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LA HIJA DEL AZACÁN

Víctor Alcalde Lapiedra

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A mi esposa, Marisol, mis hijos Blanca, Sergio, Victoria y Juan Carlos y misnietos Victoria, Jorge, Daniel y África

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Plano de Zaragoza 1808 (Autor: Alberto Pérez Lázaro)

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Edificios significativos en el mapa

1.- Convento de los Agustinos

2.- Convento de las Carmelitas Descalzas

3.- Convento de Santa Engracia

4.- Convento de San Francisco

5.- Convento de Jerusalén

6.- Convento de Santa Catalina

7.- Convento de Jesús

8.- Convento de Altabás

9.- Convento de San Lázaro

10.- Convento de la Victoria

11.- Convento de la Encarnación

12.- Molino de Aceite Goicoechea

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Croquis de Zaragoza 1808 (Autor: Víctor Alcalde Lapiedra)

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PRÓLOGO

CAPÍTULO I La parroquia de San Pablo

CAPÍTULO II El hospital

CAPÍTULO IIILas galerías

CAPÍTULO IV La guerra con la Convención

CAPÍTULO V De enemigos a aliados

CAPÍTULO VI Las cosas del corazón

CAPÍTULO VII La enfermedad de Andalucía

CAPÍTULO VIII El doce de octubre

CAPÍTULO IX Otra vez en guerra con Inglaterra

CAPÍTULO X El Principado de los Algarbes

CAPÍTULO XI Las rebeliones de Aranjuez y Madrid

CAPÍTULO XII Bayona y Madrid

CAPÍTULO XIIIEl levantamiento de Zaragoza

CAPÍTULO XIV Palafox

CAPÍTULO XV El día de la Ascensión

CAPÍTULO XVI La ciudad en pie de guerra

CAPÍTULO XVII

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De curas y boticarios

CAPÍTULO XVIII Vencer o morir

CAPÍTULO XIX Cortes

CAPÍTULO XX A cuentas con los franceses

CAPÍTULO XXI La guerra

CAPÍTULO XXII El asalto francés

CAPÍTULO XXIII La batalla de las Eras

CAPÍTULO XXIV La familia

CAPÍTULO XXV El Cariñena que hace hablar

CAPÍTULO XXVI La defensa de Zaragoza

CAPÍTULO XXVII La voluntad de Dios

CAPÍTULO XXVIII A mal decir no hay casa fuerte

CAPÍTULO XXIX Una difícil encomienda

CAPÍTULO XXX El sargento de la Legión del Vístula

CAPÍTULO XXXI La campana de la Torre Nueva

CAPÍTULO XXXII Agustina Zaragoza y el regreso de su excelencia

CAPÍTULO XXXIII Su excelencia don José de Palafox

CAPÍTULO XXXIV

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El tabernero de Cuarte

CAPÍTULO XXXV El oficial francés y el boticario de Cadrete

CAPÍTULO XXXVI Mis hermanos

CAPÍTULO XXXVII El falso tío

CAPÍTULO XXXVIII El Ebro

CAPÍTULO XXXIX La navaja del párroco

CAPÍTULO XL La defensa del Arrabal

CAPÍTULO XLI Monzalbarba y Juslibol

CAPÍTULO XLII Mosén Leonardo y el boticario

CAPÍTULO XLIII La torre Ezmir

CAPÍTULO XLIV Un latiguillo con secretos

CAPÍTULO XLV Santiago Apóstol

CAPÍTULO XLVI Bailén

CAPÍTULO XLVII El azar o la mano de un traidor

CAPÍTULO XLVIII Unos días tristes

CAPÍTULO XLIX La lista

CAPÍTULO L La guerra sin cuartel

CAPÍTULO LI

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El hospital bajo las bombas

CAPÍTULO LII El asalto

CAPÍTULO LIII Los voluntarios de Aragón y el marqués de Lazán

CAPÍTULO LIV Los dragones del rey

CAPÍTULO LV La Cruz del Coso y Santa Engracia

CAPÍTULO LVI El fin de la pesadilla

CAPÍTULO LVII El cierre de las heridas

CAPÍTULO LVIII Zaragoza resisteAnexo I: Personajes de ficciónAnexo II: Personajes históricos

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PRÓLOGO

Mientras camino por el Coso desde la casa de mis padres en elbarrio de San Pablo, atravesando el lugar donde estuvo la Cruz delCoso[1], hacia la plaza de San Miguel, contemplo con tristeza losdestrozos que en mi querida ciudad ha dejado la guerra contra lastropas de Napoleón y no puedo evitar que asomen lágrimas a mis ojosrecordando lo que Zaragoza era hace solo unos meses y en lo que haquedado convertida por la brutalidad de los gabachos.

Y esas lágrimas se convierten en sollozos cuando desfilan por mimemoria tantos seres queridos caídos luchando contra los franceses.

En los dos meses que ha durado la batalla más de dos milpatriotas han dado sus vidas por nuestra ciudad. De los que hemossobrevivido, algunos mostrarán con orgullo las cicatrices en suscuerpos pero más difíciles de ver serán las que todos llevamos ennuestras almas.

Mas si las bombas y las bayonetas de los franceses no hanlogrado domeñarnos, tampoco lo harán las adversidades a las que ahoratenemos que hacer frente.

Siempre se ha dicho de nosotros que somos tozudos y por esomismo no cejaremos hasta que Zaragoza recupere su esplendor y suimportancia, los que tuvo antes de la guerra, si Dios así lo dispone,pues ya se dice que cuando Dios quiere, con todos los aires llueve.

Algunos aseguran que los franceses volverán. Si lo hacen, nosencontrarán con la misma determinación con la que ya nos conocieronno ha mucho.

Mi nombre es África Ibáñez y soy una de las afortunadas que halogrado sobrevivir a la violencia de aquella guerra, al sitio de la ciudady a las desgracias y la hambruna que nos trajo.

Quiero contar aquí lo que yo he visto y vivido, pues nuestroshijos y nietos deben saber que aunque nuestros ejércitos han perdidoalgunas batallas, el temple de los aragoneses se ha mantenidoirreductible y ello ha dado lugar a un sinnúmero de hechos heroicosanónimos, cada uno de los cuales se ha convertido en una victoria,hasta conseguir la retirada de los gabachos.

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No sé qué le deparará el futuro a nuestra tierra en los tiemposvenideros. Corre el mes de octubre de este desgraciado 1808. Seaproxima el día de la Virgen y todos rezaremos para que Ella nosmantenga a salvo de nuevos peligros.

Confío en que los sucesos que aquí voy a contar, rescatados de mimemoria, junto a los testimonios de los que den fe otros muchoszaragozanos y aragoneses que también los han vivido, sirvan paramarcar el camino a los que vengan detrás de nosotros.

Aún diré algo más antes de pasar a relatar mi historia. No fieis dereyes y autoridades, pues sabido es que allá van leyes donde quierenreyes. Luchad vosotros por aquello en lo que creáis, ya que es muyposible que los que se envuelven en oropeles no compartan nuestrascreencias ni defiendan con tanto corazón como nosotros lo que esnuestro.

Las guerras las declaran reyes y emperadores, pero quienes enellas combatimos, sufrimos y morimos somos los ciudadanos, comoocurrió en lo que ahora os voy a contar, como siempre ha sido ysiempre será.

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CAPÍTULO ILa parroquia de San Pablo

Vine a este mundo en Zaragoza, en el seno de una de las muchasfamilias humildes que habitan la barriada de San Pablo, el nueve demayo de 1780, siendo Carlos III rey de España.

Crecí junto a mis hermanos Daniel, Ginés y Pilar en la casa demis padres, Juan Ibáñez y Victoria Martín, en la calle Aguadores. Yoera la más pequeña de los cuatro.

Nuestra casa era modesta. Tenía una planta y en ella solo habíados salas. Una de ellas, que a mí en mis primeros años me parecíaenorme, tenía forma cuadrada con unos quince pies[2] de lado. Eranuestro hogar. La otra, más pequeña, servía de cuadra para el burro ytambién para hacer nuestras necesidades personales.

Se accedía a la casa por una puerta de doble hoja hecha demadera con un pequeño ventanuco en uno de los portones. La canceladaba acceso a la habitación que usábamos de cuadra y desde ella porotra puerta interior se llegaba a la que era nuestro aposento.

Tanto el establo como la otra sala tenían unas pequeñas ventanasque servían para que entrase la luz, aunque también el frío y el cierzoen invierno y el calor en verano. Para evitarlo, mi padre habíaconstruido unas contraventanas igualmente de madera y por dentrohabía colgado unos esportones hechos de esparto por mi abuelo y unostrozos de manta gruesa de lana a modo de cortinas. Las dos teníanademás unas rejas de hierro que, si no impedían la entrada del cierzo,sí evitaban la de los amigos de lo ajeno.

Aún perduran en mi memoria muchos recuerdos de mi infancia,como el olor de la comida que mi madre preparaba en la chimeneaalimentada con leña que en los primeros tiempos mi padre y despuésmis hermanos recogían de los sotos y arboledas próximos.

Allí, en un puchero de barro colocado sobre un trébede, cocinabanuestro alimento del día, a veces una olla de garbanzos y otras unasgachas u otro guiso con las verduras y los despojos que podía compraren el mercado teniendo en cuenta nuestra escasa economía.

Al mediodía nos reuníamos todos en torno a la olla, cada uno con

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nuestra cuchara de boj, y dábamos buena cuenta de todo lo que en ellahabía. Algunos días mi madre había añadido una tajada de tocino otraía una hogaza de pan de flor, lo que convertía la comida en un festínpara nosotros.

Al llegar la noche, nos distribuíamos en tres camastros queocupaban la pared contraria al hornillo y allí dormíamos, mis padres enuno, mis hermanos en otro y Pilar conmigo en el tercero.

A pesar de nuestra pobre condición, yo pensaba que no podíahaber nada mejor.

Mucha gente me ha preguntado de dónde viene mi nombre, nadafrecuente por estas tierras. La explicación es sencilla. Mi abuelamaterna, Amelia, nació en Ceuta, y siendo moza había entrado alservicio de una familia adinerada, que por intereses de sus negocios setrasladaron a Aragón, y mi abuela con ellos, estableciendo suresidencia en Zaragoza.

Aquí conoció y desposó a mi abuelo Francisco, vecino del barriode San Pablo, que tenía un taller en el que fabricaba y reparabaesportones. De ese matrimonio nacieron mi madre y otros cinco hijos.Yo conocí a cuatro de ellos, mis tíos Blas, Moisés, Jeremías y Ramona.El que falta, otro varón, había fallecido de recién nacido a causa deunas fiebres y a decir verdad, no recuerdo su nombre.

Mi tío Blas trabajaba con mi abuelo haciendo esportones y otrosaperos fabricados a base de esparto. Mis tíos Moisés y Jeremías por suparte, y seguramente influidos por el oficio de mi abuelo, se ganaban lavida como basteros[3] . En cuanto a mi tía Ramona, era la que gozabade una vida más desahogada, pues había matrimoniado con un oidor dela Real Audiencia, don José Mayayo y García.

En cambio mi padre solo tenía un hermano, mi tío Agustín, al quele habían ido bien las cosas y era mayordomo del gremio de albañiles.

Mi abuela Amelia siempre había sido muy devota de la Virgen deÁfrica, protectora de la ciudad ceutí, y ante su insistencia, mi madrehabía accedido a bautizarme con este nombre que a mí, lejos dedisgustarme, me producía una sensación agradable de exotismo,aventura y misterio cuando lo escuchaba. De esta forma, el nombre demi hermana Pilar hacía honor a la devoción de mis padres y el mío a la

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de mi abuela.Lo cierto es que mi piel era morena y mi pelo negro y rizado, así

que mi nombre iba en consonancia con mi apariencia física. En estohabía salido a mi madre, que como yo, lucía un tono tostado en su piely una cabellera azabache que junto a sus ojos verdes hacían que almenos a mí me pareciese la mujer más guapa del mundo. Yo habíaheredado los ojos azules de mi padre.

A diferencia de mí, mis tres hermanos habían salido a él, que erarubio y con los ojos de color azul oscuro.

Seguramente por influencia de mi madre, todos los hermanos,pero en especial yo, éramos muy dados a la chanza y al humorsomarda[4], así que en nuestra casa no escaseaban las risas aunque nosfaltasen otras cosas. Ni tampoco andábamos cortos de cariño entrenosotros, aun a pesar de las peleas habituales entre hermanos.

Mi padre había quedado huérfano de muy niño, por lo que nollegué a conocer a mis abuelos paternos. Siendo muy joven habíacomenzado a trabajar como azacán, repartiendo agua con un burro portodas las casas del alfoz de San Pablo. De ahí que muchos vecinos nosconociesen a mis hermanos y a mí como los hijos del azacán.

Cada día cargaba al animal con unas cántaras llenas de agua delos pozos y fuentes de las plazas cercanas. Recuerdo que en ocasionesmis hermanos y yo le acompañábamos para llenar las cántaras a lasorillas del Ebro, a donde llegábamos tras atravesar la puerta de SanIldefonso, que la gente llamaba de la Tripería.

Mis hermanos le ayudaban a cargar los recipientes llenos de aguaen serones a lomos del rucio y así recorría las calles desdePredicadores hasta la de la Paja y desde la de Mayoral hasta la plazadel Mercado. Eran todas callejuelas estrechas y a decir verdad no muylimpias, en las que apenas entraba la luz del sol y algunas eran callizosciegos, de tal forma que mi padre tenía que apañarse para entrar y salirde ellas haciendo girar al burro con su carga en donde encontraba algode espacio.

En nuestra parroquia, como en el resto de la ciudad, abundabanese tipo de calles, con frecuencia salpicadas de plazuelas en las que selevantaban iglesias y conventos. En las vías más principales, como la

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calle del Mercado, el Coso, San Gil o Cuchillería, se podían ver casasnobles e incluso algunos palacios, pero la mayoría de las viviendaseran de construcción humilde aunque sólidas.

En los días de lluvia, el barro se mezclaba con los guijarros quecubrían el suelo de esas carreras, haciendo muy difícil el caminar porellas sin riesgo para nuestra integridad y para la de nuestras alpargatas.Solo las calles más importantes tenían suelos de adoquines.

Los quehaceres de mi padre comenzaban con el alba yterminaban al anochecer, ya que los faroles de aceite que iluminabanlas calles apenas servían siquiera para caminar sin tropezar, de formaque con su tenue luz era imposible trabajar.

Mi madre a su vez había sido contratada por la junta que regía elhospital Real de Nuestra Señora de Gracia como limpiadora. Enaquellos años el hospital gozaba de una buena situación económica quele había permitido incrementar su capacidad en más de cuatrocientascamas y se habían construido nuevos pabellones, algunos de ellosdestinados a la atención de tiñosos y de dementes.

Estos edificios se habían añadido a los ya de por sí numerosassalas y cuadras, en las que se agrupaban a los enfermos según su mal.Así, había pabellones para parturientas y expósitos, además de nuevecuadras para calenturas, tres para cirugía, dos para enfermos de buba[5],una para parturientas y otra para vergonzantes. Todo esto habíarequerido la ampliación del personal que atendía al hospital y mi madrehabía encontrado trabajo gracias a ello.

Contaba además con iglesia, teatro, almacenes y otrasdependencias.

Para albergar semejante cantidad de edificios y construcciones, elhospital se extendía en un espacioso terreno que desde la Cruz delCoso corría por la calle de Santa Engracia, lindando con los conventosde Jerusalén y de Santa Catalina[6].

Los jornales que ambos traían a casa nos permitieron a mishermanos y a mí disfrutar de una infancia sin demasiadas penurias,aunque tampoco con grandes abundancias.

En cuanto fuimos teniendo uso de razón, empezamos a contribuira la economía de nuestro hogar. Los chicos salían por la mañana,

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atravesaban la puerta del Ángel y cruzaban el río Ebro por el puente dePiedra para dirigirse a la arboleda de Macanaz, donde recogían ramassecas que luego vendían por unos pocos maravedíes a las tahonas.

Por nuestra parte, Pilar y yo ayudábamos a cuidar a los niños demujeres jóvenes que tenían que dejarlos para atender sus trabajos.Corría el año 1788.

Cuando yo no tenía niños a los que cuidar, acompañaba a mimadre al hospital. En esas visitas se despertó mi interés por aquelenigmático lugar en el que, según contaba mi madre, algunos sanabande graves enfermedades mientras otros encontraban su final para ir areunirse con el Creador.

En su trabajo de limpieza, mi madre se trasladaba de un edificio aotro, recorriendo las nueve cuadras para enfermos de calenturas, las detiñosos, las de enfermos mentales y otras muchas, limpiando los rastrosque las miserias y sufrimientos humanos dejaban en los suelos, paredesy camas y, en ocasiones, asistiendo a los religiosos en sumisericordiosa labor de socorrer a los enfermos.

Allí conocí a mosén Miguel Asín, el párroco de la iglesia delhospital. Aunque a mí me parecía mayor, no había cumplido todavía lostreinta años. Más alto que muchos hombres del barrio, debajo de susotana y su sombrero de ala ancha se adivinaba un cuerpo fuerte ymusculoso. A pesar de su juventud, se mostraba como una personaculta.

Era el segundo hijo de una familia adinerada de la calle del Pilar.Había pasado un año en un seminario en París, de donde había vueltodominando la lengua de los gabachos.

Yo entonces era una niña de ocho años de edad y mi hermanaPilar contaba solo diez, pero mosén Miguel nos trataba con cariño yrespeto, como si fuésemos ya dos personas adultas.

Al poco de conocerlo, un buen día Pilar y yo nos habíamossentado en el suelo del hospital para descansar cuando se acercó anosotras.

—Pilar, África, he pensado que ya que pasáis mucho tiempo eneste lugar, quizá querríais aprender cosas que os puedan ser útiles eldía de mañana.

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Mi hermana lo miró desde el suelo hacia arriba levantando lascejas, como si así alcanzase a verle mejor. Pilar ya medía más decuatro pies de altura, pero sentada en el suelo y con la estatura delmosén, que rebasaba con holgura los seis pies, mirarle a los ojos no eraempresa fácil.

—¿A qué os referís, mosén Miguel?—Quería proponer a vuestra madre que mientras estáis aquí, yo

podía enseñaros las letras y quién sabe, incluso los números. El saberno os va a hacer ningún mal.

Pilar y yo habíamos hablado en más de una ocasión de lomaravilloso que tenía que ser el poder entender los símbolos queescondían los libros. Habíamos oído de nuestra madre que en algunosse podían leer cosas desconocidas para nosotras sobre otros lugares yotras gentes.

A los pocos días, el cura habló con ella y se ofreció parainstruirnos en el conocimiento de las letras y los números a mishermanos y a mí. No es que el conocimiento de los libros y el manejode los ábacos fuera necesario para vivir en nuestro barrio. Muy pocosde los niños y aun de los adultos que vivían en San Pablo sabían leer, yno por ello se ganaban mal la vida la mayoría de ellos.

Pero mi madre apreciaba los libros. Repetía con frecuencia quelibros, caminos y días dan al hombre sabiduría.

Había aprendido a leer de mi abuela, que durante el tiempo quehabía estado al servicio de sus señores había recibido instrucción paraasí colaborar en la educación de los hijos de aquella familia.

Por ello, no dudó en aceptar la oferta del mosén, pues creía quelos libros contenían muchos conocimientos útiles en la vida, aun asabiendas de que el tiempo que pasásemos con él iba a representarmenos dedicación para trabajar en las calles.

A mis dos hermanos no les entusiasmó la idea de, según ellos,perder el tiempo aprendiendo a leer, pero aceptaron a regañadientes.

Al poco de conocer que habíamos empezado a recibir instrucción,nuestra tía Ramona nos había regalado una resma de pliegos de papel,junto con dos tinteros y cuatro plumas de ganso, para que pudiésemospracticar nuestra escritura en casa.

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A partir de entonces acudíamos al hospital para recibir lasenseñanzas de mosén Miguel al menos tres días a la semana. Nosreunía en una pequeña sala próxima a la capilla del hospital y allí nosaleccionaba sobre cómo unir letras para formar palabras sobre unpapel.

Pero sus lecciones no se quedaban en eso. Aprovechaba tambiénpara contarnos cosas de Zaragoza y de los reinos de España, cosas quehasta ese momento no habían entrado en nuestro mundo salvo poralgunos comentarios que escuchábamos a veces en las calles cuandoacompañábamos a nuestra madre para comprar comida al mercado.

Con frecuencia nos hablaba de tiempos más prósperos para elreino de Aragón, que había llegado a tener bajo su bandera de cuatrobarras rojas sobre fondo amarillo al antiguo condado de Cataluña, elreino de Valencia, las islas Baleares y otros dominios que se extendíanpor el mar Mediterráneo.

La grandeza de nuestro reino había durado varios siglos, hasta elmatrimonio de nuestro rey Fernando con la reina Isabel de Castilla, quehabía dado paso a la fundación del reino de España. Como recuerdo deaquellas épocas persistía el uso en esos tres territorios de nuestrabandera que había sido la señal de los reyes de Aragón.

Así, me enteré que ese año en el que empezamos nuestroaprendizaje de las letras había fallecido el rey Carlos III y habíaheredado el trono su hijo, Carlos IV.

Para la mayor parte de los ciudadanos, en aquellos tiempos quiénocupase el trono no era un asunto que les quitase el sueño. Pero segúnmosén Miguel, esa complacencia en el desconocimiento era elpeligroso fruto de nuestra ignorancia. Nos decía que debíamos saber denuestros gobernantes, pues en no pocas ocasiones nuestro destino podíadepender de sus decisiones tomadas a leguas de distancia, allá en lacorte de Madrid.

Y no andaba falto de razón. Pues como años despuéscomprobaría, el ascenso al trono de Carlos IV, junto con la revoluciónocurrida en Francia contra Luis XVI, fueron los cimientos sobre losque se asentó la guerra en la que tuvimos que luchar contra losejércitos de Napoleón y que tanto dolor y sufrimiento nos trajo.

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CAPÍTULO IIEl hospital

Corría el año 1791. Mis abuelos Amelia y Francisco habíanfallecido el año anterior, ambos de tisis.

Mis hermanos Daniel y Ginés buscaban cualquier excusa para noasistir a las clases de mosén Miguel. A ambos les había faltado tiempopara buscar ocupación. Daniel, con dieciséis años cumplidos, habíaempezado a trabajar en el taller que había sido de mi abuelo y ahoradirigía mi tío Blas, mientras que Ginés, con catorce, había entradocomo aprendiz en una herrería próxima a nuestra casa, en la calle de laHilarza.

Por el contrario, tanto Pilar como yo intentábamos sacar elmáximo provecho a sus enseñanzas.

Tanto así que por aquel entonces yo contaba once años y ya eracapaz de leer con soltura los libros que el cura nos prestaba, enocasiones novelescos y en otras sobre la vida de santos.

Visto el interés que mostrábamos mi hermana y yo, el curadecidió empezar a enseñarnos el idioma que se hablaba en la vecinaFrancia, pues decía que dada la situación fronteriza de nuestro reinocon aquellas tierras, los que supiesen entenderse en ese idioma podíangozar de una posición ventajosa para muchos oficios, sobre todo en lasciudades más próximas a los Pirineos.

De hecho, eran muchos los franceses que habían cruzado lafrontera con sus familias y se habían asentado en Zaragoza y en otrasciudades del reino de Aragón, y lo mismo ocurría con paisanosespañoles en las villas francesas próximas a nuestros territorios.

Mientras nosotras nos hacíamos mayores y disfrutábamos de lascalles, de las lecciones del cura y del cariño de nuestros padres, enEspaña y en la cercana Francia se producían acontecimientos que, sinnosotras saberlo, iban a marcar nuestras vidas.

Mosén Miguel nos había contado en una de sus lecciones que dosaños antes, en 1789, había ocurrido una revolución en las tierras demás allá de los Pirineos.

A pesar del férreo control de la información proveniente de

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Francia que el primer secretario de Estado y del Despacho de España,el conde de Floridablanca, había establecido para evitar que sediseminasen por el reino las nocivas ideas que habían alentado larevolución en el país vecino, los viajeros que en uno y otro sentido semovían a través de las fronteras habían ido poco a poco haciendo llegarun conocimiento bastante real de lo que allí había sucedido.

En aquellos tiempos el párroco del hospital mostraba estar muybien informado de todos los sucesos tanto de la corte de Madrid comode París. Nunca supimos de dónde conseguía la información, si bien escierto que siempre tenía sobre su mesa de trabajo un ejemplar de laGaceta de Zaragoza[7] y por si eso fuera poco, realizaba frecuentesvisitas a las autoridades de la ciudad, entre las que era bien visto y conlas que mantenía contacto.

Mi hermana contaba trece años de edad y tanto ella como yohabíamos empezado a trabajar en el hospital de limpiadoras, en elmismo oficio que nuestra madre.

Aunque las dos la habíamos acompañado desde pequeñas y lahabíamos visto desarrollar las tareas más desagradables, el tener quelimpiar nosotras mismas las heces de los pacientes, lavar las sábanascon la sangre y las secreciones de sus heridas, o retirar los vómitos delos suelos y las ropas de cama eran trabajos penosos a los que poco apoco tuvimos que ir acostumbrándonos.

Ese verano había sido especialmente caluroso, provocandograndes sufrimientos a los enfermos y siendo la causa de no pocasmuertes entre los más débiles.

Se aproximaba ya el final de aquel estío cuando durante una denuestras lecciones con mosén Miguel, éste nos informó que se habíanproducido algunos sucesos en Francia que si Dios y el rey no loremediaban, podían tener importantes consecuencias para España.

El monarca francés, Luis XVI, que hasta ese momento habíaconservado su corona de rey manteniendo un difícil equilibrio con laAsamblea Francesa nombrada tras la revolución, había sido detenidocuando intentaba escapar de París, posiblemente para buscar asilo enalgún reino vecino, quizá España.

Este ultraje al monarca francés, que era a su vez cabeza de la

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casa Borbón, a la que pertenecía también nuestro rey, había provocadouna enérgica nota de protesta del conde de Floridablanca y al parecer,la consiguiente respuesta de la Asamblea Francesa.

Mosén Miguel opinaba que estas cosas no solían deparar nadabueno para los pueblos, pero ni Pilar ni yo alcanzábamos a ver cómonos podía afectar lo que ocurría a tantas leguas de distancia.

Nuestro mundo se reducía a las lecciones con el cura, al trabajode limpiadoras y a nuestras correrías por las calles de Zaragoza.

La vida en el hospital Real de Nuestra Señora de Gracia ocupabamuchas de nuestras horas. Tras casi tres años en él, ya conocíamos amuchos de los médicos, religiosos y trabajadores que atendían a losenfermos.

El cuidado de éstos estaba a cargo de frailes y monjas destinadasallí por sus superiores con la aprobación del señor obispo. Contabancon el auxilio de ciudadanos buenos que se agrupaban en unahermandad de nombre muy largo, pero que todos conocían como laHermandad de la Sopa[8].

Los cofrades de esta hermandad se ocupaban de socorrereconómicamente a los enfermos así como de darles consejo en asuntosdel alma y en ocasiones también de proporcionarles algunos cuidadoshigiénicos. Por las mañanas servían un desayuno a base de sopa deaceite que daba origen a su nombre popular.

Pero el mayor trabajo de cuidado de los enfermos recaía sobre loshombres y mujeres de Dios a los que sus superiores habíanencomendado esa labor.

Dos de estos religiosos con los que Pilar y yo habíamos entabladoamistad eran la hermana Marie Aylón y el padre Guillermo Rincón.

Sor Marie había nacido en un pequeño pueblo cerca de París ypertenecía a la orden de las hermanas de la Caridad de San Vicente dePaul. Había dedicado toda su vida a la atención de enfermos enhospitales en Francia.

Ahora hacía un año que la orden de las hermanas de la Caridadhabía decidido instalarse en España y sor Marie había sido una de lasprimeras en cruzar la frontera, pues era hija de unos zaragozanos quehabían emigrado a Francia y por ello hablaba nuestro idioma con

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fluidez.Sus hermanas de congregación habían ido a hospitales de otros

lugares, pero sor Marie, por sus raíces, había sido dispensada para queempezase su labor cristiana en Zaragoza.

Era una mujer de mediana edad, afable, de mirada serena y, ajuzgar por lo que yo veía, muy querida por el resto de los trabajadoresy también por los enfermos. Vestía una saya gris y una cofia blanca.

La hermana Marie siempre tenía una palabra de consuelo o ungesto de cariño para ellos.

Había vivido el comienzo de la revolución en su país y cuandomosén Miguel o nosotras le preguntábamos por ello, nos decía que ensu corazón había sentimientos encontrados, pues aunque veía justasmuchas de las nuevas ideas que proponían los revolucionarios, nocompartía la forma violenta de imponerlas.

En cuanto al hermano Guillermo Rincón, pertenecía a la orden deSan Juan de Dios. Era un hombre que sobrepasaba los treinta años.Había pasado toda su vida en el hospital, en el que era una institución.

Su terquedad enmascaraba a una persona de un gran corazón yuna vasta cultura, difícil de imaginar en alguien como él, que por suforma de hablar más parecía un campesino de algún pueblo de la riberadel Ebro.

A mi hermana Pilar y a mí nos encomendaban con frecuencia lalimpieza de las salas con enfermos menos graves. Así, solíamos asistiren la limpieza de la cuadra de parturientas y en la de vergonzantes[9].

En estas salas trabajaba como camillero un hombre que por suaspecto parecía estar entre los treinta y los cuarenta años, decomplexión fuerte, moreno y con una voz grave y ronca. Hasta que meacostumbré a su apariencia y su voz, el estar en su compañía meproducía un cierto desasosiego.

Se llamaba Chesús Loriga y contaba que había estado trabajandotambién como camillero más de cinco años en un pequeño hospital deuna ciudad al otro lado de los Pirineos, llamada Lourdes, muy cerca dela frontera con nuestro reino.

Hacía varios años que había regresado a Zaragoza, pero decíaadmirar todo lo francés, pues durante su estancia de varios años en

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Lourdes había quedado cautivado por una nueva corriente cultural eintelectual que, según nos contaba, denominaban Ilustración.

Nos decía que se fundaba en impulsar el conocimiento en losseres humanos para desterrar la superstición basada en la ignorancia yal mismo tiempo luchar contra la tiranía de unos pocos.

A mi pobre entender, yo estaba de acuerdo con esos principios,pero por otro lado sabía que siempre ha habido y siempre habrá reyes,emperadores o grandes señores, que impondrán sus normas a la gentehumilde como nosotros, dejándonos solo la libertad de pensar a nuestroalbedrío y en ocasiones ni siquiera eso.

De hecho, por lo que en sus lecciones nos relataba mosén Miguelde la revolución, yo deducía que tampoco habían variado tanto lascosas en Francia, pues el poder del rey sencillamente había cambiadode manos y ahora lo ejercía la llamada Asamblea Nacional.

El camillero escondía detrás de su oficio humilde a una personaculta, que hablaba francés con fluidez y que gustaba de leer cuantoslibros caían en sus manos.

Poco a poco sor Marie Aylon, el hermano Guillermo Rincón,Chesús Loriga y otros trabajadores del hospital fueron pasando aformar parte de nuestras vidas.

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CAPÍTULO IIILas galerías

En aquel tiempo la vida en Zaragoza no era mala. Cada díallegaban al mercado carros y animales cargados con productos de lashuertas de los pueblos de alrededor, por lo que la comida no escaseaba.

Todos estos carromatos repletos de frutos y verduras entraban porlas puertas en las que los portazgueros[10] les cobraban los tributos queiban a parar al Ayuntamiento. Después los descargaban en los puestosdel mercado, donde las familias podían abastecer sus pucheros porunos pocos maravedíes.

A esto se añadían una gran variedad de panes que se hacían en losmolinos y tahonas. En nuestro barrio se consumía mucho pan mediado,hecho a base de trigo y centeno. Los que se lo podían permitircompraban pan de flor y se decía que en las casas de los nobles setomaba pan candeal, que yo por aquel entonces no había catado.

Desde la inauguración del nuevo canal, que la gente conocíacomo canal Imperial por haberse impulsado su proyecto en tiempos delemperador Carlos I de España, los molinos habían proliferado y conello la oferta de las tahonas y hornos.

A mi hermana Pilar y a mí nos gustaba escaparnos de nuestrasobligaciones cuando podíamos para acudir a la puerta del Carmen o ala de Santa Engracia, que eran las dos más próximas al hospital, paracontemplar el trasiego de carros y personas.

Pero si teníamos más tiempo, íbamos a la del Portillo que dabaentrada a las calles de San Pablo, a la puerta del Rey Sancho, por laque accedían carros cargados de sacos de harina de los molinoscercanos, o a la de Toledo, que por estar junto al mercado era la másfrecuentada por los campesinos que venían a vender sus verduras yfrutas traídas de la otra margen del Ebro.

Desde la del Portillo se podía contemplar una hermosa vista delcastillo de la Aljafería, construido por los moros muchos siglos atrás.

Aún había otras tres puertas, la del Ángel, la del Sol y la puertaQuemada, que completaban las ocho entradas a la ciudad.

No es que Zaragoza fuese una ciudad amurallada. Entre puerta y

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puerta, el único cerramiento eran las paredes de las casas que se uníanunas a otras, a veces reforzadas por un muro de ladrillo, barro, cal ycantos amasados. La defensa se completaba con algunos conventos ypalacios que en caso de necesidad, podían convertirse en puntos fuertespara sus defensores.

Si la ciudad no podía ufanarse de tener una sólida muralla que ladefendiera, sí podía hacerlo de los muchos edificios religiosos,palacios y construcciones que contrastaban con la estrechez y suciedadde sus callejuelas.

Mi hermana y yo en una ocasión habíamos contado hastaveinticinco monasterios, más de quince conventos de monjas y unsinnúmero de iglesias, que con seguridad rondaría al menos las sesenta.

A todos ellos había que añadir la Lonja, situada junto a la iglesiade Nuestra Señora del Pilar, en la que a diario tenía lugar unimportante comercio de muy diferentes productos, el palacio de laDiputación General del Reino, cercano a la puerta del Ángel, en el quemi padre nos contaba que hasta la guerra de Sucesión se celebraban lassesiones de las Cortes, el palacio de Zaporta con su bello patio[11] o laTorre Nueva[12], que contemplábamos con admiración y un ciertomiedo de que algún día cayera por la inclinación que presentaba.

Aún había otros edificios y construcciones notables, como laplaza de toros, el cuartel de caballeros o el centenario puente de Piedraque comunicaba la ciudad con la otra orilla del Ebro. Era una ciudadhermosa de contemplar.

Los domingos y fiestas de guardar, mis hermanos y yo, junto conotros niños de la parroquia, correteábamos por las calles y nosadentrábamos en casas abandonadas, en donde nos sentíamosaventureros como los personajes que aparecían en las novelas quemosén Miguel nos prestaba.

Un día, mientras jugábamos en una casa en ruinas en una callecerca de la plaza de Santa Isabel, Ginés había descubierto lo queparecía la entrada a un pasadizo subterráneo. Nuestra curiosidad deniños pudo más que el miedo que nos causaba la oscuridad del agujero.

Por ello, al domingo siguiente volvimos al lugar provistos de uncandil de sebo y una madeja de bramante que habíamos pedido

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prestados a nuestro tío Blas. Daniel ató el extremo del cordel a unagruesa piedra, asegurándose de que el nudo no se podía deshacer de untirón.

Después, los cuatro nos adentramos en el pasadizo. Salvo por laescasa luz que proporcionaba el candil, la oscuridad era total. Danielportaba la madeja de bramante e iba soltando cuerda conforme nosadentrábamos en la oscuridady Ginés se había erigido en el portadordel candil.

Para nuestra sorpresa, observamos que ni el techo, ni las paredes,ni el suelo eran rectos, sino más bien redondeados, de forma queparecía que hubiésemos entrado en el ánima de un cañón gigante o enel interior de una caña de las que crecen en la orilla del río.

Tanto los muros laterales como la bóveda y el suelo estabancubiertos de una especie de adoquines que encajaban perfectamenteunos con otros. Conforme fuimos avanzando vimos que había agua enel suelo en bastantes tramos. Desprendía un olor muy desagradable,como si algo se estuviese pudriendo en ella.

Caminamos un buen rato. En algunos puntos el pasadizo sedividía en dos ramales, de forma que teníamos que elegir uno u otropara continuar nuestro avance.

De pronto, Pilar lanzó un grito.—¡Chicos! He visto dos puntos de luz allí, en medio de la

oscuridad!Al aproximarnos los puntos cobraron vida y empezaron a

moverse. Eran los ojos de una enorme rata a la que habíamossorprendido mientras se alimentaba de unos despojos de otro animalmuerto, quizá un ratón. La luz de nuestro candil se reflejaba en elloshaciendo el efecto de dos pábilos de unas diminutas velas.

Vi que mi hermano Ginés, que había entrado provisto de unbastón grueso que también había tomado prestado del taller de nuestrotío, lo asía con fuerza, dispuesto a arremeter contra aquel animal siosaba acercarse a donde estábamos. Por suerte, la rata tenía aún másmiedo que nosotros y tras observarnos emprendió una veloz huidahacia la negrura de la galería subterránea.

Seguimos avanzando por aquellos pasillos sumidos en la

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oscuridad, con la única luz de la llama del candil, que producía con suoscilación y nuestras sombras extrañas imágenes que, de no haberestado allí Pilar, Daniel y Ginés, me hubiesen hecho salir corriendo.

Por fin, tras un tiempo que a mí me pareció interminable, depronto vimos a nuestra izquierda un ramal por el que parecía entrar luzdel exterior.

Para entonces la madeja de bramante estaba en sus últimasvaras[13] y Daniel había dado la voz de alarma para emprender elregreso. Pero antes nos dirigimos hacia la luz y asombrados,encontramos un agujero que daba al semisótano de una vieja casa de lacalle Platería.

Emocionados por nuestra aventura, decidimos emprender elregreso por el mismo camino por donde habíamos venido, pues nohabía otra forma de recuperar la madeja de bramante que tan bien noshabía servido para marcar nuestra ruta de vuelta.

Al regresar a casa, le contamos a nuestros padres eldescubrimiento que habíamos hecho.

—Hijos, debéis andar con cuidado con esas galerías subterráneas.Sobre ellas corren leyendas de todo tipo, pero parece cierto que enellas más de un desgraciado se ha adentrado en su interior para novolver.

Los ancianos contaban que tiempo atrás estos pasadizos secretoshabían servido de guarida para brujas que se refugiaban allí pararealizar sus conjuros sin ser vistas por los alguaciles y así evitar caeren manos de la Inquisición.

Tanto él como nuestra madre nos advirtieron que no debíamosentrar en ellas, pues encerraban muchos peligros.

Al día siguiente, en nuestra clase con mosén Miguel, a mihermana y a mí nos faltó tiempo para narrarle nuestra aventura del díaanterior en aquellos extraños pasadizos y lo que nuestros padres noshabían dicho de ellos.

—El saber popular ha fabulado muchas historias respecto a esasgalerías, pero lo cierto es que no son otra cosa que las cloacas que seconstruyeron cuando nuestra ciudad estaba ocupada por los romanos.

Eso explicaba la buena factura de que estaban hechas. El mosén

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estaba bien informado y prosiguió su exposición.—Al parecer se trata de una larguísima red de conducciones que

se extiende por debajo de la mayor parte de las calles de Zaragoza.Aparte de algunos maleantes que las han usado ocasionalmente comoescondite, apenas son conocidas, pues su longitud y la falta de luzhacen muy difícil y peligroso adentrarse en ellas. Sé de algunosvecinos que han tapiado las galerías bajo sus casas y las utilizan comosótanos o fresqueras.

Cuando por la noche nos encontramos con Daniel y Ginés ennuestra casa, aprovechamos que mi padre había salido a la cuadra acepillar al burro y ponerle agua en el abrevadero y que mi madre estabaen la puerta hablando con unas vecinas para contarles lo que mosénMiguel nos había dicho de aquellos pasadizos.

Si ya tras nuestra primera excursión por las cloacas romanas nossentíamos emocionados por la aventura que habíamos vivido, lainformación que el cura del hospital nos había dado aún estimuló másnuestra curiosidad.

Así que, a pesar de la advertencia de nuestros padres, en lassiguientes semanas comenzamos a hacer incursiones en aquellasgalerías, a veces los cuatro solos y en ocasiones con dos amigos delbarrio, Perico y Basilio Andía.

Eran dos hermanos que vivían en una casa próxima a la nuestra.Su padre era campanero en la iglesia de San Pablo. Perico había nacidounos meses antes que yo y Basilio era de la misma quinta que mihermano Ginés.

Habíamos jugado con ellos en las calles desde muy niños y paramí eran dos hermanos más.

Ambos lucían una poblada cabellera de pelo negro y rizado, quecontrastaba con el rubio de mis hermanos. Casi nunca faltaba unasonrisa en su cara y estaban siempre dispuestos a unirse a cualquieraventura que les propusiésemos por muy osada que pudiera parecer.

A la vista de lo que nos había contado mosén Miguel sobre laextensión de las cloacas, nos hicimos con más madejas de bramante ycon otro candil de reserva, en previsión de que por algunacircunstancia nos fallase uno.

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Las cloacas romanas se convirtieron en nuestro secreto y en lossiguientes dos años las visitamos con frecuencia, descubriendo en cadauna de esas visitas nuevos conductos y rutas.

En ocasiones repetíamos los itinerarios que ya conocíamos yotras veces comenzábamos a explorar un nuevo pasadizo a partir dealguna salida que habíamos descubierto en nuestro último recorrido porellas.

Ginés, que tenía un don especial para el dibujo, iba trazandosobre papel los planos de las galerías que ya habíamos explorado. Paraello usaba los pliegos, las plumas y la tinta que nuestra tía Ramona noshabía regalado tiempo atrás.

Aunque Pilar y yo habíamos hecho buen uso de ellos parapracticar nuestras habilidades en la escritura, todavía quedaban unacantidad considerable de pliegos sin usar.

Ginés anotaba la calle en la que se encontraba la entrada y ellugar en el que había una salida. Por fin mi hermano veía algunautilidad a las clases de escritura del mosén.

Los planos los guardábamos dentro de una alacena en la quenuestra madre conservaba las pocas pertenencias que teníamos en casa.A veces aprovechábamos que ambos estaban fuera atendiendo a susocupaciones para extenderlos sobre el suelo de la habitación.

Entonces el efecto era sorprendente, pues observábamos que, talcomo nos había dicho mosén Miguel, las cloacas formaban una tupidared que se extendía por debajo de la mayor parte de las calles de laciudad de un extremo a otro, desde las orillas del Ebro hasta las puertasde Santa Engracia y del Carmen, y desde el convento de los Agustinos,junto a la puerta del Portillo, hasta la parroquia de la Magdalena, juntoa la puerta Quemada.

En algunas de estas excursiones subterráneas llegamos hasta lossótanos del convento de Santa Engracia y hasta el templo de NuestraSeñora del Pilar y de la iglesia de la Seo.

Aparte de nuestras expediciones por debajo de las calles deZaragoza, nuestras vidas transcurrían en una apacible rutina, que solose veía alterada por las fiestas de las dos iglesias del barrio.

A finales del mes de junio, además de dar la bienvenida a los

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calores del verano, tenía lugar la festividad de San Pablo. En ella secelebraba una santa misa y una procesión por las calles del alfoz, en laque, detrás del gancho[14] que simbolizaba a la parroquia, muchosvecinos iban en romería portando hachas, lanzando voladores queatronaban el aire y acompañando algunos el cortejo con música deguitarras, gaitas, dulzainas, tamboriles y castañetones.

Con estos y otros asuntos iban yendo días y viniendo días,semanas y meses y sin apenas darnos cuenta habíamos entrado en elaño 1792.

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CAPÍTULO IVLa guerra con la Convención

En los primeros meses de ese nuevo año, nos enteramos pormosén Miguel que el rey Carlos IV había destituido al conde deFloridablanca por su manifiesta oposición a los nuevos gobernantesfranceses, y lo había sustituido por un aragonés, el conde de Aranda, alparecer más proclive a una política de guante de seda con los líderesrevolucionarios del país vecino.

Pero no habían pasado muchos meses cuando los acontecimientosen París evolucionaron a peor, de forma que la monarquía de Carlos IVquedaba seriamente comprometida ante el resto de países europeos sicontinuaba manteniendo su apoyo a los franceses.

En agosto del año 1792 Luis XVI había sido destituido comomonarca y encarcelado.

El conde de Aranda, según relataba la Gaceta de Zaragoza, habíatenido que cambiar su política con el país galo, pasando de las buenasrelaciones al enfrentamiento.

En todas las parroquias sin excepción los sacerdotespronunciaban encendidas homilías contra las ideas perversas de larevolución francesa, que según proclamaban, encarnaban el malabsoluto. Los curas llamaban a los zaragozanos a unirnos en la cruzadacontra los impíos franceses.

Aunque fray Guillermo y sor Marie eran mucho más moderadosen sus opiniones, esto no les libró de frecuentes grescas con ChesúsLoriga, el camillero, que seguía defendiendo las ideas de la Ilustracióncon vehemencia, tanta como la que los dos religiosos mostrabancuando defendían el contenido de la sagrada Biblia.

En el mercado y en las tabernas se rumoreaba que el rey Carloshabía ordenado la preparación de tres ejércitos para atacar Francia, unopor cada extremo de los Pirineos y otro por el centro.

Pero a finales de septiembre de ese año llegaba la noticia de quelos ejércitos prusiano y austriaco, que habían intentado invadir el paísfrancés desde el norte, habían sido derrotados en una batalla cerca deuna pequeña población llamada Valmy. Por si esto fuera poco, días

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después se había abolido la monarquía y se había proclamado larepública en París.

El Secretario de Estado y de Despacho, ante estos hechos y lainformación que recibía de la falta de preparación de los ejércitosespañoles que se habían dispuesto para invadir Francia desde losPirineos, decidió adoptar una posición neutral, lo que hizo que el rey,del que se decía en las calles que era partidario de la intervenciónarmada, lo cesase y lo reemplazara por un joven oficial de la guardiade corps, llamado Manuel Godoy.

Las noticias aún se tornaron más sombrías cuando en medio deun invierno muy frío y entrado ya el año 1793, se supo que el monarcafrancés había sido ejecutado en París mediante una máquina a la que lagente llamaba guillotina, y de la que yo nunca antes había oído hablar.

Según mosén Miguel, semejante afrenta a las monarquíaseuropeas no podía quedar sin respuesta, y en las calles las gentescomenzaron a hablar de guerra contra el francés.

Daniel fue alistado en un regimiento de fusileros que salió deZaragoza con rumbo a la frontera, ante el disgusto de nuestros padres ynuestra desazón por la suerte que pudiese correr. Las gentes en losmercados repetían que buena es la guerra para el que no va a ella.

Yo creía que la contienda no duraría mucho y que mi hermanoregresaría enseguida a casa. Pero pasaron dos años antes de volverlo aver.

En ese tiempo, Pilar y yo continuamos con nuestro trabajo delimpiadoras y con nuestras lecciones con mosén Miguel. Cuandoterminaban nuestras faenas, a mí me gustaba buscar a sor Marie o alhermano Guillermo y les acompañaba en su ruta por los distintospabellones y cuadras.

Ellos me enseñaban cómo limpiar y cambiar los vendajes de lasheridas, cómo aliviar los sufrimientos de los enfermos y cómoconsolarles. Me gustaba el trabajo de cuidar de los hombres, mujeres yniños que intentaban sanar de sus aflicciones, pues aun siendo todavíapequeña ya me daba cuenta de que la falta de salud ponía a todos,pobres y ricos, en una situación de debilidad en la que una mano amigapuede ser tan importante como los cuidados del mejor médico.

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Por causa de la guerra la Junta que regía el hospital, que recibíael pomposo nombre de la Ilustre Sitiada, cosa que a José y a mí nosdaba pie para muchas chanzas y risas en la intimidad de nuestra casa,había decidido contratar más personal para poder atender a los cadavez más numerosos heridos que nos llegaban del frente.

Se habían incorporado más maestros cirujanos, unos pocosmédicos y también tres mujeres jóvenes para trabajar comolimpiadoras. Sus nombres eran Magencia Carramiñana, AndresaCalavia y María Berisa.

Las tres eran de edades muy parejas a la mía. Magencia era unaño mayor que yo. De cabello rubio y rizado y ojos verdes, era ya unamujer que atraía las miradas de los hombres jóvenes y maduros. Supadre trabajaba como sereno para el Ayuntamiento.

Andresa había nacido el mismo año que yo. Era hija de unzapatero remendón de la villa de Ágreda, en Soria. Su padre habíaemigrado a la ciudad francesa de Burdeos al poco de nacer ella y habíatrabajado allí durante casi doce años. En 1792 habían regresado aEspaña y habían abierto un taller de reparación de calzado en elArrabal.

Su padre hablaba francés con un fuerte acento pero ella seexpresaba en esa lengua de forma tan correcta y fluida como encastellano.

En cuanto a María, había nacido en 1781 y por tanto era la másjoven de nosotras. Era hija de un agricultor que trabajaba unos camposen las afueras del Arrabal, vendiendo sus productos en el mercado deZaragoza.

Las tres hicieron enseguida amistad con Pilar y conmigo. En losratos libres que nos dejaba nuestra ocupación en el hospital mihermana y yo aprovechábamos para practicar nuestro francés conAndresa.

Mi hermano Ginés seguía también con su trabajo como aprendizen la herrería, de forma que de no ser porque Daniel estaba guerreando,no podíamos quejarnos. Cada uno aportábamos a casa un jornal quesumados a los de los otros, constituían una buena renta para vivir sindificultades.

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Durante todo ese tiempo seguimos haciendo visitas a lospasadizos subterráneos bajo la ciudad, aunque ahora eran menosfrecuentes. No dejábamos de utilizar el bramante para marcar nuestrocamino en las cloacas, pero en muchas ocasiones era una precaucióninnecesaria, pues tras muchas excursiones había tramos que cualquierade nosotros los podía recorrer sin temor a perdernos.

Incluso habíamos encontrado un par de lugares en los que lagalería se ensanchaba y en ellos habíamos colocado unos taburetes ysendos arcones que habíamos conseguido de una carpintería vecina altaller de nuestro tío Blas, en los que guardábamos un candil derepuesto, una madeja de bramante y algunos otros enseres que, aunqueno parecía probable, quizá pudiésemos llegar a necesitar en algúnmomento.

En varias ocasiones nos habíamos encontrado con muros hechosde ladrillo cocido reforzados a veces con listones de madera, quecortaban el paso y nos obligaban a volver atrás.

Se trataba de bodegas o almacenes bajo tierra que algunosvecinos habían construido bajo sus casas, aprovechando lasconducciones de las cloacas, tal como nos había anunciado mosénMiguel.

En el año 1795, con quince años de edad, yo ya me habíaconvertido en una mujer. Mi cuerpo había cambiado y cada vez meparecía más a mi madre, lo que me producía gran placer.

Ginés hacía tiempo que había abandonado las lecciones con elcura del hospital, pero Pilar y yo habíamos perseverado y gracias a elloya éramos capaces de leer sin dificultad un libro, escribir cartas yconversar con los comerciantes franceses instalados en nuestra ciudad,que no eran pocos, en su idioma.

La única sombra que pesaba sobre nosotros era la guerra conFrancia en la que luchaba Daniel.

Pero un buen día mosén Miguel nos anunció que se había firmadola paz en una ciudad llamada Basilea[15], y según nos decía, en unostérminos más que aceptables para nuestro país, teniendo en cuenta queEspaña y el resto de naciones europeas habían sido derrotadas por losejércitos republicanos de la Convención francesa.

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En el verano de 1795 regresó mi hermano tras ser licenciado desus deberes en la milicia. Se había marchado con dieciocho años yregresaba con dos más, convertido en un hombre y curtido en unacontienda que, según nos contó, distaba mucho de los juegos conespadas de madera a los que jugábamos de niños.

Había sido afortunado, pues aunque había sufrido dos heridas,una por una esquirla de metralla de una bomba que le había rozado unbrazo y otra por un corte en un muslo durante el asalto a bayoneta auna trinchera francesa, lo cierto es que había evitado la muerte.

No podían decir lo mismo muchos compañeros y algunos amigossuyos, que como él habían partido en 1793 hacia el frente para novolver, o algunos para regresar faltos de una pierna, un brazo o un ojo.

Todos estábamos ávidos de noticias sobre lo que había ocurridoen esta guerra, de la que desde la Corte apenas habían enviadoinformación salvo cuando las cosas habían salido bien, que al parecerhabían sido las menos.

Daniel nos contó que el rey y sus consejeros habían decididoatacar Francia desde los dos extremos de los Pirineos, siendo la fuerzaprincipal la que lo hiciera por el principado de Cataluña, comandadospor un general llamado Ricardos.

Un segundo ejército había entrado en Francia desde las tierras delreino de Navarra, mientras que el tercero, más pequeño, en el que seencontraba mi hermano, atacaría por el centro de las montañas, máscon intención de distraer que con auténtica voluntad de penetrar enterritorio francés.

Los primeros meses las tropas que habían invadido Francia desdeCataluña habían conseguido algunos éxitos, pero después las huestesde la nueva república había contraatacado con contundencia, entrandoen territorio español y ocupando importantes plazas, como Puigcerdá,el valle de Arán, Seo de Urgel o Figueras por el Este y San Sebastián,Bilbao o Vitoria por el Oeste.

En su afán expansionista, los gabachos habían alentado tanto alos catalanes como a los vascos a independizarse de España, con laintención de anexionarse posteriormente ambos territorios.

Ante el rumbo que tomaba el conflicto, el rey, aconsejado por

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Godoy, había decidido firmar un tratado de paz con los franceses. Poreste acuerdo, el país vecino devolvía a España los terrenos ocupadosdurante la lucha. Lo que parecía un generoso pacto por su parte,escondía un alto coste para nuestro reino, pues los franceses habíanexigido a Carlos IV una alianza para luchar contra Inglaterra, unpeligroso enemigo.

A pesar de las lecciones de mosén Miguel y lo que escuchábamosen el mercado o a veces leíamos en la Gaceta, nada nos hacía sospecharque se cernían sobre todos nosotros tiempos aciagos.

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CAPÍTULO VDe enemigos a aliados

Los siguientes años nos trajeron un cambio de siglo, algo que porocurrir solo cada cien años, mucha gente no conocería a lo largo de susvidas.

Recuerdo que en los mercados se hablaba del fin del mundo y deotras terribles catástrofes que iban a acontecer coincidiendo con elpaso del siglo XVIII al XIX, pero al fin el primero de enero del año1801 llegó y pasó sin pena ni gloria, salvo el intenso frío que hizoaquellos días.

Visto lo que sucedió años más tarde, quizá la historia se equivocóde fechas en sus ocurrencias, pues lo que después contaré sí se asemejómás al fin de los tiempos.

Pero tras los años vividos y lo que he aprendido en los libros,más pienso que lo que nos ocurre y lo que nos sucederá, ya sea el finde la humanidad o cualquier otro suceso, es más fruto de la voluntaddel hombre y en no pocas ocasiones, de su maldad y ambición, y notanto del designio de los astros.

Pero además del cambio de siglo, esos años también nos trajeronotras cosas.

Nuestra nación, tras el acuerdo de paz con Francia, con la quehabíamos pasado de enemigos a aliados, se vio inmersa a finales delaño 1796 en una guerra con Inglaterra, obligados por nuestra alianzacon los gabachos.

Las gentes que no frecuentábamos el Ayuntamiento, la Corte uotros lugares de poder, tuvimos noticia de ella por lo que leíamos en laGaceta pero sobre todo porque amigos y familiares fueron llamados afilas para luchar y algunos para no regresar.

A Dios gracias, mis hermanos y mis tíos se libraron esta vez deempuñar las armas, pero no así Basilio Andía, que con dieciocho añostuvo que incorporarse a uno de los regimientos que el rey organizó paraluchar en esa contienda.

Aunque la marcha de Basilio nos entristeció a todos, nossentíamos felices de pensar que nadie más de nuestra familia había

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tenido que dejarnos para ir a luchar.Pero de una forma u otra, íbamos a sufrir las consecuencias de la

confrontación armada. La Hacienda del rey Carlos se vio rápidamenteempobrecida por los gastos que suponía el mantener un ejército ynuestros barcos en pie de guerra, y los impuestos subieron, haciendo lavida más penosa para todos.

Con frecuencia se publicaban en la Gaceta nuevas del conflictocontra el inglés y, para nuestra congoja y desasosiego, muchas de ellasinformaban de derrotas.

Así, en febrero de 1797 llegaron noticias de la batalla del cabo deSan Vicente, un lugar próximo a Portugal, en la que se habíanenfrentado más de una treintena de navíos de guerra españoles contrauna cifra inferior de buques ingleses, y que había terminado con lahuida de nuestros barcos buscando refugio en los puertos de Cádiz yAlgeciras.

En aquellos momentos la Armada de España era una de las máspoderosas del mundo, por lo que esta noticia supuso un importanterevés tanto para el rey Carlos IV y su Secretario de Estado y Despacho,Godoy, como para muchos compatriotas que fiaban más de lo quedebían en la superioridad de nuestras armas.

También se supo que los ingleses habían ocupado Menorca y quehabían establecido un bloqueo al puerto de Cádiz, cortando así la ruta alas Indias, lo que agravó todavía más la ya de por sí precaria situaciónde la Hacienda real.

El devenir de la guerra finalmente había forzado a que el reyCarlos cesase muy a su pesar a su Secretario de Estado y de Despacho,Manuel Godoy, poniendo en su lugar a Francisco de Saavedra. Estoocurría en 1798, contando yo 18 años de edad.

Nuestra amistad con Magencia, Andresa y María se habíaestrechado con el tiempo. Gustábamos de juntarnos en los jardines delhospital para hablar de nuestras cosas y cuando el trabajo nos lopermitía, salíamos a recorrer las calles de San Pablo, provocando enmás de una ocasión los requiebros de los jóvenes del barrio.

Hacía casi dos años que mosén Miguel había decidido quenuestra formación se podía dar por terminada. Tanto Pilar como yo

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leíamos libros con soltura y sabíamos realizar cálculos sin demasiadosproblemas.

Aun así, seguíamos buscando al cura para charlar con él encuanto teníamos oportunidad. En esos encuentros, hablábamos enocasiones en francés y aprovechábamos para comentar los sucesos dela corte, de la ciudad y de la guerra con Inglaterra.

Pocos meses después del cese de Manuel Godoy y elnombramiento de Francisco Saavedra como Secretario de Estado yDespacho, mosén Miguel nos contó que en los mentideros políticos serumoreaba que el nuevo Secretario sufría una desconocida enfermedadque le mantenía apartado de sus funciones, a pesar de ser persona degran valía.

El cura había oído en los círculos de poder en los que él se movíaque se hablaba de la mano de Godoy en el origen de esa extrañaenfermedad.

La situación financiera de la corona era tan lamentable quesiendo todavía Secretario de Estado Francisco de Saavedra, el gobiernode la nación decidió expropiar a la Iglesia, a los colegios profesionalesy a algunos Ayuntamientos de muchos de sus bienes, casas, granjas ycampos, para ser subastados y de esa forma reponer la maltrechaHacienda de Carlos IV[16].

Finalmente la delicada salud de Francisco de Saavedra y suoposición a la alianza con Francia había forzado a Carlos IV a reponera Manuel Godoy en el cargo del que había sido cesado un año antes.

A finales del año 1799, la Gaceta de Zaragoza y el reciénaparecido Diario de Zaragoza publicaron una noticia que causóperplejidad a los franceses que vivían en la ciudad y también a los que,como era el caso de mosén Miguel, seguían con atención los sucesosocurridos en el país vecino.

Un joven general francés, llamado Napoleón Bonaparte, quehabía luchado al lado de las fuerzas revolucionarias en 1789, queademás había conquistado Italia y acababa de regresar de unavictoriosa campaña militar en Egipto, había tomado el poderdestituyendo a los miembros del Directorio Ejecutivo de la Asambleafrancesa proclamándose cónsul.

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Si las cosas para nuestra nación no iban bien, no puedo decir lomismo de mi vida. El cambio de siglo me trajo un regalo que mellenaría de felicidad. Corría el año 1801.

El conflicto con los ingleses duraba ya más de cinco años y,como todas las guerras, no había deparado nada bueno para lossoldados que en ella luchaban ni para sus familias.

En el hospital Real de Nuestra Señora de Gracia se recibían todaslas semanas jóvenes traídos del frente con horribles heridas ymutilaciones, a los que los médicos y los maestros cirujanos atendíancomo mejor sabían.

Ese aumento de trabajo había provocado nuevas contratacionespor parte de la Junta Rectora. Gracias a ellas se habían incorporadovarios médicos. Uno de ellos era un hombre joven, que había recibidosu borla de doctor ahora hacía un año y había sido admitidorecientemente por el colegio de médicos de Zaragoza. Respondía alnombre de José Guillomía.

Era alto, de unos seis pies de estatura, de pelo negro, tez morenay ojos de color gris. Contaba veintidós años de edad y desde el primerdía que lo conocí pensé que no había otro hombre más apuesto en todala ciudad.

Su padre, un afamado médico de Zaragoza, el doctor donDomingo Guillomía, estaba casado con doña Ascensión y habían tenidocuatro hijos, todos varones, uno de ellos José. Él era el mayor.

Sus otros tres hermanos, Pedro, Sebastián y Dionisio, habíanvenido al mundo con un año de intervalo entre uno y otro, de formaque desde pequeños habían crecido, jugado y peleado juntos.

Casi al mismo tiempo que José se incorporaba al hospital, losrectores de la Ilustre Sitiada habían contratado a Dionisio comomaestro cirujano[17].

A pesar de ser de familia de buena posición, José vestía sin laostentación que gustaba a muchos de su clase. Solía llevar una camisablanca, un calzón de terciopelo negro ceñido con una faja morada,medias azules y como único signo que denotaba su origen, unoszapatos en lugar de las alpargatas que vestían la mayor parte de loshombres con pocos recursos.

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Llevaba un chaleco azul sobre la camisa que, cuando el cierzosoplaba con fuerza, cambiaba por una chaqueta de algún color tambiénvistoso y una capa.

Yo por mi parte había cumplido ya los veintiún años y puedodecir sin falsa modestia que era una joven atractiva, o al menos esodecían los muchos jóvenes que de forma más o menos encubierta merondaban en el barrio.

Un día, mientras yo atendía a mis tareas de limpieza en uno delos pabellones de calenturas, un niño comenzó a agitarse de formaviolenta.

El doctor Guillomía estaba en esos momentos pasando sala y conpresteza se acercó para atender al pequeño, que no tendría más de seisaños de edad.

—África, ¡traedme unas compresas empapadas en agua fría,rápido!

El que el médico supiese mi nombre y se hubiese dirigido a mícomo si me conociese de antiguo me dejó paralizada durante unosmomentos y me hizo sonrojar, a pesar de que no era tímida y por mishermanos estaba acostumbrada a tratar con hombres. Conseguí vencermi desconcierto me fui apresuradamente a por un cubo de agua y unospaños limpios para proporcionarle las compresas que me había pedido.

Entretanto, él sujetaba al niño para evitar que con susmovimientos convulsos se lastimase. Sor Marie Aylón le estabaauxiliando. Entre los dos le habían quitado las mantas que le cubrían,con el fin de permitir que saliera la calentura de su cuerpo.

En cuanto llegué con el cubo, mientras el doctor Guillomía y yosujetábamos al niño, la monja comenzó a aplicar los paños húmedosprimero en su frente y después en su pecho y en sus piernas.

En nuestro afán por aplacar sus violentos movimientos, losbrazos y el cuerpo del médico y los míos se rozaban sin poder evitarloy mi corazón latía con fuerza, no tanto por el esfuerzo que estábamoshaciendo como por una extraña sensación que se extendía por miestómago ante su proximidad.

Pasados unos minutos el muchacho dejó de agitarse y se sumió enun profundo sueño. Sor Marie quedó a su cuidado junto a la cama,

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cambiando las compresas y vigilando la temperatura de su piel paraevitar que volviese a subir.

—Os agradezco lo rápido que habéis traído lo que os he pedido,África.

De nuevo quedé sin respuesta ante las palabras del médico y solofui capaz de balbucear algo sin mucho sentido.

—No ha sido nada, doctor.Él me miró a los ojos y noté que en su mirada había algo más que

un simple gesto de cortesía. Me sonrió y dándose media vuelta, siguiócon su revisión de los enfermos de la sala.

En ese momento pensé alarmada en mi indumentaria. Hastaentonces no me preocupaba demasiado mi apariencia, pero en aquellosinstantes revisé con inquietud lo que llevaba puesto. Ese día vestía unafalda de paño, una camisa y un mantón cruzado sobre mi pecho.

Mi pelo estaba recogido en un moño detrás de mi cabeza. Muchasmujeres gustaban de cubrirse la cabeza con un pañuelo, una cofia eincluso las de familias más pudientes con sombreros muy llamativos hechos de muy diversos materiales, como fieltro, piel, terciopelo oincluso seda, a veces adornados con vistosas plumas de aves. Pero yoprefería llevar mi cabeza descubierta.

Respiré tranquila. Pensé que mi aspecto no era malo, a pesar dellevar la ropa de trabajo. No se veían manchas aparentes en mi ropajeni presentaba un aire desaliñado.

Desde aquel día, el recuerdo de su mirada y su sonrisa measaltaba a cada instante produciéndome una grata sensación. Cada vezque me cruzaba con él en las cuadras o en los pabellones, mi pulso seaceleraba.

Él me saludaba cuando esto ocurría y siempre tenía unas palabrascorteses y agradables hacia mí.

La desazón que yo sentía no era normal, así que decidícomentarlo con mi madre. No quería hacerlo en nuestra casa, pues mishermanos me hubieran oído y desde entonces habría tenido quesoportar sus bromas y chanzas.

Por ello aproveché un descanso en el hospital para explicarle lasextrañas sensaciones que había empezado a notar en presencia del

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médico.—Hija, lo que te ocurre no es ninguna enfermedad. Es algo que

tarde o temprano tenía que ocurrir. Estás enamorada de ese hombre.—Será lo que vos decís, madre. He leído del mal de amores en

los libros que mosén Miguel nos presta, pero hasta que una no lo sufredentro no sabe lo que es.

—Te diré algo, África. No pongas mucho anhelo en esesentimiento, pues el doctor Guillomía pertenece a una familia de altaclase, mientas que nosotros somos humildes trabajadores.

—¡Pero madre, por cómo él me mira y me habla, yo creo quetambién siente algo por mí!

—Si es así, él te lo dará a conocer. Pero gasta cuidado, pues miabuela decía que a manchas de corazón, no vale ningún jabón.

La conversación con mi madre dejó mi espíritu turbado, pues elcorazón no atiende a razones de cuna. Así que pocos días después,aproveché un descanso de mis tareas para buscar a sor Marie ycomentarle mis cuitas.

—Tu madre dice verdad, África. Normalmente las familiasquieren que sus hijos desposen con parejas de igual posición social.Pero también te diré que en las cosas del amor, al fin son los corazonesdel hombre y de la mujer los que dictan sus normas.

—Así pues, ¿pensáis que mi amor por el doctor Guillomía no esuna locura?

—No, querida África. Si el doctor también siente algo por ti, elque vuestro amor sea una realidad dependerá solo de vosotros.

Las palabras de la hermana de la Caridad devolvieron laesperanza a mi corazón.

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CAPÍTULO VILas cosas del corazón

Transcurrió el primer año del nuevo siglo con nuestro paísenzarzado en la guerra contra Inglaterra y su aliado, Portugal.Entretanto veíamos cómo las arcas de la Hacienda real estabanquedando exhaustas.

Una vez más, la preocupación del pueblo no era la misma que lade nuestro rey y sus ministros, pues mientras éstos se atribulaban por lafalta de reales en sus cofres, en la calle sufríamos por los seresqueridos que estaban en los campos de batalla y por nuestras despensasvacías.

Nuestro amigo Basilio no había regresado tras su incorporación afilas en 1796. Su hermano Perico nos contaba de la angustia de suspadres por su suerte, ya que desde su partida, no habían vuelto a tenernoticias suyas.

Pilar había conocido a un joven llamado Santiago Lobera y mesesdespués había contraído matrimonio con él. Era un joven fuerte yhabilidoso. Tenía la misma edad que mi hermana, el pelo negro yrizado y siempre llevaba un cachirulo de vivos colores debajo de susombrero de ala ancha.

Trabajaba en una cuchillería del Coso, en donde fabricabannavajas, espadines, sables, cuchillos, dagas y otras armas blancas.

Mis dos hermanos también habían desposado, Ginés con unamuchacha llamada María Josepha y Daniel con una chica del barrio querespondía al nombre de Antonia. Las dos eran buenas mujeres y antespronto que tarde hicimos amistad.

Nuestros juegos de niños y las visitas y excursiones a lospasadizos subterráneos de la ciudad quedaban ya lejanos en nuestrasmemorias.

Desde mi primer encuentro con José Guillomía en el hospital,había coincidido con él en muchas ocasiones, las más porque mebuscaba para, junto con sor Marie Aylón y el hermano GuillermoRincón, asistirle cuando recorría los pabellones y revisaba a losenfermos, en unos casos dándoles palabras de consuelo y en otros

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cambiando algunas de las indicaciones de tratamiento que habíaprescrito en días anteriores o curando sus heridas.

Cuando regresaba a casa por las noches les contaba a mis padresque los cuatro formábamos un buen equipo y los pacientes nos recibíancon una sonrisa cuando el dolor o su aflicción se lo permitía.

Yo había adquirido ya mucha y buena práctica en la cura decortes, llagas y rozaduras, y en la aplicación de ventosas, compresas yotros remedios. José lo sabía y con frecuencia pedía a los dosreligiosos que me dejasen realizar a mí los tratamientos.

A las pocas semanas de entrar a formar parte de su equipo, elmédico me había pedido que le dispensase del tratamiento de cortesía,pues decía que siendo de edades muy parejas, a él le parecía algoextraño e innecesario.

A pesar de nuestra amistad, yo no había contado mis sentimientoshacia el doctor Guillomía a Magencia, Andresa y María.

Un día, en una breve pausa que nos habíamos tomado, mientrasdescansábamos sentadas las cinco en uno de los bancos de los jardinesdel hospital, comenzamos a hablar de hombres, tema que ya en otrasocasiones había aparecido en nuestras conversaciones.

Andresa llevaba ya más de un año festejando con un joven delbarrio de San Pablo y comenzaban a hablar de boda, y María ya habíadesposado con un guarnicionero del barrio del Arrabal, cinco añosmayor que ella.

Pilar ya llevaba tiempo casada con Santiago, así que las dos quetodavía permanecíamos sin compromiso éramos Magencia y yo, lo queera motivo de chanza hacia nosotras.

Ese día, como en otros, la conversación había derivado hacia lasintimidades con los hombres. Mi hermana y María hacían gala de suexperiencia, lo que no impedía que las demás opinásemos sinvergüenza.

Magencia entonces, bajando el tono de voz, como si temiese quelas flores que adornaban el jardín pudiesen divulgar su secreto, noshizo señas con la mano para que nos acercásemos más.

—Tengo que deciros que estoy enamorada.Sus ojos brillaban de felicidad al decirlo. Nos faltó tiempo a las

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demás para animarle a que siguiera con su confesión.—Es el hombre más apuesto que jamás he conocido. Él todavía

no lo sabe, pero nos vamos a casar.La excitación entre nosotras iba en aumento y comenzamos a

azuzarla para que nos dijera el nombre del afortunado que era objeto desu amor.

—Como os digo, él no sabe nada, por lo que debéis guardar misecreto hasta que nuestra relación se haya formalizado. Se trata de unode los médicos del hospital. El doctor José Guillomía.

La sonrisa se me borró de la cara y noté que mi rostro palidecía.Mi amiga y yo estábamos enamoradas del mismo hombre.

Mi hermana también era conocedora de mis sentimientos por elmédico y en cuanto escuchó su nombre de labios de Magencia me mirócon cara de consternación. Antes de que yo pudiera reaccionar, Pilartomó la palabra.

—¿Dices que él no sabe nada? ¿No has hablado con él?—No, Pilar. Él debe ser el que tome la iniciativa.Yo también amaba a José Guillomía y por su forma de actuar

conmigo, pensaba que él me correspondía. No podía ocultar más misecreto.

—Yo también estoy enamorada de ese hombre.Ahora la cara de desconcierto fue la de Magencia y de nuestras

dos amigas. Se produjo un tenso silencio hasta que Andresa lo rompió.—Bueno, aquí tenemos a dos mozas atractivas que anhelan el

amor del mismo hombre, nada feo, por cierto. Creo que ya tenemostema de conversación para nuestros próximos encuentros.

María y Pilar siguieron con las chanzas sobre nuestra reciéndescubierta rivalidad sentimental. Desde mi anuncio, Magencia apenashabía pronunciado palabra y noté que su mirada hacia mí era diferente,pero yo no podía ocultar mis sentimientos.

Pilar había notado también el cambio de actitud de nuestra amigay a buen seguro no había pasado desapercibido a las demás.

Por eso en las siguientes semanas todas intentamos no volver ahablar sobre ese asunto. A fin de cuentas, era algo que teníamos que

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resolver entre Magencia, José Guillomía y yo.Tras otro duro invierno, comenzó el año 1802 con la buena

noticia de que la República Francesa había firmado la paz conInglaterra y sus aliados[18]. Por ese tratado, Menorca volvía a manos dela corona española, aunque no así otras colonias de ultramar, como laisla de Trinidad en el mar del Caribe.

Aproximadamente un mes después de esa buena nueva, tuvimosla dicha de que Basilio Andía regresase sano y salvo tras ser licenciadode sus obligaciones con el ejército.

Al parecer nuestro amigo había estado una gran parte de estosseis años destinado en un regimiento de fusileros en el reino deGalicia, en donde había participado en algunas escaramuzas contrasoldados del ejército inglés y en el último año del de Portugal. El reyluso se había negado a cerrar sus puertos a los ingleses, como le exigíael nuevo cónsul de Francia, el general Bonaparte, y eso habíaarrastrado a su país al conflicto.

A pesar de tan largo tiempo lejos de sus padres y su hermano, yde las penas que con seguridad había padecido en la guerra, Basilio nohabía perdido su sonrisa.

Corría el año 1802 cuando una mañana de junio, tras haberpasado sala en uno de los pabellones de calenturas, José Guillomía mepidió que me sentase con él en su despacho. Como ya era habitual, micorazón comenzó a latir con fuerza, tanto que pensé que él lo estabaoyendo y por eso sonreía.

—África, eres una mujer inteligente y hermosa. Cuando estoy atu lado me siento la persona más feliz de este mundo. Por eso quieropedirte en matrimonio.

Desde la conversación con nuestras amigas en el jardín en la queMagencia había confesado su amor por José, yo pensaba que sería ellala afortunada que se casaría con él, pues era una mujer realmente bella.

Mi amiga pasó por mi cabeza por unos instantes pero casi deinmediato la olvidé. Estaba viviendo uno de los momentos más felicesde mi vida.

Yo conocía de su cariño hacia mí, pues no desaprovechabaocasión para hacer demostración de él. Pero nunca había imaginado

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que tuviese intención de querer desposar conmigo.Sabía de su inclinación por hacer las cosas de la forma que él

consideraba apropiada, aun a costa de salirse de las costumbresestablecidas. Normalmente debían haber sido sus padres los que sedirigiesen a los míos para pedir mi mano y negociar el acuerdo dematrimonio. Sin embargo, José había elegido su propio camino.

Una de las cosas buenas que la Ilustración había traído no solo aFrancia sino también a España era la forma de llegar al matrimonio.Empezaban a ser menos frecuentes los matrimonios acordados y másaquellos en los que los futuros esposos decidían sobre su futuro.

—José, yo también siento una dicha enorme cuando estoycontigo. Pero tus padres no van a ver con buenos ojos que te cases conla hija del azacán de San Pablo.

—Querida África, los que nos vamos a casar somos nosotros ypor ello la decisión debe ser nuestra. Sé que tus padres o los míospodrían negarse a aprobar este matrimonio, pero yo lo he hablado ya enmi casa y no ponen ninguna objeción. Más bien están deseosos deconocerte. Mi padre siempre ha dicho que el amor ni mira linaje, ni fe,ni pleito, ni homenaje.

—Mis padres también darán su bendición a nuestro casamiento,pero antes tendrán que saber que me has pedido matrimonio.

Como yo suponía, mis padres no pusieron ningún reparo. Muy alcontrario, se sintieron muy felices de pensar que iba a desposar con unhombre justo, honesto y de buena posición.

Me quedaba el difícil trago de contárselo a Magencia. Me arméde valor y se lo dije aprovechando un momento en el que ella y yo noshabíamos quedado a solas en uno de los despachos del hospital.

Fue un duro golpe para ella, pero aun así me abrazó y me dio suenhorabuena. Yo creí ver que lo decía de corazón.

A los pocos días José nos invitó a mis padres y a mí a su casapara conocer a los suyos. En ese encuentro mi madre explicó queéramos una familia humilde y que por tanto mi dote iba a consistir enun sencillo ajuar.

En él había solamente algunas sábanas y toallas bordadas por miabuela Emilia y por ella misma sobre telas compradas con gran

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sacrificio y a base de privaciones.Por su parte, José iba a aportar las alianzas e iba a costear mi

vestido de boda.Decidimos que la ceremonia se celebraría en la iglesia de San

Pablo en el mes de octubre, coincidiendo con el día de la patrona deZaragoza.

Los meses siguientes pasaron rápido. Aunque el hospital ofrecíahospedaje y manutención a los médicos contratados, José compró unacasa en el Coso, próxima a nuestro barrio. Estaba situada en un edificiode cuatro plantas y nuestro hogar ocupaba la segunda. Tenía treshabitaciones, lo que para mí equivalía a vivir en un palacio.

Encargó a un carpintero la cama, una mesa, sillas y una alacena.Pero lo que más me sorprendió fue un pequeño recipiente, llamadoorinal, que yo desconocía, y que serviría para hacer nuestrasnecesidades.

Al parecer se usaba ya en muchas casas de familias acomodadas.Lo que allí se recogía se vertía en un cubo y después se vaciaba enalguna acequia o canal cercanos.

Fueron días muy felices para nosotros, que culminaron connuestro casamiento en una ceremonia a la que asistieron nuestrasfamilias y nuestros amigos más cercanos, entre ellos sor Marie y elhermano Guillermo, y que celebramos con gozo. Mosén Miguel juntoal párroco de San Pablo, mosén Prudencio, fueron los encargados deoficiarla.

Pero para el rey Carlos IV y para Manuel Godoy, que tras suregreso al poder había recibido el título de generalísimo de las armasde tierra y mar del reino de España, cargo de más poder que el queantes ostentaba, fueron meses aciagos.

La paz entre Inglaterra y Francia iba a durar poco y a comienzosdel año 1803 estallaba de nuevo la guerra entre los dos países.

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CAPÍTULO VIILa enfermedad de Andalucía

Nuestra vida en matrimonio comenzó plena de felicidad y buenosmomentos.

Durante el día disfrutábamos de nuestro trabajo. Cuandoestábamos libres de obligaciones, aprovechábamos para visitar anuestros padres, a los hermanos y a la mucha familia que tanto él comoyo teníamos en Zaragoza.

Conversábamos y reíamos mucho, a pesar de que en ocasiones elsufrimiento del que éramos testigos en el hospital nos empujaba a latristeza y las sombras.

Al anochecer nos recluíamos en nuestra casa del Coso y allí, alcalor de las mantas, José me descubrió los secretos del amor ydisfrutamos de nuestros cuerpos en noches apasionadas.

Con frecuencia hablábamos de tener descendencia. Cuandovisitábamos a los padres de José no perdían la ocasión para recordarnosel consejo de nuestras abuelas que decían que de hijos y de bienes, lacasa llenes. Los dos queríamos tener hijos y dado que nos habíamoscasado ya con cierta edad, decidimos no tomar ninguna precaución, deforma que viniesen cuando Dios quisiese.

Pero pasó el primer año sin que en mi vientre fructificase nuestroamor. Así transcurrió el año 1803.

Por lo demás, Magencia había recobrado su trato habitualconmigo y parecía haber olvidado sus sentimientos por José, aunque nodel todo. Seguía soltera a pesar de haber cumplido ya los veinticuatroaños. Andresa se había casado con su prometido.

Cuando nos juntábamos las cinco para almorzar o hacer undescanso en nuestras tareas, si empezábamos a hablar de hombres yonotaba que ella se tensaba y perdía su sonrisa.

Pero nuestra vida transcurría con apacible tranquilidad y Españadisfrutaba de un período de paz que apenas recordábamos en épocasanteriores.

Hasta entonces, el primer ministro Godoy había conseguidomantener a España ajena a la guerra entre Francia e Inglaterra, aunque

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a cambio de esa neutralidad, nuestro país se había comprometido apagar más de cinco millones de libras como renta mensual al gobiernode Napoleón, lo que en reales era una cantidad enorme[19].

A la difícil situación económica por la que atravesaba España sehabía sumado una sequía desconocida hasta entonces que ya durabavarios años y que había mermado de forma importante las cosechas ylos almacenes de grano.

La escasez de trigo en las tahonas había sido especialmentemarcada en las tierras del reino de Castilla, pero también en Zaragozay en todas las tierras del reino de Aragón se dejaba sentir. Los preciosde la fanega[20] de trigo se habían disparado por encima de los quincereales, mientras que el aceite alcanzaba los treinta y cinco reales laarroba[21] y la cebada sobrepasaba los sesenta reales el cahíz[22]. Eltocino se estaba vendiendo en el mercado a precios que nunca antes sehabían conocido.

Por motivo de esa sequía, muchos castellanos habían venido atierras de nuestro reino, pues aunque la falta de lluvia también se hacíasentir, las aguas del Ebro que bajaban de las montañas la aliviaban enparte.

A finales de año ocurrió algo que vino a alterar la plácida rutinaen la que vivíamos. El jefe de limpiadoras, un hombre de mediana edady algo rudo en las formas, de nombre Cosme Mediano, nos reunió a lascerca de veinte mujeres y a los cuatro hombres que trabajamos bajo susórdenes.

De por sí no se prodigaba en sonrisas y buenas maneras, pero esedía su rostro estaba más serio de lo habitual.

—Os he reunido para informaros de algo muy grave que estáocurriendo en el hospital.

Nos miramos unos a otros y todos hacíamos gestos de no saberqué era eso tan enojoso que había obligado a Cosme Mediano aretirarnos de nuestras ocupaciones aunque fuese por un breve rato.

—Hoy el doctor Gavín nos ha hecho llamar a los jefes de cadagremio para comunicarnos que según el inventario de despensa que lepresenta el intendente del hospital cada quince días, se ha observadoque desde hace varias semanas vienen faltando alimentos que no se han

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consumido en nuestras cocinas. Se trata, como os he comentado, de unasunto de extrema gravedad, que vamos a poner en conocimiento de losalguaciles de la Real Audiencia para su investigación.

Aún siguió un buen rato con las explicaciones, indicándonos quefaltaban sacos de harina, tajadas de cerdo, huevos, bizcochos y otrosproductos.

Terminó diciendo que era su deber informarnos, pues en caso dedar con el culpable, de ser un trabajador del hospital perdería de formainmediata su empleo, amén de tener que responder ante la justicia porlos hurtos que hasta ese momento hubiese cometido.

Si en algún momento semejante noticia no debía sorprendernosdemasiado, el tiempo era ése. En el mercado muchos alimentosescaseaban y en caso de que los hubiera los dineros que costabanescapaban a la economía de muchos hogares.

Durante bastantes días estuvieron pululando por los pasillos delhospital tres alguaciles. Según se comentaba entre los trabajadores,estos representantes de la ley habían estado inspeccionando losalmacenes y otras dependencias del centro.

Después habían hablado con los jefes de cada uno de los gremiosque allí desarrollábamos nuestra labor y habían terminado interrogandoa algunos de los trabajadores. Como fruto de todas estas indagacionesno se había producido ningún arresto.

Así pues, había alguna gente en el hospital que estaba hurtandocomida de las despensas. A decir verdad, creo que en aquellos tiemposninguno poníamos demasiada culpa en quien fuese el ratero. Muchasfamilias estaban pasando grandes penurias para poder llevarse a la bocaal menos un zoquete de pan cada día.

La entrada del año 1804 no trajo mejores noticias, muy alcontrario. La sequía y en consecuencia la falta de trigo se hizo másgrave, lo que era causa de que el pan escasease y se vendiese a preciosque muchas familias no podían pagar. Algunas tahonas comenzaron aamasar pan de maíz.

Pero el hambre nos trajo todavía algo peor: una epidemia de unaextraña calentura con funestas consecuencias para muchos enfermos.

A pesar de los cordones sanitarios que las Juntas de Sanidad de

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las grandes ciudades habían establecido para evitar su propagación, laentrada en Zaragoza de forasteros de otros reinos acabó trayendo la quese conocía como la enfermedad de Andalucía[23].

Tres o cuatro años antes habían comenzado en tierras andaluzaslos primeros casos. José y otros médicos del hospital sospechaban quela enfermedad había llegado a bordo de alguno de los muchos barcosque provenían de las Indias.

Los enfermos comenzaban con una elevada calentura y sumapostración, que se acompañaba de un gran quebrantamiento. En elcurso del mal aparecían vómitos de color amarillento teñidos desangre. La piel del paciente también tornaba a ese color y en muchoscasos fallecía entre grandes sufrimientos y congojas.

El hospital Real de Nuestra Señora de Gracia, así como la RealCasa de Misericordia, el Hospital de Huérfanos, el Santo Refugio yotros lugares de acogida de enfermos y desamparados recibían todoslos días nuevos afectados, muchos de ellos forasteros que por su malestado de nutrición y condiciones de vida eran los primeros ensucumbir a la enfermedad.

Pero también sufrieron el mal muchos vecinos de mi barrio, puesera uno de los más pobres de la ciudad. Las llegadas de nuevosenfermos a las puertas del hospital se producían sin descanso.

Y si muchos entraban cada día en los hospitales de la ciudad,muchos también salían, pero los desgraciados camino del camposanto.

Yo era joven y fuerte, pero veía a otros hombres y mujeres de mimisma condición que venían al hospital afectos del extraño mal. Estadolencia no hacía distingos entre jóvenes o ancianos.

—José, temo por nosotros y por nuestras familias. ¿El estar cercade los enfermos puede significar que la enfermedad también nos señalecon su mano?

—No puedo mentirte, querida África. Bien podría la enfermedadtocarnos con su fatídico dedo. Pero acabo de proponer al regidor delhospital, don Faustino Gavín, que dicte una provisión por la que todoslos que trabajamos en el hospital nos lavemos las manos con agua yjabón cuantas veces podamos y que usemos un paño tapabocas cuandovisitemos a los enfermos de calenturas.

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—¿Qué ideas son esas, José? ¿De dónde las has sacado?—Hace tiempo leí las memorias de un médico de Tarazona[24] que

aplicaba esos remedios para prevenirse de contraer las enfermedades delos pacientes a los que veía, y según relata, a él le funcionaba.

—Y ¿qué te ha contestado el doctor Gavín?—Me ha mirado con extrañeza, pero después ha dicho que no

perdemos nada por probar, salvo en todo caso que seamos objeto deburla en otros hospitales durante unos días.

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CAPÍTULO VIIIEl doce de octubre

No llegamos a saber si las prevenciones que José habíarecomendado al regidor del hospital fueron realmente eficaces o no,pero lo cierto es que entre los trabajadores de nuestro hospital solo doscontrajeron el mal durante los primeros meses de la epidemia. Encambio en otros lugares los afectados fueron muy numerosos.

Tanto así que al fin, aunque tarde, en ellos sus regidoresadoptaron medidas similares.

Las autoridades por su parte habían dictado algunos bandos enlos que se daban instrucciones para el recogimiento de los forasteros ymendigos en la Casa de Misericordia[25]. Se veía con frecuencia elcarro de esa institución recorriendo las calles para conducir a laspersonas sin hogar a esa Real Casa.

Allí se les proporcionaba alimento y techo, además de evitar queen su vagar por las calles pudiesen diseminar la enfermedad.

Mucha gente pensaba que esta epidemia era un castigo de Diospor nuestros pecados, pues no se podía explicar de otra manera queeste mal desconocido hubiese caído sobre nuestra ciudad.

Si había algunos que no lo consideraban así, su incredulidadtornó en temor cuando el once de febrero de aquel año, ya entrada lamañana, el sol perdió su brillo y el día se volvió noche[26],acompañándose de vientos huracanados y pedrisco. El sol no volvió abrillar hasta el mediodía.

A este suceso se sumó otro ocurrido pocos días después, cuandode madrugada la tierra tembló y se sintió la sacudida en todas las villasy ciudades del reino.

En opinión de muchos, eran dos claros avisos del cielo de queteníamos que enmendar nuestros pecados, y así lo confirmaron lospárrocos desde sus púlpitos en las misas que se celebraron después.

Muchos fueron los actos de petición de misericordia promovidospor las parroquias y el Ayuntamiento, desde misas a procesiones querecorrían la calle del Coso, la de la Sombrerería, la de Cuchillería, ladel Pilar y otras principales carreras, siguiendo los recorridos que

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señalaba el consistorio.Verdad es que además de estas rogatorias, los médicos y los

regidores de la ciudad habían puesto en marcha numerosas medidaspara luchar contra la enfermedad, pero siempre habíamos oído que a irade Dios no hay casa fuerte, por lo que las preces no estaban de más.

Entre esas otras prevenciones, mediado 1804 la Junta de Sanidadhabía publicado una Ordenanza firmada por el capitán general deAragón, don Jorge Juan de Guillelmi, en la que se encomiaba a losciudadanos para que no arrojasen aguas sucias ni animales muertos alas calles, ni que hiciesen sus necesidades mayores en ellas, bajo penade ocho reales de vellón.

Los veedores de carreras[27] vieron así incrementado su trabajo,vigilando con el fin de que los ciudadanos no solo no ensuciasen loslugares públicos, sino que cumpliesen con su obligación de limpiar lascalles en las que vivían.

Como la recogida de forasteros y vagabundos en las calles seestaba mostrando insuficiente para evitar que personas sin hogaranduviesen vagando por ellas, en el mes de octubre se aprobó otroedicto por el que se cerraban la puerta del Carmen y la de Sancho,dirigiendo a todos los forasteros a la puerta del Ángel.

Se habían organizado unos retenes de guardia formados por unmédico, un religioso y un ciudadano de bien que vigilaban las puertas yhacían llevar a cualquier sospechoso de estar afligido por calenturas aun lazareto que se había dispuesto en la torre[28] de los Jesuitas, en elcamino del molino de Zuera.

Entretanto, de los hurtos de comida no volvimos a tener noticiasde nuestros jefes, pero ello no significaba que hubiesen cesado. Joséme contaba que en los claustros con el doctor Gavín, éste lesmanifestaba su preocupación porque seguían faltando alimentos en losinventarios quincenales del intendente.

A pesar de que la Ilustre Sitiada no quisiera darle mucho pábulo alas noticias de estos hurtos, entre los trabajadores era frecuente tema deconversación.

El grupo de limpiadoras formado por Pilar y las demás seguíamosmanteniendo una buena amistad. Yo quería creer que la rivalidad

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sentimental entre Magencia y yo había quedado atrás.Todas las mañanas nos reuníamos en los jardines, o si el cierzo

pretaba[29] mucho, en alguna sala de descanso del hospital, yhablábamos de nuestras cosas. En esas conversaciones intentaba nohablar nunca de mi vida personal con José.

Por fin en octubre recibimos una buena nueva para aplacar todoel sufrimiento que padecíamos. El Papa Pío VII había declarado díacolendo el doce de octubre, en honor de nuestra patrona la Virgen delPilar. La alegría fue grande en las calles y en las parroquias.

Llegaron las vísperas del día consagrado a Nuestra Señora ydieron comienzo las fiestas y actos con todas las campanas de la ciudadrepicando en honor a la Virgen. Las gentes de Zaragoza se lanzaron alas calles, pero también muchos venidos de pueblos cercanos e inclusode algunos más distantes.

Hubo aquel día muchas carretillas de fuegos y voladores. Laiglesia del Pilar lucía con una gran iluminación, tanto por fuera comoen los altares dentro de la catedral.

El Ayuntamiento hizo desfilar a los gigantes y por añadir másalegría al festejo, ordenó también la salida de la mojiganga[30].

José y yo participamos del jolgorio con mis hermanos y cuñados,olvidando por unas horas todas las tribulaciones que estábamospadeciendo en los últimos tiempos.

El día doce de octubre, fiesta de Nuestra Señora, acudimos a misade infantes a las cuatro de la mañana. En el templo no cabía un alma,pues allí nos reunimos varios cientos de personas. La misa la ofició elcanónigo tesorero del Pilar. La Virgen lucía uno de sus más bellosmantos y una corona que, con la luz de los candiles y hachas, brillabaesplendorosa.

La fiesta continuó durante todo el día, de nuevo con los gigantesy cabezudos, escoltados por comparsas de música, desfilando por lasprincipales calles de la ciudad. Todo ello se acompañaba de un granestruendo por los tiros, los voladores y las carretillas de fuegos.

Como marcaba la liturgia, la festividad fue seguida de suoctavario, en los que prosiguieron los actos religiosos y lascelebraciones.

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Muchos fueron los zaragozanos que aprovecharon la visita altemplo del Pilar para pedir a la Virgen su intercesión ante la terribleepidemia que seguía azotando la ciudad.

Porque la enfermedad lejos de remitir, seguía golpeando condureza a la población, cebándose especialmente en los ancianos perotambién en los jóvenes, así como en los forasteros, en los vagabundosy en los parroquianos de los barrios más pobres, como era el de mispadres.

Acabaron las fiestas en honor de Nuestra Señora y en el mes denoviembre los hospitales estaban desbordados por el alto número deenfermos. Hubo muchos muertos y José decía que había sido el peormes desde que comenzase la epidemia.

La Junta de Sanidad ordenó la organización de nuevos lazaretosen los puentes de la Casa Blanca, de Madrid, el del Camino de laMuela, el de San José y el de Piedra, pues el de la torre de los Jesuitasse encontraba a rebosar.

Llevábamos ya muchos meses sufriendo el azote de esta plaga yen mi corazón tenía la esperanza de que nuestras familias salieran conbien de este trance. Pero en el último mes del año 1804 se hizo verdadel dicho de que bajo la capa del cielo, no hay casa libre de duelo.

Mediaba el mes cuando un mal día mi hermano Daniel vinoazorado al hospital.

—África, Antonia no está bien. Ayer se sintió indispuesta y hoyha comenzado con calentura. Una vecina ha quedado a su cuidadomientras yo venía a pedir auxilio.

Le indiqué que volviese al lado de su esposa. Después busqué aJosé por el hospital hasta dar con él en el pabellón de dementes y leconté lo sucedido.

Hasta ahora la enfermedad había respetado a los miembros denuestras familias, pero los dos sabíamos que mucha suerte habíamos detener para que todos saliéramos sin daño de esta plaga.

José cogió su maletín y ambos nos dirigimos a su casa en la callede San Blas, próxima a la de mis padres.

Al llegar, encontramos a nuestra cuñada postrada en cama, con lacara demacrada y ojeras muy pronunciadas, que aún se acentuaban más

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por la poca luz que había en la habitación.En el suelo junto a la cama reposaba una bacina con un vómito de

color amarillento que Antonia acababa de echar de su cuerpo.—Levantad las cortinas y dejad que entre la luz y el aire. La

enfermedad crece más en los sitios poco ventilados.Tras decir esto, José se puso el tapabocas que ahora siempre

usaba cuando revisaba enfermos de calentura y comenzó a explorarla.Al acabar, su rostro era serio.

—Dadle agua con frecuencia y también caldo, infusiones dejengibre o vino templado. Usad compresas empapadas en agua fría parabajarle la calentura.

Convinimos con mi hermano que mi madre y yo procuraríamosestar a su lado en todo momento para cuidarla. José nos advirtió tanto aDaniel como a mi madre y a mí que usásemos siempre un pañuelo paracubrirnos la boca cuando estuviésemos a su lado, y que nos lavásemoslas manos cada vez que tocásemos la bacina para limpiarla de vómitoso le diésemos de beber.

Una vez en la calle donde ella no nos podía escuchar, nosconfirmó que por los síntomas que presentaba, parecía haber contraídola enfermedad de Andalucía.

Solo nos quedaba rezar para que su cuerpo superase el mal.

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CAPÍTULO IXOtra vez en guerra con Inglaterra

Antes de terminar el año, aún nos esperaban otras malas nuevas,pues es sabido que los males son como las cerezas: detrás de unavienen cincuenta.

Unos barcos de guerra ingleses, que habían recibido hospitalidaden uno de nuestros puertos del reino de Andalucía, tras hacerse denuevo a la mar atacaron a traición a unas fragatas españolas queregresaban de las Indias, sin que el gobierno inglés hubiese dado avisoalguno a nuestro país.

El primer secretario de Estado, siguiendo las instrucciones deCarlos IV, publicó de inmediato un comunicado de declaración deguerra contra el inglés, cosa que entristeció a todos, pues nuestro reinollevaba casi diez años en armas, ya fuera contra Francia o contraInglaterra.

Las arcas del Estado estaban vacías y los hombres jóvenescansados y hastiados de tanto guerrear.

En nuestra familia la noticia se recibió con preocupación, si bienen aquellos momentos nuestro pensamiento estaba con Antonia, queluchaba contra la enfermedad aferrándose a la vida.

Algunos médicos trataban a los enfermos provocando el vómitopurgativo, administrando compuestos arsenicales e incluso a vecesrecurriendo a la sangría, pero José había comprobado que estostratamientos, lejos de mejorar a los afectados, en muchos casosprovocaban un deterioro importante después de recibirlos.

Por ello, había dispuesto el tratamiento para mi cuñada Antoniabasado en caldos, cuencos de vino caliente y compresas de aguatemplada para combatir la calentura del cuerpo.

Mi madre y yo nos turnábamos en su cuidado, pues los padres deAntonia habían fallecido cuando ella era todavía muy niña y no teníaotros hermanos que pudiesen velar por ella.

Durante diez días su situación fue de extrema gravedad y enmuchos momentos temimos por su vida. Su pulso era débil, los vómitosfrecuentes y su debilidad extrema.

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Pero al fin el buen hacer de José, los cuidados de los que día ynoche estábamos con ella y su deseo de vivir, sumados a la voluntaddel Altísimo, pues a quien Dios quiere bien, el viento le arrima la leña,consiguieron el milagro.

No había terminado diciembre cuando la fiebre y los vómitos demi cuñada remitieron y José dictaminó que estaba en fase de curación.

En esos días llegaron a Zaragoza doce frailes y doce monjas de laorden de la Caridad procedentes del hospital de Barcelona. Al igual quelas hermanas de San Vicente de Paul de Francia o los hermanos de SanJuan de Dios, esta congregación se dedicaba al cuidado de losenfermos en los hospitales.

Habían sido enviados por sus superiores para cooperar en laatención de los enfermos ingresados en el hospital Real de NuestraSeñora de Gracia, lo que supuso un gran alivio para los Hermanos de laSopa, que llevaban meses cumpliendo su compromiso con el hospital yal mismo tiempo sus obligaciones profesionales y familiares, con elconsiguiente quebranto para sus vidas y en algunos casos para su salud.

Los hermanos de la Caridad vestían un hábito y un manteo decolor gris con un Santo Cristo pintado en el pecho, mientras que lasmujeres llevaban un hábito negro con el mismo dibujo que ellos.

Su llegada fue muy bien recibida por todos los médicos yreligiosos que trabajaban en el hospital. Sor Marie Aylón se ocupó dela acogida de las hermanas y llegado el momento me las presentó porsu nombre.

De todas ellas, me impresionó una que dijo llamarse María JosefaRafols Bruna. Aparentaba tener una edad muy similar a la mía, pero suenergía y decisión parecían corresponder a alguien de más años.

En esos días la Gaceta había publicado que el cónsul de Francia,el general Napoleón Bonaparte, había sido coronado en Roma comoemperador en presencia del Papa Pío VII.

Así pues, a pesar de mi juventud yo no me había equivocadodemasiado. Los franceses habían hecho una revolución para cambiar unrey por un emperador, negocio en el que poca ganancia parecía haberpara el pueblo.

De esta forma comenzó el año 1805, con España en guerra contra

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el inglés, la Hacienda Real esquilmada por tanto dispendio en armas,los graneros y pósitos vacíos y los vecinos de Zaragoza descontentosde que el rey Carlos, su valido Godoy y nuestros regidores no fuerancapaces de poner orden a tanta necedad.

El primer día del nuevo año, fiesta del niño Dios, los hermanos yhermanas de la Caridad comenzaron su labor en el hospital. Loscofrades de la Hermandad de la Sopa les habían cedido parte de susoratorios para su mejor acomodo.

Al día siguiente se celebró, como era tradición, la festividad enconmemoración de la venida de Nuestra Señora a la ciudad deZaragoza, con gran iluminación de hachas y candiles en la SantaCapilla. Hubo rosarios por las calles acompañados de festejos ymúsica.

En muchas casas se celebraba una comida especial en estasfestividades, pues fiesta sin comida no es fiesta cumplida. Nuestrospadres nos reunían y, aunque el condumio era sencillo, acorde anuestros recursos, nunca faltaba un buen pan de flor recién traído de latahona y un vaso de vino de Cariñena para calentar el estómago yencender el ánimo.

En aquella ocasión mi madre había ahorrado unos reales y nosdeleitó con un guiso de bacalao con cebolla y unos panecillosazucarados que provocaron los elogios de todos.

Esos primeros días y también el resto del mes fueron fríos, conabundantes lluvias y nieves, que fueron recibidas con alborozo portodos, ya que buena es la nieve que a su tiempo viene.

Por si los festejos hubiesen sabido a poco, aún celebramos en losúltimos días de enero la festividad de San Valero, patrón delarzobispado de nuestra ciudad.

En febrero de 1805 la Junta de Sanidad recibió correo de laGeneral de Madrid en el que se comunicaba que se daba por terminadala epidemia en el reino de Andalucía, donde había comenzado.Inmediatamente se abrieron las puertas del Carmen y de Sancho, que sehabían cerrado por prevención, y se suspendieron las guardias cívicas.

Con estas buenas nuevas, nuestras vidas tornaron poco a poco asu anhelada rutina, cada uno dedicado a sus faenas. La guerra con

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Inglaterra, salvo para aquellas familias que tenían algún ser querido enla milicia, que a Dios gracias no era nuestro caso, nos quedaba lejos ysolo a través de la Gaceta éramos conscientes de ella.

José y yo seguíamos en el afán por tener descendencia, pero trasmás de dos años de matrimonio, nuestras esperanzas no se habían vistocolmadas con un hijo.

Mi hermana Pilar y su marido Santiago acababan de ser padres deun precioso niño, con el pelo negro y rizado como su padre. Le habíanpuesto por nombre Miguel.

Asimismo mi cuñada María Josepha había quedado preñada alterminar el año 1804 de tan aciago recuerdo y se esperaba quealumbrase a nuestro nuevo sobrino pasado el mes de agosto.

Mis padres habían cumplido ya los cincuenta años, pero ambosseguían fuertes y demostraban gran energía. Mi padre continuabarecorriendo las calles del barrio de San Pablo con su burro repartiendoagua y mi madre no había dejado su trabajo de limpiadora, aunque araíz de la incorporación de los hermanos de la Caridad la Junta rectoradel hospital le había reducido las horas de trabajo y en consecuencia, elsueldo.

La disminución en la cantidad de reales que entraban en su casano les había causado especial trastorno, ya que habían pasado lostiempos en los que tenían cuatro hijos que vestir y alimentar. Con losjornales de los dos se apañaban.

Pero no había sido así para algunos zoqueteros[31] del hospital alos que la Junta rectora había cancelado los sueldos que les pagaba,perdiendo de esa forma su ocupación y su sustento.

Los padres de José se habían librado también de las afliccionesde la enfermedad, al igual que los hermanos de mi esposo y porfortuna, también mis tíos y seres queridos.

Por ello en nuestra familia celebramos con especial alegría lasfiestas de carnaval, asistiendo a los desfiles de la Mojiganga y suspersonajes, entre los que eran muy celebrados el Rey Gallo y DoñaCuaresma.

José y yo aprovechamos uno de nuestros paseos por el Coso parasaborear unos sorbetes con bizcochos preparados por Antonio Gimeno,

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botillero que despachaba esos refrescos y otros en la Cruz del Coso.Los días fueron transcurriendo y llegó el lunes santo en la

segunda semana de abril. A lo largo de esa semana fueron numerosaslas procesiones, misas y oficios que se celebraron, siendo todos muyconcurridos.

Muchos zaragozanos seguían pensando que todos los males quehabíamos padecido en los últimos tiempos eran un castigo divino pornuestros pecados y mala conducta.

Yo tenía mis dudas de que Dios se tomase tantas molestias paracastigar nuestros pecados. Ahora que por mis años conocía ya de lanaturaleza humana, sabía que no hay cristiano que no peque y no pocasveces. De hecho, aquellos que alardeaban de ser los más honrados eranen muchas ocasiones los más falsos.

Pero los curas desde sus púlpitos alimentaban la creencia de queel pecado estaba en el origen de todos nuestros males. Enconsecuencia, las gentes buscaban el perdón de Dios mediante esosactos de penitencia y oración.

Especialmente emotiva fue la procesión del Santo Entierro,

organizada por la cofradía de la Sangre de Cristo, a la que asistió ungran gentío, muchos de sus integrantes portando hachas.

Con la llegada del buen tiempo los ánimos de todos habíanmejorado de forma notable sobre todo si recordábamos las mismasfechas del año precedente.

Había llovido en abundancia, las cosechas se anunciaban buenas,con lo que el trigo había bajado de precio y la epidemia de laenfermedad de Andalucía estaba ya olvidada, salvo para aquellos quehabían tenido la desgracia de perder algún ser querido por su causa.

En agradecimiento a Dios por su misericordia, el día dieciséis delmes de junio tuvo lugar la procesión que salía cada año por esas fechasdel Hospital Real de Nuestra Señora de Gracia, presidida por losregidores del centro, cuya asamblea recibía el pomposo nombre de laIlustre Sitiada, cosa que a José y a mí nos daba pie para muchaschanzas y risas en la intimidad de nuestra casa.

Esta procesión, muy concurrida por enfermos y familiares, así

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como por gentes de toda condición, iba escoltada por una compañía demiñones[32].

El primer día de verano José me llevó a la plaza de toros para verun espectáculo de equilibrios y piruetas que ejecutaba la compañía deun tal Piculín, al parecer muy conocido entre las clases acomodadas,que eran las únicas que podían pagar los reales que costaban lasentradas.

La plaza había sido mandada construir por don Ramón Pignatelli,aunque su uso había sido variado en sus cuarenta años de existencia,pues las corridas habían sido prohibidas por Carlos IV y también por supadre, Carlos III. En esos años de proscripción se habían celebradonumerosas novilladas, con erales que se criaban en la villa de Egea delos Caballeros.

De forma ocasional seguían llegando noticias de la guerra contraInglaterra. Entrado el mes de julio se había sabido de una batalla naval,ocurrida en el cabo de Finisterre.

La Gaceta hablaba de un resultado incierto, pues los ingleses sehabían retirado pero la flota combinada franco-española no habíalogrado su objetivo de abrir el canal de la Mancha para el desembarcoque tanto ansiaba Napoleón en Inglaterra.

El trabajo en el hospital había vuelto a la normalidad, pero no porello los hermanos de la Caridad habían regresado a Barcelona. Su laborseguía siendo muy apreciada.

Además de los casos de calenturas, dementes, parturientas y otrosmales, con no poca frecuencia llegaban parroquianos con heridas denavaja fruto de las pendencias que se producían en las calles o en lastabernas.

Aquel verano se había producido una riña entre capilleres[33] de lasanta Iglesia de Nuestra Señora, que había causado especial conmociónen la ciudad. Mi cuñado Dionisio había tenido que operar a uno deellos para cerrar sus heridas en el vientre, mientras otros médicos seafanaban en remendar a otro.

Las misas en la iglesia de Nuestra Señora se habían tenido queinterrumpir hasta que se pudo limpiar la sangre y así dar por purificadala iglesia para reanudar los ritos.

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Meses antes había ocurrido una trifulca similar entre miñones ysoldados del regimiento de caballería de Borbón, dando como resultadoun miñón muerto y dos heridos por arma blanca a los que tambiénhabían traído a este Santo Hospital para reparar sus heridas.

Pero esas peleas formaban parte de la vida en las calles, puesquien más y quien menos llevaba una navaja al cinto cuando no unacero, y unas veces por enojo, otras por orgullo y las más por el vino,todos estaban prestos a hacerlos brillar.

Lo que tampoco habían cesado eran los hurtos de comida en elhospital. A pesar de todos los medios que el intendente y la IlustreSitiada habían puesto para evitarlos, éstos se habían convertido en algorecurrente hasta tal punto que la vigilancia, al principio muy estricta,se había relajado y el doctor Gavín parecía que se había resignado aconvivir con esa triste circunstancia.

Así pues, Zaragoza había vuelto a su rutina, dejando atrás losgrandes males que nos habían afligido.

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CAPÍTULO XEl Principado de los Algarbes

Pasaron dos años más sin que en mi vientre anidara la semilla delamor que José y yo nos profesábamos.

Corría el año 1807 y desde que en 1805 se diera por terminada laepidemia que tantos muertos había causado, para nuestra familia lascosas no habían ido mal.

En el verano de aquel mismo año en el que Dios nos habíalibrado de la calentura amarilla, mi cuñada Josepha había alumbradouna hermosa niña, a la que habían puesto por nombre Victoria.

Era una criatura vivaracha y desde las primeras semanas habíademostrado una gran inteligencia. Antes de cumplir un año ya decíaalgunas palabras.

Y si las desgracias no caminan solas, por suerte tampoco a lasalegrías les gusta ir de non. Durante el año 1806 vinieron al mundo missobrinos Pedro, hijo de Pilar y Santiago, y Joaquina, hija de mihermano Daniel y su esposa Antonia, que había sanado por completode su calentura.

Mi padre seguía repartiendo agua por el barrio, aunque el añoanterior había tenido que comprar un nuevo burro, pues el que le habíaservido tan bien durante muchos años un mal día había muerto deviejo.

Los demás también continuábamos con nuestras ocupaciones,aunque ahora los niños, que son siempre un regalo, se habíanconvertido en la razón de existir de mis padres y en el centro denuestra atención cuando nos reuníamos con motivo de algunafestividad.

Si en nuestra familia no nos podíamos quejar de cómo nos tratabala vida, con seguridad nuestros reyes y su valido no podían decir lomismo.

La guerra de España contra el inglés, aparte de dejar vacías lasarcas de la corona, no había aportado nada bueno a nuestro reino. Trasel desastre de Finisterre, en octubre de 1805 la Gaceta había publicadonoticias de otra calamidad sufrida por los barcos de guerra españoles y

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franceses en Trafalgar.La flota inglesa, bajo el mando de un tal Nelson, había infligido

una dura derrota a nuestros navíos. Como consecuencia de ello, elcomercio de determinados productos como el azúcar y la llegada de oroy plata desde las Indias habían quedado definitivamente interrumpidos,privando así a la Corona de unas rentas que le eran muy necesarias.

Si ya antes de esta catástrofe el generalísimo de las armas detierra y mar del reino de España, Manuel Godoy, no gozaba del afectodel pueblo, tras esa derrota y las penurias económicas que estabaimponiendo la guerra, los parroquianos en los mercados y en las callescomentábamos sin recato que el valido era un rufián cuando no cosaspeores.

Lo mismo ocurría con la reina, a la que los rumores de susamoríos con Godoy y su comportamiento inmoral la habían convertidoen tema de conversación en todos los corrillos y le habían granjeadoencendidas diatribas desde los púlpitos.

El rey Carlos tampoco se libraba de las críticas de loszaragozanos. Su aparente pasividad ante el lío amoroso de Godoy y lareina y la nefasta gestión de la guerra y de la economía había puesto enevidencia su falta de capacidad para gobernar y, según muchos, paracualquier otro asunto de la vida.

Tanto así que en la calle se le empezaba a llamar el consentidor,por dejar muchos asuntos de gobierno en las manos de su esposa, lareina María Luisa, y de su valido Godoy. Aunque los peor pensadosatribuían el apodo a su pasividad ante las infidelidades de su esposa.

Cuando nos veíamos con mosén Miguel en el hospital, éste noscontaba que desde la Corte habían llegado rumores de un movimientode personajes importantes de la nobleza, liderados por el herederoFernando, para destronar a su padre el rey Carlos.

Pero si esos cuentos habían llegado a nuestros oídos, tambiénhabían llegado a los del monarca, al parecer de boca de Godoy.

La consecuencia había sido que el rey había mandado encarcelara los participantes en esa conspiración[34]. En las tabernas y en losmercados se decía que habían sido detenidos e incluso algunosdesterrados el duque del Infantado, el marqués de Ayerbe, el conde de

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Ormaz o el conde de Montarco entre otros.Entretanto, Napoleón seguía empeñado en invadir Inglaterra, pero

la falta de control de los mares se lo impedía, por lo que decidióimponer un bloqueo continental a aquel país, del que por los acuerdosy alianzas que les unían, España debía participar.

El rey de Inglaterra, Jorge III, contaba con un fuerte aliado enPortugal[35] y Napoleón resolvió conquistar ese país para privar a losingleses de puertos amigos en el continente.

En los últimos meses del año 1807 comenzaron a llegar noticias aZaragoza de que ejércitos franceses, con la autorización de Godoy ydel rey Carlos IV, habían cruzado la frontera por la ciudad de Irún y sedirigían a Portugal[36].

No había terminado el año cuando la Gaceta publicaba que losejércitos francés y español habían conquistado el país luso.

Los viajeros que venían de ciudades del reino de Castilla noshablaban de que los franceses habían dejado en su avance haciaPortugal guarniciones en las grandes ciudades de nuestro reino, con elfin de contribuir a su protección.

Zaragoza no quedaba en el camino de los gabachos haciaPortugal, así que por nuestras puertas no había cruzado ningún soldadodel país francés. Algunos comentaban en las tabernas que no venía acuento el dejar esas tropas en nuestras ciudades, pues no parecía quehubiese peligro de que los portugueses fuesen a entrar en las tierras denuestros reinos.

Por todo ello, el malestar en las calles era grande. Entre losparroquianos había algunos que defendían la llegada de los franceses,quizá pensando que con su intervención en España podría incorporaralgunas ideas de la Ilustración y de paso se pondría fin al reinado deCarlos IV, a la inmoralidad de la reina y a los desmanes de su valido.

Pero la mayor parte de los zaragozanos renegábamos de esaocupación de tropas extranjeras en nuestros reinos. Había habidoalgunas riñas entre los que los vecinos empezaban a llamar“afrancesados” y los que se oponían a la injerencia de Francia ennuestros asuntos, de los que se hablaba como “patriotas”, entre los queJosé y yo nos encontrábamos.

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Con estas tribulaciones llegaron las festividades de la Navidad.Cuando éramos niños la tradición en nuestra casa era la de

celebrar una cena de pocas pretensiones en el condimento pero muchasen el sentimiento, a base de pan mediado y un guiso de garbanzos concarne de cerdo, todo ello acompañado de vino y en ocasiones unatajada de queso cuando nuestra economía nos lo permitía.

Si la comida nos sabía rica, mis hermanos y yo esperábamosansiosos al final, pues nuestra madre sacaba unos bizcochos reciénhorneados que nos parecían el más delicioso manjar del mundo.

En esas cenas mis padres comenzaban siempre dando gracias aDios por habernos concedido salud y sustento durante el año y nosinsistían en que la familia sería siempre nuestro principal asiderocuando viniesen mal dadas. Mi madre nos recordaba entonces quehijos, hermanos y hogar son la única verdad.

Para los cuatro hermanos aquella cena era un banquete quedespués recordábamos todo el año.

A partir de que José me desposase, sus padres, el doctor DomingoGuillomía y su esposa doña Ascensión, comenzaron a invitarnos a mispadres y a mis hermanos a su casa para esta fiesta.

Allí nos juntábamos con los hermanos de José y sus familias, deforma que en ocasiones el convite alcanzaba a más de cuarentapersonas.

Dionisio, tras una juventud disoluta, se había casado conManuela Garcés, la hija de un alguacil de la Real Audiencia, pero adiferencia de sus hermanos, antes de su matrimonio se había prodigadoentre las busconas de las mancebías y casas de mal vivir, para disgustode sus padres y motivo de chanza de sus hermanos. Éstos, Pedro ySebastián, seguían solteros.

Aún después de casado, José y yo habíamos presenciado algunadisputa entre Dionisio y Manuela, pues ella le achacaba que seguíaviéndose con meretrices de tanto en tanto.

Los padres de mi esposo vivían en una casa noble situada cercade la Cruz del Coso.

Para dar cabida a tanta gente utilizaban dos salones muyespaciosos. En cada uno de ellos, calentado por una enorme chimenea,

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montaban una larga mesa en la que abundaban los manjares de todotipo.

Esta vez habían dispuesto fuentes de cordero, faisán y besugojunto con guisos de verduras y platos de frutas, todo ello acompañadode pan candeal recién horneado y abundante vino. En los postressirvieron un dulce que yo había ya probado en anteriores navidades yque se conocía como mazapán, hecho a base de almendras.

Era un abundante y suculento festín, haciendo honor al dicho deque la olla de familia rica, nunca chica.

Además de organizar el condumio, los padres de mi esposohabían hecho adornar la casa con ramas de acebo y abundantes velas.Cerca de la chimenea de la sala más grande habían colocado unpequeño pesebre hecho de madera y paja en el que descansaba unafigura que representaba al Niño Dios.

En esta ocasión José había invitado también a mosén Miguel y asu familia, que habían aceptado gustosos.

A pesar de la alegría de estar todos juntos para semejantecelebración, a nadie se le quitaba de la cabeza la difícil situación por laque atravesaba el reino de España.

—Mosén Miguel, ¿ qué opinión os merece la entrada de losejércitos franceses en España?

El padre de José sabía del profundo conocimiento del cura sobrelos avatares de la Corte y siempre que coincidía con él gustaba dedebatir sobre los sucesos que ocurrían fuera de Zaragoza.

Porque con ser nuestra ciudad la tercera del reino por suimportancia, realmente todos los asuntos se cocían en Madrid ynosotros, como otras grandes ciudades de otros reinos, quedábamos almargen de las decisiones y en muchas ocasiones incluso de suconocimiento.

—Veréis, don Domingo. En el Real Acuerdo[37] y en elAyuntamiento se habla de un tratado secreto, firmado por Godoy conNapoleón[38], por el que se le da paso al ejército imperial para tomarPortugal, con el auxilio del ejército español, como así ha ocurrido.

—Y, ¿qué ganancia tiene nuestra nación en semejante negocio?

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—Mucho me temo que ante las demandas del emperadorNapoleón, ni nuestro rey Carlos ni otros monarcas europeos puedenponer muchas trabas. Pero, dicho esto, también se dice, aunque no sé siesto ya cae en el saco de la maledicencia, que en ese tratado Godoy haconseguido hacerse con una de las tres partes en las que el territorioportugués va a quedar dividido tras su conquista. Hablan de unprincipado de los Algarbes, que sería la recompensa al valido porallanar el camino del emperador hacia Portugal.

Mi padre no había alentado hasta ese momento, disfrutando comoestaba de todas las exquisiteces que había sobre la mesa. Pero al oír elnombre de Godoy, salió de su silencio.

—Ese Godoy, además de rufián es un traidor y tiene mucha culpade lo que pasa en España. Ya dice mosén Prudencio en sus homilíasque con sus líos de faldas con la reina y su simpatía por los gabachos,es un enviado de Satanás. Y ahora les abre las puertas a los francesespara pasearse con sus ejércitos por España.

Mosén Miguel continuó ilustrándonos con sus conocimientos delos asuntos de la Corte.

—No sois el único al que no cae bien el valido del rey, señorJuan. Tampoco parece que sea santo de la devoción del Príncipe deAsturias y heredero de la corona, don Fernando.

—Dios tenga misericordia de nosotros, mosén. Porque si losreyes y el generalísimo de las armas de tierra y mar del reino deEspaña no parecen las mejores cabezas para gobernar nuestro reino, loshechos del príncipe heredero hacen pensar que de tal palo, tal astilla.

—Tenéis razón, doctor Guillomía. Cuentan que don Fernando nodudó ni un instante en delatar a sus colaboradores en la conjura delEscorial que pretendía destronar a su padre y hacerse con la corona. Siese es el espíritu con el que va a gobernar España, que Dios nos cojaconfesados.

En ese momento tomó la palabra mi esposo.—No faltáis a la verdad, mosén Miguel. Pero muchas gentes del

pueblo llano lo ven como la única esperanza para librarnos de losactuales monarcas y su valido. Ya dicen que en el país de los ciegos, eltuerto es rey, refrán que aquí viene que ni pintado.

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A pesar de estas preocupaciones, la distancia con la Corte deMadrid nos hacía creer que eran otros los que debían ocuparse deenderezar esos entuertos.

Fue una Navidad feliz que no mucho tiempo despuésrecordaríamos con añoranza.

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CAPÍTULO XILas rebeliones de Aranjuez y Madrid

Comenzó 1808. Dejamos atrás las fiestas navideñas ycontinuamos con nuestras vidas, sin sospechar lo que el destino nosdeparaba.

Cada día llegaban viajeros procedentes de Madrid y de otrasciudades de España que contaban de los importantes contingentes desoldados franceses acantonados en los alrededores de la capital delreino, en los pasos fronterizos entre España y Francia y en otrasimportantes ciudades, como Barcelona, Pamplona, Burgos oSalamanca.

Y también relataban frecuentes desmanes de los gabachos contrala población, en los que recurrían a la violencia y al saqueo, de formaque más parecían piratas berberiscos que soldados de una naciónaliada.

Se aproximaba marzo a su fin cuando llegaron noticias de unarebelión ocurrida en Aranjuez[39], una villa próxima a Madrid. LaGaceta informaba de que Godoy, el ahora generalísimo y granalmirante, había llegado a la villa con los reyes Carlos y María Luisacon la intención de viajar después a Cádiz, poniendo así distancia conlos ejércitos franceses que ocupaban las villas en torno a Madrid.

Incluso se hablaba de que los reyes y el propio Godoy estuviesenplaneando embarcar rumbo a las Indias, tal como habían hecho tiempoatrás los reyes de Portugal.

La huida de los monarcas y de su valido había provocado la iradel pueblo de Madrid y también de la villa de Aranjuez. Con laoscuridad de la noche, el palacio en que se alojaban había sido asaltadopor parroquianos enfurecidos, dirigidos por nobles próximos alpríncipe Fernando.

El Príncipe de la Paz, como era conocido con cierta socarroneríaen tascas y mercados, había sido hecho prisionero y por lo que relatabala Gaceta, había salvado su vida gracias a la intervención del propiopríncipe de Asturias, que lo había librado de ser linchado por lospaisanos.

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Pero, con ser ésta una asombrosa noticia, lo más sorprendente eslo que la Gaceta relataba a continuación. El propio rey había sidotambién hecho preso y despojado de su corona de rey de España y delas Américas y su hijo le había sucedido en el cargo.

En los siguientes días los comerciantes y viajeros que llegaban ala ciudad, así como los correos recibidos en el Real Acuerdo y en elAyuntamiento, iban proporcionando más información sobre lo ocurrido.

El gran almirante había sido destituido de todos sus cargos, y susbienes y casas habían sufrido el asalto de los más desaprensivos, quesiempre aparecen para no desmentir el dicho de que a río revuelto,ganancia de pescador.

Según decían, en alguna de sus mansiones y palacios en Madridse habían encontrado objetos de valor, como algunos lienzos pintadospor el pintor de la Corte don Francisco de Goya, natural deFuendetodos, villa próxima a Zaragoza[40].

Algunos viajeros recién llegados contaban alarmados que a lospocos días de la rebelión de Aranjuez, las tropas francesas del generalMurat habían entrado en Madrid, pero muchos apenas dimosimportancia a este suceso que quedaba oscurecido por las buenasnoticias del fin del reinado de Carlos IV.

La alegría en Zaragoza era grande, ya que muchos culpábamos alvalido de los males y guerras que habían afligido a España en losúltimos años. En cuanto al rey Carlos y su esposa María Luisa, nodespertaban amor alguno entre nosotros.

Los estudiantes se habían hecho con un gran retrato de Godoyque colgaba de las paredes del vestíbulo de la universidad en el barriode la Magdalena y, tras sustituirlo por uno del nuevo rey, lo habíanquemado cerca de la Cruz del Coso.

Se festejaba en las calles la llegada al trono del rey Fernando,que era el séptimo de su nombre y faltó tiempo para que entre lasgentes se le conociese como el deseado, de tanto que se anhelaba suascenso al trono de España.

Todo esto ocurría en los últimos días de marzo, mientras enZaragoza cada uno seguíamos en nuestros quehaceres, aunquependientes de lo que estaba ocurriendo en Madrid y en el resto del

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reino.En nada tranquilizaron nuestros corazones las noticias que

comenzaron a llegar durante el mes de abril. En correos que habíanllegado de la ciudad de Burgos, situada en el reino de Castilla, seinformaba al Real Acuerdo de unos sucesos que, de ser ciertos,representaban un mal presagio.

Un guardia de corps que transportaba pliegos para los regidoresde Burgos había sido interceptado por tropas francesas, apropiándoselos gabachos de los documentos.

Al conocerse la noticia en Burgos, muchos ciudadanos se habíandirigido a la residencia del intendente de la ciudad, en donde habíanproferido gritos exigiendo justicia. El intendente los había desoído yhabía corrido a refugiarse en el palacio arzobispal, en el que estabaapostada una guardia de soldados franceses.

Los parroquianos, encendidos en su ira por la actitud de suintendente, habían arreciado en sus gritos e incluso habían lanzadoalgunas piedras contra los gabachos. Éstos repentinamente habíandisparado sus fusiles[41], dando como resultado la muerte de trespaisanos y haciendo huir en desbandada al resto de los congregados.

Si en los meses anteriores los sermones de mosén Prudencio enSan Pablo habían arremetido contra la reina y el gran almirante Godoy,a raíz de estos acontecimientos nuestro párroco y los de otras iglesiastornaron sus críticas y recriminaciones contra los soldados francesesque se paseaban impunemente por España, cometiendo todo tipo detropelías.

En los últimos días del mes de abril siguieron llegando correosdesde diferentes ciudades de los reinos de Castilla que informaban delreclutamiento de hombres en edad de luchar en vistas a un posibleenfrentamiento armado con los gabachos.

En nuestra casa rezábamos cada día para que esto no sucediera.Hasta ahora habíamos conocido la guerra solo por las cosas que nuestrohermano Daniel y después Basilio Andía nos habían contado, pero coneso nos bastaba a todos para saber que no podía deparar nada bueno.

Los hombres que la habían conocido de cerca nos repetían que elhambre y la guerra, para verlos a cien leguas.

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En las calles, en el mercado y en el hospital se percibía una grantensión entre los zaragozanos. Todos hablaban de que los pósitos yalmacenes no disponían de suficiente grano para alimentar a un ejércitotan numeroso como el que Napoleón había mandado a España, por nohablar de la escasez de reales en las arcas de la Corona para pagar sumanutención.

Y a pesar de que el nuevo rey Fernando había sido celebrado conjúbilo, no dejaba de sorprendernos que el recién coronado no semanifestase más enérgicamente en contra de la presencia de tropasextranjeras en nuestro suelo.

Lejos de ello, en los días siguientes a su proclamación como rey,y habiendo entrado ya las tropas del emperador en la capital, FernandoVII había sido recibido en Madrid con gran algarabía y sin ningunaoposición de los soldados franceses[42].

El nerviosismo entre nosotros había ido en aumento al conocerseque a mediados de abril la familia real había partido desde Madridrumbo a la ciudad francesa de Bayona para encontrarse con elemperador Napoleón, según decía la Gaceta para que el francésreconociese a Fernando VII como nuevo rey de España y las Indias.

En su ausencia, el nuevo rey había nombrado una Junta Supremapara gobernar España, presidida por el infante don Antonio Pascual deBorbón, hermano menor de Carlos IV y tío del rey Fernando, al queentre las clases altas de Zaragoza no se tenía en muy alto concepto.

Muchos éramos los que pensábamos que el rey no debía acudir aesa cita, pues sabido es que debes amar a tu vecino pero no quitar lacerca.

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CAPÍTULO XIIBayona y Madrid

Era miércoles y el calendario señalaba el 4 de mayo del año1808. José y yo habíamos caminado desde nuestra casa en el Cosohasta el hospital disfrutando de una bonita mañana de primavera.

En la puerta nos encontramos con el cura del hospital, que encontra de lo que en él era habitual, parecía turbado.

—Buenos días nos dé Dios, mosén Miguel. ¿A qué se debevuestra cara, que tal parece que el mismo diablo hubiese pasado poraquí?

Mi esposo José había hecho amistad con el que durante añoshabía sido nuestro maestro y al que mis hermanos y yo le debíamostanto.

—Han llegado noticias terribles desde la Corte. Al parecer, el reyFernando VII y sus padres están reunidos en la ciudad de Bayona conel emperador de los franceses. Corren rumores de todo tipo, unos dicenque Napoleón quiere restaurar en el trono a Carlos IV y otros hablan deque el francés quiere que Fernando renuncie a la corona en favor dealgún miembro de la familia Bonaparte.

Yo no podía creer lo que el cura nos estaba contando. Si losánimos en las calles ya estaban soliviantados por la presencia de lossoldados franceses en algunas ciudades españolas, esto era la chispaque podía hacer estallar el polvorín de la ira de los vecinos.

—Ya se decía en las calles que la familia real no debía haberemprendido ese viaje fuera del reino. Pero si lo que decís es cierto, nopodemos permitirlo. ¿Sabéis qué hay de verdad en esos rumores?¿Acaso ha llegado algún correo desde Bayona?

—Al parecer, mi estimada África, un magistrado que acompañabaal séquito de los monarcas españoles pudo escapar de Bayona con unmensaje que Fernando VII le dictó de palabra, ya que Napoleón haprohibido cualquier comunicación de nuestros dignatarios con la JuntaSuprema que quedó al gobierno de nuestro reino.

—¿Tenéis alguna noticia del Real Acuerdo? ¿Ha promulgadoalgún manifiesto el Capitán General Guillelmi[43]?

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—Hasta el momento no se ha pronunciado, pero algún amigo quese mueve cerca de él me ha dicho que quiere trasmitir un mensaje detranquilidad y de confianza hacia el emperador Napoleón.

Las noticias corrieron de boca en boca por calles y en los puestosdel mercado. Algunos parroquianos, de sangre más caliente que otros,se lanzaron a la calle dando gritos a favor del rey Fernando y en contrade los franceses.

Aún se comentaba en cualquier esquina lo ocurrido en Bayonacuando el jueves 5 de mayo, el capitán general de Zaragoza, elexcelentísimo señor don Jorge Juan de Guillelmi, emitió un bando en elque relataba de forma sucinta la ocurrencia de un levantamiento delpueblo de Madrid contra los franceses y aconsejaba tranquilidad yprudencia, en un tono que dejaba entrever sus simpatías por elemperador.

Ese bando no fue de nuestro gusto y nuestros corazones nospedían precisamente olvidar la mesura y dar una respuesta de fuerza alos franceses.

Si nos quedaba alguna duda, mosén Prudencio en su homilía deldomingo alimentó con sus palabras la hoguera de nuestro enfado.

Había llegado una proclama de los regidores de Móstoles, unapequeña villa cercana a la capital del reino, en la que informaban conmás detalle de la sublevación del pueblo de Madrid contra las tropasfrancesas acuarteladas allí.

El levantamiento había ocurrido el 2 de mayo y lo que el curaleyó en el bando de los regidores mostoleños coincidía con lo que enlos últimos días habían contado algunas personas huidas de la capital.

Con la proclama enviada desde Móstoles, ya no cabían dudas dela veracidad de lo que relataban los que habían escapado de Madrid.

Se hablaba de fusilamientos y ejecuciones masivas por parte delos gabachos y hacían un llamamiento a todas las ciudades y pueblosde España para levantarse en armas.

Los testigos contaban también que el regente de la Junta Supremanombrada por Fernando VII, el infante don Antonio Pascual de Borbón,había abandonado Madrid y que el general Murat, jefe de las tropasfrancesas, había tomado el mando en dicho Consejo Regente.

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Tras leer el manifiesto, el cura había pronunciado una ardorosahomilía, llamando a todos los aragoneses a unirse a la cruzada contralos franceses, que eran representantes del mal y enemigos de la fecatólica.

En nuestro barrio y en otros la furia de los parroquianos habíacomenzado a manifestarse en las calles.

Después de la misa nos reunimos todos los hermanos con mispadres en nuestra casa del Coso, pues ya éramos muchos de familia yla sala de casa de mis padres, que a mí de niña me parecía enorme,difícilmente hubiese podido acogernos a todos.

Una vez allí, mi padre tomó la palabra.—Hijos, se avecinan tiempos difíciles. Cada uno sois muy libre

de, si llega el caso, tomar las armas para luchar por Zaragoza y pornuestro rey Fernando o, si así lo decidís, de resguardaros en vuestrascasas y cuidar de vuestras familias, sobre todo los que tenéis niños alos que proteger. Yo soy viejo y lucharé por defender la honra y elorgullo de nuestra tierra.

Daniel respondió presto antes de que los demás pudiésemos decirnada.

—Padre, de poco nos va a servir el seguir viviendo sin respeto,pues cuando se pierde el honor, va todo de mal en peor. Yo he estadoen la guerra y sé cuán dura puede ser, pero más amarga es lahumillación y el doblegarse ante la voluntad de otros que nos quierenimponer sus ideas.

Todos los hermanos y nuestros cónyuges estuvimos de acuerdo enque si los franceses intentaban poner pie en Zaragoza, íbamos a lucharhasta el final.

El domingo 15 de mayo José y yo acudimos al templo de NuestraSeñora del Pilar para rezar a nuestra patrona e implorar su socorro antelos difíciles días que se nos avecinaban.

La capilla de la Virgen lucía iluminada con decenas de velas. Laimagen estaba adornada con un precioso manto hecho en tela de rasoverde esmeralda, en el que se veían bordados con hilo de seda querepresentaban flores de vistosos colores y sobre ellas una letra Mrematada por una pequeña corona en la que brillaban algunas piedras

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preciosas.La riqueza del manto contrastaba con la sencillez y austeridad de

las imágenes hechas en cera o en madera con formas variadas comopiernas, brazos o incluso muletas que colgaban de las paredes, todasellas ofrendas de feligreses que habían sanado de algún mal gracias a laintervención de la Virgen del Pilar.

La iglesia estaba abarrotada por multitud de fieles. Todos habíanacudido con la misma intención que nosotros, la de pedir a NuestraSeñora su intercesión y amparo en la guerra que se avecinaba contralos franceses.

En esos momentos un cura estaba celebrando misa en uno de losaltares y en su plática arengaba a todos los presentes a luchar concualquier arma contra el demonio francés.

Terminadas nuestras oraciones, salimos a la plaza, desde la quese contemplaba la iglesia de San Juan de los Panetes a nuestra derechay la torre de la Seo a la izquierda y nos dirigimos hacia la ribera delEbro en silencio.

Al llegar a la puerta del Ángel nos detuvimos para contemplardesde allí el puente de Piedra y el barrio del Arrabal, que se levantabaen la otra orilla del río, con el convento de Altabás guardando suentrada.

—José, los vecinos hablan de que los ejércitos franceses vendránmás pronto que tarde para apoderarse de Zaragoza, como ya han hechoen Madrid, Barcelona, Pamplona y seguro que en otras plazas. Pero porlo que se dice en las calles, no les vamos a entregar nuestra ciudad.

—Me temo que así va a ser, querida África. Con seguridad ya haytropas francesas de camino para Aragón, que hasta ahora por suerte seha visto libre de su presencia. Pero nuestra ciudad está en el camino deMadrid a Francia y de una forma u otra, entrará en los planes deNapoleón.

—¿Cómo nos vamos a defender? Aquí apenas hay milicia y loshombres tienen navajas pero no mosquetes u otras armas con las quehacer frente a un ejército como el francés.

—Ya oíste a tu padre. Zaragoza peleará aunque tenga que ser conpiedras contra los cañones de los franceses. Nosotros tendremos que

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luchar desde nuestros puestos en el hospital. Muchos aragonesespagarán con su sangre la defensa de nuestro honor.

Pocos días después llegaba otra noticia que acabó con las pocasesperanzas que aún nos quedaban de evitar la guerra con Francia. Elrey Fernando VII, que no había regresado de su viaje a Bayona, habíaabdicado de sus derechos a favor del emperador.

Y lo mismo había hecho el resto de los miembros de la familiareal en la línea sucesoria, a excepción del infante Francisco de Paula,dada su corta edad.

El hasta entonces rey de España y las Indias había hecho llegaruna carta a la Junta Suprema en la que decía ceder el trono a lasoberanía del emperador por el bien de España y para evitar malesmayores.

El alboroto en las calles era muestra de la indignación de todoslos parroquianos.

En los barrios, los hombres comenzaron a reunirse en grupos parair a hablar con las personas más influyentes de la nobleza y las clasesdirigentes, pidiéndoles que se pusieran al frente del pueblo paraorganizar la lucha contra el francés.

Un buen amigo de mi padre, llamado Mariano Cerezo, era elcabecilla de los parroquianos de nuestro barrio. Vivía cerca de la casade mis padres, en la calle de San Blas. Se ganaba la vida comoagricultor, trabajando unos campos en las afueras de la ciudad.

Aparentaba unos sesenta años de edad, pero se mantenía fuerte,seguramente gracias a su trabajo. Se decía de él que había tomado parteen la lucha contra un grupo de violentos que se habían amotinado, allápor 1766, por causa de la carestía de grano provocada por las sequías.

La historia debía ser cierta, pues mi padre contaba que en su casacolgaba de una pared un escudo de los llamados broqueles, que le habíasido concedido por su participación en la defensa de la ciudad.

En cuanto comenzaron las protestas en las calles, Mariano Cerezose había significado por la vehemencia de sus arengas a los vecinos yrápidamente se habían puesto de forma espontánea bajo su mandovarias decenas de hombres, entre ellos mi padre, mi tío Blas, mishermanos Daniel y Ginés y nuestros amigos Basilio y Perico Andía.

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Los parroquianos de San Pablo, capitaneados por MarianoCerezo, visitaron a varios nobles y cargos del Ayuntamiento, entre ellosal conde de Sástago. Pero todos ellos contestaron que era necesario elmandato del Real Acuerdo y del Ayuntamiento para emprendercualquier tipo de acción.

Lo mismo había ocurrido en otros barrios de Zaragoza. En elArrabal, otro campesino, de nombre Jorge Ibor, pero al que la genteconocía como “Cuellocorto” y también como “tío Jorge”, habíaorganizado a sus convecinos formando una compañía de escopeteros.Cada uno de su partida se había armado como había podido, unos contrabucos, otros con carabinas u otras armas que usaban para cazar.

Los muros de las casas comenzaron a cubrirse con edictos de lasautoridades llamando a la calma a la población, y junto a ellos otrospasquines, que José y yo sospechábamos que se escribían en algúnconvento o iglesia, en los que se exhortaba a los ciudadanos a rebelarsey tomar las armas.

A pesar del enojo que todos sentíamos, la aparente pasividad delos nobles y oficiales de nuestra ciudad impedía que se produjese unaresistencia organizada para defender a nuestro rey legítimo FernandoVII.

Esta situación de duda en la que nos encontrábamos la solventóuna orden recibida en el Ayuntamiento desde la Junta Suprema deMadrid, en la que se pedía que un grupo de ciudadanos notablesrepresentando a la ciudad viajasen a Bayona en respuesta a unaconvocatoria del emperador Napoleón.

La misma orden había sido enviada a otras ciudades del reino. Elobjeto de esta reunión era que los representantes diesen su aprobaciónal nombramiento de un hermano del emperador llamado José Bonapartecomo nuevo rey de España.

Ante semejante petición, el Ayuntamiento había celebrado unareunión urgente en la que había acordado rechazar la participación enesa asamblea de notables, dado que no respetaba las leyes del reino.Además, los regidores solicitaban al capitán general Guillelmi queentregase armas a los zaragozanos para poder defender la ciudad delejército francés que al parecer, estaba de camino.

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En el hospital, nuestra ira se mezclaba con la tristeza de saberque no había marcha atrás.

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CAPÍTULO XIIIEl levantamiento de Zaragoza

El martes 24 de mayo amaneció soleado y con una temperaturaagradable. El cierzo nos estaba dando un respiro y el sol de primaveraya calentaba en consonancia con lo entrado de la estación.

José y yo nos dirigíamos como era habitual al hospital cuando ennuestro camino nos encontramos a un numeroso grupo de paisanos,entre los que marchaban mi padre y mis hermanos. Muchos ibanarmados con garrotes, bastones y azadas.

Mariano Cerezo, con una escarapela roja en su sombrero y unaespada al cinto, iba al frente de ellos.

Casi al mismo tiempo vimos a más grupos de hombres y mujeresliderados también por otros eminentes ciudadanos adornados con lamisma escarapela bermeja.

Cuando el grupo de San Pablo estaba próximo, me acerqué a mihermano Daniel.

—¿A dónde se dirige todo este gentío, Daniel?—Vamos al palacio del capitán general de Aragón para que se nos

entreguen las armas que están a buen recaudo en el castillo de laAljafería. Solo con trabucos, carabinas y navajas no podemos hacerfrente al ejército francés.

A pesar de que José me había insistido en que nuestro puesto enla lucha que se avecinaba no iba a estar en primera línea, de momentotodavía el hospital seguía con su trabajo habitual y tanto él como yosentíamos la misma necesidad que el resto de los zaragozanos de haceralgo.

—José, marcho con estos hombres a casa del general Guillelmi.—Yo también voy, África.—Mi trabajo en el hospital puede esperar, pero no el tuyo, José.

Los enfermos te necesitan. Ve sin cuidado, que yo haré oír tu voz y lamía si se presenta la ocasión.

Así pues, nos separamos allí y mientras José seguía su caminohacia el hospital, yo me uní al grupo que mandaba Mariano Cerezo.

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A los pocos minutos estábamos plantados en la verja de entradaal palacio de los Condes de Morata en el que tenía su residencia elcapitán general Guillelmi. Una vez allí, los más exaltados comenzarona lanzar piedras contra las cristaleras del palacio, haciendo añicosalgunas de ellas, al tiempo que los guardias abrían las puertas.

Había más de un ciento de enfurecidos paisanos y difícilmentelos pocos hombres que guardaban el palacio podían hacerles frente.

A mi parecer, las piedras y las amenazas que algunos proferíanno venían a cuento, pues hasta ese momento los hombres queguardaban el palacio no habían ofrecido resistencia y sabido es que loque con ira se hace, desplace.

Pero también es cierto que los paisanos acumulaban un granrencor contra los franceses y por lo que sabíamos, el gobernadormilitar se había convertido en su valedor en Aragón.

La multitud invadió el recinto y los más rápidos subieron a lacarrera las escaleras hasta llegar a las puertas que daban acceso a laszonas privadas en las que vivía el capitán general.

Antes de que Mariano Cerezo, el tío Jorge y otros jefes de losbarrios de Zaragoza tuviesen tiempo de controlar la situación, oímosdesde el patio cómo los que habían subido las escaleras la emprendíana golpes hasta conseguir derribar las puertas que los sirvientes delgobernador militar habían cerrado siguiendo sus instrucciones.

Yo estaba todavía en el patio cuando las puertas de una de lasterrazas se abrieron y por ella apareció don Jorge Juan de Guillelmi,obligado por los hombres que habían invadido el palacio. En esosmomentos arreciaron los gritos e insultos de afrancesado y traidor ypor un instante temí por su vida.

Mientras esto sucedía, varios de los cabecillas de la revuelta,entre ellos el amigo de mi padre y el que llamaban “Cuellocorto”,consiguieron abrirse paso por las escaleras y así acceder a las estanciasen las que estaba la terraza donde los vecinos increpaban al generalGuillelmi.

Por fortuna antes de que las cosas fuesen a mayores, apareció unpelotón de soldados bajo el mando de los hermanos Antonio yJerónimo Torres, que, uno coronel comandante de los Fusileros del

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Reino y el otro teniente coronel comandante del Resguardo, eran losdos jefes militares de más alto rango de los que dependía la pequeñaguarnición de Zaragoza.

La presencia de los soldados aplacó algo la ira de los vecinos,momento que los alcaldes y jefes de barrios aprovecharon para sacar alcapitán general para conducirlo hasta el castillo de la Aljafería.

Una vez allí, ante la presencia del general Guillelmi y loshermanos Torres, los soldados de guardia nos franquearon la entradahasta el patio interior.

Yo aproveché para colarme junto con mi padre y mis hermanossiguiendo los pasos de los jefes de barrio.

Cuando entramos en el patio del cuartel, el capitán generaldiscutía acaloradamente con el tío Jorge, que le reclamaba la entregadel depósito de armas allí situado.

—Señor, os exigimos que entreguéis al pueblo las llaves delarsenal del castillo para que nos podamos armar y así defenderZaragoza del asalto de los franceses.

—Os repito que no puedo hacer eso. La Junta Suprema quegobierna España ha dado instrucciones claras de no emprenderacciones violentas contra los soldados franceses, y yo mismo he escritoal presidente de esa Junta, el general Murat, informándole de que nohay ningún desorden en Zaragoza, por lo que esos rumores de tropasfrancesas camino de nuestra ciudad son infundados.

Mariano Cerezo tomó la palabra al oír los alegatos del capitángeneral de Aragón.

—Nuestro rey Fernando nombró una Junta Suprema al cargo desu tío el infante don Antonio, que ha sido suplantado por ese generalfrancés, por lo que no reconocemos las órdenes que puedan venir deella. Y en cuanto a vuestra información sobre los ejércitos imperialesque marchan sobre Zaragoza, mucho temo que estáis muy equivocado.

Yo no había visto hasta entonces a don Jorge Juan de Guillelmi.Ahora que lo tenía a unos pasos de mí, comprobé que era un hombre debuena presencia pero entrado en años. Aparentaba tener más de setentacumplidos.

Muchos zaragozanos pensaban que era un afrancesado por sus

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últimos bandos y proclamas reclamando calma y lealtad a la JuntaSuprema controlada por Francia.

Pero José me había contado que muchos años atrás había luchadocon valor contra los franceses y se había hecho merecedor de medallasy distinciones.

En ese momento creí ver a un hombre anciano, al que las fuerzasde juventud habían abandonado hacía tiempo y que entendía queintentar resistirse a los franceses era una empresa imposible.

Una gran parte de los vecinos que habían acudido al llamamientode los jefes de los barrios habían quedado fuera del recinto del castillo,pero desde dentro oíamos su clamor.

Mariano Cerezo se dirigió a don Antonio Torres, el jefe militar demás edad y rango de los dos hermanos.

—Coronel, debéis convencer a su ilustrísima para que abra losdepósitos de armas y permita que distribuyamos los fusiles y cañonesentre los parroquianos. Vos no tenéis más de unos cientos de soldadosbajo vuestro mando y con esa menguada tropa no podréis resistir a losfranceses. Pero si armamos a los civiles, la lucha no será tan desigual.

Yo observaba a Antonio Torres y a su hermano Jerónimo y veíaque se encontraban ante un serio dilema, pues su disciplina yformación militar les obligaban a acatar las órdenes del gobernadormilitar de Aragón pero su corazón les dictaba otra cosa.

En éstas aparecieron algunos oidores de la Audiencia junto conotros ministros del crimen, fiscales y regidores del Ayuntamiento, quese sumaron a la discusión, algunos de ellos a favor de la entrega de lasarmas a los ciudadanos.

La disputa se alargaba entre los que estaban a favor de abrir elarsenal a los parroquianos y los que defendían respetar la legalidadimpuesta por la Junta Suprema bajo el mando del general Murat.

Al fin el capitán general dio su brazo a torcer y accedió a que losdos jefes militares, el coronel Antonio Torres y su hermano, abriesen elarsenal del castillo para entregarnos las armas, declarando que no sesentía responsable de lo que ocurriese a partir de entonces.

Así las cosas, los alcaldes y jefes de barrio enviaron a un grupode paisanos armados en busca del pregonero, con la comisión de dar un

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bando por toda la ciudad pidiendo a los zaragozanos de bien queacudiesen a la mañana siguiente al castillo de la Aljafería para recogerel armamento, bajo pena de muerte en caso de desobediencia.

Estaba ya entrada la tarde y la mayor parte de nosotros no habíaprobado bocado, salvo algunos más avispados que habían venidoprovistos de zurrones y macutos con pan y queso.

Don Jorge Juan de Guillelmi quiso entonces dejar el castillo, conel argumento de que había convocado a los miembros del Real Acuerdoen su palacio y estarían esperando todavía su llegada.

Pero Mariano Cerezo, al que los jefes de barrio habían hechocargo de la situación, le indicó que por su propia seguridad parecía máscuerdo el que permaneciese en el castillo.

Después organizó guardias de paisanos armados en torno alrecinto y tras estas disposiciones la mayor parte de los que allíestábamos nos retiramos a nuestras casas.

Mi corazón aún latía con fuerza. Los zaragozanos habíamostomado el control de la ciudad, apresando para ello a la máximaautoridad.

Pero aun teniendo en nuestro poder un buen número de fusiles ycañones, seguíamos siendo un grupo de ciudadanos voluntariosos, lamayor parte sin formación militar, frente a un formidable ejército quese nos venía encima.

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CAPÍTULO XIVPalafox

Regresé a mi casa cuando ya anochecía. José había vuelto antesque yo y había puesto en el fuego un guiso de patatas que nos serviríade cena.

Al llegar le conté a mi esposo todo lo sucedido, que era mucho.Él me escuchó en silencio.

Cuando terminé mi relato, tomó la palabra.—No me sorprende la actitud del general Guillelmi. En tiempos

fue un gran soldado y patriota, pero los años le hacen ver las cosas dediferente manera. En las últimas semanas se ha plegado a lasexigencias de Murat y ha intentado evitar por todos los medios lo quehoy finalmente ha sucedido.

—A mí me pareció un anciano sin recursos para enfrentarse a unasituación tan difícil.

—No te lleves a engaño, África. Sé por mi padre que su actitudante la invasión de los franceses no ha sido precisamente pasiva. Suintervención contra el hermano del marqués de Lazán y Cañizar, donJosé de Palafox, que es brigadier de la Guardia de Corps del Reino, esun claro ejemplo.

—¿Qué quieres decir?—La historia de este brigadier es interesante. Se dice que fue el

oficial responsable de custodiar a Godoy tras el motín de Aranjuez.Murat le ordenó que se lo entregase, mas él se negó en tanto no tuvieseun mandato que viniese de la autoridad real.

—Pero Godoy finalmente fue llevado a Bayona.—Así es. Los jefes de Palafox le obligaron a cumplir las órdenes

de Murat. Por ello, lo llevó hasta la frontera. Una vez allí, junto conotros oficiales organizó un plan para liberar a Fernando VII de suprisión en Bayona y devolverle el trono injustamente usurpado porNapoleón. Pero sus maquinaciones fueron descubiertas por agentesfranceses y tuvo que escapar por caminos de montaña, vestido depastor, hasta llegar a Zaragoza.

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—Alguien así necesitaríamos ahora aquí para encabezar la luchacontra los franceses.

—Pues no desesperes, querida. Está todavía en Zaragoza. Unavez de regreso aquí, Murat dio orden a Guillelmi para que tomasemedidas y obligase a Palafox a presentarse a su puesto en elRegimiento de Guardia de Corps en Madrid, con toda seguridad paraponerlo bajo arresto. Pero él buscó cobijo en alguna población en losalrededores de nuestra ciudad. Los afrancesados todavía siguen en subusca.

Aún seguimos conversando un largo rato, pues la excitación de loacontecido nos impedía conciliar el sueño.

A la mañana siguiente, José insistió en acompañarme al castillode la Aljafería para hacerse con un fusil. Aunque en la guerra que seavecinaba su puesto iba a estar en el hospital, atendiendo a los heridos,tanto él como yo nos sentíamos dispuestos a luchar con las armas sillegaba el caso.

Así pues, pasamos primero por el hospital, en donde mi esposoatendió a los pacientes que, según los hermanos de la Caridad, eran loscasos más necesitados de visita médica, y hacia el mediodía salimos ynos encaminamos Coso arriba hacia la Aljafería.

En las calles reinaba un gran bullicio. Grupos de paisanoscaminaban rumbo al castillo siguiendo las instrucciones del bandopregonado la tarde anterior y dando gritos a favor del rey Fernando ycontra el emperador Napoleón.

Cruzamos el barrio de San Pablo y salimos por la puerta delPortillo, junto al convento de los Agustinos. Enseguida llegamos a losportones de madera que daban acceso a la Aljafería. Estaban guardadospor vecinos armados con los fusiles que habían cogido del arsenal.

Dentro del patio de armas se encontraban muchos de los alcaldesde barrio que el día anterior habían capitaneado a los vecinos en el actode fuerza contra el general Guillelmi. Entre ellos estaban MarianoCerezo y el que llamaban Cuellocorto, ambos con cara de haberdormido pocas horas.

Nuestro vecino del barrio de San Pablo seguía al mando de lasituación y por lo que vimos, estaba organizando con la ayuda de una

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cuadrilla de paisanos la distribución de los fusiles a los alcaldes ycabecillas de cada barrio, para que éstos procediesen a armar a susvecinos.

Para ello estaban cargando las armas en unos carromatos, y juntoa ellas apilaban cajas de balas y pólvora en barricas. Se veían ademásvarias decenas de cañones, obuses y morteros de diferentes calibrescon su correspondiente balerío.

Algunas de estas piezas estaban ya montadas sobre cureñas y loshombres estaban utilizando gruesas sogas para tirar de ellas y sacarlasdel recinto a campo abierto.

Mi padre y mis dos hermanos, con la cooperación de Basilio yPerico Andía y algunos hombres más, movían con no poco esfuerzo uncañón que parecía de gran calibre hacia la puerta.

Al vernos a José y a mí, mi padre dejó a los demás que siguiesencon la tarea y se acercó.

—A la paz de Dios, hijos. ¿Habéis venido a por fusiles? - Así es, padre. ¿Cómo andan por aquí las cosas?—Ya veis el mucho trabajo que hay en el castillo. Los alcaldes de

barrio están cogiendo las armas para distribuirlas entre sus vecinos.Mientras, nosotros estamos sacando los cañones y los morteros fuerapara emplazarlos en lugares desde los que se pueda disparar contra losfranceses cuando se pongan a tiro. Confiábamos en que los soldadosdel Regimiento de Artilleros se hicieran cargo de esta tarea, pero sucomandante es un sobrino del capitán general y no parece muydispuesto a colaborar.

—¿Su Excelencia sigue aquí?—Se encuentra en uno de los aposentos del castillo. Los alcaldes

de barrio le han prohibido que salga. Él insiste en que lo que hemoshecho es un acto fuera de la ley. Esta mañana ha anunciado querenunciaba a su cargo por motivos de salud, de forma que su segundo,el general Mori, ha tomado el mando de la plaza y de las milicias delreino.

Al tiempo que mi padre nos ponía al corriente de la situación, eltrajín alrededor no se detenía. Algunos alcaldes de barrio se habíancolocado en la parte exterior del castillo y desde un carromato

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empezaban a distribuir las armas.Por fin le dejamos para que siguiese con sus afanes y nos

dirigimos a un carro en el que un lugarteniente de Mariano Cerezoestaba repartiendo fusiles a los vecinos de San Pablo que seaproximaban.

Muchos se habían hecho ya con una escarapela roja, que se habíaconvertido en el distintivo de los patriotas que no acataban la soberaníade los franceses sobre nuestra ciudad y la lucían en sus sombreros o enlas solapas de sus tabardos.

Una vez nos hicimos con dos fusiles, mi esposo y yo dejamosatrás la Aljafería y tras depositar las armas en nuestra casa, regresamosal hospital para seguir con nuestras faenas

Había entrado ya la tarde cuando apareció sobre las paredes delas casas un manifiesto del nuevo capitán general, en el que anunciabaque tomaba el mando de Aragón por indisposición de don Jorge Juan deGuillelmi.

Poco después se daba a conocer las decisiones tomadas en el RealAcuerdo y el Ayuntamiento, reunido tras el nombramiento de Mori.

Entre sus resoluciones se decía que la ciudad no enviaría ningúnrepresentante al llamamiento en Bayona del emperador Napoleón, quese autorizaba la distribución de armas a los vecinos, que se requisabanlos dineros existentes en las arcas de las instituciones públicas, que seiban a enviar correos a todas las villas y ciudades de Aragón pidiendomás defensores para la ciudad y que se iba a nombrar una Junta Localpara gobernar Aragón mientras la Junta Suprema no volviese a estarbajo las órdenes de la familia real española.

Pero José y yo, al igual que otros muchos zaragozanos, nospreguntábamos quién iba a liderar la lucha. El general Mori no eraaragonés y por su cercanía a Guillelmi, no parecía el más indicado.

Pronto corrió la noticia de que el tío Jorge, junto con algunosvecinos del Arrabal, había emprendido camino hacia La Alfranca, unapequeña villa próxima a Zaragoza, en la que al parecer se encontraba elbrigadier José de Palafox escondido en casa de una persona de bien.

La ciudad se había convertido en un hervidero de rumores.Muchas gentes estaban en las calles y por ellos las noticias corrían

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rápidamente de boca en boca.Así, José y yo nos enteramos de que el general Mori había

también presentado su renuncia y rogaba al brigadier Palafox quetomase el mando de la capitanía. Con seguridad la noticia tambiénhabía llegado hasta el tío Jorge y los ocupantes de la finca en la que serefugiaba el oficial de la Guardia de Corps.

Empezaba a anochecer cuando José de Palafox y Melzi cruzaba acaballo el puente de Piedra escoltado por el tío Jorge y los vecinos delbarrio del Arrabal.

José y yo habíamos acudido también cerca del puente para recibiral nuevo capitán general y aclamarlo, junto con centenares de vecinosque gritaban su nombre y lanzaban vivas en su honor.

Era tal el gentío que en un momento dado no pudo continuar acaballo y tuvo que echar pie a tierra, siguiendo así hasta el palacio delos condes de Morata, residencia del gobernador militar, parapresentarse ante él. Allí Palafox tuvo que salir a un balcón pararesponder a las aclamaciones de los zaragozanos y el griterío fueensordecedor.

Sonaban constantes disparos al aire, pues muchos vecinos ya sehabían hecho con un fusil de la Aljafería o los que no lo habíanconseguido, empuñaban un trabuco o una carabina que a la hora dehacer ruido, eran igual de útiles.

Ese día nos recogimos en nuestras casas con la ilusión de que,fuertemente armados y con un jefe aragonés que ya había probado queestaba dispuesto a enfrentarse a los franceses, el ejército de Napoleónno iba a poder con nosotros.

Yo confiaba en que no se cumpliese el dicho de que a ilusionesrápidas, sufrimientos largos.

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CAPÍTULO XVEl día de la Ascensión

El jueves 26 de mayo era la festividad de la Ascensión deNuestro Señor Jesucristo a los cielos.

El ambiente en las calles era de celebración. Los sucesos de losdías anteriores habían interrumpido el acontecer normal de la ciudad ya poco de amanecer grupos de personas habían comenzado a recorrerde nuevo las calles, dando vítores al rey, a Zaragoza y a Palafox.

José y yo acudimos al hospital en donde nos encontramos conmosén Miguel, que había oído que el Real Acuerdo se reunía demañana en el palacio de la Real Audiencia, en la plaza de la iglesia deLa Seo.

Era una convocatoria de urgencia para estudiar y en su caso darsu aprobación a los importantes cambios que se habían producido en elgobierno de la ciudad y por ende, del reino.

Los alcaldes de barrio habían hecho un llamamiento a los vecinospara que acudiésemos al palacio para manifestar nuestro apoyo a JoséPalafox. Mosén Miguel, mosén Guillermo Rincón y yo solicitamoslicencia al regidor del hospital para ausentarnos y personarnos en laplaza de la Seo.

Cuando llegamos, pasadas las diez de la mañana, el lugar estabaabarrotado. Allí se habían concentrado varios centenares de personas,que daban gritos de apoyo al hermano del marqués de Lazán.

Entre la multitud divisé a mi hermano Ginés, en compañía deBasilio y Perico Andía, nuestros amigos de la infancia.

—Hermano, ¿sabes que está ocurriendo dentro del palacio?—Apenas hay noticias y eso está provocando el nerviosismo de

todos los que estamos aquí. Al poco de reunirse los miembros del RealAcuerdo, se han cerrado las puertas a cal y canto y solo se han vuelto aabrir hace unos minutos cuando un alguacil ha salido con prisas,volviendo a cerrar la puerta tras él.

Pronto salimos de dudas sobre la misión del alguacil. JoséPalafox apareció por una bocacalle de San Gil en compañía del oficial,

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vestido con su uniforme de brigadier y abriéndose paso entre losreunidos en la plaza, llegó hasta las puertas del palacio de la RealAudiencia, que se abrieron para dejarles entrar y volverse a cerrar acontinuación.

La incertidumbre de lo que estaba ocurriendo en el interior depalacio fue acrecentando poco a poco la inquietud de todos los queestábamos aguardando fuera. Algunos empezaron a golpear las puertascon las manos y también con bastones y otros objetos, hasta que por finuno de los alguaciles se asomó para conocer el motivo de los golpes.

Los que estaban más próximos a la puerta le manifestaron quequerían que la sesión del Real Acuerdo fuese pública, por lo mucho quepara todos estaba en juego en aquellos momentos.

El alguacil se retiró de nuevo y a los pocos minutos volvió a saliry comunicó que se permitiría el acceso a cuatro representantes de losque estábamos fuera.

Uno de los cabecillas rápidamente eligió a cuatro personas, entreellos a Perico Andía, que entraron con prontitud, cerrándose de nuevola puerta en nuestras narices.

Comenzó de nuevo otra larga espera que en nada invitaba a laserenidad y la calma. A pesar de que dentro de la sala ya había cuatrorepresentantes del pueblo, en la plaza los gritos y los golpes contra losportones lejos de amainar arreciaban, haciendo temer lo peor.

Hasta que de pronto se abrieron de nuevo las puertas, esta vezpara dejar salir a Palafox. Mientras el brigadier emprendía el regresohacia el palacio residencia del capitán general, los cuatrorepresentantes habían salido también y, atosigados por todos,intentaban relatar lo que allí dentro habían vivido.

En seguida se supo que había aceptado el cargo de capitángeneral de Aragón y muchos de los allí presentes se lanzaron hacia él,con la intención de tocarle y los más osados, de arrancarle algún trozode su uniforme como si de una reliquia sagrada se tratase.

No había dejado la plaza cuando ya su vestimenta parecíaseriamente dañada.

Por fin Perico Andía consiguió llegar hasta nosotros y nos contólo ocurrido en la sesión del Real Acuerdo.

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Nuestro amigo nos explicó que en cuanto entraron los cuatrorepresentantes, quedaron sobrecogidos por el lugar y la escena.

Los oidores, magistrados y otros miembros del Real Acuerdoestaban sentados en sus sillones con gran solemnidad, presididos por elgeneral Mori. Perico reconoció entre ellos al esposo de mi tía Ramona,Don José Mayayo y García.

Un retrato de Fernando VII colgaba de una pared, bajo un dosel.La mesa en torno a la que se reunía el Real Acuerdo estaba cubierta porlibros y legajos de todo tipo.

En una mesa accesoria, en un lado de la sala, reposaban unasjarras de plata llenas de agua y unas copas repujadas con muchafiligrana, así como unas bandejas con manzanas, peras y otras frutas.

Palafox se encontraba de pie, en un lado de la mesa. En cuantoentraron Perico y sus tres compañeros, el general Mori les informó queestaban allí por expreso deseo de don José Palafox y a continuación lesdio la palabra para que expusiesen los motivos de la inquietud delpueblo en la calle.

Los cuatro se habían mirado y de común acuerdo Perico habíatomado la palabra en nombre de todos.

Comenzó diciendo que el pueblo de Zaragoza había juradolealtad al rey Fernando, que los zaragozanos habían perdido laconfianza en sus instituciones por causa de las actuaciones de ese RealAcuerdo y de su presidente el capitán general Guillelmi obedeciendociegamente las órdenes de los franceses y que por ello exigían que elbrigadier Palafox, hijo de la ciudad, fuese nombrado capitán general deAragón.

El general Mori, al que según Perico, le quemaba en las manos elbastón de mando, se había levantado presuroso y había declarado quecedía gustoso la autoridad al nuevo capitán general.

En ese momento el hermano del marqués de Lazán tomó lapalabra y, por lo que nos contaba Perico, comenzó un emotivoparlamento. Empezó diciendo que el Real Acuerdo y el general Morirepresentaban en esos momentos la legítima autoridad emanada del reyde España.

Perico le había interrumpido para insistir en que el pueblo no

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reconocía la autoridad de un extranjero como el general Mori y que siel Real Acuerdo no nombraba a Palafox como el caudillo de losejércitos de Aragón iban a rodar las cabezas de los miembros de eseconsejo.

Aun así, Palafox insistía en que no podía aceptar el cargo, pueshabía zaragozanos con más experiencia y méritos que él.

Nuestro amigo nos relataba que las caras de los oidores del RealAcuerdo en esos momentos eran de pánico, pues los gritos en la plaza ylos golpes en las puertas arreciaban, y tal como les habían amenazado,veían sus cabezas rodar escaleras abajo.

Así que, en parte por convencimiento, pero en mucha otra parteporque ya no les llegaba la camisa al cuerpo, todos los miembros delReal Acuerdo a una rogaron al noble aragonés que aceptase el cargo decapitán general, cosa que finalmente había hecho, con un solemnejuramento de fidelidad al rey.

De esa forma, el nombramiento de José Palafox como nuevogobernador militar de Aragón adquiría el sello de legalidad que todosansiábamos.

Cuando Perico terminaba su relato hacía ya tiempo que el nuevocapitán general había salido de la plaza y mi hermano, mosén Miguel,mosén Guillermo Rincón, Perico y yo decidimos entrar en el templodel Pilar para dar gracias a Nuestra Señora por su indudable ayuda.

Por ser el día de la Ascensión, la capilla estaba iluminada conmultitud de velas, candelas y faroles de aceite, haciendo resaltar labelleza de la imagen.

Tras nuestras oraciones, Perico regresó al barrio de San Pablopara continuar con sus ocupaciones y lo mismo hicimos los dosreligiosos y yo.

Cuando llegamos al hospital, vimos que existía un cierto revuelo.José estaba en la sala de calenturas y a su lado se encontraban sorMarie Aylón y Chesús Loriga, ella con el rostro compungido y él concara de pocos amigos.

—¿Qué ocurre, José? ¿Acaso no habéis oído las buenas noticiasde todo lo acontecido en el Real Acuerdo?

—Estamos al tanto del nombramiento de Palafox como nuevo

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capitán general de Aragón y la alegría es grande entre los pacientes yasimismo en el personal del centro. Pero hace un rato se ha producidoun desagradable incidente.

—¿Cómo así, esposo? ¿Qué ha pasado?—Un hombre ingresado en la sala de calenturas se ha negado a

ser atendido por sor Marie por su origen francés. Entonces ChesúsLoriga, que andaba cerca, se ha encarado con el enfermo y la discusiónha ido a mayores, pues mientras el paciente tildaba a los paisanos desor Marie de ateos y seres diabólicos, el camillero le ha replicado queteníamos mucho que aprender de ellos.

—Demasiado ha tardado en ocurrir. En las calles algunoscomerciantes franceses ya han sufrido insultos por parte de patriotasradicales, aunque por lo que cuenta la Gaceta, nada comparado con loocurrido en otras ciudades, en donde se han cometido auténticasatrocidades contra los ciudadanos de aquel país.

Desde que se habían recibido las primeras noticias de lo ocurridoen Madrid, no era extraño escuchar en el mercado comentariosdesdeñosos contra los comerciantes de origen francés, que no eranpocos y formaban un grupo importante en la ciudad.

Yo había discutido con alguna vecina por ese motivo, pero otrosque como yo pensaban que no era justo hacer tabla rasa con todos losde Francia, no se atrevían a decirlo por miedo a ser señalados comoafrancesados.

De hecho, en las calles corrían ya de boca en boca nombres dezaragozanos, muchos de ellos nobles y gentes de buena posición, de losque se decían que simpatizaban con los gabachos y no veían conbuenos ojos el levantamiento del pueblo contra la invasión del ejércitofrancés.

De esa forma, la convivencia y buena armonía que existía en laciudad se veía ahora en peligro, pero es sabido que la guerra mil malesengendra y solo tiene una cosa buena, la paz que trae tras ella.

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CAPÍTULO XVILa ciudad en pie de guerra

En las jornadas siguientes, aunque algunos intentamos seguiratendiendo nuestras vidas y ocupaciones, la mayor parte de loszaragozanos empezaron los preparativos para la lucha que fatalmentese avecinaba.

El día después de su nombramiento, siendo viernes 27 de mayo,su excelencia el capitán general Palafox salió de su nueva residencia enel palacio de los condes de Morata montado en su caballo y escoltadopor la compañía de fusileros que el tío Jorge había organizado convecinos del Arrabal[44].

Muchos salimos a vitorearle a su paso por el Coso camino de laiglesia de Nuestra Señora del Pilar.

Más tarde los vecinos comentaban que su excelencia habíavisitado a Nuestra Señora y había besado su mano, para dirigirsedespués al castillo de la Aljafería, donde las compañías de paisanos deSan Pablo, mandadas por Mariano Cerezo y entre las que seencontraban mi padre y mis hermanos, junto con mi tío Blas y nuestrosamigos Basilio y Perico, le aclamaron como jefe supremo de todos losaragoneses.

En seguida Palafox volvió a su palacio para preparar la defensade Zaragoza.

Multitud de personas abarrotaban las calles, casi todos con unacucarda[45] prendida en su chaleco o en su sombrero. A los vecinos deZaragoza que se habían registrado en las milicias vecinales cada día sesumaban más paisanos de las villas y pueblos de los alrededores, quese presentaban en la ciudad para incorporarse como voluntarios a lascompañías.

Además, habían comenzado a llegar soldados, unas vecesacompañados de sus oficiales pero las más en solitario o en pequeñosgrupos. Venían huidos de Madrid, Burgos, Barcelona, Pamplona y otrasciudades que habían sido tomadas por las tropas francesas.

Mi esposo y yo asistíamos orgullosos al levantamiento de laciudad pero éramos conscientes de las penurias que se nos venían

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encima.—José, se habla en las calles de que con tantos agricultores que

se han incorporado a la milicia, los carromatos con alimentos delcampo que cada día entraban en Zaragoza son ahora menos y por elcontrario cada día hay más bocas que alimentar.

—Ya había pensado en ello, querida esposa. Si Palafox noorganiza pronto un sistema de abastecimiento de alimentos, el hambrepuede ser un enemigo tan temible como las balas. Pero aún hay otracosa que me preocupa.

—¿Qué asunto es ese?—En cuanto empiece la batalla, nos van a llegar muchos

hombres, mujeres y posiblemente niños con heridas y enfermedadesque requerirán cuidados médicos y el hospital va a necesitar una grancantidad de medicamentos y pócimas para su tratamiento. En la ciudadno hay suficientes suministros de yedra, manzanilla, tomillo, digital,flores de opiáceos, laxantes, purgantes y de otras plantas que usamospara ello.

—Y ¿cómo podemos poner remedio a eso, José?—Creo que hasta que empiece el conflicto, debemos aprovechar

para salir a los pueblos de los alrededores y conseguir de sus boticastodo lo que podamos.

Así pues, ese mismo día, tras obtener la aprobación del regidordel hospital, hablamos con sor Marie, con mosén Guillermo y conChesús Loriga, que se ofrecieron gustosos a ayudarnos en la tarea derecopilar plantas medicinales y algunos polvos minerales para uso delos médicos del hospital. Al enterarse de nuestras intenciones, mosénMiguel no dudó en añadirse al grupo.

Cierto es que los boticarios de la ciudad tenían en sus reboticasprovisiones suficientes para los primeros días, pero si la guerra en losalrededores de la ciudad se prolongaba, pronto haríamos corto.

Del sustento de los voluntarios que habían formado las primerascompañías se encargaban los jefes de barrio. Para ello usaban losdonativos de ciudadanos, a veces en dineros y otras en sacos de granoo piezas de cerdo que sacaban de sus despensas, siendo ésa sucontribución a la defensa de la ciudad.

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Pero esos ranchos no llegaban a las familias de los nuevossoldados, por lo que José y yo decidimos que mi madre y mis cuñadascomiesen en nuestra casa hasta que las cosas volvieran a su ser.

Mientras nosotros cavilábamos para garantizar la subsistencia denuestra familia y los suministros de remedios del hospital, Palafox seenfrentaba a la difícil tarea de organizar la defensa de Zaragoza.

Al atardecer se extendió rápidamente el rumor de que elsecretario del depuesto capitán general Guillelmi, de nombre FranciscoBaca, había sido detenido y llevado a los calabozos del castillo.

El sábado 28 de mayo apareció un bando por el que secomunicaba a los ciudadanos de Zaragoza la formación de una JuntaLocal que asumía el gobierno del reino.

Formaban parte de ella los concejales del Ayuntamiento, losoidores del Real Acuerdo, el deán de la catedral, el conde de Sástagocon otros nobles de la ciudad y algunos oficiales del ejército, uno deellos el general don Antonio Cornel, que había sido ministro de laguerra con el rey Carlos IV.

La primera decisión de esta Junta fue la de formar una segundaJunta, presidida por el general Cornel, que se encargaría de lasdecisiones militares para la defensa de la plaza.

La compañía de fusileros de San Pablo, que mandaba MarianoCerezo, había situado algunos de los cañones y obuses requisados delarsenal en el Campo del Sepulcro, próximo al castillo de la Aljafería,de forma que pudiesen ser disparados sin ningún muro queobstaculizase su línea de tiro.

Según nos contó después mi padre, había sido una tarea muylaboriosa. Zaragoza contaba con un pequeño destacamento deartilleros, pero un sobrino de Guillelmi les había ordenado marchar aMadrid cuando empezaron las revueltas, con lo que no quedaba en laciudad ningún soldado que supiese cómo mover y disponer esas armasque podían remediar la desventaja de nuestras fuerzas frente al ejércitofrancés.

A cada momento corrían rumores de detenciones de personajesconsiderados afrancesados. Uno de los apresados había sidoprecisamente don Rafael Irazábal, el sobrino de Guillelmi que nos

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había privado de las expertas manos de los artilleros.Pero lo más sorprendente fue la detención ese día de un criado

del conde de Cabarrús, al que se le había apresado cuando conspirabasiguiendo órdenes de su señor en casa de un comerciante francés parasacar un baúl lleno de dinero que pensaban llevar a Francia.

El conde hasta ese momento había sido un leal colaborador dePalafox, pero con motivo de la detención de su criado, se decía quehabía huido de Zaragoza.

Antes de mediodía había aparecido un manifiesto de las nuevasautoridades de Aragón.

Comenzaba con unas encendidas palabras del capitán general alos aragoneses, en las que nos decía entre otras cosas que “si Aragónen las actuales circunstancias no consiente otros fueros que los suyos,Aragón sabrá sostenerlos. Y esta gloria se cimenta solo en la lealtad,patriotismo y obediencia a las leyes”[46].

A continuación se mandaba que todos los ciudadanos que yaestuviesen armados, bien por haber cogido un fusil del arsenal delcastillo o bien porque disponían de algún arma de fuego en su casa,debían agruparse en compañías de a cien hombres cada una y ponerse alas órdenes de los oficiales que el general Palafox fuese nombrando.

Como la ciudad no disponía de cuarteles para semejantecontingente de soldados, los hombres dormirían y comerían en suscasas y se presentarían por las mañanas entre las siete y las once y porlas tardes entre las tres y las seis en unas barracas que se habíanhabilitado en el hospital de Convalecientes y en el cuartel decaballeros, próximos ambos a la puerta del Carmen, para recibirinstrucción.

Para mi padre y mis hermanos este manifiesto no tenía ningúnefecto, pues ellos estaban ya movilizados desde el primer día bajo lasórdenes de Mariano Cerezo y habían asumido la defensa del castillo dela Aljafería. Allí, además de guardar la fortaleza, hacían ejercicios detiro con los fusiles, ya que muchos no estaban familiarizados con esetipo de arma.

Mi esposo y yo, que nos habíamos hecho con uno de los que serepartieron del arsenal del castillo, debíamos presentarnos a la mañana

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siguiente ante el oficial al mando de alguna de las nuevas compañías,aunque muy probablemente nos mandarían de nuevo al hospital, dondesu papel como médico y el mío como trabajadora iban a ser másnecesarios.

El manifiesto además ordenaba la formación de compañíassimilares en las ciudades, villas y pueblos del reino, bajo el mando delos magistrados o regidores cuando no hubiese un oficial en el lugar.

A estas compañías se les encomendaba el mantenimiento delorden y la protección de las personas, tanto españolas comoextranjeras, pues sobre todo los ciudadanos franceses seguían siendoobjeto de malos tratos y agresiones en muchos lugares.

Se establecía además que todos estos soldados iban a recibir unapaga diaria de cuatro reales de vellón, que se pagarían de los fondospúblicos.

Al final del documento se daba instrucciones a los regidores detodos los pueblos y villas de continuar cumpliendo con susobligaciones habituales, aunque se recordaba que el reino seencontraba en una situación especial por lo que su gobierno se iba aregir por las directrices militares que se marcasen.

Amaneció el domingo 29 de mayo. En cumplimiento delmanifiesto publicado el día anterior, José y otros muchos se levantaroncon el alba para acudir al hospital de Convalecientes y registrarse enalguna de las compañías de las milicias ciudadanas.

La proclama no dejaba claro si las mujeres podíamos tambiénformar parte de las compañías que se estaban formando, por lo que yodecidí acompañar a mi esposo.

Al llegar al lugar, nos encontramos con un gran desconcierto. Allíhabía desde ancianos entrados en años, que difícilmente podíansostener un fusil y mucho menos dispararlo, hasta jovenzuelos de doceaños, igualmente incapaces de sujetar un arma.

Había también algunas mujeres, que, como yo, estaban deseosasde tomar las armas para defender Zaragoza.

Muchos hombres hacían cola para preguntar a los oficiales almando si debían incorporarse a filas, unos por casados, otros porviudos y otros, como era el caso de José, por su oficio.

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Por si todo este barullo fuese poco, unos ciudadanos habíanvenido al hospital de Convalecientes mientras otros se habíanpresentado en el cuartel de caballeros, próximo al convento de losagustinos, aunque nadie sabía el criterio para ser registrado en un lugaru otro.

Cuando llegó nuestro turno ante el oficial, éste reconoció a miesposo antes incluso de que tuviese tiempo de identificarse.

—Doctor Guillomía, os ruego que regreséis a vuestro trabajo enel hospital. Debéis dejar el fusil aquí para otro zaragozano que le démejor uso. Y lo mismo aplica a vuestra esposa. Tenemos instruccionesde que los profesionales de los hospitales y de otros oficios, comopanaderos, no se incorporen a filas, al menos de momento.

Así pues, dejamos nuestros fusiles y nos volvimos por dondehabíamos venido poniendo rumbo hacia la calle de Santa Engracia pararetornar a nuestro trabajo en el hospital.

Los oficiales al cargo del registro de voluntarios y la formaciónde nuevas compañías debían haber percibido también la confusiónentre los zaragozanos sobre el llamamiento de su excelencia el generalPalafox a las armas, y así se lo habían hecho saber.

Porque ese mismo domingo salió una nueva proclama, en la queel gobernador militar comenzaba de nuevo con una arenga para azuzarnuestro patriotismo, como si no fuera evidente que todos ardíamos enamor y lealtad a Aragón y al rey Fernando.

La proclama comenzaba así: “Aragoneses, ha llegado la épocafeliz en la que con vuestros gloriosos hechos demostréis que el espírituguerrero que heredasteis de vuestros progenitores, Europa entera sepaque habéis sabido conservarle”.[47]

Aún continuaba con más palabras de exaltación del valor denuestro pueblo para después hacer un llamamiento a los aragoneses dedieciséis a cuarenta años, que debían presentarse en el hospital deConvalecientes y en el cuartel de Caballeros para organizar lascompañías y los tercios y de esa forma conocer de cuántos hombresarmados disponía la ciudad.

La proclama no precisaba el tiempo de alistamiento, limitándosea decir que sería tanto como fuese necesario.

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Los dos manifiestos de su excelencia enardecieron los ánimos detodos los que nos sentíamos zaragozanos de bien, pero al mismotiempo no dejaban lugar a dudas de que se aproximaba una guerra queiba a ser una dura prueba para todos.

Por si alguien todavía tenía dudas de ello, los rumores desoldados franceses marchando hacia nuestra ciudad estaban en boca detodos.

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CAPÍTULO XVIIDe curas y boticarios

El lunes 30 de mayo José y yo decidimos viajar a Monzalbarba yUtebo para visitar sus boticas y hacernos con las mayor cantidadposible de provisiones de plantas y polvos medicinales para el hospital.

Nos acompañaban sor Marie Aylón, mosén Guillermo Rincón,mosén Miguel y Chesús Loriga. El regidor del hospital nos habíafacilitado dos borricos para poder cargar con la mayor cantidad posiblede las plantas y polvos que buscábamos.

Nos había entregado además una bolsa llena de reales de platacon los que pagar lo que encontrásemos en las boticas.

La distancia de la ciudad hasta Monzalbarba era de una legua ymedia. La villa de Utebo distaba todavía media legua más.

Nos pusimos en marcha con el sol ya por encima del horizonte yen menos de dos horas habíamos llegado a nuestro primer destino.

Los dos curas que nos acompañaban insistieron en que nuestraprimera visita fuese al párroco del pueblo, cosa que así hicimos.

Dejamos atados los dos borricos en una anilla que colgaba de lapared de la iglesia y llamamos a la puerta de la casa parroquial. Nosabrió la cancela el mismo párroco, un hombre joven, de pelo rojizo ycarácter muy jovial, que nos recibió con una sonrisa en su rostro.

Se llamaba mosén Lorenzo Blasco y resultó conocer a mosénMiguel, lo que nos facilitó en gran manera las presentaciones.

—De modo que queréis visitar la botica del pueblo para haceracopio de remedios y medicinas.

—Así es, mosén Lorenzo. No sabemos lo que puede durar laguerra, pero si se producen muchos heridos, necesitaremos tener labotica del hospital bien surtida para poder atenderlos. Toda la ciudadestá revuelta con los preparativos para hacer frente a los gabachos.

—Estamos al corriente, estimado mosén Miguel. Algunos jóvenesdel pueblo ya han partido hacia Zaragoza para incorporarse a lascompañías que su excelencia el general Palafox está organizando. Sime acompañáis, os presentaré al boticario.

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Diciendo esto, salimos de su vivienda, que lindaba con la iglesiaparroquial de San Miguel y tomamos la calle de Enmedio. A unostreinta pasos se encontraba la botica. De camino a ella, el cura nosexplicó que, aunque mucha gente pensaba que Monzalbarba era unpueblo vecino de Zaragoza, en verdad era un barrio rural de la ciudaddesde tiempos de Pedro II.

El boticario era un hombre ya entrado en años y también encarnes. Respondía al nombre de Mariano Chicapar.

Mosén Lorenzo le explicó quiénes éramos y la razón de nuestrapresencia en Monzalbarba. Una vez que el párroco terminó susexplicaciones, el boticario tomó la palabra en un tono de voz sosegadoy afable que me agradó sobremanera.

—Podéis contar con toda mi ayuda para reponer vuestrasexistencias para la rebotica del hospital. Ahora os puedo ofreceraquello de lo que dispongo, pero sabiendo que vuestras necesidadespuede ser perentorias en pocas semanas, en los próximos días haré porconseguir más suministros que os guardaré hasta que vengáis a porellos.

A continuación nos hizo entrar en la rebotica. Ordenadas enestanterías tenía tarros y sacos perfectamente etiquetados con una granvariedad de remedios.

Mi esposo, con la ayuda de sor Marie y mosén Guillermo,comenzó a revisar lo que en cada estante había, y a señalar al boticariolo que si no había inconveniente, podíamos ya cargar en nuestrosanimales para llevarlo al hospital.

Chesús Loriga y yo íbamos cogiendo lo que nos indicaban y locolocábamos en las alforjas a lomos de los dos borricos.

Tras más de una hora de arduo trabajo, nos habíamos hecho conrecipientes conteniendo raíces y hojas de agrimonia, adormidera,hierba del Espíritu Santo, jengibre, árnica, hierba de San Juan, cardomariano, ciprés y así hasta más de veinticinco diferentes substanciasvegetales y minerales.

De cada una de ellas, el boticario nos había cedido una generosacantidad, que oscilaba desde un cuarterón[48] a dos libras[49].

Con los dos pollinos ya cargados, José quiso pagar al buen

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hombre los remedios que nos había cedido.—Veréis, doctor Guillomía. Mis años y mi cuerpo no me

permiten alistarme para luchar, así que permitidme que ésta sea micontribución a la defensa de nuestra tierra.

—Como gustéis, don Mariano. Haremos saber al doctor donFaustino Gavín, regidor del hospital y a los miembros de la IlustreSitiada de vuestro generoso donativo. Si la guerra nos lo permite,volveremos a haceros otras visitas y solicitaros más suministros.Confío que en esos próximos lotes tengáis a bien cobrar por ellos.

Sin más, salimos de Monzalbarba con dirección a Utebo. Distabamenos de media legua de la aldea que acabábamos de dejar y era unasentamiento con más vecinos que ésta.

José conocía al boticario de Utebo, que se llamaba José MaríaOlite, por ser amigo de sus padres, a los que visitaba con frecuencia.Por ello, nos presentamos directamente en la botica, que se encontrabasituada muy cerca de la iglesia de la Asunción.

Al igual que en Monzalbarba, el dueño de la botica se declaródispuesto a proporcionarnos todo lo que fuese necesario, tanto ahoracomo en sucesivas ocasiones.

En su rebotica cargamos con más tarros y bolsas de algunos delos remedios que ya habíamos encontrado en nuestra primera parada.Además añadimos belladona, fresno, aloe, digital, romero, ricino, tilo yhojas y raíces de olivo.

Don José María tampoco quiso recibir ningún dinero por estosremedios, con lo que emprendimos el regreso a Zaragoza con los muloscargados con unas buenas libras de plantas y polvos medicinales y labolsa de reales intacta.

Llegamos al hospital cuando entraba ya la tarde. Tras descargarnuestro preciado tesoro en la rebotica, el hambre nos apretaba, así queJosé y yo decidimos comer con los hermanos de la Caridad en sucomedor del hospital.

Durante el almuerzo, los religiosos nos pusieron al día de lasnovedades ocurridas en Zaragoza en nuestra ausencia.

Por la mañana los cañones habían disparado salvas en honor anuestro rey con motivo de ser la festividad de San Fernando.

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En las calles se comentaba que su excelencia había recibido unaposta de la Junta Local del reino de Valencia, en la que se informabadel levantamiento de la ciudad y todos los pueblos y ciudades de aquelterritorio en apoyo de nuestro rey. Un tal conde de Cervellón había sidonombrado capitán general de aquel reino.

Esta noticia nos produjo gran alegría, pues ya no estábamos solosen la lucha contra los franceses. Pero en las calles aún había causadomayor júbilo el anuncio de la abolición de un impuesto sobre el vino,que desde su instauración había sido muy impopular.

Su excelencia el general Palafox había incluido este aviso en undecreto que se había publicado ese mismo lunes 30 de mayo, en el queademás se marcaban nuevas disposiciones que, sumadas a las yaconocidas, iban poco a poco dando forma al estado de guerra en el quequedaba la ciudad[50].

Así, el decreto requería a los magistrados y oidores para queconfeccionasen listas de reclutamiento. Se establecía que cualquierpersona que atravesase las puertas de la ciudad para entrar o salirdebería presentar un pasaporte. Se advertía que la correspondenciaprivada pasaría por la censura de las autoridades y que se registraríanlos nombres de las personas a las que se destinasen las cartas. Seprohibía el incluir en la correspondencia descripciones de las armas,las tropas o las defensas de la ciudad.

Finalmente el decreto exigía a todos los ciudadanos francesesresidentes en Zaragoza que hiciesen declaración de sus bienes.

Aquella tarde fuimos a visitar a los padres de José y después a losmíos.

En la familia de mi marido había una gran conmoción, pues dosde los hermanos de mi marido, Pedro y Sebastián, se habían registradoya como voluntarios para luchar y cada mañana y cada tarde iban alhospital de Convalecientes para practicar.

El otro hermano, Dionisio, tampoco había sido aceptado a entraren la milicia por su oficio de maestro cirujano, que iba a ser muynecesario cuando empezase la lucha.

Cuando llegamos a casa de mis suegros ninguno de los dos hijoshabía regresado todavía de su entrenamiento y los padres de José solo

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acertaron a decirnos que les habían alistado en compañías diferentes,con gran pesar por su parte, pues en los momentos difíciles delcombate la cercanía de un hermano podía ser importante.

En cuanto a mi suegro, por su edad no estaba en condiciones deluchar, pero ya se había presentado en el hospital de Convalecientespara ofrecer sus servicios como médico si llegara a ser preciso.

Después fuimos a casa de mis padres. Allí solo encontramos a mimadre, que estaba preparando un guiso para cuando quiera queregresase mi padre de su servicio en el castillo de la Aljafería.

Aunque mi padre contaba ya los cincuenta años, y superaba laedad que su excelencia había marcado como límite para el alistamiento,había hecho caso omiso a ese mandato y estaba deseoso de luchar porZaragoza.

Lo mismo había ocurrido con mis tíos Blas, Moisés y Jeremías,hermanos de mi madre, y con mi tío Agustín, hermano de mi padre.Todos ellos se habían registrado en las compañías de paisanos. Parecíaque los oficiales encargados de formar las tropas no estaban haciendoascos a nadie que estuviese dispuesto a pelear, salvo que le faltase unamano, una pierna o que estuviese inválido.

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CAPÍTULO XVIIIVencer o morir

El martes 31 de mayo estábamos atendiendo nuestrasocupaciones en el hospital cuando llegó hasta nosotros música de unamarcha militar que sonaba en la calle.

Los que pudimos nos apresuramos hacia la puerta exterior yvimos a dos compañías de hombres jóvenes, todos ellos muy bienplantados, desfilando en pos de los que debían ser sus capitanes,acompañados de una pequeña banda de músicos con trompetas,tambores y timbales.

Llevaban sus fusiles al hombro e intentaban marcar el paso alritmo de la música, aunque a fuer de sincera, con escaso acierto.

Yo conocía a varios de los que estaban participando en el desfile.Todos ellos trabajaban como menestrales en las zapaterías,carpinterías, herrerías y otros talleres de mi barrio.

Formaban una tropa apuesta y su vista animó nuestros espíritus.Contra soldados así, los franceses no lo iban a tener fácil.

Su excelencia el general Palafox y los oficiales veteranos a susórdenes estaban preparando a marchas forzadas un ejército con el quehacer frente a las tropas imperiales que, según todos los rumores, seaproximaban a Zaragoza.

Terminado el desfile, el regidor del hospital, el doctor donFaustino Gavín, mandó llamar a su despacho a mediodía a los quehabíamos viajado a Monzalbarba y Utebo para agradecernos elgeneroso acopio de remedios que habíamos conseguido y que, a buenseguro, tendrían buen destino en las próximas semanas.

El boticario del hospital, don Toribio Pedraza, había hechoinventario de las existencias que obraban en la rebotica y de lo quenosotros habíamos traído. Después había informado a don Faustino.

A ritmo normal las reservas de remedios podían cubrir lasnecesidades de un mes, pero según le había dicho el boticario, en casode enfrentamientos armados aumentaría el gasto diario, por lo queestimaba que en esa situación nuestras provisiones podían llegar adurar no más de dos semanas.

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Por ello, don Faustino nos había rogado que en cuantopudiésemos repitiéramos nuestra expedición a los pueblos de alrededorpara recabar más suministros.

Mientras no estuviesen cerca los franceses, la encomienda noofrecía mayor inconveniente que nuestro desplazamiento y el tiempoque utilizásemos en ello.

Otra cosa sería cuando los gabachos estuviesen a las puertas de laciudad. Entonces me acordé de una frase que había leído en un libroque me prestó mosén Miguel sobre la vida del emperador romano JulioCésar que decía que cuando llegásemos a ese río, cruzaríamos esepuente.

Cuando José y yo regresábamos a nuestra casa para comer noscruzamos en el Coso con un numeroso grupo de jóvenes, más de unciento, que por lo que oímos venían de Cadrete, villa próxima aZaragoza, y se dirigían a la residencia de su excelencia para registrarsecomo soldados.

Poco a poco la ciudad iba tomando las maneras de un inmensocuartel, pues en las calles se veían ya muchos hombres armados queiban o venían de sus quehaceres sin dejar de la mano sus fusiles.

Los curas nos seguían arengando desde los púlpitos y algunosincluso se habían registrado ellos mismos como voluntarios para lucharcon las armas contra los franceses.

No satisfechos con ello, los monjes franciscanos, capuchinos,dominicos y de otras órdenes religiosas habían improvisado en la Casade Misericordia una fábrica de cartuchos para las no pocas armas defuego con las que ahora contábamos.

Al día siguiente, 1 de junio, Zaragoza continuó con suspreparativos. Numerosos mozos y paisanos de los pueblos de alrededorseguían llegando a la ciudad, junto con soldados huidos de otroslugares. Se decía que se contaban por miles.

Yo pensaba que quienes eso pregonaban exageraban no poco,pero eran momentos de no aguar las buenas noticias, aunque no fuesenmuy creíbles.

A media mañana las campanas del Pilar tocaron a misa. Ahoramás que nunca necesitábamos de la intercesión de Nuestra Señora para

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que nos ayudase a salir con bien de lo que se nos venía encima, así quepedí licencia al jefe de limpiadoras y salí a toda prisa hacia el templodel Pilar.

Cuando entré, la capilla de la Virgen estaba abarrotada por ungran gentío. Resplandecía toda iluminada, como se hacía siempre quese quería honrar a Nuestra Señora o se conmemoraba algunacelebración especial. Las llamas de decenas de velas y candiles lucíanen las paredes y en estanterías.

La misa acababa de empezar y la mayor parte de los sacerdotesdel cabildo concelebraban. Se trataba de una misa solemne, para pedirpor el bien de nuestro reino, de España y de nuestro rey.

Entre la multitud vi a mi madre, pero era tanto el gentío que nopude acercarme a su lado hasta que acabó la celebración.

—¿Cómo se encuentran padre y usted?—No son los mejores días que hemos vivido, África. Tu padre

pasa la mayor parte del tiempo en el castillo, practicando para mejorarsu destreza con las armas. Solo viene por casa al atardecer, para cenary dormir.

—¿Mis hermanos también siguen allí?—Así es, hija. Al parecer su excelencia ha nombrado a Mariano

Cerezo comandante de la guarnición del castillo, que la forman losvecinos del barrio. Casi todos los hombres de San Pablo se han unido alas milicias ciudadanas y los que no lo han hecho no ha sido por faltade voluntad, sino por no dejarnos sin pan o sin otros servicios. Allí estátu padre con tus hermanos, y también tu tío Blas y vuestros amigosBasilio y Perico.

—En el hospital también nos estamos preparando para lo peor.Hemos hecho acopio de remedios que serán de necesidad cuandoempiecen la batalla.

—Rezo a la Virgen del Pilar para que ocurra un milagro y noslibremos de este trance.

Yo también rezaba cada día, pero mucho temía que Dios esperabaalgo más de los aragoneses, pues como dicen los barqueros del Ebro,reza en tu barquilla, pero no dejes de remar hacia la orilla.

Esa misma tarde un pregonero había recorrido las calles leyendo

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un nuevo bando dictado por la autoridad, en el que se requería a lasjusticias y a los comandantes de los pueblos y ciudades fronterizas denuestro reino para que prohibiesen las salidas de dineros sin suscorrespondientes pliegos de autorización para ello[51].

También se pedía a aquellos aragoneses que tuviesen en su poderbienes o dineros de ciudadanos franceses que los declarasen a laautoridad para su registro en los libros de la Hacienda.

El bando había sido colgado también por toda la ciudad paraaquellos zaragozanos que lo pudiesen leer.

Antes de que entrase la noche aún se dio a conocer otro bando enel que se dictaba que todas las ciudades y pueblos debían crear unoslibros de matrículas para forasteros, en los que se registrasen todos consus profesiones y que se controlasen las entradas y salidas del reino deforma que cualquier viajero llevase su pasaporte en regla.

En los días siguientes los oficiales siguieron formando yentrenando a las nuevas compañías de paisanos.

Aunque uno de los manifiestos de su excelencia había prohibidoescribir cartas sobre las tropas que se encontraban en la ciudad, en lascalles se hablaba de que ya se habían organizado al menos cinco terciosde voluntarios, cada uno formado por diez compañías de a cienhombres cada una. Así no iba a ser fácil que la información no llegasea los generales franceses, pues sabido es que secreto de tres, secreto detodos es.

Los oficiales de la plaza y otros que habían llegado a Zaragozadesde otros reinos estaban al mando de algunas de estas unidades, ycuando no se disponía de ellos, se habían nombrado comandantes apersonas ilustres por su linaje o predicamento, como era el caso deMariano Cerezo o el tío Jorge.

Por las mañanas y por las tardes no era raro escuchar disparos delos nuevos soldados que entrenaban en el campo del Sepulcro y en losbarracones que se habían habilitado en la Casa de Misericordia y en elcuartel de caballeros para tal efecto.

En aquellos primeros días del mes de junio todos en Zaragozaconfiábamos en que con nuestro tesón y el amparo de Nuestra Señorapodríamos derrotar a los gabachos.

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Esa confianza se veía reforzada por las proclamas que llegabande otros reinos en las que se contaba de alzamientos contra losfranceses en muchas ciudades. Se tenía noticias del levantamiento delreino de Castilla la Vieja y del Principado de Asturias en esos días.

Pero sobre todo nuestro coraje y resolución eran alimentados porlos bandos y manifiestos que su excelencia el general Palafox mandabacasi a diario.

De ellos, celebramos de manera especial el promulgado el 2 dejunio como respuesta a un decreto del Consejo Real[52] presidido por elgeneral Murat que al conocerlo había hecho hervir nuestra sangre.

En ese manifiesto de nuestro capitán general, daba gracias a laProvidencia por haber preservado en el castillo gran cantidad de armaspara nuestra defensa y, tras denunciar a algunas de las más altasautoridades de España por su colaboración con el enemigo, declarabailegales y nulas todas las injustas actuaciones del emperador y sustropas, les hacía responsables de la integridad de los miembros denuestra casa real y terminaba haciendo un llamamiento a todos losreinos y provincias para sumarse a la guerra contra el francés[53].

Cada día seguían llegando paisanos y soldados de tropasregulares, los primeros desde los pueblos cercanos y los otros huidosde los lugares donde los franceses se habían hecho fuertes.

Causó gran alborozo la llegada del capitán José Obispo al mandode cuatrocientos veteranos, ya que de experiencia en guerrear noandábamos sobrados. Los soldados entraron en la ciudad desfilandohasta plantarse delante de la residencia del capitán general, que seasomó al balcón a recibirlos.

Yo había salido al Coso para ver el motivo del bullicio que seescuchaba y me había unido a los ciudadanos que acompañaban deforma espontánea a los veteranos en su marcha hacia el palacio delConde de Morata.

Así pude escuchar los gritos de los soldados prometiendo anuestro capitán general su lealtad al rey Fernando y a España. En unmomento en que el griterío se aplacó algo, su excelencia reavivó elentusiasmo de los que allí estábamos cuando voceó a los soldados:

—“¡Vencer o morir, hijos míos!”

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En los siguientes días, ese grito se convirtió en la consigna demuchos de nosotros.

El mismo día que llegó el capitán Obispo, su excelencia tuvo abien designar a don Lorenzo Calvo de Rozas, próspero comerciantevenido de Madrid tras el 2 de mayo, como nuevo intendente del reino ydel ejército que se estaba formando.

Su tarea no iba a ser poca, pues tenía que asegurar la ración a lossoldados que formaban el nuevo ejército de Aragón, que cada díacrecían en número. Para ello contaba con las arcas de la Haciendapública en Aragón, que no era boyante, pero por suerte muchosciudadanos con recursos estaban realizando donaciones de dinero,alimentos y armas que de momento garantizaban la intendencia de latropa.

Habían entrado en la ciudad también un buen número de guardiasde corps, cuerpo al que pertenecía don José Palafox. Venían escapadosde Madrid.

En esos días llegaron a Zaragoza dos hermanos de su excelencia,uno el marqués de Lazán y el otro don Francisco Palafox, oficial delejército.

La ciudad era un hervidero de rumores y pronto se supo que elmarqués había conseguido salir de Madrid tras convencer a Murat deque una vez en Zaragoza podía persuadir a su hermano para quedepusiera su actitud contra las tropas francesas, mientras que Franciscohabía podido escapar de Bayona, a donde había acompañado a losreyes cuando fueron apresados por Napoleón.

También corrían otras historias de apresamientos de noblesafrancesados, como el conde de Fuentes. Todos ellos daban con sushuesos en los calabozos del castillo, que yo no conocía pero no debíanser pequeños para albergar a tanto personal.

Allí había ido a parar también un general francés que el mismoMurat había enviado bajo la escolta de un regimiento de Dragones delRey, para hacerse cargo del gobierno de Aragón. Cerca de la ciudad, yenterándose de que Zaragoza se había levantado, intentó regresar pordonde había venido pero un grupo de campesinos armados lo habíanhecho preso y traído a presencia de su excelencia, que lo había

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mandado encarcelar.Durante todo ese tiempo seguían incorporándose voluntarios a las

compañías de paisanos del que ya llamábamos con orgullo el ejércitode Aragón.

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CAPÍTULO XIXCortes

El domingo 5 de junio José y yo acudimos con mis padres,hermanos, cuñados y sobrinos a escuchar misa en la parroquia de SanPablo.

Don Prudencio no había cejado un ápice en su alegato contra losfranceses y seguía animando a los hombres en edad de alistarse paraque acudiesen a la Casa de Misericordia y se registrasen comovoluntarios.

Muchos feligreses asentían con la cabeza a las palabras delmosén. Yo me resistía a la tentación de levantarme y decirle que no sedesgastase más, ya que no quedaba un solo hombre en el barrio encondiciones de empuñar las armas que no lo hubiese hecho ya.

Después de la misa fuimos todos a nuestra casa y mientrasdábamos buena cuenta de un cocido de garbanzos con tocino y unosvasos de vino de Cariñena, los hombres hablaban de sus preparativospara la guerra y nosotras compartíamos nuestras preocupaciones porlos pequeños, Joaquina, Miguel, Pedro y Victoria, y por el nuevosobrino que mi cuñada María Josepha llevaba en su vientre y quenacería antes de fin de año.

Por muchas que fuesen nuestras ganas de luchar, nada podíaquitarnos el miedo a lo que la guerra podía traer a nuestros niños y aotros muchos pequeños que vivían en Zaragoza.

El día anterior habían salido dos compañías del primer terciohacia la villa de La Almunia, situada a ocho leguas de Zaragoza en lacalzada a Madrid, y ese mismo domingo habían partido otras doscompañías del mismo tercio para Daroca y dos más para Calatayud.

Mi padre no compartía la estrategia de su excelencia de dividirnuestras fuerzas.

—Mucho esfuerzo está costando el formar y entrenar a lascompañías de voluntarios para que ahora se manden alegremente aotros lugares, como si a Zaragoza le sobrasen defensores.

Mi esposo tenía información de primera mano de su padre sobrelas intenciones de Palafox.

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—El capitán general quiere preservar nuestras fronteras, de formaque los ejércitos franceses no puedan acercarse a Zaragoza. Tened encuenta, querido suegro, que la ciudad no tiene murallas y por ello no esfácil de defender.

—Más sabe un militar tan noble como su excelencia del arte de laguerra que un simple azacán como yo, pero se dice que quien muchoabarca poco aprieta. No sé yo si dos compañías huérfanas en LaAlmunia o en Calatayud pueden parar a todo un ejército.

Yo pensaba que no le faltaba razón a mi padre. Mosén Migueldecía que los ejércitos franceses habían librado mil batallas, por lo queno parecía fácil que un par de cientos de voluntarios apenas bregadosen el combate les pudiesen parar los pies aun en ciudades con buenasdefensas naturales como Daroca.

A la mañana siguiente, el lunes 6 de junio, el doctor Gavín nosbuscó por el hospital. En su rostro se adivinaba que el regidor delhospital estaba compungido.

—Sed bienhallado, doctor Gavín. ¿Qué os atribula?—No vais a creer lo que os voy a decir, doctor Guillomía. Como

bien sabéis, llevamos varios años soportando hurtos de comida denuestras despensas a los que no hemos sido capaces de poner remedio.Pero ayer se ha producido un hecho mucho más grave. Cuando donToribio, nuestro boticario, ha entrado esta mañana en la rebotica paraatender sus obligaciones, se ha encontrado con varios sacos de plantasmedicinales empapados en orines y aguas fecales, de forma que estánechados a perder.

José y yo nos miramos sin poder dar crédito a lo que estábamosoyendo.

—¿Cómo ha podido ser eso, doctor Gavín? ¿Alguien haderramado esas aguas sucias de forma accidental?

—Mucho me temo que ha sido un sabotaje, queridos amigos.Ahora nuestro asombro se transformó en estupor. ¿Quién podría

hacer daño a las reservas de medicinas del hospital y consecuentementea los pacientes, privándoles de los necesarios remedios?

—¿Estáis seguro de que ha sido intencionado, don Faustino?—No cabe otra posibilidad, África. En ese almacén no deben

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entrar bajo ningún concepto aguas sucias y al revisar los sacosperjudicados se puede ver que han sido impregnados a conciencia.

—¿Quién ha podido cometer semejante bajeza?—Estamos en tiempos revueltos, señora. Sabéis que las gentes

están divididas entre patriotas y afrancesados. Lo hemos discutido enuna reunión extraordinaria de la Ilustre Sitiada y sospechamos que hapodido ser algún trabajador que simpatiza con los franceses. Tened encuenta que nuestro hospital será tan necesario como los cañones sientramos en guerra con ellos y por ello es un objetivo para el enemigo.

Lo que nos acababa de contar el regidor del hospital era una claramuestra de hasta dónde puede llegar la infamia del ser humano.

—Os buscaba para poneros al día de tan tristes nuevas y pararogaros que si lo tenéis a bien, volvieseis a salir a alguno de lospueblos cercanos para reponer lo echado a perder.

Acordamos con el doctor Gavín que saldríamos tan pronto comonos fuera posible.

Apenas habían transcurrido unos días desde nuestro viajeanterior, por lo que José consideró que los boticarios de Monzalbarba yUtebo no habrían tenido tiempo de reponer sus existencias.

Así que esta vez decidimos dirigirnos a Juslibol, pequeño barriorural que apenas distaba menos de una legua de Zaragoza, y después aVillanueva, importante villa cercana al cauce del río Gállego, afluentedel Ebro, situada a algo más de dos leguas.

Aún quedaba mucho día por delante, así que con nuestros dosborricos, la bolsa de reales todavía intacta y unas alforjas con algúnbocado para el camino, emprendimos el camino.

De nuevo nos acompañaban sor Marie, mosén Miguel, mosénGuillermo y Chesús el camillero.

Cruzamos el puente de Piedra y tomamos rumbo a Juslibol, cuyosaltos se divisaban desde las orillas del Ebro.

Aunque el regidor del hospital nos había pedido que no diésemosun cuarto al pregonero con la noticia del sabotaje, en cuanto nospusimos en marcha les faltó tiempo a nuestros compañeros de viajepara vocearlo.

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Los miembros de la Ilustre Sitiada eran unos cuantos y no parecíaempresa fácil que guardasen un secreto como ése, que daba pie achismorreos y cábalas sobre el autor.

Cuando mi esposo sugirió que quizá era obra de algún trabajadorafrancesado, Chesús Loriga montó en cólera.

—¡Ya estamos! Tenemos el hospital lleno de locos de atar ysemejante iniquidad tiene que ser obra de un afrancesado, simplementeporque está de acuerdo con las ideas de la Ilustración.

—Más que por sus ideas, porque se acerca una guerra con losfranceses y los sabotajes siempre ayudan a la causa del enemigo,querido Chesús – terció mosén Guillermo.

—¡Bueno, bueno! ¡Ya se verá!En menos de una hora estábamos en la puerta de la botica del

barrio rural, situada en la calle Mayor. Era un recinto en aparienciapequeño, aunque su rebotica, a la que se accedía por una puertainterior, contenía de forma ordenada una gran cantidad de frascos ysacos con remedios de todo tipo.

El boticario se llamaba Aurelio Latas. Rondaría los sesenta añosde edad y era menudo. Apenas tenía pelo y el poco que todavía lequedaba estaba poblado de canas.

Su recibimiento fue cordial, como en las otras boticas que yahabíamos visitado. Nos contó que la mayor parte de los jóvenes habíanacudido a Zaragoza para alistarse, entre ellos dos hijos suyos, de losque desde su partida hacía tres días no tenía noticias.

Cargamos nuestros animales con una buena provisión de reservasy tras despedirnos de don Aurelio, nos encaminamos siguiendo lacalzada hacia Villanueva.

Cuando entramos en la villa quedé sorprendida por su tamaño.Hubiera dicho sin temor a equivocarme que allí vivían más dequinientas almas. Aquí la botica estaba en el barrio del Comercio.

Su boticario, de nombre Rufino Allué, nos atendió con la mismahospitalidad que sus colegas de las otras villas que habíamos visitado.Incluso nos ofreció un vaso de vino y unas tajadas de quesoacompañadas de pan a lo que no pusimos muchos reparos, pues lacaminata y las horas invitaban ya a meter algo en el estómago.

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Aquí también hicimos un buen acopio de provisiones antes deemprender el regreso.

Pasado el mediodía llegábamos al hospital con nuestrocargamento. En la entrada nos esperaba el doctor Gavín, que no podíaocultar su preocupación porque dispusiésemos de todo lo necesariocuando empezasen a llegar heridos.

—¿Cómo ha ido vuestra expedición, doctor Guillomía? Veo queen las alforjas de los borricos traéis unos cuantos bultos, de lo quededuzco que habéis encontrado lo que fuisteis a buscar.

—En efecto, doctor Gavín. Los boticarios de Juslibol yVillanueva han sido tan espléndidos como los que visitamos en nuestroviaje anterior y traemos más suministros para nuestra rebotica. Comoya hicimos en Utebo y Monzalbarba, les hemos advertido que si lascircunstancias de la guerra nos lo permiten, volveríamos a visitarlos enunas semanas para reponer nuestro almacén.

—Habéis hecho bien, doctor Guillomía. El asegurar el suministrode remedios será primordial para poder cumplir con nuestra labor.¿Habéis oído las noticias?

Todos miramos a don Faustino con perplejidad no falta de ciertaangustia, pues en estos tiempos abundaban más las malas que lasbuenas nuevas.

—No por cierto, doctor Gavín. No hemos parado por el caminohasta llegar aquí. ¿Qué son esas novedades de las que nos habláis?

—Su excelencia ha convocado Cortes para el jueves 9 de junio.No esperábamos semejante nueva. Todos conocíamos que las

Cortes de Aragón habían sido durante casi quinientos años el órgano degobierno y representación de los aragoneses y de los que en tiemposfueron súbditos de la corona de Aragón, como los catalanes,valencianos o mallorquines[54].

En más de una ocasión Pilar y yo habíamos hablado de las Cortescon mosén Miguel y por ello sabía que se componía de cuatro brazos,uno representando a la alta nobleza, otro a la baja nobleza, el terceroque lo formaban los diputados de las ciudades y el cuarto que estabaintegrado por el clero.

La institución había sido disuelta en 1707 por el rey Felipe V en

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aplicación de su decreto de Nueva Planta, según contaban nuestrosmayores en represalia por el apoyo de Aragón a los Austrias durante laguerra de Sucesión, algo que los Borbones no habían perdonado anuestra tierra.

En los días siguientes fueron llegando diputados de las ciudadesdel reino, así como altos cargos de la Iglesia, como el obispo deHuesca, los abades de Veruela y Rueda y nobles e infanzones de todoel reino, entre ellos el conde de Sobradiel y el marqués de Ariño, y asíhasta casi una treintena de representantes.

Al tiempo que su excelencia continuaba con sus disposiciones ycada día se recibían postas de importantes ciudades como Tortosa,Lérida, Logroño o Tudela en las que sus regidores manifestaban suincondicional apoyo a nuestra causa, los preparativos militares nocesaban.

Los voluntarios seguían entrenando cada mañana y cada tarde enel campo del Sepulcro y en los lugares que se habían habilitado paraello.

Con congoja en nuestros corazones, el martes 7 de junio vimospartir en la mañana a las cuatro compañías que todavía quedaban enZaragoza del primer tercio hacia Tarazona bajo el mando del capitánObispo, y esa misma tarde el hermano de su excelencia, el marqués deLazán, hacía lo propio al frente del segundo tercio rumbo a Tudela.

Los hombres discutían en las tabernas sobre estos movimientos ylo acertado de ellos. Unos decían que Tudela era la puerta para llegar aZaragoza y que debía ser defendida a toda costa, mientras otros, enlínea con lo que mi padre pensaba, apostaban por concentrar todasnuestras fuerzas en la ciudad y hacernos fuertes en ella.

Nuestras tribulaciones se vieron de alguna forma aliviadascuando supimos que de madrugada había entrado en la ciudad elregimiento de Dragones del Rey, para incorporarse a nuestro ejército.

Aún el miércoles 8 de junio apareció otro bando encabezado poruna nueva arenga de su excelencia en la que reafirmaba su amor al reyy a la patria para después requerir la entrega de armas particulares ycaballos y asimismo ordenar un registro de acémilas, carros, depósitosde grano, lienzos y paños blancos, azules o pardos con los que hacer

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uniformes por si fuesen necesarios.También disponía la incautación de los dineros y bienes de

franceses.Por fin llegó el 9 de junio, jueves, y las Cortes se reunieron a las

diez de la mañana en la Sala de Juntas, presidida por un gran retrato denuestro rey Fernando VII.

Todos nos preguntábamos si el reino de Aragón iba a recobrar lagrandeza que en tiempos le había convertido en una de las máspoderosas naciones de Europa.

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CAPÍTULO XXA cuentas con los franceses

Mucho se habló ese día y los siguientes de lo tratado en lasprimeras Cortes después de casi cien años sin su celebración.

Todos estábamos ansiosos de saber lo acordado allí y losdiputados de los cuatro brazos no tuvieron remilgo alguno en contar asus allegados lo ocurrido en ellas, de forma que las noticias corrieronde boca en boca por los barrios de Zaragoza primero y después por elreino.

Por lo que se decía, en primer lugar su excelencia había rendidocuentas de todo lo acontecido en nuestro reino y en España y de lospeligros que sobre nuestra patria se cernían por causa del emperador deFrancia.

A continuación se había tomado el acuerdo de nombrar una JuntaSuprema, compuesta por seis representantes elegidos de entre losdiputados y representantes allí reunidos.

Fueron escogidos por votación el general don Antonio Cornel, elobispo de Huesca, el conde de Sástago, el marqués de Fuenteolivar, elregente de la audiencia y don Pedro María Ric.

El presidente de esta Junta Suprema sería su excelencia y sereunirían conforme las circunstancias de la guerra lo aconsejasen, paraproponer al capitán general lo que fuese necesario para la organizacióny mantenimiento del ejército, para garantizar la recolección del grano ypara cuidar de la policía y buen orden en las ciudades del reino.

Esta Junta Suprema debería velar además por las relaciones conotras provincias y reinos de la patria.

La sesión, que había durado toda la mañana, había concluido conel reconocimiento de Fernando VII como rey de España y la propuestade nombramiento efectivo de capitán general de don José Palafox, cosaque éste había rechazado, manifestando su deseo de continuar comobrigadier aunque durante los difíciles momentos que se avecinabanasumiría las funciones de gobernador y capitán general de Aragón.

Después del mediodía corrió por toda Zaragoza el rumor de quehabía llegado una posta con noticias de una dura batalla librada en

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Tudela entre tropas francesas mandadas por un tal general Lefebvre ylas compañías mandadas por el Marqués de Lazán, hermano de suexcelencia, a las que se habían unido voluntarios de las Cinco Villas ylos paisanos de la ciudad.

Enseguida diferentes historias circulaban de boca en boca. Segúnunos, nuestro ejército había hecho replegarse a los franceses. Otrosdecían que el marqués se había tenido que batir en retirada ante loscañones de los gabachos. En lo que todos coincidían es en que habíasido una lucha sangrienta.

Si los ánimos ya estaban bastante exaltados en contra de todo loque fuera francés, la noticia de que algunos paisanos habían sidomuertos por las balas del ejército de Napoleón en Tudela aún crispómás los ánimos.

Para evitar males mayores, las autoridades dictaron orden de quelos ciudadanos franceses en nuestra ciudad, que rondaban losdoscientos, fuesen internados en las celdas del castillo de la Aljafería,con el fin de garantizar su seguridad.

En cuanto tuvimos conocimiento de esa disposición, José y yocorrimos a hablar con don Faustino Gavín, que estaba en su despachoescribiendo lo que parecía una carta.

—Doctor Gavín, ¿conoce la orden de que todos los ciudadanosfranceses sean internados en el castillo?

—Estoy al tanto de ella, doctor Guillomía. Un alguacil se hapersonado hace una hora para comunicarme que los enfermos de aquelpaís que pudiesen moverse, deben ser también llevados al castillo.

—¿Qué ocurrirá con sor Marie Aylón? No andamos sobrados depersonal cualificado y sus manos y experiencia pueden sernos demucha utilidad en las próximas semanas.

—Ya he pensado en ello. Me habéis encontrado precisamentepreparando un escrito para su excelencia explicándole el caso de sorMarie y rogándole que tenga a bien dispensar a la hermana de suingreso en el castillo, permitiendo que siga residiendo y trabajandoaquí bajo mi responsabilidad.

Yo respiré aliviada. Por lo que mi padre y mis hermanos mehabían contado, las celdas del castillo no eran lugares de buen

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acomodo y a ello se añadía que en estos días estaban a rebosar.Pero además, como había explicado mi esposo, cuando

comenzasen a llegar heridos por las bombas, las balas y las bayonetas,no iba a faltar trabajo para nadie en el hospital.

—Ya que estáis aquí – prosiguió el doctor Gavín - ¿tenéispensada alguna otra visita a las boticas de los alrededores paraaumentar nuestra provisión de remedios?

—Habíamos pensado ir mañana a Cuarte y a Cadrete y en lospróximos días volveremos a visitar a los boticarios de Monzalbarba yUtebo, que tan cortésmente nos recibieron la primera vez.

—Hacedlo, doctor Guillomía. Confío en vuestras sabiasdecisiones en este tema.

Así pues, el viernes 10 de junio nos pusimos de nuevo en marcha.Esta vez sor Marie no nos acompañaba. Los ánimos de muchos estabantodavía soliviantados contra los ciudadanos franceses y no queríamoscorrer riesgos innecesarios al cruzar las puertas de la ciudad.

La distancia a Cuarte era de unas dos leguas, así que a pasoligero llegamos en unas dos horas. Era una villa que, según mosénMiguel, había sido importante hasta que la expulsión de los moriscoshabía dejado reducida su población a no más de doscientas almas.

Durante mucho tiempo el abad del monasterio de Santa Fe habíasido al mismo tiempo el señor de Cuarte y Cadrete, las dos villaspróximas al convento.

El párroco del hospital nos convenció para que visitásemosprimero a fray Esteban, el abad en aquellos momentos.

En la entrada nos recibió un monje con un hábito blanco y unescapulario negro, que nos condujo hasta las dependencias del abad.

Éste era un hombre de mediana edad, corta estatura, ojos grisesque poseían una mirada aguda y una gran resolución en sus maneras.

Mosén Miguel nos presentó a todos y le explicó el motivo denuestra visita.

—Mucho me alegra el veros en estos tiempos tan fatigosos quenos está tocando vivir, mosén Miguel. Los dos boticarios a los quequeréis visitar son buenos amigos de esta casa. De hecho, el boticario

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de Cuarte es el padre del de Cadrete. Fray Roque, nuestro monjeenfermero, os acompañará si os place y así os facilitará vuestrasgestiones.

—Os lo agradezco de corazón, fray Esteban. Que Dios os protejaante los peligros que se vislumbran.

Salimos del monasterio en compañía de fray Roque, un monjejoven y fuerte que gustaba de hablar, así que con sus historias nosamenizó el camino.

La botica de Cuarte estaba situada muy cerca del Ayuntamiento.Su dueño era don Abundio Borniquel. Tendría cerca de los sesenta añosaunque se mostraba ágil y enérgico en sus movimientos.

Tanto él como su hijo, Manuel Borniquel, nos proporcionaron uncuantioso suministro de provisiones y antes de mediodía estábamos devuelta en el hospital.

Cuando entramos en Zaragoza había un gran revuelo. Los vecinoscon los que nos cruzamos nos contaron que esa misma mañana habíanllegado a la ciudad un buen número de voluntarios de las tierras bajasdel reino. Algunos hablaban de más de ocho mil hombres.

Los oficiales de servicio en el castillo les habían armado ydespués habían marchado por las calles de Zaragoza hasta la residenciade su excelencia para jurarle lealtad.

Con esto los vecinos de Zaragoza habían recuperado el ánimo,tras las malas noticias que parecían confirmarse de que las tropas delmarqués de Lazán habían sido derrotadas por los franceses en Tudela.

Seguramente nuestro capitán general también había aumentado suconfianza en nuestra victoria, pues esa misma tarde dio un bando por elque los voluntarios que estuviesen casados podían regresar a sus casas,con el juramento de incorporarse si eran requeridos para ello.

Esa tarde fui a San Pablo para comprobar si mis hermanos y mipadre habían aceptado la licencia que su excelencia había dictado. Allíencontré a mi hermana Pilar con sus dos hijos, Miguel, que en juliocumpliría los cuatro años y Pedro, que acababa de celebrar su segundocumpleaños.

Por las caras de angustia que mostraban mi madre y mi hermana,supe que los hombres no habían dejado el servicio.

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—Tu padre ha venido hoy para decirme que ni él ni tus hermanosni tampoco Santiago, el marido de tu hermana, iban a tomar la licenciaque había promulgado el general Palafox. Al parecer los franceses hansobrepasado ya Tudela y si el marqués de Lazán no consigue detenerlosen Alagón, donde dicen que se ha hecho fuerte, en nada se plantarán enlas puertas de Zaragoza.

—Confiaba en que con tantos voluntarios en nuestro ejército, almenos padre aceptase la licencia. ¿Qué sabes de los tíos?

—Todos han seguido los pasos de tu padre y tus hermanos.Milagro será que salgamos con bien de ésta.

—Rezaré a la Virgen, madre. Si los franceses llegan a nuestraspuertas, venid a nuestra casa en el Coso y lo mismo tú con los niños,hermana. Al menos allí estaréis más lejos de las bombas de losgabachos.

—Cuando empiece la lucha, alguien tendrá que llevar agua ycomida a los hombres en las defensas. Pero tú, Pilar, sí debes buscarrefugio para los pequeños.

- Todo se andará, madre. De momento, como dice África,rezaremos para que el ejército del marqués de Lazán pare a losgabachos.

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CAPÍTULO XXILa guerra

Los tres siguientes días transcurrieron en medio de lospreparativos para la guerra. Entre el sábado 11 de junio y el lunes 13entraron en la ciudad más voluntarios de Maella, Albalate, Belchite yotras villas, así como una partida importante de ingenieros zapadoresescapados de Alcalá de Henares y más guardias de corps, que desde laproclamación de su excelencia no habían parado de llegar.

El mismo lunes se habían presentado un grupo importante conmás de doscientos voluntarios del primer tercio de Aragón, que habíansalido con bien de Madrid.

Tampoco habían cesado los arrestos de ciudadanos acusados deafrancesados. En las calles se decía que un italiano responsable de lamaquinaria del Canal Imperial había sido llevado al castillo, así comoun coronel de los dragones del rey.

En el hospital también nos estábamos preparando. El doctorGavín había dictado instrucciones para que todos los trabajadoresacudiésemos a nuestros puestos sin excusa en caso de que las campanastocasen alarma y se habían habilitado todos los espacios posibles concamas o catres donde poder colocar a los heridos.

Sabíamos que la guerra era inevitable pero cada día quedespertábamos sin que los franceses hubiesen llegado nos hacía desearque todo fuese un mal sueño.

En los ratos en los que nos podíamos encontrar con Magencia,Andresa y María durante algún descanso, todas hablábamos del miedoque empezaba a apoderarse de nuestro ánimo.

El padre de Magencia, por su oficio de sereno, de momento nohabía sido movilizado, pues alguien tenía que dar las horas ypreocuparse de mantener el orden en las calles durante las noches.

Tampoco se había incorporado a ninguna compañía el deAndresa, alegando una extraña enfermedad que le afectaba a losnervios de sus manos como consecuencia de su trabajo.

De esa forma, solo mi padre y el de María Berisa habían entradoen las compañías de voluntarios.

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Andresa siempre se mostraba a favor de dejar entrar a losfranceses en la ciudad, ya que por lo que ella conocía de sus años en elpaís vecino, nada había que temer de ellos.

Por el contrario, Pilar, Magencia, María y yo nos hacíamos ecode las noticias que seguían llegando sobre las tropelías de los soldadosfranceses en aquellos sitios por los que pasaban y pensábamos que laúnica forma de detenerlos era haciéndoles frente con las armas.

En la tarde del lunes su excelencia mandó circular una cartallegada de Bayona y firmada por un buen número de grandes deEspaña, entre los que aparecían los nombres de duques, condes ymarqueses, en la que se anunciaba la inminente llegada de las tropasfrancesas y se nos exhortaba a deponer nuestra sublevación y reconoceral emperador en nombre del patriotismo, la paz, la independencia y elbien de España.

La misiva provocó la ira de todos nosotros, pues no esperábamossemejante traición de los que se decían grandes de España. Tan vilescrito decía mucho de su egoísmo y poco de su grandeza. Parecía uncomportamiento más propio de villanos de estómagos agradecidos delos que piensan que coman mis dientes y renieguen mis parientes,haciendo con ello flaco honor a sus títulos de nobles.

Al anochecer nos retiramos a nuestra casa para descansar. Pasadala medianoche las campanas de la Torre Nueva comenzaron a tocar arebato, montando un gran estruendo.

José y yo nos asomamos a la ventana y comenzamos a ver pasar amuchos hombres que apresuradamente se dirigían hacia la puerta delCarmen y la de Santa Engracia.

Los más llevaban sus fusiles, aunque algunos iban armados conazadas, hachas, hoces e incluso se veían algunas espadas.

Los candiles que iluminaban las calles no eran suficientes paraponer orden en la confusión que reinaba por todos lados.

En éstas apareció a la carrera por la calle del Coso mi hermanoDaniel que venía a nuestra casa.

— ¿Qué ocurre, Daniel? ¿Por qué tocan a rebato las campanas?—Las noticias no son buenas. Han comenzado a llegar

voluntarios y soldados que habían partido con el marqués de Lazán

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para parar a los franceses en Mallén. Por lo que cuentan, los gabachoshan derrotado a nuestro ejército y los lanceros polacos han perseguidoa los paisanos por los campos, ensartándolos con sus lanzas como aconejos.

—¿Qué vais a hacer padre y vosotros, hermano?—Nuestras órdenes son personarnos en el castillo para hacernos

fuertes en él y defenderlo a toda costa. Entretanto, su excelencia estápreparando un ejército para salir al paso de los gabachos en Alagón.Los oficiales están organizando las compañías en el campo delSepulcro para partir en cuanto estén listos.

—Ve pues a tu puesto, Daniel. José y yo también tenemosinstrucciones de presentarnos en el hospital para estar prevenidoscuando comiencen a llegar heridos.

Tras habernos puesto al día de lo que estaba ocurriendo, mihermano salió apresuradamente hacia el castillo de la Aljafería,mientras José y yo terminábamos de vestirnos y partíamos hacia elhospital.

Cuando llegamos, nos encontramos con otros médicos ytrabajadores que, al igual que nosotros, se habían dado prisa enincorporarse. El doctor Gavín y otros galenos intentaban poner un pocode orden y organizar equipos de asistencia para cuando llegasen losprimeros heridos.

Era más de medianoche cuando entró por la puerta mi tío Blas,hermano de mi madre, acompañando a un hombre de su edad queapenas podía poner el pie en el suelo sin dar un grito de dolor. Meacerqué para ayudarle a entrar al lesionado.

—¿Qué hacéis aquí, tío Blas?—Vengo a traer a este compadre, que en las prisas por llegar al

campo del Sepulcro ha dado un mal paso y parece que se ha roto algoen el pie.

—¿Sabéis qué está ocurriendo en las Eras del Rey[55]?—Lo único que sé, sobrina, es que en respuesta al toque a rebato,

allí nos hemos presentado una gran cantidad de vecinos. La oscuridad yel gentío han hecho muy difícil a los oficiales el formar sus compañías.Tanto así, que más de uno se ha unido a la primera en la que ha

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encontrado una cara conocida.Mientras hablábamos, Chesús Loriga y otro camillero habían

cogido al accidentado que había traído mi tío y lo habían colocado enuna silla, en donde ahora lo estaba explorando uno de los maestroscirujanos.

—Entonces ¿ya ha partido nuestro ejército hacia Alagón?—De momento han salido unas tropas de avanzadilla y en cuanto

su excelencia consiga ordenar el grueso de su ejército, partirá parallegar a Alagón cuando Dios quiera. Salvo algunos soldados decaballería, la mayor parte de los voluntarios van a pie, por lo querecorrer las cuatro leguas que nos separan de esa villa les costará susbuenas cuatro o cinco horas a paso ligero.

—¿Usted, tío Blas, va a marchar también con esas tropas?—Para cuando regrese al campo del Sepulcro las compañías ya

estarán formadas y yo pertenezco a la de los fusileros de San Pablo,que guardamos el castillo. Así que tendré que esperar aquí laoportunidad para rebanar el cuello a alguno de esos gabachos. Mihermano Moisés sí ha salido ya, formando parte de la vanguardia bajoel mando del coronel Piedrafita[56].

—Marchad pues y que Dios nos proteja, tío, a vos y a todos loszaragozanos.

El resto de la noche fue todo barullo y nervios. Los másveteranos del hospital opinaban que la batalla en Alagón, si la había,no comenzaría hasta que el sol hubiese salido.

Los que habían estado en la guerra contaban que de noche no seconoce cuál es el bueno y cuál el malo, ya que en la noche y sobre elmuro, todo gato se ve oscuro.

Tal como habían predicho, transcurrió la noche sin que seescuchase un solo cañonazo, aunque sí de vez en cuando se oía undisparo de fusil, fruto seguramente de los nervios de los voluntariosinexpertos que montaban guardia en los muros de la ciudad.

El martes 14 de junio fue para todos largo e incierto. En toda lamañana no hubo noticias del frente en Alagón. Pero a las cuatro de latarde nuestros peores temores se confirmaron.

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Por la puerta del Portillo comenzaron a llegar los primerosvoluntarios y soldados. Un paisano de San Pablo, destinado en elcastillo con mi padre y mis hermanos, se presentó en el hospital parapedir que saliésemos a recibir a los que llegaban.

El doctor Gavín ordenó a mi esposo José que, junto con suhermano Dionisio y con su equipo formado por sor Marie, frayGuillermo y yo misma, y otros dos equipos similares cada uno a lasórdenes de un médico y un cirujano, acudiésemos allí con presteza.

Cogimos rápidamente algo de material para hacer al menos unaprimera cura a los heridos y atravesamos el barrio de San Pablo parallegar al convento de los agustinos, que estaba muy próximo a la puertadel Portillo.

Lo que allí vimos nos sobrecogió. Los hombres que volvían delcombate entraban cubiertos de polvo, empapados en sudor, demacradosy extenuados. Muchos se derrumbaban al poco de cruzar el umbral delPortillo.

Todos ellos habían caminado cuatro leguas de ida de madrugaday otras tantas de vuelta con la atardecida bajo un sol de justicia sinapenas probar un bocado de alimento o un trago de agua, y entre tantohabían tenido que hacer frente al temible ejército francés.

Rápidamente organizamos en el convento de los agustinos unimprovisado hospital para poder atender a los heridos y ofrecer agua atodos. Por desgracia, algunos fallecieron de síncope antes de quenuestros cuidados pudiesen darles algún alivio.

Mi corazón casi se detuvo cuando vi entrar a mi tío Moisésarrastrando los pies como si de un anciano de cien años se tratase.Tenía una fea herida en un hombro por la que sangraba profusamente.

—José, ¡ven rápido, mi tío Moisés está gravemente herido!Mi esposo vino al momento y comenzó a explorar la herida.

Presentaba un corte profundo que le había lastimado los músculos delhombro, algunos de los cuales se veían claramente seccionados.

Mi cuñado Dionisio, con la ayuda de sor Marie y del hermanoGuillermo comenzó a remendar los destrozos, lavando primero conagua la herida para después ir cosiendo pacientemente con aguja e hilohecho de intestino de oveja que recientemente había empezado a

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sustituir a las sedas y otros materiales de sutura usados hasta entonces.Dionisio había sido de los primeros maestros cirujanos en utilizar

este material a partir de leer unos trabajos publicados por un doctor[57]

de los Estados Unidos de América, las colonias inglesas de las Indiasque se habían convertido en una nueva nación.

Pero todavía muchos cirujanos seguían utilizando la cura clásicaa base de lienzos de paño plegados[58] aplicados fuertemente sobre lasheridas para mantener juntos sus bordes.

Cuando Dionisio se tomaba un respiro, yo le iba administrandoagua a pequeños sorbos.

—¿Cómo estáis, tío? ¿Podéis soportar el dolor?—Lo peor ya ha pasado, querida África. La batalla ha sido

terrible. Mi compañía se ha desplegado en un olivar, desde dondeteníamos un buen campo de tiro sobre el avance del enemigo. Pero depronto alguien ha corrido la voz de que la caballería polaca nos estabaenvolviendo desde Grisén y muchos paisanos han perdido la cabeza,rompiendo nuestras líneas de defensa y dándose a la fuga.

—¿Quién os ha causado esta fea herida?—Esto es obra de esos diablos polacos. Desde sus caballos nos

han perseguido como a novillos y cuando llegaban a nosotros, nosensartaban con sus lanzas. Yo he tenido suerte, pues tras el primerlanzazo al caer me he golpeado la cabeza y he perdido el sentido, porlo que los gabachos me han dado por muerto. Cuando he recobrado miser, estaba tendido en el campo, rodeado de cadáveres de muchos de micompañía y algún que otro francés y como he podido, he regresadohasta aquí. Por fortuna, los franceses no han hecho por perseguirnos ennuestra retirada.

Mientras hablábamos, Dionisio había terminado la sutura y losdos religiosos se afanaban en cubrir la herida con los paños limpiosque habíamos traído cuando se produjo un gran alboroto. Por la puertadel convento traían al general Palafox, que sangraba aunque noprofusamente de uno de sus brazos.

Uno de los ayudantes que le acompañaba se dirigió a mi esposo.—Doctor Guillomía, soy el capitán Víctor Quílez. Su excelencia

ha sido herido en el brazo cuando dirigía una valerosa carga contra los

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franceses que habían roto nuestras líneas. ¿Podríais revisar susheridas?

José estaba en esos momentos terminando de secarse las manoscon una toalla.

—Dionisio, Fray Guillermo, África, venid conmigo mientras sorMarie termina de vendar al tío Moisés.

Los cuatro fuimos prestos hacia el lugar donde dos hombresjóvenes, con uniforme de oficiales, habían sentado a nuestro capitángeneral.

José y yo lo habíamos visto por primera vez cuando, acompañadode los fusileros del tío Jorge, había entrado en Zaragoza cruzando elpuente de Piedra aclamado por los zaragozanos que nos habíamosconcentrado allí para recibirlo.

De eso hacía algo más de dos semanas, aunque habían ocurridotantas cosas desde entonces que a mí me parecía mucho más lejano.

Aquella vez, montado a caballo y luciendo un resplandecienteuniforme de brigadier, me pareció un hombre apuesto y de granfortaleza.

Ahora que lo veía tan cerca, cubierto de barro y sangre y conmarcadas ojeras, vi que mi primera impresión no había sido muyacertada. Era de mediana estatura. Sus pelo era rizado con unasamplias patillas. Llevaba la cara afeitada, aunque ennegrecida y suciapor los rastros de la batalla. Sus ojos eran oscuros.

En conjunto, no era un hombre que llamase la atención por suaspecto físico, más bien lo contrario.

Pensé con cierta malicia que sin su uniforme no desentonaríaatendiendo alguno de los puestos del mercado vendiendo carnes overduras.

—Me dicen que vos sois el doctor Guillomía y el maestrocirujano es vuestro hermano.

—Y no os engañan, excelencia.—Vuestro padre fue buen amigo del mío, el tercer marqués de

Lazán, hasta su fallecimiento hace ahora unos años.—No lo he olvidado, señor. En alguna ocasión vuestro padre nos

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visitó en nuestra casa del Coso, y recuerdo también a mis padres yendoa visitar a los vuestros en el palacio en el que vivíais junto a La Seo.

—Y esta hermosa dama que os acompaña es…—Disculpad, excelencia. He olvidado mis modales. Permitidme

que os presente a mi esposa, África Ibáñez. Trabaja en mi equipo delhospital Real de Nuestra Señora de Gracia y os puedo asegurar queconoce bien los cuidados de enfermería.

—Es un placer conoceros, señora. Confío en volver a veros enunas circunstancias más favorables. Pero no os voy a entretener conrecuerdos de familia, doctor. Ahora tenéis ocupaciones másimportantes. Os ruego que echéis un vistazo a este rasguño, pues misayudantes no van a descansar hasta que lo hagáis, y a continuación medeis vuestra licencia para ir a atender los asuntos urgentes que nosapremian y así vos podáis continuar socorriendo a mis hombres.

Ayudé a descubrir el brazo del capitán general. Tal como él habíadicho, la bala había rozado la piel sin siquiera atravesar los músculos.Lavamos la herida con agua y después la cubrimos con un vendaje.

Cuando hubimos terminado, mi esposo le indicó que en dos díaspasarían o bien él mismo o su hermano Dionisio por su palacio paracambiar el vendaje y comprobar que la herida no supuraba.

Proseguimos después nuestra labor asistiendo a los muchosheridos que nos estaban llegando de la batalla de Alagón. Tras realizaruna primera cura, a los más graves los enviábamos al hospital paracontinuar allí su tratamiento, que en algunos casos requería incluso dela amputación de alguna extremidad.

Los heridos leves los remitíamos a sus casas, con algunasinstrucciones para mantener los vendajes limpios.

Hasta pasada la madrugada no dimos por terminada nuestra tareaen el convento de los agustinos. Cuando nos retiramos del lugar paravolver al hospital, aún seguían llegando paisanos en tan lamentableestado como los primeros que habíamos atendido. Así que José dioórdenes al oficial de guardia en la puerta del Portillo para que estosrezagados fuesen enviados, bien por su propio pie o bien en carros,para ser tratados por algún médico.

Esa noche ninguno de los que trabajábamos en el hospital

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pudimos pegar ojo. Las horas pasaron casi sin darnos cuenta, entreescenas sobrecogedoras de cirujanos amputando manos o piernas ahombres jóvenes que a partir de ese día no volverían a ser los mismos,practicantes limpiando y suturando horribles heridas producidas por elacero, las balas o la metralla y mosén Miguel junto con otros curasdando la extrema unción a los desdichados que no verían amanecer.

El doctor Gavín se movía de un lado a otro por los pasillos y lascuadras, intentando distribuir los recursos de la mejor manera y almismo tiempo hacer un recuento de heridos y fallecidos.

Con el alba, los doctores se reunieron en claustro para hacer unbalance de la situación. En nuestro hospital habían entrado más de unciento de personas, entre los heridos y los hombres agotados por la sedy el calor. De ellos, ocho habían fallecido a pesar de los esfuerzos yanhelos de todos.

Se tenían noticias de que en el hospital de la Casa deMisericordia se habían atendido a más de treinta heridos.

José aprovechó para preguntar por la situación de la rebotica ylas existencias de plantas y materiales de curas.

—Los viajes que vos habéis hecho con vuestra esposa y con sorMarie y fray Guillermo han sido providenciales, doctor Guillomía. Deno ser por ellos, ahora estaríamos a punto de quedarnos sin reservas.Pero si os he de ser franco, no vendría mal el continuar reponiendo larebotica cuando la ocasión sea propicia. Necesitamos hacer acopiosobre todo de remedios para curar las heridas.

—Los franceses están a las puertas de la ciudad, doctor Gavín. Lapróxima vez que salgamos en busca de provisiones, no será tan fácilcomo hasta ahora. Pero si es preciso, lo haremos.

José no se equivocaba. El ejército imperial marchaba hacianosotros y, por lo que habían contado los heridos que habíamosatendido, si entraba en nuestras calles no iba a mostrar piedad.

El calendario indicaba que estábamos a miércoles 15 de junio de1808.

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CAPÍTULO XXIIEl asalto francés

Todavía estaban los médicos reunidos con el regidor y miscompañeras y yo ocupadas en nuestras labores, intentando limpiar losrastros de los heridos traídos por la noche cuando las campanas detodas las iglesias comenzaron a tocar a rebato.

Me acerqué a las puertas del hospital para ver si alguien me dabarazón de semejante alboroto.

Uno de los porteros me dijo que corría el rumor de que el ejércitofrancés estaba a las puertas de la ciudad y que su ataque era inminente.

En esos momentos el doctor Gavín todavía no había terminado sureunión pero yo quería ver a Daniel, a Ginés y a mi padre antes de quecomenzase la batalla. Así que pedí licencia al jefe de limpiadoras, queme la concedió con la condición de que regresase sin demora tanpronto como los hubiese visto.

Salí a todo correr del hospital Coso arriba, crucé sin detenermepor delante del hospital de Misericordia y la plaza de toros y salí por lapuerta del Portillo.

El castillo de la Aljafería se alzaba con sus murallas y torres allídelante. Yo pensé que era una fortaleza inexpugnable y que mi padre ymis hermanos estaban seguros en su interior. Pero ¿qué sabía yo defortines y ciudadelas si de la guerra solo conocía lo que hasta ahorahabía leído en la Gaceta?

Miré a mi izquierda. La explanada del campo del Sepulcro, quese extendía delante del cuartel de caballeros y de la casa deMisericordia, estaba ocupada por un buen número de cañones y obusesatendidos por algunos soldados con uniforme de artilleros y muchospaisanos.

Más lejos, los oficiales se esforzaban en poner orden en suscompañías, cosa que a duras penas conseguían. Los paisanos que sehabían alistado hasta ahora habían demostrado mucha valentía peromuy poca disciplina, problema que con la cercanía del enemigo seacrecentaba todavía más.

Por fin llegué a la puerta del castillo y los hombres que la

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guardaban me dejaron entrar en cuanto pregunté por Juan Ibáñez, alque todos llamaban cariñosamente “el azacán”.

Los voluntarios que guarnecían la Aljafería eran vecinos de SanPablo, bajo las órdenes de Mariano Cerezo. Todos se conocían.

Mi padre se encontraba con Daniel subido en un adarve sobre laparte de la muralla que vigilaba el camino que venía de Alagón. PeroGinés no estaba con ellos. Por una escalera subí hasta donde ellos seencontraban.

—Padre, quería verle a usted y a mis hermanos antes de quellegasen los franceses. Le ruego que se cuiden y no corran riesgosinnecesarios ninguno de los tres.

—Hija, será lo que la voluntad de Dios decida. Pero si losfranceses quieren tomar Zaragoza, antes tendrán que matarnos a todos.

—¿No está Ginés con usted?—Tu hermano ha ido voluntario con una fuerza al mando del

coronel don Jerónimo Torres para cortar el paso a los franceses en elpuente sobre el canal en el camino de la Muela. Otras tropas, mandadaspor el coronel Obispo, se han posicionado en la Casa Blanca, con elmismo fin.

—Rezaremos para que su excelencia sepa dirigir con acierto anuestro ejército.

—Eso no va a ser fácil, hija. Mariano Cerezo nos ha dicho que elcapitán general ha dejado al teniente del Rey don Vicente Bustamanteal mando de las tropas en la ciudad. Don José Palafox ha trasladado sucuartel general a Belchite, para asegurar la continuación de la luchapase lo que pase aquí.

La noticia me dejó sin palabras. ¿Cómo era posible que nuestrocapitán general hubiese abandonado la ciudad cuando la lucha estaba apunto de comenzar?

Yo ya he dicho que no sabía nada de guerras y por ello confiabaen que la salida de Palafox fuese lo que dictaba la doctrina militar.Después de los bandos y manifiestos que había promulgadoarengándonos a dar nuestra vida por el rey y por Aragón, estaría buenoque su excelencia fuese de esos de los que se dice que no habiendoenemigo enfrente, todo el mundo es valiente.

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Me despedí con un beso de mi padre y mi hermano,prometiéndoles que les haríamos llegar agua y comida siempre quepudiésemos.

Cuando regresaba, antes de entrar de nuevo en la ciudad vi algoque al salir no había observado. Todas las ventanas, tejados yresquicios de los muros estaban ocupados por hombres con fusiles,vigilando la llegada de los franceses.

Esta vista me consoló. Pensé que no íbamos a recibir a losgabachos con marchas militares, sino con balas y aceros.

A mediodía las campanas comenzaron a repicar de nuevo. Era elaviso de que los ejércitos franceses estaban ya a la vista.

Yo ardía en deseos de correr a las puertas para empuñar un fusil yhacer frente a los invasores. Pero mi puesto estaba en el hospital y allíseguí, cortando paños que sirviesen de vendajes y preparando cuboscon agua para lavar las heridas.

A mediodía empezamos a escuchar los primeros disparos. Depronto, sonó un ruido mucho más fuerte. Era un cañón, no sé si de losnuestros o de los franceses.

A partir de ese momento, el sonido de disparos de fusil y elestruendo de los estallidos de las bombas se convirtió en una macabramúsica que no se interrumpía en ningún momento.

No pasó mucho tiempo hasta que comenzaron a llegar losprimeros heridos. Al principio el doctor Gavín y el resto de losmaestros cirujanos y de los médicos iban valorándolos y dandoinstrucciones sobre dónde colocarlos y qué hacer con ellos.

Pero en seguida la puerta de acceso al hospital se habíaconvertido en un escenario terrible.

Hombres, mujeres e incluso niños yacían en el suelo, los másafortunados sobre mantas o improvisadas parihuelas pero la mayoríasobre la tierra del jardín que adornaba la entrada.

Los maestros cirujanos, los médicos, los religiosos y el resto delas personas que trabajábamos en el hospital íbamos de uno a otro,haciendo una revisión rápida de sus heridas y seleccionando a los queparecían más graves.

En estos casos, avisábamos a los camilleros para que los llevasen

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a alguna cama de las cuadras más próximas, donde los cirujanos y lospracticantes pudiesen comenzar a remendar las heridas antes de que lascosas fuesen a peor.

A eso de media tarde, nuestras ropas estaban cubiertas de sangrecomo si hubiésemos estado en primera línea. Todos estábamos yaexhaustos, no parábamos de recibir heridos y los camilleros cada veztenían que recorrer una distancia mayor para llevarlos a las cuadrasmás alejadas de la entrada, pues las más próximas estaban ya llenas.

Caminaba entre los cuerpos depositados en el suelo cuando depronto oí que alguien me llamaba.

—¡África!Me volví y vi a Pedro, el segundo hermano de mi esposo. Yacía

en una especie de camilla que alguien había improvisado con un tablónde madera sobre la que habían colocado una manta. Me acerqué hastaél.

—Pedro, ¿estás herido?—Eso parece, cuñada. Los gabachos han tenido suerte, una bala

me ha alcanzado en las tripas cuando les estábamos dando una paliza.Pero no parece grave, me repondré de ésta.

Levanté un paño que alguien le había colocado sobre suabdomen. La bala le había entrado por la parte derecha de su ombligo.Sangraba por el orifico de entrada, aunque no de forma alarmante. Peropor mi experiencia, una herida en la tripa, ya fuera por bala o por armablanca, no eran nada bueno.

—Espera aquí, Pedro. Voy en busca de tus hermanos.A toda prisa me dirigí a la cuadra más próxima, en donde había

visto por última vez a José. En cuanto entré lo vi junto a la cama de unhombre joven, al que él y su hermano Dionisio acababan de curar unaherida que parecía de metralla de alguna bomba.

—¡José, Dionisio, han traído a vuestro hermano Pedro! Ha sidoalcanzado en la tripa, tenéis que venir los dos.

Mi esposo y mi cuñado, con sus ropas cubiertas de sangre y elrostro serio, dieron instrucciones a fray Guillermo para que fijase elvendaje del hombre al que acababan de curar y salieron conmigo alpatio de entrada.

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Una vez al lado de su hermano, le abrazaron y revisaron laherida. Aunque Dionisio era el maestro cirujano, José había mostradointerés por el tratamiento de las heridas desde sus principios comomédico. Su hermano le había transmitido muchos de sus conocimientosy ahora era capaz de hacer una cura o extraer una bala con la mismahabilidad que un avezado maestro cirujano.

—Pedro, hay que sacar el proyectil. Si no lo hacemos, empezaráa supurar y puedes morir.

—Haced lo que debáis, hermanos. Si he de morir, no hay mejormanera que hacerlo por Zaragoza. Pero creo que aún les daré guerra aesos gabachos.

Yo estaba ansiosa por saber cómo estaba yendo el combate puesen ello le iba la vida a mi padre y a mis hermanos, además de miscuñados y otros muchos amigos y seres queridos.

—La lucha está siendo encarnizada, África. Los franceses hanatacado por varios puntos al mismo tiempo. Al tiempo que una de suscolumnas intentaba abrir brecha por El Portillo, otra lo ha hecho por lapuerta del Carmen y una tercera partida ha avanzado hacia la puerta deSanta Engracia, en donde yo estaba.

—¿Sabes algo de los hombres que han ido a defender el puentesobre el Huerva, en el camino de la Muela?

—Han tenido que replegarse ante el fuego de los cañonesfranceses. Los que no han caído se han hecho fuertes con nosotros enel monasterio de Santa Engracia y los muros de sus jardines. Entreellos he visto a tu hermano Ginés, aunque en el fragor del combate solonos hemos saludado desde lejos.

Al oír que mi hermano había vuelto sano y salvo respiré aliviada.Mientras, Pedro, al que la herida no parecía haberle quitado el ánimo nilas ganas de hablar, continuaba su relato.

—Teníais que ver cómo han caído los malditos gabachos. Laexplanada de las Eras está a estas horas cubierta de casacas azules.Venían muy ufanos, pensando que no iban a encontrar resistencia, peroles hemos recibido con una lluvia de plomo. Han huido como ratas parabuscar refugio en los campos de olivos enfrente del monasterio[59].Entonces han entrado en combate unos vecinos mandados por un

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teniente coronel de caballería, de nombre Mariano Renovales.Guardaban la puerta del Ángel, pero al ver que por allí no atacaban losfranceses, han venido en nuestro socorro. Les han hostigado primerodesde el puente de San José para después unirse a nuestras fuerzas enSanta Engracia, causándoles también muchos muertos.

—Pedro, basta de hablar. Reserva tus fuerzas, que te van a hacerfalta para curar tus heridas.

—Espera, hermano, tenéis que oír lo mejor. Los muy cobardeshan aprovechado que algunos defensores hemos ido a auxiliar en ladefensa de la Torre del Pino, que estaba en peligro, para hacer unacarga de lanceros de caballería que tras saltar sobre nuestras barrerasen Santa Engracia, se han adentrado en la ciudad hasta llegar a la plazadel Portillo, pero han pagado cara su osadía. Los vecinos desde lascasas los han abatido en unos casos con piedras o tejas y en otros condisparos. Y del resto se han encargado las mujeres y los zagales, que abase de palos, navajas y hachuelas los han desmontado y despachadosin piedad.

José estaba cada vez más impaciente por sacar la bala que suhermano tenía en sus tripas así que ordenó a Chesús Loriga y a otrocamillero que lo metiesen en una de las salas de cirugía.

Sor Marie y yo entramos con mi esposo y mi cuñado paraayudarles en la intervención. Dionisio conocía las habilidades de Joséy le había pedido que fuese él el que extrajese el proyectil de las tripasde Pedro.

Los dos camilleros también se quedaron. En el momento en queJosé comenzase a zarcear la herida, el dolor que mi cuñado iba a sufrirle causaría una gran agitación y era necesario sujetarlo mientras lesacaba la bala y le curaba la herida.

Antes de comenzar, Dionisio y José lavaron concienzudamente laherida con una esponja suave empapada en vino.

Tal como imaginábamos, en cuanto mi esposo introdujo unaspinzas para intentar coger el proyectil, Pedro comenzó a gritar perocomprobamos con asombro que apenas se movió. Gracias a ello, a lospocos minutos José nos mostraba la bala que había conseguido extraer.

Pedro, recuperado del trance y conteniendo su dolor, aún tenía

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ganas de chanzas.—Ya te dije, hermano, que van a necesitar más de una como ésa

para acabar conmigo. Apresúrate en tapar el agujero que llevo en latripa para que pueda volver al monasterio de Santa Engracia.

—Al único sitio a donde vas a ir es a casa de nuestros padres encuanto veamos que no aparece calentura ni supuración. Ahora,hermano, calla un poco, que al buen callar llaman Sancho.

Dionisio cogió un cabezal limpio, lo empapó en vino alcanforadoy lo aplicó con fuerza al orificio por donde había entrado la bala,intentando aproximar los bordes de la herida. A continuación lo atócon energía con unas ligaduras.

José dio instrucciones a los dos camilleros para que lotrasladasen a la sala del Arzobispo que el doctor Gavín habíadesocupado, cerca de la entrada, para poder alojar allí a los heridos quefuesen llegando.

No había atardecido cuando el ruido de los disparos fue poco apoco disminuyendo, hasta que solo se oía alguno de ciento a viento.

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CAPÍTULO XXIIILa batalla de las Eras

La batalla había durado varias horas y el resultado había sidosangriento, pues a nuestro hospital habían llegado no menos de doscientos de heridos y por lo que mi cuñado Pedro había contado, a losgabachos no les había ido mejor.

Además los soldados franceses no habían llegado al hospital, locual era indicio de que nuestro ejército los había detenido en laspuertas de la ciudad.

Todavía quedaba mucho trabajo por hacer remendando heridas,amputando extremidades y extrayendo balas, así que se nos presentabapor delante otra noche sin dormir al cuidado de los muchos heridos queya habíamos recibido. Pero yo necesitaba saber cómo les había ido a mipadre y mis hermanos.

Solicité permiso al jefe de lavanderas y salí a la carrera haciaSan Pablo. Algunos voluntarios nos habían dicho que los vecinos deaquel barrio habían librado una dura batalla para defender la puerta delPortillo, el castillo de la Aljafería y el cuartel de caballeros.

En cuanto pisé las calles quedé anonadada por lo que vi. Estabantodas abarrotadas. Había mujeres, hombres ancianos y niñosacarreando pan, vino, aguardiente y agua para los combatientes. Otroscargaban con barriles de pólvora, municiones y cajas llenas con trozosde trapo para retacar los fusiles que transportaban a primera línea.

Aún algunos volvían de las puertas del sur de la ciudadacompañando a paisanos heridos en la batalla, camino del hospital.

Al llegar a la plaza del Portillo vi decenas de cuerpos sin vida,algunos de vecinos de la ciudad, entre ellos no pocas mujeres, perotambién un buen número de soldados con la casaca azul del ejércitofrancés, que yacían en el suelo muertos, muchos junto a sus caballos.

Era una escena que sobrecogía el corazón. Pero a pesar de loscadáveres que cubrían los adoquines de las calles, las gentes con lasque me cruzaba se mostraban alborozadas y daban vivas a Zaragoza y ala Virgen del Pilar.

El convento de los agustinos se encontraba en llamas. Algunos

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vecinos hacían esfuerzos por intentar sofocarlas con cubos de agua quellenaban en las fuentes próximas.

La puerta del Portillo no había salido mejor parada. Los dosportones estaban hechos astillas y muchos cuerpos, algunos conhorribles heridas, reposaban inertes sin ningún signo de vida.

Del ejército francés solo quedaban sus muertos, y por lo que yoveía, los que habían perecido no eran una porción pequeña de suglorioso ejército.

Atravesé la puerta del Portillo y la vista de la campa de las Erasdel Rey era también escalofriante. El suelo del campo del Sepulcroestaba cubierto hasta donde alcanzaba la vista de varios centenares decuerpos. Para mi consuelo, una gran parte llevaban el uniforme francés.

Llegué por fin a la puerta en la muralla este del castillo, por laque nuestros voluntarios entraban y salían para acceder a El Portillo.

Reinaba bastante confusión, así que antes de que nadie me dierael alto accedí sin dificultad hasta el patio de armas.

De nuevo allí lo primero que vi fueron los muertos. Había almenos dos decenas de cuerpos alineados sobre la tierra del patio.

En medio de aquel caos vi a mi padre, que, cubierto de sudor,sangre y un tinte negruzco de la pólvora en su cara, descansaba sentadoen una caja con la espalda apoyada en una de las paredes del muro.

La alegría de verlo dio paso rápidamente a un sentimiento deterror al ver que ninguno de mis dos hermanos estaban con él. Sabíaque Ginés andaba por la puerta de Santa Engracia, pero Daniel debíaestar al lado de mi padre.

—Padre, gracias a Dios que no estáis herido. ¿Qué ha sido deDaniel?

—Está bien, hija. Los franceses se han batido en retirada hacerato y tu hermano, junto con otros hombres, ha salido a recoger todaslas armas, municiones, alimentos y jocalías[60] que puedan encontrar enlas mochilas de los gabachos caídos. Toda la pólvora, balas y alimentosque puedan conseguir nos irá bien, y las joyas que están encontrandoson robadas de las iglesias de los pueblos por donde han pasado.

—Entonces, ¿los franceses ya se han marchado?

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—No, querida África. Se han retirado para lamer sus heridas. Esegeneral Lefebvre que les manda se ha llevado un buen chasco, perovolverá. Desde aquí se pueden ver los fuegos que han encendido en suscampamentos en los altos de la Casa Blanca y en la ermita de SantaBárbara[61].

Mi padre me contó que la lucha había sido encarnizada. Losfranceses habían avanzado en tres columnas. Una había atacado lapuerta de Santa Engracia, otra la puerta del Carmen y la tercera sehabía dirigido hacia la puerta del Portillo, que quedaba guardada por elcastillo.

Los franceses habían sido recibidos por un intenso fuego defusiles disparados desde las casas y desde el castillo y por las bateríasde cañones que guardaba la puerta del Portillo y las otras entradas a laciudad. Mariano Cerezo había situado cañones y obuses en el castilloque habían hecho mucho daño al enemigo.

Entonces los gabachos habían intentado entrar en la ciudadtrepando las tapias del cuartel de caballeros. Mi padre y mi hermano,junto con Basilio, Perico y otros vecinos dirigidos por el propioMariano Cerezo, habían acudido allí y habían peleado navaja en manoen los pasillos y en las salas contra ellos.

Los soldados imperiales se habían internado en el edificio sinconocerlo y eso les había salido caro, pues habían vagado perdidos porsus corredores hasta topar con los nuestros.

Muchos de ellos habían muerto a manos de los defensores. Lospocos que habían logrado atravesarlo y entrar en la ciudad cerca de laplaza de toros habían muerto al instante bajo las balas de los paisanosapostados en las casas.

Esto había ocurrido hasta en tres ocasiones. Muchos soldadosimperiales y algunos buenos vecinos habían perdido la vida en esabrutal lucha. Al fin, mi padre y otros hombres habían provocado elfuego en el cuartel, que ahora ardía, lo mismo que el convento de losagustinos, la casa de Misericordia y el convento de los Trinitarios.

—¿Quién os ha dirigido en el combate?—De nuestro capitán general no hemos tenido noticias –

respondió mi padre con cierta sorna -. Pero al fin y a la postre, no le

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hemos echado en falta. Mosén Santiago Sas, el párroco del Portillo, haaparecido providencialmente cuando nuestras defensas de la puertaempezaban a flaquear, con un grupo de vecinos armados. A él se haunido Mariano Cerezo, que parecía estar en todos los sitios, conalgunos de nosotros y más tarde un comandante de ingenieros, denombre Sangenis, que con un viejo teniente llamado Tornos handefendido nuestros muros con acierto.

—¿Ha tenido usted noticias de nuestra madre?—Por cierto que sí. Ha sido una de las muchas mujeres que,

demostrando un gran arrojo, han venido hasta primera línea para traerprovisiones y munición. El calor ha sido sofocante y sin aguadifícilmente hubiésemos aguantado la pelea. Pero los franceses tambiénaquí han llevado la peor parte.

—Me acercaré ahora a casa para abrazarla y decirle que usted ymis hermanos se hallan con bien.

Aproveché para poner al día a mi padre de la herida de mi cuñadoPedro y de lo que éste me había contado de Ginés. Él por su parte notenía noticias de su hermano Agustín ni de mi tío Jeremías y tampocode Santiago, el marido de Pilar, pero sí de otros vecinos del barrio quehabían caído bajo los disparos del enemigo, entre ellos uno de los hijosde Mariano Cerezo. El tío Blas andaba por el castillo sin un rasguño.

Cuando llegué a casa de mis padres, mi madre se disponía a salirhacia el templo del Pilar. Las vecinas le habían dicho que allí seestaban reuniendo un numeroso grupo de paisanos para dar gracias aNuestra Señora por su protección en este día y para presentarle enofrenda las banderas arrebatadas al enemigo.

—Madre, ¿sabe usted algo de los tíos y del marido de mihermana Pilar?

—Después de llevar vino, pan y queso a tu padre, he visto a tu tíoJeremías que estaba disparando desde la plaza del Portillo. Me hacontado que los polacos a caballo habían entrado hasta allí, pero con elapoyo del vecindario, han dado buena cuenta de ellos. Tu tío me hadicho que Santiago estaba defendiendo la puerta del Carmen con el tíoAgustín. Así que he vuelto a casa a por un poco de aguardiente y pan ycon ese recado me he marchado por detrás del hospital de

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Convalecientes hasta allí.—¿Los habéis encontrado? ¿Habían sido heridos?—No, hija. Se mantenían firmes en sus puestos y eran de los más

animosos. Allí también nuestros hombres y los franceses han tenido losuyo. En los momentos más duros los defensores de la puerta al parecerhan recibido refuerzos de una partida de voluntarios catalanes yvecinos del Arrabal mandados por un coronel[62] y con su empuje hanhecho retroceder a los gabachos.

—Respiro aliviada con sus noticias, madre. Ahora tengo queregresar al hospital, hay mucho trabajo por hacer con los heridos.Mañana, si los franceses nos dan un respiro, iré a visitar a nuestrossobrinos, los angelicos habrán pasado el día aterrados con tanto disparoy tanta explosión.

Me despedí de mi madre con un abrazo y volví apresuradamenteal hospital, donde aún seguían llegando gentes heridas, algunas traídasa hombros por los que las habían recogido en las calles o en los lugaresdonde más duramente se había combatido y otros que llegaban por supropio pie.

El espíritu de victoria que reinaba en las calles curiosamentetambién se había extendido por las cuadras del hospital. Muchos de losque yacían malheridos en las camas y catres, no se quejaban de susmales, más bien se regocijaban de la lección que en ese día leshabíamos dado a los franceses.

Yo rezaba para que el siguiente amanecer no borrase las sonrisasde nuestras caras y que no se cumpliese el dicho de que cuando laalegría a la sala llega, el pesar está subiendo las escaleras.

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CAPÍTULO XXIVLa familia

Fue una noche larga en la que mi esposo José, los otros médicos,los maestros cirujanos y todo el personal del hospital tuvimos quetrabajar a destajo para socorrer a los muchos voluntarios y soldadosque habían sido heridos en el combate.

De entre los que atendimos aquella noche, recuerdoespecialmente a una madre y a su hijo de diez años. Los dos habíansido alcanzados por una bomba de los franceses cuando llevabanprovisiones a los hombres que luchaban en los muros.

El niño presentaba una herida en el pecho que le produjo lamuerte al poco de llegar al hospital, mientras que la madre habíarecibido una esquirla de metralla en su abdomen y falleció horasdespués. Antes de morir, la madre me había dicho que estaba orgullosade que su hijo y ella diesen la vida por Zaragoza.

Por fin amaneció y mis temores no se confirmaron. El generalfrancés no parecía dispuesto a perder más hombres tras lo ocurrido eldía anterior y todos comprobamos con alivio que apenas se escuchabandisparos y estallidos de bombas.

No habíamos podido ir a dormir a casa y nuestras ropas estabanempapadas por la sangre de todos los desdichados que habíamosatendido a lo largo de la noche.

Había terminado de cambiar el vendaje de un hombre joven quehabía recibido un balazo en el hombro y me senté para recuperar elánimo. Entonces se acercó la hermana María Josefa Rafols, que al igualque yo, llevaba su hábito cubierto de manchas de sangre.

Ella y el resto de los religiosos de la Caridad habían trabajadocon denuedo toda la noche.

—África, ha sido una noche larga. Ahora debes ir a tu casa alavarte y descansar. Nos esperan todavía días muy difíciles.

—Vos también deberíais tomaros un respiro, hermana Josefa. Oshe observado y no habéis tenido descanso en toda la noche. Rezo aDios para que esto termine pronto.

—La oración nunca está de más, pero bueno será que nosotros

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hagamos nuestro trabajo, pues a Dios se deja lo que no tiene remedio.Hoy es la festividad del Santísimo Sacramento, así que seguro que elSeñor nos protegerá.

Había olvidado que ese jueves era la fiesta del Corpus. Otrosaños las campanas de las iglesias ya habrían repicado en señal dealegría y el Ayuntamiento habría anunciado festejos en las calles. Peroen la situación en la que estábamos, con varios centenares de vecinosgravemente heridos o muertos, con seguridad estas muestras de alegríase habían reservado para mejor ocasión.

Yo quería también ir a ver a mi hermana y a mis cuñadas, paracomprobar que los niños seguían bien. Pero lo primero era cambiarnuestras ropas y asearnos.

Busqué a José y ambos salimos del hospital en dirección anuestra casa. En la puerta nos encontramos con una siniestra caravanade carros y de hombres con camillas portando cuerpos de los caídos.Todos se dirigían al hospital para darles cristiana sepultura.

Vimos a vecinos subidos a lo alto de las torres de las iglesias,vigilando con anteojos los movimientos de los franceses.

Un camillero de la entrada nos informó que se había comenzado adar sepultura en el fosal de nuestro hospital a los defensores caídos eldía anterior.

En las calles seguía habiendo un gran gentío. Todas las casastenían las ventanas y también las puertas abiertas y aunque el sol hacíarato que había salido, muchos candiles seguían encendidos. ElAyuntamiento había dictado un bando por la noche para que losvecinos permaneciesen alerta en caso de que los franceses penetrasenen la ciudad.

Llegamos a nuestra casa y con alivio comprobamos que lasbombas de los cañones no la habían tocado.

Tras lavar nuestras ropas y frotarnos concienzudamente paraquitar todos los restos de sangre de nuestras manos y nuestra cara, nosmudamos con otros ropajes limpios y volvimos a la calle para visitar alos padres de José y a mis sobrinos.

Al entrar en la casa nos encontramos a Sebastián, el tercero delos hermanos de mi esposo, en compañía de don Domingo y doña

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Ascensión.José abrazó a sus padres y a su hermano.—Doy gracias a Dios por encontraros con bien a los tres. ¿Cómo

ha sido la batalla en donde tú estabas?—Ha sido una dura pelea defendiendo la puerta del Carmen.

Todos los vecinos se han portado como valientes. He conocido a dostipos que han sido fundamentales para conservar la puerta: un tenientecoronel de caballería llamado Renovales y un agricultor de nombreZamoray que han aparecido en los momentos más críticos con susfusileros. Al retirarse los franceses, nuestros capitanes han organizadopatrullas de vigilancia por los exteriores de nuestros muros. Yo heestado en una de esas patrullas, pero los gabachos no han aparecido.

—Me alegro de que hayas podido escapar ahora para abrazar anuestros padres.

—Sí, José. Los comandantes de las tres puertas han ordenado quese recogieran y enterrasen los cuerpos de los vecinos caídos y tambiénlos de los franceses, para evitar que los calores empezasen adescomponerlos y nos trajesen alguna epidemia, que es lo único quenos falta. Pero también han organizado turnos para que los quetuviésemos familia pudiésemos venir y dar señales de que estamosvivos.

—Sí, hemos visto a carros y camilleros trasladando los cuerpos alcementerio del hospital.

—Así es. Se ha decidido que los nuestros reciban cristianasepultura en ese santo lugar y en otros camposantos, mientras que losrestos de los franceses están a estas horas siendo enterrados en unahondonada entre el camino de los capuchinos y el campo del Sepulcro.

—¿Se sabe cuántos han sido los caídos? – pregunté yo.—He oído que se habían contado más de setecientos franceses

muertos, pero Zaragoza también ha pagado un alto tributo, pues almenos trescientos vecinos han perecido en la batalla.

José tenía que informar a sus padres de la herida de su hermanoPedro, pero sabía que les iba a causar un gran pesar y estaba retrasandola mala noticia, hasta que doña Ascensión le preguntó.

—Cuando habéis llegado nos decía Sebastián que no sabía nada

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de la suerte que había corrido vuestro hermano Pedro. ¿Tú, José,conoces algo?

—Sí, madre. Pedro recibió un balazo en el abdomen y lo trajeronayer tarde al hospital. Dionisio y yo nos hicimos cargo de él y leextrajimos el proyectil. Aguantó como un valiente el dolor. Cuandohemos salido esta mañana de allí, todavía dormía, seguramente agotadopor el esfuerzo y la pérdida de sangre.

Don Domingo y doña Ascensión se abrazaron emocionados. Él,como médico, sabía de la gravedad de una herida semejante.

—¿Lo vas a mandar traer a casa?—Sí, padre. Hoy comprobaré que no ha sufrido calenturas y que

no aparece supuración. Si es así, daré órdenes para que lo traigan acasa y quede a vuestro cuidado.

Mi cuñado Sebastián nos confirmó lo que ya otros nos habíancontado. La lucha en la puerta del Carmen había sido encarnizada, enalgunos momentos a navaja y bayoneta, pero al fin los nuestros habíanrechazado al enemigo en todas las puertas y tras sufrir tantos muertos ycon seguridad muchos más heridos, parecía que hoy los gabachos noiban a volver a la carga.

— Lástima que muchos buenos vecinos han caído también yalgunos por nuestro propio fuego. El tío Pascual, el dueño de laherrería de la calle Azoque, ha recibido un balazo en la espalda cuandoseguíamos al teniente coronel Renovales en una carga contra losfranceses. Ahí les hemos dado bien, nos hemos hecho con cuatro de susbanderas, un tambor y cinco cañones mientras ellos huían buscandorefugio en los muros del convento de los capuchinos.

Al poco mi cuñado se despidió de mis suegros y de nosotros yvolvió para incorporarse a su compañía.

Nosotros también nos marchamos, esta vez en dirección a casa demi hermana Pilar, situada en la calle del Portillo, cercana a la de mispadres.

En el camino nos hicimos con un ejemplar del Diario deZaragoza, que recogía un manifiesto que firmaba el cuartel general desu excelencia. Con esa firma no quedaba muy claro si había sidodictado por el general Palafox o por los que había dejado al mando de

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la ciudad para su defensa durante el tiempo que él estuviese enBelchite.

En esa proclama se informaba de la gran victoria conseguidasobre el enemigo el día anterior y se decía que nuestro ejército leshabía causado setecientos muertos, muchos heridos y una treintena deprisioneros. Además, algunas de sus tropas se habían pasado a nuestrasfilas y los nuestros se habían hecho con seis cañones, seis banderas, untambor y muchas armas y provisiones.

El Diario no decía nada de nuestros muertos, no por falta decariño o respeto hacia ellos, sino por no dañar la moral de todosnosotros.

Conforme nos adentrábamos en el barrio de San Pablo vimoscasas cuyos pisos altos habían sido alcanzados por las bombas de loscañones franceses. En unas pocas habían causado importantesdestrozos, pero la mayoría habían aguantado bien el envite y salvoalgunos agujeros en las paredes, el resto se mantenía en pie.

Mi cuñado Santiago había regresado a casa como Sebastián,aprovechando la tregua que los franceses se habían tomado ese día.

Estaban Pilar y él sentados en la cadiera, con los dos niños a sulado. El mayor, Miguel, que estaba próximo a cumplir los cuatro años,se abrazaba a los dos y nos miraba tratando de entender lo que estabaocurriendo, mientras el pequeño, Pedro, con solo dos años, provocaba asu hermano para que jugase con él sin conseguirlo.

Tras los acontecimientos del día anterior, la emoción que todossentíamos era grande y por ello Pilar y yo nos abrazamos en cuantoasomé por la puerta.

—Veo que estáis todos bien, Pilar.—Ya ves, hermana. Ayer, cuando comenzaron a caer bombas en

las casas, cogí algunas provisiones, vestí a los niños y me fui a recogera Antonia y a María Josepha. Una vez las tres juntas con las niñasJoaquina y Victoria, corrimos a refugiarnos en las cloacas, en uno delos lugares donde de niños dejamos un arcón y taburetes. Llevamosprovisiones y allí pasamos el día hasta que al atardecer dejamos de oírruido de disparos y salimos.

Hacía años que no habíamos vuelto a pisar las galerías en las que

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tanto habíamos disfrutado de niños y a decir verdad, con tantos sucesosyo las había olvidado. Pero las conocíamos bien y eran un buen lugarpara ponerse a resguardo de los cañones franceses.

—Hiciste bien, Pilar. Pero si los gabachos vuelven a cañonear elbarrio, debes dejar avisado en qué galería os vais a guarecer, pues sizurciera el diablo y una bomba echase abajo la casa, es posible que laentrada a la galería quedase tapada y solo si sabemos dónde estáis ospodríamos sacar.

—¡Dios mío! No había pensado en eso.Allí mismo acordamos que en caso de volver a buscar protección

en las galerías, lo harían siempre en los sitios en donde habíamoscolocado alguno de nuestros arcones. A uno de ellos se accedía por unaentrada situada en una casa de la calle San Pablo y al otro por unasituada en la calle del Barrio Corto, ambas muy próximas a dondevivían.

Santiago quedó avisado de ello y dijo que se lo haría saber anuestros hermanos Daniel y Ginés para que ellos también loconociesen.

Antes de despedirnos Santiago nos contó que en la cuchilleríadonde él se ocupaba estaban trabajando a destajo para fabricar navajas,espadines y cualquier tipo de arma blanca que se pudiese utilizarcontra los franceses.

También nos dijo que muchos vecinos estaban llevando piezas yadornos de metal a las herrerías del barrio para que los transformasenen proyectiles para nuestros cañones.

Ya habíamos comprobado que nuestras familias estaban ilesas yahora debíamos volver al hospital para continuar atendiendo a losheridos y para ver cómo seguía Pedro.

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CAPÍTULO XXVEl Cariñena que hace hablar

En el camino de regreso al hospital, vimos que la ciudad se habíadespertado de su habitual apatía. En muchas calles encontramos avecinos que estaban apilando bancos sacados de las iglesias, muebles yotros bultos para obstaculizar el paso de la caballería francesa en casode que volviesen a rebasar nuestras defensas.

En cuanto atravesamos la puerta del hospital, lo primero quehicimos fue acudir a la cuadra en donde José había dejado a suhermano al cuidado de sor Marie y del hermano Guillermo.

Al entrar en la sala, vimos que Pedro dormía. Algunos pacientesen las camas próximas gritaban por sus dolores y otros se agitabanpresos de la calentura.

El religioso de San Juan de Dios, que estaba en esos momentosatendiendo a otro herido, levantó la cabeza y al vernos nos contó quenuestro hermano en un momento se había despertado y había pedidoagua pero siguiendo la pauta marcada por José, no le habían dado naday después había vuelto a sumirse en un profundo sueño.

Pero los dos temibles enemigos de estos pacientes, las calenturasy la supuración, no habían hecho acto de presencia.

José dio instrucciones al jefe de camilleros para que esa mismatarde Pedro fuese trasladado a casa de sus padres en el Coso. Allíquedaría al cuidado de mi suegro, el doctor don Domingo Guillomía,pero tanto José y Dionisio como yo acudiríamos para cambiar losvendajes y revisar su estado.

Después mi esposo comenzó a visitar a los heridos que él habíaatendido la noche anterior. En ello estaba cuando mosén Miguel entrócon un evidente gesto de tristeza en su rostro.

—Han llegado unas noticias terribles, queridos amigos. Lossoldados franceses están vengando su derrota saqueando las villas ypueblos de alrededor. Cuentan que han asaltado el monasterio de SantaFe y han dado muerte o dejado malheridos a varios hermanos, así comoa algunos vecinos de Cuarte y Cadrete. Han profanado el templo yentrado por la fuerza en las casas de los vecinos, robando y asesinando.

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Chesús Loriga se encontraba cerca y había oído lo que el curanos había relatado.

—Eso son chismes, mosén. El ejército imperial no se comportacomo si fuesen chusma. Las ideas de la Ilustración condenan esosdesmanes y cualquier acto de bandolerismo contra el pueblo.

—¡Ojalá estéis en lo cierto, amigo! Pero ¡si el río suena, agualleva!

José y yo estábamos apesadumbrados por lo que mosén Miguelnos había contado. Por mucho que protestase Chesús Loriga, losgabachos ya habían dado muestras de su crueldad en Madrid y en otrasciudades por donde habían pasado y ciertamente su comportamientodistaba mucho del que correspondía a los soldados de una nación cultacomo Francia.

Nos sentíamos impotentes ante semejante atropello por las tropasfrancesas.

—Deberíamos ir a visitar a los monjes para transmitirles nuestropesar y nuestro ánimo.

Lo había dicho sin pensar. José, mosén Miguel y Chesús Lorigame miraron con cara de incredulidad y asombro.

—Ahora no podemos salir de la ciudad por ninguna puerta,África. La Junta Suprema ha prohibido las salidas salvo a aquellosciudadanos que acrediten con un pasaporte que tienen negocios queatender. Y si nos concedieran semejante pasaporte, nos toparíamos conlos franceses, que ocupan todos los caminos hacia el sur.

—No estoy hablando de salir por las puertas del sur, José.Podemos hacerlo por la puerta del Ángel, cruzar el Ebro por el puentede Piedra y unas leguas más abajo, volver a cruzarlo en alguna barcaza.Los franceses no han ocupado la orilla izquierda del río.

—Es una locura, querida esposa. Si damos con una patrullafrancesa, puede ser nuestro final.

—Yo no lo creo. ¿Quién sospecharía de una pareja deagricultores que van a sus faenas? Podemos cumplir con nuestro debercristiano de consolar y curar las heridas de los monjes que hayanquedado en el monasterio y de paso, hacernos con más provisiones paranuestra rebotica. Algunos saquetes de láudano no nos vendrán nada

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mal.Vi que José empezaba a dudar hasta que al fin accedió. Así que

buscamos al doctor Gavín y le informamos de nuestros planes.Al principio, su cara de horror indicaba que nuestro plan le

parecía un desatino. Pero la posibilidad de hacernos con más reservasde láudano y de algunas otras plantas, como la hierba de SanGuillermo[63] o la hierba de San Juan[64] acabó por hacerle cambiar deopinión.

Le aseguramos que no pensábamos correr ningún riesgo.Contábamos con nuestro dominio del francés para explicarnos en loscontroles de las patrullas francesas.

Solo nos quedaba obtener un pasaporte para poder cruzar lapuerta del Ángel tanto a nuestra salida como cuando regresásemos.

Aquí las buenas relaciones de mosén Miguel con algunosoficiales del Ayuntamiento sirvieron para acelerar las diligencias yantes de media mañana habíamos cambiado ya nuestras vestimentas porunas más propias de agricultores y salíamos por la puerta del Ángel.

Mosén Miguel había insistido en acompañarnos, pero nosabíamos qué nos esperaba cuando llegásemos al monasterio y portanto, decidimos ir solos mi esposo y yo. Los dos hablábamos francéscon soltura y en caso de apuro, podíamos pasar por paisanos amigos dela colonia francesa en Zaragoza.

Tal como suponíamos, tras atravesar el Ebro por el puente dePiedra, marchamos junto a los conventos de Altabás, el de San Lázaroy el de Jesús sin ningún tropiezo, dejando a nuestras espaldas todo elbarrio del Arrabal.

Los franceses no habían llegado allí, aunque los vecinos seestaban preparando para lo peor. En varias calles pudimos verbarricadas levantadas para obstaculizar a la caballería enemiga yhabían empezado a construir defensas con maderos, sacos de tierra ymuebles, que les servirían de parapetos desde los que disparar.

Los vecinos del barrio bien sabían que cerrar el arca después delrobo, precaución es de bobos.

Enseguida estábamos alejándonos de los conventos que lindabancon la parte este del barrio. Seguimos el camino del vado del Gállego

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durante un trecho. Entonces cogimos una vereda que conducía a unpequeño embarcadero en donde estaba atracada una barcaza.

Era utilizada por los agricultores que, con sus mulos cargados deverduras y productos del campo, preferían embarcar antes que caminarhasta el puente de Piedra para llegar a la otra orilla.

El barquero era conocido en Zaragoza como el tío Teodoro. Eraun hombre de más de cincuenta años de edad, con la piel arrugada detanto sol que había recibido en sus muchos años de oficio. Tenía unmarcado acento al hablar que no dejaba lugar a duda de su origenaragonés.

—Buenos días os dé Dios, maños. ¿Qué se os ha perdido poraquí? Ayer no pararon de sonar tiros y cañonazos. Yo hi estáu toda lanoche en un ay. De madrugada me hi atáu las calzaderas y al punto dela mañana ya estaba aquí, aunque hoy no pinta bien el asunto.

—Veréis, tío Teodoro. Queremos que nos llevéis a la otra orillacon vuestra barcaza, si lo tenéis a bien. Los franceses están a laspuertas de Zaragoza y vuestra barca es el único medio de llegar aCuarte sin topar de frente con ellos. Pero si no queréis arriesgarvuestro barcón, lo entenderemos.

—¡Ahora mismo os llevo a la otra orilla como Dios pintó aPerico!

—Esta tarde regresaremos. ¿Estaréis vos aquí todavía paradevolvernos a esta orilla?

—En sabiendo que venís, yo os esperaré y os he de llevar devuelta arreando en cuanto lo mandéis.

Diciendo esto, tiró con fuerza de la maroma para aproximar unade sus barcas y que pudiésemos embarcar.

El tío Teodoro tenía en realidad dos embarcaciones. Una era unpequeño bote a remo, que solo utilizaba cuando las aguas del Ebrobajaban mansas. La otra, una barcaza de mayor tamaño, iba guiada poruna maroma que se extendía de una orilla a la otra y se movía medianteun sistema de torno.

En la más grande se podían acomodar sin problemas un paisanocon su mulo e incluso con un pequeño carro.

Ese día el barquero decidió que íbamos a utilizar el bote. No

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llamaba tanto la atención y el río venía reposado, con lo que la travesíasería más corta a remo que mediante el sistema de torno.

Una vez los tres a bordo, comenzó a remar con un sorprendentevigor. El bote avanzaba un buen trecho en cada golpe de remos, deforma que en poco rato nos encontrábamos en la orilla derecha del ríoy con los pies secos.

Nos despedimos del tío Teodoro, que nos volvió a repetir que loencontraríamos allí cuando quisiéramos volver. Y sin másemprendimos el camino hacia el monasterio de Santa Fe y la vecinavilla de Cuarte.

En algún momento divisamos patrullas de caballería francesa,que muy probablemente realizaban tareas de vigilancia en previsión deun poco probable contraataque de nuestro ejército.

A no mucho tardar tuvimos a la vista la cúpula del monasterio deSanta Fe y hacia allí nos encaminamos.

Al llegar vimos que la puerta había sido derribada y sus restosyacían esparcidos ante la entrada. Una de las hojas del portón estabarecostada sobre el umbral izquierdo del pórtico en una posición quedaba a entender la violencia de los soldados franceses para derribarla.

Nos adentramos en el recinto y dimos con un fraile al que noconocíamos. Su hábito blanco mostraba manchas de sangre ya seca.

El monje nos miró con confusión y recelo.—¿Quiénes sois y qué os trae a este lugar sagrado, hermanos?—Aunque por nuestras vestimentas parezcamos campesinos, yo

soy el doctor José Guillomía, del hospital Real de Nuestra Señora deGracia, y la que me acompaña es mi esposa, África Ibáñez. Estuvimosvisitando a vuestro abad hace no más de siete días, en compañía demosén Miguel Asín, nuestro párroco en el hospital.

—Mucho ha ocurrido y nada bueno en tan pocos días, buenoscristianos – nos respondió el monje, que dijo llamarse fray Bartolomé-. Los soldados de caballería franceses se presentaron aquí ayer en laoscuridad de la noche. Muchos venían bebidos, pues tras la batalla enlas puertas de Zaragoza habían saqueado la villa de Cuarte y además demuchas atrocidades, habían dado cuenta de todo el vino que habíanencontrado. Estaban furiosos por no haber podido entrar en Zaragoza.

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—¿No traían oficiales con ellos?—Para nuestra desgracia no, señora. Los mandaba un sargento

que por como se comportaba, era el más ebrio de todos. Nuestro abadsalió a recibirles pero sin mediar palabra le dieron un tiro y cayómuerto al instante. Otros tres hermanos que hicieron ademán deacercarse a socorrerle sufrieron la misma suerte, muriendo bajo lasbalas y las bayonetas de esos diablos. Al fin llegó un capitán que pusoorden, pero para entonces ya era tarde.

Así pues, era cierto el rumor que había llegado a Zaragoza. Eldesdichado fray Esteban había muerto y lo mismo otros tres monjes.

—¿Os podemos ser útiles de alguna forma, fray Bartolomé?—El monje enfermero, el hermano Roque, está haciendo lo que

puede con otros cuatro frailes que sufrieron heridas con las bayonetas yrecibieron golpes con las culatas de los fusiles de los franceses.Además hemos recibido en nuestra enfermería a varios vecinos deCuarte que también sufrieron la ira de esos diablos.

—Llevadnos a presencia de fray Roque para ver qué podemoshacer.

El fraile nos acompañó hasta una sala amplia en la que sealineaban unos veinte camastros, catorce de ellos ocupados por losheridos y por otros monjes y paisanos enfermos de otros males.

Fray Roque nos reconoció al instante a pesar de nuestros ropajes.Sin perder tiempo, comenzó a explicarnos las heridas de cada uno delos hombres y los remedios que les había aplicado.

Salvo en tres casos, en los que José revisó las curas hechas porfray Roque y cambió los vendajes, en los demás dio por bueno eltratamiento aplicado por el monje enfermero.

Cuando hubimos terminado, le explicamos que habíamos venidopara comprobar el estado de los monjes pero que nuestra visita teníaotro interés añadido. Queríamos visitar de nuevo a don AbundioBorniquel para hacernos con más suministros de plantas medicinalespara el hospital.

—No va a ser tarea fácil, doctor Guillomía. Los soldadosfranceses campan a sus anchas por la villa y los vecinos contienen aduras penas su ira contra ellos. Desde que llegaron ayer al atardecer, ya

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ha habido más de un incidente en donde han salido a relucir los aceros,aunque la peor parte la han llevado los vecinos.

—Contábamos con ello, fray Roque. ¿Pensáis que podremosencontrar al boticario en su botica a estas horas?

—Yo os recomiendo que primero visitéis la taberna. Los vecinosla han convertido en el lugar de reunión a donde acudir para saber quéestá ocurriendo, y es muy posible que don Abundio se encuentre allí.

Fuimos pues a la taberna y, tal como nos había dicho fray Roque,allí encontramos a don Abundio, sentado en una mesa con otros dospaisanos bebiendo un vaso de vino.

Pero no eran los únicos en la taberna. En una mesa próxima aellos, cuatro soldados franceses, uno de ellos con galones de sargento,daban buena cuenta de lo que parecía su tercera jarra de Cariñena, ajuzgar por las que había sobre la mesa.

En otra mesa dos oficiales franceses conversaban en tono quedomientras se metían entre pecho y espalda un guiso de gachasacompañado de vino.

El boticario nos hizo un gesto para que nos sentásemos en sumesa, como si fuésemos dos vecinos de la villa con los que se viese adiario.

No parecía probable que los gabachos hablasen nuestro idioma,pero por precaución entablamos conversación sobre temasintrascendentes.

Los gabachos nos habían mirado con atención cuando entramos,pero en seguida habían perdido el interés y habían vuelto a sus asuntos.

Casi de manera inconsciente, mi oído se hizo con la conversaciónde los franceses. Las clases de mosén Miguel habían sido eficaces,entendía con claridad todo lo que decían. Miré a José y asintió con lacabeza para indicarme que él también estaba oyendo lo queconversaban.

A diferencia de los oficiales, que no levantaban apenas la voz, elsargento y los hombres que le acompañaban hablaban sin ningún recatode la batalla del día anterior en las puertas de Zaragoza. El sargentodecía que habían perdido a muchos hombres entre muertos y heridos yque su general había dado instrucciones a los oficiales de no lanzar

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nuevos ataques hasta que llegasen refuerzos desde Pamplona.Uno de los soldados había preguntado entonces si iban a tardar

mucho en llegar y el sargento había contestado que al menos unasemana.

Un tercer soldado entonces había fanfarroneado diciendo que élpodía seguir haciendo la guerra desde las tabernas de las villas de losalrededores todo el tiempo que fuese necesario, a lo que los demáshabían contestado con sonoras carcajadas.

En ese momento uno de los dos oficiales, que por sus insigniasparecía un teniente, les llamó la atención para que bajasen el tono y depaso dejasen de hacer comentarios indiscretos. Los soldadosobedecieron a regañadientes.

Sin pretenderlo, habíamos obtenido una información que sería deinterés para las autoridades de Zaragoza que estaban organizando ladefensa. No en vano dicen los taberneros que cuando el vino entra,echa el secreto afuera.

Por fin don Abundio se levantó y nosotros con él, dando aentender que nos iba a despachar algún remedio en su botica. Una vezfuera, su gesto se volvió serio.

—Habéis corrido un gran peligro viniendo hasta aquí, ya veis quelos soldados imperiales están por todos lados y no parecen muydisciplinados.

—No os falta razón, don Abundio. Pero tenemos que reponerprovisiones para nuestra rebotica, así que si no hay otro camino, en laspróximas semanas nos veréis de nuevo por estos parajes.

El boticario nos facilitó varios saquetes con las plantas que másútiles nos podían ser así como algunos paquetes con hilas[65] y unasalforjas para poder llevarlas de vuelta y con ese recado emprendimos elcamino de regreso.

En algo más de una hora estábamos de nuevo con el tío Teodoro.La tarde estaba mediada y aún contábamos con un par de horas antesde que se pusiera el sol, así que podíamos volver a Zaragoza sin riesgode recibir una bala de algún vecino apostado de guardia temeroso delos franceses.

Y como los piratas de otros tiempos, regresábamos con un buen

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botín.

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CAPÍTULO XXVILa defensa de Zaragoza

Entramos en el Arrabal por el mismo camino por el que habíamossalido esa mañana.

Tras cruzar el puente de Piedra, en la puerta del Ángel losoficiales de guardia nos pidieron los pasaportes antes de franquearnosel paso.

Lo más urgente era informar a las autoridades militares de lo quehabíamos escuchado en la taberna. Así que dejamos las alforjas con lossuministros de plantas medicinales en nuestra casa y nos encaminamoshacia el castillo, en busca de Mariano Cerezo.

Cuando llegamos el sol estaba cerca del horizonte pero aún asíreinaba una gran actividad. Los hombres se afanaban en tapar consacos de tierra, maderas y piedras los destrozos que la artilleríafrancesa había hecho el día anterior en las murallas.

Entre ellos se encontraban mi padre con mis dos hermanos.Daniel y Ginés siguieron con la tarea mientras mi padre se tomaba unrespiro para abrazarnos. En cuanto le explicamos el motivo de nuestravisita, nos guio hasta un pequeño despacho en el que el reciénnombrado gobernador del cuartel de la Aljafería había establecido sucuartel de mando.

Mariano Cerezo nos escuchó con atención antes de responder.—Por Dios que lo que habéis escuchado debe conocerlo el

teniente del Rey. Si no tenéis inconveniente, acompañadme ahora a supalacio.

En pocos minutos estábamos en las puertas de la mansión en laque don Vicente Bustamante había establecido su cuartel general. Alreconocer a Mariano Cerezo con nosotros, el guardia nos franqueó elpaso sin apenas explicaciones.

Una vez en su presencia, Mariano Cerezo nos presentó a miesposo y a mí. El teniente del rey reconoció a José al instante.

—Vos sois el doctor Guillomía, que curó a su excelencia de lasheridas que sufrió en la batalla de Alagón.

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—Así es, coronel.—Ahora contadme lo que vuestra esposa y vos habéis oído en esa

taberna de Cuarte.Cuando hubimos terminado nuestro relato, el teniente del rey nos

dijo que la información que traíamos debía de llegar sin tardanza a losoídos de su excelencia, pues de ser cierta, como parecía, significabaque los franceses no iban a volver a atacarnos al menos en unos días.Ese tiempo podía ser muy útil para recomponer nuestras defensas.

—Ahora mismo partirá un correo hacia Belchite con un escritoque yo mismo dictaré relatando vuestra historia. Lo que habéis oídoexplica el pliego que el general francés nos ha enviado esta mismatarde con uno de nuestros dragones que había sido hecho prisionero enel ataque del 15. Nos ofrece parlamentar y así ganan tiempo a la esperade que lleguen sus refuerzos desde Pamplona.

—Disculpad mi curiosidad, pero ¿qué ha respondido la JuntaSuprema a esa oferta del francés?

—La hemos remitido al cuartel general de su excelencia enBelchite, pues él es nuestro comandante y tiene la última palabra eneste asunto. Pero mucho me sorprendería que el general Palafox acepteparlamentar. La moral de los vecinos sigue alta y hoy mismo hanllegado más voluntarios de las Cinco Villas, que ahora estaránayudando a reforzar nuestras defensas en las puertas.

El teniente del rey nos dio las gracias por la información y nosdespidió con un mensaje.

—Ahora volved a vuestras ocupaciones en el hospital, queconsideramos tan importantes como las de los vecinos que empuñandoun arma luchan en nuestras defensas. Pero si habéis de salir de nuevoen busca de más suministros para la rebotica, os ruego que mantengáisvuestros oídos atentos a cualquier información que nos pudiera ser útil.

—Así lo haremos, coronel Bustamante. Quedad con Dios.Cuando salimos a la calle era ya noche cerrada, aunque la

actividad en las calles seguía. El día había sido fatigoso para los dos,pero antes de buscar el descanso en nuestra casa, decidimos hacer unavisita a Pedro, que si todo había ido como estaba planeado, ya deberíaestar en casa de los padres de José.

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Nos recibió doña Ascensión.—Entrad, hijos. ¿Qué hacéis vestidos de esa facha?Con las prisas no habíamos contado ni a mis padres ni a los de

José nuestro viaje a Cuarte.—Ahora te lo explicamos, madre. Pero antes, dejadnos ver a mi

hermano.Entramos en uno de los dormitorios en el que habían instalado a

mi cuñado. Don Domingo estaba sentado en un pequeño butacón a lospies de la cama, vigilante de cualquier signo que pudiera indicar algunacomplicación en la evolución de sus heridas.

—¿Cómo sigue, padre? ¿No ha aparecido la calentura?—No, hijos. A Dios gracias ha pasado el día en un duermevela

sin calentura y sin otras complicaciones. Cuando ha despertado, tumadre le ha aseado con un paño limpio y un lebrillo con agua, pero elresto del tiempo ha estado como lo veis ahora, dormido.

—Querido suegro, ¿queréis que me quede esta noche a sucuidado y así doña Ascensión y vos podéis descansar?

—No será necesario, querida África. Tu suegra y yo nosturnaremos durante la noche. No paséis pena, si necesitásemos algo, osmandaremos recado con uno de los sirvientes. Tu cuñado Dionisiotambién ha prometido estar al tanto y venir a ver a Pedro.

Mi suegra, que hasta ese momento había permanecido callada,tomó la palabra.

—Eso será si la bagasa[66] que le tiene sorbido el seso le deja.A pesar de llevar varios años casado, mi cuñado no había dejado

su afición por las meretrices. Al parecer, ahora se había encariñado conuna barragana a la que mantenía en una casa situada en la calle de SanMiguel, con gran disgusto de mi cuñada Manuela y permanentesdiscusiones con mis suegros.

Apenas hablaba de ella, pero en habiendo vecinos deseosos decontar un chisme, no hacía falta que él nos informase de nada. Y deésos en todos sitios hay en abundancia.

Así supimos que era una mujer misteriosa, de la que algunosdecían que había llegado de algún reino de España aunque otros

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aseguraban que era venida del mismo París. Su nombre era BrigitteGarcía.

Muchas mujeres de la vida tomaban nombres franceses en lacreencia de que eso aumentaba su atractivo ante los hombres.

José, a instancias de su madre, había intentado alguna vez hacerver a su hermano lo impropio de esa relación para un hombre de suposición, pero Dionisio había sido siempre algo cabeza loca y ahora nolo íbamos a cambiar.

Mi esposo aprovechó para levantar las sábanas e inspeccionar lasvendas que cubrían la herida. Yo me asomé también.

Los paños estaban limpios y no se percibía ningún olor extraño,que de haberlo hubiese indicado la aparición del pus.

Allí mismo, hablando en tono quedo, les contamos nuestratravesía del Ebro, la visita al monasterio de Santa Fe, las tropelías delos gabachos y la extraña aventura que habíamos vivido en la tabernade Cuarte, escuchando la conversación de los soldados franceses.

Don Domingo nos miró alarmado.—¡Eso que habéis hecho es muy peligroso! ¡Si os cogen los

franceses os tratarán como a espías! —¡En realidad solo escuchamos una conversación de forma

involuntaria! – contesté yo con una sonrisa inocente -. Además, enestos tiempos todos corremos peligros, don Domingo. Cada uno denosotros debemos hacer lo que esté en nuestra mano para defenderZaragoza.

Doña Ascensión nos calentó un plato de sopa que engullimos conafán, junto con un zoquete de pan y un buen vaso de vino. Después nosmarchamos a nuestra casa. Ya en la calle, oímos al sereno.

—¡Las once y sereno, dormid, zaragozanos! Amaneció el sábado 18 de junio del mismo tenor que el día

anterior. El sol de madrugada ya anunciaba otro día de calor paradesdicha de los gabachos, que a buen seguro estaban padeciendo lasaltas temperaturas de mediodía mucho más que nosotros.

Apenas sonaba algún disparo de ciento a viento, fruto más de lainexperiencia que de ningún peligro real. Todo parecía confirmar que

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lo que habíamos escuchado en la taberna de Cuarte era cierto. Elejército francés no parecía dispuesto a volver a atacar de momento.

José y yo acudimos prontos al hospital. Como en los últimos días,había una gran actividad en los pasillos y en las cuadras. Médicos,cirujanos y enfermeros transitaban con paso acelerado por los senderosde los jardines que comunicaban un edificio con otro.

En cuanto el párroco del hospital nos vio se acercó solícito ainteresarse por nuestro viaje.

—No son buenas las noticias que traemos, mosén Miguel. Talcomo vos nos dijisteis, los soldados franceses han vengado su derrotaensañándose en los pueblos y lugares santos de los alrededores. En elmonasterio de Santa Fe y en la villa de Cuarte dieron muerte a variospaisanos y monjes, entre ellos al abad fray Esteban. Ayudamos en loque pudimos al hermano enfermero con los heridos, que no eran pocos.

—Mucho me entristece lo que me cuentas, África. Rezaré paraque Dios acoja a los muertos y tenga misericordia de los heridos y delos soldados que han cometido tales desmanes. ¿Conseguisteis almenos haceros con suministros para nuestra rebotica?

—Estas alforjas que veis contienen varios saquetes de plantas yremedios que nos serán muy útiles. Pero además, nos hicimos tambiéncon algo igual de valioso. En la taberna escuchamos la conversación deunos gabachos y así nos hemos enterado de los planes del generalfrancés para los próximos días.

—¡Por Dios que esas informaciones han de ser de utilidad paranuestro ejército!

—A estas horas ya estarán en poder de su excelencia, para quepueda hacer buen uso de ellas – respondió mi esposo -. Ahora quedadcon Dios, vamos a rendir cuentas al doctor Gavín de nuestro viaje.

Con las alforjas al hombro nos presentamos en el despacho delregidor del hospital. Su cara mostró alivio al vernos. Era consciente delos peligros que entrañaba la misión a la que nos había enviado y hastano vernos de vuelta sanos y salvos había estado temeroso por nuestraintegridad física.

Al terminar de relatarle nuestra aventura, nos dio las gracias ynos abrazó. Si los suministros que traíamos eran buenos, mejores eran

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las noticias de que los franceses no atacarían en unos días.Al igual que la ciudad, el hospital necesitaba organizarse y tratar

de enviar a sus casas o al hospital de Convalecientes a la mayor partede los heridos, de forma que quedase espacio libre para cuandovolviese a comenzar la lucha.

A media mañana corrió la noticia de que había regresado a laciudad don Luis de Palafox, marqués de Lazán. Su excelencia le habíaencomendado asumir el mando y la defensa de la ciudad mientras él seaplicaba a la tarea de reclutar un nuevo ejército con veteranos yvoluntarios de Belchite y las villas de sus alrededores.

El marqués traía la respuesta de nuestro capitán general al pliegoque dos días antes había remitido el comandante de las tropasimperiales a nuestras autoridades demandando la rendición de laciudad.

Sobre su contenido corrían todo tipo de rumores, desde los quehablaban de la aceptación de parlamentar, que eran los menos, hasta losque decían que su excelencia se mantenía firme en el desafío a losfranceses.

Ese día y el siguiente, que era domingo 19, continuaron confrenesí los preparativos para la defensa de la ciudad.

Los vecinos cuyas casas tenían paredes que daban a los camposexteriores de la ciudad abrían rendijas y orificios por los que poderdisparar sus fusiles contra los franceses que se aproximasen.

Incluso en los tejados de las casas se estaban disponiendo lugaresdesde los que hacer fuego a cubierto de los disparos del enemigo.

El dueño de la herrería en la que trabajaba mi hermano Ginés, lomismo que otros herreros de la ciudad, trabajaban día y noche parafabricar balas y metralla para nuestros cañones. Cualquier utensilio opieza de metal que caía en sus manos era usado para este fin.

En muchas ventanas se habían arrancado las rejas quehabitualmente las protegían. Todas habían ido a parar a las forjas de losherreros para convertirse en metralla.

Mosén Santiago Sas había reclutado en nuestro barrio todavíaotros doscientos hombres con los que había formado dos compañíasque cuando no estaban trabajando en las defensas se ufanaban delante

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de otros vecinos haciéndose llamar los escopeteros de San Pablo.Cada día seguían entrando soldados que provenían de regimientos

que habían estado destinados en algunas de las ciudades ahoraocupadas por los franceses. Así llegaron unos ochenta infantesportugueses[67] huidos de Bayona, otros que habían estado destinadosen Madrid o Barcelona e incluso parte de un batallón del regimiento deExtremadura.

A falta de oficiales curtidos en el campo de batalla, don VicenteBustamante había puesto la defensa de cada una de las puertas bajo elmando de algunos de los militares o civiles que más se habíandistinguido en la batalla del día 15.

Así, el coronel Renovales había sido nombrado comandante de lapuerta y el convento de Santa Engracia. A Calvo de Rozas, al que sehabía asignado no hacía mucho tiempo el cargo de intendente del reino,se le encomendó la defensa de la puerta del Portillo. Y el alcalde de laciudad, don Miguel Abad, fue nombrado defensor de la puertaQuemada.

Los monjes de varias órdenes religiosas, algunos de los cualeshabían empuñado las armas y hecho frente a los franceses desde lasventanas de sus conventos, trabajaban a destajo en la Casa deMisericordia para fabricar balas para los fusiles.

El comandante de ingenieros Sangenis dirigía a los hombres paraque colocasen los cañones de forma que batiesen el avance de losfranceses. A su alrededor se levantaban defensas con maderas, piedrasy tierra, unas veces en sacos y otras simplemente amontonada delantede los cañones para defender a los artilleros.

Asimismo el jefe de ingenieros había organizado grupos depaisanos con el encargo de bloquear los caminos de acceso a laspuertas de la ciudad con troncos y ramas de árboles.

Entretanto en el hospital nuestra actividad no cesaba. Variosinfelices habían muerto entre el sábado y el domingo comoconsecuencia de sus heridas, aunque otros habían sido enviados a suscasas o al hospital de Convalecientes para terminar de recuperarse.

Muy posiblemente hasta finales de la siguiente semana nollegarían los refuerzos que esperaba el general Lefebvre, así que ése

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era el tiempo que teníamos para convertir Zaragoza en una fortalezainexpugnable.

El trabajo no fue obstáculo para que la mayoría de loszaragozanos asistiésemos a la iglesia ese domingo. Se dijeron misas enlas dos catedrales y en todas las iglesias. Todos los templos estabanabarrotados.

Muchos voluntarios y soldados no podían dejar sus puestos devigilancia en las puertas y en los muros para cumplir con susobligaciones religiosas.

Por ello, se dispusieron altares en la plaza de la Seo, en la plazadel Portillo y en otros lugares públicos, para que todos los hombres quequisieran cumplir con sus deberes y rezar, pudiesen hacerlo sinabandonar sus puestos.

Cuando salíamos de la misa del Pilar, los alguaciles habíancolocado en los tablones destinados a ello un nuevo manifiesto de suexcelencia, en el que denunciaba la perversidad y la infamia de losfranceses en sus acciones y dictaba nuevas normas para elreclutamiento y registro de todos los zaragozanos en edad decombatir[68].

En el barrio de mis padres, mosén Prudencio, el párroco de SanPablo, había organizado a las mujeres para que llevasen comida ybebida a los defensores que hacían guardia en las puertas o en los otrospuntos fortificados, y lo mismo había ocurrido en otros barrios de laciudad.

Los zaragozanos nos preparábamos para la defensa de nuestraciudad.

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CAPÍTULO XXVIILa voluntad de Dios

El lunes 20 de junio los franceses seguían acampados en la CasaBlanca, en las llanuras de la Val de Espartera y en los altos de la ermitade Santa Bárbara, sin dar señales de que nos quisiesen atacar.

Al igual que en los días anteriores, mi esposo y yo nosdispusimos a pasar una larga jornada de trabajo en el hospital,atendiendo a los heridos. A pesar de nuestros esfuerzos, cada díafallecían algunos de ellos, consolados por los religiosos de San Juan deDios y los de la Caridad y habiendo recibido los últimos sacramentosde mosén Miguel. Después se les daba cristiana sepultura en elcementerio del hospital.

La esposa de uno de los heridos al que yo cambiaba sus vendajesa diario me informó que el edecán de su excelencia, un teniente coronelde nombre Manuel de Ena, había partido esa mañana desde la puerta deSanta Engracia hacía el campamento enemigo. Era portador de larespuesta del general Palafox al pliego que días atrás había remitido elfrancés Lefevbre, en el que exigía nuestra rendición.

La Gaceta había publicado el contenido de esa misiva. Nuestrocapitán general le decía que su espada guardaba las puertas de laciudad y su honor respondía de su seguridad[69]. Al mismo tiempo leinformaba de que Cataluña, Valencia, Asturias, Castilla y otrosterritorios habían ofrecido sus ejércitos a Aragón y le afeaba el indignocomportamiento de los soldados franceses en las ciudades y pueblosque habían ocupado.

Al atardecer dejamos el hospital para regresar a nuestra casa,pero antes pasamos por el domicilio de mis suegros, para comprobar lasalud de Pedro.

Nada más entrar me di cuenta de que las cosas no iban comoesperábamos. Doña Ascensión estaba llorosa en un butacón del salón.

—¿Qué ocurre, querida? ¿Qué os atribula?—Pedro ha comenzado a sufrir calentura este mediodía y su

aspecto no anuncia nada bueno.José entró apresuradamente al dormitorio. Su padre, don

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Domingo, estaba aplicando en esos momentos un paño empapado enagua a la frente de Pedro.

—¿Cómo está mi hermano, padre?—Han aparecido las calenturas y cuando le he cambiado el

apósito, la herida rezumaba un pus amarillento verdoso maloliente.No hacían falta más explicaciones. Los dos eran médicos y sabían

que esos síntomas eran el preludio de un desenlace fatal.José nos pidió que le llevásemos paños limpios y un recipiente

con agua hervida y otro con vino caliente. En cuanto los tuvo, destapóel vendaje.

Tal como había descrito su padre, la piel alrededor de la heridaestaba enrojecida y el paño que la cubría se veía manchado de unasecreción purulenta de aspecto verdoso. Un olor dulzón nauseabundose apoderó rápidamente de la habitación.

Mi esposo mojó uno de los paños limpios en vino y comenzó alimpiar con gran cuidado la herida, arrastrando el humor pestilentedesde el centro hacia los bordes. Después lo volvió a lavar con agua.

Yo le iba dando nuevos paños conforme él iba arrojando a unabacina que había en el suelo los que ya había usado. Cuando se dio porsatisfecho, la herida presentaba mejor aspecto, aunque mi cuñadoestaba sumido en un letargo que solo interrumpía con algún quejido.

Su piel mostraba un tono cetrino y estaba empapado en sudor.—Padre, repita usted la cura cada dos horas e intente mantener su

cuerpo frío mediante las compresas que le está aplicando. Madre,prepárele una infusión de jengibre y dele una escudilla cada cuatrohoras. Ahora solo nos queda rezar. Mañana a primera hora vendremosde nuevo para ver cómo sigue.

Su padre le miró alarmado.—¡Hijo!, ¿con una herida en el abdomen le vamos a dar líquidos?—Hace ya tres días que Pedro fue herido. Si la bala hubiese

perforado el intestino, su abdomen estaría duro como un madero. Hayque combatir la calentura para favorecer que su cuerpo reviva.

Al salir, José caminaba cabizbajo y triste a mi lado.—No tiene buen aspecto, ¿verdad?

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—No, África. Solo podemos esperar un milagro. De otro modo,Pedro fallecerá en poco tiempo.

A pesar de nuestros cuidados y de las oraciones a la Virgen delPilar, mi cuñado murió dos días después.

El jueves 23 de junio, día en el que celebrábamos la octava delCorpus, don Prudencio dijo una sentida misa de funeral en nuestraparroquia de San Pablo, a la que asistimos la familia y los másallegados que no estaban de guardia en las murallas.

En la homilía destacó el valor y el patriotismo de mi cuñado y noahorró ningún epíteto contra los soldados franceses responsables de sumuerte. Acabó diciendo que había sido la voluntad de Dios. Después ledimos sepultura en el cementerio del hospital.

No quería dudar de la certeza de las palabras de don Prudencio,pero yo siempre había pensado que la voluntad del Señor era que cadauno eligiésemos libremente nuestro camino y en esa eleccióncometiésemos errores y aciertos con nuestro libre albedrío.

En cualquier caso lo cierto es que Pedro ya no estaba connosotros.

Por desgracia no éramos la única familia que había perdido aalgún familiar en esta guerra. No podíamos encerrarnos en nuestrodolor. Los gabachos seguían amenazando nuestras vidas y las denuestros seres queridos y todos estábamos decididos a que la muerte dePedro no fuese en balde.

Así, terminadas las exequias cada uno volvimos a nuestrasocupaciones.

Esa semana los franceses apenas hicieron porque supiésemos queestaban allí, ni falta que hacía. Hubo algunas escaramuzas entre susavanzadillas y las nuestras, que se saldaban con algunos disparos y conlos heridos que al cabo llegaban a nuestro hospital.

Los hombres que los traían siempre nos manifestaban que losgabachos habían llevado la peor parte y a buen seguro que así era, puescada vez que ellos atacaban lo hacían en campo abierto, mientras quenuestros defensores contaban con la protección de los parapetos, de lasempalizadas y de las paredes de las casas.

Aún seguían llegando todos los días voluntarios y soldados para

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incorporarse a nuestras filas. Así, esa semana se incorporaron un cientode guardias walonas que habían huido desde Barcelona[70].

El jueves 23 de junio decidimos hacer otra salida, esta vez endirección a Monzalbarba y Utebo, para conseguir más suministros deplantas medicinales.

Eran dos lugares peligrosos de acuerdo con las noticias queteníamos. Los franceses habían saqueado a conciencia las doslocalidades. Pero José y yo pensábamos que ésa era nuestra principalventaja para pasar desapercibidos.

Nadie en su sano juicio se aventuraría en las villas que losfranceses habían saqueado y robado de no ser que fuera vecino deellas.

Nuestra idea era acudir a la taberna para tomar un plato delegumbres y así de paso ver si los soldados en estas villas tenían lalengua tan suelta como en Cuarte.

Esta vez remontamos el río Ebro por su orilla izquierda hastallegar a un punto en el que otro barquero, al que llamaban el tío Lucas,nos llevó a la ribera derecha.

Cuando llegamos a Monzalbarba se observaban claramente lashuellas dejadas por los saqueos de los gabachos. Varias casas tenían laspuertas desvencijadas y hechas astillas.

Muchos paisanos permanecían asomados a las ventanas, mirandocon desconfianza a cuantos pasábamos por la calle y no éramos vecinoshabituales.

Incluso en la plaza se veían dos viviendas que estaban quemadasy reducidas a escombros.

Realmente lo que nuestro capitán general denunciaba en susmanifiestos no faltaba a la verdad en ningún aspecto. Los soldadosfranceses estaban sembrando el terror en los lugares por los quepasaban.

La duda que nos cabía era si lo hacían simplemente comomanifestación de los instintos más bajos del ser humano o bien seguíaninstrucciones de sus mandos, lo que de ser así tenía un significado demayor gravedad y deshonor para el ejército imperial.

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Siguiendo nuestro plan, nos dirigíamos hacia la taberna cuandovimos en la calle varios cañones montados sobre cureñas yenganchados a mulos que se disponían a partir con unos cincuentasoldados que a no dudar eran los servidores de las piezas.

Yo no lo pensé dos veces y me acerqué a un soldado joven, queparecía más un muchacho que un hombre hecho y derecho y lepregunté con mi mejor francés a dónde iban unos soldados tanapuestos.

El soldado me miró sorprendido de que una paisana se dirigiese aél en su idioma y sin pensárselo demasiado respondió con orgullo quemarchaba a la guerra. Iban a instalar sus cañones en un lugar llamado“Bernardó” para desde allí bombardear Zaragoza.

Yo no quería forzar mi suerte y me limité a despedirmediciéndole que esperaba volver a verlo por allí.

José, al que mi acción había cogido desprevenido, se habíametido en la taberna y desde la puerta vigilaba lo que yo hacía por sime veía en apuros, aunque en ese caso poco podría haber hecho.

Terminada la conversación, me giré y me dirigí con tranquilidadhacia la tasca en donde mi esposo me esperaba. Conforme me alejabapodía oír las bromas que los compañeros del soldado le hacían sobre sugallardía y cómo volvía locas a las mujeres españolas.

Al entrar en la taberna, vi que José se había sentado con mosénLorenzo, el párroco de San Miguel, y con Mariano Chicapar, elboticario, que en esos momentos estaban mojando trozos de pan en elunto[71] que había quedado en sus platos de cerdo con garbanzos.

Me acerqué a la mesa y me senté en un taburete que quedabalibre.

—Mucho nos alegramos de volver a veros, amigos, en estostiempos tan aciagos.

Nos ofrecieron un vaso de vino que José y yo aceptamos.Después, en un tono de voz que solo se oía en el cuello de nuestrascamisas, mosén Lorenzo tomó la palabra.

—Os hemos de advertir que tengáis mucho cuidado con lo queaquí decís. Hemos tenido la triste experiencia de que más de uno y másde dos vecinos de nuestra villa son afrancesados y están colaborando

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con el enemigo, por lo que una palabra comprometida en los oídosinadecuados nos podría poner a todos en un aprieto.

Tras semejante advertencia, nos limitamos a conversar sobre elbuen vino que estábamos degustando y el calor que este año habíallegado con fuerza.

En un momento de la conversación, mosén Lorenzo nos advirtióde que nos ahorrásemos el viaje a Utebo. Los franceses habían causadotales estragos que la mayor parte de la población, incluido el boticario,don José María, habían huido para buscar refugio en las villas dealrededor o en la capital. Eso, añadió, los que no habían sido pasados acuchillo por los gabachos.

Al fin, José y yo nos levantamos y salimos dando un pequeñorodeo hasta llegar a la botica, en donde ya nos esperaba MarianoChicapar.

El buen boticario había estado haciendo acopio de remediosdesde nuestra última visita y nos entregó dos talegos de medianotamaño. Por fortuna, su contenido de plantas y hierbas no pesaba loque su volumen amenazaba.

No quisimos perder más tiempo y desandamos nuestro caminohasta estar de regreso en Zaragoza.

Por el camino le conté a José mi conversación con el soldadofrancés.

—¿Estás segura de que te ha dicho que iban a emplazar loscañones en un lugar llamado “Bernardó”?

—Sí, querido.—No puede ser otro que el alto de la Bernardona[72]. Tenemos

que dar a conocer esto a la Junta Suprema.—¡Eso está muy cerca del castillo! ¡Las defensas que ocupan mi

padre y mis hermanos con los fusileros de Mariano Cerezo quedarán atiro de sus cañones!

En cuanto entramos en Zaragoza fuimos sin perder tiempo a laresidencia del marqués de Lazán. Cuando llegamos estaba reunido conel teniente del rey y con otras autoridades de la Junta de defensa de laciudad.

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Don Vicente Bustamante se sorprendió al vernos de nuevo porallí y explicó a don Luis de Palafox nuestra anterior visita en la que lehabíamos dado valiosa información sobre las intenciones del generalfrancés.

Yo apenas le dejé terminar, pues estaba impaciente por relatar loque el ingenuo francés me había contado.

—Señores, venimos de Monzalbarba y allí hemos visto a unabatería de al menos diez cañones y algunos obuses del ejército imperialque, con su guarnición, estaban en disposición de marchar. Heentablado conversación con uno de los soldados y me ha dicho que losiban a situar en un lugar llamado “Bernardó”, que mi esposo y yosospechamos que debe ser el alto de la Bernardona.

—Lo que decís es información de suma importancia, señora. Sicolocan allí sus cañones, pueden hacer mucho daño no solo en lasdefensas, sino también dentro de la ciudad. Si me permitís laindiscreción, ¿por qué un soldado enemigo os iba a desvelar susplanes?

Entonces le conté que yo hablaba francés con fluidez y elgabacho, que era joven y con pinta de inexperto, se había confiado conmi buen acento y seguramente por ser yo mujer.

Don Luis y don Vicente sonrieron al unísono. Seguro que seacordaban del dicho de que más consiguen faldas que plumas yespadas.

—Zaragoza está en deuda con vos y vuestro esposo por tanvaliosa información, señora. Ahora, si nos excusáis, tenemos que hacerbuen uso de ella.

Aunque se acercaba el toque de vísperas[73], estábamos en losdías en los que el sol se ponía más tarde, y por ello aún quedaban unpar de horas para que anocheciera.

Por ello, tras dejar nuestro botín de plantas y remedios en larebotica del hospital, yo quise acercarme al castillo para comprobar sinuestra información había llegado a sus defensores y si se habíatomado alguna medida para protegerlos. Mi esposo aprovechó parahacer una ronda por las cuadras del hospital y comprobar el estado delos heridos.

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En el patio de armas encontré a mi hermano Daniel. Mi padre ymi hermano Ginés hacían en esos momentos guardia patrullando eladarve que recorría la muralla sur.

—¿Cómo siguen las cosas, hermano?—De momento los gabachos siguen lamiéndose las heridas de la

batalla del otro día. De cuando en vez aparecen algunas patrullas suyasa las que recibimos con tal lluvia de proyectiles que salen corriendocomo conejos en día de caza. Hace pocos días nos han reforzado conuna partida de portugueses que conocen su trabajo, ¡pardiez!

—¿Os han dado órdenes para que reforcéis hoy las defensas?—Si te refieres a los cañones, así es, África. Hace un rato ha

venido un oficial del cuartel general y ha ordenado que una buena partede nuestros cañones se emplacen con el tiro puesto en el alto de laBernardona. Los compañeros bromean diciendo que algún comandanteno le gustan los tomates que allí se crían.

Respiré aliviada. Nuestra información había sido tenida en cuentay habían dispuesto nuestras baterías para hacer frente a esa amenaza.

Entonces le conté a mi hermano nuestro viaje a Monzalbarba y larazón por la que habían recibido esas órdenes, que tenían poco que vercon los tomates de la Bernardona.

—Hermana, ¡vaya sorpresa! Nuestro padre nos contó que el otrodía trajiste una valiosa información de Cuarte y ahora de nuevo lo hashecho. ¡Yo sabía que eras un poco alcahueta, pero de ahí a convertirteen espía, es un gran paso!

Le tiré un pellizco a la pierna que esquivó con habilidad.Después, su gesto se tornó serio de nuevo.

—Quizá deberías ir a casa de nuestra madre, a mi casa y a la deDaniel para que ella, Josepha y Antonia cojan a los niños y busquenrefugio en alguna de las alcantarillas que tan bien conocemos. Si losfranceses nos disparan desde tan cerca, algunas de sus bombas caerándentro de la ciudad.

No había pensado en ello, pero Daniel tenía razón. Aunquenuestras casas estaban bien construidas y eran fuertes, una bombapodía atravesar una pared y causar algún daño irreparable.

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Me despedí pues[74] de mi hermano y salí hacia la puerta delPortillo, aprovechando las últimas luces del atardecer. Visité a mimadre, con la que aproveché para conversar y ponerle al corriente de lasituación en el hospital y nuestras salidas de la ciudad en busca desuministros para la rebotica.

No le conté nada de las informaciones que habíamos escuchadode boca de los soldados franceses sobre el bombardeo, pues la hubiesepreocupado sin necesidad. La calle donde vivían mis padres era tanestrecha que hubiese sido obra del diablo que un proyectil salvase lasprimeras casas y atinase en la nuestra.

Después marché a casa de Daniel y de Ginés y allí advertí a miscuñadas del riesgo de que las bombas cayesen en la ciudad y lesrecomendé que buscasen refugio en las galerías de la calle del BarrioCorto.

Antes de volver a nuestra casa, pasé también por casa de missuegros, a los que asimismo informé del peligro que se avecinaba y lessugerí que cuando comenzasen a caer las bombas se resguardasen en elsótano de la mansión.

El Ayuntamiento por su parte había publicado bandos avisandopara que las gentes se quedasen a buen recaudo en las plantas bajas desus viviendas.

Cumplidos todos los recados, regresé a nuestra casa, en dondeencontré a José. Su rostro reflejaba la fatiga del día y no dudaba que elmío también.

Cenamos un trozo de tocino con pan y vino y nos refugiamosbajo las sábanas, arropándonos con ellas como si nos pudiesen protegerde las balas enemigas. El cansancio pudo más que las preocupaciones yenseguida dormíamos profundamente.

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CAPÍTULO XXVIIIA mal decir no hay casa fuerte

El viernes 24 de junio nos despertamos con un gran estruendo.La curiosidad nos hizo correr a la ventana, venciendo la curiosidad a laprudencia.

Una bomba había caído muy cerca de la iglesia de Santiago,causando un gran agujero en la calle que había levantado un buennúmero de adoquines. Pero hasta donde alcanzábamos a ver, no parecíaque hubiese ningún herido.

A ese estallido siguieron más ruidos de explosiones, algunas enlas calles de Zaragoza pero otras en la distancia, que parecíancorresponder a los disparos de nuestra artillería como respuesta a losgabachos.

Al poco rato, los cañones guardaban silencio. Todo hacía pensarque la réplica de los nuestros desde el castillo de la Aljafería habíadado al traste con los planes del general Lefebvre.

Pero las baterías francesas al parecer no habían hecho sinoreplegarse para atacar desde otros puntos, pues al poco ratocomenzaron a bombardear desde la torre de Santo Domingo, en laAlmozara.

José y yo ya estábamos en el hospital y comenzaron a llegarvecinos heridos por las bombas caídas y en las escaramuzas quesiguieron. Los que podían hablar contaban que los nuestros habíansalido con gran valor a enfrentarse con los soldados de las bateríasfrancesas causándoles muchos muertos.

Hasta el mediodía estuvieron sonando tiros y llegando máshombres con heridas de bala.

Parecía que los franceses de nuevo se daban por vencidos cuandoentrada la tarde comenzaron a oírse sonidos de batalla que venían estavez del alto de Torrero y con ello empezó de nuevo la llegada alhospital de vecinos afligidos por las heridas recibidas.

En los pasillos me cruzaba unas veces con Magencia, otras conMaría o con Andresa pero apenas podíamos intercambiar unas palabras,de tanto trabajo como teníamos limpiando los rastros de la sangre

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derramada por los nuestros.Con el atardecer los estampidos de los disparos fueron cesando,

hasta convertirse en sonidos aislados.Esta vez el número de heridos no había sido grande y la mayor

parte con cosas de menor importancia, de tal forma que a muchos deellos les habíamos enviado a sus casas o incluso de vuelta a sus puestosdespués de curarles.

Mi esposo aún quería dar una vuelta más por las cuadras pararevisar a sus pacientes así que yo me marché para ver que mis cuñadasy sobrinos habían seguido nuestro consejo y se habían guarecido de loscañonazos en las galerías.

Fui primero a casa de Daniel. Mi hermano había llegado pocorato antes.

Antonia, con mi sobrina Joaquina, María Josepha, con su hijaVictoria, mi hermana Pilar con Miguel y Pedro y mi madre habíanpasado todo el día en uno de nuestros escondites próximo a la galeríasubterránea del Barrio Corto. Mi hermana finalmente había ido abuscar a mi madre. Habían llevado comida y agua para ellas y los niñosy, aunque habían oído las explosiones, no habían corrido peligro.

Me contaron que otras vecinas habían tenido la misma idea, conlo que se habían juntado allí más de una treintena de personas.

Habían regresado a sus casas cuando el estallido de las bombashabía cesado.

Mis hermanos y mi padre habían estado peleando en el castillo,desde donde habían hecho frente con nuestros cañones a las baterías delos franceses. Daniel, junto con Basilio, Perico y otros habían formadoparte de las tropas que habían salido a desalojar a los soldadosenemigos atrincherados en la Almozara, causándoles varias decenas demuertos.

Cuando regresé a nuestra casa, José ya había llegado y nosacostamos vigilantes de que en cualquier momento volviesen a sonarlos proyectiles de los gabachos, pero la noche transcurrió sinincidentes, con el único sonido de las voces del sereno anunciando lashoras.

El sábado 25 de junio los cañones de los franceses enmudecieron.

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Cada vecino pudo así afanarse en sus tareas. Unos se aplicaron encompletar las defensas de las puertas con fosos, sacos de tierramezclada con lana y salchichones de tierra levantados delante denuestras baterías.

Otros se dedicaron a amasar pan y a fabricar balas para losfusiles y los cañones y nosotros continuamos con nuestra labor en elhospital.

Apenas habíamos tenido noticias de su excelencia desde supartida a Belchite, pero ese día llegaron rumores de una batalla enÉpila.

Nuestro capitán general con las tropas que había logrado reunir,otras que se le habían unido bajo el mando de su hermano y aúnalgunas más que habían llegado desde Calatayud bajo el mando de unnoble de aquellas tierras, había marchado hacia Belchite con laintención de cortar la línea de suministros del ejército francés desde elcamino de Madrid.

Los relatos de lo ocurrido eran contradictorios y ya empezábamosa acostumbrarnos a esas incertidumbres.

Como en anteriores batallas, unos decían que su excelencia habíaconseguido una gran victoria contra los franceses, mientras otroscontaban que después de una dura pelea nuestros soldados se habíanreplegado hacia Calatayud y los ejércitos enemigos habían entrado enla población, cometiendo desmanes y abusos con las personas y losbienes, incluso pasando a cuchillo al capellán de la parroquia.

Después de lo que habíamos visto y oído de anteriores combates,yo me sentía más inclinada a creer a los que anunciaban nuestraderrota.

Esa misma tarde se supo que el general francés había enviado unnuevo destacamento a parlamentar con nuestras autoridades, exigiendoel rendimiento de la ciudad.

Parecía claro que la ocupación de la ciudad se le habíaatragantado al general Lefebvre, que por esos días contaba ya susmuertos por centenares. Sus ataques con los soldados del mejor ejércitodel mundo se habían estrellado contra nuestras pobres defensasreforzadas eso sí por nuestra enorme tozudez.

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De ahí su insistencia en recurrir al parlamento mejor que a lasarmas. Pero o mucho me equivocaba, o el general enemigo pinchaba enhueso. Nuestro espíritu era el de luchar hasta la muerte antes que rendirla ciudad.

El día transcurrió sin más incidentes y sin nuevas batallas. En lasúltimas horas, yo fui a casa de mi madre para ver cómo seguía y buscarnoticias de mi padre.

—He estado con él a mediodía, hija. Se encuentra bien, a Diosgracias. Le he llevado comida y bebida para él y para tus hermanos.

—¿Es cierto que los franceses han venido a parlamentar?—Eso me han contado. El propio intendente ha mantenido

conversaciones con el general francés, pero tu padre desconocía lo queentre ellos habían hablado.

En esos momentos llegó a visitar a nuestra madre mi hermanoGinés.

Mucho me alegré de encontrarlo, pues llevaba días sin verlo. Yole relaté cómo iban las cosas por el hospital y él me confirmó lo que yoya sabía de las últimas batallas.

Después me contó que se había presentado en el castillo unoficial enviado por el marqués de Lazán pidiendo voluntarios queformasen compañías que, arriesgando sus vidas, se infiltrasen en laslíneas enemigas con el fin de interceptar los correos de los franceses.

Mis hermanos no lo habían dudado y se habían presentado paraesa misión. Su dominio del idioma del enemigo era una baza a su favor.El marqués de Lazán había establecido una paga de diez reales devellón por día y en caso de caer bajo el fuego enemigo, las viudasrecibirían una paga de cinco reales de por vida.

A mis hermanos el dinero les importaba poco, lo que les habíaempujado a presentarse voluntarios eran sus ganas de combatir a losfranceses.

Yo sospechaba que nuestras informaciones sobre las intencionesde los gabachos tenían algo que ver con la creación de esas compañías.

El marqués de Lazán y el teniente del rey habían visto cuánimportante era conocer de antemano los propósitos del enemigo.

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Era una misión peligrosa y le rogué a mi hermano que ninguno delos dos expusiese su vida en vano, a lo que me contestó con unasonrisa.

—Hermana, ¡consejos vendo que para mí no tengo! Tú ya hastenido tu parte en eso de espiar a los gabachos, ¡déjanos que los demásnos divirtamos un poco!

No le faltaba razón, así que tuve que callar. Al menos ellos iban ameterse en el territorio controlado por los franceses con un arma paradefenderse, mucho más de lo que José y yo habíamos llevado.

Ese domingo, día 26 de junio, en la misa de San Pablo, donPrudencio nos leyó una encendida homilía contra los pérfidos soldadosfranceses, que estaban cometiendo todo tipo de profanaciones norespetando a mujeres, a ancianos o a lugares sagrados.

Así terminaba una semana que había transcurrido sin grandessobresaltos.

El lunes 27 de junio nos despertamos con el deseo de que lascosas no cambiasen mucho y se mantuviese esa aparente tregua, peroes sabido que a cada día su pesar y su esperanza.

Por la calle de camino al hospital nos hicimos con una Gaceta enla que aparecía la contestación que el marqués de Lazán había enviadoal general Lefebvre durante la noche.

Como yo imaginaba, don Luis de Palafox declinaba la oferta derendición y de paso recordaba al gabacho los abusos que el ejércitoimperial habían realizado en Austria, Italia, Holanda, Suecia y otrospaíses conquistados y le aclaraba que los zaragozanos habían juradomorir antes que entregar la ciudad[75].

El marqués no había hecho otra cosa que poner por escrito elsentir de todos los zaragozanos de bien.

Estando cerca del hospital vimos humo que se alzaba del edificioque servía de almacén. Quizá alguna bomba había dado con élproduciendo el fuego. José y yo apresuramos el paso con la intenciónde socorrer en lo que pudiésemos.

Cuando llegamos había ya un buen número de trabajadores,vecinos e incluso algunos enfermos que podían valerse que estabanaplicados en cargar cubos de agua del pozo y de una fuente cercana y

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arrojarlos sobre las llamas que salían del almacén.Uno de los que más se afanaban era el hermano Guillermo.

Aproveché que volvía con un cubo vacío para conocer la causa delfuego.

—Los primeros que han llegado al percatarse del humo dicen queha sido un sabotaje. Han encontrado un candil en el suelo. Algún malnacido ha prendido fuego a los canastos de hilas que teníamos listospara usar en las curas a los heridos.

El religioso continuó con paso acelerado hacia el pozo, mientrasJosé y yo nos hacíamos con sendos cubos de una casa de la calle SantaEngracia y corríamos para colaborar en la extinción del incendio.

La rápida intervención de unos camilleros que habían acudido porcasualidad siguiendo el encargo de un maestro cirujano para recogermaterial de cura había permitido limitar los daños y en menos de doshoras el fuego se había apagado.

Hasta donde mi esposo y yo sabíamos, éste era el segundo actode sabotaje que sufría el hospital en pocas semanas. La pérdida devarios canastos de hilas, con ser un contratiempo, no iba a costarmucho de reponer.

Las mujeres que vivían en las casas del Coso y en los alrededoresde Nuestra Señora de Gracia ya habían comenzado a desfilar por eldespacho del intendente para asegurarle que repondrían lo perdidousando algunas de las sábanas que tenían en sus casas.

Lo preocupante era que algún trabajador del hospital estabaconspirando para hacer daño y dificultar el tratamiento de los enfermosy heridos.

Desaparecido ya el riesgo de las llamas, Cosme Mediano nosencargó a mí, a mi hermana y a nuestras amigas Magencia, Andresa yMaría que intentásemos limpiar y poner orden en el almacén en el quese había iniciado el fuego.

Pilar no podía ocultar su indignación por lo ocurrido.—Espero que los alguaciles encuentren al bellaco que está

cometiendo estos desmanes y le apliquen la medicina que recetaba miabuela Amelia para la mala gente, ¡al bueno, regalo y al malo, palo!

Magencia se sumó a lo dicho por mi hermana.

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—¡Así arda en el infierno ese canalla! ¿Creéis que quien quieraque sea tiene algo que ver con los hurtos que se vienen produciendodesde hace tiempo en la despensa del hospital?

—Podría ser, Magencia – respondí yo –. Pero somos muchos lostrabajadores del hospital, y entre tantos puede haber más de ungarbanzo negro. ¿Qué piensas tú, María?

—Los sabotajes los hace alguien con intención de causar daño alhospital. Cuando ocurrió el primero, mi padre decía que se trataba dealgún afrancesado que se ocultaba entre nosotros. Los robos de comidaparecen más el acto de alguien necesitado que de un malvado.

—Los alguaciles no han sido capaces de dar con el autor de loshurtos. Mucho me temo que tampoco puedan descubrir quién cometeestos daños al hospital, sobre todo si es listo – terció Andresa.

Tras dos horas de trabajo habíamos retirado los restos calcinadosde las canastas de hilas y habíamos adecentado el almacén, aunque losrastros de humo persistían en las paredes y haría falta una mano depintura para borrarlos.

Antes del mediodía, se produjo un gran revuelo en la ciudad.Algunos de los voluntarios que se habían presentado para espiar losmovimientos del enemigo habían regresado de sus expediciones coninformaciones alarmantes.

Se decía que habían llegado tropas de refuerzo con abundanteartillería y munición al campamento francés, por lo que se esperaba deun momento a otro un nuevo ataque con abundante fuego de castigo delas baterías enemigas.

Ese lunes aún nos deparaba más desgracias, pues ya dicen queajos y desdichas no vienen solos, sino por ristras.

Estábamos todos comentando tan ingratas noticias cuando seprodujo una tremenda explosión que no parecía sino que había llegadoel fin de los tiempos.

Los suelos y las paredes temblaron y muchos cristales de lasventanas saltaron hechos añicos.

Por un momento pensamos que los franceses nos habíandisparado con un gigantesco cañón. Si eso era cierto, poco iba a durarnuestra defensa ante semejantes armas.

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Pasaron unos minutos antes de que comenzasen a llegar gentesdesde las calles acarreando personas gravemente heridas y otrasincluso muertas.

Me acerqué a Chesús Loriga, que en esos momentos nos traía auno de los heridos.

—¿Qué ocurre, Chesús? ¿Qué ha sido tamaña explosión?—Al parecer ha ocurrido algo terrible, África. Ha explotado

nuestro polvorín principal, el de las escuelas. Según cuentan losprimeros que han llegado, la explosión ha echado abajo el Seminario,los edificios de las escuelas y un buen número de casas próximas.Dicen que hay muchos muertos y heridos.

Algunos hablaban de traición y achacaban el desastre a la manode algún afrancesado que había prendido fuego a nuestros barriles depólvora. En el hospital ya habíamos tenido dos actos de sabotaje, por loque a mí no me parecía un desatino semejante sospecha.

El doctor Gavín organizó con presteza un grupo de personas paraque acudiésemos a auxiliar en el rescate de los que pudiesen haberquedado atrapados entre los escombros.

Mosén Miguel, el hermano Guillermo, sor Marie y yo salimos deinmediato con otros trabajadores del hospital hacia el lugar de laexplosión, que había ocurrido no muy lejos de donde nosotrosestábamos.

Cuando llegamos allí, la vista era desoladora. El Seminario habíaquedado totalmente derruido, lo mismo que los edificios de lasescuelas. Un buen número de casas de esa zona del Coso tambiénmostraban grandes daños. Algunas incluso se habían venido abajo.

Antes que nosotros habían llegado algunos vecinos de losalrededores, sobre todo mujeres, ancianos y niños, ya que la mayorparte de los hombres estaban defendiendo los muros de la ciudad.

Había también muchos sacerdotes y religiosos de los conventospróximos. Algunos de ellos estaban confortando a los más graves,administrándoles los sacramentos.

Nos acercamos a una de las casas derrumbadas y oímos el llantoy los gritos de varias personas, algunas de ellas niños por su voz.

Los cuatro comenzamos a retirar escombros tan rápido como

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podíamos. Enseguida vinieron en nuestro auxilio otros vecinos y elpoco rato dimos con una madre y dos niños que habían quedadoatrapados bajo las ruinas.

El brazo derecho de la madre estaba deformado a la altura delcodo, lo que indicaba que se había roto por allí. Uno de los niñostambién tenía fracturada una pierna, mientras que el otro, que notendría más de cuatro años, solo presentaba un rasguño en la cabezaaunque lloraba desconsoladamente.

Con dos puertas que estaban tiradas en el suelo, arrancadas de susgoznes por la explosión, improvisamos dos camillas y en ellascolocamos a la madre y al niño de la pierna rota.

Sor Marie cogió en brazos al otro pequeño y con la asistencia dedos frailes de San Agustín que estaban por allí emprendimos el caminohacia el hospital.

A nuestra llegada, el suelo de la entrada estaba todo ocupado porimprovisadas parihuelas en las que yacían heridos de todo tipo, unoscon apariencia muy grave y otros con lesiones que parecíanimportantes pero no para comprometer su vida.

Los maestros cirujanos, asistidos por los practicantes y poralgunos médicos, entre ellos José, iban revisando uno a uno a todos ysegún lo que veían daban instrucciones a los camilleros y a losreligiosos para que trasladasen al paciente a una u otra cuadra para sutratamiento.

No había pasado mucho tiempo cuando empezamos a oírdisparos. Los franceses habían sentido la explosión y se habíanacercado a nuestras puertas para comprobar si habían quedadodesguarnecidas.

Por los ruidos que nos llegaban, no había sido así y los nuestrosles estaban dando el recibimiento que merecían.

Esta explosión era un duro revés pero yo confiaba en que nosrepondríamos de él, como habíamos hecho hasta ahora. Las desgraciasestaban uniéndonos frente al enemigo, pues desdichas y caminos hacenamigos.

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CAPÍTULO XXIXUna difícil encomienda

Los trabajos de búsqueda de víctimas entre los escombrosduraron toda la tarde del lunes.

En el hospital seguimos recibiendo heridos hasta bien entrada lanoche. Mucho fue el trabajo que tuvimos ese día como consecuencia deese triste y desafortunado suceso. Mi cuñado y sus colegas tuvieronque practicar algunas amputaciones de extremidades que habían sidoaplastadas bajo ladrillos y vigas derrumbadas.

La desgraciada coincidencia con el sabotaje en nuestro almacénhabía complicado las labores de cura de los heridos, pero las vecinasdel barrio de San Miguel y las de Santa Engracia se habían presentadoa las dos horas de la explosión con dos canastos de hilas reciénfabricadas a partir de sábanas de sus casas.

Tras la confusión de los primeros instantes, parecía confirmarseque la explosión se había debido a la imprudencia de uno de loshombres que estaba trasladando los toneles de pólvora con un cigarroen la boca.

Esa noche apenas pudimos dormir unas pocas horas. Así quecuando los sonidos de la guerra empezaron de nuevo el martes 28 dejunio de madrugada, a José y a mí nos cogieron sondormidos.

Enseguida nos percatamos de que aquello no era una escaramuzacomo en los días anteriores.

Ya en el hospital , desde las ventanas podíamos adivinar cómo laspuertas del sur de la ciudad estaban siendo bombardeadas con cañonescolocados en el alto de la Bernardona, al tiempo que nuestras bateríasdel castillo respondían a su fuego.

Los heridos que nos comenzaron a llegar nos iban informando dela batalla.

Los franceses habían atacado al mismo tiempo las puertas deSanta Engracia y del Carmen, así como el castillo.

Mientras tanto, una fuerza enemiga importante que incluíacaballería polaca había atacado a los defensores del alto de Torrero,donde se había librado una sangrienta batalla.

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El teniente coronel Falcó, que mandaba las tropas defensoras enese punto, había dado orden de retirada ante las primeras cargas de lacaballería francesa, abandonando el alto de Torrero y con él las bateríasque allí estaban emplazadas.

A pesar de que se esperaba el ataque, el asalto había cogidodesprevenidos a sus defensores. Como consecuencia, los gabachosahora dominaban ese emplazamiento, desde el que podían bombardearcon facilidad nuestras defensas en las puertas de Santa Engracia y delCarmen.

Todo parecía indicar que su objetivo era ése, pues en cuanto sehubieron hecho fuertes en él el ataque en los demás puntos habíacesado. Los franceses lo habían pagado caro, del que daban fe losmuchos muertos que habían sufrido, pero se habían hecho con un altodesde el que podían bombardearnos a placer.

La pérdida de Torrero no había sido bien recibida por losoficiales que defendían las puertas de Santa Engracia y del Carmen,que calificaban la retirada de Falcó como un acto de cobardía.

Para compensar ese revés, esa misma tarde entró en Zaragoza porel puente de Piedra un destacamento de artillería enviado desde Lérida.Los soldados traían dos cañones, dos obuses y dos morteros, con sucorrespondiente munición, que fueron situados en las defensas delPortillo.

La llegada de esta batería nos levantó la moral, pues por lo quehabíamos visto hasta ese momento, la artillería estaba siendo decisivaen la batalla.

Esa tarde se conoció que los que todavía rebuscaban entre losescombros en las escuelas habían hallado el copón de la iglesia delSeminario con las sagradas formas que éste contenía en el momento dela explosión del polvorín.

Aún ese día se produjo otro desdichado suceso. Un mensajeroque había llegado de Madrid había sido condenado a muerte pordifundir noticias a favor de los franceses, según habían testificadoalgunos en el juicio que tuvo lugar ante la Junta Suprema. En pocashoras había sido ahorcado delante de la cárcel.

No era el primer compatriota que moría a manos de los nuestros.

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En ciudades como Tudela o Borja otros españoles habían sido muertospor ser considerados amigos de los franceses. Y en nuestra ciudadalgún otro vecino había sido juzgado y ahorcado por afrancesado ycolaborador con el enemigo.

Más de unos pocos habían sido detenidos por el mismo motivo,uno de los últimos el albañil Gironza, miembro de la cofradía de la queera mayordomo mi tío Agustín. A ese desdichado se le encontrócorrespondencia con el general Lefebvre y planos de nuestras defensas,por lo que fue encarcelado junto a toda su familia.

Desde el comienzo del conflicto algunos vecinos se habíanmostrado favorables al entendimiento con los franceses y a veces soloeso había bastado para que fuesen detenidos.

En otros casos, los apresamientos estaban basados en equívocoscomo el del comandante Sangenis, que en los primeros días había sidoarrestado acusado de espiar para el enemigo cuando hacía una rondapara inspeccionar nuestras defensas.

Yo no sentía grandes simpatías por los auténticos afrancesadospero tampoco gustaba de esta justicia rápida y sumarísima, muy dada acometer errores, más todavía cuando los que la padecían eran vecinos yaragoneses. Por alguna razón yo veía que juzgábamos con más rencor alos nuestros que al enemigo, quizá porque siempre se ha dicho que irade hermanos, ira de diablos.

Cuando todos esperábamos que el miércoles, día que elcalendario marcaba como 29 de junio, festividad de san Pedro y sanPablo, los gabachos se lanzasen de nuevo al ataque aprovechando laventaja que les daba su control del alto de Torrero, el día transcurrió enpaz con algunos disparos esporádicos entre las avanzadillas delenemigo y los defensores de las puertas.

Lo que no tenía descanso era nuestro trabajo en el hospital.Algunos de los heridos habían sido ya enviados a sus casas. Muchos deéstos habían ido directos a sus puestos de vigilancia en las puertas, sinreparar de sus vendajes y de las recomendaciones de reposo que leshabían hecho los médicos.

Otros habían fallecido y descansaban en el fosal del hospital.Pero todavía quedaban más de dos cientos de combatientes y paisanos

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a los que cada día había que curar y cambiar sus apósitos, además deadministrarles los remedios que los médicos les habían prescrito.

La llegada de nuevos pacientes nos mantenía al día de lo queestaba ocurriendo en las puertas y en la ciudad. Así, uno de los reciéninternados que había sido alcanzado por una bala perdida en la puertadel Portillo nos contó que acababan de llegar dos compañías delcastillo de Monzón con dos obuses, que se habían incorporado a ladefensa de esa puerta.

En las pocas ocasiones en las que yo podía reunirme con Pilar ycon nuestras tres amigas en un descanso, comentábamos unas veces lasheroicas historias que nos relataban los heridos y otras cavilábamossobre el misterio de los hurtos y los sabotajes en el hospital.

Las cinco coincidíamos en que el robo de comida, con ser un actocondenable, se podía justificar por las carencias que todos estábamossoportando con motivo de la guerra con el francés.

Pero el daño intencionado a los recursos del hospital provocabanuestro enojo, que Pilar, Magencia y yo manifestábamos con másfogosidad mientras María y Andresa se mostraban más prudentes ensus comentarios.

El pan y las verduras no abundaban pero de momento elsuministro de alimentos no estaba siendo un problema, ya que losfranceses no habían tomado la margen izquierda del Ebro y a través delpuente de Piedra la ciudad mantenía la comunicación y la entrada ysalida de provisiones y personas.

Se aproximaba el mediodía y yo estaba terminando de arreglar lacama de un paciente cuando apareció ante mí un oficial que se presentócomo el teniente coronel don Manuel Ena[76], edecán del marqués deLazán.

—Señora, ¿tengo el placer de hablar con doña África Ibáñez?—No andáis errado, señor teniente coronel. ¿En qué puedo

serviros?—Me envía el marqués de Lazán, gobernador militar de la

ciudad, con el ruego de que me acompañéis para comparecer ante él.Aquello me dejó desconcertada. ¿Qué podía querer don Luis de

Palafox de mi humilde persona?

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—Si me permitís, voy a informar al jefe de limpiadoras y a miesposo, el doctor Guillomía, de mi ausencia y os acompaño.

Cosme Mediano no estaba muy conforme con que me ausentase,pero ya se sabe que donde hay patrón no manda marinero y empezaba aacostumbrarse, muy a su pesar, a mis frecuentes faltas.

José se mostró sorprendido como yo sobre los asuntos que elmarqués podía querer conmigo. La única manera de averiguarlo eraacompañar al edecán a la presencia del gobernador.

Cuando llegamos a su residencia, don Luis de Palafox estaba encompañía del teniente del rey, don Vicente Bustamante, y de otrohombre de edad, al que el marqués presentó como el general Cornel.

Yo había oído ese nombre. Era el responsable de la Junta Militarque dirigía la defensa de la ciudad.

—General, permitidme que os presente a África Ibáñez, esposadel doctor don José Guillomía. Es la persona que, junto con su esposo,nos ha proporcionado en dos ocasiones una información valiosa sobrelas intenciones del enemigo, como os había anticipado.

El general era un hombre ya mayor, de mirada seria y pelo que ensus tiempos jóvenes parecía haber sido de color taheño pero que ahoralucía en su mayoría canoso.

—Es un placer conoceros, señora.—Lo mismo digo, general.Hechas las presentaciones, el marqués tomó de nuevo la palabra.—Con seguridad os preguntaréis el motivo por el que os he hecho

venir. No hace falta que os explique que la ciudad está en unacomprometida situación, con el ejército francés a nuestras puertas ycon la mayor parte de nuestros tercios formados por paisanos con pocao ninguna preparación militar.

—Soy conocedora de nuestro predicamento, excelencia. En elhospital estamos recibiendo cada día a los heroicos defensores que sonheridos en la batalla.

—Os quiero hacer una difícil encomienda y por ello, debo sersincero con vos. No solo el general francés, sino nosotros tambiénestamos sorprendidos de que la ciudad todavía no haya caído en manos

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del enemigo, y eso no es fruto de otra cosa sino de la fogosa y valientedefensa de nuestros hombres y mujeres. Pero con los refuerzos que elfrancés ha recibido en estos días, no sé cuánto más podremos resistir.

—Mi padre, mis hermanos, mis tíos y otros buenos amigosluchan en las puertas y os puedo asegurar que los gabachos no pondránun pie en nuestras calles mientras quede uno de ellos con vida.

—De eso no tengo dudas, querida. Pero las batallas se ganan nosolo con los cañones y los fusiles, sino también con otras armas. Unade ellas, tan importante como las otras, es la información. Necesitamosconocer las intenciones del enemigo con antelación para poderdisponer de la mejor manera posible nuestros recursos. La informaciónque vos y vuestro esposo nos habéis traído en dos ocasiones nos hasido de gran utilidad y os estamos profundamente agradecidos.

—Me alegro de que lo que os contamos haya sido útil no solopara defender Zaragoza, sino para salvar algunas vidas de nuestrosvecinos. Sé que habéis organizado algunas patrullas para que salgan acampo enemigo e intenten capturar mensajeros con comunicados yórdenes de las tropas francesas. Mis dos hermanos se han presentadocomo voluntarios en esas compañías.

—Así es, señora. Pero por desgracia, su labor no está dando losresultados que esperábamos. Tienen que cruzar la tierra de nadie parainfiltrarse entre sus filas y en ésas hemos tenido ya algunas bajas, aveces por disparos de los franceses y otras por fuego de nuestrospropios defensores, que los han confundido en la oscuridad cuandoregresaban.

Al oír aquello mi corazón se aceleró. Quizá me habían hechollamar para decirme que alguno de mis hermanos había caído en una deesas misiones. Pero había empezado diciendo que me quería hacer unencargo, así que intenté tranquilizarme.

—Como os he dicho, quiero pediros que a vuestra discreciónsalgáis de la ciudad cuantas veces podáis y os lleguéis hasta lospueblos ocupados por los franceses, con la intención de sonsacar todala información que podáis de los soldados enemigos.

No esperaba semejante propuesta, y mi cara debió reflejar miperplejidad.

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—¿Me estáis pidiendo que actúe como agente en el campoenemigo? ¿No sería más propia esta encomienda para algún oficial osoldado, que conocen mejor que yo lo que buscar?

—Sabemos que os pedimos que arriesguéis vuestra vida en estamisión, pero lo hacemos porque vos reunís una serie de ventajas de lasque un oficial carecería. El enemigo siempre va a sospechar más de unhombre, sobre todo si por sus hechuras parece un miliciano, que de unamujer, que puede pasar sin mucho problema por vecina del pueblo.Además, domináis a la perfección el francés y sois si me lo permitís,joven y atractiva, lo que seguro que hace que los soldados francesescuiden menos su lengua. Os diré más. Aunque no puedo desvelarosnombres, si aceptáis no seréis la única persona que sirva a nuestraciudad en esos menesteres.

—¿Queréis que mi marido participe conmigo en esta tarea?—Señora, lo vamos a dejar a vuestro criterio. El doctor

Guillomía tiene una importante tarea en el hospital, ya que no andamossobrados de médicos, pero dejo a vuestro criterio el cómo llevar a caboesta encomienda. Si en algún momento pensáis que debéis ir los dos, oincluso que os acompañe otra persona de vuestra confianza, queda avuestra sabia decisión. Si no queréis dar ahora una respuesta, loentenderé y quedaré a la espera de vuestras noticias, aunque sabéis queel tiempo apremia.

La tarea que me estaba ofreciendo el marqués era sin duda deriesgo para mi vida, pero en estos días todos estábamos expuestos yalgunos, como mi cuñado Pedro, ya habían pagado el precio más alto.Por otro lado, aunque mi trabajo en el hospital me llenaba desatisfacción, quería contribuir aún más si podía en la lucha contra losfranceses.

—Haré lo que me pedís, excelencia. Espero poder contribuir conmi esfuerzo a la derrota del enemigo.

—Sabía que podía contar con vos. Desde que os conocí, heapreciado vuestro coraje y arrojo, que está a la altura del resto de loszaragozanos. No os lo he dicho, pero recibiréis una paga acorde con losriesgos que vais a correr.

—Como podéis imaginar, mi mejor recompensa será el ver la

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espalda de los franceses huyendo de nuestras puertas.Mucha confianza debía inspirar a su excelencia porque una vez

acordado nuestro negocio, estuvimos un rato departiendo sobre lasúltimos sucesos de la guerra y me desveló algunas confidencias.

Me dijo que aunque la Gaceta y el Diario de Zaragoza estabanpublicando noticias de grandes victorias de los ejércitos de España endiversos territorios[77], la realidad era que la situación se mostraba muyincierta, pues si bien los somatenes de tierras catalanas habíanderrotado a los franceses en el Bruch, en otros lugares nuestras tropashabían recibido severas derrotas.

También me contó que la Junta Suprema había enviado unmensajero a su hermano José para que regresase a la mayor premura aZaragoza con cuantos hombres pudiese traer, pues se esperaba unataque francés en cualquier momento. Incluso me informó que habíaenviado una expedición para hacerse con las reservas de pólvora deVillafeliche, población que distaba unas quince leguas de nuestraciudad.

Así nos despedimos. Salí de sus dependencias con unaresponsabilidad que no traía cuando entré, pero curiosamente no mesentía agobiada, sino más bien feliz de poder tomar parte más activa enla lucha contra el francés.

Ahora tenía que poner al día a José de estas noticias. Confiaba enque entendería mi decisión, aun conociendo el riesgo que ellorepresentaba.

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CAPÍTULO XXXEl sargento de la Legión del Vístula

Al entrar de vuelta por la puerta del hospital me aguardabanMagencia, Andresa y María. Alguien les había informado de mi marchaal encuentro con el marqués de Lazán y las tres estaban impacientespor conocer el motivo de semejante cita.

—¿Nos vas a contar que asuntos te traes con su excelencia elmarqués, África?

Yo sabía que debía guardar el secreto de los trabajos que meacababan de encomendar. No desconfiaba de mis amigas, pero si en elhospital había afrancesados, alguno de ellos incluso capaz de cometeractos de sabotaje, mi labor como agente no debía divulgarse.

—No hay mucho que contar, Magencia. El marqués quería sabersi habíamos visto algo que pudiera ser de su interés en nuestro recienteviaje a Monzalbarba en busca de suministros para la rebotica.

Aún insistieron mis amigas pero yo no soltaba prenda y prontodesistieron y cada una volvimos a nuestras ocupaciones.

Esa tarde le conté a José todo lo ocurrido en la residencia de suexcelencia. Mi esposo escuchó sin interrumpirme el relato de miconversación con el marqués de Lazán y no habló hasta que yo hubeterminado.

—África, la encomienda que has aceptado implica un granpeligro, como bien sabes. Pero no vas a ir desarmada a ella, puessiempre vas a llevar contigo tu mejor arma, tu inteligencia. Si algo tesucediera mi vida no tendría sentido, pero en los tiempos que nos tocavivir, creo que has hecho lo correcto.

—Querido José, te agradezco tu comprensión y te pido tu apoyo,pues necesitaré de tu experiencia para planear las salidas que a partirde ahora haga a los pueblos ocupados por los franceses.

Pasamos las siguientes dos horas intentando establecer la formade realizar el trabajo que me habían encomendado.

La primera cuestión era decidir si lo iba a hacer sola o debíainvolucrar a otras personas en él. Dimos muchas vueltas al asuntovalorando los pros y los contras.

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En estos temas no debían participar muchas gentes, pues al igualque yo iba a espiar a los franceses, ellos también tenían sus agentesdentro de la ciudad, como se había visto con el caso del albañilGironza y de otras detenciones que los alguaciles habían hecho deafrancesados que estaban colaborando con el enemigo.

La existencia de un saboteador en nuestro hospital aún hacía másimportante el que anduviésemos con cuidado de a quiéninvolucrábamos.

Pero para cumplir con nuestra misión tendríamos que visitar confrecuencia las villas y pueblos de los alrededores. El hacerlo entrevarios seguramente iba a llamar menos la atención que si siempre erayo la persona que hacía preguntas a los soldados franceses.

Si íbamos a realizar el trabajo con otros, teníamos que elegir concuidado a esos colaboradores. Un requisito fundamental era que teníanque hablar francés, para poder entablar conversación y entenderse conlos soldados enemigos.

Entre nuestros amigos y conocidos dominaban el idioma deFrancia mis hermanos Ginés y Daniel, mosén Miguel y lógicamente sorMarie. Basilio y Perico no lo hablaban para nuestro pesar, pueshubiesen sido dos eficaces agentes por su decisión y valentía. Lomismo ocurría con mis tíos y con fray Guillermo.

También lo hablaba a la perfección mi hermana Pilar, pero amboscoincidimos en que su tarea ahora era cuidar de sus dos niños, Pedro yMiguel.

Estaba además Chesús Loriga, el camillero. Nuestra relación conél era cordial y estaba cumpliendo a la perfección con sus obligacionesen estos difíciles momentos, pero siempre se manifestaba comoabiertamente simpatizante de los franceses, y el doctor Gavín ya habíatenido que intervenir más de una vez para librarle de algún seriodisgusto por sus claras opiniones de afrancesado, de lo que había sidoacusado por algunos pacientes ardientes defensores de sus sentimientospatrióticos.

Finalmente decidimos no incluirlo de momento en nuestrosplanes.

Aún había otra persona que hablaba con soltura francés. Era

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Andresa, mi amiga. De tanto en tanto ella y yo conversábamos en eseidioma por el placer de practicarlo y su acento no dejaba percibirningún rastro que indicase que no era su idioma natal.

Pero en nuestros encuentros durante los descansos en el hospital,siempre que surgía el tema de la guerra se mostraba más partidaria dela amistad con los franceses que del enfrentamiento con ellos, así queno parecía prudente el ponerla en el compromiso de tener que espiarcontra ellos.

Así pues, teníamos que hablar con mis hermanos y con los dosreligiosos del hospital. Si todos aceptaban, con José y conmigoseríamos seis las personas conocedoras de nuestro secreto.

Al terminar yo me sentía más confiada de poder llevar a cabo elencargo. Todos aquellos con los que queríamos contar eran de granvalía y de una lealtad incuestionable, y como decía mi abuela, cual esla campana es la badajada.

Ninguno de los seis habíamos trabajado nunca como agentes enterritorio enemigo, así que tendríamos que ir aprendiendo en cadasalida.

Por la tarde, como ya habíamos hecho otros días, fuimos a visitara los padres de José y a mi madre. Acordamos de momento no decirlesnada de estos nuevos trabajos que nos habían confiado, pues íbamos aturbar sus corazones sin necesidad.

Al llegar a casa de mis suegros encontramos a doña Ascensión encompañía de mi cuñado Dionisio, que por un rato había dejado supuesto en el hospital de campaña de la puerta del Carmen.

—Madre, ¿cómo así que no está padre en la casa?—Marchó esta mañana al hospital de Misericordia para ofrecer

sus servicios como médico y ésta es la hora que todavía no ha vuelto,así que sospecho que le han aceptado.

Aunque ese hospital era más pequeño que el de Nuestra Señorade Gracia, sabíamos que habían recibido a un buen número de heridos,la mayoría de ellos poco graves. A muchos de ellos los curaban y losenviaban de vuelta al servicio.

Nos quedamos un rato departiendo con mi suegra y mi cuñado. Apesar de lo que habíamos acordado sobre mantener en secreto nuestro

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nuevo trabajo como espías, en un momento José comentó que yotendría que salir en los próximos días a los pueblos de los alrededorespor encargo de los comandantes de nuestras tropas.

Dionisio arqueó sus cejas con cara de asombro, pero antes de quehiciese ninguna pregunta indiscreta José le indicó por gestos queguardase silencio.

Estaba claro que éramos novatos en este nuevo oficio de espías yteníamos que ir aprendiendo a mantener la boca cerrada y los oídosabiertos.

Al cabo de un rato marchamos hacia casa de mis padres.En el camino vimos en las paredes un nuevo bando, que firmaba

el intendente don Lorenzo Calvo de Rozas. En él, tras anunciar que eramuy improbable que un solo soldado francés pusiera pie en la ciudad,daba una serie de precauciones a los vecinos.

El manifiesto recomendaba que las mujeres, los niños y losancianos no salieran a la calle si se escuchaba ruido de batalla y quelos vecinos dejasen los zaguanes de sus casas abiertos para poderrefugiarse con celeridad en ellas, con las armas a mano para defenderla entrada a sus hogares[78].

Asimismo daba instrucciones para atacar desde las ventanas conarmas, piedras u otros medios a cualquier soldado francés quetransitase por la calle, y terminaba anunciando la próxima llegada deun considerable ejército español para ayudarnos a expulsar a losgabachos de nuestras puertas.

Después de mi conversación con el marqués, yo sabía que unaparte de esa proclama no se ajustaba a la verdad y solo buscaba elmantener alto nuestro espíritu de lucha. A pesar de su buen fin, yo teníamis dudas de que fuese honesto el mentir así a los ciudadanos.

Pero por lo que había leído en los libros que me prestaba mosénMiguel, en todos los tiempos los gobernantes habían hecho de lamentira su mejor arma para engañar y convencer al pueblo y muchotemía que así es y así seguirá siendo por los tiempos venideros.

Eso era ahora más cierto si cabe. Ya los más viejos del barrio,que habían vivido muchas guerras, solían decir que en tiempos deguerra, mentiras por mar y tierra.

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En la casa de mi familia en la calle Aguadores nos encontramoscon mi madre acompañada de mi padre y mis hermanos Daniel y Ginés,que se habían tomado un pequeño respiro en sus guardias en el castillo.

Hacía días que no había visto a mi padre en casa, por lo que sentíuna gran alegría de poder abrazarlo en el calor de nuestro hogar.

—Estamos a punto de volver al castillo, hija. Después de laterrible explosión de hace dos días, hemos estado transportando partede nuestras reservas de pólvora desde la Mantería y el colegio de SanDiego a un lugar más seguro. La hemos depositado en la cripta de laiglesia de San Juan de los Panetes. Después hemos venido a dar unbeso a tu madre y ahora nos volvíamos a nuestros puestos.

—¿No vais a aprovechar para dormir aunque solo sea por unanoche en una buena cama?

—No será así, querida. Nuestros oficiales están esperando unnuevo ataque de un momento a otro y cada uno tenemos quepermanecer atentos en nuestros puestos. Cuando vengan, van a tener unbuen recibimiento. Hemos colocado cañones en todas las puertas, en elcastillo, en el convento de los agustinos y en la Torre del Pinocubriendo la entrada de la casa de Misericordia.

—Y vosotros, hermanos, ¿cómo van vuestras incursiones en elcampo enemigo en busca de información?

—No son un paseo por el campo, hermanita – respondió Ginés -.Tenemos que andar con ojo a las balas de los gabachos y también a lasde los nuestros. Ayer capturamos a un soldado enemigo pero aunque yole interrogué, no nos dijo nada que pudiera ser útil. Formaba parte deuna avanzadilla que de vez en cuando envían para molestar y tantearnuestras defensas.

—Gastad cuidado los tres, y si veis a los tíos dadles con nuestrossaludos un abrazo y nuestro ruego de que se cuiden.

Aún tomamos un vaso de vino y unas sopas de pan y cuando yaanochecía emprendimos el camino, mi padre y hermanos hacia elcastillo y José y yo a nuestra casa, para descansar lo que pudiésemos yterminar de planear la forma de salir a las villas ocupadas por losfranceses y obtener información sin despertar sospechas.

A pesar del cansancio, una vez en nuestro hogar en el Coso nos

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sentamos a la luz de un candil e hicimos una lista de las villas ypueblos cercanos, algunos que ya habíamos visitado en nuestras salidaspara hacer acopio de suministros para la botica y otros a los quetodavía no habíamos ido pero quedaban a una distancia razonable parair a pie.

Sabíamos que las tropas francesas habían llegado a Zaragoza porel camino de Tudela y por el camino de la Muela. También teníamosconocimiento de que habían ocupado lugares como Cuarte o Cadrete.En cambio, hasta ahora no habían llegado noticias de que hubiesencruzado a la margen izquierda del Ebro.

Eso había sido fundamental para la resistencia de la ciudad, alpermitir su abastecimiento, y para nosotros representaba una puerta desalida para llegar a campo enemigo sin tener que cruzar los terrenosdonde se combatía.

Los dos estábamos de acuerdo en que tarde o temprano el generalfrancés intentaría ocupar también la otra orilla del río, pero hasta queeso ocurriese, debíamos sacar ventaja de esa situación.

Tras darle a nuestros planes más vueltas que las que da ungarbanzo en la boca de un viejo, decidimos que a la mañana siguienteyo volvería a Monzalbarba para tantear el terreno y a mi regresohablaríamos con mosén Miguel y con sor Marie para hacerlesconocedores de lo que nos proponíamos.

El amanecer del jueves 30 de junio nos cogió ya aviados. José meiba a acompañar hasta el puente de Piedra y después él se iría alhospital mientras yo cruzaba el río y me dirigía por la margenizquierda del Ebro al encuentro del tío Lucas, el barquero que tenía sunegocio a los pies de los escarpes sobre los que se asentaba Juslibol.

José explicaría al jefe de limpiadoras, Cosme Mediano, y aldoctor Gavín que asuntos importantes me impedían acudir a mi puestode trabajo.

El sol pretaba[79] de lo lindo ya a esas tempranas horas. Yo mehabía vestido con los mismos atavíos que en nuestras anterioressalidas, con un alda[80] marrón, una camisa de color crema y un mantóncruzado sobre mi pecho de tonos discretos. Calzaba unas medias y unasalpargatas sujetas con cordeles a las pantorrillas. Por nada del mundo

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quería llamar la atención ni siquiera con mi vestimenta.Había andado menos de media legua por el camino de Alfocea

cuando comencé a oír disparos que venían del río.La curiosidad me hizo salir del camino y adentrarme en el soto

que cubría la margen izquierda del Ebro. Al poco los chopos, álamos yfresnos comenzaron a clarear.

Entonces vi en la distancia el motivo de tanto alboroto. En lazona de Ranillas los franceses estaban intentando cruzar el río enbarcazas. Los nuestros, desde varios puntos, les hacían fuego confusiles para impedirlo.

No negaré el valor de los gabachos, pues montados sobre lasembarcaciones en medio del río ofrecían un blanco fácil a nuestroshombres. De hecho, muchos estaban siendo alcanzados por las balas ycaían al río, algunos muertos y otros heridos para perecer ahogados, yaque aun sabiendo nadar, con los pertrechos militares poco podían hacerpara mantenerse a flote.

Así pues, José y yo no nos habíamos equivocado. El generalfrancés sabía que tenía que poner pie en la margen izquierda si queríacortar nuestras líneas de suministro y hacer posible la caída de laciudad.

Entonces me di cuenta de mi predicamento. Si lo lograban, yo noiba a poder regresar a Zaragoza. Un escalofrío recorrió mi espalda.

Pero no podía hacer otra cosa que continuar con mi misión yconfiar en que los nuestros no permitirían a los gabachos desembarcaren este lado.

Atravesé de vuelta la arboleda y una vez en el camino, continuéhacia el embarcadero del tío Lucas.

Lo encontré sentado en un taburete de anea junto a sus dosembarcaciones. Al igual que el tío Teodoro, usaba un bote y tambiénuna barcaza para llevar a los pasajeros de una orilla a otra. Al oír mispasos levantó la cabeza y me miró con gran flema.

—¡Otra vez tú por aquí, maña! ¿Qué se te ha perdido hoy porestos andurriales? ¿Vas a dar vuelta por algún campico que tenísplantao por aquí?

—Con Dios, tío Lucas. Algo así es. Necesito que me lleve al otro

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lado, como la última vez que estuve aquí con mi esposo. Pero hoyvengo sola.

—Tendrás que gastar cuidado, ya oyes el alboroto que estánmontando los gabachos.

—Así lo haré, descuide. No creo que los asuntos me llevenmucho tiempo, antes de mediodía estaré en la otra orilla para que metraiga usted de vuelta.

—Si has de ir a Utebo, puedes ahorrate[81] el viaje. Después delos desmanes de los gabachos no queda un alma en la villa.

A pesar del consejo del tío Lucas, mi intención era visitarMonzalbarba y si las cosas no estaban muy mal, llegar hasta Utebo.Precisamente lo que quería no era esquivar a los franceses sino todo locontrario.

En pleno estío el Ebro bajaba muy menguado de agua y deempuje. Sin apenas esfuerzo el tío Lucas me dejó en la margenderecha. En esa orilla tenía otro pequeño embarcadero y un asientopara pasar el rato mientras no estaba en el río.

Al poco de dejarme en tierra firme entraba de nuevo enMonzalbarba.

Las cosas no habían cambiado mucho desde mi última visita. Losvecinos seguían yendo a sus campos a atender sus cultivos y dar decomer a sus ovejas, gallinas y vacas. Los soldados franceses tambiéntenían que comer y no ponían muchos peros a estas labores.

Sí observé que había mayor presencia de soldados por las calles.A pesar de su superioridad, me pareció que patrullaban las callesmirando con recelo a las ventanas de las casas. Se ve que ya habíantenido más de una desagradable sorpresa por parte de los vecinos, quelos seguían observando sin disimular el odio en sus ojos.

Entré en la taberna y enseguida vi a mosén Lorenzo Blasco, elpárroco, sentado en una mesa departiendo con dos vecinos.

Él también me vio y me hizo señas para que me sentase con ellos.Así lo hice.

El cura pensaba que venía de nuevo a buscar suministros para larebotica del hospital y yo de momento no le saqué del error. Había dos

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o tres mesas ocupadas por soldados franceses, que charlaban entre ellossin prestar demasiada atención al resto de los parroquianos. A la vistadel interior de la taberna nadie hubiese dicho que a pocas leguas seestaba librando una cruenta guerra entre unos y otros.

En un momento dado, un sargento y dos soldados que estabansentados en una mesa próxima a la nuestra, se dirigieron al posaderopidiéndole que les sirviese pan y algo de cerdo para acompañar el vinoque estaban tomando.

El dueño de la taberna no alentaba respuesta. Parecía evidenteque no hablaba francés, pero aunque lo hubiese hecho yo sospeché quese hubiera hecho el loco solo por incomodar a los franceses.

Desde que había entrado en la taberna estaba buscando unaexcusa para entablar conversación con los soldados de alguna de lasmesas ocupadas por ellos y ahí vi mi ocasión.

—Posadero, los soldados os piden pan y unos torreznos.El tabernero me miró con gesto hosco, para indicarme que nadie

me había dado vela en ese entierro. Pero al verme en compañía delpárroco y de otros dos vecinos del pueblo que no eran sospechosos deafrancesados, se rascó la cabeza como si quisiese aclarar sus ideas y lamovió afirmativamente, dando a entender que lo iba a servir.

El sargento francés me hizo gestos con la mano para que meacercase a su mesa y así lo hice, aunque sin muchas prisas para nodespertar sospechas. Cuando llegué hasta donde estaban, se dirigió amí en su idioma con un fuerte acento que yo desconocía.

—Os agradezco vuestra intermediación, señora. Este mesonerono parece muy complacido de tenernos como clientes, a pesar de que lepagamos religiosamente la cuenta cada vez que venimos.

Me había hablado con un francés correcto aunque rápido. Mepareció ver que le había sorprendido que yo les entendiese cuando sehabían dirigido al mesonero y me estaba probando para ver cuán buenoera mi dominio de su idioma.

—No se lo tengáis en cuenta, señor. No habla vuestra lengua yeso unido a vuestros uniformes le impresiona y le deja sin respuesta.Pero ahora os va a sacar lo que habéis pedido.

—Decidme, bella dama, ¿dónde habéis aprendido vos el idioma

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francés?—De niña tuve un tutor que había estudiado en París y él me

enseñó muchas cosas, entre otras la lengua que allí se habla.—¿Sois del pueblo?—Así es, señor. Siempre he vivido aquí. ¿Qué hay de vos? ¿Sois

nacido en París?El sargento y sus dos acompañantes rieron ante mi pregunta.—No, mademoiselle. Mis compañeros y yo somos nacidos en un

pequeño pueblo cercano a Cracovia. Pertenecemos al primerregimiento de granaderos de la Legión del Vístula.

Estaba hablando con uno de los temibles soldados polacos. Elsargento había pronunciado con orgullo el nombre de su unidad y quisepercibir también un cierto desdén hacia París y todo lo que sonase afrancés.

Si mi intuición era acertada, quizá tenía una buena oportunidadde utilizar su resentimiento hacia los franceses para obtenerinformación.

Entre los desertores del ejército imperial que se habían pasado anuestras filas, había no pocos austríacos, portugueses, polacos y deotras nacionalidades. A algunos los habíamos atendido de sus heridasen el hospital y contaban que habían sido reclutados a la fuerza por losfranceses.

Por ello, sus simpatías por la bandera tricolor eran pocas y en elcampo de batalla luchaban más por las divisas de sus unidades que porsu escasa lealtad al país que les había arrancado de sus hogares.

Siendo conocedora de todo ello, quise provocar su amor propio.—¿Cómo es posible que el general francés deje en la retaguardia

a tan aguerridos soldados? ¿Quizá lo hace porque no sois nacidos enFrancia?

Las caras del sargento y de sus dos acompañantes me indicaronque había dado en la diana.

—Estáis muy equivocada. Acabamos de llegar de Pamplona parareforzar a estos bisoños que manda el general Lefebvre. Nuestroregimiento y el de nuestros hermanos, el regimiento de lanceros de

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nuestra Legión, formamos las mejores tropas con las que cuenta elpequeño corso.

Ahora fui yo la sorprendida por el descaro del sargento polaco.Sin duda se refería al emperador Napoleón, pero había pronunciado eseapelativo en tono despectivo, a pesar de que cerca de nosotros habíaotras dos mesas ocupadas también por soldados franceses que le podíanhaber oído, cosa que no parecía importarle demasiado.

El sargento, ya inflamado de orgullo, prosiguió con su perorata.—Ahora nos encontráis cogiendo fuerzas, pues mañana vamos a

ser la vanguardia del gran ataque que el general Verdier va a lanzarsobre esos inconscientes atrincherados tras sus débiles muros.

—¿Tenéis un nuevo general? ¿Acaso no os mandaba un talLefebvre?

—Nuestros dos regimientos acaban de llegar desde la ciudad dePamplona y traemos abundante artillería. Nuestro coronel Piré viene alas órdenes del general Verdier[82], que ha tomado el mando de laguerra y que por lo que parece, tiene más arrestos que Lefebvre. Segúndice nuestro capitán, mañana los cañones y obuses nos allanarán elcamino y después nosotros entraremos en la ciudad y daremos uncastigo ejemplar a los rebeldes.

—Espero que cuando volvamos a vernos me contéis vuestrashazañas, sargento. Ahora, si me dispensáis, volveré con miscompañeros de mesa.

Mientras había estado conversando con los soldados polacos mehabía sentido tranquila, pero al retornar hacia el lugar donde mosénLorenzo y sus amigos me aguardaban noté que las piernas metemblaban.

Había obtenido lo que a mí me parecía una importanteinformación del enemigo y, una vez cumplido mi objetivo, queríavolver a la mayor premura a Zaragoza.

Pero antes iba a intentar hacer acopio de plantas medicinales,cosa que seguro agradecía don Toribio, el boticario del hospital.

Pregunté a mosén Lorenzo por el paradero de don MarianoChicapar y me dijo que si no había ocurrido ninguna desgracia, debíaestar en su botica.

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Aparentando una calma que yo no sentía por dentro, me levantéde mi silla y caminé despacio hacia la salida. De reojo veía cómo elsargento polaco y sus dos compañeros de armas me seguían con lamirada. Intenté tranquilizarme pensando que lo hacían por el placer decontemplar a una mujer joven y no porque albergasen ningunasospecha contra mí.

Ya en la calle, aceleré el paso y al poco entraba en la botica. DonMariano me recibió con signos de alegría. Seguramente en estosaciagos días, el ver una cara amiga era motivo más que suficiente parasonreír e intentar olvidar los malos momentos vividos.

El boticario me preguntó por mi esposo y tras informarle de cómoseguían las cosas por Zaragoza, me preparó un atadijo con variossaquetes de hierbas y raíces, algunas para las heridas y otras para losdolores y las calenturas.

Todo ello lo metió en una cesta y con ella en el brazo me despedíde él y emprendí el regreso hacia el río, al encuentro del tío Lucas.

Los franceses parecían estar muy seguros de su superioridad y desu próxima victoria porque en ningún momento me pararon paracomprobar quién era yo ni qué negocios me hacían deambular por lascalles.

Aún no había rebasado el sol su punto más alto cuando elbarquero me dejaba en la margen izquierda sin querer cobrar ni un solomaravedí por su servicio.

Aproveché la travesía para pedirle noticias del intento de losfranceses de cruzar el Ebro.

—Los tiros han durado un buen rato, maña. Pero hace ya más de una hora que no se escucha ni uno. Pa[83] mí que los gabachos hantenido que volverse por donde habían venido sin pisar esta orilla y conel rabo entre las piernas. De otro modo, ya los hubiésemos sentido.

Parecía que mi camino de regreso a Zaragoza se manteníaabierto, a Dios gracias. En cuanto desembarqué del bote, emprendí lamarcha a paso rápido. Quería llegar cuanto antes para contar almarqués lo que el sargento polaco me había dicho y así que pudiesedisponer la defensa de la mejor manera.

Mi traje de campesina y la cesta en el brazo eran tan buen

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pasaporte como los papeles que el marqués me había facilitado paracruzar las puertas. Los guardias del puente de Piedra y después los dela puerta del Ángel me franquearon el paso sin ninguna pregunta.

Una vez al lado de la Seo, me fui directa a la residencia delmarqués. La cesta seguía colgada de mi brazo.

El soldado que hacía guardia en la puerta del palacio me dio elalto y avisó al teniente, que nada más verme me invitó a acompañarlepara comparecer ante de don Luis de Palafox.

Esta vez se encontraba reunido con el general Cornel y varioscomandantes de nuestro ejército. Cuando el teniente le anunció mipresencia, el marqués se disculpó con los oficiales y salió a miencuentro en una salita próxima a donde estaba reunido.

—Excelencia, acabo de llegar de Monzalbarba. Disculpad miatuendo y que venga sin aviso previo, pero os traigo noticias que sonimportantes.

—Habéis hecho bien, señora. Necesitamos conocer todo lo quepodamos de las intenciones del enemigo.

Durante más de quince minutos le estuve explicando a suexcelencia mi viaje a la villa cercana, desde el tiroteo del que habíasido testigo en Ranillas hasta la conversación con el sargento polaco enla taberna.

—Tal como decís, los franceses han intentado cruzar el Ebro perohan pagado cara su osadía, pues muchos han muerto bajo nuestras balaso ahogados en el río. En cuanto a lo que os ha contado ese granadero,si me permitís voy a poner al corriente a los miembros de la JuntaMilitar que me aguardan en una sala próxima, ya que tenemos quedisponer nuestras defensas y avisar a los vecinos para que busquenrefugio del bombardeo que os ha anunciado el polaco. No puedoexpresaros lo importante que es lo que me habéis contado. Pero antesde que marchéis, os tengo que advertir que no comentéis con nadieexcepto con vuestros allegados lo que estáis haciendo. Por desgraciasabemos que los franceses cuentan con agentes dentro de nuestraciudad y una indiscreción podría poneros en peligro. Ahora, quedadcon Dios. Mi ayudante os acompañará a la salida.

Dicho esto, dio media vuelta y salió a paso rápido al encuentro de

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sus comandantes.Yo salí del edificio y me encaminé al hospital para encontrarme

con José. Me había despedido por la mañana en el puente de Piedra yestaría impaciente por saber cómo había ido mi incursión en territorioenemigo.

Cuando entré por la puerta principal vi que de nuevo había unbuen número de heridos dispuestos sobre camastros y parihuelas en elsuelo de la entrada. Así pues, los franceses no habían cruzado el Ebropero nosotros habíamos tenido también que pagar un alto coste.

Uno de los camilleros me indicó que José estaba en uno de lospabellones que había tras rebasar las cuatro primeras cuadras.

Allí encontré a mi esposo, afanado en la cura de una herida en lapierna a un soldado con el uniforme de la compañía de cazadoresportugueses, que junto con las de Mariano Cerezo defendían el castillo.

—¿Cómo ha sido tu viaje a Monzalbarba, África? Temía por ti.Los franceses han intentado cruzar a la margen izquierda y se hanproducido duros enfrentamientos en uno y otro lado de la ciudad. Porlo que cuentan los heridos, en Ranillas les hemos dado duro, pero en eleste se han adentrado por el barranco de la Muerte, han cruzado elcanal Imperial y han llegado hasta la Cartuja de la Concepción.

Estaba impaciente por contarle a José todo lo ocurrido en mivisita a Monzalbarba, pero recordé la advertencia del marqués sobre laconveniencia de no airear estos viajes así que mordiéndome la lengua,le pedí que terminase de curar al portugués y después acudiese a unode los despachos privados.

Cuando ya estuvimos los dos juntos y con la puerta cerrada,comencé por informarle del consejo de su excelencia para quemantuviésemos en secreto nuestra actividad y ya después le relaté condetalle todo lo que había vivido aquella mañana.

José me escuchaba con cara de asombro por mi valor y sangrefría en la taberna con el sargento de granaderos y al mismo tiempo yoveía que en su rostro asomaba la preocupación por la información quehabía obtenido.

De ser cierta, y no había razón para dudar de ello, en lospróximos días íbamos a padecer las bombas y los ataques de los

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soldados franceses y ello iba a poner a prueba nuestra resistencia y feen la victoria.

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CAPÍTULO XXXILa campana de la Torre Nueva

Durante la tarde supe por mis hermanos y mis tíos que losvecinos se habían apurado en reforzar las baterías desde las que se ibana disparar nuestros cañones y en consolidar nuestras defensas en laspuertas.

Aunque los franceses no habían conseguido cruzar el Ebro, loscomandantes de nuestro ejército habían decidido no desamparar ladefensa del barrio del Arrabal ni del puente de Piedra, para evitarsobresaltos.

Pero la mayor parte de nuestras compañías se habían apostado enlas puertas que daban al sur, haciendo frente a los lugares en donde losgabachos habían fijado sus cuarteles.

Así, en la puerta de Santa Engracia, la del Carmen, la del Portilloy la Puerta del Rey Sancho, junto con los conventos de los Agustinosdescalzos, el de los Trinitarios, el hospital de Misericordia e incluso elhospital de Convalecientes y la torre del Pino, se habían levantadobaterías para los cañones, bajo las órdenes del comandante deingenieros Sangenis.

Según mis hermanos, todas las casas y conventos que daban alsur estaban ocupados por vecinos con fusiles y en muchos casos porotros que, sin armas, esperaban a que alguno de los que las teníancayesen para hacerse con una y participar en la batalla.

El Ayuntamiento había dado algunos bandos para recordar lasinstrucciones del manifiesto publicado hacía dos días y para que losvecinos se resguardasen en los pisos bajos o en las cuevas de lasbombas de los cañones.

Se advertía además que la campana de la Torre Nueva tocaríaalarma cuando los vigilantes que la ocupaban divisasen que loscañones y obuses franceses hacían fuego sobre la ciudad, haciéndolasonar una vez cuando el disparo saliese del Monte Torrero y dos vecescuando viniese de la Bernardona.

Por lo que habían contado mi hermana y mis cuñadas, muchosvecinos ya conocían las galerías subterráneas de las antiguas

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canalizaciones romanas y con seguridad iban a buscar refugio allí.José y yo debíamos acudir al hospital en cuanto sonase la

campana de la Torre Nueva, así que de nada nos servía la bodega quehabía en los bajos de nuestra casa en el Coso. Otros vecinos la podríanutilizar.

Los nervios pasados durante mi viaje a Monzalbarba habíanhecho mella en mí y el cansancio me pudo, de tal forma que en cuantoanocheció nos acostamos para reponer fuerzas y afrontar lo que nospudiese deparar el nuevo día.

El sereno acababa de anunciar la una de la madrugada del viernes1 de julio cuando escuchamos un fuerte silbido como si un voladorgigante pasase sobre nuestras cabezas y a los pocos momentos una granexplosión sonó lejos de nuestra casa.

Casi de inmediato la campana de la Torre Nueva comenzó arepicar alarma. Los cañones franceses habían empezado el bombardeo.

En poco rato sonaron más estampidos de explosiones, aunqueninguna de ellas se escuchó cerca de donde nosotros estábamos. Por ellugar de donde provenían las detonaciones, parecía que las bombasestaban cayendo cerca de las orillas del río.

Mientras mi esposo y yo nos vestíamos a toda prisa, las bombasseguían atronando, aunque de momento no parecía que los gabachoshubiesen afinado mucho la puntería, pues todas las explosionessonaban lejanas.

Ya estábamos en la calle cuando oímos la campana de la TorreNueva dar dos toques y enseguida pasó sobre nuestras cabezas elresplandor de la bomba francesa, que por la dirección provenía del altode la Bernardona.

Casi inmediatamente sonó de nuevo la campana pero esta vez conun solo repique, y un nuevo fulgor surcó el cielo. El proyectil venía delMonte Torrero.

En lo que nos costó llegar al hospital se repitió la misma pautacon cada estampido de un cañón francés, con toques diferentes de lacampana de la Torre Nueva indicando el origen de los disparos.

Con ello los vecinos sabían por dónde podía llegar el proyectil yasí buscar refugio en una parte u otra de la casa.

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Los disparos de los cañones y de los morteros resonaban sincesar. El sargento de granaderos no me había mentido. El generalfrancés se proponía acabar con nuestras defensas usando su artilleríapara después hacer avanzar sus tropas sobre la ciudad ya rendida alterror de las bombas y granadas.

Por fortuna de momento los disparos no parecía que estuviesenhaciendo mucho daño. Una gran parte de las granadas habían caído enel río y las pocas que lo habían hecho en la ciudad, habían impactadoen los pisos altos de las casas, sin causar demasiado destrozo.

Si los vecinos habían seguido las recomendaciones de la JuntaSuprema y del Ayuntamiento y habían buscado resguardo en los pisosbajos o incluso en las bodegas y cuevas bajo las casas, no habríamuchas víctimas entre ellos.

Pero si las bombas y granadas enemigas no habían causadomuchas pérdidas de vidas, sí habían conseguido sembrar el terror entremuchos vecinos.

Para cuando llegábamos a nuestro destino, las calles se habíanllenado de mujeres, ancianos y niños que, aterrorizados, corrían haciael norte de la ciudad, en busca de la puerta del Ángel y del puente dePiedra para escapar y regresar a los pueblos desde los que días atráshabían huido para refugiarse en la engañosa seguridad que ofrecíaZaragoza.

Tal como sospechábamos, en el hospital no se habían recibidomuchos heridos. A pesar de ello, allí estábamos todos los médicos, losmaestros cirujanos y el resto de los trabajadores, dispuestos acomenzar a prestar asistencia a aquellos que lo necesitasen.

El doctor Gavín se esforzaba en organizar nuestros recursos. Josése acercó a informarle de nuestra presencia.

—Mucho temo que se nos avecina otro día de mucho trabajo,doctor Guillomía. Vos os encargaréis de atender a los pacientes queacomodemos en las salas de Santa Teresa y de San Miguel, con elauxilio de sor Marie, del hermano Guillermo y de vuestra esposa.

—Como vos ordenéis, doctor Gavín. Por ahora los artillerosfranceses no parecen muy afinados.

—Dejadles que sigan así. El ruido que hacen es mucho, pero

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ládreme el perro y no me muerda.Una mujer que había sido alcanzada por la metralla no ocultaba

su ira contra los franceses, pues varias de las bombas habían caído enel templo de Nuestra Señora, por fortuna sin causar mucho destrozo,pero ese ataque a la Virgen del Pilar era mayor afrenta que si lasgranadas hubiesen caído en nuestras propias casas.

Como era de temer, los gabachos poco a poco fueron afinando sutino, dirigiendo buena parte de sus cañones y morteros contra lasdefensas de las puertas.

No tardaron mucho en comenzar a llegar heridos por la metralla ylas bombas. Algunos venían por su propio pie y otros traídos pormujeres.

Según lo que nos contaban, la artillería enemiga estaba atacandocon buena parte de sus cañones y obuses la puerta Sancho, la delPortillo, la del Carmen y la de Santa Engracia, pero tampoco selibraban del fuego el convento de los Agustinos, el castillo o la Casa deMisericordia.

Era mediodía. No paraban de llegar heridos y apenas teníamostiempo de terminar de atender a uno cuando ya teníamos otro a laespera. Mi angustia por la seguridad de mi padre y hermanos iba enaumento conforme más combatientes nos llegaban.

Yo aproveché un breve momento de calma para acercarme alrefectorio del hospital y tomar un bocado antes de proseguir connuestros afanes. Allí se encontraba Pilar sentada con Magencia,Andresa y María.

—¡Mirad quién viene por aquí! Ayer te echamos de menos,África. ¿Nos contarás algún día en qué misteriosos líos andas metida?

—No hay ningún misterio, Andresa. Mi madre no se sentía bien ymandé recado a Cosme Mediano y al doctor Gavín con José para queles informase de que no podría presentarme en mi puesto.

Por las caras de incredulidad de mis amigas deduje que no leshabía convencido mi explicación. Quizá empezaban a pensar que erauna holgazana y me aprovechaba de mi matrimonio con uno de losmédicos del hospital para faltar al trabajo con frecuencia.

Pero no podía sacarles de su ignorancia, así que me resigné a

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dejar que pensasen lo que quisieran. No tardamos mucho en volver alas cuadras para continuar con nuestras labores.

En éstas vi a un vecino del barrio de San Pablo, al que conocía ysabía que estaba en una de las compañías de Mariano Cerezo, quellegaba por su propio pie con una fea herida de metralla en su brazoizquierdo. Se llamaba Bernabé Acín.

—Bernabé, ¿cómo estás?—Ya lo ves, África. Tal como decía mi abuelo, como un curica en

los infiernos. Esos hijos de Satanás han tenido suerte y una de susgranadas ha explotado cerca de donde yo estaba causándome esterasguño. Ahora podré contar a mis hijos con orgullo que he derramadomi sangre por Zaragoza.

—¿Cómo va la batalla? ¿Sabes algo de mi padre o de mishermanos Ginés y Daniel?

—El tío Juan y tus hermanos ahí andan, repartiendo tiros. Losgabachos nos están disparando con todo lo que tienen, pero ellostambién están recibiendo lo suyo. En el castillo han caído no menos detreinta granadas y bombas, que han hecho su destrozo en la parte de lamuralla que mira al camino de Tudela, en el patio y en algunas torres.Ha habido ratos que aquello era un terratiemblo[84]. Pero en cuanto unaparte de la muralla flojaba[85], la remendábamos en un periquete.

—¿Han atacado ya con su infantería y su caballería?—Lo han intentado después del mucho bombardeo, pensando que

estaríamos acobardados. Pero se han llevado un buen chasco. Hancaído como moscas bajo el fuego de nuestros fusiles y cañones.

Conforme fue avanzando el día, el enemigo se cebó más con losdefensores de las puertas. Por la tarde nos habían llegado muchosheridos y ellos mismos nos contaban que muchos artilleros habíanmuerto tanto en la puerta de Santa Engracia como en la del Portillo yen las otras.

Los heridos nos iban dando noticias de cómo marchaba la batalla.El marqués de Lazán había dejado la seguridad de su residencia y semovía de un lugar a otro organizando las tropas.

Ante el caos que las bombas de los franceses estaban causandoentre nuestros hombres, su excelencia había nombrado al teniente

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coronel don Francisco Marcó del Pont[86] comandante de la puerta delPortillo y al teniente coronel don Domingo Larripa[87] comandante de lapuerta del Carmen.

El teniente coronel don Mariano Renovales dirigía la defensa dela puerta de Santa Engracia y acudía en apoyo de las otras puertascuando sus defensores daban señales de flaquear ante el empuje de losfranceses.

Al atardecer proseguía el bombardeo y las incursiones de lasavanzadillas francesas, poniendo mucho esfuerzo en conquistar lapuerta del rey Sancho y el cuartel de caballería.

Los parapetos de las baterías habían sido echados abajo en másde una ocasión por las bombas, pero los heridos nos contaban que encuanto caían, aparecía un grupo de paisanos que los volvían a levantarcon sacos de tierra y lana.

Cuanto más esfuerzo hacían los gabachos por aterrorizarnos, másempecinamiento mostraban nuestros hombres en no reblar ni permitirque pusiesen un pie en la ciudad.

Muchos de los trabajadores del hospital teníamos que refrenarnuestras ganas de ir corriendo a las puertas y coger un fusil para apoyara nuestros vecinos. Pero los heridos necesitaban de nuestros cuidados yno podíamos abandonarlos.

No faltaba mucho para que se pusiese el sol cuando alguien trajouna noticia que tornó los rostros de preocupación por otros de alegría yesperanza.

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CAPÍTULO XXXIIAgustina Zaragoza y el regreso de su excelencia

En la tarde del viernes 1 de julio el general José Palafox habíaregresado a Zaragoza, al mando de un regimiento formado porveteranos y voluntarios de Belchite y otras villas.

La nueva corrió como la pólvora prendida por toda la ciudad.Desde el mismo hospital se escuchaban los vítores y gritos de losdefensores y los vecinos por las calles al conocer de la llegada de suexcelencia.

Al oscurecer amainó algo la intensidad del bombardeo, tanto quepensamos esperanzados que los franceses desistían de sus intenciones.

Mi esposo y yo, lo mismo que los otros médicos y enfermeros delhospital, no íbamos a tener tregua. Teníamos trabajo para toda lanoche.

Por ello estábamos despiertos cuando a las dos de la madrugadadel sábado 2 de julio los cañones franceses dispararon al unísono. Nosabíamos a dónde apuntaban, pero sus bombas volaban sobre la puertadel Portillo.

Los gabachos, aunque con algún respiro, no habían cesado en subombardeo durante más de veinticuatro horas. Pasado el terror inicialque habían causado, nos habíamos acostumbrado al soniquete de lasbombas cayendo y su único efecto era el de incrementar la ira de losvecinos contra ellos.

Los defensores se habían mantenido en sus puestos desde quehabían comenzado a caer las bombas. Muchas mujeres les habíanestado llevando comida y agua a pesar de las balas, por lo que algunashabían resultado heridas.

Dentro de la ciudad las granadas apenas habían hecho daño. Lamayoría habían causado destrozos poco importantes en las casas, sinproducir víctimas.

La peor parte la habían llevado los artilleros y paisanos quedefendían las baterías de las puertas, que habían sido el objetivoelegido por los cañones enemigos.

Al poco rato de reanudar el ataque con sus morteros y cañones,

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comenzó de nuevo la llegada de heridos. Mi corazón se encogió cuandoreconocí entre ellos a muchos vecinos de San Pablo, de los queformaban las compañías de Mariano Cerezo, en las que luchaban mishermanos y mi padre.

Aquellos que podían hablar contaron que el fuego enemigo seestaba cebando en las murallas del castillo. Por lo que decían, partes dela fortaleza se habían venido abajo, aunque el lugar seguía ofreciendoun buen baluarte a los defensores.

Amanecía y la mayor parte de los zaragozanos llevábamos másde un día sin dormir. La excitación de lo que acontecía y el sonido dela batalla nos mantenía despiertos.

Entonces comenzamos a oír ruido de disparos de fusil que fue enaumento. Parecía que los gabachos estaban lanzando un gran ataque,pues los sonidos venían de diferentes lugares, desde la puerta de SantaEngracia hasta la puerta Sancho.

El hospital a esas alturas tenía casi todas las cuadras llenas depacientes, a pesar de que la mayoría de los heridos que todavía podíansujetar un arma regresaban a las puertas en cuanto les habíamoscurado.

Lejos de mostrarse asustados, se ufanaban con orgullo de susheridas ante los demás pacientes y ante nosotros.

El estruendo de la lucha duró muchas horas pero poco a poco sefue acallando, a Dios gracias, pues ya empezábamos a pasar seriosapuros para acomodar en las cuadras a tantos heridos como nosllegaban de las puertas.

A última hora del día seguían sonando disparos de fusiles y aunalgunos de cañones y morteros, pero nada comparado con lo que sehabía oído en la mañana.

Yo no podía aguantar mi impaciencia para correr hasta el castilloy después al barrio y comprobar que mis hermanos y mis padres nohabían sido heridos.

José me despachó en cuanto se pudo con el recado de que tanpronto les hubiese visto, regresase a toda prisa.

Como ya había ocurrido el 15 de junio, en las calles había ungran trajinar de personas que iban y venían, unas con comida o

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munición para los defensores, otras acarreando algún herido hacia elhospital.

Todavía recuerdo como si la tuviese delante la imagen que vi alllegar a la puerta del Portillo. Los parapetos tras los que se habíamontado la batería con los cañones y obuses se habían convertido enun montón de escombros.

Aun así, los cañones seguían en pie y atendidos por paisanos,aunque apenas alguno llevaba los distintivos de artillero. Porque en elsuelo yacían los cuerpos de muchos soldados y paisanos que habíancaído disparando las piezas. La escena era desoladora.

A diferencia de lo ocurrido el 15 de junio, esta vez los quepermanecían en pie no mostraban el júbilo por la victoria que habíanmanifestado entonces. Nos había salido muy cara.

Crucé la puerta y la explanada de las Eras del Rey no desmerecíaen nada de las pinturas que yo había visto en algunos librosrepresentando campos de batallas antiguas.

El suelo estaba cubierto por un gran número de cuerpos conuniformes del ejército francés, muchos con el mismo que llevaba elsargento de granaderos y sus dos compañeros con los que habíahablado dos días antes en Monzalbarba.

No había manera de conocer si el sargento estaba entre loscaídos. Algunos aún se movían y levantaban una mano para dar aconocer que no habían muerto y así pedir auxilio, pero sus tropas sehabían retirado y los nuestros estaban recuperando el aliento tras losduros combates.

Entonces vi el castillo. La hasta no hace mucho majestuosafortaleza presentaba cuantiosos daños en sus muros y torres. Se podíaver que los defensores habían intentado tapar las brechas abiertas porlos obuses con sacos de tierra y piedras.

Tras atravesar la puerta, advertí los agujeros producidos por lasgranadas que habían caído en el patio de armas del castillo. Algunos delos edificios interiores, como los barracones, habían sufrido variosimpactos.

Entonces vi a una fila de más de quince cuerpos alineados en elsuelo. Algunos llevaban el uniforme de nuestros soldados y otros sus

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vestiduras de paisano.Basilio estaba sentado en el suelo junto a un cadáver que al

principio no distinguí, hasta que me acerqué. Era Perico Andía. Surostro parecía tranquilo e incluso yo quise adivinar la sonrisa quesiempre le acompañaba. Pero en su pecho había una gran herida,producida por la metralla de alguna granada.

Basilio al verme se levantó del suelo y me abrazó.—Mi hermano ha muerto, África.Me lo decía con admiración, como si envidiase el honor que

significaba el dar la vida por Zaragoza.—Tendrás que decírselo a tus padres.—Ya lo había pensado. En cuanto el comandante Cerezo me de

licencia, iré a nuestra casa. Mis padres se entristecerán, pero estoyseguro de que se sentirán orgullosos como yo.

Estuve unos minutos a su lado hablando de los felices años quehabíamos vivido en nuestra juventud con su hermano y los míos,correteando por las calles y después explorando las galeríassubterráneas.

También recordamos el día en que Perico y otros vecinos habíanentrado en la sesión del Real Acuerdo para manifestar nuestravoluntad, que no era otra más que su excelencia don José de Palafoxfuese nuestro capitán general.

Al fin le pregunté por mi padre. Siguiendo sus indicaciones, loencontré al pie de la muralla sur, trabajando con otros voluntarios paratapar con sacos de tierra una de las brechas que las bombas habíanabierto.

Corrí hacia él y al igual que había hecho con Basilio, le abracécon lágrimas en los ojos.

—Padre, doy gracias a la Virgen del Pilar por haberle protegidode las balas de los franceses.

—Ésa ha sido la voluntad de Dios, África. Pero otros valientes nohan corrido la misma suerte y ahora descansan en paz, con lasatisfacción del deber cumplido.

—Sí, padre. Acabo de ver a Basilio en el patio de armas velando

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el cuerpo de Perico. ¿Dónde paran Ginés y Daniel?—Tus hermanos han salido con otros a hacerse con las armas,

pólvora, municiones y comida de los gabachos caídos. Algunos ya hanregresado y por cierto que también traían muchas alhajas que estosmalnacidos habían robado en iglesias y casas. Poco honor hay en esosactos para los que dicen ser el mejor ejército del mundo.

—¿Han pasado usted y mis hermanos muchas congojas en estosdos días? Desde el hospital oíamos que no cesaban los estampidos delos cañones primero y después los disparos de los fusiles.

—Las baterías del enemigo nos han castigado muy duramentedurante un día entero. Cuando ya creían que habríamos huido aterradospor sus cañonazos, su infantería se ha lanzado esta madrugada alataque por varias puertas a la vez, mientras sus obuses y cañonesseguían disparándonos. Los artilleros del Portillo han sufrido mucho yun buen número han pagado con su vida el no reblar. Desde el castillohemos visto con terror cómo en un momento los pocos paisanos quequedaban defendiendo los cañones huían ante el avance de losfranceses.

—¿Y qué ha ocurrido para que no hayan entrado en la ciudad?—No lo vas a creer, hija. La infantería enemiga avanzaba a la

carrera contra nuestra batería del Portillo que había quedado indefensacuando hemos visto desde lo alto del castillo a una joven mujer[88] decabello moreno, que, en medio de los disparos, ha cogido el botafuegode las manos de un artillero moribundo y ha prendido uno de loscañones de a veinticuatro que estaba cargado de metralla y chatarra.Los gabachos estaban a menos de treinta pasos de la pieza y el disparoha causado una auténtica carnicería.

—¿Ella sola ha hecho huir a los soldados imperiales?—Tras disparar el cañón, oíamos sus gritos de ánimo a los

defensores que al ver lo ocurrido, han vuelto a sus posiciones y hanrociado con balas a los que quedaban de pie, de forma que losgabachos han terminado por huir en desbandada. Nosotros desde elcastillo también les hemos hecho mucho daño y de igual forma hanrespondido los voluntarios apostados en el convento de los agustinos.

Yo necesitaba hablar con Ginés y Daniel para proponerles que se

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uniesen al grupo que estaba organizando para espiar a los franceses,pero había sido un duro día para todos y en vista de todo el trabajo queles quedaba por hacer para recomponer las defensas del castillo, decidíesperar a una mejor ocasión.

Mi padre había peleado codo con codo con mi tío Blas, que nohabía sufrido percance alguno. De mis tíos Jeremías y Agustín no sabíanada, pues estaban alistados en compañías de voluntarios quedefendían la puerta del Carmen. Tampoco sabía nada de mis cuñadosSebastián y Santiago.

A punto de marcharme, vi sin poder contener mi asombro que mitío Moisés se acercaba sonriente, un fusil en su mano derecha y unaparatoso vendaje en el hombro, para abrazarme.

Desoyendo los consejos médicos, había decidido volver a lalucha, ya que juraba y perjuraba que sus heridas estaban ya sanadas,cosa harto difícil de creer, salvo que Nuestra Señora hubiese obrado unmilagro, y bastante trabajo tenía ella atendiendo otras necesidades másperentorias.

Me despedí de mi padre con otro abrazo y volví hacia el Portillo.Una vez cruzada la puerta, vi que algunos vecinos ya estaban cargandoa los muertos para darles cristiana sepultura. Otros se afanaban enrecomponer las defensas de la batería que tanto daño había hecho a losenemigos en ese día.

Me adentré en el barrio de San Pablo. Aunque la mayor parte delas granadas y bombas de las baterías francesas se habían dirigido a laspuertas, algunas, quizá con intención de sembrar el terror entre lapoblación, habían ido a explotar en casas.

Pero bien mirado, el daño no era mucho. Al igual que enbombardeos anteriores, casi todas habían dado en las paredes de lospisos más altos, en donde no había nadie. Los edificios, de buenafactura aunque sobrios, habían aguantado los impactos sin resentirsesus cimientos.

Ya en casa con mi madre le di noticias de los defensores delcastillo y de la muerte de Perico, cosa que le produjo un gran dolor.

Tanto ella como Pilar y mis cuñadas, con todos los niños, habíanpasado la mayor parte del tiempo en una de las galerías subterráneas.

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Desde allí habían oído el estruendo causado por las bombas pero nohabían sufrido peligro.

No quería permanecer fuera del hospital mucho tiempo, perotampoco quería regresar sin haber visto a mis tíos en la puerta delCarmen.

Así que desde el barrio de San Pablo, caminando a paso rápidollegué al convento de la Encarnación, justo detrás de la puerta.

Mis dos tíos estaban juntos, degustando una cena que algunavecina les había llevado junto con un jarro de vino. Con ellos estabantambién Sebastián, el hermano de José, y Santiago, el marido de Pilar.El calor de la reciente batalla no les había hecho perder el apetito.

—Sobrina, ¡cuánto bueno por aquí! Si vienes en busca de algúngabacho al que hacer correr, llegas tarde. Hace rato que huyeron todoscon el rabo entre las piernas.

Mi tío Jeremías soltó una sonora carcajada tras su saludo.—Me alegro de encontraros con bien a los cuatro. En el hospital

hemos atendido a más de un voluntario que había sido herido por estascalles.

—Hemos peleado de lo lindo, África. Tu tío Agustín y yo hemosestado disparando desde la Torre del Pino y hemos visto en primera filalas idas y venidas de los gabachos intentando entrar en la ciudad. Lohan intentado por todos los lugares, pero sin conseguirlo. A última horahan puesto pie en el convento de San José tras cruzar el puente delHuerva, pero ni ahí han podido resistir nuestras descargas y al fin sehan retirado a sus cuarteles. Tus cuñados se han portado biendefendiendo nuestras baterías.

—Le haré saber a todos que los cuatro os encontráis bien.Aún siguieron durante un rato contándome los pormenores de la

batalla, que había sido muy cruenta. En el campo de las Eras del Rey,delante de la puerta del Carmen, y en los olivares próximos se podíanver un cuantioso número de cuerpos de soldados franceses que habíancaído bajo nuestras balas.

Tras la retirada de los franceses, habían comenzado a reparar lasdefensas. Mi tío Agustín había ayudado y mucho con susconocimientos de albañil.

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En cuanto pude emprendí el regreso al hospital. Al llegar allí, lanoche estaba casi cerrada, aunque por el tiempo en el que estábamos eldía era más largo que en otros meses.

En cuanto entré, uno de los porteros de guardia en la entrada meadvirtió que un edecán de su excelencia me aguardaba en una de laspequeñas salas próximas.

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CAPÍTULO XXXIIISu excelencia don José de Palafox

No esperaba volver a tener noticias del marqués de Lazán en tancorto plazo y menos a esas intempestivas horas, pero entendía que laazarosa situación de la ciudad no atendía a razones sociales.

El portero me acompañó hasta la sala en la que me esperaba donManuel de Ena, el mismo que días atrás había venido a requerirme paraque me presentase ante el marqués.

—Buenas noches os dé Dios, teniente coronel. Imagino que lavuestra no es una visita de cortesía en estos tiempos que corren.

—Y no os equivocáis, señora. A su excelencia le gustaríaconversar con vos, si no tenéis inconveniente.

—Dejadme que avise a mi esposo de que el marqués me reclamay enseguida estaré de vuelta con vos para partir.

—Perdonad, señora. Quizá no me he explicado bien. Quienrequiere vuestra presencia es su excelencia don José de Palafox.

Había olvidado que nuestro capitán general había regresado aZaragoza en el día de ayer y lógicamente había tomado el mando de laJunta Suprema y de la defensa de la ciudad.

—No tenéis por qué disculparos, señor. Ha sido un día congrandes sobresaltos y había olvidado que su excelencia ya está denuevo con nosotros, a Dios gracias.

Al poco rato llegábamos los dos a la residencia del capitángeneral.

—Señora, volvemos a encontrarnos. La última vez que nosvimos, vos ayudabais a vuestro esposo a curar a nuestros hombres en elconvento de los Agustinos. Desde entonces muchas cosas han ocurrido,de tal forma que aunque han pasado apenas dos semanas, tal parece queaquello sucedió hace un año.

—Así es, excelencia. Como sabéis, los zaragozanos hemos vividomuchas penalidades y también muchos actos de gran heroísmo.

—Estoy al corriente de todo. Sé que todos los trabajadores delhospital estáis haciendo una labor encomiable y que gracias a ello se

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han salvado muchas vidas de buenos patriotas. Pero no os he hechovenir para esto. Me han informado que en estas dos semanas habéisrealizado varias salidas a los pueblos de los alrededores y que a vuestroregreso traíais con vos valiosa información sobre el enemigo.

—El Ayuntamiento nos extendió pasaportes a mi esposo y a mípara poder salir de la ciudad en busca de provisiones para nuestrarebotica. En esos viajes nos hemos topado con algunos soldadosfranceses que están muy confiados de su victoria y por ello hablan sinreparos de sus fuerzas y de sus planes.

—Sé también que mi hermano el marqués de Lazán habló con vosy os encomendó que siguieseis con esa labor de obtener información delas intenciones de los franceses. Os he hecho venir para insistir en queprosigáis con esa tarea, de vital importancia para la defensa de laciudad. Nuestros recursos son limitados y el conocer de antemano losplanes del enemigo nos permitiría situarlos en aquellos lugares dondemás eficaces pudieran ser.

—Después de hablar con el marqués, mi esposo y yo estuvimospensando cómo cumplir la misión que vuestro hermano me habíaencomendado. Nuestra intención es pedir a dos religiosos del hospital,el párroco mosén Miguel Acín y sor Marie Aylón, y a mis doshermanos, que nos ayuden a llevarla a buen puerto.

—El nombre de sor Marie suena francés. ¿Pensáis que es de fiar?—Pondría la mano en el fuego por ella, señor.—Y ¿todos los que habéis mencionado hablan francés?—Así es, excelencia. Por lo que yo he visto, los soldados

enemigos parecen confiarse cuando se encuentran con alguien quehabla su idioma. Nuestra intención es que nos turnemos en nuestrassalidas, pues con diferentes caras es más fácil que no levantemossospechas. Si la pregunta no es imprudente, ¿hay más zaragozanos alos que hayáis encomendado estos trabajos?

—Solo os diré que hay otras personas que como vos, estánarriesgando su vida para que podamos conocer con antelación lasintenciones de nuestros enemigos. Pero por su seguridad y la vuestra,no os puedo dar razón de ellas[89].

Parecía lógico que el capitán general no fiase todo a una sola

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apuesta. Un solo golpe no derriba un roble.Lo importante era que nosotros debíamos proseguir con nuestras

salidas pero ahora sabíamos que teníamos que andar con cuidado, puesotros podían haber pasado haciendo preguntas antes que nosotros. Y detanto ir el cántaro a la fuente, a veces se quiebra.

Me despedí del capitán general y a la salida me esperaba eledecán con una bolsa de reales de vellón. Me explicó que podíamosusarla para pagar a los soldados franceses si se terciaba la ocasión,pero que también debía coger al menos la mitad de lo que en ella habíacomo pago por nuestros servicios.

En ningún momento había pasado por mi cabeza el aceptar estaencomienda con el fin de lucrarme. Pero no rechacé la bolsa, pues eraposible que en algún momento tuviésemos que pagar por lainformación que buscábamos.

En la calle era ya noche cerrada, aunque se mantenía iluminadacon la luz de los candiles que se filtraba a través de las ventanas de losvecinos, que habían dejado abiertas para vigilar y seguro que tambiénpara que con el anochecer entrase la fresca y aliviase algo el calordentro de las casas.

De vuelta en nuestro hogar, conté a José mi entrevista con elcapitán general.

—Mucho fía su excelencia en que podamos conseguirinformación que sea útil. Tendremos que intentarlo. En estos días cadauno de nosotros debe hacer lo que esté en su mano para defendernuestra ciudad.

—Mañana hablaré con mosén Miguel y con sor Marie paraproponerles que se sumen a nuestra causa. Pero me preocupan misconstantes ausencias del hospital. La Ilustre Sitiada ya dictó normasque establecían que el abandono del puesto de trabajo sin causajustificada o sin permiso se consideraría como deserción.

—No debes preocuparte por eso, querida África. Tras tu marchaesta tarde a la entrevista con su excelencia, he hablado con el doctorGavín y sin darle muchos detalles, le he explicado que habías recibidouna encomienda de vital importancia de Palafox y que por ello no ibasa poder cumplir con tus obligaciones en el hospital como tú desearías.

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Con el ruido de fondo de disparos aislados, nos sumimos en unprofundo sueño.

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CAPÍTULO XXXIVEl tabernero de Cuarte

Cuando despertamos el domingo 3 de julio el sol ya brillaba confuerza. Necesitábamos dormir y a fe mía que esa noche habíamosrecuperado una buena parte del sueño atrasado.

Iba a ser otro día caluroso, cosa que todos agradecíamos porqueel castigo era más para el enemigo, acampado en tiendas de campaña,que para nosotros, que a fin de cuentas nos refugiábamos en casas oconventos incluso para las tareas de vigilancia.

Tras asearnos y vestirnos, José y yo nos presentamos en elhospital. Antes que nosotros ya habían llegado muchos médicos,maestros cirujanos y enfermeros. En realidad una buena parte de ellosvivían dentro del recinto, de forma que su alojamiento y manutenciónconstituían una porción del salario que percibían.

Para el hospital era una gran ventaja en tiempos como éstos, yaque así estaban a disposición en caso de requerirse sus servicios.

Mientras José se preparaba para comenzar la visita en las salasbajo su responsabilidad, yo busqué a los dos religiosos y les conduje aun lugar del patio alejado de oídos indiscretos.

—Sor Marie, mosén Miguel, tengo que hablar con vos de unasunto del que no debéis contar a nadie nada.

El párroco del hospital enarcó las cejas y me miró sonriendo.—África, creo que esta conversación no nos va a aburrir.—En las últimas salidas de la ciudad a las villas de los

alrededores para hacer acopio de substancias para nuestra rebotica,José y yo hemos tenido la ocasión de hacernos con información delenemigo que al regresar hemos puesto en conocimiento de nuestrasautoridades. Su excelencia y los mandos militares que le asesoranconsideran estas informaciones tan importantes que me han pedido querepita estas incursiones en los pueblos y barrios ocupados por losgabachos y que intente hacerme con cuantas confidencias pueda de lasintenciones del general francés.

—Por Dios que habláis de un asunto serio. ¡Os han propuesto queseáis espía para el bien de nuestro ejército! Vais a tener que ataros duro

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las alpargatas para cumplir esa misión. ¿Y lo vais a hacer vos sola?—No, hermanos. Aquí es donde entráis sor Marie y vos. Mi

intención es organizar un pequeño grupo con vos, mis hermanos y yo eir planeando con buena cabeza nuestras salidas, de forma que sinllamar la atención de los franceses, nos volvamos de cada una conalgún conocimiento de lo que el enemigo cavila.

—No está mal pensado, hija. Todos hablamos francés yconocemos estas tierras.

Sor Marie había permanecido sin alentar hasta ese momento.—África, yo soy francesa. ¿Van a autorizar los guardias de las

puertas mi salida de la ciudad?—Lo hablé con su excelencia y me aseguró que daría órdenes

para que os extiendan un pasaporte que os garantice la entrada y lasalida sin mayores objeciones.

—¿Tenéis pensado ya cómo hacerlo? A decir verdad, lejos dedesagradarme el plan, os diré que me complace en gran manera el salirde estas paredes y hacer la guerra a los gabachos de otra forma que nocurando heridos y no entendáis mal mis palabras. No quierodesmerecer la labor cristiana que hacemos en este santo hospital.

El párroco parecía complacido con la idea y se mostrabadispuesto a comenzar en cuanto lo decidiésemos.

—Veréis, mosén Miguel. Lo he hablado con mi esposo y creemosque lo más conveniente es que siempre salgamos de dos en dos. Ni unomenos, ya que si alguno de los dos se mete en apuros, el otro puedasocorrerle, ni tampoco más, pues ya sabéis que cada dos, par, mas cadatres, montón. En cada salida tendremos que darle al magín parainventar una historia que podamos contar si nos para una patrullafrancesa.

—Necesitaremos en más de una ocasión la cooperación de lasgentes de los pueblos a los que vayamos.

—Por suerte, en las semanas pasadas José y yo hemos estado yaen algunos lugares y hemos conocido a los boticarios de varias de lasvillas de los alrededores, y también al párroco de una de ellas. En casode necesidad, echaremos mano de esos paisanos. Y vos conocéis a casitodos los curas de esos lugares.

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—¿Cuándo haremos la primera salida?Mosén Miguel no me engañaba. Estaba impaciente por entrar en

acción.—Estáis al tanto de la situación de nuestras defensas. Cuanto

antes podamos dar alguna luz a nuestros comandantes sobre los planesdel enemigo, mejor podrán recomponerlas. Si os place, mañana mismopodríamos visitar Cuarte. Mandaremos recado al cuartel general de suexcelencia para que nos hagan llegar vuestros pasaportes a la mayorbrevedad.

—Si no tenéis inconveniente, sor Marie, me gustaría ir en esteprimer viaje, empiezo a cansarme de ver siempre las mismas caras.

—Hacedlo, mosén Miguel. Esta guerra no parece que vaya aacabar en dos días. Tiempo habrá para que todos podamos dar unavuelta por los pueblos de los alrededores.

Así pues, acordamos que al día siguiente, el lunes 4 de julio, elpárroco del hospital y yo visitaríamos Cuarte e intentaríamos averiguartodo lo que pudiésemos sobre los planes de los gabachos.

En caso de topar con alguna patrulla del ejército enemigo, nosharíamos pasar por un padre y una hija del vecindario de Cuarte. Si losfranceses querían comprobar nuestra historia, citaríamos a AbundioBorniquel, el boticario de la villa, como pariente que podía dar fe denosotros. Aun sin haberle avisado, estaba segura de que respaldaríanuestra historia.

En la distancia seguía sonando el ruido de disparos y de cuandoen vez llegaba algún defensor que había sido alcanzado por las balasenemigas.

Interrumpimos nuestra conversación porque uno de los maestroscirujanos entró con una Gaceta que se acababa de publicar, en la que senarraban los ataques sufridos en los dos últimos días. Por la cuenta delos vigías de las torres, las baterías francesas habían disparado más demil cuatrocientas granadas y bombas, para después lanzar su infanteríay caballería a la conquista de las puertas.

El diario contaba del heroísmo de muchos soldados y civiles, quehabía frenado todos los ataques del enemigo y les habían causado unbuen número de muertos, que se contaban entre dos cientos y tres

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cientos.Entre las gentes se elogiaba también la valentía de nuestro

capitán general. No sé cuánto de cierto y cuánto de deseo había en loque se contaba, pero hablaban de que su excelencia había acudido enauxilio de los defensores de la puerta Quemada y que una vez allí,había encabezado una salida al molino de aceite próximo a esapuerta[90], luchando con gran valor para desalojar a los franceses.

Cuando el maestro cirujano se hubo marchado, continuamos connuestras cábalas sobre cómo organizar nuestras acciones sin serdescubiertos.

A media mañana escuchamos gritos y vivas que provenían delCoso. Ya empezábamos a acostumbrarnos a semejantes alharacas, peroaun así siempre la curiosidad nos picaba, por lo que nos asomamos aver cuál era esta vez el origen.

Una partida de quinientos voluntarios del primer regimiento deAragón había entrado por la puerta del Ángel. A su encuentro habíasalido la música del regimiento de Extremadura y juntos desfilaban porel Coso camino a la residencia de su excelencia para ponerse a susórdenes y jurarle lealtad.

Pasado el desfile, continuamos con nuestros preparativos para eldía siguiente. Visitamos el ropero del hospital y nos hicimos con unavestimenta acorde a la de un padre y su hija que viven del campo singrandes apreturas.

Al cabo de un rato oímos la campana de la Torre Nueva tocar arebato. Nos miramos unos a otros extrañados, ya que no se escuchabanlos estampidos de los cañones.

Pasadas unas horas supimos que un grupo de soldadosportugueses, simulando que desertaban del ejército francés, se habíanpresentado en las puertas diciendo que querían pasarse a nuestras filas.

Los defensores sospecharon de sus intenciones e hicieron bien,pues al fin se descubrió que querían entrar en la ciudad para desdedentro abrir las puertas a sus tropas.

Esta artimaña no nos cogía desprevenidos. En los días pasados yalo habían intentado, por lo que los comandantes de las puertas estabanalerta y se tentaban la ropa antes de franquear el paso a los supuestos

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desertores del ejército francés.El resto del día lo pasamos entre nuestro trabajo con los enfermos

y los arreglos para el viaje a Cuarte que íbamos a hacer.Apenas habían llegado unos pocos heridos, lo cual nos dio un

respiro para cuidar con esmero las lesiones de los que ya estaban allí ya la vez poder dedicar algún tiempo a nuestro negocio de espías.

A media tarde habíamos terminado la mayor parte de las curas ylas únicas labores que quedaban iban a ser atendidas por los religiosos,así que marché hacia las puertas del Carmen y el Portillo para ver a losmíos.

Al llegar a la de Santa Engracia, me sorprendió ver mucho trajínde hombres que salían con herramientas hacia el puente sobre elHuerva y otros que regresaban de esa dirección con cargamentos deleña que parecía recién cortada.

En la puerta del Carmen estaba ocurriendo lo mismo. En éstas via mi tío Agustín que con otro compañero entraba en esos momentoscon un grueso tronco de olivo a los hombros.

—A la paz de Dios, tío Agustín. ¿A qué se debe tanto ir y venirde los hombres por las puertas hacia los campos al otro lado denuestros muros?

—Querida sobrina, su excelencia y la junta militar han dadoórdenes de que talemos cuantos olivos podamos de los olivares que seextienden delante de nuestras puertas, pues ahora no sirven para otracosa que dar cobijo al enemigo cuando hace intención de acercarse anuestras puertas. La madera nos está viniendo bien para reforzar losparapetos.

—¿No os incomodan en esa labor los franceses?—Lo intentan pero en cuanto asoman la mollera, nuestros

tiradores les mandan un buen recado de balas. Ya puestos, estamostambién echando abajo algunos corrales desde los que los gabachos nostirotean.

—¿Sabéis algo del tío Jeremías y de mis cuñados?—Por ahí andan, maña, dándole a la hachuela y al mazo.—Quedad con Dios y que la Virgen os ampare, tío.

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En el castillo, los hombres andaban metidos en el mismo negocio,cortando los olivos y echando abajo las torres que por el camino deTudela servían de refugio a los tiradores franceses.

No era cuestión de distraerles, así que me volví por mis pasospara ir a descansar, pues al día siguiente nos esperaba a mosén Miguely a mí una peligrosa prueba.

Apenas había amanecido el lunes 4 de julio cuando el párroco yyo recorríamos San Gil camino del puente de Piedra. Los nuevospasaportes que nos habían proporcionado en el cuartel general de suexcelencia hicieron su papel porque los guardias de la puerta del Ángelnos franquearon el paso sin rechistar.

Yo conocía ya el camino por mi anterior excursión con miesposo. Mosén Miguel, que a partir de cruzar la puerta se habíaconvertido en mi padre, como así acreditaban nuestros nuevospasaportes, también conocía la ruta por su oficio que le había requeridovisitar los pueblos de los alrededores con frecuencia para atender lasnecesidades espirituales de los vecinos.

No nos costó mucho llegar hasta el embarcadero del tío Teodoro.Su rostro no reflejó desconcierto al verme aparecer acompañada deotro hombre diferente al de mi viaje anterior.

Por lo poco que lo conocía, me parecía una de esas gentes quesigue la norma de que boca cerrada y ojo abierto, no hacen jamás undesconcierto.

—A la paz de Dios, tío Teodoro.—Que Él os guarde a ti y a tu acompañante, maña. ¿Otra vez por

aquí?—Así es. Necesitamos que nos haga un servicio como la última

vez, llevándonos a la otra orilla y cuando regresemos, trayéndonos devuelta a ésta.

—Eso está hecho, hija. Pero os advierto que tu amigo y tútendréis que andar con cuidado en aquel lado del río. Estos días se hanoído disparos y a mí me ha parecido ver en más de una ocasiónsoldados con uniforme que no era el nuestro.

—Eso haremos, tío Teodoro. Iremos a nuestros negocios yvolveremos tan pronto como los hayamos resuelto. Un favor le tengo

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que pedir. Si por un casual alguien en la otra orilla le preguntase pornosotros, ¿podrá usted decir que somos un padre y una hija delvecindario de Cuarte?

—Imagino, maña, que te refieres a algún amigo de los franceses.Pierde cuidado. Después de dejaros ahora me volveré a esta margen,pero si estando allí aparece alguien con preguntas indiscretas, nada lecontaré salvo lo que tú me has dicho.

—No quisiera poneros en un compromiso, tío Teodoro.—¡Anda pues! Un poco de emoción no me viene mal, que estoy

aquí sentado yendo días y viniendo días.Al igual que la vez anterior, el barquero cogió su bote de remos y

en un santiamén nos dejaba en la margen derecha.Convinimos que nos esperaría en la otra orilla y cuando

regresásemos le haríamos señales para que viniese a recogernos yllevarnos de vuelta a la margen izquierda.

Al poco rato de comenzar a andar divisamos la cúpula delmonasterio de Santa Fe. Decidimos parar primero allí para dejarnuestros saludos a fray Bartolomé y fray Roque. Quizá los monjeshubiesen oído algo de las tropas francesas que nos pudiera ser deutilidad.

Nada más entrar nos encontramos con fray Bartolomé.—Hermana África, ¡mi corazón se alegra de volver a veros! Y

también a vos, mosén Miguel.—Lo mismo os digo, fray Bartolomé.—Sed bienvenidos a nuestro humilde monasterio. Os supongo

conocedor de la muerte de nuestro abad a manos de los franceses.—Recibí con gran tristeza tan dolorosa noticia, fray Bartolomé.

Vuestro abad era un santo hombre – respondió mosén Miguel.—¿Cómo siguen los heridos y los enfermos a los que mi esposo y

yo visitamos la última vez que estuvimos?—Pues algunos de los paisanos sanaron de sus lesiones y ya han

vuelto a sus casas, pero otros no tuvieron tanta suerte y descansan enpaz en nuestro cementerio. Lo mismo ha ocurrido con los monjes quehabían sido heridos por los soldados franceses.

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—¿Os han vuelto a molestar los gabachos desde entonces?—Lo cierto es que vienen con más frecuencia de la que a

nosotros nos gustaría para requisar vino y comida de nuestra huerta.Nosotros les damos lo que nos piden, ya que no dejan de ser hijos deDios y además, de poco serviría resistirnos.

Mosén Miguel tomó la palabra.—Fray Bartolomé, ¿en esas visitas habéis escuchado alguna

información de sus tropas o de sus intenciones?—Tras las tropelías que cometieron cuando aparecieron aquí por

primera vez, ahora siempre viene un oficial con varios soldados, deforma que se comportan de forma más honorable. Normalmente vienesiempre el mismo teniente, un hombre joven que habla algo de nuestroidioma. A pesar de las derrotas que han sufrido en sus intentos detomar la ciudad, siguen mostrándose muy confiados y hablan sinreparos de sus planes.

—¿Por casualidad no recordaréis lo que han dicho en vuestrapresencia?

—¡Por Dios que sí me acuerdo! Alardean constantemente de quela ciudad de Zaragoza caerá en sus manos en poco tiempo. Por lo quehablan, su general, un tal Verdier, ha desistido de tomarla en un ataquefrontal, pues los intentos que han hecho hasta ahora les han costadomuchos muertos, hablan de más de mil.

Esta información sería de interés para nuestros comandantes.Quizá el lenguaraz teniente había contado cómo tenía intención deconquistar Zaragoza.

— ¿Qué más ha contado este teniente, fray Bartolomé?—El general francés ha enviado a su colega de armas Lefebvre a

Calatayud para hacerse con más suministros de pólvora, pues en losúltimos bombardeos han hecho corto con todas sus reservas. Mientras,ha ordenado sitiar la ciudad hasta que se rinda por hambre y miedo.Por lo que pude oír, esta estrategia no hacía muy feliz al teniente ni asus hombres, oues tenían que cruzar el Ebro para cortar los suministrosy ya habían perdido bastantes hombres en los primeros intentos.

—Lo que nos estáis contando es de gran utilidad para nuestrosdefensores, fray Bartolomé – le dije al monje para animarle a hacer

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memoria -. ¿Os acordáis de algo más?—Sí. Recuerdo que habló de que por si el cruzar el río no fuese

suficiente prueba, tenían órdenes también de comenzar a construirparalelas. Yo realmente desconozco a qué se refieren, pero debe ser unatarea penosa, pues con mi pobre francés me pareció entender una seriede juramentos de los soldados que le acompañaban que no voy a repetirpor respeto.

Ni mosén Miguel ni yo conocíamos tampoco lo que podían seresas paralelas, pero estábamos seguros que nuestros jefes militares sísabrían de qué se trataba.

El monje del monasterio dijo no recordar nada más, pero quesabiendo que todo lo que escuchase podía ser de utilidad para ladefensa de Zaragoza, en las próximas visitas de los gabachos estaríamás atento e intentaría recordar todo lo que dijesen.

Antes de marcharnos le pedimos que nos permitiera saludar afray Roque y de paso preguntarle si en algo le podíamos ser deutilidad.

El monje enfermero nos saludó con afecto y recordaba a mosénMiguel de sus visitas a fray Esteban tiempo atrás.

La sala que utilizaba de hospital lucía ahora más ordenada quecuando la habíamos visitado José y yo. Nos presentó un par de casospara los que nos pidió consejo pero por lo demás, tenía todo bajocontrol.

Salimos del monasterio cuando el sol no había alcanzado todavíasu punto más alto, aunque ya hacía notar su calor.

—¿Qué opináis, mosén Miguel? ¿Nos acercamos a la villa por sipodemos obtener más información o debemos volver ya y comunicar loque sabemos, que no es poco?

—Como bien dices, África, con lo que fray Bartolomé nos hacontado el viaje ya ha merecido la pena. Pero estando aquí, poco noscuesta llegarnos hasta Cuarte. Por ahora los franceses no parecen muycuidadosos de su vigilancia.

—Yo opino igual que vos. Si os parece, haremos una visita a lataberna con la excusa de comer algo. Allí decidiremos si nos damos porsatisfechos o proseguimos nuestras indagaciones.

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Al entrar en la villa vimos que había más tropas francesas por lascalles que en nuestra última visita. Los soldados lucían diferentes tiposde uniformes, lo que indicaba las varias procedencias de losregimientos que formaban el ejército francés.

Nos dirigimos con decisión a la taberna, que tanto mosén Miguelcomo yo conocíamos ya.

Al abrir la puerta, nos encontramos con una extraña mezcla depaisanos y de soldados. Unas mesas estaban ocupadas por vecinos deCuarte y otras por grupos de soldados franceses, más que la última vezque yo había estado allí.

Prácticamente todos levantaron la cabeza para mirarnos concierto recelo cuando entramos. No hacía falta ser muy avispado paranotar la tensión que se percibía en el ambiente.

Mi pretendido padre y yo nos sentamos en una mesa cerca de unade las paredes. Para entonces, cada uno de los parroquianos habíavuelto su atención a sus platos o a los cuencos con vino que teníandelante.

El tabernero se acercó solícito con una sonrisa y un paño en lamano.

—A la paz de Dios, amigos.Comenzó a limpiar la mesa con el paño que traía mientras, en

tono quedo, siguió hablándonos.—Debéis andar con cuidado. Ya veis que una buena parte de la

parroquia son gabachos y si cometéis alguna imprudencia, os podéismeter en líos.

Después se dirigió a mí.—Recuerdo que no mucho ha estuvisteis aquí con otro hombre y

después marchasteis con don Abundio Borniquel, el boticario.—Tenéis buena memoria, tabernero – le contesté yo, también

hablando para el cuello de mi camisa -. Os rogamos que deis por buenanuestra coartada. Si alguien os pregunta, decid que somos padre e hija,vecinos de la villa. Nuestros nombres son Miguel Asín y África Asín.

Esos eran los nombres que aparecían en nuestros pasaportes.—Así lo haré, señora. Si queréis que vuestra historia sea creíble,

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llamadme por mi nombre. Me llamo Cristóbal Cuartero, para serviros,y tengo mujer y dos hijos – después subió el tono de voz -. ¿Qué osplacería tomar?

—Traednos un par de cuencos de vino, unas tajadas de pan y unasgachas, Cristóbal. Y dad nuestros recuerdos a vuestra señora esposa.

Por ahora la cosa no iba mal. El tabernero había estado rápido.De pronto, un francés con uniforme de teniente se levantó de su mesa yse dirigió a la nuestra. Mi corazón casi se detuvo.

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CAPÍTULO XXXVEl oficial francés y el boticario de Cadrete

El teniente se plantó delante de nosotros. En el trayecto de sumesa a la nuestra no había apartado la mirada de mí, lo que me habíacausado cierta incomodidad.

—Permitidme que me presente, soy el teniente de ingenieros JeanLafont.

Se estaba dirigiendo a nosotros en un castellano bastantecorrecto, aunque con fuerte acento francés. Mosén Miguel le contestóen tono afable. Si queríamos obtener alguna información, no podíamosmostrarnos rudos.

—Yo soy Miguel Asín y la dama que me acompaña es mi hija,África.

—No he podido por menos que venir a presentaros mis respetos yensalzar los bellos ojos que tiene vuestra hija.

Aproveché que se refería a mí para intervenir en la conversación.Por el momento, ni mosén Miguel ni yo quisimos cambiar al francés.No lo haríamos salvo que fuese necesario, pues no era fácil dejustificar que un padre y una hija de una pequeña villa dominasen otroidioma que no fuese el suyo.

—Sois muy galante, oficial.—De hecho, no es la primera vez que veo esos ojos. O mucho me

equivoco o los vuestros los he visto ya en otra ocasión, en esta mismataberna, hace unas semanas. Pero aquella vez veníais acompañada deotro caballero.

Si no hubiese estado apoyada en la mesa mis manos hubiesencomenzado a temblar. La buena memoria de este oficial podía ponernosal descubierto.

Por suerte mosén Miguel estaba atento e intervino para sacarmedel apuro.

—No es extraño, teniente Lafont. A buen seguro la visteis con mihijo. Venimos con frecuencia a esta taberna para saludar a Cristóbal y,de paso que disfrutamos de un buen vino, interesarnos por su familia.

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En ese momento apareció el tabernero con una bandeja en la quetraía nuestros cuencos de Cariñena, unos trozos de pan y unos cuencoscon el guiso de farinetas[91] acompañados de sendas cucharas de boj.

—Veo que conocéis los manjares de este lugar. Así pues, ¿estecaballero y esta dama son amigos vuestros, señor Cristóbal?

El tabernero contestó sin mostrar ningún atisbo de duda.—Así es, oficial. Don Miguel y su bella hija visitan con

frecuencia mi humilde taberna, lo cual me honra.El teniente pareció meditar durante unos instantes la respuesta

que le acababa de dar el tabernero.—En verdad que debe ser motivo de orgullo para vos el contar

entre vuestros parroquianos con un caballero y una dama tandistinguidos. Ahora os dejo que disfrutéis de vuestro condumio. Confíoen que os volveré a ver por aquí.

—Seguro que así será, teniente – le contesté.Una vez que se había sentado en su mesa, que estaba alejada de

la nuestra, mosén Miguel me habló por lo bajo.—¡No hemos aprovechado la ocasión para obtener información!—No lo he creído prudente, mosén Miguel. Me ha parecido que

su saludo no estaba solo motivado por mis ojos. Más bien creo quesospechaba algo y por eso se ha acercado. Me vio la otra vez y me hareconocido. Confío en que haya creído nuestra historia.

—Pronto lo sabremos, querida. Si no nos arrestan al salir, es queno sospecha de nosotros.

Seguimos allí un buen rato, al tiempo que degustábamos lo que eltabernero nos había servido. Desde donde estábamos podíamosescuchar la conversación de los soldados que estaban sentados en lasmesas más próximas.

La mayor parte del tiempo hablaban, y no precisamente conhalagos, de sus oficiales, de las penalidades de estar lejos de sus casasy a veces de mujeres haciendo comentarios subidos de tono.

Pero de cuando en vez también discutían sobre la guerra. En unmomento me pareció entender que discutían porque los planes deataque de su general habían sido rebatidos por el pequeño corso, como

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llamaban despectivamente a su emperador.Decían que éste había ordenado que los ataques se centrasen en la

puerta de Santa Engracia y la Torre del Pino. Uno de los soldadosparecía estar de acuerdo con las órdenes de Napoleón, ya que en esospuntos no había conventos y otras baluartes desde donde los defensoresles pudiesen disparar, cosa que sí ocurría con El Portillo u otraspuertas.

Los otros soldados se mofaban de él diciéndole que quería llegara general, pero que ellos confiaban más en Verdier que en el pequeñocorso, pues su general era un veterano y sabía lo que hacía.

Terminamos nuestro rancho aunque no teníamos mucha hambre,pero dicen que barriga llena aguanta trabajo.

Ahora venía el momento de la verdad. Teníamos que salir sin queel teniente diese orden de detenernos.

Nos levantamos con toda la tranquilidad que pudimos de nuestrostaburetes y con la mayor calma que éramos capaces de aparentarcaminamos hacia la puerta, tras haber pagado unos reales al taberneropor lo que habíamos tomado.

Busqué con la mirada al teniente Lafont pero no se encontraba ensu mesa. Pensé que había salido mientras dábamos cuenta del vino y lacomida.

Ya en la calle, comenzamos a caminar hacia la salida de la villacuando al doblar una esquina vimos aparecer por el otro extremo de lacalle al teniente con dos soldados que caminaban apresuradamentehacia nosotros.

El teniente no había querido hacernos presos en la taberna porquetal como estaban los ánimos con los vecinos, el desenlace eraimprevisible. Así que había salido a buscar refuerzos para hacerlo en lacalle, sin levantar alboroto.

Cuando estaban a no más de diez pasos de nosotros, el tenientenos dio el alto.

—Señora, caballero, tendréis que acompañarme para responder aunas preguntas ante mi capitán. Después podréis volver a vuestra casa.

Casi no había terminado de decirlo cuando cinco sombras seabalanzaron sobre los tres soldados, cogiéndolos totalmente

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desprevenidos. Los paisanos los cogieron por la espalda. Como si de untétrico ballet se tratase, deslizaron casi de forma simultánea susnavajas por el cuello del teniente y sus hombres, sin darles tiempo dedar una sola voz.

En pocos segundos yacían los tres cuerpos sin vida en el suelo,en medio de grandes charcos de sangre.

Aparecieron otros tres hombres más y entre todos levantaron loscuerpos de los muertos llevándoselos en volandas hacia una calleoscura que conducía a las afueras de la villa. Otros dos sacaron dealgún sitio dos barreños con agua y lo echaron sobre los charcos desangre, que, reciente como estaba, enseguida desapareció de la vista.

El que parecía el jefe se dirigió entonces a nosotros.—Marchad sin perder tiempo por donde habéis venido. En cuanto

les echen en falta en su campamento mandarán a alguna patrulla en subusca. Si el teniente ha informado de que venía en busca de un hombrey una mujer, debéis huir sin demora, pues os buscarán.

Yo había visto morir a muchas gentes en el hospital, pero nuncade la forma como lo acababa de presenciar. Apenas podía articularpalabra.

Mosén Miguel en cambio parecía no haberse impresionadodemasiado con la brutal muerte de los tres gabachos.

—Decidnos al menos a quién le debemos nuestra libertad yposiblemente nuestras vidas.

—Mi nombre es Manuel Borniquel. Estaba en casa de mi padre,el boticario de Cuarte cuando nos ha llegado recado del tío Cristóbal deque unos forasteros de Zaragoza se podían meter en problemas con losfranceses. Hace días que formamos una partida de vecinos paraguerrear contra ellos y hacer que paguen por todos los crímenes queestán cometiendo en nuestro pueblo y los alrededores.

Hasta ese momento no había reconocido al boticario de Cadrete,porque a pesar del calor todos los hombres habían venido embozadosen sus capas para que no se vieran sus rostros.

—Estuve con vos y vuestro padre hace unas semanas y nosentregasteis un buen cargamento de remedios para la rebotica delhospital de Nuestra Señora de Gracia.

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—¡Por Dios que estáis en lo cierto, señora! Disculpadme, no oshabía reconocido. Ahora, marchad rápido y cruzad el Ebro arreando,que los gabachos no tardarán en venir. Nosotros haremos desaparecerlos cuerpos. Los peces y los cangrejos del río van a tener un festín.

Recompuestos del susto, salimos con paso rápido y en poco ratoestábamos otra vez en la orilla derecha. El tío Teodoro nos esperaba.Había tenido que cruzar a otro vecino que tenía negocios en Cuarte yhabía decidido con buen criterio esperarnos ya en ese lado.

El río seguía bajando manso, como corresponde al estío, y enseguida pisábamos tierra firme en la margen izquierda. Aunque noquería aceptar nuestros dineros, mosén Miguel insistió en pagarle dosreales de vellón por sus servicios y nos despedimos de él.

En cuanto cruzamos el puente de Piedra y atravesamos la puertadel Ángel, nos dirigimos a la residencia de su excelencia. Traíamosinformación importante y no podía esperar.

Estando ya cerca del palacio vimos un bando del intendente donLorenzo Calvo de Rozas en el que se nos pedía a los habitantes de laciudad que entregásemos cuantas camisas pudiésemos en la casa delAyuntamiento, para vestir a nuestros voluntarios.

Como en otras ocasiones, en la residencia del capitán general elir y venir de oficiales y paisanos era constante.

Los guardias nos franquearon la entrada con presteza.Una vez en presencia de su excelencia, le informamos de todo lo

que fray Bartolomé nos había contado así como de lo que habíamosoído en la taberna de las conversaciones de los soldados franceses.

—Todo lo que me decís va a ser de suma importancia para lasdecisiones que tenemos que tomar. El viaje del general Lefebvre aCalatayud en busca de pólvora no les va a resultar muy ventajoso, puesjusto hoy nos ha llegado un cargamento con más de novecientasarrobas de la fábrica de Villafeliche, así que poco van a encontrarcuando lleguen.

—Os hemos dicho que los franceses hablaban de construirparalelas, pero ni mosén Miguel ni yo sabemos a qué se referían.

—Estimada señora, las paralelas son largas trincheras conparapetos que un ejército construye alrededor de una ciudad cuando

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sabe que el asedio va a ser largo. Pero si ellos se dedican a esa labor,nosotros mientras tanto podremos reforzar nuestras baterías conbarricadas y mampuestos, cosa que no nos vendrá mal, pues tras losúltimos ataques una buena parte se han venido abajo. Decidme, ¿habéishecho vuestro viaje sin ningún sobresalto?

Mosén Miguel le contó entonces el suceso con el teniente francésen la taberna y después en las calles de Cuarte, así como laprovidencial intervención del boticario de Cadrete y sus paisanos.

—Debéis extremar vuestras precauciones, no siempre habrá unángel guardián que os libre de los franceses.

—Descuidad, excelencia. Nuestro plan es salir cada vezdiferentes gentes de nuestro grupo para evitar ser reconocidos, comonos ha ocurrido en Cuarte. Si no deseáis nada más, os dejamos convuestros asuntos.

—Señora, mosén Miguel, Zaragoza está en deuda con vos. Sitenéis ocasión de volver a alguno de los pueblos ocupados por losfranceses y obtenéis más información, os agradeceré que me lo hagáissaber a la mayor brevedad. Mis puertas están siempre abiertas para vosy vuestra partida. Si los asuntos de guerra me tienen ocupado, podéisconfiar la información que traigáis a mi ayudante el capitán Quílez, alque creo que ya conocéis.

Salimos de allí y nos encaminamos hacia el hospital. José y sorMarie nos esperaban ansiosos en la entrada.

Traíamos nuestras gargantas secas, más creo yo por lasemociones vividas que por auténtica sed, pero el párroco y yo bebimoscon fruición los cuencos de agua que nos ofrecieron.

Después les relatamos los pormenores de nuestra salida a Cuarte.Cuando terminamos, el rostro de mi esposo y el de la hermana de laCaridad estaban serios y mostraban estupor y un cierto horror.

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CAPÍTULO XXXVIMis hermanos

Tras unos momentos de silencio, José tomó la palabra.—Querida, mosén Miguel y tú habéis visto la muerte muy de

cerca. ¿Crees que debes seguir con esta encomienda?—Sí, esposo mío. Tan cerca como la están viendo nuestros

hermanos, padres y amigos cada día en su defensa de las puertas. A lamuerte no hay que temerla ni tampoco buscarla, pero sí esperarla, puesa todos nos llegará algún día. Si hemos de morir por Zaragoza, másvale buena muerte que mala vida bajo la bota de los franceses. Además,la información que traemos puede servir para salvar a muchoszaragozanos y quizá para evitar que la ciudad sea tomada por losgabachos.

Después seguimos conversando los cuatro durante un buen ratosobre lo que había ocurrido ese día y sobre los siguientes pasos quedebíamos dar.

Entretanto Zaragoza resistía. Lo que había comenzado como unadefensa voluntariosa de los vecinos con algunos soldados, poco a pocoiba tomando forma de una resistencia organizada.

Nuestros artilleros respondían cada vez con mejor tino a losintentos de los gabachos de hostigar nuestras puertas.

Además, el calor se había convertido en un aliado de nuestracausa. A sabiendas de ello, el párroco de Tauste[92] había dadoinstrucciones para cortar el agua del canal Imperial, que estaba siendoel principal abastecimiento para el ejército francés.

La moral de todos nosotros se mantenía alta, pues hasta ahorahabíamos logrado rechazar todos los ataques, causándoles muchosmuertos, y seguían llegando a Zaragoza tropas de refuerzo. Esa mismamañana se había sabido que el segundo batallón de voluntarios, conmás de mil hombres, había salido de Mahón y pronto llegaría a laciudad.

Esa tarde, al terminar la faena en el hospital, fui en busca de mishermanos, con los que llevaba varios días sin hablar.

Quería saber cómo estaban y de paso informarles de la

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encomienda que había recibido del capitán general, en la que queríaque ellos participasen.

Al pasar por delante de la puerta de Santa Engracia vi que loshombres seguían afanados en los trabajos de echar abajo algunas de lastorres situadas más allá de nuestros muros y también talando másolivos, con gran pena de los que lo veíamos, pues esas arboledas erannuestro orgullo y nuestra riqueza.

Lo mismo hacían en los campos que se extendían delante de lapuerta del Carmen, cortando árboles y echando abajo granjas.

Las maderas de los olivos cortados eran traídas para reforzar losmampuestos y los parapetos.

Cuando llegué a la puerta del Portillo, vi con alivio que granparte de las defensas caídas con los últimos bombardeos habían sidolevantadas de nuevo y los cañones y obuses parecían listos paracualquier vicisitud.

Crucé la puerta sin mayores contratiempos. En el Portillo nohabía un control tan riguroso como en otras puertas. Muchas mujeres yniños salían con frecuencia para llevar provisiones y munición a losdefensores del castillo y después volvían a entrar.

Ya dentro de la Aljafería, enseguida vi a mi familia. Esta vezestaban los tres reunidos, tomando un caldo con verduras y cerdo enuna escudilla y bebiendo unos cuencos de vino. Ginés dejó el plato enel suelo y corrió a abrazarme.

Por lo que me dijeron, mis tíos no andaban lejos.—¡Hermana, te damos la bienvenida a nuestra nueva casa!Aunque su tono era de broma, no faltaba mucho a la verdad, pues

en los últimos días pasaban más tiempo en el castillo que en sus casas.Les pregunté por cómo iban las cosas con los franceses y los tres

me contaron, sin abundar en detalles, que los gabachos de vez encuando asomaban la nariz para ver si los pillaban dormidos, pero quesiempre se llevaban un buen recibimiento.

En los últimos días, tras el asalto del sábado, toda la guarnicióndel castillo se había empleado a fondo primero en recomponer lasbrechas que las bombas francesas habían abierto en sus muros ydespués en dar sepultura en fosas abiertas en las Eras del Rey a los

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muchos franceses que habían caído en los ataques.Con el calor apretando, los comandantes no querían correr

riesgos de posibles epidemias por causa de la descomposición de loscadáveres al sol.

Por mi parte yo les conté cómo nos las estábamos apañando en elhospital, tratando de que los heridos se repusieran para desocuparcamas y así poder recibir a otros.

Por fin les expliqué la encomienda que me había hecho suexcelencia y las misiones que había llevado a cabo hasta ese día.

—África, lo que estás haciendo demuestra que tienes un granvalor. Si te cogiesen los franceses, acabarías colgada de una cuerda oante un pelotón de ejecución.

—Lo sé, Daniel. Pero no corro menos peligro que vosotros aquí,haciendo frente al mejor ejército del mundo. Quiero proponeros a ti y aGinés que forméis parte de nuestra partida para espiar a los franceses.

—Bueno, hermana, ya lo estamos haciendo. Sabes que nuestroscomandantes han organizado patrullas para que nos infiltremos enterritorio enemigo e intentemos capturar a sus postas.

—Por lo que yo he hablado con su excelencia, no tiene intenciónde poner fin a esas incursiones, pero necesita toda la información quele podamos dar sobre los planes del enemigo, y lo que hasta ahorahemos podido averiguar en los pueblos de los alrededores ha sido demucho valor.

—Yo acepto la proposición, África. Seguro que no nos aburrimosdando algún paseo por los caminos de las huertas. Pero cuando noestemos husmeando los planes de los gabachos, volveremos al castillo.

—Su excelencia se lo hará saber a Mariano Cerezo. No ospondrán ningún reparo.

Tras la conformidad de mis hermanos, ya contaba con todos losque yo quería para cumplir con el encargo del capitán general.

Antes de despedirme acordé con ellos que nos veríamos al díasiguiente en el hospital al atardecer para decidir con mosén Miguel ysor Marie nuestras siguientes misiones.

De regreso hacia mi casa, observé que en muchos portales de

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casas los vecinos habían dispuesto bacías, tinajas, vasijas, y otrosrecipientes con agua. José me confirmó que la Junta Suprema así lohabía dispuesto para ser usados en el caso de que las bombas causasenincendios en algunas casas.

El martes 5 de julio mis hermanos acudieron ya de anochecida alhospital para encontrarse con sor Marie, con mosén Miguel y conmigoy así planear qué debíamos hacer.

Antes de comenzar nos contaron que el día había sido calurosopero tranquilo. Algunas compañías de Voluntarios habían salido dedescubierta y habían atacado las baterías enemigas que amenazabannuestras puertas, haciéndoles un considerable destrozo y cogiendo másde veinte prisioneros.

De mañana habían entrado en la ciudad dos compañías dehombres de Cantavieja, que se habían incorporado al cuerpo deVoluntarios.

—Bueno, hermana, ¿qué planes tienes para que nos enteremos delo que los gabachos traman?

—Si no os he de mentir, Daniel, esperaba que entre todosfuésemos capaces de maquinar cómo hacer estos trabajos sin que losfranceses sospechen de nosotros.

Comenzamos entonces a discutir las ideas que cada uno aportaba,a la luz de la experiencia que ya teníamos por lo ocurrido en Cuarte oen Monzalbarba.

Todos estábamos de acuerdo en salir y actuar siempre en parejade forma que mientras uno intentaba sonsacar información, el otropermaneciese alerta ante cualquier amenaza que surgiese.

Nuestras autoridades militares, mandadas por su excelencia,estaban impacientes por recibir noticias nuestras, así que decidimossalir cuantas veces pudiésemos, salvo que las circunstancias de laguerra o las necesidades de nuestros comandantes dictasen otra cosa.

Siempre prepararíamos con cuidado nuestra coartada, que deberíabasarse hasta donde fuese posible en cosas ciertas, pues sabíamos quela mentira anda con muletas y la verdad sin ellas.

Contábamos con amigos que nos podían socorrer llegado el casoen Monzalbarba, en Juslibol, en Villanueva y en Cuarte, como ya

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habíamos comprobado.Mosén Miguel además conocía bien a los párrocos de otras villas

y pueblos de los alrededores, como La Puebla, Villamayor, Botorrita,Pastriz, Alagón y otros. Algunas de estas localidades quedabanciertamente alejadas varias leguas de Zaragoza, pero en algún momentopodíamos recurrir a ellas para buscar información.

Por nuestros atuendos no había mucho que preocuparse. Elhospital contaba con un amplio ropero de caridad al que podíamosrecurrir para que nuestros ropajes fueran consonantes con nuestrascoartadas.

Donde hubo más discusión fue en el tema de las armas. Elincidente de Cuarte nos había dejado claro que en algún momentotendríamos que recurrir a la fuerza para salir de un apuro.

Mis hermanos eran partidarios de llevar al menos navajas. Siteníamos que pelear con los gabachos, éstas eran tan eficaces o másque sus bayonetas y fusiles, que en las distancias cortas perdían muchapreponderancia.

Ni sor Marie ni mosén Miguel se manifestaron en contra de llevararmas. Pero tampoco nos sorprendió.

En las recientes batallas en nuestras puertas, muchos religiososhabían seguido el ejemplo de don Santiago Sas, el párroco de la iglesiadel Portillo y habían empuñado un fusil para rechazar a los franceses.

Aunque al párroco del hospital lo habíamos visto siempre como aun cura, debajo de la sotana había un hombre todavía joven y fuerte,que con una navaja en la mano podía ser un peligroso rival.

En cuanto a sor Marie, desconocíamos si ella sabía manejar unanavaja, pero yo por cierto sí sabía. La había utilizado desde niña paratallar juguetes en ramas de boj y ya más mayor como herramienta enalgunas tareas.

Al fin, con una idea más precisa de cómo íbamos a afrontar estamisión, cada uno volvimos a nuestros negocios. Yo había acordado consu excelencia que le haría saber los nombres de las personas queíbamos a cumplir con su mandato. Así que salí del hospital y mepresenté en su cuartel general.

Antes de despedirnos habíamos decidido que al día siguiente, el

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miércoles 6 de julio, si los ataques de los franceses lo permitían, mihermano Ginés saldría con mosén Miguel camino de Monzalbarba,donde contábamos con el apoyo de mosén Lorenzo y del boticario.

En la residencia del general Palafox me recibió el capitán VíctorQuílez, al que no había vuelto a ver desde nuestro encuentro en elconvento de los agustinos descalzos cuando vino acompañando a suexcelencia que había sido herido.

El ayudante del capitán general había recibido instruccionesprecisas para facilitarnos los pasaportes que le requiriésemos, ya fueracon nuestros verdaderos nombres o con otros falsos.

De momento le solicité uno para cada uno de los que formábamosla partida bajo nuestro nombre real, aunque me advirtió que volviese encualquier momento para solicitar otros con diferentes nombres si asíera preciso para nuestra misión.

También le informé de la salida que mi hermano Ginés y mosénMiguel pretendían realizar al día siguiente.

Yo esperaba que el capitán me indicase que volviese más tarde arecogerlos, pero me equivoqué.

Me acompañó a una sala privada en la que me rogó que tomaseasiento y en poco rato estaba de vuelta con los seis documentos contodas las firmas y sellos necesarios.

Antes de despedirnos me indicó que había dado orden de prepararotros dos documentos, uno para mi hermano y otro para el párroco, quepodrían utilizar en su próxima incursión. Los pasaportes estarían listostan pronto como amaneciera.

Por la celeridad se diría que la encomienda que habíamosrecibido no era un asunto menor en los planes de Palafox.

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CAPÍTULO XXXVIIEl falso tío

El miércoles 6 de julio muy de mañana Ginés acudió al hospitaltras recibir licencia del mismo Mariano Cerezo para abandonar supuesto en el castillo.

Mosén Miguel ya se había hecho con unas ropas de agricultor quelejos de quedarle mal, realzaban sus buenas hechuras. Ginés habíainsistido en ir con su propia vestimenta, pero tras tantos días de batalla,la mayor parte de ella olía a pólvora cuando no presentaba algúnmanchurrón de sangre, así que finalmente accedió a llevar algo delropero.

Siguiendo las indicaciones del capitán Quílez, mi hermano sehabía pasado antes por el Ayuntamiento para solicitar los otrospasaportes. En ellos los oficiales del Ayuntamiento les habíanregistrado con un solo apellido, Martín, de tal forma que podían pasarpor sobrino y tío, que era la coartada que habían preparado, usando susverdaderos nombres.

Entretanto el general francés había comenzado la construcción delas paralelas y gracias a ello nos estaban dando tregua, pues losdisparos que se oían eran más bien por los nuestros que de tanto entanto salían a hostigarles.

En las calles se habían colocado carteles con una nuevaproclama, esta vez sí firmada por don José de Palafox, en la que congrandes palabras ensalzaba el valor demostrado por todos loszaragozanos el pasado 1 y 2 de julio ante los bombardeos y los ataquesde los franceses.

Citaba que los cañones enemigos habían lanzado más de milcuatrocientas bombas y obuses y terminaba diciendo: “el cielo protegevisiblemente vuestras operaciones. El Dios de los ejércitos pelea avuestra frente, vuestra amantísima patrona ha fijado sus piadosísimosojos sobre vosotros…”[93].

Ni mi hermano, ni mosén Miguel ni yo sin embargo habíamospuesto mucha atención en ese manifiesto. Los tres teníamos nuestrasmentes en la misión que ellos dos iban a llevar a cabo ese día.

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Los dos llevaban un pequeño morral con algo de comida. Antesde partir, Ginés preguntó al cura si finalmente se había hecho con unanavaja. Mosén Miguel, por toda respuesta, se levantó la camisa y dejóver el mango de una que no parecía pequeña.

Yo no pregunté a Ginés si él también iba armado, pues estabasegura de que así era.

En caso de que alguna patrulla de control les parase, podíanencontrarles las navajas, pero en estos tiempos todos los hombresllevaban una encima y quizá hubiese despertado más sospechas que nolas llevasen. Aun así el llevarlas también tenía su riesgo, pues según elcriterio de los soldados con los que topasen, lo podían considerar comoun acto hostil, como ya había ocurrido en más de una ocasión. Peromás valía ir prevenidos por lo que pudiese ocurrir.

Partieron los dos y yo me fui a mis ocupaciones en el hospital. Elpaso de las horas pareció enlentecerse. Pensaba constantemente en mihermano y en mosén Miguel y por mi cabeza iban desfilando losmuchos peligros que les podían acechar.

Intenté concentrarme en el trabajo. Ese día los franceses tampoconos atacaron con sus cañones ni intentaron ningún asalto a las puertas,pero aun así nos seguían llegando heridos, aunque no muchos.

Los nuestros, con la moral crecida, decidieron hacer unaincursión en territorio enemigo para clavar los cañones que losfranceses habían colocado en las cercanías de nuestras defensas.

Los hombres del regimiento de Voluntarios de Aragón, con sucomandante Cucalón, se lanzaron contra la batería de la Bernardona ypor lo que nos contaba alguno de los heridos, la batalla había sidoencarnizada hasta que había aparecido la caballería francesa, que habíaforzado a la retirada a los nuestros.

Entre tanto, tal como nos había anunciado fray Bartolomé, losfranceses habían comenzado a construir largas trincheras que se podíandivisar desde lo alto de las defensas de la puerta Quemada y desde losmuros que protegían los huertos del convento de Santa Engracia.

Las zanjas avanzaban un trecho y después cambiaban de sentido,progresando en zigzag hacia nuestros muros.

Algunos curiosos se encaramaban a los edificios más altos

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cercanos a esas puertas para observar los trabajos de los franceses.Visto los afanes que significaban el excavar esas trincheras, se

entendía la cólera de los soldados franceses cuando hablaban de ellas.El sol caía cada día inmisericorde desde media mañana hasta bien

entrada la tarde y no parecía plato de gusto el tener que estar picando yapaleando tierra con semejante calor.

Por fin a media tarde aparecieron mosén Miguel y Ginés por lapuerta del hospital. Ninguno de los dos mostraba signos de cansancio,a pesar de que habían caminado una buena distancia.

—Aquí estamos de vuelta, hermana. Como ves, sanos y salvos.Esto que has estado haciendo no parece una tarea muy difícil – me dijocon una sonrisa burlona en la cara.

Ahora que habían regresado me tranquilicé. Había pasado másmiedo por la incertidumbre de lo que les pudiese ocurrir que cuandoera yo la que salía y arriesgaba mi vida.

—¿Habéis conseguido alguna información útil para suexcelencia?

—Si no fuese así, no habríamos regresado. Ya hemos ido apresentar nuestros respetos al capitán general y le hemos dado el partede lo que hemos conocido.

Me contaron que el viaje lo habían hecho sin problemas. El tíoLucas, el barquero de más allá de Ranillas, les había llevado de unaorilla a otra y una vez en la margen derecha, enseguida habíanalcanzado Monzalbarba.

Nadie les había detenido para comprobar sus papeles, así que sehabían presentado en casa de mosén Lorenzo sin mayor problema. Elpárroco había mostrado su extrañeza al ver aparecer a mosén Miguel desemejante guisa.

Su asombro había ido en aumento al conocer que su compañerode votos estaba allí en condición de espía.

A partir de ahí, no habían tenido que cavilar mucho más. MosénLorenzo, como otros párrocos, estaba al tanto de todo lo que ocurría ensu parroquia, y eso afectaba también a los franceses que asomaban porMonzalbarba.

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Por lo que el buen párroco había oído, los oficiales franceses nohablaban de otra cosa que de cruzar el Ebro para poder cortar lossuministros de la ciudad desde la margen izquierda.

El general Verdier no estaba dispuesto a perder más hombres enlos ataques a las puertas y ahora ponía todo su empeño en sitiarZaragoza como si de una ciudad fortaleza se tratase.

Mientras degustaban un vaso de vino y algo de comer, mosénLorenzo les había puesto al día de la falta de disciplina que algunossoldados franceses estaban mostrando en los pueblos y villas de losalrededores.

Empezaba a ser frecuente que se presentasen en las torres ygranjas situadas fuera de las poblaciones y saqueasen las despensas ytambién las bolsas de reales de los paisanos. Alguno que habíaintentado resistirse lo había pagado con su vida.

Los oficiales estaban haciendo la vista gorda ante esos desmanes.No era fácil alimentar a tantos soldados cada día y lo que pudiesenrapiñar de los campesinos les aliviaba ese problema.

Al fin se habían despedido del párroco y habían regresado por elmismo camino, sin ningún contratiempo.

—Ahora, hermanita, si no mandas otra cosa, me presentaré en elcastillo para ver si allí encuentro algo más emocionante que andarpaseándome en barca de una orilla a otra del Ebro.

—Ve con Dios, hermano. Pero recuerda la advertencia que noshizo su excelencia, nadie debe conocer de nuestras actividades tras lasfilas enemigas.

Cuando se iba mi hermano apareció José que venía en mi busca.Mosén Miguel le contó lo ocurrido en su viaje a Monzalbarba. Cuandoel cura terminó, me miró con cara de preocupación.

—Debemos seguir siendo muy cuidadosos, querida esposa. Ya noson solo nuestras vidas las que están en peligro. Todos los que nosestán ayudando correrían un grave riesgo si nos descubriesen, pues nohacen otra cosa sino colaborar en nuestras labores de espionaje.

Yo no había caído en la cuenta, pero José estaba en lo cierto. Apartir de ahora, debíamos advertir a los que nos daban cobijo einformación en los pueblos de los peligros a los que se exponían

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dándonos noticias del ejército enemigo.

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CAPÍTULO XXXVII IEl Ebro

A consecuencia de las informaciones que mosén Miguel y mihermano Ginés habían traído sobre las intenciones de los franceses decruzar el río para ocupar la margen izquierda, su excelencia habíaordenado a sus comandantes y a las tropas que guardaban la otra orilladesde el Rabal reforzar la vigilancia en el vado próximo a la puertaSancho.

Por ello, cuando el jueves 7 de julio de mañana los gabachos seaventuraron a cruzar el Ebro, no cogió a nuestros fusilerosdesprevenidos y les estaban esperando. Al mismo tiempo queintentaban cruzar el río desde la Almozara, lanzaban un violento ataquepor el otro extremo de la ciudad, bajando desde Torrero hacia el puentede San José.

Los heridos que nos llegaban al hospital, que no eran tantos, noscontaban que algunos franceses se habían lanzado en cueros a las aguaspara que la vestimenta y correajes no les pusieran en apuros, pero depoco les sirvió, pues los aprietos les llegaron de los defensores de lapuerta Sancho y de los apostados en la otra orilla.

Parecía claro que el general francés había dado orden de tomar lamargen izquierda a toda costa. La batalla había durado muchas horas,pero al fin se habían retirado sin conseguirlo, dejando bastantesmuertos tanto en el vado oeste como en los alrededores del puente deSan José.

Cuando mi esposo y yo regresábamos a nuestra casa al atardecernos cruzamos con paisanos que mostraban ufanos los uniformes yarmas que los franceses habían abandonado en la orilla.

El viernes 8 de julio las cosas siguieron del mismo tenor. Amediodía las tropas imperiales volvieron a intentar cruzar el Ebro porla zona de San Lamberto, con tan poco éxito como el día anterior.

Ese día corrió la noticia de que algunos oficiales franceses habíandesertado trayendo nuevas del descontento que cundía en el bandoenemigo por las muchas bajas y las duras condiciones de calor queestaban soportando.

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José y yo pensábamos que una parte de la aflicción que parecíaextenderse entre las tropas francesas se debía al penoso esfuerzo deexcavar las paralelas.

Esa tarde el doctor Gavín nos llamó de nuevo a su despacho parahablarnos de las reservas de la rebotica.

—Queridos amigos, como temíamos, los remedios que tenemosbajan de día en día. Ya hemos acabado con una buena parte de los quehabía en las boticas de la ciudad. Sé que es mucho pedir, peronecesitaríamos que volvieseis en busca de más provisiones.

En verdad, ya teníamos pensado que debíamos volver a salir paraespiar las intenciones de los franceses e intentar descubrir si habíacambios en la estrategia de sus generales.

Así que si teníamos que viajar de nuevo a algún pueblo de losalrededores, bien podíamos aprovechar el viaje. Haríamos de uncamino dos mandados.

La excusa de la recogida de plantas medicinales podía ser unabuena coartada ante una patrulla francesa. Podíamos hacernos pasarpor mancebos de botica cumpliendo el encargo del boticario de una delas villas próximas a Zaragoza.

—Si os parece bien, mañana partiremos hacia Botorrita. Nohemos estado allí todavía, por lo que el boticario tendrá su reboticabien provista y se podrá desprender de algunos suministros.

—Organizadlo todo pues, África. Y tened cuidado con laspatrullas francesas.

Esa tarde hablé con sor Marie y con mosén Miguel. Los dosestaban deseosos de participar en la salida, al igual que mis hermanos,con los que hablé después. Él conocía al párroco de la villa, de nombremosén Herminio.

Finalmente acordamos que el sábado 9 de julio partiríamos paraBotorrita mi hermano Daniel, mosén Miguel y yo. A pesar de que díasantes habíamos acordado que saldríamos de dos en dos, esta vezteníamos que volver con algunas alforjas que irían llenas de remedios yplantas, por lo que no nos vendría mal el contar con más espaldas sobrelas que repartir el peso si era necesario.

La villa distaba unas tres leguas de Zaragoza. A buen paso nos

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iba a requerir caminar cerca de cuatro horas. Pero pensábamos que ladistancia también nos daba mayor seguridad. Confiábamos que losfranceses que allí pudiésemos encontrar no estuviesen tan en guardiacomo aquellos destinados en las villas más cercanas a la ciudad.

A pesar de que el doctor Gavín nos ofreció un mulo para poderacarrear lo que consiguiésemos, desistimos de llevar al animal, puessin él iba a ser más fácil el pasar desapercibidos.

Asimismo establecimos un itinerario en el que íbamos a caminarquizá media legua más, pero a cambio íbamos a alejarnos de posiblespatrullas francesas.

El sol brillaba con fuerza desde las primeras horas. Los tresíbamos provistos de alforjas que iban casi vacías. En ellas solo habíaalgún bocado para el camino y un pellejo con agua para aplacar la sed.

Cada uno llevábamos nuestras navajas. En nuestras correríasanteriores yo no la había llevado, pero tal como se estaban poniendolas cosas, no estaba de más. Sabía cómo usarla en caso de necesidad.

Al llegar al embarcadero, el tío Teodoro nos saludó conparsimonia y no mostró extrañeza de verme esta vez con máscompañía.

Una vez que nos dejó en la margen derecha, seguimos el plan quenos habíamos trazado y caminamos por una senda que discurría a la parque el río. Cuando ya habíamos recorrido algo más de un cuarto delegua, dejamos la orilla y nos adentramos a través de campos y huertas.

Nuestra idea era llegar a Botorrita sin pasar por Cuarte y Cadrete,siguiendo los caminos que corrían entre sus granjas.

Cuando estuviésemos cerca de la villa, nos separaríamos, deforma que entrásemos cada uno por un sitio diferente. Si algunapatrulla de soldados paraba a mi hermano Daniel o a mosén Miguel,dirían que eran mancebos de botica de los pueblos de alrededor.

En caso de que me parasen a mí, yo me presentaría como lalimpiadora de la iglesia y de la casa parroquial del cura.

Si todo iba bien, nos reuniríamos todos en la casa del párroco.Una vez allí, escucharíamos lo que mosén Herminio nos pudiese contarde los franceses que rondaban por la villa. Si la información erasuficiente, nos daríamos por satisfechos. En caso contrario, tendríamos

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que decidir cómo proceder para conocer más de las intenciones de losgabachos.

Después yo me acercaría a la botica e intentaría hacer acopio delo que el boticario me pudiese dar.

Tras tres horas de marcha, llegamos a menos de un cuarto delegua de la villa. Allí, tal como habíamos acordado, nos separamos.

Yo entré por un camino que corría paralelo a una acequia. Noconocía el pueblo, pero la iglesia se divisaba sin dificultad desdecualquier punto, ya que su torre sobresalía sobre el resto de las casas.

En las afueras se veían tiendas de campaña sobre las que ondeabala bandera de Francia. Así pues, los franceses habían ocupado tambiénesta villa.

Dentro ya del pueblo, me crucé con algunos soldados quepatrullaban en parejas por las calles. Me miraron con cierto recelo perono me pararon. Era una buena forma de evitarse problemas. No eranpocos los soldados franceses que habían acabado cosidos a navajazosen una acequia cuando realizaban controles a los paisanos.

Al llegar a la casa parroquial golpeé la puerta con la aldaba quecolgaba de ella. A pesar de la tensión, me encontraba tranquila, tantoque me entretuve admirando la talla del picaporte, que representabauna llave de gran tamaño forjada en hierro.

Momentos después me abrió la puerta un gigante vestido de cura.Su cabeza rebasaba el quicio de la puerta. Medía más de siete pies.Aparentaba estar en los cuarenta años y mostraba una complexiónfuerte, que si no fuera por la sotana, bien podía pasar por la de alguiendedicado a labores menos espirituales.

—¿Me encuentro ante el padre Herminio?—No os equivocáis, hija. Y vos sois África, la persona que,

según me ha informado alguien que ha llegado antes que vos, se ocupade la limpieza de esta casa, salvo que esté en un error y seáis algunapecadora que viene en busca del perdón de sus faltas.

Mientras esto me decía, me sonreía y apartaba su enorme cuerpopara franquearme el paso. Al parecer, no era la primera y mi hermano omosén Miguel ya le habían anunciado mi llegada.

Atravesé el umbral y entré en una sala en la que Daniel me

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aguardaba sentado en un taburete con un vaso de vino en su mano. Elpárroco cerró la puerta tras de mí.

La vivienda era modesta. Una chimenea con una cadieraocupaban la pared más alejada de la puerta. En una de las paredeslaterales había un camastro y en la pared de enfrente una mesa sinpretensiones con cuatro banquetas como todo asiento.

El único ornamento era un Cristo crucificado que colgaba de lapared encima de la yacija.

—Veo que has sorteado las patrullas de franceses, hermana. Yotambién he podido llegar sin contratiempos a casa de mosén Herminio.

—¿Qué hay de mosén Miguel? ¿Todavía no se ha presentado?—No, África. Hasta que llegue podemos explicarle a nuestro

anfitrión la razón de esta visita.Le contamos al párroco que nos traía hasta su casa la intención de

obtener información de las tropas francesas y ya de paso, hacer acopiode remedios para la rebotica del hospital.

—En cuanto a la primera razón de vuestra visita, me temo que novoy a seros de mucho provecho. Es cierto que los franceses rondannuestras calles, como habréis visto de camino a mi casa, pero no seprodigan demasiado en conversaciones con los vecinos. La antipatíaque todos sentimos por ellos es manifiesta y ha habido varios sucesosque se han saldado a base de navajas y bayonetas.

No era una buena noticia. Eso significaba que si queríamosobtener información de los planes del ejército enemigo, tendríamos quebuscar la manera.

—Por lo que respecta a conseguir provisiones para vuestrarebotica, eso será más fácil. Nuestro boticario, Genaro Alcaya, vivecerca de aquí y como casi todos, no guarda muchas simpatías hacia losgabachos, así que su colaboración es segura en todo lo que necesitéis.

—Si os parece bien, mosén Herminio, podemos acercarnos ahorami hermano y yo a la botica y así ganamos tiempo y cumplimos uno delos recados que nos traen.

—Como dispongáis, África. Esperad que coja mi sombrero y osacompaño para presentaros a Genaro. Dejaré la puerta de mi casaabierta. Mosén Miguel la conoce bien y en cuanto llegue, entrará y nos

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esperará dentro.El párroco cogió una teja[94] que colgaba de un gancho en la

pared y se la puso en la cabeza. A continuación abrió la puerta ysalimos los tres.

Tal como nos había dicho mosén Herminio, la botica del puebloestaba en una calle cercana a la iglesia de San Miguel. Entramos y elcura se encargó de las presentaciones.

—A la paz de Dios, Genaro. Vengo con dos amigos de Zaragozaque necesitan de tu generosidad para reponer la rebotica del hospital deNuestra Señora de Gracia.

—Sed los tres bienvenidos a mi botica. Decidme en qué puedoserviros.

En pocas palabras le expliqué a don Genaro la situación de larebotica del hospital, que cada día tenía que proveer a los médicos ymaestros cirujanos de plantas y remedios para curar a los heridos yatender a los enfermos, de forma que las existencias en las boticas dela ciudad estaban ya exhaustas.

El boticario me escuchaba con atención y en algunos momentosme interrumpía para preguntarme sobre la marcha de la guerra y losánimos de los defensores.

Cuando terminé, el buen hombre estaba emocionado por losmuchos sufrimientos que estábamos pasando.

—Contad con todo lo que necesitéis, querida señora. Y no dudéisen volver cuantas veces queráis, mi puerta siempre estará abierta paraayudar a Zaragoza en la lucha contra los perversos invasores.

Diciendo esto, nos condujo a la rebotica, en la que guardabavarios saquetes de láudano y de otras hierbas curativas. Con buenaparte de ellos llenó nuestras alforjas.

—Andad con cuidado por las calles. No ha mucho que estoscanallas han detenido a un hombre y se lo han llevado a sucampamento para interrogarlo.

Al oír aquello, Daniel y yo nos miramos alarmados. MosénMiguel todavía no había dado señales.

—¿Era algún vecino del pueblo?

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—Las gentes que lo han presenciado decían que no era nadie dela villa, aunque no han sabido dar razón de quién era o de dónde venía.

La respuesta del boticario aún nos causó más preocupación. Nosdespedimos del boticario, que como sus colegas tampoco quiso aceptarningún pago por los remedios que nos había proporcionado, y salimosde la botica con las alforjas al hombro de vuelta a la casa de mosénHerminio.

Cuando llegamos, la puerta estaba entornada, tal como la habíadejado el párroco. En su interior no había nadie. Mosén Miguel seguíasin aparecer. Había tenido tiempo de sobra, así que algo le habíaimpedido llegar hasta la casa.

El cura expresó la preocupación que a todos nos afligía.—A estas horas mosén Miguel debería haber llegado ya aquí.

Algo no va bien.—Es posible que sea la persona que han arrestado los soldados.

Si así fuera, ¿vos sabéis a dónde los llevan?—Tenemos cárcel en el pueblo, mi querido amigo. Pero los

gabachos no fían demasiado de la seguridad que ofrece al estar enmedio de la villa. Así que los vecinos que hasta ahora han sidoarrestados por los gabachos han sido llevados a su campamento, queestá en las afueras.

Eran las tiendas de campaña que yo había visto antes de entrar enBotorrita.

—Pero de ser cierto que ha sido arrestado por los franceses, temopor su vida. Otros parroquianos que sufrieron la misma suerte en estassemanas fueron pasados por las armas o ahorcados uno o dos díasdespués de su detención.

Yo no estaba dispuesta a regresar a Zaragoza sin mosén Miguel.—¿Hay alguna forma de entrar en ese campamento?—Sí que la hay, África, aunque es arriesgada. El capitán que

manda a los franceses ha dado orden a nuestro alcalde para que cadadía se personen en sus cuarteles algunos vecinos con pan, sacos degarbanzos, carne de cerdo y otras viandas.

—¿Quiénes son los que les llevan esos alimentos?

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—Si os he de ser sincero, nadie quería hacerlo, pero el primer díaque desobedecimos la orden, los franceses cogieron a un vecino y loahorcaron en la entrada del pueblo. Desde entonces, el alcalde organizagrupos de cinco o seis vecinos cada día para cumplir con la tarea.

—¿Sabéis si hoy ya han ido?—Lo llevan a la hora de la comida de mediodía, aunque siempre

se retrasan. Es la pequeña venganza de los parroquianos, para hacerpasar un poco de hambre a los invasores.

La única manera de saber si mosén Miguel estaba preso en elcampamento era entrar en él.

Acordamos con mosén Herminio que Daniel y yo iríamos esemediodía con los vecinos, simulando ser dos de ellos. Una vez dentrodel campamento, nos las arreglaríamos para descubrir dónde lo tenían ydespués regresaríamos con el párroco para planear cómo liberarlo.

Dejamos las alforjas con los remedios que Genaro Alcaya noshabía facilitado en la casa y salimos en compañía del cura hacia elAyuntamiento.

Una vez allí, mosén Herminio habló en un aparte con el alcalde yle explicó nuestro plan. En Botorrita, como ocurría en Zaragoza,algunos vecinos eran simpatizantes de los franceses y no había quecorrer riesgos de que alguien se enterase de quiénes éramos y asíacabásemos todos en manos de los franceses.

El alcalde estaba dispuesto a colaborar en todo lo que él pudiesehacer para liberar a mosén Miguel. Así que nos incluyó a mi hermano ya mí en el grupo de vecinos encargados de llevar los alimentos alcampamento francés.

No quiso quitar a ninguno de los que ya estaban señalados para irese día. Cuantos más fuésemos, más fácil iba a ser para nosotros elescabullirnos una vez dentro del campamento y buscar el paradero denuestro amigo.

Apenas tuvimos tiempo de prepararnos mucho más. Cuandollegamos los vecinos se disponían a partir. Mi hermano cogió unabarrica de vino y yo una cesta con varias hogazas de pan y salimostodos en comitiva detrás de los que conocían el camino.

En pocos minutos llegamos a la entrada del campamento. En total

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había unas veinte tiendas de campaña. El recinto no estaba vallado ysolo vimos a dos soldados que guardaban la entrada por el camino queconducía desde el pueblo.

Los franceses daban muestras de estar confiados en su fuerzasuperior. En los primeros días habían sembrado el terror y sabían quela viña la guarda el miedo, que no el viñatero.

Daniel y yo nos organizamos de forma que yo iba estudiando lastiendas que quedaban en el lado izquierdo de nuestro camino mientrasque mi hermano observaba las del lado derecho.

Las primeras tanto en un lado como en otro eran similares, perolas más alejadas de la entrada se diferenciaban de las demás. En una deellas ondeaba la bandera de Francia. Ésa debía ser la que el capitánusaba como su cuartel general.

Cerca de ella había otras tres también de mayor tamaño. De unasalía humo por una especie de chimenea, por lo que debía ser la queusaban como cocina, mientras que las otras dos estaban vigiladas porun soldado cada una de ellas.

Una de las dos era la que usaban como prisión para losarrestados, mientras que la otra muy probablemente les servía dealmacén para ropa, comida y armamento.

Detrás de las tiendas se levantaba una arboleda, algo que noparecía muy prudente por parte del oficial francés que había colocadoallí sus cuarteles.

Yo pasé cerca de una de las que estaban guardadas por un soldadoy escuché una voz en francés que salía de su interior que en tonoenérgico preguntaba a alguien dónde vivía. Estaban interrogando amosén Miguel. Recé para que no estuviesen recurriendo a ningún tipode tortura.

Si no sabían con certeza quién era o por qué había venido aMonzalbarba, quizá sus interrogadores estuviesen dando por buena lahistoria de mozo de botica. De ser así, aún estábamos a tiempo deorganizar su rescate.

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CAPÍTULO XXXIX La navaja del párroco

En esos momentos Daniel me miró y asentí con la cabeza, paradarle a entender que habíamos descubierto lo que veníamos buscando.La fortuna nos había sonreído. No nos había costado mucho dar con elparadero de mosén Miguel. Nuestro plan de despistarnos una vezdentro del campamento para curiosear por las tiendas no hubiera sidoposible.

Desde que habíamos entrado en el recinto de acampada de losfranceses, varios soldados nos habían acompañado, empuñando susfusiles con las bayonetas caladas, por lo que cualquier intento desepararnos del grupo hubiese terminado al menos con un culatazo dealgún soldado cuando no con un arresto.

El vecino que encabezaba nuestro grupo se dirigió a la tienda conla chimenea. No me había equivocado. Allí estaba la cocina delcampamento francés.

Un soldado levantó el toldo que servía de puerta y uno tras otroentramos en su interior para depositar las viandas que habíamos traído.

Después, salimos tal como habíamos entrado y los mismossoldados que nos habían escoltado hasta allí nos acompañaron a lasalida, sin dejar de vigilarnos ni un solo momento.

Ya fuera del campamento, emprendimos el regreso a Botorrita.Cuando nos habíamos alejado lo suficiente para poder hablar sin temor,Daniel se acercó a mí.

—¿Has oído las voces que salían de una de las tiendas másgrandes, que estaba vigilada por un soldado armado?

—Sí, Daniel. Con toda seguridad era la tienda que usan parainterrogar a los prisioneros y no erramos al pensar que ahí tienen amosén Miguel.

—Ahora tenemos que idear una forma de liberarlo.—Cuando lleguemos a casa de mosén Herminio trazaremos un

plan. Pero tendremos que rescatarlo esta noche, no creo que losfranceses tengan mucha paciencia. Viendo el predicamento en el que seencuentra el párroco del hospital, en la tardanza está el peligro.

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Nos costó tan poco regresar a la casa parroquial como lo que noshabía costado llegar desde la villa hasta el campamento de losgabachos.

Ya dentro de la casa, Daniel cogió un pliego de papel y con unapluma y un poco de tinta dibujó sobre él con gran detalle un plano conla situación de cada una de las tiendas.

A la vista de ese dibujo, el campamento no parecía difícil deasaltar para un grupo bien organizado. Pero no era nuestro caso. MosénHerminio nos dijo que si nos planteábamos liberar a su colega por lafuerza, podíamos contar con un grupo de vecinos que ya habían llevadoa cabo algunos asaltos a patrullas francesas en las afueras de la villa.

Pero un ataque que causase bajas en las filas enemigas provocaríamuy probablemente una represalia contra los habitantes de Botorrita.Así pues, nuestra primera opción debía ser el intentar un golpe rápido ylimpio, en el que liberásemos a mosén Miguel sin enfrentarnos con lossoldados.

A la vista del plano que mi hermano había dibujado, acordamosque aguardaríamos al anochecer para acercarnos al campamento desdela arboleda y Daniel se aproximaría a la tienda que servía de prisiónpara abrir un boquete en su parte trasera y sacar por él al párroco.

Si no había ningún soldado dentro de la tienda, podíamosliberarlo sin derramar sangre de ningún francés y con un poco desuerte, no provocaríamos la ira del capitán que mandaba eldestacamento, pues pensaría que el prisionero había escapado por suspropios medios.

Si a pesar de nuestras precauciones éramos descubiertos, no nosquedaría otro remedio que abrirnos paso a golpe de navaja y despuésrezar para que no hubiese represalias contra los vecinos de la villa.

Aun así, mosén Herminio insistió en que avisásemos a unapartida de cinco o seis vecinos. Eran hombres jóvenes y fuertes, que yahabían demostrado estar dispuestos a enfrentarse a los soldados enotras ocasiones.

Si las cosas se ponían feas, no nos vendrían mal, así que Daniel yyo accedimos a que nuestro grupo de asalto estuviese formado pormosén Herminio, mi hermano, yo y los seis vecinos que el párroco de

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Botorrita proponía.Ya no quedaban muchas horas de luz. El cura salió de la casa con

la intención de avisar a los vecinos que nos iban a acompañar, para quese presentasen pasadas las doce de la noche, hora en la que saldríamoshacia el campamento francés.

A la hora prevista, los nueve estábamos listos en la casaparroquial. Los hombres venían todos con ropas oscuras y embozos, deforma que no era fácil identificarlos incluso para aquellos que lesconocían.

La noche nos favorecía, pues había luna nueva que apenasiluminaba la oscuridad. Dos vecinos salieron en cabeza. Conocían bienel terreno y a través de huertas nos llevaron por un camino que a mí mepareció diferente al que por la mañana habíamos recorrido con lacomida.

Al poco rato nos adentramos en una arboleda, que no podía serotra que la que habíamos visto a la luz del sol situada a la espalda delas tiendas que servían de cuartel general, de cocina, de prisión y dealmacén.

Una vez allí, el campamento no quedaba lejos. No parecíaprudente que nos acercásemos los nueve hasta la orilla de la arboleda.Por mucho cuidado que pusiésemos, podíamos hacer algún ruido quenos delatase.

Con voz queda, mosén Herminio, que había asumido el mando dela partida, nos indicó que en ese punto debíamos esperar todos.Después le dijo a Daniel que a partir de ahí, prosiguiese él en compañíade un joven de nombre Zacarías con el plan de entrar en la tiendadonde retenían a mosén Miguel, que lo liberase y que lo trajese devuelta hasta ese lugar.

Los demás buscamos cobijo tras los troncos y en las sombras delos árboles. Mi hermano y su acompañante partieron y enseguida losperdimos de vista en la oscuridad.

Pasaron varios minutos. El silencio nos rodeaba. Los hombresque habían venido con nosotros conocían el oficio, pues ninguno hacíael menor ruido.

De pronto me pareció escuchar pasos de alguien que venía desde

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el campamento. Quien quiera que fuese, no le preocupaba demasiado elruido que hacía, así que no podían ser ni mi hermano ni Zacarías. Loshombres que estaban más próximos a mí se cubrieron todavía más traslos troncos y en las sombras.

A los pocos momentos apareció un soldado francés que antenuestra mirada de incredulidad, se bajó los calzones y se agachóapoyado en un árbol para hacer de vientre.

Era algo que no habíamos previsto y no podíamos comunicarnospara decidir que hacer. De momento el soldado no se había percatadode nuestra presencia. Tampoco era lógico que mostrase ningún recelode que alguien pudiese andar por allí a esas horas.

Pero si Daniel había tenido éxito en su misión, en cualquiermomento podía aparecer con mosén Miguel y el francés daría la voz dealarma, dando al traste con todo nuestro plan y obligándonos a unenfrentamiento armado con todos los soldados del campamento.

Lo mismo que yo estaba cavilando había pasado por la cabeza dealguien más en nuestra partida, pues de repente una enorme sombrasurgió de la nada por detrás del árbol en el que se apoyaba el confiadofrancés y con una rapidez sorprendente se inclinó sobre él rebanándoleel pescuezo con una navaja cuya hoja apenas relució en la oscuridad dela noche.

El gabacho cayó muerto sin exhalar un suspiro. Yo salí de miescondite y lo mismo hicieron varios de los hombres. Entoncesreconocí a la sombra que había acabado con la vida del desdichadofrancés al que su vientre flojo le había llevado a la muerte.

No era otro que mosén Herminio. Al acercarme observéasombrada que estaba administrando los últimos sacramentos alfrancés, pues lo cortés no quita lo valiente. El soldado yacía inerte enel suelo en medio de un gran charco de sangre.

El cuerpo no podía quedar ahí, ya que sería descubierto por suscompañeros en la mañana y podía provocar lo que queríamos evitar atoda costa, las represalias sobre la población.

Así que cuatro de los hombres lo cogieron en volandas y se lollevaron en dirección contraria a donde estaba situado el campamento.No pregunté cómo se iban a deshacer del cadáver. O bien lo enterrarían

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en alguna fosa de alguna huerta lejana o si había alguna acequia,acabaría siendo pasto de los cangrejos y peces.

Su ausencia sería detectada por la mañana cuando los soldadosformasen para el recuento, pero tal como estaban las cosas, no eraninfrecuentes las deserciones o las ausencias de los soldados porborracheras o por extravíos.

Con suerte no lo relacionarían con la fuga del prisionero.Al poco rato volvimos a escuchar ruidos que provenían del

campamento, pero esta vez eran mucho más tenues. Los que loscausaban estaban intentando pasar desapercibidos en medio de lanoche.

Enseguida apareció mi hermano acompañado de mosén Miguel ydel joven Zacarías. Me acerqué con cierta ansiedad al cura y vi conalivio que su rostro no mostraba signos de tortura.

Entonces miré a mi hermano y vi que en su mano traía variospliegos enrollados.

No era la ocasión de pararnos para escuchar sus explicaciones.En cualquier momento algún soldado de guardia podía dar la alarma ycuando eso ocurriese, nosotros debíamos estar lo más lejos posible deallí.

Así que emprendimos el regreso hacia la villa. Ya cerca delpueblo, los vecinos se dispersaron para regresar cada uno a su casa.Daniel, mosén Miguel y yo teníamos que pasar por la morada delpárroco para recoger las alforjas con los suministros que el boticarioGenaro Alcaya nos había dado y hecho eso saldríamos hacia el río paracruzar en cuanto pudiésemos a la otra orilla.

Cuando amaneciese comenzaría la búsqueda del prisionerofugado y para entonces deberíamos haber atravesado el río ya que laseguridad estaba en la margen izquierda del Ebro.

Por el camino me emparejé con Daniel.—Hermano, ¿me puedes decir qué son esos pliegos que llevas?—Estando tan cerca de la tienda de mando de un capitán francés,

me ha parecido que bien merecía la pena hacer una visita rápida a suinterior. Sobre una mesa he encontrado varios documentos y hearramblado con todo, pues no era momento de ponerse exquisito a

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elegir cuál llevar. Tiempo habrá de echar al Ebro lo que no nos parezcade interés.

En verdad mi hermano había mostrado temple y sangre fría. Yhabía sido afortunado de que el capitán no estuviese durmiendo en esatienda. Los pliegos que había robado podían ser de gran valía para loscomandantes militares de Zaragoza.

El regreso hasta el río se produjo sin ningún contratiempo. Ajuzgar por el silencio y la tranquilidad que reinaba, los francesestodavía no se habían percatado de nuestro asalto a su campamento.

Siendo todavía noche cerrada llegamos a lo orilla derecha delEbro, tras varias horas de caminar por las huertas. Mi hermano tenía unbuen sentido de la orientación y eso nos permitió llegar al río sin darmucha vuelta.

Para alivio nuestro, nos encontramos al tío Teodoro dormitandodentro de su barca. El buen hombre, al ver que no regresábamos, habíadecidido aguardarnos en esta orilla por si volvíamos con prisas, comoasí era.

En cuanto estuvimos a bordo el barquero emprendió el regresohacia la margen izquierda. Una vez allí, Daniel le entregó cinco realesde vellón a pesar de las reticencias del tío Teodoro a aceptar ningúnpago por el uso de su bote.

Ya empezaba a adivinarse el resplandor del amanecer en elhorizonte, pero la oscuridad y la falta de luna todavía hacía difícil elver más allá de unos pasos.

Por ello decidimos aguardar hasta que las primeras luces del díanos permitiesen aproximarnos a las defensas del Arrabal sin serconfundidos con el enemigo.

Nos sentamos en un pequeño claro rodeado de chopos en el sotojunto a la orilla y allí dimos buena cuenta del almuerzo que traíamos yque todavía no habíamos probado.

Llevábamos sin dormir desde la noche anterior y el cansancioempezaba a apoderarse de nosotros, una vez que la tensión y el miedohabían quedado atrás.

Aún no habíamos terminado de almorzar cuando el sol comenzó ailuminar el horizonte.

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Con la oscuridad de la noche no habíamos tenido ocasión derevisar los pliegos que Daniel había cogido de la tienda del capitánfrancés.

—Hermano, antes de ponernos en marcha, quizá deberíamosechar un vistazo a los documentos que traemos. Hemos cumplido unaparte de nuestra misión, pues traemos repuestos para la rebotica delhospital, pero no sabemos si hemos conseguido alguna información devalor sobre el enemigo.

—Pues veamos qué traemos.Diciendo esto, sacó de su alforja los pliegos que había guardado

enrollados junto con parte de los saquetes de hierbas medicinales.Eran diez documentos. Varios de ellos contenían misivas del

general Verdier al capitán Deschamps, que sin duda era el comandantedel campamento francés, con instrucciones sobre el trato con lospaisanos, la defensa del campamento y otros aspectos organizativos.

En uno de ellos el general Verdier mencionaba que su excelenciael emperador estaba prestando especial atención al desarrollo de laconquista de Zaragoza y que todos los soldados debían cumplir sinexcusa las órdenes que recibiesen, pues provenían del mismoNapoleón.

En otro el jefe francés informaba a sus comandantes de lasdificultades que se estaba encontrando para hacerse con la ciudad,debido al terreno, en el que la abundancia de huertas y casas de campoestorbaba los movimientos de su ejército, pero también debido a lafuria con la que los paisanos estaban defendiendo la ciudad.

Advertía a sus comandantes de que estuviesen atentos pues losdefensores estaban hostigando a sus tropas con salidas para atacar susposiciones, que aunque no conseguían gran cosa, obligaban a manteneruna constante vigilancia. Por ello encomendaba a sus oficiales quemantuviesen una estricta disciplina en la guardia de sus campamentos.

En otro documento les informaba de la importancia de ganar laorilla izquierda del río, con el fin de completar el sitio y así hacerrendir a la ciudad por hambre. Para ello, daba órdenes a los oficialesque mandaban destacamentos en pueblos de la ribera de hacerse fuertesen esos lugares para el caso de que se decidiese cruzar el Ebro por esos

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puntos.Pero había un documento que nos pareció de especial

importancia. En el encabezamiento se podía leer “classé secretdéfense”, lo que significaba que su contenido estaba clasificado comoalto secreto.

En él el general informaba a sus oficiales de la disposición de sustropas en el asedio a la ciudad y en la ocupación de los pueblos y villasde los alrededores, con el fin de que fuesen conocedores de susituación y así saber dónde poder buscar refuerzos en caso denecesidad.

El general hablaba en el documento de unos catorce mil infantesy más de mil soldados a caballo, describiendo los destacamentos quehabía situado en Utebo, Monzalbarba, Cuarte, Cadrete y otras villascercanas a la ciudad.

Asimismo mencionaba la disposición de más de veinte cañonespesados junto con obuses, morteros y otras piezas ligeras, la mayorparte de ellos situados en los altos de la parte sur de Zaragoza,apuntando a nuestras puertas.

Los tres quedamos por unos momentos en silencio ante laimportancia de los pliegos que habíamos obtenido. Era de la mayorurgencia el hacerlos llegar a las manos de su excelencia y de su juntamilitar.

Sin más dilaciones, nos pusimos en marcha. Atravesamos lasprimeras defensas del Arrabal y por fin cruzamos la puerta del Ángeltras mostrar nuestros pasaportes.

Inmediatamente nos dirigimos a la residencia de su excelencia. Apesar de la temprana hora, el capitán Quílez estaba en su puesto y nosrecibió al instante.

Tras resumirle brevemente nuestras andanzas por Botorrita, lehicimos entrega de los documentos. Su excelencia estaba reunido conla Junta militar con órdenes de no ser interrumpido, pero el oficial nosaseguró que le haría llegar los pliegos de forma inmediata.

Con las emociones y el cansancio por la falta de sueño, yo habíaperdido la noción del tiempo, pero estábamos ya en el domingo día 10de julio. Zaragoza llevaba veinticinco días resistiendo las embestidas

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del mejor ejército del mundo.

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CAPÍTULO XL La defensa del Arrabal

Antes de acudir al hospital fui a mi casa para asearme y mudarmis ropas, que traía con polvo y barro. José me esperaba. Había pasadotoda la noche despierto, preocupado por la falta de noticias desde mipartida.

Tras relatarle nuestra expedición, el rescate de mosén Miguel y elrobo de los documentos del capitán francés, tomé un bocado y un vasode vino y, aún faltos de sueño como estábamos, salimos para cumplirnuestras obligaciones en el hospital.

El cura se había hecho cargo de las tres alforjas que habíamostraído con los suministros para la rebotica, así que a esas horas ya lashabría entregado a don Toribio, el boticario.

A nuestra llegada al hospital nos recibió el doctor Gavín. MosénMiguel ya le había puesto al corriente de nuestro viaje a Botorrita.

El regidor del hospital nos dio las gracias por los suministros ypor arriesgar nuestras vidas en ello.

—¿Cómo siguen las cosas por aquí, doctor?—De falta de trabajo no nos podemos quejar, estimada África.

Por suerte no hemos vuelto a tener actos de sabotaje, aunque en lasdespensas se siguen produciendo hurtos sin que sepamos quién es elresponsable.

Hacía ya tiempo desde que habían comenzado a faltar alimentos yparecía que los miembros de la Ilustre Sitiada se habían resignado aconvivir con eso.

Después me incorporé a mis tareas con sor Marie y el hermanoGuillermo mientras mi esposo comenzaba la visita de sus pacientes.Las cosas no habían cambiado mucho en el día que había estadoausente.

Se escuchaban disparos, que venían tanto de un lado como deotro.

Enseguida empezaron a llegar los primeros heridos del nuevo día.Contaban que los franceses habían atacado los monasterios de San

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José, frente a la puerta Quemada, y de los Capuchinos, situado delantede la puerta del Carmen.

Al no ver por las cuadras a mi cuñado Dionisio, pregunté a Josépor su paradero.

—La Sitiada del hospital decidió ayer destacar a maestroscirujanos con algunos ayudantes y material de cura a pequeñoshospitales de campaña que se han habilitado cerca de los lugares dondese está combatiendo. De esa forma, los heridos pueden recibirasistencia inmediata sin que haya que traerlos hasta aquí, y al mismotiempo se evita que las camas del hospital se saturen.

José pensaba que era una buena idea. Los heridos más levespodrían volver a sus puestos de forma rápida, y algunos de los másgraves quizá pudieran salvar su vida al recibir asistencia sin demora.

Conforme avanzaba el día las noticias se tornaban preocupantes.Los defensores de la Torre del Pino que venían para ser atendidos dealguna herida hablaban de que los gabachos habían tomado el conventode Capuchinos.

Era una mala noticia, pues el edificio estaba muy próximo anuestras defensas y desde él podían hacer mucho daño si emplazabanallí sus cañones.

Los monjes que lo ocupaban habían huido en el último momento,poniendo a salvo al Santísimo, los libros sagrados y los cálices. Amedia tarde los religiosos habían desfilado por la puerta de nuestrohospital llevando algunas de sus imágenes a hombros, camino de laiglesia de San Pedro Nolasco, donde habían buscado refugio.

Ya atardecía cuando vimos una gran humareda que se levantabamás allá de la puerta del Carmen. El convento de los agustinos estabaen llamas. La gente decía que ante el asalto de los franceses, losdefensores le habían prendido fuego para evitar que se hicieran fuertesen él, obligando así a los asaltantes a retirarse.

Antes de la anochecida salí del hospital y me encaminé hacia elbarrio de San Pablo. El convento todavía seguía en llamas.

Cuando llegué a casa de mis padres en la calle Aguadores, mimadre acababa de regresar del castillo, a donde había ido para llevarprovisiones para los nuestros que allí luchaban.

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—Madre, ¿cómo se encuentran padre y mis hermanos?—A Dios gracias siguen bien, África. Pero me han contado que

los combates son cada día más encarnizados en torno al castillo. Losfranceses quieren cruzar el Ebro y la resistencia de los defensores de laAljafería les incomoda sobremanera. ¿Cómo seguís José y tú?

No quería preocupar a mi madre y además su excelencia noshabía recomendado discreción en todo lo que tenía que ver con nuestratarea de espionaje, así que preferí no contarle nada de ello.

—El trabajo en el hospital no falta, madre. Cada día nos lleganheridos, unos más graves que otros. El regidor del hospital ha dadoinstrucciones para ampliar el terreno del fosal, pues apenas quedaespacio para enterrar a los muertos.

Me contó que mis sobrinos estaban todos bien y se habíanacostumbrado al ruido de las explosiones y los disparos. Las bajadas alas cloacas cuando los franceses bombardeaban les parecía un juego ycuando estaban allí había que vigilarles para evitar que se extraviasenen alguna galería.

El mercado seguía estando bien abastecido y su excelencia, juntocon el intendente, habían dictado bandos para que los precios nosubiesen ni los comerciantes se aprovechasen de la situación.

En la noche del domingo al lunes 11 de julio los disparos nocesaron. Los franceses habían lanzado con la oscuridad nuevos ataquessobre los monasterios de los Capuchinos y de San José, apoderándosede ambos y obligando a los nuestros a replegarse dentro de los murosde la ciudad.

Pero lo peor aún estaba por llegar. A mediodía se extendió elrumor de que las tropas imperiales habían cruzado el Ebro por Ranillas,desembarcando en las orillas que quedaban a los pies de Juslibol.

Al parecer, sus ingenieros habían construido un puente durante lanoche y varias compañías habían cruzado en barcas, mientas otracompañía de lanceros polacos lo vadeaba con sus caballos por un pasoaguas arriba.

Nos llegaban también paisanos que habían sido heridos en lasdefensas de la puerta Sancho y del Arrabal, que nos confirmaron estasmalas noticias.

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Si los franceses conquistaban el barrio situado en la margenizquierda y lograban cerrar el sitio, Zaragoza estaba perdida, ya quecortarían la única entrada que nos quedaba para recibir suministros yrefuerzos.

A lo largo de la tarde no cesaron los sonidos de los cañones y losfusiles, pero ahora no solo provenían de las puertas al sur de la ciudad,sino también de la otra ribera.

En las calles había un gran alboroto. Se veía a muchos vecinosque venían de la margen izquierda, acarreando los pocos enseres quehabían podido salvar. Algunos conducían carros de trigo y otrosalimentos que habían cargado a toda prisa.

Contaban que los franceses se habían hecho fuertes en la parteoeste del Arrabal y desde allí habían comenzado a asaltar las torres ycasas de campo, saqueando lo que en ellas encontraban, matando a sushabitantes y quemando las cosechas y todo aquello con lo que nopodían cargar.

Habían prendido fuego al soto de Mezquita, la salitrería de laarboleda de Macanaz, cercana al camino a Ranillas, y la torre deBosque.

A pesar de que el enemigo seguía porfiando en su asalto a laspuertas del Carmen y la puerta Quemada, había que reforzar el barriodel Arrabal si no queríamos que la ciudad quedase totalmente aisladade las huertas y granjas que hasta entonces estaban siendo nuestrosustento.

Por ello, el general Palafox dio órdenes para colocar algunaspiezas de artillería en el alto junto a la torre de Ezmir, cerca deJuslibol, desde donde se podía batir el cauce del río por donde losfranceses lo habían cruzado.

Algunas compañías inicialmente asignadas a las puertas del surde la ciudad fueron también destinadas a la defensa de la otra orilla delrío.

En los siguientes días la lucha continuó tanto en las puertas delCarmen y Quemada, a las que los franceses se aproximaban cada vezde forma más peligrosa con sus trincheras, como sobre todo en elentorno del Arrabal.

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Atrás quedaba la aparente tranquilidad que habíamos tenidodurante los días que los gabachos habían empleado en construir susparalelas. Desde que habían conseguido cruzar el río Ebro y también elGállego, todos los días nos llegaban un buen número de vecinos ysoldados con horribles heridas.

Los maestros cirujanos y en ocasiones José y otros médicoshacían lo que podían por esos desgraciados, pero el cementerio denuestro hospital y de otros empezaban a quedarse pequeños.

Nos llegaban noticias de que la lucha había llegado a Juslibol.Las tropas imperiales seguían quemando y saqueando las torres yhuertas que encontraban en su camino y pasando a bayoneta a losinfelices que no habían sido suficientemente rápidos en su huida.

Durante toda la semana, desde el lunes 11 hasta el domingo 17 dejulio los ataques de los franceses y las salidas de nuestras compañíasfueron constantes, todos con la intención de no dejar acomodarse alenemigo.

El miércoles 13 de julio mi hermano Ginés y mi tío Jeremías sehabían pasado por el hospital camino de la puerta del Ángel, a dondeiban con otros muchos para reforzar la defensa del Arrabal. Apenaspude hablar con ellos y darles un abrazo. Cuando se fueron recé aNuestra Señora para que les protegiera en la batalla.

Bastantes de los conventos y monasterios situados en aquel ladofueron abandonados por los monjes que los habitaban, quedando amerced de los franceses.

Mientras, partidas de vecinos se habían organizado para hacerbatidas intentando coger desprevenido al enemigo, cosa queconseguían con cierta frecuencia. Otras veces su objetivo era poner asalvo las reservas de harina y otros alimentos que los monjes de laCartuja Alta y los vecinos de algunas torres habían dejado en suapresurada huida.

En esos días ni siquiera pensábamos en salir a ver qué tramabanlos franceses. La ciudad era un caos. Se había extendido el rumor deque las cosas no iban mejor porque algunos vecinos estaban ayudandoa los gabachos, dándoles información de nuestras defensas e inclusollevándoles municiones y comida.

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Ello había ocasionado más de un desgraciado incidente, en elque la multitud había prendido a una persona sospechosa y en algunoscasos se habían tomado la justicia por su mano.

Al mismo tiempo, el nerviosismo iba en aumento. Los vecinosmás exaltados proponían a sus oficiales salidas contra los franceses encualquier momento y lugar. Los soldados más veteranos se oponían enmuchas ocasiones a esas proposiciones, por considerarlasdescabelladas.

Como consecuencia, casi cada día había algún altercado entreunos y otros, en los que se prodigaban las palabras fuertes y losinsultos, cuando no salían a relucir los aceros.

Su excelencia había intentado poner cordura en todos estosdesórdenes, pues ahora más que nunca era necesaria la unidad de todospara hacer frente a los franceses.

Para ello, el general Palafox había promulgado un decreto de laJunta Suprema en el que se establecían penas severas para los civiles osoldados que faltasen al respeto a otros[95].

Tras varios días desde que los soldados imperiales pusieran pieen la orilla izquierda, lo cierto es que no habían sido capaces de cerrarel sitio.

Prueba de ello es que cada día seguían entrando nuevas tropasque venían huidas de Calatayud, Tarragona o Pamplona y lo mismoocurría con los alimentos, que, aunque en menor cantidad, seguíanentrando por el puente de Piedra.

Cierto es que los gabachos habían pagado de nuevo un elevadocoste por desembarcar en la margen izquierda. Sus muertos se contabanpor centenares y sus oficiales hasta el momento se ocupaban más deasolar el terreno por el que pasaban que de hacerse fuertes en él.

El sábado 16 mi hermano Ginés se presentó en la puerta delhospital trayendo en sus brazos a nuestro tío Jeremías. Una bala decañón le había amputado su pierna derecha a la altura del muslo.

Ginés nos contó que estaban atacando a una compañía deinfantería francesa cuando éstos habían comenzado a disparar con uncañón de no mucho calibre. Una de las primeras balas, que habíallegado en tiro rasante, había destrozado la pierna del tío Jeremías y

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después había acabado con la vida de otros dos vecinos que marchabandetrás de él.

Ginés se había quitado el pañuelo que llevaba anudado en sucabeza y con él le había hecho un torniquete para evitar que sedesangrase.

Pero nuestro tío venía blanco como la cera. José se apresuró acomprobar su pulso y tras hacerlo nos miró meneando la cabeza paraindicarnos que no había nada que pudiésemos hacer por él.

Al poco rato había dejado de respirar.

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CAPÍTULO XLI Monzalbarba y Juslibol

El domingo 17 de julio mosén Prudencio celebró una misa por eldescanso de nuestro tío Jeremías, al que dimos sepultura en el fosal delhospital de Nuestra Señora de Gracia, donde empezaba a ser difícilencontrar huecos para tales menesteres.

Mis tíos Blas y Moisés habían obtenido permiso de suscomandantes para dejar sus puestos y asistir a las exequias, en las quemi madre lloró su muerte de forma muy sentida.

De los cinco hermanos, solo mi tía Pilar y mi madre habíandesposado. Los tres varones permanecían solteros, por lo que en laiglesia no había ni esposa ni hijos que lo llorasen.

Al terminar los actos, me encontré en la entrada al cementerio delhospital con el capitán Quílez, ayudante de su excelencia. Venía arogarme que me personase en sus cuarteles generales después de lacomida de mediodía por deseo de don José de Palafox.

A buen seguro, con el desembarco de los franceses en la orillaizquierda las cosas habían cambiado sobremanera y, o mucho meequivocaba, o su excelencia y los miembros de la Junta Militar me ibana urgir a que hiciese todo lo posible por conseguir más informaciónsobre los planes del general Verdier.

Aproveché que mis hermanos todavía no habían emprendido elregreso al castillo y me reuní con ellos y con mosén Miguel y sorMarie para comentarles algo que me había empezado a rondar por lacabeza en los últimos días.

Con José lo había hablado la noche anterior y por ello eraconocedor de mis pensamientos, a los que no se había opuesto, aunqueno gustase mucho de ellos.

Él también asistía a la reunión que estábamos a punto decomenzar.

—Queridos todos, sabéis tan bien como yo que la situación denuestra ciudad es harto comprometida. Las tropas francesas siguenporfiando por completar el sitio y si lo consiguen, nada se podrá hacerpara evitar que Zaragoza caiga en sus manos.

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Mi hermano Daniel me interrumpió sin dejarme continuar.—Mientras nos quede un aliento, eso no vamos a permitirlo,

África.—Lo sé, hermano. Pero si cortan nuestros suministros de

alimentos y municiones, el hambre y la falta de pólvora harán lo queellos por la fuerza no han podido hacer. Por ello, tenemos quecontinuar con nuestras tareas de espionaje, para que nuestras fuerzasestén prevenidas ante las intenciones de los gabachos.

—Con los soldados imperiales campando a sus anchas más alládel Arrabal, no será fácil repetir las salidas que hemos venidohaciendo.

—Por eso os he reunido, mosén Miguel. Creo que debemoscambiar nuestra táctica para correr menos riesgos. Ya hemos tenido unpar de sustos y no creo que la suerte nos acompañe siempre.

—¿Y qué propones, África?—Veréis, sor Marie. Lo he hablado con mi esposo y los dos

creemos que nuestras tareas de espionaje serán más eficaces si uno denosotros se asienta en alguna de las villas de alrededor,preferiblemente una en la que haya guarnición francesa. De esa forma,el entablar conversación con ellos será más fácil y no llamaremos tantola atención como hasta ahora.

—Si lo hacemos así, ¿has pensado cómo hacer llegar lainformación que obtengamos hasta nuestros comandantes de la JuntaMilitar?

—Habrá que contar con los agricultores que siguen entrando enla ciudad cada día para abastecer nuestro mercado, y cuando eso falle,tendremos que entrar y salir nosotros, de la forma más desapercibidaposible. Esta tarde voy a entrevistarme con su excelencia, que me hahecho llamar, y le propondré nuestro plan.

La idea no desagradó a los que allí estábamos, a pesar de losriesgos que comportaba.

Todos querían ser los que saliesen de la ciudad para mezclarse enel vecindario de la villa que escogiésemos.

—Hermana, creo que tu idea puede surtir efecto, pero ospropongo algo más. Deberíamos asentarnos en dos lugares, de forma

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que la posibilidad de obtener información del enemigo sea mayor.Mi hermano Ginés estaba en lo cierto. Cuantos más oídos

tuviésemos cerca de los franceses, más conocimiento podíamos obtenerde sus intenciones.

—Aún podemos hacer algo más. Creo que deberíamos ser dos losque nos mudásemos a cada lugar. Una pareja es menos sospechosa queuna persona sola.

Las palabras de sor Marie nos hicieron callar por unos instantes.Había sabiduría en lo que decía.

Al fin acordamos que yo formaría pareja con mi hermano Daniely sor Marie lo haría con mi hermano Ginés. Mosén Miguel se quedaríaen el hospital, actuando como enlace con nosotros.

Aún estuvimos un buen rato discutiendo sobre las villas más apropósito para instalar nuestras guaridas. Tras muchas discusiones,decidimos proponerle a su excelencia dos lugares, Monzalbarba yJuslibol, para que él con sus mayores conocimientos de la situacióndecidiese si esos podrían ser los más provechosos para nuestraspesquisas.

Monzalbarba estaba muy cerca de los vados por los que elejército principal de Verdier estaba aprovisionando y reforzando a sustropas al otro lado del río. Por los papeles que habíamos cogido en elcampamento francés de Cuarte, en esa villa los gabachos tenían unpequeño cuartel general para algunas de sus tropas de élite.

Juslibol era también un lugar a propósito. Situado al otro lado delEbro, en el camino hacia Huesca, en los últimos días se habíaconvertido en una de las bases de operaciones del ejército imperialcontra el barrio del Arrabal.

Al fin acordamos presentar estos dos lugares a su excelencia y asícada uno regresamos a nuestras ocupaciones.

Como en los días anteriores, los heridos seguían llegando aNuestra Señora de Gracia, a pesar de que se habían habilitadopequeños hospitales de campaña en varios puntos de la ciudad, algunosen monasterios y otros en la Casa de Misericordia u otros centros queya venían atendiendo a enfermos y heridos.

El trabajo fue tanto que apenas pude probar un bocado antes de

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salir para presentarme en el palacio de su excelencia.El capitán Quílez me esperaba en la puerta y me acompañó hasta

la sala en la que se encontraba el capitán general.Don José de Palafox me recibió vestido con su uniforme de

brigadier. Su rostro mostraba marcadas sombras bajo sus ojos, señal deque no andaba sobrado de bien dormir.

En cuanto entré en la sala se levantó de un sillón en el que seencontraba leyendo unos pliegos y salió a mi encuentro.

Después de regresar de Cuarte no nos habíamos vuelto a ver, asíque lo primero que hizo fue manifestar su agradecimiento por lavaliosa información que habíamos traído en los papeles capturados enla tienda del capitán Deschamps.

A pesar de que intentaba mostrarse amable, noté que la tensión delos acontecimientos le estaba haciendo mella y apenas podía disimularsu mal humor.

Sin muchos preámbulos me explicó que me había hecho llamarporque necesitábamos con urgencia conocer los planes del enemigo ypor ello me rogaba que volviésemos a organizar una partida para espiara los franceses.

Yo le expliqué entonces nuestra intención de buscar acomodo enMonzalbarba y en Juslibol y desde allí mezclarnos con los vecinos ycon los soldados franceses, para recabar cuantas noticias pudiésemosde sus intenciones.

Por su cara de sorpresa adiviné que no esperaba que yo trajese yaun plan y en su rostro me pareció ver un gesto de satisfacción. Traspensarlo durante unos instantes, me dijo que le parecía una buena idea.

Daría instrucciones a su ayudante para que nos preparase lospasaportes necesarios. Cada uno de nosotros llevaría tres pasaportescon diferentes identidades, de forma que pudiésemos usar una u otra enfunción de nuestra situación.

Las dos parejas pasaríamos por hermanos o por matrimonio,según las circunstancias. Tal como habíamos pensado, haríamos llegarnuestra información a mosén Miguel a través de campesinos de los queentraban cada día en la ciudad con productos del campo.

Como medida de precaución, el párroco preguntaría siempre a los

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mensajeros por el lugar de nacimiento de mi abuela materna, algo queyo habría de dar a conocer previamente a los que trajesen nuestrasnoticias a Zaragoza.

Cuando no diésemos con personas dispuestas a hacerlo, uno denosotros buscaría la forma de entrar en la ciudad y después volver asalir.

Desde Juslibol sería más fácil que desde Monzalbarba, pues conla primera todavía se mantenían abiertos algunos caminos que losfranceses no podían controlar. Desde Monzalbarba la entrada aZaragoza iba a resultar mucho más peligrosa, ya que requería vadear elEbro y atravesar las líneas francesas.

Acordamos que la pareja que estuviese en esa villa soloarriesgaría el envío de información cuando ésta fuera realmenteimportante. De otro modo, se limitaría a ir recogiendo todo elconocimiento que pudiese y esperaría el momento oportuno parahacerla llegar.

Al salir de la sala su excelencia dio las instrucciones necesariasal capitán Quílez para que nos proporcionase los pasaportes a serposible esa misma tarde. Asimismo le pidió que redactase dosdocumentos, uno dirigido a Mariano Cerezo y otro al doctor Gavín enlos que les ordenase que dispensasen del servicio en el castillo a mishermanos y de nuestras ocupaciones en el hospital a sor Marie y a míexplicando que nos íbamos a dedicar a otras tareas importantes alservicio del reino.

No habían pasado dos horas cuando mis hermanos se presentaronen el hospital. Su comandante Cerezo les había comunicado quequedaban liberados del servicio en la defensa del castillo hasta nuevaorden y que se presentasen ante mí.

Pasamos la tarde en los preparativos para nuestra salida deZaragoza, que habíamos planeado para la mañana del lunes 18 de julio.

El doctor Gavín nos autorizó para tomar del ropero del hospitalcuanto necesitásemos. Cada uno preparamos un hatillo no muyvoluminoso con ropas y algo de comida.

En este viaje, nuestra alimentación no iba a ser un problema,pues en las villas de los alrededores no había escaseces. En Zaragoza sí

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empezaba a escasear el pan, los huevos y la carne. La Junta Supremahabía comenzado a construir nuevas tahonas en sustitución de las quelos franceses habían destruido en sus ataques al Arrabal pero todavíano estaban listas.

Todavía no había empezado a anochecer cuando se presentó elcapitán Quílez con los pasaportes. Tal como nos había prometido suexcelencia, había tres documentos con diferentes nombres para cadauno de nosotros.

El ayudante del capitán general se mostraba contento porquesegún nos contó, había llegado un cargamento de pólvora deVillafeliche y se habían presentado refuerzos de Tarragona y tambiénotros del primer tercio de Voluntarios de Aragón.

Apenas estábamos terminando nuestros negocios con él cuandoescuchamos un intenso tiroteo que esta vez no provenía del Arrabalsino de las puertas del sur de la ciudad. Casi al mismo tiempo habíacomenzado a tocar a rebato la campana del reloj mayor de la TorreNueva.

El tiroteo bien duraría más de tres o cuatro horas. Habían lanzadoun ataque inesperado en las puertas del Carmen, Quemada y de SantaEngracia, mientras en el Arrabal simulaban querer parlamentar connuestros comandantes. Por las noticias que nos llegaban, los francesesestaban pagando cara su osadía. Algunos hablaban de cientos demuertos y heridos por su parte.

Nuestra salida de la ciudad no iba a ser fácil a juzgar por los casicontinuos ataques que en los últimos días estaban lanzando losgabachos, sobre todo si el combate ocurría en el Arrabal.

Esa noche marchamos los cuatro a dormir a nuestra casa en elCoso. Llevábamos ya todo nuestro equipaje con nosotros, de forma queel lunes pudiésemos salir en las primeras horas.

Amanecía cuando nos despertó el tiroteo que de nuevo proveníade la puerta de Santa Engracia, la del Carmen y la puerta Quemada.

En esos momentos solo se estaba luchando en las puertas del sur.El fragor de la batalla podía favorecer que nuestra salida pasasedesapercibida por la puerta del Ángel y así nos pusimos en marcha. Encuanto cruzásemos el puente de Piedra, Daniel y yo nos dirigiríamos a

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Juslibol y sor Marie con Ginés tomarían rumbo a Monzalbarba.Nosotros escogimos dos pasaportes con el mismo apellido, de

forma que ante un control de los franceses nos presentaríamos comohermanos. La hermana de la Caridad y Ginés se iban a hacer pasar pormarido y mujer en Monzalbarba.

Allí contaban con la complicidad de mosén Lorenzo Blasco y delboticario Mariano Chicapar. Yo conocía también al boticario enJuslibol, Aurelio Latas. No sabíamos si los franceses habían ocupado lavilla, pero tendríamos que movernos con mucha precaución.

Mosén Miguel nos había facilitado el nombre del párroco, mosénLeonardo, al que buscaríamos nada más llegar para que nos buscaseacomodo como dos vecinos más.

Antes de salir dimos gracias a Dios porque los franceses nohabían conseguido cerrar las entradas y salidas de la ciudad. Lascontinuas incursiones de nuestras compañías les habían hechoreplegarse en varias ocasiones y al fin habían tomado la decisión dededicarse a robar y quemar las cosechas en las granjas y torres de losalrededores más que a guerrear con nosotros. En aquello teníanganancia mientras que en esto de atacar nuestros parapetos la pérdidaera segura.

Así pues, una vez que los guardias de la puerta del Ángel noshabían franqueado el paso y tras cruzar el puente de Piedra, sor Mariey Ginés tomaron rumbo hacia la arboleda de Macanaz y nosotros nosdirigimos al camino de Juslibol.

Antes de separarnos, todos nos abrazábamos. Desconocíamos lospeligros que nos podían acechar en esta misión.

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CAPÍTULO XLII Mosén Leonardo y el boticario

La distancia de las afueras del Arrabal hasta Juslibol apenasllegaba a una legua. Andando a paso ligero, en poco más de una horahabíamos entrado en la villa.

En los caminos divisamos no pocas partidas de soldadosfranceses. Daniel y yo nos agazapábamos detrás de algún matorral o deun montículo hasta que los perdíamos de vista.

En varios puntos en la lejanía se levantaban columnas de humo.Las tropas imperiales seguían arrasando los cultivos y las torres de loscampesinos, causando su ruina y despertando todavía mayor odiocontra ellos.

Durante el camino fuimos discutiendo si debíamos ir en primerlugar a visitar al boticario o por el contrario presentarnos al párrocoamigo de mosén Miguel.

Finalmente acordamos ver primero a Aurelio Latas y acontinuación acudir a la iglesia.

Cuando entramos en la botica, su dueño se encontrabadespachando un remedio para una mujer mayor que esperabapacientemente a que don Aurelio le entregase su mandado.

Por fin la mujer salió y nos quedamos a solas con el boticario.Había transcurrido más de un mes y medio desde que lo habíamos

visitado por primera vez y muchas y no buenas eran las cosas quehabían ocurrido en Zaragoza y también en Juslibol.

El hombre me reconoció al instante y vi la emoción reflejada ensu rostro.

—Querida señora, ¡dichosos los ojos! Veo que esta vez no veníscon vuestro esposo.

—Yo también me alegro de volver a veros, don Aurelio. Elhombre que hoy me acompaña es mi hermano Daniel. ¿Cómo siguenvuestros hijos que marcharon como voluntarios a Zaragoza?

Los ojos del boticario se anegaron de lágrimas al escuchar mipregunta.

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—Los dos han dado su vida por la defensa del rey y de nuestra fe.Justo, el mayor, cayó en la puerta de Santa Engracia y Ramón, el máspequeño, murió luchando en la llamada Torre del Pino. Para midesgracia, no he podido dar sepultura a sus cuerpos, que fueronenterrados en el fosal del hospital de Misericordia.

—No tenemos palabras para expresaros nuestro dolor por tanterrible pérdida, don Aurelio. Un buen número de aragoneses hancorrido la misma suerte que vuestros hijos y mucho nos tememos queno serán los últimos.

Tras confortar como pudimos al boticario, el buen hombre nospreguntó si veníamos como la última vez a reponer suministros.Entonces le contamos la razón de nuestra visita.

Al terminar nuestra explicación, su rostro había recobrado la luzque por unos instantes se había apagado mientras nos relataba lapérdida de sus dos hijos.

—Contad conmigo para todo aquello en lo que pueda seros deutilidad. Mi corazón ha sufrido todos estos días por no poder devolvera estos miserables el daño que nos han causado a mi esposa y a mí.Ahora me estáis dando esa oportunidad, por lo que os estaréeternamente agradecido.

—Es nuestro deber informaros que ayudándonos os exponéis al riesgo de acabar ante un pelotón de ejecución por espía.

—Os agradezco la advertencia, pero ni el mayor peligro me podráapartar de combatir a los que han acabado con la vida de mis hijos.

El boticario nos explicó que su hijo mayor había levantadorecientemente una casa cercana a la suya en la que pretendía formar suhogar. Podíamos ocupar esa casa todo el tiempo que estuviésemos enJuslibol.

Así pues, el infortunio del desdichado boticario nos habíaresuelto el problema de encontrar alojamiento. El capitán Quílez noshabía proporcionado una bolsa llena de reales que nos permitiríacomprar comida en el mercado de la villa. De momento las cosaspintaban bien.

Aun así, no queríamos dejar de lado el contacto con mosénLeonardo. El que dos de los ciudadanos más destacados, el boticario y

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el párroco, nos conociesen y apoyasen nuestra coartada en casonecesario nos iba a proporcionar mayor seguridad para afrontar la tareaque teníamos por delante.

Don Aurelio nos acompañó a la casa de su malogrado hijo.Dejamos en ella nuestros hatillos y salimos para ir a presentarnos alpárroco.

Mosén Leonardo era un hombre también entrado en años, al igualque don Aurelio. En cuanto le dimos referencia de mosén Miguel, elcura nos hizo entrar en la sacristía de la iglesia de la Asunción paraponernos a resguardo de miradas u oídos indiscretos.

Cuando terminamos de explicarle el motivo de nuestra presenciaen Juslibol, no dudó un instante en ofrecernos todo su apoyo para loque necesitásemos.

En la seguridad que nos proporcionaba la sacristía de la iglesia,el párroco y el boticario de Juslibol nos pusieron al corriente de lasituación de las tropas francesas en la villa.

Los gabachos se habían adueñado hacía dos días de la torre delEzmir, donde habían establecido sus cuarteles. En sus jardines ycampos habían levantado numerosas tiendas de campaña y sus oficialeshabían ocupado gran parte de la vivienda de la familia que la habitaba.

No podían decirnos cuántos soldados estaban acantonados en lavilla, pero sí sabían que había al menos dos centenares de soldados decaballería.

Por la descripción que los dos juslibolenses nos hicieron de lastropas francesas, parecía que en la localidad había establecido sucampamento algún escuadrón de lanceros polacos.

La población tenía que contener su ira contra ellos. Desde sullegada, habían asaltado numerosas torres de las afueras del pueblo,haciéndose con todo lo de valor que encontraban, dejando lasdespensas vacías de cara al invierno, quemando los cultivos que nopodían aprovechar y cuando los propietarios se resistían, pasándolos acuchillo.

El comandante del escuadrón había exigido al alcalde que enviasecada día algunas mujeres para que se hiciesen cargo del servicio en latorre del Ezmir.

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Cuando oí eso, miré a Daniel. Él también había vuelto sus ojoshacia mí.

Era la oportunidad para introducirnos entre sus oficiales que, si ladejábamos pasar, no se iba a volver a presentar.

—¿Pensáis que el alcalde me podría incluir entre las mujeres quese ocupan del servicio para los gabachos?

—Eso no será difícil, señora. Pero considerad que os metéis en laboca del lobo y ponéis vuestra vida en grave riesgo.

—Hemos venido a espiar a los franceses y ya sabéis el dicho deque fortuna y ocasión favorecen al de osado corazón, mosén Leonardo.¿Cuándo podemos ir a ver a vuestro alcalde?

—Ahora si os place.Con el fin de no llamar la atención, salimos primero el párroco y

yo camino del Ayuntamiento y al poco rato nos siguieron mi hermanocon el boticario.

El corregidor, llamado Agapito García, nos recibió sin hacernosesperar. El cura me había explicado por el camino que una de las torresque los gabachos habían saqueado era la del alcalde, donde habíandado muerte a un bracero que llevaba años atendiendo los cultivos dela familia.

Por ello y por el daño que habían hecho a otros vecinos deJuslibol, la primera autoridad del Ayuntamiento no disimulaba su odioy deseo de venganza contra los franceses.

Mosén Lorenzo nos presentó y le explicó el motivo de nuestrallegada a la villa así como el plan que acabábamos de urdir paraintroducirnos en los cuarteles generales del enemigo.

El alcalde nos dijo que contásemos con toda la ayuda que él y elconsistorio que presidía nos pudiesen proporcionar.

Nos explicó que un grupo de media docena de mujeres habíacomenzado el día anterior a ir a la torre del Ezmir en un carroconducido por un vecino.

Una vez apeadas del carruaje, el paisano regresaba a susquehaceres y las mujeres comenzaban a atender el servicio de la casa.El primer día se habían ocupado de limpiar, lavar la ropa de los

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oficiales, cocinar, servir la comida y la cena y recoger todo antes deregresar a la villa.

Quedamos con el alcalde que en la mañana siguiente yo formaríaparte del grupo de mujeres y Daniel conduciría el carruaje hasta latorre. El camino no tenía pierde, pues la torre estaba en un alto que sedivisaba con claridad desde la villa.

Al terminar el día mi hermano nos recogería de nuevo y sihabíamos conseguido alguna información relevante para nuestroscomandantes en Zaragoza, veríamos la forma de hacérsela llegar.

Todos los días algunos campesinos partían hacia la capital concarromatos cargados de verduras, frutas, huevos, carnes y otrosproductos para venderlos en el mercado de la ciudad.

En el camino tenían que esquivar los controles de los soldadosimperiales pero el beneficio compensaba al riesgo. Los francesesseguían sin ser capaces de cerrar el sitio no solo para fortuna nuestrasino también de los hortelanos de Juslibol y de otras villas que graciasa ello estaban haciendo unos buenos dineros.

Mosén Lorenzo y el boticario nos señalarían a los campesinos demás confianza por su inquina a los franceses para encomendarlesnuestros mensajes cuando los tuviésemos y que los llevasen hastamosén Miguel.

La tarde estaba ya mediada. En la distancia se oía el ruido de labatalla en Zaragoza e incluso se podía ver el humo de algunos edificiosque ardían dentro de la ciudad.

Daniel y yo dejamos el Ayuntamiento y nos recogimos en la casadel difunto Justo Latas para pasar la noche y prepararnos para lamisión que nos esperaba al día siguiente.

Los dos habíamos ya acordado que durante el tiempo queestuviésemos en la torre Ezmir no daríamos muestras de queentendíamos el francés. De esa forma, los oficiales enemigos hablaríanen nuestra presencia en la creencia de que no les podíamos entender.

En los primeros días nos limitaríamos a escuchar, observar yrezar a la Virgen del Pilar para no ser descubiertos.

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CAPÍTULO XLIII La torre Ezmir

El martes 19 de julio amaneció con un cielo despejado y azul queanunciaba otro día de intenso calor. Después de las muchas nochespasadas en Zaragoza con el ruido de los disparos, poder dormir sin elsonido de los cañonazos y de los fusiles había sido una bendición paraDaniel y para mí.

Mientras nos preparábamos para acudir a nuestra cita en elAyuntamiento, desde donde partiríamos en el carruaje hacia la torreEzmir, nos preguntábamos por la suerte que habrían corrido nuestrohermano Ginés y sor Marie en Monzalbarba.

Si todo había ido bien, a estas horas estarían ya instalados enalguna casa del pueblo, bajo la protección del párroco mosén Lorenzoy del boticario Mariano Chicapar.

Tendríamos que confiar en la buena cabeza de Ginés y de lahermana de la Caridad y en la protección de Nuestra Señora.

Antes de salir estuvimos valorando si era conveniente llevarnuestras navajas. Finalmente, yo decidí no llevarla, pues no parecíaprudente pasearme con ella encima durante todo el día entre losoficiales franceses, aunque la llevase oculta bajo mi ropaje.

Daniel en cambio se la echó al cinto. Él iba a ser solo elconductor que nos llevase de mañana y nos recogiese por la tarde, porlo que no parecería extraño que como casi todos los hombres, la llevasepara cualquier imprevisto en el camino.

En las puertas del Ayuntamiento nos aguardaban cinco mujeresjóvenes, todas de aspecto sano y fuerte, vestidas con una indumentariasimilar a la que yo llevaba, propia para realizar las tareas de la casa.

Un carro con dos bancadas en la parte de atrás había sidocolocado por algún oficial delante del Ayuntamiento a requerimientodel alcalde. Dos mulos estaban ya aparejados a la lanza del carruajepara arrastrarlo en cuanto el conductor, en este caso Daniel, se loindicase con el latiguillo.

Agapito García nos esperaba junto al carromato. A nuestrallegada nos presentó a las mujeres que nos iban a acompañar,

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limitándose a decir que mi hermano y yo formaríamos parte de lacomitiva de hoy para la torre.

Ninguna de las otras mujeres preguntó nada. Era evidente que elalcalde quería que estuviésemos allí y con eso bastaba.

En cuanto estuvimos sentadas en las bancadas del carromato,Daniel arreó los mulos y nos pusimos en marcha. Tras recorrer algunossenderos entre los huertos que rodeaban Juslibol, enseguida nosplantamos en la entrada de la torre.

La puerta enrejada que daba acceso a la finca estaba guardada pordos soldados con el uniforme de los lanceros polacos, que Daniel y yoconocíamos por habérselo visto a más de uno que habían caído muertosen sus intentos de asaltar las puertas de Zaragoza.

En su mano sujetaban sus famosas lanzas adornadas con loscolores de su regimiento. De su cinto colgaban las conocidas y temidasespadas con las que sembraban el terror en sus cargas.

Como ya habíamos visto en el campamento del capitánDeschamps cerca de Cuarte, la vigilancia no era muy estricta. Encuanto nos vieron aparecer por el camino, abrieron las puertas paradarnos acceso al interior del lugar.

Tanto Daniel como yo intentábamos prestar atención a todo loque veíamos, con el afán de memorizar el número de tiendas, lasenseñas de las compañías allí acantonadas y cualquier otra informaciónque pudiera ser relevante.

Mi hermano detuvo el carruaje en la puerta principal de la torre ylas seis mujeres descendimos de él. Daniel no podía entretener muchomás su partida so pena de llamar la atención de los gabachos, así quearreó de nuevo a los mulos y a paso vivo los dos animales enfilaron lasalida.

Nosotras entramos en la vivienda. Un soldado con uniforme desargento nos esperaba para distribuirnos las tareas que teníamos querealizar.

Por su acento no parecía francés, sino más bien polaco o de algúnotro lugar, pero hablaba un castellano bastante decente.

Eligió al azar a dos a las que envió escaleras arriba paraadecentar los dormitorios que estaban usando los oficiales.

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A otras dos las mandó a limpiar las escaleras y las habitacionesde la casa.

A la muchacha que quedaba, de nombre Ana, y a mí nos mandó ala cocina, para ponernos al servicio del cocinero que ya estaba metidoen faena preparando la comida del mediodía.

Las dos entramos en el que iba a ser nuestro lugar de trabajo. Erauna estancia de gran amplitud, mucho mayor que la que había vistoincluso en casa de mis suegros.

En ella trabajaban en ese momento un soldado que parecía elcocinero del regimiento, de nombre Romuald, y una mujer que parecíaser la cocinera de la familia que habitualmente habitaba la torre.

Ana y yo nos presentamos a ambos. El soldado, que parecíapolaco, entendía algo de lo que decíamos, aunque no hablaba ni unapalabra de nuestro idioma. Por suerte, la mujer, de nombre Felisa, enlos dos días que llevaba compartiendo la cocina con Romuald habíaconseguido empezar a entenderse con él a base de gestos y gritos.

El polaco nos señaló un cesto con patatas y nos dijo algo en unalengua que no era el francés. No era difícil adivinar que nos estabaordenando que comenzásemos a mondar patatas y a ello nos pusimosmi compañera y yo.

Felisa se encomendaba a otras tareas entre pucheros y sartenes yde cuando en vez la emprendía con Romuald, al que iba gritando cadavez en tono más alto conforme el desdichado no acertaba a entender loque ella le quería decir.

Mientras iba dejando las patatas peladas en una bandeja, de laque Felisa las iba cogiendo para trocearlas y echarlas en un pucheroque estaba al fuego, pensé que había algo que podía echar a perdertodos nuestros afanes.

Si los oficiales se comunicaban entre ellos en polaco en lugar defrancés, por mucho que esforzase mis oídos no iba a entender nada delo que hablasen.

A media mañana el calor dentro de la cocina era ya insoportable.A la alta temperatura que obligaba el sol de verano se unía el calor quedesprendían los fogones, haciendo de la estancia un lugar de tormento.

A eso de mediodía, Felisa nos indicó que nos lavásemos en una

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jofaina y nos quitásemos el sudor de nuestras caras y brazos. Seaproximaba la hora de comer y nosotras íbamos a servir la comida a losoficiales en el comedor de la torre.

Cuando estuvimos listas, Felisa nos acompañó para indicarnos elcamino. Al salir de la cocina, debíamos recorrer un largo pasillo conalgunas puertas a ambos lados que estaban cerradas y por tanto nopodíamos saber qué se escondía detrás de ellas.

Al final del corredor había una puerta de madera tallada queestaba entreabierta. Conforme nos acercamos se escuchaban con másclaridad voces en ocasiones acompañadas de risas.

Al entrar en el comedor nos encontramos en una gran sala, de nomenos de cuarenta pies de longitud por treinta de anchura. En una desus paredes se abría una enorme chimenea, que por ser verano en esosmomentos estaba apagada.

Todas las paredes estaban vestidas con hermosos tapices querepresentaban escenas de campesinos aplicados en sus tareas, paisanosen medio de una cacería o familias sentadas en el quicio de las puertasde sus casas disfrutando de unas frutas y una jarra de vino.

En el centro se extendía una mesa en la que sin dificultad podíanacomodarse más de veinte personas. Cuando entramos estaban sentadosen ellas ocho oficiales del ejército francés. Algunos llevaban losdistintivos de tenientes o capitanes y uno de ellos lucía el uniforme debrigadier.

Así pues, mosén Leonardo y el boticario no andaban muyerrados. Los que allí estaban debían mandar al menos un regimiento delanceros polacos.

Para alivio mío, en cuanto entré escuché que conversaban enfrancés, aunque la mayor parte de ellos con un acento peculiar.

Felisa, que por descontado no hablaba una palabra de francés, selimitó a señalarnos primero a Ana y luego a mí diciendo en voz altanuestros nombres. Con eso habían concluido las presentaciones.

Inmediatamente se dio media vuelta y salió por la puerta quehabíamos entrado con nosotras en pos de ella.

Ya en la cocina, mi compañera cogió una sopera con el guiso deverduras y patatas que Romuald había preparado y yo agarré una jarra

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de vino junto con una cesta con zoquetes de pan y otra vezemprendimos camino al salón comedor.

Esta vez cuando entramos, los oficiales apenas nos prestaron yaatención. Estaban conversando entre ellos de cómo marchaban lascosas en el frente.

Tardé un poco en acostumbrarme a su acento pero en cuanto mioído se hizo a él, intenté escuchar y retener todo lo que mi cabezafuese capaz.

El brigadier, de apellido Hergé, comentaba la dura resistencia queestaban encontrando por parte de los defensores, que por lainformación de sus espías, era tan feroz por parte de los civiles comopor parte de los soldados profesionales dentro de la ciudad.

Alguno de los oficiales se quejaba de que todavía no habíanpodido cerrar el cerco a la ciudad, lo que estaba dando lugar a quesiguiesen entrando suministros de comida y munición e inclusotambién de nuevas tropas, como al parecer había ocurrido en losúltimos dos días.

El comandante del regimiento intentaba calmar los ánimos de susoficiales diciéndoles que el general Verdier había dado órdenes de quealgunos soldados se vistiesen con ropas de paisanos y entrasen en laciudad usando los pasaportes de los prisioneros o de los muertos.

Según decía el francés, las informaciones que estos espías lesproporcionaban estaban siendo muy útiles, pues así conocían el númeroy la distribución de las tropas en la defensa de cada una de las puertas,así como la situación de la población ante las restricciones de comida.

Dos de los oficiales hablaban algo de castellano y de vez encuando se dirigían a nosotras para que les sirviésemos vino o para quetrajésemos más comida o pan de la cocina.

Alguno de los tenientes más jóvenes se quejaba también de que elgeneral Verdier no hubiese ordenado continuar con los ataques, pero suentusiasmo no se vio respaldado por la opinión de los más veteranos.Éstos consideraban que cada asalto a las barricadas enemigas les estabacostando la vida a muchos de sus soldados.

En un momento el brigadier dio por terminada la comida y lespidió a sus oficiales que regresasen a sus obligaciones.

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Ana y yo recogimos los restos de la mesa y la vajilla usada yretiramos todo a la cocina.

Para ser mi primer día en la torre Ezmir la cosa no había ido mal.Me había enterado de que soldados franceses estaban entrando enZaragoza como paisanos para espiar y después dar a conocer a sus jefesnuestros puntos débiles y nuestras fuerzas.

Solamente esa información ya merecía la pena y en cuanto saliesede la torre teníamos que buscar el medio para dársela a conocer a suexcelencia.

Durante la tarde estuvimos encerradas en la cocina, igual quehabía ocurrido por la mañana, soportando el intenso calor a base deagua que por suerte no escaseaba pues había un pozo cercano.

Pasada la media tarde ayudamos a Romuald y a Felisa a prepararla cena de los oficiales, que se componía de una ensalada con unasfuentes de queso y fruta, todo ello acompañado de pan y vino.

Antes de atardecer Daniel entraba de nuevo en la fincaconduciendo el carruaje. Cuando estábamos las seis en nuestrosasientos, salimos del lugar de vuelta a Juslibol.

Había sido un día trabajoso por el calor más que por las laboresque habíamos tenido que realizar. Pero había merecido la pena.

Mi hermano había aprovechado el día en comprar algo paranuestra despensa, que no nos vendría mal después de las escaseces quehabíamos empezado a padecer los últimos días en Zaragoza.

Durante la cena le conté lo que había escuchado sobre lossoldados que haciéndose pasar por campesinos estaban atravesando laspuertas de la ciudad para espiar nuestras fuerzas.

Los dos convinimos en que había que hacer llegar esas noticias alcapitán Quílez y a su excelencia. Así que salimos de nuevo y nosdirigimos a casa de mosén Leonardo.

El párroco nos dijo que al menos un par de lugareños iban aviajar a Zaragoza en la madrugada siguiente para vender sus productosy regresar antes del mediodía a Juslibol. Los dos eran patriotas y sin lamenor duda de su aversión por los franceses.

Mosén Leonardo dijo que probaríamos primero con uno llamadoPaco Buesa.

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Antes de ir a ver al paisano, los tres discutimos si bastaba condarle nuestro mensaje de palabra para que él lo contase al capitánQuílez o por el contrario era más conveniente ponerlo por escrito.

Esto último garantizaba que nuestras palabras no podían serconfundidas o tergiversadas involuntariamente por el mensajero, perocomo contrapartida implicaba un grave riesgo para él si era registradoen algún control de los franceses.

Por fin decidimos que esta primera vez lo que teníamos quecontar a los comandantes de Zaragoza era fácil de memorizar sinmuchas posibilidades de error. Pero Daniel y yo nos propusimos buscaralgún medio para esconder un pliego de forma que no fuese fácil deencontrar.

En pocos minutos estábamos en el interior de la casa de PacoBuesa. Era un hombre más bien joven, fuerte y de mirada inteligente.

Estaba casado con una mujer llamada Julia y por lo que vimos,no hacía mucho que habían tenido a una preciosa niña a la que lamadre sostenía en brazos mientras nosotros hablábamos con su esposo.

Mi hermano y yo no queríamos ir pregonando a los cuatro vientosnuestra condición de espías, pues sabíamos que nuestra seguridaddependía de que muy poca gente conociese de nosotros. Aquí era másque nunca verdad que a quien dices tu secreto das tu libertad.

Pero algo teníamos que desvelar a nuestro mensajero siqueríamos contar con su colaboración para hacer llegar el mensajehasta el cuartel general de su excelencia.

Por ello, sin muchas explicaciones, simplemente Daniel le dijoque teníamos un mensaje urgente que debía ser entregado a la mañanasiguiente al párroco del hospital de Nuestra Señora de Gracia, mosénMiguel.

El campesino era avispado y no necesitó mayores detalles. Ledijimos lo que tenía que contar al cura y después le pedimos que nos lorepitiera, cosa que hizo al pie de la letra, sin desviarse un ápice decómo lo habíamos dicho nosotros.

Yo le expliqué que mosén Miguel le haría una pregunta paracomprobar que iba de nuestra parte y le dije lo que tenía que responder.

Su intención era salir de madrugada con su carro cargado de

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hortalizas y discurrir por las sendas que se abrían camino entre huertas,buscando el cobijo de sotos y arboledas hasta entrar en el Arrabal porlas calles que seguían bajo el control de los zaragozanos.

Una vez vendidos sus productos en el mercado, se personaría enel hospital donde entregaría nuestro mensaje y después regresaría antesdel mediodía.

Teníamos que confiar en la buena cabeza de nuestro emisario.Daniel y yo nos despedimos de él y de mosén Leonardo y regresamos adescansar a nuestra casa.

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CAPÍTULO XLIV Un latiguillo con secretos

El miércoles 20 de julio volvimos las seis mujeres a la torreEzmir en el carruaje conducido por mi hermano.

A mí me emparejaron de nuevo con Ana para trabajar en lacocina, cosa que no me incomodaba a pesar del calor que habíamospasado el día anterior.

El momento de servir la comida a los oficiales era muy propiciopara escuchar sus conversaciones y averiguar cosas que de otro modono hubieran sido fáciles de conocer.

Si todo iba bien, Paco Buesa estaría de regreso a mediodía, peroyo no sabría del resultado de su misión hasta que volviese al atardecera casa.

La cocina de la torre Ezmir estaba bien surtida. Las huertas de lafinca proveían de gran cantidad de verduras y hortalizas y de susgranjas se obtenían huevos, carne y leche.

Por si eso fuera poco, los soldados del regimiento de lanceroshabían salido por la mañana para saquear las numerosas torres que seextendían desde Juslibol hasta la margen derecha del río Gállego yparte de su botín estaba formado por los víveres que robaban de susdespensas.

La mañana transcurrió como la anterior, entre sudores ypucheros.

La aparición de Ana y mía en la cocina resultó un alivio paraFelisa, que como estábamos comprobando, era persona muy habladoray con Romuald apenas podía comunicarse.

Hasta que llegó la hora de la comida del mediodía no paró decontar historias que tan pronto eran de gentes del pueblo como de lafamilia o los criados de la torre.

Al parecer, con la llegada de los franceses los propietarios sehabían mudado a una vivienda próxima dentro de la finca. Les habíanpermitido mantener parte del servicio y Felisa les llevaba puntualmentelas raciones de comida que separaba del rancho general guisado en lacocina por Romuald y por ella.

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A falta de otra cosa a la que atender, la conversación de lacocinera nos mantenía entretenidas. Ana y yo charlábamos con ella ynos dedicábamos a las tareas que nos encomendaban el polaco y ella.

De esa forma transcurrió mi segunda mañana en la torre y nosdispusimos a servir la comida a los oficiales en el comedor principal.

Cuando Ana y yo entramos con las bandejas, apenas nosprestaron atención. Ya nos conocían del día anterior y por ellosiguieron hablando de sus cosas.

Mientras servía el guiso en los platos de los oficiales, agucé mioído para intentar hacerme con todo aquello que pudiera ser de valorpara nuestros comandantes, pero por mucho que me esforcé, noescuché nada que fuera relevante.

El brigadier Hergé se mostraba enojado por las bajas que habíantenido en los ataques que habían lanzado el día anterior contra laciudad y también porque cada día tenían más casos de desertores quese pasaban al enemigo.

Después los oficiales habían comenzado a hablar de los asaltosque sus patrullas habían realizado en Pastriz y en algunas torres deunos altos próximos, que yo deduje que se referían a los montes deLeciñena.

Nada de lo que contaban podía ser de interés para nuestro capitángeneral. Cuando los oficiales terminaron su comida, Ana y yorecogimos la mesa y nos retiramos a la cocina para fregar y tomaralgún bocado antes de comenzar a preparar la cena.

Al atardecer apareció Daniel con el carruaje y emprendimos elregreso a Juslibol. El día no había sido de provecho para nuestrosintereses, pero en este oficio de espía parecía que la paciencia era unavirtud que había que saber cultivar.

Ya solos en casa, Daniel me contó que Paco Buesa habíaregresado con bien de su viaje a Zaragoza. Tanto a la ida como a lavuelta había visto a lo lejos algunos destacamentos de lanceros quecabalgaban en busca de torres que saquear, pero ninguno habíareparado en él.

Tras atender a sus negocios en el mercado, se había presentadoante mosén Miguel. El buen párroco le había preguntado por la ciudad

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en la que había nacido mi abuela y el campesino, al que yo habíaaleccionado, había respondido que en Ceuta.

Después Paco Buesa le había dado nuestro mensaje. MosénMiguel a su vez le había dicho que tanto José como los demásmiembros de nuestra familia se encontraban bien y con eso habíaemprendido el regreso a Juslibol.

A estas horas el párroco habría visitado ya al capitán Quílez y lainformación estaría en conocimiento de su excelencia.

Desde el miércoles 20 de julio al domingo 24 tanto Daniel comoyo seguimos la misma rutina. Mi hermano nos traía en el carruaje porlas mañanas a la torre de Ezmir y nos recogía por las tardes.

De las conversaciones que yo escuchaba dentro de la torre apenashabía asuntos que merecieran ser comunicados a nuestros comandantes,aunque al menos nos servían a mi hermano y a mí para mantenernosinformados de lo que estaba ocurriendo en Zaragoza.

Así supimos que uno de los incendios que desde Juslibol seobservaban dentro de la ciudad se debía a que los defensores habíanprendido fuego al convento de San José para evitar que los franceses sehiciesen fuertes en él.

Casi todos los días había salidas de los zaragozanos paraincomodar las posiciones de los franceses y ataques de éstos contra lasdefensas de la ciudad, en ocasiones con intenso intercambio dedisparos de cañones y obuses, que cuando el viento soplaba desde elsur llegaba a nuestros oídos.

El humor del brigadier Hergé reflejaba cómo les habían ido lascosas en el campo de batalla y para nuestra alegría, casi siempre erapésimo.

Un día nuestras tropas habían salido hasta la Cartuja Alta,desalojando a las tropas francesas allí situadas y haciéndose connumerosos carros de suministros que estaban bajo su custodia.

Otro día el brigadier se lamentaba de que refuerzos llegados dePamplona o de Cartagena habían salvado los controles de sus tropas yhabían entrado en la ciudad.

Y todos los días se producían nuevas deserciones de soldadosfranceses, en muchos casos de sus regimientos extranjeros pero por lo

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que comentaban los oficiales, también de franceses. Hergé culpaba deesas traiciones al calor y a los numerosos muertos y heridos queestaban sufriendo por la dura resistencia de los vecinos.

En esa primera semana Daniel y yo habíamos enviado dosmensajes más. En uno avisábamos de que las tropas francesas en estelado del río planeaban cortar los caminos para impedir la salida yentrada de correos. En el otro, anunciábamos que el general Verdierhabía establecido como objetivo prioritario el convento de losTrinitarios.

Mi hermano había buscado una caña de algo más de dos pies delarga y con paciencia la había vaciado de forma que en ella cabía unpliego de papel. En un extremo había atado un trozo de cuerda para serusada como latiguillo con las caballerías. Así estos mensajes loshabíamos enviado por escrito, usando a alguno de los campesinos quenos indicaba mosén Lorenzo.

Para una patrulla francesa el latiguillo podía pasar como uno delos utensilios propios del carromato, lo que hacía prácticamenteimposible que sospechasen de él en un registro.

Por lo demás, los gabachos se tenían que contentar con el dañoque causaban, que no era poco, en sus saqueos a las torres y granjas dela ribera del Gállego.

A finales de semana noté que los oficiales estaban más agitadosde lo normal. El sábado les oí comentar que el día anterior habíantomado uno de los molinos situados en la margen izquierda que seutilizaba para moler el trigo antes de enviarlo a las tahonas.

Si eso era cierto, representaba un duro golpe para la ciudad, queya no andaba muy sobrada de raciones de pan.

Pero también hablaban de un contraataque de los sitiados que leshabía hecho retirarse de los altos de San Gregorio, donde parte de suinfantería estaba acampada.

El brigadier Hergé les había echado un severo rapapolvo por lahumillación que representaba que un ejército formado en su mayorparte por paisanos les derrotase en campo abierto.

Oí que les amenazaba con someterlos a un consejo de guerra sino conseguían hacer valer su veteranía y experiencia ante semejante

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enemigo.Estábamos ya recogiendo las bandejas de la cena cuando escuché

al brigadier que les pedía a sus oficiales que se quedasen en la salacuando nosotras nos hubiésemos ido, pues tenía que comunicarles losplanes de ataque para la mañana siguiente.

Hasta ahora los franceses no habían mostrado recelo en ningúnmomento de que mi compañera o yo les pudiésemos entender, y porello hablaban sin recato de lo que había ocurrido y de los planes queles aguardaban.

Pero esta vez el comandante estaba extremando sus precauciones,lo que significaba que estaban planeando un ataque importante. Asípues, Ana y yo salimos pero yo tuve la precaución de dejar la puertaentreabierta.

Apenas había dejado la vajilla usada en la cocina cuando pedípermiso a Felisa para salir a hacer mis necesidades y me aproximé consigilo a la puerta del comedor.

Oculta en las sombras del pasillo pude oír que el brigadier Hergécomunicaba a sus oficiales un inminente ataque a Zaragoza.

Aun no conociendo los detalles, teníamos que avisar a suexcelencia, pero ya faltaba poco para anochecer.

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CAPÍTULO XLV Santiago Apóstol

En cuanto estuvimos en casa le conté a Daniel mis cuitas. Creíaque los franceses iban a lanzar un gran ataque al día siguiente, aunqueno tenía la certeza.

Mi hermano estaba de acuerdo conmigo en la urgencia de avisar asu excelencia, aunque a esas horas no había ningún campesino que seaventurase a intentar entrar en Zaragoza, pues podía recibir un tiro delos propios defensores.

—Iré yo, África.—Pero Daniel, ¿cómo vas a evitar que te disparen desde las

defensas del Arrabal? En cuanto te vean aparecer, dispararán sinpreguntar.

—Hay una forma de entrar sin tener que atravesar nuestrosparapetos. ¿No recuerdas las galerías que tan bien conocíamos deniños? Siguen estando allí. Había una que iba a terminar justo debajodel puente de Piedra. Solo tengo que dejarme llevar por la corrienteagarrado a alguna rama y cuando llegue a la entrada de la cloaca,deslizarme en su interior.

—¡Pero no tendrás nada de luz para moverte dentro de ella!—Llevaré un candil envuelto en un hato para que no se moje. Lo

mantendré fuera del agua.Lo que mi hermano describía como un juego de niños en realidad

era una tarea arriesgada. El río podía bajar con fuerza, en cuyo caso loarrastraría por delante de la cloaca sin poder entrar en ella, aunque enpleno verano este riesgo era pequeño.

Además había zonas de remolinos en las que más de undesdichado había perecido ahogado. Y aun suponiendo que consiguiesellegar a la entrada de la cloaca, el candil y su mecha debían llegarsecos, pues de otra forma sería imposible encenderlo.

Pero no teníamos otra alternativa, así que mi hermano se preparóvistiendo ropa ligera que le permitiese nadar y con un pequeño hato enel que había envuelto con varias capas el candil y un chisquero paraencenderlo, partió con paso ligero en dirección a Zaragoza.

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Quedaban cinco horas para la media noche. En ese tiempo, sitodo iba bien, podía entregar el mensaje en la residencia de suexcelencia y estar de vuelta antes de que las campanas anunciasen elcomienzo del domingo 24 de julio.

Yo me quedé en casa, rezando a la Virgen del Pilar para queprotegiese a mi hermano en esta peligrosa misión.

Desconocíamos cómo les iban las cosas a Ginés y sor Marie enMonzalbarba. Estaba segura de que ellos también estabanproporcionando a nuestros comandantes noticias de las intenciones delos franceses y posiblemente en algunas ocasiones se parecerían a lasque nosotros enviábamos, pero más valía pasarse por mucho quequedarse corto.

Faltaba todavía una hora para que sonasen las doce de la nocheen la campana de la torre de la Asunción cuando Daniel estaba ya deregreso. Traía las ropas empapadas y parecía fatigado, pero habíacumplido la misión.

Me contó que en el camino había visto a dos partidas de lancerosfranceses recorriendo los caminos. Daniel los había evitadomoviéndose por las lindes entre huertos hasta llegar a las orillas delEbro más allá de Ranillas.

Allí había buscado una rama de considerables dimensiones y trasarrastrarla hasta el agua, había colocado el hato en el ramaje quequedaba fuera del agua y se había dejado llevar por la corriente,manteniéndose agarrado al tronco.

Tal como era de esperar, las aguas bajaban mansas y en cuantodivisó el puente de Piedra nadó con las piernas para que la rama seaproximase a la orilla derecha.

Cuando atravesaba por debajo del puente, se encontraba a apenasunos pies de la margen del río y enseguida vio la boca de entrada a lacloaca.

La rama que le arrastraba había quedado trabada en uno de lospilares del puente con tan buena fortuna que la entrada de la cloacaquedaba a muy poca distancia de donde él estaba situado.

Cogió el hato con una mano y, manteniéndolo fuera del agua,nadó con el otro brazo y con las piernas hasta que notó que sus pies

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contactaban con una superficie blanda que no podía ser otra cosa que elbarro de la orilla.

Ya dentro de la cloaca, deshizo el envoltorio y sacó el candil, quese mantenía seco. Se adentró algo más en la oscuridad del pasadizo ycuando ya parecía que el resplandor de la llama no atraería la atencióndesde el exterior, lo encendió con el yesquero.

Conocía bien esos pasadizos. Emprendió un rápido caminar hastaque llegó a un ramal que daba a los bajos de una casa en la calleSantiago.

Cuando había salido al exterior, se había dirigido al hospital paratransmitir nuestro mensaje a mosén Miguel.

El párroco lo escuchó con atención y ante la importancia de loque mi hermano le contaba, había partido al instante hacia el cuartelgeneral de su excelencia, acompañado de Daniel.

En el camino le puso al día de cómo iban las cosas en Zaragoza ylas noticias no eran buenas. Nuestro padre y José a Dios graciasseguían bien, aunque en los últimos días había habido un gran númerode patriotas heridos o muertos.

Nuestro hermano Ginés y sor Marie apenas habían podido hacerpasar dos mensajes sobre los movimientos de tropas y los ataques quelos franceses planeaban por el sur. Pero al menos era una prueba de queestaban bien.

Pero la situación dentro de la ciudad era muy apurada. Desde quelos franceses habían conseguido cruzar el Ebro, la entrada desuministros se había hecho más difícil y escaseaban los alimentos.

Lo peor, según le había contado mosén Miguel a mi hermano esque también empezaba a faltar la pólvora. Tanto así que la JuntaSuprema había dispuesto su fabricación dentro de la ciudad.

Para ello, muchas mujeres y niños habían comenzado a recogerde las calles salitre[96] mientras otras hacían carbón a base de quemarcáñamo y otros materiales.

Con todo ello otro grupo de gentes molía el salitre con carbón yazufre en morteros caseros hasta conseguir pólvora de menor calidadque la que nos llegaba de la fábrica de Villafeliche pero que hacía supapel.

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Por si esos problemas fueran pocos, eran frecuentes losdesórdenes entre los vecinos armados y sus comandantes. En cuanto sehabía conocido que había espías dentro de la ciudad que pasabaninformación a los franceses, se había desatado una descontrolada cazade sospechosos que ya había acabado en más de una desgracia.

En la residencia de su excelencia les había recibido el capitánQuílez, que tal parecía que no descansaba nunca.

Habían comunicado el mensaje y después mi hermano se habíadespedido emprendiendo el camino de vuelta. Para ello, habíaregresado a la cloaca por la que había entrado y una vez en la orilla delrío, había comprobado con satisfacción que la rama que le había traídoseguía allí.

Tras liberarla, se había agarrado a ella y no la había soltado hastaque, arrastrado por la corriente, había llegado a la orilla izquierda cercade la desembocadura del Gállego.

Desde allí, había emprendido el regreso casi a la carrera, ya queaunque era verano, el frío se le había metido en los huesos y de esaforma se calentaba y hacía porque sus ropas se secasen, cosa que nohabía conseguido, a juzgar por cómo había llegado a casa.

Le preparé un caldo caliente y aún no había terminado detomárselo cuando empezamos a escuchar un intenso ruido de cañonesque venía de Zaragoza.

A pesar de la premura de nuestro aviso, confiábamos en que suexcelencia hubiese tenido tiempo de alertar a los comandantes de laspuertas.

Los disparos y las explosiones no cesaron en toda la noche. AJuslibol llegaban amortiguados por la distancia, pero no cabía duda deque se estaba librando una dura batalla.

Tras la salida del sol, todavía se escuchaban los disparos y seveían las columnas de humo que se levantaban dentro de los muros dela ciudad.

Daniel y yo nos preparamos como todos los días para acudir a latorre Ezmir. A pesar de la lucha que se estaba librando en Zaragoza,nadie nos había dicho que cambiásemos nuestra rutina diaria.

Cuando nos acercamos a las puertas de la finca, observamos que

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la actividad en el campamento francés era mucho menor que otros días.Una vez dentro de la torre, pude comprobar que apenas había un

par de oficiales, cuando habitualmente no bajaban de la docena los quepululaban por la casa a esas horas.

Así pues, una buena parte de las tropas que estaban allíacampadas habían partido para tomar parte en la batalla. Ana y yo nosincorporamos a nuestros puestos en la cocina. Allí no había cambiadonada. Romuald y Felisa continuaban a gritos el uno con el otro y ambosseguían mostrando gestos de frustración por la falta de entendimientocon su interlocutor.

Yo ya le había insinuado a la cocinera que él era polaco pero nosordo, aunque mi comentario no había hecho mucha mella en su ánimo,pues desde entonces me parecía que aún le chillaba en un tono másalto.

En un momento en el que dieron por zanjada la conversación, lepregunté a Felisa por el paradero de los soldados y oficiales que noestaban en la torre.

—¡Ay, hija! Ayer al poco de anochecer salieron a caballo rumbo aZaragoza, con todo su equipaje de batalla, por lo que sabíamos que noiban a contemplar las estrellas. Después comenzó el alboroto quetodavía se escucha, así que no hay que ser muy larga para adivinar queestán otra vez a las andadas intentando tomar Zaragoza, ¡la Virgen delPilar no lo permita!

—¿Entonces hoy no tenemos que servir la comida como hacemoscada día?

—En ésas estaba con este tozudo cuando habéis llegado. Si no lehe entendido mal, le han ordenado que prepare la comida comosiempre, de donde deduzco que los oficiales no piensan estarguerreando todo el día.

Tal como había dicho Felisa, a la hora de comer un ayudante sepresentó en la cocina para ordenarnos que sirviésemos el almuerzo alos oficiales.

Los ruidos de la batalla habían ido disminuyendo a lo largo de lamañana y cuando salimos de la cocina con las bandejas aún seescuchaban disparos de cañón pero en menor cantidad que durante la

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noche.En el salón comedor en cambio el tono de las conversaciones era

más alto en comparación con los días pasados.Los oficiales no se habían cambiado de ropas y lucían en sus

uniformes los signos de la batalla que acababan de librar. El polvo semezclaba en sus ropas y en su piel con la sangre y el humo de lapólvora.

Hablaban a grandes voces, todavía bajo la influencia de laexcitación que produce la batalla y que aún no habían conseguidoaplacar.

Por lo que escuché, llevaban dos días de gran actividad. En lamañana del sábado un destacamento de sus lanceros había sorprendidoen una emboscada a una partida de defensores de más de cien hombres,dando muerte a un buen número de ellos, entre otros a su coronel[97], yobligando a los demás a lanzarse al río para evitar sus lanzas.

El mismo sábado sus tropas habían iniciado un gran ataque paratomar el convento de los Trinitarios[98] pero habían sido rechazados porlos nuestros.

Confiaba en que mi advertencia sobre los planes de Verdier deatacar ese punto hubiese contribuido a la derrota de los gabachos.

Sin apenas descanso, en la pasada noche el ejército imperialhabía atacado simultáneamente por todas las puertas del sur de laciudad y también por el norte.

Era el ataque del que Daniel había intentado prevenir a nuestrastropas.

Aunque los oficiales se mostraban eufóricos por el acaloramientoque produce el haber sobrevivido a la batalla, la cara del brigadierHergé no mostraba la misma alegría.

Por lo que pude oír entre tanto alboroto, en el sur habíanfracasado de nuevo en su intento de ocupar el convento de losTrinitarios, mientras que en su ataque al Arrabal, en el que habíanparticipado los lanceros acampados en la torre Ezmir, tampoco habíanlogrado entrar en la ciudad.

En un momento escuché al brigadier recriminar a sus oficiales

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por falta de ardor en el combate y por permitir la deserción de algunosde sus hombres, que en plena lucha se habían pasado al enemigo.

Un capitán, más osado que los demás, le había respondido quehabían chocado como en otras ocasiones con la defensa obstinada delos civiles, que respondían al toque de alarma de sus campanas ytambores con una fiereza que nunca antes habían conocido en otroslugares.

Animado por el atrevimiento de su compañero, otro capitán habíaañadido que habían perdido a un teniente y más de cuarenta de suslanceros, como prueba de que habían combatido con ardor y sin evitaral enemigo.

El brigadier finalmente había desistido de continuar con lareprimenda a sus subordinados. Con un gesto pacificador les dijo quesabía que esos tercos zaragozanos estaban dispuestos a luchar hasta lamuerte y añadió que jamás habían tenido enfrente un adversario consemejante determinación.

Por la tarde, cuando Daniel nos recogió, nuestro carruaje se cruzócon varios carros en los que traían a los heridos en la batalla para seratendidos en el hospital del campamento. Todos tuvimos que disimularnuestro alborozo al ver que los franceses habían recibido un durocastigo.

El lunes 25 de julio fue otro día de intenso calor. Era la festividadde Santiago Apóstol, patrón de España. Era uno de los días máscelebrados en todas las ciudades y pueblos, pero en las circunstanciasque nos encontrábamos nadie se sentía con ánimos para grandesfestejos.

En Juslibol solo se celebró la procesión presidida por el alcaldeAgapito García, mosén Lorenzo y otras personalidades de la villa.Detrás de ellos marchaba la casi totalidad de los vecinos.

Al terminar el párroco dirigió un responso en el que se pidió paraque Dios y la Virgen del Pilar nos socorriesen para echar a losfranceses de nuestra tierra.

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CAPÍTULO XLVI Bailén

Como ya habíamos visto en otras ocasiones, tras cada asalto a laciudad los franceses se retiraban a sus campamentos a curar sus heridasy esta vez no fue una excepción.

El día de Santiago y los siguientes no pude escuchar nada quedebiera ser comunicado a nuestra Junta Suprema.

Desde el lunes 25 de julio hasta el jueves 28 las conversacionesde los oficiales franceses giraban en torno a los campos de trigo quehabían quemado, en ocasiones pasando por las armas a los propietarios.

Decían haber asaltado un buen número de torres situadas enCogullada y que también habían prendido fuego a los campos decultivo de los agricultores de los barrios de San Miguel y laMagdalena.

Uno de los días habían hablado de la quema de un molino. Por lasexplicaciones que daban, deduje que se trataba del molino de lasAlmas. Alardeaban de que habían dado muerte a los que lo guardaban ydespués le habían prendido fuego.

Si eso era cierto, la situación en Zaragoza debía ser de grantribulación, pues cada día hacían falta en la ciudad bastantes miles deraciones de pan.

Los defensores continuaban con sus salidas para estorbar a losgabachos.

Lo único reseñable ocurrió el jueves 28 de julio. Cuando seacercaba la hora de servir la comida Romuald se nos acercó a Ana y amí y, tal como hacía con Felisa, comenzó a hablarnos a gritos al tiempoque se esforzaba en hacernos entender que no debíamos acercarnos aservir la comida hasta que él nos lo indicase.

Nadie en la torre sabía que yo hablaba perfectamente el francésasí que me sumé a mi compañera Ana en demostrar nuestra falta deentendimiento ante lo que nos trataba de decir.

Al fin le hicimos gestos de que habíamos comprendido que lacomida no debíamos servirla de momento y el polaco sonrió mientrascon un trapo de cocina se secaba el sudor que le caía como

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consecuencia del calor y del esfuerzo que había hecho con nosotras.Algo estaba ocurriendo en aquella sala y era obvio que no

querían que estuviésemos presentes, a pesar de que todo se hablaba enfrancés, idioma que supuestamente no comprendíamos ni micompañera ni yo.

Tenía que salir de la cocina y acercarme sin ser vista al comedor.Así que a los pocos minutos le comuniqué a Felisa que tenía que salir ahacer aguas menores.

Cuando me dirigía a la puerta el cocinero me llamó a voces peroFelisa le explicó con gestos más bien obscenos lo que yo necesitaba ycon eso se dio por satisfecho.

En cuanto estuve fuera de la cocina, caminé con tiento por elcorredor que nos separaba de la sala principal. La puerta parecíacerrada, pero a pesar de ello me aproximé con el mayor cuidadoevitando hacer ningún ruido.

Para mi contento, cuando estaba a pocos pasos comprobé querealmente la puerta estaba entornada pero no la habían encajado. Medetuve a muy poca distancia de ella, en una zona de sombra.

Solo se oía la voz del brigadier Hergé. El comandante les estabaleyendo un comunicado recibido del general Verdier. En él, el jefe delas fuerzas francesas en Zaragoza informaba a todos sus oficiales quese había producido una derrota inesperada de su ejército en el sur deEspaña, en una localidad de nombre Bailén[99].

Como consecuencia de ello, José Bonaparte había decididoabandonar Madrid y buscar refugio entre sus ejércitos en el norte delpaís.

El general Verdier era conocedor de todo ello por un mensaje deun general llamado Belliard[100], en el que, además de informarle de esaderrota, le transmitía órdenes para que se dispusiese a levantar el sitiode Zaragoza y replegarse hasta Logroño, donde debía proteger el flancoizquierdo de otros cuerpos del ejército imperial.

Cuando terminó de leer el escrito, se produjo un gran silencio enel comedor, tanto que temí que desde dentro pudiesen escuchar mirespiración.

Tras el estupor inicial, los oficiales manifestaron su disgusto con

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gritos y exclamaciones. Algunos manifestaban su incredulidad antesemejante noticia, diciendo que jamás un ejército imperial se rendiríaal enemigo.

Otros, quizá con más experiencia, trataban de explicar la derrotapor el intenso calor que imperaba en el sur de España, al que sus tropasno estaban acostumbradas.

Finalmente el brigadier pidió de nuevo silencio y retomó lapalabra. Hablando en el tono duro que ya le había escuchado otrasveces, se dirigió a sus oficiales para decirles que retirarse en esosmomentos de la batalla por Zaragoza representaría un deshonor para elpropio Verdier y para todos los oficiales que luchaban bajo su mando.

Por ello, el general había adjuntado otro escrito en el que lesinformaba que antes de cumplir las órdenes de Belliard, las tropasimperiales harían un último intento de tomar la ciudad. El brigadierterminó diciendo que atacarían la ciudad en la madrugada del primerode agosto.

Los reunidos en la sala prorrumpieron en gritos y vítores por lavictoria y el brigadier dio por terminada la reunión.

Yo regresé a la cocina a toda prisa, antes de que alguien saliesede la sala y me sorprendiese espiando.

Lo que había escuchado era información de vital importancia yteníamos que hacérsela llegar a su excelencia sin tardanza. Parecía queaquella tarde no iba a llegar nunca a su fin pero era más miimpaciencia que la realidad, pues ya se sabe que el tiempo vuela comoel viento.

Comenzó a atardecer y tras disponer la cena para los oficiales,Ana y yo nos reunimos con las otras mujeres para regresar en elcarruaje que conducía Daniel.

Tan pronto como estuvimos a resguardo de oídos indiscretos en lacasa, le conté a mi hermano todo lo que había oído. Al terminar su caramostraba una sonrisa como no había visto desde hacía tiempo.

La derrota de los franceses por nuestro ejército en el sur deEspaña ya era una buena noticia, pero aún era mejor el saber que elsitio de nuestra ciudad tocaba a su fin.

Discutimos un buen rato si la urgencia de informar a nuestra

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Junta Suprema era tal que merecía la pena que Daniel repitiese suexpedición de días atrás, cruzando el río y entrando por las cloacas.

Finalmente decidimos que lo más prudente era preparar un escritoy hacérselo llegar a mosén Miguel a través de algún agricultor que sedispusiese a ir al día siguiente al mercado de Zaragoza.

Esta vez no necesitábamos de mosén Leonardo. Probamos suertecon Paco Buesa y el joven campesino nos informó que tenía previstopartir en la madrugada siguiente con su carro cargado con algunashortalizas de su cosecha y de la de un vecino suyo que no se atrevía aviajar a la ciudad por las numerosas tropelías que estaban cometiendolos soldados franceses.

Le hicimos pues entrega del latiguillo con nuestro mensaje en elinterior de la caña, rogándole que tuviese el mayor cuidado y que nopusiese en peligro su vida por entregar el mensaje y despuésregresamos a nuestra casa para pasar la noche.

Durante la mañana del viernes 29 de julio tanto Ana como yosalimos en algún momento a los jardines para arrojar restos al pozo yambas escuchamos sonidos de batalla que, aunque no muy intensos,nos recordaban que la lucha continuaba.

En los campos que se extendían entre Juslibol y el Ebro se podíanver algunas columnas de humo levantándose hacia el cielo azul. Lossoldados franceses seguían quemando los cultivos en ocasiones paraprivar a la ciudad de recursos y otras solo por hacer daño.

Durante el servicio de la comida no pude escuchar nada sobre elpróximo ataque a Zaragoza, a pesar de que intenté no perder detalle delo que conversaban.

El sábado 30 de julio, cuando entré en el salón para iniciar elservicio de la comida, los oficiales estaban otra vez exaltados.

Al principio pensé que se aproximaba el gran ataque sobreZaragoza y estaban hablando sobre ello. Pero cuando pude entender loque decían, me di cuenta de que estaba equivocada.

El día anterior sus tropas se habían visto sorprendidas cuando sededicaban a saquear y quemar torres por un ataque inesperado de losdefensores[101].

La batalla había durado varias horas y los soldados imperiales se

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habían tenido que retirar tras sufrir no pocos muertos y heridos. Uncoronel francés había perecido en la refriega.

Con los franceses en huida, los vecinos les habían perseguidohasta los llanos de Cogullada, dando muerte a culatazos a los que caíanagotados.

Los oficiales acusaban a los zaragozanos de traidores, cosa queme causó extrañeza, viniendo de un ejército que hasta ese momento sehabía comportado más como bandoleros que como soldadosprofesionales. Los que así hablaban bien parecía que veían en el ojodel vecino la paja pero no en el suyo la tranca.

La misma tarde del viernes los coraceros habían atacado a ungrupo de paisanos armados en Osera, haciéndolos huir hasta el Ebro.

El brigadier Hergé y otros comandantes de la zona, herido suorgullo por la derrota del día anterior, habían dado orden de atacar estamadrugada la torre del Arzobispo pero su acometida había sido envano, pues habían sido derrotados de nuevo, sufriendo un gran númerode muertos y teniendo que abandonar cuantioso material en su huida.

Habíamos terminado el servicio cuando, ya de regreso en lacocina, Felisa aprovechó un momento en el que Romuald había salidopara cogerme del brazo y retirarme hasta una esquina.

—Hija, antes ha venido uno de los oficiales que habla castellanoa preguntarme por ti. Me ha dicho si te conocía desde hacía muchotiempo, si eras hija del pueblo y si te había visto curiosear o hacerpreguntas indiscretas a Romuald o a otros soldados. Yo le hecontestado que te conocía desde niña y que tus padres habían muertohacía unos años. Entonces habías comenzado a trabajar sirviendo enpalacios y torres de familias con posibles.

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CAPÍTULO XLVII El azar o la mano de un traidor

Algo no iba bien. Si los franceses estaban indagando sobre mí esporque tenían sospechas.

La buena de Felisa me había cubierto las espaldas y habíaprobado que, además de vocear al polaco, no perdía ripio. Desde millegada nunca había preguntado quién era yo o de dónde venía, perosabía que no era vecina de Juslibol y que estaba allí por orden delalcalde.

En los días que llevaba compartiendo con ella la cocina, habíaempezado a conocerla y estaba segura de que se enteraba de muchomás de lo que pretendía aparentar.

Confiaba en que su mentira para encubrirme no la metiese enproblemas.

Tras su revelación sobre la conversación con el oficial francés,mi cabeza no había parado de dar vueltas y analizar las alternativas queteníamos mi hermano y yo.

Si salía ahora por piernas de la torre, que es lo que me pedía elcuerpo, era poco menos que una confesión y exponía a Felisa ytambién al alcalde Agapito García a posibles represalias de losgabachos.

Pero por otro lado, tenía que avisar cuanto antes a mi hermano ydecidir entre los dos qué hacer.

Al fin conseguí calmar mi ansiedad y esperar hasta queatardeciera y Daniel viniese como todos los días a buscarnos.

Si los franceses no me habían arrestado todavía era porque solotenían sospechas pero ninguna certeza, así que podía arriesgar yaguantar unas horas más sin cambiar mi rutina.

Decidí no salir de la cocina ni dejarme ver por la torre hasta queatardeciera, por no tentar al diablo.

La tarde transcurrió sin ningún percance y en cuanto supe queDaniel nos esperaba en el patio con el carruaje me apresuré a salir ysentarme en mi sitio habitual en él.

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Como todos los días, al llegar a Juslibol mi hermano dejó elcarruaje en un corral del Ayuntamiento y juntos nos dirigimos a la queera nuestra casa.

Mi impaciencia por contarle lo ocurrido era tal que no pudeesperar a estar bajo techo y antes le relaté el interrogatorio del oficial aFelisa.

—Estamos en problemas, hermana. Por alguna razón losfranceses tienen sospechas de ti y quién sabe si quizá también de mí.Lo más prudente es que recojamos nuestras cosas y regresemos aZaragoza.

—Eso mismo había pensado yo, Daniel. Hagamos nuestroshatillos, despidámonos de mosén Leonardo y de Aurelio Latas ypartamos sin tardanza.

Habíamos traído pocas cosas con nosotros y por tanto pocoteníamos que recoger. En pocos minutos teníamos nuestros enseresliados. Esta vez sí puse mi navaja bajo mi camisa, por si las moscas.

Fuimos primero a despedirnos del párroco, que nos manifestó supesar por nuestra inesperada partida. Mosén Leonardo era del mismoparecer que nosotros y nos aconsejó que cogiésemos camino en cuantonos hubiésemos despedido del boticario.

El párroco nos dio su bendición y tras agradecerle su apoyo nosencaminamos hacia la casa del boticario.

Conforme nos acercábamos vimos luz en la botica. Aurelio Latasseguía todavía trabajando antes de retirarse en busca del merecidodescanso.

Entramos en el establecimiento y allí se encontraba el boticario,pero no estaba solo. De espaldas a nosotros se encontraban un tenientefrancés y dos soldados. El oficial hablaba un mal castellano y le estabapreguntando por nosotros a nuestro casero.

Daniel y yo nos miramos por unos instantes sin pronunciarpalabra. Mi hermano asintió con la cabeza y ambos sacamos denuestros refajos casi a la vez las navajas. Los gabachos se giraban enese momento para observar quién osaba interrumpir su interrogatorio.

Nos abalanzamos con decisión sobre ellos. Sus armas no eran lasmejores para combatir en un espacio pequeño como era la botica.

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El oficial solo llevaba su sable, pero no había tenido laprecaución de coger una pistola, que le hubiera sido de más provechoen esas circunstancias. Los dos soldados llevaban sus fusiles, que porsus dimensiones tampoco eran fáciles de disparar a corta distancia.

Todavía estaban intentando empuñar sus armas cuando Daniel yahabía asestado un navajazo mortal en el cuello al oficial y yo habíaclavado con fuerza mi acero en la boca del estómago de uno de lossoldados, haciendo que la punta se dirigiese hacia arriba en busca de sucorazón.

El francés, un muchacho joven que quizá no llegaría a los veinteaños, me miró aterrorizado por unos instantes y después sus ojos sequedaron en blanco, agitándose para desplomarse a continuación alsuelo sin vida.

El tercero estaba intentando encarar su fusil cuando el boticariole golpeó en la cabeza con una garrota que había sacado de detrás delmostrador. Ante la violencia del golpe el soldado no pudo terminar delevantar el arma, que se le cayó de las manos.

Aún no había tocado suelo el arma cuando mi hermano ya estabasobre él, sujetándolo por detrás al tiempo que deslizaba su afiladanavaja por su cuello. El desdichado se llevó las manos a la garganta enun vano intento de contener la sangre que comenzaba a salir aborbotones por la herida.

A los pocos momentos yacía muerto en el suelo junto a suscompañeros. Todo había sucedido muy de prisa. Cuando nosrecobramos del sobresalto miré al boticario, que contemplaba los trescadáveres con frialdad.

—Don Aurelio, sentimos haberle metido en este lío.—No lo lamentes, hija. Esto es poco para lo que se merecen por

la pérdida de mis dos hijos. Estaba deseando poder devolver a estosdiablos el daño que nos han hecho a mi esposa y a mí. Venían a porvosotros. Cuando habéis entrado me preguntaban por la relación quenos unía. En algún momento han dicho que eráis espías en contra delos intereses del imperio.

Daniel mientras tanto había comprobado que los tres francesesestaban muertos y bien muertos.

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—Para éstos se ha acabado la guerra. Tendremos que ver cómodisponemos de sus cuerpos para evitarle problemas a usted, donAurelio.

—Ahora avisaré a unos vecinos que me ayudarán a hacerdesaparecer los cadáveres. Si mañana me preguntan por ellos, les diréque no han aparecido por la farmacia y aquí paz y después gloria.Vosotros bien haréis en tomar el camino a Zaragoza y no parar hastaque lleguéis.

Abrazamos al boticario y nos despedimos. Siguiendo su consejo,salimos de Juslibol y a través de los senderos que corrían entre lashuertas alejados de los caminos principales, emprendimos la marchahacia Zaragoza.

Íbamos a llegar de anochecida, lo que no era lo másrecomendable. Cuando estuviésemos cerca de las murallas de la ciudaddecidiríamos cómo entrar en ella sin ser tiroteados por los defensores.De momento teníamos que esquivar a las patrullas francesas.

—África, ¿qué ha pasado para que de pronto nos descubriesen?—Llevo pensando en ello desde que Felisa me advirtió del

interrogatorio del oficial francés en la torre. O bien por puro azar susservicios de inteligencia han sospechado de nosotros, o algún traidordel pueblo nos ha denunciado. Pero nunca lo sabremos.

—Confío en que ni la cocinera, ni el boticario ni el párroco nitampoco el alcalde tengan problemas con los franceses por nuestracausa.

—Ellos conocían el riesgo, Daniel. Pero siempre pueden alegarque no sabían nada de nuestras actividades de espionaje.

Tras más de una hora de caminata divisamos los muros delArrabal. Todavía no había anochecido, por lo que a pesar del atardecer,desde los puestos de vigilancia debían distinguir claramente queéramos un hombre y una mujer con ropas de campesinos.

Tras discutirlo durante unos minutos, decidimos aproximarnos alos muros defensivos sin ocultarnos. Cuando estábamos a unos cienpasos de lo que parecía una barricada tapando el acceso a una de lascalles del barrio, escuchamos que nos daban el alto.

Los dos nos detuvimos e hicimos señas a los defensores para que

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conociesen que éramos vecinos de Zaragoza. Tras unos minutos deindecisión, uno de ellos nos ordenó aproximarnos para podercomprobar nuestros pasaportes.

Eso hicimos y al poco rato atravesábamos la puerta del Ángel yvolvíamos a Zaragoza tras doce días fuera de ella. Estábamos de nuevoen nuestra ciudad.

Teníamos que presentarnos ante el capitán Quílez para informarlede nuestro precipitado regreso, pero yo estaba también impaciente porpoder abrazar a José y que supiese que me encontraba bien.

Daniel también quería correr en busca de su esposa Antonia y suhija Joaquina.

Al fin acordamos presentarnos primero en el cuartel general de suexcelencia, para que se conociera nuestra inesperada vuelta. Ya despuéstendríamos tiempo de encontrarnos con nuestros seres queridos.

La ciudad había cambiado en estos doce días que habíamosestado fuera. Muchos edificios habían sido pasto de las llamas y ahorasolo eran ruinas, algunas de ellas todavía humeantes.

Había señales del impacto de las bombas y las granadas francesasen muchos lugares. La artillería enemiga se había empleado a fondo,causando mucho daño en las casas y en las calles.

En los vecinos con los que nos cruzamos no se percibía elespíritu animoso que reinaba cuando habíamos dejado la ciudad. Laescasez de pan y carne que mosén Miguel le había relatado a Danieldías atrás junto con el constante castigo de las bombas empezaba ahacer mella entre los defensores.

Daniel me había advertido que su excelencia había mudado suresidencia al palacio arzobispal, por considerarlo más amplio paraalbergar a sus ayudantes y mejor situado para recibir información ymandar órdenes a sus comandantes.

A nuestra llegada al edificio, en la entrada había un trajinarconstante de jóvenes que por sus apariencias estaban sirviendo demensajeros entre nuestro general y los jefes de las puertas.

Preguntamos a uno de los soldados de guardia por el capitánQuílez y en pocos minutos bajaba por las escaleras para recibirnos. Sucara estaba extrañamente seria.

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—No sabéis lo que mi corazón se alegra de veros con bien.¿Acabáis de llegar?

—Así es, capitán. Hemos tenido que abandonar Juslibol conprisas. Los franceses habían empezado a hacer preguntas sobrenosotros y en el último momento nos hemos tenido que abrir paso connuestras navajas para poder volver a Zaragoza.

— Entonces, ¿nadie os ha informado de la suerte de vuestrohermano y de Sor Marie?

Al escuchar aquello sentí que la sangre se helaba en mis venas.—Es la primera visita que hacemos tras atravesar la puerta del

Ángel. ¿De qué nos estáis hablando?—Siento ser yo quien os dé estas malas nuevas. Ayer vino otro de

nuestros espías que nos trae información de las correrías y planes delos franceses situados en el camino a Tudela. Nos dio noticias de queGinés y la religiosa de la Caridad habían sido arrestados por losfranceses. Vuestro hermano había vendido cara su detención, pueshabía dado muerte a dos soldados antes de ser hecho preso. El coronelfrancés que manda el regimiento de Monzalbarba los sometió a unjuicio sumarísimo y esa misma tarde los mandó ahorcar en unaarboleda cercana al Ebro. Con ellos fueron también colgados por elcuello hasta morir el párroco mosén Lorenzo Blasco y el boticario donMariano Chicapar.

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CAPÍTULO XLVIII Unos días tristes

La noticia de la muerte de Ginés, de sor Marie y del cura y elboticario de Monzalbarba era algo que no esperábamos y por unosinstantes Daniel y yo permanecimos aturdidos ante el capitán Quílez,sin poder pronunciar palabra.

Me volví hacia mi hermano y le abracé con fuerza. Todossabíamos que en esta misión corríamos un gran riesgo, pero éramosjóvenes y confiábamos en que saldríamos con bien de ella.

Las lágrimas inundaban mis ojos pero hice un esfuerzo porsobreponerme y recobrar la compostura.

—Capitán, ¿conocen mi cuñada María Josepha y nuestros padresde este terrible infortunio?

—Yo mismo acudí ayer al domicilio del señor Juan en cuanto fuiconocedor de lo sucedido. En la casa solo se encontraba vuestra madre,que recibió la noticia con entereza. Me ofrecí a acudir al castillo parainformar también a vuestro padre, pero me dijo que prefería ser ella laque se lo contase. Después los dos juntos fuimos a comunicárselo avuestra cuñada. Fue un duro golpe para ella, más si cabe ahora queespera un nuevo hijo.

Entonces me acordé de mosén Leonardo, de Felisa, de AurelioLatas y del alcalde Agapito García, nuestros valedores en Juslibol.

—¿Habéis recibido noticias del párroco, del alcalde y delboticario de Juslibol? ¿Han sido prendidos por los franceses?

—No tenemos conocimiento de tal cosa, señora. Confío en que subuen juicio les haya llevado a ponerse a resguardo.

Las palabras del capitán no calmaron en demasía mi desazón porsu suerte, pero ya poco podíamos hacer, salvo rezar a Nuestra Señora.

Nos despedimos del capitán y salimos del palacio arzobispal. Yaen la calle, comenzamos a caminar pero yo sentía como si mis pies nopudiesen conmigo.

Nuestro plan inicial era que, una vez presentados ante elayudante de su excelencia, iríamos prestos a abrazar a nuestros seres

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queridos y después Daniel marcharía hacia el castillo parareincorporarse a su puesto en las compañías de Mariano Cerezo y yoacudiría al hospital para abrazar a mi esposo y darle cuenta al doctorGavín de mi regreso.

Pero tras lo que acabábamos de conocer, debíamos ir al encuentrode nuestra madre y de nuestra cuñada para compartir nuestro dolor conellas y que supieran que habíamos regresado sanos y salvos.

Decidimos visitar primero a la esposa de Ginés. María Josepha seencontraba en su casa, con Victoria, que ya contaba cuatro años,jugando en el suelo con unas piedras de la calle, ajena todavía a lapérdida de su padre.

Nuestra cuñada estaba en esos momentos serena pero en sus ojosse veían las huellas de las muchas lágrimas que había derramado desdeque fue conocedora de la muerte de Ginés.

Muchas mujeres habían pasado en las últimas semanas por elduro trance que ahora ella sufría. Esta terrible guerra nos iba a dejarcicatrices en nuestros corazones que nunca desaparecerían.

Hasta ese momento yo había intentado no pensar en que mihermano estaba muerto por mi culpa, pues era yo la que le habíaembarcado en esta desgraciada aventura, pero al estar ante ella no pudecontener mis sentimientos y la abracé pidiéndole perdón entre sollozos.

—No hay nada que perdonar, querida África. Desde que empezóesta maldita guerra, Ginés y yo habíamos hablado en varias ocasionesde que la muerte rondaba sobre nosotros y muy especialmente sobre él,pero me decía que si caía en el combate, no olvidase nunca que antesde su último aliento su pensamiento sería para nuestra hija Victoria,para mí y para el hijo que llevo en mis entrañas y después moriríaorgulloso de hacerlo por Zaragoza.

Sus palabras me confortaron y entonces me sonrojé, pensandoque debería ser yo la que le diera consuelo a ella y no al revés.Mientras intentaba controlar mis emociones, Daniel tomó la palabra.

—La muerte de Ginés no será en vano, cuñada. Te prometo quelos gabachos van a pagar caro su crimen.

—José y yo nos ocuparemos de que no os falte nada ni a ti ni alos niños – añadí yo.

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En las condiciones en las que mi cuñada se encontraba, enavanzado estado de gestación y con una niña de cuatro años, no parecíalo más prudente que permaneciese sola en esa casa. Le propuse que setrasladase al menos temporalmente a vivir con José y conmigo.

Al principio rechazó mi propuesta, pero ante mi insistencia, conel apoyo de mi hermano, finalmente cedió. Acordamos que en lamañana siguiente vendría para ayudarle en la mudanza.

Tras un largo abrazo nos despedimos y salimos en dirección acasa de nuestros padres.

Al llegar al barrio de San Pablo, vimos desolados que las bombasy las granadas lanzadas por las baterías francesas se habían cebado enél.

Muchas casas presentaban destrozos, otras eran solo un montónde escombros y algunas habían sucumbido bajo las llamas. Conformenos aproximábamos a la calle Aguadores aumentaba mi angustia por eltemor a que algún proyectil hubiese alcanzado nuestra casa.

Pero la Virgen del Pilar la había protegido. En toda la calle en laque vivían mis padres apenas se observaba alguna casa dañada por losdisparos.

Cuando entramos en casa, tras la cara de sobresalto inicial denuestra madre, que no nos esperaba, nos abrazamos los tres con fuerza,como si temiésemos que alguien o algo nos podía separar de pronto.

Ya no tenía sentido ocultarle nuestros trabajos como espías, asíque sentados en la cadiera le contamos nuestros afanes en ese oficioque había comenzado de forma fortuita al escuchar una conversaciónen un bar y que al fin había llevado a la muerte a Ginés, a sor Marie y alas personas que les habían ayudado.

Los tres lloramos la pérdida de todos ellos buscando consuelo losunos en los otros.

Mi madre todavía no había encontrado el momento de acercarseal castillo y comunicar las tristes noticias a nuestro padre.

En aquellos momentos se escuchaban disparos ocasionales queprovenían del Portillo y de la puerta del rey Sancho. Nuestra madre nosdijo que en los últimos días eso era lo habitual. Las patrullas francesasno cesaban de hostigar nuestras defensas con incursiones y ataques

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ocasionales a diferentes puntos.Sin embargo, por lo que ella había escuchado en la plaza, la

batalla más dura se había librado por la mañana cerca de la torre delArzobispo, defendida por nuestras guardias walonas, que habíanderrotado y puesto en fuga a los franceses.

Así pues, a pesar de que casi había anochecido, ése podía ser unbuen momento para atravesar la puerta del Portillo y llegarnos alcastillo para ver a nuestro padre.

Mi madre quería acompañarnos pero le hicimos desistir de laidea. A pesar de que en esos momentos no se escuchasen sonidos debatalla, ésta podía desatarse en cualquier momento y Daniel y yo solosnos podíamos apañar mejor que con ella a nuestro lado.

Atravesamos la puerta de la ciudad sin dificultad. Algunos de losvecinos apostados en su defensa nos conocían y los pasaportes quetodavía conservábamos seguían siendo buenos.

En la penumbra del anochecer vimos los muros del castillo.Habían sufrido grandes daños por las bombas de los franceses, perotodavía aguantaban de pie.

Los que guardaban las puertas nos franquearon el paso al vernosllegar. Una vez dentro, Daniel habló con uno de los soldados y éste leindicó dónde podíamos encontrar a nuestro padre.

En cuanto lo vimos, corrimos a abrazarlo. Antes de que Danielpudiese hablar, tomé yo la palabra.

—Padre, nos alegra encontrarlo con bien.—Lo mismo os digo, hijos. Están siendo días de prueba para

todos nosotros, pero al menos los gabachos no se libran de laspenalidades. Cada vez que nos atacan reciben un buen escarmiento.

—Somos portadores de una triste noticia, padre. Nuestro hermanoGinés ha muerto.

Yo lo conocía bien y sabía que era un hombre duro, curtido porlos reveses de la vida. Pero siempre se ha dicho que no hay mayordolor que el de perder a un hijo.

Vi como su cara se crispaba intentando contener el sufrimientoque le había producido la noticia.

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Nos sentamos sobre unos cascotes caídos de los muros ycomenzamos a contarle nuestras actividades como espías al servicio desu excelencia el general Palafox.

Me pareció que nuestro relato le aliviaba algo su gesto de pena,no sé si porque le evitaba pensar en Ginés mientras lo contábamos oporque la importancia de la misión que habíamos servido le hacía másllevadera la aceptación de su pérdida.

Al terminar, calló durante unos momentos, como si estuvieratodavía tratando de asumir que no volvería a ver a nuestro hermano.

—Hijos, me siento orgulloso de Ginés, porque ha dado su vidapor la patria, por Zaragoza y por el rey. Pero mi corazón también seregocija de satisfacción por vosotros dos. Nunca había tenido en granconsideración a los espías, pensando solo en aquellos que pasaninformación de su propio bando al enemigo. Pero lo que habéis hecho,arriesgando vuestras vidas y Ginés dando la suya, me hace sentirmemuy honrado de ser vuestro padre.

Quizá sus ojos estaban empañados por algunas lágrimas quepugnaban por asomar, pero su cara reflejaba el orgullo del que noshablaba.

Nos sujetaba a los dos unidos a él en un fuerte abrazo mientrasesto decía. Por fin nos soltó y su cara de nuevo se tornó seria.

—Algo más os tengo que decir antes de que partáis. ¿No habéisreparado en que es mucha la casualidad de que casi en el mismo día losgabachos hayan hecho presa a la hermana de la Caridad con vuestrohermano y lo hayan intentado con vosotros?

El dolor que la noticia de la muerte de Ginés, de sor Marie y denuestros amigos de Monzalbarba había sido tal que nos habíabloqueado tanto a Daniel como a mí nuestras mentes, pero ahora quemi padre lo señalaba, de pronto a los dos se nos abrieron los ojos.

Tal como él decía, nuestro hermano, la religiosa y los demáshabían sido arrestados el viernes 29 de julio y los franceses de Juslibolhabían venido a detenernos el sábado 30 de julio.

Nuestro padre prosiguió con su razonamiento.—Mucha casualidad es ésa, y yo a mis años creo poco en el azar

y mucho en la mano del hombre detrás de los infortunios.

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Cuando nos habían venido a arrestar en Juslibol tanto Danielcomo yo habíamos pensado que alguien de la villa nos había delatado,pero a la luz de lo que ahora sabíamos, si descartábamos el azar comonuestro padre nos sugería, teníamos que buscar a nuestro delator entrelas gentes de Zaragoza.

Mi cabeza había empezado a bullir con lo que acabábamos dedescubrir.

—Padre, tiene usted razón. Alguien ha informado a los francesesde nuestra identidad y de la de nuestro hermano y sor Marie.

Daniel había afilado su mirada, como cuando se había enfrentadoa los soldados franceses en la botica de Aurelio Latas.

—Esa persona tiene que ser alguien que nos conoce bien, África.Muy pocos sabían de este trabajo nuestro. Así que no debería ser difícildar con el traidor.

El cansancio y el dolor habían desaparecido de repente y habíandado paso a un decidido propósito de dar con la persona que nos habíadelatado, causando la muerte de nuestros seres queridos.

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CAPÍTULO XLIX La lista

La posibilidad de que alguien próximo a nosotros nos hubiesetraicionado comenzaba a calar en nuestros corazones y a mí mecausaba una profunda tristeza.

Apenas podía creerlo, pero la evidencia de lo que nuestro padrehabía dicho era imposible de refutar. Se dice que a la verdad no sellega solo por la razón, sino también por el corazón. En mi cabezaentendía que el delator tenía que ser alguien muy cercano, aunque micorazón todavía se resistía a aceptarlo.

Con resignación y un cierto miedo comenzamos a nombrar unapor una a todas las personas que sabían de nuestro secreto.

En esa lista se encontraban en primer lugar mosén Miguel y miesposo, pues eran los que con mayor detalle conocían de todas nuestrasoperaciones. También el hermano Guillermo Rincón estaba en granmedida al tanto.

De los tres, el único que simpatizaba más con las ideas de laIlustración era el fraile de San Juan de Dios. Pero en muchas ocasioneshabía hablado con dureza de la crueldad de los gabachos en sussaqueos y asaltos.

Tanto mosén Miguel como el hermano de San Juan de Dioshabían asistido a nuestra boda y no podía creer que ninguno de los dosnos hubiese denunciado a los franceses, sabiendo que eso nos podíacostar la vida.

En cuanto a José, estaba segura de conocer hasta sus más íntimospensamientos y para mí quedaba fuera de toda duda que pudiese estarinvolucrado en un acto tan vil contra nuestro grupo.

Pero había otras personas. El doctor Gavín, si no conocía todoslos detalles, sabía mucho de mis salidas a los pueblos de alrededor ybastante de mis escuchas sobre los planes de los franceses.

En el hospital algunos estaban al tanto también de mis frecuentesausencias, por lo que cualquiera de ellos podía haber atado cabos. Unode los principales bajo sospecha era el camillero Chesús Loriga. Eranbien conocidas sus ideas afrancesadas, que lejos de ocultarlas le

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servían para más de una bronca con compañeros y enfermos.También conocía de mis fallos al trabajo el jefe de limpiadoras,

Cosme Mediano, que siempre me había demostrado su desacuerdo conmis frecuentes faltas y en alguna ocasión había intentado sonsacarmesin éxito la razón.

Nuestras tres amigas, Magencia, Andresa y María, me habíanpreguntado casi después de cada salida por los motivos que mellevaban a ausentarme del trabajo. Yo no les había confesado nunca misactividades de espionaje. Pero eran conocedoras de que me habíareunido en algunas ocasiones con el marqués de Lazán e incluso con elmismo Palafox, por lo que podían haber atado cabos.

Yo consideraba a las tres buenas amigas. ¿Había motivos paraque alguna de ellas nos hubiese traicionado a mis hermanos, a SorMarie y a mí?

En esos momentos empezaba a sospechar de todos los que merodeaban y, bien pensado, al menos algunas de ellas sí podían tener susrazones.

Me había casado con José, que según nos había confesado añosatrás Magencia, era el amor de su vida. De hecho, a pesar de ser unamujer muy atractiva, no había desposado con ningún otro hombre.

Desde mi matrimonio con él, nunca me había vuelto a decir nada,pero yo sí había observado que cuando hablábamos de nuestrosesposos, a ella se le endurecía el gesto. ¿Quizá me odiaba por habermecasado con su amor, era una agente al servicio de los franceses y eseodio le había llevado a delatarnos a mí y a los demás?

En cuanto a Andresa, nunca había ocultado con nosotras sussimpatías por los franceses, aunque había tenido cuidado de no darse aentender ante gentes a los que no conociera bien. Como afrancesada,bien podía estar actuando como agente del enemigo y habernosdenunciado.

De la única sobre la que no tenía ninguna sospecha era María.Siempre nos habíamos tratado con cariño y se mostraba orgullosa desus orígenes en el Arrabal.

Otras compañeras habían hablado de mis faltas al trabajo, al igualque los hermanos de San Juan de Dios y las hermanas de la Caridad,

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pero si sabían de ellas, no debían sospechar el motivo, salvo quealguien se lo hubiese contado.

Mariano Cerezo había sido informado al menos parcialmente denuestras salidas de Zaragoza con el fin de obtener la licencia paraGinés y Daniel, pero su sentir patriótico estaba fuera de toda duda.

Por supuesto el capitán Quílez también era obvio conocedor detodas nuestras actividades espiando a los franceses y posiblementealgún otro miembro del entorno de su excelencia. Ya se habían dadocasos de eminentes ciudadanos tenidos como patriotas, incluso muypróximos a su excelencia, a los que se había descubierto pasandoinformación al enemigo.

Algo sabían también las gentes que en Monzalbarba, Cuarte yJuslibol nos habían dado cobijo. Aurelio Latas, el alcalde AgapitoGarcía y mosén Leonardo conocían todo de nuestras actividades en latorre Ezmir, y muy probablemente en Monzalbarba el boticarioMariano Chicapar y mosén Lorenzo Latas estaban al corriente deloficio de espías de sor Marie y Ginés. El párroco y el boticario habíanmuerto, pero podían tener familiares y amigos a los que quizá habíanconfiado el secreto.

Pero al igual que otros, los de Juslibol solo conocían de lostrabajos de Daniel y míos en la villa pero nada de Ginés y Sor Marie ylo mismo ocurría con los de Monzalbarba, que no debían conocer nadade lo que hacíamos Daniel y yo en Juslibol. Difícilmente nos podíanhaber denunciado a los franceses a las dos parejas a la vez.

Aun así, a todos ellos los incluimos en la lista de posiblessospechosos.

Finalmente, estaban también nuestras familias. Mi madre y miscuñadas no sabían nada de estos negocios secretos, pues habíamostenido buen cuidado de ocultárselos para evitarles desvelos ypreocupaciones en nuestra ausencia. Lo mismo ocurría con mi hermanaPilar y su marido Santiago.

Mucho menos conocían de nuestros asuntos mis tíos, tanto loshermanos de mi madre como el tío Agustín, hermano de nuestro padre.

En cuanto a la familia de mi esposo José, hasta donde alcanzabami conocimiento, él tampoco había dicho nada a sus padres, a los que

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visitaba con frecuencia.A sus hermanos Dionisio y Sebastián los veía mucho menos.

Desde que el doctor Gavín había creado los hospitales de campañapróximos a las puertas, mi cuñado Dionisio estaba destinado en uno deellos y pasaba allí gran parte del tiempo. Su otro hermano, Sebastián,solo abandonaba la defensa de la puerta del Carmen para abrazar a suspadres cuando los ataques de los gabachos lo permitían.

De Basilio Andía apenas teníamos noticias desde que lo habíaencontrado velando el cuerpo de su hermano Perico, por lo quedifícilmente podía ser conocedor de nuestros trabajos como espías.

Cuando terminamos, en nuestra lista había más de veintenombres, aunque a los tres nos costaba creer que cualquiera de elloshubiese tenido algo que ver con la muerte de Ginés. A partir de ahí,teníamos que decidir cómo proseguir nuestras pesquisas para dar con eltraidor.

Daniel no iba a poder ayudarme mucho. Se tenía que presentarante Mariano Cerezo para incorporarse a filas. Nuestro padre nos contóque la lucha era cada vez más enconada tanto en torno al castillo comoen todas las puertas.

Había corrido el rumor de una importante derrota de las tropasimperiales en el sur de España[102] y desde que se conoció, losfranceses habían redoblado sus esfuerzos por entrar en Zaragoza. Porello, todos los fusiles eran necesarios ahora en los muros del castillo yen las defensas de las puertas.

Así pues, me tendría que encargar yo de indagar con el fin deidentificar al traidor y lo primero que tenía que hacer era decidir enquién confiar.

La noche estaba próxima y todavía no había ido a abrazar a José.Con mi cabeza a punto de estallar, me encaminé hacia el hospital,donde suponía que mi esposo aún estaría atendiendo a sus pacientes.

Habíamos puesto a mi esposo en la lista de personas que nospodían haber traicionado, pero con cada paso que daba a su encuentrome sentía más segura de su fidelidad y de su amor hacia mí.

Por fin atravesé el umbral de Nuestra Señora de Gracia y a lospocos momentos me encontraba ante él. Si me quedaba todavía alguna

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sombra de duda sobre su lealtad, al mirarle a los ojos se desvaneció.Corrí a sus brazos al tiempo que las lágrimas resbalaban por mis

mejillas de forma incontenible.—África, ¡éste es el mejor final a este terrible día que hemos

tenido! Te hacía todavía en Juslibol.Todas las emociones que había estado conteniendo hasta entonces

se desbordaron. José me sujetaba con fuerza contra su pecho. Un nudoen mi garganta apenas me permitía pronunciar palabra.

Finalmente, entre sollozos comencé a hablar.—Mi hermano Ginés y sor Marie han muerto en Monzalbarba.Noté que sus brazos se relajaban para separar algo nuestros

cuerpos y cogiéndome con sus manos por mis hombros me miró a losojos.

—¿Qué ha ocurrido, querida esposa? ¿Han caído bajo el fuego delos cañones?

—No, José. Alguien nos ha delatado. Ginés y sor Marie fueronapresados y los franceses los ahorcaron en las afueras de Monzalbarbaayer, junto al párroco y al boticario que les habían estado prestando suapoyo. Daniel y yo tuvimos más suerte. Vinieron a por nosotros enJuslibol pero conseguimos abrirnos paso hasta regresar a la ciudad.

El dolor que reflejaba su rostro conforme yo le contaba loocurrido no era fingido y me sentí mal por haberle siquiera por unmomento incluido en la lista de sospechosos.

—Lo que me cuentas es terrible, África. Quienquiera que os hayadelatado tiene que ser alguien no muy lejano, pues algunos podíansaber de tu hermano y tú en Juslibol y otros de Ginés y la hermana dela Caridad en Monzalbarba, pero pocos conocían de las dos parejas a lavez.

—Eso mismo hemos cavilado Daniel y yo. Por ello hemos hechouna lista de las gentes más cercanas que podían conocer de nuestrasactividades, aunque muchos son los miembros de nuestras familias. Nopuedo imaginar que ninguno de ellos sea el traidor.

—¿Habéis hablado con el capitán Quílez sobre ello?—Todavía no. Nos hemos presentado a él nada más llegar pero en

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ese momento ni nos pasaba por la cabeza que hubiese un delator.—Es un asunto muy grave, África. Aunque ya ha anochecido,

deberíamos ir a verlo. Los espías están haciendo mucho daño y cuantoantes lo descubran mejor será.

—En verdad Daniel y yo no sabíamos cómo empezar. El propioayudante de su excelencia es uno de los que conocía de nuestrasactividades de espionaje y por tanto, aparece en nuestra lista desospechosos.

—No te falta razón, mi amada. Otros casos se han visto deciudadanos honorables que a la postre estaban colaborando con elenemigo. Pero tendremos que asumir el riesgo. Nosotros solos nopodemos hacer las indagaciones necesarias para aclarar este enigma.

—Vayamos pues a los cuarteles generales de su excelencia. Lacara del capitán cuando le informemos de nuestras sospechas sobre laexistencia de un traidor nos dirá mucho de su inocencia.

En la calle, a pesar de ser noche cerrada, seguían sonando todavíaalgunos disparos, pero ya nos habíamos acostumbrado a ellos y apenasnos causaban sobresalto.

Tal como imaginábamos, el capitán Víctor Quílez aún seencontraba en la residencia del capitán general. No estaba solo. Unbuen número de oficiales y comandantes subían y bajaban por lasescaleras interiores y trajinaban de un lado a otro.

Mientras los zaragozanos intentaban conciliar el sueño con elruido de fondo de los fusiles, los responsables de la defensa de laciudad se mantenían vigilantes preparando los planes para el díasiguiente.

El oficial bajó a los pocos instantes de preguntar por él alsoldado de guardia.

— Capitán, mi esposo y yo tenemos algo grave que comentarcon vos, si disponéis de unos minutos. Por el tema que os vamos acontar, haríamos bien en hacerlo en privado.

El ayudante de su excelencia nos hizo pasar a una pequeña salapróxima a la entrada de la residencia y cerró la puerta tras él.

—Sé lo que me vais a decir, señora. Tenemos un traidor entrenosotros que os ha delatado a vos, a vuestros hermanos y a sor Marie.

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José y yo habíamos llegado esperando ver la cara de asombro enel rostro del ayudante cuando le contásemos de nuestras cavilaciones,pero al fin había sido él el que nos había pasmado a nosotros.

—En cuanto me contasteis que los franceses habían estado apunto de haceros presos a vuestro hermano y a vos en Juslibol, vi queera demasiada casualidad que vuestro hermano Ginés, sor Marie y susencubridores hubiesen sido hechos prisioneros y ejecutados enMonzalbarba un día y que al siguiente hubiesen ido a por vos. Alguienos ha delatado.

—Acertáis, capitán Quílez. Mi esposo y yo, así como el resto demi familia estamos convencidos de que alguien que conocía de nuestrastareas de espionaje en las dos villas nos ha traicionado.

—Ya vuestro hermano y vos nos previnisteis de la existencia desoldados franceses que haciéndose pasar por vecinos de las villas dealrededor entraban en Zaragoza usando pasaportes robados paraespiarnos y conocer de nuestras fuerzas y su emplazamiento. Perosabemos que además algunos zaragozanos afrancesados estáncolaborando con el enemigo, haciéndole llegar información y a vecesincluso comida o pólvora.

La confirmación del ayudante de Palafox de que habíamos sidovíctimas de un delator no hacía sino dar por buenas nuestras sospechas.Y por el tono de sus palabras, realmente no parecía que él pudiese serel traidor, aunque en este negocio del espionaje el engaño era un armafundamental.

—¿Habéis cogido ya a algún espía de esos que habláis?—Por cierto que sí. Nosotros también tenemos agentes, algunos

en territorio enemigo, como ha sido vuestro caso y el de vuestroshermanos, y otros dentro de la ciudad, intentando descubrir a los queespían para los franceses, aunque no es tarea fácil.

—¿Qué sugerís que hagamos para intentar desenmascarar anuestro delator?

—Conociéndoos sabía que vos llegaríais a la misma conclusiónque yo, pero no he esperado a que vinieseis y ya he empezado a tomarmedidas. Pero vuestra colaboración, la de vuestro hermano y la devuestro esposo será de gran valor para que nos digáis quiénes de

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vuestro entorno conocían de los trabajos que estabais llevando a caboal servicio de su excelencia.

—Os traemos una lista, aunque os tenemos que advertir quemuchos de ellos son gentes de nuestras familias, que aparecen en ellaporque no eran ajenos a nuestras actividades pero por los querespondemos con nuestra palabra y nuestra vida si fuera preciso.

—Esa lista nos será muy útil, señora. Pero os tengo que advertirque andéis con cuidado por quién empeñáis vuestra palabra, pues enlos tiempos que corren los hombres sacamos a relucir lo mejor perotambién lo peor de nuestros corazones.

Antes de marchar le recité los nombres de todos aquellos que deuna forma u otra conocían de nuestra condición de espías. En esa listaaparecía también él. Al oírlo, el capitán esbozó una sonrisa mientrasnos decía que hacíamos bien en no descartar a nadie, por muy patriotaque pudiese parecer.

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CAPÍTULO L La guerra sin cuartel

Tras nuestra conversación con el capitán Quílez, José y yo nosretiramos a nuestra casa en el Coso. Por el camino yo no podía quitarde mi cabeza a Ginés, a sor Marie, a mosén Lorenzo y a don Mariano,cuyos cuerpos quizá colgaban todavía de algún árbol.

Los franceses eran muy amigos de dejar a los ajusticiados a lavista del pueblo, para que los demás no olvidasen el castigo queesperaba a quienes les traicionasen.

El dolor de mi corazón era apenas soportable y solo encontrabaalgo de alivio al pensar en encontrar el culpable y hacerle pagar porello.

En la actitud del capitán Quílez ni mi esposo ni yo habíamosvisto ningún signo que nos hiciera pensar en su persona como eldelator. Sus respuestas nos habían parecido sinceras y según nos dijo,ya había comenzado a investigar el asunto antes de que nosotrosllegásemos.

Ya en casa todavía permanecimos despiertos un buen rato, nosolo por el ruido de los disparos, que no cesaba, sino también porquevolvimos a repasar la lista de sospechosos.

Teníamos buenas razones para tachar de ella a muchos. No cabíaen cabeza sana pensar en los padres de José ni en los míos comoposibles delatores. Lo mismo ocurría con los dos hermanos de José,Sebastián y Dionisio, con la esposa de éste, Manuela, y con mihermana Pilar y su esposo Santiago.

Lo mismo aplicaba a mis tíos. Pero no ocurría igual con laspersonas que trabajaban en el hospital. De ellos, el hermano GuillermoRincón, mosén Miguel e incluso el propio doctor Gavín, no veían conmalos ojos las ideas de la Ilustración, por no decir de Chesús Loriga,que desde el primer momento se había declarado afrancesado sinningún recato.

Y lo mismo ocurría con mi amiga Andresa. En cuanto aMagencia, nunca se había manifestado como afrancesada, pero podíatener un motivo personal contra mí.

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Por muchas vueltas que le diésemos, no íbamos a resolver elenigma esa noche, así que al fin nos venció el sueño y caímosagotados.

En la mañana del domingo 31 de julio nos despertó el intensotiroteo que de nuevo se escuchaba tanto en las puertas del sur de laciudad como viniendo del otro lado del río.

En cuanto llegamos al hospital fui a presentarme al doctor Gavín,que ya era conocedor del triste final de sor Marie y de mi hermanoGinés y me recibió con sincero cariño. Por sus palabras de consuelodeduje que sabía más de lo que yo pensaba de nuestros trabajos comoespías en campo enemigo.

Después hice lo propio con el jefe de limpiadoras, CosmeMediano. Al igual que el doctor Gavín, me transmitió sus condolenciaspor la pérdida de mi hermano y de sor Marie.

Algo me dijo también de los riesgos que la guerra nos deparabaen ocupaciones que no eran las nuestras. Parecía que a pesar de quehabíamos intentado mantener en secreto nuestras actividades deespionaje, no habíamos tenido mucho éxito.

Entonces me acordé de mi abuelo, que cuando éramos pequeñosnos decía que las tres cosas más difíciles en la vida eran guardar unsecreto, perdonar un agravio y aprovechar el tiempo.

Los heridos en las puertas comenzaban a llegar por su propio pieo traídos por otros vecinos, así que tenía que comenzar mi faena.

Cosme Mediano me había dado instrucciones para incorporarmede nuevo a la sala en la que estaba trabajando José y hacia allí ibacuando me encontré con mosén Miguel.

Por unos instantes nos miramos sin decir nada, los dos conlágrimas en los ojos. El párroco había sido nuestro maestro durantetoda nuestra niñez y nos había enseñado las letras, los números y otrascosas importantes de reyes y hombres.

Mientras nos dábamos un sincero abrazo sin embargo no podíaapartar de mi mente que se había formado en Francia y que en muchasde nuestras conversaciones durante las clases había defendido convehemencia la cultura y las ideas del país con el que ahoraguerreábamos.

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Él era el que más conocía de nuestras incursiones para espiar alos franceses y sabía con todo detalle quién daba refugio a mi hermanoGinés y a sor Marie en Monzalbarba y dónde vivíamos Daniel y yo enJuslibol.

¿Podía ser él el delator que había entregado a mi hermano y a lahermana de la Caridad a la horca? Si él era el culpable, ¿habíaentregado también a la muerte a su buen amigo mosén Lorenzo?

Recordé las palabras del capitán Quílez recomendándome que noempeñase mi palabra por nadie en este asunto. Pero si había algunasrazones que podían hacernos considerar al párroco como sospechoso,yo tenía muchas más en contra de hacerlo.

Además de nuestro segundo padre, era un hombre de Dios y conun corazón grande y generoso, como había comprobado en más de unaocasión. Él mismo había sido hecho prisionero en nuestra salida aCuarte. De haber sido un agente francés podía haberse identificado yconseguir su libertad con solo unas palabras.

Recé para que el capitán Quílez diese pronto con el auténticotraidor, pues no podía vivir con la sombra de la sospecha hacia todoslos que me rodeaban.

El párroco tuvo palabras de cariño para Ginés recordando suhabilidad para el dibujo y su carácter afable y dispuesto. Entoncesvinieron a mi cabeza recuerdos de nuestras excursiones por las cloacas,con Ginés como portador del candil en una mano y la garrota en la otrapara librarnos de las ratas.

Me despedí de él escuchando su promesa de que las próximasmisas del hospital serían por la salvación del alma de mi hermano y delos patriotas que habían caído con él.

Cuando entré en la cuadra en la que José estaba pasando sala vial hermano Guillermo, que desde hacía años se había convertido en lapareja de trabajo de sor Marie. Ellos dos me habían enseñado el arte dela enfermería y juntos habían salvado más de una vida.

Él era otro de los que aparecían en la lista de posibles delatores,pero al igual que con mosén Miguel, mi corazón se resistía a aceptarsiquiera la sospecha.

Lo cierto es que del hermano Guillermo yo apenas conocía nada

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de su vida antes de incorporarse al hospital. De ser por las apariencias,no cabía duda de que había que eliminarlo como posible afrancesado ytraidor. Siempre había hecho gala de su marcado carácter aragonés quelucía hasta en su fuerte acento tras el que ocultaba la gran cultura queen nuestras muchas conversaciones había mostrado.

Con mi cabeza alborotada por todos estos pensamientos, comencémis tareas. Con la vista buscaba a Chesús Loriga, pero no estaba allí.Quizá lo habían asignado a otro pabellón diferente del de mi esposo.

Por cerciorarme, pregunté a otro camillero que estaba de servicioy me dijo que había faltado un par de días por no encontrarse bien desalud, aunque había mandado aviso de que en la mañana del lunes, aldía siguiente, estaría en su puesto.

Desde que habíamos descubierto que alguien nos habíatraicionado, el nombre del camillero venía insistentemente a mi cabeza.Era un declarado afrancesado, defendía la revolución e incluso alejército francés y era un convencido de las ideas de la Ilustración.

Según él mismo nos había contado, había trabajado en la ciudadfrancesa de Lourdes como camillero durante unos años antes de venir aZaragoza y por ello hablaba francés con soltura.

Pero lo conocíamos desde hacía muchos años y a pesar de susideas afrancesadas, dentro de su rudeza siempre nos había demostradocariño y además, aunque sospechase algo de mis actividades comoespía, ni yo ni mi esposo ni tampoco sor Marie le habíamos contadonunca nada de ello.

Aunque no lo habíamos hablado, Chesús Loriga ocupaba elprimer puesto en mi lista de sospechosos y estaba convencida que miesposo José era del mismo pensar.

En nuestra última conversación con el capitán Quílez le habíamoshablado de él y conociendo la perspicacia del ayudante de suexcelencia, no me equivocaba mucho al pensar que el oficial tambiénhabía reparado en los indicios que parecían señalar a Chesús como elposible delator.

La Virgen del Pilar se había compadecido de mí y el camillero nohabía acudido al trabajo. Por hoy ya había tenido suficientes emocionesy un encuentro cara a cara con el posible traidor hubiera colmado el

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vaso de mis sentimientos.La llegada de nuevos heridos consiguió distraerme de todas estas

ideas. De pronto las campanas comenzaron a tocar a rebato. Me asoméa una de las ventanas del pabellón y vi a muchos hombres corriendopor la calle de Santa Engracia con sus fusiles en dirección a la puertadel Ángel.

No podía ser otra cosa que un ataque importante de los francesesdesde la margen izquierda del Ebro. El ruido de la fusilería iba enaumento. En nuestros oídos resonaban y se mezclaban el que venía delas puertas del sur con el de los vecinos que intentaban contener estenuevo asalto por el norte.

El sonido de la batalla se prolongó durante horas. Con losvecinos con heridas de bala o de metralla que traían los voluntarios nosiban llegando noticias de la marcha de la batalla.

Por lo que contaban, una importante columna de tropas francesasse había aproximado al Arrabal por el camino de Barcelona. La ferozresistencia de los defensores les había hecho replegarse a unos haciaSan Gregorio y a otros a Pastriz.

Los nuestros habían entonces contraatacado llegando hasta elmolino de Mosnillo, desalojando a los soldados imperiales allíapostados, recuperando de paso más de cuarenta talegas de harina quenos iban a servir para mitigar algo la falta de pan que se empezaba anotar en la ciudad.

Durante los días que habíamos estado en Juslibol, los franceseshabían ido tomando los molinos situados en la margen izquierda, quehasta ese momento habían abastecido de harina a las tahonas.

Los afortunados campesinos a los que los gabachos no habíanquemado sus cultivos estaban trayendo a la ciudad las mieses sintrillarlas ni moler el grano. Así que ahora tenían que hacer esostrabajos de forma artesanal en las casas, utilizando mazas paramachacar el trigo.

Pero el pan no era lo único que escaseaba. Apenas habíahortalizas, y las pocas que se veían en el mercado se vendían a preciosmuy elevados. También faltaban los huevos, la carne e incluso losbizcochos que servían de alimento a los más débiles.

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Llegó el atardecer y con la victoria de nuestras tropas sobre losfranceses en el camino de Barcelona parecía que una vez más desistíande sus propósitos y se retiraban vencidos a sus cuarteles.

José y yo abandonamos el hospital cuando las estrellas brillabanya en el cielo. El día había sido caluroso y apenas corría nada deviento, por lo que la noche no prometía mucho alivio.

Al pasar por delante de la iglesia de San Roque camino denuestra casa escuchamos la voz de una mujer que con buena entonacióncantaba una jota que nos arrancó a los dos una sonrisa. Estaba segurade que la volveríamos a oír.

Su letra decía así: “La Virgen del Pilar dice, que no quiere serfrancesa, que quiere ser capitana de la tropa aragonesa”. La jotaseguía: “Tienen los aragoneses, un orgullo singular, por tener comoPatrona a la Virgen del Pilar[103]”.

Las gentes que por allí pasaban se iban arremolinando poco apoco en torno a la espontánea, que ante los vítores y aplausos de losvecinos, repetía su canto, al que se iban sumando los que la escuchabanconforme iban aprendiendo la letra.

Ni Palafox ni el general francés tenían que buscar otras razonespara justificar la resistencia de Zaragoza durante más de un mes. Lamayor parte de los zaragozanos estaban dispuestos a dar su vida pordefender la ciudad, a la Virgen y a nuestro rey.

Cuando estábamos ya llegando a las puertas de nuestra casa caíen la cuenta del día en que estábamos. A las doce de la nochecomenzaría el lunes 1 de agosto, la fecha que el brigadier Hergé habíacomunicado a sus oficiales para iniciar un ataque final a nuestraciudad.

Daniel y yo habíamos prevenido a la Junta Suprema de esteataque y a fe que nos habían tomado en serio. A diferencia de otrasnoches, no se veía a ningún defensor regresar a su casa para descansaren cama conocida a la espera del amanecer.

Todos permanecían en sus puestos, guardando las puertas y losmuros que impedían el acceso a la ciudad. El doctor Gavín tambiénhabía dictado esa mañana una provisión para que todos los trabajadoresy profesionales del hospital acudiésemos a nuestros puestos en caso de

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sonar el toque de alarma desde las campanas de la Torre Nueva.José y yo cenamos una sopa de pan y sin apenas quitarnos nada

de ropa nos tumbamos en la cama, cogidos de la mano y rezando paraque los franceses hubiesen cambiado de opinión.

El cansancio nos venció. No sabía cuánto tiempo habíatranscurrido cuando entre sueños me pareció oír al sereno su habitualcantinela: “Las cuatro y sereno, ¡dormid zaragozanos!”.

A los pocos momentos comenzaron a tronar los cañones y lasexplosiones de sus bombas y granadas.

Apenas perdimos tiempo en lavarnos la cara, más para quitarnosde encima la modorra que porque nos inquietase nuestro aspecto.Enseguida estábamos en el Coso, caminando a toda prisa hacia elhospital, escuchando los proyectiles de los franceses sobre nuestrascabezas.

Después de tantos bombardeos, ya empezábamos a distinguircuándo nos disparaban desde el alto de la Bernardona y cuándo desdelos altos de Torrero. Los avisos de campanas que tan útiles nos habíansido en los primeros días para indicar la llegada de las bombas ahoraapenas eran necesarios.

Nada más entrar en Nuestra Señora de Gracia, nos encontramoscon Chesús Loriga que caminaba hacia nosotros.

—África, ¡llevaba semanas sin veros por aquí! Espero que estéisbien de salud. Por el hospital corrían muchos rumores sobre vuestroparadero.

Apenas me salían las palabras de la boca, pero hice un esfuerzopor mostrarme amable con él.

—De momento no me puedo quejar de mi salud, Chesús. Regreséayer pero no os vi por los pabellones.

—Mi madre ha caído enferma con unas fiebres y el doctor Gavínme dio licencia para quedarme cuidándola.

—Espero que ya esté mejor.—Os lo agradezco, señora. Ayer por la tarde la fiebre ya había

remitido, confío en que pronto esté repuesta. He sabido que uno devuestros hermanos y nuestra querida sor Marie fueron ahorcados por

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los franceses en Monzalbarba. No tengo palabras para manifestaros mipesar por tan terrible pérdida.

Por unos momentos le miré a los ojos, intentando ver si su pesarera sincero. Mi abuela siempre me había aconsejado fiar solo de lasbuenas gentes, y me decía que el corazón de las gentes se ve en susojos. Después sentenciaba su consejo con el dicho de que el que alandar caderea y al mirar sus ojos mece, yo no digo que lo sea, pero síque lo parece.

El camillero me sostenía la mirada sin apartarla y no vi signos deengaño en ella, aunque sabía que era un hombre viajado y seguro quepodía aparentar si se lo proponía.

—Así es, Chesús. El ejército imperial sigue cometiendodesmanes, de los que puedo dar fe tras los días que he pasado fuera deZaragoza, lo que dice muy poco de su honor.

—África, sabéis que siempre he sido un ardoroso partidario de larevolución del país vecino y de sus ideas de la Ilustración, pero tengoque reconoceros que rechazo con toda energía estos actos de pillaje ybarbarie que están cometiendo en las torres y villas de los alrededores.

José y yo no pudimos evitar el mirarnos ante semejantedeclaración del camillero. O era un perfecto embustero o nos habíamosequivocado y él no era el delator que buscábamos.

Tendríamos que esperar a que los agentes del capitán Quílezcompletasen sus indagaciones porque lo único que teníamos claro esque alguien nos había traicionado.

En el exterior la batalla continuaba. Tras un intenso bombardeoen el que los gabachos nos habían disparado más de cincuentaproyectiles en un corto tiempo, desde donde estábamos comenzamos aescuchar los estampidos de la fusilería.

Por los sonidos que nos llegaban, parecía que las tropas francesascon cuarteles en Torrero atacaban por San José, pero desde el otro ladodel río también se escuchaba ruido de disparos.

Aunque muchos de los heridos más leves eran ahora atendidos enlos hospitales de campaña que se habían habilitado cerca de laspuertas, aún seguían llegándonos al hospital sobre todo aquellos másgraves y también los civiles, ya fueran mujeres o niños, que habían

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sido víctimas de explosiones o balas perdidas.A mediodía los que nos traían heridos desde la puerta Quemada,

que estaba soportando un fuerte ataque de los franceses que habíanbajado desde Torrero, contaban que el convento de San José habíacaído, a pesar de la feroz resistencia que se les había hecho por partede los voluntarios que estaban en el molino de aceite de Goicoechea.

Una vez ocupado el monasterio, los gabachos se habían hechofuertes en él y habían comenzado a disparar sus cañones sobre labarriada de las Fuentes, de donde nos estaban llegando no pocos civilesheridos.

También se habían hecho con los campos de las Eras del Rey, apesar del intenso fuego que caía sobre ellos desde el castillo y losmuros de las casas que limitaban con ellos.

En la margen izquierda nuestras tropas habían conseguido evitarque entrasen por allí, pero desde cualquier punto de la ciudad se podíanver negras columnas de humo de las cosechas y las torres a las que losgabachos habían prendido fuego.

Tras más de un mes de guerra, el desánimo empezaba a cundirentre nosotros. Nuestras fuerzas ya flaqueaban y la carencia dealimentos no ayudaba a levantar nuestro ánimo.

Esa mañana se habían producido algunos tumultos en el mercado,al comprobar las mujeres que no había carne que comprar y el panescaseaba hasta tal punto que los panaderos lo tenían que distribuirescoltados por voluntarios armados.

La batalla apenas había cesado en todo el día, continuando por lanoche. El martes 2 de agosto los asaltos continuaban.

Las baterías francesas nos disparaban desde Torrero, desde latorre del conde de Belchite, desde la torre de Félix Vicente y desde susposiciones en las orillas del Gállego.

En su empuje se habían adueñado de nuevo del convento de losagustinos y habían ocupado buena parte del paseo de Torrero.

En un intento desesperado por hacerles frente, algunas compañíasnuestras habían contraatacado desde el Rabal, consiguiendo hacervarios prisioneros, entre ellos a un teniente coronel francés.

Al ser interrogado, había declarado que el general Verdier había

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recibido el día anterior importantes refuerzos de hombres y piezas deartillería y algo de ello había por la intensidad del bombardeo y de losataques que estábamos recibiendo.

Gracias a ese contraataque los franceses habían tenido queretirarse hasta Cogullada, permitiendo así que los dueños de loscampos de cultivo situados en esa zona pudiesen recoger un buennúmero de fajinas[104] y meterlas en la ciudad.

El trabajo en Nuestra Señora de Gracia y en los otros hospitalesde campaña no faltaba, de forma que yo apenas tenía tiempo parapensar en la búsqueda del traidor. El capitán Quílez no había dadoseñales desde nuestra conversación con él en la residencia de suexcelencia.

Tampoco las esperábamos, pues con el brutal ataque queestábamos sufriendo por parte de las tropas imperiales, el ayudante delgeneral Palafox tenía a buen seguro otros asuntos importantes queatender.

Si las cosas seguían así, poco iba a importar el nombre deltraidor, pues Zaragoza no podía resistir mucho más.

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CAPÍTULO LI El hospital bajo las bombas

El amanecer del miércoles 3 de agosto anunciaba un día deintenso calor. Los cañones apenas habían dado tregua durante la nochey con la luz del día habían reanudado con tenacidad el bombardeo.

Debido a la proximidad de los emplazamientos de sus baterías,un buen número de los proyectiles habían empezado a caer de formaindiscriminada en las calles y edificios de la ciudad.

Así, desde primeras horas al menos una docena de bombas ygranadas habían ido a parar en el convento de San Francisco, quequedaba a nuestra vista desde las ventanas del hospital al otro lado dela calle de Santa Engracia.

Otras muchas habían caído sobre casas particulares, provocandoel fuego en algunos casos y en otros haciendo que se vinieran abajo.

Entre los heridos que nos iban llegando no era extraño encontrarcaras conocidas. Sabido es que a base de transitar por las calles losrostros al principio anónimos acaban teniendo nombre.

Por ello no me sorprendió el ver a un joven que había recibidouna herida de metralla en la mejilla que sangraba en abundancia,manchándole toda la cara, pero aún así sus hechuras me resultabanfamiliares. Pensé que sería uno de los muchos vecinos de mi barrio.

— África, ¿no saludas a los amigos?—Basilio, con la sangre en la cara no te había reconocido. ¿Qué

te ha ocurrido?Era Basilio Andía, nuestro buen amigo de la infancia.—Ya me ves. Los gabachos nos han mandado una buena ración

de bombas para desayunar. Uno de los muros del castillo se ha venidoabajo. Está claro que no es de su agrado que sigamos allí. Nuestrocomandante Mariano Cerezo nos ha reunido y con su conocida mesuranos ha dicho: “Caballeros, no hay otra solución que vencer o morir”.Cuando regresaba a uno de los adarves que todavía se sostenían en pie,una granada ha explotado muy cerca y me ha hecho esta caricia en lacara.

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Revisé su herida y comprobé que mi amigo había tenido suerte,ya que la metralla apenas le había rozado, a pesar de la mucha sangreque teñía su cara.

—Con un poco de suerte nuestros maestros cirujanos te harán unbuen zurcido. ¿Sabes algo de mi hermano Daniel, de mi padre y de mitío Blas?

—Antes de caer herido los he visto a los tres que disparaban codocon codo agazapados entre los restos de la muralla. Este rasguñoapenas me va a dar cuartel para presumir por el barrio.

En esos momentos el pabellón en el que estábamos retumbó comosi los suelos se hubiesen abierto bajo nuestros pies. Un trozo de pareddel muro más alejado de donde nosotros estábamos había caído por elimpacto de una bomba.

Casi de inmediato, otras granadas comenzaron a explotar dentrodel recinto de Nuestra Señora de Gracia, provocando entre losenfermos y heridos momentos de terror.

En las siguientes horas los proyectiles no cesaron de caer, tantodentro de los terrenos y edificios del hospital como en las casas de losalrededores.

Estaba terminando de curar a uno de los heridos cuando se acercóJosé con cara de preocupación.

—África, traigo malas noticias. Ayer al atardecer unos camillerossorprendieron a tu amiga Andresa lanzando un volador desde losjardines para señalar a las baterías francesas el emplazamiento delhospital.

Las palabras de José me dejaron sin aliento.—No puedo creerlo, José. ¿Andresa es una traidora?—Todo parece indicar que así es, querida. Cuando los alguaciles

la arrestaron, confesó ser ella la responsable de los sabotajes quehabíamos sufrido en las semanas anteriores.

—¿Qué ocurrirá ahora con ella?—No son buenos tiempos para los traidores, África. Mucho me

temo que será sometida a juicio y si se comprueba su responsabilidad,será condenada a muerte.

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Aunque yo ya intuía cuál iba a ser su destino, al escucharlo deboca de José las lágrimas brotaron en mis ojos sin poderlas contener.Pensé en sus padres, a los que les esperaban días amargos, como noshabía ocurrido a nosotros no hacía mucho con el ajusticiamiento deGinés y de sor Marie en Monzalbarba.

—Pero aún hay más. El doctor Gavín y los miembros de la IlustreSitiada nos han reunido para informarnos de que tenemos que evacuara todos los enfermos y heridos del hospital. Estamos al alcance de losproyectiles enemigos, más todavía cuando Andresa les ha señaladonuestra posición y parece que los franceses no respetan ni los lugaressagrados ni los centros dedicados al cuidado de los enfermos. Ya vesque las bombas han comenzado a caer a nuestro alrededor.

—¿Cuándo va a comenzar el traslado, José? Y ¿a dónde vamos allevar a tantos enfermos?

—Su excelencia el general Palafox ha decidido que lostraslademos a la Real Audiencia. Tiene amplias salas y corredoresdonde confiamos en poder alojar a todos los pacientes y además es elmás alejado de las baterías de los franceses.

Después de mediodía comenzó la evacuación del hospital. No ibaa ser tarea fácil. Algunos de los heridos y enfermos podían caminar porsu propio pie, pero la mayoría necesitaban asistencia.

Yo me hice cargo de un soldado al que tres días antes le habíanamputado la pierna derecha. Era un muchacho joven y apoyándose enmi hombro, comenzó a caminar con su única pierna, haciendo un granesfuerzo en cada paso. Pensé que el traslado de todos los enfermos yheridos era una tarea imposible.

Pero al atravesar la puerta para salir al Coso con la intención decoger la calle San Gil y llegar al improvisado hospital en la RealAudiencia, vi con alivio que en la calle de Santa Engracia y en el Cosose agolpaban un buen número de mujeres y niños, así como muchos delos oficiales de los cuarteles generales. Todos esperaban para socorrera los enfermos en su traslado a la Real Audiencia.

Unos se habían provisto de improvisadas parihuelas, otros habíanconseguido un carro y los más fuertes aguardaban para coger en brazosa algún necesitado. Una vez que habían cargado con un paciente,

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emprendían la marcha hacia la ribera del Ebro, en donde estaba eledifico que iba a servir de improvisado hospital.

Entretanto las bombas no cesaban de caer con tan mala fortunaque algunas acababan con la vida de los generosos voluntarios que sedisponían a socorrer a los pacientes.

Apenas había iniciado yo el camino hacia la puerta del Ángel,con el joven soldado colgado de mi hombro, cuando una granada degran potencia cayó dentro del recinto del hospital, dañando uno de losmuros del pabellón en el que se guardaban a los dementes.

Éstos, aterrados por los ruidos de las bombas, comenzaron acorrer sin rumbo hacia la calle, antes de que los enfermeros o losvoluntarios pudiesen sujetarlos.

Pero los desdichados, en su locura, emprendieron la huida endirección a las baterías desde las que nos estaban disparando. Aún pudever cómo alguno de ellos era alcanzado por una granada y su cuerporoto en mil pedazos volaba por los aires.

La visión era espantosa, pero nada podíamos hacer por ellos sindejar desatendidos a otros. Así que yo, como otros trabajadores delhospital, continué mi marcha hacia la Real Audiencia confiando en quela Virgen del Pilar nos protegería con su manto de las bombas de losfranceses.

A los enfermos y heridos menos graves los médicos y losmaestros cirujanos los enviaban a sus casas, ante el temor de que eledificio junto a la Seo no pudiese albergar a tanto gentío. Y no andabandescaminados.

Cuando llegué con el soldado, los pacientes comenzaban aacumularse de forma caótica dentro de la Real Audiencia. Uno de losoficiales a cargo del lugar iba distribuyendo a los que traíamos, deforma que a unos los remitía a la sala de San Jorge, a otros a la sala delAcuerdo, y los menos graves eran colocados en el corredor alto y elcorredor bajo.

Todavía regresé al hospital dos veces más para recoger en una deellas a un niño con calenturas y en otra a una mujer parturienta con suhijo recién nacido.

En ese ir y venir me crucé en varias ocasiones con la madre

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Rafols, que tal parecía que se multiplicaba ya que tan pronto estaballevando a un niño en sus brazos como atendiendo en la calle a algúnherido por la metralla de las bombas, sin que pareciera importarle elpeligro.

Cuando llegué a la plaza de la Seo por tercera vez algunosalguaciles estaban dirigiendo a los pacientes y a sus camilleros aledificio de la Lonja, que aunque más pequeño, disponía de un buenespacio donde acomodar a los enfermos.

Al atardecer la visión de la ciudad desde la orilla del Ebro eradesoladora, con muchas casas ardiendo y gran número de vecinosaterrados vagando por las calles al no poder regresar a sus casas quehabían sido alcanzadas por las granadas.

Por lo que algunos contaban, las llamas se estaban propagandofácilmente de una casa a otra y si es cierto que donde humo sale, fuegohay, eran muchos los incendios que estaban arruinando nuestras casas.

Por si no fueran pocas nuestras aflicciones, el cierzo habíacomenzado a soplar y, aunque algo aliviaba el calor, también favorecíaque la destrucción por las llamas se extendiese más rápidamente.

Aunque nadie lo decía, todos presentíamos que el final estabacerca.

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CAPÍTULO LII El asalto

Para nuestra desgracia el jueves 4 de agosto los bombardeos nocesaron. Las baterías enemigas emplazadas en el alto de la Bernardonay en los conventos y edificios próximos que habían conquistado seempleaban a fondo, pero las que más daño estaban haciendo eran lassituadas en los altos de Torrero.

José y yo habíamos estado toda la noche bregando en elimprovisado hospital que se había organizado en la Real Audiencia.Antes del amanecer decidimos ir a nuestra casa para asearnos ycambiarnos las ropas manchadas de sangre para regresarinmediatamente a nuestro trabajo.

Subimos por la calle de San Gil hasta el Coso y desde allí,buscando la protección de las casas que todavía se sostenían en pie,caminamos a paso rápido hacia nuestro hogar.

El cansancio era tal que nos hacía olvidar el peligro quecorríamos ante las bombas de los franceses.

Casi todas sus granadas iban a caer próximas a la puerta de SantaEngracia y las que rebasaban el monasterio iban a parar en el hospitalde Nuestra Señora de Gracia y en los edificios que lo rodeaban.

Así, la placentera imagen que todos recordábamos de la calle deSanta Engracia y sus alrededores se había convertido ahora en unamasijo de cascotes y ladrillos caídos, con la mayor parte de las casasen ruinas y algunas ardiendo.

Lo mismo había ocurrido con el convento de Jerusalén y el deSanta Catalina, de los que solo quedaban un montón de escombros yalgún muro que todavía se sostenía ante el infierno de las bombas.

Nuestro único consuelo fue el pasar por delante de la Cruz delCoso y comprobar que seguía en pie, desafiante a las bombas de losgabachos.

Dejamos atrás toda esa destrucción y al fin llegamos a nuestracasa. Nos quedamos sorprendidos al ver que en esos momentos salía elcapitán Quílez.

—Doctor Guillomía, señora, al no encontrarles en casa regresaba

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al cuartel general.—Mi esposa y yo hemos estado toda la noche acomodando como

mejor hemos podido a los enfermos en la Real Audiencia tras eldesalojo del hospital. Nos encontráis de casualidad, ya que venimossolo a asearnos un poco antes de volver a nuestro puesto.

—No os entretendré mucho, sé que tenéis cuantioso trabajo queatender y yo tampoco ando escaso de él. Solo quería que supieseis quea pesar de los constantes ataques de los franceses, no hemos olvidadoque hay un traidor al que tenemos que encontrar, aunque solo sea porhacer justicia a vuestro hermano y a sor Marie.

Los sucesos del día anterior me habían hecho olvidar en algunosmomentos la muerte de mi hermano y la hermana de la Caridad. Ahora,las lágrimas de nuevo inundaron mis ojos.

—Supongo que conocéis que una limpiadora del hospital, denombre Andresa Calavia, fue sorprendida ayer cuando lanzaba al aireun volador con la intención de señalar a los artilleros franceses nuestraposición. Se ha confesado autora de algunos sabotajes ocurridos en lasúltimas semanas. ¿Vuestros agentes la han interrogado? ¿Acaso es ellala que nos delató, capitán?

—Como os podéis imaginar, el bombardeo de los franceses nosha requerido gran parte del tiempo de los hombres que tengodestinados a descubrir a los espías que desde nuestras filas pasaninformación al enemigo para así hacer más dañinos para nosotros susdisparos. Sospechábamos de vuestra amiga, a la que vos habíaisseñalado en vuestra lista. Mas os diré que así como ha confesado serautora de los sabotajes y también de los hurtos en las despensas, hanegado tener nada que ver con la muerte de vuestro hermano y sorMarie. Hemos interrogado a sus vecinos y ninguno recuerda querecibiese visitas extrañas a horas intempestivas.

Respiré aliviada. Hubiera sido muy doloroso que una de misamigas fuese la que había entregado a mi hermano y a los demás alverdugo francés.

—Si no fue ella, ¿tenéis alguna idea de quién ha podido ser?—Hay uno de mis hombres dedicado a indagar sobre las personas

que aparecían en vuestra lista.

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—¿Y habéis llegado a alguna conclusión?—No os voy a mentir, África. Los que conocían con más detalle

vuestras actividades parecen libres de toda sospecha. Y los otros,aunque por su forma de pensar podrían ser simpatizantes de losfranceses, en estas semanas han demostrado ser patriotascomprometidos con la defensa de Zaragoza. De todos ellos, los quemás sospechas han despertado a mi hombre son el camillero Loriga y lalimpiadora arrestada.

—José y yo también sospechábamos de él, pero os hemos dedecir que cuando nos lo encontramos tras mi regreso de Juslibol, elpesar que nos transmitió por lo ocurrido a Ginés y sor Marie nospareció sincero y sin dobleces.

—Nosotros tampoco hemos sido capaces de encontrar la forma enla que, de ser él el traidor, pasa la información al enemigo. Estamosbuscando a alguien que tenga contacto con algún agente francésinfiltrado en nuestra ciudad y el camillero, por lo que hemos podidoinvestigar, lleva una vida más bien solitaria, pasando muchas horas enel hospital y el resto en su casa, sin recibir visitas. Incluso mi hombreentró en su vivienda cuando estaba ausente y aparte de numerososlibros, no encontró ninguna nota comprometedora. Y como os he dicho,a Andresa Calavia tampoco le hemos encontrado relación con nadieajeno a su familia.

—Sabed que os quedamos muy agradecidos por vuestro esfuerzo.Ahora volved a vuestras obligaciones, ya que si la ciudad cae en manosde los gabachos, de nada nos valdrá conocer el nombre del traidor.

Dicho esto, el capitán se despidió de nosotros y emprendió unpaso rápido de regreso hacia el cuartel general.

José y yo tampoco perdimos mucho tiempo. Nos lavamos ymudamos de ropa y cogimos cada uno un zoquete de pan que llevabavarios días en casa, pero ya se sabe que a pan de quince días, hambrede tres semanas.

Los dos salimos a la calle mientras nos terminábamos el pancomo si del mejor manjar se tratase.

De vuelta en el edificio de la Real Audiencia, seguimosocupándonos de los heridos que no cesaban de llegar.

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Pasaba la media mañana cuando por las ventanas comenzamos aver a muchas gentes que desde San Gil y las pequeñas calles quecomunicaban la Real Audiencia con las iglesias de la Santa Cruz, deSan Pedro Nolasco e incluso de San Cayetano venían huyendo delCoso.

Mosén Miguel había salido al encuentro de algunos de ellos yregresó a la sala en la que estábamos cuidando de los heridos con unasnoticias que no podían ser peores. Los franceses habían entrado en laciudad.

Una de sus columnas había abierto brecha en los muros del JardínBotánico próximo a Santa Engracia, habían atravesado los callizos querodeaban el monasterio ahora en ruinas de Santa Catalina y habíanllegado al fosal del hospital de Nuestra Señora de Gracia, donde habíandado muerte a algunos enfermos, gran parte de ellos dementes que trasla evacuación habían regresado allí buscando refugio, y a las personasque les cuidaban.

Si eso era así, José y yo nos habíamos librado por los pelos devernos envueltos en el fragor de la lucha.

En verdad los ruidos de la batalla sonaban muy cercanos. Por loque oíamos y lo que nos contaban los heridos y los que tomaban unrespiro en la Real Audiencia en su huida hacia la puerta del Ángel paracruzar el puente de Piedra, se estaban librando duros combates, enocasiones a navaja y bayoneta, en muchas casas del Coso.

Contaban que los gabachos al llegar al Coso habían asaltado laTesorería General, donde habían robado según decían más de dosmillones de reales. A mí me parecían demasiados dineros, pero fuera loque fuese, lo cierto es que estaban saqueando todos los edificios en losque entraban.

Habían entrado por la fuerza en varias casas nobles del Coso,como la casa de Santa Coloma, la de los condes de Torresecas y elpalacio de los condes de Fuentes, en cuyo edificio y jardines lossoldados franceses se habían hecho fuertes.

Otros vecinos que venían huyendo de la puerta del Carmendecían que los gabachos habían tomado la Torre del Pino y estabanasaltando las casas próximas, dando muerte a cuantos encontraban en

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ellas.El desánimo se estaba apoderando de todos. Habíamos creído que

los soldados imperiales nunca pondrían pie en nuestras calles, pero larealidad era que lo habían conseguido, rebasando nuestras defensas enlas puertas y los muros.

En la Real Audiencia no había tiempo para lamentos. Los heridosseguían llegando y teníamos que multiplicarnos para acomodarlos yatenderlos a todos, conteniendo las hemorragias, curando las heridas yconsolando a los que no tenían remedio.

Muchos vecinos seguían bajando en desbandada por San Gilcamino del puente de Piedra, con la intención de abandonar la ciudadantes de que cayese en manos de los gabachos.

Entre ellos marchaban muchos que habían tenido que retirarse desus puestos en las puertas cuando habían caído en manos del enemigo.Todavía llevaban en sus manos los fusiles.

Desde una de las ventanas de la Real Audiencia que daba al Ebro,me asomé con pena para ver cómo tantas gentes huían abandonando lalucha. Tampoco se les podía pedir más, pues con los franceses ennuestras calles, lo único que podían esperar era la muerte.

De pronto desde donde yo estaba vi cómo un joven teniente queparecía estar a cargo de la defensa del puente ordenaba a sus soldadosque girasen un cañón cargado de metralla de forma que quedóapuntando a los que se dirigían hacia allí buscando la huida de laciudad.

A pesar de la distancia, pude oír con claridad su voz que sealzaba sobre el griterío de las gentes. Les amenazaba con disparar sipersistían en su intento de abandonar la lucha.

Poco a poco comenzaron a volver sobre sus pasos, al principiocon paso cansino y resignado, hasta que uno de ellos lanzó un grito deira contra los gabachos y como si de un conjuro se tratase, los demás secontagiaron y, siguiendo a algunos oficiales, regresaron casi a lacarrera hacia la calle San Gil en busca del enemigo.

En eso estábamos cuando nos llegó un soldado de la guardiawalona herido en un costado que dio nuevo aliento a nuestraresolución.

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Haciendo poco caso al intenso dolor que tenía que sentir, noscontó con una sonrisa en su cara que las milicias y los vecinos habíancontraatacado en la calle del Carmen, frenando el avance del enemigo.

Al poco rato, otro vecino, éste con una fea herida en su hombro,nos dijo que le habían alcanzado cuando junto con otros vecinos,participaba en un ataque contra los gabachos desde la plaza de laMagdalena, al que se habían sumado otro grupo de defensores desde lacalle Palomar.

Según contaba, el contraataque lo había iniciado un cura de laparroquia seguido por ocho paisanos, que habían cargado contra losfranceses, dando muerte a varios de ellos antes de caer bajo lasbayonetas enemigas.

Él y otros vecinos que habían sido testigos de ese gesto heroicoles habían seguido, obligando a los gabachos a replegarse hacia lasruinas del hospital.

Las tropas del ejército imperial que habían llegado al Coso,habían intentado avanzar por las bocacalles con la intención de tomarla ribera del Ebro y desde allí coger a los defensores del Arrabal por laespalda.

Pero se habían encontrado con improvisadas barricadas hechascon muebles, colchones, armarios y sacos llenos de tierra y lana, desdelas que los vecinos armados con fusiles les disparaban sin cesar. Desdelas ventanas de las casas las mujeres y los niños les lanzaban ladrillos,tejas, jarrones y pucheros de agua con aceite hirviendo[105].

Incluso una de sus compañías, por desconocimiento de la ciudad,se había internado por error en la calle Cinegia pensando que entrabanen San Gil. Allí se habían perdido en el laberinto de callejas y callizosen donde los vecinos habían acabado con muchos disparándoles ylanzándoles objetos desde las ventanas de las casas.

Si los franceses creían que iban a tomar la ciudad fácilmente, sehabían equivocado.

Yo entretanto intentaba averiguar algo del rumbo de la batalla enlos alrededores del castillo y de la puerta del Portillo pero noencontraba a nadie que hubiese estado peleando allí.

Intenté tranquilizarme pensando que Mariano Cerezo y sus

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compañías, en las que militaban mi padre, mi hermano Daniel y mistíos Blas y Moisés, estaban resistiendo y las tropas de Verdier nohabían conseguido abrir brecha en la parte oeste de la ciudad.

Conforme avanzaba el día las noticias mejoraban, haciéndonosabrigar esperanzas de que aún podríamos contener a los franceses.

La heroica respuesta de nuestros defensores había conseguidodetener al enemigo en un frente que corría por la calle Azoque, elconvento de Santa Fe y las ruinas del convento de San Francisco y denuestro querido hospital de Nuestra Señora de Gracia.

Por si todas estas desgracias fuesen pocas, a mediodía corriócomo la pólvora el rumor de que su excelencia, junto con sus hermanosel marqués de Lazán y don Francisco, acompañados por el intendentedon Lorenzo Calvo de Rozas y otros miembros de su estado mayor,habían cruzado el puente de Piedra y tras una breve parada en elconvento de Jesús, habían emprendido el camino del vado del Gállego,dejando atrás Zaragoza.

¿Nos estaba abandonando a los franceses nuestro capitángeneral? La incredulidad se reflejaba en el rostro de todos los queescuchábamos semejante noticia.

Algún oficial que se encontraba entre los heridos aseguraba quesu excelencia había ido en busca de los refuerzos que venían por elcamino de Osera. Nuestra duda era si ese capitán sabía más quenosotros o simplemente intentaba mantener nuestra moral.

Al poco rato, otro oficial de la Real Audiencia fue comunicandopor las dependencias del edificio que el brigadier don Antonio Torreshabía tomado el mando de la defensa de la ciudad[106].

La llegada de nuevos heridos no cesaba. La lucha estaba siendoencarnizada. Y con ellos recibíamos también informaciones de lamarcha del combate. Así conocimos que el general francés habíaenviado un escueto ultimátum a nuestro comandante, en el que decía:“Cuartel general de Santa Engracia. Paz y rendición”.

El comandante enemigo amenazaba con bandera negra[107] si loszaragozanos no aceptábamos la rendición.

Parecía que los oficiales franceses habían convertido el conventoen su nuevo puesto de mando.

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El brigadier Torres había respondido con otro mensaje tambiénlacónico: “Cuartel general de Zaragoza. Guerra a cuchillo”.

La contestación de nuestro nuevo comandante reflejaba sin lugara dudas el sentir de todos nosotros.

Entrada ya la tarde mi tenacidad en la búsqueda de informaciónsobre la situación en el castillo encontró su premio. Entre los heridosreconocí a un paisano de San Pablo y presta me acerqué a él. Leconocíamos como el tío Dalmacio. Antes de la guerra trabajaba comotalabartero en una guarnicionería del barrio.

—¿Estáis malherido, tío Dalmacio?Él me reconoció al instante.—No, África, no pases pena. Apenas es un rasguño, en cuanto me

apañéis vuelvo a coser a tiros a esos gabachos.Mientras eso decía, yo revisaba su herida en el muslo, que no

parecía precisamente un arañazo como él decía.—Contadme, ¿cómo marchan las cosas por el castillo?—Les hemos dado duro, maña. Una de sus columnas ha intentado

entrar por el Portillo pero han caído como moscas bajo el fuego denuestros fusiles. Además les teníamos preparada una sorpresa.Habíamos reparado un trozo de muralla con un falso murete y detrás deél hemos colocado dos cañones cargados con metralla. Cuando estabanatravesando ese lado de la muralla hemos echado abajo el postizo yhemos abierto fuego con ellos, causándoles un gran destrozo[108].

—Por la gracia de Dios no me podréis dar razón de mi padre, eltío Juan, el azacán de San Pablo.

—¡Anda que sí, maña! Ahí estaba repartiendo tiros con su hijoDaniel a su lado. Cuando ya los gabachos se retiraban me han herido yhan aprovechado para traerme hasta aquí atravesando los callizos denuestro barrio, ya que por la plaza del Carmen se seguía peleando ysonaban muchos tiros. Desde la plaza del Carbón me han traído paraque curéis mis heridas. Ya no te sé decir más.

Por las palabras del tío Dalmacio sabía que mi padre y mihermano habían luchado todo el día sin caer, al menos hasta elmomento en que él había sido herido.

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Si los franceses seguían atacando con igual ímpetu, la situaciónpara los defensores del castillo no iba a ser fácil, pues con tantossoldados enemigos alrededor la entrada de alimentos y municiónquedaría cortada.

Parecía que el día estaba próximo a su fin y que con la llegada dela noche ellos y nosotros nos dedicaríamos a recoger a nuestros heridosy dar sepultura a los caídos.

Aun nos llegaban noticias de violentos combates en el Coso, enlos que tanto nuestros hombres como los franceses estaban utilizandopiezas de artillería ligera cargada con metralla. Se habían producidoluchas cuerpo a cuerpo por la posesión de esos cañones en las que elardor de los defensores se había impuesto a los soldados franceses queno estaban acostumbrados a ese tipo de lucha callejera.

Un soldado enemigo hecho prisionero había relatado que elpropio general Verdier había sido herido en una pierna, por lo quehabía cedido el mando del asalto al general Lefebvre.

Al fin, tras mucho pelear casa a casa, los soldados enemigoshabían tenido que retirarse del Coso hacia los edificios quecontrolaban.

Cuando empezaba a anochecer los que estábamos en la RealAudiencia teníamos sentimientos encontrados. Habíamos detenido elavance de los franceses, pero a costa de la vida de muchos buenospatriotas y cediendo el control importantes edificios. Se habíanapoderado de muchos de los conventos entre la puerta del Carmen y elCoso.

Ocupaban el convento de San Diego, el de Santa Rosa, el de laEncarnación, el del Carmen, lo que quedaba del hospital de NuestraSeñora de Gracia y el convento de San Francisco, en donde habíandado muerte a nueve religiosos cuyos cuerpos habían quedado tendidosa la vista de todos.

Desde esos edificios los soldados franceses estaban disparando anuestros hombres, matando a muchos y causando heridas a otros.

Y los que no estaban en esos menesteres, se ocupaban de saquearlas casas de las calles que habían conquistado, robando y en muchoscasos asesinando a sus ocupantes.

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Metidos ya en la noche, seguían resonando disparos en todas lasdirecciones, pero no con la intensidad con la que lo habían hechodurante el día. José vino a mi encuentro.

—Querida, no podemos regresar a nuestra casa. En el Coso sehan librado muy duros combates y los franceses controlan el conventode San Francisco y los alrededores, por lo que intentar entrar ennuestro hogar sería un suicidio.

—Ya había pensado en ello, José. Además, los heridos no cesande llegar y el trabajo no va a faltar en toda la noche, así que mejorharemos en seguir en la tarea de curarlos y de momento considerar laReal Audiencia como nuestra casa, aunque sea provisional. ¿Qué nosdeparará el nuevo día?

—Cada cosa a su tiempo, África. Por ahora vamos a cuidarnos deatender a los que aquí nos necesitan y si podemos, rezaremos a laVirgen para que nos siga protegiendo.

La noche prometía ser larga, con los soldados franceses a pocoscientos de pasos de nosotros y un buen número de zaragozanosesperando de nuestros cuidados y consuelo en los catres de la RealAudiencia.

A nuestras narices llegaba un desagradable olor a carne quemada.El brigadier Torres había ordenado encender hogueras y echar en ellaslos cuerpos de los numerosos soldados franceses que yacían muertospor nuestras calles, aligerándolos antes de municiones y comida, quenos podrían ser útiles.

La disposición de nuestro nuevo comandante no pretendíaagraviar a los franceses, ya que al ausente y al muerto, ni injuria nitormento, sino que era una sabia precaución para evitar epidemias.

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CAPÍTULO LIII Los voluntarios de Aragón y el marqués de Lazán

Muy a nuestro pesar, las horas pasaron y comenzaron a verse lasprimeras luces del viernes 5 de agosto. La noche nos había dado lafalsa sensación de estar protegidos por su oscuridad.

Muchos esperábamos que las columnas francesas volverían acargar contra nuestros parapetos y líneas de defensa.

Pero los oficiales más experimentados que yacían junto a otrosheridos por los suelos de la Real Audiencia opinaban que tras el durocastigo recibido por los gabachos el día anterior, y habiendo tomado elmando el general Lefebvre, que durante las primeras semanas de sitiohabía demostrado ser menos amigo de los riesgos que su sucesorVerdier, quizá los soldados imperiales se tomasen un descanso.

Con el sol ya asomando sobre los tejados de las casas que dabana la plaza de La Seo comenzó de nuevo la lluvia de bombas y granadaspor todos lados, pero por mucho que nos esforzábamos no llegábamosa oír el repiqueteo de los disparos de fusil con la intensidad que habíansonado el día anterior.

Era una buena señal. Como decían los oficiales heridos, elgeneral Lefebvre iba a intentar hacernos sucumbir ante las bombas másque con las bayonetas.

Aún no había llegado el sol a su punto más alto y el calorapretaba de lo lindo. El número de paisanos y soldados heridos que nosestaba llegando era muy inferior al del día anterior. Los que podíanhablar nos contaban que tanto el ejército francés como los nuestroshabían tomado posiciones en las casas y conventos del Coso y en las trincheras que se habían levantado en uno y otro bando.

Desde allí, el intercambio de disparos era constante, pero almenos los gabachos no estaban lanzando nuevos ataques.

La disminución en el número de heridos nos concedió ese día unrespiro para poder socorrer y aliviar las aflicciones de los que yacíanen los improvisados camastros de la Real Audiencia confiados en lashabilidades de los maestros cirujanos y de los médicos.

Pero la aparente tregua de los franceses en sus ataques no

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significaba que hubiesen desistido de sus aviesas intenciones. A lolargo del día nos iban llegando noticias de que los soldados imperialesestaban asaltando las casas de las calles que habían quedado bajo sucontrol.

Una vez dentro de ellas, estaban cometiendo las mayorestropelías contra los desdichados moradores que no habían podidoponerse a salvo a tiempo.

Uno de los pocos cuidadores que habían quedado en las ruinasdel hospital de Nuestra Señora de Gracia, al cargo del granero y de losdementes que lo cuidaban, llegó desolado a media tarde.

Los franceses habían descubierto el almacén y lo habían asaltado,dando muerte a los locos y a los trabajadores que estaban a su cargo. Élhabía conseguido escapar y ponerse a salvo en el último momentogracias a un contraataque que habían lanzado los defensores apostadosen el Coso.

El aliento que habíamos recobrado al detenerse el avance de lastropas francesas había sido aprovechado por nuestros comandantes ypor los vecinos para levantar o reforzar las barricadas que ya existíanen todas las bocacalles del Coso.

Desde esos parapetos habían contemplado con impotencia cómodestrozaban lo que quedaba del convento de San Francisco.

Por las calles próximas a la iglesia de Nuestra Señora y a la RealAudiencia, decenas de mujeres con niños a cuestas y ancianos iban yvenían en busca de una casa en donde refugiarse, al haber tenido queabandonar las suyas por la ocupación de los gabachos de parte de laciudad.

El día había sido largo pero al fin llegó la noche y con ella denuevo la engañosa sensación de seguridad que la oscuridadproporcionaba.

En las salas y pasillos de la Real Audiencia me había cruzado confrecuencia con Chesús Loriga, Cosme Mediano, mosén Guillermo ycon otros de los que figuraban en la lista de posibles delatores.

Haciendo honor a la verdad, lo cierto es que todos, incluido elcamillero, estaban arrimando el hombro para la atención de los heridos.Si alguno de ellos era el traidor, lo disimulaba muy bien.

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Lo mismo ocurría con el resto de los trabajadores y de losreligiosos del hospital. Los hermanos de la Caridad estaban haciendouna labor encomiable, bajo la dirección de la hermana Josefa Rafols, ala que a pesar de su juventud los demás obedecían sin el menor reparo.

Pero el inesperado arresto de Andresa había reavivado missospechas sobre la posible culpabilidad de cualquiera que apareciera ennuestra lista.

En la noche José y yo apenas pudimos dar una cabezada en dosde los sillones que en otros tiempos mejores habían servido comoasientos a los oidores de la Real Audiencia.

Amaneció el sábado 6 de agosto y los franceses seguían sinlanzarse al ataque de nuestras líneas, a Dios gracias.

Ello había permitido reorganizar a nuestras tropas. De Daniel yde mi padre no tenía noticias. Lo único que se comentaba en lospasillos de la Real Audiencia es que la puerta del Portillo y el castilloseguían aguantando las embestidas de los franceses.

Tal era la pasividad o el miedo de los gabachos que los nuestroscomenzaron esa mañana a reconquistar parte del Coso, asaltando casapor casa. En cada una de ellas se producían violentos enfrentamientos,pero en esos espacios tan reducidos las navajas de los nuestros eranmás mortíferas que los fusiles y bayonetas del enemigo.

Se decía que algunos soldados franceses, acosados por losdefensores, habían buscado refugio en las cloacas, pero de poco leshabía servido, pues los nuestros les habían dado caza, matándolos yrecuperando los dineros y joyas que muchos de ellos llevaban en susmochilas como botín de guerra.

En las calles en las que se combatía yacían un buen número dedefensores y también de soldados franceses, caídos en el combate.

Con el calor, el riesgo de que se desencadenase una epidemia eraalto, y por ello nuestros comandantes habían organizado la recogida delos gabachos en carros que eran sacados de la ciudad por el Arrabalpara ser arrojados a una fosa común o quemados.

Los zaragozanos muertos eran enterrados en los fosales de losconventos e iglesias que aún quedaban bajo nuestro control.

Una vez más, a pesar de la desesperada situación de la ciudad,

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parecía que la Virgen del Pilar nos estaba tendiendo su manto deprotección haciendo que los soldados imperiales no lograsen avanzar.

Ese sábado llegaron dos cientos de voluntarios de tierras deAragón junto con otras tantas guardias walonas. El comandante Torreshabía dado órdenes de que acudiesen sin demora en defensa del molinode aceite junto a la puerta Quemada.

Su llegada había sido providencial. La caballería francesa habíalanzado un ataque sin saber que allí les esperaban estas tropas, que leshabían hecho huir.

Otros voluntarios que habían llegado de Huesca[109] habíantomado posiciones en la defensa del Arrabal, recuperando algunosmolinos que tan necesarios eran para la elaboración del pan.

Estas noticias y otras nos iban llegando a la Real Audiencia,mientras en ella todos nos esforzábamos en curar sus heridas a losmuchos defensores que abarrotaban las salas y pasillos.

Entre tanto ajetreo, José y yo apenas teníamos tiempo para buscarconsuelo el uno en el otro.

A mediodía aprovechamos para sentarnos juntos en unimprovisado comedor junto a la cocina del edificio.

—José, ¿crees que saldremos con bien de esta guerra?—Eso solo lo sabe Dios, querida África. Pero tanto si

conseguimos que los franceses se retiren como si al fin toman laciudad, nosotros podremos llevar nuestra cabeza bien alta, puesestamos cumpliendo con nuestra obligación.

—¿Permitirá Dios que quede impune la traición que llevó a lamuerte a sor Marie, a mi hermano Ginés, a mosén Lorenzo y al buenboticario?

—Los actos mezquinos nunca quedan sin castigo. Si el delator norecibe su merecido en esta vida, tendrá que responder de ello anteDios. Ahora nuestra preocupación tiene que ser el atender lo mejor quesepamos a todos estos desdichados. De momento la justicia puedeesperar.

Esa tarde otra buena noticia nos llenó de esperanza a todos losque trabajábamos en la Real Audiencia. Su excelencia el marqués de

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Lazán, hermano de don José de Palafox, había entrado en la ciudad almando del tercer batallón de guardias españolas. Traían con ellosvarios cañones y dos carros de pólvora.

Los que parecían más enterados, que siempre los hay, decían queademás traía consigo una carta de su excelencia dirigida al comandanteTorres, en respuesta a otra que éste le había dirigido, de la que yo almenos no había oído hablar[110].

Según los rumores, en la carta su excelencia informaba alcomandante Torres de que se encontraba en Villamayor[111] con unimportante contingente de tropas de refuerzo.

Esas buenas noticias venían a compensar el pesimismo que cadavez con más fuerza se extendía entre todos los parroquianos. Ese día nohabía habido carne en los mercados, ni siquiera para los enfermos. Porsi eso fuera poco, los franceses habían dado muerte a un grupo de losnuestros que, arrinconados en la Cruz del Coso, intentaban rendirse.

Las palabras de Mariano Cerezo a sus hombres, animándoles avencer o morir, tenían más significado que nunca.

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CAPÍTULO LIV Los dragones del rey

El domingo 7 de agosto no parecía que las cosas fueran a cambiarmucho, pero apenas había comenzado el día cuando llegó el rumor deque los franceses se disponían a invadir lo que todavía quedaba deciudad en nuestro poder.

Acabábamos de conocer esta terrible noticia cuando comenzamosa ver desde las ventanas de la Real Audiencia a muchas gentesdesfilando despavoridas hacia la puerta del Ángel para huir de laciudad y ponerse a salvo en alguna de las villas cercanas.

Al poco vimos a algunos oficiales que se apostaban en la entradaal puente de Piedra intentando detener la salida de tantos zaragozanos.Uno de ellos entró en la Real Audiencia y nos informó que la supuestainvasión de los soldados franceses era una noticia falsa, propagada poralgunos oficiales del regimiento de dragones del Rey.

De todos los soldados y voluntarios empeñados en la defensa deZaragoza, los dragones habían protagonizado los actos másdeshonrosos, con algunas retiradas cobardes del campo de batalla yahora con esta noticia que hacía mucho daño a la ciudad.

Con buen tino decía mi abuelo Francisco que la verdad es el armade los honestos, la mentira de los cobardes y la traición de losmiserables.

Si bien los bombardeos continuaban con los cañones y obusesdesde las posiciones francesas y los intercambios de disparos de fusileran constantes entre los defensores apostados en las barricadas y lossoldados imperiales hechos fuertes en los conventos y edificios bajo sucontrol, lo cierto era que los gabachos no habían podido avanzar unpaso en los últimos tres días.

El doctor Gavín había sido requerido a presencia de su excelenciay al regresar reunió a los médicos y maestros cirujanos. La JuntaSuprema le había dado instrucciones para que organizase hospitales decampaña en la plaza de San Felipe, en la de San Pedro Nolasco y en elmercado, para facilitar la asistencia a los heridos.

Los que se habían instalado días atrás próximos a las puertas

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habían tenido que ser abandonados debido al avance de los franceses.Dionisio y los otros maestros cirujanos, junto con los enfermeros queestaban destinados en esos improvisados hospitales habían regresado a Nuestra Señora de Gracia poco antes de que tuviésemos que evacuarlotambién.

Antes de partir hacia su nuevo destino en el hospital de campañaque se iba a situar en el mercado, mi cuñado vino a despedirse de Joséy de mí.

—África, José, está visto que la Ilustre Sitiada quiere que sientade cerca la emoción de la batalla. Me han asignado como maestrocirujano al mercado.

—Hermano, ten cuidado y haz tu trabajo lo mejor que sepas.Cuando tengas un respiro ve a visitar a tu esposa Manuela.

—Haré lo que pueda, José. En cuanto a Manuela, intentaré ir averla cuando los gabachos lo permitan, pero últimamente me recibesiempre con cara de pocos amigos.

Yo había hablado en más de una ocasión con la esposa de micuñado sobre él. Dionisio no era un mal tipo pero en todos estos añosno había sido capaz de dejar de visitar a mujeres de mala vida, a pesarde estar felizmente casado.

De hecho, era conocido que en los últimos dos años seguíavisitando más de lo que el decoro dictaba a Brigitte García, la quevivía en la calle San Miguel.

—Cuñado, ¿no has pensado en poner un poco de orden en tuscostumbres? Manuela te sigue queriendo pero no puede aprobar tuconducta con otras mujeres.

—Querida África, si Dios quiere que salgamos vivos de estaguerra, os prometo a los dos que me convertiré en un esposo fiel yprudente. Pero si la muerte me llega ahora, quiero morir sabiendo quehe disfrutado de los placeres de esta vida. Ahora, dispensadme pues hede partir hacia el mercado. Cuidaos vosotros también.

Le despedimos con un abrazo y se marchó con ladespreocupación que desde que le conocí siempre aparentaba, a pesarde que iba a estar muy cerca de las balas de los franceses.

Conforme pasaban las horas vimos con alivio cómo los soldados

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enemigos no habían conseguido romper nuestras defensas, a pesar de loque habían anunciado los dragones del Rey.

Dada la difícil situación de la ciudad, los comandantes habíanestablecido un sistema de comunicación mediante banderas colocadasen la Torre Nueva y en la torre de la Seo. Así conocimos con granalegría que tres cientos de guardias españolas habían entrado en laciudad para reforzar nuestras tropas.

A última hora del día, gracias a los voluntarios de Huesca quehabían reconquistado algunos de los molinos del Arrabal, éstosempezaron a funcionar y así reanudaban el suministro de pan para laciudad.

Todos estábamos convencidos de que la Virgen del Pilar teníamucho que ver en el fracaso de los franceses por intentar conquistarZaragoza.

Llevábamos más de cincuenta días con el mejor ejército delmundo a nuestras puertas y por mucho que habían porfiado, no habíansido capaces de atravesar la ciudad, a pesar de que habían tomado dosde las puertas, la del Carmen y la de Santa Engracia, y de que habíancausado mucho daño y dolor en las calles que habían ocupado.

Quizá fruto de las muchas oraciones que ese domingo se rezarona la Virgen para que nos diese la victoria, esa noche cesaron losdisparos de las baterías francesas, con gran alegría por nuestra parte.

Aunque por las noticias que más tarde llegaron a la RealAudiencia, quizá tuvo que ver también que sus tropas se habíandedicado en la oscuridad a saquear las casas de la calle Azoque y lacalle del Carmen.

Con las primeras luces del alba del lunes 8 de agosto se escuchóun gran alboroto que venía de la puerta del Ángel. Al asomarnos,vimos con regocijo que su excelencia don José de Palafox en personacruzaba el puente de Piedra al mando del segundo batallón devoluntarios de Aragón, reforzados por dos cientos de voluntarioscatalanes, cuatro cañones y más de quince carros de municiones.

Nuestra alegría no era tanto por la llegada de nuevas tropas, conser importante, como por la presencia de nuevo en la ciudad de nuestrocapitán general.

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Pronto comenzaron a llegar de nuevo heridos. Venían de nuestrasdefensas en el Coso. Al parecer los gabachos habían cambiado suestrategia.

En lugar de atacar a bayoneta nuestras barricadas, acciones en lasque estaban pagando un alto precio, ahora intentaban avanzar casa porcasa, derribando los tabiques que separaban unas de otras, de formaque no quedasen expuestos a los muchos fusiles que les acechabandesde nuestras defensas.

En cada nueva casa que ocupaban, amenazaban con el degüello aaquellos que se resistiesen.

Para entonces la moral de los nuestros se había recobrado, al verque habíamos sido capaces de impedir su avance durante varios días.Enseguida grupos de paisanos se organizaron para esperarles en lascasas y cuando los gabachos derribaban el muro se encontraban con lasnavajas, los trabucos y los fusiles de los nuestros.

Poco a poco fueron aumentando el número de soldados enemigosmuertos en esta lucha casa a casa, donde de nuevo teníamos las deganar. Algunos franceses comenzaron a rendirse y pasarse a nuestrasfilas.

Cada vez que los defensores acababan con alguna de esasavanzadillas, registraban los cuerpos y les quitaban todos los dineros ylas joyas que llevaban encima como botín de guerra de los hogares queya habían saqueado.

En la Real Audiencia la llegada de heridos había disminuido deforma notable, tanto así que nada tenía que ver con lo ocurrido eljueves y viernes cuando los franceses habían entrado en la ciudadavanzando por el Coso, la calle de Santa Engracia y la calle delCarmen.

Esto había permitido al doctor Gavín y a los médicos organizar laasistencia en las salas del edificio, que gracias a ello se iba pareciendocada vez más a un hospital.

Lo que apenas había cambiado desde el día en que los franceseshabían llegado a nuestras puertas era el ánimo de los heridos.

Todos sin excepción se mostraban orgullosos de sus quebrantos, apesar de los dolores y sufrimientos que a buen seguro soportaban

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cuando les curábamos sus heridas.Los relatos que nos hacían de los combates en los que habían

participado nos convertían de alguna forma en privilegiados testigos delo que estaba ocurriendo. Al finalizar cada día, conocíamos tan bien omejor que nuestros comandantes cómo había ido la pelea.

Pero en todos los cestos hay manzanas podridas y entre tantosvalientes y heroicos defensores, algunos no estaban a la altura de losdemás.

Ese era el caso de quien quiera que fuese el que nos habíatraicionado. Y por lo que nos contaron algunos de los heridos que nosestaban llegando, en esos cestos entraban también algunos miserablesque estaban aprovechando la pelea en las casas para hacerse con lo queno era suyo.

Su excelencia ya había dictado una orden para que todo lorecuperado de las mochilas de los franceses, fruto de sus saqueos ytropelías, fuese depositado en nuestros cuarteles generales.

Ese lunes 8 de agosto el marqués de Lazán publicó un nuevobando en el que se advertía de que cualquier ciudadano que fuesesorprendido con jocalías o dineros que no le perteneciesen, seríapasado por las armas.

José y yo habíamos ya hecho de la Real Audiencia nuestra casa,pues apenas salíamos de allí. Llevábamos varios días sin tener noticiasde nuestras familias. Sabíamos que los franceses no habían podidoponer pie en el alfoz de San Pablo, por lo que yo confiaba en que mimadre, mi hermana con sus hijos y mis cuñadas con los suyosestuviesen a salvo.

Por suerte cuando los franceses habían entrado en la ciudad eljueves 4 de agosto mi cuñada María Josepha no había venido todavía avivir a nuestra casa en el Coso, pues de haberlo hecho se habríaencontrado con su hija Victoria en medio de la batalla.

José por su parte había recibido noticias de que su madre habíaescapado a tiempo de su casa en el Coso y estaba refugiada con unahermana que vivía en la calle San Gil.

Pero aparte de eso, no sabíamos nada más de ellos. Tampocosabíamos nada de mi padre, de mi hermano Daniel, de mi cuñado

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Sebastián y de mis tíos.El castillo seguía resistiendo las acometidas de los franceses, por

lo que mi hermano, mi padre y mis tíos Blas y Moisés, si no habíansido heridos, debían estar allí haciendo frente a los gabachos.

Nuestro amigo Basilio, que había sido herido el mismo día quehabíamos tenido que evacuar el hospital de Nuestra Señora de Gracia,había vuelto a la lucha con un aparatoso vendaje en la cara.

En cuanto a mi cuñado Sebastián y a mi tío Agustín, quedefendían la puerta del Carmen, sin duda ya no estaban allí, pues habíasido tomada por las tropas imperiales, por lo que debían encontrarse enalguna de las muchas barricadas levantadas en las calles para detener elavance del enemigo.

Aprovechábamos cada instante que podíamos para rezar aNuestra Señora implorando su auxilio. La resistencia de la ciudad trastantos días de asedio era milagrosa, pero yo, y muchos como yo,sabíamos que un nuevo ataque de los franceses podía ser el fin denuestra libertad.

Ese asalto que tanto temíamos llegó el martes 9 de agosto. Lastropas imperiales avanzaron desde sus posiciones en la puerta delCarmen con la intención de conquistar el convento de la Victoria.

En caso de conseguirlo, podrían atacar por la espalda a losdefensores del Portillo y también llegar al Coso por el lado de SanPablo. Nuestras barricadas y parapetos en esa calle apuntaban justohacia el otro lado, con lo que aquí también los nuestros serían cogidosentre dos fuegos.

El convento estaba defendido por voluntarios de Aragón y poralgunos de los refuerzos catalanes. La pelea había sido encarnizada,pero los nuestros habían resistido y tras infligir un gran daño a losasaltantes, habían contraatacado, haciéndose con la puerta del Carmeny con la batería de la que días atrás se habían apoderado los gabachos.

No pocos de los heridos que nos llegaban presentaban heridas porarma blanca, lo que significaba que se estaba peleando cuerpo acuerpo.

Tras los días de relativa calma que habíamos tenido, ese martesde nuevo las salas y corredores de la Real Audiencia se vieron

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colapsados por los muchos heridos que nos llegaban.Éstos nos contaban que los muertos eran muy numerosos, tanto

por parte de los franceses como entre nuestras fuerzas. Al escuchar esomi corazón se aceleraba, pues ese era uno de los lugares al que micuñado Sebastián y mi tío Agustín podían haberse replegado cuando lapuerta del Carmen había caído.

Desde el regreso a Zaragoza de su excelencia, nuestro capitángeneral había tomado con determinación el mando de la defensa. Esamañana había emitido un bando ordenando que se prendiese fuego a lascasas ocupadas por los soldados enemigos, aun a sabiendas del dolorque eso podía causar a sus propietarios.

En ese bando se nos alertaba a todos para que estuviésemosvigilantes, pues algunos malnacidos estaban lanzando voladores paraseñalar a los franceses los puntos hacia los que debían dirigir suscañones. Eso me trajo a la memoria a Andresa Calavia, de la que nohabíamos vuelto a tener noticias desde su arresto.

La ciudad era un caos, con casas ardiendo, parapetos yfortificaciones por doquier y mujeres y ancianos yendo y viniendo, enunos casos para llevar provisiones a los defensores y en otrossimplemente buscando refugio cuando los combates se acercaban a sushogares.

Entrada la tarde se distribuyó una Gaceta extraordinaria en la quese informaba de la evacuación de Madrid por parte de las tropasfrancesas y de la inminente llegada de refuerzos que nos asegurarían lavictoria.

Lo primero era cierto, ya que yo lo había oído de boca delbrigadier Hergé en la torre Ezmir antes de nuestra huida. En cuanto alo segundo, con todo lo que conocía, sabía que podía ser verdad osimplemente un rumor bienintencionado para mantener la moral de losdefensores.

A mí me seguía carcomiendo el pensar en el traidor que estabaentre nosotros y que había causado la muerte de mi hermano Ginés, desor Marie y de nuestros dos amigos de Monzalbarba. Pero sabía que entanto la ciudad no se librase del predicamento en el que se encontraba,el capitán Quílez no podría avanzar en sus indagaciones.

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Tras el fracaso de su ataque al convento de la Victoria, elmiércoles 10 de agosto las tropas enemigas volvieron a la carga, en unsegundo intento de hacerse con él. En este nuevo asalto habían incluidotambién la toma del hospital de Misericordia. En caso de conquistarlo,desde él podían causar un gran perjuicio a los defensores del convento.

Tras horas de duros enfrentamientos, algunos soldados enemigoshabían conseguido entrar en el hospital y a la vista de ello, el generalPalafox había ordenado prenderle fuego para desalojarlo.

Al igual que había sucedido el martes, las tropas imperialeshabían acabado retirándose de forma desordenada, abandonando en suhuida algunas piezas que los defensores rápidamente habían giradopara usarlas contra los que escapaban hacia Torrero.

Mientras esto ocurría dentro de la ciudad, tropas de caballeríaenemiga habían intentado vadear el Ebro por Ranillas, pero losvoluntarios de Huesca, comandados por don Felipe Perena les habíanhecho fuego desde los altos de San Gregorio, obligándoles a retirarsehacia el camino de Alagón.

Parecía claro que el general francés estaba utilizando todas lastropas a su disposición para acabar de una vez con nuestra resistencia.Por la información que yo había obtenido en la torre Ezmir, sabía quetenía órdenes de abandonar el sitio y retirarse hacia Logroño.

Así, si nuestra situación era comprometida, la suya no lo eramenos. Estaba desobedeciendo las órdenes de sus superiores y la únicamanera de disculpar su insubordinación era con la conquista de laciudad, cosa que cada vez parecía más difícil.

Por desgracia muchos vecinos no eran conocedores de la apuradasituación de los comandantes enemigos, por lo que solo veían lospeligros de que los franceses tomasen la ciudad y cumpliesen susamenazas de no tener piedad con nosotros.

Por ello, y a pesar de las advertencias de nuestros oficiales, por lapuerta del Ángel seguían desfilando vecinos que, habiendo perdido suscasas, huían de la hambruna y de la perfidia de los franceses hacialugares supuestamente más seguros. En su desesperación, algunosemprendían viaje incluso hacia poblaciones tan alejadas como la villade Alcañiz.

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Con las llegadas de refuerzos en los últimos días, la salida de losvecinos menos capacitados para la lucha no era algo que preocupase anuestra Junta Suprema, sino todo lo contrario. Al fin eran menos bocasque alimentar con los escasos suministros que entraban en la ciudad.

Más preocupante era la huida de hombres en condiciones deluchar.

Las carencias de alimentos eran grandes en el mercado y tambiénen la cocina de la Real Audiencia, aunque hasta ese momento José y yono nos podíamos quejar.

Ese día el doctor Gavín nos había pedido a mí y a otrostrabajadores que acompañásemos al intendente del hospital al mercadoy a pesar de que no lo esperábamos, habíamos encontrado carne decerdo en las tablas de venta, que se estaba despachando sin ningunarestricción a cuantos la solicitaban y pagaban por ella.

Era ya media tarde cuando uno de los porteros de la RealAudiencia se presentó en la sala donde yo estaba ayudando a mi esposoJosé en la atención de una mujer con calenturas.

—Doctor Guillomía, el capitán Quílez, ayudante de suexcelencia, os espera a vos y a vuestra esposa en la entrada.

Mi corazón se aceleró. Quizá habían dado con el traidor y eloficial venía a comunicarnos su identidad.

Por un lado deseaba conocerla, pero por otro temía que fuesealguien muy próximo a nosotros y eso nos iba a causar un profundodolor.

Tal como nos había indicado el portero, en el patio desde el quearrancaba la escalinata que conducía al segundo piso nos aguardaba elcapitán.

Me llamó la atención ver en su uniforme manchas de sangre y depólvora. Tal como muchos decían, su excelencia estaba acudiendo a ladefensa de los puntos que podían flaquear y sus ayudantes estabanhaciendo lo propio.

—Capitán, nos reconforta veros con bien en estos días de tanincierto acontecer.

—Lo mismo os digo, doctor.

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Yo ardía en impaciencia por saber lo que había traído al capitán.—Decidnos, ¿vuestros agentes han dado ya con el nombre del

traidor que nos delató a los franceses?—Todavía no, señora. Pero me sentía en deuda con vos y con

vuestro esposo por tantos días sin visitaros y he aprovechado unrespiro en los cuarteles generales para cumplir con mis deberes paracon vos.

Así pues, seguíamos sin conocer al delator y si los francesesacababan tomando la ciudad, su pecado quedaría sin castigo, al menosen esta vida.

—Pero tengo que deciros que mis hombres, a pesar de loscombates de estos días, no han olvidado vuestro caso y siguenindagando. Hace dos días arrestamos a un vecino que aprovechaba laconfusión en las calles para lanzar voladores e indicar así los lugaresdonde nuestras tropas eran fuertes a las baterías enemigas. Trasinterrogarlo y amenazarle con la horca si no colaboraba, nos contó quehabía oído de un grupo formado por tres o cuatro personas que eranvisitados por agentes franceses infiltrados en la ciudad con falsospapeles.

—¿Os facilitó el nombre de esos miserables?—Él solo era conocedor del nombre de uno de ellos. Era un

vecino del barrio de la Magdalena, que tenía un puesto de verduras enel mercado. Fuimos a detenerlo pero por desgracia, dos días antes unagranada francesa había explotado cerca de donde él estaba acabandocon su vida.

Lo que nos estaba contando el capitán Quílez confirmaba lo queya sabíamos. Algunos zaragozanos estaban colaborando con elenemigo, aunque a los patriotas nos costase entender sus razones.

—No tenía familia y entre los vecinos era conocido por sus ideasafrancesadas. Mis hombres registraron su casa y encontraron un diarioque ahora estamos estudiando, por si nos pudiese dar alguna pistasobre la identidad de los otros espías.

Con cierto temor ante la respuesta que pudiera recibir, le hice lapregunta que quemaba en mi boca.

—Supongo que ya habréis revisado mucho si no todo el

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contenido de ese diario. ¿Podéis decirnos si en él figura el nombre dealguna de las personas que aparecían en la lista que os facilitamos?

—Eso fue lo primero que buscamos y os puedo asegurar que enese diario no aparece el nombre de nadie de vuestro entorno.

Respiré aliviada, aunque sabía que tarde o temprano tendría queconocer el nombre de ese Judas.

—Ahora volveré a mis obligaciones. Por cierto, en caso de quenecesitéis algo de mí, debéis saber que su excelencia ha decididotrasladar su cuartel general al convento de San Lázaro, junto a laarboleda de Macanaz, para poder seguir más de cerca nuestra defensadel Arrabal. Si los franceses consiguieran completar el cerco en esamargen del Ebro, el hambre acabaría por rendirnos.

—Antes de que partáis, ¿podéis decirnos algo de la suerte que hacorrido Andresa Calavia, la limpiadora que fue arrestada por lanzarvoladores para dirigir las bombas de los gabachos?

—Al día siguiente de su detención fue juzgada. No negó ningunade las acusaciones y aún confesó con orgullo que era la autora de lossabotajes y hurtos que había sufrido el hospital en los últimos tiempos.El tribunal la condenó a muerte y fue ahorcada al día siguiente.

Dicho esto, el capitán Quílez dio media vuelta y salió por lapuerta de la Real Audiencia.

A pesar de tantos horrores vividos, la crueldad de la guerraseguía causándome un profundo dolor en mi corazón. La ejecución demi amiga Andresa era una más de las muchas atrocidades que pasadoslos años seguirían atormentando mi corazón.

Intenté borrar de mi cabeza el triste final de la limpiadora yrepasé lo que el capitán Quílez me había contado de la marcha de lasinvestigaciones.

Que se hiciera justicia por la muerte de sor Marie y de mihermano dependía de la luz que ese diario pudiese arrojar sobre la redde espías y desde luego, también de que la Virgen nos diera fuerza ycoraje para resistir a los franceses.

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CAPÍTULO LV La Cruz del Coso y Santa Engracia

Parecía que tras cada ataque de los franceses, su general dedicabael siguiente día a contar sus muertos y pedir explicaciones a susoficiales del nuevo fracaso. Eso fue lo que ocurrió el jueves 11 deagosto.

Pero no por ello sus soldados iban a permanecer ociosos. Desdeprimeras horas del día vimos cómo se levantaban densas columnas dehumo que se elevaban de las casas del Coso a las que estabanprendiendo fuego.

La proximidad de las llamas y de los saqueos de las tropasimperiales estaba provocando la huida de los vecinos del barrio de SanMiguel.

José y yo aprovechábamos algún descanso en la atención de losenfermos y heridos para recordar con tristeza a nuestros hermanosPedro y Ginés y a los seres queridos que habían dado su vida por ladefensa de Zaragoza.

Aunque en menor manera, también nos entristecía el pensar ennuestra casa del Coso, con las pocas pero importantes cosas que hastaahora daban testimonio de nuestra vida juntos. Por su situación, eramás que probable que hubiese sufrido daños y quizá incluso el asaltode los franceses.

Nos consolaba pensar que aún éramos jóvenes y podríamoslevantarla de nuevo. Lo que no podríamos recuperar era a nuestrosfamiliares muertos en la batalla.

El ruido de los disparos de los cañones y fusiles no cesaba. Habíapasado a formar parte de nuestra vida como si siempre hubiese estadosonando en nuestros oídos.

Casi habíamos olvidado los sonidos de los carros y caballos porlas calles yendo y viniendo a sus menesteres y el bullicio de losvecinos caminando mientras se dirigían a atender sus asuntos. Todoesto, que eran los signos de una ciudad en paz, ahora parecían muylejanos.

No había terminado la mañana cuando una terrible noticia corrió

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de boca en boca por todos los que estábamos en la Real Audiencia.Los franceses habían destruido con sus bombas la Cruz del Coso.

El monumento era un símbolo para nuestra ciudad y había sido mudotestigo de la vida de Zaragoza durante varios cientos de años. Se habíalevantado como recuerdo a los mártires muertos por un emperadorromano y su destrucción ahora por los franceses no dejaba de ser unsigno de mal augurio.

Muchos enfermos, así como algunos trabajadores del hospital,lloraron con rabia contenida al conocer de su destrucción.

Más tarde comenzaron a llegar algunos heridos de las compañíasque defendían la puerta Quemada. Según nos contaban, los franceseshabían intentado cruzar el Gállego para salir al paso de un convoy desuministros que nos llegaba por el camino de Barcelona.

Como en otras ocasiones que lo habían intentado, estabansufriendo muchos muertos y según comprobamos más tarde, en vano.En las primeras horas de la tarde cruzaba el puente de Piedra unaexpedición de más de dos cientos de carros cargados de combustible deboca.

Una parte de ellos provenían de Cataluña, otros cincuentallegaban de las Cinco Villas habiendo salvado los controles de lastropas francesas situadas en la margen izquierda y otros muchoscarromatos venían de las Tierras Bajas del reino.

Era una de las mejores cosas que nos podían ocurrir. Lahambruna nos había afligido en los últimos días pero con estossuministros íbamos a tener un gran alivio.

Por si eso fuese poco, ese día llegaron a nuestras manos sendasGacetas Extraordinarias publicadas el martes 9 y el miércoles 10 deagosto, con informaciones que no podían ser mejores.

En ellas se confirmaba que los franceses habían abandonadoMadrid y que una importante fuerza reunida por el capitán general delreino de Valencia estaba en camino y próxima a llegar a Zaragoza ennuestro auxilio.

Si llegaban a tiempo, quizá se podía hacer realidad lo quemuchos creíamos un sueño, que los franceses se retirasen de nuestraspuertas y que Zaragoza volviera a vivir en paz.

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Mientras esperábamos la llegada de ese ejército, no podíamosreblar en nuestra lucha. El mismo capitán general don José de Palafoxesa tarde había recorrido nuestros parapetos y defensas en el Coso, conel fin de contemplar con sus propios ojos las barbaridades cometidaspor los franceses y también para levantar la moral de los nuestros.

Los bombardeos con granadas habían continuado durante toda lanoche. En la Real Audiencia empezábamos a temer que el edificiosufriera la misma suerte que ya había corrido el hospital de NuestraSeñora de Gracia, pues las explosiones se producían muy cerca, unasen el barrio de la Seo y otras en el Arrabal. Por suerte algunas caían enel río Ebro sin causar daños.

Cuando el viernes 12 de agosto me asomé a una de las ventanasque miraban a la puerta del Ángel pude ver cómo todavía algunoszaragozanos seguían marchando para cruzar el puente de Piedra ybuscar refugio, los más débiles en el barrio del Arrabal y aquellos quepodían recorrer más distancias, hacia las villas de las tierras de Huesca,donde las tropas francesas no habían llegado.

La lucha en las calles proseguía, con grandes sacrificios yaflicciones por nuestra parte pero sin ceder terreno al enemigo. Seestaban produciendo muy duros enfrentamientos en el Coso, en torno alhospital de Nuestra Señora de Gracia, el convento de San Francisco yel de Santa Catalina.

Desde la Real Audiencia se podía ver el humo que se levantabade estos edificios. Por las noticias que nos llegaban de los defensoresdel Coso, los nuestros seguían alimentando el fuego en los dosprimeros, con el fin de desalojar a los franceses.

En el tercero se estaban produciendo luchas cuerpo a cuerpoentre una compañía de catalanes y los soldados imperiales.

Pasado el mediodía se presentó en la Real Audiencia un hombreque dijo haber sido enviado por el capitán Quílez. Su nombre eraBalbino Royo.

—Señora, me envía el capitán Quílez. Los asuntos de guerra leimpiden venir él en persona para daros noticias de las indagaciones queseguimos haciendo.

—Os agradezco que hayáis venido, señor. Decidme, ¿hay algo

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más que deba conocer?—Así es, señora. Hoy ha aparecido ahorcado el cocinero del

destituido capitán general del reino, don Jorge Juan de Guillelmi. Alparecer era uno de los que lanzaba voladores para señalar a losfranceses los objetivos.

—¿Ha sido ejecutado por traidor?—Por desgracia no ha habido ocasión de juzgarlo. Unos vecinos

lo vieron cuando se disponía a lanzar una de las señales y se tomaron lajusticia por su mano.

—Entonces, ¿no habéis podido interrogarle?—No. Pero en el registro de su casa en el Arrabal hemos

encontrado documentos que pueden ser importantes para descubrir lared de traidores que han estado pasando información al enemigo.Aparecen algunos nombres que tenemos que cotejar con los quefiguraban en el diario del espía que vivía en el barrio de la Magdalena.

Lo que me había contado Balbino Royo avivó mis esperanzas deresolver el enigma del traidor. Me apresuré a buscar a mi esposo pararelatarle lo que acababa de conocer.

Los combates prosiguieron durante todo el día y si los nuestrosno estaban dispuestos a dar su brazo a torcer, tampoco los francesesdaban tregua a sus baterías que seguían sembrando de granadas ybombas nuestras calles.

Pero a última hora del día llegaron a la Real Audiencia dosnoticias que ponían en duda el afán de los gabachos por perseverar enel ataque.

Algunos voluntarios catalanes, que habían venido a la RealAudiencia para ser atendidos de las heridas recibidas en la lucha por elconvento de santa Catalina, nos contaron que habían conseguidoexpulsar a los soldados imperiales del lugar, causándoles muchosmuertos.

Eso no nos cogía de nuevas, pues nuestras tropas ya habíanconseguido en más de una ocasión hacerles retroceder y abandonar susposiciones.

Sin embargo, poco después las baterías francesas se habíanreplegado de sus posiciones dentro de la ciudad hacia los altos de

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Torrero, algo que los oficiales que se recuperaban en nuestras salas noacababan de entender, pues según ellos, de esa forma los gabachosperdían una importante ventaja estratégica.

Si eso era extraño, aún nos causó más asombro el conocer quehabían liberado a más de tres cientos de prisioneros que retenían enTorrero. Entre ellos se encontraban un buen número de religiosas queno habían podido huir a tiempo de sus conventos antes de que lossoldados franceses los tomasen.

Según los veteranos que estaban con nosotros, los ejércitos noliberaban prisioneros en medio de la batalla, salvo que hubiesenllegado a algún pacto con el enemigo, lo que no era el caso.

Los más optimistas opinaban que quizá el general francés sehabía convencido de que nuestra tozudez era un arma más poderosaque sus cañones e iba a levantar el sitio.

Pero durante la noche del viernes y el amanecer del sábado 13 deagosto, entre sueño y sueño en los sillones de la Real Audiencia que sehabían convertido en nuestras camas, el ruido de disparos de fusil y lasexplosiones de bombas y granadas no disminuyeron de intensidad.

Por las noticias que nos llegaban, la lucha continuaba en el Coso,donde se seguía combatiendo a sangre y fuego por las ruinas delhospital de Nuestra Señora de Gracia y por las de los conventos de SanFrancisco y de Santa Catalina. Los nuestros estaban intentandoreconquistar las calles del barrio del Azoque que días atrás habíancaído en poder de las tropas del general francés.

El general Palafox había ordenado un contraataque en la margenizquierda y conforme pasaban las horas se confirmaba que habíaconseguido desalojar a los gabachos del Arrabal, por lo que Zaragozaseguía abierta por ese lado para la entrada de víveres y refuerzos.

Como en días anteriores, una buena parte de las casas del Cosoestaban en llamas. Si la nuestra seguía indemne, no podía ser más quepor la intercesión de Nuestra Señora.

Parecía que el sábado iba a terminar sin mayores desgraciascuando entrada la noche resonó una terrible detonación que sacudió loscristales de la Real Audiencia.

El recuerdo de la explosión del polvorín del Seminario nos vino a

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todos a la cabeza y temimos que semejante desgracia hubiese vuelto aocurrir. Si alguno de nuestros arsenales había volado, ese era el fin dela defensa de la ciudad.

Al poco del estallido, y cuando todavía no conocíamos la causade semejante aparato, las granadas dejaron de estallar a nuestroalrededor.

Los más observadores señalaron que el ruido de fusilería tambiénhabía disminuido. Todos empezamos a hacer cábalas sobre lo queestaba ocurriendo. Incluso algunos sugirieron que en realidad elpolvorín que había hecho explosión pertenecía al enemigo, y esojustificaba el silencio de sus baterías.

No había pasado mucho rato cuando conocimos el origen delestruendo que habíamos escuchado. Los franceses habían volado elmonasterio de Santa Engracia.

Los muy canallas no solo nos estaban quitando a muchos seresqueridos, sino que estaban destruyendo los símbolos y edificios quehabían sido nuestro orgullo durante siglos, como la Cruz del Coso oSanta Engracia.

Ninguno entendíamos la ventaja que el destrozo de estosmonumentos les podía deparar, salvo para alimentar su afán de hacerdaño y minar nuestra moral.

Cuando la oscuridad de la noche se había apoderado de nuestrascalles, los sonidos de la batalla se fueron apagando poco a poco, deforma que tras la media noche solo se oían algunos disparos aisladosaquí y allá.

Todos pensábamos que el enemigo se estaba preparando paraasestar un nuevo golpe, quizá el último. Pero para pasmo de todos, conel amanecer comenzamos a escuchar gritos de alegría y cánticos a laVirgen que sonaban en las calles que rodeaban la Real Audiencia.

Un vecino entró alborozado para anunciarnos que los franceses sehabían retirado. Era el sábado 14 de agosto, y estábamos a punto decumplir los dos meses de asedio.

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CAPÍTULO LVI El fin de la pesadilla

Apenas podíamos creerlo. Si no fuera porque no se escuchabanya disparos ni explosiones, hubiésemos pensado que los que celebrabanla retirada de los franceses habían perdido el juicio.

Enseguida nos convencimos de que las noticias eran ciertas. Elenemigo había abandonado a toda prisa sus posiciones y no quedabarastro de él, salvo por los cientos de soldados franceses heridos que losnuestros fueron encontrando ese domingo y los días siguientesabandonados a su suerte en el convento de San Lamberto, a medialegua del Portillo en el camino de Tudela y en otros lugares.

Repuestos de la conmoción ante tan gratas nuevas, loscomandantes de la plaza, tomando las debidas precauciones, destacaronpatrullas a la Val de Espartera, a Torrero, a la Casa Blanca, a Cogulladay a todos los sitios en donde las tropas imperiales habían establecidosus campamentos.

En todos ellos habían encontrado signos de una marchaprecipitada, en la que habían destruido todo lo que habían podido yhabían abandonado el resto.

Pronto comenzaron las cábalas entre los heridos que serecuperaban en la Real Audiencia sobre las razones de la inesperadaretirada. Algunos lo fiaban todo a la intervención milagrosa de NuestraSeñora.

Otros, entre ellos muchos de los oficiales, opinaban que siendoconocedores de la proximidad de un importante ejército provenientedel reino de Valencia, Verdier y Lefebvre habían optado por la huidaantes que sufrir una deshonrosa derrota.

Y los más entusiastas estaban convencidos de que nuestraardorosa defensa había acabado con la moral de los generales franceseshasta hacerlos emprender la retirada.

Yo y algunos más sabíamos que, además de estos motivos, quesin duda habían contribuido, las órdenes recibidas dos semanas atrás departe del general Belliard habían tenido mucho que ver en este paranosotros feliz desenlace.

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Mientras nuestros oficiales y soldados terminaban deinspeccionar la ciudad y los alrededores, muchos vecinos se habíanechado a las calles para celebrar nuestra victoria y también para ir enbusca de los familiares a los que habían perdido de vista durante losúltimos días de guerra en nuestras calles.

Yo corrí al edificio en la que mi esposo estaba pasando sala.—José, parece ser cierto que los soldados franceses se han

retirado. Debemos ir en busca de nuestros padres y hermanos.—Nada hay que desee más, querida África, pero el trabajo aquí

sigue siendo mucho y para todos los afligidos que tenemos en las salasy pasillos sus tribulaciones no han terminado. Me temo que yo nopodré salir al menos en unas horas.

—Si te parece, iré yo en busca de tus padres y de los míos. Voy apedir dispensa a Cosme Mediano, con la promesa de regresar tanpronto como los haya visto.

El jefe de limpiadoras estaba de tan buen ánimo como el resto yno puso ninguna objeción a mi solicitud.

Me dirigí en primer lugar a la calle San Gil. La casa de lahermana de mi suegra estaba situada en la esquina con la calle Platería.Al llegar a la puerta comprobé con alivio que el edificio no habíasufrido daños, aunque algunos próximos sí habían sufrido impactos delos proyectiles enemigos.

Me recibió doña Ascensión en una sala de estar en la que se veíanmuebles de buena factura. La acompañaba su hermana, a la que mepresentó como doña Felisa. Al parecer ésta y su marido también erangentes de posibles, a juzgar por el mobiliario y los ornamentos quepodía ver.

La situación de la casa en la calle San Gil la había librado delsaqueo de los gabachos.

—¡África, cuánto me alegro de verte con bien! ¿No viene mi hijoJosé contigo?

—No, doña Ascensión. El trabajo en la Real Audiencia siguesiendo mucho y solo he podido ausentarme yo para visitarla a usted ycomprobar que no han sufrido daño. Lo mismo haré ahora con mimadre y mis cuñadas.

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—Han sido días terribles, hija. Mucho tenemos que agradecer a laVirgen por su intercesión.

—¿No está vuestro esposo don Domingo con usted?—Llevo tres noches sin saber de él. Estuvo durante mucho

tiempo prestando sus servicios médicos en el hospital deConvalecientes, hasta que los franceses tomaron la puerta del Carmen.En los últimos días sé que colaboraba en un hospital de campañasituado en la plaza del Mercado.

—¿Tenéis noticias de vuestros hijos Sebastián y Dionisio?—Tampoco sé de ellos, hija mía. Hoy es un día de mucho trajín y

supongo que aparecerán cuando sus comandantes les den licencia.Yo ardía de impaciencia por conocer de mi madre y mis cuñadas,

así que me despedí de doña Ascensión con un abrazo y cogí la callePlatería hacia San Cayetano para llegar al barrio de San Pablo.

Los combates no habían llegado hasta esa calle, pero sí algunasbombas de la artillería francesa, que habían hecho su destrozo en variascasas.

Tras pasar por delante de la iglesia de San Cayetano llegué a laplaza del Mercado. Allí vi unas tiendas de campaña en las que habíaninstalado uno de los hospitales que el doctor Gavín había autorizado.

Con la intención de preguntar por mi suegro y también porDionisio, me asomé a la primera tienda. La escena en el interior erasobrecogedora.

Heridos de diversa consideración yacían en doce camastros a rasde suelo. Las camisas que llevaban y las sábanas que los envolvíanestaban empapadas en sangre. Tres maestros cirujanos, también con susropajes cubiertos de grandes manchones rojos, se movían entre ellos,atendiendo a sus quejas y revisando sus heridas.

Les acompañaban dos religiosos de San Juan de Dios que seaplicaban a la tarea de darles consuelo y echar una mano a los maestroscirujanos cuando estos les requerían.

Estaba a punto de salir de la tienda cuando uno de los maestrosme llamó.

—¡África! ¡Tu visita es otra alegría que se suma a la de la

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retirada de los gabachos!Era mi cuñado Dionisio. Despeinado y con rastros de sangre

incluso en la cara, no le había reconocido.—Dionisio, ¡estás hecho una calamidad! He estado en casa de tu

madre, que a Dios gracias se encuentra bien, y venía en busca denoticias tuyas y de tu señor padre.

—¡Pues ya nos has encontrado! Mi padre, si no lo ha vencido elcansancio, debe estar en la tercera tienda, cuidando de los heridos queallí están. Aquí tenemos tarea para todo el día, pero pensaba ir a ver ami madre en cuanto pudiera. Supongo que José estará cumpliendo susdeberes en la Real Audiencia.

—Así es, cuñado. Yo he salido para ver que todos estabais bien ytengo que volver a toda prisa a mis obligaciones.

Me despedí de mi cuñado y tal como me había dicho, encontré adon Domingo en la tercera tienda. Su aspecto no era mucho mejor queel de su hijo. Estaba cubierto de polvo y sangre.

Al acercarme vi que llevaba un vendaje que le tapaba parte de lafrente.

—Don Domingo, ¿os han herido?—¡África, no esperaba verte por aquí! No es nada. Hace dos días

estalló una granada cerca de donde estábamos tomando un respiro en laplaza del Mercado, con tan mala fortuna que un canto de los quelevantó la explosión fue a dar con mi cabeza.

—¡No sabéis cómo me alegro de encontraros con bien! Vuestraesposa doña Ascensión también goza de buena salud, acabo de estarcon ella en la casa de su hermana, allá en San Gil. Vuestro hijo José noha podido venir por no abandonar sus quehaceres con los heridos. Perome manda su abrazo para vos.

—Hacedle llegar el mío, querida. Ahora que los franceses se hanido, creo que a no mucho tardar podremos volver a nuestras vidas,aunque nadie nos podrá librar de las penas que esta guerra nos hacausado.

Mientras esto decía sus ojos se empañaban por el recuerdo de suhijo Pedro, fallecido en los primeros días de la batalla.

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Le abracé y sin más emprendí el camino hacia la casa de mispadres. Entré por la calle de San Blas y tras atravesar por detrás de laiglesia de San Pablo, llegué a la calle Aguadores y enseguida estaba alas puertas de nuestra casa.

Como la última vez, el edificio seguía de pie, a pesar de que sehabían producido combates en zonas muy próximas.

En los últimos días se había peleado muy duramente por elcontrol del convento de la Victoria, del hospital de Misericordia y delas puertas del Portillo y del rey Sancho, pero los defensores, en sumayoría vecinos del barrio, habían impedido, a veces con su vida, quelos franceses entrasen en el alfoz.

En cuanto vi a mi madre corrí a abrazarla. La emoción contenidade todos estos días estalló en mi corazón y las lágrimas brotaron en misojos sin poder contenerlas.

No hacían falta palabras. Todos nuestros seres queridos habíantenido sus vidas en riesgo y algunos, como Ginés, el tío Jeremías, micuñado Pedro o nuestro amigo Perico la habían perdido en la defensade Zaragoza.

Al fin pude serenarme.—Madre, ¿qué sabe usted de padre, de Daniel y de los tíos? ¿Y

de Santiago, el marido de Pilar, tenéis conocimiento?—Hay mucho alboroto en las calles, hija. Los hombres están

todavía en sus puestos, por si zurce el diablo y los franceses vuelven,¡Dios no lo quiera! Pero un vecino del barrio ha venido antes paratraerme saludos de tu padre y decirme que Daniel y tus tíos Blas yMoisés seguían sin daño en el castillo.

—¿Y de Pilar y mis cuñadas, ha oído algo?—En estos dos últimos días apenas hemos salido de casa por

miedo a las bombas de los gabachos. Sé que ellas han estadorefugiándose con los niños todos los días en las cloacas que estándebajo de la calle San Pablo, pues la otra que usábamos, en la calle delBarrio Corto, con el avance de los franceses no era segura.

Antes de partir aún mi madre me puso al día de la muerte dealgunos vecinos de nuestra calle que habían caído peleando en losúltimos días. La desdicha se había repartido por igual en muchas

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familias, pero los zaragozanos somos gente templada en el infortunio, ysabido es que el corazón fuerte a la desgracia vence.

Me urgía regresar a la Real Audiencia, pues no quería parecer deesos que les das la mano y te cogen el brazo entero. Pero las casas demis hermanos y cuñadas caían de camino, así que podía visitarlas sindemorar apenas el regreso a mis ocupaciones.

A María Josepha la encontré en su cocina, preparando algúnguiso para su hija Victoria. En su rostro se seguían adivinando lashoras de llanto por el recuerdo de mi hermano.

A juzgar por su vientre y por las cuentas que ella hacía, mi nuevosobrino nacería en no más de tres meses. El pobrecico no iba a conocera su padre, aunque sabría que había sido uno de los muchos héroes deesta guerra.

Aproveché para volver a ofrecerle que, ahora que habíaterminado la guerra, viniese con sus hijos a vivir con José y conmigo anuestra casa. Mi esposo y yo seguíamos sin tener descendencia y asíharíamos bueno el dicho de que a quien Dios no da niños, el diablo leda sobrinos.

Mi otra cuñada, Antonia, también estaba bregando con su hijaJoaquina. Había tenido noticias de mi hermano Daniel por un vecino ypor ello su cara no mostraba más preocupaciones que aquellas con lasque una hija pequeña atribula a sus padres.

Finalmente visité a mi hermana Pilar. Como en otras ocasiones,los dos niños, Miguel y Pedro, rondaban por la habitación haciendochiquilladas mientras Pilar y yo recordábamos entre lágrimas a todosnuestros seres queridos caídos ante los franceses.

Volvía ya sobre mis pasos para incorporarme a mis tareas en laReal Audiencia cuando las campanas de todas las iglesias comenzarona repicar. Eran las doce del mediodía y su toque alegre festejabanuestra victoria sobre las tropas imperiales.

De vuelta ya en mi trabajo, busqué a José para ponerle alcorriente del buen estado de salud de sus padres y de Dionisio, asícomo también del de mi madre y del resto de mi familia.

El ambiente que se percibía en las salas de la Real Audiencia erade mayor alegría si cabe que cuando había salido.

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Los heridos conversaban entre ellos y circulaban todo tipo dehistorias.

Se decía que el Ayuntamiento había encargado un Te Deum parael día siguiente, para dar gracias a Dios y a nuestra Señora por haberhecho justicia y puesto en fuga a los franceses.

En las calles corrían rumores de lo mucho que el enemigo habíaabandonado en su huida. Conforme los escuchaba, yo me convencía deque lo que nuestros soldados habían encontrado en los campamentosenemigos abandonados era mucho menos de lo que se decía.

Se hablaba del hallazgo de un gran amasijo de pan para hornearen Torrero, de almacenes de comida y de polvorines de munición yarmamento e incluso de parte de los dineros y joyas robado por lossoldados franceses en sus asaltos a nuestras casas y en las villas ytorres de los alrededores.

El doctor Gavín había reunido a los médicos y maestros cirujanospara evaluar la situación de los enfermos y heridos que todavíapermanecían en la Real Audiencia. Por lo que después me contó José,el regente del hospital les había anunciado que en pocos días setrasladaría a todos los pacientes a alguno de los hospitales que nohubiera sido destruido por los combates.

Esa tarde se cantaron con gran solemnidad las vísperas en eltemplo de Nuestra Señora, que a esas horas se encontraba abarrotadode un gran gentío deseoso de manifestar en persona su agradecimientoa la Virgen.

Se acercaba la puesta de sol y todavía no habíamos podido ir avisitar nuestra casa en el Coso, para comprobar si había sufridoalgunos daños y si así era, el alcance de los mismos.

Ambos temíamos lo que podíamos encontrar, pero no debíamosdemorar más el momento, así que una vez satisfechas nuestrasobligaciones, nos encaminamos por San Gil hacia el Coso.

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CAPÍTULO LVII El cierre de las heridas

Apresuramos el paso ya que no quedaba más de media hora deluz. Al terminar San Gil y entrar en el Coso, la vista era terrible.

Lo que había sido una preciosa avenida y el orgullo de todos, sehabía convertido en una hilera de escombros y casas en ruinas. La calleestaba todavía ocupada por los parapetos que unos y otros habíanlevantado para protegerse de las balas enemigas.

Grupos de vecinos y soldados habían empezado ya a limpiar lacalle, pero no iba a ser tarea fácil.

El lugar donde hasta hace poco se levantaba la Cruz del Coso eratambién un cúmulo de enronas entre las que se veían los restos de laCruz y otras partes del monumento.

A esta imagen de por sí suficientemente triste se añadían algunoscuerpos de soldados mayormente franceses y de caballos, que todavíapermanecían en la calle a pesar del esfuerzo de nuestros comandantespor retirarlos sin demora en evitación de plagas.

Con angustia dirigimos nuestra vista a la derecha, pues nuestracasa quedaba a unos dos cientos de pasos en aquel sentido, más allá dedonde estaba situado el convento de San Francisco o mejor dicho loque de él quedaba. El que hasta ahora había sido nuestro hogar quedabajusto en la acera contraria a la abadía.

Una ligera esperanza encendió mi corazón cuando vi que lascasas en aquel lado no habían sufrido tanto daño como en el trecho dela calle que corría desde la Cruz del Coso hasta la plaza de San Miguel.

Caminamos hacia allí. Los signos de la pelea, aunque menoresque por el otro lado del Coso, eran también evidentes. Sabíamos porlos heridos que nos habían llegado que se había peleado ferozmente porel control del convento de San Francisco y de los restos del hospital deNuestra Señora de Gracia.

Por fin llegamos a la puerta de nuestra casa. La fachadapresentaba no pocos impactos de las balas disparadas por los francesesy junto a la ventana por la que José y yo nos habíamos asomado nohacía mucho se veía un enorme boquete, de más de dos pies, causado

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por alguna bomba.José y yo nos abrazamos tristes por los daños que veíamos pero

por otro lado felices de que nuestra casa hubiese aguantado los efectosde la batalla y siguiese de pie.

Ya dentro del portal, subimos las escaleras hasta llegar a laentrada a nuestro hogar. La puerta estaba arrancada de sus goznes.

Una vez dentro, comprobamos con alivio que el salón que daba alCoso no había sufrido grandes daños. La bomba que había impactadoen la fachada junto a la ventana había explotado contra el muro, peroéste, que tenía un grosor de cerca de dos pies, había aguantado elimpacto sin permitir que el proyectil entrase y explotase dentro.

Pero los muebles habían sido movidos, arrimados a las dosventanas que daban al Coso. En el suelo había restos de comida y entoda la habitación se percibía un fuerte olor a pólvora.

Todo parecía indicar que la casa había sido ocupada por losnuestros para disparar desde ella a los soldados franceses apostados enel convento y en las casas de la acera contraria.

Revisamos con preocupación los cajones y aparadores de laalacena en la que guardábamos nuestras escasas posesiones de valor yuna pequeña cantidad de reales que habíamos ido ahorrando. Elarmario ocupaba una de las paredes laterales.

No faltaba nada. Así pues, nuestra casa se había salvado y losdaños podían apañarse fácilmente con una buena limpieza, ladrillos yargamasa.

Habían pasado diez días y muchos terribles sucesos desde quehabíamos podido entrar en ella por última vez. Pero lo más importanteera que habíamos vencido a los franceses.

Nos dispusimos a pasar la noche en nuestro hogar. Cuando ya nohabía luz del sol y el sereno había anunciado las once de la noche, nosmetimos los dos en la cama e hicimos el amor hasta caer rendidos porel cansancio.

Antes de dormirme, ya tenía decidido lo que iba a hacer al díasiguiente. Iba a visitar al capitán Quílez, pues no iba a poder descansarhasta dar con el traidor.

El lunes 15 de agosto, además de seguir festejando la marcha de

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los soldados enemigos, se celebraba el día de la Asunción. Desdeprimeras horas el ambiente en las calles seguía siendo de fiesta.

La ciudad tardaría días en recobrar su vida cotidiana. José y yoacudimos a la Real Audiencia para seguir atendiendo a los que allí seencontraban sin poder disfrutar de las celebraciones debido a susheridas y dolencias.

A las doce del mediodía las campanas de todas las iglesiasvolvieron a repicar, tanto por la marcha de los gabachos como tambiénpara anunciar la festividad que ese día celebrábamos.

Yo me había apresurado en realizar mis tareas de limpieza y confray Guillermo había revisado y cambiado las curas de los pacientesque estaban bajo nuestro cuidado.

Así que tras solicitar permiso a Cosme Mediano, salí delimprovisado hospital y me dirigí al cuartel general de su excelencia, enbusca del capitán Quílez.

Allí la actividad seguía siendo frenética, tal parecía que la guerrano había terminado. Los oficiales entraban y salían del edificio ypululaban por su interior, algunos con documentos en sus manos yotros recorriendo apresuradamente los pasillos caminando condeterminación para cumplir cualesquiera que fuesen sus encomiendas.

Esperé unos minutos a que el soldado de guardia en la entradadiese con el capitán y cuando apareció, me condujo a una pequeña salaen la que ya nos habíamos entrevistado en otras ocasiones.

—Espero que vos y vuestra familia os encontréis con bien,señora.

—A Dios gracias estamos todos bien, capitán. Ayer visité a lospadres de mi esposo y a mi madre y los hallé a todos sanos y salvos,con la alegría de la retirada del enemigo. A vos, tal como ha quedado laciudad, os supongo muy atareado.

—Y no os equivocáis. Apenas podemos disfrutar de lascelebraciones por la victoria, pues hay mucho que hacer. Su excelenciaha ordenado que ayudemos a los vecinos a desescombrar sus casas yque limpiemos las calles de barricadas, armas y sobre todo de losmuchos cuerpos que todavía yacen en ellas.

—Disculpad que os interrumpa en vuestros afanes, capitán. Solo

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quería preguntaros por las averiguaciones que estáis llevando a cabo enbusca del traidor que nos vendió a los franceses.

—Como os dije, estamos cotejando lo que aparece en el diariodel verdulero de la Magdalena con los papeles que encontramos en lacasa del cocinero de don Jorge Juan de Guillelmi.

—¿Habéis encontrado algo en ellos que pueda arrojar luz sobrenuestra búsqueda?

—Por cierto que lo hemos hecho. Tanto en el diario como en lospapeles del cocinero aparecen referencias a varias personas que yahemos arrestado y también a un personaje del que solo se citan lasiniciales. Pero ambos coinciden en señalarlo como el enlace para pasarinformación de interés a los franceses.

—¿Podéis indicarme qué iniciales son ésas?—Pensaba hacerlo en cuanto os viera, señora. En esos

documentos se refieren a ese personaje como BG. Hemos buscado envuestra lista y no hay nadie cuyo nombre y apellido responda a ellas,por lo que no alentamos grandes esperanzas de que sea la persona quebuscamos, aunque si damos con él, quizá nos lleve a descubrir a otrosmiembros de la red de espías, entre ellos a quien os traicionó.

—Revisaré con mi esposo los nombres de los trabajadores delhospital por si alguno coincidiese con esas iniciales. Os agradezco decorazón vuestros esfuerzos, más todavía cuando tenéis tantos asuntosurgentes que resolver. En caso de que diésemos con algún nombre quecoincida con esas letras, os lo haré saber. Ahora os dejo para que sigáiscon vuestras ocupaciones.

Salí de los cuarteles generales desalentada por lo que me habíadicho el capitán Quílez. Había venido con la esperanza de que hubiesendado con el nombre del traidor y de esa forma, poder cerrar el únicoasunto que todavía nos quedaba abierto de los desgraciados dos mesesque acabábamos de vivir.

Íbamos a tener que esperar. En mi camino de regreso a la RealAudiencia, iba repasando en mi cabeza los nombres de todos nuestrosconocidos, intentando dar con alguno que respondiese a esas iniciales.Aun si daba con alguien, tampoco significaba que ese individuo fueseel traidor.

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Pero desgraciadamente, por mucho que repasase todos losnombres, ninguno cumplía con las dos letras que retumbaban en micabeza.

De vuelta en la Real Audiencia busqué a José y le conté miconversación con el ayudante de Palafox.

Cuando terminé, se quedó pensativo unos instantes.—Quizá el individuo que responde a BG no sea el que os

denunció, África. Los hombres del capitán Quílez tendrán queproseguir sus indagaciones.

—Pero por lo que aparecía en el diario del verdulero y en lasnotas del cocinero, ese BG era el que recogía toda la información parapasársela a los franceses. Tiene que ser él.

—El que ese sujeto fuese el que informaba a los franceses nosignifica que no pueda haber otra persona que nos conoce y que seaquien le ha ido a él con nuestro secreto.

Yo no había caído en eso, pero José tenía razón. Ese BG no teníapor qué ser alguien de nuestro entorno, si había otro traidor próximo anosotros que le había informado de nuestras actividades en campoenemigo.

En cualquier caso, para avanzar en la investigación los hombresdel capitán debían dar primero con el tal BG e interrogarle.

Durante el resto del día permanecimos en la Real Audiencia,atendiendo a los heridos y enfermos.

Nos seguían llegando noticias de las tropas que habían salido enpersecución del enemigo. Se decía que habían traído la cabeza de unteniente coronel francés clavada en una lanza y que algunos soldadosimperiales que habían sido hechos prisioneros habían sido ahorcadospor la multitud.

Por lo visto, los horrores de la guerra seguían aun después deacabada.

Entre tanto los vecinos ayudados por los soldados que habíanquedado en la ciudad se afanaban por adecentar las casas que habíansido saqueadas e incendiadas, sacando los escombros y poniendo asalvo lo poco que había quedado en ellas.

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La tarde de ese lunes se fue en fastos y celebraciones. A las seisde la tarde tuvo lugar el Te Deum ordenado por el Ayuntamiento en lacapilla principal del templo de Nuestra Señora.

Su excelencia presidía el acto, acompañado de su plana mayor.Junto a él se sentaba un hombre todavía joven de aspecto noble.Enseguida corrió por los bancos de la iglesia el chisme de que setrataba del conde de Montijo, el jefe del ejército que el reino deValencia había enviado en nuestro socorro, aunque a lo visto, habíanllegado a los postres.

En la plaza delante del templo estaba formado el regimiento desuizos de Winfeng.

En el interior de la iglesia no cabía un alma. José y yo asistimosemocionados, al igual que muchos cientos de zaragozanos, entre losque se encontraban nuestros padres y hermanos.

A la terminación del acto religioso, estando todavía la multituden el interior del templo, se habían escuchado salvas de nuestraartillería en honor a la Virgen.

Al salir nos encontramos con un bando de su excelencia don Joséde Palafox, en el que se celebraba la victoria sobre los franceses, altiempo que condenaba el infame comportamiento de los soldadosimperiales a lo largo de todo el conflicto.

El comunicado terminaba diciendo que había dado instruccionesal intendente don Lorenzo Calvo de Rozas para que en cuanto pudieraviese cómo aliviar las penurias de los muchos zaragozanos que habíanperdido sus casas y haciendas a lo largo de los dos meses de guerra.

Ya en la plaza, los padres de José nos invitaron a mi familia y anosotros a brindar en su casa con una copa de vino por la derrota de losfranceses y por la memoria de nuestros familiares caídos.

Como en las celebraciones de las navidades que ahora tan lejosnos parecían, allí nos reunimos todos.

Estaban mis hermanos Pilar y Daniel con sus familias, así comomi cuñada María Josepha y mis padres. También habían podido venirSebastián y Dionisio, los dos hermanos de José. Esta vez mi cuñadohabía venido acompañado de su esposa Manuela.

La alegría por el triunfo de nuestra causa ante el francés quedaba

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empañada por la irreparable ausencia de Ginés, de Pedro, de nuestro tíoJeremías y de algunos buenos amigos que habían caído ante las balas ylas bayonetas de los gabachos, como Perico o Sor Marie.

La casa de mis suegros apenas había sufrido daños durante loscombates que habían tenido lugar en el Coso. En la fachada también seobservaban impactos de balas y metralla y algunos cristales de lasventanas estaban todavía rotos, pero ni los franceses ni los nuestros lahabían ocupado, así que una vez dentro no se veía ningún rastro de loque afuera había ocurrido.

Doña Ascensión nos pidió ayuda a Manuela, a Pilar y a mí y lascuatro preparamos unos vasos de vino y unos trozos de queso, detocino y de pan de flor que mi suegra había podido comprar esa mismamañana en el mercado.

Con la retirada de los gabachos, los puestos de venta se habíanaprovisionado con rapidez y, aunque no mostraban la abundancia deantes de la guerra, había suficiente donde elegir, sobre todo conalgunos dineros en el bolso.

Con la comida ya en la mesa, nos sentamos todos a compartirnuestras experiencias de las últimas semanas y el triste recuerdo de loscaídos.

En un momento don Domingo me preguntó por lasinvestigaciones sobre el traidor que nos había delatado, causando lamuerte a mi hermano y a sor Marie.

—Precisamente esta mañana he estado visitando al capitánQuílez. Sus hombres siguen buscando a los que desde nuestras filashan estado informando a los franceses, pero todavía no han dado con elque nos traicionó a nosotros.

—¿No tienen ninguna pista que les pueda conducir a su arresto?—A decir verdad sí hay una que están investigando, aunque de

momento no ha dado ningún resultado.Mi cuñado Dionisio intervino en la conversación. A pesar de todo

lo que le había tocado vivir en estas semanas, no había perdido suespíritu jovial y ganas de chanza.

—Si nos dices cuál es esa pista, querida África, quizá nosotrospodamos colaborar para resolver el enigma.

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Allí estábamos todos los miembros de la familia de José y de lamía, así que después de todo, no era mala idea el decir lo que sabíamospor si alguno de ellos nos daba alguna luz donde de momento solohabía oscuridad.

—En los papeles que han encontrado en las casas de dos de losvecinos que colaboraban con el enemigo, aparecen referencias a unsujeto al que solo citan por sus iniciales, pero que al parecer era elcontacto de toda la red con los franceses.

—Esto se pone interesante, África. Al final nos enfrentamos auna especie de acertijo. Y por ventura, ¿nos puedes decir detrás de quéiniciales se esconde ese infame sujeto?

—Son muy comunes, lo que no ayuda mucho a resolver elenigma. El sujeto aparece en los papeles como BG.

Nada más decirlo, vi cómo mi cuñado Dionisio mostraba primeroconsternación y después su tez comenzaba a mudar de color,palideciendo hasta el punto que pensé que iba a desmayarse.

Mi esposo también lo observó y se dirigió presto a su lado por sise desvanecía para que no cayese al suelo.

—¿Te encuentras bien, hermano?—Sí, José. Ha sido solo el sobresalto por lo que acabo de

escuchar de boca de África.—¿Cómo así? ¿Acaso esas iniciales te resultan familiares?—Me temo que sí.Todos en el salón callamos en ese momento y las miradas

volvieron hacia él.Entonces yo caí en la cuenta de lo que estaba pasando por la

cabeza de mi cuñado. La barragana con la que se estaba viendo desdehacía tiempo era conocida como Brigitte García.

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CAPÍTULO LVIII Zaragoza resiste

Dionisio todavía no había recuperado su color. Efectivamente lasiniciales coincidían con el nombre de la mujer y además se decía deella que era de origen francés.

Pero esa mujer no nos conocía ni a mí ni a mis hermanos, yposiblemente tampoco a sor Marie, por lo que difícilmente podía serella la que nos había delatado.

Intenté tranquilizar a mi cuñado para que recobrase su ser.—Cuñado, las iniciales que he nombrado son muy comunes y esa

mujer no será la única en Zaragoza que responda a ellas. Además, ellano nos conoce y no tenía forma de saber de nuestro trabajo como espíasde Palafox.

—Yo se lo dije, África. Cuando tú y tus hermanos partisteis conla hermana Marie le pregunté a José qué asuntos eran esos que osobligaban a salir de la ciudad en tiempos tan aciagos. Entonces José melo contó, rogándome que no se lo dijese a nadie.

Su confesión nos dejó a todos sin habla. Si ella era en verdad laespía que buscábamos, había sabido sonsacar a mi cuñado y conseguridad a otros hombres que la visitaban muchos secretos quedespués por algún medio había hecho llegar a los franceses.

Si eso era así, al fin mi cuñado Dionisio era el causante de formainvoluntaria de la muerte de mi hermano y de sor Marie. Pero aldesdichado poco se le podía echar en cara. Los hombres han sidosiempre muy torpes ante las habilidades de las mujeres, pues ya se diceque una mujer hizo al obispo cerner.

No estaba claro que la barragana de mi cuñado fuese en verdad lacabecilla de la red de espías, pero conforme más lo pensaba, másindicios parecía encontrar que me convencían de ello.

Una vez que nos recuperamos del estupor que el descubrimientonos había causado, José tomó la palabra.

—Hermano, lo que acabamos de descubrir es grave y habrágentes que pensarán que tú formabas parte de la red de traidoresafrancesados. Lo mejor que podemos hacer es ir prestos en busca del

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capitán Quílez para ponerle al corriente de nuestras sospechas. De esaforma, limpiaremos cualquier duda sobre tu patriotismo.

Mientras decidíamos cómo proceder, mi cuñada Manuela llorabadesconsoladamente sin que las palabras de mi madre y de doñaAscensión le sirvieran de consuelo.

Ella era conocedora de las infidelidades de Dionisio, perosiempre habían guardado las apariencias y nunca se había aireado eltema en público como ahora acababa de ocurrir.

A los pocos minutos mi cuñado, José y yo dejábamos lacelebración familiar y partíamos en busca del capitán Quílez. Aún nohabía entrado la noche y era muy probable que todavía estuviese en loscuarteles generales de su excelencia. No estábamos equivocados.

Tras ponerle al día de nuestro amargo descubrimiento, elayudante de su excelencia destacó a cuatro de sus hombres paraproceder al arresto de la sospechosa. Era una fuerza excesiva paradetener a una mujer, pero ya se habían dado casos en los que losvecinos, al conocer el motivo del arresto, se habían hecho con elsospechoso por la fuerza y lo habían linchado sin dar tiempo a que lajusticia hiciese su trabajo.

Brigitte García fue llevada a los calabozos del castillo. En losinterrogatorios a los que la sometieron en los días siguientes confesó supapel como contacto en la red de espías que los franceses habíanorganizado en la ciudad.

Había nacido en París hija de un emigrante español, que habíafallecido cuando todavía era una niña. La precaria situación en la quehabían quedado la había empujado a la vida de la calle.

Cuatro años atrás los servicios de espionaje de Napoleón lahabían contratado para que se instalase en España. Según eso, elconocido por muchos como el pequeño corso venía desde hacía tiempoplanificando la invasión de nuestro país.

La meretriz había pasado primero por Barcelona, pero allí habíamuchas mujeres dedicadas al oficio y por ello había decidido venir aZaragoza, en donde se había instalado.

Meses antes de comenzar el conflicto, agentes franceses habíancontactado con ella para que comenzase a recoger información sobre

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las defensas de nuestra ciudad que pudiera ser útil cuando la invasiónempezase.

Cuando había estallado la guerra, había utilizado sus artes parareclutar en su red a vecinos que según ella conocía, tenían simpatíaspor los franceses.

Unas veces estos vecinos afrancesados y en otras ocasionesingenuos clientes de sus servicios de mancebía como mi cuñado, ledaban información que podía ser de interés para los generalesfranceses.

En esa red figuraban el verdulero del barrio de la Magdalena, elcocinero del antiguo capitán general y otros seis vecinos.

Soldados franceses que entraban en la ciudad haciéndose pasarpor campesinos de las villas de los alrededores acudían a su casa dondeella les ponía al corriente de todo lo que había escuchado. Estas visitasno levantaban sospechas por el oficio de ella.

Tan pronto como Dionisio, con la intención de presumir ante ella,le había contado que su cuñada y dos de sus hermanos estabanespiando a los franceses en Juslibol y Monzalbarba, había pasado tanvaliosa información al agente enemigo que la había visitado dos díasdespués.

Las consecuencias habían sido trágicas para mi hermano y parasor Marie y cerca había estado de costarnos la vida también a Daniel ya mí.

A raíz de sus declaraciones, los seis vecinos que ella señalófueron arrestados y a los pocos días eran ahorcados en el castillo trasser condenados por traición.

Yo tuve que mediar ante su excelencia para que Dionisio nocorriese la misma suerte.

La meretriz fue también ejecutada días después. Su muerte sinembargo no trajo ningún consuelo a mi corazón.

Ha pasado ya más de un mes desde estos tristes sucesos. Laciudad poco a poco ha recuperado su vida en paz.

En los días posteriores a la retirada del enemigo, la JuntaSuprema autorizó el regreso de muchos voluntarios a sus villas paraque pudiesen atender a las cosechas, a pesar de que reinaba el

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convencimiento de que los franceses regresarían tarde o temprano.Pero había que reponer los graneros que habían quedado vacíos y

para ello los hombres debían retornar a sus quehaceres en los campos.En la ciudad los combatientes casados fueron enviados a sus

casas, con el compromiso de que responderían al llamamiento a filastan pronto como se tuviese noticias del regreso de las tropas francesas.A los solteros se les requirió para que continuasen en el servicio dearmas.

Durante las siguientes semanas vecinos de Zaragoza se aplicaronen la reconstrucción de nuestras defensas y en la construcción de otrasnuevas, bajo la dirección de don Antonio Sangenis, que había sidopromovido al oficio de coronel.

Los miembros de la Ilustre Sitiada, encabezados por el doctorGavín, acordaron con el Ayuntamiento que la nueva ubicación delhospital iba a ser la Casa de Misericordia, junto a la plaza de toros.

El viernes 19 de agosto comenzó el traslado de los enfermos y delos enseres necesarios para su atención en ese lugar.

Los trabajos en el cuidado de los heridos y enfermos seguíansiendo abundantes y eso nos mantenía entretenidos durante el día.

Pero al anochecer, ya en casa a solas con José, se apoderaba denosotros la tristeza. No teníamos siquiera un hijo en el que volcarnuestro cariño y que nos compensase con las alegrías que producen losniños.

Mi cuñada María Josepha y su hija Victoria todavía no habíanvenido a vivir con nosotros.

—José, ahora que todo ha terminado y se ha hecho justicia con lapersona que nos delató, sigo sin encontrar paz en mi corazón. Lamuerte de la delatora no nos va a devolver a Ginés ni a sor Marie.

—Amor mío, el dolor por nuestros hermanos y los seres queridosque hemos perdido no lo curará la justicia. El único remedio será eltiempo. Siempre se ha dicho que la venganza no cura la ofensa.

Las celebraciones prosiguieron durante bastantes días. A ellas seañadió la fecha del 20 de agosto, que el Ayuntamiento señaló para laadhesión de la ciudad de Zaragoza a la proclamación de Fernando VIIcomo rey de España.

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Este acto debía haberse celebrado el 9 de junio pero laproximidad de las tropas francesas lo impidió.

En las siguientes semanas, cada quien volvió a sus ocupaciones,entre las que una buena parte de los esfuerzos se dedicaron a lareparación de las casas que habían sido destruidas.

Pasada la euforia inicial, poco a poco fue calando en nuestroscorazones la idea de que los franceses iban a regresar.

Cuando escribo estas líneas corre el mes de octubre y demomento no hay señales de ellos.

Mi cuñada María Josepha por fin se ha trasladado a nuestra casa.José dice que parirá en pocos días. Su compañía y la de su hijaVictoria, nos ayudan a no pensar en todo lo ocurrido.

Se aproxima la festividad de Nuestra Señora y todosaprovecharemos para pedirle su amparo y si lo tiene a bien, que apartede nosotros otro trance como el que ya hemos vivido.

Pero si por culpa de nuestros pecados las tropas de Napoleónregresan, volverán a encontrarse con nuestra voluntad de no reblar y dedar hasta la última gota de nuestra sangre en defensa de la ciudad.

Zaragoza resiste y resistirá. En Zaragoza, a 9 de octubre de 1808

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Anexo I: Personajes de ficción Familia de África

África Ibáñez MartínJuan Ibáñez, azacán, padre de África y sus hermanosVictoria Martín, madre de África y sus hermanosGinés Ibáñez Martín, hermano de África

María Josepha, esposa de Ginés IbáñezVictoria, hija de Ginés y Josepha

Daniel Ibáñez Martín, hermano de ÁfricaAntonia, esposa de Daniel IbáñezJoaquina, hija de Daniel y Antonia

Pilar Ibáñez Martín, hermana de ÁfricaSantiago Lobera, esposo de Pilar IbáñezPedro y Miguel, hijos de Pilar y Santiago

Amelia y Francisco, abuelos maternos de ÁfricaBlas, Moisés, Jeremías y Ramona, tíos maternos de África

José de Mayayo y García, esposo de Ramona, oidor de la RealAudienciaAgutín Ibáñez, tío paterno de África, mayordomo del gremio deagricultores

Familia de José

José Guillomía, médico del hospital Nª Sª de Gracia y esposo de ÁfricaDon Domingo Guillomía, padre de JoséDoña Ascensión, madre de JoséDionisio Guillomía, hermano de José, maestro cirujanoSebastián y Pedro Guillomía, hermanos de JoséManuela Garcés, esposa de Dionisio GuillomíaBrigitte García, barragana de DionisioDoña Felisa, hermana de doña Ascensión

Hospital Real de Nuestra Señora de Gracia

Doctor don Faustino Gavín, regidor del hospital Nª Sª de GraciaMosén Miguel Asín, párroco del hospital Nº Sª de GraciaFray Guillermo Rincón, hermano de San Juan de DiosSor Marie Aylón, hermana de la CaridadChesús Loriga, camilleroCosme Mediano, jefe de limpiadoras

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Don Toribio Pedraza, boticario del hospital de Nª Sª de GraciaMagencia Carramiñana, limpiadoraAndresa Calavia, limpiadoraMaría Berisa, limpiadora

Personajes de Cuarte y Cadrete

Fray Esteban, abad del monasterio de Santa FeFray Roque, hermano enfermero del monasterio de Santa FeFray Bartolomé, hermano del monasterio de Santa FeDon Abundio Borniquel, boticario de CuarteDon Manuel Borniquel, boticario de Cadrete, hijo de don AbundioCristóbal Cuartero, tabernero de Cuarte

Personajes de Monzalbarba y Utebo

Mosén Lorenzo Blasco, párroco de MonzalbarbaDon Mariano Chicapar, boticario de MonzalbarbaDon José María Olite, boticario de Utebo

Personajes de Juslibol y Villanueva

Don Aurelio Latas, boticario de JuslibolJusto y Ramón Latas, hijos de don Aurelio LatasDon Agapito García, alcalde de JuslibolMosén Leonardo, párroco de JuslibolFelisa, cocinera en la torre Ezmir de JuslibolRomuald, cocinero polaco del regimiento de lanceros del Vístula, en latorre Ezmir de JuslibolAna, ayudante de cocina en la torre Ezmir de JuslibolPaco Buesa, campesino de JuslibolJulia, esposa de Paco BuesaDon Rufino Allué, boticario de Villanueva

Personajes de BotorritaDon Genaro Alcaya, boticario de BotorritaMosén Herminio, párroco de BotorritaZacarías, joven guerrillero de Botorrita

Personajes del ejército de Napoleón

Brigadier Hergé, de los lanceros del Vístula en JuslibolTeniente Jean Lafont, tropas francesas en CuarteCapitán Deschamps, comandante destacamento francés en Botorrita

Barqueros

Tío Teodoro, barquero del Ebro

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Tío Lucas, barquero del Ebro Otros personajes zaragozanos

Basilio y Perico Andía, hijos del campanero de San Pablo, amigos de Áfricay sus hermanosMosén Prudencio, párroco de San PabloCapitán Quílez, ayudante de PalafoxBalbino Royo, agente al servicio del capitán QuílezBernabé Acín, vecino de San PabloTío Dalmacio, vecino de San PabloTío Pascual, defensor de las puertas

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Anexo II: Personajes históricos

Reino de EspañaCarlos III, rey de EspañaCarlos IV, hijo de Carlos III, rey de España al fallecimiento de su padreFrancisco de PaulaReina María Luisa, esposa de Carlos IVFernando VII, rey de España al abdicar su padre Carlos IVDon Antonio Pascual de Borbón, infante de España y hermano de Carlos IVFrancisco de Paula y Borbón, infante de España, hijo de Carlos IV y MaríaLuisa y hermano de Fernando VIIConde de Floridablanca, Secretario de Estado de Carlos IVConde de Aranda, Secretario de Estado de Carlos IV tras la destitución delconde de FloridablancaManuel Godoy, oficial de la guardia de corps nombrado Secretario deEstado por Carlos IV en lugar del Conde de ArandaFrancisco de Saavedra, Secretario de Estado de Carlos IV que solo estuvounos meses en el cargo por enfermedadGeneral don Antonio Ricardos, comandante del ejército que atacó Franciapor Cataluña durante la guerra de la ConvenciónGeneral Castaños, comandante del ejército español en el sur que venció enBailén a los francesesDuque del Infantado, grande de EspañaMarqués de Ayerbe, grande de EspañaConde de Ormaz, grande de EspañaConde de Montarco, grande de EspañaConde de Cervellón, grande de España y capitán general del reino deValenciaConde de Montijo, comandante del ejército enviado desde el reino deValencia en socorro de Zaragoza

Reino de Aragón

José de Palafox, capitán General de AragónLuis de Palafox, marqués de LazánFrancisco de Palafox, militar hermano de José de PalafoxJorge Juan de Guillelmi, Capitán General de Aragón hasta la llegada dePalafoxGeneral Mori, lugarteniente de Jorge Juan de GuillelmiFrancisco Baca, secretario de GuillelmiRafael Irazábal, sobrino de GuillelmiGeneral don Antonio Cornel, jefe de la Junta de Defensa Militar de

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ZaragozaAntonio Torres, coronel comandante de los fusileros del ReinoJerónimo Torres, teniente coronel comandante del ResguardoMariano Cerezo, héroe de los Sitios, vecino de San PabloJosé Zamoray, agricultor, vecino de San Pablo, héroe de los SitiosEl tío Jorge, “cuellocorto”, héroe de los SitiosMosén Santiago Sas, héroe de los SitiosAgustina Zaragoza, conocida como Agustina de Aragón, heroína de laguerra de IndependenciaMaría Josefa Rafols Bruna, hermana de la CaridadDon Pedro María Ric, héroe de los SitiosDon Ramón Pignatelli, personaje ilustre aragonés del siglo XVIIIDon Lorenzo Calvo de Rozas, intendente de Zaragoza durante el SitioAntonio Sangenis, coronel de ingenieros, héroe de los SitiosCoronel Manuel Viana, héroe de los Sitios, muerto en el primer sitiodurante una batalla en las afueras del ArrabalCoronel Benito Piedrafita, héroe de los SitiosCoronel Francisco del Pont, héroe de los SitiosTeniente Coronel de Caballería Mariano Renovales, héroe de los SitiosTeniente Coronel Francisco Marcó del Pont, héroe de los SitiosTeniente Coronel don Domingo Larripa, héroe de los SitiosTeniente Coronel Manuel de Ena, edecán de PalafoxTeniente Coronel Falcó, defensor del alto de TorreroBartolomé Cucalón, comandante de regimiento de Voluntarios de AragónFelipe Perena, comandante de los Voluntarios de HuescaCapitán José Obispo, héroe de los SitiosFernando Butrón, oficial de caballería héroe de los SitiosTeniente Tornos, héroe de los SitiosDon Ginés Marco Palacín, capellán de TausteConde de Sástago, aragonés y grande de EspañaConde de Sobradiel, noble aragonésMarqués de Ariño, noble aragonésMarqués de Fuenteolivar, noble aragonésConde de Cabarrús, noble de origen francés que colaboró con NapoleónGironza, albañil afrancesadoAntonio Gimeno, botilleroPiculín, saltimbanqui y actor

Reino de Inglaterra

Jorge III, rey de InglaterraAlmirante Horacio Nelson, comandante de la Armada británica

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Reino de PortugalMaría I, reina de Portugal

Francia

Luis XVI, rey de Francia, muerto en la guillotina en 1793Napoleón Bonaparte, emperador de FranciaJosé Bonaparte, hermano de NapoleónGeneral Verdier, comandante del ejército francés en ZaragozaGeneral Lefebvre, segundo comandante del ejército francés en ZaragozaGeneral Augustin-Daniel Belliard, militar francés nombrado por Napoleóngobernador militar de MadridGeneral Murat, comandante del ejército francés en España

[1] La Cruz del Coso era un templete redondo, formado por una cúpula que sesujetaba por columnas y en cuyo centro se erigía una cruz dorada en recuerdo delos mártires pasados a cuchillo y quemados durante la persecución de Daciano. Suconstrucción databa del siglo XV aunque había sufrido modificaciones posteriores.[2] Un pie equivale a 27,86 cm.[3] El baste o basto es un aparejo formado por unas almohadas rellenas de paja, quese coloca sobre los lomos de los animales de carga para evitar que ésta lesproduzca daños.[4] Somarda: voz aragonesa que se utiliza para denominar un tipo de humor agudoy socarrón, con cierto contenido irónico.[5] La sífilis era conocida como buba o morbo gálico[6] El hospital ocupaba el espacio actual desde el Coso a la altura de la plaza deEspaña hasta casi santa Engracia. Parte de ese terreno es la actual sede del bancode España[7] La Gaceta de Zaragoza se publicaba desde 1733 mientras que el Diario deZaragoza se empezó a publicar en 1797[8] La Congregación de Nuestra Señora de Gracia de Seglares Siervos de lospobres enfermos del Santo Hospital Real y General de Zaragoza estaba formada ensu mayoría por laicos y eran conocidos como la Hermandad de la Sopa. Durante laguerra con los franceses su hermana mayor fue doña Josefa Amar y Borbón[9] Los hospitales se reservaban para personas sin recursos, mientras que lasfamilias acaudaladas eran atendidas en sus casas. En algunos hospitales había unasala o pabellón para personas que habían perdido su posición social. Recibían elnombre de vergonzantes, porque no querían ser vistos por otros enfermos.[10] En las puertas de las ciudades se cobraba un impuesto por entrada y salida de

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productos que se conocía como portazgo. Lo mismo ocurría en los puentes quepermitían cruzar los ríos; en ese caso el impuesto se denominaba pontazgo y paracruzar los ríos en barca, en cuyo caso se pagaba el barcaje[11] El Patio de la Infanta, ahora en la sede de Ibercaja[12] Torre de estilo mudéjar[13] Una vara equivale a 0,8359 metros[14] La parroquia de San Pablo es conocida como la “del gancho” porque siglosatrás, las procesiones que se dirigían a ella tenían que abrirse paso con una hozatada a un palo para cortar el ramaje que tropezaba con los pasos de las imágenes,ya que la iglesia se encontraba extramuros de la ciudad[15] Por este tratado de paz, Manuel Godoy recibió de los reyes de España el títulode Príncipe de la Paz[16] Es la conocida como desamortización de Godoy, aunque realmente comenzóbajo el mandato de su antecesor, Francisco de Saavedra[17] Los médicos se diferenciaban de los maestros cirujanos, que tenían unaconsideración de profesión menor frente a la de los primeros e incluso pertenecíana colegios profesionales diferentes[18] Francia firmó con Inglaterra e Irlanda el tratado de Amiens[19] Una libra equivalía a diez reales de plata[20] La fanega era una unidad de medida para productos en grano, y equivalía aunos 43,20 kilogramos, aunque variaba de una región a otra[21] La arroba era una unidad de volumen que variaba de un lugar a otro. EnZaragoza equivalía a 13,93 litros.[22] El cahíz equivalía a 386,5 kilogramos, aunque variaba de un lugar a otro.[23] Se trataba de una epidemia de fiebre amarilla, llegada con toda probabilidad enalguno de los barcos dedicados al comercio con las colonias españolas.[24] Se refiere a una novela anterior de este autor, “Memorias de Atilano Correas”,en donde se describen esos dos medios de prevención usados por el doctor AtilanoCorreas cien años antes de los sucesos que se cuentan aquí[25] La Real Casa de Misericordia estaba situada en el actual edificio Pignatelli,sede del Gobierno de Aragón[26] El 11 de febrero de 1804 se produjo un eclipse de sol que fue visible en todaEspaña y pocos días después tuvo lugar un terremoto de poca intensidad.[27] En aquella época las ordenanzas municipales dictaban que los ciudadanos eranlos encargados de limpiar sus calles y plazas. Los veedores de carreras eranempleados municipales responsables de velar por el cumplimiento de esta norma.[28] Se llamaban torres a las casas de campo, de una o dos alturas, con bastanteshabitaciones, que servían de alojamiento a los que las cuidaban y sus familias

[29] Pretar: voz aragonesa por apretar

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[30] La mojiganga era una comparsa formada por gente disfrazada acompañada debanda de música, que desfilaba por las calles en determinados días festivos.[31] Los zoqueteros eran mancebos que realizaban tareas menores a cambio de unpequeño jornal. Su nombre viene del zoquete de pan por el que en algún momentotrabajaron[32] Los miñones eran soldados de infantería ligera, conocidos también en aquellaépoca como fusileros[33] Capiller: capillero o sacristán[34] La llamada Conjura de El Escorial, fue denunciada por Godoy a Carlos IV.Éste mandó encarcelar a sus dirigentes, pero después concedió el perdón a su hijoFernando, el Príncipe de Asturias que más tarde reinaría como Fernando VII, quedenunció a todos sus colaboradores[35] María I era la reina de Portugal[36] En Octubre de 1807 España y Francia firman el acuerdo de Fontainebleau paraconquistar Portugal y dividir su territorio en tres partes, que quedarían bajo elprotectorado del rey de España[37] El Real Acuerdo era la institución equiparable al Gobierno Civil actual. Lopresidía el Capitán General de Aragón y la formaban los Oidores de la RealAudiencia[38] Se refiere al tratado de Fontainebleau[39] El motín de Aranjuez contra Godoy, en el que fue apresado por el pueblo[40] En una de las casas de Godoy se encontraban los cuadros de la Maja Vestida yla Maja Desnuda, así como su retrato como vencedor de la Guerra de las Naranjascontra Portugal, todos ellos pintados por Francisco de Goya[41] Napoleón había renovado el armamento de su ejército. Uno de los cambios fuela incorporación de los mejores fusiles del momento, conocidos por los soldadoscomo Charleville por la ciudad en la que se fabricaban[42] Algunos de los más influyentes consejeros de Fernando VII eran firmesconvencidos de la conveniencia de la alianza con Napoleón[43] Jorge Juan Guillelmi de Andrada, nacido en Sevilla de padre italiano, era elCapitán General de Aragón y por tanto el presidente del Real Acuerdo.[44] La compañía de fusileros del Arrabal con su comandante, el tío Jorge, seconvirtieron en la guardia personal de Palafox durante el conflicto[45] Cucarda, escarapela[46] Proclama de José Palafox del 28 de mayo a los aragoneses[47] Manifiesto de Palafox del 29 de mayo[48] Un cuarterón es un cuarto de libra y equivale a los 115 gramos[49] Una libra equivale a 460 gramos[50] Decreto de Palafox del 30 de mayo

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[51] Bando de Palafox firmado el 30 de mayo sobre el control de la entrada y salidade dinero de Aragón[52] Decreto del Consejo Real de 31 de mayo, que recogía un manifiesto deNapoleón dirigido a los españoles en el que confirma que los Borbones le habíancedido la corona de España y que convocaba una asamblea de representantes de lasciudades de España[53] Manifiesto de Palafox fechado el 31 de mayo y dado a conocer el 2 de junio[54] Había dos tipos de convocatorias: las cortes particulares, a las que acudíansolo representantes de ciudades aragonesas, y las cortes generales, en las que sesentaban también catalanes, valencianos y mallorquines, todos ellos territoriospertenecientes a la Corona de Aragón[55] El campo del Sepulcro, situado extramuros entre la puerta del Carmen y elcastillo de la Aljafería, era conocido también como las Eras del Rey.[56] El coronel Benito Piedrafita salió en plena noche al mando de una vanguardiaformada por 400 infantes, reforzados por una compañía de 50 artilleros con cuatrocañones y algunos soldados de caballería de los llamados dragones.[57] El doctor Phylip Syng Physick, profesor de cirugía de la Universidad dePensilvania, propuso en 1806 el uso de materiales absorbibles para la realizaciónde suturas en cirugía[58] Las heridas se trataban con trozos de lienzo plegados varias veces, que seconocían como cabezales; se aplicaban sujetos fuertemente con ataduras paracohibir las hemorragias y facilitar la cicatrización[59] El monasterio de Santa Engracia estaba situado junto a la puerta del mismonombre. Por delante de él corría el cauce del Huerva y en la otra orilla crecíancampos de olivos[60] Se denominaban jocalías al conjunto de alhajas, cálices, cruces y otras joyas deuna iglesia[61] La ermita de Santa Bárbara estaba en los actuales terrenos de Valdespartera[62] El coronel retirado Francisco del Pont[63] La agrimonia era conocida como hierba de San Guillermo y tiene propiedadescurativas en diversos males y en heridas[64] La hierba de San Juan, corazoncillo o hipericón, tiene propiedades curativasaplicada en las heridas[65] Las hilas eran hebras de trozos de tela o lienzo que se usaban para colocardrenajes y curar heridas[66] Bagasa, voz aragonesa por prostituta[67] Con estos portugueses y otros que desertaron de las líneas francesas durante elprimer sitio se formó la Compañía de Cazadores Portugueses, que tomaron parteactiva en la defensa del castillo de la Aljafería

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[68] Manifiesto firmado por Palafox el 18 de junio de 1808[69] Carta de respuesta de Palafox al general Lefebvre fechada a 18 de junio

de 1808[70] El ejército de España contaba con tres batallones de guardias walonas,formado por soldados de los actuales Países Bajos. Durante los Sitios de Zaragozase formó una compañía que tuvo un papel importante en la defensa de la ciudad[71] Unto: expresión aragonesa que significa salsa[72] El alto de la Bernardona era un montículo en el barrio de las Delicias sobre elque en la segunda mitad del siglo XIX se construyó el Castillo Palomar, que danombre al parque actual[73] A comienzos del siglo XIX ya existían relojes mecánicos pero aún se seguíautilizando entre la gente llana las horas canónicas, que se marcaban por toques decampanas y se correspondían con diferentes rezos, sobre todo en las comunidadesreligiosas

[74] Expresión aragonesa por así pues[75] Contestación del marqués de Lazán al general Lefebvre fechada el 26 de juniode 1808[76] El capitán general contaba con varios ayudantes de campo o edecanes: RafaelCasellas, Manuel Ena, Juan Pedrosa, Manuel Pueyo, Mariano Villalpando y elMarqués de Artasona[77] La Gaceta y el Diario de Zaragoza publicaron falsas informaciones, como laderrota de los franceses en Andalucía, aunque todavía no se había producido labatalla de Bailén, el apresamiento del general enemigo Moncey o la próximallegada a la ciudad de un ejército importante, con el fin de levantar la moral de lapoblación[78] Bando firmado por el intendente don Lorenzo Calvo de Rozas el 28 de junio de1808[79] Voz aragonesa por apretar[80] Voz aragonesa, falda[81] Ahorrate: voz aragonesa por ahorrarte[82] El general Jean-Antoine Verdier había llegado de Pamplona el 27 de junio almando de varios regimientos reforzados con artillería y había tomado el mando delas tropas francesas, al ser más veterano que Lefebvre[83] Expresión aragonesa que significa “para”[84] Terretiemblo: voz aragonesa por terremoto, temblor[85] Flojar: voz aragonesa por aflojar, ceder[86] El teniente coronel don Francisco Marcó del Pont era jefe del regimiento devoluntarios de Tarragona[87] El teniente coronel don Domingo Larripa era jefe del regimiento de

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Extremadura[88] Agustina Raimunda Zaragoza y Domenech, también conocida como Agustinade Aragón, estaba casada con el artillero Juan Roca y se encontraba allíaprovisionando a su marido y compañeros[89] Tanto los franceses como los españoles organizaron redes de agentes[90] Era el llamado molino de aceite de Goicoechea, situado extramuros delante delbarrio de la Magdalena y próximo a la puerta Quemada

[91] Farinetas: gachas de maíz o de otros cereales, plato típico de Aragón[92] Don Ginés Marco Palacín, capellán de Tauste, hizo cortar el agua del canalImperial para dejar a los franceses sin ese suministro fundamental en pleno verano[93] Proclama de fecha de 5 de julio firmada por José de Palafox y Melci[94] Teja: sombrero de ala ancha y copa semiesférica, muy usado en aquella épocapor el clero, similar al sombrero aragonés de ala ancha[95] Decreto de la Junta Suprema, redactado por su vicesecretario el doctor LiborioMiralles y firmado por José de Palafox el 14 de julio de 1808[96] La pólvora se fabrica con nitrato potásico, también conocido como salitre,azufre y carbón[97] El coronel don Manuel Viana, que mandaba una salida de una compañía parahostigar a los franceses, había sido emboscado, siendo muerto por negarse a rendirsu espada. Algunos dragones que formaban parte de la tropa habían huido ante lasuperioridad del enemigo, debilitando más todavía la defensa de los aragoneses.[98] El convento de los Trinitarios estaba situado extramuros entre El Portillo y lapuerta del Carmen.[99] El general Castaños, al mando del ejército del sur español, derrotó a las tropasfrancesas mandadas por el general Dupont en Bailén el 19 de julio[100] El general Augustin-Daniel Belliard fue nombrado gobernador militar deMadrid por Napoleón en 1808[101] Francisco de Palafox y Fernando Butrón realizaron una salida al mando detropas de caballería atacando a los franceses que estaban saqueando torres en lamargen izquierda del Ebro, causándoles muchos muertos y heridos, entre ellos uncoronel francés, y capturando bastante material de guerra.[102] La noticia de la victoria del ejército del general Castaños en Bailén ya habíacorrido por la ciudad y entre las tropas francesas

[103] Copla a la Virgen del Pilar, de autor anónimo[104] Fajina, haz de mieses[105] Los franceses empezaron a llamar al agua con aceite hirviendo que leslanzaban desde las casas “sopas de ajo”[106] Palafox salió de Zaragoza sin advertir a Torres. Éste, al ver que elcomandante en jefe había dejado la plaza, aunque desconcertado por no haber

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recibido órdenes, tomó el mando de los defensores[107] La bandera negra era la señal que izaban los piratas en el mar para indicar asus presas que no les iban a dar cuartel[108] Casamayor en su diario dice que de los 1.200 soldados franceses queparticiparon en el asalto ese día, murieron casi dos tercios. Los registros oficialesreflejaron 462 muertos y varios cientos de heridos, de un total de unos 15.000hombres que formaban las fuerzas sitiadoras[109] Un batallón de voluntarios de Huesca, mandados por don Felipe Perena, llegóel 6 de agosto para reforzar las defensas del Arrabal, consiguiendo reconquistaralgunos de los molinos allí situados[110] El jueves 4 de agosto el comandante Torres había escrito a Palafox una cartaapremiándole a que regresase a Zaragoza con los refuerzos que tuviese a sudisposición, ante la desesperada situación de la ciudad[111] Villamayor es un pequeño municipio situado a 10 kilómetros de Zaragoza enel camino a Barcelona