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LOS ULTIMOS ESCÁNDALOS DE PARÍS

VOL. III

LA GRAN CASQUIVANA

Jean-Louis Dubut de Laforest

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Título original.- La Grande Horizontale

París. Editorial Fayard. Paris 1899

Traducción.- José Manuel Ramos González. Pontevedra

Mayo 2014.

Portada: Mujer con sombrero negro. Kees van Dongen. Óleo sobre lienzo,

100 x 81,5 cm. 1908. San Petersburgo, State Hermitage Museum

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Portada original

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I

EN EL CONEJO CORONADO

–¡A tu salud, amigo Cebolla!

–¡A la tuya, Rizos… y a la de las damas!

Y Ambroise Naumier, el antiguo mayordomo del conde

Lionel de Esbly, pálido, con esa palidez que confieren las cárce-

les, los cabellos negros y cortos, vestido con un traje de tercio-

pelo oliva completamente nuevo, corbata rosa claro, se volvía a

sentar tras haber vaciado su vaso.

Esa mañana de octubre de 1893 se festejaba el regreso del

Cebolla al hogar paterno, y Gérôme Naumier, su padre, encar-

gado del hotel y del restaurante el Conejo Coronado, en el bule-

var de la Villette, había reunido en un suntuoso almuerzo a la

flor y nata de los colegas.

En torno a la mesa, en un pequeño comedor desde donde

se podía ver, a través de una ventana, la recepción del hotel,

estaban instalados: el dueño, un hombre grueso de una cincuen-

tena de años, con cabellos grises, con un chaleco con mangas y

un gorro de piel de conejo; su esposa Denise, seca y amarillenta,

biliosa y bigotuda; Valerie Michon, la hostelera del pasaje Tivo-

li; Barnabé Suchet, el sepulturero, llamado el Gran-Maca; Char-

les Romanel, llamado Llega al Pie; Ernest Lassagne, llamado el

Rizos, y Ambroise Naumier, llamado el Cebolla, el protagonista

de la fiesta.

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Toda esa gente comía, bebía, reía, cantaba y parecía nadar

en la alegría; los vinos y los licores de marca corrían a raudales,

y a cada instante, las manos se tendían hacia Ambroise, para

abrazarlo:

–Este buen Cebolla… Este querido Cebolla… Es un

amor!...

Se hubiese dicho que se celebraba el regreso de algún ex-

plorador, regresando de peligrosas empresas, y sin embargo, no

se trataba más que de un bandido, liberado, esa misma mañana,

de una prisión.

El padre y la madre Naumier cubrían a su hijo con sus mi-

radas enternecidas… Bebían – con los licores – sus palabras…

¡Condenado! Los propietarios del Conejo Coronado estaban

orgullosos de ese muchacho al que no le perdonaban trabajar en

los bulevares, en lugar de ejercer en la Villette y de llevarles

clientela.

El establecimiento de los Naumier se componía de un res-

taurante y de un hotel situados en dos bloques de edificios y

separados por un patio; sobre el bulevar, una planta baja muy

limpia, amueblada de mesas con blancos manteles, donde los

burgueses del barrio no desdeñaban sentarse los domingos ante

un fricasé con vino blanco, especialidad de la casa; en el primer

piso, un salón de cincuenta cubiertos para las comidas de bodas

y reuniones corporativas.

Si el restaurante gozaba de un buen renombre, no ocurría

lo mismo con el hotel; allí se escuchaban ruidos extraños, y el

patrón no parecía ser muy riguroso sobre la elección de sus in-

quilinos; pero como pagaba regularmente su licencia y como no

se encontraba nunca retrasado en las deudas con sus proveedo-

res, los guardias municipales, cuya autoridad él respetaba, lo

saludaban al paso; que la Sra. Denise iba regularmente a misa;

que en el Conejo Coronado nunca se le negaba un vaso de vino a

un obrero sin trabajo; que el 14 de julio y en todas las fiestas

patrióticas, las lámparas se encendían y las banderas ondeaban

al viento, los Naumier vivían en la saludable paz de los honestos

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comerciantes, teniendo derecho a la simpatía y respeto de la

vecindad.

El asunto del hijo: ¡Un error judicial!

La conducta de la hija: ¡Una desgracia!

Sin embargo, si un curioso hubiese metido sus narices en

los papeles secretos de la Prefectura de policía, examinando los

expedientes de Gérôme y de Denise, habría descubierto una

condena a cinco años de trabajos forzados para el marido y a

siete años de la misma pena en el activo de su esposa… ¿Qué

habían hecho los Naumier?... ¡Oh! ¡Dios mío!... ¡La peor de las

cosas! Gérôme había sido sorprendido una noche desvalijando

una iglesia, y Denise, criada de confianza en casa de un burgués

del Marais, había huido, a la muerte de su amo, tras haber roto

los precintos y haber desvalijado el apartamento.

Pero, al cabo de veinte años, ¿para qué exhumar todas esas

historias?... ¿Por qué despertar el pasado dormido, ese pasado

cuya ocultación habían comprado los esposos Naumier hacién-

dose confidentes de la policía? … ¿Por qué turbar en su quietud

a esas personas honradas?

¿Honradas? Sí, siempre y cuando la probidad se juzgase

por las apariencias.

Los propietarios del Conejo Coronado ya no robaban en

las iglesias; ya no delinquían. Pero decir que estaban en constan-

tes relaciones con Valerie Michon, Ernest Lassagne, Charles

Romanel, Barnabé Suchet y otros cien bandidos de la misma

calaña, es dar información para apreciar en su justa medida la

moralidad de Gérôme y de Denis: ambos se dedicaban a nego-

cios turbios, abrían las habitaciones a las prostitutas nocturnas y

explotaban los vicios o la miseria de numerosas forasteros aloja-

dos en el hotel.

–Es una gran idea haber reunido a los colegas, Ambroise –

dijo el tabernero.

–¡Sublime! –Replicó el Cebolla – tanto o más sublime

después de haber estado varios meses en el «campo», ignoro

todo lo que me vais a contar de nuestra gente… ¿Y qué es de mi

hermana Julia?

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Denise adoptó un aire afectado:

–¡No hables de Julia!... ¡Ya no la vemos!... ¡Se portó muy

mal!

Valerie supuso que la patrona del Conejo Coronado hacía

alusión al oficio galante de As de Picas.

Y, socarrona, dijo:

–Sin embargo deberíais estar habituada, señora Denise!

¡Vuestra hija comenzó su faena a los catorce años!

–¡Oh! ¡No me refiero a eso!... ¡Cada una es libre de su

jergón!... Pero, la muy zorra, en lugar de traernos aquí a sus

clientes, prefiere llevarlos al Egipcio, al Bol de Oro y a los res-

taurantes de los grandes bulevares.

–¡Vaya, qué bonito!

Cuando se hubo apiadado de los Naumier, víctimas de la

ingratitud de su hija, el nuevo liberado de la prisión central se

informó:

–¿Y la Licharde?... ¿Y Titine?...

–La Licharde hace la calle por los alrededores del barrio

Montmartre! – dijo Llega al Pie.

–¿Estáis contentos?... ¿Van bien los negocios?

–¡Claro que sí, los extranjeros comienzan a llegar!... ¡Se

empieza a oler la pasta!

La Sra. Naumier dio a su hijo noticias de Titine… ¡Oh!

¡Toda una historia!...Augustine Deyrinas había llegado, hacía un

mes, al hotel, procedente del hospital como desahuciada. Ahora

bien, se tiene corazón en el Conejo Coronado. Y, Titine, que

echaba los pulmones por la boca, durmió esa misma noche bajo

techo, en una buhardilla… ¡Y, hete aquí lo curioso! Al cabo de

tres días, gracias a una carta de la enferma, una joven obrera,

muy amable, acudió a verla y regresó al día siguiente acompa-

ñada de una dama, ¡oh! Una dama de la alta sociedad, vestida

como una princesa, haciéndose conducir en un cupé con chofer,

y llevando siempre un grueso velo sobre el rostro.

–¡Una vieja! – exclamó desdeñosamente el Rizos –

¡Cuando se es bonita, no se teme exhibir la jeta!

–¿Y Titine? – preguntó el Cebolla.

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Denise continuó:

–Titine está ahora instalada en nuestra mejor habitación,

en el primer piso, habitación cuyos gastos corren a cargo de la

dama… y amueblada… ¡hay que ver!... La cuidan… la miman,

y su protectora anónima, que la visita dos o tres veces por sema-

na en compañía de la joven obrera, siempre me deja pasta para

comprarle todo lo que desee…

–Rizos, – observó Llega al Pie a su colega – puesto que

hay agarraderas, deberías volver a engancharte.

–¡Jamás!... ¡Si tomo una decisión, es para toda la vida! No

me gustan los apaños, ni en política ni en amor; y mi antigua

amante puede irse del pecho tanto como quiera que yo me bato

en retirada.

El Cebolla preguntó a su madre:

–¿No has intentado echar el ojo a la cara de la dama con

velo?

–Sí… pero no lo conseguí!

–¡Con todos los respetos, eres un poco torpe!... ¡En tu lu-

gar, hace tiempo que yo habría conocido el rostro de la bien-

hechora ricachona!

Gérôme servía bebida.

Entre el café, las copas, el aguardiente, el gloria in-

excelsis, se habló de Lionel de Esbly, al que toda la banda creía

en prisión, y el nombre de su antiguo amo evocó de inmediato,

en el espíritu del Cebolla, el recuero de la pequeña florista, su

cómplice.

El joven dijo, encendiendo un cigarro:

–¡Habladme de la Cría-Reseda, señora Michon!...

Habladme de vuestra bonita hija.

–¡En el candelero! ¡Una de las estrellas de las Fantasías

Parisinas!

–¡Y la amante de La Templerie, su director! – añadió El

Gran-Maca, en una innoble risa que hizo bailar su pipa en la

comisura de su boca.

La Michon continuó:

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–Jeanne vive en un coqueto entresuelo, en la calle de Hel-

der, y yo, yo vivo con ella; le sirvo de carabina… de guardaes-

paldas y de amuleto…

El Cebolla se retorcía de la risa, alegre:

–¿Vos?... ¿Vos?... ¿Carabina?... ¿guardaespaldas y amule-

to? ¡Es para troncharse!

–¿Qué quieres decir, Ambroise?

–¡Nada! ¿Habéis abandonado el garito y el café del Tivo-

li?

–El Gran Maca se ocupa del negocio con mi criada; yo

voy allí todos los días a echar un vistazo…

–¡Sí, pero eso no durará! – gruñó Bernabé.. – Se nos va a

expropiar, a demoler, y yo aspiro a ser empleado en el Horno

crematorio del Père-Lachaise.

–Yo, – dijo Ambroise – ¡quiero ser camarero de un círcu-

lo!

–¡Oh! ¡oh! – exclamó sardónico el Rizos – para ser cama-

rero de círculo, hay que tener los mejores informes.

–¡Los tendré!

Llega al Pie dijo:

–Cuando se quiere, se fabrican, ¿no es así Cebolla?

–¡No hace falta! Tengo recomendaciones superiores… un

banquero… un notario… un periodista… un antiguo ministro…

–¿Colegas de la trena?

–Sí… Esos caballeros van a regresar muy pronto a la so-

ciedad, y llegan con un brazo tanto o más largo porque no de-

nunciaron a sus cómplices, peces gordos de la Cámara de dipu-

tados, de periódicos, en los estudios notariales, o alguaciles en

las administraciones… Se han comido el marrón… ¡y el marrón

se paga!... El director, los inspectores y los guardias se han mos-

trado muy amables con ellos, y se les condecorará o se les pro-

mocionará a todos a primeros de enero!... Además de esos cole-

gas, tengo un protector: el barón Géraud…

Valerie Michon se llevó al coleto un vaso de ron, y, alzan-

do los hombros, dijo:

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–¡Entonces, puedes esperar!... ¡El barón Géraud está pro-

tegido por los Perrotin, marido y mujer… Imposible acercársele!

–Eso ya lo veremos! – dijo altivo el antiguo mayordomo

de Lionel de Esbly– ¡Maldita sea! ¡Me escuchará o no imitaré la

discreción del ministro, del periodista y de los demás, y me co-

meré el marrón!

–¡Nada de tonterías! – rugió la Michon, temiendo por ella

misma.

En ese momento, retumbaron en la casa unos gritos de te-

rror y desamparo, emitidos por una voz femenina; se produjeron

unos gruñidos de hombre y de animal, y se escuchó el ruido de

alguien bajando por las escaleras, seguido de otra persona, de la

que se podía apreciar una marcha más pesada e irregular.

–¡Están asesinando a alguien, arriba! – gritó Valerie.

El Gran-Maca, el Rizos y Llega al Pie se pusieron en pie,

con el cuchillo en la mano:

Gérôme ordenó:

–¡Regresad a vuestros asientos, amigos!... ¡Es Pierre Ju-

got, el hombre del mono, que hace la corte a la señorita pálida!

–Una historia muy divertida. –añadió Denise – El hombre

y su mono, un magnífico orangután, están ambos enamorados de

la bella.

–¿Y quién es la señorita pálida? – intervino Ambroise.

–Una de nuestras inquilinas, en el sexto…

Naumier no tuvo tiempo de decir más. Una joven atrave-

saba la recepción del hotel, dirigiéndose hacia el comedor, y los

miserables, medio borrachos, observaron a una rubita de diecis-

éis años, con un humilde vestido negro, bajo una pañoleta de

punto anudada bajo el mentón, alrededor de una cabellera de

oro, bonita, a pesar de la miseria y el espanto, recordando a una

virgen de vitral, con su palidez dorada, sus dientes encantadores

y sus grandes ojos azules en doloroso éxtasis; permanecía apo-

yada contra la pared; sus dientes castañeaban y su mirada des-

cendió de las alturas del sueño para fijarse en la puerta.

Balbuceaba:

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–¡Salvadme!... ¡El hombre! ¡El animal!... ¡Os lo ruego,

salvadme!

–¿Qué es lo que ocurre ahora? – dijo el tabernero.

–¡Él hombre! … ¡La bestia!...

–¡Jugot y su mono!... ¡Menudos tunantes!... ¡No os co-

merán!

–¡Todo eso son tonterías! – protestó Denise – Jugot y el

orangután están en todas las ferias y jamás han devorado a los

asistentes.

–¡Tengo miedo, señora, oh! ¡Tengo mucho miedo!

Llega al Pie, el Cebolla y el Rizos permanecían bajo el en-

canto de la joven desconocida, y los cretinos, capaces de todas

las vilezas, estaban conmovidas por el gran dolor de la pobre

muchacha.

La Michon deslizó a Barnabé:

–Esos ojos… esos cabellos… ese rostro… Los he visto en

alguna parte…

–¿En el Paraíso, tal vez?... –bromeó el sepulturero, con-

movido, – ¡pues esa moza es un auténtico ángel de Dios!

Gérôme, al que no le gustaba ser interrumpido en sus fran-

cachelas, interpeló con dureza a la inquilina:

–¡Queréis acostaros, por el amor de Dios! ¿Qué os pasa?...

¡callaos y dejadnos en paz!... ¡Ya estoy harto de vuestras lamen-

tos!

Pero la jovencita guardaba silencio, rota de emoción, pres-

ta a desfallecer.

–Esta rolliza esta moza – dijo el Cebolla al Rizos.

–¡Sí, pero no es para tu pico!

–¡A saber! ¡Voy a ser amable con ella!

Y, avanzando, con las maneras distinguidas que aprendió

del aristócrata, su antiguo amo, y cuya estancia en la cárcel no

se las había hecho olvidar, dijo:

–¿Me permitís, señorita, ofreceros un vaso de licor?... ¿Os

dignáis a aceptar?... ¡Eso os recuperará, señorita!

–¡Qué nos deje en paz, Ambroise! – vociferó Gérôme.

Y a su inquilina:

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–¡Hablad pues, borrica!

Ella comenzó su narración, temblorosa:

–Bajé del sexto piso, para entrar en la habitación de esa

pobre joven mujer enferma… Mi madre y yo la hemos oído to-

ser toda la noche y deseaba saber cómo se encontraba…

La Sra. Naumier la interrumpió:

–¡La Titine!.... ¡Por suerte para ella tiene protectores un

poco más solventes que tú y tu madre!

La desconocida levantó sobre Denise sus ojos azules y

murmuró con infinita dulzura:

–No hay que ser rica para tener piedad por los que su-

fren…

–¡Eso está bien! ¿Y luego? – dijo Gérôme.

–Salía de la habitación de la enferma, cuando me encontré,

cara a cara con el hombre… y la bestia… Estaban sobre el rella-

no… Avanzaban ambos, el mono y el hombre… Abrían los bra-

zos… Iban a cogerme… Su aliento quemaba mi rostro… ¡Co-

mencé a gritar, enloquecida!... Por fortuna, mi madre no ha oído

nada… Eso le habría producido una gran disgusto… ¡Mi querida

madre ya ha sufrido demasiado!...

Y, juntando las manos, suplicante:

–Os lo ruego, señor, echad a ese hombre vil y a su mono.

–¿Despedir a Jugot y a su orangután? ¡Unas perlas de in-

quilinos! – aulló furioso, el patrón del hotel – De eso nada, ser-

éis vos, entendéis bien, seréis vos quien flanqueará la puerta esta

misma noche. ¡Aún no habéis pagado la quincena de retraso y

los cien centavo que como un idiota os he prestado el primer día

que llegasteis!

–¡Oh! ¡Sí, como un idiota! – subrayó la patrona.

Naumier vociferó:

–Señorita, ¿puede pagarme, sí o no?

–Por desgracia, señor, hoy todavía no.

–Todos los días la misma canción… ¿Tenéis algo para

responder de vuestra deuda?

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–Nos habéis tomado todo; ¡no poseemos nada más! Pero

tenemos esperanza… la gran esperanza de cumplir pronto con

vos.

–¡Las golondrinas van a caer asadas! – dijo sardónica la

dueña del Conejo Coronado.

La joven inquilina murmuró:

–Acabamos de escribir a una persona rica… un viejo ami-

go de mi padre… que no se negará a ayudarnos… La carta… la

tengo ahí en mi bolsillo…y, deseando enviarla pronto al co-

rreo… pensaba... esperaba… que vos podríais…

Se detuvo, avergonzada, con los ojos fijos en el suelo, no

atreviéndose a revelar su extrema miseria, delante de todas

aquellas personas que la observaban.

–¿Apuesto – exclamó Naumier – que no tenéis ni siquiera

quince céntimos para comprar un seño?

–Así es, señor, – confesó la infeliz, bajando la frente.

–¿Entonces porque no habéis ido, como lo hacéis todas las

mañanas, a cantar por las esquinas?

Ella retrocedió, aterrorizada:

–¡Ah! Lo sabéis…

–¡Eso no es difícil de descubrir! ¡Os he sorprendido más

de diez veces en el barrio Saint-Lazare!

–Señor, puesto que sabéis eso, puesto que conocéis mi se-

creto, – imploró la rubita, con un sonrojo en la frente y lágrimas

a lo largo de sus mejillas hundidas, – ¡ni una palabra a mi ma-

dre!... Ella moriría… Si no he salido esta mañana, como los

otros días, es porque mamá se encuentra peor y no he querido

dejarla Sola… además… esperamos al médico.

–¡Anda ya! – dijo la Naumier – ¡Qué los médicos se ali-

mentan del aire!

–¡Oh! ¡Vendrá, señora, estoy segura! Ayer, me presenté en

su casa, y como le hable de mi madre enferma, me ha hecho

escuchar una voz de esperanza y caridad… Parece tan bueno…

tan grande… ¡el doctor Nikador!

Gérôme se quitó su sombrero de piel de conejo:

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–¡Salud y respeto al doctor Nikador, colegas! Ese no es un

hombre, ese no es un doctor, ¡es Dios!... ¡Sí, Hace un mes que

está en el barrio y ha hecho más bien que todos los médicos de

Paris en diez años! ¡Día y noche está de pie, caminando, co-

rriendo, y no pide nunca ni un centavo a los pobres! El doctor

Nikador, el gran y buen cristiano Nikador, me ha cuidado por un

reumatismo, me ha curado ¡y ni siquiera ha querido aceptar un

vaso!... He aconsejado a la dama del velo que le mostrase a Titi-

ne, pero ella ha preferido su médico. ¡A su ilustrísima parece

que no le vale, el doctor Nikador!... Si acudido al doctor Nika-

dor, señorita, habéis tenido una buena inspiración: ¡vendrá y

curará a vuestra madre! ¡Nikador es el más grande de los docto-

res!

Y de repente, suavizado, como si el nombre que acababa

de pronunciar tuviese el poder de domar las naturalezas más

salvajes, añadió, casi amistosamente:

–Vamos, pequeña, dadme vuestra carta; la echaré yo mis-

mo al correo, con un sello de quince… Me pagaréis eso con el

resto, y si Jugot y su macaco os siguen molestando, les romperé

la jeta!

La muchacha entregó la carta al patrón que la depositó so-

bre la mesa.

De pronto, la joven emitió un grito de terror y saltó al otro

lado de la habitación.

–¡El hombre!... ¡el hombre! ¡es el hombre!...

Pierre Jugot entraba.

¡Un monstruo, ese domador! Grueso y bajo, cabellera y

barba hirsutas y rojizas, la boca amplia, con labios espantosa-

mente carnosos que dejaban pasar dos dientes, dos colmillos,

parecidos a los de los jabalís, los ojos pequeños y redondos muy

cercanos el uno al otro y emitiendo brillos verdes por encima de

una nariz ganchuda, las fosas nasales dilatadas y profundas, las

piernas y los brazos enormes, estaba cubierto con un gorro de

lana rojo, calzado con botas de montar, vestido con un pantalón

de cuadros grises y blancos y una pelliza negra – la envoltura

moral del hermano de su gran mono.

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Caminó brincando, hacia la jovencita, espantada, y farfulló

con voz de borracho:

–Señorita, no habéis sido amable con Jugot y el amigo

Azor… Mi mono y yo estamos ofendidos…. Azor está furio-

so… Vengo de atarlo, y me gustaría un besito de Señorita… ¡No

le diré nada a Azor que es celoso como un hombre!

Naumier, que había regresado a sus buenos sentimientos,

declaró:

–¡Jugot, déjanos en paz con tus amores y los de tu mono, y

deja a esta niña subir tranquilamente a su habitación!

Jugot estaba lejos de escuchar la intervención de su pro-

pietario; boqueó, siniestro:

–¡Mi intención es pura!... He levantado la falda a la bella;

su carne es firme… Quiero casarme con la moza… llevarla a la

alcaldía y a la iglesia… ¡Tú y Azor, seréis mis testigos!

Y como su víctima, protegida por el Cebolla y Llega al

Pie, ganaba la puerta y se salvaba, el domador dijo:

–¡Hasta pronto, mi pollita!... ¡Pondré mis guantes blancos

e iré a pedir tu mano a la vieja!

Luego, tomando de la mesa una botella de ron, llenó un

vaso hasta el borde, engulló de un trago el contenido e hizo

chasquear su lengua:

–¡Apunta esto a mi cuenta, Gérôme! Cobrarás después de

la feria de Montmartre… ¡Sois todos colegas y os quiero!... ¡Os

quiero, señora Denise, a pesar de vuestro bigote!

Y a los demás:

–A vosotros no os conozco, pero tenéis en mí a un cole-

ga… ¡Y a ti también, Cebolla, te quiero! ¡Te quiero como a un

hijo!

Y se fue, titubeando y farfullando con voz pastosa:

¡Me gusta la cebolla frita con aceite;

Me guasta la cebolla cuando está buena!

Cuando el hombre del mono hubo desparecido, Valerie

observó:

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–¡Vaya un caradura, el amigo del tío Gérôme!

–¡Y el mono es parecido a su amo, ambos se parecen a

unos cerdos! – añadió Barnabé.

Los Naumier defendieron a su inquilino, un bravo feriante,

borracho, pero buena persona; Charles Romanel y Ernest Las-

sagne se atrevieron a hacer un paralelismo entre los amores del

mono y del hombre, y Ambroise, que se miraba en un espejo

biselado, comparó, con el pensamiento, su rostro de joven esteta

con el rostro amenazante y barbudo del domador, y sonrío, en-

contrándose deseable y maravilloso.

–Decidme pues, tío Gérôme, – dijo la Michon – ¿cómo se

llama esa muchacha?

–Olga, y su madre, Léonie… Lagrange es su apellido fa-

miliar. A la vieja la he oído decir, e incluso gritar que, desde su

ventana había visto el crimen en casa del banquero Le Goëz, del

bulevar Saint-Germain, y que el asesino era un rubio alto.

–¡Eh! ¡eh! – dijo el Rizos a Llega al Pie – ¡tengamos cui-

dado!

–¡Chssst! – dijo el otro – ¡Tanto peor para el vizconde!

El propietario del Conejo Coronado había tomado la carta

de su joven inquilina, y leyó la dirección:

–¡Vaya casualidad! ¿Esto sí que es asombroso!

–¿Lo qué, Gérôme? – preguntó Denise.

–¡Las damas Lagrange escriben al barón Géraud!

–¡No es posible! – dijo el Cebolla.

–¡No es posible! – repitió la amante de Barnabé.

Ambroise acababa de apoderarse de la correspondencia:

–Sí, sí… es correcto… «Al señor barón Tiburce Géraud,

en su palacete, calle de la Universidad…»

Y, metiendo la carta en su bolsillo:

–Como voy precisamente ver mañana al querido barón, le

entregaré la carta yo mismo… Eso me dará una justificación

para entrar, y por añadidura le ahorraré quince céntimos a papá

Gérôme.

Valerie se adelantó, curiosa:

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–¿Mi buen Cebolla, y si leemos la carta?... ¡Tal vez con-

tenga algo interesante!

El ex mayordomo representó el papel de un hombre herido

en su honor.

–¡Oh! ¡Señora Michon! ¿Cómo pensáis en eso? ¿Traicio-

nar el secreto de una carta?... ¡Realmente, os creía más delicada!

Los demás se asombraron de esa probidad adquirida en la

prisión central, pero el liberado acariciaba un sueño… Si hubie-

se allí un secreto, quería ser el único en descubrirlo y aprove-

charse de la situación.

Barnabé dijo:

–¡Ver para creer!

Denise miraba a través del cristal, y su amarillenta figura

se iluminó con una sonrisa:

–¡Ahí viene la dama del velo, la benefactora de Titine!

Al no encontrar a nadie en la recepción, la visitante se pre-

sentó en la puerta del comedor.

De talla media, esbelta y rubia, estaba igualmente vestida

de seda negra, enguantada de gris; y, de su sombrero Rembrandt

caía un velo de oscuro encaje que le ocultaba los ojos y los la-

bios.

Bruscamente, se detuvo, y tras haber paseado sus miradas

sobre Valerie Michon, Ambroise Naumier, Ernest Lassagne,

Charles Romanel y Barnabé Suchet, hizo un momentáneo e ins-

tintivo movimiento de retirada, pero, confiando en el espesor de

su velo, se recuperó y preguntó a la esposa de Gérôme:

–¿Cómo está nuestra enferma?

–¡Mejor, oh! ¡Mucho mejor, señora! –respondió la taber-

nera… ¡La pobre tiene suerte de que os intereséis por ella! ¡Sin

vos, por supuesto, estaría acabada!... ¡Ah! fijaos señora, le con-

taba hace un rato a nuestros invitados que sois un ángel, el ángel

guardián de la casa.

–¿Todavía os queda dinero? – dijo la visitante, impacien-

tada por esa verborrea.

La patrona del Conejo Coronado se puso a gemir:

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–¡Por desgracia, no, señora!... ¡Ni un centavo!... Incluso

me he visto obligada a adelantar veinte francos de mi bolsillo….

Hizo falta madera, carbón… un montón de medicamentos…

¡Oh, señora puede haber confianza!... Soy una mujer honrada y

no le sisaría ni un céntimo!

Ya la desconocida había extraído, de su portamonedas de

filigrana de oro, un luís que entregó a Denise:

–Aquí está vuestro dinero, señora… Es el último que os

doy, pues mi protegida abandonará mañana esta casa…

–¿Cómo? ¿Titine nos va a dejar? ¿No estás satisfecha con

nuestros servicios? – dijo, la madre del Cebolla.

–Sí, señora, me la llevo.

–¿Por qué? Veamos ¿por qué? ¿No se abandona a la gente

sin motivos?

Pero la dama del velo se negó a dar cualquier tipo de ex-

plicación ante las miradas posadas sobre ella:

–Subo a la habitación de Augustine…

–¡Id, señora! ¡Oh! ¡Ya comprendo! ¡Las malas lenguas

habrán cotilleado sobre nosotros, pero un ángel, como la Señora,

no debería dejarse engañar!

La visitante salió.

De inmediato, la Michon se precipitó hacia los colegas:

–¿La habéis reconocido, muchachos?

Llega al Pie dijo:

–¿Estáis tonta? ¿Cómo queréis que la reconozcamos bajo

una especie de disfraz de encajes?... ¡Y además, para reconocer

a una persona hay que haberla visto primero, y nunca, aparte de

hoy, me he encontrado con esta dama!

–Yo – declaró Barnabé, con la mirada brillando de codi-

cia, – yo solamente me fijé en el portamonedas de oro. Es de una

potentada… ¡Oh! ¡Qué calor!

–Una auténtica sucursal del banco de Francia – se extasió

el Rizos, – ¡Aún me estoy frotando los ojos!

Valerie reunió al Gran-Maca, Llega al Pie, y al Rizos a su

alrededor; Naumier, Denise y el Cebolla se acercaron.

Ella dijo, misteriosa:

Page 20: La gran casquivana

20

–Pues bien, yo, amigos, aunque no he podido ver su rostro,

creo haber reconocido su voz… ¡Es la rubia! ¡La señorita del

bosque de Senlis!... ¡Es Cloé de Haut-Brion!

–¿La vieja amiga de mi amo? – exclamó el ex mayordomo

de Lionel, incrédulo.

–Sí, Ambroise, y si la señorita de Haut-Brion oculta su

rostro, es que tiene razones para eso... El misterio es interesan-

te… Tal vez se pueda dar una alegría al barón Géraud, ponién-

dolo tras las huellas de su sobrina. ¡Pero, habría que tener la

certeza de que la persona que está bajo el velo es la señorita de

Haut-Brion y no la tenemos!

Ambroise le envió a la nariz una bocanada de humo de ci-

garro:

–¡Oh! ¡No es tan difícil de saber puesto que ahora está

aquí! No habría más que esperarle sobre el rellano de Titine,

como Jugot hizo con la señora del sexto, y en lugar de levantarle

las faldas, se le levanta el velo.

De inmediato, el Rizos, añadió:

–¡Y aprovechar la ocasión para mangarle su pasta!

–¿Te encargas de eso, Cebolla? – preguntó Valerie.

–¡Caramba! ¿Qué es lo que arriesgo? He arreglado mi

deuda con la sociedad; no debo ya nada a nadie, lo que no es el

caso de mis colegas, el Rizos y Llega al Pie, y encuentro un po-

co bizarro cobrarme la rubia cabeza de la antigua novia de mi

amo, el conde de Esbly!

–¡Si lo haces, Cebolla, te beso!

Él replicó:

–Eso sería atractivo, mi amiga Michon, pues, a pesar de

vuestra edad, todavía estáis rolliza, pero me gustaría más un

beso de vuestro querubín, la Cría-Reseda.

–Llega al Pie la quería… Pero la olvida con otras moco-

sas, y tú, ¿te animas, tunante?

–Yo babeaba cuando ella estaba en la cama del amo; ¡he

soñado con ella en prisión!

–¡Pues bien, te la calentará!.... ¿Entonces, está acordado?

–¡Está bien!

Page 21: La gran casquivana

21

Y como Gérôme se interpusiese, declarando que no quería

escándalo en su hotel, Ambroise le tranquilizo:

–¿Escándalo?... ¿quién habla de escándalo?... Estad tran-

quilo Seré delicado… Veamos, ¿es que no puedo hacer que me

confundo, al tomar a la dama por otra, por una buena amiga de

la que estoy celoso, y luego excusarme enseguida si ella protes-

ta?

La señora Naumier se enorgullecía de su hijo:

–¡Tanto pero para ella!... ¡Una garza que me abandona así,

de repente, y me lleva una inquilina, sin contarme por qué!

–¿Por qué?... Voy a decíroslo, –expuso la amante de Bar-

nabé: – si la dama del velo es, como pienso, la señorita Cloé de

Haut-Brion, por supuesto que ha reconocido al mayordomo del

conde de Esbly, a la religiosa de la calle Marcadet y a los pase-

antes del bosque de Senlis y eso no le ha gustado nada.

–¡Diablos! – dijo el Rizos – ¡entonces podría acarrearnos

problemas!

–Razón de más para asegurarnos si es ella y abrir el ojo.

Tras haber recomendado al Cebolla que fuese a darle no-

vedades en casa de la Cría-Reseda, en la calle de Helder, Valerie

se alejó con el sepulturero, mientras que Romanel, que tenía cita

con la Licharde, arrastraba a Lassagne al Bol de Oro.

Las cuatro de la tarde – Ya las sombras descienden sobre

Paris en esta triste jornada otoñal, y, a lo largo del bulevar de la

Villette, enrojecen las farolas del gas.

Naumier acababa de encender la linterna de su estableci-

miento – una linterna multicolor donde se admira la obra satírica

de un artista de Montmartre: un conejo con una corona real.

Es, en ese barrio popular, una bizarra alusión a la todopo-

derosa de las grandes casquivanas, pero la clientela observa allí

mucho más el triunfo de los asados con vino blanco.

En el sexto piso del hotel, en una oscura habitación, estre-

cha, tocando el techo, con una ventana abuhardillada, cuyo cris-

tal había sido reemplazada por un trozo de papel de periódico

mal pegado, flotando bajo la brisa del exterior, un papel desca-

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labrado, húmedo, decoraba las paredes; el techo era muy bajo y

dejaba ver grietas donde todavía soplaba el viento; una puerta

que cerraba mal daba acceso a la habitación pavimentada con

baldosas medio rotas y que se levantaban bajo los pasos más

ágiles. Por mobiliario una cómoda, una cama de correas, con su

fina sábana y su oscura manta, un odioso montón de paja, arro-

jado en un rincón, una mesa de madera soportando una jofaina y

una cubeta rota, tres sillas de paja; en las paredes, unos vestidos

oscuros colgados.

No había chimenea, ni agua corriente. Un mal horno de

tierra, algunos utensilios de cocina, y en lo alto, dominando esta

miseria, un Cristo.

Dos mujeres, la madre y la hija, Léonie y Olga Lagrange,

vivían en ese tugurio.

Con cuarenta años de edad, ajada por las privaciones y los

sufrimientos, vestida con un traje de lana negra, tocada con un

gorro de tul negro con amplias cintas grises, la Sra. Lagrange,

sentada en una silla al lado del horno donde morían algunas bra-

sas, intentaba calentar sus manos heladas:

–¿Y nuestra carta, Olga?

–Ya ha salido, madre… El barón Géraud la recibirá esta

noche…

–He sido muy atrevida anunciándole mi visita al barón. Se

negará a escucharme como hace catorce años, cuando llegamos

a París, y como, más recientemente, en la época en la que viv-

íamos en el bulevar Saint-Germain, y donde amenazó con ex-

pulsarnos…

–¡Tal vez, madre!

–¡Ah! Después de todo lo que he podido trabajar, dar lec-

ciones de piano y de ruso, nunca creí que tendría que dirigirme a

ese hombre, que juró al príncipe Vorontzow cumplir las volun-

tades de mi pobre y querido marido, el marqués Emmanuel de

Haut-Brion... Pero, por desgracia, ¡todo ha acabado! ¡Estoy en-

ferma… enferma… y el barón Géraud es nuestro único recurso!

Olga rodeaba el cuello de la Sra. Lagrange con sus brazos

y la besaba en la frente:

Page 23: La gran casquivana

23

–¡No, madre! ¡No ha acabado todo! Tú me has dado una

buena educación; yo trabajaré… ¡Dios nos protegerá! Y… hoy

mismo, el azar, tal vez, venga en nuestra ayuda…

–¿Qué quieres decir, Olga?

–Ese periódico que, por economía, el dueño del hotel ha

pegado para sustituir el cristal, contiene anuncios… Antes,

mientras dormías, los he leído, y uno de esos anuncios me ha

procurado una gran esperanza… Voy a leértelo.

Y, acercándose a la ventana donde el trozo de periódico

flotaba lamentablemente, leyó en voz alta:

«Se precisan lectoras jóvenes que conozcan a fondo una

lengua extranjera. Presentarse de 4 a 6 horas, en casa de la Sra.

Olympe de Sainte-Radegonde, calle Notre-Dame de Lorette, nº

68 bis.»

Y, con una alegría ficticia, para consolar a su madre:

–¡Eh, mamá, es lo que me conviene! Soy joven; me has

enseñado ruso… Confío en agradar a esa dama… Iremos a su

casa, después de salir de la del barón Géraud.

La Sra. Lagrange se estremeció; Olga corrió hacia ella y le

tomó las manos en las suyas:

–¿Tienes frío, madre?

–No… no demasiado…

–Estás temblando…

–No es nada… un poco de fiebre…

La rubita tomó un chal que colgaba de la pared y envolvió

las rodillas de la enferma.

Léonie se defendía:

–No, no, Olga, guarda ese chal para ti, querida…

–Sabes que no me hubiese servido… Además, hoy no

saldré…

–¿Entonces no vas a casa de esas personas que te ocupan

alguna hora al día, copiando música?

Olga enrojeció, confusa por verse obligada a mentir; pues

mentía, imaginando una fábula burguesa de copista de música, a

fin de ocultar a su madre que cantaba por las calles desde hacía

algún tiempo. ¡Oh! ¡esa señorita bien educada y orgullosa tenía

Page 24: La gran casquivana

24

que tener coraje y abnegación para poner su existencia en manos

de la caridad pública! ¡Cuánto había luchado antes de llegar a

ese estado!... Y, una vez tomada la decisión, ¡cuántas humilla-

ciones!... Si estuviese ella sola no hubiese vacilado ni un minu-

to… Un hornillo de carbón o el Sena… ¡y todo estaba dicho!...

¡Una virgen más al cielo!... Pero, estaba su madre, su madre

enferma, y el coraje hacía que luchase, que soportase todo, ¡por

el honor y por el respeto hacia aquella que le había dado la vida!

Respondió:

–No, madre, quiero estar a tu lado cuando se presente el

doctor Nikador… un hombre generoso…

–¿Para qué llamar a un médico?... ¡Esta opresión que sien-

to en el pecho, esta fiebre continua que me invade, esas irresisti-

bles necesidades de dormir, todo eso pasará con un poco de

alegría!

Léonie atrajo a su hija hacia ella:

–¿Me ocultas algo, Olga?

–¿Qué quieres que te oculte, Dios mío?

–¡Júrame que no estoy loca!

–¡Qué idea!

–¡Júramelo!

La Srta. Lagrange dudó, luego, observando a la enferma y

viéndola ansiosa esperando sus palabra, dijo:

–¡Te lo juro, madre!

–¡Oh! sé bien que en la vida ordinaria pienso, razono y

hablo como todo el mundo… pero, cuando mi espíritu se remon-

ta a la escena de la carnicería ya no soy la misma mujer….

¡Unos terrores se apoderan de mi! Fíjate, ahora, me parece que

me encuentro aún en esa ventana, con los ojos desorbitados so-

bre otra ventana iluminada… ¡Lo veo! ¡Veo al hombre rubio!...

¡veo su barba dorada!... Está en levita negra y corbata blanca!…

La Sra. Le Goëz se inclina… Él levanta un puñal… Sus ojos

brillan… ¡Va a golpear a la desdichada! ¡Le golpea!... ¡La san-

gre fluye!... ¡Al asesino! ¡Al asesino!...

Se había levantado, espantosa, con los brazos tendidos

hacia espacios imaginarios donde creía volver a ver la escena

Page 25: La gran casquivana

25

sangrienta del bulevar Saint-Germain; y luego, volviendo a caer

sobre su silla, sumida en todo un relajamiento de su ser, perma-

neció inmóvil.

Olga le dijo, dulcemente:

–Madre, no vuelvas sobre esas ideas que tanto daño te

hacen… Debes olvidar eso… ¡pensar en otra cosa!... Todo lo

que has creído observar jamás ha existido… ¡Es una alucina-

ción!... ¡Un sueño!

Entonces, la Sra. Lagrange levantó la cabeza, y, llena de

ansiedad, dijo:

–¿Acabo de tener una crisis, verdad, Olga?

–No, madre, has dormido.

–¡Dime la verdad!…. ¿Acabo de tener una crisis?

–¡Claro que no!

–Sin embargo, siento el sueño apoderarse de mí… ese so-

por que siempre sigue a la horrible visión… y… trae consigo

otras imágenes…

–Échate un momento sobre la cama, y descansa… Coge

mi brazo… Ven

–Todavía no…. ¿De qué estábamos hablando antes?...

¡Ah, sí… ya recuerdo… Hablabas de un anuncio del periódi-

co… de una dama que necesita una lectora…

–La Señora Olympe de Sainte-Radegonde, sí, mamá.

–Pues bien, dado que es tu deseo, iremos a ver a esa dama,

pero no debemos confesarlo que vivimos en esta horrible casa…

¡Nos podrían confundir!... ¡Dios mío! ¡Qué mala idea ha sido

instalarnos aquí!

–Madre, recuerda… Expulsadas de nuestro apartamento

del bulevar Saint-Germain… los muebles vendidos… sin dine-

ro… sin alojamiento… errantes por París… Hemos sido muy

afortunadas que un transeúnte nos indicase este hotel… cuando

las personas amigas y susceptibles de ayudarnos, habían aban-

donado el bulevar de la Villette…

–¡Es cierto! –suspiró la Sra. Lagrange – Pero, ¡cuántas an-

gustias, cuánta vergüenza, cuántas terribles pruebas!

Page 26: La gran casquivana

26

Pese a hacer esfuerzos en contra, sus ojos se cerraban; Ol-

ga la ayudó a extenderse sobre la cama, la cubrió con el chal y,

sentada cerca de ella, se puso a pensar…

¡Oh, pobre inocente! ¡Oh, dulce y rubia niña, la miseria

era demasiada dura, y sus sueños no podían ser de amor!

Dos golpes sonaron discretamente en la puerta.

–Es el doctor Nikador – pensó la joven.

Corrió a abrir y se encontró cara a cara con Pierre Jugot, el

domador.

Valiente, lo empujó contra el corredor:

–¡Váyase, señor! ¡Por piedad, váyase!... ¡Mi madre está

enferma; la mataríais!…

El dijo sardónico:

–Señorita, mi mono Azor y yo os adoramos… Elegid

vuestro esposo… Él está ahí… en mi habitación, Azor, y yo le

he prometido daros la libertad de elegir vuestra opción conyu-

gal…

La señorita Lagrange había cerrado la puerta, y Jugot tal

vez iba a tirarla abajo – puerta y mujer – cuando una idea de

bebida le atravesó el cerebro:

–¡Regresaré, mi bella!

Ese feriante maníaco, caído de las alturas sociales, y cuya

existencia pasada era un enigma, se refugió en su aposento, un

pequeño cuartucho contiguo a la habitación de las damas La-

grange; y allí, hizo piruetas y bebió con Azor, su mono, un

orangután negro, de la tribu de los catarhinins, de rostro olivá-

ceo, enmarcado con unas patillas rojas, con la nariz muy chata,

de un metro noventa, y cuyos miembros escuálidos y largos casi

tocaban el pavimento.

–¡Divirtámonos, Azor!

Y ambos brincaron.

El doctor Christian Nikador entraba en el alojamiento de

las damas Lagrange.

Tras haber saludado a la hija, preguntó:

–¿Qué os ocurre, señorita?... ¡Parecéis muy turbada!... ¿Es

que vuestra madre está más enferma?

Page 27: La gran casquivana

27

Por un instintivo pudor, la Srta. Lagrange evitó toda alu-

sión a Jugot, y respondió:

–No, señor, mi madre duerme… Gracias por haber veni-

do…

Introdujo en la habitación al médico al que, la víspera, y a

indicación fortuita y obligada de Gérôme Naumier, había ido a

buscar a los Batignolles, a la calle Boursault.

Era un hombre alto y fuerte, modestamente vestido de ne-

gro, con larga barba morena y cuyos grandes ojos pensativos y

dulces expresaban resignación.

–Voy a despertar a mi madre – dijo Olga, dirigiéndose

hacia la cama donde dormía la Sra. Lagrange con sueño febril.

Nikador la detuvo:

–¡Unas palabras antes, señorita!

–Os escucho, doctor.

–¿Ayer me dijisteis que la primera de sus crisis le había

acontecido la misma noche en la que, desde su ventana, acababa

de asistir a un espantoso asesinato?

–Así es, señor.

–¿Ese crimen es real o no existe más que en la imagina-

ción… enferma?

–Muy real, doctor…. Nosotros vivíamos en el bulevar

Saint-Germain, en una habitación del quinto piso, enfrente del

palacete del Sr. Le Goëz donde fue cometido el crimen…

–¿Le Goëz? – dijo Nikador, agitado.

–¿Lo conocéis?

–¡No, señorita, pero todo París ha hablado de ese asesina-

to!.... ¿Cuántos días después de esa gran emoción, la Sra. La-

grange ha sentido los primeros trastornos intelectuales?

–Al día siguiente.

Se produjo un largo silencio. Olga se encontraba a plena

luz ante el ventanuco, y el doctor permanecía, con la mirada fija

sobre ella, y con tal persistencia que la niña enrojeció y bajó los

ojos. El se percató de la emoción de la muchacha, y, sin embar-

go continuó mirándola; luego, bruscamente, llevando la mano a

su frente, como para arrojar de allí una idea obsesiva, dijo:

Page 28: La gran casquivana

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–Ya sé lo que quería saber, señorita; podéis despertar a

vuestra madre.

Olga llegaba a la cama y tocaba el hombro de la durmien-

te:

–¡Mama, despiértate! El doctor Nikador está aquí…

La Sra. Lagrange quería levantarse; el médico se lo impi-

dió, y dulcemente:

–No, no, señora, quédese donde está… Vengo a cuida-

ros… a curaros…

Entonces el doctor interrogó a la enferma y provocó vo-

luntariamente una crisis, llevando la conversación al crimen del

bulevar Saint-Germain; y examinó a la Señora Lagrange, ya más

calmada; auscultó durante un buen rato, minuciosamente, a la

loca intermitente.

De pie, cerca de Nikador, Olga permanecía inmóvil, bajo

el encanto del hombre cuya armoniosa voz parecía vibrar hasta

en el fondo de su corazón. Para ella, Nikador tenía las propor-

ciones de un dios, resumiendo en él la belleza, la ciencia, la mi-

sericordia, y, ese desconocido de ayer, ese bendito de hoy, de-

seaba que él estuviese siempre ahí, cerca de ella, cerca de su

madre: ¡él era el rayo divino en medio de las sombras!

Christian tranquilizó a las dos mujeres; pronto, la Sra. La-

grange recobraría la salud y la razón. Se sentó en la mesa para

escribir una receta, y, aprovechando un momento en el que Ol-

ga, con la espalda girada, hablaba con su madre, él deslizó una

moneda de oro en el cajón entreabierto.

Mientras el doctor Nikador se despedía de las damas La-

grange, más abajo, en la misma casa, en un habitación relativa-

mente lujosa del primer piso, Cloé de Haut-Brion, hoy, la gran

Casquivana Lilas, se despedía de Titine.

–Hasta luego, mi buena Augustine… Mañana, Annette

Loizet vendrá a buscarte… Estás mucho más fuerte ahora, y

podrás soportar un trayecto en coche…

La noticia de su bienhechora pareció contrariar a la tuber-

culosa, liberada de Saint-Lazare.

Titine respondió:

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29

–¿Por qué hacerme abandonar esta casa, señorita? ¡Se está

bien con los Naumier!

–Estarás mejor aún donde voy a llevarte… Esta casa no

es… honorable… Está llena de mala gente… hasta el punto que

he debido venir tapada con el velo.

–¡Yo preferiría quedarme aquí!

–¿Por qué?

Los ojos de la callejera brillaron:

–Antes escuché la voz de mi hombre… ¡Oh! Lo he reco-

nocido perfectamente!... ¡La distinguiría entre mil!... Aún espero

que suba a verme… ¡El Rizos me abandonó cobardemente!

Jamás ha venido a saber de mí… ¡Pues bien… es algo más fuer-

te que yo, lo llevo en la piel, en la sangre!.... ¡Quisiera regresar

bajo su protección!

Lilas tuvo un gesto de disgusto; Titine la observaba, tar-

tamudeando.

–¡Ah! ¡es horrible, lo que os he dicho, señorita, después de

vuestras bondades!... ¿Ángel, dignáis perdonarme? ¡No es culpa

mía si tengo fango en mis venas!... Estoy bien aquí… Tengo una

bonita habitación… Se me cuida como a una princesa… Vos me

dais todo lo que sueño, y, hace unos instantes, la puta que llevo

dentro echa de menos la calle, estar con las demás por la noche,

bajo los árboles!... Fijaos, al salir de Saint Lazare, más o menos

curada, en lugar de escribir a Annette, me he puesto a hacer la

calle, en el Rata Muerto, en el Divan, en el Asno Rojo, en la

Nueva Atenas! Esperaba siempre encontrar al Rizos… ¡Ah! ¡qué

tonta!... ¡El muy sucio me rehuía como al cólera! Entonces, me

perdí entre los hombres y las francachelas, y de tal modo, que

volví a caer enferma una noche, cerca del Moulin Rouge… Fue

entonces cuando pensé en acudir a Annette… Ahora, abando-

nadme. ¡Tendréis razón, pues como veis, no seré nunca más que

una sucia puta!

Desanimada, pero decidida a proseguir su obra de caridad,

la gran casquivana puso su velo y salió de la habitación.

En la escalera, el Cebolla, con los brazos en cruz, le cortó

el paso, y dijo guasón:

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–¡Ah! ¿Amanda? ¡Te pillé!

Lilas, sorprendida, remontaba un escalón; dijo fríamente:

–Os equivocáis, señor; ¡yo no soy la persona que creéis!

–¡Ta! ¡ta! ¡ta!... ¡Esos modales!... ¿Acaso no reconozco el

vestido y los botines que te he regalado por Navidad?

–¡Dejadme pasar! – ordenó la sobrina del barón Géraud.

–¡No antes de ver tu rostro!... ¡Si me he confundido, te pe-

diré excusas, princesa!... ¡Tanto peor para ti!... ¡Miro!

Atrapó el velo y lo echó hacia atrás:

–¡Es ella!

En ese momento, el doctor Nikador, bajaba del cuarto de

las damas Lagrange.

El Cebolla lo miraba venir, clavado en el sitio, como ante

una aparición fantástica; murmuró , con los brazos en el aire:

–¡Él! … ¡Él!...

Y se alejó de allí sin que el doctor tuviese tiempo de verlo.

La Srta. de Haut-Brion jadeaba, y Nikador estaba muy

pálido y muy serio.

–¡Lionel! ¡Oh, Lionel! – dijo Cloé, con las manos juntas.

Pero él, levantándose cuan alto era:

–¡Lionel ha muerto, señora!.... ¡Dejadme pasar!

Y cuando ella se apartaba para librar el paso, desdeñosa-

mente, él le dijo:

–¡Me habéis traicionado una vez!... ¡Libraos de volver a

traicionarme!

Luego bajó, tranquilo en apariencia, dejando a la gran cas-

quivana temblorosa y lívida sobre las escaleras.

El conde Lionel de Esbly, el evadido de la prisión central

– hoy el doctor Christian Nikador, acababa de llegar de Norue-

ga: quería, ejerciendo gratuitamente la profesión médica, des-

enmascarar a sus acusadores, obtener la revisión del veredicto

criminal; espera desarticular las investigaciones policiales, gra-

cias a su metamorfosis de aristócrata parisino en doctor extranje-

ro, con un estado civil nuevo, con nuevas apariencias, e ignora-

ba, en sus visitas al hotel del Conejo Coronado, que los Naumier

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fuesen pariente de Ambroise, su ex mayordomo, el traidor que a

las órdenes del barón Géraud, conchabado con la Michon y con

la ayuda de la Cría-Reseda, había destrozado su vida.

¿Qué iba a ocurrir ahora con el encuentro de la Srat. de

Haut-Brion, con la virgen injustamente censurada y expulsada, y

luego caída en brazos de un rufián en levita, y hoy, gran casqui-

vana?

¡Nikador – como Jesús –sufriría su calvario en nombre de

la verdad, y tal vez tuviese en la cortesana, y a pesar de su error,

a una nueva Magdalena!

… Era de noche… Se oían los frufrús de las faldas. Unas

parejas subían las escaleras cuchicheando en las sombras… Un

olor a celo invadía el hotel…

Para los patrones del Conejo Coronado, como para los del

Egipto, del Café de la Esperanza y la Cervecería el Bol de Oro,

los mejores clientes eran los de las «habitaciones de paso»: Cas-

quivanas de mayor o menor relevancia, enjoyadas, lesbianas y

tatas hacían morir voluptuosamente allí a los hombres y a la

mujeres, a los viejos e incluso a la juventud de los institutos y

los talleres.

Desde hacía tiempo, ya se hubiese debido clausurar todo

ese tipo de negocios; pero los vendedores de vino – los hay bue-

nos y malos como en todos los oficios y todas las artes – son los

reyes de Paris, y los viejos moralistas, tales como el barón de

Géraud, alcalde de Haut-Brion, consejero general y futuro dipu-

tado del Oise, tenían necesidad de sus electores.

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33

II

PRÍNCIPE Y CASQUIVANA

Una mañana de noviembre, hacia las once, Cloé de Haut-

Brion y Blanche Latour, actriz de las Fantasías Parisinas, embu-

tidas en ricos abrigos, regresaban de hacer unas compras en un

elegante cupé.

Los caballos del coche, dos magníficos irlandeses, seguían

a toda velocidad por la calle Saint-Lazare, cuando de repente el

coche se detuvo.

–¿Qué sucede, William? – dijo Lilas, bajando una de las

ventanilla.

El cochero en librea azul y oro, se volvió hacia la ama su

rostro afeitado de correcto criado, mientas que el sirviente a pie

saltaba a tierra para mantener agarradas las bridas.

–Lo ignoro, señora… ¿Debo tomar otro camino?

–No, espera…

Las dos amigas se inclinaron hacia las portezuelas, vieron

en la esquina de la calle del Havre, y cortando el paso, una mu-

chedumbre enorme que se agolpaba ante los tarros rojos y ver-

des del escaparate de una farmacia.

Cloé se dirigió al primer individuo que se encontraba en la

calzada, el más cercano a ella, al lado del coche. Era un joven

obrero de fisionomía audaz y leal, con bigotes incipientes, vesti-

do con un mono azul y tocado con un gorro de terciopelo negro.

–¿Qué ocurre, amigo mío?

El hombre se quitó el sombrero ante la bella dama:

–Una muchacha, una cantante callejera, que acaba de apa-

recer desvanecida sobre uno de los bancos de la estación de

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34

Saint-Lazare… Por lo que parece, la pobre no comía ¡Estaba

pálida como una muerta!... ¡El hambre… probablemente! ¡Estas

cosas se ven en París, señora!

–¡El hambre! – exclamó la señorita de Haut-Brion, emo-

cionada. ¡Oh! Dios mío! ¡Ven Blanche, ven!

Saltaba del coche: la artista de las Fantasías Parisinas le

dijo:

–¿Adónde vais querida?

–A informarme de esa pobre mujer…. Acudir en su ayu-

da…

–¡Oh! Yo temo las emociones violentas; ¡el doctor Gédéon

me las ha prohibido! Os esperaré en el coche; id y daos prisa…

¡Hace frío!...

–¡Como queráis! – replicó secamente la sobrina del barón

Géraud.

Y, dirigiéndose a su criado de pie:

–¡Acompáñame, Ludovic, y trata de abrirme paso!

Ella caminaba, precedida del criado; el hombre de mono

azul, la llamó von voz tímida:

–¿Señora?

–¿Sí, amigo?

El obrero parecía muy intimidado:

–He escuchado, sin querer, lo que decíais a vuestra ami-

ga… y he pensado… He supuesto.. que podríais permitirme…

unir mi modesta oferta a la limosna que lleváis a esa desdichada

muchacha…

Él tendió una moneda de veinte centavos; la gran casqui-

vana la rechazó, sonriendo; pero él insistía:

–Tomadla, señora… ¡Es de corazón!... ¡Y creo que me

traerá buena suerte en el regimiento y luego en el hogar!

La Srta. de Haut-Brion aceptó la pieza blanca:

–¿Cuál es vuestro nombre, señor, os lo ruego?

–Françóis Laurier, dragón en el regimiento 34, de permiso

para serviros, señora.

–¿François Laurier… dorador de metales?

El joven la miró, estupefacto:

Page 35: La gran casquivana

35

–¿Me conocéis, señora?

–¡Sí, sí, os conozco, Señor Laurier! Y gracias por vuestra

limosna para mi protegida!

Ella saludó amablemente al enamorado de Annette Loizet

que quedó allí, aturdido, y ordenó a Ludovic que lo esperase en

la puerta de la oficina mientras tanto ella entró en casa del far-

macéutico.

Rodeada del hombre del Códex, de sus tres ayudante y de

dos agentes, la involuntaria clienta estaba sentada sobre un gran

sofá.

La Srta. de Haut-Brion se deslizó a su lado y vio a un chi-

quilla de dieciséis a diecisiete años, vestida con un vestido negro

ajado por el uso, con una pañoleta azul anudada bajo el mentón

que rodeaba su rubia cabellera; era bonita, con una belleza casi

religiosa, con su rostro evocando una figura de vitral, y cuya

palidez destacaba sobre el terciopelo oscuro del asiento.

–¿Muerta? – balbuceó Cloé, dirigiéndose al patrón de la

farmacia.

–No, señora; tranquilizaos…

–¿Habéis llamado a un médico?

–¡Oh! ¡inútil! Acabo de hacerle tomar un tónico y, cuando

regrese en sí, un caldo será el mejor de los remedios!

–Entonces, es cierto… ¿Es el hambre?

–El hambre y el frío… ¡Ved lo ligeramente vestida que

está para este tiempo glacial!

–¡Pobre pequeña!

Ni crimen, ni delito, un simple hecho banal.

Los dos agentes se retiraron, dispersando a la multitud de

curiosos, apelotonados en la calle Havre:

–¡Circulen, caballeros, circulen!

Se decía:

–¡No ha ocurrido nada!

–¡Una mujer desvanecida!

–¡Una cantante callejera! ¡Alguna bohemia!

Algunas personas – en nombre de las Sociedades protecto-

ras de animales – hubiesen derramado lagrimas sobre un caniche

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36

atropellado o un percherón golpeado; una joven humana estaba

moribunda, y se pasaba de ello, pues, en Paris, ¡la vida de las

mujeres es menos sagrada que la de los caballos y los perros!

La gran casquivana y el farmacéutico permanecían solos,

cerca de la desconocida, y los ayudantes iban y venían de la

tienda al laboratorio.

La joven abrió sus grandes ojos y movió ligeramente sus

labios descoloridos.

–Dentro de un rato podrá hablar y respondernos,– dijo el

farmacéutico.

Pronto, en efecto, la desconocía, murmuró inquieta, escu-

driñando su entorno:

–¿Dónde estoy?... ¿Qué ha ocurrido?... ¿Y mi madre?

¿Dónde está mi madre?

Dulcemente, la Srta. de Haut-Brion se inclinó hacia ella:

–No te preocupes, mi niña… ¡No te abandonaré!

Y, tomando un bol de caldo traído por un alumno de ese

generoso farmacéutico:

–Bebe, ha hablaremos luego…

La enferma tomó la taza, bebió el caldo y rosados y fugiti-

vos colores aparecieron sobre sus mejillas.

Ella suspiraba:

–Gracias, señora… gracias, señor… ¡Qué buenos sois!...

¡Me siento revivir!--- ¿Pero cómo he llegado aquí? ¿Quién me

ha traído?

Cloé respondió, siempre amable y cariñosa:

–Te han encontrado desvanecida en un banco, en la esta-

ción… ¡pobre pequeña!

–Sí, es cierto, ya me acuerdo… ¡Dios, lo que he sufrido!

–¿Ahora, ya estás mejor?

–¡Oh! ¡Mucho mejor!... ¡Me siento fuerte!

Para dejar más libertad a la Srta. de Haut-Brion, en su in-

terrogatorio, el farmacéutico, que veía en la visitante, no una

casquivana, sino una dama de la alta sociedad, se había alejado,

gruñendo contra las últimas cabezas fijas a los cristales, y que

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37

los frascos multicolores hacían achatadas, con luminosidades

pálidas.

Lilas preguntó:

–¿Te dedicas a cantar en las esquinas, verdad, hija mía?

Un sonrojo empurpuró el noble y dulce rostro de la chiqui-

lla:

–No, señora, pero…

–Lo entiendo… ¡la miseria!... ¿Y te llamas?

–¡Olga Lagrange!

–¿Eres parisina?

–Nací en Rusia, pero de padres franceses…

–¿Dónde vives?

La otra se callaba, aún sonrojada, y la gran casquivana

comprendió que debía haber en la existencia de esa niña un do-

loroso secreto.

Ella dijo, maternal:

–No creas, pequeña, que te lo pregunto por mera curiosi-

dad. El azar me ha puesto en tu camino, y mi único deseo es

ayudarte… Mi coche está ahí, me espera en la calle… ¡Me gus-

taría llevarte a tu casa con tu madre e informarme de vuestras

necesidades!

Olga se levantó, turbada:

–¿Vos? ¿Vos, señora, a nuestra casa? ¡Oh! ¡no!

–¿Por qué, hija mía?

El orgullo dominaba a la miseria. Siendo una desconocida,

la Srta. Lagrange aceptaba cantar en las esquinas y recibir li-

mosnas anónimas debido a la enfermedad de su madre y ante la

impotencia de encontrar un trabajo, pero habiendo dado su

nombre, no quería ofrecer a una extraña el espectáculo de su

pobreza:

–Señora, os lo agradezco de todo corazón… Dejadme

marchar sin preguntarme más!... Aunque seamos pobres, mi

madre y yo no pedimos limosna; no la pediremos jamás!... ¡Soy

joven, valiente, trabajaré, daré lecciones de piano, de canto, en-

señaré francés, inglés, ruso!… ¡Saldré adelante! La mala suerte

no se encarnizará siempre con nosotros!... ¡Adiós, señora, adiós!

Page 38: La gran casquivana

38

Cloé no sabía que pensar: Olga se expresaba con una pu-

reza de lenguaje que no dejaba ninguna duda sobre su origen;

había sido educada de manera distinguida, puesto que era capaz

de enseñar piano y lenguas… ¿Así pues, cuál era el misterio que

planeaba sobre esa criatura? Nada culpable, por supuesto, a juz-

gar por la nobleza en su actitud y la claridad virginal de sus ojos.

Tras haber dado las gracias al farmacéutico y a sus ayu-

dantes, Olga se dirigió a la puerta, enviando a la rubia dama una

última señal de gratitud.

La Srta. de Haut-Brion había extraído un billete de cin-

cuenta francos de una cartera y se lo entregaba a la joven:

–Acepta al menos esto para sufragar tus primeras necesi-

dades!

Y, a un gesto embarazoso de la otra:

–¡Oh! no te regalo nada, es un préstamo, un adelanto para

cuando trabajes… no puedes rechazarlo!

Ese dinero era la vida asegurada durante algunos días, el

alquiler retrasado, el pan, carbón, y, para la madre, un poco de

carne y vino: esperando el trabajo, eso era una aurora de salud!

La Srta. Lagrange tomó el billete y dijo:

–¿Queréis, señora, darme vuestra dirección, e indicar el

día y la hora en la que debería presentarme en vuestra casa…

para devolveros el dinero?

Fue el turno de Cloé de vacilar. Además como a ella le

gustaba la caridad discreta, la Srta. de Haut-Brion no se atrevió a

mancillar la limosna a ojos de la inocente, revelándole que se la

debía a una gran casquivana:

–Mi querida niña… cuando estés dispuesta a devolverme

ese dinero, se lo darás a alguna otra joven valiente y desdichada,

¡y la caridad hecha por tus manos, me hará feliz!

Las dos mujeres se separaron en el umbral de la farmacia,

y, mientras la Srta. Lagrange se alejaba lentamente en la direc-

ción de la iglesia de la Trinidad, Lilas regresó a su coche.

–¡Ah! ¡Estáis aquí! – exclamó Blanche Latour, enervada

por la espera –¡Dedicáis mucho tiempo a vuestras buenas obras!

Page 39: La gran casquivana

39

–¡Una mártir de la vida! – suspiró la Señorita de Haut-

Brion.

–¡Bah! ¿Acaso no es todo el mundo más o menos mártir?

Si hubiese que apiadarse a cada instante de la suerte de los de-

más, no se tendría ni un minuto para pensar en una misma!...

¿Me lleváis a mi casa?

–Con mucho gusto y ¿cuento con vos, Blanche, para cenar

esta noche con… mi amante y sus camaradas?

–¡Claro, querida!

El criado de pie se mantenía ante la puerta abierta; Cloé le

dijo:

–¡A la calle de la Boëtie, al domicilio de la señorita La-

tour, y luego al palacete!

Pero, de pronto exclamó:

–¡No, no, espera!

Annette Loizet pasaba por la acera, oteando a lo lejos y

con un paquete en la mano. La morena y honesta obrera parecía

estar buscando a alguien.

Ahora bien, ese alguien era François Laurier. Todos los

días, a mediodía, desde hacía una semana, los dos enamorados

se daban cita en la esquina de la calle del Havre y subían juntos

para almorzar en la calle Marcadet, donde el dragón de permiso

vivía en una casa vecina de la de la costurera.

La Srta. de Haut-Brion llamó:

–¡Annette! ¡Annette!

La costurera emitió un grito de alegría, cuando vio a la

Srta. de Haut-Brion que había bajado del coche, y se puso a co-

rrer hacia la hija de sus antiguos amos.

Intercambiaron un beso de hermanas.

–¡Oh! señorita, ¡qué feliz estoy de encontraros!

–¡Y yo también, Annette! ¡Es el buen Dios el que te envía!

¡Tal vez puedas hacerme un favor!

–¡Hablad! ¿Qué debo hacer?

–¡No tienes un minuto que perder! Ve rápidamente por la

calle Saint-Lazare, del lado de la Trinidad! Intenta alcanzar a

una jovencita vestida de negro, con una chaqueta de lana azul…

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Parece muy pobre… y angelical… No te resultará difícil reco-

nocerla…

–Sí, señorita… ¿Y luego?

–Síguela; ¡tengo que saber donde vive!... ¿Tienes tiempo?

–Lo tomaré de las dos horas que me conceden para almor-

zar y entregar mi mercancía… Además, si regreso tarde al al-

macén, ¡tanto peor! ¡No tengo muy a menudo ocasión de servi-

ros!... ¿Adónde deberé llevaros las noticias?

–Esta noche, a mi casa, en la avenida de Antin…

–Entonces, ¡hasta la noche, señorita Cloé!

–¡Hasta la noche, Annette!

La empleada del ilustre costurero Vestris dirigió algunas

palabras a su novio que, según su costumbre, la esperaba en la

calle del Havre, y marchó ligera tras las huellas de la Srta. La-

grange.

Ahora, la gran casquivana, tras haber dejado a Blanche

Latour en la calle de la Boëtie, regresaba a su palacete, una ma-

ravilla de estilo renacentista, con un balcón de piedra labrada y

dieciocho ventanas en la fachada, y, antes de llegar a la escalina-

ta de la entrada, un jardín con árboles siempre verdes.

La bella Lilas llevaba allí una vida principesca, y el Sr.

Jacques Le Goëz, locamente enamorado, no le escatimaba nin-

guno de sus lujosos caprichos.

Unos lacayos en librea azul y oro, circulaban por el hall y

los salones; camaristas en los vestidores; ocho caballos de raza

relinchaban en las cuadras, y los coches, engalanados con su

escudo heráldico (un ramo de lilas sobre un campo azul) maravi-

llaban por su riqueza y buen gusto a los asiduos al Bois y al

Hipódromo.

Liberada del barón Géraud y del vergonzoso yugo del be-

llo Arthur, Cloé no tenía apariencias que guardar ni precaucio-

nes que tomar; ahora vivía en el gran lujo de la vida parisina,

dando fiestas, multiplicando sus cenas, de las que los periódicos

publicaban los menús y relacionaban los invitados, mostrándose

en el circo y en los teatros, deslumbrante de joyas, recibiendo en

sus veladas de los miércoles, gracias a Le Goëz, muy conocido

Page 41: La gran casquivana

41

en todos los ambientes, diputados, senadores, personas impor-

tantes de las finanzas, artistas, deportistas y, en cuanto a muje-

res, actrices, bailarinas, y toda la flor y nata de la alta alcurnia.

En cuanto al vizconde de La Plaçade, a menudo se le veía

merodear alrededor del palacete, más apuesto, más joven, más

seductor que nunca, y la Srta. de Haut-Brion se preguntaba, con

un sentimiento piadoso, quién podía ser hoy la víctima del bri-

llante chulo en levita negra.

¡Oh! ¡Cloé ya no amaba a Arthur! Ya no experimentaba

por él más que asco y desprecio, y sin embargo, todas las veces

que lo veía pasar bajo sus ventanas, sentía una conmoción extra-

ña que la turbaba y la aguijoneaba hasta lo más profundo de sus

voluptuosas carnes.

El banquero había soportado con corazón ligero la muerte

de su esposa; y, si, por ventura, el rostro del grueso hombre se

velaba de angustia, no era por el recuerdo del fin trágico de El-

éonore, sino porque el viudo solamente temía la llamada de la

Fiscalía debido al crimen, siempre misterioso, del bulevar Saint-

Germain.

Desde hacía más de dos años, el Sr. André Crudière, el

juez de instrucción, el mimo que se encargó del proceso de Es-

bly, se empeñaba en proseguir la investigación, caminando entre

tinieblas, es cierto, casi sin esperanza de lograr pruebas, pero

esperando un golpe de azar.

La Srta. de Haut-Brion y Jacques Le Goëz acababan de

almorzar en un elegante salón Enrique II, pero la gran casquiva-

na, desde su encuentro con Lionel en el cabaret del bulevar de la

Villete, no soñaba más que con sus antiguos y virginales amores

y, ante el insulto del evadido, y por temor a traicionarle, no se

atrevía a buscar al conde de Esbly.

– ¿Y bien, Jacques, – dijo – y ese desdichado e intermina-

ble asunto?

–Todavía he sido llamado ayer ante ese maldito juez de

instrucción…

–¿Y eso os molesta?

–¡Me horroriza!

Page 42: La gran casquivana

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–¡Deberíais estar acostumbrado!

–¡Dios mío! Sé que hace bien su oficio, pero, si encontrase

a los culpables ¿resucitaría eso a mi pobre esposa?... No… ¡Pues

bien, entonces que se dé prisa y que lo cierre de una vez!

El viudo, como siempre, a la evocación de la difunta Eléo-

nore, simuló enjugar una lágrima ausente:

–No es que quiera olvidar a Eléonore… ¡Oh, no es eso!

¡No es culpa suya! ¡Pero habría podido morir de forma natural,

como ocurre con la mayoría de las personas!... ¡Cuántos quebra-

deros de cabeza me hubiese evitado!... ¡Y, hete aquí que ese

animal de Crudière está ahora siguiendo otra pista!

–¡Ah! – dijo Cloé, indiferente, pelando una naranja.

–Sí…la del rubio alto.

–¿Qué rubio alto?

–Según dice, el que ha asesinado a Gabrielle Bouvreuil, la

mujer de la calle Marbeuf… Ya sabes, Gabrielle Bouvreuil, una

asidua de los Folies-Bergere.

–Sí, pero ¿qué relación puede tener ese crimen con el de la

Señora Le Goëz?

–Por lo que parece, mucho. El juez me ha explicado eso,

con mucho lujo de detalles: los dos asesinatos son idénticos:

mismo tipo de herida… misma arma… mismo modus operan-

di... ¡El Sr. Crudière está convencido de que el asesino de la

pobre Eléonore es el individuo que mató a la Bouvreuil!... ¡Son

idiotas estos magistrados! ¡Qué busquen a su rubio alto! ¡qué lo

encuentren! ¡que lo ejecuten y que me dejen en paz!... Si quisie-

ran yo les proporcionaría rubios altos… como por ejemplo a ese

crápula de La Plaçade!

–¿Sospechan de él?

Él levantó los hombros:

–¿De él? ¡Venga ya! ¡El vizconde vende a las mujeres!…

No las mata!... ¡Las conserva para vivir de ellas!

Le Goëz se puso el abrigo.

–¿Vas a salir?–preguntó Cloé.

Page 43: La gran casquivana

43

–¡Sí… voy a la Bolsa! Quiero ganar dinero, mucho dinero

para mi pequeña Lilas, ¡mi bonita y pequeña Lilas!... ¿Necesitas

algo?

–¡Sí, siempre!

–Te daré un cheque…

–Y me enviarás dos o tres cestas de hermosos pescados,

fresas y uvas para la cena…

–¡Entendido!

Tras la marcha del viejo enamorado, la Srta. de Haut-

Brion subió a sus aposentos y procedió al baño del día, ayudada

por sus criadas, luego, ya sola, miró hacia afuera a través de un

ventanal.

Bajo el cielo glacial de noviembre, los transeúntes y los

coches eran escasos sobre la avenida de Antin, y una brisa ligera

levantaba y hacía bailar las hojas de los árboles, como si fuesen

pájaros dorados.

Lilas olvidaba su encuentro con la infortunada niña cuya

dirección había encargado a Annette que descubriera, y todo su

pensamiento se concentró en Lionel de Esbly tan repentinamen-

te aparecido en las escaleras del Conejo Coronado, y como sus

nuevos gestos y su larga barba no le impidieron reconocerlo.

Siendo virgen en el castillo de Esbly, él la humilló, la in-

sultó, la expulsó cuando era víctima de la trampa de un rufián y

cuando acaba de luchar por la inocencia del bien amado.

Cortesana en París, la flagelaba con su desdén cuando ella

lo saludaba, avergonzada, con las manos implorando perdón, e

incluso la consideraba capaz de traicionar al evadido de prisión.

Y, sin embargo, a pesar de su vida perdida, sin esperanza

de redención ni de amor, ella lo amaba y rogaba a Dios que con-

fundiese a sus enemigos y obtuviese la victoria.

De pronto, sus ojos se desviaron al otro lado de la calzada,

y observó a un caballero alto con una pelliza brillante y lujosa

que, detenido sobre la acera, la contemplaba con una sonrisa

irónica en los labios: el vizconde Arthur de La Plaçade.

Cloé quiso retirarse, y, a su pesar, la gran casquivana per-

maneció allí, fascinada y encantada ante el bello Arthur.

Page 44: La gran casquivana

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La Plaçade hizo una breve señal y atravesó la avenida, di-

rigiéndose hacia el palacete.

–¡No! ¡No! ¡Eso es imposible! ¡No será capaz de atrever-

se! – gruñó Lilas, agitada en la habitación– ¡No lo recibiré!

Casi simultáneamente, la campanilla de la entrada sonó

dos veces anunciando la llegada de dos visitantes, ajenos el uno

al otro.

Ludovic, el mayordomo, entró, una vez autorizado:

–El príncipe Dimitri Vorontzow solicita si la Señora puede

recibirlo.

La Srta. de Haut-Brion que esperaba el anuncio de La Pla-

çade, creyó haber entendido mal:

–¿Cómo dices?

–El príncipe Dimitri Vorontzow… He aquí su tarjeta…

Y el criado entregó sobre una bandeja de plata, la tarjeta

blasonada donde la gran casquivana leyó:

PRÍNCIPE DIMITRI VORONTZOW

Atamán de los Cosacos del Don.

–La campana ha sonado dos veces a intervalos – observó

Cloé – ¿Hay otro visitante?

–Sí, señora… es el vizconde de La Plaçade. Charla en la

antesala con Julie, la ama de llaves.

–¿Y el príncipe?

–Lo he introducido en el gran salón.

–Bien; ya bajo…

La Srta. de Haut-Brion se disponía a reunirse con el noble

extranjero, cuando el gran y rubio Arthur le cortó el paso, rien-

do:

–¡Hola, Lilas!... ¿Ya no me quieres, eh?

Ella retrocedió ante el vizconde, y él, con la frente alta,

siempre soberbio y alegre, con su barba de oro, penetró en la

habitación.

–¡Salga, señor! – exclamó la sobrina del barón Géraud. –

¡Salga,oh, salga!

Él sonreía irónico, con el sombrero sobre la oreja:

Page 45: La gran casquivana

45

–Sí, ya lo adivino… ¿Estás dispuesta a encontrarte con el

príncipe Vorontzow? ¡Haces muy bien! ¡Jamás se puede despre-

ciar a semejante personaje!... ¡Jolines! Un gran señor realmente

rico y, en estos días de esperanza franco-rusa, atamán de los

cosacos!.... ¡Estoy bien informado, mi bella! Ha sido presentado

con gran pompa en el Cosmopolitan, por lo más granado del

Club: Lord Reginald Fenwick y el marqués de Artaban.

–¡Salid! –repitió Cloé..– ¡Me producís horror!

–Mírame pues, y dime si te puedo infundir horror, queri-

da... ¡Lilas, deberías volver a amarme!

–¡Miserable!

–Venga, dame una prueba de buena voluntad… Acuérdate

de nuestras deliciosas horas.

–¡Dejadme pasar!

–Primero, escucha un consejo

–¡Ningún consejo tengo que recibir de vos!

–Igualmente te lo doy: ¡abandona a Le Goëz!... ¡Se está

arruinando! ¡Está invirtiendo muy mal en Bolsa! ¡Antes de dos

meses estará en la ruina!

–¡Déjame! –rugió Cloé– o llamo y os hago arrojar a la ca-

lle!

Arthur seguía sonriendo, acariciando con su mano enguan-

tada la mata de oro de su rostro:

–¡Oh! ¡oh! ¡no te enfades! Ve a reunirte con tu príncipe y,

si no está ya decidido, apresúrate a tomarlo por amante, pues tu

banquero… ya sabes… ¡mal negocio!... En cuanto a mí, me vol-

verás a amar, Lilas. ¡Una nunca olvida al primero!... He tenido

el orgullo de poseer tu primor virginal y exquisito; fui yo quien

te ha lanzado y tengo el derecho y el deber de velar por mi noble

criatura.... ¡Hasta pronto!...

Se alejó, arrojando a la gran casquivana una de sus magné-

ticas miradas, y la Srta. de Haut-Brion, completamente alterada,

bajó al gran salón donde se encontraba el príncipe Dimitri Vo-

rontzow.

El atamán era un gigante de unos cuarenta años, cabellera

rizada, con una larga barba de chivo, rostro un poco arrugado y

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46

unos ojos azules que delataban inteligencia y energía. Vestido

con un amplio chaleco negro y un pantalón claro introducido en

unas botas finamente barnizadas, el príncipe ofreció a Lilas su

mano hercúlea, mientras que una sonrisa mostraba su blanca

dentadura:

–¡Buenos días, señorita de Haut-Brion! ¡Me hace feliz…

muy feliz veros!

Y como Lilas dudaba en depositar su mano en la del hom-

bre:

–¿Mi nombre no os dice nada, no es así, señorita?

–Lo he oído pronunciar hoy por primera vez …

–Evidentemente, vos conoceréis mejor el del conde Pala-

dine?

–¿El conde Paladine?… ¿el camarada de mi padre, el ab-

negado amigo que cuando mi padre murió llevó sus cenizas a lo

más profundo de Rusia?... ¡Sí, señor, conozco a ese hombre y lo

venero!

–¡Chssst! – sonrió el atamán de los Cosacos – ¡podría es-

cucharos!

–¿Vos?... ¿Sois vos, señor?

–¡Sí, yo! Me llamo príncipe Dimitri Vorontzow desde

hace dos años, como heredero de uno de mis tíos y por la volun-

tad de nuestro padrecito el Zar…

Ella gimió, confusa:

–¡Oh! príncipe, ¿vos aquí? ¿en mi casa?... ¿En este palace-

te?... ¿En casa de Lilas?

Dimitri Vorontzow se acercó a ella y dijo dulcemente:

–¿No os emocionéis de ese modo, señorita… ¡Lo sé todo y

he venido igualmente!... La vida privada de la Señorita Lilas no

es de mi incumbencia, no tengo nada que ver en ello… ¡Es a la

hija de mi añorado amigo, el marqués Emmanuel, a Cloé de

Haut-Brion a quien me dirijo y, os lo repito, me hace muy feliz,

muy feliz veros!

Cloé estalló en sollozos; él le tomó las manos, y, habién-

dola tranquilizado con buenas palabras, la hizo sentar y se ins-

taló respetuosamente y tiernamente cerca de la mujer:

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–¡No es la primera vez que nos encontramos juntos, hija

mía!... Vos no podéis acordaros; ¡erais tan pequeña!... ¡Lleva-

bais entonces luto por vuestra madre!... En esa época de mi ju-

ventud yo era agregado militar junto al Embajador, en Francia,

de su Majestad el Zar… El marqués Emmanuel, vuestro padre,

con el que había hecho mis estudios en Stanislas, me recibió en

su castillo de Haut-Brion, y cuando, dos años más tarde, trasladé

los despojos mortales de mi querido camarada, vos sufríais tanto

que no pude abrazaros…

A Lilas le daba la impresión de que un velo espeso se le-

vantaba ante sus ojos; ahora se acordaba de un apuesto joven en

brillante uniforme, sentado junto al marqués, en el gran salón

ancestral, y volvía a ver ese salón con las puertas-ventanas

abiertas sobre el inmenso parque del castillo, los retratos de fa-

milia, la altura de las inmensa paredes y, después de los antepa-

sados, la imagen de la madre fallecida al día siguiente del parto,

una joven mujer rubia y rosada, con un vestido de satén negro;

volvía a ver a su padre, de pie y vivo, a su lado, muy alto, muy

apuesto, vestido en traje de caza, y todos los seres, incluso los

más humildes que ella había conocido y amado antaño se le apa-

recieron: Yvonne, la vieja cocinera en cornete blanco, Léonard,

el guardia, otros servidores aún, y sobre todo los Loizet, Domi-

nique, el cochero, Jean, el jardinero, Marie y Annette, a la que

debería volver a ver en tan tristes circunstancias; Io, la vaca fa-

vorita, cuyo cencerro de plata tintineaba en la pradera, y los po-

nis ardientes, y los grandes perros de las montañas, tan feroces

con los extranjeros y tan cariñosos y sumisos con ella.

El atamán comprendió lo que pasaba por la cabeza de la

Srta. de Haut-Brion y respetó su ensoñación.

Por fin, preguntó:

–¿Y vuestra hermana? ¡habladme de vuestra hermana!

Cloé levantó la mirada:

–¿Mi hermana?... ¿Qué hermana?

–¡Pues la hija nacida de un segundo matrimonio del mar-

qués de Haut-Brion!

Page 48: La gran casquivana

48

–¡Por desgracia, señor, murió en Rusia hace mucho tiem-

po, así como la segunda esposa de mi padre!

Vorontzow se levantó:

–¿Quién ha podido deciros semejante cosa?

–El barón Géraud.… mi tío… y desde que era niña jamás

me ha vuelto a hablar del tema. Incluso desconozco el apellido

de la mujer con la que mi padre se casó… allá, en el momento

de morir…

–¿Cómo? ¿El barón os ha dicho que vuestra hermana y

vuestra madrastra habían muerto en Rusia?

–Sí, príncipe; y cuando intentaba hablar e ellas, él desvia-

ba la conversación…

–Y a mí me escribió diciendo que había recogido a esas

pobres mujeres y que hacía educar a vuestra hermana junto a

vos, con los mismos cuidados y la misma disposición. ¿Por qué

esa mentira?

Había perdido su frialdad de moscovita, y, con la sangre

en el rostro y los ojos llenos de lágrimas, se paseaba por el salón

con el aspecto de un león irritado.

Cloé dijo, vibrante de esperanza:

–¿La hermana desconocida a la que lloré en mi infancia, la

segunda madre que hubiese estado dichosa de amar, viven?

–¡Deben existir puesto que el barón Géraud os ha mentido

afirmando su muerte ya lejana en Rusia, cuando yo las sabía

residiendo en Francia... el año pasado!

El Sr. Perrotin, en nombre del Señor Géraud, me escribió

al respecto, y el Sr. Perrotin celebraba las bondades del barón!...

Así pues, ¡mentira tras mentira!

–¿No habéis visto a mi tío?

–Me he presentado en su palacete y se me ha dicho que

había partido para una de sus tierras en provincias por encon-

trarse muy enfermo; pero por todas partes adonde vaya, le en-

contraré y, ¡por los Santos Iconos! ¡Tendrá que dar muchas ex-

plicaciones!

Acercándose a Cloé:

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–Vamos, hija mía, recordad…. ¿vuestro tío nunca ha deja-

do escapar una frase… o hecho alguna alusión que pueda poner-

nos sobre la pista de esas desdichadas?

–¡Nunca! ¡No sé nada, absolutamente nada diferente de lo

que os he dicho antes!

El príncipe volvió a sentarse junto a la Srta. de Haut-

Brion:

–Mi querida niña, me disgusta entristeceros, pero os debo

el relato del segundo matrimonio y de la muerte de vuestro pa-

dre… Seré breve… Tres años después de mi visita al castillo de

las Haut-Brion, el marqués Emmanuel vino a mi casa en una de

mis propiedades del Cáucaso. Yo vivía en esa época, y todavía

vivo con mi hermana, la princesa Yvanowana… Con nosotros

vivía una lectora francesa a la que queríamos como si fuese de

nuestra familia… La llegada de mi amigo fue para nosotros una

gran alegría, en nuestro país de altas montañas y bosques pro-

fundos; también no escatimamos en gastos para hacer la estancia

del marqués agradable: carreras a caballo por las estepas, pesca,

caza; y siempre la lectora de mi hermana, joven de veinte años,

alegre, espiritual y encantadora, nos acompañaba y disputaba en

bravura con Yvanowana… Ahora bien, un día, la lectora desapa-

reció sin razón alguna, dejando una carta en la que anunciaba un

viaje a Francia y su próximo regreso… Pasaron los meses… El

marqués de Haut-Brion encontraba medio de maravillarnos me-

diante sus audacias, a nosotros, sin embargo habituados a los

ejercicios violentos, y ocurrió que su temeridad, durante una

caza de oso gris, hizo que nuestra jornada de placer se convirtie-

se en una noche de duelo…

Unas lágrimas rodaron por la barba del atamán:

–¡Ah! señorita, ¡esa velada maldita no desaparecerá jamás

de mi memoria! ¡Pobre amigo!... ¡Qué valor!... ¡Qué devo-

ción!... ¡Qué audacia! Muerto por salvar a un mujik1 al que un

oso gris acababa de derribar… El marqués salvó al mujik y él,

mortalmente herido, fue transportado al castillo… La víspera de

1 Campesino ruso. (N. del T.)

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su muerte me confesó que, desde hacía tiempo, amaba a la lecto-

ra de mi hermana y que tenía que reparar una gran falta; ella

había partido de nuestra casa por haber quedado encinta, y hoy,

se ocultaba con su hija en la aldea de Korwaïa, a cincuenta vers-

tas del dominio, en la isba de un aldeano rico… Inmediatamente

advertida, la joven mujer se dirigió al castillo y el marqués Em-

manuel de Haut-Brion se casó con su amante in-extremis, ante

un pope del pueblo… Algunos días después, yo traladaba los

restos mortales de vuestro padre al dominio de Haut-Brion, y

vuestro tío, el barón Géraud, solemnemente, al lado del ataúd,

me juró educar a vuestra hermana con vos y para haceros com-

pañía… Fue así como Léonie Lagrange, ante Dios marquesa de

Haut-Brion, partió para Francia, llevando con ella a la pequeña

Olga… Olga Lagrange, vuestra hermana…

Cloé se levantó completamente blanca:

–¿Olga Lagrange?... ¿Habéis dicho: Olga Lagrange?

–Sí, pero, ¿porqué esa conmoción? ¿Por qué esa palidez?

– preguntó inquieto, Dimitri Vorontzow.

Lilas se habló a sí misma:

–La joven muchacha.... encontrada esta mañana… ¡se lla-

ma Olga Lagrange! Nació en Rusia… de padres franceses…

En voz alta, exaltada, feliz, vibrante:

–¡Ah! príncipe, ¡sois mi buen ángel, y os deberé una de las

más grandes alegrías de mi vida!

–¡Explicaos, señorita!

–¡Tengo la esperanza… la más grande esperanza de volver

encontrar a mi hermana!

–¿Luego puedo seros útil en alguna cosa?

–No, señor, pero regresad mañana; probablemente tendré

buenas noticias que daros…

La Srta. de Haut-Brion acompañó al noble visitante hasta

la entrada del palacete y entró en su habitación.

Y allí, mientras esperaba a la joven y brava Annette, en-

cargada de correr tras la Srta. Lagrange, ¡cuántos proyectos!

¡Cuántos sueños! ¡Cuántas esperanzas!

Page 51: La gran casquivana

51

Por desgracia, hacia las siete, la Srta. Loizet anunció que,

a pesar de toda su buena voluntad y toda la velocidad de sus

piernas, le había sido imposible alcanzar a la cantante calleje-

ra…

–¡Annette! ¡Annette! – exclamó la gran casquivana–,

¡desde mañana la buscaremos juntas!... ¡Esa jovencita es mi

hermana… mi hermana de Rusia… a la que creía muerta!...

Tengo el deber de encontrarla, a ella y a su madre… ¡la segunda

marquesa de Haut-Brion!... Tengo el deber de ayudarlas, y, sin

conocerlas, las amo en recuerdo de mi padre que, gracias a un

amigo, el príncipe Vorontzow, las recomendó al tío Géraud y

este tuvo la cobardía de abandonar a ambas sabiéndolas en la

miseria...

Ella contó a Annette la historia revelada por el príncipe

Vorontzow; le narró su encuentro con Lionel en el Conejo Co-

ronado, le impuso silencio sobre las extraordinarias aventuras

que, lejos de disgustarla, le hacían entrever luces de aurora y de

redención.

–¡Estoy a vuestro servicio, señorita! – declaró la obrera.

–¡Hasta mañana! – murmuró, soñadora, la ex novia del

conde de Esbly.

¡Oh! como hubiese querido posponer la fiesta nocturna.

Era demasiado tarde y Le Goëz daba órdenes. Los criados iban y

venían por el palacete, preparando las luces y disponiendo la

decoración y las flores.

Pero, por la noche, entre sus invitados, entre los vahos del

champán, el estallido de las luces y las flores, a pesar de las risas

de Blanche Latour, de Mathilde Romain y otras actrices y corte-

sanas ilustres, a pesar de las divertidas palabra de Victor La

Templerie, las obscenas solicitudes del doctor Hylas Gédéon y

los divertimentos del banquero Le Goëz, de Reginald Fenwick,

retornado de Inglaterra con el título de lord y ochocientos mil

libras de renta, y numerosos convidados, la gran casquivana

permaneció triste, con la idea de que el conde de Esbly estaba en

peligro de ser arrestado y que su hermana, Olga Lagrange, tal

vez errase sin pan y sin techo.

Page 52: La gran casquivana

52

Mujeres y hombres se abrazaban, ebrios de champán y de

deseo, y había un olor a celo, como en el Hotel del Conejo, pero

muy al margen de las necesidades de la naturaleza, se trataba del

perfume seductor y artificial del mundo cortesano… «Buenas

noches, querido… ¡y a otra cosa!»

Page 53: La gran casquivana

53

III

EL CONSEJO DE REVISIÓN GALANTE

En la calle de la Universidad, los Perrotin habían estable-

cido una vigilancia en torno al barón Géraud; todos los movi-

mientos del millonario eran espiados por unos criados a sueldo

del arquitecto; sus cartas, sus telegramas – recibidos o a enviar –

Honoré y Coelsia los conocían previamente y autorizaban o

prohibían su entrega o su despacho.

Ahora, los esposos no vivían en las buhardillas, acababan

de instalarse en el apartamento de Tiburce, y el marido podía

escuchar, desde su habitación, las conversaciones sugestivas de

la bella Nona-Coelsia con el viejo.

En la mesa, la italiana se situaba a la derecha del barón;

Honoré se sentaba a su izquierda, y durante la comida se dispu-

taban a ver quién de los dos cuidaba mejor a su víctima.

Géraud se dejaba llevar en esa existencia vegetativa, con

una resignación lasa; los Perrotin pensaban, actuaban para él, le

ahorraban toda preocupación domestica; sin que se dudase de

ello conseguían hacer obedecer a Tiburce, como un escolar obe-

dece al maestro o un caballo a su conductor, y lo llevaban, per-

suadiéndole de que sus voluntades eran suyas y que ellos ejecu-

taban sus órdenes. Fue así como alejaron todos los amigos y

lograron hacer el vacío alrededor del barón en el palacete, anta-

ño ruidoso y alegre.

Prisionero y guardianes vivían en el primer piso, y, en la

planta baja el arquitecto tenía su despacho, especie de observa-

torio con amplio vitral luminoso, desde donde acechaba a los

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54

visitantes, y nadie franqueaba la escalera y no subía a los apo-

sentos de Géraud sin la autorización del cerbero.

Provisto de un poder general, el marido de Coelsia regula-

ba los gastos de la casa, recibía las rentas, se erigía en tutor del

amante de su esposa.

No habría sido hábil secuestrar absolutamente «al gallo de

los huevos de oro». Tiburce salía casi todos los días; se le veía

en el Bois, en el teatro, en los almacenes, sobre los bulevares,

pero siempre flanqueado por Honoré o Coelsia, algunas veces

por ambos.

¿Qué pasaba por el alma del barón, y cómo el viejo había

descendido a tal servidumbre? No se trataba aún de un debilita-

miento de sus facultades mentales, pues, si después de los com-

bates de amor, Géraud experimentaba molestias físicas, su espí-

ritu permanecía intacto. La costumbre lo había hecho todo…

Después de su entrevista tan alterada con Cloé en casa de Olym-

pe de Sainte-Radegonde, el viejo tuvo la esperanza de volver

con Lilas con la intermediación del apuesto Arthur; pero sufrió

un nuevo revés, y, como un perro apaleado, se refugió en las

faldas de su amante; la italiana lo redobló de atenciones volup-

tuosas; se vestía como Cloé, se hizo teñir los cabellos y lo más

frondoso del tesoro íntimo del color del heno para imitar el color

de la rubia; trabajó para imitar la voz y los gestos de la Srta. de

Haut-Brion, y Tiburce cayó bajo su encanto. Pero, el fuego de

lujuria permanecía siempre oculto en el cerebro del barón; el

recuerdo de su sobrina lo obsesionaba día y noche; y a veces lo

invadía la idea de romper sus cadenas, de alejar al sosia de vo-

luptuosidad y de lanzarse a la conquista del ídolo.

Esa mañana, la Sra. Lagrange y su hija debían dirigirse a

casa del barón Géraud. A las diez abandonaron el hotel del Co-

nejo Coronado y, bajo el mismo paraguas usado con las ballenas

dobladas, soportando un chaparrón glacial de finales de noviem-

bre, que caía desde el amanecer, se perdieron por los bulevares

exteriores. El pavimento estaba lleno de fango, y la madre de

Olga, todavía enferma, caminaba penosamente del brazo de la

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55

anónima cantante de las esquinas. La Villete estaba lejos de la

calle de la Universidad, y las dos mujeres tardaron más de una

hora en llegar al palacete de Tiburce.

Léonie se detuvo delante del portal, vacilante. Su valor la

abandonaba… En la residencia de la dama, adonde se dirigirían

después al salir del hotel de Géraud, podrían presentarse con la

cabeza alta, pues la Sra. de Sainte-Radegonde necesitaba una

lectora, y la madre acompañaba a su hija con el deseo de enten-

derse… ¡No había nada humillante en esa gestión! ¡Nada que

pudiese herir su orgullo! Pero, en casa de Géraud, ¿qué iban a

hacer?... Reclamar unos derechos… ¡ilegítimos!... ¡Qué ver-

güenza!... ¡Sin embargo, era necesario! El luís del doctor Nika-

dor, deslizado en el cajón a espaldas de Olga y los cincuenta

francos de la dama rubia les habían sido robados, en su habita-

ción, en tres días de intervalo.

La Sra. Lagrange quiso evitar una probable afrenta a su

hija y le dijo que la esperase bajo el porche para entrar sola.

Léonie escalaba el empedrado; un criado le cortó el paso:

–¿Adónde vais, mujer?

Ella no tuvo tiempo de responder; una voz brutal partió de

la casa y exclamó:

–¡Héctor, dé dos centavos a esa mendiga y que se vaya!

Pero la visitante, enrojecida, dijo al sirviente:

–Os engañáis, amigo mío… No pido limosna…

Humillado por esa apelación demasiado familiar en boca

de esa desgraciada, el sirviente volvió a guardar en su chaleco la

moneda y se insolentó:

–¡Yo no soy vuestro amigo!... ¿Qué deseáis?

–¡Hablar con el barón Tiburce Géraud!

–¡El señor barón no recibe a las personas de vuestra ralea!

Entonces, la Sra. Lagrange sintió pugnar en ella su digni-

dad de mujer, y, levantando la cabeza, pronunció:

–¡Anunciad a vuestro amo a la marquesa de Haut-Brion!

Héctor, aturdido, la miraba.

Page 56: La gran casquivana

56

Perrotin, semejante a una gran araña acechante, apareció

sobre el umbral de su despacho cargado de compases y escua-

dras:

–¡Ah! ¿Otra vez vos?.. Sin embargo se os ha dicho que el

barón no quería recibiros.

–Le he advertido mi visita mediante una carta, señor, y

pensaba… esperaba…

Bruscamente, Honoré le dijo:

–¡Nada que esperar!... ¡El barón no puede hacer nada por

vos!... ¡Nada!...

–Sin embargo, señor, vos no ignoráis que soy la viuda del

marqués de Haut-Brion.

–¡Sí… in-partibus!... Ya me habéis contado esa historia a

la muerte del marqués, y habéis venido repitiéndola desde hace

dos o tres años…

–¡Porque esa historia es la verdad!... Cuando mi marido

murió, el príncipe Vorontzow entregó al barón Géraud un dinero

para mi hija y para mí…

–No, señora… ya os lo dije en diciembre de 1890; el

príncipe no dejó nada para vos, ni para vuestra hija…

–¡Pues bien, que venga el barón a decírmelo él mismo y

sabré responderle!

–¡No os concederá ese honor!

–Señor… Estoy segura…

El arquitecto le cortó la palabra:

–¡No insistáis!... Os lo repito: ¡El Sr. barón Géraud no

quiere saber nada de vos!... ¡Tiene bastantes limosnas interesan-

tes que dar sin ocuparos de una aventurera!

Ella se estremeció bajo el insulto, pero ni una palabra pu-

do salir de sus labios, y como permanecía anonadada, en medio

de las risas y sarcasmos de varios criados llegados del palacete,

Perrotin ordenó:

–¡Arrojad a esa mujer afuera, inmediatamente!

Los criados iban a obedecer; con un gesto, la pobre criatu-

ra, insultada y siempre valiente, detuvo el sacrilegio de los otros

y salió para retomar con Olga el camino de su calvario.

Page 57: La gran casquivana

57

El arquitecto, feliz por la noble ejecución, acababa de re-

gresar a su despacho, cuando un gran señor, descendido de un

coche a la puerta del palacete, atravesó el patio y subió por el

empedrado.

Ese visitante, en sombrero de copa, y larga y rica pelliza,

tenía nobles modales, y el portero se inclinó ante su presencia.

En lo alto, preguntó a Héctor:

–¿Está el barón en casa?

Obsequioso ante el hombre bien parecido, tanto como fue

grosero con la Sra. Lagrange, el criado declaró:

–El señor barón no está visible; pero si el Señor quiere di-

rigirse al Sr. Perrotin, este tendrá placer en recibirle…

–¡No es con el señor Perrotin con quien tengo negocios, es

con el barón Géraud!

–Entonces, le repito lo que he tenido el honor de decir al

Señor, que mi amo no está visible…

–¿Está no obstante en el palacete?

–Sí… pero no recibe…

–Vaya a anunciarle que el príncipe Dimitri Vorontzow in-

siste en hablarle… Tenga, aquí está mi tarjeta…

Héctor, deslumbrado por ese título de «príncipe», tomó la

tarjeta e introdujo al visitante en el gran salón.

Al cabo de un instante, fue Honoré Perrotin quien entró;

saludó al atamán con la mayor de las deferencias:

–¿Vos deseáis ver a mi amigo el barón Géraud, señor?...

El barón no está en el palacete, y estará afligido…

Vorontzow lo calló con la mirada:

–¿El señor Perrotin, sin duda?

–Honoré Perrotin, sí…

–El criado me ha afirmado que el barón Géraud estaba en

casa.

–El criado se ha equivocado.

–¿Estáis seguro?

–Muy seguro.

–Os haría observar, caballero, que es la tercera vez que me

presento aquí, y que siempre he recibido la misma respuesta.

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58

Perrotin tuvo un gesto que quería decir: «¿Qué quiere que

yo haga?»; y en voz alta:

–Creedme, caballero, que lamento sinceramente…

–Si pensase que el barón regresaría aquí dentro de algunos

instantes, esperaría…

–Estará ausente durante todo el día…

–¡Informadle de que regresaré mañana!

–¿Me permitís daros un consejo, caballero?... Pues bien,

ahorraos la molestia…

–¿Entonces, ya está decidió?... ¿El señor Géraud se niega

a recibirme?

–¡Oh! príncipe, ¡alejad esa idea! El barón Tiburce está en-

fermo; yo lo sustituyo en todos sus asuntos, y si os dignáis a

confiarme el objeto de vuestra visita, podría seguramente res-

ponderos… pues mi amigo no me oculta nada…

–¡De acuerdo! Señor… Se trata de la Señorita de Haut-

Brion…

El cornudo de Nona-Coelsia adoptó un aire ofendido:

–El barón Géraud no quiere oír pronunciar más el nombre

de una… persona que deshonró a la familia… ¡La Señorita Cloé

de Haut-Brion ha muerto para su corazón y a sus ojos!

–No es de esa Cloé de quien hablo, sino de Olga de Haut-

Brion a la que el barón Tiburce me juró recoger, educar como a

una hija y a la que abandonó cobardemente… ¡Eso es innoble!...

¿Ha entregado al menos a la madre de Olga los diez mil rublos

que yo le confié el día de los funerales del marqués de Haut-

Brion?

–Príncipe, esa suma ha sido entregada a las interesadas por

mí mismo…

–Sí – dijo Vorontzow – maldito miserable, pero el otro

compromiso sagrado no se ha cumplido!... Durante años he vi-

vido en Rusia, tranquilo, convencido de que Géraud cumplía con

su deber; a todas mis cartas me hacía responder que no me pre-

ocupase, que amaba a Olga como a su hija, y, fue en Paris, ayer,

cuando he sabido la triste verdad… ¡El barón Géraud me debe

cuentas y me las rendirá!

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59

Honoré creyó deber proteger la integridad de su patrimo-

nio:

–¡El barón Tiburce Géraud ha actuado según su concien-

cia!... Además esa cría por la que os interesáis, ¿tiene el dere-

cho, así como su madre, a llevar el apellido de Haut-Brion?

Unas llamaradas rojas pasaron por los ojos de Vorontzow:

–¡Señor Perrotin, tienen el derecho, y os prohíbo dudar de

ello cuando yo lo afirmo!

Pero, de inmediato, pensando en el objeto de su visita y

juzgando al arquitecto indigno de su cólera, el príncipe dio libre

curso a su emoción:

–¡Esas dos infortunadas mueren de hambre!... Una… ami-

ga ha encontrado a la hija, que canta en las esquinas… pero ha

perdido su pista… Busco por todo París, y mi mayor alegría

sería encontrar a la mujer y a la hija del marqués de Haut-Brion,

para proporcionales un poco de consuelo!... He aquí por lo que

he venido a entrevistarme con el Sr. Géraud; tal vez él sepa don-

de viven bajo el apellido «Lagrange».

El arquitecto, que había robado los diez mil rublos, desti-

nados a la marquesa in-partibus, se cuidó mucho de comentar la

visita anterior.

Declaró, feliz del efecto que iba a producir:

–Os equivocáis, señor… El barón Tiburce ignora, como

yo, la existencia de esas pobres mujeres…

El atamán rugió:

–Entonces, ¿por qué me escribía que las socorrería?

–Sin duda… para no apenaros…

Dimitri Vorontzow estalló:

–¿El barón Géraud es idiota o infame?... ¿Estáis vos, Pe-

rrotin, al servicio de un miserable?

–¡Ah! ¡Príncipe!... ¡príncipe!...

–¡Sin duda hay algo turbio en esta historia y sabré cual es

el enigma!

Y, sin inquietarse más del «guardián», el extranjero salió y

subió al coche.

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60

En el primer piso del palacete, en una cálida y lujosa habi-

tación, el barón Géraud, en batín, sostenía amorosamente sobre

sus rodillas a la esposa del arquitecto.

Nona-Coelsia estaba vestida, por encima de finos encajes

de su camisa, con un camisón azul de terciopelo, y sus cabellos,

nuevamente rubios, los había dispuesto al estilo «Virgen», como

antaño hacía su peinado la Srta. de Haut-Brion.

La astuta italiana iba a luchar, según su costumbre, contra

un inmortal recuerdo; toda la noche, el viejo Géraud, en sus de-

bates amorosos, acababa por pronunciar el nombre de Cloé y,

para la Sra. Perrotin, eso era una mala señal.

Ella dijo, mimosa:

–¡Decididamente, rejuveneces, Tiburce, y conozco hom-

bres de treinta años que envidiarían tu vigor!

–Es que tú eres bella, Coelsia… ¡más que bella desde que

te pareces a ella!

–¡Oh! ¡Qué vil eres!... ¿Por qué pensar siempre en esa mu-

jer?

Ella le rodeaba el cuello con sus brazo desnudo y rollizo

cuyo frescor, sano y robusto, rozaba unas mejillas macilentas; y

él, mediante pequeños lengüetazos, besaba las carnes rosadas y

blancas en el lugar más voluptuoso:

–¡Qué bueno!... ¡Bueno!... Esto es muy bueno!

–¿Y esto? – dijo la Sra. Perrotin, ofreciendo sus labios.

Tiburce aplicó allí golosamente los suyos, y a este abrazo

sucedieron otros abrazos y otros besos.

El viejo rechazó a su amante:

–¡Basta!... ¡Basta!... ¡Me siento mal!

Ella se echó a reír:

–¡Vamos! ¡Con cosas tan buenas!

–¡Oh!... sí… ¡muy buenas! ¡Demasiado buenas! – suspiró,

con la tez pálida y la mirada vacua.

–¿Más, bebé?

–¡No!... ¡Esto me mata!... ¡Tengo como un millón de alfi-

leres en el cráneo! ¡Me parece que mis riñones se funden!...

¡Tengo dificultades para respirar!... ¡Heu!... ¡heu!... ¡heu!...

Page 61: La gran casquivana

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–¡Es el mal tiempo!… ¡la lluvia!…

Todos los días ocurría lo mismo, pero el viejo no se daba

cuenta que en cada beso Nona-Coelsia le arrancaba algo de si

mismo…

Una noche, en uno de esos momentos de embriaguez en la

que, perdiendo la noción de los seres y las cosas, el barón libra-

ba sus secretos más íntimos, contó a la bella su tentativa de vio-

lar a Cloé. La italiana conocía bien la historia por su marido; sin

embargo fingió experimentar un gran placer y propuso al viejo

libertino representar sobre el mismo teatro la inolvidable escena.

Tiburce, alegre, aceptó, y, al día siguiente, a medianoche, hizo

irrupción en la habitación de Cloé donde Coelsia lo esperaba.

Entonces, con las mismas palabras, los mismos gestos, los mis-

mos gritos de virgen desolada, la misma persecución a través de

la habitación, el mismo furor erótico del viejo, los dos persona-

jes revivieron la velada del crimen, pero cambiaron el desenlace,

y Géraud, sobre el lecho virginal, con la ilusión de poseer a

Cloé, poseyó a la italiana.

Muy a menudo, Tiburce y Coelsia recomenzaban la re-

pugnante parodia de la violación, y cada vez, para gran triunfo

de la Sra. Perrotin, Géraud dejaba allí un poco de cabeza y un

pedazo de su vida.

La mujer del arquitecto miró el reloj de péndulo:

–Las doce y media… Me voy a vestir… Nos encontrare-

mos abajo, en el comedor…

–No me encuentro bien – dijo el viejo – Deberías enviar-

me el almuerzo aquí, a mi habitación.

–Se hará lo que pides. Y si quieres, iremos luego a dar un

paseo en coche.

–¡Llueve a mares!

–¿Y qué importa eso? ¡Tomaremos el landau!

Ella se iba, él la llamó:

–¿Coelsia?

–¿Sí, amigo mío?

–¿Pondrás el vestido azul, verdad? Aquél que se parece…

al suyo

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62

–¡Niño grande!

–¿Y tu sombrero Rembrandt?... ¡Cloé tenía uno parecido!

–¡Sí, querido!

Géraud quedó solo.

Urbain, el viejo criado, entró trayendo viandas frías, hue-

vos hervidos y té, almuerzo habitual de Tiburce.

Instaló la bandeja de las vituallas y la tetera sobre un vela-

dor, murmurando:

–Señor barón, hay un joven que desearía hablaros.

–¿Quién, Urbain?

–El antiguo criado del señor conde de Esbly.

–¿Ambroise Naumier?

–Sí, señor barón… Como temía ser expulsado por el señor

Perrotin, ha venido por la puerta de servicio y me ha encargado

que os pregunte si os place recibirle.

La fisonomía del barón expresaba una angustia espantosa.

Sin embargo, ordenó traer al visitante.

Urbain salió, y, enseguida, el Cebolla se introdujo en la

habitación.

Para tal circunstancia, el antiguo criado de Lionel de Esbly

había puesto su antigua librea – pantalón negro con banda roja,

levita oscura con botones de plata, cuello almidonado y corbata

blanca.

Con el sombrero galoneado en la amo, entró silencioso,

esperando – como debe hacer un buen servidor – a que el amo le

dirigiese la palabra.

–¿Así que os habéis evadido? – preguntó bruscamente

Géraud.

–El señor barón ignora u olvida que cuando se cumple

condena en prisión preventiva – y tal es mi caso – la pena sola-

mente es la mitad… De cinco años… dos años y medio…

–¿Qué queréis?

–En primer lugar, tener el honor de presentar mis respetos

al señor barón.

–¿Podéis prescindir de las formalidades?

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Una sonrisa maliciosa contrajo el rostro barbilampiño del

amigo del Rizos y de Llega al Pie:

–¡Oh!... conozco muy bien mi deber… y además, quisiera

rogar al señor barón que me recomendase para una plaza… Lo

hablaremos luego… Antes, que el señor barón me permita cum-

plir con un encargo…

Extrajo de su bolsillo la carta de las damas Lagrange, ob-

tenida en el hotel del Conejo Coronado, y la presentó al viejo.

Géraud leyó la carta y la rechazó con cólera:

–¡Siempre esas intrigantes!... ¡Perrotin las recibirá como

merecen! – protestó, ignorando la ejecución sumaria – ¿Vos

conocéis a esas… desgraciadas?

–Viven en casa de mi padre, en La Villette.

–¡Está bien! Vuestro encargo está hecho… ¡Podéis retira-

ros!

Pero, el Cebolla no lo consideraba así; siempre obsequio-

so, pronunció:

–He tenido el honor de decir al señor barón que contaba

con él para que me recomendase para una plaza…

–¡Ah!... ¿vos contáis? – dijo Tiburce con altivez.

–Absolutamente, señor barón.

Y apoyando con las palabras la idea de hacer comprender

al amo de la casa que, bajo su humilde actitud, se ocultaba la

más enérgica de las voluntades:

–El señor barón sabe muy bien que nada puede negarme.

El viejo se alzó de hombros:

–¿Tal vez deseáis que os tome a mi servicio?

–Eso sería una alegría para mí, pero mi ambición es otra…

–¿Qué, entonces?

–Quisiera entrar como croupier en el Cosmopolitan-Club.

–¡Venga ya! ¿Con vuestro pasado?

Palabras imprudentes que el Cebolla enseguida puso de

manifiesto.

–El señor barón se equivoca hablándome de mi pasado…

Me obliga a recordarle que si he sido condenado a cinco años de

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64

reclusión… él era mi cómplice en la historia del conde Lionel y

de la Cria-Reseda.

–Hablare de vos en el Cosmopolitan-Club…

–No se trata de hablar de mí… sino de imponerme al ge-

rente… o si no…

–¿Si no, qué? – preguntó Tiburce, espantado por los nue-

vos modales que adoptaba el visitante.

–Si no, iré a contar todo a mi antiguo amo, el Sr. conde de

Esbly…

–¡De Esbly está en el extranjero, donde se oculta!

–¡El conde de Esbly está en Paris y si ha regresado, a pe-

sar de los peligros que lo amenazan, es con la esperanza de re-

habilitarse y confundir a sus calumniadores!

Tiburce, jadeante, farfulló:

–¡Mentís!... ¡Empleáis contra mí un nuevo procedimiento

para chantajearme!

Ambroise respondió:

–Mi antiguo amo está en Paris. Lo he visto con mis pro-

pios ojos… ¡solo me faltó dirigirle la palabra!

–Pero… entonces… tengo mucho que temer – gimió el

barón, temblando como la hoja en la tormenta.

–¡Sí… todo!... A menos que os desembaracéis del conde

Lionel.

–¿Un asesinato? ¡Horror!... ¡Horror!...

–No hay necesidad de asesinar al aristócrata para que no

os perjudique… y perjudicarme a mí también, pues si no voy a

implorar su perdón y decirle la verdad, me resulta tan temible a

mí como a vos… No hay más que denunciarle a la policía…

–¡Jamás!

El Cebolla dijo con siniestra ironía:

–Con lo que habéis ideado, con motivo de la encerrona, en

el bulevar de los italianos, la noche en la que yo acosté a la Cria-

Reseda en la cama del marqués, mientras que, a vuestras instan-

cias, la Michon iba a prevenir al comisario!

–¡Es posible! ¡Pero, fuese o no fuese así, nada de denun-

cia! – dijo el tutor de Cloé.

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Y, despertado a la esperanza:

–¿Dónde lo habéis visto?

–En nuestra casa… en el Conejo Coronado… Lo he en-

contrado cara a cara con su antigua novia, la señorita de Haut-

Brion… Probablemente una cita de amor…

Nada mejor que eso podía decidir al barón a una vileza

como esa sospecha arrojada por Naumier.

Géraud estalló, furioso:

–¡Lionel! ¡Cloé!... ¡Se han visto!... ¡tal vez se adoren!...

¡Malditos sean! ¡Malditos!

Y a Ambroise:

–¿Dónde vive de Esbly?... ¿Cómo se hace llamar?... ¿Pues

no habrá tenido la audacia, evadido de la prisión, de volver a

Paris sin cambiar de nombre, supongo?

–Ni sin modificar su rostro y su género… Reside en la ca-

lle Boursault, y ejerce la medicina bajo el nombre de doctor

Christian Nikador…

Tiburce estaba en plena exaltación lúbrica:

–¡No volverla a ver… pase!... Pero decir: «¡Ella está con

Lionel!... ¡Ella está en brazos de Lionel, y ambos se besan, se

comen a besos, se mueren de amor¡» ¡No! ¡No! ¡Mil veces no!

Fríamente, Ambroise le mostraba el escritorio:

–Sí el señor quiere escribir la denuncia al Procurador de la

República, yo me encargo de hacérsela llegar, y, si fuese necesa-

rio, llevarla al Palacio de Justicia.

El viejo, instalado en su escritorio, se preparó para escri-

bir; pero Ambroise veía a Géraud incapaz, en ese momento, de

la menor labor intelectual, y el criado tuvo la idea altamente

paradójica de ordenar a un amo:

–Que el señor barón se disponga a escribir lo siguiente.

Y el sirviente dictó:

«Al Señor Procurador de la República en la Fiscalía del

Tribunal del Sena. – Palacio de Justicia.

«Señor Procurador de la República,

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66

«Un amigo del orden, elector y buen ciudadano, tiene el

honor de indicaros en Paris la presencia del señor Lionel de Es-

bly, evadido de la prisión central de Poissy, donde purgaba una

condena a diez años de reclusión, por atentado al pudor.

«El tal Lionel de Esbly, confiando en los extraordinarios

cambios operados en su persona, cambios que lo hacen más o

menos irreconocible para quien no lo conoce muy bien, vive en

la calle Boursault, y ejerce ostensiblemente la medicina bajo el

nombre de doctor Nikador.

«Solo el respeto por la ley y los hechos juzgados ha inspi-

rado mi carta.

«Quisiera agregar, señor procurador de la República, la

seguridad de mi más alta consideración. UN ELECTOR DE PARIS.

Ambroise introdujo enseguida la denuncia en un sobre,

temiendo un arrepentimiento del viejo, y le obligó a escribir la

dirección.

Poco faltó para que el criado bromista no prometiese al

amo manipulado y dócil la habitual recompensa de los escolares

aplicados – ¡una cruz de honor de latón o de chocolate!

Tiburce permanecía allí, abatido, con los codos sobre el

escritorio y la frente entre sus manos.

En el momento de salir, el Cebolla exclamó:

–Me debéis diez mil francos, señor barón… pero gracias a

nuestros «cadáveres» confío en vos… Regresaré uno de estos

días, con la misma estratagema, para evitar a los Perrotin…

¡Dignaos a tener preparada la pasta!

Géraud afirmó con una señal.

Y el criado, guardando la carta en su cartera, dijo aún:

–No olvidéis mi plaza de croupier en el Cosmopolitan.

–¡Sí!... ¡Sí! – gruñó el amante de la italiana – Pero os su-

plico que os vayáis… ¡Me encuentro muy mal!

En ese momento, la Sra. Lagrange y su hija, tras haber

comido un poco de pan y refrescarse en una fuente pública, es-

Page 67: La gran casquivana

67

peraban la hora de presentarse en casa de la Sra. de Sainte-

Radegonde.

En su apartamento de la calle de Notre-Dame-de-Lorette,

después de un buen almuerzo, Olympe charlaba con el apuesto

Arthur en el gran salón rojo.

Sentada sobre un sofá, con el abanico en la mano, estaba

vestida de terciopelo negro, y él, en traje de ciclista, a caballo

sobre una silla, mantenía entre sus dientes un grueso habano

cuyo humo zigzagueaba hacia el retrato del general.

Matrona y chulo hablaban del «Bar Florido» – su eterno

sueño – que esperaba instalar pronto en una amplia propiedad de

Enghien, y La Plaçade enumeraba las atracciones añadidas al

proyecto inicial, todas las delicias de ese futuro Eldorado: caba-

ñas inglesas con jóvenes señoritas rubias; isbas moscovitas con

su personal femenino en traje regional, chalets de suizas y de

friburguesas, un templo japonés y sus geishas; haciendas espa-

ñolas, donde sonarían boleros, fandangos y sevillanas cantadas

por sus morenas andaluzas y sus aragonesas de mirada de fuego;

villas italianas donde se vería, muy abordables, a las trasnteve-

rianas, las napolitanas, las hijas de Ischia y las calabresas; cer-

vecerías alemanas, pues tenía que haber para todos los gustos,

con sus frauliens rollizas, y unas jaifas con mujeres turcas bien

gordas, y, en medio de todo eso, flotando sobre el lago de Eng-

hien, uno de esos barcos de flores, que son la admiración en los

cursos de agua de la China.

Pero, lo que faltaba, además de la autorización administra-

tiva, por la cual la Sra. de Sainte-Radegonde, el vizconde de La

Plaçade y sus influyentes amigos multiplicaban las gestiones,

eran francesas, sobre todo parisinas, y ese día, Olympe comen-

zaba el reclutamiento.

En la gran habitación contigua, había un tropel de mucha-

chas, de jóvenes venidas para exhibir sus encantos ante la

proxeneta y su novio Arthur.

–¡La siguiente! – exclamó Olympe, inscribiendo una boni-

ta rubia en el libro de ese consejo de revisión galante.

Apareció Léa, la gruesa Léa del burdel de la Martignac.

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68

La Plaçade se alzó de hombros:

–¿Cómo, tú?

–¡Sí, yo!... ¿Qué pasa, Espejo?

–¿No sabes que buscamos gente nueva?

–Pero hija mía, tú eres demasiado conocida –intervino

Sainte-Radegonde.

–Todo Paris ha pasado por allí – confirmó Arthur.

–¡Tú no, idiota! – le arrojó la puta.

Desapareció, vomitando otros insultos y a continuación

entró Carmen.

El vizconde reía:

–¡Vamos pues! ¡Ahora Carmen! ¿Todo el lupanar está

ahí?.. ¿La Señora Martignac ha abierto su jaula?

Sin embargo, Carmen gustó a la matrona debido a su perfil

español y se la contrató como andaluza.

Luego se produjo un desfile de morenas, de rubias y peli-

rrojas, grandes, bajas, gordas, delgadas, jóvenes o maduras, sali-

das de todos los rincones de la capital para responder a la llama-

da galante; se podían ver allí despedidas de las cervecerías, tro-

tacalles, obreras en disputa con el taller, modelos de pintor, do-

mesticas, casquivanas deseando crearse una situación más fija;

señoritas que habían estudiado en el Conservatorio; figurantes,

coristas de los pequeñas teatros, algunas mujeres de pueblo ca-

sadas con borrachos y disgustadas con la vida conyugal – toda la

miseria del abandono, todas las flores del vicio, empujadas allí

por la cobardía del hombre.

La Sra. de Sainte-Radegonde eligió a varias y despidió a

las demás; subordinaba los contratos a la autorización de apertu-

ra y prometía a las reclutadas trabajo en el «Bar-Florido».

El salón de mujeres estaba vacío cuando la señora Martig-

nac presentó, ella misma, a su pensionista Aravalo ante a los

reclutadores.

Toda vestida de blanco, la pequeña malgache parecía más

negra todavía, pero emanaba de ella un frescor exótico de juven-

tud y salud.

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69

–¿Es que por casualidad, venís a proponerme a la negrita,

querida Elvire? – pregunto, riendo, Olympe.

–¿Por qué no? … Mirad eso… ¡Un bronce auténtico!...

Levantó la falda de Aravalo y mostró unos muslos jóvenes

y firmes como columnas de mármol negro, y accionados por un

ardiente calor.

–¡Sí… sí, ya veo! ¡Muy bien! Pero, no hay negras en el

¡Bar Florido! ¡El negro es triste!

La malgache tuvo un estallido alegre que reveló sus dien-

tes deslumbrantes:

–Aravalo no decepcionar a los caballeros… ¡Aravalo no

triste!... ¡Siempre alegre, siempre, siempre!

Arthur concibió la idea de juntar una cabaña malgache con

las construcciones cosmopolitas del «Bar Florido», y de escribir

a Marivari Korimaradoni – lugar de nacimiento de Aravalo –

para que expidiesen otras malgaches, y Olympe contrató a la

pensionista de bronce de la casa Martignac.

–¿Así que cerráis el burdel, Elvire? – preguntó el chulo.

–¡Oh, no, señor vizconde! ¡Lo renuevo!

Una vez solos, el Sr. de La Plaçade y la Sra. de Sainte-

Radegonde hablaron de su futuro matrimonio y se dedicaron a

discutir sus intereses.

–Sobre todo, nada de separación de bienes – dijo Arthur.

–Perdón, vizconde. ¡Separación de bienes en todo su es-

plendor! Después de más de veinte años de trabajo no quiero

estar arruinada en quince días!

El insistió:

–Pero pensad, querida, que yo os hago vizcondesa.

–Mi marido, el general, me hizo marquesa… ¡marquesa de

Sainte-Radegonde!

Con gesto noble ella indicaba el retrato de cuerpo entero

de un hombre en uniforme de general, que, desde lo alto de su

marco de oro, parecía arrojar sobre ellos benevolentes miradas.

El vizconde se burlaba:

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70

–¡Ba!... ¡Bah!.. ¿El general de Sainte-Radegonde?… ¡Pero

si ese es el general Boulanger!... Lo habéis comprado en una

venta pública… ¡Yo estaba allí!

Olympe se mordió los labios; Arhtur se puso serio:

–Vamos, gatita, en el punto en el que estamos, ¿por qué

decirnos tonterías?

Ella gruñía, contrariada:

–Más que decirme cosas desagradables, podríais poneros

un frac e ir a vuestro círculo… a encontraros con vuestros seme-

jantes.

–¡El frac! Jamás me lo pongo antes de las siete de la tar-

de.. Pero hay un póker en el Cosmopolitan, y me siento en ve-

na… ¡Adelántame cincuenta luises, Olympe!

–¡Ni cincuenta céntimos!

–¿Veinticinco luises? – imploró Arthur – ¿Mis honorarios

por el consejo de revisión?

–Nada antes de nuestra boda.

Noëlle, la joven sirvienta, anunció:

–Señora, en la antesala hay dos damas que desean veros

–¡La sesión ha finalizado!.... ¡Ya no recibo más!

Y volviéndose:

–¿Han dicho sus nombres?

–No, señora, pero parecen muy desgraciadas. Creo que

vienen a pedir socorro… Una es madura y la otra muy joven…

–¿Bonita?

–¡Ah! ¡un amor!

La proxeneta vio de inmediato un negocio y ordenó intro-

ducirlas: Arthur, vejado por las negativas de su madura novia y

no queriendo salir sin dinero, fue a terminar su cigarro a otra

habitación.

La Sra. Lagrange y Olga entraron y, muy cortésmente,

Olympe les dijo:

–¿Qué puedo hacer por vos?... Pero, por favor, sentaos…

Y, una vez las tres instaladas, aquella a la que el arquitecto

llamaba «la marquesa in-partibus» tomó la palabra:

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71

–Señora, habéis insertado un anuncio en un periódico…

¿Pedís una lectora?

–Así es, – respondió la proxeneta, dirigiendo a la madre un

guiño de ojo significativo,– ¿y venís a presentarme a esta encan-

tadora señorita?

–Sí señora, y Olga espera poder conveniros…

La Sra. de Sainte-Radegonde se volvió sobre su asiento,

mirando a la joven a través del cristal de un anteojo manual con

cadena de oro:

–¿Se llama Olga?... ¡Bonito nombre!... ¡Muy sugestivo!...

Y, además, es radiante... ¡Qué talla!... ¡qué ojos encantadores!...

¡Qué adorable rostro!... Un poco pálido, pero… ¡hum!…

Y a la Srta. Lagrange:

–Mi querida pequeña, id allá, al fondo del salón… Encon-

traréis álbumes de grabados… Las Modas Vestris… Mirad, y

dejadme hablar un instante con vuestra madre…

Léonie comenzaba a inquietarse de las palabras y gestos

de la Sra. de Sainte-Radegonde, y ese salón, con su lujo chillón,

sus dorados y sus paños de seda roja, ayudaba a ponerla en

guardia.

Sin embargo no se oponía a lo que su hija iba a mirar en

los álbumes y Olga se dirigió hacia la mesa.

Entonces, la manipuladora acercó su sofá al de la Sra. La-

grange y, en voz baja para no ser escuchada por la rubita:

–¿Es vuestra hija, señora?

–He tenido el honor de decíroslo…

–¡Bueno! ¡Bueno!... Ya sabéis… ¡Esa no siempre es una

razón!... Y, ¿es la primera vez que será… lectora?

–Sí, señora, la primera vez…

–¿Nueva, entonces?

–No os comprendo, señora.

–Probablemente porque no queréis comprenderme!...

Veamos ¿Cuánto?

–Olga no es exigente – dijo la madre, creyendo, en su ino-

cencia de mujer honesta, que la otra le hablaba de los emolu-

mentos de una lectora.

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Olympe, también se equivocaba, y repitió, observando a la

joven muchacha peritando el valor de la mercancía:

–Dos mil francos para vos… ¿Os parece bien?... Y para

ella, una situación magnífica… Un caballero de edad, condeco-

rado, muy rico, que…

Lívida, la madre se levantó… Por fin comprendió y gritó:

–¡Olga!... ¡Olga!... ¡Vámonos!

La Sra. Lagrange arrastró a su hija, pero Olympe, dándose

cuenta de su error, trataba de explicarse:

–Señora… os aseguro…

Léonie la rechazaba:

–¡No! ¡No! ¡No quiero escuchar nada!... ¡Dejadnos pa-

sar!... ¡Olga!... ¡pobre hija!... ¿Adónde te he traído?

De pronto, se detuvo, con la mirada fija en la puerta, don-

de La Plaçade, atraído por el ruido, acababa de aparecer; en un

primer momento, la mujer vaciló, luego señalando con el dedo a

Arthur, gritó, con los ojos brillantes y el rostro convulso de te-

rror:

–¡El asesino!... ¡El asesino!... ¡El asesino!

Todavía más pálido y agitado que la Sra. Lagrange, Arthur

se apoyó en el pomo de la puerta, mientras Leónie aullaba:

–¡El asesino!... ¡El asesino!... ¡El asesino!... ¡Sí! ¡Sí! ¡el

rubio alto!.... ¡Lo reconozco!... ¡Es el asesino de la Señora Le

Goëz! ¡No lo dejéis partir!... ¡Vengad a la pobre mujer!... ¡Él la

ha apuñalado…. en el corazón! ¡Lo vi todo por la ventana!...

¡Lo vi!... ¡Al cadalso, al asesino! ¡Al cadalso, el rubio alto!,….

–¡Mamá! ¡mamá! Te lo suplico, vuelve en ti – gemía la

rubita, agarrando a la acusadora.

Pero la emoción había sido demasiado intensa, y el esprítu

de la Sra. Lagrange no resistió.

La enferma rechazaba a su hija:

–¡No os conozco señorita!.... ¡Atrás!... ¡Soy la venganza!

¡Soy la Justiciera! ¡La marquesa de Haut-Brion!... Al cadalso

con el asesino! ¡Al cadalso! ¡Al cadalso!...

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73

Se arqueaba poseida, con fuego en la mirada y la boca

arrojando espuma, retenida por la Sra. de Sainte-Radegonde,

Noëlle y otros dos criados.

El vizconde de la Plaçade ya había recobrado toda su san-

gre fía.

–Esta mujer está loca – dijo – Nuestro deber es enviar a

buscar un médico y a la policía.

Olga se interpuso, con las manos juntas:

–No, no, señor… Dejádmela llevar… ¡Yo la cuidaré!...

¡Yo la curaré!

Y, a su madre:

–¿Dime, mamá, no me reconoces? Dime que me seguirás,

que serás razonable.

Estas palabras salieron aún de la garganta oprimida de la

desdichada:

–¡Al asesino!... ¡Al asesino!... ¡Sufro!... ¡Tengo fuego en

las venas!

El doctor Hylas Gédéon, el médico cirujano para todo, un

amigo de Arthur y de Olympe, acudió con el comisario de polic-

ía, declaró la locura peligrosa y, a pesar de las súplicas de Olga,

unos hombres se llevaron a la Sra. Lagrange en un coche.

–¡A la enfermería de la Comisaría! – ordenó el comisario

de policía.

El lúgubre cortejo se puso en marcha. Olga siguió, co-

rriendo bajo la lluvia incesante, el fiacre que llevaba a su madre;

y llegando extenuada, a la vez que el caballo, al Depósito de la

Prefectura, no se le permitió pasar.

Golpeó las puertas, gritando:

–¡Mi madre!... ¡Quiero ver a mi madre!...

Pero la consigna es la consigna, es decir en ocasiones una

de las tonterías más cobardes y más monstruosas de nuestra civi-

lización, y Olga, sin poder abrazar a la pobre mamó, regresó a la

Villette, a su triste habitación del Conejo Coronado, a esa habi-

tación contigua a la del hombre y el mono.

El Sr. de La Plaçade no tuvo ningún problema en conven-

cer a Olympe de su inocencia en el asunto de Le Goëz, y la Sra.

Page 74: La gran casquivana

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de Saint-Radegonde se dijo como muchas otras personas: «El-

éonore le proporcionaba todo… Eléonore lo amaba… Eléonore

no se le resistía… ¿por qué habría de asesinarla?...»

En la calle de Notre-Dame-de-Lorette no se daba pábulo a

las ideas lúgubres.

Por la noche, a las dos, se pudo oír el ruido de cristales de

espejo rompiéndose en el «Buen retiro», habitáculo conocido

por el viejo Tiburce y otros libertinos: Reginald Fenwick, muy

ebrio, y rodeado de las casquivanas Louise de Tibermont y Jac-

queline des Glaïeuls, acababa – después de asistir a un espectá-

culo – de arrojar su bastón contra el «voyeur», y la Sra. de Sain-

te-Radegonde lo obligó a pagar mil quinientos francos por la

reparación de esa anteojo sexual.

Él pagó, pero entre los esnobs del Cosmopolitan-Club y

del Egipcio, el joven lord adquirió una celebridad sardónica; ya

no se le llamaba «Reginald»; ya no se le llamaba «Fenwick»; se

le llamaba: «el hombre mirón».

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IV

LA REVANCHA DE LA CRÍA

Esa noche hervía el caldo de coles en casa de los Loizet,

con tocino bien fresco y unas salchichas de Estrasburgo. El apar-

tamento de la calle Mercadet estaba impregnado de ese olor con

el que se mezcla el perfume de una oca, una oca grasienta que

Jean había comprado en el Mercado-Central.

Toda la familia del cochero se encontraba presente en el

pequeño comedor: Dominique, el tío Jean, Marie, Annette, y el

único invitado era François Laurier, el dragón de permiso, el

novio de la joven obrera.

Sin embargo, a pesar de la confortable comida, los rostros

de esas honestas personas no estaban tristes, pero sí serios.

No se celebraba como el otro día, en casa de los Naumier,

en el Conejo Coronado, el regreso de un hijo. Por el contrario,

se trataba de una despedida, pues el joven dragón François Lau-

rier iba a reunirse al día siguiente con su regimiento en Launévi-

lle, a las órdenes del coronel Raoul de La Plaçade.

En la mesa, Jean, un antiguo militar, declaró que era una

tontería entristecerse. ¡Qué diablos! cuando se tenía el honor de

servir a la Patria, era con el vaso en la mano, como se debían

realizar las despedidas.

Y entonó, con su voz de bajo, aún vibrante a pesar de sus

sesenta años:

Guernadier, como me afliges,

Diciéndome que te marchas

Toma, cuatro camisas,

Un pañuelo, un par de medias…

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Interrumpió el chascarrillo y, volviéndose hacia su sobri-

na:

–¡Eres tú, Annette, quién debería cantarle eso a tu prome-

tido!... Se va tres años… ¡Yo he estado siete y no me he muer-

to!... Así que, ¡por el amor de Dios!... he visto cosas duras en

Crimea… en Italia… Imaginaos…

Emprendía el relato de sus campañas; Marie, que llegaba

de la cocina, le cortó la palabra:

–¿Ahora con tus batallitas, cuñado?...¡Ya conocemos tus

historias!.... Vamos, será mejor que me ayudes a trinchar este

animal.

La lechera depositó sobre la mesa un gran plato de barro

en el que nadaba una oca con castañas en su grasa.

–¡Trinchar no impide contar! – dijo risueño el mayor de

los Loizet, blandiendo un cuchillo gigante, como antaño su sable

de caballería.

Dominique servía las bebidas e interpeló a François:

–Disfruta de esto, muchacho… este vino lo he hecho traer

de África. ¡Oh! no es tan bueno como el que bebíamos en el

castillo del Señor marqués; ¡pero de todos modos se deja beber!

–¡El castillo de Haut-Brion! ¡Eran buenos tiempos! – de-

claró el forzudo de los Halles.

Y, mientras Dominique, el tío Jean y Marie evocaban el

pasado, los dos jóvenes, sentados el uno cerca del otro, tomados

de la mano, hablaban del futuro y sonreían a sus sueños: Fran-

çois, establecido como dorador; Annette, trabajando por su

cuenta en una bonita casa no lejos de los viejos con los que iría a

cenar todos los domingos; y además, François volvería a tener

una familia, pues era huérfano de padre y madre, sin hermanos

ni hermanas, habiendo vivido solo hasta ahora, como un pobre

lobo, en su sexto piso de la calle Mercadet, siempre buen obrero,

querido por el patrón y los compañeros, comiendo y bebiendo

con los amigos ante una partida, pero sin el gusto inmoderado

por la comida, la bebida y el juego.

Ni la costurera, ni el dorador eran proclives a la melancol-

ía; ambos tenían la misma naturaleza alerta y alegre… ¡Bah! se

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77

escribirían cada semana, François para contar historias del regi-

miento, Annette para dar a su prometido noticias de París y la

familia, y el soldado disfrutaría de permisos que vendría a pasar

a casa. Entonces, ¡qué alegría volver a verse!... Launéville esta-

ba lejos, pero, en definitiva, no era el fin del mundo, y los ferro-

carriles se honraban con transportar a los dragones con una bue-

na rebaja.... ¿La guerra?... Pues bien, si se declarase la guerra,

¡se marcharía al son del cañón!... Viejo soldado y neófito se

exaltaron: los clarines sonaban, las banderas palpitaban, la me-

tralla volaba, y ambos, el viejo y el joven, unieron sus viriles

acentos en la más hermosa estrofa de la Marseillaise:

Amor sagrado por la Patria,

Condúcenos, sostén nuestros brazos vengadores…

Luego, Jean propuso ir a dar una vuelta por la feria de

Montmartre.

–Sí, tío – aprobó la obrera – pero primero tengo un asunto

urgente… un deber que cumplir…

–¿Un asunto, a esta hora, Annette? – observó Marie, sor-

prendida.

–Ya lo he dicho: un deber… No tardaré mucho… Dos

horas a lo sumo… A las nueve me reuniré con vosotros en el

Café del Delta, donde me esperaréis…

Se levantó de la mesa. Annette metió en una cesta, un pla-

to con una pechuga del ave y añadió un trozo de pan y una bote-

lla de vino, y, poniéndose el sombrero de los domingos, envuelta

en su abrigo nuevo, dijo a su madre, siempre sombría:

–Voy a llevar comida a Titine… No me divertiría si supie-

se que ella está sufriendo en casa de los Thorel…

–¿Y adónde vas luego?

–¿Acaso lo dudas?

–¿A casa de la señorita de Haut-Brion?

–Sí, madre; ¡no sé mentir!

–¿Sabes que aunque toleramos esas visitas, nos contra-

rían?

Page 78: La gran casquivana

78

–La Señorita de Haut-Brion es muy desdichada; ¡no es el

momento de abandonarla!

Y la obrera, dejando a los demás yendo a la feria de

Montmartre, se dirigió a la casa de la gran casquivana.

En la Avenida de Antin, la Srta. Loizet encontró a Lilas

hablando con el príncipe Vorontzow.

La gran casquivana presentó a su humilde amiga al prínci-

pe, y los tres trataron de encontrar el medio de averiguar la di-

rección de las damas Lagrange. Cloé propuso hacer una batida

por todo París, y la hija de los Loizet juró seguirla; pero el

atamán les anunció que la policía de personas desaparecidas ya

estaba sobre la pista y que si las dos mujeres, como parecía pro-

bable, viviesen precariamente, los agentes sabrían enseguida su

domicilio.

La Srta. de Haut-Brion había juzgado inútil contar al

príncipe Vorontzow la aventura de Lionel de Esbly; pero, sola,

con la joven costurera, la hizo partícipe de sus inquietudes:

–¡Oh! ¡Annette, Annette! – si él no me ha concedido el de-

recho de volverlo a amar, después de su injusta acusación, lo

amo por amistad, y lo añoro!... ¡Ah! ¿por qué no se ha quedado

en el extranjero?... ¿Qué ha ido a hacer a esa espantosa casa del

bulevar de La Villette?... Su antiguo criado, ese hombre, que se

atrevió a levantar mi velo… lo ha visto, ¡lo ha reconocido!....

¡Dios mío! ¿Qué va a ocurrir?

–¡Sería preciso advertir al Señor conde! – dijo la obrera.

–Sí, pero ¿dónde está? ¿Cómo encontrarlo?... ¡Debe ocul-

tarse bajo un nombre falso!...

La Señorita Loizet reflexionó:

–Tal vez sepan su dirección en esa casa donde lo habéis

encontrado; voy a informarme y os enviaré una nota…

–¡Eso es!... Gracias… Debí haber pensado en eso, pero…

tenía miedo… a traicionarlo… cuando todo mi ser pide defen-

derlo.

Dejando a Lilas con su doble preocupación, la Srta. Loi-

zet, antes de reunirse con sus padres en la fiesta de Montmartre,

se dirigió en coche al bulevar de la Villette, al hotel del Conejo

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Coronado; y allí, interrogando hábilmente al tío Gérôme, averi-

guó el nombre falso y la dirección del misterioso médico.

Y, esa misma noche, Cloé leía estas palabras:

Doctor Nikador, calle Boursault, 83.

Inmediatamente, la gran casquivana, trazó estas líneas:

«Señor doctor Nikador,

«Habéis sido visto y reconocido por uno de vuestros ene-

migos, por vuestro antiguo mayordomo… ¡Tened cuidado, Se-

ñor, y que el cielo os proteja!

«Una persona que daría su vida por salvaros.»

La Srta. de Haut-Brion no quiso confiar su carta a un cria-

do y fue ella misma a echarla al buzón.

Hacia las nueve, Annette se reunía con sus padres y su no-

vio en el Café del Delta, y las buenas personas se unieron a la

algarabía de la fiesta, sumiéndose en el habitual sonido de los

cobres, los tambores, los órganos eléctricos, los tiovivos, mon-

tañas rusas, en definitiva todo el estrépito que molesta a los bur-

gueses de la vecindad y regocija al pueblo llano. De pie, sobre

sus tarimas, los domadores, los anunciadores de fenómenos, los

luchadores rivalizaban con gestos y gritos; las bestias rugían, los

cantantes ambulantes bramaban, y entre las pequeñas tiendas

iluminadas con gas, una riada humana se precipitaba en una do-

ble corriente de sombreros, boinas, gorros blancos y cascos mili-

tares. Pero lo que detuvo a los Loizet fue una barraca con este

cartel:

EJERCICIOS EXTRAORDINARIOS

Del célebre PIERRE JUGOT y su orangután AZOR

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Una ilustración acompañaba la información, y se podía ver

a Jugot, vestido en uniforme de general húngaro, jugando una

partida de ajedrez con un mono enorme.

–¿Entramos? – propuso Annette.

Entraron en la barraca, donde la representación acababa de

comenzar. Un numeroso público aplaudía un «primer número»:

el hombre acostado se hacía el enfermo, y el mono, disfrazado

de médico de Molière, le tomaba el pulso, le daba de beber una

tisana, y salía tras haber firmado una receta; pero, al cabo de

unos instantes, reaparecía disfrazado de boticario armado con

una gigantesca jeringa, y, entonces, se produjo una persecución

de la bestia al hombre, empobreciendo en comicidad al mismí-

simo Enfermo Imaginario. Luego todo volvió al orden y el

orangután, convertido en mayordomo con una bandeja en la

mano, acompañaba a su amo para una colecta en su honor.

Así finalizaba la primera parte del espectáculo, y el telón

se bajó ante un público alegre.

Hacía un instante que Annette parecía nerviosa y su mira-

da se fijaba en una pequeña dama, muy elegante, rodeada de

caballeros.

La novia del dorador tomó a su madre por el brazo, e in-

tensamente:

–¡Allí… mira!

Marie volvió la cabeza en la dirección indicada por su

hija:

–¡La Cría-Reseda!... ¡La pequeña florista!… ¡Oh!... ¡oh!

–¡Es ella!... ¡la muy ladina!...

–¡Qué vestido!... ¡qué joyas!... ¡cuando debería estar en

Saint-Lazare! – exclamó la lechera – ¡Me produce daño verla!…

¡Vámonos!

–¡Sí, vayámonos! – dijo Annette, cuyo rostro radiante se

ensombreció a la evocación de la horrible aventura.

Pero allí, bajo la luz del gas, la encantadora obrera no qui-

so entristecer la despedida al dragón y trató de mostrar toda su

alegría, mientras que en la barraca, Jeanne, la diva de las Fantas-

ías-Parisinas, se reía en las plazas reservadas, entre dos levitas

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negras, la del doctor Hylas Gédéon y la de Victor La Templerie,

su director y amante.

La Cría-Reseda estaba muy bonita, con su vestido de satén

azul, con un sombrero Mosquetero y un cuello de piel: era casi

una «mujer», con quince años y medio, siempre conservando la

picardía de la adolescencia: su cabello oscuro, antaño rebelde,

caía en ligeros rizos, y su garganta y orejas deslumbraban con

maravillosas joyas. Una de sus manos enguantadas sostenía un

ramo de rosas, y, siempre encantadora, hacía muecas, melosa,

voluptuosa y turbadora:

–¡Esto es asombroso! ¡Todo el mundo me mira!

–Porque es muy agradable observarte – dijo el doctor Hy-

las, galante.

–A mí – declaró La Templerie – me parece una idiotez

asistir a este espectáculo.

Jeanne le respondió:

–¡Es que tú eres idiota!....¡Por una maldita noche que me

sustituyen en tu garito, no vas a satisfacerme!.... ¡Victor, si me

fastidias, puedes irte a hacer puñetas!.... El doctor me acompa-

ñará…

–¿Hasta dónde, mi bella niña? – sonrió Gédéon, con su

sonrisa de cocodrilo.

–Hasta mi puerta…

–¿Cuál de ellas, querida?... ¿Tu puerta morena?… ¿La

puerta de la naturaleza?

–Victor – dijo ella a su amante – ¿escuchas lo que me pre-

gunta el matasanos este?...Bueno… ¡Aquí está Azor jugando al

ajedrez con su amo!... ¡Qué divertido es este animal!... Este mo-

no vale más que un hombre: ¡no dice estupideces!

Jugot se dirigió al público:

–¡Damas y caballeros, para terminar la función, Azor va a

tener el honor de designar a la dama más hermosa de entre el

público!... ¿Verdad, Azor?

La bestia hizo un gesto de aquiescencia, y el hombre or-

denó:

–¡Adelante, amigo mío!

Page 82: La gran casquivana

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Desde lo alto de la tarima, el gran mono examinaba la

asamblea; bajó, muy serio, erguido sobre sus patas, recorrió las

bancadas, deteniéndose ante las espectadoras, mirándolas con

sus grandes ojos redondos, olisqueándolas con su hocico barbu-

do, palpándolas con sus manos velludas y dejando tras él un olor

de bestia en celo. ¿Cómo iba a designar a la más hermosa? A

cada detención del mono ante una belleza, se gritaba: «¡Esa!...

¡No!... ¡no!.... ¡Sí!.... ¡sí!...» Pero el animal, sin inmutarse, con-

tinuaba su búsqueda, y parecía mostrarse indeciso, momentos en

los cuales se rascaba la cabeza como un matemático ante un

problema difícil. Finalmente, dio un brinco y regresó sobre sus

pasos, cayendo de rodillas, con las manos juntas y los ojos

lánguidos ante la Cría-Reseda. Se produjo una algarabía de

aplausos y risas; la diva, encantada, acarició el hocico del

cuadrúpedo y le ofreció su ramo de rosas:

–¡Aquí tienes, Azor… vete amigo mío!... ¡Eres feo!... ¡Te

pareces al Gran-Maca!

El animal regresó a la tarima blandiendo las flores y La

Templerie, vejado, dijo a su amante:

–¿Estás contenta, Jeanne?... ¿Ya has dado un espectáculo?

–Esto no ocurre todas las noches en tu tugurio y con tus

cerdadas…¡Te parece que digo demasiado aquí, pero consideras

que no muestro lo suficiente sobre las tablas!... Esto no es bro-

ma… ¡Mira a Azor, lo que se parece a Barnabé!

–¿Barnabé?... ¿La Michon?... ¿Aún los quieres y, a pesar

de mis ruegos, te niegas a cerrarles las puerta en sus narices?

–¡Como mi padre y madre que son!

Y, pensando en todo lo que había sufrido por culpa de

ellos, farfulló en voz baja:

–¿Amar al Gran-Maca?... ¿Amar a Valerie Michon?...

¡Oh! ¡no! ¡Los odio!... ¡Pero ya me vengo!

El doctor Hylas no dijo palabra: él conocía el misterio del

nacimiento de Jeanne, de la niña confiada por él a Valérie Mi-

chon, y era generosamente pagado para mantener silencio.

Al día siguiente, por la mañana, a las once, Jeanne, que

había regresado muy tarde con La Templerie, aún no estaba le-

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83

vantada, y en el apartamento de la actriz, en la calle de Helder,

Barnabé Suchet y la Michon se ocupaban de las actividades

domésticas.

De pie, cerca del horno de la cocina, Valerie vigilaba el

chocolate que se calentaba a fuego lento, esperando el despertar

de los enamorados, y el Gran-Maca, con un amplio cinto de

donde colgaba un cesto azul, enceraba los botines del director de

las Fantasías-Parisinas en un rincón.

Barnabé levantó hacia el techo sus dos manos, una de las

cuales mantenía el cepillo de encerar y la otra se encontraba

metida en uno de los botines:

–¡Maldita sea! ¡Verse reducido a esto!... ¡Qué miseria!

¡Qué vergüenza!

La Michon respondió sardónica:

–¡Te aconsejo que no te quejes, Barnabé. Tú solo vienes

aquí por las mañana, para esa gran obra, antes de subir a Saint-

Ouen, mientras que yo me veo obligada a permanecer toda la

jornada en casa de esa lombriz y servirle de madre!

–¡Oh! ¡la muy zorra! ¿Sabes lo que haría en tu lugar, Vale-

rie?

–¿A ver, qué harías tú, Barnabé?

–¡Le echaría matarratas en su chocolate!

–¡Encera los zapatos y no digas tonterías! ¡Sabes perfec-

tamente que eso es imposible, sin que no dudase!

–¡Mil millones de tumbas! – gruñó el sepulturero, ponién-

dose manos a la obra.

Y, al cabo de un instante:

–¿Valerie?

–¿Qué?

–Esto no es broma. ¿Recuerdas la historia del testamento

de la Cría?

–¡Oh! ¡no! La muy guarra lo ha depositado en casa de un

notario y allí cuenta de la A a la Z la historia de nuestro intento

de asesinato de la Srta. de Haut-Brion, en el pasaje del Tivoli.

–¿De modo que si palmase la Cría?

Page 84: La gran casquivana

84

–Tú, yo, el Rizos y Llega al Pie estaríamos jodidos, sin

contar el arquitecto que ideó todo el plan…

Él suspiró:

–¿Entonces somos sus esclavos ad vitam aeternam?

–No… Trato de buscar una solución…

Sonó un timbrazo; Valerie se sobresaltó:

–¡Se despiertan!... ¡Es la hora del chocolate!... ¿Están lis-

tos los botines?

–¡Sí, aquí están!

Mientras Valerie llenaba dos tazas y las depositaba sobre

una bandeja, con unas terrinas de mantequilla y unos brioches,

la Cria-Reseda, vestida con un camisón naranja, con los pies

desnudos en unas chinelas rosas, los párpados pesados por el

sueño, hizo irrupción en la cocina:

–¿Y bien, vais a servirnos, sí o no?

–¡Ya va! – respondió la Michon, ton tono altivo.

–¡Nada de insolencias; sabéis que no me gusta!

Y volviéndose hacia Barnabé:

–Maca, no te vayas… Tengo un encargo urgente…

–¡Imposible! ¡Tengo un entierro de primera clase a me-

diodía!

–¡Tu muerto esperará!

–Pero, Cría, olvidas que los reglamentos…

–¿Entonces prefieres ir a la cárcel?... Y además, te prohíbo

que me tutees y me llames «Cría», ¿entiendes?

–Jeanne…

–¡No!... Dirás: «¡Señora!»

–¡Oh!

–Lo dirás… ¡Valerie, sírvenos!

En el umbral de la puerta dijo:

–Ya sé que os gustaría tenerme como tuvisteis antaño a la

pobre señorita Cloé de Haut-Brion, en el pasaje del Tivoli, y

darme el pasaporte…. Pero, no hay peligro... ¡He tomado mis

precauciones!.... ¡Ah! ¡ya no reconocéis a la pequeña florista

que dejasteis casi morir de frio y hambre, a la que pegasteis, que

martirizasteis, que encerrasteis días y noches enteras en un cu-

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chitril con las ratas!.... Malditos, ladrones, sucios, crápulas, seres

sin alma, basuras horribles, deyecciones humanas, ¡me tomo mi

revancha!... Tenéis que obedecerme, y si os negáis… ¡a la

cárcel!

Barnabé protestó cobardemente:

–A menudo os he defendido contra Valerie, Señora…

–¡Ah! ¡Cobarde! – gritó la Michon.

Pero, la diva arrojó al hombre:

–Te aconsejo que te calles, Barnabé. ¡Tú, que sin piedad

por mi infancia, me golpeaste, violaste, mancillaste, a instancias

de mi madrastra! ¡Y ella, la Michon, ella debe darse cuenta de

que todo lo que me hacía antaño, se lo devolveré con creces!....

Ante el mundo, me llamaba su queridita, su adorada chiquilla;

me besaba, me mimaba, y, yo, con la rabia en el corazón, ¡me

veía obligada a soportar los besos envenenados de la mujer de

Judas!... A mi vez, hoy, en público, la llamo mi mamaíta; la

mimo, no hay atenciones que no tenga con ella, y cuando esta-

mos solas, ¡le arrojo a la cara las verdades!.... La Michon y el

Gran-Maca, brutos innobles que me habéis obligado a mentir

ante el doctor Gédéon y los demás médicos encargados de exa-

minarme, e incluso a mentir ante la justicia para condenar a un

inocente, el Sr. Lionel de Esbly, os odio, os aborrezco… os di-

go: «¡Malditos!» ¡Os escupo a la cara!…. ¡Me cago en vosotros!

Y, desdeñosa:

–¡Vamos, Valerie, el chocolate y rapidito!... ¡El Sr. direc-

tor se impacienta!

Jeanne regresó a su habitación; el sepulturero gruñó, al la-

do de Valerie:

–¿Y no le echas matarratas a esta carroña?

–¡Paciencia, Barnabé, paciencia!

La Michon llevó el desayuno a los dos enamorados en su

cama, y, algunos instantes más tarde, el director de las Fantas-

ías-Parisinas abandonaba la calle del Helder.

A mediodía, cuando Barnabé, encargado del recado por

Jeanne, acababa de irse, llamaron a la puerta, y Valerie fue a

abrir.

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86

–¡Vaya, el Cebolla!... ¡Ah! ¡no te esperaba! – dijo Valerie,

saludando al antiguo mayordomo del conde de Esbly.

–En efecto, os había anunciado mi visita para el día si-

guiente de nuestro almuerzo en el hotel, pero, antes de llegar a

entrevistarme con el barón Géraud, necesité recurrir a cierta di-

plomacia… Luego, estuve con los colegas, el Rizos, Llega al Pie

y esas damas del Bol de Oro… Pero ya estoy aquí de nuevo….

¿Está aquí la Cría?

–Sí… ¡Tres sirvientes la visten!

–¡Qué chic!

Y, mirando a su alrededor los muebles lujosos del salón

donde la Michon acababa de introducirlo:

–¡Por todos los demonios! ¡Veo que está en buena posi-

ción la pequeña florista! ¿Vos debéis ser enormemente feliz con

ella!

–¡Oh! sí, ¡muy feliz! – dijo Valerie, pensando en su es-

clavitud.

Ambroise dijo con ironía:

–¿Sabéis que es muy amable por parte de Jeanne, trataros

así? Pues, entre nosotros, allá, en el pasaje del Tivoli, ella no

llevaba una existencia sembrada de rosas con vos y el enterra-

dor.

La Michon no sabía que responder y cambió el curso del

diálogo:

–¿Qué tienes que contarme de nuevo?

–¡Cosas del viejo!

–¡Habla, muchacho!

–Cuando la Cría esté aquí… Lo que tengo que decir le in-

teresa tanto como a nosotros… ¡Hay que advertirla!

A riesgo de una regañina, Valerie corrió a buscar a Jeanne

a su habitación y regresó enseguida, acompañada de la actriz de

las Fantasías-Parisinas, en elegante batín.

Al principio, el Cebolla no la reconoció; pero tras haberla

examinado atentamente, emitió un grito de sorpresa:

–¡Cómo!.... ¿Eres tú?... ¿sois vos? ¡Por todos los demo-

nios! ¡Os habéis convertido en una dama, una auténtica dama!...

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¡Es asombroso! ¡Palabra de honor! ¡Es asombroso! ¡Dejadme

miraros una vez más!... ¡Es bonita, bonita, bonita como los

ángeles!

Y, tomando entre las suyas las manos de Jeanne:

–¿Cómo? ¿Sois vos?... ¿De verdad?

La diva había acogido sin entusiasmo al pillo, su cómpli-

ce, pero, ante esa admiración, se sintió halagada:

–¡Claro que sí, señor Ambroise, soy yo!... ¿Así que me

encontráis cambiada?

–¡Extraordinariamente! ¡Ah! si hubieseis estado tan encan-

tadora en la época del asunto de Esbly, no sería en la cama de mi

amo donde os habría conducido y acostado… ¡Oh! ¡no!... ¿Y

sois feliz?

Con un gesto filial, Jeanne mostró a Valerie:

–¿Feliz? Siempre se es feliz con la buena mamá Michon…

Ah, fijaos, señor Naumier, aunque fuese mi madre verdadera no

la respetaría más.

Sonreía al verdugo de su infancia:

–¿Verdad, mamá, que nos queremos mucho?

La Michon farfulló una frase ininteligible y, muy bajo:

–¡Lombriz!... ¡Crápula!.... ¡Guarra!

Jeanne continuó con su voz más dulce:

–¡Mamaíta! ¡Oh, mi buena mamaíta! ¡Te adoro, te saludo,

te bendigo!

Y a Naumier:

–Fue ella, señor, quién mi recogió, educó, guió, y todo ello

con un admirable desinterés!... ¡Y hoy, cuando me gustaría

hacer de ella una dama, quiere ser mi criada!... ¿Verdad mamá

que nos queremos mucho?

Y, la amante del Gran Maca, entreviendo los grilletes de

Saint-Lazare o de una prisión:

–¡Por supuesto que nos amamos!

Luego, de pronto, a fin de escapar a la tortura:

–Ambroise ha venido a anunciarnos una noticia…

–¿De verdad?... ¿Y de qué se trata, señor Naumier?–

preguntó la Cría-Reseda, curiosa.

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–Primero, decir a vuestra mamá el nombre de la dama con

velo que se ha presentado el otro día en casa de mi padre, en el

Conejo Coronado, mientras nosotros estábamos en la mesa…

–¿Cloé de Haut-Brion? – preguntó Valerie.

–Sí… ¡La señorita de Haut-Brion!

–¡Estaba segura!

–Pero… ¿sabéis lo que venía a hacer en el Conejo Coro-

nado?

–Visitar a una puta enferma.

–Eso era un pretexto para encontrarse con su ex novio, ¡el

conde Lionel de Esbly!

La Michon se puso más verde que la hierba:

–Entonces…. ¡estamos jodidos!

Naumier prorrumpió en carcajadas:

–Eso es precisamente lo que el barón Géraud dijo cuando

le conté el asunto… Pero tranquilizaos, Señora Michon, no ten-

éis nada que temer por esta vez, pues, el barón y yo le reserva-

mos una buena a mi antiguo amo. Mañana o pasado mañana, a

lo más tarde, se le encerrará en la cárcel de Poissy, ¡de donde no

habría debido salir nunca!

Valerie relajó todas sus alarmas:

–Sí… sí… ¡comprendo! ¿Vais a denunciarlo a la polic-

ía?... ¡Bravo!...

–¡Oh! ¡yo no!. –sonrió Ambroise – Conozco demasiado el

respeto que le debo… Pero, el barón Géraud se ha encargado…

Su denuncia está aquí… en mi bolsillo, y no tengo más que

hacerla llegar a su destino…

Jeanne exclamó, vehemente:

–¡Eso sería una infamia!

Ambroise la miró, contrariado.

–¿Una infamia? Es que en la lucha, uno ya no tiene dere-

cho a defenderse, señorita?

La joven diva había decidido salvar a Lionel, y, muy

hábilmente, daba un nuevo sentido a su cólera:

Page 89: La gran casquivana

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–¡Sí, sería una infamia saber a la pobre mamá Michon en

peligro y no acudir en su ayuda!... ¡Bravo!.... ¡bravísimo, queri-

do Ambroise!... ¡Mostradme la denuncia!

Sin desconfianza extrajo el papel de su envoltura y lo pre-

sentó a la amante de La Templerie.

–¡Este es el documento!

Ella leyó, atenta, la denuncia anónima escrita por el barón

Géraud, y devolviéndola al antiguo mayordomo, dijo:

–¿Así que el conde de Esbly ahora se hace llamar «doctor

Nikador»?

–¡Tiene razones para eso! – declaró el recién liberado de la

Central.

–¿Y vive en la calle Boursault?

–En los Batignolles, sí, señorita.

Valerie intervino.

–¿Doctor Nikador?... El Nikador ese del que se hablaba en

vuestra casa… ¿Es ese? ¡Eh! bien, tiene peluca, vuestro antiguo

patrón!

–¡Oh! ‘ha cambiado su aspecto; pero de todos modos yo lo

reconocí!... Lo asombroso es que ejerce la medicina… a ojo, ¡es

cierto!.... El señor conde ha hecho sus estudios; él es doctor en

medicina y también doctor en no sé que más!... ¡Todo un perso-

naje!... ¡Con su fortuna – millones – por la noche, al regresar del

círculo, se enfrascaba como un asno o un monje en los libros!

Era necesario detener a cualquier precio la denuncia anó-

nima, y, para ello, Jeanne buscaba una estrategia; arrojando al

visitante una de esas miradas eléctricas, que tan bien sabía echar

en la escena, dijo:

–Iba a salir, pero si queréis almorzar comigo, Señor Am-

broise, permaneceré en la casa… ¡Somos viejos amigos, y estoy

contenta, muy contenta de volver a veros!

–¡Y yo también! – articuló el liberado – Vaya transforma-

ción… ¡Ya no sois la misma persona!

–¡Condenado!... ¡En más de dos años, se crece, se for-

ma!... Y vos Señor Naumier, vos habéis cambiado igualmente, a

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vuestro modo, y os encuentro mejor, mucho mejor!... Es cierto

que antes os veía con ojos de niña… y que ahora…

–¿Y ahora?... – dijo Ambroise exaltado.

La Cría-Reseda bajó la frente, sonrojada:

–Debéis comprenderme…

A distancia de los enamorados, la Michon dijo entre dien-

tes:

–¡He aquí que ella le ha tirado los tejos! Es lo propio

El Cebolla temblaba de lujuria:

–¿Entonces, querida, me invitáis a almorzar?

–¡Con todo mi corazón!

–Pues bien, acepto… Me disponía a llevar la denuncia a la

Fiscalía, pero iré esta tarde o mañana… El doctor Nikador no

volará.

A continuación, Jeanne dijo a Valerie:

–Mamaíta Michon, debes tener asuntos que tratar en el

Café de la Esperanza… El Sr. Naumier os excusará… Y de pa-

so que os vais, os ruego que paséis por casa de mis proveedores

y que nos envíen tres docenas de ostras… unas perdices frías…

uvas… manzanas! Hasta luego, mamaíta Michon.

La Michon había perdido el hábito de replicar; se alejó; la

diva le lanzó una flecha para rematarla:

–¡Eh! ¿cómo te vas sin besar a tu Cría?

Valerie se acercó; Jeanne hizo el sonido de un beso sin to-

car la piel de la madrastra, y le deslizó duramente al oído:

–¡Te odio, mal bicho!

Después de un excelente almuerzo y una charla para hacer

la digestión, la actriz de las Fantasías-Parisinas abrió al bello

Ambroise su templo de amor.

Estaban cerradas las contraventanas y las cortinas, y, unas

flores eléctricas iluminaban la habitación Luís XV, mientras

que, sobre una tarima, aparecía la cama con las sábanas de seda

rosa y preciosos encajes.

Además de la electricidad resplandeciente, había un can-

delabro con velas para encender los cigarrillos; un fuego de ma-

Page 91: La gran casquivana

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dera ardía en la chimenea de porfiria y ónix; una mullida alfom-

bra de terciopelo blanco mitigaba los pasos, y reinaba en el gi-

neceo un olor a violetas y ámbar procediente del lavatorio donde

Jeanne hacía concienzudamente sus abluciones.

Entonces dijo al Cebolla, ya lavada y perfumada:

–¿Y bien, no te acuestas, Ambroise?

–¡Sí, querida, pero soy tan feliz que me parece que sueño!

–¡Tonterías, va!

Él se metió en la cama y, pronto, la Cría-Reseda apareció

en la habitación, vestida con una larga camisa de batista, tan

fina, que a través de la tela se veían palpitar sus carnes rosas.

La diva iba hacia Naumier; súbitamente, se detuvo:

–A propósito, ¿dónde está la denuncia?

–¿Por qué?

–¿Quisiera volver a leerla!

–¡Divertida idea! En fin, si eso te excita o te divierte de-

gustar nuestra literatura, tómala; está en un bolsillo de mi cha-

queta… el bolsillo superior…

Jeanne encontró el papel, lo volvió a leer, y, acercándose

al candelabro, lo aproximó a una vela.

El Cebolla saltó de la cama:

–¡Jeanne!.... ¡Jeanne!... ¿Qué es lo que haces?

Tranquilamente, ella replicó:

–Ya lo ves…. ¡La quemo!

–¡Esto no es un juego! – exclamó el liberado.

Y, amable:

–¡Bah! siempre podremos volverla a escribir!

–¡Es que yo no quiero!

–¡Ya lo veremos!

Jeanne cambió de modales:

–Pues bien, si volvéis a escribirla, si el conde de Esbly es

detenido, yo iré a contar toda la historia al juez de instrucción, y

le entregaré la cabeza de tu barón y la tuya!

Ambroise comenzaba a irritarse:

–¡No harás eso, Cría!

–¡Tan cierto como que existo, lo haré!

Page 92: La gran casquivana

92

–¿Así que quieres salvar al conde de Esbly?

Ella esbozó una enigmática sonrisa.

–¡Tal vez!

E, interpelando claramente al joven con gestos voluptuo-

sos:

–¿Ambroise, tú no volverás a escribir otra denuncia, ver-

dad?

–¡No, ángel, puesto que tú no lo quieres!

–¿Y dirás al barón lo que lo amenaza si tiene intención de

actuar solo?

–¡Informaré al Señor Géraud!

–¡Bien!

La Cría-Reseda lo arrastraba hacia la cama:

–Ven a recibir tu recompensa… ¡Tú me entiendes!.... ¡A la

mierda, la Templerie!... Tengo un capricho para tu lápiz… ¡El

gran golpe de efecto!.... ¡Pongámosle cuernos a mi director!...

Fue en vano que la propietaria del hotel del pasaje Tivoli

hostigase, de vez en cuando, al doctor Gédéon para conocer la

historia de Jeanne: el doctor entregaba cada mes a la Michon

unos cientos de francos de una gruesa suma procedente de New

York, y se negaba a cualquier explicación, amenazando con su-

primir el crédito, al menor cotilleo.

Page 93: La gran casquivana

93

V

EL HOMBRE Y EL MONO

La fiesta invernal de Montmartre llegaba a sus últimos

días con el cierre de las atracciones: Jugot y el orangután.

Hombre y mono siempre se alojaban en el Hotel del Cone-

jo Coronado, para horror de la Srta. Lagrange, incapaz de libe-

rarse del hombre o la bestia que le habían robado el luís del doc-

tor Nikador y los cincuenta francos de la gran casquivana.

Una mañana que el doctor Christian Nikador regresaba a

su apartamento de la calle Boursault, la portera, una gruesa co-

madre, charlatana y alegre, lo detuvo al paso:

–¡Señor doctor, una carta para vos!

–Bien, señora Charpateau… ¡Dadme!

–Imaginaos, señor doctor, que esta carta corre desde hace

dos días por el barrio; la persona que la ha escrito se ha equivo-

cado de número y el cartero acaba de traerla… ¡Oh! no quisiera

que me acusaseis de negligencia; los otros inquilinos no me im-

portan, pero con vos, tan generoso, tan inteligente, que habéis

curado mi bronquitis, me esmero en cumplir mi deber e incluso

en realizarlo con celo.

Nikador interrumpió sonriendo esa charla:

–¿Nadie ha venido a preguntar por mí?

–No, Señor doctor, aunque uno de los bebés de la Señora

Théodore Dardanne haya estado enfermo…

–¿La Señora Théodore Dardanne?

–Sí… Una inquilina muy honrada; vive en el tercero, en-

cima de vos, con su marido, la crema de los hombres y dos hijas

Page 94: La gran casquivana

94

pequeñas, una de cuatro años, la otra de dos; es la más joven la

que está enferma…

–Voy a subir enseguida…

–¡Es inútil, señor doctor! La niña parece estar mejor, pero

me he permitido decir a la madre que si ella tuviese necesidad

de vos, podía bajar a llamar a vuestra puerta, no importa a qué

hora del día o de la noche… Vos sabéis, la maldita pandemia

que reina en el barrio, ¡preocupa a las madres! ¡Un bebé es

frágil!

El doctor Christian Nikador – es decir el conde Lionel de

Esbly – prometió ponerse a disposición de su vecina a la primera

alerta, y subió al segundo piso, donde ocupaba un apartamento

de soltero, amueblado con gusto burgués y cuyas ventanas da-

ban, unas sobre la calle Boursault, bastante tranquila, las otras

sobre la vía, siempre animada, del ferrocarril del Oeste.

Desde luego, el objetivo de Lionel de Esbly al regresar a

Paris, después de más de dos años pasados en Noruega, no era

ejercer la medicina. Aislado de su mundo habitual, oculto en ese

barrio popular bajo un nombre extranjero y la metamorfosis de

sus modales y su rostro, esperaba descubrir a los miserables au-

tores de su ruina y trabajar en la revisión del proceso. El azar

decidió otra cosa: una mañana en la que Lionel pasaba por la

calle de la Condamine, un funcionario cayó ante él bajo las rue-

das de un coche, y fue levantado con las dos piernas rotas; él lo

curó y, llevado por su naturaleza compasiva, se dedicó a ir a ver

a otros enfermos, pobres personas a las que prodigaba sus cui-

dados, sin reclamarles jamás los menores honorarios, y ahora, en

el barrio, todos se disputaban al buen doctor noruego.

El aristócrata, inocente y condenado por atentado al pudor,

no ignoraba que el ejercicio de la medicina parecía un desafío a

los policías sabedores de su evasión; pero ¿quién, aparte de su

madre, sabría reconocer al brillante caballero francés en el Ni-

kador noruego, de tez pálida, larga barba negra crecida bajo el

Sol de Medianoche, con vestidos de cuáquero, mirada de após-

tol, que se veía merodear a pie por las calles de los Batignolles y

caminar algunas veces, en su deseo de humanidad, hacia la Ca-

Page 95: La gran casquivana

95

pilla y la Villette, sin arriesgarse nunca más allá de los bulevares

exteriores.

Nikador poseía una seguridad relativa, evitando ir a casa

de su madre, en el castillo de Esbly, y no recibiendo de ella más

que escasas visitas, hasta el día en el que, en la escalera del Co-

nejo Coronado, se encontró en presencia de la Srta. de Haut-

Brion.

A pesar de sus reproches a la antigua novia, no la creía ca-

paz de entregarlo a la justicia, y, solamente, el dolor de los re-

cuerdos y la emoción del encuentro sugirieron el violento apos-

trofe; pero si Cloé había penetrado en su avatar, otros podían

reconocerlo, y hete aquí – ante la batalla – ¡el fin de sus espe-

ranzas!

Una vez llegó a su casa en el segundo piso, Christian pe-

netró en su despacho donde Estelle, una vieja sirvienta, encendía

un fuego de leña, con motivo del regreso del amo.

El joven abrió el sobre entregado por la portera y tras

haberle echado una ojeada, se volvió muy pálido.

Estelle preguntó, inquieta:

–¿El señor doctor está indispuesto?

–¡No! ¡Dejadme solo! ¡Tengo que trabajar!

Una vez solo, Lionel se dijo: «¡Ambroise me ha visto!...

¡Me ha reconocido!... ¡Me va a denunciar!»

Nikador pensó en regresar a Noruega, donde había sabido

crearse amistades, y desde donde había llegado gracias a la ayu-

da fraternal de uno de sus camaradas, creándole una nueva per-

sonalidad con los papeles y los diplomas de un muerto. Sí, pero

partir significaba abandonar sus proyectos, alejarse de su madre,

esa madre tan cariñosa, tan abnegada, tan valiente, que, sola

contra todos, jamás había dudado de la inocencia de su hijo.

Y mientras evocaba a la condesa de Esbly, en su memoria

se presentó la imagen de otra persona y Lionel se preguntó por

qué, tan a menudo, pensaba en Olga. Ni un instante se imaginó

que esa obsesión casi continua pudiese ser amor; tan solo creía

interesarse en esa muchacha por humanidad, tan casta, tan pura,

cuyo rostro le recordaba al de otro rostro lejano.

Page 96: La gran casquivana

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Arrojó la carta anónima sobre su escritorio, corrió a un

mueble y extrajo una miniatura – el retrato de Cloé de Haut-

Brion que, mil veces, había querido destruir y que, sin embargo,

conservaba como un recuerdo de muerte.

Pero ya no era Cloé, la perjura, quien lo extasiaba: esos

ojos azules y soñadores, esos cabellos dorados, esa boca roja,

esa cintura esbelta y graciosa, ese cuerpo virginal y encantador

eran los de la Srta. Lagrange.

Una mano tocó el brazo de Lionel, y la dulce voz de la

Sra. de Esbly murmuró en su oído:

–Pobre hijo mío, ¿todavía la amas?

–¡Oh! ¡no, madre! ¡Sabes bien que no!

–Estabas tan absorbido en la contemplación de esa minia-

tura que no me has oído llegar.

El doctor Nikador había metido de nuevo el retrato en el

cajón del mueble, y besaba a su valiente madre.

Vestida completamente de negro, la Sra. Anne de Esbly,

como la Srta. de Haut-Brion para dirigirse al hotel del Conejo

Coronado, pero con más serios motivos, llevaba un velo muy

tupido sobre su rostro.

Lionel enseñó la carta a la condesa:

–Mira, lee, y dime que haremos.

La Sra. de Esbly leyó rápidamente y declaró, exaltada:

–Oh, mi Lionel, desearía que vinieses a vivir conmigo en

nuestra propiedad de Chaville, pero más vale partir lejos, pues

puedes esperar cualquier cosa de ese miserable Ambroise.

–¿Quién ha podido escribirme esta nota anónima?

–Verdaderamente, un amigo.

–¡No me quedan! – suspiró el doctor Nikador.

–¡Amigo o enemigo, es demasiado que dos personas sepan

tu presencia en París!

–¡Hay otra, madre!

–¿Quién?

–¡Ella!

–¿Cloé?

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97

–Sí… El otro día, regresando de visitar una enferma, me

encontré cara a cara con la Señorita de Haut-Brion.

Y, perplejo:

–¡Entonces ha debido ser ella quién me ha enviado esta

advertencia!

–¡Tanto mejor! ¡Eso demostraría que todavía conserva un

poco de corazón!

Ambos examinaron atentamente la carta anónima y no en-

contraron nada que se asemejase a la escritura de la Srta. de

Haut-Brion y, de nuevo, la Sra. de Esbly afirmó que su hijo deb-

ía emprender el camino del exilio:

–Sí, mi Lionel, ¡hay que partir! ¡Pero, esta vez, no te irás

solo!... ¡Voy a vender mi fortuna e iré a vivir contigo!

–¿Y mi honor? ¿Y la revisión del proceso? – exclamó el

aristócrata.

–¡Ah! ¡Qué nos importa la opinión de los demás! Yo sé

que tú eres la víctima inocente de seres innobles… Tú partirás

esta noche y me reuniré contigo dentro de algunos días…

–Madre, ¡tu hijo lleva un apellido deshonrado! Está bajo la

losa de una pena infamante, y tiene el deber de aclarar la situa-

ción!

Decidida, ella dijo:

–¡Ya cumplirás con ese deber!... Yo conozco al culpable,

pero necesito reunir pruebas para desenmascararlo!... ¡Oh! si

hubiese sabido, en la época del proceso, lo que sé hoy, las cosas

tal vez hubiesen dado un vuelco de una u otra manera!

–¿El barón Tiburce Géraud, no es así? – preguntó Lionel,

con una triste sonrisa.

–Sí, el barón Géraud era quién tenía interés en perderte!

–¿Eso es lo que te ha contado la Señorita Cloé de Haut-

Brion?

–Sí.

–¡Ese día mintió, como mintió pretendiendo compartir mi

amor, cuando ella era la amante de ese La Plaçade!... Fíjate bien,

madre, aun cuando el barón fuese quien ordenase el crimen que

me ha deshonrado, necesitaríamos contra él pruebas incuestio-

Page 98: La gran casquivana

98

nables, y esas pruebas no podemos obtenerlas!... Necesitaríamos

las retractaciones de ese villano de Ambroise, de Valerie Mi-

chon, de esa pequeña florista, y si hablasen se arriesgarían a ir a

la cárcel!

–Si se les ha comprado por mentir, bien se les puede com-

prar para decir la verdad.

–¡Diciendo la verdad, se delatan! ¡No es así como todo

saldrá a la luz!... ¡Ah! ¡si fuese libre!... ¡Pero, mañana, esta no-

che, dentro de un instante, es posible que me detengan!

–¡Entonces, huye, huye, enseguida, Lionel!

–No, madre… Abandonaré esta casa, pero, permaneceré

en Paris, sabré ocultarme hasta el día de la verdad, de modo que

nadie podrá descubrirme!

Unos golpes violentos y precipitados sonaron en la puerta

de entrada.

La Sra. de Esbly y su hijo se sobresaltaron.

–¡Demasiado tarde! – gimió la condesa Anne – vienen a

detenerte…. ¡Dios mío, protégenos!

Muy tranquilo, como siempre lo estaba ante el peligro,

Lionel tendió los brazos a su madre:

–¡Abrázame y se valiente!

A la orden del amo, la vieja sirvienta abrió la puerta, y los

de de Esbly, habiéndose desprendido de su abrazo, esperaron

altivos, con la cabeza bien alta.

A pesar de las protestas de la criada, una mujer de pueblo,

morena y joven, entró en el despacho:

–¡Doctor! ¡Buen doctor Nikador! Soy vuestra vecina, la

Señora Théodore… ¡Venid! ¡Venid! ¡Mi hija se muere!

–Os sigo, señora, – dijo el evadido de la prisión central.

La condesa Anne se interpuso:

–¡Imposible! ¡Imposible!... ¡Señora, id a buscar otro médi-

co!

Pero la vecina, suplicante, se dirigía a Lionel:

–¡Os lo suplico, doctor, tened piedad! Mi hija agoniza!

¡Tal vez nos la encontremos ya muerta!.... ¡Venid! ¡Venid!

Page 99: La gran casquivana

99

–Vaya delante, señora, dentro de dos minutos estaré en su

casa… El tiempo de tomar mi maletín…

La Sra. Dardanne salió, la condesa se colgó de su hijo:

–Piensa, desdichado, que ese retrato puede causar tu

pérdida.

Él la rechazó dulcemente, y con voz enérgica:

–Madre, soy médico… Un niño va a morir… No faltaré a

mi deber…

Y, armado de su maletín, Lionel subió rápidamente al ter-

cer piso.

Sobre el rellano, el doctor encontró a la clienta que lo es-

peraba, y ambos penetraron en la vivienda.

El interior era el de unos obreros acomodados, con un mo-

biliario en acajú barnizado y cortinas verdes en las ventanas.

En la habitación, en una cuna, una criatura jadeaba; e, in-

clinado sobre el bebé, Théodore, el padre, de unos treinta a

treinta y cinco años, derramaba gruesas lágrimas.

Completamente afeitado, con unos cabellos negros en bro-

cha, el hombre tenía tomada de la mano a su otro hijita, mayor

que la enferma, y que, con sus puños sobre los ojos, sollozaba al

escuchar llorar a su padre.

Théodore Dardanne, percibiendo al doctor Nikador, no

pudo disimular un movimiento de sorpresa, pero ya Lionel exa-

minaba a la pequeña moribunda, una chiquilla de dos años, con

el rostro congestionado, los ojos desmesuradamente abiertos, el

pecho jadeante, y cuyos brazos, recubiertos de una camisita de

algodón azul, se torcían en un paroxismo de espantosos dolores.

Nikador ordenó:

–¡Alejad a la otra niña!

–¡Difteria!... ¿No es así, Señor doctor? – preguntó ansio-

samente el padre.

El médico evitó responder a esa cuestión y preguntó:

–¿Por qué no me habéis avisado antes?... ¿Cuánto tiempo

hace que sufre así esta criatura?

La Sra. Théodore, que volvía de llevar a su otra hija a casa

de una vecina, respondió:

Page 100: La gran casquivana

100

–Desde la pasada noche… Creímos que se trataba de un

dolor de cabeza y una leve irritación de garganta… Le hemos

hecho beber agua azucarada y esta mañana se encontraba mucho

mejor…

Y, con las manos juntas:

–¿La salvaréis, Señor doctor? ¿La salvaréis?

Nikador no quiso utilizar una inyección de suero, nuevo

descubrimiento del doctor Roux, y que era discutible, cuando –

y ese era el caso – las membranas se multiplican con una espan-

tosa velocidad, y ante la urgencia, el gran doctor se preparaba

para una traqueotomía, operación tan peligrosa para el médico

como para el enfermo.

Alejó a la Sra. Dardanne, y, lleno de una resolución viril,

dijo al padre:

–¿Estás seguro de no desfallecer, señor?

–¡Sí, doctor! – afirmó Théodore.

Y, enjugando sus lágrimas:

–Lo sé… En esta operación, vais a arriesgar vuestra vi-

da…

Lionel replicó con una sonrisa:

–La vida de un médico pertenece a sus enfermos. Señor…

¡Ayudadme!...

Con mano firme, y mientras el padre agarraba a la niña en

su cuna, Nikador practicó una incisión profunda en el cuello de

la pequeña enferma e introdujo en la herida una sonda de metal;

luego, como la garganta no se desbloqueaba, sin vacilar, tomó

entre sus labios el extremo de un tubo y aspiró vigorosamente.

Se produjo un ruido de membranas rotas, y la pequeña

respiró…

La niña estaba salvada, y el doctor acababa de enfrentarse

a la muerte…

Y, una vez hecha la obra, después de haberse lavado las

manos y hecho gárgaras con agua fénica, el médico se volvió

hacia Dardanne:

–Lo hemos conseguido, señor Théodore… ¡Podéis ir a

buscar a la mamá!

Page 101: La gran casquivana

101

Dardanne permaneció un momento contemplando a Nika-

dor, y, de repente, atrapando entre las suyas las manos del re-

dentor:

–¡Jamás os olvidaré, Señor conde de Esbly!

Lionel brincó hacia atrás:

–¿Me conocéis?

–Théodore Dardanne, antiguo inspector principal de la

Sûrete2. Conozco vuestra dolorosa historia; ¡siempre he creído

en vuestra inocencia y no pido más que serviros!... Es algo re-

almente curioso, que viviendo en el mismo domicilio, jamás nos

hayamos encontrado, pero tengo un despacho de investigador

privado en la ciudad… Hoy me he quedado en casa porque la

pequeña estaba enferma… Se os debe estar buscando, y, el otro

día, en la cervecería del Bol de Oro, dos de mis antiguos cole-

gas, con los que todavía conservo buenas relaciones, discutían

en mi presencia vuestra descripción… De verdad, jamás hubiese

pensado que vivía encima de vos, y mis antiguos colegas han

venido a cenar aquí, la pasada noche… Y se habla de que la po-

licía está husmeando… Debéis confiar en mí, señor conde.

De Esbly tuvo una duda que no escapó a Théodore:

–¿Dudáis de mi? – preguntó tristemente el ex policía.

Y, mostrando a la pequeña acostada en su cuna:

–¡He aquí un bebé que responde de su padre!

La niña, sino curada, pero aliviada, sonreía a los dos hom-

bres, y el doctor Nikador pronunció:

–¡Confío en vos, Sr. Dardanne!

Théodore pareció muy alegre:

–¡Voy a buscar a la mamá!... Pero, una palabra más aún,

señor conde… Puesto que sois inocente – y, para mí, está de-

mostrado – las personas que os han denunciado y perdido, son

unos viles canallas.

–¡Sí! ¡Sí! – dijo Lionel.

–¿Me permitís protegeros de las investigaciones de los

inspectores que os están buscando y de trincar a los que están

2 Policía secreta francesa (N. del T.)

Page 102: La gran casquivana

102

detrás de todo esto?... Aunque ya no pertenezco al cuerpo de

policía, sigo siendo un gran detective! ¡Lo he probado sobrada-

mente!

–¡Ah! si lograseis desenmascararlos, yo…

Théodore le cortó la palabra:

–Nos volveremos a ver, pero no os prometo nada, doctor

Nikador… ¡Yo no quiero nada! ¡Ya me habéis pagado por ade-

lantado!... Un primer consejo: vuestra identidad es peligrosa…

Debéis ocultaros, bajo un nombre nuevo, en los alrededores de

París…

Y, bajando por la escalera, gritó a su esposa, refugiada en

un piso vecino:

–¡El bebé está salvado!... ¡Ven, Catherine!

Lionel consiguió difícilmente desprenderse de las manifes-

taciones de agradecimiento de los Dardanne, y bajó a su casa

donde su madre lo esperaba, llena de inquietud.

–¡Cuánto tiempo has estado ahí arriba! – dijo la condesa –

Gracias a Dios que no ha pasado nada… Pero tienes que mar-

charte, Lionel…

–¡No me voy, madre! ¡No necesito exiliarme!... Esa es la

opinión de mi nuevo protector!... Iré a instalarme contigo en

Chaville…

Le contó lo que acababa de suceder entre Dardanne y él,

en el tercer piso, y la madre objetó:

–¿Confías en ese hombre?

–¡Absolutamente!

–Un antiguo policía…

–¡Un muchacho valiente cuya hija acabo de salvar y sé

que me ayudará!

Estelle, la vieja sirvienta, entró:

–Señor doctor, hay una dama que desea hablaros.

–¿Por un enfermo?

–No lo sé, pero parece muy afectada…

La Sra. de Esbly se disponía a ceder el lugar a la visitante,

cuando la Srta. de Haut-Brion se adelantó, simplemente vestida

Page 103: La gran casquivana

103

de negro, muy pálida, con una mano en el pecho, para tratar de

aliviar los latidos tumultuosos de su corazón.

Los tres permanecieron inmóviles, mudos; luego, solem-

nemente, la condesa Anne extendió el brazo:

–¡Salid, señorita!

Cloé no se movió; quiso hablar, pero su emoción era tan

intensa que ni una sola palabra salió de sus labios.

–¡Salid! – repitió la madre de Lionel.

La gran casquivana articuló con voz temblorosa:

–¡He tenido el valor de venir y tendré el coraje de llegar al

final, Señora!

Y al doctor Nikador:

–Señor, cuando el otro día, el azar nos puso en presencia

el uno del otro, pronunciasteis duras palabras… ¿Me creéis ca-

paz de traicionaros?

–¡Capaz de todas las traiciones! – arrojó la madre.

La Srta. de Haut-Brion insistió:

–Me dirijo a vos, señor Lionel de Esbly.

Derrumbado en un sofá, con la cabeza entre sus manos,

Lionel guardaba silencio, y, siempre de pie, la visitante afirmó:

–¡Os amenaza un gran peligro, señor! He aquí por lo que

os he escrito! ¡He aquí por lo que me veis ante vos! Durante dos

días, he dudado en venir, temiendo menos vuestra cólera que

vuestras sospechas… ¡Ahora bien, esa carta podía ahorrarse, y

no quería que si una desgracia os golpease, me acusaseis de

haberos vendido!... ¿Venderos? Yo, que estoy dispuesta a dar mi

vida por vuestra libertad, por la proclamación de vuestra inocen-

cia, por vuestro honor!

Y, dijo aún:

«Vuestro honor» entre sollozos.

Christian Nikador se levantó:

–Os ruego, señorita, que nos dejéis… ¡Vuestra presencia

nos hace mucho daño!

Pero la condesa había sido conmovida por el comporta-

miento de la Srta. de Haut-Brion, donde se revelaba una inmen-

sa angustia, y murmuró con voz cambiada y casi maternal:

Page 104: La gran casquivana

104

–¿Cloé, venís a decirnos que quisierais que mi hijo estu-

viese libre, fuese reconocido inocente, y en consecuencia feliz?

–¿Acaso lo dudáis, señora?

–Y… si podéis contribuir a la justicia que reclamamos que

nos es debida, ¿lo haríais?

–¡Oh! ¡Con toda mi alma y al precio de mi vida!

–Un día me contasteis la espantosa tentativa del barón de

Géraud sobre vuestra persona… ¿Me dijisteis ese día la verdad?

–¡Sí, señora, completamente!

–Desde ese día yo siempre he sospechado que el barón de

Géraud era el autor de la infame maquinación urdida contra

Lionel… Os lo dije…

–¡Es cierto, señora, lo recuerdo! Pero, os respondí que, a

pesar de su conducta conmigo, ¡mi tío era incapaz de semejante

infamia!

–¿Y ahora, qué pensáis?

–El barón de Géraud ha renovado contra mí sus odiosas

persecuciones y sin embargo no he cambiado de opinión… ¡Eso

sería demasiado horrible y monstruoso!

La condesa Anne declaró, vibrante:

–¡Pues bien, yo acuso definitivamente al barón Tiburce

Géraud de ser el autor de nuestra vergüenza!... El día que posea

las pruebas, Cloé, ¿tendréis el valor para repetir ante los magis-

trados, lo que pasó la noche de vuestro baile de compromiso?

–¡Sí, señora!

–¡Está bien!... ¡Estad dispuesta!

La gran casquivana arrojó una larga mirada sobre Lionel:

–¡Una palabra más, señor! Una noche os habéis mostrado

injusto y cruel conmigo, la noche donde, cegado por las aparien-

cias, me arrojasteis vergonzosamente del castillo de Esbly!...

¡Ah! si esa noche os hubieseis dignado a escucharme…

Él se encogió de hombros:

–¡Tal vez me hubieseis demostrado vuestras virtudes y las

del innoble la Plaçade!

–¡Yo no era culpable, Lionel!

–¡De acuerdo! ¿Y luego?

Page 105: La gran casquivana

105

La que fue la Virgen del Arroyo dio una respuesta subli-

me:

–¡He sido acusada antes de ser mancillada, y sucumbí bajo

la desesperación!... Pido perdón a Dios y a mis queridos muer-

tos, y no reprocho nada a nadie, ni siquiera a vos, ¡el acusador!

La Sra. de Esbly intervino:

–¡Olvidemos el pasado, lo irreparable!.... ¡Marchaos, Se-

ñorita de Haut-Brion, y recordad vuestra promesa!

Esa misma mañana, Annette había ido a decir a la gran

casquivana, y de parte de la Cría-Reseda, que Ambroise no de-

nunciaría al Sr. de Esbly, pero, aparte de que el mayordomo no

le inspiraba ninguna confianza, otras personas podían reconocer

al aristócrata, y la muchacha se despidió en estos términos del

mártir:

–¡Vigilad, Lionel, vigilad!

Abandonando la calle Boursault, la Srta. de Haut-Brion

regresó a su palacete de la avenida de Antin, donde, algunos

instantes más tarde, se le anunció la visita de lord Fenwick.

Reginald acababa de instalarse en un palacete magnífico,

en la avenida de los Campos Elíseos, y al mismo tiempo le había

tomado un cariño fraterno a la amante del banquero Le Goëz, y

al mismo tiempo mantenía una amistad especial con el vizconde

Arthur de La Plaçade. Los dos hombres casi siempre estaban

juntos: se les veía en el Bois, en el teatro, en los restaurantes

nocturnos, y el bello Arthur, ese mujeriego, a favor de Reginald,

parecía olvidar el sexo que le valió numerosas gangas y le pro-

metía muchas más nuevas y abundantes, gracias a su madura

novia, la Sra. de Sainte-Radegonde.

En cuanto a Fenwick, pensaba en el matrimonio, y juraba

asombrar a Paris, mediante una unión no banal.

Mientras esperaba, se divertía en el Egipcio, en el Bol de

Oro, o en el burdel de la Martignac, o en las bambalinas de las

Fantasías-Parisinas, siempre seguido de su amigo rubio.

Reginald era uno de los asiduos de Cloé y, hoy, en esa vi-

sita matinal, como para las demás gestiones, bajo la habitual

ingesta de whisky o ginebra, no sabía si iba a ver a Berthe Ver-

Page 106: La gran casquivana

106

nier, la puta del abrigo del burdel Martignac, o a la Srta. de

Haut-Brion, la sobrina de Tiburce Géraud, o Lilas, la amante del

banquero.

Ella lo dejaba con su inseguridad, se reía de sus dudas, de

sus reticencias, de sus prodigiosas confusiones, y, él, la colmaba

de flores y joyas, admirando en una misma persona la voluptuo-

sa trinidad.

Lilas fue a reunirse con el millonario inglés en el salón, y

le tendió la mano:

–Buenos días, lord; ¿habéis madrugado hoy?

Fenwick vestido de ciclista elegante, con camiseta y culote

de paño gris, amplio cinturón de seda negro, largas medias a

cuadros, zapatos de cuero, y, bajo un brazo, un sombrero, depo-

sitó un beso sobre la mano de la bella:

–Vengo en bicicleta, y en este tiempo glacial, desde Ver-

salles…

–¿Solo?

–No, con la Plaçade… Mi amigo no ha querido subir y re-

gresa a la calle de Atenas…

–¡Eso lo comprendo!

–Hace un frío de mil demonios… Permitidme sentarme

junto al fuego… ¡No siento las piernas!

–Deberíais llevar una manta enrollada en vuestra máqui-

na…

–¡Ah! yes, la manta!

Y sentado ante la chimenea de mármol rosa, iluminado por

un fuego de madera, Reginald creyó haber encontrado el medio

de asegurarse por fin de la personalidad de la gran casquivana.

Dijo, risueño:

–¡Si vos no me hubieseis hurtado mi abrigo, no me vería

reducido a una simple camiseta!

–¡Todavía con esa desagradable historia!

–Veamos, mi pequeña Lilas, sed gentil y respondedme cla-

ramente de una vez por todas… ¿Vos sois Berthe Vernier, ver-

dad?

–¡Bueno, no del todo!

Page 107: La gran casquivana

107

–Entonces, no eráis vos la que, una noche, en la que yo es-

taba un poco borracho…

–Eso de un poco borracho no es ninguna pista… Vos lo

estáis siempre.

–Me cogisteis mi abrigo… en el…

–¿En el… qué?

El inglés buscaba una palabra decente para designar el

burdel de Martignac y, al no encontrar ninguna, farfulló:

–En el lu… en el lu…panar…

–¿Yo, en el lu… en el lu…panar?... ¡Habéis perdido la ca-

beza!

Reginald se levantó:

–¡Asombroso!... ¡Jamás he visto tal parecido!... ¿Entonces,

si vos no sois Berthe Vernier, sois la Srta. de Haut-Brion?

–Decidme pues, mi querido Reginald, ¿vos no vendréis a

mi casa, a las once de la mañana, para decirme tonterías?

–¡Oh! ¡no!... Tengo una noticia que daros… Le Goëz…

–¿Y bien, qué ocurre con Le Goëz?

–Solicita de mí un préstamo de doscientos cincuenta mil

francos…

–¿Y se lo concederéis?

–¡Creo que no!

–¡Eso no es muy gentil de vuestra parte! Jacques a menu-

do os ha ayudado en vuestras horas bajas, pues no siempre hab-

éis sido millonario…

–Yo era una inversión segura, mientras que él… ¡Le Goëz

está arruinado!... ¡Antes de quince días, será ejecutado en la

Bolsa!

Una voz de chiquilla subió del patio y cantó la serenata del

Passant:

Querida, he aquí abril,

El sol regresa del exilio;

Todos los nidos están protestando,

El aire es puro, el cielo ligero,

Y por todas partes se ve nevar

Plumas de tórtolas!...

Page 108: La gran casquivana

108

Cloé se estremeció:

–¿Escucháis, Reginald?

–Sí… Una mendiga… ¡Olvidaos!... ¡Id a arrojarle un luís!

La cortesana se precipitó a la ventana:

–¡Olga!... ¡Es Olga! – gritó la Señorita de Haut-Brion, va-

cilante.

–¿Olga? ¡No la conozco! ¿Quién es esa Olga? – dijo el jo-

ven insular, asombrado.

Vivamente, la gran casquivana bajó por la escalera, atra-

vesó el patio, abrió la puerta que el criado había cerrado y ex-

ploró la avenida, blanca de nieve.

¡Nadie!... Sin embargo, la hija del marqués estaba segura

de haber oído la voz de su joven hermana, y no se equivocaba:

Olga Lagrange acababa de entrar en una casa donde el portero,

más hospitalario que el criado de la gran casquivana, le permitió

cantar en el patio.

La Srta. de Haut-Brion despidió a Fenwick, que partió en

bicicleta. Sola, ella continuaba inútilmente buscando.

Olga había desaparecido. Toda la jornada, con los pies en

la nieve, aguantando desaires y algunas veces insultos, la Srta.

Lagrange iba de casa en casa, cantando la serenata del Passant,

donde, cruel ironía, anunciaba la llegada de los buenos días:

Querida, he aquí abril…

Por desgracia, en lugar de plumas de tórtolas, en el cielo

revoloteaban copos helados y brillantes, y los burgueses temían

abrir sus ventanas para arrojar un óbolo a la mendiga.

Pero, como siempre se encuentran personas buenas y cari-

tativas, la Srta. Lagrange ganó ese día para calentarse y comer

en su cuchitril del Conejo Coronado.

Cuando se dirigía hacia la Villette, ya era de noche, y co-

mo, para ir hacia su hotel, atravesaba la feria de Montmartre,

apresurando el paso, molesta por encontrarse en medio de esa

Page 109: La gran casquivana

109

algarabía, una voz de hombre le gritó desde lo alto de una tari-

ma:

–¡Hola, novia mía! ¡Hola, querida! ¿Todo va bien?

Sin detenerse, volvió la cabeza y reconoció a Pierre Jugot

que le brindaba una sonrisa.

El saltimbanqui, en uniforme de general húngaro, llevaba,

a la luz de algunas lámparas humeantes, la parada delante de su

establecimiento e indicaba, con una espada, el cuadro que repre-

sentaba a Azor en sus ejercicios humanos.

La pequeña cantante huyó a través de los abucheos y risas

de los pillos y, al llegar al hotel del Conejo Coronado, encontró

una casa agitada y ruidosa.

Denise, la patrona, profería juramentos y gritos de angus-

tia; Olga se informó de la razón de ese dolor y supo que

Gérôme, bajando un tonel a la bodega, se había herido grave-

mente.

De inmediato, la Srta. Lagrange ofreció sus servicios; la

cabaretera se negó a admitirlos… El doctor Nikador había pues-

to un vendaje, y, por la noche, un poco más tarde, regresaría a

ver al enfermo.

Olga subió a su sexto piso, con los oídos zumbando con el

nombre que Denise acababa de pronunciar… ¡Nikador! ¡Doctor

Christian Nikador!... Desde el internamiento de su madre en

Sainte-Anne, ella soñaba con Nikador, y, el médico, ignorante

del parentesco de los Naumier con Ambroise, permanecía sin

noticias de las damas Lagrange, de la madre encerrada, de la

hija, que, vergonzosa, iba a cantar para vivir en los patios leja-

nos y regresaba a la caída de la noche.

En su buhardilla, la segunda hija del marqués de Haut-

Brion encendió el brasero, y, tras haber cenado un mendrugo de

pan y una manzana cocida, se puso a leer un misal, a la humilde

claridad de una lámpara de petróleo.

Las horas pasaron, pero Olga no pensaba en acostarse. Los

ruidos del bulevar llegaban hasta ella, disminuyendo a medido

que la noche avanzaba; primero fueron los tranvías los que dis-

Page 110: La gran casquivana

110

minuyeron sus intensidad; luego, el rodar de los fiacres3 se

hicieron menos numerosos, y más tarde, el silencio reinó, inte-

rrumpido, de vez en cuando, por los silbidos de los merodeado-

res y las discusiones de los borrachos.

La Srta. Lagrange había distinguido, en la escalera y sobre

el rellano, los pasos de Pierre Jugot y de su mono: el hombre y

la bestia acababan de entrar en la habitación contigua que les

servía de habitación y establo.

La pequeña cantante cerró su libro y se arrodilló cerca de

la cama para una última oración, donde ella asociaba dos nom-

bres, el de su madre, pidiendo a la Virgen un pronto regreso, y el

del doctor Nikador.

De repente, se sobresaltó… Una llave chirriaba en la ce-

rradura de la puerta…

Entonces, la Srta. Lagrange, de pie, gritó:

–¡Os equivocáis!.... ¿Quién está ahí?

–¡Es Jugot, mi bella! – exclamó la voz enorme del saltim-

banqui – Azor está conmigo; ¡vamos a divertirnos!

Buscaba con la mirada un arma para defenderse y gritaba:

–¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!

Pero, Jugot, que continuaba con su intento de forzar la ce-

rradura, respondió:

–¡Vamos, nada de gritos! Están demasiado ocupados con

Gérôme para escucharte!.... ¡El doctor está allá abajo!... ¡Solo

falta el Cebolla! ¡Menuda vidorra se pega ese tunante!... No se

le ve desde hace tres días por el Conejo!

Y a su mono:

–¿Estás contento, Azor, de ir a hacer una visita a una seño-

rita?..... ¡Echas de menos a las babuinas!... ¡Ya sabes, nada de

tonterías!.... Nos hemos jugado a los chinos a la señorita y he

ganado!... ¡Ella es mi novia y quiero que la respetes!... Azor,

querido Azor, ¡tú serás mi padrino de honor!

Olga, perdida, trataba de obturar la puerta, con su cama,

pero Jugot rechazó el obstáculo y entró, seguido de la bestia.

3 Carruajes equivalentes a los taxis de hoy en día (N. del T.)

Page 111: La gran casquivana

111

Azor tenía en su velluda mano una vela encendida; el sal-

timbanqui, en mangas de camisa, dejó pasar el mono y cerró la

puerta.

–¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro! – gemía Olga.

Pierre Jugot se reía:

–¡Gritas en vano, mi bella!... Todo el mundo en la casa

está pendiente de Naumier!... ¡He elegido mi ocasión!

La Srta. Lagrange le suplicaba, con las manos jutas… Pe-

ro, ¿cómo enternecer a un tigre?

Un tigre, en efecto, ese bruto humano, con sus ojos llame-

antes y su boca roja de lujuria, dispuesto a saltar sobre su vícti-

ma, mientras que, Azor, de pie, con el brazo tendido, en la pose

de una estatua de bronce, iluminaba al vencedor de los chinos.

El hombre había agarrado a la joven en sus brazos; el

orangután, celoso, se precipitó sobre su amo, y se produjo entre

ambos seres una lucha inmisericorde.

Olga, al límite de sus fuerzas, gemía, desvanecida, en me-

dio de la habitación.

Para arrojarse libremente sobre el hombre, el mono había

lanzado su vela encendida sobre la paja, y ahora todo ardía.

Los dos enamorados no veían nada, no sentían nada; se

lanzaban, se retorcían, se desgarraban; la atmósfera se volvía

sofocante, el fuego alcanzó las cortinas, y, bajo una lluvia de

brasas, quemando los cabellos de Jugot y la pelambrera de Azor,

los luchadores olvidaron a la joven desvanecida y su disputa,

abrieron la ventana y desaparecieron bajo los techos.

En ese momento, la puerta volaba en un estallido, y el

doctor Nikador surgía dentro de la habitación; tomó a Olga entre

sus brazos, apagó las llamas que comenzaban a morder las fal-

das y atravesó el incendio, cargado con su fardo vivo, mientras

que la Naumier, sus sirvientes, sus inquilinos y sus vecinos gri-

taban al unísono “¡fuego!” en el bulevar de La Villette, delante

de la linterna del Conejo Coronado y veían descender del tejado,

sanos y salvos, y en una ayuda recíproca y fraternal, al hombre y

al mono.

Page 112: La gran casquivana

112

Pero el incendio aumentaba; la techumbre de desmoronó

y, por la mañana, como se ignoraba el salvamento del doctor

Nikador, los periódicos anunciaron que la Srta. Olga Lagrange

había muerto entre las llamas… No se había encontrado nada de

ella, absolutamente nada…

La Srta. de Haut-Brion lloró a esa hermana desconocida y

retomó su vida de gran casquivana.

Page 113: La gran casquivana

113

VI

EL BANQUERO JACQUES LE GOËZ

De pie, ante la caja fuerte abierta, en su despacho del bu-

levar Saint-Germain, el banquero Jacques Le Goëz parecía alte-

rado, y, a su lado, los cabellos canos, el rostro pálido y gafas con

montura de oro, se encontraba Léopold Delpuget, un hombre de

sesenta años, el cajero principal de la casa.

–¿Entonces, eso es todo, Delpuget? – preguntó el banque-

ro, mostrando con gesto triste algunos cilindros de oro y unos

fajos de billetes sobre la base de cobre.

–¡Absolutamente todo, Señor Le Goëz!

–¿Cuarenta mil francos?

–¡Y cincuenta y cinco céntimos!– rectificó el viejo em-

pleado que le gustaba hacer gala de una rigurosa exactitud en

sus cuentas.

–¿Nada más en el Banco de Francia?

–Nada, Señor.

–¿Qué cobertura tenemos hoy?

–Treinta mil quinientos…

–Lo que nos da, en todo caso, setenta mil quinientos fran-

cos…

–¡Y cincuenta y cinco céntimos!– dijo el cajero, impertur-

bable.

Le Goëz estaba nervioso:

–¡Dejadme en paz con vuestros céntimos!... ¿Cuánto ten-

éis que pagar mañana, 15 de diciembre?

–Doscientos veintisiete mil francos.

–De donde resulta que nos falta…

Page 114: La gran casquivana

114

–Ciento cincuenta y seis mil quinientos francos, sin contar

los sueldos retrasados de los empleados y una factura de tres mil

de la Señorita Lilas…

–¡En el nombre de Dios!

El banquero dio una violenta patada a la puerta de la caja

que respondió con un ruido metálico:

–¿Qué podemos hacer, Delpuget?.... ¿Qué hacer, amigo

mío?

–¡No lo sé, Señor Le Goëz! – dijo el cajero, rascándose la

cabeza.

–¡Entonces, esto es el fin!... ¡La liquidación judicial, la

bancarrota, tal vez! – estalló el mantenedor de la gran casquiva-

na – ¡No tengo más que presentar mi balance!

Delpuget había sacado de su bolsillo un papel doblado en

cuatro, y se lo presentó al jefe:

–Ya lo había preparado por adelantado… Aquí está…

Furioso, Le Goëz arrancó el documento de las manos de

su empleado, y, tras haber arrojado sobre el papel una rápida

ojeada:

–Pasivo: dos millones ochocientos mil francos…

–Y activo – continuó sin pestañear el cajero principal – un

centenar de miles de francos, a lo sumo, si añadimos un crédito

dudoso…

Le Goëz se paseaba a grandes pasos por su despacho:

–¡Que haya con que satisfacer el vencimiento de mañana,

y luego ya pensaremos!

–¡Sí, como piensa, por desgracia, después de cuatro meses,

vistiendo a Pedro para desvestir a Jean!... Excusad, Señor, pero

la situación es imposible y debo deciros la verdad…

Sentado en el despacho, el amante de Lilas trataba de le-

vantar el ánimo:

–Mi viejo Léopold, no puedo presentar mi balance… así…

ahora… sin intentar un último esfuerzo… Veamos, Léopold,

veamos… Delpuget, vos sois un hombre con mucho sentido

común… ¿Qué haríais en mi lugar?

–¡Oh!... yo… – vaciló el cajero.

Page 115: La gran casquivana

115

–¡Hablad, hombre!

–En primer lugar, yo no hubiese dilapidado cerca de un

millón y medio de francos con una gran casquivana, llamada

Lilas, y no me divertiría perdiendo más de dos millones en el

juego y en la Bolsa…

–¡Yo no os pregunto lo que no habríais hecho!... Os pre-

gunto lo que haríais ahora, en la situación que me encuentro.

Delpuget miró al patrón, y, con gran calma:

–Me pegaría un tiro…

Jacques se encogió de hombros:

–¡Solo los imbéciles, los cretinos, los idiotas se matan!...

¡Es el viejo juego!... ¡Nada de eso!...

–¡Entonces, salir pitando! – dijo el subalterno, siempre frío

y serio.

El amo no se percató de la ironía del cajero principal, arti-

culando esas palabras, y lo consideró un consejo afectuoso:

–Sí, es una posibilidad… Pero tanto como en París, en tie-

rras extranjeras se necesita dinero para vivir, y ya no tengo…

¡Además no quiero abandonar a Lilas!

–Pues bien, señor, tomad prestados los ciento cincuenta y

seis mil francos indispensables para vuestro desembolso de ma-

ñana… La Señorita Lilas debe tener unos buenos ahorros desde

que os expolia.

–¡Delpuget, vigilad vuestras palabras! – reprendió el amo.

Y de repente, suavizado:

–¡No, jamás! ¡Sería darle a conocer mi situación! Y

además, ella no tiene ni un centavo, ¡la pobre adorada! ¡Su tren

de vida le cuesta caro!... Ella gasta el dinero a medida que yo se

lo doy… ¡No me gusta, pero Lilas es un auténtico desaguadero!

–¡Dirigíos a lord Reginald Fenwick!

–¡Ya le he escrito y se ha negado!... ¡Un egoísta, un ingra-

to, al que tantos y enormes favores le he hecho!

–¿Y el Señor Jacob Neuenschwander?

–Ya le debo mucho, y exigirá garantías… Pero, vos, Del-

puget, vos debéis tener ahorros, amigo mío…

Page 116: La gran casquivana

116

A pesar de su severidad habitual, el cajero esbozó una son-

risa:

–Tengo una modesta villa en Chaville… una quincena de

cientos de francos en la Caja de Ahorros, y dos obligaciones de

la Ciudad de Paris…

–¡Perdido! ¡Estoy perdido! – rugió el banquero.

Y continuó su paseo a través del despacho, hablándose a sí

mismo, gesticulando, vociferando, golpeando las sillas, los

sofás, todos los objetos que encontraban a su paso; pero, brus-

camente, su rostro se serenó con una idea que le atravesó el espí-

ritu, y, solemne, se detuvo ante el cajero principal:

–¿Léopold Delpuget, hace veinticinco años que sois mi

empleado en el banco, verdad?

–Veinticinco años y catorce días, Señor Le Goëz.

–De pequeño funcionarios, habéis llegado a ocupar hoy el

primer puesto después de mí, gracias a vuestro trabajo, a vuestra

inteligencia, a vuestra probidad…

–¡No he cumplido más que con mi deber, Señor y querido

patrón! – dijo el cajero, no sabiendo a donde quería llegar el

amo.

–Amigo mío, vos habéis cumplido más que vuestro deber,

y ya es hora de que seáis recompensado…

Léopold pensó:

–¡Este no es para él el momento de prodigarse en bonda-

des!

Y el banquero continuó, muy amable:

–Tenemos cuarenta mil francos en esta caja…

–Y cincuenta y cinco céntimos…

–Sí… ¡y los céntimos!... De esos cuarenta mil francos,

vais a tomar veinte mil… ¡yo os los doy!

¿Acaso el jefe se había vuelto loco?

El empleado lo observó con preocupación, pero no había

ningún indicio en Le Goëz que sugiriese alienación mental, e

incluso una sonrisa amable se dejaba mostrar en sus labios.

Léopold se defendió:

Page 117: La gran casquivana

117

–¡Oh! Señor le Goëz… ¿Estáis de broma?... Tal generosi-

dad… en víspera de la quiebra…

–¡Esperad!... Vais a tomar esos veinte mil francos e iros

esta misma noche a Bélgica… solamente dejaréis en la caja una

carta a mí dirigida, y esa carta dirá que partís llevándoos

600.000 francos. ¿Comprendéis?

–Sí – balbuceó Léopold – comienzo a…

–Mostraré vuestra carta a mis acreedores… Me justifi-

carán… Obtendré tiempo… y mi honor estará a salvo…

–¿Y el mío, querido señor? – preguntó el viejo empleado,

mostrando cierta altivez.

–No os denunciaré y no os deberéis preocupar.

–Pero seré considerado un funcionario infiel… un

ladrón… ¡Ah! Señor Le Goëz, ¡no os creía tan canalla!

–¡Y yo no os imaginaba tan estúpido!... ¿Entonces os neg-

áis?

–¡Con indignación, y no permaneceré ni una hora más ba-

jo vuestras órdenes!

Se iba, agitando en un movimiento de horror su cabeza

blanca.

Jacques lo llamó:

–¡Delpuget!

–¿Señor?

–¡Era una broma, amigo mío!... He querido poneros a

prueba… Pero, no contéis nada a los demás…

Y, Delpuget, soberbio:

–¿Quién conociéndome, podría admitir que os habéis atre-

vido a hacerme semejante propuesta?

A esa lección de honestidad, el banquero volvió a decir:

–Una broma… poneros a prueba…

Pero el cajero había desaparecido en la habitación conti-

gua.

Allí estaban una decena de empleados, detrás de los mos-

tradores, trabajando o haciendo que trabajaban, mientras espera-

ban el regreso del cajero principal, que había sido llamar por el

patrón.

Page 118: La gran casquivana

118

–Y bien, papá Delpuget – preguntó un grueso y rojo mu-

chacho, jefe de descuentos, – ¿el jefe no está contento?... ¡Estáis

muy pálido!

Delpuget no respondió nada, esclavo del secreto profesio-

nal; regresó a su despacho, se colocó las mangas de lustrina ne-

gra, plantó sus gafas de oro sobre su nariz, y se puso a trabajar,

queriendo dejar en orden sus libros contables, antes de abando-

nar, para no volver más, esa casa, antaño solvente y honorable,

hoy, quebrada y vergonzosa.

¿Qué sería del infeliz y honrado hombre, con sus dos

jóvenes hijas, Fanny y Emma, una empleada subalterna en el

teléfono de Versalles, y la obra buscando trabajo?

En su despacho, Le Goëz meditaba, y negros pensamien-

tos lo trasladaron a la época del asesinato de su esposa. Era allí,

en aquella estancia, donde la Sra. Eléonore había sido golpeada

odiosamente por el rufián en levita. ¡Nada había cambiado! Se

veía el mismo mobiliario de una riqueza burguesa, la misma

alfombra, sobre la cual, a pesar de los reiterados lavados, todav-

ía subsistían las manchas de sangre de la víctima, y la misma

caja fuerte, objeto de la codicia del asesino y de los demás mise-

rables que lo sorprendieron: Llega al Pie, el Gran-Maca y el

Rizos. ¡Oh! ¡esa caja!... La noche del crimen, aparte del millón

entregado a Géraud, encerraba numerosos e importantes valores,

y, hoy, solamente abrigaba una cuarentena de miles de francos,

¡la última chatarra!

Millones habían sido devorados por los agentes de bolsa,

en las timbas del Cosmpolitan-Club y en el Maelstroëm4 de la

gran casquivana.

Ya no había más crédito por ninguna parte; reclamaciones

por todos lados, y, mañana, ¡la ruina!

4 En español y otros idiomas, muchas veces Maelstrom se usa como

sinónimo de remolino gigante. Es por tal motivo que la palabra Maelstrom

aparece en diversos contextos para hacer metafóricamente referencia a dife-

rentes asuntos u objetos que sugieren grandes fuerzas que absorben todo lo

que encuentran a su paso. (N. del T.)

Page 119: La gran casquivana

119

Esa suma de ciento cincuenta y seis mil francos que, anta-

ño, para Le Goëz, representaban una simple partida de bacarrá,

le parecía colosal en la hora de la deriva – y los necesitaba, a

todo precio. ¿Pero, a quién pedírselos?... ¿dónde tomarlos?

Y el viejo pensó en el baile que daba, esa misma noche, su

amante. Todavía una decena de miles de francos, salidos o a

salir del bolsillo del Señor! ¡Oh! El Sr. haría un paripé en la casa

de la Avenida de Antin, con la preocupación de la ruina y la

obligación de cumplir su rol de señor y amo, de divertirse, de

agasajar de adular a un montón de parásitos de ambos sexos que

reirían, beberían, comerían, bailarían y gozarían tal vez de su

amante – sino de él mismo– y, en cualquier caso, sobre sus rui-

nas.

Pero el banquero se dijo que, en esos bailes galante-

mundanos de Lilas, se jugaba un bacarrá importante: lord Regi-

nald Fenwick, el usurero Jacob Neuenschwander, el príncipe

Dimitri Vorontzow jugaban a banca abierta. Pues bien, el tam-

bién, jugaría duro con los invitados millonarios, y como los cua-

renta mil francos de la caja no bastarían para batallar favorable-

mente en tal partida, a pesar de los temores exagerados ante el

viejo Léopold, él iría, ese mismo día, a «desplumar» a lord

Fenwick y a Jacob Neuenschwander.

A las doce, el honrado Delpuget fue a hacer al patrón la

entrega comercial de los libros, y Jacques lo despidió en estos

términos:

–¡Se verificará, y los pasaréis a la caja el 31 de diciembre

de los corrientes!

–Pero, Señor…

–¡Podéis iros!

Hacia las dos, al final de un buen almuerzo en el Egipcio,

como la jornada invernal era esplendida, Le Goëz llegó a pie, a

la calle del Bel-Respiro, al domicilio particular del banquero

Jacob Neuenschwander, un rey de la usura,–un rey joven y bri-

llante, pues el viejo y ajado usurero, imaginado por Balzac, ha

dado lugar a unos estetas bien vestidos y encantadores.

Page 120: La gran casquivana

120

Jacob vivía en un pequeño palacete, entre patio y jardín, y,

a continuación después de haber escalado el perrón de gres rosa,

y atravesado una antesala poblada de obras de arte, plantas y

flores, Le Goëz fue introducido en el salón donde un criado en

frac y pantalón corto le rogó que esperase.

El visitante pudo examinar el salón que parecía más bien

el recibidor de una amante que el despacho de un hombre de

negocios y de un prestamista.

En la antesala había mármoles, bronces, y por todas partes

flores y plantas. Los asientos estaban tapizados de seda rosa

clara; las ventanas, con cortinajes a la italiana de satén y enca-

jes; las paredes pintadas de blanco y enmarcados en oro colga-

ban maravillas de Watteau y de Boucher. Unas estanterías se

enorgullecían conteniendo raros bibelots, de Saxe y de Sevres, y

sobre una tarima tapizada de terciopelo rosa y blanco, los colo-

res haciendo juego con el domicilio, se veía un piano de cola de

uno de los más ilustres fabricantes. ¡Oh! ¡nada que no envidiase

una tienda de antigüedades! Ninguno de esos objetos podrían

encontrarse juntos excepto en casa de los colegas usureros de

Jacob Neuenschwander.

El joven judío se autoproclamaba banquero, pero no traba-

jaba con cuentas de valores y su principal industria era prestar

sobre hipotecas, sobre todo a las mujeres de mundo, a las actri-

ces y semimundanas: lo que no le impedía en absoluto ser reci-

bido en la mejor sociedad y negociar codo con codo con los al-

tos jerarcas de las finanzas y la política.

Risas de mujeres procedían de la habitación vecina, entre

choques de vasos y de cubiertos, y el amante de la gran casqui-

vana, que no estaba de buen humor, comenzaba a impacientarse

en la calidez del salón mundano, cuando la puerta se abrió y

Neuenschwander corrió hacia el visitante, con las manos tendi-

das.

–¡Ah! mi querido Le Goëz, ¡estoy atribulado por haberos

hecho esperar¡

En chaqueta de terciopelo azul, pantalón de franela blanca,

y pantuflas de cuero, con su barba negra y sedosa, su cabellera

Page 121: La gran casquivana

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oscura, ojos brillantes, nariz aguileña, pero sin exageración, más

bien bajo, pero elegante, Jacob, de veinticinco años, encarnaba

al esnob vividor y comerciante.

Él repitió:

–¡Atribulado! ¡Atribulado! Pero, comprended… ¡las muje-

res…. ante todo!

–Es cierto… He creído oír…

El judío engominado se echó a reír:

–¡Oh! ¡No es ningún misterio!... Vos las conocéis… Mat-

hilde Romain, de las Fantasías-Parisinas, y su compañera Blan-

che Latour, las protagonistas del Triunfo de Venus!... ¡Qué éxito,

el Triunfo!... ¡Setecientas u ochocientas representaciones, y va

para más! ¡No se aburre Victor Le Templerie! ¡Y qué mujer,

esta Blanche!… ¡Aún más sugestiva fuera que dentro del teatro!

–¿Es qué…

–¡No, todavía no!... ¿Habéis observado la elegancia de su

vestido?... Y sus medias. Hay que ver… ¡Maravillosas!

–¿Ella os ha mostrado… sus medias?

–¡Oh!... ¡por negocios!

–¿Cómo por negocios? – preguntó Le Goëz, intrigado.

–¡Dios mío, sí!... Esa pobrecilla necesitaba cincuenta lui-

ses, y como sus joyas le son indispensables para ir esta noche al

baile, quería pedir prestados los mil francos sobre sus medias…

–¡Curiosa idea!

–¡No es tan extraña! ¡Esos encajes, por lo bajo valen cinco

o seis mil francos!... ¡Un punto de Alençon magnífico!... ¡Nego-

cio seguro para el prestamista!

–¿Así que vos le habéis entregado sus cincuenta luises a la

muchacha, y habéis colgado sus faldas en vuestro armario?

–¡No! Le he prestado los cincuenta luises y le he dejado

sus medias.

–¡Bravo, Neuenschwander!

–¡Os sorprendéis, Señor, porque no me conocéis!... Me ha

ocurrido, en casos semejantes, retener la prenda, pero, hoy es

viernes y…

–¿El día de Venus?

Page 122: La gran casquivana

122

–¡Señor, tengo tres a la semana!

Jacques Le Goëz iba pedir explicaciones por esta respues-

ta, donde él veía un vulgar libertinaje, cuando Blanche Latour,

curiosa, pasó por la puerta su rostro rubio y travieso.

–Decidme, Señor Jacob, si tenéis para mucho rato Mathil-

de y yo nos vamos.

Y reconociendo al banquero del bulevar Saint-Germain,

uno de los asiduos de las Fantasías-Parisinas.

–¡Señor Le Goëz! ¿Cómo estáis?

Ella entró en el salón, seguida de Mathilde Romain, y la

habitación se llenó de un fuerte olor a perfume, emanando de

sus cuerpos y sus vestidos.

Las actrices intercambiaron un saludo con el amante de la

gran casquivana, y Blanche dijo:

–Precisamente, hablábamos de Lilas y de vos… Parece

que esta noche va a haber una buena diversión en el palacete de

la Avda. de Antin.

–¡Eso espero!

–He visto, en casa Vestris, el vestido que llevará Lilas –

dijo Mathilde – ¡Es ideal!

–¡Sí, pero cuesta doce mil francos! – dijo la Señorita La-

tour.

–¿Doce mil francos? – gruñó Jacques.

Blanche rió en su cara:

–¡Si Lilas observase vuestra mueca, os enviaría a paseo!

¡Oh! estos hombres son todos iguales! ¡Si de ellos dependiese,

nos dejarían caminar completamente desnudas!

–¿Eh? ¡Eh! – sonrió Jacob – ¡eso tendría su encanto!

–¡La Templerie nos lo ha prohibido, fuera del teatro!

Neuenschwander rogó a las señoritas que acabasen el

champan en el comedor y, ya solo junto a Le Goëz, preguntó:

–Ahora, decidme, querido señor, el motivo de vuestra visi-

ta, pues supongo que el placer de verme no será lo único que os

haya traído a mi casa, tan lejos, a la hora de la Bolsa.

–¡Claro que sí! ¡Claro que si! – balbuceó Jacques, turbado

– Paseaba por aquí… He subido… ¡y aquí estoy!

Page 123: La gran casquivana

123

–¡Es muy amable, realmente! – dijo Jacob, incrédulo –

¿Queréis un cigarro?

–No, gracias… Pero permitidme una pregunta.

–¡Adelante, querido amigo!

–¿Por qué cuando me sorprendía antes de que hubieseis

prestado a Blanche Latour cincuenta luises sin garantía, me hab-

éis respondido: «Porque hoy es viernes»?

–No tenía otra respuesta que daros, y, añadiendo: «Tengo

tres por semana», no quería en absoluto establecer, como vos lo

suponéis, una alusión al único homenaje a Venus… El viernes,

yo me inclino a la izquierda, al lado del corazón, «al lado de

mamá», si preferís…¿Comprendéis?

–¡No del todo!

–Esto es; hay en mí dos hombres; el hijo del israelita Sa-

lomon Neuenschwander y el de la católica Marie -Louise Mon-

turier; de mi padre heredé, aparte de su fortuna, un espíritu mer-

cantil que hace de mi un ser con ánimo de lucro, amante del

dinero por el dinero; mi madre, me ha legado sus gustos genero-

sos, su sed de placer y de gran vida… Se me cree rico, mi queri-

do Señor Le Goëz, porque se me ve trabajar como un negro,

como hombre de negocios, y bien, no se equivocan! El «lado

mamá» dilapida todo lo que el «lado papá» le cuesta tanto traba-

jo ganar! Los lunes, martes y miércoles, soy un sucio judío, y

pelaría un huevo; los jueves, viernes y sábados, me convierto en

el más amable de los hombres y dejo a las mujeres sus ligas y

medias, adelantándole incluso la pasta.

–¿Y los domingos?

–¡Los domingos, no se hacen negocios y permanezco neu-

tro!

Le Goëz pareció interesarse mucho por el doble estado de

alma de Neuenschwander, y se interesaba más por el objeto de

su visita.

Dijo con toda despreocupación:

–Había venido, amigo mío, a recordaros que esta noche

hay un gran baile, cena, partida abierta en casa de Lilas, pero

Page 124: La gran casquivana

124

puesto que vos estáis en vuestros días de dispendio, tengo ganas

de pediros un favor…

–¡A vuestra órdenes, querido amigo!

–¡Oh! una bagatela… treinta mil…

–¡Diablos! ¿Cómo? ¿Vos, Jacques Le Goëz, necesitáis

treinta mil francos…. ¿Hasta ahí habéis llegado?

–He prometido esa suma a mi amiguita, y he olvidado to-

marla en mi banco…

A Neuenschwander, ya inquieto sobre la situación del visi-

tante, le preocupaba aumentar la deuda y, a pesar de esa jornada

de «Viernes», rechazó, prometiendo asistir al baile de la Gran

casquivana. Luego, fue a unirse con las dos actrices en el come-

dor, y los tres, a través de la alta ventana, vieron a Le Goëz que

se perdía por la calle del Bel-Respiro.

No sabiéndose observado, el viejo caminaba lentamente,

sus piernas vacilantes, el cuerpo encogido bajo la desgracia.

–¡Papá Le Goëz no parece encontrarse bien! – dijo Mat-

hilde Romain.

–Tiene el aspecto de un señor que se va a hacer saltar la

tapa de los sesos – añadió la que representaba el Amor en el

Triunfo de Venus.

Jacob dijo sardónico:

–¡O el aspecto de un pensionista de Mazas!

–¡Mira que es malo este Neuenschwander! – dijo Blanche

Latour… Yo encuentro muy elegante a Le Goëz… Se ha porta-

do muy bien con Lilas… ¡Pobre Lilas!... Ella no sabe nada de lo

que la amenaza… Tal vez habría que advertirla…

–¡Oh! ¡esta noche, no! – protestó Mathile – ¡Eso enfriaría

el baile!

Mientras Jacob y las dos actrices continuaban sus cotilleos

y sus melindres, Le Goëz llegaba a los Campos Elíseos, ante el

palacete de lord Reginald Fenwick.

Y cuando iba a franquear el portón, tuvo que dejar paso a

un coche que salía del palacete y era conducido por el joven

inglés con, a su izquierda, un criado negro.

Page 125: La gran casquivana

125

Reginald lo saludó sin detenerse, y el coche siguió a los

numerosos vehículos que, en esa bella tarde de diciembre, sub-

ían hacia el Arco del Triunfo o bajaban a la plaza de la Concor-

dia.

Se hubiese dicho un día de primavera; el sol brillaba en el

cielo azul; un calor duce salía de la tierra invernal. Pero, sin en-

tusiasmo por ese excepcional y bienhechor error de la naturale-

za, y, cansado de su larga e inútil caminata, el viejo se sentó en

la avenida, sobre un banco de hierro, y miró desfilar a los tran-

seúntes.

En un momento, una mano enguantada se posó sobre su

hombre, y volviéndose, Jacques percibió al vizconde Arthur de

la Plaçade:

–Veamos, Le Goëz,– dijo el aristócrata,– no podemos

permanecer eternamente enemistados.

–Es cierto,– respondió el banquero,– esperando tal vez del

chulo su resurrección.

–Voy a vuestro baile… ¡Mi excelente amigo lord Reginald

Fenwick me ha prometido reconciliarme con vuestra admirable

Lilas!

Se pusieron a caminar, brazo encima, brazo debajo, discu-

tieron proyectos financieros, y se separaron en la calle Royale,

con los ojos encendidos con sus ideas de grandeza.

Medianoche.- Los salones del palacete de la avenida de

Antin resplandecían de luces y flores; una orquesta zíngara eje-

cutaba danzas vertiginosas, y se podía observar una mezcla de

vestidos multicolores, de hombros desnudos, de cabelleras ru-

bias, morenas o pelirrojas, diamantadas y floridas, un torrente

alegre de terciopelos, de encajes de satenes, entre la banalidad

de los chalecos y los fracs negros.

¡Oh! se divertían en firme en casa de la gran casquivana

quien, siempre triste por la muerte de una hermana desconocida,

pero bonita y graciosa, con sus rizos rubios cayendo sobre su

vestido de damas blanco, circulaba por las inmensas salas, con

una frase y una sonrisa para cada uno de sus invitados.

Page 126: La gran casquivana

126

Se encontraba allí lo más granado de las actrices y las cas-

quivanas, toda la troupe galante de las Fantasías-Parisinas, a

excepción de la Cría-Reseda que todavía no se atrevía a correr

riesgos, y se podía admirar a Blanche Latour de azul, a Mathilde

Romain de rojo, a Louise de Tibermont, una rubita, en gasa ver-

de oscura, aderezada con platerías, y cincuenta otras profesiona-

les, de bellezas diversas y apetitos similares.

Entre una élite de escritores, de artistas, de sabios, de fi-

nancieros, de senadores, de diputados, de oficiales, de gente de

mundo, se distinguían lord Reginald Fenwick, el príncipe Wo-

rontzow, el doctor Hylas Gédéon, Victor La Templerie, Arthur

de La Plaçade, Jacob Neuenschwander, y, sobre todo, y por en-

cima de los demás, el arbitro de las elegancias parisinas y uni-

versales, el marqués Achille d’Artaban, llamado el Último Gi-

goló.

Se bailaba, se reía, se bebía, se flirteaba, se abrazaban.

Reginald Fenwick murmuraba a la gran casquivana, con-

duciéndola al buffet dispuesto en el jardín de invierno:

–¡Sí, vos sois la Srta. Cloé de Haut-Brion, y o os amo, os

adoro!... ¡Le Goëz está arruinado, perdido, y yo imploro la su-

pervivencia!

Lilas lo sabía archimillonario, magníficamente titulado, y

vacilaba en responder.

De pronto, un tumulto se hizo oír en los salones.

Un viejo vestido con un pijama, pantuflas de paño y gorro

griego, con los cabellos blancos y erizados, la mirada roja de

deseo, se precipitó, rechazando a los criados y aullando:

–¡Cloé!... ¡Cloé!... ¿Dónde está Cloé?...

Muchos invitados reconocieron en ese viejo al barón Ti-

burce Géraud e intentaron cortarle el paso; pero, ya, la Srta. de

Haut-Brion se levantaba, altiva, ante su tío:

–¡Aquí estoy, señor!... ¿Qué queréis?

–¡Te quiero a ti!... Soy tu pariente y tutor!... Tengo el de-

recho… sí,…sí…sí,,,,el derecho legal de obligarte a regresar a

mi palacete donde tu lugar está a mi lado!... Cloé, vas a obede-

cer, y yo… yo… yo… ¡te daré todo lo que la más ambiciosa de

Page 127: La gran casquivana

127

las mujeres puede desear!... En nombre de…en nombre de… en

nombre de la ley, ¡debes seguirme!

La gente se agrupaba alrededor de ellos, pero si voces ma-

liciosas y femeninas se elevaban a favor de Géraud, el príncipe

Vorontzow, al que Lilas había contado sus aventuras, tomó alti-

vamente la defensa de la ex Virgen del Arroyo, y una conven-

ción amistosa se produjo, gracias a La Plaçade, entre Le Goëz,

arruinado, y el millonario inglés.

Géraud farfulló:

–Clo… Clo… Cloé… Quiero casarme contigo…

La Srta. de Haut-Brion le arrojó:

–¡La más arrastrada de las casquivanas no podría casarse

con un monstruo de vuestra ralea!

Él rugió:

–¡Ah! desdichada ¿cuál es el hombre, sino yo, que, des-

pués de tu conducta, quisiera hacer de ti su esposa?

–¡Yo!–estalló Reginald.

Luego, adelantándose hacia Cloé:

–Sí, yo, Reginald Fenwick, lord y par de Inglaterra, si os

dignáis a aceptarme, hago el juramento ante todos y me caso

con vos!

Y en voz baja:

–Ahora sé a quién tengo el honor de hablar… Vos sois la

Señorita de Haut-Brion… ¡No hay error posible!

Las risas se elevaban, y el arquitecto Perrotin y su esposa

Nona-Colesia, que habían seguido a Géraud, arrastraban al vie-

jo, cuando el marqués Achille d’Artaban, muy distinguido en su

frac sedoso y florido con una gardenia en el ojal, esbelto y

apuesto, en la cuarentena, con una cabellera y unos bigotes ru-

bios y monóculo en el arco de la ceja izquierda, declaró:

–¡Es perfectamente correcto!

Todos se callaron. El árbitro de las elegancias, el último

Gigoló, había hablado, y la gran casquivana, nacida Haut-Brion,

podía convertirse en lady Fenwick.

Había hablado el Ultimo Gigoló y todo el mundo se incli-

naba ante su generosa iniciativa.

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129

VII

AMADO POR SÍ MISMO

El marqués Achille d’Artaban, ese amable aristócrata, ese

vividor desenfrenado, al que todo París llamaba «El Último Gi-

goló», tenía a los cuarenta años una única ambición: «ser amado

por sí mismo», y la realizaba con una gracia sonriente, una bra-

vura a toda prueba, y un extraordinario vigor.

En este fin de siglo, donde la elegancia desaparecía, don-

de, en la prisa de vivir y gozar, la galantería de los franceses se

desviaba hacia la inglesa y la americana, él representaba el tipo

más brillante de una raza en vías de extinción, la de los Lauzun,

de los Osmont, y, a las buenas maneras del príncipe de Sagan,

unía el valor aventurero del pobre marqués de Morés.

En las Memorias todavía inéditas del último Gigoló, se

podía leer

–Martín Lutero exponía seriamente a su compañía la ley

general del amor:

«In der Woche Zwier,

«Schadet nicht mir noch dir.»

(Dos veces por semana no le hace daño ni a mí ni a ti.)

No hay nada absoluto en la naturaleza y en los seres, y a la

máxima alemana, prefiero la divisa de los Périgoufino:

«Aïmo! Aïmo! Après du trabai, prin dô plazel tan qué pourrâ, sin la

«maniginssâ!»

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(¡Ama! ¡ama! ¡Después del trabajo, disfruta tanto como

puedas, sin artificios!)

El genio dramático, desde Shakespeare, Goethe y Molière

hasta Albert Monjot, el pasante de Bazinet, notario, evoluciona

entre 36 situaciones, y, en nuestros bulevares, los charlatanes

venden las 36 posiciones lujuriosas de la casa Martignac.

No siendo ni dramaturgo, ni novelista, lo ignoro y el espí-

ritu humano se ha reducido a los 36 ejercicios: la violación- el

asesinato- el abandono de un hijo – el adulterio – etc., etc., pero,

como gigoló, sé que nuestras grandes casquivanas tienen 36000

maneras de «funcionar», es decir de hacer el amor.

El Sr. d’Artaban ni era un «pelele», como los viejos

Géraud y Le Goëz, ni un «putero», como los cuatro hombreci-

llos que veremos cooperar en el mantenimiento de Blanche La-

tour, hoy, amante de un notario de la calle Royal; no era ni un

chulo galante como La Plaçade, ni un proxeneta lírico y empre-

sario como La Templerie, ni un rufián conyugal como Perrotin;

era un gigoló – un hombre guapo que no recibe nada de las mu-

jeres, salvo sus besos, y los cobra con flores, cenas, palcos de

teatro o de circo, paseos, y sobre todo con amor.

En Paris, hay gigolós en todas las clases sociales, desde el

criado que, el domingo, hace bailar a la criada para todo en el

baile Dourlan, y el humilde dependiente de modas que lleva al

aprendiz a la matiné del Moulin Rouge, y nuestros bravos sub-

oficiales hasta los simpáticos empleados de los despachos; pero

son seres vulgares cuyos rostros corrientes y sus pequeños tru-

cos se desvanecen ante la presencia de los Artaban, su carácter

complejo y su altiva figura esencialmente parisina. Todos los

demás son pigmeos al lado del Hércules de todos los gigolós.

¡Cuántas mujeres encantadas y seducidas por Achille, en

su juventud, desde París, por toda Europa, e incluso en el Nuevo

Mundo! Y, hoy, a pesar de la cuarentena, los cabellos teñidos y

los indicios de la presencia de patas de gallo, ¡cuántas conquis-

tas voluptuosas en los recibidores de las grandes damas, de las

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burguesas y de las artistas, o en su apartamento de soltero de la

plaza de la Trinidad!

El último Gigoló podía exclamar, según un refrán de mo-

da: «¡Ellas lo piden! ¡Ellas lo quieren!»

Pero en ese gran caballero, planeando por encima de su

esnobismo parisino y la abulia del bulevar, vibraba un alma ar-

diente y generosa, e, interesado por el príncipe Dimitri Voront-

zow con los dolorosos e inmerecidos infortunios de la ex Virgen

del Arroyo, el Sr. d’Artaban supo obtener la autorización del

matrimonio de la Srta. Cloé de Haut-Brion, aún menor, con lord

Reginald Fenwick.

Aún enamorado de su sobrina, y siempre esclavo de los

Perrotin, el barón Géraud dio su firma, ignorante lo que hacía, y

el arquitecto se felicitó al ver como se habían deshecho de la

rival de su legítima.

La Srta. de Haut-Brion tuvo por testigos el príncipe Vo-

rontzow y al marqués de Artaban; lord Reginald fue asistido por

su amigo el vizconde Arthur de la Plaçade y por el doctor Hylas

Gédéon; y, la boda, celebrada en la Embajada de Inglaterra, el

último Gigoló se honró de rodear a la aristócrata caída, pero más

bella que nunca en la redención y después del calvario, con una

corte de honor donde destacaban, además de los altos miembros

de la colonia inglesa y el subprefecto de Senlis y la Sra. Isabelle

de Lavarennes, su esposa, los aristócratas y las grandes damas,

amigos y amigas de Artaban, el duque y la duquesa de Louqsor

y la baronesa Huguette de Mirandol.

¡El viaje de novios, fue original! Un crucero por Italia y

Sicilia en el Brighton, el yate de lord Fenwick.

La noche de la partida, Cloé vio con estupor que la Plaça-

de los acompañaba en el viaje.

–¿Cómo? – dijo a su marido – ¿No estaremos solos?

–No, – respondió el inglés.– Llevo a Arthur. Nos distraerá

Ante esta excentricidad, lady Fenwick enrojeció, lamen-

tando tal vez ya la luna de miel – y el tren del P.L.M. trasladó a

los dos esposos y al rufián en levita.

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Achille había prometido a los recién casados reunirse con

ellos en Marsella, al regreso del crucero, y, durante su ausencia,

él continuó la vida alegre en su entresuelo de la plaza Trinidad,

en su vivienda artística y suntuosa.

Cuarenta años, cuarenta mil libras de renta. Excelente

edad y riqueza.

Hacia las diez de la mañana, el Último Gigoló despedía a

la bella con la que había dormido; luego, siempre acostado, leyó

su correspondencia y ojeó los periódicos. Se levantó a las once,

hizo pesas con una fuerza de Hércules y tomó una lección de

armas y un baño. Ingirió un bol de chocolate, se hizo vestir por

el japonés Yaki, su mayordomo, almorzó dos huevos y una chu-

leta, regada con una botella de Sauterne, un trozo de queso, una

manzana y una taza de café, con un vaso de fino o de whisky.

Durante la jornada, visitaba las Exposiciones, las salas de ven-

tas, o bien se dirigía a las Carreras o a un ensayo de teatro, luego

montaba a caballo en el Bois; por la noche, en traje de gala, des-

de las siete, cenaba en su círculo, el Cosmopolitan-Club o en un

restaurante del bulevar, y exploraba luego las bambalinas de los

teatros, especialmente los de las Fantasías Parisinas, en donde

elegía «a la jovencita», pues le gustaban las ternuras y se las

ingeniaba en instruirlas.

Se sabe que no pagaba a las mujeres en metálico, pero,

haberse acostado con el Último Gigoló, constituía para las actri-

ces una superioridad en el terreno amoroso, una especie de titulo

honorifico que atraía a la clientela más rica.

Todos sus amables desenfrenos no le hacían olvidar sus

deberes hacia las grandes mundanas, y no faltada el día en que

recibía la duquesa de Louqsor, ni al té de la baronesa de Miran-

dol, llamada «Madame Don Juan», con la cual hacía armas, ni a

las buenas cenas y a los bailes.

Sin embargo, una antigua relación prevalecía sobre los pa-

sajeros amoríos del Último Gigoló, y, sea por voluptuosidad,

hábito o agradecimiento, Achille conservaba en su coarzon un

lugar muy amplio, y algunas veces ardiente, por la duquesa de

Louqsor.

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133

Se llegaba a finales de enero de 1894, y, esa tarde, el Sr.

de Artaban, que, esa misma noche partía para Marsella, iba en

un coche del circulo a saludar a su noble amiga.

El cupé entró en el patio de un magnífico palacete de la

plaza de la Estrella, y Achille, elegante y correcto bajo un som-

brero de copa y con una pelliza de nutria abierta sobre un chale-

co azul, enguantado de claro, con sus rubios bigotes espesos y la

mirada vencedora, subió la gran escalinata de piedra, atravesó el

inmenso hall, y, precedido de un criado, se encaminó hacia el

recibidor de la duquesa.

La Sra. de Louqsor, en péplum de seda lila, y de donde

emergían, entre preciosos encajes, sus brazos desnudos, acababa

de tumbarse sobre un diván, cerca de la chimenea de mármol

rosa y de ónix, encendida con un fuego de leña. Fumaba un ci-

garrillo oriental.

De talla media, los cabellos castaños, los dientes bonitos,

tenía treinta y cuatro años, pero estaba lejos de aparentar esa

edad por el frescor de sus mejillas, de sus labios y la gracia de su

sonrisa.

Todo, alrededor de la duquesa, las paredes tapizadas de

satén lilas en armonía con su traje, las pastorcillas de Saxe y de

Sevres, las jardineras floridas, los quema-perfumes, el alto espe-

jo biselado, las estatuillas de mármol, de bronce o de plata, las

acuarelas, obras de maestros, todo ello revelaban a la Parisina, y

nada traicionaba el exótico origen de esa bibelot encantadora y

viviente, y el aristócrata, habiendo depositado un beso en su

mano, fue a sentarse sobre un puf, al lado del ídolo de ensueño.

–¿Parecéis triste, mi querida Daysy?

–Así es, Achille… me aburro…. Y las horas que no pasáis

a mi lado se me hacen eternas…

El tomó sus manos entre las suyas y las volvió a besar, y,

en una acrobacia de caricias, desde los brazos desnudos, que

subió a los ojos y a los cabellos, y descendió a la oreja izquierda,

sus labios se unieron.

La duquesa murmuró:

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–¡Oh, mi Achille!, ¡qué bueno eres! ¡Cómo te amo! ¿Por

qué el destino nos ha separado? ¿Por qué no soy yo la marquesa

de Artaban, esposa feliz y fiel, en lugar de ser la duquesa de

Louqsor, mujer desdichada y adúltera?

Él dijo:

–¡Sabes bien que tu padre, William Hopkins, no lo quiso!

Y ambos, de nuevo, se dedicaron a evocar sus amores de

juventud.

En New-York- hacía ya más de dieciséis años – ese gran y

noble aventurero de Achille, reñido con su padre, regresaba del

Far-West donde acababa de tirar el lazo, cuando, en un baile de

la Embajada china, conoció a miss Daysy Hopkins, la hija de un

millonario que se había hecho rico con los pozos de petróleo, y

comenzó una relación con la joven americana de lo más seria,

puesto que, un mes más tarde, ella se encontraba encinta.

Muy leal, el seductor pidió la mano de Daisy a William

Hopkins; él no había tenido en cuanta la diferencia de fortuna e

imaginaba, por otra parte, que su título de marqués valía los mi-

llones de la bella; pero, el padre, mal informado sobre el aventu-

rero, observó en el asunto un chantaje conyugal e, insensible a

las lágrimas de los enamorados, se negó a la unión, amenazando

matar a ambos a tiros de revolver.

El Último Gigoló desapareció.

William Hopkins llevó a su hija a Paris, la hizo dar a luz

en una casa de Saint-Mandé y encargó al médico que la atendió

el parto, que anunciase a la madre la muerte del bebé y que

hiciese las gestiones para educar el producto natural en una bue-

na vida.

Ese doctor era Hylas Gédéon; este se puedo de acuerdo

con la Michon que educó, bajo nombre de «Cría-Reseda» y de

«Jeanne», a la hija del marqués de Artaban y de la Srta. Hop-

kins.

A espaldas de todos los rufianes, la hostelera del pasaje

Tivoli, al principio gratificada con mil dólares, recibía cien fran-

cos mensuales del doctor Gédéon por el mantenimiento de la

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pequeña, y el doctor, esclavo del secreto profesional, permanec-

ía sordo a las preguntas de la madrastra.

Valerie no sabía nada de los padres de Jeanne, pero espe-

raba que algún día Gédéon se fuera de la lengua, y siempre man-

tenía la esperanza de penetrar en ese enigma lejano.

Después de quince años, el yanqui había casado a su here-

dera con el duque de Louqsor, y para Artaban como para la du-

quesa, el hijo de su amor estaba muerto. Tal vez, el grueso Hop-

kins, viendo estéril la nueva unión, lamentaba la odiosa decisión

que había tomado en su día, pero el arrepentimiento llegaba de-

masiado tarde… ¿Qué ocurriría si se descubriese su falta? El

duque Savinien de Louqsor, honorable aristócrata, pediría el

divorcio, y eso no lo quería William, por lo que pagaba genero-

samente a Gédéon para que el doctor sellase sus labios.

¡Oh! si la Michon hubiese sabido la verdad, como hubiese

intentado chantajearlos, y como la Cría-Reseda se hubiese enor-

gullecido de haber sabido ser la hija de la duquesa de Louqsor y

del marqués de Artaban.

Pero el dinero todo lo paralizaba; las sombras se cernían

sobre la historia de Jeanne y el inmundo Gédéon que, si bien

conocía a la madre, ignoraba quién era el padre, no se traiciona-

ba ante la Reseda.

De vez en cuando, un rayo de pasión surgía entre la du-

quesa de Louqsor y el marqués de Artaban, y este se atrevía a

grandes ternuras:

–Si William Hopkins – decía – hubiese sido menos bárba-

ro, vos honraríais a los Artaban; yo no me hubiese convertido en

el último Gigoló; no tendría la pena de engañar a uno de mis

buenos amigos, y tal vez podría educar a un objeto vivo de nues-

tros amores!

E imponía su carácter alegre sobre las cuestiones serias:

–¡Bah! como cantan los orientales, ¡lo que debe suceder

que suceda!... ¡Hay que dejar volar el amor, cuando no se puede

ganar honestamente!

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136

La pequeña duquesa estaba radiante por sentirse amada

desde los dieciséis años por el virtuoso, y él gozaba adorándose

a sí mismo.

Nada justificaba la opción de Wiliiam Hopkins en favor

del duque Savinien de Louqsor, y además el riquísimo yanqui

quería dar a su hija un aristócrata, y hubiese estado mejor inspi-

rado haciéndolos con el aventurero-iniciador.

El duque de Louqsor, un alto y elegante rubio, no descend-

ía, como su nombre hubiese podido suponer, del Obelisco de la

plaza de la Concordia, sino de una ilustre casa de Lorraine; tenía

más escrúpulos y menos inteligencia y energía que el marqués

de Artaban, originario del Sena Inferior; completamente dedica-

do a sus caballos de Carreras, cumplía regularmente el debe

conyugal que la duquesa aceptaba sin entusiasmo.

A diferencia de los numerosos aristócratas franceses que,

desde los Estados Unidos, importaron señoritas encantadoras,

con millones de dólares al barrio de Saint-Germain y a los Cam-

pos Elíseos, él no se vio obligado a consultar el Libro de la Ri-

queza de Bancroft, ni de atravesar el Atlántico para redecorar su

blasón; vio y admiró a miss Daysy Hopkins en el hipódromo de

Auteuil, y, en las tinieblas rosadas de la noche nupcial, creyó

desgarrar, dulcemente, santamente, el velo del himen, caído an-

tes bajo los ardores del Último Gigoló, y poseer la virginidad del

sexo entreabierto por Achille y bendecido por la naturaleza con

motivo del nacimiento de la Cría-Reseda.

Cuantos suspiros matrimoniales despierta en Francia, en

Inglaterra y en Alemania, ese Libro de la Riqueza destinado a

los ricos (el ejemplar cuesta de cinco mil a doce mil quinientos

francos) donde Bancroft reseña el valor de las americanas, miss

Hellen Golud con veinticinco millones; miss Géry, treinta mi-

llones; miss Alla Rockefeller, cincuenta millones; miss Virginia

Lair, cien millones, etc., y una joven divorciada, la señora Joa-

quina Farabinas, ciento cincuenta millones!

Ya – por ceñirnos a Francia – los Choiseuel, los Portalès,

los Castellane, los Rohan-Chabot, los Breteuil, los Laforest-

Divonne, los Valori, los Dion, los La Rochefourcauld, los Bas-

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setière, los Decaze, los d’Aigremont, los Scey-Montbéliard, los

Neffrey, los d’Avenel y numerosos aristócratas han redecorado

sus blasones como herederos de las minas de oro, de plata, de

cobre, de petróleo y con las hijas de los grandes charcuteros,

todas las pequeñas Rastas de las dos Américas.

¡Todavía los hay, y siempre los habrá!

¿Es un bien o un mal? Unos deploran que la sangre de los

hidalgos de la edad media se mezcle con la sangre de los viejos

mercaderes alemanes o ingleses y temen la perdida de la raza

francesa; otras estiman benefactora esta mezcla y desean verla

extenderse a Rusia para regenerar con un elemento bárbaro la

antigua raza latina y nuestra civilización agonizante.

Se reprocha a los franceses y sobre todo a las parisinas no

tener bastantes hijos: el Último Gigoló, padre ignorado de la

Cría-Reseda, y muy patriota, ayudaba de buen grado a los mari-

dos que olvidaban sus deberes y trataba, en su noble medida, de

detener los desastres de Gédéon, el inmolador de los sexos.

Achille y Daysy acababan de librar una gran batalla de

amor, y, al finalizar sus abluciones, reparaban el desorden de sus

vestimentas, cuando una criada entró en el salón y anunció:

–¡La señora baronesa de Mirandol!

Esta noble visitante que disputaba al marqués Achille la

celebridad parisina y que el bello mundo designaba bajo el apo-

do de «Madame Don Juan», era una gran y bella pelirroja de

nariz aguileña, caderas vigorosas, labios sensuales y rosados,

piel intensa, en todo el estallido de sus veinticinco años, y cuyos

ojos, coronados por largas pestañas, irradiaban extrañas luces: se

hubiese dicho a su vez una mezcla entre el azul límpido del

Léman y las aguas turbias del Rhone, dorados de sol, luces de

topacio, rubís, amatistas, púrpura de fuego, y esos colores ani-

maban la mirada de una misteriosa atracción, como unos abis-

mos de sombras, de sangre y pedrerías, mientas que sobre la

boca erraba una sonrisa enigmática, hecha de desdén o de volup-

tuosidad, como la sonrisa de la Gioconda.

Llegaba de un paseo a caballo, y, bajando en el patio de

honor, tras haber confiado su montura a un criado, avanzaba,

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alta y viril vestida de amazona negra, enguantada de blanco, con

la fusta en la mano, tocada de un pequeño gorro de hombre y

calzada con botas de espuelas de plata.

–¡Buenos día, Daysy! ¡Buenos días, Señor Achille!

Las mujeres se besaron, la baronesa Huguette de Mirandol

ofreció un apretón de manos al aristócrata, y los tres tomaron

asiento, la duquesa y la visitante sobre un canapé y el marqués

ante ellas, en un sofá.

Huguette, con un monóculo bajo el arco de la ceja dere-

cha, contemplaba a los enamorados:

–¿Tal vez he interrumpido algo?

–¡Claro que no, Huguette! – dijo la amante de Achille.

Madame Don Juan emitió un leve «¡hum!» que no pasó

desapercibido para el Último Gigoló, y, después de ser felicitada

por su reciente divorcio con el barón André de Mirandol y haber

celebrado los goces de la libertad:

–¿Y bien, marqués, y la pequeña de Haut-Brion, quiero

decir lady Fenwick, tenéis noticias sobre su luna de miel?

–¡Excelentes noticias, baronesa!

–¡Ah!

–Sí, acabo de recibir un telegrama de mi amigo Fenwick y,

esta misma noche, voy a reunirme en Marsella con los recién

casados…

–¿Ya?... ¿Esta exquisita lady Fenwick no tuvo bastante

con el vizconde de la Plaçade que ya pensáis… en oscurecer al

lord?

–¡No del todo!

–¡Mentiroso!

La baronesa se volvió hacia la Sra. De Louqsor, y, risueña:

–¡No le hagas caso, Daysy! … El Sr. de Artaban está loco

por Cloé de Haut-Brion… Lo he leído en sus ojos el día de la

boda…

–¿Qué quieres que yo le haga?

–¡Oh ¡ ¡nada!... Pero quería dejar clara la situación…

El Sr. de Artaban le dijo sardónico:

–¡Parece que el divorcio os ha sentado bien, baronesa!

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–¡Estoy muy contenta, marqués!... ¡y lord Fenwick tiene

un matrimonio más alegre aun!... ¡Hacerse acompañar por un

amigo en su viaje de novios, realmente, eso no es banal, y para

un guionista de comedia sería un gran tema a desarrollar!...

–Desde luego – dijo Achille – y la Templerie, que siempre

añade escenas al Triunfo de Venus, no dejará de satisfacer a una

de sus abonadas más ilustres!... A mi regreso, le hablaré si vos

lo deseáis!

–Más vale esperar vuestro regreso, en efecto, pues podréis

añadir vuestras observaciones…

–¿Sobre Marsella?

–¡Sobre Marsella, el yate, los recién casados, el vizconde

de La Plaçade y vos mismo!

En todas las ocasiones en las que Madame Don Juan se

encontraba en presencia del Último Gígoló, y sobre todo en pre-

sencia de una mujer, le encantaba lanzar pullas, invectivar, co-

mo si hubiese estado celosa de sus triunfos amorosos; a menudo

se encontraban en el mismo campo de maniobras galantes: la

Sra. de Mirandol, bien conocida por sus vicios anti natura, le

demostró, delatando a todas la bellas que amaba, su poderío en

el reino de Lesbos.

Daysy, muy enamorada de Achille, había debido luchar

contra las miradas de la baronesa Huguette, y Madame Don Juan

recibía en su palacete del bulevar Malesherbes, actrices tales

como Mathilde Romain, o iba a satisfacer sus pasiones lesbianas

en casa de la Sainte-Radegonde y de la Martignac.

Achile se disculpó con la Sra. de Louquor y la Sr. de Mi-

randol y se dirigió a la estación para partir hacia Marsella en

coche cama.

Se comenzaba a reparar el hotel del Conejo Coronado, y

los Naumier, avergonzados de su hija Julia, llamada As de Picas,

se enorgullecían de su hijo Ambroise, llamado el Cebolla, que se

había convertido en croupier, o más exactamente, en cajero de

uno de los más grandes círculos del bulevar.

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