La Historia Social Hoy

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Fundacion Instituto de Historia Social is collaborating with JSTOR to digitize, preserve and extend access to Historia Social. http://www.jstor.org LA HISTORIA SOCIAL HOY Author(s): Jorge Uría Source: Historia Social, No. 60 (2008), pp. 233-248 Published by: Fundacion Instituto de Historia Social Stable URL: http://www.jstor.org/stable/40658010 Accessed: 02-02-2016 20:11 UTC Your use of the JSTOR archive indicates your acceptance of the Terms & Conditions of Use, available at http://www.jstor.org/page/ info/about/policies/terms.jsp JSTOR is a not-for-profit service that helps scholars, researchers, and students discover, use, and build upon a wide range of content in a trusted digital archive. We use information technology and tools to increase productivity and facilitate new forms of scholarship. For more information about JSTOR, please contact [email protected]. This content downloaded from 54.66.218.143 on Tue, 02 Feb 2016 20:11:05 UTC All use subject to JSTOR Terms and Conditions

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Historia Social de Chile

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LA HISTORIA SOCIAL HOY Author(s): Jorge Uría Source: Historia Social, No. 60 (2008), pp. 233-248Published by: Fundacion Instituto de Historia SocialStable URL: http://www.jstor.org/stable/40658010Accessed: 02-02-2016 20:11 UTC

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LA HISTORIA SOCIAL HOY

Jorge Uria

Definir la historia social corno la descripción y explicación de los cambios, conflictos y equilibrios de las estructuras y los agentes sociales a lo largo del tiempo resulta tan simple como engañoso. El principal inconveniente que presentan este tipo de declaraciones es que, lamentablemente, tanto los historiadores como los sociólogos han entendido por "so- ciedad" cosas bastante diferentes en el transcurso del tiempo.

El dilema aparece una y otra vez en cuanto la pregunta es planteada a los historiado- res de oficio. Puesto que supone un posicionamiento diáfano, y el establecer perfiles disci- plinares bien definidos la cuestión levanta en la profesión una evidente incomodidad, conscientes como son sus integrantes del movedizo terreno que pisan y de lo poco dura- bles que han sido las más o menos elegantes definiciones de sus predecesores.

I

La encuesta abierta a partir de 1984 por la revista History Today, a propósito precisa- mente de cómo definir la historia social, revela muy bien este malestar de fondo, a la vez que traza un útil panorama de cuáles eran las líneas dominantes en la interpretación de la historia social en ese momento, y qué balance y perspectivas cabía establecer en cuanto a su tratamiento.1 Efectivamente con muy buen criterio, y en mayor o menor medida, todos los encuestados se hacían eco de la dificultad de definir de un modo unívoco su estatus y contenido en ese instante; resultaba evidente que la historia social había recorrido un largo camino desde que, a partir de mediados del xix, había comenzado a desarrollarse una re- flexión sistemática sobre los materiales históricos a partir del naciente campo disciplinar de la sociología;2 variando al mismo tiempo extraordinariamente sus objetos de investiga- ción, y el énfasis otorgado a cada uno de los grandes temas que eran objeto de su preocu- pación. En conclusión, y fuera de las apelaciones genéricas a su perfil como un simple es- tudio histórico de la sociedad, la historia social -parecían querer decir muchos de ellos- había ido cambiando en su definición dependiendo de la coyuntura histórica; y de hecho, el grueso de la argumentación desarrollada a propósito de su substancia, basculaba inme- diatamente en las respuestas de los encuestados hacia registros notoriamente descriptivos,

1 J. Gardiner (ed.), What is History Today...?, Macmillan, Londres, 1988. 2 Este recorrido de búsqueda historiográfíca por parte de la sociología clásica del siglo xix y princi- I

pios del xx, se delinea en sus trazos esenciales por Peter Burke en Sociología e Historia, Alianza, Madrid, I 1980. I

Historia Social, n.° 60, 2008, pp. 233-248. | 233

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y que intentaban definir su estatus, precisamente, a partir de una simple clasificación de sus objetos de estudio.3

Se trataba de un procedimiento justificado, ciertamente, por la propia dificultad de las cuestiones planteadas a este propòsito; al fin y al cabo la sociedad había sido objeto de meditación teórica para muchas disciplinas, y no sólo para la historia; lo que inmediata- mente desembocaba en enfoques pluridisciplinares y entrecruzamientos de posiciones no siempre convergentes. Cualquier manual al uso de ciencias sociales nos pone inmediata- mente sobre la pista de la complejidad y amplitud de los territorios que debieran de intere- sar al estudio de la sociedad. La vida humana, los grupos y las diferentes sociedades tienen que ser abarcados en niveles como el de los procesos de aprendizaje social (con- siderando los procedimientos de socialización, las variaciones impuestas por la diversi- dad y la identidad cultural, el ciclo vital y la edad como condicionante social, los sistemas educativos, o la cultura como condicionante o resultante de la inserción social del indi- viduo); los diversos tipos de sociedad (desde las primitivas a las industriales, pero inte- grando también las diferencias norte/sur o los fenómenos de globalización); la vida co- tidiana como espacio de producción y reproducción de significados sociales (asumiendo el análisis de los fenómenos más usuales de interacción, la escala microsocial o los procesos de sociabilidad espontánea); el cuerpo, la sexualidad y el género; la familia, el matrimonio y la vida privada; los mecanismos sociales de consenso, de desviación y de delito; los me- canismos de integración religiosa; los fenómenos de estratificación y la estructura de cla- ses (con su descripción de los niveles de renta, de estatus, o de género o etnicidad, al tiem- po que de examen de la movilidad social, de las desigualdad y de sus consecuencias conflictuales); el desarrollo de las organizaciones (y por tanto el examen de las burocra- cias y las corporaciones); el trabajo (sus formas de organización, los antagonismos que de- sata y las organizaciones y sistemas generados para su gestión); los medios de comunica- ción social, y los fenómenos de la cultura popular; las formas, por supuesto, de gobierno, de estructuración del poder político y de resolución de las confrontaciones que genera, in- cluida la guerra, la negociación y los grandes sistemas de relaciones internacionales; los fenómenos, en fin, de revolución, conflicto, o simple cambio social.4 De todo esto, efecti- vamente, cabría hacer historia social a condición de que, precisamente, la perspectiva so- cial, y por tanto la preocupación por su contextualización en el conjunto de la sociedad domine por encima de las lógicas internas de cada uno de los campos disciplinares que in- tegra (y por tanto superando la perspectiva particular de la ciencia política, de la medicina sexual o de la teología, por poner algunos ejemplos).

La enumeración, deliberadamente prolija, tiene como único fin ilustrar lo que segura- mente a nadie se le habrá escapado ya; los historiadores sociales han prestado una aten- ción desigual, a la vez que discontinua a lo largo del tiempo, a todos estos fenómenos; y ello tiene que ver con varias cuestiones diferentes. Cuando menos habría que incorporar al cuadro explicativo de la situación, en primer lugar, el hecho de que los propios sociólogos hayan prestado una atención preferente a ciertos ingredientes sociales por encima de otros en el contexto especial de sus peculiares expectativas académicas, o de las demandas so- ciales o políticas generadas en una determinada época o en una textura regional precisa. Antes de concluir la década de los sesenta, por ejemplo, en un ámbito como el de los Esta-

3 La parte de la encuesta referente a la historia social había sido realizada a Raphael Samuel, John Breully, I J. C. D. Clark, Keith Hopkins y David Cannadine. Sus respuestas en "4. What is Social History...?", en J. Gar- I diner, What is History Today...?, pp. 42-57.

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4 La relación se hace teniendo a la vista el indice de la edición de 1999 de Sociologia, de A. Giddens (Alianza, Madrid), un texto lo suficientemente claro y omnicomprensivo, a la vez que lo bastante reeditado, como para considerarlo una referencia indicativa del estado actual de la disciplina.

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dos Unidos de Norteamérica, en una coyuntura de bondad económica, crecimiento del consumo y estabilidad social, las corrientes sociológicamente dominantes -aunque sólo las dominantes- tendían a enfatizar los ingredientes de reproducción, de control social y de autorregulación del sistema social, frente a procesos como los del cambio o el conflicto social; mientras que a partir del 68, tras haberse comprobado el impacto de la Guerra de Vietnam, la rebelión del Tercer Mundo, la movilización creciente de las mujeres y los ne- gros, la lucha por los derechos civiles, o los conflictos estudiantiles domésticos en el pro- pio centro del sistema, el cambio social acabó siendo una prioridad en la teoría sociológi- ca, y el propio contenido de buena parte de las mesas y sesiones de las reuniones anuales de la American Sociological Association tenidas a lo largo de los años sesenta, ilustra con elocuencia el giro registrado en este sentido.5

El diálogo entre historiadores y sociólogos, por otra parte, ha estado influido por alti- bajos y mutuas incomprensiones; es evidente que el paradigma histórico rankeano de eru- dición desnuda de los hechos, de positivismo atento al dato documental perfectamente es- tablecido y depurado a través de la crítica documental, y cuya singularidad lo hacía difícilmente compaginable con el esfuerzo de generalización y abstracción teórica, alejó la erudición histórica durante mucho tiempo de unos científicos sociales que curiosamente, y en paralelo, buscaban afanosamente en la literatura histórica la masa suficiente de hechos sociales con los que depurar su esfuerzo de teorización. El vigor persistente de Ranke en las prácticas del oficio, evidentemente, ha contribuido a estropear una relación a menudo salpicada por las incomprensiones, además de por las diferencias de método y, sobre todo, de praxis investigadora. El catálogo de reproches disciplinares y de tópicos que se arrojan a menudo a la cara sociólogos e historiadores -muy bien estilizado por Peter Burke- supo- nen que se acuse a los sociólogos ser una tropa que expone obviedades en una jerga in- comprensible y pretenciosa, constriñendo a los individuos a categorías excesivamente ge- nerales y rígidas, sin sentido del tiempo y del lugar y con pretensiones, además, de ser científicos en sus apreciaciones. Los historiadores, a su vez, suelen ser descritos como unos miopes aficionados, que recogen datos en tropel y sin método, y careciendo además de la capacidad suficiente para observar sus denominadores comunes o sus tendencias ge- nerales. Los reproches de algunos sociólogos, a finales de los sesenta, eran singularmente explícitos, y ponían en realidad el dedo en algunas de las llagas más evidentes de la histo- riografía tradicional. Jean Hecht, por ejemplo -y lo hacía nada menos que desde las pági- nas de la Enciclopedia Internacional de las Ciencias Sociales-, expresaba su profundo de- sacuerdo con una historia social a la que reprochaba

su insatisfactorio estado, consecuencia de una serie de factores: su carácter amorfo e invertebrado, que deriva en gran parte de la ausencia de una doctrina que proporcione conceptos e hipótesis; sus límites indeterminados, cuya naturaleza es resultado del persistente desacuerdo respecto a su alcan- ce y de la falta de un tipo de fuentes propias y peculiares; su escaso rigor científico, que tolera el re- trato impresionista, la valoración imprecisa y la afirmación carente de base y que proviene de su fir- me raíz humanística; y su inclinación a la descripción y a evitar el análisis, que proceden de las inclinaciones rankeanas.6

Naturalmente, parte de las indeterminaciones apreciadas aquí en los historiadores distaban mucho de ser, como es evidente, patrimonio exclusivo de los historiadores; dado que tam-

5 Sobre las características de este giro disciplinar en la sociología -hasta incluir algunas formulaciones del I sistema parsoniano- vid. R. Friedrichs, Sociología de la sociología, Amorrortu, Buenos Aires, 2001, pp. 40-69. I

(1 J. J. Hecht, Historia social , en D. L. Sills, Enciclopedia Internacional de las Ciencias ¿ocíales, vol. D Aguilar, Madrid, 1975 (Ia ed. inglesa en 1968), p. 434. I 235

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bien la sociología presentaba significativas rupturas de consenso y claros desacuerdos en cuanto al contenido y la significación de sus objetos de análisis. Lo importante ahora, sin embargo, es constatar que esa línea de desencuentro -pese a la dirección historiográfica contraria abierta desde espacios como el de Annales- llegaría intacta al último tramo del siglo xx. Lo demostraba, ciertamente, la compilación de tópicos hecha por Burke en los años setenta, pero también hechos como el de que L. Tilly y M. Hanagan, todavía en 1996, tuvieran que polemizar con Andrew Abbot cruzándose acusaciones parecidas; o el de que en 1999 aún se viesen forzados Larry J. Griff in y Marcel van der Linden -director este úl- timo de la International Review of Social History- a protestar de opiniones como las del sociólogo John Goldthorpe, que reprochaba a la historia ser una "categoría residual nece- saria", empeñada en seguir construyendo modelos y teorías insolventes frente al rigor esta- dístico y la capacidad de los sociólogos para construir modelos fuera del tiempo y del es- pacio.7

La incapacidad para llegar a una convivencia fluida entre sociólogos e historiadores, y por tanto para facilitar una transferencia expedita entre la teoría social y la práctica his- toriográfica, es evidente que entorpeció una comunicación disciplinar que podría haber contribuido a establecer un contenido más diáfano y rotundo de la historia social; pero no ha constituido, ni mucho menos, el único obstáculo en este sentido. Bien al contrario, los propios historiadores han tendido, como ya se ha adelantado, y como había subrayado ya el propio Hecht, a profundizar sus desacuerdos a este respecto.

Por el momento, y antes de los años ochenta, los intereses de los historiadores socia- les de la Europa continental estaban encuadrados en unos modelos que propendían a una historia muy focalizada en cuanto a direcciones metodológicas y objetos de estudio. La herencia annalista, por una parte, había encumbrado una historia que generalmente tendía a ser más económica que social en el período de la dirección que imprimió Braudel a An- nales entre 1956 y 1968, y dentro de la que la sociedad tendía a contemplarse incluida en el juego de las grandes estructuras macrosociales, de la incorporación al relato histórico de los ejes fundamentales de la clase social y de los sistemas de estratificación social y sus conflictos, y siempre bajo una influencia perceptible de la inspiración del estructuralismo y de ciertos ingredientes del marxismo estructural. En este último caso, además, la lectura predominantemente althusseriana de Marx -muy a pesar del impacto causado por la recep- ción de sus escritos juveniles en personalidades como Lefebvre- había reforzado en el marxismo continental un modelo histórico-social que, debido a su rigidez, y a su idea de una fuerte predeterminación de las estructuras económicas sobre todo lo demás, había fa- vorecido una mayor comprensión de la estructura histórica de las clases sociales, sin duda; pero dejaba en realidad poco espacio para la iniciativa social o política de las clases domi- nadas -aplastadas por los aparatos del Estado-, o para el estudio de los niveles microso- ciales, los grupos u organizaciones distintas a la propia clase social, o los niveles de apren- dizaje social o socialización diferentes a los mecanismos más lineales de tipo educativo o de adoctrinamiento ideológico directo.8 Ahora bien, antes de que a principios de los ochenta entrase en crisis este modelo la historia social, pese a sus evidentes limitaciones, podía exhibir sin duda un patrimonio de investigaciones nada desdeñable; y ese es el punto

7 M. Hanagan y L. A. Tilly, "¿Síntesis perdida, síntesis reencontrada?", y A. Abbott, "Respuesta a Hanagan y Tilly", ambas en Historia, Anntropología y fuentes orales, 16 (1996); L. Griffin y M. van der Linden, "Introduc-

I ción", en New Methods for Social History. International Review of Social History, Supplement 8 ( 1 999), pp. 3-5 .

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8 Sobre la minusvaloracion de los mecanismos ideológicos y culturales en la explicación de los consensos o conflictos sociales, resulta esencial la referencia a Louis Althusser, y su aportación sobre "Ideología y apara- tos ideológicos del Estado", originariamente redactado en francés en 1970, e incluido en la edición española de sus Escritos, Laia, Barcelona, 1974.

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de partida que nos interesa aquí para explicar lo que constituirían las direcciones funda- mentales de investigación de las dos últimas décadas de la historia social y, en consecuen- cia, su patrimonio actual y las perspectivas y desafíos que se abren en este momento a la investigación en este terreno.

Finalizados los años setenta, en efecto, y rompiendo con lo que había sido una tónica de desencuentro desde los años veinte, el diálogo con las ciencias sociales se estaba vol- viendo más hacedero, intentando la historiografía reconstruir los puentes que se habían roto con anterioridad en pleno auge de un funcionalismo sociológico poco proclive al exa- men histórico. En plena crisis sociológica de los modelos estructural-fiancionalistas, y en un instante de cuestionamiento de la estabilidad en el modelo hasta entonces conocido del sis- tema occidental imperialista, súbitamente los congresos de sociología mostraban un interés inusitado hacia la historia. Fueron años en los que aparecieron plataformas como la revista Comparative Studies in Society and History, o en los que los congresos de la American So- ciological Association vieron como Merton presidía en 1960 una de sus sesiones identifica- da con el significativo título de "La sociología y su relación con la historia"; en 1962, y en el 64, el 66 y el 67, a su vez, los congresos apostaban además por investigar en sesiones es- pecíficas sobre las relaciones entre las humanidades y la sociología o, más en concreto, so- bre los contactos entre historiografía y sociología.9 La incitación constantemente renovada desde plataformas como la de Annales a estimular los contactos interdisciplinares, tras el paréntesis impuesto por las direcciones profundamente conservadoras, carentes de ambi- I

9 Véase R. Friedrich, Sociología de la sociología, p. 132. | 237

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ción teórica y adaptadas plenamente a la resolución práctica de lo que Paul F. Lazarsfeld denominaría investigación administrada -plegada en absoluto a lo que se exigía desde los centros del poder económico-, inesperadamente tenía eco entre unos sociólogos desorien- tados e incapaces de explicar solventemente el cambio social y una rebelión contra la con- fortable realidad del Primer Mundo que desbordaba sus instrumentos analíticos.10

Pero fuera como fuese, hasta el principio de los años ochenta, y pese a que a menudo ha tendido a valorarse su patrimonio con displicencia, la historia social -y es preciso insis- tir en ello- había sido capaz de avanzar significativamente en no pocos terrenos. Había in- crementado, por ejemplo, sus temas de investigación hasta acumular una masa significati- va de estudios en cuestiones como la del alojamiento, la historia local, la historia del trabajo, o la historia oral o la de la mujer. Se habían explorado las posibilidades de nuevas fuentes, espoleado el proceso por la necesidad imaginativa de colmar evidentes vacíos, y que supuso examinar con una nueva mirada los inventarios domésticos, los testamentos, los fondos fotográficos o los registros orales. Los historiadores sociales, además, en espa- cios como el británico, donde se estaban registrando ya los primeros impactos de una re- conversión industrial planteada de modo abrupto desde el inicio de los ochenta, se habían involucrado en curiosos movimientos de "nostalgia industrial" a través de los que se rei- vindicaba una identidad y un patrimonio que estaba entrando en rápido declive pero que, como en el caso de los obreros ferroviarios, se reivindicaba ahora con fuerza como un in- dicio de las señas de identidad de una profesión, o como la memoria viva del orgullo de un oficio. En no pequeña medida este impulso inicial -luego trasladado, y no siempre con los mismos presupuestos, a otros espacios de la Europa continental- estimuló decisivamente el despegue de la arqueología industrial, al mismo tiempo que establecía un vínculo de los historiadores sociales con una demanda popular diferente, pero no menos estimable, que la planteada desde los sindicatos o las organizaciones de clase. Además de todo ello, y aun cuando las posiciones más rígidas del modelo estructural-marxista dominasen en ámbitos como el francés o el español, y en general en buena parte de la Europa continental, se iba abriendo paso una lectura de la historia social menos determinada por las variables econó- micas y menos mecánica en cuanto a la capacidad de los agentes sociales para escaparse a las determinaciones de la estructura económica. En Gran Bretaña, en efecto, la recepción de Gramsci, la influencia de la antropología británica o las mismas tradiciones peculiares del marxismo insular estaban reformulando desde finales de los cincuenta, a través de la obra de Hobsbawm, Raymond Williams o E. P. Thompson, una historia atenta a las formas de la cultura popular, o a nociones como las de la experiencia o la economía mora; cues- tiones todas ellas que hacían posible una verdadera historia desde abajo, con unos prota- gonistas populares activos y que conseguían jugar papeles mucho menos pasivos que los que se veían forzados a desempeñar en el escenario constreñido del complicado andamiaje de las determinaciones estructurales althusseristas.11

10 Sobre la noción de investigación administrada véase E. Saperas, La sociología de la comunicación de masas en los Estados Unidos, Ariel, Barcelona, 1985, pp. 19-20.

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11 Raphael Samuel, "¿What is Social History...?", en J. Gardiner, What is History Today...?, pp. 42-44; sobre la influencia del althusserismo y el retraso al que indujo a la historiografía española respecto a la recep- ción de la historia cultural vid. J. Uria, "La cultura popular y la historiografía española contemporánea: breve historia de un desencuentro", en M. Ortiz Heras, D. Ruiz González e I. Sánchez Sánchez (coords.), Movimien- tos sociales y Estado en la España Contemporánea, Universidad de Castilla-La Mancha, Cuenca, 2001. Buenos ejemplos de lo mucho que se hizo desde los sesenta en la historiografía británica sobre los ferrocarriles pueden ser las obras de J. R. Kellet (Railwails and Victorian Cities, Routledge, Londres, 1979) y de H. Perkin, The Age of the Railway, Panther, Londres, 1970); para Francia, puede citarse el excelente estudio colectivo Cheminot et Chemins de Fer en Nord-Pas-de-Calais. Identités régionales et professionnelles 1830-2003, La Vie du Rail, Pa- ris, 2004.

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Recordar todo esto, en conclusión, tiene como objeto subrayar que la historia social había llegado al final de los años setenta afectada por evidentes rigideces, pero a la vez co- ronando una fase de plena madurez en cuanto a las investigaciones acumuladas. Había contribuido, efectivamente, al debate público, a la discusión política y a la propia dinámica de los movimientos sociales, siendo como era una disciplina profundamente implicada en el juego sociopolítico y generalmente inclinada a posturas progresistas. Había conseguido abarcar, en fin, un conjunto de temáticas sin duda importantes en cuanto a la definición de su territorio investigador aun cuando fuese la clase, sin duda alguna, el eje jerarquizador de sus modelos interpretativos y el punto esencial al que, de un modo u otro, acaban refi- riéndose muchos de ellos.12

II

Desde el principio de los ochenta, en todo caso, ese modelo de historia social, en de- finitiva poderosamente vinculado a objetivos sociopolíticos progresistas y movilizadores, entraría en crisis en un contexto internacional intensamente marcado por el ascenso de go- biernos conservadores como el de Reagan en los USA o el de Thatcher en el Reino Unido, y sobre todo por el derrumbamiento del socialismo real; y por tanto por la destrucción del que al fin y al cabo era el referente real por excelencia -por más que pudiese criticarse su desarrollo o sus "desviaciones"- de la viabilidad de una utopía revolucionaria. Buena par- te de las esperanzas de trasformación, desarrolladas ampliamente en los sesenta, quebra- ban ahora estrepitosamente, en consecuencia, asumiéndose en la práctica que la historia social hasta entonces realizada no había sido capaz de incorporar las variables suficientes para explicar cabalmente la sociedad, y sobre todo para advertir de algún modo de unos acontecimientos que casi nadie había previsto y que habían pillado por sorpresa a dema- siados historiadores. Algunas de las voces de mayor autoridad en la historia social más normativa, como la de Hobsbawm, pidieron entonces una rectificación de las direcciones hasta entonces observadas en la disciplina, haciendo públicas unas críticas que, en rigor, ni eran enteramente nuevas, ni totalmente desconocidas en otras historiografías. En España, por ejemplo, y viviéndose un ciclo plenamente expansivo de una historiografía que había hecho de la historia del movimiento obrero "la columna vertebral misma de la historia", se venían alzando voces como las de J. Fontana; que ya en 1973 criticaba a una historia obre- ra que substituía simplemente el lugar antes reservado "a los reyes y a las princesas" por el protagonismo de "los dirigentes obreros", y el de las batallas de antaño por las huelgas o los congresos sindicales; crítica en la que venían a coincidir sustancialmente en fechas pa- recidas, aunque desde ópticas ideológicas diferentes, autores como J. P. Fusi, que censura- ban la "interpretación desenfocada del obrerismo español". Los indicios de malestar de los setenta, todavía tímidos y escasamente atendidos, prepararon el terreno, sin embargo, para lo que en los ochenta serían unas apetencias de distanciamiento de la historiografía más militante, que se planteaban ahora de forma mucho más diáfana. En 1982, en efecto, se hacía público un conocido artículo de M. Pérez Ledesma y de J. Álvarez Junco que, desde las páginas de la Revista de Occidente, criticaba con dureza una historia social militante convertida "en buena medida [en] panfletos políticos" y que había preferido relatar con todo lujo de detalles la militancia socialista o comunista, por ejemplo, en detrimento de una historia de los movimientos sociales que incorporase sectores populares más numero- sos y significativos en la estructura social que el movimiento obrero organizado.13

12 David Cannadine, "¿What is Social History...?", en J. Gardiner, What is History Today...?, p. 56. I 13 Las críticas de Hobsbawm a una historia social consagrada, pero rutinaria, en "Historia de la clase obre-

ra e ideología", originariamente publicado en 1984, y traducido al castellano en El mundo del trabajo. Estudios | 239

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Episodios como estos ejemplifican muy bien, sin duda, el clima de ruptura que se iba a vivir desde mediados de los ochenta, así como la intensa revisión de temáticas o metodo- logías que, desde entonces y hasta la actualidad, caracterizarían el devenir de la historia so- cial. Confrontados al hecho cierto de la falta de sintonía entre el modelo de cambio social manejado historiográficamente hasta los ochenta y las sorpresas que deparó la evolución conservadora del contexto internacional -tan opuesta a las esperanzas de progreso y redis- tribución que se habían asumido ilusionada, pero acriticamente desde los sesenta- los histo- riadores se vieron forzados a ensanchar sus temas de estudio, abrirse a nuevas metodolo- gías, y asumir perspectivas teóricas diferentes, que a menudo se acompañaban de revisiones más o menos radicales de las hipótesis hasta entonces más usuales, para intentar buscarle una nueva coherencia a los conjuntos sociales sobre los que proyectaba su mirada.

Las principales revistas del ámbito anglosajón o francófono, habituales portavoces de las tendencias de investigación dominantes en estos ámbitos, coinciden en lo esencial de estas tendencias aunque, como es lógico, primando algunos temas que han tenido arraigo ya de antiguo en sus particulares tradiciones historiográficas, o cuyo auge reciente encuen- tra en todo caso explicación en causas locales.14 Si se considera, por ejemplo, la situación de la historia social británica desde 1985, tomando como indicador de su estado los conte- nidos de Past & Present -sin duda uno de sus indicios más sólidos en lo académico- el es- crutinio revela, en términos generales, alguna sorpresa. La primera es, sin duda, el hecho de que pese a las protestas de necesidad de renovación que se habían hecho desde el inicio de los ochenta y que en parte nos son ya conocidas, la historia social clásica, si así puede llamarse, sigue gozando de una salud aceptable; los escenarios en los que los propietarios, obreros o burgueses acaban integrando un cuadro de tensiones en el que la clase social es protagonista, siguen ocupando un razonable espacio en la revista; al igual que los estudios de demografía, los de niveles de vida, bienestar o consumo de las capas populares, o los dedicados a motines, huelgas, sucesos revolucionarios o a las movilizaciones más habitua- les y llamativas espoleadas bajo el encuadramiento sindical o político. Pero a la vez es ob- via la dispersión en temáticas que, o bien son novedosas en sí mismas, o se rodean ahora de un relieve y una lógica de la que antes carecían. Sectores historiográficos que disponen en principio de buena salud académica, e incluso de plataformas editoriales y revistas es-

históricos sobre la formación y evolución de la clase obrera, Crítica, Barcelona, 1987. La frase entrecomillada corresponde a M. Tuñón de Lara, en la introducción al X Coloquio de Pau sobre Historiografía española con- temporánea, Siglo XXI, Madrid, 1980; J. Fontana, La Historia, Salvat, Barcelona, 1973; J. P. Fusi, "Algunas publicaciones recientes sobre la historia del movimiento obrero español", en Revista de Occidente, 123 (1971), y "El movimiento obrero en la historia de España, 1876-1914", en Revista de Occidente, 131 (1974); J. Álvarez Junco y M. Pérez Ledesma, "Historia del movimiento obrero. ¿Una segunda ruptura?", en Revista de Occiden- te, 12 (1982). La vía hacia una renovación de la izquierda, a la vez que la conciencia de crisis de las formas ha- bituales de entender la transformación revolucionaria tras la caída del Muro, pueden seguirse a través de una nutrida literatura, entre la que es forzoso citar la obra de Hobsbawm {Política para una izquierda racional, Crí- tica, Barcelona, 1993).

240 I

14 Como podrá observarse se opta aquí por considerar, y de un modo muy rápido y sumario, tan sólo los contenidos de dos revistas para recapitular y resumir las que pudieran estimarse como líneas esenciales en el de- sarrollo historiográfíco desde finales de los ochenta. Optar por recoger a grandes trazos, como se va a hacer aquí, las direcciones de investigación asumidas desde Past & Present, de una parte, y Annales, de otra, implica sin embargo dejar en el tintero bastantes cosas; el mundo más radicalmente comprometido con la renovación historiográfíca de History Workshop Journal, por ejemplo, o la tradicional solidez de la International Review of Social History en el ámbito anglosajón, o el prolongado compromiso con los movimientos sociales de Le Mou- vement Social en el francófono. Ello impide sin duda introducir en este texto matices que no sobrarían, pero que quedan por completo fuera del alcance de este ensayo. El recordatorio de temáticas asumidas desde las dos re- vistas señaladas, en todo caso, tiene únicamente el interés de servir de hilo argumentai y de indicador para unas tendencias que, como podrá comprobarse, se hacen presentes a través de muchos otros indicios como, por ejem- plo, el propio mercado editorial.

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pecializadas como en el caso de la historia de la educación, están sin embargo escasamen- te representadas en Past & Present, lo que a la postre refuerza la impresión de la creciente autonomía de su evolución a la vez que su aislamiento progresivo del conjunto de la histo- ria social.15 Algunos de los esbozos más prometedores, desarrollados ya en el final de la fase anterior, como los planteamientos ecológicos o la historia del entorno, pese a disponer de buenos anclajes en otras disciplinas -los estudios geográficos, por ejemplo-, y que des- de luego constituyen un sector afianzado y académicamente prestigioso de por sí, tampoco parecen adquirir el suficiente vuelo como para integrarse fluidamente y de forma signifi- cativa en la historia social más normativa; un comportamiento bastante similar, por cierto, al de una historia urbana que, pese a no desplegarse en una cantidad sustantiva de investi- gaciones nuevas en la revista, continúa siendo un área imprescindible en el diseño clásico de la historia social británica registrando además un estimable éxito editorial.16 Es signifi- cativa también la reorientación de viejos campos de la historia de la sociedad, como el que se refiere al crimen, la delincuencia o la justicia penal; un capítulo donde se van relegando los planteamientos de una historia "desde abajo", tendente a interpretar la delincuencia ante todo como una forma de protesta, y a la ley como una sanción represiva del orden as- cendente del capitalismo, en beneficio de visiones mucho más complejas de las acciones de la policía o de las actitudes populares ante la ley o los jueces.17 Tienen un peso mayor, en todo caso, unas monografías sobre el ocio y la cultura popular ya desarrolladas en perío- dos anteriores. Pero donde se advierte sobre todo con mayor claridad el reordenamiento interno de la disciplina es en el auge que cobran ahora no ya sólo sectores de cierta tradi- ción anterior, como el de la historia intelectual o el de la producción y difusión cultural -pero que ahora redefine su papel en un contexto marcado por el nuevo impulso de la his- toria cultural- sino también en lo que se refiere a la historia de la familia y el matrimonio, o todo el conjunto de estudios sobre la historia del sexo y el cuerpo, la mujer y el género. Si hubiese que subrayar, sin embargo, algún indicio visible del cambio de rumbo o de la reorientación en la historia social de estos años, sin duda habría que señalar dos fenóme- nos en creciente auge: el de los estudios coloniales o poscoloniales, de una parte, y el sec- tor de investigaciones sobre la raza, la religión o la etnicidad por otro. No se trata de una simple casualidad, como es obvio; en realidad ambos asuntos se venían abordando tam- bién desde el sector editorial privado, y desde luego desde algunas otras revistas de histo- ria social -desde History Workshop Journal por ejemplo-. Inmersos en la realidad de un capitalismo exultante y sin alternativa utópica en lontananza, interrogarse sobre ambas cuestiones significaba, en realidad, bucear en alguna de las contradicciones internas más fuertes y más orilladas desde la antigua perspectiva de la clase en el Norte industrializado -los problemas de diversidad social y de integración y asimilación en su seno-, a la vez que en los puntos de vista que venían construyendo desde antiguo una mirada condescen-

15 Un fenómeno en absoluto ajeno, con los matices pertinentes, al conjunto de la historia de la educación española.

16 F. M. L. Thompson (ed.), The Cambridge Social History of Britain 1750-1950, Cambridge University Press, Cambridge, 1990, abre su primer volumen, por ejemplo, con un capítulo del propio Thompson so- bre "Town and city". Limitándose solamente a Londres, por ejemplo, el caudal de investigaciones acumulado iniciados los noventa se evidenciaba en compilaciones como la de Heather Creaton, The Bibliography of Prin- ted Works on London History to 1939, Library Association Publishing, Londres, 1994; por los mismos años se editaban trabajos como el de Roy Porter, London. A Social History, Penguin, Londres, 1996, o éxitos de edición como el de Peter Ackroyd, London. The Biography, Vintage, Londres, 2001 . I

u Una buena vision del giro en la investigación en Clive hmsley, La historia de la delincuencia y la justi- cia penal (1750-1914): Una reflexión sobre los estudios actuales", en J. Paniagua, J. A. Piqueras y V. Sanz (eds.), Cultura social y poilítica en el mundo del trabajo, Fundación Instituto de Historia Social, Valencia, 1999. | 241

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diente y subordinada hacia el Sur, y que habían contribuido inopinadamente a oscurecer -perdiéndose a menudo en la descripción puntillosa de las tensiones sociales internas de los países industrializados- el hecho cierto de la explotación colonial y de su contribución al bienestar de las regiones de capitalismo avanzado.

Existía de todos modos un último campo de investigación cuyo despegue, sobre todo desde mediados de los noventa, era particularmente perceptible, y en concreto, el de los artículos relacionados con el amplio territorio de los ritos, los valores o los símbolos y sus procedimientos de construcción y reproducción a través de sistemas como el de las repre- sentaciones culturales, las prácticas sociales de la vida cotidiana o, por poner otro ejemplo, la memoria. Se trata, evidentemente, de un sector en visible ascenso, y cuyo auge hay que vincular al perfil que, de manera cada vez más rotunda, está adquiriendo la historia cultu- ral desde principios de los noventa.

En efecto, aunque no falten indicios de una activación anterior de los estudios cultu- rales -cómo no recordar la fundación en Birmingham del Centre for Contemporary Cultu- ral Studies en 1964- lo cierto es que fue sustancialmente desde el principio de los noventa cuando la cultura pasó a primer término en las discusiones historiográficas. La polémica abierta en Past & Present, entre otros por Patrick Joyce y Oliver Stone, este último denun- ciando los peligros y los excesos "irracionalistas" de la nueva historia cultural, y subrayan- do el anterior los beneficios que podían derivarse de procedimientos como los de la de- construcción que acompañaban al "giro lingüístico", señalaban sin duda la vivacidad de un debate que certificaba un auge de los estudios culturales cuya vitalidad tenía muchos otros indicios en el mercado editorial.18 En realidad se estaba poniendo a punto una estrategia de investigación de amplitud y ambición considerable, y cuyo territorio venía a coincidir en no pocas ocasiones con el de una historia social que en estos años, y como es bien sabido, está aproximándose a marchas forzadas a las perspectivas culturales. En 1996, por ejem- plo, Stuart Hall definía la cultura como el terreno de las "prácticas, representaciones, len- guajes y costumbres de cualquier sociedad específica". Y en efecto los estudios culturales de los últimos años, animados por perspectivas materialistas "no reduccionistas", por la herencia cultural de la historia desde abajo, la perspectiva estructuralista que subraya la ri- queza a la vez que el carácter artificial de los textos; o el descubrimiento foucaultiano de las microfísicas del poder o la arqueología de los saberes, se ha entregado a una indaga- ción sistemática en el mundo de las representaciones, del poder -una categoría inusitada- mente ampliada desde las perspectivas postestructuralistas-, de la cultura popular o de las subjetividades, identidades o diferencias que, sea cual sea el juicio que merezca su desa- rrollo y resultados, ha cambiado definitivamente la perspectiva histórica de lo social.19

18 En el debate sobre "History and Post-Modernism" habían intervenido Patrick Joyce {Past & Present, 133 [1991]); Lawrence Stone (Past & Present, 135 [1992]); Catriona Kelly (Past & Present, 133 [1991]) y Ga- brielle M. Spiegel (Past & Present, 135 [1992]). En cuanto a la actividad editorial en lo que a la investigación cultural se refiere cabría citar, sin ningún ánimo de exhaustividad, obras fundamentales como la editada por L. Grossberg, C. Nelson y P. Treinchler (Cultural Studies, Routledge, Londres-Nueva York, 1992) o la excelen- te de J. Storey (Cultural Theory and Popular Culture, Edinburgh University Press, Edimburgo, 1993), además de obras colectivas como la de A. Gray y J. McGuigan (eds.) Studying Culture (Arnold, Londres, 1993) o la de S. Cunningham (Framing Culture, Allen&Unwin, Sydney, 1992). En la segunda mitad de los noventa, coinci- diendo con el incremento de la presencia de temáticas culturales en Past & Present a que se hacía referencia el número de monografías a la venta aumenta, apareciendo además algunas obras de metodología como la de P. Alasuutari (Researching Culture: Qualitative Method and Cultural Studies, Sage, Londres, 1995) o la editada

I por J. McGuigan en 1997 (Cultural Methodologies, Sage, Londres).

242 I

|y Un recorrido sistemático por los temas y los presupuestos de los estudios culturales en Gran Bretaña, en Chris Barker, Cultural Studies. Theory & Practice, Sage, Londres, 2008. El texto de Stuart Hall ("Gramsci's Relevance for the Study of Race and Ethnicity", en D. Morley y D.-K. Chen (eds.), Stuart Hall, Routledge, Londres, 1996) es comentado por Barker en la obra citada (p. 7).

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La importancia de lo simbòlico y el despegue de la perspectiva cultural, asimismo, no constituían presupuestos desconocidos al otro lado del Canal. La historiografía francesa, precisamente, había constituido una de las fuentes vivificadoras más evidentes de la tradi- ción de los estudios culturales anglosajones, y además de todo ello, las diferencias entre uno y otro ámbito historiográfico no habían impedido un diálogo fecundo entre los histo- riadores de ambas nacionalidades. El que las dos historiografías estaban registrando proce- sos similares, por lo demás, era reconocido como hecho evidente por historiadores como Patrick Joyce, que en 1998 había subrayado una misma intención crítica frente a los deter- minismos de la historiografía social anterior, tanto en el nuevo rumbo abierto por Annales desde finales de los ochenta cuanto, desde luego, en el conocido como Cambridge Turn. Por las mismas fechas, significativamente, abría también Stedman Jones un debate desde las propias páginas de Annales, sobre la naturaleza de los cambios registrados reciente- mente en la historia social francesa, así como sobre las similitudes y diferencias con otros ámbitos historiográficos. El autor percibía en este sentido, desde luego, la escasa influen- cia de autores como Thompson, la poderosa presencia en Francia del estructuralismo en plenos años sesenta -prolongando así la vigencia de unas líneas historiográficas que en otros lugares ya se estaban revisando- y la impenetrabilidad de críticas a la línea clásica de Annales como las realizadas en su día por autores como Cobban o Landes. Pero a la vez destacaba con admiración la solidez de las plataformas institucionales y académicas fran- cesas, y la concentración y operatividad de un grupo de historiadores que constituía "el grupo más importante y consolidado de investigadores en historia remunerado con fondos públicos que se puede encontrar en el mundo".20

La detección hecha por Stedman Jones de las líneas fundamentales que caracteriza- ban el nuevo giro de Annales, eran desde luego bastante acertadas. Llamaba la atención el autor sobre el declive de categorías como la de mentalidad, larga duración o incluso la del encuadramiento socio-económico de los acontecimientos históricos que había sido norma entre los discípulos de Labrousse. A su lado estaban ascendiendo, sin embargo, nuevos fenómenos; frente a los grandes actores sociales colectivos, los individuos e iden- tidades cobraban un nuevo sentido; la perspectiva microsocial, a su vez, reclamaba una mayor atención hacia la formación de grupos y la interacción individual dentro de ellos; la renuncia a valorar como antaño las formas de dominación y de control social, y que ha- bían venido acompañadas del objetivismo analítico y la jerarquía de acciones que traslu- cían terminologías como las de coyuntura, estructura, o los grados diferentes de la duración de los procesos históricos, se verán ahora acompañados por un diálogo mucho más abierto y fluido con la economía, la sociología, la antropología o la lingüística; en fin, el nuevo auge de lo político, que invade parte de los campos antaño reservados exclusivamente a la historia social, permite discutir a fondo la idea de una historia social como esfera inde- pendiente, al tiempo que se cuestiona su papel central en la dinámica histórica, forzándose así un diálogo con otras disciplinas y especialistas historiográficos que conseguiría refres-

20 Patrick Joyce, "The Return of History: Postmodernism and the Politics of Academic History in Britain", Past & Present, 158 (1998). Gareth Stedman Jones, "Une autre histoire sociale?", Annales. Histoire, Sciences Sociales, 2 (1998). A. Cobban, The Social Interpretation of the French Revolution, Cambridge, 1964, D. S. Landes, "The Statistical Studies of French Crises", Journal of Economic History, 10 (1950). La coincidencia en las líneas generales de la historia cultural en ambos lados del canal no excluyó, con el tiempo, un contacto disci- plinar y una voluntad de diálogo mucho más explícita. Valga como ejemplo el monográfico de la revista MEI (Médiation & Information) 24-25 [2007], cordinado por Bernard Darras y dedicado precisamente a "Études cul- I turelles&Cultural Studies", y donde se avanzan varias investigaciones sobre temas franceses adoptando la pers- I pectiva de los cultural studies, aun cuando sin dejar en saco roto las diferencias teóricas y de método que pue- I den establecerse entre estos últimos y unos études culturelles evidentemente bien asentados en Francia, y con I una trayectoria de probada solvencia. I 243

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car, sin duda alguna, el panorama de la historia social de los años venideros. La profundi- dad de los cambios era, en consecuencia, considerable, colocando la marcha de las cosas a la historiografía francesa en una dirección similar a la registrada en otras latitudes, aun cuando su especificidad en el panorama internacional quedaba nuevamente en evidencia. La todavía débil atención al análisis de los discursos, o el énfasis otorgado a lo individual y a las competencias y capacidades de los actores -hasta el punto de desdibujar la necesa- ria inserción de las acciones históricas en el juego de las grandes estructuras-, diferencia- ba desde luego su proyecto de lo que era más usual en la historiografía británica. El análi- sis francés de las identidades, por otra parte, dejando un amplio campo para la acción individual, lo separaba también de una historia social norteamericana donde la clase, la et- nicidad o el género solían actuar como categorías fuertemente estructurantes en sus mode- los historiográficos.

El examen de Stedman Jones, casi concluyendo el siglo, era en consecuencia certero, y describía muy bien un tono que ha seguido marcando, en lo sustancial, las líneas de fuer- za de las historias sociales nacionales en los países industrializados. Pero de todos modos, y como en el caso británico, examinadas las cosas más de cerca, y teniendo a la vista el ín- dice de Annales desde mediados de los ochenta, el panorama resultaba ser mucho más plu- ral y variado de lo que pudiera imaginarse a primera vista. En realidad las líneas avanzadas por el británico incidían, desde luego, en los procesos más influyentes, los de mayor origi- nalidad y los que, invariablemente, acumulaban un mayor esfuerzo interpretativo e imagi- nación historiográfica; pero la profesión en su conjunto era de todos modos mucho más dispar en cuanto a sus planteamientos y a la orientación temática de sus investigaciones, y guardaba además un considerable apego a sus viejas tradiciones.

En la revista Annales, por ejemplo, y para limitarnos a las temáticas abordadas desde mediados de los ochenta, era claramente perceptible el empuje que conservan todavía los temas de la historia social más clásica. Los sucesos huelguísticos, las crisis sociopolíticas o económicas, los conflictos o la configuración de la clase, el establecimiento de los nive- les de vida o las condiciones de trabajo continúan siendo hasta mediados de los noventa te- mas de atención preferente de la revista; y sólo desde finales de los noventa, y desde luego desde el inicio del nuevo siglo, verán discutida su importancia por la eclosión de nuevas temáticas. La variedad de objetos y categorías de investigación es aquí, además, una ten- dencia mucho mejor perfilada incluso que en el ejemplo británico antes considerado; la historia de la penalidad y del crimen, la violencia, la risa, la exclusión y la marginación, el género, el sexo y el cuerpo, en unión a otros muchos temas, certifican la existencia de un panorama plural y heterogéneo en el que no parece haber nada, en principio, que pueda quedar excluido a priori de la curiosidad del historiador. La subsistencia del poderoso fon- do académico de la historiografía francesa, por otra parte, es evidente en casos como el de la persistencia de artículos de temática geográfica, perfectamente integrada en una revista de historia como esta y no relegada, como a menudo sucede en otros ámbitos, a platafor- mas especializadas; en idéntico sentido, la historia intelectual y cultural clásica, incluidos no pocos artículos de historia del arte, tampoco dejan de hacerse presentes certificando la prolongación de una tradición, ya antigua en la historiografía francesa, de considerar la historia del arte como una disciplina plenamente inserta en la historia general y no confi- gurada como un sector aparte de excelsitud separada de la marcha general de la historia. La prolongación de las líneas más asentadas de esta historia intelectual, en todo caso, sólo se verá contrarrestada en cierta medida por una línea de historia de los valores, los rituales o los símbolos que certifica la inmersión en este campo de una etnohistoria igualmente prestigiosa pero que, paradójicamente y a diferencia de otros ámbitos como el británico, alcanzará en Francia su mejor expresión sin duda en otros campos como el de la política.

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Al igual que en Gran Bretaña la historia urbana, la de la religión, y sobre todo la investiga- ción en sociedades no europeas y la desarrollada en torno a temáticas y perspectivas rela- cionadas con la etnicidad, ocupan un lugar cada vez más importante; y singularmente unos estudios de etnicidad cuyo auge creciente, muy claro desde el inicio de los noventa, sugie- re una línea de especial sensibilidad en el caso francés; y cuya actualidad política y social no ha dejado de crecer.21

La historiografía francesa de los últimos años, en fin, ha sido capaz también de defi- nir de un modo radicalmente nuevo campos asociados a lo más convencional de la tradi- ción historiográfica. Si eso es cierto con la historia de la familia y el matrimonio que des- borda sus antiguos márgenes, constreñidos por los estudios genealógicos o demográficos, hasta desembocar en un sector radicalmente renovado en sus temáticas y presupuestos me- todológicos, no hay duda, sin embargo, de que la historia política constituirá un caso más llamativo en esta dirección. La historia política, de hecho, constituye el ejemplo más es- pectacular de renovación historiográfica de estos años.

En las páginas de Annales, en efecto, fueron desgranándose desde el final de los ochenta bastantes estudios sobre la opinión pública, sobre el mundo de los ritos y las re- presentaciones políticas, las iconografías revolucionarias, los imaginarios políticos... El conjunto de estos artículos, en realidad, suponía no ya sólo la inmersión de la política en el mundo de lo simbólico, en el de las representaciones y, en general, la adopción de una mi- rada etnográfica sobre su problemática, sino también algo incluso más llamativo en la tra- dición de Annales. En rigor, la nueva irrupción de estos temas rodeaba de un estatus de dignidad a una historia política que antes, justamente, había sido execrada como ejemplo de historia meramente evenemencial, consagrándose así un cambio radical en la tradición historiográfica francesa. De la historia política pasaría a ser en Francia el sector historio- gráfico más dinámico, y el vector que jerarquiza en torno suyo a toda una constelación de temáticas e investigaciones a las que la política dota de una nueva coherencia. En cierto modo la política, que invade decididamente el territorio de otras historias sectoriales, está ocupando ahora el papel que en otro tiempo le correspondió a la historia económico-social como núcleo del sistema historiográfico. El proceso, en realidad, más que una vuelta a la política estatuía, por el vigor con el que se defendían sus planteamientos y por la fecundi- dad con la que se anunciaban sus capacidades, una verdadera refundación de la historia política; y así fue comprendido el hecho a partir, sobre todo, de la publicación en 1989 de la obra de René Rémond Pour une histoire politique. Su contenido, efectivamente, reivin- dicaba la centralidad de lo político en la historia de las sociedades, y anunciaba un territo- rio historiográfico cada vez más expansivo y consolidado; el de una antropología histórica de lo cultural y lo político.22

21 Un número de Annales de 1989, el sexto, y dedicado monográficamente a "Histoire et Sciences Socia- les: Un tournant critique", oficializó a través de un editorial del equipo de redacción los términos de una reno- vación asumida con plena consciência por la revista. El número incluía trabajos sobre la biografía, la geografía o la economía, las organizaciones, la historia del derecho y las representaciones, además de una defensa explíci- ta de una "aproximación subjetivista a lo social" que replanteaban sobre nuevas bases viejos territorios de la historia más clásica, a la vez que introducían significativas novedades de tratamiento de otros desde la óptica de las representaciones o la subjetividad. Años después, en 1994, llegaría el significativo cambio en la denomina- I ción de la revista, que pasó de llevar añadido a su título el clásico membrete de "Économies, Sociétés, Civilisa- I tions" a asumir simplemente el de "Histoire. Sciences Sociales". I

22 Philippe Tétart, Petite histoire des historiens, Armand Colin, Paris, 2000. René Rémond (dir.), Pour une I histoire politique, Le Seuil, Paris, 1989. I 245

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Ill

Por original que haya sido la evolución de la historiografía francesa en estos últimos años, en conclusión, importa resaltar el hecho de su coincidencia sustancial en una rectifi- cación de rumbo que ha señalado también la marcha de otras historiografías. Sea a través de la historia política, sea partiendo de la inspiración y la guía de la nueva historia cultural anglosajona, el hecho cierto es que en los últimos años ha ido coronando, aunque lenta- mente -y la resistencia a la desaparición de los viejos temas y orientaciones lo demues- tra-, la sustitución del viejo paradigma de la historia social por una nueva constelación de temas, metodologías y fuentes. En su virtud las versiones más rígidamente mecánicas de la historia social, vinculadas a esquemas monocausalistas y donde la clase constituye el refe- rente no ya sólo esencial, sino casi único de la historia social, han entrado en un declive indudable desde mediados de los ochenta. La historia de los últimos años, y desde luego desde los noventa hacia delante, constituye ahora un conglomerado plural de orientaciones metodológicas donde se ha producido una apertura indudable hacia nuevas fuentes y obje- tos históricos. Lo sucedido en Annales en este sentido, al igual que lo registrado en la ex- traordinaria amplitud de cuestiones a las que se abren los cultural studies -hasta invadir y desbordar los antiguos territorios de la historia social clásica- ilustra muy bien esta ten- dencia. El nuevo relieve de temáticas como la de la raza y la etnicidad, la religión, la mira- da hacia otras culturas o la reconsideración del papel de las colonias en la construcción y discusión misma de las bases de la hegemonía del occidente capitalista, al igual que la re- consideración radical del papel de la política -aunque a menudo esta reconsideración se haya hecho desde ópticas conservadoras-, demuestra finalmente la capacidad de la histo- ria para responder a los retos del presente, a la vez que su evidente inmersión en un con- texto histórico donde las relaciones internacionales, las utopías políticas y las esperanzas de cambio social se han redefinido drásticamente.

El oficio de historiador ha cambiado también, y profundamente, sus reglas deducti- vas, sus métodos de selección de datos y su inspiración teórica y, en fin, sus fuentes de inspiración metodológica más profundas. La responsabilidad de los cambios hay que acha- carla, en buena parte, a la adopción de una perspectiva antropológica que los últimos años ha conseguido calar profundamente en el tejido profesional de la historiografía. Las am- plias consecuencias que ello ha tenido habían sido entrevistas hace ya bastante tiempo por Keith Thomas en un artículo tan influyente como anticipador de los años sesenta. Los es- tudios antropológicos, puesto que tendían a investigar sociedades pequeñas y relativamen- te homogéneas, favorecían una perspectiva holística que ignoraba por su propia constitu- ción metodológica cualquier unilateralismo monocausal. La perspectiva microhistórica, la reconsideración del individuo como agente social verdaderamente significativo, la explo- ración sistemática en el mundo de los símbolos que daban sentido a las acciones sociales cotidianas, llegarían después como una consecuencia directamente inducida por este nuevo ingrediente.23

Pero por enriquecedora que haya sido esta nueva perspectiva, ello no impide que los historiadores tengan aún abierto un importante número de interrogantes y problemas tanto en sus orientaciones metodológicas -mucho más dispersas y balcanizadas ahora- como en su práctica profesional cotidiana -abierta a una pluralidad de temáticas no siempre del mismo peso o importancia-.

I

246 |

23 Keith Thomas, "History and Anthropology", Past & Present, 24 (1963). El carácter anticipador que tuvo este artículo de Thomas ha sido subrayado por A. Green y K. Troup, The Houses of History. A Critical Reader in Twentieth-century History and Theory, Manchester University Press, Manchester, 1999, p. 174.

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Naturalmente el diálogo con otras ciencias sociales es indispensable, y ha de saber superar el fácil recurso del préstamo epistemológico puntual o el contacto ocasional para desembocar en una transdiscipinariedad permanente y en un intercambio constante y abierto de experiencias entre sociología, antropología e historia. En efecto los historiado- res, a menudo, hemos acudido al repertorio sociológico a la búsqueda del concepto que necesitábamos en un momento dado, para distanciarnos después de una teoría sociológica con la que suele sostenerse una suspicacia profunda nacida, es cierto, de la frecuente ina- daptación de este equipaje conceptual a la masa documental, anegada de matices y de in- numerables variaciones atípicas, y que impone numerosos condicionantes al uso de buena parte de los repertorios teóricos normativos de la sociología tradicional. En un momento de dispersión temática y metodológica en la historiografía, el recurso a la teoría social, sin embargo, debe ser necesariamente mucho más franco, y saber superar las múltiples barre- ras corporativas con las que se fragmentan los saberes en el mundo universitario. Es obvio que el diálogo no puede ser acritico; la sociología no constituye una disciplina rígidamente constituida y acabada, ni un corpus teórico cerrado y sospechosamente ausente de las co- yunturas políticas o sociales; por más que la reflexión metateórica desde la propia discipli- na -el sano ejercicio de la sociología de la sociología- sea un recurso todavía poco fre- cuente entre los sociólogos. Sin embargo ese intercambio de experiencias, y es preciso incidir en ello, no puede traer más que beneficios para el historiador profesional. Proba- blemente de haberse instaurado a tiempo hubiese sido imposible usar con ligereza concep- tos de amplio curso en la profesión en este momento, como el de sociabilidad, empleado con una elasticidad tan considerable que excluye, de hecho, la lectura mínimamente atenta de los indispensables referentes teóricos que son al caso y, en concreto, a Simmel o a Gur- vitch. En este tema y en casos similares, el recurso a la teoría social hubiese hecho inevita- blemente más difícil el recurso inmoderado a la intuición, como forma de aproximación a la lógica de los hechos, o el libre vuelo especulativo sobre procesos que, en realidad, pue- den tener ya una literatura sociológica copiosa que sería de rigor conocer.

La irrupción de la perspectiva cultural -en su sentido más ampliamente antropológi- co- abre también, por otra parte, discusiones sobre la ordenación interna de las disciplinas históricas. Se puede discutir, como es obvio, si la perspectiva cultural constituye verdade- ramente el nacimiento de un nuevo paradigma como en su momento lo supuso el modelo rankeano.24 Que el enfoque cultural pueda acabar erigiéndose en criterio omnicomprensivo de la historia social es asunto que, en rigor, sólo podrá resolverse con el paso del tiempo. Por el momento, desde luego, constituye una perspectiva que puede discutirse desde la pluralidad metodológica que ahora caracteriza a la profesión; pero lo que está claro, sin duda alguna, es que su mirada ha cambiado radicalmente nuestro modo de enfocar y de tratar los datos del pasado. Ha iluminado nuestra manera de concebir el Poder y descubier- to sus múltiples formas de manifestarse, ha impuesto una revisión profunda de los criterios de estratificación social rompiendo el exclusivismo de la clase, y ha destronado definitiva- mente la pretensión de algunos historiadores de concebir la perspectiva social como la úni- ca posible en tanto que hipótesis totalizadora de la historia. Lo social se ve ahora más bien como un resultado complejo de los condicionantes e intereses económicos, por supuesto, pero también de la acción y la reproducción cultural, de la socialización política, de la ini- ciativa de individuos o grupos o de la movilización de redes; cuestiones todas ellas que an- tes apenas si contaban en la explicación causal de la historia de la sociedad. Aun con todos los problemas que abre, una perspectiva de esta naturaleza ha supuesto forzar unos cam- bios temáticos, teóricos y de método de los que hay que felicitarse. ■

24 Así se plantea, de hecho, en el interesante trabajo de M. A. Cabrera, Historia, lenguaje y teoría de la so- ciedad, Cátedra, Madrid, 2001. I 247

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La función social del historiador, por otra parte -algo en lo que deberá seguir profun- dizándose en los próximos años-, debe saber sujetarse razonablemente a unas reglas de la profesión que impidan su conversión en simples coartadas para la acción política, sea esta de la naturaleza que se quiera. A menudo el historiador ha sido visto como un caso arque- típico de "intelectual" concebido como "vanguardia del progreso y la revolución".25 La es- peranza de cambio, de hecho, animó durante bastante tiempo una historiografía aguijonea- da por la obsesión, plenamente lógica por otra parte, del cambio social. El panorama es ahora diferente; y si las ópticas poscoloniales o de la etnicidad pueden contribuir ahora a profundizar en alguna de las razones más claras de la desigualdad internacional o de los problemas sociales en el interior del capitalismo más avanzado, es obvio que necesitamos también investigar, más seriamente y de forma menos inocente de lo que se ha hecho en el pasado, en unos mecanismos de estabilización social que se han explicado tradicionalmen- te en forma muy sumaria y a menudo recurriendo a formas simplificadas o abruptas de control social. Explicar el cambio tiene que hacerse incorporando también hipótesis del funcionamiento histórico de la estabilidad, de los procesos de larga duración o de los pro- cedimientos de construcción y reproducción de consensos; aunque ello acarree el peligro de remansarse en una historia que ensalce la estabilidad y que pueda deslizarse fácilmente hacia planteamientos conservadores que lo formalmente establecido, vale la pena asumir el riesgo so pena de imaginarnos un pasado linealmente comprometido con un progreso aparentemente ineluctable, pero sobre el que es preciso -y más en la actualidad- conocer más en detalle sus flujos y reflujos, sus discontinuidades y, tal vez, las amenazas principa- les que acechan a su desarrollo.

Solamente así se podrá contribuir razonablemente desde la historia a comprender un sistema que no tiene enfrente alternativas aparentemente viables ni enemigos que amena- cen seriamente su estabilidad. Se quiera o no, los historiadores siempre han colaborado desde su oficio a explicar el presente y a proponer en una escala política más o menos diá- fana, o bien justificaciones de lo realmente existente o alternativas para su transformación. Una cosa o la otra son obviamente posibles, pero cualquiera de las dos se resentiría, obvia- mente, sin una narrativa histórica densa, sagaz y profesionalizada.

i 248 | 25 A. Green y K. Troup, The Houses of History, p. 303.

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