La Juventud

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La Jornada Mundial de la Juventud nos trae una reflexión seria y muy grave para el pensamiento cristiano de la sociedad. Esta vez no por el evento en si mismo sino por la actualización de otro, mucho más amenazante. El problema es claro: uno de los mayores desafíos de la postmodernidad supone la idolatría de la adolescencia como estado permanente de vida, como impostación cultural de espíritu. En sí mismo, esto no significa un problema mayor, siempre y cuando comprendiésemos la adolescencia como la supone su sentido clásico. La actualidad nos presenta un concepto nuevo bajo el mismo término que ha traicionado incluso la significación moderna de la adolescencia. Veamos. Aristóteles explica en su Retórica el conc epto de juventud como adolescencia Alaba en los jóvenes su sentido del honor, su lucha por ideales superiores y su deseo de participar en acciones nobles. Los jóvenes sufren, adolecen, se traumatizan, se rebelan. Comienzan a buscar generar sociedades similares entre pares, nacen las pandillas, las agrupaciones externas que suplan estas carencias urgentes. Esto es tema de otro análisis. Sólo lo señalamos por necesidad para nuestra reflexión. Decíamos que la sociedad postmoderna idolatra la adolescencia. Pero ya no se trata ni de ella en su sentido clásico ni en su sentido psicológico-sociológico. Ahora viene a ser sinónimo de permisivismo, de libertinaje, de exaltación de los sentidos y de los placeres, de inconciencia y ausencia de responsabilidad. Pero sobre todo, de plenitud de condiciones físicas para dedicarse por completo a este frenesí de placeres. Ya no se trata de una etapa en la vida sino de un modelo y estilo de vida. Se rinde culto a la espontaneidad, a la vulgaridad, a la trasgresión, a la extravagancia, al ocio, a la “naturalidad” enemiga de la fineza, lo simbólico y la elevada complejidad. Se desprecia el cultivo del lenguaje, la formación y sensibilidad por el arte, la historia, por la lógica, por el deleite casto de los sentidos según la enología o la gastronomía, por las formas y la nobleza de trato, por los mil exquisitos cuidados respetuosos a la dignidad humana. Se escupe sobre la infancia – en su sentido puro y evangélico de inocencia y simplicidad – y sobre el envejecimiento. Es una cultura que rechaza y se horroriza ante la adversidad y el dolor. Hoy es obligación cultural mantenerte “agerásico”, corporalmente siempre joven no importando el coste y sacrificio que suponga esta negación de la dignidad de la vida. ¿Qué diremos de volverse adulto, experimentado, cargado de años y de gloriosas fatigas, presentes en el rostro los dolores y alegrías de una vida vivida en verdad con la

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Una apología a la adolescencia, un pequeño ensayo reflexivo, una carta a jóvenes y a viejos

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La Jornada Mundial de la Juventud nos trae una reflexión seria y muy grave para el pensamiento cristiano de la sociedad. Esta vez no por el evento en si mismo sino por la actualización de otro, mucho más amenazante.El problema es claro: uno de los mayores desafíos de la postmodernidad supone la idolatría de la adolescencia como estado permanente de vida, como impostación cultural de espíritu. En sí mismo, esto no significa un problema mayor, siempre y cuando comprendiésemos la adolescencia como la supone su sentido clásico. La actualidad nos presenta un concepto nuevo bajo el mismo término que ha traicionado incluso la significación moderna de la adolescencia. Veamos. Aristóteles explica en su Retórica el concepto de juventud como adolescencia Alaba en los jóvenes su sentido del honor, su lucha por ideales superiores y su deseo de participar en acciones nobles. Los jóvenes sufren, adolecen, se traumatizan, se rebelan. Comienzan a buscar generar sociedades similares entre pares, nacen las pandillas, las agrupaciones externas que suplan estas carencias urgentes. Esto es tema de otro análisis. Sólo lo señalamos por necesidad para nuestra reflexión. Decíamos que la sociedad postmoderna idolatra la adolescencia. Pero ya no se trata ni de ella en su sentido clásico ni en su sentido psicológico-sociológico. Ahora viene a ser sinónimo de permisivismo, de libertinaje, de exaltación de los sentidos y de los placeres, de inconciencia y ausencia de responsabilidad. Pero sobre todo, de plenitud de condiciones físicas para dedicarse por completo a este frenesí de placeres. Ya no se trata de una etapa en la vida sino de un modelo y estilo de vida. Se rinde culto a la espontaneidad, a la vulgaridad, a la trasgresión, a la extravagancia, al ocio, a la “naturalidad” enemiga de la fineza, lo simbólico y la elevada complejidad. Se desprecia el cultivo del lenguaje, la formación y sensibilidad por el arte, la historia, por la lógica, por el deleite casto de los sentidos según la enología o la gastronomía, por las formas y la nobleza de trato, por los mil exquisitos cuidados respetuosos a la dignidad humana. Se escupe sobre la infancia – en su sentido puro y evangélico de inocencia y simplicidad – y sobre el envejecimiento. Es una cultura que rechaza y se horroriza ante la adversidad y el dolor. Hoy es obligación cultural mantenerte “agerásico”, corporalmente siempre joven no importando el coste y sacrificio que suponga esta negación de la dignidad de la vida. ¿Qué diremos de volverse adulto, experimentado, cargado de años y de gloriosas fatigas, presentes en el rostro los dolores y alegrías de una vida vivida en verdad con la intensidad de la vida de virtud? Que es un castigo o una vergüenza que debe impedirse u ocultarse con cirugías, vestimentas descontextualizadas o teñido de cabellos. Adolescentizar la vida es volverla insolente, impía, relativista e indiferente a todo aquello que no contribuya a la propia satisfacciones de las pasiones. Ya nada se proyecta en el tiempo, todo se limita al disfrute furioso del instante que dura un deleite o un impulso. Luego el vacío que exige ser, una vez más, llenado por instantes. Se trata de una cultura hedonista alimentada por un consumo de excitantes, de corrupción para toda edad. No hay ayer ni mañana. Lo que hubo a nadie le importa. Ya no hay ofrendas de vida, consagraciones duraderas, solemnes, heroicas. A lo más, serán raptos y vértigos momentáneos. La juventud romántica adolecía grandes dramas, pasiones volcánicas, causas heroicas, sueños fantásticos, duelos de honor, muertes elocuentes. Era la exaltación del drama. Hoy “no hay drama” nos responden los neo-adolescentes. Se impone una vulgarización, masificación, igualación y brutalización utilitarista. La utilidad apremia, la satisfacción manda. La espontaneidad danza confundida con la

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promiscuidad de todo género. La autenticidad con la impudicia. Se asesina la privacidad no sólo violada por los medios de comunicación y la generalización de los ojos-vigía que espían por doquier. Hoy hasta la intimidad pudorosa de una declaración de amor sólo se legitima si está publicitada, ya sea pintarrajeada en un pasacalle, si está impresa en una revista, si se lee por radio o se publica en Internet. Finalmente vemos masas de personas uniformemente vestidas, con las escasas variantes de moda que permiten las tribus urbanas. Todos exhibiendo las etiquetas de sus vestuarios como antes y hoy el ganado exhibe la insignia de su propietario. Donde antes se portaba la insignia o escarapela partidaria, donde se portaba con honor un signo sagrado hoy las marcas comerciales son ostentadas como divisa de pertenencia