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LA FORMACIÓN DEL ESTADO MODERNO Y LA HACIENDA COLONIAL A COMIENZOS DEL SIGLO XVI Antonio Acosta Universidad de Sevilla Publicado en Ernest Belenguer (ed.). De la Unión de Coronas al Imperio de Carlos V. Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V. 2001, vol. II pp. 463-496. ISBN:84-95146-72-X

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LA FORMACIÓN DEL ESTADO MODERNO Y LA HACIENDA COLONIAL A COMIENZOS DEL SIGLO XVI

Antonio Acosta

Universidad de Sevilla

Publicado en

Ernest Belenguer (ed.). De la Unión de Coronas al Imperio de Carlos V. Madrid,

Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V.

2001, vol. II pp. 463-496.

ISBN:84-95146-72-X

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Don Ramón Carande escribió hace ya medio siglo que la hacienda de Carlos V

estaba “montada sobre la gigantesca turbina impulsada por los caudales del

manantial indiano” (CARANDE, 1949, p. 93). Retomando el símil de Carande y pese a los

abundantes e importantes trabajos publicados sobre la cuestión desde entonces,

parece pertinente aún hoy formular, entre otras, preguntas como: ¿en qué forma

la sociedad española había montado la maquinaria de la turbina; cómo se

articulaba ésta a la administración y al poder del estado; qué papel jugaba el

capital mercantil? Las páginas que siguen intentan ayudar a contestar algunas

de estas interrogantes, que atañen a la hacienda colonial en el proceso de

gestación del estado moderno durante la primera mitad del siglo XVI. Esta fue

una etapa fundamental para la posterior consolidación del sistema colonial en el

interior del estado.

I.

Durante el siglo XV importantes cambios demográficos, económicos y

sociales ocurrieron en buena parte de Europa, incluido el reino de Castilla

(MISKIMIN 1981; CIPOLLA, 1979 I). A partir de ellos, el surgimiento de nuevos sectores

sociales, especialmente en las ciudades, fue acompañado de una reorganización

del poder que transformaría las estructuras políticas medievales. Como trasfondo,

lo que se había iniciado era un proceso de acumulación de capital, sobre todo en

la esfera de la circulación, que iba a desencadenar profundos cambios y

reacciones en el plano político. En Castilla, durante el reinado de los Reyes

Católicos se acentuó la concentración del poder en un proceso de centralización

creciente de la administración del Estado. El proceso, que sería intensificado por

los Austrias en el siglo XVI, significaba el reforzamiento de la alianza de la

nobleza, el alto clero y las corporaciones religiosas y militares, desde donde las

clases terratenientes dominantes se mantenían como la columna vertebral de una

sociedad en la que, de todas formas, se apreciaba el ascenso de ciertos sectores

del llamado estado llano ( ANDERSON 1982; KIERNAN 1980) 1. A partir de sus respectivos

intereses económicos y sociales, con la presencia de esta diversidad social las

contradicciones políticas no harían sino acentuarse en el interior del estado.

En el proceso de gestación de lo que se ha dado en llamar Estado Moderno,

que convivía y se apoyaba en el de la acumulación y reproducción del capitalismo

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mercantil, dos aspectos fueron cobrando creciente importancia para el

mantenimiento de una política cada vez más ambiciosa, de un aparato

administrativo cada vez mayor y de unos territorios cada vez más extensos: la

caracterización política de los servidores de la monarquía y la Real Hacienda. En

relación con el primero de ellos, durante el reinado de los Reyes Católicos y a lo

largo del siglo XVI, en diversos ámbitos de la administración castellana se fue

incrementando el número y las funciones de los burócratas, y se reglamentó con

más prolijidad su trabajo. Debido a la evolución de la sociedad y en línea con lo

ya expresado arriba, los cargos de la administración, tradicionalmente ocupados

por miembros de la nobleza, fueron cada vez más cubiertos por elementos

<<procedentes de la clase media y de los juristas>>, como sucedió por ejemplo con

órganos como el Consejo de Castilla (DOMÍNGUEZ ORTÍZ 1973, p. 194-219). Sin embargo, a

pesar de estos cambios, en el creciente ejército de servidores del Estado no

hicieron sino reproducirse los problemas de lo que ha venido considerándose

como venalidad y laxitud que ya estaban extendidos en el aparato administrativo

y sobre los que se harán algunas precisiones en este trabajo. Contra dichos

problemas no dejaron de levantarse importantes voces ya en el siglo XV exigiendo

la aplicación de principios, en el nombramiento y fiscalización de los puestos de

la administración, que condujesen a la existencia de servidores más capacitados

y dedicados a sus funciones (GONZÁLEZ 1981, p. 57-83).

Otro de los pilares básicos sobre el que hubo de asentarse la nueva

estructura del poder y el funcionamiento del Estado fue, naturalmente, la Real

Hacienda, sustento de la política imperial. Para transformarla en un órgano más

acorde con las necesidades de la nueva situación, comenzó a ser retocada ya por

los Reyes Católicos en l476, pero fue el propio Carlos V quien procedió a su más

importante reorganización con la creación del Consejo de Hacienda.

Naturalmente, en la gestión de las finanzas reales también adquiría relevancia

cuanto se ha dicho acerca de los oficiales o servidores del rey (CARANDE 1949, cap. II;

LADERO 1973). En relación con ellos, el interés de este trabajo no está en resaltar los

casos de lo que se puede considerar venalidad en cuanto que violación de las

normas, aunque en ocasiones se mencionen. Lo que se pretende, por una parte,

es distinguir lo que era corrupción de lo que era política de la monarquía y, de

otro lado, apreciar las consecuencias económicas y políticas de ambas prácticas

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para un correcto funcionamiento del estado en términos de sus propios objetivos,

uno de los cuales era elevar al máximo la recaudación de las rentas.

II.

En la experiencia colonial americana, que se puso en marcha precisamente

en momentos de esta redefinición del estado, todos estos procesos se dieron con

una intensidad muy acentuada. Las Indias, y en particular la hacienda colonial,

se abrieron como un inesperado espacio de la administración en cuyos puestos

podían expandirse los nuevos sectores sociales en ascenso que, por otra parte, la

monarquía necesitaba. Desde la perspectiva (1) del impulso en la acumulación del

capital mercantil gracias a los viajes trasatlánticos, (2) de los cambios sociales en

el interior del estado y (3) del crecimiento del aparato administrativo y el

funcionamiento de la Hacienda, es imprescindible recordar, como caso

representativo, la creación en 1503 de la Casa de la Contratación en Sevilla y

algunas circunstancias de sus inicios hasta la muerte de Fernando el Católico,

para poder comprender después lo que sucedió con la Hacienda colonial durante

el reinado de Carlos V. La corona dotó a este nuevo órgano de la administración,

entre otras, de competencias fiscales en relación con la inspección y registro de

mercancías a y desde Indias, el cobro de derechos sobre el comercio, la

canalización de las reales rentas indianas, y el control y venta de los metales que

llegaban de las colonias (SCHAFER 1935, I). En la organización y funcionamiento

temprano de la Casa, en especial desde 1507 tras su regreso de Nápoles, dos

personas jugaron un papel determinante por encargo expreso del rey.

El primero fue el secretario de la corte de Fernando V encargado de los

asuntos de Indias, Lope Conchillos, aragonés de modesta extracción social que,

gracias a los servicios al rey de un familiar suyo y a otros propios, logró ascender

en la estima del monarca desde un sencillo puesto que ocupaba en la secretaría

real hacia 1500. Sobre todo a partir de 1507 en que aumentó su responsabilidad

en los negocios indianos, Conchillos –que nunca estuvo en América- obtuvo del

monarca una larga serie de beneficios primero en las Antillas y, después, en

Tierra Firme. Entre ellos estaban los cargos de escribano mayor de minas,

fundidor del oro en la isla de San Juan, encomendero de hasta 800 indios,

receptor de derechos de registros de naos, de herraje de indios esclavos, etc...;

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todo ello de forma suplementaria a su salario de 100.000 maravedís al año y a

una generosa ayuda de costa de 50.000. La segunda persona era Juan Rodríguez

de Fonseca que, beneficiándose de ser sobrino del arzobispo de Santiago, realizó

una fulgurante carrera en el poder del estado combinando puestos eclesiásticos y

administrativos civiles. Así, pasó rápidamente de provisor de la nueva diócesis de

Granada, a capellán real y confesor de la reina, arcediano de Sevilla, organizador

del segundo viaje de Colón y absentista obispo de Badajoz, Córdoba, Palencia y

Burgos. Fue en Sevilla donde se familiarizó con los asuntos de Indias y estableció

los contactos que, bien manejados, lo convirtieron junto a Conchillos en un

verdadero “factotum” de los negocios coloniales. Rodríguez de Fonseca percibía

200.000 maravedís anuales por su dedicación a Indias, más 100.000 por su

pertenencia al Consejo de Castilla, al margen de sus rentas eclesiásticas. Sin

conseguir tantos complementos a su salario como su compañero, llegó a

beneficiarse también de una encomienda de 300 indios en La Española sin haber

viajado tampoco a las Antillas (LAS CASAS 1951II, p.379; GIMÉNEZ 1955, pp. 10-15 y 35; SEGARRA,

1997).2

Rodríguez de Fonseca y Conchillos, representativos de los nuevos sectores

sociales que venían incorporándose al estado, controlaron la puesta en marcha

de la Hacienda colonial a través de la Casa de la Contratación y de los oficiales

reales que poco a poco fueron siendo nombrados en Indias (ARMAS 1954). En la Casa

lograron colocar, entre otras personas, a algunas de su total confianza, como el

tesorero Sancho de Matienzo, canónigo de Sevilla y compañero de Rodríguez de

Fonseca en la catedral. Del mismo modo, en La Española situaron como tesorero

de la Real Hacienda a Miguel de Pasamonte, coterráneo de Conchillos, que se

convirtió en poderosísimo personaje de las Antillas (GIMENEZ 1955, p. 30-31 y AGI, Sto. Dgo.

77, 18-33), pero también a Juan de Ampiés, Gil González Dávila, los hermanos

Tapia, Alonso de Ávila o Miguel Díaz de Aux, entre otros. Los oficiales reales eran

una figura relevante de la organización administrativa inicial de la colonia y, al

igual que a Rodríguez de Fonseca y Conchillos, se les adjudicaba encomiendas de

indios de las mayores “por razón de su oficio... para que los tengan y se sirvan y

aprovechen de ellos en sus haciendas y granjerías” (PASO 1939, I p. 28). Estos oficiales,

aprovechando la protección de quienes dirigían los asuntos coloniales en la corte,

se convirtieron en algunos de los colonos más ricos e influyentes de las islas, a

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partir de la utilización salvaje del trabajo indígena en la extracción de oro y en la

producción de azúcar y cueros para comerciar con la Península. Merecen citarse

las palabras de Alonso de Zuazo quien, probablemente por vez primera, expresó

con lucidez la clave número uno de la explotación colonial:

<<...porque el bien de todos estos reinos... esta en que esten poblados de indios, e faltando estos, falta todo; faltan las rentas de S.A. que no habrá quien saque oro; falta la población destas partes e granjerías dellas, e finalmente de tierras tan abundosas e fertilisimas convertirse-han en aposento de animales...>> (AGI, Patronato 170, 21)

Esta poderosa red, tejida desde la administración central y apoyada por el regente

Fernando, no interesa aquí por el momento tanto por el cúmulo de

irregularidades que llevaba a cabo (fraudes en la fundición de metales, en la

contabilidad mercantil, cohechos, etc...), que resultan tan llamativas a quien se

aproxima a ellas y que estaban en la línea –aunque de modo acentuado- de lo que

sucedía en la administración castellana antes de la llegada a América. Tampoco

interesa en este caso por su relación con las graves agitaciones políticas de los

primeros años coloniales; en ellas esta trama de individuos participó para

desmontar el poder del virreinato colombino y a ellas se sumaron los miembros

de la Real Audiencia de Santo Domingo, creada en 1511.

Lo que interesa destacar de dicha red es que era producto de una política

de la monarquía, emanada del diverso y contradictorio conjunto de fuerzas

sociales representadas en este momento en el estado castellano, entre las que

jugaban un papel importante elementos procedentes de los grupos sociales en

alza en Castilla. Al mismo tiempo es importante señalar que entre Conchillos y

Rodríguez de Fonseca de un lado, y los oficiales reales subordinados, de otro, se

generaba una complicidad y una reciprocidad de acciones, en la que los primeros

respaldaban la actuación de los segundos, mientras que los oficiales de la Casa

de Contratación o de la hacienda indiana guardaban los intereses que aquéllos

tenían en el proceso económico colonial (GIMÉNEZ 1955). Puede decirse que la

monarquía había abierto la puerta para que el nuevo espacio del estado que eran

las Indias -que parecían generar rentas fáciles, crecientes y sin visos de extinción

por el momento- fuese ocupado por una ola de miembros de los sectores

emergentes, que garantizasen un flujo de oro y otros productos, aunque a cambio

tuviese que ceder a título personal una cuota importante de beneficios y hasta de

competencias de la propia función del estado.

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Esto se concretaba, bajo la fórmula medieval de <<hacer merced>> utilizada

por la corona, en la tendencia a remunerar a sus servidores de forma mixta: una

parte en dinero y otra en premios de participación en el proceso económico, ya

relacionados con la producción, ya con la distribución o con la circulación de

mercancías, en el ámbito en que ejercían su función política.3 La participación de

Rodríguez de Fonseca, Conchillos y otros cortesanos, así como de los oficiales

reales en Indias, en la economía colonial derivada de la política de la corona -no

era el caso de los oficiales de la Casa de Contratación- era muy amplia: tenían

acceso a la esfera de la producción al disponer de encomiendas de indios a los

que en estos años se utilizaba en las actividades económicas ya citadas;

intervenían en la esfera de la distribución al tener, en el caso de Conchillos, los

derechos de fundidor o de herrar esclavos; y tomaban parte, por último, en la

circulación pues comercializaban la producción obtenida con el trabajo de sus

indios, o -lo que es más importante porque entraba en conflicto con los intereses

de la monarquía-, en el caso de los oficiales de hacienda, fijaban el precio de las

mercancías llegadas a las Antillas para, a partir de él, cobrar el 7,5% del

almojarifazgo de entrada en el comercio, y no cabe duda de que tenían intereses

personales a la hora de tomar estas decisiones (RODRÍGUEZ, 1999 c).

Independientemente de que estas tramas de influencias y clientelas no

garantizaban la elección de los mejores hombres para los puestos administrativos

-lo cual contradice la idea de que por esta época se procedía a la elección de los

mejores (GARCÍA MARÍN 1998, p. 15 y ss.)-, y al margen de que, por decisión real, ciertas

funciones del estado eran enajenadas y adscritas a título patrimonial a algunos

servidores, dichas funciones económicas afectaban al ámbito privado de la

economía. Esto se podrá comprobar, por una parte, en el caso de los mercaderes

sevillanos que reaccionaron a esta participación de los oficiales del rey en una

esfera que era básicamente privada; y, de otro lado, se hará evidente también, en

las relaciones de los oficiales reales de Indias con los conquistadores y colonos

particulares, con los que, según las circunstancias, se aliaron o enfrentaron como

consecuencia de compartir con ellos similares intereses.

Pero todo ello tocaba también aspectos importantes del espacio que

pudiéramos llamar público: la caracterización del oficio de servidor real, la

eficacia de la Real Hacienda y, en última instancia, el diseño del llamado Estado

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Moderno por cuanto, al estimularse poderosamente la actividad privada de los

oficiales de la Hacienda, se abonaba el solapamiento de intereses privados y

públicos que tantos problemas suponían e iban aún a suponer a la monarquía.

(GONZÁLEZ 1980, p. 34). De forma no infrecuente la historiografía ha entendido que las

dos primeras décadas del siglo XVI -coincidiendo con el inicio de la colonización

americana- supusieron una relajación del poder castellano y, como consecuencia,

un agravamiento del problema de venalidad que ya arrastraba la administración

del estado (CARANDE 1965, p. 448; CHAUNU 1976; GONZÁLEZ 1980). En el caso de Indias, no se

puede negar que se producían violaciones de normas legales y habrá ocasión de

comprobarlo, pero no se ha tenido en cuenta suficientemente que, como se acaba

de señalar, una parte muy importante de la participación de los servidores reales

en negocios particulares era favorecida por la propia corona en un ámbito tan

sensible para el estado como era el de la Real Hacienda.

Veamos una dimensión estratégica de este asunto en que la política

colonial apuntaba contradicciones, cual era la del comercio atlántico. Pese al

incremento de viajes a Indias en los primeros veinticinco años de colonización, la

estructura mercantil y financiera de Sevilla -como punto más importante del

comercio, que disponía de unas bases anteriores a la llegada a América (PÉREZ

1968)- no cambió sustancialmente. El negocio con las Antillas lo mantenía el sector

privado que, incluso participaba en la financiación de las nuevas expediciones

más largas y costosas promovidas por la corona, como las de 1509 y 1514 a Cuba

y Tierra Firme, respectivamente (MENA 1998). De la mano de la actividad privada el

volumen de metales llegados a Sevilla pasó de 816.236 pesos (1506-1510) á

1.195.553 (1511-1515) y á 993.196 (1516-1520) (HAMILTON 1935, p. 34).

Con todo, la intervención estatal se acentuó en 1507-9, precisamente tras

el retorno de Fernando V, con el cambio probablemente más importante que

experimentaron el comercio y las finanzas de estos años en relación con Indias.

Entonces se promulgaron unas ordenanzas en la Casa de la Contratación (no

confundir con las Ordenanzas de la propia Casa, de 1503 y 1510) en las que,

para dar más garantías a los negocios y evitar fraudes, se obligaba a los

comerciantes a registrar en la Casa sus cambios y préstamos, se controlaba su

capacidad de endeudamiento, se procuraba garantizar sus devoluciones y se

intentaba facilitar con ello un crédito más seguro (BERNAL 1992, p 102-4). Esta medida

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centralizadora del estado -dictada por el aumento del tráfico y de las operaciones

mercantiles- que actuaba sobre el sector privado, aunque aparentemente tenía

un sentido “moderno” garantizando un mejor desenvolvimiento de los negocios en

manos de los particulares, de hecho quedaba contrarrestada en cierto modo por

la práctica de la monarquía que otorgaba ventajas en el tráfico marítimo y en la

explotación colonial a sus servidores; éstos, actuando en la trama en parte

descrita arriba, la convertían en una política contradictoria con la que invadían el

espacio de los empresarios particulares. En efecto por estos años Fernando V

venía concediendo licencias, en calidad de favores, a personas del entorno de la

monarquía -diferentes, por tanto, de las concedidas a los colonos para su

emigración-, para transportar esclavos a Indias; se trataba todavía de cantidades

inferiores a diez individuos, dado que por el momento tan sólo comenzaba a

notarse la crisis de la población indígena en las islas (AGI Ind. Gral. 419, V-13 vº).

Uno de los casos más interesantes de esta participación de servidores de la

monarquía en negocios privados, así como de la intervención de la corona en

defensa de los intereses de aquéllos -eso sí, respetando la jerarquía- tuvo lugar en

1513, cuando Fernando llegó a firmar una provisión para proteger a alguien

inédito aún en las relaciones con Indias: un Francisco de los Cobos que ya había

comenzado su carrera política a la sombra de Conchillos. Cobos había realizado

un negocio en la colonia, cuya naturaleza desconocemos, con un socio que era

precisamente un oficial real de la hacienda, Francisco Lizaur, teniente de

contador en Puerto Rico. Éste no había entregado a Cobos su participación en los

beneficios de la empresa y el propio monarca ordenó a M. de Pasamonte, tesorero

en La Española y jefe de Lizaur, que retuviese su salario, lo encarcelase –tomando

una cierta falta como excusa-, embargase y vendiese en almoneda sus bienes y

que, de una forma u otra, se consiguiera que Cobos cobrara su renta (AGI Ind. Gral.

419, V-60)

Hasta la primera mitad de la década de 1510 aproximadamente, mientras

la población indígena antillana -que continuaba descendiendo a buen ritmo- fue

suficiente para aumentar la renta colonial en oro y otros productos, ésta bastó

para que todos los agentes en juego -corona, colonos, servidores del rey,

comerciantes y banqueros- se sintieran relativamente satisfechos con los

beneficios que recibían de esta novedosa aventura para todos que era el negocio

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indiano. En cualquier caso, ya comenzaba a haber conflictos en relación con el

coste empresarial del negocio mercantil. De fecha que desconocemos, pero

anterior a 1514, es un pleito interpuesto por un mercader Gaitán contra la Casa

de Contratación, para intentar eludir el pago del amojarifazgo de salida sobre los

productos de los obispados de Sevilla y Cádiz que fueran a ser cargados con

destino a Indias. En 1519 este contencioso se hallaba aún en el Consejo de

Castilla sin resolver y el pago de dicho impuesto se hallaba en suspenso (AGI,

Ind.Gral. 419,VII-51). Pero cuando la población indígena disminuyese hasta el punto de

hacerse necesario aumentar la importación de esclavos negros, y lo mismo

ocurriese con el oro, entonces las tensiones entre los distintos sectores con

intereses en el interior del estado no se harían esperar.

A partir de 1516, el corto período de regencia del cardenal F. X. de

Cisneros fue suficiente para dejar claro que esta política colonial sucintamente

descrita no era compartida por todos en Castilla. Cisneros, que con toda

seguridad no opinaba con su solo criterio, se mostró descontento con la situación

existente, además de con otros aspectos de la política de Fernando el Católico. El

cardenal, en una sociedad políticamente dividida, expresaba probablemente el

punto de vista de sectores del poder que se encontraban al margen de los asuntos

coloniales cedidos por Fernando a personajes como Rodríguez de Fonseca y

Conchillos. Por eso y por informaciones de detalles sobre la colonia

proporcionadas por fray Bartolomé de las Casas, los separó rápidamente de los

negocios de Indias como máximos responsables de este modelo de colonización y

de sus consecuencias para la monarquía. Al mismo tiempo; adoptó algunas otras

medidas significativas, como fue la suspensión de todas las licencias para llevar

esclavos a Indias que el anterior regente había concedido y que estuvieran sin

ejecutar (AGI Ind. Gral. 419, VI-29 vº); y, a continuación, preparó un plan de reforma para

las colonias que puso en manos de una delegación de frailes jerónimos (GIMÉNEZ

1955). A solicitud de informes desde Flandes sobre la causa de sus decisiones, hizo

saber al nuevo monarca expresamente que la forma de haberse llevado la

explotación colonial era perjudicial en última instancia para la propia Real

Hacienda. Sin entrar en los detalles, merece atenderse al análisis de partida de

Cisneros sobre el problema a la muerte de Fernando V:

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<<...todo aquello estava perdido asy en lo espiritual como en lo temporal y que la cabsa desto avía sido que los que hasta aquí se habían enviado para entender en proveer las cosas de aquellas Yndias se avian corrompido en ynteresse... >>

A partir de aquí Cineros, entre otras consideraciones, proponía modificar la

estrategia de la política fiscal en sus tres planos fundamentales:

<<...V.A. deve proveer de otros officiales [reales en las Indias] que no tengan pasyon como los que agora son: e deve mandar quitar dos o aun tres officios que de nuevo ha ynventado Conchillos...>>

<<...deve V.A. proveer que sy uviere de aver Consejo de Indias que los oydores sean personas syn pasyon, e que ellos ni el escrivano no tengan cosa ninguna en las Yndias, porque si alla tienen algo, todavia ternan pasyon, e basta que lleven su salario por ello...>>

<<...tambien deve proveer en que los officiales que resyden en la Casa de Contratación de Sevilla sean hombres syn pasyon e syn entrevalos e porque los navegantes e mercaderes sean bien tractados...>> (GIMÉNEZ 1955, p. 145)

El Cardenal apuntaba certeramente a los tres planos del aparato fiscal colonial:

los oficiales reales en Indias, la Casa de la Contratación y el todavía inexistente

de forma institucional Consejo de Indias. Para los miembros de éste último

aconsejaba la suficiencia del salario en dinero como remuneración de su trabajo

así como la inconveniencia de que tuvieran otro tipo de beneficios económicos en

el ámbito de la gestión política y, en general, señalaba el peligro de que los

servidores de la monarquía tuvieran intereses en su esfera de actuación. Por otra

parte, Cisneros advertía sobre la inoportunidad de la creación de ciertos cargos y

de su acumulación en manos de un personaje como Conchillos y, al mismo

tiempo aunque de pasada, llamaba la atención sobre el daño que se hacía al

sector privado de los mercaderes con esta situación, lo que revela que éstos

habían comenzado a experimentar las consecuencias del carácter híbrido, semi-

público y semi-privado, de los oficiales del rey y a hacer llegar sus quejas a las

instancias superiores del gobierno. Y, en efecto, así había sucedido en el caso del

cómitre Bartolomé Díaz, informante de B. de las Casas, sobre las prácticas

irregulares de la Casa de la Contratación que el fraile dominico hizo llegar al

regente Cisneros.

En lo que eran las bases de la Real Hacienda del futuro sistema colonial, la

cuestión -con ser importante, aunque imposible de calcular- no era sólo la

cuantía de lo que el estado dejaba de ingresar con este modelo, en el cual los

servidores reales actuaban políticamente al tiempo que tenían intereses en la

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economía colonial. Se trataba tanto o más de un asunto cualitativo que

cuantitativo; se trataba de la imagen y las expectativas sociales que se difundían

acerca de lo que eran las Indias, esto es, un espacio de la administración del

estado en el que se podía hacer riqueza fácil a base de un recurso que tenía un

coste muy bajo: la mano de obra indígena. En la medida en que esto se derivaba

precisamente de una política de remuneraciones de la corona a sus servidores, se

estaba ante una grave contradicción del naciente Estado Moderno que afectaba,

por una parte, al volumen de las rentas recaudadas pero, por otra, al propio

diseño de la política de la monarquía a más largo plazo, afectado por el poder de

los nuevos sectores sociales en la administración del estado cuyos intereses

privados no cesaban de crecer. Esta contradicción no había parecido demasiado

preocupante al regente Fernando y no era probable que se lo pareciese al joven

monarca Carlos. Pero la concepción de Cisneros -y la de quienes hablaban por su

boca- de lo que debía ser un servidor del estado y del estado mismo difería de

forma notable de la dominante en el momento. Sin dejar de ser una visión

centralista, se diría que iba en la línea de una mayor profesionalización de los

servidores reales y de una menor injerencia de éstos en la actividad de los

agentes económicos. El famoso memorial de 1517 ampliamente reproducido,

refrenda esta visión y, además, efectúa una defensa de las clases poderosas

tradicionales frente a los sectores sociales recién llegados al poder y enriquecidos

en él con facilidad (CEDILLO 1928, III, p. 656).

III.

Pero al asumir el poder Carlos V, las fuerzas que actuaban en contra de la

propuesta de Cisneros eran muy poderosas. Naturalmente procedían de la propia

administración y, en su mayor parte, de los oficiales que de una u otra forma

habían ascendido bajo la dirección de Rodríguez de Fonseca y Conchillos. Por un

lado estaban los oficiales de la hacienda en las Antillas y en Tierra Firme. En La

Española el ya citado M. de Pasamonte y los demás oficiales dependientes de él

no eran ajenos a un cierto nivel de ineficiencia –¿o fraude?- interesada e

inevitablemente relacionada con su participación en la economía colonial. Un

ejemplo lo proporciona Alonso de Ávila, teniente de contador de Pasamonte en

Puerto Rico, quien en 1517 provocó la protesta al rey de Alonso Fernández de las

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Varas, vecino de Sevilla, el cual había arrendado el almojarifazgo de entrada en

La Española y Puerto Rico durante los años 1516 á 1518 por 39.000 pesos.

Debido a la muy deficiente contabilidad de Ávila en el primer año y tres meses

transcurridos desde el comienzo del arriendo, Fernández corría el riesgo de

perder hasta 5.000 pesos (PASO 1939 I, p. 32) y en 1520 aún no había conseguido que

los oficiales reales de dichas islas le rindieran cuentas (AGI Ind.Gral. 419, VII-44). Como

quedó dicho arriba, los oficiales reales, que participaban en el proceso económico,

tenían intereses en la recaudación del almojarifazgo, dado que se pagaba a razón

de 7,5% sobre el valor de las mercancías llegadas a Indias a precios en destino

fijados por ellos mismos.

Por otra parte puede deducirse que el valor estimado del comercio de

entrada de las dos islas en dicho período oscilaba en torno a 520.000 pesos, lo

que da una media de más de 173.300 pesos al año. Se entiende que con este

volumen de comercio en las Antillas -y pronto en Tierra Firme- algunos colonos,

entre los que estaban los oficiales de la hacienda, aprovechasen este proceso de

acumulación originaria, a base de botines de conquistas y explotación indígena,

para permitirse tomar la iniciativa invirtiendo en nuevas expediciones de

descubrimientos, sin depender del capital sevillano.

A título de ejemplo, en 1519 y como continuación de viajes anteriores,

Diego Velázquez encargó a Hernán Cortés en Cuba la organización de una

armada con destino a México. Cortés, como hombre adinerado y bien relacionado

en las islas, aportó más de 5.000 castellanos y 7 navíos suyos y de sus amigos,

en tanto Velázquez colaboraba con casi 2.000 castellanos, 3 navíos y provisiones

traídas, entre otros lugares, de Jamaica (PASO 1939 I, 44). De este modo se inició la

conquista de la Nueva España, a la que pronto se incorporaron oficiales reales de

las Antillas como Miguel Díaz de Aux, y pronto comenzaron a notarse los ricos

botines capturados a las poblaciones indígenas mexicas. Naturalmente, las

nuevas conquistas daban lugar a la creación de más plazas de oficiales reales,

con lo que la red de servidores de la hacienda en Indias se expandía rápidamente

(SÁNCHEZ 1968). Sin atender ahora a la mayor o menor idoneidad de las personas

que eran nombradas provisionalmente en Indias por amistad con los capitanes de

las expediciones, lo que hay que destacar es que los nuevos oficiales como es

lógico pretendían como mínimo reproducir, si no ampliar, las ventajosas

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condiciones económicas que tenían ellos mismos o sus predecesores en las

Antillas. Así, seguían recibiendo encomiendas de indios en los territorios

conquistados, participaban en los botines y llegaban a realizar inversiones como

socios en compañías que financiaban nuevas expediciones reproduciendo el

modelo del que partían. En lo tocante al fisco, en condiciones alejadas del control

de la corona, prestaban fondos de la Hacienda que no siempre se recuperaban y

participaban en frecuentes fraudes e irregularidades principalmente vinculadas a

las fundiciones de metales conseguidos como botines de conquista, o en

explotaciones después de producirse ésta (GÓNGORA 1962, p. 39-47; GIBSON, 1967).

De igual modo, en la administración peninsular también continuaba una

mayoría de hombres de J. Rodríguez de Fonseca y L. Conchillos, reticentes a

someterse a los cambios apuntados por el cardenal Cisneros. De entre todos los

que permanecieron en la Casa de la Contratación y en la corte puede destacarse

alguno, a título de ejemplo, por ser de más que dudosa fidelidad en tanto que

servidor de la corona, como sucedía con el ya mencionado secretario de

Conchillos, Juan de Oviedo. Éste, como otras personas en la Península,

disfrutaba de 50 indios por su oficio de pregonero en Puerto Rico a donde nunca

viajó ni pudo pregonar nada y, en el terreno administrativo, se sospecha con

fundamento que llegó a manipular documentación oficial para conservarlos

(GIMÉNEZ 1955, p. 118). En la corte, los propios Conchillos y Rodríguez de Fonseca, que

habían sido retirados por Cisneros, fueron repuestos tras la muerte de éste en

sus cargos de responsables de los asuntos de Indias con la llegada del rey en

1517, merced a los favores obtenidos por quienes habían acudido a Flandes a

aproximarse al nuevo monarca (KENISTON 1980, pp. 32-45). Sin embargo este regreso a

sus puestos fue momentáneo pues las denuncias de B. de las Casas de los

horrores cometidos con los indios y tolerados por aquéllos, ahora ante el canciller

J. le Sauvage, hicieron que Conchillos cayese definitivamente en desgracia. Y, si

bien Fonseca se mantuvo en el Consejo a cargo de Indias -se sospecha que

mediante dinero- ya no trabajó con la autonomía y el poder de antaño; ahora lo

tuvo que compartir con personalidades como el cardenal Adriano, el propio J. le

Sauvage y otros.

A estas alturas es necesario destacar especialmente una importante

contrariedad que experimentó este conglomerado de intereses incrustado en la

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administración de Indias, porque representa una inflexión, aunque limitada, en la

evolución de la cuestión que aquí se trata. En 1518 se concretó la supresión de

las encomiendas de indios asignadas a residentes en la Península, comenzando

por la propia corona e incluyendo desde luego a Conchillos y Rodríguez de

Fonseca. Era posiblemente el único efecto conseguido por el plan de reformas de

Cisneros. Con ello se alejaba a los miembros de la administración central del

control de la fuerza de trabajo indígena, que era sin duda el factor fundamental

en la esfera de la producción colonial. Al parecer los consejeros del joven

monarca, aunque no hacían ascos a hacer dinero desde la administración,

entendieron de acuerdo con Cisneros que no era conveniente que miembros de la

corte tuvieran estos intereses directos de encomiendas en Indias; y sólo queda la

duda de si las razones de esta opinión eran simplemente humanitarias, o si

tenían que ver con el condicionamiento que tales intereses tenían sobre su

actuación política. En todo caso, esta trascendente decisión desligó a los

miembros de la corte de un movimiento iniciado por los encomenderos en Indias

tendente a conseguir la perpetuidad de los repartimientos de indios en un gesto

característico de comportamiento de clase: el interés por garantizar la propiedad

de los medios de producción (GIMÉNEZ 1960, p. 157). Pero, como enseguida se tendrá

ocasión de comprobar, este esfuerzo tendente a la profesionalización de algunos

cargos del gobierno, no alcanzó a otras formas de participación en la economía, ni

afectó a otras instancias de la administración, como lo era la hacienda colonial.

Por el contrario, aunque se estaban produciendo algunos relevos de las

figuras más poderosas encargadas de Indias en la corte, los sustitutos tendían a

reproducir con fidelidad el modelo de sus predecesores. No era tanto el caso del

Dr. Diego Beltrán, uno de los muchos castellanos que habían pasado a Flandes

tras la muerte de Fernando el Católico a comprar oficios y dignidades del reino,

quien ya se había encargado de algunos asuntos coloniales y sería el primer

miembro de plantilla del futuro Consejo de Indias (SCHAFER 1935, I, p. 41). Ni se

trataba tampoco de los consejeros flamencos del nuevo monarca como M. Xèvres,

que sacaba tesoros de España, o el propio Jean le Sauvage que <<lo vendía todo a

precio de oro>>, a pesar de que el Consejo de Castilla hubiera escrito al nuevo rey

haciéndole ver <<de venderse los oficios se siguen levantamientos y discordias en

los pueblos>> (SANDOVAL 1955, pp. 109-111 y 150). En relación con su actuación, lo cierto

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es que el ambiente que reinaba en la sociedad castellana estaba impregnado de

favores y mercedes realizados a superiores sociales, incluyendo a la corona, lo

cual proporcionaba la impresión de que con regalos y dineros podía conseguirse

cualquier cosa en la nueva monarquía.

En realidad la reproducción del modelo de los anteriores responsables de

la administración indiana lo iba a representar mucho mejor que nadie Francisco

de los Cobos, quien había tenido una larga y provechosa carrera a la sombra de

L. Conchillos. Cobos procedía también de una familia, si no completamente

desconocida, sí al menos sin recursos y, al igual que Conchillos, inició su entrada

en la administración gracias al favor de alguno de sus parientes. Por ello, se

puede afirmar que él también procedía de los nuevos sectores que ascendían en

la sociedad castellana. A la muerte de Fernando el Católico, Cobos también

acudió a Flandes recomendado por Cisneros, siendo nombrado secretario del

nuevo rey en 1516. Por entonces ya había aprendido junto a Conchillos la

importancia que tenían los negocios coloniales y, para aprovecharlos, consolidó

su posición en la corte cuando en 1518, al ser destituido definitivamente su

antiguo jefe, consiguió ser nombrado secretario encargado de los asuntos

indianos (KENISTON 1980). En una medida que se podrá evaluar, de este modo se

reforzaba la naturaleza de la administración colonial, determinada por los

vínculos entre determinados cortesanos y los responsables de la hacienda real en

Indias, y alejada de lo que había sido la intención de Cisneros.

Con este panorama en la administración resulta coherente algo de lo que

ocurría en el comercio con Indias en los años inmediatamente posteriores a la

llegada de Carlos V. El afán recaudador de una corte hinchada por la presencia

flamenca ya demandaba con urgencia no sólo las remesas de metales indianos,

sino el incremento de las rentas de todas la actividades económicas. Así, en

Sevilla volvía a reavivarse en el ámbito mercantil el pleito aún pendiente de

resolución por el cobro del almojarifazgo sobre los productos locales a embarcar

para Indias y, en general, la tensión aumentaba en este terreno: 1517 fue el

último año en que las remesas antillanas de metales crecieron, antes de caer en

una crisis que no se iba a superar hasta siete años después; paralelamente, la

población indígena en las Antillas, hundiéndose a velocidad creciente, remató su

caída con una epidemia de viruelas en 1518, lo que hacía cada vez más necesario

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para los colonos el aumento del tráfico de esclavos negros; de hecho, al año

siguiente, se consideraría la posibilidad de autorizar a los colonos a importar seis

negros (tres hombres y tres mujeres) que equivalían <<al trabajo de más de 30

indios>> (AGI, Ind.Gral. 419, VII, 49); en todo caso, aún con esta autorización, la necesidad

de esclavos en las Antillas suponía una buena expectativa para la actividad

mercantil privada y, consiguientemente, para el aumento de las rentas del

comercio.

Sin embargo, a pesar de estas circunstancias, la corona, anulando la

anterior decisión de Cisneros, se lanzó con más alegría que nunca a la concesión

de licencias a personas del entorno cortesano para llevar negros a América, con lo

que volvía a interferir en el negocio con Indias de los mercaderes y banqueros

sevillanos. Algunas eran hechas a particulares, como los 200 negros concedidos,

libres de impuestos, al criado del monarca D. Jorge de Portugal, o la concesión

más importante: la de Laurent Gorrrevod para pasar esclavos a las Antillas

durante ocho años, que el beneficiario vendió a los genoveses por 25.000

ducados (CDIA VII, pp. 423-4). Pero otras eran otorgadas a servidores del estado como

las de los secretarios Antonio Villegas y Francisco de los Cobos, para poder pasar

a Indias 50 negros cada uno, concedidas en marzo de 1518 (AGI, Ind.Gral. 419, VII, 48 vº).

Entre otras contradicciones que esta política evidenciaba, la venta de que eran

objeto estas concesiones -como en el caso de Gorrevod- repercutía en el precio

final de los esclavos y, consiguientemente, ocasionaba la protesta de los colonos

de las Antillas (GIMÉNEZ 1960, p. 141). De todos modos, lo que merece resaltarse es

que, mientras que se había suprimido el control de la fuerza de trabajo indígena

que miembros de la corte tenían en la esfera de la producción colonial, se

autorizaban éstas y otras operaciones en el ámbito de la circulación de

mercancías -que era precisamente donde se estaba generando la acumulación de

capital- a los mismos cortesanos o a otros, que seguían manteniendo intereses

económicos personales con las colonias. Estas licencias mostraban que la

monarquía no tenía una política coherente en términos fiscales con Indias.

Algunos estudios han señalado que, específicamente, el período 1517-22

supuso un agravamiento de la falta de observancia en el cumplimiento de las

normas administrativas por los servidores de la monarquía, hablando incluso

abiertamente de cohechos y corrupción (KENISTON, p. 20; CHAUNU 1976;GONZÁLEZ 1980). No

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se puede pretender que lo que se observa en la Real Hacienda de la colonia sea

extensible al resto de la administración pero, en cualquier caso, hay que volver a

destacar que el incumplimiento de las normas era sólo una parte de la realidad

porque, como queda claro, lo que estaba sucediendo se trataba, en buena

medida, de una política de la monarquía que reflejaba la heterogeneidad de

intereses sociales en el seno del estado de la que se habló en las primeras

páginas y a los que la corona remuneraba.

En la coyuntura que gira en torno a 1520 ciertos factores vinieron a

coincidir para dar un nuevo rumbo a la situación general de la monarquía,

incluida la administración colonial. Uno de los planos en que se pueden observar

cambios tiene una relación directa con el comercio y es el de las remesas de

metales de Indias. Como se ha mencionado, a partir de 1517 el envío de oro

desde las Antillas comenzó una seria caída: si en el quinquenio 1511-15 habían

llegado a la Península más de 1.195.000 pesos, entre 1516 y 1520 la cantidad

descendió a unos 993.000, pero de 1521 a 1525 la cifra bajó a 134.170 pesos (de

estas cifras, sólo algo más de 25% correspondía a la corona) (HAMILTON 1935, p. 34). Ni

siquiera las nuevas conquistas en Nueva Granada y México eran capaces por el

momento de compensar la pérdida en la producción antillana. Las remesas de

Indias no eran ni de lejos el principal ingreso de la corona, pero se habían

convertido en una renta segura y creciente. A comienzos de la década de los 20,

la guerra de Navarra y Francia, más los gastos de la casa real, combinados con el

citado descenso de las remesas llevaron a la corona en 1523 a decidir el primer

embargo de los metales indianos que llegaban a Sevilla propiedad de los

particulares, ofreciéndoles a cambio juros para intentar compensar el perjuicio

económico (AGI Ind. Gral. 420, 184 vº).

Por otra parte, al mismo tiempo la crisis de las Comunidades había

repercutido seriamente tanto en el terreno económico como en el político. Amplias

zonas de España, entre ellas Andalucía, se debatían en una importante depresión

demográfica y productiva (SALINAS 1903, XLIII, p. 18) pero, al margen de ello, la derrota

de las ciudades no había extinguido del todo en la sociedad las aspiraciones de

una mayor austeridad financiera en el estado y de una mayor presencia

castellana en la administración (GONZÁLEZ 1980, pp. 57 y ss.). Además, en tercer lugar la

gestión de los asuntos indianos, pese a la caída de las rentas, sólo hacía

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aumentar en volumen y complejidad al tiempo que crecía el territorio conquistado

en Indias y, con la estructura administrativa existente, la resolución de muchos

de ellos se alargaba en exceso.

Este conjunto de circunstancias condujo a la corona a la conocida reforma

de la administración de 1523. Recordemos únicamente algunas de las directrices

generales guiaron las medidas adoptadas por lo que tienen de relación con el

asunto que aquí se trata. Una de ellas fue, por ejemplo, la supresión de la

acumulación de cargos -lo que recuerda alguna de las advertencias de Cisneros

en el caso de Conchillos-. Otra fue la de efectuar algunos nuevos nombramientos

acordes, en primer lugar, con el deseo de disponer de personal de mayor

confianza del nuevo monarca y, en segundo término, con la reclamación hecha

por los representantes de las ciudades de sustituir consejeros flamencos por

castellanos. En este sentido es necesario recordar el nombramiento del que iba a

ser otro nuevo hombre fuerte en la administración colonial: el flamante confesor

de Carlos, fray García de Loaysa, como presidente del Consejo de Indias (SALINAS

1903, XLIII, p. 115; ALDEA 1987, pp. 426 y ss.) Y, por último, por lo que respecta

específicamente a órganos administrativos, entre otras decisiones, además de

crearse el Consejo de Hacienda, en 1523, un año antes, se decidió dotar de

entidad institucional al grupo de consejeros de Castilla que se venían ocupando

de los negocios de Indias. El nuevo Consejo de Indias asumió una concentración

de competencias, como las fiscales y las judiciales en parte transferidas desde la

Casa de la Contratación que, para otras parcelas de la administración castellana,

se hallaban distribuidas en diferentes Consejos (SALINAS 1903, XLIII, p. 79; SCHAFER, 1935 I).

Es conocido que estas reformas, en lo que se refiere a Indias, significaron

un importante cambio de rumbo en la administración del estado. La existencia

del Consejo de Indias marcó decisivamente la forma de gestionar los asuntos

coloniales en el futuro, confiriendo una entidad propia y reflejando el peso

específico que las colonias habían adquirido en el contexto del estado. La creación

del Consejo, así como el resto de las reformas, fueron un paso más en la

centralización estatal, pretendiendo al mismo tiempo imprimir más eficacia en

este caso a la gestión indiana y -por lo que respecta a la hacienda- a la

recaudación de rentas que justo en estos años habían descendido de forma

preocupante. Pero, más allá del cambio administrativo, lo que es importante dejar

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claro es que naturaleza de la gestión fiscal, es decir, las relaciones entre

miembros de la corte y del propio Consejo con el creciente número de oficiales

reales en Indias, por una parte, y los vínculos de todos ellos con el proceso

económico colonial, de otra, quedaron en buena medida intactos en relación con

la situación de 1518. Naturalmente los efectos de esta permanencia seguirían

generando problemas al estado a lo largo de los años venideros, como se tendrá

ocasión de comprobar.

IV.

Como resultado de la reforma de 1523 la Casa de la Contratación perdió

competencias y pasó a un segundo plano en la estructura administrativa colonial.

Observemos por un momento el problema que nos ocupa en el funcionamiento de

esta institución, que había jugado un papel central en el sistema fiscal de Indias

hasta estos años, y que de todos modos seguiría actuando en el eje de tráfico con

América; más adelante regresaremos al nuevo panorama administrativo

dominado por el Consejo de Indias. En primer lugar es de resaltar el hecho de

que los oficiales de la Casa de Contratación nunca hubieran sido tan favorecidos

por la monarquía en sus remuneraciones como lo eran algunos miembros de la

administración central, o los oficiales reales de Indias. La corona manifestó en

alguna ocasión expresamente la estima y el respaldo que proporcionaba a los

oficiales de la Casa (AGI, Ind.Gral 420), pero ellos nunca recibieron encomiendas de

indios, ni beneficios añadidos vinculados a alguna esfera del proceso económico

colonial; al contrario, se les llegó a advertir que tenían prohibido participar en el

negocio mercantil con Indias (AGI, Justicia 943). Dejando al margen contradicciones en

la política de la monarquía como las señaladas arriba, parece claro que se trataba

de una simple incoherencia del régimen de remuneraciones que tenía la corona

con sus servidores.

Pero resulta difícil imaginar que las personas por cuyas manos pasaba

toda la riqueza indiana y que tenían que controlar todo el tráfico que se dirigía al

Nuevo Mundo hubiesen mantenido, ellas sí, una actitud estrictamente

profesional, deslindada de las tentaciones de intervenir a título particular en los

negocios. Una primera mirada a la actividad de los diferentes oficiales de la Casa

parece ofrecer esta llamativa paradoja, pero existen datos suficientes como para

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pensar que, más allá de las irregularidades que se detectaron en las diferentes

visitas administrativas a que fueron sometidos sus oficiales, éstos llevaron a cabo

negocios en paralelo a su actividad como servidores de la monarquía

aprovechando su privilegiada posición. Y en este caso, atendiendo a lo

establecido, se estaba claramente ante violaciones a la normativa dictada por la

corona o, dicho en otros términos, ante casos de corrupción.

Desde temprano existieron diferencias entre oficiales de la Casa. En 1510,

Ochoa de Isásaga, hombre de confianza del regente Fernando y designado para

sustituir a Francisco Pinelo –uno de los tres primeros oficiales- por muerte, llegó

a recomendar que el amigo de J. Rodríguez de Fonseca, el canónigo Sancho de

Matienzo, fuese sacado de la Casa y promovido al obispado de Guadix, al parecer

debido a ciertas irregularidades observadas en una de las revisiones de cuentas

que hubo en la institución (SCHAFER, 1935, I p. 17). Más tarde, con ocasión de los

preparativos de la expedición de Magallanes, el factor Juan Aranda fue acusado

de haber sido sobornado y fue encausado ante el Consejo de Castilla. Aún

posteriormente, parece que fue en este caso Aranda quien denunció al contador

Juan López de Recalde por supuestas estafas, suspendiéndosele en su función en

1522 (SCHAFER 1935, I p. 40; ZUMALACÁRREGUI 1951). Y en 1529 se inició un pleito entre el

contador Domingo de Ochandiano, como sobrino político del antiguo tesorero

Sancho de Matienzo, contra el mismo Juan López de Recalde, quien había sido

compañero de Matienzo; el estudio de este expediente ilustra sobre los

mecanismos internos de este órgano -y probablemente otros- de la

administración (AGI Justicia 1144).

El motivo del pleito lo constituía una seria de partidas de dinero que, en la

visita que habían realizado a la Casa de la Contratación en 1526 el obispo de

Ciudad Rodrigo y el Dr. Diego Beltrán, del Consejo de Indias, no habían sido

descargadas del las cuentas del tesorero Matienzo y se mantuvieron como

alcances a este último. Pero, de no ser por la demanda que planteaba en 1529

Ochandiano, como consecuencia de que Matienzo no había podido saldar sus

alcances, este problema no habría trascendido pues no había quedado reflejado

en detalle en la visita de 1526. Ello evidencia que, a veces, una visita o una toma

de cuentas no dejaba traslucir ciertos problemas económicos o contables

existentes en la institución, porque determinados alcances quedaban pendientes

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de solucionarse en buenos términos entre las partes implicadas. En este caso el

asunto estaba relacionado fundamentalmente con diversas cantidades de

materiales -como pólvora, clavos, armas, etc...- por valor unos 37.000 maravedís,

que Juan López de Recalde había tomado hacia 1522 de lo sobrante de la

expedición de Magallanes-Elcano con destino a dos naos de su propiedad que

hacían el comercio con Indias. López de Recalde no pagó los materiales cuyo

valor, lógicamente, había quedado registrado en el cargo de las cuentas de

Matienzo y, en la visita, le fue considerado como alcance a Matienzo, que ahora

reclamaba D. de Ochandiano. De no haber sido por este expediente no se sabría

que el contador de la Casa de la Contratación había tenido públicamente dos

navíos comerciando con las colonias sin que aparentemente fuese denunciado o

prohibido por nadie. Pero López de Recalde no era el único en poseer barcos: en

algún momento de las décadas de 1520 y 1530, al menos Luis Fernández de

Alfaro y Francisco Pérez, ambos oficiales asistentes del contador de la Casa,

también habían tenido participación en la propiedad de sendos navíos que

comerciaban con Indias (AGI, Justicia 943).

Siendo esto así no sorprende que en relación con los registros de las naves

se produjeran muchas de las quejas de los comerciantes sevillanos contra los

oficiales de la Casa, lo cuales llegaban a encarcelar a veces a quienes

protestaban. Incluso las relativamente benévolas visitas realizadas a la Casa en

1526, por el Dr. Beltrán, y en 1535, por Juan Suárez de Carvajal, incluyeron

cargos en este sentido. Por otra parte, también la carga de los barcos se prestaba

al cobro de derechos abusivos por parte de los oficiales, que los comerciantes

intentaban rechazar y, en esta materia, los distintos intereses en el seno de la

administración producían un cuadro de nuevo cargado de incoherencia. En 1518,

posiblemente a raíz de la rehabilitación de Rodríguez de Fonseca, en un acto

muy favorable a los oficiales de la Casa, se expidió una real cédula autorizándolos

a seguir percibiendo los derechos de embarque que se estuviesen cobrando, sin

especificar cuáles. En 1526, después de las reformas, el Dr. Beltrán en su visita

decretó que los oficiales no podían llevar más que los impuestos oficialmente

establecidos. Sin embargo, en 1535 los oficiales seguían cobrando derechos a

todas luces excesivos sobre todo por autorizaciones por registrar o cargar las

naves, o para poder efectuar cualquier movimiento de mercancías, vinos, etc...

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que iban o venían de Indias. Para todo ello había un arancel que, según los casos,

implicaba pagos desde 8 maravedís a un ducado. Pero, eran abundantes las

acusaciones contra los visitadores de los navíos por llevar cantidades entre 4 y

ocho ducados (AGI, Justicia 943).

Aparte de los casos mencionados, una de las competencias esenciales de la

Casa daba pie igualmente manipulaciones fraudulentas, y se trataba de la

evaluación, fundición y venta de los metales llegados de Indias. Tanto en las

remesas consignadas a particulares, como en las pertenecientes al monarca, el

proceso de evaluación inicial de los metales por los oficiales, la fundición en la

Casa de la Moneda y la posterior compra por los mercaderes de oro y de plata en

subasta, se prestaba a manipulación tanto a favor, como en contra del interés del

consignatario, aprovechando bien la ley del metal, bien la diferencia de precio que

se conseguía a partir de su liga. Todo ello se complicaba por la intervención de los

banqueros en los que se depositaban los pagos y los cobros, con sus

correspondientes intereses.4 Como es lógico las quejas contra los oficiales de la

Casa de la Contratación en relación con este proceso eran también abundantes.

Como es conocido, todo esto afectaba a las relaciones de la Casa con

instituciones locales, como el Cabildo. En este terreno es conocido algún caso de

conflictos entre mercaderes defendidos por esta última institución, de un lado, y

la Casa de la Contratación, de otro, en lo que pudiera interpretarse en un

esquema aparentemente lógico como un enfrentamiento entre el sector privado

del comercio y la corona (SCHAFER 1935 I, p. 86). Pero la realidad era más complicada si

se tiene en cuenta que, por ejemplo, en 1526 el tesorero de la Casa era Pedro

Suárez de Castilla, veinticuatro de Sevilla, quien estaba enfrentado a un sector de

mercaderes por problemas como los expuestos arriba. Este no es el lugar para

profundizar en el comercio y las finanzas de estos años, pero es importante

destacar en este complejo mundo de intereses cruzados que giraban en torno al

aparato fiscal indiano la toma de postura que se produjo, ya en 1525, por parte

de hasta trece personas que se denominaban mercaderes y que: <<...con mucha

insistencia han procurado que SM les diese la gobernación y jurisdicción de la

Casa de Contratación por vía de Consulado, quitando a los oficiales que la

sirven>> (AGI, Justicia 943). Además de un banquero, entre los nombres de conocidos e

importantes comerciantes de la lista llama la atención el de Luis Fernández de

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Alfaro, al que antes se ha visto como oficial asistente de contador de la Casa y

que también reclamaba la creación del Consulado. Pese a la fluidez de las

posiciones, lo que estaba claro es que el incremento del volumen de negocios

hacía que el capital mercantil tuviese el potencial suficiente como para comenzar

a exigir a la corona su espacio autónomo para manejar el comercio americano

(BERNAL 1992, pp. 123 y ss.) Pero su problema era que, en su crecimiento, tropezaba con

determinadas estructuras del aparato fiscal de la monarquía. Dejemos por el

momento la Casa y el comercio, para observar éstas últimas.

V.

Con este panorama en Sevilla, a partir de 1523 el eje político del sistema

fiscal indiano se había desplazado a una relación más directa Consejo de Indias-

colonias. En América, algunos de los nuevos territorios que se seguían

conquistando producían cantidades apreciables de metales y sus características

no pasaban desapercibidas para ciertos miembros de la corte, alertas a cualquier

posibilidad de enriquecimiento que se pudiera derivar de ellas. La conquista se

estaba expandiendo por Venezuela, Nueva Granada, América Central... pero, a

pesar de que en algunos de estos territorios el oro era abundante, el caso de

Nueva España iba pronto a destacar sobre todos los demás por su volumen

demográfico y por su estructura social y económica. Con el horizonte abierto en

Nueva España, con las relaciones escritas por Cortés, con la epopeya épica de la

conquista del mundo azteca y con la abundante población mexica, Nueva España

surgía como un nuevo y mayor espacio que había que cubrir con la red

administrativa del estado.

En línea con lo que venía sucediendo desde los primeros años de la

colonización en las Antillas, miembros relevantes de la corte continuaban

situando familiares o personas fieles en cargos administrativos en Indias. En

Santo Domingo, por ejemplo, el secretario Juan de Sámano era pariente político

del presidente la Audiencia, Alonso de Fuenmayor, y el ya citado Dr. Diego

Beltrán, del Consejo de Indias y que fue visitador de la Casa de la Contratación, a

su vez tenía lazos familiares con los oidores de la Audiencia Íñigo de Guevara y

Juan de Vadillo (RODRÍGUEZ, 1999 a, p.26). Pero, parece fuera de discusión que, por

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estos años, quien más se ajustaba al perfil de cortesano alerta a los posibles

beneficios indianos era el secretario Francisco de los Cobos.

Ya a comienzos de 1519, cuando H. Cortés envió la primera remesa de

tesoros a España, Cobos figuraba entre quienes recibieron regalos personales.

Pero, además, reflejando la fuerza con que ascendía su estrella en la corte,

agentes de Diego Velázquez que habían venido a España para dar cuenta de los

nuevos descubrimientos ocurridos en Tierra Firme, consiguieron una medida

excepcional: que F. de los Cobos fuera nombrado Gobernador y Adelantado de

Yucatán (AGI, Ind.Gral. 419, IV-20). Cierto es que funcionarios reales de Santiago de

Cuba le habían escrito cartas aduladoras en 1517 pidiéndole ciertas mercedes y

quizás este logro era la recompensa por los favores que Cobos hubiera hecho en

la isla (CDIA, XI, 556-9). En todo caso, fue este nombramiento el que le permitió tener

acceso al cargo de fundidor y marcador de metales en un primer momento en

Yucatán y, más adelante, en todas la Indias. Este puesto era el que habían

ocupado antes el Comendador Mayor H. de Vega, en Cuba, y L. Conchillos, en

Puerto Rico, y proporcionaba el 1% de todo el metal ensayado y acuñado en

América; cuando la producción de Nueva España y los Andes despegase, este

ingreso llegaría a ser muy importante (KENISTON 1980, p. 53; HAMPE 1983).

La agitada historia de los primeros años del México colonial hizo que la

reacción de Cobos con respecto a la nueva colonia tardase algo en producirse,

pero hacia 1523 el secretario del emperador ya estaba actuando y la coincidencia

de fechas revela la intención de sus intervenciones. En primer lugar consiguió

que, entre los nuevos oficiales de la hacienda que se enviaron para cuidar de los

intereses reales ante Cortés, hubiese al menos dos criados suyos y, así, a

principios de 1524 llegaban a México Gonzalo Salazar –factor-, Peralmíndez

Chirinos –veedor-, sus deudos, junto a Alonso de Estrada –tesorero- y Rodrigo de

Albornoz –contador-. ¿Era tan celoso Cobos del buen funcionamiento de la Real

Hacienda como para querer tener personas de su entorno en México? La

respuesta llegaba pocos meses más tarde: de entre las múltiples posibilidades

económicas de México, Cobos había elegido la grana como una de las fuentes de

rentas reales y, en julio de 1524, obtuvo del emperador una concesión de 2.000

ducados anuales por un período de diez años sobre los ingresos de dicho

producto en Nueva España (KENISTON 1980, p. 82). Naturalmente, al ligar sus intereses

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personales a los de la monarquía, se comprende mejor su decisión de colocar en

la hacienda mexicana a G. Salazar y a P. Chirinos para que velasen por los

intereses de aquélla y, al mismo tiempo, de los suyos. Las similitudes con su

antiguo jefe L. Conchillos eran indudablemente cada vez mayores, salvo por el

hecho de que seguía vigente prohibición de disponer de repartimientos de indios

en México para miembros de la corte.

Los nuevos oficiales reales de Nueva España, respaldados por Cobos y con

la impresión de que llegaban a vigilar a H. Cortés (MARTÍNEZ 1990, p. 418), iban a

protagonizar uno de los mayores escándalos políticos de la colonización temprana

de México. Su llegada coincidió con los preparativos de Cortés para la expedición

a la conquista de las Hibueras, y el conquistador decidió llevar consigo a P.

Chirinos y a G. Salazar, los dos más próximos a Cobos, probablemente por

desconfiar de ellos. Pero en plena expedición, Cortés recibió noticias del

surgimiento de diferencias entre Alonso Zuazo, alcalde mayor, a quien había

dejado al frente del gobierno en la capital, de un lado, y A. de Estrada y R. de

Albornoz, los otros dos oficiales reales, que habían quedado como tenientes de

gobernador, de otro. Por ello decidió enviar a México a G. Salazar y a P. Chirinos

para restablecer la paz y tomar el mando en caso de necesidad. Pero los enviados

comenzaron por lo último y, en diciembre de 1524, iniciaron una operación para

la toma del poder en Nueva España de gravísimas dimensiones, que incluyó: el

prendimiento de A. Zuazo y su envío a Cuba; la detención de sus compañeros

Estrada y Albornoz cuando pretendían salir de Tenochtitlán para enviar a la

Península el oro acumulado del rey; y el acoso y ahorcamiento del hombre de

confianza de Cortés y mantenedor de sus bienes, Rodrigo de Paz, después de que

éste les facilitó el acceso a dichas propiedades de las que se incautaron a título

prsonal. Naturalmente para este alzamiento, G. Salazar y P. Chirinos organizaron

hombres en armas con los que se enfrentaron, en una especie de pequeña guerra

civil, a un sector importante de colonos que se resistían a su acción expoliadora.

Como resultado de ésta, los colonos calculaban que, entre oro, plata, tributos de

indios y otros bienes, habían acumulado 100.000 pesos en un año (PASO 1939 I, p.92).

En 1526 Cortés regresó a Tenochtitlán cuando los rebeldes habían sido

reducidos por los colonos y literalmente enjaulados. No obstante, pese a la

gravedad de los acontecimientos que habían protagonizado, no sólo fueron

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liberados, sin duda beneficiándose de sus vínculos con F. de los Cobos, sino que

poco después, tanto P. Chirinos y G. Salazar, como A. de Estrada y R. de

Albornoz, escribían al rey en contra de Cortés por diferentes aspectos de su

política gubernativa. De hecho, los oficiales reales, que permanecieron en Nueva

España en los años siguientes conservando sus cargos, contribuyeron de forma

importante al acoso político a que fue sometido el conquistador quien, entre otras

circunstancias, llegó a ser desterrado de Tenochtitlán en 1527, siendo gobernador

A. de Estrada asesorado por G. Salazar y P. Chirinos (MARTÍNEZ 1990, p. 477). La

combinación entre intereses económicos y complicidad política de F. de los Cobos

con los oficiales reales de Nueva España había producido un caso explosivo que

ponía evidencia las contradicciones del sistema fiscal de un estado basado en

tales fundamentos.

Abundando en aspectos económicos, a partir de la impunidad garantizada

por Cobos y manteniendo la práctica que ya se conoce desde los primeros

momentos en las Antillas, los oficiales reales consiguieron, entre otros bienes,

encomiendas de indios, con lo cual los servidores de la hacienda continuaban

participando en la producción, distribución y circulación de mercancías. Es

esencial recordar que la población indígena mexicana difería de manera

sustancial de la antillana y, en Nueva España, los indios encomendados podían

proporcionar importantes cantidades de productos como tributos, en los que se

incluía desde luego fuerza de trabajo, oro, pero también otras mercancías que

eran comercializadas. Ni que decir tiene que, como había ocurrido en el Caribe

con el trabajo indígena, en estos años el límite de las exacciones económicas a los

indios lo establecían los encomenderos. En palabras de Motolinía, <<su palabra

era la única medida para todo lo que podían tomar>> (GIBSON 1967, p. 198). De los

oficiales reales mayores de Nueva España, R. de Albornoz consiguió la

encomienda de Huazpaltebec, mientras que A. de Estrada llegó a ser

encomendero de Teocalhueyacan, donde el propio Cortés le concedió ciertas

“estancias” de indios de los que recibía el tributo y servicios personales, que en

lagún momento llegó a remunerar aunque a precios inferiores al mercado (GIBSON

1967, pp. 74 y 393) Pero el caso mejor conocido es el de G. Salazar de quien se podría

afirmar que se trataba, además, de un ejemplo de encomendero duro en grado

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extremo con sus indios, si no fuese porque el régimen mismo de la encomienda

era ya de por sí abusivo.

Salazar consiguió una encomienda de indios en Tepetlaoztoc, al nordeste

de Texcoco, que había pertenecido antes a H. Cortés y a dos de sus partidarios:

Gonzalo de Ocampo y Miguel Díaz de Aux, quien ya fue mencionado como oficial

real en Puerto Rico. Para las múltiples actividades de Salazar, así como de su

mujer y de sus mayordomos, los indios vieron intensificarse en alto grado la

exigencia del pago de tributos y de prestaciones de trabajo, como sucedió cuando

Salazar preparaba su viaje a España en 1530. Con esta ocasión, incluyendo el

transporte de sus pertenencias al puerto de Veracruz llegaron a morir 200 indios

de la encomienda. En su función de encomendero G. Salazar usurpó tierras

comunales de los indios; crió cerdos, cabras y caballos; con trabajo indígena

construyó casas y molinos; transformó edificios de la comunidad en una

hilandería, para la que se necesitó un batán y molino; utilizó para sus negocios el

agua de riego de los indios... (GIBSON 1967, p. 83) Y, como era lógico, igual que habían

hecho anteriormente los encomenderos de las Antillas, solicitó al rey con sus

compañeros la perpetuidad de los indios, esto es, la propiedad del medio de

producción que era la fuerza laboral indígena (PASO 1939 I, 80).

G. Salazar representaba el nuevo tipo de empresario colonial temprano que

aprovechaba los recursos de la comunidad indígena para sus negocios en esta

etapa de acumulación originaria de una forma absolutamente legal. Este

dinamismo empresarial no era raro en el período inicial de la conquista (TRELLES,

1982) y se verán otros casos similares, pero lo que hay que destacar es que se

trataba de oficiales de la Real Hacienda los que continuaban desarrollando sus

actividades económicas y cuyos intereses entraban en colisión con los de la

corona, en un grado cada vez mayor dada la nueva dimensión que adquirían sus

empresas. Por añadidura, continuaban los abusos de los mismos oficiales en el

propio ejercicio de su función administrativa: así, por ejemplo, en 1531 los

habitantes de Antequera, en Nueva España, se quejaban de que cuando llegaban

a fundir el oro a la distante Tenochtitlan los oficiales reales cobraban excesivos

derechos por la fundición, así como por las licencias para sacar oro, por lo que no

les compensaba acudir a cumplir con tal obligación, de lo que resultaba

perjudicada la Real Hacienda (PASO 1939 II, p.89).

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Mientras que los oficiales reales hacían sus negocios en Indias, F. de los

Cobos continuaba cuidando de sus propios intereses desde la Península. En 1527

el emperador le concedía, así como al Dr. D. Beltrán, una nueva licencia para

poder llevar 200 esclavos cada uno a Indias (AGI, Ind.Gral. 421, XII-31). Y un mes más

tarde ambos personajes concertaron con el conquistador Pedro de Alvarado la

organización de una compañía para transportar 600 esclavos para trabajar en las

minas de Guatemala que a Cobos debía rentarle la suma de 2.400 pesos (KENISTON,

1980, 102). En estos momentos el beneficio de la cochinilla conseguido en 1524 no

rentaba lo que Cobos había calculado y maniobró para compensar sus

expectativas frustradas. De este modo en 1528 obtuvo la concesión de todas las

minas de sal en Indias para él y sus descendientes, pagando a la corona una

quinta parte del valor de la producción (AGI, Justicia 973). Obviamente las Indias

seguían generando rentas crecientes y la administración del estado seguía siendo

un lugar desde el que tener acceso a sustanciosas cuotas de las mismas. Si desde

la corte no se podía disponer directamente de indios, sí se podía participar de

otros modos en todas las esferas del proceso económico directamente, como F. de

los Cobos o el Dr. Beltrán, o de forma indirecta, como lo harían otros miembros

de la administración central.

Las remesas de metales indianos habían vuelto a crecer a 1.038.437 pesos

en el quinquenio 1526-30; de ellos, el 26%, esto es, 272.070 ps. eran del rey,

frente a los 35.152 del quinquenio 1521-25 (HAMILTON 1935, p.34), pero las deudas de

la monarquía no cesaban de aumentar y los recursos detraídos como

consecuencia de la actividad económica de sus servidores indiscutiblemente

perjudicaban al objetivo de elevar al máximo la recaudación de rentas. Estos eran

algunos de los rasgos fiscales del modelo de estado que estaba organizándose.

Pero el gran impacto de la conquista americana aún no se había

producido. En 1528, con ocasión de la visita de H. Cortés a España tras su

conquista de Nueva España y después del conflicto con los oficiales reales, tuvo

lugar en el convento franciscano de Sta. María de La Rábida, en Huelva, un

curioso encuentro: el gran conquistador de México, que venía dispuesto a

impresionar a la corte con un cargamento deslumbrante de regalos, coincidió con

un mediano conquistador y pequeño encomendero en Panamá, Francisco Pizarro.

No podía imaginar Cortés que, en poco tiempo, los botines de las conquistas de

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Pizarro harían palidecer los regalos que ahora él traía a la corte. En todo caso,

Pizarro también venía ya con una colección de presentes y una narración

fabulosa, resultado de sus primeras incursiones en la Mar del Sur; curiosamente

entre los regalos venían algunas llamas andinas que fueron destinadas a las

tierras que F. de los Cobos tenía en Azuaga, de donde era Comendador (KENISTON

1980, p. 115) Para sus viajes por el Pacífico hacia el sur, F. Pizarro era apoyado

económicamente en Indias por un miembro y agente de una de las grandes

familias castellanas de banqueros y comerciantes, Gaspar de Espinosa, quien

naturalmente tenía contactos con F. de los Cobos (LOHMANN 1968; HEREDIA 1986). Dadas

estas circunstancias, F. Pizarro logró firmar la capitulación que solicitaba, se le

asignaron tres oficiales reales con salarios de 130.000 maravedís al año y, en

1530, partió hacia Indias para conquistar Perú. En aquellos momentos el Consejo

de Indias continuaba presidido por el poderoso fray García de Loaysa y, junto al

Dr. D. Beltrán y algún otro nuevo miembro, el presidente había incorporado a

Juan Suárez de Carvajal, también nacido en Talavera como él. Licenciado en

Derecho y catedrático en la universidad de Salamanca, Suárez de Carvajal había

sido corregidor en su ciudad natal, oidor en las Chancillerías de Granada y

Valladolid, había estado casado con una sobrina de G. de Loaysa y, al enviudar,

se hizo clérigo, consiguió el obispado de Lugo –sin duda por medio de Loaysa- y

fue incorporado al Consejo (MARTÍNEZ 1992, p. 16).

Una vez en Indias, las relaciones de F. Pizarro con los oficiales reales

fueron poco amistosas, quizás porque Pizarro estaba alertado por lo problemas

que H. Cortés había tenido en México (LOCKHART 1986). La desconfianza entre el

gobernador y los oficiales creció cuando, desde las primeras acciones de

conquista en la costa norte de Perú, éstos mostraron una avidez desmesurada

por los metales capturados a los indios, al tiempo que un descuido excesivo en

los trámites que debían guardar como servidores de la hacienda. Por este

comportamiento, Pizarro abrió un expediente contra ellos dando la sensación de

ser más celoso por las rentas de la corona que los propios servidores del fisco (AGI,

Patronato 28, 55). Es posible que, debido a la importancia del volumen de metales que

comenzó a generar Perú, se conozcan mejor algunos de los detalles que rodearon

la actuación de los oficiales de la hacienda en estos momentos, pero lo cierto es

que se dispone de suficientes datos para saber que la primera gran fundición

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efectuada en la conquista del Perú, con ocasión del rescate de Atahualpa, estuvo

plagada de irregularidades y fraudes con participación de los oficiales reales, en

perjuicio de los intereses de la corona.

La cifra oficial del valor de los metales fundidos ascendió a 1.326.539

pesos, por lo que a la hacienda le correspondían algo más de 262.000 pesos; pero

algunas informaciones permiten pensar que el valor real pudo haber significado

hasta un 20% más de dicha cifra. El proceso de la fundición fue descrito breve

pero claramente por uno de los más fieles cronistas del Perú, Pedro Cieza de

León, refiriendo:

“...como se oviese hecho la fundiçión y por la quenta supiesen lo que montava el montón que se avía de repartir, sacados los derechos y costas desto y lo que la compaña devía y el escaño y otras joyas de gran peso, sin lo que se hurtó que fue mucho, y sin los cien mill ducados que se sacaron para la jente de Almagro, se repartió lo demás entre el governador y sus conpañeros... y echavan la ley a este oro como cosa de bulra, porque mucho que tenía catorze quilates le echavan siete y otro de veynte le ponían diez; la plata por el consiguiente. Fue causa este çeguedad que muchos mercaderes con solo marcar oro y plata enriqueçieron grandemente...” (CIEZA 1987, p. 160)

Aun con los robos y los fraudes, los 262.359 pesos de la corona significaban diez

veces más que los aproximadamente 25.000 pesos que había producido la

primera fundición de Nueva España (LOREDO, 1958). El impacto que causó tanto lo

que perteneció a la hacienda, como las cantidades que correspondieron a título

personal a los soldados que participaron en la primera acción relevante en Perú,

fue extraordinario. Ni en las Antillas ni en la Península se habían visto nunca

tantas cargas de oro, plata y piezas labradas producidas por una sola actuación

de conquista. La sociedad y la política colonial resultaron afectadas por aquel

acontecimiento. Pero cuando todavía no se habían repuesto del impacto, Pizarro y

los suyos conquistaron la rica capital del Tawantinsuyo, Cusco, donde el valor de

la correspondiente fundición del botín ascendió a más de 1.900.000 pesos y

entonces el Perú se elevó a mito. Las condiciones de la fundición de Cuzco fueron

similares a las de Cajamarca y el escándalo por el volumen del fraude fue de tal

envergadura que el fiscal del Consejo de Indias inició una querella contra F.

Pizarro (AGI, Escribanía 496 B). Pero aún con estos problemas, la realidad es que se

había iniciado una nueva etapa en la colonización indiana.

Como venía sucediendo desde las Antillas, los oficiales reales del Perú

ocuparon pronto lugares prominentes tanto desde un punto de vista institucional

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como económico. Recordemos a título de ejemplo algunos de los casos mejor

conocidos: los del tesorero A. de Riquelme y del veedor G. de Salcedo. Sobre la

base de encomiendas concedidas por Pizarro, el primero se hizo con una

importante fortuna, parte de la cual circulaba lógicamente por los circuitos

comerciales (HAMPE 1986); pero probablemente mayor y mucho más dinámico era el

complejo mercantil acumulado por el veedor G. de Salcedo que, en poco tiempo

constituyó compañías comerciales, disponía de un barco, criaba ganado y poseía

un pujante ingenio de azúcar y conservas vegetales, con el que comerciaba por el

interior de la colonia y hasta Panamá. Esta empresa agrícola se asentaba en

tierras de los indios de su encomienda en la Nazca, al sur de Lima, los cuales

proporcionaban parte de la fuerza de trabajo en calidad de tributo, junto a

esclavos negros importados por el oficial de la hacienda (CARMONA/ACOSTA, 1999).

En términos generales la riqueza colonial, ahora incrementada de forma

espectacular con los metales y la población indígena del Perú, crecía, pero con

ella aumentaban también los negocios de los servidores de la Real Hacienda y de

la corte; y si a ellos se une el ambiente ya descrito que reinaba en la Casa de la

Contratación, no extrañará que continuaran los esfuerzos del sector privado del

comercio por disponer de un espacio mercantil con las menores interferencias

posibles de parte del aparato administrativo y político de la corona, para poder

aprovechar al máximo el creciente volumen de negocios, en tonelajes y

operaciones financieras (BERNAL 1992, pp. 123 y ss.). Paralelamente a esto seguían

incrementándose las deudas y las necesidades de recursos de la monarquía. El

Estado Moderno en formación sobrellevaba no sin dificultad estas crecientes

contradicciones.

VI.

A partir de 1532, tras la llegada al Perú, muchas cosas cambiaron en la

política colonial. Recordemos en primer lugar la evolución de las remesas de

metales que pasaron de 1.650.231 pesos llegados a Sevilla en el quinquenio

1531-35 á 3.937.892 pesos en los años 1536-40. Estas cifras reflejan nítidamente

el impacto de que se habló arriba. De estas cantidades la corona recibió en los

mismos períodos 432.360 y 1.350.885 pesos, respectivamente. No es difícil

imaginar que esta inundación de metal americano llegó a muchos lugares y

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agudizó los intereses de muchas personas, tanto en el ámbito privado del

comercio sevillano que disponía ahora de un espacio de negocios de dimensiones

incalculables, como en el terreno de la administración donde prácticas como las

de F. de los Cobos, el Dr. D. Beltrán y otros, iban a extenderse.

Por otra parte, hacia los últimos años de la década de 1530 se produjo una

serie de circunstancias en Castilla que es necesario recordar para comprender el

asunto que aquí interesa. La primera de ellas fue el hecho de que el emperador

llevara ocupado ya varios años en su disputa con Francia y otros asuntos,

prestando escasa atención a los temas coloniales. En Castilla, un reducido grupo

de personas de peso político en la corte encabezados por F. de los Cobos y el

presidente del Consejo, fray G. de Loaysa, que ya era además cardenal de Sevilla,

controlaba casi absolutamente los asuntos indianos. En la ausencia del monarca

de 1539 para acudir a Flandes, Loaysa quedó encargado especialmente de

proveer todos los oficios que vacasen en Indias, tanto de justicia como de

hacienda (SANTA CRUZ 1923, IV, p. 28). Tras de ellos, otro piélago de personalidades de

menor rango jugaban también a la hora de tomar decisiones y lo hacían

pivotando y combinando sus influencias en torno a los anteriores.

En este terreno, merece detenerse a observar el caso de uno de dichos

nombramientos, por lo que tiene de revelador. No es éste el lugar para tratar los

gravísimos enfrentamientos que se produjeron entre los conquistadores y que,

entre otros muchos, causaron los asesinatos de F. Pizarro y de Blasco Núñez de

Vela, el primer virrey <<de facto>> que la corona envió a la colonia, pero

recordemos que, en 1540, cuando ya habían comenzado las llamadas <<guerras

civiles>> del Perú, la corona consideró necesario enviar a una persona a la colonia

para investigar los primeros sucesos y colaborar con F. Pizarro para restablecer el

orden. Para este cometido, alguien del Consejo de Indias se fijó en un oidor de la

Chancillería de Valladolid que se llamaba Cristóbal Vaca de Castro; Juan Suárez

de Carvajal, ya obispo de Lugo y amigo del presidente Loaysa, había estado en

aquella Chancillería y bien pudo ser quien lo eligiese. Se conoce una carta

enviada en 1540 por fray G. de Loaysa a C. Vaca de Castro cuyo contenido

transmite claramente la idea de que la administración del estado y, en particular,

de las colonias significaban ahora más que nunca una oportunidad para hacer

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dineros fácilmente y mejorar la posición social. He aquí algunos pasajes de la

misiva:

<<Muy noble Señor: Recybí dos letras vuestras e la más breve mostré al señor Comendador mayor e parescióle como aun discreta, breve e compendiosa, e ansi le pareció al señor Samano y al Licenciado Xuan Xuarez [de Carvajal]...Señor, ya os escribí que por vuestro provecho abia ynbentado este vuestro camino porque ay estays aunque con honrra, con mucha pobreza, que para vuestros fixos vale poco... Lo quen el Peru habeys Señor de fazer es tomar cuenta de toda la facienda del Rey, ynformaros de lo que a sucedido entre Pizarro e Almagro... En fin, Señor, ...el Gobernador e Marques Francisco Pizarro... seguirá vuestro voto como si yo se lo diese; e puesto que esto sea ansi e en aquel nuevo mundo no se aya de tener en paz este cargo no me paresce que se a de tener la vista puesta en solo él sino que pensamos que esta xornada servireys mucho a Dios e a vuestro Rey e ahorrareys fecha la costa, dineros en buen numero para vuestra casa e sobresto pasados tres años que se gastaran e yr e volver no os dexaran volver a ese purgatorio de la Chancelleria e quedareys, Señor, en uno destos Consexos del Rey, ques el fin de un letrado casado que entra a servir a Su Magestad... Madrid, 19 de septiembre de 1540 años. Fray G. Cardenalis Hispallis>> (PORRAS, p. 388)

Ni que decir tiene que Vaca de Castro viajó a Perú. Cuando llegó, Pizarro había

sido asesinado y, por las instrucciones que llevaba, él se hizo cargo de la

gobernación desde la que, tomando al pie de la letra las palabras de Loaysa, se

dedicó a hacer tal volumen de negocios personales afectando en tal grado los

intereses reales que, a su regreso a España, en lugar de llegar a un Consejo como

se le prometió, llegó a la cárcel, si bien temporalmente.

Una segunda circunstancia que se produjo durante estos años en Castilla

tuvo que ver con los efectos que originó la llegada a la Península de las riquezas

de Indias, aumentadas con las de Perú. El oro y la plata americanos que llegaban

al rey -pero que, en mayores cantidades aún, venían en manos particulares o

consignados a comerciantes, familiares y amigos de aquéllos- acentuaron las

envidias, los deseos de participar en el botín o, en el mejor de los casos, el

escándalo en quienes observaban las operaciones no siempre limpias que se

llevaban a cabo con los metales llegados a España. En relación con este último

aspecto se recibían en la corte escritos que revelaban el envío de dineros por

parte de conquistadores y otros particulares a elementos de la administración y,

entre aquéllos, cabe destacar un memorial al rey, de 1541, denunciando

sobornos de F. Pizarro a varios miembros del Consejo de Indias (HANKE, 1967, p. 171).

No se conserva constancia de ello en la documentación conocida, aunque por

hechos posteriores se verá que la posibilidad era verosímil; en todo caso lo que sí

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se conoce es que el conquistador del Perú mantenía correspondencia con todos

los hombres fuertes de la corte ya conocidos: el presidente Loaysa, el Dr. Beltrán,

J. Suárez de Carvajal, Cobos, Sámano...

Y es que algunas personalidades de la corte no permanecían pasivas ante

la avalancha de riquezas. Cuando en 1534 Hernando Pizarro, hermano del

gobernador, trajo a España el oro del emperador fundido en Cajamarca y regresó

al Perú con poderes ampliados para su hermano, llevó consigo nuevas personas

de confianza, algunas de ellas recomendadas por autoridades políticas. Esto

sucedió con Benito e Yllán Suárez de Carvajal, evidentemente hermanos del

obispo de Lugo, el segundo de los cuales iba nombrado como factor de la Real

Hacienda en Lima. La administración indiana seguía creciendo y continuaba la

práctica de enviar deudos para colocarlos en los ámbitos de la administración de

la hacienda real. Una vez en Perú, Benito Suárez de Carvajal se situó en la zona

de densa población indígena, en los alrededores de Cuzco, mientras que su

hermano Yllán tomó posesión de su puesto de factor de la hacienda. Desde esta

posición, Yllán jugaría un papel de gran relevancia en 1544 en defensa de las

encomiendas, cuando el primer virrey Blasco Núñez de Vela fuese enviado a Lima

por la corona para aplicar las Leyes Nuevas (FERNÁNDEZ, 1963).

El tercer elemento que hay que considerar en el contexto castellano de

fines de la década de 1530 es precisamente el debate en torno a la encomienda.

Por supuesto éste no era un asunto nuevo; en un sentido ya se ha visto arriba

que en repetidas ocasiones los encomenderos, entre los que se encontraban los

oficiales reales, pidieron a la corona que se les concediese la perpetuidad de sus

indios para consolidar su posición privilegiada en el control económico de la

colonia (AGI Ind. Gral. 1530). Pero, en otra dirección, en los últimos años de la década

de 1530 se reavivó la polémica en torno a la encomienda a raíz del proyecto de

Bartolomé de las Casas en la Verapaz guatemalteca. En 1537 Las Casas publicó

De unico vocationis modo donde denunciaba que las guerras contra los indígenas

eran injustas, inicuas y tiranas, y que el sistema de la encomienda esclavizaba

virtualmente a los indios y los estaba destruyendo. El fraile seguía empeñado en

denunciar al emperador las injusticias que se seguían cometiendo con los nativos

y proponía que las encomiendas debían pasar a cargo directo de la corona. Por

otra parte, tanto las denuncias de Las Casas como otros informes dirigidos al

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emperador por estos años trataban sobre los intereses personales de miembros

de la administración, avisando <<de la mucha disolución que había en algunos del

Consejo de Indias, así en tomar dinero de Gobernadores y de otras personas

particulares, como de otras cosas harto feas para personas de semejante

Consejo>> (SANTA CRUZ 1923, XLII, pp. 216 y ss.).

Haciéndose eco de estos planteamientos, Carlos V adoptó dos medidas de

enorme trascendencia para la administración y el sistema colonial, así como

desde el punto de vista de la concepción del Estado y del papel de sus servidores.

Hay que advertir que estos hechos, aunque son conocidos, pueden ser leidos de

nuevo a la luz del problema que se trata en estas páginas (HANKE 1967). Por una

parte decidió reunir en largas sesiones una junta de expertos a la que asistieron

miembros del Consejo de Castilla y F. de los Cobos, conjuntamente con el

Consejo de Indias, para deliberar sobre la posible abolición de la encomienda. En

este sentido, hasta las Cortes de Valladolid, reunidas en 1542, llegaron a solicitar

al monarca remediar las crueldades que se cometían con los indios para

conservar las Indias evitando que continuaran despoblándose. Éste era un

asunto crucial en relación con el futuro de la colonización americana y los

pronunciamientos de los componentes de la junta tenían una importancia de

indiscutible trascendencia. Naturalmente, dadas las circunstancias más arriba

descritas, no resulta sorprendente que tanto J. Suárez de Carvajal, como el

propio presidente del Consejo de Indias, f. G. de Loaysa, se opusieran a la

abolición de la encomienda en la junta que trató de este asunto. Sin embargo,

como consecuencia de lo deliberado en la junta, en noviembre de 1542 se

aprobaron las ya mencionadas Leyes Nuevas que, además de la encomienda,

trataban también ampliamente de otros asuntos que tenían que ver con la gestión

de la administración y con lo que hoy llamamos corrupción administrativa (MURO

1945; HANKE 1967, p. 160). En relación con aquella institución, como es sabido, la

corona daba un giro de 180º a la política mantenida hasta entonces ya que la

nueva legislación prohibía a los oficiales reales de la hacienda -entre otros

miembros de la administración colonial- ser titulares de encomiendas. De este

modo, afrontando las contradicciones que venía soportando en el ámbito de la

hacienda, ampliaba a los oficiales reales la prohibición establecida en 1518 para

los cortesanos residentes en la Península en un esfuerzo por profesionalizar a los

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servidores del estado, con unas consecuencias políticas y económicas de primer

nivel.

Por otro lado, a partir de las denuncias presentadas y por advertencias

hasta del Conde de Osorno -que a veces, sustituía a fray G. de Loaysa en la

presidencia del Consejo de Indias- acerca de irregularidades en su

funcionamiento, Carlos V decidió iniciar una visita a este órgano de la

administración que lo mantuvo inactivo de junio de 1542 a febrero de 1543. Las

consecuencias políticas de la visita al Consejo fueron extremadamente graves:

entre otras, el poderoso presidente Loaysa perdió el favor del emperador y fue

retirado de la presidencia como responsable del mal funcionamiento del Consejo;

el Dr. Beltrán, miembro más antiguo del organismo, a quien se probaron muchas

de las acusaciones que se habían venido haciendo contra él, en especial de

aceptación de sobornos de diversas personas en Indias, fue multado y destituido;

y, por fín, al Licenciado Juan Suárez de Carvajal, obispo de Lugo, igualmente se

le probó haber tomado dineros de particulares de la colonia y haber concertado el

casamiento de una hija suya con un hijo del Marqués F. de Pizarro, para cuya

garantía tenía depositados en un banco en Sevilla 14.000 ducados. Por todo ello

también fue destituido, multado y desterrado a su obispado en Lugo (SANTA CRUZ

1923, XLII, p. 317). De este modo se reaccionaba frente al hecho indiscutible de que, en

parte al menos, la política colonial estaba siendo dirigida por personas que tenían

importantes y directos intereses económicos en las Indias.

Es difícil negar que se trataba, en conjunto, de un cambio fundamental no

ya en el diseño administrativo de la gestión indiana, sino en la base misma del

poder económico que ostentaban los oficiales reales en América y que, como se

vió, constituían una parte importante de los vínculos que condicionaban la

política del Consejo. De la trascendencia de las medidas da idea la feroz

resistencia de los colonos encomenderos a la puesta en práctica de las Leyes

Nuevas que, en el caso del Perú, dio lugar a la última etapa de las famosas

“guerras civiles”. No es de sorprender que Yllán Suárez de Carvajal se resistiese

en Lima a la supresión de las encomiendas, dado que su hermano Benito se

hallaba vinculado al mundo indígena en Cuzco. Como si de un drama teatral se

tratase, después de que Juan Suárez de Carvajal fuese destituido del Consejo de

Indias, el virrey B. Núñez de Vela, que entendía que Yllán dificultaba en Lima su

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labor de aplicar las Leyes Nuevas, lo asesinó pero, poco más tarde, fue Benito

Suárez de Carvajal quien degolló al virrey en la batalla de Añaquito como parte

de la revuelta para intentar evitar la puesta en práctica de la legislación.

La pregunta que resta para una investigación posterior a ésta es: si la

reacción de la corona en pretender acabar con las redes de intereses creados en

torno a la encomienda e intentar reconducir la gestión del sistema fiscal en Indias

fue tardía. El terreno de trabajo para contestar a esta cuestión, tanto en América

como en España, es muy extenso pero ¿valdría recordar como adelanto a la

respuesta que, al poco de la visita al Consejo de Indias y a pasar de la

bochornosa salida de Juan Suárez de Carvajal del mismo en 1542, en 1545 el

personaje ostentaba nada menos que la presidencia del Consejo de Hacienda, era

miembro temporal de la Cámara de Castilla hacia 1546 y Comisario General de

Cruzada, puesto que ocupó entre 1546 y 1562? (MARTÍNEZ 1980, p. 30)

Para concluir y completar el cuadro de los acontecimientos de la política

colonial que tenían lugar en torno a 1542, situemos en este contexto la

aprobación finalmente por la corona del Consulado de mercaderes en Sevilla, que

tanto tiempo éstos llevaban pidiendo. Hoy por hoy no se puede establecer una

relación lineal directa entre las Leyes Nuevas y la visita al Consejo de Indias, por

una parte, y la aprobación del Consulado, por otra, prácticamente en la misma

fecha, pero es difícil aceptar que se trate de una coincidencia casual. No cabe

duda de que el capital mercantil conseguía al mismo tiempo dos avances muy

importantes: (1) regir con más autonomía el flujo del comercio con Indias, y (2)

hacer desaparecer del mercado a los oficiales reales (y a otros servidores de la

monarquía) que, con su ventaja de actuar en espacio público y privado, habían

resultado ser unos competidores muy incómodos.

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NOTAS

1 La bibliografía sobre el Estado Moderno es muy abundante y remito, sólo a título de muestra, a las obras que

re refieren en la lista bibliográfica que acompaña a este trabajo. 2 Los dos volúmenes de la obra de Manuel Giménez Fernández sobre Bartolomé de las Casas son, pese a su

frecuente tono de excesiva pasión, una fuente inapreciable de información sobre las redes del poder en los

años que estudia. 3 E. Schafer (1935, I, p. 40) hizo un breve comentario sobre esta práctica en relación con los miembros del

Consejo de Indias. 4 Cuando eran interrogados, los banqueros negaban tajantemente llevar ningún interés por ningún concepto,

debido a la prohibición de la usura; véanse algunas declaraciones en AGI, Justicia 943.