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Título original: O show do eu: A intimidade comoespetáculoPaula Sibilia, 2008Traducción: Paula Sibilia & Rodrigo FernándezLabriolaDiseño de cubierta: Juan Balaguer

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

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I. EL SHOW DEL YO

Me parece indispensable decir quién soy yo.[…] La desproporción entre la grandeza demi tarea y la pequeñez de miscontemporáneos se ha puesto de manifiestoen el hecho de que ni me han oído nitampoco me han visto siquiera. […] Quiensabe respirar el aire de mis escritos sabe quees un aire de alturas, un aire fuerte. Hay queestar hecho para ese aire, de lo contrario secorre el peligro nada pequeño de resfriarse.

FRIEDRICH NIETZSCHE

Mi personaje es atractivo por diferentesmotivos; de hecho, [en mi blog] tengo comopúblico a las madres, a las chicas de mi edad,los hombres maduros, los estudiantes deDerecho, entre otros. Además, a la gente legusta como escribo. […] Creo que soyhonesta y cero pretenciosa. La genterevalora que uno sea honesto y sabe que loque lee es verdad, que no es una pose. […]No soy una delikatessen (para pocos), sinoun Big Mac (para muchos).

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LOLA COPACABANA

¿Cómo se llega a ser lo que se es? Esto sepreguntaba Nietzsche en el subtítulo de suautobiografía escrita en 1888, significativamentetitulada Ecce Homo y redactada en los mesesprevios al «colapso de Turín». Después de eseepisodio, el filósofo quedaría sumergido en unalarga década de sombras y vacío hasta morir«desprovisto de espíritu», según algunos amigosque lo visitaron.

En los chispazos de ese libro, Nietzscherevisaba su trayectoria con la firme intención dedecir «quién soy yo». Para eso, solicitaba a suslectores que lo escucharan porque él era alguien,«pues yo soy tal y tal, ¡sobre todo, no meconfundáis con otros!». Está claro que atributoscomo la modestia y la humildad quedanradicalmente ausentes de ese texto, lo cual nosorprende en alguien que se enorgullecía de ser lo

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contrario a «esa especie de hombres veneradahasta ahora como virtuosa»; en fin, nada extraño enalguien que prefería ser un sátiro antes que unsanto[1]. Tal actitud, sin embargo, motivó que suscontemporáneos vieran en la obra de Nietzscheuna mera evidencia de la locura. Sus fuertespalabras, eso tan «inmenso y monstruoso» que éltenía para decir, se leyeron como síntomas de unfatídico diagnóstico sobre las fallas de carácter deese yo que hablaba: megalomanía y excentricidad,entre otros epítetos de igual calibre.

¿Por qué comenzar un ensayo sobre laexhibición de la intimidad en Internet, al despuntarel siglo XXI, citando las excentricidades de unfilósofo megalómano de fines del XIX? Quizáshaya un motivo válido, que permanecerá latente alo largo de estas páginas e intentará reencontrar susentido antes del punto final. Por ahora, bastarátomar algunos elementos de esa provocación queviene de tan lejos, como una tentativa de dispararnuestro problema.

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Calificadas en aquel entonces comoenfermedades mentales o desvíos patológicos dela normalidad ejemplar, hoy la megalomanía y laexcentricidad no parecen disfrutar de esa mismademonización. En una atmósfera como lacontemporánea, que estimula la hipertrofia del yohasta el paroxismo, que enaltece y premia el deseode «ser distinto» y «querer siempre más», sonotros los desvaríos que nos hechizan. Otros sonnuestros pesares porque también son otros nuestrosdeleites, otras las presiones que se descargancotidianamente sobre nuestros cuerpos, y otras laspotencias —e impotencias— que cultivamos.

Una señal de los tiempos que corren surgió dela revista Time, todo un ícono del arsenalmediático global, al perpetrar su ceremonia deelección de la «personalidad del año» queconcluía, a fines de 2006. De ese modo se creóuna noticia rápidamente difundida por los mediosmasivos de todo el planeta, y luego olvidada en eltorbellino de datos inocuos que cada día se

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producen y descartan. La revista estadounidenserepite ese ritual hace más de ocho décadas, con laintención de destacar «a las personas que másafectaron los noticieros y nuestras vidas, para bieno para mal, incorporando lo que ha sidoimportante en el año». Así, nadie menos que Hitlerfue elegido en 1938, el Ayatollah Jomeini en 1979,George W. Bush en 2004. ¿Y quién ha sido lapersonalidad del año 2006, según el respetadoveredicto de la revista Time? ¡Usted! Sí, usted. Esdecir: no sólo usted, sino también yo y todosnosotros. O, más precisamente, cada uno denosotros: la gente común. Un espejo brillaba en latapa de la publicación e invitaba a los lectores aque se contemplasen, como Narcisos satisfechosde ver sus personalidades resplandeciendo en elmás alto podio mediático.

¿Qué motivos determinaron esta curiosaelección? Ocurre que usted y yo, todos nosotros,estamos «transformando la era de la información».Estamos modificando las artes, la política y el

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comercio, e incluso la manera en que se percibe elmundo. Nosotros y no ellos, los grandes mediosmasivos tradicionales, tal como ellos mismos seocupan de subrayar. Los editores de la revistaresaltaron el aumento inaudito del contenidoproducido por los usuarios de Internet, ya sea enlos blogs, en los sitios para compartir videoscomo YouTube o en las redes de relacionessociales como MySpace y Facebook. En virtud deese estallido de creatividad —y de presenciamediática— entre quienes solían ser meroslectores y espectadores, habría llegado «la hora delos amateurs». Por todo eso, entonces, «por tomarlas redes de los medios globales, por forjar lanueva democracia digital, por trabajar gratis ysuperar a los profesionales en su propio juego, lapersonalidad del año de Time es usted», afirmabala revista[2].

Durante las conmemoraciones motivadas porel fin del año siguiente, el diario brasileño OGlobo también decidió ponerlo a usted como el

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principal protagonista de 2007, al permitir quecada lector hiciera su propia retrospectiva a travésdel sitio del periódico en la Web. Así, entre lasimágenes y los comentarios sobre grandes hitos ycatástrofes ocurridos en el mundo a lo largo de losúltimos doce meses, aparecían fotografías decasamientos de personas «comunes», bebéssonriendo, vacaciones en familia y fiestas decumpleaños, todas acompañadas de epígrafes deltipo: «Este año, Pedro se casó con Fabiana»,«Andrea desfiló en el Sambódromo», «Carlosconoció el mar», «Marta logró superar suenfermedad» o «Walter tuvo mellizos».

¿Cómo interpretar estas novedades? ¿Acasoestamos sufriendo un brote de megalomaníaconsentida e incluso estimulada por todas partes?¿O, por el contrario, nuestro planeta fue tomadopor un aluvión repentino de extrema humildad,exenta de mayores ambiciones, una modestareivindicación de todos nosotros y de cualquiera?¿Qué implica este súbito enaltecimiento de lo

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pequeño y de lo ordinario, de lo cotidiano y de lagente común? No es fácil comprender hacia dóndeapunta esta extraña coyuntura que, mediante unaincitación permanente a la creatividad personal, laexcentricidad y la búsqueda de diferencias, nocesa de producir copias descartables de lo mismo.

¿Qué significa esta repentina exaltación de lobanal, esta especie de satisfacción al constatar lamediocridad propia y ajena? Hasta la entusiastarevista Time, pese a toda la euforia con querecibió el ascenso de usted y la celebración del yoen la Web, admitía que este movimiento revela«tanto la estupidez de las multitudes como susabiduría». Algunas joyitas lanzadas a la voráginede Internet «hacen que nos lamentemos por elfuturo de la humanidad», declararon los editores, yeso tan sólo en razón de los errores de ortografía,sin considerar «las obscenidades o las faltas derespeto más alevosas» que suelen abundar en esosterritorios.

Por un lado, parece que estamos ante una

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verdadera «explosión de productividad einnovación». Algo que estaría apenas comenzando,«mientras que millones de mentes que de otromodo se habrían ahogado en la oscuridad, ingresanen la economía intelectual global». Hasta aquí,ninguna novedad: ya fue bastante celebrado eladvenimiento de una era enriquecida por laspotencialidades de las redes digitales, bajobanderas como la cibercultura, la inteligenciacolectiva o la reorganización rizomática de lasociedad. Por otro lado, también conviene prestaroídos a otras voces, no tan deslumbradas con lasnovedades y más atentas a su lado menosluminoso. Tanto en Internet como fuera de ella, hoyla capacidad de creación se ve capturadasistemáticamente por los tentáculos del mercado,que atizan como nunca esas fuerzas vitales pero, almismo tiempo, no cesan de transformarlas enmercancía. Así, su potencia de invención sueledesactivarse, porque la creatividad se haconvertido en el combustible de lujo del

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capitalismo contemporáneo: su protoplasma, comodiría la autora brasileña Suely Rolnik[3].

No obstante, a pesar de todo eso y de laevidente sangría que hay por detrás de lasmaravillas del marketing, especialmente en suversión interactiva, son los mismos jóvenesquienes suelen pedir motivaciones y estímulosconstantes, como advirtió Gilles Deleuze aprincipios de los años noventa. Ese autor agregabaque les corresponde a ellos descubrir «para qué selos usa»; a ellos, es decir, a esos jóvenes queahora ayudan a construir este fenómeno conocidocomo Web 2.0. A ellos también les incumbiría laimportante tarea de «inventar nuevas armas»,capaces de oponer resistencia a los nuevos y cadavez más astutos dispositivos de poder: crearinterferencias e interrupciones, huecos deincomunicación, como una tentativa de abrir elcampo de lo posible desarrollando formasinnovadoras de ser y estar en el mundo[4].

Quizás este nuevo fenómeno encarne una

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mezcla inédita y compleja de esas dos vertientesaparentemente contradictorias. Por un lado, lafestejada «explosión de creatividad», que surge deuna extraordinaria «democratización» de losmedios de comunicación. Estos nuevos recursosabren una infinidad de posibilidades que hastahace poco tiempo eran impensables y ahora sonsumamente promisorias, tanto para la invencióncomo para los contactos e intercambios. Variasexperiencias en curso ya confirmaron el valor deesa rendija abierta a la experimentación estética ya la ampliación de lo posible. Por otro lado, lanueva ola también desató una renovada eficacia enla instrumentalización de esas fuerzas vitales, queson ávidamente capitalizadas al servicio de unmercado que todo lo devora y lo convierte enbasura.

Es por eso que grandes ambiciones y extremamodestia parecen ir de la mano, en esta insólitapromoción de ustedes y yo que se disemina por lasredes interactivas: se glorifica la menor de las

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pequeñeces, mientras pareciera buscarse la mayorde las grandezas. ¿Voluntad de poder y deimpotencia al mismo tiempo? ¿Megalomanía yescasez de pretensiones? En todo caso, puede serinspirador preguntarse por la relación entre estecuadro tan actual y aquellas intensidades«patológicas» que inflamaban la voz nietzschiana afines del siglo XIX, cuando el filósofo alemánincitaba a sus lectores a que abandonasen suhumana pequeñez para ir más allá. Inclusive másallá del propio maestro, que no quería ser santo niprofeta ni estatua, proponiendo a sus seguidoresque se arriesgasen, que lo perdieran paraencontrarse y, de ese modo, que ellos tambiénfuesen alguien capaz de llegar a ser «lo que sees». ¿Cuál es la relación de este yo o de este ustedtan ensalzados hoy en día, con aquel alguien deNietzsche?

Algo sucedió entre uno y otro de esos eventos,un acontecimiento que tal vez pueda aportaralgunas pistas. El siglo pasado asistimos al

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surgimiento de un fenómeno desconcertante: losmedios de comunicación de masa basados entecnologías electrónicas. Es muy rica, aunque nodemasiado extensa, la historia de los sistemasfundados en el principio de broadcasting, talescomo la radio y la televisión, medios cuyaestructura comprende una fuente emisora paramuchos receptores. Pero a principios del siglo XXIhizo su aparición otro fenómeno igualmenteperturbador: en menos de una década, lascomputadoras interconectadas mediante redesdigitales de alcance global se han convertido eninesperados medios de comunicación. Sinembargo, estos nuevos medios no se encuadran demanera adecuada en el esquema clásico de lossistemas broadcast. Y tampoco son equiparablescon las formas low-tech de comunicacióntradicional —tales como las cartas, el teléfono y eltelégrafo—, que eran interactivas avant la lettre.Cuando las redes digitales de comunicacióntejieron sus hilos alrededor del planeta, todo

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cambió raudamente, y el futuro aún promete otrasmetamorfosis. En los meandros de eseciberespacio a escala global germinan nuevasprácticas difíciles de catalogar, inscriptas en elnaciente ámbito de la comunicación mediada porcomputadora. Son rituales bastante variados, quebrotan en todos los rincones del mundo y no cesande ganar nuevos adeptos día tras días.

Primero fue el correo electrónico, unapoderosa síntesis entre el teléfono y la viejacorrespondencia, que sobrepasaba claramente lasventajas del fax y se difundió a toda velocidad enla última década, multiplicando al infinito lacantidad y la celeridad de los contactos. Enseguidase popularizaron los canales de conversación ochats, que rápidamente evolucionaron en lossistemas de mensajes instantáneos del tipo MSN oYahoo Messenger, y en las redes sociales comoMySpace, Orkut y Facebook. Estas novedadestransformaron a la pantalla de la computadora enuna ventana siempre abierta y conectada con

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decenas de personas al mismo tiempo. Jóvenes detodo el mundo frecuentan y crean ese tipo deespacios. Más de la mitad de los adolescentesestadounidenses, por ejemplo, usan habitualmenteesas redes. MySpace es la favorita: con más decien millones de usuarios en todo el planeta, crecea un ritmo de trescientos mil miembros por día. Noes inexplicable que este servicio haya sidoadquirido por una poderosa compañía mediáticamultinacional, en una transacción que involucróvarios centenares de millones de dólares.

Otra vertiente de este aluvión son los diariosíntimos publicados en la Web, para cuyaconfección se usan palabras escritas, fotografías yvideos. Son los famosos webblogs, fotologs yvideologs, una serie de nuevos términos de usointernacional cuyo origen etimológico remite a losdiarios de abordo mantenidos por los navegantesde otrora. Es enorme la variedad de estilos yasuntos tratados en los blogs de hoy en día, aunquela mayoría sigue el modelo confesional del diario

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íntimo. O mejor dicho: diario éxtimo, según unjuego de palabras que busca dar cuenta de lasparadojas de esta novedad, que consiste enexponer la propia intimidad en las vitrinasglobales de la red. Los primeros blogsaparecieron cuando el milenio agonizaba; cuatroaños después existían tres millones en todo elmundo, y a mediados de 2005 ya eran oncemillones. Actualmente, la blogósfera abarca unoscien millones de diarios, más del doble de los quehospedaba hace un año, según los registros delbanco de datos Tecnorati. Pero esa cantidad tiendea duplicarse cada seis meses, ya que todos los díasse engendran cerca de cien mil nuevos vástagos,de modo que el mundo ve nacer tres nuevos blogscada dos segundos.

A su vez, las webcams son pequeñas cámarasfilmadoras que permiten transmitir en vivo todo loque ocurre en las casas de los usuarios: unfenómeno cuyas primeras manifestacionesllamaron la atención en los últimos años del

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siglo XX. Ahora ya son varios los portales queofrecen links para miles de webcams del mundoentero, tales como Camville y Earthcam. Hay quemencionar, además, a los sitios que permitenexhibir e intercambiar videos caseros. En estacategoría, YouTube constituye uno de los furoresmás recientes de la red: un servicio que permiteexponer pequeñas películas gratuitamente y que haconquistado un éxito estruendoso en poquísimotiempo. Hoy recibe cien millones de visitantes pordía, que ven unos setenta mil videos por minuto.Después de que la empresa Google lo comprarapor una cifra cercana a los dos mil millones dedólares, YouTube recibió el título de «invencióndel año», una distinción también concedida por larevista Time a fines de 2006. Existen, además,otros sitios menos conocidos que ofrecen serviciossemejantes, tales como MetaCafe, BlipTV, Revvery SplashCast.

Además de todas estas herramientas —queconstantemente se diseminan y dan a luz

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innumerables actualizaciones, imitaciones ynovedades—, existen otras áreas de Internet dondelos usuarios no son sólo los protagonistas, sinotambién los principales productores del contenido,tales como los foros y grupos de noticias. Uncapítulo aparte merecerían los mundos virtualescomo Second Life, cuyos millones de usuariossuelen pasar varias horas por día desempeñandodiversas actividades on-line, como si tuvieran unavida paralela en esos ambientes digitales.

En resumen, se trata de un verdadero torbellinode novedades, que ganó el pomposo nombre de«revolución de la Web 2.0» y nos convirtió a todosen la personalidad del momento. Esa expresión fueacuñada en 2004, en un debate en el cualparticiparon varios representantes de lacibercultura, ejecutivos y empresarios del SiliconValley. La intención era bautizar una nueva etapade desarrollo on-line, luego de la decepciónprovocada por el fracaso de las compañíaspuntocom: mientras la primera generación de

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empresas de Internet deseaba vender cosas, laWeb 2.0 «confía en los usuarios comocodesarrolladores». Ahora la meta es «ayudar alas personas para que creen y compartan ideas einformación», según una de las tantas definicionesoficiales, de una manera que «equilibra la grandemanda con el autoservicio»[5]. Sin embargo,también es cierto que esta peculiar combinacióndel viejo eslogan hágalo usted mismo con elflamante nuevo mandato muéstrese como sea, estádesbordando las fronteras de Internet. La tendenciaha contagiado a otros medios más tradicionales,inundando páginas y más páginas de revistas,periódicos y libros, además de invadir laspantallas del cine y la televisión.

Pero ¿cómo afrontar este nuevo universo? Lapregunta es pertinente porque las perplejidadesson incontables, acuciadas por la novedad detodos estos asuntos y la inusitada rapidez con quelas modas se instalan, cambian y desaparecen.Bajo esta rutilante nueva luz, por ejemplo, ciertas

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formas aparentemente anacrónicas de expresión ycomunicación tradicionales parecen volver alruedo con su ropaje renovado, tales como losintercambios epistolares, los diarios íntimos eincluso la atávica conversación. ¿Los e-mails sonversiones actualizadas de las antiguas cartas quese escribían a mano con primorosa caligrafía y,encapsuladas en sobres lacrados, atravesabanextensas geografías? Y los blogs, ¿podría decirseque son meros upgrades de los viejos diariosíntimos? En tal caso, serían versiones simplementerenovadas de aquellos cuadernos de tapa dura,garabateados a la luz trémula de una vela pararegistrar todas las confesiones y secretos de unavida. Del mismo modo, los fotologs seríanparientes cercanos de los antiguos álbumes deretratos familiares. Y los videos caseros que hoycirculan frenéticamente por las redes quizá sean unnuevo tipo de postales animadas, o tal vezanuncien una nueva generación del cine y latelevisión. Con respecto a los diálogos tipeados en

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los diversos Messengers con atención fluctuante yritmo espasmódico, ¿en qué medida renuevan,resucitan o le dan el tiro de gracia a las viejasartes de la conversación? Evidentemente, existenprofundas afinidades entre ambos polos de todoslos pares de prácticas culturales reciéncomparados, pero también son obvias susdiferencias y especificidades.

En las últimas décadas, la sociedad occidentalha atravesado un turbulento proceso detransformaciones que alcanza todos los ámbitos yllega a insinuar una verdadera ruptura hacia unnuevo horizonte. No se trata apenas de Internet ysus mundos virtuales de interacción multimedia.Son innumerables los indicios de que estamosviviendo una época limítrofe, un corte en lahistoria, un pasaje de cierto «régimen de poder» aotro proyecto político, sociocultural y económico.Una transición de un mundo hacia otro: de aquellaformación histórica anclada en el capitalismoindustrial, que rigió desde fines del siglo XVIII

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hasta mediados del XX —y que fue analizada porMichel Foucault bajo el rótulo de «sociedaddisciplinaria»—, hacia otro tipo de organizaciónsocial que empezó a delinearse en las últimasdécadas[6]. En este nuevo contexto, ciertascaracterísticas del proyecto histórico precedentese intensifican y ganan renovada sofisticación,mientras que otras cambian radicalmente. En esemovimiento se transforman también los tipos decuerpos que se producen cotidianamente, así comolas formas de ser y estar en el mundo que resultan«compatibles» con cada uno de esos universos.

¿Cómo influyen todas estas mutaciones en lacreación de «modos de ser»? ¿Cómo alimentan laconstrucción de sí? En otras palabras, ¿de quémanera estas transformaciones contextuales afectanlos procesos mediante los cuales se llega a ser loque se es? No hay duda de que esas fuerzashistóricas imprimen su influencia en laconformación de cuerpos y subjetividades: todosesos vectores socioculturales, económicos y

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políticos ejercen una presión sobre los sujetos delos diversos tiempos y espacios, estimulando laconfiguración de ciertas formas de ser einhibiendo otras modalidades. Dentro de loslímites de ese territorio plástico y poroso que es elorganismo de la especie homo sapiens, lassinergias históricas —y geográficas— incitanalgunos desarrollos corporales y subjetivos, almismo tiempo que bloquean el surgimiento deformas alternativas.

¿Pero qué son exactamente las subjetividades?¿Cómo y por qué alguien se vuelve lo que es, aquíy ahora? ¿Qué es lo que nos constituye comosujetos históricos o individuos singulares, perotambién como inevitables representantes denuestra época, compartiendo un universo y ciertascaracterísticas idiosincrásicas con nuestroscontemporáneos? Si las subjetividades son formasde ser y estar en el mundo, lejos de toda esenciafija y estable que remita al ser humano como unaentidad ahistórica de relieves metafísicos, sus

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contornos son elásticos y cambian al amparo delas diversas tradiciones culturales. De modo quela subjetividad no es algo vagamente inmaterial,que reside «dentro» de usted —personalidad delaño— o de cada uno de nosotros. Así como lasubjetividad es necesariamente embodied,encarnada en un cuerpo; también es siempreembedded, embebida en una cultura intersubjetiva.Ciertas características biológicas trazan ydelimitan el horizonte de posibilidades en la vidade cada individuo, pero es mucho lo que esasfuerzas dejan abierto e indeterminado. Y esinnegable que nuestra experiencia también estámodulada por la interacción con los otros y con elmundo. Por eso, resulta fundamental la influenciade la cultura sobre lo que se es. Y cuando ocurrencambios en esas posibilidades de interacción y enesas presiones culturales, el campo de laexperiencia subjetiva también se altera, en unjuego por demás complejo, múltiple y abierto.

Por lo tanto, si el objetivo es comprender los

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sentidos de las nuevas prácticas de exhibición dela intimidad, ¿cómo abordar un asunto tancomplejo y actual? Las experiencias subjetivas sepueden estudiar en función de tres grandesdimensiones, o tres perspectivas diferentes. Laprimera se refiere al nivel singular, cuyo análisisenfoca la trayectoria de cada individuo como unsujeto único e irrepetible; es la tarea de lapsicología, por ejemplo, o incluso del arte. En elextremo opuesto a este nivel de análisis estaría ladimensión universal de la subjetividad, queengloba todas las características comunes algénero humano, tales como la inscripción corporalde la subjetividad y su organización por medio dellenguaje; su estudio es tarea de la biología o lalingüística, entre otras disciplinas. Pero hay unnivel intermedio entre esos dos abordajesextremos: una dimensión de análisis quepodríamos denominar particular o específica,ubicada entre los niveles singular y universal de laexperiencia subjetiva, que busca detectar los

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elementos comunes a algunos sujetos, pero nonecesariamente inherentes a todos los sereshumanos. Esta perspectiva contempla aquelloselementos de la subjetividad que son claramenteculturales, frutos de ciertas presiones y fuerzashistóricas en las cuales intervienen vectorespolíticos, económicos y sociales que impulsan elsurgimiento de ciertas formas de ser y estar en elmundo. Y que las solicitan intensamente, para quesus engranajes puedan operar con mayor eficacia.Este tipo de análisis es el más adecuado en estecaso, pues permite examinar los modos de ser quese desarrollan junto a las nuevas prácticas deexpresión y comunicación vía Internet, con el finde comprender los sentidos de este curiosofenómeno de exhibición de la intimidad que hoynos intriga.

En ese mismo nivel analítico —ni singular niuniversal, sino particular, cultural, histórico—,Michel Foucault estudió los mecanismosdisciplinarios de las sociedades industriales. Esa

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red micropolítica involucra todo un conjunto deprácticas y discursos que actuaron sobre loscuerpos humanos de Occidente entre lossiglos XVIII y XX, apuntando a la configuración deciertas formas de ser y evitando cuidadosamente elsurgimiento de otras modalidades. Así fueronengendrados ciertos tipos de subjetividadeshegemónicas de la Era Moderna, dotadas dedeterminadas habilidades y aptitudes, perotambién de ciertas incapacidades y carencias.Según Foucault, en esa época se construyeroncuerpos «dóciles y útiles», organismoscapacitados para funcionar de la manera máseficaz dentro del proyecto histórico delcapitalismo industrial.

Pero ese panorama ha cambiado bastante enlos últimos tiempos, y varios autores intentaroncartografiar el nuevo territo rio, que todavía seencuentra en pleno proceso de reordenamiento.Uno de ellos fue Gilles Deleuze, quien recurrió ala expresión «sociedades de control» para

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designar al «nuevo monstruo», como él mismoironizó. Ya hace casi dos décadas, el filósofofrancés describió un régimen apoyado en lastecnologías electrónicas y digitales: unaorganización social basada en el capitalismo másdesarrollado de la actualidad, donde rigen lasobreproducción y el consumo exacerbado, elmarketing y la publicidad, los servicios y losflujos financieros globales. Y también lacreatividad alegremente estimulada,«democratizada» y recompensada en términosmonetarios.

Algunos ejemplos pueden ayudar a detectar losprincipales ingredientes de este nuevo régimen depoder. Uno de los fundadores de YouTube,significativamente presente en el encuentro delForum Económico Mundial, declaró que laempresa pretende compartir sus ganancias con losautores de los videos exhibidos en el sitio. Así, elusuario de Internet que decida mostrar una películade su autoría en el famoso portal «va a recibir

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parte de las ganancias publicitarias conseguidascon la exhibición de su trabajo». De hecho, otrossitios similares implementaron tal sistema, y yahace tiempo que compensan con dinero a suscolaboradores más populares. MetaCafe, porejemplo, asumió el compromiso de pagar cincodólares por cada mil exhibiciones de unadeterminada película. Uno de los beneficiados fueun especialista en artes marciales que facturódecenas de miles de dólares con un brevísimovideo en el cual aparece haciendo acrobacias,titulado Matrix for real, que en pocos meses fuevisto por cinco millones de personas.

Las operadoras de teléfonos móviles tambiénempezaron a remunerar las películas que susclientes filman con sus propios celulares.Respondiendo a diversas promociones y campañasde marketing, los usuarios envían los videos alsitio de la compañía telefónica, donde el materialqueda disponible para quien desee verlo. Losmismos clientes se ocupan de divulgar sus obras

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entre sus contactos; en algunos casos recibencréditos por cada película bajada, que luegopueden gastarlos en otros servicios de la mismaempresa. En el Brasil, por ejemplo, una de esascompañías ofrece diez centavos de crédito porcada download de las películas realizadas por susclientes, monto que sólo se puede retirar una vezque la cifra haya superado doscientas veces esevalor. Una joven de 18 años figuraba entre lasprimeras en el ranking de esa empresa, cuyoservicio lleva el nombre de Claro Vídeo-Maker, yllegó a recaudar unos cien reales con suscreaciones. ¿De qué se trata? Imágenes queregistran un campamento con un grupo de amigos,por ejemplo, y otras escenas de la vidaadolescente. Una competidora de esa compañíatelefónica decidió parafrasear un célebremanifiesto de las vanguardias artísticas localespara promover su servicio, parodiando en clavebien contemporánea la famosa convocatoria delCinema Novo de los años sesenta: «una idea en la

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cabeza, su Oi en la mano… y mucho dinero en elbolsillo». De modo semejante, con el anzuelo de larecompensa monetaria por la creatividad de losusuarios, la empresa estimula que las películasgrabadas con el teléfono portátil de sus clientes seenvíen al sitio Você Na Tela; todo, por supuesto,usando la conexión que la misma firma provee yfactura. Así, mientras vocifera: «¡Usted en lapantalla!», agrega que «hay gente dispuesta a pagarpara ver»; y, en rigor, no parece faltar a la verdad.

Pero los ejemplos son innumerables y de lomás variados. Ese esquema que combina, por unlado, una convocatoria informal y espontánea a losusuarios para «compartir» sus invenciones y, porel otro, las formalidades del pago en dinero porparte de las grandes empresas, parece ser «elespíritu del negocio» en este nuevo régimen. Lared social Facebook, por ejemplo, tambiéndecidió compensar monetariamente a quienesdesarrollen recursos «innovadores ysorprendentes» para incorporar al sistema. Por

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eso, diseñar pequeños programas y otrasherramientas para ese sitio se transformó en unaauspiciosa actividad económica, que incluso llegóa motivar la apertura de cursos específicos eninstitutos y universidades como la prestigiosaStanford.

Algo similar ocurre con algunos autores deblogs que son descubiertos por los mediostradicionales debido a su notoriedad conquistadaen Internet, y se los contrata para publicar librosimpresos (conocidos como blooks, fusión de blogy book) o columnas en revistas y periódicos. Deesta manera, estos escritores comienzan a recibirdinero a cambio de sus obras. Un caso típico es labrasileña Clarah Averbuck, que publicó tres librosbasados en sus blogs, uno de los cuales fueadaptado para el cine. La autora defiendeabiertamente su opción: «ahora voy a escribirlibros, basta de gastar mis historias»[7]. Sinembargo, su blog cambia de nombre y de direcciónpero sigue allí, siempre actualizado, como una

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ventana más para promover los otros productos desu marca. Su perfil se parece demasiado al de laargentina Lola Copacabana, quien se considera«harta de los blogs» pero agradece el hecho dehaber sido descubierta, ya que desde entoncespuede cobrar por hacer lo que le gusta. «Escribolos mejores mails del mundo», afirma sin falsamodestia y con escaso riesgo de suscitaracusaciones de megalomanía o excentricidad, altiempo que confiesa ser «prostituta de laspalabras», ya que «disfruto escribir, que mepaguen por favor por escribir»[8].

Estos pocos ejemplos ilustran la forma en queopera el mercado cultural contemporáneo. Sonsumamente arteros los dispositivos de poder queentran en juego, ávidos por capturar cualquiervestigio de «creatividad exitosa» paratransformarlo velozmente en mercancía. Para«ponerla a trabajar al servicio de la acumulaciónde plusvalía», diría Suely Rolnik[9]. Sin embargo,esa táctica suele ser ardientemente solicitada por

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los mismos jóvenes que generan dichascreaciones, tal vez sin comprender exactamente«para qué se los usa», como intuyera Deleuze hacemás de quince años, antes incluso de que la yavetusta Web 1.0 llegara a popularizarse. En lapágina inicial de Second Life, por ejemplo, entrevistosos cuerpos tridimensionales y fragmentos deparaísos virtuales, no hay mucho espacio parasutilezas: constantemente se notifica la cantidad deusuarios que se encuentran on-line en el momento;al lado de esa cifra, con idéntico formato ypropósito, el sitio informa la cantidad de dólaresgastados por los parroquianos del mundo virtualen las últimas veinticuatro horas.

A su vez, la empresa que administra MySpaceanunció el lanzamiento de su nuevo servicio depublicidad dirigida, para cuya implementación nosólo recurre a los datos personales que componenlos perfiles de sus usuarios, sino también aeventuales informaciones rastreadas en sus blogssobre gustos y hábitos de consumo. En la primera

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etapa de esta experiencia, la compañía clasificó asus millones de usuarios en diez categoríasdiferentes, según sus intereses manifiestos —talescomo autos, moda, finanzas y música—, con el finde que cada uno de ellos recibiera publicidadacorde con sus potencialidades como consumidor.Pero esa primera clasificación fue sólo elcomienzo, según la propia empresa admitió,destacando la novedad de la propuesta y lasgrandes expectativas que despierta.

«Ahora los anunciantes disponen de muchomás que simples datos demográficos extraídos delos formularios de inscripción», explicó unmiembro de la firma. Consideran además que no setrata de nada intrusivo para los usuarios, ya queéstos pueden optar por hacerse amigos de lasempresas que les agradan. «Muchos jóvenes noparecen tener instintos de protección de laprivacidad», justificó otro especialista, mientraspreveía lucros millonarios para el nacientebehavioral targeting o envío de publicidad en

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función del comportamiento. Un representante deMySpace ilustró el optimismo que rodea estasiniciativas, con el ejemplo de una usuaria de la redsocial a quien le gusta la moda y «escribe en sublog acerca de las tendencias de la temporada,incluso llega a contarnos que necesita un par debotas nuevas para el otoño». La conclusión pareceobvia: «¿quién no querría ser el anunciante capazde venderle esos zapatos?».

Razones similares motivaron que el valor deFacebook se calculase en quince mil millones dedólares, tan sólo tres años después de sunacimiento como el despreocupado hobby de unestudiante universitario. A fines de 2007, cuandoesta otra red de relaciones ya contaba con más decincuenta millones de usuarios y crecía más rápidoque cualquiera de sus competidoras, ocupóespacio en los noticieros porque dos grandesempresas del área, Google y Microsoft, disputaronpor la compra de una fracción mínima de sucapital: el 1,6%. Finalmente, la dueña de Windows

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venció la pugna: tras desembolsar más dedoscientos millones de dólares, justificó latransacción aludiendo al potencial que el crecientenúmero de usuarios del servicio representaba entérminos publicitarios. Al día siguiente de esaapuesta aparentemente desmesurada, el mercadofinanciero aprobó la jugada: las acciones deMicrosoft subieron. Pocas semanas más tarde,Facebook inauguró un proyecto presentado como«el Santo Grial de la publicidad», capaz deconvertir a cada usuario de la red en un eficazinstrumento de marketing para decenas decompañías que venden productos y servicios enInternet.

Este novedoso sistema permite rastrear lastransacciones comerciales realizadas por losusuarios de la gran comunidad virtual, a fin dealertar a sus amigos sobre el tipo de productos queéstos compraron o comentaron. Según la empresa,la intención de esta estrategia es «proveer nuevasformas de conectarse y compartir información con

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los amigos», permitiendo que «los usuariosmantengan a sus amigos mejor informados sobresus propios intereses, además de servir comoreferentes confiables para la compra de algúnproducto». El nuevo mecanismo de marketingtambién posibilita otras novedades: si un usuariocompra un paquete turístico, por ejemplo, laagencia de viajes puede publicar una foto delturista como parte de su «aviso social», con el finde estimular a sus conocidos para que comprenservicios similares. «Nada influye más en lasdecisiones de una persona que la recomendaciónde un amigo confiable», explicó el director yfundador de Facebook. «Empujar un mensajesobre la gente ya no es más suficiente», agregó,«hay que lograr que el mensaje se instale en lasconversaciones». Así, tras haber comprobado quelas recomendaciones de los amigos constituyen«una buena manera de generar demanda», la nuevageneración de anuncios publicitarios intenta ponerese valioso saber en práctica: «los avisos

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dirigidos no son invasivos porque se puedenintegrar mejor a las conversaciones que losusuarios ya mantienen unos con otros».

En algunos casos, los mismos autores de blogsse convierten en protagonistas activos de lascampañas publicitarias, como ocurrió con la líneade sandalias Melissa, comercializada por unamarca brasileña. Bien al tono de los nuevosvientos que soplan, la firma prefiere no hablar decampaña publicitaria, sino de un «proyecto decomunicación y branding». La empresa eligió acuatro jóvenes cuyos fotologs tenían cierto éxitoentre las adolescentes brasileñas, y las nombró sus«embajadoras». Además de divulgar la marca ensus fotologs, las chicas colaboraron en el procesode creación del calzado, aportando tanto suspropias ideas y gustos, como las opiniones dejadaspor los visitantes de sus sitios. Con esa estrategia,la compañía anunciante pretendía agradar a unsegmento de su público: la nueva generación demujeres adolescentes. Fue un éxito: las cuatro

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jóvenes se convirtieron en celebridades de Internety sus fotologs recibieron más de diez milvisitantes por semana. Sin saber para qué se lasestaba usando —o peor: tal vez sabiéndolo muybien—, las adolescentes expresaron susatisfacción por participar en un proyecto queprivilegió a «chicas comunes» en vez de aprofesionales. «A las modelos, además de que noson reales, a veces no les gusta lo que venden»,explicó una de ellas.

Pero no es sólo por todos esos motivos que sehace evidente la inscripción, en este nuevorégimen de poder, de la parafernalia que componela Web 2.0 y que nos ha convertido en laspersonalidades del momento. Por cierto, semejantedespropósito habría resultado impensable en elcontexto histórico descrito por Foucault, donde lacelebridad se reservaba a unos pocos muy bienelegidos. Las cartas y los diarios íntimostradicionales denotan una filiación directa con esaotra formación histórica, la «sociedad

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disciplinaria» del siglo XIX y principios del XX,que cultivaba rígidas separaciones entre el ámbitopúblico y la esfera privada de la existencia,reverenciando tanto la lectura como la escriturasilenciosas y en soledad. Solamente en ese magmamoderno, cuya vitalidad quizás se esté agotandohoy en día, podría haber germinado ese tipo desubjetividad que algunos autores denominan homopsychologicus, homo privatus o personalidadesintrodirigidas.

En este siglo XXI que está comenzando, encambio, se convoca a las personalidades para quese muestren. La privatización de los espaciospúblicos es la otra cara de una crecientepublicitación de lo privado, una sacudida capaz dehacer tambalear aquella diferenciación de ámbitosantes fundamental. En medio de los vertiginososprocesos de globalización de los mercados, en elseno de una sociedad altamente mediatizada,fascinada por la incitación a la visibilidad y por elimperio de las celebridades, se percibe un

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desplazamiento de aquella subjetividad«interiorizada» hacia nuevas formas deautoconstrucción. En un esfuerzo por comprenderestos fenómenos, algunos ensayistas aluden a lasociabilidad líquida o a la cultura somática denuestro tiempo, donde aparece un tipo de yo másepidérmico y dúctil, que se exhibe en la superficiede la piel y de las pantallas. Se habla también depersonalidades alterdirigidas y no másintrodirigidas, construcciones de sí orientadashacia la mirada ajena o exteriorizadas, no másintrospectivas o intimistas. E incluso se analizanlas diversas bioidentidades, desdoblamientos deun tipo de subjetividad que se apuntala en losrasgos biológicos o en el aspecto físico de cadaindividuo. Por todo eso, ciertos usos de los blogs,fotologs, webcams y otras herramientas comoMySpace y YouTube, serían estrategias que lossujetos contemporáneos ponen en acción pararesponder a estas nuevas demandassocioculturales, balizando nuevas formas de ser y

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estar en el mundo.Sin embargo, pese al veloz crecimiento de

estas prácticas y a la euforia que suele acompañartodas estas novedades, siempre espoleadas por elalegre entusiasmo mediático, hay datos queconspiran contra las estimativas más optimistassobre la «inclusión digital» o el «accesouniversal». Hoy, por ejemplo, sólo mil millones delos habitantes de este planeta poseen una línea deteléfono fijo; de ese total, menos de un quinto tieneacceso a Internet por esa vía. Otras modalidadesde conexión amplían esos números, pero de todosmodos siguen quedando afuera de la Web por lomenos cinco mil millones de terráqueos. Lo cualno causa demasiado asombro si consideramos queel 40% de la población mundial, casi tres milmillones de personas, tampoco dispone de unatecnología bastante más antigua y reconocidamentemás basilar: el inodoro.

La distribución geográfica de esosprivilegiados que poseen contraseñas para acceder

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al ciberespacio es todavía más elocuente de lo queinsinúa la mera cantidad: el 43% en América delNorte, el 29% en Europa y el 21% en buena partede Asia, incluyendo los fuertes números del Japón.De modo que en esas regiones del planeta seconcentran nada menos que el 93% de los usuariosde la red global de computadoras y, por lo tanto,de aquellos que disfrutan de las maravillas de laWeb 2.0. El magro porcentaje restante salpica lasamplias superficies de los «países en desarrollo»,repartido de la siguiente forma: el 4% en nuestraAmérica Latina, poco más del 1% en OrienteMedio y menos todavía en África. Así, acontrapelo de los festejos por la democratizaciónde los medios, los números sugieren que lasbrechas entre las regiones más ricas y más pobresdel mundo no están disminuyendo. Al contrario,quizás paradójicamente, al menos en términosregionales y geopolíticos, esas desigualdadesparecen aumentar junto con las fantásticasposibilidades inauguradas por las redes

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interactivas. Hasta el momento, por ejemplo, sóloel 15% de los habitantes de América Latina tienenalgún tipo de acceso a Internet. Constataciones deesa índole llevaron a formular el concepto detecno-apartheid, que intenta nominar esta nuevacartografía de la Tierra como un archipiélago deciudades o regiones muy ricas, con fuertedesarrollo tecnológico y financiero, en medio delocéano de una población mundial cada vez máspobre.

Ese escenario global se replica dentro de cadapaís. En la Argentina, por ejemplo, se calcula queson más de quince millones los usuarios deInternet, lo cual representa el 42% de la poblaciónnacional, pero las conexiones residenciales nopasan de tres millones; la mayor parte de losargentinos accede esporádicamente, a partir decibercafés o locutorios. Casi dos tercios de esetotal se concentran en la ciudad o en la provinciade Buenos Aires; mientras en esas zonas losaccesos por banda ancha tienen una penetración

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del 30%, en las provincias más pobres del nortedel país esa opción ni siquiera abarca al 1%. En elBrasil, por su parte, ya existen casi cuarentamillones de personas con acceso a Internet, lamayoría concentrada en los sectores másacomodados de las áreas urbanas. De esacantidad, sólo tres cuartos cuentan con conexionesresidenciales, y de hecho son apenas veintemillones los que se consideran «usuarios activos»,es decir, aquellos que se conectaron por lo menosuna vez en el último mes. Los números han crecidomucho y ya representan un quinto de la poblaciónnacional mayor de quince años de edad; sinembargo, conviene explicitar también lo que esosnúmeros braman en sordina: son 120 millones losbrasileños que —¿aún?— no tienen ningún tipo deacceso a la red. Si bien en números absolutos elpaís ocupa el primer lugar de América Latina y elquinto del mundo, si las cifras se cotejan con eltotal de habitantes, el Brasil se encuentra en elpuesto número 62 del elenco mundial, y es el

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cuarto en el ya relegado subcontinente.A la luz de estos datos, parece obvio que no es

exactamente «cualquiera» quien tiene acceso aInternet. Aunque dos tercios de los ciudadanosbrasileños nunca hayan navegado por la Web ymuchos de ellos ni siquiera sepan de qué se trata,seis millones de blogs son de esa nacionalidad,posicionando al Brasil como el tercer país másbloguero del mundo. Sin embargo, tampoco es undetalle menor el hecho de que dos tercios de esosautores de diarios digitales residan en el sudestedel territorio nacional, que es la región más ricadel país.

Por todos esos motivos, habría que formularuna definición más precisa de aquellos personajesque resultaron premiados con tanto glamour comolas personalidades del momento: usted, yo y todosnosotros. De persistir las condiciones actuales —¿y por qué no habrían de persistir?—, dos terciosde la población mundial nunca tendrán acceso aInternet. Más aún: buena parte de esa cantidad de

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gente «común» ni siquiera oirá hablar en toda suvida sobre los blogs ni sobre los rutilantesYouTube, Second Life o MySpace, por ejemplo.Esos miles de millones de personas, que noobstante habitan este mismo planeta, son los«excluidos» de los paraísos extraterritoriales delciberespacio, condenados a la gris inmovilidadlocal en plena era multicolor del marketing global.Y lo que quizás sea más penoso en esta sociedaddel espectáculo, en la que sólo es lo que se ve: enese mismo gesto, también se los condena a lainvisibilidad total.

De modo que es imposible desdeñar los lazosincestuosos que atan estas nuevas tecnologías conel mercado, institución omnipresente en lacontemporaneidad, y muy especialmente en lacomunicación mediada por computadoras. Lazosque también las amarran a un proyecto claramenteidentificable: el del capitalismo actual, un régimenhistórico que necesita ciertos tipos de sujetos paraabastecer sus engranajes —y sus circuitos

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integrados, y sus góndolas y vitrinas, y sus redesde relaciones vía Web—, mientras repeleactivamente otros cuerpos y subjetividades. Poreso, antes de investigar las sutiles mutaciones enlos pliegues de la intimidad, en la dialéctica de lopúblico-privado y en la construcción de modos deser, hay que desnaturalizar las nuevas prácticascomunicativas. Algo que sólo se logrará sidesnudamos sus raíces y sus derivacionespolíticas.

Lejos de abarcarnos a todos nosotros como unconjunto armónico, homogéneo y universal, caberecordar que tan sólo una porción de la clasemedia y alta de la población mundial marca elritmo de esta revolución del usted y del yo. Ungrupo humano distribuido por los diversos paísesde nuestro planeta globalizado, que aunque noconstituya en absoluto la mayoría numérica, ejerceuna influencia de lo más vigorosa en la fisonomíade la cultura global. Para eso, cuenta con elinestimable apoyo de los medios masivos en

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escala planetaria, así como del mercado quevaloriza a sus integrantes —y solamente a ellos—al definirlos como consumidores; tanto de laWeb 2.0 como de todo lo demás. Es precisamenteese grupo el que ha liderado las metamorfosis delo que significa ser alguien a lo largo de nuestrahistoria reciente.

En ese mismo sentido, se impone otraaclaración: la riqueza de las experienciassubjetivas es inmensa, sin duda alguna. Sonincontables y muy variadas las estrategiasindividuales y colectivas que siempre desafían lastendencias hegemónicas de la construcción de sí.Por eso, puede ocurrir que ciertas alusiones a losfenómenos y procesos analizados en este ensayoparezcan reducir la complejidad de lo real,agrupando una diversidad inconmensurable y unariquísima multiplicidad de experiencias bajocategorías amorfas como «subjetividadcontemporánea», «mundo occidental», «culturaactual» o «todos nosotros». Sin embargo, la

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intención de este libro es delinear ciertastendencias que se perfilan fuertemente en nuestrasociedad occidental y globalizada, con un énfasisespecial en el contexto latinoamericano, cuyoorigen remite a los sectores urbanos másfavorecidos en términos socioeconómicos:aquellos que gozan de un acceso privilegiado a losbienes culturales y a las maravillas delciberespacio. La irradiación de estas prácticas porlos diversos medios de comunicación, a su vez,impregna los imaginarios globales con un densotejido de valores, creencias, deseos, afectos eideas. Ese tipo de categorías algo indefinidas ygeneralizadas son comparables —y por esomuchas veces comparadas, incluso en estaspáginas— con aquello que en el apogeo de lostiempos modernos cristalizó en nocionesigualmente genéricas y vagas, tales como«sensibilidad burguesa» y «hombre sentimental» o,más específicamente todavía, homo psychologicusy personalidades introdirigidas.

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De regreso al yo y al usted que se hanconvertido en las personalidades del momento,retorna la pregunta inicial: ¿cómo se llega a ser loque se es? En este caso, por lo menos, Internetparece haber ayudado bastante. A lo largo de laúltima década, la red mundial de computadorasviene albergando un amplio espectro de prácticasque podríamos denominar «confesionales».Millones de usuarios de todo el planeta —gente«común», precisamente como usted o yo— se hanapropiado de las diversas herramientasdisponibles on-line, que no cesan de surgir yexpandirse, y las utilizan para exponerpúblicamente su intimidad. Así es como se hadesencadenado un verdadero festival de «vidasprivadas», que se ofrecen impúdicamente ante losojos del mundo entero. Las confesiones diariasestán ahí, en palabras e imágenes, a disposición dequien quiera husmear; basta apenas con hacer clic.Y, de hecho, todos nosotros solemos dar ese clic.

Junto con estas curiosas novedades vemos

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astillarse algunas premisas básicas de laautoconstrucción, la tematización del yo y lasociabilidad moderna, y es justamente por eso queresultan significativas. Estos rituales tancontemporáneos son manifestaciones de unproceso más amplio, de una atmósferasociocultural que los envuelve, que los haceposibles y les concede un sentido. Porque estenuevo clima de época que hoy nos engloba pareceimpulsar ciertas transformaciones que llegan arozar la mismísima definición de usted y yo. Lared mundial de computadoras se ha convertido enun gran laboratorio, un terreno propicio paraexperimentar y diseñar nuevas subjetividades: ensus meandros nacen formas novedosas de ser yestar en el mundo, que a veces parecensaludablemente excéntricas y megalomaníacas,mientras que otras veces —o al mismo tiempo—se empantanan en la pequeñez más rastrera que sepueda imaginar. En todo caso, no hay duda de queestos flamantes espacios de la Web 2.0 son

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interesantes, aunque más no sea porque sepresentan como escenarios muy adecuados paramontar un espectáculo cada vez más estridente: elshow del yo.

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II. YO NARRADOR Y LA VIDACOMO RELATO

Después, cuando aprendí a leer, devoraba loslibros y pensaba que eran como árboles,como animales, cosas que nacían. No sabíaque había un autor por detrás. De repentedescubrí que era así y me dije: «yo tambiénquiero ser eso». [Pero…] escribir memoriasno es mi estilo, implica darle al públicopasajes de una vida. La mía es muy personal.

CLARICE LISPECTOR

Me parece bien aparecer en esas revistas decelebridades… El día más triste de mi vidaserá cuando los fotógrafos me den laespalda. Voy a creer que ya no soy unapersona querida, que ya no soy másinteresante.

VERA LOYOLA

A fin de comprender este fenómeno tan

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contemporáneo de exhibición de la intimidad —ola extimidad—, se impone una primera pregunta:¿estas nuevas formas de expresión y comunicaciónque hoy proliferan en la Web —blogs y fotologs,redes de relaciones, webcams y videos caseros—deben considerarse vidas u obras? Todas esasescenas de la vida privada, esa infinidad deversiones de usted y yo que agitan las pantallasinterconectadas por la red mundial decomputadoras, ¿muestran la vida de sus autores oson obras de arte producidas por los nuevosartistas de la era digital? ¿Es posible que sean, almismo tiempo, vidas y obras? ¿O quizá se trata dealgo completamente nuevo, que llevaría a superarla clásica distinción entre estas dos nociones?

Una consideración habitual, cuando seexaminan estas raras costumbres nuevas, es quelos sujetos involucrados «mienten» al narrar susvidas en la Web. Aprovechando ventajas como laposibilidad del anonimato y la facilidad derecursos que ofrecen los nuevos medios

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interactivos, los habitantes de estos espaciosmontan espectáculos de sí mismos para exhibir unaintimidad inventada. Sus testimonios serían, enrigor, falsos o hipócritas, o por lo menos, noauténticos. Es decir, engañosas autoficciones,meras mentiras que se hacen pasar por supuestasrealidades, o bien relatos no ficticios queprefieren explotar la ambigüedad entre uno y otrocampo. A pesar de lo pantanoso que parece esteterreno, aun así cabe indagar si todas esaspalabras y ese torrente de imágenes no hacen nadamás —ni nada menos— que exhibir fielmente larealidad de una vida desnuda y cruda. O si, encambio, esos relatos crean y exponen ante elpúblico un personaje ficticio. En síntesis, ¿sonobras producidas por artistas que encarnan unanueva forma de arte y un nuevo género de ficción,o se trata de documentos verídicos sobre las vidasreales de personas comunes?

No hay respuestas fáciles para estas preguntas.Sin embargo, una primera aproximación lleva a

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definir estas nuevas prácticas como pertenecientesa los géneros autobiográficos. Esa categoríaartística acarrea una larga historia y contempladiversas manifestaciones, que van desde las cartashasta los diarios íntimos, pasando por lasmemorias, los álbumes y las autobiografías. Perotal definición tampoco es simple, pues no hay nadainherente a las características formales o a sucontenido que permita diferenciarlas claramentede las obras de ficción. Algunas novelas copiansus códigos, como las sagas epistolares o las«falsas autobiografías», y son incontables losrelatos ficticios que incorporan eventos realmentevivenciados por sus autores.

Aunque sea bastante ambigua, todavía persisteuna distinción entre las narraciones de ficción yaquellas que se apoyan en la garantía de unaexistencia real. Esa diferencia inscribe dichasprácticas en otro régimen de verdad y suscita otrohorizonte de expectativas, a pesar de lasofisticación de los artificios retóricos que se han

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ido acumulando y de los varios siglos deentrenamiento de los lectores. E incluso,superando las turbulencias que ha sufrido laconfianza en una identidad fija y estable del yo quenarra. Por eso, la especificidad de los génerosautobiográficos debería buscarse fuera de lostextos: en el mundo real, en las relaciones entreautores y lectores. Esto fue lo que conjeturó elcrítico literario Philippe Lejeune en los añossetenta del siglo XX: las obras autobiográficas sedistinguen de las demás porque establecen un«pacto de lectura» que las consagra como tales.¿En qué consiste ese pacto? En la creencia de quecoinciden las identidades del autor, el narrador yel protagonista de la historia contada. En suma, siel lector cree que el autor, el narrador y elpersonaje principal de un relato son la mismapersona, entonces se trata de una obraautobiográfica.

Los usos confesionales de Internet parecenencajarse en esta definición: serían

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manifestaciones renovadas de los viejos génerosautobiográficos. El yo que habla y se muestraincansablemente en la Web suele ser triple: es almismo tiempo autor, narrador y personaje. Peroademás no deja de ser una ficción, ya que, a pesarde su contundente autoevidencia, el estatuto del yosiempre es frágil. Aunque se presente como «elmás irremplazable de los seres» y «la más real, enapariencia, de las realidades», el yo de cada unode nosotros es una entidad compleja y vacilante[1].Una unidad ilusoria construida en el lenguaje, apartir del flujo caótico y múltiple de cadaexperiencia individual. Pero si el yo es una ficcióngramatical, un centro de gravedad narrativa, un ejemóvil e inestable donde convergen todos losrelatos de uno mismo, también es innegable que setrata de un tipo muy especial de ficción. Porqueademás de desprenderse del magma real de lapropia existencia, acaba provocando un fuerteefecto en el mundo: nada menos que nuestro yo, unefecto-sujeto. Es una ficción necesaria, puesto que

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estamos hechos de esos relatos: son la materia quenos constituye como sujetos. El lenguaje nos daconsistencia y relieves propios, personales,singulares, y la sustancia que resulta de ese crucede narrativas se (auto)denomina «yo».

De modo que la experiencia de sí mismo comoun yo se debe a la condición de narrador delsujeto, alguien que es capaz de organizar suexperiencia en la primera persona del singular.Pero éste no se expresa unívoca y linealmente através de sus palabras, traduciendo en texto algunaentidad que precedería al relato y sería «más real»que la mera narración. En cambio, la subjetividadse constituye en el vértigo de ese torrentediscursivo, es allí donde el yo de hecho se realiza.Por lo tanto, usar palabras o imágenes es actuar:gracias a ellas podemos crear universos y conellas construimos nuestras subjetividades,nutriendo el mundo con un rico acervo designificaciones. El lenguaje no sólo ayuda aorganizar el tumultuoso fluir de la propia

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experiencia y a dar sentido al mundo, sino quetambién estabiliza el espacio y ordena el tiempo,en diálogo constante con la multitud de otras vocesque también nos modelan, colorean y rellenan. Sinembargo, hay límites para las posibilidadescreativas de ese yo-que-habla y de ese yo-que-se-narra. Porque el narrador de sí mismo no esomnisciente: muchos de los relatos que le danespesor al yo son inconscientes o se originan fuerade sí, en los otros, quienes además de ser elinfierno son también el espejo, y poseen lacapacidad de afectar la propia subjetividad.Porque tanto el yo como sus enunciados sonheterogéneos: más allá de cualquier ilusión deidentidad, siempre estarán habitados por laalteridad. Toda comunicación requiere laexistencia del otro, del mundo, de lo ajeno y lo no-yo, por eso todo discurso es dialógico ypolifónico, inclusive los monólogos y los diariosíntimos: su naturaleza es siempre intersubjetiva.Todo relato se inserta en un denso tejido

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intertextual, entramado con otros textos eimpregnado de otras voces; absolutamente todos,sin excluir las más solipsistas narrativas del yo.

En esos discursos autorreferenciales,justamente, la experiencia de la propia vida ganaforma y contenido, adquiere consistencia y sentidoal cimentarse alrededor de un yo. Hace muchotiempo, Arthur Rimbaud enunció esta paradoja deuna forma tan diáfana como enigmática: «yo esotro». Desde aquel lejano 1871 en que esaspalabras hoy famosas fueron escritas por primeravez, se desdoblaron en incontablesreverberaciones hasta cristalizarse en un aforismo.El poeta francés tenía por entonces diecisiete añosde edad, e Internet estaba muy lejos de serimaginada; aun así, ya casi petrificada en elmármol del cliché, esa misteriosa frase todavíalogra evocar la índole siempre esquiva y múltiplede ese sujeto gramatical: yo, la primera personadel singular.

Ahora bien, si el yo es un narrador que se

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narra y —también— es otro, ¿qué se entiende por«la vida de cada uno»? Al igual que suprotagonista, esa vida posee un caráctereminentemente narrativo. La experiencia vital decada sujeto es una narración que sólo puedepensarse y estructurarse como tal cuando ellenguaje la diseca y la modela. Sin embargo, tal ycomo ocurre con su personaje principal, ese relatono representa simplemente la historia que se havivido, sino que la presenta. Y, de alguna manera,también la realiza, le concede consistencia ysentido, delinea sus contornos y la constituye. Eneste sentido, Virginia Woolf fue quien lo expresóde la mejor manera, mientras vertía su propionéctar en las páginas de un diario íntimo: «escurioso el escaso sentimiento de vivir que tengocuando mi diario no recoge el sedimento»[2]. Lapropia vida sólo pasa a existir como tal, sólo seconvierte en Mi Vida, cuando asume su naturalezanarrativa y se relata en primera persona delsingular. O bien, como escribió Kafka en su diario:

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«cuando digo algo, pierde inmediatamente y deforma definitiva su importancia; cuando lo escribo,también la pierde siempre, pero a veces gana unanueva»[3]. O incluso, como constató otra granartífice de este género, Ana Frank: «lo mejor detodo es que lo que pienso y siento por lo menospuedo anotarlo; si no, me asfixiaríacompletamente»[4]. He aquí el secreto a voces delrelato autobiográfico: hay que escribir para ser,además de ser para escribir.

Algo semejante ocurre con las fotografías, queregistran ciertos acontecimientos de la vidacotidiana y los congelan para siempre en unaimagen fija. No es raro que la foto terminetragándose al referente, para ganar aún másrealidad que aquello que en algún momento deveras ocurrió y fue fotografiado. Con la facilidadtécnica que ofrece ese dispositivo para lacaptación mimética del instante, la cámara permitedocumentar la propia vida: registra la vida siendovivida y la experiencia de verse viviendo, como

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ocurre explícitamente en la obra de la fotógrafaestadounidense Nan Goldin, un conjunto deimágenes autobiográficas plasmadas en diversoslibros y exposiciones. Esta artista confiesa que,cuando era joven, solía escribir diarios con el finde «retener su propia versión de las cosas». Esosucedió hasta el momento en que descubrió laspotencialidades de la cámara, una herramienta quele ofrecía la inédita posibilidad de «mantenerseviva, sana y centrada», ya que la inscripciónfotográfica de su memoria voluntaria le permitía«confiar en su propia experiencia»[5].

Aquel refugio que Ana Frank encontraba en elacto de escribir su vida con palabras, Nan Goldinlo halló en el registro de la lente que le concedíael don de «salvarse por la imagen». Así comoVirginia Woolf sedimentaba su vida asentándola enlas hojas de su diario íntimo, esta otra artistaconstruyó una «equivalencia entre vivir yfotografiar». En ambos casos, recurriendo adiversas técnicas de creación de sí mismo, tanto

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las palabras como las imágenes que tejen elminucioso relato autobiográfico cotidiano parecenexudar un poder mágico: no sólo testimonian, sinoque también organizan e incluso conceden realidada la propia experiencia. Esas narrativas tejen lavida del yo y, de alguna manera, la realizan.

Debido a todos estos factores, las escrituras desí mismo constituyen objetos privilegiados cuandose trata de comprender la conformación del sujetoen el lenguaje —o en los lenguajes— y laestructuración de la propia vida como un relato, yasea escrito, audiovisual o multimedia. Las nuevasversiones de esos géneros autorreferenciales quedesembocan en el insólito fenómeno de exhibiciónde la intimidad dicen mucho sobre lasconfiguraciones actuales de tan delicadasentelequias: el yo y la vida, siempre fluidas ydifícilmente aprehensibles, aunque cada vez másenaltecidas, veneradas y espectacularizadas.Porque es notable la expansión actual de lasnarrativas biográficas: no sólo en Internet, sino en

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los más diversos medios y soportes. En losúltimos años ha estallado una intensa sed derealidad, un apetito voraz que incita a consumirvidas ajenas y reales. Los relatos de este tiporeciben gran atención del público: la no ficciónflorece y conquista un terreno antes ocupado demanera casi exclusiva por las historias de ficción.

Además de este incremento cuantitativo, alefectuar una rápida comparación con lo queocurría poco tiempo atrás, se destacan algunaspeculiaridades en los relatos biográficos que hoyproliferan. Por un lado, el foco se desvió de lasfiguras ilustres: se han abandonado las vidasejemplares o heroicas que antes atraían la atenciónde biógrafos y lectores, para enfocar a la gentecomún. Esto, por supuesto, sin despreciar unabúsqueda pertinaz de aquello que toda figuraextraordinaria también tiene —o tuvo— de común.Por otro lado, hay un desplazamiento hacia laintimidad: una curiosidad creciente por aquellosámbitos de la existencia que solían tildarse de

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manera inequívoca como privados. A medida quelos límites de lo que se puede decir y mostrar sevan ensanchando, la esfera de la intimidad seexacerba bajo la luz de una visibilidad que sedesea total. De manera concomitante, el silencio yel vacío invaden los ámbitos consideradospúblicos. Es claro que las antiguas definiciones noemergen ilesas de todas estas convulsiones. ¿Quéresta, entonces, de la vieja idea de intimidad?¿Qué significa «público» y qué sería exactamente«privado» en este nuevo contexto? Las fronterasque separaban ambos espacios en los que solíatranscurrir la existencia están desintegrándose, enmedio de una crisis que desafía dichas categoríasy demanda nuevas interpretaciones.

Pero hay otras transformaciones igualmenteinquietantes. Los relatos que nos constituyen, esasnarraciones que zurcen las historias de nuestrasvidas y convergen en la enunciación del yo, se handistanciado de los códigos literarios queimperaron a lo largo de la era industrial. Poco a

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poco, nuestras narrativas vitales fueronabandonando las páginas de las novelas clásicas ylos folletines, que tanto han inflamado las venas deincontables Emmas Bovaries, jóvenes Werthers yotros émulos de antaño, para explorar otrosespejos identitarios. Acompañando el declive dela cultura letrada, así como los avances de lacivilización de la imagen y la sociedad delespectáculo, las viejas exhalaciones de palabrasplasmadas en papel parecen haber perdido suantiguo vigor. Aquella infinidad de mundosficticios se ha ido resecando; se agotan esosuniversos impresos que tanto alimentaron laproducción de subjetividades en los últimossiglos, ofreciendo a los ávidos lectores unfrondoso manantial de identificaciones para laautoconstrucción.

Mientras la lectura de ficciones literariasdecae en todo el planeta, las principalesinspiraciones para la creación del yo parecenmanar de otras fuentes. De modo notorio, una

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caudalosa vertiente brota de las pantallas queinvaden todos los rincones del paisajecontemporáneo, con sus insistentes imágenescinematográficas, televisivas y publicitarias. Losdatos son elocuentes: el consumo de TV se haimpuesto como la actividad preponderante de lamayoría de la población mundial, mientras lalectura de cuentos y novelas se desplomavertiginosamente. Hay quienes pronostican,inclusive, que este hábito se extinguirá porcompleto en pocas décadas. Según unainvestigación reciente, además de ser la tareadominante en los momentos de ocio, ver televisiónes la tercera ocupación humana estandarizada máshabitual en los Estados Unidos, después detrabajar y dormir. Pero está claro que ese cuadrono se restringe a aquel país; al contrario,pertenecen a América Latina varias de lasnaciones del mundo cuyos habitantes consumenmás horas de televisión por día; además, los niñosde esta parte del planeta figuran entre los que leen

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menos libros.Con base en datos de este calibre, algunos

investigadores prevén una inevitable agonía de lalectura de ficciones, al menos en su formatotradicional. Un ambicioso estudio encomendadopor una entidad gubernamental de los EstadosUnidos reveló que el porcentaje de adultos queleen obras literarias en aquel país pasó del 57%en 1982 al 47% veinte años más tarde. Elderrumbe más serio se ha constatado entre loslectores más jóvenes —el 28% en la últimadécada—, y se atribuyó al incremento en el uso de«una variedad de medios electrónicos». No sólo latelevisión sino también, y de manera creciente,Internet con sus blogs, sus redes de relaciones y suintercambio de videos. Pero el informe intentasuperar lo que ya se sabe, no se limita a la meraconfirmación de estas tendencias más o menosevidentes a simple vista. Remata, además, con unveredicto bastante sombrío para el futuro de lasbellas artes literarias: «a esta velocidad, ese tipo

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de actividad tiende a desaparecer en mediosiglo»[6]. Se refiere a la lectura de cuentos ynovelas, previendo la definitiva —y muy cercana— extinción del viejo mundo de las ficcionesimpresas.

Como se sabe, los ejercicios de futurologíason siempre arriesgados, pero es difícil ignorarque los hábitos de lectura están cambiando. Apesar de la complejidad del fenómeno y de losriesgos inherentes a todo ensayo de premonición,parece evidente que la cultura occidentalcontemporánea ya no se encuadra en el clásicohorizonte de la civilización letrada. Y es muyprobable que ni siquiera busque tal cosa. ¿Se trata,entonces, de una ruptura histórica? ¿El fin de unaera y el comienzo de otra? Según el libro tituladoHistoria de la lectura, en el momento actualestaría ocurriendo una «tercera revolución» en esecampo de la actividad humana, vinculada a latransmisión electrónica de textos y a lainauguración de nuevos modos de leer[7]. La

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primera de esas rupturas habría ocurrido amediados del siglo XV, en virtud de la invenciónde la imprenta, que alteró las formas de elaborarlibros y multiplicó su reproducción, un procesoque derivó en el surgimiento de la lecturasilenciosa. El segundo corte habría ocurrido amediados del siglo XVIII, con la transformación dellector intensivo en extensivo: mientras el primeroleía y releía un corpus limitado de textos, elsegundo pasó a tener una creciente diversidad delibros a su disposición. Ahora estaríamosingresando en otra era: la tercera, ligada a lascomputadoras e Internet.

Sería vano menospreciar la influencia queestos nuevos artefactos —cada vez más utilizadospara pensar, escribir, leer y comunicarse— estánejerciendo en los modos en que pensamos,escribimos, leemos y nos comunicamos. Los textoselectrónicos, escritos y leídos en las pantallas delas computadoras, muchas veces entremezcladoscon imágenes fijas o en movimiento, instalan

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nuevos hábitos y prácticas, tanto para los autorescomo para los lectores. Por eso, en el soportetecnológico quizá resida la primera y más obviadiferencia entre las novedades que configuran laWeb 2.0 y las viejas artes manuscritas deautoexploración. A la materialidad áspera ytangible de la hoja de papel, del cuaderno, la tinta,las tapas duras y el sobre, se opone la etéreavirtualidad de la escritura electrónica. Aunquedependan de una pesada —y costosa—parafernalia mecánica conectada al enchufe, luegode tipear algo en el teclado, los signos se propaganen la magia etérea de los impulsos eléctricos quebrillan en la pantalla del monitor. Se convierten enpura luz intangible, algo que parece no poseerninguna consistencia material.

A pesar de esa cualidad un tanto misteriosaque fluye de la supuesta inmaterialidad ovirtualidad de los nuevos medios, son las cartas ylos diarios íntimos tradicionales quienes parecenposeer cierta aura sagrada que en otros campos ha

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dejado de existir. En el sentido indicado porWalter Benjamin, si cabe la extrapolación: se tratade cierta autenticidad, de un carácter único queemana de su originalidad material, del hecho de noser copias infinitamente reproducibles por mediostécnicos, sino documentos únicos e irrepetibles.Con la irrupción de las tecnologías digitales y suinsuperable capacidad reproductiva, se hanextinguido todos los vestigios del aura que aúnpodría permanecer en aquellos ancestrosanalógicos. Sin embargo, las escrituras de síparecen exhalar una potencia aurática siemprelatente, aunque esa cualidad no resida en losobjetos creados, sino en su referencia autoral.

Los acontecimientos relatados se consideranauténticos y verdaderos porque se supone que sonexperiencias íntimas de un individuo real: el autor,narrador y personaje principal de la historia. Unser siempre único y original, por más diminuto quepueda ser. En función del pacto de lectura antesmencionado, los hechos narrados en los géneros

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autobiográficos se consideran verídicos e,inclusive, se supone que son datos verificables.Por eso, en ciertas ocasiones, algún vestigio lejanode la vieja aura parece asomar también en losescritos éxtimos que circulan por Internet. O, quiensabe, quizá se trate de un anhelo siempre frustradode recuperar esa originalidad perdida. Tal vez esosuceda porque estos relatos están envueltos en unhalo autoral que remite, por definición, a unacierta autenticidad —algo que se hospeda en elmismo corazón del pacto de lectura— e implicauna referencia a alguna verdad, un vínculo con unavida real y con un yo que firma, narra y vive lo quese cuenta.

Dejando este suculento asunto en suspenso,ahora conviene distanciarse un poco del polosubjetivo de estos relatos —el «autor narradorpersonaje»— para examinar algunascaracterísticas de su polo objetivo: los textos eimágenes, las obras creadas por esos sujetos. Enlos nuevos espacios de Internet se cultiva un tipo

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de escritura con fuertes marcas de oralidad: eshabitual el recurso a la trascripción literal de lafonética y un tono coloquial que evoca lasconversaciones cotidianas. El estilo de estosescritos no suele remitir a otros textos, ni siquierapara sublevarse contra ellos o para fundaractivamente un nuevo lenguaje. Su confección nose apoya en parámetros típicamente literarios oletrados, ni de manera explícita ni tampocoimplícitamente en las entrelíneas o en el sentidodel gesto autoral. Además impera cierto descuidocon respecto a las formalidades del lenguaje y lasreglas de la comunicación escrita. Máspropulsados por el perpetuo apuro que por el afánde perfección, estos textos suelen ser breves.Abusan de las abreviaturas, siglas y emoticones.Pueden juntar varias palabras eliminando losespacios, en tanto ignoran acentos ortográficos ysignos de puntuación, así como todas lasconvenciones referidas al uso de mayúsculas yminúsculas. El vocabulario también es limitado. Si

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todas esas características se suman al hecho deque suelen practicar una ortografía lastimosa y unasintaxis relajada, en casos extremos, los textos deeste tipo pueden rozar el límite de loincomprensible. Al menos, para aquellos lectoresque no han sido entrenados en la peculiaralfabetización del ciberespacio.

«El arte de la conversación está muerto, ypronto estarán muertos casi todos los que sabenhablar», ametralló Guy Debord en 1967, en laspáginas de su libro-manifiesto titulado Lasociedad del espectáculo[8]. Esto puede parecercurioso en una época en que los teléfonoscelulares proliferan por todas partes y, junto conellos, las conversaciones se multiplican sin límite.Paralelamente, y muchas veces simultáneamente,los chats y los programas de mensajesinstantáneos invaden las computadoras, con unared de contactos permanentemente acoplada alespacio de trabajo, invitando a un diálogoconstante, múltiple y sin fin. Además, el tono

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coloquial de la lengua oral que empapa laescritura promueve un exceso de informalidadverbal, que se disemina bajo la influencia de estasnuevas formas de diálogo tipeado. No sólo enInternet, sino también en los mensajes de textoenviados de un celular a otro y, literalmente, portodas partes.

Resulta paradójico aludir a la muerte de laconversación en este contexto, cuando podríamosadmitir más obviamente el deceso de la lectura,por ejemplo, o incluso la defunción de la escritura.Con la popularización de la comunicaciónmediada por las computadoras, sin embargo, laversión opuesta a todas estas sanciones funestastambién suele frecuentar los debates. Habrá quienestime que no sólo estaría renaciendo cierto artede la conversación, sino que también ganaríannuevo aliento las vituperadas artes de la escrituray de la lectura. Gracias a las tecnologías digitales,el homo typographicus aludido por MarshallMcLuhan se habría salvado de una muerte

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segura[9]. En efecto, tales hábitos parecíancondenados en el reino audiovisual de la radio, elcine y la televisión; es decir, durante el imperio deaquello que Walter Ong, digno discípulo delprofeta canadiense, denominara «oralidadsecundaria»[10]. El inesperado resurgimiento delos teclados, sin embargo, habría resucitado lasviejas mañas de la escritura, y con ellas suelevenir su compañera de siempre: la lectura. Ésasería la «tercera revolución» en la historia deestos hábitos propuesta por Roger Chartier, encuyo seno no sólo hay lugar para los veredictosoptimistas de los acólitos de la cibercultura, sinotambién para la desesperación de intelectuales a lavieja usanza y el llamado a una resistenciainventiva por parte de los críticos del presente.

Entre tantas muertes anunciadas —y susposibles resurrecciones—, se dejan oír los ecosde otra agonía igualmente célebre: la muerte delnarrador, vaticinada en 1933 por Walter Benjamin,quien vislumbró que los tiempos modernos habrían

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aniquilado al arte añejo de contar historias, asícomo al moroso placer de escucharlas. Destrezascada vez más raras, cuya extinción ya era posibledetectar en los lejanos años treinta. Tras el vértigoque arrasó los paisajes urbanos y rurales en lossiglos XIX y XX, «pocas son las personas quesaben narrar debidamente», constatabaBenjamin[11]. Pero eso no era lo peor, puesto queesa súbita carencia sería el efecto de una muerteaún más terrible: el agotamiento de la experiencia.La vorágine industrialista habría atropellado lascondiciones que permitían la narratividad en elmundo premoderno, un entorno arrasado por elfrenesí de las novedades: con un aluvión de datosque, en su rapidez incesante, no se dejan digerirpor la memoria ni recrear por el recuerdo. Esaaceleración habría generado una merma de lasposibilidades de reflexionar sobre el mundo, undistanciamiento con respecto a las propiasvivencias y una imposibilidad de transformarlas enexperiencia.

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Antes, mucho antes, era diferente. El flujonarrativo de las viejas artes de recitar,entrelazadas a los modos de vida rurales y a lasactividades artesanales compartidas, constituían un«hacer juntos». Los oyentes participaban del relatonarrado y éste poseía una inestabilidad viviente,era abierto por definición y se metamorfoseaba alsabor de las diversas experiencias enunciativas.Era un arte hermanado con las distancias, tanto enel sentido espacial como temporal: las historiasvenían de lejos, traídas por marineros y forasteros,o bien procedían de tiempos remotos. Además, lasviejas artes narrativas exigían una entrega total yuna distensión en la escucha, un don de oíríntimamente asociado al don de narrar, un grado decalma y sosiego emparentado con el sueño, en elcual flotaba cierto olvido de sí mismo. Algo queen aquel universo premoderno era perfectamenteposible, pero que hoy se vuelve cada vez másraro: una disposición del cuerpo —y del espíritu— que radica en el extremo opuesto de la tensión,

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la ansiedad y la velocidad que propulsa nuestroser en la contemporaneidad. ¿Cómo podríasobrevivir, entonces, este flujo vivo y grupal queevoca una multiplicidad de Scheherezadesanónimas, a la compresión de las distancias y lacondensación de los horarios que marcaron afuego los tiempos modernos? «Esa red se deshacehoy por todos lados», se lamentaba Benjamin hacecasi un siglo, «después de haber sido tejida hacemilenios, en torno de las más antiguas formas detrabajo manual»[12].

El relato de aquel narrador se interrumpecuando colapsan la memoria y la tradición de lassociedades premodernas, un suelo común queincluía un indiscutible respeto por la experienciade los ancianos y por la autoridad del sabercolectivo acumulado con el transcurso de los años.Como dice el propio Benjamin, «se sabíaexactamente el significado de la experiencia, quesiempre era comunicada a los jóvenes con laautoridad de la vejez»[13]. No obstante, ya en

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aquella época en que fueron escritos esos ensayoshoy clásicos, era evidente que estaban en baja «lasacciones de la experiencia». Los hombres sehabían vuelto «más pobres en experienciascomunicables», carecían de aquellas palabras tanduraderas que podían —y debían— sertransmitidas de boca en boca, como un valiosoanillo que se conservaba cuidadosamente paratraspasarlo de una generación a otra. Losproverbios, los consejos, la digna sabiduría de losancianos… Si todo eso se tornó anticuado esporque las experiencias dejaron de sercomunicables. «¿Quién encuentra aún personas quesepan contar historias como deben ser contadas?»,se preguntaba Benjamin con cierto pesar, y aúnmás: «¿quién intentará siquiera dirigirse a lajuventud invocando su experiencia?»[14].

Prueba de la incisiva lucidez del filósofoalemán es que esas palabras fueron escritas muchoantes de las décadas de 1960 y 1970, momentohistórico de nuestra civilización en que los

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jóvenes alegremente «inexperimentados» seapropiaron del cetro, iniciando un caminotriunfante que desembocaría en una especie deimposición de la juventud obligatoria y universal.Pero Benjamin escribió antes, mucho antes inclusode la aparición de las computadoras y otrosgadgets electrónicos que hoy pululan en nuestrospaisajes y hogares, aboliendo cualquier pretensiónque los adultos podrían tener de dirigirse a losjóvenes invocando su propia experiencia. Si tres ocuatro décadas atrás no confiar en nadie con másde treinta años implicaba una especie de rebeldíaprovocadora, hoy las empresas que lideran nuestromundo —especialmente en las florecientes áreasde publicidad, marketing e informática— suelenexpulsar a sus empleados cuando llegan a esaedad. No precisamente debido a su «falta deexperiencia» sino, al contrario, con el argumentode que están demasiado viejos y por tanto hanperdido la espontaneidad y la creatividadinherentes a la sacrosanta juventud. Como el

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propio Benjamin advirtió, junto con las evidentesnuevas riquezas también habría surgido una nuevaforma de miseria, característica de ese«monstruoso desarrollo de la técnica». Estoexplicaría el ingreso de la humanidad en una nuevabarbarie, un devenir histórico que exige una difícilprueba de honradez: admitir y confesar nuestrapobreza, nuestra flagrante falta de experiencia.

Quizás sea éste el germen de la declarada«pobreza narrativa» de muchos blogsconfesionales de hoy en día, prueba de la falta depretensiones de estos nuevos narradoresinteractivos. Sin embargo, esa honradez frente a laversión más novedosa de la «barbarie» tal vez noafecte de igual modo a su autor ni a suprotagonista: se contenta con afligir apenas almodesto narrador. Aunque los tres coincidan en lamisma persona, tal como propone el pacto delectura planteado por Philippe Lejeune, que alconfiar en esa triple coincidencia identitaria losconsagra como géneros autobiográficos. De todas

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maneras, todavía habrá ocasión de examinar conmayor atención las figuras del autor y delprotagonista de los nuevos géneros confesionalesde Internet; por ahora, conviene volver a apuntar elfoco sobre la figura desfalleciente del narrador.

Según el análisis de Walter Benjamin, habríasido la novela, como gran forma narrativa delsiglo XIX y del ethos burgués, la encargada deanunciar los primeros indicios de la agonía delnarrador. Pero el verdadero golpe mortífero no selo habría dado ese género literario, sino otra formade comunicación igualmente vinculada a laimprenta, que resultó ser todavía más amenazadorapara las viejas artes de narrar al provocar,inclusive, una grave crisis en el formatonovelístico. Se trata de la información, unanovedad que barrió aquella mítica distancia en elespacio y en el tiempo que constituía la savia delas narrativas tradicionales. «El saber, que veníade lejos —de la lejanía espacial de las tierrasextrañas o la lejanía temporal de la tradición—,

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detentaba una autoridad que era válida aunque nofuera controlable por la experiencia», explicaBenjamin[15]. La información, en cambio, aspira auna verificación inmediata: «debe sercomprensible en sí y para sí». No es difícilentrever que todos estos elementos están presentesen los nuevos géneros confesionales de Internet,así como en el fenómeno más amplio de exhibiciónde la intimidad que hoy desborda por todas partes:información, eliminación de las distancias y fuertedependencia de la veracidad; o sea, de un anclajeverificable en la vida real. La muerte del narrador,por el menos en estos sentidos benjaminianos,estaría más que confirmada en los relatosautobiográficos que atiborran la Web y otrosmedios contemporáneos.

Pero ¿qué caracteriza a la información?Además de tener un fuerte vínculo con el presentey con la actualidad, hay otro elemento importanteque define ese locuaz género discursivo. Aunqueno sea exacta, Benjamin subraya que la

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información debe ser plausible, verosímil yverificable. Si no lo es, se trata de un fraude: dejade ser información, pierde su naturaleza y, en elmejor de los casos, se transforma en otra cosa… obien en nada, y se tira a la basura. No obstante, eseingrediente básico de las informaciones que prontoempezaron a irradiar sus verdades por los másdiversos medios es ajeno al arte narrativo detiempos remotos, y habría sido justamente estacualidad la que le ha dado el tiro de gracia alnarrador. «Cada mañana recibimos noticias detodo el mundo y, sin embargo, somos pobres enhistorias sorprendentes», constata Benjamin. «Larazón es que los hechos ya nos lleganacompañados de explicaciones; en otras palabras:casi nada de lo que ocurre está al servicio de lanarrativa, y casi todo está al servicio de lainformación». Porque la elegancia del relatoconsiste, precisamente, en evitar las explicaciones.He aquí una gran diferencia entre las viejas artesdel narrador tradicional y las historias en las

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cuales nos enredamos hoy día: antes, el lector era«libre para interpretar la historia como quisiera, ycon eso el episodio narrado alcanzaba unaamplitud que no existe en la información»[16].

Es precisamente en este sentido que UmbertoEco delata una irrecusable pobreza característicade la comunicación audiovisual, en comparacióncon la riqueza infinita de la palabra. O, másexactamente, su menor nivel de exigencia conrespecto al público. «Mientras un libro requiereuna lectura cómplice y responsable, una lecturainterpretativa, una película o la televisión nosmuestran las cosas ya masticadas», explicaEco[17]. Es cierto que los narradores de lasnovelas clásicas firmadas por Gustave Flaubert oHenry James se demoran en extensasdescripciones de paisajes y personajes, con unpreciosismo y un grado de minuciosidad que hoypueden parecer anticuados o incluso exasperantes.Sin embargo, a pesar de todo ese puntillismo,delegaban en el lector la tarea de imaginar el

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rostro de «una mujer más bella que una obra dearte», por ejemplo, o el aspecto y el sabor quepodrían tener «la melancolía de los vapores» o «laamargura de las simpatías truncadas». No todoestaba dicho. O mejor: no todo se mostraba. Así,aún intentando evitar «conclusiones rápidas ymoralistas» sobre la inferioridad de lacomunicación visual con respecto a la verbal,Umberto Eco admite que los narradores fílmicossuelen verse obligados a «decir más», a ser másexplícitos. Por eso las pantallas ofrecen conexcesiva frecuencia «cosas ya masticadas»,liberando a los espectadores de hacer un esfuerzode interpretación personal.

No obstante, la mayor diferencia entre ambasformas de narrar tal vez no resida en esaexplicitación a que deben recurrir quienes utilizantácticas audiovisuales, sino más bien en el otroextremo de la comunicación, precisamente en laactitud del lector o del espectador. «El lector denovelas que no piensa (no colabora) pierde

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esencialmente todo», asevera Eco. En cambio, elespectador cinematográfico con idéntica actitud«al final del espectáculo estará convencido deestar llevándose algo a casa». Es habitual que loslectores de novelas rehúsen las invitacionesdemasiado insistentes a colaborar, y terminenabandonando el libro después de leer arduamentealgunas páginas. Las películas, por su parte,«satisfacen también a quien las acompañadistraídamente hasta el final», y luego de dos otres horas de entrega parcial a lo que se proyectóen la pantalla, habrán ocultado «a sus espectadoresperezosos el hecho de que las utilizaron de modoperezoso».

Con la decadencia no sólo de las viejas artesde aquel narrador benjaminiano de tiempos másremotos, sino también de la lectura de novelascomo las de Flaubert y Henry James, en el mundocontemporáneo se multiplican las informaciones yse popularizan los códigos audiovisuales en losmás diversos ámbitos. Inclusive, por supuesto, en

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los géneros autobiográficos. Todo esto parececonfirmar el diagnóstico de Benjamin sobre lamuerte del narrador o, al menos, de aquelnarrador. Tanto la necesidad de explicitar y dedecir más apuntada por Umberto Eco, que sevincula al universo de las imágenes —y de lainformación— en contraposición al mundo másimplícito de las palabras —y de la ficción literaria—, como la recepción perezosa que estos nuevosmedios permiten con creciente tolerancia. Por eso,no deja de ser sintomático que el momentocontemporáneo suela presentarse como sinónimode la «era de la información».

Debe haber sido este horizonte el que GuyDebord vislumbró en tono profético en el año1967, cuando vaticinó que el arte de laconversación había muerto y que pronto feneceríantodos sus practicantes, porque el espectáculo era«lo opuesto al diálogo»[18]. Digno representante deaquella enérgica generación contracultural que unaño más tarde desataría el episodio conocido

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como Mayo Francés, ese autor denunciaba laprimacía del espectáculo como «el sol que jamásse pone en el imperio de la pasividadmoderna»[19]. Más que un conjunto de imágenes, elespectáculo se transformó en nuestro modo de viday nuestra visión del mundo, en la forma en que nosrelacionamos unos con otros e incluso la maneracomo se organiza el universo. Todo estáimpregnado por el espectáculo, sin dejarprácticamente nada afuera. Los contornos de esagelatinosa definición superan lo que se muestra enlos medios masivos, porque el espectáculo«recubre toda la superficie del mundo y se bañaindefinidamente en su propia gloria». Por eso, envez de limitarse al aluvión de imágenes que seexhiben en las pantallas y que trituran las viejaspotencias de las palabras —sean escritas oconversadas—, el espectáculo es latransformación del mundo en esas imágenes. Y másaún: «es capital en un grado tal de acumulaciónque se transforma en imagen»[20].

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Para constatar las profecías de Debord, bastahojear un par de libros como El arte de laconversación de Peter Burke y La cultura de laconversación de Benedetta Craveri. Ambosautores despliegan, con precioso lujo de detalles,diversos aspectos y momentos de esas artesdialógicas en nuestra tradición cultural; sinembargo, ambos también se detienen con todaparsimonia a principios de la Era Moderna. Demodo semejante, Richard Sennett pintó un cuadrodel siglo XVIII como una época de apogeo delhombre público y de las bellas artes de laconversación, todas potencias que habrían decaídoen los umbrales del intimista siglo XIX. No setrataba de un libre fluir de la espontaneidadindividual en las interacciones entre cuatroparedes; lejos de eso, en aquellos remotospaisajes europeos, la oratoria emergía como unatécnica compleja y pujante, en la cual primaba elartificio teatral que convertía cada palabra en unavaliosa arma política.

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En el período industrial, en pleno auge de laburguesía previo al triunfo de la sociedad delespectáculo, tanto la lectura como la escritura y laconversación parecen haber vivenciado unpostrero idilio. Quien definió con mayor exactituddichos lazos quizás haya sido René Descartes, enuna frase rescatada en aquel momento históricopor Marcel Proust: «la lectura de todos los librosbuenos es como una conversación con las personasmás interesantes de los siglos pasados que fueronsus autores»[21]. Esa imagen del lector que dialogacon el autor de un libro remite a las «cartasdirigidas a amigos, sólo que más largas»,encantadora definición de lo que significa escribirun libro según el poeta romántico Jean Paul. Esanoción fue retomada por el filósofo PeterSloterdijk, quien presenta esa voluntad deestrechar amistades con lectores anónimos delpresente y del futuro, como una síntesis «graciosay quintaesencial» de la cultura humanista delsiglo XIX: «los autores griegos seguramente se

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habrían sorprendido con el tipo de amigos que suscartas alcanzarían un día»[22]. De todos modos, fuepara confirmar otra fúnebre noticia que Sloterdijkredimió esa romántica definición; en este caso, elfin del humanismo.

Como quiera que sea —y cargando con el pesode todos los cadáveres que resulte necesarioasumir—, es evidente que hoy proliferan losproductos «fáciles» de la industria cultural, aunqueahora también pueda ser una industria casera,hecha en un rincón del patio trasero por usted, yoo cualquiera de nosotros. Como sucede con laspelículas comentadas por Umberto Eco, estasobras no requieren de sus consumidores aquellaentrega total que Benjamin definiera como un donde oír en torno de los narradores tradicionales.Tampoco exigen la concentración silenciosa ysolitaria que demandaba la lectura de las novelasburguesas, así como la escritura de diarios ycartas. Aquella atención contemplativa, focalizadaen su totalidad hacia un único objetivo, ha

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estallado en esta cultura audiovisual que no cesade emitir estímulos sensoriales hacia todos lados.Esa antigua disposición de los cuerpos y espíritusestalla en mil pedazos, tal vez en provecho deotras formas de atención y cognición. Como eleasy listening que, según Theodor Adorno, suelensolicitar los productos de la industria cultural o,por qué no, un concomitante easy viewing. O sea:tanto una escucha como una mirada fáciles, rápidasy superficiales. Si la lectura «trae probablementeconsigo cierto tipo de interiorización», pues «elacto de leer una novela se aproxima bastante a unmonólogo interior», escribió este integrante de laEscuela de Frankfurt, «la visualización de losmedios masivos modernos tiende hacia laexteriorización»[23]. Así, en un ensayo sobre latelevisión publicado en 1954, cuando la TV erapoco más que un nuevo medio intrigante, elfilósofo alemán notaba que «la idea deinterioridad», en este contexto, «cede ante señalesópticas inequívocas que pueden ser captadas con

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una mirada»[24].Si la experiencia tradicional del narrador era

un acontecimiento colectivo por definición, tantola lectura como la escritura de la era burguesaconvocan a un individuo solitario. De preferencia,un individuo enclaustrado en la privacidad de suhogar, pues no podría existir ambiente másadecuado que la propia casa para interiorizar loque se leía y exteriorizar lo que se escribía. Losmedios audiovisuales basados en el esquemabroadcasting del siglo XX, por su parte,reforzaron ese movimiento tendiente al encierro enel ámbito privado, aunque sin solicitar aquel«monólogo interior» típico de la lectura que fueapuntado tanto por Adorno como por UmbertoEco. Ahora, con los nuevos medios que no sóloson electrónicos, sino también digitales einteractivos —y que abandonan el sistema clásicode un emisor para muchos receptores—, esa dobletendencia parece profundizarse: cada vez másprivatización individual, aunque cada vez menos

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refugio en la propia interioridad.Acompañando todas esas novedades que aún

están en pleno proceso de sedimentación, seacentuó la preeminencia de los lenguajesaudiovisuales que también tienden a estimular la«exteriorización» más que la «interiorización» dela lectura solitaria. Por otro lado, la antiguaexperiencia colectiva del narrador se aleja cadavez más, ya que no sólo los aparatos de radio ytelevisión abandonan la sala familiar parainstalarse en los cuartos particulares, sino quetambién suelen salir a las calles enchufados a loscuerpos, oídos y ojos de sus dueños. En losúltimos años se amplió el catálogo de medioscuyos dispositivos ya no son de uso familiar, sinoestrictamente personal: computadoras, Internet,reproductores de MP3, notebooks, palmtops,teléfonos celulares. Hasta el cine se aleja de lospomposos teatros del centro de la ciudad —einclusive de las salas acolchonadas de los«shoppings»— para instalarse junto al sofá o al

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lado de la cama de cada uno de nosotros, primeroen el formato del videocasete analógico y acontinuación en los diversos discos digitales.

Nada de eso, sin embargo, parece implicar unretorno a la soledad, al silencio y al monólogointerior de los «lectores escritores» del siglo XIXTales atributos no combinan con los paisajes yritmos contemporáneos. No se trata apenas de lamultiplicación de voces y la ambiguareivindicación del ruido que hoy se manifiestan enlos ámbitos más diversos; además, las actividadesgrupales suelen considerarse más creativas yproductivas que el clásico trabajo individual. Y lahabilidad para hacer varias cosas al mismo tiempose estimula más que la capacidad de enfocar laatención en una tarea continua y persistente. Elalcance inédito de estos cambios socioculturalespuede llevar a cuestionar, inclusive, si el«trastorno de déficit de atención e hiperactividad»conocido como TDA/H no sería mejorcomprendido como un rasgo característico de las

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nuevas subjetividades —perfectamente compatiblecon el mundo en que vivimos, e incluso incitadopor sus compases y vaivenes— en vez de unaextraña epidemia infantil.

En todo caso, parece evidente que nuestrahabilidad «multitarea» evoluciona junto con la denuestras computadoras, y es probable que esteproceso no implique apenas una pérdida de lavieja capacidad de concentración, sino también unbeneficio en lo que respecta a nuevas formas decognición que estarían engendrándose. «Los juegosde computación pueden mejorar algunos aspectosde la atención, tales como la capacidad de contarobjetos rápidamente en la periferia del campovisual», afirman los investigadores que analizanesa «ampliación cognitiva». Otros estudiossemejantes constataron que quienes navegan por laWeb buscando información pasan menos de dossegundos en un sitio antes de pasar a otro. Sinembargo, en vez de ver en este dato un meroindicio de desconcentración y ansiedad —o, al

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menos, más allá de eso—, los especialistasvislumbran un signo de la capacidad de análisisincisivo y veloz que promueven los nuevosmedios. Como quiera que sea, en un punto todosparecen estar de acuerdo: en este nuevo contexto,además de hacerse más «interactivos», los sujetosse están volviendo «más visuales queverbales»[25].

Al compás de una cultura que se sustentacrecientemente en imágenes, se desmonta el viejoimperio de la palabra y proliferan fenómenoscomo los que aquí se examinan, en los cuales lalógica de la visibilidad y el mercado de lasapariencias desempeñan papeles primordiales enla construcción de sí y de la propia vida como unrelato. Pero esto ocurre en medio de un nivel deespectacularización cotidiana que tal vez ni elpropio Debord habría osado imaginar. Uncontemporáneo del pensador situacionista francésescribió la siguiente frase en 1968: «dentro depocos años, el hombre será capaz de comunicarse

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en forma más efectiva a través de una máquina quecara a cara»[26]. El autor de esta declaración fueuno de los pioneros en la investigación sobreinterfases gráficas en computación, cuyo trabajocontribuyó en gran medida a la popularización deluso de Internet algunas décadas más tarde: J. C. R. Licklider. ¿Quién estaba en lo cierto enestos diagnósticos tan opuestos proferidos hacecuatro décadas? ¿Debord, con su sombríasociedad del espectáculo y la muerte de laconversación, o Licklider, con sus luminosasinterfases rumbo a una eficaz comunicacióninformática?

Si respondemos a la luz de estos fenómenoscontemporáneos, probablemente debamos admitirque ambos autores tuvieron su dosis de razónpremonitoria. Todo depende, obviamente, de quése entiende por «comunicación efectiva». Conaquel gesto intempestivo que dio origen a un libroaún clásico —y a una película homónima, hoyvirtualmente olvidada—, Debord denunciaba las

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tiranías de una formación social que en aquelmomento estaba apenas asomando sus tentáculos,pero que ya tendía a cercenar el campo de loposible. Al mismo tiempo en que abría otrasposibilidades, desde luego, y otras puertas de lapercepción, pero su crítica apuntaba a laestandarización de las relaciones humanas.Denunciaba la asfixia de ciertas regiones de lasensibilidad, la estimulación exclusiva de algunaszonas y la hipertrofia de unas pocas, mientrastodas las demás posibilidades vitales se sofocabanen la oscuridad de lo invisible. Debord describióla persistente imposición de un régimenaudiovisual obligatorio, muy alegre y a todo color,pero no por eso menos tiránico en su capacidad desilenciar los márgenes, los reversos y las lagunasque también podrían estar repletas de sentidos.Hoy la expansión de ese régimen continúa, y lasinterfases gráficas desarrolladas por Lickliderdesempeñan un papel fundamental en esa exitosaconquista. Estamos frente a un cuadro cuya

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intensidad ninguno de los dos autores podría haberintuido en aquellos lejanos años sesenta.

Es probable que sean éstos los motivos,también, de que hoy la vida se parezca mucho auna película. Ya no nos contamos nuestrasnarrativas existenciales siguiendo el modelo de laépica, ni tampoco el de una tragicomediaromántica con largas parrafadas de esmeradasintaxis para descifrar un minucioso dramaexistencial. Nuestras narraciones vitales no copianmás aquellas novelas que se leían con fruicióndesvelada durante horas y horas. En cambio, ganancontornos audiovisuales. Episodios triviales odemoníacos son amaestrados de esa forma; así, losgestos cotidianos más minúsculos revelan ciertoparentesco con las escenas de videoclips y con laspublicidades. O, por lo menos, se inspiran en ellasy resulta deseable que se les asemejen. En ciertasocasiones, llegan a convertirse en esas peliculitasque se arrojan al mundo en las vitrinas virtuales deYouTube, de un videolog o de una webcam.

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Pero no se trata de meras «evoluciones» oadaptaciones prácticas a los medios tecnológicosque aparecieron en los últimos años. Siobservamos todos esos cambios bajo una nuevaluz, lo que está ocurriendo adquiere el perfil deuna verdadera mutación: en nuestroespectacularizado siglo XXI, el juego de losespejos y abalorios se complicóinextricablemente. En vez de reconocer en laficción de la pantalla —o de la hoja impresa— unreflejo de nuestra vida real, cada vez másevaluamos muestra propia vida «según el grado enque satisface las expectativas narrativas creadaspor el cine», como insinúa Neal Gabler en suprovocador estudio sobre los avances delentretenimiento y la lógica del espectáculo[27].Valoramos nuestra propia vida en función de sucapacidad de convertirse, de hecho, en unaverdadera película.

Por eso no sorprende que los sujetoscontemporáneos adapten los principales eventos

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de sus vidas a las exigencias de la cámara, sea devideo o de fotografía, aun si el aparato concreto noestá presente. Incluso porque nunca se sabe si«usted está siendo filmado». Así, laespectacularización de la intimidad cotidiana se havuelto habitual, con todo un arsenal de técnicas deestilización de las experiencias vitales y la propiapersonalidad para «salir bien en la foto». Lasrecetas más efectivas emulan los modelosnarrativos y estéticos de la tradicióncinematográfica, televisiva y publicitaria, cuyoscódigos son apropiados y realimentados por losnuevos géneros que hoy proliferan en Internet.

En este contexto, el yo no se presenta apenas oprincipalmente como un narrador —poeta,novelista o cineasta— de su propia vida, aunquesea la trillada y cada vez más festejada epopeyadel hombre común, del antihéroe o del hombreordinario. En fin, de aquel «cualquiera» que notiene pudor en confesar su propia pobreza,encarnado en aquel usted capaz de convertirse en

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la personalidad del momento. En todos los casos,no obstante, esa subjetividad deberá estilizarsecomo un personaje de los medios masivosaudiovisuales: deberá cuidar y cultivar su imagenmediante una batería de habilidades y recursos.Ese personaje tiende a actuar como si estuvierasiempre frente a una cámara, dispuesto a exhibirseen cualquier pantalla, aunque sea en los escenariosmás banales de la vida real.

La actual abundancia de narrativasautobiográficas, que se multiplican sin cesar,parece sugerir una comparación fácil con el furorde escribir diarios íntimos, un hábito que en elsiglo XIX impregnó la sensibilidad burguesa y sepopularizó enormemente, conquistando millonesde hacendosos súbditos. Sin embargo, un detalleimportante acompaña el tránsito del secreto y delpudor que necesariamente envolvían a aquellasexperiencias de otrora, hacia el exhibicionismotriunfante que irradian estas nuevas versiones. Alpasar del clásico soporte de papel y tinta a la

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pantalla electrónica, no cambia sólo el medio:también se transforma la subjetividad que seconstruye en esos géneros autobiográficos. Cambiaprecisamente aquel yo que narra, firma yprotagoniza los relatos de sí. Cambia el autor,cambia el narrador, cambia el personaje.

De todos modos, en principio, las nuevasnarrativas autorreferenciales no parecen enfatizarla función del narrador —ni la del autor—, sino lade su protagonista. Es decir que el acento recaesobre aquel apreciado personaje que se llama yo.Una confirmación más de la muerte del narradorbenjaminiano, ya que los sujetos de estos nuevosrelatos publicados en Internet se definen comoalguien que es, alguien que vive la propia vidacomo un verdadero personaje. Esa definición pesamás que aquella referida a alguien que hace, unsujeto que realiza una actividad narrativa oelabora un relato, alguien que cuenta una historiasobre acontecimientos «exteriores» a sí mismo,inclusive ficticios, no reales. De modo que no se

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trata más de un narrador a la vieja usanza, nitampoco de un autor a la moda burguesa.

Por eso, a pesar de las sugestivas semejanzas,hay una inmensa distancia entre los espectáculosdel yo que burbujean en las pantallascontemporáneas y aquellas antiguas sesiones deautoconocimiento solitario plasmadas en losdiarios íntimos tradicionales. Así como es cadavez mayor la brecha que nos separa del contextohistórico que hizo germinar y que vio florecer talesprácticas. Los rituales hermenéuticos de aquellosdiarios íntimos tenían sus raíces bien afincadas enla compleja trama de valores y creencias que MaxWeber denominó «ética protestante», una firmecompañera del «espíritu del capitalismo» en susalbores industriales. Esas prácticas estabanamarradas al paradigma subjetivo del homopsychologicus; es decir, un tipo de sujeto dotadode «vida interior» y volcado hacia dentro de símismo, que construía minuciosamente su yo entorno de un eje situado en las profundidades de su

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interioridad psicológica. Pero, por lo visto,estamos cada vez más lejos de esasconfiguraciones.

Vale efectuar aquí una primera comparacióncon otro género de no ficción hoy triunfante: losreality-shows. Estas producciones, que haninvadido la televisión mundial en los últimos añosy, supuestamente, no hacen más que mostrar la vidareal de un grupo de personas reales encerradas enuna casa infestada de cámaras de TV, poseenvarios aspectos en común con los ritualesconfesionales de Internet. Aquello que entre losprotagonistas de esos espectáculos televisivosocurre de manera caricaturesca y entorpecido porla exageración —esa construcción de sí mismoscomo personajes estereotipados y sin demasiadosespesores, por medio de recursos performáticos yde marketing personal— se replica tanto en lasmodalidades autobiográficas de la Web 2.0 comoen el show de la realidad cotidiana de«cualquiera». Esa tendencia apunta a la

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autoconstrucción como personajes reales pero almismo tiempo ficcionalizados, según el lenguajealtamente codificado de los medios, administrandolas estrategias audiovisuales para manejar lapropia exposición ante las miradas ajenas.

¿Qué significa todo esto? ¿Habría una especiede falsedad, una deplorable falta de autenticidaden las construcciones subjetivas contemporáneas?¿Se ha generalizado el uso de máscaras queocultan alguna verdad fundamental, algo más realque estaría por detrás de esa imagen bienconstruida y literalmente narrada, pero fatalmentefalsa o ficticia? ¿O, en cambio, esa multiplicaciónde autoficciones estaría indicando el advenimientode una subjetividad plástica y mutante, por finliberada de las viejas tiranías de la identidad?¿Esta saturación actual del yo y del ustedanunciaría, de manera paradójica, la definitivaextinción del viejo yo, siempre unificador ysupuestamente estable? ¿O, al contrario, se trataríade un paroxismo de identidades efímeras

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producidas en serie, todas tan auténticas comofalsas, aunque fundamentalmente visibles? Larespuesta para todas estas cuestiones alberga unacomplejidad que excede un simple sí o no, porquelas relaciones entre verdad y mentira, ficción yrealidad, esencia y apariencia, verdadero y falso,que nunca fueron simples, también se complicaron.Para salir de este impasse, conviene contextualizarel problema y observarlo desde una perspectivahistórica, con el fin de apreciar lastransformaciones que están en marcha.

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III. YO PRIVADO Y ELDECLIVE DEL HOMBRE

PÚBLICO

Querida Sofía: Nada como nuestra historiaha sido escrito… ni lo será jamás. Puesnunca nos sentiríamos inclinados a hacer delpúblico nuestro confidente.

NATHANIEL HAWTHORNE

Yo tengo mi diario en la red y lo hagopúblico porque, precisamente, no tengo nadaque decir.

STEVEN RUBIO

En el otoño de 1928, Virginia Woolf fue invitada adar una serie de conferencias sobre «la mujer y lanovela», en dos instituciones universitarias forladies, porque las demás —las buenas— poraquella época aún estaban restringidas a los

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gentlemen. La escritora aprovechó la ocasión paraintentar responder, larga y bellamente, unapregunta: ¿por qué las mujeres no habían escrito,hasta entonces y salvo poquísimas excepciones,buenas novelas? He aquí una síntesis de larespuesta: porque no tenían un cuarto propio,porque carecían de un espacio privado, de unahabitación exclusiva para ellas donde hubieranpodido quedarse a solas. Si las dificultadessiempre fueron grandes para quien quisiera crearuna obra literaria, por lo menos hasta aquelmomento todo había sido infinitamente máscomplicado para una mujer. «En primer lugar»,porque para ellas «hasta principios del siglo XIX,tener un cuarto propio, para no hablar de unahabitación tranquila o a prueba de ruidos, erainconcebible»[1].

La respuesta es muy justa, pero el diagnósticono deja de ser correcto también para la mayoría delos hombres, por lo menos hasta algún tiempoantes de la fecha señalada por la novelista inglesa.

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«En el siglo XVI era raro que alguien tuviese unahabitación sólo para él», explica WitoldRybczynski en su libro sobre la historia de lacasa[2]. Habrían de pasar más de cien años aún,hasta bien avanzado el siglo XVII e iniciado elXVIII, para que comenzasen a aparecer losambientes «en los cuales se podía retirar uno de lavisión del público». Esos nuevos recintosenseguida se denominaron «cuartos privados»,aunque la noción de que tales habitaciones debíanser confortables y silenciosas, según Rybczynski,surgirá recién en el siglo XVIII, al menos para loshombres más afortunados.

De cualquier modo, el desfase aludido porVirginia Woolf implicó una enorme desventajapara las damas, ya que el ambiente privado de lacasa —o, mejor aún, del cuarto propio y personal— se impuso como un requisito fundamental paraque el yo del morador pudiese sentirse a gusto. Ensoledad y a solas consigo misma, la propiasubjetividad podía expandirse sin reservas y

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autoafirmarse en su individualidad. En aquellostiempos en que la escritora británica hacía oír suvoz, tan inflamada como majestuosa, ese espaciode la privacidad ya había asumido un papelprimordial. Era necesario disponer de un recintopropio, separado del ambiente público y de laintromisión ajena por sólidos muros y puertascerradas, no sólo para poder convertirse en unabuena escritora, sino también para poder seralguien, para volverse un sujeto y estar encondiciones de producir la propia subjetividad.

Además de constituir un requisito básico paradesarrollar el yo, el ambiente privado también erael escenario donde transcurría la intimidad. Y eraprecisamente en esos espacios donde seengendraban, en pleno auge de la cultura burguesa,los relatos de sí. Porque además de pertenecer alos géneros autobiográficos, las cartas y losdiarios tradicionales son escritos íntimos. Elestatuto de esas narrativas es ambiguo, siempretransitando la frágil frontera entre las bellas artes

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textuales y el documento extraliterario de valormeramente testimonial, acerca de una forma devida o de algún episodio histórico. Esos escritossuelen catalogarse como ejemplares de un géneromenor en términos estéticos o, como mínimo, seconsideran formas no canónicas de lo literario.Pero estos textos son cada vez más valorados enciertas regiones del saber, que los escudriñan enbusca de preciosos tesoros de sentido. En losúltimos años aumentó bastante la curiosidaddespertada por la vida cotidiana de la gentecomún. Además creció el interés por aquellasrarísimas reliquias que todavía conservan —oparecen conservar— una especie de aura, aunquemás no sea porque en sus bordes palpitan vestigiosde la presencia única de quien se pronunció, auncuando se trate de «cualquiera».

Los escritos de ese tipo, íntimos yconfesionales, exigen —o al menos, exigían— lasoledad del autor en el momento de crearlos. Ensus tiempos áureos demandaban, también, una

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distancia espacial y temporal con respecto aldestinatario de las cartas y a los eventualeslectores de los diarios. Éstos últimos, en general,sólo tenían acceso a los textos tras la muerte delautor, en caso de que éste fuese una figura célebrepor haber realizado algo excepcional, capaz dedespertar el interés póstumo de los posibleslectores. Las versiones cibernéticas de estosrelatos de sí, por su parte, también suelen serprácticas solitarias, aunque su estatuto es bastantemás ambiguo porque se instalan en el límite de lapublicidad total. La pantalla de nuestrascomputadoras no es tan sólida y opaca como losmuros de los antiguos cuartos propios. Además, ladistancia espacial y temporal con respecto a loslectores se ha reducido sensiblemente.

Para ilustrar estos cambios, vale citar algunosfragmentos de las Cartas de una verdaderafundadora del género epistolar, Madame deSevigné. «Estamos cada una en un extremo delmundo», escribía la noble señora a fines del

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siglo XVII, de vacaciones en la Bretaña, en unacarta a su hija que se encontraba en la Provenza.Por cierto, el tamaño del mundo era entoncesmucho mayor que hoy. En otra ocasión, laespirituosa marquesa se sorprendía de estamanera: «no podemos dejar de admirar ladiligencia y la fidelidad de los servicios postales;yo recibí el 18 tu carta del 9; son sólo nueve días,no se puede pedir más»[3]. Hoy, trescientos añosdespués de que tales misivas fueron escritas —conpluma fuente, tintero y papel secante—, ambasaseveraciones ostentan un tierno anacronismo.

La elaboración de cartas y diarios, de hecho,remite a los ritmos cadenciados y al tiempoestirado de otras épocas, hoy fatalmente perdidos.Tiempos atropellados por la agitación de la vidacontemporánea y también por la eficacia innegablede tecnologías como el teléfono, los celulares, elcorreo electrónico e Internet. En menos de unadécada, las computadoras interconectadas a travésde las redes digitales de alcance planetario se

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convirtieron en poderosos medios decomunicación, por cuyas venas globales circulaninfinitos textos en las más diversas lenguas, queson permanentemente escritos y rescritos, leídos yreleídos —y también olvidados o ignorados— pormillones de usuarios de todo el mundo. Entre ellosprosperan, con increíble fuerza, las nuevasmodalidades de escritos íntimos —o éxtimos—,pero todo ocurre en tiempo real: a la velocidad delinstante, que es simultáneo para todos los usuariosdel planeta.

Estas nuevas formas de expresión ycomunicación desencadenaron un aparente renacerde los viejos relatos de sí. Cabe preguntarse, sinembargo, si entre aquellos textos de otrora y lasflamantes novedades de Internet, las diferenciasson meramente cuantitativas, limitadas al tamañode los plazos y los trechos, o si existe entre ambosun abismo cualitativo. La lógica de la velocidad ylo instantáneo que rige las tecnologías informáticasy de telecomunicaciones, con su vocación

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devoradora de tiempos y espacios, sugiere agudasrepercusiones en la experiencia cotidiana, en laconstrucción de subjetividades y en las relacionessociales y afectivas. Observando ambosfenómenos más de cerca —el de hoy y el deantaño, en aquellos tiempos de contactospuramente «analógicos»— podemos pensar que setrata de dos universos radicalmente distantes eirreconciliables.

«La facilidad de escribir cartas debe habertraído al mundo una terrible perturbación de lasalmas», escribió Franz Kafka en su última carta aMilena, «porque es una relación con fantasmas; yno sólo con el fantasma del destinatario, sinotambién con el propio»[4]. El escritor checo fueuno de los más ávidos y lúcidos autores de cartasy diarios íntimos que el mercado editorial hayadado a conocer. De hecho, ese carácter espectral yenigmático es inherente a la comunicaciónepistolar; basta con evocar la historia de Cyranode Bergerac, célebre personaje del drama de

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Edmond Rostand. Gracias a los sortilegios de subella escritura, un hombre cuya apariencia físicano era de las más agraciadas logró encender lapasión de su joven amada. Sin embargo, el corazónde la chica palpitaba por un fantasma, pues creíaque el remitente de las finas misivas era otro: unbello mancebo algo insulso. Es posible imaginar,en los meandros del ciberespacio, múltiplesversiones contemporáneas de Cyranos de todas lasprocedencias, géneros y estilos, tipeando ardientesepístolas en la pantalla. No obstante, si lacomparación aún es válida, también es innegableque no debe ser poco lo que ha cambiado, desdeaquel lejano año de 1897 en que fue escrita esaobra hasta los días de hoy.

En cuanto a los diarios íntimos, ¿se podríaafirmar que es indiferente el hecho de que ahora sepubliquen en la Web? Esa exposición abierta a losojos del mundo entero, ¿es apenas un detalle sinmucha importancia? No parece que así sea o, porlo menos, esa exhibición pública de la intimidad

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no es una menudencia que merezca sermenospreciada. La interacción con los lectores,por ejemplo, se presenta como un factorfundamental en los textos de la blogósfera. Porotro lado, los márgenes de esos relatos estántachonados de links que abren ventanas a otrosblogs y fotologs, haciendo de cada texto un nudode una amplia red hipermediática. Su condición dediario íntimo, en el sentido tradicional, sin duda,se ve alterada. Mientras éstos se muestran demanera abierta a todo el mundo, los otros sepreservaban celosamente en el secreto de laintimidad individual. Esa diferencia esincuestionable, incluso admitiendo que aquellasformas ancestrales también poseían un «lectorideal» a quien el autor se dirigía, porque en lamayor parte de los casos se trataba de una entidadmeramente imaginaria e implícita. «Desde el puntode vista de cómo nace un texto —declaró otraprolífica autora de cartas y diarios, la poetabrasileña Ana Cristina César— el impulso básico

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es movilizar a alguien, pero uno no sabe conseguridad quién es ese alguien: cuando uno escribeuna carta, sabe más; cuando escribe un diario, sabemenos»[5]. En su inmensa mayoría, sin embargo, lomás probable es que ese misterioso alguien fueseapenas alguna faceta del oscuro yo de cada «autornarrador personaje».

Si las relaciones virtuales que hoy proliferanentre los usuarios de Internet suelen prescindir delcontacto inmediato con los cuerpos materiales delos interlocutores, eso no impide que se creenfuertes lazos afectivos. No obstante, estas nuevasprácticas insinúan que hoy se estaría multiplicandohasta el infinito, no sólo aquel «sabe menos»mencionado por la escritora carioca —¿a quién sedirige el autor de un blog?—, sino tambiénaquellas «relaciones con fantasmas» quehechizaban a las cartas kafkianas y que el dramade Cyrano ilustra graciosamente. Como ocurriócon casi todo, Kafka pronunció un veredictobastante sombrío sobre este asunto, y es muy

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probable que tampoco aquí se haya equivocado —condenado, como vivió, «a ver el mundo con unaclaridad tan deslumbrante que le resultóinsoportable», como resumió Milena Jesenská ensu necrológica—. «Después del correo, lahumanidad inventó el telégrafo, el teléfono, eltelégrafo inalámbrico», escribió Kafka en aquellaúltima carta a Milena, fechada en 1923, y agregó:«los fantasmas no morirán de hambre, peronosotros sucumbiremos». Al final de esaenumeración fatídica —cartas, telégrafo, teléfono—, tanto los mensajes de correo electrónico comotoda la parafernalia de la Web 2.0 que hoyenmarañan al planeta nos encuentran fatalmentedevorados por los fantasmas del ciberespacio. O,lo cual quizás sea peor, convertidos en esosespectros.

Pero si posamos una mirada genealógica sobreesa imagen fantasmagórica, surge un elementoimportante a tener en cuenta: la separación entrelos ámbitos público y privado de la existencia es

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una invención histórica, una convención que enotras culturas no existe o se configura bajo otrasformas. Inclusive entre nosotros, esa distinción esbastante reciente: la esfera de la privacidad sóloganó consistencia en la Europa de los siglos XVIIIy XIX, como una repercusión del desarrollo de lassociedades industriales modernas y su modo devida urbano. Fue precisamente en esa épocacuando cierto espacio de «refugio» para elindividuo y la familia nuclear se empezó a crear enel seno del mundo burgués, otorgando a estosnuevos sujetos aquello que tanto ansiaban: unterritorio a salvo de las exigencias y peligros delmedio público, que empezaba a ganar un tono cadavez más amenazante.

En su libro El declive del hombre público,Richard Sennett examina ese proceso deestigmatización de la vida pública, a lo largo delsiglo XIX, y la compensación de ese vacío graciasa una inflación del campo privado. Un siglo antes,la esfera pública había brillado intensamente en

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las metrópolis europeas en expansión, sobre todoen París y en Londres, en cuyas calles tenía lugaruna valorización positiva de las convenciones y lateatralidad primaba en los contactos socialesimpersonales. Ya en el despuntar decimonónico,grandes cambios afectaron tanto las reglas desociabilidad como las formas de tematización yconstrucción del yo, con la imposición de aquelloque Sennett denominó «el régimen de laautenticidad»[6]. En ese cuadro, la propiapersonalidad pasó a experimentarse como untesoro interior altamente expresivo, cuyos efluvioshabía que controlar y disimular en la presentaciónpública. Se fortalecía un yo interiorizado yopulento, excesivamente significante, que nobastaba ocultar bajo una falsa máscara en lasinteracciones con extraños. Esa preciosa esenciapersonal debía protegerse en la privacidad delhogar, con todos los cuidados que merecía laverdad latente en su interior. Así, de un «régimende la máscara» que se afirmaba como tal —en la

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legitimidad del artificio demandado por eltheatrum mundi de las calles del siglo XVIII— sepasó a un modo de vida en que esas mismasmáscaras se volvieron mentirosas y, por lo tanto,despreciables. Su falta era grave: no lograbanesconder el rostro delicadamente auténtico quepulsaba por detrás, y que podía desfallecer siresultaba expuesto a las violentas rudezas delentorno público.

De ese modo se fueron consolidando las«tiranías de la intimidad», que comprenden tantouna actitud de pasividad e indiferencia conrespecto a los asuntos públicos y políticos, asícomo una gradual concentración en el espacioprivado y en los conflictos íntimos. Ese refugio enla privacidad no denota apenas una preocupaciónexclusiva por las pequeñas historias y lasemociones particulares que afligen a cada sujeto,sino también una evaluación de la acción política—exterior y pública— solamente a partir de loque ésta sugiere acerca de la personalidad del

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agente —interior y privado—. En un contextocomo ése, la acción objetiva —aquello que sehace— se desvaloriza en provecho de unincremento excesivo de la personalidad y de losestados emocionales subjetivos —aquello que sees—. Según la tesis del sociólogo estadounidense,tanto ese intenso deseo de avalarse a sí mismomostrando una personalidad auténtica y acordecon «lo que realmente se era», como esa dobletendencia de abandono del espacio público ehinchazón del ámbito privado, obedecieron aintereses políticos y económicos específicos delcapitalismo industrial. Un modo de organizaciónsocial que se expandía y fortalecía en aquellaépoca, con la ascensión de las capas medias de laburguesía y la irrupción del consumo de masa enlas grandes ciudades industrializadas. Un modo devida que, de alguna manera, se beneficiaba con esanueva forma de «incivilidad».

No hay dudas de que el ambiente acogedor delhogar constituye el escenario más adecuado para

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hospedar la intimidad, sea tiránica o no. Comoinsinúa el historiador de la arquitectura antesmencionado, Witold Rybczynski, si puedeafirmarse que la idea de intimidad es unainvención burguesa, algo semejante ocurre conotras dos nociones asociadas a ese término: lasideas de domesticidad y confort. Todos esosconceptos estaban ausentes de las habitacionesmedievales, viviendas en las cuales todoscompartían casi todo. Tanto la necesidad como lavalorización de un espacio íntimo, aquel que sedestinaba a cada uno y solamente a cada uno,fueron consolidándose a lo largo de los últimoscuatrocientos años de la historia occidental, muyespecialmente a partir de los inicios del siglo XIX,como bien ha mostrado Virginia Woolf. Entre losestímulos para crear esa escisión público-privado,y para la gradual expansión de este último ámbitoen desmedro del primero, figuran varios factores:la institución de la familia nuclear burguesa, laseparación entre el espacio-tiempo de trabajo y el

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de la vida cotidiana, además de los nuevos idealesde domesticidad, confort e intimidad. Resultasignificativo que todos estos elementos hoy esténen crisis y, probablemente, también en mutación.

Pero ha sido uno de esos factores —lapaulatina aparición de un «mundo interno» delindividuo, tanto del yo como de los otros— eldetonante primordial para que el hogar seconvirtiera en un sitio propicio para amparar esavida interior, que ya brotaba con todo vigor ypronto florecería. Fue por esa razón que las casasse convirtieron en lugares privados y, comoexplica Rybczynski, «junto con esa privatizacióndel hogar surgió un sentido cada vez mayor deintimidad, de identificar la casa exclusivamentecon la vida familiar». En muchos de esos hogaresse definieron funciones específicas y fijas para losdiversos ambientes, e inclusive apareció «unahabitación más íntima para actividades privadascomo la escritura». En especial, por supuesto, parala confección de cartas y diarios.

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Otro historiador de la experiencia burguesa,Peter Gay, también comenta la importancia queempezó a ganar esa nueva ambición del siglo XIX:el deseo de tener un cuarto propio. Con todas lasconnotaciones woolfianas de la expresión, eserecinto era un espacio privado y gloriosamenteindividual, en el cual el mundo interior de suocupante podía estar a sus anchas y se podíaexpresar, entre otras formas, a través de laescritura y la lectura[7]. De preferencia, eseaposento propio estaría situado en el corazón deuna confortable casa burguesa, pero su carácter nocambiaría si fuera una incómoda habitaciónalquilada en cualquier pensión. Como subrayara lapropia Virginia Woolf, lo importante era que setratase de «un alojamiento independiente, pormiserable que fuera». Porque solamente en esecubículo cerrado y aislado del mundo, su habitantepodía sentirse protegido tanto del ruido y de lospeligros de las calles como también «de losreclamos y tiranías de sus familias», para entonces

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poder concentrarse en su obra —si se trataba de unescritor o escritora— y, fundamentalmente, en suyo.

En oposición a los hostiles protocolos de lavida pública, el hogar se fue transformando en elterritorio de la autenticidad y de la verdad: unrefugio donde el yo se sentía resguardado, dondeestaba permitido ser uno mismo. La soledad, queen la Edad Media había sido un estado inusual yno necesariamente apetecible, se convirtió en unverdadero objeto de deseo. Pues únicamente entreesas cuatro paredes propias era posible desdoblarun conjunto de placeres hasta entonces inéditos yahora vitales, al resguardo de las miradas intrusasy bajo el imperio austero del decoro burgués. Sóloen ese espacio era posible disfrutar del deleite —yde la ardua labor— de estar consigo mismo.

Fue así como se configuraron, en los preludiosde la Modernidad, dos ámbitos claramentedelimitados: el espacio público y el privado, cadauno con sus funciones, reglas y rituales que debían

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ser respetados. Los cuadernos de notas de LudwigWittgenstein ofrecen un ejemplo bastanteinteresante de esa demarcación precisa y rígida.Escritos en la primera mitad del siglo XX ypublicados de manera póstuma en los añosnoventa, contrariando la voluntad explícita delautor, esos diarios reproducen tal escisión: en laspáginas pares, el filósofo austríaco vertía susvivencias y reflexiones íntimas en un lenguajecodificado, sólo para él mismo, mientras que enlas páginas impares anotaba sus pensamientospúblicos en perfecto y clarísimo alemán. Sinembargo, los editores lograron publicar la versióncompleta de los diarios tras una larga batallajudicial contra los herederos del autor, fallecidoen 1951. Un combate que los primeros vencieron,conquistando así la posibilidad de «rescatar paratodos nosotros estos cuadernos vivos y patéticos».

La contratapa del libro firmado porWittgenstein, significativamente titulado Diariossecretos, revela los motivos de la recusa de los

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herederos, según el veredicto triunfante de loseditores. Una declaración muy a tono con lostiempos que corren: la resistencia familiar habríasido «un intento falsamente piadoso de ocultarnosal personaje real, con sus miedos, sus angustias, suelitismo o su homosexualidad»[8]. En tiempos másrespetuosos de las fronteras, el espacio públicoera todo aquello que quedaba del lado de afueracuando la puerta de casa se cerraba y que, sinduda, merecía ser dejado afuera. A su vez, elespacio privado era aquel vasto universo quepermanecía del lado de adentro, donde estabapermitido ser vivo y patético a gusto, puessolamente entre esas acogedoras paredes eraposible dejar fluir libremente los propios miedos,angustias y otros patetismos consideradosestrictamente íntimos.

Aquellos ambientes privados, que conocieronsu más vívido clímax en el mundo burgués delsiglo XIX, eran un convite a la introspección. Enesos recintos impregnados de soledad, el sujeto

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moderno podía bucear en su oscura vida interior,podía embarcarse en fascinantes viajesautoexploratorios que, muchas veces, se vertían enel papel. Como constatan Alain Corbin y MichellePerrot en el pasaje de la Historia de la vidaprivada relativo a ese período de intenso«desciframiento de sí», el «furor de escribir» seapoderó no sólo de los hombres de aquella época,sino también de incontables mujeres y niños.Todos escribían para afirmar su yo, paraautoconocerse y cultivarse, imbuidos tanto por elespíritu iluminista de conocimiento racional comopor el ímpetu romántico de sumergirse en losmisterios más insondables de sus almas.

De esa forma, los relatos autorreferenciales seconvirtieron en una práctica habitual, que daría aluz una infinidad de textos introspectivos con elsello de esa época. Se trata de una modalidadnovedosa de escritura, un nuevo género discursivofundado en la autorreflexión y en laautoconstrucción, que se consolidó en diálogo

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intenso con la literatura de ficción. Porque estasnarrativas del yo tenían como espejo las novelas ycuentos que, en aquel entonces, se leían con unafruición apenas comparable a la de la escrituraíntima. Especialmente las novelas realistas enformato de folletín, el gran furor de aquel siglo.Todos esos textos conformaban una poderosafuente de inspiración cuyas vertientes impregnabanlas formas subjetivas a partir de un sinnúmero depersonajes tejidos con palabras.

Las cartas, por su parte, experimentaron unasuerte de apogeo a fines del siglo XVIII y a lo largodel XIX. Un verdadero hito en esa historia fue elaño 1774, cuando Goethe publicó su novela Lossufrimientos del joven Werther, que recurría alformato epistolar para narrar una historia de amorromántico y trágico. El libro obtuvo un éxito taninmediato como fulminante. La identificación delos lectores —y de las lectoras— con lospersonajes fue tan honda, que no sólo motivó laimitación del estilo en millares de misivas de

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enamorados anónimos, sino que, además, llevó aque muchos emularan hasta las últimasconsecuencias el comportamiento del desdichadoprotagonista. Una oleada de suicidios por amoresno correspondidos sacudió a Europa, y todos loscuerpos eran hallados junto a la imprescindible yarrebatada carta final. No por nada se dice queGoethe enseñó a sus contemporáneos aenamorarse, siguiendo la escuela del movimientoromántico, así como a sufrir, vivir y ser. En elmismo período, otra novela epistolar compartió unéxito semejante: Julia o La nueva Eloísa deRousseau. Pero son innumerables las obras queexplotaron las virtudes del género: desde Lasrelaciones peligrosas de Laclos, y El hombre dearena de Hoffmann, hasta los populares Drácula yFrankenstein, para citar apenas algunos ejemplostodavía famosos.

Como los diarios íntimos, este tipo deescritura poseía un vínculo evidente con lasensibilidad de la época. Por eso, la ficción

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literaria no vampirizó solamente la forma epistolarpara seducir a sus ávidos lectores, sino quetambién copió y recreó hasta el hartazgo toda laretórica de la confesión íntima y cotidiana. Unaverdadera legión de personajes desbordó de laspáginas de las novelas e influenció fuertemente laproducción de subjetividad. Ese frondoso universode palabras se convirtió en un manantial deguiones y libretos para la subjetivación de losindividuos modernos, sembrando a su paso unvasto campo de identificaciones. Fue así comogerminó una forma subjetiva particular, dotada deun atributo muy especial: la interioridadpsicológica. En ese espacio interior, vagamenteubicado «dentro» de cada uno, fermentabanpensamientos y sentimientos privados. Elrepertorio afectivo de esa esfera íntima debía sercultivado, guarnecido, sondeado y enriquecidoconstantemente. De ese modo, nacía y se fortalecíaun tipo de sujeto que se tornaría el objeto de unadisciplina científica de vital importancia en la

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conformación de la subjetividad moderna: lapsicología. Por eso, algunos estudiosos se refierena esta criatura como homo psychologicus. Un tipode sujeto que, como afirma el psicoanalistaBenilton Bezerra Jr., «aprendió a organizar suexperiencia en torno de un eje situado en el centrode su vida interior»[9].

Recurriendo a un aparato teórico ymetodológico bastante distinto, a su vez, elsociólogo estadounidense David Riesman delineósu concepto de «personalidades introdirigidas», untipo de subjetividad igualmente volcada haciadentro de sí misma. En su libro La muchedumbresolitaria, ese autor analiza los cambios acarreadospor los avances de la alfabetización a lo largo delos siglos XIX y XX, gracias a los cuales unacantidad creciente de ciudadanos ganó acceso al«refugio impreso». La expresión no es exagerada,como muestra Marcel Proust en su ensayo Sobre lalectura, al describir el apetito con que seentregaba a ese «placer divino», la lectura de

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ficciones. Especialmente delicioso era eseabandono en las mañanas de la infancia, durantelos plácidos días de vacaciones, cuando todossalían para dar un paseo por el campo y elpequeño lector se quedaba al fin solo, dispuesto aentregarse por entero al libro del momento.Completamente solo, o bien en la afable compañíadel péndulo y del fuego, «que hablan siempre sinexigir que uno les responda y cuyos dulcespropósitos vacíos de sentido no vienen, como laspalabras de los hombres, a reemplazar a laspalabras que uno lee»[10].

En aquellos tiempos definitivamente remotos,en los cuales la literatura podía transformarse enun verdadero vicio, capaz de empujar a susvíctimas rumbo a la evasión del mundo real porlos suaves caminos de la ficción, vale aclarar queno todos los textos gozaban del prestigio que hoyposeen por el mero hecho de constituir material delectura. A lo largo del siglo XIX, la lectura defolletines y «novelas baratas» solía ser un hábito

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muy criticado, especialmente en lo concerniente alas señoritas de buena familia. En 1806, un médicoinglés alertaba contra el «exceso de estimulación»provocado por la lectura de novelas, que podía«afectar a los órganos del cuerpo y relajar latonicidad de los nervios», mientras en 1867 otroespecialista advertía que «leer en la cama implicaherir los ojos, dañar el cerebro, el sistemanervioso y el intelecto»[11]. Aún así, esas«novelitas dudosas» eran un gran negocio: algunostítulos podían vender tiradas de millones deejemplares en pocos años. Ése es, justamente, unode los motivos que las convirtió en blanco decríticas por parte de los defensores de la altacultura y de los buenos modales, no sólo porquepropiciaban la evasión de las tareas importantesdel mundo real, sino también porque eran unaespecie de narcótico capaz de infectar las mentesde múltiples Emmas Bovaries en potencia. Sinembargo, más allá de la calidad de las obras, paralas personalidades introdirigidas de esos lectores

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de antaño que se refugiaban en la ficción, laliteratura no constituía sólo una vía para evadirsede sus vidas cotidianas reales y anodinas; almismo tiempo, esa lectura invadía sus vidasenriqueciendo el acervo de sus interioridades yalimentando su autoconstrucción.

No sólo la lectura de ficciones podía ser vistacomo un acto adictivo y vergonzoso, cuyo abusodebía evitarse, sino que también la escritura denovelas era, en ciertos casos, condenable. Enespecial, una vez más, cuando se trataba demuchachas honradas y de buena procedencia. Enese peculiar clima cultural, a principios delsiglo XIX, la británica Jane Austen escribió suobra Orgullo y prejuicio, en los raros momentosde tranquilidad y soledad que encontraba en lasala de su casa familiar. La joven escritora debíaocultar los manuscritos siempre que alguienaparecía, «para que nadie sospechase cuál era suocupación»[12]. Como constató Virginia Woolf, elhecho de que haya logrado concluir la novela en

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esas condiciones —y que el resultado haya sidotan bueno— sólo puede describirse como unverdadero «milagro». En muchos casos había queesconder también el cuadernito del diario íntimo,cuya práctica tenía connotaciones masturbatorias.Hoy sabemos que por lo menos una famosarepresentante del género, la también joven Eugéniede Guérin, mantenía en secreto su pequeño vicioprivado: sólo escribía de noche a la luz de lasestrellas, para disimular inclusive ante su queridopadre. Con toda seguridad, no ha sido la única; alcontrario, deben haber sido incontables lasdoncellas que encontraron en la escritura deldiario íntimo «un medio de desahogo»[13].

De todas maneras, ya sea cayendo en el vicio ono, ya sea escribiendo o leyendo, parece evidenteque estar solo con un libro era estar solo de unmodo diferente, como resumió el mencionadoDavid Riesman. Tal vez porque la nueva soledadno consistía exactamente en estar solo. En el actode leer no se estaba apenas en compañía virtual y

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en diálogo con el autor del libro, para evocar lasconversaciones de Descartes con los amigos queduermen en los estantes y las cartas a los amigosdel presente y del futuro aludidas por el románticoJean Paul. Además de dialogar en silencio con elautor, al leer siempre se estaba, sobre todo yprincipalmente, consigo mismo, lo cual remite almonólogo interior referido por Theodor Adorno.La socióloga Helena Béjar, autora de un amplioestudio sobre la historia de las nociones deintimidad y privacidad, también considera de vitalimportancia esta cuestión: saber leer, y másespecíficamente estar alfabetizado en el nuevohábito de «leer sin oralizar», fue una «condiciónnecesaria para que surgieran las nuevas prácticasque contribuirían a desarrollar una intimidadindividual»[14].

Ese libro que acompañaba la nueva soledaddel lector era, en la enorme mayoría de los casos,una novela. Podía ser buena o mala, pero elaislamiento que demandaba para la lectura —y,

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obviamente, para la escritura— constituye unapieza clave rumbo a la comprensión del fenómenoenfocado en este ensayo. Cuando Walter Benjaminse refiere a la muerte del narrador y a la extinciónde las viejas artes de contar historias —actividades compartidas, características deluniverso premoderno, que sedimentaban laexperiencia colectiva— comenta los cambiosocurridos con el advenimiento de los modos devida modernos. El individuo burgués de lossiglos XIX y XX, enclaustrado en el silencio y lasoledad de su hogar y su cuarto privado, como unatentativa de protegerse del desamparo delambiente urbano, se convierte en el héroe solitariode la novela moderna. Ese individuo lee y escribesolo, concentrado y ensimismado en un ambientesin ruidos, y esas actividades son esenciales parala construcción de su peculiar subjetividad.

Pero existe una distancia gigantesca entre elautor de ese tipo de textos y aquel narrador deotrora. Más aún, según Benjamin, el auge de la

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novela fue uno de los primeros indicios de laagonía del narrador. Pues no se trataba apenas delabandono de la oralidad en provecho del medioimpreso —aunque esto también fuera fundamental,puesto que la novela sólo es posible si se publicaen forma de libro, jamás como un relato oral—,sino de todo lo que vino junto con ese cambio desoporte mediático. Y, en particular, de unabúsqueda de sentido que es constitutiva de lanovela, pero está alegremente ausente en lasnarrativas populares de otrora. Porque el lector denovelas es un sujeto que lee en silencio, soloconsigo mismo o absorto en la inmensa compañíasilenciosa de su vida interior, de tal modo que nose trata de una experiencia comunitaria como laque rodeaba la actividad del narrador. Por eso nosorprende que el sujeto moderno haya pasado abuscar desesperadamente, en esos textos que leíacon tanta avidez, el sentido que los narradores ysus oyentes no tenían que buscar en ninguna parte,porque estaba implícito en su tradición compartida

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y en su experiencia colectiva.«El novelista se segrega», constata Benjamin

en uno de los ensayos antes referidos, y aun dicemás: «el origen de la novela es el individuoaislado que ya no puede hablar de maneraejemplar sobre sus preocupaciones, y que norecibe consejos ni sabe darlos»[15]. Así, en vez deser abiertas y fluidas, las novelas deben sercerradas y orientadas hacia un fin. Ese punto finalsería, además, su objetivo primordial pordefinición. «La novela anuncia la profundaperplejidad de quien vive», ya que su protagonistaes un héroe desorientado, condenado a buscar y,sobre todo, a buscarse. Al igual que su personaje,el lector de la novela persigue idéntico objetivo:«busca asiduamente en la lectura aquello que ya noencuentra en la sociedad moderna: un sentidoexplícito y reconocido». Ésa es la condenaperpetua que pende sobre el homo psychologicusy las subjetividades introdirigidas, fecundadas enla intimidad del silencio y en la soledad del cuarto

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propio burgués: buscarse, rastrear dentro de sí unsentido fatalmente perdido.

«Nada facilita más la memorización de lasnarrativas que esa sobria concisión que las salvadel análisis psicológico», agregó Benjamin[16].Todo lo que falta en la novela moderna,justamente. Porque los textos más paradigmáticosde la cultura introdirigida no pretenden propiciarla memorización de un conjunto de relatospopulares con una edificante moraleja; en cambio,promueven un incesante buceo en el misterio decada experiencia subjetiva. Nada mejor parailustrar ese propósito de la novela moderna que latécnica del fluir de la conciencia, algo comparablea la asociación libre de ideas del psicoanálisisfreudiano. Así bautizado por el psicólogo yfilósofo estadounidense William James en 1892, elmétodo discursivo de stream of consciousness fueadoptado por su hermano Henry James en suspropias ficciones literarias. Muchos grandesescritores de la primera mitad del siglo XX —

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desde Virginia Woolf hasta James Joyce, desdeMarcel Proust hasta Gertrude Stein— retomaronesa técnica narrativa para edificar sus obrasliterarias, forzando los límites de la introspeccióncon el fin de convertirla en un verdadero arte, bajolos moldes de aquello que la crítica denominaría«novela psicológica moderna».

¿Y qué sucede hoy en día? No hay duda de queaquí, entre nosotros, la mítica singularidad del yoconserva su fuerza —¡para no hablar de usted!—.Esa mística avanza, nutrida por una cultura delindividualismo cada vez más depurada, aunquetambién atravesada por los dictados identitariosdel mercado, a veces tan seductores comotiránicos. Adorado y cultivado sin cesar, el yoactual no exige atención y cuidados; además,convoca las miradas más sedientas.Definitivamente lejos del narrador benjaminiano,también nos distanciamos de aquellos afanosos ysolitarios «lectores escritores» del siglo XIX yprincipios del XX. Todo eso, pese al sorprendente

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renacer de los relatos de sí en Internet. Porque nohace falta remontarse muy lejos en el pasado paranotar que los relatos autobiográficos,especialmente las diversas formas del diarioíntimo, tuvieron su muerte anunciada y confirmadaefusivamente en las últimas décadas del siglo XX,sin que nadie pronosticara su repentinorenacimiento en los ambientes virtuales y globalesde las redes electrónicas. Una de las especialistasmás reconocidas del área es Elizabeth W. Bruss,autora de varios libros sobre el tema, quien haceapenas treinta años diagnosticó la inminentedesaparición del género, frente a las profundastransformaciones con respecto a la época queexperimentó su apogeo. Falta saber, no obstante, silos sentidos de estas nuevas prácticas continúansiendo idénticos a los que propulsaban los diariosíntimos tradicionales; algo que, ciertamente, noparece ser el caso.

En un peculiar aggiornamento de los flujos deconsciencia, hoy, en Internet, personas

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desconocidas suelen acompañar con fruición elrelato minucioso de una vida cualquiera, con todassus peripecias registradas por su protagonistamientras van ocurriendo. Día tras día, hora porhora, minuto a minuto, con la inmediatez deltiempo real, los hechos reales son relatados por unyo real, a través de torrentes de palabras que demanera instantánea pueden aparecer en laspantallas de todos los rincones del planeta. Aveces esos textos se complementan con fotografíaso imágenes de video transmitidas en vivo y sininterrupción. Es así como se desdobla, en laspantallas interconectadas por las redes digitales,toda la fascinación de «la vida tal como es». Ytambién, con demasiada frecuencia, no deja deexhibirse en primer plano toda la irrelevancia deesa vida real.

Es grande la tentación de comprender estasnuevas modalidades de expresión centrada en elyo como un resurgimiento de la antigua prácticaintrospectiva de exploración y conocimiento de sí,

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aunque adaptada al contexto contemporáneo yaprovechando las posibilidades ofrecidas por lasnuevas tecnologías. Como se sabe, Internet permiteque cualquier usuario pueda publicar lo que desee,con poco esfuerzo, bajo costo y para una audienciapotencial de millones de personas del mundoentero. Esas circunstancias conceden a los diariosíntimos contemporáneos una proyección que susancestros predigitales nunca habrían podidoobtener, ni siquiera imaginar. Pero es muyprobable que la mayoría de los autores de aquellosescritos privados de la era analógica jamáshubiesen deseado alcanzar semejante divulgación;para muchos, inclusive, la mera insinuación desemejante descaro hubiera sido una terriblepesadilla. Porque aquellos textos crecíanenvueltos en la mística del secreto, eran tratadoscomo cartas dirigidas al remitente y solamente a élmismo, sin ninguna ambición de exhibicionismo orepercusión pública.

De modo comparable, los visitantes de blogs y

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webcams podrían ser cotejados con los sedientoslectores de otrora, que se identificaban con lospersonajes literarios y construían sussubjetividades en diálogo con esos juegos deespejos. Enturbiando aún más las complejasdiferencias entre realidad y ficción, lascomputadoras y las redes digitales serían otroescenario donde practicar la «técnica de laconfesión». Ese instrumento para la producción deverdad sobre los sujetos rige hace varios siglos enOccidente, y su genealogía ha sido trazada porMichel Foucault en su libro La voluntad de saber.Sin duda, se trata de una explicación posible;aunque también es probable que sea apenasparcial, dejando afuera algunas de susespecificidades más jugosas.

Con ese texto, publicado originalmente en1976, el filósofo francés inició la seriedenominada Historia de la sexualidad. En eseprimer volumen se dedicó a desmontar la popular«hipótesis represiva», que ve en la historia de los

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dos últimos siglos de la sociedad occidental unasistemática represión de la sexualidad. Aún hoy escomún considerar que ese territorio de laactividad humana se habría transformado en tabúdurante el período victoriano: aquello sobre locual no se debía hablar. Sin embargo, y de formaaparentemente paradójica, en esa misma época seha registrado una persistente incitación a hablar deese asunto supuestamente amordazado. «Losdiscursos sobre sexo, ya hace tres siglos, se hanmultiplicado en vez de haberse enrarecido»,confirma Foucault. Si esa nueva disposición conrespecto a la sexualidad en la Edad Moderna«trajo consigo censuras y prohibiciones, tambiéngarantizó más fundamentalmente la solidificación eimplantación de todo un despropósito sexual»[17].En las escuelas, en los hospitales, en los tratadoscientíficos, por todas partes, la sociedadsupuestamente represora hablaba e incitaba ahablar de sexo, acumulando «una inmensapirámide de observaciones y prontuarios»[18]. En

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vez de habitar un universo mudo o silencioso queevita tocar el asunto, descubrimos que hablamosde eso hasta cuando no hablamos, o incluso cuandohablamos de otras cosas. Fue así como nosvolvimos «una sociedad singularmenteconfesanda», y el hombre, en los últimos siglos dela cultura occidental, «un animal confidente»[19].

Foucault concluyó su estudio afirmando queesa paradoja no sería tal, sino apenas unailustración del complejo funcionamiento de losmecanismos de poder que presionan a lassubjetividades en la sociedad moderna. No se tratasolamente de la censura, que opera con toda lafuerza de coacción de hacer callar, un mecanismopor demás evidente e innegable, e incluso groseroen sus formas y objetivos, sino que habría tambiénuna violencia peculiar en ese persistente hacerhablar. Una presión más sutil, menos obvia yposiblemente también más efectiva, siemprelatiendo en esa ineluctable invitación a confesarse.Porque en ese acto de verbalizar una confidencia,

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los individuos experimentan una especie deliberación: hablar de sí mismo implica sacarse deencima un peso muerto, genera un alivioemparentado con la emancipación. Pero ocurre queen muchos casos el efecto sería exactamenteopuesto: actuando de ese modo, al responder consus propias voces a las exigencias de hablar desexo y hablar de sí mismo, los sujetos no estaríanmás que alimentando los voraces engranajes de lasociedad industrial, que necesita saber paraperfeccionar sus mecanismos. Como confiesa laexitosa autora de blogs —y blooks— LolaCopacabana: «vivo, constantemente, haciendo elesfuerzo porque no existan en mi vida cosasinconfesables»[20]. Gilles Deleuze habríaagregado, tal vez, que la joven escritora nisiquiera debe sospechar para qué se la usa.

Nacido en el ámbito eclesiástico a principiosdel siglo XII, el ritual de la confesión luego fueapropiado por otros campos de la actividadhumana, como una técnica privilegiada para

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producir verdades sobre los sujetos. En la justicia,la medicina y la pedagogía, en las relacionesfamiliares y amorosas, la confesión se difundiópor todas partes. Según Foucault, en el mássolemne de los protocolos públicos y en la másrecóndita intimidad, «tanto la ternura másdesarmada como los más sangrientos poderestienen necesidad de confesión»[21]. Esasceremonias aún están inscriptas de manera tanprofunda en nuestros hábitos, que a veces no laspercibimos como manifestaciones de undispositivo de poder. Sin embargo, se trata de unformidable mecanismo de sujeción de loshombres, de su constitución como sujetoscompatibles con un determinado proyecto históricode sociedad.

Y hoy en día, ¿cómo se presenta esa sujeciónconfesanda? Si se transfirió de los ámbitoseclesiásticos y jurídicos —a partir del siglo XIII—hacia los campos médicos y pedagógicos —en laera industrial—, ahora la técnica de la confesión

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aparece con toda su pompa en las pantallasmediáticas. Como un ejemplo entre miles, aunquebastante sintomático, cabe mencionar una nuevageneración de libros recientemente surgidos peroque ya constituyen casi un subgénero, con títuloscomo Mi secreto, Confesiones extraordinarias devidas ordinarias, Una vida de secretos, Las vidasecretas de hombres y mujeres. Todos ellos sonsecuelas impresas de lo que ocurre en sitios de laWeb como PostSecret, donde «cualquiera» puedeconfesar y divulgar sus secretos más«inconfesables». Ya sean revelaciones anónimas odemasiado firmadas, siempre se refieren a laintimidad supuestamente más recóndita de cadauno.

De modo que lo que estamos viviendo hoy endía parece constituir un nuevo escalón en esafecunda genealogía de la confesión occidental. Enel contexto contemporáneo, aquellas «tiranías dela intimidad» denunciadas por Richard Sennettcrecen hasta un punto inimaginable en la época en

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que ese estudio fue publicado, ya hace más detreinta años. A propósito, el ensayo de Sennett escontemporáneo del libro de Foucault, ambos segestaron y publicaron a mediados de los añossetenta, cuando la sociedad del espectáculoempezaba a erguirse: un momento que marcó ungiro en la historia. Sin abandonar el fértil terrenode la intimidad, las tiranías actuales olvidan lospudores para traspasar los muros que solíanproteger al ámbito privado. Así se va extendiendola manta de retazos de confesiones multimedia,zurcida con una multitud de pequeñas habladuríase imágenes cotidianas, hasta cubrir todos losrincones del antiguo ámbito público. Y es muyprobable que termine asfixiándolo bajo su peso tanmultiforme como pertinaz.

Como diría el novelista Jonathan Franzen,irritado con la vitalidad de los movimientos dedefensa de la privacidad en el mundocontemporáneo y preocupado con la salud delflagelado espacio público, ahora que el planeta se

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ha convertido en una gigantesca alcoba global —con cada uno de nosotros viendo por televisión,cómodamente instalados en nuestros cuartospropios, un show de intimidades ajenas—necesitamos algo que brilla por su ausencia: unaenérgica defensa del sofocado ámbito público. Enun diagnóstico semejante al de Sennett, aunquemucho más reciente, Franzen detecta unensanchamiento desmesurado de la privacidad yde la intimidad, que a fines del siglo XX ycomienzos del XXI «invaden brutalmente el máspúblico de los espacios». Esos movimientospromueven la definitiva extinción del «hombrepúblico», que ya había sido gravementeacorralado por la subjetividad burguesa delsiglo XIX. Pero según la perspectiva del escritor,la privacidad también estaría amenazada hoy endía. En este «mundo de fiestas en pijama», laintimidad pierde fatalmente su valor al dejar dedefinirse por oposición a aquel otro espacio dondedebería regir su contrario: lo no íntimo, el lugar

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donde ocurren los intercambios con los otros y laacción pública. Sin embargo, como él mismo sepregunta: «¿Quién tiene tiempo y energía paradefender la esfera pública? ¿Qué retórica podrácompetir con el amor estadounidense por laintimidad?»[22].

Más allá de la cantidad de lectores oespectadores que de hecho logren reclutar, losadeptos de los nuevos recursos de la Web 2.0suelen pensar que su presuntuoso yo tiene derechoa poseer una audiencia, y a ella se dirigen comoautores, narradores y protagonistas de tantosrelatos, fotos y videos con tono intimista. Por lomenos en los Estados Unidos, se calcula que másde la mitad de los jóvenes publican sus datosbiográficos e imágenes en Internet, sin ningunainquietud con respecto a la defensa de la propiaprivacidad ni tampoco la de sus amigos, enemigos,parientes y colegas que también suelen habitar susconfesiones audiovisuales. En un aparente retornoa los modos de vida en las zonas rurales y

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pequeños pueblos anteriores a la urbanización deOccidente, en esta aldea global del siglo XXIresulta imposible preservar los secretos. Aquí, sinembargo, el anonimato tampoco parece deseable;todo lo contrario, pues en este escenario la solaposibilidad de pasar desapercibido puedeconvertirse en la peor de las pesadillas.

Por eso, si de hecho estamos frente a un nuevocapítulo de la larga historia de nuestra disposiciónconfesanda y confidente, tampoco hay dudas deque se trata de una nueva torción de ese eficazdispositivo de poder. En principio, hay quedestacar que el fenómeno de las confesiones enInternet es muy complejo y rico, marcado por lavariedad, la diversidad y los cambios veloces. Sepresenta no sólo como un novedoso conjunto deprácticas comunicativas, sino también como ungran laboratorio para la creación intersubjetiva.No obstante, su peculiar inscripción en la fronteraentre lo extremadamente privado y loabsolutamente público constituye uno de sus trazos

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más perturbadores. ¿Cómo explicar el curiosohecho de que las nuevas modalidades de diariosíntimos sean expuestas a los millones de ojos quetienen acceso a Internet? La lente incansable deuna webcam que registra cada pormenor de unavida particular para exhibirlo descaradamente, porejemplo, ¿no es más que una actualizacióntecnológica de la vieja costumbre de anotar todaslas minucias cotidianas en un cuadernito de hojasamarillentas? Retomando la pregunta central: ¿esaexposición pública es apenas un detalle sinimportancia, que deja intactas las característicasfundamentales de los antiguos diarios íntimos alconvertirlos en éxtimos? ¿O, en cambio, se trata dealgo radicalmente nuevo?

A esta altura del partido, dos actitudesintelectuales son posibles. Como primera opción,se podría elegir la tesis de la continuidad paraintentar demostrar que las nuevas prácticas sonmeras adaptaciones contemporáneas de las viejascostumbres, y poco o nada más que eso. O, en

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cambio, cabría destacar la discontinuidad,develando la especificidad de lo nuevo con el finde captar qué implica su introducción en elpresente. Esta segunda estrategia parece máspromisoria y sugerente. De todos modos, nocarecen de interés las comparaciones con aquellasmodalidades que se podrían considerar susancestros, ya que proveen un telón de fondo contrael cual resulta más fácil elucidar las innovaciones.Aunque algunos hábitos parezcan sobrevivir a lolargo de períodos históricos diversos, ganandocierto aire de eternidad, conviene desconfiar deesas permanencias: muchas veces las prácticasculturales persisten pero sus sentidos cambian. Delo contrario, se corre el riesgo de naturalizar algoque es una mera invención y, de esa forma, sepierde la ocasión de comprender toda la riquezade su especificidad histórica y su sentido peculiaren la sociedad que la hospeda.

Éste sería un buen ejemplo de ese equívoco: elhecho de que los nuevos diarios íntimos se

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publiquen en Internet no es un detalle menor, yaque el principal objetivo de esas estilizaciones delyo consiste precisamente en conquistar lavisibilidad. En perfecta sintonía con otrosfenómenos contemporáneos que se proponenmostrar las banalidades más privadas de todas lasvidas o de cualquier vida, como los reality-show ylas revistas de celebridades, los talk-shows de latelevisión y la proliferación de documentales enprimera persona, el éxito de las biografías en elmercado editorial y en el cine, y la crecienteimportancia de la imagen cotidiana para lospolíticos y otras figuras famosas. Sin embargo,nada más privado que un diario íntimo a la viejausanza. Esos preciados objetos se escamoteaban ala curiosidad ajena, se guardaban en cajones yescondrijos secretos, muchas veces protegidos pormedio de llaves y contraseñas ocultas. Inclusive,su práctica podía ser una actividad seriamenteprohibida y perseguida por maridos, padres y otrasfiguras autoritarias. Mientras tanto, el universo de

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las computadoras e Internet, esa auténtica red deintrigas con sus puntos de fuga y sus muchasevasiones, no parece un ambiente propicio parapreservar secretos. Y tal vez ni siquiera pretendaserlo, al menos en este terreno de las confesionesmultimedia. Pero el problema no es simple yparece tener más de una cara.

Por un lado, la privacidad de lacorrespondencia epistolar y la inviolabilidad delos sobres aún se resguardan por ley. No ocurre lomismo con los datos transferidos por Internet, quepueden ser monitoreados por empresas ogobiernos y también, aunque sea de manera ilegal,por cualquiera que posea cierto dominio técnico.Por eso no sorprende que la protección de laprivacidad sea una cuestión hondamente discutidahoy en día, un tema delicado que se problematizasin cesar en los debates relacionados con latecnología y el mercado. La parafernalia digital esaltamente intrusiva: sus mallas cubren la totalidaddel globo, y todas las fronteras son fácilmente

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vulnerables para los escrutadores electrónicos máshabilidosos. Si todo puede ser monitoreado,entonces es muy probable que todo terminesiéndolo. La lógica de la empresa contemporáneafunciona con base en la información: los datospersonales de los consumidores potenciales —presumiblemente privados— son muy valiosospara los negocios orientados a públicosclasificados en segmentos de interés, queencuentran en el marketing directo su principalherramienta. La noción de privacidad de lainformación personal no puede dejar de sufrirserias grietas en este universo poblado de hackers,empresas ávidas, herramientas sofisticadas,muchos usuarios obcecados con la seguridad yotros tantos dispuestos a sacar provecho de esostemores.

Sin embargo, el mismo término pareceríainvolucrar por lo menos dos cuestiones bastantediferentes. Por un lado, se protegencuidadosamente ciertos datos personales —

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especialmente bancarios, financieros ycomerciales— contra posibles invasiones de laprivacidad. Por otro lado, se promueve unaverdadera evasión de la privacidad en campos queantes concernían a la intimidad personal. Es eneste último sentido que Jonathan Franzen clamabapor una defensa del espacio público, puesto que laintimidad se evadió del espacio privado y pasó ainvadir aquella esfera que antes se considerabapública.

Con respecto a los supuestos peligros de lainvasión, que los discursos periodísticos suelenpresentar de modo sensacionalista, explotando elmiedo de ese riesgo inminente que representa el«robo de identidades» —algo que puedeafectarnos súbitamente a todos—, lo más habituales que se refieran tan sólo a los datos comercialesy financieros. Así, por ejemplo, uno de esosartículos publicados en la prensa expresaba elrecelo de que, en virtud de los avancestecnológicos, «la vida cotidiana de cada persona

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se convierta en un Día de Bloom», aludiendo aLeopold Bloom, protagonista del novela Ulises, deJames Joyce. Una cotidianeidad «registrada conlujo de detalles y reproducible con algunos clicsdel mouse». Pero lo más probable es que esepuntilloso registro se limitase a una lista decompras y preferencias de consumo: un lujo dedetalles muy diferente de los flujos de concienciaque componían la vida y el yo de aquel personajeliterario inventado por Joyce. Algo muy distinto esla evasión de la intimidad, es decir, la propiaexposición voluntaria en la visibilidad de laspantallas globales. En este caso, lo que se busca esotra cosa: aquí se trata de mostrarse abiertamentey sin temores, con el fin de constituirse como unasubjetividad visible.

De modo que las tendencias de exposición dela intimidad que proliferan hoy en día —no apenasen Internet, sino en todos los medios y también enla modesta espectacularización diaria de la vidacotidiana— no evidencian una mera invasión de la

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antigua privacidad, sino un fenómenocompletamente novedoso. En algún sentido, escomparable al papel de la censura en la hipótesisrepresiva desmentida por Foucault con respecto ala sexualidad: en vez de resentirse por temor a unairrupción indebida en su privacidad, las nuevasprácticas expresan un deseo de evasión de lapropia intimidad, ganas de exhibirse y hablar deuno mismo. En términos foucaultianos: un anhelode ejercer la técnica de la confesión, a fin desaciar los voraces dispositivos que tienen«voluntad de saber». En vez del miedo ante unaeventual invasión, fuertes ansias de forzarvoluntariamente los límites del espacio privadopara mostrar la propia intimidad, para hacerlapública y visible. Con este gesto, esta nueva legiónde confesandos y confidentes que tomaron porasalto la Web 2.0, va al encuentro y prometesatisfacer otra voluntad general del públicocontemporáneo: la avidez de curiosear y consumirvidas ajenas.

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Por todos esos motivos, los muros que solíanproteger la privacidad individual se estánresquebrajando. Las paredes de aquellos hogaresburgueses y de los cuartos propios, que abrigabanel delicado yo lector-escritor del homopsychologicus y del homo privatus, hoy parecenestar derrumbándose. Como ocurrió con todas lasinstituciones de encierro típicas de la sociedadindustrial —escuelas, fábricas, prisiones,hospitales—, esos muros sólidos, opacos eintransponibles súbitamente se han vueltotraslúcidos. La función de las viejas paredes delhogar consistía, precisamente, en obtener elmáximo provecho de dichas características: eransólidas, opacas e infranqueables porque debíanservir como un refugio para proteger a su moradorde los peligros del espacio público y ocultar suintimidad a los curiosos ojos ajenos. Pero ahoraesos muros se dejan infiltrar por miradastécnicamente mediadas —o mediatizadas— queflexibilizan y ensanchan los límites de lo que se

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puede decir y mostrar. De las webcams a lospaparazzi, de los blogs y fotologs a YouTube yMySpace, desde las cámaras de vigilancia hastalos reality-shows y talk-shows, la vieja intimidadse transformó en otra cosa. Y ahora está a la vistade todos.

¿Cómo entender estos procesos? ¿Podemosdecir, simplemente, que hoy lo privado se tornapúblico? La respuesta se intuye más compleja,sugiriendo una imbricación e interpenetración deambos espacios, capaz de reconfigurarlos hastavolver la distinción obsoleta. Además, estaríaocurriendo una mutación profunda en laproducción de subjetividad, ya que en esosambientes metamorfoseados germinan modos deser cada vez más distantes de aquel carácterintrodirigido que definía el homo psychologicusde la era industrial. Se inauguran, así, en medio deestos desplazamientos, otras formas de consolidarla propia experiencia y otros modos deautotematización, otros regímenes de constitución

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del yo y otras maneras de relacionarse con elmundo y con los demás.

En sus ensayos de los años treinta, WalterBenjamin apuntó la emergencia de una novedadque juzgó significativa: las «casas de vidrio». Muydistintas de todo lo que se había visto hastaentonces en materia arquitectónica, los nuevosedificios construidos por las vanguardiasmodernistas prescindían de cualquier ornamento.Sólo un ensamblaje de superficies planas ygeométricas, una síntesis precisa de piezasajustables y móviles que celebraban tanto lapracticidad de la máquina como la economía de laproducción industrial. El vidrio es un material nosólo transparente, sino también duro y liso, «en elque nada se fija», resaltaba Benjamin. Junto con elfrío del acero, el vidrio creaba ambientes en loscuales era difícil dejar rastros. Nada más opuestoa las necesidades y los sueños que se cobijaban enaquellos recintos privados de otrora, donde lasubjetividad introdirigida del morador podía yacer

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a gusto. En aquellos ambientes de antaño, el yoprotegido se permitía una exteriorización, unmelifluo afloramiento en el tiempo y en el espacio.Dejar huellas e impregnar todo el entorno con lospropios vestigios formaba parte de las reglasimplícitas de aquel universo. Algo ciertamenteinviable, en cambio, en una casa de vidrio.

¿Por qué esta alusión aquí? Porque laspantallas que ahora habitamos, también son devidrio. «Las cosas de vidrio no tienen ningúnaura», verificaba Benjamin, «el vidrio es engeneral enemigo del misterio». Hoy sabemos quela transparencia lisa y brillante de la pantalla deun monitor conectado a Internet puede ser aún másenemiga del misterio, más locuaz e indiscreta quecualquier ventana modernista. Nada más lejos deaquellos espacios recubiertos de terciopelo yencajes que eran los clásicos hogares burguesesdel siglo XIX, colmados de muebles, alfombras yadornos de porcelana. Benjamin evoca, inclusive,la «indignación grotesca» del habitante de esos

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ambientes, cuando por casualidad se rompíaalguno de los preciosos objetos coleccionados enlos cristaleros y aparadores del hogar. Esadesesperación era la reacción típica de alguien«cuyos vestigios sobre la tierra estaban siendoabolidos»[23].

En un mundo de pura transparencia yvisibilidad total, como aquel con el cual seatrevían a soñar las casas de vidrio modernistasde los años treinta, la opacidad era un problema aser eliminado. Tanto el espesor de las paredescomo la densidad de los infinitos ornamentos delsalón burgués causaban cierta incomodidad, perotambién —y, quizá, sobre todo— molestaba laopacidad misteriosa del homo psychologicus.Aquel sujeto ofuscado por el inmenso bagaje decosas inconfesables que cargaba consigo, aquelque buscaba constantemente el sentido perdidodentro de su propia oscuridad interior. «Cada cosaque poseo se vuelve opaca para mí», escribióAndré Gide en las primeras décadas del siglo XX,

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bajo los ecos de un mundo que ya entoncesagonizaba o, al menos, un universo sobre cuyo finla aguda mirada de Benjamin percibió lasprimeras señales.

Cerca de medio siglo más tarde, en 1975,Andy Warhol disparó la siguiente bomba:«deberíamos vivir en un gran espacio vacío». Paraeso, el ícono del arte pop estadounidenserecomendaba las ventajas de librarse de todas laspertenencias. «Lo que deberías hacer es compraruna caja cada mes, meterlo todo adentro y a finalde mes cerrarla». Tras adherir una etiqueta con lafecha en la caja de cartón, el consejo era enviarlaa Nueva York e intentar seguirle la pista. «Pero sino puedes y la pierdes, no importa, porque es algomenos en que pensar: te sacas otra carga de lamente». Inspirándose en la costumbre japonesa de«enrollarlo todo y guardarlo en armarios», Warholconsideraba aún más adecuado prescindirinclusive de la hipocresía de los roperos. Todo loque solemos poseer en casa «debería tener fecha

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de caducidad, al igual que la leche, el pan, lasrevistas y los periódicos, y una vez superada esafecha, deberías tirarlo». El propio artista confesóque hacía eso todos los meses con sus propiaspertenencias y, como detestaba la nostalgia, en elfondo esperaba que se perdiesen todas las cajas«para no tener que volver a verlas nunca más»[24].Vale imaginar, ante el tono ligeramentedesvergonzado de estas frases, el semblanteatónito y la indignación grotesca de aquel carácterintrodirigido del siglo XIX, evocado por WalterBenjamin en su salón lleno de adornos cuyafragilidad era preciso preservar eternamente.

Algunos años después de esas declaraciones,en la década de 1980 e inicios de los añosnoventa, épocas de abundancia en el consumodesenfrenado y deseos de distinción blasé, ganó unaire chic ese desapego del cual Andy Warhol seburlaba. Nacía, así, junto con los loftsposmodernistas y los reciclajes arquitectónicos,una extravagancia del lujo: el minimalismo.

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Especie de anorexia de la decoración, ese estilogenera ambientes vacíos, claros y sumamentelimpios, de los cuales exhala una pureza inhumana.En esos espacios no hay —ni puede haber— rastroalguno, de modo que parecen una realización plenade los sueños modernistas de las casas de vidrio.Al menos en lo que respecta a la actitud y al estilo,puesto que los nuevos ambientes nacieronvaciados de la ideología antiburguesa que veníaadherida a aquellos recintos mucho máscircunspectos. En estos otros, todo el énfasisreposa en el efecto visual del escenario clean,como relata el mencionado Rybczynski al describirlos «interiores impecables» de las revistas dedecoración contemporáneas, escenariosinmaculados de los cuales «se eliminacuidadosamente todo vestigio de que son habitadospor seres humanos». En esos ambientes quebrillaron a fines del siglo XX y todavía deslumbrancon su luminosidad inerte, «todas las posesionespersonales pasan a ser inservibles». Por eso,

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deben esconderse en armarios disimulados en lasparedes blancas, recreando la «hipocresíajaponesa» referida por Andy Warhol. Aunquepueda resultar poco confortable vivir en esasevera perfección tan cuidadosamente ensayada,parece valer la pena «en aras de un estilo de vidatan refinado» según la irónica apreciación delhistoriador de la arquitectura hogareña[25]. O, porel menos, que así lo parezca.

Siguiendo esa tendencia, una de las imágenesdel lujo extremo en lo concerniente a las«máquinas para vivir» más deseables aún hoy endía, ya en la alborada del siglo XXI, sería un grandepartamento vacío ubicado en un pisoimposiblemente alto, con enormes ventanas quedan a la nada: vidrios transparentes y limpísimos,pero siempre herméticamente cerrados. Todo estranslúcido, salvo el techo y el piso, que suelenestar rigurosamente pintados del blanco másblanco. En general, se trata de un solo ambiente sinlímites de ningún tipo, pulcramente iluminado y

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climatizado, cuyos únicos habitantes son unamultitud de pantallas planas gigantescas, cada vezmayores y cada vez más planas, en las cuales esposible ver todo, hacer todo, mostrar todo. Pero enesa sofisticación que «intimida y acusa al mismotiempo», no sorprende que «todo debadesaparecer». No es tan sólo la sofocanteacumulación de ornamentos, muebles recargados yalfombras bordadas lo que se suprime en estosnuevos hogares, sino también «todos los indiciosde descuido y fragilidad humana», dice WitoldRybczynski al concluir su largo paseo por lahistoria de la casa[26].

Para completar este cuadro, cabe mencionar lamuestra de una serie de proyectos arquitectónicosde viviendas presentados en una exposición en elMuseo de Arte Moderno de Nueva York, en 1999,significativamente titulada The Un-private House.Los ambientes exhibidos son continuos, fluidos,abiertos, transparentes y flexibles. Esas novísimascasas no privadas usan y abusan de la

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transparencia del vidrio, tanto en las paredes comoen la omnipresencia de pantallas digitales quereproducen un paisaje o transmiten informacionessin cesar, que facilitan el encuentro con visitantesvirtuales o permiten observarse desde todos losángulos posibles. Esos espacios evidencian unradical distanciamiento de la vida acogedora entreopacas cuatro paredes que otrora era habitual.Porque según el curador de la muestra, hoy la casatiende a convertirse en «una estructura permeable,apta para recibir y transmitir imágenes, sonidos,textos e información en general». Por eso, «debeser vista como una extensión de los eventosurbanos y como una pausa momentánea en latransferencia digital de información»[27].

¿Qué resta, en un contexto como ése, de aquelrefugio del cuarto propio y privado, donde el yoburgués debía ser cuidadosamente guarnecidoentre sus pequeños tesoros, a salvo de todaintromisión del espacio público y de los otros?Como recuerda Benjamin, en el típico ambiente

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burgués de finales del siglo XIX, a pesar de toda laafabilidad que irradiaba, todo en él emitía unmensaje destinado al intruso: «¡no tienes nada quehacer aquí!». Porque en esos recintos no había «unúnico punto en el cual su habitante no hubiesedejado sus vestigios». Eran espacios saturados delyo del morador, llenos de marcas de su historia yde su interioridad laboriosamente exteriorizada.Sin embargo, en esos salones también era evidentela tiranía: «el ‘interior’ obliga al habitante aadquirir el máximo posible de hábitos, que seajustan mejor a ese interior que a él mismo»[28].Quizá sea una revuelta contra esas coacciones delas paredes opacas lo que motivó la creación delas casas de vidrio en la primera mitad delsiglo XX, fantasías en forma de edificiosconcretizados por arquitectos como Adolf Loos yLe Corbusier. Otros ecos de esa rebeldía tambiénse dejan escuchar en la provocación de AndyWarhol en los años setenta, y tal vez unainsurrección contra todo eso también esté presente

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en los fenómenos de exhibición de la intimidadque hoy tanto nos sorprenden.

Esta perspectiva quizás ayude a explicar eléxito de los reality-shows de transformación en laactualidad. ¿Cómo comprender la fascinaciónprovocada por esos programas de televisión, queefectúan alteraciones sustanciales no sólo en elaspecto físico sino también en los ambientes dondeviven los voluntarios? El programa Queer eye forthe straight guy, por ejemplo, acompaña a cincohombres gay en sus tareas de transformación deuna casa y su propietario, que es siempre unheterosexual. Cada uno de los transformadores esresponsable por un segmento de la vida del sujetoa transformar: apariencia, cultura, moda,gastronomía y vinos, decoración de interiores. Ylos cinco «están siempre corriendo, literalmente,como si estuviesen participando de un juego o unacarrera», comenta Ilana Feldman en su estudiosobre el nuevo género televisivo. «Entran en lascasas apurados y ansiosos, tirando todo lo que

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pueden —muebles, objetos personales, ropas—mientras hacen gala de un repertorio decomentarios feroces y hasta crueles»[29].

Si en alguna de esas residencias llegara ahaber adornos de porcelana o cortinas deterciopelo, sin duda serían rápidamentedescartados con la oportuna indignación grotescapor parte de estos agitados profesionales de latransformación, como diría Benjamin a propósitode aquel burgués de fines del siglo XIX. En estecaso, sin embargo, el propietario no se ahogará enla desesperación al ver los restos de sus objetosen la basura; al contrario, hasta podrá mostrar unasonrisa de aprobación y un arrobo de la futurafelicidad, al constatar que los vestigios de lo quefue estaban siendo abolidos o deleteados. Porqueel final es siempre feliz: los participantes de estosprogramas de TV agradecen por la nueva vida quese les concedió junto con el cambio de imagenpersonal y ambiental. En todos los casos, seproponen olvidar quienes fueron para recomenzar

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desde cero, en una nueva casa y con otraapariencia física. Se diría que emergen liberadosde esas transformaciones, redimidos tras habercambiado su vieja «subjetividad basura» por unaflamante «subjetividad lujosa», como diría SuelyRolnik[30]. Libres, al fin, de las afliccionesinfringidas por aquellos ambientes en los cualeshasta entonces habitaban y cuyas paredes lospresionaban, obligándolos a «adquirir el máximoposible de hábitos», como también desconfiaraBenjamin.

Liberados del encarcelamiento de sus viejaspertenencias y de todo lo que fueron hastaentonces, ¿para convertirse en qué? Según GuyDebord, la primera fase de la «dominación de laeconomía sobre la vida social» entrañó, en ladefinición de toda realización humana, «unaevidente degradación del ser en tener». En elcapitalismo del siglo XIX e inicios del XX, lacapacidad de acumular bienes y el hecho deposeer determinadas pertenencias —sean objetos

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de cerámica, mansiones, automóviles o alfombrasbordadas— podía definir lo que se era. De algúnmodo, aquellos objetos que acolchonaban laprivacidad individual hablaban de quién se era.Ahora, sin embargo, en el estado actual de«colonización total de la vida social por losresultados acumulados de la economía», en lasociedad del espectáculo, en fin, ocurre «undeslizamiento general del tener en parecer». Esjustamente de ese parecer, de esas apariencias yde esa visibilidad de donde «todo real tener debeextraer su prestigio inmediato y su función última»,concluía Debord[31]. Si no se muestra, si noaparece a la vista de todos y los otros no lo ven,entonces de poco sirve tener lo que sea.

Curiosamente, aún en el modo de producción yconsumo capitalista en que seguimos inmersos, elconcepto de propiedad llega a perder buena partede su antigua nitidez. Esa noción también semetamorfosea, en provecho de formas másflexibles de apropiación y acceso a experiencias,

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sensaciones y universos exclusivos. «La propiedades una institución demasiado lenta para ajustarse ala nueva velocidad de nuestra cultura», asevera eleconomista Jeremy Rifkin en su libro La era delacceso, porque se basa en la idea de que poseer unactivo físico durante un largo período de tiempo esalgo valioso[32]. En cambio, en una economía en laque los cambios son la única constante, en unasociedad donde cambiar se convirtió en unaobligación permanente, verbos como tener, guardary acumular pierden sus antiguos sentidos. Encompensación, mientras la subjetividad pareceliberarse de ese vínculo fatal con los objetospolvorientos que envejecen sin nunca perecer,otros verbos se valorizan, tales como acceder yparecer. Y también otros sustantivos: lasapariencias, la visibilidad y la celebridad.

En un contexto como éste, no sorprende que loshogares pierdan su función de refugio privado paraproteger la intimidad, atiborrados de una infinidadde objetos significantes que se amarraban a las

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más profundas raíces de cada yo. Poco a poco,nuestras casas se convierten en bellos escenarios—de preferencia, decorados mutantes o mutables— donde transcurren nuestras intimidades visiblescomo películas de no ficción. Solamente en esecontexto es posible entender el siguiente relato apropósito de una de las casas no privadas,aquellas expuestas en la muestra arquitectónica delMOMA. Uno de los propietarios comentó que, enocasión de la primera visita de sus padres, tuvoque explicarles que «en vez de cuartos, en sunueva casa sólo había situaciones»[33]. Si loshogares son dispositivos arquitectónicos quefuncionan como efecto y también como instrumentode producción de nuevos modos de subjetivación,cabe sondear cuáles son los tipos de yo y lasformas de sociabilidad que tienden a constituirseen estos flamantes ambientes, que abandonaron lalógica del cuarto propio para devenir escenariostranslúcidos.

Para eso no hace falta recurrir al ejemplo

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alevoso de la «casa» del programa GranHermano, un reality-show que hace varios añosconstituye un éxito en los televisores de diversospaíses del mundo. Aunque se trate de un simulacrodel típico hogar burgués, sus muros sontransparentes y todo lo que ocurre en su interior esminuciosamente monitoreado por millones depersonas que miran la televisión en sus propioshogares —ya sean burgueses o no—. A pesar detener menos rating, una webcam casera desempeñaidéntico papel: abre una ventana virtual en latranquilidad del hogar y muestra todo lo quesucede entre esas cuatro paredes a quien quieraespiar un poco. Rituales semejantes practicanquienes exponen todos los detalles de sus vidasprivadas en un blog o un fotolog, en MySpace o enYouTube. ¿Qué se ha hecho, entonces, de aquelhomo psychologicus con su carácter introdirigido?¿En que se ha convertido el viejo homo privatus?

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IV. YO VISIBLE Y EL ECLIPSEDE LA INTERIORIDAD

¡No quiero más ser yo! Pero yo me adhieroa mí misma e inextricablemente se formauna tesitura de vida.

CLARICE LISPECTOR

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REVISTA CAPRICHO

Cierta tradición occidental lleva a pensar al serhumano como una criatura dotada de unaprofundidad abisal y frondosa, en cuyos oscurosmeandros se esconde un bagaje tan enigmáticocomo inconmensurable: su yo. Infinitos datos,acontecimientos vividos o fantaseados, personasqueridas u olvidadas, sueños, deseosinconscientes, firmes ambiciones, apetitos

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inconfesables, miedos, afectos, odios, amores,dudas, certezas, penas, alegrías, recuerdostraumáticos o difusos… En fin, todos lossedimentos de la experiencia vivida y de laimaginación de cada uno. Se supone que si fueraposible conocerlo, todo lo que está resguardadobajo la piel y cobijado en el núcleo esencial decada individuo sería capaz de revelar lo que escada uno de nosotros. Pero ese develamiento noresulta nada simple, porque esa acumulaciónsustancial es etérea e intangible. Eso queinexplicablemente nos constituye está hecho de lamateria de los sueños, es volátil, fluido, espectral.Sus contornos apenas pueden intuirseocasionalmente, como un destello que súbitamentereluce y enseguida se apaga, entrevisto de maneraoblicua, nublada, confusa, ya sea por casualidad otras un arduo trabajo de introspección.

Tal es, al menos, una forma de caracterizar laesencia del hombre moderno, aquel tipo de sujetoque protagonizó los diversos dramas de las

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sociedades industriales en el Occidente de losúltimos dos o tres siglos: el homo psychologicus.Un sujeto que no sólo podía estudiarse con ayudade las herramientas típicas de aquel períodohistórico, sino que debía ser analizado de esemodo; entre todos esos instrumentos, en unaposición privilegiada, figuraba el psicoanálisis.Ahora, sin embargo, serias turbulencias amenazanese universo que vio germinar las subjetividadesintrodirigidas. Como consecuencia de esasperturbaciones, estarían emergiendo otrasconstrucciones identitarias, basadas en nuevosregímenes de producción y tematización del yo. Alhaberse desmoronado aquellos muros queseparaban los ambientes públicos y privados en lasociedad industrial, se vuelve visible nada menosque la intimidad de cada uno y de cualquiera. Enese cuadro, el homo privatus deberámetamorfosearse.

Acompañando las complejas transformacioneseconómicas, sociales, políticas, culturales y

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tecnológicas de las últimas décadas, cuyossacudones disgregaron buena parte de las viejascertezas, también estaría desplazándose el ejealrededor del cual se edifican las subjetividades.Así, por ejemplo, hoy se pone en cuestión laprimacía de la vida interior, una entelequia quedesempeñaba un papel fundamental en laconformación subjetiva moderna. Factores como lavisibilidad y las apariencias —todo aquello quesolía tematizarse como la engañosa exterioridaddel yo— ayudan a demarcar, con una insistenciacreciente, la definición de lo que es cada sujeto.Al mismo tiempo, se estaría desinflando aqueldenso acervo interno alojado en las profundidadesdel alma humana. O, al menos, sus antiguos bríospierden intensidad, reclaman menos cuidados yatenciones, en provecho de otras regiones del yoque súbitamente se iluminan y atraen todas lasmiradas.

A pesar de esas trepidaciones, no parecenhaber perdido vigencia, entre nosotros, aquellas

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«tiranías de la intimidad» engendradas a lo largodel siglo XIX en el mundo burgués y tan biendescriptas por Richard Sennett en su clásicoestudio de los años setenta. Al contrario, tomandoen cuenta el exhibicionismo de la intimidad quehoy se expande, esas tiranías se vuelven todavíamás audaces y opresivas, porque capturanespacios y asuntos que habrían sido impensablespoco tiempo atrás. Además, otros despotismosvienen a ejercer una nueva torción sobre aquellosmás antiguos. Emerge así, aquí y ahora, algo quepodríamos denominar las «tiranías de lavisibilidad».

Por todos esos motivos, parece tratarse de ungran movimiento de mutación subjetiva, queempuja paulatinamente los ejes del yo hacia otraszonas: desde el interior hacia el exterior, del almahacia la piel, del cuarto propio a las pantallas devidrio. Considerando las dimensiones y losincalculables efectos de estas transformaciones,resultan insuficientes algunas tentativas bastante

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habituales, que buscan explicar los nuevosfenómenos de exposición de la intimidad en losmedios contemporáneos como una meraexacerbación de cierto narcisismo, voyeurismo yexhibicionismo siempre latentes. Según esasperspectivas, sería escasa y meramentecuantitativa la novedad que el fenómeno actualagrega al cuadro iniciado con la RevoluciónIndustrial, con la instauración del capitalismo y eldespegue de la industria cultural masiva. Sinembargo, varios indicios llevan a pensar en unconjunto de alteraciones mucho más radicales, queafectan a los mecanismos de constitución de lasubjetividad. Una mirada atenta podrá detectar,por todas partes, un sinnúmero de señales de estamutación, múltiples síntomas de esedistanciamiento con respecto a un modelo de yoque marcó una época, pero que ahora se estádescomponiendo. O, al menos, parece estarmetamorfoseándose en forma gradual aunque velozy pertinaz, escoltando los cambios que ocurren en

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todos los ámbitos, al compás de los vertiginososprocesos de globalización, aceleración,espectacularización y digitalización de nuestromundo.

Pero ¿por qué todo esto sucede en estemomento histórico? ¿Cuál es el sentido de estosdesplazamientos? Sabemos que las subjetividadesson modos de ser y estar en el mundo, formasflexibles y abiertas, cuyo horizonte deposibilidades transmuta en las diversas tradicionesculturales. Si la experiencia subjetiva puedeexaminarse según tres niveles de análisis —singular, particular y universal— es la segundaperspectiva la que interesa aquí. Es decir, unabordaje que intenta detectar elementos comunes aalgunos sujetos que comparten cierto bagajecultural en determinado momento histórico, peroque no afectan a la totalidad de la especie humana—nivel universal— y tampoco constituyen trazosmeramente individuales —nivel singular—. La«interioridad psicológica» sería un ejemplo de

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este tipo de atributos subjetivos particulares,porque se trata de una construcción histórica, algoinventado, un modo de producir el yo que seimpuso en determinado período de la culturaoccidental, pero que de ninguna manera contemplaal género humano en su conjunto, ni en términoshistóricos ni geográficos.

La interioridad forma parte de una forma desubjetivación históricamente localizable, que enlos últimos tres siglos ha regido de manerahegemónica en el mundo occidental. Unaconfiguración de ese tipo sólo puede derivar deuna noción internalista de la mente, que remite al«teatro cartesiano» de la glándula pineal o a laidea de un «cine interno», entidades aún bastantefamiliares en las cosmovisiones contemporáneas.Su germen, sin embargo, es mucho más antiguo, seremonta hasta la lejana Alejandría del siglo I a. C.,a través del pensamiento de filósofos comoSéneca, Epícteto y Marco Aurelio. Pero esaidealización de la mente no es la única posible:

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existen diversos abordajes externalistas, inclusiveen la cultura occidental moderna, tales como losque consideran a la conciencia en tanto fruto de lainteracción social. De acuerdo con esasperspectivas, sería en la trama intersubjetivadonde las individualidades nacen y se desarrollan,sin interiorizaciones de ningún tipo. Las visionesde esta índole intentan superar las persistenteslimitaciones del dualismo interior-exterior: lamente sería una construcción intersubjetiva y dealgún modo «exterior» a las entrañas del sujeto. Omejor dicho: ni interior ni exterior, ya que losabordajes de este tipo tienen el mérito de diluirtales dicotomías.

De modo que la noción de interioridad fueinventada: pertenece a un tipo de formaciónsubjetiva que emergió en un contexto determinado,en función de ciertas líneas de fuerza queestimularon su desarrollo. Como muestra CharlesTaylor en su libro Fuentes del yo, tras realizar unanálisis exhaustivo de diversos textos históricos y

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antropológicos: «de hecho, las ideas modernas deinterior y exterior son extrañas y sin precedentesen otras culturas y épocas»[1]. Por tal motivo, esanoción se puede desmontar y debería pasar por unproceso de desnaturalización, a pesar de la obviadificultad implícita en esa tarea, pues aunque seaposible entrever una crisis en la preeminencia detal concepto, todavía estamos fuertementemarcados por esa forma de comprender yvivenciar la condición humana. De todas maneras,a pesar de los obstáculos que plantea la cuestión,ya se vislumbra que tal noción se podría sustituirpor otras invenciones, aunque todavía se trate deun componente fundamental de la subjetividadoccidental, cuyo vigor persiste y sigue afectandonuestro mundo y nuestros modos de ser.

Una de las preguntas fundamentales de la obrade Michel Foucault se refiere a la genealogía delsujeto: ¿cómo se constituye un tipo de subjetividad—específicamente, la nuestra—, a partir de laconfluencia de ciertas prácticas discursivas y no

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discursivas? Para elaborar una respuesta, elfilósofo francés se remonta a la Antigüedad griega,cuna de nuestra tradición cultural, y verifica que enaquellos tiempos remotos también hubo ciertatematización del sujeto. Sin embargo, éste habitabaun espacio considerado público y no poseía laexperiencia de aquello que hoy denominamosinterioridad. Así, por ejemplo, en el mundoclásico, las prácticas sexuales no pertenecían alámbito de la intimidad. Se trataba, en cambio, deun tipo de comportamiento político queinvolucraba una relación con los demás sujetos, ypor eso solicitaba el cumplimiento de losprincipios del «cuidado de sí». Las reglas de laerótica griega —al igual que los dictámenes de ladietética— implicaban la propuesta de «ser libre»por medio del dominio de sí, incluso de la propiacarne: gobernarse a sí mismo era la única víaposible para ser capaz de gobernar también a losotros y presidir la polis.

Tras constatar ese enorme distanciamiento con

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respecto a nuestro presente, Foucault intentóescrutar esa diferencia comparando dos textos: Laciudad de Dios de San Agustín y un libro sobre lainterpretación de los sueños escrito en el siglo IIId. C. por el filósofo pagano Artemidoro, tituladoOneirocrítica[2]. Su análisis constata que lossentidos de ambos documentos son muy distintos.En el segundo texto, las prácticas sexualesresponden al modelo de la penetración: loimportante es qué hace cada uno con los otros. Encambio, la primera obra presenta una perspectivabastante diferente, aunque más familiar paranosotros: es el modelo de la erección, que seconsagra a la relación de cada sujeto con supropio deseo. El caso griego privilegia la acción:lo que se hace en el mundo y la interacción con losdemás; mientras que el discurso cristiano seconcentra en la esencia del yo: lo importante es loque se es. Esa relación del sujeto consigo mismose convierte, precisamente, en la gran incógnita adevelar.

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La comparación es significativa, entre otrosmotivos, porque la obra de San Agustín abriga lasprimeras metáforas de la introspección. En laspáginas de sus Confesiones aparecen, por primeravez en la tradición occidental, las exigencias de unperpetuo autoanálisis. Por eso suele reconocerse aeste monje, que vivió en los siglos IV y V de la eracristiana, como el padre de la interioridad, ademásde haber sido autor de uno de los primerosescritos autobiográficos de la historia. Bajo lainfluencia de la filosofía de Platón, cuyas ideasconoció a través de los textos de Plotino, esteautor presentó en su propia obra una importantenovedad histórica: la autoexploración como uncamino para llegar a Dios. Noli foras ire, inteipsun redi; in interiori homine habitat veritas,escribió Aurelius Augustinus: «No vayas haciaafuera, vuélcate hacia dentro de ti mismo; pues enel hombre interior reside la verdad»[3]. Al mirarpara adentro de sí mismo, a fin de conocerseprofundamente, sería posible alcanzar la

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verdadera naturaleza: el yo como una criatura. Enese sentido, el imperativo de conocerse a sí mismopasó a ser un camino necesario para acercarse aDios. Era necesario practicar una hermenéuticaincesante de sí mismo, una autorreflexión radical yconstante, ya que al final de esa búsqueda seríaposible encontrar la trascendencia.

Así fue como quedó delineada, en esosescritos pioneros, una primera formulación delinterior del sujeto como el lugar de la verdad y dela autenticidad, una noción que devendríafundamental en la cultura moderna. Bajo laperspectiva agustiniana, por ejemplo, el castigo deDios a Adán fue una condena a distanciarse conrespecto a sí mismo. Una idea de la cual sontributarios importantes desarrollos modernos: esadimensión de sí mismo que, aun siendo extraña alyo, se hospeda dentro suyo. A esa noción se afiliantanto el romanticismo como el psicoanálisis,pasando por una riquísima producción literaria,artística y filosófica que todavía irriga nuestra

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cultura. Pero fue así como empezó a germinar, enlos albores de la más lejana Edad Media, esasemilla que varios siglos más tarde fundaría larobusta interioridad moderna.

Los textos de San Agustín fueron retomados afines del Renacimiento y florecieron con todo suímpetu en los siglos XVI y XVII. Sus ideaspreanunciaron el desplazamiento hacia el centrodel hombre, tanto desde el punto de vistacosmológico como subjetivo, un doble movimientoque sería explicitado de manera definitiva porRené Descartes en su idea de «volverse haciadentro». Porque un enunciado como el famoso«pienso, luego existo» no se concentra en el mundomaterial y exterior de las acciones e interaccionessociales —o sea, en aquel grande afuera del sujeto— sino que, al contrario, se afinca en lainterioridad supuestamente inmaterial de la menteo del alma. Es decir, en ese misterioso magma quese hospeda dentro de cada uno. Por eso, al intentarprobar que sería posible alcanzar la verdad por

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medio de la duda metódica, llegando al dominiode sí mismo gracias al ejercicio radical de laracionalidad, Descartes halló en la razón elfundamento de la existencia del yo. Dios seguíasiendo la condición de posibilidad del hombre,pero las fuentes morales del yo se retiraron de losterrenos divinos y fueron conducidas hacia elinterior de cada sujeto.

Sin duda, ése fue un gran desplazamientohistórico del eje de la subjetividad, plasmadoexplícitamente en los textos cartesianos de laprimera mitad del siglo XVII. Un deslizamiento talvez tan importante como este otro que vivenciamosa principios del siglo XXI, cuyas primeras huellasse pueden adivinar en las nuevas modalidades deautoconstrucción que proliferan en Internet. En estemovimiento se insinúa una nueva retirada de lasfuentes morales del yo, que abandonan su moradaemplazada en el interior de cada sujeto, mientrasanuncian una gradual exteriorización de lasubjetividad.

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Al inaugurar oficialmente la Era Moderna, lapropuesta cartesiana de volverse hacia dentro desí mismo no apuntaba más a la búsqueda de unencuentro con Dios en el interior de la propiasubjetividad, como era el caso de San Agustín.«Lo que ahora encuentro es a mí mismo: adquierouna claridad y una plenitud de autopresencia queantes no tenía», explica el mencionado CharlesTaylor en su análisis de los escritos de RenéDescartes. «Pero a partir de lo que encuentro aquí,la razón me lleva a inferir una causa y una garantíatrascendentes, sin las cuales mis capacidadeshumanas ahora bien comprendidas no podrían serlo que son»[4]. De este modo, la idea deinterioridad continúa puliendo sus contornos. Ganacada vez más autonomía, junto a las capacidadesindividuales de organización racional y junto a lagradual secularización del mundo que escoltaríalos procesos civilizadores de la sociedadindustrial.

No obstante, sabemos que esos derroteros no

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han sido lineales sino zigzagueantes, y que no fuesin resistencias que todas esas novedades seimpusieron hasta naturalizarse al volversehegemónicas. Cabe destacar el papel fundamentaldesarrollado por la Reforma de la Iglesia, porejemplo, que contribuyó grandemente a cambiarlela cara al mundo a partir del siglo XVI. Al predicartanto el libre examen de la Biblia como el de lapropia conciencia, el protestantismo puso enprimer plano la responsabilidad individual. Variosrituales eclesiásticos tradicionales perdieronsentido, con su tutela autoritaria y paternalista delos fieles, pues el individuo aislado pasó a ocuparel centro de la relación con Dios: a solas, pero enprofundo contacto consigo mismo. Como señalóMax Weber al describir el «ascetismo del mundointerior», la ética protestante se transformaría muypronto en el suelo fértil sobre el cual brotó elespíritu del capitalismo, diseminando lavalorización del trabajo, la disciplina y elcompromiso individual, en perfecta sintonía con la

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formación sociopolítica y económica que se estabagestando en aquel período histórico.

La interioridad psicológica fue cuajándosecomo un lugar misterioso, rico y sombrío, ubicadodentro de cada sujeto. Un núcleo secreto dondedespuntan y se cultivan los pensamientos,sentimientos y emociones de cada uno, enoposición al mundo exterior y público, compuestopor todo aquello que está fuera de cada individuoen particular. En pleno auge de estasreconfiguraciones, en el siglo XVI, Michel deMontaigne asentó las bases de un nuevo estilodiscursivo con sus célebres Ensayos: nacía, en suspáginas, la escritura de sí. Los textos de ese autorfrancés, verdadero pionero de un género que tressiglos más tarde se popularizaría enormemente,también contribuyeron a la gradual secularizaciónde la idea de interioridad, ya que en ellos secelebran las virtudes de la autoexploración pormedio de la escritura. En los diversos ensayos queintegran su bella obra, Montaigne se proponía

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alcanzar el conocimiento de sí mismo desdeñandolos atributos universales del género humano paraindagar en las complejas aristas de unapersonalidad singular: su yo.

A través de ese buceo en su propiainestabilidad interior, en toda la incertidumbre ytransitoriedad de una experiencia individual, ese«autor narrador» procuraba mostrar que lacondición humana consiste precisamente en eso.Al dejar correr ese flujo de palabras escritas entotal soledad —o bien en compañía de sí mismo, asolas con su rica interioridad—, elaboró unaautodescripción que no buscaba ser ejemplar, sinoapenas fiel a la imperfección y a la ambigüedad desu yo. Buscaba descubrir su propia forma, suoriginalidad, aquello que hacía que él fueserealmente él y solamente él mismo: Michel deMontaigne. Por eso no sorprende que esteensayista haya notado la potencia creadora de laescritura de sí, como un manantial de palabras queal derramarse en el papel ayudan a crear ese yo

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que narra la propia vida. «Yo no hice más a milibro que él a mí», confesó Montaigne a propósitode los Ensayos[5]. Pues el sujeto moderno no sólose explora, sino que también se inventa usandotoda la potencia de las palabras. Un ritual que sedifundirá ampliamente en las prácticas cotidianasde los diarios íntimos, a lo largo de los siglos XIXy la primera mitad del XX, con su multitud detextos introspectivos tejidos en los cuartos propiosde las casas burguesas.

Fue precisamente en esa época —casitrescientos años después de la muerte deMontaigne— que emergió, con todas sus fuerzas,el régimen de la autenticidad en la creación de sí yla interacción con los otros, apuntado por RichardSennett como uno de los elementos de lasociabilidad intimista que terminaría asfixiando alhombre público. Resguardados por las paredes delhogar, los sujetos modernos podían sacarse lasmáscaras en esos ambientes privados. Una vezdesenmascarados, desnudaban en el papel sus más

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íntimas verdades.Jean-Jacques Rousseau es otra figura clave en

este proceso: entre los años 1765 y 1770, estepaladín de las Luces escribió —y publicó— unlibro significativamente intitulado Lasconfesiones. En sus páginas, el «autor narradorpersonaje» delineaba la radical singularidad de suyo, explicitando sus pensamientos, sus flaquezas ypasiones, en lucha contra la hostilidad del mundopúblico que estaba allá afuera. «Quiero mostrar amis semejantes un hombre en toda la verdad de lanaturaleza y ese hombre seré yo», comienza elvaliente alegato. Esa mirada sobre sí mismo —yhacia dentro de sí— está fuertemente marcada porla vocación de sinceridad. «He aquí lo que hice, loque pensé y lo que fui», afirma Rousseau en susdeclaraciones iniciales, resaltando que lafranqueza constituye su gran prioridad. «Nadamalo me callé ni me atribuí nada bueno; si me hasucedido emplear algún adorno insignificante, lohice sólo para llenar un vacío de mi memoria»;

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pero se apresura a aseverar que jamás sería capazde firmar con su puño y letra «lo que sabía que erafalso»[6]. Hacia el punto final, tras recorrer variascentenas de páginas que testimonian su trayectoriapersonal, el libro se cierra con el siguienteveredicto: «He dicho la verdad; si hay quien sepaalgo contrario a lo que acabo de exponer, auncuando fuese mil veces probado, no sabe sinomentiras e imposturas»[7]. Digno ejemplar delilustrado siglo XVIII, es evidente que el autor deestas confesiones ya no es un hombre que buscadialogar con Dios en las profundidades de sualma, sino un sujeto que afirma su individualidadfrente a un orden social que le resulta ajeno, en elcual reinan la falsedad y la hipocresía.

Así como las actividades introspectivasligadas a la escritura íntima, la lectura en silenciotambién fue una novedad histórica que conoceríasu apogeo en la era burguesa. Aunque su historiaes larga, y recién después de incontablesvericuetos desembocaría en dichas circunstancias:

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inaugurada en los monasterios medievalesalrededor de los siglos VI y VII, sólo segeneralizaría mucho más tarde. Por ejemplo, aprincipios del siglo VIII, un monje cistercienserelató de qué manera «los demonios interrumpíansu lectio silenciosa, obligándolo a leer en voz altae impidiéndole, así, la comprensión íntima»[8].Para ubicar este testimonio como un remotoantecedente de la noción moderna de interioridad,basta recordar que los frailes de esa congregaciónsituaban la mente en el corazón. Ni en el cerebro,ni en el alma o en la psiquis, ni en la glándulapineal y ni siquiera en la cabeza, aunque de todosmodos dentro de sí. Incluso en esa perspectiva aúntan distante de la nuestra, esos religiososconsideraban que el acto de leer era indispensablepara influenciar el affectus cordis. De modo queen ese lejano universo, la lectura individual ya sevinculaba a la meditación: una varianteembrionaria de aquel monólogo interior queTheodor Adorno defendería siete siglos más tarde.

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Tampoco sorprende, en ese contexto, que otromonje del siglo XII —reconocido como el autor deuna obra con un título significativo: De interioridomo— haya aludido a la meditación usando lametáfora de la «lectura interior».

Junto con esa posibilidad de leerse a sí mismoen silencio, el nuevo hábito de tener un contactoíntimo con los textos sin mover los labios nipronunciar siquiera un vocablo constituyó tanto unefecto —una consecuencia quizás inevitable—como también un importante aporte para la lentaedificación de la interioridad. De ese modocrecían y se expandían las profundidades del yo,que luego anidarían en el núcleo de lassubjetividades occidentales. En la Edad Media,sin embargo, en pleno auge de la lectura ritual yoral, ni los textos ni los autores poseían laestabilidad requerida por las prácticas modernasde lectura, ya que la palabra pronunciadadetentaba cierta aura sagrada y sus sentidos noeran objetivables de forma individual. Como

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ocurría en las audiencias de aquellas historiasrelatadas por el narrador benjaminiano, esassesiones de lecturas de los monasteriosmedievales encontraban su sentido en el ritualcolectivo de escuchar y en el bagaje de unatradición compartida. Por todo eso, leer para síconstituyó una formidable novedad histórica. Leersilenciosamente y en soledad era una actividadpropicia para un tipo de sujeto igualmente nuevo:el individuo aislado de los otros y del mundo, sóloen contacto con su propia interioridad, aquello quese configuraba como un espacio cada vez másdenso y opaco, fértil y misterioso.

Esa gradual popularización de la lecturasilenciosa y privada fue preparando el terreno enel cual florecería la literatura impresa, que a suvez se convertiría en un campo fecundo para laproducción de subjetividad. Como conjeturó elcrítico Harold Bloom con respecto a la obra deShakespeare: nosotros, sujetos modernos,aprendimos a ser humanos con sus personajes,

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reconociéndonos en esos modelos dominados poruna profundidad oculta en el centro de su propiavida interior[9]. Una interioridad oscura ydifícilmente penetrable, pero que aún así debía serdevelada de forma tan laboriosa como sufriente.Foucault también llamó la atención sobre esametamorfosis que afectó a la literatura, al analizarel fervor confidente que se apoderó de lasociabilidad burguesa. En lugar de aquel «placerde contar y oír, antes centrado en la narrativaheroica o maravillosa de las pruebas de bravura ode santidad», un cuadro que remite a los relatosépicos del narrador benjaminiano, los últimossiglos de la historia occidental prefirieron «unaliteratura ordenada en función de la tarea infinitade buscar, en el fondo de sí mismo, entre laspalabras, una verdad»[10]. En este nuevo tipo detextos no se trata apenas de narrar hechos y actos.En cambio, una compleja trama de pensamientos,emociones y sentimientos envuelve las peripeciasdel héroe de la novela, una clase de relato que

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además de describir lo que se hizo pretende, sobretodo, expresar quién se es.

Un deslizamiento comparable se observa en lafilosofía: en ese mismo período histórico surgióotra manera de pensar, igualmente basada en elexamen de sí mismo. Un método capaz deabastecer, «a través de tantas impresioneshuidizas, las certezas fundamentales de laconciencia»[11]. Cada vez más, en las sociedadesen vías de industrialización de Occidente, nofueron los actos exteriores ensayados en el espaciopúblico los principales encargados de definirquién se era. Al contrario, esa definición se hareplegado hasta implantarse de forma prioritariaen la instancia privada de la interioridad y laintimidad de cada individuo. Ese movimientoalcanzó su apogeo en el siglo XIX, y es posiblepercibir sus efectos en todos los ámbitos: no sóloen la literatura, la filosofía y las escrituras de sí,sino por todas partes, como tan bien lo hanmostrado Foucault y Sennett en sus tesis antes

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comentadas.En ese contexto histórico de límpida

separación entre el ámbito público y la esferaprivada de la existencia, con un persistenteprivilegio de esta última como el nido de lasubjetividad burguesa en el cual era tan gratorefugiarse para leer y escribir en la soledadsilenciosa del hogar, ocurrió un intenso proceso demodernización de la percepción. Fueron enormeslas transformaciones en esos ambientes del mundooccidental estremecidos por la industrialización, eigualmente inconmensurables han sido los efectosde ese torbellino en los modos de percibir lo realy tratar de procesar lo percibido. Esa sociedad tanviolentamente urbanizada, mecanizada yatravesada por las corrientes modernizadoras,brindaba un aluvión de novedades y distraccionesa sus habitantes. Nuevos productos de consumofulguraban en las vidrieras de las tiendas, asícomo en las páginas de revistas y periódicos.Veloces medios de transporte, como el tren y el

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tranvía, acortaban los trayectos e inaugurabanescenarios inéditos para la sociabilidad. Labrillante luz eléctrica iluminaba de repente lascalles, alargando los días y deslumbrando lasnoches. Letreros y carteles anunciaban tentacionessiempre renovadas, espectáculos populares seofrecían por todas partes y, constantemente,aparecían nuevos medios de expresión ycomunicación como el telégrafo, la fotografía, elteléfono, el estereoscopio y el cine. En fin, todaaquella avalancha de novedades que invadió lasmetrópolis en el siglo XIX y que ha sido ricamentedescrita por Walter Benjamim, Georg Simmel,Lewis Mumford y Sigfried Kracauer, sin olvidar,por supuesto, a Max Weber y a Karl Marx.

Benjamin llegó a describir ese paisajeinsuflado por la técnica como una «segundanaturaleza, que el hombre inventó pero hace muchono controla»; por eso, frente a ella «estamosobligados a aprender, como otrora ante laprimera»[12]. En ese aprendizaje, esa urgente

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alfabetización técnica, un papel primordial cupo alos dispositivos que entrenaban el sentido de lavista. El cine, por ejemplo, se volvería un agenteexcepcional: «las películas sirven para ejercitar alhombre en las nuevas percepciones y reaccionesexigidas por un aparato técnico cuyo papel crececada vez más en su vida cotidiana»[13]. Esehuracán de estímulos urbanos y mecánicos desaguóen un enriquecimiento inédito de las experienciasperceptivas, aunque también acarrease unacreciente mercantilización de la existencia y unaestandarización de la vida según los esquemasindustriales. Y también, en ocasiones, unaturdimiento sensorial y cierto embotamientocognitivo. Pero esa atmósfera que hervía en lascalles de las ciudades suscitaba, en sus residentesy visitantes, tanta fascinación como pavor.Ciertamente, ambos tipos de reaccionescontribuyeron a demarcar los rígidos límites entreel espacio público y el ámbito privado. Eseestrepitoso mundo de las calles, los teatros, las

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ferias y los cafés podía ser seductor, pero habíaque tener mucho cuidado en esas arenas: paramoverse en ese universo de afuera eraimprescindible el uso de máscaras protectoras,mientras que los reinos de la autenticidad y laverdad se encontraban dentro de casa y dentro desí mismo.

En su libro titulado Modernización de lossentidos, el alemán Hans Gumbrecht analiza unaserie de cambios ocurridos en ese contextohistórico, que afectaron tanto a las formas deconstrucción de sí como a los modos derelacionarse con el mundo y con los otros. Por eso,sus reflexiones también pueden ayudar acomprender mejor el cuadro aquí enfocado. Eseautor constata la emergencia, a fines delsiglo XVIII, de algo que él denomina «observadorde segundo grado»[14]. Se trata de un tipo de sujetocorporizado, que se observa a sí mismo en el actode observación. Esta novedad implica una mayorcomplejidad con respecto a lo que ocurría

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anteriormente, cuando tanto el estatuto delobservador como su relación con el mundo sepensaban de una forma más simplificada. Esasituación previa, que habría sido hegemónica antesdel siglo XVIII es bautizada por Gumbrecht como«observación de primer grado».

¿De qué se trata? En los albores de los tiemposmodernos, un sujeto racional y espiritual,inspirado en los moldes cartesianos y constituidoen los siglos XVI y XVII, observaba una realidadque era exterior a sí mismo. Para eso, seapertrechaba con el poderoso instrumental de surazón o bien se volvía hacia dentro de sí mismo,pero esa indagación se efectuaba de la mismaforma que la observación considerada exterior; esdecir, utilizando idénticos métodos y herramientas.Todo sucedía como si una especie de luminosidadespiritual orientase su mirada veraz, comparable auna lente transparente y todopoderosa: la luz de laracionalidad humana, que penetraba en las cosaspara comprenderlas. Esa mirada era capaz de

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captar la verdad del mundo tal y cómo éste era,siempre que lograse esquivar los engaños eilusiones de lo sensible gracias a la limpidez de larazón. De esa forma, el sujeto podía aprehender larealidad exterior en su totalidad, y además decaptarla estaba en condiciones de comprenderla yexplicarla en su transparencia racional.

No obstante, la espesura del propio cuerpo delsujeto observador se volvió problemática en lossiglos XVIII y XIX. De repente, según Gumbrecht,ese cuerpo humano aparecía como un objeto noespiritual sino material, aunque tampocoexactamente exterior al sujeto que observa, piensay conoce. El propio cuerpo se impuso como unaespecie de interferencia carnal, que no sólocomplicaba la relación del sujeto con el mundogenerando cierto ruido entre uno y otro, sino queademás era capaz de producir por sí mismo ciertasimágenes —no siempre verdaderas o veraces— envez de captarlas del mundo observado. Eso podíaocurrir, por ejemplo, en los estados alterados de

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consciencia debido al consumo de estupefacientes,o bien en los sueños y en las alucinaciones, osimplemente al observar las líneas dibujadas antelos ojos por los vasos sanguíneos de los párpadoscerrados. Por diversos motivos, entonces, larelación de observación se complicóconsiderablemente en este momento histórico,abandonando la supuesta simplicidad del antiguoesquema sujeto-objeto.

Mientras la realidad exterior perdía sutransparencia, su cualidad objetiva y unívoca, elsujeto observador ganaba una complejidad y unaopacidad que demandaban la autorreflexión, laintrospección y la autoexploración. En fin, todaaquella hermenéutica de sí mismo que caracterizael desciframiento de la subjetividad moderna. Esaautobservación tenía dos focos. Por un lado, sedirigía a ese cuerpo cuya espesura material pasó aintegrar el acto de percibir y observar, pero porotro lado el autoanálisis apuntaba también hacia lapropia interioridad opaca y gaseosa: aquella vida

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interior singular y personal, que se convirtió en eleje alrededor del cual las subjetividades modernasse construían y definían. Además del cuerpohumano, entonces, la interioridad psicológicaemergió con una densidad capaz de complicar laantigua limpidez de la relación sujeto-objeto y, almismo tiempo, capaz de enriquecerlainfinitamente.

En medio de toda esa agitación en lasrelaciones consigo y con el mundo, no sorprendeque los diarios íntimos hayan proliferado en eseperíodo histórico, a fin de transformarse en útilesherramientas para la autoconstrucción. En esosescritos íntimos, los sujetos modernos intentabanprocesar todas las turbulencias que sacudían eluniverso, tanto en su manifestación exterior(público) como interior (privado). Aunque esosdos espacios estuvieran muy bien delimitados,ambos se vieron afectados en lacomplementariedad de su equilibrio inestable. Noes del todo fortuito que ciertos medios de

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comunicación se desarrollen y sean apropiadospor los usuarios de diversas épocas, ya que esosdispositivos tanto expresan como contribuyen aproducir ciertas configuraciones subjetivas ycorporales: ciertas formas de ser y estar en elmundo. Se utilizan como instrumentos para laautocreación, que acaban dando a luz modalidadessubjetivas y corporales especialmente afinadascon diversos modos históricos de percibir,experimentar y comprender el mundo.

Por todo eso, en aquellos ambientes privadosque florecieron en el siglo XIX, ayudados por losdiarios íntimos y otros dispositivos deautoexploración, los sujetos modernos se volvíanhacia dentro de sí, en un sentido bastante diferentede aquel sugerido por Descartes dos siglos antes ytodavía más apartado de la lejana propuesta deSan Agustín. Los autores de esos diarios íntimosde la era burguesa recurrían a la introspección deuna manera más próxima al gesto de Montaigne: alvolcar su atención hacia dentro de sí mismos, en

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esa autobservación cada uno operaba verdaderas«síntesis perceptivas» a fin de construir su yo en elpapel. La expresión entrecomillada pertenece alhistoriador estadounidense Jonathan Crary, quientambién estudió la modernización de la percepciónoperada a lo largo del siglo XIX, un proceso queculminaría con la creación del observador y delespectador modernos[15]. Las síntesis perceptivasconstituyen un método para el cual los sujetosmodernos fueron arduamente entrenados, no sólo através del cine, sino de un conjunto heterogéneo dedispositivos tecnológicos que ejercieron suspresiones sobre el campo de la vista y sobre elsistema perceptivo humano. Como bastante antesya había subrayado Benjamin, para aprender aconvivir con esa segunda naturaleza creada por latécnica, los sujetos modernos tuvieron quesometerse a un novedoso proceso dealfabetización.

Así, a partir de la materia caótica yfragmentaria que constituye toda y cualquier vida,

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en el relato de sí había que construir una narrativavital coherente y un yo igualmente cohesionado.Esa operación se volvió especialmente crucial enel peculiar contexto de la Modernidad, un mundode repente tan caótico y fragmentario. Había quebuscar y conceder un sentido, tanto a mi vida comoa su protagonista: yo. En la soledad del cuartopropio —o, para los menos afortunados yafortunadas, dondequiera que encontrasen esa tanpreciada soledad—, el sujeto moderno podíasumergirse en su propia opacidad interior con elfin de delinear sobre el papel los resultados dedichos sondeos y, así, crearse. «Elegir la propiamáscara es el primer gesto voluntario humano, y essolitario», escribió Clarice Lispector, unaindiscutible artista de la autoconstrucción en elpapel, que supo llevar hasta la exasperación esacapacidad de hundirse en los abismos interiores,no con la intención de eliminar el misterio, sinopara transformar esa oscuridad en belleza[16].

En esos textos introspectivos, la autorreflexión

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no pretendía buscar las características universalesdel Hombre con mayúsculas o de la Humanidad engeneral, como ocurriera más asiduamente en lasbiografías renacentistas o entre los más clásicosexponentes del Iluminismo. Es decir, durante elreinado de aquel sujeto que observaba y podíacaptar fielmente la realidad exterior, y que noparecía estar atravesado de manera problemáticapor la espesura de su propio cuerpo ni por ladensidad de su vida interior, tal como señalóGumbrecht al referirse a los siglos XVI al XVIII,cuando se conformó el «observador de primergrado». En vez de esas prácticas racionales yobjetivas más clásicas, aquellas viejas tentativasde captar la verdad del mundo, estas nuevasescrituras solitarias e intimistas que afloraron afines del siglo XVIII y a lo largo del XIX pretendíanindagar otra cosa. En ellas, la atención del autor sevolvía especialmente hacia dentro de sí, a fin deinterrogar la naturaleza fragmentaria y contingentede la condición humana. Ese valioso tesoro no se

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encarnaba en el género humano como un todo, sinoen la particularidad de la propia experienciaindividual y singular. Por eso era necesario serauténtico, evocando el «régimen de laautenticidad» que, según Sennett, en el siglo XIXdesbancó al teatral «régimen de la máscara» delsiglo XVIII.

En relación directa con todas esastransformaciones, en pleno siglo XIX también seavista un cambio en los géneros confesionales.Una transición que puede parecer sutil pero esfundamental: un pasaje de la sinceridad a laautenticidad. Al emerger aquella figura queGumbrecht denominó «observador de segundogrado», sufre un duro golpe la vocación desinceridad en las escrituras de sí, cuyo modelomás leal reluce en la autobiografía de Jean-Jacques Rousseau. «El ‘conócete a ti mismo’ deltemplo de Delfos no es una máxima tan fácil deseguir como yo creía en mis Confesiones»,declaró el mismo Rousseau diez años más tarde,

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ya en los umbrales de la década de 1780, en susDevaneos de un caminante solitario[17]. Zonas deoscuridad anidaban en las entrañas más íntimas delyo, obstaculizando el pasaje de los luminososrayos de la razón, aun cuando éstos fuesen guiadospor las mejores intenciones.

Fue así como emergió, en los textosautorreferenciales de aquellas épocas, unasubjetividad más contradictoria, descentrada yfragmentada que, a pesar de todos los esfuerzos deautoconocimiento, renuncia a las pretensiones deser sincero acerca de quién se es. Ese propósito sevolvió súbitamente inalcanzable, debido a losavances de fuerzas sombrías como el inconsciente,el complejo espesor del yo y la convulsionadafragmentación del mundo. La sinceridad serevelaría entonces como una convención literariaentre otras, un criterio sin duda ingenuo y tal vezincluso vulgar, pero sin derecho a reclamar suantiguo monopolio sobre la verdad. Por eso, elnuevo objetivo consistirá en ser auténtico. En vez

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de buscar la sinceridad, explicitandovalientemente en la esfera pública lasconvicciones privadas, la norma pasó a ser otra.En vez de privilegiar aquel gesto más acorde conlos ideales de la Ilustración, la autenticidad deluniverso intimista exigía ser fiel a los propiossentimientos, pero no era más necesario —y nisiquiera recomendable— exponerlos en público.Es evidente que, aun tras este difícil traspié, el yono perdió su centralidad en la literatura moderna,ni muy especialmente en las escrituras de sí. Perose volvió una entidad mucho más compleja,múltiple y despedazada, tanto que llegó apromover, en casos extremos, una crisis profundaque podía llevar a la despersonalización.

Otro autor que examina esas mutaciones ydesplazamientos acaecidos en el seno de lostiempos modernos es Georg Simmel, con susteorías sobre las relaciones entre individuo ysociedad a lo largo de los siglos XVIII y XIX. Elsociólogo alemán distingue entre un

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individualismo típico del siglo XVIII y otro quesería característico del XIX, definiendo al primerocomo cuantitativo y al segundo como cualitativo.Porque el individualismo del Siglo de las Lucessería más abstracto y genérico, en consonancia conel racionalismo que imperaba en aquella época ysus ambiciones universalistas, mientras que cienaños más tarde el énfasis subrayaría lasingularidad de cada sujeto. Según la primera deesas visiones, el individuo es libre y responsable,calcado en el modelo del «hombre universal». Poreso, este sujeto se observa tanto a sí mismo comoa los otros en su cualidad de representante delgénero humano, cuyos miembros se definen comolibres y orgullosamente iguales a todos los demás.«En cada persona individual vive, a título de loque es esencial, ese hombre universal», explicaSimmel, «del mismo modo como cada fragmentode materia, cualquiera que sea su estructuraparticular, representaría en su esencia las leyesregulares de la materia en general»[18]. De esas

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leyes que comandan la materia humana se deducenla libertad y la igualdad de todos los individuos,es decir, de todos los dignos representantes de estaespecie.

Comparable con aquel tipo de sujeto queGumbrecht refería como «observador de primergrado», ese individuo racionalista del siglo XVIIIse considera capaz de conocer fielmente tanto loque es como lo que debe ser. Por eso, es un sujetohabilitado para hablar con sinceridad sobre símismo, sobre los demás y sobre el mundo engeneral. Porque siempre se trata de verdadesgenerales y abstractas, captadas racionalmentetanto del exterior como del interior. De modo queno serían impresiones personales y por lo tantoimparciales, tan oscuramente atravesadas por elespesor de cada cuerpo humano particular comointerferidas por la rica opacidad de cada vidainterior. En aquel contexto iluminista delsiglo XVIII, como explica Simmel, «el yo ideal,real en el sentido más elevado, es el

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universalmente humano, y, realizándolo, se alcanzala verdadera igualdad en la esfera de todo lo quees humano»[19].

Estas metamorfosis no podían dejar dereflejarse en los relatos autobiográficos, comoconstata Roger Chartier en el capítulo de laHistoria de la vida privada dedicado adesentrañar las diversas prácticas de escritura desí[20]. Ese autor muestra que, en el período clásico(desde el siglo XVI hasta el XVIII), ya proliferabanlas memorias, anotaciones y biografías, pero aúnno se trataba exactamente de un género íntimo. Enesos textos, el narrador se posicionaba como unespectador de los eventos relatados, que solían serhechos de relevancia histórica local, nacional omundial. Pero aunque el relato fuera un testimonioen primera persona del singular, lo cual revelabala perspectiva de una mirada individual, todavíano había mucho espacio para derramar laintimidad en el papel. Ya en el siglo XIX la tónicacambió: el universo íntimo salió a la luz trémula

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de las velas, en medio de aquel intensomovimiento que enaltecería la autenticidad.

En un campo sedimentado por los antecedentesiluministas, en el siglo XIX se desarrollaría esaotra forma de individualismo que Simmeldenominó «cualitativo». Despuntaba de ese modo,con todos sus destellos, el imperio de losindividuos únicos e incomparables. En este nuevocuadro, la libertad pierde su vocación universal:se vuelve un medio para la realización personal decada sujeto en su gloriosa particularidad. Esposible identificar, en este desplazamiento, fuertesecos de las teorías de Sennett sobre el declive delhombre público en la transición del siglo XVIII alXIX. En vez de la autonomía relativa al génerohumano en su conjunto, lo que se aprecia aquí másvivamente es la singularidad individual. Lo másvalioso de cada sujeto es aquello que lo tornaúnico, precisamente todo lo que no comparte conlos demás miembros de la especie porqueconcierne apenas a su propio yo: el carácter

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original de su personalidad.De modo que no se trata más, en el siglo XIX,

de un yo ideal o puro, un hombre universal yabstracto, sino de subjetividades singulares muyconcretas. «No se trata más de ser, en general, unindividuo libre», dice Simmel, «sino de ser esteindividuo dado, no intercambiable»[21]. No unhombre, sino este hombre. Según esa nuevaperspectiva, solamente un individuo en estrechocontacto consigo mismo —con las profundidadesde su originalidad individual— será capaz derevelar una realidad que es, al mismo tiempo,universal e individual, objetiva y subjetiva,pública y privada, exterior e interior. He ahí elindividuo introdirigido del siglo XIX, con todas lasespesuras, repliegues y complejidades del homopsychologicus.

Son innumerables las novedades que surgieronen ese transcurso, acompañando estas intensastransformaciones socioculturales, políticas yeconómicas, y la concomitante fermentación

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interior de la subjetividad. Una de ellas es elnacimiento de la clínica médica, que inauguró unsaber específico sobre cada individuo, además deuna serie de prácticas que enfocaban laexperiencia de sufrimiento de cada sujeto enparticular. Tras reconocer la singularidad delpathos individual, las enfermedades empezaron acomprenderse como encarnaciones en el cuerpo decada individuo, de modo que el foco se deslizó dela enfermedad hacia el enfermo. De nuevo y unavez más: del hecho o del acto —del objeto—hacia el sujeto, hacia aquel que está enfermo.Luego de esa redefinición, las enfermedades seríanpensadas y tratadas como desvíos de lanormalidad, con sus raíces afincadas en el interiorde los organismos individuales y de lassubjetividades anormales.

Con base en esos reordenamientos, a lo largode los últimos siglos de nuestra historia sedesarrollaron diversas tecnologías y todo unabanico de saberes científicos que intentaban

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conocer a ese sujeto potencialmente enfermo oanormal. Esas herramientas legitimaban el buceoen el interior de los cuerpos y las subjetividades,con la misión de buscar —y extraer— una verdadescondida en su intimidad oscura y visceral. Latécnica de la confesión es uno de esosinstrumentos: un dispositivo de poder cuya historiaes tan larga como fértil. Tras su nacimientomedieval en el ámbito eclesiástico y luego en elcampo jurídico, esa técnica fue apropiada por lasprácticas médicas y las ciencias humanas delsiglo XIX. Y, durante buena parte del siglo XX,sobre todo, por el psicoanálisis. Hoy esa tácticatan eficaz brilla con nuevos ropajes en laspantallas electrónicas de Internet y la televisión,así como en las páginas multicolores de lasrevistas y de los periódicos. Porque en elsiglo XXI, por lo visto, la confesión se ha vueltomediática.

Pero fue también en el contexto de aquel otrodesplazamiento histórico que la sexualidad surgió

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como una poderosa invención de los tiemposmodernos. Alrededor de las prácticas sexualesconcretas, se edificó una verdad capital sobre lossujetos: una verdad arrebujada en lo más profundode cada individuo, que pasó a significar algofundamental sobre lo que cada uno era. Así, laenigmática sexualidad interiorizada, objetoprimordial del psicoanálisis, se convirtió en elnúcleo de la identidad de cada sujeto. De modoque su medicalización desvió el foco, una vez más,del acto (sexual) para posarlo sobre el ser(sexuado). Lo que podría haberse considerado uncomportamiento puntual se volvió una esenciainternalizada y, consecuentemente, unacaracterística constitutiva del sujeto. Mientras elsodomita podía ser castigado por haber realizadociertos actos inmorales o ilegales, por ejemplo, elhomosexual sería patologizado y medicalizado porser como era, inclusive sin haber cometido actoalguno.

Esta perspectiva retoma el modelo de la

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erección de San Agustín, ya mencionado en estaspáginas, que Foucault analizó en contraposición alesquema griego de la penetración: lo que interesano es lo que cada uno hace, sino lo que cada unoes. En otras palabras, no importa lo que ustedhace, sino lo que usted es. También en estecontexto, la sexualidad se comprende como unarelación consigo mismo, más que como unarelación con los otros. El homo psychologicus esun tipo de sujeto que organiza su experiencia vitalalrededor de un eje situado en su interioridad, unasustancia etérea y espesa, infestada de enigmas yen alguna medida incognoscible, aunquefuertemente atravesada por el vector de lasexualidad. Como diría uno de los críticos másacérrimos de este modelo, Friedrich Nietzsche:«todo el mundo interior, originalmente delgado,como que entre dos membranas, fue expandiéndosey extendiéndose, adquiriendo profundidad, ancho yaltura, en la medida en que el hombre fue inhibidoen su descarga hacia afuera»[22]. Ya no son más los

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otros —aquellos que habitaban el viejo ámbitopúblico— quienes protagonizan las vivencias delhombre moderno y monopolizan sus energías. Enel universo decimonónico, casi todo se juega enesa interioridad abultada e hipertrofiada.

Actualmente, sin embargo, en estos inicios delsiglo XXI, el mundo occidental atraviesa seriastransformaciones que afectan los modos en que losindividuos configuran sus experiencias subjetivas.El homo privatus se disuelve al proyectar suintimidad en la visibilidad de las pantallas, y lassubjetividades introdirigidas se extinguen paraceder el paso a las nuevas configuracionesalterdirigidas. En este contexto tan presente, sedebilita incluso la creencia en el papel crucial o,inclusive, en la misma existencia de aquellainterioridad individual, antes tan viva y palpitante.Se abren las ventanas para nuevas modalidades desubjetivación, aún difíciles de aprehender yformular, pero ya evidentes en sus primerasmanifestaciones.

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En los ya lejanos inicios del siglo XX, alconcluir sus reflexiones sobre los diversos tiposde individualismo desarrollados a lo largo de lossiglos XVIII y XIX, Georg Simmel se preocupó pordestacar que «la idea de la mera personalidadlibre y la mera personalidad singular, tal vez nosean aún las últimas palabras del individualismo».El sociólogo alemán manifestó en aquel momento,inclusive, la esperanza de que «el imprevisibletrabajo de la humanidad produzca siempre más, ysiempre más variadas formas de afirmación de lapersonalidad y del valor de la existencia»[23].Haciendo eco a esas palabras, aunque tambiénmatizando el optimismo esperanzado yaparentemente progresista de Simmel, es probableque hoy estemos ante una nueva torción en esagenealogía del individualismo que él ha trazado,mientras vemos germinar nuevas formas de«afirmación de la personalidad y del valor de laexistencia».

En todo caso, el breve recorrido genealógico

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de las páginas precedentes sugiere algoprimordial: lo que se tiene en cuenta para ladefinición de la identidad de los sujetos cambia enlos diversos contextos culturales. Ahora, en losprimeros años de este tercer milenio, la índolesexual y los misteriosos meandros de suinteriorización psicológica, por ejemplo, parecenpesar cada vez menos cuando se trata de definir laverdad sobre cada sujeto. Quién soy yo no sedesprende más —por el menos, noprioritariamente— de esas definiciones labradascon sangre en las profundidades de sí mismo. Deforma creciente, las señales emanadas por laexterioridad del cuerpo y por su desempeñovisible asumen la potencia de indicar quién se es.Y aún más: esas definiciones pueden cambiar,hasta se diría que deben hacerlo regularmente. Poreso, en vez de premiar el puntilloso bordadocotidiano de los sentimientos más íntimos yprofundos, los dispositivos de poder que rigen enla cultura contemporánea tienden a estimular la

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experimentación epidérmica, invitando acoleccionar sensaciones y a intensificar laexperiencia inmediata para sacarle el máximoprovecho. Si alguien no está satisfecho con laselecciones efectuadas en su periplo existencial,simplemente debería cambiar, transformarse yvolverse otro.

Además, hoy testimoniamos una expansión delas explicaciones biológicas del comportamientofísico y de la vida psíquica, saberes que setransforman rápidamente en verdades hegemónicasy que también cuestionan la primacía de lainterioridad psicológica en la definición de lo quees cada uno. Basta con pensar en el auge de lagenética y las neurociencias, por ejemplo, con unaproliferación de investigaciones y descubrimientosque suelen reforzar los mencionadosdesplazamientos en la organización subjetiva.Porque si en la vieja cultura de lo psicológico y dela intimidad, «el sufrimiento era experimentadocomo conflicto interior, o como choque entre

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aspiraciones y deseos reprimidos y las reglasrígidas de las convenciones sociales», comoconstata Benilton Bezerra Jr., hoy el cuadro esotro. «En la cultura de las sensaciones y delespectáculo, el malestar tiende a situarse en elcampo de la performance física o mental que falla,mucho más que en una interioridad enigmática quecausa extrañeza»[24]. Y las recetas para resolveresas eventuales «fallas» tampoco recomiendan elantiguo recurso a la hermenéutica de sí mismo ni ala introspección. Cada vez más, se ofrecensoluciones técnicas, alineadas con lasexplicaciones biologicistas y exteriorizantes de lasubjetividad.

De modo que todo apunta a ese desplazamientodel eje alrededor del cual las subjetividades seconstruyen. Abandonando el espacio interior delos abismos del alma o los nebulosos conflictos dela psiquis, el yo se estructura a partir del cuerpo.O, más precisamente, de la imagen visible de loque cada uno es. Esa sustancia se puede modelar, e

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incluso debería cincelarse con el fin de adecuarlaa los modelos de felicidad expuestos en losmedios. Con esta nueva torción de la subjetividadmoderna, no sólo la vocación de sinceridad serevela ingenua o incluso inviable, sino quetambién sufre un serio golpe el régimen de laautenticidad. Algo se afloja en aquella fatiga detener que ser yo, en esa condenación existencial yen toda esa compulsión de ser uno mismo,obedeciendo a las verdades inscriptas en la propiainterioridad insondable. Todo eso cambia de locusy, junto con ese desplazamiento, cambian tambiénlos deleites que anhelamos y los pesares que nosaquejan. En este nuevo contexto, el aspectocorporal asume un valor fundamental: más que unsoporte para hospedar un tesoro interior quedebería ser auscultado por medio de complejasprácticas introspectivas, el cuerpo se torna unaespecie de objeto de diseño. Hay que exhibir en lapiel la personalidad de cada uno y esa exposicióndebe respetar ciertos requisitos. Las pantallas —

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de la computadora, del televisor, del celular, de lacámara de fotos o de lo que sea— expanden elcampo de visibilidad, ese espacio donde cada unose puede construir como una subjetividadalterdirigida. La profusión de pantallas multiplicaal infinito las posibilidades de exhibirse ante lasmiradas ajenas para, de ese modo, volverse un yovisible.

En esta cultura de las apariencias, delespectáculo y de la visibilidad, ya no parece habermotivos para zambullirse en busca de los sentidosabismales perdidos dentro de sí mismo. Por elcontrario, tendencias exhibicionistas yperformáticas alimentan la persecución de unefecto: el reconocimiento en los ojos ajenos y,sobre todo, el codiciado trofeo de ser visto. Cadavez más, hay que aparecer para ser. Porque todolo que permanezca oculto, fuera del campo de lavisibilidad —ya sea dentro de sí, encerrado en elhogar o en el interior del cuarto propio— corre eltriste riesgo de no ser interceptado por ninguna

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mirada. Y, según las premisas básicas de lasociedad del espectáculo y la moral de lavisibilidad, si nadie ve algo es muy probable queese algo no exista. Como bien descubrió GuyDebord hace cuatro décadas, el espectáculo sepresenta como una enorme afirmación indiscutible,ya que sus medios son al mismo tiempo sus fines ysu justificación es tautológica: «lo que aparece esbueno, y lo que es bueno aparece»[25]. En esemonopolio de la apariencia, todo lo que quede dellado de afuera simplemente no existe.

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V. YO ACTUAL Y LASUBJETIVIDAD INSTANTÁNEA

El hombre sufre de la memoria.

SIGMUND FREUD

En el reality-show Belleza Comprada, elpersonaje Pedro, conversando con su madresobre las dificultades de mantener el peso,dice que incluso después de la lipo (en laespalda, el pecho y la barriga) le seguirángustando las comidas grasosas porque noperdió su «espíritu de gordo». Entonces, ellale responde: «eso es una cuestión dememoria, puedes borrarte ésa e implantarteotra». Y Pedro contesta: «¿hay una cirugíapara eso?».

ILIANA FELDMAN

Tanto la exhibición de la intimidad como laespectacularización de la personalidad, esos dosfenómenos que hoy proliferan como los dos lados

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de una misma moneda, denotan ciertodesplazamiento de los ejes alrededor de los cualesse construían las subjetividades modernas. Se notaun abandono de aquel locus interior hacia unagradual exteriorización del yo. Por eso, en vez desolicitar la técnica de la introspección, que intentamirar hacia dentro de sí mismo para descifrar loque se es, las nuevas prácticas incitan el gestoopuesto: impelen a mostrarse hacia afuera.Complementando estos complejos movimientos,también es posible detectar deslizamientos enotros pilares de la subjetividad: las turbulenciasno conciernen sólo a ese eje «espacial», sinotambién a lo que podríamos denominar su eje«temporal». Es decir, el estatuto del pasado comootro cimiento crucial del yo moderno.

Con ese doble desplazamiento, cambian lasreglas de constitución del yo. Se transformaaquella primera persona del singular que era autor,narrador y protagonista de los diarios íntimostradicionales. A pesar de permanecer como

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factores aún muy relevantes hoy en día, tanto elcultivo de la interioridad psicológica como lareconstrucción histórica del pasado individualparecen perder peso cuando se trata de definir loque es cada uno. Ya no se trata solamente de undeclive de la contemplación introspectiva, sinoque también la mirada retrospectiva tiende aextinguirse en las nuevas prácticasautorreferenciales, atenuando su valor antesprimordial al plasmar la propia vida como unrelato.

Así, los nuevos géneros confesionales deInternet se presentan como tentativas muy actualesde «recuperar el tiempo perdido» en la vertiginosaera del tiempo real, de la falta de tiempogeneralizada y del presente constantementepresentificado. Pero se hace evidente el contrastede estas nuevas modalidades con algunas formasmodernas de actualizar la memoria de lo vivido:desde el diario íntimo hasta el psicoanálisis,pasando por la novela clásica y las autobiografías

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románticas. Pero ¿qué cambia y qué permaneceintacto luego de estas metamorfosis? ¿Y cuáles sonlos sentidos de estos cambios? En primer lugar,llama la atención la peculiar inscripcióncronológica de los nuevos relatos de sí.Especialmente notoria en los blogs y fotologs,aunque también presente en otras manifestacionesde este fenómeno, es esa insistencia en laprioridad de la actualización permanente —ysiempre reciente— de las informaciones, pormedio de fragmentos de contenido agregados entodo momento. Este procedimiento parececonfirmar la idea rápidamente formulada en lospárrafos precedentes: no sólo la profundidadsincrónica del yo se ve desafiada en estas nuevasformas de autoconstrucción —es decir, suinterioridad—, sino también su coherenciadiacrónica. Cambia tanto la función como el gradode importancia de este otro factor en laconstitución de la identidad individual: el estatutodel pasado como un pedestal del yo.

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Aludir a la sensación de presente perpetuocomo una característica de la contemporaneidad yase ha vuelto un lugar común. Tras la crisis de losmodelos de temporalidad que timonearon la EraModerna, hoy se desarrollan otras formas deexperimentar el paso del tiempo y la inscripcióntemporal de nuestras acciones. El asunto fue muydebatido en las dos últimas décadas del siglo XXcomo uno de los rasgos del posmodernismo, undebate marcado por el descrédito en la linealidaddel progreso, la crisis de los grandes proyectossociopolíticos y del sentido histórico, e inclusivepor el supuesto fin de la historia tras laconsagración de un presente eterno e inmutable.

La destemporalización sería uno de loselementos constitutivos de este nuevo cuadro. Serefiere al abandono de la idea del tiempo como unflujo lineal y constante, impulsado con todo elvigor de las fuerzas históricas que lo empujabandesde el pasado hacia un futuro prodigiosamenteabierto. En esa perspectiva, el mañana se dibujaba

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como un fruto deseado del pasado y del presente:ya fuese imaginado en términos de progreso o derevolución, era siempre un resultado buscado yconstruido —y, por lo tanto, en cierta medidaprevisible— de la acción histórica presente. Peroen la posmodernidad ese flujo se habría detenido,y la primera consecuencia de ese congelamientosería un aparente bloqueo del futuro: ahora elporvenir no parece más hospedar aquellapromisoria apertura hacia la diferencia. Encambio, se le teme a esa posibilidad que albergaen sí lo desconocido, por eso se intenta mantenerlatécnicamente bajo control. Se desea la eternapermanencia de lo que es, una equivalencia casitotal del futuro con el presente, un cuadro sóloperturbado por el feliz perfeccionamiento de latécnica. Como consecuencia, el presente sevolvería omnipresente, promoviendo la sensaciónde que vivimos en una especie de presente inflado.

En su libro La condición de laposmodernidad, por ejemplo, David Harvey alude

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a la «compresión del tiempoy del espacio» queestaría ocurriendo en la contemporaneidad, comoel vórtice de un haz de tendencias que confluyen enese enaltecimiento del presente perpetuado. SegúnGuy Debord, ese «tiempo congelado» en laactualidad sería una de las característicasbasilares de la sociedad del espectáculo. Noobstante, todo ese ahistoricismo actual convive, deuna manera aparentemente paradójica, con unasuerte de obsesión por la memoria. O, másprecisamente, una aprensión con respecto a susposibles fallas, un verdadero pavor suscitado porla terrible amenaza de que los recuerdos se puedanborrar. Debido a ese malestar, el asunto invade losdebates mediáticos, académicos y científicos, conuna proliferación de estudios que ponen el foco enla memoria y en el olvido, así como una crecientetendencia a explorar las recreaciones del pasado.«Porque la historia misma obsesiona a la sociedadmoderna como un espectro», explica Guy Debord,«en todos los niveles del consumo de la vida

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aparece la pseudohistoria construida parapreservar el equilibrio amenazado del actualtiempo congelado»[1].

Esa preocupación con respecto al estatuto delpasado en la contemporaneidad no podría dejar detener repercusiones en la producción desubjetividad. Por un lado, es evidente que elpropio pasado desempeña un papel fundamental enlas personalidades introdirigidas o en aquel tipode subjetividad que responde al modelo del homopsychologicus, configuraciones históricas que hoyestarían en crisis. La reconstrucción de la historiapersonal constituye una especie de esqueleto delyo presente, sin la cual esa subjetividadsimplemente no podría existir. Por eso, para lossujetos modernos, las rutinas hermenéuticas deautoconocimiento también incluían una búsquedapor los restos de experiencias que impregnaban lapropia memoria, como señales que permitíandescifrar los sentidos del yo presente. Esos viajesautoexploratorios podían ser auténticos buceos en

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el mar denso del espacio interior: nadar en lassombrías profundidades de la subjetividad paradevelar sus enigmas, demorándose en los propiosflujos de conciencia como los maestros de lanovela psicológica hacían con sus personajes.Apelando a otro campo metafórico igualmentepróspero, sería también posible hacer unaexcavación en el propio yo. Un sondeo de este tipopermitiría examinar las diversas capas geológicasque se fueron acumulando a lo largo de la historiaindividual, para conformar poco a poco la solidezde una determinada subjetividad. Procedimientosde ese tipo equivaldrían a efectuar una genuina«arqueología del yo».

Sigmund Freud, un autor completamenteempapado en ese paradigma, recurrió a dos bellasmetáforas para ejemplificar las diversas manerasde practicar esa búsqueda arqueológica en loslaberintos de la mente: Roma y Pompeya. Fue elcrítico francés Philippe Dubois quien exhumó lostextos freudianos para rescatar esas imágenes, en

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un ensayo dedicado a comentar una serie dedocumentales autobiográficos: cinco películaspertenecientes a un nuevo género cinematográfico,en el cual los directores recurren a la primerapersona del singular para transformarse enprotagonistas del relato audiovisual narrado,siempre escarbando en la intimidad del «autornarrador personaje». Con el fin de descubrircuáles eran los mecanismos de conservación delas impresiones mentales, Freud investigó losmodos de inscripción del pasado en la psiquis ybosquejó esas dos respuestas: Roma y Pompeya.

La metáfora de Roma evoca la ciudad eterna,como un territorio en ruinas donde una infinidad deescombros constituyen los añicos del pasado,todos dispersos desordenadamente en diversascapas históricas. Esa imagen ilustra muy bien unfamoso postulado del psicoanálisis: nada en lavida psíquica se pierde para siempre, porque todolo que ha sucedido puede reaparecer y tornarsesignificativo en el presente. Todo queda

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amontonado en el desván de la memoria. Aunqueparezca haber sucumbido a las nieblas del olvido,de repente, cualquier fragmento polvoriento delpasado puede salir a la luz y actualizarse repletode sentido. En su caos despedazado, sin embargo,Roma también expresa su carácter espectral: elsueño imposible de mantener eternamente cadacosa en su lugar, todo de alguna maneraconservado en su totalidad. En contraste con esaacumulación de múltiples pedazos rotos ydispersos que Roma emblematiza, la otra metáforaarqueológica tendiente a elucidar los mecanismosdel recuerdo en el aparato psíquico es Pompeya.La alusión a la ciudad petrificada evoca lapreservación intacta de una imagen: unainstantánea eternizada, genuino recuerdofotográfico de un momento único e irrepetible. Unbloque de espacio-tiempo congelado de una solavez y para siempre, como la ciudad momificadabajo la lava del volcán.

Son dos temporalidades distintas y opuestas,

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que se excluyen mutuamente y a la vez secomplementan: una convoca a Roma, lamultiplicidad de las capas infinitas, aunquesiempre destrozadas; la otra, a Pompeya, latotalidad preservada en un momento singular. Estasmetáforas sugieren que la psiquis oscilaría entreambas modalidades del recuerdo, entre esos dostipos de restos arqueológicos —marcas mnésicasenterradas, vestigios de un yo que ya se ha ido—sin lograr juntarlas jamás, porque sería imposibleactualizar simultáneamente todas esasvirtualidades. De modo que es Roma o esPompeya, nunca ambas a la vez. «De un lado, untiempo de acumulación, propagación y saturación,pero fragmentario; del otro lado, un tiempo decaptura, corte, instante, pero totalizante», resumeDubois[2].

De tal forma se explicaría, metafóricamente, laimposibilidad de fundir la multiplicidad y laintegralidad al indagar en el propio pasado: laduración y el instante. Pero ese sueño imposible ha

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sido bellamente recreado en la ficción, en variasocasiones. En el cuento «El Aleph» de Jorge LuisBorges, por ejemplo, el protagonista descubre porcasualidad, en un sótano de una vieja casa deBuenos Aires, un pequeño orificio a través delcual es posible verlo todo. Todo lo que es, perotambién todo lo que fue y será. Todo observadodesde todos los ángulos posibles.

Abundan las representaciones de Internet comouna eventual consumación de esa ambición detotalidad, de preservar todo en la duración y elinstante; muchas veces, inclusive, los argumentosde ese tipo se apoyan en otras imágenes borgeanasque también aluden a esa pretensión de totalidadsimultánea, presentes en cuentos como «Labiblioteca de Babel» o «El libro de arena». Sinembargo, como dice el narrador de «El Aleph»,captando la imposibilidad de consumar esaempresa: «lo que mis ojos vieron fue simultáneo;lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje loes»[3]. El pensamiento se articula en el lenguaje,

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incluso en los lenguajes no puramente verbales,como las diversas gramáticas audiovisuales y loshipertextos de la Web, que aún siendo no linealesen su fragmentación espacial astillada, sólopueden ser procesados por el pensamiento en elpertinaz carácter sucesivo de la lectura. Además,aquella proeza imposible se ve todavía másdificultada porque «nuestra mente es porosa parael olvido», como apunta el mismo Borges[4].Aunque quizás haya que agregar: al menos, porahora.

Hay que admitir, sin embargo, que recurrir a laarqueología para metaforizar el funcionamientomental puede parecer, hoy en día, un anacronismo.Esa actividad emerge con su aire retro o vintage,envuelta en una atmósfera digna de otros tiemposque invita a la recreación en películas deaventuras o de época, en parques temáticos o envistosos escenarios de videojuegos. Así, hoy endía, sin desdeñar esas tradiciones, son otras lasmetáforas que se imponen con mayor vehemencia

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cuando se trata de reconstruir el pasado como unelemento significante de la historia individual.Solapando aquellas imágenes ya clásicas quealudían a la arqueología y la geología —ydejándolas juntar polvo en algún rincón de nuestroaleph cultural—, se multiplican las imágenesprovenientes de la fotografía y del cine, porejemplo. Ahora es posible rebobinar la película dela propia vida, operar flashbacks o cortesabruptos en ciertas secuencias, enfocar o aplicarzoom sobre un detalle, evocar una escena encámara lenta o realizar un montaje cuidadoso,audaz, clásico o vertiginoso. Revelar o velar unrecuerdo, verlo empañado, fuera de foco. Obturar,sobrexponer, aplicar filtros. Hacer un rápidotravelling en un paisaje o en un acontecimiento,efectuar un close-up sobre un rostro o un objeto,repasar una escena entera del pasado de maneralineal y pormenorizada, priorizar la banda sonorade un determinado episodio o editar diversoseventos con la estética y los compases de un

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videoclip.También proliferan las metáforas procedentes

del universo informático cuando se trata dearchivar o deletear algún dato particular denuestro acervo mental, escanear la propiamemoria buscando algo olvidado, grabar unainformación con seguridad redoblada en elcerebro, deshacer un pensamiento indeseable ohacer clic en el sitio adecuado para abrir un linkhipertextual. Puede ocurrir, también —y de hechosucede cada vez más asiduamente— que nuestramemoria «se cuelgue». En estos casos, es muyprobable que nos hayamos olvidado también dehacer back up. En ciertas ocasiones convieneapagar el equipo, desconectar todos los cables,respirar hondo e intentar reiniciar el aparatomental presionando algún prodigioso botón.Quizás se deba sopesar la posibilidad de cambiarel disco rígido o, por qué no, mejorar lascapacidades de memoria haciendo un upgradegeneral.

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A pesar del tono lúdico de las imágenesprecedentes, no se trata de cuestiones triviales. Alcontrario, son muy elocuentes estas alteraciones enlas formas de pensar el funcionamiento de la mentey de los recuerdos, los mecanismos de la memoriay de la propia vida como un relato. Pues esasmetáforas no sólo reflejan ciertas transformacionesque están ocurriendo en el mundo, sino quetambién tienen la capacidad de provocar efectosen nuestras formas de pensar, actuar y ser. Esasimágenes alimentan la creciente modulación de lasnarrativas de sí como historias inspiradas en loscódigos audiovisuales e informáticos queimpregnan y recrean el mundo, mientras el yo serefleja en los personajes que desbordan de laspantallas y llega a transformarse, incluso, en unode ellos.

En este contexto en mutación, la tarea de leerdesde el principio hasta el final el voluminosolibro En busca del tiempo perdido de MarcelProust, por ejemplo, puede resultar una hazaña

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incompatible con los ritmos que sacuden laactualidad. Esa obra de ficción con reminiscenciasautoarqueológicas, cuya escritura tuvo inicio en1908 y recién terminó con la muerte del autor, en1922, tiene dimensiones monumentales. Consta desiete tomos y miles de páginas. No obstante, aúnmás lejana parece la posibilidad de escribir algoasí hoy en día: emprender esa gigantesca tarea debuscar los vestigios del tiempo perdido en lahistoria de la propia vida, para estilizarla en elpapel con recursos literarios. Las velocidades queaceleran cuerpos, almas y relojes en la era deltiempo real parecen boicotear ese tipo deintrospecciones profundas y trabajosasretrospecciones, tareas no sólo lentas y penosas,sino también necesariamente metódicas ydisciplinadas. Como señalan los estudiososactuales de la práctica decimonónica del diarioíntimo: «el diario en efecto es antes de todo, y esposible que sobre todo, una tarea»[5]. Esaactividad cotidiana, autoimpuesta y puntualmente

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cultivada, podía sin duda constituir un placerrefinado, pero también tenía algo de deber escolar.Su cumplimiento cotidiano «impone un trabajoabrumador», como recuerdan con ciertaadmiración los autores de la Historia de la vidaprivada: «¡piénsese en las diecisiete mil páginasescritas por Amiel!»[6]. Semejante actividaddemanda tiempo, constancia, esfuerzo, dedicacióny perseverancia, un selecto conjunto de atributoscontra los cuales todo parece conspirar hoy en día.

¿Por qué esa incompatibilidad? No sólodebido a la tan comentada aceleración de losritmos vitales y a la compresión del espacio-tiempo que descarga sus presiones sobre loscuerpos contemporáneos. Vivimos, por otra parte,en una época en la cual el pasado parece haberperdido buena parte de su sentido como causa delpresente. Más aún: la cuestión del sentido no seproblematiza y ni siquiera parece tener mucharelevancia o «sentido» en este contexto. Lavelocidad suele despreciar o incluso enterrar al

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pasado bajo la tumba de la distancia, amarrándoseal presente y anticipando futuros en los bordes dela actualidad. Además, otra posible vía paraexplicar estas transformaciones acusaría ciertosmecanismos de pensamiento y acción sumamenteactuales, que tienden a privilegiar la proyección enlos efectos, desdeñando la preocupación por lascausas y otros fundamentos. Los efectos: aquellosfenómenos que bajo otros paradigmas solíantratarse como «meros síntomas» emanados por unacausa profunda, tal como postulan diversasvertientes teóricas, desde el psicoanálisis hasta elmarxismo. O sea, cosmovisiones que denotancierta episteme moderna, una forma histórica decomprender y explicar el mundo[7]. Las causas yfundamentos: aquel substrato invisible que solíainvestigarse en busca de nódulos significativos,capaces de elucidar todos los efectos y síntomascomo meras consecuencias o epifenómenos de esafuente causal. En cambio, en esta nueva epistemeque hoy se insinúa, la eficiencia y la eficacia —la

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capacidad de producir determinados efectos— seconvierten en justificaciones necesarias ysuficientes, capaces inclusive de dispensar todaexplicación causal y cualquier pregunta por elsentido. Por eso, ese gesto barredor puede llegar aprescindir también del otrora pesado anclaje delpresente en la historia.

Todo lo que pasó ya se terminó, parececonstatar esta nueva perspectiva. Alguna vez huboun pasado, claro, pero aparentemente ya no lo haymás. Ahora desapareció, o al menos ha perdido suantiguo sentido. No es casual que esa impresión decomienzo absoluto que marca la contemporaneidadcoincida con el asentamiento de la tecnocienciacomo un tipo de saber hegemónico, es decir, con lafusión de la ciencia (que sería un saber-saber) y latécnica (que es un saber-hacer). Un énfasiscreciente subraya la prioridad ontológica de esteúltimo factor integrante del par, en desmérito de la«ciencia pura» o la «investigación básica» que eraprivilegiada con un estatus superior algún tiempo

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atrás. Acompañando esa transición del homopsicológico de la sociedad industrial hacia elhomo tecnológico del capitalismo informatizado,el pasado ya no abre sus orificios secretos paraque se lo explore por medio de la vieja técnica dela retrospección. En vez de instigar esosprocedimientos típicos de los génerosautobiográficos que proliferaron en los yaanticuados tiempos modernos, ahora el pasadoabre sus archivos y ventanas para el consumoempaquetado, un acervo sólo disponible paraquienes sepan tipear las contraseñas adecuadas.

El tiempo perdido de hoy en día ya no seextravía más en la neblina del ayer: se reciclaproductivamente y se transforma en mercancía. Envez de dejarse recuperar por medio de aquellabúsqueda autoexploratoria que se ha vueltoobsoleta o simplemente impracticable, el pasadose consume de modos cada vez más diversos ylucrativos. Con tal fin suele recrearse de maneraestetizada, y se pone en venta como objeto de

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curiosidad, nostalgia o sentimentalismo. No setrata de otra cosa que de aquella pseudohistoriaespectacularizada referida por Guy Debord, unaprofusión de relatos multimedia que intentan«preservar el equilibrio amenazado del actualtiempo congelado». Más recientemente, mucho seha hablado sobre las tendencias a la«museificación» del pasado y la «gentrificación»de los espacios urbanos, a fin de convertirlos enproductos más accesibles para el consumoturístico y cultural. Porque la voluntad demercantilización es un componente común a todasestas artimañas. La vieja función de la historiaparece haber caducado, en pleno auge de estosusos mercado-lógicos y mediáticos: el pasadoperdió su capacidad de conceder inteligibilidad alcaótico fluir del tiempo, así como su poder deexplicar el presente y la mítica singularidad delyo.

¿Podemos decir, entonces, que hoy el tiempose ha extraviado completamente? ¿Perdió su

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espesor semántico y su potencia causal? ¿Eltiempo perdió, en fin, su sentido? Si las respuestasson positivas, ya no sería posible ir a buscarlo enlas recónditas cavidades de sí mismo, a fin derecuperarlo y traerlo a la superficie del presentepara explicarlo todo. Entonces, el tiempo habríadesaparecido justo ahora que se convirtió en unode los bienes más cotizados de la economía global—aunque hace ya un par de siglos que «el tiempoes dinero»— y cuando acaba de ganar el suntuosoadjetivo de real. ¿O quizás fue precisamente poreso que se perdió? Al realizarse, el tiempoabandonó su vieja linealidad de vocaciónteleológica, presentificándose fatalmente ypetrificando todo en una sucesión de Pompeyasinstantáneas. Así, aquel tiempo laboriosamenterecuperable habría quedado obsoleto. Por todoeso, hoy sería virtualmente imposible efectuar unaintrospección en las propias entrañas y unaretrospección en la historia individual, con el finde reconstruir como un relato —sea de manera

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artística, psicoanalítica o artesanal— las ruinas deaquel pasado personal comparables a los vestigiosde una vieja Roma.

Sin embargo, no es fácil responder a laspreguntas abiertas en el último parágrafo, ytampoco conviene adherir a respuestasapresuradas. Aún hoy, a pesar de las intensasconvulsiones que estremecen al mundo de usted,yo y todos nosotros, sería vano negar que latemporalidad constituye las cosas: todo lo que es,es también en el tiempo. Pero conviene no olvidarque el tiempo es una categoría sociocultural, y suscaracterísticas cambian al sabor de la historia y desus diversas perspectivas. Una imagen puedeayudar a esclarecer este punto: la del reloj.Máquina emblemática del capitalismo, en lasúltimas décadas sufrió el upgrade de rigor alpasar de las leyes mecánicas y analógicas a lasinformáticas y digitales. Culminando un procesoque se inició con su invención en los rígidosmonasterios de la Europa medieval, ese aparato ha

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sido plenamente asimilado en el Occidenteindustrializado de los últimos dos siglos. Unaproliferación de modelos adornó edificios ycalles, invadió los hogares y se incrustó en lospulsos de los ciudadanos. Sin embargo, algosucedió en la reciente traducción de los relojesanalógicos en digitales: el tiempo perdió susintersticios. Ahora ya no se compartimenta deforma geométrica, sedimentando minuto a minutola acumulación de los instantes pasados al compásregular del tictac. Al digitalizarse, convirtiendo altiempo en un continuo fluido y ondulante, lafunción del reloj se intensificó en su tarea deregular y sincronizar los ritmos capitalistas. Y seha vuelto más compleja: una sofisticación muybien sintonizada con el tránsito de la sociedaddisciplinaria de la era industrial, descripta porMichel Foucault, hacia la actual sociedad decontrol analizada por Gilles Deleuze. Aun sinabandonar el tradicional recurso a laespacialización del transcurrir temporal, en el

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vértigo de los flujos digitalizados, la lógica de loinstantáneo hizo estallar a la antigua moral de laacumulación.

Todas esas mutaciones se están reflejando ennuestra forma de percibir el tiempo pasado, ytambién en el papel que éste desempeña en laconstrucción de sí mismo. En primer lugar, esasensación de que vivimos en un presente inflado,congelado, omnipresente y constantementepresentificado, promueve la vivencia del instante yconspira contra las tentativas de darle sentido a laduración. Retomando aquellas metáforasarqueológicas freudianas, más que vivir en latemporalidad de Roma, hoy nos instalamos en laespasmódica temporalidad de Pompeya. Si lasreglas del juego han cambiado a tal punto, esevidente que nuestra relación con la memoriatampoco podría permanecer intacta.

El filósofo Henri Bergson pensó estos asuntosde un modo tan distante a nuestro credo en elpresente perpetuo, que sus reflexiones pueden

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resultar iluminadoras también en este contexto. Lasideas de Bergson desafían esas cristalizacionesdel sentido común que hoy se afianzan por todaspartes, empujando los límites del pensamiento yabriendo nuevas vías para reflexionar sobre lo queestá ocurriendo. El cerebro, por ejemplo, deacuerdo con la visión de este filósofo francés queescribiera a fines del siglo XIX y principios delXX, no puede ser equiparado a un aparatodestinado a archivar recuerdos. Nada más distantede nuestras computadoras, entonces, que la mentehumana. Contra nuestra fuerte tendencia a recurrira imágenes de ese tipo —además de espacializarel tiempo, seccionando su incesante fluir encompartimentos como las horas, los minutos, losinstantes, el pasado, el presente y el futuro—,Bergson recurre a la idea de duración paraexplicar el funcionamiento de la memoria.

Tal como ocurre con la percepción, la memoriaes un proceso que sucede en la duración. Ambosfenómenos, percepción y memoria, están

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relacionados de manera estrecha y compleja.Según las teorías desarrolladas en su ensayoMateria y memoria, la percepción y la memoriason actos continuos en la experiencia vital delsujeto, aunque la necesidad de acción impongalímites y filtros a lo que de hecho se percibe yrecuerda. Pero el resto no desaparece, sino quepermanece latente en el inagotable terreno de lavirtualidad. Siempre se efectúa un recorte en elmundo percibido y recordado, en función de lasnecesidades y de los intereses presentes del sujetoque percibe y recuerda. Y, como ocurre en lametáfora arqueológica de Roma, todo puedereaparecer en cualquier momento: la memoriapuede traer a la luz todas las representacionespercibidas, incluso aquellas que no estándirectamente ligadas a la acción presente. Pero elvigor de ese pasado rememorado en la duración dela propia experiencia vital —con su flujo derecuerdos y su objetivación del tiempo vivido—sólo podrá aumentar si el sujeto se encuentra

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inactivo; o sea, si son escasas sus necesidades eintereses ligados a la acción en el presente.

Esa combinación de inactividad y dilataciónde la memoria llegó al extremo de lo imaginableen un personaje ficticio: Ireneo Funes, «elmemorioso» creado por Jorge Luis Borges en1944. Víctima de un accidente que lo condenó apasar el resto de su vida postrado en una cama, eljoven Funes tenía mucho más que una percepciónaguda y una memoria prodigiosa: con sus sentidosinfalibles, era capaz de captar absolutamente todaslas aristas de la realidad. Y, además, no lograbaolvidarse de nada. Por otro lado, ya es mítica laimagen que evoca a la figura de Marcel Proustrecluido en su lecho de enfermo, casi inmovilizadodurante los últimos años de su vida, con todas lasenergías dedicadas a rescatar de las brumas de lamemoria sus recuerdos de las décadas vividas,con el fin de narrarlas fervorosamente en el papely transformarlas en una obra de arte ficticia. Sesabe que Proust sufría de insomnio. En la soledad

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nocturna, como también se sabe, los fantasmasandan sueltos: aquellas terribles noches en velainsuflaban una atmósfera propicia para el asediode los recuerdos, que destilaban valiososmateriales para su recreación escrita en elpresente. La fábula de Funes, por su parte, «es unalarga metáfora del insomnio», como aclara elmismo Borges, ya que dormir implica distraersedel mundo y de «la presión de una realidadinfatigable», algo que le estaba vedado a su infelizpersonaje[8].

«Piensen en el ejemplo más extremo, unhombre que no poseyera de modo alguno la fuerzapara olvidar y que estuviera condenado a ver portodas partes un porvenir». Ese émulo delpersonaje borgeano que Friedrich Nietzscheimaginó en su Segunda consideraciónintempestiva, concebida en 1873 «no cree más ensu propio ser, no cree más en sí mismo, ve tododeshacerse en puntos móviles y se pierde en estetorrente de transformaciones». Bergsonianamente,

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entonces, dice Nietzsche: «a toda accióncorresponde un olvido», y agrega: «un hombre quequisiera sentir siempre históricamente seríasimilar a uno que se obligase a abstenerse dedormir». Tras esa notable reincidencia en elinsomnio, el filósofo concluye que «es posiblevivir casi sin recuerdos, sí, y vivir feliz así, comolo muestra el animal; pero es absolutamenteimposible vivir, en general, sin olvido»[9]. Hoy,sin embargo, todos parecen estar de acuerdo: en eltorbellino contemporáneo, el olvido suele devorarcasi todo sin piedad, de modo que ese atributohumano no precisa de nadie que quiera defenderloardientemente. ¿Pero de qué olvido se trata? Esadesmemoria actual, ¿sigue siendo «la capacidadmás elevada del espíritu» aludida por Nietzschehace más de ciento treinta años?

En estos preludios del siglo XXI, memoria yolvido son asuntos bastante debatidos, tanto en lasartes como en los discursos científicos, de lashumanidades a las ciencias biológicas. Preocupan

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especialmente los desvíos y anomalías del acto derecordar, la posibilidad de que los mecanismosmentales no funcionen perfectamente, porque es asícomo suele comprenderse el olvido. Lo queinteresa, entonces, es descubrir técnicas capacesde administrar la memoria para optimizar susrecursos. Así, por ejemplo, los medios dedicadosa la divulgación científica anuncian que pronto secreará un producto «capaz de borrar malosrecuerdos», con base en investigaciones realizadasen los últimos años, que habrían demostrado lafluidez y la flexibilidad de la memoria. Nuestrosrecuerdos serían plásticos y, por lo tanto,potencialmente modelables, es decir, técnicamentemanipulables.

Puede sonar paradójico, pero serían justamenteaquellos recuerdos que se encuentran másprofundamente asentados, aquellos instalados hacemucho tiempo en nuestras mentes, los que sepodrían borrar. Al menos, de acuerdo con losdescubrimientos de un equipo de las universidades

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de Harvard y McGill, según los cuales el cerebrotrata de manera diferente a las reminiscencias deeventos traumáticos o cargados de emociones,usando recursos distintos de los que se activan enlos recuerdos comunes. Esas recordaciones másfuertes «pueden volverse flexibles si se recuperanbajo condiciones emotivas», descubrieron loscientíficos. De modo que una vez identificadosdichos mecanismos cerebrales, sería posibleutilizar medicamentos capaces de «bloquear oborrar» específicamente esas reminiscencias en elnivel molecular. La gran noticia es que esasustancia ya existe: se denomina propranolol y esun betabloqueante que inhibe los efectosbiológicos durante la formación de esos«recuerdos fuertes». Nada de esto es banal,evidentemente. Según el psiquiatra Roger Pitman,quien comandó esas investigaciones, se trata de«uno de los descubrimientos más excitantes de lahistoria de la psicología». Sin embargo, tantaexcitación también provocó cierta polémica,

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porque si esa droga llegara a ser realmente eficazen sus propósitos, sería posible «retocar y ajustarnuestros recuerdos, eliminando vestigios de culpa,vergüenza o pena»[10].

Frente a ese complejo dilema, hay quiendefiende que los individuos deberían tener elderecho de administrar sus propios recuerdos,citando accidentes, violaciones o guerras.Vivencias cuyos rastros sería preferible extirparde la memoria o, al menos, hacerlos más leves ytolerables disminuyendo el valor de su cargaemocional. Sin embargo, también es cierto que eseremedio podría ser usado para librarse derecuerdos no deseados, aunque tampococonsiderados patológicos, tales como episodioshumillantes o desagradables de la propia historiavital. Esa posibilidad fue dramatizada en lapelícula Eterno resplandor de una mente sinrecuerdos, dirigida por Michel Gondry en 2004.Sus personajes contratan los servicios de unaempresa especializada en borrar recuerdos para

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aliviar el sufrimiento de sus clientes, penascausadas por amores frustrados y otras desgraciasque condimentan la vida de cualquier persona.Pasando abruptamente de la ficción a la realidad,según el científico responsable de lasinvestigaciones antes citadas, cualquier recuerdoemocionalmente fuerte, «desde ganar la loteríahasta la muerte de un ser querido» podríaapaciguarse mediante el mismo proceso —y muypronto, quizás cabría deducir, por el mismo precio—.

Así, quienes sufren de estrés postraumático,por ejemplo, deberían ingerir el remedio cuandose acuerdan del episodio problemático —alexperimentar un flashback—, ya que ése es elmomento en que tales reminiscencias se vuelvenmanipulables. Pero ¿qué ocurriría si en eseinstante la persona en tratamiento recordase otroevento que no desea descartar, pero que tambiénpresenta una fuerte carga emocional? El doctorPitman admite que es un riesgo posible: esa

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reminiscencia podría «desvanecerse entre losdemás recuerdos ordinarios». ¿Y qué pasaría sifuera posible eliminar el recuerdo de un crimen,de modo que su autor se olvidase de haberlocometido? También cabe preguntar si sería posiblesuprimir recuerdos ajenos, y todo un conjunto decuestiones igualmente complicadas.

Un grupo de investigadores brasileños yargentinos también presentó sus hallazgos rumbo ala creación de una droga capaz de borrarrecuerdos selectivamente. El equipo comandadopor el neurólogo Iván Izquierdo, del Centro deMemoria de la Universidad PUC-RS, descubrióque un recuerdo sólo persiste en el tiempo si,algunas horas después de haberse configurado, elcerebro sintetiza una proteína que intervino en suformación. El accionar de dicha sustancia podríacontrolarse químicamente, durante ese flashbacktendiente a consolidar el recuerdo, para que éstese vuelva olvidable. También en este caso, la metaque justifica las investigaciones es la cura del

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estrés postraumático, pero el eventualmedicamento así desarrollado permitiría modificarla duración y la intensidad de cualquier recuerdo,tanto con el objetivo de borrarlo como de fijarlo.

Las promesas latentes en estosdescubrimientos tan fabulosos trastornan una delas piedras fundamentales de las subjetividadesmodernas, preanunciando un posibledesmoronamiento de todo ese universo. Rozan lamédula del yo: esa valiosa acumulación derecuerdos de la historia personal, que constituyenaquel pasado con una gruesa dimensión semánticadonde todo significa algo, y donde cada pieza esrelevante para la compleja construcción de todoaquello que se es. Lo que estas novedades desafíanes, justamente, esa manera peculiar de vivenciar lapropia inscripción en el tiempo, que remite tanto ala duración y a la virtualidad bergsonianas como ala metáfora arqueológica de Roma. Y esosdesafíos están preñados de tantos buenos augurioscomo riesgos, por eso despiertan tanta fascinación

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como temor, y abren tantas posibilidades comosepultan mundos enteros. Sin embargo, todo indicaque una mutación está ocurriendo también en esteterreno: un desplazamiento en los mecanismos deconstrucción de subjetividades, que todavía se estádelineando pero que ya empieza a dar susprimeros frutos, y que implicará enormesconsecuencias al redefinir lo que significa serhumanos.

Aunque el inquietante producto farmacéuticotan profusamente anunciado aún no esté disponiblecomercialmente, el éxito obtenido por una películacomo Eterno resplandor… sugiere que existiríauna demanda reprimida para semejante solucióntécnica. Y no se trata del único largometrajereciente que ha tocado este asunto: mientras el malde Alzheimer se propaga como uno de losfantasmas más temibles que hechizan el ocaso denuestras vidas cada vez más largas —aunquetodavía sujetas a la mecánica fatal delenvejecimiento y la muerte—, abundan las

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películas como Memento, Lejos de ella, Unhombre sin pasado, Spider o Iris, que también serefieren a la pérdida de la memoria. Junto con eseterrible olvido, casi siempre se destroza laidentidad del sujeto: se pierde lo que se es. Comodice el neurólogo Martín Cammarota, integrantedel grupo del doctor Izquierdo: «somos lo querecordamos que somos»[11]. De modo que si elmedicamento que su equipo está desarrollandollegara a funcionar, podríamos dejar de serquienes supuestamente fuimos pero ya norecordamos.

No obstante, si antes fue dicho que «casi»siempre la pérdida de la memoria tematizada en elcine actual implica una disolución del sujeto en lastinieblas de la nada, es porque hay excepciones. Yesas salvedades son muy significativas, ya quequizás expresen un deseo de evitar esa angustia deperderse junto con la propia memoria tan etérea,tan frágil y tan amenazada en el vértigocontemporáneo. Esa interesante excepción radica

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en las películas de ciencia ficción. O másprecisamente, en todos aquellos relatos en los queintervienen máquinas informáticas: computadorasy otros dispositivos similares. Es el caso deEterno resplandor…, pero también de JohnnyMnemonic, El vengador del futuro, Paycheck yLa memoria de los muertos, por ejemplo. Losaparatos digitales nos salvarán, según parece, deesa pérdida fatal. Y la tecnología promete aunmás: se propone dotarnos de nuevas memorias, através del implante de bellos recuerdospersonalizados o customizados, encomendados amedida y a gusto de cada consumidor. Además,quizás la tecnociencia también logre aplacaraquellos recuerdos indeseables que guardamostozudamente en algún lugar.

Pero estos sueños no sólo afloran en el cine:las metáforas computacionales para aludir alfuncionamiento de la memoria brotan por todaspartes, y aparecen tanto en las investigaciones depunta como en las conversaciones cotidianas.

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Cuando el científico Cammarota explica losmecanismos orgánicos implícitos en el acto derecordar, por ejemplo, varias imágenes de ese tipoornan su discurso. En el momento en que unrecuerdo antiguo resurge para asistir en lacomprensión del presente, dice el investigador que«el cerebro lo reabre para modificarlo y despuésguardarlo nuevamente»[12]. En ese procedimientotan equiparable al gesto cotidiano de abrir y cerrararchivos en nuestras computadoras —o inclusivelos posts que conforman blogs y fotologs—, ladroga del olvido podría hacer efecto, porque serequiere la producción de una serie de proteínascuya composición podría modificarse de modoartificial. En perfecta sintonía con estos proyectosy usando el mismo léxico, el psicólogo canadienseAlain Brunet agrega que en ese momento en que elrecuerdo se reorganiza y se archiva nuevamente enel cerebro, se vuelve vulnerable a alteraciones:«durante ese proceso, ocurre algún tipo deinterferencia, y la evocación se degrada»[13].

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Todos estos científicos coinciden en que laprolongada «falta de uso» de un recuerdo aumentasus posibilidades de que sea olvidado; tal vez,podríamos añadir: como si se lo hubieraabandonado en algún viejo disquete enmohecidoque ha quedado obsoleto tras la últimaactualización, o bien en un sitio que hospedaba unblog ya pasado de moda y que perdió actualidad.

Las películas de ciencia ficción antesmencionadas recrean esa tan soñadacompatibilidad entre los dispositivos informáticosy los circuitos mentales, ambos compartiendo lamisma lógica digital del software y del hardware.En muchas de esas ficciones, los recuerdostransitan como flujos de datos entre los cerebrosde los humanos y las máquinas. Los guiones suelenrecurrir a cascos conectados a computadoras, éstasúltimas equipadas con programas y dispositivoscapaces de escanear el contenido del cerebro delos personajes, de modo semejante a como lohacen los aparatos utilizados en los laboratorios

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neurocientíficos y en los consultorios médicos.Gracias a la conexión con esos artefactos, no sóloes posible descifrar la información inscripta en elcerebro humano, sino también editarla, borrandolo que sea necesario e insertando nuevos datos.

Más allá de su veracidad o viabilidad, tantoesas ficciones como esas realidades parecensucumbir a la seducción de una memoriatotalmente bajo control, que pueda optimizarsetécnicamente. Una memoria fotográfica y total o, almenos, de una totalidad customizada, programadaa medida para cada uno. Algo que sólo se puedepensar —y quizás también realizar— si lamemoria se informatiza: al permitir ladigitalización de los «contenidos mentales» y elprocesamiento de esos datos con ayuda decomputadoras, se superan las tradicionaleslimitaciones del organismo humano. Un cuerpo quea menudo se presenta tan analógico como obsoletoen los tiempos que corren, y que por tanto debe sermejorado con recursos técnicos[14]. De modo que

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se trata de una memoria sobrehumana, capaz desuperar aquellos límites del aparato psíquicoilustrado con las metáforas freudianas, a fin derealizar técnicamente la unión otrora imposible deRoma y Pompeya, multiplicidad e integridad,duración e instante.

Tanto los defensores más entusiastas como loscríticos más acérrimos de estos proyectos nodudan de que esas drogas del olvido y esosimplantes de memoria pronto estarán disponiblesen el mercado. Dentro de cinco o diez años,pronostican los científicos, incluso aquellos quepreferirían convocar un amplio debate ético previoa los lanzamientos comerciales. «No hay ningunaduda de que la tecnología para borrar recuerdospronto existirá», admite Eric Kandel, quien obtuvoel premio Nobel en el emblemático año 2000,gracias a sus investigaciones sobre la memoriarealizadas en la Universidad de Columbia. Aunquesu postura es bastante crítica: «esas drogas nosconvertirán en peores personas», dijo en 2006,

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porque inhibirán las reflexiones sobre lasconsecuencias de nuestras acciones, que fenecerándeshilachadas en la niebla del olvido[15].Cammarota, por su lado, alude a «la posibilidadconcreta que tendremos en el futuro, calculo que enunos 20 o 25 años, de modificar selectivamentenuestros recuerdos». Además, prevé un éxitogarantizado: «si existiera una manera de borrarmemorias particulares, la industria farmacéuticano dejaría de aprovechar para facturar; venderíamás que Prozac y Viagra juntos»[16].

A la luz de esos sueños tecnocientíficos,adquiere nuevos matices el olvido feliz propuestopor Nietzsche para combatir la hipertrofia de lamemoria que regía en los remotos finales delsiglo XIX, una época atacada por la fiebrehistoricista y por la recuperación de los tiemposperdidos de cada uno. En pleno imperio del homopsychologicus, intempestivamente, el filósofoconfesaba su asombro por el hecho de que elhombre no fuera capaz de aprender el olvido.

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Siempre amarrado al pasado, «por más rápido quecorra, la cadena a la que está esposado siempre loacompañará»[17]. Hoy en día, sin embargo, esosgrilletes que nos mantienen atados al propiopasado individual —para no mencionar elcolectivo— quizás se estén aflojando, con ayudade las soluciones prometidas por la tecnociencia.¿Quiere decir que nos liberaremos del fardo delrecuerdo? ¿Aprenderemos, al fin, el olvido feliz?

En este punto, puede ser interesante releer unade las conclusiones del narrador borgeano conrespecto al personaje de Funes: «Sospecho, sinembargo, que no era muy capaz de pensar. Pensares olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. Enel abarrotado mundo de Funes no había sinodetalles, casi inmediatos»[18]. Un mundo terrible,por lo visto, inundado de un exceso de datos, ungigantesco conjunto de fotos fijas completamentenítidas y absolutamente fieles al referente. Ununiverso compuesto por infinitas Pompeyasordenadas con perfecta exactitud en el tiempo y el

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espacio. «Funes discernía continuamente lostranquilos avances de la corrupción, de las caries,de la fatiga», prosigue el relato de Borges.«Notaba los progresos de la muerte, de lahumedad. Era el solitario y lúcido espectador deun mundo multiforme, instantáneo y casiintolerablemente preciso»[19].

Imposible olvidar, entonces, bajo la presión deuna memoria implacable que todo registra y nadadescarta, esa absurda profusión de detalles dondetodos son igualmente importantes y se alinean unodetrás del otro. Imposible abstraer y elegir sólouna serie de trazos en ese mar prolífico, parapoder delinear un cuadro que esboce la totalidadconfusa de una Roma en ruinas. Una metaciertamente inviable en el caso de Funes, pero ésaha sido la tarea emprendida por Proust en susnoches de insomnio transcurridas en la soledad desu cuarto propio, y en sus largos días de escriturasin descanso a principios del siglo XX. Con sumemoria demasiado humana —¿o demasiado

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moderna?—, el novelista francés se sumergió ensu frondosa interioridad, hizo una excavación enlas capas geológicas de su yo pasado, pararescatar todo ese universo íntimo con el fin derecrearlo en su presente como una obra de arteficticia. Así, llenando con la pluma miles depáginas, Proust pintó todas las ruinas y tesoros desu Roma particular.

La voluntad de conservación total y verídicade lo que se es —y de lo que se fue—, tan bienilustrada por la metáfora arqueológica de Roma,afectó fuertemente la sensibilidad romántica. Sinduda, ese impulso fue una de las llamas queencendió el furor por la escritura de diariosíntimos a lo largo del siglo XIX y la primera mitaddel XX. En esa plétora de textos intimistas, lapropia mirada se volvía hacia dentro de sí mismo(introspección) y hacia atrás de sí mismo(retrospección), en busca de (re)construir unaambiciosa totalidad a partir de los infinitosescombros del tiempo perdido. Si hoy en día ese

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proyecto se ve seriamente comprometido, esotambién ocurre porque la destotalización es otracompañera igualmente posmoderna de ladestemporalización. Cabe preguntarse qué restó,entonces, de esa actividad introspectiva yretrospectiva tan típica de aquellos tiempos idos.Esa tarea a veces extenuante, que no sólo supo dara luz varias joyas literarias, sino que se convirtióen rutina solitaria en los cuartos propios de la eraburguesa, en muchos casos sin pretensionesnecesariamente artísticas, sino como útilesherramientas para la autocreación. O mejor,reformulando la pregunta para comenzar a cerraresta multitud de grandes cuestiones: ¿cuál sería laviabilidad de un diario íntimo en el contextoactual, tan irremediablemente alejado de aquellosescenarios?

Tras la pintura de época esbozada en laspáginas precedentes, es fuerte la tentación deresponder esa pregunta de manera categórica:ninguna posibilidad. No sólo porque sería muy

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difícil realizar esa ambición en los turbulentostiempos que corren, sino también porque notendría mucho sentido intentar hacerlo. Para qué,en una era tan desmemoriada como la nuestra y tanobsesionada por crear un sustituto tecnológicopara la frágil memoria orgánica, o por diseñar unamemoria pret-à-porter a gusto del consumidor, unamemoria editable y modelable. En una época tanviciada en lo instantáneo y tan vertiginosamentesin tiempo, ¿para qué demorarse en semejantequehacer cotidiano? Aquella meticulosa prácticaque cien años atrás supo contagiar a millones dealmas, hoy en día ha quedado ostensivamente fuerade lugar —y, sobre todo, fuera de tiempo—,confirmando su muerte repetidamente anunciada enlas últimas décadas del siglo XX.

Sin embargo, a pesar de su primorosa lógicainterna, las afirmaciones del parágrafo anteriorcontradicen algunos indicios que insisten endesconcertar las certezas más obvias. No sólo laexplosión mundial de los blogs se yergue

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desmintiendo esa rápida conclusión, sino tambiénel éxito editorial de las biografías yautobiografías, por ejemplo, que excede losmárgenes de un mero fenómeno del mercadoeditorial o una moda cinematográfica paraconvertirse en indicio de algo más amplio. Todosesos relatos revalorizan las historias individualesy familiares, con un insólito interés por las vidasajenas y por los personajes anónimos del pasado.Además, en los diversos medios de comunicaciónque ponen en escena el espectáculo de laexhibición de la intimidad, late una voracidadacerca de todo lo que pueda remitir a vidas reales,tanto del presente como del pasado. ¿Cómoexplicar esta aparente contradicción?

Es posible vislumbrar, en todas estasnovedades, algunos rastros de aquel gestotípicamente romántico. Porque ha sido durante elauge de ese movimiento estético filosófico cuandolos diarios íntimos y las autobiografías semultiplicaron por el mundo occidental: en los

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siglos XVIII y XIX, el conjunto de valores ycreencias que conformó el individualismomoderno afinaba sus contornos, y el culto a lasingularidad individual se encontraba a la ordendel día. Había que descifrar ese misteriososecreto, cavando en los meandros interiores decada yo para describir en el papel todas susperipecias y torsiones. Esa devocióndecimonónica por las peculiaridades subjetivasaún persiste, así como esa voluntad de sersingular. Un deseo que, a propósito, hoy se havuelto un eficaz imperativo de los mensajespublicitarios y un ingrediente básico de laseducción consumista. No obstante, para estilizar—y mostrar— esas cualidades supuestamenteúnicas de cada uno, ya no es más necesariosocavar las tinieblas del propio pasado, ni cultivaro siquiera indagar la propia interioridad. Aun así,a pesar de estos cambios cada vez más notables,también es cierto que en los nuevos relatosautorreferenciales resuenan ecos de la vieja

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voluntad romántica de retener el tiempo. Aquítambién se intuye ese anhelo de guardar algopropio que se considera valioso, pero queinevitablemente escapará en el frenesí de laaceleración contemporánea. El sueño imposible depreservar toda la minucia que conforma la propiavida: millones de instantes pasados y alineados ensu duración hasta el presente.

Los fotologs realizan ese proyecto de maneraliteral, publicando imágenes fotográficascotidianas de los usuarios de Internet:innumerables Pompeyas mudas, o una serie deinstantáneas cuya locuacidad se limita a unmodesto epígrafe. Una colección de restos fósiles,aunque siempre recientes, de una vida cualquiera,como momias de una sola dimensión: purasuperficie que suele callar su espesor semántico.Los blogs confesionales, por su parte, intentanconsumar un objetivo semejante recurriendo a unatecnología mucho más antigua: la palabra escrita.Pero los autores de esos diarios extimos también

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realizan operaciones de congelamiento del tiempo,como diría Debord. Todo ocurre como si en cadapost fotografiasen un momento de sus vidas, parafijarlo en esa inmensa ventana virtual de alcanceglobal que es Internet. Se producen, así, infinitascápsulas de tiempo congelado y parado, chispazosdel propio presente siempre presentificado,fotografiado en palabras y expuesto para que todoel mundo lo vea.

«Ya pasó el tiempo en que el tiempo nocontaba», escribió Walter Benjamin en 1936,retomando las reflexiones de Paul Valéry sobre ladecadencia de la artesanía en los tiemposmodernos y el nacimiento de las narrativas breves:«el hombre moderno no cultiva lo que no puedeabreviarse». En el conturbado siglo XX fuedecayendo, tal vez inevitablemente, la artesaníatradicional: aquella «industria tenaz y virtuosa»que pretendía alcanzar la perfección en lalaboriosa aprensión del mundo y en la creación deobjetos. Inclusive relatos y textos, que eran

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construidos con esos mismos métodos, plazos yutensilios. «Asistimos en nuestros días alnacimiento de la short story», constataba elpensador alemán. El relato breve «se emancipó dela tradición oral y ya no permite esa lentasuperposición de capas finas y translúcidas». Nosorprende que Benjamin se refiera a aquello quese perdió en términos de lentitud y superposiciónde finas capas: un trabajo que implicabadedicación, esfuerzo, paciencia y una delicadezacasi manual, una labor realmente artesanal. Unatarea que refleja el arduo proceso mediante el cual«la narrativa perfecta sale a la luz del día, comocorolario de las varias capas constituidas por lasnarraciones sucesivas»[20].

Sin embargo, nuestra experiencia habitualdelata tiempos fragmentados y volátiles,inexorablemente esquivos en la agitación deltiempo real, que todo lo sincroniza a escalaplanetaria. En este contexto, la fragilidad de lamemoria no podría dejar de estar en evidencia.

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Como afirmó un escritor de ficciones muycaracterístico de la segunda mitad del siglo XX,«las novelas largas escritas hoy quizás sean unacontradicción: la dimensión del tiempo fuesacudida, no podemos vivir ni pensar sino enfragmentos de tiempo, cada uno de los cuales siguesu propia trayectoria y desaparece de inmediato».El autor de esas reflexiones es Italo Calvino, quientodavía agrega: «sólo podemos redescubrir lacontinuidad del tiempo en las novelas del períodoen que éste ya no parecía parado y aún no parecíahaber explotado, un período que no duró más decien años»[21]. Calvino se refiere al momentohistórico en que la novela moderna vivió suapogeo, justamente cuando la ficción literaria eraun espejo de la vida real. Y cuando Amiel eracapaz de escribir diecisiete mil páginas de laborcotidiana, frutos de una arqueología de sí mismoque todos los días se plasmaba en las finas capasde su diario personal.

Hoy, en cambio, hay quien dice que los blogs

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ya se han convertido en una antigüedad, porque lanueva moda son los nanoblogs o microblogs. Setrata de mensajes mínimos, que jamás superan losciento cuarenta caracteres —nunca más de dosrenglones—, y circulan a un ritmo de decenas demiles por hora en servicios específicos de Internetcomo Twitter, Pownce o Jaiku. Esos miniartículospueden enviarse por correo electrónico o por loscelulares de sus autores-narradores-personajes, ytratan invariablemente sobre un tema crucial:«¿Qué está haciendo usted en este momento?».Solamente Twitter reclutó quinientos milentusiastas usuarios en sus primeros meses devida, gracias a las promesas que vende: «ver unpíxel de la vida de alguien», además de «disfrutarde una presencia virtual íntima, siempreconectada, con sus colegas y amigos». De modoque la tendencia parece clara, por lo menos enestas arenas: los relatos de sí tienden a ser cadavez más instantáneos, presentes, breves yexplícitos.

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Frente a semejante fragmentación y compresióndel espacio-tiempo, no sorprende que losabultados cuadernos de los diarios íntimos deantaño se hayan convertido en los veloces posts delos blogs actuales llegando, inclusive, hasta losescuetos nanoblogs. Tampoco desconcierta que laslargas novelas decimonónicas se hayantransmutado en short stories y luego en videoclips.Pero no se trata apenas de una disminución de lostamaños y una aceleración de las velocidades.Claramente vinculada a esas constricciones, lamutación es más radical: involucra otras formas deexperimentar la propia temporalidad y nuevosmodos de construirnos como sujetos. Una de lasfases de ese complejo fenómeno podría bautizarsecomo «informatización de la experiencia». Elasunto no sólo se dramatiza en el cine y en lasartes en general, sino que los científicos buscandesarrollar sustitutos computacionales para losvapuleados circuitos orgánicos y métodos paracontrolar técnicamente su contenido borrando o

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agregando datos.Por otro lado, los aparatos digitales con los

cuales nos comunicamos cada vez másestrechamente no cesan de revelar sus fallas alalmacenar informaciones, ya sea debido a laincompatibilidad entre los diversos formatos dearchivos y dispositivos, que velozmente quedanobsoletos, o por los ataques de hackers, virus yotras plagas igualmente dañinas que afectannuestros registros digitalizados. Por eso, a pesarde los avances técnicos y las fabulosas ambicionesde los científicos, continúa valiendo una antiguaaseveración de Walter Benjamin con resonanciasnostálgicamente platónicas: «la memoria es la másépica de todas las facultades». Frente a eseheroísmo arcaico, las herramientas humanas siguenrevistiendo un estatuto ambiguo: desde la ancestralescritura hasta las hoy omnipresentes cámarasdigitales, nuestras tecnologías se presentan almismo tiempo como sus verdugos y como susposibles redentores.

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Después de un período inicial de estruendosocrecimiento y mucha repercusión mediática, datosdivulgados a fines de 2003 causaron ciertoimpacto al anunciar que la ola bloguera habríaingresado en una etapa de calma. Entre los cuatromillones de diarios creados hasta entonces en losocho principales servicios de hospedaje delmundo, la encuesta informaba que dos terciosestaban prácticamente abandonados porque no sehabían actualizado en los últimos dos meses. Susautores, aparentemente, se cansaron. La encuestaproporcionaba otros datos: el promedio deactualización de los blogs activos solía ser de unpost cada catorce días, sólo una mínima parte —poco más de cien mil— se actualizaban una vezpor semana, y menos de cincuenta mil lo hacíantodos los días. No obstante, el estudio aclarabaque los diarios íntimos de Internet siguensurgiendo a una velocidad que supera ampliamentela del abandono. Datos elocuentes sobre la nuevapráctica, sin duda, pero nada demasiado

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sorprendente; de algún modo hasta parece lógico,ya que en la febril actualidad no hay más tiempopara nada. Si no hay tiempo para leer, ni paraescribir o siquiera para practicar la más modestaintrospección, ¿por qué habría tiempo disponiblepara mantener un blog? Aunque obedezca a lalógica de la brevedad y del instante, esa actividadno deja de reclamar constancia y perseveranciapara continuar existiendo, con todas las exigenciasde una tarea a la vieja usanza.

Pero tampoco hay más tiempo en otrossentidos. Si no hay más pasado fundador delpresente y del yo, ni tampoco un futuroradicalmente distinto en el horizonte, entonces sólorestaría nuestro presente constantementepresentificado. Lejos de aquellos diarios íntimosdel siglo XIX, en los cuales el tiempo sedimentabaen lentas capas de sentido y había que recobrarloen esa faena tan insistente como cotidiana, losblogs conforman prolijas colecciones de tiempospresentes ordenados cronológicamente. Además,

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ahora es lícito abandonar la tarea si se vuelvedemasiado tediosa, sabiendo que siempre seráposible renacer en otro momento, abriendo otroblog o incluso un fotolog, o un perfil en MySpaceo Facebook, o alguna otra novedad que prontoaparecerá y será todavía más resplandeciente.Siempre es posible renacer, no sólo con otrodiseño gráfico más bonito y actual, sino inclusivecon un perfil renovado. Al fin y al cabo, en esasplayas virtuales se crean «identidades devacaciones», según la expresión de PhilippeLejeune, formas subjetivas con reglas másflexibles y ligeras, que por eso mismo permiten«descargar un poco del peso de la propia vida,darse una nueva oportunidad»[22].

Como ilustra muy bien la publicidad de unportarretratos digital en venta por catálogo:«Dynamic Frames exhibe fotos que cambian tanrápido como la vida». La imagen muestra una seriede tres fotografías en un marco que parecetradicional, pero el epígrafe explica el ingenioso

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upgrade del dispositivo: «parece un collage defotos de familia pulcramente enmarcado… pero,como la vida cambia, ¡es muy fácil reemplazar lasfotos viejas!». En la misma línea se inscriben losservicios de «supresión de personas» en lasfotografías familiares del pasado, por ejemplo. Unartículo periodístico sobre la popularización deesta técnica comentaba el caso de una mujer que,después de divorciarse, decidió eliminar a suexmarido de todas las fotos de su colecciónfamiliar. «Cada vez que las miraba, me sentíamal», confiesa, «por eso decidí sacarlo de lasfotos». Además de estos servicios profesionalesrealizados con software para editar imágenes,como el conocido Photoshop, las cámarasdigitales ya ofrecen recursos para que el mismousuario pueda realizar esas operaciones de cortary pegar en las instantáneas de su propio pasado,para luego publicarlas, si así lo desea, en susfotologs de Internet. Siguiendo el práctico lemahágalo usted mismo, es posible deletear con total

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rapidez y facilidad todo aquello —y a todo aquel— que no merezca quedar en el desván de lamemoria. En este sentido, las herramientasdigitales prometen ser mucho más eficaces que elantiguo método analógico del «pasado pisado» yla lenta digestión intestina.

Más allá de las posibilidades siempredisponibles de editar, recortar, pegar y borrar, unode los trazos constitutivos de los blogs es suorganización cronológica al presentar lasinformaciones. Las últimas actualizacionesaparecen siempre al principio de la página inicial,y las más antiguas van quedando cada vez másabajo. Además, cada post o bloque de texto seencabeza obstinadamente con la fecha y el horariode la publicación. «Esta estructura privilegiasiempre la actualización más reciente, mostrandoal visitante de modo casi inmediato si el sitio fueactualizado o no», resume una especialista aldefinir el género, agregando que ese esquema sebasa en dos principios: «actualización frecuente y

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microcontenido, o sea, pequeños bloques de texto,actualizados frecuentemente, siempre con la últimaactualización al principio del sitio»[23]. En otraspalabras, los blogs exhiben una serie de fotos fijasy bien ordenadas, retazos de instantes pegados unodespués del otro: retratos instantáneos demomentos presentes de la propia vida que vanpasando, pero que no se articulan y sedimentanpara constituir un pasado a la vieja usanza. En fin,una colección de Pompeyas petrificadas yprimorosamente clasificadas en ordencronológico; nada de Romas eternas, infinitas yfatalmente desordenadas en una estructuranarrativa con sueños de coherencia y vocacióntotalizadora.

Las lúcidas reflexiones de Walter Benjamincon respecto a las mutaciones en las formasnarrativas pueden, una vez más, ayudarnos acomprender también este fenómeno de la extinciónde Roma y la proliferación de Pompeyas en losrelatos de sí. Al detectar la desaparición de los

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rituales tradicionales ligados al acto colectivo decontar historias, el filósofo alemán asoció esecambio a los ritmos agitados de los tiemposmodernos, con el ocaso de la artesanía y «unaaversión cada vez mayor al trabajo prolongado».Todo eso tendría una relación profunda con lamerma en la comunicabilidad de la experiencia y,también, con el debilitamiento en los espíritus dedos ideas graves: la de muerte y la de eternidad.Fue en la era burguesa cuando la muerte perdió sucarácter de espectáculo público: expulsada deluniverso de los vivos y relegada al ámbito de laprivacidad, se tornó un secreto envuelto enpudores, silencios y tabúes. Pero ocurre que lamuerte es un elemento fundamental de la narrativa,porque en el momento de morir, la sabiduría delhombre sobre su existencia vivida se vuelvetransmisible. «Y es de esa sustancia que estánhechas las historias», concluye Benjamin. En elmomento sublime de la muerte, «cualquiera»asume una autoridad digna en el relato de su

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propia vida, y esa potencialidad reside en elnúcleo de la narrativa, «esa autoridad que hasta unpobre diablo posee al morir»[24]. La muertesanciona todo lo que el narrador puede contar,porque nadie muere tan pobre como para no dejaralgo: vestigios de una vida, su experiencianarrada, sus relatos de sí.

En el modelo básico del blog confesional, sinembargo, la idea de muerte no parece estarpresente. Al menos, no es el fluir de una existenciafatalmente marcada por su propio fin lo que suelemostrarse en la pantalla. En cambio, en esasPompeyas multicolores que se suceden una trasotra, lo que se ve es una secuencia de episodios dela vida cotidiana y de la supuesta intimidad, todosrelatados en el tiempo presente de la primerapersona del singular. Entonces, si la memoria es dehecho «la más épica de las facultades», y si bien lanovela surgió del seno de la epopeya —aquellasnarrativas que intentaban conservar y transmitir lamemoria colectiva de lo vivido—, Benjamin

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muestra que en ese nuevo género el recuerdoaparece bajo una forma inédita. Porque el tiempoes un ingrediente fundamental de toda novela, vistoque hay en ella una «reminiscencia creadora» quelleva a procurar una unidad en la corriente vitaldel pasado individual del héroe. Esa búsqueda desentido para la experiencia individual sería elduro carozo de toda novela, mientras que lanarrativa tradicional —encarnada en géneros comola épica y la epopeya— pretendía enunciar unalección o una enseñanza. Por eso, los proverbiosson ruinas de esas narraciones de otros tiempos, enlas cuales la vieja moraleja «abraza unacontecimiento como la hiedra abraza un muro».Es el clásico mecanismo del consejo: latransmisión de la experiencia por parte de losancianos del grupo, dentro de una tradicióncolectiva que era capaz de imantar todas lasvivencias con sus sólidos significados.

La novela burguesa, en cambio, aquella que losindividuos modernos devoraban en el silencio

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solitario de sus cuartos propios, buscadesesperadamente otra cosa: el sentido de la vida.Busca aquello que sólo puede surgir de unainfinidad de episodios minúsculos, pero todosrelacionados entre sí y cargados de connotacionescapaces de cristalizar «como un sedimento en lacopa de la vida»[25]. Para alcanzar ese objetivo,hay que recurrir a los métodos de construcción delrelato de sí que sintetiza la metáfora arqueológicade Roma: una búsqueda de la totalidad en laduración. Por eso, la novela necesitarigurosamente un fin: requiere un punto final,además de un formato estable y fijo. Esa necesidadla distingue tanto de la narrativa tradicional comode los blogs contemporáneos. Aquella preguntaque puntea los rituales del narrador, «¿y qué pasódespués?», no puede ser formulada cuando se hallegado a la conclusión de la novela. Porque eneste otro género, la palabra fin «invita al lector areflexionar sobre el sentido de una vida», con laseguridad de haber leído la obra entera y, en ese

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fértil diálogo solitario con el autor, haber sidotestigo del trayecto existencial del héroe[26].

Así como la sombra de la muerte no pendesobre la acumulación cronológica de episodiospresentes que constituyen los blogs, éstos tampocosuelen tener un fin ni una invitación a buscar elsentido de la vida. Al menos, esos trazos no sonconstitutivos de ese género discursivo, que seestructura de una forma diferente y enteramentenueva. Su lógica remite más a la instantáneaPompeya que a la desmesurada Roma: en vez deacercarse al modelo clásico de la narrativa épica—o al burgués de la novela—, los nuevos génerosautobiográficos adhieren a la naturaleza de lainformación. Y su lógica es informática en más deun sentido. La información «sólo tiene valorcuando es nueva», recuerda Benjamin. Por eso«sólo vive en ese momento, precisa entregarseenteramente a él y sin pérdida de tiempo tiene queexplicarse en él»[27]. Nada más cercano a ladescripción de cada uno de los breves post de un

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blog.Muy diferente es la narrativa tradicional:

atrapada en la densa memoria épica, «la narrativaconserva sus fuerzas y después de mucho tiempotodavía es capaz de desarrollarse»[28]. Pero larelación con la eternidad también es distinta en losrelatos que circulan por el ciberespacio, ya queéstos no pretenden alcanzar una inmortalidad en eltiempo, sino una celebridad en el instante. Sidurante una semana todo el mundo hablará delnuevo video erótico y real de Paris Hilton oPamela Anderson que se filtró en la Web, porejemplo, y todos desearán verlo y comentarlo,también es cierto que nadie lo recordará dentro dedos mil años. Eso, claro, para no hablar delpróximo verano.

En las nuevas prácticas confesionales deInternet, así como en las películas antescomentadas y en las investigaciones científicastendientes a desarrollar técnicas capaces de editarlos recuerdos, la memoria humana suele pensarse

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bajo la lógica de la información. Y también se latrata según esa lógica: como si fuera posibleseccionar, fragmentar, editar, deletear, copiar yretocar digitalmente sus contenidos grabados en elcerebro. Nada más alejado de las visiones dealgunos pensadores del siglo XIX como Bergson yNietzsche. Así como las prácticas autobiográficascotidianas que reinaban en aquella época, losescritos de esos filósofos presentan otras manerasde digerir la memoria del tiempo vivido, y decrear un yo en función de esos cimientos pasadospero actualizados en el presente.

Según la perspectiva de Bergson, como vimos,la función del cerebro no consiste en archivarrecuerdos sino en «suspender la memoria», unaforma del olvido necesario para la vida y laacción[29]. Pero suspender no equivale a deletear,de ningún modo, porque todo permanece en lavirtualidad del espíritu y todo puede, siempre,retornar. Se trata de una manera de tratar lasvivencias personales muy distinta del modo como

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nuestras computadoras e Internet procesaninformaciones. Una modalidad más emparentadacon los metabolismos orgánicos al gustonietzscheano, ya que esa suspensión bergsonianatendría el objetivo de filtrar las percepciones y losrecuerdos, como una protección contra el flujoavasallador que paralizaba al memoriosopersonaje de Borges, por ejemplo. En estaperspectiva tan apartada de Pompeya comocercana a Roma, «el cerebro no sirve para guardaro ‘archivar’ recuerdos sino, al contrario, parasuspenderlos, para evitar que nos acosen,impidiéndonos actuar en el mundo»[30]. Y,podríamos agregar, impidiéndonos también lacreación de un relato autobiográfico comoaquellos que fermentaban en los viejos tiemposmodernos.

«Enfrentado a una realidad verdaderamenteinfinita, el artista está obligado a elegir», explicael crítico de arte Ernst Fischer, «a poner de lado loaccesorio, a retener lo esencial, a reconocer una

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jerarquía de lo real»[31]. Tejer un relato implicadescartar, modelar, suspender, pero siempreconsiderando el telón de fondo de la totalidad:todo aquello que permanece en la suspensión de lavirtualidad. En ese sentido, tanto la fragmentacióncomo la aceleración que hacen estallar lo real enla contemporaneidad, conspirando contra lasvisiones totalizantes, también dificultan aquellatarea artesanal de ordenar las propiaspercepciones y recuerdos a fin de montar un relatode sí. Bajo estas nuevas temporalidades, deberánmutar los procedimientos para actualizar lamemoria de lo vivido, así como los mecanismospara construir las narrativas del yo.

«Cuando el arte no puede tener una visióntotalizadora de las cosas, recurre a lo parcial»,explica Fischer, constatando que esa segmentaciónse fue haciendo cada vez más habitual en el campoartístico a lo largo del siglo XX, y que ahora seenfrenta a «conjuntos cuyas partes no están unidasde acuerdo con una cohesión interna sino

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ensambladas según los caprichos de asociacionessubjetivas arbitrarias». Ocurre, entonces, lo queese autor denomina «una huida hacia laahistoricidad». Una presentificación despedazada,fruto de la impresión de que la realidad se haconvertido en «ese campo de ruinas infinito quedesafía toda posibilidad de representaciónartística»[32]. Porque el mundo no sólo se habríavuelto irrepresentable, sino también indigno de serrepresentado. He aquí una explicación para ladecadencia de aquella ambiciosa literatura realistaque tuvo su auge en el siglo XIX, en la cual latotalidad del universo, aunque fuese el ínfimo yabismal universo del yo, respiraba en cada detalle,mientras en cada uno de sus poros intentabaasomar el sentido de la vida. Con fuertes ecos delas teorías frankfurtianas, este poeta y filósofoaustríaco nacido en 1899 vinculaba esatransformación al «asalto de los medios de latécnica», especialmente el cine, la radio y latelevisión, con su proliferación de productos

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culturales de fácil consumo, que evitan suscitarreflexiones «para no fatigar el tubo digestivoespiritual»[33]. Sea como sea, el desafío fuelanzado a los artistas de hoy en día, pues ahoravivimos en una realidad mucho más difícil derepresentar con recursos estéticos, por lo menossegún el modelo de Roma. Tal vez deberíamosexplorar las inmediaciones y las potencialidadesde Pompeya.

No es casual que bajo el imperio de esta nuevatemporalidad se multipliquen las propuestas deoptimizar técnicamente una memoria informática.Sin embargo, visiones tan distantes de estaperspectiva como las de Bergson y Nietzschesugieren que sería tan imposible como indeseabledesarrollar una memoria editable del puro instante,o incluso una memoria total capaz de fundirduración e instante, como aquellas que iluminan elhorizonte de nuestra tecnociencia digitalizante.«Dos o tres veces había reconstruido un díaentero», relata Borges con respecto a su personaje

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Irineo Funes, «no había dudado nunca, pero cadareconstrucción había requerido un día entero»[34].Porque a pesar de su prodigiosa memoria y suaguda percepción, que podía dispensar el auxiliode una cámara digital capaz de fotografiarlo todo,ese personaje era incapaz de filtrar. Sin embargo,para poder pensar, actuar y vivir, e inclusive parapoder narrar la propia vida y construir un yo«narrador autor personaje» a la vieja usanza, hayque ejercer la actividad más elevada del espíritu,en términos nietzscheanos: olvidar. O másbergsonianamente: suspender. O como diríaFischer: jerarquizar, escoger, seleccionar. Y sitomamos finalmente a Borges: olvidar lasdiferencias, generalizar, abstraer.

Pero la definición de ese olvido que todosestos autores sugieren o proponen explícitamentees mucho más compleja que el simple acto deborrar recuerdos con que sueña nuestratecnociencia. En este caso, olvidar significarumiar y digerir, filtrar, elegir, seleccionar, decidir

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y suspender. En fin, actuar y crear. Nada másdistante de borrar, editar o copiar, eliminandoalgunas escenas y retocando otras —todas ellasinstantáneas y casi todas muy recientes— conayuda de programas como el Photoshop o la teclaDelete.

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VI. YO AUTOR Y EL CULTO ALA PERSONALIDAD

No en vano he enterrado hoy a micuadragésimo año, me era lícito darlesepultura —lo que en él era vida estásalvado, es inmortal—. La Transvaloraciónde todos los valores, los Ditirambos deDioniso y, como recreación, el Crepúsculode los ídolos ¡todo, dádivas de este año,incluso de su último trimestre! ¿Cómo nohabría yo de estar agradecido a mi vidaentera? Y así me cuento mi vida a mí mismo.

FRIEDRICH NIETZCHE

No sé si lo que hago [en el blog] es bueno.Sólo sé que unas cien personas, todos losdías, me preguntan qué pasó ayer, y estánrealmente interesadas.

ALEX MASIE

¿Qué es un autor? En las diversas culturas y

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épocas históricas, hay ciertos discursos que estándotados de la función de autor y otros queprescinden de esas referencias. Tal es la síntesisde la respuesta dada por Foucault en laconferencia así titulada, que fue proferida en 1969.Si esa «función autor» rige los modos deexistencia, circulación y funcionamiento de losdiscursos dentro de una sociedad, ¿qué formaadopta en nuestra cultura? ¿Por qué algunos textosla portan y otros la ignoran? ¿Qué motiva queciertos documentos estén habitados por un sujeto,que desempeña en ellos esa función variable ycompleja, mientras tantos otros se liberan en eldulce mar del anonimato? La «función autor» esuna de las formas de la «función sujeto» y, comotal, también cambia históricamente. Es posibleimaginar, inclusive, que algún día desaparezca porcompleto. En tal caso, «todos los discursos,cualquiera que sea su estatuto, su forma, su valor, ycualquiera que sea el tratamiento que se lesimponga, se desarrollarán en el anonimato del

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murmullo»[1]. Entonces exclamaremos,despreocupadamente: «¡Qué importa quiénhabla!». La marca del autor se diluiría en elocéano de lo que se ignora. Pero es evidente queese momento aún no ha llegado; al menos, no paratodos los discursos que circulan entre nosotros.

Los géneros autobiográficos integran unconjunto específico de textos en los cuales la«función autor» opera de forma singular. En esosrelatos, el autor es también el narrador y elprotagonista de la historia contada o, al menos, ellector se compromete a creer en esa tripleidentidad, según el pacto de lectura que aceptatácitamente al enfrentarse con una narrativa de esetipo. ¿De qué modo se ejerce y se reconfigura, enestas prácticas confesionales, esa peculiar«función autor» de los géneros autobiográficos?¿Y cuáles son los sentidos de esos cambios, cómoafectan a la «función sujeto» y la construcción delyo en la actualidad?

En el ensayo de Walter Benjamin dedicado a la

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muerte del narrador, esa figura agonizante sedelinea con los rasgos del artesano: aquel que alcontar historias realiza una actividad comparable ala del tejedor. Narrar sería «una forma artesanalde comunicación», ya que el contador de historiasno sólo usa su voz para tejer sus relatos, sino quetambién trabaja con las manos. Esas manos que,tras el advenimiento de la fotografía, también sehan liberado de las responsabilidades pictóricas,en provecho de un ojo cada vez más soberano.Hoy las manos todavía tipean en los teclados, peroes muy probable que pronto ese gesto terminedispensándose, para ingresar en un terreno cadavez más alejado de aquellos narradores orientalesque también eran juzgados por su esmerocaligráfico. Porque el teclado, una interface pocoamigable para los parámetros actuales, remite a laprehistoria analógica de las máquinas de escribir yparece condenada fatalmente a la extinción. Dehecho, tanto en las computadoras como en losdemás dispositivos de comunicación e información

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que hoy usamos con tanta asiduidad, ya se percibeun movimiento hacia el abandono de esta especiede fósil de la escritura mecánica. Esa tendencia seapoya en el perfeccionamiento de las interfaces devoz, por ejemplo, cuyas primeras versiones yaestán disponibles en el mercado hace algúntiempo: esos dispositivos utilizan una herramientade software capaz de reconocer los sonidos de lavoz del usuario, digitalizando los fonemas paratransformarlos en letras escritas. De esa manera,se evita la necesidad de tipear el texto letra porletra presionando las teclas con los dedos.Entonces todo ocurre en la pantalla, y el relatodeviene enteramente audiovisual.

Sin embargo, «en la verdadera narración, lamano interviene decisivamente», como diceBenjamin, «con sus gestos aprendidos en laexperiencia del trabajo, que sostienen de cienmaneras el flujo de lo que se dice»[2]. Por todo esoel narrador benjaminiano no es un artista, sino algomuy diferente: es un artesano. La oposición entre

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ambas figuras podría resumirse de la siguienteforma. El artesano es alguien que hace algo,aplicando su destreza y su dominio de una técnicapara ejercer un oficio, y como resultado de esetrabajo produce algo; en este caso, ese productoserían los relatos narrados. El artista, en cambio,no se define necesariamente como alguien quehace algo, sino como alguien que es. Hay unaespecie de esencialidad en el ser artista, que vamás allá de la práctica de un oficio y que inclusopuede llegar a dispensar la fatigosa tarea deproducir una obra. Es posible ir aún más lejos:según esta definición esencialista, si el sujetoposee esa preciosa esencia, algo así como una«personalidad artística», entonces los principalesingredientes que lo definen como tal ya estánpresentes. Aunque la obra todavía no exista, dealgún modo permanece en latencia y todo indicaque será producida de hecho, porque surealización no sería más que una meraconsecuencia casi natural de ese ser artista que

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habita dicha subjetividad. Por eso el autor es unartista: alguien que es, sin que ni siquiera hayanecesidad de que haga algo para que siga siendoél mismo así definido.

Cuando Benjamin destaca la diferencia entre elnarrador tradicional y el novelista de la eraburguesa, recurre a términos e imágenessemejantes. Mientras el primero era un laboriosoalfarero, que repujaba primorosamente lashistorias contadas, con el paso del tiempo «sevolvió más modesto el papel de la mano en eltrabajo productivo, y el lugar que solía ocupardurante la narración ahora está vacío». Si el oficiodel narrador consiste en «trabajar la materia primade la experiencia —la suya y la de los demás—transformándola en un producto sólido, útil yúnico», el novelista y su moderno lector hacen otracosa[3]. En primer lugar, éstos se encuentran asolas, ya sea en la comodidad de sus hogaresburgueses o en los cuartos bohemios de suspensiones baratas. Y, en oposición a lo que

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sucedía con el narrador y su audiencia, lo queanhelan estos últimos también es otra cosa: sesumergen en sus propias esencias. Se buscaninfinitamente dentro de sí mismos, y en esaexploración pretenden encontrar el sentido de suspropias experiencias.

¿Y ahora, cómo transmutan todas estas figurasen el contexto contemporáneo? Quienes recurren alas diversas herramientas de autoconstrucción y deautoexposición disponibles en Internet parecenemparentados más directamente con la figura del«autor artista» que con aquella silueta arcaica del«narrador artesano». No obstante, ¿de qué tipo deautor o artista se trata? Para comprender mejorestas nuevas configuraciones, conviene afinar lamirada histórica. En la Edad Media, por ejemplo,no habría tenido el menor sentido la idea de«personalidad artística», con su exaltación de laoriginalidad individual del autor que se plasma encada una de sus obras. En aquel período de lacivilización occidental, la función explícita del

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artista consistía en copiar, de una manera siemprecondenada a la imperfección, la belleza de la obradivina plasmada en la Naturaleza. Su misión noera crear algo nuevo sino apenas imitar el mundoya existente, e intentar hacerlo de forma habilidosaaunque neutra, con el menor grado posible dedistorsiones subjetivas.

Esto explica que muchas obras medievalessean anónimas, ya que lo importante era el objetocreado y de ninguna manera su autor, el sujetocreador. De modo que las categorías retornan: elartista de aquella época era un artesano cuyahabilidad se definía por su capacidad deproducción y no por su distinción de poseer unasubjetividad especial. Quien hacía una obra dearte era, entonces, una especie de artesano quedisponía del equipamiento necesario para elaboraresos objetos: herramientas, dominio técnico,aptitud, experiencia. En esa maestría radicaba todosu valor como practicante de dicho oficio.

Vale la pena rastrear también, brevemente, las

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raíces griegas de estas nociones en los conceptosde techné y ars, considerando las reflexiones dePlatón acerca de los artistas como imitadores de loreal y, por lo tanto, peligrosos creadores desimulacros. Fue justamente esa condición la quemotivó toda la desconfianza platónica, que llevaríaa expulsarlos de la República ideal. Una de lasmejores ilustraciones para esta concepción delartista quizás sea el famoso relato de Plinio elViejo, expuesto en su libro Naturalis Historia. Enel siglo V a. C., dos pintores griegos se enredaronen una disputa, a fin de determinar cuál era elmejor en su actividad. Uno de ellos dibujó unosracimos de uvas con tal grado de realismo quelogró engañar a los pájaros; atraídas por lapintura, las aves intentaron picotear las frutasdibujadas. Creyéndose vencedor, el autor desemejante proeza pidió al otro artista que retiraseel velo que cubría su propia obra; pero éste habíadibujado un cuadro cubierto con una cortina,precisamente, y así consiguió engañar a su colega.

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Copiar la realidad de la forma más fiel posible y,de ese modo, traicionar a los sentidos: ésa era lafunción del artista en la Antigüedad.

Vestigios de esa tradición mimética llegaronhasta el Renacimiento, como constata elhistoriador y crítico de arte Jan Mukařovský: «laimitación, es decir la renuncia a la propiapersonalidad, se consideraba no como un defecto,sino como una ventaja» en la actividad delartista[4]. Incluso porque en aquellos tiemposprevios a la Era Moderna los objetos que ahoradefiniríamos como artísticos se concebían comomeros medios al servicio de un fin que losexcedía: una meta trascendente, más allá de lamaterialidad de la pieza concreta. Con frecuencia,las raíces de esa finalidad se hundían en la magia,la religión o cualquier otro dominio dondegravitase la simbología de lo sagrado.

Era justamente su «valor ritual» lo que hacíaespeciales a esas obras, según el vocabulario deWalter Benjamin, y no su «valor de exposición».

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Lo que realmente importaba era que esascreaciones existiesen, y no que fuerancontempladas. Incluso en los antecedentes másremotos de nuestro pasado, en las cavernasprehistóricas, las pinturas rupestres solíanpermanecer ocultas en áreas oscuras einaccesibles. A su vez, algunas de las esculturasmás bellas de las catedrales medievales seemplazaban de manera tal que ningún ojo humanopudiera apreciarlas. Porque esos objetos cargadosde significados no tenían la función de serobservados, sino que estaban allí ubicados paraoperar como símbolos capaces de poner su aura enrepresentación de lo sagrado. A pesar de lagradual secularización del arte, esa función no seextinguió por completo: todavía se puedenvislumbrar algunos ecos de esa vocación ritualistaque manaba de los objetos artísticos premodernos,cuyas huellas permanecen en ciertas formasprofanas del culto a lo bello surgidas en elRenacimiento y aún vigentes en los resquicios de

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la cultura occidental.No obstante, ya desde el final de la Edad

Media, esa actividad humana empezó a recorrer ellargo trayecto que la llevaría a ocupar una esferaautónoma: el arte abandonó su existenciaparasitaria y se independizó. Al emanciparse deesas ceremonias, dejó de ser un mero medio paraalcanzar un determinado fin: las obras de arte sevolvieron justificables por sí mismas, disponiblespara ser expuestas, contempladas y consumidas.No es casual que haya sido también en esa épocacuando la actividad artística comenzó asubjetivarse. «La forma artística ya no surge de lacosa en sí y de su propio orden», constataMukařovský, «sino de la vivencia óptica oauditiva provocada por la cosa en el sujetocreador»[5]. Pero ese subjetivismo desarrollado alo largo de los siglos XV y XVI todavía diferíabastante de su forma moderna, porque aunque fueraconsciente de la importancia de su personalidad ydel valor singular de su arte, el artista de aquel

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período jamás habría considerado a sus obrascomo productos directamente emanados de sumodo de ser. En cambio, cada uno de esos objetosera el resultado de su voluntad consciente y de suhabilidad práctica, ambas orientadas a captar elorden natural a través de los sentidos y de larazón, de la manera más objetiva e impersonalposible. De modo que las ideas modernas relativasa la singularidad individual del genio creador, tanfamiliares para nosotros, seguían ausente en aqueluniverso.

Sin embargo, ya muy lejos de esos viejostiempos, hoy en día es otro el estatuto del artista.Todo comenzó a cambiar en la primera mitad delsiglo XIX, con la irrupción del movimiento estéticoy filosófico conocido como Romanticismo. Fueentonces cuando esta nueva concepción del artistase terminó de concebir, una idea que sigueemitiendo sus fulgores y aún nos deslumbra consus brillos. Esa figura empezó a perfilarse comouna especie de genio, un ser movido por la fuerza

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espontáneamente creadora de su personalidad.Así, en las primeras décadas del siglo XIX, elartista romántico se constituyó como un serespecial, alguien dotado de un carácter singular yradicalmente distinto de todos los demás, unaindividualidad excepcional, fuera de lo común,con una opulenta vida interior. Esa interioridadburbujeante constituía, precisamente, la fuente desu arte.

A partir de esa mutación histórica, se fueinstaurando una relación directa y necesaria entrela personalidad del artista y su obra. Comoconsecuencia, el artista ya no crea más porquequiere o porque se propone activamente hacerlo,sino porque algo misterioso y oscuro que moradentro de sí mismo lo lleva a crear: la fuerza de lainspiración, el talento creador que brota de lainterioridad singular del genio artístico. Fue en elcorazón de ese intenso movimiento culturaleuropeo cuando la personalidad de aquel que eracapaz de crear se volvió un valor en sí mismo, en

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algunos casos, inclusive, en detrimento de la obraque de hecho se creaba, pasando a predominarsobre ésta con un grado de insistencia creciente.«La obra aparece de repente como la expresiónauténtica de la personalidad del autor; comoréplica ‘material’ de su constitución psíquica»,explica Mukařovský, «es un proceso tanespontáneo como la formación de una perla». Estenuevo tipo de artista ya no busca el orden en lanaturaleza exterior, que percibe y captaactivamente a través de sus sentidos, sino dentrode sí mismo, ya que «la imagen de la naturaleza talcomo él la siente en su interior y como larepresenta en su obra es más auténtica que eltestimonio de los sentidos en su reproducciónmecánica»[6].

Fue así como nació, cerca de doscientos añosatrás, una manera artística de mirar para dentro desí mismo que no parece haber existido en lasépocas de Leonardo o de Homero, por ejemplo, nitampoco en los tiempos de Descartes, y que ha

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sido primorosamente burilada en los últimos dossiglos de la historia occidental. Una subjetividadbien afinada con el homo psychologicus y contodas las complejas aristas de los sujetosmodernos, cuyo carácter se pensaba comointrodirigido. Junto con esa mirada introspectiva yesa exteriorización de la creatividad que aflora delinterior de cada sujeto, se consolidó también lafigura del autor. O sea, aquel que se reivindicacomo creador de un universo: su obra. La figuradel autor implica, además, una idea de propiedadlegal sobre el objeto creado. En ese sentido, todaobra es un producto, una mercancía. Se trata deuna categoría jurídica, no meramente literaria oartística, que sólo pudo desarrollarse en lasociedad occidental tras la maduración de dosideas primordiales: por un lado, el concepto deindividuo creador recién mencionado; por otrolado, la noción de una cierta estabilidad de laobra, como un producto intocable que los lectoreso espectadores no podrían alterar sin adulterarlo.

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Una institución como ésa sólo pudo procesarse yasimilarse con los cambios vinculados a laRevolución Francesa, y con la consecuentepromulgación de un conjunto de reglas destinadasa cuidar los derechos y deberes de los autores. Y,también, con la reglamentación de toda obra comoun producto fabricado por alguien; es decir, comouna especie de mercancía que porta una firma ouna marca autoral.

Lo que ocurrió en ese momento histórico fueuna transformación sustancial de la «funciónautor», para retomar la categoría acuñada porMichel Foucault. En épocas más remotas, losdiscursos científicos se apoyaban en la autoridadde quien hablaba, mientras aquellos que hoyconsideraríamos literarios circulaban librementesin que la cuestión del autor ni siquiera seplanteara. Pero hubo un cambio radical en latransición del siglo XVII al XVIII. Entonces losdiscursos científicos se empezaron a recibir «porsí mismos, en el anonimato de una verdad

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establecida o siempre demostrable» porqueobedecían a un conjunto de criterios consensuados,tal como ocurre hasta hoy en día. Los discursosliterarios, a su vez, atravesaron un procesoopuesto: sólo se admitían si estaban dotados de la«función autor». «A todo texto de poesía o deficción se le preguntará de dónde viene, quién loescribió, en qué fecha, en qué circunstancias o apartir de qué proyecto», explica Foucault. Por eso,la apreciación de cada texto literario dependerá delas respuestas dadas a esas preguntas; de ellas sederivará «el sentido que se le otorga, el estatuto oel valor que se les reconoce». De ese modo, en unensayo que abordaba con cierta polémica lasupuesta muerte del autor, desmitificando losalcances de esa noción, Foucault constató que «nosoportamos el anonimato literario, sólo loaceptamos en calidad de enigma»[7]. Cuarenta añosmás tarde, la veracidad de esa afirmaciónpermanece intacta: la «función autor» aún operacon todo su vigor en las obras literarias y

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artísticas; al menos, en aquellas consagradas porlos medios y el mercado.

Aunque la desaparición del autor y suhibridación con el lector —o con el espectador—figuran entre los tópicos preferidos de quienesanalizan los nuevos géneros de la Web 2.0 y lasdiversas manifestaciones de las artescontemporáneas, es fuerte la tentación de sugerirque hoy esa problemática estaría fuera de todacuestión. El asunto viene siendo calurosamentediscutido, por lo menos desde las décadas de 1960y 1970, pero a pesar de mantener toda suactualidad en algunas de las áreas más potentes denuestra cultura, también es cierto que en estoscampos tan impregnados por la lógica mediática ymercadológica, ese debate hoy reviste un tonoanacrónico. El mismo Roland Barthes, uno de suspregoneros más entusiastas, provee una clavecapaz de explicar semejante giro histórico: elregreso triunfal de aquel «tirano», pocos añosdespués de su muerte tan copiosamente anunciada.

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En 1968, el crítico francés concluía así su famosoensayo titulado, precisamente, La muerte delautor: «para devolverle su porvenir a la escriturahay que darle la vuelta al mito: el nacimiento dellector se paga con la muerte del Autor»[8]. Pero lascosas han cambiado bastante: transcurridas cuatrodécadas desde que se decretara ese dignoasesinato —en significativa coincidencia con lapublicación de La sociedad del espectáculo de sucompatriota Guy Debord—, ahora quien pareceagonizar es ese magnífico lector. Y en unacontrapartida no exenta de ironía, el mito del autorresucita con todos sus ímpetus.

Quizás el argumento estadístico seaconvincente: se calcula que en los Estados Unidosse han perdido veinte millones de lectores enpotencia en los últimos diez años. Hay queconsiderar que eso ocurrió en uno de los paísescon mayores índices de lectura del mundo. La otracara de ese proceso es que la cantidad deescritores aumentó casi un tercio durante el mismo

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período, pasando de once a catorce millones[9].Algo semejante parece estar ocurriendo en unanación tan diferente como el Brasil, que ostentaíndices elevados de analfabetismo —el 20% en1991, el 14% en 2001— y en la cual las trescuartas partes del resto de la poblacióncorresponden a la categoría de «analfabetosfuncionales». De modo que es muy pequeña laporción de brasileños que constituyen el públicolector de libros, un contingente que aún así abarcaentre veinte y treinta millones de personas.Mientras el total de libros vendidos en el territorionacional se mantuvo prácticamente idéntico en laúltima década —denotando cierta estabilidad en lacantidad de lectores, a pesar del aumento de lapoblación y de la disminución del analfabetismo—se duplicó el número de títulos lanzados poraño[10]. Todo eso sugiere un incrementoequivalente de la diversidad de autores. En unacoincidencia que no sería prudente atribuir al meroazar, el Brasil es el país del mundo que posee más

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usuarios de fotologs y de la red de relacionesOrkut, de Google, superando ampliamente a todoslos demás.

Pero no es necesario recurrir a la crudeza delas cifras: con buena parte de la parafernaliamediática volcada a estetizar la personalidadartística, la figura del autor parece estar más vivay exaltada que nunca. Basta pensar en un tipo deevento nacido este siglo, como la Fiesta LiterariaInternacional de Parati o los Hay Festival deInglaterra, Cartagena y Segovia, que combinanhábilmente intereses culturales, mediáticos yturísticos. Realizados todos los años en ciudadespequeñas y atractivas para eventuales visitantes defin de semana, su éxito de público y su repercusiónen los medios suelen opacar a las adustas feriasmás tradicionales. Aunque estas últimas yaacusaron el golpe y, a su vez, también se reciclanal sabor de los tiempos: la Bienal Internacionaldel Libro de San Pablo y Río de Janeiro, porejemplo, que se considera uno de los eventos de

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ese tipo más voluminosos del mundo, anunció unacuerdo por una cifra millonaria con una compañíafabricante de automóviles. Bajo la excusa de«conmemorar los doscientos años de la industriadel libro en el Brasil», la empresa se impuso comogran patrocinadora de la edición 2008 del evento.Hace ya varios años que negocios de ese tipoarticulan diversas áreas de la producción ydistribución artística, como el cine y la música,pero demoraron un poco más para conquistar a lavieja industria editorial.

Esas novedades evidencian algo que afecta ala creación artística contemporánea en todos susflancos: «la producción del arte gira en torno a laexposición del arte, que a su vez gira en torno a laproducción de exposiciones», apunta PeterSloterdijk[11]. El enorme engranaje que hoycomanda la industria cultural es, antes que nada,una «máquina de mostrar, que desde hace ya largotiempo es más poderosa que cualquier obraindividual a exponer». Ese gigantesco mecanismo

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de fabricación de exposiciones y festivales, con sucombustible mercantil y sus turbinas mediáticas, seha vuelto autónomo: ahora funciona por sí mismo ynecesita una alimentación constante, aunque pocoimporte qué nutrientes se les suministre en cadatemporada. Lo que interesa es hacer —y sobretodo hacerse— visible. «Hoy día los poderescreadores de obra se invierten a sí mismos en losaparatos que rigen la visibilidad», continúa elfilósofo alemán, «la exposición de sí mismas porparte de las ferias, museos y galerías ha usurpadoel lugar de la autorrevelación de las obras; haforzado en las obras la costumbre de laautopromoción».

En una de las ediciones de la fiesta literariaque todos los años se celebra exitosamente en lapintoresca ciudad de la costa brasileña, porejemplo, la noticia más divulgada —y sobre todofotografiada— fue un partido de fútbol entrealgunos de los «escritores estrella» invitados. Porsu parte, un público no necesariamente constituido

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por lectores —más fácilmente definidos comoturistas, espectadores o incluso «cholulos»—suele disputar las pocas vacantes disponibles enlas concurridísimas sesiones-espectáculo dondelos autores debaten y leen trechos de sus librosmás recientes. «Hoy en día piden que uno vaya ahablar a todas partes, hay muchas conferencias,mucho festival de libros», se quejaba en unaentrevista el historiador Eric Hobsbawm, uno delos más lúcidos observadores del siglo XX, decuya extensión fue testigo casi en su totalidad[12].En otro evento inspirado en estos modelos,realizado anualmente en una coqueta librería deBuenos Aires, varias decenas de escritores seencuentran con sus lectores durante una mismavelada, para leer fragmentos de sus obras yconversar informalmente. Entre el público, unamujer de 32 años de edad le explicó a unperiodista los motivos de su presencia,considerados paradigmáticos: conocía a varios delos autores por «haberlos visto en la televisión» y

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le resultaban «interesantes como personas»[13].Entre los escritores invitados a esos festivales

sobresalen las figuras más habituadas al estrellato.No deja de ser irónico lo que escribió uno deellos, Chico Buarque de Holanda, en la exitosanovela Budapest, que promoviera en uno de esoseventos: «la literatura es el único arte que no exigeexhibición»[14]. En una declaración a la prensa,cupo a otra invitada la actualización de la idea:«los escritores son personas que escriben paraesconderse», dijo la novelista Rosa Montero,«pero cada vez más son obligados a aparecer,hablar, estar en la televisión y en los festivales».La autora española continuó así su descarga: «nosconvertimos en actores, somos los leones delcirco»[15]. Porque en esta nueva generación deeventos literarios globales que obedecen demanera explícita a la lógica de la exhibición, losprincipales productos en exposición y venta no sonlas obras, sino los mismos festivales o, incluso,los fulgurantes autores.

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El fenómeno fue ilustrado de maneraespantosamente literal en 2005, en una experienciaartística denominada Novel: A Living Installation.Organizada por un grupo de Nueva Yorkdenominado Flux Factory, la instalación consistíaen enjaular a tres escritores en sendos cubículostranslúcidos durante un mes, para que cada uno deellos escribiera una novela entera a la vista delpúblico. «Lo que escriban no es tan importantecomo su manera de vivir mientras escriben»,explicaron los organizadores, ya que la exposicióntenía como propósito «considerar los aspectospúblicos y privados de la escritura»[16]. De hecho,como corroboran otros dos novelistas, el argentinoPablo de Santis y el peruano Alonso Cueto, «hoyser escritor es un acto de exhibición»[17]. O, enpalabras de otro autor de ficciones, Martín Kohan,entrevistado a propósito de la creciente«farandulización de la cultura» en el Hay Festivalde Cartagena, actualmente llega a parecer que «lasganas de ser escritor están por delante de las ganas

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de escribir»[18]. No sorprende que este asunto seauno de los más discutidos en esos contextos, tantode manera implícita como explícita: «la cuestiónmás interesante del arte hoy es la autoría», explicala crítica literaria Beatriz Resende; «ese interéspor el autor hace al éxito de la Fiesta deParati»[19].

Confirmando que no se trata de merosejemplos puntuales y aislados, sino de cierto climade época mucho más amplio, una nota periodísticaconmemoraba recientemente, en la Argentina, elsurgimiento de una nueva generación de editoresjóvenes, con edades entre los veinte y treinta años,que decidieron invertir en un nuevo modelo deedición e inauguraron una tendencia de mercado.«No somos muy lectores», confesaba uno de ellossin falsos pudores, mientras otro afirmaba que suinterés primordial era «el libro como objeto y porquien lo escribe»[20]. De modo que el principalatractivo no reside en la obra, sino en el librocomo bella mercancía y por la magnética figura

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del autor que estampa su firma en la tapa, y quemuchas veces también imprime su fotografía en eseespacio privilegiado.

Flota en el recuerdo una experiencia realizadapor uno de esos autores que hoy encantan a losjóvenes editores, como es Michel Foucault, que en1980 aceptó dar una entrevista al periódico LeMonde bajo la condición del anonimato. «Elnombre es una facilidad», provocó el filósofo, enuna tentativa de esquivar los juegos de poder queinsisten en transformar al yo autoral en una marca,cuando se valoriza cada vez más la personalidadde quien habla en desmérito de lo que se dice.«Sueño con una nueva era de la curiosidad»,declaró Foucault en aquel entonces, evocando untipo de lectura tan ávida que ignore las firmas, unacuriosidad tan intensa que sea capaz de gambetearlas tercas artimañas de la «función autor». Por lovisto, esa nueva era todavía está lejos de haberllegado, incluso es probable que hoy esté aún másapartada que hace treinta años.

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Para comprobar esa distancia con respecto aaquellos tiempos en que la muerte del autorparecía una utopía tan deseable como realizable,en vez de una realidad ya falsamente conquistadacomo suele presentarse hoy en día, cabe citar unexperimento mediático mucho más reciente.En 2004, el suplemento cultural más leído yrespetado del Brasil publicó una serie deentrevistas a seis escritores de renombreinternacional, todos ellos —¿paradójicamente?—famosos por mantenerse retirados de las luces delespectáculo que bañan el universo de las bellasletras. Pero todas las entrevistas estaban firmadaspor escritores locales más o menos conocidos, ensu mayoría como autores de ficción. Bajo unambiguo título general, «Exclusivo y ficticio», seadvertía sutilmente que las entrevistas tal vezfueran apócrifas. Y los mismos entrevistadoresinsinuaban que el rechazo activo a los flashes dela fama por parte de esos «escritores estrella»entrevistados quizás no fuera más que una hábil

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autoestilización o una jugada de marketing[21].Pero la «función autor» sale reforzada de esosambiguos juegos: lejos de la obra, la curiosidad sealimenta en torno del nombre, esa facilidad que sevuelve más fascinante cuanto más esquiva yexótica.

Otro caso digno de atención ocurrió en laedición de 2005 de la Bienal Internacional delLibro de Río de Janeiro, cuando se registró unrécord inusual de público. Sin embargo, unaencuesta efectuada en el lugar descubrió quemuchas de las centenas de miles de visitantestampoco eran lectores; algunos, inclusive, jamáshabían leído ni siquiera un libro. La aparenteparadoja se explica, en parte, al constatar quiénfue uno de los autores más asediados del evento,con tumultos de fans que le pedían autógrafos,ventas de libros hasta agotar una amplia tirada ysolicitudes de entrevistas por parte de los medios.Se trata de un joven de treinta años cuya obraautobiográfica era una primicia de la editorial

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Globo: su nombre es Jean Willys, flamantecelebridad de la televisión que acababa de ganarla quinta edición del reality-show Gran Hermano,también producido por la TV Globo. El libro quepresentaba, cuyo título era Todavía me acuerdo,constaba de un centenar de páginas y en su tapalucía una gran fotografía del sonriente autor. Laobra se compone «mitad con crónicas que tratan desentimientos como soledad, amor y resentimiento»,según la descripción del mismo Willys, «y unasegunda parte con cuentos que hablan de laexperiencia de vivir confinado en esa casa conpersonas tan diferentes y distantes de mirealidad»[22].

Quienes fueron a la Bienal para adquirir losrelatos autobiográficos de Jean Willys querían,aparentemente, ver de cerca al personaje que hastaentonces sólo habían visto en la pantalla deltelevisor. Una celebridad de la TV que,súbitamente, también se había convertido en autory narrador, pero su papel como personaje seguía

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siendo el más importante de todos. El público nosólo quería verlo en la realidad, sino tambiéncomprar su libro; de preferencia, con unadedicatoria firmada por el autor en la primerapágina. Y llevárselo a sus casas, aunque no fueranecesariamente para leerlo. Incluso siendo un pococaricaturesco —o tal vez precisamente por eso—,este episodio puede servir para iluminar algunosaspectos de esa hinchazón tan actual de la figuradel autor, porque hay varias paradojas quemerecen explorarse. Una de ellas es que laamenaza de muerte ya no pende únicamente sobreel lector, sino también sobre una vieja compañerade ambos: la obra. El caso de Jean Willys esemblemático, porque su obra es él mismo: la obrade este autor consiste en su propia transformaciónen personaje. Una obra efímera, presumiblementecondenada a la fugacidad de las modas detemporada, pero es eso lo que estaba en venta enla Bienal y es eso lo que el público compró; noexactamente —o no sólo— un libro a la vieja

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usanza.Otro indicio ambiguamente elocuente de esta

tendencia es el suculento mercado internacional deobjetos que pertenecieron a escritores famosos deotros tiempos. Inclusive los auráticos manuscritosoriginales de sus obras. Algo que hoy en día, conla popularización de los medios digitales para laproducción y el almacenamiento de textos, se havuelto una especie extinta: los escritores de lasgeneraciones más recientes ya no dejan este tipode tesoros que podrían hacer la alegría de losrematadores en un futuro próximo. He aquí unanueva muerte de la vieja aura, cuyos estertorespóstumos se buscan ansiosamente en las subastasde estas últimas reliquias. Un ejemploparticularmente ilustrativo de este movimientoocurrió a fines de 2004, cuando la tienda Christie’s de Nueva York puso en venta un cuentoinédito que Ernest Hemingway escribiera a losveinticinco años de edad, cuya calidad literaria esreconocidamente pobre y, además, el comprador

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debía asumir el compromiso de no publicarlo,pues se trataba de un borrador descartado por elautor. Aún así, el precio inicial del remate rondabalos veinte mil dólares. Son innumerables losacontecimientos mercadológicos de este tipo,anunciados por los grandes medios decomunicación con una frecuencia casi diaria.

En la Feria Internacional del Libro Antiguo,por ejemplo, decenas de coleccionistas vendenmanuscritos, libros y otros objetos quepertenecieron a escritores célebres como Balzac,Goethe, Faulkner y Joyce. En una de sus ediciones,un lote de veinte objetos vinculados a Jorge LuisBorges sumaba más de dos millones de dólares; nopor nada, se lo presentó como «el autor argentinomejor cotizado en el mercado del libro antiguo».La versión original del cuento «La biblioteca deBabel», por ejemplo, cotizada en medio millón dedólares, se describía en el catálogo como «tal vezel mejor manuscrito del siglo XX en manosprivadas». La tienda Sotheby’s de Londres, por su

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parte, anunció que subastaría tres cartas privadasde James Joyce a partir de ciento sesenta mildólares. Este dinámico comercio de fetichesextraliterarios llega a rozar el absurdo o inclusiveel escándalo, alcanzando precios exorbitantes queexpelen cierto tufo de profanación. Una vez más, lavieja aura parece mostrar su rostro agonizante.

El tono macabro de esta última imagen nopretende ser puramente metafórico, ya que laexhumación de cadáveres se ha tornado unapráctica usual para recuperar informacionesacerca de las grandes personalidades de lahistoria. Las víctimas son artistas que murieron entiempos menos informatizados que los actuales; omenos curiosos, en todos los sentidos del término—incluso en los más necrofílicos—. El poetaitaliano Francisco Petrarca es uno de losintegrantes de esa lista fúnebre: sus restosmortales fueron desenterrados recientemente porinvestigadores que intentaban descubrir algunossecretos sobre la vida del escritor —y no sobre su

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obra, como queda claro— usando sofisticadastécnicas paleo-patológicas aplicadas al cadáver.La expresión «muerte del autor» gana resonanciascada vez más inesperadas, al igual que su pomposaresurrección en los albores del siglo XXI.

Así, gracias a la insistencia del arsenalmediático, con su capacidad de fabricarcelebridades y satisfacer la sed de vidas reales delpúblico, se estaría desplazando hacia la figura delartista aquella vieja aura que Walter Benjaminexaminara como un atributo inherente a toda obrade arte. Una cualidad ya fatalmente acorralada enel análisis que el filósofo alemán realizó en 1935,debido a los avances de las técnicas dereproducción mecánica y a la supuestadesvalorización o desaparición del original.Conviene resaltar que el propio Benjaminvislumbró este posible deslizamiento del aura, quese aleja de la obra para orientarse hacia el autor, yllegó a apuntarlo en una nota al pie de la versiónrevisada de su famoso artículo, revisión que

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comenzó en 1936 pero sólo se publicó varios añosdespués de su fallecimiento, ocurrido en 1940. Amedida que la obra de arte se seculariza, «elespectador tiende a reemplazar la unicidad de losfenómenos que aparecen en la imagen cultual porla unicidad empírica del artista o de su actividadcreadora», escribió Benjamin en aquella breveanotación de pie de página[23]. No obstante,después aclaraba que «sin duda, esa sustituciónnunca es integral». Porque aunque sea innegableque la idea de autenticidad se hace más ambiguacomo fruto de la secularización del arte, su valorjamás podría limitarse a «una simple garantía deorigen». Hoy en día, sin embargo, tal vez esotambién esté cambiando, y entonces ese «jamás»benjaminiano sería sólo uno más de los tantos quevienen siendo desmentidos en los últimos tiempos.Puesto que esa garantía de origen autoral de laobra de arte ha dejado de ser simple, y seconvirtió en una marca que cotiza a peso de oro enlos mercados.

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En esa misma nota al pie del artículo revisado,Benjamin mencionaba otro posible desvío del auramoribunda. En este caso hacia el coleccionista,ese adorador de fetiches que, «por la meraposesión de la obra de arte, participa de su podercultural». Gracias al simple hecho de poseer unobjeto con aura, el coleccionador se siente élmismo un poco aurático. Algo de eso se infiltra,sin duda, en la lógica del consumismo. En unaépoca en que la producción en serie, el mercadomasivo y la reproducción técnica pierden prestigiopor conspirar contra la distinción, con sustendencias estandarizadas que todo homogeneizan,proliferan las estrategias que singularizan alconsumidor. Así, con la gradual segmentación delos públicos y la customización o personalizaciónde los diversos productos y servicios, se exacerbóun ansia renovada por poseer cualquier cosa quesea original, única, auténtica, exclusiva. Algo que,de algún modo, esté envuelto en un halo tan rarocomo bien cotizado en la contemporaneidad: la

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vieja aura. O, por lo menos, que así parezca.De ese modo, tanto la figura del artista como

un ser especial, con una fuerte marca individualque lo distingue —un yo triunfal—, como losobjetos que él crea, o aunque sea aquellos que tocacon sus manos o que alguna vez hayan pasadocerca de su aura, todos se vuelven súbitamenteauráticos gracias a una operación metonímica detransferencia de valores. A veces, incluso, parecentodavía más colmados de aura que la eventual obrade arte que él mismo ha creado. Todo eso debe serfruto, también, de la dilatación del concepto dearte ocurrida a lo largo del siglo XX, que no dejade espejarse en la inusitada expansión de lasubjetividad del artista como una instanciacreadora de valor. Así, todo aquello que tengaalgún contacto con la vida del artista es o puedeser, de alguna manera, transformado en arte. «Elrey Midas está por todas partes», ilustra PeterSloterdijk, «si hubiera sido jurídicamente posible,Andy Warhol habría vendido a coleccionistas con

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sólidas finanzas calles enteras de edificios deNueva York que habría transformado en obras dearte al pasear por ellas»[24].

Un buen ejemplo de ese desplazamiento delaura, que amplía los dominios del arte paraimantar con toda su energía a la deslumbrantefigura del artista, es el inesperado éxito queobtuvo el remate de pertenencias de Oscar Wildeal conmemorarse ciento cincuenta años de sunacimiento. En esa ocasión, se recaudó más de unmillón y medio de dólares —casi un tercio más delo esperado— por la «mejor colección de materialde Wilde en manos privadas». Un lote compuestono sólo por algunos manuscritos y primerasediciones de las obras del escritor, sino tambiénfotografías, cartas privadas y otros objetosbendecidos con la aureola de su intimidad. Cabeconcluir, por lo tanto, que esa hipertrofia de lafigura del autor estilizada en los medios, queempuja la obra a un segundo plano y llega ajustificar su ausencia, poniendo a su personalidad

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y su vida privada en el más obvio primer plano,probablemente esté indicando una nuevamodulación de la «función autor». Un cambio quese evidencia en todos los acontecimientos y datosaquí mencionados, en los cuales los medios decomunicación y el mercado desempeñan un papelprimordial. Pero esa torción también se expresa,de manera peculiarmente intensa, en las nuevasprácticas autobiográficas de Internet, y en losfenómenos de espectacularización de lapersonalidad y de exhibición de la intimidad de«cualquiera» que invadieron todos los medios.

Si todo comenzó con los románticos, ya quebajo sus influjos subjetivantes se instauró esarelación espontánea, directa y necesaria entre lapersonalidad del artista y su obra, ya hacia finesdel siglo XIX esta última empezó a ser claramentepreterida. La gloriosa figura del artista pasó a serlo más interesante del proceso de invención, pues«la obra sólo es grande cuando la personalidad delcreador vive y respira por detrás», como

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atestiguaba Jan Mukařovský en 1944[25]. Por eso, apesar de las pulcras reglas de discreción y delrígido decoro burgués, la vida privada del artistafue convirtiéndose en una fuente primordial —y dealgún modo, legítima— de verdades sobre susobras. El mismo artista, al ser indagado sobrealguna característica de esos objetos, comenzó asentirse «obligado a hablar de los elementossubconscientes de su creación, de su vidasentimental», agrega el crítico checo en su ensayosobre el tema, «confiando absolutamente en elvalor de la personalidad y en el alcance general decada estremecimiento más mínimo de lamisma»[26].

La referencia a la vida privada del autor puedeser un aspecto más de la alusión a lo real, comoparte de la extensa lista de recursos deverosimilitud que usa argumentos del tipo: «estorealmente ocurrió», «es todo verdad», «basado enhechos reales», «una historia verídica».Ampliamente utilizados en los diversos géneros de

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ficción a lo largo de la historia, esas artimañasretóricas y estilísticas fueron cambiando con eltranscurso del tiempo. Las novelas de caballería,por ejemplo, raramente dispensaban una notaintroductoria que remitía el origen del texto a unmanuscrito encontrado por casualidad; de esemodo, se atribuía veracidad al relato apelando a laautoridad casi sacra de un texto anterior. Ya en laépoca de oro de la novela moderna, en pleno augedel estilo naturalista y de los códigos realistas enlas narraciones de ficción, los recursos deverosimilitud no remitían al peso autoral de textosprecedentes sino a la vida real. En ciertos casos,inclusive, a la propia vida del autor.

Vale citar un ejemplo escogido entre muchosposibles. La dama de las camelias fue la óperaprima de Alejandro Dumas (hijo), publicada en1848 con un éxito inmediato y estruendoso. Elautor fue uno de los primeros en sorprenderse conla inesperada repercusión de su primera novela,aún cuando su padre fuera uno de los escritores

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más famosos de Francia. Todo eso quedóregistrado en el prefacio de la obra, donde elnovelista intenta justificar el fuerte interés delpúblico por su texto ficticio en función de suorigen real. Tanto el personaje principal,Marguerite Gautier, como sus románticasperipecias junto al desesperado Armando Duval,tendrían reminiscencias autobiográficas que no selimitarían a las letras iniciales de sus nombres. Enlas primeras páginas del libro, el joven Dumasconfiesa su pasión por la cortesana más célebre deParís a mediados del siglo XIX, la bella MarieDuplessis, que también solía adornarse concamelias y, al igual que la heroína de la ficción, sehabría enfermado fatalmente en plena juventud.Los lectores pronto observaron que «no era unnovela vulgar, que su protagonista necesariamentehabía debido vivir en época reciente», constata elautor, «que este drama no era argumento imaginadoa capricho, sino, por el contrario, una tragediaíntima, cuyo desarrollo fue verdadero y doloroso».

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A continuación, el escritor admite que susprimeros lectores quisieron conocer el verdaderonombre de la heroína, y otros detalles reales comosu posición en el mundo, su fortuna, su vida y susamores. «El público, que siempre quiere saberlotodo, y que al fin y al cabo lo logra», concluye elnovelista, terminó por descubrir todos esos datosverídicos, «y una vez leído el libro desearonreleerlo, y naturalmente, conocida la verdad,aumentó el interés del relato»[27].

A la luz de esas palabras, y extrapolando laliteralidad del concepto, tal vez sería posibleafirmar que —al menos en algún sentido— todaobra literaria es autobiográfica, ya que la escrituraimaginada sólo puede surgir de las vivenciaspersonales del autor. Como reza la famosaaseveración de Gustave Flaubert: «MadameBovary soy yo». El ejemplo más paradigmático deesos ambiguos juegos probablemente sea En buscadel tiempo perdido, de Marcel Proust. Noobstante, hay un detalle fundamental que no se

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debería ignorar: a pesar de las connotacionesautobiográficas y del supuesto anclaje en la vidadel autor, todos esos textos se escribieron para quese los leyera como ficciones. Su valor primordialpara los lectores radicaba precisamente en elhecho de que eran construcciones ficticias, en lascuales las experiencias de quien leía —y no tantode quien escribía— de alguna manera se veíanreflejadas como en un espejo iluminador. Porconsiguiente, en esa época de auge de la novelacomo género literario por excelencia, la presenciadel autor latía cada vez con más fuerza en lasentrelíneas, pero lo que realmente se devoraba congran interés era la obra. Y ésta era claramente unaficción. Es decir, una historia no verídica,inventada por el autor y bellamente narrada en elpapel.

Basta con pensar en esas pocas novelasmencionadas a modo de ejemplos, que conformancierto canon inspirador de la subjetividadburguesa en su era dorada, para constatar que la

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imaginación, la capacidad de observación y elminucioso repujado literario de las palabrasdesempeñan papeles fundamentales en todos ellos.Porque también en la escritura, así como sucede enla danza y en la paciente labor del orfebre, «lafacilidad, la espontaneidad, lo natural, son elefecto de un trabajo»[28]. La conclusión es simple yhasta puede parecer una obviedad, pero esimportante explicitarla: el hecho de haber vividouna experiencia extraordinaria no garantiza que elrelato de dichas vicisitudes pueda convertirse enuna gran novela. Y lo contrario también procede:para ser un gran escritor —o para escribir unabuena ficción— no es necesario detentar unapersonalidad exultante o artística ni protagonizaruna vida llena de aventuras exóticas oespecialmente intensas.

De todos modos, en ese contexto demistificación del genio creador y de las potenciasque emanaban de lo más recóndito de supersonalidad, fueron perdiendo su peso y su

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sentido las ideas de intención artística, del artecomo una actividad no espontánea y de la obracomo un proyecto. Todos conceptos básicos eincluso evidentes en tiempos menos románticos —o menos burgueses—. Porque la obra pasó a sercontemplada como una expresión casi pasiva de unenigmático aunque impetuoso ser artista, unaesencia hondamente interiorizada. Tal comomuestran los emblemáticos testimonios delnovelista francés antes citado, a lo largo delsiglo XIX fueron ganando creciente importancia —y despertando cada vez más curiosidad— lostrazos de la vida del autor que se podían detectaren su obra. Poco a poco, la personalidad delartista se enaltecería como la fuente de todacreación: de la fecunda interioridad del «autorcreador» brotaba, casi espontáneamente, la obrade arte, que no hacía nada más ni nada menos queexpresar esa portentosa y enigmática personalidad.

Las vanguardias de principios del siglo XXextremaron todavía más ese gesto —tal vez a su

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pesar, al menos en algunos casos— con susmanifiestos que loaban la muerte del arte eincitaban a hacer de la vida una obra de arte. Elpop art y otras corrientes de la segunda mitad delsiglo pasado contribuyeron a alimentar esatendencia, mientras los medios masivos, lapublicidad y el mercado invadían el antesimpoluto campo del arte. Contaminando esa esferaotrora autónoma y supuestamente desinteresadacon las tácticas y los recursos de la industriacultural, esas nuevas influencias dieron a luz a losprimeros artistas-íconos que supieron convertirsus rostros y nombres en verdaderos logotipos.Así nacieron, empujadas por los ávidos ímpetusdel mercado, las personalidades artísticas que seposicionaban como marcas registradas: el artistacomo celebridad. En figuras como Salvador Dalí oAndy Warhol, por ejemplo, sus obras rivalizanseriamente con la originalidad del aspectocorporal, de los atuendos, bigotes o cabellos,combinados con los detalles de una intimidad más

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o menos descarada y las excentricidades de unestilo de vida singular. Y con sus propiasdeclaraciones, en la medida en que den cuenta detodo eso en tono escandaloso; y, lo que es aún másfundamental, con la manera en que los medios decomunicación se disponen a mostrar todos esossabrosos ingredientes.

Es sintomático que Andy Warhol lidere, aúnhoy, las listas de los artistas más famosos delmundo que periódicamente se dan a conocer, cuyosprincipales parámetros son la cuota de presenciamediática y el precio que sus cuadros alcanzan enlas ricas subastas contemporáneas. Un rankingmillonario que se renueva sin pausa, en esta épocade intenso fervor en el mercado del arte. Enalgunos casos, las ofertas más fuertes de loscompradores de ese tipo de productos seconmemoran con aplausos de admiración en lastiendas especializadas, como si fueran los audacesmovimientos de un torero. «Los jóvenes inversoresen el sistema bursátil del arte no necesitan que se

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les cuente nada sobre lo espiritual en el arte»,comenta Peter Sloterdijk. Porque es otro el auraque se busca en esas transacciones: bajo el fulgorde la marca auténtica que las firma, las obrasencarnan un chispazo del poder creador del artista,y por eso se forma en ellas «el cristal de valoradecuado para la apropiación». De allí el éxitoactual de las obras de arte, que se exponen yvenden «como acciones bursátiles estéticas», y sonadquiridas por «quienes quieren ser alguien». Loque importa en esas negociaciones, siempre segúnSloterdijk, «es que muchos ojos observen elmercado desde ese momento» y que, con eso, seafirme el yo del comprador. «Si yo no tuviera laforma de Yo de un poseedor potencial de obras yvalores, las obras no tendrían para mí atractivoalguno», prosigue la provocación del filósofoalemán, «una obra tendrá significado para mí entanto y en cuanto yo pueda abonarme su valor enmí mismo»[29]. Por todo eso es sintomática lapersistencia de Warhol en esos dos circuitos

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legitimadores del arte en la actualidad, como sonlos medios de comunicación y el mercado. Porquese trata de un autor cuya obra se destacó más comouna actitud histórica que por su valor estrictamenteestético, al menos en su sentido clásico. Unafigura, en fin, que supo estirar sus quince minutosde fama para vender como nadie su estilo artísticoen tanto personaje capaz de imantar con su valortodo lo que tocase, dijese, mirase, vistiese, amaseo detestase. Incluso también, por supuesto, todo loque pintase y filmase.

Solamente la consagración de esa definicióndel artista como alguien que es, en oposición alartesano como alguien que hace, puede explicarestos curiosos desenredos. La bisagra que desatóestas derivaciones quizás haya sido el célebreguiño de Marcel Duchamp, que en 1917 provocóun cataclismo al intentar exponer un objetocualquiera —por ejemplo, un mingitorio—,afirmando que eso era arte porque un artista lohabía elegido para exhibirlo en un museo. No hay

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como negar la potencia de ese acto como eventohistórico y su capacidad de hacer estallar ciertosvalores esclerosados sacudiendo los cimientosllenos de polvo de la cultura burguesa. Es comomínimo paradójico, sin embargo, lo que el tiempoha hecho con eso, y lo que nuestro presentemuseificador y celebrizante todavía siguehaciendo. Basta recordar que aquel mingitorioocupa, hoy en día, un prestigioso espacio en losmuseos del mundo, y nadie parece discutir sucalidad estética, además de ser incansablementehomenajeado y parodiado por todas partes. No escasual que, en los balances de fines de milenio, selo haya nombrado «la obra más influyente delsiglo XX». Además de haberse museificadoincreíblemente, ganando aura autoral y el valorinconmensurable de una obra artística mayor —¡lamayor del siglo!—, el mingitorio de Duchampabrió las puertas de los museos para que cualquierobjeto se considere arte y, por lo tanto, tengaderecho a ser expuesto y contemplado entre

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magnas paredes. Cualquier objeto, siempre ycuando esté firmado por un artista.

Puede resultar incongruente, pero en vez deliquidar las anquilosadas pretensiones de lasbellas artes, el gesto incendiario de Duchamp fuemetabolizado con mucha eficacia por los circuitosmercadológicos y mediáticos que alimentan elrelato oficial de las artes contemporáneas. Así, envez de demolerlas, terminó fortaleciendo lasantiguas jerarquías y haciéndolas aún másarbitrarias: catapultó para siempre el glorioso serartista. Porque al convertirse en una celebridadque vende objetos de marca, el artista tocado conla varita mágica de los medios y el mercado sedistancia definitivamente del artesano. Ya no hacefalta que haga nada con sus manos. Basta tan sólocon que exhale una buena dosis de excentricidadtolerable, y que obtenga la fracción necesaria devisibilidad para imponer y vender cierta imagen o,peor todavía, un «concepto». Bajo esas nuevasreglas de juego, es la refulgente personalidad del

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artista quien prestará su sentido a la obra, y no alrevés.

Entonces, tras el desmoronamiento del templodel arte rematado por aquellas vanguardias que yason históricas, y luego de todos los certificados dedefunción concedidos al autor, al artista y a losmuseos, el panorama de la creacióncontemporánea que ofrecen los medios decomunicación —y que el mercado entroniza— nopodía ser más sacralizador de todas esasgrandiosas figuras. Así, por ejemplo, entre eseejército de muertos demasiado vivos, en estosalbores del siglo XXI, el británico Damien Hirstganó el cetro de «el artista vivo mejor cotizado delmundo». El hito ocurrió cuando una de susinstalaciones de remedios multicolores seconvirtió en la obra más cara de un autor nofallecido. La pieza integra la serie conceptualCuatro estaciones, compuesta por dos pares devidrieras de acero inoxidable y vidrio, repletas depíldoras de diversos tonos que aluden a cada una

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de las estaciones del año. En la obracorrespondiente a la primavera, inspirada en elcélebre cuadro de Botticelli, 6136 pastillas sealinean en los estantes con primorosa precisióngeométrica. Es precisamente esa instalación,confeccionada en 2002, la que se vendió por casiveinte millones de dólares a mediados de 2007,marcando récordes históricos en una de esassubastas.

Damien Hirst tiene poco más de cuarenta añosde edad y pertenece al selecto grupo conocidocomo «jóvenes artistas británicos», que lidera laescena global desde que el publicitario CharlesSaatchi comprara todas sus obras y las expusieraen la Royal Academy de Londres. Esa muestraescandalizó a mucha gente, y gracias a esarepercusión ganó el glamoroso rótulo de shock artpara atiborrar las sedientas fauces de los medios.El flamante título de «artista vivo más caro delmundo» no fue ninguna sorpresa, porque ya hacíapor lo menos una década que las obras firmadas

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por este autor alcanzaban cifras estratosféricas.Pero a pesar de caras, muy caras, las instalacionesfarmacéuticas que lo llevaron a la cima de lascotizaciones contemporáneas no son las piezasmás controvertidas —y por ende, las más ilustres— de su acervo. El artista suele usar restos deanimales muertos para montar sus obras,encapsulados en tanques de formol. El primero ymás famoso de esa serie es un enorme tiburón,protagonista exclusivo de una obra cuyo títulotampoco es modesto: Imposibilidad física de lamuerte en la mente de alguien vivo. Creada aldespuntar la década de los noventa, se vendió diezaños más tarde por doce millones de dólares.Quien lo convirtió de ese modo en el «segundoartista vivo más caro del mundo» fue uncoleccionista privado, que poco después presentóuna queja: la obra se estaba pudriendo. La noticiaencendió otra de las habituales polémicas querodean la figura de este enfant tan terrible comomimado, pero la ocasión no fue aprovechada para

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endosar los debates sobre lo efímero de un arteque perdió dignamente su aura. Tampoco pararidiculizar a quienes siguen creyendo en el mohosomito del Artista, ni para burlarse del elitismocontemplativo de un arte que debería ser durable yestandarizado, o del ímpetu museificador y otrascuestiones supuestamente superadas en la escenaartística contemporánea. Nada de escandalizar alos burgueses, que ahora son tan simpáticos y estándispuestos a coleccionar arte contemporáneo, nadade fricciones innecesarias: en 2006, el animal endescomposición fue reemplazado por otroejemplar en buenas condiciones, y hoy la pieza seexhibe muy oronda en el MOMA de Nueva York.

Con el fin de satisfacer la enorme demanda quesus obras despiertan en el mercado, Hirstadministra un equipo de más de cien asistentespara elaborarlas: un staff compuesto no sólo porobreros y artesanos, sino también químicos,taxidermistas, biólogos e ingenieros. Es muy raroque él ponga las manos en la masa, incluso se

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comenta que no suele visitar los talleres conmucha frecuencia: todo lo supervisa desde unelegante estudio en el centro de la capital británicao desde su impresionante castillo gótico en lacampiña. Más allá de las convulsiones que esaproducción industrializada podría provocar en laatribulada definición con temporánea de laactividad artística, fiel a las consignas del arteconceptual, él asegura que «lo importante es laidea, no su ejecución»[30]. La propuesta contrariasería «anticuada», según él mismo explica: «no megusta la idea de que una obra tiene que ejecutarlaun artista», e ilustra su posición argumentando que«los arquitectos no construyen ellos mismos suscasas»[31]. Para complicar aún más el panorama, elartista confiesa haber pintado sólo unas pocas delas telas que suele firmar. «No se me antojapreocuparme por eso», aclara, además dereconocer que no es muy dotado en esas arenas.«Sólo pinté los primeros cinco cuadros», confiesa,sin ocultar su fastidio por semejante tarea.

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«Apenas logré vender uno, usé el dinero parapagarle a otras personas para que los hicieran,eran mejores que yo en eso, yo me aburría, soymuy impaciente», concluye[32]. Años más tarde, ensu serie de pinturas realistas basadas enfotografías extraídas de periódicos, se limitó a«dar el último toque para justificar su autoría y suelevado precio», según comentarios publicados enla prensa[33]. Tras elogiar el trabajo de una de susempleadas, por ejemplo, Hirst declaró que «laúnica diferencia entre una tela pintada por ella yuna mía es el precio»[34]. ¿Suena perturbador?Quizás sí, pero el descaro tiene poca relación conla actitud profanadora de los iconoclastas o deaquellos que hace un siglo experimentaron laurgencia de ser absolutamente modernos. Aquí,por lo visto, se trata de negocios, y de un tipobastante serio de negocios: sin demasiadoseufemismos, él mismo define su arte como «unamarca producida en una fábrica»[35]. Sin embargo,lo más perturbador de todo quizás sea que la

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filiación entre ambos fenómenos es innegable: dealguna manera, uno deriva del otro, así como lossueños de la razón pueden engendrar monstruos, yasí como los desvaríos iluministas fueron capacesde generar también la barbarie.

Todo esto parece ser fruto de la acentuación,en las últimas décadas, de por lo menos tresvertientes ya apuntadas. Por un lado, eldistanciamiento de los artistas con respecto a loartesanal, y el consecuente reemplazo de las bellasartes del hacer por el encantamiento del ser. Porotro lado, una vez instituida la originalidad comovalor fundamental en el campo del arte, lahipertrofia de esa valorización de la novedad atoda costa —sobre todo por la avidez mediática—terminó produciendo una repetición de lo mismo ycierta inhibición de la crítica. Transmutada enperiodismo cultural o en especializaciónacadémica, ésta opta por un lucrativosensacionalismo falsamente horrorizado o bienprefiere callar por temor a ser acusada de

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moralista como antes temía ser inmoral, o lo quequizá sea peor todavía: para no perder algunaoportunidad de insertarse en los candentescircuitos del negocio artístico. Pero el tercerelemento tal vez sea más determinante en estasmetamorfosis: el papel que los medios y elmercado desempeñan al delimitar qué es arte yquién es artista. Una definición estrecha y miope,ya que se labra con la mira apuntando a todo loque se puede comunicar y vender. Cuando lasprácticas estéticas se reducen a su valor decambio, pierden sentido tanto su valor de usocomo su valor vital, para no hablar del yadefinitivamente extinto valor ritual. «Lo artísticono sólo se ha convertido en algo vendible»,explica Suely Rolnik, «sino también yprincipalmente en algo que ayuda a vender o avenderse»[36]. No sorprende que esacircunscripción tan mezquina deje afuera lo máspotente e interesante que pueda surgir actualmenteen el campo de la invención. Sin embargo, como

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diría Virginia Woolf, aunque sea desagradable quelas puertas se cierren y «lo dejen a uno afuera»,quizás sea peor aún «estar encerrado adentro»[37].

¿Qué sería arte hoy en día, según esa avaradefinición exclusivamente mercadológica ymediática? Nada más distante de aquellaexperiencia transformadora o inquietante quepretende inventar nuevos modos de estar en elmundo, o incluso de cualquier experiencia quebusque encender la chispa de alguna vibración. Envez de apostar a lo desconocido, en vez de borrarla marca autoral con un estallido de sentido —o desin sentido— y demoler el aura siempre recicladade los nuevos museos y galerías, abriendo laspuertas a un diálogo crítico con las miserias yalegrías de la vida contemporánea; en vez de todoeso, dicha definición es pobremente tautológica.Arte es lo que hacen esas excéntricascelebridades, los artistas mejor cotizados delmomento. Incluso si, en rigor, esas personalidadesno hacen nada, pues basta con que sepan ser

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artistas. Lo cual significa, en gran parte, saberestampar su firma donde corresponde, comosucede con las marcas de lujo o con los autógrafosde las estrellas. Y, claro, también es necesariosaber mostrar esa marca y ser capaz de venderla,preferiblemente cara, muy cara.

Pero la buena noticia es que ahora, gracias atodos esos terremotos y redefiniciones, cualquierapuede ser artista, inclusive usted y yo. Porque fueasí como la creatividad democratizada seconvirtió en el principal combustible delcapitalismo contemporáneo y todos nosotros,finalmente, somos la personalidad del momento.«Cada hombre, un artista», había propuesto JosephBeuys ya hace varias décadas y en tonorevolucionario. Por eso, estas conquistas que hoyson bendecidas por los medios y el mercadorevelan filiaciones imprevistas con aquellasilustres propuestas vanguardistas. Crítico feroz delos mecanismos oficiales del mercado estético, sinembargo, ese artista alemán que murió en 1986 se

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rehusaba a confinar su obra en galerías, museos yrevistas culturales. Quería más, tal vez quisiesedemasiado: deseaba que el arte conquistase lavida y que se disolviera en sus venas. «Cada serhumano, un artista, ¿desde cuándo se puede decireso sin la bufonería de los responsables decultura?», pregunta filosamente Peter Sloterdijk enun texto reciente. «¿Qué charlatanería de grancorazón podría pretender esto?»[38]. Es cierto que,a pesar de lo que sucedió recientemente con ustedy yo, y a pesar de todas esas arengassupuestamente ya asimiladas, esas jerarquíastodavía son confusas y no cesan de ocultar penosascontradicciones.

¿Qué decir, si no, del buen discípulo deMarcel Duchamp que en 1993 orinó en el célebremingitorio expuesto en un museo, para despuésreclamar la propiedad de la obra por haberledevuelto su función original? En 2005, el mismoartista conceptual, llamado Pierre Pinoncelli,atacó el mingitorio a martillazos en el Centro

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Pompidou alegando otra forma de apropiación. Envez de festejar su duchampiano gestoescandalizador de burgueses, Pinoncelli fueacusado ante los tribunales, porque el valor delsanitario dañado hoy se calcula en cifras de sietedígitos. Damien Hirst también tuvo su momentoinfame: en una exposición de 1994, un visitanteinsurgente derramó tinta negra en el tanque dondeflotaba una oveja muerta, estropeando así su obrabautizada Fuera del rebaño. Sin ningunaconcesión al espíritu crítico, a la eventualcoautoría con el impetuoso espectador, o al merosentido del humor que convirtió un corderocualquiera en una verdadera oveja negra, el joven—y riquísimo— artista británico abrió un juiciocontra el intruso y mandó restaurar la obra.

Son incontables los despropósitos implícitosen esta sinuosa historia, en la cual los objetossupuestamente desacralizadores sonincreíblemente sacralizados en millones dedólares y prestigiosos museos. No es azaroso que

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hoy se considere a Duchamp como el autor de laobra más influyente del siglo XX, el artista porexcelencia de ese confuso siglo que pasó, y quedejó tantas puertas abiertas al aire fresco de lonuevo como voraces mecanismos de repetición delo mismo; siempre la misma novedad, repetidacomo en un calidoscopio y vendida cada vez máscara. Pues el hecho es que no existe sólo uno, sinoque son varios los mingitorios firmados porDuchamp. Ni siquiera hay un original, ya que el dela exposición de 1917 no fue aceptado por elmuseo neoyorquino donde intentó exponerlo, yterminó arrojado a la basura por algúndesprevenido con muy poca visión de futuro. A lolargo de su vida, el artista mandó comprar y firmóvarias copias del ready-made, y las vendió adiversos museos con el fin de insertarlas en elsistema artístico que antes condenara. Con un éxitorotundo, puesto que al cerrarse el tumultuoso sigloque tan bien representaría, la Tate Gallery deLondres compró una de las copias por un millón

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de libras.¿Qué diría Walter Benjamin sobre el aura que

a todas luces sigue exhalando este mingitorio tanreproducido? El secreto tal vez esté en aquellanota al pie de su famoso artículo revisado a finesde los años treinta: el aura se desplazó de la obrahacia el artista, y ese brillo que todavía emana contanto vigor de la figura del autor contagia la obra,aunque ésta sea cualquier cosa. Porque la firma —la «simple garantía de origen», en palabras delensayista— adquiere el poder de transformarcualquier cosa en una obra.

Otro acontecimiento reciente puede iluminar elpanorama. El Centro Pompidou acaba de entrar enjuicio con los herederos de Yves Klein, un artistafrancés que murió en 1962, cuando tenía sólo 34años de edad. Klein es el polémico creador de losUntitled blue monochromes, grandes cuadrosazules sin título de los años cincuenta, así comodel color que lleva su nombre y que él mismo seocupó de patentar. El motivo de la disputa fue la

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realización, en el museo parisiense, de unaperformance inspirada en la obraAnthropométries, de 1960, en la cual Klein usócomo pinceles vivientes los cuerpos desnudos detres bailarinas embebidos en tinta azul —blueKlein—, cuyos movimientos se estampaban contraunos paneles blancos al son de una sinfonía. Laversión recreada en 2006 era levemente diferente,entre otros motivos, porque ocurrió casi mediosiglo después como parte de un vernisage en elcontexto de una exposición patrocinada por unalujosa marca de bebidas, que también es mecenasdel museo. Además, como recalcaron losorganizadores, no tenía el objetivo de «rehacer lastelas de Klein». Lo cual es por demás evidente: laintención era usar esas obras ya históricas y, sobretodo, la magnética figura del artista que las creara,como un mero elemento de una estrategia demarketing empresarial.

«Basta asociar un producto artísticosuficientemente glamourizado a un logotipo de

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empresa, de empresario o hasta de ciudad, paraque el logo se impregne automáticamente de suaura», afirma Suely Rolnik. «Eso genera unaplusvalía de glamour y de imagen políticamentecorrecta que hacen a la empresa, al empresario y ala ciudad más atrayentes para el consumo de susproductos»[39]. Al constatar ese uso no autorizadode la marca Klein, por ende, los abogadosjuzgaron que el evento «atentó gravemente contralos derechos exclusivos, morales y patrimonialesque los herederos poseen sobre la obra»[40]. Losrepresentantes del museo, por su lado, citaron unajurisprudencia según la cual un artista no espropietario de su estilo, de modo que nadaimpediría que cualquiera pueda apropiarse yrecrear una obra ya existente.

Episodios como éstos revelan hasta que puntoel mercado y la industria cultural hoy ocupan elespacio que supuestamente correspondería a laimaginación artística, tal como denunciaron haceseis décadas Theodor Adorno y Max Horkheimer

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en su libro Dialéctica del Iluminismo. Ese desvíono sólo ha puesto en jaque las promesas ilustradasde la razón occidental sino que, además, instaló undiscurso economicista de tono empresarial allídonde deberían fermentar los debates intelectualesy estéticos. Pero ahora las maravillas delmarketing conquistan los museos, no sólo paraadministrar la cotización de los artistas sinotambién para transformar sus propios nombres enmarcas destinadas a la franquicia, como ya ocurriócon el sello Guggenheim e incluso con elmismísimo Museo del Louvre.

«Los gurús de verdad —en general, curadores— son particularmente importantes en el mundodel arte», sostiene Sarah Thornton, una de lasespecialistas más respetadas de ese universo.«Porque la validación y legitimación de una obradependen, en gran parte, de la claridad de sumirada», continúa la reflexión de esta columnistade Art Forum, una de las revistas másrepresentativas del área, «y su apoyo a un artista

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es lo que otorga credibilidad a la obra»[41]. Escurioso que esto suceda en una época que seenorgullece por la supuesta eliminación de losintermediarios entre usted, sus creaciones y elpúblico, una posibilidad todavía más propulsadapor las tecnologías interactivas que ayudarían acoronar la muerte del autor y su hibridación conlos lectores o espectadores. Pero el hecho es queesa profesionalización de cuño empresarial no estáocurriendo sólo en las artes plásticas, con esesúbito enaltecimiento de las figuras del curador ydel coleccionista. Procesos semejantes se dan enotros campos de las artes contemporáneas: en laliteratura con los editores, en la música con losproductores, en el cine con los financiadores ydistribuidores, etc. Agentes cuya tarea hoy resultaimprescindible, al menos para todos aquellosartistas que aspiran a la consagración del mercado,porque en todos los casos es crucial la eficacia deesos intermediarios en la conquista del campovisual: aparecer en los medios de comunicación.

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Una vez consumada esa alianza —o ese negocio—, entonces sí, hoy cualquiera puede ser unartista.

Paradójicamente o no, en este escenario tandominado por las leyes del mercado cultural, aúnpersisten fuertes ecos de aquel estereotipo delartista romántico, convenientemente actualizado enlos moldes contemporáneos. Pero, sea como sea,todavía se le rinde culto y se cultiva con fervor lapersonalidad artística. Del mismo modo, siguenvigentes la curiosidad y la avidez por la intimidadde los personajes famosos que pueblan elimaginario y los espacios públicos. Hay, noobstante, diferencias importantes entre lasexpectativas y reacciones suscitadas a lo largo delsiglo XIX y en la primera mitad del siglo XX, y loque sucede ahora. Basta recordar, por ejemplo,que hasta algunas décadas atrás el escritor deficciones era un importante personaje público:además de protagonizar —discretamente— su vidaprivada y publicar sus obras, los autores literarios

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consagrados solían ser figuras ilustres, seresdestacados en las sociedades en las que vivían yactuaban.

Vale rescatar una escena casi mítica, paraexaminar las peculiaridades del fenómeno: la delcortejo fúnebre del poeta y novelista Victor Hugopor las calles de París, en 1885. Un séquito de dosmillones de personas acompañó al féretro, sóloalgunos representantes de su legión de ávidoslectores, muchos de los cuales también siguieronel acontecimiento a través de la prensa en losrincones más recónditos del planeta. A pesar delas posibles similitudes, no se trata exactamente deun culto a la personalidad del artista, comparablea lo que podría ocurrir con algunos exponentes deesa curiosa invención contemporánea que es lacelebridad. En casos como éste, un factorfundamental de ese reconocimiento popular era elgrado de importancia alcanzado por la obra delartista en la sociedad que lo acogía. A diferenciade las conmociones ligadas a la muerte —o a

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cualquier otra peripecia— de figuras altamentemediatizadas de hoy en día, estas movilizacionesdecimonónicas eran consecuencia del pesopúblico de la palabra escrita por ese autor, y noprecisamente del interés despertado por su vidaprivada o su personalidad.

Ahora, sin embargo, ocurre algo bastantediferente, aunque en algunos aspectos parezcasemejante. Llevando al extremo la hipertrofiaromántica de la personalidad del artista endetrimento de su obra, hoy el público llega aconocer a Virginia Woolf, por ejemplo, la granescritora moderna, como quien conoce noexactamente a una autora sino a un personaje. Y,muy significativamente, esa figura tiene el rostro—deformado— de la actriz Nicole Kidman. Estefenómeno deriva del éxito de una película comoLas horas, que puso a la escritora británica en lapantalla como uno de los personajes de su enredo.Pero no es su obra lo que se conoce por medio demecanismos como ése: al rescatarla como un

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personaje de casi ficción, sus libros se conviertenen un mero atributo —en la mayoría de los casos,dispensable— de su vida. O incluso, de supersonalidad, que es lo que realmente interesa. Enfin, dramas privados y, por eso mismo,presentados como comunes, porque son del tipoque supuestamente podrían ocurrirle a cualquiera.En este contexto tampoco sorprende que, casi unsiglo después del fastuoso entierro de Victor Hugo,en 1975, se estrenase una película sobre lossufrimientos amorosos de una de las hijas delescritor: La historia de Adèle H. de FrançoisTruffaut. Ya hace más de treinta años, sin embargo,y eso también se nota, pues el director tuvo unrecato y una elegancia que hoy escasean: resumióel célebre apellido en una parca inicial, y nosucumbió a la tentación de mostrar —yficcionalizar— al escritor en la pantalla.

Ya a principios del siglo XXI, el eventualcontacto del público con la obra de los artistascada vez más ficcionalizados en el cine sería un

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mero efecto colateral de la película, como es elcaso de Virginia Woolf. Sus libros integran elmerchandising del lanzamiento audiovisual,reeditados en grandes tirajes y vendidos en todo elplaneta como un producto más de la marca Woolf-Kidman, pero tampoco en este sentido la obraconstituye un elemento prioritario en el conjuntodel business en cuestión. Algo similar podríadecirse con respecto a las obras literarias deSylvia Plath, Iris Murdoch, Jane Austen y Colette,otras escritoras que también se convirtieron enpersonajes de películas sobre sus vidas —o sobresus personalidades—, con diverso grado de éxito,porque las películas que las retrataban noalcanzaron idéntica cotización en el mercadoglobal del espectáculo. En todos los casos, sinembargo, los textos que escribieron —y que lashicieron famosas— se transformaron enornamentos prescindibles de sus figuras estilizadasen la pantalla. Meras reverberaciones superfluasde aquello que realmente parece interesar al

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público contemporáneo: sus personalidadesrecreadas como marcas registradas, como íconos oestilos, modos de ser en exposición y venta.

Hay un caso peculiar que no deja de ilustraresta producción de merchandising subjetivo yeditorial a partir de la recreación de la figura deun autor real en las pantallas del cine, y suconsecuente transformación en personajeficcionalizado. Se trata de la película Diarios demotocicleta, que recrea un breve episodio de lavida del líder revolucionario Ernesto «Che»Guevara, basado en los diarios que escribiódurante su primer viaje por América Latina,cuando tenía poco más de veinte años y todavía nose había convertido en el «Che». O sea, antes dehaber iniciado su acción política, aquello quesería su obra pública y que lo tornaría una figurareconocida en todo el mundo. La historia narradaen esta película podría haber sido protagonizadapor un muchacho cualquiera, pues no hay nada enel personaje fílmico que remita específicamente a

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la figura histórica del «Che» Guevara. Hastapodría haber sido un relato de ficción sinreferencias explícitas a su veracidad, o bienaludiendo a cualquier otro joven común de aquellaépoca, o incluso de otra época, por ejemplo de laactualidad. Sin embargo, como consecuencia deléxito de ese largometraje, los diarios del «Che» serelanzaron al mercado editorial, en volúmenesvistosos y con la inevitable mención a la películaen la tapa, además de las igualmente inevitablesfotografías del «autor personaje».

A pesar de la posición privilegiada del cinecuando se trata de propagar modelos subjetivos, elfenómeno excede sus márgenes y contagia todoslos medios. Últimamente han proliferado, porejemplo, los retoños de un género literario denuevo cuño: novelas y cuentos con enredosficticios, pero protagonizados por escritoresfamosos. Henry James es el personaje principal depor lo menos cuatro novelas recientementelanzadas con éxito considerable. Una de esas

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obras se dedica a indagar la supuestahomosexualidad del célebre novelistaestadounidense; un autor que, valga la ironía,siempre defendió las bellas artes de la ficciónpura y rechazaba cualquier hibridismo con la toscarealidad. A su vez, un episodio amoroso de la vidade Ivan Turgénev constituye el eje de un cuento delescritor inglés Julian Barnes, mientras una novelaque ganó el premio Goncourt lleva un títuloelocuente: La amante de Brecht. Además de esoslibros y entre varios otros, Dostoievski es elpersonaje principal de una novela del sudafricanoJohn Maxwell Coetzee, mientras Chéjovdesempeña un papel semejante en un texto deRaymond Carver. Y vale recordar que la películaLas horas, que ficcionalizó y popularizó a VirginiaWoolf como personaje cinematográfico, también sebasa en una novela que obtuvo el premio Pulitzeren 1998. En el Brasil, una editorial encargó avarios autores de ficción la escritura de novelaspoliciales sobre la muerte de algún escritor real y

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ya consagrado por el canon, para lanzar la exitosacolección bautizada Literatura y muerte; Kafka,Borges, Sade y Rimbaud figuran entre los autoresficcionalizados como personajes.

Por otro lado, así como sucede con diversasfiguras célebres de los ámbitos más variados, laintimidad de autores literarios que aún no fuerontocados por la mano mágica de Hollywoodtambién se husmea, ficcionaliza y estilizadiariamente en los medios, con el fin de construirpersonajes atrayentes para seducir al públicoconsumidor. Un ejemplo es el supuesto«descubrimiento» de La Maga, una mujer deochenta años que habría inspirado la creación dela protagonista de Rayuela, la novela de JulioCortázar, con todas las especulaciones y pruebassobre la relación que habría existido entre ambosen la década del cincuenta. El largo artículo, quefue nota de tapa de la revista dominical de unimportante diario argentino, recuerda que en losaños sesenta «todas las chicas querían ser como

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ella»[42]. Ahora, cuando ya nadie más quiere sercomo La Maga, todos parecen querer saber quiénera ella en realidad, como si eso fuera posible —ytuviese algún sentido— fuera de la lectura de lanovela de Cortázar. Una ficción que tampoco sueleleerse como otrora, aunque a su autor se le rindadevoción en pósteres y fotografías, notasperiodísticas y tesis de doctorado, películas,discos y exposiciones.

De modo semejante, casi todos los días seproducen y divulgan noticias como la queanunciaba un libro dedicado a rescatar a la hija deJames Joyce, por ejemplo. En este caso, elpropósito consistía en desmentir su perfileternizado en las biografías del famoso progenitor:«una figura marginal, una joven triste, bizca, quese enamora del secretario de su padre, SamuelBeckett, pero es rechazada y muere en unmanicomio». Una reseña sobre este libro, tituladoLucia Joyce: To dance in the wake, de CarolShloss, aclara que la publicación se demoró

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debido a las objeciones de Stephen Joyce, nietodel escritor, que admitió haber destruido algunascartas de su tía Lucia y amenazó con hacerle unjuicio a la autora de la biografía. «Tuve queeliminar datos que me llevó años encontrar», selamenta Shloss, quien tuvo acceso a los diariosíntimos de su biografiada e incorporó al librovarias fotografías inéditas que «muestran a unabella joven en la escena de la danza parisiense delos años veinte, una mujer sexualmente libre yautora de una novela hoy perdida». Hijos, amantes,esposas, hermanos, todo vale. Una novela centradaen la hermana de la poeta Emily Dickinson ganó unprestigioso premio internacional, mientras que unahistoria verdadera sobre un hermano hastaentonces desconocido del escritor inglés IanMcEwan colmó páginas y pantallas mediáticas detodo el mundo, ya que el caso habría demostradoque «la realidad puede ser más creativa que laficción», según una de las tantas noticiaspublicadas sobre el asunto.

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Con la excusa de enriquecer los sentidos de laobra y profundizar su comprensión, se supone queestos mecanismos extraliterarios que glamorizan lafigura de un escritor con revelaciones y conjeturassobre su vida privada pueden ayudar a aumentarlas ventas de sus libros. Y, quien sabe, tal vezhasta podrían despertar la curiosidad queeventualmente llevaría a leer esas ficciones. Noobstante, parece claro que no es eso lo querealmente interesa, en esas estrategias orquestadaspor los medios y el mercado. La obra, nuevamente,se relega a un segundo plano. Porque lo importantees la personalidad, lo que despierta máscuriosidad es la vida privada del artista, lospormenores de su intimidad y su peculiar modo deser. Es eso lo que está en venta, y eso es lo que elpúblico suele comprar.

Por tal motivo es paradigmático el caso delpersonaje del poeta en la película Las horas.Además de las escenas que recrean la Inglaterravictoriana en que vivió Virginia Woolf, otros

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episodios transcurren en los años 1950 y 2000.Mientras el ama de casa de la posguerra aún sedefinía como una lectora y se dejaba afectarfuertemente por la obra de ficción de la escritorabritánica, tanto en su vida cotidiana como en suautoconstrucción, los personajes contemporáneosmantienen otra relación con la literatura. De hecho,en el contexto actual sólo tienen algún contacto conel universo de las letras dos personajesdirectamente relacionados con el mercadoeditorial: una editora y un escritor, el poeta. Losdemás no escriben ni leen, aparentemente, sino quecirculan en torno de los efectos colateralesvisibles de la escena literaria: fiestas depremiación, noticias periodísticas relativas a taleseventos y, muy especialmente, todo aquello que enlos libros pueda remitir a la vida del autor y sucírculo íntimo. O sea: referencias personales,datos privados, chismorreos. Por eso, de maneratan literal como alegórica, no sorprende que elpoeta termine matándose al final. Y el veredicto de

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los pocos que se arriesgaron a leer su obra —todos buscando ávidamente sabrosos detallesextraliterarios— es tan unánime como fatal en lospresurosos tiempos posmodernos: el libro esdemasiado complicado.

Una pregunta se impone, entonces: ¿por qué seexhuman, justo ahora, todas estas personalidadeshistóricas? Y habría que agregar que las escritorasno están solas en esta tendencia: en los últimosaños, se estrenaron películas que convirtieron enpersonajes ficcionalizados a una infinidad deartistas. Entre ellos, escritores como TrumanCapote —¡en dos ocasiones en menos de dos años!—, Jorge Luis Borges, Oscar Wilde, JamesMatthew Barrie, Federico García Lorca, Molière,William Shakespeare, Reinaldo Arenas, FranzKafka, Arthur Rimbaud y Paul Verlaine. Perotambién pintores y artistas plásticos como FridaKahlo, Jackson Pollock, Pablo Picasso, Jean-Michel Basquiat, Camille Claudel, AmadeoModigliani, Francisco Goya y Johannes Vermeer.

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Y músicos tan diversos como Ray Charles,Beethoven, Sid Vicious, Edith Piaf, Jim Morrison,Charlie Parker, Selena, Bob Dylan y Cole Porter.Aunque el auge de las cine-biografías o biopics —tal es la denominación que el fenómeno recibió entierras hollywoodenses— excede este fuerteinterés por los artistas famosos, volcándosetambién sobre personajes reales de los ámbitosmás diversos. Famosos o no, al menos, hasta quela película aparece en las pantallas del mundo.Después, todos se convierten en celebridades:desde la actual reina de Inglaterra hasta MaríaAntonieta, desde el aviador Howard Hughes hastael matemático de Una mente brillante, desde el«Che» Guevara hasta Eva Perón.

A pesar de la gran cantidad de películas y dela obvia diversidad de sus abordajes, suele haberuna caracterización semejante de la personalidaddel artista o del «famoso» en cuestión: se recreanalgunos episodios de sus vidas privadas y seexponen sus problemas íntimos, que de cierta

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forma son siempre comunes, más allá de cualquiercircunstancia extraordinaria. Timidez exacerbada ydificultades sexuales en el caso de Borges, porejemplo; salud precaria e infidelidades en el casode Kahlo; alcoholismo y conflictos matrimonialesen el caso de Pollock; sufrimientos por una ciertahomosexualidad reprimida y tendencias suicidasen el caso de Woolf; desesperación por la traiciónconyugal y las mismas inclinaciones suicidas en elcaso de Plath; el deterioro de la vejez y el infiernodel mal de Alzheimer en el caso de Murdoch; lainjusticia de la opresión femenina por la sociedadpatriarcal —y, sobre todo, por su marido— en elcaso de Colette, etc. Cualquiera que sea el dramapersonal del artista retratado en la pantalla, casisiempre su obra queda oculta, desalojada hacia undiscreto segundo plano. Sólo interesan los dramasprivados, lo que se desea exhibir es la intimidadde quien quiera que sea.

Por todo eso, se puede afirmar con respecto deestas películas lo que el director de la puesta

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carioca de la obra teatral Melanie Klein dijo conrespecto a su heroína, célebre pionera delpsicoanálisis infantil: «el público puede ver cómopersonas extraordinarias tienen vidas tan comunescomo las nuestras»[43]. Hay algo paradójico enesta nueva tendencia: lo que se busca tanávidamente en esta enorme variedad depersonalidades públicamente extraordinarias es elcomponente ordinario de sus vidas privadas.

Sin embargo, hay una peculiaridad que surgedel carácter audiovisual de las artes musicales yplásticas, en contraposición a la literatura. Hoy esmás fácil, en todo sentido, consumir sonidos eimágenes que largas novelas o complicadaspoesías; para evocar esa dificultad, basta conrecordar la tragedia del poeta en Las horas. Poreso, tanto las melodías de Ray Charles, Beethoveny Edith Piaf, como los cuadros de Kahlo, Picasso yPollock, se presentan en la pantalla comopequeños espectáculos, astillas de sus almas, enfin, especies de golosinas multicolores que ilustran

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y adornan los dramas personales de sus autores,acompañándolos sin perturbar demasiado. En elcaso de los escritores, en cambio, los textos suelenquedarse fuera del cine o, como máximo, puedenaparecer en las vitrinas de las librerías del mismoshopping que alberga la sala de proyección. Lomás habitual es que todo se restrinja a unos pocosrenglones leídos en off, acompañados por algunosacordes que contribuyen a acentuar el efectodramático —o patético— de alguna escena, perono mucho más que eso. Es paradigmático elejemplo de Carrington, película que recrea latempestuosa relación entre la pintora DoraCarrington y el escritor Lytton Strachey, en laInglaterra de principios del siglo XX. En este caso,las obras de ambos artistas prácticamenteenmudecen, pues el drama de sus fogosaspersonalidades en conflicto ocupa toda la pantalla.

Entonces, ¿por qué reaparecen ahora todosestos artistas e intelectuales, convertidos enprotagonistas de espectáculos audiovisuales

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destinados al gran público? Hay una respuestasimple: porque fueron extraordinarios. Pero ¿porqué lo han sido? La única respuesta posible es lasiguiente: porque crearon magníficas obras. ¿Apesar de haber tenido vidas comunes? Esaaparente contradicción que subyace a la recreacióncontemporánea de esas figuras célebres de otroraexige una revisión de los abordajes clásicos delpar vida-obra y de las dimensiones público-privado. El fenómeno muestra otras caras devarios mecanismos muy contemporáneos: lacreciente ficcionalización de lo real y laexhibición de la intimidad de personasdesconocidas, así como la estilización subjetivacada vez más inspirada en los personajes depelícula.

Vale reformular, entonces, la pregunta quequedó abierta: ¿para qué poetas en tiempossombríos? ¿Por qué las vidas y las personalidadesde todos esos artistas de antaño, que de hechohicieron algo para alcanzar esa apreciada

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condición de famosos, hoy se recrean tanprofusamente en los medios de comunicación?¿Por qué prestar atención, por ejemplo, a esasfiguras bizarras del pasado, los poetas? O todavíamás extraño: las poetas, considerando laspelículas que recrean las figuras de VirginiaWoolf, Jane Austen y Sylvia Plath, por ejemplo.Con una subjetividad desbordante y una vidainterior sumamente intensa, compleja e inclusoexcesiva, el estereotipo de la poetisa que rigeentre nosotros las denuncia como personajesanacrónicos. «Una mujer que escribe sientedemasiado», declaró con atinada ironía unarepresentante del género que sabía de qué hablaba,Anne Sexton[44]. Las escritoras resucitadas enestas películas no desmienten esa caracterización:basta evocar las facciones de Woolf y Plath, ambasfervorosas escritoras de diarios íntimos y cartasprivadas, además de la poesía y la prosa literariaque las hicieron famosas. En toneladas de papelesprivados, ellas destilaron sus penas con torrentes

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de palabras que chorreaban cotidianamente de lafrondosa savia de su intimidad. Sufrir, suicidarse,sentir demasiado… Todos desatinos que parecenhaber perdido buena parte de su antiguo prestigio eincluso de su sentido.

Hoy la vida constituye un valor absoluto eindiscutible. Esto puede parecer una obviedadahistórica e incluso natural, que ni siquiera mereceexplicitarse en virtud de su autoevidencia. Noobstante, basta con efectuar un breve recorrido pornuestra historia más o menos reciente para notarque no es tan así. O, por lo menos, que no siemprelo fue. «El narrador es el hombre que podría dejara la luz tenue de su narración consumircompletamente la mecha de su vida», decía WalterBenjamin al referirse a aquella especie extinta aprincipios del siglo XX[45]. No hace faltaremontarse a las épocas en que las cosmovisionesreligiosas eran hegemónicas, cuando el destino yel más allá desempeñaban papeles de primerorden en la mera vida terrenal de cualquier

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persona. Pero incluso en las perspectivassecularizadas de tiempos más recientes de lacultura occidental, la vida no siempre fue un valorprioritario, indiscutible y excluyente. No podríahaber sido así en una sociedad que practicaba unritual como el duelo, por ejemplo, cuando la honrase sentía ofendida. Y aún eran válidas fuertesapuestas a la trascendencia de la vida mundanagracias a las artes, la acción política y otrasintervenciones en el espacio público. En universoscomo ésos, la gloria eterna —o, al menos, lagloria post mortem— podía llegar a justificartodas las privaciones imaginables en vida.

En el mundo contemporáneo, en cambio, lavida y el bienestar asumieron otras prerrogativas.Por eso, en este contexto, tanto el suicidio como elsufrimiento en general parecen tener cada vezmenos sentido. Y difícilmente se admitirá laposibilidad de que una obra, por excelsa que sea,pueda superar el valor de una vida —incluso de lamás desventurada que se pueda imaginar—, o que

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valga la pena sufrir y hasta morir por ella. Enmedio de una creciente biologización ymedicalización de las problemáticas que antes seconsideraban de origen social, cultural o psíquico,los conflictos capaces de generar angustias seprocesan como disfunciones que pueden —y deben— corregirse técnicamente. Así, la cultura de lossentimientos indomables y los abismos interioresdel alma, con sus raíces románticas, cede terrenopara privilegiar la búsqueda de sensaciones y devisibilidad epidérmica. Una cultura que se liberadel lastre de las tradiciones y del propio pasadopara afirmarse alegremente en el goce del instantey el prolongamiento de un presente perpetuo,donde el placer y la felicidad se legitiman contodo el peso de un imperativo universal. Aunque ladepresión, la ansiedad, la apatía, el pánico y otrosfantasmas muy contemporáneos asedien en losbordes de esa escena idílica de estéticapublicitaria, su centro sigue irradiando firmeza yseguridad. Una vez inventado el problema, también

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se concibe la solución; o sea, nada que un Prozac oun Lexotanil no puedan resolver o, al menos, sesupone que deberían poder resolverlo.

La pregunta regresa una vez más: ¿por qué seexhuman, justo ahora, aquellas poetas suicidas?Mujeres que sufrieron demasiado y transformaronsus dolencias en anticuadas obras de arte, autorasque escribieron en un pasado tan lejano como yainexistente, en otros mundos, en fin, mujeres quesintieron demasiado e hicieron algo con eso. ¿Porqué el cine rescata esas figuras reales, personajesde la Historia, reliquias de la Modernidad, con elfin de recrearlas en productos audiovisuales paraconsumo masivo en pleno siglo XXI? Y lo que esmás relevante aún, reafirmando la pregunta paracomenzar a delinear alguna posible respuesta:¿cómo se presentan hoy en día estas subjetividadesaparentemente obsoletas? A pesar de toda laretórica de las vidas comunes y aunque hayan sidogente como cualquiera, según las estrategiassubyacentes a la difusión de las películas, es muy

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importante que esas artistas hayan existido en elmundo. Es fundamental que hayan protagonizadovidas reales. Y, curiosamente, también esprimordial que hayan sufrido y que (no) hayanresuelto esos traspiés a través de la escritura desus obras, exteriorizando así sus conflictosinteriores y creando genuinas obras de arte.Porque si no lo hubieran hecho, hoy no se lasconsideraría artistas extraordinarias y no se lasrescataría para espectacularizarlas en sus papelesde personas comunes.

La misma explicación parece valer para lasdemás películas mencionadas: se trata de otrosíntoma del culto al autor en la contemporaneidad.Aunque esa devoción no se desprenda, tampocoacá, de la admiración suscitada por su obra, sinodel enorme interés que despiertan su singularpersonalidad y su vida privada. Un mecanismomuy contemporáneo, capaz de iluminar el sentidode las prácticas confesionales que hoy proliferanen Internet, y del fenómeno más amplio de

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espetacularización de la intimidad que refluye portodas partes. Antes de retomar ese hilo, sinembargo, hay algo más: al tornarlas súbitamentecélebres para el gran público contemporáneo, elresurgimiento cinematográfico o mediático deestos artistas modernos, sobre todo de losescritores, confirma un declive simultáneo dellector y de la obra, sin dejar de reavivar el mitodel autor. Porque una vez concluida esametamorfosis que convierte al autor (público) enpersonaje (privado), la obra es lo que menosinteresa.

En algunos casos extremos de esasrecreaciones audiovisuales de las vidas ypersonalidades de escritores famosos de otrostiempos, la ficcionalización de la intimidad seagiganta aún más y pretende explicar toda la obrapor sí sola. Esto ocurre en un subgénero nuevo ybastante prolífico: las películas que inventansupuestas relaciones amorosas en que los autoresse habrían involucrado, y que se presentan como la

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causa necesaria y suficiente de su producciónliteraria. Entre ellas figuran las películasrecientemente dedicadas a Jane Austen, Molière,Shakespeare y las hermanas Brontë. Inclusive,llega a darse un fenómeno curioso: en ciertasocasiones, las tapas de los libros biográficos quese editan como corolario al éxito de este tipo depelículas no se ilustran con retratos de las figurasreales que esas obras recrean, sino que, en sulugar, aparecen fotografías de los actores queficcionalizaron a esos personajes en el cine. Es elcaso del libro María Antonieta, de AntoniaFraser, en cuya tapa aparece una foto de la actrizque caracterizó a la reina francesa en la películade Sofia Coppola; y de Capote, la biografíafirmada por Gerald Clarke, que en varios paísesfue ilustrada con un retrato del actor que interpretóal escritor en la película de 2005.

En esa transición del autor que hace o crea(algo) hacia el autor que es (alguien), cambiatambién la función del eventual lector o

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espectador. Si reconocemos que una obra literariasólo pasa a existir cuando se la lee, puessolamente en ese momento el texto de hecho seconsuma, entonces es inmensa la responsabilidaddel lector en su realización. Pero hoy ese tipo delectura parece estar desfalleciente, y su agoníatambién amenaza la existencia misma de la obra.Lo cual no impide que el viejo mito del autor sesiga alimentando con los más diversos recursosficcionalizantes de la intimidad, y con ayuda detodo el aparato mediático que contribuye ahipertrofiar la personalidad en el ámbito privado.Es lo que sucede en estas películas: todas esasfiguras museificadas son rescatadas en sus papelesde personas comunes, viviendo enredos privadosque tienen poca o ninguna relación con sucondición de artistas extraordinarios. Así, graciasa este tipo de estrategias discursivas ymercadológicas, la figura del artista hoy crecedesvinculada de la obra. O más precisamente en elcaso de los escritores: tanto el brillo como la

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importancia de su nombre y su personalidadprescinden de la eventual lectura de su obra porparte del público.

Vale la pena citar los comentarios de DorisLessing, una escritora con altísimas posibilidadesde ser espectacularizada de esta forma. Enreiteradas ocasiones fue sondeada para queautorizase la realización de una película sobre suvida, pero la novelista inglesa, nacida en Persia en1929, jamás se cansó de responder con rotundasnegativas. Ésta es la síntesis de su argumento:«¿cómo puede hacerse algo así si la vida delescritor pasa por su cabeza?». No es difícilequiparar ese locus de la subjetividad autoral conla interioridad, aquel espacio oculto y muyfrondoso, aunque ciertamente imposible de serfilmado. No es casual que, a lo largo de su extensaobra de ficción marcada por el compromisopolítico y social, Lessing haya intentado excavaren la vida interior de las mujeres del siglo XX,recurriendo en diversas ocasiones a los códigos

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del diario íntimo.Una declaración similar profirió otra escritora,

la estadounidense Joyce Carol Oates, autora decincuenta libros de poesía y ficción, además de undiario íntimo compuesto por varios miles depáginas en interlineado simple, como aclaraba uncomentarista con cierto estupor, en una nota sobreel tema. Porque una selección de esos escritos noficticios acaba de editarse en inglés, bajo el títuloThe journal of Joyce Carol Oates. «Si yo mepreguntase dónde existe realmente mipersonalidad, en qué forma se expresa mejor»,confiesa la autora en esas páginas íntimas que hoyse ventilan, «la respuesta es obvia: en loslibros»[46]. Más explícitamente todavía: «Entretapas duras. Tapas duras. El resto es la Vida». Ensíntesis: la verdad sobre estas típicaspersonalidades artísticas de los tiempos modernosreside en la propia obra o en la interioridad, en loslibros o en aquel espacio interno donde la obra enlatencia todavía se gesta. Es ahí donde radica la

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esencia del autor criado en los moldes del homopsychologicus. Nada más lejos, entonces, de laespectacularización de la vida privada como undrama íntimo y casi «en vivo» que hoy sepopulariza: aquella silueta ficcionalizada que estan común como singular y que debe ser, sobretodo, visible y real.

Además de ese equívoco de base sugerido porOates y activamente denunciado por Lessing, estaúltima evalúa como abominables las nuevaspelículas que retratan a algunas de sus colegas deoficio. Sobre el largometraje que recrea la vida deIris Murdoch, por ejemplo, afirmó lo siguiente enuna entrevista: «yo la conocía bien y puedoasegurar que ella lo hubiese odiado; pero a nadiele importa eso, ni siquiera a mis amigos literatossupuestamente sensibles». Con respecto a lapelícula sobre Sylvia Plath, sus reticencias no sedeben tanto al hecho de tratarse de «unaintromisión en su intimidad», sino a la pésimacalidad de la recreación: «ella no era esa mujer

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siempre vestida de negro, que se queja y grita decontinuo». Luego se horroriza con «lo que hicieroncon Virginia Woolf en Las horas». Finalmente, lanovelista arriesga una explicación para todos esosdesatinos, reforzando aún más el rechazo asometer su propia vida —y su yo— a semejanteficcionalización audiovisual. «Todos esos retratosincorrectos se deben a que nos encanta ver a lasmujeres llorar en la pantalla»; si uno prende latelevisión en cualquier momento, dice, lo verá:«¿cuántas mujeres hay con ataques de histeria,llorando, y cuántos varones, en cambio? Esto no esasí en la vida real»[47]. ¿Y cómo es en la vidareal? Cada vez más, por lo visto, ylamentablemente para Doris Lessing… ¡como en elcine!

A pesar del encantador desahogo de la viejadama de las letras británicas, la tendencia continúay parece irrefrenable. No deja de ser sintomáticoel hecho de que tanto la vida de Doris Lessingcomo la de Joyce Carol Oates hayan sido contadas

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en sendos libros biográficos recientementelanzados al mercado. En el caso de la flamanteganadora del Premio Nobel, cuando supo de laexistencia de varios proyectos de ese tipo que laconcernían, se recusó categóricamente a colaborarcon los biógrafos: no dio entrevistas, intentó evitarque sus amigos y parientes lo hicieran, y negó elpermiso para citar buena parte de su obra.Además, como un acto de defensa personal,decidió escribir su propia versión de los hechos.Fue así como se dio el gusto de firmar, cuando yaempezaba a transitar su octava década de vida, dosvolúmenes explícitamente autobiográficos, cuyostítulos ya remiten a las tinieblas invisibles delmundo íntimo: Dentro de mí y Un paseo por lasombra. «Cuanto más vieja, más secretos tengo»,advirtió en esas páginas, desestimandoexplícitamente toda tentativa de buscar en su obrade ficción eventuales revelaciones sobre su vidaprivada. Sin embargo, es posible que el esfuerzohaya sido en vano. Al menos, en lo que respecta a

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una de sus biografías no autorizadas, pues el librofirmado por Carole Klein invadió las librerías enel año 2000.

Así, embebidas en la lógica del espectáculomediático, las añejas figuras del autor y del artistase transmutan en su versión más actual: seconvierten en celebridades. O sea: un tipoparticular de mercancía, revestido con ciertobarniz de «personalidad artística» pero quedispensa toda relación necesaria con una obra. Poreso, los escritores ficcionalizados en el cineconstituyen buenos ejemplos de estos fenómenostan contemporáneos: ahora pueden cosecharadmiradores o detractores —y no necesariamentelectores— como personajes que protagonizandramas privados, aunque publicitados con todoslos alardes en las pantallas del planeta.Paralelamente, se opaca su condición de autorescon influencia pública en el sentido moderno.

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VII. YO REAL

¿Qué es una obra? […] Hay que publicartodo, ciertamente, pero ¿qué quiere decireste «todo»? Todo lo que el propioNietzsche publicó, de acuerdo. ¿Losborradores de sus obras? Ciertamente. ¿Losproyectos de aforismos? Sí, ¿también lostachones, las notas al pie de los cuadernos?Sí. Pero […] una cuenta de la lavandería, ¿esobra o no es obra? ¿Y por qué no?

MICHEL FOUCAULT

Aquí no voy a contarle a nadie los «diezpasos» para nada, ni voy a dar consejos dequé hacer o no para tener éxito. Éste va a sertan sólo un relato de las lecciones que elmundo y la vida me enseñaron hasta estemomento. En esta corta, pero intensatrayectoria, mucha gente se ha empeñado enno verme.

BRUNA SURFISTINHA

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Cuando más se ficcionaliza y estetiza la vidacotidiana con recursos mediáticos, másávidamente se busca una experiencia auténtica,verdadera, que no sea una puesta en escena. Sebusca lo realmente real. O, por lo menos, algo queasí lo parezca. Una de las manifestaciones de esa«sed de veracidad» en la cultura contemporánea esel ansia por consumir chispazos de intimidadajena. En pleno auge de los reality-shows, elespectáculo de la realidad tiene éxito: todo vendemás si es real, aunque se trate de versionesdramatizadas de una realidad cualquiera. Comodos caras de la misma moneda, el exceso deespectacularización que impregna nuestroambiente tan mediatizado va de la mano de lasdistintas formas de «realismo sucio» que hoy estánen boga. Internet es un escenario privilegiado deeste movimiento, con su proliferación deconfesiones reveladas por un yo que insiste en

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mostrarse siempre real, pero el fenómeno esmucho más amplio y abarca diversas modalidadesde expresión y comunicación.

Aún así, no se trata de algo completamentenuevo: es posible detectar las raíces de este gustopor lo real ya en el siglo XIX. Una disposición queno se plasma solamente en la ficción, como lasnovelas realistas y naturalistas que se convirtieronen uno de los grandes vicios de la época, sinotambién en el periodismo sensacionalista quefloreció en aquellos tiempos y que los lectoresdevoraban en tabloides y folletines. E inclusive enlos museos de cera y otros espectáculos de la vidamoderna que se ofrecían en las calles de lasciudades y apelaban al realismo como uningrediente fundamental de su éxito. De esa forma,inclusive, se asentó el terreno para el surgimientodel cine, cuyas manifestaciones ancestrales eranpromovidas con ganchos publicitarios del tipo:«¡no son imitaciones ni trompe l’oeil, sonreales!»[1].

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A lo largo de la era burguesa, entonces, el arteimitaba a la vida y la vida imitaba al arte. Pero esacreciente ficcionalización de lo real en losdiversos medios, así como la gradualnaturalización de los códigos del realismo en laficción, también contribuyeron a cambiar loscontornos del mundo y de la realidad misma. Esosrecursos de verosimilitud pronto desbordaron laspáginas impresas de los libros y de los periódicospara invadir las pantallas del cine y de latelevisión, y luego empaparían también la vidacotidiana. La realidad de todos nosotros tambiénse ha vuelto realista. Pero ahora, a diferencia de loque ocurría en el lejano siglo XIX, el artecontemporáneo ya no pretende imitar a la vida.Del mismo modo, la vida actual tampoco anhelaimitar esas artes. En cambio, hoy vemos cómo losmedios de comunicación sin pretensiones artísticasestán más y más atravesados por los imperativosde lo real, con una proliferación de narrativas eimágenes que retratan la vida tal como es en todos

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los circuitos de la comunicación. Mientras tanto, lapropia vida tiende a ficcionalizarse recurriendo acódigos mediáticos, especialmente a los recursosdramáticos de los medios audiovisuales, en cuyouso hemos sido persistentemente alfabetizados a lolargo de las últimas décadas.

En una sociedad tan espectacularizada como lanuestra, no sorprende que las fronteras siempreconfusas entre lo real y lo ficcional se hayandesvanecido aún más. El flujo es doble: una esferacontamina a la otra, y la nitidez de ambasdefiniciones queda comprometida. Por los mismosmotivos, se ha vuelto habitual recurrir a losimaginarios ficcionales para tejer las narracionesde la vida cotidiana, lo cual genera una colecciónde relatos que confluyen en la primera persona delsingular: yo. En años recientes, sin embargo, lasnarrativas de ficción parecen haber perdido buenaparte de su hegemonía inspiradora para laautoconstrucción de los lectores y espectadores,con una creciente primacía de su supuesto

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contrario: lo real. O más precisamente, la noficción. Todo indica que esta inyección dedramatismo y estilización mediática que seapropió del mundo a lo largo del siglo XX ha idonutriendo un anhelo de acceder a una experienciaintensificada de lo real. Una realidad aumentadacuyo grado de eficacia se mide, paradójicamente,con estándares mediáticos. Por eso, si la paradojadel realismo clásico consistía en inventarficciones que pareciesen realidades, manipulandotodos los recursos de verosimilitud imaginables,hoy asistimos a otra versión de ese aparentecontrasentido: una voluntad de inventar realidadesque parezcan ficciones. Espectacularizar el yoconsiste precisamente en eso: transformar nuestraspersonalidades y vidas (ya no tan) privadas enrealidades ficcionalizadas con recursosmediáticos.

Esa curiosa vuelta de tuerca puede explicar, encierta medida, el renovado auge del realismo quetomó por asalto al cine, la literatura, la fotografía,

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las artes plásticas, la televisión e Internet a finesdel siglo XX y principios del XXI. Las nuevasestéticas realistas atestiguan esa necesidad deintroducir efectos de lo real en nuestros relatosvitales, recursos narrativos más adecuados para elnuevo cuadro de saturación mediática en queestamos inmersos. La principal novedad de estosefectos realistas es que ya no se pautanprincipalmente en la aguzada observaciónempírica tendiente a crear mundos plausibles o alograr que una ficción sea verosímil, tal comoocurría en las descripciones naturalistas de lasnovelas del siglo XIX o en los flujos de concienciade principios del XX. En cambio, se promueve unaintensificación y una creciente valoración de lapropia experiencia vivida, responsable por el«giro subjetivo» que hoy se constata en laproducción de narrativas, ya sean ficticias o no.Los cimientos de esos relatos más recientestienden a hundirse en el yo que firma y narra. Conuna frecuencia inédita, el yo protagonista, que

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suele coincidir con las figuras del autor y delnarrador, se convierte en una instancia capaz deavalar lo que se muestra y se dice. La autenticidade incluso el valor de esas obras y, sobre todo, delas experiencias que reportan, se apoyanfuertemente en la biografía del autor, narrador ypersonaje. En vez de la imaginación, lainspiración, la pericia o la experimentación quenutrían a las piezas de ficción más tradicionales,en estos casos es la trayectoria vital de quienhabla —y en nombre de quien se habla— lo queconstituye la figura del autor y lleva a legitimarlocomo tal. Sin embargo, tanto esas vivenciaspersonales como la propia personalidad del yoautoral también se ficcionalizan con ayuda de laparafernalia mediática.

A la luz de estos desplazamientos en lascomplejas relaciones entre autor y obra, vidaprivada y acción pública, cabría concluir que hoyse están generalizando nuevas estrategiasnarrativas, que denotan otros vínculos entre la

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ficción y lo real —o la no ficción—, bastanteapartados de los códigos realistas heredados delsiglo XIX. En una época tan arrasada por lasinseguridades como fascinada por los simulacros yla espectacularización de todo cuanto es, nocionesotrora más sólidas como realidad y verdad se hanestremecido seriamente. Tal vez por ese motivo, yano cabe a la ficción recurrir a lo real paracontagiarse de su peso y ganar veracidad. Alcontrario, la realidad parece haber perdido talpotencia legitimadora. Ese real que hoy está enpleno auge ya no es más autoevidente: suconsistencia se ha vuelto problemática y se poneen cuestión permanentemente. Junto con esavolatilización de lo real, la ficción tambiéntermina perdiendo su antigua preeminencia. Ahora,dando otra inesperada vuelta a esa tuerca, larealidad empieza a imponer sus propiasexigencias: para ser percibida como plenamentereal, deberá intensificarse y ficcionalizarse conrecursos mediáticos. Entre las diversas

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manifestaciones que solicitan ese tratamiento, sedestaca la vida real del autor-artista. O bien de eseyo que habla, que se narra y se muestra por todaspartes.

Ilustrando esa tendencia que tanto fulgura pordoquier, vemos surgir en las estanterías de laslibrerías —resonando con fuerza en las vitrinasmediáticas— lanzamientos editoriales como Elrostro de Shakespeare de Stephanie Nolen. Setrata de un pesado volumen cuyas páginascombinan datos periodísticos con algunoselementos de historia del arte y cierto análisisespeculativo, todo con la finalidad de develar ungran enigma de la historia occidental. ¿Cuál?Descubrir cómo era el verdadero rostro del bardoinglés. Su cara, precisamente, su aspecto físico.Justo de William Shakespeare, un autor sobre cuyavida ignoramos casi todo. Inclusive, como llegan ainsinuar algunos de esos investigadores, se dudade que realmente haya existido. En una era tansedienta de saberes biográficos como la nuestra,

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donde la «función autor» opera con tanto vigor, esedesconocimiento se vuelve intolerable.

Virginia Woolf destacó esa falta deinformaciones que hoy tenemos sobre la vidaprivada y la personalidad de Shakespeare,justamente, como un elemento fundamental denuestra relación con su obra. Como sabemos tanpoco de él, ese autor es pura literatura. Su figuracoincide plenamente con lo que escribió:Shakespeare es su obra, ni más ni menos que eso.No disponemos de datos fidedignos sobre suintimidad que puedan distraernos de lo que hizo,no hay relatos ni imágenes que puedan contaminarsus escritos. Si el poeta inglés logró ocultarnos«sus rencores, sus envidias y antipatías» —ypodríamos agregar, incluso, «su rosto»—, estambién gracias a ese elegante silencio que «supoesía brota de él libre y sin impedimentos»[2]. Tales la constatación de Virginia Woolf: si alguienlogró expresar completamente su obra, lejos de lasvanas poluciones biográficas, ese autor fue

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William Shakespeare. Sin embargo, dichosdetalles extraliterarios sobre quién fue realmentese crean y recrean sin pausa, se investigan conavidez de pruebas y cita de fuentes. Otro ejemplode esa intensa búsqueda es un libro pavorosamentetitulado La verdad será revelada.Desenmascarando al verdadero Shakespeare,firmado por Brendan James y William Rubinstein.En todos estos casos, lo que se busca es rellenarcon informaciones «reales» esa mudez intolerable,que se acoraza en la más perfecta ficción y serehúsa a salir de ese universo.

Pero esta búsqueda frenética por lo real-banaltampoco perdona a otras figuras históricas que,por haber vivido en épocas distantes de nuestroculto a la personalidad espectacularizada, dejaronpoco material para discurrir acerca de sus yos. Enese descuido nos han legado, tan sólo, sus obras.Un libro publicado por una reconocidaespecialista en la Divina Comedia de DanteAlighieri, por ejemplo, trajo algunas revelaciones

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que los medios de comunicación enseguida seocuparon de propalar con tono de escándalo. Ellibro develaba «el verdadero origen de lasvisiones dantescas» del infierno y del paraíso,descriptas por el poeta florentino hace siete siglos.He aquí la revelación: «para inspirarse, Danteingería sustancias estupefacientes como cannabis ymezcalina»[3]. Fueron apenas unos pocos renglonesreferidos al asunto en un libro de quinientaspáginas sobre la vida y la obra del escritoritaliano, pero también es claro que fue sólo esacuestión la que logró despertar el interésmediático sobre un tema tan poco actual. Uno delos suplementos literarios británicos másprestigiosos, el Times Literary Supplement,estampó el siguiente titular en la tapa: «Dantedrogado»[4].

De modo semejante, aprovechando el cuartocentenario de la publicación de Don Quijote, selanzaron al mercado decenas de libros y otrosproductos, todos referidos a asuntos «reales»

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relacionados con la célebre novela de Miguel deCervantes Saavedra. Pasando por alto el pequeñodetalle de que se trata de una ficción escrita hacecuatrocientos años, el mercado editorial no ahorróinvestigadores y articulistas: cuál sería elverdadero pueblo del cual partió el ingeniosohidalgo, cuáles eran los alimentos que él realmenteconsumía, y hasta quién habría sido la dama realque inspiró el personaje de Dulcinea del Toboso.Una nota periodística advertía que «docecocineros se comprometieron en el proyecto dehacer un libro de recetas basado en el Quijote», yapostaba a que la obra podría ser «traducida atantos idiomas como la novela; por ahora, seplanea su publicación en inglés y japonés».Considerando el éxito de la gastronomía en eluniverso de las letras contemporáneas, la culinariaquijotesca puede llegar a vender más que la propianovela en la cual se ha inspirado.

Por cierto, la ficticia Dulcinea no está sola enesta ansiosa búsqueda actual de realidad. También

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proliferan obras dedicadas a revelar la verdaderaidentidad de La Gioconda, para citar otro ejemplotípico, especulando sobre quién fue la mujer quequinientos años atrás posara para los pinceles deLeonardo da Vinci. A propósito, la popularidad deeste último artista ha aumentado bastanteúltimamente, pero tal incremento en el interés delpúblico no se deriva de sus famosísimas obras dearte, sino que se debe al éxito de un best sellercomo El código Da Vinci, de Dan Brown, que yavendió decenas de millones de ejemplares en másde cuarenta idiomas y transformó a su autor en unacelebridad millonaria. Ese libro logró sacar elmáximo provecho de la ambigüedad que floreceentre las fórmulas de la ficción y la no ficción,dando a luz, inclusive, otros libros quedesmenuzan sus diversos tópicos y tambiénlideraron, durante meses y años, las listas de bestsellers de todo el mundo. En este caso, las de noficción.

«Son más de doce libros publicados sobre el

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tema, casi todos mostrando que los argumentos deBrown están equivocados o son increíbles,olvidando que el libro pertenece al territorio de laficción», advertía un artículo publicado en unsuplemento cultural brasileño[5]. De todasmaneras, de ese granero también surgieron guíasde turismo e itinerarios para viajes temáticos,conferencias y objetos de decoración inspiradosen el libro, e incluso la inevitable película conestrellas de Hollywood en su elenco. Cabeimaginar además algún tomo bien encuadernadoque reúna misteriosas recetas de cocina bíblico-conspirativas, ¿por qué no? De hecho, al amparode este éxito, por lo menos un libro de recetas fuelanzado al mercado con una repercusiónconsiderable: el Códice Romanoff, un manuscritoa partir del cual se publicaron, en varios idiomas,las Notas de cocina atribuidas a Leonardo daVinci. Aunque son muchas las dudas acerca de suautenticidad, tales recelos se mencionan raramenteen las lujosas ediciones de la obra. Las

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anotaciones se refieren a los extravagantesmanjares que Da Vinci mandaba preparar en lacorte de Ludovico Sforza, en pleno siglo XV. Peroconviene subrayar que todo ese merchandising seha engendrado en el vientre de aquel otro códicebest seller, que supo capitalizar muy bien lasperplejidades que dinamitan las fronteras entreficción y no ficción.

Insistiendo en el tema, un estudioso de lagenealogía de las familias de Florencia comunicóa la prensa los resultados de sus investigaciones,que enseguida se replicaron en todo el planeta: elinvestigador había ubicado a las últimas herederasde la Mona Lisa. Dos jóvenes italianasdescendientes de la noble familia Strozzi, que enel siglo XIV fue la gran rival de los Médici, sedejaron fotografiar en el Museo del Louvre yfueron cotejadas con el célebre retrato de LaGioconda, que habría inmortalizado el rostro de suancestral Lisa Gherardini. En 1495, a los dieciséisaños de edad, esa joven florentina se casó con

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Francesco Bartolomeo del Giocondo, un ricocomerciante de seda que habría encomendado elretrato de su esposa en 1503. «Es poco lo que sesabe de la Mona Lisa, salvo que llevaba unaexistencia recluida y discreta en su casa familiarde la calle Della Stufa», revela el investigador.«Murió el 15 de julio de 1542 y fue inhumada enel convento de Santa Úrsula; la línea directa deDel Giocondo se extinguió a fines del siglo XVII,pero sobrevivió por la rama femenina»[6]. Ésa estoda la relevancia de esta información real.

«Posiblemente la Mona Lisa se parece a ladama cuyo retrato pintó Leonardo da Vinci», diceel crítico de arte Ernst Fischer. «Pero su sonrisaestá más allá de la naturaleza, no tiene nada quever con ella y depende absolutamente de laexperiencia vivida, del conocimiento alcanzadopor el hombre a quien la dama sirvió demodelo»[7]. Una obviedad capaz de invalidar todointerés en la verdadera —y, por lo visto, pocotranscendente— Lisa Gherardini. Sin embargo, no

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es eso lo que ocurre hoy en día. «Cuando Picassocomienza a pintar un objeto tal como lo hizo lanaturaleza y luego va renunciando poco a poco alparecido superficial por medio de un esfuerzogradual de simplificación, de concentración»,continúa Fischer, «con ello se va revelandopaulatinamente una realidad más fundamental»[8].No obstante, no es esa hondura revelada enocasiones por el arte lo que parece interesar alávido público contemporáneo. En vez de esabúsqueda, hay una voluntad de saber todo sobreaquella otra realidad más pedestre ysupuestamente más real. Interesa saber quién erarealmente esa mujer que posó para Picasso, quétipo de relación mantenía con el pintor, como sellamaba y cuántos años tenía, por qué ella estabaallí aquel día y cómo se conocieron, cuál era suverdadera historia familiar, cómo era su aspectofísico, etc. Y si todo eso se puede ver en unapantalla, pues tanto mejor. No hace falta aclararque esto ya ocurrió, de hecho, en la película

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Sobrevivir a Picasso, dirigida por James Ivory en1996, así como en incontables publicacionesimpresas y productos audiovisuales.

Hay una persistente obsesión por ese nivel másepidérmico de lo verdadero, por más trivial quesea. Según Umberto Eco, esa fijación por la realthing reside en la médula de la tradición culturalde los Estados Unidos. Hoy, al compás de laglobalización, esa tendencia se disemina y penetraen los rincones más remotos del planeta. El críticoitaliano desmenuza este asunto con buenas dosis dehumor y agudeza, en sus ensayos sobre elhiperrealismo y la «irrealidad cotidiana»redactados en los años ochenta[9]. Entre losnumerosos ejemplos comentados por el autor,bastará con mencionar los museos californianosdonde es posible observar una Mona Lisa más realque el célebre cuadro renacentista, e incluso másreal que aquella dama italiana rescatada por losinvestigadores florentinos. En este caso, la realthing aparece en una escena tridimensional y

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bastante hiperrealista —¿o surrealista?—, querecrea en cera las figuras del artista y la modelo enplena realización de la obra.

No sorprende, mientras sigue creciendo eseapetito por consumir vidas ajenas y reales cadavez más vorazmente, aunque no revelen más queuna realidad pedestre, que las ficcionestradicionales se estén hibridando con la no ficción,ese nuevo y ambiguo género hoy triunfante. Losdiversos medios actuales reconocen y explotan lafuerte atracción implícita en el hecho de queaquello que se dice y se muestra es un testimoniorealmente vivenciado por alguien. El anclaje en lavida real se vuelve irresistible, aunque tal vida seaabsolutamente banal e incluso, al menos en ciertoscasos, especialmente si es banal. O, con mayorprecisión aun: subrayando aquello que toda vidatiene de banal y pedestre.

En este contexto, las ventas de biografíasaumentan en todo el planeta, confirmando esacreciente fascinación por las vidas reales. Aunque

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no sean grandes vidas, de figuras ilustres oejemplares, como se ve por todas partes: basta conque sean auténticas, realmente protagonizadas porun yo de verdad. O, de nuevo, que al menos así loparezcan. Por tales motivos, hoy proliferangrandes éxitos editoriales que algunos consideraninexplicables, como es el caso de Cien cepilladasantes de dormir de la italiana Melissa Panarello,que en pocos meses se tradujo a decenas deidiomas y se transformó en un fenómeno demercado a nivel internacional. Es una mezcla muycontemporánea de diario íntimo con reality-show,una especie de blog confesional en formatoimpreso, en cuyas páginas la «autora narradoraprotagonista», de dieciocho años de edad, relatalas profusas experiencias sexuales de la época enque tenía tiernos dieciséis. En la misma línea y conidéntico éxito, explotando esa mezcla adolescentede sexo, drogas, dinero, tedio y nada más, aunquetodo supuestamente real, figuran la francesa LolitaPille, también de dieciocho años, con su libro

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Hell: Paris 75 016, y la china Wei Hui con su clonShangai Baby. En el Brasil, un ejemplo es MayraDías Gomes, que lanzó Fugalaça cuando teníadiecinueve años. Y en la Argentina cabemencionar el caso de una adolescente todavía másjoven, Cielo Latini, que con su libro Abzurdahagregó un poco de bulimia y anorexia al menúbásico. Las obras de ese tipo ya deben sumarcentenares en todo el mundo y todas siguen unaveta abierta en 2001 por La vida sexual deCatherine Millet, de la francesa Catherine Millet,que vendió más de dos millones de ejemplares encinco años.

Uno de los retoños más pintorescos de estatendencia fue una mezcla de autobiografía yautoayuda firmada por Jenna Jameson, una famosaactriz de películas pornográficas, bajo el títuloCómo hacer el amor como una estrella porno. Ellibro fue uno de los grandes sucesos editoriales de2004 en los Estados Unidos, y entre los rumoressuscitados a partir del anuncio de su versión

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cinematográfica, la encargada de interpretar a la«autora narradora protagonista» sería una de lasactrices de Hollywood mejor cotizadas delmomento. El Brasil también tuvo su fenómenoequivalente, que también promete saltar a laspantallas del cine: Bruna Surfistinha. Se trata deuna exprostituta que comenzó su carrera deescritora en un blog, en el cual relataba susexperiencias con los diversos clientes. Tras habersido descubierta por la industria editorial, seconvirtió en la gran atracción de las bienales dellibro de San Pablo y Río de Janeiro, fue una de lasinvitadas especiales de la Feria del Libro deBuenos Aires, y luego presentó sus obras enEuropa y en los Estados Unidos.

Su primer libro autobiográfico se llama Eldulce veneno del escorpión: diario de unaacompañante. Lanzado al mercado brasileño en2005, combina fragmentos extraídos del blog y unabreve biografía de la joven. No se trata, claro está,de ningún viaje autoexploratorio al estilo del

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homo psychologicus: nada de buceosintrospectivos y excavaciones retrospectivasplasmadas en densos flujos de consciencia. Entreotros motivos, porque la redacción de la parte másestrictamente «autobiográfica» no fue escrita porla supuesta autora, sino por un ghost-writer querecibió el encargo. El enorme éxito del producto,sin embargo, resultó de esa sobre exposición de lapersonalidad y la vida privada de la protagonista,que obviamente también es la narradora y por lomenos la coautora. A pesar de utilizar algunosrecursos de los viejos diarios íntimos, este librose distancia claramente de aquel paradigma de lainterioridad para crear y vender un personajeespectacularizado. Un yo supuestamente reallanzado a la visibilidad total, sin pretensión algunade rozar una realidad más fundamental que aquellaque se muestra en primerísimo plano.

El libro tuvo un éxito estruendoso: conalrededor de quince reimpresiones locales, vendiócasi doscientos mil ejemplares en el Brasil y por

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lo menos diez mil en Portugal. Permaneció duranteun año en la lista de publicaciones más vendidas.La versión en español facturó decenas de miles decopias en América Latina y en la comunidadhispánica de los Estados Unidos, lo cual estimulósu traducción a otros idiomas. Con el fin deconvertirlo en un genuino best seller internacional,sus derechos se vendieron a editoriales de paísescomo Inglaterra, Nueva Zelanda, Canadá, Turquía,Vietnam y Corea del Sur. Tal vez el proyectofuncione, pues la escritora ya protagonizó unextenso artículo en el diario The New York Times yuna entrevista para la emisora de televisión AlJazeera, de Medio Oriente. Son contadísimos losautores brasileños que logran semejanteproyección internacional y tales cifras de ventas;por eso, hay quien dice —irónicamente o no— quela autora pronto será candidata a ocupar una sillaen la Academia Brasileña de Letras. Como quieraque sea, su antigua profesión fue abandonada yahora se dedica exclusivamente a las letras y a la

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administración de su marca.Bruna Surfistinha sigue siendo el producto más

importante de su empresa, aunque el segundo librolleva la firma de Raquel Pacheco —su nombreverdadero—, pero esta vez lo principal aparecióen el título: Lo que aprendí con BrunaSurfistinha: Lecciones de una vida nada fácil. Elnuevo lanzamiento combina la exitosa receta delconfesionario descarado con un leve tono deautoayuda, y se promocionó ampliamente porcontener «cincuenta páginas extras de relatosjamás publicados en el blog de la autora».Además, editó un audiolibro que reúne una seriede «historias inéditas y prohibidas, narradas porella misma», mientras su famoso blog contaba lospormenores de la gira para presentar su primerlibro en países como Francia, Holanda, España,Alemania e Italia. Las noticias publicadasdiariamente desde Europa relataban suparticipación en los compromisos editoriales juntoa su novio, un excliente de la época en que todavía

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trabajaba como prostituta, que por ella abandonó asu familia. Este asunto fue un ingredientefundamental de la estrategia de marketing de lasegunda horneada de productos, puesto que ambosse ocuparon de divulgarlo por todos los medios,incluyendo todas las menudencias imaginables ylas inimaginables también.

La cantera descubierta por esta joven de SanPablo resultó ser tan rica que sobraron espacio yreflectores para la esposa traicionada. Esta noperdió la oportunidad de publicar su versión deldrama doméstico, con todo lujo de detalles, en unlibro llamado Después del escorpión: unahistoria de amor, sexo y traición. El lanzamientode este otro producto fue promovido intensamenteen todos los canales mediáticos, que no seprivaron de invitar a esta otra «autora narradorapersonaje» para que siguiera exponiendo el asuntoen público. El libro se vende bajo la siguientepresentación: «Perder al marido en manos de otramujer ya es algo muy doloroso; imagínense,

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entonces, si esa otra mujer fuera la exprostitutamás conocida del Brasil». En las páginas de estaconfesión, la exesposa en cuestión, «cuenta suhistoria desde el principio, cuando conoció a suexmarido a los siete años de edad». El punto fuertedel enredo es «cómo descubrió la traición a travésde una hebra de cabello rubio», pero la autoraaprovecha también para contar «cómo está hoy,cuando ya logró recuperarse de la separación».Así, «el libro es una verdadera lección de vidapara inspirar a otras mujeres que temen pasar o yapasaron por la misma situación». Pero no sólo eso:por el mismo precio, «es también un desahogo conmucho buen humor, de una mujer luchadora, linda einteligente»[10].

La exesposa también mantiene un blog enInternet, con idéntico título y edificado porcompleto alrededor del asunto que la llevó a lafama y que, de alguna manera, la convirtió en unpersonaje mediático y una celebridad menor. Suobra fue exactamente ésa: haber sido abandonada

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por el marido en provecho de Bruna Surfistinha, yhaber capitalizado el pequeño escándalo paraproducir el personaje de Samantha Moraes, unabella y simpática mujer traicionada que a pesar detodo intenta recuperarse. La editorial de Brunatambién aprovechó para promocionar su nuevolanzamiento diciendo que «el novio de laexacompañante, João Paulo Moraes, decidióromper el silencio», y relata su versión del dramaen un capítulo del libro. «Entre las revelacionesque ofrece sobre la exmujer, João Paulo cuentacómo él y Samantha empezaron el noviazgo. JoãoPaulo era padrino de casamiento de Samantha.Todo comenzó en un viaje del novio…»[11]. Seespera que este nuevo libro también sea un suceso.

Las autobiografías de este tipo, que constituyenun nuevo género editorial con increíble éxito entodo el planeta, remiten a un caso quizáslegendario pero sin duda ejemplar. VictoriaBeckham, exintegrante del grupo musical SpiceGirls y actual esposa del jugador de fútbol inglés

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David Beckham, también publicó su autobiografíaen 2001, bautizada Aprendiendo a volar. Suintención era «dejar todo claro», tras no haberlogrado impedir la publicación de por lo menosdos biografías no autorizadas, una sobre ella sola—Victoria’s Secrets— y otra sobre la pareja—Posh & Becks—. Según la editorial, el tema dellibro es «la realidad de la fama», pues en suspáginas cuenta «cómo es ser la mitad de la parejamás famosa de Gran Bretaña y cómo alguien sesiente cuando se transforma en el blanco de tantaadoración y envidia». En este caso, la «autoranarradora personaje» «habla abiertamente sobrelas controversias que la cercan, incluyendo laverdad sobre el comienzo de las Spice Girls, sucasamiento y su salud»[12]. Sin embargo, en una delas miles de entrevistas que esta celebridad deorigen británico suele conceder a la prensa,deslizó que jamás había leído ni siquiera un libroen toda su vida, aduciendo falta de tiempo ydesinterés por esa actividad. Cuando el

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entrevistador se vio obligado a preguntarle sitampoco había leído su propia autobiografía,ocurrió un verdadero hito del género.

Pero las biografías más tradicionales tambiénconstituyen un fenómeno de ventas en lacontemporaneidad, o sea, aquellas dedicadas anarrar la vida de personajes reales que hicieronalguna acción pública que pueda considerarse suobra. No obstante, también en estos casos, buenaparte del interés del público suele recaer en losasuntos privados. Es el caso de la autobiografía deBill Clinton, cuya aparición en 2004 fueansiosamente esperada y muy bien orquestada entérminos de marketing. El libro fue objeto deinnumerables reseñas en los medios decomunicación del mundo entero, y vendiócuatrocientos mil ejemplares solamente durante elprimer día y en su país. Con esos números duplicóel récord anterior para el género de no ficción, queestaba en manos de la senadora Hillary Clintoncon su obra Historia viva. Pero lo que gran parte

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de los lectores buscaba en el libro de casi milpáginas del expresidente de los Estados Unidos,llamado Mi vida, era lo mismo que habíanbuscado ávidamente en la autobiografía de suesposa: el relato del «episodio Mónica Lewinski»,famoso affaire del «autor narrador personaje» conla expasante de la Casa Blanca, que merecióapenas una discreta referencia en la página 773 dellibro.

Volviendo a las autobiografías de jóvenescelebridades sin obra alguna —por lo menos, en elsentido moderno—, como las de Bruna Surfistinha,Samantha Moraes y Victoria Beckham, así comolas de Catherine Millet y Melissa Panarello, talvez puedan compararse con otro fenómenoeditorial ocurrido algunas décadas atrás. Estasnovedades serían versiones muy actuales de otrogénero igualmente polémico y exitoso, que tuvo suauge en las décadas de 1960 y 1970 hastaprincipios de los años ochenta. Se trata de laliteratura testimonial, cuyos frutos también

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ostentaban un tono confesional, realista ydocumental, sin mayores méritos en términos deexperimentación literaria. La gran diferencia esque esos relatos se apoyaban en un yo casianónimo que narraba, protagonizaba y firmaba unahistoria verdadera, y que se erguía más comorepresentante de un tipo social que como unaindividualidad fulgurantemente singular. Entre losejemplos más conocidos de este género, cabe citarMe llamo Rigoberta Menchú y así me nació laconsciencia, de la india maya Rigoberta Menchú,y en el Brasil, Quarto de despejo: Diário de umafavelada, de la empleada doméstica CarolinaMaría de Jesús. Varias de esas obras fuerontraducidas a decenas de idiomas y se convirtieronen íconos de su época. Sin embargo, lasdiferencias entre ambos géneros es abismal:mientras que esos libros de hace algunos años eranexplícitamente politizados y no-intimistas, los dehoy en día constituyen la encarnación de lafrivolidad y el chismorreo, sin ninguna pretensión

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de afectar la esfera pública más allá de los índicesde ventas.

Pero esta nueva vertiente de la no ficciónautobiográfica e intimista que se desarrolla contoda la fuerza de un boom global, no se restringe aese nicho del erotismo explícito con espíritubloguero y casi siempre conjugado en femenino.Sus ramificaciones alcanzan los temas, tonos ysoportes mediáticos más diversos. Otra de susvertientes la constituyen las «novelas verdad»,libros de no ficción escritos por periodistasprofesionales pero dedicados a desmigajar algúnasunto relacionado a sus propias vidas privadas,explotando ese estilo testimonial y confesional queestá de moda. En este sentido, por ejemplo,abundan las biografías de padres, tíos y abuelos,retratos personales y familiares que apuntan apintar también una época o un determinado temahistórico, pero siempre amarrados a un casoconcreto, pequeño, íntimo y verídico.

El periodista argentino Jorge Fernández Díaz

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es uno de esos autores: escribió la historia de sumadre, una inmigrante española como tantas otras,y vendió cincuenta mil ejemplares. «Se produce unfenómeno de identificación», explica el autor ehijo de la protagonista. «Y cuando uno ve que elotro se desnuda, te das cuenta de que esincreíblemente parecido a vos»[13]. Su colegaGabriela Mochkofsky publicó Tío Boris, otraautobiografía familiar, en este caso ambientada enel contexto de la Guerra Civil Española. Otroperiodista, Jorge Sigal, lanzó las Confesiones deun excomunista, una revisión de sus añosjuveniles que también intenta comprender lasmotivaciones de toda una generación. «Creo quese trata de bajarse del pedestal al que nos subimosen los noventa y ser más humildes», dijo esteúltimo en una entrevista. «No quiero contar cómofueron las cosas, sino cómo lo vi yo»[14]. Con elfin de entender los sentidos de esta súbitaepidemia de pequeñas historias intimistas, muchomás humildes y despolitizadas que en años

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anteriores, aunque protagonizadas por un yo quedesborda por todas partes, los especialistas aludena un nuevo clima de época. Y, sobre todo, a «unnuevo clima mediático que empieza a revalorizarel nombre propio en medio del bombardeoinformativo», un movimiento que se consideraalentado por Internet y su «cultura bloguera»[15]. Osea: por el torbellino de la Web 2.0, que nos haconvertido a todos en la efervescente personalidaddel momento.

La tendencia es tan fuerte y tan característicade la cultura contemporánea, que ya invadiótambién el cine, con el súbito auge de losdocumentales y, sobre todo, de un subgéneroespecífico: las películas de ese tipo narradas enprimera persona por el mismo cineasta. En esasobras, los directores se convierten enprotagonistas del relato filmado, y el tema sobre elcual se vuelca la lente suele ser algún asuntopersonal, referido a cuestiones que gravitan en elámbito íntimo del «autor narrador personaje». A

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pesar de ser bastante reciente, ya son varios losfrutos de esta nueva fuente. Uno de los primerospasos los ha dado la ambigua autoficción delcineasta italiano Nanni Moretti, con películascomo Caro diario en 1993 y Abril en 1998. Unaestrategia de autoexhibición bastante riesgosa,cuyas posibles consecuencias indeseables fueronsarcásticamente parodiadas en Los secretos deHarry, de Woody Allen, una obra casi totalmenteficticia de 1997. Ahora, sin embargo, buena partede los riesgos implícitos en esa sobrexposición enpantalla grande parecen haberse disuelto, junto conlos muros que solían separar la esfera pública y elámbito privado.

En América Latina, el fenómeno crece conbastante agilidad. Uno de sus primeros ejemplaresfue la película 33, del brasileño Kiko Goifman,estrenada en 2003. Cuando se acercaba sucumpleaños número treinta y tres, el «autornarrador personaje», que es hijo adoptivo, decidióregistrar con cámara y micrófono un viaje de

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treinta y tres días en busca de su madre biológica,valiéndose de entrevistas y otros métodos en vivo,inclusive un blog. Otro ejemplo es Imágenes de laausencia, del argentino Germán Kral, donde eldirector entrevista a sus familiares y emprende unauténtico sondeo audiovisual en su historiapersonal, con el fin de comprender el motivo quellevó a sus padres a separarse cuando él era niño.En esa línea también figura la última obra deAndrés Di Tella, con el título Fotografías, queregistra un viaje a la India en compañía de su hijoy de su esposa, en busca de los parientes de sumadre, ya fallecida, y también de los propiosorígenes. Otras películas sintonizadas en la mismafrecuencia son Los rubios de Albertina Carri, Unpasaporte húngaro de Sandra Kogut, Santiago deJoão Moreira Salles y Mi cuerpo de MargrethOlin.

Sin embargo, el representante más ilustre deeste nuevo género probablemente sea Tarnation,también de 2003. Este largometraje recrea en la

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pantalla el verdadero drama existencial de sudirector, Jonathan Caouette, contado a través de unalucinado collage audiovisual de fotografías,fragmentos filmados en super-8, mensajes decontestador automático, confesiones registradas envideo y material de archivo sobre la culturamediática de los años ochenta. La película causógran impacto en la crítica y obtuvo bastante éxitoen festivales internacionales. Entre otros motivos,se destacó el hecho de que fue realizada porcompleto en la computadora personal del «autornarrador personaje», con un presupuesto inferior adoscientos dólares. Otra película de ese tipo queganó acceso a las pantallas internacionales es Lefilmeur, una especie de diario íntimo del cineastaAlain Cavalier, que condensa material registradopor su cámara a lo largo de la última década. Perouno de los ejemplares más sintomáticos de estaonda es TV Junkie, cuyas imágenes muestran lavida real de un «adicto a ser filmado». A lo largode toda su existencia, el protagonista Rick Kirkhan

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acumuló miles de horas de filmaciones de símismo, y esta película fue realizada a partir de eseprofuso material autocentrado.

Acompañando este importante movimientocultural contemporáneo, otros géneros de noficción prosperan en los ámbitos más variados yen los diversos medios de comunicación, casisiempre con el acento puesto en laespectacularización de la intimidad de quien hablay se muestra. Un ejemplo es el ciclo de teatroBiodramas, propuesto en 2002 por la directoraVivi Tellas, con una buena trayectoria en las salasde Buenos Aires durante varios años. Se trata demontar «biografías escenificadas», con laintención de explorar las nuevas posibilidades derelación entre teatro y vida en este clima de«retorno de lo real al campo de larepresentación». Siguiendo esa convocatoria,diversos directores teatrales eligen a una personareal y viva, y con la ayuda de un autor«transforman su historia de vida en material de

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trabajo dramático»[16]. Una propuesta muy similara la película Juego de escena, décima obra deldocumentalista brasileño Eduardo Coutinho,estrenada en el año 2007.

Vale la pena considerar, también, lasreverberaciones de este fenómeno en las artesplásticas, especialmente en el ámbito de lafotografía. Son innumerables las obras basadas enel autorretrato, así como en los registros de la vidacotidiana de los artistas que firman los trabajos.Es enorme la variedad de obras de este tipo, tantoen lo que concierne a su intención como a sucalidad. Entre ellas hay parodias con buen sentidodel humor o circunspectos manifiestos, quepretenden alzar una voz crítica con respecto aestos procesos o iluminar sus múltiples sentidos.En otros casos, sin embargo, el objetivo pareceagotarse en la exhibición misma, contribuyendo aaumentar artísticamente el volumen del fenómeno.

Sophie Calle es una figura emblemática de lasobre exposición autobiográfica: siempre con gran

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éxito de público, esta artista francesa empuja loslímites de lo tolerable cuando pone en escena supropia intimidad y la ajena. El objeto que disparasus obras puede ser el mensaje que su amante ledejó en el teléfono antes de abandonarla, o bien unvideo que muestra los últimos siete minutos de laagonía de su madre. «Mis obras hablan de la vidacotidiana de cualquier ser humano», dice alintentar explicar el poder de convocatoria de susexposiciones, «a través de mi vida, missufrimientos y mis fracasos, la gente ve reflejadasu propia vida»[17]. Otro de los nombres que másresuenan en estas áreas es el de la fotógrafa CindySherman, autora de obras como Fashion y HistoryPortraits. Se trata de ensayos fotográficos en loscuales la artista aparece vistiendo ropas deestilistas famosos, por ejemplo, o simulandoescenas que remiten a estereotipos femeninos o acélebres cuadros de la pintura occidental. Variasperplejidades sobrevuelan esa multiplicación deimágenes de sí misma, que por momentos indagan

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el estatuto inadecuado del organismo humano en ununiverso tan saturado de imágenes corporales, y elextrañamiento provocado por «las heridas quedenuncian su condición de apariencia»[18]. En esamisma línea parecen inscribirse obras comoBalkan Erotic Epic: Marina AbramovicMassaging Breasts, una instalación que capturaimágenes performáticas, incluyendo un video y unaserie de grandes fotografías, en las cuales la artistaserbia Marina Abramovic frota sus propios senosdesnudos, una y otra vez, como si estuviera entrance.

En los márgenes de los museos y los circuitosmás candentes de las artes contemporáneas, sinembargo, las imágenes de personajes anónimosproliferan sin causar ese tipo de perturbaciones, oal menos sin la intención explícita de despertarcuestionamientos de ninguna índole. Una de lasprimeras exploradoras de este terreno fue NatachaMerritt, joven estadounidense que en el año 2000decidió mostrar en Internet sus fotografías

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eróticas, en las cuales es siempre la autora y, casisiempre, también una de las protagonistasretratadas. Poco después, la fotógrafa lanzó unlibro lujosamente editado, llamado Diariosdigitales, en el cual exponía una selección de susobras y algunas declaraciones. «No puedo separarsexo y fotografía», confesaba en el sitio que aúnmantiene en la Web, «ocurren al mismo tiempo…no logro hacer una de esas actividades sin pensaren la otra»[19].

Son incontables los sucesores que ha tenidoesta primera espectacularizadora de la propiasexualidad vía Internet, como delata laproliferación de fotografías eróticas amateurspublicadas en diversos sitios por autores quetambién suelen posar para las cámaras. Unaescuela que ha crecido enormemente gracias a lafacilidad ofrecida por las cámaras digitales, y quese ha legitimado por la popularización de losblogs y fotologs de ese tipo, cada vez másabundantes en todo el planeta. Algunos prefieren

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llamarlos pornologs, porque sus autores-narradores-protagonistas «defienden lasensualidad y el erotismo del desnudo parcial»,con un inagotable elenco de muecas enexposición[20]. Otra denominación para el nuevofenómeno es egologs, ya que «el éxito de exhibirsus fotos les sube el ego», como sintetizó una notareciente que comprendía varias entrevistas sobreel asunto, publicadas bajo el título: «Miralos perono los toques»[21]. Los ejemplos son infinitos ybastante variados, siempre dentro de esa propuestamonocorde de autoexhibicionismo porno-soft:desde amas de casa y madres de familia hastajóvenes de todos los estilos, géneros sexuales yprocedencias. Algunos sitios se dedican a reunirfotografías publicadas en ese tipo de blogs, quemuchas veces las reciben de sus propios autores-protagonistas, para mostrarlas a todas juntas en elmismo espacio siempre renovado. «Las chicasdicen que mandan las fotos para sentirse sexy,mostrar su cuerpo y aumentar su ego personal»,

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afirma el dueño de uno de esos espacios de laWeb, que recibe veinte mil visitantes por día[22].

Un pionero indiscutible de esta tendencia, sinembargo, fue el sitio JenniCam, montado en 1997por la diseñadora estadounidense Jennifer Ringley,que en aquella época tenía veinte años. La jovencausó cierto impacto cuando decidió instalarvarias cámaras de video en los diversos ambientesde su casa, apuntando hacia todos los rincones,con el fin de que sus lentes registrasen ytransmitiesen por Internet todo lo que ocurría —ysobre todo lo que no ocurría— entre esas cuatroparedes. Así, cualquiera podía espiar no sólo sucuarto propio, sino también su cocina, el baño y lasala. Las cámaras nunca se desconectaban, y lavida de Jennifer parecía transcurrir como si laslentes no existieran. El sitio permaneció on-linedurante varios años, con todas sus filmadorasconectadas todo el tiempo. «Simplemente, megusta sentirme observada», explicaba estaprecursora, cuando la decisión de exhibir la

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propia intimidad todavía era una extravaganciaque exigía explicaciones[23]. Ahora son milloneslos sitios de ese tipo, y también son incontableslos usuarios de Internet que suelen ver dichosespectáculos de la vida privada de quien deseemostrarla.

Pero esas modalidades del autorretrato en vivono llegan a agotar el fenómeno: susmanifestaciones son múltiples y de lo másdiversas, aunque nunca abandonen la más rigurosa«intimidad». Los nuevos vientos parecen haberbarrido los viejos pudores, resquicios de aquellostiempos en los que la sexualidad de la pareja —y,sobre todo, la desnudez y la preciada honra de lasseñoras esposas— se resguardaba de la miradaajena con sumo recato, protegida en la privacidaddel hogar por paredes sólidas y opacas. La carreradel fotógrafo noruego Petter Hegre, por ejemplo,recién logró despegar cuando publicó un libroexplícitamente titulado Mi esposa, plagado defotografías eróticas en las cuales retrataba a su

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mujer, la islandesa Svanborg, en todos los ángulosimaginables. Algunos años más tarde, el autor seseparó para casarse nuevamente, esta vez con laucraniana Luba, de quien también publicó profusosdesnudos tanto en Internet como en otros medios.Una propuesta semejante es la del libro Ex, delargentino Nicolás Hardy, cuyas páginas muestrandecenas de fotografías de la exnovia del autor, cony sin ropas, en una infinidad de gestos y actitudesque revelan la vida cotidiana de la exparejacuando aún era una pareja, en demasiados sentidosigualita a cualquier pareja. Pero el más famoso deestos matrimonios sobrexpuestos quizás sea elintegrado por el reconocido artista estadounidenseJeff Koons, cuya principal obra se compone decuadros como Eyaculación, Posición tres,Chupada, Jeff arriba o Jeff chupando a Ilona. Setrata de una serie de fotografías en gran formato yesculturas sumamente realistas, en las cuales elautor aparece retratado en escenas de sexoexplícito con su esposa, la estrella pornográfica

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que también supo ser diputada italiana, IlonaStaller, más conocida como Cicciolina.

Más allá de esas ventanas que se abren en lashabitaciones otrora privadas de las casas paramostrar todo lo que allí ocurre y deja de ocurrir,hay también casos extremos de «autorretratosradicales». Uno de los más célebres es el de lafrancesa Orlan, que hace varios años vienehaciéndose cirugías plásticas en su rostro paraparecerse a las damas pintadas por Botticelli o aLa Gioconda, entre otras performances igualmenteimpresionantes. Otra variante de ese «arte carnal»o «autoescultura radical» fue presentada por laartista plástica Nicola Costantino en 2004, en sumuestra Savon de corps. Esta obra consiste en unaserie de cien jabones, elaborados con dos kilos degrasa extraída del cuerpo de la autora por mediode una cirugía de lipoaspiración. La muestraincluía material gráfico que simulaba la publicidadde los productos, con fotografías cuya protagonistaera la misma autora, haciendo las veces de una

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modelo tan desprovista de tejidos adiposos comode vestimentas. Otra argentina, la escritora yartista plástica Gabriela Liffschitz, fotografió sucuerpo desnudo tras sufrir una mastectomía debidoa un cáncer de mama, y publicó los resultados enel libro Efectos colaterales.

Por todas partes —y con diverso grado decalidad— se extienden los dominios de esa noficción autocentrada. O, como algunos prefierendenominarla, de una cierta autoficción. Proliferanlas narrativas biográficas, la espectacularizaciónde la intimidad y las exploraciones artísticas detodas las aristas del yo. En un proceso que admitelazos significativos con este otro, se agrava lacrisis de la literatura canónica y de los géneros deficción tradicionales. Suele decirse que Karl Marxconfesó haber aprendido más sobre la sociedadfrancesa de la primera mitad del siglo XIX en lasnovelas de Balzac que en los tratados políticos ysociológicos referidos al mismo período.Difícilmente, sin embargo, alguien diría algo

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equivalente sobre la literatura contemporánea.Pero los editores de la revista Time que eligierona usted como la personalidad del momento,dijeron lo siguiente: «es posible aprender másacerca de cómo viven los estadounidenses consólo observar los ambientes donde transcurren losvideos exhibidos en YouTube —todos esos cuartosdesordenados y esas salas llenas de cachivachesdesparramados— que viendo mil horas detelevisión abierta»[24]. Sin duda, se trata de uninteresante desplazamiento en los códigos delrealismo: de aquellas ficciones típicas delsiglo XIX, hacia los videoclips caseros que seexhiben en Internet.

¿Señal de los tiempos? En todo caso, lacomparación merece ser explorada. Pues seríaimposible consumar una oposición más elocuenteque ésa, que contrapone el popular sitio depelículas amateurs del siglo XXI y un proyectoliterario como la igualmente inconmensurableComedia humana del siglo XIX. Imposible

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imaginar un contraste más exacerbado entre losmodelos narrativos analizados bajo las metáforasarqueológicas de Pompeya, con respecto a losvideos de YouTube —una enorme colección deinstantáneas congeladas—, y Roma, con respecto ala obra de Balzac —un todo despedazado ypotencialmente eterno, en su ambiciosafragmentación bien hilvanada—. La diferencia nose limita al hecho fundamental de que los primerossuelen ser reales, mientras que esta última es unaficción. Además, la relación con la temporalidad ycon el tipo de subjetividad que implican es muydistinta en un caso y en el otro.

Vale la pena observar de cerca algunosejemplos prototípicos de los videos más vistos ensitios como YouTube, que son tan populares y tanrepresentativos del modo de vida que hoy seimpone al ritmo de la globalización, según larevista Time. Un día cualquiera, por ejemplo, elclip más visto del sitio puede ser una pieza de tresminutos y medio de duración cuyo título anuncia Yo

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cantando «Say it right». La obra consiste en unprimer plano de una joven sentada en un sofá,mirando a la cámara, mientras hace playback deuna canción cuya versión original toca en elequipo de audio de la sala. Más de un millón depersonas vieron el video, y varios lo han elegidocomo uno de sus favoritos. Cuando el clip termina,la joven arroja un beso a la cámara y, por uninstante, la pantalla queda vacía. En seguida, elsitio ofrece decenas de películas semejantes,varias protagonizadas por la misma «autoranarradora personaje», aunque cantando otrasmúsicas y vistiendo otras ropas, en las diversashabitaciones de lo que parece ser su casa. A todoslos han vistos decenas o centenas de miles depersonas. En el sitio Revver, uno de loscompetidores de YouTube, entre las películas másvistas figura una denominada Diet Coke – Mentos.El video muestra la pequeña explosión que ocurredentro de una botella de gaseosa cuando unhombre introduce en ella un caramelo, todo ocurre

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en el balcón de una casa de suburbios, con unjardín al fondo.

Las nuevas narrativas autobiográficas queilustran estos pocos ejemplos se estructuran segúnla temporalidad implícita en la metáforaarqueológica de Pompeya, como píldoras demomentos presentes expuestos uno después delotro. Y denotan una estilización de sí mismoalterdirigida, es decir, un tipo de subjetividad queresponde a la lógica de la visibilidad y de laexteriorización del yo, una autoconstrucción queutiliza recursos audiovisuales y, por lo tanto, suescenario preferencial sólo puede ser una pantalla.Por otro lado, en cada una de las páginas de laComedia humana rigen las reglas de producciónde subjetividades introdirigidas, así como aquellaotra forma de vivenciar la temporalidad que lametáfora de Roma ejemplifica: como una inmensaciudad en ruinas donde todos los fragmentos sonvestigios de algo, donde todo remite a otra cosa yapunta, en última instancia, hacia una totalidad con

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sentido.Si aquella novela absoluta firmada por Honoré

de Balzac ya era desmesurada en 1830, cuando fueideada, ahora roza lo inconcebible la mera idea deque alguien pueda emprender semejante proeza.Como ya se dijo con respecto a la obra de Proust:no sólo su escritura, sino incluso su lectura,porque ambas tareas implican una ambición detotalidad —fija y con sentido—, lo que de modoalguno subyace en las desmesuras de YouTube.Cabe recordar que el descomunal compendiobalzaciano fusiona todas las obras de aquelescritor increíblemente prolífico en una única einmensa construcción ficcional que, aunque hayaquedado inconclusa, llegó a ocupar dieciséisgruesos volúmenes y millares de páginas, juntandodecenas de historias y poniendo más de dos milpersonajes en acción. La obra de Balzac teníaobjetivos tan ambiciosos como su tamaño:pretendía coagular en el papel todo un universoimaginario pero realista, basado en la observación

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de la realidad y usando una amplia serie derecursos de verosimilitud para delinear personajesy situaciones plausibles. Todo eso recreado en elpapel gracias a un trabajo extenuante con lapalabra, desarrollado no sólo en la materialidadde la escritura diaria sino también en la fértilinterioridad del artista. Una obra destinada a serdevorada después, de principio a fin, por los ojosgolosos de los lectores que se veían reflejados entodas esas ficciones. Inclusive por Karl Marx,justamente, que decía haber aprendido más sobrela vida real leyendo esas páginas ficticias —peroen las cuales se entreveía alguna realidad másfundamental— que en las descripciones científicasmás pedestres de la realidad de la época. Comodiría Benjamin: aquel territorio más explícito de lainformación que pronto terminaría aniquilando a lanarrativa.

Por todo eso, como lo planteó Italo Calvino enlos años ochenta, «las novelas largas escritas hoytal vez sean una contradicción», ya que la

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dimensión del tiempo se ha perturbado y sulinealidad estalló en una infinidad de astillasdispersas. Ahora «no podemos vivir ni pensarexcepto en fragmentos de tiempo, cada uno de loscuales sigue su propia trayectoria y desaparece deinmediato»[25]. Cada uno de esos fragmentos puedeser una instantánea de Pompeya, un clip deYouTube, un post de cualquier blog o una imagende un fotolog. Y todos esos fragmentos de vidapresentificada llevan el sello de lo real, puestoque se desprenden de la realidad más epidérmica yvisible de un yo cualquiera.

Hoy estamos todavía más lejos de aquelperíodo en el cual la novela moderna vivenció suapogeo, cuando la ficción literaria era el espejomás fiel de la vida real. Aunque todavía prolifereun cierto «gigantismo» en la prepotencia de unnicho específico del mercado editorial, elsegmento de los best sellers de ficción —con susletras grandes y sus generosos espacios en blanco—, hoy ese cuadro estaría en fatal decadencia,

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inexorablemente condenado junto con la anticuadanoción de tiempo en que se basaba. Como dijoWalter Benjamin al constatar el nacimiento de unanueva forma literaria, el relato breve o shortstory, ya en los años treinta del siglo XX: «elhombre logró abreviar hasta la narrativa»[26].Pocos adjetivos definirían mejor los fragmentosposteados en los blogs confesionales, en contrastecon aquellas ficciones literarias decimonónicas:antes que nada y más allá de todo, son breves. Yademás son reales, o al menos deben parecerlo.

Ese agotamiento de la ficción literaria, o esaalteración en su estatuto, fue metabolizado por unade las publicaciones culturales más influyentes delmundo, el New York Times Book Review, cuandoanunció la implementación de cambios drásticosen su propuesta editorial. Las transformacionesanunciadas en 2004 tenían por objetivo ayudar alos lectores a «elegir libros en los aeropuertos».Con ese propósito altamente pragmático, el nuevoeditor del tradicional suplemento literario declaró

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que se reseñarían «menos primeras novelas y máslibros de no ficción, porque es ahí donde nacen lasideas más pertinentes»[27]. Al divulgar la noticia,la prensa global informó que «los cambiosasustaron a las editoriales, ya que éste suele darlesel tono a los otros suplementos literarios del país eimpulsa las ventas»[28]. Por lo visto, aquella«realidad más fundamental» que la ficción solíadevelar está perdiendo cada vez más terreno, enfavor de las realidades epidérmicas —y, enmuchos casos, autocentradas— que se multiplicanpor todas partes y atraen todas las miradas.

«La ficción es como una tela de araña atada ala vida, muy levemente quizás, pero atada por lascuatro esquinas», explicaba Virginia Woolf. «Amenudo la ligazón es apenas perceptible»,agregaba la novelista, y planteaba que «las obrasde Shakespeare, por ejemplo, parecen quedarsuspendidas por sí solas». Lo hacía evocando lasescasas informaciones que tenemos sobre la vidapersonal de ese autor de ficciones, tan pocas y tan

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inciertas que no llegan a perturbar nuestra relacióncasi directa con sus textos. «Pero cuando se estirala tela, se la engancha de costado, se la rasga almedio», entonces súbitamente recordamos queesas telas de araña «no están hechas en el aire porcriaturas incorpóreas». En ese forcejear,percibimos que las ficciones literarias «son obrade humanos que sufren y están atados a cosasgroseramente materiales, como la salud y el dineroy las casas en que vivimos»[29]. De repente, esascosas groseramente materiales que forman parte dela vida de todo artista —así como de cualquiera—pasaron a despertar más interés que las finas telasde araña construidas con su arte y su oficio. Hastael punto de que estas últimas, las obras de ficción,se convierten en un mero pretexto para saber mássobre aquellas: las trivialidades de la vida delautor.

No deja de ser irónico que la mismísimaVirginia Woolf, como ya se dijo, haya caído enesas redes. Pero ella no está sola en ese torbellino,

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por supuesto: su admirado poeta la acompaña enpelículas como Shakespeare enamorado, de 1998.Tampoco se salvó de esas artimañas otracompatriota igualmente respetada por la novelistabritánica, que acaba de ser ficcionalizada enBecoming Jane, de 2007. «Jane Austen impregnacada palabra que escribe, lo mismo queShakespeare», disertaba Virgina Woolf en 1928,antes de volcar su atención sobre otra autorarecientemente capturada por los voracesimperativos de la transmutación en personajeaudiovisual: Charlotte Brontë[30].

¿Cómo explicar ese desinterés por la ficciónen el mundo actual, a la par de esa intensacuriosidad por la vida real y ordinaria de quienquiera que sea? En un ensayo que relata lasperipecias vividas durante el proceso debúsqueda, lectura y selección de los «mejorescuentos estadounidenses» para publicar en unaantología, el autor de ficciones Stephen Kingdeploraba el espacio restricto y mal ubicado que

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las tiendas de libros y revistas hoy dedican a lasobras de ficción. «Podríamos discutir un díaentero sobre las razones por las cuales la ficciónemigró de los estantes a la altura de los ojos; enefecto, mucha gente ya lo ha hecho», afirmabaKing. «Podríamos horrorizarnos con el hecho deque Britney Spears esté siempre al alcance de lamano», agregaba, mientras muchos escritorestalentosos quedan relegados a la oscuridad.«Podríamos hacerlo, pero no lo vamos a hacer;está casi fuera del tema, y además… duele»[31].Una buena ilustración de ese problema late enestas observaciones de un periodista sobre loscambios ocurridos después de treinta edicionesanuales de la Feria del Libro de Buenos Aires: «Sihasta poco tiempo atrás esta mujer de treinta añospertenecía a la raza de los ratones de biblioteca,hoy se parece cada vez más a una señora de clasemedia que sale de compras en un shopping». Elcronista concluye así tal afirmación: «los génerosde autoayuda, turismo, esotéricos y culinario se

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están expandiendo, y crece la cantidad deexpositores no relacionados con la industriaeditorial»[32]. En todo el mundo, los eventos deeste tipo se vuelven festivales mediáticos ymercadológicos, concentrados en su propiaexhibición, donde las obras literarias,especialmente las de ficción, pueden no ser lasprincipales estrellas del gran negocio, mientrasciertos autores se convierten en productos másdisputados que sus propios libros.

«La ficción fue perdiendo efecto sobre ellector, entre otras cosas porque la recreación delmundo que proponen las novelas queda opacadapor el flujo global de información que existe hoy»,intenta explicar el novelista argentino Juan Forn,autor de una saga familiar protagonizada por unpersonaje que lleva su mismo nombre y compartebuena parte de sus características biográficas[33].Esas declaraciones no hacen más que confirmar lamuerte del narrador diagnosticada por WalterBenjamin casi un siglo atrás, no sólo en manos de

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la novela, sino especialmente de este otro génerofatal: la información. «Todos queremos conseguirel efecto que tenían sobre los lectores las novelasde Dickens», añade Forn en una entrevista, aunadmitiendo que la ficción a la vieja usanza ya noparece más capaz de lograr aquel «efectoScheherezade». La explicación del autor esdarwinista: la literatura debe mutar parasobrevivir, porque el ambiente en el que vive hacambiado enormemente y poco resta del climadecimonónico donde aquellos relatos florecían yfructificaban. Para intentar acercarse a esainmersión tan absorbente que quizás se hayaperdido para siempre, uno de los caminos mástransitados por los escritores contemporáneosconsiste en recurrir a la no ficción. Especialmente,a la vida real del «autor narrador personaje».

Además de haber abatido la eficacia de laficción tradicional, esos torrentes de informaciónque al mismo tiempo conforman y devastan larealidad contemporánea, también provocan una

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sensación de fluidez que amenaza disolver todo enel aire. Así, asediados por la falta deautoevidencia que afecta a la realidad altamentemediatizada y espectacularizada de nuestros días,los sujetos contemporáneos sienten la presióncotidiana de la obsolescencia de todo lo queexiste. Inclusive, y muy especialmente, lafragilidad del propio yo. Tras habersedesvanecido la noción de identidad, que ya nopuede mantener la ilusión de ser fija y estable, lasubjetividad contemporánea oyó rechinar casitodos los pilares que solían sostenerla. Además dehaber perdido el amparo de todo un conjunto deinstituciones tan sólidas como los viejos muros delhogar, el yo no se siente más protegido por elperdurable rastro del pasado individual nitampoco por el ancla de una intensa vida interior.Para fortalecerse y para constatar su existenciadebe, a cualquier precio, hacerse visible.

Así, la diferencia con respecto a lo que ocurríahace poco tiempo puede parecer sutil, pero es

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fundamental. Ya no se le pide más a la ficción querecurra a lo real para ganar verosimilitud yconsistencia; ahora, en cambio, es ese realamenazado quien precisa adquirir consistenciadesesperadamente. Y ocurre algo curioso: ellenguaje altamente codificado de los mediosofrece herramientas eficaces para ficcionalizar ladesrealizada vida cotidiana. Lo real, entonces,recurre al glamour de algún modo irreal —aunqueinnegable— que emana del brillo de las pantallas,para realizarse plenamente en esaficcionalización. Uno de los principales clientesde estos eficaces mecanismos de realización através de la ficción es, justamente, el yo de cadauno de nosotros.

¿Qué resta, entonces, para los autores deficción? «¿Habrá aún historias posibles, historiaspara escritores?», se preguntaba ya en los añoscincuenta uno de ellos, el alemán FriedrichDürrenmatt. «Si no desea uno hablar de sí mismo,generalizar romántica o líricamente su propio yo»,

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insiste el novelista, «Se exige alma, confesiones,veracidad… pero ¿y si el autor se niega, cada vezmás tercamente, a producir eso?»[34]. Pues bien, larespuesta no es fácil. Ahora, hasta los autores deficción recurren a esos trucos para la construcciónde sí mismos, estilizándose como personajestambién dentro de las ficciones que ellos propiostejen como autores. El poema «Borges y yo», deJorge Luis Borges, hoy se puede leer como unsagaz precursor de los muchos que vendríandespués. Pero es probable que haya sido PaulAuster quien popularizó la moda del alter ego sinmuchas sutilezas —o del heterónimo al revés— alinsertar personajes menores aunque homónimosdel autor en los enredos de sus novelas. El recursose expandió de tal forma, que hoy sería imposibleinventariarlos.

Un ejemplo es el escritor cubano Juan PedroGutiérrez, autor de diversos cuentos y novelascomo Trilogía sucia de La Habana, de 1998, enlos cuales el protagonista principal es siempre un

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alter ego ficcional del autor, llamado Pedro Juan,cuyas coincidencias con el perfil biográfico delescritor no se limitan al nombre. Sin embargo, apesar de los matices con respecto al valor que laobra pueda detentar en cada caso, habrá queadmitir que una vez realizado el gesto que en laocasión inaugural sorprende o divierte —justamente por su capacidad de cuestionar lasfronteras entre realidad y ficción, entre autor ypersonaje—, al repetirse hasta el hartazgo terminaperdiendo eficacia. La reiteración del mismorecurso, que otrora fue efectivo, deja de serlo aldesaparecer la novedad. Muchas veces, inclusive,no resta nada. Porque junto con la originalidad, seva a pique también buena parte de la potencia deese gesto; así como tan sólo el primer mingitoriode Duchamp tiene valor artístico, mientras que susincontables copias, homenajes y citas estaránfatalmente vaciadas de aquella fuerza críticaoriginal. Para no mencionar, por supuesto, a lavieja aura. Es la maldición de la tiranía de lo

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nuevo que sigue hechizando a las diversas artescontemporáneas: de nada sirve repetir la fórmula,pues el gesto sólo valió por su originalidadhistórica y no tanto por sus cualidadespropiamente estéticas. Repetido, entonces, valdrápoco o nada.

Aun así, la tendencia continúa en auge. Cadavez más, los escritores parecen sucumbir a latentación de mostrarse como personajes, dentro yfuera de sus obras. Y el juego no se limita a losusos y abusos del nombre propio, que desborda dela firma del autor en la tapa para empapar latotalidad de la obra. Al convertirse en losglamorosos protagonistas de sus vidas artísticas,la sombra inflada y magnética del yo autoralsolapa los otros rostros del escritor; tales como,por ejemplo, su extinto papel de anónimo narradorde historias. «Confieso que, últimamente, andopreocupado en descubrir al nuevo Cuenca», admiteel joven escritor brasileño João Paulo Cuenca ensu blog. «Ese es el único proyecto literario que yo

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tengo», agrega[35]. Para citar apenas otro ejemploentre millares, viene al ruedo el caso de AdrianaLisboa, joven novelista carioca, cuyo libroCaligrafias motivó el siguiente comentario dequien lo reseñara: «frente a las dosis exageradas ymacizas de yo en todos los lugares mediáticos, conlos cuales el lector-espectador ya estáacostumbrado, resta a la autora la timidez de laexposición subjetiva en géneros confundidos».Porque en las «pequeñas narrativas» de no ficciónencuadernadas en ese libro, fragmentos dememorias personales, «experiencias vividas(aunque, en cierto sentido, pobres)», o tentativasde «encontrar en la realidad puntos de fuga», laautora «escribe, de cuerpo entero, para celebrar lavida y puede ser tomada también comopersonaje»[36].

Pero hay casos mucho menos tímidos odelicados de este auge de la autoficciónexperimental o del más prosaico «ombliguismo»literario, tales como las obras de Lola

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Copacabana, Buena Leche: diarios de una jovenno tan formal, y Clarah Averbuck, Máquina depinball, De las cosas olvidadas atrás del estantey Vida de gato. Los libros de estas autorasconstituyen éxitos de ventas, y todos derivan desus blogs confesionales. O de aquello que lapropia Averbuck denomina «presunta ficción»,dado que su mayor ambición consiste en «hacer dela propia vida, arte». En esos relatos, las autorasson siempre las narradoras y el personajeprincipalísimo de las historias, que consisten en ladescripción minuciosa de sus vidas cotidianas.Los textos de este tipo suelen estar insuflados porcierta estética de «realismo sucio» tan de modahoy en día, y vienen tachonados de referenciasambiguamente —o no tanto— autobiográficas. Demodo que no es ninguna sorpresa que unainevitable película se haya realizado con base enlos escritos de la bloguera brasileña más célebre,con una actriz igualmente famosa en el papel de la«autora narradora protagonista», bajo un título

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bastante elocuente: Nombre propio.Todo esto demuestra que las cosas han

cambiado mucho a lo largo del siglo XX,especialmente en las últimas décadas. En 1900,por ejemplo, cuando el político y escritorbrasileño Joaquim Nabuco publicó su libro dememorias titulado Mi formación, según los moldesdel clásico relato autobiográfico ejemplar, losrecatos y pudores de aquella época impidieron unabuena recepción de la obra. Porque aunque elautor haya evitado los personalismosconfesionales, según los parámetros de aquellostiempos no era de buen tono escribir «todo unlibro acerca de sí mismo». Semejante gesto podíaser visto, inclusive, como una prueba de evidentemal gusto: en la alta sociedad brasileña delsiglo XIX e inicios del XX, esa «construcción deuna imagen del yo triunfante» podía denotar unafalta de decoro flagrante[37]. Pero eso no ocurríatan sólo en la retraída América Latina: ya fueronmencionadas las acusaciones de «excentricidad y

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megalomanía» que mereció el tono desafiante delEcce Homo de Nietzsche, aunque no hubiera enaquel libro absolutamente nada comparable alfenómeno de exhibición de la intimidad que hoy seexpande. Marcel Proust, por su lado, aludiendo asu tía abuela en un ensayo de 1905, cuenta que«ella rechazaba con horror que se colocarancondimentos en platos que no los exigían, que setocase el piano con afectación y abuso de pedales,que al recibir invitados se abandonara la perfectanaturalidad y que se hablase de uno mismo conexageración»[38].

Más allá de los obvios cambios en ladefinición de «exageración», hoy vemos escritoresque aparecen fotografiados en las tapas de suslibros, con mucho más orgullo y vanidad quefalsos pudores, quizás buscando algunaprovechosa acusación de excentricidad. Hay quienopte por un audaz desnudo frontal, por ejemplo,como es el caso de la novela Técnicas demasturbación entre Batman y Robin, del

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colombiano Efraín Medina Reyes, muy premiado ytraducido a varios idiomas. En el extremo opuestode estas estridentes novedades se sitúa el caso yalegendario de Maurice Blanchot. A pesar delreconocimiento conquistado a lo largo de casi cienaños de vida y cuarenta libros publicados, esteautor logró una proeza inaudita: atravesar casitodo el siglo XX sin haber sido fotografiado jamás.Apartado de la agitación metropolitana y muchomás esquivo aun con respecto a las vitrinasmediáticas, el crítico literario francés intentabaleer y escribir de una forma que hoy resulta de lomás exótica: pretendía que su marca autoral, sufirma, su vida y su rostro pasaran desapercibidos.En vez de espectacularizar su personalidad en laspantallas y abrir las puertas de su casa paraexhibir los decorados de su intimidad, como se usatanto hoy en día, Blanchot evitaba llamar laatención sobre sí mismo. Exponía solamente sustextos, mientras se preguntaba: «¿cómo haremospara desaparecer?». En esa atípica defensa de la

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discreción y la reserva señalaba los límites de lasconfesiones frente a todo aquello que no se puedenombrar —ni mostrar— porque habita «una regiónque no tolera la luz».

Hoy en día, sin embargo, la luminosidad de losflashes tiende a encandilar todos los rincones.Otra reverberación de estos procesos tancontemporáneos se constata en una muestra dehomenaje al compositor y escritor Chico Buarque,realizada en la Biblioteca Nacional de Río deJaneiro en 2005, donde se expusieron variosobjetos pertenecientes al artista. Entre ellos, porejemplo, una notita escrita por una profesora de laescuela primaria del cantante, y otras piezas de esetipo. Este episodio da cuenta no sólo de la«inflación de lo exponible» ocurrida en losúltimos años, para retomar la expresión de PeterSloterdijk, sino también del fetiche de lo real queasedia con igual intensidad. Porque en este tipo deeventos lo que interesa rescatar y exponer ante elpúblico no es tanto el valor artístico o

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propiamente estético de aquello que el artista hizo,y ni siquiera su relevancia de cualquier orden; loque se destaca es el fetichismo de lo real.Cualquier cosa que se muestre, aunque sea«cualquier cosita», sólo tiene que cumplir unrequisito: ser verdadera, auténtica, realmentevivenciada por esa personalidad que ha sidomisteriosamente tocada por la varita mágica delarte. O, mejor aun, de la fama y los medios decomunicación.

Como ilustra, nuevamente, Sloterdijk: si fueraposible encontrar el pincel con el cual Rafaelpintó sus frescos, por ejemplo, nada impediría quelos directores del museo expusieran esaherramienta junto a la obra. «Más aún, si los restosmortales de los mecenas de Rafael se hubieranconservado hasta nuestros días, momificadossegún las normas de la taxidermia», continúa laprovocación del filósofo alemán, «¿quién podríagarantizar que no se les podría admirar en una salacontigua?»[39]. Aunque el sarcasmo no moleste, lo

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cierto es que cuanto más banales sean esos retazosde lo real que se exhiben en la sala contigua —o,con un ímpetu creciente, en el salón principal—,tanto mayor será su eficacia. «Hay una demandacada vez más fuerte por asuntos fútiles», sequejaba el mismo Chico Buarque en unaentrevista: «cualquier cosa parece ser un tema;fulano bajó del avión en el aeropuerto… eso no esuna noticia, evidentemente, pero tienen que llenarlos espacios, tienen que poner la foto del artistabajando del avión».

A su vez, en una entrevista de 1977, ClariceLispector dijo que «la misión del escritor eshablar cada vez menos»[40]. Como previsiónfuturológica, la autora se equivocó rotundamente.La frase suena hoy tan anacrónica como lasapuestas del crítico de arte Jan Mukařovský, queen 1944 confiaba en una futura liberación de losartistas con respecto a la «triste obligación» decultivar sus personalidades «del mismo modo quese cuida una flor de invernadero»[41]. O, incluso,

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tan fuera de sintonía con la actualidad como laqueja de Doris Lessing al rehusar las invitacionespara convertirse en un personaje cinematográfico,alegando que la vida de una escritora pasa por sucabeza. De hecho, esa misma Clarice Lispectorque se consideraba «implícita» y se negaba a «serautobiográfica» porque «con perdón de la palabra,soy un misterio para mí», también fue objeto demás de una exposición en su homenaje realizadasen museos y centros culturales en los últimosaños[42]. En una de ellas se recreaba su escritorio,con su sofá, su máquina de escribir, sus cenicerosy lapiceras, etc. Es así como los autores de ficciónde hoy en día y de ayer se convierten enpersonajes, sea en sus propias obras literarias o entextos ajenos, o bien en el cine, en los museos ygalerías, en la televisión o en el circo mediáticogeneralizado.

En este cuadro también se inscribe el caso dela joven escritora Curtis Sittenfeld, autora de lanovela Prep, un best seller sobre las desventuras

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de un grupo de estudiantes en una escuela de losEstados Unidos. Esa autora tuvo que defenderse enla prensa contra los actuales «imperativos de loautobiográfico», afirmando una y otra vez que sulibro es una ficción. No obstante, de nada sirvióremarcar que la novela era fruto de varios años detrabajo de composición creativa y propiamenteliteraria, que los personajes eran inventados y quelos acontecimientos no ocurrieron de hecho en suvida, a pesar de que existen ciertas coincidenciasbiográficas entre la protagonista-narradora de lanovela y la autora[43]. Así como en el caso delpoeta en la película Las horas, todo lo que losmedios —¿y los lectores?— parecen querer saberes quién es quién en realidad.

No hace falta sumergirse demasiado hondo enla historia de la literatura para constatar que laescritura confesional fue enérgicamentedesacreditada, sobre todo a partir de lasvanguardias modernistas de principios delsiglo XX. Ya hace por lo menos cien años que esos

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géneros fueron expulsados, con cierto desdén,hacia afuera del ámbito literario. Acusada deingenuidad, la supuesta vocación de sinceridadque envolvía al género en sus orígenes se hamenospreciado como valor estético, y llegó aerigirse como el extremo opuesto de los artificiosy la imaginación que constituían el meollo de labuena literatura. De modo que el anclaje en la vidareal fue despreciado con tesón por losmodernismos artísticos, ya que no habría valorestético alguno en esa insistencia en tejerrelaciones directas entre el autor de ficciones y susobras.

Nadie menos que Proust fue uno de los autoresque se revelaron contra las tiranías de la mímesisligadas al biografismo. Quizás parezca extraño hoyen día, pero el autor de En busca del tiempoperdido se dedicó a ese asunto en sus ensayoscríticos publicados bajo el título Contra Sainte-Beuve. Si la materia literaria emana del yoprofundo del artista dedicado a crear ficciones, el

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novelista francés subrayaba en esos textos de 1908que ese yo de las profundidades poco tiene que vercon su yo exterior de la sociabilidad y los datosbiográficos. Por eso, forzar conexiones entre el yonarrador y el yo autor sería una banalidad sinsentido, ya que los personajes de cualquier obraliteraria son inventados. Según el mismísimoMarcel Proust, por tanto, de nada sirve conocer labiografía del escritor para comprender lossentidos de su obra literaria. De nuevo, resuena lavoz de Doris Lessing: la vida de un escritor pasapor su cabeza. O en el contexto en que Proustescribe: la potencia y el valor de un escritorresiden en su obra, que a su vez emana del seno desu rica interioridad. Ni de su vida privada ni de supersonalidad, sino de aquel espacio interior dondefermenta la creación artística o, por lo menos,donde ésta solía fermentar.

De todos modo, incluso habiendo fallecidohace casi nueve décadas, el propio Proust está muylejos de haber permanecido a salvo de ese

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vampirismo mediático que hoy asedia alglamoroso ser artista. Son varias las películasrealizadas, y que aún se realizarán, tanto sobre suvida como sobre su obra, siempre explorando loslímites difusos entre ambas. Todavía más en eltono de los tiempos que corren, y aún máscontrario al espíritu de su ensayo crítico antescomentado, basta con consultar los catálogos delas agencias de viajes que promueven paquetes deturismo temático proustiano en la ciudad deCabourg, por ejemplo. Ese pueblito del litoral deNormandía sería en verdad la ficticia Balbec,donde los ficticios personajes de A la sombra delas muchachas en flor pasaban sus ficticiasvacaciones. Algo semejante ocurre con la pequeñaciudad colombiana de Aracataca, tierra natal deGabriel García Márquez, que se asume orgullosacomo la verdadera Macondo, famoso puebloficticio donde viven los personajes ficticios de lanovela Cien años de soledad.

Otro escritor, el británico John Keats, formuló

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una osadía que suena inaceptable en los días dehoy: «el poeta no tiene personalidad», y ésa esjustamente su gloria. Casi doscientos años despuésde la muerte de ese autor, sin embargo, sondemasiadas las ocasiones en que la personalidadaparece como lo único que el artista de hechotiene. Pero lo que Keats pretendía con esaaseveración era otra cosa: abrir el horizonte a losartificios y las máscaras de la imaginación,prefigurando el famoso «fingidor» de FernandoPessoa. Es decir, aquel poeta que sabe mentir tanbien, tan artísticamente bien, que finge ser real eldolor que de veras siente. Nacido en 1795 yfallecido tan sólo veintiséis años después, estepoeta inglés parece un digno representante deaquel siglo XVIII pintado por Richard Sennett: unmundo que aún no había sido capturado por lastiranías de la intimidad y por los durosimperativos de la autenticidad. Perspectivas deese tipo reconocen, entre otras cosas, que larepresentación de la realidad no sólo es

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imposible, sino que además es un proyecto muchomenos interesante que su posible recreación en laficción. Pues únicamente en ese otro plano de lainvención literaria, de la imaginación artística y dela humana creación de mundos, puede emergeraquella «realidad más fundamental» mencionadapor Ernst Fischer en su ensayo sobre el realismo.Esa verdad imaginaria, precisamente por ser tanbien imaginada, logra extrapolar aquelladimensión más epidérmica y pedestre de lo real.Nada más lejos, por lo tanto, de los tiemposactuales, donde toda y cualquier manifestación delarte —y, sobre todo, del ser artista— sólo pareceinteresar en la medida en que pueda demostrar quees real.

Solamente en tiempos tan peculiares comoéstos en que vivimos pueden ocurrir algunosfenómenos que bordean lo increíble. Tiempos tanliteralmente realistas, tan poco espirituosos entérminos artísticos y tan lejanos de losfingimientos impersonales de Keats como del

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narrador benjaminiano y de aquel teatralsiglo XVIII descrito por Sennett. Es el caso dellibro Fragmentos: memorias de una infancia 1939-1948, firmado por Benjamin Wilkomirski. Setrata de un relato promovido como autobiográfico,donde el narrador cuenta sus experiencias de niñodurante la Segunda Guerra Mundial. Celebradopor los críticos como un valioso testimonio, ellibro fue traducido a doce idiomas y recibió variospremios, todos hace poco más de una década. Perola obra fue retirada de circulación cuando se supoque el autor jamás había vivido las experienciasrelatadas por el narrador y, por consiguiente, elprotagonista no era el mismo que firmaba el librosino un personaje inventado. Gravísimo error: elescritor había faltado a la verdad, en una época enla cual la autenticidad de la experiencia personales un ingrediente primordial de la legitimidad delautor y, por ende, también de su obra.

Muy similar fue el caso de Amor yconsecuencias, una supuesta autobiografía firmada

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por Margaret B. Jones, sobre la infancia de unamuchacha en un barrio de Los Ángeles dominadopor bandas delictivas. Este libro también fueaclamado por la crítica y llegó a vender variasdecenas de miles de copias a principios de 2008.Pocos meses después, sin embargo, la editorialreveló que había sido engañada por la jovenautora, quien en realidad se llamaba MargaretSeltzer y era una mujer de clase media. Entrelágrimas, tras una denuncia, la escritora confesóque casi todo era fruto de su imaginación, y laeditorial se comprometió a devolver el dinero aquienes «compraron el libro y se sintieronestafados», además de cancelar la gira previstapara promover la obra[44]. Dos años antes, elescritor James Frey suscitó un escandalocomparable al admitir que había inventado partesimportantes de su testimonio titulado Un millón depedacitos, sobre las experiencias de un adicto alas drogas y al alcohol, el libro de no ficción másvendido en los Estados Unidos en 2005. Cada vez

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más, por lo visto, tanto en los territorios de laficción como en los dudosos campos de la noficción, se exige veracidad. De preferencia, serequieren coincidencias sabrosas entre el autor, elnarrador y el personaje de la historia relatada.

Igualmente ilustrativo puede resultar lo quesucedió, en los años noventa, con otro libro de esetipo ya mencionado: Me llamo Rigoberta Menchú,uno de los grandes clásicos de la literaturatestimonial de la segunda mitad del siglo XX.Publicado a principios de los años ochenta conbastante repercusión internacional, el libro surgióde una serie de entrevistas concedidas por unaindia maya quiché a la investigadora ElizabethBurgos. En la tapa, el nombre de la entrevistada nofiguraba solamente en el título del libro, sino quetambién compartía la firma junto a laentrevistadora. En 1983, la coautora, narradora yprotagonista de ese conmovedor relato ganó elPremio Nobel de la Paz, en gran parte debido a lafama obtenida por su autobiografía. Al finalizar la

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década del noventa, sin embargo, un antropólogoestadounidense denunció que «buena parte de loque cuenta esa obra fue inventado, tergiversado oexagerado». La revelación causó cierto alboroto,sobre todo cuando el diario The New York Timespublicó un artículo titulado «Una Premio Nobelencuentra su historia transformada», queconfirmaba las acusaciones de falsedad contra laguatemalteca. De todos modos, el premio no se leretiró, tal vez porque los testimoniossupuestamente vivenciados por Menchú seconsideraron plausibles y eso ya resultó suficiente;o quizás porque su transformación en libro losconvirtió en acción política y social, más allá desu estricta veracidad y aunque la obra noobedeciera fielmente a las áridas premisas de lainformación verificable.

Pero no se trata solamente de esa exigencia desuperposición exacta entre las figuras del autor,del narrador y del personaje, que hoy impera y dacuerpo a los fenómenos aquí contemplados. Por un

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lado, los escritores reales de la actualidad sontratados como personajes de ficción, no sólo enlos escenarios realistas de los medios, sinoinclusive en su propia literatura. Procesossemejantes ocurren con artistas de otras áreas. Porotro lado, de forma parecida —o exactamenteopuesta, pero complementaria— hoy sonresucitados en productos de la industria cultural —tales como biografías, novelas y películas—diversos artistas modernos, famosos e igualmentereales. De esa curiosa forma, varios autores yamuertos y consagrados por el canon se vuelvensimulacros ficcionales de sí mismos y, de algunamanera, se diría que resucitan en las pantallasmediáticas. Así, personificadas por estrellas deHollywood, figuras extraordinarias como VirginiaWoolf, Molière, Sylvia Plath u Oscar Wilde cedensus vidas realmente vividas para que la industriadel espectáculo las vampirice, devorándolas consu sed insaciable de vitalidad real.

Al mismo tiempo que se convierten en

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personajes —de película o no—, estos artistas setransforman en mercaderías. No obstante, en esemovimiento que los espectaculariza y losficcionaliza, paradójicamente, también parecenvolverse más reales. Porque al transformarse enpersonajes, el brillo de la pantalla los contagia yentonces se realizan de otra forma: ganan una raraconsistencia, que proviene de esa irrealidadhiperreal de la legitimación audiovisual. Pasan ahabitar el imaginario espectacular y, de ese modo,parecen volverse curiosamente más reales que larealidad. Pues así se convierten en marcasregistradas, se vuelven mercancías subjetivas. O,con mayor precisión, transmutan en aquello que seha dado en llamar celebridades: pura personalidadvisible, en exposición y venta en los escaparatesmediáticos.

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VIII. YO PERSONAJE Y ELPÁNICO A LA SOLEDAD

Por lo demás, mi vida gira en torno de miobra literaria, buena o mala, sea como sea opueda ser. Todo lo demás en mi vida tienepara mí un interés secundario.

FERNANDO PESSOA

Hoy día es más fácil hacerse famoso. Haymás emisoras de televisión, más revistas. Esmuy fácil salir en una foto, mostrar la cara[…] y es bárbaro ser fotografiado. Perotengo miedo de sentirme descartado ydeprimirme. Debe ser muy triste lasensación de que una semana todos tequieran y al día siguiente nadie más seacuerde de uno. Pero es así.

KLÉBER BAMBAN

¿Cuál es la principal obra que producen losautores-narradores de los nuevos géneros

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confesionales de Internet? Esa obra es unpersonaje llamado yo. Lo que se crea y recreaincesantemente en esos espacios interactivos es lapropia personalidad. Ésta sería, al menos, la metaprioritaria de gran parte de esas imágenesautoreferentes y esos textos intimistas que aturdenlas pantallas de las computadoras interconectadas:permitir que sus autores se conviertan encelebridades, o en personajes calcados de losmoldes mediáticos.

Por eso, las nuevas formas de expresión ycomunicación que conforman la Web 2.0 son,también, herramientas para la creación de sí. Estosinstrumentos de autoestilización ahora seencuentran a disposición de cualquiera. Esosignifica todos los usuarios de Internet —usted, yoy todos nosotros— pero al mismo tiempo remite aotro sentido: nadie en principio extraordinario porhaber producido una obra valiosa o alguna otracosa excepcional, y que además no está impelido ahacerlo. La insistencia en esa idea de que «ahora

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cualquiera puede», en lo que se refiere a lasnuevas prácticas autorales de Internet, se encuentraen el seno de conceptos como el de «liberacióndel polo de la emisión», que dan cuenta de lasuperación del esquema mediático debroadcasting y son muy recurrentes en los análisissobre estos fenómenos, tanto en el ámbitoacadémico como en el periodístico. Esa mismaperspectiva es la que lo llevó a usted a ocupar eltrono de la personalidad del momento, según elveredicto de la revista Time. Porque gracias a estepoderoso arsenal que hoy está a disposición deprácticamente cualquiera, de hecho usted tambiénpuede crear libremente aquello que sería suprincipal obra. Es decir, su personalidad, que debeconsistir en un peculiar modo de ser, impregnadocon vestigios del antiguo estilo artístico de airesrománticos, aun cuando las bellas artes de la eraburguesa tengan poca relación con estas nuevasprácticas.

Pero si es la propia personalidad lo que se

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construye y se cultiva con esmero en esos espaciosde Internet tan saturados de yo, ¿qué sería unapersonalidad? Hay varias definiciones posiblespara este término tan impregnado deconnotaciones. En este contexto, sin embargo, lapersonalidad es sobre todo algo que se ve: unasubjetividad visible. Una forma de ser que secincela para mostrarse. Por eso, estaspersonalidades constituyen un tipo de construcciónsubjetiva alterdirigido, orientada hacia los demás:para y por los otros. En oposición al carácterintrodirigido o autodirigido, es decir, orientadohacia sí mismo, un tipo de subjetividadcaracterística de otros contextos históricos, comobien mostrara David Riesman en su libro Lamuchedumbre solitaria.

El mismo Riesman explica que suinvestigación empírica plasmada en esapublicación se convirtió en «un ensayoimpresionista». En ese clásico estudio sobre losprocesos de modernización y urbanización de los

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Estados Unidos a fines del siglo XIX y durante laprimera mitad del XX, el sociólogo señaló larelevancia creciente del consumo y los medios decomunicación de masa como dos vectoresfundamentales en la articulación de esemovimiento. Dos factores que afectaronintensamente la sociabilidad y las formas deautoconstrucción, desembocando en una importante«transformación del carácter». Porque a partir delos datos recabados en la población analizada, elsociólogo intentó inferir los cambios que dichosprocesos históricos impulsaron en esas arenas, yfue así como observó una especie de mutación enlas subjetividades modernas, ocurrida a mediadosdel siglo XX. Un desplazamiento del eje alrededordel cual se edifica lo que se es: desde adentro —introdirigidos— hacia afuera —alterdirigidos—.Otro término usado para denominar al primer tipode constitución subjetiva es carácter. En cambio,la segunda modalidad de autoestilización, que envez de asentarse sobre la densa base de la propia

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interioridad apuesta a los efectos sobre los otros,recibió el expresivo título de personalidad. Poreso, siguiendo esta conceptuación, Richard Sennettaludió a la «corrosión del carácter» en las nuevasrelaciones de trabajo derivadas de laglobalización de los mercados y de laflexibilización de la economía[1].

El modo de vida y los valores privilegiadospor el capitalismo en auge fueron primordiales enesa transición del carácter hacia la personalidad,al propiciar el desarrollo de habilidades deautopromoción y autoventa en los individuos, y lainstauración de un verdadero «mercado depersonalidad», en el cual la imagen personal es elprincipal valor de cambio. Riesman explica que«los estadounidenses siempre buscaron unaopinión favorable, y siempre tuvieron que buscarlaen un mercado inestable, donde las cotizacionesdel yo podrían cambiar, sin la restricción deprecios de un sistema de castas o de unaaristocracia»[2]. No obstante, a pesar de esta

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tradición ya cimentada por ese recorrido históriconacional, a mediados del siglo pasado hubo unaredefinición del yo. El nuevo vástago es, antes quenada, una subjetividad que desea ser amada, quebusca desesperadamente la aprobación ajena, ypara lograrlo intenta tejer contactos y relacionesíntimas con los demás. Ese tipo de sujeto «vive enuna casa de vidrio, no detrás de cortinas bordadaso de terciopelo», constata al modo de Benjamin elsociólogo estadounidense[3]. Porque bajo elimperio de las subjetividades alterdirigidas, loque se es debe verse, y cada uno es lo que muestrade sí mismo.

Medio siglo más tarde, ese «tipocaracterológico social» que germinó en laspeculiares condiciones de la culturaestadounidense de mediados del siglo XX, pareceestar volviéndose hegemónico a nivel global.Algunos de sus rasgos, inclusive, se acentuaron yse desarrollaron de una manera que habría sidoimpensable poco tiempo atrás. Ahora, los nuevos

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espacios confesionales de Internet se utilizan, conuna frecuencia y una intensidad asombrosa, paracrear las obras más preciosas de sus usuarios, esdecir, sus bellas personalidades alterdirigidas. Unindicio que apoya esta constatación es el hecho deque, tanto los textos como las imágenes que allíburbujean, suelen no tener valor artístico en elsentido moderno, y que en gran parte de los casostampoco desean tenerlo. A pesar de lassignificativas excepciones que sin duda existen,una fracción considerable de lo que se produce enestos espacios suele ser, como máximo, inocuodesde el punto de vista estético. Aunque Internet sehaya convertido en una fértil antesala parapublicar todo tipo de libros y para lanzar jóvenestalentos al mercado, también es cierto que abundanlas críticas despiadadas sobre la falta decompetencia literaria en los confesionarios deInternet, inclusive porque ése no es el objetivo, almenos en su mayoría.

Además, a pesar del énfasis en la

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interactividad, otro punto fortalece estosargumentos: las nuevas obras autobiográficas noparecen exigir la legitimación de los lectores paraconsumar su existencia. Si los comentariosdejados por los visitantes de los blogs y fotologsson fundamentales, es porque los autores necesitanese apoyo público: ellos, los sujetos creadores, yno sus obras entendidas como objetos creados.Porque la verdadera creación que se pone en juegoes subjetiva, por ende son los autores, estilizadoscomo personajes, quienes precisan de esalegitimación concedida por la mirada ajena. Comoreza la famosa definición de Guy Debord: «elespectáculo no es un conjunto de imágenes, sinouna relación social entre personas mediada porimágenes»[4]. De modo que la interactividad queatraviesa los blogs y demás génerosautobiográficos de Internet sería una de las formasmás perfectas del espectáculo.

También en este caso, los números puedenayudar a comprender la magnitud y ciertos relieves

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del fenómeno: a mediados de 2004, Internetalbergaba cerca de nueve millones de blogsconfesionales, pero la cantidad de lectores nisiquiera llegaba a duplicarlos: catorce millones.En 2007 se calculó que ciento cuarenta millonesde usuarios ya producían contenidos para losdiversos espacios de la Web 2.0, mientras que elnúmero de lectores y espectadores estimados paratodo ese material era equivalente. Este cuadrocomplementa una situación más general, marcadapor una disminución de los lectores y un aumentode los autores en todo el mundo; entre otrosmotivos, por supuesto, porque ahora cualquierapuede ser autor, no sólo lector. Pero convienesubrayarlo: este desequilibrio en las cantidadesrelativas no implica, necesariamente, unadesaparición de las diferencias entre ambascategorías.

«Durante siglos, hubo una separación rígidaentre un pequeño número de escritores y un grannúmero de lectores», apuntó Walter Benjamin en

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1935, en su célebre ensayo sobre lareproductibilidad técnica de la obra de arte y laconsecuente muerte del aura[5]. A lo largo delsiglo XX, tanto la alfabetización de las masascomo el incremento de las facilidades técnicaslograron que ese abismo se atenuara gradualmente,ya que el número de autores se expandía cada vezmás. Ahora, en el siglo XXI, no sólo persiste esatendencia rumbo a la democratización del hablatras el aumento de la cantidad de autores, sino queademás, paralelamente, se registra una fuertemerma del público lector. En Internet, ese procesoes aún más evidente: los autores de blogs, fotologsy videoclips son también sus lectores yespectadores. Somos yo, usted y todos nosotrosquienes escribimos nuestros textos autobiográficosy quienes publicamos nuestras fotos y videos en laWeb 2.0, y también somos nosotros quienesinteractuamos con las creaciones de los demásusuarios y las realizamos a través de nuestraslecturas y miradas. Al confirmar su presencia en la

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esfera de lo visible, ese gesto les otorga realidad.De modo que esos datos pueden estar

indicando algo relevante, aunque bastante curioso:más allá de la calidad de la obra, no es necesarioque de hecho se la lea. Algo que también ocurre,paradójicamente pero cada vez con mayorfrecuencia, en el campo de la literatura impresatradicional. Basta tan sólo que se constate suexistencia, y si tal constatación se publica en losmedios masivos, entonces mejor todavía. Pues,como postula la justificación tautológica delespectáculo según Debord: «lo que aparece esbueno, y lo que es bueno aparece»[6]. Sobre todo,es importante que por medio de estos recursos deexposición y visibilidad se subraye la «funciónautor» y se construya la figura del autor. Éste seríael papel primordial de los comentariosinteractivos que los visitantes dejan en los blogsconfesionales: confirmar la subjetividad del autor,que por ser alterdirigida sólo se puede construircomo tal frente al espejo legitimador de la mirada

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ajena. Y, en el caso específico de los blogs y susformas afiliadas, en esa espectacularizacióngarantizada por los comentarios de los visitantesvirtuales.

Mediante ese gesto de legitimación por lamirada ajena, el autor debe ser reconocido comoportador de algún tipo de singularidademparentada con la vieja personalidad artística.Para tener acceso a tan preciado fin, la obra es sinduda un elemento importante, pero de segundoorden, pues lo que realmente importa es la vidaprivada y la personalidad del «autor narrador».Toda la potencia de ese yo que narra, firma yactúa, reside en su modo de ser y en su estilo comopersonaje. Nada más distante de aquel artesanotradicional, por tanto: aquella figura, anterior alaluvión romántico, para cuya definición eraesencial la realización de una obra. Porque en esecaso importaba lo que él hacía, y no lo que él era.

«Hay que decirlo todo al mismo tiempo, aquí,ahora», afirma una bloguera brasileña al intentar

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definir la agitada escena de los escritores on-line.«Miren, aquí estamos, imperfectos, malpreparados, y si no podemos reescribir todo esto,¡pues que sea así nomás!», prosigue CecíliaGianetti, rematando con la siguiente conclusión:«es mejor que no decir»[7]. Otra escritorabloguera, Paloma Vidal, agrega sus reflexiones:«el diario es una representación de esaexperiencia extraña de no saber pensar sinhablar»[8]. Ese impulso de hablar —y de mostrarse— ahora, ya mismo, en tiempo real y de la maneraque sea, a veces parece prescindir del trabajosilencioso y solitario que otrora era fundamental,tanto para pensar como para escribir y paraautoconstruirse. Una vez más, entonces, las nuevasprácticas revelan su distancia con respecto a laescritura íntima tradicional y a las subjetividadesque se edificaban entre un renglón y otro.

En el lejano siglo XIX, el mundo occidentaltambién hervía pletórico de relatos. Tanto lasnovelas como las cartas y los diarios vivían su

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esplendor, así como los escritores y los lectores.En aquellos tiempos áureos de la cultura letradacomo un ideal para la formación individual ycolectiva, sin embargo, irradiaba con todos susbrillos aquella subjetividad moderna delineadabajo la hegemonía burguesa. Un modo de seresculpido a la sombra de la personalidad artísticade los románticos, dotado de una opulenta vidainterior y de una historia propia que cimentaba supresente único y singular. Era el imperio del homopsychologicus, de las subjetividadesintrodirigidas y del homo privatus. En un mundocomo ése, todo parecía existir para ser contado enun libro, según la célebre expresión del poetafrancés Stéphane Mallarmé. O, como habría dichootro poeta, en este caso, el inglés Samuel TaylorColeridge: «no importa qué vida, por másinsignificante que sea… si se la narra bien, serádigna de interés»[9]. Bajo esta perspectiva, el merohecho de narrar bien era la clave mágica quepermitía tornar extraordinaria cualquier vida —o

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cualquier cosa—, por insignificante que ésta fueraen la realidad.

Una de las novelas más emblemáticas de laModernidad, por ejemplo, el Ulises de JamesJoyce, narra todas las peripecias que le suceden alos protagonistas del relato a lo largo de un únicodía en la ciudad de Dublín: el 16 de junio de 1904,una larga jornada en la cual, en rigor, no pasanada. La obra magna en que Marcel Proustrecupera su tiempo perdido, a su vez, narra lacotidianidad de una vida que también podríatildarse fácilmente de banal. Madame Bovaryrelata con lujo de detalles la vida ordinaria de unaesposa pequeño burguesa de provincias. Y seríaposible seguir esta enumeración infinitamente.Pero el secreto del imán irresistible que la lecturade todos esos relatos implicaba para sus lectoresno radicaba en el qué, sino en el cómo. Las bellasartes de la narración tornaban extraordinario loque se narraba, aunque fuera algo aparentementeinsignificante. Para operar esa alquimia había que

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recorrer a generosas dosis de introspección, apersonajes cuidadosamente bosquejados y al librefluir de la consciencia, de los pensamientos,emociones y sentimientos.

Además, a pesar de las inmensaspeculiaridades de cada caso y de la calidadvariable de las obras producidas en ese largo eintenso período, en todos estos relatos flota unanhelo de crear un universo con vocación detotalidad a partir de los escombros de una vida,aunque se trate de una vida minúscula. Esapretensión evoca, una vez más, aquella metáforaarqueológica de Roma, en oposición al recursonarrativo más actual —y muy presente en losnuevos géneros de Internet— que suele remitir a lametáfora instantánea de Pompeya. Además, elcómo de aquel tipo de narración decimonónicaabarca otra ambición desmesurada e igualmenteimportante: la capacidad de ofrecer pistas sobre«el sentido de la vida», como diría WalterBenjamin, uno de los ingredientes primordiales de

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la novela moderna.En aquel universo ya definitivamente distante

—y que, inclusive, seguía un camino inauguradomucho antes, quizás en el siglo XVI por lospioneros Ensayos de Montaigne y las primerasnovelas de que se tenga noticia— los individuosno sólo leían aquellos textos, sino que tambiénsolían escribir profusamente. En los diariosíntimos y en los intercambios epistolares, contabansu propia historia y construían un yo en el papelpara fundar su especificidad. Esos relatos de sí sehilvanaban diariamente en la soledad y en elsilencio del cuarto propio, en intenso diálogo conla propia interioridad. Tal como ocurre hoy en díacon los nuevos recursos de la Web, los diarios ylas cartas también constituían útiles herramientaspara la autocreación, puesto que no sóloentretejían las complejas redes intersubjetivas sinoque, sobre todo, permitían edificar la singularidadindividual de cada «autor narrador personaje». Nose trataba más, por ende, en esas prácticas del

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siglo XIX, de registros escritos sobre aquellasfiguras ilustres que protagonizaban las biografíasrenacentistas: personajes extraordinarios cuyaacción en el mundo se narraba para preservar surecuerdo en la posteridad. En estos casos, encambio, se narraba para ser alguienextraordinario.

Pero los tiempos que corren son menosrománticos —y hasta menos burgueses, por lomenos en este sentido más clásico—, y las cosashan vuelto a cambiar. No es casual que ahora, envez de parecer que todo existe para ser contado enun libro, como en la época de Mallarmé, se hayapropagado la impresión de que sólo ocurre aquelloque se exhibe en una pantalla. Las diferencias noson tan sutiles como podrían parecer, o referidas ameras actualizaciones de soportes tecnológicos omediáticos: del libro impreso que antes reinabacasi absoluto hacia las diversas pantallaselectrónicas que hoy pueblan nuestros paisajescotidianos. En muchos sentidos, el medio es el

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mensaje, pues no hay dudas de que los diversoscanales también modelan o al menos afectan supropio contenido. Además, es evidente que elmundo cambió mucho y sigue cambiando, lo cualpropicia el desarrollo de esos dispositivostecnológicos y socioculturales destinados asatisfacer las nuevas demandas. La mutación puedeser sutil, pero es bastante intensa y significativa.Antes, todo existía para ser contado en un libro. Osea, la realidad del mundo debía metabolizarse enla profusa interioridad de los autores, paraverterla en el papel con ayuda de recursosliterarios o artísticos. De preferencia, deberíaemerger transformada en una obra de arte. Ahora,sin embargo, sólo ocurre aquello que se exhibe enuna pantalla: todo lo que forma parte del mundoreal, sólo se vuelve más real o realmente real siaparece proyectado en una pantalla.

Con esa transformación, no sólo dejó de sernecesario que la vida en cuestión seaextraordinaria, como era el caso de las biografías

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renacentistas. Ahora tampoco es un requisitoimprescindible que esté bien narrada, comoexigían los ímpetus románticos y las tradicionesburguesas. Porque en este nuevo contexto cabe a lapantalla, o a la mera visibilidad, la capacidad deconceder un brillo extraordinario a la vida comúnrecreada en el rutilante espacio mediático. Son laslentes de la cámara y los reflectores quienes creany dan consistencia a lo real, por más anodino quesea el referente hacia el cual apuntan los flashes.La parafernalia técnica de la visibilidad es capazde concederle su aura a cualquier cosa y, en esegesto, de algún modo la realiza.

Por ese motivo, los diversos discursosmediáticos contemporáneos no se cansan depregonar que ahora cualquiera puede ser famoso.No deja de ser verdad, teniendo en cuenta laincesante proliferación de celebridades que naceny mueren sin haber hecho nada extraordinario, ysin tampoco haber narrado bien algoaparentemente insignificante para transformarlo en

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excepcional, sino por el mero hecho de haberconquistado alguna visibilidad. Como una secuelade estos desplazamientos, los términos «famoso» y«famosa», que solían ser adjetivos calificativos ypor lo tanto debían acompañar a un dignosustantivo que los justificase —un artista famoso,una actriz famosa, un famoso político, etc.—, hoyse han transformado en sustantivosautojustificables: un famoso, una famosa, un grupode famosos. La celebridad se autolegitima: es tantautológica como el espectáculo porque ella es elespectáculo. ¿Por qué los famosos son famosos?He aquí la única respuesta posible para buenaparte de los casos: los famosos son famososporque son famosos.

Tanto a las genuinas figuras ilustres de otroracomo a los famosos de hoy en día —en los casosen que el término aún opera como adjetivo— ytambién a estos otros que son sustantivamentefamosos per se y que proliferan cada vez más, losmedios suelen rescatarlos en sus papeles de

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«cualquiera». Ya sea en las revistas decelebridades o en las películas biográficas quehoy están de moda, famosos y famosas de lascepas más diversas son ovacionados en esossoportes con esplendor mediático por sercomunes. Para lograrlo, deben ficcionalizar suintimidad y exhibirla bajo la luz de la visibilidadmás resplandeciente. De ese modo se efectúa unasobrexposición de la vida supuestamente privadaque, aún siendo banal —¿o tal vez precisamentepor eso?—, resulta fascinante bajo la avidez de lasmiradas ajenas.

Como consecuencia de todos estos fenómenos,las vidas reales contemporáneas son impelidas aestetizarse constantemente, como si estuvieransiempre en la mira de los fotógrafos paparazzi.Para ganar peso, consistencia e inclusiveexistencia, hay que estilizar y ficcionalizar lapropia vida como si perteneciera al protagonistade una película. Por eso, cotidianamente, lossujetos de estos inicios del siglo XXI,

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familiarizados con las reglas de la sociedad delespectáculo, recurren a la infinidad deherramientas ficcionalizantes disponibles en elmercado para autoconstruirse. La meta consiste enadornar y recrear el propio yo como si fuera unpersonaje audiovisual. No es tan difícil, ya que losmedios ofrecen un abundante catálogo deidentidades descartables que cada uno puedeelegir y emular: es posible copiarlas, usarlas yluego descartarlas para reemplazarlas por otrasmás nuevas y relucientes.

Un complicado juego de espejos con lospersonajes mediatizados dispara procesos deidentificación efímeros y fugaces, que promuevenlas numerosas ventajas de reciclar regularmente lapropia personalidad alterdirigida. Inclusive, hayprofesionales especializados que ofrecen asesoríapara quienes desean perfeccionarse en esta tareacada vez más capital. Son los consultores deimagen, que hasta hace muy poco tiempodestinaban sus servicios exclusivamente a las

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empresas, luego ampliaron su radio de acción paraasesorar a políticos y a otras figuras públicas,pero en los últimos años empezaron a diseñarmenús orientados a los individuos comunes. Demodo que ahora cualquiera puede ser su cliente yconsumir estos servicios, especialmente dirigidosa todos aquellos que necesitan ayuda profesionalpara pulir su aspecto y exhibir una aparienciaadecuada a su personalidad. Porque al fin y alcabo, por lo visto, todos queremos ser personajescomo aquellos que brillan en las pantallas, perotampoco es tan fácil: hay que trabajar —y muchasveces pagar— para lograrlo.

Así, los canales inaugurados por los nuevosservicios de Internet también se ponen al serviciode este mismo fin: la construcción de la propiaimagen. Al permitirle a cualquiera ser visto, leídoy oído por millones de personas —aun cuando nose tenga nada específico para decir— tambiénposibilitan el posicionamiento de su propia marcacomo una personalidad visible. A veces, sin

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embargo, se vislumbra en esa autoexposición unacierta fragilidad: una falta de sentido quesobrevuela algunas experiencias subjetivaspuramente alterdirigidas, edificadas en esemovimiento de exteriorización de la subjetividad.Esa carencia denota el creciente valor atribuido almero hecho de exhibirse, de ser visible aunque seaen la fugacidad de un instante de luz virtual, yaunque no se disponga de ningún sentido paraapoyar y nutrir esa ambición.

A pesar de su papel cada vez más central, nosólo Internet es pródiga en confirmaciones de estatendencia. Otra vertiente es la intensa demanda porparticipar en los reality-shows de la televisión,por ejemplo. En la selección de candidatos para laséptima edición brasileña del programa GranHermano, la disputa fue cien veces máscompetitiva que el codiciado examen de ingresopara estudiar medicina en las mejoresuniversidades del país. Algo semejante ocurríacon el joven protagonista de Storytelling, la

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película de Todd Solondz estrenada en el año2000. Para ese personaje ficticio, la únicaposibilidad de huir de la abulia y de la apatía quesofocaban su vida común era la excitante promesade aparecer en la televisión y ser famoso, sinpoder ni siquiera imaginar una razón para esavisibilidad, y sin que esa falta de sentido parecieraimportarle a nadie. Semejante, también, es un casopatéticamente real ocurrido en 2007, cuando unmuchacho de diecinueve años mató a una decenade personas con un arma de fuego en un centrocomercial de la región central de los EstadosUnidos; en la nota que dejó antes de suicidarse, eladolescente confesaba sus motivos y su intención:morir «con estilo» y «ser famoso»[10].

Eso es, justamente, lo que intenta explicar NealGabler en su libro Vida, la película: esa extrañased de visibilidad y celebridad que marca lasexperiencias subjetivas contemporáneas. Con esefin, analiza «la transformación de la realidad enentretenimiento»[11]. Como un avance aún más

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radical de la sociedad del espectáculo en lacultura contemporánea, una serie de factoreshabrían llevado a convertir nuestras vidas enpelículas: lifies, como el mismo autor lasdenomina, en un juego de palabras que fusiona lostérminos life (vida) y movies (filmes). A través deun paseo histórico bastante documentado, Gablermuestra en su libro que el entretenimiento late enla médula de los Estados Unidos. Desde losprimordios de esa nación, la cultura popular —luego transmutada en cultura masiva— habría sidouna especie de bandera levantada por el puebloestadounidense en oposición a las ranciaspretensiones de la alta cultura europeizante. Juntocon ese blasón se defendían valores como lainformalidad y la diversión, considerados másdemocráticos y antiaristocráticos y, por lo tanto,también más estadounidenses. Así, curiosamente,gana una potencia política activa aquella «basuracultural» tan execrada por Theodor Adorno, MaxHorkheimer y sus colegas de la muy europea

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Escuela de Frankfurt.Sea como sea, el desarrollo histórico de esa

cultura del entretenimiento que siempre fue tanvital en los Estados Unidos, según Gabler, sehabría reforzado y consagrado fatalmente con laaparición de un «arma decisiva»: el cine. Unmedio sumamente poderoso, que a fines delsiglo XIX abandonó los circos y las feriaspopulares para caer en las manos de la industriadel espectáculo. Poco después, esa artilleríademostraría su enorme poder de seducción y sucapacidad de hechizar a las plateas de todo elplaneta, incitando un abanico de transformacionesen la sociedad y en los procesos de producción desubjetividad. Otro componente capital, sin duda,de la «transformación caracterológica» ocurrida amediados del siglo pasado y analizada por DavidRiesman.

En las primeras décadas del siglo XX, laspelículas se convirtieron en una verdadera «fuerzaexpedicionaria», que conquistó los imaginarios y

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fue «llenando la cabeza del público de modelospara apropiarse». Fue así como se instaló unacultura de la visibilidad y las apariencias quepronto se difundió por todas partes, como unaintensa mutación sociocultural cuyasreverberaciones más audaces hoy reconocemos enla Web. Pero todo se habría desencadenado con elcine, pues ese medio audiovisual fue entrenando asu público durante todo el siglo XX. Como partefundamental de ese aprendizaje, se propagó «unsentido, mucho más profundo del que cualquierpersona del siglo XIX podría haber tenido, de cuánimportantes son las apariencias para provocar elefecto deseado»[12].

Provocar el efecto deseado: de eso se trata,justamente, cuando se considera la construcción deuna subjetividad alterdirigida o exteriorizada. Espara eso que se elabora una imagen de sí mismo:para que sea vista, exhibida y observada, paraprovocar efectos en los demás. En una cultura cadavez más orientada hacia la eficacia, se suele

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desdeñar cualquier indagación sobre las causasprofundas, con el fin de enfocar todas las energíasen producir determinados efectos en el aparatoperceptivo ajeno. Por eso, tras haber ocurrido unatransformación epistémica tan notable con respectoa los viejos tiempos modernos, no sorprende quelos mecanismos y las herramientas para laautoconstrucción también hayan cambiado. En vezde esculpir un yo introdirigido, un carácter ocultoentre los pliegues de los fundamentos individualesy protegido ante la intromisión de las miradasajenas, lo que se intenta elaborar en el contextoactual es un yo alterdirigido. Una personalidadeficaz y visible, capaz de mostrarse en lasuperficie de la piel y de las pantallas. Y, además,ese yo debe ser mutante, una subjetividad pasiblede cambiar fácilmente y sin mayores obstáculos.El mundo contemporáneo, así, sostenido sobre lasbases aparentemente ilusorias de la cultura delespectáculo y de la visibilidad, ejerce una presióncotidiana sobre los cuerpos y las subjetividades

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para que éstos se proyecten según los nuevoscódigos y reglas. Para que sean compatibles conlos nuevos engranajes socioculturales, políticos yeconómicos.

Hoy estamos casi tan lejos de aquellospreludios del cine en la cultura estadounidense deprincipio del siglo XX visitados por Neal Gabler,como de los fervorosos años sesenta parisiensesque inspiraron en Guy Debord una furiosaexecración de la naciente sociedad delespectáculo. Aunque esos autores hayanvislumbrado sus gérmenes en esos contextosprevios, en este mundo globalizado e intensamenteaudiovisual del siglo XXI, el mercado de lasapariencias y el culto de la personalidad alcanzandimensiones jamás imaginadas. El fenómeno salióde las salas de cine para abarrotar todas laspantallas, inclusive las de los ubicuos teléfonoscelulares, sin contar Internet y las cámarasdigitales que engulleron a sus ancestros analógicoscon una velocidad inau dita. Hoy, como nunca,

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cualquiera realmente puede —y habitualmentequiere, y quizás muy pronto incluso deba— ser unpersonaje como aquellos que incansablemente semuestran en las pantallas.

Al examinar aquel momento crucial delsurgimiento del cine en nuestra cultura, con unamezcla de espanto, fascinación, cierta aprehensióny una audaz esperanza, Walter Benjamin observóque los actores del nuevo medio no solíanrepresentar a un personaje ante el público. Alcontrario de lo que ocurría tradicionalmente en elteatro, por ejemplo, «el actor cinematográficotípico sólo se representa a sí mismo». Los mejoresresultados fílmicos, inclusive, se alcanzaríancuando los actores «representan lo menosposible», es decir, cuando actúan ante la cámarasin encarnar el papel de ningún personaje: cuandoen vez de interpretar seres ajenos y ficticios,exponen en la pantalla sus propias personalidades.Eso explicaría la atracción irradiada por los astrosdel cine: porque «parecen abrir a todos, a partir de

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su ejemplo, la posibilidad de hacer cine»[13].Habría sido así, entonces, como nació el sueño

no sólo de filmar, sino sobre todo de ponersefrente a la lente para filmarse y ser filmado. «Laidea de hacerse reproducir por la cámara ejerceuna enorme atracción sobre el hombre moderno»,constataba Benjamin en los remotos años treinta,sin despreciar la osadía de semejante deseo, yaque «la idea de una difusión masiva de su propiafigura, de su propia voz, hace empalidecer lagloria del gran artista teatral»[14]. He ahí la semillainicial de este curioso deseo que corre por lasvenas de la sociedad del espectáculo, y que pareceal fin consumarse entre nosotros: la enormesatisfacción de saberse mirado por todos, aunqueuno sea cualquiera, o justamente por eso.

Esa ambición hoy llega al paroxismo enservicios como los que ofrecen JustinTV oStickam, denominados full-time lifecasting otransmisión de la vida en tiempo completo. Esosnuevos sistemas permiten que «cualquiera pueda

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crear su propio lifecast continuo, y de formagratuita», según su propio material promocional.En este caso, los usuarios permanecen on-line sininterrupciones de ningún tipo, aun cuando esténfuera de sus hogares y oficinas, mientras viajan oestán lejos de sus computadoras personales,porque llevan la parafernalia sin cablespermanentemente adherida a sus cuerpos. «No sési este nuevo servicio será grande o no, pero esuna de esas ideas que tienen potencial paraconvertirse en un negocio multimillonario», afirmóen una entrevista el director de Ustream, otraempresa que ofrece servicios semejantes[15].

En los albores de las filmacionescinematográficas, bastante lejos de esta verdaderafusión con la cámara que hoy ocurre en la Web,según la interpretación de Benjamin, el cine habríapermitido ejecutar una especie de venganza delhombre moderno contra la violenta alienacióntécnica de la ciudad industrial. Durante la jornadade trabajo, la gran mayoría de los ciudadanos del

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siglo XX renunciaba a su humanidad frente a unaparato técnico, pero «a la noche, las mismasmasas llenaban los cines para ver la venganza queel intérprete ejecuta en su nombre»[16]. La funciónde aquel actor que no era un artista profesional dela actuación representando un personaje, sino tansólo alguien que jugaba el papel de sí mismo,como podría hacerlo cualquiera, consistía no sóloen «afirmar delante del aparato su humanidad (o loque aparece como tal ante los ojos de losespectadores) como en colocar ese aparato alservicio de su propio triunfo»[17]. Si de hecho eraeso lo que ocurría en las antiguas salas de cine,¿cómo sería posible que esos espectadores noquisieran ponerse en ese lugar privilegiado deautoafirmación, para el cual apuntaban losreflectores y la lente de la cámara? «Cadapersona, hoy en día, puede reivindicar el derechode ser filmado», concluía Benjamin a mediados dela década de 1930[18]. Cualquiera puede, todosquieren… dentro de poco, todos y cualquiera

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deberán hacerlo.No obstante, a pesar de ese germen localizado

en la primera mitad del siglo XX, con la irrupcióntriunfante del cine en un movimiento que insuflaríala espectacularización del mundo, de la vida y delyo, también es innegable que el fenómeno se fuedesarrollando a lo largo de las últimas décadas,hasta alcanzar su ápice en los días actuales. «Noes fácil ser Cary Grant», se quejaba el actor en laépoca dorada de Hollywood[19]. Una colegaigualmente famosa también reclamaba: «mi ladopúblico, ése que se llamaba Elizabeth Taylor,terminó transformándose en pura actuación yfabricación»[20]. A mediados del siglo XX, estasestrellas de cine todavía vivenciaban suspersonajes públicos como algo separado y dealgún modo exterior al núcleo interior de sussubjetividades, aquello que constituía su carácterprofundo. Para sostener la puesta en escena queimplicaba ser una celebridad a la vieja usanza,como Cary Grant o Elizabeth Taylor, era necesario

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efectuar un trabajo desagradable en la arenapública. Había que ponerse máscaras quecubriesen sus rostros verdaderos, con el fin deproteger al yo auténtico de la intromisión de losreflectores, en el refugio de una privacidadbastante asediada pero aún vigente.

Esa dificultad para conciliar el yo público y elyo privado, que motivó serias angustias y hastasuicidios entre las estrellas mediáticas delsiglo XX, probablemente esté extinguiéndose hoyen día. A pesar de situarse en pleno despegue de lasociedad espectacular y de constituir íconos delrelumbrante universo de la fama, esa consternaciónque inquietaba a Elizabeth Taylor y Cary Grantremite a otras épocas. Evoca más los cuidados deEugénie de Guérin y Jane Austen, aquellas damastípicas del siglo XIX que se veían forzadas aesconder de ojos extraños sus valiososmanuscritos íntimos. O, inclusive, trae recuerdosde los diarios secretos del filósofo LudwigWittgenstein, con sus páginas nítidamente

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divididas en pensamientos públicos discutibles ydramas privados tan patéticos como inconfesables.Rígidas fronteras, en fin, entre un yo privado —interior, oculto, auténtico— y un yo público —exterior, visible, enmascarado—, líneas divisoriascuyos contornos son cada vez menos evidentes.Sobre todo, si consideramos ciertos episodios deespectacularización de la intimidad que todos losdías somos obligados a ver en los diversos mediosde comunicación, y que cada vez deseamos másintensamente verlos. Desde la ropa interiorvisiblemente ausente de jóvenes actrices enascenso fotografiadas por descuido en noches degala, hasta el más reciente escándalo erótico opolicial de unas y otros, o el nuevo embarazoinesperado y el nuevo hijo de nacionalidad exóticaadoptado por la pareja del momento, o el nuevocorte de cabello y el nuevo tono de piel de quienquiera que sea.

Un día cualquiera, por ejemplo, los trestitulares que el diario O Globo, el más importante

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de la ciudad de Río de Janeiro, eligió como losmás representativos de su sección Cultura son lossiguientes: «Paris Hilton viste a su perro de PapáNoel para tarjeta de Navidad», «Lily Allen estáembarazada del líder de Chemical Brothers» y «Elactor Michael Douglas abre el noticiero nocturnode la red NBC». Otra nota de la misma sección deese diario informaba, además, que «PamelaAnderson pide divorcio pero después searrepiente». Ilustrada con una fotografía de lafamosa en cuestión, descripta como «exestrella dela serie Baywatch», la noticia proveniente de laAgencia Reuters discurría sobre el tema del títuloa lo largo de siete párrafos, que narraban lasvicisitudes de la relación entre esa celebridad y sumarido, Rick Salomon, «conocido principalmentepor un video de 2003 en el cual aparecemanteniendo relaciones sexuales con ParisHilton»[21].

Quizás todo esto se justifique porque, en elrégimen de visibilidad que rige la sociedad

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espectacular, el único destino que puede resultarmás vacío y desolador que ser famoso sin ningúnmotivo es, simplemente, no ser famoso. «Es tristeque haya tantos privilegios de los que sebenefician las celebridades y que la gente comúnno conocerá jamás», dijo Woody Allen alcomentar su película de 1999, precisamentetitulada Celebrity. «Alguien que enseña en unbarrio pobre, donde hace un trabajo difícil queademás es peligroso y en el que se comprometerealmente, está muy mal pago, mientras que unacelebridad que filma una película idiota conaccidentes de autos y efectos especiales recibeveinte millones de dólares.»[22]

Con esa clase de personajes mostrándose sinpausa en las vidrieras mediáticas, y operandocomo los modelos más admirables de «modos deser» y «estilos de vida» que se puedan imaginar ycodiciar, no sorprende que las subjetividadesintrodirigidas estén en crisis. Y que hoy prolifereun tipo de yo que se ocupa de poner en escena

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constantemente su personalidad, pero sindiferenciar claramente entre los ámbitos públicosy privados de la existencia. Aquella antiguainquietud con respecto a los disfraces y al peso dela falsa actuación que sofocaría su auténticocarácter no parece afectar a estas célebrespersonalidades de hoy en día. Y una falta depreocupación similar se percibe en la insistenteexposición de la intimidad de cualquiera en laWeb. Porque se trata de un tipo de yo que seconstruye en la visibilidad, tanto en la exposiciónde su vida supuestamente privada como de supersonalidad, y que se propone como un estilo ouna actitud a ser imitada, con el fin de acercarse alatrayente campo magnético de las celebridades.

Siguiendo tales modelos y contribuyendo aentronizarlos, los medios prometen el acceso a lafama a quien lo desee, a todo aquél que estédispuesto a luchar un poco por eso y, también, quetenga su dosis de suerte. Un buen ejemplo es labloguera Clarah Averbuck, que fue legitimada por

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los medios tradicionales y se convirtió inclusiveen personaje cinematográfico, y que a todas lucesno se preocupa por delimitar las fronteras entre suvida y la presunta ficción de sus obras. O uno desus clones argentinos, Lola Copacabana, querecorrió un camino semejante y hoy asegura que es«honesta», afirma que ella es idéntica a supersonaje y que no existe en su vida «nadainconfesable», nada que ocultar. Lejos de lostormentos que apesadumbraban a las estrellas deHollywood de los años cincuenta, el yo de estasnuevas celebridades construidas en la visibilidadcomo personajes de sí mismas parece coincidirexactamente con todo lo que se ve.

Además de los blogs, son varios los atajosdisponibles para alcanzar el hall de la fama y,junto con ella, la felicidad espectacular. Basta conaprovechar la actual profusión de nuevos génerosde exposición mediática personal: reality-shows,webcams, YouTube, Facebook, MySpace, fotologs,talk-shows, Twitter, UpStream, SecondLife, etc.

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En todos esos espacios, lo que cuenta esmostrarse, mostrar un yo auténtico y real. O, por lomenos, que así lo parezca. La eventual obra que sepueda producir siempre será accesoria: sólotendrá valor si contribuye para ornamentar lavaliosa imagen personal. Porque lo importante eslo que usted es, el personaje que cada uno encarnaen la vida real y muestra en la pantalla, ya que anadie le importará lo que usted (no) hace.

¿En qué consiste, sin embargo, ese ser alguien?¿En qué sentido, cómo y por qué puededispensarse el hacer algo? Sin llegar a losextremos de preguntarse qué hacen o hicieronfiguras como Paris Hilton, Wanda Nara o BrunaSurfistinha para convertirse en personalidadesfamosas o celebridades —en buena parte, graciasa Internet—, conviene volver la atención haciaYouTube, uno de esos nuevos escenarios quepermiten ser un personaje que se muestra. Visitadodiariamente por cien millones de personas, queven setenta mil videos por minuto, el sitio es uno

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de los principales responsables por la elección deusted como la personalidad del momento. No porcasualidad, el servicio se promueve con elbenjaminiano eslogan Broadcast yourself, algo asícomo «muéstrese ante un público masivo». Entreel inmenso acervo de videos caseros en constantecrecimiento, enviados por gente de todo el mundo,una de las películas más vistas se llama Evolucióndel baile y ya la han visto cincuenta millones depersonas. Con seis minutos de duración, el clipmuestra a un hombre bailando trechos de músicaspopulares de las últimas décadas, en ordencronológico y con cierta torpeza. La persona quebaila ante la cámara es un ejemplo perfecto delusted condecorado por la revista Time: un sujetoaparentemente común y tan real como cualquiera.O, al menos, así parece.

Hace un par de años, antes incluso de que eltriunfo de YouTube sacudiera los mercados, unvideo casero de un minuto y medio de duración,conocido como Numa Numa Dance, circuló por

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Internet hasta transformarse en el fenómeno delmomento. Un estudiante había puesto en la red esebreve clip, donde él mismo bailaba al compás deuna canción popular rumana sin jamás levantarsede la silla frente a su computadora, haciendomuecas y moviendo los brazos mientras sus labioshacían la mímica de la letra. La película sepropagó a toda velocidad por e-mail y millones depersonas la vieron. Muchos intentaron imitarlo, ypublicaron en Internet videos en los cuales hacíanexactamente lo mismo. La onda terminódespertando, inevitablemente, la curiosidad de losmedios de comunicación tradicionales. El éxitoconvirtió al protagonista de la pequeña película enun personaje: de repente, Gary Brolsma setransformó en una celebridad requerida por losgrandes vehículos de la prensa. Varias emisoras detelevisión transmitieron el video, como la CNN y VH-1, y el joven fue entrevistado en el popularprograma Good morning America.

Fue así como Brolsma tuvo oportunidad de

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demostrar que, realmente, no tenía nada para decir.Peor aún: se sintió asediado y humillado, trashaber desatado un fenómeno que nadie lograbaexplicar. «¿Por qué dos millones de personasquieren ver a un gordito de anteojos moviendo losbrazos y bailando una canción rumana?», sepreguntaba el New York Times. «Hubo un tiempoen que los talentos vergonzosos eran un asuntopuramente privado», explicaba el artículo. «ConInternet, sin embargo, la humillación —como todolo demás— se ha vuelto pública»[23]. Nosorprende, ante ese tipo de reacción, que elmuchacho cancelase una presentación en elprograma Today Show, de la red de televisiónNBC, y que haya «buscado refugio en la casa de sufamilia». El propio periódico neoyorkino recibióuna respuesta negativa cuando intentó ubicar a lanueva celebridad para arrancarle másdeclaraciones jugosas, porque Gary estabaavergonzado y no quería hablar más con losperiodistas. La nota del diario concluía con un

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desafío lanzado a los lectores: «ponga un video deusted mismo tocando la flauta con su nariz obailando en ropa interior, y gente de Toledo aTurquistán podrá verlo»[24]. Sin duda, dosexcelentes consejos para aquello que, un par deaños más tarde, se volvería la «invención delaño», y para todos quienes nos convertimos en laspersonalidades del momento.

En un esfuerzo por medir el grado defascinación ejercida por la súbita estrella deInternet, la famosa película fue exhibida en laescuela pública de nueva Jersey donde el propioGary había estudiado cuando era niño.Sorprendentemente, quizás, el grupo de chicos dedoce o trece años de edad que vio el video nopareció demasiado impresionado con los talentosde su compañero mayor. «Es una pavada», rematóuno de los alumnos. «¿Y qué otra cosa sabehacer?», preguntó otro. Mientras un tercero, quizáel más sintonizado con las nuevas tendencias deespectacularización de sí mismo vía Internet,

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extrajo la siguiente conclusión: «yo tambiéndebería hacer un video como ése y volvermefamoso»[25]. No obstante, a pesar del torbellinoque casi lo arrasó con el vértigo de la famainesperada, el sofocado Gary Brolsma se recuperórápidamente. Y, por lo visto, decidió aprovechar elconsejo de sus amigos: «Yo le dije: ‘Gary, ésta esuna oportunidad única que tienes para serfamoso… deberías aprovecharla’», relató uncolega. Los periodistas recordaron que éste nosería el primer caso de alguien que salta delanonimato a la celebridad debido a «un papelón»develado en Internet. Como diría Guy Debord: enla sociedad del espectáculo, hasta la humillaciónse puede convertir en mercancía. Otro amigo delmuchacho agregó lo siguiente: «Oí a mucha gentediciendo que no tenía nada de extraordinario, queel clip no mostraba ningún talento, ¿pero a quién leimporta eso?». Y otro comentó que «él siempre fuemuy ambicioso»[26]. Tal vez todo eso explique porqué su nuevo videoclip, llamado Nueva Numa -

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¡El Regreso de Gary Brolsma!, con tres minutos ymedio de duración, en pocos meses llegó aconquistar ocho millones de espectadores enYouTube.

Evidentemente, el joven supo capitalizar lasúbita fama, aprovechando la oportunidad que leofreciera Internet. No sólo con su nuevo clip, quetiene una buena producción técnica y pone enescena un tono de autoparodia algo cínica, sinotambién a través del portal que inauguró en la Red,denominado NewNuma.com. Entre otras cosas, elsitio exhibe alegremente un logotipo que revelauna cuidadosa elaboración e incluye una caricaturade sí mismo, en la cual se explota hábilmente todolo que antes había sido objeto de burla. El sitioanuncia un concurso internacional que estimula laimitación de los talentos de Brolsma, y prometerecompensar al mejor clip Numa Numa con ungeneroso premio en dólares. Por supuesto, ustedestá gentilmente invitado a participar. El muchachocuenta también con un entusiasta club de fans, que

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mantiene un sitio dedicado a venerarlo, llamadoGarybrolsma.net y presentado de la siguienteforma: «Un santuario on-line para Gary Brolsma,celebridad de Internet, famoso por su playback delbaile Numa Numa». Pero eso no es todo: basta contipear su nombre en un buscador como Googlepara que aparezcan centenas de miles dedocumentos que lo mencionan. En síntesis, estecaso es un excelente ejemplo deespetacularización de sí mismo a través deInternet: un verdadero montaje del show del yo,que ya ha hecho —y sin duda aún hará— muchaescuela.

La popularización de las tecnologías y mediosdigitales más diversos ayuda a concretar estossueños de autoestilización imagética:subjetividades alterdirigidas que se construyenfrente a las cámaras y se estampan en la pantalla.Las nuevas herramientas permiten registrar todotipo de escenas de la vida privada con facilidad,rapidez y bajo costo, además de inaugurar nuevos

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géneros de expresión y canales de divulgación.Los blogs y las webcams son sólo algunas de estasnuevas estrategias para la autoestilización, asícomo los sitios de relaciones y los que permitencompartir videos, además de las incontablespropuestas que todos los días nacen y sereproducen velozmente en el ciberespacio. Entodos ellos resuena esta buena noticia: ahora ustedpuede elegir el personaje que quiere ser, y puedeencarnarlo libremente. Después, en cualquiermomento y sin mucho compromiso, si se haaburrido y así lo desea, será muy fácil cambiar yempezar otra vez con un vestuario identitariorenovado.

Solamente en este contexto es posiblecomprender la decisión del australiano NicaelHolt, estudiante de filosofía y surfista deveinticuatro años de edad, que publicó un aviso enel sitio de subastas eBay ofreciendo «su vida» aquien quisiera comprarla. «¿Usted quiere ser yo?»,anunciaba el joven en Internet. El paquete incluía

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nombre y apellido, historia personal, amigos,trabajo, exnovias y futuras candidatas a ocupar esaposición, además de un teléfono, su dirección,todas sus pertenencias, la tabla de surf y elderecho a «ser Nicael Holt» formalmente firmadoy garantizado por el (ex) propietario. Hubo variosinteresados en el negocio, que finalmente se diopor cerrado a un precio de 5800 dólares, montoque incluía también el imprescindible curso básicode cuatro semanas para aprender a ser NicaelHolt. El comprador de la personalidad en venta notiene que preocuparse por el futuro, ya que elvendedor declaró que «él puede quedarse con mivida todo el tiempo que quiera, yo voy a crear unanueva vida para mí si él quiere quedarse conésa»[27].

Aunque sean menos jocosos o pintorescos, hayotros casos extremos de esta tendencia deintercambio, compra y venta de personalidades deocasión. Un conjunto bastante elocuente es el dequienes se someten a violentas cirugías plásticas

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para parecerse a sus ídolos, por ejemplo,especialmente los que se inscriben en los reality-shows que venden —y exhiben— semejantepromesa, tales como I want a famous face o Yoquiero una cara famosa, de la red MTV. Tambiénse encuadran en esta tendencia los reality-showsde transformación en general, siguiendo el modelodel estadounidense Extreme makeover —algo asícomo Maquillaje extremo—, aunque la intenciónde los candidatos no sea parecerse a nadie enparticular, sino tan sólo cambiar. O másprecisamente: mejorar. Gracias a una actualizacióntecnológica radical del aspecto físico, losparticipantes abandonan su yo desgastado y pocovalorizado en el mercado actual de lasapariencias. En ese proceso, a la vista de todos,cambian su «subjetividad basura» por una flamante«subjetividad lujosa», como diría Suely Rolnik[28].Los elegidos para participar en esos programas detelevisión se someten sin ningún resquemor, nosólo a las cirugías propuestas por el equipo de

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producción, sino también a una infinidad de otrosprocedimientos tendientes a modificar diversascaracterísticas de su look, ya sea la forma y eltamaño de sus cuerpos, el color y volumen delcabello, los dientes, la ropa que visten, ladecoración de sus casas y sus estilos de vida.

En las múltiples ediciones de este tipo deprogramas, producidos y transmitidos con bastanteéxito en diversos países del mundo, parece haberun constante: la idea de que alterando la propiaapariencia es posible cambiar radicalmente yconvertirse en otra persona. Al transformar lostrazos visibles de lo que se es, ocurre un cambiode personalidad. El sujeto deviene otro: seconvierte en alguien mejor, al hacer un upgrade dela basura al lujo. Porque en todos los casos, latransformación apunta a adecuar los cuerposdesajustados de los participantes para que éstos seencuadren dentro de los estándares de bellezahegemónicos irradiados por los medios decomunicación. Conviene enfatizar, sin embargo,

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que todos se someten voluntariamente, y con unentusiasmo digno de quien ha ganado el acceso alparaíso. También en todos los casos el final de lahistoria parece ser feliz, como parodia el título deuno de esos programas: The swan, evocando concierta ironía el clásico cuento El patito feo, deHans Christian Andersen.

El furor activado por esta curiosa moda, quesigue generando transformaciones y audiencia, dealgún modo preanuncia la posibilidad de unaaplicación cosmética del polémico trasplante decara, un procedimiento quirúrgico profusamentepublicitado en los últimos años. Su primerarealización sufrió cierto atraso, sin embargo, apesar de haberse anunciado como técnicamenteviable con varios meses de anticipación. Lademora se debió a «problemas éticos yespirituales» relacionados con el hecho de que elrostro —¿todavía?— está fuertemente vinculado ala idea de una identidad inalienable de cadasujeto. Aún así, los primeros tratamientos se

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realizaron con éxito; hasta ahora, todos fueronreparadores, con el fin de recuperar los rasgosfaciales de pacientes que sufrieron accidentesgraves o terribles enfermedades. No obstante, valerecordar que fue exactamente así como comenzó lapolémica historia de la cirugía estética: a fines delsiglo XIX y principios del XX, los procedimientosde cirugía plástica sólo se consideraban éticos enla medida en que apuntasen a reparardeformaciones congénitas o heridas de guerra, porejemplo. Todas aquellas intervenciones quebuscasen alterar las formas visibles de cuerposconsiderados normales, persiguiendo apenas losfrívolos caprichos de la belleza, se condenabancomo inmorales.

De todas maneras, no es necesario recorrer aninguno de esos casos radicales, pese a que sonsintomáticos de este movimiento exteriorizante deuna subjetividad basada en el exclusivo valor delas apariencias. Aunque —¿todavía?— se ubiquenen sus extremos, todos esos ejemplos forman parte

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de un repertorio técnico y cultural cada vez másfamiliar, que incluye tatuajes, cirugías plásticas,piercings, aplicaciones de Botox, gimnasia ydiversas formas de modelación corporal. Todasestrategias a las cuales se puede recurrir cuando setrata de satisfacer un imperativo cada vez másinsistente y difícil de alcanzar: la obligación deser singular, y de que esa originalidad individualesté a la vista. Con ese fin, el propio cuerpo sevuelve un objeto de diseño, un campo deautocreación capaz de permitir la tan soñadadistinción exhibiendo una personalidad auténtica yobediente a la moral de la buena forma. Pero esoocurre, justamente, en una época en la cual laidentidad de cada sujeto dejó de emanar de suinterioridad, y cuando se está desatando el anclaque solía amarrar los orígenes personales a unpasado enmarcado en las institucionestradicionales y amarrado a un recorrido existencialúnico e inmodificable.

A pesar de todas esas complicaciones, ese

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mandato de ser distinto no suele presentarse comouna opción entre otras, sino como una obligaciónque no puede ser descuidada. Por eso, hay queconvertir al propio yo en un show, hay queespectacularizar la propia personalidad conestrategias performáticas y aderezos técnicos,recurriendo a métodos semejantes a los de unamarca personal que debe posicionarse en elmercado. Porque la imagen de cada uno deviene supropia marca, un capital tan valioso que esnecesario cuidarlo y cultivarlo, con el fin deencarnar un personaje atrayente en el competitivomercado de las miradas. Para lograrlo, el catálogode tácticas mediáticas y de marketing personal anuestra disposición es, hoy en día, increíblementevasto, y no deja de ampliarse y renovarse sincesar.

Esa floreciente riqueza de recursos deespectacularización contribuye también adesorbitar los contornos de la esfera íntima, y enel mismo movimiento acentúa el descrédito con

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respecto a la acción política. Así, en este curiosocontexto, ganan nuevo aliento las «tiranías de laintimidad» denunciadas por Richard Sennett en1974. Porque ahora no se le pide a la celebridadque su «personalidad artística» produzca algunaobra, o que se manifieste en el espacio público ala vieja usanza. Basta tan sólo con que exhiba unestilo más o menos rutilante y una agitada vida(no) privada. Mientras tanto, los límites de lo quese puede decir y mostrar se ensanchancompulsivamente, invadiendo los terrenos antesrelegados a la privacidad y al ámbito público. Lanoción de intimidad se va desdibujando y sereconfigura: deja de ser un territorio dondeimperaban —porque debían imperar— el secretoy el pudor de lo que era estrictamente privado,para transformarse en un escenario donde cada unopuede —y hasta debería— poner en escena elshow de su propia personalidad. Tras esosdesplazamientos, las viejas definiciones ydistinciones pierden sentido, reforzando la idea de

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que lo que está sucediendo es un cambio derégimen: una verdadera mutación.

Todo esto ocurre en una época en la cual el«fetichismo de la mercancía» enunciado por KarlMarx en el siglo XIX, como un componentefundamental del capitalismo, se ha extendido porla superficie del planeta, cubriéndolo todo con subarniz dorado y con sus centelleantes maravillasdel marketing. Absolutamente todo, inclusiveaquello que se consideraba perteneciente al núcleomás íntimo de cada sujeto: la personalidad. Comose quejaba Benjamin al referirse al culto a lasestrellas de cine en los años treinta: cuando laindustria cinematográfica explotaba «la magia dela personalidad» de los astros de la pantallagrande, ésta se veía reducida «al relámpagoputrefacto que emana de su carácter demercancía»[29]. Hoy en día, sin embargo, más desetenta años después de que esa reflexión fueradactilografiada, el culto a la personalidad segúnlos moldes del estrellato cinematográfico

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extrapoló el ambiente restricto a las stars deHollywood. La mercancía extendió por todaspartes su relámpago putrefacto, hasta tocar con surayo mágico a las personalidades de cualquiera:usted, todos nosotros, las nuevas estrellas deInternet.

En este contexto, las subjetividades seconvierten en clones empaquetados de aquellosastros del cine. Para acceder a esa posibilidad,basta recurrir a las distintas «identidades pret-ala-porter» hoy disponibles, que muchas veces secalcan en esos moldes hollywoodenses. Pero sonsiempre perfiles estandarizados y fácilmentedescartables, como bien diagnosticara SuelyRolnik a fines de los años noventa[30]. Así comoestá ocurriendo con los cuerpos humanos y susdiversos componentes, los modos de ser tambiénse transforman en mercancías: pequeñosespectáculos efímeros, lanzados a los nerviososvaivenes del mercado global. Las personalidadesse vuelven fetiches deseados y codiciados, que

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pueden comprarse y venderse, repentinamentevalorizados cuando irrumpen en el espacio visiblecomo lustrosas novedades, y enseguidadescartados como obsoletos, pasados de moda,out. Por eso la ansiedad llega a los bordes de laexasperación: esos disfraces del yo que seadhieren a la piel deben renovarse constantemente,siempre procurando la tan deseada singularidad,autenticidad, originalidad. En fin, lo que se buscadesesperadamente es algo que evoque la vieja auradefinitivamente perdida.

A propósito, en los reality-shows llama laatención la repetida alusión a la autenticidad delos participantes, como un ingrediente de los máspreciados en la propia constitución subjetiva. Y,sobre todo, como un requisito para vencer el juegoen que se basa el programa. Casualmente, ése esuno de los términos a los que recurre Benjamincuando intenta definir qué sería el aura, aquellasingularidad del aquí y ahora que hacía única a laobra de arte original y la dotaba de cualidades

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casi sagradas. Esa autenticidad se habríaextinguido fatalmente con el desarrollo de lareproductibilidad técnica aplicada a los objetosartísticos. Si la extrapolación es tolerable, seríaposible agregar que la autenticidad personaltambién habría expirado tras el desvanecimientode la interioridad psicológica que hacíaintrínsecamente único a cada sujeto moderno. Demodo que el aura personal también se habríaapagado con la proliferación de copias,simulacros y falsificaciones en las subjetividadesdescartables de la sociedad del espectáculo y sufábrica de personalidades alterdirigidas. De allíproviene la ansiedad actual por rehacer de algúnmodo el aura perdida, por apropiarse de cualquiercosa que parezca emparentada con aquella aureolade unicidad tan difícil de conseguir hoy en día. Deallí también se deriva el desplazamiento del aura,que abandonó la obra de arte pero ahora se labusca con una insistencia creciente en la figuraestilizada del autor, o de cualquiera.

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En este nuevo cuadro, el cuerpo y los modosde ser constituyen superficies lisas en las cualestodos los sujetos deben ejercer su arte. Todos ycualquiera, siempre que estén convenientementeestilizados como artistas de sí mismos, para podertransformarse en un personaje lo más auráticoposible. Un personaje capaz de atraer las miradasajenas. Por eso es necesario ficcionalizar alpropio yo como si estuviera siendo constantementefilmado: para realizarlo, para concederle realidad.Porque estas subjetividades alterdirigidas sóloparecen volverse reales cuando están enmarcadaspor el halo luminoso de una pantalla de cine o detelevisión, como si viviesen dentro de un reality-show o como si estuvieran atrapadas en laspáginas multicolores de una revista decelebridades, o como si la vida transcurriese bajola lente incansable de una webcam. Es así como sepone en escena, todos los días, el show del yo. Alhacer de la propia personalidad un espectáculo, esdecir, una criatura orientada a las miradas de los

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demás como si éstos constituyeran la audiencia deun espectáculo.

«Estamos aburridos de ver actoresinterpretando emociones falsas», afirmaba elsiniestro productor del reality-show montado en lapelícula El show de Truman. Gran éxitocinematográfico de 1998, este largometrajemostraba la vida de un sujeto adoptado al nacerpor una emisora de televisión. Para eso, secontrataron dos actores que interpretaban a lospadres de la criatura, cuya vida se desarrollaba enuna ciudad escenográfica plagada de cámaras devideo que transmitían todo lo que allí ocurría a loshogares del mundo entero. El único que ignorabaesa puesta en escena y la transmisión en tiemporeal era el protagonista, Truman Burbank, quepensaba estar viviendo una vida normal y real. Alos espectadores les agradaba justamente por eso:porque no era un actor que interpretaba lasemociones falsas de un personaje ficticio, sino quesimplemente vivía y mostraba sus emociones

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reales de personaje real, como bien explicara suproductor.

Una artimaña cuya seducción Walter Benjaminya había captado hace varias décadas: no son lospersonajes ficticios quienes más fascinan alpúblico de los medios audiovisuales, sino laspersonalidades reales. «La realidad desnuda ycruda —incluso la apariencia de realidad desnuday cruda, sin dramatización— es más entretenida»,constata Neal Gabler, tras comentar el fenómenode la red Court-TV, una emisora de televisión cuyaespecialidad consiste en transmitir uno de losespectáculos que el público estadounidense másaprecia: juicios reales. «Drama excelente, singuión», promete el eslogan de la programación[31].

Por eso, para ilustrar esta tendencia tanvigorosa en la cultura contemporánea, no esnecesario recurrir a la tragedia casi moderna —yal final de cuentas, ficticia— de la película Elshow de Truman, cuyo protagonista se hunde en ladesesperación al descubrir que toda su vida había

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sido un —¿mero?— espectáculo para ojos ajenos.En la realidad, en cambio, se informó que casitreinta mil candidatos se habrían inscripto paraparticipar en un reality-show sin previsión de fin,respondiendo a la convocatoria de una red detelevisión alemana. Una especie de El show deTruman consentido, eterno y realmente real. Ladecisión de la emisora se habría tomado enfunción del persistente éxito de la serie GranHermano en aquel país, cuya edición finalizada en2005 se mantuvo con altos índices de audienciadurante casi un año. «De ahí la idea de computarel ‘breve plazo’ de 365 días hasta el vértigo: ¿porqué no crear un Gran Hermano que dure décadas,vidas, generaciones enteras?»[32]. Así, se anuncióque el resto de las vidas de las dieciséis personasfinalmente elegidas por la producción delprograma transcurriría en una ciudadescenográfica, con todas sus acciones —einacciones— constantemente registradas pordecenas de cámaras que las transmitirían en vivo

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por televisión.Es una relación directa la que existe entre

todas estas cuestiones tan actuales y el éxito de lasprácticas confesionales que se diseminan porInternet: tanto los blogs, fotologs, videologs ywebcams como MySpace, Twitter, YouTube y otrosservicios de ese tipo, también intentan canalizaresa insistente demanda actual. Los nuevos mediosinteractivos permiten que cualquiera se conviertaen autor y narrador de un personaje atractivo,alguien que cotidianamente hace de su intimidad unespectáculo destinado a millones de ojos curiososde todo el planeta. Ese personaje se llama yo, ydesea hacer de sí mismo un show.

¿Pero qué caracteriza a un personaje? ¿Cuálsería la diferencia con respecto a una personareal? Ana Bela Almeida, crítica literaria de origenportugués, ofrece una respuesta sugestiva: ladiferencia residiría en la soledad. Y, sobre todo,en la capacidad de estar a solas. Una habilidadcada vez más rara y sin sentido entre nosotros,

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como advierte el novelista Jonathan Franzen en sulibro de ensayos titulado Cómo estar solo. Unsíntoma de los tiempos: a pesar de constituir unaespecie de lamento de la cultura letradaamenazada por los irrefrenables avances de lasociedad del espectáculo, la editorial españolaque publicó la obra de Franzen, la catalogóapresuradamente como si fuera un libro deautoayuda: «superación personal», resume la fichabibliográfica, en lo que aparenta ser una lecturademasiado literal del título del libro.

Si a lo largo de los siglos XIX y XXproliferaron ardorosas reivindicaciones de lasoledad —ya sea para leer, como lo hicieraMarcel Proust, ya sea para que las damas pudiesenescribir en sus cuartos propios, como propugnaraVirginia Woolf— los novelistas de hoy en díatambién escriben ensayos sobre el tema. Algunos,como Franzen, se preguntan desesperadamente, yadesde el título, cómo estar a solas para leer, paraescribir y, sobre todo, para ser leído. Otros, como

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Ricardo Piglia, también gritan sus penurias desdela tapa del libro y dedican sus escritos a El últimolector. O, como Alberto Manguel, defienden lalectura como un postrer acto de rebeldía yresistencia en un ambiente a todas luces adverso.

De todos modos, para regresar a lasdiferencias entre persona y personaje, al contrariode lo que aún insiste en ocurrir con los simplesmortales, los personajes jamás están solos.Siempre hay alguien para observar lo que hacen,para seguir con avidez todos sus actos, suspensamientos, sentimientos y emociones. «Haysiempre un lector, una cámara, una mirada sobre elpersonaje que le quita su carácter humano»[33]. Encambio, no siempre hay testigos de nuestroheroísmo de cada día, ni mucho menos de nuestrasmiserias cotidianas. Con demasiada frecuencia,quizás, nadie nos mira. ¿Qué importa, entonces, sien algún momento somos buenos y bellos, únicos,singulares, casi inmortales? O, aunque sea,meramente comunes como usted y yo. Si nadie nos

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ve, en este contexto cada vez más dominado por lalógica de la visibilidad, podríamos pensar quesimplemente no lo fuimos. O peor todavía: que noexistimos.

Sería en esa soledad, entonces, en eseaislamiento íntimo y privado que fue tanfundamental para la construcción de un modo deser histórico —el homo psychologicus de lostiempos modernos—, donde reside el gran abismoque todavía nos separa de los personajes. Porqueesas figuras casi humanas, los personajes, quemuchas veces también parecen estar en la máscompleta y terrible soledad, de hecho siempreestán a la vista. Todo en la vida de los personajessucede bajo los reflectores atentos de la lectura, omejor aún: en la vida de esos seres que cualquieraquisiera ser, todo ocurre bajo las lentes de lascámaras de Hollywood, de la TV Globo o delCanal 13. O, por lo menos, aunque sea, de unamodesta webcam casera.

Luego de cierta experiencia con los nuevos

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géneros de no ficción que invadieron las pantallasen los últimos años, la red Globo de televisióneditó una norma según la cual los participantes delos reality-shows producidos por esa emisorabrasileña —tales como el popular Gran Hermano— pasarían a ser tratados legalmente comopersonajes. Su estatuto legal cambió: de allí enmás, se equipararían a los héroes o villanosficticios de las telenovelas, por ejemplo. La nuevaregla contradice abiertamente uno de losprincipios básicos del reality-show como género,que supuestamente muestra en la pantallasituaciones reales vividas por personas reales.Pero la norma no fue muy divulgada ni discutida,pasó casi inadvertida pues tenía apenas finescomerciales. El objetivo era prohibir los anunciospublicitarios en los cuales los participantespudieran sacar provecho de «los personajes queencarnan en la ficción»[34]. Lo cual despiertaalgunas perplejidades, sin duda, ya que no deberíatratarse de ficción alguna, puesto que los

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personajes que estos «personajes» encarnan ymuestran en la pantalla son ellos mismos. Al tratara los participantes de los reality-shows comopersonajes ficticios, sin embargo, la emisoraprocuró proteger la imagen que la empresa crea deellos y que considera de su propiedad. Lo que nodeja de tener sentido, por supuesto: si es lavisibilidad quien les otorga realidad a estasconstrucciones subjetivas, entonces la televisiónes la única propietaria de dichas imágenes. Sin lavisibilidad concedida por las cámaras y laspantallas, los personajes de los reality-showssimplemente no existirían.

Vale la pena retornar al problema de lasoledad, que tal vez resida en el corazón de esteanhelo tan actual por la autoconstrucción comopersonalidades alterdirigidas, subjetividades quese diseñan siguiendo los moldes de los personajesmediáticos. Cuando Walter Benjamin se refería ala extinción de la experiencia en la Modernidad,aludía a las derivaciones del modo de vida

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instaurado por el capitalismo urbano e industrial,que dinamitó las condiciones necesarias para unaexperiencia colectiva de veras compartida.Aquella tradición fuertemente sedimentada en elgrupo se dilaceró y, al mismo tiempo, también sedesmoronaron las posibilidades de vivenciarexperiencias pautadas por la trascendencia. Esedistanciamiento de las tradiciones comunitarias ydel más allá, que alimentó las enormesposibilidades abiertas por el individualismomoderno y contemporáneo, también cerró otraspuertas. En ese saldo negativo habría que anotar ala soledad. «Si no hay un suelo común devivencias, memorias o tradiciones, si nuestra vidaes influida permanentemente por los imaginariospuestos en circulación por los medios decomunicación», se pregunta Beatriz Jaguaribe ensus ensayos sobre el renovado auge del realismoen la actualidad, «¿cómo forjar conexiones designificados que rompan la cápsula de lasoledad?». Si ese encierro en la propia

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individualidad se vuelve cada vez más hermético,quizás estas nuevas prácticas podrían proveer unalivio para esa asfixia. Al tornar público lo que escada uno y, de algún modo, exhibir la propiasoledad, ofrecerían una vía para «exponer laexperiencia que marca la vida de los anónimos,aunque justamente esa experiencia no posea cargastotalizantes ni colectivas»[35].

Esta sociedad aterrorizada con los peligros ycon la (falta de) seguridad en el espacio público,estimula un creciente aislamiento individual,inclusive una verdadera reclusión tras los murosde los barrios privados de las megalópolis y enlos refugios virtuales del ciberespacio. Por eso, nosorprende que se multipliquen las invitaciones aacompañar en detalle los aspectos más íntimos ytriviales de las rutinas domésticas de cualquiera.Más que una intromisión, en estos casos la miradaajena puede ser una presencia deseada yreconfortante. Lejos del tan comentado temor a lainvasión de la privacidad, se trata de un verdadero

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afán de evasión de la propia intimidad, un anhelode superar los viejos límites para abririnfiltraciones en los antiguos muros divisores. Enesta imagen resuenan los deseos de transparenciatotal de los autores de blogs con furor confesional,pero también vienen al caso las reflexiones de unode los arquitectos de las casas no privadasexpuestas en el museo neoyorkino el último añodel siglo pasado, que se preguntaba en el catálogode la exposición: «¿por qué un grupo invisible depersonas elegiría vivir atrás de una pared, en vezde revelar sus vidas?»[36]. Es una preguntaabsolutamente contemporánea. ¿Por qué no?

De modo que esta repentina ansia devisibilidad, esa ambición de hacer del propio youn espectáculo, también puede ser una tentativamás o menos desesperada de satisfacer un viejodeseo humano, demasiado humano: ahuyentar losfantasmas de la soledad. Una meta especialmentecomplicada cuando florecen estas subjetividadesexteriorizadas y proyectadas en lo visible, que se

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deshacen del vetusto anclaje proporcionado por lavida interior. Porque aquel espacio íntimo y densoque constituía la sólida base de la interioridad,precisaba justamente de la soledad y del silenciopara autoconstruirse: debía fortalecerse a lasombra de las miradas ajenas. «No lo hago pordinero, aparecer me hace feliz», cuenta unaadolescente que publica sus fotos eróticas en unblog. «Todavía no puedo creer que los chicoshablen sobre mí», dice emocionada, refiriéndose alos comentarios que recibe de sus visitantes yespectadores a través de Internet. «¡Es como tenerfans!», resume orgullosa. «Estoy todo el día en lacomputadora de mi cuarto», explica otra chica detrece años de edad. «En el Messenger tengo 650contactos con los que chateo todo el día, además,tengo tres fotologs personales, donde subo misfotos y escribo sobre mi vida», continúa, parafinalizar con la siguiente conclusión: «así conocíun montón de chicos».

Esta fascinación suscitada por el

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exhibicionismo y el voyeurismo encuentra terrenofértil en una sociedad atomizada por unindividualismo con ribetes narcisistas, quenecesita ver su bella imagen reflejada en la miradaajena para ser. Esas fuerzas tienden a desgarrartodos los nudos sociales que podrían propiciar unasuperación de las tiranías de la intimidad. Sinembargo, una eventual reformulación en clavecontemporánea de aquellos lazos cortados por laexperiencia moderna posibilitaría, quizás,vislumbrar al otro como otro, en vez de fagocitarloen una inflación del propio yo siempreprivatizante. Algo que solía ocurrir en el antiguoespacio público, por ejemplo, donde no todoprójimo debía convertirse en próximo, ni tampocoera necesario transmutar la mayor cantidad posiblede anónimos en amigos para abultar la propia listade contactos personales.

Con el ejercicio de ese saludabledistanciamiento, los otros —es decir, todosaquellos que no son ni yo, ni usted, ni ninguno de

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nosotros— no sólo dejarían de exigir unaconversión necesaria en esas categorías del ámbitoíntimo, sino que tampoco se transformarían enmero objeto de desconfianza, odio o indiferencia.Ese movimiento de superación de las tiranías delyo permitiría divisar, tal vez, en el horizonte, algúnsueño colectivo: una trascendencia de losmezquinos límites individuales, cuya estrechezpodría diluirse en un futuro distinto. Algo que, enfin, se pueda proyectar más allá de las avarasconstricciones de un yo siempre presente, aterradopor la propia soledad e incitado a disfrazarse depersonaje visualmente atractivo para intentarapaciguar todos esos temores. Tal vez, incluso —¿y por qué no?—, producir algo tan anticuadocomo una obra, o inventar otras formas de ser yestar en el mundo.

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IX. YO ESPECTACULAR Y LAGESTIÓN DE SÍ COMO UNA

MARCA

Esperamos que si la evolución futura delarte y de la situación del artista libera a éstede algo, que este algo sea la triste obligaciónde cuidar de su individualidad y de supersonalidad del mismo modo que se cuidauna flor de invernadero.

JAN MUKAŘOVSKÝ

Es difícil traer una celebridadinternacional… hace un año y medio queestamos intentándolo, y ahora que lologramos es un dolor de cabeza. MarilynManson quería cuatro camarines sólo paraél. Nosotros tenemos ocho camarines paratodos. Quiere seis heladeras, exigealfombras en el escenario.

ANA BUTLER

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Cuando Guy Debord publicó su libro La sociedaddel espectáculo, en 1967, no se preocupó porespecificar en qué momento ese nuevo régimenhabría comenzado. A lo largo de las doscientasonce tesis vociferadas en ese verdaderomanifiesto, el fenómeno se presenta como unaespecie de mutación histórica: un movimientoligado de manera inextricable al capitalismo y a lacultura de masas, pero también destinado a sersuperado gracias a la lucha revolucionaria, cuyoadvenimiento parecía tan inminente en aquellostumultuosos años sesenta como resulta inverosímilen estos inicios del siglo XXI. Sin embargo, varioselementos de ese modo de vida construido en lavisibilidad ya estaban presentes al final delsiglo XIX, o inclusive antes. Son conocidos loscuadros que pintan las calles de aquellasmetrópolis europeas hirviendo de novedades,como escenarios perfectos para la representación

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cotidiana del espectáculo de la vida moderna. Yaestaban presentes allí, según parece, las primeraseuforias del consumo, de la publicidad y losmedios de comunicación, así como laproliferación de imágenes y la promoción de unafelicidad eminentemente visible. Todoinstalándose ruidosamente, tanto en losimaginarios como en las realidades de aquellossujetos modernos que habitaron el siglo XIX.

¿Eso significa, entonces, que en aquel universoremoto ya operaba algún tipo deespectacularización de la propia personalidad,como ésta que hoy vemos desplegarse por todaspartes? A pesar de las evidentes continuidades quede hecho se pueden detectar, la respuesta esnegativa. Los fenómenos de exhibición de laintimidad que son tan habituales entre nosotros nohabrían sido posibles. Ni siquiera imaginables, enaquel cuadro ya bastante lejano. Porque más alláde todos los vértigos y turbulencias de aquellosviejos tiempos modernos, que luego

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desembocarían en la situación actual, en esosescenarios aún imperaban rígidas separacionesentre los dos ámbitos en que transcurría laexistencia: el espacio público y la esfera privada.Las subjetividades modernas se estructuraban,precisamente, en el tránsito de esa frontera biendelimitada entre un ambiente y el otro. De modoque el fenómeno analizado en este ensayo esestrictamente contemporáneo, y por eso tiene tantoque decir sobre quiénes somos todos nosotros.Dice mucho sobre cómo llegamos a ser lo quesomos y en qué nos estamos convirtiendo, ytambién, quizá, sobre algo que es aún másimportante: quiénes quisiéramos ser.

Hace cuatro décadas, cuando Debord dio aconocer sus reflexiones, aún estaba delineándoseen el horizonte la espectacularización del mundoque ahora vivenciamos con tanto estrépito. Por esoson tan valiosas sus observaciones acerca de lasrelaciones que se mercantilizan al ser mediadaspor imágenes; así como el pasaje del ser al tener,

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y desde este último hacia el parecer,deslizamientos que acompañan el ascenso de untipo de subjetividad espectacularizada. El triunfode un modo de vida enteramente basado en lasapariencias, y la transformación de todo enmercancía. No obstante, a pesar de ese aspectovisionario de esos escritos ya históricos, tambiénsorprende constatar hasta que punto nuestropresente fue más allá en la consumación de todasesas tendencias vislumbradas de manera tanperspicaz en los años sesenta.

Lo que ocurrió con el propio Guy Debordpuede ayudar a comprender mejor laprofundización, en la sociedad contemporánea, deaquellas tendencias que él mismo divisó. Algunosaños antes de su suicidio, ocurrido en 1994, elmilitante situacionista tomó una decisión drástica:prohibió la exhibición de todas sus películas.Cabe destacar que el autor se consideraba, antesde todo y con mucho entusiasmo, un cineasta. Noobstante, la decisión de silenciar su obra se

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encuadra perfectamente en la lógica de supensamiento, con un grado de coherencia quepuede hasta parecer digno de otros tiempos o deotros mundos. Además, Debord jamás había dadouna entrevista en vida ni había aparecido en latelevisión o en cualquier otro medio decomunicación masivo. Pero el motivo que disparóla decisión de no mostrar nunca más su produccióncinematográfica fue el asesinato de GérardLebovici, su gran amigo, productor, editor ymecenas. Algún tiempo atrás, Lebovici habíacomprado una sala de cine en el Quartier Latin deParís, exclusivamente dedicada a pasar laspelículas de Debord día y noche, a lo largo devarios años, sin parar un segundo y sin ningunaexpectativa de generar lucros con esa exhibicióncompulsiva, algo que, sin duda, también parecedigno de otros tiempos o de otros mundos. Lo quereviste una actualidad candente, sin embargo, esque la obra completa de Guy Debord acaba de sereditada, ahora, en un lujoso embalaje que no sólo

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incluye todas sus películas en formato digital, sinotambién algunos de sus escritos y abundantematerial biográfico. Documentos sobre los eventossituacionistas promovidos por su grupo einformación sobre sus obras, pero además muchasfotos de sus amigos, novias, colegas e inclusivealgunas imágenes suyas de niño, fragmentos de suscartas y otros objetos de ese tipo.

Más allá de la irrefutable oportunidad queofrece esta edición, al poner nuevamente adisposición del público la obra de este importanteartista y pensador del siglo XX, vale cavilar sobrealgunas reverberaciones de esta sátira histórica.Lo que sucedió es algo que quizás fuera inevitable:la sutil fabricación del personaje Guy Debordcomo una mercancía espectacularizada. Porque eseso, sobre todo, lo que se vende en este refinadopaquete negro, que incluye cuatro pequeñas cajaspara las películas y una bella publicación conmaterial sobre su vida y su trayectoria. Porsupuesto que las obras también forman parte del

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estuche, pero de algún modo parecen un meroaccesorio del elemento fundamental ofrecido eneste bonito embalaje: la figura de Guy Debord. Supersonalidad emerge como un atrayente productopara ser consumido e inclusive imitado,discretamente, claro está, y sólo en lo que respectaal «estilo» y la «actitud». En ese paquete, Debordes retratado como una especie de malditosimpático, de aquellos que ya no se consiguen, ypor ende virtualmente anulado en su potenciarealmente maldita. Ironías de la sociedadespectacular: su sagaz e iracundo detractortambién se transformó en un personaje convertidoen mercancía, una imagen llena de brillo,destinada a saciar la sed de algún tipo desubjetividad alternativa. Como él mismo dijo,lúcidamente: «hasta la insatisfacción hoy seconvierte en mercadería». Y toda mercadería tienesu target, todas encuentran su segmento de públicoy su nicho de mercado.

Vale rescatar, nuevamente, la célebre frase de

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Mallarmé: ya se ha dicho que en el siglo XIX todoexistía para ser contado en un libro, mientras hoycrece la impresión de que sólo existe lo que seexhibe en una pantalla. En este nuevo contexto,aquellos «quince minutos de fama» previstos porAndy Warhol como un derecho de cualquier mortalen la era mediática expresan una intuiciónvisionaria pero todavía atada a otro paradigma:aquel ambiente dominado por la televisión y losdemás medios de comunicación bajo el esquemabroadcasting. Algo similar se puede decir conrespecto a la universalización del «derecho a serfilmado» que Walter Benjamin intuyera muchoantes, en los primordios del cine como unaindustria de masa. Cabe concluir, entonces, paracerrar el recorrido de estas páginas, que las redesinformáticas y los medios interactivos estaríancumpliendo esa promesa que ni la televisión ni elcine pudieron satisfacer. A su modo y, quizá, deuna manera más radical que ni Warhol ni Benjaminjamás podrían haber previsto, como nos invita el

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sitio de YouTube, de forma tan tentadora comointeractiva: Broadcast yourself!

Habrá que admitir, sin embargo, que elresultado de semejante conquista puede serdescorazonador. «La vida privada, revelada porlas webcams y los diarios personales, setransforma en un espectáculo para ojos curiosos, yeste espectáculo es la vida vivida en su banalidadradical», constata el autor brasileño André Lemosen un breve ensayo sobre el surgimiento de estasnuevas herramientas de autoexposición en Internet.«No hay historias, aventuras, enredos complejos odesenredos maravillosos; en realidad no pasanada, salvo la vida banal, elevada al estado dearte puro». Los autores, narradores y protagonistasde esos relatos parecen decir lo siguiente, sinpudores y hasta con cierto orgullo: «mi vida escomo la suya, entonces tranquilícese, estamostodos en la banalidad de lo cotidiano». Esoequivaldría a decir algo así como que todo estámaravillosamente bien, e incluso usted ha sido

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elegido la personalidad del momento por la revistaTime… ¡qué honra! No obstante, tal vez seríaoportuno invocar aquel espíritu realmente malditoque impregna algunas de las tesis más arteras deGuy Debord, y rebatir: ¿y entonces qué? O, comopreguntaría su contemporáneo Gilles Deleuze, quetambién cometió suicidio a principios de los añosnoventa: ¿para qué se nos estará usando?

Sería necio negar que la democratización delos medios posibilitada por todos estosdispositivos es una novedad histórica dedimensiones aún inconmensurables, que puedellegar a cambiar la cara del mundo, y queprobablemente ya lo esté haciendo. Pero tambiénes difícil negar que buena parte de lo que se hace,se dice y se muestra en esos escenarios de laconfesión virtual no tiene ningún valor. Es digitaltrash, un gran género sin pretensiones, comodelata su explícita denominación, sobre el cual yase organizan congresos académicos y cursosdidácticos, se escriben tesis, artículos, libros y

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otras instancias de legitimación oficial. No se tratade obras de arte, no lo pretenden y ni siquierasueñan con serlo. Se presentan apenas como lo queson: pequeños espectáculos descartables, algúnentretenimiento ingenioso sin mayores ambiciones,o bien celebraciones de la estupidez más vulgar.

Vale recordar, no obstante, que no siempre fueun valor incontestable esa tranquilidad conformistaque aplaude la propia banalidad. Y, sobre todo,que reconoce esa misma mediocridad en lapobreza de la vida ajena, sirviéndose de esaconstatación para apaciguar toda incómodainquietud y soportar mejor la existencia. Por eso,el fuerte interés que esas pequeñas historias lograndespertar tal vez sea la otra cara de un fenómenomuy debatido hace dos décadas: el declive de losgrandes relatos que organizaban la vida moderna,así como la caída del peso inerte de las figurasilustres y ejemplares plasmadas en las narracionesbiográficas canónicas. De modo que conviene noolvidarlo: se trata de una cuestión fuertemente

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política, que contradice otras propuestas históricasa las cuales parece homenajear. La bandera de «lavida como una obra de arte», por ejemplo, se halevantado de manera inflamada y entusiasta, encondiciones muy diferentes de las actuales y conotros objetivos. Tanto las vanguardias estéticas ypolíticas, como ciertas corrientes filosóficas quemarcaron la Modernidad, proponían este tipo devalores como una forma de cambiar el rumbo de lahistoria. En lucha activa contra las trivialidades ymiserias cotidianas, y en férrea oposición alconformismo de la acolchonada sensibilidadburguesa, proponían la creación de nuevos mundosy nuevas formas de ser.

Está claro que, en las actuales circunstancias,no sólo es sumamente difícil definir qué sería«arte», para pensar en una eventual transformaciónde la vida según esos parámetros, sino que ademásproliferan otros espejismos. La comparación entrelos modos de subjetivación espetacularizados dehoy en día y los dandies de los siglos XVIII y XIX,

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por ejemplo, es otro desplazamiento anacrónico deese tipo, que se detiene en las aparienciassupuestamente similares de dos fenómenoshistóricos totalmente diferentes. Aunque sea ciertoque el dandy de antaño recurría a formas devestirse y a una autoestilización que hoypodríamos llamar «espectaculares», susfundamentos y sus objetivos eran muy diferentes deéstos que ahora nos llevan a usted, yo y todosnosotros a buscar la distinción respondiendo a losconjuros de un eslogan publicitario.

Basta con evocar rápidamente a los personajeshistóricos que se encuadraban en esa categoríadecimonónica del dandismo, desde Lord Byron aOscar Wilde, pasando por Jules Barbey d’Aurevilly, Jean Cocteau o Charles Baudelaire, ypor tantos otros que no tuvieron igual suerte en elreconocimiento de la fama póstuma. Todos ellos,sin embargo, con mayor o menor éxito, apoyabansus excentricidades en la solidez que implicaba laproducción de una obra, además de considerar su

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actitud como un modo de vida opuesto a las reglasde su época. Al fin y al cabo, se trataba del«último estallido de heroísmo en lasdecadencias», según la famosa definición deBaudelaire. Ésa era la meta nada modesta, sinobastante excéntrica y megalómana, de ese curiosoanhelo de «ser sublime sin interrupción», aúncuando fuera necesaria una disciplina rígida yexigente para alcanzarla[1].

Una propuesta que se distancia radicalmentede la celebración de «cualquiera» en su trivialidadcotidiana, una moda que hoy triunfa por todaspartes. Porque había un objetivo explícito deinsubordinación en esa ostentación deextravagancias y sarcasmos individuales de otrostiempos, motivo por el cual el dandismo constituyó«una de las formas más radicales de la revueltaromántica», en palabras de Albert Camus[2]. Suobjetivo era escandalizar a la burguesía, épaterles bourgeois, sin ningún temor de provocarhostilidades y desconfianzas en el establishment

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de la época. Una vocación de crítica insolente, porlo tanto, que con su desdén elegante apuntaba adetonar toda la mediocridad y la banalidad de lavida común. O sea, todo aquello que las nuevasformas de espectacularización de sí mismopretenden, al contrario, confirmar y festejar; y, enla medida de lo posible, también facturar.

Por eso, es evidente que tanto esos modos desubjetivación como esas voluntades políticas yapertenecen a otras épocas. Tiempos idos queinstaban a la escritura minuciosa de diariosíntimos en la soledad del cuarto propio y alestablecimiento de densos diálogos epistolares,alimentados por la distancia y los ritmoscadenciados de otrora. Esos textos solíanescribirse y leerse en espacios privados,nítidamente opuestos al mundo público que estabaallá afuera; textos en los cuales la interioridad delos autores era pacientemente vertida,primorosamente cultivada y púdicamenteprotegida. A pesar de su notable parentesco con

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esas prácticas ya anticuadas, los nuevos génerosautobiográficos que hoy inundan Internet señalanotros procesos e inauguran otras tendencias.Revelan la emergencia de nuevos modos de ser,subjetividades afines con una sociedad y unacultura cada vez más distante del tiempo en quefuimos y debíamos ser absolutamente modernos.

Hay una pista, entonces, para comprender lafascinación suscitada por esta multitud de historiasminúsculas, todos esos minirelatos verídicos quese exponen en las pantallas que iluminan —yencandilan— al mundo contemporáneo. Todo esoquizás derive de la extinción de los grandesrelatos que daban sentido a la vida moderna, tantoen nivel colectivo como individual. Así,acompañando los desplazamientos de los ejesalrededor de los cuales se construían lassubjetividades modernas, la multiplicación de losemisores posibilitada por los nuevos medioselectrónicos permite que cualquiera sea visto,leído y oído por millones de personas. La

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paradoja es que esa multitud quizá no tenga nadaque decir. Se expande, así, esta multiplicación devoces que no dicen nada —al menos, «nada» en elsentido moderno del término— aunque no cesen devociferar. Todo ocurre como si aquellos grandesrelatos que estallaron en las últimas décadashubiesen dejado un enorme vacío al despedazarse.En ese espacio hueco que restó, fueron surgiendotodas estas pequeñas narrativas diminutas y reales,que muchas veces no hacen más que celebrar yafirmar ese vacío, esa flagrante falta de sentidoque flota sobre muchas experiencias subjetivascontemporáneas.

¿Cómo se deben comprender estos procesos?Por un lado, parece haber una liberación. Hay, sinduda, un alivio en ese abandono del peso enormede las tradiciones, inclusive del propio pasadoindividual y de toda la carga que implica poseeruna verdad hospedada en el carozo de la propiainterioridad. Y de la compulsión de tener quedescubrirla e interpretarla constantemente,

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condenados para siempre a detentar una identidadfija y estable que urge descifrar. Hay unaliberación con respecto a esa condena, esaobligación de ser para siempre un yo que se fueengendrando a lo largo de toda una vida, en la cualhasta el detalle más nimio significa algo.

Por otro lado, paralelamente y en consecuenciade ese múltiple corte de amarras, también es ciertoque algo se fragiliza cuando se extravían lasreferencias y se desvanecen todos aquellos pilaresque sostenían a la subjetividad moderna. No sepierden únicamente aquel espacio interior delalma y el espesor semántico del pasado individual,todo ese equipaje capaz de darle inteligibilidad eidentidad al yo presente. Junto con esos cimientossobre los cuales se construían las subjetividadesmodernas, también se desmoronaron otrascertezas: el amparo de los sólidos muros de lasinstituciones modernas, la protección del Estado yde la familia, las paredes del hogar; en fin, todauna serie de lazos y anclajes que se debilitan cada

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vez más. Buena parte de esas referencias siguendeshilachándose: esas anclas y protecciones queamparaban al yo moderno, esas amarras que nosólo lo sujetaban y sofocaban, sino que al mismotiempo lo protegían y guarnecían de los peligrosexteriores. Además de procurarle motivos desufrimiento, angustias, culpas y otros pesares deépoca, también le daban sentido.

Al perderse todo eso, sin embargo, se abrenlas puertas para una liberación inédita de lassubjetividades. Pero también es cierto que eldesafío puede ser demasiado grande, y que hay queestar a la altura para poder enfrentarlo, algo que,lamentablemente, no siempre sucede. Hay unriesgo considerable de que, una vez emancipadasde todas esas viejas ataduras, proliferensubjetividades sumamente vulnerables. Si en vezde aprovechar las inmensas posibilidades que seinauguran para construir nuevos territoriosexistenciales —para expandir el campo de loposible con el fin de crear nuevos modos de ser y

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nuevos mundos donde ejercitarlos—, puedeocurrir que la insaciable avidez del mercadocapture esos espacios que ahora quedaron vacíos yse instale en ellos. En el forcejeo de esanegociación, las subjetividades pueden volverseun tipo más de mercancía, un producto de los másrequeridos, como marcas que hay que poner encirculación, comprar y vender, descartar y recrearsiguiendo los volátiles ritmos de las modas. Esoexplicaría la fragilidad y la inestabilidad de ese yovisible, exteriorizado y alterdirigido; de ahí lospeligros que también acechan a esassubjetividades construidas en la deslumbranteespectacularización de las vidrieras mediáticas.

Al concluir sus reflexiones sobre lasmutaciones en el individualismo ocurridas a lolargo de los siglos XVIII y XIX, Georg Simmelafirmó que esas transformaciones probablementeno serían «las últimas palabras delindividualismo», ya que los sujetos no cesarían decrear «nuevas formas de afirmación de la

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personalidad y del valor de la existencia»[3]. Porlo visto, cien años después del análisis realizadopor el sociólogo alemán, hoy vivenciamos unanueva transición. Sabemos que no se trata de losprimeros desplazamientos en los modos deproducción de subjetividades, y sin duda no seránsus últimas metamorfosis. Como suele ocurrir entoda crisis, el momento actual abre las puertaspara cambios y cuestionamientos, de modo queofrece preciosas oportunidades que no convienedespreciar.

Como Benjamin había advertido en su belloensayo Experiencia y pobreza, junto con lasevidentes nuevas riquezas, un tipo inédito demiseria habría emergido con «ese monstruosodesarrollo de la técnica» que se apoderó delmundo occidental en los últimos siglos. Enconsecuencia, la humanidad ingresó en una nuevabarbarie, que según el filósofo alemán exigiría delos hombres una prueba de honradez: admitir yconfesar nuestra propia pobreza. Benjamin

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insinuaba que, a pesar de la catástrofe, esasacudida también podía implicar un provechosodesafío, pues impelía a comenzar de nuevo a partirde esa tabula rasa del patrimonio cultural.Construir algo nuevo en esa tierra brutalmentearrasada, aunque también liberada de todos loslastres que antes había que cargar. Tal vezconvenga reivindicar aquí, como lo hizo ese autorhace casi cien años, una saludable desilusiónradical con su época, pero al mismo tiempo unatotal fidelidad con respecto a este siglo, uncompromiso radical con el presente y con lasposibilidades todavía inciertas que alberga en suseno.

«En la actualidad los seres humanos no sereconocen de buena gana en sus más altasdefiniciones», afirmó Peter Sloterdijk, trascomentar los idearios vanguardistas que llamabana convertir a cada hombre en un artista, a disolverel arte en la vida y a cambiar los rumbos de lahistoria. «Creer en el mundo es lo que nos falta»,

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decía Gilles Deleuze en una entrevista concedida aToni Negri a principios de los años noventa[4].«Hay épocas en las que [los seres humanos] han depensar de forma elevada sobre sí mismos porqueen ellos recae algo grande, y otras ocasiones enque se minusvaloran porque algo atroz lesdesafía», continuaba Sloterdijk sus reflexionessobre las condiciones de posibilidad de lainvención en el mundo contemporáneo, paraterminar sugiriendo un discreto repliegue hacia lainvisibilidad. Porque la actualidad vienedemostrando, con ruidosa persistencia, que «todoaquello que aspira a lo grande, resultainvoluntariamente pequeño»[5]. Por eso, quizá laverdadera megalomanía y la mayor de lasexcentricidades contemporáneas deban encontrarsu camino en esa resistencia aparentementehumilde a las tiranías de la exposición, que todo lodegluten para convertirlo en espectáculo. En unasigilosa búsqueda de la riqueza que puede haberen lo indecible y lo inmostrable, y quizá también

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en otras formas de creación que logren burlar losimperativos de lo exponible, comunicable yvendible. Con esos hallazgos, quien sabe, tal vezsea posible provocar interferencias en esoscircuitos que tan seductoramente se nos ofrecencomo los más deseables o incluso los únicosimaginables. Generar cortocircuitos capaces dehacer estallar tanta modorra autocelebratoria paraabrir el campo de lo pensable y de lo posible, ypara crear nuevas formas de ser y estar en elmundo.

Así como Walter Benjamin aludía a lasmiserias del siglo XX con un optimismo queafloraba de la más áspera melancolía, es probableque jamás hubiera imaginado hasta dónde podríallegar aquella barbarie que tan arteramenteidentificó, pero tampoco cuán hondo podría clamarsu desafío. Porque nosotros también hablamos«una lengua enteramente nueva», y hoy como nuncaparece necesario oír esa voz que invitaba adirigirse «al contemporáneo desnudo, acostado

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como un recién nacido en los pañales sucios denuestra época»[6]. Ahora se trata de usted, yo ytodos nosotros. ¿Y quién dice que el hecho dehaber sido elegidos las personalidades delmomento no pueda ser, a pesar de todo, una buenanoticia? Todo dependerá, probablemente, de loque decidamos hacer con eso.

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ÍNDICE DE NOMBRES

Abramovic, Marina.Adorno, Theodor.Alighieri, Dante.Allely, Sarah.Allen, Lily.Allen, Woody.Almeida, Ana Bela.Amado, Janaína.Amiel, Henri Frédéric.Andersen, Hans Christian.Anderson, Pamela.Arenas, Reinaldo.Arfuch, Leonor.Ariès, Philippe.Artemidoro.Austen, Jane.Auster, Paul.Averbuck, Clarah.Azevedo, Luciene.

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Balzac, Honoré de.Bamban, Kléber.Barbey d’Aurevilly, Jules.Barnes, Julian.Barrie, James Matthew.Barthes, Roland.Basquiat, Jean-Michel.Baudelaire, Charles.Beckett, Samuel.Beckham, David.Beckham, Victoria.Beethoven, Ludwig van.Béjar, Helena.Benjamin, Walter.Bergson, Henri.Beuys, Joseph.Bezerrra, Beniltor, Jr.Blanchot, Maurice.Bloom, Harold.Borges, Jorge Luis.

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Botticelli, Sandro.Bourdieu, Pierre.Brolsma, Gary.Brontë, Anne.Brontë, Emily.Brown, Dan.Bruna Surfistinha, Raquel Pacheco, conocida

como.Brunet, Alain.Bruss, Elizabeth W.Buarque, Chico.Burgos, Elizabeth.Burke, Peter.Bush, George W.Butler, Ana.Byron, Lord.

Calle, Sophie.Calvino, Italo.Cammarota, Martín.Campbell, James.

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Camus, Albert.Caouette, Jonatha.Capote, Truma.Carrero, Rodrigo.Carri, Albertina.Carrington, Dora.Carver, Raymond.Casanovas, Laura.Castro, Daniel.Cavalier, Alain.Cavallo, Guglielmo.Celes, Luiz Augusto.Cervantes Saavedra, Miguel de.César, Ana Cristina.Charles, Ray.Charney, Leo.Chartier, Roger.Chasan, Emily.Chéjov, Antón.Cicciolina, Ilona Staller, conocida como.Clarke, Gerard.

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Claudel, Camille.Clinton, Bill.Clinton, Hillary.Cocteau, Jean.Coetzee, John Maxwell.Cohen, David.Coleridge, Samuel Taylor.Colette, Sidonie-Gabrielle Colette, conocida

como.Colombo, Sylvia.Copacabana, Lola.Coppola, Sofia.Corbin, Alain.Corradini, Luisa.Correa, Sergio.Cortázar, Julio.Costa Lima, Luis.Costantino, Nicola.Coutinho, Eduardo.Crary, Jonathan.Craveri, Benedetta.

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Cuenca, João Paulo.Cueto, Alonso.

Da Vinci, Leonardo.Dalí, Salvador.De Santis, Pablo.Debord, Guy.Deleuze, Gilles.Descartes, René.Di Marco, Laura.Di Tella, Andrés.Diaz, Maurício.Dickens, Charles.Dickinso.Dostoievski, Fiódor.Douglas, Michael.Dubois, Philippe.Duby, Georges.Duchamp, Marcel.Dürrenmatt, Friedrich.Dumas (h.), Alejandro.

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Duplessis, Marie.Durán, Ana.Dylan, Bob.

Eco, Umberto.Epícteto.

Fabre, Clarissa.Faulkner, William.Feldman, Ilana.Fernández Díaz, Jorge.Feuer, Alan.Fischer, Ernst.Flaubert, Gustave.Forn, Juan.Foucault, Michel.Franco Ferraz, Maria Cristina.Frank, Ana.Franzen, Jonathan.Fraser, Antonia.Freud, Sigmund.

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Frey, James.Fux, Bárbara.

Gabler, Neal.García Lorca, Federico.García Márquez, Gabriel.García, Rafael.Gay, Peter.George, Jason.Gherardini, Lisa.Gianetti, Cecília.Gide, André.Giocondo, Francesco Bartolomeo del.Gioia, Dana.Giucci, Guillermo.Goethe, Johann Wolfgang von.Goifman, Kiko.Goldin, Nan.Gomes, Mayra Días.Gondry, Michel.Gorodischer, Julián.

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Hainsworth, Peter.Halperin, Fernando.Hardy, Nicolás.Harvey, David.Hauter, François.Hawthorne, Nathaniel.Hegre, Petter.Hemingway, Ernest.Hilton, Paris.Hirst, Damien.Hitler, Adolf.Hobsbawm, Eric.

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Hoffmann, E. T. A.Holt, Nicael.Homero.Horkheimer, Max.Hughes, Howard.

Isabel II, reina del Reino Unido.Izquierdo, Iván.

Jaguaribe, Beatriz.James, Brenda.James, Henry.James, William.Jameson, Jenna.Jean Paul, Johann Paul Friedrich Richter,

conocido como.Jesenská, Milena.Jesús, Carolina María de.Jomeini, Ruhollah Musavi.Jones, Margaret.Joyce, James.

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Joyce, Stephe.Julve, Corinne.

Kafka, Franz.Kahlo, Frida.Kandel, Eric.Keats, John.Kidman, Nicole.King, Stephe.Kirkhan, Rick.Klein, Carole.Klein, Yves.Kogut, Sandra.Kohan, Martí.Kolnik.Koons, Jeff.Kracauer, Siegfried.Kral, Germá.

Laclos, Pierre Choderlos de.Latini, Cielo.

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Le Corbusier, Charles-Edouard Jeanneret-Gris,conocido como.

Lebovici, Gérard.Lee, Felicia.Lejeune, Philippe.Lessing, Doris.Lewinski, Monica.Libedinsky, Juana.Licklider, Joseph, Carl Robnett.Liffschitz, Gabriela.Lima, Ana Cora.Lins, Daniel.Lisboa, Adriana.Lispector, Clarice.Loos, Adolf.Loyola, Vera.

Mallarmé, Stéphane.Manguel, Alberto.Manson, Marily.Marco Aurelio.

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María Antonieta.Marx, Karl.Masie, Alex.Matias, Alexandre.Mayer, Paul.McEwan, Ian.McLuhan, Marshall.Medina Reyes, Efraí.Menchú, Rigoberta.Merritt, Natacha.Milan Damião, Carla.Millet, Catherine.Mochkofsky, Gabriela.Modigliani, Amadeo.Molière, Jean-Baptiste Poquelin, conocido

como.Montaigne, Michel de.Montero, Rosa.Moraes, João Paulo.Moraes, Samantha.Moraes Ferreira, Marieta de.

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Moreira Salles, João.Moretti, Nanni.Morrison, Jim.Mukařovský, Jan.Mumford, Lewis.Murdoch, Iris.

Nabuco, Joaquim.Nara, Wanda.Nash Jr, John Forbes.Negri, Toni.Nietzsche, Friedrich.Nolen, Stephanie.

Oates, Joyce Carol.Oëtze, Berthold.Olin, Margareth.Ong, Walter.Orla.

Panarello, Melissa.Pandaram, Jamie.

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Parker, Charlie.Pauls, Alan.Perón, Eva.Perrot, Michelle.Pessoa, Fernando.Petrarca, Francisco.Petrone-Moisés, Leyla.Piaf, Edith.Picasso, Pablo.Piglia, Ricardo.Pille, Lolita.Pinoncelli, Pierre.Pitman, Roger.Plastino, Carlos Alberto.Plath, Sylvia.Platón.Plinio el Viejo.Plotino.Pollock, Jackson.Porter, Cole.Price, Leah.

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Proust, Marcel.

Recuero, Raquel.Reinoso, Susana.Resende, Beatriz.Reynolds, Barbara.Riesman, David.Rifkin, Jeremy.Riley, Terence.Rimbaud, Arhtur.Ringley, Jennifer.Rodríguez, Carla.Rolnik, Suely.Rostand, Edmond.Roush, Wade.Rousseau, Jean-Jacques.Rubinstein, William.Rubio, Steve.Ruff, Georgina.Rybczynski, Witold.

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Sá, Sergio de.Saatchi, Charles.Sade, Donatien Alphonse François, marqués

de.Safatle, Vladimir.Salomon, Rick.San Agustín.Sanzio, Rafael.Schwartz, Vanessa.Selena, Selena Quintanilla-Pérez, conocida

como.Seltzer, Margaret.Séneca.Sennett, Richard.Sevignè, Marie de Rabutin-Chantal, marquesa

de.Sexton, Anne.Sforza, Ludovico.Shakespeare, William.Sherman, Cindy.

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Shloss, Carol.Shumeyko, Luba.Sibilia, Paula.Simmel, Georg.Simmons, Ed.Singer, Emily.Sittenfeld, Curtis.Slamon, Julie.Sloterdijk, Peter.Solondz, Todd.Souza, Jessé.Spears, Britney.Stein, Gertrude.Strachey, Lytto.

Taylor, Charles.Taylor, Elizabeth.Taylor, Robert.Tellas, Vivi.Thorisdottir, Svanborg.Tolentino de Araújo, Eduardo.

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Tosi, María Cecilia.Truffaut, François.Turgénev, Iván.

Valéry, Paul.Valle, Agustín.Verlaine, Paul.Vermeer, Johannes.Vicious, Sid.Victor Hugo.Vidal, Paloma.Vince, Gaia.

Warhol, Andy.Weber, Max.Wei Hui.Wilde, Oscar.Wilkomirski, Benjamin.Willys, Jean.Wittgenstein, Ludwig.Wolf, Mauro.

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Woods, Richard.Woolf, Virginia.Wright, Nicholas.

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PAULA SIBILIA (Buenos Aires, 1967) estudióComunicación y Antropología en la Universidadde Buenos Aires, donde también llevó a caboactividades docentes y de investigación. Haobtenido una maestría en Comunicación en laUniversidad Federal Fluminense de Río deJaneiro, un doctorado en Salud Colectiva en laUniversidad del Estado de Río de Janeiro y otroen Comunicación y Cultura en la UniversidadFederal de Río de Janeiro. Actualmente es

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profesora de Estudios Culturales y Medios en laUniversidad Federal Fluminense. Susinvestigaciones más recientes se ocupan delestatuto del cuerpo y de sus imágenes, de lasnuevas prácticas corporales y de lastransformaciones en la subjetividadcontemporánea.

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Notas

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[1] Friedrich Nietzsche, Ecce Homo. ¿Cómo sellega a ser lo que se es?, Buenos Aires,Elaleph.com, 2003, pp. 3 y 4. <<

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[2] Lev Grossman, «Time’s person of the year:You», en Time, vol. 168, núm. 26, 25 de diciembrede 2006. <<

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[3] Suely Rolnik, «A vida na berlinda: Como amídia aterroriza com o jogo entre subjetividade-lixo e subjetividade-luxo», en Trópico, SanPablo, 2007. <<

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[4] Gilles Deleuze, «Posdata sobre las sociedadesde control», en Christian Ferrer (comp.), Ellenguaje libertario, vol. II, Montevideo,Nordan, 1991, p. 23. <<

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[5] Para evitar la sobrecarga de referencias denaturaleza efímera, cuyo sentido para el temaanalizado no depende prioritariamente de la fuenteemisora, se omiten las notas correspondientes a lasabundantes citas de este tipo que aparecen a lolargo de este ensayo, relativas a datos ytestimonios extraídos de diversos periódicos decirculación masiva, revistas de actualidad, sitiosde Internet, gacetillas corporativas, materialpublicitario y otras informaciones provenientes deluniverso mediático contemporáneo. <<

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[6] Michel Foucault, Vigilar y castigar, México,Siglo XXI, 1976. <<

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[7] Luciene Azevedo, «Blogs: a escrita de si narede dos textos», en Matraga, vol. 14, núm. 21,Río de Janeiro, UERJ, julio-diciembre, 2007, p.55. <<

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[8] Agustín Valle, «Los blooks y el cambiohistórico en la escritura», en Debate, núm. 198,Buenos Aires, 29 de diciembre de 2006, pp. 50 y51. <<

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[9] Suely Rolnik, op. cit.. <<

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[1] Pierre Bourdieu, «A ilusão biográfica», enMarieta de Moraes Ferreira y Janaína Amado(comps.), Usos e abusos da história oral, Río deJaneiro, FGV, 1998, pp. 183-191. <<

Page 690: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[2] Virginia Woolf, The diary of Virginia Woolff,citado en Maurice Blanchot, «El diario íntimo y elrelato», en Revista de Occidente, núm. 182-183,Madrid, julio-agosto de 1996, pp. 47-55. <<

Page 691: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[3] Franz Kafka, Diarios, citado en Alan Pauls,Cómo se escribe el diario íntimo, Buenos Aires,El Ateneo, 1996. <<

Page 692: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[4] Anne Frank, O diário de Anne Frank, Río deJaneiro, Record, 1997. <<

Page 693: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[5] Nan Goldin, I’ll be Your Mirror, citado enBeatriz Jaguaribe, «Realismo sujo e experiênciaautobiográfica: Vidas reais e autoria», en Ochoque do Real: estética, mídia e cultura, Río deJaneiro, Rocco, 2007. <<

Page 694: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[6] Dana Gioia, Reading at Risk: A Survey ofLiterary Reading in America, Washington,National Endowment for the Arts, 2004. <<

Page 695: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[7] Véase Roger Chartier y Guglielmo Cavallo(comps.), Historia de la lectura en el mundooccidental, Madrid, Taurus, 1998, pp. 37-45. <<

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[8] Guy Debord, La sociedad del espectáculo,Buenos Aires, La Marca, 1995, p. 27. <<

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[9] Marshall McLuhan, La galaxia Gutenberg.Génesis del «Homo Typographicus», Madrid,Aguilar, 1969. <<

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[10] Walter J. Ong, Oralidad y Escritura.Tecnologías de la palabra, México, Fondo deCultura Económica, 2006. <<

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[11] Walter Benjamin, «O narrador», en Obrasescolhidas, vol. 1: Magia e Técnica, Arte ePolítica, San Pablo, Editorial Brasiliense, 1994,p. 197 [trad. esp.: «El narrador», en Discursosinterrumpidos I, Madrid, Taurus, 1999]. <<

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[12] Ibid., p. 205. <<

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[13] Walter Benjamin, «Experiência e pobreza», enObras escolhidas, op. cit., p. 114 [trad. esp.:«Experiencia y pobreza», en Discursosinterrumpidos I, op. cit.]. <<

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[14] Ibid., pp. 114-119. <<

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[15] Walter Benjamin, «O narrador», op. cit., pp.202 y 203. <<

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[16] Walter Benjamin, «O narrador», op. cit., p.203. <<

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[17] Umberto Eco, «A diferença entre livro efilme», en Entrelivros, San Pablo, noviembre de2005, p. 98. <<

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[18] Guy Debord, op. cit., tesis 18. <<

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[19] Guy Dubord, op. cit., tesis 13. <<

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[20] Ibid., tesis 34. <<

Page 709: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[21] Marcel Proust, Sobre la lectura, Buenos Aires,Libros del Zorzal, 2003, p. 31. <<

Page 710: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[22] Peter Sloterdijk, Regras para o parquehumano. Uma resposta à carta de Heideggersobre o humanismo, San Pablo, EstaçãoLiberdade, 2000, pp. 7-9 [trad. esp.: Reglas parael parque humano, Madrid, Siruela, 2000]. <<

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[23] Theodor Adorno, «Television and the patternsof mass culture», en Quatterly of Film, Radio andTelevision, vol. 8, pp. 213-234. Citado en MauroWolf, Teorias de la Comunicacão, Lisboa,Presenca, 2002, p. 89. <<

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[24] Ibid.. <<

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[25] Richard Woods, «The next step in brainevolution», en The Sunday Times, Londres, 9 dejulio de 2006. <<

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[26] Joseph C. R. Licklider y Robert Taylor, «Thecomputer as a communication device», en PaulaMayer (comp.), Computer Media andCommunication: A Reader, Oxford, OxfordUniversity Press, 1999, pp. 97-110. <<

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[27] Neal Gabler, Vida, o filme. Como oentretenimento conquistou a realidade, SanPablo, Companhia das Letras, 1999, p. 221. <<

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[1] Virginia Woolf, Un cuarto propio y otrosensayos, Buenos Aires, a-Z, 1993, p. 72. <<

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[2] Witold Rybczynski, La casa: historia de unaidea, Buenos Aires, Emecé, 1991, p. 30. <<

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[3] Madame de Sevigné, Cartas, Buenos Aires,Biblioteca Básica Universal, 1982, pp. VII y 68.<<

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[4] Franz Kafka, Cartas a Milena, Belo Horizonte,Itatiaia, 2000. <<

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[5] Ana Cristina César, Escritos no Rio, Río deJaneiro, UFRJ Brasiliense, p. 193. Citado enBeatriz Resende, «Ah, eu quero receber cartas»,en Apontamentos decrítica cultural, Río deJaneiro, Aeroplano, 2002, p. 111. <<

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[6] Richard Sennett, El declive del hombre público,Barcelona, Península, 1978. <<

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[7] Peter Gay, «Fortificación para el yo», en Laexperiencia burguesa. De Victoria a Freud, vol.1: La educación de los sentidos, México, Fondode Cultura Económica, 1992, pp. 374-426. <<

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[8] Ludwig Wittgenstein, Diarios secretos, Madrid,Alianza, 1991. Sobre la escisión de estos diariosen dos secciones irreconciliables, más otros datosacerca de la querella por la publicación, véaseLeonor Arfuch, El espacio biográfico. Dilemas dela subjetividad contemporánea, Buenos Aires,Fondo de Cultura Económica, 2002, p. 53. <<

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[9] Benilton Bezerra Jr., «O ocaso da interioridadee suas repercussões sobre a clínica», en Carlos A.Plastino (comp.), Transgressões, Río de Janeiro,Contra Capa, 2002, pp. 229-239. <<

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[10] Marcel Proust, Sobre la lectura, Buenos Aires,Libros del Zorzal, 2003, p. 10. <<

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[11] Leah Price, «You are what you read», en TheNew York Times, 23 de diciembre de 2007. <<

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[12] Virginia Woolf, op. cit., pp. 89-90. <<

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[13] Alain Corbin y Michelle Perrot, «El secretodel individuo», en Philippe Ariès y Georges Duby,Historia de la vida privada, vol. 8, Madrid,Taurus, 1991, pp. 161 y 162. <<

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[14] Helena Béjar, El ámbito íntimo: Privacidad,individualismo y modernidad, Madrid, AlianzaUniversidad, 1988, pp. 168 y 169. <<

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[15] Walter Benjamin, «O narrador», en Obrasescolhidas, vol. 1: Magia e Técnica, Arte ePolítica, San Pablo, Editorial Brasiliense, 1994,p. 201 [trad. esp.: «El narrador», en Discursosinterrumpidos I, Madrid, Taurus, 1999]. <<

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[16] Walter Benjamin, «O narrador», op. cit.., p.204. <<

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[17] Michel Foucault, História da Sexualidade,vol. I: A vontade de saber, Río de Janeiro,Graal, 1980, p. 53 [trad. esp.: Michel Foucault,Historia de la sexualidad, vol. 1: La voluntad delsaber, México, Siglo XXI, 1985]. <<

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[18] Ibid., p. 56. <<

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[19] Ibid., p. 59. <<

Page 735: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[20] Agustín Valle, «Los blooks y el cambiohistórico en la escritura», en Debate, núm. 198,Buenos Aires, 29 de diciembre de 2006, pp. 50 y51. <<

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[21] Michel Foucault, op. cit., p. 59. <<

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[22] Jonathan Franzen, «Dormitorio imperial», enCómo estar solo, Buenos Aires, SeixBarral, 2003, pp. 63-66. <<

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[23] Walter Benjamin, «Experiência e pobreza», enObras escolhidas, vol. 1: Magia e Técnica, Arte ePolítica, San Pablo, Editorial Brasiliense, 1994,pp. 115-118 [trad. esp.: «Experiencia y pobreza»,en Discursos interrumpidos I, op. cit.]. <<

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[24] Andy Warhol, Mi Filosofía de A a B y de B aA, Barcelona, Tusquets, 1998, p. 155. <<

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[25] Witold Rybczynski, op. cit., p. 29. <<

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[26] Ibid, pp. 200-202. <<

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[27] Terence Riley, The Un-private house, NuevaYork, The Museum of Modern Art (MOMA), 1999.Citado en Maria Cristina Franco Ferraz,«Reconfigurações do público e do privado:mutacões da sociedade tecnológicacontemporânea», en Famecos, vol. 15, PortoAlegre, PUC-RS, agosto 2001, pp. 29-43. <<

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[28] Walter Benjamin, «Experiência e pobreza», op.cit., p. 118. <<

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[29] Ilana Feldman, «Reality show, reprogramacãodo corpo e producão de esquecimento», enTrópico, San Pablo, noviembre de 2004. <<

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[30] Suely Rolnik, «A vida na berlinda: Como amídia aterroriza com o jogo entre subjetividade-lixo e subjetividade-luxo», en Tropico, SanPablo, 2007. <<

Page 746: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[31] Guy Debord, La sociedad del espectáculo,Buenos Aires, La Marca, 1995, tesis 17. Losénfasis pertenecen al autor. <<

Page 747: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[32] Jeremy Rifkin, A era do acesso: A transiçãode mercados convencionais para networks e onascimento de uma nova economia, San Pablo,Makron Books, 2001, p. 5 [trad. esp.: La era delacceso. La revolución de la nueva economía,Barcelona, Paidós, 2000]. <<

Page 748: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[33] Terence Riley, op. cit., p. 35. El énfasispertenece al autor. <<

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[1] Charles Taylor, As fontes do self. A construçãoda identidade moderna, San Pablo, Loyola, 1997,p. 153 [trad. esp.: Las fuentes del yo, Barcelona,Paidós, 1996]. <<

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[2] Michel Foucault, «Sexualidad y soledad», enZona Erógena, vol. 8, Buenos Aires, 1991. <<

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[3] San Agustín, Confesiones. Citado en CharlesTaylor, op. cit., pp. 171 y 172. <<

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[4] Charles Taylor, op. cit., p. 207. <<

Page 753: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[5] Michel de Montaigne, Ensayos. Citado enTaylor, op. cit., p. 238. <<

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[6] Jean-Jacques Rousseau, Las confesiones,Santiago, Escuela de Filosofía UniversidadARCIS, 2007, p. 2. <<

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[7] Ibid., p. 403. <<

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[8] Roger Chartier y Guglielmo Cavallo (comps.),Historia de la lectura en el mundo occidental,Madrid, Taurus, 1998, pp. 193 y 194. <<

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[9] Harold Bloom, La invención de lo humano,Barcelona, Anagrama, 2002. <<

Page 758: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[10] Michel Foucault, História da Sexualidade,vol. I: A vontade de saber, Río de Janeiro,Graal, 1980, pp. 59-63 [trad. esp.: Historia de lasexualidad, vol. 1: La voluntad de saber, México,Siglo XXI, 1985]. <<

Page 759: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[11] Ibid., p. 59. <<

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[12] Walter Benjamin, «A Obra de Arte na Épocade sua Reprodutibilidade Técnica», en Obrasescolhidas, vol. 1: Magia e Técnica, Arte ePolítica, San Pablo, Editorial Brasiliense, 1986,p. 174 [trad. esp.: «La obra de arte en la época desu reproductibilidad técnica», en Discursosinterrumpidos I, Madrid, Taurus, 1999]. <<

Page 761: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[13] Ibid. <<

Page 762: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[14] Hans Ulrich Gumbrecht, «Cascatas deModernidade», en Modernização dos sentidos,San Pablo, Editora 34, 1998, pp. 9-32. <<

Page 763: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[15] Véanse al respecto dos libros de JonathanCrary: Techniques of the observer, Londres, MITPress, 1992, y Suspensions of perception.Attention, Spectacle, and Modern Culture,Londres, MIT Press, 2001. <<

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[16] Clarice Lispector, A descoberta do mundo,Río de Janeiro, Nova Fronteira, 1984. <<

Page 765: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[17] Jean-Jacques Rousseau, Devaneios de umcaminhante solitário. Citado en Carla MilaniDamião, Sobre o declínio da «sinceridade».Filosofia e autobiografia de Jean-JacquesRousseau a Walter Benjamin, San Pablo,Loyola, 2006, p. 26. <<

Page 766: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[18] Georg Simmel, Sociologie et Épistémologie,París, PUF, 1981, p. 146. <<

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[19] Georg Simmel, op. cit., p. 149. <<

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[20] Roger Chartier, «Las prácticas de lo escrito»,en Philippe Ariès y Georges Duby, Historia de lavida privada, vol. 5, Madrid, Taurus, 1991. <<

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[21] Georg Simmel, op. cit., p. 155. <<

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[22] Friedrich Nietzsche, Genealogia da moral,San Pablo, Companhia das Letras, 1999, p. 73[trad. esp.: Genealogía de la moral, Madrid,Alianza, 1995]. <<

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[23] Georg Simmel, «O indivíduo e a liberdade»,en Jessé Souza y Berthold Oëtze (comps.), Simmele a modernidade, Brasilia, UNB, 1998, p. 117. <<

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[24] Benilton Bezerra Jr., «O ocaso da interioridadee suas repercussões sobre a clínica», en Carlos A.Plastino (comp.), Transgressões, Río de Janeiro,Contra Capa, 2002, p. 231. <<

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[25] Guy Debord, La sociedad del espectáculo,Buenos Aires, La Marca, 1995, tesis 12 y 13. <<

Page 774: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[1] Guy Debord, La sociedad del espectáculo,Buenos Aires, La Marca, 1995, tesis 200. Elénfasis pertenece al autor. <<

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[2] Philippe Dubois, «A foto-autobiografia: afotografia como imagem-memória no cinemadocumental moderno», en Imagens, núm. 4,Campinas, abril de 1995, pp. 64-76. <<

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[3] Jorge Luis Borges, «El Aleph», en Obrascompletas, vol. 1, Buenos Aires, Emecé, 1999, p.623. <<

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[4] Ibid., p. 627. <<

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[5] Alain Corbin y Michelle Perrot, «El secreto delindividuo», en Philippe Ariès y Georges Duby,Historia de la vida privada, vol. 8, Madrid,Taurus, 1991, p. 160. <<

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[6] Ibid. <<

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[7] Michel Foucault, Las palabras y las cosas. Unaarqueología de las ciencias humanas, BuenosAires, Siglo XXI, 1998. <<

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[8] Jorge Luis Borges, «Funes, el memorioso», enObras completas, op. cit., pp. 485-490. <<

Page 782: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[9] Friedrich Nietzsche, Segunda consideraçãointempestiva. Da utilidade e desvantagem dahistória para a vida, Río de Janeiro, RelumeDumará, 2003, pp. 9 y 10 [trad. esp.: Segundaconsideración intempestiva, Buenos Aires, Librosdel Zorzal, 2006]. <<

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[10] Gaia Vince, «Memory-altering drugs mayrewrite your past», en New Scientist, núm. 2528,Londres, 3 de diciembre de 2005. <<

Page 784: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[11] Rafael García, «Estudo revela base química de‘droga do esquecimento’», en Folha de São Paulo,18 de enero de 2007. <<

Page 785: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[12] Rafael García, op. cit.. <<

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[13] Emily Singer, «Erasing memories», enTechnology Review, Cambridge, MIT, 13 de juliode 2007. <<

Page 787: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[14] Véase Paula Sibilia, El hombre postorgánico.Cuerpo, subjetividad y tecnologías digitales,Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2005.<<

Page 788: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[15] Gaia Vince, op. cit. <<

Page 789: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[16] Rafael García, op. cit.. <<

Page 790: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[17] Maria Cristina Franco Ferraz, «Memória,esquecimento e corpo em Nietzsche», en Novevariações sobre temas nietzschianos, Río deJaneiro, Relume Dumará, 2002, p. 59. <<

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[18] Jorge Luis Borges, «Funes el memorioso», op.cit., p. 490. <<

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[19] Ibid. <<

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[20] Walter Benjamin, «O narrador», en Obrasescolhidas, vol. 1: Magia e Técnica, Arte ePolítica, San Pablo, Editorial Brasiliense, 1994,p. 206 [trad. esp.: «El narrador», en Discursosinterrumpidos I, Madrid, Taurus, 1999]. <<

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[21] Véase David Harvey, Condição pós-moderna,San Pablo, Loyola, 1993 [trad. esp.: La condiciónde la postmodernidad, Buenos Aires,Amorrortu, 1998]. <<

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[22] Philippe Lejeune, Cher écran… Journalpersonnel, ordinateur, Internet, París,Seuil, 2000. <<

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[23] Raquel Recuero, «O interdiscurso construtivocomo característica fundamental dos webrings», enIntexto, Porto Alegre, UFRGS, 2004. <<

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[24] Walter Benjamin, op. cit., pp. 207 y 208. <<

Page 798: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[25] Ibid., p. 212. <<

Page 799: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[26] Ibid.. <<

Page 800: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[27] Walter Benjamin, op. cit., p. 204. <<

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[28] Ibid.. <<

Page 802: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[29] Henri Bergson, Matéria e memória. Ensaiosobre la relação do corpo com o espírito, SanPablo, Martins Fontes, 1999 [trad. esp.: Materia ymemoria. Ensayo sobre la relación del cuerpocon el espíritu, Buenos Aires, Cactus, 2006]. <<

Page 803: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[30] Maria Cristina Franco Ferraz, «Tecnologias,memória e esquecimento: da modernidade àcontemporaneidade», en Famecos, núm. 27, PortoAlegre, PUC-RS, 2005, pp. 49-57. <<

Page 804: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[31] Ernst Fischer, «El problema de lo real en elarte moderno», en Realismo: ¿mito, doctrina otendencia histórica?, Buenos Aires,Lunaria, 2002, p. 58. El énfasis me pertenece. <<

Page 805: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[32] Ernst Fischer, op. cit., p. 71. <<

Page 806: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[33] Ibid., pp. 72 y 73. <<

Page 807: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[34] Jorge Luis Borges, «Funes el memorioso», op.cit., p. 488. <<

Page 808: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[1] Michel Foucault, ¿Qué es un autor?, México,Universidad Autónoma de Tlaxcala, 1985, p. 43.<<

Page 809: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[2] Walter Benjamin, «O narrador», en Obrasescolhidas, vol. 1: Magia e Técnica, Arte ePolítica, San Pablo, Editorial Brasiliense, 1994,pp. 220 y 221 [trad. esp.: «El narrador», enDiscursos interrumpidos I, Madrid, Taurus, 1999].<<

Page 810: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[3] Walter Benjamin, op. cit., pp. 220 y 221. <<

Page 811: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[4] Jan Mukařovský, «La personalidad del artista»,en Escritos de estética y semiótica del arte,Barcelona, Gustavo Gili, 1977, p. 277. <<

Page 812: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[5] Ibid., p. 278. <<

Page 813: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[6] Jan Mukařovský, op. cit., p. 280. <<

Page 814: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[7] Michel Foucault, op. cit.. <<

Page 815: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[8] Roland Barthes, «La muerte del autor», en Elsusurro del lenguaje, Barcelona, Paidós, 1987,pp. 65-71. <<

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[9] Dana Gioia, Reading at Risk: A Survey ofLiterary Reading in America, Washington,National Endowment for the Arts, 2004. <<

Page 817: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[10] Rodrigo Carrero, «Um país de poucas letras»,en Continente Multicultural, núm. 29, Recife,mayo de 2003, pp. 14-23. <<

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[11] Peter Sloterdijk, «El arte se repliega en símismo», en Observaciones filosóficas,Valparaíso, 2007 (disponible en línea). <<

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[12] Sylvia Colombo, «Superioridade americana éfenômeno temporário. Entrevista com EricHobsbawm», en Folha de São Paulo, SanPablo, 30 de septiembre de 2007. <<

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[13] Laura Casanovas, «Acercarse a la persona pordetrás de los textos», en La Nación, BuenosAires, 4 de noviembre de 2007. <<

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[14] Chico Buarque, Budapeste, San Pablo,Companhia das Letras, 2003. <<

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[15] Carla Rodríguez, «A festa da performance», enNo Mínimo, Río de Janeiro, 19 de julio de 2004.<<

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[16] Julie Salamon, «Would you, could you in abox? (Write, that is.)», en The New York Times,Nueva York, 9 de mayo de 2005. <<

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[17] Susana Reinoso, «El secreto y la soledad comodisparadores en dos novelas. Entrevista con PabloDe Santis y Alonso Cueto», en La Nación, BuenosAires, 3 de agosto de 2007. <<

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[18] Susana Reinoso, «El ego y la vanidad delescritor fueron motivo de una charla en Cartagena.Entrevista a Martín Kohan, Pedro Mairal y ArielMagnus», en La Nación, Buenos Aires, 10 defebrero de 2008. <<

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[19] Carla Rodríguez, op. cit. <<

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[20] Susana Reinoso, «Surge una nueva generaciónde editores que apuestan al libro», en La Nación,Buenos Aires, 14 de abril de 2007. <<

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[21] «Exclusivo e fictício», en Folha de São Paulo,San Pablo, 25 de abril de 2004. <<

Page 829: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[22] Ana Cora Lima, «Patrulha do bem. Entrevistacom Jean Willys», en Eco-Pop, 1.º de junio de2005. <<

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[23] Walter Benjamin, «A obra de arte na época desua reprodutibilidade técnica» (segunda versión),en Luis Costa Lima (comp.), Teoria da cultura demassa, Río de Janeiro, Paz e Terra, 1990, p. 229[trad. esp.: «La obra de arte en la época de sureproductibilidad técnica», en Discursosinterrumpidos I, Madrid, Taurus, 1999]. <<

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[24] Peter Sloterdijk, op. cit. <<

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[25] Jan Mukařovský, op. cit., p. 282. <<

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[26] Jan Mukařovský, op. cit., p. 277. <<

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[27] Alejandro Dumas, La dama de las camelias,Buenos Aires, Sociedad Editora LatinoAmericana, 1952, p. 15. <<

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[28] Leyla Perrone-Moisés, «Posfácio», en RolandBarthes, Aula, San Pablo, Cultrix, 1997, p. 65. <<

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[29] Peter Sloterdijk, op. cit. El énfasis mepertenece. <<

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[30] Georgina Ruff, «Art in ideas: Damien Hirst»,en Daily Vanguard, Portland, 17 de enero de 2007.<<

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[31] EFE, «El artista Damien Hirst reconoce quealgunas de sus obras son ‘tontas’», en El Mundo,Madrid, 30 de marzo de 2005. <<

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[32] David Cohen, «Inside Damien Hirst’s factory»,en This is London, Londres, 30 de agosto de 2007.<<

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[33] EFE, op. cit.. <<

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[34] David Cohen, op. cit.. <<

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[35] Ibid.. <<

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[36] Suely Rolnik, «A vida na berlinda», enTrópico, San Pablo, 2007. El énfasis mepertenece. <<

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[37] Virginia Woolf, Un cuarto propio y otrosensayos, Buenos Aires, a-Z, 1993, p. 38. <<

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[38] Peter Sloterdijk, op. cit. <<

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[39] Suely Rolnik, op. cit. <<

Page 847: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[40] Clarissa Fabre, «Polémique au CentrePompidou autour d’Yves Klein», en Le Monde,París, 31 de enero de 2007. <<

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[41] Juana Libedinsky, «Mundo gurú: de la edad dela razón a la gurumanía», en La Nación, BuenosAires, 26 de noviembre de 2006. <<

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[42] Juana Libedinsky, «Edith Aron: La Maga deJulio Cortázar», en La Nación. Buenos Aires, 7 demarzo de 2004. <<

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[43] La obra Melanie Klein, del autor inglésNicholas Wright, se presentó en el Teatro Maisonde France de Río de Janeiro en 2004. Lasdeclaraciones aquí citadas pertenecen al directorde la puesta, Eduardo Tolentino de Araújo, yforman parte del material de divulgación delespectáculo en la prensa. <<

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[44] Anne Sexton, «The black art», en TheComplete Poems, Nueva York, MarinerBooks, 1999, p. 88. <<

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[45] Walter Benjamin, «O narrador», op. cit., p.221. <<

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[46] James Campbell, «The Oates Diaries», en TheNew York Times, 7 de octubre de 2007. <<

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[47] Juana Libedinsky, «Entrevista con DorisLessing. Salvaje, rebelde y coqueta», 13 defebrero de 2005. <<

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[1] Vanessa Schwartz, «O espectadorcinematográfico antes do aparato do cinema: ogosto pela realidade na Paris fim-de-século», enLeo Charney y Vanessa Schwartz (comps.), Ocinema e a invenção da vida moderna, San Pablo,Cosac & Naify, 2004, p. 341. <<

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[2] Virginia Woolf, Un cuarto propio y otrosensayos, Buenos Aires, a-Z, 1993, p. 77. <<

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[3] Barbara Reynolds, Dante: the Poet, thePolitical Thinker, the Man, Londres, Tauris, 2006.<<

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[4] Peter Hainsworth, «Dante on drugs», en TimesLiterary Supplement, Londres, 18 de octubre de2006. <<

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[5] Alexandre Matias, «Fenômeno Da Vinci», enFolha de São Paulo, San Pablo, 9 de agosto de2004. <<

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[6] François Hauter, «De la Joconde aux princessesStrozzi», en Le Figaro, París, 5 de febrero de2007. <<

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[7] Ernst Fischer, «El problema de lo real en el artemoderno», en Realismo: ¿mito, doctrina otendencia histórica?, Buenos Aires,Lunaria, 2002, p. 68. <<

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[8] Ibid. <<

Page 863: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[9] Umberto Eco, «Los pesebres de Satán», en Laestrategia de la ilusión, Buenos Aires, De laFlor, 1987, pp. 26-37. <<

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[10] Samantha Moraes, Depois do Escorpião. Umahistória de amor, sexo e traição, San Pablo,Seoman, 2006. <<

Page 865: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[11] Raquel Pacheco, O que aprendi com BrunaSurfistinha. Lições de uma vida nada fácil, SanPablo, Panda, 2006. <<

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[12] Victoria Beckham, Learning to fly, Londres,Penguin Books, 2002. <<

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[13] Laura Di Marco, «En primera persona: delperiodismo de investigación al relato testimonial»,en La Nación, Buenos Aires, 7 de enero de 2007.<<

Page 868: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[14] Ibid.. <<

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[15] Laura Di Marco, op. cit.. <<

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[16] Ana Durán, «Exceso de realidad», en 3Puntos, núm. 255, 16 de mayo de 2002. <<

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[17] Luisa Corradini, «Sophie Calle, en el espejo»,en ADN Cultura, Buenos Aires, 20 de octubre de2007. <<

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[18] Vladimir Safatle, «O que vem após a imagemde si?», en Trópico, San Pablo, octubre de 2007.<<

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[19] Natacha Merritt, Digital Diaries, Nueva York,Taschen, 2001. <<

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[20] Julián Gorodischer, «Miralos pero no lostoques», en Rolling Stone, Buenos Aires, 24 deabril de 2007. <<

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[21] Ibid.. <<

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[22] Maria Cecilia Tosi, «El fenómeno on line: laRed, vidriera del destape virtual», en La Nación,Buenos Aires, 2 de diciembre de 2007. <<

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[23] Bárbara Fux, «Paixão e traição via webcam»,en Aqui, Río de Janeiro, 5 de septiembre de 2000.<<

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[24] Lev Grossman, «Time’s person of the year:You», en Time, vol. 168, núm. 26, 25 de diciembrede 2006. <<

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[25] David Harvey, Condição pós-moderna, SanPablo, Loyola, 1993 [trad. esp.: La condición dela postmodernidad, Buenos Aires,Amorrortu, 1998]. <<

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[26] Walter Benjamin, «O narrador», en Obrasescolhidas, vol. 1: Magia e Técnica, Arte ePolítica, San Pablo, Editorial Brasiliense, 1994,p. 206 [trad. esp.: «El narrador», en Discursosinterrumpidos I, Madrid, Taurus, 1999]. <<

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[27] «NYTBook Review tem mudança drástica», enFolha de São Paulo, San Pablo, 14 de marzo de2004. <<

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[28] Ibid. <<

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[29] Virginia Woolf, op. cit., p. 59. <<

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[30] Virginia Woolf, op. cit., pp. 90 y 91 <<

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[31] Stephen King, «What ails the short story», enThe New York Times, Nueva York, 30 de enero de2007. <<

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[32] Fernando Halperin, «La Feria, atracción nosólo para lectores», en La Nación, BuenosAires, 2 de mayo de 2004. <<

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[33] Héctor M. Guyot, «En busca de la familiaperdida», en ADN Cultura, Buenos Aires, 13 deoctubre de 2007. <<

Page 888: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[34] Friedrich Dürrenmatt, «El desperfecto», en Eljuez y su verdugo, Buenos Aires,Sudamericana, 1984, pp. 141-143. <<

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[35] Luciene Azevedo, «Blogs: a escrita de si narede dos textos», en Matraga, vol. 14, núm. 21,Río de Janeiro, UERJ, julio-diciembre, 2007, p.47. <<

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[36] Sérgio de Sá, «Delicadeza de Adriana Lisboanas narrativas curtas de Caligrafias», en O Globo,Río de Janeiro, 25 de diciembre de 2004. <<

Page 891: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[37] Beatriz Jaguaribe, «Autobiografia e nação:Henry Adams e Joaquim Nabuco», en GuillermoGiucci y Maurício Diaz (comps.), Brasil-EUA,Río de Janeiro, LeViatã, 1994, pp. 109-141. <<

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[38] Marcel Proust, Sobre la lectura, Buenos Aires,Libros del Zorzal, 2003, p. 13. <<

Page 893: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[39] Peter Sloterdijk, «El arte se repliega en símismo», en Observaciones filosóficas,Valparaíso, 2007 (disponible en línea). <<

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[40] Clarice Lispector, Cadernos de LiteraturaBrasileira, núm. 17-18, Río de Janeiro, InstitutoMoreira Salles, 2004. <<

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[41] Jan Mukařovský, «La personalidad delartista», en Escritos de estética y semiótica delarte, Barcelona, Gustavo Gili, 1977, p. 291. <<

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[42] Clarice Lispector, op. cit. <<

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[43] Felicia Lee, «Although she wrote what sheknew, she says she isn’t what she wrote», en TheNew York Times, Nueva York, 26 de enero de2005. <<

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[44] Emily Chasan, «Biografia de garota quecresceu com gangues é falsa, diz editora», enReuters, 5 de marzo de 2008. <<

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[1] Richard Sennett, La corrosión del carácter. Lasconsecuencias personales del trabajo en el nuevocapitalismo, Anagrama, Barcelona, 2000. <<

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[2] David Riesman, A multidão solitária, SanPablo, Perspectiva, 1995, p. 34 [trad. esp.: Lamuchedumbre solitaria, Buenos Aires,Paidós, 1971]. <<

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[3] David Riesman, op. cit., p. 34.. <<

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[4] Guy Debord, La sociedad del espectáculo,Buenos Aires, La Marca, 1995, tesis 4. <<

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[5] Walter Benjamin, «A obra de arte na época desua reprodutibilidade técnica» (primera versión),en Obras escolhidas, vol. 1: Magia e Técnica,Arte e Política, San Pablo, EditorialBrasiliense, 1986, pp. 184 y 185 [trad. esp.: «Laobra de arte en la era de su reproductibilidadtécnica», en Discursos interrumpidos I, Madrid,Taurus, 1999]. <<

Page 904: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[6] Guy Debord, op. cit., tesis 12 y 13. <<

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[7] Luciene Azevedo, «Blogs: a escrita de si narede dos textos», en Matraga, vol. 14, núm. 21,Río de Janeiro, UERJ, julio-diciembre, 2007, p.52. <<

Page 906: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[8] Ibid., p. 53. <<

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[9] Luiz Augusto Celes, «A psicanálise no contextodas autobiografias românticas», en Cadernos deSubjetividade, vol. 1, núm. 2, San Pablo, PUC-SP,septiembre-febrero de 1993, pp. 177-203. <<

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[10] «Ataque em shopping dos EUA mata nove edeixa cinco feridos; agressor queria ser famoso»,en O Globo, Río de Janeiro, 6 de diciembre de2007. <<

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[11] Neal Gabler, Vida, o filme. Como oentretenimento conquistou a realidade, SanPablo, Companhia das Letras, 1999. <<

Page 910: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[12] Neal Gabler, op. cit., p. 187. <<

Page 911: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[13] Walter Benjamin, op. cit, p. 181. El énfasispertenece al autor. <<

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[14] Ibid., p. 182 y 183. <<

Page 913: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[15] Wade Roush, «Broadcast your life online, 24-7», en Technology Review MIT, Cambridge, 25 demayo de 2007. <<

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[16] Walter Benjamin, op. cit., p. 179. <<

Page 915: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[17] Walter Benjamin, op. cit., p. 183. <<

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[18] Ibid. <<

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[19] Neal Gabler, op. cit., p. 208. <<

Page 918: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[20] Ibid., p. 209. <<

Page 919: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[21] «Pamela Anderson pede divórcio, mas depoismuda de idéia», en O Globo, Río de Janeiro, 18 dediciembre de 2007. <<

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[22] Corinne Julve, «Conversation entre NormanSpinrad et Woody Allen: Célébrités en aparté», enLiberation, París, 23 de enero de 1999. <<

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[23] Alan Feuer y Jason George, «Internet fame iscruel mistress for a dancer of the Numa Numa», enThe New York Times, Nueva York, 26 de febrerode 2005. <<

Page 922: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[24] Ibid. El énfasis me pertenece. <<

Page 923: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[25] Ibid.. <<

Page 924: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[26] Alan Feuer y Jason George, op. cit.. <<

Page 925: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[27] Jamie Pandaram y Sarah Allely, «Life for sale,with enemies», en The Age, Melbourne, 19 deenero de 2007. <<

Page 926: La intimidad como espectaculo - Paula Sibilia.pdf

[28] Suely Rolnik, «A vida na berlinda. Como amídia aterroriza com o jogo entre subjetividade-lixo e subjetividade-luxo», en Trópico, SanPablo, 2007. <<

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[29] Walter Benjamin, op. cit., p. 180. <<

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[30] Suely Rolnik, «Toxicômanos de identidade.Subjetividade em tempo de globalização», enDaniel Lins (comp.), Cadernos de Subjetividade,Campinas, Papirus, 1997, pp. 19-24. <<

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[31] Neal Gabler, op. cit., p. 86. <<

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[32] Sergio Correa, «Gran Hermano de por vida»,en La Nación, Buenos Aires, 8 de febrero de2005. <<

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[33] Ana Bela Almeida, «Entre o homem e apersonagem: uma questão de nervos», enCiberkiosk, Lisboa, 2003. <<

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[34] Daniel Castro, «Para Globo, ‘big brother’ épersonagem», en Folha de São Paulo, SanPablo, 21 de marzo de 2005. <<

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[35] Beatriz Jaguaribe, O choque do Real: estética,mídia e cultura, Río de Janeiro, Rocco, 2007, p.157. <<

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[36] Terence Riley, The un-private house, NuevaYork, The Museum of Modern Art (MOMA), 1999.Maria Cristina, «Reconfigurações do público e doprivado: mutações da sociedade tecnológicacontemporânea», en Famecos, vol. 15, PortoAlegre, PUC-RS, agosto de 2001, p. 42. <<

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[1] Charles Baudelaire, O pintor da vida moderna,Río de Janeiro, Nova Aguilar, 1995 [trad. esp.:«El pintor de la vida moderna», en Salones y otrosescritos sobre arte, Madrid, Visor, 1999]. <<

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[2] Albert Camus, O homem revoltado, Río deJaneiro, Record, 1999 [trad. esp.: El hombrerebelde, Madrid, Alianza, 2003]. <<

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[3] Georg Simmel, «O indivíduo e a liberdade», enJessé Souza y Berthold Oëtze (comps.), Simmel ea modernidade, Brasilia, UNB, 1998, p. 117 [trad.esp.: «El individuo y la libertad», en El individuoy la libertad. Ensayos de crítica de lacultura,Barcelona, Península, 1986]. <<

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[4] Gilles Deleuze, «Controle e devir», enConversações, Río de Janeiro, Editora 34, 1992,p. 217 [trad. esp.: «Control y devenir», enConversaciones, Valencia, Pre-Textos, 1996]. <<

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[5] Peter Sloterdijk, «El arte se repliega en símismo», en Observaciones filosóficas,Valparaíso, 2007 (disponible en línea). <<

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[6] Walter Benjamin, «Experiência e pobreza», enObras escolhidas, vol. 1: Magiae Técnica, Arte ePolítica, San Pablo, Editorial Brasiliense, 1994,p. 117 [trad. esp.: «Experiencia y pobreza», enDiscursos interrumpidos I, Madrid, Taurus, 1999].<<