La fantasía continúa de los días

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L A F A N T A S Í A C O N T I N U A D E L O S D Í A S

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Dedicatoria:Al Prof. Manuel Quispe Vera, exdirector del ISP mercedes Cabellos de CarboneraAl Prof. Hugo I. Quispe Mamani, Director del IST Benjamín FranklinMoq., Dic, 2012Víctor Arpasi Flores LA FANTASÍA CONTINUA DE LOS DÍASÍNDICE1. UN ESFUERZO INCONCLUSO (2)2. ¿QUIÉN ABRE LA PUERTA AHORA? (2)3. UNA PREGUNTA SIN RESPUESTA (3)4. LA BANDERA (3)5. EL ESTORNUDO (4)6. LA RISA (5)7. LA CAMPANA (6)8. ANTÓN EL VERDADERO (10)9. EL TAMALERO (12)10. LA BÚSQUEDA (16)11. ZARATUSTRA (17)12. LA VENGANZA (19)13. ¡SALUD! (22)14. EL ABRAZO (24)15. EL GOL (25)16. LA NOTICIA (26)17. EL ENCUENTRO (27)18. UN SUCESO CUALQUIERA (31)19. EL ESPANTAPÁJAROS (34)20. EL LOBO (36)21. LA NUEZ (36)22. LA ESPERA (37)23. LA CREACIÓN (37)24. ESTABA ESCRITO (38)25. LA CONDENA (39)26. LA DANZA (41)27. LA PROMESA (42)28. LA NOVELA (43)29. LA CAÍDA (44)30. LA CULPA (44)31. LA LLAMADA (46)

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LA FANTASÍA CONTINUA

DE LOS DÍAS

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Dedicatoria

Al Prof. Manuel Quispe Vera, exdirector del ISP mercedes

Cabellos de Carbonera Al Prof. Hugo I. Quispe Mamani, Director del IST Benjamín

Franklin Moq., Dic, 2012

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LA FANTASÍA CONTINUA DE LOS DÍAS ÍNDICE

1. UN ESFUERZO INCONCLUSO (2) 2. ¿QUIÉN ABRE LA PUERTA AHORA? (2) 3. UNA PREGUNTA SIN RESPUESTA (3) 4. LA BANDERA (3) 5. EL ESTORNUDO (4) 6. LA RISA (5) 7. LA CAMPANA (6) 8. ANTÓN EL VERDADERO (10) 9. EL TAMALERO (12) 10. LA BÚSQUEDA (16) 11. ZARATUSTRA (17) 12. LA VENGANZA (19) 13. ¡SALUD! (22) 14. EL ABRAZO (24) 15. EL GOL (25) 16. LA NOTICIA (26) 17. EL ENCUENTRO (27) 18. UN SUCESO CUALQUIERA (31) 19. EL ESPANTAPÁJAROS (34) 20. EL LOBO (36) 21. LA NUEZ (36) 22. LA ESPERA (37) 23. LA CREACIÓN (37) 24. ESTABA ESCRITO (38) 25. LA CONDENA (39) 26. LA DANZA (41) 27. LA PROMESA (42) 28. LA NOVELA (43) 29. LA CAÍDA (44) 30. LA CULPA (44) 31. LA LLAMADA (46)

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Un esfuerzo Exhausta la hormiga dejó de apretar el cuello del elefante. Éste al sentirse libre, huyó despavorido. La loca carrera tomó desprevenida a la hormiga que no hallaba cómo sujetarse, y desprendiose vapuleada por la fuerte corriente de aire que la llevó a caer en un charco de agua cenagosa. Allí murió la pobre. ¡Ooooooooooooh! -exclamó el elefante al ver a su enemiga-. Había sido insignificante.

¿Quién abre la puerta ahora? Tocaron la puerta. «¿Quién será?», se preguntó, el hombre. El golpeteo increscendo tornose rudo, insolente. Salió apresurado. Abrió. Allí, frente a él, con los brazos en jarras, estaba la Ira. Al verlo, aquella se le abalanzó intempestivamente, y abrazándolo con violencia lo revolcó por el suelo en medio de estrépitos sordos, salvajes, odiosos. Levantose el hombre de un salto vomitando espuma por la boca y, gritando improperios contra todo el mundo, se perdió calle abajo, convertido en un energúmeno desorbitado. Más tarde, el hombre estaba riéndose de su rabia. Calmado un poco, apuró el paso hasta encontrar una puerta. Al hallarla, se paró ante ella, y golpeó con mucha fuerza e insistencia. Al darse cuenta que del interior alguien se acercaba a la puerta, puso los brazos en jarras, listo para abalanzarse sobre quien abriera... Y al abrirse la puerta, apareció la Ira toda fachendosa mordiéndose la lengua, y al verla le asestó tremenda bofetada, y ambos abrazados como dos demonios

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enloquecidos rodaron por el suelo... en medio de estrépitos sordos, salvajes, odiosos. Así siguen todavía.

Una pregunta y una respuesta Tomó el revólver. El cuerpo se desangraba. «¿Para qué la habré amado tanto?», se preguntaba mentalmente mirando a su amada que yacía sin vida; y cuando iba llegando a su ofuscada mente la respuesta, un estruendo le reventó el cerebro. El revólver, su mano y su cuerpo cayeron brutalmente al piso. El alma del suicida, miró los dos cuerpos inanimados, y exclamó: «¡Qué falta de originalidad!... Ella... siempre se lo decía».

La bandera Esa tarde encontré a la Bandera sentada en la acera, con el gesto proverbial de la suma preocupación. Intrigado le pregunté:

-¿Qué te sucede? Titubeó para hablar; luego, como si reconsiderara mi petición que veía venir a trompicones con insistencia, lo que a ella no le gustaba; se aclaró la garganta, y tomó aire, al menos, porque ya había dejado de tomar otro tipo de precauciones, me respondió:

-El orgullo de flamear mis pliegues al viento se ha venido por los suelos, como si estuviera beoda, con una curda de amanecida; pero conste que ya no bebo más que agua oxigenada con un poquitín de hipoclorito, que me deja como nueva, ¡sí señor!-. Y siguió con su cara compungida.

-¿Y?-, saltó de nuevo mi pregunta intempestiva.

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-¡Me siento una borrega que espera el matarife!-, respondió al borde de las lágrimas y con el gesto vallejiano de eternidad preocupada.

-¿Y?-, reventó mi pregunta una vez más, con el gesto de quererle sacar la respuesta con tirabuzón: ¡de un solo golpe!

-Cuando me encontraba en la gloriosa plaza de armas de este olvidado pueblo, airosa, compitiendo con los juegos de un galante vientecillo, que me hacía cosquillas entre las ondas, gritó el jefe del pelotón: «¡Arreen la bandera!»... ¿Te das cuenta? ¿Te das cuenta? «¿Arreen?» –Después de un silencio, la Bandera me pregunta:

-¿Has visto a mi verdugo? Me quedé estupefacto. Después, tomé la soga para llevar la borrega al camal.

El estornudo Necesitaba estornudar; pero no quería importunar a las personas que allí se encontraban. Se contuvo. Luego se le ocurrió la genial idea de desaparecer, como tantas veces lo había hecho. En el momento que estaba desapareciendo le reventó el estornudo, y se quedó a medio desaparecer. Desde esa vez, está partido en dos: lo que es y lo que no es; por eso camina entre el día y la noche, entre la luz y la sombra, incluso entre el ayer y el hoy... Cada parte va buscando a su otra parte, pero hasta hoy no se encuentran, a pesar de estar unidos por esa línea real e imaginaria que los separa entre el ser y el desaparecer. Lo bueno está en que no estornuda, sino seguiría partiéndose en dos en dos hasta nunca acabar.

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La risa Pisó el plátano. De bruces se aplastó al suelo. Luego escuchó unas finísimas carcajadas... ¡El plátano se reía a cáscara abierta! Y al verse despatarrado, también rompió en carcajadas. Después de estar roto en carcajadas, levantó el plátano abierto, y lo llevó al circo para que hiciera reír a la gente. Desde ese día, se volvió el más famoso de los payasos.

La campana Resonaron las campanadas en la árida superficie de aquel muro de piedras calizas unidas por la argamasa de siglos. Era un sonido quebrado, que le repugnaba. Había cambiado más de una vez las campanas, y estas continuaban rajándose, además de que su tañido seguía sacándolo de las casillas; lo exasperaba; a veces lo deprimía. Martirizábale que cada día el campanario se derruía inacabablemente. ¡Cómo poseer una campana cuyo sonido le ayude a reconstruir la torre que el último terremoto rajara peligrosamente! ¡Quería un tañido de fe, esperanza y caridad! No encontraba cómo, y esto lo enloquecía... En vista de que no hallaba la solución de sus deseos, decidió él mismo fundir la campana de acuerdo a la imagen y semejanza de la que tenía en su cerebro. ¡Maravillosa decisión!, se animó. Y procedió a conseguir los recursos necesarios: cobre, estaño, oro, plata; acudió incluso a los arcones ocultos y a los entierros fantasmagóricos más inverosímiles, para completar lo que necesitaba. Lo veían

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recorrer con su pica al filo de la noche: lo comenzaron a llamar «el fantasma del campanario». Cierta noche vieron que se le iluminaba el rostro con una blancura tal, que sólo le escucharon decir en una repetición interminable que había encontrado el material preciso para su campana, un metal inubicable más que en el recodo de las interrogaciones sin respuesta; en el lugar preciso de la muerte. Y tal coincidencia, aquel día amaneció muerto el vagabundo de los barrios inadvertidos. Aquél que se alimentaba de las sobras del día y calmaba su sed con el olvido de la indigencia. El vagabundo que se vestía con el papel de las peripecias fue encontrado exangüe; más seco que el desierto, desorbitados los ojos, con un grito retorcido en medio de sus labios sellados. «¡Drácula!», dijeron a sotto voce. La sospecha encontró un derrotero que no llegó a su destino. Y desde esa vez, nadie se atrevió a caminar de noche. «El vampiro del campanario», susurraban; pero nadie pudo probar sospecha alguna. En su abandonada demencia, el vagabundo le gritaba en cualquier lugar y circunstancia: «¡Campanero, sin campanas, ni el badajo te regalan!»... Y el campanero, a pesar de su circunspección, o tal vez por lo mismo, estaba volviéndose el hazmerreír del pueblo. Sin embargo, él, guardando sus desequilibrios y sus torturas, siguió imperturbable la tarea de fundidor inexperto y aficionado. Había gastado sus últimos céntimos en esta obra; también su paciencia. Y mientras rugía insaciable el horno, el metal derretido recibió la rociadura de un rojo líquido que al fundirse entre las moléculas hirvientes, dejó escapar un maldiciente conjuro irrepetible. ¿Qué líquido era? Nadie lo supo. Ese líquido iba a darle al tañido la incontrastable vehemencia para que llegue hasta lo recóndito del alma de quien lo escuchase la inenarrable sensación de la desesperación incontenida.

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Después de varios días, que consumieron los últimos rescoldos de la paciencia del campanero, cuyo rostro se ensombrecía cada vez más, la campana fue adquiriendo una mágica reverberancia, que el pueblo quedábase admirado ante tanta belleza; pero murmuraba que faltaba vaciar el badajo. ¿Capaz ocuparía algún badajo viejo o de alguna otra campana? ¿Aunque mejor no sería un badajo nuevo?... Llegó el día de subir la campana a la torre. Muchos colaboraron en la difícil tarea. Con resistentes sogas la aseguraron a los gruesos maderos que cruzaban la torre.

–¿Y el badajo? –Ah, ésa es una sorpresa-, decía el campanero en un

tono raro y en medio de una sonrisa sardónica. El reclamo fue volviéndose insistente; porque la fiesta patronal del pueblo estaba próxima, y la gente se preocupaba por no tener una campana apropiada para la fecha que reunía a todos alrededor de la imagen sagrada de sus creencias. Él los miraba con el rostro oculto de los enigmas.

–Todo día trae la respuesta propicia, y precisa –decía-. No desesperen, que todo a su tiempo es de sensatos. Y llegó el día. El pueblo despertó sobresaltado. La campana expandía su tañido por todo el ámbito del caserío. El sonido penetraba las paredes que parecían temblar. Escuchar el sonido campanero parecía oírse el lamento de alguien que agonizaba; el tañido hincaba los tímpanos. A ratos parecíase el aullido lastimero o el grito desgarrante del terror inhibido; a veces, el leve sollozo de un niño de pecho. El tañido no se detenía. Seguía y seguía in crescendo; luego, disminuía lenta, pausadamente, como si se fuera a detener; más de pronto, comenzaba a aumentar desenfrenadamente hasta querer reventar los oídos; luego volvía a disminuir su intensidad. Era un tañido que se elevaba a agudezas estridentes y bajaba

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hasta volverse pianísimo y aciago suspiro o sollozo ahogado que destrozaba la razón de la gente.

–¡Que callen esa campana del demonio!-, fue el grito que reventó en una esquina, de improviso. Como un eco se repitió en otras esquinas. Se siguió repitiendo en todas las casas y en todas las calles. Si alguien extraño al pueblo, lo escuchara, diría que la campana y el pueblo competían en el bullicio desorbitado.

–¡Debo haber llegado al infierno!–, afirmarían.

La muchedumbre con los rostros desencajados, las manos crispadas, los ojos llenos de sangre, impetuosos como perros en celo, gruñendo, fue avanzando en compacto tropel hacia la torre desvencijada, mientras la campana seguía con la impertinencia de su tañido. En la medida de que la gente se acercaba al campanario, se podía ver la campana que en lo alto del campanario movía cadenciosamente su invertida copa dejando caer insensible los tañidos de fuego ciánico a la mente de los intrusos que venían a interrumpir su fatídica danza... El tropel se arremolinó alrededor de la enhiesta torre. Ahora el sonido se agazapaba, se escondía... La campana cesó su tañer absoluto. Todos quedaron estáticos.

–¡Al fin se calló, la maldita!-, exclamaron como si despertaran de una pesadilla. Mas de pronto se inició con doblada fuerza el tañer de la maldita...

–¡A callarla! ¡A callarla!-, fue el grito tumultuoso. -¡Dónde está el campanero!- fue el grito desaforado.

En medio del sonido terrible de la campana, los poblanos empujándose unos a otros llegaron a la cúspide de la desvencijada torre. La campana parecía más inmensa que nunca. Su boca era una horrible abertura que vomitaba carcajada tras carcajada.

–¡El campanero! ¡Oh, Dios! ¡El campanero!

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El horror asaltó el rostro de los hombres. La campana seguía doblando con ese gemido infernal. El hombre estaba colgado. Era el badajo. El cuerpo movíase al compás del tañido, arrancándole al metal el grito lastimero de la agonía.

Antón el Verdadero Yo no me llamo Antón, padre. Tal vez Antonio, pero tampoco lo es. Yo no tengo nombre. Desde aquel malhadado momento en que perdí mis manos, mi nombre se perdió en la inconsciencia de los hombres. Me quitaron el nombre; lo destrozaron, y sus partículas las lanzaron como hojas secas a una voraz fogata, cada vez alimentada con su saña, su odio y su ceguera. Antón no es mi nombre, padre; no sé a quien se le ocurrió

nombrarme así para diseminar una historia que nada tiene de verdad, sino la de cubrirme de oprobio al mancharme con el sacrilegio de haber golpeado a mi madre. ¿Golpearla? ¿Se imagina tremenda acusación contra un indefenso desvalido? Cuando alguien me acusa de esa

infamia, me hierve el pecho de desesperación, de dolor y zozobra, de balbuceo y rotundidades desasidas, de miedo y angustia; y sólo atino a caer de rodillas y mirar mis muñones extendidos hacia el cielo impreciso, enemigo y rudo, sordo e impenetrable. ¡Que vituperio! ¿Golpear a mi madre? ¿Puede existir acusación mayor? No lo existe, padre; no lo existe. ¿Dañar a quien me dio la vida con su vida? ¿A quien me regaló el milagro auténtico? Y si, ahora, la desgracia me ha hecho su presa ¿debo odiarla? ¿Debe ser ella la culpable porque me dio la vida? ¿Y si la vida hoy me martiriza, debo maldecirla? ¡Dígame, padre!... ¡Por qué no me responde! ¿Duda?... Pero, yo le digo, que ella no es la culpable de mi funesta suerte...

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¡Tantas cosas pasan! ¡Tantas! Que tampoco uno es el culpable. ¡Hay tantas circunstancias que nos llevan a uno y otro abismo...! Es uno de esos abismos donde se aprisiona mi alma, padre. ¿Cómo pude haberle pegado a mi madre? ¡Si ella fue mis manos y mi pan! ¡si es mi persistencia, mi paciencia y mi dolor! Padre, cuando tenía 6 años, un perrazo, enorme monstruo, saltó sobre mí con su hocico babeante y de colmillos filosos, que sólo atiné a correr y correr; y ante mí, de improviso, apareció un foso con su horrible boca abierta, enemiga, oscura, que me recibió torpe, aciaga, cruel. Sólo vi sombras al caer; luego un agudo dolor en mis manos. ¿Grité? No lo recuerdo. Sólo el llanto me ahogaba, y mis manos rotas, mojadas bañadas con mi sangre, miraban a mis ojos llenos de lágrimas... Allí se quedaron... desgajadas..., rotas... ¡muertas mis manos!... Y solo mi madre seco mi llanto con su llanto, y calmó mi dolor con su dolor. ¡Cómo pude golpear a mi madre! ¡Cómo!... ¡Yo no soy ese Antón, padre..., no lo soy!..

EL TAMALERO

–¡Tamales!, ¡tamales!– gritaban afuera. –¡Qué impertinente!– exclamó Satán, quitándose los

impertinentes, pues se encontraba curándose con la risa en medio de una fuliginosa nube de azufre vivo: estaba leyendo El diablo cojuelo de su recordado compinche Lucho Vélez de Cuévara, un sorprendido escritor de la España de los Austrias, a quien apreciaba mucho, porque siempre le ayudaba a encender la fogata adonde su querida y entrañable Inquisición enviaba a los más rabeláis, cubiertos con un

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sambenito para que después sean cubiertos con las llamas de la hoguera purificadora del infierno, su único reino... –¡Tamales! ¡Tamales!– gritaban afuera. El demonio añoró la presencia de la Inquisición, que algunos desaprensivos fanáticos llamaban «Santa».

–¡Un desafortunado desliz de la verborrea de los infaltables sobones del poder!– reflexionaba el más poderoso del averno-; pero sin ellos qué sería de nosotros, los mandones: ¡basura!; aunque son más empalagosos que miel de abejorro, son un mal necesario para nosotros los todopoderosos– se justificaba.

–¡Tamales! ¡Tamales! –seguían gritando afuera– ¡Tamales, tamales, fresquecitos y baratos; si no le gusta, le regalo un gato!

–¡Conque poeta y bromón, el sinvergüenza– pensó el demonio, con mucho esfuerzo, porque por lo general no pensaba, sólo se ocupaba en crucificar a las almas que llegaban a sus dominios. ¿Pensar? Para el diablo el ejercicio de pensar era un problema; por eso, en el infierno. Sólo aceptaba taradinos; a los inteligentes los rechazaba, ya que siempre le resultaban rebeldes e imprecisos.

–¡Tamales, tamales, para sus males!– seguían gritando afuera.

–¡Maldita sea!– exclamó mordiendo su lengua el Belcebú del Orco y casi se envenena– ¡Maldita sea!- repitió como un eco.

–¡Tamales, tamales, por costales!– La voz se elevaba con cierto acento de cólera.

–¡Ah!-, dijo el demonio- mi hija querida, la Ira, está haciendo su trabajo; ella es la más considerada que tengo; siempre se preocupa por su «papi lindo», yo.

–¡Ja, ja, ja!– la risotada cruzó los oídos del diablote, que saltó de su trono, y fuera de sí gritó como mil demonios:

–¡Tráiganme un tamal!– El diablo estaba echando espumarajos de rabia. La ira, su hijita querida, había venido a cobijarse entre su pecho y espalda–. ¡Tráiganme un tamal!- vociferaba el demonio... Como nadie le hacía caso, sintió que

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perdía su poder, que salió a trompicones a ver quién era ese tamalero.

¡Para qué saldría! En el centro del infierno, rodeado de miles y miles de diablejos, estaba el tamalero regalando tamales a diestro y siniestro, cada vez más siniestro, porque entre cada atragantada con los tamalillos, los diablillos gritaban ¡Viva el tamalero!; ¡¡¡¡VIVA!!!!! Era la grita desaforada de la muchedumbre demoníaca. Y el tamalero repartía más y más tamales, y los demonios traguen y traguen, y entre respiro, mordisqueada y atragantada gritaban: ¡VIVA EL TAMALERO!, y más tamales les daba el tamalero.

El rey de los demonios, desesperado, también quiso comer su tamal...

–¡ABAJO EL REY DEL INFIERNO!- gritó alguien... –¡¡¡¡ABAJO!!!!– respondió la multitud de diablitos y

diablitas. Y convertidos en una mancha de petróleo y fuego se dirigieron a la sala del trono del rey de los avernos, y encontraron vacío el trono...

–¡¡¡¡MUERA EL REY!!!!– gritaron. –¡¡¡¡MUERA!!!!!, vociferaba la muchedumbre

totalitaria. Al ver vacío el trono, Mefistófeles que estaba de

asesor del tamalero, le dijo, que ofrezca tamales y les diera más tamales a los diabolos y diabolas.

–¡Tamales! ¡Tamales!– y comenzó a entregar tamales a chicos y grandes

–¡¡¡¡VIVA EL REY!!!–gritaron. –¡¡¡¡VIVA!!!!- Fue la respuesta que como un estruendo

reventó en el centro del infierno, que hizo temblar a la Tierra, a 12 grados de la escala de Mercali libre. Y en este caos, Mefistófeles, ducho en esta clase de jugarretas, y siempre conspirador como su abuelito, el que asesoró al casquivano Doctor Fausto, de quien había heredado todas las marimorenas habidas y por haber, empujó al tamalero hacia el trono... Y Mefistófeles, ni tardo ni perezoso, tomó la corona del viejo rey, y se la puso al tamalero...

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–¡¡¡VIVA EL REY!!!, gritó el susodicho. –¡¡¡¡VIVA!!!!– grito la plebe de la diablura. El tamalero repartió sus últimos tamales; se sentó en

el trono; luego, miró a su costado el libro intitulado El diablo cojuelo; cambió su cara de idiota por otra de intelectual, y se puso a leer. Al ver esto, Mefistófeles, se dio cuenta de lo que había pasado; y se fue a la tierra a buscar otro tamalero. Mientras el nuevo rey del infierno repantigándose, con un estirón de diablo y medio, continuó leyendo El diablo cojuelo...; cuando de pronto escuchó un grito.

–¡Tamales! ¡Tamales!– ofrecían en el corazón del infierno.

La búsqueda

Se le miró sobre una alta roca observando el oleaje que reventaba en el muro rocoso que se levantaba desafiante

ante el mar. Su mirada huía hacia la lejanía. Buscaba algo. Y siguió buscando. En la oscuridad de su conciencia, lejano recuerdo le musitaba «quien busca, encuentra». Había recorrido calles y plazas, desiertos y bosques; había bebido hasta la sed de los cactos; se había alimentado con la yerba obtusa de la vida; y continuaba buscando.

Llegó a las playas aletargadas y a los acantilados devastados de los mares, y seguía escudriñando. Proseguía la búsqueda por los campos abiertos y por los ocultos intersticios; mas como era tan vehemente su búsqueda, en algún punto de la memoria perdió el sentido de qué era lo que buscaba; pero este afán se había entrañado en su cerebro, que seguía por inercia la soledad de la búsqueda...

En este rodar, en vista de que no conseguía sobre la superficie de la Tierra ni un ápice de lo que quería, ni en sus reconditeces, ni menos sobre las aguas o en sus

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profundidades, decidió partir hacia las zonas aeríferas; sin embargo, antes, perdiose una vez más por los ámbitos más lejanos y cercanos de las piedras y de los árboles, y tampoco halló lo que su mente había olvidado; si al menos lo encontrara, se esperanzaba; y siguió buscando...

Recorrió una vez más los hollados senderos; los anduvo y desanduvo. Cansado, dejose caer en una playa abandonada del recuerdo... Levantó la vista al cielo; y recordó que ha tiempo quiso escudriñar los aires inescrutables. «Tengo que ir al cielo», se dijo, y acercó su voz al laberinto de los olvidos, e intensamente pensó en la manera de buscar lo no encontrado. Se quedó en éxtasis, luego, poco a poco, le fueron surgiendo en sus espaldas dos esplendorosas alas. Instintivamente las movió y las alas como si siempre las hubiera llevado sobre sus omóplatos se agitaron creando los vacíos propicios y se fue elevando y elevando para perderse por el azul de los ilímites. Pasaron las horas, los días, los meses y los años... El tiempo siguió su derrotero inacabado hasta que de nuevo se le vio sentado mirando el mar. Había perdido los ojos y su conciencia se había detenido en un punto inamovible en lo alto del acantilado.

No había hallado lo que buscaba. Pero ¿qué buscaba? En ese mirar que huía, acudió fuliginosa y lentamente a su conciencia la esencia de su búsqueda: Buscaba hallarse a sí mismo. Como ya lo supo, su espíritu inflamose y echose a conseguirlo; mas no pudo lograrlo...; mejor dicho, no quiso encontrarse, y siguió buscando...como una rutina, porque sabía que jamás lo lograría…

Zaratustra

En su cara tenía la marca de tiempos ineludibles y de los espacios sobrecogidos. En sus alas los imprevistos se hallaban

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indescifrables. El dolor sufría la enormidad de sus vuelos detenidos. Tal vez un acosado desacuerdo en la nebulosidad de su mente. Pero al verse frente al mar, levemente, tal si el miedo de volverse nada, recordó que entre ese límite inasible de su cansancio y el nacimiento de sus alas, la reflexión desatinada de la muerte, desolación-aniquilamiento-violencia, se había enredado con las lianas de las selvas de la duda y la escabrosidad de las sutilezas...

Al verse desnudo, cubierto sólo de salada arena de la playa, ante el último estertor de la vida y de la conciencia, fue deslumbrado por la claridad del porqué, del qué y el paraqué de la búsqueda. Quedose ensimismado...

Mas sumiose en la impetuosidad de las interrogantes, y visualizó la ruta para terminar su búsqueda. Ante el movimiento de la rutina del líquido monstruoso y la pedregosidad menudísima de la playa y la peregrina soledad del espacio, comenzó a caminar hacia su propia conciencia...

Cuentan los antiquísimos códices revelados que aún no había terminado de recorrer los laberínticos pasadizos de su propia interioridad inconsciente, cuando encontró el escollo de la muerte; pero siguió caminando en medio de cadáveres que anhelaban en sus agonías sutiles al Dios que él había visto muerto...

La escritura cuneiforme reveló que ese ser que caminaba llegó al erebo de su mente y se encontró a sí mismo cavando una tumba. Se acercó, y le preguntó:

–¿Quién eres?–. El ser, lo miró y sonrió, y como un dardo le lanzó su nombre:

–¡Dios!, y tú ¿cómo te llamas?– El caminante al verse en ese rostro, le quitó la azada, y siguió su camino.

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–¿Quién eres?–Escuchó que le gritaba. –¡Zaratustra! Voy a abrir la tumba del hombre–

respondió a la lejanía– El nuevo hombre espera su nacimiento– siguió diciendo...

Y su paso lo registran las páginas oscuras de la historia del hoy y del devenir: No halla aún la tierra donde abrir la huesa matriz de la vida...

La venganza

Encontró a su odiado enemigo durmiendo bajo un frondoso alcornoque. Conocía la fuerza poderosa de su brazo y la magnífica filosidad de su espada. Acercose al durmiente con el arma desenvainada. Al asomarse al sueño del odiado, acudió a su memoria que era el último superviviente de la innúmera familia que él en su inexorable y desatinada crueldad fue eliminando uno a uno a cada varón; una a una a cada hembra; alimentando su vanidad de superhombre.

Ahora, estaba al borde de dar el último tajo asesino. La espada elevó su filo que parecía absorber el brillo rojo del ocaso. La fina hoja presentía el río rojo que iba a extender con su violencia acerada.

El durmiente sentíase atrapado por la cadena del sueño, aunque, apenas logró semiabrir los ojos, el espanto penetró con rotundo sigilo en su mente. Su inconocible perseguidor estaba ante él con la espada desenvainada. Era él el único superviviente que faltaba eliminar. Ahora estaba a merced del inicuo y absurdo vengador...

Él, el único superviviente, tenía que castigar al matador –al asesino violador– de sus hermanos y de sus hermanas. Fue el ruego al Dios de la Últimas Misericordias cuando vio abiertas las venas de quien le dio su caminar señalado; quebrados los

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remos de la barquilla de sus mares; heridos de muerte a sus hermanos de la tierra y del tiempo...

El Inmutable debía ser castigado por el Inexorable.

El último superviviente de un ágil salto que la tormentosa experiencia le introdujo en sus músculos, tomó su espada y detuvo el criminal mandoble. El lugar de la contienda comenzó a llenarse de fuego. Cada choque de las armas era una llamarada exaltada. La superioridad del Superhombre devorador de hombres, se impuso. Exhausto el superviviente recibió, en un leve descuido que le obligó el Destino, el golpe de muerte. Sin un gemido cayó arrodillado, luego inclinó su frente en la arena; mientras un grito horrendo: «¡Victoria!» «¡Victoria!», vociferaba la garganta del Inicuo, que retumbaba por la planicie, donde aquel árbol esperaría el regreso de Nadie... El Superviviente miró al Matador y sonrió. En su sueño, el Dios de los Destinos le había concedido la gracia de atraer a su enemigo al lugar donde había construido la cárcel de paredes impenetrables. Las había ido elaborando en su sueño con su sangre, poco a poco, lenta y metódicamente. Eran paredes que el ojo humano traspasaba, pero que la más poderosa y filosa arma no podía traspasar, y tenían que levantarse cuando él se levantara... Y el Dios de la Justicia había llevado al Oscuro Devorador a su último destino. Al despertarse y levantarse, las inescrutables paredes se levantaron y unieron inmisericordemente.

El último Superviviente al dar el último suspiro, una sonrisa selló sus labios. El Matador Superhombre, eufórico de gloria y venganza, clavó en esa sonrisa la punta de su espada; pero la sonrisa siguió riendo... El Odiador quiso retirar la espada y no pudo hacerlo. Buscó la espada del último Superviviente; al tocarla se deshizo

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semejante a una voluta de humo, y ante sus desaforados ojos, el cuerpo del último odiado fue desapareciendo paulatinamente. Se lanzó al cuerpo para atraparlo, y el cuerpo volviose nada entre sus brazos. El Superhombre asombrado decidió continuar su campaña mortífera, y de pronto divisó a pocos metros de él –de pie- al último Superviviente, y presto tomó la espada, mas ésta no quiso salir de la tierra. Cuanto más esfuerzo hacía, más y más se introducía en la entraña pétrea... Con las manos en vilo corrió con dirección al último superviviente, pero ¡ay! su rostro chocó intempestivamente ante una pared invisible. La sorpresa se reflejó imperceptible en los ojos del Asesino Superior. Intentó avanzar hacia el superviviente, pero su impulso fue detenido nuevamente por la oculta reciedumbre de lo que nada veía. Retrocedió, y su espalda chocó con la dureza invencible de otro límite inasible, que no podía traspasar con su fuerza más demoledora. En su mente fue apareciendo el terror indetenible. Saltó al costado, y el terrible golpe de su cuerpo al estrellarse ante otro muro incansable le dijo que estaba en el antro de la venganza. Su mente que se abría a la violencia del terror fue comprendiendo la brutal realidad de su existencia ¡Estaba atrapado entre paredes invisibles más poderosas que su fuerza! Golpeó con toda su energía el «aire» opresor y fue lanzado lejos con los nudillos de los dedos destruidos... El último superviviente le dijo: «Estás encerrado en la cárcel de mi sueño; y no voy a despertar jamás, pues tú mismo me diste muerte. Es la justicia del Destino. El vengador de todos mis hermanos muertos por tu espada asesina, has sido tú mismo! ¡Mirarás el cielo y la tierra eternamente!», y desapareció.

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¡Salud! Apareció contoneándose en medio de la espuma de la cerveza de su vaso. Siempre quiso bebérsela. Siempre había dicho que ella le volvía la vida un desierto, siempre. Hubo un tiempo que recorría la calle principal de la población sobre un camello de dos altas gibas, a las que adornaba con guirnaldas de papel cometa; se colocaba un turbante que se deshilachaba en sus hilos rojos y azules; y su cuerpo lo cubría con un ancho camisón exquisitamente blanco. Al recorrer la calle, las pezuñas del rumiante levantaban la tierra suelta, muerta, que le llegaba hasta el rostro cubriéndolo e impidiéndole respirar. Él, en gritos desarticulados, martillaba el nombre de quien así le martirizaba que camine en pleno sol que caía a plomo como si quisiera incendiar el mundo. El camello estiraba el largo cuello buscando aire, y él se encogía cada vez más entre las voluminosas gibas al avanzar por la calle; sabía que si llegaba al final de la vía, el sol iba a continuar su viaje por el infinito..., mientras él podría respirar el aire fresco. Así suspiraba. Cada día aceleraba su marcha, y entre el sol de fuego y la arenilla del desierto, y la sed de su garganta, se iba convirtiendo en desolados átomos de hombre y de camello, que llegaba derrotado al final de cada tramo de la calle; mientras el sol seguía insensible su ruta... Varias veces sucedió esta escena. Se había hecho cotidiana su marcha de locura. Estrujaba el corazón y la razón del pueblo. Todo, porque ella le volvía la vida un desierto sin medida, siempre. El desierto que se había trocado en la calle de su pueblo había perdido el comienzo y el final. La finísima arena se elevaba en olas y en dunas interminablemente.

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Ahora, en la espuma de su vaso, ella vio al íngrimo hombre caminando a trompicones jalando un escuálido camello en una calle desierta y polvorienta; veía que tenía un camisón ancho de purísimo blanco y un turbante de hilos rojos y azules que se deshilaban bajo un sol de desorbitado incendio. Siempre había dicho que le hacía la vida un desierto de muerte, siempre. La mujer con la sonrisa herida levantó el vaso: Una ilusión dolorosa, pensó; luego, cansinamente levantó la copa. Musitó «¡salud!» y bebió de un sorbo el líquido espumoso que disolvía los átomos del hombre, el camello, el desierto y la calle polvorienta...

El abrazo Miró la fruta que parecía iluminar la noche con un resplandor tibio. Sobre su piel, del color de la tierra, las hojas apenas rozadas, caían temerosas al haberse atrevido a tocar la impoluta corteza de aquel árbol que se movía de un lado a otro como un sonámbulo que soñaba vuelos desconocidos. Por allí, entre los animales y los arbustos que recientemente habían abiertos los ojos y los pulmones, ante un imprevisto existir en esas remotas tierras, vagaba otro ser de piel delicada, cabellos largos, desmadejados al aire: suspiros dejados al pie del mar o abandonados por la luz de un arco iris. Dos seres que parecían de luz y de sombra; una presencia y ausencia, o tal vez una huella, un camino; una nada o un algo. Estaban frente a frente, y sólo en los ojos una leve interrogación, un indefinido aleteo de tratar de reconocerse como si fueran antiguos conocidos ¿serían iguales? Sin embargo ¡qué diferentes se miraban! Él quiso tocarla; ella, instintivamente, retiró la mano; pero algo oscuro ¿o luminoso? Le impulsaba dejarse asir la mano.

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Al frente de ellos, surgió de la Tierra un grácil árbol, cuya frondosidad se pobló de alas y trinos; de murmurios y silencios. El árbol se deshacía en aromas y flores; las flores se volvían gorriones de luz y los gorriones de luz en exuberancias excitantes; mientras un búho ciego de enjutas plumas jugaba entre sus manos inocente... Sus ojos fueron conociendo los ignorados lugares y la suavidad de sus honduras. Luego, se confundieron en un abrazo extraño y primigenio; ella suspiró y él ahogó un grito. Los labios musitaron la primera palabra que se oía en aquellos ignotos momentos: ¡Hágase la Luz: y se hizo la Luz!, y un espasmo sacudió sus cuerpos, y quedaron abrazados mirando llegar la noche que fue poblándose de relámpagos y lluvias torrenciales. Recién notaron una diferencia. El búho abrió la luminosidad de sus ojos y por el jardín las zarzas se diseminaron. Él y ella, por primera vez, sintieron miedo, y estrecharon su abrazo mucho más. Mientras el árbol escondía furtiva una serpiente.

El gol Frente a frente. El arquero lo miró y sonrió ¿torcidamente? Sucedió tan rápido que no se percató de esa mueca

premonitoria. Estaba ante su rival. Su rostro inescrutable observaba cómo el juez colocaba el balón para que ejecute el tiro de gracia: el penal. Se retiró los pasos reglamentarios, y al hacerlo acudió a su memoria los últimos momentos que

pasó con la estrella que le iluminaba las noches soledosas. Sonrió. Era una felicidad que le insuflaba paz, alegría, emoción, valor. Era una pasión que se violentaba o que se

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amenguaba ante la presencia de la amada. Aún tenía el olor de la hembra que se acomodaba a su pecho; aún sentía la suavidad de su pelo entre los dedos. Ahora, delante de su rival, estaba listo para ejecutar el gol de la victoria. Era su enemigo, su rival. Cualquiera diría, simplemente, que son dos jugadores que pertenecen a equipos diferentes, y que en ese tiro se iba a decidir la victoria. Se alejó los pasos de reglamento; tomó la carrera, y en el momento que su pie tocó violentamente la pelota, vio la sonrisa amorosa de su amada y la besó con dulzura. La bola saltó con tal ímpetu que las tribunas reventaron el grito ¡¡¡GOL!!!; y en ese preciso momento sonó el trueno de un disparo. El jugador recibió el impacto en la frente y con la imagen destrozada de su amada cayó muerto instantáneamente. El matador se acercó al caído ante el silencio inusitado de los hombres, y volteándolo con el pie, susurró: «¡Ella te está esperando en el infierno!», y soltó la pistola.

La noticia Encendió la radio. Las noticias seguían en su monorritmo una detrás de otras. De pronto sus músculos se tensaron. La radio informaba sobre el ómnibus de donde él, no hacía mucho, se había retirado. No se encontraba bien… Un ahogo no le dejaba tranquilo. Siguió escuchando. Efectivamente, era la movilidad donde él había viajado. La radio informaba que el ómnibus había caído a un profundo barranco. Nadie se había salvado.

– «De la que me salvé», pensó.

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Se arrellanó con fruición en el sillón último modelo que no hacía ni un mes que había adquirido. Miró sus pies; quiso limpiarlos, aunque se dijo que sigan así como están: «polvorientos». Miró sus manos; las vio amarillentas. Siguió escuchando; aunque no quería seguir haciéndolo. Le incomodaba haberse salvado. Pero, ¿cómo? La respuesta no pudo dársela. ¿Por qué seguía él sano y salvo? ¿Debía alegrarse?

Se acercó al espejo. Quería ver cómo estaba su rostro. Se sintió compungido. Estaba lejos, muy lejos de sus seres queridos. La radio daba los nombres de los pasajeros del fatídico ómnibus. Se acercó de nuevo al espejo, y en el momento que iba a ver su imagen por segunda vez, escuchó pronunciar su nombre entre los muertos... Su imagen se fue borrando, hasta que no quedó nada de su presencia.

El encuentro

Se sentó a la vera del camino. Pasó una mujer, y le echó el ojo. Algo tenía que atraía.

–Tú me gustas–, le dijo. Era una que le gustaba hacer de todo en todo sitio. No recordaba que alguna mujer le fuera así de sincera. Sus labios se movieron como si sonriera. –¡Vivo en la casa del camino!–, le susurró la mujer–. Se ve que tienes hambre. Yo soy el maná para tu desierto–, dijo contoneándose; y se perdió como la luz en la noche de sus tormentas.

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*

Se sentó a la vera del camino exhausto. Éste sabía de sus vestigios y de sus anocheceres. El sudor le corría por el cuello, tal si se disolviera en un río incontrolable. Su cabello totalmente mojado parecía una lluvia de sombras diseminándose por la vereda. Sus pies rajados por las piedras de las escabrosidades ineludibles, eran dos raíces gruesas, torpes, que unas sandalias trataban de ocultar desprecios de siglos. Pasó un hombre que le vio sospechoso y peligroso. –¿Quién eres? ¿Vienes? o ¿Vas? ¡Tú eres!... –gritó exaltado– ¡Tú eres!..., ¡tú eres el buscado!– El agotado hombre lo miró y sus ojos se volvieron humo; su rostro se fue difuminando; su cuerpo se hizo aire.

–¡Esto sí que es noticia!– Y corrió desapareciendo en busca de un micrófono para lanzar la noticia bomba. En su mente había fraguado la heterogeneidad intencional de sus palabras. Pasó un niño. Acercósele y le dio un pan. Pensaría tal vez que fuera un pordiosero. El hombre exhausto lo miró, y sonriéndole le regaló una gota de agua. –Es del diluvio–, le dijo–. Si la bebes, jamás sentirás sed. Estaba verdaderamente agotado. Su ropa exhalaba el olor de todos los tiempos. Su cara semejaba una piedra carcomida por una tormenta de arena. Su cuerpo era un tronco añoso cubierto de libélulas, epifitas y ópalos nobles de girasoles lentos. Sus manos nudosas sujetaban su rostro como si sujetara el mundo. Indiferentes pasaban por su costado uno y otra; otro y una. Viejos, jóvenes, niños. Hombres, mujeres, más olvidados que el hombre inubicable. Nadie le decía nada, ni algo. Era un

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muro, al cual un perro se acercó; olisqueó y levantando la patita lanzó su chisgueteada de orín; luego de volver a oler, siguió calle abajo feliz de haber señalado el límite de su territorio. Vino un ciego, sintió el olor de la orina canina, y sintió deseos irrefrenables de miccionar; abrió su bragueta y con la vergüenza propia de lo oculto lanzó sobre el muro su chorrito de orina, justo sobre la mojadura del perro. El exhausto hombre sintió el dolor que sentía el ciego al expeler su excrementicio líquido. Sus labios no se movieron, ni sus ojos parpadearon.

–¡Ah, infelices!, musitó, todos marcan su territorio. Tal como fue pasando la gente, el tiempo se fue deteniendo en el cansancio del exhausto. Y pasaron los soles y las lunas y los eclipses... Cierta mañana, pasó un anciano de cabellera rústica y barba desaprensiva; renqueaba levemente, apoyándose en un retorcido báculo. Sus ojos parecían velados, daba la impresión de que era ciego... Iba a pasar de largo, pero su cayado chocó con el cansancio del hombre. Se detiene, lo observa..., y en los nublados ojos una luz cruza semejante al rayo finísimo sobre el desierto helado de la sierra. –¿Quién eres?– Fueron dos preguntas al unísono. Se miraron. ¿Qué acontecía en sus almas? Se miraron y en la orfandad de sus memorias se recordaron: –¿Tú?– Fue otra pregunta que respondía a la interrogante primera. –¿Me reconoces?– Siguieron las preguntas y respuestas dobles. –Sí, yo soy–, fue la respuesta del añoso tronco exhausto que a la vera del camino cansaba sus recuerdos–. Hace mucho tiempo –prosiguió–, en la noche de las noches, en la sombra de los desiertos; allá en el puquial de los olvidos; allá, más allá del allá y de las edades, te ofrecí la primicia de la tierra, la sal viva de sus entrañas, el jugo de sus ríos, la miel de sus pedruscos y el sol de sus terrones; pero, tú, ¿soberbio?, no sé si me despreciaste o los

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despreciaste ahíto; no lo sé; mas no los quisiste recibir; pero yo terco, empecinado, maniatado en tu observancia, te seguía ofreciendo la gratitud del árbol, la música de la flor y de la hoja, la alegría insólita de las frutas; el trino carmesí de las plegarias. Todo lo ofrecí; una y tantas veces; veces tantas y una, que sólo el silencio tuve de tu parte, la insensibilidad y la indiferencia... Y ahora, aquí estás... ¿qué buscas? –¡Busco a quien mató a su hermano...! –fue la respuesta del anciano. –Fue Abel– respondió en un susurro el cansado hombre–. Yo soy Caín, de quien la Tierra bebió su sangre y su miedo–; luego, levantándose, tomó su inseguro cayado, y se hundió en el tiempo... rumbo a la tierra impreguntable...

Un suceso cualquiera El peso de la tierra le asfixiaba. Quería gritar. ¿Le escucharían? ¿Le importaba? Sus músculos empezaban a responderle. ¿No hubiera sido mejor haber muerto? Le pareció escuchar leves golpes. Su lengua, apenas, recibía la sangre de la vida, apenas...

* Algo le apretaba el pecho. Respirar casi no podía. La cuesta le había resultado ardua. Los senderos interandinos tenían pesadas pendientes. A ratos caían en rotundos verticales hacia abismos que terminaban en sorprendidos riachuelos. ¡La apacheta! ¡La apacheta! Allí descansaría... Protegido por la sombra de la roca, sentose tratando de calmar el dolor de su pecho... Disminuía... La respiración se le normalizaba. De repente asomaron en el recodo dos viajeros, hombre y mujer, arreando un jumento cargado de dos pesadas talegas que cruzaban su lomo. Al llegar a la curva, las bolsas se deslizaron peligrosamente.

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–¡Se caerán!–, les gritó, saliendo de su sopor. Detuvieron la acémila. La mujer estaba en estado. Su compañero le pidió ayuda. El veterano levantose, y ayudó al hombre a asegurar la carga. El animal con suma paciencia resistió la ajustada de la cincha, y el apretón de la soga de la carga. –¡Gracias. caballero!–, le dijeron. Él siguió sentado. Pensó en su casa. En el hijo ausente, lejano, perdido; en su abandono. El dolor le hizo olvidar las horas que pasaban rápidamente. Había salido de madrugada. A estas horas ya debía haber retornado a la casa, pero seguía allí sentado, con el dolor que seguía aumentando aceleradamente en su pecho. Su mano derecha crispada se apretó donde el dolor mordía. Inclinó la cabeza, y rodó por el suelo... –¡Parece un hombre!–, dijo otro caminero que apareció por la apacheta.

–Es el abuelo–, dijo la mujer que la acompañaba–. Es el abuelo–, volvió a repetir. Asustados regresaron al pueblo. Allí hallaron a quien preguntaba por la tardanza del anciano.

–Está muerto en la apacheta–, le dijeron. –¿Cómo? ¿Muerto? ¿Dónde? –En la apacheta–, respondieron. –¡Vamos!–. Y se dirigieron rumbo a la apacheta.

Llegaron. El anciano seguía abandonado en la senda. El viento le movía los cabellos canos, mientras más allá su sombrero de paño mostraba su oscura boca al cielo. –¡Está muerto!– se miraron sorprendidos–. ¡Volvamos! Traigamos a la policía! –¡Y al juez! Volvieron al pueblo y el anciano quedó al amparo del viento y de las piedras. A las muchas horas volvieron los conocidos y la policía y el juez. Efectivamente: Estaba muerto. ¿Cómo? Seguro la edad, el esfuerzo, la soledad, la muerte. Tarde o temprano tenía que volver a la tierra madre, pensaron. Lo recogieron. Esa noche lo tuvieron en un cuarto con una vela. Era pobre. Al día siguiente lo enterraron.

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Esa noche tocaron la puerta de la casa con dura insistencia. Salieron a ver. Un hombre joven que traía en su ropa el olor del largo viaje. –¡Tío!–, saludó el recién llegado. –¡Hijo!–, fue la respuesta– tu padre ha muerto sin que nadie le ayude. –¡Quiero verlo!, ¡quiero verlo!–, exigió el hijo. –¡Ya lo hemos enterrado!–, fue la respuesta. –¡Vamos a desenterrarlo! ¡Necesito verlo! ¡Vamos, vamos!– Y sin tardanza y sin pereza, buscaron las lampas y los picos, y se encaminaron velozmente al cementerio. Allí, empezaron una lucha contra la tierra blanda, las piedras y el apremio. La rústica caja, confeccionada a la velocidad del apuro, chocó con la pala metálica. El peso de la tierra le asfixiaba. Quería gritar. ¿Le escucharían? ¿Le importaba? Sus músculos empezaban a responderle. ¿No hubiera sido mejor haber muerto? Le pareció escuchar leves golpes. Su lengua, apenas, recibía la sangre de la vida, apenas... Se apuraron. Limpiaron el humilde féretro; le cruzaron unas sogas y lo elevaron a la superficie. Una fuerza sobrehumana les insistía. Abrieron la tapa. El anciano, como si durmiera se hallaba echado de costado. Él viento comenzó a soplar tal si quisiera limpiar el rostro ajado, pálido del viejo tiempo que le encogía. El anciano abrió los ojos, apenas: Lo habían enterrado vivo. –¡Gracias!, no sé qué me hubiera pasado. De pronto sentí que rodaba al suelo, y sólo vi la noche delante de mí. ¡Gracias! –Si no hubiera sido su hijo...Él insistió en traernos...– le dijeron contritos. –¿Mi hijo? Mi hijo murió en la guerra–, articuló débilmente el anciano.

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El espantapájaros Caminó como si no le importara. Trataba de hacerlo como un hombre de mundo, y lo confirmaba con su paso seguro, circunspecto. Era su primera experiencia. Había dejado los campos abiertos y su lucha desigual contra la invasión de los pájaros. Ahora caminaba... De improviso, se detuvo. La calle empezaba a alejarse de sus pies. Al percatarse de esto, se detuvo, luego trató de avanzar con sumo cuidado. Adelantó un paso como si buscara el piso, y al hallar su pie algo sólido fue dando un paso y otro paso.

La calle seguía desenvolviéndose como una onda. Comenzaron a moverse los postes, y las fachadas de las casas se balanceaban queriendo cerrar la calle. Él siguió avanzando: ¡tenía que llegar! Avanzó y avanzó. La calle estaba desierta. No había nadie más que él en esa calle que cada vez se alargaba más y más. A su costado percibía sólo sombras

y sombras que pasaban en atropellada marcha. Luego, nada. Trataba de hallar el equilibrio en aquel desorbitado movimiento. Cuando quiso detenerse, vio que la calle empezada a enrollarse hacia él, que desesperado retrocedió con los ojos cerrados; el espanto le sobrecogía. Al mirar otra vez la calle, observó que había detenido su avance. Se restregó los ojos. Nuevamente siguió su avance, y la calle comenzó a extenderse. ¿Hasta cuándo? Su mente había perdido la necesidad de caminar, pero lo seguía haciendo, en medio de ese desenvolver y envolverse.

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La movida calle ahora le era necesaria.. No sabía en qué momento había empezado. El olvido sólo le impulsaba a seguir caminando y cada vez que avanzaba, la calle más se extendía. Cuando desfallecía, miraba hacia atrás; y, sorprendido, observó que no existía calle alguna; sólo una nube roja que borraba sus huellas. Debía seguir, y seguía. Su intuición le decía que el momento que se detuviera a descansar, la calle dejaría de ondularse, pero en ese momento, también, la nube de fuego le alcanzaría. Y siguió caminando... ¿Hasta cuándo? De verdad, que no lo sé. Pero si sé que al día siguiente la gente del pueblo encontró en la calle mayor un monigote totalmente calcinado. El campo había sido devastado por el fuego. En el lugar del espantapájaros sólo había quedado un leve rastro de los alambres que lo sujetaban al madero; pero del espantapájaros ¡nada!

El lobo Abrió los brazos y salió volando un corazón que aullaba como un lobo. El hombre cayó de bruces. El lobo perdió las alas y lo comenzó a devorar. Luego, el lobo comenzó a caminar sobre dos pies.

La nuez Machacó y machacó la nuez. Al dar el décimo golpe, la nuez se abrió y salió un enanillo que le dijo: «¡Justo, cuando iba a dominar mi insomnio de tres siglos», y se alejó a buscar otra nuez.

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El regreso Salió de viaje. Todos esperaron su regreso después de su partida. Cuando estuvo de vuelta al verlo igual, todos lo desconocieron. «¡Tanto he cambiado!», pensó. Se volvió a ir. Al regresar, lo hizo con el traje antiguo; tampoco lo reconocieron. De nuevo, partió. Volvió todo diferente. La gente supo quién era, pero no le hicieron nada por reconocerlo. Les habló de una lluvia de fuego que se acercaba. Le llamaron «loco». Una vez más partió lejos, pero lo hizo tan lejos para no escuchar los gritos de horror de Sodoma ni de Gomorra...

La creación

Tomó el vaso vacío. El acerbo contenido lo había bebido sin un asomo de repulsión ni de duda. En sus manos, la copa vacía se hizo trizas, y sintió que el fuego llenaba su vientre. Se encogió levemente. Quiso gritar, mas su garganta recibió el golpe amargo del veneno que apuraba la torvedad de la inminencia. Antes de morir en la hoguera prefirió beber la cicuta. Su delito fue reconocerse Dios.

–¡Blasfemia! ¡Blasfemia!–, gritaron enloquecidos quienes le escucharon. –¡Sólo hay un solo Dios, el Verdadero!–, aseveraban gritando enajenados.

–¡Crucifíquenlo! ¡Crucifíquenlo!– proferían desgañitados los más odiados. Pero él prefirió la cicuta. Antes de beberla, salió al bosque, y allí mirando el horizonte, del infinito formó un mundo; y del polvo, dos seres, a uno llamó Adán y al otro, Eva. –¡Vivan!–, dijo, y luego bebió el líquido de la noche.

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Estaba escrito… Leyó lo que estaba escrito en el papel, y lo tarjó con dos trazos violentos. Mas los rasgos desaparecieron. Borró desesperado lo escrito, y la hoja volvió a su blancura total; pero nuevamente aparecieron los signos.

–La equis con que desprecio se borra–, se dijo contrito releyendo la sentencia que seguía imperturbablemente escrita.

–Mis trazos desaparecen, sin embargo allí sigue mi vergüenza, ¿por qué? –se preguntaba–. ¿Cómo borrar la sentencia intangible?-. Y las horas corrían...

– ¿Cuántas veces insistí en este intento de desaparecer la sentencia ineluctable?–, se interrogaba, y se respondía– ¡No sé cuántas! ¡Perdido tiempo! ¡Botadas energías! ¡Esfuerzos vanos!–, se increpaba. Tomó el papel; leyó una vez más su contenido, y desesperado lo partió en cuarto partes, que lanzó con ira al suelo.

Al hacerlo, cayó a tierra con su cuerpo dividido esparciéndose hacia los cuatro puntos cardinales. Estaba escrito que él iba a ser su propio destructor.

La condena Los observó a través del vidrio de la ventana. Se abrazaban. Se besaban. Incluso escuchó el chasquido de la unión amorosa. Permaneció indiferente. A través del espejo vio que las sombras se movían hacia

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donde estaba la puerta. Sintió golpecitos en la madera. Escuchó otro chasquido; él apretó el mango del látigo. A veces tenía que usarlo. Era un arma cuyo cordel había sido hecho con cabellos de mujer. Era la herencia del primer ángel que quiso ser Dios. El pelo había sido cortado de ese raro espécimen que moraba en el Edén. Recordaba que cuando aquél vio tan extraño ser no pudo resistir la tentación de tocarla. Al hacerlo sintió tal conmoción, que su esplendor, su luz, su belleza, se transformó en algo horrible. Daba miedo verlo. Al verlo, Dios no le dijo nada; sólo le pidió al guardián –a él– que le permitiese la salida; y nunca jamás lo volvieron a ver. Desde esa vez, tenía el látigo que aquél –el Ángel de la Luz– había dejado en el quicio de la puerta, trenzado de pelos de aquel ser de pechos desnudos y redondos. De esto, hacía ya la edad inusitada del tiempo. Tocaron la puerta con insistencia. ¿Sabían a qué se atenían? No, no lo sabían. Tampoco sabían dónde estaban. Era necesario que lo sepan. Sin esperar que nuevamente golpeen la puerta, la abrió. El hombre y la mujer que aún no habían traspasado el umbral, le dijeron que querían salir. –¡Está prohibido!– fue la respuesta.

–¡Queremos ser libres!–, insistieron. –¿Libres?–, y su mano apretó con fruición el látigo. Los

dos miraron su puño y cómo sus dedos se deslizaban acariciando el lustroso mango. Temieron algo, pero al verse hermosos siguieron insistiendo.

–Si dan un paso más, no recordarán quiénes son... –Los dos nos hemos suicidado, para no separarnos

jamás... –Sí, lo sé– dijo el guardián–. Por eso vuelvan adentro.

En ese cuarto está su dicha eterna... –¡No! ¡Queremos salir! –Aquí estáis bien–, sentenció–. ¡Está prohibido salir!–,

recalcó fieramente.

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–Es la última oportunidad que les da la Eternidad–, habló de nuevo el guardián como si diera una advertencia, y enarboló el látigo. El hombre y la mujer se le abalanzaron, pero sólo encontraron el vacío; y cruzaron la puerta. El guardián sonrió tristemente. «Sólo creen que ellos son y nadie más», pensó; y en ese mismo instante dos aullidos rompieron el silencio. Los suicidas se miraron tal cual eran; ¡horribles!, después de una semana de estar muertos. Se cubrieron los rostros con las manos, y eran éstas sólo pingajos de tierra muerta...

–¡Regresen!– dijo el guardián. Los suicidas pasaron el umbral de la puerta y

recobraron sus primeras formas, pero en sus rostros ya existía algo indefinible: horror, repugnancia, soledad... La condena del castigo recién había comenzado.

El guardián cerró la puerta y acarició con fruición el látigo que no había usado: «¿Para qué si cada quien es su látigo?», pensó.

La danza Bailaba y bailaba. En todo momento, su cuerpo se deslizaba sobre la pista explayándose con el garbo y generosidad de la música única. Era el súmmum de la delicadeza de la danza. Quien la mirase se quedaba preso en el misterio de sus movimientos.

Cierta noche apareció deslizándose por la avenida de Las Flores, y, sin que nadie lo advirtiera, de cada bocacalle fueron apareciendo músicos, adornados con plumajes multicolores y cascabeles en los brazos y en las piernas, que esparcían su sonoridad junto a la musicalidad de las zampoñas, los charangos y las guitarras... Mientras, quedamente una quena deshojaba su melodía noctámbula.

La gente se fue aglomerando en la avenida, y sus cuerpos electrizados por la música y por la danzarina se

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fueron disolviendo en medio de la danza, de la luz y de la noche...

Desde ese día, el pueblo se quedó vacío. Una noche, al salir la luna llena, su cuerpo se

deslizaba por la avenida de Las Flores; era puro de luz y con un ritmo que enloquecía... Llevado por el impulso ciego de los olvidos, mi cuerpo se fue tras de sus alas de fantásticos giros, y me fui perdiendo entre el conglomerado fantasmal de los bailarines del pueblo de la ausencia.

La promesa

No le dijo «adiós». No le dijo nada. Desapareció con el mayor sigilo. Recordó que le había prometido seguirla a donde fuera que vaya, y siempre le había cumplido las promesas. Pero, ahora, ¿cómo cumplir la promesa? Preguntó a sus familiares si sabían de su paradero, y la respuesta fue negativa. Preguntó a quiénes fueron sus amistades; y ellos también lo ignoraban; incluso desconocían que se había perdido. Tocó todas las puertas, preguntando por la inubicable. Nadie daba razón de ella. La comenzaron a llamar «la fugitiva del que buscaba». A él no le importó. Tenía que cumplir la palabra dada, y eso lo estaba trastornando. Preparó su mochila, y puso en esta una botella de agua, un pan y un poco de miel de abeja, y se lanzó a buscarla por los vericuetos del mundo. Se perdió por los linderos y se encontró con el olvido; luego de darle de beber y ofrecerle el pan, siguió caminando. Se fue a las amargas huellas del Mediodía; recorrió las ambigüedades del Septentrión; visitó las esperanzas del

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Levante y las agonías del Ocaso; y nadie daba razón de la que huía. Al pie del acantilado, mojó con el mar su promesa, y bebió el agua salobre, para calmar la sed que le agobiaba. Puso en sus labios un rastro de miel de abeja, pronunció su nombre y se abrió el pecho. Allí en medio del corazón encontró a la ausente; pero ya su memoria apenas recordaba sus rasgos y sus formas... Al morir la tarde, también él fue muriendo, después de haberla hallado…en el olvido.

La novela Quería escribir su mejor novela. Vio la página en blanco que le hipnotizaba. Quedó un momento ensimismado. Las palabras se le escapaban. Antes de sentarse a escribir, habían acudido en cantidades exorbitantes dando ropajes a una y otra peripecia. Ahora que tenía la pluma en la mano, se le huían, se le rebelaban. Llegó un momento en que no le quedó palabra alguna en la mente. No tuvo más alternativa que dejar la pluma en el tintero. Trató de recordar..., pero ¡nada! incluso las palabras de su nombre se habían perdido en algún resquicio de su memoria. Tomó la pluma de nuevo. No supo para qué. Se levantó; se limpió el sudor de la frente con la mano izquierda. Carraspeó y se encaminó a la puerta de calle. Abrió. Salió y no supo en qué lugar estaba, ni quién era. Su mente estaba en blanco como el papel donde quiso escribir su mejor novela.

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La caída

Nació sin que nadie le avisara de tal circunstancia. Tuvo que abrir la puerta de la duda, y se dio cuenta de que sus alas se habían esfumado. En vez de ellas, tenía dos protuberancias como dos cuernos aguzados que se extendían sobre su espalda. Nadie podría abrazarlo, y se sintió desvalido. Miró sus pies, tampoco estaban; sólo vio dos precipicios. Quiso posarse sobre éstos, y cayó en desenfrenado remolino. Y sigue cayendo interminablemente. En esta infinita caída, acudió a su mente la palabra final del Creador Inmensurable: «Reinarás en el vacío de los vacíos, hasta que te crezcan las alas». Y Luzbel siguió cayendo.

La culpa

Tenía las manos empuñadas. El dolor se había cobijado en su costado. Las sandalias le reclamaban descansar. Las pedregosidades no habían logrado calmar su desesperanza; ni la rutina había ocultado la pátina del remordimiento. Abrió el puño izquierdo, y un hueco rojo aprisionaba la cabeza de un oxidado clavo. Cerró su mano con el miedo de la culpa y con la angustia del miedo. Su mano derecha desleía imperceptibles gotas exangües; casi agua turbia y roja. Una espina herrumbrada la hacía torpe e inane. Tocó su costado, y la mano fue retirada convulsa y herida por el acero de la lanza que horadaba sus costillas. Sus pies de heridas continuadas, apenas eran protegidas por sandalias sin recuerdos.

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Él lo había vendido. Le gritó cobarde. Si Aquél hubiera querido, las muchedumbres estarían hoy reinando sobre el enemigo. Hubiera sido el verdadero Rey. Mas no comprendió que la libertad es una incansable guerra contra la muerte. Prefirió el silencio o la palabra prestada; pues, ya la palabra, de Aquél que decía que era el agua viva, había enmudecido. Al verlo morir, comprendió el hado del Maestro. Al comprenderlo, cogió un martillo y cruzó sus manos con clavos y sus pies con estacas de filoso hierro, y clavose el acero de incansable lanza en su costado. Bebió su sangre y se hundió por el fárrago del sendero para encontrar sosiego. Al pasar por los villorrios y caseríos, las gentes le llamaron «santo»; y curó a enfermos, y a poseídos del demonio, y a inválidos del alma y del cuerpo. Acudían a él los menesterosos, y les daba una moneda de plata. Incluso, repartió pan, pescado y vino. Entregó sin medida su culpa; empero, su culpa seguía en la sinuosidad de sus heridas. Cierto día introdujo su mano a la bolsa, y no encontró ninguna de las treinta monedas; y nada dio a las gentes. Y, siguieron viniendo más enfermos, más endemoniados, más pedigüeños, que no pudo sanar ni ayudar; y le comenzaron a despreciar, y a odiar, y a perseguir. De todo villorrio y caserío lo maldecían y lo botaban, y le gritaban «¡demonio! ¡demonio!» Agotado, sin milagros y sin sus tercios de plata, se vio ante una alta higuera. Judas se desató el cordón y cayó de rodillas...

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LA LLAMADA ¡¡¡Ringgggg! Retumbó en mis tímpanos el repentino monorritmo agudo del timbre. Impulsado por el rayo de la tensión, salté y tomé el teléfono.

–¡Alo!–, exclamé con disimulada ansiedad. No me explicaba la razón de esta emotividad que me asaltaba con un desmedido torrente de extrañeza. El gusanillo roía intensamente mis despreocupaciones.

La voz en el otro extremo de la línea exclamó: –¡Hermano!–, era una voz atormentada de oscuras

turbulencias. Mi alerta se fue incrementando. Un indefinible temor se fue posesionando de mi alma. –¡Hermano!– volvió a guturar el teléfono.

–¿Sí?–, gimió entrecortadamente mi garganta–. ¿Sí?–, volví a inquirir, tratando de encontrar el equilibrio emocional que estaba huyendo de mí inesperadamente. Ahora fue mi nombre con tremolaciones fatídicas. . Luego, vino la terrible noticia: ¡Mi hijo había muerto!... Fue en el choque frontal de dos ómnibus que estaban compitiendo cuál llegaba más rápido a la encrucijada de la muerte, azuzados por la fría neblina de las rutas. ¡Quedé anonadado! ¡No!¡No lo creía!

Salí rápidamente al lugar del cruento suceso. El grito «¡Mi hijo! ¡Mi hijo!» convulsionaba mi cerebro, mientras su rostro se dibujaba sonriente cuando se despedía de mí para la fatalidad de su viaje... Corrí..., corrí... Mis débiles piernas soportaron el trajín. Corrí y corrí. Allí en medio de la niebla espesa dos monstruos despatarrados gemían sus ayes de lo imprevisible. Gritos lastimeros de ¡auxilio! rompían la kamanchaca. La ansiedad se había convertido en mi cerebro en un huracán que destrozaba mi conciencia, ¡enloquecía! ¡Sólo sombras alrededor de mí! ¡Sólo gestos, ruidos, tomaban formas humanas. De pronto sentí en mis hombros una mano. Era mi hermano... Se abrazó a mí, y rompió a llorar.

–¿Dónde...?–, alcancé a murmurar. –¡Allí!–, y mi caminar raudo se dirigió al lugar señalado.

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Allí estaba mi razón; allí mi vida había quedado cortada. Mi niño era una mancha roja. Su rostro, su adorado rostro, apenas mostraba líneas reconocibles. ¿Sus ojos?, ¿dónde estaban?, ¿sus labios? ¿Dónde?, ¿dónde?... Sólo un charco rojo, rojo...!

–¡No mires!–, grito mi hermano. –¡No!– fue mi desgarrada palabra. Y vi a mi niño, que

con el cráneo abierto me sometía a la noche más oscura de la vida ¿o de la muerte? Tomé su manita y un grito rompió mi garganta. Caí de rodillas y apreté su cuerpecito a mi pecho... ¡Quise darle mi vida! ¡Mi vida!

*

El grito hizo añicos la niebla. El niño abrazó a su padre, casi irreconocible por el trágico impacto. No sintió dolor. Su cuerpo estaba insensible. Un vacío fue llenando su cerebro, y apenas una lágrima resbaló por sus mejillas. Se había soldado al cuerpo de su padre, y recordó la nota que encontró en su mesita: «Anoche tuve un sueño horrible; ¡una terrible pesadilla! Te vi herido; cuídate mucho, ahora que te vas a quedar sólo. Trataré de regresar lo más pronto, de este viaje imprevisto. Te ama... Papá»

Fin

de la Fantasía continua de los días.