La filosofía empirista: David Hume

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UNIDAD 8: LA FILOSOFIA EMPIRISTA: DAVID HUME HISTORIA DE LA FILOSOFIA 2º BACHILLERATO CONTEXTO HISTORICO En la unidad anterior nos hemos ocupado de la primera gran corriente de la modernidad, el racionalismo, centrándonos en la filosofía de Descartes. Ahora nos ocuparemos del Empirismo, que constituye el segundo gran movimiento de la Filosofía Moderna. Para una primera aproximación al término convendría repasar la renovación científica que tuvo lugar con el pensamiento renacentista (véase Bacon, Bruno y Galileo). Empirista es, en general, toda filosofía según la cual el origen y valor de nuestros conocimientos depende de la experiencia. Entendido de esta forma general, el empirismo es una constante en la historia del pensamiento: existió antes de la modernidad y lo veremos surgir en más de una ocasión en la época contemporánea. El empirismo moderno, constituye una respuesta al racionalismo cartesiano. Desde el punto de vista de la teoría del conocimiento, esta respuesta consiste fundamentalmente en negar la existencia de ideas innatas afirmando que la experiencia es la fuente y el límite del conocimiento humano. El empirismo se inicia con John Locke (1632-1704) para radicalizarse definitivamente con David Hume (1711-1776). No puede olvidarse, sin embargo, que los intereses de ambos autores van más allá de la teoría del conocimiento. Ambos participan de los ideales y de los intereses de la Ilustración. El empirismo moderno se extiende a lo largo de los siglos XVII y XVIII por las Islas Británicas para luego irradiarse al continente y América; de su mano penetrar en Europa las ideas ilustradas, herederas de un nuevo régimen político, la monarquía parlamentaria, que dotará al país de estabilidad: en contraste con el absolutismo político y la cerrazón ideológica que domina en el continente, en Inglaterra se respira un ambiente de mayor tolerancia y libertad que favorece el progreso científico, técnico y económico. El contexto político y moral que da origen al empirismo viene marcado por el alzamiento de la burguesía como clase revolucionaria en toda Europa contra el poder monárquico (1640-1650). Pero mientras en el continente dominó el absolutismo, en Inglaterra los burgueses, dueños del dinero y apoyados por la nobleza, consiguieron sus propósitos: derechos individuales, fiscalización de los presupuestos públicos, abolición de los monopolios estatales, intervención popular en la legislación… Durante el reinado de los Estuardo Jacobo I (1603-1625) y Carlos I (1625-1649) el parlamento lucha a muerte contra ellos, hasta el punto de ser disuelto en 1628 y procurar una guerra civil (1642-1648) que concluye con la ejecución de Carlos I, la consiguiente abolición de la monarquía y la proclamación de la república, dominada a partir de 1652 por el Puritano Georges Cromwell. Tras la restauración monárquica de los Estuardo (1660) continuarán las reivindicaciones: Habeas Corpus en 1679, nacimiento de los partidos whig y tory en 1680, lucha contra la restauración del catolicismo promovida por Jacobo II. En 1688 la monarquía será parlamentaria y constitucional y se proclamará la declaración de derechos. Con el reinado de Ana la corona cambia de casa y se fundan las bases del moderno parlamentarismo. Finalmente, en 1776, con el rey Jorge III en el trono, las colonias de América del norte se independizan. Fruto de este nuevo contexto político, durante el siglo XVIII se produjo en Inglaterra un notable desarrollo económico tanto en la agricultura como en la industria, lo que, justo al progreso colonial en la India y América del norte, sigue favoreciendo a la burguesía, que va adquiriendo conciencia de su poder hasta alcanzar un rol político hegemónico. Inglaterra goza de la mejor situación comercial de Europa. En 1694 se funda el Banco de Inglaterra, que proporciona estabilidad política e impulsa la iniciativa privada: así, se desarrolla la marina comercial (intercambios con las colonias), se mejoran las carreteras y se construyen nuevos canales. La población, joven y dinámica, alimenta la industria creciente; aunque surgen los primeros problemas de proletarización, la mayor parte de la clase trabajadora está por encima del nivel de pobreza, lo que hace posible un aumento de la demanda interior de productos como tejidos, abundancia de hierro y carbón y la aplicación de la máquina de vapor. En el campo de la ciencia, se concede importancia a la investigación de la naturaleza, que permite el desarrollo de la física y el método inductivo. Al igual que en el resto de Europa, surgen las Academias, centros de investigación y debate científico en los que hay una mayor libertad que en las universidades. En Inglaterra destacó la Royal Society de Londres, fundada en 1662. En el siglo XVIII, las ciencias naturales conocen un nuevo impulso, continuación de la obra de Isaac Newton, y la física avanza en sus distintas ramas: investigación sobre la dinámica de los gases, la electricidad y el magnetismo... Estos avances científicos se traducen en importantes aplicaciones prácticas: los estudios sobre la presión del vapor de agua permitirán a Watt en 1765 construir una máquina de vapor aplicable a la industria que anticipa la revolución industrial. Se producen notables avances en el ámbito de la química (descubrimiento de nuevos elementos), la medicina y la cirugía (con la disección de cadáveres) y progresan también las ciencias históricas y jurídicas.

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UNIDAD 8: LA FILOSOFIA EMPIRISTA: DAVID HUME HISTORIA DE LA FILOSOFIA 2º BACHILLERATO CONTEXTO HISTORICO

En la unidad anterior nos hemos ocupado de la primera gran corriente de la modernidad, el racionalismo, centrándonos en la filosofía de Descartes. Ahora nos ocuparemos del Empirismo, que constituye el segundo gran movimiento de la Filosofía Moderna. Para una primera aproximación al término convendría repasar la renovación científica que tuvo lugar con el pensamiento renacentista (véase Bacon, Bruno y Galileo). Empirista es, en general, toda filosofía según la cual el origen y valor de nuestros conocimientos depende de la experiencia. Entendido de esta forma general, el empirismo es una constante en la historia del pensamiento: existió antes de la modernidad y lo veremos surgir en más de una ocasión en la época contemporánea. El empirismo moderno, constituye una respuesta al racionalismo cartesiano. Desde el punto de vista de la teoría del conocimiento, esta respuesta consiste fundamentalmente en negar la existencia de ideas innatas afirmando que la experiencia es la fuente y el límite del conocimiento humano. El empirismo se inicia con John Locke (1632-1704) para radicalizarse definitivamente con David Hume (1711-1776). No puede olvidarse, sin embargo, que los intereses de ambos autores van más allá de la teoría del conocimiento. Ambos participan de los ideales y de los intereses de la Ilustración. El empirismo moderno se extiende a lo largo de los siglos XVII y XVIII por las Islas Británicas para luego irradiarse al continente y América; de su mano penetrar en Europa las ideas ilustradas, herederas de un nuevo régimen político, la monarquía parlamentaria, que dotará al país de estabilidad: en contraste con el absolutismo político y la cerrazón ideológica que domina en el continente, en Inglaterra se respira un ambiente de mayor tolerancia y libertad que favorece el progreso científico, técnico y económico. El contexto político y moral que da origen al empirismo viene marcado por el alzamiento de la burguesía como clase revolucionaria en toda Europa contra el poder monárquico (1640-1650). Pero mientras en el continente dominó el absolutismo, en Inglaterra los burgueses, dueños del dinero y apoyados por la nobleza, consiguieron sus propósitos: derechos individuales, fiscalización de los presupuestos públicos, abolición de los monopolios estatales, intervención popular en la legislación… Durante el reinado de los Estuardo Jacobo I (1603-1625) y Carlos I (1625-1649) el parlamento lucha a muerte contra ellos, hasta el punto de ser disuelto en 1628 y procurar una guerra civil (1642-1648) que concluye con la ejecución de Carlos I, la consiguiente abolición de la monarquía y la proclamación de la república, dominada a partir de 1652 por el Puritano Georges Cromwell. Tras la restauración monárquica de los Estuardo (1660) continuarán las reivindicaciones: Habeas Corpus en 1679, nacimiento de los partidos whig y tory en 1680, lucha contra la restauración del catolicismo promovida por Jacobo II. En 1688 la monarquía será parlamentaria y constitucional y se proclamará la declaración de derechos. Con el reinado de Ana la corona cambia de casa y se fundan las bases del moderno parlamentarismo. Finalmente, en 1776, con el rey Jorge III en el trono, las colonias de América del norte se independizan.

Fruto de este nuevo contexto político, durante el siglo XVIII se produjo en Inglaterra un notable desarrollo económico tanto en la agricultura como en la industria, lo que, justo al progreso colonial en la India y América del norte, sigue favoreciendo a la burguesía, que va adquiriendo conciencia de su poder hasta alcanzar un rol político hegemónico. Inglaterra goza de la mejor situación comercial de Europa. En 1694 se funda el Banco de Inglaterra, que proporciona estabilidad política e impulsa la iniciativa privada: así, se desarrolla la marina comercial (intercambios con las colonias), se mejoran las carreteras y se construyen nuevos canales. La población, joven y dinámica, alimenta la industria creciente; aunque surgen los primeros problemas de proletarización, la mayor parte de la clase trabajadora está por encima del nivel de pobreza, lo que hace posible un aumento de la demanda interior de productos como tejidos, abundancia de hierro y carbón y la aplicación de la máquina de vapor. En el campo de la ciencia, se concede importancia a la investigación de la naturaleza, que permite el desarrollo de la física y el método inductivo. Al igual que en el resto de Europa, surgen las Academias, centros de investigación y debate científico en los que hay una mayor libertad que en las universidades. En Inglaterra destacó la Royal Society de Londres, fundada en 1662. En el siglo XVIII, las ciencias naturales conocen un nuevo impulso, continuación de la obra de Isaac Newton, y la física avanza en sus distintas ramas: investigación sobre la dinámica de los gases, la electricidad y el magnetismo... Estos avances científicos se traducen en importantes aplicaciones prácticas: los estudios sobre la presión del vapor de agua permitirán a Watt en 1765 construir una máquina de vapor aplicable a la industria que anticipa la revolución industrial. Se producen notables avances en el ámbito de la química (descubrimiento de nuevos elementos), la medicina y la cirugía (con la disección de cadáveres) y progresan también las ciencias históricas y jurídicas.

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De acuerdo con el mayor o menor grado de certeza admite tres tipos de conocimiento: Conocimiento intuitivo: aporta un grado de certeza absoluto, pues consiste en captar de modo evidente e inmediato el acuerdo o desacuerdo entre ideas (vg: mi existencia) Conocimiento demostrativo: conocimiento fiable utilizado en la matemáticas y en la ética a partir de demostraciones, deductivamente (vg: la existencia de Dios) Conocimiento sensible: conocimiento relativo y probable que se obtiene a través de la sensación y permite conocer cosas reales (vg: el mundo de los objetos físicos)

Locke coincide con Descartes al identificar idea como el contenido del entendimiento humano, pero frente a él, afirma que el contenido del entendimiento tiene un origen puramente empírico: al nacer, nuestra mente en como una habitación vacía, un papel en blanco o un cuarto oscuro (la mente es una tabula rasa donde la experiencia escribe) Idea es todo aquello que la mente percibe por sí misma, todo lo que es objeto del entendimiento cuando el hombre piensa. Locke considera que un hombre empieza a tener ideas cuando tiene la primera sensación: antes de ese momento, su mente está en blanco (critica así las ideas innatas). Los principios de identidad y de no contradicción, según Descartes universalmente admitidos (pues son innatos), para Locke no lo son, ya que hay quien los desconoce (hay pueblos enteros que desconocen la idea de Dios). Pero tenemos la certeza o intuición de nuestra existencia como seres racionales capaces de entendimiento y de la existencia de Dios, que nos ha creado y del que dependemos.

John Locke (1596-1650) nacido en Bristol, estudió filosofía, física, química y medicina en la Universidad de Oxford, donde fue profesor de griego y de ética, si bien finalmente optó por la medicina, publicando tratados sobre anatomía. Viajará primero por Holanda y Francia antes de decantarse finalmente por la política. Sus ideas, de corte liberal, le llevan a participar en la segunda revolución inglesa de 1688. Destacamos sus obras Carta sobre la tolerancia y Dos tratados sobre el gobierno civil, además de su Ensayo sobre el entendimiento humano, donde pretende dar respuesta a la necesidad de establecer el origen del conocimiento: no se trata de averiguar qué son las cosas, sino la manera de conocerlas: nuestro conocimiento se reduce a conocimiento sensible, la experiencia es el origen y límite de nuestro conocimiento

Siguiendo la costumbre de la época, Locke clasifica las ideas del modo que sigue:

Ideas simples: son aquellas que la mente no puede descomponer en otras y le llegan por separado a través de los distintos sentidos, aunque en las cosas se hayan mezcladas en el mismo objeto (no pueden ser fabricadas ni destruidas por la mente): Ideas de sensación: proceden de los sentidos externos, nos informan de los objetos externos y proporcionan ideas de las cualidades sensibles (verde, frío, duro, dulce...) Ideas de percepción: proceden de los sentidos internos, informan de operaciones de nuestra mente y proporcionan ideas de sus diferentes actividades (pensar, dudar…) Ideas complejas: son aquellas elaboradas por la mente a partir de ideas simples mediante una serie de operaciones como las siguientes: distinguir entre ideas, componer ideas, abstraer ideas a partir de seres particulares... Distingue también aquí Modos: se refieren a cosas que no subsisten por sí mismas sino por otras (triángulo..) Sustancias: son combinaciones de ideas simples que se toman para representar cosas particulares que subsisten en sí mismas (melocotón, mesa...) Relaciones: son el resultado de comparar una idea con otras (igualdad, causalidad...)

Los empiristas niegan la posibilidad de conocer algo distinto de las cualidades sensibles de las cosas, por tanto, el concepto de sustancia es algo vacío sin correlato real que sólo expresa el enlace o unión que realiza el pensamiento de un conjunto de fenómenos sensibles, una idea compleja muy elaborada en la que reposan esas cualidades. Existe un límite a nuestro conocimiento: no se puede ir más allá de las ideas, que proceden solamente de la experiencia. Al rechazar las ideas innatas, Locke niega también la posibilidad de que existan principios innatos de carácter moral, ya que nuestros principios morales se derivan de la experiencia. Locke niega el intelectualismo característico del racionalismo. No obstante, afirma la posibilidad de conocimiento de los principios morales, pues comparando ideas se descubren relaciones de acuerdo o desacuerdo entre ellas, lo que permite formular reglas morales (arquetipos), patrones útiles para determinar la bondad o maldad de las acciones. La moralidad es susceptible de demostración como las matemáticas, y la ética es una ciencia demostrativa. Locke toma partido inicialmente por Spinoza al considerar bueno lo que aumenta el placer y malo lo que causa dolor, aunque luego entiende como bien moral la conformidad de las acciones voluntarias con la ley. Distingue tres tipos:

Ley de opinión: aprobación o desaprobación que se da en las distintas sociedades a determinadas acciones de acuerdo con la costumbre del lugar (son virtudes y vicios). Ley civil: aprobación o desaprobación de las acciones conforme a la ley positiva, que pasan a considerarse inocentes o criminales. Ley divina: aprobación o desaprobación de las acciones conforme al mandato divino, se habla de acatamiento o transgresión: es el criterio último de moralidad y puede conocerse por medio de la razón, aunque la revelación la explica mejor.

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LA CIENCIA DE LA NATURALEZA El título de su obra Tratado sobre la naturaleza humana y el subtítulo: Un intento de introducir el método experimental de razonamiento en los argumentos morales ya nos están indicando cuáles son los rasgos esenciales de la nueva escena del pensamiento. Hume constata que, sobre la base segura de la observación y del método del experimental, Newton había construido una sólida perspectiva de la naturaleza física. Ahora bien, lo que aún queda por hacer es aplicar dicho método también a la naturaleza humana, es decir al sujeto y no sólo al objeto. Hume considera que puede convertirse en el Galileo o mejor aún, en el Newton de la naturaleza humana. Además, nuestro filósofo está convencido de que la ciencia de la naturaleza humana es todavía más importante que la física y que las demás ciencias, ya que todas estas ciencias "dependen en cierto modo de la naturaleza del hombre"; aún aquellas que parecen más independientes, como las matemáticas o la física; porque también éstas forman parte de los conocimientos del hombre y caen bajo el juicio de las potencias y facultades humanas. Por esto, el único medio de llevar adelante la investigación filosófica es la de encaminarla directamente hacia su centro, que es la naturaleza humana; desde el cual podrá después moverse fácilmente hacia la conquista de las demás ciencias, todas más o menos relacionadas con ella. Veamos de qué manera Hume, apelando al nuevo método experimental, reconstruye la naturaleza humana.

David Hume (1711-1776) nació en Edimburgo, de una familia perteneciente a la pequeña nobleza terrateniente, en 1711. Desde joven se apasionó por los clásicos y la filosofía. Los brillantes resultados de la aplicación del método experimental a las ciencias de la naturaleza movieron a Hume a intentar una empresa semejante en el estudio de la naturaleza humana y el de la moral, continuando la labor iniciada por Bacon, Locke. Se propone destruir la metafísica falsa y abstrusa y sustituirla por otra más práctica, basada en los hechos y en la experiencia. En 1729, a los dieciocho años, tuvo una poderosa intuición que -como él dice- le reveló "una nueva escena del pensamiento", haciendo que apareciese en su mente la nueva ciencia de la naturaleza humana.

LOS ELEMENTOS DEL CONOCIMIENTO

Hume distingue dos tipos de conocimiento: Impresiones: conocimiento por medio de los sentidos Ideas: representaciones o copias de aquéllas en el pensamiento. Son más débiles, menos vivas, ya que las ideas proceden de las impresiones, son imágenes de éstas (Como muchos autores, Hume diferenciará entre ideas simples e ideas complejas).

¿De dónde provienen las ideas simples? Todas las ideas simples provienen de sus correspondientes impresiones simples. Las representaciones mentales con que argumentamos o razonamos son copias de nuestras impresiones o percepciones más vivas. Tal como veremos más adelante, este principio se convertirá en el criterio de validez que deberá cumplir toda idea con pretensión de conocimiento. ¿Las ideas complejas son también una copia de impresiones complejas? Así ocurre en algunos casos: la idea de manzana proviene de la impresión compleja de manzana. Sin embargo, existen otros tipos de ideas que no son estrictamente copias de impresiones complejas. Por ejemplo, si pensamos en un unicornio o en un sapo que habla, ¿de qué impresión diríamos que provienen? De ninguna. En este caso, como en otros muchos, las ideas complejas son fruto de la combinación y unión fantasiosa que realiza la imaginación con las impresiones simples. La imaginación es la facultad encargada de combinar impresiones simples y formar ideas complejas. A veces lo hace de manera fantasiosa, tal como sucede en los relatos fantásticos. Sin embargo, en la mayoría de los casos, la imaginación crea ideas complejas siguiendo ciertas leyes y regularidades. Y es que determinadas ideas parecen conducir de modo natural a otras ideas. Por ejemplo, el humo nos hace pensar en el fuego, o el retrato de una persona en la persona misma. Estas tendencias son lo que Hume llamó leyes de asociación de ideas. Veamos en qué consisten:

Ley de semejanza. Hay algo en nuestra mente que la impulsa a asociar ideas entre las cuales hay algún grado de similitud. Por ejemplo, una fotografía fácilmente nos hará pensar en su modelo. Ley de contigüidad en el espacio y en el tiempo: Una idea nos conduce naturalmente a otra cuando entre ellas existe una relación de proximidad, ya sea espacial o temporal. De este modo, si vemos el arco de un violín, casi irremediablemente nos preguntaremos dónde está el violín, una barca nos hará pensar en el mar o una pantalla en el ordenador. Ley de relación causa-efecto: La idea de causa me recuerda la del efecto, y viceversa (por ejemplo, cuando pienso en el fuego, me veo llevado inevitablemente a pensar en el calor o en el humo, y al revés).

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TIPOS DE CONOCIMIENTO Ya hemos visto cómo para Hume nuestros contenidos mentales se reducen a impresiones e ideas. Ahora bien, con éstos pensamos o razonamos, es decir, hacemos juicios y afirmaciones, y establecemos relaciones entre nuestras percepciones. Todos estos juicios que conforman el edificio del conocimiento pueden clasificarse en dos tipos: conocimiento de relaciones entre ideas y conocimiento de cuestiones de hecho.

Conocimiento de relaciones entre ideas: Serían afirmaciones del tipo «la suma de los ángulos de un triángulo es igual a 180º» o «todos los solteros son no casados». En estos juicios se establecen relaciones entre ideas y conceptos; por tanto, no describen cómo es el mundo y no surgen de la experiencia, sino del razonamiento. Son, pues, afirmaciones universales y necesarias, es decir, válidas en cualquier circunstancia. Su negación implica una contradicción y un absurdo. Conocimiento de hechos: Son afirmaciones del tipo «Juan hace gimnasia» o «las nubes traen lluvia». Es decir, afirmaciones en las que se establecen hechos que hemos de comprobar mediante la observación y la experiencia. Son contingentes y probables: lo que afirman es así ahora, pero podría no serlo; de hecho, nadie nos asegura que en el futuro sean como ahora son. Su negación es perfectamente posible, no implica ningún absurdo.

LA IDEA DE CAUSA

Al clasificar los elementos del conocimiento en impresiones e ideas, Hume estaba sentando las bases del empirismo más radical. Con este planteamiento, en efecto, se introduce un criterio tajante para decidir acerca de la verdad de nuestras ideas: para saber si una idea cualquiera es verdadera hemos de comprobar si tal idea procede de alguna impresión. Si podemos señalar la impresión correspondiente, estaremos ante una idea verdadera; en caso contrario, estaremos ante una ficción. El límite de nuestros conocimientos son, pues, las impresiones. Aplicando este criterio en sentido estricto, nuestro conocimiento de los hechos queda limitado a nuestras impresiones actuales (es decir, lo que ahora vemos, oímos, etc.) y a nuestros recuerdos (ideas) actuales de impresiones pasadas (es decir, lo que recordamos haber visto, oído, etc.), pero no puede haber conocimiento de hechos futuros, ya que no poseemos impresión alguna de lo que sucederá en el futuro No obstante, es incuestionable que en nuestra vida contamos constantemente con que en el futuro se producirán ciertos hechos. Esa certeza acerca de lo que ocurrirá en el futuro se basa en una inferencia causal: estamos seguros de que las cosas bajo la lluvia se mojarán y de que, si ponemos agua encima del fuego, se calentará basándonos en que la lluvia y el fuego producen sendos efectos. La lluvia es causa, el fuego es causa y sus respectivos efectos son el mojar y el calentar. Hume observa que esta relación se concibe normalmente como una conexión necesaria (es decir, que no puede no darse) entre la causa y el efecto

Apliquemos el criterio que exponíamos antes a esta idea de causa. Una idea verdadera es, decíamos, aquella que corresponde a una impresión. Pero resulta que no tenemos una impresión que corresponda a esta idea de conexión necesaria entre los fenómenos. Hemos observado a menudo el fuego y hemos observado que a continuación aumentaba la temperatura de los objetos situados junto a él, pero nunca hemos observado que entre ambos hechos exista una conexión necesaria. Lo único que hemos observado es que entre ambos se ha dado una sucesión constante en el pasado, que siempre sucedió lo segundo tras lo primero. Que además de esta sucesión constante exista una conexión necesaria entre ambos hechos es una suposición o creencia incomprobable. Nuestra certeza sobre la misma proviene, según Hume, del hábito, de la costumbre de haber observado en el pasado que siempre que sucedió lo primero, sucedió también lo segundo. Esta proyección del pasado hacia el futuro resulta muy útil para vivir, ya que, sin ella, el mundo se volvería caótico e imprevisible. Ahora bien, a pesar de la utilidad que Hume le reconoce, constata que una costumbre sólo puede proporcionar creencias, pero nunca conocimiento universal y necesario. La duda sobre la validez de la relación de causalidad supone un cuestionamiento de la ciencia. Muchas de las explicaciones y descripciones de la naturaleza que realizan las ciencias, como también las predicciones que se les exigen, se basan en la relación de causalidad. En consecuencia, al ser cuestionado su fundamento, el edificio científico queda afectado. Si la relación de causalidad no es una ley universal, sino más bien una costumbre de nuestro entendimiento, que tiende habitualmente a relacionar ideas de una determinada manera, toda disciplina que se base en esta costumbre no superará el estatus de creencia. Según Hume, los enunciados científicos no pueden identificarse con leyes universales, válidas en cualquier momento y en cualquier circunstancia. En realidad, estas supuestas leyes son simplemente creencias apoyadas en la costumbre y en la tradición. La comprobación repetida de un fenómeno proporciona a nuestra razón la confianza para creer en la infalibilidad de estos principios. Sin embargo, no debe olvidarse que efectivamente sólo se trata de creencias, y que las creencias no son ni universales ni necesarias; como mucho, son probables. Hume fue también muy crítico y escéptico con la inducción como método científico válido. Y es que, si todo conocimiento se fundamenta y legitima en la experiencia, en concreto en alguna de nuestras impresiones, el conocimiento humano no puede ir más allá de las afirmaciones particulares. La inducción, en cambio, lo que hace es extraer principios generales de la repetición de casos particulares. Efectúa, por lo tanto, un salto que, según Hume, no está en absoluto justificado. Con un ejemplo que dará más claro: la experiencia nos muestra que, hasta ahora, cada mañana ha salido el Sol, pero de ninguna manera demuestra que siempre haya de ser así; es decir, no legitima el principio universal según el cual el Sol sale cada mañana.

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CRITICA A LA METAFISICA El principio empirista según el cual toda idea que pretenda tener carta de validez ha de provenir de una impresión problematizará la validez de la ciencia y supondrá un rechazo de la metafísica. La metafísica, aquella disciplina que pretende investigar y descubrir la naturaleza última de la realidad, no parece enmarcarse en ninguna de las dos categorías en que Hume ha clasificado el conocimiento: relaciones de ideas o cuestiones de hecho. La metafísica ni trata de relaciones entre ideas o conceptos, ni, en un sentido estricto, podemos decir que trate de hechos o fenómenos que se pueden observar o comprobar en la experiencia. Por lo tanto, tal como afirma claramente en el texto citado, no es propiamente conocimiento, sino opiniones sin consistencia ni fundamento. La metafísica, sobre todo desde Descartes, se ocupa básicamente de la idea de sustancia, ya sea la sustancia extensa (mundo), la sustancia infinita (Dios) o la sustancia pensante (alma). Hume volverá a aplicar su criterio de verdad para revolucionar el panorama filosófico tradicional. Veamos cómo lo hace.

«Si, convencidos de estos principios, pasamos revista a las bibliotecas, ¿qué estragos será necesario que hagamos? Si cogemos, por ejemplo, un volumen de teología o de metafísica escolástica, preguntémonos: ¿es que contiene algún razonamiento abstracto sobre la cantidad o el número? No. ¿Es que contiene algún razonamiento empírico sobre los hechos y la existencia? No. Confiadlo entonces a las llamas, ya que no puede contener más que sofistería e ilusión».

Hume; Investigación sobre el entendimiento humano

Crítica a la idea de sustancia extensa. La idea que tenemos de sustancia es la de una realidad objetiva que es el soporte de las cualidades que causan nuestras impresiones. Ahora bien, ¿de qué impresión proviene esta idea? Tras analizarlo detenidamente, nos damos cuenta de que, al margen de las impresiones particulares de olor, color, figura..., no contamos con ninguna impresión de la entidad que se supone que permanece como soporte de estas cualidades. Si somos coherentes con los principios empiristas, tenemos que concluir que, como la idea de sustancia no proviene de ninguna impresión, esta idea ni se halla fundamentada ni puede ser considerada válida. Es una ilusión, una invención de nuestra imaginación. Además, ¿de qué tipo de impresión podría provenir esta idea? Todas nuestras impresiones son puntuales y discontinuas, duran un momento y después desaparecen para dar paso a otras. En cambio, de la sustancia tenemos una concepción continua y estable en el tiempo. Cierro los ojos y la impresión que tenía de la rosa que crece en mi jardín se desvanece, los vuelvo a abrir y aquí la encuentro de nuevo; esto me hace pensar en la existencia continua y estable de la rosa. Sin embargo, ¿qué impresión lo fundamenta? Ninguna impresión tiene la continuidad que atribuimos a la sustancia. Debemos suponer que se trata de una creación de nuestra imaginación que agrupa bajo un mismo nombre (rosa) diversas impresiones puntuales (olor, color...). Pero es una invención o creencia extremadamente útil para nuestra supervivencia. Crítica de la idea de sustancia infinita. La idea que tenemos de Dios es la de una sustancia infinita con todas las perfecciones: omnisciencia, omnipresencia... Ahora bien, si aplicamos el criterio de validez de Hume, nos tenemos. que preguntar de qué impresión puede derivar esta idea de perfección infinita. Según Hume, es evidente que, siendo nuestras impresiones puntuales y concretas, resulta difícil que podamos tener una impresión de infinito, ya que ella misma habría de ser infinita. Por lo tanto, la idea de sustancia infinitamente perfecta se queda sin impresión que la legitime, y hay que concluir que no existe ningún tipo de conocimiento ni teológico ni metafísico, de Dios. Ciertamente, no obstante, Hume reconoce que la religión y la creencia en la existencia de Dios son naturales y necesarias entre los hombres. Crítica a la idea de sustancia pensante. La idea de yo todavía no había sido cuestionada por ningún filósofo. ¿Cómo podríamos dudar de la validez de la idea que tenemos de nosotros mismos? Sin embargo, Hume arremete también contra esta idea. Tradicionalmente, en filosofía se ha entendido el yo como el sujeto que tiene percepciones, pero que es diferente de éstas. Pero ¿cómo podemos conocer la existencia de este yo? ¿De qué impresión deriva? De ninguna. Aunque el alma sea el sujeto de las impresiones, no es ninguna impresión. Por otro lado, ¿de qué tipo de impresión seria copia? Las impresiones e ideas se suceden y cambian: ahora sentimos frío, después imaginamos la cena que nos tomaremos, inmediatamente recordamos el examen del día siguiente y la desazón nos invade... Bajo todas estas percepciones cambiantes, se supone que el yo permanece estable e idéntico, como núcleo de nuestra personalidad. Hume lo cuestionará, el yo es como cualquier idea de sustancia es una creencia fruto de nuestra imaginación que da continuidad y permanencia a aquello que no la tiene.

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LA MORAL EMOTIVISTA La ética de Hume es, en primer lugar, un estudio y análisis de las pasiones. Las pasiones son un elemento originario y propio de la naturaleza humana, independiente de la razón; son impresiones que proceden de percepciones. Hume distingue entre:

Pasiones directas: son las que dependen de forma inmediata del placer y del dolor, como por ejemplo el deseo, la aversión, la tristeza, la alegría, la esperanza, el temor o la desesperación. Pasiones indirectas: son, por ejemplo, el orgullo, la humildad, la ambición, la vanidad, el amor, el odio, la envidia, la piedad, la generosidad y todas las demás que se derivan de éstas.

El elemento más característico de la filosofía moral de Hume es la tesis según la cual la razón nunca puede contraponerse a la pasión en la guía de la voluntad. Esto significa aceptar el triunfo de las pasiones y negar que la razón pueda ser práctica, es decir, que la razón pueda guiar y determinar la voluntad. ¿Cuál es el fundamento de la moral? Hume, como ya hemos visto, negó que la razón humana pueda mover la voluntad, es decir, que la razón pueda servir de fundamento a la vida moral. De ello se deduce que la moral tendrá que provenir de algo distinto a la razón. Según Hume, los juicios morales no pueden ser juicios de razón porque la razón nunca puede impulsarnos a la acción, mientras que el sentido y la finalidad del empleo de juicios morales es guiar nuestras acciones. La razón se ocupa de las relaciones entre las ideas, como en la matemática, o de cuestiones de hecho, y en ninguno de los dos casos puede incitarnos a actuar. No nos vemos impulsados a actuar porque la situación sea tal o cual, sino por las perspectivas de placer o dolor que ofrece lo que es o será la situación. Las perspectivas de placer y dolor mueven las pasiones y no la razón. La razón puede informar a las pasiones sobre la existencia del objeto que buscan y sobre los medios más económicos y efectivos de alcanzarlo, pero no puede juzgarlas o criticarlas. Se puede inferir, sin caer en contradicción, que "no es contrario a la razón preferir la destrucción de todo el mundo al rasguño de mi dedo". La razón no puede pronunciarse de ninguna manera entre las pasiones."La razón es y sólo debe ser la esclava de las pasiones, y no puede aspirar a ninguna otra función que la de servirlas y obedecerlas". No podemos descubrir el fundamento para la aprobación o desaprobación moral en ninguna de las distinciones o relaciones que puede captar la razón. Resulta, pues, obvia la respuesta de Hume al interrogante antes planteado: el sentimiento es el fundamento de la moral. Se trata de un sentimiento particular de placer y dolor. La virtud provoca un placer de tipo particular, al igual que el vicio provoca un dolor de tipo particular, de manera que, si logramos dar razón de dicho placer y de dicho dolor, también explicaremos el vicio y la virtud.

Hemos dicho que el placer (o el dolor) moral es peculiar. En efecto, hay que distinguirlo cuidadosamente de todos los demás tipos de placer. Mediante la noción de placer entendemos sensaciones muy diferentes entre sí: por ejemplo, el placer que experimentamos al beber un vaso de buen vino es un placer de carácter puramente hedonista; en cambio, el placer que sentimos al escuchar una bella composición musical constituye un placer estético. Captamos de inmediato la diferencia que existe entre los dos tipos de placer. Igualmente, ante la virtud de una persona, experimentamos un placer peculiar que nos impulsa a alabarla (del mismo modo que ante el vicio experimentamos un disgusto que nos impulsa a criticarlo). Se trata -dice Hume- de un tipo de placer (o de dolor) desinteresado. Justamente en eso consiste el rasgo específico del sentimiento moral: en ser desinteresado. Hume da gran relevancia moral al sentimiento de simpatía que proviene de que las manifestaciones de gozo o de dolor de los demás provocan en nosotros, por asociación, impresiones o ideas semejantes. La aprobación o desaprobación común de los hombres respecto de ciertas acciones es lo que las determina como virtuosas o viciosas. En el fondo, la aprobación o desaprobación general recae sobre lo que es útil o nocivo a la vida individual y social. El que formula juicios morales abandona su propio punto de vista particular y se sitúa en un plano común a los demás. Al igual que ocurre con la moral, la religión no tiene su principio en la razón, no es posible encontrarle un fundamento racional. Surge de los sentimientos y se alimenta del temor, de la ignorancia y del miedo a lo desconocido. Tiene, pues, una base psicológica y, quizá, patológica. Las creencias y los principios religiosos no son -escribe en su Historia natural de la religión- "más que sueños de hombres enfermos" (cap. XV). De acuerdo con la teoría de Hume, cuyo sentido se expresa en el título de la obra que acabamos de citar, no hay religión natural, hay historia natural de la religión: historia o explicación natural de la religión, donde “natural" significa un complejo de instintos y sentimientos cuyo precipitado sería la religión. En cualquier caso, tampoco cabe, a juicio de Hume, dar una respuesta negativa, tajante y categórica al problema de la religión y de Dios. "El todo constituye un intrincado problema, un enigma, un misterio inexplicable. Duda, incertidumbre y suspensión del juicio aparecen como único resultado de nuestra más esmerada investigación sobre este tema". Este escepticismo de Hume supone un reto a la propia razón, reto que será recogido por Kant al afirmar que el escepticismo bien puede ser un lugar de descanso para la razón tras la dura lucha contra el dogmatismo, pero en modo alguno un lugar para residir y habitar.

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De la sustancia no sabemos nada, luego no podemos afirmar su existencia, por lo que esse es percepti (ser es ser percibido). El empirismo es llevado a un idealismo extremos: en tanto percibidas, las cualidades son ideas de nuestro espíritu. Sólo podemos estar seguros de nuestro espíritu y sus ideas. El desafío que supone para Berkeley este inmaterialismo, unido a sus muy firmes convicciones religiosas, le hacen matizar su pensamiento con la introducción de la idea de Dios como mente omnisciente que percibe constantemente la totalidad de las cosas y garantiza su existencia y regularidad aun cuando hubiera una mente finita que pudiera percibirlas. Hace compatible así la negación de la existencia independiente de la materia con la afirmación de su permanencia (en la mente divina), lo que le permite hacer frente a las objeciones que le acusaban de suprimir el mundo real. La epistemología moderna se divide así en dos corrientes, racionalismo y empirismo que pueden ser combinadas con otras tantas formas de entender la ontología o metafísica, idealismo y materialismo. El resultado de fusionar ambas arroja el siguiente cuadro:

RACIONALISMO EMPIRISMO

IDEALISMO

DESCARTES

BERKELEY

MATERIALISMO

SPINOZA

LOCKE

George Berkeley (1685-1753) filósofo nacido en el condado de Kilkeny (Irlanda), estudia en el Collage de Dublín. Llegando a ser miembro docente en 1707, además de clérigo y obispo de la ciudad. Entre 1710 y 1713 publica sus conocidos ensayos Tratado sobre los principios del conocimiento humano y la entonces popular Tres diálogos sobre Hylas y Philonus, a objeto de dar a conocer su árida obra. Berkeley acepta el principio empirista según el cual todo nuestro conocimiento procede de la experiencia, pero ha diferencia de Locke no admite la existencia de una sustancia material como soporte de las cualidades que percibimos: la materia no es sustancia, ya que se reduce a cualidades perceptibles (olor, color, tacto, forma...) que solo existen para nosotros en la medida en que las percibimos.

VOCABULA FILOSOFIA EMPIRISTA ASOCIACIÓN DE IDEAS: Disposición natural de la imaginación por la que nuestra mente tiende a relacionar varias ideas. Como consecuencia de la asociación de ideas, la presencia en nuestra mente de una idea trae consigo la aparición de otra u otras. Hume presenta la ley de semejanza, la de contigüidad en el tiempo o en el espacio y la de la causa y efecto como las más importantes leyes de la asociación de ideas. CAUSALIDAD: Para Hume no expresa relaciones necesarias entre hechos, ni un supuesto poder en la causa para que aparezca el efecto. Nuestras creencias en vínculos causales se basan en el hábito o costumbre de esperar que a un suceso le va a seguir otro tras la experiencia reiterada de que así ha sido hasta ahora. CIENCIA DE LA NATURALEZA HUMANA: Conocimiento de la naturaleza del hombre basado en la experiencia y la observación y propuesto por Hume para la fundamentación y explicación de los conocimientos y experiencias humanos. EMOTIVISMO MORAL: Teoría ética según la cual el fundamento de la experiencia moral no lo encontramos en la razón sino en el sentimiento que las acciones y cualidades de las personas despiertan en nosotros. Aunque este título no se encuentra en las investigaciones éticas de Hume, podemos utilizarlo para caracterizar su punto de vista en relación con el fundamento de la moral. EMPIRISMO: Movimiento filosófico desarrollado particularmente en Inglaterra durante los siglos XVII y XVIII y caracterizado por la primacía que da a la experiencia en la fundamentación del conocimiento (el término empirismo viene de la voz griega “empiria” que se puede traducir como “experiencia”). FENOMENISMO (de “fenómeno” lo que aparece o se muestra): Teoría filosófica según la cual no es posible el conocimiento de algo distinto a nuestras propias percepciones. Hume cree que es la única postura filosófica razonable, aunque contraria a las creencias naturales o de sentido común. HÁBITO O COSTUMBRE: Disposición que se crea en nuestra mente a partir de la experiencia reiterada de algo. Según Hume es, más que la propia razón, la guía de la vida humana y el fundamento de nuestras inferencias causales y de nuestras expectativas respecto de los acontecimientos futuros. IDEA: Imagen de sentimientos o de objetos rememorados, a raíz de otros anteriores. Se trata de percepciones más débiles, porque en cierto modo son copias de las impresiones IMPRESIÓN: Presencia actual de una imagen o sentimiento en la conciencia. Constituye el tipo de percepciones más fuertes y vivas. PERCEPCIONES: Para Hume, todo contenido de la conciencia, proceda del exterior a través de los sentidos o del interior del individuo. Se dividen en impresiones e ideas. PRINCIPIO DE REGULARIDAD: Afirma que el mundo se comporta de modo regular y estable, y además va a seguir haciéndolo del mismo modo en el futuro SUBSTANCIA: Para Hume no es más que un conjunto de ideas simples reunidas por la imaginación al que asignamos un nombre mediante el cual somos capaces de recordar ese conjunto.

LEIBNIZ HUME KANT

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SELECCIÓN DE TEXTOS EMPIRISTAS I) Indudablemente puede decirse de las ideas y de las palabras que son verdaderas, en el sentido metafísico, de la misma manera que las demás cosas que de algún modo existen se dice que son verdaderas, esto es, que son realmente como existen, ya que en las cosas que son verdaderas, aun en este sentido, existe quizá una secreta referencia a nuestras ideas consideradas como modelos de aquella verdad. Pero no es de la verdad en su sentido metafísico de lo que nos ocupamos aquí, sino de la verdad en un sentido corriente, y así yo digo que las ideas en nuestra mente, por ser solo percepciones o apariciones, no son falsas; la idea de un centauro no posee más falsedad cuando aparece en nuestra mente que la que tiene el nombre de centauro cuando se pronuncia o se escribe sobre un papel. Pues la falsedad o la verdad reside en alguna afirmación o negación mental o verbal; es decir, que nuestras ideas no son falsas hasta que la mente no se pronuncia acerca de ellas, es decir, hasta que se afirma o se niega algo de ellas. J.Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano II) Estas ideas simples, el material de todo nuestro conocimiento, son proporcionadas a la mente por esos dos caminos ya mencionados. Cuando el entendimiento posee estas ideas simples tiene el poder de repetirlas, compararlas, y unirlas en una variedad casi infinita, y así puede formar nuevas ideas complejas. Pero ni el más elevado ingenio ni el entendimiento más amplio poseen facultades para inventar o forjar en la mente una nueva idea simple que no les llegue por los caminos mencionados, ni puede fuerza alguna del entendimiento destruir las que allí existen. Esta es la razón por la que no es posible para nadie imaginar en los cuerpos otras cualidades, por las que se les pueda conocer, que sean diferentes de los sonidos, de los gustos, de los olores y de las cualidades visibles y tangibles. J.Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano III) Todas las percepciones de la mente humana se reducen a dos clases distintas, que denominaré impresiones e ideas. La diferencia entre ambas consiste en los grados de fuerza y vivacidad con que inciden sobre la mente y se abren camino en nuestro pensamiento o conciencia. A las percepciones que entran con mayor fuerza y violencia las podemos denominar impresiones; e incluso bajo este nombre todas nuestras sensaciones, pasiones y emociones tal como hacen su primera aparición en el alma. Por ideas entiendo las imágenes débiles de las impresiones, cuando pensamos y razonamos.

D. Hume, Tratado de la naturaleza humana

IV) [...] no tenemos ninguna idea de sustancia que sea distinta que las de una colección de cualidades particulares, ni poseemos de ella otro significado cuando hablamos o razonamos sobre este asunto. La idea de sustancia, como la de modo, no es sino una colección de ideas simples unidas por la imaginación y que poseen un número particular asignado a ellas, mediante las cuales somos capaces de recordar –a nosotros y a otros– es colección. D. Hume, Tratado de la naturaleza humana

V) He reducido los principios de unión de ideas a tres principios generales, y afirmado que la idea o impresión de un objeto introduce naturalmente la idea de otro semejante, contiguo o conectado con el primero. Admito que estos principios no son ni causas infalibles ni las solas causas de una unión de ideas. No son causas infalibles porque uno no puede atender durante cierto tiempo a un objeto, sin fijarse en más. No son las solas causas porque el pensamiento tiene obviamente un movimiento muy irregular al pasar por los objetos, y puede saltar de los cielos a la tierra, de un extremo a otro de la creación, sin método ni orden determinados. Ahora bien, aunque admita esta debilidad en esas tres relaciones, y esta irregularidad en la imaginación, afirmo con todo que los únicos principios generales de asociación de ideas son la semejanza, la contigüidad y la causalidad. No tenemos otra noción de causa y efecto que la de ciertos objetos siempre unidos entre sí, y observados como inseparables en todos los casos pasados. Y no podemos penetrar en la razón de esa conjunción, sino que observamos tan sólo las cosa misma (...) Así, y aunque la causalidad sea una relación filosófica -en cuanto que implica contigüidad, sucesión y conjunción constante-, sólo en tanto que es una relación natural, y produce una unión entre nuestras ideas, somos capaces de razonar sobre ella o de efectuar inferencias basadas en la causalidad.

D. Hume, Tratado de la naturaleza humana, III Parte, Sección VI. VI) Todos los objetos de la razón o de la investigación humanas pueden dividirse de modo natural en dos clases, a saber, relaciones de ideas y asuntos de hecho. De la primera clase son las ciencias de la Geometría, el Álgebra y la Aritmética y, en pocas palabras, toda afirmación que sea cierta intuitiva o demostrativamente. Que el cuadrado de la hipotenusa es igual al cuadrado de los dos lados es una proposición que expresa una relación entre esas figuras. Que tres por cinco es igual a la mitad de treinta expresa una relación entre esos números. Las proposiciones de esta clase pueden ser descubiertas por la mera operación del pensamiento, sin dependencia de que haya nada existente en el universo. Aunque nunca hubiera un círculo o un triángulo en la naturaleza, las verdades demostradas por Euclides retendrían por siempre su certeza y evidencia. Los asuntos de hecho, que son los segundos objetos de la razón humana, no se averiguan de la misma manera, ni es nuestra evidencia de su verdad, por grande que sea, de naturaleza semejante a la anterior. Lo contrario de todo asunto de hecho es siempre posible; pues nunca puede implicar una contradicción, y es concebido por la mente con la misma facilidad y distinción como si ajustase perfectamente a la realidad. Que el sol no salga mañana es una proposición no menos inteligible y que no implica mayor contradicción que la afirmación de que saldrá. Sería vano, por tanto, intentar demostrar su falsedad. Si fuera demostrativamente falsa, implicaría una contradicción y nunca podría ser concebida distintamente por la mente.

Hume, Investigación sobre el entendimiento humano, IV, i y XII, iii.

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DAVID HUME, RESUMEN DE UN LIBRO RECIENTEMENTE PUBLICADO TITULADO TRATADO DE LA NATURALEZA HUMANA Mis enseñanzas acerca de este pequeño trabajo pueden parecer algo desorbitadas, cuando declaro que es mi intención hacer más inteligible para las mentes ordinarias una obra más vasta, por el procedimiento de resumirla. Sin embargo, es cierto que quienes no están acostumbrados a los razonamientos abstractos son propensos a perder el hilo del argumento cuando éste es tratado en toda su longitud, reforzado en cada parte con todos los argumentos posibles, protegido contra todas las objeciones e ilustrado desde todas las perspectivas, tal y como acontece siempre que un escritor examina diligentemente el tema de su estudio. Tales lectores estarán más dispuestos a entender una cadena de razonamientos que sea más simple y concisa, donde sólo las proposiciones principales aparezcan encadenadas entre sí, ilustradas con unos ejemplos sencillos y confirmadas con unos pocos y contundentes argumentos. Las partes, de esta forma ligadas, pueden compararse mejor, y pueden tratarse más fácilmente las conexiones que van desde los principios primeros hasta la última conclusión. La obra de la que presento al lector este resumen ha recibido quejas y ha sido calificada de oscura y difícil de comprender. Yo me inclino a pensar que esto proviene tanto de la extensión del argumento como del carácter abstracto del mismo. Si he logrado remediar esta inconveniencia en alguna medida, habré conseguido mi propósito. Me parece a mi que el libro posee tal aire de singularidad y novedad que puede atraer la atención del público; especialmente si el libro muestra, como el autor parece insinuar, que, de ser aceptada su filosofía, deberíamos modificar desde sus fundamentos la mayor parte de las ciencias. Estos audaces intentos siempre son ventajosos en la república de las letras, donde se libran del yugo de la autoridad, acostumbran a los hombres a pensar por sí mismos, abren nuevos horizontes que los hombres de genio pueden llevar aún más lejos y por fuerza de la oposición que representan, alumbrar puntos en los que hasta entonces nadie había sospechado que se encerrara dificultad alguna. El autor debe conformarse con esperar pacientemente por algún tiempo antes de que el mundo culto pueda ponerse de acuerdo en lo que se refiere a los sentimientos que suscita en ellos esta obra. Es para el autor una desgracia no poder apelar al pueblo, que en todos los asuntos pertenecientes a la razón común y a la elocuencia ha resultado ser tribunal tan infalible. Tiene el autor que ser juzgado por unos pocos, cuyo veredicto es más propenso a estar corrompido por el partidismo y el prejuicio, habida cuenta, además, de que nadie que no haya pensado a menudo en estos asuntos puede estar capacitado para juzgarlos. Y, por otra parte, estos mismos tienden a componer sistemas propios, que de ninguna manera están dispuestos a abandonar. Espero que el autor me disculpe por entretenerme en este asunto, ya que mi finalidad es únicamente aumentar su auditorio quitando de en medio algunas dificultades que han impedido a muchos captar el significado de lo que él quiere decir. He escogido un único argumento y lo he desarrollado cuidadosamente de principio a fin. Es este el único punto que me he preocupado de llevar a cabo. Lo demás son alusiones a otros pasajes que me parecieron curiosos e interesantes.

Este libro parece haber sido escrito según el mismo plan de otras varias obras que han estado muy en boga en Inglaterra durante los últimos años. El espíritu filosófico que tanto se ha extendido por Europa en los últimos ochenta años ha alcanzado en este reino tanta dimensión como en cualquier otro. Nuestros escritores parecen incluso haber iniciado una nueva clase de filosofía que promete proporcionar más entendimiento y ventaja para la humanidad que cualquier otra que el mundo ha conocido. La mayoría de los filósofos de la antigüedad que trataron de la naturaleza humana han mostrado más poseer una delicadeza de sentimientos, un justo sentido de la moral o una grandeza de alma, que una profundidad del razonamiento y la reflexión. Se contentan con representar el sentido común de la humanidad, sacándolo a la luz más clara y sirviéndose de sus máximas virtudes de intelección y de expresión. Pero no siguen con rigor una cadena de proposiciones, ni organizan las varias verdades en una ciencia regular. Es, cuando menos, un intento que merece la pena ver si la ciencia del hombre no admite la misma precisión que la de varias partes de la filosofía natural son susceptibles. Parece que hay razones de sobra para imaginar que esta ciencia puede ser desarrollada según el máximo grado de exactitud. Si examinando diversos fenómenos, encontramos que estos se resuelven en un principio común, y podemos engarzar ese principio con otro, llegaremos por fin a esos pocos principios simples de los que todos los demás dependen. Y aunque jamás logremos llegar a los últimos principios, es una satisfacción el ir tan lejos como nuestras facultades nos permitan. Esta parece haber sido la finalidad de nuestros más recientes filósofos y también la de este autor. Él propone anatomizar la naturaleza humana de un modo regular y promete no deducir más conclusiones que la que le autorice la experiencia. Habla con desprecio de las hipótesis e insinúa que esos compatriotas nuestros que las han desterrado del reino de la filosofía moral han hecho un servicio mayor al mundo que My Lord Bacon, a quien el autor considera como padre de la física experimental. Menciona, con ocasión de esto, a Mr. Locke, a My Lord Saftesbury, al Dr. Mandeville, a Mr. Hutchison y al Dr.Butler, los cuales, a pesar de diferir entre sí en muchos puntos, parecen coincidir en fundamentar sobre la experiencia sus precisas disquisiciones acerca de la naturaleza humana. Además de la satisfacción que produce el estar familiarizados con lo que más de cerca nos concierne, puede afirmarse, sin temor a errar, que casi todas las ciencias están comprendidas en la ciencia de la naturaleza humana y que dependen de ella. La única finalidad de la lógica es explicar los principios y operaciones de nuestra facultad razonadora, y la naturaleza de nuestras ideas; la moral y la crítica se refieren a nuestros gustos y sentimientos; y la política considera a los hombres reunidos en sociedad, dependientes los unos de los otros. Por lo tanto, este tratado de la naturaleza humana parece estar dirigido a formar un sistema de las ciencias. El autor ha dado término a lo que se refiere a la lógica, y ha dejado expuestos los fundamentos de las otras partes en sus explicación de las pasiones.

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El celebrado Monsieur Leibniz ha observado que es un defecto de los comunes sistemas de lógica el que éstos sean enormemente dilatados cuando se detienen a explicar las operaciones del entendimiento en su tarea de formar demostraciones, y que sean demasiado concisos cuando tratan de las probabilidades y de esas otras medidas de evidencia de las que la vida y la acción dependen enteramente y que incluso son nuestra guía en la mayor parte de nuestras especulaciones filosóficas. En esta censura incluye The essay on human understanding, La recherche de la vérité y L´art de penser. El autor del Tratado de la naturaleza humana parece haber reparado en este defecto de estos filósofos y ha procurado, en la medida de sus fuerzas, remediarlo. Como su libro contiene un gran número de especulaciones muy nuevas e interesantes, será imposible dar al lector una justa noción de todas ellas. Por lo tanto, nos limitaremos principalmente a exponer la explicación que nuestro autor da de nuestros razonamientos fundados en la causa y el efecto. Si logramos hacer esto inteligible para el lector, ello podrá servir como muestra de todo lo demás. Nuestro autor comienza con algunas definiciones. Llama percepción a cualquier cosa que pueda presentarse a la mente, ya sea que empleemos nuestros sentidos, o que nos impulse la pasión o que ejercitemos nuestro pensamiento y reflexión. Divide nuestras percepciones en dos géneros, a saber, impresiones e ideas. Cuando sentimos una pasión o emoción de cualquier género o nuestros sentidos nos transmiten las imágenes de objetos externos, la percepción de la mente es lo que él llama una impresión, que es una palabra que emplea en un nuevo sentido. Cuando reflexionamos sobre una pasión o un objeto que no está presente, esta percepción es una idea. Las impresiones, por lo tanto, son nuestras percepciones vívidas y fuertes; las ideas son las más pálidas y débiles. Esta distinción es evidente, tan evidente como la que hay entre sentir y pensar. La primera proposición que adelanta es que todas nuestras ideas, o percepciones débiles, son derivadas de nuestras impresiones, o percepciones fuertes, y que nunca podemos pensar en cosa alguna que no hayamos visto fuera de nosotros o sentido en nuestras propias mentes. Esta proposición parece ser equivalente a aquella que tanto esfuerzo le costó establecer a Mr. Locke, a saber, que no hay ideas innatas. Sólo puede observarse como una inexactitud de este famoso filósofo el que comprenda todas las percepciones bajo el término de idea: en este sentido es falso decir que no tenemos ideas innatas. Porque es evidente que nuestras percepciones más fuertes, o impresiones, son innatas, y que nuestra inclinación natural, el amor a la virtud, el resentimiento y todas las otras pasiones surgen inmediatamente de la naturaleza. Estoy persuadido de que cualquiera que considere esta cuestión a la luz de lo dicho podrá fácilmente reconciliar todas las partes en litigio. El padre Malebranche se encontraría en un atolladero si quisiera señalar un pensamiento de la mente que no representara algo previamente sentido por ella, ya fuera internamente, ya por medio de los sentidos externos; y tendría que conceder que, a pesar de que podemos conocer y mezclar y aumentar y disminuir nuestras ideas, todas ellas se derivan de estas fuentes. Mr. Locke, por otra parte, reconocería sin dificultad que todas nuestras pasiones son como instintos naturales que

se derivan de la constitución original del alma humana, y no de ninguna otra cosa. Nuestro autor piensa que ningún descubrimiento podría haberse hecho más felizmente para decidir todas las controversias relativas a las ideas que éste: que las impresiones son siempre los precedentes de ellas, y que toda idea con la que sea equipada la imaginación hace primeramente su aparición en una correspondiente impresión. Estas últimas percepciones son todas tan claras y evidentes que no admiten controversia; si bien muchas de nuestras ideas son tan obscuras que es casi imposible incluso para la mente, que las forma, decir exactamente su naturaleza y composición. De acuerdo con ello, cuando una idea es ambigua, nuestro autor apela siempre al recurso de la impresión, que ha de tornarla clara y precisa. Y cuando sospecha que un término filosófico no tiene idea alguna asociada a él (como es harto común) pregunta siempre ¿de qué impresión se deriva esta idea? Y si no puede aducirse impresión alguna, concluye que el término es por completo carente de significado. De esta manera es como examina nuestra idea de substancia y esencia; y sería de desear que este riguroso método fuese más practicado en todos los debates filosóficos. Es evidente que todos los razonamientos que se refieren a los asuntos de hecho están fundados en la relación de causa y efecto, y que nunca podemos inferir la existencia de un objeto de la de otro, a menos que estén conectados mediata o inmediatamente. Por lo tanto, para entender estos razonamientos debemos de estar perfectamente familiarizados con la idea de causa; y para ello debemos mirar en derredor y encontar algo que sea la causa de otro algo. He aquí una bola de billar quieta sobre la mesa y otra bola que se mueve hacia ella con rapidez. Las dos bolas chocan; y la bola que anteriormente estaba en reposo adquiere ahora un movimiento. Este es un ejemplo de la relación de causa y efecto, tan perfecto como cualquier otro que conozcamos por medio de la sensación o la reflexión. Examinémoslo. Es evidente que las dos bolas entraron en contacto antes de que fuese comunicado el movimiento y que no hubo intervalo alguno entre el choque y el movimiento. La contigüidad en tiempo y lugar es, por lo tanto, una circunstancia requerida para la operación de todas las causas. Es evidente, del mismo modo, que el movimiento que fue la causa es anterior al movimiento que fue el efecto. La prioridad en el tiempo es, por lo tanto, otra circunstancia requerida en toda causa. Pero esto no es todo. Probemos con otras bolas del mismo género en una situación similar y siempre hallaremos que el impulso de la una produce movimiento en la otra. Hay aquí, por tanto, una tercera circunstancia, a saber, la unión constante entre la causa y el efecto. Todo objeto similar a la causa produce siempre algún objeto similar al efecto. Fuera de estas tres circunstancias de contigüidad, prioridad y conjunción constante nada puedo descubrir en esta causa. La primera bola está en movimiento; toca a la segunda; inmediatamente la segunda se pone en movimiento; y cuando repito el experimento con las mismas o semejantes bolas, en las mismas o parecidas circunstancias, me encuentro con que, del movimiento y contacto de una bola, sigue siempre el movimiento de la otra. Por más vueltas que le dé a este asunto, y lo examine, nada más puedo encontrar.

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Éste es el caso cuando la causa y el efecto están presentes a los sentidos. Veamos ahora en qué se funda nuestra experiencia cuando concluimos de la una que el otro ha existido, o existirá. Supongamos que yo veo una bola moviéndose en línea recta hacia otra; inmediatamente concluiré que ambas chocan y que la segunda se pondrá en movimiento. Esta es la inferencia de la causa al efecto, y de esta naturaleza son todos nuestros razonamientos referentes a la conducta de la vida; sobre esto se funda toda nuestra creencia en la historia, y de aquí se deriva toda filosofía, con excepción de la geometría y la aritmética. Si podemos explicar la inferencia que se origina cuando tiene lugar el choque de dos bolas, seremos capaces de explicar esta operación de la mente en todos los casos. Si fuera creado un hombre, tal como Adán, con pleno vigor de entendimiento y sin experiencia alguna, jamás sería capaz de inferir el movimiento de la segunda bola a partir del movimiento e impulso de la primera. La razón no puede ver en la causa nada que nos permita inferir el efecto. Una inferencia tal, si fuera posible, sería lo mismo que una demostración, ya que sólo estaría fundada en la comparación de ideas. Pero ninguna inferencia de la causa al efecto es una demostración. De lo cual hay esta prueba evidente: la mente puede siempre concebir cualquier efecto a partir de cualquier causa; todo aquello que concebimos es posible, al menos en un sentido metafísico. Pero, cuando una demostración tiene lugar, lo contrario de ella es imposible e implica contradicción. Por consiguiente, no hay demostración para ninguna unión de causa y efecto. Y es éste un principio generalmente admitido por los filósofos. Así, pues, habría sido necesario que Adán (a menos que fuese inspirado) hubiera tenido experiencia del efecto que se siguió del impulso de estas dos bolas. Tendría que haber visto en varias ocasiones que, cuando una bola choca con la otra, la segunda siempre adquiría movimiento. Si hubiera visto un número suficiente de casos semejantes, siempre que observara una bola moviéndose hacia otra concluiría, sin la menor vacilación, que la segunda adquirirá movimiento. Su entendimiento se anticipa a su vista y formaría una conclusión que se acomoda a su experiencia pasada. De esto, pues, se sigue que todos los razonamientos referentes a la causa y el efecto están fundados en la experiencia; y que todos los razonamientos de experiencia están fundados en la suposición de que el curso de la naturaleza continuará uniformemente igual. Concluimos que causas semejantes, en semejantes circunstancias, producirán efectos semejantes. Y merecerá la pena que nos detengamos a indagar qué es lo que nos determina a formar una conclusión de tan enormes consecuencias. Es evidente que Adán, con toda su ciencia, jamás hubiera podido demostrar que el curso de la naturaleza debe continuar uniformemente igual y que el futuro debe ser conforme al pasado. Nunca puede ser demostrado que aquello que es posible sea falso; y es posible que el curso de la naturaleza pueda cambiar, ya que nosotros somos capaces de concebir ese cambio. No sólo eso; voy más lejos y afirmo que tampoco se podría probar, mediante argumento probable alguno, que el futuro debe ser conforme al pasado. Todos los argumentos probables se basan en la suposición de que existe esta

conformidad entre el futuro y el pasado, u por consiguiente nunca pueden probar eso mismo. Esta conformidad es un asunto de hecho y, si debe ser probado, sólo admitirá aquella prueba que provenga de la experiencia. Pues nuestra experiencia pasada no puede probar nada que se refiera al futuro, a menos que se suponga que entre el pasado y el futuro existe una semejanza. Así, pues, es este un punto que no admite prueba y que nosotros asumimos sin prueba alguna. Solamente la costumbre nos determina cuando suponemos que el futuro se conforma al pasado. Cuando veo una bola de billar moviéndose hacia otra, mi espíritu es llevado inmediatamente por el hábito al efecto usual y se anticipa a mi vista al concebir el movimiento de la segunda bola. No hay nada en estos objetos, considerados en abstracto e independientemente de la experiencia, que me lleve a formar una conclusión de esa índole; e incluso después de que yo he tenido la experiencia de muchos y repetidos efectos de esta clase, no hay argumento que me determine a suponer que el efecto se conformará a la experiencia pasada. Los poderes por medio de los cuales operan los cuerpos son enteramente desconocidos. Sólo percibimos sus cualidades sensibles. Por consiguiente, ¿qué razón nos induce a pensar que iguales poderes acompañan siempre a iguales cualidades sensibles? Así, pues, no es la razón la guía de la vida humana, sino la costumbre. Sólo ella hace que la mente, en todos los casos, suponga que el futuro ha de ser conforme al pasado. A pesar de que este paso parece enormemente sencillo, jamás podría la razón darlo por sí misma. Es éste un curioso hallazgo, que además nos lleva a otros aún más curiosos. Cuando veo una bola de billar moviéndose hacia otra, mi espíritu es llevado inmediatamente por el hábito al efecto usual y se anticipa a mi vista al concebir el movimiento de la segunda bola. Pero ¿es esto todo? ¿Me limito a concebir el movimiento de la segunda bola? Desde luego que no. Yo también creo que esa segunda bola se moverá. ¿Qué es, pues, esta creencia? ¿Y en qué difiere de la simple concepción de una cosa? He aquí una nueva cuestión, no meditada por los filósofos. Cuando alguna demostración me convence de alguna proposición, no sólo me hace concebir dicha proposición, sino que también me persuade de que es imposible concebir cualquier otra contraria. Lo que es demostrativamente falso implica una contradicción: y por lo que se refiere a cualquier asunto de hecho, por fuerte que pueda ser la prueba que proporcione la experiencia, siempre podré yo concebir lo contrario, aunque no siempre pueda creerlo. La creencia, por lo tanto, establece una diferencia entre la concepción a la que yo doy mi asentimiento, y la concepción a la que se lo niego. Para explicar esto sólo hay dos hipótesis. Podría decirse que la creencia añade una idea nueva a esas otras ideas que podemos concebir sin que asintamos a ellas. Pero esta hipótesis es falsa. Porque, primero, una idea tal no puede ser producida. Cuando simplemente concebimos un objeto, lo concebimos en todas sus partes. Nosotros lo concebimos tal y como podría existir; aunque no creamos que exista. Nuestra creencia en ese objeto no nos descubriría nuevas cualidades. Podemos representarnos en la

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imaginación el objeto en su totalidad y, sin embargo, no creer en él. Podemos considerarlo de tal manera que se incluyan en él todas las circunstancias de tiempo y lugar. Este objeto es concebido tal y como podría existir; y cuando lo creemos, ya no podemos hacer nada más. Segundo. La mente posee la facultad de enlazar todas aquellas ideas que no envuelven contradicción. Por lo tanto, si la creencia consistiera en alguna idea que nosotros añadimos a la simple concepción, estaría dentro de los poderes del hombre el añadir esta idea y creer, de esta forma, cualquier cosa que pudiera ser concebida. Así, pues, como la creencia implica una concepción y es, sin embargo, algo más; y como no añade ninguna nueva idea a la concepción, se sigue de ello que es una manera diferente de concebir un objeto; algo que está relacionado con el sentimiento y que no depende de nuestra voluntad, como es el caso de todas nuestras ideas. Llevada por el hábito, mi mente corre del objeto visible –que es una bola en movimiento hacia otra– al efecto usual –que es el movimiento de la segunda bola–. No solo concibe este último movimiento, sino que siente al concebirlo algo que lo diferencia de una mera ensoñación de la fantasía. La presencia de este objeto visible y la unión constante de ese particular efecto hacen que la idea se presente ante el sentimiento de modo diferente a como se presentan esas ideas vagas que vienen a la mente sin prefacio alguno. Esta conclusión parece un poco sorprendente; pero somos llevados a ella por una cadena de proposiciones que no admiten duda. Para refrescar la memoria del lector las resumiré brevemente. Ningún asunto de hecho puede ser probado sino desde su causa de otra cosa, a menos que lo muestre la experiencia. No podemos dar razón alguna para extender al futuro nuestra experiencia del pasado; estamos enteramente determinados por la costumbre cuando concebimos un efecto que ha de seguirse de su causa usual. Pero también creemos que un determinado efecto ha de seguirse, además de que podamos concebirlo. Esta creencia no añade ninguna idea nueva a la concepción. Solamente varía la idea de concebir e impone una diferencia a la sensación o sentimiento La creencia, por tanto, se origina solamente en la costumbre y es una idea concebida de una manera peculiar. Nuestro autor procede a explicar la manera o el sentimiento que hace de la creencia algo diferente de una vaga concepción. Parece darse cuenta de que es imposible describir con palabras este sentimiento, del que cada uno debe ser consciente en el fondo de su pecho. Algunas veces lo llama una concepción más fuerte, otras lo llama una concepción más vivaz, más vívida, más firme, más intensa. Cualquiera que sea el nombre que podamos dar a este sentimiento que constituye la creencia, nuestro autor piensa que dicho sentimiento tiene en nuestro espíritu una influencia mucho más fuerte que una fantasía o que una mera concepción. Esto lo prueba por la influencia que este sentimiento ejerce sobre las pasiones y la imaginación, que sólo son movidas por la verdad o por aquello que se toma por verdadero. La poesía, a pesar de todo su arte, jamás puede causar una pasión como las que se dan en la vida real. Falla en la concepción original de sus objetos, que nunca se sienten de la misma forma que aquellos

que regulan nuestra creencia y opinión. Nuestro autor, después de asumir que ha probado suficientemente que las ideas a las que asentimos son para el sentimiento diferentes de las otras, y que este sentimiento es más firme y vivaz que nuestras concepciones comunes, sigue adelante y emprende la tarea de explicar la causa de este sentimiento vivaz. Ello lo hace por analogía con otros actos de la mente. Su razonamiento se presenta como interesante. Pero además sería inteligible, o al menos probable, para el lector, sin que descendiéramos a la consideración de muchos detalles, tarea que excedería los límites que aquí me he impuesto. He omitido asimismo muchos argumentos que el autor aduce para probar que la creencia consiste únicamente en una peculiar sensación o sentimiento. Sólo mencionaré uno: nuestra experiencia pasada no es siempre uniforme. Algunas veces un efecto se sigue de una causa; otras veces, otro. En un caso así siempre creemos que el efecto que tendrá lugar será el que es más frecuente. Veo una bola de billar moviéndose hacia otra. No puedo distinguir si la primera bola va girando sobre su propio eje, o si ha sido impulsada de tal manera que se deslice sobre la mesa. En el primer caso, sé que esta bola no se detendrá después del choque. En el segundo, sé que se puede detener. El primer caso es más común y, por lo tanto, anticipo ese efecto. Pero también concibo el otro efecto, y lo concibo como posible y como dependiente de la causa. Si no fuera porque la sensación o sentimiento hace que una concepción difiera de la otra, no habría distinción alguna entre ellas. Hemos limitado muestro razonamiento a la relación de causa y efecto, tal y como se descubre en los movimientos y en las operaciones de la materia. Pero el mismo razonamiento se extiende a las operaciones de la mente. Ya sea que consideremos la influencia de la voluntad en el movimiento de nuestro cuerpo, ya la consideremos en el gobierno de nuestro pensamiento, puede afirmarse con seguridad que nunca podríamos predecir el efecto a partir de la mera consideración de la causa y sin la ayuda de la experiencia. E incluso después de haber experimentado una serie de efectos, es únicamente la costumbre, y no la razón, la que nos determina a establecer el canon de nuestros futuros juicios. Cuando se presenta la causa, la mente fundada en el hábito, pasa inmediatamente a la concepción y creencia del efecto usual. La creencia es algo distinto de la concepción. Sin embargo, no añade a esta última una nueva idea. Solamente hace que la sintamos de una manera diferente, y la hace más fuerte y más vivaz. Habiendo terminado con este asunto material referente a la naturaleza de la inferencia de la causa al efecto, nuestro autor vuelve sobre sus pasos y examina de nuevo la idea de esta relación. Al considerar el movimiento que una bola comunica a otra, solo podemos encontrar la contigüidad, la prioridad de la causa y la unión constante. Pero, además de estas circunstancias, se suele suponer que hay una conexión necesaria entre la causa y el efecto, y que la causa posee algo que llamamos poder, o fuerza, o energía. La cuestión es: ¿qué idea va unida a estos términos? Si todas nuestras

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ideas o pensamientos se derivan de nuestras impresiones, este poder debe manifestarse a nuestros sentidos o a nuestras sensaciones internas. Pero los sentidos encuentran tan difícil descubrir poder alguno en las operaciones de la materia, que los cartesianos no han tenido escrúpulo en afirmar que la materia está completamente privada de energía y que todas sus operaciones son llevadas a cabo por la energía del supremo Ser. Pero la cuestión surge de nuevo: ¿qué idea de energía o de poder poseemos, incluso atribuida al Ser supremo? Toda nuestra idea de la Deidad (de acuerdo con los que niegan las ideas innatas) no es otra cosa que una composición de esas ideas que adquirimos al reflexionar sobre las operaciones de nuestra propia mente. Pero nuestra mente no nos da mayor noción de energía que la que nos da la materia. Si consideramos nuestra voluntad o volición a priori, haciendo abstracción de la experiencia, nunca podremos inferir a partir de ella efecto alguno. Y si recurrimos a la experiencia, ésta sólo nos mostrará objetos contiguos, sucesivos y constantemente unidos. Resumiendo: o bien no tenemos en absoluto idea de fuerza y energía y, entonces, estas palabras carecen por completo de significado, o bien sólo significan esa determinación del pensamiento, adquirida por el hábito, que consiste en pasar de la causa al efecto usual. Aquel que desee entender esto en toda su profundidad debe consultar al autor. Yo me conformaré si logro que el mundo de los instruidos sea consciente de que este problema presenta alguna dificultad. Si alguien la resuelve, debe salir con algo completamente nuevo y extraordinario: tan bueno como la misma dificultad que el autor nos expone. Por todo lo que se ha dicho hasta ahora, el lector advertirá fácilmente que la filosofía que se contiene en este libro es muy escéptica y está dirigida a darnos una noción de las imperfecciones y los estrechos límites del entendimiento humano. Casi todo razonamiento, según este libro, se reduce a la experiencia; y la creencia que acompaña a la experiencia queda explicada como un sentimiento peculiar o una concepción vivaz producida por el hábito. Esto es todo: cuando creemos que alguna cosa tiene existencia externa o suponemos que un objeto existe un momento después de no ser ya percibido, esta creencia no es más que un sentimiento de la misma clase. Nuestro autor insiste en otros varios temas escépticos; y llega a la conclusión general de que asentimos a nuestras facultades y empleamos nuestra razón sólo porque no podemos evitarlo. La filosofía nos haría enteramente pirrónicos si no fuera porque la naturaleza es demasiado potente para tolerarlo. Concluiré la lógica de este autor exponiendo dos de sus opiniones que parecen ser muy personales, como lo son ciertamente la mayoría de las que nos ofrece. Asegura que el alma, tal y como podemos concebirla, no es más que un sistema o serie de percepciones diferentes –calor y frío, amor y cólera, pensamientos y sensaciones–, todas reunidas, pero sin perfecta simplicidad o identidad alguna. Descartes mantenía que el pensamiento era la esencia del alma; no es este pensamiento ni aquel pensamiento, sino el pensamiento en general. Esto parece ser absolutamente ininteligible, ya que cada cosa que existe es particular. Y, por lo tanto, deben ser nuestras varias percepciones particulares las que componen el alma. Y digo que componen el alma, no que pertenecen

a ella. El alma no es una sustancia en la cual inhieren las percepciones. Esta noción es tan ininteligible como la cartesiana, que afirma que el pensamiento o la percepción en general es la esencia del alma. No tenemos idea alguna de ninguna clase de sustancia, ni material ni espiritual. Sólo conocemos cualidades particulares y percepciones. Así como nuestra idea de los cuerpos –de un melocotón, por ejemplo– es sólo la idea de un sabor particular, del color, de la figura, del tamaño, de la consistencia, etc..., así nuestra idea del alma sólo es la idea de percepciones particulares, sin ninguna noción de algo que podamos llamar sustancia, ni simple ni compuesta. El segundo principio del que se proponía dar noticia se refiere a la geometría. Después de negar la divisibilidad infinita de la extensión, nuestro autor se ve obligado a refutar esos argumentos matemáticos que han sido aducidos a favor de ella; pues, ciertamente, estos argumentos son los que poseen alguna fuerza. Esto lo hace negando que la geometría sea una ciencia lo suficientemente exacta como para que pueda llegar a conclusiones tan sutiles como las que se refieren a la divisibilidad infinita. Sus argumentos pueden explicarse así: toda la geometría está fundada en las nociones de igualdad y desigualdad, y en consecuencia, según tengamos o no tengamos un canon exacto de esa relación, así esta ciencia admitirá o no admitirá una gran exactitud. Ahora bien, hay un canon exacto de la igualdad si suponemos que la cantidad está compuesta de puntos indivisible. Dos líneas son iguales cuando el número de puntos que las componen es el mismo, y cuando hay un punto en una que se corresponde con un punto de la otra. Pero, aunque este canon sea exacto, es inútil, ya que jamás podemos hacer el cómputo de número de puntos que contiene una línea. Además, este canon se funda en la suposición de que la cantidad es infinitamente divisible y, por tanto, nunca puede dar lugar a una conclusión contraria a ella. Si rechazamos este canon de igualdad, no tenemos ningún otro que posea pretensión alguna de exactitud. Hay dos que comúnmente se usan. Se dice que dos líneas mayores que una yarda, pongamos por caso, son iguales cuando contienen una cantidad inferior –una pulgada, por ejemplo– el mismo número de veces. Pero esto no nos lleva a ninguna parte. Porque la cantidad a la que llamamos una pulgada en una de las líneas se supone que es igual a la que llamamos una pulgada en la otra. Y la cuestión sigue siendo la misma: ¿según qué canon procedemos cuando juzgamos que ambas son iguales? O en otras palabras: ¿qué podemos decir cuando afirmamos que son iguales? Y si tomamos cantidades aún más pequeñas, continuaremos planteándonos la misma cuestión in infinitum. Por consiguiente, éste no es un canon de igualdad. Cuando nos interrogamos acerca de lo que quieren decir con la palabra igualdad, la mayoría de los filósofos responden que esa palabra no admite definición y que basta con situar dos cuerpos iguales –como, por ejemplo, dos diámetros de un círculo– para hacernos entender ese término. Ahora bien, esto es tomar la apariencia general de los objetos por el canon de esa proporción, y significa hacer de nuestra imaginación y de los sentidos los jueces supremos de ella. Pero un canon así no admite exactitud y nunca puede ofrecernos una conclusión contraria a la imaginación y a los sentidos. Que esta visión del asunto sea acertada o no,

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es cosa que debe someterse al juicio del mundo de los instruidos. Peor sería de desear, ciertamente, que se ensayarán algunos procedimientos para reconciliar la filosofía y el sentido común, los cuales, por lo que se refiere a la cuestión de la diversidad infinita, se han enzarzado en las más crueles guerras. Debemos ahora proceder a decir algo del segundo volumen de esta obra, que trata de las pasiones. Es más fácil de comprender que el primero, pero contiene opiniones que son igualmente nuevas y extraordinarias. El autor comienza con el orgullo y la humildad. Observa que los objetos que excitan esas pasiones son numerosos y, asimismo, muy diferentes entre sí. El orgullo o autoestima puede surgir de las cualidades de la mente; el talento, el buen sentido, la erudición, el valor, la integridad; de las cualidades del cuerpo: la belleza, la fuerza, la agilidad, la buena mano en el juego, la destreza en el baile, en la equitación, en la esgrima; de ventajas externas: el país, la familia, los hijos, las cosas, los jardines, los caballos, los perros, los vestidos. Después procede a investigar esa circunstancia común en la que todos estos objetos coinciden y que les hace actuar sobre las pasiones. Su teoría se extiende de la misma manera al amor y al odio y otros afectos. Como estos asuntos, aunque interesantes, no podrían hacerse inteligibles sin un largo discurso, los omitiré aquí. Quizá será más aceptable para el lector el que se le informe sobre lo que nuestro autor dice acerca del libre albedrío. Descansa el fundamento de su doctrina en lo que ha dicho sobre la causa y el efecto, tal y como lo explicábamos más arriba. “Es universalmente reconocido que las operaciones de los cuerpos externos son necesarias y que en la comunicación de su movimiento, en su atracción y cohesión mutuas, no hay la menor traza de indiferencia o libertad”... “Por tanto, todo aquello que a este respecto comparta los mismos fundamentos que la materia deberá ser reconocido como necesario. Con el fin de que podamos averiguar si es este el caso con las operaciones de la mente, examinemos la materia y consideremos qué idea de necesidad se funda en sus operaciones y porqué concluimos que un cuerpo o acto ha de ser la causa infalible de otro”. “Ya se ha observado que no hay un solo caso en el que la conexión verdaderamente esencial entre los objetos pueda ser descubierta ni por nuestros sentidos ni por la razón, y que nunca podemos penetrar en la esencia y construcción de los cuerpos hasta el punto de percibir aquello en lo que su mutua influencia se funda. Es su unión constante lo único que conocemos, y es de esa unión constante de la que se deriva esa necesidad cuando la mente pasa de un objeto a su compañero usual e infiere la existencia del uno a partir de la del otro. He aquí, pues, dos particularidades que hemos de considerar como esenciales a la necesidad, a saber, la unión constante y la inferencia de la mente; así, dondequiera que hallemos estas dos circunstancias, deberemos reconocer una necesidad. Ahora bien, nada hay más evidente que la unión constante de acciones particulares con motivos particulares. Si no estuvieran todas las acciones constantemente unidas a sus motivos propios, no sería esta incertidumbre mayor que la que podemos observar cada día en las acciones de la materia, donde, debido a la mezcla e incertidumbre de las

causas, el efecto es a menudo variable e incierto. Treinta gramos de opio matarán a un hombre que no tenga costumbre de tomarlo, aunque treinta gramos de ruibarbo no siempre le sirven de purga. De la misma forma, el miedo a la muerte hará siempre a un hombre apartarse cien pasos de su camino, aunque no siempre le hará realizar una mala acción. Y así como es frecuente que se dé una única constante entre las acciones de la voluntad y sus motivaciones, así la inferencia de las unas a las otras es a menudo tan cierta como los razonamientos que se refieren a los cuerpos; y siempre hay una inferencia proporcionada a la constancia de la unión. En esto se funda nuestra creencia en los testigos, el crédito que damos a la historia y, desde luego, todas las clases de evidencia moral y casi la totalidad de la conducta de la vida. Nuestro autor aspira a que, mediante una nueva definición de la necesidad, este razonamiento arroje nueva luz sobre la controversia. Y, ciertamente, hasta los más celosos defensores del libre albedrío deben reconocer esta unión e inferencia en lo que se refiere a las acciones humanas. Sólo negarán que en eso consista la totalidad de la necesidad. Pero entonces deben mostrar que tenemos una idea de algo más en las acciones de la materia, lo cual, según el razonamiento precedente, es imposible. A lo largo de todo este libro hay grandes pretensiones de nuevos descubrimientos en filosofía; peso si algo puede dar derecho al autor al glorioso nombre de inventor es el unos que hace del principio de asociación de ideas, el cual está presente en la mayor parte de su filosofía. Nuestra imaginación tiene gran autoridad sobre nuestras ideas, y no hay ideas que sean diferentes entre sí que ella pueda separar, y unir, y componer según las variedades de la ficción. Peor, a pesar del imperio de la imaginación, hay un lazo o unión secreta entre algunas ideas particulares que da lugar a que la mente las una entre sí más frecuentemente y hace que la aparición de una introduzca la otra. De ahí surge lo que llamamos el à propos del discurso; de ahí, la coherencia en la escritura; y de ahí, ese hilo o cadena de pensamientos que un hombre mantiene, incluso en el más desatado de sus ensueños. Estos principios de asociación son reducidos a tres, a saber: Semejanza: un retrato nos lleva naturalmente a pensar en la persona que representa. Contigüidad: cuando se menciona el nombre de St. Denis, la idea de Paris nos viene naturalmente. Causalidad: cuando pensamos en el hijo, estamos predispuestos para llevar nuestra atención al padre. Será fácil concebir las vastas consecuencias de estos principios en la ciencia de la naturaleza humana, si consideramos que, por lo que se refiere a la mente, estos son los únicos lazos que unen entre si las partes de universo o nos ponen en contacto con alguna persona u objeto exterior a nosotros. Porque, como es sólo mediante el pensamiento como las cosas actúan sobre nuestras pasiones, y como estos principios son los únicos lazos de nuestros pensamientos, dichos principios son realmente, para nosotros, el cimiento del universo, y todas las operaciones de la mente deben, en gran medida, depender de ellos.

David Hume, Compendio de un Tratado de la naturaleza humana

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