir del túnel me encontré en una espaciosa cav erna, un salón natural de planta circular de unos treinta metros de diámet ro. Paredes de piedra volcánica en bruto se levantaban hasta una altura d e cincuenta metros, dando la impresión de estar en el interior de una c atedral gótica de estilo salvaje y proporciones monstruosas. Allá, en lo alt o, el techo se abría al cielo a través de un agujero de bordes irregulares. Certera como un relámpago la comprensión inundó mi mente: aquel lug ar era el interior de un volcán dormido. La Montaña del Fénix, que había dado origen a toda la isla, era en realidad una formación volcánica, el r esultado de la emergencia de poderosas fuerzas geológicas internas a la superficie del mar y de la tierra. Gran cantidad de aves, de todos los tamaños y varie dades, pululaban por el lugar, volando de aquí para allá o caminando en despreocupada armonía por el terroso piso, que en algunas partes presentaba mullida y verde hierba. Enormes enredaderas crecían y se adhe rían por las estriadas paredes, encumbrándose hacia la luz que e ntraba desde lo alto por el ojo del volcán. Deduje que debían ser muy an tiguas, pues todas tenían tallos gruesos y leñosos, del diámetro del t ronco de un hombre. De sus verdes y flexibles ramas colgaban hermosas hoja s esmeraldas y frutos de tres colores llamativos: rojos, blancos y amarillos, que no sólo eran una delicia para los ojos, sino también para e l paladar, según pude constatar al ver la fruición con que innumerables a ves degustaban de ellos. Mi presencia no parecía incomodar a nadie, a unque noté que algunos ojillos me observaban con curiosidad. En me dio de toda aquella natural disposición, llamó mi atención una estructu ra cúbica que se alzaba en el centro del amplio recinto. Al acercarm e a ella pude comprobar que se trataba de una piedra de obsidiana negra, tallada según el arte hermético y prolijamente pulida, lo que le daba una apariencia hermosamente espejada. Su altura llegaba hasta mi p echo, lo que me permitió observar con claridad que de este cubo, y de un agujero perforado en medio de su cara superior, emergía una llama de extraño

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color rojo-rosado, que por sus características dedu je debía provenir del corazón ígneo del volcán o de las entrañas mismas d e la Madre Tierra. Me volví para buscar al halcón y preguntarle qué si gnificado tenía todo aquello, entonces vi que estaba rodeado de centenar es de aves, de los más hermosos e indescriptibles plumajes, que me obs ervaban con fijeza. Ya me empezaba a incomodar tener tantos pares de oj os sobre mí, cuando una figura familiar se acercó volando desde lo alto de una de las gigantescas enredaderas. Su planeo exquisito y sile ncioso, lleno de majestuosidad, apartó las miradas de mi persona. Po sándose en una de las esquinas del cubo, me observó con severidad. En tonces, sin ningún tipo de ritual ni parsimonia, se colocó entre las l lamas que se elevaban del centro del perfecto bloque de obsidiana. El fue go, avivado por un misterioso viento proveniente de lo profundo, elevó las rosáceas flamas en un torbellino furioso de movimiento levógiro, ab rasando por completo el cuerpo de la noble ave. Comprendí lo que sucedía . Conocía los viejos mitos de Heliópolis y sabía que el Fénix surgía del fuego y se renovaba de sus propias cenizas. Sin embargo, la naturaleza ese ncial del halcón era tan pura, que en él no había nada corruptible que p udiera quemarse y convertirse en materia inerte o calcinable. Todo en él era fuego y se hallaba en el ígneo elemento como pez en el agua. Ante mis ojos fascinados la transformación se produ jo. No existen palabras para describir tan maravilloso fenómeno y solo el silencio es lo suficientemente elocuente. Baste decir que mi coraz ón experimentó tal gozo y unidad, que toda sombra de pesar me abandonó inmediatamente. Sin embargo, es el hombre animal que gusta de la pa labra y no me sustraeré, ahora, a tan vano vicio. En una pálida d escripción diré que la cabeza, lomo y alas del Fénix conservaron el colori do propio del halcón, pero el rojo y amarillo dorado de su plumaje se hic ieron más intensos y metálicos. De su nuca brotaron nueve largas plumas rojas que, distribuidas en forma de abanico, simulaban una cor ona de majestuosa realeza. Su garganta, verde y brillante, formaba un a media luna cuyo fondo convexo se derramaba, en un delgado trianguli llo invertido, por el inmaculado blanco de su pecho, el cual, como toda l a extensión del vientre, veía adornada su nívea albura con las negr as y oculares manchas del feroz leopardo. Las grandes plumas de su cola y las remeras de sus alas lucían el hermoso tinte azul del zafiro. Pico y patas poderosas, de amarillo solar, daban fin a tan exquisita aparienci a. Comprendiendo que el rudo y familiar halcón era el Fénix transformado, no perdí el tiempo en rodeos y circunloquios cortes anos : - Eminente señor – dije respetuoso -, ya que mi tar ea era presentarme ante ti, en tu real y soberana corte, ¿podrías expl icarme qué es lo que se supone que estoy buscando? El Fénix se apartó de las rosadas llamas y, acercán dose al borde del cubo de piedra, me encaró. Inclinando la cabeza, primero me vio de modo

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sesgado con su ojo izquierdo y, luego, cambiando de lado con un giro de su cuello, me miró con el derecho. Gracias a tal ge sto pude entonces observar una curiosa diferencia entre ambos ojos, q ue me llenó de una grata y serena alegría. Vi que el ojo izquierdo, pa rdo como la miel, proyectaba en su mirada el espíritu dulce y bondado so de mi recordada Sophia, mientras el derecho, de color gris acero, c onservaba la distante severidad del halcón bermejo. - Estás aquí – dijo el Fénix en tono solemne y sere no -, para ver el Libro de la Verdad, que también es libro de conocimiento y vida. Entonces, haciendo un movimiento de cabeza leve, pe ro autoritario, me indicó que mirara hacia atrás, sobre mi hombro. Gir é hacia mi derecha y pude ver a dos hermosas aves que traían, entre sus patas, un gran libro. Volando pesadamente lo dejaron caer entre mis manos . Con sorpresa pude ver que su cubierta estaba hecha de corteza de árbol, sin ningún título o encabezado en la rústica portad a. A decir verdad, más que libro aparentaba ser una delgada caja de tosca madera. - Lo que has estado buscando, desde que empezaste e sta extraña aventura, está contenido allí – me dijo -. A partir de ahora las palabras sobran. Un sentimiento de curiosa expectación se apoderó de mí, pues, desde que había llegado a aquella misteriosa isla, jamás supe qué era lo que supuestamente buscaba o qué hacía allí. Abrí el arc ano libro. En la primera página, a mano izquierda, pude ver un emble ma tatuado a fuego que representaba al Fénix, parado sobre el cubo y r odeado de llamas. Era la imagen exacta del fenómeno que había contemplado , con mis propios ojos, unos instantes atrás. La página derecha conte nía una dedicatoria en místicos símbolos cuyo significado me fueron compre nsibles. Rezaba así:

A la raza hiperbórea, a los alquimistas de todas las épocas, los nacidos y por nacer.

Ansioso y sin preámbulos, di rápida vuelta a la gru esa hoja de madera y, lleno de confusa sorpresa, pude ver que las páginas recién develadas reflejaban por completo mi rostro. Ambas eran sendo s espejos, dispuestos de forma ingeniosa, para mostrar la cara del buscador que consultase el misterioso libro. La visión de mi pro pio rostro fue profunda y particularmente perturbadora, pues al observarlo en la espejada superficie pude ver que mi ojo izquierdo tenía el d ulce color de la miel, mientras que el derecho se presentaba frío y gris c omo el acero. Conmocionado por lo que acababa de comprender, preg unté al Fénix qué o quién era él exactamente, entonces aquel ser naci do del fuego me contestó :

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- Soy todo lo que ha sido, todo lo que es y lo que será. Mi velo no lo ha levantado ningún mortal, y el fruto que he engendra do, es nada menos que el mismo Sol. Y diciendo esto alzó la mirada hacia la luminosa en trada del cráter que se abría sobre nuestras cabezas. Vi que todas las aves imitaban su gesto, entonces alcé también mis ojos para contemplar lo q ue todos miraban. Sin embargo, apenas tuve tiempo de terminar mi acci ón, pues un enorme fruto rojizo, desprendido a gran altura de una de l as gigantescas enredaderas que llegaban hasta el techo, golpeó con inusitada fuerza el centro de mi frente. El impacto me sobresaltó e hizo que despertara del profundo sueño en el que me había sumido. Miré el piso a mi derecha y pu de ver un enorme fruto de "mangifera indica panamensis" rodar perezo samente por el suelo, alejándose de mí. Inmediatamente tomé consci encia de dónde me hallaba: en el agradable parque arbolado cerca de m i casa. Sobre mi pecho descansaba el libro de Cyrano de Bergerac. Experimentando una mezcla de alivio y tristeza, por el hecho de haber despertado de aquel excéntrico y entretenido sueño, me incorporé ágilmente. Las sombras de los objetos eran largas y el sol acariciaba con timidez el horizonte. El ocaso del día estaba cerca . Recogí todo lo que había llevado junto con la fruta de mi despertar, p laneando para ella un gastronómico final, y me dirigí con serena alegría hacia mi hogar. Una vez allí, forzado por un impulso poderoso, tomé lápiz y papel y comencé a escribir, lo soñado, del siguiente modo : “Antes que nada y de todo, quiero dejar clara const ancia que la totalidad de lo que aquí leerás, amigo lector, aconteció en l a vasta tierra de Morfeo, reino que todos los hombres han visitado, pero del cual ninguno conoce sus múltiples caminos, pues nadie ha recorrido dos veces la misma senda al acceder a este misterioso imperio...”.