La escuela de los que sobran
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La Escuela de los que sobran: construcción del alumno indígena
María Fernanda Buitrago Monografía de grado para optar por el título de Antropóloga
Directora: Zandra Pedraza Gómez
Universidad de los Andes Departamento de Antropología
2019 Bogotá D.C
1
“Nos dijeron cuando chicos jueguen a estudiar
los hombres son hermanos y juntos deben trabajar
oías los consejos los ojos en el profesor
había tanto sol sobre las cabezas y no fue tan verdad
porque esos juegos al final terminaron para otros con laureles y futuros y dejaron a mis amigos pateando piedras…
a otros le enseñaron secretos que a ti no
a otros dieron de verdad esa cosa llamada educación.
ellos pedían esfuerzo, ellos pedían dedicación
¿Y para qué? para terminar, bailando
y pateando piedras únete al baile…”
Los Prisioneros, 1987
2
AGRADECIMIENTOS
Por mucho tiempo pensé que la educación era una de las grandes armas para desestabilizar el
mundo inerte ante las desigualdades que él mismo crea. Pero escuché a Zandra Pedraza, a Alhena
Caicedo, leí a Bourdieu, a Quijano, a Rita Segato y todo se fue desmoronando. Luego, tuve el
privilegio de ir a Guainía. Entonces fui creciendo, y mis fábulas de amor con la educación se fueron
desvaneciendo como pompas de jabón. Lo extraño es que, aún así, si no fuera por la capacidad
asombrosa de sentarse a pensar la vida que permite la escuela, yo no estaría haciendo esta tesis.
Entonces aún existe un pasadizo. Uno que sólo gracias a mi madre pude abrir, gracias a su
tenacidad, su apoyo, su confianza, su lucha. Gracias a mi familia y a mis amigos porque sin ellos,
sin sus preguntas e ideas no se hubiera podido crear conocimiento. Gracias a las profesoras Zandra
Pedraza y Alhena Caicedo por inspirarnos a ser antropólogas criticas, creativas, sagaces,
entregadas. Pero en especial, muchas gracias a los niños y niñas de la Ceiba que se reían conmigo
y de mí todo el tiempo. Infinitas gracias a la comunidad y a las personas que me enseñaron tantas
cosas, las abuelas y las madres que me abrieron las puertas de sus casas, de sus historias, de sus
vidas.
A la memoria de Dairo
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ÍNDICE
Introducción………………………………… 4
I. Una aproximación a la infancia en la Ceiba ……………………………………. 11
• Yo no juego con los niños, ellos juegan conmigo
• Centro educativo “Félix Valencia Cano”
• Los libros y los documentos para poder ser alumno
II. Entre el bongo y el pupitre ……………………………………………………… 24
• La escuela es un “bien común”
• “¿Usted se va a ir así a la escuela?”
III. Ritmos y conocimiento…………………………………………………………… 34
• La disciplina del río
• “Yo quiero que mi nieto vaya a la oficina”
• “Porque diferente”
¿Descolonizar el cuerpo?: conclusiones…………………………… 59
Bibliografía ………………………………………………………… 64
Anexos ……………………………………………………………… 67
4
Introducción
Cuando llegué por primera vez a la comunidad de la Ceiba, hogar de familias curripacas, tucano y
puinave, en el departamento de Guainía, ya se estaba terminando la época de las piñas. Se iniciaba
la transición hacia el invierno y las temporadas lluviosas. Como los frutos disponibles cambiaban,
la alimentación y los trabajos que realizaban las personas entraban en un nuevo ciclo. Los ríos
crecían hasta inundar por completo los rebalses, algunos hombres se iban a rendaliar1 y algunas
mujeres recogían la cosecha de yuca de sus conucos para preparar casabe y mañoco2. Los niños y
niñas de la comunidad jugaban en el río, veían televisión, ayudaban en las labores de la casa,
cantaban reguetón. La escuela de la comunidad estaba cerrada y a veces en las mañanas de los
domingos se escuchaba el sonido de la campana de la iglesia evangélica que convocaba a sus
creyentes.
En la universidad habíamos leído sobre estas comunidades: los procesos de evangelización
de los que fueron objeto durante los años sesenta y setenta, la influencia de la extracción del caucho
en departamentos cercanos, el auge del oro, la producción de coca e incluso la búsqueda de coltán
y otros minerales a lo largo de los ríos negro y blanco3 (Salazar C., Gutiérrez R., Franco A., 2006;
López-Vega 2014; Rozo 2010). Mis primeras ideas para acercarme a esta comunidad se centraban
en problemáticas como el turismo, los Planes de Vida indígenas4, el trabajo en las minas o en las
balsas auríferas. Nunca se me ocurrió que la presencia de la escuela fuera una cuestión para
reflexionar, ni siquiera una posible problemática. Como muchas otras comunidades denominadas
subalternas, los grupos indígenas de la Ceiba, desde la colonización y dado el proceso de
consolidación de nación, permanecieron en desventaja frente a otros sectores sociales. Esta
marcada desigualdad era una realidad que se entretejía en medio de los discursos, los modos de
actuar e incluso las aspiraciones que las personas tenían sobre su futuro. No solamente porque me
comentaran cómo múltiples gobiernos nacionales y departamentales les incumplían con proyectos,
ni tampoco porque manifestaran que la falta de ingresos económicos les impedía abastecerse de
1 Técnica de pesca que se utiliza en invierno. Consiste en la elaboración artesanal de un trampa hecha con fibra de nailon, anzuelo y carnada, ésta se cuelga a las ramas de los árboles en los rebalses y permite atrapar los peces que se encuentran allí. 2 El mañoco y casabe son dos preparaciones a base de almidón de yuca brava, base de la alimentación de la comunidad. 3 Se le denomina río negro al río Guainía por los ácidos tánicos de dicho color, mientras que el río blanco o el río Guaviare es de contiene gran cantidad de arcillas y limos que le otorgan al río un color café claro. 4 Los planes de vida constituyen un instrumento político que intenta plasmar las necesidades y problemáticas de una comunidad para que ésta pueda tomar decisiones con respecto a su territorio en concordancia con su cosmovisión y en diálogo con el plan de desarrollo nacional.
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recursos necesarios para la vida cotidiana como la gasolina; sino que, más allá de eso, desde esa
primera visita era evidente que muchos de los jóvenes y adultos de la comunidad sentían un cierto
menosprecio por las prácticas indígenas propias, por su lengua materna y por su modo de vida.
La desigualdad a la que se enfrentan estos grupos se ha convertido en un fenómeno
multidimensional (Reygadas, 2004); afecta tanto su diario vivir, en cuestiones prácticas y
materiales, como la concepción que construyen de sí mismos. Muchas personas de la Ceiba
expresaban que la situación en la que se encontraban con respecto al panorama nacional estaba
relacionada con su falta de estudio, con no hablar bien castellano o sencillamente con que no se
consideraban portadores de ningún tipo de conocimiento. Desde luego, no todas las personas
opinaban igual, ni las opiniones individuales eran homogéneas y cerradas. Como cualquier grupo
humano, existían intereses contradictorios e incluso de manera individual se podían encontrar
varias perspectivas frente al mismo tema. Aún así, la gran mayoría tenía su conuco, salía a pescar,
a cazar, iba a la iglesia, leía la biblia. Muchos estaban involucrados en programas productivos o
de intervención gubernamental de la mano de organizaciones como la WWF, la Fundación Aroma
Verde, el Sena, BanCO25, entre otros. Los hombres –si había gasolina para prender la planta
eléctrica– se congregaban para ver los partidos de la liga de fútbol europea, las familias evangélicas
rechazaban los cuentos de los antiguos, las bebidas alcohólicas y las fiestas6; los niños cataban
canciones de Ozuna, J Balvin o Nicky Jam y casi nadie conocía qué eran los Planes de Vida ni
para qué servían. Si a título comunitario no encontré un consenso ni una cierta visión paralela de
cómo debía dirigirse la comunidad, a título personal varios coincidían en que para lograr lo que
quisieran necesitaban obligatoriamente de la escuela.
Desde ese momento, junio de 2017, hasta hoy día he podido visitar, en total, tres veces la
misma comunidad. Primero en enero de 2018 y recientemente en febrero de 2019. La Ceiba hace
parte de un resguardo más grande que incluye a las comunidades cercanas de Almidón y Paloma;
está ubicada sobre el río Inírida, aproximadamente a dos horas de la capital departamental y en
ella viven alrededor de 30 familias de las etnias curripaco, puinave, tucano y desano. La comunidad
5 Programa financiado por la organización Bancolombia. Promueve el cuidado del medioambiente a través de pagos económicos a comunidades como la Ceiba con el fin de que éstos disminuyan su huella de carbono. Esto se traduce, en este caso, en estrategias para evitar la tala masiva de áreas selváticas y constituye una fuente de ingresos para las familias que se hayan acogido a los lineamientos de BanCO2. 6 A las comunidades curripacas y puinave durante los procesos de evangelización se les prohibió hablar, transmitir y educar a sus hijos acerca de las prácticas de los “antiguos”, es decir la cosmovisión que los abuelos que tenían y sus conocimientos religiosos.
6
cuenta con una iglesia, una escuela y dos canchas de fútbol. La mayoría de las casas se encuentran
cerca a alguno de los puertos y por eso la comunidad toma un forma vertical con la escuela en uno
de sus extremos. Algunas familias son católicas y otras evangélicas. En la comunidad se hablan
distintas lenguas y entre los adultos existen varios grados de escolaridad que van desde algunos
técnicos hasta los primeros grados de escuela primaria7.
Muchas de las cosas que en un primer momento observé y compartí con estas familias
quedaron opacadas por un desconcierto hasta que, tiempo después, la profesora Zandra Pedraza
impartió el seminario Educación y Familia en América Latina (agosto, 2017). Regresé a la Ceiba
con un interés y una atención específica en la educación como un foco en el que se enmarañaban
los deseos de las personas y que, al mismo tiempo, fungía como un aparato para la reproducción
de un sistema colonial desigual que posicionaba a la comunidad al margen del conocimiento
moderno, racional y productivo (Bourdieu & Passeron, 1970; Quijano & Wallerstein, 1992). Me
concentré en analizar los procesos de educación corporal que se les impartía a los niños y niñas de
la Ceiba, tanto desde los ámbitos de socialización como desde la escolarización. Educación
corporal aquí se comprenderá como todo el conjunto de procesos que buscan instaurar en el
individuo una disciplina particular para que pueda adaptarse al medio donde vive. Esta disciplina
se construye por medio de unas normas y discursos que configuran las percepciones del tiempo y
el espacio tanto individual como colectivo, en consecuencia, moldea la experiencia perceptiva que
los seres humanos tienen en el mundo y tienen consigo mismos (Milstein & Mendes 1999; Pedraza
2011; Rose 1990). Sin embargo, en principio me quise centrar en el tema educativo desde lo
corporal pues, según lo que pude observar, era en las prácticas cotidianas como la pesca, la caza,
el cultivo, la construcción, la cocina etc; en donde la transmisión de valores culturales, sociales y
familiares de una generación a la otra estaba más arraigada. Desde mi primera visita me sorprendió
que desde los cinco años aproximadamente, los niños y niñas ya demostraban ciertas habilidades
para cultivar, nadar, subir palmas, reconocer diversidad de frutas y semillas, etc. Todos estos
aprendizajes tienen que mediar después con lo que les exige la escuela a los alumnos. Una vez la
institución abre sus puertas, los niños dejan de estar en los espacios de socialización porque como
me dijo la mayoría de padres “los niños tienen que estar es en la escuela”. En un primer momento,
en los discursos de las familias aparecían la educación del castellano y las matemáticas como una
7 Ver Anexo 1. Tabla de escolaridad de los padres y madres de familia de la investigación.
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necesidad, pero también como un logro o ideal. Varios padres y madres veían en este aprendizaje
la posibilidad de mejorar la calidad de vida tanto de sus hijos como de todo el grupo familiar y
comunitario. Sin embargo, eran reiteradas las historias sobre la extrema dificultad que tenían
muchos estudiantes de continuar con sus procesos escolares y, al mismo tiempo, eran reiteradas
las quejas de madres, padres y abuelas sobre los jóvenes que cada vez menos se interesaban por
trabajar en los conucos, ayudar en las labores de la casa o continuar con los modos de vida
indígenas.
Esta monografía nace, entonces, como una primera indagación acerca de las maneras en
que se manifiestan los procesos educativos y se construye la figura del alumno indígena; figura en
la que se plasman una multiplicidad de discursos sobre lo que significa la educación para los niños
y niñas. Las contradicciones inherentes a estos discursos escolares –presentes no sólo en las
comunidades indígenas sino en todo tipo de sociedades que le apuesten a un proyecto de
escolarización moderno– pueden estar aseverando o influyendo de manera decisiva en ese
sentimiento que descalifica o niega los conocimientos propios, la identidad individual y la
colectiva. Autores como José Gimeno Sacristán (2013), Cristina Corea & Ignacio Lewkowicz
(2004) o Christoph Wulf (2004), entre otros, han mostrado que el estado de la educación actual,
desde ciertas perspectivas, ha entrado en crisis. El proyecto que ideó la escolarización moderna ha
perdido sentido. Educar a la juventud con el fin de producir ciudadanos ejemplares y productivos
cada vez más carece de significado. A medida que pasa el tiempo una proporción mayor de la
población mundial es segregada de las redes laborales y los índices de desempleo aumentan. De
igual forma, las narrativas que consolidaron los estados nacionales se han fragmentado. En medio
de esto, ahora los niños y niñas crecen como consumidores y usuarios de plataformas digitales en
donde los gustos e intereses son efímeros y al aula de clases llega un estudiante aburrido o
desinteresado (Corea & Ignacio Lewkowicz, 2004, p.70). Estas consideraciones resultan
importantes puesto que son transversales a los sistemas educativos modernos e influyen de
diferente modo en múltiples contextos, comunidades y culturas. No obstante, si esto puede ser
cierto para un gran gama de sociedades, entre ellas las indígenas, para una comunidad como la
Ceiba los procesos de escolarización implican también una estigmatización de lo que se considera
propio. Para María Cristina Tenorio (2010) y Luis Guillermo Vasco (1978) las instituciones
educativas que se encargaron de la infancia indígena lograron desestabilizar totalmente las bases
de los patrones culturales de dichos pueblos e infundir la idea de que lo “blanco” era lo mejor.
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Por eso, analizar la construcción del alumno indígena en la Ceiba presenta un interesante
panorama sobre el modo en que los procesos de escolarización y socialización entran en una serie
de intercambios, negociaciones y diálogos. En últimas, se puede apreciar que “es imposible negar
que la escuela se convierte en un escenario que causa rupturas en la comunidad, entre jóvenes y
mayores, y crea contradicciones en las formas de organización política indígena. Pero también
resulta el único medio a través del cual es posible que la comunidad forme líderes capaces de
mediar entre aquella y la sociedad dominante” (Musgrove, 1982; en Caviedes, 2015, p. 223). En
efecto, el Capitán8 de la comunidad me manifestó muchas veces lo mismo en conversaciones
personales y entrevistas. Para él la escuela y los procesos de escolarización eran necesarios si se
quería formar indígenas capaces de representar y dirigir a la comunidad bajo sus propios intereses.
Sin embargo, al revisar el proceso civilizatorio moderno que autores como Norbert Elías (1998)
han expuesto, se comprende que el proyecto pedagógico que planteó la modernidad, con las
concepciones de infancia que lo acompañan, nunca estuvo estructurado para perseguir el tipo de
objetivos que el Capitán de la Ceiba, la misma comunidad o Musgrove parecen atribuirle a la
educación formal. En otras palabras, la escolarización nunca se ideó con el fin de fomentar la
autodeterminación, el empoderamiento o la creación de liderazgos.
Todo lo contrario, desde sus inicios, la escuela ha perseguido la idea de moldear al ser
humano de acuerdo a unos modos particulares de ser hombre, ciudadano, trabajador y consumidor
(Pedraza, 2011). Adicionalmente, los distintos modelos de escolarización que se han
implementado en la modernidad –desde los proyectos de Comenio hasta la Escuela Activa o
Escuela Nueva– han contribuido a una concepción particular sobre lo que significa el
conocimiento, pues “para la pedagogía, tres son los aspectos especialmente importantes: el acceso
de los individuos concretos a normas universales, la racionalización del mundo de la vida y el
principio de representación” (Wulf, 2004, p.33). Por ello, vías alternativas que den cuenta del
mundo que nos rodea y no apelen, por ejemplo, a la capacidad de abstraer, representar y condensar
mediante símbolos nuestro entorno y a nosotros mismos, quedan automáticamente segregados de
lo que la escuela considera conocimiento legítimo. Pero este rechazo a otras formas de
conocimiento no se encuentra ya en una exclusión en cuanto a los contenidos educativos. Desde
antes de la constitución de 1991 el Estado colombiano ha implementado varios modelos
8 Representante político
9
interculturales para incluir saberes indígenas en la educación escolar. Es más, algunos grupos
étnicos han establecido lineamientos bajo los cuales educar a los niños y niñas de sus respectivas
comunidades. Aún así, esto no ha cambiado la desigual posición en la que se encuentran los
conocimientos, las culturas y las personas. Es por ello que esta monografía quiere abordar el
problema desde otro ámbito. Se enmarca en los estudios antropológicos sobre la infancia, la
educación, el cuerpo y las emociones. Mediante trabajo de campo, entrevistas y haciendo uso de
métodos etnográficos quiere acercarse, en primer lugar, a los espacios y los tiempos tanto escolares
como sociales, pues es allí donde una serie de aprendizajes acerca de los ritmos adecuados de
trabajo, los símbolos nacionales, los comportamientos urbanos y ciertos procesos estéticos se
inscriben en los niños y niñas de la Ceiba.
En segundo lugar, se analizará cómo ciertas habilidades con determinados objetos, gestos
y técnicas corporales que los alumnos indígenas interiorizan implican una disposición afectiva y
moral distinta. Como lo expresa David Le Breton (1998) “la esfera de las emociones compete a la
educación, se adquiere según las modalidades particulares de la socialización del niño y no es más
innata que la lengua” (p.12). Es mediante la educación corporal que se les imparte a los niños y
niñas que ellos aprenden unos modos adecuados de comportarse y con ello unos modos correctos
o mejores de pensar y sentir, por es el análisis de los procesos de escolarización y socialización
permite un primer contacto con esas emociones y deseos que los alumnos de la Ceiba moldean
desde su infancia. A partir de una indagación en las formas en que la construcción del alumno
indígena pasa por estos cuatro ámbitos: tiempos, espacios, objetos y habilidades corporales –
interrelacionados y en cualquier caso inseparables– se busca analizar el diálogo que ambos
procesos de educación construyen para los niños y niñas en la Ceiba.
La educación es tal vez el pilar fundamental sobre el cual se ha configurado en la
modernidad la idea del niño. Es un reto actual desentrañar las maneras en que la creación del
alumno corresponde a una categoría social que parte de un proceso histórico particular (Sacristán,
2003). Los niños y niñas de la Ceiba están expuestos a diversas formas de conocimiento que no se
encuentran únicamente en el aula de clases y, como bien lo señala François Correa (2010), en
muchas comunidades indígenas se aprecia no sólo que “la producción del conocimiento siempre
se realiza en un contexto social, sino que la producción misma del conocimiento es un asunto
social” (p.19). En efecto, “en su sentido más amplio la educación es un proceso que todos los
grupos humanos realizan” (Pedraza, 2011, p.15). Por ello, los niños y niñas de la Ceiba se
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convierten en unos tipos de alumnos con particularidades profundas que emergen dado su medio
social y su entorno. En los espacios de la vida comunitaria y familiar, en el conuco, el río y la selva
también se encuentra una educación corporal y un conocimiento que hace de estos alumnos
indígenas uno tipo de estudiante distantes de los que el proceso pedagógico moderno imaginó.
Un proyecto de educación es siempre un proyecto sobre la sociedad futura, un proyecto
que se enuncia como potencialidad e incluso como utopía (Wulf, 2004). En la educación se
plasman los deseos, expectativas y necesidades de un grupo social y resulta cada vez más urgente
para la antropología dar cuenta de cómo ese sujeto que hemos tomado por receptor de la
escolarización por “naturaleza”, el niño y la niña, experimenta este tipo de sueño que los adultos
que lo rodean han perfilado para él o ella. La infancia no se debe ver como un estadio homogéneo,
ni como una categoría que sencillamente se defina en negativo, es decir por contraste con todo
aquello que no es el adulto, a pesar de que por mucho tiempo fue así (Sacristán, 2003). Comparto
con Ximena Pachón esa urgencia porque las antropologías den cuenta de “las múltiples infancias
que surgen de las profundas y ricas divergencias culturales y regionales, de la presencia de los
numerosos pueblos indígenas y afrodescendientes con trayectorias históricas especificas” (Pachón,
44).
Imagen 1: Toño se acerca en su bongo.
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I. Una aproximación a la infancia en la Ceiba
Yo no juego con los niños, ellos juegan conmigo
Para la última visita de campo en la Ceiba, tenía preparado acompañar a los niños y niñas todos
los días en sus clases. Estaba emocionada porque gracias a mis visitas anteriores9 ya conocía a
muchos de ellos y a sus familias, pero nunca había podido asistir a la escuela. Sin embargo, después
de llegar a Inírida y viajar en bongo durante hora y media sobre el río, me contaron que las clases
–ya estábamos para esa fecha a mediados de febrero de 2019– no sólo no habían empezado, sino
que no se sabía ni siquiera en qué momento comenzarían, el profesor no estaba y la Secretaria de
Educación no había mandado la remesa escolar. Así que, mientras esperaba que la escuela abriera
sus puertas, me dediqué a estar en comunidad y prestar mayor atención a los niños y niñas en su
día a día. La antropología se basa fundamentalmente en métodos etnográficos, entrevistas y
observación participante para poder realizar su trabajo. Como a los niños y niñas no les podía hacer
entrevistas, me acerqué para jugar, ir al río, a pescar, a los conucos de sus padres y madres; en fin,
observar más de cerca su modo de relacionarse con los adultos, con sus pares y con el medio
ambiente que constituye su hogar.
Con algunos niños y niñas, como con Toño, de siete años y con Leila, de diez, pude
compartir más de cerca, con otros únicamente compartí algún tiempo cuando visitaba a sus familias
o iba a la iglesia. Las herramientas metodológicas para trabajar con los niños son en general muy
escasas, mi propia formación educativa se presentaba como un problema. Estaba acostumbrada a
relacionarme con la infancia mediante tareas que han sido desarrolladas justamente en un entorno
escolar: dibujar, pintar, leer. Por otro lado, al intentar jugar con y como ellos me agotaba
fácilmente. Desde pequeños en la Ceiba los niños desarrollan un muy buen estado físico pues se
acostumbran a nadar varias veces al día, ayudar en la siembra o en la cosecha, jugar fútbol o
voleibol. De todos modos, jugué hasta donde pude e inevitablemente me senté con ellos a hacer
dibujos o a rayar hojas. Algunas personas de la comunidad pensaron que yo era la profesora y
ciertas tardes me dejaron al cuidado de sus niños y niñas. También pude compartir varios espacios,
por ejemplo, todas las noches cuando veíamos televisión –en especial Sin senos sí hay paraíso,
9 Tuve la suerte y el privilegio de compartir con las personas de la Ceiba gracias a la escuela de campo que ofrece la Universidad de los Andes y a la dedicada labor de la profesora Alhena Caicedo que nos guio y acompañó en este proceso.
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pues las personas llegaban a la casa del Capitán con sus hijos y bebés para ver las noticias y las
novelas– y finalmente, después de mucho esperar, fui con ellos a la escuela. Aprendí muchas cosas,
ellos me enseñaban a decir algunas palabras en curripaco, me enseñaban a comer frutas o semillas
que bajaban de las palmas, se reían de mí, imitaban y parodiaban el modo en que caminaba o
hablaba. En gran medida mi presencia, tanto en sus casas como en la escuela, modificó su rutina.
Una tarde, justo antes de que por fin llegara el profesor, llegué a la casa de Norbey y Luisa,
padres de tres niñas de cinco a once años de edad, Ana, Kamala y Sol. Norbey me comentaba que
el creía que todo lo de los blancos había hecho mucho daño a las comunidades y entre tanto
hablamos de la televisión y lo que significaba para ellos. “La televisión quita la conversación que
ellas tienen con los papás. Es que ellas absorben todo lo que ven y a veces no es bueno”. “Ellas
saben todo” dijo luego entre risas “el otro día se pusieron a jugar a la antropóloga, una hacía de
“María Fernanda” y la otra de la entrevistada, ve, ellas miran y ya saben de todo” (Conversación
personal, 22 de febrero de 2019). Entendí que en realidad no era yo la que estaba jugando con
ellos y, por ende, tampoco era yo la única que estaba observando y sacando conclusiones de todo.
Fueron los niños y niñas de la Ceiba los que jugaron conmigo, yo fui durante un tiempo su
diversión, me permitieron entrar a sus espacios y, por unos días, a sus vidas. La capacidad de
imitación, creación e invención que tienen los niños y niñas es impresionante. Tal vez nadie en la
Ceiba comprendió mejor lo que fui a hacer allá que Ana, Kamala y Sol. Para desarrollar este trabajo
investigativo en el que, desde una perspectiva particular: la mía, se intenta dar cuenta de unos
procesos de aprendizaje de los niños y niñas de la Ceiba, es necesario admitir que la tarea que
desarrolla la antropología se basa en esa cualidad particular de fungir como una observadora
profundamente vulnerable. La ruta metodológica de este trabajo se sitúa, por eso mismo, en esa
posición que Ruth Behar (1996) define como “a mode of knowing that depends on the particular
relationship formed by a particular anthropologist with a particular set of people in a particular
time and place, anthropology has always been vexed about the question of vulnerability” (p.5).
Cada encuentro con cada niño y cada niña fue particular. En su educación corporal intervienen
cuestiones puntuales como el hecho que Norbey opine que sus hijas no deben ver televisión porque
imitarían comportamientos no deseados, mientras que el resto de los niños y niñas me hablaban
constantemente de las películas o novelas que les gustaban. Las prácticas de crianza, la lengua, las
posibilidades económicas y la religión de cada familia son factores fundamentales que intervienen
en la construcción del alumno indígena y sólo gracias a los momentos que compartí con los niños
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y niñas es que esto se puedo manifestar en mi investigación. Ser una observadora vulnerable en
este caso significó tanto reírme de mí misma cuando los niños y niñas al imitarme me hacían caer
en cuenta de mi “mal modo” de caminar, nadar o hablar; así como tener que reflexionar que mis
propios procesos educativos eran, a fin de cuentas, los que me permitían estar en la Ceiba
desarrollando esta tesis. Comparto con la gran mayoría de ellos la condición de haber sido o ser
alumnas y alumnos, pero nos ubicamos en posiciones distantes dentro de un sistema escolar que
reproduce relaciones de poder desiguales; relaciones que jamás se pueden obviar porque son
desigualdades que se encarnan.
Centro educativo “Félix Valencia Cano”
Los misioneros evangélicos y católicos son unos de los actores más importantes para el
departamento del Guainía pues, entre otras cosas, fueron de los primeros en administrar
instituciones dedicadas a educar a los niños y niñas indígenas. Principalmente tuvo un rol
trascendental Sophia Müller, misionera estadounidense que se dedicó varios años a divulgar las
doctrinas del evangelio entre las etnias puinave y curripaco durante los años sesenta. Dada su labor
y su insistencia en la conversión de los indígenas de la Amazonia al evangelio se erigieron los
primeros centros destinados a ejercer un “sistema mülleriano de educación” (Salazar, C. A.,
Gutiérrez, F., & Franco, M. 2006, p.38). Éste consistía en la enseñanza de la biblia en lenguas
indígenas autóctonas. Con la expansión de la doctrina evangélica pueblos como los curripaco y
puinave modificaron radicalmente sus prácticas culturales produciendo un desplazamiento y/o
sincretismo de los conocimientos propios relacionados con la medicina, la cosmovisión o el
nomadismo, por considerarse diabólicos o impúdicos a la luz de las enseñanzas cristianas.
Posteriormente, la presencia de curas católicos fue significativa pues asumieron –con el
aval del gobierno nacional– el poder sobre la educación infantil en estas zonas (Raush M, 2012).
En la Ceiba, los curas católicos establecieron uno de sus principales internados hasta que a
mediados de los años sesenta se trasladaron a la cabecera departamental. La construcción de la
escuela primaria actual, la institución Félix Valencia Cano, según palabras del Capitán, nace como
un proyecto autogestionado y pensado desde la misma comunidad. Su funcionamiento es muy
reciente y no data de más de dos décadas. El nombre “Félix Valencia Cano” proviene justamente
de uno de los curas que más trabajaron dentro de la comunidad en el internado anteriormente
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mencionado. La presencia que ha tenido y tiene la Iglesia como institución que se ocupa de la
infancia con el fin de trasmitir tanto conocimientos materiales como morales, no es un fenómeno
único de esta población, ni siquiera del departamento de Guainía. En toda la Amazonía colombiana
se propagó este mismo modelo educativo con los internados escolares como su expresión más
representativa. La escuela se convierte para la población indígena en un ente de colonización, pues
el Estado consigue, a través de la Iglesia y de sus centros de enseñanza, efectuar un control del
territorio e inscribir a estas poblaciones en un modelo de ciudadanía que maneja un mismo idioma,
el español, y profesa un mismo credo, la religión cristiana. Es hasta 1963 cuando se crea la
Comisaría del Guainía y con ello se concibe este territorio como un departamento separado de
Putumayo o Caquetá. En este momento distintas instituciones gubernamentales emprenden “un
proyecto urbano y estético que buscaba poner orden a la colonización” (Rozo, 2010, p.313). Este
proceso urbanístico al que se refiere Rozo sucede mediante la construcción de barrios, hospitales,
edificios públicos, oficinas gubernamentales y, por su puesto, planteles educativos. El Ministerio
de Educación (MEN), entonces, asume la responsabilidad de educar, tanto a los colonos que habían
llegado hasta la Amazonía como parte del proceso de expansión de la frontera agrícola, como a las
poblaciones indígenas que habían vivido desde tiempos prehispánicos en los ríos y selvas que
componen la nueva comisaría. Si bien Sophia Müller fue expulsada de la zona antes de que el
Estado colombiano estimulara este desarrollo urbano, su legado deja una huella innegable con un
gran número de comunidades –ahora sedentarias– que destinan la mayor parte de su tiempo a la
ejecución de ceremonias evangélicas y al estudio de la biblia. Todo esto resulta trascendental pues
se hace evidente la necesidad de analizar desde otras perspectivas la configuración social de estos
grupos de acuerdo a su desarrollo histórico particular y a la repercusión que éste ha tenido en el
modo en que se conciben la educación, sus métodos y sus fundamentos. Así pues, las etnias
curripaco, tucano y puinave que viven en la Ceiba resultan abisalmente distintas de los grupos
indígenas del altiplano andino o del Cauca, quienes se han constituido como líderes claves para el
desarrollo de políticas como la etnoeducativa o los proyectos de educación propia (Rojas &
Castillo, 2005).
Ninguno de estos dos modelos educativos, construidos durante los años setenta como parte
de los procesos de soberanía que emprendieron ciertos pueblos indígenas gracias a la lucha de
organizaciones como el CRIC y a la labor de lingüistas y antropólogos que hicieron parte del
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C.C.L.A10, se ejercen actualmente en la Ceiba. No existe ni un modelo etnoeducativo, ni menos
un proyecto de educación que se piense desde las bases del conocimiento y prácticas “propias”.
Es más, mucha de la enseñanza sigue estando en manos de entidades de carácter religioso. Durante
mi última visita de campo en febrero de este año, en conversaciones personales con varios padres
y madres, así como con el mismo profesor de la escuela primaria de la comunidad, se manifestó
que la presencia del Ministerio de Educación es limitada para los departamentos de Guainía,
Vaupés, Amazonas y, en general, para la zona suroriental del país. Por esta razón, mucha de la
educación y del funcionamiento de los internados donde los estudiantes indígenas pueden culminar
sus estudios de bachillerato –en casi todas las comunidades la escuela local tiene cobertura hasta
quinto de primaria únicamente– está a cargo del vicariato.
Los alumnos indígenas de estas zonas del país, antes de pasar por un proceso de
escolarización de carácter nacional y gubernamental, pasaron por un proceso de educación formal
religiosa. Esto resulta muy importante si se parte del supuesto de que todo tipo de disciplina física
busca interiorizar en los sujetos una cierta disciplina moral (Milstein & Mendes, 1999; Pedraza
2011). El método bajo el cual funcionan ambos modelos de aprendizaje, tanto el escolar como el
religioso, es el mismo. La escuela dominical requiere de textos de carácter escrito, de un espacio
cerrado en el que los niños se sienten y de un adulto que los supervise. En últimas, se sostiene bajo
una relación jerárquica entre un ser humano pasivo que se desempeña como oyente: el niño, y un
adulto que instruye, corrige y modela su sensibilidad: el maestro o el pastor. Muchos padres y
madres de familia me relataron, en medio de la investigación, sus propias experiencias educativas
con los curas, monjas o pastores de distintos internados o de escuelas en otras comunidades donde
vivieron. Ellos resaltaban con mayor énfasis la importancia de saber comportarse “bien” y
recordaban los castigos físicos a los que fueron sometidos por encima, incluso, de las materias y
los contenidos que estudiaron. Muchos aseguran que para que sus hijos e hijas puedan continuar
en la escuela deben aprender ciertas pautas de comportamiento similares a las que ellos mismos y,
claro está, todas las personas que han pasado por procesos de escolarización moderna han
interiorizado: ser puntales, no contestarle mal al profesor, saludar, dar las gracias, estarse quieto,
mantenerse en “su puesto”, etc; pero también algunos padres y madres esperan que en la escuela
sus hijos e hijas continúen con su formación religiosa. Por ejemplo, ven como positivo que los
10 Centro Colombiano de estudios en lenguas aborígenes
16
niños tengan la costumbre de orar antes de iniciar clases o le exigen al profesor que no tome ni
fume cerca de la escuela ni dentro de la comunidad bajo la amenaza de sacar a sus hijos del centro
educativo. Estas expectativas en cuanto al comportamiento de los niños y también al del maestro,
recuerdan las enseñanzas de los procesos de escolarización religiosa de los padres y no se deben
ver como sencillas pautas de disciplina, sino que implícitamente conllevan una moral y un modo
particular de participar en la vida comunitaria que se considera –hasta cierta medida– muy valiosa
para el futuro. Esto se discutirá más adelante.
En la escuela los niños también suplen una parte muy significativa de su alimentación
diaria11. Al iniciar su jornada escolar lo primero que hacen es llevar su plato y su pocillo a la cocina
donde los recibe la madre de familia o la mujer que en ese momento ayuda a cocinar para los niños
y para el profesor. En sus platos la mujer encargada les sirve el desayuno a las 8:30 am,
generalmente consiste en arepas fritas con huevos y chocolate; luego los niños toman un refrigerio
de una bebida instantánea y galletas saladas a las 11:00 am y, finalmente, se les da almuerzo que
contiene una harina, puede ser pasta o arroz, algún grano como lentejas y atún, salchichas o
sardinas como proteína a las 12:30 pm. En la institución todos los niños pueden alimentarse con
las remesas que manda la Secretaria de Educación. Esta medida contemplada por el Ministerio de
Educación se conoce como el Plan de Alimentación Escolar (PAE) y surge como un estrategia
para asegurar que los niños y niñas permanezcan en la escuela y garanticen su buen rendimiento.
Sin embargo, para una comunidad indígena como la Ceiba, en la que las prácticas de alimentación
están profundamente relacionadas con conocimientos sobre el manejo de la selva, sobre frutos y
semillas disponibles, sobre tiempos y ciclos de la naturaleza con los cuales las poblaciones
amazónicas desde tiempos prehispánicos se han relacionado; programas como el PAE necesitan
una reflexión mas detallada y profunda por el impacto que están generando.
Es verdad que, por un lado, no se puede negar el hecho de que muchos padres y madres
ven su trabajo cotidiano aliviado cuando sus hijos e hijas empiezan la escuela, pues allí les
aseguran su manutención; pero también hay que pensar que el PAE, además de que depende de
una cadena burocrática para su ejecución, termina siendo un factor que retrasa las clases e irrumpe
en toda “una filosofía indígena sobre el manejo del medio ambiente” (Correa, 1990, p.33) que
“tiene bastante que ofrecer en el diseño de agroecosistemas sostenidos” (Dufour, 1990, 58). Lo
11 Ver Anexo 2: Menu escolar
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anterior, no sólo porque los niños y niñas dejan de pasar tiempo con sus familias en los conucos y,
por ende, no se educan con la misma intensidad en las actividades del cultivo; sino porque también
algunas personas empiezan a apreciar o depender más de la denominada “comida de blanco” que
de los alimentos locales que ellos mismos pueden obtener. Esto sucede incluso a pesar de que en
medio de las condiciones medioambientales de la Ceiba algunos de estos alimentos que trae el
PAE, como los huevos, se dañan con facilidad y, desde una perspectiva nutricional actual,
productos como los enlatados o las bebidas en polvo no constituyen una base alimenticia deseable.
Pero, si se acepta el postulado de Milstein & Mendes (1999) que explica que “la incorporación de
los niños a la escuela significa, entre otras cosas, el aprendizaje de la escuela como espacio
simbólico”, el centro educativo Félix Valencia Cano se postula –en una primera mirada que merece
problematizarse– como el lugar en donde se aprende que existe una “mejor” comida y unos
“mejores” conocimientos que los propios.
Imagen 2: 25 de febrero, llega la remesa escolar en una lancha de dos pisos que tiene un cuarto frío, pero aquí no hay
electricidad para el refrigerador.
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Los libros y los documentos para poder ser alumno
Antes de que iniciaran las clases, aproveché el tiempo para hablar con los niños y sus padres sobre
la dinámica de la escuela del año anterior. Algunos niños y niñas me mostraron sus cuadernos y
los libros de texto de sus cursos pasados que aún conservaban. De igual forma, una vez llegó el
docente asignado para este año le colaboré con el proceso de empalme de documentación de los
alumnos. Una de las cosas que tuvimos que revisar fue cuáles eran los alumnos que avanzaban al
siguiente curso o no; así como matricular a todos los que ingresaban al año escolar 2019. Muchas
conclusiones interesantes y pertinentes para esta monografía emergieron a partir de este análisis.
Primero que todo, al revisar los libros de los niños me encontré con textos tanto de la
modalidad que implementó la campaña “Todos a Aprender” como los del modelo educativo
“Escuela Nueva” que estaban para estrenar. Los ejercicios que planteaban los libros antiguos se
centraban en habilidades básicas de comprensión de lectura y desarrollo de operaciones de
aritmética. Los ejemplos que utilizaban, sin embargo, provenían de un entorno cultural muy
distante con referencias a libros como el Principito o Don Quijote, hacían alusión a personajes
como Walt Disney o Federico García Lorca y ponían extractos de caricaturas como Calvin &
Hobbes. El nuevo docente me explicó que una de las pretensiones de la modalidad Escuela Nueva
era enseñarles a los estudiantes a partir de referencias más contextuales y acordes con su cultura.
Según sus propias palabras, en esta modalidad el profesor no era más una autoridad absoluta, sino
que se convertía en una especie de guía del proceso pedagógico del niño o niña que se enfocaba
según las habilidades de cada alumno. Como se verá más adelante, esto en la práctica tiene efectos
contradictorios. Los contenidos sobre los que versa la educación pasan a un segundo plano cuando
lo trascendental es que –con la implementación de la escuela laica, gratuita, única y obligatoria en
todo el país– cada vez más niños y niñas de diversas culturas aprendan a leer y a escribir como
actividades imprescindibles para su vida, mucho más importantes que las labores tradicionales a
las que sus familias, en su mayoría no urbanas, se dedicaban12.
En otras palabras, significa interiorizar en los niños la idea de que la alfabetización es la
única manera válida de conocer el mundo y vivir la vida. Los ejemplos que se utilicen para enseñar
12 Gracias a los comentarios y a la guía de la profesora Zandra Pedraza fue posible comprender esto. Mas allá de los temas sobre los que se escriba lo substancial es que se está escribiendo: se le está dando un sentido gráfico y abstracto al mundo como único medio capaz de discernir la realidad y producir un saber fijo en el tiempo.
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son en realidad irrelevantes a la luz de un proceso de disciplinamiento mayor: comprender el
mundo a través de símbolos y significados ya establecidos por una lengua, el español, que no es,
además de todo, su lengua materna. En la Ceiba existen lenguas orales cuyas únicas fuentes escritas
–de las que yo tengo conocimiento– son las escrituras bíblicas.
Sin embargo, creo que los ejemplos que se utilicen para enseñar tampoco son del todo
vacíos. Las fotos, dibujos e imaginarios que manejan los libros de Escuela Nueva parecen reposar
en una importante medida en ideas sobre lo multicultural que no pasan del esencialismo. Si bien
es cierto que el libro contiene representaciones de personas en diversos contextos haciendo tareas
cercanas a las que ven los niños y niñas de la Ceiba todos los días: pescar, cultivar, tejer, etc; y
también es cierto que ellos fácilmente pueden describir aquello que quiere mostrar la foto, el
ejercicio no trasciende del mero reconocimiento. Es decir, no existe una reflexión sobre qué
significa la diversidad de culturas y cuales son sus recorridos históricos. Los niños y niñas ven
fotos de muchas comunidades, hombres y mujeres que con alegría parecen desempeñar su trabajo,
pero no aprenden, por ejemplo, sobre la explotación del caucho, la colonización del territorio
amazónico, mucho menos sobre los poblamientos prehispánicos. En fin, las dos vertientes más
interesantes por donde otros pueblos indígenas han intentado afianzar sus procesos de
autodeterminación están totalmente ausentes: la lengua y la historia. Las lenguas curripaco,
puinave, tucano y desano que se practican en la comunidad y cuentan cada vez con menos
hablantes vivos no encuentran ningún espacio en el discurso escolar, más allá de dejarlas en la
casa. Claro está, el reto no debería ser sencillamente utilizar estas lenguas para hacer un traducción
del conocimiento “occidental” y que los niños tengan un mejor rendimiento. Por eso, la educación
bilingüe que en su momento se quiso implementar con el C.C.L.A amerita una actualización para
territorios como los amazónicos. El modo en que ahora dialoga el español propio del ámbito
escolar con las lenguas indígenas de la vida familiar, por lo menos en la Ceiba, trae consigo la
jerarquía de la cultura nacional impuesta y el idioma indígena pierde todo su valor frente a sus
hablantes. Cuando yo le decía a la gente que me enseñara curripaco, muchos me respondían
sorprendidos “¿usted para qué quiere aprender eso?” o si les decía que me hablaran en puinave me
respondían que a ellos no les gustaba hablar en esas lenguas, sonaban “feo”. Los niños en cambio,
reaccionaron muy distinto. Juan y Andrés, dos niños curripacos de ocho años, fueron los que me
enseñaron algunas palabras. Cuando les pedí que me dijeran algo en curripaco empezaron a soltar
todo tipo de expresiones y me hacían repetirlas, “ahora usted” decían. Yo intentaba y ellos no
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paraban de reírse porque eran palabras “malas” o “chistosas”. Así que el sentimiento de desprecio
por la lengua es algo aprendido, los niños en su infancia lo van desarrollando tal vez asociado lo
que sucede en la escuela.
Imagen 3: Juan y Andrés, de ocho años, suben con facilidad las palmas altas
para bajar estas pepas que les gusta comer. Me tienen que enseñar el nombre y cómo se deben comer.
Entre los hombres se podía percibir una sensación de frustración porque piensan que son
ellos los que no pueden aprender, algunos me dijeron cosas como: “me lo merezco por perder el
año”, “no entiendo, no lo voy a hacer”, “lo más difícil es leer”, “me costó mucho hablar en
castellano”, “no seguí estudiando por la dificultad en castellano, para expresarse y la lectura”.
Mientras que las mujeres manifestaban que: “hay mucho trabajo en mi casa”, “me casé y no seguí
estudiando”, “conseguí pareja”, “tuve un hijo”. Pero, sea cual sea su razón, casi todos manifestaban
que querían terminar sus estudios y mejorar su calidad de vida con un trabajo remunerado. Sin
embargo, como se mostrará más adelante, las desigualdades que impone el sistema escolar hacen
que sean muy pocas las personas que puedan terminar bachillerato o obtener un técnico si
provienen de una comunidad indígena. El español es una de las dificultades más grandes a las que
se enfrentan los niños al momento de entrar a la escuela. Para algunos mucho más que para otros,
pues en sus casas sólo se habla curripaco o puinave. En las familias curripacas que son, además,
las más evangélicas, el idioma sigue siendo de uso cotidiano porque es el idioma en el que se
realiza el culto. Pero esto implica que los niños y niñas de dichas familias encuentran un reto muy
grande en la escuela no sólo porque no hablan español sino porque son muy pocos los que en su
casa les pueden ayudar a dominar el idioma. En una entrevista que le hice al profesor que llegaba
21
para este año sobre sus experiencias laborales anteriores en comunidades piapoco en Guainía, él
me comentó que consideraba lo anterior un problema muy difícil:
“Pues en preescolar mas que todo pues (hablan) el piapoco, trata uno de inculcarles un poco el idioma español, pero más que todo es el piapoco. Pero se habla con los papás de que es importante que les hablen en los dos idiomas por que lo (el español) van a necesitar para enfrentarse a los retos de la vida. Porque cuando lleguen a Inírida o a cualquier institución, los profes no les van a hablar en piapoco…por ejemplo, en la sede a la que yo pertenecía CEJAL teníamos muchos profes indígenas y ellos por lo general les hablaban a los niños en lengua. Mas que todo los profes de la básica, pero ya cuando pasan al bachillerato eso les dificultaba mucho, por que si desde la básica nosotros tenemos profes que les hablan en lengua obvio que va a haber una dificultad cuando ellos lleguen a grado sexto. Se les va a dificultar el español: analizar un texto e interpretarlo. Entonces de ahí parte que yo soy de los que digo que si vamos a tener un niño en preescolar busquémosle un docente que les hable netamente español, para a partir de ahí en adelante que el niño vaya fortaleciendo sus habilidades y competencias que se requieren para continuar sus estudios normalmente”
(Docente de la Ceiba. Entrevista, 28 de febrero, 2019)
Como señala el profesor, los alumnos indígenas que más posibilidades tienen de tener un
buen rendimiento en la escuela son los que dominan el español. Gracias a las calificaciones y los
boletines escolares, estas distinciones entre las clases de alumnos se empiezan a notar desde
preescolar. En la Ceiba los niños que tenían que repetir año eran casi todos curripacos y en sus
casas se hablaba más que todo en curripaco. Además, en sus reportes escolares casi todas las
materias se encontraban en “básico”. En cambio, aquellos que tenían calificaciones de “alto” y
“superior” provenían de otras etnias y religiones, en sus casas se hablaba más que todo español y
sus papas tenían niveles de estudios por encima de la primaria o el bachillerato.
Imagen 4: Boletín de notas de un estudiante que tiene que repetir año escolar. Es una niña de familia curripaca
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Pero si ya el español parece ser todo un desafío para muchos de los alumnos de la Ceiba,
me sorprendió mucho encontrar en el boletín de notas una materia como inglés. Les pregunté a
algunos de ellos que les habían enseñado en la clase del año pasado y me dijeron que sólo tenían
que decir “Good morning, teacher”. También me pareció extraño la clase de “Tecnología e
Informática” puesto que no había visto ningún computador en la escuela, además de unos equipos
obsoletos que se arrinconaban en uno de los salones con otros útiles inservibles. Adicionalmente,
este documento que certifica al niño indígena como alumno parece perder todo tipo de sentido
cuando los padres a los que va dirigido no comprenden ya no sólo el español sino lo que se podría
denominar, siguiendo los conceptos de Bourdieu & Passeron, la “lengua académica”. Es cierto que
muchos padres de familia asistieron de una u otra forma a la escuela primaria. Para muchos de
ellos, sin embargo, la escuela se trataba sencillamente de pasar o no al siguiente curso. Por eso,
estos criterios con los cuales la escuela moderna califica a sus hijos o nietos: áreas de
conocimiento, periodos, intensidad horaria, notas y desempeño, resultan incomprensibles para
algunos.
Por último, la movilidad que tiene la gente entre los distintos resguardos es muy alta, esto
hace que en muchos casos los procesos pedagógicos de los alumnos se interrumpan en cualquier
momento de su año escolar. El docente de la Ceiba me explicó que el quería dejar las matrículas y
todos los documentos que le pedía la Secretaria de Educación en orden, porque en caso de que más
niños llegaran a la comunidad o de que alguno se fuera iba a ser obligatorio la presentación de
estos soportes para que la escuela de aquí o de otra comunidad recibiera al niño:
“Para matricular a un niño debe estar el consentimiento del papá y la autorización del papá. Porque la matrícula también tiene un lapso de tiempo…nunca va a ser lo mismo que un niño pierda el semestre, si pierde un semestre pues por ende va a entrar y va a perder el año. De allí la importancia de que el niño entre a tiempo…si no tiene los soportes de que estaba en otra institución, así sea por traslado, porque nosotros sabemos que la gente vive trasladándose de comunidad, no lo reciben. Pero si esta matriculado en una institución diferente y llega a mitad de año traerá los soportes necesarios. Pero la idea es que empiecen todos los que están aquí”
(Docente de la Ceiba. Entrevista, 28 de febrero, 2019)
Para que un niño o niña se convierta en alumno en la Ceiba primero necesitará de sus documentos
oficiales. Pero más allá de eso, necesitará de un padre de familia que lo quiera matricular y pueda
realizar todas las inscripciones de salud y seguridad social; de un padre que entienda de los tiempos
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burocráticos institucionales pues como bien señala el docente empezando por la misma matrícula
todo “tiene un lapso de tiempo”. En efecto, algunos de los estudiantes ya graduados de la escuela
de la comunidad no pudieron continuar con sus estudios en Inírida o en otra institución porque
cuando los papás fueron a preguntar por cupos, los tiempos para las inscripciones ya habían pasado
y debían esperar otro año más. También el y la alumna que ingrese a la escuela de la Ceiba tiene
que ser un niño o niña por lo menos de cinco años, la edad mínima que establece el MEN para
empezar la vida escolar. Por cada cierta cantidad de niños inscritos las escuelas reciben más
ingresos, materiales y docentes. Dada la alta movilidad de las familias entre distintas comunidades
no se sabía con cuantos niños iba a contar la escuela de la Ceiba para el año 2019. Se esperaban
aproximadamente 20 alumnos, iniciaron clases sólo once más una niña de cuatro que el docente
dejo entrar como “asistente”. Algunos de los que tenían que repetir año se habían ido de la
comunidad y otros sencillamente parecieron desistir de continuar en la escuela. Dos familias,
recién llegadas y que aún no habían establecido con el Capitán si planeaban quedarse en la Ceiba
o no, tenían varios hijos a los que no quisieron inscribir en la escuela. Tomás, papá de una niña de
cinco años, me explicó que esas familias “en cualquier momento se van o llegan”. Por eso no tenía
sentido que sus hijos se matricularan en la escuela. Si bien eso puede ser cierto, también cabe la
posibilidad que sean familias que se estén resistiendo a la escolarización de sus hijos.
Imagen 5: El tablero del salón
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II. Entre el bongo y el pupitre
“Ustedes nacieron con eso, nosotros indígenas no. Ustedes nacieron con arroz y chocolate, indígena no. Nosotros tenemos tierra, hay mucha tierra para trabajar,
pero indígena quiere comer comida de blancos y andar con los blancos ahí sentados”
(Abuela de la comunidad, conversación personal, 26 de febrero 2019)
Después de haber pasado casi dos semanas en la Ceiba la escuela no comenzaba, ya era 24 de
febrero y yo evaluaba con angustia las opciones que tenía para modificar mi investigación. Pero
ese domingo, mientras estaba en el río con una mamá, su hijo y una sobrina, la lancha de la
Secretaria de Educación finalmente llegó. Entre chistes los profesores despidieron a la persona que
se iba a quedar y nos contaron que llegarían a acampar en la comunidad de Remanso porque ya
era muy tarde y oscuro para continuar viajando. El Capitán bajó hasta el puerto para recibir al
nuevo profesor, presentarse y decirle que estaba dispuesto a colaborar con lo que necesitara y
realizar el mejor trabajo posible.
A continuación, me presentó y le contó al profesor que yo había ido a “ayudarles en la
escuela”. Pensé con alivio que las clases iniciarían muy pronto, si no el lunes, al menos hacia la
mitad de esa semana. Tanto Pablo como Leila, ambos niños de diez años, ya me habían dicho que
estaban aburridos y querían que iniciaran las clases, esperaban ver a sus amigos e incluso algunas
tardes Leila me pidió que le hiciera algún “dictado” para ir practicando su escritura antes de entrar.
Muchos padres y madres también esperaban que la escuela iniciara, sin los niños y niñas en las
casas podían dedicarse a trabajar con más intensidad en sus conucos o en sus otras actividades.
Pero, a pesar de las expectativas de todos, ésta permaneció cerrada casi otra semana y media más.
En las noches, cuando nos reuníamos en la casa del Capitán para ver televisión, yo
escuchaba al papá de Leila advertirle que ya pronto dejaría de ver la novela que tanto le gustaba.
Con el inicio de las clases todos los niños y niñas se irían a dormir más temprano para cumplir con
su horario. La emoción de que iniciara la escuela también se veía en lo que los niños hacían, como
Toño que ya iba a entrar a segundo y aprovechó una de esas noches para sacar su maleta de
superhéroes nueva y mostrársela a los otros. Pero para que la escuela iniciara se necesitaban varias
cosas, entre estas y una de las más importantes, la remesa escolar. También, se requería limpiar
las instalaciones, diligenciar ciertos documentos oficiales como las matrículas, elaborar el
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calendario de actividades y distribuir tareas entre los padres de familia y el profesor. Por tanto, las
clases en la Ceiba comenzaron hasta la primera semana de marzo; casi un mes después de que
empezara la escuela en la capital del departamento.
La escuela es un “bien común”
Pasados dos días de que llegara el profesor otra lancha, esta vez mucho más grande, llegó al puerto.
Varios niños bajaron emocionados y empezamos a subir las cajas de comida hasta la escuela:
enlatados de atún y salchicha, leche en polvo, galletas, bebidas en polvo, huevos, papas, arroz,
pasta. También llegaron implementos de aseo: jabón, limpiador de piso, papel higiénico y los útiles
escolares: maletas, cuadernos, colores, lápices, pinturas, etc. Mientras estuvimos esperando por la
Imagen 6: Los niños se emocionan y bajan hasta el puerto a ayudar a cargar la remesa escolar, van haciendo chistes sobre el contenido de cada caja y dicen “mire, estas galletas para mí solito”.
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remesa, sin embargo, sucedieron varias cosas. El profesor convocó el primer lunes en la mañana a
toda la comunidad a un reunión para presentarse y elaborar el calendario de actividades. A pesar
de que se esperaba la presencia de todos los padres y madres, tan sólo asistieron los adultos que
vivían más cerca a la escuela. De cualquier modo, ese día se acordó que lo más importante era
coordinar esfuerzos entre la familia y la escuela, pues de eso dependía, según el profesor, el éxito
de los estudiantes. Él esperaba la colaboración de la familia tanto supervisando que sus hijos
cumplieran con las metas escolares: hacer la tarea y presentarse a tiempo a clase, como con la
contribución de ciertas cosas que necesitaba la escuela para funcionar:
“Luego (el profesor) le pidió a las “mamitas” que le ayudaran con el aseo de la escuela y a la comunidad con mejorar el área: el monte alrededor y arreglar la cocina. Todos acordaron que las necesidades urgentes se centraban en conseguir leña y gasolina. El profesor dijo que iba a pedirle a Martín y a la Secretaría que le dieran algunos galones ya porque sin gasolina no podían utilizar la guadaña, ni los portátiles para la clase de informática, ni las ayudas audiovisuales, ni tenían electricidad para el refrigerador”
(Diario de campo. La Ceiba – Guainía, 25 de febrero 2019)
Se hizó mucho énfasis en que los papás aportaran leña para la cocina y a las mamás se les pidió
que se organizaran por semanas para ir a cocinar a la escuela. Toda la reunión fue una negociación
de los tiempos disponibles de los adultos y mostró el diálogo que sostienen la familia y la escuela
en la Ceiba. Las “mamitas”, como llamó el profesor a las mujeres que estaban presentes, no
parecieron satisfechas con la petición, en especial Luisa quién aseguró que muchas no colaboraban
y el trabajo siempre recaía en ella y en otras dos mamás. Una de las mujeres presentes, mamá de
un niño de 9 años, incluso cabeceaba en ciertos momentos de la reunión. Luisa le explicó al
profesor que no podían distribuir ya esas tareas porque ella tenía primero que ir al otro lado de la
comunidad y preguntar si podían venir a cocinar otras mujeres, lo cual no siempre era fácil porque
todas tenían mucho trabajo en sus propias casas, ella también.
Se definió, por otra parte, que todos los viernes en la mañana la comunidad se dedicaría a
limpiar la escuela pues se encontraba, según el profesor, en unas condiciones preocupantes. Por
ejemplo, tenía pastos demasiado altos y representaba un riesgo para los niños. Esto dio paso al
problema de la gasolina y la guadaña, implementos necesarios para cortar la hierba. La primera no
había llegado –según el profesor debía llegar junto con la remesa– y la segunda estaba dañada. La
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única solución para conseguir gasolina fue acudir a Martín, un promotor de pesca turística que en
esos días estaba realizando un tour con dos pescadores extranjeros a lagunas cercanas y podía
donar algunos galones a la escuela. La guadaña en cambio no fue posible repararla y el profesor
decidió mandarla a Inírida para que la Secretaría se encargara. Esto nunca sucedió, por lo menos
no durante mi visita, porque la institución a su vez respondió que esos daños no los asumían ellos.
El día que entregaron la remesa, tampoco llegó la gasolina que el profesor esperaba. La falta de
gasolina era un impedimento no sólo para utilizar herramientas de mantenimiento sino en general
para hacer uso de muchas de las cosas de la escuela, desde los portátiles hasta el refrigerador. Entre
la comunidad y desde varias perspectivas se levantaron sospechas sobre lo que posiblemente había
pasado aludiendo a pasados casos de corrupción, “robo” o venta ilegítima de los elementos de la
escuela.
Mientras corrían rumores y chismes sobre la gasolina tuvo lugar la jornada de limpieza
comunitaria acordada para el viernes 1 de marzo, a la cual acudieron tanto los padres de familia
como todos los adultos y jóvenes de la comunidad. La jornada se articuló con dos ideas muy
importantes que el profesor y el Capitán habían enfatizado desde la primera reunión. En primer
lugar, la escuela se presentaba como una especie de bien común para todas las personas
independiente si tenían hijos inscritos en ella o no. El profesor recalcaba la importancia de la
participación de toda las personas en la limpieza porque ésta era “nuestra escuela y nuestros niños”.
La edificación debía mantenerse en el mejor estado posible por medio del trabajo comunitario y el
Capitán concordaba con esto. En conversaciones personales el profesor me aseguraba que él
convocaba a esa jornada y a esas reuniones para que ellos se apropiaran de su escuela, “esto no es
para mí, esto queda aquí para ellos” (Docente de la Ceiba. Conversación personal, 26 de febrero,
2019). La limpieza, por tanto, no sólo resultaba importante por cuestiones higiénicas –los niños se
la pasaron jugando entre los pastos altos mientras la escuela estuvo cerrada sin que nadie se
alarmara– sino que su mantenimiento era fundamental para acentuar la importancia que debía tener
la institución en la comunidad, en la vida de los padres y, por supuesto, en el modo en que los
alumnos la percibían.
Los adultos debían ser el ejemplo de comportamiento ideal de los niños. Así como ellos se
encargaban de la limpieza de los alrededores, los alumnos debían encargarse del orden interior y
de la limpieza del salón principal. Desde que comenzó la escuela y al final de cada jornada escolar,
por parejas los niños y niñas barrían, ponían las cosas en su lugar, organizaban los pupitres y
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sacaban la basura. El discurso del docente y su insistencia en que estas prácticas se hicieran con
una cierta regularidad: cada viernes y al final de la jornada de clase, reflejan todo un orden y una
estética particular que la escuela demanda para su funcionamiento. Estas prácticas de estetización
como las han denominado Milstein & Mendes (1999) son acciones que “no se identifican con
ningún contenido disciplinario del curriculum…presentan una notable continuidad en el tiempo y
una llamativa semejanza entre escuelas de diferentes lugares del país. Su valor y su importancia
parece consistir en que son parte de los acuerdos tácitos del sentido común acerca de lo que se
hace o se debe hacer en la escuela” (p.76). Limpiar y ordenar son dos acciones que el profesor
esperaba inculcar en los niños por considerarse pautas básicas de “sentido común” que permiten,
en primer lugar, aprender y, en segundo lugar, construir la escuela como un lugar valioso para toda
la comunidad. El cuidado del espacio físico se correspondía con unas normas y reglas que
decoraban las paredes del salón principal. Estos “pactos de aula” enumeraban una serie de
comportamientos que a largo plazo permitían convertir a los niños y niñas en alumnos por medio
de la reproducción de maneras particulares de comprender y habitar el espacio escolar.
Imagen 7 Los “Pactos de aula” ya estaban establecidos antes de que llegara el nuevo profesor.
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En primer lugar, el aula de clase se debía distinguir de los lugares donde se podía jugar o comer.
En segundo lugar, en el salón los niños y las niñas tenían que aprender a esperar, escuchar, llamar
por el nombre propio a los compañeros y, por supuesto, mantener la limpieza. También era
necesario que se acostumbraran a ir al baño en momentos específicos y distanciados. En fin, las
normas buscaban que los niños y niñas se adaptaran a toda una serie de prácticas que llevan a
interiorizar ciertos tiempos adecuados para pararse, comer, jugar y estudiar, de la mano de unas
concepciones particulares sobre el espacio: las pertenencias personales, el lugar propio y el lugar
de los otros compañeros. Estas pautas de comportamiento no sólo se efectuaban mediante las reglas
de la cartelera del salón, sino que estaban acompañadas de instrucciones puntuales que el profesor
daba durante las clases a cada uno de sus once alumnos. Constantemente les pedía a los niños
menores mantenerse en el pupitre, les recordaba que sólo podían levantarse si habían acabado la
tarea que tenían asignada, les explicaba a los de preescolar cuáles útiles debían sacar o guardar
dependiendo de la actividad y el momento en el que se encontraran.
Como bien explica Milstein (1999) todas estas normas de comportamiento se basan en una
educación sobre “sentidos espacio-temporales (que) se inscriben en los gestos, las posturas, los
desplazamientos y demás movimientos corporales” (p.24). Los estudiantes más avanzados
mostraban un gran manejo y comprensión de estas reglas y, en general, todos los alumnos que ya
habían atendido, por lo menos durante un año a la escuela, seguían muy bien las normas
establecidas. Permanecían quietos cuando tocaba, pedían permiso para ir al baño, regresaban al
salón después de los refrigerios y se retiraban del aula únicamente si el profesor indicaba que era
hora del recreo o llegaba el fin de las clases. Incluso, y sin necesidad de que se tuviera que sugerir
de manera verbal en ninguna reunión, todos los niños y niñas llegaron “bien presentados a la
escuela” así como lo pedía uno de los pactos del aula.
“¿Usted se va a ir así a la escuela?”
El primer día de clases me desperté temprano, me bañé y esperé a Leila, quién iniciaba cuarto de
primaria, para caminar juntas hasta la escuela. Cuando la vi, noté que llevaba pantalones nuevos y
sandalias especiales que nunca antes se había puesto. Ella miró mi ropa y me preguntó: “¿usted se
va a ir así a la escuela?”, en vista no sólo de que no llevaba ropa nueva, sino que, peor aún, había
decidido repetir una camisa ya usada durante una mañana de esa semana. En la escuela vi también
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que todos los alumnos estaban muy arreglados. Algunos, al igual que Leila, estrenaban ropa, casi
todas las niñas tenían el cabello recogido y la mayoría llegó con su maleta y lonchera marcadas.
Del mismo modo en que la decoración, el orden y la limpieza de las instalaciones le otorgan a la
escuela un valor simbólico; parecía que la vestimenta y la presentación adecuada de los niños y
niñas, a pesar de no tener uniformes, les otorgaba el rol de alumnos. En el caso de los estudiantes
menores, aquellos que estaban en preescolar y en primero, era evidente que en su arreglo personal
había intervenido algún adulto bien sea padre, madre o hermana encargada. Como en el caso de
Toño que su mamá se había encargado de alistar el día anterior la ropa que usaría y se preocupaba
porque el niño se levantara temprano para ir al río, bañarse y arreglarse a tiempo para la escuela.
Pero para el caso de Leila, esta regla se mostraba ya incorporada en su modo de actuar, de ahí que
se asombrara de mi mala presentación. Pero no sólo los alumnos o el edificio eran objeto de estas
normas estéticas, los cuadernos también tenían que reflejar un orden particular.
Para dar inicio al año escolar el profesor entregó los “kit escolares” que la gobernación del
Guainía había mandado. Cada estudiante recibió una maleta con la consigna “Vamos pa’lante
Guainía”, unos lápices, colores, borrador, tajalápiz y según su grado escolar cierta cantidad de
cuadernos, los de preescolar dos y los de quinto hasta ocho. Los niños recibieron los útiles
emocionados mientras iban revisando las carátulas de sus cuadernos y las intercambiaban entre
ellos porque unas eran muy de “niña” o de “niño”.
El docente a su vez verificaba en unos documentos oficiales que sí le habían mandando el
numero correcto de materiales correspondientes para todo el año. En un momento, incluso, tuvo
que anotar que no le entregaron suficientes cuadernos de hojas rayadas, necesarios –según me
explicó– para la clase de castellano. Una vez dispuestos los alumnos en sus respectivos pupitres y
con sus respectivos útiles, el profesor pidió que marcaran cada cuaderno con el nombre de la
institución, el grado escolar, el nombre del docente, la materia específica y su propio nombre. Les
sugirió que cuidaran todos sus implementos, que fueran cuidadosos y no desperdiciaran los
materiales; que escribieran con pulcritud, de forma clara, las letras separadas y sin ensuciar las
hojas.
Todas estas dinámicas tienen como fin el aprendizaje de un mismo orden y de una misma
estética que permite interiorizar en los estudiantes el hecho de que existe un “gusto legítimo” en
cuanto a cómo se dispone del espacio, de los objetos y del cuidado personal:
31
“fenómenos…en los que se manifiesta la estética escolar, dan cuenta de la existencia del arbitrario cultural escolar que apela a la imposición de un gusto legítimo que legitima el conjunto de normas y reglas que se considera deben ser inculcadas a los niños como parte de su adaptación a la vida escolar y social. Esta legitimación no sería posible si la escuela misma como institución no se auto exaltara a través de su estetización. Estetizar la escuela, los sujetos y objetos escolares forma parte de la constante reproducción de las condiciones que hacen posible el trabajo pedagógico, porque al cualificarse refuerza “espontáneamente” el significado de esta institución como autoridad pedagógica” (Milstein y Mendes, 1999, p.80)
La imposición de este “gusto legítimo” es importante para este caso no sólo porque permite
incorporar comportamientos en los niños que los transformará en alumnos, sino porque al mismo
tiempo se relaciona con una serie de consideraciones sobre la condiciones puntuales en las que se
puede producir, transmitir y generar conocimiento legítimo. Organizar, limpiar, mantener un
arreglo personal y un cuidado con los objetos e instalaciones escolares legitima el hecho de que la
escuela es dentro de la comunidad la autoridad pedagógica y, en este caso, un bien común no sólo
para los niños sino también para los adultos. Los elementos decorativos, su presentación en el
salón y la disposición en la que se encuentran ponen de manifiesto cuestiones cruciales sobre cómo
se espera que actúe, piense y sienta el alumno, pero también el futuro ciudadano. Si, por un lado,
los “pactos de aula” refuerzan una disciplina indispensable para cumplir con este primer rol, por
otro, elementos como el escudo nacional, el mapa, la bandera y el himno –todos presentes también
en las instalaciones escolares– permiten la educación del segundo. Es interesante que, para el caso
específico de la Ceiba, el salón de clase también incluía dentro de sus elementos decorativos un
“rincón cultural”.
Imagen1. La decoración de las paredes del salón, incluye en una esquina el “Rincón cultural” y en una pared frontal los símbolos nacionales. Cuando me acerqué al rincón cultural los niños me explicaron que esas decoraciones las hicieron ellos mismos.
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En este rincón se encontraba la reproducción en miniatura de ciertos objetos que hacen parte de la
vida cotidiana de las personas como el bongo y el canalete, de la mano de otros objetos que en
algún momento se usaron, pero que en la actualidad tan sólo se conservan, en general, como
recuerdo de antiguas formas de cazar, como el arco y la flecha. El gusto legítimo que se imparte
en la escuela de la Ceiba se relaciona no sólo con las acciones que el profesor pedía de los
estudiantes y valoraba por ajustarse a la estética escolar, sino que a su vez está relacionado con
todo un arbitrario escolar cultural mediante el cual es posible reproducir el orden social moderno
y resaltar el lugar de lo nacional dentro de la comunidad indígena con sus particulares relaciones
de poder. No es menor que la escuela tome unos objetos y los incluya en su decoración como
elementos “culturales” al lado del himno y del croquis nacional. El efecto simbólico que tiene es
profundo pues la escenificación de la escuela se convierte en “un microcosmos en el que se
manifiestan la nación y el Estado en su devenir histórico” (Milstein & Mendes, 2006, p.18). En el
modelo intercultural escolar actual resulta necesario el reconocimiento de la diversidad cultural
del país, siguiendo con los postulados de una nación multiétnica y pluricultural. Pero la inscripción
de lo cultural en la escuela no sólo está supeditada a las lógicas y a las valoraciones de aquel
arbitrario escolar dominante, sino que por antonomasia el lugar que ocupan dichas prácticas es el
“rincón”, la esquina, el espacio marginal frente a lo nacional. Todo esto lleva finalmente a que el
alumno comprenda que existe una forma de organización y estética que apela tanto a las
actividades escolares como al lugar del ciudadano. Esto opera, sin embargo, dentro de cualquier
escuela y puede tener efectos similares en distintas clases de alumnos: los niños incorporan en sus
modos de actuar, pensar y sentir unas escalas de valores específicas que ordenan a los sujetos, los
conocimientos y los objetos de acuerdo al arbitrario cultural dominante que se encuentra en los
modelos educativos nacionales (Milstein, 2006; Pedraza 2011; Saldarriaga & Sáenz 2007). Sin
embargo, para el alumno indígena implica algo más: aprehender que el lugar que tiene su bagaje
cultural, el mismo que le trasmite su familia, se ubica –frente a las prácticas nacionales y escolares–
en la esquina. Esto, ya que el canalete y el bongo de la pared escolar están desprovistos de todo
tipo de conocimientos que, en primer lugar, dotan de sentido a dichos objetos y, por supuesto, a
las prácticas culturales que dicen representar; puestos allí apenas son un material marginal que no
remite al aprendizaje sobre la pesca, el río, las estaciones, las clases de peces, las carnadas, etc;
cuestiones que sí están presentes en la vida extraescolar. Su incorporación no se acompaña de
33
ningún tipo de discurso que legitime, dentro de ese espacio interior escolar, su presencia más allá
de posar como decoración menor de lo que en el imaginario nacional se considera “étnico”.
En efecto, como señalan Axel Rojas y Elizabeth Castillo (2005) las representaciones que
se establecen desde la escuela y en el imaginario nacional sobre ciertos grupos humanos, como los
indígenas, son producto de “una estrategia de ‘marcación’ en la que unos sectores de la población
logran asignar a otros un lugar de alteridad esencial… las formas sociales de representación acerca
de los (ahora) llamados grupos étnicos hacen parte de formas de construcción social de la
diferencia, y no son simplemente constataciones discursivas de un hecho natural” (p. 18). Es
justamente esta marcación –producto de unos procesos históricos particulares– la que dicta que el
bongo y el canalete son objetos que deben ubicarse en el “rincón cultural”. Su inclusión en la
escuela no modifica de ningún modo el arbitrario cultural dominante, sino que, por el contrario, lo
refuerzan. La marcación de la alteridad se manifiesta para los alumnos indígenas desde la misma
organización y decoración de esa escuela que –recordando las palabras del profesor– debe verse y
sentirse como su escuela. Pero esta marcación y, por tanto, la jerarquía en la que se encuentran la
cultura indígena y la nacional, se logra percibir como un hecho natural en donde prácticas como
la pesca resultan, siguiendo la terminología de Castillo y Rojas, una actividad anormal, alterna,
extraña con respecto a las prácticas escolares y ciudadanas consideradas “normales”. La
reproducción metódica y organizada de un orden estético hace posible que sea “por medio de las
acciones y los comportamientos ritualizados (que) se inscriben las normas sociales en el cuerpo.
Con esos procesos de inscripción son incorporadas también las relaciones de poder” (Wulf, 2004,
p.89). Para este caso las relaciones de poder que se transmiten mediante la educación corporal
escolar se vuelven casi indisolubles de las construcciones de identidad individual. Esto sucede
mediante procesos civilizatorios complejos que vinculan la disciplina del cuerpo, la percepción
personal y la subjetividad. En la modernidad se comprende que:
“the body is much more than an instrument or a means; it is our expression in the world, the visible form of our intentions. Even our most secret affective movements, those most deeply tied to the humoral infrastructure, help to shape our perception of things” (Merleau-Ponty, 1964, p.5)
Así pues, la educación corporal se traduce en una educación que atañe a la manera en que el ser
humano forja la capacidad de percibirse a sí mismo y al entorno que lo rodea. En el caso de la
educación colombiana ha sido mediante la educación corporal que se gesta también la percepción
34
del ciudadano, de lo nacional; del lugar que ocupa cada cuerpo, cada cultura y cada “raza” en
medio de la multiculturalidad que a nivel institucional y discursivo nos construye como comunidad
nacional. Este aprendizaje se incorpora en los alumnos indígenas desde los comportamientos que
estipulaban esos “pactos del aula”, la organización y decoración del salón, las jornadas exigidas
de limpieza, el arreglo personal y, en fin, todas las técnicas de estetización que exaltan a la
institución escolar y por ende al Estado. Ahora bien, es necesario reconocer que la marcación de
lo étnico que comienza para estos alumnos indígenas desde el espacio escolar apela a su propia
construcción personal ya que “en la identidad nacional convergen la manera de experimentarse e
interpretarse a sí mismas las personas, la forma de ser percibidas, de saberse percibidas y la de
considerar que se interpreta la existencia que expresan corporalmente” (Pedraza, 2011, p. 21). Pero
en la Ceiba las formas de educación corporal escolar que resultan similares para todos los tipos de
alumnos del orden social moderno encuentran una serie de particularidades a la hora de dialogar
con los procesos de educación corporal que ocurren en la vida familiar y comunitaria. Si bien no
se puede negar que pasar por la escuela significa para los alumnos indígenas aprender sobre las
jerarquías de conocimiento y las desigualdades entre las culturas interiorizado en su educación
corporal, tampoco se puede negar que dado la clase de alumnos que son, la clase de alumnos que
encarnan, el aprendizaje sobre cómo ser ciudadano, consumidor y trabajador llega hasta un límite,
y es allí donde al bongo decorativo del salón se le opone el bongo real, el de madera sólida que
encuentra el y la alumna cuando sale de su escuela y se dirige directamente al río.
III. Ritmos y conocimientos:
La disciplina del río
Al siguiente día que llegué a la comunidad, febrero 12, fui con una mamá y su hijo Toño de siete
años a bañarme en el río. Todos los días las mujeres bajaban a sus respectivos puertos con la loza
y la ropa de la familia para lavarla. Llevaban también jabón y champú para bañarse, sus hijos casi
siempre las acompañaban y algunos incluso tenían sus propios elementos de aseo corporal que
cargaban en un recipiente aparte. Mientras la mamá de Toño hacía sus oficios el niño se dedicaba
a jugar, nadaba cerca al puerto, hundía en el agua un bote de madera miniatura que cargaba siempre
y recogía barro de la bahía para transportarlo en el interior del juguete. Cuando su mamá ya se iba
35
a bañar le indicó que dejara de jugar y se enjabonara todo el cuerpo, le pidió lavarse bien la cabeza
y en general dio unas instrucciones para que Toño se aseara de forma correcta, al final también le
pidió que limpiara sus chanclas. El niño se dispuso a hacer lo que su mamá le ordenó cuando
escuchamos el sonido de un pájaro, eran en ese momento más o menos las cinco de la tarde. A
excepción de algunos hombres, en su mayoría las personas de la Ceiba no se quedan en el río
cuando empieza a oscurecer. Había escuchado, desde mis visitas anteriores, historias sobre
animales como los delfines que en la noche se transforman en seres humanos y se llevan al fondo
del río a las personas que encuentran en el agua; Ema, mamá de Toño, y otras mujeres me habían
hablado también del “bicho” del río o “dueño” del río que puede molestarse si una mujer esta
bañándose después de las seis de la tarde o antes de la madrugada, por lo que las mujeres casi
nunca se bañan solas y menos en la oscuridad. Todos estos relatos –además de estar vinculados
con historias míticas y cosmologías propias– permiten reproducir una serie de restricciones sobre
los tiempos adecuados para estar en el río teniendo en cuenta distinciones de edad y género.
Esa tarde Ema escuchó el ruido del pájaro por segunda vez, me dijo que eso no era bueno
y pareció asustarse aún más. Me explicó que para los puinave el canto de aquella ave era un indicio
de que algo malo iba a suceder y apresuró a su hijo para que se saliera del agua, incluso lo amenazó
con que ella se iba a ir del puerto y lo dejaba solo. Toño, que había estado distraído con sus juegos,
se enjabonó y se lavó con mucha prisa, al igual que su mamá adoptó una actitud alerta e
inmediatamente los tres salimos del agua. Para James, Jenks & Prout (1998) la experiencia de la
infancia tiene que analizarse a partir del modo en que el espacio y el tiempo estructuran las
vivencias de los niños y niñas. Según los autores es importante notar que en muchas sociedades
crecer significa ganar acceso al espacio. Los niños y niñas de acuerdo a su edad van ensanchando
los límites de los lugares por los que pueden desplazarse y de los que se pueden apropiar. Lo
anterior, no sólo porque los cambios en su cuerpo les van a permitir el desarrollo de movimientos
independientes de los adultos, sino además porque se comprende que entre más grande sea el niño
más ha interiorizado el modo adecuado de comportarse; ya tiene un cierto nivel de auto control y
es capaz de responder frente a una disciplina que no sólo se encuentra materializada en las barreras
o en los actores exteriores, sino que emerge desde su interior y con el transcurso del tiempo se
manifestará con mayor intensidad (p.41).
Si bien estos postulados toman como punto de partida el niño moderno de un entorno
occidental y urbano, las consideraciones con respecto al espacio y al tiempo como ejes centrales
36
de estructuración de la infancia son pertinentes también para el caso de la Ceiba. Las advertencias
de Ema sobre el pájaro de mal agüero y muchas otras, además de tener una carga simbólica y
cultural, tienen un efecto práctico en la educación del niño en tanto que delimitan el acceso de éste
a ciertos espacios. En este caso, se trata de una educación sobre los tiempos apropiados para estar
en el río. Los padres recurren tanto a estas historias como a toda una serie de instrucciones
puntuales para que sus hijos e hijas aprendan a moverse en el agua por sí solos, los instan a agudizar
sentidos como la audición pues posteriormente les ayudará a reconocer amenazas y, por último
–pero no menos importante– constituyen el puerto como el lugar donde se debe cumplir con el
aseo personal. Para controlar los momentos en que Toño iba al río su mamá le ordenaba bajar al
puerto únicamente si estaba acompañado o si había algún otro adulto presente. Él a su vez sabía
que no podía salir de su casa sin decirle a su mamá si iba para el puerto y con quién. Algunas
noches que Toño estuvo enfermo con fiebre y tos, Ema me contó que ella le explicaba que eso le
pasaba porque se había asoleado por estar toda la tarde entre el agua y al día siguiente cuando él
otra vez bajaba para jugar con su bote o para remar en su bongo, Ema le recordaba porque había
pasado mala noche y le decía que ella, esta vez, no se iba a levantar a cuidarlo. Todo estas prácticas
permiten que el adulto regule el tiempo y el espacio donde se mueve su hijo o hija. A medida que
crecen esta serie de indicaciones marcan una disciplina que, al igual que con el niño moderno en
un entorno urbano, instauran en el interior del sujeto unos ritmos y regularidades particulares para
desarrollar sus actividades cotidianas.
Toño y sus compañeros van perfeccionando en los ámbitos de socialización, como lo es el
río, una aguda percepción auditiva y olfativa. En todos los espacios en los que los niños indígenas
acompañan a sus padres existe un aprendizaje permanente sobre el entorno natural que reposa en
la experiencia directa con el medio que los rodea. Maritza Díaz (2010), François Correa (2010) y
Laura Rival (2002) desarrollaron trabajos de campo en comunidades indígenas amazónicas cubeo,
ticuna y huranoi del Perú; en sus investigaciones se concluía que la proximidad que mantienen los
niños con sus padres en las actividades cotidianas los lleva a desarrollar un conocimiento sobre su
medio natural y cultural que parte de la conjunción de todos sus sentidos. Para Díaz se trata de una
especie de “exploración asistida” (p.61) que mediante el juego y la convivencia con los adultos
forma en los niños ciertas percepciones sobre el mundo. En la Ceiba al ganar acceso a
determinados espacios, los niños y niñas exploran su medio y afinan sus sentidos, pero siempre
supervisados de algún modo por los adultos de la comunidad. En efecto, las amenazas de la mamá
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de Toño acerca de dejarlo solo en el río o de no cuidarlo si se enfermaba hacían que fuera el mismo
niño, a fin de cuentas, el que ajustaba el tiempo que permanecía en el río. Sin embargo, era
permitido que Toño navegara en su bongo si estaba acompañado o alguien más se encontraba en
el puerto, fomentando así la educación entre pares y la capacidad de desplazarse de manera
autónoma por un área que se considera segura. Esto no significa que la mamá de Toño, sumergida
en sus labores, no estuviera pendiente de lo que sucedía en el puerto. Todo lo contrario, Díaz señala
cómo en las comunidades cubeo a primera vista le pareció que los adultos se mantenían totalmente
despreocupados de lo que hicieran los niños, pero en realidad en medio de sus oficios siempre
tenían una vigilancia de los infantes que se encontraban cerca, así no fueran los hijos propios. En
la Ceiba se puede observar que ocurre algo similar. Leila me relató, por ejemplo, cómo un día
todos los pequeños aparentemente solos se fueron en un bongo y atravesaron el río:
“Una vez nos fuimos todos los pequeños en el bongo de José, pero iba también Camilo. Todos, todos: Lucía, Lina, Ana, Bryan, Toño, yo…y casi nos trambucamos porque Camilo y Toño nos querían hacer caer, luego fue que llegamos a la playa hasta allá, al otro lado” –¿y no tenían miedo?– “yo no, pero Lucía se puso a llorar porque ella no sabía nadar todavía entonces Camilo la vio llorando y ahí si no nos dejó trambucar13”–¿pero estaban todos solos?– “sí, pero Ema estaba mirando ahí arriba del puerto, yo creo”
(Leila, diez años. Conversación personal, 14 febrero 2019)
La historia de la niña señala justamente cómo desde algún punto distante un adulto estaba
controlando sus actividades. También permite ver cómo los niños mayores del grupo, como
Camilo, se hacen cargo de los menores, como de Lucía de cuatro años, y por eso velan por la
seguridad de los otros como lo haría un adulto. Puesto que se espera que Camilo asuma su
responsabilidad es permitido que todos los niños se vayan en el bongo. Aún así la presencia de
Ema sirve para verificar que todos estén bien, incluso desde la distancia.
Ema misma también me relató otra historia similar sobre cómo su hijo y un sobrino, ambos
de siete años, salieron en un bongo que había quedado abandonado en el puerto. Los niños se
fueron sin decirle a ningún adulto y esta vez sin la supervisión de nadie sí se trambucaron:
13 El término correcto según la RAE es “trabucar”. Aquí se opta por emplear el vocablo como lo hacen en la comunidad.
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“Ema me contó que hace como quince días Toño y Bryan se llevaron el bongo de José a escondidas, lo llenaron de barro y se trambucaron. Ellos pudieron salir del agua, pero el bongo se hundió. Estuvieron todos los adultos buscando el bongo por unos días hasta que Toño confesó lo que había pasado y Ema lo regañó”
(Diario de Campo. La Ceiba – Guainía, 15 de febrero 2019)
Estos episodios apoyan la idea que expone Díaz sobre cómo la educación en comunidades como
las cubeo o en la Ceiba, mediante la exploración asistida permiten “que el niño experimente las
consecuencias de sus actos. Si bien el cuidado del adulto busca que el niño no salga lastimado,
dentro de un margen de seguridad se deja que los niños establezcan la conexión de causa-efecto
para aprender” (p.71). Se puede pensar que en realidad el adulto de algún modo espera que el niño
tenga experiencias que lo pongan a prueba, como hundirse, para que así comprenda lo peligroso
que el río puede llegar a ser, pero también para que al mismo tiempo busque cómo reaccionar ante
una situación crítica. Muchos adultos y pescadores ya experimentados me contaron que
trambucarse es algo que eventualmente les ha pasado, si bien no es un situación ideal hay que
saber manejarla: zafarse las botas de caucho y soltar el remo para que el peso no juegue en su
contra, salir a la superficie, voltear el bongo y volver a montarse. El resultado práctico de estos
aprendizajes en el río es que los niños puedan desenvolverse de manera autónoma y segura por el
medio; inculcan en ellos una serie de consideraciones sobre cómo deben actuar de acuerdo a
situaciones espaciales y temporales determinadas. En últimas, permiten instaurar en el infante un
modelo de comportamiento, mediante el cuál adquirirá todas las habilidades necesarias para salir
a pescar y a cazar por su propia cuenta.
Toño pasaba muchas de sus tardes pescando en el puerto, no sólo contaba con su propio
bongo y canalete hechos a medida, sino que incluso Roberto, su papá, ya le había comprado
anzuelos e hilo de pescar para que practicara. Cada pescador cuenta con su propia caja de anzuelos
y cada cual desarrolla unas técnicas particulares para pescar determinados peces. Normalmente la
caja de anzuelos puede durar hasta meses, pero Toño en menos de una semana acabó con toda su
herramienta. “Eso pasó porque Roberto le entregó al niño las cosas así sin decirle nada, le dijo
tome y ya como si él fuera un adulto” (Ema, mamá de Toño. Conversación personal, 17 de febrero,
2019). Con esas palabras Ema me manifestó que no bastaba con que al niño se le proporcionara la
herramienta. Sin el acompañamiento del papá Toño solo seguiría desperdiciando los implementos
que le dieran, por eso ella le pidió a Roberto que la siguiente vez que le comprara anzuelos al niño
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le tenía que explicar cómo reutilizar cada uno para que le duraran el tiempo adecuado. A su vez,
Roberto le había recomendado a Ema que cada vez que el niño trajera un pescado ella le diera las
gracias y lo cocinara ese mismo día14. Muchas veces la mamá le servía a Toño los pescados que él
había atrapado o los utilizaba para hacer caldo para toda la familia. Algunas noches Toño o su
mamá me decían que ese pescado lo había traído él y a veces el niño preguntaba o se cercioraba
de la clase de pescado que era.
Imagen 8 El canalete de los grandes y el canalete de Toño
Con esta permanente educación corporal es posible que el niño y la niña adquieran unas
habilidades para la subsistencia en la comunidad, desde nadar hasta saber pescar; al mismo tiempo
permite la transmisión de conocimientos sobre los recursos naturales disponibles y el uso de
herramientas. Las indicaciones sobre cómo y cuando estar en el río a la luz de todo lo anterior
14 Esta indicación que le hace Roberto a Ema muestra que, conscientemente o no, se le está intentando trasmitir a Toño un cierto valor simbólico sobre la pesca, que su mamá le diga “gracias” por lo que el niño trae va a tener un impacto importante en su conducta. Así como cuando un niño de un entorno urbano trae una tarjeta de “feliz día de la madre” y sus padres también le dan las gracias. En este caso, me parece un detalle significativo pues demuestra que la educación de la pesca no sólo se basa en instrucciones o conocimientos sobre el medio, sino que involucra también una dimensión simbólica y afectiva.
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resultan completamente pertinentes para el desarrollo de actividades en su vida adulta. Para que
Toño pueda obtener sus propios peces tiene primero que manejar correctamente el bongo, la
experiencia de hundirse y poder reaccionar con destreza en un plano práctico, pero también ético
–aceptar que infringió las reglas del adulto y salió a escondidas– resulta sumamente valiosa.
Finalmente, el niño por medio del tacto, el olfato y el gusto va reconociendo aquellos peces que
están en el puerto y él mismo puede obtener, así como los pescados que están en lugares más
distantes, esos a los que aún no tiene acceso pero que su padre y hermano mayor traen a la casa.
De este modo, en la educación corporal del niño de la Ceiba se privilegiaban la aproximación
directa al entorno, el uso de todos los sentidos y el reconocimiento de espacios o tiempos de riesgo.
En los ámbitos de socialización lejos de estar únicamente repitiendo lo que ven o jugando, en
realidad se está inscribiendo a los niños en una disciplina para vivir en la selva. En efecto, no es
únicamente en el río donde se propicia una educación de los sentidos, permanentemente los adultos
instruyen a sus hijos a percibir y relacionarse con el entorno que los rodea. Las veces que viajamos
en bongo pude notar que los papás de Toño iban señalándole a su hijo los diferentes animales que
observaban desde el río a varios kilómetros de distancia en las copas de los árboles o en las bahías,
indiscernibles para mí. También los hermanos mayores en medio de los viajes identificaban un
olor a “chucha” y todos los que iban en el bongo se animaban porque sabían que era el olor
característico de las manadas de cafuches, una especie de cerdo de monte que se caza con escopeta
y son muy apreciados por el sabor de su carne. Toño se mantenía pendiente de todos estos detalles
y eventos que sucedían a su alrededor, les hacía preguntas a sus padres y él también iba
identificando los animales que alcanzaba a ver. Así, su sentido de la vista se desarrollaba con una
perspectiva de margen amplio y con una gran profundidad. Esto también será una valiosa habilidad
a la hora de cazar y poder identificar animales que se encuentran a largas distancias.
El cuerpo de los niños y niñas de la Ceiba todo el tiempo es objeto de procesos educativos
sobre el ambiente. Los sentidos se afinan para al mismo tiempo poder oler, escuchar o avistar
animales, objetos o actores del entorno. Sus procesos de crecimiento demuestran que al
conceptualizar la infancia no es posible generalizar que todos los niños y niñas pasan por una serie
de vivencias similares dado el estado prematuro de su desarrollo corporal. En otras palabras, los
niños y niñas sólo se construyen como tal por medio de las experiencias corporales que viven
“within a historically and socially situated body…the body and society are inextricably bound
together in the process of their production…different children in different circumstances may be
41
associated with different material resources –producing not ‘the child’ but many competing visions
of the childhood (James, Jenks & Prout, 1998, p.168). Es por esto que la educación corporal no
puede separarse de la educación cultural o social. El cuerpo del niño y la niña en la Ceiba se
construye en medio de unas condiciones sociales e históricas que marcan toda la diferencia en su
infancia y lo que más interesa aquí, en sus procesos escolares. Como se ha venido mostrando, en
los ámbitos de socialización de la vida cotidiana el niño y la niña desarrollan habilidades que les
permiten hacer uso de todos sus sentidos, ampliar su marco de percepción y forjar un conocimiento
sobre el mundo natural. Sin embargo, todas estas destrezas corporales que desde bebés van
incorporando los niños indígenas en su calidad de alumnos no sólo quedan relegadas al margen
–como sucedía con el bongo decorativo de la escuela ubicado en un rincón– sino que se comprende
que en la jerarquía de valores del orden escolar están supeditados a otras habilidades que se
aprecian, valoran y comprenden como más importantes.
Imagen 9 Leila se prepara para subir una palma. Ya sabe hacer el soporte para los pies con una cuerda, pero necesita fuerza
El proceso civilizatorio moderno que dio lugar a la escuela y al alumno, tal como
actualmente los entendemos, otorga primacía al sentido visual por encima de cualquier otra
capacidad perceptiva. Autores como Le Breton (1990) han mostrado que “las estructuras urbanas
favorecen una utilización constante de la mirada…el oído no es un sentido gratificado en el
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contexto de la ciudad, así como el tacto o el olfato, mas perturbados que desarrollados. La vida
social urbana induce a un crecimiento excesivo de la mirada y a una suspensión o a un uso residual
de los otros sentidos (p.102). Esto no resulta menor si se comprende que desde los postulados de
Descartes se ha considerado que el conocimiento racional y lógico depende en una importante
medida de la capacidad visual; éste es el sentido que mejor orienta al ser humano en la búsqueda
de conocimiento puesto que le permite verificar cómo se manifiestan las cosas en el mundo. Le
Breton se remite a las ideas de Descartes para sostener que “en la episteme occidental el acceso al
conocimiento pasa, de manera privilegiada, por la vía de la mirada…esta mirada pareja y crítica
que guía el pensamiento racional” (p.196). A su vez, será el pensamiento racional el que se
constituya cómo método fundamental para construir un saber no sólo sobre el mundo sino sobre
los sujetos partícipes en él. La razón se erige cómo el pensamiento único, universal, correcto y
privilegiado por la pedagogía por encima de cualquier otro tipo de pensamiento que permita
elaborar discursos a partir de métodos alternos o sentidos distintos. Wulf (2004) explica que “el
principio de racionalidad se sitúa en el puesto del principio de la educación. Educación significa
la imposición de la relación medios-fines a los hombres, en principio, en los procesos de
aprendizaje teniendo en cuenta, posteriormente el contexto laboral” (p.34).
Se puede decir que en la base de lo que la pedagogía ha entiendo como conocimiento se
encuentran inscritos los conceptos que vinculan la racionalidad con la capacidad perceptiva visual
y los métodos que ya Descartes había descrito para poder establecer relaciones de medios-fines.
En todo este panorama sentidos como el olfato, el tacto o el gusto se convertirán en un
acompañamiento del sentido visual, subsidiarios del pensamiento racional, más nunca capaces por
sí mismos de construir conocimiento. A partir de estas consideraciones y otras, muchos autores
han profundizado específicamente en los postulados que Michael Foucault propuso en libros como
Vigilar y castigar (1975) sobre el modo en que instituciones como la escuela hacen uso justamente
de esta primacía de la percepción visual para reproducir en los sujetos formas de autocontrol y
disciplina. La escuela moderna es uno de los sitios principales donde el sujeto se forma en unos
patrones de comportamiento que requieren de la inscripción y el reconocimiento de dichos
individuos en una cuadrícula de percepción visual para poder vigilar sus acciones:
The formation of a plane of sight and a means of codifiability establish a grid of perception for registering the details of individual conduct. These became both visible and cognizable –no longer lost in the fleeting passage of space, time, movement, and voice but
43
identifiable and notable in so far as they conformed to or deviated from the network of norms that began to spread out over the space of personal existence. Behavioural space was thus geometrized, enable a fixing of what was previously regarded as quintessentially unique into an ordered space of knowledge. (Rose, 1989, p.136)
La escuela en el orden social moderno se convierte en una institución enfocada en disciplinar a los
niños instaurando unas formas de conducta que se consideran apropiadas y necesarias para
aprender. En este caso, para los alumnos de la Ceiba esto ya se había visto ejemplificado mediante
los “pactos del aula” y gracias a las indicaciones que daba el docente sobre cómo comportarse en
y hacia la escuela. Pero como bien señala Nikolas Rose (1989) más allá de esto lo que la institución
escolar fomenta a largo plazo es la codificación de los sujetos en un plano de visión geométrico
donde el maestro puede registrar todos los movimientos de cada uno de sus estudiantes para
compararlos, categorizarlos y ordenarlos de acuerdo a qué tanto se acercan o no al ideal del alumno
“normal”. Según Rose esta organización tipo cuadrícula contribuye a otorgarle, también, un
sentido geométrico al comportamiento espacial o a lo que él denomina como “behavioral space”.
El comportamiento espacial resulta significativo en los procesos que dieron lugar y sentido al
alumno pues es sólo dentro de éste, orientado hacia fines racionales y apoyado en el desarrollo de
la percepción visual –por encima de cualquier otro sentido–, que el sistema escolar moderno puede
organizar y materializar todos los aspectos de lo que considerará como intelecto y éxito escolar.
Mediante la comparación de los comportamientos espaciales de los niños, disciplinas como
la estadística, la psicología y la psicometría pretenden establecer la variabilidad del intelecto
humano (Rose, 1989). Para ello surgen herramientas como el test de predicción del rendimiento
escolar y el coeficiente intelectual, que toman características como la edad para establecer las
habilidades mentales de los niños de acuerdo a un desarrollo que se considera natural; dichas
habilidades se insertan en un orden jerárquico y se las asocia con unos valores sociales. Como
sugiere Rose en el mismo camino de organizar en el espacio y en el tiempo a los alumnos, se
produjeron –en consecuencia– una serie de teorías conceptuales sobre lo que significaba tanto ser
estudiante, como, más importante aún, ser una persona inteligente y normal. Como estos procesos
de formación del intelecto reposan en la base de la primacía visual y en el pensamiento racional,
habilidades cómo las que demuestran Toño y sus compañeros: capacidades olfativas o de
percepción visual amplia, no se comprenden como procesos intelectuales y, por ende, aprender a
pescar o cultivar no puede asumirse como un proceso de construcción de conocimiento. El modo
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en que se estructura el orden escolar moderno hace que de entrada estas otras formas de aprendizaje
sean rechazadas.
Como se ha visto con las indicaciones sobre los tiempos y ritmos propicios para estar en el
río, tanto en los espacios escolares como sociales los niños deben asumir e incorporar una serie de
prácticas de comportamiento que moldean su relación con el mundo, con los otros y consigo
mismos. El y la alumna indígena debe transitar constantemente de una disciplina a la otra, para al
final interiorizar que los procesos escolares son los que verdaderamente pueden convertirlos en
personas hábiles e instruidas. Lo anterior se manifiesta en algunas de las entrevistas realizadas a
los padres y abuelos de la comunidad. Por ejemplo, Alberto, padre de tres hijos que ya habían
terminado sus estudios de primaria y abuelo de un niño que iniciaba preescolar, me comentaba
que:
“yo quiero que mis nietos sigan estudiando, porque si uno no estudia, mejor dicho, uno no hace nada hoy en día. Uno termina estudio, mire como usted, anda así, ya gana su sueldo…por eso hoy en día nosotros como comunidad debemos obligar nuestros hijos, nuestros nietos, para que sigan estudiando…En la casa mejor dicho no hicimos nada, solamente ellos se van pal’ conuco y llegan con la mamá” –¿y qué hacen en el conuco?–“No, por ahí jugando…a veces este Manuel con ganas de traer un catumare15…tiene un catumare pequeñito para él para poder cargar, como a él le gusta…pero hoy en día es bueno es para estudiar”
(Alberto Pérez, padre y abuelo. Entrevista, 23 de febrero, 2019)
Como Alberto, muchos otros padres señalaron que, a fin de cuentas, el conocimiento que realmente
les sirve a los niños y jóvenes de la comunidad es el que les puede brindar la escuela. Sin el estudio,
“uno no hace nada hoy en día” y, por ende, ir al conuco es una actividad menor e insignificante a
comparación de lo que se hace en la escuela. Es interesante notar también que en la entrevista el
padre de familia destaca el aspecto de adquisición monetaria que posibilita el estudio; se sabe que
tener un sueldo es mucho mejor para la calidad de vida de los alumnos que estar en la casa y traer
yuca del conuco sin recibir ningún reconocimiento económico. Esto último, es uno de los
elementos primordiales que diferentes personas de la comunidad reconocen como una utilidad
propia del proceso escolar. Sin embargo, no son únicamente las comunidades indígenas las que
vinculan el trabajo, la producción material y el valor social personal con los procesos escolares.
15 El catumare es un canasto artesanal que se elabora para cargar y traer yuca desde los conucos hasta las casas.
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Wulf (2004) señala que una de las características de las sociedades occidentales se basa en que “la
mayor parte de los hombres determina el sentido de sus vidas…sobre todo, a partir del trabajo.
Con la ayuda del trabajo esa mayoría satisface sus necesidades materiales y obtiene el
reconocimiento personal y social…El trabajo tiene un significado subjetivo y social” (p.98).
Alberto y otros adultos de la comunidad, quienes también han pasado por procesos escolares,
parecen concordar en que acceder a un trabajo –y no cualquier trabajo sino uno que se inscriba en
los procesos de producción capitalista– lleva al reconocimiento personal y social. Esto, ya que
posibilita satisfacer necesidades materiales, pero también, y como se puede inferir por las palabras
de Alberto, trabajar tiene un peso profundo en las subjetividades tanto de los individuos de la
comunidad indígena como de los de la sociedad occidental en general. Trabajar y tener un sueldo
es, como bien explica Wulf lo que determina el sentido de la vida moderna y por eso siguiendo la
palabras de Alberto “hoy en día es bueno es para estudiar” porque con esto después se puede ser
trabajador.
“Yo quiero que mi nieto vaya a la oficina”
Tal vez ningún otro modelo pedagógico, que haya tenido influencia en las políticas educativas
colombianas, ha contribuido más a cimentar la asociación del trabajo y el estudio que la Escuela
Nueva o Escuela Activa. Para Martha Cecilia Herrera (1999) los ideales pedagógicos
escolanovistas encontraron un arraigo en el discurso oficial durante la republica liberal (1930-
1946), momento en el que además resulto ser clave la formación del ciudadano mediante la
consolidación de sistemas de enseñanza nacionales, la producción de individuos productivos,
económicamente útiles, con un alto grado de autocontrol para la vida urbana y con actitudes
morales y éticas acordes al proyecto capitalista moderno (p.40). La base conceptual de este modelo
de enseñanza se apoyaba en el reconocimiento de la individualidad y de las aptitudes innatas de
cada niño. Varios autores afirman que se pasó de una pedagogía memorística de contenidos –con
un gran uso del castigo físico– a permitir que el infante explorara sus propios intereses académicos.
El y la alumna ganaron una cierta libertad dentro de sus procesos de aprendizaje, pero ello, no
obstante, con el fin de encauzar su potencial hacia el rendimiento, en primera instancia, de las
labores escolares, pero posteriormente, de las laborales. Óscar Saldarriaga & Javier Sáenz (2007)
sugieren que una de las consecuencias de la escuela nueva fue que en el recorrido que se hizo
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desde aquellos intereses supuestamente naturales de los niños y la necesidad de crear individuos
productivos, varias lógicas del trabajo comenzaron a permear los postulados pedagógicos.
Por ejemplo, se convirtió en una meta de la escuela “hacer efectiva la preocupación
moderna por lograr el mayor rendimiento con el menor esfuerzo, logrando economía de tiempo,
experiencia sistematizada y racional, trabajo en equipo y reducción de la fatiga individual. La
libertad disciplinada es la condición de la productividad” (p.404). Así que, si por un lado la escuela
nueva pretendía destacar las aptitudes personales y reconocer las diferencias de cada uno de sus
alumnos, por otro, logró fijar en las subjetividades de los estudiantes y los profesores la necesidad
de medir el éxito escolar e, inclusive, el valor personal de acuerdo a la premisa de “el mayor
rendimiento con el menor esfuerzo”. De este modo, el o la alumna que pudiera desempeñar una
tarea específica en el menor tiempo posible se convertiría en el “más apto” o “más capaz” para
asumir los conocimientos de la escuela.
Como se veía anteriormente, la inserción de los niños y niñas en los marcos perceptuales
escolares permite inscribir en ellos una disciplina particular, se pueden distinguir sus capacidades
racionales y su comportamiento espacial; finalmente, también se puede medir la velocidad con la
que ejecutan sus tareas. Lo anterior, siempre en relación con los otros alumnos. La cuadrícula
escolar es esencial pues no se trata sólo de evaluar al individuo sino de organizar sus diferencias
respecto a las de los otros compañeros. Más aún, con esta organización es el propio alumno el que
puede medir si su rendimiento es más lento, igual o más veloz que los otros estudiantes. Por ello
Saldarriaga y Sáenz, sostienen que la escuela nueva “hace de la autonomía un objetivo a alcanzar
como punto más alto de una escala ascendente y, por lo tanto, la hace al mismo tiempo un principio
de selección y de exclusión… en un nivel más interno de la subjetividad infantil, en una relación
consigo mismo” (p.405). En su calidad de alumnos, los niños y niñas de la Ceiba parecían, de
acuerdo a su grado escolar, haber interiorizado este principio en mayor o menor medida.
En el segundo día de escuela, 5 de marzo, el profesor hizó un repaso para los grados de
tercero, cuarto y quinto de nociones básicas de aritmética: sumas, restas, división y multiplicación.
Los ocho alumnos de los grados mayores tenían que desarrollar una misma operación y mostrarle
al profesor el resultado. A medida que los primeros iban terminando, Ana fue la primera, el docente
verificaba el ejercicio, ponía una calificación y cerraba su cuaderno. Los niños se sentaban otra
vez en su pupitre y podían disfrutar del “tiempo libre”. Los que se tardaron más en desarrollar la
operación o tuvieron que repetirla varias veces se impacientaban y el profesor les pedía prontitud:
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“vamos, vamos, terminen” decía. Algunos optaron por hojear el cuaderno del compañero o
sencillamente se negaron a terminar el ejercicio. Al final, el docente se paró y desarrolló la división
en el tablero, se acabó ese segmento de la clase con la conclusión de que era muy preocupante el
nivel en el que estaban y algunos debían presentarse después de clase para hacer una nivelación
de conocimientos.
De igual modo sucedió con los alumnos de preescolar y primero, cinco niños en total. A
los primeros tres, dos infantes de cinco años y una niña de cuatro años que habían permitido ir a
la escuela bajo la modalidad de “asistente”, el profesor los puso a realizar unas planas de círculos
y rayas. Para las niñas de primero, una de seis y otra de siete años, el ejercicio fue similar, pero
consistía en hacer secuencias de números. Mientras que todas las niñas parecieron acatar las
indicaciones e hicieron la plana, Manuel que apenas estaba en sus primeros días de escuela no
siguió las instrucciones. No sólo no realizó la plana, sino que todo su comportamiento se desviaba
del ritmo que el profesor quería implementar. Manuel no sostenía el lápiz de la manera “correcta”,
se saltaba renglones, no seguía la secuencia como era y aleatoriamente dibujaba círculos y rayas.
A mitad de clase cerró su cuaderno y guardó todos sus útiles. Se quedo un tiempo sentado con
todas sus cosas listas hasta que el profesor tuvo tiempo para acercarse a su pupitre y explicarle
paso por paso lo que debía hacer.
Fuera de la jornada escolar tuve la oportunidad de sentarme a hablar con el docente y le
pregunté cuál había sido su impresión de los niños. Entre otras cosas, él me señaló que “ya veo
que voy a tener artos problemas con este niño Manuel” (Docente de la Ceiba. Conversación
personal, 5 de marzo, 2019) dado su comportamiento –espacial, si se quiere– en el aula de clases.
Para el profesor la actitud del niño lo clasificaba de inmediato como un tipo de alumno que requería
de un mayor tiempo y dedicación para adaptarse al sistema escolar. Por otro lado, esa vez y algunas
otras, me señaló con algo de efusividad que las niñas Ana, Kamala y Sol eran muy inteligentes,
muy despiertas y capaces. Ana, de once años, era sin duda alguna la más aplicada a las labores
escolares. Estaba cursando su último grado, quinto, y no sólo su comportamiento en el aula
ratificaba su buen desempeño escolar, sino que su mismo boletín de notas daba cuenta de lo mismo.
Sus otras dos hermanas, parecían seguir el mismo camino y tanto Kamala como Sol trataban de
seguir las instrucciones del profesor y hacer sus tareas con gusto. Incluso, cuando Ana terminó el
ejercicio de matemáticas de ese día, se paro del pupitre y fue a mirar cómo estaba haciendo Sol su
plana, le indicó como hacerlo mejor hasta que el profesor la mandó a sentarse otra vez a su puesto.
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En estos episodios se aprecia, justamente, cómo las comprensiones que existen sobre los
alumnos y el sistema escolar llevan a que los niños y niñas constantemente estén siendo evaluados
según los marcos de referencia que devienen de la escuela nueva moderna. Es cierto que Ana y
Manuel presentan un caso particular pues mientras la primera está culminando su proceso
educativo de primaria, el otro apenas está empezando su vida escolar. No obstante, de entrada, el
comportamiento de Manuel ya queda de algún modo estigmatizado por no acoplarse a los ritmos
y regularidades del entorno escolar. En caso tal de que el profesor no logre inscribir en el niño la
disciplina adecuada, no se pueda establecer una regularidad en sus ritmos con respecto al resto y
no desarrolle el principio de autonomía, Manuel no podrá tener el estatus en el ámbito escolar de
un niño considerado inteligente, como el profesor destacaba de Ana y sus hermanas. Ahora bien,
estas consideraciones no tienen un carácter totalizante: el profesor no parece pensar que Manuel
es un alumno destinado a fracasar, ni mucho menos incapaz de aprender. Todo lo contrario, para
el profesor mismo la transformación del niño en alumno implica también un desafío para él en su
labor como docente. Pero, lo que sí implica es que para que dicha transformación se cumpla no
sólo debe haber una reestructuración en el modo en que el niño se ha venido desarrollando, en su
modo de aprehender y comportarse en unos tiempos y espacios determinados, sino que se deduce
que todos esos procesos educativos corporales que anteriormente veíamos, los que enseñan sobre
el río, son nulos o no sirve, no son conocimientos de nada y no se ven como educación.
Por otra parte, las circunstancias sociales, económicas y familiares de Ana y Manuel no
son las mismas. Si bien la escuela parece fomentar la idea de una cierta homogeneidad de los
estudiantes –regular el ritmo escolar, disciplinar y evaluar el intelecto mediante postulados
biopsicológicos son todos, en cierta medida, fenómenos que se desprenden de la idea de que los
alumnos son todos similares– al relegar las condiciones históricas al mundo extraescolar y negar
la incidencia que tienen en el desempeño de los alumnos no se hace más que profundizar las
desigualdades del mundo moderno. Bourdieu & Passeron hace ya varias décadas señalaron lo
anterior. En sus estudios Los herederos (1964) y La reproducción (1970) se muestra cómo los
estudiantes que provienen de entornos culturales y lingüísticos propios de las clases bajas o clases
obreras tienen una muy reducida oportunidad de ascender en el sistema escolar. Los autores
mostraron que entre mayor sea la distancia del habitus familiar al habitus escolar mayor será la
“mortandad escolar” (Bourdieu & Passeron, 1970, p.116). A su vez, a medida que el estudiante
escala los distintos peldaños del mundo escolar, de primaria a segundaria a educación técnica o
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profesional, la selección de los individuos será tanto más rigurosa. Por eso, quienes provienen de
un entorno social y cultural lejano al habitus escolar, pero que logran triunfar como estudiantes
serán símbolo del mérito individual y así “la ceguera frente a las desigualdades sociales condena
y autoriza a explicar todas las desigualdades –particularmente en materia de éxito educativo– como
desigualdades naturales, desigualdades de talentos” (Bourdieu & Passeron, 1964, p.103). Es por
esto fundamental mostrar las diferencias en los entornos familiares tanto de Manuel como de Ana
para evaluar en qué medida sus condiciones sociales se pueden adaptar o no al habitus escolar.
En primera instancia, Ana cuenta con papás que tienen niveles educativos altos en
comparación al resto de la comunidad. Su padre tiene un título técnico y su mamá cursó hasta
noveno de bachillerato. Por tanto, ellos ya se encuentran familiarizados con el lenguaje académico
de la escuela. Además, su involucramiento en el proceso escolar de sus hijas es activo: asistieron
a todas la reuniones entre el profesor y la comunidad, pidieron que su hija de cuatro años fuera
aceptada ese año como asistente e, incluso, la mamá de Ana fue la primera en trabajar como
voluntaria en la cocina escolar. Manuel, por otra parte, proviene de una familia monoparental, el
trabajo de su mamá en el conuco es fundamental para la subsistencia tanto de sus propios hijos
como de los abuelos del niño, por lo que su presencia en los procesos escolares de su hijo parecía
ser más distante. Al mismo tiempo, el acceso a bienes y servicios económicos de los papás de Ana,
Kamala y Sol parece ser mucho mayor a los de la familia de Manuel. Esto, ya que las niñas y sus
papás me contaron ciertas actividades que habían hecho antes de iniciar la escuela como visitar
familiares en Inírida, comprar juguetes, comprar ropa, útiles, etc. Mientras que el abuelo de Manuel
me explicaba en las entrevistas que para él era muy difícil comprar cosas para sus hijos o nietos,
y, por ende, aún más para la mamá de Manuel quién no contaba con ningún sustento monetario.
Su abuelo me explicó las dificultades que tuvo a nivel económico para que sus hijos continuaran
con los estudios de bachillerato tanto en la ciudad como en los internados:
“moverse de aquí siempre es difícil: la gasolina, a veces no hay motor… eso es muy complicado. Ese año, ahí llegue, y Esteban (hijo de 17 años) continúo ahí y después consiguió una pareja ahí… Katherine (mamá de Manuel) lo mismo, ahí quedo. Yo no puedo esforzar más porque hasta ahí yo llego. Y también que muy escaso recurso para comprar ellos la ropita, cualquier cosa que ellos pidan, ellos tiene que comprar. Allá no le ayuda nadie. no tenemos familia, también no tenemos con quién dónde él va a quedar y siempre es difícil. También lo mismo como estarse cada quince días, tiene que salir de ahí (el internado) obligatoriamente y no hay con quién dejarlos”
(Alberto Pérez, padre y abuelo. Entrevista, 23 de febrero, 2019)
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A pesar de las dificultades que Alberto enfrentó para poder apoyar a sus hijos en sus procesos
escolares, no deja de confiar en los logros del proceso escolar. Incluso, reconoce que el ser indígena
le puede asegurar ciertas ventajas:
“Hay colegio para los indígenas también… no cobran nada por matrículas, sino que uno tiene que hablar en su propio idioma… le dan estudio o le dan beca…eso es lo importante…muchos indígenas de nosotros hoy en día estamos llegando allá también”
Ante su respuesta, yo me interesé por saber por qué le parece que los indígenas deben “llegar allá”
y más aún, si él quería que sus nietos siguieran ese recorrido escolar. Él me explicó que trabajar
en el conuco es muy duro, mientras que el estudio les ofrece la posibilidad de otra vida, una en la
que pueden obtener recursos económicos que le ayuden a toda la familia:
“para que ellos no sigan trabajando, así como estoy trabajando arduamente, sufriendo, tumbando, hacer mañoco. Siempre es difícil cuando uno no tiene estudio. En cambio, uno que termine su estudio se gradúa tiene con que trabajar, ya puede trabajar en oficina” –¿le gustaría que sus nietos trabajaran en oficina?– “Sí, yo no me gusta que siga trabajando acá, así como estoy trabajando, estoy sufriendo, mejor dicho. Si yo no quiero que ellos sigan trabajando, así como estoy trabajando en el conuco, tumbando, moliendo machete pal’ monte…Muy pesado, en cambio un muchacho que termine su estudio con eso yo digo, ya”
(Alberto Pérez, padre y abuelo. Entrevista, 23 de febrero, 2019) Trabajar en oficina se perfila como un mejor estilo de vida que el modo de vida indígena. En este
caso, para Alberto tener un título significa acceder a un trabajo que demande menos esfuerzo físico
y tenga más estatus social. Aún en medio de los retos económicos que supone apoyar a sus nietos
para continuar con sus estudios una vez se gradúen de la escuela primaria de la comunidad, el
beneficio a largo plazo para ellos será mayor y dará sus frutos. Las palabras de Alberto hacen eco
a estas ideas que tuvieron tanta acogida en medio de los proyectos pedagógicos de la escuela nueva
en las que el trabajo se convierte en un fin y en un ideal del proceso educativo. Llegar allá, llegar
hasta la oficina, es algo que tiene un valor simbólico no sólo para los nietos de Alberto sino, como
él mismo lo dice, para todos los indígenas en general. Así como la escuela nueva logra que la
productividad no se vea como una imposición, pues cada estudiante puede elegir sus propios
intereses de trabajo; también logra que la inserción al mundo laboral no se convierta en una
obligación sino en una aspiración. Esto, ya que desde los procesos pedagógicos “el trabajo se
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convierte en un eje de la formación, no exactamente en el sentido de preparación técnica
profesional, sino de estructuración de valores éticos y morales, de configuración de nuevos
patrones culturales” (Herrera, 1999, p.252).
Los postulados de la escuela nueva parecen ser afines con lo que Alberto y otros adultos
esperan de los alumnos de la Ceiba. Luis, padre de un bebé de unos pocos meses, me dijo que el
estudio era importante “para llegar a ser alguien”. Mientras que Jefferson, padre de una niña de
quince años y un niño de diez, me explicó que él buscaba que sus hijos terminaran los estudios
porque quería “darles lo mejor en la vida, porque yo no fui nadie, quiero que ellos tengan una
profesión y que volvieran aquí o que vivan en la ciudad si tienen trabajo” (Jefferson, padre de dos
hijos. Conversación personal, 18 de febrero, 2019). En la Ceiba, como en las sociedades urbanas
y occidentales, tener un estudio, un título y un trabajo se convirtió en equivalente del valor propio.
Pero para los alumnos de la Ceiba, sin el habitus escolar incorporado en su ambiente familiar, con
una lengua materna distinta al español y con la necesidad de ayudar a sus padres en los conucos
para poder alimentarse, frente al sistema escolar moderno se encuentran no sólo en una clara
posición de desventaja, sino que, además, todo su modo de vida y sus prácticas cotidianas están
totalmente devaluadas frente al modo de vida escolar y laboral. Entonces, ese sueño de Alberto o
de Jefferson, el que les trasmiten a sus hijos, al menos en el discurso, de que sigan estudiando y
consigan trabajo se perfila como una meta muy remota y de muchos sacrificios; una meta casi
imposible.
“Porque diferente”
Todos los conceptos que dieron lugar al modelo Escuela Nueva y marcaron su implementación en
el territorio colombiano, siguen siendo claves para comprender el modo en que dichas pedagogías
se implementan en la Ceiba. Los valores éticos y el ideal de hombre que busca este proceso
pedagógico, tienen un profundo impacto en la subjetividad de los alumnos indígenas. Los niños y
niñas replican en sus actividades, en el modo en que se dirigen al profesor o a los compañeros, en
la disposición de su cuerpo y en el posicionamiento de su mirada, toda la actitud que se espera del
alumno moderno. Evidentemente, existen ciertos matices que hacen que cada niño responda
distinto. Pero, en general, desde mi perspectiva desde los niños de segundo ya se ven inscritos en
52
sus gestos y en sus acciones las intenciones por cumplir con la productividad, agilidad y
autodominio propios del estudiante.
Esto lo pude ver en una de las tareas que el profesor me puso a desarrollar para ayudarle
durante sus clases: realizar unos dictados a los dos alumnos de segundo, Toño y Simón. El primer
día de clases, 4 de marzo, el trabajo consistió en leer y copiar unas frases cortas del libro de
escritura Tío Nacho. El segundo día, en cambio, el docente me pidió que les ayudara a los niños
con los ejercicios del texto del área de ciencias sociales que había mandado el Ministerio de
Educación. El libro empezaba con una lección que se titulaba “Reconocimiento de mí mismo”16.
Las instrucciones decían que teníamos que leer y discutir entre todos la afirmación: “Soy igual a
todos, pero no hay nadie igual a mí" y a partir de esto el docente invitaba a los alumnos a que
respondieran una serie de ideas relacionadas con el reconocimiento personal.
Antes que nada, el docente decidió que, para poder organizar los distintos alumnos y las
labores y por el calor que estaba haciendo ese día, lo mejor era que los tres, Toño, Simón y yo, nos
hiciéramos en el patio principal. Los niños arrastraron sus pupitres hacia afuera y los tres nos
sentamos. Primero, –nos indicó el profesor– cada uno debía copiar la pregunta, yo los ayudaba a
comprenderla y la discutíamos entre todos; por último, copiaban su respuesta en los cuadernos,
dijo esto y se fue con los niños mayores. Tanto Toño como Simón estaban en sus pupitres,
sentados, lanzándose miradas y risas cómplices, con su respectivo cuaderno abierto, el borrador a
un lado, tajalápiz y lápiz listo. Toño empezó a tajar su lápiz en exceso y por mucho tiempo a modo
de juego, le enseñaba la punta a Simón y le decía “¿será que se puede más?” y empezaba a tajar
de nuevo. Intenté reorientar su concentración y les pregunté qué pensaban de la idea: “Soy igual a
todos, pero no hay nadie igual a mí". Los niños se quedaron callados, se volvían a reír o se ponían
otra vez a jugar con las cosas. Me pareció muy difícil ponerme a discutir con Toño y Simón por
qué razón ellos eran iguales pero distintos. Yo no sabía qué decirles. No quería empezar, digamos,
refiriéndome al cuerpo en términos biológicos porque eso podría llevar a distinciones sobre género
en las cuales no quería caer. Tampoco quería hablarles de cosas abstractas como la identidad o la
personalidad porque pensé que para ellos iba a ser muy difuso. Entonces decidí irme por el tema
de la lengua. Sabía que Simón venía de otra comunidad, Paloma, y su familia era curripaca. Les
pregunté sí creían que todas las personas eran iguales y todas hablaban curripaco. Simón respondió
16 Ver Anexo 3: las páginas del MEN
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“en Paloma todos somos iguales”, “Pero Toño no habla curripaco” les dije. Toño se río y Simón
no dijo nada. Entonces les dije que mejor fuéramos haciendo el ejercicio y lo íbamos hablando. La
primera pregunta, después de ese encabezado, me pareció aún más compleja para hablar con los
niños sin caer en esencialismos, prejuicios o clichés: “¿por qué decimos que las personas somos
diferentes?”. Rápidamente leí las otras preguntas: “¿por qué puedes decir que no hay nadie igual
a ti?” y “¿por qué a pesar de las diferencias, podemos decir que todos somos iguales?”. Concluí
que era imposible discutir qué era la igualdad o la diferencia sin caer en obviedades o ideas ligeras.
Sentía que todo el pregrado en Antropología se aglutinaba tras esas frases y yo no podía decir algo
que a los niños les interesara. Entonces, seguí las instrucciones, que a la vez a mí me había dado
el profesor, y les dije a ambos que copiáramos primero la pregunta.
Intenté hablarles un poco más de cómo las diferencias pueden empezar en un entorno
familiar, les dije que ellos dos no tenían la misma familia, no tenían la misma mamá, por ejemplo.
Pero los niños no respondían nada, sólo se reían. Mi rol terminó siendo, a fin de cuentas, igual que
el del día anterior: la persona que corregía ortografía y ayudaba a reconocer sílabas. Yo les leía
“di-fe-ren-cia” y Toño se quedaba mirándome o miraba al frente y pensaba cómo se escribía “fe”.
“Fa-fe-fi-fo-fu” decía varias veces, permanecía un rato repitiendo “fe”. El día anterior, había
notado que tanto Simón como Toño ubicaban la sílaba que tenían que escribir mirando la letras
decorativas que estaban en el salón encima del tablero. Pero en el patio de la escuela no había
ningún soporte visual y a veces Toño anotaba la sílaba correspondiente, pero casi siempre
terminaba confundiéndolas. Simón tuvo menos dificultad para el dictado y fácilmente se adelantó
a copiar todas las preguntas, yo lo felicité porque tenía muy pocos errores ortográficos. Pero
cuando tuvo que responder se volvió a quedar en blanco yo le insistí en que pensara si todas las
familias eran como la de él, pero no tuve mucho éxito. Al final me dedique más con Toño porque
le estaba costando bastante escribir “diferencia”.
Luego regresó el profesor y les leyó la segunda pregunta “¿qué creen que nos hace
diferentes?” Los niños se quedaron callados, se acomodaron mejor en el pupitre y esta vez no se
rieron. El docente volvió sobre la cuestión “¿ustedes dos son igualitos?”, “¿tienen la misma cara?”,
“¿la misma ropa?” y los niños apenas decían sí o no. Simón incluso escondía su rostro cuando el
profesor hablaba, hasta que éste le dijo que se sentara bien, que no se agachara así, que levantara
la cabeza y lo mirara. El profesor les dijo que ellos no eran iguales a las niñas, por ejemplo, ni
tampoco iguales a los adultos, “¿por qué ustedes no son iguales a las niñas?” les preguntó, pero
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antes de que alguno pudiera contestar el docente se tuvo que ir rápido otra vez con los grandes.
“Seguro, si ese es igualito a la hermana” dijo Toño señalando a Simón cuando el profesor se fue.
Volví a leerle a Toño la segunda pregunta para que la copiara bien “¿por qué puedes decir
que no hay nadie igual a ti?” y mientras ayudaba a corregir sus sílabas, Simón dijo “ya sé” y se
puso a escribir solo. Yo me entusiasmé y le dije que muy bien que ya miraba. Me interesaba saber
que había pensado para terminar la respuesta que ya estaba empezada: “no hay nadie igual a mí…”.
Pensé que tal vez el niño había escrito, finalmente, algo sobre lo que yo les había dicho de la
familia o el idioma y mientras Toño pensaba en las sílabas que le faltaban, revisé el cuaderno de
Simón. El niño había escrito: “no hay nadie igual a mí. Porque diferente”. La respuesta me sacó
una sonrisa y me pareció muy hábil para terminar rápido la tarea. Caí en cuenta, también, que para
ese momento ya debíamos de haber copiado las palabras igual y diferente por lo menos seis u ocho
veces. Simón cerró el cuaderno y el profesor dijo que ya era la hora del recreo.
Pero Toño no quiso pararse de su pupitre. Dijo que él iba a quedarse a terminar, tal vez
estaba impresionado por la rapidez con que Simón había terminado, en apariencia, la misma tarea
o tal vez porque no quería seguir confundiéndose con las silabas. Yo le dije que no importaba que
dejara eso y fuéramos a comer, pero el niño insistió. Cuando se acabó el recreo Toño dijo que ya
había terminado toda la tarea y el profesor quedó impresionado, “¿toda, seguro?” y el niño dijo
que sí. Entonces abrió su cuaderno para calificar y Toño había puesto como respuesta a la segunda
pregunta, la pregunta tercera. El profesor le dijo que eso estaba mal y que tenía que borrar esa
respuesta, dejar el renglón en blanco y copiar la siguiente pregunta en el siguiente renglón. Toño
empezó a borrar con mucha fuerza y se le rompió la hoja.
El episodio es muy significativo porque permite ilustrar muchas de las tensiones y
contradicciones que se encuentran no sólo tras los modelos educativos actuales, con sus
conceptualizaciones sobre el niño y el ciudadano a forjar; sino que, más allá de eso, parecen existir
una serie de absurdos o lagunas argumentativas detrás de toda la gama de palabras, términos e
ideas que se utilizan a la ligera para hablar de la diversidad cultural de los grupos humanos que
viven en el territorio colombiano. En este caso, estas palabras empleadas en un ambiente como la
Ceiba deben tener una reflexión más profunda. ¿Qué implica que mientras en el libro de texto se
esté haciendo énfasis en las diferencias individuales, los niños no parecen ver distinciones sino
similitudes? Como le pareció a Simón después de mis preguntas sobra la familia y el idioma, en
donde para él en su anterior comunidad “todos eran iguales”. La diferencia a la que hacía alusión
55
el primer ejercicio, según pude ver páginas mas adelante, estaba encaminada a hablar sobre
cuestiones como la diferencia en la personalidad y los comportamientos. Pero a lo largo del libro
no parecía que se discutiera la diferencia en torno a cuestiones como los procesos históricos de
distintos grupos, diferencias en torno a clase, diferencias por los accesos a recursos, difícilmente
diferencias con respecto al idioma o a ideas políticas. En fin, en un suceso tan aparentemente
insignificante se puede ver cómo desde el inicio de los modelos de Escuela nueva “la escuela era
concebida como una sociedad heterogénea debido a la diversidad de las características mentales,
de las aptitudes y de la franja etárea de lo niños, diversidad a la que debía corresponder la forma
de organización escolar y los procesos de enseñanza. No obstante, de manera paradójica, no se
hablaba de la diferencia proveniente de lo social; en las representaciones sobre la escuela ésta era
tratada como una diferencia de la que se podía hacer abstracción, pues la escuela era representada
como el lugar en el que se desdibujan las diferencias sociales, motivo por el que era concebida
como vehículo democratizador por excelencia” (Herrera, 1999, p.32).
Así que, la respuesta de Simón era a fin de cuentas muy acertada. Ante un uso tan volátil
de los términos, en una escuela que busca señalar diferencias que le sean productivas y útiles,
diferencias individuales que se puedan convertir en “talentos”, pero no diferencias que provengan
de los contextos sociales, culturales e históricos; en una escuela así uno puede afirmar: “todos
somos iguales, porque somos diferentes”. En donde la oposición de los términos no contribuye a
una reflexión sobre nuestro lugar en el mundo sino sencillamente a reafirmar jerarquías de poder
y clasificaciones culturales que devienen de un orden racial colonial. Tal vez es absurdo plantear
un debate tan complejo sobre las diversidades humanas en una escuela primaria, incluso esperar
que la escuela haga esto es pedirle que cumpla tareas que no le son propias. Pues, como se sabe,
en su momento de implementación los objetivos que se quisieron alcanzar con la escuela nueva en
Colombia contemplaron “homogenizar patrones culturales, difundir la idea de lo nacional, inculcar
habilidades laborales, disciplinar y moralizar para el trabajo y, en general, ayudar a legitimar las
relaciones sociales establecidas” (Herrera, 1999, p.25). En la actualidad, a pesar del auge de
conceptos como el multiculturalismo y educación propia, la escolarización sigue trazando, en los
cuerpos y en la subjetividad de los estudiantes, el deseo por homogenizar su rol como niño y, en
el caso de los alumnos indígenas, homogenizar también sus patrones culturales para que se anexen
a los patrones nacionales.
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Por otra parte, es interesante ver, gracias a la experiencia con Toño, cómo desde una edad
tan temprana y a lo mejor sin saber bien por qué, el niño muestra su disgusto con el hecho de que
su compañero termine la tarea antes que él. La actitud de Toño, sus gestos de molestia borrando
en el cuaderno hasta romper la hoja, el hecho de tomar la decisión de no pararse de su pupitre sino
hasta terminar, muestra lo eficaz que resulta la escolarización en inscribir en los alumnos los ritmos
y emociones necesarios para la vida productiva. Tanto Simón como Toño sabían que el que
terminara primero era el que podía salir a disfrutar de su “tiempo libre”, pero además terminar
primero significaba ser implícitamente “mejor”, pues en sus cuerpos ya se empezaba a hacer
presente la lógica de “el mayor rendimiento con el menor esfuerzo”. Como señala Pedraza (2011)
“se entiende que el poder de la disciplina es efectivo porque las personas realizan actividades que
comprometen tanto el movimiento como la interpretación subjetiva del sentido de las acciones”
(p.214). Por eso, es posible afirmar que el modo en que Toño reaccionó a la situación a la vez
implicaba un modelamiento de sus emociones, pues “los innumerables movimientos del cuerpo
durante la interacción (gestos, mímicas, posturas, desplazamientos, etcétera) se arraigan en la
afectividad de los individuos…nunca son neutros o indiferentes, manifiestan un actitud moral
frente al mundo” (Le Breton, 1999, p.37). Estas emociones que se gestan en la escuela mediante
la educación de una disciplina particular aumentarán con el tiempo en la medida en que los
alumnos indígenas asciendan en sus cursos escolares. Al final, tal vez dejarán de ser gestos de
disgusto como los de Toño para transformarse en conceptos que denotan una terminología que
proviene de un discurso “blanco”; tal vez por eso Leila, cuando terminó su jornada escolar el
primer día y le costó tanto hacer sus operaciones matemáticas, me dijo que ella no podía hacerlo
porque era muy “bruta”. Cuando la niña me dijo esto, a pesar de que ya había escuchado a algunos
jóvenes y adultos decir cosas parecidas sobre sí mismos, no pude dejar de llevarme una gran y
triste sorpresa. La persistencia con la que ese término apareció en los discursos de las personas de
la comunidad parecía trascender el problema de una apreciación personal a un sentimiento grupal:
“Alberto no es el primero que dice eso de que él “no sabe nada”. Leila me dijo el otro día que ella era “muy bruta” y el hermano mayor de Toño también se ha expresado así sobre él mismo varias veces… Hoy me impresionó mucho que Katherine le dijo como si nada a su hermana menor, en frente de todos, que ella era muy brutica. Y hoy también tuve una conversación con el hermano de Toño que me volvió a repetir que él era muy bruto”
(Diario de Campo. La Ceiba – Guainía, 27 de febrero y 1 de marzo, 2019)
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Es verdad que el orden escolar moderno por su mismo funcionamiento jerarquiza y
selecciona a los estudiantes y obvia las desigualdades, para difundir la idea de que todos tienen las
mismas posibilidades de triunfar. Como consecuencia, aquellos que se quedan a un lado verán su
fracaso como un problema personal más no como un efecto del modo en el que la escuela opera.
Bourdieu & Passeron (1964), explican que “los estudiantes son mucho más vulnerables al
esencialismo porque, adolescentes y aprendices, están siempre a la búsqueda de lo que son y por
eso resultan profundamente afectados en su ser por lo que hacen…el esencialismo llega para
multiplicar la acción de los determinismos sociales: a partir del hecho de que no se lo pervive
ligado a una cierta situación social, por ejemplo con la atmosfera intelectual del medio familiar,
con la estructura de la lengua que allí se habla, o con la actitud respecto de la educación y de la
cultura que estimula, el fracaso educativo es naturalmente adjudicado a la falta de talento” (p. 109).
Así que el sentimiento de fracaso no es propio de los alumnos indígenas, en cualquier caso, es
propio del orden escolar y uno de sus posibles efectos. Sin embargo, este particular efecto parece
afectar con mayor eficacia a ciertos grupos, como a los estudiantes indígenas. Es como si en su
mismo funcionamiento la escuela ya hubiera escogido a sus alumnos “brutos”; esos que, por su
modo de vida, su cultura o su lengua no van a poder acceder a los títulos y profesiones que le
otorgan estatus social al sujeto moderno. Si se acepta, además, que “para el estudiante se trata de
hacer, lo que no es jamás otra cosa que hacerse…lo que hace a la definición misma del rol del
estudiante: estudiar no es crear sino crearse” (Bourdieu & Passeron, 1964, p. 84) uno tendría que
pensar qué tipo de invitación realmente es la que se le está haciendo al niño indígena desde la
escuela para que se construya como alumno. Ngūgī Wa Thiong’o (2015) describió los procesos de
educación por los que pasaban los niños keniatas y concluyó que la educación se había empleado
como el arma más efectiva para controlar y diseminar su cultura. El autor utiliza su propia
experiencia en el colegio para narrar cómo la escolarización en Kenia suponía el aprendizaje de
que los africanos eran, por definición, inferiores y brutos:
“el ingles se convirtió en la lengua de mi educación formal… pasó a ser algo más que una lengua: era la lengua, y todas las demás tenían que rendirle pleitesía…las experiencias más humillantes que podías sufrir es que te sorprendieran hablando gikuyu …al culpable se le infringían castigos físicos, entre tres y cinco reglazos en el culo desnudo, o le colgaban al cuello una placa de metal con las inscripciones como soy un estúpido…su propia lengua quedaba asociada en su mente impresionable a un estatus degradado, a la humillación, al castigo físico, a la torpeza intelectual o incluso a la total estupidez, ininteligibilidad y barbarismo” (Thiong’o, 2015, p. 51)
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Tal vez el caso de Thiong’o sea un caso extremo que no se puede comparar con lo que pasa
con los alumnos indígenas, o tal vez si se pueda comparar. Porque si bien es cierto que el profesor
de la Ceiba en ningún momento les dijo a sus alumnos que estaba mal hablar su lengua o que era
unos “barbaros” por hablar en su idioma, él no tiene ninguna necesidad de hacerlo si el sistema de
educación corporal escolar moderno se va a encargar de hacerlo por sí solo. No hay necesidad de
poner en el discurso algo que, con los gestos, las habilidades corporales, la insistencia en la
productividad, la disciplina, el racionamiento y la percepción visual ya va a quedar incorporado
en su cuerpo con el fin de hacerles saber que lo que aprendan en su medio cultural o familiar no
va a tener ningún valor. Así, la escuela fomenta sentimientos de inferioridad cultural y mental que
están siendo aprendidos en el supuesto intercambio entre las culturas nacionales con las indígenas.
Se pueden pensar como lo mostraba Silvia Rivera Cusicanqui (1986) para su propia comunidad,
que la escuela moderna apoya en los alumnos indígenas la figura del “colonialismo interno”; es
decir, cultiva la presencia en el propio cuerpo “del enemigo interior, aquél que nos impone el
resentimiento, la desconfianza mutua o el mimetismo cotidiano, condicionándonos a una
psicología de víctimas, perdidas en una cacofonía de coros del lamento. (Cusicanqui, 1986, p. 22).
Creo que puede no ser una exageración si se consideran cuestiones como el alto índice de suicidios
de indígenas en un territorio tan cercano y similar al de la Ceiba como lo es el departamento del
Vaupés. Allí, el año pasado se documentaron hasta suicidios de familias enteras17. Este
departamento lidera las encuestas en cuanto a suicidios juveniles de todo el país y es un
departamento conformado en su mayoría por pueblos indígenas. Entonces cabe preguntarse qué
tanto tiene que ver la escuela y los procesos de escolarización en esto. Pero, al mismo tiempo,
puede que sí sea una exageración porque, a fin de cuentas, las personas utilizan el término de
“brutos” para referirse únicamente a las labores que se desempeñan en la escuela, no para otro tipo
de entornos. Es más, no todas las personas en la comunidad opinan que lo de los “blancos” es
sinónimo de un mejor estilo de vida, como una abuela que me decía que “eso de querer comer sólo
enlatados y qué pasta y arroz, eso no es bueno, los blancos son muy perezosos, no trabajan en
conuco, no madrugan, ni nada, sólo compre, compre, compre” (Abuela de la comunidad.
Conversación personal, 17 de Febrero, 2019).
17 Bolaños, E. (27 de Septiembre de 2018). “¿Por qué se suicidan los indígenas del Vaupés?” El Espectador, recuperado de: https://www.elespectador.com/colombia2020/territorio/por-que-se-suicidan-los-indigenas-del-vaupes-articulo-857187
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También hay que considerar que las personas se apropian de las instituciones, los discursos
y las disciplinas de maneras distintas, estratégicas o de modo adaptativo e híbrido. En ese caso,
por más que la escuela esté en la comunidad y su presencia demande respeto, cuidado, higiene;
necesite del trabajo de los padres y de la presencia de niños y niñas; puede que esto lo hagan ciertas
personas sólo por cuestiones más prácticas, como acceder a ciertos recursos que de otro modo no
se podría. Así, se le resta importancia y prestigio no sólo al proceso pedagógico actual y su idea
de conocimiento racional como único valido, sino además a toda la necesidad que tiene el Estado
de incluir a los indígenas en los procesos productivos actuales e inculcar en ellos la idea de que
hacen parte de un territorio nacional, denominado Colombia y que por tanto deben saber escribir
para poder llenar documentos, tener una cédula, en fin, entenderse con el mundo burocrático. Es
más, para muchas personas ir a la escuela era una cuestión de “aprender a hacer negocios”. En
otras palabras, la gente ve en la escuela un instrumento para instruir a sus hijos en cómo vender
sus propios productos de casabe, pescado o mañoco sin que los “blancos los vayan a tumbar”.
Conclusiones: ¿descolonizar el cuerpo?
“Uno es ingeniero en las cosas que hace”
(Norbey. Conversación personal. 22 de Febrero, 2019)
Cuando regresé a Bogotá quedé con un sinsabor frente a lo que suponía la escuela para el futuro
de los niños, niñas y jóvenes de la Ceiba. En especial, porque si bien era claro que para muchos ir
a las clases era una actividad de disfrute, a medida que los niños y niñas crecían, se graduaban de
quinto –con algunos vacíos en cuanto a gramática y expresión oral, por lo menos de lo que pude
observar– tenían que buscar nuevos horizontes académicos lejos de sus familias. Entonces el
panorama se les volvía más complicado y violento; parecían apuntarle, tantos los papás como los
mismos niños, a un camino sin salida. En conversaciones personales muchas mujeres me
manifestaban que:
“Eso de ir a estudiar a Inírida es muy duro. Yo si le dije a la hija de Jefferson que fuera fuerte y que no se dejara de los otros niños que le iban a hacer bullying”
(Tía Chava, miembro de la comunidad. Conversación personal, 16 de febrero, 2019)
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“Las interrupciones escolares se ven muy influenciadas por la demanda de trabajo familiar. Yorleny ayer, me dijo que ella no podía ni quería seguir estudiando porque en su casa tenía mucho trabajo. El caso de Katherine es similar dado que su papá está enfermo y es ella la que se encarga de los trabajos que sus papás ya no pueden hacer. Lo mismo sucede con Luisa. Su mamá está enferma y es ella la que cocina, lava, ayuda en el conuco. El día que visité su casa, Jefferson, su papá me dijo “Aquí la que nos salva es Luisa” porque su esposa no tiene buena salud
(Diario de Campo. La Ceiba – Guainía, 28 de febrero, 2019)
“Hoy en la cocina estaban hablando de los jóvenes. Marta dijo que ella le pudo dar educación a su hija porque ella tenia un trabajo y podía asumir deudas, pero otros que no tienen no pueden hacer nada. Luego hablaron de los muchos jóvenes que están en Inírida en condición de mendicidad y drogadicción. Contaron el caso de un muchacho bazuquero que anda, según su historia, pidiendo plata con una jeringa. Luego conversaron entre ellos que lo que pasa es que ellos, los jóvenes indígenas, prefieren ir a pasar hambre con tal de vivir en la ciudad que quedarse en sus comunidades, porque ninguno quiere trabajar ni hacer conuco ni nada”
(Diario de Campo. La Ceiba – Guainía, 17 de febrero, 2019)
Mi impresión general en cuanto a los temas de educación al regresar de campo fue que existían
unos procesos educativos corporales en el río y en los conucos que hacían de los niños y niñas
grandes nadadores, pescadores, agricultores. A mi misma edad realizaban tareas que yo jamás
podré hacer: tumbar y cargar pesados palos de leña, reconocer diversidad de peces y plantas,
ubicarse en medio de la selva en caminos donde la vegetación es, para el ojo urbano, mezclada,
tupida e indiscernible. Pero nada de esto importaba porque muchos jóvenes querían dejar de hacer
lo hacían, que no es otra cosa que dejar de querer ser lo que uno es. Luego la profesora Zandra
Pedraza me hizó reflexionar que las cosas no podían ser negras o blancas, que la terminología de
“bruto” no era una cuestión unidimensional.
Entonces, en la construcción del alumno indígena influyen muchas cuestiones. Primero, es
importante pensar que ningún grupo humano es homogéneo. En la comunidad de la Ceiba distintas
familias construyen distintas versiones de esa figura de alumno. La religión, las posibilidades
económicas y la lengua materna son tres características fundamentales para que el niño o niña
indígena pueda adaptarse eficazmente a su rol de estudiante. Especialmente, la falta de recursos
será un impedimento constante para que los alumnos puedan continuar con su bachillerato ya que
no cuentan en muchos casos con los medios para trasladarse hacia la cabecera municipal o hacia
internados. Las distinciones entre género marcan, igualmente, una importante desigualdad pues
las mujeres tienen una mayor dificultad de continuar con sus estudios no sólo porque se casan o
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tienen hijos –creando, además, una importante población de madres cabeza de familia en las
comunidades indígenas– sino también porque en sus casas tienen mucho trabajo y esto les impedirá
cumplir con las exigencias del mundo escolar ya que deben emplear su tiempo en labores
domésticas y de cuidado de los miembros de la familia.
El alumno indígena es, además, un estudiante que con respecto a los del entorno urbano se
encuentra en una clara desventaja. En primer lugar, los recursos e implementos que necesita la
escuela para funcionar retrasan el calendario académico: hasta que llegue el profesor, llegue la
remesa, lleguen los útiles, todo suma más y más tiempo de espera. El numero efectivo de horas
que estudian disminuye y a largo plazo esto termina afectando su desempeño escolar y limita la
posibilidad de que puedan seguir avanzando de acuerdo a los mismos tiempos en que lo hacen
otros niños. En segundo lugar, están inmersos en unas redes de desigualdad entre la cultura
nacional y la propia. Las labores que desempeñan ellos y sus padres en el día a día se ven
estigmatizadas como inferiores o con menor importancia frente a lo que se hace en la escuela. De
igual modo, el habitus familiar y el habitus escolar puede llegar a ser tan distante que para algunos
niños y niñas su proceso de transformarse en alumnos implica un constante sentimiento de auto
rechazo y desprecio por lo que se aprende en la vida familiar.
La disciplina que se implementa en el aula de clase lleva a que estos alumnos interioricen
un modo adecuado y mejor de comportarse, de hacer uso del tiempo, el espacio y los objetos.
Instruye, además, en la adquisición de un gusto legítimo sobre cómo deben verse las cosas y
personas, cuál debe ser su aspecto y su aseo corporal. Se puede concluir que, como sugería Jacques
Donzelot (1977) sobre la producción de imágenes ideales de la familia normal que operan todo el
tiempo para gobernar sobre las familias reales, en este caso se aprecia cómo los imaginarios del
alumno normal se incorporan en los niños y niñas indígenas por medio de la educación y la
disciplina escolar. Estas imágenes del alumno normal llegan a ser tan lejanas, pero con tanta fuerza
en la vida cotidiana de los estudiantes de la Ceiba que pueden provocar el hecho de que ellos se
reconozcan como los estudiantes “brutos” o “anormales”. Este término, no es más que la adopción
de una categoría procedente de un régimen colonialista propia del mundo “occidental” que
encuentra un arraigo profundo en las lógicas de lo que supone la escolarización. Como se vio a lo
largo del trabajo, la escolarización entiende como inteligencia únicamente aquellas capacidades
que demuestran el uso de un pensamiento racional. Racionalidad que además se sostiene sobre la
primacía de la percepción visual por encima del uso de cualquier otro sentido. Con esto en mente,
62
los proyectos etnoeducativos o de educación multicultural tienen un enorme desafío porque no se
trata sencillamente de mediar entre dos culturas, sino que se trata de un enfrentamiento entre la
“capacidad humana de conocer el mundo, interpretarlo e interactuar con él; la capacidad de
compartir esa forma de entender el mundo y, finalmente, de crear nuevas relaciones sociales sobre
la base de tal interacción (Caviedes, 2015, p. 220). En resumidas cuentas, el alumno indígena tiene
conocimientos que parecen no poder conjugarse con el mundo de lo “normal” porque sus propios
saberes construyen modos distintos de ser y pensar la vida.
Para desarrollar una gran variedad de tareas el ser humano ha decidido sentarse y atomizar
el paso del tiempo para así fabricar un conocimiento sobre el mundo. Lo mismo estudiar que
pescar, ver televisión o tejer canastos, todas estas tareas requieren que el ser humano adapte su
cuerpo para permanecer sentado. Sin embargo, los valores éticos y los objetivos finales con que se
realizan estas funciones sí son muy diferentes, a pesar de que en todas se está produciendo –en su
misma ejecución– un saber sobre el mundo. Un saber que, de todos modos, no reposa única y
exclusivamente en el pensamiento racional y abstracto. Cuando Toño, sus hermanos, su papá o
cualquiera sale a pescar construye un conocimiento sobre los ciclos naturales, distingue las
carnadas de peces de acuerdo a las estaciones del año, puede ver un pez y saber su edad. Para poder
obtener el pez, sin embargo, primero tiene que quedarse sentado durante un largo rato y remar con
mucha fuerza y dirección por las corrientes del río. Tiene que tener un conocimiento que no
proviene de un fundamento lógico sino experiencial, conoce detalles que no están escritos en
ningún libro, sino que están presentes en sus movimientos, en sus gestos, en su percepción del
espacio, del tiempo y de los objetos. Pero aceptar esto es destruir un paradigma del mundo actual
que dicta que sólo a través de los procesos de la “mente” la realidad puede juzgarse. Diríamos que
más bien es gracias a nuestra existencia corporal que podemos acercarnos al mundo de lo real, de
las cosas y de los objetos; pues la mente es un constructo histórico. Llegaríamos a decir, siguiendo
esta idea, que el cuerpo tiene inscritos conocimientos que se toman como naturales. Por ello saber
leer y escribir está también necesariamente encarnado en nosotros gracias a la mirada, a la postura
y a las manos. Y así como el hecho de que domesticamos nuestro cuerpo para que permaneciera
sentado, con la mirada recta hacia el profesor y en silencio absoluto durante horas nos ha permitió
abstraer una cantidad de información extraordinaria sobre los discursos que le otorgan significado
al hecho de estar vivos; también deberíamos sostener que los procesos de domesticación que le
han permitido a ciertos seres humanos madrugar desde las 3am justo cuando está lloviendo para
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poder sacar lombrices del lodo, luego llevárselas como carnada en un bongo y sentarse desde las
4am hasta antes de que el sol se ponga picante e intenso para obtener alimento del río, les ha
permitido a otros seres humanos memorizar una cantidad invaluable de información sobre el
mundo natural, los comportamientos de los animales o los movimientos del agua. Concluiríamos
que básicamente nos dedicamos a la misma labor: estar sentados y experimentar el mundo, y
entonces ambos trabajos serían modos de conocer y dotar de sentido la vida humana.
Pero lo anterior no es posible aceptarlo, no porque seamos malos o queramos destruir otros
modos de vida, al menos no necesariamente, sino porque los procesos de civilización nos han ido
construyendo a nosotros y al mundo bajo esa lógica. Cada vez más y con mayor intensidad todas
las sociedades estan inmersas en el mundo perceptivo de la cuadrícula escolar, del espacio
organizado con un sentido geométrico, del comportamiento apto para la urbanidad y del tiempo
productivo. Eso hace que la cuestión sobre el conocimiento indígena y la posibilidad de
comprender, ya no sólo en el aula de clase sino en la vida cotidiana, otros pensamientos y modos
de vida que no sean como los descritos anteriormente sea casi imposible. Pero nunca del todo
improbable pues “we find that the perceive world, in its turn, is not a pure object of thought without
fissures or lacunae; it is, rather, like a universal style shared in by all perceptual beings. While the
word no doubt co-ordinates these perceptual beings, we can never presume that its work is finished.
Our world…is an “unfinished task” (Merleau-Ponty, 1964, p.6).
Merleau-Ponty afirmaba que nunca dejamos de vivir en el mundo perceptivo, un mundo
que se empieza a construir desde los procesos que vivimos en la escuela y luego se sigue
afianzando. Pero ello no significa que no existan fisuras, lagunas, huecos en ese mundo perceptivo.
Por eso si, en principio, la escuela jamás se planteó con el fin de producir seres humanos capaces
de convertirse en líderes, existen innumerables casos en que las personas mismas han utilizado las
estrategias de lectura, escritura y pensamiento abstracto para darle otro sentido a las narrativas que
las han estigmatizado y oprimido. Una escuela con un sentido histórico tal vez puede permitir una
reflexión más aguda para los alumnos indígenas de su propio lugar en el panorama actual. El
trabajo que hicieron en su momento los lingüistas colombianos del C.C.L.A también sigue siendo
trascendental pues la transmisión de una lengua es la trasmisión de todo un modo de pensar y
sentir. Finalmente, en cualquier medio y circunstancia el ser humano asiste a una educación
corporal, si esta se comprende como un modo de disciplinar el cuerpo, pero eso no debería
constreñir la vida a que existen unos modos de adaptar el cuerpo que son mejores que otros.
64
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67
ANEXOS Anexo 1:
Tabla escolaridad de los padres y madres con alumnos en la Ceiba
Nombre Grado de escolaridad Lugar Razón interrupción
Luis Octavo Inírida – Institución técnica Custodio García Rovira
Falta de recursos para vivir en la ciudad
Alberto Primero Comunidad Tonina – Misionero Juan Muñoz
Familia lo necesitaba, llegó la guerrilla
Norbey Técnico en sistemas Inírida – SENA N/A
Milena Noveno Internado Se casó
Tomás Séptimo Comunidad Yurí Tuvó que ponerse a trabajar
Jefferson Quinto San Felipe Papás fallecieron, Toma de Inírida (1999)
Ema Cuarto Barrancotigre Se casó
Roberto Técnico en Enfermería Vaupés N/A
Anexo 2: Posible menú escolar: tablas de nutrición
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Anexo 3: La lección del “Reconocimiento de mi mismo”
Imagen 10: Foto extraída del sitio web del Ministerio de Educación, Julio 2019