La ley de los varones maurice druon

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Junio de 1316. Tras un corto ycatastrófico reinado, Luis X acabade morir envenenado. Han pasadosólo dieciocho meses de la muertede su padre, Felipe el Hermoso. Porprimera vez desde hace trescientosaños, un rey de Francia desaparecesin dejar un heredero varón. Lacorona puede ir a la cabeza de unaniña de cinco años, sospechosa debastardía, hija del primermatrimonio de Luis X con Margaritade Borgoña. También puede serdestinada al hijo que espera lasegunda esposa del rey fallecido,

Clemencia de Hungría. Este cuartovolumen de la serie Los ReyesMalditos revive las luchasencarnizadas que, para apoderarsede la regencia del reino, librarántres parientes del rey muerto: suhermano el duque de Poitiers, su tíoel conde de Valois, y su primo elduque de Borgoña. El conde dePoitiers recurrirá a la "ley de losvarones" para justificar su derechoal trono, adaptándola hábilmente alas circunstancias.

Maurice Druon

La ley de losvarones

Los reyes malditos 4

ePUB v1.1draflaeon 17.03.12

Gracias a Orkelyon por la portada

ISBN 13: 978-84-7417-049-8ISBN 10: 84-7417-049-4Título: La ley de los varonesTítulo original: La Loi des mâlesAutor: Maurice DruonFecha Impresión: 1984Traducción: María Guadalupe OrozcoBravoColección: Los reyes malditos

Prólogo

Durante los tres siglos y cuartodesde la elección de Hugo Capeto hastala muerte de Felipe el Hermoso,solamente once reyes ciñeron la coronade Francia, y todos ellos dejaron unheredero a quien legarla.

¡Prodigiosa dinastía, ésta de losCapetos! Parecía que el destino la habíamarcado con el signo de la duración. Delos once reinados, solamente dos habíandurado menos de quince años.

Esta extraordinaria continuidad en elejercicio del poder había contribuido, a

pesar de la mediocridad de algunosreyes, a la formación de la unidadnacional.

El ligamiento feudal, puramentepersonal de vasallo a señor, de másdébil a más fuerte, quedaba sustituidoprogresivamente por este otroligamiento, este otro contrato que unelos miembros de una amplia comunidadhumana sometida durante largo tiempo alas mismas vicisitudes y a la misma ley.Aunque la idea de nación no era todavíaevidente, su principio, surepresentación, existía ya en la personareal, fuente permanente de autoridad.Quien pensaba en «el rey» pensaba

también en «Francia».Volviendo a los objetivos y métodos

de Luis VI y de Felipe Augusto, sus másnotables antepasados, Felipe elHermoso se había dedicado, durantecasi treinta años, a construir esta unidad;pero los cimientos estaban tiernostodavía.

Ahora bien, apenas desapareció elRey de Hierro, su hijo Luis X lo seguíaa la tumba. El pueblo no dejó de ver enestas dos muertes tan inmediatas unsigno de fatalidad.

El duodécimo rey había reinadodieciocho meses, seis días diez horas,justo el tiempo suficiente para que este

mezquino monarca pudiera destruir engran parte la obra de su padre.

Durante su paso por el trono, Luis Xse hizo notar principalmente por haberhecho asesinar a su primera mujer,Margarita de Borgoña, haber enviado ala horca al ministro principal de Felipeel Hermoso, Enguerrando de Marigny, yhaber hundido a todo un ejército en losbarrizales de Flandes.

Mientras el pueblo era diezmado porel hambre, se sublevaban dosprovincias, por instigación de losbarones. La alta nobleza se sobreponíaal poder real, la reacción eratodopoderosa y el Tesoro estaba

exhausto.Luis X había subido al trono cuando

el mundo se hallaba sin papa, y lodejaba sin que existiera ningún acuerdosobre su elección.

Y ahora Francia se veía sin rey.Porque de su primer matrimonio

Luis X sólo dejaba una hija de cincoaños, Juana de Navarra, a la que muchosconsideraban bastarda. En cuanto alfruto de su segundo matrimonio, no erapor entonces más que una débilesperanza: la reina Clemencia estabaencinta, pero tardaría aún cinco mesesen dar a luz.

Por último, se decía abiertamente

que el Turbulento había sidoenvenenado.

En tales condiciones, ¿quién sería eldecimotercer rey?

Nada estaba previsto sobre laregencia. En París, el conde de Valoisintentaba hacerse proclamar regente. EnDijon, el duque de Borgoña, hermano dela reina estrangulada y jefe de unapoderosa liga de barones, no dejaría deponerse a defender los derechos de susobrina, Juana de Navarra. En Lyon, elconde de Poitiers, primer hermano delTurbulento, estaba ocupado endesbaratar las intrigas de los cardenalesy se esforzaba vanamente en obtener del

cónclave una decisión. Los flamencossólo esperaban una ocasión para tomarde nuevo las armas, y los señores delArtois continuaban su guerra civil.

¿Se necesitaba algo más para traer ala memoria popular el anatema lanzadopor el Gran Maestre de los Templarios,dos años antes, desde lo alto de lahoguera? En una época propicia a lacredulidad, el pueblo de Francia podíafácilmente preguntarse, aquella primerasemana de junio de 1316, si el linajecapetino no estaría señalado parasiempre por la maldición.

Primera parte:Felipe puertas

cerradas

I.- La reina blanca

Las reinas guardaban lutovistiéndose de blanco. Blanca la toca defina tela que apretaba el cuello,aprisionaba la barbilla hasta el labio ydejaba asomar sólo el centro del rostro;blanco el gran velo que cubría la frentey las cejas; blanco el vestido cerrado enlas muñecas y que caía hasta los pies.Tal era el aspecto, casi monacal, queacababa de adoptar, a los veintitrésaños, y sin duda para el resto de su vida,Clemencia de Hungría, viuda de Luis X.

De ahora en adelante nadie volvería

a ver su admirable cabellera dorada, niel óvalo perfecto de sus mejillas, niaquel halo, aquel tranquilo esplendorque había impresionado a cuantos laconocieron y celebraron su belleza. Lareina Clemencia había adquirido yaaspecto mortuorio.

Sin embargo, bajo los pliegues de suvestido, se estaba formando una nuevavida, y Clemencia estaba obsesionadapor la idea de que su marido noconocería jamás al hijo que esperaba.

«Si al menos Luis hubiera vivido lobastante para verlo nacer —se decía—.¡Cinco meses, sólo cinco meses más!¡Qué alegría hubiera tenido, sobre todo

si es un niño!... ¡O que hubiera quedadoembarazada la misma noche debodas!...»

La reina volvió con desmayo lacabeza hacia el conde de Valois, que,con paso de gallo cebado, deambulabapor la habitación.

—¿Pero por qué, tío mío, por quéhabrían de envenenarlo vilmente? —preguntó—. ¿No hacía todo el bien quepodía? ¿Por qué buscáis siempre laperfidia de los hombres en donde sinduda sólo se manifiesta la voluntad deDios?

—Sois la única en atribuir a Dios loque más bien parece pertenecer a los

artificios del diablo —respondió Carlosde Valois.

Con su caperuza de gran cresta, quele caía hasta los hombros, gran nariz,mejillas anchas y coloradas, estómagoprominente, y vestido con el mismo trajede terciopelo negro adornado con colasde armiño y con broches de plata quehabía ostentado dieciocho meses antes,en el entierro de su hermano Felipe elHermoso, monseñor de Valois llegabade Saint-Denis, donde acababa de asistira la inhumación de Luis. La ceremoniale había planteado ciertos problemas, yaque, por primera vez desde que fueinstaurado el ritual de las exequias

reales, los oficiales de la Casa Real,después de gritar: «¡El rey ha muerto!»,no habían podido agregar: «¡Viva elrey!» y no habían sabido ante quiénrendir el homenaje destinado al nuevosoberano.

—¡Bien! Romperéis vuestro bastónante mí —había dicho Valois al granchambelán Mateo de Trye—. Yo soy elmás antiguo de la familia.

Pero su hermanastro, el conde deEvreux, protestó contra esta extrañapretensión.

—Si entendéis la antigüedad en unsentido tan lato —dijo el conde deEvreux—, no lo sois vos, Carlos, sino

nuestro tío Roberto de Clermont, hijo deSan Luis. ¿Olvidáis que vive todavía?

—Sabéis bien que el pobre Robertoestá loco y que no se puede basar nadasobre aquella cabeza perdida —replicóValois, encogiéndose de hombros.

Finalmente, a la salida del banquetefúnebre servido en la abadía y ante unasilla vacía, el gran chambelán había rotolas insignias de sus funciones.

—ClemenciaContinuó:—¿No daba Luis limosna a los

pobres? ¿No conmutaba la pena amuchos encarcelados? Yo puedotestimoniar sobre la generosidad de su

alma y sobre su piedad. Si antes habíapecado, estaba arrepentido.

Evidentemente, era mal momentopara discutir las virtudes con que lareina adornaba la memoria, viva aún, desu esposo. Sin embargo, Carlos deValois no pudo contener un gesto demalhumor.

—Sobrina mía —respondió—, séque habéis ejercido sobre él unainfluencia muy piadosa, y que él semostró muy generoso... con vos. Pero nose gobierna solamente con oraciones, nillenando de favores a quienes se ama. Yel arrepentimiento no basta paradesarmar los más enconados odios que

se han sembrado.Clemencia pensó: «He aquí... he

aquí a quien se atribuía todos losméritos del poder cuando vivía Luis yque ya reniega de él. En cuanto a mí,pronto me reprocharán todos los regalosque Luis me ha hecho. Me he convertidoen "la extranjera"...»

Demasiado débil, demasiadocansada por las noches de insomnio ylos días de lágrimas para encontrarfuerza para discutir, añadió solamente:

—No puedo creer que hayan odiadoa Luis hasta el punto de querer matarlo.

—¡Pues bien, no lo creáis, sobrinamía, pero la verdad es ésa! —exclamó

Valois—. La prueba nos la da ese perroque lamió uno de los paños empleadospara extraer las entrañas durante elembalsamamiento, que reventó actoseguido.

Clemencia aferró con fuerza losbrazos de su asiento para no vacilar antela visión que le ponían delante. Surostro estrechado y patético, con losojos cerrados, se volvió tan pálidocomo la toca y el velo que loencuadraban. El cadáver, elembalsamamiento, el perro errante quelamía los ensangrentados paños...¿Podía referirse todo aquello a Luis, alhombre que había dormido a su lado,

durante diez meses?Monseñor de Valois continuaba

desarrollando sus macabrasconclusiones. ¿Cuándo se callaría aquelhombre gordo, agitado, autoritario,vanidoso, que vestido ya de azul, ya derojo o de negro, aparecía en cadamomento importante o trágico, desdeque ella había llegado a Francia, parasermonearle, ensordecerla con palabrasy hacerla actuar contra su voluntad?Desde la mañana de la boda... YClemencia se acordó del día de sumatrimonio, en Saint-Lye; volvió a verla ruta de Troyes, la iglesia del pueblo,la habitación del pequeño castillo,

acondicionada apresuradamente paracámara nupcial... «¿He sabido disfrutarbastante de mi felicidad? No, no quierollorar delante de él», se dijo.

—Todavía no sabemos quién es elautor de ese horrible hecho —continuóValois—; pero lo descubriremos,sobrina mía; os lo prometosolemnemente... si se me dan los mediosnecesarios, claro está. Nosotros, losreyes...

Valois no perdía nunca la ocasión derecordar que había llevado dos coronas,puramente nominales, pero que, noobstante, lo colocaban en pie deigualdad con los príncipes soberanos.

—...nosotros, los reyes, tenemosenemigos que no lo son tanto de nuestrapersona como de las decisiones denuestro poder; y no falta gente que podíatener interés en haceros enviudar. Enprimer lugar los Templarios, cuya ordenfue una gran equivocación destruir,como dije repetidas veces, los cuales sejuramentaron secretamente para perder anuestro linaje. ¡Mi hermano ha muerto, yahora le sigue su primogénito! Luego,los cardenales romanos. Recordad queel cardenal Caetani trató de hechizar aLuis y a vuestro cuñado Felipe, con ladeclarada intención de sacar a los doscon los pies por delante. Caetani bien

pudo pretender dar el golpe por otromedio. ¡Qué queréis hacerle! No se echaal papa del trono de San Pedro, comohizo mi hermano, sin sembrarinextinguibles resentimientos. Lo ciertoes que Luis está muerto... Tampocopodemos dejar de sospechar de nuestrosparientes de Borgoña que vieron mal lareclusión de Margarita, y peor aún, quevos la hayáis reemplazado. Sobre esteasunto, ellos se han deshecho en milvillanías...

Clemencia le miró fijamente a losojos, y Carlos de Valois se turbó yenrojeció ligeramente.

Comprendió que Clemencia sabía

algo. Pero Clemencia no dijo nada;siempre evitaría ese tema. Se sentíacargada de una culpabilidadinvoluntaria. Porque aquel esposo, cuyavirtuosa alma enaltecía, había hechoestrangular, con la complicidad deValois y de Artois, a su primera mujer,con el fin de poderse casar con ella, lasobrina del rey de Nápoles.

—Y luego está también la condesaMahaut, vuestra vecina —se apresuró aañadir Valois—, que no es mujer pararetroceder ante un crimen.

«¿En qué se diferencia ella de vos?—pensó Clemencia, sin osarresponderle—. Parece que en esta corte

no se vacila mucho para matar.»—Y Luis, un mes antes, acababa de

confiscarle su condado de Artois paraobligarla a someterse.

Por un instante Clemencia sepreguntó si, al inventar tantos posiblesculpables, no intentaba despistar, y si noera él mismo el autor del asesinato. Estepensamiento, que no podía basarse ennada concreto, le produjo horror. No, noquería sospechar de nadie; quería queLuis hubiera fallecido de muertenatural... No obstante, la mirada deClemencia se dirigió inconscientemente,por la ventana abierta, sobre la frondadel bosque de Vincennes hacia el sur, en

dirección al castillo de Conflans,residencia de la condesa Mahaut... Díasantes de la muerte de Luis, Mahaut, encompañía de su hija, la condesa dePoitiers, había hecho una visita aClemencia. Una visita muy amable.

Habían estado admirando los tapicesde la habitación...

«Nada envilece tanto comoimaginarse rodeada de felones —pensaba Clemencia— y buscar latraición en cada rostro...»

—Por esto, mi querida sobrina —prosiguió Valois—, es preciso quevolváis a París en cuanto yo os lo pida.Vos sabéis cuánto os estimo. Vuestro

padre era mi cuñado. Escuchadme comolo escucharíais a él, si Dios nos lohubiera conservado. La mano que haabatido a Luis puede querer proseguir suvenganza con vos y con el fruto quelleváis. No podría dejaros así en mediodel bosque, expuesta a las acechanzas delos malvados y no estaré tranquilo hastaque estéis instalada cerca de mí.

Desde hacía una hora, Valois seesforzaba en obtener de Clemencia quevolviera al palacio de la Cité, ya que élmismo había decidido trasladarse allí.Esto formaba parte de su plan paraimponerse como re gente. Quiendominaba en el palacio adquiría figura

real. Pero si se instalaba solo, Valois searriesgaba a que sus enemigos loacusaran de golpe de fuerza y deusurpación. Si por el contrario, entrabaen la Cité detrás de su sobrina, como suprotector y pariente más próximo, nadiepodría oponerse válidamente, y elConsejo de los pares se encontraría anteun hecho consumado. El vientre de lareina era, en aquel momento, la mejorgarantía y el más eficaz instrumento degobierno.

Clemencia levantó los ojos, comopara pedir ayuda, hacia un tercerpersonaje, un hombre barrigudo ycanoso, que se mantenía en pie junto a

ella, el cual, inmóvil y con las manoscruzadas sobre la guarnición de una altaespada, seguía la conversación.

—Bouville, ¿qué debo hacer? —murmuró.

Hugo de Bouville, antiguo granchambelán de Felipe el Hermoso,nombrado curador del vientreinmediatamente después de la muerte delTurbulento, se había tomado su nuevamisión, más que en serio, a lo trágico.Este excelente señor, servidor ejemplarde la casa real, había formado unaguardia de veinticuatro gentileshombrescuidadosamente elegidos, que serelevaban por grupos de seis ante la

puerta de la reina. El mismo iba vestidocon atuendo de guerra y, debido al calorde junio, sudaba a mares bajo su cota demalla. Murallas, patios y accesos deVincennes estaban embutidos dearqueros. Cada criado de cocina eraescoltado permanentemente por unsargento.

Incluso las damas de compañía eranregistradas antes de entrar en lashabitaciones. Nunca vida humana habíasido protegida tan estrechamente comola que dormitaba en el seno de la reinade Francia.

Bouville compartía su carga con elviejo sire de Joinville1. Pero el senescal

hereditario de Champaña, compañero deSan Luis, tenía noventa y dos años, locual lo hacía probablemente el decanode la alta nobleza francesa. Estabamedio ciego, y aspiraba sobre todo,como cada verano, a volver a su castillode Wassy en el alto Marne, donde vivíasuntuosamente del ingreso de lasdotaciones que le habían concedido losreyes. En realidad pasaba la mayor partedel tiempo dormitando, y todas lastareas recaían sobre Bouville.

Para la reina de Francia, ésterepresentaba sus recuerdos felices.Primero, había sido el embajador quesolicitó su mano, luego la escoltó a

Francia desde Nápoles; era suconfidente y, probablemente, el únicoamigo verdadero que tenía en la corte.

Bouville comprendió perfectamenteque Clemencia no quería moverse deVincennes.

—Monseñor —dijo a Valois—,puedo asegurar mejor la custodia de lareina en esta mansión estrechamentecercada de murallas que en el granpalacio de la Cité, abierto a todo el quellega. Y si lo que teméis es la vecindadde la condesa de Mahaut, puedo deciros,porque se me tiene informado de todoslos movimientos de los aledaños, que eneste momento la señora Mahaut hace

cargar sus carretas para marchar a París.Valois no dejaba de estar bastante

molesto por la importancia adquiridapor Bouville desde que era curador, asícomo por su insistencia en permanecerallí, plantado junto a su espada, al ladode la reina.

—Messire Hugo —dijo conaltanería—, habéis sido encargado develar por el vientre de la reina y no dedecidir la residencia de la familia real,ni de defender vos solo el reino.

Sin turbarse, Bouville respondió:—¿Debo haceros observar también,

monseñor, que la reina no puedemostrarse antes de que hayan pasado los

cuarenta días de duelo?—¡Conozco tan bien como vos las

costumbres, amigo mío! ¿Quién os diceque la reina haya de mostrarse? Laharemos viajar en carruaje cerrado. Enfin, sobrina mía —exclamó Valoisvolviéndose hacia Clemencia—, no osquiero enviar más allá de los mares, niVincennes está a mil leguas de París.

—Comprended, tío mío —respondiódébilmente Clemencia—, que Vincenneses el último regalo que recibí de Luis.Me donó esta casa horas antes de sumuerte... Me parece que todavía no se haido de verdad. Comprended... es aquídonde hemos tenido...

Pero monseñor de Valois no podíacomprender nada de las exigencias delrecuerdo ni de las imaginaciones deldolor.

—Vuestro esposo, por quien todosrogamos, mi querida sobrina, pertenecedesde ahora al pasado del reino. Perovos, vos lleváis su porvenir.Exponiendo vuestra vida, exponéis la devuestro hijo. Luis, que os ve desde loalto, no os lo perdonaría.

La había tocado en lo más vivo, yClemencia, sin proferir palabra, sehundió un poco más en su asiento.

Pero Bouville declaró que no podíadecidir nada sino de acuerdo con sire de

Joinville, a quien mandó a buscarinmediatamente. Transcurrieron unosminutos; luego se abrió la puerta yesperaron un poco mas; al fin, vestidocon un traje de seda como en tiempo delas Cruzadas, con los miembrostemblorosos, la piel pecosa y semejantea corteza de árbol, los parpadoslacrimosos y pálida la pupila, aparecióel último compañero de San Luis,arrastrando los pies y sostenido por unescudero casi tan canoso como él. Losentaron con todos los miramientos quese le debían, y Valois se encargó deexplicarle sus planes con respecto a lareina. El anciano escuchaba, moviendo

compungidamente la cabeza yvisiblemente satisfecho de tener todavíaun papel que desempeñar.

Cuando concluyó Valois, el senescalse abismó en una meditación que todosse guardaron de turbar; esperaban eloráculo que iba a salir de su boca. Y derepente preguntó:

—Entonces, ¿dónde está el rey?Valois cobró una expresión

desolada. ¡Tanto esfuerzo hecho envano, cuando urgía el tiempo!¿Comprendería el senescal lo que se leiba a decir?

—Veamos, el rey ha muerto, messirede Joinville —dijo el de Valois—, y lo

hemos enterrado esta mañana. Vossabéis que se os ha nombrado curador...

El senescal frunció la frente ypareció reflexionar con gran esfuerzo.Perdía cada vez más el recuerdo de loinmediato. Desde hacía mucho tiempoadolecía de esta falta; así, al dictar sufamosa Historia, cerca ya de los ochentaaños, no se había dado cuenta de querepetía casi textualmente hacia el fin dela segunda parte lo que había dicho en laprimera...

—Sí, nuestro joven sire Luis —dijoal fin—. Ha muerto... Fue él a quien lepresenté mi gran libro.

¿Sabéis que éste es el... cuarto rey

que veo morir?Manifestó esto como si se tratara de

una verdadera hazaña.—Entonces, si el rey ha muerto, la

reina es regente —declaró.Monseñor de Valois enrojeció.

Conociendo la decrepitud de uno y lanatural dedicación del otro, había creídoque manejaría a su antojo a los doscuradores; sus cálculos se volvíancontra él.

La extrema vejez y el extremoescrúpulo parecían juntarse para crearledificultades.

—La reina no es regente, messiresenescal; está embarazada —exclamó—.

Fijaos en su estado, y ved si está encondiciones de cumplir con los deberesdel reino.

—Ya sabéis que no veo nada —respondió el anciano.

Con la mano en la frente, Clemenciapensaba solamente:

«¿Pero cuándo acabarán? ¿Cuándome dejarán en paz?»

Joinville comenzó a explicar en quécondiciones, a la muerte del rey LuisVIII, la reina Blanca de Castilla habíaasumido la regencia, con gransatisfacción de todos.

—La señora Blanca de Castilla... yesto se decía en voz baja... no era todo

pureza, como han querido pintarla. Yparece que el conde Thibaud deChampaña, de quien messire mi padreera compañero, la sirvió hasta en ellecho...

No hubo más remedio que dejarlohablar. El senescal, que olvidabafácilmente los sucesos de la víspera,conservaba una gran memoria para lasmaledicencias que corrían en su primerajuventud. Había encontrado un auditorio,y lo aprovechaba. Sus manos, agitadaspor un temblor senil, raspaban sindescanso la seda de su vestido, en lasrodillas.

—E incluso cuando nuestro santo rey

partió para la cruzada, en la que loacompañé...

—La reina residía en París duranteese tiempo, ¿no es verdad? —cortóCarlos de Valois.

—Sí... sí... —asintió el senescal.Clemencia fue la primera que habló:—¡Pues bien, sea, tío mío! Voy a

hacer vuestra voluntad: volveré a laCité.

—¡Ah! He aquí por fin una sabiadecisión, que seguramente apruebamessire de Joinville.

—Sí... sí... —dijo el senescal.—Voy a tomar todas las medidas.

Vuestra escolta será mandada por mi

hijo Felipe y nuestro primo Roberto deArtois...

—Muchas gracias, tío mío, muchasgracias —dijo Clemencia—; pero ahorasuplico que se me deje rezar.

Una hora más tarde, en cumplimientode las órdenes del condé de Valois, elcastillo de Vincennes estaba en plenaconfusión. Sacaban los carros de lascocheras, restallaban los látigos sobre lagrupa de los corpulentos caballos de ElPerche, pasaban corriendo losservidores, y los arqueros habían dejadosus armas para echar una mano a loscaballerizos. Mientras que desde elduelo todo el mundo se había impuesto

el hablar en voz baja, ahora encontrabanla ocasión de gritar.

En el interior de la mansión lostapiceros descolgaban los tapices deimágenes, desmontaban los muebles,transportaban los aparadores, estantes ycofres. Los oficiales de la casa de lareina y las damas de compañía seafanaban también en hacer su equipaje.Se contaba con un primer tren de veintecarros, y sin duda, serían precisos otrosdos viajes para llevarlo todo.

Clemencia de Hungría, con su largovestido blanco, al que todavía no estabaacostumbrada, vagaba de pieza en pieza,escoltada siempre por Bouville. Por

todas partes el polvo, el sudor, laagitación y la sensación de saqueo queacompañan siempre a las mudanzas. Eltesorero, inventario en mano, vigilaba laexpedición de la vajilla y de los objetospreciosos, que estaban agrupados ycubrían todo el enlosado de una sala; lasfuentes, los jarros, los doce vasos deplata sobredorada que Luis habíaencargado para Clemencia, el granrelicario de oro que contenía unfragmento de la Vera-Cruz, tan pesadoque el hombre que lo llevaba jadeabapenosamente...

En la habitación de la reina, laprimera lencera, Eudelina, que había

sido la amante de Luis X cuando ésteaún no se había casado con Margarita,dirigía el embalaje de los vestidos.

—¡Para qué... para qué llevar todosestos vestidos, si ya no me han de servirde nada! —dijo Clemencia.

También las joyas cuyos estuches seamontonaban en pesadas cajas de hierro,todos los broches, los anillos, y piedraspreciosas de que la había colmado Luisdurante el breve tiempo de sumatrimonio, le parecerían en adelanteobjetos inútiles. Incluso las tres coronas,repletas de esmeraldas, de rubíes y deperlas, eran demasiado altas yadornadas para que pudiera llevarlas

una viuda. Un sencillo cerco de oro depequeñas flores de lis, colocado porencima del velo, sería la única joya a laque tendría derecho desde ahora.

«Me he convertido en una reinablanca, como mi abuela María deHungría, y debo ajustarme a ella —pensaba—. Pero mi abuela teníaentonces sesenta años y había dado a luztrece hijos... Mi esposo ni siquiera veráal suyo...»

—Señora —preguntó Eudelina—,¿debo ir con vos al Palacio? Nadie meha dado órdenes...

Clemencia miró a aquella mujerrubia, que olvidando los celos, le había

prestado tan solícita ayuda los últimosmeses y sobre todo durante la agonía deLuis. «Tuvo una hija de ella, que learrancó y la confinó en un claustro...» Sesentía como heredera de todas las faltascometidas por Luis antes de conocerla.Dedicaría su vida entera a pagar a Dios,con lágrimas, plegarias y limosnas elgran precio del alma de Luis.

—No —murmuró—, no, Eudelina;no me acompañes. Es preciso quealguien que lo haya amado se quedeaquí.

Y luego, alejándose incluso deBouville, fue a refugiarse en la únicapieza tranquila, la única que habían

respetado, la habitación en que Luishabía muerto.

Las cortinas envolvían la pieza ensombras. Clemencia se arrodilló junto allecho, y puso los labios sobre lacubierta de brocado.

De repente oyó el arañar de una uñasobre una tela. Experimentó unasensación de angustia que le demostrósus deseos de vivir todavía. Permanecióun momento inmóvil, conteniendo larespiración. Tras de ella continuaba elarañar. Lentamente volvió la cabeza.Era el senescal de Joinville, quedormitaba en una silla de alto respaldoesperando el momento de partir.

II.- Un cardenal queno creía en el infierno

Una noche de junio. Comenzaba aclarear y, desde el este, una tenue franjagris en el horizonte anunciaba la auroraque pronto iba a elevarse sobre laciudad de Lyon.

Era la hora en que los carros seponían en marcha en los campos vecinospara llevar a la ciudad las legumbres ylos frutos; la hora en que enmudecían losmochuelos y los pájaros aún nocantaban. Era también la hora en que,tras las estrechas ventanas de uno de los

aposentos de honor de la abadía deAinay, el cardenal Jacobo Duézemeditaba sobre la muerte.

El cardenal nunca había tenido grannecesidad de dormir, y con la edad estanecesidad no dejaba de reducirse. Contres horas de sueño tenía más quesuficiente. Poco después de medianochese levantaba y se instalaba ante suescritorio. Hombre de inteligenciarápida y de saber prodigioso, versadoen todas las disciplinas del pensamiento,había compuesto tratados de teología, dederecho, de medicina y de alquimia quesentaban cátedra entre los entendidos ydoctores de su tiempo. En aquella época

en que la gran esperanza tanto del pobrecomo del príncipe era la fabricación deloro, se hacían constantes referencias alos elixires destinados a latransmutación de los metales.

Así, en su obra intitulada El elixir delos filósofos se podían leer algunasdefiniciones que daban que pensar:

Las cosas de las que se puede hacerelixir son tres: los siete metales, lossiete espíritus y las otras cosas... Lossiete metales son: sol, luna, cobre,estaño, plomo, hierro y mercurio; lossiete espíritus son: mercurio, azufre, sal,amoniaco, oropimente, magnesia ymarcasita; y las otras cosas son:

mercurio, sangre de hombre, sangre decabellos y de orina y la orina es delhombre...

Y también curiosas recetas, comoésta para «depurar» la orina del niño:Cójase y póngase en una vasija,dejándola reposar durante tres o cuatrodías; luego se cuela ligeramente.Vuélvase a dejarla reposar hasta que laporquería esté en el fondo. Póngase acocer y espúmese hasta que se reduzca asu tercera parte; luego se destila porfieltro y se guarda en vasija bien tapadapara evitar su corrupción por el aire.

A los sesenta y dos años, el cardenaldescubría todavía materias religiosas y

profanas que no había tratado, ycompletaba su obra mientras sussemejantes dormían. Empleaba él solotantos cirios como una comunidad demonjes.

A lo largo de sus noches trabajabatambién en la enorme correspondenciaque mantenía con gran número deprelados, de abades, de juristas, desabios, de cancilleres y de príncipes detoda Europa. Su secretario y suscopistas hallaban por la mañana laborpreparada para la jornada entera.

O también se dedicaba a estudiar elmapa astrológico de sus rivales, locomparaba con su constelación personal

e interrogaba a los planetas para ver sillegaría a papa. Según los astros, sumayor oportunidad se situaba entre elcomienzo de agosto y el de septiembredel año corriente.

Ahora bien, era ya 10 de junio ynada parecía vislumbrarse...

Luego llegaba el momento penoso deantes del alba. Como si tuviera lacerteza de que había de dejar el mundoprecisamente a aquella hora, el cardenalexperimentaba entonces una difusaangustia, un vago malestar tanto corporalcomo espiritual. Influido por la fatiga, seinterrogaba sobre su pasado. Surecuerdo le mostraba el desarrollo de un

extraordinario destino... Nacido de unafamilia burguesa de Cahors, y habiendoabrazado el estado eclesiástico, ynombrado arcipreste a los cuarenta ycuatro años, parecía haber llegado a lacima de la carrera a que podía aspirarrazonablemente. Pero en realidad, suaventura no había empezado todavía.Presentada la ocasión de ir a Nápolescon uno de sus tíos que iba allí acomerciar, el viaje, el cambio de país, yel descubrimiento de Italia actuaronsobre él de extraña manera. Díasdespués de haber desembarcado entró enrelación con el preceptor de los infantesreales; se convirtió en su discípulo y se

lanzó a los estudios abstractos con talpasión, agilidad mental y flexibilidad dememoria que podrían envidiarla losadolescentes mejor dotados. No sentíael hambre, así como tampoco lanecesidad de dormir. Nombrado, alcabo de poco tiempo, doctor en derechocanónico y luego en derecho civil, sunombre había comenzado a difundirse.La corte de Nápoles solicitaba laopinión del clérigo de Cahors.

Tras el ansia de saber, le vino la delpoder. Consejero del rey Carlos II elCojo (abuelo de la reina Clemencia),luego secretario de los consejosprivados y provisto de numerosos

beneficios eclesiásticos, se vionombrado, diez años después de sullegada, obispo de Frejus, y un poco mástarde ascendido al cargo de canciller delreino de Nápoles, es decir, primerministro de un Estado que comprendía ala vez la Italia meridional y todo elcondado de Provenza.

Una ascensión tan fabulosa, entre lasintrigas de las cortes, no pudo realizarsesolamente con su talento de jurista yteólogo. Un hecho conocido por muypoca gente, ya que era secreto al mismotiempo de la Iglesia y del Estado,demostraba a las claras la astucia y elaplomo con que Duéze era capaz de

actuar.Meses después de la muerte de

Carlos II, había sido enviado en misióna la corte papal cuando el obispado deAviñón —el más importante de toda lacristiandad, ya que era residencia de laSanta Sede— se encontraba vacante.Siendo canciller, y por lo tantoguardasellos, redactó tranquilamente unacarta en la que el nuevo rey de Nápoles,Roberto, solicitaba para él, JacoboDuéze, el episcopado de Aviñón. Estoocurría en 1310 Clemente V, deseoso deganarse el apoyo de Nápoles en unmomento en que sus relaciones conFrancia eran muy difíciles, accedió en

seguida a la solicitud. La superchería sedescubrió poco más tarde, cuando elpapa Clemente recibió la visita del reyRoberto; ambos se mostraron su mutuasorpresa; el primero por no haberrecibido más calurosas gracias por laconcesión de este gran favor; y elsegundo, por no haber sido consultadosobre este imprevisto nombramiento quelo privaba de su canciller. Antes deprovocar un inútil escándalo, ambosprefirieron aceptar el hecho consumado.Y todos salieron ganando. Ahora Duézeera cardenal de curia, y sus obras seestudiaban en todas las universidades.

Sin embargo, por asombroso que

aparezca un destino, sólo se presenta asía quienes lo miran desde el exterior. Losdías vividos, hayan sido pletóricos ovacíos, tranquilos o agitados, son todospor igual días huidos, y la ceniza delpasado pesa lo mismo en todas lasmanos.

¿Tenía sentido tanto ardor, ambicióny energía cuando todo debía inclinarseineluctablemente hacia ese más allá delque las más altas inteligencias y las másdifíciles ciencias humanas no llegaban acaptar más que indescifrablesfragmentos? ¿Por qué ser papa? ¿Nohubiera sido más cuerdo encerrarse enel fondo del claustro y desentenderse del

mundo exterior?Despojarse al mismo tiempo del

orgullo del conocimiento y de lavanidad de dominar... adquirir lahumildad de la fe más simple...prepararse para desaparecer... Peroincluso este género de meditaciónadquiría en el cardenal Duéze un giro deespeculación abstracta, y su ansiedad demorir se transformaba al momento endebate jurídico con la divinidad.

«Los doctores nos aseguran —pensaba aquella mañana— que despuésde la muerte, las almas de los justosgozan inmediatamente de la visiónbeatífica de Dios, que es su recompensa.

Admitámoslo... Pero las escriturasnos dicen también que al fin del mundo,cuando los cuerpos resucitados se hayanreunido con sus almas, seremos juzgadosen el Juicio Final. Hay en esto una grancontradicción. ¿Cómo puede Dios,totalmente soberano, omnisciente yperfecto, convocar dos veces el mismocaso en su propio tribunal y juzgar enapelación su propia sentencia? Dios esinfalible, e imaginar doble sentencia porsu parte, lo que supone revisión y por lotanto posibilidad de error, es a la vezimpiedad y herejía... Además, ¿noconviene que el alma no entre enposesión del goce de su Señor hasta el

momento en que, reunida con el cuerpo,ella misma sea perfecta en sunaturaleza? Luego... luego los doctoresse equivocan. Luego no puede haberbeatitud propiamente dicha ni visiónbeatífica antes del fin de los tiempos, yDios sólo se dejará contemplar despuésdel Juicio Final. Pero hasta entonces,¿dónde se encuentran las almas de losmuertos? ¿No iremos a esperar subaliare Dei, bajo ese altar de Dios delque habla san Juan en elApocalipsis?...»

El trote de un caballo, ruidodesacostumbrado a semejante hora,retumbó a lo largo de las paredes de la

abadía, sobre los pequeños guijarrosredondos que pavimentaban las mejorescalles de Lyon. El cardenal prestóatención un instante; luego volvió a surazonamiento, producto de su formaciónjurídica y cuyas consecuencias iban asorprenderle a él mismo.

«...Porque si el paraíso está vacío—se decía—, eso modificasingularmente la situación de los quedeclaramos santos o bienaventurados...Pero lo que es cierto para las almas delos justos, forzosamente lo es tambiénpara las almas de los pecadores. Diosno podría castigar a los malos antes dehaber recompensado a los buenos. El

obrero recibe su salario al final de lajornada; en la última hora del mundo elbuen grano y la cizaña serán separadosdefinitivamente. Actualmente ningunaalma habita en el infierno puesto que nose ha pronunciado la condena. Estoquiere decir que, hasta ahora, el infiernono existe...»

Esta posición era más bientranquilizadora para cualquiera quepensara en la muerte; retrasaba el plazopara el supremo proceso sin cerrar laperspectiva de la vida eterna, y seconciliaba bastante con esa intuición,común a la mayoría de los hombres, deque la muerte es una caída en un gran

silencio oscuro, una inconscienciaindefinida... una espera sub aliare Dei.

Ciertamente, semejante doctrina, siera difundida, había de levantarviolentas reacciones tanto entre losdoctores de la Iglesia como en lacreencia popular, y para un candidato ala Santa Sede no era momento propiciopara ir a predicar la inexistencia o lavanidad del paraíso y del infierno.

«Esperemos el fin del cónclave», sedecía el cardenal.

Fue interrumpido por un hermanotornero que llamó a la puerta y leanunció la llegada de un jinete de París.

—¿Quién lo envía? —preguntó el

cardenal.Duéze tenía una voz ahogada,

apagada, totalmente desprovista detimbre, aunque muy clara.

—El conde de Bouville —respondióel hermano tornero—. Ha debido degalopar sin descanso, porque su aspectodenota fatiga; en el tiempo que hetardado en abrirle lo he encontradodormitando, pegado a la puerta.

—Hacedlo pasar aquí.Y el cardenal, que minutos antes

meditaba sobre la vanidad de laambición, pensó en seguida: «¿Se trataráde la elección? ¿Apoyará abiertamentela corte de Francia mi nombramiento?

¿Me propondrán un arreglo?»Se sentía agitado, lleno de

curiosidad y de esperanza, y recorría lahabitación con pequeños pasos rápidos.Duèze2 tenía la estatura de un niño dequince años, hocico de ratón, grandescejas blancas y frágil osamenta.

Detrás de la vidriera, el cielocomenzaba a rosear; todavía erannecesarios los cirios, pero ya elamanecer disolvía las sombras. La horafatídica había pasado...

Entró el jinete; a la primera ojeada,se dio cuenta el cardenal de que no setrataba de un correo de oficio. En primerlugar, un verdadero correo hubiera

puesto en seguida la rodilla en tierra yhubiera tendido su mensaje, en lugar depermanecer en pie inclinando la cabezay diciendo:

«Monseñor...»Además, la corte deFrancia, para enviar sus pliegos,utilizaba caballeros fuertes, de anchasespaldas, muy aguerridos, como el granRobin-Qui-Se-Maria que hacía confrecuencia el trayecto entre París yAviñón, y no un jovencete como aquél,de nariz puntiaguda que parecíaesforzarse en mantener los párpadosabiertos y apenas podía sostenerse ensus botas.

«Se huele mucho a disfraz —se dijo

Duéze—; por otra parte, he visto esacara en otro lugar...»

Con su mano corta y menuda hizosaltar los sellos de la carta, y en seguidaquedó decepcionado. No se trataba de laelección, sino de una solicitud deprotección para el mensajero.

No obstante, Duèze quiso ver en elloun indicio favorable; cuando Parísquería obtener un servicio de lasautoridades eclesiásticas, se dirigía a él.

—¿Así, vos os llamáis GuccioBaglioni? —dijo cuando hubo terminadola lectura.

El joven se sobresaltó.—Sí, monseñor...

—El conde de Bouville osrecomienda a mí para que os tome bajomi protección y os esconda de lapersecución de vuestros enemigos.

—¡Si aceptáis concederme estagracia, monseñor!...

—Parece que habéis tenido una malaaventura que os ha obligado a huir bajoesa librea —continuó el cardenal con suvoz rápida y sin resonancias—.Contádmelo. Bouville me dice que vosformabais parte de su escolta cuandocondujo a la reina Clemencia a Francia.En efecto, ahora me acuerdo. Os vi juntoa él... Y vos sois el sobrino de maeseTolomei, capitán general de los

lombardos de París. Muy bien, muybien. Exponedme vuestro asunto.

Se había sentado y jugabamaquinalmente con un gran pupitregiratorio sobre el que estaban colocadoslos libros que le servían para sustrabajos. Ahora se encontrabadistendido, tranquilo, presto a distraersu espíritu con los pequeños problemasdel prójimo.

Guccio Baglioni había recorridociento veinte leguas en cuatro días ymedio. Apenas sentía su propio cuerpo;una densa niebla le llenaba la cabeza, yhubiera dado cualquier cosa portumbarse allí, incluso en el suelo, y

dormir... dormir...Logró recobrarse; su seguridad, su

amor, su porvenir, todo exigía quesuperase un momento más su fatiga.

—Monseñor, me he casado con unahija de la nobleza —respondió él.

Le pareció que sus palabras habíansalido de la boca de otro, pues hubieraquerido empezar de otra manera.Hubiera querido explicar al cardenalque una desgracia sin precedentes sehabía abatido sobre él; que era elhombre más desgraciado, el másdesgarrado del universo; que su vidaestaba amenazada, que había tenido quehuir, para siempre quizá, de la mujer sin

la cual no podía vivir; que esta mujeriba a ser encerrada, que losacontecimientos habían caído sobreellos desde hacía una semana con talviolencia y rapidez, que el tiempoparecía haber perdido sus dimensioneshabituales, y que él mismo se sentíacomo un guijarro arrastrado por untorrente... Y sin embargo, todo su drama,cuando fue preciso expresarlo, seresumió en esta corta frase: «Monseñor,me he casado con una hija de lanobleza...»

—¡Ah, sí! —dijo el cardenal—.¿Cómo se llama?

—María de Cressay.

—¡Ah!... Cressay, no la conozco.—Tuve que casarme secretamente,

monseñor; la familia se oponía.—¿Por ser vos lombardo?

Seguramente. Todavía están un pocoatrasados en Francia. La verdad es queen Italia... Entonces, ¿queréis obtener laanulación? ¡Bah!... Si el matrimonio hasido secreto...

—Monseñor, la quiero y ella mequiere —dijo—. Pero su familia hadescubierto que está encinta y sushermanos me han perseguido paramatarme.

—Pueden hacerlo; tienen a su favorel derecho consuetudinario. Vos estáis

considerado como raptor. ¿Quién os hacasado?

—El hermano Vincenzo, de losagustinos.

—Fra Vincenzo... no lo conozco.—Lo peor, monseñor, es que este

monje ha muerto. Por lo tanto ni siquierapuedo demostrar que verdaderamentenos hemos casado... No creáis que soycobarde, monseñor. Yo quería batirme.

Pero mi tío se dirigió a messire deBouville...

—...quien sabiamente os haaconsejado alejaros.

—¡Pero a María la van a encerrar enun convento! ¿Creéis, monseñor, que

podréis sacarla de allí? ¿Creéis que larecobraré?

—¡Ah! Una cosa tras otra, miquerido hijo —respondió el cardenal,mientras continuaba haciendo girar elpupitre—. ¿Un convento? Bien, ¿dóndepodría estar mejor por ahora?... Confiaden la infinita bondad de Dios, de la quetodos tenemos gran necesidad...

Guccio bajó la cabeza con airedesolado. Sus negros cabellos estabancubiertos de polvo.

—¿Está vuestro tío en buenasrelaciones comerciales con los Bardi?—prosiguió el cardenal.

—Ciertamente, monseñor,

ciertamente. Creo que los Bardi sonvuestros banqueros.

—Sí, son mis banqueros. Peroúltimamente los encuentro menos...menos fáciles en el trato que en lopasado. ¡Forman una compañía tanpoderosa! ... Tienen sucursales en todaspartes. Y la menor solicitud que se leshace han de remitirla a Florencia. Sontan lentos como un tribunaleclesiástico... ¿Cuenta vuestro tío conmuchos prelados entre sus clientes?

Las preocupaciones de Guccio sehallaban bien lejos de la banca. Laniebla se espesaba en su frente; suspárpados quemaban.

—No, principalmente son grandesbarones. El conde de Valois, el condede Artois...

Estaríamos muy honrados,monseñor... —dijo con maquinalcortesía.

—Ya hablaremos de ello más tarde.Por el momento estáis a cubierto en estemonasterio.

Pasaréis por un hombre a miservicio; tal vez tengáis que ponerosropa de clérigo... Trataré esto con micapellán. Podéis quitaros esa librea e ira dormir en paz, de lo que me pareceque tenéis gran necesidad.

Guccio saludó, balbució unas

palabras de gratitud e hizo unmovimiento hacia la puerta.

Luego, deteniéndose, dijo:—Todavía no puedo ir a dormir,

monseñor; debo entregar otro mensaje.—¿A quién? —preguntó Duèze con

aire de sospecha.—Al conde de Poitiers.—Confiadme la carta; la haré llevar

en seguida por un hermano.—Es que, monseñor, messire de

Bouville me ordenó...—¿Sabéis si ese mensaje se

relaciona con el cónclave?—¡Oh, no, monseñor! Se refiere a la

muerte del rey.

El cardenal saltó de su asiento.—¿Ha muerto el rey Luis? ¡Cómo no

me lo habéis dicho en seguida...!—¿Aún no se sabe aquí? Creía que

estabais al corriente, monseñor.La verdad es que no había pensado

en ello. Sus desgracias y su fatiga lehabían hecho olvidar esteacontecimiento capital. Había galopadodirectamente desde París, cambiando decaballo en los monasterios que le habíanindicado como parada, comiendo deprisa, hablando lo menos posible, y sinsaberlo se había adelantado a los jinetesoficiales.

—¿De qué ha muerto?

—Eso es precisamente lo quemessire de Bouville quiere hacer saberal conde de Poitiers.

—¿Crimen? —susurró Duéze.—Según el conde de Bouville,

parece que el rey ha sido envenenado.El cardenal reflexionó un instante.—He aquí algo que puede cambiar

mucho las cosas —murmuró—. ¿Ha sidodesignado un regente?

—No lo sé, monseñor. Cuando salíse mencionaba mucho al conde deValois...

—Muy bien, mi querido hijo; id adescansar.

—Pero, monseñor... ¿y el conde de

Poitiers?Los labios delgados del prelado

dibujaron una sonrisa que podía pasarpor expresión de benevolencia.

—No sería prudente que osmostrarais, y además os caéis decansancio —dijo—. Dadme ese pliego;para evitaros todo reproche, yo mismoiré a entregarlo.

Minutos más tarde, precedido de uncriado y seguido de un secretario, elcardenal de curia salía de la abadía deAinay, situada entre el Ródano y elSaona, y se metía en callejuelas oscuras,obstaculizadas frecuentemente pormontones de inmundicias. Delgado,

endeble, avanzaba con paso saltarín,llevando casi corriendo sus setenta ydos años. Su ropa de púrpura parecíadanzar entre las paredes.

Las campanas de las veinte iglesiasy de los cuarenta y dos conventos deLyon anunciaban los primeros oficios.Las distancias eran cortas en aquellaciudad, de casas apretujadas, quecontaba unos veinte mil habitantes, delos que la mitad se dedicaban al negociode la religión y la otra mitad a lareligión del comercio. El cardenal llegóen seguida a la residencia del cónsulVaray, en la cual se alojaba el conde dePoitiers.

III.- Las puertas deLyon

El conde de Poitiers acababa determinar su aseo, cuando el chambelánle anunció la visita del cardenal.

Muy alto, muy delgado, prominentela nariz, echados los cabellos sobre lafrente en mechones cortos que le caíanen rizos a lo largo de las mejillas, lapiel fresca como se puede tener a losveintitrés años, el joven príncipe,vestido con bata de casa de camocán3

jaspeado, salió a recibir a monseñorDuèze y le besó el anillo con deferencia.

Hubiera sido difícil hallar mayorcontraste, más irónica desemejanza quela existente entre estos dos personajes,de los cuales uno hacía pensar en unviejo hurón salido de su madriguera, y elotro en una garza atravesando conaltanería los pantanos.

—A pesar de la hora tan temprana,monseñor —dijo el cardenal—, no hequerido retrasar el momento deofreceros mis plegarias en el duelo queos aflige.

—¿Duelo? —dijo Felipe de Poitierscon un ligero sobresalto.

Su primer pensamiento fue para laesposa que había dejado en París, y que

estaba embarazada de ocho meses.—Veo que he hecho bien en venir a

notificároslo —continuó Duèze—. Elrey, vuestro hermano, murió hace cincodías.

El semblante de Felipe no se alteró;apenas una aspiración más fuerte levantósu pecho. En su rostro no se advirtió nisorpresa, ni emoción ni siquiera laimpaciencia de conocer más detalles.

—Os agradezco vuestra diligencia,monseñor —respondió—. ¿Pero cómohabéis sabido tal noticia... antes que yo?

—Por messire de Bouville, cuyomensajero ha corrido con gran prisapara que yo os entregara esta carta en

secreto.El conde de Poitiers abrió el pliego

y lo leyó acercando la nariz, ya que eramuy miope.

Tampoco durante la lectura traicionósus sentimientos; simplemente leyó lacarta, la volvió a plegar y la deslizóentre sus ropas. Luego permaneciósilencioso.

El cardenal guardó silencio también,simulando respetar el dolor delpríncipe, aunque éste no mostrabagrandes señales de aflicción.

—Dios lo salve de las penas delinfierno —dijo al fin el conde dePoitiers, en respuesta a la devota actitud

del prelado.—¡Oh!... el infierno... —murmuró

Duèze—. ¡En fin, roguemos a Dios!Pienso también en la infortunada reinaClemencia, a quién vi crecer cuando meencontraba junto al rey de Nápoles. Unaprincesa tan dulce, tan perfecta...

—Sí, es una verdadera desgraciapara mi cuñada —dijo Poitíers.

Y al mismo tiempo pensaba: «Luisno ha dejado ninguna disposicióntestamentaria para la regencia. Por loque me escribe Bouville, mi tío Valoisya se prevale de ilusorios derechos...»

—¿Qué vais a hacer, monseñor?¿Regresaréis a París? —preguntó el

cardenal.—No lo sé todavía, no lo sé —

respondió Poitiers—. Espero unainformación más amplia. Me atendré alas necesidades del reino.

Bouville, en su carta, no le ocultabaque deseaba su regreso. Como hermanomayor del rey muerto, y como par delreino, el lugar de Poitiers estaba enParís, en el momento en que se debatíala regencia. Cualquier otro ya habríadado orden de ensillar los caballos.

Pero Felipe de Poitiers lamentaba eincluso sentía repugnancia de dejar aLyon antes de dar fin a las tareasemprendidas.

En primer lugar tenía que concluir elcontrato de esponsales entre su tercerahija, Isabel, que apenas contaba cincoaños de edad, y el pequeño delfín delViennois, el pequeño Guigues, que teníaseis. Acababa de negociar estematrimonio en la misma Vienne con eldelfín Juan II de la Tour du Pri y ladelfina Beatriz, hermana de la reinaClemencia. Buena alianza, quepermitiría a la corona de Franciacontrabalancear en aquella región lainfluencia de los Anjou-Sicilia. La firmadebía tener lugar dentro de unos días.

Y luego, sobre todo, estaba el asuntode la elección del papa. Durante

semanas, Felipe de Poitiers habíasurcado la Provenza, el Viennois y elLyonnais, para ver uno tras otro a losveinticuatro cardenales4 dispersados, yasegurarles que no volvería a producirsela agresión de Carpentrás y que no se lesharía objeto de ninguna violencia,dejando entender a muchos que podíantener su oportunidad, defendiendo elprestigio de la fe, la dignidad de laIglesia y el interés de los Estados.

Por fin, a costa de esfuerzos, depalabras y a veces de dinero, habíalogrado reunirlos en Lyon, ciudadcolocada desde hacía largo tiempo bajola autoridad eclesiástica, pero que

acababa de pasar recientemente, en losúltimos años de Felipe el Hermoso, apoder del rey de Francia.

El conde de Poitiers se creía muycerca de alcanzar su objetivo. Pero si semarchaba ¿no se corría el riesgo de quetodo comenzara de nuevo, que otra vezse encendieran los odios personales, quese dejara sentir la influencia de lanobleza romana o la del rey de Nápolesen perjuicio de la de Francia y que losdiversos partidos se acusaranmutuamente de traición y de herejía? Ydespués de tantas discusiones, ¿no severía volver el papado a Roma?«Precisamente lo que mi padre quería

evitar...», se decía Felipe de Poitiers.«Su obra, ya muy desvirtuada por Luis ypor nuestro tío Valois, ¿se iba adesmoronar por completo?»

Durante unos instantes, el cardenalDuéze tuvo la impresión de que el jovense había olvidado de su presencia. Y derepente, Poitiers le preguntó:

—¿Mantendrá el partido gascón lacandidatura del cardenal Pélagrue?¿Creéis que vuestros piadosos colegasestán dispuestos al fin a reunirse...?Sentaos, pues, aquí, monseñor, ydecidme cuál es vuestra opinión. ¿Enqué situación nos encontramos?

Durante el tercio de siglo en que

había participado en los asuntos de losreinos, el cardenal había conocido amuchos soberanos y gobernantes. Perono había encontrado ninguno que tuvieratanto dominio de sí mismo. He aquí unpríncipe de veintitrés años a quien seacaba de anunciar que su hermano habíamuerto, que el trono estaba vacante, yque parecía no tener más urgentepreocupación que los embrollos delcónclave. Merecía que se pensara enello.

Sentados uno al lado del otro, cercade una ventana, sobre un arca recubiertade Damasco, los pies del cardenaltocando apenas el suelo y el tobillo del

conde de Poitiers balanceándoselentamente en el aire, los dos hombrestuvieron una larga conversación.

En realidad, según la exposición quehizo Duéze, se había vueltosensiblemente a las mismas dificultadesque había expuesto antiguamente aBouville en un campo de losalrededores de Aviñón, a los dos añosde la muerte de Clemente V.

El partido de los diez cardenalesgascones, que se llamaba tambiénpartido francés, seguía siendo másnumeroso, pero era insuficiente por sísolo para formar la mayoría requeridade los dos tercios del Sagrado Colegio,

es decir dieciséis votos. Los gascones,considerándose depositarios delpensamiento del difunto papa, a quientodos ellos debían el cardenalato,apoyaban firmemente la sede de Aviñóny se mostraban muy unidos ante los otrosdos partidos. Pero entre ellos existía unasorda competencia; junto a lasambiciones de Arnaldo de Pélagruecrecían las de Arnaldo Fougéres y deArnaldo Nouvel. Mientras se hacíanmutuas promesas, disimuladamente seechaban la zancadilla.

—La guerra de los tres Arnaldos —dijo Duéze con su voz susurrante—.Veamos ahora el partido de los

italianos.No eran más que ocho, pero

divididos en tres fracciones. El bofetónde Anagny separó para siempre altemible cardenal Caetani, sobrino delpapa Bonifacio VIII, de los doscardenales Colonna.

Entre estos adversarios flotaban losotros italianos. Stefaneschi, porhostilidad a la política de Felipe elHermoso, era partidario de Caetani, dequien, por otra parte, era pariente.Napoleón Orsini estaba titubeante. Losocho sólo coincidían en un punto: elretorno del papado a la Ciudad Eterna.Y en esto su determinación era feroz.

—Bien sabéis, monseñor —prosiguió Duéze—, que por un momentose cernía la amenaza de un cisma y queaún existe este peligro... Nuestrositalianos se negaban a reunirse enFrancia y han hecho saber, no ha mucho,que si se elegía un papa gascón no loreconocerían y nombrarían el suyo enRoma.

—No habrá cisma —dijo con calmael conde de Poitiers.

—Gracias a vos, monseñor, graciasa vos; me complazco en reconocerlo y lodigo en todas partes. Habéis ido deciudad en ciudad llevando la buenapalabra, y aunque no habéis encontrado

el pastor, ya habéis reunido el rebaño.—¡Costosas ovejas, monseñor!

¿Sabéis que salí de París con dieciséismil libras, y que la semana pasada tuveque hacerme enviar otras tantas? Jasóna

a mi lado sería un pequeño señor.Me gustaría que todos estos

vellocinos de oro no se me escaparan delas manos —dijo el conde de Poitiersentornando ligeramente los párpados.

Duéze, que por vía indirecta sehabía beneficiado grandemente de suslarguezas, no se dio por aludido, yrespondió:

—Creo que Napoleón Orsini yAlberti de Prato, e incluso tal vez

Guillermo de Longis, que me precediócomo canciller del rey de Nápoles, sesepararían fácilmente... Evitar un cismabien vale ese precio.

Poitiers pensó: «Ha utilizado eldinero que le hemos dado para logrartres votos entre los italianos. No hayduda de que es hábil.»

En cuanto a Caetani, aunquecontinuaba haciéndose el irreductible, susituación no era tan firme desde que sehabían descubierto sus prácticas debrujería y su tentativa de hechizar al reyde Francia y al mismo conde de Poitiers.El antiguo templario Everardo, un medioloco, de quien se había servido Caetani

para sus obras demoníacas, habíahablado demasiado antes de entregarse ala gente del rey...

—Me reservo este asunto —dijo elconde de Poitiers—. El perfume de lahoguera podría, llegado el momento, darun poco de flexibilidad a monseñorCaetani.

Ante el pensamiento de ver quemar aotro cardenal, una sonrisa muy tenue,muy furtiva, se dibujó en los finos labiosdel viejo prelado.

—Por desgracia —prosiguióPoitiers—, ese tal Everardo se ahorcóen la prisión donde lo hice encerrar,antes de que lo interrogasen de verdad.

—¿Se ahorcó? Me sorprendéis,monseñor. Algunos de los míos que loconocen bien, me han asegurado haberlovisto hace menos de dos semanasrondando otra vez por Valence. Tendríaque haber resucitado...

—O bien, que hubieran colgado aotro de los barrotes de su calabozo.

—El Temple es poderoso todavía —dijo el cardenal.

—Ya veremos —dijo el conde dePoitiers, que anotó mentalmente enviar auno de sus oficiales a indagar enValence.

—Parece que Francisco Caetani havuelto la espalda a los asuntos de Dios

para no ocuparse más que de los desatán. ¿No será él quien, tras fracasar ensu hechicería, ha hecho ingerir a vuestrohermano elveneno?

El conde de Poitiers se encogió dehombros.

—Cada vez que muere un rey seafirma que ha sido envenenado —respondió—. Lo mismo se dijo de miabuelo Luis VIII; se dijo también de mipadre, que Dios tenga en su gloria... Mihermano era muy enfermizo. Noobstante, la cosa merece ser meditada.

—Queda por último —continuóDuéze— el tercer partido, que se llamaprovenzal, debido al más inquieto de

entre nosotros, el cardenal deMandagout...

Este último partido sólo contaba conseis cardenales, de diverso origen;meridionales, como los dos hermanosBerenguer Frédol, otros normandos yuno del Quercynois, que no era otro queel mismo Duéze. El oro distribuido porFelipe de Poitiers los había vuelto másaccesibles a los argumentos de lapolítica francesa.

—Somos los menos numerosos, losmás débiles —dijo Duéze—, peroconstituimos el apoyo indispensablepara toda mayoría. Y puesto quegascones e italianos se niegan

mutuamente un papa que pudiera surgirde sus filas, entonces, monseñor...

—Entonces habrá que elegir un papade entre los vuestros, ¿no es ése vuestropensamiento?

—Así lo creo, así lo creofirmemente. Lo dije desde la muerte deClemente V. No me han escuchado; sinduda creían que predicaba en mi favor,ya que en efecto se pronunció minombre, sin que yo lo quisiera. Pero lacorte de Francia nunca me hadispensado gran confianza.

—Es que, monseñor, se os apoyabademasiado abiertamente desde la cortede Nápoles.

—Si no me hubiera apoyado nadie,monseñor, ¿quién se hubiera ocupado demi en alguna ocasión? Creedme que notengo otra ambición que la de ver unpoco de orden en los asuntos de lacristiandad, asuntos que marchan muymal; la tarea será sumamente pesadapara el próximo sucesor de san Pedro.

El conde de Poitiers juntó sus largasmanos ante el rostro y reflexionó duranteunos segundos.

—¿Creéis, monseñor —preguntó—,que los italianos, a cambio de lasatisfacción de no tener un papa gascón,aceptarían que la Santa Sedepermaneciera en Aviñón, y que los

gascones, por la seguridad de Aviñón,podrían renunciar a su candidatura yunirse a vuestro tercer partido?

Lo cual claramente significaba: «Sivos, monseñor Duéze, llegáis a ser papacon mi apoyo, ¿os comprometéisformalmente a conservar la residenciaactual del papado?»

Duéze comprendió perfectamente.—Esa sería, monseñor —respondió

—, la solución más sabia.—Me acordaré de vuestra preciosa

opinión —dijo Felipe de Poitierslevantándose, para poner fin a laaudiencia.

Acompañó al cardenal.

El instante en que dos hombres a losque aparentemente todo separa, edad,aspecto, experiencia, funciones, se dancuenta de que tienen igual temple yadivinan que puede haber entre elloscolaboración y amistad, ese instantedepende más de la misteriosaconjunción del destino que de laspalabras cambiadas.

En el momento en que Felipe seinclinó para besar el anillo del cardenal,éste murmuró:

—Vos seríais, monseñor, unexcelente regente.

Felipe se sobresaltó. «¿Cómo sabíaque durante todo este tiempo no pensaba

en otra cosa?» Y respondió:—¿No seríais también vos,

monseñor, un excelente papa?Y ambos no pudieron ocultar una

discreta sonrisa, el anciano con unaespecie de afecto paternal, el joven conuna amigable deferencia.

—Os agradeceré —agregó Felipe—que guardéis en secreto la grave noticiaque me habéis dado hasta que haya sidoconfirmada públicamente.

—Así lo haré, monseñor, paraserviros.

En cuanto se quedó solo, el conde dePoitiers no invirtió más que unossegundos en su reflexión. Llamó a su

primer chambelán.—¿Ha llegado algún jinete de París?

—preguntó a Adán Heron.—No, monseñor.—Entonces, haced cerrar todas las

puertas de Lyon.

IV.- Enjuguemosnuestras lágrimas

Aquella mañana la población deLyon se quedó sin legumbres. Los carrosde los hortelanos habían sido detenidosfuera de las murallas, y las amas de casagritaban ante los mercados vacíos.

El único puente, el de Saona, estabacerrado por la tropa. Si no se podíaentrar en Lyon, tampoco se podía salir.Mercaderes italianos, viajeros, monjesambulantes, reforzados por los mironesy los desocupados, se aglomeraban antelas puertas y reclamaban explicaciones.

La guardia, invariablemente, respondía alas preguntas: «¡Orden del conde dePoitiers!», con ese aire distante y deimportancia que adoptan los agentes dela autoridad cuando han de aplicar unamedida cuya razón ignoran ellosmismos.

—Pero tengo mi hija enferma enFouvière...

—Mi granero de Saint-Just se quemóayer a la hora de vísperas...

—El baile de Villefranche me va adetener si no le pago hoy mis tributos...—gritaba la gente.

—¡Orden del conde de Poitiers!Y cuando la protesta arreciaba

demasiado, los soldados realesamenazaban con sus mazas.

En la ciudad circulaban extrañosrumores. Unos aseguraban que iba ahaber guerra. ¿Pero contra quién? Nadiepodía decirlo. Otros afirmaban que sehabía producido una revuelta sangrientadurante la noche cerca del convento delos agustinos, entre los hombres del reyy la gente de los cardenales italianos. Sehabían oído pasar caballos. Incluso secitaba el número de muertos. Sinembargo, en los agustinos todo estaba encalma.

El arzobispo Pedro de Saboya sehallaba muy inquieto y se preguntaba

qué golpe de fuerza se estabapreparando para obligarle tal vez aceder, en provecho del arzobispo deSens, la primacía de las Galias, únicaprerrogativa que había podido conservartras la anexión de Lyon a la corona en13125. Había enviado a uno de suscanónigos en busca de noticias; peroéste, al llegar a casa del conde dePoitiers, se encontró con un escuderocortés, pero mudo. Y el arzobispoesperaba recibir un ultimátum.

Entre los cardenales alojados endiversos establecimientos religiosos, laangustia no era menor, y llegaba casi ala desesperación. Se acordaban del

golpe de Carpentrás. Pero, ¿cómo huiresta vez? Los emisarios corrían de losagustinos a los franciscanos y de losdominicos a los cartujos.

El cardenal Caetani habíadespachado a su hombre de confianza, elcura Pedro, a casa de los preladosNapoleón Orsini, Alberti de Prato, yFlisco, el único español, para decirles:

—¡Ya veis! Os habéis dejadoseducir por el conde de Poitiers. Juró nomolestarnos, que ni siquiera tendríamosque entrar en clausura para votar y quepermaneceríamos completamente libres.

Y ahora nos encierra en Lyon.El mismo Duéze recibió la visita de

dos de sus colegas provenzales, elcardenal Mandagout y Berenguer Frédolel mayor. Pero Duèze fingió salir de sustrabajos teológicos y no estar alcorriente de nada. Durante este tiempo,en una celda próxima a sus habitaciones,Guccio Baglioni dormía como un tronco,bien ajeno a pensar siquiera que podíaser él el origen de tal pánico.

Desde hacía una hora, el cónsulVaray y tres de sus colegas llegadospara exigir explicaciones en nombre del«sindical» de la ciudad, daban vueltasen la antecámara del conde de Poitiers.

Este estaba reunido a puerta cerradacon las personas de su confianza y con

los grandes oficiales que formaban partede su misión.

Al fin se apartaron los cortinajes yapareció el conde de Poitiers, seguidode sus consejeros.

Todos tenían la expresión grave.—¡Ah! Messire Varay, sed bien

venido; y también todos vosotros,messires cónsules. Os podemos entregaraquí el mensaje que nos aprestábamos aenviaros. Leed, messire Miles.

Miles de Noyers, que había sidoconsejero en el Parlamento y mariscalen el ejército bajo Felipe el Hermoso,desplegó un pergamino y leyó: A todoslos bailes, senescales y consejeros de

las buenas ciudades. Os hacemos saberla gran aflicción que nos apena por lamuerte de nuestro bien amado hermano,el rey nuestro sire Luis X, que Diosacaba de arrebatar del afecto de sussúbditos. Pero la naturaleza humana estáhecha de tal forma que nadie puedesobrepasar el término que le esasignado. Así, hemos decidido enjugarnuestras lágrimas, rogar con vosotros aCristo por su alma, y acudir solícitos agobernar el reino de Francia y el deNavarra con el fin de que sus derechosno se debiliten y que los súbditos deestos dos reinos vivan felices bajo elbroquel de la justicia y de la paz.

El regente de los dos reinos, por lagracia de Dios. Felipe

Pasada la primera emoción, messireVaray besó seguidamente la mano delconde de Poitiers, y los otros cónsuleslo imitaron sin vacilar.

El rey había muerto; y la noticia ensí era bastante pasmosa como para quenadie pensara, al menos por unosinstantes, en plantearse pregunta alguna.En ausencia de un heredero, parecíaperfectamente normal que ocupase eltrono el mayor de los hermanos delsoberano. Los cónsules no dudaron ni uninstante de que la decisión había sidotomada en París por la Cámara de los

pares.—Pregonad este mensaje por la

ciudad —ordenó Felipe de Poitiers—;después de lo cual se abrirán enseguidalas puertas.

Luego añadió:—Messire Varay, vos sois un gran

comerciante en paños; os agradeceríaque me proporcionarais veinte mantosnegros, para colocarlos en miantecámara, con el fin de que se cubrancon ellos cuantos vengan atestimoniarme su pésame.

Y despidió a los cónsules.Los dos primeros actos de su toma

de poder estaban realizados. Se había

hecho proclamar regente por losmiembros de su séquito, que seconvertían al mismo tiempo en suconsejo de gobierno. Iba a serreconocido por la ciudad de Lyon,donde residía. Ahora tenía prisa en quese extendiera este reconocimiento portodo el reino y colocar así a París anteuna situación de hecho. El éxitodependía de la rapidez.

Ya los copistas reproducían suproclamación en múltiples ejemplares, ylos jinetes ensillaban sus caballos parallevarla a todas las provincias.

Apenas abiertas las puertas de Lyon,salieron al galope, cruzándose con tres

correos detenidos desde la mañana alotro lado del Saona. El primero de ellosllevaba una carta del conde de Valois,quien se consideraba regente designadopor el consejo de la corona, y solicitabala conformidad de Felipe para que estadesignación fuera efectiva. «Estoyseguro de que querréis colaborar en mitarea, para el bien del reino y me daréis,lo más pronto posible, vuestraaceptación, como bueno y bien amadosobrino que sois.»

El segundo mensaje procedía delduque de Borgoña, quien tambiénreclamaba la regencia en nombre de susobrina, la pequeña Juana de Navarra.

Finalmente, el conde de Evreuxinformaba a Felipe de Poitiers de quelos pares no habían sido reunidos segúnuso y costumbre, y que la prisa deCarlos de Valois en hacerse cargo delpoder no se apoyaba en ningún texto niasamblea regular.

A la recepción de estas noticias, elconde de Poitiers se reunió de nuevocon su séquito.

Este consejo estaba compuestoprácticamente por hombres hostiles a lapolítica seguida desde hacía dieciochomeses por el Turbulento y el conde deValois; Felipe de Poitiers, conocedor desus méritos y de su capacidad los había

escogido para que lo acompañaran enlas difíciles negociaciones que iba atener con la Iglesia. Tales eran elcondestable de Francia, Gaucher deChâtillon, que no perdonaba la ridículacampaña del «ejército embarrado» quetuvo que dirigir en Flandes el veranoanterior; su cuñado Miles de Noyers;Raúl de Presles, legista de Felipe elHermoso a quien Valois había hechoarrestar al mismo tiempo que aEnguerrando de Marigny y el cual debíasu libertad y retorno al conde dePoitiers. Ninguno de ellos veía conbuenos ojos las ambiciones de Valois nideseaba tampoco que el duque de

Borgoña se mezclara en los asuntos dela corona. Admiraban la rapidez con quehabía actuado el joven príncipe, y en éltenían puestas sus esperanzas.

Poitiers escribió a Eudes deBorgoña y a Carlos de Valois, sinmencionar sus cartas, como si no lashubiera recibido, con el fin deinformarles de que se considerabaregente por derecho natural y quereuniría a la asamblea de los pares parasancionar esta situación tan pronto comole fuera posible.

Al mismo tiempo designócomisarios para que fueran a losprincipales centros del reino a tomar

posesión del poder en su nombre. Contal objeto partieron, durante la jornada,varios de sus caballeros, como Reinaldode Lor, Tomás de Marfontaine yGuillermo Courteheuse. Retuvo a sulado a Anseau de Joinville, hijo delviejo mariscal, y a Enrique de Sully.

Mientras sonaba el toque de muertosen todas las campanas, Felipe dePoitiers conf erenció largamente a solascon Gaucher de Châtillon. Elcondestable de Francia se sentaba, porderecho, en todas las asambleas delgobierno, en la Cámara de los pares,Gran Consejo y Consejo Privado.

Felipe pidió pues a Gaucher que

volviera a París para representarlo yoponerse, hasta su llegada, a las intrigasde Carlos de Valois; el condestable porotra parte, debía asegurarse el mando delas tropas a sueldo de la capital, yparticularmente del cuerpo deballesteros.

Porque el nuevo regente, primerocon la sorpresa, luego con la aprobaciónde sus consejeros, había resueltoquedarse provisionalmente en Lyon.

—No debemos volver la espalda alas tareas que están en curso —habíadeclarado—. Lo más importante para elreino es tener un papa, y seremos másfuertes cuando lo hayamos conseguido.

Urgió la firma del contrato deesponsales entre su hija y el pequeñodelfín. El asunto, a primera vista, noguardaba relación con la elecciónpontificia; mas para Felipe, la alianzacon el delfín de Vienne, que reinabasobre todos los territorios al sur deLyon, era una pieza de su juego. Si loscardenales intentaban escapársele deentre las manos no podrían refugiarsepor aquel lado, y les cortaba la ruta deItalia. Además, aquellos esponsalesconsolidaban su posición de regente: eldelfín se situaba en su campo.

El contrato, debido al duelo, fuefirmado sin festejos en los días que

siguieron.Paralelamente, Felipe de Poitiers se

reunió con el barón más poderoso de laregión, el conde de Forez, cuñadoademás del delfín, el cual, por susposesiones, dominaba la orilla derechadel Ródano.

Juan de Forez había hecho lascampañas de Flandes, habíarepresentado varias veces a Felipe elHermoso en la corte papal, y habíatrabajado muy útilmente en la anexión deLyon a la corona. El conde de Poitiers,desde el momento que volvía aemprender la política paterna, sabía quepodía contar con él.

El 16 de junio, el conde de Forezrealizó un gesto altamente espectacular.Prestó solemne homenaje a Felipe comoseñor de todos los señores de Francia,reconociéndolo así como poseedor de laautoridad real.

Al día siguiente, el conde deBermond de la Voulte, cuyo feudo dePierregourde se encontraba en lasenescalía de Lyon, puso sus manos enlas del conde de Poitiers y le prestójuramento en las mismas condiciones.

Poitiers solicitó del conde de Forezque tuviera dispuestos, discretamente,setecientos hombres de armas. Enadelante los cardenales no se moverían

de la ciudad.Pero de eso a llevar a término la

elección había un gran trecho.Proseguían los tratos; los italianos,advirtiendo que el regente tenía prisa envolver a París, endurecían su posición.«El se cansará primero», decían. Pocoles importaba el estado de trágicaanarquía en que estaban sumidos losasuntos de la Iglesia.

Felipe de Poitiers tuvo variasentrevistas con el cardenal Duéze, quienle parecía el hombre más inteligente delcónclave, el experto más claro eimaginativo en materia religiosa ydecididamente el administrador más

deseable de la cristiandad en el difícilmomento en que se encontraba.

—La herejía, monseñor, rebrota unpoco por todas partes —decía elcardenal con su voz cascada einquietante—. ¿Y cómo puede ser deotro modo con el ejemplo que damos?El demonio se aprovecha de nuestrasdiscordias para sembrar su cizaña. Y essobre todo en la diócesis de Toulousedonde crece más profundamente. ¡Viejatierra de rebelión y de malos sueños!Convendría que el próximo papadividiera esa diócesis demasiadogrande, difícil de gobernar, en cincoobispados, puesto cada uno bajo mano

firme.—Lo que daría lugar a la creación

de nuevos beneficios —respondió elconde de Poitiers—.

Sobre ellos, naturalmente, el tesorode Francia percibiría las anatas.

—Naturalmente, monseñor.Se llamaba anata al derecho real de

cobrar, el primer año, los impuestos deun nuevo beneficio eclesiástico. Lacarencia de papa impedía proceder a lacreación de estos beneficios, y elTesoro se resentía tanto más cuanto queel clero en general, aprovechándose deque no había papa, inventaba toda clasede pretextos para no pagar los impuestos

atrasados.De hecho, cuando Felipe y Duéze

consideraban el porvenir, uno comoregente y el otro como posible pontífice,su primera preocupación era de ordenfinanciero.

A la muerte de Felipe el Hermoso,la tesorería francesa estaba en difícilsituación, pero no endeudada; endieciocho meses, por la expedición deflandes, por la rebelión del Artois y losprivilegios concedidos a las ligasbaroniales, Luis X y Valois habíanlogrado endeudar al reino para variosaños.

El tesoro pontificio, después de dos

años de cónclave errante, no se hallabaen mejor estado; y si los cardenales sevendían a tan alto precio a los príncipesde este mundo, se debía a que muchos deellos ya no tenían otro medio desubsistencia que el negocio de sus votos.

—Multas, monseñor, multas —aconsejó Duéze al joven regente—.Imponed multas a quienes obren mal ymás altas cuanto más ricos sean. Si elque falta a la ley posee veinte libras,quitadle una; si posee mil, quitadlequinientas; y si su fortuna asciende acien mil, sacadle todo. Con elloobtendréis tres ventajas: en primerlugar, el rendimiento será mayor; luego,

el delincuente, privado de su poder, nopodrá cometer abusos; por último, lospobres, que son mayoría, se pondrán devuestro lado y confiarán en vuestrajusticia.

Felipe de Poitiers sonrió.—Esto que vos preconizáis tan

sabiamente, monseñor, puede convenir ala justicia real, que se ejerce por elpoder temporal —respondió—; sinembargo, para mejorar las finanzas de laIglesia, no veo...

—Multas, monseñor, multas —repitió Duéze—. Pongamos impuestos alos pecados; eso sería una fuenteinagotable. El hombre es pecador por

naturaleza, y más dispuesto a hacerpenitencia de corazón que de bolsa.Sentirá más vivamente el pesar por susfaltas y lo pensará más, antes de caer ensus extravíos, si nuestra absolución vaacompañada de una tasa6. Quien seresista a enmendarse tendrá que pagar.

«¿Estará bromeando?», se decíaPoitiers, quien, cuanto más trataba aDuéze, más descubría la inclinación delcardenal de curia hacia la eutrapelia y laparadoja.

—¿Y qué pecados gravaríais,monseñor?

—En primer lugar los que comete elclero. Comencemos por reformarnos

nosotros mismos antes de emprender lareforma de los demás. Nuestra SantaMadre es demasiado tolerante con lasfaltas y abusos. Todo el mundo sabe queni la clerecía ni el sacerdocio puedenconf erirse a hombres lisiados odeformes. Ahora bien, el otro día me fijéen cierto sacerdote llamado Pedro, quepertenece al séquito del cardenalCaetani y que tiene dos pulgares en lamano izquierda.

«Pequeña perfidia con respecto anuestro viejo enemigo», se dijo Poitiers.

—En realidad —prosiguió Duéze—,son legión los cojos, mancos y eunucosque esconden su desgracia bajo un

hábito y cobran beneficios eclesiásticos.¿Vamos a echarlos de nuestro seno, loque, sin borrar sus faltas, los reduciría ala miseria y los empujaría tal vez ajuntarse con los herejes de Toulouse ocon otras cofradías de espirituales?Permitámosles redimirse; ahora bien,quien dice redención, dice pago.

El rostro del anciano preladoreflejaba completa seriedad. Durante susúltimas noches en vela había dejadovolar su imaginación y había preparadoun sistema muy concreto sobre el queescribía una memoria que sometería,dijo modestamente, al próximo papa.

Se trataba de la institución de una

Santa Penitenciaría, una especie decancillería del pecado, queproporcionaría bulas de absoluciónmediante tasas de registro percibidas enprovecho de la Santa Sede. Lossacerdotes lisiados podían obtener superdón a razón de algunas libras porcada dedo que les faltase, el doble porla pérdida de un ojo, y otro tanto por lafalta de uno o dos genitales. Quien sehubiera amputado a sí mismo suvirilidad debería pagar un precio máselevado.

De las enfermedades y faltascorporales, Duéze pasaba a lasirregularidades morales. Los bastardos

que hubieran ocultado su situación denacimiento al recibir las órdenes, losclérigos que hubieran tomado la tonsuraestando casados, los que se hubierancasado secretamente después de laordenación, los que vivieran, fuera delmatrimonio, con una mujer, los bígamos,incestuosos o sodomitas, todos ellosdebían tributar proporcionalmente a sufalta. Las monjas que hubieran tenidorelación con hombres, tanto dentro comofuera de su convento, quedaríansometidas a una rehabilitaciónparticularmente costosa.

—Si la institución de estapenitenciaría —declaró Duéze— no

hace ingresar doscientas mil libras elprimer año, me dejo...

Iba a decir «me dejo quemar», perose detuvo a tiempo.

Poitiers pensó: «Al menos, si loeligen, no tendré preocupaciones por lasfinanzas papales.»

Pero a pesar de todas las maniobrasde Duéze y del apoyo que le prestabaPoitiers, el cónclave continuabaestancado.

Ahora bien, las noticias de Paríseran malas. Gaucher de Châtillon,formando frente común con el conde deEvreux y Mahaut de Artois, se esforzabaen limitar las ambiciones de Carlos de

Valois. Sin embargo, éste habitaba ya enel palacio de la Cité, donde tenía a lareina Clemencia bajo su tutela;administraba los asuntos á su manera ymandaba a las provincias instruccionescontrarias a las que Poitiers enviabadesde Lyon. El duque de Borgoña, porsu parte, sostenido por los vasallos desu inmenso ducado, había llegado aParís el dieciséis de junio, once díasdespués de la muerte de Luis X, parahacer reconocer sus derechos. Franciatenía, pues, tres regentes. Esta situaciónno podía durar largo tiempo, y Gaucherinstaba a Felipe a que regresara a París.

El 27 de junio, después de un

consejo privado al que asistieron elconde de Forez y el de la Voulte, eljoven príncipe decidió ponerse encamino y ordenó que se formase el trende equipajes de su escolta. Al mismotiempo, dándose cuenta de que aún no sehabía celebrado ningún oficio solemnepor el descanso del alma de su hermano,mandó que se dijeran, al día siguiente,antes de su partida, solemnes misas entodas las parroquias de la ciudad. Losmiembros del alto y bajo clero debíanasistir, para asociarse a las plegariasdel regente.

Los cardenales, sobre todo lositalianos, no cabían en sí de alegría.

Felipe de Poitiers abandonaba Lyon sinhaberlos doblegado.

—Disfraza su huida bajo las pompasdel duelo —dijo Caetani—, pero locierto es que se va ese maldito. ¡Osaseguro que antes de un mes estaremosde vuelta en Roma!

V.- Las puertas delcónclave

Los cardenales son peces gordos queno pueden ser confundidos con lamorralla del bajo clero. El conde dePoitiers había ordenado que se lesreservase para los funerales de Luis X,la iglesia del convento de los padresdominicos, llamada iglesia de losJacobinos, que era la más hermosa yamplia después de la primada de SanJuan, y también la mejor fortificada7.Los cardenales sólo vieron en estaelección un lógico homenaje rendido a

su dignidad. Ninguno faltó a laceremonia. Aunque no eran más queveinticuatro, la iglesia estaba llena, yaque cada cardenal iba escoltado portoda su casa: capellán, secretario,tesorero, clérigos, pajes, criados yportadores de antorchas; una masa demedio millar de personas en total,reunidas entre los pesados pilaresblancos.

Pocos funerales se habrán celebradocon tan escaso recogimiento. Porprimera vez desde hacía muchos meses,los cardenales, que vivían por grupos enresidencias separadas, se encontrabantodos juntos. Algunos de ellos no se

habían visto desde hacía casi dos años.Se vigilaban unos a otros, se espiaban yse estudiaban.

—¿Habéis visto? —se susurraban—. Orsini acaba de saludar al menor delos Frédol... Stefaneschi ha estadohablando un rato con Mandagout. ¿Seacercará a los provenzales?... Duézetiene mal aspecto; está muy envejecido...

En efecto, Jacobo Duéze, cuyo pasoligero y saltarín sorprendíahabitualmente en un hombre de su edad,avanzaba a paso lento y arrastrado yrespondía vagamente a los saludos, conaspecto de cansancio y agotamiento.

Guccio Baglioni, vestido de paje,

formaba parte de su séquito. Se dijo quesólo hablaba italiano y que habíallegado directamente de Siena.

«Tal vez hubiera hecho mejor —sedecía Guccio— colocándome bajo laprotección del conde de Poitiers. Sinduda hoy volvería a París con él, ypodría preguntar por María, de la queestoy sin noticias desde hace muchotiempo. Mientras que ahora dependo entodo de este viejo zorro, a quien heprometido un préstamo de mi tío, y queno hará nada por mí hasta que lo reciba.Y mi tío no me contesta... y se dice queParís está todo revuelto. ¡María, María,mi hermosa María!... ¿Creerá que la he

abandonado? ¿Me estará odiando ya?¿Qué le habrán hecho?»

La veía secuestrada por sushermanos en Cressay o en algúnconvento para jóvenes arrepentidas. «Sipasa otra semana así, me escaparé aParís.»

Llegado a su sitio, en las sillas delcoro, inclinado sobre sí mismo, Duézevigilaba discretamente a sus vecinos yvolvía a veces su cansado rostro haciael fondo de la iglesia. Dos sillas másallá, Francisco Caetani, con su caradelgada, cortada por una larga narizrespingona, y su cabello rodeando comollamas blancas el rojo solideo, no

ocultaba su alegría; y sus miradas, queiban del catafalco a las gentes de suséquito, eran miradas de victoria. «Ved,monseñores —parecía decir a laconcurrencia—, lo que sucede a quienesse atraen la cólera de los Caetani,poderosos ya en tiempos de Julio César.El cielo favorece nuestra venganza.»

Los Colonna, con su prominentebarbilla redonda partida por un hoyuelovertical, semejantes a dos guerrerosdisfrazados de prelados, lo miraban conhostilidad manifiesta.

Al ordenar los funerales, el conde dePoitiers no había economizado chantres.Un buen centenar hacían retumbar sus

voces, sostenidas por los órganos, cuyosfuelles eran manejados con ambosbrazos por cuatro hombres. Una músicaatronadora, real, rodaba bajo lasbóvedas, saturaba el aire de vibracionesy envolvía a la muchedumbre. Losclérigos podían charlar impunementeentre sí, y los pajes reírse, burlándosede sus dueños. Era imposible discernirlo que se decía a tres pasos, y menosaún lo que pasaba en las puertas.

Terminó la ceremonia.Enmudecieron los órganos y loscantores; se abrieron las hojas de lapuerta principal. Pero en la iglesia nopenetró luz alguna.

Hubo un instante desobrecogimiento, como si durante laceremonia, por algún milagro, sehubiera oscurecido el sol; luego, loscardenales comprendieron, y se produjoun furioso clamor. Una recia pared,fresca aún, taponaba la puerta; el condede Poitiers, durante los oficios, habíahecho tapiar todas las salidas. Loscardenales estaban prisioneros.

Un movimiento de pánico seapoderó de toda la concurrencia;prelados, canónigos, sacerdotes ycriados, olvidada toda dignidad yreverencia, entremezclados unos conotros, corrían en todos los sentidos

como ratas cogidas en una trampa. Lospajes, trepando unos en los hombros deotros, se habían encaramado hasta lasvidrieras y gritaban:

—¡La iglesia está cercada porhombres armados!

—¿Qué vamos a hacer, qué vamos ahacer? —gemían los cardenales—. ¡Elregente nos ha traicionado!

—¡Por eso nos regalaba con tanensordecedora música!

—¡Es un ataque corporal a laIglesia! ¿Qué vamos a hacer?

—¡Excomulguémoslo!—¡Ya es hora! ¡Nos va a asesinar!Ya los dos hermanos Colonna y la

gente de su partido se habían armado depesados candelabros de bronce, debancos y de estandartes de procesión,dispuestos a vender cara su vida.

Ya los italianos y los gasconescomenzaban a llenarse mutuamente deimproperios.

—Colpa vostra, colpa vostra —gritaba un italiano dirigiéndose a losfranceses—. Si os hubierais negado,como nosotros, a venir a Lyon...Nosotros bien sabíamos que nos haríanuna mala jugada.

—Si hubierais elegido uno de losnuestros no nos encontraríamos en estasituación —replicaba un gascón—. ¡La

culpa es vuestra, malos cristianos!Sólo una puerta no había sido

enteramente murada; por ella podíapasar un hombre, pero la estrechaabertura estaba erizada de picassostenidas por guanteletes de hierro. Laslanzas se levantaron, y el conde deForez, cubierto con su armadura,seguido de Bermond de la Voulte y dealgunas otras corazas, penetró en laiglesia. Fueron acogidos con unaexplosión de injurias.

Con los brazos cruzados sobre laempuñadura de su espada, el conde deForez esperó a que se calmara laagitación. Era hombre fuerte y valeroso,

tan insensible a las amenazas como a lassúplicas, profundamente ofendido por elejemplo de desunión, venalidad e intrigaque daban los cardenales desde hacíados años, que aprobaba plenamente alconde de Poitiers en su intento de ponerfin a tal escándalo. Su rudo rostro,surcado de arrugas, aparecía por laabertura del yelmo.

Cuando los cardenales y sus gentesse hubieron desgañitado, su voz se elevóclara y segura, propagándose por encimade las cabezas hasta el fondo de la nave.

—Monseñores, estoy aquí por ordendel regente de Francia, para notificarosque de ahora en adelante tengáis a bien

dedicaros únicamente a la elección depapa, y haceros saber que no saldréis deaquí hasta que hayáis cumplido esatarea. Cada uno de los cardenales sóloconservará a su lado un capellán y dospajes o clérigos de su elección para suservicio. Todos los demás puedenretirarse.

Esta declaración suscitó unaindignación unánime.

—¡Es una felonía! —gritó elcardenal de Pélagrue—. El conde dePoitiers nos había hecho juramento deque ni siquiera entraríamos en clausura,y con esta promesa aceptamos volver aLyon.

—El conde de Poitiers —respondióJuan de Forez— mantenía entonces lapalabra del rey de Francia. Pero el reyde Francia ya no existe, y ahora ostraigo la palabra del regente.

El furor unió entonces a losmiembros de los tres partidos, cuyasinvectivas se mezclaban en italiano,francés y provenzal. El cardenal Duézese había recogido en un confesonario, lamano sobre el corazón, como si suavanzada edad no pudiera soportar talgolpe, y fingía asociarse a las protestaspor medio de inaudibles murmullos.Arnaldo de Auch, cardenal Albano, elmismo que había ido a París a

pronunciar la condenación de losTemplarios, avanzó hacia el conde deForez y le dijo en tono amenazador:

—Messire, no se puede elegir papaen tales condiciones, ya que violáis laconstitución de Gregorio X que obliga alcónclave a reunirse en la ciudad dondemurió el papa.

—Hace dos años os encontrabaisallí, monseñor, y os dispersasteis sinhaber nombrado papa, lo cualcontraviene la constitución. Pero sideseáis por ventura ser conducidos denuevo a Carpentras, os haremos llevarbajo buena escolta, en carros cerrados.

—¡No podemos reunirnos bajo

amenaza!—Precisamente por esto hay fuera

setecientos hombres armados, monseñor,para vuestra custodia, proporcionadospor las autoridades de la ciudad, con elfin de asegurar vuestra protección yaislamiento... tal como lo prescribedicha constitución. Sire de la Voulte,que está presente y que es de Lyon, es elencargado de la vigilancia. Messire elregente os hace igualmente saber que sial tercer día no habéis logrado ponerosde acuerdo, sólo recibiréis un plato decomida diario, y a partir del noveno díaestaréis a pan y agua... como igualmentese previene en la constitución de

Gregorio.Y por último, que si la luz no os

llega por el ayuno, hará quitar latechumbre para que descienda sobre vosdirectamente del cielo.

Berenguer Frédol el mayorintervino:

—Messire, someternos a taltratamiento es lo mismo que convertirosen homicida, ya que entre nosotros hayquienes no lo podrán soportar. Ved amonseñor Duéze, que está desfallecido ynecesita de cuidados.

— ¡Ah! Ciertamente, ciertamente —dijo débilmente Duéze—, no lo podrésoportar.

—No perdáis el tiempo —exclamóentonces Caetani—. Nos las tenemosque haber con bestias hediondas yferoces; pero sabed, messire, que enlugar de nombrar papa vamos aexcomulgaros, a vos y a vuestroperjurio.

—Si celebráis sesión deexcomunión, monseñor Caetani —respondió con calma el conde de Forez—, el regente podría dar a conocer alcónclave los nombres de algunoshechizadores y brujos que convendríallevar a la hoguera.

—No veo —dijo Caetani,batiéndose en retirada—, no veo la

relación que tiene la brujería con esto,pues lo que debemos tratar es loreferente al papa.

—¡Ah, monseñor! Nos entendemosbien. Haced salir, pues, a la gente queno sea necesaria, porque no habríabastantes víveres para alimentar atantos.

Los cardenales comprendieron quesería yana toda resistencia y que aquellacoraza que con voz cortante lestransmitía las órdenes del conde dePoitiers, no iba a ceder. Siguiendo aJuan de Forez, comenzaron a entrar unoa uno los hombres armados, pica enmano, y a desplegarse por el fondo de la

iglesia.—Procederemos con astucia, ya que

no podemos actuar con la fuerza —dijoa media voz Caetani a los Italianos—.Finjamos someternos, puesto que porahora no podemos hacer otra cosa.

Cada cardenal eligió tres servidoresde su escolta, los que creyeron máshábiles, más fieles o los más aptos paralos servicios materiales en las difícilescondiciones en que iban a encontrarse.

Caetani conservó a su lado alhermano Bost, a Andrieu y al sacerdotePedro, es decir, los hombres que habíanparticipado en el hechizo de Luis X;prefería verlos encerrados con él a

arriesgarse a que hablaran, por dinero opor la tortura. Los Colonna retuvieron acuatro pajes que eran capaces de matar aun buey con las manos.

Canónigos, clérigos y portadores deantorchas comenzaron a salir de uno enuno ante la fila de hombres armados. Susdueños, al pasar, les susurrabanrecomendaciones:

—Haced saber a mi hermano elobispo... Escribid en mi nombre a miprimo... Partid inmediatamente paraRoma...

En el momento en que GuccioBaglioni se disponía a unirse con losque salían, Juan Duèze extendió su

delgada mano fuera del confesonariodonde estaba hundido y, cogiendo aljoven italiano por la cota, le murmuró:

—Quedaos, pequeño, quedaos a milado. Estoy seguro de que me seréis deutilidad.

Duéze sabía que el poder del dinerono es despreciable en ningunacircunstancia y pensó que era interesantetener a su lado a un representante de lasbancas lombardas.

Una hora después, sólo quedaban enla iglesia de los Jacobinos noventa yseis hombres obligados a permanecerallí tanto tiempo como les costase aveinticuatro de ellos ponerse de acuerdo

para elegir uno solo. La gente armada,antes de retirarse, había echadobrazadas de paja para formar, en lamisma piedra, el lecho de los máspoderosos prelados del mundo; y lesllevaron algunas bacías, así comograndes jarras llenas de agua. Luego losalbañiles, bajo la mirada del conde deForez, acabaron de tapiar la últimasalida, dejando solamente a media alturaun pequeño hueco cuadrado, unalumbrera que permitía el paso de losplatos pero insuficiente para que pudieradeslizarse un hombre. Alrededor de laiglesia, los soldados ocuparon su puestode guardia, dispuestos de tres en tres

toesasb y en dos filas, una adosada almuro y mirando hacia la ciudad, y laotra vuelta hacia la iglesia vigilando lasvidrieras.

A mediodía, el conde de Poitierspartió hacia París. Llevaba en su séquitoal delfín del Viennois y al pequeñodelfín, quien en adelante viviría en lacorte, con el fin de familiarizarse con suprometida de cinco años.

A aquella hora los cardenalesrecibieron su primera comida; como eradía de vigilia, no les dieron carne.

VI.- De Neauphle aSaint-Marcel

Una mañana de primeros de julio,bastante antes del alba, Juan de Cressayentró en la habitación de su hermana. Eljoven llevaba una candela que despedíahumo; se había lavado la barba y lucíasu mejor cota de montar.

—Levántate, María —dijo—. Partesesta mañana. Pedro y yo teconduciremos.

La joven se incorporó en la cama.—Partir... ¿cómo es eso?... ¿Debo

partir esta mañana?

Medio dormida, miraba a suhermano con sus grandes ojos azules,fijamente, sin comprender.Maquinalmente se echó por encima delos hombros sus largos cabellos espesosy sedosos, que tenían reflejos dorados.

Juan de Cressay contemplaba condesprecio a su hermana, como si subelleza fuera la imagen misma delpecado.

—Haz un paquete de tus ropas, yaque no regresarás por un tiempo.

—Pero, ¿adónde me lleváis? —preguntó María.

—Ya lo verás.—Y ayer... ¿Por qué no me dijiste

nada ayer?—¿Para qué nos hicieras otra de las

tuyas?... Vamos, date prisa; quiero estaren camino antes de que nos veannuestros siervos. Ya nos hasavergonzado bastante; no hay necesidadde darles más que hablar.

María no respondió. Desde hacía unmes su familia no la trataba de otramanera, ni se dirigía a ella en otro tono.Se levantó con ligera dificultad debido asu embarazo de cinco meses, cuyo peso,por ligero que fuera, todavía lasorprendía al levantarse del lecho. Alresplandor de la candela dejada porJuan, se preparó, se pasó agua por la

cara y el pecho y se ató rápidamente loscabellos. Notó que sus manostemblaban. ¿Adónde la llevaban? ¿A quéconvento? Se ajustó al cuello elrelicario de oro que le había dadoGuccio y que provenía, según le habíadicho éste, de la reina Clemencia.

«Hasta hoy estas reliquias me hanprotegido bien poco —pensó—. ¿Habrérezado con poca devoción?» Lió en unsolo hatillo su ropa interior, algunosvestidos, una sobrevesta y paños paralavarse.

—Te taparás con la capa decaperuza grande —le dijo Juan, queentró un instante en la habitación.

—¡Voy a morirme de calor! —objetó María—. Es para invierno.

—Nuestra madre quiere que hagas elcamino con la cara tapada. Obedece ydate prisa.

En el patio, el hermano segundo,Pedro, ensillaba él mismo los doscaballos.

María sabía bien que aquel día habíade llegar, y en cierto sentido, a pesar dela angustia que le oprimía el corazón, nosufría realmente, pues casi había llegadoa desear esta partida. El convento mástriste le sería más soportable que losagravios y los reproches que le repetíana diario.

Al menos estaría a solas con suinfortunio. No tendría que sufrir el furorde su madre, que guardaba cama desdeque había estallado el drama, y quemaldecía a su hija cada vez que ésta lellevaba una tisana. Después de lo cualera presa de tales ahogos que eranecesario llamar urgentemente albarbero de Neauphle para que le sacarauna pinta de sangre. En menos de dossemanas habían sangrado dos veces adoña Eliabel, y no parecía que estetratamiento le hiciese recobrar la salud.

María era tratada por sus doshermanos, sobre todo por Juan, como sihubiera cometido un crimen. ¡Ah,

ciertamente, mil veces preferible elclaustro! Pero en la soledad de laclausura, ¿podría recibir noticias deGuccio? Esta era su obsesión, lo quemás temía del futuro. Sus malvadoshermanos le aseguraban que Gucciohabía huido al extranjero.

«No quieren confesármelo —sedecía—, ¡pero lo han hecho encarcelar!¡No es posible, no es posible que mehaya abandonado! O tal vez haya vueltopara salvarme; por eso tienen tanta prisaen sacarme de aquí. Después lo matarán.¡Ah! ¿Por qué no me fui con él?»

Su imaginación le sugería toda clasede catástrofes. A veces llegaba a desear

que Guccio se hubiera escapadorealmente, dejándola abandonada a sutriste suerte. Sin nadie a quien pedirconsejo o simplemente compasión, notenía más compañía que la del hijo queiba a nacer; pero esa existencia nosignificaba más que un pequeñoconsuelo por el valor que le infundía.

En el momento de partir, María deCressay preguntó si podía despedirse desu madre. Pedro subió a la habitación dedoña Eliabel. Por los gritos de la viuda,a quien las sangrías no le habíanapagado toda la voz, comprendió Maríala inutilidad de su tentativa.

—Me ha respondido que ya no tiene

hija —dijo Pedro al volver.Y María pensó una vez más:

«Hubiera hecho mejor escapándome conGuccio. Todo es por mi culpa; debíahaberlo seguido.»

Los dos hermanos montaron en suscaballos y Juan de Cressay tomó en lagrupa a su hermana, ya que su caballoera el mejor, o mejor dicho el menosmalo de los dos. Pedro cabalgaba lajaca con huélfago sobre la cual, el mesanterior, los dos hermanos habían hechotan galana entrada en la capital.

María dirigió una postrera mirada ala pequeña mansión cuyos techos, a lamedia luz de la aurora todavía indecisa,

se revestían ya con la incierta grisalladel recuerdo. Todos los instantes de suvida, desde que había abierto los ojos,se habían desarrollado entre aquellasparedes y en aquel paisaje; sus juegosde niña, el sorprendente descubrimientode sí misma y del mundo que cada unose forma día tras día... la infinitadiversidad de las hierbas del campo, laextraña forma de las flores y elmaravilloso polvo que llevan en sucorazón, la suavidad del plumón en elvientre de los patitos, los juegos del solen las alas de las libélulas... Allí dejabatodas las horas pasadas viéndose crecer,escuchándose soñar, todos los cambios

que solía contemplar en su rostroreflejado en el agua transparente delMauldre, y aquel gran deslumbramientode vivir que experimentaba a veces,echada cara al cielo en la pradera,buscando presagios en la forma de lasnubes, imaginando a Dios presente en elcielo infinito...

—Bájate la caperuza —le ordenó suhermano Juan.

Una vez vadeado el río, puso elcaballo a paso rápido, y pronto el dePedro empezó a resoplar.

—Juan, ¿no vamos demasiado deprisa? —dijo Pedro, señalando a Maríacon un movimiento de cabeza.

—¡Bah! El mal grano está siempresólidamente plantado —respondió elmayor, como si malignamente deseara unaccidente.

Pero sus esperanzas quedaronfallidas. María era una joven robusta yhecha para la maternidad. Recorrió lasdiez leguas de Neauphle a París sin darmuestras de la menor molestia.

Tenía, eso sí, los riñones molidos yse asfixiaba de calor, pero no sequejaba. De París no vio, por debajo desu caperuza, más que el pavimento delas calles y los bajos de las casas.¡Cuántas piernas! ¡Cuántos zapatos! Loque más la sorprendía era el ruido, el

inmenso rumor de la ciudad, las vocesde los pregoneros, de los vendedores detoda clase de géneros, y el ruido quehacían los artesanos. En ciertos lugares,la muchedumbre era tan densa que lasmonturas tenían dificultad en abrirsecamino. Los pies de María chocaban aveces con los codos o la espalda de lostranseúntes.

Por fin se detuvieron los caballos.Hicieron descender a la joven, que seencontraba cansada y cubierta de polvo.Sólo entonces la autorizaron a quitarsela capa.

—¿Dónde estamos? —preguntó,contemplando con sorpresa el patio de

una hermosa residencia.—En casa del tío de tu lombardo —

respondió Juan de Cressay.Instantes después, con un ojo

cerrado y el otro abierto, maeseTolomei miraba a los tres hijos deldifunto sire de Cressay sentados en filaante él, Juan el barbudo, Pedro elbarbilampiño, y a su lado la hermana, unpoco apartada, con la cabeza baja.

—Recordad, maese Tolomei —dijoJuan—, que nos prometisteis...

—Cierto, cierto —respondióTolomei—, y voy a cumplir, amigosmíos, no dudéis de ello.

—Comprended que es necesario que

se cumpla en seguida. Después delescándalo motivado por esta deshonra,nuestra hermana no puede permanecermás tiempo con nosotros. No nosatrevemos a aparecer por las casas denuestros vecinos, y hasta nuestrospropios siervos se burlan de nosotros.Esta situación empeorará cuando nuestrahermana dé el fruto de su pecado.

Tolomei tenía la respuesta a flor delabios: «¡Pero, hijos míos, sois vosotrosquienes habéis armado tal escándalo!Nadie os obligaba a lanzaros comofieras contra Guccio, amotinando a todoel burgo de Neauphle mejor que con unpregonero público.»

—Además, nuestra madre no serepone de esta desgracia; ha maldecidoa su hija, y cuando la ve a su lado se leacrecienta la cólera de tal modo quetememos que reviente... Comprended...

«Es la manía de todos los necios,pedir que comprendáis... ¡Bah! Cuandose le seque la lengua ya se callará...Pero lo que comprendo muy bien —sedecía el banquero— es que mi Gucciohaya enloquecido por esa hermosamuchacha. Lo creía equivocado, perodesde que la he visto entrar he cambiadode opinión; y si mi edad permitiera queme ocurriese todavía una cosasemejante, sin duda me comportaría más

alocadamente que él. ¡Hermosos ojos,hermosos cabellos, hermosa piel... unverdadero fruto de primavera! ¡Y parecesoportar su desgracia con valor, ya que,después de todo, los otros dos gritan, seenfurecen, se dan importancia; pero espara ella, pobre muchacha, la pena másgrande! Seguramente tiene un grancorazón. Es una lástima que haya nacidobajo el mismo techo que esos dosnecios; me gustaría que Guccio hubierapodido casarse a pleno día y que ellaviviera aquí, alegrando mi vejez.»

No dejaba de contemplarla. Maríalevantó los ojos hacia él, los bajó enseguida y volvió a levantarlos, inquieta

por aquella insistente observación.—Comprended, maese, que vuestro

sobrino...—¡Oh! ¡Reniego de él, lo he

desheredado! Si no hubiera huido aItalia, creo que lo habría matado con mispropias manos. Si al menos supieradónde se esconde... —dijo Tolomei,llevándose las manos a la frente con aireabatido.

Y al abrigo de la pequeña visera desus manos, dejándose ver sólo por lajoven, levantó dos veces su granpárpado habitualmente cerrado. Maríasupo entonces que tenía un aliado, y nopudo contener un suspiro. Guccio vivía,

Guccio estaba en lugar seguro, yTolomei sabía dónde. ¡Qué le importabael claustro ahora!

Había dejado de prestar atención aldiscurso de su hermano Juan. Por otraparte, le habría sido fácil repetirlo dememoria. El mismo Pedro de Cressaypermanecía en silencio, con aire decansancio. Se reprochaba, sin atreversea decirlo, haber cedido él también a lacólera. Y dejaba a su hermano mayorhablar del honor de la sangre y de lasleyes de la caballería, para justificar suenorme tontería.

Porque cuando, viniendo de su pobrecaserón arruinado y de su patio que olía

a estiércol invierno y verano, loshermanos Cressay veían la principescaresidencia de Tolomei, cuandorespiraban aquel aire de riqueza y deabundancia que saturaba toda lamansión, se veían obligados a reconocerque su hermana no hubiera salido tanmal parada, si hubieran consentido sumatrimonio. Pero mientras el pequeñosentía, en el fondo, remordimiento en loreferente a su hermana, el mayor,testarudo y animado por un bajosentimiento de envidia, pensaba: «¿Porqué había de tener derecho por sumalvado pecado a tanta riqueza, cuandonosotros arrastramos una vida

miserable?»Tampoco María era insensible al

lujo que la rodeaba; la deslumbraba y nohacía más que avivar su pesar.

«¡Si al menos Guccio hubiera sidoun poquito noble —pensaba—, o sinosotros no lo hubiéramos sido!... ¿Quéquiere decir la caballería? ¿Puede serbueno lo que hace sufrir tanto? Y lariqueza ¿no es también una especie denobleza?»

—No os preocupéis por nada,amigos míos —dijo al fin Tolomei—;dejadlo todo en mis manos. El deber delos tíos es reparar las faltas de susmalos sobrinos. He conseguido, gracias

a mis altas amistades, que acojan avuestra hermana en el convento de Saint-Marcel para muchachas. ¿No estáissatisfechos?

Los dos hermanos Cressay semiraron y movieron la cabeza con gestode aprobación. El convento de lasclarisas del barrio de Saint-Marcelgozaba del más alto prestigio. Entrabanen él únicamente las hijas de la nobleza,y allí era, a veces, donde se disimulababajo el velo a las bastardas de la familiareal. El disgusto de Juan Cressaydesapareció de golpe, aplacado por lavanidad de casta. No había lugar dondeun deshonor se pudiera encubrir con más

honor. Y cuando los insignificantesbarones de los alrededores de Neauphlepreguntaran a los Cressay dónde estabaMaría, no le sería desagradableresponder en tono displicente: «Está enel convento de las hijas de Saint-Marcel.»

Pero Tolomei tenía que haberpagado o prometido mucho para quefuera admitida allí...

—Muy bien, está muy bien —dijoJuan—. Además, creo que la abadesa esalgo pariente nuestra; nuestra madre nosla ha citado como ejemplo más de unavez.

—Así pues, todo es para bien —

continuó Tolomei—. Voy a llevar avuestra hermana al conde de Bouville, elantiguo gran chambelán...

Los dos hermanos se inclinaronligeramente en el asiento para manifestarsu consideración.

—...de quien he conseguido estefavor, y os prometo que esta tarde ellaserá confiada precisamente a la abadesa.Podéis, pues, regresar con todatranquilidad; yo os haré llegar noticias.

Los dos hermanos no preguntaronmás. Se desembarazaban de su hermana,y estimaban haber hecho bastantedescargando su cuidado sobre otro.

—Que Dios te inspire el

arrepentimiento —dijo Juan a María amanera de adiós.

Puso más calor al despedirse deTolomei.

—Dios te guarde, María —dijoPedro con emoción.

Inició un movimiento para abrazar asu hermana, pero la severa mirada delmayor lo contuvo.

Y María se quedó sola con el gruesobanquero de tez oscura, carnosa boca yojo cerrado, quien, por extraño que lepareciera, era su tío.

Los dos caballos salieron del patio ypoco a poco fue apagándose elresoplido que producía el animal con

huélfago, último rumor de los Cressay,que se alejaba de María.

—Ahora vamos a la mesa, hija mía.Mientras se come no se llora —dijoTolomei.

Ayudó a la joven a quitarse la capabajo la que se asaba; y María lo mirócon sorpresa y reconocimiento, ya queera la primera muestra de atención osimplemente de cortesía que se tenía conella desde hacía semanas.

«¡Vaya, una tela que salió de micasa!», se dijo Tolomei, al ver elvestido que llevaba María.

Como el lombardo negociaba enespecias de Oriente, al mismo tiempo

que era banquero, los guisados en queintroducía los dedos con elegancia, lacarne que apretaba del hueso muydelicadamente, a pequeños trozos,estaban impregnados de saboresexóticos, apetitosos. Pero María nomostraba apetito y apenas se sirvió delos platos del primer servicio.

—Está en Lyon —le dijo entoncesTolomei, levantando el párpadoizquierdo—. Por ahora no puedemoverse, pero piensa en vos y os guardatoda su fe.

—¿Está preso? —preguntó María.—No, no precisamente. Se encuentra

encerrado pero no por hechos

delictivos, y comparte su cautividad contan altos personajes que nada hemos detemer por su seguridad; todo me inducea creer que saldrá de la iglesia en que sehalla más importante de lo que era alentrar.

—¿Una iglesia? —preguntó María.—No puedo deciros nada más.María no insistió. Guccio encerrado

en una iglesia, acompañado de gente tanimportante que no se le podía decir... elmisterio la sobrepasaba. Pero todo loreferente a Guccio estaba envuelto demisterio. La primera vez que lo vio ¿novenía de una misión secreta ante la reinade Inglaterra? ¿No había estado dos

veces en Nápoles, al servicio de la reinaClemencia? ¿No había recibido de éstael relicario de san Juan Bautista queahora llevaba ella al cuello? Si Guccioestaba encerrado en este momento, debíade ser para servir a alguna reina. YMaría se maravillaba de que, entretantas poderosas princesas, siguieraprefiriéndola a ella, una pueblerina.Guccio vivía, Guccio la quería; nonecesitaba nada más para experimentarde nuevo el placer de vivir, y empezó acomer con el apetito de una joven dedieciocho años que ha estado viajandodesde el alba.

Tolomei, aunque sabía dirigirse con

soltura a los más altos barones, a lospares del reino, a los legistas, a losarzobispos, hacía tiempo que habíaperdido la costumbre de conversar conmujeres, sobre todo con una tan joven.Hablaron poco. El viejo banqueromiraba con alborozo a aquella sobrinaque le caía del cielo y que pormomentos le iba gustando más.

«¡Qué pena —pensaba— recluirlaen un convento! Si Guccio no estuvieraencerrado en el cónclave, enviaría a estahermosa niña a Lyon; pero, ¿qué iba ahacer allí, sola y sin apoyo? Loscardenales, por lo que se sabe, noparecen próximos a ceder... ¿Y si la

retuviera aquí en espera de que regresemi sobrino? ¡Cómo me lo agradecería!No, no puedo hacerlo; solicité deBouville que intercediera en su favor;¿qué papel haría ahora, despreciando lamolestia que se ha tomado?

¡Además, si la abadesa es prima delos Cressay y se les ocurre a esos bobosla idea de pedirle noticias!... ¡Vamos, noes cuestión de que también yo pierda lacabeza! Irá al convento...»

—...pero no para toda la vida —dijocontinuando su pensamiento en voz alta—. No se trata de haceros tomar elhábito. Aceptad, sin quejarosdemasiado, estos meses de reclusión; os

prometo, cuando nazca vuestro hijo,arreglar el asunto para que viváis felizcon mi sobrino.

María le cogió la mano y se la llevóa los labios. El banquero se turbó; labondad no formaba parte de su carácter,y su oficio no le había permitidoacostumbrarse a las expresiones degratitud.

—Ahora me es preciso entregaros alcuidado del conde de Bouville —dijo—. Voy a llevaros.

De la calle de los Lombardos alpalacio de la Cité el camino no eralargo. María lo recorrió al lado deTolomei en un estado de maravillosa

sorpresa. Nunca había visto una granciudad; el movimiento de lamuchedumbre bajo el sol de julio, labelleza de las casas, la profusión detiendas, el centelleo en los escaparatesde los orfebres, todo aquel espectáculola transportaba a un país de magia.«¡Qué felicidad —se decía— vivir aquí,y qué hombre tan amable es el tío deGuccio! ¡Bendito sea por quererprotegernos! ¡Oh, sí, soportaré sinquejarme los meses de convento!»

Pasaron el Pont-au-Change yentraron en la galería Mercière, repletade puestos de vendedores.

Tolomei no pudo menos, por el

placer de oírle de nuevo sus palabras deagradecimiento, que comprarle una lindaescarcela bordada con pequeñas perlas.

—Esto de parte de Guccio. ¡Espreciso que yo lo reemplace!

En seguida se encontraron en la granescalera de palacio. Así, por habercometido una falta con un jovenlombardo, María de Cressay entraba enla residencia real.

Dentro del palacio reinaba aquelestado de agitación, aquel ajetreo, real osimulado, que caracterizaba a loslugares en que se encontraba el conde deValois. Tras atravesar galerías, salas ycorredores por donde se apresuraban, se

cruzaban y se interpelaban chambelanes,secretarios, oficiales y solicitadores,Tolomei y la joven llegaron a una parteun poco retirada, detrás de laSainteChapelle, que daba sobre el Senay la Isla de los Judíos. Una guardia degentileshombres en cota de mallas lescerró el paso. Nadie podía penetrar enlas habitaciones reservadas a la reinaClemencia sin la autorización de loscuradores. Mientras iban a buscar alconde de Bouville, Tolomei y Maríaesperaron junto al derrame de unaventana.

—Mirad, allí quemaron a losTemplarios —dijo Tolomei, señalando

la isla.Llegó el grueso Bouville, con arreos

de guerra, envuelta la barriga con la cotade acero y con paso decidido como sifuera a dirigir un asalto.

Hizo apartar a la guardia. Tolomei yMaría atravesaron primero una piezadonde, sentado en un sillón, dormía unanciano enjuto, vestido con traje de seday con la piel moteada como unpergamino. Era el senescal de Joinville.Dos escuderos, junto a él, jugabansilenciosamente al ajedrez. Luego, losvisitantes pasaron al alojamiento delconde de Bouville.

—¿Va recobrándose la señora

Clemencia? —preguntó Tolomei aBouville.

—Llora menos —respondió elcurador—, o más bien muestra menos sullanto, como si se tragara sus lágrimas.Sin embargo, sigue como aturdida. Yluego el calor de aquí no le va nada biena su estado, y tiene con frecuenciadesfallecimientos y mareos.

«Así pues, la reina de Francia estáal lado —pensaba María con intensacuriosidad—. ¿Le seré presentada talvez? ¿Me atreveré a hablarle deGuccio?»

Luego asistió a una largaconversación, de la que, por otra parte,

comprendió poco, entre el banquero y elantiguo gran chambelán. Cuandopronunciaban ciertos nombres bajabanla voz y María evitaba oir sus susurros.

La llegada del conde de Poitiersdesde Lyon estaba anunciada para el díasiguiente.

Bouville, que había deseado tanto suregreso, no sabía ahora si debíafelicitarse, ya que monseñor de Valoishabía decidido salir inmediatamente alencuentro de Felipe, en compañía delconde de la Marche; y Bouville mostró aTolomeí, por una ventana que daba a lospatios, los preparativos de esta marcha.Por su parte, el duque de Borgoña,

llegado de Dijon, hacía montar guardia asus propios gentileshombres en torno desu sobrina, la pequeña Juana deNavarra. Sobre la ciudad soplaba unviento agorero de revuelta, y aquellarivalidad entre regentes sólo podíadesencadenar las peores calamidades.

Bouville creía que debían habernombrado regente a la reina Clemencia,y rodearla de un consejo de la coronacompuesto por Valois, Poitiers y Eudesde Borgoña.

Aunque Tolomei estaba muyinteresado por los acontecimientos,intentó repetidas veces llevar a Bouvilleal objeto de su entrevista.

—Desde luego, desde luego, vamosa ayudar a esa joven —respondíaBouville, que en seguida volvía a suspreocupaciones políticas.

¿Tenía Tolomei noticias de Lyon? Elchambelán retenía familiarmente albanquero por el brazo y le hablaba casial oído. ¿Cómo? ¿Guccio conclavista?¿Cerrado con Duéze? ¡Ah! ¡ Qué hábilmuchacho! ¿ Creía Tolomei podersecomunicar con su sobrino? Si acasorecibía noticias o tenía medios dehacérselas llegar que se lo dijera; esteenlace podía ser precioso. En cuanto aMaría...

—Sí, sí —dijo el curador—. Mi

mujer, que es persona inteligente y muyactiva, ha arreglado todo a vuestraconveniencia; estad tranquilo.

Llamaron a la señora de Bouville,mujer pequeña y delgada, autoritaria, derostro surcado por arrugas verticales, ycuyas manos sarmentosas no estabannunca quietas. María, que hasta entoncesse había sentido segura, experimentóinmediatamente una sensación demalestar e inquietud.

—¡Ah! Vos sois la que ha de ocultarsu pecado —dijo la señora de Bouvilleexaminándola con semblante pocobenévolo—. Os esperan en el conventode las clarisas. La abadesa mostraba

poca diligencia, y menos aún cuando lecité vuestro nombre, porque ella es, nosé en qué grado, de vuestra familia yvuestra conducta no le agrada. Pero, enfin, el favor de que goza mi esposo,messire Hugo, ha hecho sentir su peso.También yo he intervenido un poco, y osconcederán alojamiento. Os llevaré allíantes de que llegue la noche.

Hablaba deprisa y no era fácilinterrumpirla. Cuando calló, María, congran deferencia, aunque con muchadignidad en el tono, le contestó:

—Señora, no estoy en pecado, yaque me he casado ante Dios.

—Vamos, vamos —replicó la

señora de Bouville—, no hagáislamentar la bondad que se tiene por vos.Agradeced a quienes se preocupan porayudaros, en lugar de venir conpetulancias.

Fue Tolomei quien le dio las graciasen nombre de María. Cuando ésta vioque el banquero estaba a punto de irse,experimentó una sensación tan grande depena que se lanzó en sus brazos como sihubiera sido su padre.

—Hacedme saber la suerte deGuccio —le murmuró al oído—, ydecidle que desfallezco por él.

Tolomei se fue, y los Bouvilledesaparecieron igualmente. María

permaneció en la antecámara durantetoda la tarde; no se atrevía a moverse ysin otra distracción que asistir, apoyadaen el alféizar de una ventana abierta, a lasalida de monseñor de Valois y suescolta. El espectáculo le hizo olvidarpor un momento su pesar. Jamás habíavisto tan hermosos caballos, tanhermosos arneses, tan hermosos vestidosy en tan gran número. Pensaba en loscampesinos de Cressay, vestidos conharapos, envueltas las piernas en bandasde tela, y se decía que era muy extrañoque seres que tenían todos cabeza y dosbrazos, y habían sido creados por Dios asu imagen, pudieran pertenecer a razas

tan diferentes, si se les juzgaba por susvestiduras.

Algunos escuderos jóvenes, al verque una muchacha tan bella losobservaba, le dirigieron sonrisas eincluso le enviaron besos. De pronto secolocaron alrededor de un personaje quellevaba un vestido bordado de plata.Parecía imponer mucho respeto yadoptaba aire de soberano. Luego latropa se puso en movimiento, y el calorde la tarde se dejó sentir sobre lospatios desiertos y los jardines delpalacio.

Hacia el anochecer, la señora deBouville fue a buscar a María.

Acompañadas de algunos criados ymontadas en mulas ensilladas con unaalbarda «a la planchette», es decir,sentadas de lado, con los pies colocadossobre una pequeña plancha de madera,las dos mujeres atravesaron París.Había grupos por todas partes, y hastavieron el final de una riña a la puerta deuna taberna entre partidarios del condede Valois y gente del duque de Borgoña.Los soldados de la ronda restablecían elorden a golpes de maza.

—La ciudad está nerviosa —dijo laseñora de Bouville—. No mesorprendería que la jornada de mañananos trajera una revuelta.

Salieron de París por el monteSainte-Geneviéve y la puerta Saint-Marcel. El crepúsculo caía sobre losarrabales.

—Cuando yo era joven —dijo laseñora de Bouville—, no se veían aquímás de veinte casas.

Pero la gente ya no sabe dóndemeterse en la ciudad, y construyen, sincesar, en el campo.

El convento de las clarisas estabacercado por un alto muro blanco queencerraba los edificios, jardines yhuertos. En el muro había una puertabaja y, cerca de la puerta, un tornoempotrado en el espesor de la piedra.

Una mujer que caminaba a lo largodel muro, con la cabeza cubierta por unacaperuza, se acercó al torno y dejó en élun paquete que sacó de debajo de lacapa; del paquete escapó un gemido; lamujer hizo girar el torno, tiró de lacampanilla y, viendo que alguien seacercaba, huyó corriendo.

—¿Qué ha hecho? —preguntóMaría.

—Acaba de abandonar a un niño sinpadre —dijo la señora de Bouville,mirando a María con aire severo—. Seles recoge de esta manera. Vamos,caminad.

María espoleó su mula. Pensaba que

también ella hubiera podido verseobligada, un día próximo, a dejar a suhijo en un torno, y consideró que susuerte aún era envidiable.

—Os agradezco, señora, que oshayáis tomado por mí tanto trabajo —murmuró con lágrimas en los ojos.

—¡Ah! Por fin os oigo algoagradable —respondió la señora deBouville.

VII.- Las puertas depalacio

Aquella misma tarde, el conde dePoitiers se encontraba en el castillo deFontainebleau, donde iba a pernoctar;era su última etapa antes de llegar aParís. Acababa de cenar en compañíadel delfín de Vienne, del conde deSaboya y de los miembros de sunumerosa escolta, cuando le fueanunciada la llegada de los condes deValois, de La Marche y de SaintPol.

—Que entren, que entren enseguida—dijo Felipe de Poitiers.

Pero no hizo el menor gesto de ir alencuentro de su tío. Cuando ésteapareció con su paso marcial, la cabezaerguida y el vestido cubierto de polvo,Felipe se contentó con levantarse yesperar. Valois, un poco desconcertado,permaneció en pie unos segundos junto ala puerta, dirigió una mirada a lospresentes y, como Felipe se obstinaba enpermanecer inmóvil, no tuvo másremedio que decidirse a avanzar. Todosguardaban silencio, observándolos.Cuando Valois estuvo lo bastante cerca,el conde de Poitiers lo tomó por loshombros y lo besó en ambas mejillas, locual podía parecer un gesto de buen

sobrino, pero, viniendo de un hombreque no se había movido de su sitio, másbien era gesto de rey.

Esta actitud irritó no sólo a Valois,sino también a Carlos de La Marche,quien pensó:

«¿Hemos hecho este camino pararecibir tal acogida? Después de todo,estoy en plano de igualdad con mihermano. ¿Por qué se permite tratarnoscon tal altivez?»

Una expresión amarga, celosa,deformaba ligeramente su hermosorostro de rasgos regulares, pero carentede inteligencia.

Felipe le tendió los brazos. La

Marche no pudo hacer otra cosa quecambiar un breve abrazo con suhermano; para darse importancia eintentar él también dar muestras de suautoridad, exclamó, designando aValois:

—Felipe, ved ahí a nuestro tío, elmás antiguo de la corona. Osencarecemos que os sometáis a él y lereconozcáis el gobierno del reino.Porque sería grave riesgo relegarlo a unniño que todavía ha de nacer, incapaz atodas luces de gobernar todavía.

La frase era ambigua y de talampulosidad que no podía ser de lacosecha de Carlos de La Marche.

Evidentemente, repetía palabrasaprendidas. El final de la declaracióndejó perplejo a Felipe. No habíapronunciado el nombre de regente. ¿Nosoñaría Valois más aún que en laregencia, en la misma corona?

—Nuestro primo Saint-Pol está connosotros —prosiguió Carlos de LaMarche—, por lo que podéis suponerque así piensan también los barones.

Felipe se pasó lentamente la manopor la mejilla.

—Os agradezco, hermano mío,vuestro consejo —respondió friamente—, y que hayáis recorrido distancia tanlarga para hacérmelo saber. Supongo,

pues, que debéis estar tan cansado comolo estoy yo, y el cansancio no es buenconsejero. Propongo, pues, que nosvayamos a dormir y dejemos nuestradecisión para mañana, en que podremosdeliberar con el espíritu despierto y enconsejo restringido. Monseñores, buenasnoches... Raúl, Anseau, Adán,acompañadme, os lo ruego.

Y abandonó la sala sin haberofrecido alojamiento a sus visitantes ysin preocuparse en absoluto del lugar yel modo como iban a pasar la noche.

Seguido de Adán Héron, de Raúl dePresles y de Anseau de Joinville, sedirigió a la cámara real. El lecho, que

no había sido ocupado desde que el Reyde Hierro había muerto en él, estabapreparado. Felipe deseabafervientemente ocupar esa cámara; nadiemás que él debía ocuparla.

Adán Héron se disponía adespojarlo de sus ropas.

—Creo que no me desvestiré estanoche —dijo Felipe de Poitiers—.Adán, mandaréis a uno de misbachilleres a messire Gaucher deChâtillon para que mañana a primerahora me espere en París, en la puertad'Enfer. Enviadme también a mibarbero, pues quiero partir con la carafresca... y aprestad veinte corceles para

la media noche; que los ensillen sinruido, cuando mi tío se haya acostado.En cuanto a vos, Anseau —añadiódirigiéndose al hijo del senescal deJoinville—, os encargo que pongáis alcorriente de mi marcha al conde deSaboya y al delfín para que no sesorprendan y piensen que no me fío deellos. Permaneced aquí hasta mañana, ensu compañía, y cuando mi tío se levante,acompañadlo y entretenedlo todo lo quepodáis. Hacedle perder todo el tiempoposible durante el camino.

Se quedó solo con Raúl de Presles,y pareció abismarse en silenciosameditación, que el legista se abstuvo de

turbar.—Raúl —dijo al fin—, vos

permanecisteis junto a mi padre día trasdía y lo conocisteis mejor que yomismo. ¿Cómo hubiera actuado él enesta ocasión?

—Hubiera hecho lo que vos,monseñor; estoy seguro de ello, y no lodigo por adulación, sino porque así locreo. Quise demasiado a nuestro sireFelipe y he sufrido demasiado desde quemurió, para no servir hoy con toda midevoción a un príncipe que me lorecuerda en todos los aspectos.

—Desgraciadamente, Raúl, bienpoca cosa soy a su lado. Él podía seguir

el vuelo de su halcón sin perderlo jamásde vista, y yo soy miope. El torcía sindificultad una herradura con las manos.No he heredado su fuerza para lasarmas, ni aquel porte suyo que hacíapatente a todos que era rey.

Mientras iba hablando, mirabaobstinadamente el lecho.

En Lyon se había sentido regente,con toda seguridad. Pero a medida quese acercaba a la capital, esa seguridad,sin que nada en él lo revelara, loabandonaba un poco. Raúl de Presles,como si respondiera a preguntas noformuladas dijo:

—No hay precedentes, monseñor, de

la situación en que nos hallamos. Hemosestado forcejeando bastante desde hacedías. En el estado de debilidad en que seencuentra el reino, el poder será dequien tenga autoridad para tomarlo. Sivos lo conseguís, Francia no padecerá.

Poco después se retiró, y Felipe setendió, fijando la vista en la pequeñalámpara que colgaba entre las cortinas.El conde de Poitiers no sintió ningunaturbación, ningún malestar, alencontrarse en aquel lecho cuyo últimoocupante había sido un cadáver. Por locontrario, cobraba fuerza en él; tenía laimpresión de reencarnarse en la formapaterna, de volver a ocupar su puesto,

de abarcar sus dimensiones en la tierra.«Padre, volved a mi», rogaba; ypermaneció inmóvil, cruzadas las manossobre el pecho, ofreciendo su cuerpo ala reencarnación de un alma que habíahuido hacía veinte meses.

Oyó pasos y voces en el corredor yque su chambelán decía, sin duda aalguien del séquito del conde de Valois,que el conde de Poitiers descansaba.Cayó el silencio sobre el castillo. Pocodespués llegó el barbero con la bacía, lanavaja y los paños calientes. Mientras loafeitaba, Felipe de Poitiers recordó lasúltimas recomendaciones, que, en estamisma habitación delante de la familia y

de la corte, había recibido Luis de supadre, recomendaciones que habíatenido tan poco en cuenta:

«Considerad, Luis, lo que representaser rey de Francia. Y enteraos cuántoantes del estado de vuestro reino.»

Hacia medianoche Adán Héron fue aanunciarle que los caballos estabanpreparados.

Cuando el conde de Poitiers salió dela habitación, tenía la sensación de queacababan de borrarse veinte meses, yque volvía a tomar los asuntos tal comoestaban a la muerte de su padre, como sihubiera recibido directamente lasucesión.

Una luna propicia iluminaba la ruta.La noche de julio, completamenteestrellada, semejaba el manto de laSanta Virgen. El bosque exhalabaperfumes de musgo, de humus y dehelecho; vivía con el gemido secreto delos animales. Felipe de Poitiers montabaun excelente caballo, cuya poderosaestampa le gustaba. El aire frescoazotaba sus mejillas sensibilizadas porel barbero.

«Sería una lástima —pensaba—dejar tan buen país en malas manos.»

El pequeño grupo surgió del bosque,atravesó al galope Ponthierry y sedetuvo al hacerse de día en la

hondonada de Essonnes, para dar unrespiro a los caballos y comer algo.Felipe devoró las provisiones, sentadoen un mojón. Parecía feliz. Sólo contabaveintitrés años y su expedición teníacierto aire de conquista; se dirigía conjubilosa amistad a sus compañeros deaventura. Esta alegría, rara en él, acabóde unirlos.

Llegó a la puerta de París entre lahora prima y tercia, al tiempo quesonaban las campanas de los conventos.Allí lo esperaban Luis de Evreux yGaucher de Châtillon. El condestabletenía cara de pocos amigos. Invitó alconde de Poitiers a ir inmediatamente al

Louvre.—¿Y por qué no he de ir

directamente al palacio de la Cité? —preguntó Felipe.

—Porque nuestros señores de Valoisy de La Marche han hecho ocupar elpalacio por sus hombres armados. En elLouvre tenéis tropas reales, que me sonfieles, es decir a vos, con los ballesterosde messire de Galard... Pero es precisoactuar pronto y resueltamente —agregóel condestable— para adelantarnos alregreso de nuestros dos Carlos. Si me loordenáis, monseñor, haré desalojar elpalacio.

Felipe sabía que los minutos eran

preciosos. Calculaba que llevaba por lomenos de seis a siete horas de adelantosobre Valois.

—No quiero acometer nada sinsaber de antemano si será bien visto porlos burgueses y el pueblo de la ciudad—respondió.

Y en cuanto entró en el Louvre,mandó reunir en el Locutorio de losburgueses a maese Coquatrix, maeseGentien y otros notables, y también alpreboste Guillermo de La Madeleine,que en marzo había sucedido al prebostePloyebouche.

Felipe les expuso en pocas palabrasla importancia que concedía a la

burguesía de París, a los hombres quedirigían las artes de fabricación y a losnegociantes. Los burgueses se sintieronhonrados, y sobre todo tranquilizados,por un lenguaje que no habían oídodesde la muerte de Felipe el Hermoso;un rey de quien se habían quejado confrecuencia cuando los gobernaba, perocuya muerte no cesaban ahora delamentar.

Le respondió Geoffroy Coquatrix,comisionado para perseguir la monedafalsa, recaudador de subvenciones ysubsidios, tesorero de la guerra,abastecedor de las guarniciones,visitador de puertos y pasos del reino y

jefe de la Cámara de cuentas. Ocupabaestos cargos desde el reinado de Felipeel Hermoso, quien lo había dotadoincluso de una renta hereditaria, como sehacía a los grandes servidores de lacorona, y jamás había rendido cuentasde su administración. Temía que Carlosde Valois, hostil siempre a la promociónde los burgueses a los altos puestos, lodestituyera de sus funciones, paraexpoliarlo de la enorme fortunaadquirida en el desempeño de suscargos.

Coquatrix aseguró al conde dePoitiers, llamándolo diez veces«messire regente», la devoción que por

él sentía el pueblo de París. Su palabratenía mucho valor ya que eratodopoderoso en el Locutorio y lobastante rico para pagar, en casonecesario, a todos los truhanes de laciudad para enviarlos a una revuelta.

Geoffroy coquatrix, casado primerocon María La Marcelle, luego con JuanaGencíen, conservó hasta su muerte,ocurrida en 1321, todos los cargosacumulados durante tres reinados, sinrendir nunca cuentas. El hijo de Carlosde valois, Felipe vi, exigió estas cuentasdespués del año 1328 a las herederas deGeoffrey coquatrix; tuvo que renunciar aello y, finalmente, eximió a las hijas de

tener que justificar la administración desu padre, mediante la entrega de la sumade 15.000 libras.

La noticia del regreso de Felipe dePoitiers se había propagadorápidamente. Los barones y caballerosque le eran adictos corrieron al Louvre,comenzando por la condesa Mahaut deArtois, a quien se lo habían notificadopersonalmente.

—¿En qué estado se encuentra midulce señora Juana? —preguntó Felipe asu suegra, abriéndole los brazos.

—Esperamos que dé a luz de un díaa otro.

—Iré a verla en cuanto termine.

Luego se reunió con su tío Luis y conel condestable.

—Ahora, Gaucher, podéis marcharcontra el palacio. Procurad dejarlo todolisto para mediodía. Pero evitadderramamientos de sangre, en todo loposible. Usad la amenaza antes que laviolencia. No me gustaría entrar en elpalacio saltando por encima decadáveres.

Gaucher fue a colocarse al frente delas compañías de gente armada quehabía reunido en el Louvre, y se dirigióa la Cité. Al mismo tiempo envió alpreboste a buscar, en el barrio delTemple, los mejores carpinteros y

cerrajeros. Las puertas de palacioestaban cerradas. Gaucher, que tenía asu lado al gran maestre de losballesteros, pidió que se le franqueara elpaso. El oficial de guardia, asomándosepor un ventanillo situado encima de lapuerta principal, respondió que no podíaabrir sin autorización del conde deValois o del conde de La Marche.

—Es preciso que me abráis de todosmodos —respondió el condestable—,porque quiero entrar y poner el palacioen condiciones de recibir al regente, alque precedo.

—No podemos.Gaucher de Châtillon se aferró al

caballo.—Entonces abriremos nosotros —

dijo.E hizo una señal para que se

acercase el maestro Pedro del Temple,carpintero real, escoltado por susobreros, que llevaban sierras y gruesaspalancas de hierro. Al mismo tiempo losballesteros recibieron orden de armar.Dieron la vuelta a sus ballestas ypusieron el pie en una especie de estribode hierro que les permitía tener el arcoapoyado en el suelo mientras tensabanlas cuerdas, colocaron la flecha en lamuesca, y se colocaron en posición deapuntar a las almenas y troneras. Los

arqueros y piqueros, juntando susescudos, formaban un enorme caparazónalrededor y por encima de loscarpinteros.

En las calles adyacentes, mirones ychiquillos se apiñaban, a respetuosadistancia, para ver el asedio. Se lesofrecía un hermoso espectáculo del quepodrían hablar durante mucho tiempo.«Tal como os digo... yo estaba allí... Vial condestable sacar su gran espada...¡Más de dos mil, seguro, había más dedos mil...

Por fin, Gaucher, con aquella voz demando que tronaba en los campos debatalla, gritó con la visera del yelmo

levantada:—¡Messires que estáis ahí dentro!

Ved a los maestros carpinteros ycerrajeros dispuestos a hacer saltar laspuertas. Ved también a los ballesterosde messire de Galard rodeando elpalacio por todas partes. Nadie podráescapar. Os invito por última vez aabrirnos las puertas, porque si no osrendís a discreción, se os cortará lacabeza por más nobles que seáis. Elregente no dará cuartel.

Luego se bajó la visera, lo queindicaba que no iba a porfiar.

Debía de reinar gran pánico en elinterior, pues apenas los obreros

colocaron las palancas bajo las puertas,éstas giraron solas. La guarnición delconde de Valois se rendía.

—Ya era hora de que os sometieraisa la prudencia —dijo el condestable,tomando posesión del palacio—.Volved a vuestra casa o junto a vuestrosdueños; no os agrupéis, y no se os haráningún daño.

Una hora más tarde, Felipe dePoitiers ocupaba las habitaciones reales.Inmediatamente tomó medidas deseguridad. El patio del palacio, abiertoordinariamente a la gente, fue cerrado yguardado militarmente y los visitantescuidadosamente identificados. A los

tenderos que tenían el privilegio devender en la gran galería se les rogó queaquel día cerraran su negocio.

Cuando los condes de Valois y de LaMarche llegaron a París comprendieronque su partida estaba perdida.

—Felipe nos ha jugado una malapasada —se decían.

Y no teniendo otra salida, seapresuraron a presentarse en palacio anegociar su sometimiento. Allíencontraron, rodeando al conde dePoitiers, una nutrida concurrencia deseñores, notables y eclesiásticos, entreéstos al arzobispo Juan de Marigny,siempre dispuesto a colocarse al lado

del poder.Notando con despecho la presencia

de Coquatrix, de Gentien y de muchosburgueses, Valois dijo en voz baja aCarlos de La Marche:

—Vuestro hermano no durará; estámuy poco seguro de sí mismo, cuando seve obligado a apoyarse en la burguesía.

No obstante, compuso su mejorsemblante para adelantarse haciaPoitiers y presentarle excusas por elincidente de las puertas.

—Mis escuderos de guardia nosabían nada. Habían recibido órdenesseveras debido a la reina Clemencia.

Esperaba una violenta repulsa y casi

la deseaba, pues así se le ofrecería unpretexto para entrar en lucha abierta conFelipe. Pero éste no le dio la ventaja deuna discusión, y le respondió con elmismo tono:

—He tenido que actuar de estemodo, y muy a mi pesar, tío mío, enprevisión de las intenciones de nuestroprimo de Borgoña, a quien vuestrapartida había dejado el campo libre. Meinformaron de ello anoche, enFontainebleau, y no quise despertaros.

Valois, para disimular su derrota,fingió admitir la explicación, e inclusose esforzó en poner buen semblante alcondestable, a quien consideraba autor

de toda la maquinación.Carlos de La Marche, menos hábil

en el disimulo, mantenía los dientesapretados.

El conde de Evreux hizo entonces laproposición que había convenido conFelipe. Mientras éste fingía ocuparse decuestiones de servicio con elcondestable y Miles de Noyers, en unrincón de la sala, Luis de Evreux dijo:

—Mis nobles señores, y todosvosotros, messires: aconsejo, por elbien del reino y para evitar funestostranstornos, que nuestro bienamadosobrino Felipe se haga cargo delgobierno, con el consentimiento de

todos, y que desempeñe las tareas realesen nombre de su sobrino que está pornacer, si Dios quiere que la reinaClemencia dé a luz un varón; aconsejotambién que se celebre cuanto antes unaasamblea de los altos dignatarios delreino, junto con los pares y barones,para aprobar nuestra decisión y jurarfidelidad al regente.

Esto era la respuesta exacta a ladeclaración hecha la víspera por Carlosde La Marche en Fontainebleau en favorde Valois. Pero esta vez la escena habíasido preparada por mejores artistas.

Arrastrada por la gente leal al condede Poitiers, la asistencia aprobó la

propuesta por aclamación.Seguidamente Luis de Evreux fue a

poner sus manos sobre las de Felipe.—Os juro fidelidad, sobrino mío —

dijo, doblando la rodilla.Felipe lo hizo levantar y,

abrazándolo, le dijo al oído:—Todo ha ido a las mil maravillas;

mil gracias, tío mío.Carlos de Valois, furioso, gruñó:—¡El rey... se cree el mismísimo

rey!Pero Luis de Evreux ya se había

vuelto hacia él y le decía:—Perdón, hermano mío, por haber

pasado por encima de vuestra

antigüedad.Valois no podía hacer otra cosa que

obedecer. Se acercó con las manosextendidas; el conde de Poitiers se lasdejó en el aire.

—Me haréis la gracia, tío mio —dijo—, de formar parte en mi consejo.

Valois palideció. La víspera firmabalas ordenanzas y las hacía sellar con susarmas. Ahora se le ofrecía como granhonor un sitio en el consejo al quepertenecía por derecho.

—Nos entregaréis también las llavesdel Tesoro —agregó Felipe, bajando lavoz—. Sé muy bien que no queda másque polvo, pero deseo que no se

esparza.Valois hizo un ligero movimiento de

estupor; lo que le pedían era tanto comodeponerlo.

—No puedo, sobrino mío —respondió—. Tengo que poner lascuentas en limpio.

—Me guardaré muy bien de dudarde su limpieza —dijo Felipe con ironíaapenas perceptible.

—No me obliguéis a haceros lainjuria de pedir un examen de lascuentas. Entregadnos, pues, las llaves ydamos las cuentas por limpias y exactas.

Valois comprendió el alcance de laamenaza.

—Sea, sobrino mio, recibiréis lasllaves en seguida.

Entonces Felipe extendió las manospara recibir el homenaje de su máspoderoso rival.

El condestable de Francia se acercóa su vez.

—Ahora, Gaucher —le susurróFelipe—, es preciso que nos ocupemosdel Borgoñón.

VIII.- Las visitas delconde de Poitiers

El conde de Poitiers no se hacíailusiones. Acababa de lograr un primeréxito, espectacular y rápido; pero sabíaque sus adversarios no seríandesarmados tan fácilmente.

En cuanto recibió de monseñor deValois un juramento de fidelidad que noera más que de palabra, Felipe atravesóel palacio para saludar a su cuñadaClemencia. Iba acompañado de Anseaude Joinville y de la condesa Mahaut.Hugo de Bouville, al ver a Felipe, se

deshizo en lágrimas y, cayendo derodillas, le besó las manos. El antiguochambelán se había abstenido deaparecer en la reunión de la tarde;durante las últimas horas no habíaabandonado su puesto ni había dejado suespada y había pasado duros trancesmientras el condestable sitiaba elpalacio.

—Perdonadme, monseñor;perdonadme esta debilidad; es la alegríade asistir a vuestro regreso... —decía,humedeciendo con sus lágrimas lasmanos del regente.

—No os contengáis, amigo mío, noos contengáis —respondió Felipe.

El viejo sire de Joinville noreconoció al conde de Poitiers.Tampoco reconoció a su hijo, y cuandole repitieron por tres veces quiénes eran,los confundió y se inclinóceremoniosamente ante el heredero desu nombre.

Bouville abrió la puerta de lahabitación de la reina, y como Mahaut sedispusiera a seguir a Felipe, el curador,recobrando su energía, exclamó:

—¡Vos sólo, monseñor, vos sólo!Y cerró la puerta ante la condesa.La reina Clemencia estaba pálida,

cansada y visiblemente ajena a laspreocupaciones que con tanta fuerza

agitaban a la corte y al pueblo de París.Al ver acercarse al conde de Poitierscon las manos extendidas, no pudo dejarde pensar: «Si no me hubieran casadocon él, ahora no sería viuda. ¿Por quéLuis? ¿Por qué no Felipe?» Trataba dealejar estas preguntas de su menteporque le parecían reproches al CreadorTodopoderoso. Pero nada, ni siquiera lapiedad, podía impedir a una viuda deveintitrés años preguntarse por quérazón los otros hombres jóvenes, losotros maridos, estaban vivos.

Felipe le informó de que habíaasumido la regencia y le expresó su totaldevoción hacia ella.

—¡Oh, sí, hermano mio! ¡Oh, sí!¡Ayudadme! —murmuró. Hubieraquerido decir, pero no supo cómoexpresarlo:

«Ayudadme a vivir, ayudadme parano caer en la desesperación, ayudadme aalumbrar este nuevo ser que llevo y quees lo único que me ata a la tierra.»Agregó:

—¿Por qué me ha hecho abandonarmi tío Valois casi a la fuerza mi mansiónde Vincennes?

Luis me la cedió estando agonizante.—¿Deseáis, acaso, volver a ella? —

preguntó Poitiers.—¡Es mi único deseo, hermano mío!

Allí me sentiría más fuerte, y mi hijonacería más cerca del alma de su padre,en el lugar donde ella abandonó estemundo.

Felipe no tomaba a la ligera ningunadecisión, aunque fuera secundaria. Miró,a través de la ventana, la flecha de laSainteChapelle, cuya silueta aparecía unpoco incierta y borrosa ante sus ojosmiopes.

«Si le doy esta satisfacción —pensaba—, quedará agradecida, meconsiderará su defensor y se someterápor entero a mi voluntad. Por otra parte,mis adversarios la tendrán menos amano en Vincennes que aquí, y no

podrán utilizarla contra mi. De todasformas, en el estado de postración enque se halla no podría ayudar a nadie.»

—Hermana mía, quiero darossatisfacción en todo —respondió—; encuanto la asamblea de los altos baronesme confirme en el cargo, mi primercuidado será volveros a llevar aVincennes. Hoy es lunes; la asamblea, ala que doy prisa, se celebrará sin dudael viernes. Creo que el próximodomingo oiréis misa en vuestra mansión.

—Sabía, Felipe, que erais un buenhermano. Vuestro regreso es el primerconsuelo que Dios me concede.

Al salir de la habitación de la reina,

Felipe se reunió con su suegra y conAnseau de Joinville que lo esperaban.Mahaut había tenido unas palabras conBouville, y ahora recorría sola, con sugran paso hombruno, las losas de lagalería, bajo la recelosa mirada de losescuderos de guardia.

—¿Qué? ¿Cómo está? —preguntó aFelipe.

—Piadosa y resignada, y muy dignade dar a Francia un rey —respondió elconde de Poitiers de modo que suspalabras pudieran llegar a oídos detodos los presentes.

Luego, en voz baja, añadió:—En el estado en que se halla, no

creo que pueda llevar a buen término suembarazo.

—Sería el mejor regalo que nospodría hacer, y las cosas se arreglaríancon más facilidad —respondió Mahaut,en el mismo tono—. Además, acabaríatoda esa desconfianza y ese aparato deguerra que la rodean. ¿Desde cuándo lospares del reino no tienen acceso a lahabitación de la reina? ¡Qué diablos,también yo me quedé viuda, y todo elmundo podía acercárseme para asuntosde gobierno!

Felipe, que no había visto aún a sumujer desde su regreso, acompañó aMahaut al palacio de Artois.

—Vuestra ausencia le ha pesadomucho a mi hija —dijo Mahaut—. Perovais a encontrarla tranquila y radiante.Nadie creería que está en vísperas dedar a luz. También yo en mis embarazosestaba tranquila hasta el último instante.

El encuentro del conde de Poitiers yde su mujer fue emocionante, aunque sinlágrimas.

Juana, muy pesada, se movía condificultad, pero su aspecto era de saludy de felicidad. Había llegado la noche, yel brillo de las candelas, que le iba biena su tez, esfumaba del rostro de la jovenlas señales de su estado. Llevaba varioscollares de coral rojo, que se

consideraban como de acción benéficaen los alumbramientos.

Fue al hallarse en presencia de suesposa, cuando Felipe se dio perfectacuenta de los éxitos alcanzados, y sesintió satisfecho de sí mismo.Abrazando a su esposa, le dijo:

—Creo, mi dulce amiga, que deahora en adelante puedo llamaros señoraregente.

—Quiera Dios, mi buen sire, que osdé un hijo —respondió ella,estrechándose un poco contra el cuerpodelgado y robusto de su marido.

—Dios nos colmaría de sus gracias—le murmuró Felipe al oído— no

haciéndolo nacer hasta después delviernes.

Pronto se suscitó una discusión entreMahaut y Felipe. La condesa de Artoisconsideraba que su hija debíatrasladarse enseguida a palacio paracompartir las habitaciones de su marido.

Felipe era de opinión contraria, ydeseaba que Juana continuara en la casade Artois. Expuso varios argumentos,muy buenos en sí peró que no descubríanel fondo de su pensamiento y que,además, no convencieron a Mahaut. Elpalacio podía ser en días venideros sedede asambleas violentas y de tumultosperjudiciales para una parturienta. Por

otra parte, Felipe consideraba mássensato esperar que Clemencia hubieravuelto a Vincennes para instalar a Juanaen el palacio real.

—Tal vez mañana ya no podrámoverse —exclamó Mahaut—. ¿Es queno deseáis que vuestro hijo vea la luz enpalacio?

—Precisamente eso es lo que quieroevitar.

—La verdad es que no oscomprendo, hijo mío —dijo Mahautencogiendo sus poderosos hombros.

Esta controversia cansaba a Felipe.No había dormido hacía treinta y seishoras, la noche anterior había recorrido

quince leguas a caballo, y había vividoluego la jornada más difícil y másagitada de su vida. Sentía la barbacrecida y los párpados próximos acerrarse. Sin embargo estaba decidido ano ceder. «La cama —pensaba—. ¡Queme obedezca y pueda irme a la cama!»

—Solicitemos la opinión de Juana.¿Qué deseáis, amiga mía? —preguntó,seguro de la docilidad de su mujer.

Mahaut tenía inteligencia varonil,voluntad hombruna y una constantepreocupación por afirmar el prestigio desu raza. Juana, de caráctercompletamente distinto e infinitamentemás reservada, parecía hasta entonces

marcada por el destino a no encontrarsemás que en segundo plano, tanto en loshonores como en los dramas. Prometidaprimero al Turbulento y destinadadespués, por una especie de cambio, alhijo segundo de Felipe el Hermoso,hubiera podido creerse, por unmomento, futura reina de Navarra y deFrancia, antes de verse suplantada porsu prima Margarita. Envuelta muyestrechamente en el escándalo de latorre de Nesle, había bordeado eladulterio sin cometerlo; y al castigarlale había sido evitada la pena dereclusión perpetua. Ahora bien, mientrasMargarita, asesinada en la prisión, no

era más que polvo; mientras Blancaseguía consumiéndose en el calabozo,ella ahora había recobrado a su esposo,su familia y su posición en la corte.Impulsada a la prudencia por el año depermanencia en Dourdan, se esforzabaen no comprometerse en nada. No leimportaba mayormente que su hijonaciera en palacio, y deseosa decomplacer en todo a su marido, cuyainsistencia comprendía que se fundabaen sólidas razones, respondió:

—Aquí es, madre mía, donde deseodar a luz. Me encontraré mejor.

Felipe le dedicó una sonrisa deagradecimiento. Sentado en un gran

sillón de alto respaldo, con las piernasestiradas, se interesó por el nombre delas matronas y comadronas que habíande asistir a Juana en el parto; quisosaber la procedencia de todas, y si sepodía confiar plenamente en ellas.Recomendó que se les hiciera prestarjuramento, precaución que de ordinariosólo se tomaba en los partos reales.

«¡Qué buen esposo, que se preocupatanto por mi!», pensaba Juana mientrasescuchaba.

Felipe exigió también que, en elmomento en que le empezaran losdolores a su mujer, se cerraran laspuertas de la casa de Artois. Nadie

debería salir, a excepción de la únicapersona encargada de llevarle la noticiadel nacimiento...

—Vos —dijo señalando a lahermosa Beatriz de Hirson, que estabapresente—. Mi chambelán recibiráórdenes para que podáis verme acualquier hora, aunque esté en consejo.Y si estoy acompañado, me daréis lanoticia en voz baja, sin decir palabra anadie... si es un hijo. Confío en vosporque recuerdo que me habéis servidobien con anterioridad.

—Y más de lo que creéis, monseñor—respondió Beatriz, inclinandoligeramente la cabeza.

Mahaut lanzó una furiosa mirada aBeatriz para llamarla al orden. Aquelladoncella, con su aire indolente, su falsacandidez y su disimulada audacia lehacía temblar. Pero Beatriz continuabasonriendo. Este juego de miradas no seescapó a Juana. Barruntaba que entre sumadre y la primera doncella existía unamadeja de secretos que prefería nodesentrañar.

Volvió la mirada hacia su marido.Pero éste no se había dado cuenta denada. Con la cabeza apoyada en elrespaldo del asiento, acababa dedormirse de golpe, fulminado por elsueño de la victoria. En su rostro

anguloso, y de ordinario severo, sedibujaba una expresión de dulzura, quepermitía adivinar la placidez de susprimeros años. Juana, emocionada, seacercó con paso silencioso y le dio unsuave beso en la frente.

IX.- El hijo del viernes

Desde el día siguiente, el conde dePoitiers comenzó a preparar la asambleadel viernes. Si triunfaba, ya nadiepodría, durante largos años, discutirle elpoder.

Despachó mensajeros y jinetes paraconvocar, como había sido acordado, atodos los altos barones del reino —dehecho, a todos los que no se encontrabana más de dos jornadas a caballo—; loque permitía, por una parte, que lasituación no empeorase y, por otra,eliminar a ciertos grandes vasallos cuya

hostilidad temía Felipe, tales como elconde de Flandes y el rey de Inglaterra.

Al mismo tiempo confiaba aGaucher de Châtillon, Miles de Noyersy a Raúl de Presles la redacción delreglamento de regencia que seríasometido a la asamblea. Basándose endecisiones ya tomadas, se fijaron lossiguientes principios: el conde dePoitiers administraría los dos reinos conel título provisional de regente,gobernador y guardián, y percibiría losimpuestos reales. Si la reina Clemenciadaba a luz un varón, éste sería rey,naturalmente y Felipe conservaría laregencia hasta la mayoría de edad de su

sobrino. Pero si Clemencia tenía unahija... Todas las dificultadescomenzaban con esta hipótesis.

Porque en tal caso la corona debíarecaer normalmente en la pequeña Juanade Navarra, hija de Margarita y de LuisX. ¿Pero era, verdaderamente, hija deLuis? Esta era la pregunta que toda lacorte se planteaba aquellos días.

Sin el descubrimiento, provocadopor Isabel de Inglaterra y Roberto deArtois, de los reprobables amores deMargarita, sin la publicidad delescándalo del juicio y de las condenas,no se hubieran discutido los derechos deJuana de Navarra. A falta de un

heredero varón, hubiera sidoproclamada reina de Francia. Peropesaban sobre ella grandes sospechas debastardía, a las que Carlos de Valois yel mismo Luis X habían dado cuerpo conocasión del segundo matrimonio, y delas que los partidarios de Felipe nodejarían de sacar partido ahora.

—Es hija de Felipe de Aunay —sedecía abiertamente.

Así, el asunto de la torre de Nesle,sin haber tenido jamás el carácterabominablemente orgiástico y criminalque le atribuía la imaginación popular,siendo simplemente un asunto deadulterio, planteaba, dos años después

de acaecido, un grave problema a ladinastía francesa.

Alguien propuso establecer, desdeaquel momento, que la corona pasara detodas maneras al hijo de Clemencia,fuera hembra o varón.

Felipe de Poitiers puso mala caraante esta sugestión. Ciertamente, lassospechas que recaían sobre Juana deNavarra tenían sólido fundamento, perose carecía de prueba absoluta. A pesarde las presiones ejercidas sobreMargarita y de los chalaneos intentados,ella nunca había firmado unadeclaración concluyente que aseverarala ilegitimidad de Juana. La carta

fechada la vigilia de su muerte, que fueutilizada en el proceso de Marigny,aseguraba lo contrario. Era bienevidente que ni la anciana Agnès deBorgoña, ni su hijo Eudes IV, el duqueactual, suscribirían la evicción de sunieta y sobrina. El conde de Flandes nodejaría de tomar partido por el duque, ysin duda, también el conde deChampaña. Francia corría el riesgo deuna guerra civil.

—Entonces —dijo Gaucher deChâtillon—, decretemos por las buenasque las hijas quedarán excluidas deltrono. Debe de haber un precedentesobre esto en que apoyarnos.

—¡Ah! —respondió Miles deNoyers—. Ya lo he hecho averiguar,porque también a mi se me ocurrió laidea, pero sin resultado.

—¡Que se busque más! Encargadeste trabajo a vuestros amigos losmaestros de la Universidad y delParlamento. Esa gente encuentracostumbres para todo, y en el sentidoque se quiera, si se lo toman a pecho. Seremontan a Clovis para aprobar que seos debe cortar la cabeza, quemaros lospies o privaros de lo mejor.

—Es cierto —dijo Miles—, que nohe hecho buscar hasta tan lejos. Sólopensaba en las costumbres establecidas

desde Hugo. Habría que buscar másatrás. Pero no creo que tengamos tiempohasta el viernes.

Obstinado, moviendo su cuadradabarbilla y plegando sus párpados detortuga, el condestable prosiguió:

—Verdaderamente, sería una locuradejar que una mujer ascendiera al trono.¿Os imagináis a una dama o doncellamandar los ejércitos, impura todos losmeses, y embarazada cada año? ¿Ycómo hacer frente a los vasallos cuandoellas no son capaces ni siquiera derefrenar los ardores de su naturaleza?No, yo no lo concibo, y si esto llegara,entregaría en seguida mi espada. Os lo

digo, monseñores, Francia es un reinodemasiado noble para convertirlo enrueca y ponerlo en manos de una mujer.¡Los lises no hilan!

Estas palabras impresionaronprofundamente.

Felipe de Poitiers dio suconformidad a una redacción bastantetortuosa, que aplazaba la decisión asesiones todavía lejanas.

—Hagamos de manera que seplanteen las cuestiones, pero sinresolverlas —dijo—. Y dejemos lapuerta abierta a las esperanzas de cadauno, puesto que todo depende de algovenidero y desconocido.

Si la reina Clemencia daba a luz unahija, Felipe conservaría la regenciahasta la mayoría de edad de Juana, susobrina mayor. Y solamente en estafecha se discutiría la sucesión ya a favorde las dos princesas, que se repartiríanentonces Francia y Navarra, ya a favorde una de ellas, que conservaría ambosreinos, o a favor de ninguna si ambasrenunciaban a sus derechos, o si laasamblea de los pares, convocada paradebatir la cuestión, consideraba queninguna mujer podía reinar en el tronode Francia. En este caso, la corona iríaal pariente varón más próximo delúltimo rey..., es decir, a Felipe. Así, su

candidatura era adelantada oficialmentepor primera vez, aunque sometida atantas condiciones previas que parecíauna solución eventual de compromiso yarbitraje.

Este arreglo, sometidoindividualmente a los principalesbarones favorables a Felipe, obtuvo suaquiescencia.

Sólo Mahaut testimonió unareticencia, bien extraña por cierto, anteun párrafo que, de hecho, preparaba lasubida de su yerno y de su hija al tronode Francia. Había algo en la redacciónque la desazonaba.

—¿No podríais —dijo— declarar

simplemente: «Si las dos hijas renunciana sus derechos...», sin tener quepreguntar a los pares si las mujerespueden reinar o no?

—¡Oh, madre mía! —le respondióFelipe—. En ese caso, ellas norenunciarían. Los pares, de los que vosformáis parte, constituyen la únicaasamblea de recurso. En un principioelegían al rey, como los cardenaleseligen al papa, o los palatinos alemperador, y de esta forma proclamarona nuestro antepasado Hugo, que eraduque de Francia. Si ahora ya no loeligen es porque desde hace trescientosaños nuestros reyes han tenido siempre

un hijo para sucederles en el trono.—¡Es una costumbre que nos llega

muy oportuna! —replicó Mahaut—.Vuestro reglamento, que prevé elapartamiento de las mujeres, va a servirprecisamente a las pretensiones de misobrino Roberto. Ya veréis como nodejará de usarlo para intentararrebatarme mi condado.

No pensaba en Francia, sinosolamente en su querella sucesoria sobreel Artois.

—Costumbre de reino no escostumbre de feudo, madre mía. Yconservaréis mejor el condado sivuestro yerno es regente, o quizá rey,

que con argumentos de leguleyos.Mahaut se sometió sin quedar

convencida.—Esta es la gratitud de los yernos

—dijo poco después a Beatriz de Hirson—. Se les envenena a un rey paradejarles el puesto libre, y en seguida seponen a actuar a su manera, sin tenernada en cuenta.

—Es que, señora, no sabeexactamente lo que os debe, ni cómonuestro sire Luis salió con los pies pordelante.

—¡Y ni hace falta que lo sepa,señor! —exclamó Mahaut—. Despuésde todo, era su hermano, y mi Felipe

tiene curiosos arranques justicieros.¡Retén tu lengua, te suplico que retengastu lengua!

Durante estas mismas jornadas,Carlos de Valois, apoyado por Carlosde La Marche y Roberto de Artois, semovía mucho, diciendo por todas partesy haciendo repetir que era una locuraconfirmar en la regencia al conde dePoitiers, y más aún designarlo comopresunto heredero. Felipe y su suegra sehabían creado demasiados enemigos y ladesaparición de Luis X favorecíademasiado a sus intenciones, confesadasahora, para que aquella sospechosamuerte no fuera obra suya. Aliado desde

siempre del rey de Nápoles, nadie mejorque él para resolver los problemasreferentes a Clemencia y a la casa deAnjou. Como había servido al papadoromano, contaba con la confianza de loscardenales italianos, sin los cuales, biense veía, no se podía elegir un papa, niaun usando los malos procedimientosempleados de encerrar al cónclave enuna iglesia. Los antiguos Templariosrecordaban que Valois nunca habíaaprobado la supresión de la Orden, y losflamencos no ocultaban que desearíannegociar con él.

Cuando Felipe conoció estacampaña, encargó a sus adictos

responder que era muy extraño ver al tíodel rey apoyarse, para reclamar elpoder, en las cortes extranjeras, y en losadversarios del reino, y que si queríanver al papa en Roma y a Francia enmanos de los angevinos, el Templeresucitado y emancipados los flamencos,no tenían más que ofrecer, sin tardanza,la corona al conde de Valois.

Por fin llegó el viernes decisivo enque debía celebrarse la asamblea. Alamanecer, Beatriz de Hirson se presentóen palacio e inmediatamente fue llevadaa la habitación del conde de Poitiers.

La doncella de compañía estaba casisin aliento después de haber llegado

corriendo desde la calle de Mauconseil.Felipe se incorporó en los almohadones.

—¿Varón? —preguntó.—Varón, monseñor, y bien dotado

—respondió Beatriz arqueando lascejas.

Felipe se vistió con presteza y seprecipitó a la casa de Artois.

—¡Las puertas! ¡Las puertas! ¡Quepermanezcan cerradas las puertas! —dijo en cuanto entró—. ¿Se hancumplido mis órdenes? ¿No ha salidonadie, excepto Beatriz? ¡Que nadieabandone la casa durante todo el día!

Luego se lanzó escaleras arriba.Había perdido aquella rigidez y

compunción a las que se obligabaordinariamente.

La «habitación de parto», como eracostumbre en las familias principescas,había sido decorada suntuosamente.Grandes tapices de alto lizo de Arrás devivos colores cubrían enteramente lasparedes y el suelo estaba alfombrado deflores: lirios, rosas y margaritas que seaplastaban al caminar sobre ellas. Laparturienta, pálida, con los ojosbrillantes y el rostro todavíadesfigurado, reposaba en un gran lechoblanco rodeado de cortinas de seda,bajo sábanas blancas que se extendíanuna vara por el suelo.

En los ángulos de la pieza seencontraban dos camas pequeñas,provistas igualmente de cortinas deseda, destinadas una a la comadronajuramentada, y la otra a la cunera deguardia.

Felipe se dirigió directamente a lacuna de lujo y se inclinó mucho para verbien al hijo que le acababa de nacer.Algo desagradable y, sin embargo,enternecedor, como todo niño en susprimeras horas; rubicundo, arrugado,fija la mirada y lleno de babas, con uninsignificante mechón de cabellos rubiosapuntando en la pelada cabecita, dormíael bebé, enrollado en cintas

estrechamente apretadas que loenvolvían hasta los hombros.

—He aquí, pues, a mi pequeño Luis-Felipe, a quien tanto deseaba y que llegatan a punto —dijo el conde de Poitiers.

Sólo entonces se acercó a su mujer,la besó en la mejilla, y con tono deprofunda gratitud le dijo:

—Muchas gracias, querida, muchasgracias. Me dais una hermosa alegría, yesto borra de mi pensamiento nuestrasdisensiones de antaño.

Juana llevó la mano de su marido alos labios y se acarició la cara con ella.

—Dios nos ha bendecido, Felipe;Dios ha bendecido nuestra

reconciliación del otoño —murmuró.Juana llevaba todavía sus collares

de coral.La condesa Mahaut, arremangada

hasta el antebrazo sombreado deabundante vello, asistía a la escena conaire de triunfo. Se golpeó el vientreenélgicamente.

—¿Eh, hijo mío? —exclamó—. ¿Noos lo dije? ¡Son buenos los vientres deArtois y de Borgoña!

Felipe volvió a la cuna.—¿No se podría desfajarlo para que

yo lo vea mejor? —preguntó.—Monseñor —respondió la

comadrona—, no os lo aconsejo. Los

miembros de un niño son muy tiernos yhan de estar ligados todo el tiempo quese pueda, para vigorizarlos e impedirque se tuerzan. Pero no temáis,monseñor, ya que lo hemos frotado consal y miel, y lo hemos envuelto conrosas trituradas para quitar todo humorpegajoso, y por dentro de la boca lehemos pasado el dedo untado con miel,a fin de darle apetito y dulzura; podéistener la seguridad de que está biencuidado.

—Y lo mismo vuestra Juana, hijomío —agregó Mahaut—. La he hechountar con un buen ungüento mezcladocon estiércol de liebre para apretarle el

vientre, según la receta del maestroArnaldo.

—Pero, madre mía —dijo laparturienta—, yo creía que ésa era unareceta para las mujeres estériles.

—¡Bah! El estiércol de liebre esbueno para todo —replicó la condesa.

Felipe seguía contemplando a suheredero.

—¿No creéis que se parece mucho ami padre? Tiene su misma frente alta.

—Tal vez un poco —respondióMahaut—. A la verdad, a mí merecuerda los rasgos de mi valienteOtón... Deseo a vuestro hijo que tenga lafortaleza de alma y cuerpo que tenían los

dos.—Sobre todo se os parece a vos,

Felipe —dijo Juana dulcemente.El conde de Poitiers se incorporó

con cierto orgullo.—Creo que ahora comprenderéis

mejor mis órdenes, madre mía —dijo—,y el motivo por el que os mandé quemantuvierais las puertas cerradas. Nadiedebe saber todavía que tengo un hijoporque en este caso se diría que heredactado el reglamento de sucesiónexpresamente para asegurarle el tronodespués de mí, si Clemencia no da a luzun varón; y sé de algunos, empezandopor mi hermano Carlos, que

refunfuñarían al ver perdidas tan prontosus esperanzas. Si queréis, pues, queeste niño tenga un día la oportunidad deconvertirse en rey, no digáis ni una solapalabra a nadie hasta después de laasamblea.

—¡Es verdad que hay asamblea!¡Ese buen mozo me lo había hechoolvidar! —exclamó Mahaut tendiendo lamano hacia la cuna—. Es hora de queme arregle y pruebe un bocado paraestar dispuesta al ataque. Me sientovacía después de haberme levantado tantemprano. Felipe, vos me daréis larazón. ¡Beatriz! ¡Beatriz!

Palmoteó y pidió un pastel de

esturión, huevos hervidos, queso blancocon especias y confituras de nueces,duraznos y vino blanco de Château-Chalón.

—Hoy es viernes, hay que guardarabstinencia —dijo.

El sol, que aparecía por encima delos tejados de la ciudad, inundó de luz ala feliz familia.

—Come un poco. El pastel deesturión no te hará daño —decía Mahauta su hija.

Felipe se levantó en seguida para ira dar el último toque a los preparativosde la reunión.

—Hoy no vendrán a

cumplimentaros, amiga mía —le dijo aJuana señalando los cojines dispuestosen semicírculo alrededor del lecho ydestinados a los visitantes—. Peroapuesto a que mañana recibiréis a muchagente.

En el momento en que salía, Mahautle tiró de una manga.

—Hijo mío, pensad un poco enBlanca, que continúa en Château-Gaillard. Es hermana de vuestra esposa.

—Pensaré en ello, pensaré en ello.Procuraré que tenga mejor suerte.

Y se alejó, llevando en la suela delzapato uno de los lirios.

Mahaut cerró la puerta.

—¡Vamos, cuneras, tararead unpoco! —exclamó.

X.- La asamblea de lastres dinastías

Desde el fondo de sus habitaciones,Clemencia oía el trajín de los señores yaltos barones que llegaban a laasamblea, el tumulto de las vocesrepercutía en los patios y bajo lasbóvedas.

La reclusión de cuarenta días que elritual del duelo imponía a la reina habíaterminado la víspera, y Clemencia,ingenuamente, había creído que la fechade la reunión había sido elegidaexpresamente para permitirle asistir a

ella. Así, se había preparado para estasolemne reaparición, con interés,curiosidad, incluso impaciencia, comosi volviera a sentir el gusto por la vida.Pero, en el último minuto, un consejo decirujanos y médicos entre quienes secontaban los médicos personales delconde de Poitiers y de la condesaMahaut, le habían prohibido una fatigaque juzgaban peligrosa para su estado.

A todos los partidos complacía enverdad esta decisión, ya que nadie sepreocupaba de hacer valer los derechosde Clemencia a la regencia. Y sinembargo, ya que se buscaban con tantaporfía en la historia del reino

precedentes en los que inspirarse, nopudieron menos de recordar a Ana deKiev, viuda de Enrique I, que compartióel gobierno con su cuñado Balduino deFlandes, «por la cualidad indeleble quele había conferido la consagración», omás próximamente, a la reina Blanca deCastilla, tan presente en la memoria detodos.

Pero el delfín del Viennois, cuñadode Clemencia, que era el más indicadopara defender las prerrogativas de lareina, había sido ganado por Felipe dePoitiers.

Carlos de Valois, aunque sepresentaba como el gran protector de su

sobrina, no pensó más que en trabajarpor sí mismo.

En cuanto al duque Eudes deBorgoña, que asistía, como decía él,representando a la sucesión de suhermana Margarita, debía mantenersehostil en todo a Clemencia.

La permanencia de la bella angevinaen el trono había sido muy corta parahacerse notar y para adquirirascendencia entre los grandes barones, ypor ello, éstos ya no la considerabanmás que como la superviviente de unbreve reinado tumultuoso y, paramuchos, nefasto.

—No ha traído suerte al reino —

decían de ella.Y aunque todavía la atendían como

futura madre, le habían significadoclaramente que como reina había dejadode existir.

Encerrada en un ala de palacio, oyóapagarse las voces; la asamblea estabaen sesión en la sala del Gran Consejo,cuyas puertas habían sido cerradas.

«¡Dios mío, Dios mío! —pensaba—.¡Por qué no me quedé en Nápoles!»

Y comenzó a gemir pensando en suinfancia, en el mar azul, en aquel pueblobullicioso y alegre, lleno degenerosidad, compasivo ante el dolor,su pueblo que tan bien sabía amar...

Mientras tanto, Miles de Noyers leíaa los barones el reglamento de sucesión.

El conde de Poitiers había tenidobuen cuidado de no rodearse de ningunode los atributos de la majestad real. Susillón estaba instalado en el centro delestrado, pero se había negado a que lepusieran encima un dosel. Iba vestido decolor oscuro y sin ningún adorno.Parecía decir:

«Monseñores, estamos aquí ensesión de trabajo.» Sencillamente, tressargentos maceros permanecían en piedetrás de su asiento. Aseguraba elejercicio de la soberanía, sin pretenderinvestirse de ella. Sin embargo, había

preparado cuidadosamente ladisposición de la sala, haciendo asignarsu asiento a cada uno de los asistentespor medio de los chambelanes, según unceremonial a la vez bastante arbitrario yrígido, en el que los asambleistasvolvían a encontrar las maneras del Reyde Hierro.

Felipe había hecho sentar a suderecha a Carlos de Valois, y junto aéste a Gaucher de Chátillon, paramantener a raya al exemperador deConstantinopla y aislarlo de su clan.Felipe de Valois se sentaba a unadistancia de seis sillones con respecto asu padre. A su izquierda, Poitiers había

colocado a su tío Luis de Evreux, y acontinuación a su hermano Carlos de LaMarche; así impedía que los dos Carlospudieran cambiar impresiones durante lasesión y violaran la palabra que lehabían dado cuatro días antes.

No obstante, la atención del condede Poitiers se centraba principalmenteen su primo, el duque de Borgoña,colocado a la vuelta del estrado, yflanqueado por la condesa Mahaut, eldelfín del Viennois, el conde de Saboyay Anseau de Joinville.

Felipe sabía que el joven duque ibaa hablar en nombre de su madre, laduquesa Agnés, a quien su calidad de

última hija de San Luis confería, aunestando ausente, un gran prestigio entrelos barones. Todo lo que se relacionabacon el recuerdo de Luis IX, y los rarossupervivientes que podían atestiguarhaberlo visto o servido, que habíanhablado con él o gozado de su afectoestaban investidos de un carácter unpoco sagrado.

Le bastaría a Eudes de Borgoñadecir: «Mi madre, hija de nuestro sireSan Luis, que la bendijo en la frenteantes de ir a morir en tierra deinfieles...» para emocionar a losasistentes.

Por eso, y con el fin de hacer

fracasar la maniobra, Felipe de Poitiersse había sacado de la manga una cartavaliosa y totalmente inesperada:Roberto de Clermont, otro supervivientede los once hijos del rey santo, el sexto,el último varón. ¿Deseabanabsolutamente la garantía de San Luis?Pues bien, ¡Poitiers la mostraría!

Ahora bien, la presencia de Robertode Clermont era tanto más valiosa eimpresionante cuanto que hacía largotiempo que no se presentaba en la corte;su última aparición se remontaba casi acinco años; su existencia estaba medioolvidada, y cuando alguien se acordabade él, nadie se atrevía a hablar más que

en voz baja.En efecto, el tío-abuelo Roberto

estaba loco desde que, a los veinticuatroaños, recibió un golpe de maza en lacabeza. Locura frenética, perointermitente, con largos períodos decalma, lo cual había permitido a Felipeel Hermoso servirse de él, a veces, paramisiones decorativas. Este hombre noera peligroso por lo que decía, ya queapenas hablaba; lo era por lo que podíahacer, pues nada indicaba que sus crisisiban a reanudarse y a lanzarlo, espadaen mano, contra sus familiares.Ofrecíase entonces el penosoespectáculo de ver a un señor de sesenta

años tan majestuoso de aspecto comonoble de sangre, romper los muebles,rasgar los tapices y perseguir a lasmujeres de la servidumbre, creyendoque eran sus adversarios de torneo.

El conde de Poitiers lo habíacolocado en la otra ala del estrado, juntoal duque de Borgoña, y cerca de unapuerta. Dos escuderos monumentalespermanecían a corta distancia,encargados de sujetarlo al menor atisbode locura. Clermont dejaba vagar sumirada despreciativamente, fatigada,ausente, que se fijaba de pronto en unrostro con la inquietud dolorosa de losrecuerdos desvanecidos; luego se

apagaba. Todos lo observaban, y supresencia producía un vago malestar.

Al lado del demente se sentaba suhijo, Luis de Borbón, que era cojo,defecto que, al parecer, siempre le habíaimpedido atacar en los combates, perono huir, como lo demostró en la batallade Courtrai. Desgarbado, contrahecho ycobarde, el borbón tenía, comocontrapartida, clarividencia, así queacababa de acercarse, como siempre, alpartido más fuerte.

De estos dos príncipes, flaco uno decabeza, otro de piernas, descendería lalarga dinastía de los borbones.

Así pues, en aquella asamblea del

16 de julio de 1316 se encontrabanreunidas las tres ramas capetinas queiban a reinar en Francia durante cincosiglos. Podían contemplarse en su fin oensu tronco: la directa de los Capetos,que bien pronto se extinguiría con Felipede Poitiers y Carlos de La Marche; la deValois, que, con el hijo de Carlos, seprolongaría durante trece reinados; porúltimo, la de los Borbones, que sóloascendería al trono a la extinción de losValois, cuando hubo que remontarse unavez más a la descendencia de San Luispara designar un rey. Cada cambio dedinastía iría acompañado de guerrassangrientas y devastadoras. Y cada raza

terminaría con tres hermanos.La combinación de los actos

humanos con lo imprevisto del destinoserá siempre pasmosa.

Toda la historia de la monarquíafrancesa, con su grandeza y sus dramas,había de dimanar durante cinco siglosdel reglamento sucesorio que Miles deNoyers, antiguo mariscal del ost yconsejero en el Parlamento acababa deleer a los «altos barones del reino»aquel lejano dieciséis de julio.

Alineados en los bancos o apoyadosen las paredes, los barones, prelados,grandes oficiales, doctores, juristas ydelegados de los burgueses de París

escuchaban atentamente. Felipe dePoitiers los miraba cerrando un poco losojos, para contrarrestar su miopía queconfundía los rostros y esfumaba elcontorno de los grupos.

«Tengo un hijo, tengo un hijo —sedecía con alegría—, y no lo sabrán hastamañana.» Se disponía a contener elataque del duque de Borgoña; pero elasalto le llegó de otro lado.

Había un hombre en esta asamblea alque nada podía doblegar, a quien lanobleza de sangre no le impresionabaporque él pertenecía a la mejor; que nose inclinaba ante la fuerza, ya que élpodía derribar un buey, y que no se

había prestado a ninguna combinación,salvo las que él mismo urdía. Estepersonaje era Roberto de Artois. Fue élquien en cuanto Miles de Noyers acabóla lectura, se levantó para lanzarse alcombate sin haberse puesto de acuerdocon nadie.

Como aquel día todos hacían gala desu familia, Roberto de Artois habíallevado a su madre, Blanca de Bretaña,una mujer pequeñita, de cara delgada,cabellos blancos y miembros frágilesque parecía constantemente asombradade haber dado a luz tal maravilla degigante.

Abiertos los brazos, con los

pulgares puestos en su cinturón de plata,Roberto de Artois espetó lo siguiente:

—Me maravilla, monseñores, que senos ofrezca un nuevo reglamento deregencia redactado palabra por palabracon un fin determinado, cuando existe yauno dictado por nuestro último rey.

Las miradas se dirigieron hacia elconde de Poitiers, y algunos de losasistentes se preguntaron con inquietudsi no se les habría escamoteado partedel testamento de Luis X.

—No sé, primo mío —dijo Felipede Poitiers—, de qué reglamentohabláis. Vos asististeis a los últimosmomentos de mi hermano, al igual que

muchos de los señores presentes, ynadie me ha hecho saber la existencia deninguna voluntad respecto a la sucesión.

—Cuando digo, primo mío —replicó Roberto con tono bastante burlón—, «nuestro último rey», no me refiero avuestro hermano Luis X a quien Diosguarde, sino a vuestro padre, nuestrobien amado sire Felipe el Hermoso... aquien Dios guarde al mismo tiempo.Ahora bien, el rey Felipe habíadecidido, escrito y hecho prometer a suspares con juramento que si moría antesde que su hijo fuera lo bastante hombrepara ejercer el gobierno, las tareasreales y la carga de la regencia pasarían

a su hermano monseñor Carlos, condede Valois. Por lo tanto, primo mío, comono existe ningún otro reglamentoposterior, me parece que sería necesarioaplicar éste.

La pequeña Blanca de Bretañaaprobaba con la cabeza, sonreía con suboca desdentada y paseaba a sualrededor su mirada viva y brillante,invitando a sus vecinos a confirmar laintervención de su hijo. No habíapalabra pronunciada por aquel chillón,ni proceso sostenido por aquelpendenciero, ni violencia, truhanería oviolación cometida por aquel malindividuo, que ella no aprobara y

admirara como si se tratase de larevelación de un prodigio viviente. Elconde de Valois le dio las gracias sólocon un movimiento de los párpados.

Felipe de Poitiers, ligeramenteinclinado sobre el brazo del sillón,movió lentamente la mano.

—Me admira, Roberto, me admira—dijo— veros hoy tan diligente encumplir la voluntad de mi padre, cuandotan poco obedecisteis su justiciamientras él vivía. Los buenossentimientos os vienen con la edad,primo mío. Tranquilizaos. La voluntadde mi padre es precisamente lo que nosesforzamos en respetar. ¿No es verdad,

tío mío? —agregó volviéndose haciaLuis de Evreux.

Luis de Evreux, que desde hacía seissemanas se oponía a las maniobras deValois y de Roberto de Artois, tomó lapalabra.

—El reglamento del que habláis,Roberto, vale como principio, pero noindefinidamente para la persona. Porquesi dentro de cincuenta o cien añossobreviene de nuevo a la corona unhecho semejante, no se podrá ir a buscara mi hermano Carlos para regentar elreino... por mucho que viva, como es mideseo. Nuestro sire Dios no ha hecho aCarlos eterno para este menester. El

reglamento, al establecer que la regenciadebe recaer sobre el hermano mayor,designa bien a las claras a Felipe, y poresto le rendimos homenaje el otro día.No pongáis, pues, en discusión lo que yaestá zanjado.

Quien creyera que Roberto estabavencido no lo conocía bien. Inclinóligeramente la cabeza, ofreciendo a losrayos del sol, que atravesaban losvitrales, sus cabellos color de cobre quele caían en rizos sobre la robusta nuca, ysu sombra se extendió por las losas,como una amenaza, hasta los pies delconde de Poitiers.

—Las voluntades del rey Felipe —

continuó— nada decían con respecto alas hijas reales; ni que debieranrenunciar a sus derechos, ni que laasamblea de los pares tuviera quedecidir si habían de reinar.

Un movimiento de aprobación sedejó sentir entre los señores de Borgoñay de Champaña y desde el estrado, elmismo duque Eudes exclamó:

—¡Eso está bien dicho, primo mío, yes precisamente lo que yo mismo iba aexponer!

Blanca de Bretaña lanzó de nuevoalrededor sus miraditas chispeantes. Elcondestable comenzaba a ponersenervioso en su asiento. Se le oía gruñir,

y los que lo conocían bien preveían queiba a estallar.

—¿Desde cuándo —prosiguió eljoven duque de Borgoña, levantándose— ha sido introducida esa novedad ennuestras costumbres? ¡Desde ayer, creoyo! ¿Desde cuándo las hijas, si faltan loshijos, han de ser privadas de laspropiedades y coronas de sus padres?

El condestable se levantó también.—Desde el instante, messire duque

—dijo con calculada lentitud—, en quecierta hija deja de ofrecer al reino lagarantía de haber nacido del padre dequien se le quiere hacer heredera.Enteraos de una vez de lo que se dice

por todo el mundo, lo cual vuestro primoValois ha repetido muchas veces en elConsejo privado. Francia es un paísdemasiado grande y hermoso, messireduque, para que se pueda, sin que hayandeliberado Los pares sobre ello,transmitir la corona a una princesa de laque no se sabe si es hija de rey o deescudero.

La asamblea enmudeció. Eudes deBorgoña se puso blanco. Parecía que ibaa lanzarse contra Gaucher de Châtillon,que lo esperaba, concentrando susfuerzas de viejo guerrero. Pero fue sobreCarlos de Valois sobre quien el duquede Borgoña descargó su cólera.

—¿Entonces, sois vos, primo mío —exclamó—, vos, que escogisteis a otrade mis hermanas para darla enmatrimonio a vuestro primogénito, soisvos quien ha cubierto de vergüenza auna muerta?

—¡Eh, compañero! —dijo Valois—.Por lo que respecta a cubrirse devergüenza, vuestra hermana Margarita...a quien Dios le perdone sus pecados...no tuvo necesidad de mi ayuda.

Y a media voz agregó dirigiéndose aGaucher de Châtillon:

—¡Qué necesidad teníais demeterme en esto!

—Y vos, cuñado mío —continuó

Eudes señalando a Felipe de Valois—,¿aprobáis también las villanías queescucho?

Pero Felipe de Valois, embarazadopor su gran estatura, y buscandovanamente con la mirada el consejo desu padre, no hizo más que levantar losbrazos con gesto de impotencia, y selimitó a decir:

—Es preciso reconocer, hermanomío, que el escándalo fue grande.

La asamblea comenzaba a ronronear.Del fondo de la sala llegaba el rumor delas disputas; algunos señoresconsideraban bastarda a Juana y otroslegítima. Carlos de La Marche estaba

pálido y se sentía a disgusto; bajaba lacabeza, evitando las miradas, comosiempre que se tocaba ese desdichadoasunto. «Margarita ha muerto, Luis hamuerto —se decía—; pero Blanca, mimujer, vive, y yo sigo llevando ladeshonra en mi frente.»

En este momento, el conde deClermont, a quien ya nadie prestabaatención, comenzó a dar señales deagitación:

—¡Os desafío, messires, os desafíoa todos! —gritó de repente.

—Después, padre mío, despuésiremos al torneo —dijo Luis de Borbón,con voz que quería parecer tranquila y

natural. Pero al mismo tiempo hizo unaseñal a los dos gigantescos escuderos,para que se acercaran y se aprestaran aintervenir en caso necesario.

Roberto de Artois contemplaba,encantado consigo mismo, el tumulto quehabía provocado.

El duque de Borgoña gritó a Carlosde Valois:

—¡Ciertamente yo deseo que Diosperdone a Margarita sus pecados, si loscometió; pero deseo menos que perdonea sus asesinos!

—Eso son mentiras a las que voshabéis prestado oídos, Eudes —replicóValois—. Sabéis muy bien que vuestra

hermana no murió más que de vergüenzay de remordimiento en la prisión.

Ahora que el conde de Valois y elduque de Borgoña se habían enzarzadotan estrechamente sin posibilidad de quedurante mucho tiempo uniesen suscausas, Felipe de Poitiers extendió lasmanos con gesto de apaciguamiento.

Pero Eudes no quería la paz, sinotodo lo contrario.

—Ya he oído hoy ultrajar bastante aBorgoña, primo mío —dijo—. Meopongo a reconoceros como regente ymantengo ante todos los derechos de misobrina Juana.

Luego, haciendo señal a los señores

borgoñones de que lo siguieran,abandonó la sala.

—Monseñores, messires —dijo elconde de Poitiers—, eso esprecisamente lo que nuestros legistas sehabían esforzado en evitar, dejando paramás adelante, si ha lugar, someter a ladecisión del Consejo de los pares lacuestión de las hijas. Porque si la reinaClemencia da un varón al reino, todaesta querella no tiene objeto.

Roberto de Artois seguía ante elestrado, con las manos en las caderas.

—Deduzco, pues, de vuestroreglamento, primo mío —exclamó—,que en adelante, y como costumbre de

Francia, queda negado a las mujeres elderecho a la sucesión. Pido, por lo tanto,que se me devuelva mi condado deArtois, entregado indebidamente a mi tíaMahaut. Y hasta que me hagáis justiciano podré presentarme en vuestroConsejo.

Dicho esto, se dirigió a la puertalateral, seguido de su madre, quetrotaba, orgullosa de él y de sí misma.

La condesa Mahaut movió la manoen dirección a Poitiers con un gesto queexpresaba:

«¡Ved! ¡Ya os lo había prevenido!»Antes de atravesar la puerta,

Roberto, al pasar por detrás del conde

de Clermont, le sopló malignamente aloído:

—¡A las lanzas, primo, a las lanzas!—¡Cortad las cuerdas! ¡Gritad

batalla! —voceó Clermontincorporándose.

—¡Puerco maléfico, el diablo tedestripe! —dijo Luis de Borbón aRoberto.

Luego a su padre:—Quedaos con nosotros. Las

trompetas no han sonado todavía.—¡Ah! ¿No han sonado? Pues bien,

¡que suenen! Se hace tarde —dijoClermont.

Con la mirada en el vacío y los

brazos separados, esperaba.Luis de Borbón se dirigió, cojeando,

hacia el conde de Poitiers, y en voz bajale confió que era necesario darse prisa.

Felipe aprobó con la cabeza.Borbón volvió al enfermo y

asiéndolo de la mano, le dijo: —Ahora el homenaje, padre mío, el

homenaje.—¡Ah, sí, el homenaje!El cojo condujo al demente y ambos

atravesaron el estrado.—Monseñores —dijo Luis de

Borbón—, he aquí a mi padre, el másanciano del linaje de San Luis, queaprueba en todo el reglamento, reconoce

a messire Felipe como regente y le jurafidelidad.

—Sí, messires, si... —dijo Robertode Clermont. Y Felipe tembló al pensarlo que iría a decir su tío-abuelo. «Me vaa llamar señora y me pedirá el chal.»

Pero Clermont continuó con vozsonora:

—Os reconozco, Felipe, porquesegún derecho sois el más indicado, yporque sois el más discreto. Que el almasanta de mi padre vele por vos desde elcielo para ayudaros a conservar en pazel reino y defender nuestra santa fe.

Un movimiento de felizestupefacción recorrió a la asistencia.

¿Qué ocurría, pues, en la cabeza deaquel hombre para que pasara sintransición del delirio a la razón, delridículo a la grandiosidad?

Se arrodilló con gran lentitud ynobleza ante su sobrino nieto, y extendiólas manos; cuando se levantó y diomedia vuelta, después de haber recibidoel abrazo, sus grandes ojos azulesestaban bañados de lágrimas.

La asamblea entera se puso en pie ydedicó una larga ovación a los dospríncipes.

Felipe se encontraba confirmadocomo regente por todo el reino aexcepción de una provincia, Borgoña, y

de un solo hombre, Roberto de Artois.

XI.- Los prometidosjuegan al gato y el

ratón

Abandonar ostensiblemente unareunión política, para indicarabiertamente el desacuerdo, no impideal protestatario sentarse luego a la mesacon sus adversarios.

A pesar de su estallido de lamañana, el duque de Borgoña, instadoconvenientemente, aceptó asistir albanquete de familia que el conde dePoitiers ofrecía aquel mismo día en la

mansión de Vincennes.La familia real de Francia, incluidos

primos y dignatarios, comprendía másde cien personas, que se trasladaron aVincennes, entre altas y bajas vísperas,es decir, sobre las cinco de la tarde, y sesentaron ante las mesas de caballetes,cubiertas con grandes manteles blancos.

La presencia del duque de Borgoñahizo más notable la ausencia de Robertode Artois.

—Mi hijo, al salir de palacio, hacaído enfermo, debido a las cosas queha oído —dijo Blanca de Bretaña.

—¿Ha caído enfermoverdaderamente? —respondió Felipe de

Poitiers—. Espero que no se hayalastimado al caer de tan alto.

Nadie se extrañó, por lo contrario,de no ver al conde de Clermont, a quiensu hijo se había apresurado a recluir ensu residencia, en cuanto rindióhomenaje. Felicitaron a Luis de Borbónpor la buena impresión que habíaproducido su padre, y deploraron que laenfermedad de éste —noble enfermedad,por otra parte, ya que se debía a unaccidente de armas— no le permitierauna participación más frecuente en losasuntos del reino.

La comida empezó así con relativobuen humor. El condestable y el duque

de Borgoña habían sido colocados a taldistancia que no pudiera reavivarse elfuego. Valois peroraba por su cuenta.

Lo más asombroso de esta comidaera la cantidad de niños que asistían.Como Eudes de Borgoña había puestocomo condición para su asistencia queestuviera presente la pequeña Juana deNavarra, en reparación del ultraje que laasamblea le había hecho, el conde dePoitiers tuvo que llevar a sus tres hijas;el conde de Valois, a sus retoños másjóvenes; el conde de Evreux a su hijo ehija que estaban todavía en edad dejugar a muñecas; el delfín del Viennois,a su pequeño Guigues, prometido de la

tercera hija del regente, y Luis deBorbón a sus hijos en edad de andar...No podían entenderse por sus nombrespropios. Blancas e Isabeles, Carlos yFelipes se confundían; cuando alguiengritaba: «¡Juana!», seis cabezas sevolvían a la vez.

Todos estos primos estabandestinados a casarse entre sí, para servira las combinaciones políticas de suspadres, quienes, a su vez, habían sidocasados de la misma forma, en la máscercana consanguinidad. ¡Cuántasdispensas habría que solicitar del papa,para anteponer los intereses territorialesa las leyes de la religión! ¡Cuántos cojos

y dementes en perspectiva! La únicadiferencia entre la descendencia deAdán y la de Capeto era que en ésta aúnse evitaba la reproducción entrehermanos y hermanas.

El delfinito y su prometida, lapequeña Isabel de Poitiers, que prontono sería llamada más que por el nombrede Isabel de Francia, ofrecían unespectáculo de la más emocionantearmonía.

Comían en el mismo plato; eldelfinito elegía para su futura esposa losmejores trozos de guisado de anguila yse los metía a la fuerza en la boca,embadurnándole toda la cara. Los otros

niños les envidiaban su situación depareja; iban a construirles en el interiorde la casa del regente un palaceteparticular con su palafrenero, lacayo ysirvientas.

Juana de Navarra no comía nada.Todos sabían que su presencia en elbanquete había sido impuesta, y comolos niños son rápidos en adivinar lossentimientos de sus padres y en exagerarsus demostraciones, todos volvían laespalda a la infeliz huérfana. Juana erade los más pequeños, sólo tenía cincoaños. Con la única diferencia de que erarubia, en todos sus rasgos comenzaba aparecerse mucho —frente prominente,

pómulos salientes— a su madre. Era unaniña solitaria que no sabía jugar y vivíaentre domésticas en las vacíashabitaciones del palacio de Nesle.Nunca había visto tanta gente reunida nioído tanto ruido de voces y vajilla; ymiraba con una mezcla de admiración yespanto aquella sucesión de víveres quese depositaban sin cesar sobre lasinmensas mesas rodeadas de grandescomilones. Se daba perfecta cuenta deque no la querían; cuando hacía unapregunta, nadie le contestaba. A pesarde su corta edad, tenía el juiciosuficientemente desarrollado parapensar: «Mi padre era rey, mi madre era

reina; pero han muerto, y ahora ya nadieme habla.» Jamás olvidaría aquellacomida en Vincennes. A medida quesubía el tono de las voces y segeneralizaban las risas en aquelbanquete de gigantes, se hacían másintensas la tristeza y la angustia de lapequeña Juana. Luis de Evreux, quedesde lejos la vio a punto de echarse allorar, ordenó a su hijo:

—Felipe, ocúpate un poco de tuprima Juana.

El pequeño Felipe quiso imitar aljoven delfín, y llevó a la boca de suprima un trozo de esturión con salsa denaranja, que ella escupió

desdeñosamente sobre el mantel.Como los coperos servían sin cesar

los vinos a todos los convidados, sehizo evidente que esta chiquilleríavestida de brocado iba a indisponerse, yantes de comenzar el sexto plato laenviaron a jugar a los patios. A estoshijos de reyes les ocurrió, pues, lo que atodos los niños del mundo en losbanquetes: se vieron privados de susplatos preferidos, los dulces y lospostres.

En cuanto terminó el festín, Felipede Poitiers tomó del brazo al duque deBorgoña y le dijo que deseaba hablarcon él privadamente.

—Vamos a comer los dulces a solas,primo mío. Venid con nosotros, tío —añadió, volviéndose hacia Luis deEvreux.

Llamó también a Guillermo deMello, consejero del duque para que laspartes estuvieran en igualdad. Llevó alos tres hombres a una pequeña salacontigua y, mientras les servían el vinoazucarado y los dulces, comenzó porexpresar su gran interés en llegar a unacuerdo, y cuáles eran las ventajas delreglamento de regencia.

—Como sé que ahora los ánimosestán muy exaltados —dijo—, me haparecido conveniente postergar la

decisión final hasta la mayoría de edadde Juana. Para entonces habrán pasadodiez años y, vos sabéis, tan bien comoyo, que en diez años las opinionescambian bastante, aunque sólo seaporque los que profesan las másviolentas pueden haber muerto. Creía,pues, serviros, primo mío, al actuarcomo lo he hecho y me parece quehabéis comprendido mal mis propósitos.Puesto que vos y Valois no podéis porahora poneros de acuerdo, tratad cadauno de entenderos conmigo.

El duque de Borgoña seguíaenfurruñado; no era hombre inteligente;siempre temía que querían engañarlo, lo

cual no evitaba que lo fuerafrecuentemente. La duquesa Agnés, aquien no cegaba el amor maternal, lehabía hecho antes de su marcha severasrecomendaciones:

—Ten cuidado de no dejarteengañar. Piensa bien las cosas antes dehablar, y si no se te ocurre nada, cállatey deja hablar a messire de Mello quetiene inteligencia más despierta que latuya.

Eudes de Borgoña, a los veintidósaños, investido de los títulos y funcionesde duque, vivía aún bajo el temor de sumadre, y temblaba porque deberíajustificarse ante ella. No se atrevió a

responder abiertamente a las propuestasde Felipe.

—Mi madre os ha hecho llegar unacarta, primo mío, en la que os decía...¿qué decía esa carta, messire de Mello?

—La señora Agnés solicitaba que laseñora Juana de Navarra fuera puestabajo su custodia, y le extraña, monseñor,que todavía no le hayáis contestado.

—¿Pero cómo podía hacerlo, primomío? —respondió Felipe, dirigiéndose aEudes como si Mello no desempeñaseentre ellos más que el papel deintérprete—. Es una decisión que toca ala regencia. Ahora es cuando puedo darsatisfacción a esa solicitud. ¿Quién os

dice, primo, que pienso denegarla? Osllevaréis con vos, creo yo, a vuestrasobrina.

El duque, sorprendido de encontrartan poca resistencia, miró a Mello, y susemblante parecía decir: «¡Eh aquí unhombre con quien uno se puedeentender!»

—A condición, primo mío —continuó el conde de Poitiers—, acondición, naturalmente, de que vuestrasobrina no se case sin miconsentimiento. La cosa es evidente; setrata de un asunto que interesademasiado a la corona, y vos debéiscontar con nuestra opinión para dar

esposo a una joven que un día puedeconvertirse en reina de Francia.

La segunda parte de la frase hizopasar la primera. Eudes creyó de verdadque la intención de Felipe era hacercoronar a Juana si la reina Clemencia nodaba a luz un hijo.

—Desde luego, desde luego, primomío —dijo—; sobre este punto estamoscompletamente de acuerdo.

—Entonces, nada nos separa; yapodemos firmar nuestro compromiso —dijo Felipe.

Sin esperar, hizo llamar a Miles deNoyers, que tenía la mejor pluma pararedactar esta clase de pactos.

—Messire Miles —le dijo—, vais aescribir sobre vitela lo siguiente: «Nos,Felipe, par y conde de Poitiers, regentede los dos reinos por la gracia de Dios,y nuestro bienamado primo, magnífico ypoderoso señor Eudes IV, par y duquede Borgoña, juramos sobre las SagradasEscrituras prestarnos servicio y lealamistad...» Esta es la idea general queos doy messire Miles... «y por estaamistad que nos juramos, hemosdecidido en común que la señora Juanade Navarra...»

Guillermo de Mello tiró al duque dela manga y le dijo una palabra al oído,por lo que el duque comprendió que

estaba a punto de dejarse cazar.—¡Eh, primo mío! —exclamó—.

¡Mi madre no me ha autorizado areconoceros como regente!

Habían llegado a un punto muerto.Felipe sólo consentía ceder el cuidadode la niña si el duque aceptaba elreglamento de regencia. Ofreciódiversas garantías. Pero el otro seobstinaba; era sobre los derechos a lacorona, sobre lo que exigía uncompromiso formal.

«Si no tuviera a ese Mello, que esastuto —se decía el conde de Poitiers—, Eudes ya habría capitulado.»Fingiendo estar cansado, extendió sus

largas piernas, cruzó los pies y se frotóla barbilla.

Luis de Evreux lo observaba y sepreguntaba cómo iba a salir del apuro.«Veo agitarse bien pronto las lanzas porla parte de Dijon», pensaba aquelhombre prudente. Estaba a punto deaconsejar: «Vamos, cedamos en losderechos sobre la corona», cuandoFelipe preguntó de pronto al Borgoñón:

—Veamos, primo mío, ¿no deseáiscasaros?

El otro abrió unos grandes ojosredondos, creyendo en primer lugar, yaque no era inteligente, que Felipe queríaprometerlo a Juana de Navarra.

—Puesto que acabamos de jurarnoseterna amistad —prosiguió Felipe, comosi se hubiera redactado y firmado elacuerdo—, y por ella, mi querido primo,me prestáis gran apoyo, quisiera, a mivez, corresponderos; y me agradaríareforzar nuestro afectuoso lazo,bellamente, con un parentesco másestrecho. ¿No tomaríais en matrimonio aJuana, mi hija mayor?

Eudes IV miró a Mello, luego a Luisde Evreux, después a Miles de Noyers,que esperaba con la pluma en alto.

—Pero, primo, ¿qué edad tienevuestra hija? —preguntó.

—Tiene ocho años, primo mío —

respondió Felipe, quien, tras una pausa,agregó—: Puede tener también elcondado de Borgoña, heredado de sumadre.

Eudes levantó la cabeza como uncaballo que huele la avena. La unión delas dos Borgoñas, el ducado y elcondado, constituía el sueño de losduques hereditarios desde el tiempo deRoberto I, nieto de Hugo Capeto.

Juntar la corte de Dole a la de Dijon,unir los territorios que iban desdeAuxerre a Pontarlier y desde Maçon aBesançon, tener una mano en Francia yotra en dirección al Santo Imperio, yaque el condado era palatino, ese

espejismo se hacía de pronto realidad.Se abría la ruta del Imperio, con suviejo prestigio carolingio...

Luis de Evreux no pudo menos deadmirar la audacia de su sobrino; en unjuego que parecía perdido daba un granpaso adelante. Pero considerando laproposición de más cerca, elrazonamiento de Felipe se veía claro: alfin y al cabo lo único que proponía eralas tierras de Mahaut.

Habían concedido a ésta el Artois, aexpensas de Roberto, para que dejara elcondado; por dote de su mujer elcondado había pasado a Felipe, con elfin de que pudiera postular la elección

imperial.Ahora Felipe codiciaba la corona de

Francia o al menos la regencia por diezaños; el condado le interesaba, pues,menos, a condición de que sólo fuera aparar a un vasallo, como era el caso.

—¿Podría ver a la señora vuestrahija? —preguntó Eudes sin vacilar, sinpensar siquiera en notificarlo a sumadre.

—Acabáis de verla en la comida,primo mío.

—Cierto, pero no bien... quierodecir, no la he considerado bajo esteaspecto.

Enviaron a buscar a la hija mayor

del conde de Poitiers, que estabajugando al gato y el ratón con sushermanas y los otros niños13.

—¿Qué quieren? ¡Déjenme jugar! —dijo la niña, que perseguía al delfinito allado de los establos.

—Monseñor vuestro padre osreclama —le dijeron.

En cuanto cogió al pequeño Guiguesy gritó «¡Tate!», pegándole en laespalda, siguió, mohína, descontenta, alchambelán que la asía de la mano.

Sofocada, con las mejillasarreboladas, el cabello tapándole lacara y su vestido de brocado lleno depolvo, se presentó ante su primo Eudes,

que tenía catorce años más que ella. Erauna niña ni fea ni guapa, todavíadelgadita, que no podía darse perfectacuenta de que su destino se confundía eneste instante con el de Francia... Hayniñas que dejan adivinar el aspecto quetendrán de adultas; en ésta no sedistinguía nada. Lo único que se veía erael condado de Borgoña, como aureola.

Una provincia es algo hermoso; peroes preciso que la mujer no sea deforme.«Si tiene las piernas derechas, acepto»,se decía el duque. Tenía razones paratemer sorpresas de esta clase, ya que suhermana segunda, menor que Margarita ycasada con Felipe de Valois, no tenía

los talones a la misma altura. ¡En laanimosidad presente de los Valois hacialos Borgoña, esta cojera, que noaparecía en el contrato, tenía mucho quever! El duque pidió, pues, sin que elloextrañara a nadie, que levantaran lasfaldas a la niña para apreciar la formade sus piernas14. La pequeña tenía laspantorrillas y los muslos delgados,como su padre; pero no habíadeformación.

—Tenéis razón, primo mío —dijo elduque—. Esta será la mejor manera desellar nuestra amistad.

—¡Veis! —exclamó Poitiers—. ¿Novale más esto que querellarse? De ahora

en adelante quiero llamaros yerno.Le abrió los brazos; el yerno tenía

sólo treinta meses menos que el suegro.—Vamos, hija mía, besad a vuestro

prometido —dijo Felipe a la niña.—¡Ah! ¿Es mi prometido? —

preguntó la pequeña.Y se irguió orgullosamente.—¡Pero si es mayor que el delfinito!«¡Qué buena idea tuve el mes pasado

—se decía Felipe— al darle al delfín mitercera hija, y en cambio conservar estaotra, que podía disponer del condado!»

El duque de Borgoña tuvo quelevantar a su futura esposa para quepudiera darle en la mejilla un gran beso

mojado. Tan pronto la dejó en el suelo,la niña se echó a correr en dirección alpatio para anunciar orgullosamente a losotros niños:

—¡Estoy prometida!Se interrumpieron los juegos.—Y no un prometido pequeño como

el tuyo —dijo a su hermana, señalándoleal hijo del delfín—.

El mío es mayor, como nuestropadre.

Luego, viendo a la pequeña Juana deNavarra, que estaba mohína y un pocoapartada le dijo:

—Ahora voy a ser tu tía.—¿Por qué mi tía? —preguntó la

huérfana.—Porque seré la esposa de tu tío

Eudes.Una de las hijas del conde de

Valois, que sólo tenía siete años, peroque estaba enseñada para repetirlo todo,se precipitó al castillo, buscó a supadre, que conspiraba en compañía deBlanca de Bretaña y de otros señores desu partido, y le contó lo que acababa deoír. Carlos se levantó derribando elasiento, y se lanzó, erguido, hacia lapieza en que se encontraba el regente.

—¡Ah, mi querido tío, sed bienvenido! —exclamó Felipe de Poitiers—.Precisamente iba a haceros llamar para

que fuerais testigo de nuestro acuerdo.Y le tendió el acta que Miles de

Noyers acababa de redactar de estamanera: para firmar aquí con todosnuestros parientes las convenciones queacabamos de realizar con nuestro buenprimo de Borgoña, y por las cualesestamos de acuerdo en todo.»

Amarga semana para el exemperadorde Constantinopla, que no tuvo másremedio que capitular. Después de él,Luis de Evreux, Mahaut de Artois, eldelfín del Viennois, Amadeo de Saboya,Carlos de La Marche, Luis de Borbón,Blanca de Bretaña, Guy de Saint-Pol,Enrique de Sully, Guillermo de

Harcourt, Anseau de Joinville y elcondestable Gaucher de Châtillonestamparon su firma al pie de lasconvenciones.

El tardío crepúsculo de julio caíasobre Vincennes. La tierra y los árbolesestaban impregnados todavía del calorde la jornada. La mayor parte de losinvitados se había marchado.

El regente fue a dar un paseo bajolas encinas en compañía de susfamiliares más adictos, que lo habíanseguido desde Lyon y habían aseguradosu triunfo. Bromeaban un poco acercadel árbol de San Luis que no lograbanencontrar. De pronto, el regente dijo:

—Monseñores, guardo una dulcealegría en el corazón; mi buena esposaha dado hoy a luz un hijo.

Respiró profundamente, confelicidad, con delicia, como si el airedel reino de Francia le pertenecieraverdaderamente.

Se sentó en la hierba. Con la espaldaapoyada en un tronco, contemplaba lashojas de los árboles que se recortabansobre el cielo rosado, cuando Gaucherde Châtillon llegó a grandes pasos.

—Monseñor, vengo a traeros unamala noticia —dijo.

—¿Ya? —exclamó el regente.—Vuestro primo Roberto acaba de

ponerse en camino hacia el Artois.

Segunda Parte: ElArtois y el Cónclave

I.- La llegada delconde Roberto

Una docena de caballeros, llegadosde Doullens y conducidos por un gigantecon cota de mallas del color de lasangre, atravesaron al galope el pueblodel Bouquemaison y se detuvieron en elpunto más alto del camino. Desde allí sedivisaba una amplia llanura de trigales,cortada por ondulaciones del terreno yhayales, que descendía en mesetas haciaun horizonte de bosques lejanos.

—Aquí comienza el Artois,monseñor —dijo uno de los hombres,

sire Juan de Varennes, dirigiéndose aljefe de la tropa.

—¡Mi condado! Eh aquí, por fin, micondado —dijo el gigante—. ¡Eh aquíuna buena tierra, que no he pisado desdehace catorce años!

El silencio del mediodía se extendíapor los campos llenos de sol. Se oía elresoplido de los caballos después delesfuerzo realizado, y el revoloteo de losabejorros ebrios de calor.

Roberto saltó bruscamente de sumontura, lanzó la brida a su criadoLormet, trepó por el talud pisando lahierba, y entró en el primer campo. Suscompañeros permanecieron inmóviles,

respetando la intimidad de su alegría.Roberto avanzó con su paso de colosopor entre las espigas, ya granadas ydoradas que le llegaban hasta el muslo.Las acariciaba con la mano, como sifueran la gualdrapa de un dócil caballoo los cabellos de una amante rubia.

—¡Mi tierra, mi trigo! —repetía.De repente se echó cuan largo era en

el campo, revolcándose, rodandolocamente entre las gramíneas como siquisiera confundirse con ellas; mordíalas espigas con todos sus dientes paraencontrar en el corazón del grano elsabor lechoso que tiene un mes antes dela cosecha; ni siquiera se daba cuenta de

que se lastimaba los labios con lasaristas del trigo candeal. Se embriagabade cielo azul, de tierra seca y delperfume de los tallos, haciendo él solotantos estragos como una manada dejabalíes.

Se levantó, soberbio, completamenterestregado, y se reunió con suscompañeros blandiendo un puñado deespigas arrancado brutalmente.

—Lormet —ordenó a su criado—,desabrocha mi cota, desenlaza mibroigne15.

Cuando Lormet cumplió la orden,deslizó el puñado de trigo bajo sucamisa, junto a la piel.

—Juro ante Dios, monseñores —dijo con voz potente—, que estasespigas no saldrán de mi pecho hastaque haya reconquistado el último campo,el último árbol de mi condado. ¡Ahora, ala guerra!

Montó en su caballo y lo lanzó algalope.

—¿No te parece, Lormet —gritó enplena carrera—, que aquí la tierra suenamejor bajo los cascos de nuestroscaballos?

—Desde luego, monseñor —respondió el asesino de corazón tierno,que compartía todas las opiniones de sudueño—. Pero lleváis suelta la cota; no

corráis tanto y os la podré ajustar.Cabalgaron así un momento. Luego

la llanura descendía bruscamente yRoberto descubrió una masa de milochocientas corazas alineadas en unapradera, centelleantes bajo el sol, queacudían a recibirlo. Nunca hubieracreído encontrar tan numerosospartidarios en esta Cita.

—¡Ah, Varennes! ¡Buen trabajo,compadre mío! —exclamó Roberto,maravillado.

En cuanto lo reconocieron loscaballeros de Artois, un inmenso clamorse elevó de sus filas.

—¡Bien venido sea nuestro conde

Roberto! ¡Larga vida a nuestro gentilseñor!

Y los más entusiastas lanzaron loscaballos a su encuentro; las rodillerasde hierro chocaban, las lanzas oscilabancual la mies en el campo.

—¡Ah, ahí veo a Caumont y aSouastre! Os reconozco por vuestrosescudos, compañeros míos —dijoRoberto.

Por el ventalle levantado del casco,los caballeros mostraban sus caraschorreando sudor, pero radiantes por laalegría bélica. Muchos de ellos, simplessires del campo, llevaban viejasarmaduras anticuadas, heredadas de sus

padres o de sus tíos-abuelos, que ellosmismos habían ajustado mal a sumedida. Antes de anochecer, esasarmaduras harían daño por las junturas ysu cuerpo estaría cubierto de costrassangrantes. En previsión de esto todosllevaban en los equipajes de susescuderos de armas un bote de ungüentopreparado por sus mujeres y trozos detela para curarse.

Ante Roberto se presentaban todoslos ejemplares de la moda militar de unsiglo, todas las formas de yelmos ycimeras; algunas de estas cotas demallas y gruesas espadas habíanparticipado en la última cruzada. Los

elegantes provincianos se empenachabancon plumas de gallo, faisán o pavo real;otros iban coronados con un dragóndorado, y hasta uno de ellos habíallegado a colocarse en el casco la figurade una mujer desnuda, que atraía lasmiradas de muchos.

Todos habían pintado de nuevo suscortos escudos, donde resplandecían encolores chillones sus blasones, sencilloso complicados según la antigüedad decada linaje. Los más sencillosgeneralmente pertenecían a las familiasmás antiguas.

—He aquí a Saint-Venant,Longvillers, Nedonchel —decía Juan de

Varennes, presentando los caballeros aRoberto.

—Vuestro leal, monseñor, vuestroleal —decía cada uno al momento decitar su nombre.

—Leal Nedonchel..., lealBailiencourt..., leal Picquigny... —respondía Roberto al pasar ante ellos.

A unos jovenzuelos, erguidos yorgullosos de entrar en liza por primeravez, Roberto les prometió armarloscaballeros él mismo, si mostraban valoren los próximos lances.

Luego decidió nombrarinmediatamente dos mariscales, como enel ost real. En primer lugar eligió a sire

de Hautponlleu, que había contribuidoactivamente a agrupar aquella noblezaalborotada.

—Y ahora voy a elegir.., veamos...¡a ti, Beauval! —anunció Roberto—. Elregente tiene por mariscal a unBeaumont; yo tendré a un Beauval.

Los pequeños señores a quienescomplacían los juegos de palabras y losretruécanos aclamaron riendo a Juan deBeauval, que había sido designadodebido a su nombre.

—Ahora, monseñor Roberto —dijoJuan de Varennes—, ¿qué ruta queréisseguir? ¿Vamos primero a Saint-Pol, obien nos dirigimos directamente a

Arrás? El Artois es todo vuestro; notenéis más que elegir.

—¿Qué ruta lleva a Hesdin?—La que vos pisáis, monseñor, que

pasa por Frévent.—Pues bien, quiero ir primero al

castillo de mis padres.Un movimiento de inquietud se

observó entre los caballeros. Realmenteera de lamentar que el conde de Artois,apenas llegado, quisiera dirigirse haciaHesdin.

Sire Souastre, el que llevaba sobreel casco la figura de una mujer desnuda,que se había hecho notar mucho en lostumultos del último otoño, dijo:

—Temo, monseñor, que el castillono esté en condiciones de recibiros.

—¿Cómo? ¿Sigue acaso ocupadopor sire de Brosse, que fue mandado allípor mi primo el Turbulento?

—No, no; hicimos huir a Juan deBrosse, pero destrozamos también unpoco el castillo.

—¿Destrozado? —dijo Roberto—.¿No lo habéis quemado?

—No, monseñor, no; los murossiguen en pie.

—Pero lo debisteis de saquear unpoco, ¿verdad? Bien; si no es más queeso, habéis hecho bien. Cuanto sea deMahaut la cerda, Mahaut la bribona,

Mahaut la ramera, os pertenece,monseñores. Yo os hago partícipes detodo.

¡Cómo no querer a un señor feudaltan generoso! Los aliados vitorearon denuevo a su gentil conde Roberto,deseándole larga vida, y el ejército de larebelión se puso en marcha haciaHesdin.

Al atardecer llegaron ante lascatorce torres de la plaza fuerte de loscondes de Artois, en la que sólo elcastillo ocupaba la superficie de doce«medidas», o sea casi cinco hectáreas.

¡Cuántos impuestos, penas y sudoreshabía costado a la gente humilde de la

comarca aquel fabuloso edificiodestinado, según les habían dicho, aprotegerlos de las desgracias de laguerra! Las guerras se sucedían, pero laprotección se mostraba poco eficaz, ycomo siempre se luchaba por laposesión del castillo, la poblaciónprefería encerrarse en sus casas deadobe, rogando a Dios que el aludpasara de largo.

En las calles no había mucha gentepara festejar la llegada del señorRoberto. Los habitantes, acobardadospor el saqueo de la víspera, seescondieron.

Los alrededores del castillo no eran

muy agradables a la vista; la guarniciónreal, colgada en las almenas, comenzabaa oler a carroña. En la puerta grande,llamada puerta de los pollos, el puentelevadizo no había sido levantado. Elinterior ofrecía un espectáculo dedesolación; de las bodegas corría elvino de las cubas destrozadas; por todaspartes se veían aves de corral muertas;de los establos llegaba el quejumbrosomugido de las vacas, y en los ladrillosque pavimentaban los patios interiores,raro lujo en aquella época, se leía lahistoria de la reciente carnicería enlargos hilos de sangre seca.

Las habitaciones de la familia de

Artois comprendían cincuenta piezas,ninguna de las cuales había sidorespetada por los buenos aliados deRoberto. Todo lo que no se pudieronllevar para decorar las mansionesvecinas había sido destrozado en elmismo lugar.

Desapareció de la capilla la grancruz de plata sobredorada y el busto deSan Luis que contenía un fragmento dehueso y algunos cabellos del rey.Desapareció el gran cáliz de oro, delque se apropió Ferry de Picquigny, quepoco más tarde se pudo encontrar enventa en una tienda de París.Desaparecieron los doce volúmenes de

la biblioteca y el ajedrez de jaspe ycalcedonia. Con los vestidos,peinadores y lencería de Mahaut, losseñores se habían abastecido de buenosregalos para sus amantes. Hasta sellevaron de las cocinas las reservas depimienta, jengibre, azafrán y canela.

Caminaban sobre vajilla destrozaday brocados hechos trizas; sólo se veíancortinas de lecho rasgadas, mueblesquemados y tapices arrancados. Losjefes de la revuelta, un poco confusospor el destrozo que habían hecho,seguían a Roberto en su visita; pero elgigante, a cada descubrimiento quehacía, estallaba en una risa tan amplia,

tan sincera, que pronto se sintieronenvalentonados.

En la sala de los escudos, Mahauthabía hecho erigir, adosadas a lasparedes, estatuas de piedra querepresentaban a los condes y condesasdel Artois desde su origen hasta ellamisma.

Todos losrostros se parecían unpoco, pero el conjunto ofrecía buenaspecto.

—Aquí, monseñor —dijo Picquigny—, no quisimos tocar nada.

—Pues hicisteis mal, compadre —respondió Roberto—, porque entre estasfiguras veo una al menos que no me

gusta. ¡Lormet, una maza!Empuñó la pesada maza de guerra

que le tendió su criado, la hizo volteartres veces por encima de su cabeza ydescargó un descomunal golpe sobre laefigie de Mahaut. La estatua vaciló en supedestal, la cabeza se desprendió delcuello y fue a estrellarse contra laslosas.

—¡Que le ocurra lo mismo a laverdadera cabeza, después de que todoslos aliados del Artois se hayan orinadoencima de ella! —exclamó Roberto.

Para quien gusta de destrozar, todoes cuestión de empezar; la maza deguerra erizada de puntas, se balanceaba,

amenazadora, en la mano del gigante.—¡Ah, bribona tía! Me despojasteis

del Artois porque este que meengendró...

E hizo saltar la cabeza de la estatuade su padre, el conde Felipe.

—...cometió la tontería de morirantes que éste...

Y decapitó a su abuelo el condeRoberto II.

—¿Iba a vivir yo entre estasimágenes que hicisteis modelar para queos otorgaran un honor al que no teníaisderecho? ¡Abajo! ¡Abajo misantepasados! Volveremos a comenzarlotodo.

Las paredes temblaban, los trozos depiedra se diseminaban por el suelo. Losbarones del Artois permanecían ensilencio con la respiración cortada poraquel furor que superaba en mucho a supropia violencia. ¡Cómo, en verdad,cómo no obedecer apasionadamente a unjefe así!

Cuando terminó de descabezar a suestirpe, el conde Roberto III lanzó lamaza por las vidrieras de una ventana y,estirándose, dijo:

—Ahora podemos hablarcómodamente... messires compañerosmíos, mis leales, quiero que en todas lasciudades, prebostazgos y castellanías

que vayamos a liberar del yugo deMahaut, se registren las quejas que cadauno formule contra ella, y que dichoregistro recoja con toda exactitud susmaldades, con el fin de enviar uninforme concreto a su yerno messirePuertas Cerradas...porque lugar que pisaese hombre, lugar que cierra: ciudades,cónclave, Tesoro... a messire Corto-de-Vista, nuestro señor Felipe el Tuerto17,que se proclama regente, y por causa delcual nos quitaron, hace catorce años,este condado, para que él pudieraenriquecerse con la Borgoña. ¡Quéreviente esa bestia, con la garganta atadacon sus tripas!

El pequeño Gerardo Kierez, elhombre hábil en pleitos yprocedimientos, que había defendidoante el rey la causa de los baronescontra Mahaut, tomó entonces la palabray manifestó:

—Hay algo grave, monseñor, que nosolamente atañe al Artois, sino a todo elreino y apuesto a que no seríaindiferente al regente que se supieracómo murió su hermano Luis X.

—¡Por el mismo diablo, Gerardo!¿También tú sospechas lo mismo queyo? ¿Tienes pruebas de que en esteasunto mi tía ha puesto también sumaligna mano?

—¡Pruebas, pruebas, monseñor, esose dice pronto! Pero sí tengo una fuertesospecha, que puede ser apoyada contestimonios. Conozco en Arrás a unaseñora que se llama Isabel de Fériennesy a su hijo Juan, vendedores ambos deobjetos de magia, que proporcionaron acierta joven de la familia Hirson, laBeatriz...

—Algún día, compañeros míos, osregalaré a esa Beatriz —dijo Roberto—.La he visto varias veces, y adivino, porsu aspecto, que tiene unos reales muslos.

—Los Fériennes le vendieron, parala señora Mahaut, veneno para matarciervos, dos semanas antes de morir el

rey. Lo que podía servir para losciervos bien pudo servir también para elrey.

Los barones demostraron con susrisitas que apreciaban el juego depalabras, a su altura.

—De todos modos, se trataba deveneno para cornúpetas —exclamóRoberto—. ¡Dios guarde el alma de micornudo primo Luis!

Las risas subieron de tono.—Y ello parece tanto más cierto,

messire Roberto —prosiguió Kierez—,cuanto que la señora Fériennes se jactóel año pasado de haber fabricado elfiltro que hizo las paces entre messire

Felipe, a quien llamáis el Tuerto, y laseñora Juana, hija de Mahaut...

—...ramera como su madre, y aquien hicisteis mal, barones míos, de noahogar como si fuera una víbora cuandola tuvisteis a vuestra merced, aquímismo, el pasado otoño —dijo Roberto—. Necesito a esta Fériennes y a su hijo.Prendedlos en cuanto lleguemos a Arrás.Ahora vamos a comer, porque estajornada me ha abierto mucho el apetito.Que maten el buey más gordo de losestablos, y que lo asen entero; quevacíen el estanque de las carpas deMahaut, y que nos traigan el vino que noos acabasteis de beber.

Dos horas más tarde, al caer el día,toda aquella compañía estabacompletamente borracha.

Roberto mandó a Lormet, que semantenía bastante bien en pie, a dar unabatida por la ciudad, con una buenaescolta, a fin de proporcionar lasmujeres necesarias para contentar elhumor alegre de los barones.

Lormet no se detuvo en averiguar sieran doncellas o madres de familiaaquellas a quienes sacaba de la cama;con sus soldados empujó hacia elcastillo a un rebaño en camisón quebalaba de espanto. En las saqueadashabitaciones de Mahaut se organizó un

sabroso combate. Los alaridos de lasmujeres enardecían a los caballeros,quienes se lanzaban al asalto como sicargaran contra infieles, rivalizando enproezas seductoras, y abatiéndose hastatres a la vez sobre el mismo botín.

Roberto cogió por los cabellos a losbocados mejores, sin preocuparsemucho en desnudarlas.

Como pesaba más de doscientaslibras, sus conquistas casi perdían larespiración y no podían gritar.

Mientras tanto, Souastre, que habíaperdido su hermoso casco, estabaencorvado, con los puños sobre elcorazón y vomitando como gárgola

durante una tormenta.Luego, aquellos valientes empezaron

a roncar; un hombre hubiera bastadoentonces para degollar sin dificultad atoda la nobleza del Artois.

Al día siguiente, un ejército depiernas flojas, lenguas espesas ycerebros brumosos se puso en caminohacia Arrás. Sólo Roberto parecía tanfresco como un lucio sacado del río, loque le ganó definitivamente laadmiración de sus tropas. Hicieronvarios altos en el camino, porqueMahaut poseía en aquellos parajes otroscastillos, cuya vista despertó el valor delos barones.

Pero cuando, el día de SantaMagdalena, se instaló Roberto en Arrás,buscaron en vano a la señora Fériennes;había desaparecido.

II.- El lombardo delpapa

En Lyon, los cardenales seguíanencerrados. Se habían imaginado queiban a cansar al regente, pero sureclusión duraba ya un mes. Lossetecientos hombres armados del condede Forez continuaban montando guardiaalrededor de la iglesia y del convento delos frailes dominicos; y aunque porrespetar las formas, el conde de Savelli,mariscal del cónclave, llevabapermanentemente las llaves consigo,estas llaves no servían de gran cosa, ya

que sólo podían aplicarse a puertastapiadas.

Los cardenales transgredían día trasdía la constitución de Gregorio, y ellocon la conciencia tranquila por habersido obligados a reunirse con apremio yviolencia. No dejaban de decírselo asídía tras día al conde de Forez, cuandoéste asomaba la cabeza encasquetadapor el estrecho orificio que servía parapasar los víveres. Pero día tras día elconde de Forez se limitaba a repetir queél se veía obligado a respetar la ley delcónclave. Este diálogo de sordos podíacontinuar durante largo tiempo.

Los cardenales ya no se alojaban

juntos, como prescribía la constitución;porque, aunque la nave de los Jacobinosera grande, el hecho de convivir en ellacasi cien personas, sobre simplesbrazadas de paja, pronto se hizoinsoportable. Y en primer lugar, por lapestilencia que se había originado conlos calores de agosto.

—Porque nuestro Señor naciera enun establo, su vicario no ha de serelegido necesariamente en medio de laporquería —decía un cardenal italiano.

Los prelados, por lo tanto, sepasaron al convento, que comunicabacon la iglesia, el cual estabacomprendido en el mismo recinto.

Expulsando de él a los frailes, secolocaron bien o mal a tres por celda opor habitación de la hospedería, la cual,naturalmente, fue cerrada a los viajeros.Los capellanes y los pajes ocuparon losrefectorios.

El régimen alimenticio decrecienteno seguía aplicándose; de haberlohecho, hubiera sido una asamblea deesqueletos. Los cardenales se hacíanenviar del exterior algunas golosinas,que, según decían, iban destinadas alsuperior y a los frailes. El secreto de lasdeliberaciones se violaba hábil yobstinadamente; cada día entraban osalían del cónclave cartas escondidas en

el pan o entre los platos vacíos. La horade la comida se había convertido en lahora del correo, y la correspondenciaque pretendía arreglar la suerte de lacristiandad estaba muy manchada degrasa.

El conde de Forez había notificadotodas estas infracciones al regente, queparecía alegrarse. «Cuantas más faltas einobservaciones cometan —declaróFelipe de Poitiers—, mejor podremoscastigarlos, cuando tomemos unadecisión. Dejad pasar las misivas, peroabridlas en cuantas ocasiones podáis yhacedme conocer su contenido.»

De esta manera se supo del fracaso

de cuatro candidaturas, casiinmediatamente después de planteadas:primero la de Arnaldo Nouvel, antiguoabad de Fontfroide, de quien el conde dePoitiers hizo saber claramente por Juande Forez «que no encontraba a aquelcardenal bastante amigo del reino deFrancia»; luego las candidaturas deGuillermo de Mandagout, de Arnaldo dePélagrue y de Berenguer Frédol elmayor. Gascones y provenzales sezancadilleaban mutuamente.

Se supo también que el terribleCaetani comenzaba a asquear a una partede los italianos, incluso a su propiosobrino Stefaneschi, por la bajeza de sus

intrigas y la demente exageración de suscalumnias.

Había llegado a proponer, como porbroma —pero ya se sabía lo que en suboca significaban estas palabras—,evocar al diablo y encargarle ladesignación de papa; pues Dios parecíarenunciar a mostrar su elección.

A lo que Duéze, con su vozsusurrante, respondió:

—No sería la primera vez,monseñor Francisco, que Satanás sesentaría entre nosotros.

Cuando Caetani solicitaba unacandela, se susurraba que no era paraalumbrarse, sino para fundirla y

proceder a un hechizo.Hasta su inesperada internación, los

cardenales se oponían unos a otros porrazones de doctrina, de prestigio o deinterés. Pero después de vivir juntos unmes, en la incomodidad de un espacioreducido, se odiaban por razonespersonales, casi físicas. Algunosdescuidaban su aseo, no se lavaban ni seafeitaban, y se dejaban llevar por todaslas libertades de la naturaleza. Algúncandidato ya no buscaba votosprometiendo dinero o beneficioseclesiásticos, sino repartiendo su racióncon los glotones, acto formalmenteprohibido. Entonces corrían las

denuncias de boca en boca:—El camarlengo ha comido tres

platos del bando de...Si los estómagos lograban

satisfacerse con estas compensaciones,no ocurría lo mismo con otros apetitos;la castidad, a la que ciertos cardenalestenían poca costumbre de someterse,comenzaba a agriar furiosamente elcarácter de algunos. Entre losprovenzales circulaba este juego depalabras:

—Si de Auch está presto a todo parahacer buena cara, los Colonna hacenbuena cara a todos.

Porque los dos Colonna, tío y

sobrino, dos señores atléticosconfigurados más para llevar coraza quesotana, acorralaban a los pajes por lospasillos, con la promesa de una buenaabsolución.

No dejaban de echarse en caraantiguas quejas:

—Si no hubierais canonizado aCelestino... si no hubierais renegado deBonifacio... si no hubierais condenado alos Templarios...

Se acusaban mutuamente dedebilidad en la defensa de la Iglesia, deambición y de venalidad. Oyendo hablara aquellos cardenales, se hubiera dichoque ninguno de ellos merecía siquiera

una parroquia de pueblo.Sólo monseñor Duèze parecía

insensible a la incomodidad, las intrigasy la maledicencia.

Desde hacía dos años habíaembarullado tanto las cosas entre suscolegas que ya no necesitaba mezclarseen nada, y podía dejar que sus perversasmaquinaciones trabajaran por sí mismas.Frugal por naturaleza y por costumbre,la escasez de comida no le preocupabaen absoluto. Había preferido compartirsu celda con los dos cardenalesnormandos agrupados a los provenzales,Nicolás de Fréauville, antiguo confesorde Felipe el Hermoso, y Miguel del Bec,

que, demasiado débiles para formar unpartido, no figuraban entre los«papables». No los temían, y suinstalación en compañía de Duéze nopodía tener aspecto de conjura. Por otraparte, Duéze veía poco a suscompañeros. A una hora fija se paseabapor el claustro del convento, apoyadogeneralmente en el brazo de Guccio, queno cesaba de recomendarle:

—¡Monseñor, no vayáis tan deprisa! Tengo dificultad en seguiros,debido a esta pierna que me ha quedadorígida a consecuencia de mi caída, enMarsella. Bien sabéis que vuestraoportunidad, si he de dar crédito a lo

que oigo, será mayor cuanto más débilos crean.

—Es verdad, es verdad, dices bien—respondía el cardenal, que seesforzaba entonces por encorvar laespalda y arrastrar los pies, doblegandosus setenta y dos años.

El resto del tiempo, lo dedicaba aleer o a escribir. Se había procurado loque le era más necesario: libros,candela y papel. ¿Le avisaban para unareunión en el coro de la iglesia? Fingíaentonces dejar con pena sus trabajos, searrastraba hasta su silla y, mientras sedeleitaba escuchando las injurias yperfidias con que se abrumaban sus

colegas, se contentaba con susurrar:—Ruego a Dios, hermanos míos,

ruego a Dios que nos inspire la elecciónmás digna.

Quienes lo conocían de hacía tiempolo encontraban cambiado. Parecía llenode virtudes cristianas, y entregado amaceraciones y ofrecía a todos ejemplode benevolencia y caridad. Cuando se lohacían observar, respondíasencillamente, acompañando sumurmullo con un gesto de desengaño:

—La proximidad de la muerte. Eshora ya de prepararme...

Apenas tocaba la escudilla de lacomida y la hacía llevar a alguno de sus

rivales. Así Guccio se llegaba con losbrazos cargados, junto al camarlengoque engordaba como buey cebado, y ledecía:

—Monseñor Duéze os envía esto.Esta mañana os ha encontrado delgado.

De los noventa y seis prisioneros,Guccio era uno de los que másfácilmente se comunicaban con elexterior. Había podido establecerrápidamente un enlace con el agente dela banca Tolomei en Lyon. Por esta víapasaba no sólo las cartas que enviaba asu tío, sino también el correo mássecreto, que Duéze destinaba al regente.Estas cartas no pasaban por la desgracia

de los platos grasientos, sino dentro delos libros indispensables a los piadososestudios del cardenal.

Duéze, en efecto, no tenía otroconfidente que el joven lombardo, cuyaastucia le era cada día más valiosa. Susdestinos estaban estrechamente ligados,porque uno quería salir papa de aquelconvento recalentado por el verano, y elotro deseaba dejarlo cuanto antes,protegido poderosamente, para correr enauxilio de su hermosa María. Guccio, detodos modos, estaba algo tranquilo en loreferente a ella desde que Tolomei lehabía escrito que velaba por su amorcomo un tío verdadero.

A comienzos de la última semana dejulio, cuando Duéze vio que elcansancio extenuaba a sus colegas,hartos de calor y lanzadosirremediablemente unos contra otros,decidió poner en práctica la comediaque meditaba desde hacía tiempo ypreparada cuidadosamente con Guccio.

—¿He arrastrado bastante los pies?¿He ayunado bastante? ¿Es bastantemalo mi aspecto? —preguntaba a suimprovisado paje—. ¿Están mis colegasbastante disgustados de sí mismos paradejarse llevar por cansancio a unadecisión?

—Así lo creo, monseñor; creo que

ya están maduros.—Entonces, mi joven compañero,

comenzad a hacer trabajar vuestralengua; por mi parte, temo acostarme yno levantarme más.

Guccio empezó por decir a losservidores de los otros cardenales quemonseñor Duéze estaba muy agotado,que presentaba indicios de enfermedad yque, en vista de su mucha edad, era detemer que no saliera vivo del cónclave.

Al día siguiente, Duéze no aparecióen la reunión diaria, y los cardenales locomentaban entre sí, repitiendo losrumores que Guccio había hechocircular.

Al dia siguiente, el cardenal Orsini,que acababa de tener un violentoaltercado con los Colonna, se encontrócon Guccio y le preguntó si era verdadque monseñor Duèze estaba tan débil.

—Sí, monseñor, y estoyapenadísimo —respondió Guccio—.¿No estáis enterado de que mi dueñoincluso ha dejado de leer? Eso es comodecir que le queda poco de vida.

Luego, con el aire de cándidaaudacia que sabía adoptar en talescasos, añadió:

—Si yo estuviera en vuestro lugar,monseñor, sé muy bien lo que haría.Elegiría a monseñor Duèze. Así podríais

salir al fin de este cónclave y reunir otroa vuestro gusto en cuanto él muera, cosaque, os lo repito, no tardará. Es unaoportunidad que, tal vez la semanapróxima, se habrá perdido.

Por la tarde, Guccio vio a NapoleónOrsini en conciliábulo con Stefaneschi,Arberti de Prato y con Guillermo deLongis, todos italianos favorables aDuéze. Al día siguiente volvió aformarse como casualmente el mismogrupo en el claustro, pero incrementadocon el español Lucas Flisco,hermanastro de Jaime II de Aragón, ycon Arnaldo de Pélagrue, jefe delpartido gascón.

Guccio, al pasar junto a ellos, oyódecir a éste último:

—¿Y si no muere?—Sería menor mal que permanecer

aquí —respondió uno de los italianos—,seis meses más, como nos amaga, siperdemos esta ocasión de elegir a unmoribundo.

Guccio hizo pasar inmediatamenteuna carta para su tío, en la que lerecomendaba comprar a la compañía delos Bardi todos los créditos que estabanca tenía sobre Juan Duéze. «Podréisobtenerlos sin dificultad a mitad de suvalor, ya que al deudor se le da pormuerto, y el acreedor os tomará por

loco. Comprad incluso a ochenta libraslas cien, porque, como os digo, el asuntoserá bueno; o yo no soy vuestrosobrino.» Además aconsejaba a Tolomeique se trasladara a Lyon lo antesposible.

El 29 de julio, el conde de Forezhizo entregar oficialmente al cardenalcamarlengo una carta del regente. Paraescuchar su lectura, Juan Duézeconsintió en dejar su camastro; más quecaminar, se dejó llevar a la reunión.

La carta del conde de Poitiers erasevera. Detallaba todas las infraccionescometidas del reglamento de Gregorio.Recordaba su amenaza de quitar la

techumbre de la iglesia. Vituperaba a loscardenales por sus discordias, y lessugería, si no podían llegar a unadecisión, conferir la tiara al más ancianode ellos. Ahora bien, el más anciano eraJuan Duèze.

Cuando éste oyó estas palabras,movió los brazos con gesto demoribundo y dijo con voz apenasperceptible:

—¡El más digno, hermanos míos, elmás digno! ¿Qué ibais a hacer con unpastor que ni siquiera tiene fuerzas paraandar, y cuyo lugar está más bien en elcielo, si el Señor quiere acogerlo, queaquí abajo?

Se hizo llevar a su celda, se tendiósobre la cama y se puso de cara a lapared.

Al día siguiente, Duéze pareciórecobrar un poco las fuerzas; undebilitamiento demasiado constantehubiera despertado sospechas. Pero alrecibirse una recomendación del rey deNápoles, que apoyaba la del conde dePoitiers, el anciano comenzó a toser demanera penosa; debía de estar muy malcuando se había acatarrado con aquelcalor tan grande.

Continuaban los chalaneos, ya queno se habían extinguido todas lasesperanzas.

El conde de Forez comenzó amostrarse más duro. Ahora hacíaregistrar ostensiblemente los alimentos,que además había reducido a un serviciodiario, y confiscaba la correspondenciao la hacía echar de nuevo al interior.

El 5 de agosto, Napoleón Orsinihabía logrado inclinar hacia Duéze almismo temible Caetani y a otrosmiembros del partido gascón. Losprovenzales empezaban a olfatear elperfume de la victoria.

El 6 de agosto pudo advertirse quemonseñor Duéze contaba con dieciochovotos, es decir, dos más que aquellafamosa mayoría absoluta que, en dos

años y tres meses, nadie había podidoreunir. Los últimos adversarios, viendoque se iba a hacer la elección a pesar deellos, y temiendo que se les tuviera encuenta su obstinación, se jactaron enreconocer las altas virtudes cristianasdel cardenal-obispo de Porto, y sedeclararon dispuestos a ayudarle con susvotos.

Al día siguiente, 7 de agosto de1316, decidieron votar. Designaroncuatro escrutadores.

Duèze se presentó llevado porGuccio y su segundo paje.

—Pesa como una pluma —murmuraba Guccio a los cardenales, que

los miraban pasar y se apartaban conuna deferencia que indicaba ya laelección que iban a hacer.

Minutos después era proclamadopapa por unanimidad, y sus veintitrésrivales le dedicaron una ovación.

—Puesto que Vos lo queréis, Señor,puesto que Vos lo quereis... —susurróDuéze.

—¿Qué nombre escogéis? —lepreguntaron.

—Juan... Llevaré el nombre deJuan... Juan XXII.

Guccio se adelantó para ayudar alevantarse al endeble anciano,convertido en la autoridad suprema del

universo.—No, hijo mío, no —dijo Duéze—.

Me esforzaré en andar solo. ¡QuieraDios sostener mis pasos!

Los imbéciles creyeron entoncesasistir a un milagro, mientras que losdemás comprendieron que habían sidoengañados. Pensaban haber votado porun cadáver, y he aquí que su elegidocirculaba con toda facilidad entre ellos,bullicioso y fresco como una trucha.Pero no podían imaginar todavía la duravida que les iba a deparar durantedieciocho años.

Entretanto el camarlengo habíaquemado en la chimenea las papeletas

de la votación, cuyo humo blancoanunciaba al mundo un nuevo pontífice.Entonces comenzaron a oírse golpes depico en el muro que tapiaba la puertaprincipal. Pero el conde de Forez eraprudente; en cuanto quitaron unaspiedras, se deslizó por el hueco.

—Sí, sí, hijo mío, soy yo —le dijoDuéze, que había trotado rápidamentehasta la puerta.

Entonces, los albañiles terminaronde abatir la pared; abrieron las puertas yel sol, por primera vez después decuarenta días, entró en la iglesia de losJacobinos.

Una gran muchedumbre esperaba en

el atrio; burgueses y gente del pueblo deLyon, cónsules, señores y observadoresde las cortes extranjeras, que sepusieron de rodillas cuando cardenalesy conclavistas salieron formados enprocesión. Un hombre grueso, de tezaceitunada y con un ojo cerrado, queestaba en primera fila junto al conde deForez, cogió el borde del vestido delpapa cuando éste pasó delante de él y selo llevó a los labios.

—¡Tío Spinello! —exclamó GuccioBaglioni, que iba detrás del pontífice.

—¡Ah, vos sois su tío! Apreciomucho a vuestro sobrino, hijo mio —dijo Duéze al banquero mientras le

indicaba que se levantara—. Me haservido fielmente, y quiero conservarloa mi lado.

¡Abrazadlo, abrazadlo!Se levantó el capitán general de los

lombardos y Guccio lo abrazó.—Lo he comprado todo, como me

dijiste, y al seis por diez —susurróTolomei a su sobrino, mientras Duèzebendecía a la muchedumbre—. Estepapa nos debe ahora varios miles delibras.

Buen trabajo, hijo mío.Verdaderamente eres de mi sangre.

Alguien, detrás de ellos, ponía unacara tan larga como los cardenales; era

el señor Boccaccio, el principal viajantede los Bardi.

—¡Ah!, entonces estabas dentro,descreído —le dijo a Guccio—. Dehaberlo sabido no hubiera vendido loscréditos.

—¿Y María? ¿Dónde está María? —preguntó Guccio ansiosamente a su tío.

—Tu María se encuentra bien. Es tanhermosa como tú astuto, y si el pequeñolombardo que lleva dentro se parece alos dos, hará carrera en la vida. ¡Perodate prisa, muchacho! Te llama el PadreSanto.

III.- Las deudas delcrimen

El regente Felipe tenía empeño enasistir a la consagración del papa, a finde erigirse así en protector de lacristiandad.

—La elección de Duéze me hacostado esfuerzos y preocupaciones —decía—, justo es que ahora me ayude aconseguir mi gobierno. Quiero estar enLyon para su coronación.

Pero las noticias del Artois nodejaban de ser inquietantes. Robertohabía tomado sin dificultad Arrás,

Avesnes, Ihérouanne, y seguía laconquista del país. Carlos de Valois loapoyaba bajo mano en París.

Fiel a su táctica habitual de asedio,el regente dedicó su atención a lasregiones limítrofes del Artois, con el finde evitar la extensión de la revuelta.Escribió a los barones de Picardíarecordándoles los lazos de fidelidad quelos ataban a la corona de Francia,haciéndoles saber cortésmente que notoleraría que faltaran a su deber; y envióa los prebostazgos un buen contingentede tropas y soldados para vigilar lacomarca. A los flamencos, que aún seburlaban, al cabo de un año, de la

desgraciada expedición del Turbulento,que había terminado con su ejércitohundido en el barro, Felipe les propusoun nuevo tratado de paz en condicionesmuy ventajosas para ellos.

—En el atolladero en que estamos esnecesario perder algo para salvar lo másimportante —explicó el regente a susconsejeros.

El conde de Flandes, aunque suyerno, Juan de Fiennes, era uno de losprimeros lugartenientes de Roberto,dándose cuenta de que nunca tendríamejor ocasión de tratar, aceptó lasconversaciones y permaneció neutral enlos asuntos del condado vecino.

De este modo, Felipe cerróprácticamente las puertas del Artois.Entonces, envió a Gaucher de Châtillona negociar directamente con los jefes delos revoltosos y darles seguridadessobre las buenas intenciones de lacondesa Mahaut.

—Entendedme bien, Gaucher: nodebéis tratar con Roberto —lerecomendó al condestable—, porque esosupondría reconocerle los derechos quereclama. Seguimos considerándolo almargen del asunto del Artois. Vais sóloa arreglar el conflicto que enfrenta a lacondesa con sus vasallos, y en el queRoberto, a nuestros ojos, nada tiene que

ver.—¿Es verdad, monseñor —preguntó

el condestable—, que deseáis hacertriunfar en todo a vuestra suegra?

—De ningún modo, Gaucher, si haabusado de sus derechos, como creo. Laseñora Mahaut es muy imperiosa, yjuzga que todos han nacidoexpresamente para servirla, hasta con elúltimo ochavo de su bolsa y la últimagota de sudor. Yo quiero la paz —prosiguió el regente—, y para esto esnecesario que se haga justicia a todos.Sabemos que la burguesía de lasciudades permanece adicta a la condesa,porque los burgueses están siempre en

disputa con la nobleza, mientras que éstaha abrazado la causa de Roberto con elfin de apoyar sus quejas. Ved, pues, siestas quejas son fundadas y procuradsatisfacerlas sin que ello atente a lasprerrogativas de la corona; esforzaos,por lo tanto, en separar a los barones denuestro turbulento primo, haciéndolesver que con la justicia pueden obtenerde nosotros más que de él con laviolencia.

—Sois un buen negociador,monseñor; verdaderamente sois un buennegociador —dijo el condestable—. Nocreía que a mi edad me sería dado servircon tanto agrado a un príncipe tan

prudente, que sólo tiene la tercera partede mis años.

El regente al propio tiempo rogó alpapa, por mediación del conde de Forez,que retrasara un poco su coronación.Juan XXII, aunque tenía legítima prisapor ver confirmada su elección por laconsagración, aceptó muy complacidoun retraso de dos semanas.

Pero al cabo de estas dos semanas,los asuntos del Artois estaban bien lejosde la solución; y el acuerdo con losflamencos no pudiéndose ratificar antesdel 1.0 de septiembre, Felipe solicitó,esta vez por medio del delfín delViennois, un nuevo retraso de la

ceremonia. Juan XXII, ante la sorpresadel regente se mostró repentinamentemuy firme y casi brutal, y fijóirrevocablemente el 5 de septiembrepara su coronación.

Fijaba esta fecha por imperiosasrazones que guardaba secretas y que, porotra parte, sobrepasaban a lacomprensión de la mayoría. En efecto,fue el 5 de septiembre del año 1300cuando fue consagrado obispo de Fréjus;en la primera semana de septiembre de1309, fue coronado su protector el reyde Nápoles; y la falsificación de unacarta con los sellos reales, que le habíapermitido obtener la sede episcopal de

Avignon, surtió efecto precisamente el 4de septiembre de 1310.

El nuevo Papa estaba en buenasrelaciones con los astros, y sabíaservirse de los pasos del sol paracombinar las etapas de su ascensión.

«Si monseñor el regente de Franciay Navarra, a quien tanto queremos —hizo responder—, se ve imposibilitadopor los deberes del reino a estar anuestro lado en este día solemne, lolamentaremos mucho, pero entonces,para no obligarle a hacer un largo viaje,iremos a la ciudad de Aviñón a recibirla tiara.»

Felipe de Poitiers firmó el tratado

con los flamencos la mañana del 1.0 deseptiembre. La madrugada del 5 llegabaa Lyon acompañado de los condes deValois y de La Marche, a quienes nohabía querido dejar solos en París fuerade su vigilancia, así como de Luis deEvreux.

—Nos habéis hecho cabalgar comoun correo, sobrino mío —le dijo Valoisechando pie a tierra.

Apenas tuvieron tiempo paraponerse las galas especialmentepreparadas para la ceremonia, galas quehabía ordenado confeccionar el tesoreroGeoffroy de Fleury. El regente llevabaun vestido abierto de tela de flor de

durazno, forrado con doscientasveintiséis pieles de marta cebellina.Carlos de Valois, Luis de Evreux,Carlos de La Marche así como Felipe deValois, que también asistía a la fiesta,habían recibido cada uno, como regalo,un vestido de camocán forrado demanera semejante.

En Lyon, completamenteempavesado, se apiñaba una inmensamuchedumbre para admirar el desfile.

Juan XXII llegó a caballo a laprimacial de San Juan, precedido por elregente de Francia.

Todas las campanas de la ciudadfueron echadas al vuelo. Las riendas de

la montura pontificia eran llevadas unapor el conde de Evreux, y la otra por elconde de La Marche. La monarquíafrancesa enmarcaba estrechamente alpapado. Seguían los cardenales, concapa pluvial roja y capelo rojo sujetocon cintas bajo la barbilla. Las mitras delos obispos brillaban al sol.

El cardenal Orsini, descendiente delpatriciado romano, colocó la tiara en lacabeza de Jacobo Duèze, hijo de unburgués de Cahors.

Guccio admiraba a su dueño desdesu privilegiado puesto en la catedral. Elpequeño anciano de barbilla delgada yhombros estrechos, al que cuatro

semanas antes se le creía moribundo,soportaba sin dificultad los pesadosatributos pontificales con que se lecargaba. Los ritos faraónicos de lainterminable ceremonia, que locolocaban por encima de sus semejantesy hacían de él un símbolo de ladivinidad, actuaban en su persona sinque él se diera cuenta, marcando en susrasgos una majestad imprevisible,impresionante, y más evidente a medidaque se desarrollaba la liturgia.

Cuando le calzaron las sandaliaspontificias, no pudo menos de sonreírligeramente.

«¡Scarpinelli! Me llamaban

Scarpinelli... el cardenal de losescarpines —pensó—. Me hacían pasarpor hijo de un zapatero. ¡Ahora llevo losescarpines, Señor! Me habéis puesto tanalto que no puedo desear nada más. Sóloquiero gobernar bien vuestra Iglesia.»

Este hombre ambicioso, ahora queveía satisfechas todas sus ambiciones,este intrigante, que había tenido éxito entodas sus maniobras, se encontrabapropenso a la perfección en la supremamagistratura.

El mismo día, el regente confiriócartas de nobleza a su hermano, PedroDuèze. La familia del papa, segúncostumbre, se convertía en noble. Pero

el acta de ennoblecimiento que dictó elmismo Felipe de Poitiers, si bien estabadestinada a honrar al Padre Santo através de su hermano, testimoniabatambién la actitud y el pensamiento, muypoco tradicional, del joven príncipe encuanto al derecho a la nobleza. No sonlos bienes de familia —había escrito—ni la riqueza de hecho, ni las demásventajas de la fortuna, los que tienenalgún título en el concierto de lascualidades morales y de las accionesmeritorias; ésas son cosas que el azarconcede tanto a los que las merecencomo a los que no, que llegan tanto a losdignos como a los indignos... Por lo

contrario, cada uno es hijo de sus obrasy de sus propios méritos; y no tieneninguna importancia de dónde podamosvenir, ni de quién procedemos...

Valois temblaba de irritación al oírtales declaraciones que juzgabasubversivas y escandalosas.

Pero el regente no había hecho tanlargo camino ni había dado al nuevopapa tales muestras de estima para noobtener nada a cambio. Entre aquellosdos hombres a los que separaba mediosiglo... —«Vos sois el alba, monseñor, yyo soy el atardecer», solía decir Duèze aFelipe...— existía cierta afinidad y unasutil armonía. Juan XXII no olvidaba las

promesas de Juan Duèze; ni el regentelas del conde de Poitiers. En cuanto elregente le habló de los beneficioseclesiásticos, cuya primera anualidaddebía ir a parar al Tesoro, el nuevopapa hizo traer los documentospreparados para la firma. Pero antes deque se pusieran los sellos, Felipe tuvouna conversación particular con Carlosde Valois.

—¿Tenéis alguna queja de mí, tíomío? —preguntó.

—Absolutamente ninguna, sobrinomío —contestó el ex-emperador deConstantinopla.

¡Era el momento de poder decir que

la única queja que tenía contra él era suexistencia!

—Entonces, tío mio, si no tenéisninguna queja de mí, ¿por qué me servísmal? Cuando me entregasteis las llavesdel Tesoro, os aseguré que no se ospedirían cuentas, y he mantenido mipalabra. Pero vos, aun cuando mejurasteis homenaje y fidelidad, nocumplís vuestro juramento, ya queapoyáis la causa de Roberto de Artois.

Valois hizo un gesto de negación.—Calculáis mal, tío mío —

prosiguió Felipe—, porque Roberto va aseros muy costoso. No tiene dinero, susúnicos ingresos son los impuestos que le

proporciona el Tesoro, y acabo decortárselos.

Va, pues, a solicitaros subsidios.¿Dónde los hallaréis, ya que nodisponéis de las finanzas del reino?

Vamos, no os exacerbéis, no osencolericéis, ni digáis palabras gruesasque luego lamentaríais, porque yo sólodeseo vuestro bien. Dadme seguridadesde que no ayudaréis más a Roberto, yyo, por mi parte, pediré al Padre Santoque las anatas de Valois y del Mainepasen directamente a vos y no al Tesoro.

El conde de Valois se veíadesgarrado entre el odio y la codicia.

—¿A cuánto ascienden esas anatas?

—preguntó.—De diez mil a doce mil libras, tío

mío, porque hay que añadir losbeneficios que no fueron percibidos enlos últimos tiempos de mi padre ydurante todo el reinado de Luis.

Para Valois, siempre endeudado,esas diez o doce mil libras, que había derecibir aquel año, le llegabanmilagrosamente.

—Sois un buen sobrino quecomprende mis necesidades —respondió—. Voy a hablar a Robertopara que se reconcilie con vos, eindicarle que, si no consiente, le quitarémi apoyo.

Felipe hizo el viaje de regreso enpequeñas etapas, solventando de pasadadiferentes asuntos, e hizo una últimaparada en Vincennes, para llevar aClemencia la bendición del nuevo papa.

—Me siento feliz —dijo la reina—de que nuestro amigo Duèze hayatomado el nombre de Juan, ya que es elmismo que he elegido para mi hijo, porun voto que hice, durante una tempestad,en la nave que me trajo a Francia.

Parecía estar alejada de losproblemas del poder e interesadaúnicamente en sus recuerdos conyugaleso en las preocupaciones de lamaternidad. La estancia en Vincennes

beneficiaba a su salud; tenía buensemblante y disfrutaba, en la gordura delséptimo mes, del respiro que a veces seda al final de los embarazos difíciles.

—Juan no es nombre para un rey deFrancia —dijo el regente—. Nuncahemos tenido un Juan.

—Ya os he dicho, hermano mío, quehice esta promesa.

—Entonces, la respetaremos..., sitenéis un varón, se llamará Juan I...

En el palacio de la Cité, Felipeencontró a su mujer completamente feliz,meciendo al pequeño Luis Felipe, quegritaba con toda la fuerza de sus ochosemanas.

Pero la condesa Mahaut, apenas tuvoconocimiento del regreso de su yerno,llegó al palacio de Artois con lasmangas arremangadas, encendidas lasmejillas y hecha una verdadera furia.

—¡Ah! ¡En cuanto vos os vais, hijomío, todos me traicionan! ¿Sabéis quéestá haciendo en el Artois vuestrobribón Gaucher?

—Gaucher es condestable, madremía, y hace poco no lo considerabaisbribón. ¿Qué os ha hecho, pues?

—¡Me ha culpado de todo! —gritóMahaut—. ¡Me ha condenado en todo!Vuestros enviados se entienden, comocompadres de feria, con mis vasallos;

han declarado que yo no volvería aponer los pies en el Artois... fijaosbien... ¡A mí, Mahaut, prohibirme entraren mi condado! ... si no firmo antesaquella maldita paz que en diciembrepasado negué a Luis. Quieren ademásque restituya no sé qué impuesto que,según ellos, he percibidoindebidamente.

—Todo eso me parece justo. Misenviados han seguido fielmente misórdenes —respondió con calma Felipe.

La sorpresa dejó a Mahautparalizada un instante, con la bocaabierta y los ojos despavoridos. Luegose recuperó, y gritó más fuerte:

—¡Justo saquear mis castillos,ahorcar a mi gente y arrasar miscosechas! Entonces, ¿vuestras órdenesson apoyar a mis enemigos? ¡Vuestrasórdenes! ¡Bonita manera de pagarmetodo lo que he hecho por vos!

En su frente se hinchaba una gruesavena violeta.

—No veo, madre mía, aparte dehaberme dado a vuestra hija, que hayáishecho tanto por mí como para que debaperjudicar a mis súbditos ycomprometer en provecho vuestro la pazdel reino.

Mahaut vaciló un momento entre laprudencia y el furor. Pero la palabra

«mis súbditos» empleada por su yerno,que era palabra de rey, la picó como unaguijón; y el secreto, que guardaba tansabiamente desde hacía diez semanas,fue roto por un acceso de cólera.

—¿Y haber matado a tu hermano —dijo, avanzando hacia él— no significanada?

Felipe no se sobresaltó, ni dejóescapar ninguna exclamación; sureacción fue ir a cerrar las puertas.Corrió los cerrojos, sacó las llaves y selas puso en la cintura. No le gustabapelear más que sobre terreno firme.Mahaut se sobrecogió de espanto, y másaún cuando vio el rostro de Felipe al

acercarse a ella.—¡Entonces fuisteis vos —dijo a

media voz—, y es verdad lo que semurmura en el reino!

Mahaut, según su costumbre, le hizofrente atacando:

—¿Y quién queríais que fuera, yernomío? ¿A quién, pues, creéis deber lagracia de ser regente y de poder, tal vezun día, ceñiros la corona? ¡Vamos! Noos hagáis el inocente. Vuestro hermanome confiscó el Artois; Valois lo incitabacontra mí, y vos, vos estabais en Lyonbuscando un papa... siempre ese papaque se presenta en mis asuntos comomarzo en cuaresma. ¡No os hagáis el

bendito y digáis que me lo reprobáis!Vos no sentíais afecto por Luis, y ossatisfizo que yo os proporcionara supuesto, preparándole algunas almendrasgarrapiñadas, y sin ningún peso paravuestra conciencia. ¡Pero no esperabaque fuerais para mi peor que él!

Felipe se había sentado, habíacruzado sus largas manos y reflexionaba.

«Un día u otro había de llegar esto—pensaba Mahaut—. En cierto modo,tal vez haya sido mejor; ahora lo tengoen mis manos.»

—¿Lo sabe ¿Juana? —preguntó depronto Felipe.

—Ella no sabe nada, no son asuntos

de mujeres.—¿Quién lo sabe, aparte de vos?—Beatriz, mi primera doncella.—Ya es demasiado —dijo Felipe.—¡Ah, no le hagáis nada! —exclamó

Mahaut—. Su familia es poderosa.—¡Cierto, una familia que ha hecho

que os odien en el Artois! ¿Y además deesa Beatriz?

¿Quién os ha proporcionado... elpreparado, como vos decís?

—Una maga de Arrás a la que nuncahe visto, pero a quien Beatriz conoce.Fingí querer acabar con los ciervos queinfestaban mi parque. Además, tuve laprecaución de matar a muchos de ellos.

—Habría que encontrar a esamujer... —dijo Felipe.

—¿Comprendéis ahora —prosiguióMahaut— que no me podéis abandonar?Porque si ven que dejáis de apoyarme,mis enemigos se envalentonarán,redoblarán las calumnias...

—Maledicencias, madre mía, nocalumnias —rectificó Felipe.

—...y si me acusan de lo que sabéis,la culpa recaerá sobre vos, porque diránque lo he hecho en provecho vuestro, locual es cierto; y muchos pensarán quepor orden vuestra.

—Lo sé, madre mía, lo sé; ya hepensado en todo eso.

—Pensad también, Felipe, que hearriesgado la salvación de mi alma enesa empresa. No seáis ingrato.

Felipe dibujó una breve sonrisa,seguida de un estallido de cóleraigualmente breve.

—¡Ah, esto ya es demasiado, madremía! ¡Pronto me pediréis que os bese lospies por haber envenenado a mihermano! ¡Si hubiera sabido que laregencia era a costa de esto,ciertamente, jamás la hubiera aceptado!Repruebo el asesinato; nunca esnecesario matar para alcanzar los fines;es un método de mala política, y osordeno no volver a usarlo, mientras sea

vuestro soberano.Por un momento estuvo tentado de

hacer justicia. Reunir el Consejo de lospares, denunciar el crimen, pedir elcastigo... Mahaut, que lo adivinó agitadopor estos pensamientos, pasó instantespenosos. Pero Felipe nunca se dejaballevar por sus impulsos, aunque fueranhonrados. Actuar como había imaginadoera desacreditar a su mujer ydesacreditarse él mismo. ¿Y quéacusaciones no lanzaría Mahaut paradefenderse o para perder con ella aquien no la defendiera? Forzosamente seplantearía de nuevo el problema delreglamento de la regencia. Felipe había

hecho mucho ya por el reino, y habíasoñado demasiado en lo que iba a hacer,para correr el riesgo de verse privadodel poder. Pensándolo bien, su hermanoLuis había sido un mal rey y, además, unasesino... tal vez era voluntad de laProvidencia castigar al asesino con elasesinato, y poner a Francia en mejoresmanos.

—Dios os juzgará, madre mía, Diosos juzgará —dijo—. Solamente quisieraevitar que las llamas del infiernocomenzaran, por culpa vuestra, alamernos a todos en esta vida. Tengo,pues, que pagar las deudas de vuestrocrimen, y como no puedo meteros en

prisión, me veo obligado, efectivamente,a apoyaros... Vuestra maquinaciónestaba bien urdida. Messire Gaucherrecibirá pasado mañana otrasinstrucciones. No os oculto que meduele obrar así.

Mahaut quiso abrazarlo. El larechazó.

—Pero enteraos bien —prosiguióFelipe—: de ahora en adelante misplatos serán probados tres veces, y alprimer dolor de estómago que sienta,vuestras horas de vida estarán contadas.Rogad, pues, por mi salud.

Mahaut bajó la cabeza.—Os serviré tanto, hijo mío —dijo

— que acabaréis por concedermevuestro afecto.

IV.- «Puesto que esnecesario decidirnos

por la guerra...»

Nadie se explicó, y menos Gaucherde Châtillon, el cambio de Felipe en losasuntos del Artois. El regente,desaprobando de pronto a sus enviados,declaró inaceptable la conciliación quehabían preparado y exigió la redacciónde nuevos acuerdos más favorables áMahaut. El resultado no se hizo esperar.Se rompieron las negociaciones, yquienes las llevaban en nombre del

Artois, que representaban el elementomoderado de la nobleza, se unieron enseguida al clan de los exaltados. Suindignación era grande; el condestablelos había engañado vilmente, su únicorecurso era la fuerza.

Triunfaba el conde Roberto.—¿No os había dicho que no se

podía tratar con esos felones? —repetíaa todos.

Seguido de su ejército deinsurgentes, marchó de nuevo sobreArrás. Gaucher, que se encontraba en laciudad con sólo una pequeña escolta,apenas tuvo tiempo de huir por la puertaPéronne, mientras Roberto entraba por

la puerta Saint-Omer a banderasdesplegadas y al son de trompetas. Porun cuarto de hora no cayó en sus manosel condestable de Francia. Esta aventuraocurría el 22 de septiembre. El mismodía, Roberto dirigía a su tía la cartasiguiente: A la muy alta y noble señoraMahaut de Artois, condesa de Borgoña,de Roberto de Artois, caballero. Comoos habéis arrogado injustamente miderecho al condado del Artois, lo cualmucho me perjudica y todos los días mepesa, y no estando dispuesto a tolerarlomás, por ésta os hago saber que voy aponer las cosas en orden y a recuperarmi bien lo antes que pueda.

Roberto no tenía mucha facilidadpara redactar, los matices no eran sufuerte; pero él estaba muy satisfecho consu epístola, ya que expresabaperfectamente lo que quería decir.

El condestable, cuando llegó a París,no mostraba un talante muy risueño y nose mordió la lengua ante el conde dePoitiers. La persona del regente no leintimidaba; había visto nacer a aqueljoven y mojar los pañales. Le habló contoda claridad, y le dijo que era unaforma desconsiderada de tratar a unservidor y fiel pariente que llevabaveinte años mandando los ejércitos delreino, enviarlo a pactar sobre

seguridades que luego no se cumplían.—Hasta ahora, monseñor, me

consideraban hombre leal, cuya palabrano podía ponerse en duda. Vos mehabéis hecho desempeñar el papel deembustero y de ladrón. Cuando apoyévuestro derecho a la regencia, pensabaencontrar en vos algo de mi rey, vuestropadre, a quien dabais muestra depareceros. Veo que me equivoquécruelmente. ¿Tanto habéis caído bajotutela de mujer que cambiáis de opinióncomo de cota?

Felipe se esforzó en calmar alcondestable, acusándose de haberjuzgado mal, desde un principio, el

asunto, y de haber dado instruccioneserróneas. De nada servía transigir con lanobleza del Artois mientras Roberto nofuera abatido. Roberto constituía unaamenaza para el reino, y un peligro parael honor de la familia real. ¿No era él elinstigador de aquella campaña decalumnias que señalaba a Mahaut comola envenenadora de Luis X?

Gaucher se encogió de hombros.—¿Y quién cree esas tonterías? —

exclamó.—Vos no, Gaucher, vos no —dijo

Felipe—; pero otros prestan oídos,contentos de poder perjudicarnos; ymañana dirán que yo, que vos mismo,

hemos participado en esa muerte quequieren convertir en sospechosa. PeroRoberto acaba de dar el paso en falsoque yo esperaba. Ved lo que escribe aMahaut...

Tendió al condestable una copia dela carta del 22 de septiembre, yprosiguió:

—Roberto rechaza por ella laresolución que mi padre hizo dictar en1309 por el Parlamento.

Hasta hoy no hacía más que apoyar alos enemigos de la condesa, pero ahoraentra en rebeldía contra la ley del reino.Vais a marchar de nuevo al Artois.

—¡Ah, no, monseñor! —exclamó

Gaucher—. ¡Ya me he deshonradodemasiado! He tenido que huir de Arráscomo viejo jabalí ante la jauría, sintiempo siquiera de orinar. Hacedme lagracia de elegir a otro que se ocupe deese asunto.

Felipe se llevó la mano al mentón.«¡Si supieras, Gaucher —pensaba—, sisupieras lo que siento engañarte! ¡Perosi te confesara la verdad, medespreciarías aún más!» Prosiguió,obstinado:

—Vais a marchar de nuevo alArtois, Gaucher, por afecto a mí yporque yo os lo ruego.

Llevaréis con vos a vuestro pariente

messire Miles, y esta vez os acompañaráuna fuerte tropa de caballeros y gentesde los pueblos, que engrosaréis enPicardía; y requeriréis a Roberto paraque comparezca ante el Parlamento arendir cuentas de su conducta. Al mismotiempo, entregaréis apoyo de dinero yhombres armados a los burgueses de lasciudades que han permanecido fieles anosotros. Y si Roberto no se somete,decidiré entonces el modo de obligarlode otra forma... Un príncipe es comocualquier otro hombre, Gaucher —prosiguió Felipe, poniéndole las manossobre los hombros—; puedeequivocarse al principio, pero mayor

error sería obstinarse. El oficio de lacorona se aprende, como todo oficio, yyo tengo que aprender todavía.Perdonadme el mal papel que os heobligado a hacer.

Nada emociona tanto a un hombre deedad como la confesión de inexperienciahecha por un joven, sobre todo si éste essu superior jerárquico. Bajo suspárpados de tortuga, la mirada deGaucher se veló un poco.

—¡Ah! Me olvidaba —continuóFelipe—. He decidido que seáis tutordel futuro hijo de la señora Clemencia...,de nuestro rey, si Dios quiere que seavarón... y su segundo padrino, después

de mí.—Monseñor, monseñor Felipe... —

dijo el condestable muy emocionado.Y se lanzó en brazos del regente,

como si él hubiera sido el equivocado.—En cuanto a la madrina, hemos

decidido con la señora Clemencia —dijo Felipe— que sea la condesaMahaut, a fin de cortar lasmurmuraciones.

Ocho días después, el condestablereemprendía la ruta del Artois.

Roberto, como era de prever, rehusósometerse a la intimación y continuóhaciendo estragos a la cabeza de suhorda de corazas. Pero el mes de

octubre no le fue propicio. Era violentoguerrero, pero mal estratega; lanzaba susexpediciones sin orden ni concierto, undía al norte, el siguiente al mediodía;según la inspiración del momento.Soldado entre soldados, condotieroentre condotieros, estaba mejor dotadopara ponerse al servicio de alguien quepara dirigirse él mismo. En aquelcondado, que consideraba suyo, secomportaba como en territorio enemigo,y llevaba por fin la vida salvaje,peligrosa y frenética que tanto lecomplacía. Disfrutaba con el temor queinspiraba su proximidad, pero no sedaba cuenta del odio que dejaba a su

paso. Jalonaban su ruta demasiadoscuerpos colgados de los arboles,demasiados decapitados, demasiadagente enterrada viva en medio de cruelesrisotadas, demasiadas jóvenes violadasque conservaban en la piel la marca delas cotas de malla, demasiadosincendios. Las madres amenazaban a sushijos, para que se portaran bien, conllamar al conde Roberto; pero si seanunciaba su presencia en losalrededores, cargaban con suchiquillería y en seguida corrían albosque más cercano.

Las ciudades construían barricadas,los artesanos, aleccionados por el

ejemplo de los pueblos flamencos,afilaban sus cuchillos, y los regidoresestaban en contacto con los emisarios deGaucher. A Roberto le gustaban lasbatallas en campo abierto; detestaba laguerra de asedio. ¿Que los burgueses deSaint-Omer y de Calais le daban con lapuerta en las narices? Se encogía dehombros, y decía:

—¡Volveré otro día y os haréreventar a todos!

Y se iba a retozar a otra parte.Pero el dinero comenzaba a

escasear. Valois no contestaba a laspeticiones, y sus escasos mensajes sólocontenían buenos sentimientos y

exhortaciones a la prudencia. Tolomei,el querido banquero Tolomei, tambiénse hacía el sordo. Estaba de viaje; susempleados no tenían autorización... Elmismo papa intervino en el asunto;escribió personalmente a Roberto y avarios barones del Artois recordándolessus deberes... Luego, una mañana definales de octubre, el regente declaró enconsejo, con aquella gran tranquilidadque acompañaba a sus decisiones:

—Nuestro primo Roberto se haburlado demasiado tiempo de nuestropoder. Puesto que es necesariodecidirnos por la guerra, tomaremoscontra él la oriflama en Saint-Denis, el

ultimo día de este mes, y como estáausente messire Gaucher, el ost, queconduciré yo mismo, será puesto bajo elmando de nuestro tío...

Todas las miradas se dirigieronhacia Carlos de Valois, pero Felipecontinuó...

—...de nuestro tío, monseñor deEvreux. De buen grado habríamosconfiado esta tarea a monseñor deValois, quien ha dado pruebas de ser ungran capitán, si no tuviera que ir a sustierras del Maine para percibir allí lasanatas de la iglesia.

—Os lo agradezco, sobrino mío —respondió Valois—, porque bien sabéis

que quiero a Roberto y que, aundesaprobando su rebelión, queconsidero una gran tontería de hombreobstinado, me hubiera disgustado llevarlas armas contra él.

El ejército que reunió el regentepara marchar contra el Artois no separecía en nada al desmesurado que,dieciséis meses antes, había enfangadosu hermano en Flandes. Este de ahora secomponía de tropas permanentes y delevas hechas en los dominios reales. Lassoldadas eran elevadas: treinta sueldosdiarios al jefe de mesnada; quincesueldos al caballero; y tres al hombre dea pie. No solamente llamaron a los

nobles sino también a los plebeyos. Losdos mariscales, Juan de Corbeil y Juande Beaumont, señor de Clichy, reunieronlas mesnadas. Los ballesteros de Pedrode Galard estaban ya movilizados.Hacía dos semanas que GeoffroyCoquatrix había recibido secretamenteinstrucciones para proveer transportes yalimentos.

El 30 de octubre, Felipe de Poitierstomó la oriflama en Saint-Denis. El 4 denoviembre estaba en Amiens, desdedonde envió a su segundo chambelán,Roberto de Gamaches, escoltado poralgunos escuderos, para hacer llegar alconde de Artois la última intimación.

V.- El ejército delregente hace un

prisionero

Se pudrían los parduzcos rastrojossobre los campos arcillosos y desnudos.Grandes nubes oscuras cruzaban el cielode otoño y parecía que el mundoterminaba allá, al final de la llanura. Elviento seco, soplando en breves ráfagas,tenía un resabio a humo.

Antes del pueblo de Bouquemaison,en el mismo lugar por donde tres mesesantes había entrado el conde Roberto en

el Artois, se desplegó el ejército delregente en orden de batalla, y lospendones temblaban en la punta de laslanzas sobre una extensión de casi medialegua.

Felipe de Poitiers, rodeado de susprincipales oficiales, se encontraba enel centro a algunos pasos del camino.Había cruzado las manos enguantadas dehierro sobre el pomo de su silla. Estabacon la cabeza descubierta, y detrás deél, un escudero portaba su yelmo.

—¿Es aquí donde te ha dicho quevendría a entregarse? —preguntó elregente a Roberto de Gamaches, quehabía regresado por la mañana de su

misión.—Aquí mismo, monseñor —

respondió el segundo chambelán—. Elha elegido el lugar... «En el campo queestá junto al mojón de la cruz...», me hadicho. Y me ha asegurado que estaría ala hora tercia.

—¿Y estás seguro de que no hayotros mojones con cruz en losalrededores? Porque es capaz dehacernos una mala pasada, depresentarse en otra parte y haceratestiguar que yo no estaba... ¿Creesverdaderamente que vendrá?

—Lo creo, monseñor, porque me haparecido muy derrotado. Le he

enumerado vuestro ejército, y le hehecho ver también que monseñor elcondestable ocupaba los límites deFlandes y las ciudades del norte, y quesería atrapado como entre tenazas, sinpoder huir siquiera por las junturas. Porúltimo, le he entregado la carta demonseñor de Valois en que le aconsejarendirse sin lucha, porque forzosamentesería derrotado, y le dice que vos estáistan irritado con él, que corre el peligro,si lo hacéis prisionero, de que le cortéisla cabeza.

El regente inclinó ligeramente sulargo busto sobre el cuello del caballo.Decididamente, no le gustaba llevar los

vestidos de guerra, cuyas veinte librasde hierro le pesaban sobre los hombrosy le impedían estirarse.

—Entonces se ha retirado con susbarones —prosiguió Gamaches— y nosé con certeza lo que han hablado. Perohe comprendido que algunos serebelaban mientras otros le suplicabanque no los abandonase. Por último, se hareunido conmigo y me ha contestado loque os he dicho, asegurándome que teníademasiado respeto al regente paradesobedecerlo en nada.

Felipe de Poitiers seguía incrédulo.Aquella sumisión tan fácil le inquietabay le hacía temer una trampa. Entornando

los ojos contemplaba el triste paisaje.—El lugar es bastante propicio para

rodearnos y atacarnos por la espaldamientras permanecemos aquí esperando.¡Corbeil! ¡Beaumont! —dijodirigiéndose a sus dos mariscales—.

Enviad unos cuantos mesnaderos dedescubierta por las dos alas. Que vigilenlos valles y se aseguren de que no haytropa emboscada, ni en camino sobrenuestra ruta de retaguardia. Y si, sonadala tercia en el campanario que estádetrás de nosotros, no se ha presentadoRoberto —agregó dirigiéndose a Luis deEvreux—, nos pondremos en marcha.

Pero pronto se oyeron gritos en las

filas de las mesnadas.—¡Ahí viene! ¡Ahí viene!De nuevo el regente entornó los

párpados, pero no vio nada.—Enfrente, monseñor —le dijeron

—. Exactamente a la derecha del cuellode vuestra montura, sobre la cresta.

Roberto de Artois llegaba sincompañía, sin escudero, sin un criadosiquiera. Avanzaba al paso, erguidosobre su inmenso caballo, y en susoledad parecía más grande aún de loque era. Su alta silueta se destacabarojiza sobre el atormentado cielo, yparecía que la punta de su lanzadesgarraba las nubes.

—Presentarse de esa guisa es unamanera de burlarse de vos, monseñor.

—Bien, ¡que se burle, que se burle!—respondió Felipe de Poitiers.

Los caballeros enviados enreconocimiento volvieron al galope, yaseguraron que los alrededores estabanmuy tranquilos.

—Lo creía más obstinado en sudesesperanza —dijo el regente.

Cualquier otro, para hacerostentación, se hubiera adelantado solohacia aquel hombre, igualmente solo.Pero Felipe de Poitiers tenía otroconcepto de su dignidad y no era gestode caballería lo que quería realizar, sino

de rey. Esperó, pues, sin dar un paso, aque Roberto, lleno de polvo y de cólerase parara ante él.

El ejército entero contenía larespiración, y sólo se oía el ruido de losfrenos en la boca de los caballos.

El gigante tiró la lanza al suelo; elregente la contempló extendida sobre elrastrojo, y permaneció en silencio.

Roberto sacó de la silla el yelmo yla gran espada de dos manos, y los echójunto a la lanza.

El regente siguió callado; no habíapuesto la vista en Roberto; mantenía lamirada sobre las armas, como si aúnesperara otra cosa.

Roberto de Artois se decidió adesmontar, dio dos pasos hacia adelantey, temblando de rabia, puso por fin unarodilla en tierra y dirigió la miradahacia el regente.

—Mi buen primo... —exclamó,abriendo los brazos.

Pero Felipe lo interrumpió:—¿No tenéis hambre, primo mío? —

le preguntó.Y como el otro, que esperaba una

gran escena con intercambio de noblespalabras, hacerlo incorporar y abrazocaballeresco, quedara estupefacto,Felipe añadió:

—Entonces, montad de nuevo, y

vayamos lo antes posible a Amiens,donde os dictaré mis condiciones parala paz. Cabalgaréis a mi lado, ycomeremos en ruta... ¡Héron!¡Gamaches!

Recoged las armas de mi primo.Roberto de Artois tardaba en montar

y miraba a su alrededor.—¿Qué buscáis? —dijo el regente.—No busco nada, Felipe.

Contemplo este campo para no olvidarlo—respondió el de Artois.

Y se llevó la mano al pecho, en elsitio donde, a través de la broigne,podía palpar el saquito de terciopelo enel que había encerrado, como si fueran

reliquias, las espigas, ahora podridas,que había recogido en aquel mismolugar un día de verano. En sus labios sedibujó una sonrisa de altivez.

Cuando empezó a trotar junto alregente, recobró su habitual seguridad.

—Habéis reunido un hermosoejército, primo mio, para hacer sólo unprisionero —dijo con tono burlón.

—La capitulación de veintemesnadas, primo mío —respondióFelipe en el mismo tono—, meproduciría hoy menos placer que vuestracompañía... Pero decidme qué os hahecho entregaros tan rápidamente.Porque si bien os aventajo en número, sé

que no es valor lo que os falta.—He pensado que si nos

enfrentábamos, íbamos a hacer sufrir ademasiados infelices.

—¡Qué sensible os habéis vuelto derepente! —dijo Felipe de Poitiers en untono irónico—. No han llegado hasta mínoticias de que hayáis dado estosúltimos tiempos tales pruebas decaridad.

—Nuestro Padre Santo el nuevopapa se ha tomado el trabajo deescribirme para iluminarme.

—¡Y piadoso además! —exclamó elregente.

—Como su carta estaba redactada en

términos similares a vuestrosrequerimientos, he comprendido que nopodía luchar a la vez contra el cielo y latierra, y he resuelto mostrarme tan lealsúbdito como buen cristiano.

—¡Caridad, piedad, lealtad! ¡Habéiscambiado mucho, primo mío!

Al mismo tiempo, Felipe, mirandode reojo la gran barbilla del gigante sedecía: «Ríete, ríete. Dentro de poco nogallearás tanto, cuando sepas la paz quevoy a imponerte.»

Sin embargo, ante el consejo reunidoen Amiens en cuanto llegaron, Robertomantuvo la misma actitud. Aceptó todolo que le pedían, sin rebelarse, sin

discutir, parecía incluso que noescuchaba el pacto que le leían.

Se comprometía a devolver «todocastillo, fortaleza, señorío, y todo cuantohabía arrebatado u ocupado».Garantizaba la restitución de todas lasplazas tomadas por sus partidarios.Concertaba con Mahaut una tregua hasta•las próximas Pascuas; para entonces, lacondesa habría hecho saber su voluntad,y el Consejo de los pares sepronunciaría sobre los derechos de lasdos partes. El regente, mientras tanto,gobernaría directamente el Artois, ysituaría allí los guardianes, oficiales yalcaides que quisiera. Por último, hasta

a decisión de los pares, los impuestosdel condado serían percibidos por elconde de Evreux... y por el conde deValois.

Al oír esta última cláusula,comprendió Roberto a qué precio sehabía comprado la defección de suprincipal aliado.

Pero ni aun con esto se inmutó, y lofirmó todo.

Esta excesiva sumisión comenzaba ainquietar al regente. «¿Qué golpeescondido tendrá preparado?» se decíaFelipe.

Como tenía prisa por volver a Paríspara el parto de la reina, encargó a sus

dos mariscales, con una parte de lastropas a sueldo, ir a relevar en el Artoisal condestable y vigilar sobre el terrenoel cumplimiento de lo tratado. Robertoasistió, sonriente, a la partida de losmariscales.

Su cálculo era sencillo. Rindiéndosesolo, evitaba la destrucción de sustropas. Fiennes, Souastre, Picquigny ylos demás continuarían su pequeñaguerra de acoso y desgaste. El regenteno podría poner en pie todas lasquincenas semejante expedición, ya queel Tesoro no lo resistiría.

Roberto tenía, pues, ante sí variosmeses de tranquilidad. Por el momento

prefería volver a París, y encontrabamuy oportuna la ocasión. Porque bienpodía ocurrir que dentro de poco nohubiera ni regente ni Máhaut.

En efecto —y éste era el verdaderomotivo de su sonrisa—, Roberto habíalogrado hallar a la señora de Fériennes,la que había proporcionado el veneno ala condesa de Artois. La encontróhaciendo seguir a dos espías del regente,que también la buscaban. Isabel deFériennes y su hijo fueron apresadoscuando vendían el material necesariopara un hechizo. Los hombres deRoberto suprimieron a los espías delregente, y ahora la maga, después de

haber hecho una bonita y completaconfesión, estaba a buen recaudo, en uncastillo del Artois.

«Vas a poner buena cara, primo mío—se decía mirando a Felipe—, cuandoordene a Juan de Varennes traer a esamujer y la presente ante el Consejo delos pares para que confiese cómo tusuegra asesinó, por cuenta tuya, a tuhermano. Y ni tu querido papa podráhacer nada.»

El regente mantuvo a su lado aRoberto durante todo el viaje; en lasparadas comían en la misma mesa; porlas noches, en los monasterios ocastillos reales, dormían puerta con

puerta, y los numerosos servidores delregente vigilaban estrechamente aRoberto. Pero de beber, comer y dormirjunto a un enemigo, nadie puede evitarciertos sentimientos de hermandadrespecto a él; los dos primos no habíantenido nunca semejante intimidad. Elregente no parecía sentir por Robertoparticular rencor por las fatigas y gastosque le había ocasionado. Incluso parecíadivertirse con las groseras chanzas delgigante y con su aire de falsa franqueza.

«¡Un poco más, y terminará porquererme, el muy bribón! —se decíaRoberto—. ¡Cómo se traga el anzuelo!»

La mañana del 11 de noviembre,

cuando llegaron a las puertas de París,Felipe detuvo de repente su caballo.

—Mi buen primo, el otro día enAmiens salisteis fiador de la entrega amis mariscales de todos los castillos.Ahora bien, me entero con pesar de quealgunos de vuestros amigos no cumplenel tratado y se niegan a rendir las plazas.

Sonriendo, levantó Roberto lasmanos con gesto de impotencia.

—Vos salisteis fiador —repitióFelipe.

—Sí, primo mío, firmé lo que vosdeseasteis. Pero, como me habéisquitado todo poder, son vuestrosmariscales los que han de obligarles a

obedecer.El regente acarició pensativamente

el cuello de su noble caballo.—¿Es verdad, Roberto —dijo—,

que me habéis inventado el sobrenombrede Puertas Cerradas?

—Es verdad, primo mío, es verdad—dijo el otro, riendo—. Porque usáismucho de las puertas para gobernar.

—Pues bien, primo mío —dijo elregente—, vais a alojaros en la prisióndel Châtelet, y permaneceréis allí, apuertas cerradas, hasta que seaentregado el último Castillo del Artois.

Roberto, por primera vez desde surendición, empalideció ligeramente.

Todo su plan se venía abajo, y la señorade Fériennes no le podría servir contanta presteza.

Tercera Parte: Delluto a la

consagración

I.- Una nodriza para elrey

Juan I, rey de Francia, hijo póstumode Luis X el Turbulento, nació la nochedel 13 al 14 de noviembre de 1316, enla mansión de Vincennes.

La noticia se extendió rápidamente,y los señores se pusieron sus vestidosde seda. En las tabernas, los truhanes yborrachines, para quienes cualquieracontecimiento daba ocasión para beber,comenzaron desde el mediodía alevantar el codo y a gritar; y loscomerciantes en objetos finos, orfebres,

mercaderes de sederías, fabricantes dericos paños y pasamanería, vendedoresde especias, de peces raros y productosde ultramar, se frotaban las manospensando en la venta para los señores.

Las calles estaban de fiesta y lagente se saludaba como reunida,exclamando:

—¡Vaya, compadre, tenemos rey!La alegría penetró hasta en los

conventos, donde abades y prioresanunciaban y comentaban elacontecimiento.

En la hospedería del convento de lasclarisas, María de cressay, cuatro díasantes, había traído al mundo un robusto

niño que pesaba sus ocho libras,prometía ser rubio como su madre y, conlos ojos cerrados, mamaba con lavoracidad de un cachorro.

A cada momento, las novicias,encapuchadas de blanco, entraban en lacelda de María para ver cómo cambiabalos pañales o para contemplar su rostroradiante mientras daba de mamar, paramirar aquel pecho rosado, abundante,dilatado; admirar, ellas que estabandestinadas a una virginidad definitiva, elmilagro de la maternidad de formadistinta a las imágenes de los vitrales.

Porque, aunque alguna vez unamonja caía en falta, ello no era con la

frecuencia que aseguraban losversificadores laicos en sus canciones, yun recién nacido, en verdad, no erafrecuente en un convento de clarisas.

—El rey se llama Juan, como mi hijo—decía María—. Siempre fuecostumbre en mi familia llamar así alprimogénito.

Veía en esta coincidencia un felizpresagio. Una nueva generación de niñosiba a llamarse como el rey, cosa tantomás sorprendente cuanto el nombre eranuevo en la monarquía. A todos lospequeños Felipes, a todos los pequeñosLuises, sucederían una infinidad depequeños Juanes en todo el reino. «El

mío es el primero», pensaba María.El temprano crepúsculo de otoño

comenzaba a caer cuando entró en lacelda una joven monja.

—Señora María —dijo—, la madreabadesa os llama al locutorio. Alguienos espera.

—¿Quién?—No lo sé, no he visto a nadie. Pero

creo que vais a partir.A María se le colorearon las

mejillas.—¡Es Guccio, es Guccio! Es el

padre... —explicó a las novicias—;seguro que es mi esposo que viene abuscarnos.

Se cerró el corpiño, se alisó elcabello mirándose en el cristal de laventana que le servía de oscuro espejo,se echó la capa sobre los hombros, yvaciló un momento ante la cunacolocada en el suelo. ¿Bajaría al niñopara dar a Guccio la maravillosasorpresa?

—Mirad cómo duerme el angelito —dijeron las novicias—. ¡No lodespertéis, no hagáis que se enfríe!Corred, nosotras lo cuidaremos.

—¡No lo saquéis de la cuna, no lotoquéis! —rogó María.

Al bajar por la escalera sintió unaespecie de inquietud maternal. «¡Con tal

de que no jueguen con él y lo dejencaer!...» Pero sus pies volaban hacia ellocutorio, y se asombraba de sentirse tanligera.

En la blanca sala, decoradasolamente con un crucifijo, e iluminadapor dos cirios que duplicaban cadaobjeto, cada forma, en una sombrainmensa, la madre abadesa, con lasmanos cruzadas en las mangas, hablabacon la señora de Bouville.

Al ver a la mujer del curador, Maríaexperimentó algo más que unadecepción; tuvo la certeza inmediata,inexplicable, absoluta, de que aquellapersona entera, de rostro surcado por

arrugas verticales, le traía la desgracia.Cualquiera menos María se hubiera

contentado con pensar que no le gustabala señora de Bouville; pero en María deCressay los sentimientos adquirían unaspecto apasionado, y concedía a sussimpatías o aversiones la fuerza designos del destino. «Estoy segura de queviene a hacerme mal», se dijo.

Con mirada penetrante, sinbenevolencia, la señora de Bouville laexaminó de pies a cabeza.

—¡Hace solamente cuatro días quehabéis dado a luz —exclamó— y estáisfresca y bella como una rosa! Osfelicito; se diría que estáis dispuesta a

volver a comenzar. Dios, en verdad,trata con mucha bondad a las quedesprecian sus mandamientos, y parecereservar las penas para las másvirtuosas. Porque creeréis, madre mía—continuó la señora de Bouville,volviéndose hacia la abadesa—,¿creeréis que nuestra pobre reina hasido presa de los dolores durante más detreinta horas?

Todavía tengo metidos sus gritos enlos oídos. El rey no se ha presentadobien, y ha habido que aplicarle loshierros. Poco faltó para que el rey y lamadre se fueran al otro mundo. Todo sedebe a la congoja que ha sentido la reina

por la muerte de su marido, y todavía meparece un milagro que el niño hayanacido vivo. Pero cuando se está dedesgracia, no hay nada que no se tuerza.He aquí que Eudelina, la lencera... vosya sabéis...

La abadesa afirmó discretamente conla cabeza. Ella guardaba en el convento,entre las pequeñas novicias, una niña deonce años que era hija natural delTurbulento y de Eudelina.

—...le prestaba gran ayuda a lareina, y la señora Clemencia la requeríasin cesar a su cabecera —continuó laseñora de Bouville—. Pues bien,Eudelina se rompió el brazo al caer de

un escabel, y tuvieron que llevarla alhospital. Y ahora, para completar elcuadro, la nodriza que teníamospreparada desde hacía una semana se haquedado sin leche. ¡Hacernos esto ensemejante momento! Porque,naturalmente, la reina no puedeamamantar; está con fiebre. Mi pobreHugo da vueltas, busca por todas partes,se desgañita y no sabe qué hacer, porqueno son asuntos de hombre. En cuanto asire de Joinville, al que no le queda nivista ni memoria, lo único que se puededesear es que no expire en nuestrosbrazos. Dicho de otra manera, madremía, que estoy sola para cuidar de todo.

María de Cressay se preguntaba porqué la hacían confidente del drama real,cuando la señora de Bouville,prosiguiendo su charla, dijoacercándosele:

—Felizmente tengo buena memoria,y me he acordado de que esta joven quetraje aquí debía de haber alumbradoya... Supongo que vos criáis bien; yvuestro hijo debe de aprovechar, ya seve.

Parecía reprochar a la joven madresu buena salud.

—Veámoslo de más cerca —añadió.Y con mano experta, como hubiera

sopesado la fruta en el mercado, palpó

los senos de María. Esta retrocedió conrepulsión.

—Podéis criar muy bien a dos —continuó la señora de Bouville—.Vendréis pues, conmigo, mi buenamuchacha, para dar vuestra leche al rey.

—¡No puedo, señora! —exclamóMaría, sin saber cómo justificar sunegativa.

—¿Y por qué no? ¿Debido a vuestropecado? A pesar de ello seguísperteneciendo a la nobleza, y además elpecado no os impide tener abundanteleche. Será una forma de redimiros.

—¡Yo no he pecado, señora, estoycasada!

—¡Sois la única en afirmarlo, mipobre pequeña! En primer lugar, si fueraverdad lo que decís, no estaríais aquí.Además, no se trata de eso; nos hacefalta una nodriza...

—No puedo, porque precisamenteespero a mi esposo, que ha de venir arecogerme. Me ha hecho saber quepronto estaría aquí, y el papa le haprometido...

—¡El papa!... ¡El papa!... —exclamóla mujer del curador—. ¡Esta joven haperdido la cabeza, palabra! ¡Cree queestá casada, cree que el papa sepreocupa de ella...! Dejad de contarnosvuestras tonterías, no deshonréis el

nombre del Santo Padre. Vais a venir aVincennes inmediatamente.

—No, señora; no iré —replicóMaría con firmeza.

La pequeña señora de Bouville seencolerizó y, cogiendo a María por elvestido, la sacudió.

—¡Mirad, la ingrata! Se corrompe,se deja embarazar; después me cuido deella, la salvo de la justicia, la coloco enel mejor convento, y ahora cuando lavengo a solicitar para nodriza del rey deFrancia, la necia se niega. ¡Buena piezasois! ¿Sabéis que se os ofrece un honorque se disputarían las más grandesdamas del reino?

—¿Por qué no os dirigís, entonces, aesas grandes damas que son más dignasque yo? —le espetó a la cara María.

—¡Porque las muy tontas no hanfaltado en el momento oportuno! ¡Ah,qué cosas me hacéis decir! Ya hemoshablado bastante; ahora vais a venirconmigo.

Si tío Tolomei o el conde deBouville le hubieran hecho a María deCressay, la misma proposición,seguramente habría aceptado. Era decorazón generoso, y no se hubieranegado a criar a ningún niño que lonecesitara, y menos aún al hijo de lareina. El orgullo e incluso el interés la

habría movido a la aceptación, tantocomo su bondad. Siendo nodriza del rey,y Guccio paje del papa, se solucionabansus dificultades, y su fortuna estabaasegurada. Pero la mujer del curador nohabía enfocado bien el asunto. Debido aque era tratada no como madre feliz,sino como delincuente, no como mujerdigna sino como sierva, y debido a queseguía viendo en la señora de Bouvilleuna mensajera de la mala suerte, Maríano quería reflexionar y se obstinaba. Susgrandes ojos azul oscuro brillaban detemor y de indignación.

—Guardaré mi leche para mi hijo —exclamó.

—¡Eso ya lo veremos, pécora! Yaque no queréis obedecerme de buengrado, voy a llamar a mis escuderos, queos llevarán por la fuerza.

Intervino la madre abadesa. Elconvento era un asilo y ella no podíatolerar la violencia.

—No os digo que apruebe laconducta de mi parienta —dijo—; peroha sido puesta bajo mi custodia...

—¡Por mí, madre! —exclamó laseñora de Bouville.

—Eso no es razón para violentarlaen esta casa. María sólo saldrá si quiereo por mandato de la Iglesia.

—¡O del rey! Este es convento real,

madre, no lo olvidéis. Actúo en nombrede mi esposo; si queréis una orden delcondestable, que es tutor del rey y queacaba de regresar a París, o bien unacarta del mismo regente, messire Hugoirá a buscarla. Ello nos hará perder treshoras, pero me obedeceréis.

La abadesa llevó aparte a la señorade Bouville para hacerle saber, en vozbaja, que lo que María había dichorespecto al papa no era completamentefalso.

—¡Y qué me importa! —dijo laseñora de Bouville—. He de hacer queviva el rey, y mi único recurso es ella.

Salió, llamó a sus hombres de

escolta y les ordenó prender a larebelde.

—Sois testigo, señora —dijo laabadesa—, de que no he dado miconformidad a este rapto.

María, forcejeando a lo largo delpatio, entre dos escuderos que laarrastraban, gritaba:

—¡Mi hijo! ¡Quiero a mi hijo!—Tiene razón —dijo la señora de

Bouville—. Hay que dejarle llevar a suhijo. Al rebelarse de esta forma, nos loha hecho olvidar.

Minutos más tarde, María, despuésde recoger apresuradamente unas ropasy apoyando contra el pecho a su hijo,

atravesó sollozando la puerta delconvento.

—¡Vamos! —exclamó la señora deBouville—. ¡La vienen a buscar en literacomo si fuera una princesa, y se pone agritar y a resistirse!

En medio de la noche, sacudida porel trote de las mulas durante más de unahora, en una caja de madera y tapiceríacon las cortinas echadas, por entre lasque se filtraba el frío de noviembre,María agradecía a sus hermanos haberlaobligado a coger su gran capa cuandosalieron de Cressay. ¡Qué calor habíapasado entonces con aquella gruesavestimenta, al llegar a París!

«¿De todas partes he de salir condolor y lágrimas? —se decía—. ¿Hemerecido tal encarnizamiento?»

El mamoncete dormía envuelto enlos gruesos pliegues de la capa.Sintiendo aquella pequeña vida,inconsciente y tranquila, anidada junto asu pecho, María se serenaba lentamente.Iba a ver a la reina Clemencia, lehablaría de Guccio, le mostraría elrelicario. La reinaera joven, bella ycaritativa con los desgraciados... «¡Lareina... voy a criar al hijo de la reina!»,pensaba María mientras afrontabaaquella extraña e inesperada aventuraque la agresiva autoridad de la señora

de Bouville le había mostrado sólo bajoun aspecto odioso...

El rechinar de un puente levadizo, elsordo paso de los caballos sobre elmaderamen, luego el ruido seco de suscascos sobre el empedrado de un patio...María fue invitada a bajar, pasó entresoldados armados, siguió por uncorredor de piedra mal iluminado, y porúltimo vio aparecer a un hombre gruesoen cota de malla, a quien reconociócomo el conde de Bouville. Cerca deMaría se cuchicheaba; oyó pronunciarvarias veces la palabra «fiebre». Leindicaron por señas que caminara depuntillas; separaron un cortinaje.

A pesar de la enfermedad, se habíanrespetado las costumbres en la«habitación de parto».

Pero, como había pasado la épocade las flores, no habían podido extenderpor el suelo más que un tardío follajeamarillento, que empezaba a pudrirse yabajo las pisadas.

Alrededor del lecho se habíancolocado asientos para los visitantesque no vendrían. Una comadrona sefrotaba las manos con hierbasaromáticas. En la chimenea hervíansobre trébedes grisáceas cocciones.

De la cuna, situada en un ángulo, nollegaba ningún ruido.

La reina Clemencia estaba tendidade espaldas con las piernas separadaspor el dolor; y movía las sábanascontinuamente. Tenía los pómulosenrojecidos y los ojos brillantes. Maríase fijó principalmente en la largacabellera de oro esparcida sobre loscojines, y en aquella ardiente miradaque parecía no ver lo que contemplaba.

—Tengo sed, tengo mucha sed... —gemía la reina.

La comadrona susurró al oído de laseñora de Bouville:

—Ha estado temblando durante unahora; le castañeteaban los dientes y suslabios tenían un color violáceo como la

cara de los muertos. Creímos que semoría. Le friccionamos todo el cuerpo yha empezado a sudar, tal como veis. Hasudado tanto que deberíamos cambiarlela ropa, pero no encontramos las llavesdel cuarto ropero, que tenía Eudelina.

—Voy a dároslas —respondió laseñora de Bouville.

Llevó a María a una habitacióncontigua, calentada también por el fuego.

—Os instalaréis aquí —dijo.Trajeron la cuna real. Apenas se

veía al rey entre tanta ropa blanca que loenvolvía. El niño tenía una narizminúscula, párpados grandes y cerrados,y dormía, enclenque, con una extraña

inmovilidad. Había que acercarsemucho para comprobar que respiraba.De vez en cuando una ínfima mueca, unadolorosa contracción, daba cierto realcea sus rasgos.

Ante aquel pequeño ser, cuyo padrehabía muerto y cuya madre iba tal vez amorir, y que presentaba tan pocasseñales de vida, María de Cressay sintióuna intensa piedad. «Lo salvaré; lo harégrande y fuerte», pensó.

Y, como sólo había una cuna, acostóa su hijo junto al rey.

II.- «Dejemos hacer aDios...»

Desde hacía veinticuatro horas, lacondesa Mahaut no podía calmar sucólera.

Ante Beatriz de Hirson, que leayudaba a vestirse para asistir albautismo del rey, dio suelta a su rabia ysu despecho.

—¡Cabía pensar que, tal como seencontraba, Clemencia no daría a luz!Otras más fuertes abortan. ¡Pues no! ¡Haresistido los nueve meses! ¡Podía haberalumbrado un hijo muerto! ¡Pues nada!

Su retoño vive. ¡Al menos podía habersido una niña! ¡Tampoco! Ha tenido queser niño.

¿Valía la pena, mi pobre Beatriz,correr tan serios peligros, que todavíano han acabado, para que el destino nosjuegue esta mala pasada?

Porque Mahaut estaba ahoraprofundamente convencida de que habíaasesinado al Turbulento sólo para dar asu yerno la corona de Francia. Casilamentaba no haber matado a la mujer almismo tiempo que al marido, y su odiose volvía contra el recién nacido, aquien todavía no había visto; contra elbebé del que dentro de un momento sería

madrina y cuya existencia, apenasempezada, frenaba sus ambiciones.

Aquella mujer, poderosa entre laspoderosas, riquísima, despótica, teníaverdadera naturaleza de criminal. Elasesinato era su medio predilecto paratorcer el destino en su provecho. Legustaba acariciar el proyecto y regalarsecon el recuerdo; de él extraía la emociónde la angustia, la delectación de laastucia, y la alegría de los triunfossecretos. Si el asesinato no daba todo elresultado apetecido, comenzaba poracusar al destino de injusto, secompadecía a si misma, ytranquilamente se ponía a buscar la

nueva cabeza que obstaculizaba susdeseos y a la que ella pudiera abatir.

Beatriz de Hirson, anticipándose alos pensamientos de la condesa, dijosuavemente, bajando sus largaspestañas:

—Conservo, señora, un poco deaquella buena harina que la pasadaprimavera nos sirvió tan bien para lasalmendras garrapiñadas del rey.

—Has hecho bien, has hecho bien —respondió Mahaut—; vale más estarprovista siempre.

¡Tenemos tantos enemigos!...Beatriz, a pesar de su buena estatura,

tuvo que levantar los brazos para

sujetarle el sombrero y ponerle la capasobre los hombros.

—Vais a tener al niño en brazos,señora. Tal vez no dispongáis de mejorocasión... —continuó—.

Ya sabéis que sólo es un poco depolvo que apenas se ve en el dedo.

Hablaba con voz suave, tentadora, ycomo si se tratara de una golosina.

—¡Ah, no! —exclamó Mahaut—.¡Durante el bautizo no! ¡Nos traería malasuerte!

—¿Creéis? Es un alma sin pecadoque devolvéis al cielo.

—Además, Dios sabe cómo se lotomaría mi yerno. No he olvidado la

cara que puso cuando le abrí los ojosrespecto al fin de su hermano, ni lafrialdad con que me trata desdeentonces... Hay demasiada gente que meacusa en voz baja. Ya es bastante un reypor año; aguantaremos un poco al queacaba de nacer.

Una pequeña cabalgata, casiclandestina, partió hacia Vincennes parabautizar a Juan I; los barones, quehabían preparado sus atuendos,esperando ser convocados a una granceremonia, hicieron un gasto inútil.

La enfermedad de la reina, el hechode que el nacimiento hubiera acaecidofuera de París, la tristeza del invierno, la

poca alegría, en fin, que sentía el regentepor tener un sobrino, todo ello seconcertaba para que el bautizo se hicierarápidamente como un acto de simpleformalidad.

Felipe llegó a Vincennesacompañado de su esposa Juana, deMahaut, de Gaucher de Châtillon y dealgunos escuderos. Se había olvidado deavisar al resto de la familia. Por otraparte, Valois estaba recorriendo susfeudos para recolectar fondos, Evreuxseguía en Amiens con el fin de liquidarel asunto del Artois, y en cuanto aCarlos de La Marche, Felipe habíatenido la víspera un vivo altercado con

él. La Marche, para festejar elnacimiento del rey, pidió a su hermanola dignidad de par y un aumento de susrentas.

—¡Eh!, hermano mío, ¡que no soymás que el regente! —le contestó Felipe—. Sólo el rey podrá concederos ladignidad de par... a su mayoría de edad.

Las primeras palabras de Bouville,al recibir al regente en el patio exteriorde la mansión, fueron para preguntar:

—¿Lleva alguno armas, monseñor?¿Llevan daga, estilete o puñal?

No se sabía si este recelo loprovocaba la gente de la escolta o losmismos padrinos.

—Bouville —respondió el regente—, no acostumbro a hacerme acompañarpor escuderos desarmados.

El curador, tímido y obstinado a lavez, rogó a los escuderos que sequedaran en el primer patio. Tanprudente celo comenzó a molestar alregente.

—Aprecio, Bouville —dijo—, elcuidado que pusisteis en la cus todia delvientre de la reina, pero ya no soiscurador; ahora nos pertenece alcondestable y a mí velar por el rey. Ostransmitimos la tarea, pero no abuséis deello.

—¡Monseñor! ¡Monseñor! —

balbució Bouville—. No era mi deseoofenderos; pero se dicen tantas cosas enel reino... En fin, sólo quiero que veáisla fidelidad con que me ciño a mi tarea,y que la cumplo con toda honradez.

Era poco hábil en el disimulo. Nopodía dejar de mirar a Mahaut ahurtadillas, apartando en seguida lavista.

«Decididamente, todos sospechan ydesconfían de mí», pensó la condesa.

Juana de Poitiers fingió no darsecuenta de ello. Gaucher de Châtillon,que nada sabía, calmó la tensióndiciendo:

—Vamos, Bouville, que nos vamos a

helar; entremos.No fueron a la cabecera de la reina.

Las noticias que dio la señora deBouville eran muy alarmantes: la fiebrecontinuaba devorando a la enferma, quese quejaba de atroz dolor de cabeza ytenía náuseas a cada instante.

—Su vientre se hincha de nuevocomo si no hubiera dado a luz —explicóla señora de Bouville—.

No puede conciliar el sueño, suplicaque cesen las campanas que le suenan enlos oídos, y continuamente nos habla,como si se dirigiera no a nosotros, sinoa su abuela, la señora de Hungría o alrey Luis. Da pena ver cómo pierde la

razón, y no poder hacerla callar.Veinte años de oficiar como

chambelán junto a Felipe el Hermosohabían dado al conde de Bouville granexperiencia en las ceremonias reales.¡Cuantos bautizos no había preparado!

Fueron distribuidos los objetosrituales a los asistentes. Bouville y dosgentileshombres de la guardia sesujetaron al cuello largas servilletasblancas, cuyas extremidades seextendían ante ellos tapando, el primeroun recipiente lleno de agua bendita; elsegundo, otro vacío; y el tercero unacopa que contenía sal.

La comadrona que había asistido al

alumbramiento cogió el capillo con elque se cubriría la cabeza del niñodespués de la unción.

Luego avanzó la nodriza llevando alrey en sus brazos.

«¡Oh, qué hermosa joven!», pensó elcondestable.

La señora de Bouville habíaencontrado para María un vestido deterciopelo rosado con adornos de pielen el cuello y los puños, y había hechorepetir muchas veces a la joven lasmaniobras que debía hacer. El bebé ibaenvuelto en una capa dos veces máslarga que él, y encima llevaba un velode seda color violáceo que llegaba hasta

el suelo, como una cola.Se dirigieron a la capilla del

castillo. Abrían la marcha escuderos concirios encendidos. El senescal dejoinville iba el último, sostenido, y apesar de ello vacilante. Sin embargo, semostraba menos torpe que de costumbredebido a la alegría que tenía porque elrecién nacido se llamaba Juan, como él.

La capilla estaba llena de tapices; yla pila bautismal, adornada conterciopelo morado. A un lado se veíauna mesa cubierta con una piel, y encimade ella un mantel fino y cojines de seda.Los braseros que había no bastaban paracaldear el húmedo ambiente.

María puso al niño sobre la mesapara desnudarlo. Prestaba gran atencióna su trabajo para evitar errores; elcorazón le latía con fuerza y estaba tanemocionada, que apenas distinguía lascaras que había a su alrededor. ¡Cómohubiera podido imaginar, hija repudiadapor su familia, que desempeñaría unpapel tan importante en el bautizo de unrey, entre el regente de Francia y lacondesa de Artois! Emocionada poraquel cambio de fortuna, se sentíaagradecida a la señora de Bouville, aquien ya había pedido perdón por surebeldía de la víspera.

Mientras quitaba los pañales, oyó

cómo el condestable preguntaba sunombre y procedencia; se sintióenrojecer.

El capellán de la reina sopló cuatroveces en el cuerpo del recién nacido,como si fueran los cuatro extremos de lacruz, para expulsar de él al demonio porla virtud del Espíritu Santo; luegoescupió en su índice, y untó con salivalas ventanas de la nariz y las orejas delniño, para significar que no debíaescuchar la voz del diablo, ni respirarlas tentaciones del mundo y de la carne.

Felipe y Mahaut levantaron alpequeño rey, uno por las piernas y elotro por los hombros. El regente, con

sus ojos miopes, observaba coninsistencia el minúsculo sexo del niño,aquel rosado gusanillo que hacíafracasar su sabia combinaciónsucesoria, aquel irrisorio símbolo de laley de los varones, ínfimo peroinfranqueable obstáculo entre él y lacorona.

«De todas maneras —pensaba paraconsolarse—, seré regente durantequince años, y en quince años puedenocurrir muchas cosas. ¿Estaré vivodentro de quince años? ¿Vivirá el niñohasta entonces?»

Pero la regencia no es la realeza.El niño seguía en completa calma, e

incluso somnoliento durante los ritospreliminares. Sólo dejó oír su vozcuando lo sumergieron por entero en elagua fría; entonces gritó con toda sufuerza, casi hasta ahogarse. Por tresveces, mientras los padrinos ymadrinas18, Gaucher, Juana de Poitiers,los Bouville y el senescal, extendían lasmanos por encima del pequeño cuerpodesnudo, fue sumergido primero con lacabeza en dirección a Oriente, luego alnorte, después al sur, para representar eldibujo de la cruz.

Juan I se calmó en cuanto lo sacarondel glacial baño19, y aceptóapaciblemente el Santo Crisma con el

que le ungieron la frente. Lo pusieronsobre los cojines, donde María deCressay empezó a secarlo, mientras losasistentes se acercaban lo más posible alos braseros.

De repente, la voz de María deCressay llenó toda la capilla.

—¡Tiene convulsiones!—Mucho se ha revuelto el demonio

antes de salir de su cuerpo —dijo elcapellán.

—No es nada frecuente —explicó lacomadrona— que a los niños se lespresenten las convulsiones tan pronto.Es porque se le han aplicado los hierros;a veces ocurre esto. Además le ha

faltado durante varias horas la leche dela nodriza...

María de Cressay se sintió culpable.«Si en lugar de disputar con la señora deBouville, hubiera acudido enseguida...», pensó.

Nadie, evidentemente, lo atribuyó ala inmersión en agua fría, ni a ninguna delas taras hereditarias: demencia, cojeray epilepsia que reaparecían bastanteregularmente en la familia.

—¿Creéis que sufrirá más ataques?—preguntó Mahaut.

—Me temo que sí, señora —respondió la comadrona—. Nunca sesabe cuándo llega este mal, ni cómo

acaba.—¡Pobre pequeño! —dijo Mahaut

en voz alta.Llevaron al rey al castillo, y la

reunión se disolvió sin alegría.Felipe de Poitiers no abrió los

labios durante el trayecto de vuelta. Encuanto llegó a palacio, dejó que losiguiera su suegra y se encerrase con él.

—Ha faltado poco hace un momentopara convertiros en rey, hijo mío —dijoMahaut.

Felipe no respondió.—La verdad es que, después de lo

que hemos visto, nadie se extrañaría deque el niño muriera uno de estos días —

prosiguió.El regente continuaba en silencio.—Aunque desapareciera, os veríais

obligado a esperar la mayoría de edadde Juana de Navarra.

—¡Ah, no, madre mía! ¡Eso no! —respondió vivamente Felipe—. En losucesivo no estamos ligados con elreglamento de julio. La sucesión de Luisse ha cerrado; y la que se abriría sería ladel pequeño Juan. Entre mi hermano yyo habría habido un rey, y yo sería elheredero de mi sobrino.

Mahaut lo miró con admiración:«¡Lo ha estado rumiando durante elbautizo! ...»

—Vuestro sueño siempre ha sidollegar a rey, confesadlo, Felipe. ¡Ya deniño cortabais ramas para haceroscetros con ellas!

Felipe levantó la cabeza y sonrió. Seprodujo un silencio y luego, el conde dePoitiers dijo gravemente:

—¿Sabéis, madre mía, que la damade Fériennes ha desaparecido de Arrásasí como los hombres que envié pararaptarla y evitar que hablara? Pareceque está custodiada secretamente en uncastillo del Artois, y dicen que vuestrosbarones alardean de ello.

Mahaut buscó en su mente el alcancede aquella información. ¿Quería

solamente prevenirla contra los peligrosque corría? ¿Quería demostrarle que seocupaba de ella? ¿Era una manera deconfirmar la prohibición que le habíahecho de recurrir al veneno? O bien, porel contrario, al hacer alusión a laproveedora, ¿le daba a entender quetenía las manos libres?

—Un nuevo ataque podría llevárselo—insistió Mahaut.

—Dejemos hacer a Dios, madre mía,dejemos hacer a Dios —dijo Felipe,dando fin a la conversación.

«¿Dejar hacer a Dios... o dejarmehacer a mí? —pensó la condesa deArtois—. Lleva su prudencia hasta

evitar ensuciarse el alma, pero me hacomprendido bien... El que me va acausar más molestias es ese gordo ybobo de Bouville.»

Desde aquel instante su imaginacióncomenzó a trabajar. Mahaut tenía uncrimen en perspectiva; y que la futuravíctima fuera un recién nacido laexcitaba lo mismo que si se tratara deladversario más feroz.

Emprendió una cuidadosa y pérfidacampaña. «El rey no ha nacido conmucha vida», decía a todos, y describíacon lágrimas en los ojos la penosaescena del bautizo.

—Todos creímos que se nos moría,

y faltó bien poco para que fuera verdad.Preguntad al condestable, que tambiénestaba allí; nunca he visto a messireGaucher, que es tan valiente,empalidecer de aquella manera... Todospodrán ver la debilidad del pequeño reycuando sea presentado a los barones,como ha de hacerse. A saber si hamuerto ya, y nos lo ocultan. Porque estapresentación tarda demasiado, y no noshan dado ninguna razón. Messire deBouville parece oponerse, porque ladesgraciada reina... ¡Dios la proteja!...empeoraría. Pero, en fin, la reina no esel rey.

Los familiares de Mahaut cuidaron

de propagar el rumor.Los barones comenzaron a

alarmarse. En efecto, ¿por qué se diferíatanto la solemne presentación? Elprecipitado bautizo, las pretendidasdilaciones de Bouville, el impenetrablesilencio de Vincennes, todo ello teníacarácter de misterio.

Circulaban rumores contradictorios.Se decía que el rey estaba enfermo, y noquerían mostrarlo; que el conde deValois lo había sacado secretamentepara ponerlo en lugar seguro. ¿Laenfermedad de la reina? ¡Fingida! Ella ysu hijo viajaban ya para Nápoles.

—Si ha muerto, que lo digan —

murmuraban algunos.—El regente lo ha hecho

desaparecer —aseguraban otros.—¿Quién dice eso? El regente no es

de esta clase. Lo que pasa es quedesconfía de Valois.

—No es el regente, es Mahaut. Estápreparando alguna maquinación, si no latiene ya en marcha. ¡Va pregonando condemasiada insistencia que el rey nopuede vivir!

Mientras por la corte corrían estosrumores, enervando a sus miembros conodiosas conjeturas y sospechas deinfamias en las que cada uno se sentíasalpicado, el regente permanecía

impenetrable. Estaba entregado a laadministración del reino, y si iban ahablarle de su sobrino respondía:«Flandes», «Artois» o «cobranza deimpuestos».

La mañana del 19 de noviembre,habiendo aumentado la irritación,numerosos barones y maestros delParlamento fueron en delegación aentrevistarse con Felipe, y le pidieroncon energía, casi le intimaron, a queconsintiese en la presentación del rey.Los que esperaban una respuestanegativa, o dilatoria, tenían ya unmalévolo brillo en los ojos.

—Deseo, monseñores, deseo tanto

como vosotros esa presentación —dijoel regente—. A mí mismo me hacenoposición; es el conde de Bouville quiense niega a ello.

Luego, volviéndose hacia Carlos deValois, llegado la antevíspera de sucondado del Maine con sus finanzasrehechas, le preguntó:

—¿Sois vos, tío mio, quien porinterés de vuestra sobrina Clemencia,impedís a Bouville que nos muestre alrey?

El exemperador de Constantinopla,que no comprendía a qué se debíaaquella brusca ofensa, se puso coloradoy exclamó:

—¡Por Dios, sobrino mío, qué cosasdecís! ¡Nada le he impedido, ni tengointención de hacerlo! No he visto aBouville, ni he recibido ningún mensajede él desde hace varias semanas, yprecisamente he regresado para esapresentación. Por el contrario, tengogran interés en que se haga y en que sevuelva a obrar según las costumbres denuestros padres, lo cual, por cierto, sehace esperar demasiado.

—Entonces, monseñores, —dijo elregente— todos estamos de acuerdo.¡Gaucher!, vos, que asististeis al bautizode mi hermano, ¿no es la primeramadrina quien ha de presentar el niño

real a los barones?—Cierto, cierto, es la madrina —

respondió Valois, vejado de que sobreun punto del ceremonial solicitaran otraopinión que no fuera la suya—. Yoestuve en todas las presentaciones,Felipe; en la vuestra, que fue breve, yaque erais el segundo, así como en la deLuis y en la de Carlos. Siempre lamadrina.

—Entonces —prosiguió el regente—, voy a hacer saber a la condesaMahaut que ha de cumplirinmediatamente esta formalidad, y daréorden a Bouville para que nos abraVincennes. Partiremos a caballo al

mediodía.Para Mahaut era la ocasión

esperada. No quiso que la ayudara avestir nadie más que Beatriz, y se pusouna corona; el asesinato de un rey bienlo merecía.

—¿Cuánto tiempo crees quenecesitan estos polvos para hacer efectoen un niño de cinco días?

—No lo sé, señora —respondió laprimera doncella—. Para los ciervos devuestros bosques bastó una noche, peroel rey Luis resistió cerca de tres días...

—Para cubrirme, siempre mequedará el recurso —dijo Mahaut— deesa nodriza que vi el otro día, hermosa

en verdad; pero cuya procedencia nadiesabe, ni quién la ha puesto allí. Sin dudalos Bouville...

—Os comprendo, señora —dijoBeatriz sonriendo—. Si la muerte no lesparece natural, podrían acusar a esajoven y hacerla descuartizar...

—Mi reliquia, mi reliquia —dijoMahaut con inquietud, tocándose elpecho—. ¡Ah, sí, aquí está!

Cuando salía de la habitación,Beatriz le murmuró al oído:

—Sobre todo, señora, procurad noutilizar vuestro pañuelo.

III.- La astucia deBouville

—¡Prended fuego a la leña! —ordenó Bouville a los criados—.Encended las chimeneas, a reventar,para que se extienda el calor por loscorredores.

Iba de habitación en habitación,paralizando al servicio al pretenderactivarlo. Corría al puente levadizo ainspeccionar la guardia, mandaba echararena en los patios, luego la hacía barrerporque se formaba barro, inspeccionabalas cerraduras. Toda aquella agitación

sólo iba destinada a engañar su propiaangustia. «Va a matarlo, va a matarlo»,se repetía constantemente.

En un pasillo se encontró a su mujer.—¿Y la reina? —preguntó.La misma mañana habían

administrado a la reina Clemencia losúltimos sacramentos.

Aquella mujer; cuya bellezaexaltaban dos reinos, estabadesfigurada, estragada por la infección.La nariz afilada, la piel amarillenta, conplacas rojas del tamaño de una pieza dedos libras, exhalaba un olor espantoso;su orina contenía sangre; cada vezrespiraba más penosamente y se quejaba

de constantes dolores en la nuca y en elvientre. Deliraba.

—Son cuartanas —dijo la señora deBouville—. La comadrona asegura quesi pasa el día puede salvarse. Mahaut haofrecido enviar al maestro Pavilly, sumédico personal.

—¡De ningún modo, de ningúnmodo! —exclamó Bouville—. ¡Nodejaremos entrar aquí a nadie que sirvaa Mahaut!

¡La madre moribunda, el hijoamenazado, y más de doscientos baronesque estaban al llegar con su respectivaescolta! ¡Bonito desorden iba aoriginarse en seguida, y qué buena

ocasión para el crimen!—El niño no puede quedar en la

habitación contigua a la de la reina —continuó Bouville—. No puedo apostarallí hombres armados para que loprotejan, y es muy fácil deslizarse pordetrás de los tapices.

—Pues es hora de que pienses enello. ¿Dónde quieres ponerlo?

—En la habitación del rey. Allí sepuede prohibir la entrada.

Se miraron, y ambos pensaron lomismo: era la habitación en que habíamuerto el Turbulento.

—Haz preparar esa habitación yaviva el fuego —insistió Bouville.

—Bien, amigo mío, voy aobedecerte. Pero aunque pongascincuenta escuderos no podrás impedirque Mahaut tenga al rey en brazos parapresentarlo.

—¡Estaré a su lado!—Si lo ha decidido, lo matará en tus

narices, mi pobre Hugo, y ni te daráscuenta. Un niño de cinco días no ofreceninguna resistencia. Aprovechará unmomento de descuido para clavarle unaaguja en un punto vital de la cabeza, o lehará respirar veneno, o lo estrangularácon una cinta.

—Entonces, ¿qué quieres que haga?—exclamó Bouville—. No puedo ir y

decirle al regente: «¡No queremos quevuestra suegra lleve al rey porquetememos que lo mate!»

—¡No, es cierto! Sólo nos quedarogar a Dios —dijo la señora Bouvillealejándose.

Bouville, desolado, entró en lahabitación de la nodriza.

María de Cressay daba de mamar alos dos niños a la vez. Voraces uno yotro, se aferraban a los senos con suspequeñas uñas y sorbían ruidosamente.Generosamente, María daba al rey elpecho izquierdo, que se creía el másrico.

—¿Qué os ocurre, messire? Parecéis

muy preocupado —dijo María.Estaba ante ella, apoyado en su alta

espada, con sus mechones blanquinegrosque le caían por las mejillas, rellenandocon su barriga la cota de armas, como ungrueso arcángel bondadoso encargadode la difícil vigilancia de un niño.

—Es tan débil nuestro pequeño sire,es tan débil... —dijo tristemente.

—No, messire, se está recuperando.Ved, casi ha alcanzado al mío. Y todasestas medicinas que tomo me producenpalpitaciones, pero parece que le hacenbien20.

Bouville acercó la mano, y acaricióla cabecita en la que se formaba una

rubia pelusa.—No es un rey como los demás... ya

veis... —murmuró.El viejo servidor de Felipe el

Hermoso no sabía cómo expresar lo quesentía. Por lejos que se remontaba en susrecuerdos e incluso en los de su padre,la monarquía, el reino, Francia, todo loque había sido razón de sus funciones yobjeto de su preocupación se confundíacon una larga y sólida cadena de reyesadultos, fuertes, que exigían respeto ydispensaban honores.

Durante veinte años había acercadoel sillón a un monarca ante quientemblaba la cristiandad. Nunca hubiera

podido imaginar que la cadena seredujera, tan de prisa, a aquel rosadoinfantito de la barbilla con rastros deleche, eslabón que se hubiera podidoquebrar con dos dedos.

—Es verdad que ha engordado —dijo—; sin la señal que le dejaron loshierros y que ya se va borrando, sedistinguiría muy poco del vuestro.

—¡Oh, no, messire! —dijo María—.El mío pesa más. ¿No es verdad, Juan II,que pesas más?

Enrojeció de pronto, y explicó:—Como los dos tienen el mismo

nombre, al mío lo llamo Juan II. Tal vezno debería hacerlo.

Bouville, por maquinal cortesía,acarició la cabeza del segundo bebé. Ensu gesto, rozó los senos de María. Estase equivocó sobre el gesto y laobstinada mirada del gentilhombre, y sepuso colorada. «¿Cuando dejaré desonrojarme por cualquier cosa? —sedecía—. Dar de mamar no esdeshonesto, ni provocativo.»

En realidad, Bouville comparaba alos dos bebés.

En este momento entró la señora deBouville, con la ropa para vestir al rey.Bouville la llevó a un rincón y le dijo:

—Creo que he encontrado lasolución.

Se hablaron en voz baja durante unosinstantes. La señora de Bouville movíala cabeza con aire reflexivo; por dosveces miró en dirección a María.

—Pídeselo tú —dijo por fin—. A míno me tiene afecto.

Bouville se acercó a la joven.—María, hija mía, vais a prestar un

gran servicio a nuestro pequeño rey, aquien os veo tan apegada —dijo—.Nuestros barones vienen para que lessea presentado. Pero, dados los ataquesque padeció durante el bautizo, tememosque el frío le sea fatal. Pensad en elefecto que produciría si empezara aretorcerse otra vez. Pronto dirían todos

que tiene poca vida, como propagan susenemigos. Nosotros, los barones, somosgente aguerrida, y queremos que el reydé pruebas de robustez incluso en la mástierna edad. Vuestro niño, me lo decíaishace un momento, está más gordo y tienemejor aspecto. Quisiéramos presentarloen lugar del rey.

María, un poco inquieta, miró a laseñora de Bouville, quien se apresuró adecir:

—Yo no intervengo en nada. Es ideade mi esposo.

—¿No es pecado, messire, haceresto? —preguntó confusa María.

—¿Pecado, hija mía? Proteger al rey

es una virtud. Y no sería la primera vezque se presentara al pueblo un niñofuerte en lugar de un heredero enclenque—afirmó Bouville, mintiendo paralograr su propósito.

—¿No se darán cuenta?—¿Cómo van a darse cuenta? —

exclamó la señora de Bouville—. Losdos son rubios; a esa edad todos losniños se parecen, y cambian de un díapara otro. ¿Quién conoce de verdad alrey?

Messire de Joinville, que no venada, el regente que no ve mucho, y elcondestable que es más entendido encaballos que en recién nacidos.

—¿No se extrañará la condesa deArtois de no ver la señal de los hierros?

—¿Cómo va a verla bajo el bonete yla corona?

—Además, el día no es muy claro.Casi será necesario encender los cirios—agregó Bouville, señalando la ventanay la triste luz de noviembre.

María no opuso más resistencia. Enel fondo, la idea de esta sustitución lahalagaba, y en Bouville sólo veía buenasintenciones. Sentía placer en vestir derey a su hijo, en rodearlo de seda, enponerle el pequeño manto azul sembradode flores de lis doradas y el bonete en elque habían cosido una minúscula

corona, prendas todas del ajuarpreparado antes del nacimiento.

—¡Qué hermoso va a estar miJuanito! —decía María—. ¡Una corona,Señor! Tendrás que volverla a tu rey,¿sabes?, tendrás que devolvérsela.

Movía a su hijo como si fuera unmuñeco ante la cuna de Juan I.

—Ved, sire, ved a vuestro hermanode leche, a vuestro pequeño servidorque va a ocupar vuestro lugar para queno os resfriéis.

Y pensaba: «Cuando le cuente aGuccio todo esto... cuando le diga quesu hijo es hermano de leche del rey, yque ha sido presentado a los barones...

¡Qué extraña es nuestra vida, pero yo nola cambiaría por ninguna otra! ¡Qué bienhice de enamorarme de él, de milombardo!»

Su alegría se vio truncada por unlargo gemido llegado de la habitacióncontigua.

«Dios mío, la reina... —pensó María—. Me olvidaba de la reina...»

Entró un escudero a anunciar lallegada del regente y de los barones. Laseñora de Bouville tomó al hijo deMaría en los brazos.

—Lo llevo a la habitación del rey —dijo— y os lo devolveré después de laceremonia, cuando se vaya la corte. No

os mováis de aquí hasta que yo vuelva.Y si, a pesar de la guardia que vamos aponer, entra alguien, vos afirmad que elniño que tenéis es el vuestro.

IV.- «Mis sires, ved alrey»

Los barones apenas cabían en lagran sala; hablaban, tosían, se revolvíany comenzaban a impacientarse por tanlarga espera de pie. Los acompañanteshabían invadido los corredores, para noperderse el espectáculo; en las salidasse arracimaban las cabezas.

El senescal de Joinville, a quien nohabían hecho levantar hasta el últimominuto para ahorrarle esfuerzo, sehallaba ante la puerta de la habitacióndel rey, en compañía de Bouville.

—Vos lo anunciaréis, messiresenescal —dijo Bouville—. Sois el másantiguo compañero de San Luis, y a voscorresponde el honor.

Enfermo de ansiedad, con la carasudorosa, Bouville pensaba:

«Yo no podría..., no podríaanunciarlo. Mi voz me traicionaría.»

Vio aparecer, en un extremo deloscuro corredor, a la condesa Mahaut deArtois, gigantesca, agrandada más aúnpor su corona y su pesado manto deceremonia. Nunca le había parecido tanalta y aterradora.

Se precipitó a la habitación y dijo asu mujer:

—Ha llegado el momento.La señora de Bouville se dirigió

hacia la condesa, cuyos fuertes pasosresonaban en las losas, y le entregó elligero fardo.

El lugar estaba oscuro; Mahaut nomiró al niño de cerca. Solamente se diocuenta de que había aumentado de pesodesde el día del bautizo.

—¡Eh, nuestro pequeño reyprogresa! —dijo—. Os felicito, amigamía.

—Lo cuidamos mucho, señora; noqueremos incurrir en los reproches de sumadrina —respondió la señora deBouville con su mejor tono.

«Hay que decidirse —pensó Mahaut—; el niño está progresandodemasiado.»

La luz que entraba por una ventana ledejó ver la cara del antiguo chambelán.

—¿Por qué sudáis tanto, messireHugo? —le dijo—. El día no escaluroso.

—Son esos fuegos que he hechoencender... Messire el regente no me hadado tiempo para caldearlo conanticipación.

Se midieron con la mirada, ypasaron cada uno un mal momento.

—Adelante, pues —dijo Mahaut,abriéndose paso.

Bouville ofreció su brazo al ancianosenescal, y los dos curadores sedirigieron, lentamente, hacia la gransala. Mahaut los seguía a unos pasos.Era el momento propicio, y tal vez noencontraría otro igual. El andar delsenescal le permitía no apresurarse.Cierto es que había escuderos ydoncellas pegados a las paredes y quetodos, desde la penumbra, tenían puestoslos ojos en el niño. Pero, ¿quiénsospecharía de un gesto tan breve ynatural?

—¡Vamos! Presentémonos bien —dijo Mahaut al bebé coronado quellevaba en sus brazos—.

Hagamos honor al reino, y nobabeemos.

Sacó el pañuelo de su escarcela ylimpió rápidamente los labios mojadosdel pequeño.

Bouville volvió la cabeza, pero elgesto ya estaba hecho, y Mahaut,disimulando el pañuelo en el hueco de lamano, fingió arreglar el precioso mantodel niño.

—Estamos dispuestos —dijo ella.Se abrieron las puertas de la sala, y

se hizo el silencio. Pero el mariscal noveía a la gente que tenía ante sí.

—Anunciad, messire, anunciad —lesusurró Bouville.

—¿Qué debo anunciar? —preguntóJoinville.

—¡Al rey, vamos, al rey!—El rey... —murmuró Joinville—.

Es el quinto al que sirvo, ¿sabéis?—Cierto, cierto, pero anunciad —

repitió nerviosamente Bouville.Mahaut, detrás de ellos, enjugó por

segunda vez, para mayor seguridad, laboca del niño.

Sire de Joinville, después deaclararse la garganta con algunoscarraspeos, se decidió a pronunciar convoz grave y bastante clara:

—¡Mis sires, ved al rey! ¡Ved al rey,mis sires!

—¡Viva el rey! —respondieron losbarones, dejando escapar el grito queretenían desde el entierro de Luis X elTurbulento.

Mahaut fue directamente al regente ya los miembros de la familia real que lorodeaban.

—Sí, es buen mozo... rosado... estágordo —comentaban los barones a supaso.

—¿Quién decía que era enclenque yque no duraría? —murmuró Carlos deValois a su hijo Felipe.

—¡Vamos! La raza de Franciasiempre es aguerrida —dijo La Marchepara imitar a su tío.

El hijo del lombardo se comportababien, incluso demasiado bien para losdeseos de Mahaut. «¿No podría gritar yretorcerse un poco?», pensaba. Y,disimuladamente, intentaba pellizcarle através del manto. Pero los pañales erangruesos, y el niño sólo emitía unronroneo bastante alegre. Parecíagustarle el espectáculo que se ofrecía asus ojos azules, abiertos completamente.«¡El pequeño bribón! Dentro de unosminutos se pondrá a cantar. Esta nocheya cantará menos... a no ser que el polvode Beatriz se haya desvanecido...»

Del fondo de la sala se elevarongritos:

—¡No lo vemos; queremosadmirarlo!

—Tomad, Felipe —dijo Mahaut a suyerno entregándole el bebé—; vos, quetenéis los brazos más largos, enseñad elrey a sus vasallos.

Cogió el regente al pequeño Juanpor el torso y lo levantó por encima dela cabeza para que todos lo pudierancontemplar a gusto. De repente, Felipese sintió correr por las manos un líquidoviscoso y caliente. El niño, atacado porel hipo, vomitaba la leche que habíamamado media hora antes, y que habíaadquirido un color verdoso por irmezclada con bilis; su cara cobró el

mismo color, y luego pasó a un tonooscuro, indefinible, inquietante, mientrastorcía el cuello hacia atrás.

Una gran exclamación de angustia ydecepción se elevó de la multitud debarones.

—¡Señor, Señor —exclamó Mahaut—, le vuelven los ataques!

—Cogedlo —dijo con vivezaFelipe, devolviéndole el niño como sifuera un objeto peligroso.

—¡Ya lo sabía! —dijo una voz.Era Bouville, estaba rojo, y su

mirada colérica iba de la condesa alregente.

—Sí, teníais razón, Bouville —dijo

este último—; era demasiado prontopara presentar a este niño enfermo.

—Lo sabía... —repitió Bouville.Pero su mujer le tiró de la manga,

para evitar que cometiera unairreparable tontería. Sus miradas seencontraron y Bouville se calmó. «¿Quéiba a hacer? Estoy loco —pensó—,tenemos al verdadero.»

Aun cuando lo había preparado todopara desviar el crimen sobre otracabeza, no había previsto nada para elcaso de que se cometieraverdaderamente.

También Mahaut se quedóasombrada. No esperaba que el veneno

produjera tan rápidos efectos. Decíapalabras que querían sertranquilizadoras:

—¡Calmaos, calmaos! También elotro día creíamos que se moría; y luegoya veis cómo se recuperó. Son cosaspropias de los niños, desagradables,pero que duran poco. ¡La comadrona! ¡

Que vayan a buscar a la comadrona!—agregó arriesgándose, para demostrarsu buena voluntad.

El regente mantenía sus manossucias apartadas del cuerpo; las mirabacon miedo y disgusto, y no osaba tocarnada.

El bebé tenía un color azulado y se

ahogaba.En el desorden y confusión que

siguieron, nadie supo bien lo que hacía,ni cómo ocurrieron las cosas. La señorade Bouville se lanzó hacia la habitaciónde la reina, pero llegada a la puerta, sedetuvo bruscamente. «Si llamo a lacomadrona verá que no tiene la señal delos hierros y se dará cuenta delcambio», pensó. «¡Sobre todo que no lequiten el bonete, que no se lo quiten!» Yvolvió corriendo, mientras la asistenciase dirigía ya a la habitación del rey.

Ya no era necesaria la presencia deninguna comadrona. Envuelto aún en sumanto bordado de flores de lis, con su

corona de muñeco ladeada sobre lafrente, con los labios amoratados,mojados los pañales y corroídas lasentrañas, yacía el niño sobre el inmensolecho cubierto de seda.

El bebé que acababan de presentar atodos como el rey de Francia habíadejado de existir.

V.- Un lombardo enSaint-Denis

—¿Y ahora ¿qué hacemos? —sepreguntaban los Bouville.

Estaban cogidos en su propiatrampa. El regente no prolongó mucho suestancia en Vincennes. Reunió a losmiembros de la familia real y les rogóque lo escoltaran hasta París paracelebrar consejo inmediatamente. En elmomento en que iniciaba la marcha,Bouville tuvo un arranque de valor.

—¡Monseñor! ... —exclamó,cogiendo por la brida la montura del

regente.Inmediatamente le interrumpió

Felipe:—Sí, sí, Bouville, os agradezco que

participéis de nuestro pesar. Creedmeque nada os reprochamos. Es la ley de lahumana naturaleza. Os haré llegar misórdenes para los funerales.

Y picando al caballo, partió algalope desde el puente levadizo. Asemejante marcha, los que loacompañaban poco podían dedicarse areflexionar. Lo siguieron la mayoría delos barones. Sólo quedaron unos pocos,los menos importantes, los desocupadosque se reunían, en pequeños grupos,

comentando el suceso.—Ves —decía Bouville a su mujer

—, debía haber hablado en aquelinstante. ¿Por qué me detuviste?

Estaban en pie, en el derrame de unaventana, hablando en voz baja y sinatreverse apenas a confiar suspensamientos.

—¿Y la nodriza? —prosiguióBouville.

—Está vigilada. La he llevado a mihabitación, la he cerrado con llave, ydos hombres guardan la puerta.

—¿No sospecha nada?—No.—Bien, habrá que decírselo.

—Esperemos a que se hayan idotodos.

—¡Debería haber hablado! —repitióBouville.

Lo torturaba el remordimiento porno haber seguido el primer impulso. «Sihubiera gritado la verdad ante todos losbarones, si les hubiera presentado laprueba en aquel momento... Para ellohubiera sido preciso tener otro carácter,ser un hombre del temple delcondestable, por ejemplo, y sobre todono obedecer a su mujer cuando le tirabade la manga...

—¿Cómo podíamos imaginar queMahaut realizaría tan bien el golpe y que

el niño iría a morir a la vista de todos?—En el fondo —murmuró Bouville

—, lo mejor hubiera sido presentar alverdadero, y dejar que se cumpliera eldestino.

—¡Ah, ya te lo había dicho!—Sí, lo confieso. La idea fue mía...

y era mala.Porque ahora, ¿quién los creería?

¿Cómo y a quién podrían declarar quehabían engañado a la asamblea de losbarones, poniendo una corona sobre lacabeza de un hijo de nodriza? Su actoconstituía un sacrilegio.

—¿Sabéis a qué nos arriesgamos sino guardamos silencio? —dijo la señora

de Bouville—. A que Mahaut nos hagaenvenenar.

—Estoy convencido de que ella haactuado de acuerdo con el regente.Cuando éste se limpió las manos suciaspor el vómito del niño, tiró el trapo alfuego. Lo vi...

Su mayor preocupación era supropia seguridad.

—¿Y el arreglo del niño? —continuó Bouville.

—Lo he hecho yo misma con una demis mujeres, mientras tú acompañabasal regente —respondió la señora deBouville—. Ahora lo vigilan cuatroescuderos. Por ese lado no hay nada que

temer.—¿Y la reina?—He prohibido que se le hable,

para no agravarla. Por otra parte, pareceque su estado no le permite comprender.Y he ordenado a las comadronas que nose aparten de su lecho.

Poco después llegó de París elchambelán Guillermo de Seriz, e indicóa Bouville que el regente acababa dehacerse reconocer rey por sus tíos,hermano y pares presentes. El consejohabía sido breve.

—En cuanto a los funerales por susobrino —dijo el chambelán—, nuestrosire Felipe ha decidido que se hagan

cuanto antes, a fin de no afligir al pueblodurante demasiado tiempo con estanueva desgracia. No se expondrá elcuerpo. Como hoy es viernes, y no sepuede inhumar en domingo, el cadáverserá llevado a Saint-Denis mañana. Elembalsamador ya está en camino. Osdejo, messire, porque el rey me haordenado que regrese en seguida.

Bouville lo dejó marchar sin añadirpalabra. «El rey... el rey...», pensaba.

El conde de Poitiers era rey; unpequeño lombardo iba a ser llevado aSaint—Denis... y Juan I vivía. Bouvillefue a reunirse con su mujer.

—Han reconocido a Felipe —le dijo

—. ¿Qué va a ser de nosotros, con esterey que tenemos en las manos?

—Hay que hacerlo desaparecer.—¡Ah, no! —exclamó Bouville,

indignado.—¡No se trata de eso! ¡Estás

perdiendo el juicio, Hugo! —replicó laseñora de Bouville—. Quiero decir quees necesario ocultarlo.

—Pero nunca podrá reinar.—Al menos vivirá. Y tal vez un

día... ¡Quién sabe!—¿Y dónde? ¿A quién confiarlo sin

despertar sospechas? En primer lugar,necesita el cuidado de una madre.

—La nodriza... Sólo la nodriza nos

puede servir —dijo la señora deBouville—. Vamos a hablarle.

Estuvieron inspirados al esperar lamarcha de los últimos barones antes deconfesar a María de Cressay que su hijohabía muerto, porque el alarido que éstalanzó atravesó las paredes de lamansión. A quienes lo oyeron lesdijeron que había partido de la reina.Ahora bien, Clemencia, aún en medio desu inconsciencia, se incorporó en ellecho y preguntó:

—¿Qué ocurre?Hasta el anciano senescal de

Joinville despertó de su sopor y seestremeció.

—Están matando a alguien —dijo—.He oído un grito como si degollaran auna persona.

Mientras tanto, María repetíaincansablemente:

—¡Quiero verlo! ¡Quiero verlo!¡Quiero verlo!

Bouville y su mujer se vieronobligados a aferrarla, a brazo partido,para impedir que se lanzara, fuera de sí,a buscarlo por el castillo.

Durante dos horas se esforzaron encalmarla, en consolarla y, sobre todo, enjustificarse, repitiendo cien vecesexplicaciones a las que ella no atendía.

Bouville podía asegurarle que no

había querido aquello, que era la obracriminal de la condesa Mahaut... laspalabras se inscribían inconscientementeen la memoria de María, de dondesurgirían más adelante; pero, por elmomento, carecían de significado.

Dejó de llorar un instante, mirófijamente hacia adelante y luego, derepente, empezó a aullar como un perroatropellado por un carro.

Los Bouville creyeron que perdía larazón. Agotaron todos los argumentos;gracias a este sacrificio involuntario,María había salvado al verdadero rey deFrancia, al descendiente de una líneailustre...

—Sois joven —decía la señora deBouville—, tendréis otros hijos. ¿Quémujer no ha perdido en su vida al menosun hijo de pecho?

Y le citaba los gemelos de Blancade Castilla que nacieron muertos, ytodos los pequeños fallecidos de lafamilia real desde hacía tresgeneraciones. Entre los Anjou, losCourtenay, los Borgoña, los Châtillon,los mismos Bouville, ¡cuántas madresenlutadas que, sin embargo, acabaronsiendo felices, rodeadas de una granprogenie! De los doce o quince hijosque una mujer traía al mundo eracorriente que sólo sobrevivieran la

mitad.—Sin embargo, os comprendo —

continuaba la señora de Bouville—. Esmás duro tratándose del primero.

—¡No, no me comprendéis! —gritaba María en medio de los sollozos—. ¡A ése... a ése no podréreemplazarlo jamás!

El bebé que acababan de matar erahijo del amor, nacido de un deseo másviolento y de una fe más fuerte que todaslas leyes del mundo y todas susobligaciones; era el sueño por el quehabía pagado el precio de dos meses deultrajes y cuatro de convento, el regaloperfecto que se disponía a ofrecer al

hombre que había elegido, la milagrosaplanta en la que había esperado verflorecer, cada día de su vida, sus amorescontrariados y maravillosos.

—¡No, no podéis comprender! —gemía—. A vos no os han expulsado devuestra familia por un hijo. ¡No, notendré otro!

Cuando se empieza a describir ladesgracia, a traducirla en términosinteligibles, es que ya se la ha aceptado.Al desgarramiento, al aplastamiento casifísico, sucede lentamente la segunda fasedel dolor; la contemplación cruel.

—¡Lo sabía, lo sabía que meesperaba la desgracia, cuando yo no

quería venir!La señora de Bouville no se atrevía

a contestar.—¿Qué dirá Guccio cuando lo sepa?

—dijo María—. ¿Cómo podréexplicárselo?

—¡No debe saberlo nunca, hija mía!—exclamó la señora de Bouville—.Nadie debe saber que el rey vive,porque quienes han fallado el golpe novacilarían en intentarlo por segunda vez.Vos misma os halláis en peligro, ya queestabais de acuerdo con nosotros. Espreciso que guardéis el secreto hastaque se os autorice a revelarlo.

Y susurró a su marido:

—Vete a buscar los Evangelios.Cuando Bouville volvió con el

grueso libro que cogió de la capilla,consiguieron que María pusiera la manosobre él y jurara guardar silencioabsoluto, incluso con el padre de su hijomuerto, incluso en confesión, sobre eldrama que acababa de desarrollarse.Sólo Bouville o su mujer podríanlevantarle el juramento prestado.

En el estado en que se encontraba,María aceptó jurar todo lo que lepedían. Bouville le prometió unapensión. Pero ¡qué podía importarle eldinero!

—Y ahora es preciso que cuidéis al

rey de Francia, hija mía, y digáis a todosque es vuestro hijo —agregó la señorade Bouville.

María se rebeló. No quería volver atocar al niño por quien habían asesinadoal suyo. No quería seguir en Vincennes;quería huir, a donde fuera, y morir.

—Estad segura de que moriréispronto si abrís la boca. Mahaut notardará en haceros envenenar oapuñalar.

—Os prometo que nada diré. ¡Perodejadme, dejadme partir!

—Partiréis, partiréis. Pero no dejéismorir a este niño. Bien veis que tienehambre. Dadle de mamar al menos hoy

—dijo la señora de Bouville poniéndoleen los brazos al hijo de la reina.

Cuando María apretó contra si alpequeño, se redobló su llanto.

—Cuidadlo, será como el vuestro —insistía la señora de Bouville—. Ycuando llegue el momento deentronizarlo, vos recibiréis grandeshonores. Seréis su segunda madre.

No eran los hipotéticos honoresprometidos por la mujer del curador loque podía convencer a María, sino lapresencia de aquella pequeña vida quetenía en sus brazos y a la que iba atransferir, inconsciente, sus sentimientosmaternales.

Posó los labios sobre la cabeza delniño y, con gesto maquinal, abrió sucorpiño murmurando:

—No, no puedo dejarte morir, mipequeño Juan... mi pequeño Juan...

Los Bouville lanzaron un suspiro dealivio. Habían ganado, al menos por elmomento.

—No ha de estar mañana aquícuando vengan a llevarse a su hijo —dijo la señora de Bouville en voz muybaja a su marido.

Al día siguiente, María, postrada ydejando que la señora de Bouvilledecidiera en todo, fue llevada con elniño al convento de las clarisas.

La señora de Bouville explicó a lamadre abadesa que la muerte delreyecito había debilitado la mente deMaría y que no debía tener en cuenta laslocuras que pudiera hacer o decir.

—Nos asustó su estado; dabaalaridos y no reconocía ni a su propiohijo.

La señora de Bouville exigió que lajoven no recibiera ninguna visita, ni aúnde hermanas ni novicias del convento, yque la dejaran tranquila, en el mayorsilencio.

—Si alguien pregunta por ella, no lodejen entrar y avísenme en seguida.

El mismo día, fueron llevados a

Vincennes dos paños de oro con floresde lis, dos paños de Turquía bordadoscon las armas de Francia y ocho varasde cendal, para el enterramiento delprimer rey de Francia que se habíallamado Juan. Y fue, efectivamente, a unniño llamado Juan, a quien colocaron enuna caja tan pequeña que no creyeronconveniente transportarla en un cochefúnebre, sino simplemente sobre laalbarda de una mula.

Maese Geoffroy de Fleury, tesorerode palacio, anotó en el registro el gastode las exequias, que ascendió a cientoonce libras, diecisiete sueldos y ochodineros, el sábado 20 de noviembre de

1316.No hubo el largo cortejo ritual, ni

ceremonia en Notre-Dame. Se dirigieroninmediatamente a Saint-Denis donde sehizo la inhumación en seguida despuésde la misa. Al pie de la estatua yacentede Luis X, todavía blanca y con lapiedra tallada recientemente, habíanabierto una estrecha fosa; allídepositaron, entre los huesos de lossoberanos de Francia, al hijo de Maríade Cressay, joven de la Isla-de-Francia,y de Guccio Baglioni, mercader deSiena.

Adán Héron, primer chambelán ymaese de la casa real, se adelantó hasta

el borde de la pequeña tumba y, mirandoa su dueño Felipe de Poitiers, exclamó:

—¡El rey ha muerto! ¡Viva el rey!Había empezado el reinado de

Felipe V el Largo; Juana de Borgoña seconvertía en reina de Francia, ytriunfaba Mahaut de Artois.

Solamente tres personas en el reinosabían que vivía el verdadero rey. Unade ellas había jurado sobre el Evangelioguardar el secreto, y las otras dostemblaban sólo al pensar que dichosecreto fuera revelado.

VI.- Francia en manosfirmes

Para conquistar el trono, Felipe Vhabía acudido, dentro de lasinstituciones monárquicas, a un viejorecurso que en lenguaje moderno sellama golpe de Estado.

Al hallarse investido de lasprincipales funciones reales gracias a laautoridad de su persona y al apoyo desus entusiastas partidarios, había hechoratificar por la asamblea de julio unreglamento sucesorio que podíafavorecerle eventualmente, pero sólo

después de largo tiempo y tras laaplicación de cláusulas previas. Con ladesaparición del pequeño rey,sobrevenía un acontecimiento propicio.Inmediatamente, atropellando lalegalidad que él mismo habíaestablecido, se apropió Felipe de lacorona, sin respetar plazos nicondiciones previas.

Un poder obtenido en semejantescondiciones forzosamente tenía queverse amenazado, por lo menos alprincipio.

Ocupado en consolidar su posición,apenas tuvo tiempo Felipe de saborearsu victoria ni recrearse en su sueño

realizado. La cumbre que acababa deocupar era demasiado estrecha.

Las lenguas andaban sueltas por todoel reino; las sospechas se propagaban.La mano dura del rey era bastanteconocida, y los que corrían peligro deverse alcanzados por ella se agruparonalrededor del duque de Borgoña.

Este corrió a París para protestar ladesignación de su futuro suegro. Exigióla convocatoria de los pares y elreconocimiento de Juana de Navarracomo reina de Francia.

Felipe, para asegurarse la regencia,había sacrificado el condado deBorgoña; para conservar el trono,

ofreció separar las coronas de Francia yde Navarra, recientemente unidas, ydejar el pequeño reino pirenaico a ladudosa hija de su hermano.

Pero si Juana era reputada digna dereinar en Navarra, ¿por qué noigualmente en Francia?

Así lo entendía el duque Eudes yrehusó la proposición. Había, pues, querecurrir a la fuerza.

Eudes partió a galope hacia Dijon,desde donde lanzó, en nombre de susobrina, una proclama a todos losseñores del Artois y de Picardía, deBrie y de Champaña, invitándoles adesobedecer al usurpador.

Se dirigió con el mismo fin al reyEduardo II de Inglaterra, quien, a pesarde los esfuerzos de su mujer Isabel, seapresuró a envenenar la querella,tomando partido por los borgoñones. Entoda escisión que surgía en el reino deFrancia, veía el rey inglés la posibilidadde emancipar la Guyena.

«¿Para esto llegué a denunciar eladulterio de mis cuñadas?», pensaba lareina Isabel.

Al verse amenazado por el norte,este y sudeste, cualquier otro que nofuera Felipe el Largo hubiera soltado talvez la presa. Pero el nuevo rey sabíaque disponía de varios meses. El

invierno no era época para la guerra; susenemigos debían esperar hasta laprimavera para poner en pie de guerrasus ejércitos. Lo que más le urgía aFelipe era hacerse coronar, paraadquirir la indeleble dignidad de laconsagración.

En un principio quiso fijar laceremonia para la Epifanía; el día deReyes le parecía de buen augurio. Lehicieron ver que los burgueses de Reimsno tendrían tiempo de prepararlo todo, yconcedió un plazo de tres días. La cortesaldría de París el 10 de enero, y laconsagración se efectuaría el domingodía 9.

Desde Luis VIII, primer rey noelegido en vida de su predecesor, nuncase había visto a un heredero del tronoprecipitarse a Reims con tanta rapidez;Pero la consagración religiosa leparecía insuficiente a Felipe; queríaañadirle algo que impresionara demanera nueva a la conciencia popular.

Frecuentemente había meditado enlas enseñanzas de Egidio Colonna,preceptor de Felipe el Hermoso, hombreque había formado el pensamiento delRey de Hierro, y cuyo tratado sobre losprincipios de la realeza contenía frasescomo ésta: Hablando en absoluto, seríapreferible que el rey fuera elegido; sólo

los corrompidos apetitos de los hombresy su manera de actuar deben hacerpreferir la herencia a la elección.

—Quiero ser rey con elconsentimiento de mis súbditos —dijoFelipe el Largo— y sólo así me sentiréverdaderamente digno de gobernarlos. Ypuesto que me falta el apoyo de algunosgrandes, concederé la palabra a loshumildes.

Su padre le había enseñado elcamino al convocar, en los momentosdifíciles de su reinado, asambleas en lasque estaban representadas todas lasclases, todos los «estados». Hizo que sereunieran dos asambleas de esta clase,

más amplias todavía que lasprecedentes, una en París para los de lalengua oil, otra en Bourges para los dela lengua de oc, dentro de las semanassiguientes a la consagración. Ypronunció las palabras «EstadosGenerales».

Los legistas fueron encargados depreparar los textos que se presentarían ala aprobación de los estados, de formaque Felipe apareciera como escogido ydesignado por el pueblo entero.

Adoptaron, naturalmente, losargumentos del condestable, o sea quelos lises no podían hilar la lana, y que elreino era demasiado noble para caer en

manos de mujer. Se apoyaron,peregrinamente, en el hecho de que entreel venerado San Luis y la señora Juanade Navarra existían tres intermediariossucesorios, mientras que entre San Luisy Felipe sólo había dos. Lo que con todarazón hizo exclamar a Valois.

—En ese caso, ¿por qué no yo, aquien sólo mi padre me separa de SanLuis?

Y luego, en fin, los consejeros delParlamento, aguijoneados por Miles deNoyers, exhumaron, sin demasiadaconfianza, el viejo código de costumbresde los francos salios, anterior a laconversión de Clovis al cristianismo.

Este código no contenía nada relativo ala transmisión del poder real. Era unarecopilación bastante tosca dejurisprudencia civil y criminal, pococomprensible, ya que tenía más de ochosiglos. Una breve indicación estipulabaque la herencia de tierras había dehacerse por partes iguales entre losherederos varones. Sólo eso.

No fue preciso más para que algunosdoctores en derecho secularconstruyeran sobre ello su demostración.La corona de Francia sólo podía recaeren varones, ya que corona implicabaposesión de tierras. Y la mejor pruebade que el código sálico había sido

aplicado desde su origen, ¿no seencontraba en el hecho de que desde unprincipio sólo habían reinado hombres?De esta manera Juana de Navarra podíaquedar eliminada sin tener que recurrir ala acusación de bastardía, imposible deprobar.

Los doctores eran maestros en susgalimatías. Nadie pensó en objetar quela dinastía merovingia no procedía delos salios, sino de los sicambros y delos brúcteros; y en aquel momento, nadiefue a examinar aquella famosa leysálica, que se inventó pretendiendoreferirse a ella, y que iba a hacer fortunaen la Historia, después de haber

arruinado al reino con una guerra decien años.

Ciertamente, el adulterio deMargarita de Borgoña costaría bien caroa Francia.

Sin embargo, por el momento, elpoder central no se dormía. Felipereorganizaba ya la administración,llamaba a su consejo a los grandesburgueses, y creaba su cuerpo de«chevaliers poursuivants21», pararecompensar así a los que le habíanservido sin tregua desde su época deLyon.

Rescató de Carlos de Valois la casade la moneda de Mans, y diez más

esparcidas por toda Francia. Enadelante, la moneda circulante por elreino de Francia sólo sería acuñada porel rey.

Recordando las ideas de Juan XXIIcuando éste no era más que el cardenalDuèze, Felipe preparó una reforma delsistema de multas y de los derechos decancillería. Los notarios entregaríantodos los sábados al Tesoro las sumasrecaudadas, y el registro de actasquedaría sujeto a tarifas decretadas porla Cámara de Cuentas.

Lo mismo hizo con las aduanas,prebostazgos, capitanías de ciudades yoficinas de recaudación. Los abusos y

malversaciones, corrientes desde lamuerte del Rey de Hierro, fueronduramente reprimidos. En todas lascapas de la sociedad, en toda actividadnacional, en los tribunales de justicia, enlos puertos, en los mercados y ferias, sedejó sentir que Francia estaba de nuevoen manos firmes... ¡manos de veinticincoaños!

Las fidelidades no se consiguen sindádivas. Felipe pagó su advenimientocon grandes liberalidades.

El viejo senescal de Joinville sehabía hecho llevar a su castillo deWassy, donde había declarado quequería morir. Sabía que su fin estaba

próximo. Su hijo Anseau, que no habíadejado a Felipe desde los últimos díasde Lyon, dijo un día a este último:

—Mi padre me ha asegurado que enVincennes pasaron cosas extrañascuando la muerte del pequeño rey, y hanllegado a su oído inquietantes rumores.

—Lo sé, lo sé —respondió Felipe—. También a mí me parecieronsorprendentes ciertos hechos ocurridosaquellos días. ¿Queréis que os dé miopinión, Anseau? No puedo hablar malde Bouville porque no tengo pruebas,pero me pregunto si su capacidad no eramuy inferior a la tarea a élencomendada. ¡Mostraba tanta agitación,

escuchaba tanta palabra yana! Sudesordenada prudencia ha dado lugar asuposiciones... De todas maneras, ya esdemasiado tarde...

Hizo una pausa, y agregó:—Anseau, he hecho que el Tesoro

os asigne una donación de cuatro millibras, y ello os probará mi gratitud porla ayuda que siempre me habéisprestado. Y si, tal como creo, el día dela consagración, mi primo el duque deBorgoña no se encuentra en Reims paraanudar mis espuelas, os encargaréis vosde ello. Sois caballero suficientementenoble para ello.

Para remachar las bocas, siempre ha

sido el oro el mejor metal; pero Felipesabía que con ciertos hombres esnecesario trabajar un poco la soldadura.

Quedaba por arreglar el asunto deRoberto de Artois; Felipe se felicitabade haber tenido en prisión a su peligrosoprimo durante los últimosacontecimientos. Pero no podía tenerloindefinidamente en el Châtelet.Generalmente una coronación vaacompañada de actos de clemencia yconcesiones de gracia. Ante laapremiante intervención de Carlos deValois, Felipe fingió comportarse comobuen príncipe.

—Lo haré por complaceros, tío mío

—dijo—. Roberto será puesto enlibertad...

Dejó la frase en suspenso, y parecióestar calculando.

—...a los tres días de mi salida paraReims —agregó—, y no podrá alejarsede París más de veinte leguas.

VII.- ¡Cuántasilusiones perdidas!

En su ascensión real, Felipe el Largono había pasado sólo sobre doscadáveres, dejaba también tras de síotros dos destinos aniquilados, dosmujeres destruidas, una de ellas reina yla otra de oscura familia.

Al día siguiente de las exequiasfúnebres del falso Juan I en Saint-Denis,la señora Clemencia de Hungría, dequien todos creían que iba a entregar elalma, volvió lentamente a recuperar sussentidos y la vida. Alguno de los

remedios que le daban había resultadoeficaz; la fiebre y la infecciónabandonaban aquel cuerpo, como paradar lugar a otras penas. Las primeraspalabras que pronunció la reina fueronpara pedir su hijo, a quien apenas habíavisto. Su recuerdo sólo le traía laimagen de un cuerpecito desnudo al quefriccionaban con agua de rosas y poníanen la cuna...

Cuando le notificaron, con milcuidados, que no se lo Podían mostraren seguida, murmuró:

—Ha muerto, ¿verdad? Lo sabía. Lopresentía en medio de la fiebre...También debía ocurrir eso...

No tuvo la reacción aterradora quetodos temían. Quedó postrada, pero sinlágrimas; su rostro mostraba laexpresión de trágica ironía que adoptanciertas personas después de un incendio,ante las humeantes cenizas de su casa.Sus labios se abrieron como para reír, ydurante unos instantes creyeron quehabía enloquecido.

La desgracia se había encarnizadocon ella; había zonas muertas en sualma, y aunque el destino redoblara susgolpes no podría causarle mássufrimiento.

Bouville, ante ella, se veíacondenado a una engañosa misión de

consolador ineficaz. Cada palabra deafecto que le dirigía la reina loatormentaba de remordimiento.

«Su hijo vive, y no puedo decírselo.¡Y pensar que está en mi mano darle unaalegría tan grande!...»

Por piedad, e incluso por simplehonradez, estuvo cien veces a punto dehablar. Pero la señora de Bouville, queconocía su tierno corazón, no lo dejabanunca solo con la reina.

Al menos pudo desahogarse amedias, acusando a Mahaut, laverdadera culpable.

La reina se encogió de hombros.¿Qué le importaba la mano de la que se

habían servido las fuerzas del mal paraabatirse sobre ella?

—He sido piadosa y buena; almenos así lo creo —decía.—, me heesforzado en cumplir los mandamientosde la religión y en corregir a los que meeran queridos. Nunca he deseado mal anadie. Y Dios me ha castigado más quea ninguna de sus criaturas.., por otraparte, veo triunfar en todo a los malos.

No se rebelaba ni blasfemabatampoco; simplemente atestiguaba unaespecie de monumental error.

Sus padres habían muerto de pestecuando ella contaba apenas dos años.Mientras todas las princesas de su

familia se casaban o se comprometíanantes de alcanzar la edad núbil, ellahabía tenido que esperar hasta losveintidós años. El partido inesperadoque se le presentó parecía el mejor delmundo. Había acudido a aquelmatrimonio con el rey de Franciadeslumbrada, rendida de amor exaltadoy llena de las mejores intenciones. Aunantes de llegar a su nuevo país habíaestado a punto de perecer en el mar. Alcabo de unas semanas descubría que sehabía casado con un asesino y quesucedía a una reina estrangulada. A losdiez meses quedaba viuda y encinta.Alejada en seguida del poder, la tenían

secuestrada con el pretexto deprotegerla, y acababa de luchar duranteocho días entre la vida y la muerte parasaber, apenas salida de aquel infierno,que su hijo había muerto, envenenado,sin duda, como su marido.

—La gente de mi país cree en lamala suerte. Tienen razón. Yo tengomala suerte —dijo—. Me debo prohibiremprender nada más y fiarme de nadie,ni aun del mismo Dios.

Amor, caridad, esperanza... Habíaagotado todas las reservas de virtud queposeía, y al mismo tiempo perdía la fe.

Durante su enfermedad había sufridotales torturas y había sentido tan cerca la

agonía, que encontrarse viva, respirarsin dificultad, alimentarse, posar lamirada en las paredes, muebles yrostros, le parecía sorprendente y leprocuraba las únicas emociones de queera capaz su alma medio destruida.

A medida que avanzaba en su lentaconvalecencia y recobraba su legendariabelleza, la reina Clemencia comenzó aadquirir gustos de mujer madura ycaprichosa. Parecía que bajo aquellaadmirable apariencia, bajo aquelloscabellos de oro, aquel rostro de retablo,aquel noble pecho, aquellos miembrosperfectos que día a día recuperaban suseducción, habían transcurrido de golpe

cuarenta años. Con un cuerpo suntuoso,una vieja viuda reclamaba a la vida susúltimas alegrías.

Las reclamaría durante once años.Frugal hasta entonces, tanto por

religiosidad como por indiferencia, lareina mostró en seguida extrañasexigencias de manjares raros y costosos.Colmada por Luis X de joyas que ellahabía desdeñado al recibirlas, seexaltaba ahora ante sus cofres,apasionada en contar las piedras, encalcular su valor, y en apreciar la talla oel brillo. Decidió de pronto transformarlas monturas y convocó a sus orfebres ainterminables reuniones. Pasaba también

largas horas con las lenceras, hacíacomprar las más caras telas de Oriente yencargaba excesiva cantidad de exóticosperfumes.

Aunque para aparecer en públicovestía el blanco atuendo de las viudas,en sus habitaciones, los íntimosquedaban sorprendidos, e inclusomolestos al verla, junto a la chimenea,envuelta en velos de excesivatransparencia.

Su generosidad de antaño perdurabaahora en forma alocada de absurdasliberalidades. Los mercaderes hicieroncorrer la voz entre ellos, pues sabíanque no se les discutiría el precio. La

codicia se apoderaba del personal.Ciertamente, la reina estaba bienservida. En las cocinas se disputaban elhonor de prepararle su manjar preferido;por un postre bien presentado, por unaleche de avellanas, por un platorecientemente descubierto en el que elromero y las especias estaban bienmaceradas en jugo de granada, la reinaabría la mano llena de monedas.

Pronto quiso oír voces agradablesque le cantaran y le recitaran cuentos,endechas y novelas. Su fría mirada sóloquería posarse en rostros jóvenes.Cualquier trovador de buena aparienciay voz cálida, que la hubiera distraído

durante una hora, y cuya mirada se habíaturbado al entrever el cuerpo de la reinabajo los velos de Chipre, recibía losuficiente como para divertirse en lastabernas durante un mes.

Bouville estaba alarmado de aquellaprodigalidad; pero él mismo no habíapodido negarse a ser uno de losbeneficiarios.

El 10 de enero, que era el día de lasfelicitaciones y regalos aunque el añooficial empezaba por Pascua, la reinaClemencia entregó a Bouville un saquitobordado que contenía trescientas librasen oro. El antiguo chambelán exclamó:

—¡No, señora, por favor, no lo

merezco!Pero no se le puede rehusar un

obsequio a una reina, aunque se sepaque se está arruinando.

Aquel mismo día 10 de enero,Bouville recibió la visita de maeseTolomei. El banquero encontró alantiguo chambelán asombrosamenteadelgazado y pálido. Bouville flotaba ensus vestidos; sus mejillas estabanhundidas, su mirada inquieta y suatención desfalleciente.

«Este hombre —pensó Tolomei—está minado por una enfermedad secretay no me sorprendería que dentro de pocose encontrara a las puertas de la muerte.

Tengo que darme prisa para solucionarel asunto de Guccio.»

Tolomei conocía bien lascostumbres. Con ocasión del año nuevollevaba una pieza de tela a la señora deBouville.

—...para agradecerle —dijo— todolo que ha hecho por esa joven que acabade dar un hijo a mi sobrino...

Bouville quiso rechazar también esteobsequio.

—Aceptadlo, aceptadlo —insistióTolomei—. Quisiera, por otra parte,hablaros un poco de este asunto. Misobrino va a regresar de Aviñón, dondenuestro Santo Padre el papa...

Bouville se persignó.—...lo ha retenido trabajando en las

cuentas de su tesorería. Ahora viene abuscar a su mujer y a su hijo...

Bouville se quedó helado.—Un momento, maese, un

momento... —dijo—. Hay un mensajeroque me está esperando y debo darle unacontestación urgente. Hacedme el favorde esperar.

Y con la pieza de tela bajo el brazo,desapareció a recabar consejo de sumujer.

—El marido vuelve —dijo.—¿Qué marido? —preguntó la

señora de Bouville.

—¡El marido de la nodriza!—¡Si no está casada!—¡Lo está! ¡Hay que creerlo!

Tolomei está aquí. Toma, te ha traídoesto.

—¿Qué quiere?—Que la joven salga del convento.—¿Cuándo?—No lo sé todavía. Pronto.—Entonces, deja que lo piense. No

prometas nada y vuelve a verme.Bouville se presentó de nuevo ante

su visitante.—¿Decíais..., maese Tolomei?—Os decía que llega mi sobrino

para sacar del convento, donde tuvisteis

la bondad de encontrarles refugio a sumujer y a su hijo. Ahora ya no tienennada que temer. Guccio trae unarecomendación del Santo Padre y creoque se establecerá en Aviñón, al menospor un tiempo... Me hubiera gustadotenerlos conmigo. ¿Sabéis que todavíano he visto a ese sobrino-nieto que meha nacido? Estaba de viaje, en visita amis sucursales y sólo supe la novedadpor una jubilosa carta de su jovenmadre. Anteayer, en cuanto regreséquise ir a verla; pero en el convento delas Clarisas no quisieron abrirme.

—Es que en las Clarisas rige unaregla muy severa —dijo Bouville—. Y

además, a petición vuestra, dimosórdenes tajantes.

—¿No habrá ocurrido nada malo?—No, maese; nada que yo sepa. Os

hubiera informado en seguida —respondió Bouville, que estaba sobreascuas—. ¿Cuándo llega vuestrosobrino?

—Lo espero para dentro de dos otres días.

Bouville lo miró despavorido.—Os ruego de nuevo que me

perdonéis —dijo—; ahora recuerdo derepente que la reina me ha pedido unacosa y no se la he llevado. En seguidavuelvo.

Se eclipsó de nuevo.«Seguramente anda mal de la cabeza

—pensó Tolomei—. ¡Pues sí que dagusto hablar con un hombre quedesaparece a cada momento! ¡Con tal deque no se olvide de que estoy aquí!...»

Se sentó sobre un cofre, y estuvolargo rato lustrando la piel que adornabasu manga.

—Aquí estoy —dijo Bouvillelevantando un tapiz—. ¿Qué me decíaisde vuestro sobrino? Ya sabéis que lotengo en gran aprecio. Fue un gentilcompañero en nuestros viajes aNápoles.

¡Nápoles!... —repitió

enterneciéndose—. ¡Si yo hubierasabido...! ¡Pobre reina, pobre reina...!

Se dejó caer en el cofre, al lado deTolomei, y se enjugó con las manos laslágrimas que le arrancaban losrecuerdos.

«¡Vamos! ¡Ahora se me echa allorar!», pensó el banquero.

Luego en alta voz dijo:—No he querido mencionaros todas

esas nuevas desgracias; presiento lomucho que os afligen. Me he acordadomucho de vos...

—¡Ah, Tolomeí, si supierais!... Hasido peor de lo que podéis imaginaros;el demonio se ha mezclado en esto...

Se oyó una tosecilla seca detrás delos tapices, y Bouville se detuvo degolpe sobre la pendiente de laspeligrosas confidencias.

«¡Vaya, nos escuchan!», pensóTolomei, quien se apresuró a añadir:

—En fin, al menos nos queda unconsuelo en esta aflicción: tenemos unbuen rey.

—Cierto, cierto —respondióBouville sin gran entusiasmo.

—Temía —prosiguió el banquero,esforzándose en alejar a su interlocutorde la sospechosa tapicería—, temía queel nuevo rey nos tratara mal a nosotroslos lombardos. Pues nada de eso.

Incluso parece que, en ciertassenescalías, ha confiado el cobro deimpuestos a gente de nuestrascompañías... Por lo que se refiere a misobrino, que os aseguro que ha trabajadobien —debo decirlo—, me gustaría quesus afanes se vieran recompensadosencontrando a su hermosa y a suheredero instalados en mi casa. Ya hehecho preparar la habitación de esosgentiles esposos. Se habla mal de losjóvenes de nuestro tiempo. No se lescree capaces de sinceridad ni de amorfiel. Estos se quieren de verdad, os loaseguro. Basta leer sus cartas. Si elmatrimonio no se efectuó según todas las

reglas, ¿qué importa?; volveremos acelebrarlo y os pediré, si ello no osofende, que seáis testigo.

—Será un gran honor, por locontrario, un gran honor, maese —respondió Bouville, mirando al tapizcomo si buscara una araña—. Pero estála familia.

—¿Qué familia?—La familia de la nodriza.—¿La nodriza? —repitió Tolomei,

que no comprendía nada.Por segunda vez se oyó la tosecilla

detrás del tapiz. A Bouville se ledemudó el rostro, tartajeó, tartamudeó.

—Es que, maese... quería decir... sí,

quise informaros en seguida, pero, contanto trabajo se me olvidó. ¡Ah, sí!Ahora es preciso que os lo diga...Vuestra... A la mujer de vuestro sobrino,puesto que según me aseguráis estáncasados, le rogamos... Bien, estábamossin nodriza, y ante el ruego de mi mujer,nos hizo el favor, el gran favor deamamantar al pequeño rey... el pocotiempo, ¡ay!, que vivió.

—¿Entonces, vino aquí; la hicisteissalir del convento?

—¡Y en él está de nuevo! Hubieraquerido decíroslo... pero el tiempourgía. Además, ¡todo sucedió con tantarapidez!

—Méssire, no os avergoncéis porello. Habéis obrado bien. ¡Esa hermosaMaría! ¿Así que amamantó al rey? Esuna noticia sorprendente y muy honrosa.La pena es que no haya podido seguircriándolo —dijo Tolomei, quelamentaba ya haber perdido las ventajasque podía haber sacado de tal situación—. Entonces ¿os sería fácil hacerla salirde nuevo?

—¡No! Para que salgadefinitivamente es necesario elconsentimiento de los suyos. ¿Habéisvuelto a ver a su familia?

—Jamás. Sus hermanos, que latrajeron con tanto alboroto, parece que

se quedaron muy tranquilos aldesembarazarse de ella, y no han vueltoa aparecer.

—¿Dónde viven?—En su casa de Cressay.—¿Cressay...? ¿Dónde está eso?—Cerca de Neauphle, donde tengo

una sucursal.—Cressay... Neauphle... muy bien.—Permitidme que os diga,

monseñor, que sois un hombre extraño—dijo Tolomei—. Os confío una joven,os explico su caso, vais a buscarla paraque críe al hijo de la reina, vive aquíocho, diez días...

—Cinco —precisó Bouville.

—Cinco días —prosiguió Tolomei—, y no sabéis de dónde procede ni casicómo se llama.

—Sí, lo sé, lo sabía —dijoBouville, poniéndose colorado— pero aveces se me va la memoria.

No podía ir por tercera vez en buscade su mujer. ¿Por qué no venía aayudarle en lugar de permanecerescondida detrás de los tapices, parainterrumpirle, en cuanto iba a cometeruna tontería? Ella tenía sus motivos, sinduda.

—Tolomei es el único hombre alque temo en este asunto —le había dichoa su esposo—. Si te ve solo, como eres

bobo, desconfiará menos, y yo podrésolucionar mejor las cosas.

«Como eres bobo... Tiene razón, meestoy convirtiendo en un bobo —sedecía Bouville—. Sin embargo, en otrotiempo sabía cómo hablar a los reyes yllevar sus asuntos. Negocié elmatrimonio de la señora Clemencia.Tuve que ocuparme del cónclave y usarmis astucias con Duéze...» Estepensamiento lo salvó.

—¿Decís que vuestro sobrino traeuna carta del Padre Santo? —prosiguió—. Bien, eso lo arregla todo. Guccio esquien ha de ir a buscar a su mujer,presentando esa carta. Así estamos a

cubierto, y no tendremos ni reproches, niproceso. ¡El Santo Padre! ¡Para quémás...! Regresa dentro de dos o tresdías, ¿verdad? Deseemos que todo salgaa pedir de boca. Y muchas gracias porvuestra hermosa tela; estoy seguro deque mi buena esposa la apreciarámucho. Hasta la vista, maese; sigosiendo vuestro servidor.

Se sentía más agotado que si hubieratomado parte en una carga de caballería.

Al salir de Vincennes, pensóTolomei: «O me miente por alguna razónque ignoro, o bien vuelve a la infancia.En fin, esperemos a Guccio.»

La señora de Bouville no perdió el

tiempo. Hizo enganchar su litera y corrióal barrio de Saint-Marcel. Se encerrócon María de Cressay. Después de habercausado la muerte de su hijo, veníaahora a exigirle que renunciara a suamor.

—Jurasteis sobre el Evangelioguardar el secreto —decía la señora deBouville—. ¿Pero seréis capaz deguardarlo con ese hombre? ¿Podréisvivir con vuestro esposo?...

Ahora adornaba a Guccio con esacualidad.

—...¿haciéndole creer que es padrede un niño que no le pertenece? ¡Especado ocultar tan grave cosa al

cónyuge! Y cuando podamos hacertriunfar la verdad y vengan a buscar alrey para que ascienda al trono, ¿qué lediréis entonces? Sois una muchachademasiado honrada y vuestra sangre esdemasiado noble para hacer semejantevillanía.

Centenares de veces en sus horas desoledad se había planteado María esaspreguntas. No pensaba en otra cosa, yello la enloquecía. ¡Conocía bien larespuesta! Sabía que en cuanto estuvierade nuevo en brazos de Guccio, le seríaimposible fingir y callar, no porquefuera pecado, como decía la señora deBouville, sino porque el amor le

prohibiría la atrocidad de una mentirasemejante.

—Guccio me comprenderá, meperdonará. Creerá que todo ha pasadocontra mi voluntad; y me ayudará allevar esta carga. Guccio no dirá nada,señora. ¡Puedo jurarlo por él y por mí!

—Sólo se puede jurar por unomismo, hija mía. Además, es unlombardo. Sería incapaz de callar,querría sacar provecho del secreto.

—¡Señora, lo estáis insultando!—No, no lo insulto, amiga mía;

conozco el mundo. Habéis jurado nohablar ni siquiera en confesión. Es al reyde Francia al que tenéis bajo vuestra

custodia; y vuestro juramento os serálevantado a su debido tiempo.

—¡Por favor, señora, llevaos al reyy dejadme en libertad!

—No soy... yo quien lo haentregado, sino la voluntad de Dios.¡Tenéis un depósito sagrado!

¿Hubierais traicionado a nuestroSeñor Jesucristo si os hubieranencargado de su custodia durante lamatanza de los Inocentes?... Este niñodebe vivir. Es necesario que mi esposoos tenga a los dos bajo su vigilancia,que sepa en todo momento dóndeencontraros, y que no os marchéis aAviñón, como parece que se proyecta.

—Conseguiré de Guccio que nosinstalemos donde queráis; os aseguroque no hablará.

—¡No hablará, porque no lovolveréis a ver!

La lucha, entrecortada sólo por lalactancia del pequeño rey, duró toda latarde. Las dos mujeres se batían comofieras caídas en una trampa. Pero lapequeña señora de Bouville tenía lasuñas y los dientes más afilados.

—Entonces, ¿qué pensáis hacerconmigo? ¿Vais a encerrarme aquí paratoda la vida? —gimió María.

«Eso querría yo —pensaba la señorade Bouville—; pero el otro va a llegar

con la carta del papa...»—¿Y si vuestra familia consintiera

en acogeros? —propuso—. Creo quemessire Hugo conseguiría convencer avuestros hermanos.

Volver a Cressay, vivir con lahostilidad de la familia y en compañíade un hijo que sería considerado comofruto del pecado, siendo como era elmás digno de honor entre todos los niñosde Francia... Renunciar a todo, callar,envejecer no pudiendo hacer otra cosaque contemplar la monstruosa fatalidady el desesperante fracaso de un amorque no hubiera debido alterarse pornada. ¡Cuántas ilusiones perdidas!

María se encolerizó; volvió aencontrar la fuerza que la había lanzadoen contra de la ley y de su familia enbrazos del hombre elegido. De repente,se negó a aceptar.

—¡Volveré a ver a Guccio, serésuya, viviré con él! —exclamó.

La señora de Bouville tamborileólentamente en el brazo de su asiento.

—No volveréis a verlo —respondió—, porque si se acerca a este convento,o a cualquier otro lugar en que podamosencerraros, y os habla aunque sólo seaun momento, nunca más volverá ahacerlo. Ya sabéis que mi esposo eshombre enérgico y temible cuando se

trata de la salvaguardia del rey. Si tantodeseáis ver a Guccio, lo veréis; perocon un puñal clavado en la espalda.

María se desplomó.—Ya es bastante con el niño, para

que matéis también al padre —murmuró.—El rey sólo os tiene a vos —dijo

la señora de Bouville.—No creía que en la corte de

Francia valiera tan poco la vida de lagente. ¡Hermosa corte, respetada en elreino! Tengo que deciros, señora, que osodio.

—Sois injusta, María. Mi tarea espesada y yo os defiendo contra vosmisma. Escribiréis lo que os voy a

dictar.Vencida, desamparada, ardiéndole

las sienes y enrojecidos los ojos por elllanto, trazó María penosamente lasfrases que jamás hubiera creído poderescribir. La carta sería llevada a casa deTolomei, para que éste la entregara a susobrino.

María declaraba sentir granvergüenza y horror por el pecado quehabía cometido; quería consagrarse alhijo de ese pecado, no volver a caer enlos extravíos de la carne, y despreciabaa quien la había seducido. Prohibía aGuccio que fuera a buscarla, dondequiera que ella se hallara.

Para terminar, quiso añadir: «Osjuro que no tendré en mi vida otrohombre que vos, ni daré a nadie más mife.» La señora de Bouville se negó.

—No ha de suponer que lo seguísqueriendo. Vamos, firmad y dadme lacarta.

María ni siquiera vio salir a lapequeña mujer.

«¡Me odiará, me despreciará, ynunca sabrá que lo he hecho parasalvarlo!», pensó al oír cerrar la puertadel convento.

VIII.- Partidas

A la mañana siguiente produjo granefecto la llegada a la mansión deCressay de un jinete con la flor de lisbordada en la manga izquierda y lasarmas reales en el cuello de la casaca.Lo trataron de «monseñor», y loshermanos Cressay, por un breve billeteque requería urgentemente su presenciaen Vincennes, creyeron que iban a darlesel mando de alguna capitanía o que lóshabían nombrado senescales.

—No es de extrañar —dijo laseñora Eliabel—; al fin se han acordado

de nuestros méritos y de los serviciosque hemos prestado al reino desde hacedoscientos años. ¡Este nuevo rey pareceque sabe dónde encontrar hombresvalerosos! Vamos, hijos míos; poneosvuestras mejores galas, y cabalgad deprisa. Hay un poco de justicia en elmundo, y ello nos consolará de lavergüenza que nos ha traído vuestrahermana.

Estaba mal recuperada de suenfermedad del verano. Se sentía torpe,había perdido la actividad de antaño, ysólo se mostraba autoritariaimportunando a la sirvienta. Habíadejado a sus hijos la dirección de su

pequeña hacienda, pero no por eso ibamejor.

Los dos hermanos se pusieron, pues,en camino, llenos de ambiciosasesperanzas. El caballo de Pedro teníatanto huélfago al llegar a Vincennes quese podía pensar que éste sería su últimoviaje.

—Tengo que hablaros de cosasgraves, mis jóvenes sires —les dijoBouville al recibirlos.

Y les ofreció vino con especias yalmendras garrapiñadas.

Los dos muchachos se sentaron en elborde del asiento, como boboslugareños, y apenas se atrevían a

llevarse a los labios los vasos de plata.—¡Ah! Ahora pasa la reina —dijo

Bouville—. Aprovecha un momento desol para tomar un poco el aire.

Los dos hermanos, latiéndolesfuertemente el corazón, alargaron elcuello para distinguir, a través de lasverdosas vidrieras, una forma blanca,cubierta con una gran capa, quecaminaba lentamente, escoltada porvarios servidores. Luego se miraron,moviendo la cabeza. ¡Habían visto a lareina!

—De vuestra hermana os quierohablar —prosiguió Bouville—.¿Estaríais dispuestos a acogerla?

En primer lugar, habéis de saber queha amamantado al hijo de la reina.

Y les explicó, lo más brevementeposible, lo que era indispensable quesupieran.

—¡Ah! Tengo que daros también unabuena noticia —continuó—. No quierevolver a ver a aquel italiano que laembarazó. Ha reconocido su falta, y queuna joven de sangre noble no puederebajarse a ser la mujer de un lombardo,por muy apuesto que sea. Porque hayque reconocer que es un galán muyagradable y de inteligencia despierta...

—Pero al fin y al cabo no es másque un lombardo —cortó la señora de

Bouville, que esta vez asistía a laentrevista—; un hombre sin conciencia ysin fe; bien lo ha demostrado.

Bouville bajó la cabeza.«¡También a ti, mi amigo Guccio, mi

gentil compañero de viaje, tengo quetraicionarte! ¿He de acabar mis díasrenegando de todos los que me han dadopruebas de amistad?», pensaba. Se callóy dejó que su mujer llevara la vozcantante.

Los dos hermanos estaban un pocodespechados, sobre todo el mayor.Esperaban algo maravilloso, y sólo setrataba de su hermana. ¿Es que no lesiba a ocurrir nada en su vida como no

fuera a través de ella? Casi le teníancelos. ¡Nodriza del rey! ¡Y personajestan elevados como un gran chambeláninteresándose por su suerte! ¿Quién lohubiera podido imaginar?

El parloteo de la señora de Bouvilleno les dejaba tiempo para reflexionar.

—Es deber del cristiano —decía laseñora de Bouville— ayudar al pecadoren su arrepentimiento.

Comportaos como buenosgentileshombres. ¡Quién sabe si ladivina voluntad no dispuso que vuestrahermana diera a luz en este precisomomento, aunque el resultado no fuerafeliz, ya que ha muerto el pequeño rey!

Pero, en fin, ella aportó su ayuda.La reina Clemencia, para testimoniar

su reconocimiento, concedería al hijo dela nodriza una renta de cincuenta librasanuales. Además le entregaría ahora,como regalo, la suma de trescientaslibras de oro. Esta cantidad estaba allí,en una gran bolsa bordada.

Los dos hermanos no supieronocultar su emoción. Era la fortuna queles caía del cielo, el medio de hacerarreglar el muro que circundaba sudestartalada mansión, la seguridad deuna mesa bien provista todo el año, laperspectiva, en fin, de comprarsearmaduras y de equipar a algunos de sus

siervos como escuderos, con el fin depoderse presentar convenientemente enlas levas de las mesnadas. Se hablaríade ellos en los campos de batalla.

—Entendedme bien —precisó laseñora de Bouville—; estas sumas sedonan al niño. Si es maltratado o leocurre alguna desgracia, la renta,naturalmente, será suprimida. Porque elhaber sido hermano de leche del rey leconfiere una distinción que debéisrespetar.

—Desde luego, desde luego,acepto... Puesto que María se haarrepentido —dijo con énfasis elhermano barbudo—, y ya que nos

solicitan su perdón tan altos personajescomo vos, messire, señora... debemosabrirle los brazos. La protección que ledispensa la reina borra su pecado, y sien adelante cualquiera, sea noble ovillano, intenta reírse de ella delante demí, lo degüello.

—¿Y nuestra madre? —preguntó elmenor.

—Estoy seguro de que la convenceré—respondió Juan—, desde la muerte denuestro padre yo soy el jefe de lafamilia; no hay que olvidarlo.

—Vais a jurar sobre el Evangelio —prosiguió la señora de Bouville— queno prestaréis oídos a lo que vuestra

hermana pueda contaros, ni lodivulgaréis, sobre lo que haya vistodurante su estancia aquí, ya que sonasuntos de la corona que han depermanecer secretos. Por otra parte, ellano ha visto nada. Ha dado de mamar, ybasta. Pero vuestra hermana es un pocoextravagante y le gusta contar fábulas.¡Bien lo sabéis...! Hugo, ve a buscar elEvangelio.

El libro sagrado por un lado, labolsa de oro por otro, y la reinapaseando por el jardín... Los hermanosCressay juraron callar todas las cosasrelativas a la muerte del rey Juan I,vigilar, criar y proteger al niño de su

hermana, así como impedir que se leacercara el hombre que la habíaseducido.

—¡Lo juramos de todo corazón!¡Que aparezca por nuestra casa! —exclamó el mayor.

El pequeño mostraba menosconvicción en la ingratitud. No podíadejar de pensar: «De todas formas, si noes por Guccio...»

—Por otra parte, nos informaremos,para saber si sois fieles a vuestrojuramento —dijo la señora de Bouville.

Se ofreció a acompañarinmediatamente a los dos hermanos alconvento de las Clarisas.

—Es molestaros demasiado, señora—dijo Juan de Cressay—; iremos solos.

—No, no, es necesario que vaya yo.Sin orden mía, la madre abadesa nodejaría salir a María.

La cara del barbudo se ensombreció.Reflexionaba.

—¿Qué os ocurre? —preguntó laseñora de Bouville—. ¿Veis algunadificultad?

—Es que... antes quisiera compraruna mula para nuestra hermana.

Cuando María estaba encinta, lahabía hecho viajar a la grupa desdeNeauphle a París; pero ahora que losenriquecía, quería que su vuelta se

efectuara con dignidad. La mula de laque se servía la señora Eliabel habíamuerto el mes anterior.

—Eso no tiene importancia —dijo laseñora de Bouville—; os daremos una.Hugo, haz ensillar una mula.

Bouville acompañó a su mujer y alos hermanos Cressay hasta el puentelevadizo.

«Quisiera morir para dejar de mentiry temer», pensaba el pobre hombre,pálido y tembloroso, mientras miraba elbosque marchito.

«¡París, al fin París!», se decíaGuccio Baglioni al pasar por la puertade Saint-Jacques.

París parecía taciturno y frío, comosiempre ocurría después de las fiestasde Año Nuevo; el ritmo de la vidaparecía haberse detenido, y mucho másaquel enero, debido a la partida de lacorte.

Pero el joven viajero que regresabadespués de seis meses de ausencia, noveía la niebla que lamía los tejados, nilos pocos transeúntes ateridos de frío;para él la ciudad estaba llena de sol yesperanza, porque aquel «¡ al fin París!»que se repetía como si fuera la másalegre canción del mundo, quería decir:

«¡Al fin voy a reunirme con María!»Guccio llevaba pelliza forrada de

pieles y una capa de lluvia de pelo decamello; en la cintura sentía el peso deuna bolsa de «cul-de-vilain23 » llena debuenas libras acuñadas por el papa; setocaba con un elegante sombrero defieltro rojo echado hacia atrás, ypuntiagudo encima de la frente. Nopodía pedirse más elegancia para gustar.Tampoco se podían sentir mayoresdeseos de vivir que los que élexperimentaba.

Descabalgó en el patio de la calle delos Lombardos, y, tirando hacia adelantela pierna que continuaba un poco rígidadesde el accidente de Marsella, corrió aecharse en brazos de Tolomei.

—¡Mi querido, mi buen tío! ¿Habéisvisto a mi hijo? ¿Cómo está? Y María,¿cómo ha soportado el parto? ¿Qué osha dicho? ¿Cuándo me espera?

Tolomei, sin decir una palabra, letendió la carta de María de Cressay.Guccio la leyó dos, tres veces... En lafrase: «Sabed que siento gran aversiónpor mi pecado y que no quiero volver aver a quien es causa de mi vergüenza.Quiero redimirme de esta deshonra. ..»,exclamó:

—¡No es verdad, esto no es posible!¡Ella no ha podido escribir esto!

—¿No es su letra? —preguntóTolomei.

—Sí.El banquero puso la mano en el

hombro de su sobrino.—De haber podido, te lo hubiera

advertido a tiempo —dijo—; perorecibí esta carta anteayer, después dever a Bouville...

Guccio, con la mirada ardiente yfija, los dientes apretados, no leescuchaba. Pidió la dirección delconvento.

—¿El barrio de Saint-Marcel? ¡Allávoy!

Pidió su caballo, al que apenashabían terminado de desensillar; volvióa atravesar la ciudad sin ver, y llamó a

la puerta de las Clarisas. Le dijeron quela joven de Cressay había partido lavíspera, en compañía de dosgentileshombres, uno de los cualesllevaba barba. Por más que mostró lacarta del papa, que echó pestes yescandalizó, no pudo obtener nada más.

—¡La abadesa! ¡Quiero ver a lamadre abadesa! —gritaba.

—Los hombres no pueden entrar enla clausura.

Acabaron por amenazarlo con ir abuscar a la ronda.

Desalentado, pálido, demudado elsemblante, volvió Guccio a la calle delos Lombardos.

—¡Se la han llevado sus hermanos,los bribones de sus hermanos! —dijo aTolomei—. ¡Ah! ¡He estado fuerademasiado tiempo! ¡La fe que me juró noha durado seis meses! Las damas de lanobleza, según dicen, aguardan diezaños a que su caballero regrese de laCruzada. ¡Pero a un lombardo no se leespera! Porque es eso, tío mío, y no otracosa. ¡Repasad los términos de su carta!

No hay más que desprecio e insultos.Podían haberla obligado a no vermemás, pero no a abofetearme de esemodo... ¡En fin, tío mío! Tenemos unafortuna de decenas de miles de florines;los más altos barones vienen a

implorarnos que les paguemos susdeudas; el mismo papa me ha tenidocomo consejero y confidente durante elcónclave, ¡y esos andrajosos del campome escupen en la frente desde lo alto desu destartalado castillo, que se vendríaabajo de un empujón! Basta que se lepresenten esos dos sarnosos para que suhermana reniegue de mí. ¡Qué engañadovive quien cree que una hija no es de lamisma pasta que sus padres!

El pesar de Guccio se estabaconvirtiendo rápidamente en cólera, y suresentido orgullo le ayudaba para nocaer en la desesperación. Habíaterminado de amar, pero no de sufrir.

—No lo comprendo —decía,desolado, Tolomei—. Parecía tanenamorada, tan feliz al estar conmigo...Nunca lo hubiera creído... Ahora veopor qué Bouville parecía tan turbado elotro día.

Seguramente sabía algo. Y sinembargo, las cartas que recibí de ella...No lo comprendo. ¿Quieres que vaya aver de nuevo a Bouville?

—¡No quiero nada, no quiero nadamás! —gritó Guccio—. Ya heimportunado bastante a los grandes de latierra por culpa de esa mentirosa perra.Hasta al mismo papa, a quien solicitéprotección para ella... ¿Enamorada,

dices? A ti te hacía carantoñas cuandose creía rechazada por los suyos y noveía más ayuda que la nuestra. Yestábamos bien casados. Porque no lefaltó tiempo para entregarse, pero no sinrecibir antes la bendición del sacerdote.Has dicho que estuvo cinco días junto ala reina Clemencia, sirviendo denodriza. Se le han debido de subir loshumos a la cabeza. También yo estuvejunto a la reina, y la ayudé de otramanera. La salvé en medio de unatempestad...

No coordinaba las ideas; divagabafurioso y, caminando por la estancia,había recorrido ya su buen cuarto de

legua.—Tal vez si fuera a hablar con la

reina...—¡Ni con la reina, ni con nadie! Que

se vuelva a su fangosa aldea, donde tehundes en el estiércol hasta los tobillos.¡Sin duda le han encontrado un marido,un buen marido a semejanza de susandrajosos hermanos! ¡Algún caballerovelludo y maloliente que le dará otroshijos!... ¡Vendría ahora a arrodillarse amis pies, y no querría yo saber nada deella; óyelo bien: no querría saber nadade ella!

—Creo que si viniera, hablarías deotro modo —dijo suavemente Tolomei.

Guccio empalideció y se tapó losojos con la palma de la mano. «María,mi hermosa María...» La veía en lahabitación de Neauphle; la veía muycerca; distinguía la luminosidad de susojos azules. ¿Cómo habían podidoaquellos ojos disimular semejantetraición?

—Voy a partir, tío mío.—¿A dónde? ¿Vuelves a Aviñón?—¡Buen papel haría allí! Anuncié a

todos que volvería con mi esposa, a laque adorné con todas las virtudes. ElPadre Santo sería el primero que mepreguntaría...

—Boccacio me dijo el otro día que

los Peruzzi pensaban arrendar el cobrode los impuestos de la senescalía deCarcasona.

—¡No! Ni Carcasona, ni Aviñón.—Ni París, naturalmente... —dijo

Tolomei, apesadumbrado.Llega a todo hombre, por egoísta que

haya sido, un momento, al atardecer desu vida, en que se siente cansado detrabajar únicamente para sí mismo. Elbanquero, después de haber esperado lapresencia en su casa de una bonitasobrina para formar una familia feliz,veía de pronto desvanecerse susesperanzas y dibujarse, en su lugar, laperspectiva de una larga vejez solitaria.

—Quiero marcharme —dijo Guccio— no quiero saber nada más de estaFrancia que engorda a costa nuestra ynos desprecia porque somos italianos. ¿Qué he conseguido en Francia?, tepregunto. Una pierna rígida, cuatromeses de hospital, seis semanas en unaiglesia, y para acabar... ¡esto! Ya debíahaber comprendido que no me conveníaeste país. ¡Acuérdate! El día siguiente ami llegada estuve a punto de hacer caeren la calle al rey Felipe el Hermoso.¡No era un buen presagio!

Eso sin hablar de mis travesías pormar, en las que por dos veces casi no locuento, ni del tiempo que pasé, porque

creía estar enamorado, en aquel suciovillorrio de Neauphle, cambiandomoneda a los villanos.

—Al menos te quedan tus buenosrecuerdos —dijo Tolomei.

—¡Bah! A mi edad no se necesitanrecuerdos. Quiero volver a mi Siena,donde no faltan hermosas muchachas, lasmás bellas del mundo, según me dicencada vez que declaro que soy sienés. Entodo caso, menos bribonas que las deaquí. Mi padre me envió a tu lado paraque aprendiera; creo que he aprendidobastante.

Tolomei abrió su ojo izquierdo; veíaborroso de aquel lado.

—Tal vez tengas razón —dijo—. Lapena se te pasará antes, si estás lejos;pero no te lamentes de nada, Guccio; nohas hecho mal aprendizaje: vivir,recorrer los caminos, conocer lasmiserias del pueblo y descubrir lasdebilidades de los grandes. Te hasacercado a las cuatro cortes quedominan a Europa: las de París,Londres, Nápoles y Aviñón. ¡No muchagente ha tenido ocasión de estarencerrado en el interior de un cónclave!Te has iniciado en los negocios, ytendrás tu parte, lo que supone unabonita suma. El amor te ha hechocometer algunas tonterías, y como todos

los que han viajado mucho, dejas unbastardo en el camino. Y sólo tienesveinte años. ¿Cuándo quieres partir?

—Mañana, tío Spinello, mañana, sios parece bien... ¡Pero volveré! —agregó Guccio con tono rabioso.

—¡Claro! ¡Así lo espero, hijo mío!¡Espero que no dejarás morir a tu viejotío sin volverlo a ver!

—Un día regresaré, y me llevaré ami hijo. Porque, después de todo, es tanmio como de los Cressay. ¿Por qué voya dejárselo? ¿Para que lo eduquen en sucuadra, como a un perro de mala raza?Se lo quitaré, óyelo, y eso será elcastigo de María. Ya sabes lo que se

dice en nuestro país: venganza detoscano.

Un gran alboroto proveniente delpiso bajo le cortó la palabra. La casa,de vigas de madera, temblaba desde suscimientos, como si hubiera penetrado enel patio una docena de carromatos.

Las puertas vibraban.Tío y sobrino se dirigieron a la

escalera de caracol llena de un ruidocomo de carga. Tronó una voz.

—¡Banquero! ¿Dónde estás,banquero? ¡Necesito dinero!

Y monseñor Roberto de Artoisapareció en los escalones.

—¡Mírame bien, amigo banquero,

acabo de salir de prisión! —exclamó—.¿No lo crees? Mi dulce, mi meloso, mituerto primo... el rey quiero decir,porque parece que lo es..., se haacordado por fin de que me pudría en elcalabozo donde me había metido, y meha sacado de nuevo al aire libre. ¡Quéamable muchacho!

—Sed bien venido, monseñor —dijoTolomei sin entusiasmo alguno.

Y se inclinó por encima de laescalera, dudando todavía de que talhuracán pudiera ser producido por unsolo hombre.

Bajando la cabeza para no dar con eldintel de la puerta, el de Artois entró en

el gabinete del banquero y se fue directoa un espejo.

—¡Vaya cara de muerto! —dijotocándose las mejillas con ambas manos—. Hay que confesár que uno sedebilita. Siete semanas, imagínate,viendo la luz sólo a través de unalumbrera cruzada por gruesos hierros.Dos veces al día un bodrio que, inclusoantes de comerlo, ya daba cólico. Porsuerte, mi Lormet me hacía pasar buenosplatos de su estilo; de lo contrario, noviviría a estas horas.

Y el dormir no era mejor que lapitanza. Por consideración a mi sangrereal, me concedieron una cama. ¡Pero

tuve que romper la madera para poderestirar los pies! Paciencia; todo le serátenido en cuenta a mi querido primo.

La verdad era que Roberto no habíaadelgazado una onza, y que la reclusiónhabía debilitado bien poco su fuertenaturaleza. Si su color era menos vivo,por lo contrario sus ojos grises, color depedernal, brillaban con mayormalignidad que antes.

—¡Hermosa libertad me hanregalado! «Quedáis libre, monseñor —continuó el gigante, remedando alcapitán del Châtelet—. Pero... pero noos podéis alejar más de veinte leguas deParís, pero la guardia del rey debe

conocer vuestra residencia, pero lacapitanía de Evreux ha de ser advertidasi vais a vuestras tierras.» Dicho de otromodo: «Quédate aquí, Roberto,pateando por las calles bajo la miradade la ronda, o bien vete a enmohecer aConches. ¡Pero no pongas los pies en elArtois ni en Reims! ¡Sobre todo noqueremos verte en la consagración!¡Podrías entonar algún salmo que nogustaría a todos los oídos!» Ha elegidobien el día para soltarme; ni demasiadopronto, ni demasiado tarde. Se hamarchado toda la corte; nadie enpalacio, nadie en casa de Valois... ¡Miprimo me ha dejado bien abandonado! Y

aquí me tenéis, en una ciudad muerta, sinun ochavo en la bolsa para cenar estanoche y encontrar una muchacha conquien emplear mi carácter amoroso.

Porque son siete semanas,¡comprendes, banquero...! No, tú nopuedes comprender; eso ha dejado depreocuparte. He hecho demasiado elbellaco en el Artois para resignarmeahora a estar en calma durante tantotiempo; y se está incubando allá abajoun gran número de críos que nuncasabrán que descienden de FelipeAugusto. He comprobado una cosa bienrara, que esas ratas de doctores yfilósofos deberían meditar: ¿por qué hay

un miembro en el hombre que cuantomás trabajo se le da, más quiere?

Soltó una carcajada, haciendo crujirel asiento de encina en el que se habíaacomodado, y de repente, pareció darsecuenta de la presencia de Guccio.

—Y a vos, amiguito, ¿cómo os vanvuestros amores? —preguntó; lo que ensu boca era igual que decirle a uno«buenos días».

—¡Mis amores! ¡Para qué hablar,monseñor! —respondió Guccio,descontento de aquella violencia másruidosa que interrumpía la suya.

Tolomei quiso indicar con unamueca al conde de Artois que el tema no

era el más a propósito.—¿Pues qué? —exclamó el de

Artois con su acostumbrada delicadeza—. ¿Os ha abandonado una hermosa?¡Dadme en seguida su dirección paracorrer hacia ella! ¡Vamos, no pongáisesa cara!

Todas las mujeres son rameras.—Cierto, monseñor. ¡Todas!—¡Entonces!... Divirtámonos al

menos con las que no lo ocultan.Necesito dinero, banquero.

Cien libras. Y me llevo a cenar a tusobrino para quitarle de la cabeza esassombrías ideas. ¡Cien libras!... Sí, ya sé,ya sé que os debo mucho y decís que

nunca os pagaré. Estáis equivocado.Dentro de poco, veréis a Roberto de

Artois más poderoso que nunca. Felipepuede encasquetarse la corona hasta lanariz; no tardaré en hacérsela saltar.Porque te voy a decir una cosa que valemás de cien libras, y que servirá degarantía a lo que me prestes... ¿Cómo secastiga el regicidio?

¿Horca, degüello,descuartizamiento? Pronto asistiréis a unagradable espectáculo: mi gorda tíaMahaut, en cueros como una ramera,descuartizada por cuatro caballos y consus villanas tripas mezcladas con elpolvo. ¡Y el animal de su yerno le hará

compañía! Es lástima que no se lespueda dar suplicio dos veces. Porquelos muy perversos han matado a dos.Durante mi estancia en el Châtelet no hequerido decir nada, para evitar que unabuena noche vinieran a sangrarme comoa un cerdo. Sin embargo, he estado alcorriente de todo. Lormet... siempreLormet. ¡Ah, qué buen muchacho!...Escuchadme.

Después de siete semanas deobligado mutismo, el terrible charlatánse desquitaba, y sólo se detenía paratomar aliento y poder seguir hablando.

—Escuchadme bien —prosiguió—.Primero: Luis confisca a Mahaut sus

posesiones de Artois, donde seencolerizan mis partidarios; en seguidaMahaut lo hace envenenar. Segundo:Mahaut, para cubrirse, empuja a Felipea la regencia en contra de Valois, quehubiera apoyado mis derechos.

Tercero: Felipe hace aceptar sureglamento de sucesión, que excluye alas mujeres de la corona de Francia,pero no de la herencia de los feudos,fijaos bien. Cuarto: una vez confirmadocomo regente, Felipe puede levantar unejército para desalojarme del Artois,que estaba a punto de volver a mismanos por entero. Como no estoy loco,decido entregarme yo solo. Pero la reina

Clemencia va a dar a luz; quiere tenerlas manos libres, y me encarcela.Quinto: la reina alumbra un hijo.¡Minucias!

Cierra a Vincennes, oculta el niño alos barones, les dice que no puededurar, se pone de acuerdo con unacomadrona o nodriza a la que asusta osoborna, y mata al segundo rey. Despuésde esto, va a hacerse consagrar a Reims.Así es, amigos míos, como se obtieneuna corona. Todo ello por nodevolverme un condado.

Al oír la palabra «nodriza»,Tolomei y Guccio cambiaron una rápidamirada de inquietud.

—Son cosas que sospecha todo elmundo —concluyó el de Artois—; peroque, al no haber pruebas, nadie se atrevea proclamar. ¡Solamente yo tengopruebas! Traeré a una cierta dama queproporcionó el veneno. Y luego habráque hacer cantar un poco, con losinstrumentos de hierro, a esa Beatriz deHirson, que ha hecho de alcahueta deldiablo en ese bonito juego. Es hora deque le pongamos fin, si no, nos matarána todos.

—Cincuenta libras, monseñor;puedo entregaros cincuenta libras.

—¡Avaro!—Eso es todo lo que tengo.

—Sea. Me debes, pues, otrascincuenta. Mahaut te pagará todo conintereses.

—Guccio —dijo Tolomei—, ven aayudarme a contar las cincuenta libraspara monseñor.

Y se retiró con su sobrino a unapieza contigua.

—Tío mío —murmuró Guccio—,¿creéis que es verdad lo que acaba dedecir?

—No lo sé, hijo mío, no lo sé; perome parece que haces bien en marcharte.Nada bueno puede resultar de andarmetido en un asunto que huele tan mal.La extraña reacción de Bouville, la

repentina fuga de María... No se puede,desde luego, hacer caso de todos losdenuestos de ese alocado, pero confrecuencia me he dado cuenta de que,cuando habla de fechorías, como es unmaestro en ellas, las huele de lejos.Recuerda el adulterio de las princesas;es él quien lo descubrió, y nos lo habíaanunciado. Tu María... —dijo elbanquero, moviendo su gordezuela manocon gesto de duda— tal vez es menosinocente y sincera de lo que habíamoscreído. Ciertamente, hay un misterio entodo esto.

—Después de su traicionera carta,se puede creer todo —dijo Guccio, cuyo

pensamiento divagaba.—No creas nada, no busques nada.

Márchate. Es un buen consejo.Cuando monseñor de Artois recibió

las cincuenta libras, se empeñó en queGuccio compartiera con él la pequeñafiesta que iba a ofrecerse para celebrarsu liberación. Necesitaba un compañero;se hubiera emborrachado con su caballoantes que quedarse solo.

Tanto insistió que Tolomei acabópor susurrarle a su sobrino:

—Ve; si no, se va a molestar. Perono dejes suelta la lengua.

Guccio terminó su desesperadajornada en una taberna cuyo dueño

pagaba a los oficiales de la ronda paraque pasaran por alto sus tapujos deburdel. Por otra parte, de todo lo que sedecía allí se informaba a la guardia.

Monseñor de Artois estaba deinmejorable humor; insaciable en labebida, prodigioso de apetito,alborotador, indecente y desbordante deafecto hacia su joven compañero,levantaba las faldas de las muchachaspara mostrar a todos el verdadero rostrode su tía Mahaut.

Guccio, con ganas de emularlo, noresistió mucho tiempo el vino. Con losojos brillantes, los cabellos en desordeny el gesto indeciso, gritó:

—También yo sé cosas... ¡Ah, siquisiera hablar!

—¡Habla, habla, pues!A Guccio le quedaba un poco de

prudencia en medio de su embriaguez.—El papa... —dijo—. Sé mucho

sobre el papa.De pronto se echó a llorar de manera

incontenible sobre el hombro de unaramera; a la que luego abofeteó porqueveía en ella la imagen de la traiciónfemenina.

—¡Pero volveré... y me lo llevaré!—¿A quién? ¿Al papa?—¡No, al niño!La velada iba alborotándose, la vista

se nublaba, y las muchachasproporcionadas por el tabernero estabanya casi sin ropa, cuando Lormet seacercó a Roberto de Artois y le dijo aloído:

—Fuera hay un hombre que nosespía.

—¡Mátalo! —respondiónegligentemente el gigante.

—Bien, monseñor.De esta manera la señora de

Bouville perdió uno de sus criados, quehabía enviado a seguir los pasos deljoven italiano. Guccio no sabría nuncaque el sacrificio de María le habíaevitado probablemente acabar panza

arriba en las aguas del Sena.Encenagado en un lecho dudoso,

sobre los senos de la muchacha a la quehabía abofeteado, y que se mostrabacompasiva ante la pena del joven,Guccio continuó insultando a María ycreyó vengarse de ella maltratando uncuerpo mercenario.

—Tienes razón. Tampoco yo creo enlas mujeres; todas son unas embusteras—decía la ramera, de cuyos rasgosGuccio no se volvería a acordar.

Al día siguiente, con el sombrerohundido hasta los ojos, cansado,asqueado de cuerpo y alma, emprendíaGuccio el camino de Italia. Llevaba una

bonita fortuna en forma de letra decambio firmada por su tío, querepresentaba sus beneficios en losasuntos que había atendido durante dosaños.

El mismo día, el rey Felipe V, sumujer Juana y la condesa Mahaut, contoda la servidumbre, llegaban a Reims.

Las puertas de la mansión deCressay se habían cerrado ya tras lahermosa María, que viviría allí,inconsolable, un eterno invierno.

El verdadero rey de Francia iba acrecer allá como un bastardillo. Daríasus primeros pasos en el fangoso patio,entre patos; iría a tumbarse en la pradera

de lirios amarillos, a lo largo delMauldre; en aquella pradera dondeMaría, cada vez que pasara, reviviríasus fugaces y trágicos amores. Ellamantendría su juramento, todos susjuramentos, hacia Guccio y hacia elreino; guardaría su secreto, todos sussecretos hasta el lecho de muerte. Suconfesión, un día, conmovería a Europa.

IX.- La víspera de laconsagración

Las puertas de Reims, coronadas conlos blasones reales, habían sido pintadasde nuevo.

Las calles estaban engalanadas conllamativas colgaduras, tapices y sedas,las mismas que habían servidodieciocho meses antes para laconsagración de Luis X. Junto al palacioarzobispal acababan de instalar a todaprisa tres grandes salas de carpintería:una para comedor del rey, otra para elde la reina, y la tercera para los altos

cargos, con el fin de agasajar a toda lacorte.

Los burgueses de Reims, que estabanobligados a los gastos de laconsagración, encontraban la carga unpoco pesada.

—Si se les ocurre a los reyes morirtan deprisa —decían— prontocomeremos sólo una vez al año, y paraeso aún tendremos que vendernos lacamisa. ¡Caro nos está costando queClovis se hiciera bautizar aquí, y queHugo Capeto escogiera este sitio pararecibir la corona! Si cualquier ciudaddel reino nos quiere comprar la ampollasagrada, en seguida haremos trato.

Al problema financiero se añadía ladificultad de reunir, en pleno invierno,el costoso avituallamiento requeridopara tantas bocas. Los burgueses teníanque agenciarse ochenta y dos bueyes,doscientos cuarenta carneros,cuatrocientos veinticinco terneros,setenta y ocho cerdos, ochocientosconejos y liebres, ochocientos capones,mil ochocientos veinte gansos, más dediez mil gallinas y cuarenta mil huevos;sin hablar de los barriles de esturionesque habían de traer de Malinas, de loscuatro mil cangrejos pescados en aguafría, de los salmones, lucios, pencas,bremas, percas y carpas y de las tres mil

quinientas anguilas destinadas a laelaboración de quinientos pasteles. Sedisponía de dos mil quesos y seesperaba que trescientos toneles devino, que afortunadamente se cosechabaen el país, bastarían para calmar la sedde tantos gaznates resecos, que iban abanquetearse allí durante tres días omás.

Los chambelanes, que habíanllegado con anticipación para organizarlos festejos, tenían peregrinasexigencias. ¿No habían decidido que sepresentaran en un solo serviciotrescientas garzas asadas? Aquellosoficiales se parecían mucho a su dueño,

a aquel rey impaciente que ordenaba lacelebración de su consagración unasemana antes, como si se tratara de unamisa de dos ochavos a la intención deuna pierna rota.

Hacía días que los pastelerosestaban dedicados a montar sus castillosde pastel de almendra pintados con loscolores de Francia.

¡Y la mostaza! ¡No se había recibidola mostaza! Hacían falta treinta y unsextarios. Además los invitados no ibana comer en la mano. Había sido unaequivocación vender a bajo precio lascincuenta mil escudillas de madera de laconsagración anterior; hubiera sido

mejor lavarlas y guardarlas. Los cuatromil cántaros habían sido rotos orobados. Las lenceras repulgaban a todaprisa dos mil setecientas anas demanteles, y se podía calcular el gastototal en cerca de diez mil libras.

A decir verdad, los habitantes deReims no perderían nada, ya que laconsagración atraía a gran número demercaderes lombardos y judíos quepagarían un impuesto sobre sus ventas.

La coronación, como todas lasceremonias reales, se desarrollaba en unambiente de verbena. En esos días seofrecía al pueblo un ininterrumpidoespectáculo, y acudía mucha gente de

lugares distantes a presenciarlo. Lasmujeres se ponían vestidos nuevos y laselegantes exhibían su joyería; bordados,ricas telas y pieles se vendían con todafacilidad. Los listos hacían fortuna y lostenderos que se daban un poco de prisaen servir a la clientela podían conseguiren una semana los beneficios de cincoaños.

El nuevo rey se alojaba en el palacioarzobispal, ante el que estabapermanentemente estacionada lamuchedumbre para ver aparecer a lossoberanos o para embelesarse ante elcarruaje de la reina, un carruajetapizado de escarlata roja.

La reina Juana, rodeada de lasdamas de su séquito, presidía, conemoción de mujer feliz, el acto dedesembalar los doce baúles y cuatrocofres, más el de los zapatos y el de lasespecias. Sin duda alguna, suguardarropa era el más rico que jamáshubiera poseído una dama francesa. Lehabían previsto un vestido para cadadía, y casi para cada hora, de aquelviaje triunfal.

La reina hizo su solemne entrada enla ciudad con una capa de palio doradoforrada de armiño, mientras a lo largode las calles se ofrecía a los realesesposos representaciones, misterios y

otras diversiones. En la cena de lavíspera de la consagración, que iba atener lugar inmediatamente, la reinaaparecería con un vestido de terciopelovioleta bordeado de marta cebellina. Lamañana de la coronación luciría unvestido de paño dorado de Turquía, unmanto escarlata y una cota roja; en lacomida, un vestido bordado con lasarmas de Francia; y en la cena, otro depaño dorado y dos mantos diferentes dearmiño.

Al día siguiente llevaría una«robe24» de terciopelo verde, y luegootro de camocán azulado, con esclavinade petigrís. Nunca se presentaría en

público con la misma vestimenta ni conlas mismas joyas.

Estas maravillas estaban expuestasen un aposento cuya decoración habíasido igualmente traída de París: tapicesde seda blanca bordados con miltrescientos veintiún papagayos de oro, yen el centro, las grandes armas de loscondes de Borgoña con un león encampo de gules; el cielo del lecho, lacolcha y los cojines estaban adornadoscon siete mil tréboles de plata. Cubríanel suelo alfombras con las armas deFrancia y del condado de Borgoña.

Juana entró varias veces en lahabitación de Felipe para que admirara

la belleza de una tela o la perfección deltrabajo.

—¡Qué feliz me hacéis, mi querido,mi bien amado sire! —exclamaba.

Aunque era poco inclinada a lasdemostraciones efusivas, no podíaimpedir que se le humedecieran losojos. Su suerte la deslumbraba, sobretodo cuando recordaba los días no muylejanos pasados en prisión, en Dourdan.¡Qué prodigioso cambio de fortuna enmenos de año y medio! Pensaba enMargarita ya muerta y en su hermanaBlanca de Borgoña, encerrada todavíaen Château-Gaillard... «¡Con lo que legusta el boato a la pobre Blanca!»

pensaba, mientras se probaba unapretina de oro incrustada de rubíes yesmeraldas.

Felipe estaba preocupado, y elentusiasmo de su mujer más bien loentristecía; estaba examinando lascuentas con su tesorero.

—Me alegro, amiga mía, de que oscomplazca todo esto —acabó por decir—. Ya veis, obro siguiendo el ejemplode mi padre, quien, como vos sabéis,restringía mucho sus gastos personalespero no regateaba cuando se trataba dela majestad real. Exhibid bien esoshermosos vestidos, ya que son tanto paravos como para el pueblo que os los da

con su trabajo; y llevadlos con cuidado,pues tardaréis en tener otros semejantes.Después de la consagración, serápreciso restringir los gastos.

—Felipe —preguntó Juana— ¿noharéis nada en este día por mi hermanaBlanca?

—Ya lo he hecho, ya lo he hecho.Ahora recibe trato de princesa acondición de que no salga de lasmurallas que la rodean. Es necesarioque haya diferencia entre ella, que pecó,y vos, Juana, que fuisteis pura y acusadafalsamente.

Pronunció estas últimas palabrasdirigiendo a su mujer una mirada en que

se adivinaba más la preocupación por elhonor real que por la seguridad de suamor.

—Además —agregó—, en estemomento no me resulta agradable pensaren su marido. Mi hermano se porta malconmigo.

Juana comprendió que era inútilinsistir y que no debía volver amencionar este tema. Se retiró, y Felipevolvió al estudio de las largas hojasllenas de cifras que le presentabaGeoffroy de Fleury.

Los gastos no se limitaban a losatuendos del rey y de la reina.Ciertamente Felipe había recibido

algunos regalos; así, Mahaut le habíaofrecido el paño jaspeado para losvestidos de las princesitas y delpequeño Luis Felipe. Pero el rey habíatenido que vestir de nuevo a suscincuenta y cuatro sargentos de armas ya su jefe, Pedro de Galard, que lo eratambién de los ballesteros. Loschambelanes Adán Héron, Roberto deGamaches y Guillermo de Seriz, habíanrecibido cada uno diez anas de paño deDouay para que se hicieran imponentesvestiduras. Los monteros Enrique deMoudon, Furant de la Fouville y JuanMalgeneste tuvieron un nuevo equipo, eigualmente todos los arqueros. Y como

después de la consagración iban a serarmados veinte caballeros, tuvo que darveinte vestiduras más. Estos presentesconstituían las acostumbradasgratificaciones, y la tradición exigíatambién que el rey regalase al relicariode Saint-Denis una flor de lis de oroconstelada de esmeraldas y rubíes.

—¿Cuánto en total? —preguntóFelipe.

—Ocho mil quinientas cuarenta yocho libras, trece sueldos y oncedineros, sire —respondió el tesorero—.Tal vez podíamos pedir unacontribución por vuestra jubilosa subidaal trono.

—Mi ascensión al trono será másjubilosa si no impongo nuevas tasas.Haremos frente a ello de otra manera —dijo el rey.

En este momento anunciaron alconde de Valois. Felipe levantó lasmanos.

—He aquí lo que nos habíamosolvidado de incluir en las sumas. ¡Yaveréis, Geoffroy, ya veréis! Mi tío meva a costar más caro que diezconsagraciones. Viene a obligarme atomar una determinación. Dejadme asolas con él.

¡Ah!, ¡estaba espléndido monseñorde Valois! Bordado, galoneado,

duplicado su volumen por las pieles quese extendían sobre un vestido recamadode piedras preciosas. Si los habitantesde Reims no hubieran sabido que elnuevo soberano era joven y delgado,habrían tomado a este señor por elmismo rey.

—Mi querido sobrino —comenzó—,estoy con pena... con gran pena por vos.Vuestro cuñado de Inglaterra no viene.

—Hace mucho tiempo, tío mío, quelos reyes del otro lado de la Mancha noasisten a nuestras consagraciones —respondió Felipe.

—Cierto, pero se hacen representarpor algún pariente o gran señor de la

corte que ocupa su lugar de duque deGuyena. Sin embargo, Eduardo no haenviado a nadie y con ello confirma queno os reconoce. El conde de Flandes, aquien creíais haber atraído con vuestrotratado de septiembre, tampoco estáaquí, ni el duque de Bretaña.

—Lo sé, tío mío, lo sé.—Y no hablemos del duque de

Borgoña; sabemos que en contra vuestra.Por lo contrario, su madre, nuestraAgnés, acaba de llegar hace poco, ycreo que no precisamente para prestarossu apoyo.

—Lo sé, tío mío, lo sé —repitióFelipe.

Esta imprevista aparición de laúnica hija de San Luis inquietaba aFelipe más de lo que aparentaba. Enprincipio creyó que la duquesa Agnésvenía a negociar. Pero ella no se dabaprisa en definirse, y él estaba decidido ano dar el primer paso. «¡Si el puebloque me aclama cuando aparezco ante él,supiera las hostilidades y amenazas queme rodean!...», decía.

—De los seis pares laicos quedebían sostener mañana vuestra corona—continuó Valois—, no ha venidoninguno.

—Sí, tío mío; os olvidáis de lacondesa de Artóis... y de vos mismo.

Valois se encogió de hombrosviolentamente.

—¡La condesa de Artois! —exclamó—. Una mujer sosteniendo la corona,cuando vos mismo, Felipe, vos mismohabéis logrado vuestros derechos por laexclusión de las mujeres.

—Sostener la corona no es ceñírsela—dijo Felipe.

—Es necesario que Mahaut os hayaayudado a ser rey para que la elevéis detal manera. Vais a hacer que la gente démás crédito a las mentiras que circulan.No quiero revolver lo pasado; pero, enfin, Felipe, ¿no es Roberto quien deberíafigurar por el Artois?

Felipe fingió no prestar atención alas últimas palabras de su tío.

—De todas formas los pareseclesiásticos están ahí.

—Están, están... —dijo Valoismoviendo sus anillos—. Por de prontono son más que cinco de los seis. ¿Y quécreéis que van a hacer estos pareseclesiásticos cuando vean que por partedel reino se levanta una sola mano —¡yqué mano!— para coronaros?

—Tío mío, ¿no os contáis vos paranada?

Ahora le tocó a Valois pasar poralto la pregunta.

—Vuestro mismo hermano os

muestra resquemor —dijo.—Es que, sin duda —respondió

Felipe suavemente—, Carlos no conoce,mi querido tío, nuestro mutuo buenacuerdo, y tal vez cree ayudarossirviéndome mal... Pero tranquilizaos;ha anunciado que mañana estarápresente.

—¿Por qué no le conferís en seguidala dignidad de par? Vuestro padre lohizo conmigo, y vuestro hermano Luiscon vos. Así me sentiría menos solopara apoyaros.

«O menos solo para traicionarme»,pensó Felipe, que le espetó:

—¿Habéis venido a abogar por

Roberto, por Carlos, o bien deseáishablarme de vos mismo?

Valois hizo una pausa, se acomodóbien en el asiento y miró el diamante quebrillaba en su índice.

«¿Cincuenta.., o cien mil? —sepreguntaba Felipe—. Los otros no meimportan; pero éste me es necesario, y éllo sabe. Si se niega y promueveescándalo, corro el peligro de tener queaplazar mi consagración.»

—Sobrino mio —dijo finalmenteValois—, ya veis que no he puesto malacara, y he hecho grandes gastos envestidos y todo lo demás para honraros.Pero al comprobar que los otros pares

estarán ausentes, creo que deboretirarme. ¿Qué dirían si me vieran soloa vuestro lado?

Sencillamente, que me habíaiscomprado.

—Lo sentiré mucho, tío mío, losentiré mucho. Qué le vamos a hacer, nopuedo obligaros a lo que no os place.Tal vez ha llegado el momento derenunciar a esa costumbre que obliga alos pares a levantar la mano junto a lacorona...

—¡Sobrino mío! Sobrino mío! —exclamó Valois.

—...y si es preciso el consentimientopara ser elegido —agregó Felipe—,

solicitarlo no a seis grandes barones,sino al pueblo, tío mío, que proporcionahombres para los ejércitos y subsidiospara el Tesoro. Este será el papel de los«estados» que voy a convocar.

Valois no se pudo contener y,saltando de su asiento, empezó a gritar:

—¡Blasfemáis, Felipe, o no sabéislo que estáis diciendo! ¿Se ha vistoalguna vez a un monarca elegido por sussúbditos? ¡Hermosa novelería la devuestros estados! Procede directamentede la cabeza de Marigny, que habíanacido del pueblo, y tan perjudicial fuea vuestro padre. Os digo que si secomienza así, antes de cincuenta años el

pueblo nos dejará de lado y elegirá rey acualquier burgués, a cualquier doctor deparlamento o cualquier tenderoenriquecido con sus latrocinios. No,sobrino mío, no; esta vez estoy decidido;no sostendré la corona de un rey que nolo es por sí mismo y que, encima, quiereentregarla en manos de los villanos.

Caminaba a grandes pasos, rojo deira.

«¿Cincuenta mil... o cien mil? —seguía preguntándose Felipe—. ¿Quécantidad se necesita para darle laestocada?»

—Sea, tío mío, no sostengáis nada—dijo—; pero entonces permitidme que

llame ahora mismo a mi tesorero.—¿Para qué?—He de modificar la lista de las

donaciones que, para celebrar mijubilosa coronación, iba a firmarmañana, a la cabeza de las cuales osencontrabais vos... con cien mil libras.

La estocada dio en el blanco. Valoisse quedó asombrado, con los brazosabiertos.

Felipe comprendió que había ganadoy, a pesar de lo costosa que le resultabaaquella victoria, tuvo que esforzarsepara no sonreír al ver la cara que poníasu tío. Este, por otra parte, no tardómucho en salir del aprieto. Había

quedado interrumpido en un momento decólera; siguió encolerizado. La cóleraera para él un medio de intentarembrollar el razonamiento ajeno, cuandoel suyo se debilitaba.

—Todo el mal proviene de Eudes —empezó a perorar—. ¡Repruebo suactitud, y se lo gritaré a la cara! ¿Quénecesidad tenía el conde de Flandes y elduque de Bretaña de tomar partido porél y rehusar vuestra convocatoria?¡Cuando el rey ordena sostener sucorona, hay que venir! ¿No estoy yoaquí? Esos barones exageran susderechos. Así es como la autoridadcorre el peligro de ir a parar a los

pequeños vasallos y a los burgueses. Encuanto a Eduardo de Inglaterra, ¿qué sepuede esperar de un hombre que secomporta como mujer? Estaré, pues, avuestro lado para darles una lección. Ydesde ahora acepto, en nombre de lajusticia, sobrino mío, lo que pensáisdarme. Porque es justo que quienes sonfieles al rey sean tratados de distintomodo que los que lo traicionan. Vosgobernáis bien. ¿Cuándo... cuándo vais afirmar esa donación con la que memanifestáis vuestra estima?

—Ahora, tío mío, si lo deseáis...pero con fecha de mañana —respondióel rey Felipe V.

Por tercera vez, y siempre por mediodel dinero, había puesto el bozal alconde de Valois.

—Ya es hora de que me coronen —dijo Felipe a su tesorero, cuando hubosalido Valois—; porque si tengo quediscutir de nuevo, habré de vender elreino.

Y como Fleury se asombrara de laenormidad de la suma prometida,agregó:

—Tranquilizaos, tranquilizaos,Geoffroy; todavía no he señaladocuándo le será entregada esa suma. Lacobrará sólo en pequeñas cantidades...Pero él podrá tomar prestado sobre

ella... Ahora, vamos a cenar.El ceremonial exigía que después de

la cena, el rey, rodeado de sus oficialesy del cabildo, hiciera una visita a lacatedral para recogerse en oración. Laiglesia estaba ya preparada, con lostapices colgados, los centenares decirios ya colocados y levantado el granestrado en el coro. El rezo de Felipe fuebreve, pero se quedó bastante tiempoinformándose por última vez deldesarrollo de los ritos y de los gestosque debía hacer. Comprobó el cierre delas puertas laterales, revisó losdispositivos de seguridad, y preguntóqué lugar ocuparía cada uno.

—Los pares laicos, los miembros dela familia real y los grandes oficialesestarán en el estrado —le explicaron—.El condestable, a vuestro lado; elcanciller, junto a la reina. Este trono,frente al vuestro, es el del arzobispo deReims, y los asientos dispuestosalrededor del altar mayor son para lospares eclesiásticos.

Felipe recorría el estrado a pasolento, y desarrugó con la punta del pie elextremo levantado de una alfombra.

«¡Qué extraño es esto! —se decía—.Estuve aquí, en este mismo sitio, el añopasado, para asistir a la consagración demi hermano... y no me fijé en todos estos

detalles.»Se sentó un momento, pero no en el

trono real; un temor supersticioso leimpedía ocuparlo todavía. «Mañana..,mañana seré rey de verdad.» Pensaba ensu padre, en la sucesión de antepasadosque lo habían precedido en aquellaiglesia; pensaba en su hermano,eliminado por un crimen del que sesentía inocente pero cuyasconsecuencias aprovechaba; pensaba enotro crimen, en el del niño, que tampocohabía ordenado pero del que eracómplice silencioso... Pensaba en lamuerte, en su propia muerte, y en losmillones de hombres súbditos suyos, en

los millones de padres de hijos y dehermanos que gobernaría.

«¿Son todos ellos, como yo,criminales si se les presenta la ocasión,inocentes sólo en apariencia ydispuestos a obrar mal para satisfacer suambición? Sin embargo, cuando estabaen Lyon, sólo tenía deseos de justicia,¿estoy seguro de esto...? ¿Es tandetestable la naturaleza humana, o es larealeza la que nos vuelve así? ¿Eltributo que se debe pagar para reinar esverse uno mismo tan impuro y sucio?¿Por qué nos ha hecho Dios mortales, yaque lo que nos hace detestables es lamuerte, tanto por el miedo que le

tenemos como por el uso que hacemosde ella...?

Tal vez intentarán matarme estanoche.»

Veía grandes sombras, moviéndosesobre los muros, entre los pilares. Nosentía arrepentimiento, sino sólo falta dealegría.

«He aquí lo que se llama haceroración. Por eso nos aconsejan acudir ala iglesia la noche antes de laconsagración.»

Se juzgaba, lúcidamente, tal comoera: un mal hombre dotado para ser ungran rey.

Como no tenía sueño, se quedó allí

durante largo rato, meditando sobre símismo, sobre el destino humano, sobreel origen de nuestros actos, yplanteándose las únicas grandespreguntas de la vida, las que jamáspueden resolverse.

—¿Cuánto durará la ceremonia? —preguntó.

—Dos horas largas, sire.—Bien, entonces es preciso que nos

esforcemos en dormir. Debemos estarpreparados para mañana.

Pero cuando volvió al palacioarzobispal, entró en la habitación de lareina y se sentó al lado del lecho. Hablóa su mujer de cosas sin interés: de los

asientos en la catedral, de supreocupación por los vestidos de sushijas...

Juana estaba ya medio dormida.Hacía esfuerzos para mantenerse atenta;adivinaba en su marido una tensiónnerviosa y una especie de angustiacontra la que buscaba protección.

—Amigo mio —preguntó—,¿queréis dormir conmigo?

El pareció vacilar.—No puedo; no he avisado al

chambelán —respondió.—Sois rey, Felipe —dijo Juana

sonriendo—; podéis dar a vuestrochambelán las órdenes que gustéis.

Felipe tardó un tiempo en decidirse.Aquel joven que sabía, con las armas ocon el dinero, meter en cintura a sus máspoderosos vasallos, se sentía turbadoante la perspectiva de tener que informara uno de sus servidores de que, pordeseo imprevisto, iba a compartir ellecho de su mujer.

Finalmente llamó a una de lascamareras que dormían en la piezacontigua y le ordenó avisar a AdánHéron que no le esperase, ni se acostaraaquella noche, atravesado, a su puerta.

Luego, entre los tapices con dibujosde papagayos y los tréboles de plata delcielo del lecho, se desnudó y se deslizó

entre las sábanas. Y aquella granangustia de la que no podían defenderletodas las tropas del condestable, porqueera angustia de hombre y no de rey, seaplacó al entrar en contacto con elcuerpo de su mujer, junto a sus piernasfirmes, su vientre dócil y su cálidopecho.

—Amiga mía —murmuró Felipe,con los labios junto a los cabellos deJuana—; amiga mía, respóndeme: ¿meengañaste alguna vez? Responde sinmiedo, porque, aunque me hayastraicionado, estás perdonada.

Juana estrechó los costados secos yrobustos de Felipe, cuya osamenta

sentían sus manos.—Nunca, Felipe, nunca, te lo juro —

respondió ella—. Estuve tentada dehacerlo, te lo confieso, pero nunca cedí.

—Gracias, amiga mía —susurróFelipe—. Ahora nada falta a mi realeza.

No le faltaba nada a su realezaporque era igual que todos los hombresde su reino: necesitaba una mujer, y queésta fuera completamente suya.

X.- Las campanas deReims

Horas más tarde, tendido en unlujoso lecho de respeto decorado conlas armas de Francia, Felipe, con unlargo vestido de terciopelo rojo, juntaslas manos a la altura del pecho,esperaba la llegada de los obispos quedebían llevarlo a la catedral.

El primer chambelán, Adán Héron,vestido suntuosamente también, estabaen pie junto al lecho. La oscura mañanade enero extendía por la habitación sulechosa claridad. Llamaron a la puerta.

—¿Por quién preguntáis? —dijo elchambelán.

—Por el rey.—¿Quién lo llama?—Su hermano.Felipe y Adán Héron se miraron

sorprendidos y contrariados.—Bien. Que entre —dijo Felipe,

incorporándose ligeramente.—Disponéis de muy poco tiempo,

sire... —observó el chambelán.El rey le señaló que la entrevista no

duraría mucho.El hermoso Carlos de La Marche

llevaba indumentaria de viaje. Acababade llegar a Reims y sólo se había

detenido un instante en el alojamientodel conde de Valois. Su rostro y andaresdenotaban la mayor irritación.

A pesar de su cólera, la visión de suhermano, revestido de púrpura y tendidoen hierática postura, lo impresionó; sedetuvo un momento y abriódesmesuradamente los ojos.

«¡Cómo le gustaría estar en milugar!» pensó Felipe.

Luego dijo:—Por fin habéis llegado, mi buen

hermano, Os agradezco que hayáiscomprendido cuál es vuestro deber ydesmintáis así lo que propagaban lasmalas lenguas, o sea que no estaríais

presente en el acto de mi coronación. Oslo agradezco. Ahora, corred a vestiros,ya que así no os podéis presentar. Vais allegar tarde.

—Hermano mío —respondió LaMarche—, primero debo hablaros decosas importantes.

—¿De cosas importantes o de cosasque os importan? Lo importante ahora esno hacer esperar al clero. Dentro de uninstante van a venir los obispos arecogerme.

—¡Pues esperarán! —exclamóCarlos—. Todos encuentran ocasiónpara hablaros y sacar provecho. Pareceque sólo a mí no me tenéis en cuenta.

¡Pero esta vez vais a escucharme!—Entonces hablemos, Carlos —dijo

Felipe, sentándose en el borde del lecho—, pero os advierto que hemos de serbreves.

La Marche movió la cabeza comodiciendo: «Veremos, veremos.» Tomóasiento y se esforzó en adoptar aspectode hombre importante.

«¡Pobre Carlos! —pensó Felipe—.Quiere remedar las maneras de nuestrotío Valois; pero le falta madera.»

—Felipe —prosiguió La Marche—,os he pedido muchas veces que meconfirierais la dignidad de par yaumentarais mi heredad, así como

también mis ingresos. ¿Os lo he pedido,sí o no?

—¡Ávida familia! ... —murmuróFelipe.

—Y siempre os habéis hecho elsordo. Ahora os lo pido por última vez;he venido a Reims, pero no asistiré avuestra coronación más que sentadoentre los pares. Si no, me marcho.

Felipe lo miró durante un instante sindecir nada, y bajo aquella mirada,Carlos se sintió disminuir, hundirse,perder toda la seguridad en sí mismo ytoda importancia.

Frente a su padre, Felipe elHermoso, el joven príncipe, en otro

tiempo, había tenido la misma sensaciónde su propia insignificancia.

—Un momento, hermano mío —dijoFelipe; y, levantándose, fue a hablar conAdán Héron, que estaba en un rincón dela estancia.

—Adán —le preguntó en voz baja—, ¿han regresado los barones quefueron a buscar la sagrada ampolla de laabadía de Saint-Remy?

—Sí, sire, ya están en la catedralcon el clero de la abadía.

—Bien. Entonces, cerrad las puertasde la ciudad... como en Lyon. —Y conla mano hizo tres gestos apenasperceptibles que significaban: rastrillos,

barras, llaves.—¿El día de la consagración, sire?

—murmuró, asombrado, Héron.—Justamente, el día de la

consagración. Y hacedlo con presteza.Cuando salió el chambelán, Felipe

volvió junto a la cama.—¿Qué me pedíais, hermano mío?—La dignidad de par25, Felipe.—¡Ah, sí!... la dignidad de par. Pues

bien, hermano mío, os la concederé, osla concederé de buen grado; pero no enseguida, ya que habéis voceadodemasiado vuestro deseo. Si cedieraahora dirían que no obro por voluntad,sino por imposición, y todos se creerían

autorizados a comportarse como vos, ysabed que no se crearán nuevasdotaciones ni se acrecentarán lasexistentes antes de promulgarse unaordenanza que declare inalienablecualquier parte del patrimonio real26.

—¡Pero vos ya no necesitáis ladignidad de par de Poitiers! ¿Por qué nome la dais?

¡Convenid en que mi parte esinsuficiente!

—¿Insuficiente? —exclamó Felipe,que empezaba a encolerizarse—. Soishijo y hermano de rey; ¿creéis de verdadque es insuficiente esa parte para unhombre de vuestro cerebro y de vuestros

méritos?—¿Mis méritos? —dijo Carlos.—Sí, vuestros méritos, que son

escasos. Es preciso decíroslo a la cara,Carlos: sois corto, lo habéis sidosiempre y no mejoráis con la edad.Cuando erais niño parecíais tan bobo atodos, y de inteligencia tan pocodesarrollada que hasta nuestra madre,¡santa mujer! os llamaba «el ganso».

Acordaos, Carlos: «el ganso». Loerais y lo seguís siendo. Nuestro padreos hacía sentar frecuentemente en suconsejo. ¿Qué aprendisteis en él?Mirabais pasar las moscas mientras sedebatían los asuntos del reino, y no

recuerdo de vos una sola palabra que nohiciera encogerse de hombros a nuestropadre o a messire Enguerrando. ¿Creéis,pues, que deseo haceros más poderosopor el bonito apoyo que me prestaríais,cuando desde hace seis meses no dejáisde intrigar contra mí? Lo hubieraisconseguido todo, obrando de otramanera. ¿Os creéis fuerte y pensáis quevamos a doblegarnos ante vos? Nadie haolvidado la ridícula figura que hicisteisen Maubuisson cuando os pusisteis abalar: «¡Blanca, Blanca!», y a llorarvuestro ultraje ante toda la corte.

—¡Felipe! ¿Y sois vos quien medice eso? —exclamó La Marche,

levantándose, con el rostrodescompuesto—. Sois vos, cuya mujer...

—¡Ni una palabra contra Juana, niuna palabra contra la reina! —cortóFelipe con la mano levantada—. Ya séque para perjudicarme, o para sentirosmenos solo en vuestro infortunio, seguísdivulgando vuestras mentiras.

—Habéis exculpado a Juana porquedeseabais conservar la Borgoña, porquehabéis antepuesto, como siempre,vuestros intereses a vuestro honor. Perotampoco a mí ha dejado de servirmemiinfiel esposa.

—¿Qué queréis decir?—¡Quiero decir lo que digo! —

replicó Carlos de La Marche—. Y osrepito a la cara que si queréis verme enla consagración, he de ocupar un asientode par, o me voy.

Adán Héron entró en la habitación ynotificó al rey con un movimiento decabeza que se habían transmitido susórdenes.

Felipe le dio las gracias de la mismamanera.

—Marchaos, pues, hermano mío —dijo—. Hoy sólo necesito una persona:el arzobispo de Reims.

¿Sois vos arzobispo? Entoncesmarchaos, marchaos, si os place.

—¿Pero por qué —exclamó Carlos

—, por qué nuestro tío Valois obtienesiempre lo que quiere y yo nunca?

Por la puerta entreabierta se oían loscantos de la procesión, que ibaacercándose.

«¡Y pensar que, si me muriera, seríaregente ese imbécil!», se decía Felipe.Puso la mano sobre el hombro de suhermano.

—Cuando hayáis perjudicado alreino tan largos años como nuestro tío,podréis exigir el mismo trato. Pero,gracias a Dios, vos sois menos diligenteen la tontería.

Le señaló la puerta con la mirada, yel conde de La Marche salió, pálido,

rabioso e impotente, y tropezando conlos miembros del clero que entraban.

Felipe volvió al lecho y se colocóen posición horizontal, con las manoscruzadas ylos ojos cerrados.

Golpearon de nuevo a la puerta; estavez los obispos con sus báculos.

—¿Por quién preguntáis? —dijoAdán Héron.

—Preguntamos por el rey —respondió una voz grave.

—¿Quién lo requiere?—Los pares obispos.Se abrieron las hojas de la puerta y

entraron los obispos de Langres y deBeauvais, con la mitra en la cabeza y el

pectoral colgado al cuello. Se acercaronal lecho, ayudaron al rey a levantarse, leofrecieron agua bendita y mientrasFelipe se arrodillaba en un cojín deseda, dijeron la oración.

Luego Adán Héron puso en loshombros de Felipe un manto deterciopelo escarlata semejante a suvestido, y de repente se suscitó unadisputa por cuestión de precedencia.

Normalmente, el duque-arzobispo deLaon debía colocarse a la derecha delrey. Ahora bien, en aquel momento lasede de Laon estaba vacante. Al obispode Langres, Guillermo de Durfort, se leconsideraba el más apto para cubrir esta

ausencia. Sin embargo, Felipe indicó alobispo de Beauvais que se pusiera a suderecha. Tenía dos motivos para ello:por una parte, el obispo de Langreshabía acogido con demasiada facilidaden su diócesis a los antiguosTemplarios, dándoles puestos declérigos; por otra parte, el obispo deBeauvais era un Marigny, el tercerhermano, prelado muy hábil, dispuestosiempre a servir al poder a condición desacar honores y provecho. ¿No lo habíademostrado, menos de dos años antes,sentándose al tribunal encargado decondenar a su hermano mayorEnguerrando? Felipe no lo apreciaba;

pero sabía que necesitaba tenerlo a sufavor.

—Yo soy obispo-duque; a mí mecorresponde estar a la diestra —decíaGuillermo de Durfort.

—La sede de Beauvais es másantigua que la de Langres —respondíaMarigny.

Sus rostros empezaban a enrojecer,bajo las mitras.

—Monseñores, el rey decide —dijoFelipe.

Durfort obedeció y cambió de lugar.«Un descontento más», pensó Felipe.Descendieron así entre cruces, cirios

y humo de incienso hasta la calle, donde

toda la corte, con la reina a la cabeza,estaba ya formada en cortejo, e iniciaronla marcha hacia la catedral.

Al paso del rey se elevaba uninmenso clamor. Felipe estaba bastantepálido y entornaba sus ojos de miope.Le parecía que el suelo de Reims sehabía hecho de pronto extrañamenteduro; tenía la impresión de caminarsobre mármol.

En la puerta de la catedral sedetuvieron para rezar de nuevo; luego,en medio del estruendo de los órganos,avanzó Felipe por la nave hacia el altar,hacia el gran estrado, hacia el tronodonde finalmente se sentó. Su primer

gesto fue para señalar a la reina elasiento preparado a la derecha del suyo.

La iglesia estaba repleta. Felipe noveía más que un mar de coronas, depechos y hombros bordados de joyas, yde casullas que brillaban con los cirios.Un firmamento humano se extendía a suspies.

Dirigió la mirada hacia los lugaresmás próximos, volviendo la cabeza aderecha e izquierda para distinguir a laspersonas que ocupaban el estrado. Allíestaba Carlos de Valois, y Mahaut,monumental, chorreando brocados yterciopelos; ésta le sonrió. Luis deEvreux se hallaba un poco más allá;

pero Felipe no veía a Carlos de LaMarche ni tampoco a Felipe de Valois, aquien también su padre parecía buscarcon la mirada.

El arzobispo de Reims, Roberto deCourtenay, entorpecido por losornamentos sacerdotales, se levantó desu trono situado frente al asiento real.Felipe lo imitó y fue a postrarse ante elaltar.

Mientras duró el tedéum, Felipe seestuvo preguntando:

«¿Estarán bien cerradas las puertas?¿Habrán cumplido fielmente misórdenes? Mi hermano no es hombre paraquedarse en una habitación mientras me

coronan. ¿Y por qué no ha venido Felipede Valois? ¿Qué me estarán preparando?Hubiera debido dejar fuera a Galardpara poder mandar mejor a susballesteros.»

Mientras el rey se inquietaba, suhermano menor chapoteaba en un fangal.

Al salir, furioso, de la habitaciónreal, Carlos de La Marche se habíadirigido precipitadamente a laresidencia de los Valois. No encontró asu tío que había salido ya hacia lacatedral; sino sólo a Felipe de Valois,que estaba terminando de vestirse, alque contó, casi sin aliento, lo quecalificaba de «felonía» de su hermano.

Muy avenidos, pues eran semejantespor sus gustos y naturaleza, los dosprimos se aplicaban a calentarsemutuamente los cascos.

—Si es así, tampoco yo asistiré a laceremonia. Me voy contigo —declaróFelipe de Valois, orgulloso de afirmarsu independencia del rey, de la corte yde su mismo padre.

Dicho esto, reunieron sus escoltas yse dirigieron orgullosamente hacia unade las puertas de la ciudad. Su soberbiatuvo que inclinarse ante los sargentos dearmas.

—Nadie puede entrar ni salir, ordendel rey.

—¿Ni siquiera los príncipes deFrancia?

—Ni los príncipes, orden del rey.—¡Ah, quiere obligarnos! —

exclamó Felipe de Valois, que tomabaahora el asunto como propio—

. Pues bien, ¡saldremos de todosmodos!

—¿Cómo quieres salir si estáncerradas las puertas?

—Finjamos retirarnos a mi casa, ydéjame actuar.

Lo que siguió pareció unacalaverada de críos. Los escuderos deljoven conde de Valois fueron enviados abuscar escaleras, que levantaron en

seguida en un callejón sin salida, en unlugar en que los muros parecían no estarvigilados. Y allá van los dos príncipes,nalgas al aire, metidos a escaladores,sin sospechar que al otro lado seextendían los pantanos del Vesle. Pormedio de cuerdas descendieron al foso.Carlos de La Marche perdió pie y cayóen medio del agua fangosa y helada; y sehabría ahogado si su primo, que era másalto y de más fuertes músculos, no lohubiera pescado a tiempo. Luego seadentraron, ciegamente, en los fangales.No podían renunciar; lo mismo eraavanzar que retroceder. Se jugaban lavida, y durante tres largas horas

estuvieron luchando para salir de aquellodazal. Los pocos escuderos que loshabían seguido chapoteaban alrededorde ellos y no se recataban demaldecirlos en voz alta.

—Si conseguimos salir de aquí —gritaba La Marche para darse ánimos—,sé bien a dónde ir, lo sé bien. ¡AChâteauGaillard!

El joven Valois, chorreando sudor apesar del frío, puso cara de asombroentre las cañas podridas.

—¿Te sigue interesando Blanca? —preguntó.

—No me interesa, pero puededecirme muchas cosas. Es la única que

nos puede aclarar si la hija de Luis esbastarda, y si Felipe es cornudo comoyo. Con su declaración podríaavergonzar a mi hermano y obligarle aentregar la corona a la hija de Luis.

El tañido de las campanas de Reims,echadas al vuelo, llegó hasta ellos.

—¡Y pensar, y pensar que estántocando por él! —exclamó Carlos de LaMarche, con la mitad del cuerpo en elbarro y señalando con las manos laciudad.

En la catedral, los chambelanesacababan de desvestir al rey. Felipe elLargo, de pie ante el altar, no llevaba yamás que dos camisas superpuestas: una

de tela fina, la otra de seda blanca,abiertas ampliamente a la altura delpecho y de los sobacos. El rey, antes deser investido de los atributos de lamajestad, se presentaba en la asambleade sus súbditos como un hombre casidesnudo y tembloroso.

Los atributos de la consagraciónestaban colocados en el altar, bajo lavigilancia del abad de Saint-Denis, quelos había traído. Adán Héron tomó demanos del abad las calzas, largoscalzoncillos de seda bordados de floresde lis, y ayudó al rey a pasárselos, asícomo el calzado, igualmente de telabordada. Luego, Anseau de Joinville, en

ausencia del duque de Borgoña, ató lasespuelas de oro a los pies del rey, y selas quitó en seguida. El arzobispobendijo la gran espada, que decían erala de Carlomagno, y poniéndola en eltahalí, la colocó en la cintura del rey,recitando:

—Accipe hunc gladium cum Deibenedictione...c

—Messire condestable, acercaos —dijo el rey.

Gaucher de Châtillon se acercó, yFelipe, deshaciéndose del tahalí, leentregó la espada.

Nunca un condestable en toda lahistoria de las consagraciones, había

sostenido con mayor mérito, para susoberano, la insignia del poder militar.Este gesto representaba para ellos algomás que la ejecución de un rito.Cambiaron una larga mirada. El símbolose confundía con la realidad.

Con la punta de una aguja de oro, elarzobispo cogió de la sagrada ampollaque le tendía el abad de Saint-Remy, unapartícula del aceite que decían eraenviado desde el cielo, y con el dedo lomezcló con el Crisma preparado en unapatena. Luego el arzobispo ungió aFelipe tocándole la cabeza, el pecho,entre los hombros y los sobacos. AdánHéron ató las anillas que cerraban las

túnicas. Más tarde quemarían la camisadel rey, porque había sido tocadaligeramente con la santa unción.

Entonces pusieron al rey losvestidos que estaban sobre el altar:primero la cota de satén rojo bordadacon hilo de plata, luego la túnica de rasoazul bordada con perlas y llena de floresdoradas de lis, y por encima ladalmática de igual tejido, y todavía ungran manto abrochado al hombroderecho con una fíbula de oro. Felipesentía cada vez más peso sobre sushombros; el arzobispo hizo la unción delas manos, deslizó en el dedo de Felipeel anillo real, le puso el pesado cetro de

oro en la mano derecha, y la mano dejusticia en la izquierda. Después de unagenuflexión ante el tabernáculo, elprelado levantó al fin la corona,mientras el gran chambelán comenzabael llamamiento de los pares presentes:

—Magnífico y poderoso señor, elconde...

En este preciso momento, una vozclara, imperiosa, llenó toda la nave:

—¡Detente, arzobispo! ¡No coronesa ese usurpador! ¡Te lo ordena la hija deSan Luis!

La asistencia se estremeció. Todaslas cabezas se volvieron hacia el lugarde donde había salido la voz. En el

estrado se miraron ansiosamente. Lasfilas de la muchedumbre se apartaron.

Rodeada de algunos señores, unamujer de alta estatura, de rostro todavíahermoso, firme barbilla, ojos claros ycoléricos, con la estrecha diadema y elvelo de las viudas sobre sus cabelloscasi blancos, se dirigía hacia el coro.

A su paso susurraban:—¡Es la duquesa Agnes! ¡Es ella!Estiraban el cuello para verla. Se

admiraban de que tuviera aún tan bellaprestancia y tan firme paso. Como erahija de San Luis se la habían imaginadocomo perteneciente a la lontananza delos años; la suponían ancestral,

vacilante sombra en algún castillo deBorgoña. De repente aparecía tal comoera, una mujer de cincuenta años llenatodavía de vida y de autoridad.

—Detente, arzobispo —repitiócuando estuvo a unos pasos del altar—.Y vosotros todos, escuchad... ¡Leed,Mello! —agregó dirigiéndose a suconsejero, que la acompañaba.

Guillermo de Mello desplegó unpergamino y leyó:

—Nos, muy noble dama Agnés deFrancia, duquesa de Borgoña, hija denuestro sire el rey San Luis, en nombrenuestro y de nuestro hijo, el muy noble ypoderoso duque Eudes, nos dirigimos a

vosotros, barones y señores aquípresentes, y a los que están por el reino,para prohibir que se reconozca como reyal conde de Poitiers, que no es herederolegítimo de la corona, y pedir que sedifiera la consagración hasta que hayansido reconocidos los derechos de laseñora Juana de Francia y de Navarra,hija y heredera del difunto rey y denuestra hija.

La angustia aumentaba en el estrado,y comenzaban a surgir peligrososmurmullos del fondo de la iglesia. Lamuchedumbre permanecía en silencio.

El arzobispo parecía embarazadocon la corona; no sabía si colocarla de

nuevo en el altar o proseguir laceremonia.

Felipe estaba inmóvil, sin nada en lacabeza, impotente, soportando el pesode cuarenta libras de oro y brocados yen sus manos los símbolos del poder yde la justicia. Nunca se había sentido tanindefenso, tan amenazado, tan solo. Unférreo guantelete le apretaba el pecho.Su calma era asombrosa. Hacer ungesto, abrir la boca en aquel instante,entablar una controversia, eradesencadenar un tumulto y sin duda ir alfracaso. Permaneció rígido bajo el pesode sus ornamentos, como si la batalla sedesarrollara muy por debajo de él.

Oyó susurrar a los pareseclesiásticos:

—¿Qué hacemos?El prelado de Langres, que no

olvidaba la vejación sufrida poco antes,era de la opinión de suspender laceremonia.

—Retirémonos y discutamos —propuso otro.

—No podemos, el rey está ungidoya. Es rey; coronadlo —replicó elobispo de Beauvais.

La condesa Mahaut se inclinó sobresu hija Juana y le murmuró:

—¡La muy bribona! Merecereventar.

Con sus párpados de tortuga, elcondestable hizo una señal a AdánHéron para que continuara elllamamiento de los pares.

—Magnífico y poderoso señor, elconde de Valois, par del rey —pronunció el chambelán.

Toda la atención se concentró en eltío del rey. Si respondía a la llamada,Felipe había ganado, porque Valoisrepresentaba la garantía de los pareslaicos, del verdadero poder. Sirehusaba, Felipe había perdido.

Valois no se daba prisa, y elarzobispo esperaba ostensiblemente sudecisión.

Felipe bosquejó entonces un gesto;volvió la cabeza en dirección al sitiodonde estaba su tío; la mirada que ledirigió valía cien mil libras. Borgoñanunca pagaría tanto.

El exemperador de Constantinoplase levantó, crispado el rostro, y fue acolocarse detrás de su sobrino.

«Qué bien he hecho en mostrarmegeneroso con él», pensó Felipe.

—Noble y poderosa dama Mahaut,condesa de Artois, par del rey —llamóAdán Héron.

El arzobispo levantó el pesadocírculo de oro rematado con una cruz enla parte frontal, y pronunció al fin:

—Coronet te Deus.d Uno de los pares laicos debía coger

la corona y mantenerla encima de lacabeza del rey, mientras los otros paresponían sobre ella un dedo, en gestosimbólico. Valois adelantó las manos,pero Felipe, con un movimiento delcetro, lo detuvo.

—Coged la corona vos, madre mía—dijo a Mahaut.

—Gracias, hijo mío —murmuró lagiganta.

Con esta espectacular designaciónrecibía las gracias por su dobleregicidio. Ocupaba el lugar del primerpar del reino y se le confirmaba

aparatosamente la posesión del condadodel Artois.

—¡Borgoña no se doblega! —exclamó la duquesa Agnés.

Y, agrupando a su séquito, se dirigióhacia la salida mientras Mahaut y Valoisconducían lentamente a Felipe a sutrono.

Cuando estuvo sentado, con los piesdescansando sobre un cojín de seda, elarzobispo se quitó la mitra y besó al reyen la boca, diciendo:

—Vivat rex in aeternum.e

Los otros pares imitaron su gesto,repitiendo:

—Vivat rex in aeternum.

Felipe se sentía fatigado. Acababade ganar la última batalla, después desiete meses de constantes luchas, paraconseguir el poder supremo que ya nadiele podría disputar.

Las campanas atronaban al aireproclamando su triunfo; fuera, el pueblogritaba deseándole gloria y larga vida.Todos sus adversarios habían sidodomeñados. Tenía un hijo para asegurarsu descendencia y una esposa feliz paracompartir sus penas y alegrías. El reinode Francia le pertenecía.

«¡Qué cansado estoy! ¡Quécansado!», se decía Felipe.

Nada en verdad parecía faltarle a

aquel rey de veintitrés años que se habíaimpuesto por su tenacidad, que habíaaceptado los beneficios del crimen y queposeía todos los caracteres de un granmonarca.

El tiempo de los castigos iba acomenzar.

RepertorioBiográfico

ARTOIS (Mahaut, condesa deBorgoña, después de) (¿-27 noviembre1329). Hija de Roberto II de Artois.Casó (1291) con el conde palatino deBorgoña, Otón IV (muerto en 1303).

Condesa-par de Artois por sentenciareal (1309). Madre de Juana deBorgoña, esposa de Felipe de Poitiers,futuro Felipe V, y de Blanca deBorgoña, esposa de Carlos de Francia,futuro Carlos IV.

ARTOIS (Roberto III de). (1287-1342). Hijo de Felipe de Artois y nietode Roberto II de Artois.

Conde de Beaumont-le-Roger yseñor de Conches (1309). Casó conJuana de Valois, hija de Carlos deValois y de Catalina de Courtenay(1318). Par del reino por su condado deBeaumont-le-Roger (1328). Desterradodel reino (1332), se refugió en la cortede Eduardo III de Inglaterra. Heridomortalmente en Vannes. Enterrado enSan Pablo de Londres.

AUCH (Arnaldo de) (¿-1320).Obispo de Poitiers (1306). Creadocardenal-obispo de Albano porClemente V el 24 de diciembre de 1312.Muerto en Aviñón.

AUNAY (Felipe de) (¿-1314). Hijode Gualterio de Aunay, señor de Moucy-le-Neuf, del Mesnil y de Grand Moulin.Escudero del conde Valois. Convicto deadulterio (escándalo de la torre deNesle) con Margarita de Borgoña,esposa de Luis de Navarra, futuro LuisX el Turbulento, fue ejecutado enPontoise, al mismo tiempo que su

hermano Gualterio, amante de Blanca deBorgoña.

BAGLIONI (Guccio) (hacia 1295-1340). Banquero sienés. Hijo de NinoBaglioni; emparentado con la familia delos Tolomei. Tenía (1315) oficina debanca en Neauphle-leVieux.

Casó secretamente con María deCressay. Tuvo un hijo, Giannino (1316),cambiado en la cuna con Juan I elPóstumo. Muerto en Campania.

BEATRIZ de Hungría (hacia 1294-

?) Hija de Carlos-Martel de Anjou.Hermana de Caroberto, rey de Hungría,y de Clemencia, reina de Francia. Casócon el delfín de Vienne, Juan II de LaTour du Fin, y madre de Guigues VIII yde Humberto II, últimos delfines delVienne.

BEAUMONT (Juan de) (¿-1318)Señor de Clichy y de Courcelles laGarenne. Sucedió en 1315 a Miles deNoyers en el cargo de mariscal deFrancia.

BEC-CRESPIN (Michel del) (¿-1318) Diezmero de Saint-Quentin enVermandois. Creado cardenal porClemente V el 24 de diciembre de 1312.

BOCCACCIO DA CHELLINOBanquero florentino, viajante de lacompañía de los Bardi. De una amantefrancesa tuvo un hijo adulterino (1313)que fue el ilustre poeta Boccaccio, autordel Decameron.

BONIFACIO VIII (Benito Caetani),papa (hacia 1215-11 octubre 1303)

Antiguo canónigo de Todi, abogadoconsistorial y notario apostólico.Cardenal en 1281. Fue elegido papa el24 de diciembre de 1294, después de laabdicación de Celestino V. Víctima del«atentado» de Anagni, murió en Romaun mes más tarde.

BOURBON (Luis, señor, luegoduque de) (hacia 1275-1342) Hijoprimero de Roberto, conde de Clermont(1256-1318), y de Beatriz, hija de Juan,señor de Bourbon. Nieto de San Luis.Camarero mayor de Francia desde 1312.Conde de La Marche (1327). Duque y

par en septiembre de 1327.

BOURGOGNE (Agnes de Francia,duquesa de) (hacia 1268-1325) Ultimade los once hijos de San Luis. Casó en1273 con Roberto II de Borgoña (muertoen 1306). Madre de Hugo V y de EudesIV, duques de Borgoña; de Margarita,esposa de Luis X el Turbulento, y deJuana, llamada la Coja, esposa deFelipe VI de Valois.

BOURGOGNE (Blanca de) (hacia1296-1326) Hija última de Otón IV,

conde palatino de Borgoña, y de Mahautde Artois. Casada en 1307 con Carlosde Francia, hijo tercero de Felipe elHermoso. Convicta de adulterio (1314),al mismo tiempo que Margarita deBorgoña, fue encerrada en Château-Gaillard, después en el castillo deGournay, cerca de Coutances. Despuésde la anulación de su matrimonio(1322), tomó el hábito en la abadía deMaubuisson.

BOURGOGNE (Eudes IV, duque de)(hacia 1294-1350) Hijo de Roberto II,duque de Borgoña, y de Agnes de

Francia, hija de San Luis. Sucedió enmayo de 1315 a su hermano Hugo V.

Hermano de Margarita, esposa deLuis X el Turbulento, de Juana, esposade Felipe de Valois, futuro Felipe VI, deMaría, esposa del conde de Bar, y deBlanca, esposa del conde Eduardo deSaboya.

Casó el 18 de junio de 1318 conJuana, primogénita de Felipe V (muertaen 1347).

BOUVILLE (Hugo III, conde de) (¿-1331) Hijo de Hugo II de Bouville y deMaría de Chambly.

Chambelán de Felipe el Hermoso.Casó (1291) con Margarita des Barres,de la cual tuvo un hijo, Carlos, que fuechambelán de Carlos V y gobernador deldelfinado.

CAETANI (Francisco) (¿-marzo1317) Sobrino de Bonifacio VIII ycreado cardenal por él en 1295.Envuelto en un intento de hechizar al reyde Francia (1316). Muerto en Aviñón.

CARLOS de Francia, conde de LaMarche, después Carlos IV, rey de

Francia. (1294-21 febrero 1328) Hijotercero de Felipe IV el Hermoso y deJuana de Champaña. Condeusufructuario de La Marche (1315).Sucedió, con el nombre de Carlos IV, asu hermano Felipe V (1322). Casósucesivamente con Blanca de Borgoña(1307), María de Luxemburgo (1322) yJuana de Evreux (1325). Murió enVincennes, sin heredero varón, últimorey de la línea directa de los capetos.

CHATILLON (Gaucher V de, condede Porcien) (hacia 1250-1329)Condestable de Champaña (1284) luego

de Francia tras la batalla de Courtray(1302). Hijo de Gaucher IV y de Isabeaude Villehardouin, llamada de Lizines.Aseguró la victoria de Mons-en-Pévele.Hizo coronar a Luis el Turbulento rey deNavarra en Pamplona (1307). Ejecutortestamentario sucesivamente de Luis X,Felipe V y de Carlos IV. Participó en labatalla de Cassel (1328), murió al añosiguiente tras haber ocupado el cargo decondestable de Francia con cinco reyes.Había casado con Isabel de Dreux,luego con Melisenda de Vergy, despuéscon Isabeau de Rumigny.

CLEMENCIA de Hungría, reina deFrancia (hacia 1293-12 octubre 1328)Hija de Carlos-Martel de Anjou, reytitular de Hungría, y de Clemencia deHabsburgo. Sobrina de Carlos de Valoispor su primera esposa, Margarita deAnjou-Sicilia. Hermana de Caroberto,rey de Hungría, y de Beatriz, esposa deldelfín Juan II. Casó con Luis X elTurbulento, rey de Francia y de Navarra,el 13 de agosto de 1315, y fue coronadacon él en Reims. Viuda en junio de1316, trajo al mundo en noviembre de1316 un hijo, Juan I. Murió en elTemple.

CLEMENTE V (Beltrán de Got oGoth), papa (¿.20 abril 1314) Nacido enVillandraut (Gironda). Hijo delcaballero Arnaldo-Garsias de Got.Arzobispo de Burdeos (1300). Elegidopapa (1305) para suceder a BenedictoXI. Coronado en Lyon. Fue el primerode los papas de Aviñón.

CLERMONT (Roberto, conde de)(1256-1318) Hijo último de San Luis yde Margarita de Provenza. Casado,hacia 1279, con Beatriz, hija única yheredera de Juan, señor de Bourbon.

Reconocido señor de Bourbon en

1283.

COLONNA (Jaime) (¿-14 agosto1318) Miembro de la célebre familiaromana de los Colonna. Creado cardenalen 1278 por Nicolás III. Principalconsejero de la corte romana bajoNicolás IV. Excomulgado por BonifacioVIII en 1297 y restablecido en sudignidad cardenalicia en 1306.

COLONNA (Pedro) (¿-1326)Sobrino del anterior. Creado cardenalpor Nicolás IV en 1288.

Excomulgado por Bonifacio VIII en1297 y restablecido en su dignidadcardenalicia en 1306. Muerto enAviñón.

CORBEIL (Juan de) llamado deGrez (¿-1318) Señor de Grez en Brie yde Jalemain.

Mariscal de Francia desde 1308.

COURTENAY (Roberto de) (¿-1324) Arzobispo de Reims desde 1299hasta su muerte.

CRESSAY (señora Eliabel de)Castellana de Cressay, junto a

Neaupble-le-Vieux en el prebostazgo deMontfort-1'Amaury.

Viuda del señor Juan de Cressay,caballero. Madre de Juan, Pedro yMaría de Cressay.

CRESSAY (Juan de) y CRESSAY(Pedro de) Hijos de la anterior. Ambosfueron armados caballeros por Felipe VIde Valois cuando la batalla de Crecy(1346).

CRESSAY (María de) (hacia 1298-1345) Hija de la señora Eliabel y delseñor Juan de Cressay, caballero. Casósecretamente con Guccio Baglioni,madre (1316) de un niño cambiado en lacuna con Juan I el Póstumo, del cual eranodriza. Fue enterrada en el convento delos Agustinos, junto a Cressay.

cDUEZE (Jacobo) ver Juan XXII,papa

DURFORT-DURAS (Guillermo de)(¿-1330) Obispo de Langres (1306),

luego de Ruan (1319), hasta su muerte.

EDUARDO II Plantagenet, rey deInglaterra (1284-21 septiembre 1327)Nacido en Carnarvon. Hijo de Eduardo Iy de Leonor de Castilla. Primer príncipede Gales. Duque de Aquitania y condede Ponthieu (1303). Armado caballeroen Westminster (1306). Rey en 1307.Casó en Boulogne-sur-Mer, el 22 deenero de 1308, con Isabel de Francia,hija de Felipe el Hermoso.

Coronado en Westminster el 25 defebrero de 1308. Destronado (1326) porun levantamiento de los barones dirigido

por su mujer, fue encarcelado y murióasesinado en el castillo de Berkeley.

EVERARDO Antiguo Templario.Clérigo de Bar-sur-Aube. Enredado en1316 en un asunto de brujería; cómplicedel cardenal Caetani en un intento dehechizar al rey de Francia.

EVREUX (Luis de Francia, condede) (1276-mayo 1319) Hijo de Felipe IIIel Atrevido y de María de Brabante.Hermanastro de Felipe el Hermoso y deCarlos de Valois, conde de Evreux

(1298). Casó con Margarita de Artois,hermana de Roberto III del cual tuvo:Juana, tercera esposa de Carlos IV elHermoso, y Felipe, marido de Juana,reina de Navarra.

EVREUX (Felipe de) Hijo delanterior. Casó (1318) con Juana deFrancia, hija de Luis X el Turbulento yde Margarita de Borgoña, heredera deNavarra, muerta en 1349. Padre deCarlos el Malo, rey de Navarra, y deBlanca, segunda esposa de Felipe VI deValois, rey de Francia.

FELIPE IV llamado el Hermoso, reyde Francia (1268-29 noviembre 1314)Nacido en Fontainebleau. Hijo de FelipeIII el Atrevido y de Isabel de Aragón.Casó (1284) con Juana de Champaña,reina de Navarra. Padre de los reyesLuis X, Felipe V y Carlos IV y de Isabelde Francia, reina de Inglaterra.Reconocido rey en Perpiñán (1285) ycoronado en Reims (6 febrero 1286).

Muerto en Fontainebleau y enterradoen Saint-Denis.

FELIPE, conde de Poitiers, luegoFELIPE y, llamado el Largo, rey de

Francia (1291-3 enero 1322) Hijo deFelipe IV el Hermoso y de Juana deChampaña. Hermano de los reyes LuisX, Carlos IV y de Isabel, reina deInglaterra. Conde palatino de Borgoña,señor de Salins, por su matrimonio(1307) con Juana de Borgoña. Condeusufructuario de Poitiers (1311). Par deFrancia (1315).

Regente a la muerte de Luis X; luegorey, después de la muerte del hijopóstumo de éste (noviembre 1316).Muerto en Longchamp, sin herederovarón. Enterrado en Saint-Denis.

FELIPE, conde de Valois, luegoFELIPE VI, rey de Francia (1293-22agosto 1350).

Primogénito de Carlos de Valois yde su primera mujer, Margarita deAnjou-Sicilia. Sobrino de Felipe IV elHermoso y primo hermano de Luis X,Felipe V y Carlos IV. Regente del reinoa la muerte de Carlos IV el Hermoso,luego rey tras el nacimiento de la hijapóstuma de éste (abril 1328). Coronadoen Reims el 29 de mayo de 1328. Suascensión al trono, protestada porInglaterra, dio origen a la segundaguerra de los Cien Años. Casó enprimeras nupcias (1313) con Juana de

Borgoña, llamada la Coja, hermana deMargarita, la cual murió en 1348; ensegundas nupcias (1349) con Blanca deNavarra, nieta de Luis X y de Margarita.

FERIENNES (Isabel de) (¿-1317).Maga. Declaró contra Mahaut en elproceso intentado contra ésta tras lamuerte de Luis X. Fue quemada viva,igualmente que su hijo, después de laexculpación de Mahaut el 9 de octubrede 1317.

FIENNES (Juan, barón de Ringry,

señor de Ruminghen, castellano deBourburg, barón de).

Elegido jefe de la nobleza rebeldede Artois y uno de los últimos ensometerse (1320). Casó con Isabel,sexta hija de Guy de Dampierre, condede Flandes, de la cual tuvo un hijo,Roberto, condestable de Francia en1356.

FLANDES (Roberto, llamado deBethune, conde de Nevers y de) (¿-1322). Hijo de Guy de Dampierre,conde de Flandes (muerto en 1305) y deIsabel de Luxemburgo. Casó con

Yolanda de Borgoña, condesa deNevers. Padre de Luis de Nevers.

FLEURY (Geoffroy de). Entró enfunciones el 12 de julio de 1316, fue elprimer oficial de la casa real que llevóel título de tesorero del rey.Ennoblecido por Felipe V en 1320.

FLISCO (Lucas de) (¿-1336).Consanguíneo del rey Jaime II deAragón. Creado cardenal por BonifacioVIII el2de marzo de 1300.

FOREZ (Juan I de Albon, conde de)(¿-antes de 1333). Embajador de Felipeel Hermoso y de Luis X en la cortepapal. Guardián del cónclave de Lyonen 1316. Casó (1296) con Alix deVienne, hija de Humberto de La Tour duPri.

FOUGERES (Arnaldo de) (¿-1317).Arzobispo de Arles (1308). Creadocardenal por Clemente V el 19 dediciembre de 1310.

FREAUVILLE (Nicolás de) (¿-

1323). Dominico. Confesor de Felipe elHermoso. Creado cardenal porClemente V el 15 de diciembre de 1305.

FREDOL (Berenguer), llamado elMayor. (Hacia 1250-junio 1323) Obispode Beziers (1294).

Creado cardenal por Clemente V el15 de diciembre de 1305.

FREDOL (Berenguer), llamado elMenor (¿-1323) Sobrino del anterior.Obispo de Beziers (1309). Creadocardenal por Clemente V el 24 de

diciembre de 1312.

GALARD (Pedro de) Gran jefe delos ballesteros de Francia desde 1310.Gobernador de Flandes (1319).

GUIGUES, delfinito del Viennois,futuro delfín Guigues VIII (1310-1333)Hijo de Juan II de La Tour du Pri, delfíndel Viennois, y de Beatriz de Hungría.Sobrino de la reina Clemencia.

Comprometido en junio de 1316 conIsabel de Francia, hija tercera de FelipeV, y casado en mayo de 1323. Muerto

sin heredero, le sucedió su hermano.

HERON (Adán) Bachiller, luegochambelán de Felipe, conde de Poitiers,futuro Felipe V.

HIRSON o HIRESON (ThierryLarchier de) (hacia 1270-17 noviembre1328) Primero, clérigo con Roberto IIde Artois, acompañó a Nogaret a Anagniy fue utilizado por Felipe el Hermosopara muchas misiones. Canónigo deAmis (1299). Canciller de Mahaut deArtois (1303). Obispo de Amis (1328).

HIRSON o HIRESON (Beatriz de)Doncella de compañía de la condesaMahaut de Artois, sobrina de sucanciller, Thierry de Hirson.

ISABEL de Francia, reina deInglaterra (1292-23 agosto 1358) Hijade Felipe IV el Hermoso y de Juana deChampaña. Hermana de los reyes LuisX, Felipe y, y Carlos IV. Casó conEduardo II de Inglaterra (1308). Se pusoa la cabeza (1325), con Roger Mortimer,de la rebelión de los barones inglesesque condujo a la deposición de su

marido. Apodada «la loba de Francia»,gobernó de 1326 a 1328 en nombre desu hijo Eduardo III. Desterrada de lacorte (1330), murió en el castillo deHertford.

ISABEL de Francia (hacia 1311-después de 1345) Hija menor de FelipeV y de Juana de Borgoña. Prometida enjunio de 1316 a Guigues, delfinito delViennois, futuro Guigues VIII; casadael17 de mayo de 1323.

JUAN XXII (Jacobo Duèze), papa

(1244-diciembre 1334) Hijo de unburgués de Cahors. Cursó estudios enCahors y Montpellier. Arcipreste de SanAndrés de Cahors. Canónigo de Saint-Front de Périgueux y de Albi. Arciprestede Sarlat. En 1289 marchó a Nápoles,donde devino rápidamente familiar delrey Carlos II de Anjou, que lo hizosecretario del consejo privado, luego sucanciller. Obispo de Frejús (1300),después de Aviñón (1310). Secretariodel concilio de Vienne (1311). Cardenalobispo de Porto (1312). Elegido papa enagosto de 1316, tomó el nombre de JuanXXII. Coronado en Lyon en septiembrede 1316. Muerto en Aviñón.

JUAN II de LA TOUR DU PIN,delfín del Viennois (hacia 1280-1319)Hijo de Humberto I de La Tour du Pin,delfín de Vienne, al cual sucedió en1307. Casó con Beatriz de Hungría de laque tuvo dos hijos, Guigues y Humberto,últimos delfines de Vienne.

JUANA de Borgoña, condesa dePoitiers, luego reina de Francia (hacia1293-21 enero 1330) Hija primera deOtón IV, conde palatino de Borgoña, yde Mahaut de Artois. Hermana deBlanca, esposa de Carlos de Francia,

futuro Carlos IV. Casada en 1307 conFelipe de Poitiers, hijo segundo deFelipe el Hermoso. Convicta decomplicidad en los adulterios de suhermana y de su cuñada (1314), fueencerrada en Dourdan, y liberada en1315. Madre de tres hijas: Juana,Margarita e Isabel, que se casaronrespectivamente con el duque deBorgoña, el conde de Flandes y el delfínde Vienne.

JUANA de Francia, duquesa deBorgoña (1308-1347) Hija primera deFelipe V y de Juana de Borgoña.

Prometida en julio de 1316 a Eudes IV,duque de Borgoña; casada en junio de1318.

JUANA de Francia, reina deNavarra (hacia 1311-8 octubre 1349)Hija de Luis de Navarra, futuro Luis Xel Turbulento y de Margarita deBorgoña. Supuesta bastarda. Excluidade la sucesión del trono de Francia,heredó el de Navarra. Casada (1318)con Felipe, conde de Evreux. Madre deCarlos el Malo, rey de Navarra, y deBlanca, segunda mujer de Felipe VI deValois, rey de Francia.

JOINVILLE (Juan, señor de) (1224-24 diciembre 1317) Senescalhereditario de Champaña.

Acompañó a Luis IX en la séptimacruzada y estuvo cautivo juntamente conél. A los ochenta años escribió suHistoria de San Luis que lo coloca entrelos grandes cronistas.

JOINVILLE (Anseau o Ansel de)Hijo del anterior. Senescal hereditariode Champaña.

Miembro del Gran Consejo deFelipe V, y mariscal de Francia.

LA MADELAINE (Guillermo de)Preboste de París del 31 de marzo de1316 a fin de agosto de 1316.

LONGIS (Guillermo de), llamado dePérgamo (¿-abril 1319) Canciller delrey Carlos II de Sicilia. Creado cardenalpor Celestino V el 18 de septiembre de1294. Muerto en Aviñón.

LUIS X, el Turbulento, rey deFrancia y de Navarra (octubre 1289-5junio 1316) Hijo de Felipe IV el

Hermoso y de Juana de Champaña.Hermano de los reyes Felipe V y CarlosIV, y de Isabel, reina de Inglaterra. Reyde Navarra (1307). Rey de Francia(1314). Casó (1305) con Margarita deBorgoña, de la que tuvo una hija, Juana,nacida hacia 1311. Después delescándalo de la torre de Nesle y de lamuerte de Margarita, se casó (agosto1315) con Clemencia de Hungría.

Coronado en Reims (agosto 1315).Muerto en Vincennes. Su hijo, Juan I elPóstumo, nació cinco meses después(noviembre 1316).

MANDAGOUT (Guillermo de) (¿-septiembre 1321) Obispo de Embrun(1295), luego de Aix (1311). Creadocardenal obispo de Palestina porClemente V el 24 de diciembre de 1312.

MARGARITA de Borgoña, reina deNavarra, (hacia 1293 - 1315). Hija deRoberto II, duque de Borgoña, y deAgnes de Francia. Casada (1305) conLuis, rey de Navarra, primogénito deFelipe el Hermoso, futuro Luis X, delcual tuvo una hija, Juana. Convicta deadulterio (asunto de la torre de Nesle,1314), fue encerrada en Château-

Gaillard, donde murió asesinada.

MARIGNY (Enguerrando le Portierde) (hacia 1265-30 abril 1315). Nacióen Lyons-la-Foret.

Casado en Primeras nupcias conJuana de Saint-Martin, y en segundascon Alips de Mons.

Primeramente escudero del conde deBouville, luego afecto a la casa de lareina Juana, esposa de Felipe elHermoso, y sucesivamente alcaide delcastillo de Issoudun (1298), chambelán(1304); caballero y conde deLongueville, intendente de las finanzas y

de las construcciones, capitán delLouvre, coadjutor en el gobierno yrector del reino durante la última partedel reinado de Felipe el Hermoso. Trasla muerte de este último fue acusado demalversación, condenado y ahorcado enMontfaucon. Rehabilitado en 1317 porFelipe V y enterrado en la iglesia de losCartujos, trasladado después a lacolegiata de Ecouis que él habíafundado.

MARIGNY (Juan de) (¿-1350) Elmenor de los tres hermanos Marigny,canónigo de Notre-Dame; luego obispo

de Beauvais (1312). Canciller (1329)lugarteniente del rey en Gascuña (1342).

Arzobispo de Ruan (1347).

MELLO (Guillermo de) (¿-hacia1328) Señor de Epoisses y de Givry.Consejero del duque de Borgoña.

NOUVEL (Arnaldo) (¿-agosto 1317)Abad de la abadía cisterciense deFontfroide (Aude).

Creado cardenal por Clemente V en1310. Legado del papa en Inglaterra.

NOYERS (Miles IV de), señor deVandoeuvre (¿-1350), Mariscal deFrancia (1303-1315).

Consejero sucesivamente de FelipeV, Carlos IV y de Felipe VI, suactuación tuvo excepcional importanciabajo los tres reinados. Gran vinatero deFrancia (1336).

ORSINI (Napoleón), llamado de losUrsinos (¿-marzo 1342) Creadocardenal por Nicolás IV el 16 de mayode 1288.

PELAGRUE (Arnaldo de) (¿-agosto1331) Arcediano de Chartres. Creadocardenal por Clemente V el 15diciembre 1305.

PRATO (Nicolás Alberti de) (¿-abril 1321) Obispo de Espoleto, luegode Ostia (1303).

Creado cardenal por Benedicto XI el18 de diciembre de 1303. Muerto enAviñón.

PRESLES (Raúl I de) o dePRAYERES (¿-1331) Señor de Lizy-

sur-Ourcq. Abogado.Secretario de Felipe el Hermoso

(1311). Encarcelado a la muerte de éste,y rehabilitado al fin del reinado de LuisX. Guardián del cónclave de Lyon en1316. Ennoblecido por Felipe V,«caballero perseverante» de este rey ymiembro de su consejo. Fundó elcolegio de Presles.

SABOYA (Amadeo V, llamado elGrande, conde de) (1249-octubre 1323).Hijo segundo de Tomás II de Saboya,conde de Maurienne (muerto en 1259), yde su segunda mujer, Beatriz de Fiesque.

Sucedió en 1283 a su tío Felipe, casó enprimeras nupcias con Sibila de Baugé(muerta en 1294), se volvió a casar en1304 con María de Brabante. En 1307su hijo Eduardo casó con Blanca deBorgoña, hermana de Margarita y deEudes IV.

SABOYA (Pedro de) (¿-1332)Arzobispo de Lyon (1308). Tuvoconflictos con Felipe el Hermoso, que loencarceló en 1310. Consintió en laanexión de la región de Lyon a la coronaen 1312 y fue repuesto en su sedearzobispal.

SAINT-POL (Guy de Châtillon,conde de) (¿-abril 1317) Hijo de Guy IVy de Mahaut de Brabante. Casó conMaría de Bretaña (1292) hija del duqueJuan II y de Beatriz de Inglaterra. Granvinatero (1296). Ejecutor testamentariode Luis X y miembro del consejo deregencia. Padre de Mahaut, terceraesposa de Carlos de Valois.

STEFANESCHI (Jacobo CAETANIde) (¿-junio 1341) Creado cardenal porBonifacio VIII el 17 de diciembre de1295.

SULLY (Enrique de) (¿-hacia 1336)Hijo de Enrique III, señor de Sully(muerto en 1285) y de Margarita deBeaunietz. Marido de Juana deVendôme. Gran vinatero de Franciadesde 1317.

TOLOMEI (Spinello) Jefe enFrancia de la compañía sienesa de losTolomei, fundada en el siglo XII porTolomeo Tolomei y enriquecidarápidamente en el comerciointernacional y por el control de lasminas de plata en Toscana. Todavía

existe en Siena un palacio Tolomei.

TRYE (Mateo de) Señor deFontenay y de Plainville-en-Vexin. Granpanetero (1298). Luego chambelán deLuis X.

VALOIS (Carlos de) (12 marzo1270-diciembre 1325). Hijo de FelipeIII el Atrevido y de su primera mujer,Isabel de Aragón. Hermano de Felipe IVel Hermoso. Armado caballero a loscatorce años. Investido del reino deAragón por el legado del papa el mismo

año, no llegó a ocupar el trono, yrenunció al título en 1295. Condeusufructuario de Anjou, del Maine y delPerche (marzo 1290) por su primermatrimonio con Margarita Anjou-Sicilia; emperador titular deConstantinopla por su segundomatrimonio (enero 1301) con Catalinade Courtenay; fue creado conde deRomaña por el papa Bonifacio VIII.Casó en terceras nupcias (1308) conMahaut de ChâtillonSaint-Pol. De sustres matrimonios tuvo numerosos hijos;su primogénito fue Felipe VI, primer reyde la dinastía Valois.

Dirigió una campaña en Italia por

cuenta del papa en 1301, mandó dosexpediciones en Aquitania (1297 y1324) y fue candidato al imperio deAlemania. Muerto en Nogent-le-Roi yenterrado en la iglesia de los Jacobinosde París.

Notas Históricas1 Contaba alrededor de los setenta y

cinco años cuando el senescal deJoinville emprendió su Historia de SanLuis, a petición de la reina Juana deNavarra, mujer de Felipe el Hermoso,que quería tener un libro de «las santaspalabras y de las buenas acciones» delrey cruzado. Su redacción ocupó aJoinville una decena de años. Muertaentre tanto la reina Juana, fue a su hijo,Luis de Navarra, futuro Luis X elTurbulento, a quien el autor dedicó suobra: «A su buen señor Luis, hijo del

rey de Francia», y se la presentó comouna miniatura de su tiempo. Volver

2 Tras de ser elegido papa en lasextrañas circunstancias descritas en estevolumen -que nosotros hemos novelado,pero en manera alguna inventado-Jacobo Duèze (Juan XXII) sostendría,hacia la mitad de su pontificado endiversos sermones y estudios, su tesissobre la visión beatífica. Volver

3 Las principales ropas de sedausadas en los vestidos eran: el jamete,

muy parecido a nuestro raso, el cendal yel camocán, semejantes a los tafetanes, ylas ropas de oro o plata, pesadosbrocados con trama de seda. Entre lasropas de lana, se empleaban mucho losjaspeados, ropas tejidas de diversoscolores, los rayados, y el camelin, esdecir, ropa de pelo de camello o susimitaciones, y sobre todo los escarlatas.Estos últimos eran las ropas más ricas ymás apreciadas con las que se vestían enlas ocasiones solemnes. Las mejoresfábricas estaban en Flandes y enInglaterra. La cochinilla, pequeñoinsecto que se encontraba en elLanguedoc y se vendía disecado, era la

materia colorante. Había varios maticesde escarlata: roja, rosada, violeta ysanguina. Volver

4 La mayor parte de los autores fijanen veintitrés la cifra de cardenalesasistentes al cónclave de 1314-1316.Nosotros la elevamos a veinticuatro. Elpartido de los «romanos» contaba seisitalianos: Jaime Colonna, PedroColonna, Napoleón Orsini, FranciscoCaetani, Jacobo Stefaneschi Caetani,Nicolás Alberti (o Albertini) de Prato;un angevino de Nápoles, Guillermo deLongis, y por fin un español, Lucas de

Flisco (llamado a veces Fieschi),consanguíneo del rey de Aragón. Estoscardenales habían sido creadosanteriormente al pontificado deClemente V y a la instalación delpapado en Aviñón; el capelo les habíasido conferido entre 1278 y 1303, en lospontificados de Nicolás III, Nicolás IV,Celestino V, BonifacioViII y BenedictoXI. Los restantes cardenales habían sidocreados por Clemente V. El partidollamado «provenzal» comprendía a:Guillermo de Mandagout, BerenguerFredol el mayor, Berenguer Fredol elmenor, uno de Cahors, Jacobo Duèze ylos normandos Nicolás de Fréauville y

Miguel del Bec. Por último «losgascones», en número de diez, eranArnaldo de Pelagrue, Arnaldo deFougéres, Arnaldo Nouvel, Arnaldo deAuch, Raimundo Guillermo de Farges,Bernardo de Garves, Guillermo PedroGodin, Raimundo de Got, Vital del Foury Guillermo Teste. Volver

5 Hasta la mitad del siglo xii, laciudad de Lyon estuvo en poder de loscondes de Forez y de Roannez, bajo lasoberanía puramente nominal delemperador de Alemania. A partir de1173, habiendo reconocido el

emperador al arzobispo de Lyon,primado de las Galias, los derechossoberanos, la región de Lyon quedóseparada del Forez y el podereclesiástico la gobernó con derecho aadministrar justicia, acuñar moneda yhacer levas. Este régimen disgustó a lapoderosa comuna de Lyon, compuestaúnicamente de burgueses y mercaderes,quienes durante más de un siglo lucharonpor emanciparse. Después de variasrevueltas desafortunadas, apelaron alrey Felipe el Hermoso, que en 1292puso a Lyon bajo su protección. Veinteaños después, el 10 de abril de 1312, untratado firmado entre la comuna, el

arzobispo y el rey unió definitivamenteLyon al reino de Francia. A pesar de lasreivindicaciones de Juan de Marigny,arzobispo de Sens, que controlaba ladiócesis de París, el arzobispo de Lyonconservó el primado de las Galias,única prerrogativa que le quedó. Al finalde la Edad Media, Lyon contaba con 24taberneros, 32 barberos, 48 tejedores,56 sastres, 44 pescadores, 36 carnicerosy abaceros, 57 zapateros, 36 panaderos,25 hosteleros, 15 orfebres, 20 palleros y87 notarios. La ciudad era administradapor la «comuna», constituida por losburgueses comerciantes que nombraban,cada 21 de diciembre, 12 cónsules,

siempre personas notables y elegidosentre las familias ricas; este cuerpoconsular se llamaba el «sindical». Lafamilia de los Varay, pañeros ycambistas, era una de las más antiguas yconsideradas de Lyon. Treinta y uno desus miembros llevaron el título decónsules; algunos fueron reelegidos, unode ellos hasta diez veces. Había ochoVaray entre los cincuenta ciudadanosque los de Lyon nombraron jefes, en1285, para dirigir la lucha contra elarzobispo y obtener la anexión aFrancia. Volver

6 La Iglesia romana no ha vendidonunca la absolución, comofrecuentemente han pretendido susadversarios. Pero ha hecho pagar a losculpables, lo que es muy diferente, elprecio de las bulas que les eranentregadas para atestiguar que habíanrecibido la absolución de su falta.

Estas bulas eran necesarias cuando,habiendo sido público el delito o elcrimen, era preciso probar que estabanabsueltos, para ser admitidos de nuevo alos sacramentos. El mismo principio seaplicaba en derecho civil en lo relativoa las cartas de gracia y de remisiónconcedidas por el rey; la entrega de

estas cartas y su inscripción en losregistros estaban sujetas a tasas. Estacostumbre se remontaba a la época delos francos, antes incluso de suconversión al cristianismo. JacoboDuèze (Juan XXII) quiso, con el libro detasas y la institución de la SacraPenitenciaría, codificar y generalizaresta costumbre en la Iglesia, idea quesaneó sus finanzas. No estabanobligados a estas bulas sólo losmiembros del clero; igualmente habíatasas previstas para los laicos. Lastarifas se calculaban en «dracmas»,moneda que valía alrededor de seislibras. Así, el parricidio, el fratricidio o

el asesinato de un pariente entre laicosestaba tasado entre cinco y sietedracmas, lo mismo que el incesto, laviolación de una vírgen o el robo deobjetos sagrados. El marido que pegabaa su mujer o la hacía abortar debía pagarseis dracmas, y siete si le habíaarrancado los cabellos. La multa másfuerte, que era de veintisiete dracmas, seaplicaba a la falsificación de las cartasapostólicas; es decir de la firma delpapa. Las tasas subieron con el tiempo,paralelamente a la devaluación de lamoneda.

Pero una vez más hemos de decirque no se trataba de la venta de la

absolución; era un derecho de registropara proporcionar pruebas auténticas.Los innumerables panfletos dedicados aesta cuestión que circularon a partir dela Reforma, para desacreditar a laIglesia romana, se basaron en estaconfusión voluntaria. Volver

7 A los Padres Predicadores odominicos se les llamaba tambiénjacobinos debido a la iglesia de SanJacobo que les habían dado en París,alrededor de la cual instalaron sucomunidad.

El convento de Lyon donde se

celebró el cónclave de 1316 había sidoedificado en 1236 sobre terrenossituados detrás de la casa de losTemplarios. El conjunto conventual seextendía desde la actual plaza de losJacobinos hasta la plaza Bellecour.Volver

8. Se olvida con frecuencia elcarácter primitivamente electivo de lamonarquía capetina, que precedió a sucarácter hereditario, o al menoscoexistió con él. A la muerte accidentaldel último carolingio, Luis V elPerezoso, desaparecido a los veinte

años tras un reinado de meses, fuedesignado por elección Hugo Capeto,duque de Francia e hijo de Hugo elGrande. Hugo Capeto asocióinmediatamente al trono a su hijoRoberto II, haciéndolo elegir como susucesor y consagrándolo el mismo añode su propia consagración. Así se hizodurante los reinados siguientes.

En cuanto el primogénito del rey eradesignado presunto heredero, los paresdebían ratificar esta elección y el nuevoelegido era consagrado en vida de supadre. El primero que prescindió de latradición de la elección previa fueFelipe Augusto. No mostraba gran

estima de las aptitudes de su hijo, y sinduda no tenía deseos de asociarlo a sugobierno. Luís VIII recibió la corona deFrancia a la muerte de Felipe Augusto el14 de julio de 1223, exactamente comohubiera recibido la herencia de unfeudo. Aquel 14 de julio la monarquíafrancesa se hizo verdaderamentehereditaria.

9. Por regla general, en lasgenealogías se da el nombre de Luis alhijo de Felipe V, nacido en julio de1316. Ahora bien, en las cuentas deGeoffroy de Fleury, tesorero de Felipe

el Largo, que comenzó la redacción desus libros aquel año, exactamente el 12de julio, al tomar posesión de su cargo,se designa al niño con el nombre deFelipe. Otros genealogistas mencionandos hijos, uno de ellos nacido en 1315,concebido por lo tanto durante elencierro de Juana de Borgoña enDourdan; esto parece increíble,sabiendo los esfuerzos que hizo Mahautpara reconciliar a su hija con su yerno.El niño fruto de esta reconciliaciónrecibió probablemente, como eracostumbre, dos nombres al menos de loshabituales de la familia.

10. La toma del poder por parte deBlanca de Castilla no se realizó, porotra parte, sin dificultades. Aunquedesignada por un acto de Luis VIII, sumarido, como tutora y regente, Blancade Castilla tropezó con la violentahostilidad de los grandes vasallos.

«Está Francia bien perdida, altosbarones, oíd, con mujer en la bailía»,escribió Hugo de la Ferté.

Pero Blanca de Castilla era mujer detemple muy distinto al de Clemencia deHungría.

Además era reina desde hacía diezaños y había dado a luz doce hijos.Salió triunfante gracias al apoyo del

conde Thibaud de Champaña, a quienseñalaban como su amante.

11. Se comprueba una impresionantesimilitud entre la locura de Roberto deClermont y la del rey Carlos VI, suresobrino por partida doble, en la quintageneración masculina y en la cuartafemenina. En los dos casos la demenciase produce por el golpe de un arma, contraumatismo craneal en Clermont y sintraumatismo en Carlos VI, pero que enambos originó una manía furiosa: losmismos períodos de crisis frenéticas,seguidos de largas remisiones en las que

observaban un comportamiento normalen apariencia; el mismo gusto obsesivopor los torneos, que no se podía impedirque organizaran, y a los que sepresentaban a veces en estado dedelirio. A pesar de su peligrosademencia, Clermont tenía autorizaciónpara cazar en el patrimonio real. Hastase presentó en el ejército de Felipe elHermoso durante una de las campañasde Flandes; lo mismo que Carlos VI,loco desde hacía veinte años, asistió alasedio de Bourges y a los combatescontra el duque de Berry.

12. Gritos reglamentarios queseñalaban el comienzo del torneo.

13 Los juguetes y juegos infantilesprácticamente no han variado desde laEdad Media.

Había ya pelotas y balones hechosde cuero o de trapo, aros, trompos,muñecas, caballos de madera y tejos. Sejugaba a la gallina ciega, al marro, alescondite, a la cabrilla y a los títeres.Los niños de las familias ricas teníantambién imitaciones de los armamentos,hechos a su medida: yelmos de hierroligero, cotas de mallas, espadas sin filo;

antecedentes de las modernas panopliasde general o de caballista. Volver

14 La última hija de Agnes deBorgoña, Juana, casada con Felipe deValois, futuro Felipe VI, era coja, comosu primo hermano Luis I de Borbón, hijode Roberto de Clermont. La cojeraexistía igualmente en la rama colateralde los Anjou, ya que el rey Carlos II,abuelo de Clemencia de Hungría, teníael apodo de el Cojo. Según unatradición, recogida por Federico Mistralen Islas de Oro, cuando el embajadordel rey de Francia, por lo tanto el conde

de Bouville, fue a pedir en matrimonio aClemencia en nombre de su señor,exigió que la princesa se desnudara anteél, para asegurarse de que tenía laspiernas rectas. Volver

15 La broigne era un vestido de piel,de tela o de terciopelo sobre la cual secosían pequeñas mallas de hierro, locual reemplazó a la cota de mallapropiamente dicha. Para reforzarlacomenzaron a poner bajo esta broigneunos elementos llamados «plates» -dedonde el nombre de armadura de plates-los cuales eran unos trozos de metal

plano, forjados a la forma del cuerpo yarticulados al modo de la cola de loscangrejos. Volver

16. Mahaut redactó un minuciosoinforme de los robos y destrozoscometidos en su castillo de Hesdin,informe que comprendía no menos deciento veintinueve artículos. Promovióun proceso en el Parlamento de Paríspara obtener una indemnización, que lefue concedida por sentencia del 9 demayo de 1321.

17 Se decía «tuerto» por «miope». AFelipe V lo llamaron el Largo, elGrande o el Tuerto. Volver

18 Se acostumbraba entonces, en lasfamilias reales y principescas, dar a loshijos varios padrinos y madrinas, aveces hasta ocho. Así, Carlos de Valoisy Gaucher de Châtillon fueron padrinosde Carlos de La Marche, hijo tercero deFelipe el Hermoso. Mahaut fue madrinade este príncipe, como lo era de otrosmuchos hijos de su familia. Sudesignación para que llevara a la pilabautismal al hijo póstumo de Luis X no

podía, pues, sorprender a nadie; por locontrario, el no designarla hubieraparecido indicar que estaba endesgracia. Volver

19 En aquella época, el bautismo secelebraba siempre el día siguiente alnacimiento. La ablución por inmersióncompleta en agua fría se practicó hastacomienzos del siglo XIV. Un sínodocelebrado en Rávena en 1313 decidió,por primera vez, que el bautismo podíaadministrarse igualmente por aspersión,si había penuria de agua bendita o si setemía que la inmersión completa pudiera

perjudicar la salud del niño. Sinembargo, la práctica de la inmersión nodesapareció hasta el siglo XV. Volver

20 Cuando un recién nacidopresentaba síntomas de enfermedad, nole hacían tomar las medicinas a él sino asu nodriza. Volver

21 Los chevaliers poursuivants(caballeros perseverantes), creación deFelipe V a principio de su reinado, erannombrados por el rey para acompañarloy aconsejarle; debían estar junto a él en

todos sus desplazamientos, pero notodos a la vez. Se encuentran entre ellosparientes próximos del rey como elconde de Valois, el conde de Evreux, elconde de La Marche y el conde deClermont; grandes señores como loscondes de Forez, de Boulogne, deSavoye, de Saint-Pol, de Sully, deHarcourt y de Comminges; grandesoficiales de la corona como elcondestable, los mariscales, el jefe delos ballesteros, y otros personajes,miembros del Consejo secreto o del«consejo que gobierna», legistas,administradores del Tesoro, burguesesennoblecidos y amigos personales del

rey. Entre ellos hay que hacer notar losnombres de Miles de Noyers, GiraudGuette, Guy Fíorent, Guillermo Flotte,Guillermo Courteheuse, Martin desEssarts y Anseau de Joinville. Estoscaballeros fueron una anticipación delos gentileshombres de cámarainstituidos por Enrique III, los cualessubsistieron hasta Carlos X. Volver

22. La súbita prodigalidad de lareina Clemencia a raíz de su trágicoalumbramiento, que parece síntoma deun trastorno mental, se fue acentuandorápidamente. El papa Juan XXII, que

había protegido siempre a Clemenciapor ser princesa de Anjou, se vioobligado desde el mayo siguiente aescribir a la joven viuda aconsejándoleque viviera oscura, casta yhumildemente; que fuera sobria en lamesa, modesta tanto en sus palabrascomo en sus vestidos, y que no salierasiempre en compañía de jóvenes. Almismo tiempo escribió a Felipe V parafijar la viudedad de Clemencia, asuntoque tuvo sus dificultades. El papaescribió varias veces más a Clemenciaexhortándola a reducir sus excesivosgastos y rogándole que arreglara susdeudas, en particular con los Bardi de

Florencia. Finalmente, en 1318,Clemencia tuvo que retirarse por unosaños al convento de Santa María deNazaret, cerca de Aix-en-Provence.Pero antes de entrar, la obligaron, parasatisfacer las exigencias de susacreedores, a depositar en garantía todassus joyas.

23 Se llamaban bolsas de cul-de-vilain unas muy anchas de cuerpo yestrechas de cuello.

Las hacían primorosamentedecoradas y los señores llevaban enellas frecuentemente su sello además del

dinero. Volver

24 Se entendía por robe en suacepción de ajuar, un equipo completo,compuesto de varias piezas llamadas«garnements» todas de la misma tela. Larobe de ceremonia comprendía: dossobrecotas, una abierta y otra cerrada,una gualdrapa, una garnacha, unacaperuza y un manto de lujo. Volver

25 Después de la elección de HugoCapeto, los seis más altos señores delreino, tres duques y tres condes,

designados para colocar la corona alelegido en su consagración, fueron losduques de Borgoña, Normandía y deGuyena y los condes de Champaña, deFlandes y de Tolosa.

Eran considerados como pares delrey, es decir iguales a él. Paralelamentehabía seis pares eclesiásticos, de loscuales tres eran duques-obispos y trescondes-obispos. Volver

26 Cinco siglos más tarde, en sudiscurso del 21 de marzo de 1817 antela Cámara de los pares, relativo a unaley de finanzas, Chateaubriand se apoyó

en esta ordenanza de Felipe el Largopromulgada en 1318, por la cual elpatrimonio de la corona había sidodeclarado inalienable. Volver

Notasa Jasón: Héroe griego que se cita

como sinónimo de aventurero feliz, jefede los argonautas, con los cuales fue a lacólquida, a la conquista del vellocino deoro. (Nota del traductor.) Volver

b Cada seis metros,aproximadamente. Volver

c Recibe esta espada con labendición de Dios... Volver

d ¡Que Dios te corone! Volver

e ¡Viva el rey para siempre! Volver