La hora violeta

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LA HORA VIOLETA Decían, los que lo conocieron bien, que no fue mal niño; que, aún de origen humilde, pronto supo rodearse de amigos influyentes y que, por esa razón, a poco que se le pobló de vello la barba y la voz se le ahombró, Miguel comenzó su particular ascenso. En el camino, como es natural, dejó a muchos malheridos y a otros mirándolo de soslayo, pero, eso, desde arriba, a duras penas, podía percibirse. A lomos de uno de los mejores alazanes de su cuadra, contemplaba los más de cien acres de aquella aldea grande de la que era soberano absoluto. Se resguardaba del batiente furioso del viento de noviembre tras la grandiosa torre del Homenaje que había mandado construir para reforzar el castillo; que, aunque la cosa casi estaba hecha, quedaba aún mucho moro por combatir. Y lo que era peor, mucho obispo rebelde a su autoridad, como ese don Alonso Vázquez de Acuña. Bien es cierto, que ahora, el prelado y su séquito, estaban por mandato del rey Enrique, en su reducto de Begíjar, pero, y no era descabellado pensarlo, cualquier día era bueno para 1

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Un cuento breve

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LA HORA VIOLETA

Decían, los que lo conocieron bien, que no fue mal niño; que, aún de origen humilde,

pronto supo rodearse de amigos influyentes y que, por esa razón, a poco que se le pobló de

vello la barba y la voz se le ahombró, Miguel comenzó su particular ascenso. En el camino,

como es natural, dejó a muchos malheridos y a otros mirándolo de soslayo, pero, eso, desde

arriba, a duras penas, podía percibirse.

A lomos de uno de los mejores alazanes de su cuadra, contemplaba los más de cien acres

de aquella aldea grande de la que era soberano absoluto. Se resguardaba del batiente

furioso del viento de noviembre tras la grandiosa torre del Homenaje que había mandado

construir para reforzar el castillo; que, aunque la cosa casi estaba hecha, quedaba aún

mucho moro por combatir. Y lo que era peor, mucho obispo rebelde a su autoridad, como

ese don Alonso Vázquez de Acuña. Bien es cierto, que ahora, el prelado y su séquito,

estaban por mandato del rey Enrique, en su reducto de Begíjar, pero, y no era descabellado

pensarlo, cualquier día era bueno para que le diera el barrunto y se apostara a las puertas de

Jaén con intenciones más aviesas que de sometimiento.

A más, no podía olvidarse de las batallas que, hoy sí y mañana también, sostenían en pro y

en contra de su rey y amigo desde la más tierna infancia, Enrique el Cuarto, los nobles de

aquellas tierras. En la no muy lejana Úbeda, los Cuevas y los Molinas, trasunto idéntico a

las de Benavides y Carvajales en Baeza. Pocos eran, pero menos iban a quedar.

Miguel empezaba a sentir el paso de los años y se arrebujó en la capa. Ni siquiera el apoyo

del obispo Barrientos había podido evitar que la ojeriza que le tenía el de Villena le

obligara a salir de Aragón, después de que el cuarto Trastámara lo hubiera nombrado

Condestable de Castilla, sucesor, nada más y nada menos que, de don Álvaro de Luna.

Sabido era que el Marqués quería hacer y deshacer a su antojo en la corte y que la pobre

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voluntad del rey, en sus manos, sería como mantequilla, algo que, costara lo que costara,

aunque fuera el exilio, Miguel no estaba dispuesto a consentir.

Pese a las muchas leguas que distaba Jaén de la Corte, sabía que, desde aquí, cerca de la

frontera con lo que quedaba del Reino de Granada, haría más por su monarca que en los

torreones aragoneses. Así pues, volvió a donde años antes, entre escaramuza y escaramuza,

conoció a su Teresa. Teresa de Torres, muchacha de buen linaje, de familia leal al rey, de

cutis albo y maneras más que morigeradas, de carácter recio y decidido, dispuesta a

desposarse con un soldado de alto rango y modales bruscos.

Para ella, mandó construir el más suntuoso palacio que hasta entonces habían contemplado

los habitantes de aquellas eternas tierras de paso. Habría de ser el edificio acorde con el

gusto del tiempo pero, a más, debía incluir esas bellas formas de artesonado con la que los

moros recubrían sus techos.

Encargó en la collación de Santiago que los mejores batihojas elaboraran finísimas láminas

de los más preciosos metales para ornar la cámara de Teresa. En la de San Lorenzo,

requirió los servicios de sombrereros y bordadores que emularan los trabajos de las

ciudades italianas, de gran renombre entonces. Por la Magdalena, tejedores, tintoreros y

bataneros, se ocuparon de vestir a la pequeña corte jiennense y protegerla, con sus mejores

productos, de los fríos.

Miguel creyó que había conseguido su sueño. No era rey, pero casi. No disponía de cortejo,

pero casi. No contaba con ejército propio, pero casi. Él, Miguel Lucas de Iranzo, era barón,

conde y condestable de Castilla, Canciller Mayor del Reino, Alcaide de las fronteras de

Jaén, Alcalá la Real y Andujar, Alguacil Mayor y Alcaide de la cárcel de Jaén… y más

títulos que sólo su secretario era capaz de recitar sin respirar.

Pero adolecía de lo más importante. En todos estos años de matrimonio, en los que con

Teresa había cumplimentado debidamente y con frecuencia el débito conyugal, Dios no los

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había bendecido con el regalo de la progenie. Varias veces había quedado su esposa

encinta, pero a los pocos meses, la gestación, sin que galeno alguno atinara a dar

explicación, se interrumpía. Sólo en una ocasión, al poco de llegar a Jaén, pareció que la

descendencia sería una realidad. Se dio aviso, para el momento, a cuantos médicos,

sanadores, matronas y semejantes se encontraron en los alrededores. Incluso se hizo venir

de Córdoba a un reputado artista de las artes galénicas. A falta de un mes para el

nacimiento de la criatura, el palacio del Condestable bullía de gentes afanadas en preparar

todo lo que fuera menester para cuando el ansiado suceso ocurriera. No falto siquiera un

quinario a la Virgen de la Capilla, dos semanas de misas votivas al Santo Rostro y hasta la

ostensión extraordinaria de la sagrada reliquia para que, de hinojos, Miguel implorara lo

que tanto deseaba en una ceremonia privada.

Mas ni así fue posible. La criatura, para mayor inri, un varón, tardó en salir del vientre de la

madre. Cuando vio la luz, apenas tomó una bocanada de aire, mientras dos amas se

aprestaban a desasir del pequeño cuello el cordón que lo rodeaba. Una hora después,

habiendo sido bautizado, Miguel Lucas de Iranzo y Torres falleció. El padre lloraba,

apoyando los brazos en la pila bautismal. En el lecho, todavía deshecho, Teresa, exhausta,

rota, buscaba con los ojos quien le diera razón de su hijo.

Miguel contempló de nuevo el territorio que se extendía bajo sus pies y vio algo que llamó

su atención. En lontananza, atinó a atisbar una polvareda. Un gran número de viajeros se

acercaba. ¿Sería otra vez el malnacido clérigo de Begíjar? ¿Serían los moros? Tomó las

riendas de la montura y descendió cuidadosamente el cerro de Santa Catalina, el mismo que

Fernando III, el bisabuelo, por línea bastarda, del tatarabuelo de su rey, tras varios intentos,

alcanzó a conquistar en 1246. Todavía faltaban unos días para festejar a la Santa pero,

pensó, hay que celebrar que Jaén dejara de estar en manos infieles. ¡Cuánto había pasado

desde entonces y qué poco había cambiado todo!

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Al llegar a la ciudad, alertó a sus mejores hombres y les dio orden de que salieran al

encuentro de esas gentes que se aproximaban. Advirtiéndoles además de que aguardaba en

el palacio nuevas, y prontas, de cuánto pudiera acaecer. Los enviados partieron a galope.

Teresa, que lo había oído llegar, salió al encuentro de Miguel. Él apenas la miró mientras,

con el ceño fruncido y paso presuroso, se dirigía a sus estancias. Ella lo vio marcharse y

buscó con la mirada a sus dueñas. Solícitas y en silencio, la de Biedma y la de Ortiz

acudieron en socorro de la dama para conducirla, mecida por sus propios sollozos, hasta

sus aposentos. Allí, se tendió sobre el tálamo, testigo del peor fracaso que una mujer podía

padecer.

La tarde empezaba a dejarse caer, en torno a Jabalcuz se arracimaban un puñado de nubes

blanquecinas que ocultaban unos cielos más róseos que grises, más malvas que azules. En

la calle, sólo el tañido de alguna misa vespertina daba razón del tiempo que transcurría. Y,

como siempre, a esas horas, el barrunto interno, declamado a voces, de la “encantá” de la

Malena que avisaba a cuántos encontraba a su paso del peligro que corría quien, en la

oscuridad, anduviera por las callejas de la Magdalena. Allí, según la pelitiesa desarrapada,

un monstruoso lagarto hacía cada noche de un transeúnte manjar para su cena. Proseguía su

errático discurso mencionando a un caballero, cuya armadura, forrada de espejos y azogue,

habría conseguido eliminar al engendro. Otras veces, en cambio, aludía a un penado a

galeras que se ofreció como voluntario para acabar con la criatura del infierno y se inmoló,

recubierto de pólvora, como cebo. Sea como fuere su historia, la “encantá” de la Malena,

ya cerca del Arco de San Lorenzo, remataba su relato con tono lúgubre, “cualquiera puede

reventar como el lagarto Jaén”. Y así, cada tarde, su voz se perdía por los recovecos, entre

las befas de muchos y la compasión de pocos.

Pero aquel día, sus gañidos se fundieron con los sones acompasados que empezaron a

escucharse a lo lejos.

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Atabales y panderos dejaban escapar con estruendo, de pared a pared, su sonido en aquella

calleja. Todavía difusos se adivinaban rasgueos de guitarra. Y voces. Voces de hombres.

Voces de mujeres. Voces de chiquillos… Venían, Teresa lo supo en cuanto logró zafarse de

la desabrida comezón de sus entrañas, para darle paz, para proporcionarle el descanso que

tanto ansiaba. Con grandes palmadas y a gritos, algo desusado en alguien de tan alta cuna,

requirió los servicios de sus dueñas. La de Ortiz y la de Biedma que, desde un balcón

contemplaban el insólito desfile que se les ofrecía en la calle, corrieron a toda prisa al

encuentro de Teresa. Con premura, la ayudaron a acicalarse y echaron mano del frasco más

preciado que toda dama podía poseer, el que contenía los polvos para secar las lágrimas y

aclarar la vista, remedio sin el que ninguna señora podía presumir de tal. Quizá, por lo cara

que su elaboración, de ser precisa la receta, podía resultar. Pues era menester contar con

conchas quemadas y perlas sin horadar, amén de cuescos de mirabolanos, almidón y atutía,

por no abundar en los muchos ingredientes requeridos y en la dificultosa preparación

ulterior del remedio.

Bien compuesta, Teresa se aprestó a enfrentar en la puerta del palacio la algarabía que la

había sacado de su postración. Al bajar las escaleras se encontró con Miguel, que con el

bellísimo cáliz, repujado por artesanos valencianos, que ella le había regalado al casarse,

salía también al encuentro de aquel alborozo. Pero, como por malas artes, justo frente al

dintel del más majestuoso edificio que Jaén hubiera conocido, se hizo el silencio.

Teresa y Miguel se miraron. Hacía tiempo que eso no sucedía. Y los dos, a una vez, se

acercaron a las jambas de las imponentes puertas. Miguel la volvió a mirar, como pidiendo

su aprobación, y abrió su casa.

Ninguno de ellos se esperaba lo que la calle les ofrecía. Un cortejo más que amplio, dispar,

variopinto y preñado de color de gentes de tez oscura, rasgos afilados y belleza tan salvaje

que, en según qué rostro, se tornaba serena, de puro derroche. Los hombres llevaban barba

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poblada y luengas melenas a más de un arete prendido en las orejas. Las mujeres se

adornaban de manera similar y tocaban sus cabezas con pañuelos y turbantes. Las amas,

que se tenían tras Teresa, no pudieron aguardar más y, fuera de todo protocolo, también

salieron al quicio.

Una voz rasgada, como cansada por el tiempo, con un acento jamás escuchado antes en la

tierra del ronquío, les llegó desde el mismo centro de aquella pequeña multitud.

“Permite que me presente, a mí y a los míos, señor de Jaén. Venimos de muy lejos, hemos

recorrido demasiados caminos buscando cobijo. Nuestros abuelos, los abuelos de nuestros

abuelos y los bisabuelos de nuestros bisabuelos vivieron en el gran reino de Egipto. Pero

nos vimos obligados a abandonarlo y a deambular de tierra en tierra en busca de un hogar.

Hemos sido perseguidos por los sarracenos infieles que nos obligaron a abjurar de la fe de

Nuestro Señor Jesucristo. Los reyes de nuestra religión ante los que nos hemos presentado

nos aconsejaron que pidiéramos perdón al Papa por la abominación que cometimos. Y el

Santo Padre, como penitencia por nuestro pecado, nos impuso vagar por el mundo durante

siete años. Nos dio estas credenciales para que, pese a nuestra culpa, fuésemos bien

recibidos dondequiera que llegáramos. Somos buenos trabajadores. Poseemos el secreto

para doblegar el hierro con fuego y nuestras mujeres, a más de bellas, conocen recetas para

curar todos los males. Gran Señor, éste es mi pueblo, el que recorre las naciones. Mi

nombre es Martín, éste que está a mi derecha, es Tomás. Somos los últimos de una gran

estirpe. Somos los condes de Egipto Menor. A tu compasión y comprensión apelamos, pues

nos han dicho que no ha de ser menor que la de los santos que Dios tiene a su diestra”.

Miguel, de puro asombro, volvió a cruzar la mirada con Teresa. Ella bajó los ojos y él los

invitó a entrar en su palacio, mostrándoles el camino de la estancia principal.

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En silencio, tras Martín y Tomás, entraron todos. Debían ser cosa de un centenar. Los había

de todas las edades, hombres y mujeres, pero, sobre todo, muchos niños, que se apegaban a

las faldas de las que debían ser sus madres.

Pronto el vino comenzó a correr en la sala. Los sirvientes conocían de sobra la hospitalidad

de su señor para saber que no debían ser parcos en agasajar a los convidados. Aparecieron

grandes panes, piezas de cordero asado cubiertas de manteca y fuentes del chorizo que

habían puesto a secar al humo apenas hacía diez días, después de la matanza por San

Martín. Les siguieron cestas repletas de ochíos y dornajos de buen tamaño con naranjas,

nueces y castañas.

Miguel conversaba con Martín y Tomás mientras, en una esquina de la estancia, Teresa,

flanqueada por sus dueñas, observaba atónita toda la escena sin hablar siquiera con sus

compañeras de refugio. De repente, advirtió con asombro que una de aquellas mujeres se

dirigía al rincón en el que se encontraba. Con rostro serio se plantó ante ella y juntó los

pies. Sin soltar la copa de vino que llevaba en la mano derecha, con la izquierda cogió la

punta de las sayas verdes que vestía y con desparpajo y gracejo, más que con respeto,

inclinó el cuerpo frente a las tres asombradas damas. Tras lo cual procedió a presentarse.

Dijo llamarse Loysa y ser hermana de Martín y Tomás, lo que la convertía, a su vez, en

condesa del Pequeño Egipto. Aseguró que en las miles de leguas que llevaban recorridas

ella y su pueblo jamás nadie antes, en nación alguna, les había regalado semejante

recibimiento y quería agradecer la generosidad de la señora y del señor. Comenzó, sin

rubor alguno, a referirles historias de su pueblo, al que conocían por el nombre de egiptano

por estar su origen en aquel país y al que, cuando llegaron años atrás al Reino de Aragón,

dieron en denominar gitano. Loysa, cada vez más lenguaraz y con el rostro arrebolado por

mor del vino y del calor del cercano hogar en el que crepitaban gruesos troncos de encina,

confesó ante su público que, aún siendo temerosa de Dios, creyendo y confesando en los

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muy altos misterios de la Santísima Trinidad, Encarnación, Eucaristía y todos los demás

preceptos, artículos y sacramentos que bien predicaba la Santa Madre Iglesia, Católica,

Apostólica y Romana, era portadora de secretos ancestrales que venían de tiempos tan

remotos que ni Jesucristo había nacido. Ante la obvia herejía, la de Biedma y la de Ortiz

hicieron ademán de alejar a su señora de aquella desventurada que propalaba semejantes e

irreverentes falacias. Mas Teresa las tuvo. En su rostro había asomado una sonrisa y en los

ojos un destello fugaz que no aparecía desde las faustas jornadas del preñez.

Loysa no dejó escapar la ocasión y, cogiéndola del brazo, zalamera la apartó de los

dragones que la protegían como a una doncella en un castillo encantado. Con voz dulce le

susurró. Señora, vino a decirle, sé que os aflige un pesar de tanta hondura que no encuentra

consuelo. Pero todo tiene remedio si se sabe encontrar el principio de esa congoja y, los

antiguos me indican, que esa raíz que os emponzoña el corazón no está muy lejos de

nosotras. No temáis. Nada ha de causaros daño ni a vos ni a vuestro señor. Y nada,

creedme, habrá de ofender al Altísimo. Confiad, pues, en esta gitana, que, a más tardar en

siete días, cuando la luna principie a medrar volveré a vuestra casa con todo cuanto sea

menester para devolveros la alegría al rostro y el alborozo a las entrañas. Teresa bajó la

mirada y asintió. Cuando volvió a levantar los ojos, doña Aurora y doña Adela, la de

Biedma y la de Ortiz, la rodeaban preocupadas y, desde el centro de la sala, Miguel, aún en

compañía de Martín y Tomás, le sonreía.

En breve volvió a la plática que parecía ensimismarle. Los condes de Egipto Menor le

habían encandilado con sus relatos sobre las distintas artes de domeñar con el fuego los

metales para convertirlos en armas, munición y herraduras. Y poco tardó en acordar con

ellos que, en permaneciendo en Jaén, serían los encargados de mantener siempre

pertrechadas las caballerías de sus hombres; que, a más, deberían tener en todo momento a

punto saetas suficientes para sus ballesteros y templadas y dispuestas con buenos filos

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cuántas hachas, dagas, facas, y espadas precisara la impedimenta de su infantería.

Festejaron el trato con otro azumbre de vino de Málaga y, cuando la noche estaba tan

entrada que sólo el padre Canillas, esa osamenta con sotana que vagaba en la oscuridad

buscando acólitos para celebrar la misa que nunca cantó en vida, se atrevería a afrontar,

marcharon del palacio. Se dirigían, dijeron, al campamento que habían improvisado junto a

las carnicerías y mataderos de la Puerta Barrera.

Transcurrida la semana que Loysa estableció como plazo idóneo para poder realizar su

ciencia, la gitana, con un gran canasto colgado del brazo, llamó a las puertas del palacio

del condestable. Fue la misma Teresa, con una palmatoria en la mano, la que le franqueó el

paso, nerviosa y, a la par, excitada como en los lejanos días de la infancia. Antes de cerrar

de nuevo el cancel miró al cielo. Unas nubes pasajeras no lograban ocultar a la luna que se

intuía en el firmamento, con ganas de brotar.

No había tiempo que perder, le apremió Loysa. Se acerca la hora violeta, el momento en el

que todo es difuso. No es día, no es noche, ni hay penumbras, ni hay claridad. El bien y el

mal se diluyen. Llevadme a vuestra alcoba.

Allí, la mujer dejó en el suelo la cesta que portaba y extrajo de ella un platillo dorado, un

trozo de mecha y un manojillo de romero. Colocó el plato a los pies del lecho y sobre él, las

hierbas y el cordón. Cogió la palmatoria que llevaba Teresa y prendió fuego a los

ingredientes de su fantástico guiso, al tiempo que, a media voz, recitaba una salmodia en

una lengua extraña. Cuando el romero se consumió, calló ella también. Miró a Teresa y le

sonrió. Lo principal, le explicó, era comenzar por limpiar la estancia de malos

pensamientos, de todo lo negativo. Y era preciso hacerlo en la hora violeta, ni antes ni

después, aprovechando el desconcierto de los de un lado y los de otro, de los seráficos y los

caídos. Ahora, doña Teresa, repetid conmigo cuanto os diga y procurad retenerlo con juicio

en la sesera pues será menester que, de tanto en tanto, volváis a pronunciarlo.

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Y cogiéndola de ambas manos, comenzó a recitar muy lentamente: Santa Elena de la Cruz,

hija de rey y reina, tú, que de reyes fuiste y de reyes descendiste, el mar lo cruzaste, pelo y

vestido no te mojaste y la cruz de Cristo hallaste y los tres clavos le quitaste. Uno lo

arrojaste al mar para la navegación del mundo; otro se lo diste a tu hijo, Gran Constantino,

para que venciera guerras y batallas. Te queda uno, madre mía. Préstamelo, préstamelo

para clavárselo en el corazón a … Loysa dirigió sus ojos a Teresa que, tras un instante, al

cabo, comprendió. … A Miguel. Que ni comida ni sueño le satisfaga más que pensarme. Si

este milagro me lo hicieras, madre mía, niños llorarán y perros ladrarán. No me olvides,

madre mía, Santa Elena de la Cruz. Amén.

Loysa se desasió de Teresa. Aún nos queda mucho camino, señora. Tenemos que procurar

que vuestro marido vuelva a querer gozarse de vos, pero, por el momento, nos

contentaremos con que tornen sus pensamientos a estos muros. ¿Conocéis los rudimentos

de la escritura? Claro, sois persona de letras. Disculpad mi interrogación. Veo que sobre la

mesa hay recado de escribir. Tomad asiento, os lo ruego.

La gitana metió la mano en el canasto y extrajo un par de hojas que, en algún momento, a

buen seguro, fueron verdes pero que habían mudado la color por otro más apagado y

pajizo.

Es salvia. Ella nos ayudará ahora en nuestro cometido. Escribid sobre el envés de la hoja

vuestro mayor anhelo.

Teresa de Torres, dócil como un perrillo faldero, hizo lo que Loysa le mandaba.

Señora, dormid durante tres noches sobre esta hoja. Si en alguna de esas jornadas de

descanso soñáis con los que tanto ansiáis, el deseo se cumplirá. De no ser así, enterradla lo

más lejos posible. Pues la salvia o nos ayuda o nos daña y cuando no otorga lo solicitado se

torna peligrosa. Yo volveré entonces. Y recordad, recitad de cuando en cuando la oración

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que os he enseñado, que Santa Elena, como vuestro hombre, es de natural olvidadizo y

flaca memoria.

Al cabo de tres días, la condesa del Pequeño Egipto, con su inseparable canasto, se

presentó en el palacio, poco antes de que huyera la luz. Se encontró a una Teresa de voz

ronca y color encendido. Tanto había repetido la plegaria que apenas podía hablar, pero

había dado sus frutos. Miguel había compartido la mesa con ella, aunque no se mostró

excesivamente locuaz. Y en sus sueños, la noche anterior se contempló como mujer de

cabellos canos y arrugada tez, rodeada de apuestos muchachos y hermosas doncellas que le

llamaban madre.

Loysa asintió satisfecha.

Aún nos resta la más dificultosa de las tareas. Hemos de procurar que vuestro esposo os

reclame en el lecho. Y eso, señora, precisa de mucho tiempo. Mas por ser paciente y

barajar, sabido es que Job alcanzó la vida eterna. Cuando la luna vuelva a medrar, en esta

hora, señora, realizaremos el filtro que devolverá la cordura a vuestras entrañas, el júbilo a

vuestros pechos y la razón al existir. Procuraos uno de los rizos que adornan la cabeza de

don Miguel y guardadlo bien en un pergamino, siete granos de cebada que haya estado

plantada en las cercanías de un camposanto, siete pepitas de manzana y la sangre de un

cabritillo sacrificado en luna llena. Por último, impregnad el mejor pañuelo que poseáis

con los humores de vuestro sexo y tenedlo todo dispuesto para ese día que os he indicado.

Si todo lo hacéis tal como os digo, desviado y antinatura ha de resultarnos don Miguel para

que, antes de su onomástica, vos no amamantéis a su primer vástago. Mientras llega esa

fecha, poned cada noche en la copa de vuestro marido una pizca de estos polvos de vainilla.

Le ayudarán a mejor dormir y a teneros presente en las fantasías del descanso. Y seguid

con vuestras oraciones, pero con menos brío, señora, que os va a faltar la salud.

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Teresa cogió sus manos entre las suyas y le entremetió una pequeña faltriquera con unos

dineros y unas blancas. Loysa rechazó las monedas y se marchó.

Cumplido el tiempo, la gitana regresó a la residencia de los señores de Jaén. Faltaba poco

para que las tinieblas todo lo cubrieran. Sin mediar palabra, ambas se encaminaron a los

aposentos de la dama. Allí, la hechicera sacó del canasto una escudilla plateada y oblonga

de buen tamaño, un ramillete de romero y un par de mechas. Repitió el ritual de su primera

cita y cuando la hierba no era más que ceniza demandó los ingredientes pertinentes para

realizar el filtro.

Con mano trémula, Teresa abrió una arqueta y, uno por uno, fue extrayendo la mercancía

solicitada: el pergamino que encerraba un rizo moreno, siete granos de cebada de las

cercanías del osario de San Miguel, siete pepitas de manzana, una jicarilla con la sangre de

un cabrito matado en plenilunio y un pañolillo la mar de gracioso que parecía tener apresto

de más.

La condesa gitana los colocó sobre el plato alargado y, finalmente, los regó con la sangre

del animal. Ahora, señora, necesito un mechón de vuestros cabellos. Con un puñal que

guardaba también en la arqueta, como pudo, atinó a cortarse un manojo de pelos. Loysa los

puso sobre la amalgama que había en la escudilla y con una vela les prendió fuego.

Se sentó, por primera vez ante Teresa, contemplando en silencio las llamas, como

concentrándose en escuchar el siseo apenas imperceptible de la combustión. No rezó, no

dijo nada mientras se consumían los ingredientes del filtro. Sólo pasaba y repasaba entre

sus dedos las cuentas de un rosario, de pocas cuentas y mucho tamaño, que había sacado

del bolsillo de su delantal. De pie, tras ella, Teresa mudaba la vista de Loysa al fuego y del

fuego al rosario, para tornar los ojos a Loysa.

Cuando no hubo más que un polvo blanquecino sobre el recipiente plateado, la gitana

pareció recuperar el habla.

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Mandad que os traigan una cuchara y una botella pequeñas.

Y así se hizo. La de Biedma y la de Ortiz, harto recelosas de esta nueva amistad, quisieron

entrar cuando le llevaron lo requerido, mas Teresa les impidió el paso.

La egipciana, con tiento y pulso firme, cucharada a cucharada llenó la redomilla.

Ahora, señora, debéis proceder como hicisteis con los polvos de vainilla. Cada noche, una

pizca en su copa de vino. Mas como notará algo acibarado el sabor, pergeñad alguna

historia. Decid, pudiera ser, que le habéis encargado un caldo especial de su tierra a unos

vinateros que os juraron vender el mejor fruto que las vides pueden dar, sino fueran las de

Canaán. A buen seguro, eso sostendrá su resquemor. Mi señora doña Teresa, todo se ha

consumado. Mi tarea a vuestro lado ha llegado a su fin. Si, por obra de Dios o del demonio,

volvierais a verme, recelad. Tened la certeza de que no seré portadora de buenas nuevas y

algún designio malhadado me habrá traído de nuevo. Reposad ahora y quedad con el Señor.

Mas no le culpéis si vuestro anhelo no permuta en carne. Hay cosas que ni los antiguos

lograron comprender. Que la paz sea con vos.

Amanecía el verano en las calles de Jaén. Después de la noche más larga del año, todos los

caminos se volvían vías de juncia, las paredes se cubrían de cañas verdes y trompeteros a

caballo y atabaleros en mulas anunciaban la alborada.

De los condes de Egipto y su séquito nadie parecía guardar ya memoria. Como llegaron, un

buen día, sin adioses, desaparecieron.

Miguel, tras haber oído la palabra de Dios y comulgar, tomó su montura y, ataviado a la

manera morisca, junto a otros caballeros, vestidos de manera semejante, se fue hacía el río.

Allí aguardó al resto de sus hombres que, al mando del alguacil mayor, serían la tropa

cristiana que habrían de combatir.

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Tras reñidas escaramuzas, Miguel y los suyos, infieles por un día, como cada año, batieron

en retirada a los ejércitos del Único Dios Verdadero. Pero en esta ocasión, la batalla

superada tenía un regusto especialísimo. Junto a la mesa de los ganadores, al igual que

antaño, le aguardaba Teresa para ofrendarle la copa de vino de que era acreedor el señor de

las tropas invictas. Miguel no pudo reprimir el orgullo y, con una mano sobre el vientre

fructificado, y mucho, de su esposa, levantó la copa en alto, brindando a Dios su triunfo en

el juego como acción de gracias por el primogénito que pronto habría de llegar.

Y llegó, cuando los sarmientos se volvieron gloriosos racimos.

Esta vez, para preparar el natalicio, hizo traer de la enemiga Granada al mejor galeno que la

ciencia mora había dado, recurrió a cuantas parteras pudo reunir. Encargó tantas misas que,

gran parte de ellas, hubieron de decirse en Arjona, Villarrodrigo y Baños de la Encina.

Ayunó tres días enteros y mandó al obispo buenos dineros para que concluyeran la capilla

mayor que acogería al Santo Rostro.

Pero lo que cielo e infierno no acuerdan, jamás será. Y no fue. La criatura, con diez dedos

en las manos y diez dedos en los pies, con prominentes atributos masculinos, no llegó

siquiera a ser bautizada.

Miguel volvió a las contiendas fronterizas y Teresa, con las dueñas, a sus nostalgias.

Pasaron una docena de años, como los doce apóstoles, como los doce signos del zodiaco y

Jaén resonó al ritmo de atabales y panderos. Los gitanos habían vuelto. El condestable se

alegró. Nadie como ellos sabían tener dispuestos los pertrechos de sus hombres y de su

caballeriza. Doña Aurora de Biedma y doña Adela de Ortiz corrieron a comunicarle la

nueva a su señora. Teresa ni siquiera levantó la vista de aquella preciosa Biblia que se

había hecho traer de Maguncia.

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Cuando la algarabía cesó, Teresa abrió la ventana para contemplar como se iba el día.

Mañana, a esas horas, sería primavera. Otra primavera más. Iba a cerrar los postigos

cuando le pareció vislumbrar, a contraluz, una figura familiar frente a ella, abajo, en la

calle, que se dirigía al palacio. Oyó los aldabonazos en la puerta y le retumbaron por todo

su ser.

Señora, os lo ruego, escuchadme. San Benito de Nursia predijo el día de su muerte. Os lo

imploro, no permitáis que mañana don Miguel asista a misa. Que es ya mucha la inimicicia.

Teresa siguió en la ventana, hasta que de un portazo la clausuró.

Al día siguiente, por vísperas, como cada tarde, Teresa y Miguel se encaminaron a aquella

catedral que nunca terminaba de ser y siempre tornaba a comenzarse. La luz del primer día

de primavera irisaba todo el horizonte, pero predominaba el morado del frío que no

acababa de marcharse. La hora violeta, pensó Teresa, y se echó a temblar. Miguel le tendió

su capa.

Tomaron los dos el cuerpo de Cristo. Con recogimiento, cada uno musitaba su soledad. Un

grito apenas suspirado sacó a Teresa de su ensimismamiento. Un líquido caliente empapó

su pecherín de brocado y su tocado. Cuando abrió los ojos, Miguel, al pie del altar mayor,

en la breve escalinata, postrado junto a ella, exhalaba su último aliento con los sesos

desparramados por el mármol. Déle Dios mal galardón, fue cuanto entre dientes le oyeron

decir, mientras contemplaba el mocho ensangrentado de la ballesta que había destrozado la

cabeza del que tanto había querido.

Alguien, de los presentes, deseo que San Benito, que hoy se festeja, añadió, lo presente

ante Dios, que mal hombre no fue. Y Teresa, al reconocer la voz de Loysa, perdió el

conocimiento. Dicen que cuando lo recobró, desde aquella aciaga jornada, al mediodía

mandaba cubrir cuantas ventanas y saeteras encontraba a su paso, no fuera a ser que la

sorprendiera la hora violeta.

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