La izquierda en América latina desde 1920

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Capítulo 2 LA IZQUIERDA EN AMÉRICA LATINA DESDE c. 1920* La manera más sencilla de escribir la historia de la izquierda en América Latina sería analizar sólo los partidos comunistas y socialistas. Estos partidos compartían supuestos ideológicos sacados del marxismo y prácticas políticas en las que influía el leninismo. Sin embargo, aunque existía acuerdo amplio sobre los fines, los partidos de la izquierda marxiste ortodoxa discrepaban profunda- mente en lo que se refería a los medios. Esta discrepancia causaba conflictos y divisiones. Entre los partidos de la izquierda y, de hecho, dentro de ellos, había un debate feroz, y a menudo no resuelto, en torno a cómo alcanzar el poder, la medida en que debían respetarse los derechos democráticos liberales y la manera en que había que organizar la economía, la sociedad y el sistema políti- co. Dicho de otro modo, no había, ni hay, una sola izquierda, una izquierda uni- da. Las relaciones entre los numerosos grupos, partidos y movimientos que afir- maban ser la verdadera izquierda a menudo han sido hostiles, incluso violentas. A veces la competencia entre ellos ha sido más intensa que la competencia con los partidos de la derecha. Si la historia de la izquierda es en parte la de una lucha heroica y paciente contra obstáculos terribles, también es en parte una his- toria de sectarismo y rivalidades personales, y de mezquindad. No obstante, es una historia fundamental para la evolución política de la mayoría de los países latinoamericanos en el siglo xx. Como veremos, definir la izquierda atendiendo sólo a los partidos de inspi- ración y estructura marxistas da una visión incompleta de ella. A pesar de ello, el punto de partida de todo análisis histórico de la izquierda en América Latina tienen que ser los partidos comunistas de las diversas repúblicas. El Partido Comunista tiene derecho especial a que se reconozca su importancia histórica debido a la universalidad de sus reivindicaciones, a su existencia en casi todos los países latinoamericanos y a sus vínculos internacionales con la Unión Sovié- * Quisiera dar las gracias a Víctor Hugo Acuña, Carol Graham, María D'Alva Kinzo, Roben Leiken, Juan Maiguascha, Nicola Miller, José Alvaro Moisés, Marco Palacios, Diego Urbaneja, Laurence Whitehead y Samuel Valenzuela por sus comentarios y su ayuda, y, en par- ticular, a Malcolm Deas por sus críticas y a James Dunkerley por su aliento.

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Capítulo 2

LA IZQUIERDA EN AMÉRICA LATINA DESDE c. 1920*

La manera más sencilla de escribir la historia de la izquierda en América Latina sería analizar sólo los partidos comunistas y socialistas. Estos partidos compartían supuestos ideológicos sacados del marxismo y prácticas políticas en las que influía el leninismo. Sin embargo, aunque existía acuerdo amplio sobre los fines, los partidos de la izquierda marxiste ortodoxa discrepaban profunda­mente en lo que se refería a los medios. Esta discrepancia causaba conflictos y divisiones. Entre los partidos de la izquierda y, de hecho, dentro de ellos, había un debate feroz, y a menudo no resuelto, en torno a cómo alcanzar el poder, la medida en que debían respetarse los derechos democráticos liberales y la manera en que había que organizar la economía, la sociedad y el sistema políti­co. Dicho de otro modo, no había, ni hay, una sola izquierda, una izquierda uni­da. Las relaciones entre los numerosos grupos, partidos y movimientos que afir­maban ser la verdadera izquierda a menudo han sido hostiles, incluso violentas. A veces la competencia entre ellos ha sido más intensa que la competencia con los partidos de la derecha. Si la historia de la izquierda es en parte la de una lucha heroica y paciente contra obstáculos terribles, también es en parte una his­toria de sectarismo y rivalidades personales, y de mezquindad. No obstante, es una historia fundamental para la evolución política de la mayoría de los países latinoamericanos en el siglo xx.

Como veremos, definir la izquierda atendiendo sólo a los partidos de inspi­ración y estructura marxistas da una visión incompleta de ella. A pesar de ello, el punto de partida de todo análisis histórico de la izquierda en América Latina tienen que ser los partidos comunistas de las diversas repúblicas. El Partido Comunista tiene derecho especial a que se reconozca su importancia histórica debido a la universalidad de sus reivindicaciones, a su existencia en casi todos los países latinoamericanos y a sus vínculos internacionales con la Unión Sovié-

* Quisiera dar las gracias a Víctor Hugo Acuña, Carol Graham, María D'Alva Kinzo, Roben Leiken, Juan Maiguascha, Nicola Miller, José Alvaro Moisés, Marco Palacios, Diego Urbaneja, Laurence Whitehead y Samuel Valenzuela por sus comentarios y su ayuda, y, en par­ticular, a Malcolm Deas por sus críticas y a James Dunkerley por su aliento.

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tica. En no poca medida la importancia del comunismo en América Latina se deri­va de las repercusiones de la revolución bolchevique. La gente veía a los partidos comunistas latinoamericanos como representantes directos de un movimiento internacional que abogaba por la revolución mundial, lo cual daba a dichos parti­dos una importancia que iba más allá del atractivo electoral o poder político que tuvieran. Los asuntos que el movimiento comunista consideraba fundamentales eran considerados de la misma manera por otros grupos de la izquierda incluso cuando rechazaban profundamente la interpretación específica de los mismos que ofrecían los comunistas. El poder político y la influencia del movimiento comu­nista se veían exagerados por la atención que les prestaba la derecha, la cual cris­talizaba su oposición a las reformas en sus ataques contra las ideas de los comu­nistas y demostraba mediante la represión de la izquierda la hostilidad que tales ideas le inspiraban.

Sin embargo, desde los primeros tiempos del comunismo en América Latina el movimiento sufrió a causa de los problemas internos además de las dificulta­des que creaban los gobiernos represivos. Los partidos comunistas empezaron su historial de expulsiones de disidentes, a la vez que experimentaban las primeras defecciones, debido a las disputas entre Stalin y Trotski, y el trotskismo, aunque nunca llegó a ser una amenaza seria para la organización de los partidos, continuó siendo una opción ideológica que poseía cierto atractivo. Más seria fue la tensión entre, por un lado, el comunismo internacional que Moscú guiaba de cerca y que insistía en una lealtad total y, por otro lado, un comunismo de carácter autóctono o latinoamericano que en el decenio de 1920 se identificaba con las ideas del socialista peruano José Carlos Mariátegui (1895-1930). El marxismo latinoame­ricano heterodoxo y revolucionario tuvo su expresión política más poderosa en la revolución cubana y, más adelante, en la revolución nicaragüense.

Además de los partidos comunistas, existían en América Latina varios par­tidos socialistas que recibían más apoyo electoral que sus principales rivales de la izquierda, al menos en los casos de Argentina y Chile. Aunque estos partidos socialistas rendían tributo al marxismo como método de interpretar la realidad, su práctica política era en gran parte electoral y parlamentaria, y procuraban dis­tinguirse de los comunistas dirigiendo sus llamamientos a un grupo social más amplio y haciendo hincapié en sus raíces nacionales con preferencia a las inter­nacionales. En general, sin embargo, el comunismo fue anterior a los partidos socialistas y los cismas que se produjeron en Europa entre la socialdemocracia y el marxismo-leninismo revolucionario no se repitieron en América Latina, con las excepciones de Argentina y, posiblemente, Chile, donde el Partido Democrá­tico también se parecía a la socialdemocracia europea antes de la ascensión del comunismo.

El espacio político que en Europa ocupaba la socialdemocracia sería ocupa­do en América Latina por partidos populistas de signo nacionalista. La naturaleza de estos partidos revela el problema que se plantea al buscar una definición apro­piada de la izquierda. Se inspiraban en las ideas marxistas y la práctica leninis­ta, aunque sus relaciones con los partidos ortodoxos de la izquierda oscilaban entre la cooperación estrecha y la fuerte rivalidad. Además, los partidos populis­tas nunca se veían constreñidos por ortodoxias ideológicas. La peruana Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), fundada en 1924 por Víctor Raúl Haya de la Torre, cuyos debates ideológicos y políticos con Mariátegui constitu-

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yen una de las cumbres de la discusión marxista en América Latina, posterior­mente se extendió por todo el espectro político. Cabria añadir que el problema político crucial y continuo para la izquierda ortodoxa fue la naturaleza de sus relaciones con partidos de este tipo, cuya flexibilidad ideológica y atractivo polí­tico eran mayores. Si bien calificar a estos partidos de populistas da por sentadas muchas cosas, es indudable que señala ciertos rasgos que los diferencian de los partidos ortodoxos de la izquierda. Tenían una vocación de poder más fuerte, dis­frutaban de un apoyo social más amplio y sus líderes eran más flexibles y esta­ban dotados de mayor sagacidad política. Aparte del APRA, ejemplos de estos partidos son la Acción Democrática (AD) en Venezuela, el Partido Peronista en Argentina, los colorados en Uruguay, el Partido Trabalhista Brasileiro (PTB) de Vargas en Brasil y el Partido Liberal en Colombia. Estos partidos fueron capaces de despertar la adhesión y la lealtad inquebrantable de unos militantes de base a los que se tenía por ejemplos típicos de quienes creían firmemente en el comu­nismo. Al mismo tiempo, su política y sus tácticas no se resintieron de lo que, según Gabriel Palma, es la debilidad real de la izquierda latinoamericana: «la determinación mecánica de las estructuras internas por las externas».1

Las ideas marxistas también influían mucho en gobiernos que estaban muy lejos de la izquierda ortodoxa. Por ejemplo, de 1934 a 1940 el gobierno del pre­sidente mexicano Lázaro Cárdenas puso en práctica un programa reformista ins­pirado por ideas socialistas y nacionalizó las compañías petroleras, experimentó con el control de los ferrocarriles por parte de los trabajadores, trazó planes para un sistema de educación socialista y apoyó a la causa republicana en la guerra civil española. Sin embargo, aunque el Partido Comunista mexicano gozó de más influencia bajo Cárdenas que en cualquier otro momento anterior o posterior de su historia, Cárdenas lo utilizó para fortalecer un régimen que bajo otros presi­dentes sería notablemente anticomunista. Años más tarde, el gobierno militar peruano del presidente Juan Velasco Alvarado (1968-1975) mostró en sus pri­meros tiempos una gran influencia de las ideas de la izquierda marxista.

El problema fundamental que se le planteaba a la izquierda residía en que lo que consideraba su base social «natural», sobre todo los obreros y los campesi­nos, era mucho más probable que apoyase a los partidos populistas, o incluso a los movimientos políticos de la derecha. A veces tenía un éxito relativo al idear una estrategia que atrajese hacia la izquierda a los movimientos sociales de los pobres de las ciudades y del campo: por ejemplo, los movimientos frentepopu-listas de los años treinta, la impresionante movilización que tuvo lugar después del final de la segunda guerra mundial, y el período que siguió al triunfo de la revolución cubana. Pero hubo períodos más largos en que la izquierda se encon­tró aislada y marginada en el terreno político, y no sólo debido a la persecución. Cabría señalar que la influencia real del marxismo en América Latina no se ha hecho sentir por medio de los partidos de la izquierda, sino más bien en el nivel de la ideología y como estímulo de la movilización y la acción políticas, espe­cialmente en el movimiento sindical y entre los estudiantes y los intelectuales, incluidos, a partir de los años sesenta, los católicos radicales.

1. Gabriel Palma, «Dependency: a Formal Theory of Underdevelopment or a Methodology for the Analysis of Concrete Situations of Underdevelopment?», World Development, 6, 7/8 (1978), p. 900.

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Si el punto de partida de la historia del marxismo en América Latina tiene que ser el movimiento comunista fundado después de la revolución bolche­vique, entonces una segunda fase de dicha historia empieza con la revolución cubana de 1959. En efecto, la revolución cubana fue fundamental para la polí­tica de la izquierda de muchos países del Tercer Mundo fuera de América Lati­na, ya que parecía ofrecer la posibilidad de llevar a cabo una victoriosa lucha de liberación nacional contra unos obstáculos que antes se consideraban insupera­bles. También galvanizó la política de la izquierda en Europa y los Estados Uni­dos e hizo que renaciese el interés por los problemas del subdesarrollo. Sin embargo, el efecto no fue permanente y el entusiasmo empezó a decaer cuando se vio que Cuba no estaba a la altura de las esperanzas poco realistas que en ella había depositado la izquierda internacional. El efecto a largo plazo de Cuba fue dividir la izquierda entre los que seguían creyendo en llegar al socialismo por medios pacíficos y los que formaban movimientos revolucionarios que se esfor­zaban por hacerse con el poder por medio de la violencia política.

El modelo cubano para conquistar el poder empezó a parecer cada vez menos válido a la izquierda de los principales países de América Latina después de la derrota de la primera oleada de guerrillas en el decenio de 1960. Las esperanzas de la izquierda renacieron cuando en 1970 la victoria de Salvador Allende y la Unidad Popular en Chile pareció ofrecer la posibilidad de una vía pacífica hacia el socialismo. Pero el brusco final que el golpe de 1973 puso al experimento representó un revés para la izquierda latinoamericana, un revés que sólo parcial­mente mitigó el triunfo de la revolución sandinista en Nicaragua. La caída de los regímenes militares de América Latina en los años ochenta aportó beneficios políticos e ideológicos para la derecha más que para la izquierda, en no poca medida porque la caída coincidió con el fin del comunismo internacional como fuerza política viable. No obstante, el futuro de la izquierda en América Latina en 1990 parecía menos sombrío que en muchas otras regiones del mundo porque existía un interés redoblado por el socialismo democrático asociado con la lucha por los derechos de ciudadanía que protagonizaban diversos movimientos socia­les cuya inspiración ideológica era variada y ecléctica, pero a los cuales sostenía una enérgica exigencia de igualdad y participación.

L A IZQUIERDA Y EL KOMINTERN

La revolución rusa se produjo en un momento apropiado para la fundación de movimientos comunistas en América Latina. El final de la primera guerra mundial había causado una recesión económica. El paro aumentó, los salarios reales descendieron y en varios países hubo oleadas de huelgas que con frecuen­cia fueron reprimidas de forma muy violenta. Desde finales del siglo xix, en los países más desarrollados del continente las organizaciones de trabajadores acusa­ban la influencia de una amplia variedad de anarquistas, sindicalistas revolucio­narios y socialistas libertarios que frecuentemente eran inmigrantes europeos que habían llegado a América Latina en busca de trabajo y huyendo de la persecución política. Por consiguiente, las ideologías radicales no eran ninguna novedad para los mineros, los trabajadores portuarios, los del transporte y los de la industria textil que constituían el grueso del movimiento obrero. Lo nuevo en el comunis-

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mo era el prestigio que le daba la revolución rusa, la disciplina de sus militantes y la sensación de formar parte de un movimiento revolucionario internacional, de participar en una única y gran estrategia de revolución mundial. En América Latina se identificó el marxismo con el comunismo soviético, y de modo especí­fico con un modelo leninista de la organización política, un modelo que resultó atractivo a ojos incluso de movimientos políticos que, como el APRA, no perte­necían a la Internacional Comunista.

El comunismo en América Latina estuvo bajo la tutela ideológica y táctica de la Internacional Comunista (Komintern) desde la formación de ésta en 1919 hasta su disolución en 1943. Por supuesto, factores tales como la distancia, la fal­ta de información, la preocupación del Komintern por otras regiones del mundo y la oscuridad de algunos de los países pequeños de América Latina permitieron que en la práctica existiese cierto grado de independencia: así ocurrió, por ejem­plo, en el caso del Partido Comunista de Costa Rica. Por otra parte, a menudo había diferencias entre lo que un partido declaraba en público y lo que hacía en la práctica. Pero la intención era que el comunismo latinoamericano interpretase lealmente el papel que se le asignara en la revolución mundial.

Armados de certezas doctrinales, los partidos comunistas de América Latina consideraban que los reveses que sufrían en el continente eran incidentes sin importancia en el avance del comunismo internacional, o incluso que eran una aportación positiva a la revolución internacional. Los partidos locales tenían que actuar como unidades disciplinadas del movimiento internacional y, por ende, no podía haber ningún conflicto real entre el movimiento local y la Internacional Comunista. Aunque los cambios rápidos de la política internacional bajo Stalin produjeron tensiones y dudas entre los partidos locales, éstas pasaron a un segun­do plano cuando el avance del fascismo y, sobre todo, el estallido de la guerra civil española dieron al movimiento comunista el papel de defensor de la causa de la democracia además del socialismo.

El efecto de la revolución rusa y el indudable heroísmo de muchos de los pri­meros comunistas contribuyen a explicar por qué tantos intelectuales llegaron a identificarse con el comunismo incluso cuando en realidad tal vez no eran miem­bros del partido. Por otra parte, el compromiso con la ideología del marxismo empujó a los intelectuales latinoamericanos a intervenir en los debates de la épo­ca sobre la revolución y el arte en Europa, especialmente en Francia. Sin duda alguna influyeron en ellos los movimientos vanguardistas que se esforzaban por combinar las formas revolucionarias en las artes con la lucha política de signo izquierdista. El novelista francés Henri Barbusse y su movimiento Clarité tuvieron muchos imitadores en América Latina. Destacados intelectuales latinoamericanos pasaron años en Europa, ya fuera exiliados o voluntariamente. Las experiencias vividas en Europa influyeron profundamente tanto en José Carlos Mariátegui como en Haya de la Torre.

Muchos intelectuales participaron activamente en la vida del Partido Comu­nista de su país. En algunos casos el grueso de la dirección del partido y una parte importante de sus afiliados procedían de las filas de las clases medias radi­cales, lo que no tiene nada de raro dado el tamaño insignificante de la clase obrera urbana en muchos países. Pablo Neruda en Chile y César Vallejo en Perú eran poetas excepcionales y a la vez leales miembros del Partido Comunista de su país; en un momento dado hubo en México tres pintores que eran también

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miembros del comité central del partido: Diego Rivera, David Siqueiros y Xavier Guerrero; el novelista Jorge Amado, el pintor Cándido Portinari y el arquitecto Osear Niemeyer eran miembros del Partido Comunista brasileño. Muchos intelectuales, así como afiliados al partido, fueron invitados a visitar la Unión Soviética y, al volver, reafirmaron la idea de que a dicho país le faltaba poco para ser un paraíso de los trabajadores. El duradero compromiso de tales intelectuales con sus respectivos partidos comunistas creó una cultura del marxis­mo que impregnó la vida intelectual y, más adelante, las universidades. Pero no todos los intelectuales, ni tan sólo una mayoría de ellos, eran marxistas. Muchos encontraron más atractivos movimientos populistas radicales como, por ejem­plo, el aprismo; otros se relacionaron estrechamente con la revolución mexica­na; y muchos eran apolíticos o conservadores.

Quizá una de las razones que impulsaron a los intelectuales a afiliarse al Par­tido Comunista residía en el hecho de que éste era como el reflejo en un espejo de ese otro credo que todo lo abarca que es la Iglesia católica.2 Según Carlos Fuentes, eran hijos de rígidas sociedades eclesiásticas. Ésta era la carga de Amé­rica Latina... pasar de una iglesia a otra, del catolicismo al marxismo, con todo su dogma y todo su ritual.3 El comunismo, al igual que el catolicismo, represen­taba una fe universal y total. Moscú sustituyó a Roma como centro del dogma y la inspiración. El comunismo, al igual que el catolicismo, necesitaba a su élite para que guiase y dirigiese a las masas. El comunismo, al igual que el catolicis­mo, era antiliberal y desconfiaba del mercado como principio orientador de la economía. Los comunistas, al igual que los católicos, sufrieron a manos de sus perseguidores. Existe el riesgo de exagerar estas analogías, pero hay algo de ver­dad en ellas y, por supuesto, no sólo en el caso de América Latina: el clericalis­mo tiende a crear anticlericalismo, y en el siglo xx el marxismo era una expre­sión intensa de anticlericalismo. Los intelectuales europeos que se afiliaron al Partido Comunista en su fase más estalinista eran conscientes de que el partido exigía una devoción y un compromiso totales. Los miembros del partido sabían que la disidencia podía significar la expulsión y la impotencia política: era mejor ocultar las dudas y sumergirlas en la lealtad general al partido. No todos los miembros del partido lo conseguían, por lo que había una corriente incesante de expulsiones y defecciones. Era frecuente que a los primeros cismáticos los lla­masen «trotskistas» y a menudo ellos mismos afirmaban que lo eran, aunque tan­to ellos como sus acusadores eran muy poco precisos al hablar de lo que estaba en juego en el seno del movimiento internacional.

Desde sus comienzos los partidos comunistas de América Latina sufrieron una represión sistemática y prolongada. El Partido Comunista brasileño disfrutó sólo de un período de legalidad desde su fundación en 1922 hasta el final de la segunda guerra mundial, y a partir de entonces sólo fue legal entre 1945 y 1947 y después de 1985. La ferocidad de la represión a menudo no guardaba ninguna

2. Sin embargo, es igualmente posible ver el comunismo como una extensión de las creen­cias positivistas en el siglo xx. La idea de progreso, de leyes que gobiernan el desarrollo social, de la necesidad de una élite ilustrada, eran conceptos que podían trasladarse con facilidad del positivismo del siglo xix al comunismo del xx. Tanto en el positivismo como en el comunismo se encomendaba a una élite ilustrada un papel decisivo por ser el grupo más capacitado para interpretar las leyes del progreso histórico.

3. Citado en Nicola Miller, Soviet Relations with Latín America, Cambridge, 1989, p. 24.

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proporción con la amenaza real que representaba el comunismo. En América Central, donde los gobiernos podían contar a menudo con el apoyo de los Estados Unidos en la represión de movimientos comunistas reales o incluso imaginarios, hubo numerosos ejemplos de la brutalidad de la respuesta a reivindicaciones que estaban muy lejos de ser amenazas revolucionarias al orden existente. Sin embar­go, es posible que la represión dirigida contra los movimientos comunistas tuviera el efecto de incrementar la lealtad de quienes se habían comprometido con la causa. No hay duda de que la vida de Miguel Mármol, con su historial de exilio, cárcel, tortura y clandestinidad, parece corroborar que en el caso de este comunista salvadoreño, cuanto mayor era la represión, mayor era también su compromiso con el partido.4 Aunque la represión reducía las posibilidades de que el partido llegara a ser una organización de masas, es muy posible que aumen­tara su fuerza como élite disciplinada.

La represión no era el único factor que ñjaba los límites de la influencia de la izquierda; tal vez ni tan sólo era el factor más importante. El principal sistema de creencias de América Latina era el catolicismo, y la feroz hostilidad que en la Iglesia despertaba el marxismo (e incluso el liberalismo) forzosamente tenía que limitar el atractivo de los movimientos radicales, especialmente entre los sectores populares que estaban fuera del movimiento sindical, y entre las mujeres. En la práctica, hasta en el movimiento eran muy grandes los obstáculos que impedían crear una base comunista. En primer lugar, los trabajadores organizados represen­taban sólo una pequeña parte de una población trabajadora que era mayoritaria-mente rural o artesanal, y las divisiones éticas entre los trabajadores podían debili­tar todavía más su unidad. En segundo lugar, eran muchos los que se disputaban la lealtad política del trabajo y algunos, tales como el APRA en Perú o el Partido Liberal colombiano en los años treinta, eran más atractivos que los partidos mar-xistas. El Partido Liberal colombiano logró absorber al prometedor movimiento socialista en los años veinte y treinta, afirmando que el socialismo formaba parte de la tradición liberal. La estructura de la economía del café en Colombia fomentó la aparición de un individualismo pequeñoburgués que se sentía más a gusto en los partidos tradicionales que en los movimientos marxistas. Los sindicatos católicos no eran en modo alguno una fuerza despreciable. En tercer lugar, en numerosos países latinoamericanos el estado se esforzó considerablemente por incorporar los sindicatos potencialmente poderosos y sofocar los movimientos radicales. El mar­co institucional jurídico que se creó en los años veinte y treinta para las relaciones industriales contribuyó al principio a controlar las reivindicaciones económicas de la clase trabajadora y posteriormente a subordinar el movimiento obrero al esta­do. En México, a pesar del reformismo de la presidencia de Cárdenas, poca posi­bilidad había de que el aparato estatal permitiese que el movimiento de los traba­jadores organizados se zafara de su abrazo. Y allí donde el estado no podía integrar a los trabajadores —ya fuera porque éstos tenían fuerza suficiente para resistirse o porque el estado era demasiado débil para integrar con eficacia—, la represión siguió representando un obstáculo formidable para el crecimiento de los sindicatos.

Los movimientos marxistas no se encontraban sólo ante la amenaza de la represión y la incorporación por parte del estado, sino que también se cernía sobre ellos la amenaza de los movimientos populistas de carácter radical, los cua-

4. Véase Roque Dalton, Miguel Mármol, San Salvador, 1972.

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les, si bien podían inspirarse en el socialismo, también expresaban sentimientos nacionalistas, atraían a grupos de todo el espectro social, no despertaban necesa­riamente la hostilidad de la Iglesia y los militares (aunque la mayoría de ellos sí la despertaron en sus primeros tiempos) y no exigían el compromiso doctrinal incondicional de los movimientos comunistas. Sobre todo, los movimientos populistas radicales —el aprismo en Perú, la Acción Democrática en Venezue­la— dirigían llamamientos explícitos a la clase media y aquel sector numeroso e importante de los artesanos cuyos actos políticos eran a menudo radicales, aun­que en modo alguno expresaban ideas o creencias marxistas.

Estos movimientos populares y multiclasistas no repudiaban los valores libe­rales tan ferozmente como los comunistas. Utilizaban la ambigüedad como estra­tegia populista para obtener tanto apoyo como fuera posible. Hablaban del pue­blo más que de clases, lo cual era una postura que podía ser anticapitalista sin abrazar el polo opuesto, es decir, el comunismo. Estos partidos populistas tenían vocación de poder inmediato mientras que los comunistas hacían hincapié en la necesidad de esperar hasta que las condiciones objetivas madurasen. Los parti­dos populistas tenían que dirigir sus llamamientos a un electorado amplio más que a una vanguardia, y esto significaba dirigirlos a la clase media, que era importantísima desde el punto de vista electoral. Debido a esta vocación de poder y a su atractivo más amplio, estos movimientos eran una amenaza más inmedia­ta que los partidos comunistas. La represión que sufrió el APRA, por ejemplo, fue a veces de una intensidad igual, cuando no mayor, que la que padeció el Par­tido Comunista. El comunismo era una amenaza a largo plazo en Perú: el apris­mo constituía una amenaza inmediata y más peligrosa.

El aliciente de estos movimientos populistas tendía a disminuir las posibili­dades de formar partidos socialistas ajenos al movimiento comunista, excepto en los países desarrollados del Cono Sur. En Chile y Argentina tales partidos obte­nían con regularidad más votos que los partidos comunistas; ya en 1916 y 1922 el Partido Socialista argentino obtuvo el 9 por 100 de los votos en las elecciones presidenciales. No obstante, los partidos socialistas generalmente se veían eclip­sados por los comunistas, en lo que se refiere a la ideología, y raras veces con­taban con el apoyo que los sindicatos prestaban a los comunistas. El Partido Socialista argentino resultó debilitado por dos divisiones: una, en 1918, dio lugar a la formación del Partido Comunista argentino; y otra, en 1927, a la formación del Partido Socialista Independiente, que apoyó a los gobiernos conservadores del decenio de 1930. Aunque el Partido Socialista obtuvo una representación impor­tante en el Congreso (cuarenta y tres diputados en 1931), su empleo de tácticas parlamentarias no prosperó en la «década infame» de fraude electoral. El Parti­do Socialista encontraba poco apoyo entre los crecientes sindicatos industriales. Contaba con algunos seguidores entre los trabajadores de los tradicionales secto­res de la exportación agrícola, pero incluso en ellos su actitud ante los sindicatos tendía a ser distante y condescendiente, y los sindicatos ejercían poca influencia en la política del partido. Era más un partido de los consumidores bonaerenses que de los trabajadores urbanos y no es extraño que perdiese su influencia en el movimiento obrero ante los comunistas y, más adelante, ante Perón.5

5. Refiriéndose al Partido Socialista argentino, Charles Hale ha escrito: «Se dirigía a los trabajadores como consumidores y no como productores: era favorable al librecambio: no hacía

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Los partidos socialistas tenían un influjo limitado ante la clase trabajadora, y no hablemos del campesinado. Se les consideraba demasiado europeos, demasia­do intelectuales y demasiado de clase media. Carecían de la experiencia política y la flexibilidad táctica de partidos menos doctrinarios tales como los radicales en Argentina y Chile, el APRA y la Acción Democrática, y el Partido Colorado uruguayo con sus extensos programas de legislación social. Los partidos so­cialistas estaban demasiado comprometidos con las tácticas parlamentarias en países donde, como ocurría en Argentina o Brasil, tales tácticas no eran siem­pre la manera más apropiada de ganar adeptos al socialismo. Carecían del atrac­tivo internacional de los partidos comunistas y, con la excepción de Chile, no cultivaban el apoyo de los sindicatos en la misma medida que los partidos comunistas.

La insólita aparición de un Partido Socialista fuerte en el Chile de los años treinta fue fruto de la combinación de varios factores: un sistema constitucional firmemente afianzado que permitía a los partidos actuar con libertad en el campo parlamentario y en el electoral; una estructura social en la cual una clase media excepcionalmente numerosa proporcionaba una base electoral para el Partido Socialista; un movimiento sindical al que atrajo el apoyo socialista a la inscripción legal en un momento en que el Partido Comunista, comprometido a la sazón con una actitud ultraizquierdista, poma en duda las ventajas de dicha inscripción; y la admiración popular que despertó el osado liderazgo de Marmaduke Grove, que se hizo con el poder en 1932 e instauró una república socialista que duró doce días.

Los líderes del Komintern nunca pensaron seriamente que una revolución marxista-leninista pudiera triunfar en América Latina antes que en Europa. Así pues, América Latina se vio reducida a interpretar un papel secundario y de apo­yo a la lucha de las clases trabajadoras europeas y asiáticas.6 En su análisis de América Latina el Komintern partía de la perspectiva de los países capitalistas en vez de la de los países de la propia América Latina. Así, se afirmaba que en los países atrasados la revolución tenía que ser de carácter democrático-burgués. Pero en vista de la debilidad y la dependencia de la burguesía latinoamericana, la revolución tenía que llevarla a cabo el proletariado, organizado en un partido autónomo independiente de la burguesía y de la pequeña burguesía, pero que, de una manera que no se especificó, buscaría aliados en el proletariado agrícola y separaría este grupo de las influencias pequeñoburguesas. Por si las proporciones de esta tarea no fueran lo bastante enormes para el minúsculo proletariado lati­noamericano, además tenía que constituir consejos de trabajadores (soviets) para crear un sistema de poder dual.

Los partidos que se desviaban de estas directrices eran objeto de críticas y sanciones. A finales del decenio de 1920 una orden del Komintern puso fin a la prometedora aparición, en Colombia y Ecuador, de partidos que se basaban en

ninguna distinción entre el capital extranjero y el nativo; titubeaba en la abolición de la propie­dad privada. Como el partido nunca impuso un control efectivo a los trabajadores, que en su mayor parte eran extranjeros que no votaban, tanto el socialismo como el movimiento obrero tuvieron dificultades en los años que siguieron a 1920». «Ideas políticas y sociales en Améri­ca Latina, 1870-1930», en HALC, vol. 8, 1986, p. 54.

6. Esta sección se basa en gran parte en Rodolfo Cerdas, La hoz y el machete: la inter­nacional comunista, América Latina, y la revolución en Centroamérica, San José, 1986.

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los sindicatos y trataban de encontrar apoyo entre la población en general en vez de buscarlo exclusivamente en los lugares de trabajo. El Komintern encomendó tareas imposibles a un puñado de militantes. Aunque el Komintern creó agencias en América Latina tales como el Buró Latinoamericano, cuya base estaba en Buenos Aires, la medida fue de todo punto insuficiente para resolver los proble­mas que se les planteaban a los partidos de América Latina. El Komintern tenía problemas más apremiantes en otras partes, además de en América Latina, y no contaba con recursos apropiados. Los rumores sobre el oro que Moscú destinaba a financiar la revolución eran en gran parte simplemente esto, rumores. Adop­tando el lema de la revolución cubana, puede decirse que los incentivos eran morales más que materiales, y el viaje gratuito a la Unión Soviética era un pre­mio codiciado. Muchos asuntos que debatió el Komintern como, por ejemplo, el carácter de la revolución, la naturaleza del partido y las tareas de los movimien­tos revolucionarios en las sociedades atrasadas continuaban sin resolverse en América Latina. Esto no tiene nada de extraño porque la estrategia general del Komintern oscilaba entre la política ultraizquierdista y el oportunismo derechista. En sus primeros tiempos hubo en el Partido Comunista mexicano debates inter­minables, incluso violentos, en torno a si el partido tenía que ser de masas o de élite, un partido obrero o una alianza entre obreros y campesinos; y los proble­mas nurtca se resolvieron.

El Komintern era criticado desde dentro, en especial por parte de M. N. Roy, que señaló las diferencias profundas entre las propias sociedades llamadas «colo­niales» y argüyó enérgicamente que el Komintern tenía que aceptar el fenómeno de la lucha nacionalista, en la cual desempeñaban un papel importante sectores de la pequeña burguesía. Pero el principal defecto del Komintern fue la incapacidad de aceptar el problema de los campesinos. Desde los puntos de vista teórico y organizativo, los partidos del Komintern eran para la clase trabajadora, aunque no siempre de ella. Su concepto de un partido revolucionario leninista no sólo excluía al campesinado, sino que, además, desconfiaba totalmente de él en una época en que el sector mayoritario de la población trabajadora era rural. Al ais­larlos del campesinado en aras de la pureza clasista, se impidió que los partidos comunistas ejercieran influencia entre la mayoría de la población.

El más original de los intentos marxistas de incorporar al campesinado en una coalición revolucionaria general lo hizo Mariátegui, que concibió para Perú un movimiento obrero de frente unido y un partido socialista legal que abarcaría una amplia coalición de campesinos, indios, trabajadores agrícolas, artesanos e intelectuales, además de trabajadores con ocupaciones más ortodoxas. Este fren­te amplio sería dirigido por una célula secreta dentro del partido y vinculada al Komintern. Mariátegui recalcó la necesidad de organizar sectores amplios de la población y se mostró contrario al plan utópico del Komintern, que quería ins­taurar repúblicas autónomas para las «nacionalidades» quechua y aymara tal como las definía el Komintern.7 Su insistencia en la base social del marxismo es paralela a las ideas de Gramsci más que a las de Lenin. Al igual que Gramsci, Mariátegui insistía en que el socialismo tenía que basarse en la transformación moral del pueblo. Pero estas ideas heterodoxas no fueron bien recibidas y Mariá-

7. Véase Harry Vanden, «Mariátegui, "Marxismo", "Comunismo" and other Bibliographi-cal Notes», Latín American Research Review, 14, 3 (1979), pp. 61-86.

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tegui, de quien puede decirse que fue el teórico socialista más original de Amé­rica Latina, fue objeto de la rotunda condena del Komintern, entre otras razones por ser «populista».

Mariátegui no discrepaba sólo de la ortodoxia del Komintern, sino también del aprismo, el movimiento que fundara Haya de la Torre y que se extendió mucho más allá de Perú para ofrecer una síntesis original de nacionalismo, mar­xismo e indigenismo. Haya de la Torre intentó adaptar el marxismo a las condi­ciones de América Latina, como Lenin hiciera en el caso de Rusia; a decir verdad, su visión política se inspiraba mucho en el modelo leninista de una vanguardia representada por un partido revolucionario, cabría decir que más de lo que se ins­piraba en dicho modelo el marxismo de Mariátegui. El leninismo resultaba atrac­tivo a ojos de partidos como el APRA y otros parecidos como teoría sobre qué había que hacer para conquistar el poder en condiciones de atraso económico, como explicación del poder del imperialismo y la consiguiente debilidad de las estructuras clasistas nacionales, y como justificación del papel vanguardista que no debía interpretar una clase social, sino un partido político de élite y disciplinado. Pero en el caso de Haya de la Torre, el llamamiento del partido no iba dirigido tanto a los trabajadores urbanos y los campesinos como a la clase media. Según Haya de la Torre Indoamérica no había tenido tiempo de crear una burguesía poderosa y autónoma, lo bastante fuerte como para desplazar a las clases lati­fundistas. Las clases medias, las primeras en verse afectadas por la expansión imperialista, habían formado excelentes líderes y fuertes movimientos de ciuda­danos. Según él, era necesario, por tanto, unir a las tres clases oprimidas por el imperialismo: joven proletariado industrial, vasto e ignorante campesinado y empobrecidas clases medias. Lo que él proponía no era sólo la alianza del prole­tariado con las clases medias, sino también la amalgamación de trabajadores manuales e intelectuales dentro de un solo partido político.8

Mariátegui había sido miembro del APRA, que abandonó en 1928 para for­mar el Partido Socialista. Las diferencias entre Mariátegui y Haya de la Torre eran profundas, y su debate tuvo resonancia más allá de Perú y de su época. La actitud de Haya de la Torre ante el campesinado se acercaba al ideario marxista ortodoxo, en el cual el desdén por la falta de potencial revolucionario del cam­pesinado iba acompañado de consejos paternalistas para que participara en el movimiento revolucionario. Mariátegui, en cambio, admiraba a los campesinos por su capacidad de sobrevivir en condiciones durísimas y veía en sus organiza­ciones las semillas de un futuro socialismo peruano. Haya de la Torre recalcaba el papel del estado central en la tarea de crear la nación: Mariátegui prefería empezar potenciando la sociedad civil: sólo entonces sería posible alcanzar el poder. Haya de la Torre tenía una visión mucho más militar y elitista del poder, y legitimaba la insurrección destinada a conquistar el poder estatal como políti­ca fundamental del APRA. Su visión del partido era disciplinada, autoritaria y vertical, y se veía a sí mismo como el Lenin peruano. La versión que Mariátegui daba del partido era mucho más amplia, más participativa y pluralista, y era rechazada por el Komintern y, de hecho, por muchos de sus propios compañeros del Partido Socialista peruano. Mariátegui murió al cabo de sólo dos años de la

8. Haya de la Torre, Treinta años de aprismo, México, D. F., 1956, pp. 29, 54.

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fundación del Partido Socialista y muchas de sus discrepancias con el Komin-tern quedaron sin resolver. La influencia ideológica de Mariátegui fue enorme, pero, desde el punto de vista político, el APRA fue mucho más importante que el partido que fundó Mariátegui. Las ideas de Haya de la Torre, la fuerza de su personalidad y el apoyo que encontraba entre las empobrecidas clases medias de Perú hicieron de su movimiento una fuerza política formidable, y en el exilio sus ideas y su personalidad influyeron decisivamente en varios países latinoa­mericanos.

En la política radical de Cuba durante los primeros decenios de independen­cia influyeron las ideas de José Martí (1835-1895). Martí es más difícil de aso­ciar con el bando marxista que Mariátegui porque sus ideas atraían a la burgue­sía liberal además de a la izquierda radical. En efecto, su aliciente residía en su manera de unir varias corrientes ideológicas para formular un mensaje político que era intensamente nacionalista y, pese a ello, internacional. Martí representó la inspiración ideológica de la lucha por la liberación de Cuba, pero situó esa lucha en un contexto latinoamericano e incluso internacional como la lucha de los oprimidos por la libertad y la igualdad. Se inspiró en las ideas de Karl Krau-se, filósofo alemán menor y excéntrico de comienzos del siglo xix que tuvo influencia en España, además de inspirarse en el socialismo y el anarquismo. Su creencia en el progreso era decididamente positivista y su apasionada creencia moral en la causa que defendía hizo que sus ideas atrajesen a radicales cubanos de diversas creencias. Al igual que Mariátegui, ofrecía un radicalismo nacional auténtico en comparación con la ortodoxia de los ideólogos del Komintern.

Fueran cuales fueran los defectos de su estrategia en América Latina, hay que subrayar que las cuestiones que debatió el Komintern continuaron siendo funda­mentales para el debate en torno al socialismo en América Latina al menos has­ta el decenio de 1980. El debate giraba en torno al carácter de la revolución; el papel de diferentes clases sociales; la medida en que la clase principal, es decir, el proletariado, podía formar alianzas con otras clases; si la participación en la política electoral podía dar por resultado el socialismo o sólo servía para refor­zar el orden capitalista; la posición clasista de los militares; y, sobre todo, quizá, el carácter del propio Partido Comunista. Estas cuestiones despertaron el interés de revolucionarios y reformadores que distaban mucho de ser miembros del Par­tido Comunista. Tal como ha señalado Manuel Caballero, es un poco paradójico que una institución —el Komintern— que se creó, sobre todo, para que ejercie­se influencia práctica en la tarea de hacer la revolución ejerciera su verdadera importancia en el nivel del debate ideológico.9

Dos de los episodios más dramáticos en la historia de la izquierda durante el período del Komintern fueron las insurrecciones de El Salvador y Nicaragua. En América Central el comunismo no se había encontrado con el anarquismo o el sindicalismo revolucionario compitiendo con él en el movimiento sindical, en par­te a causa de la debilidad de las ocupaciones urbanas, en parte por la ferocidad de los regímenes dictatoriales y en parte debido a la ausencia relativa de inmigrantes europeos procedentes de los centros anarquistas de Italia y España. Los primeros partidos comunistas aparecieron justo antes de la Depresión de 1929 y, por consi-

9. Este es el tema de Manuel Caballero, Latín America and the Comintem, 1919-1943, Cambridge, 1986.

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guíente, se encontraron en condiciones de aprovechar los agravios populares que ocasionó la crisis. Pero esto también hizo que los grupos gobernantes asociaran los disturbios protagonizados por obreros y campesinos con los comunistas y tomaran las correspondientes medidas severas contra unos partidos comunistas todavía en mantillas.10

El Partido Comunista salvadoreño se constituyó oficialmente en 1930, en un mitin, según las memorias de Miguel Mármol, que se celebró en una playa apar­tada con el fin de burlar a la policía. La naturaleza internacional del partido fue evidente desde el comienzo y un papel importante lo desempeñó un agente mexi­cano del Komintern, Jorge Fernández Anaya. Las influencias del Komintern se encauzaron por medio de la sección salvadoreña de la Ayuda Roja Internacional, una de las organizaciones pantalla que creó el Komintern para movilizar el apo­yo generalizado.

Apenas había empezado el partido a organizarse cuando se encontró ante el dilema de cómo convertir la protesta de las masas campesinas en una revolución que, de acuerdo con las directrices del Komintern, fuera democrática y burgue­sa. Las reivindicaciones de los campesinos habían crecido de manera espectacu­lar en El Salvador, ya que no sólo se habían visto desposeídos de más y más tie­rras comunales, sino que, además, los salarios de miseria que ganaban en la recolección del café habían descendido mucho al comenzar la crisis económica internacional en 1929. La rabia que causaron la abolición de las tierras comuna­les y el trato que recibían en las fincas cafetaleras dio pábulo a un intenso agravio comunal que, al mezclarse con la retórica colectivista del Partido Comunista, fue el origen de una de las mayores protestas rurales habidas en América Latina. Pero la posibilidad de repetir la revolución soviética en El Salvador era remota. Los movimientos urbano y rural poseían características muy distintas, y en las zonas urbanas el Partido Comunista era sencillamente demasiado débil para orga­nizar una insurrección que triunfase, y, como comentó con amargura después, el apoyo que se esperaba recibir de sectores del estamento militar, al que se supo­nía desilusionado, no fue más que una vana ilusión que se hicieron los líderes comunistas. Por otra parte, una revolución dirigida contra la burguesía era una forma rara de poner en marcha una revolución democrática burguesa. La protesta en las zonas rurales fue masiva, pero no estaba controlada por el Partido Comu­nista. Sobre todo, el partido sencillamente hizo caso omiso de los aspectos mili­tares de una insurrección victoriosa. Merece la pena citar el veredicto de Mármol que al evocar los acontecimientos de 1932 en El Salvador se daba cuenta de que todavía se aferraba a conceptos revolucionarios como si fueran simples fetiches e imágenes, como entes abstractos independientes de la realidad, y no como guías reales de la acción práctica. En 1932 se había hecho una insurrección comunista con el fin de luchar por un programa democrático burgués. Se organizaron soviets en algunas partes del país, pero por su contenido eran simples corpora­ciones municipales de origen burgués. Se pagó caro el no haber comprendido la aplicación práctica de aquellos conceptos."

10. Sobre América Central, véase James Dunkerley, Power in the Isthmus: a Political History of Modern Central America, Londres, 1988, esp. caps. 6 y 8 para Nicaragua y El Sal­vador.

11. Dalton, Miguel Mármol.

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Lo que al final resultó notable de la insurrección de 1932 en El Salvador fue el alcance de la represión que se desató contra ella y en la cual se calcula que murieron 30.000 campesinos. La represión, de hecho, puso fin a las actividades del Partido Comunista en el país durante los doce años siguientes y fue la causa de que en el futuro el citado partido fuese muy reacio a emprender actividades propias de la guerrilla rural. El Partido Comunista no abandonó la vía pacífica hasta 1980, mucho después que las demás fuerzas revolucionarias.

En el caso del levantamiento de Sandino en Nicaragua la ayuda del Komin-tern se encauzó por medio de otra organización pantalla: la Liga Antiimperialis­ta.12 Pero Sandino y su movimiento eran eclécticos en su ideología y se negaron a seguir las instrucciones del Komintern sobre la forma correcta de hacer la revolución. Tampoco aceptó Sandino los dictados de los apristas, aunque reci­bió un poco de apoyo e inspiración de un movimiento que a la sazón era más internacional que peruano. Sandino también se inspiró en el anarquismo, pues su movimiento era anticlerical y antiautoritario y, bajo la influencia de lo que en aquellos momentos ocurría en México, tenía la esperanza de crear una amplia alianza interclasista y progresista. Pero también le atraían ideas más excéntricas, especialmente el espiritualismo de la Escuela Espiritual Magnética de la Comu­na Universal, y, de hecho, Sandino era el representante oficial de dicha escue­la en Nicaragua.13 Las relaciones con el agente del Komintern, el salvadoreño Farabundo Martí, quedaron interrumpidas al reivindicar Sandino la naturaleza nacionalista y interclasista de la revolución que quería encabezar. Es dudoso que el Komintern aportara mucho al proceso revolucionario dentro de Nicaragua, pero sí llamó la atención internacional sobre la figura de Sandino y su lucha, y generó simpatía por la causa. Más adelante el Komintern denunciaría a Sandino por sus intentos de llegar a un acuerdo con el gobierno mexicano en unos momentos en que el Partido Comunista mexicano se oponía de forma declarada a dicho gobierno. Pero para entonces Sandino ya había llamado la atención como uno de los líderes de la rebelión colonial contra la dominación imperialis­ta. Sin embargo, el Komintern no supo aprender las lecciones de la experiencia de Sandino, a saber, la intensa fuerza movilizadora del nacionalismo y la nece­sidad de fundir las estrategias políticas con las militares.

El único partido comunista de América Central que sobrevivió a la represión de los años treinta fue el de Costa Rica. Este partido adquirió poca influencia sobre el campesinado, pero era influyente entre sectores de la pequeña burguesía provincial, entre los trabajadores y artesanos urbanos, y entre los trabajadores de las plantaciones. Pudo actuar en un sistema político relativamente abierto sin que el Komintern le hiciera caso alguno, ya que veía mejores oportunidades para la revolución en otras zonas. Su política era moderada y en el campo sindical, eco-nomicista. El partido prosperó en un país cuya estructura política estimulaba la

12. La Liga Antiimperialista era una entre varias organizaciones pantalla que creó el Komintern para movilizar apoyo, esencialmente de intelectuales que no estaban afiliados al Par­tido Comunista. La Liga Antiimperialista se fundó en 1928 y tenía sus oficinas principales en los Estados Unidos y México. Celebró varios congresos internacionales de escritores, artistas e intelectuales. Haya de la Torre fue sólo un destacado latinoamericano que tomó parte activa en la Liga en sus primeros tiempos.

13. Donald Hodges, Intellectual Foundations of the Nicaraguan Revolution, Austin, Texas, 1986, p. 6.

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formación de alianzas interclasistas que ejercían presión para que se llevaran a cabo reformas radicales, y donde el nacionalismo proteccionista antinorteameri­cano era muy fuerte. La identidad que tenía como Partido Comunista se derivaba de su simpatía por la Unión Soviética, en especial cuando el Komintern instaba a formar frentes populares. Puede que el Partido Comunista costarricense no siguiese las recomendaciones del Komintern, pero pudo actuar de modo cons­tante y abierto, lo cual contrastaba con el letargo del partido durante decenios después de la Depresión en el resto de América Central.14 Sin embargo, al mismo tiempo que un grupo de radicales sacaba de los efectos de la Depresión la lec­ción de que se necesitaba un partido comunista, otro grupo recibía su inspiración de las ideas del aprismo. Más adelante este grupo evolucionó hasta transformar­se en el Partido de Liberación Nacional (PLN), cuya política reformista y nacio­nalista, sumada a su triunfo en la guerra civil de 1948, lo convirtió en el partido político hegemónico de Costa Rica en la segunda mitad del siglo xx.

En Cuba la formación de un partido comunista fuerte tuvo lugar en un con­texto político nacional en el cual numerosos grupos abogaban por la puesta en práctica de reformas radicales. Al empezar el decenio de 1920, las expectativas de la primera generación de cubanos independientes no se habían cumplido. Existían intensos e insatisfechos sentimientos de antiimperialismo y nacionalis­mo. Las exigencias de reformas sociales iban vinculadas a las denuncias de la corrupción de la clase política. Estudiantes, intelectuales y antiguos soldados del ejército de liberación organizaban y publicaban manifiestos radicales. La prime­ra organización nacional de trabajadores (la Confederación Nacional Obrera de Cuba) se fundó en 1925 junto con el Partido Comunista cubano.15 Pero, aunque era poderoso, el Partido Comunista cubano tuvo que hacer frente a los formi­dables desafíos de otros partidos como, por ejemplo, el Partido Revolucionario Cubano-Auténtico (PRC-Auténtico), que recibía su legitimidad del hecho de haber participado en la revolución de 1933 y que también estableció una fuerte presencia en el movimiento obrero.

Fuera de América Central el mayor intento izquierdista de hacerse con el poder tuvo lugar en Brasil en 1935, aunque la explicación del momento elegido y los motivos de los participantes todavía es confusa y quizá refleja las luchas inter­nas que a la sazón se estaban librando entre los líderes del Komintern en Moscú. El Partido Comunista brasileño era excepcional porque en gran parte había evo­lucionado a partir del anarquismo más que del socialismo, y por sus estrechas relaciones con los oficiales del ejército, después de la revolución de los tenentes en los años veinte. La insurrección de 1935 tuvo más de pronunciamiento que de intento de revolución. Luis Carlos Prestes, uno de los dirigentes de la revuelta de los tenentes en 1924, había impresionado al Komintern como líder fuerte que tal vez lograría llevar a cabo una revolución, pero que, al mismo tiempo, se mostra­ría más dispuesto a aceptar el control del Komintern que un partido comunista independiente. Una de las consecuencias de la «larga marcha» (1924-1927) de Prestes fue el rechazo de una estrategia revolucionaria de base campesina. El epi­sodio había convencido a Prestes de la falta de concienciación del campesinado y

14. Rodolfo Cerdas, La hoz y el machete, pp. 328 y 350. 15. Louis A. Pérez Jr., «Cuba c. 1930-1959», en CHLA, vol. VII, 1990, p. 421 (trad. cast.

en HALC, vol. 13, en preparación).

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del poder y la ferocidad de la clase terrateniente. Por tanto, si la mejor manera de hacerse con el control del estado era recurrir al poderío militar, el Komintern pen­saba que tenía sentido usar elementos del estamento militar para tratar de con­quistar el estado. Pero también hay indicios de que el intento de golpe de estado de 1935 sirvió a los intereses del gobierno más que a los de los aspirantes a revo­lucionarios y permitió a Vargas gobernar virtualmente como dictador, con la jus­tificación de la «amenaza roja».

En 1935 el Komintern abandonó el extremismo del «tercer período», durante el cual el enemigo había sido el socialismo revisionista, y lo sustituyó por una política consistente en crear frentes populares para detener la propagación del fascismo. De hecho, durante la segunda guerra mundial Moscú ansiaba tanto ofrecer ramas de olivo a posibles aliados (dictadores incluidos), que el Komin­tern mismo fue disuelto en 1943.

La política frentepopulista y el radicalismo político en América Latina reci­bieron un fuerte impulso al estallar la guerra civil española. El efecto de dicha guerra en varios países añadiría una dimensión y una intensidad nuevas al con­flicto político nacional debido a que la izquierda y la derecha se identificaron con los dos bandos que luchaban en la contienda. Otro efecto fue contribuir a las divisiones internas de la izquierda debido a que los estalinistas y los trotskistas ofrecían interpretaciones antagónicas del conflicto internacional y estrategias dis­tintas para responder a él.

La guerra civil española brindó una verdadera oportunidad para que los movi­mientos de inspiración comunista movilizaran el apoyo de artistas e intelectuales. En el país que más hizo por ayudar a la causa republicana, México, la organización más prominente entre las que movilizaron apoyo para España fue la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, que era capitaneada por un comunista mexi­cano y financiada secretamente por el gobierno de Lázaro Cárdenas. La llegada de destacados exiliados republicanos después de la guerra estimuló a la izquierda radi­cal de México. No obstante, lo más acertado es ver la guerra civil española como otro ejemplo del partido oficial de la revolución mexicana usando a la izquierda como aliado útil.16

Entre los numerosos intelectuales latinoamericanos en cuyo compromiso político influyeron profundamente la guerra y el asesinato del poeta español Federico García Lorca estaba Pablo Neruda. Al ser testigo de las luchas entre grupos diferentes dentro del bando republicano en España, Neruda escribió que «los comunistas eran la única fuerza organizada que creaba un ejército para en­frentarlo a los italianos, a los alemanes, a los moros y a los falangistas. Y eran, al mismo tiempo, la fuerza moral que mantenía la resistencia y la lucha antifas­cista. Sencillamente: había que elegir un camino. Eso fue lo que yo hice en aquellos días y nunca me he tenido que arrepentir de una decisión tomada entre las tinieblas y la esperanza de aquella época trágica».17 Muchos latinoamerica-

16. T. G. Powell, «México», en Mark Falcoff y Frederick B. Pike, eds., The Spanish Civil War, ¡936-1939; American Hemispheric Perspectives, Lincoln, Nebraska, 1982. Hasta tal pun­to continuaba la mitología, que en una visita a España en 1977 el presidente mexicano López Portillo dijo que el mito de la guerra civil continuaba desempeñando un papel importante en el sostenimiento de la imagen que el PRI tiene de sí mismo como régimen político legítimo que cuenta con la aprobación del pueblo (p. 54).

17. Pablo Neruda, Confieso que he vivido, Barcelona, 1983, pp. 186-187.

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nos combatieron en España y volvieron a sus países impresionados por la disci­plina y la entrega de los batallones comunistas. En la República Dominicana el Partido Comunista lo formó un grupo de comunistas españoles que se exiliaron en dicho país al finalizar la guerra civil en el suyo. De los 900 españoles que se cal­cula que buscaron refugio en la República Dominicana, más de 100 eran comu­nistas que crearon varias organizaciones pantalla.18 Dos exiliados republicanos, Alberto Bayo y Abraham Guillen, desempeñaron papeles importantes en la orga­nización de guerrillas en Nicaragua y en el Cono Sur durante el decenio de 1960. Figuras literarias españolas que se establecieron en América Latina ayudaron a reforzar la continuidad entre la vanguardia intelectual y el radicalismo político. Sin embargo, no toda la influencia siguió la misma dirección. El comunista argentino Víctor Codovilla actuó en España como agente del Komintern, con el nombre de «Medina», y fue importante en el Partido Comunista español.

El país en el cual la estrategia frentepopulista tuvo más efecto fue Chile, don­de el Partido Comunista registró un crecimento extraordinario en comparación con otros países de América Latina, aunque el partido había sufrido una repre­sión severa durante la dictadura del general Carlos Ibáñez entre 1927 y 1931. También en este país la causa de la república española benefició al Partido Comunista Chileno (PCCh). Los intelectuales se sintieron atraídos por el partido al defender éste a la república española. El Partido Comunista se valió de la gue­rra para atacar al Partido Socialista chileno alegando que por analogía con Espa­ña el único partido revolucionario verdadero era el comunista. Las elecciones de 1938 en Chile, en las que participó el Frente Popular, que las ganó, se pre­sentaron como una lucha entre la democracia y el fascismo. Los comunistas españoles exiliados se afiliaron pronto al partido chileno y fueron sus militantes más radicales y entregados a la causa."

Las tácticas frentepopulistas resultaron excepcionalmente apropiadas para la configuración política de Chile. Un sólido movimiento obrero proporcionaba una buena base para el partido. La existencia de un Partido Socialista irregular daba al Partido Comunista un buen adversario que le ofrecía la oportunidad de defi­nirse comparándose con él, así como un posible aliado en la izquierda. El pode­roso Partido Radical, que compartía el anticlericalismo del Partido Comunista y pensaba que el Partido Socialista era un competidor más peligroso, constituía un buen aliado para los comunistas. Al Partido Comunista le correspondió el mérito de la formación y la victoria del Frente Popular, pero como no asumió ninguna responsabilidad ministerial, pudo evitar las críticas. Con un gobierno frentepopu­lista en el poder los comunistas podían actuar con una libertad poco habitual, y aprovecharon plenamente el incremento del número de afiliados a los sindicatos. Su fuerza electoral pasó del 4,16 por 100 de los votos nacionales en las eleccio­nes de 1937 para el Congreso al 11,8 por 100 en 1941, año en que fueron elegi­dos tres senadores y 16 diputados comunistas. El partido afirmó que el número de sus afiliados había aumentado de 1.000 en 1935 a 50.000 en 1940.20

18. Robert J. Alexander, Communism in Latin America, New Brunswick, Nueva Jersey, 1957, p. 300.

19. Paul Drake, «Chile», en Falcoff y Pike, The Spanish Civil War, p. 278. 20. Andrew Barnard, «The Chilean Communist Party, 1922-1947», tesis de doctorado

inédita, Londres, 1977, p. 263.

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El partido chileno siguió lealmente las directrices del Komintern cuando la estrategia frentepopulista fue sustituida por otra de unidad nacional durante la segunda guerra mundial. Esta nueva estrategia implicaba subordinar las conside­raciones nacionales a la tarea general de apoyar las medidas que se tomaban con vistas a ganar la guerra, y con tal fin el partido trataría de forjar alianzas incluso con la derecha tradicional, alegando que la pugna entre la izquierda y la derecha había dado paso a la que existía entre el fascismo y el antifascismo. Esto coincidió con lo que daría en llamarse «browderismo» porque Earl Browder, secretario gene­ral del partido norteamericano, abogó por la disolución del partido con el fin de reagruparlo en una asociación menos rígida que funcionara como grupo de presión dentro de los partidos políticos que dominaban en los Estados Unidos. Esta nueva iniciativa no gustó al partido chileno, que se alegró cuando en 1945 el browderis­mo fue denunciado oficialmente y el partido pudo empezar a recuperar el terreno que había perdido, especialmente en el movimiennto sindical.

El sistema político mexicano era muy diferente del chileno y mientras que al Partido Comunista de Chile le costó poco adaptarse a la política nacional, al par­tido mexicano le costó bastante tratar de comprender el sistema y no digamos actuar en él. El Partido Comunista declaraba que la revolución mexicana era «incompleta» y no podría llevarse a buen puerto a menos que la dirigiese, el Par­tido Comunista. Esta pretensión parecía muy improbable para un partido cuyos vínculos con la clase obrera y el campesinado eran débiles y cuyos afiliados rara­mente superaban el número de 10.000 (excepto bajo el gobierno de Cárdenas, período en que quizá llegaron a ser 40.000).21 Al partido le resultaba difícil defi­nirse en relación con la revolución, y a veces llegó al extremo de proponer la fusión del Partido Comunista con el partido revolucionario oficial.

El Partido Comunista mexicano ejerció su mayor influencia cuando la estrate­gia frentepopulista internacional coincidió con la presidencia reformista de Lázaro Cárdenas. Los comunistas interpretaron un papel decisivo en la creación de varios sindicatos importantes —maestros, ferroviarios, trabajadores del petróleo, mine­ros— y fueron una fuerza dominante en la federación sindical más importante: la Confederación de Trabajadores de México (CTM). El presidente Cárdenas utilizó a los sindicatos en la expropiación de las compañías petroleras y los ferrocarri­les, en virtud de la cual las compañías que eran de propiedad total o parcialmente extranjera pasaron a pertenecer al estado. Los ferrocarriles incluso quedaron bajo el control de los trabajadores en 1938, pero el experimentó no salió bien. El pre­sidente Cárdenas comprobó que los comunistas eran unos aliados útiles en su lucha por reformar el sistema económico y político de México, y en su intento de reformar el sistema de educación de acuerdo con los principios socialistas con el fin de combatir el clericalismo e,inculcar valores racionalistas. El sistema de educación soviético era un modelo muy admirado y hasta en el Colegio Militar cir­culaban textos marxistas. No obstante, la versión mexicana de la experiencia sovié­tica acentuaba el desarrollo y la productividad más que la conciencia de clase. Tal como ha escrito Alan Knight, «Más que como portadores de la guerra de clases, se veía a los soviéticos como afortunados exponentes de la industrialización moderna

21. Esta y otras secciones sobre México se basan en gran parte en los escritos de Barry Carr. Véase especialmente «Mexican Communism, 1968-1981: Euro Communism in the Ame-ticas?», Journal of Latín American Studies, 17, 1 (1985), pp. 201-208.

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en gran escala: más fordistas que Ford».22 El intento de imitar los métodos sovié­ticos fue respaldado con entusiasmo por los maestros que eran miembros o sim­patizantes del Partido Comunista mexicano, quizá una sexta parte del total de la profesión docente. Sin embargo, había más maestros católicos que comunistas y, como la respuesta popular a la educación socialista fue tibia u hostil, se empezó a abandonar el experimento incluso antes de que Cárdenas dejara el poder.

México produjo muchos izquierdistas que, si bien nunca se afiliaron al parti­do, expresaban su creencia en las ideas socialistas y eran considerados «compa­ñeros de viaje». El ejemplo sobresaliente de ellos fue el intelectual convertido en líder sindical Vicente Lombardo Toledano. A finales de los años treinta Lombar­do se identificó cada vez más con la postura comunista en la CTM y se convirtió en la figura principal de la Confederación de Trabajadores de América Latina (CTAL), que era de inspiración comunista. Pero las relaciones entre Lombardo y el movimiento comunista eran complejas. Nunca se afilió al partido, ya que con­sideraba que el Partido Comunista mexicano tenía poca importancia real y temía que si se afiliaba a él, podía poner en peligro sus relaciones con Cárdenas. La base industrial de Lombardo estaba en los pequeños sindicatos y federaciones, espe­cialmente en Ciudad de México, y a causa de la debilidad de estos sindicatos, la colaboración con el gobierno resultaba atractiva. Los comunistas eran más fuertes en los grandes sindicatos industriales que competían con un sindicalismo revolu­cionario apolítico. Lombardo y los comunistas luchaban por hacerse con el con­trol de los sindicatos individuales como, por ejemplo, el de maestros, así como con el control general de la CTM. Lombardo sentía más respeto por el comunis­mo internacional y éste, a su vez, le consideraba más útil como marxista inde­pendiente que como miembro del partido.

Muchos afiliados del partido oficial y del movimiento sindical oficial miraban a los comunistas sin disimular su suspicacia. Y al ser sustituido Cárdenas por pre­sidentes acérrimamente anticomunistas —Ávila Camacho en 1940 y Alemán en 1946—, el Partido Comunista empezó a decaer. La pérdida de importancia también fue resultado de luchas internas en el partido, debido en parte a recriminaciones por su papel en el asesinato de Trotski en México en 1940. Un anticomunismo feroz era también el sello distintivo de Fidel Velázquez, que dominó el movimiento obre­ro mexicano durante decenios, pero que nunca olvidó ni perdonó a los comunistas las batallas encarnizadas que librara con ellos en los años treinta y cuarenta. Seme­jante anticomunismo era notable en una sociedad en que, si bien el Partido Co­munista era mucho más débil que el de Chile, el atractivo ideológico general del marxismo en los círculos intelectuales y políticos era todavía mayor.

Argentina, en cambio, era un país donde el Partido Comunista influía poco en la sociedad, y la influencia ideológica del marxismo, al menos hasta el decenio de 1960, también era débil. Exceptuando su base entre los trabajadores de la cons­trucción, el partido tenía raíces poco profundas en el movimiento obrero y era una organización pequeña con unos cuantos miles de afiliados. El crecimiento que experimentó en los primeros años cuarenta se debió más a que participara como organización democrática liberal en la resistencia antifascista, cuya naturaleza

22. Alan Knight, «México, c. 1930-1946», en CHÍA, vol. VII, 1990, p. 27 (trad. cast. en HALC, vol. 13, en preparación).

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era mayoritariamente de clase media, que como agente potencialmente revolu­cionario de la clase trabajadora.

Fuera cual fuese la fuerza real de la izquierda en el movimiento obrero, es innegable que la élite temía realmente al potencial de crecimiento del comunis­mo. Parte de este temor se debía a la presencia en Argentina de una nutrida población inmigrante que era muy consciente de lo que ocurría en, por ejemplo, la Italia de Mussolini (que para la élite era un ejemplo positivo de la manera de controlar la agitación laboral y a los comunistas) y en la España republicana (que la élite veía como un ejemplo negativo de las consecuencias de permitir que los comunistas crecieran sin traba alguna). Aunque en los años treinta muchos inmi­grantes no estaban naturalizados y, por tanto, no podían votar, algunos sectores de la élite temían que una futura integración de estos inmigrantes causara el cre­cimiento de las ideologías políticas de carácter radical. La influencia comunista aumentó tras la adopción de tácticas frentepopulistas en 1935. Después de esa fecha casi todo el crecimiento sindical se concentró en los sindicatos comunistas, y casi todas las huelgas fueron dirigidas por militantes del partido. Pero lo que sorprende más en la Argentina de este período es la fuerza de la reacción a estos movimientos, así como la aparición de movimientos nacionalistas. La fuerza de estos sentimientos anticomunistas acabaría empujando a sectores de la élite a optar por Perón (por más que fuese a regañadientes) con preferencia a posibili­dades más radicales. Y las contorsiones ideológicas de los comunistas, que se aliaron con partidos de la derecha contra Perón en las elecciones de 1945, hicieron que los trabajadores desertaran de la causa comunista para pasarse al peronismo.

Los partidos comunistas de Colombia y Venezuela tenían que afrontar cues­tiones tácticas de mucha gravedad. Dada la estructura social de Colombia, cuya actividad económica predominante, la producción de café, era más apropiada para la formación de un individualismo pequeñoburgués que un colectivismo proletario, ¿qué debía hacer un partido marxista para ampliar su base? El parti­do colombiano estableció vínculos fuertes con el Partido Liberal desde 1936 has­ta finales de 1940. Esta táctica la criticarían posteriormente autores comunistas por impedir la formación de un movimiento obrero autónomo. Pero no está cla­ro que existiese una opción viable. El movimiento obrero era débil y ejercía poca influencia en el sector del café, a la vez que el apego popular al Partido Liberal y al Partido Conservador era fuerte. El sistema electoral colombiano también afectaba adversamente a la izquierda. En el sistema colombiano de representa­ción proporcional las probabilidades de obtener escaños eran mucho mayores si un partido se presentaba como liberal o conservador y ofrecía una lista de can­didatos dentro del conjunto del partido principal. Esta táctica podía ayudar a la izquierda como grupo de presión, pero resulta claro que era contraria a la for­mación a largo plazo de un partido izquierdista independiente.

En Venezuela los comunistas y el partido de la AD de Rómulo Betancourt habían trabajado juntos contra las compañías petroleras. Pero más adelante los antiguos aliados se separaron y cada uno siguió su camino. Al fracasar la huelga de 1936, Betancourt modificó la estrategia de su partido, apartándola de los obje­tivos manifiestamente socialistas, y sacó la conclusión de que la alianza con el Partido Comunista era un obstáculo más que algo beneficioso. Tras ser puesto bajo un control más efectivo del Komintern, el Partido Comunista se alió con el general Isaías Medina Angarita (1941-1945), el presidente militar, y postuló la

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paz industrial en los campos petrolíferos con el fin de seguir abasteciendo a los aliados durante la guerra. En la lucha por el control de los sindicatos de trabajado­res del petróleo, los comunistas perdieron ante el partido de la AD, que con su na­cionalismo moderado y su respaldo a las huelgas en apoyo de las reivindicaciones de los trabajadores, estaba más de acuerdo con éstas que el Partido Comunista.

El apoyo del partido venezolano al gobierno de Medina llama la atención sobre la política por la que los partidos comunistas fueron más criticados durante los primeros años cuarenta: su disposición a formar alianzas con gobiernos dere­chistas e incluso con dictadores, en especial con Somoza en Nicaragua y Batista en Cuba. Estas alianzas tenían sentido para ambas partes a corto plazo. A cambio de su apoyo los comunistas recibían cierta libertad para organizar el movimiento sindical, dar mayor impulso a la organización de su partido y crear organizacio­nes pantalla para aprovechar la admiración que había despertado el comunismo por su defensa de la república española y, más adelante, por la actuación de la Unión Soviética en la guerra. Los dictadores, por su parte, se beneficiaban de la sociación con la principal fuerza antifascista, que'ahora era aliada de buen gra­do en sus esfuerzos por eliminar a los enemigos comunes en el país. De hecho, en el caso de Nicaragua, al tener que elegir entre un Somoza dispuesto a aceptar algunas reformas socioeconómicas y un Partido Conservador que no pensaba aceptar ni una, incluso en términos puramente nacionales la elección de Somoza distó mucho de ser irracional. Somoza invitó a Lombardo Toledano a dirigir la palabra a una concentración en Nicaragua en noviembre de 1942 y, dada su nece­sidad de contar con el apoyo de los trabajadores, toleró un código laboral y la cre­ciente fuerza de los comunistas en el movimiento obrero. Hasta mediados de 1945 no se sintió Somoza lo bastante fuerte como para reprimir al comunista Partido Socialista Nicaragüense (PSN). Sin embargo, aunque es verdad que el PSN dis­frutó de un período de actividad abierta bajo Somoza, el partido sufrió grave daño a largo plazo, entre otras razones porque perdió afiliados que más adelante for­marían el movimiento sandinista.23

El Partido Comunista cubano hizo un pacto parecido con Batista, aunque el partido cubano era más fuerte que el nicaragüense. Se había ganado las simpa­tías de gran número de destacados intelectuales cubanos y dominaba los podero­sos sindicatos obreros desde el decenio de 1930. A cambio de su legalización, de libertad para organizar una nueva estructura sindical y de la promesa de una asamblea constituyente, el partido accedió a apoyar a la presidencia de Batista. El partido se benefició. De los 5.000 afiliados que tenía en 1937 pasó a tener 122.000 en 1944. El partido tenía su emisora de radio y su diario propios y domi­naba el movimiento obrero. Al estallar la segunda guerra mundial, entre un ter­cio y la mitad de la población activa estaba organizada y tres cuartas partes de ella pertenecían a la Confederación de Trabajadores de Cuba (CTC), dominada por los comunistas. El movimiento sindical cubano era un caso poco corriente porque casi la mitad del mismo trabajaba en la agricultura y los líderes de los sindicatos a menudo eran profesionales de clase media en lugar de miembros de

23. Jeffrey Gould hace una crónica excelente de la política de este período en «Somoza and the Nicaraguan Labor Movement 1944-1948», Journal of Latín American Studies, 19, 2 (1987), pp. 353-387, y «Nicaragua», en Leslie Bethell e Ian Roxborough, eds.. Latín America between the Second World War and the Cold War, 1944-1948, Cambridge, 1992.

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la clase trabajadora. Por primera vez en el hemisferio occidental, en 1942 dos militantes del partido, Juan Marinello y Carlos Rafael Rodríguez, se convirtieron en ministros del gabinete. El partido tenía diez miembros en la cámara de dipu­tados y otros habían sido elegidos alcaldes en ciudades de provincias. Con la elección del candidato auténtico, Grau San Martín, en 1944, el partido empezó a sufrir represión debido tanto a su asociación con Batista como al comienzo de la guerra fría. Quizá la composición rural del movimiento sindical significó que había menos simpatía ideológica por el comunismo que en los movimientos sin­dicales de base urbana, pues los auténticos lograron dividir al citado movimiento en 1947 y apoderarse de su control.

El problema para los marxistas que no podían aceptar los cambios ideológi­cos que tuvieron lugar en el movimiento comunista en los años treinta y comien­zos de los cuarenta se resumía en esta pregunta: ¿a qué otra parte podían ir? En Chile había una atractiva opción marxista encarnada por el Partido Socialista, pero en otras partes las opciones eran escasas. En la mayoría de los países se creó un pequeño partido trotskista, pero estos partidos continuaron siendo pequeños en todas partes, hasta en Bolivia, donde el trotskismo ejerció al menos cierta influencia en el movimiento obrero. A diferencia del Komintern, no había nin­guna internacional trotskista que tuviera cierta importancia y pudiese propor­cionar ayuda, fondos y orientación ideológica. Los trotskistas subestimaron la fuerza de los movimientos nacionalistas y no tenían ninguna organización o movimiento internacional viable que hiciera de contrapeso de los sentimientos nacionalistas. Los trotskistas no podían dar ninguna respuesta mejor que la de los partidos ortodoxos a la cuestión del campesinado. Tenían que sufrir no sólo la persecución de las autoridades, sino también la de los partidos comunistas.

Los partidos trotskistas llevaron el sectarismo y el dogmatismo a alturas hasta entonces desconocidas, reflejando así la búsqueda desesperada de la fórmula que desatara el apoyo revolucionario. Esta desesperación les empujó a buscar atajos tales como la infiltración en otros partidos de izquierdas con el supuesto propósito de transformarlos desde dentro. Pero con frecuencia los trotskistas infiltrados aca­baban siendo absorbidos por el partido al que pretendían transformar, como ocu­rrió en Chile cuando los trotskistas se infiltraron en el Partido Socialista de aquel país. Los trotskistas sufrieron a causa de las escisiones que se produjeron en su IV Internacional y se pelearon al tratar de decidir si el partido sólo debía partici­par en la lucha de liberación nacional en el caso de que la dirigiese el pro­letariado, o si debía tomar parte en cualquier lucha de esta índole, aunque fuera capitaneada por sectores de la pequeña burguesía.

El trotskismo consiguió cierta influencia política en Bolivia. En aquel país ocurrió el hecho insólito de que el partido trotskista, llamado Partido Obrero Revolucionario (POR), no se formó de resultas de una escisión en un partido comunista existente. En vez de ello, lo constituyó un grupo de intelectuales que se sentían atraídos por los escritos de Trotski, y a finales del decenio de 1930 el grupo evolucionó hacia las posturas políticas de la IV Internacional. El POR logró ejercer gran influencia en el sindicato de mineros, en parte porque el Partido Comunista apoyaba al gobierno, incluso en contra de los intereses de los trabaja­dores, en sus esfuerzos por incrementar al máximo la producción de estaño, de acuerdo con la estrategia internacional durante la segunda guerra mundial. Los trotskistas, al menos en este período, antepusieron la cuestión social al papel ínter-

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nacional de Bolivia y esta postura resultó más atractiva a ojos de los mineros boli­vianos radicales. Pero los nacionalistas del Movimiento Nacional Revolucionario (MNR), que veían la guerra como una disputa entre potencias lejanas que nada tenía que ver con Bolivia, resultaban todavía más atractivos, en especial a ojos del campesinado, al que los marxistas habían excluido de las fuerzas potenciales para llevar a cabo el cambio revolucionario.24

DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL A LA GUERRA FRÍA

Durante la segunda guerra mundial los movimientos comunistas de América Latina disfrutaron de un prestigio y una tolerancia excepcionales como conse­cuencia de su participación en los movimientos antifascistas y de la admiración que despertaba la actitud de la Unión Soviética en la contienda. También se bene­ficiaron de la disolución del Komintern, que les dio mayor libertad de acción. El número de afiliados a los partidos comunistas de América Latina, que en 1939 se calculaba en 100.000, rozaba ya los 500.000 en 1947.

Sin embargo, los problemas subyacentes y fundamentales de la estrategia comunista no habían desaparecido, aunque una coyuntura internacional poco fre­cuente los ocultara. Aunque el período de posguerra coincidió con un aumento del activismo industrial del cual se beneficiaron los partidos comunistas, la mag­nitud de su avance se vio limitada al abogar los comunistas por la paz industrial, lo cual permitió que rivales suyos como, por ejemplo, el Partido Socialista chi­leno o la Acción Democrática de Venezuela ganasen mucho terreno en el movi­miento obrero. Todavía faltaba resolver el problema de cómo organizar un partido revolucionario en una estructura social donde la clase trabajadora era débil, la pequeña burguesía era numerosa y el campesinado era abrumador. Y estaba por resolver el problema de cómo definir el papel de la violencia en las sociedades donde los gobiernos, los ejércitos y las élites económicas, por más que estuvie­ran divididos en otras cuestiones, unían sus fuerzas para hacer frente a los movi­mientos políticos radicales de la izquierda. El movimiento comunista era fiel al concepto del partido como vanguardia de la revolución aun cuando la necesidad política fundamental fuese construir una alianza interclasista y de amplia base. Tal vez el más crítico de todos los factores era que los comunistas no acertaron a distanciarse de gobiernos reformistas tales como el de Perón en Argentina, la Acción Democrática en Venezuela, el de López Pumarejo en Colombia y otros sin que al mismo tiempo parecieran oponerse a la reforma misma y sin dar la impresión de preferir las alianzas con las fuerzas de la derecha.

En Argentina el comunismo emprendió una franca retirada inmediatamente después de la guerra, cuando el ascenso de Perón sumió al Partido Comunista argentino en un mar de confusiones y errores. El partido se equivocó al ver el pero­nismo como una prolongación del fascismo europeo en Argentina y manifestó que Perón sencillamente había engañado a los trabajadores durante un tiempo. La cla­se trabajadora argentina no fue la única que se sintió confundida ante la postura que

24. A raíz de las divisiones que se produjeron en el trotskismo internacional en su confe­rencia de Berlín en 19SS en relación con el infiltracionismo, el POR se escindió en dos y nun­ca recuperó la influencia que tenía antes.

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adoptaba el Partido Comunista de su país. El Partido Comunista brasileño repro­chó al argentino y argüyó que Perón era un populista (que en algunas cosas se pare­cía a Vargas) y no un fascista. Cuando se hizo evidente que el peronismo no era una moda pasajera, el partido se escindió al tratar de decidir si debía aliarse con él o no. Figuras influyentes como Rodolfo Puiggrós dejaron el partido para tratar de influir en el peronismo desde dentro, pero en poco afectaron a la trayectoria de aquel movimiento. El comunismo perdió su hegemonía en el movimiento sindical y ante el fenómeno peronista mostró la misma incertidumbre de que dio muestra el Partido Comunista mexicano ante el PRI. La clase trabajadora argentina permane­ció apegada decididamente a las opiniones progresistas sobre la distribución de la renta al mismo tiempo que sus opiniones sobre aspectos de la estructura política o social eran muy conservadoras, rasgo que Perón reconoció e intensificó.

En otras regiones de América Latina durante los años que siguieron a la gue­rra hubo un breve período de democracia. El final de las dictaduras coincidió con un clima internacional de apoyo a la instauración de gobiernos democráticos. Los partidos comunistas se beneficiaron de este nuevo clima liberal. Uno de los avan­ces más espectaculares fue el del Partido Comunista brasileño. 25 Durante el primer semestre de 1945 el Partido Comunista do Brasil (PCB) se organizó en muchas zonas del país. Sobre todo, penetró en la estructura sindical oficial, que era de tipo corporativo, aunque no está claro si pretendía controlarla o sustituirla por una estructura paralela independiente. El PCB creó una organización central del tra­bajo, el Movimento Unificador dos Trabalhadores (MUT), al que se le permitió funcionar pese a que la ley prohibía las confederaciones sindicales de carácter nacional.

Sin embargo, a diferencia de lo que ocurría en Argentina, la clase trabajado­ra urbana de Brasil era relativamente pequeña y homogénea: unos dos millones de personas en 1945, lo que equivalía aproximadamente al 15 por 100 de la población activa Más de dos tercios de dicha población seguía trabajando en la agricultura, la ganadería y las industrias rurales. La mitad del trabajo urbano se concentraba en dos ciudades: Sao Paulo y Río de Janeiro. De los dos millones de trabajadores que hemos citado alrededor de una cuarta parte estaba sindicada. El estado controlaba estrechamente los sindicatos. Durante los períodos en que el estado no se mostraba uniformemente hostil al PCB, la situación favorecía a los comunistas porque podían tratar de utilizar las instituciones estatales en benefi­cio propio. Pero cuando la hostilidad del estado pasaba a ser total, como ocurrió en 1947, era relativamente fácil despojar a los comunistas del control de que gozaban.

A diferencia de las tácticas del Partido Comunista argentino, el brasileño no se opuso al principal político populista del país. Al contrario, el PCB intentó bene­ficiarse del apoyo abrumador que Getúlio Vargas recibía de la clase trabajadora. El PCB se dio cuenta de que su organización todavía era débil mientras que las fuerzas que se oponían a él eran poderosas. Tenía sentido que el PCB colaborase con las fuerzas del getulismo en vez de oponerse a ellas. Esta táctica proporcio­nó al PCB impresionantes victorias electorales. En las elecciones de diciembre

25. Esta sección sobre Brasil se basa en gran parte en Leslie Bethell, «Brazil», en Leslie Bethell e Ian Roxborough, eds.. Latín America between the Second World War and the Cold War, 1944-1948, Cambridge, 1992.

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de 1945 en Brasil, por ejemplo, el Partido Comunista obtuvo el 9 por 100 de los votos y fueron elegidos catorce diputados y un senador (Luis Carlos Pres­tes) suyos. Incluso en el clima político de enero de 1947, que era mucho más desfavorable, el PCB conservó su porcentaje de votos y pasó a ser el mayor par­tido del Distrito Federal (la ciudad de Río de Janeiro) con dieciocho de cin­cuenta escaños. Tal vez lo más significativo de todo fue que el apoyo del PCB contribuyó decisivamente a la elección del populista Adhemar de Barros como gobernador de Sao Paulo. Durante los primeros tiempos de la posguerra el PCB había crecido considerablemente: tenía ahora 180.000 afiliados, lo cual signifi­caba que era, con mucho, el mayor de los partidos comunistas de América Lati­na en 1947.

Pero bajo el gobierno anticomunista de Dutra se tomaron medidas cada vez más rigurosas contra el partido. En mayo de 1947 el PCB fue declarado ilegal. Hasta en Sao Paulo, Adhemar de Barros rompió con el PCB y puso en marcha un proceso de represión local. El gobierno brasileño se dio cuenta de que el PCB era una amenaza real y creciente que tenía una base poderosa en un movimiento obre­ro cada vez más radical, un número de afiliados que aumentaba rápidamente y mucho apoyo electoral. La decisión de prohibir el PCB no fue una simple medi­da superficial con la que se quería aplacar la paranoia anticomunista de Washing­ton, que cada vez era más agresiva. Respondió a un temor real de que el creci­miento del PCB, si no encontraba obstáculos, pudiese representar una verdadera amenaza para los grupos gobernantes de la república.

En Chile el precio que los estados Unidos pidieron a cambio de prestar ayuda económica al gobierno de González Videla después de la segunda guerra mundial fue la destitución de los ministros comunistas. Las relaciones entre el gobierno y el Partido Comunista se enfriaron progresivamente, hasta que el gobierno apro­vechó una huelga de los mineros del carbón para proscribir el partido, que a esas alturas ya era el partido comunista más poderoso del continente, por medio de la Ley para la Defensa de la Democracia, que fue aprobada en 1948. Aunque la represión que sufrió el partido fue leve si se compara con la que se llevaría a cabo después de 1973, los líderes del partido fueron detenidos e internados en campos de concentración o enviados al exilio, a la vez que los afiliados perdían el derecho de voto. El partido pasó a la clandestinidad, donde permaneció duran­te diez años, y aunque es posible que la experiencia incrementara la lealtad y el compromiso de los que aguantaron hasta el final, el espacio político de la izquierda lo llenó el Partido Socialista.

Los partidos comunistas brasileño y chileno no fueron las únicas víctimas de la guerra fría. El Partido Comunista de Costa Rica participó en dos gobiernos entre 1940 y 1948 formando alianza con partidos cristianos sociales. Cuando la alianza fue derrotada en la guerra civil de 1948 el nuevo gobierno de José Figue-res, que era reformista pero anticomunista, prohibió el Partido Comunista y disolvió los sindicatos donde dicho partido tenía gran influencia. A decir verdad, los líderes comunistas fueron expulsados de los sindicatos en toda América Lati­na. Se emprendió una ofensiva contra la procomunista Confederación de Traba­jadores de América Latina (CTAL), fundada por Lombardo Toledano en 1938. En 1948 los líderes anticomunistas se habían adueñado del poder en muchos sindicatos y lograron que éstos se dieran de baja de la CTAL, aunque no sin que antes hubiera enconadas disputas.

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Los gobiernos latinoamericanos aprovecharon la oportunidad que ofrecía el deterioro de las relaciones entre los Estados Unidos y la URSS para reprimir los movimientos populares, romper las relaciones diplomáticas con la URSS y dar un giro hacia la derecha. En México el presidente Alemán, elegido en 1946, logró vencer con sus maniobras tanto a Lombardo como al Partido Comunista. Alemán transformó la cruzada antifascista emprendida durante la guerra en una cruzada anticomunista en tiempo de paz. El legado positivo que los años de Cár­denas dejaron a la izquierda fue que ésta era lo bastante fuerte y legítima como para que el gobierno Alemán tuviera que ser más sutil y menos brutal en sus intentos de frenarla que los gobiernos de otros países latinoamericanos que caye­ron en poder de dictaduras militares.

El papel de los Estados Unidos en este desplazamiento hacia la derecha no fue un factor decisivo en los principales países de América Latina, aunque Was­hington alentó a los gobiernos latinoamericanos a seguir una política propia de la guerra fría. Sin embargo, la capacidad de los Estados Unidos para influir en los acontecimientos era mucho mayor en el caso de América Central. El derroca­miento del gobierno de Guatemala en 1954 reflejó la intensidad del compromiso norteamericano con la política anticomunista.

¿Existía realmente la posibilidad de que los comunistas se adueñasen del poder en Guatemala? El Partido Comunista sólo contaba con cuatro de los cin­cuenta y seis escaños del Congreso en 1953. Tenía, a lo sumo, varios cientos de afiliados y un par de miles de simpatizantes activos. No tenía ningún ministro en el gabinete, ocupaba sólo ocho cargos importantes en la administración pú­blica y no había sido reconocido legalmente hasta 1952. El primer presidente de la posguerra, Juan José Arévalo, afirmó que debido a sus conexiones interna­cionales el Partido Comunista era ilegal según la Constitución guatemalteca.26

Es verdad que el partido contaba con seguidores en el movimiento obrero y entre los intelectuales, en gran parte debido al derrumbamiento de otros partidos. Pero no ejercía ninguna influencia entre los militares y poca en la política general del gobierno Arbenz. Seguía aferrándose a la idea de que era necesario que la revo­lución pasara por varias etapas, lo cual, en el caso de Guatemala, significaba pasar ante todo por la etapa de la burguesía nacional.

El gobierno reformista de Guatemala fue víctima de la paranoia del gobierno estadounidense durante la guerra fría y de las fuerzas derechistas guatemaltecas, que gustosamente hicieron el juego a los Estados Unidos para sus propios fines. La tragedia del golpe fue que puso fin a un prometedor experimento de reforma moderada, que planteó la evolución futura del país en términos de revolución o reacción, que impidió la instauración de un gobierno estable y que creó un con­texto en el cual la violencia política se convirtió en moneda corriente.

26. Sin embargo, Arévalo se tenía a sí mismo por socialista, aunque de tipo espiritual y sostenía que su socialismo no aspiraba a la distribución de bienes materiales ni a la igualación de hombres que son diferentes desde el punto de vista económico, sino a liberar al hombre psicológica y espiritualmente, pues el materialismo se había convertido en una herramienta en manos de fuerzas totalitarias. Según él, el comunismo, el fascismo y el nazismo habían sido también socialistas, pero con menosprecio de las virtudes morales y cívicas del hombre. Juan José Arévalo, Escritos políticos, Guatemala, 1945, citado en James Dunkerley, «Guatemala since 1930», CHLA, vol. VII, 1990, p. 220 (trad. cast. en HALC, vol. 14, en preparación).

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En la rebelión popular de Bolivia que instaló al MNR en el poder en 1952 los comunistas se mantuvieron al margen. El Partido Comunista era débil y esta­ba dividido, su fundación databa sólo de 1940 y se veía amenazado desde la izquierda por el POR, el partido trotskista. El Partido Comunista, esto es, el PIR (Partido de la Izquierda Revolucionaria), había apoyado a los gobiernos anti-MNR después de 1946, y aunque votó tácticamente a favor del MNR en 1951, los militares rechazaron los resultados electorales alegando precisamente que el MNR estaba aliado con los comunistas. El MNR se había mostrado hostil con los comunistas desde el principio y se había negado a permitir que entraran en el gabinete de Villarroel en 1944 (y los comunistas habían participado después en el golpe contra Villarroel en 1946). El Partido Comunista contaba con escaso apoyo entre los obreros o los campesinos: obtuvo sólo 12.000 votos en las elec­ciones presidenciales de 1956 frente a los 750.000 del MNR. Como los comu­nistas habían estado asociados con los gobiernos enemigos de los trabajadores antes de 1952, difícilmente podían competir con el MNR por el apoyo de los tra­bajadores. El partido incluso había protagonizado choques armados con los mineros de Potosí, hasta entonces su plaza fuerte, en 1947 y la matanza resul­tante de ellos había destruido la base de apoyo del PIR entre los trabajadores. La revolución boliviana, al igual que la cubana en un momento posterior del mismo decenio, fue una revolución en la cual de todas las fuerzas de la izquierda el Par­tido Comunista fue la última en percatarse de la importancia de lo que estaba sucediendo. Los partidos comunistas como el de Bolivia mostraron una gran capacidad para soportar la represión y mantener viva la organización del partido, pero poca capacidad para tomar la iniciativa política. En Bolivia y en otras par­tes de América Latina el partido se mostró muy cauto en las ocasiones nada infrecuentes en que una actuación decidida tal vez hubiera producido ventajas políticas. El dilema de los comunistas era que tales ventajas sólo hubieran sido posibles aliándose con otros partidos y los partidos comunistas eran en general hostiles a las alianzas en las cuales les tocara interpretar el papel de elementos subordinados.

La principal amenaza ideológica que se cernía sobre el PIR y procedía de la izquierda era la de los trotskistas. Es indudable que el POR ejercía influencia en el movimiento sindical boliviano, sobre todo en el sindicato de mineros. El núme­ro de mineros bolivianos era relativamente pequeño —en los años cincuenta, su momento de apogeo, eran sólo 53.000—, pero su sindicato era muy poderoso a causa de la importancia estratégica del estaño para la economía boliviana. Debido en parte al aislamiento de los mineros, ni el anarquismo ni el anarcosindicalismo influían mucho en su sindicato. Los mineros eran indudablemente combativos y radicales, como lo era también la confederación obrera central, es decir, la Cen­tral Obrera Boliviana (COB), creada en 1952. Pero el sindicato de mineros ten­día a un sindicalismo revolucionario fuerte aunque limitado. El sindicato de mineros era con frecuencia el campo de batalla donde luchaban entre sí los par­tidos de la izquierda, pero ninguno de ellos consiguió tomarlo jamás. Esta acti­tud suspicaz ante los partidos y su pronunciado sindicalismo revolucionario con­tribuyen a explicar el atractivo que el líder sindical independiente Juan Lechín tenía a ojos de los mineros, toda vez que Lechín desconfiaba de los partidor y compartía el sindicalismo revolucionario de los mineros. Aunque los mineros con­fiaban en los líderes sindicales procedentes de la izquierda radical, al mismo tiem-

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po en las elecciones nacionales votaban, sobre todo, al nacionalista MNR. Inclu­so en la combativa mina Siglo XX, en las elecciones de 1956, el MNR, que en los campamentos mineros se mostraba mucho más radical que en las ciudades, obtuvo 4.719 votos frente a los 130 de los comunistas y los 68 del POR.27

En los momentos de crisis y de lucha en la industria los mineros buscaban líderes procedentes de la izquierda y en las elecciones votaban de acuerdo con sus preferencias políticas, lo cual no ocurría sólo en Bolivia. Los partidos izquierdis­tas nunca tuvieron la fuerza suficiente para crear una élite sindical burocratizada que fuera capaz de controlar el sindicato; y tampoco los sindicatos disponían de riqueza suficiente para ello. El POR carecía de una organización sólida que pudie­se entrar en el movimiento sindical y colonizarlo; y después de 1953 muchos de sus miembros se pasaron al MNR, que, no obstante su ideología híbrida, parecía estar en la vanguardia del movimiento revolucionario. Sin embargo, al entrar en el gobierno después de 1952, el MNR se inclinó visiblemente hacia la derecha y muchos de los logros de la revolución se perdieron. La base de poder de la izquierda fue reduciéndose poco a poco al decaer la industria de extracción de estaño, y la izquierda sufriría las consecuencias del error que cometió al concebir la esperanza de que una alianza con militares progresistas le proporcionaría poder político real.

LA REVOLUCIÓN CUBANA Y SUS SECUELAS

Los años cincuenta fueron años de penuria para la izquierda en América Lati­na. En muchos países el Partido Comunista fue declarado ilegal. La revolución boliviana de 1952 demostró que los movimientos nacionalistas interclasistas tenían mucha más capacidad que los partidos de la izquierda ortodoxa, ya se inspirasen en Stalin o en Trotski, para llevar a cabo la movilización política. El golpe que hubo en Guatemala en 1954 fue un profundo revés. La guerra fría dio origen a una intensa presión de los Estados Unidos en América Latina en general y, sobre todo, en América Central y el Caribe, cuyo objetivo era frenar los movimientos refor­mistas de cualquier tipo que pudieran identificarse con la izquierda.

En las postrimerías del decenio, no obstante, la revolución capitaneada por Fidel Castro en Cuba dio un impulso real, e inesperado, a la izquierda. La histo­ria de la revolución cubana y de la actitud hostil del Partido Comunista ante Cas­tro hasta la víspera de su triunfo en enero de 1959 es muy conocida. Pero aunque el Partido Comunista tuvo poco que ver con el ascenso de Castro al poder, parti­cipó muy de cerca en la consolidación de su gobierno, toda vez que Castro nece­sitó cuadros de mando con experiencia en la organización política una vez hubo terminado la fase militar de la revolución. Al explicar por qué el régimen cubano se desplazó hacia el comunismo ortodoxo, también debe subrayarse siempre el contexto internacional, el predominio del socialismo en los círculos intelectuales y un feroz antinorteamericanismo. Todos estos factores se combinaron para hacer que la alianza de Castro con los comunistas fuera, aunque no inevitable, al menos

27. Laurence Whitehead, «Miners as Voters: the Electoral Process in the Bolivian Mining Camps», Journal of Latín American Studies, 13, 2 (1981).

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sumamente probable. Una vez formada la alianza, al no crear el régimen ningún grado de autonomía económica internacional, la fuerte dependencia de la Unión Soviética fue cuestión de tiempo y, andando el tiempo, el precio de dicha depen­dencia sería la conformidad con la práctica soviética.

El efecto inmediato que el triunfo de la revolución cubana tuvo en la izquier­da de América Latina fue electrizante (como, de hecho, lo fue también su efecto en la derecha, según veremos más adelante). Todos los aspectos del dogma, de las ideas aceptadas y de la práctica tradicional fueron examinados a la luz de una revolución victoriosa que era obra de una guerrilla rural y en la que no había par­ticipado el Partido Comunista. Un lugar fundamental en el nuevo debate de la izquierda lo ocupó la necesidad de volver a analizar la estructura social de los paí­ses latinoamericanos, especialmente la controvertida cuestión de la naturaleza y el papel de la denominada «burguesía nacional» y el potencial político del campesi­nado. ¿Tenía el proceso revolucionario que pasar por una serie de etapas? ¿Tenía que haber primeramente una revolución burguesa de carácter democrático o era posible omitir esta etapa? ¿Cuál era la relación entre el ala militar y el ala políti­ca de la revolución, y cómo podía la fuerza revolucionaria neutralizar a las fuer­zas militares del gobierno? ¿Era Cuba un caso excepcional o podía repetirse en otras partes? El triunfo de la revolución cubana quitó validez a la pretensión de los partidos comunistas ortodoxos de ser la única fuente de legitimidad marxista y, por ende, revolucionaria. Muchos radicales jóvenes pensaban que el entusias­mo y el compromiso eran suficientes para hacer la revolución. La mayoría de los aspirantes a imitar a Castro abogaban por la guerra de guerrillas, pero incluso los que no opinaban igual eran partidarios de un radicalismo político que derri­base las estructuras existentes.

Los partidos comunistas ortodoxos tardaron en responder al desafío de la revolución cubana y siguieron aferrándose a sus ideas tradicionales. Los comu­nistas señalaban lo que Che Guevara había afirmado sobre las singularidades del caso cubano, a saber, que Castro era un líder excepcional, que los Estados Uni­dos no estaban preparados para la revolución, que la burguesía nacional estaba dispuesta a unirse al frente contra Batista, y que la mayoría del campesinado cubano estaba semiproletarizado debido a la mecanización de la industria del azúcar. Desde luego, el propio Guevara argüía que la ausencia de estos factores en otros países no excluía la posibilidad de la revolución, aunque sí quería decir que la labor de la vanguardia política era a la vez más difícil y más necesaria. Pero aunque continuaron proclamando que creían que la revolución era inevita­ble, los comunistas ortodoxos recalcaban la necesidad de crear un movimiento urbano de masas. Afirmaban que el socialismo en un solo país era posible y no dependía de una revolución continental. Si bien el papel principal en el proceso revolucionario lo interpretarían el Partido Comunista y el proletariado, se alcan­zaría la victoria por medio de una amplia alianza con el campesinado, los intelec­tuales y la burguesía nacional. Era necesario pasar por varias etapas: la revolución debía atacar primeramente al imperialismo norteamericano y al feudalismo agra­rio. Sólo entonces sería posible pasar a la etapa siguiente.

Los que deseaban aplicar el modelo cubano a otros países rechazaron estas ideas. Argüyeron que en el proceso revolucionario no podía haber etapas porque no existía ninguna burguesía que fuese independiente de la dominación estado­unidense. En los teóricos procubanos de la revolución influía decisivamente la

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versión primitiva y burda de las teorías de la dependencia, en la cual la explota­ción neocolonialista se convertía en la explicación universal del subdesarrollo de América Latina. La política urbana se consideraba un gueto. Los sindicatos esta­ban comprometidos a causa de su participación en la política, las fuerzas de la represión podían controlar fácilmente las ciudades y las elecciones eran una far­sa. La única forma de avanzar consistía en recurrir a la lucha armada, de la cual en primer lugar saldrían los líderes, en segundo lugar la base rural y finalmente el apoyo urbano para la revolución. Nada impedía ganarse el apoyo del campesi­nado, ya que el campo era capitalista y no feudal. Y dado que los militares eran la expresión armada de la oligarquía, era necesario —y posible— enfrentarse a ellos y derrotarlos por medio de la guerra de guerrillas. Sin embargo, como estos defensores de la guerra de guerrillas tendrían ocasión de averiguar a costa de ellos mismos, la realidad refutaría la mayor parte de estas suposiciones.

La izquierda radical atacó el triste historial de los comunistas como agentes de la insurrección. Criticó el estilo centralista y democrático de la organización del Partido Comunista manifestando que llevaba a la dominación del partido por parte de una pequeña élite burocrática a la que interesaba más controlar el parti­do que fomentar la revolución. Criticó a los comunistas porque atacaban más a los izquierdistas que se apartaban de la ortodoxia que al orden capitalista. Muchas de estas críticas estaban bien fundadas y empujaron a los comunistas ortodoxos a ponerse a la defensiva, aunque continuaron afirmando que los inten­tos de insurrección armada sólo servirían para aumentar la opresión. Según el líder brasileño Carlos Prestes, la única conclusión que cabía sacar del golpe de 1964 era que «la actitud revolucionaria correcta consistía en reconocer la derro­ta, echarse atrás y empezar una vez más la paciente labor de propaganda dirigi­da a las masas».28 Para líderes como Prestes el grueso de la izquierda partidaria de la guerrilla lo formaban románticos pequeñoburgueses que no tenían ningún vínculo con las clases populares.

La revolución cubana coincidió con un período de tensión en el comunismo internacional a causa del deterioro de las relaciones entre la Unión Soviética y Chi­na. La disputa afectó hasta cierto punto a la izquierda latinoamericana. China ya había hecho los primeros intentos de apartar a los comunistas latinoamericanos de la Unión Soviética en 1956, después del discurso de Jruschov ante el XX Congre­so del Partido Comunista de la Unión Soviética denunciando el estalinismo. Los intentos en tal sentido se redoblaron cuando la crisis de los misiles de Cuba puso en tela de juicio la influencia de la Unión Soviética. Con todo, el apoyo chino a la guerrilla latinoamericana era en gran parte verbal. De hecho, la clara falta de entu­siasmo de los chinos por el modelo cubano de rebelión campesina era sorprenden­te, habida cuenta de los orígenes del gobierno chino. El verdadero objetivo del gobierno de China era reducir la influencia soviética en América Latina y, con el fin de no parecer sectario, incluso abogaba por una táctica consistente en el «fren­te unido democrático y nacional» más amplio posible.

El efecto de los esfuerzos chinos —que, en todo caso, eran limitados— fue de poca importancia. El Partido Comunista chileno dirigió una advertencia a sus

28. Citado en Ronald Chilcote, The Brazilian Communist Party: Conflict and Integration 1922-1972, Nueva York, 1974, p. 80.

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afiliados sobre los peligros del comunismo chino, pero, de todos modos, tales peligros estaban más presentes en el Partido Socialista que en el Partido Comu­nista. En Brasil los estalinistas defensores de la política dura que militaban en el partido pusieron objeciones a las reformas de Prestes que tenían por fin moderar la actitud del partido, y en 1962 abandonaron el Partido Comunista Brasileiro (PCB) para formar el Partido Comunista do Brasil (PC do B), que era prochino y se mostró siempre intransigente y también siempre fue marginal desde el pun­to de vista político. En Bolivia un grupo que criticaba la política oficial con­sistente en proponer alianzas tácticas al MNR se escindió del partido y formó el Partido Comunista Marxista Leninista (PCML), que era prochino. Pero en muchos sentidos el PCML estaba más cerca de Cuba que de China, y ofreció ayuda a la guerrilla de Guevara, aunque el ofrecimiento no fue aceptado porque Guevara sólo quería colaborar con el partido pro Moscú. El primer partido disi­dente que reconocieron las autoridades chinas fue el de Perú en 1964, y Perú fue el único país donde el maoísmo llegaría a tener importancia ideológica, aunque esto no ocurriría hasta el decenio de 1970. En general, los que formaron los par­tidos prochinos eran los más dogmáticos y sectarios defensores de la política dura y se mostraron incapaces de edificar un partido de masas. El prestigio de los comunistas chinos salió perjudicado al denunciarlos Castro de manera implacable en 1966 por secundar, a todos los efectos, el bloqueo económico que decretaron los Estados Unidos y por tratar de subvertir a los militares y funcionarios cuba­nos. Es cierto que la revolución cultural de Mao interesó a algunos grupos radi­cales, pero sólo en Perú llegaría el comunismo chino a ser una influencia política importante.

Los debates que se entablaron en la izquierda latinoamericana a raíz de la revolución cubana no fueron simplemente teóricos. Durante los primeros años sesenta en casi todos los países latinoamericanos se organizaron grupos de gue­rrilleros, algunos de los cuales eran importantes mientras que otros, no. Pero las «lecciones» de Cuba no afectaron únicamente a la izquierda. Los Estados Uni­dos y la derecha política latinoamericana estaban decididos a impedir otra Cuba. Entre marzo de 1962 y junio de 1966 hubo nueve golpes militares en América Latina. En por lo menos ocho de ellos el ejército actuó de manera preventiva y derrocó a un gobierno que, al modo de ver de los militares, era demasiado débil para tomar medidas contra movimientos populares o «comunistas», o contra gobiernos a los que se acusaba de desear, ellos mismos, llevar a cabo reformas subversivas, como ocurrió en la República Dominicana o en Brasil. El presi­dente Kennedy, que tomó posesión del cargo en enero de 1961, opinaba que la respuesta correcta al apoyo que prestaba Jruschov a los movimientos de libera­ción nacional consistía en fortalecer los sistemas democráticos por medio de una mutua Alianza para el Progreso, así como reforzar a los militares mediante un masivo programa de ayuda y preparación. El apoyo a los gobiernos democráti­cos no tuvo mucho éxito, pero no cabe duda alguna de que los ejércitos latino­americanos se beneficiaron de la ayuda que les prestaron los Estados Unidos con el fin de que contuvieran el avance del comunismo. A los ejércitos de la América Latina continental les costó poco frenar el avance de las guerrillas que surgieron a imitación de la revolución cubana.

En Colombia durante la violencia del período 1948-1957 las dos formacio­nes políticas principales, los conservadores y los liberales, tenían sus partidarios

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armados. El Partido Comunista colombiano también contaba con un pequeño grupo de guerrilleros, las Fuerzas Armadas de la Revolución Colombiana (FARC), aunque era el resultado de seguir la práctica política que existía en la república más que la indicación de un deseo de adueñarse del poder del estado. Las FARC controlaban algunos municipios rurales aislados, lo cual permitía al Partido Comunista afirmar que seguía una estrategia revolucionaria, mientras en la práctica comprobaba que la política electoral era una ocupación más agrada­ble. El Partido Comunista cambió de política en 1967 después de que el presi­dente Lleras Restrepo estableciera una relación comercial permanente con la Unión Soviética poniendo como condición que Moscú persuadiera al partido a cortar sus vínculos con los guerrilleros, y el Partido Comunista, como era de esperar, anunció que, a su modo de ver, en Colombia ya no existía una situación revolucionaria.29

El triunfo de Castro dio lugar a que en Colombia surgieran numerosos aspi­rantes a imitarle. El Ejército Popular de Liberación (EPL) era un pequeño grupo maoísta. El Ejército de Liberación Nacional (ELN) era un grupo casuista funda­do en Cuba en 1963-1964 y abogaba por el método del foco que propugnaba Che Guevara, pero tuvo más éxito y ganó una fortuna considerable con sus ataques contra las instalaciones petroleras de propiedad internacional. El más importante de los grupos de guerrilleros que surgieron en Colombia fue el M-19, formado en 1970 en señal de protesta contra un supuesto fraude electoral que impidió que el ex dictador general Rojas Pinilla asumiera el poder. Tales antecedentes difí­cilmente dan al M-19 derecho a contar como movimiento izquierdista, y su pro­grama era poco más que una combinación de vago nacionalismo y espectacula­res acciones armadas.

Aunque el estado colombiano, que era relativamente débil, no pudo reprimir a la guerrilla, ésta no era una amenaza seria para el statu quo. Mucho más seria fue la amenaza que representaron los partidos tradicionales cuando también ellos recurrieron a l í lucha armada para conquistar el poder. Es indudable que la gue­rrilla encontró un poco de apoyo en ciertas zonas, tales como la región bananera de Uraba con su duro régimen laboral, y en Arauca, donde la riqueza del petró­leo recién descubierto aportó pocos beneficios para los pobres. Pero el apoyo a los guerrilleros nunca dejó de ser local, los objetivos de la guerrilla resultaban confusos, sus rivalidades eran endémicas y su poder era infinitamente menor que la amenaza real que, el tráfico ilegal de drogas representaría para la democracia colombiana en el decenio de 1980.

El país donde pareció que la guerrilla poscastrista tema alguna probabilidad de lograr sus objetivos fue Venezuela, en parte porque el Partido Comunista mismo prestó apoyo a los guerrilleros y en parte porque el sistema democrático, que había sido creado poco antes, en 1958, todavía era frágil. El Partido Comunista venezo­lano llevaba tiempo actuando con cierta independencia respecto de la política inter­nacional. Mantenía una postura independiente ante el conflicto chino-soviético y, de hecho, incluso envió emisarios a Moscú, Pekín y Cuba en un intento de salvar diferencias. Recalcaba su apoyo a las luchas de liberación nacional y mantenía relaciones estrechas con el Partido Comunista italiano. Venezuela había presencia-

29. Christopher Abel y Marco Palacios, «Colombia since 1958», en CHIA, vol. VIII, 1991, p. 6SS (trad. cast. en HALC, 16, en preparación).

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do poco antes el final de la dictadura de Pérez Jiménez. El Partido Comunista gozaba de elevado prestigio por su papel en la oposición a la dictadura y, dado el nivel de inestabilidad política, tenía la esperanza de colaborar con los otros par­tidos en gobiernos futuros. Pero el principal partido del país, la Acción Democrá­tica, se opuso a tal colaboración, sobre todo porque hubiera sentado mal a otros aliados de la derecha que tenían mayor importancia. Sin embargo, dentro de la AD había grupos que opinaban que el partido había traicionado su compromiso socia­lista, y durante el decenio de 1960 se produjeron tres escisiones en las cuales el asunto de la colaboración con el Partido Comunista fue fundamental.

Cuando el enfrentamiento entre la AD y los comunistas obligó a descartar toda posibilidad de seguir colaborando, los comunistas se unieron a los guerri­lleros en 1963. Las expectativas de la izquierda revolucionaria eran grandes. El nuevo gobierno distaba mucho de haberse consolidado y se veía amenazado tan­to desde la derecha como desde la izquierda. La guerrilla venezolana gozaba del apoyo de Cuba. Existía la opinión de que las fuerzas armadas se habían desacre­ditado al participar en la anterior dictadura. La venezolana era una sociedad rela­tivamente moderna y abierta y se suponía que su estructura de clases, sobre todo la inexistencia de un numeroso campesinado tradicional, favorecería el triunfo de la revolución.

A pesar de ello, el fracaso de la guerrilla fue desastroso. Aunque el Partido Comunista hizo caso omiso de los deseos de Moscú y apoyó a la guerrilla, no estaba bien preparado para ello. La mayor parte de los miembros del comité cen­tral fueron detenidos antes de que pudieran entrar en acción (sólo seis de los ochenta miembros del comité central llegaron realmente a combatir al lado de los guerrilleros). La decisión de abandonar a la guerrilla fue tan súbita como antes lo fuera la de unirse a ella y causó disensiones en el partido, así como algunas expulsiones, entre ellas la de Douglas Bravo, uno de los principales guerrilleros.

El partido subestimó la medida en que la mayoría de los grupos sociales de Venezuela estaban comprometidos con la democracia y apoyaban a los principa­les partidos políticos. El Partido Comunista perdió virtualmente toda la influencia que ejercía antes en el movimiento obrero, donde la postura nacionalista y favo­rable a la industrialización de la AD era mucho más popular. Perdió su represen­tación en el Congreso y en la prensa. Recibió poco apoyo de los estudiantes y per­maneció aislado de los demás partidos. Perdió la iniciativa ideológica que tenía, fuese cual fuese. La lucha armada carecía de sentido para una clase trabajadora y una clase media que disfrutaban de los beneficios materiales de la riqueza obteni­da del petróleo, así como de los beneficios políticos de un estado liberal.

La guerrilla peruana estaba dividida ideológicamente entre el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), que fue formado por apristas disidentes, y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), formado por comunistas disidentes. Nin­guno de los dos tenía una base urbana y, por consiguiente, carecían de los per­trechos necesarios para mantenerse. Teman poca preparación. Un enorme abismo cultural y lingüístico los separaba del campesinado y tenían escaso conocimiento de las condiciones de vida en las zonas rurales, y mucho menos un programa capaz de granjearles el apoyo de los campesinos. En 1963 la elección del presi­dente Fernando Belaúnde Terry, que prometió llevar a cabo la refoma agraria, redujo el apoyo que esperaban encontrar en el campesinado. La considerable ayu­da técnica de los Estados Unidos permitió que el ejército peruano hiciera frente a

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los guerrilleros sin demasiados problemas.30 Las carencias que dificultaron la actuación de los guerrilleros peruanos afectaron también a la guerrilla boliviana. Los únicos factores que hicieron que el episodio boliviano recibiera mucha más atención internacional fueron la presencia y la muerte de Ernesto «Che» Guevara en Bolivia en 1967. Ni siquiera Guevara pudo ganarse el apoyo de un campesi­nado suspicaz y hostil.

Entre 1959 y 1963 Hugo Blanco, destacado trotskista, había movilizado a unos 300.000 campesinos en los valles de Lares y La Convención en la región de Cus­co, en Perú. Pero allí las condiciones agrarias eran excepcionales: la mano de obra escaseaba, los ingresos que los campesinos obtenían del café eran relativamente altos, y las grandes fincas estaban en su mayor parte desocupadas. No hubo una verdadera guerra de guerrillas y los terratenientes y el gobierno aceptaron con desacostumbrada presteza las ocupaciones que llevaron a cabo los campesinos. Las condiciones eran muy diferentes en otras zonas de Perú y el movimiento nun­ca se propagó. Hugo Blanco criticó el extremismo revolucionario de algunos miembros de su partido y sus propias desviaciones hacia el sindicalismo revolu­cionario. Debido a ambos factores, en su opinión, se estaba descuidando la tarea real de crear un partido revolucionario. Los trotskistas continuaron siendo un gru­po minoritario de la izquierda política de Perú y los maoístas llegarían a tener mucha más importancia que ellos.31

El rasgo singular de la guerrilla guatemalteca residía en que la fundaron jóve­nes oficiales del ejército que se habían distanciado de su institución a causa del golpe de 1960 y de la experiencia del gobierno represivo de Ydígoras. Necesita­ban aliados políticos y primeramente recurrieron al partido de los comunistas guatemaltecos, el Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT), que, imitando a Cuba, incluso había tratado de formar su propia y desventurada guerrilla en 1962. Pero los jóvenes oficiales se encontraron con que no podían tomar decisio­nes porque no se lo permitía un partido que seguía siendo esencialmente orto-

30. La derrota de la guerrilla peruana dio lugar a un debate acalorado en el seno del movi­miento maoísta de Perú. La mayoría de los maoístas consideraron que la derrota demostraba que la base de la revolución tenía que ser urbana más que rural. Un grupo encabezado por Abimael Guzmán discrepó de esta opinión y continuó presionando a favor de la lucha armada en las zonas rurales. Andando el tiempo, este grupo abandonó el partido y formó Sendero Luminoso en 1969-1970. >

31. El trotskismo en otras áreas de América Latina nunca se perdió de vista: como míni­mo era un refugio para los que se sentían desilusionados con el comunismo ortodoxo pero a los que no convencía la estrategia de guerrilla rural que proponían los casuistas. Una guerrilla trots­kista, el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) estableció una base en la provincia argenti­na de Tucumán a finales de los años sesenta y principios de los setenta. Fue eliminada por los militares después de 1976 cuando trató de enfrentarse al ejército. El partido trotskista argentino, llamado Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), disolvió oficialmente su ala militar en 1977 (aunque hay algunos indicios de que guerrilleros trotskistas estuvieron detrás del des­venturado asalto a un cuartel militar [en Argentina] en 1989). Hay como mínimo cuatro parti­dos trotskistas en Argentina, los cuales pasan mucho tiempo recriminándose mutuamente. La existencia de estos partidos refleja en parte la hostilidad que despierta la postura del prosoviéti-co Partido Comunista, al que se considera demasiado próximo al régimen militar que tomó el poder en el golpe de 1976. De modo parecido, en México un partido trotskista —el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT)— mantuvo vivo el recuerdo de Trotski, que se exi­lió, y reflejó la condena de la perpetua incertidumbre del promoscovita Partido Comunista en lo que se refiere a sus relaciones a largo plazo con el PRI.

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doxo y consideraba que la lucha armada no era más que una parte poco impor­tante de una estrategia total. Los guerrilleros capitaneados por el ex oficial Yon Sosa intentaron aliarse con los trotskistas, pero sólo sirvió para provocar nuevas divisiones en la guerrilla, y los trotskistas no podían ofrecerles recursos compara­bles con los que podían obtener de Cuba por medio del PGT. En 1969 el PGT condenó la guerrilla porque, según dijo, estaba divorciada de la población e influí­an en ella trotskistas mexicanos que estaban a sueldo de la CÍA. El PGT sufrió más escisiones mientras sectores radicalizados de la nueva izquierda y los demo-cratacristianos continuaban luchando contra una serie de gobiernos militares opre­sivos. En un momento dado la guerrilla controlaba casi la totalidad de los depar­tamentos de Quiche y Huehuetenango, pero obligó a las comunidades a escoger entre ella y el ejército en circunstancias en las cuales la guerrilla no era lo bas­tante fuerte como para defenderlas frente al ejército. Como era de prever, el resultado fueron salvajes represalias a cargo de los militares.

A finales de los años sesenta el futuro de la guerrilla no era nada prometedor y durante el decenio se había producido un nuevo descenso del prestigio de los partidos comunistas. O bien eran objeto de críticas por no apoyar a la guerrilla, como en Bolivia, o les criticaban por participar sin verdadero entusiasmo, como en Venezuela y Guatemala. La atención se desvió ahora de la guerrilla rural de América Central y de las repúblicas andinas para centrarse en los países del Cono Sur, donde había aparecido una nutrida y poderosa guerrilla urbana.

La rebelión rural tenía pocas probabilidades de ser una estrategia útil para conquistar el poder del estado en las sociedades urbanas del Cono Sur. En Argentina y Uruguay surgieron dos poderosas guerrillas urbanas que represen­taron una reacción contra el dogmatismo de los partidos comunistas y que aprendieron de los fracasos de las guerrillas rurales. En Argentina los montone­ros trabajaban de manera explícita dentro del partido peronista; en Uruguay los tupamaros, cuyos orígenes estaban en una guerrilla rural del norte del país, pron­to optaron por las operaciones urbanas y acabaron participando en un gran movi­miento de la izquierda, el Frente Amplio, que pretendía alcanzar el poder por medios electorales.

Estos movimientos rechazaban el estilo leninista de organización política y el análisis de base clasista y preferían una mezcla ecléctica de ideas sacadas del nacionalismo del Tercer Mundo, de la teología de la liberación y, en el caso de los montoneros, algunas ideas nacionalistas propias de la derecha que habían ins­pirado a los movimientos neofascistas de decenios anteriores. Como dijo un líder tupamaro, habían visto más claramente lo que no hay que hacer que lo que hay que hacer... Debían tratar de afirmar su personalidad política atacando a otros grupos de la izquierda... No había necesidad de hacer grandes declaraciones en el sentido de que su política era la única política correcta: los acontecimientos indicarían si lo era o no.32

No rechazaban las alianzas políticas, sino que, al contrario, por decirlo con la trasnochada retórica que caracterizaba sus declaraciones, «buscaban aliados en la lucha contra los sectores dominantes y sus aliados imperialistas». Recibieron apoyo porque aprovecharon el rencor que despertaba un sistema político que ofrecía pocas esperanzas de cambio político, o de progreso económico, ya fuera

32. Citado en Regís Debray, The Revolution on Trial, Londres, 1978, p. 205.

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en Argentina o en Uruguay, y también porque eran audaces. Pero los montoneros también repelían a otros grupos de la izquierda porque recurrían a la violencia y al terrorismo.

Los montoneros no se dieron cuenta de la ambigüedad de Perón y le atribu­yeron ideas revolucionarias que él distaba mucho de tener, por más que de vez en cuando pudiera darles su bendición de palabra. Es difícil entender cómo pensaron los montoneros que podrían captarse las simpatías del movimiento obrero pero­nista matando a los líderes del mismo. Una vez los tupamaros hubieron pasado de las operaciones militares clandestinas a una actividad política más o menos mani­fiesta, quedaron completamente expuestos a la infiltración y al aniquilamiento a manos de los militares y la policía. Después de que en 1976 los militares se adue­ñaran del poder en Argentina y decidieran tomar todas las medidas que hicieran falta contra los montoneros, éstos no podían albergar esperanza alguna de sobre­vivir.

Ningún gobierno hubiese permitido que grupos como los montoneros o los tupamaros actuaran sin tratar de frenarlos, y las actividades de los grupos de gue­rrilleros pusieron en marcha una espiral de violencia que culminó en unos gobier­nos militares brutalmente represivos. A pesar de la perfección de sus operaciones militares clandestinas, el análisis político de los grupos de la guerrilla urbana no era más realista que el de los intelectuales de clase media que habían organizado guerrillas en los países andinos.

El fracaso de la guerrilla, así urbana como rural, y la inutilidad, que cada vez parecía mayor, de los partidos comunistas ortodoxos revelaron que ambos eran incapaces de interpretar el mundo en que vivían. En los decenios de 1960 y 1970 tuvo lugar en América Latina un proceso de cambios~múltiples que alterarían el contexto económico, social y político en el cual se movía la izquierda. En primer lugar, durante la posguerra hubo en América Latina un prolongado período de crecimiento econdmicoy urbanización rápida y cambios profundos en la estructu­ra clasista de la región. En segundo lugar, la Iglesia católica, que durante tanto tiempo había sido enemiga acérrima del comunismo, redefinió su mensaje social de un modo que la acercó más, en algunos países, a la izquierda, desde el punto de vista ideológico e incluso desde el organizativo. En tercer lugar, el golpe de 1964 en Brasil no fue más que el primero de una serie de golpes que hubo en América Latina y que instalaron en el poder a gobiernos militares que estaban decididos a efectuar una reestructuración a fondo del orden económico y político, a la que acompañaría una ideología relativa a la seguridad nacional que definía a las fuer­zas de la izquierda como enemigo principal de la nación.

La población activa de América Latina pasó a ser predominantemente urba­na al abandonar los empleos agrícolas. En México, Brasil y Colombia los traba­jadores agrícolas representaban en 1950 alrededor del 60 por 100 de la población activa total; a mediados de los años ochenta, el porcentaje había descendido has­ta situarse en el 30 por 100. Sin embargo, este crecimiento urbano y la indus­trialización de sustitución de importaciones fueron acompañados de un empeora­miento de la pauta de distribución de la renta, así como de una pauta de empleo en la cual los trabajadores organizados eran sólo una pequeña minoría de la población activa total. Una proporción creciente se encontraba en el llamado «sec­tor informal» de la economía. Los asuntos que movilizaban a este sector tenían menos que ver con el lugar de trabajo y el control de los medios de producción y

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mucho más que ver con las condiciones de vida básicas. La movilización, cuando tenía lugar, era residencial o comunal, e iba dirigida contra el gobierno o las autori­dades municipales más que contra los patronos, a la vez que participaban en ella diversas clases sociales y ocupaciones. La magnitud de la movilización aumentó bajo los gobiernos militares, pues a éstos les resultaba más fácil controlar a los sin­dicatos que a las barriadas de chabolas.

La izquierda latinoamericana tardó en reconocer el potencial político de los trabajadores del sector informal. La actitud de los comunistas ortodoxos era en el mejor de los casos ambigua y, en el peor, desdeñosa (el infausto lumpenpro­letariado, según la jerga marxista). Varios movimientos no marxistas, desde dic­tadores populistas tales como Odría en Perú hasta partidos progresistas tales como los democratacristianos de Chile, se percataron más rápidamente de las ventajas políticas que podían obtener si prestaban atención a las necesidades de los pobres de las ciudades. Al ser reprimidos los sindicatos por las dictaduras militares de los años sesenta y setenta, los partidos comunistas empezaron a ocu­parse de la organización en las barriadas de chabolas. Pero la base política que ofrecían los llamados «pobladores» era mucho menos estable que la que ofrecían los trabajadores organizados, aparte de ser mucho más condicional y volátil, y en modo alguno era seguro que los partidos de izquierdas que edificaban una base organizativa en las barriadas de chabolas pudieran conservar las ventajas obtenidas así frente a opciones políticas que a menudo teman más que ofrecer.

La Iglesia era cada vez más consciente de las necesidades de las barriadas de chabolas, y en algunos países por lo menos creó una red de organizaciones locales que empezaron a expresar reivindicaciones políticas y a vincular sus necesidades a una insistencia general en la reforma política nacional. El cambio que experimen­tó la doctrina de la Iglesia católica a raíz del Concilio Vaticano II (1962-1965) y la Declaración de los Obispos Latinoamericanos en Medellín en 1968 reflejaron la inquietud de una iglesia que tenía la sensación de ser cada vez más inoperante fren­te al crecimiento de la secularización y de la influencia protestante y marxista. En efecto, las ideas marxistas ya no pertenecían de manera exclusiva a los partidos de izquierdas y ahora influían en el análisis y la práctica de la propia Iglesia, sobre todo por medio de los teólogos de la liberación, que eran un grupo influyente aun­que muy pequeño.

No debe exagerarse la magnitud del replanteamiento radical de la Iglesia. En Argentina y Uruguay la Iglesia ofreció resistencia al espíritu de Medellín y hubo muy pocas innovaciones. En Colombia la Iglesia permaneció relativamente igual al recibir las nuevas ideas y continuó siendo tan conservadora como antes, a la vez que algunos sacerdotes colombianos contribuyeron en gran medida a atenuar las ideas progresistas de Medellín cuando en 1979 se celebró en Puebla la siguiente conferencia de obispos latinoamericanos. Pero incluso en países como Argentina, Uruguay o Colombia hubo algunos sacerdotes y laicos que apoyaron con entusiasmo las nuevas ideas. En efecto, un puñado de sacerdotes formaron en Argentina el movimiento Tercer Mundo y contribuyeron a formular las ideas que más adelante se expresarían por medio de la guerrilla urbana, es decir, los montoneros.

En Brasil el efecto del catolicismo radical fue mucho más acusado, y en Chi­le, aunque la Iglesia continuó siendo esencialmente centrista, como lo era desde hacía mucho tiempo, pasó a militar políticamente en la oposición al régimen de

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Pinochet. La Iglesia retiró el apoyo que en un principio había dado a los golpes de 1964 y 1973 en los dos países y negó a los respectivos regímenes la legitimación que en otros tiempos había otorgado con no poca frecuencia a los regímenes auto­ritarios. La actividad de la Iglesia mantuvo vivo cierto grado de pluralismo políti­co, incluido el apoyo a los partidos de izquierdas, si no de forma directa, al menos indirectamente apoyando a los sindicatos, las organizaciones populares o los cen­tros de estudio donde miembros de partidos radicales podían organizar la oposi­ción a los regímenes militares. La Iglesia criticó la política económica de estos regímenes usando términos que en poco diferían de los de la crítica marxista. El replanteamiento de las ideas católicas contribuyó a liberar el marxismo de un gue-to formado por partidos comunistas y restringidos círculos intelectuales. Simultá­neamente se produjo un renacimiento del interés por las ideas marxistas, sobre todo en Francia, especialmente en respuesta a las rebeliones estudiantiles de 1968, que sustituyeron el marxismo dogmático y mecánico por una variante más abierta y atractiva que gustaría a los católicos radicales.33

En Nicaragua la influencia del catolicismo progresista empujó a los sandi-nistas (FSLN: Frente Sandinista de Liberación Nacional) a cambiar las perspec­tivas estrechamente marxistas por otras de base mucho más amplia, lo cual, en un país tan profundamente católico como Nicaragua, era necesario para cons­truir un frente amplio con el fin de derrocar a Somoza. El FSLN reconocía la afi­nidad ideológica del cristianismo y el marxismo, por lo menos al dirigirse públi­camente a los católicos. Según el sacerdote jesuíta Miguel D'Escoto, que más adelante sería ministro en el gobierno sandinista, al principio el FSLN era mar­xista y anticlerical quizá porque aún no había empezado un proceso de cris­tianización en la Iglesia católica nicaragüense y ésta era identificada con los intereses de la clase privilegiada. Pero con la radicalización evangélica, ponién­dose al lado de los pobres y los oprimidos, y no traicionando tanto a Cristo, el Frente se abrió a los cristianos porque creían que la Iglesia era un factor impor­tante en la lucha por la liberación, y porque se dieron cuenta de que se equivo­caban al creer que sólo un marxista podía ser revolucionario. De esta manera el Frente adquirió madurez y se volvió auténticamente sandinista.34

Sin embargo, también eran frecuentes los casos de cristianos revolucionarios que abandonaban la Iglesia para hacerse militantes abiertamente marxistas. Y es muy posible que hubiera cierto elemento de oportunismo táctico, más que de ver­dadera convicción, en e l gesto de los sandinistas al abrazar el catolicismo. Desde el punto de vista político, al movimiento sandinista le convenía buscar aliados en la Iglesia en un país de catolicismo tan arraigado.

No todos los regímenes militares de los años sesenta y setenta fueron al prin­cipio anticomunistas o antimarxistas. Los militares peruanos que tomaron el poder en 1968 reflejaban claramente la influencia de varias ideas sacadas del marxismo, de la teoría de la dependencia, de los movimientos de liberación nacional y de la teología de la liberación. Pero estas ideas no eran universales en el estamento mili-

33. Este fue el período en que florecieron editoriales izquierdistas tales como Siglo XXI. Dos libros en particular circularon mucho por América Latina y contribuyeron a formar las opi­niones políticas de una generación de estudiantes: Marta Harneeker, Los conceptos elementales del materialismo histórico, México, D. F., 1969; y Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina, México, D. F., 1971.

34. Citado en Oonald Hodges, Intellectual Foundations, p. 270.

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tar peruano y fueron desechadas rápidamente cuando los programas de reforma chocaron con dificultades importantes. Había ecos del reformismo militar peruano en el gobierno militar de Rodríguez Lara en Ecuador. Ambos gobiernos militares recibieron el apoyo del Partido Comunista de su país porque los comunistas pen­saban que los gobiernos militares de carácter nacionalista y reformista ofrecerían a su partido más oportunidades de ejercer influencia política, especialmente en el movimiento obrero, que los gobiernos electivos. De hecho, en Perú el seguidor más leal del gobierno militar fue el Partido Comunista, que no se pasó a la oposición hasta la huelga general de 1977. En Panamá el general Torrijos también repre­sentaba una especie de gobierno populista y nacionalista al que apoyaba el Par­tido Comunista. Pero el episodio más dramático de radicalismo militar llegó con el efímero gobierno del general Torres en Bolivia. Torres, que no contaba con mucho respaldo entre los militares, se ganó la aprobación de la izquierda expul­sando al Peace Corps, nacionalizando las minas de cinc Mathilde y subiendo los salarios de los mineros. Pero Torres fue demasiado lejos al secundar a los parti­dos y los sindicatos marxistas en la creación de una asamblea popular: los mili­tares no quisieron aceptar su sistema de «poder dual» y fue derrocado en agosto de 1971. En Uruguay el Partido Comunista pensó que un gobierno militar sería nacionalista y reformista, por lo que no se opuso a la intervención de los milita­res en febrero de 1973. Los comunistas incluso abandonaron una huelga general que tuvo lugar al principio de la dictadura militar en junio de 1973, ya que tenían la esperanza, que resultó infundada, de poder negociar con los militares. En Argentina, donde lo peor de la represión tuvieron que soportarlo los guerrilleros peronistas y trotskistas, y donde existían estrechos vínculos comerciales con la URSS, las críticas que el Partido Comunista dirigió contra el régimen fueron muy débiles.

No obstante, los regímenes autoritarios militares, sobre todo en Argentina, Bra­sil, Chile y Uruguay, estaban decididos a eliminar todo movimiento político que pudiera representar una amenaza para su autoridad. La izquierda no tenía fuerza para resistir tanta brutalidad militar y los militantes izquierdistas sufrieron una represión que iba desde el destierro hasta el asesinato. Los sindicatos se vieron reducidos a la ineficacia, los partidos políticos fueron prohibidos o controlados, la prensa y demás medios de comunicación también fueron puestos bajo el control del gobierno y solamente la Iglesia gozó de una oportunidad muy restringida de defen­der los derechos humanos básicos contra la represión del estado. (Aunque hay que decir que en Argentina y Uruguay la Iglesia apenas intervino en la defensa de los citados derechos.)

El efecto final que estos regímenes autoritarios tuvieron en la izquierda fue profundo. En el Cono Sur especialmente, la izquierda inició un proceso derefle-xión cuyo resultado fue subrayar el valor de la democracia. La reflexión se guió más por las ideas de Gramsci que por las de Lenin. La izquierda dejó de ver la democracia como un pretexto burgués y las elecciones como un fraude. La revo­lución nicaragüense se veía como centro de la solidaridad, pero, a diferencia de la de Cuba, no como modelo que emular. El pluralismo ideológico se considera­ba ahora deseable. La guerrilla quedó desacreditada en los países donde su vio­lencia había dado lugar a la formación de gobiernos militares. Sin embargo,.en algunos países la lucha armada continuó. En Colombia, que se había librado de la oleada de dictaduras militares, las comunistas de las FARC siguieron hosti-

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gando a los gobiernos civiles. En Perú los guerrilleros de Sendero Luminoso cobraron fuerza. En América Central, donde las elecciones eran amañadas, los militares recurrían a la represión, y los partidos civiles adolecían de debilidad, y donde, especialmente en Guatemala, los conflictos raciales dieron fuerza a las pretensiones de la guerrilla de ser los representantes de los pobres, los grupos de guerrilleros no veían más opción que tratar de hacerse con el poder por medio de la lucha armada.

EL DECENIO DE 1970: DERROTA EN CHILE, AVANCES EN NICARAGUA

Si para la izquierda latinoamericana el acontecimiento clave de los años sesenta fue la revolución cubana, los años setenta empezaron con un triunfo muy diferente para la izquierda cuando Chile eligió a un marxista, Salvador Allende, para la presidencia. El triunfo duró poco y el golpe contra Allende sumió a la izquierda en una profunda incertidumbre ideológica y táctica. Los años setenta terminaron con la victoria de los sandinistas en Nicaragua, pero aunque esta vic­toria tuvo grandes repercusiones en los países vecinos de América Central, sus efectos en otras regiones fueron insignificantes comparados con el triunfalismo que había suscitado la victoria de Castro en Cuba veinte años antes.

En Chile la izquierda obtuvo el poder por medio de elecciones en 1970 y dio comienzo a un efímero experimento consistente en tratar de crear una sociedad socialista empleando medios pacíficos, constitucionales. El experimento chileno llamó la atención internacional porque planteaba un interrogante de importancia universal para la izquierda. ¿Era posible una transición pacífica al socialismo en una sociedad pluralista y democrática? Las razones del golpe de estado que puso fin al gobierno en 1973 se han debatido de forma incesante y las «leccio­nes» de Chile las han utilizado diferentes grupos de la izquierda para justificar distintas estrategias. En el propio Chile no había acuerdo sobre cómo debía avan­zarse por «el camino chileno al socialismo», y, de hecho, los medios y los fines eran objeto de constante debate. Pero la existencia misma de un debate interno y continuo hacía que la izquierda internacional centrase su interés en Chile, porque no se trataba de la imposición de un rígido dogma revolucionario desde arriba, sino de que un gobierno pluralista y democrático trataba de ganarse el apoyo popular utilizando principalmente el diálogo y la persuasión. Además, había tan­tos paralelos entre el sistema político chileno y el de algunos países europeos, que se seguía el experimento por si de él se desprendía alguna lección que pudiera aplicarse en otras partes.

Sin embargo, al producirse el golpe de 1973, se buscaron otras lecciones: ¿qué podía aprender la izquierda internacional de los errores de la izquierda chi­lena? ¿Cómo podía la izquierda de un país cualquiera albergar la esperanza de alcanzar el poder ante la oposición de la derecha nacional e internacional? El efecto del fracaso del gobierno de la Unidad Popular fue polarizar a la izquierda en América Latina. Los grupos más radicales, tales como los sandinistas en Nicaragua y los grupos procubanos de otras partes, decidieron intensificar el con­flicto armado. Su argumento era que el golpe había demostrado que llegar al socialismo por la vía pacífica era sencillamente una ilusión. En el plano inter­nacional, los grupos más radicales, tales como los partidos prochinos, también

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sacaron la conclusión de que lo de Chile demostraba que la vía pacífica era im­posible. Según la extrema izquierda, ante la oposición de la derecha, los militares y los Estados Unidos, la revolución armada era la única esperanza de alcanzar el poder. Este argumento lo aceptó inicialmente en Chile el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), pero éste pronto fue eliminado por el gobier­no militar. El Partido Comunista chileno también abogaba por la lucha armada, pero no adoptó esta política hasta 1980 e incluso entonces la adoptó en una escala modesta.

Si una respuesta de la izquierda al golpe fue abogar por la necesidad de la violencia, otra respuesta fue diametralmente contraría: la izquierda tenía que moderar ahora su política y su actuación para que no se dieran las condiciones que propiciaban los golpes de estado. Los revisionistas argüían que la izquierda debía dejar de imaginar el poder exclusivamente en términos de fuerza, como algo que había que poseer materialmente. La izquierda debía dejar de concentrar su atención en las relaciones de propiedad con exclusión de otros factores: un simple traspaso de la propiedad al estado no resolvería nada y, de hecho, podía crear más problemas de los que resolvía. Era imposible derrotar a los militares por medio de la fuerza. Un gobierno radical tenía que adquirir una legitimidad tan generalizada, que no existieran las condiciones que provocaban la interven­ción de los militares: el desorden social, los conflictos políticos fuera de las esfe­ras parlamentaria y electoral. Eso significaba hacer concesiones a la derecha y tratar de obtener el apoyo de las clases medias y trabajar conjuntamente con los sectores empresariales. Las alianzas políticas se consideraban necesarias y se veía la democracia como algo valioso por derecho propio.

Este revisionismo tenía dimensiones internacionales. El Partido Comunista ita­liano sacó la conclusión de que era necesario llegar a un acuerdo histórico con el partido gobernante, el de la Democracia Cristiana, para impedir un golpe como el de Chile; y el partido francés utilizó argumentos parecidos en su alianza con el Partido Socialista. El caso de Chile se convirtió en fundamental en el debate sobre el eurocomunismo al recalcar los defensores de las ideas revisionistas la necesidad de no crear enemigos implacables en la derecha.

La Unión Soviética intentó contrarrestar el movimiento hacia el eurocomu­nismo sacando conclusiones contrarias del fracaso del gobierno de Allende. En una serie de artículos publicados en World Marxist Review que analizaban el caso de Chile, la tesis soviética proclamaba que una de las condiciones absolutas para defender los beneficios revolucionarios era que la democracia debe servir al pue­blo y no dar libertad de acción a las fuerzas contrarrevolucionarias. El papel pri­mordial de la clase trabajadora no puede sustituirse por un enfoque pluralista que pierde o debilita el papel protagonista de la clase trabajadora.35

De la misma manera que la revolución cubana marcó el programa de la izquierda latinoamericana en los años sesenta, el fracaso del gobierno de Allen­de marcó el de los años setenta. Sin embargo, mientras que la experiencia de Cuba ejerció mucha influencia en las luchas de liberación nacional del Tercer Mundo, las lecciones de Chile se consideraron más aplicables a Europa. Una de las razones por las cuales Henry Kissinger vio con preocupación el gobierno

35. Citado en Isabel Turrent, La Unión Soviética en América Latina: el caso de la Uni­dad Popular chilena. México, D. F., 1984, p. 226.

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de la Unidad Popular fue el efecto que su éxito podía tener en países como Ita­lia y Grecia. A diferencia de Cuba, sin embargo, el experimento chileno terminó en un brusco fracaso y empujó a la izquierda al análisis crítico, en vez de a la imitación como en el caso de Cuba.

En América Central, cuya historia política se ha caracterizado por frecuentes y enconados conflictos sociales, las tensiones fueron en aumento en los años setenta a medida que el desarrollo económico agudizaba todavía más la desigual distribución de la renta. Se produjo una gran expansión de los proletariados rural y urbano a la vez que descendían los salarios reales y aumentaba la concentra­ción de la tierra destinada a la agricultura. La respuesta de los grupos gobernantes a las reivindicaciones de las clases trabajadora y media fue la represión violenta. La respuesta de los grupos oprimidos consistió en formar coaliciones revolucio­narias de base amplia.

Las lecciones de Chile no pasaron inadvertidas a los líderes del FSLN en Nicaragua, pero mucho más importantes eran las tradiciones nacionalistas y revo­lucionarias del país, y las lecciones que se aprendieron de los largos años de encarnizado conflicto con el gobierno de Somoza. El movimiento sandinista, al igual que el FMLN de El Salvador y la guerrilla guatemalteca, estaba muy lejos de los sectarios grupos de foco del decenio de 1960. Estos movimientos eran interclasistas y sus ideas se inspiraban en diversas fuentes: la teología de la libe­ración, el jacobinismo radical, varios tipos de marxismo; y eran lo bastante flexi­bles como para adaptar sus ideas a los cambios que experimentaba la realidad. Sólo en Nicaragua, sin embargo, lograron tomar el poder.

Andando el tiempo, después de una postura al principio bastante sectaria, el FSLN se dio cuenta de que el buen fin del movimiento obligaba a abrazar a fuer­zas contradictorias tanto en las ciudades como en el campo. Necesitaba no sólo el apoyo del campesinado sin tierra, sino también el de los campesinos medios, toda vez que el tamaño de ese grupo y su hostilidad ante la agricultura capitalista en gran escala hacían que su apoyo fuese decisivo para el triunfo de la revolución. De modo parecido, en las ciudades necesitaba recurrir al apoyo de las clases medias, que habían crecido durante los años sesenta y ahora abarcaban alrededor de una quinta parte del total de la población activa. Esta amplia coalición social significaba que el programa político del FSLN tenía que ser popular, democrático y antiimperialista. El FSLN hacía hincapié en que no consideraba que la revolu­ción se derivara de alguna lógica económica ineludible que determinaría quiénes eran los partidarios de la revolución y quiénes eran sus enemigos. El proceso revolucionario más bien se veía como un movimiento político consciente, el fru­to de la opresión por parte de Somoza más que la explotación sistemática por par­te de una clase capitalista.

Tradicionalmente, en América Central los movimientos insurgentes de izquierdas no han aparecido bajo la forma de partidos políticos, sino de frentes unidos desde arriba por un mando militar e integrados por una amplia variedad de organizaciones populares que no tienen necesariamente una unidad ideológi­ca clara. El FSLN recibía apoyo de muchos sectores de la sociedad, aunque el número de militantes que participaba en los combates era muy pequeño. Hasta la ofensiva final de 1979 había unos trescientos militantes divididos en tres faccio­nes. Pero, al igual que el movimiento cubano, que en el aspecto numérico también era reducido, logró movilizar una amplia oposición contra una dictadura impopu-

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lar. Contaba con el apoyo de la Iglesia católica. Utilizaba el lenguaje del nacio­nalismo y aprovechaba el recuerdo de Sandino. Contaba también con los senti­mientos antinorteamericanos propios de un país que había sufrido a manos de los Estados Unidos. Según uno de sus líderes, Carlos Fonseca, el FSLN se basaba en el marxismo por su análisis de los problemas sociales y por su capacidad de ins­pirar organizaciones revolucionarias, pero también hacía uso del liberalismo por su defensa de los derechos humanos, y del cristianismo social por su capacidad de difundir ideas progresistas.

Las condiciones empeoraron cuando en el decenio de 1970 un movimiento sindical revivificado organizó huelgas contra el descenso de los salarios. Las reducciones del nivel de vida también fomentaron el crecimiento de sindicatos combativos entre los maestros, los trabajadores de la sanidad y otros grupos pare­cidos. Los radicales católicos empezaron a organizar sindicatos de campesinos y comunidades de base, que proliferaron después del terremoto de Managua. La creciente oposición a Somoza, que no era menor por parte de los sectores empre­sariales y los Estados Unidos, y el progresivo apoyo a los sandinistas, incluso entre elementos conservadores de la Iglesia católica, culminaron con la victoria de la insurrección en 1979.

El Partido Comunista de Nicaragua, el PCN, fue espectador de estos aconte­cimientos mientras seguía abogando por una lucha pacífica contra Somoza. Esta cautela recibiría más adelante fuertes críticas de la Unión Soviética, que virtual-mente volvió la espalda al PCN y prefirió cultivar las relaciones con el gobierno sandinista. A diferencia de la revolución cubana, lo sucedido en Nicaragua hizo que Moscú modificara su postura política y se mostrase favorable a la lucha armada en América Latina con preferencia a la vía pacífica al socialismo. Mien­tras que Moscú había esperado dieciséis meses antes de proceder al reconoci­miento diplomático de Cuba, reconoció diplomáticamente a los victoriosos san­dinistas al día siguiente de que tomaran el poder. Pero la URSS se mostró pru­dente con la ayuda militar y económica que prestó a Nicaragua, cuya proporción con la extensión del país estaba muy por debajo de la que prestara a Cuba. Es comprensible que la URSS actuase con cautela en lo que se refería a contraer en la región otro importante compromiso económico y militar en la misma escala que el de Cuba.

Sin embargo, la izquierda latinoamericana no respondió al triunfo de la revo­lución nicaragüense de la misma manera que había recibido a la cubana. Consi­deraba que la revolución nicaragüense era una forma particular de lucha que tenía sentido en aquel país: no estaba destinada a la exportación, al menos más allá de América Central. La izquierda latinoamericana era más consciente que antes de que cada país tenía sus propias tradiciones, su propia estructura local de poder y sus propios problemas específicos. Ahora se miraba con escepticismo la idea de que había una forma aplicable umversalmente, ya fuera la del Komintem o la revolución cubana.

Al mismo tiempo que los sandinistas salían victoriosos en Nicaragua, la gue­rrilla salvadoreña se hallaba atascada en una larga guerra de desgaste. Sus orígenes eran las escisiones habidas en el seno del Partido Comunista y el Partido Demo-cratacristiano a finales de los años sesenta. El Partido Comunista de El Salvador se aferraba tenazmente a la creencia de que era necesario que la revolución pasara por varias etapas y se negaba a apoyar la lucha armada. Acabó formando su ala arma-

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da en 1980, pero para entonces ya había perdido apoyo y no era más que una fuer­za de poca importancia en el conjunto de la guerrilla. Ni siquiera con el apoyo del Partido Comunista pudo repetir la guerrilla la experiencia de Nicaragua. La élite económica salvadoreña estaba mucho más unida que la de Nicaragua, donde se había escindido gravemente a causa de las actividades de la dinastía Somoza. En El Salvador el ejército era una institución más autónoma que en Nicaragua. La guerrilla salvadoreña era más sectaria que la nicaragüense. Y en el caso de El Salvador, la participación estadounidense en la lucha contra la guerrilla fue masiva.

Fueran cuales fueran las razones de las diferencias entre los movimientos nicaragüense y salvadoreño, lo cierto es que subrayaron la idea de que una estra­tegia que daba buenos resultados en un país no los daría necesariamente en otro. Al comenzar el decenio de 1980 la izquierda todavía estaba absorbiendo las lec­ciones de la derrota de Allende, los conflictos de América Central, la puesta en duda de la ortodoxia ideológica por parte de los partidos comunistas revisionis­tas de Europa y la versión cada vez menos atractiva que del socialismo ofrecía Cuba. Si estas lecciones eran difíciles de absorber, lo serían mucho más para la izquierda cuando, al finalizar el decenio, se produjera el desmoronamiento del movimiento comunista en la Europa oriental y la Unión Soviética.

EL DECENIO DE 1980: LA IZQUIERDA SUMIDA EN LA CONFUSIÓN

Hasta los años ochenta la izquierda latinoamericana se había encontrado ante una economía que, pese a las desigualdades de la renta, presentaba niveles razo­nables de crecimiento general. Con la crisis de la deuda en los años ochenta el crecimento se detuvo bruscamente y las desigualdades de la renta se acentuaron. No era fácil la tarea de idear medidas que oponer a la política ortodoxa de ajus­te que se estaba aplicando. El contexto político en el cual tenía que actuar la izquierda también cambió cuando los gobiernos militares devolvieron el poder a los civiles en muchos países: Perú en 1980; Argentina en 1983; Brasil en 1985; Uruguay en 1985 y Chile ea 1990. El contexto internacional estaba cambiando de forma todavía más espectacular al verse el sistema soviético rechazado total­mente en los países de la Europa oriental y embarcarse la Unión Soviética en una serie de reformas radicales. Aunque en política interior Castro seguía siendo un marxista-leninista de la vieja escuela, en política internacional Cuba ponía el acento en las relaciones de Estado a Estado y en asuntos amplios tales como la crisis de la deuda, y el apoyo a los grupos insurrectos fue reducido de forma drástica.

Si siempre fue difícil definir la izquierda en términos de un programa o un comportamiento común, la definición se hizo cada vez más difícil en los años ochenta. En Chile la izquierda seguía estando estructurada en torno a partidos y movimientos tradicionales, pero en otros países era relativamente difusa, parecida a la izquierda mexicana, que abarcaba gran número de partidos, grupos políticos, sindicatqs obreros, movimientos populares organizados y publicaciones dirigidas a las masas que fluctuaban de manera continua tanto en la forma como en la com­posición. En varios países proliferaron las organizaciones de las bases, que a menudo sospechaban que los partidos políticos intentaban manipularlas. Rei-

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vindicaban con fuerza los derechos de ciudadanía; se inspiraban un poco en el catolicismo radical; y formaban parte de ellas grupos que no se habían mostra­do políticamente activos antes de entonces, sobre todo las mujeres y los desem­pleados. Sus reivindicaciones raramente eran políticas en primer lugar, pero cuando el entorno político no respondía o incluso se mostraba hostil, entonces la exigencia general de democracia quedaba vinculada inevitablemente a sus fines concretos.

En muchos países apareció un sindicalismo explícitamente clasista en el que el activismo se combinaba con la hostilidad contra los partidos tradicionales de la izquierda, que seguían fieles a los supuestos leninistas sobre la subordinación del movimiento sindical al partido de vanguardia. En Colombia hubo varios paros cívicos organizados por un conjunto de asociaciones comunitarias, sindi­catos y políticos de izquierdas para protestar contra la inflación y el desempleo, pero también contra la delincuencia organizada y el asesinato de líderes popula­res. El Movimiento Cívico fundado en Cali en 1977 llevó a cabo una campaña electoral que dio buenos resultados en 1978, pues obtuvo el 34,9 por 100 de los votos en las elecciones municipales. En los nueve meses comprendidos entre sep­tiembre de 1977 y mayo de 1978 hubo cincuenta paros cívicos. Varias huelgas lograron paralizar todo el país y el proceso llevó a la unificación del movimien­to obrero al formarse en 1985 la Central Unitaria de Trabajadores, que unió a alre­dedor del 65 por 100 de los trabajadores organizados. En Perú una serie de huel­gas generales en 1977 y 1978, organizadas por sindicatos activistas y grupos comunitarios empujaron al gobierno militar a tomar la decisión de abandonar el poder en 1980.

Los llamados «nuevos movimientos sociales» podían expresar —y a menu­do así lo hacían— el rechazo explícito de los partidos políticos o la desilusión que éstos despertaban. En Perú, por ejemplo, zonas donde la izquierda y el APRA habían sido tradicionalmente fuertes votaron en 1990 a Alberto Fujimori, que era desconocido en política, y a su partido, Cambio 90, que tampoco había sido puesto a prueba. El 40 por 100 del total de votos que Fujimori obtuvo en Lima procedía de los doce distritos más pobres. La cifra era muy superior a la de los votos que obtuvo la coalición Izquierda Unida. El crecimiento de los movi­mientos evangélicos puede verse como parte de este mismo proceso de rechazo de las formas tradicionales de organización social, ya fueran los partidos políti­cos o la Iglesia católica, y en Perú una base importante de apoyo a Fujimori la constituían las iglesias evangélicas.

No obstante, los movimientos populares tendían a ser de protesta y oposición. Florecían cuando las dictaduras militares limitaban la participación política. Crea­ron una fuerte conciencia de oposición en la que había un marcado elemento cor-porativista; creían en el estado y no en el mercado. Lo que no está tan claro es que supieran adaptarse a las dificultades que ofrecía una forma diferente de participar en un sistema democrático cuando se permitió la reaparición de los partidos polí­ticos. El final de la dictadura en varios países fue acompañado de una renovación y una redefinición de los partidos socialistas. La estrategia de estos partidos de la izquierda iba ahora menos encaminada a hacerse con el poder del estado que a construir su basé en la sociedad civil. Estos partidos —entre los que estaban el de los socialistas chilenos y el Partido dos Trabalhadores (PT) brasileño— recal­caban sus raíces nacionales con preferencia a las internacionales. Trataban de

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incorporar prácticas democráticas en su organización interna, muy lejos del cen­tralismo democrático del modelo soviético. Sin embargo, en algunos países se formaron partidos nuevos a los que sería más apropiado calificar de socialde-mócratas que de socialistas. En Bolivia se fundó un partido socialista en 1971 que se basaba de manera explícita en el Partido Socialista de Allende, pero no prosperó porque atrajo poco apoyo nuevo y siguió la pauta boliviana de serias luchas internas en los partidos. También en Bolivia el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), fundado en 1971, presentaba igualmente paralelos con el partido de nombre parecido que existía en Chile. Abandonó su extremismo ini­cial, atrajo a una nueva generación de votantes bolivianos, se desvió marcada­mente hacia la derecha e incluso gobernó el país, aunque siguió una política que en ningún sentido podía calificarse de socialista. En Ecuador la Izquierda Demo­crática fundada en 1970 atrajo primeramente a la clase media urbana, pero tam­bién encontró apoyo entre el trabajo sindicado y, formando parte de una amplia coalición, obtuvo una mayoría de escaños en las elecciones para el Congreso de 1986 y su líder, Rodrigo Borja, fue elegido presidente en 1988.

El crecimiento de estos partidos nuevos y la aparición de movimientos socia­les ajenos a los partidos reflejaron la crisis de los partidos marxistas ortodoxos, sobre todo la del Partido Comunista. La trayectoria electoral de los partidos comunistas en los años ochenta fue poco convincente. El máximo de votos que obtuvieron el Partido Comunista y sus aliados en México fue del 6,5 por 100 (en 1985). En Colombia los votos obtenidos por el Partido Comunista y sus alia­dos ha oscilado entre el 3,1 por 100 en 1974 y el 6,8 por 100 en 1986. En Costa Rica, al aliarse el partido de los comunistas (PVP, es decir, Partido Vanguardia Popular) con tres partidos marxistas menores, obtuvo el 7 por 100 de los votos en 1978 y 1982. Pero al romperse la alianza, incluso aquel pequeño porcentaje bajó mucho.

La reacción de los partidos marxistas a la crisis del decenio de 1980 presen­tó enormes variaciones. El Partido Comunista mexicano, por ejemplo, abrazó un revisionismo de estilo eurocomunista. Pero el PCM nunca había sido un partido de masas. En su apogeo bajo la presidencia de Cárdenas tenía entre 35.000 y 40.000 afiliados, pero en épocas normales raramente contaba más de 10.000. Per­dió la base sindical que había construido en los años de Cárdenas y no volvió a imponerse en el mundo del trabajo hasta la formación, en los años setenta, de poderosos sindicatos universitarios. Abandonó la idea de que podía transformar al Partido Revolucionario Institucional (PRI). El PCM manifestó que el PRI había agotado su potencial progresista y pidió que se creara en la izquierda un frente democrático y socialista, aunque no sin que en el seno del partido surgiera una fuerte oposición a este cambio de política.

A partir de los años setenta el PCM había hecho hincapié en la lucha por los derechos democráticos: por sus propios derechos como partido político y por la autonomía de los sindicatos. Aspiraba a ser un partido de masas en vez de élites y propuso un programa de reformas moderado en un intento de obtener tanto apoyo como fuera posible. Siguiendo el ejemplo del Partido Comunista italiano, dedicó muchos recursos a adquirir poder en el nivel municipal, aunque los resultados fue­ron modestos (el control de la ciudad de Juchitán, en Oaxaca, con otros grupos de la izquierda fue el mejor resultado que obtuvo, aunque fue temporal). Abandonó su anticlericalismo y pidió que se aboliera la prohibición constitucional de los dere-

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chos políticos y electorales del clero. Reconoció que tenía la responsabilidad de fomentar la creación de organizaciones autónomas de mujeres.

En noviembre de 1981 el Partido Comunista mexicano se disolvió por deci­sión propia y junto con otros cuatro partidos creó el Partido Socialista Unificado de México (PSUM). Fue la culminación de diez años de debate interno y de cam­bios de política que habían llevado incluso a la alianza electoral con el partido trotskista, el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT ). En 1968 el Par­tido Comunista mexicano denunció la invasión soviética de Checoslovaquia y, más adelante, hizo lo mismo con la de Afganistán. Reconoció el aumento del interés por las ideas marxistas a raíz de la rebelión estudiantil de 1968 y trató de modernizarse para atraer el apoyo de quienes se interesaban por el marxismo como ideología.

El partido mexicano no había salido de la semilegalidad hasta 1977 y en 1979 participó en unas elecciones por primera vez desde hacía treinta y dos años: reci­bió alrededor del 5,1 por 100 de los votos. El intento de modernización no estu­vo libre de problemas. Dio lugar a feroces disputas internas que se resolvieron sin que las soluciones satisfacieran a los conservadores ni a los reformistas. Sólo unos pocos días después de la formación del PSUM, el segundo partido en orden de importancia, el Partido Mexicano de los Trabajadores (PMT), se retiró y hubo una lucha interna continua entre los partidos motivada por su actitud ante el gobierno, la ideología del nuevo partido, su posición ante el bloque soviético, su papel en el movimiento sindical y el poder que tiene el nuevo partido sobre los ele­mentos que lo constituyen.

Un rasgo que complica el panorama de la izquierda en México es la presencia de partidos izquierdistas tales como el Partido Popular Socialista (PPS) que en rea­lidad son satélites del PRI. Si bien están subordinados políticamente al PRI, estos partidos abrazan al mismo tiempo un marxismo-leninismo dogmático y combinan el estalinismo con la creencia en la revolución mexicana. Siguen obteniendo apo­yo: en las elecciones de 1988 fue la izquierda satélite la que vio aumentar el núme­ro de votos obtenidos al tiempo que descendía el de la izquierda independiente. Aunque normalmente estos partidos cosechaban pocos votos —el 4,7 por 100 en 1979, y el 2,96 por 100 en 1982—, obtuvieron el 21,04 por 100 de los votos en 1988 cuando apoyaron al Frente Democrático Nacional. El aliciente de la coalición FDN residía en parte en su líder y candidato a la presidencia, Cuauhtémoc Cárde­nas, hijo del presidente reformista, y en parte en su nacionalismo revolucionario. La coalición ponía el acento en la democracia política y la autonomía de las or­ganizaciones de masas, pero su mensaje era lo bastante impreciso como para que surgiesen dudas sobre si se trataba sencillamente de la izquierda del PRI o de una organización socialista auténticamente nueva. La coalición era una frágil combina­ción de elementos muy dispares que iban del anticomunista Partido Auténtico de la Revolución Mexicana (PARM) al estalinista pero oportunista PPS. Tenía que hacer frente a la encarnizada oposición del PRI porque competía directamente con él por el apoyo de los grupos y los votantes que han sido la espina dorsal del PRI. También se parece al PRI por el carácter poco democrático de sus prácticas inter­nas y sufre de continuas disensiones y desavenencias igualmente internas. En mar­zo de 1990 el rebautizado Partido Revolucionario Democrático (PRD) acordó incorporar movimientos populares en el partido, pero la relación entre el partido y dichos movimientos dista mucho de ser clara y es poco probable que corra pare-

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jas con la estrecha relación orgánica que existe entre los movimientos sociales y el PT en Brasil.

Si el partido mexicano echó a andar por el camino de la reforma, el Partido Comunista chileno se fue en la dirección contraria y después de 1980 abogó por la lucha armada contra la dictadura del general Pinochet. El partido colaboró en la creación de una pequeña guerrilla urbana cuya acción más espectacular fue el intento casi logrado de asesinar a Pinochet en septiembre de 1986. El partido chileno siempre fue leal a la Unión Soviética, mucho más, por ejemplo, que el venezolano o el mexicano. Después de 1980 Moscú juzgó conveniente dar im­portancia a la lucha armada y no es descabellado suponer que el cambio de polí­tica del partido chileno respondió al que se había producido en Moscú. Después de todo, el partido era ilegal en Chile y la mayoría de sus líderes se encontraban exiliados en la Unión Soviética. No cabe duda de que los líderes soviéticos se sentían avergonzados al ver cómo los partidos comunistas locales no apoyaban las insurrecciones victoriosas como hicieran en los casos de Cuba y Nicaragua. El Partido Comunista chileno era el mejor organizado de América Latina y, según los estrategas soviéticos, si algún partido tenía la probabilidad de ir a la cabeza de la revolución en lugar de ir detrás de ella, ese partido era el chileno, especialmente en un país gobernado por alguien que era objeto de la condena internacional.

El Partido Comunista también respondía al aislamiento político que le había impuesto no sólo el gobierno, sino también los demás partidos de la oposición. Después del golpe, al principio había intentado crear alianzas amplias con los democratacristianos, y también había intentado, con mayor éxito, crear un fren­te común con el ala más radical del Partido Socialista dirigido por Clodomiro Almeyda. Hasta los socialistas, que eran más radicales, se sintieron incómodos con su alianza con los comunistas cuando éstos pusieron en marcha el grupo de guerrilleros urbanos, el Érente Patriótico, y pareció muy poco probable que en el futuro el partido pudiese renovar la antigua alianza entre comunistas y socia­listas que había sido la base de la política de la izquierda en Chile desde el dece­nio de 1950. El Partido Comunista procuró conservar su identidad diferenciándose del proceso renovador que tenía lugar dentro de los partidos socialistas y subra­yando su lealtad a las posturas ortodoxas. El partido era muy consciente de que resultaba dificilísimo organizar una guerrilla en un país con poca tradición de violencia política y con un gobierno tan eficientemente represivo como el de Pinochet, y el Frente Patriótico se concibió como una operación en pequeña esca­la más que como una masiva insurrección urbana.

Los líderes soviéticos, que a la sazón hacían frente al desafío del eurocomu-nismo, ansiaban demostrar que al menos un partido importante era leal a la tesis de que la violencia revolucionaria tenía un papel que desempeñar en la lucha política. Pero el partido de Chile también estaba respondiendo al cambio social. La base tradicional del partido en el movimiento obrero era mucho más débil a causa de la ofensiva del gobierno Pinochet contra los sindicatos. Por otra parte, los jóvenes desempleados de las barriadas de chabolas estaban dispuestos y de­seosos de enfrentarse violentamente a la policía y al ejército tras el estallido del movimiento de protesta social contra el régimen en 1983. El Partido Comunista tenía más probabilidades de hacerse con la lealtad del citado grupo organizando la violencia en lugar de condenarla. El partido se mostró contrario a participar en

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el plebiscito que en octubre de 1988 puso fin a las esperanzas de Pinochet de ocu­par la presidencia durante ocho años más. No obstante, aceptó el plebiscito en el último momento e instó a sus afiliados a votar contra Pinochet, pero se vio exclui­do de la coalición que se formó para organizar la campaña, como le ocurrió tam­bién en las elecciones de diciembre de 1989, que dieron la victoria a la oposición.

La experiencia chilena demostró que una política de aislamiento e intransigen­cia aportaba escasos beneficios a un proceso de restauración de la democracia, pero distaba mucho de estar claro que hubiese otra estrategia que fuera obviamente más beneficiosa. El Partido Comunista chileno, como otros partidos parecidos del mun­do, recibió una fuerte conmoción a causa de los acontecimientos que se produjeron en la Europa oriental y la antigua Unión Soviética. Al igual que otros partidos simi­lares, pasó por una crisis de defecciones, expulsiones y escisiones y se encuentra ante un futuro en el cual su papel parece incierto en el mejor de los casos y mar­ginal en el peor.

Perú fue el único país de América Latina donde el comunismo inspirado por China generó apoyo popular, tanto urbano como rural. La guerrilla rural, Sendero Luminoso, que comenzó sus operaciones en 1980, aunque se había formado un decenio antes, es el más conocido de los movimientos de inspiración china. Sen­dero Luminoso fue una facción (Bandera Roja) del partido maoísta hasta que se separó en 1969-1970. Sendero Luminoso brotó de una influyente subcultura de maoísmo en Perú. El maoísmo tenía fuerza ideológica en los círculos estudian­tiles y el principal sindicato de maestros era controlado por el partido maoísta Patria Roja.

El Partido Comunista peruano estaba a favor de Moscú y, aunque tenía influencia en el movimiento sindical, no había creado cuadros sólidos y disci­plinados como los del Partido Comunista de Chile. Una base industrial mucho más débil, la competencia del APRA y años de represión habían contribuido a crear un partido de proporciones modestas. Era también un partido muy cauto. Al igual que la mayoría de los partidos de la izquierda, recibió con alegría, como hemos visto, el golpe militar de 1968 que llevó al poder a un gobierno reformista encabezado por el general Velasco. A diferencia de otros partidos de la izquier­da, continuó apoyando a dicho gobierno mucho después de que el impulso refor­mista hubiera desaparecido. Hasta la huelga general de 1977 no pasó el Partido Comunista peruano a formar parte de la oposición al gobierno militar. Sectores sociales que deseaban protestar contra la política del gobierno, así como contra el fuerte descenso del nivel de vida después de 1972, recurrieron a partidos más radicales. Debido al fracaso de la guerrilla casuista en los primeros años sesen­ta, esa opción en particular parecía menos atractiva, y aunque los trotskistas reci­bieron cierto apoyo, el encarcelamiento de su popular líder, Hugo Blanco, y sus continuas discusiones internas limitaron su atractivo también.

Al producirse la ruptura entre la Unión Soviética y China, un pequeño grupo había abandonado el partido ortodoxo para formar un partido maoísta. Aunque pronto hubo en él divisiones en torno a si la lucha revolucionaria tenía que ser principalmente urbana o rural, el nuevo partido encontró apoyo en los decisivos sectores medios, sobre todo entre los maestros y los estudiantes universitarios. El clima ideológico general que había creado el gobierno Velasco en sus primeros años se mostraba tolerante con los movimientos radicales y permitió que los maoístas formaran un poderoso sindicato de maestros, el SUTEP, que antes de

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que transcurriera mucho tiempo se enfrentó al gobierno, a veces de manera vio­lenta, en relación con la paga y las condiciones de trabajo de los maestros.

Mientras tanto, Sendero Luminoso empezó pacientemente a formar cuadros y buscar apoyo en la empobrecida región de Ayacucho, donde las condiciones económicas y sociales favorecían su crecimiento. Aunque pobres, incluso para tratarse de Perú, no existía ninguna clase formada por grandes terratenientes que suprimiera las organizaciones campesinas. Ayacucho había oído muchas prome­sas de reforma agraria de boca del gobierno Velasco, pero los beneficios reales eran escasos. En esta zona remota el gobierno y la policía ejercían poca autoridad. La población de la zona era en gran parte india y estaba muy resentida contra el gobierno urbano y blanco de Lima. La universidad de Ayacucho estaba controlada por maoístas; el más famoso de los profesores, y director de personal, era nada menos que Abimael Guzmán, el líder e ideólogo de Sendero Luminoso.

Sendero Luminoso profesaba admiración por las ideas de Mao en el apogeo de la revolución cultural, durante la cual algunos de los líderes senderistas habían estado en China. También se inspiraba en las ideas indigenistas de Mariátegui. La mayoría de sus líderes eran mestizos y hostiles a cualquier organización de las bases que no fuera el partido. Sendero Luminoso recreó las estructuras auto­ritarias de la sociedad andina sustituyendo el dominio de los terratenientes por el del partido. Estaba organizado en una estructura de células envuelta en el mayor secreto y en la cual era difícil penetrar. Era extremadamente despiadado y vio­lento y se valía del terror para imponer su dominio. La respuesta del gobierno al principio fue permitir que los militares tomaran medidas igualmente salvajes contra Sendero Luminoso y se calcula que el número de muertos, en gran parte campesinos inocentes, fue de quince mil entre 1980 y 1988. Sendero Luminoso llevó a cabo un gran cambio de estrategia en 1988 al declarar que las ciudades eran «necesarias» más que «secundarias». Sendero Luminoso encontró cierto apoyo en las barriadas de. chabolas de Lima y en algunos sindicatos industriales. También publicaba un periódico, El Diario. Que Sendero Luminoso podía hacer estragos en el frágil sistema político de Perú era algo que no admitía dudas; pero de lo que sí cabía dudar era de que pudiese hacer algo más. Sus sencillísi­mas proposiciones políticas y siis métodos violentos recordaban la Camboya de Pol Pot.

El crecimiento de Sendero Luminoso planteó problemas al mosaico de par­tidos —comunista ortodoxo, trotskista, prochino, casuista— que constituían la izquierda en Perú. La historia de la izquierda peruana es un proceso intermina­ble de unificación y división. La izquierda consiguió buenos resultados en las elecciones de 1978 para la asamblea constituyente, con el 29,4 por 100 de los votos. Pero la retirada de los trotskistas debilitó la coalición y en las elecciones de 1980 compitieron cinco listas distintas de izquierdas que en conjunto obtuvieron sólo el 14,4 por 100 de los votos. La mayoría de los grupos izquierdistas se unie­ron para formar la Izquierda Unida en 1980 y los votos obtenidos por la izquier­da aumentaron hasta situarse en el 29 por 100 en las elecciones municipales de 1983, y el líder de la IU, Alfonso Barrantes, se hizo con el control de Lima al obtener el 36,5 por 100 de los votos. Era obvio que el crecimiento de la izquier­da reflejaba la grave crisis económica unida al descontento general con el gobier­no del presidente Belaúnde Terry, pero también reflejaba la gran labor organi­zativa que la izquierda había llevado a cabo en las bases y un intento serio de

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formular una política que consistiera en algo más que en expresar denuncias retóricas de los males del capitalismo.

Sin embargo, la izquierda distaba mucho de estar unida. En su condición de alcalde de Lima, Barrantes tuvo que hacer frente a una racha de ocupaciones de tierra organizadas por la extrema izquierda de su propia coalición. Esta falta de unidad ocasionó un descenso de los votos de la izquierda, que se situaron en un 21 por 100 en 1985, aunque continuó siendo la segunda fuerza electoral. Pero las divisiones se intensificaron y reflejaron la actitud ambigua que ante la democra­cia adoptaban importantes elementos de la coalición IÜ (y que compartían, for­zoso es decirlo, algunos grupos de la derecha e incluso el gobierno del APRA). El asunto de la violencia política continuaba siendo una línea divisoria entre los que deseaban colaborar en el proceso democrático, a pesar de sus defectos, y los que deseaban provocar su caída para sustituirlo por un orden diferente. Barrantes fue criticado por quienes consideraban que el principal foco de activi­dad tenían que ser las calles y las fábricas en lugar del Congreso. En enero de 1989 el primer congreso nacional de la IU fue testigo de una escisión cuando Barrantes se llevó consigo algunos delegados moderados para formar una coali­ción rival, la Izquierda Socialista. Los votos obtenidos por la izquierda en las elecciones municipales de 1989 bajaron mucho y quedaron en un 11,5 por 100, y los dos candidatos de la izquierda que concurrieron a las presidenciales de 1990 obtuvieron sólo el 11 por 100 de los votos entre los dos.36

Una respuesta a la decadencia del comunismo ortodoxo, así como a la cre­ciente pérdida de atractivo del modelo cubano, fue el renovado interés por el socia­lismo de tipo esencialmente parlamentario y electoral, lo cual contrastaba con la violencia asociada con la guerrilla en países tales como Perú, Colombia y El Sal­vador. La reacción a los años de dictadura militar y la supresión de las libertades básicas entre algunos sectores de la izquierda fue una evaluación mucho más posi­tiva de los beneficios de la democracia formal. El crecimiento de movimientos socialdemócratas en Europa, en especial el partido socialista de Felipe González en España, fue una fuente de inspiración. La labor de la Internacional Socialista en América Latina aportó vínculos internacionales, más aliento y un poco de ayuda económica. Al analizar con más atención la estructura social de América Latina, la izquierda moderada se percató de la importancia de atraer a las clases medias, así como a las nuevas organizaciones populares que no eran sindicatos ni expresión de la lucha de clases, y que debían más a las instituciones inspiradas por la Iglesia que a la izquierda marxista.

El Partido Socialista chileno, aunque siempre fue un partido que contenía diversas facciones ideológicas, se había desplazado en su conjunto hacia la izquierda durante el decenio de 1960, en parte bajo la influencia de la revolución cubana. Durante el gobierno de la Unidad Popular se situó a la izquierda del Par­tido Comunista y apoyó la ocupación de fábricas y explotaciones agrícolas por parte de los obreros y los campesinos. Fue reprimido salvajemente después del golpe de 1973 y la mayoría de los líderes del partido tuvieron que marchar al exi­lio, donde el partido se dividió en un ala moderada y un ala marxista-leninista. Esta diferencia reflejaba en parte la experiencia del exilio. En los que se exiliaron

36. Esta sección se basa en gran parte en Lewis Taylor, «One step forward, two steps back: the Peruvian Izquierda Unida 1980-1990», Journal ofCommunist Studies, 6, 1 (1990).

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en Francia, Italia o los países escandinavos influyeron los cambios que se esta­ban produciendo en la socialdemocracia europea. La sección más intransigente, capitaneada por Clodomiro Almeyda, se exilió en el bloque oriental y tendía a reflejar la ideología de sus anfitriones, incluida la importancia que se daba a la necesidad de una alianza entre socialistas y comunistas.

El partido se vio obligado a llevar a cabo una reconsideración profunda del significado de la democracia. La izquierda chilena, en especial el Partido Socia­lista había considerado la democracia como algo natural. Haya de la Torre había escrito en 1946, refiriéndose a los socialistas chilenos, que desprecian la demo­cracia porque no les ha costado nada adquirirla. Ojalá conocieran la verdadera faz de la tiranía.37 Después de 1973 los socialistas chilenos conocieron la verda­dera faz de la tiranía y una de las consecuencias que tuvo su reconsideración del valor de la democracia fue rechazar la vuelta al tipo de política y de alianzas políticas que habían caracterizado el período de la Unidad Popular.

El Partido Socialista moderado se guardó mucho de dar importancia al con­trol estatal de la economía por medio de la nacionalización de los monopolios extranjeros y locales y de las grandes empresas, y, en vez de ello, abogó por la planificación democrática, la economía mixta y los pactos sociales entre los gobiernos, los trabajadores y los empresarios (la llamada «concertación social»). Los socialistas moderados aceptaban la necesidad de formar alianzas políticas con partidos de centro tales como los democratacristianos y los radicales con el fin de derrotar al gobierno de Pinochet y restaurar la democracia en Chile. Criti­caban al Partido Comunista porque abogaba por la violencia.

El Partido Socialista radical, encabezado por Clodomiro Almeyda, seguía hablando el lenguaje del leninismo y formó una alianza con el Partido Comunis­ta, después de que las protestas sociales de 1983 en Chile lograran que se permi­tiera la actividad limitada de los partidos en el país. Pero los socialistas de Almeyda se sentían incómodos con la justificación de la violencia por parte de los comunistas y se unieron a los otros socialistas en la campaña contra Pino­chet con motivo del plebiscito de 1988, así como en la campaña electoral de 1989. A finales de 1989 los dos partidos socialistas se unieron en un partido que vol­vía a estar unificado y aceptaron en líneas generales los principios de la sección renovadora del socialismo.

La verdadera novedad én la izquierda fue un partido «instrumental», el lla­mado Partido por la Democracia (PPD), que se creó para participar en el plebis­cito de 1988 y cuya inspiración era en gran parte socialista. Este partido presenta­ba una imagen más moderna que el Partido Socialista, sus miembros procedían de grupos con poca experiencia previa en la actividad de los partidos y, en general, aspiraba a ser una versión chilena del PSOE español. Las relaciones entre el Par­tido Socialista y el PPD no fueron siempre fáciles, toda vez que el PPD era de manera consciente menos ideológico que el Partido Socialista y era considerado un vehículo para las ambiciones políticas del líder socialista Ricardo Lagos. No estaba nada claro si el PPD absorbería al Partido Socialista o si el PPD se trans­formaría en un amplio frente político en el cual el Partido Socialista sería el ele­mento principal. Esta incertidumbre y el hecho de que gran número de socialistas

37. Citado en Jorge Arrate, La fuerza democrática de la idea socialista, Santiago, 1985, p. 82.

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destacados estuviesen también afiliados al PPD reflejaban las ambigüedades no resueltas que la transformación del socialismo chileno llevaba aparejadas.

En Venezuela el Movimiento al Socialismo (MAS) lo formaron en 1971 disi­dentes del Partido Comunista, muchos de los cuales habían participado en la guerrilla de los años sesenta. Aunque el partido raramente ha obtenido más del 5 por 100 de los votos, su importancia en el sistema político ha sido mayor de lo que induce a pensar ese porcentaje, ya que las ideas que ha difundido han ejer­cido influencia y el partido contribuyó de manera decisiva a la consolidación de la democracia venezolana al abogar por la reforma del sistema en vez de su derrocamiento. En el MAS influyeron la experiencia del Partido Comunista ita­liano y el movimiento eurocomunista. Insistió en que tenía que haber caminos individuales y nacionales para llegar al socialismo y rechazó la idea de que exis­tiera un solo modelo correcto. Criticó el estilo leninista de la organización del partido y abogó por la creación de un partido cuya estructura permitiese la par­ticipación. Criticó al Partido Comunista por subestimar el papel y la importancia de las clases medias en el sistema político venezolano. Aunque muchos de los afiliados del MAS procedían del Partido Comunista y de la extrema izquierda, reconocían que el pueblo venezolano estaba comprometido con la democracia. El partido se presentó como comprometido también con la democracia, tanto en el país como en su propia estructura interna. El MAS insistía en la necesidad de honradez y responsabilidad en la vida pública y procuraba presentarse como el verdadero representante de los valores que los principales partidos —la AD y el COPEI— habían encarnado en otro tiempo pero que habían comprometido en la lucha por el poder político.

Desde 1971 el MAS había pasado gran parte de su tiempo entregado a un interminable debate sobre estrategia, táctica y organización. Era muy consciente de que el principal problema de la izquierda consistía en encontrar algún papel que representar en unos momentos en que un presidente reformista (Carlos Andrés Pérez) y los crecientes ingresos que proporcionaba el petróleo se tradu­cían en un aumento del apoyo a la AD. La respuesta no era fácil: de ahí el ince­sante debate interno en el MAS. Pero el partido desempeñó un papel útil intro­duciendo ideas nuevas en el sistema bipartidista y frenando los abusos del poder. Y desempeñó un papel más que útil al contribuir a crear en Venezuela una izquierda que estaba firme y públicamente comprometida con la democracia parlamentaria.38 El apoyo que recibía el MAS aumentó un poco cuando la crisis económica creó descontento con los partidos principales, la AD y el COPEL En las elecciones de 1988, en las que se presentó aliado con otro partido de izquier­das, obtuvo el 10,2 por 100 de los votos, y en las primeras elecciones directas de gobernadores de los estados, que se celebraron en 1989, el MAS venció en el estado industrial de Aragua y quedó en segundo lugar, después de la AD, en varios más. Pero la izquierda venezolana obtuvo relativamente poco apoyo nue­vo de la gran oleada de descontento que causó disturbios violentos en 1989 y condujo a varios intentos de golpe militar en 1992. El descontento popular adqui­rió la forma de protestas masivas en la calle, y la verdadera amenaza para el

38. Steve Ellner, Venezuela's Movimiento al Socialismo: from guerrilla defeat to innova-tive politics, Chapel Hill, Carolina del Norte, 1988, es uno de los pocos estudios eruditos de un partido izquierdista de América Latina. *

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dominio de los dos partidos en Venezuela procedía de conspiradores militares inspirados por grandilocuentes concepciones populistas más que de la izquier­da. Sin embargo, un nuevo partido de izquierdas, Causa Radical, basado en el movimiento sindical, arraigó en el estado industrial de Bolívar. Causa Radical, que se benefició del rechazo general de que fueron objeto los partidos tradicio­nales en las elecciones presidenciales de 1993, obtuvo el 22 por 100 de los votos populares.

La izquierda en Uruguay era un caso insólito porque sus ideas y su estrate­gia parecían menos afectadas por los largos años de dictadura militar que la izquierda brasileña o chilena. Sin embargo, más que los otros países del Cono Sur, la restauración de la democracia en Uruguay fue precisamente eso: una res­tauración del sistema anterior. De hecho, la izquierda cambió bastante más que los dos partidos dominantes, el Partido Colorado y el Partido Nacional. La izquierda, organizada bajo el nombre de Frente Amplio, obtuvo buenos resulta­dos en las elecciones de 1971: consiguió el 18 por 100 de los votos. En las pri­meras elecciones que se celebraron después del gobierno de los militares, las de 1984, obtuvo el 21,3 por 100 de los votos; y en 1989, el 21,2 por 100. Pero hubo cambios en la composición y las ideas políticas del Frente Amplio. En 1973 los principales partidos del Frente eran el Partido Comunista, el Partido Socialista y el MLN-Tupamaros. En 1984 los votos para la izquierda radical, el MLN, descendieron en proporción a los votos totales que obtuvo la izquier­da del 23 por 100 al 6,7 por 100 comparado con el descenso de los votos ob­tenidos por los comunistas, que fue del 32,9 al 28,2 por 100; mientras que el principal ganador fue un nuevo partido moderado de inspiración democratacris-tiana, el Movimiento por el Gobierno del Pueblo, que obtuvo el 39,3 por 100 de los votos del Frente en comparación con el 10,3 por 100 que habían recibi­do los partidos moderados en 1971. El Frente Amplio era claramente menos extremista que en 1971 y su compromiso con la política electoral era más fir­me. Perdió el apoyo del grupo más moderado en 1989 al formar dicho grupo el partido Nuevo Espacio, que obtuvo el 9 por 100 de los votos populares, pero su porcentaje de votos permaneció constante. Por otra parte, el Frente obtuvo la mayoría relativa en Montevideo, con el 37 por 100 de los votos, y ganó la alcaldía.

El Frente Amplio era una gran coalición unida en parte por las peculiaridades del sistema electoral uruguayo, que estimula la formación de amplias coaliciones de numerosos partidos. Recibió apoyo debido en parte a que era la única opción digna de confianza frente al tradicional sistema bipardisita en unos momentos en que ambos partidos eran cada vez más impopulares por su gestión de la econo­mía. El Frente Amplio consolidó su posición sobre la izquierda al oponerse a la ley que concede la amnistía a los militares que cometieron abusos de los derechos humanos. El Frente Amplio se benefició del sistema sindical uruguayo, que, a diferencia del de la mayoría de los países de América Latina, tiene un historial de evolución autónoma, de no estar incorporado en la maquinaria del estado ni colo­nizado por uno de los dos partidos principales. Pero el Frente Amplio era débil fuera de Montevideo, donde obtuvo sólo el 9 por 100 de los votos, y los trabaja­dores sindicados que votan con asiduidad al Frente constituyen sólo el 19 por 100 de la población adulta de Montevideo y un porcentaje insignificante en otras partes. Al salir del Frente los partidos moderados, se redujeron sus probabilida-

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des generales de obtener buenos resultados electorales. Hasta cierto punto, la supervivencia del Frente dio testimonio de la inmovilidad general del sistema político uruguayo, más que de la formación de un nuevo e innovador movimien­to izquierdista.

En Brasil el Partido dos Trabalhadores (PT) se formó en parte debido a que se percibía la insuficiencia del partido Comunista como medio de expresión de las reivindicaciones de los sindicatos. El PT nació del nuevo sindicalismo que se for­mó en las grandes industrias metalúrgicas de la región de Sao Paulo. En 1978, tras un año de activismo obrero, los nuevos líderes sindicales, sobre todo Luís Inácio da Silva (Lula), sacaron la conclusión de que el activismo en los lugares de trabajo no servía para alcanzar sus objetivos más amplios. Según dijo Lula, «en mi opinión, la izquierda brasileña ha cometido errores durante toda su histo­ria precisamente porque ha sido incapaz de comprender lo que pasaba por la cabeza de los trabajadores y basarse en ello para elaborar una doctrina original... No niego que el PCB ha sido una fuerza influyente durante muchos años. Lo que sí niego es que sea justo decirles a los trabajadores que tienen que ser comunis­tas. El único proceder justo es dar a los trabajadores la oportunidad de ser lo que más les convenga. No desean imponer doctrinas. Quieren formular una doctrina justa que emane de la organización de los trabajadores y que al mismo tiempo sea resultado de su propia organización».39

El PT se ha convertido en el mayor partido explícitamente socialista de Amé­rica Latina. Su apoyo electoral aumentó del 3 por 100 del total de votos en 1982 al 7 por 100 en 1986. En las elecciones municipales de 1988 los candidatos del PT se hicieron con el control de treinta y seis ciudades, entre ellas Sao Paulo, donde la candidata era una inmigrante procedente del empobrecido noreste, Lui-za Erundina. Los votos totales del PT en las 100 ciudades más grandes de Brasil representaron el 28,8 por 100 del total de votos. Aunque el partido tenía sus raí­ces en el movimiento sindical urbano, también ha crecido en las zonas rurales, donde cuenta con el apoyo de la Iglesia radical y de las comunidades de base. En la primera ronda de las elecciones presidenciales de 1989 Lula, el candidato del PT, obtuvo el 16,08 por 100 de los votos y quedó en segundo lugar, por un mar­gen estrecho, frente a Leonel Brizóla (PDT), que obtuvo un 15,74 por 100. En la segunda ronda Lula (37,86 por 100) fue vencido por Fernando Collor de Mello (42,75 por 100), pese a moderar su programa político radical con el fin de atraer al centro, táctica que casi dio buen resultado.

El PT también procuró adoptar un modelo nuevo de organización interna que, a diferencia de la del PCB, respetase la autonomía del movimiento sindical. La misión del partido no era dirigir a los trabajadores, sino expresar sus reivin­dicaciones en la esfera política. La organización del partido hacía hincapié en la democracia participativa. La organización central del partido seria el llamado «núcleo de base», que se compondría de miembros afiliados de un vecindario, un grupo profesional, un lugar de trabajo o un movimiento social y se dedicaría a una actividad política permanente más que a una actividad electoral esporádica. El partido estaba destinado a dirimir las diferencias que normalmente existen entre un movimiento social y un partido. Si, en la práctica, muchos núcleos fun­cionaron en gran parte como organizaciones electorales, el nivel de participación

39. Citado en una entrevista con Lula en Adelante, Londres,""enero de 1981, p. 6.

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de los afiliados del PT, que se calculan en unos 600.000, seguía siendo extraor­dinariamente elevado para tratarse de un partido brasileño.

Semejante estructura participativa era muy apropiada para la política de opo­sición que fue necesaria al imponerse el gobierno militar. Era menos claro que tal estructura funcionase en una democracia competitiva. Muchos de los afiliados y líderes del partido procedían del radicalismo católico más que del marxismo y íes preocupaba más mantener la autonomía de las organizaciones sindicales y populares que crear un partido político disciplinado. Hubo muchos conflictos internos en el PT, en especial entre los afiliados del mismo que eran miembros del Congreso y los líderes del partido fuera del Congreso. Los tres partidos trots-kistas brasileños trabajaban dentro del PT, aun cuando el mayor de ellos, Con­vergencia Socialista, consideraba el PT como una pantalla que había que radica­lizar bajo la dirección de una vanguardia revolucionaria que combatiera en el PT la influencia de la Iglesia católica y del grupo parlamentario. Semejante variedad de posturas políticas no contribuía a la disciplina del partido, pero la derrota de los trotskistas en el congreso del partido celebrado a finales de 1991 permitió una mayor unificación.

El PT era indudablemente novedoso, no sólo entre los partidos de Brasil, sino incluso entre los partidos socialistas de América Latina. Estaba firmemente enraizado en la clase trabajadora, y controlaba alrededor del 60 por 100 de los sindicatos del sector público, y sólo un poco menos en el sector privado. En el Congreso el PT era el partido con la mayor proporción de diputados vinculados al movimiento obrero y a movimientos sociales. Intentó crear normas de actua­ción y prácticas nuevas; por ejemplo, el 30 por 100 de los puestos del comité central del partido los ocuparían mujeres. Pero surgieron problemas que obsta­culizaron su avance. El PT era un partido ideológico en un sistema de partidos que no tenía nada de ideológico. Tuvo que hacer frente al desafío de otros parti­dos izquierdistas, en especial del viejo partido populista radical de Brizóla y del socialdemócrata PSDB. Tendió una mano a los pobres organizados de las ciuda­des y el campo, pero la mayoría de los brasileños pobres no estaban sindicados ni eran miembros de organizaciones sociales y en 1989 estos sectores votaron más al derechista Collor de Mello que a Lula. Al igual que a todos los partidos de izquierdas, al PT le costó proponer medidas para hacer frente a la crisis eco­nómica que no se pareciesen a las fórmulas que habían fracasado en el pasado ni fueran simples imitaciones de la política neoliberal ortodoxa. Si bien el apego del PT a una ideología radical ayudó a formar miembros comprometidos del partido, ese mismo compromiso limitó su capacidad de competir en el mundo fluido y populista de la política de partidos de Brasil.

A pesar de las diferencias entre los sistemas políticos, hubo paralelos en Chi­le, Venezuela, Uruguay y Brasil, y en otras regiones de América Latina, en lo que se refiere a la aparición de un socialismo que insistía en la participación y la democracia, que rechazaba la pasada ortodoxia de un solo modelo correcto y que se basaba firmemente en estructuras nacionales más que en doctrinas internacionales.

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CONCLUSIÓN

Históricamente la izquierda siempre ha supuesto que existían un objetivo, un programa y una fuerza organizada capaz de poner dicho programa en práctica, y una teoría que explicaba la lógica del sistema. Puede que el programa fuese improvisado, que el objetivo fuese irreal y que la fuerza organizada no fuera nada de eso, pero así era como la izquierda pensaba en el cambio, al menos como legi­timaba sus actividades. Todo esto está ahora en entredicho.40 En el decenio de 1980 tuvieron lugar cambios trascendentales en el comunismo internacional, que de la insistencia monolítica de la época de Brezhnev en que había un solo modelo de socialismo, aun cuando pudiera haber diversos caminos para llegar a él, pasó al pluralismo del socialismo que aceptaban los defensores de la perestroika en la Unión Soviética bajo Gorbachov y, finalmente, a la desintegración definitiva de la Unión Soviética y con ella del comunismo como ideología política viable. Una consecuencia obvia de estos acontecimientos fue la disminución del interés de la Unión Soviética por los movimientos comunistas locales y del apoyo que les prestaba. En los años ochenta, sin embargo, la cuantía del apoyo soviético desti­nado a los partidos comunistas de América Latina ya era relativamente poco importante, exceptuando el caso de Cuba. El centro de operaciones soviéticas en América Latina en los años setenta y ochenta era Perú. Pero la prioridad para la Unión Soviética era una ruta aérea a América Latina, y acceso a las zonas pes­queras del Pacífico, en vez de ser la propagación del comunismo en Perú y Amé­rica Latina. Si la Unión Soviética continuó interesándose por el Partido Comu­nista chileno en los años ochenta no fue sólo por ser el único partido comunista latinoamericano que tenía una trayectoria electoral históricamente razonable, sino también porque la Unión Soviética estaba interesada en la zona del Pacífi­co por razones económicas y tener un partido aliado allí podía reportarle algún beneficio.

Mucho más importante que la pérdida de apoyo material fue el daño que sufrió el prestigio ideológico del marxismo en América Latina. Al caer el comu­nismo internacional, la izquierda perdió la visión movilizadora de una sociedad socialista a la que se llegaría mediante la revolución. La idea de la revolución no pasó a ser sólo inimaginable, sino incluso indeseable. La última posición del movimiento comunista en América Latina seguía siendo el régimen de Castro en Cuba. Era todavía una especie de punto de reunión de quienes, aun estando desi­lusionados con los fracasos económicos de Castro y su falta de respeto por los derechos humanos, pensaban que Cuba necesitaba apoyo por ser el último bastión contra el imperialismo de los Estados Unidos. Esta opinión estaba especialmente arraigada en América Central. Allí la izquierda sólo había tomado realmente el poder por la fuerza de las armas y todavía, con buenos motivos, desconfiaba de las credenciales democráticas de la derecha y el centro políticos del istmo. A pesar de las negociaciones de paz entre los gobiernos y las guerrillas, seguía sin estar claro que la izquierda centroamericana fuera a evolucionar y convertirse en alguna clase de socialdemocracia.

40. Entrevista con José Aricó en NACLA, Report on the Ame ricas: the Latín American Left, vol. XXV, n.° 5, mayo de 1992, p. 21.

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Si Cuba representaba todavía un punto de reunión para la izquierda en Amé­rica Central, ya no podía decirse lo mismo de la revolución nicaragüense, que fue derrotada en las elecciones de 1990. Al gobierno sandinista le costó pasar de par­tido vanguardista al frente de una revolución a partido de izquierda democrática que participaba en unas elecciones competitivas.41 No obstante, que los sandinis-tas seguían inspirando sentimientos de lealtad lo demostró el hecho de que, a pesar de un desmoronamiento económico sin precedentes, así como de las terri­bles consecuencias de la guerra que les enfrentaba a la contra, y la hostilidad de gran parte de la Iglesia católica, pudieran obtener más del 40 por 100 de los votos en las elecciones de 1990 y conservaran mucho poder en el nuevo gobierno de Violeta Chamorro. Pero la derrota de los sandinistas fue un golpe a la confianza de la izquierda en América Central y, de hecho, en toda América Latina. El expe­diente de la izquierda en el poder no era atractivo. El historial económico de Cuba era pésimo y su futuro político, incierto. Aunque por razones diferentes, el historial económico de Nicaragua todavía era peor y, además, el pueblo había votado contra la revolución, obligándola a abandonar el poder.

Con todo, es posible ver algunos beneficios para la izquierda latinoamerica­na que se derivan de la caída del comunismo internacional. La izquierda ya no tendría que justificar o excusar las prácticas antidemocráticas del bloque comu­nista. Ya no tendría que defender a regímenes que ofendían las creencias demo­cráticas liberales. La izquierda ya no tendría que hacer frente al mismo grado de hostilidad de los Estados Unidos. Podría empezar a liberarse de la acusación de que la izquierda en el poder degenerará automáticamente en autoritarismo.

Al empezar el decenio de 1990, la izquierda de todo el mundo se encontró con problemas tan grandes como los de la izquierda latinoamericana, o todavía mayo­res. De hecho, podría decirse que, a pesar de todos los reveses, en América Lati­na la izquierda se encontraba en una situación relativamente más favorable que en otras regiones. Al menos la izquierda latinoamericana no se veía desgarrada por los conflictos étnicos de algunos otros países. Tampoco tenía que contrarrestar la fuerza movilizadora popular del fundamentalismo religioso. En muchos otros lugares del mundo la izquierda había sufrido por el hecho de estar en el gobierno en una época de recesión económica internacional. En América Latina la derecha estaba en el poder. Era posible que si la política económica neoliberal no daba resultados tan buenos como los que prometían sus defensores, las ventajas de estar en la oposición se manifestaran en el futuro.

Los factores que dieran origen a la izquierda no habían desaparecido. La rece­sión económica del decenio de 1980 acentuó la desigualdad y empeoró la pobreza en América Latina. Las fuerzas de la derecha seguían ejerciendo un control des-

41. La confusión del movimiento sandinista aparece bien captada en esta declaración de José Pasos, subjefe del departamento internacional del FSLN: «Tenemos que convertirnos en un partido moderno. Hay algunos principios que no cambian: el pluralismo político, la no alinea­ción, la economía mixta. Nuestro antiimperialismo permanece igual, pero no es el antiimperia­lismo de Marx o Lenin. Para nosotros significa la no injerencia en nuestros asuntos internos y son los Estados Unidos los que se injieren. Nosotros continuamos creyendo que el socialismo es la meta. Pero indudablemente no es el socialismo que ha surgido en el este, y tampoco el socialismo de Cuba, ni la perestroika. Quizá lo más aceptable para nosotros sería el socialismo sueco, pero resulta muy caro. Qué clase de socialismo puede tener un país pobre es una cues­tión que ahora vamos a empezar a debatir». De una entrevista en The Guardian, Londres, 30 de abril de 1990.

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proporcionado sobre el poder político. Los pobres y desposeídos tenían pocas posibilidades de recurrir a la justicia dentro de los sistemas jurídicos e institucio­nales vigentes. Era verdad que la izquierda de los años noventa no ofrecía ningún programa distintivo que fuera políticamente popular. Su fuerza nacía más de la naturaleza inaceptable de la vida para la mayoría del pueblo que de la viabilidad de unas opciones políticas.

La izquierda latinoamericana no fue la única que comprobó que el nuevo contexto exigía una nueva respuesta. Los partidos socialistas europeos respon­dieron abrazando decididamente la idea de la economía de mercado y desha­ciéndose de la mayor parte de los programas por los que abogaran en el pasado. Pero asuntos que empezaron a ocupar un lugar destacado en Europa, tales como las inquietudes ecológicas o medioambientales, no habían adquirido importancia, al finalizar el decenio, para la izquierda latinoamericana en unas sociedades don­de los problemas de la pobreza y las privaciones eran más apremiantes. Asuntos tales como la destrucción de la selva tropical amazónica, o el efecto de las minas de oro y otras actividades en los pueblos nativos de Brasil despertaban más pre­ocupación internacional. Y tampoco se mostraba la izquierda latinoamericana especialmente receptiva al debate en torno a la desigualdad entre los sexos. Algu­nos partidos se comprometieron a trabajar en pos de la igualdad entre los sexos en teoría, pero en la práctica hubo pocos cambios en las costumbres tradiciona­les. En los años ochenta el socialismo en América Latina corría peligro de con­vertirse en una doctrina conservadora con los ojos puestos en el pasado mientras la derecha política tomaba la iniciativa ideológica.

No obstante, en el siglo xx la izquierda había establecido en América Latina una presencia y un prestigio cuyas bases eran más sólidas que en muchas otras zonas del mundo. Si otros partidos habían hecho suyas las ideas de la izquierda, este hecho atestiguaba la fuerza y la pertinencia de tales ideas. La izquierda creó partidos políticos, sindicatos y grupos intelectuales que desempeñaron papeles fundamentales en la política de los países latinoamericanos. Las ideas del socia­lismo y el marxismo inspiraron a algunos de los escritores e intelectuales más grandes de este siglo en América Latina. Algunos grupos de la izquierda justifi­caron y usaron la violencia para alcanzar sus objetivos, pero la mayoría de ellos se abstuvieron y todos soportaron lo peor de la violencia del estado, que era mucho mayor. La izquierda interpretó un papel importante en la lucha por la de­mocracia contra los regímenes autoritarios en los años setenta y ochenta. Muchos hombres y mujeres normales y corrientes se unieron a la izquierda porque que­rían igualdad, justicia y libertad. Estos valores sólo se habían hecho realidad de manera muy imperfecta en la América Latina contemporánea. La izquierda de los años noventa se encontró ante la difícil tarea de idear nuevas formas de alcanzar viejos objetivos.