LA DIMENSIÓN POLÍTICO-IDEOLÓGICA DEL TRABAJO SOCIAL · LA DIMENSIÓN IDEOLÓGICA DEL TRABAJO...

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1 SILVANA MARTÍNEZ / JUAN AGÜERO LA DIMENSIÓN POLÍTICO-IDEOLÓGICA DEL TRABAJO SOCIAL Claves para un Trabajo Social Emancipador Editorial Dunken Buenos Aires, Argentina ISBN 978-987-02-2983-4

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SILVANA MARTÍNEZ / JUAN AGÜERO

LA DIMENSIÓN

POLÍTICO-IDEOLÓGICA DEL

TRABAJO SOCIAL

Claves para un

Trabajo Social Emancipador

Editorial Dunken

Buenos Aires, Argentina

ISBN 978-987-02-2983-4

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A los/as Trabajadores/as Sociales,

militantes políticos y luchadores/as sociales;

a los/as trabajadores/as, estudiantes, en fin,

a todos/as los/as que ponen el cuerpo cada día

por una nación más justa y libre

y un pueblo más feliz.

En memoria

de los/as que creyeron,

lucharon y cayeron,

asesinados/as por la dictadura.

En reconocimiento

a las Abuelas y Madres de Plaza de Mayo,

mujeres heroicas y corajudas,

símbolos de la resistencia

a la dictadura.

En agradecimiento

a la universidad pública argentina

que nos permitió estudiar

libre y gratuitamente.

A los millones de argentinos/as

castigados/as por el salvaje neoliberalismo:

pobres, indigentes, marginados, excluidos…

¡¡parias en su propia tierra!!

En memoria de

Hugo Chávez y Néstor Kirchner

dos grandes líderes

latinoamericanos

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Los viejos amores que no están, la ilusión de los que perdieron,

todas las promesas que se van y los que en cualquier guerra se cayeron.

Todo está guardado en la memoria, sueño de la vida y de la historia.

El engaño y la complicidad de los genocidas que están sueltos,

el indulto y el punto final a las bestias de aquel infierno.

Todo está guardado en la memoria, sueño de la vida y de la historia.

La memoria despierta para herir a los pueblos dormidos

que no la dejan vivir libre como el viento.

Los desaparecidos que se buscan con el color de sus nacimientos,

el hambre y la abundancia que se juntan, el mal trato con su mal recuerdo.

Todo está clavado en la memoria, espina de la vida y de la historia.

Dos mil comerían por un año con lo que cuesta un minuto militar.

Cuántos dejarían de ser esclavos por el precio de una bomba al mar.

Todo está clavado en la memoria, espina de la vida y de la historia.

La memoria pincha hasta sangrar, a los pueblos que la amarran

y no la dejan andar libre como el viento.

Todos los muertos de la AMIA y los de la Embajada de Israel,

el poder secreto de las armas, la justicia que mira y no ve.

Todo está escondido en la memoria, refugio de la vida y de la historia.

Fue cuando se callaron las iglesias, fue cuando el fútbol se lo comió todo,

que los Padres Palotinos y Angelelli dejaron su sangre en el lodo.

Todo está escondido en la memoria, refugio de la vida y de la historia.

La memoria estalla hasta vencer a los pueblos que la aplastan

y que no la dejan ser libre como el viento.

La bala a Chico Méndez en Brasil, 150.000 guatemaltecos,

los mineros que enfrentan al fusil, represión estudiantil en México.

Todo está cargado en la memoria, arma de la vida y de la historia.

América con almas destruidas, los chicos que mata el escuadrón,

suplicio de Mugica por las villas, dignidad de Rodolfo Walsh.

Todo está cargado en la memoria, arma de la vida y de la historia.

La memoria apunta hasta matar a los pueblos que la callan

y no la dejan volar libre como el viento.

Leon Gieco

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ÍNDICE

Pág.

PRÓLOGO………………………………………………………………………….

PRESENTACIÓN……………………………………………………………………. 7

INTRODUCCIÓN…………………………………………………………………. 8

Capítulo 1

LA DIMENSIÓN POLÍTICA DEL TRABAJO SOCIAL

1. La maldita dictadura…………………………………………………………… 11

2. Entender la política 12

3. Política y trabajo social 19

Capítulo 2

LA DIMENSIÓN IDEOLÓGICA DEL TRABAJO SOCIAL

1. Entender la ideología 26

2. Cómo se reproducen las ideologías 30

3. Ideología y trabajo social 34

Capítulo 3

FLUIDEZ DEL PRESENTE Y PADECIMIENTO DEL FUTURO

1. Construir la historia, no reconstruirla 41

2. La fluidez 42

3. Heráclito 42

4. Marx 43

5. Bauman 45

6. El sentido de la fluidez 47

7. Implicancias para el trabajo social 48

Capítulo 4

LA CUESTIÓN SOCIAL COMO CUESTIÓN POLÍTICO-IDEOLÓGICA

1. El origen de la cuestión social 50

2. La cuestión social europea 54

3. La cuestión social latinoamericana 58

4. La cuestión social argentina 59

5. Una cuestión político-ideológica 66

Capítulo 5

LAS POLÍTICAS SOCIALES CONSTRUYEN SUS PROPIOS DESTINATARIOS

1. La política social en la Argentina de los noventa 68

2. Las representaciones sociales 71

3. La culpa de ser pobre 74

4. El pobre es peligroso 75

5. El marginal 76

6. El cliente, usuario o consumidor 77

7. El individuo: regreso al siglo XIX 78

8. El excluido: ni arriba ni abajo, ¿dónde? 78

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Capítulo 6

LA PARADOJA DE LA DEMOCRACIA EN ARGENTINA

1. Acumulación económica con creciente desigualdad social 82

2. El contexto político, económico y social hacia fines de 1983 83

3. La política económica de Alfonsín 85

4. La política económica de Menem y De La Rúa 88

5. Quiebre del modelo 93

Capítulo 7

LOS NUEVOS TIEMPOS DE LA DEMOCRACIA EN ARGENTINA

1. El Proyecto Nacional y Popular…….……………………………………………. 97

2. Una mujer con luz propia…….………………..…………………………………. 100

3. La década ganada…………………………………………………………………. 103

Capítulo 8

CLAVES PARA UN TRABAJO SOCIAL EMANCIPADOR

1. Qué entendemos por Trabajo Social 106

2. De la crítica a la emancipación 113

3. Sujetos sociales y mundos de vida 116

4. Identidades de los sujetos 118

5. Lazos sociales y ciudadanía 120

6. Hacia un trabajo social emancipador 125

CONCLUSIÓN 129

BIBLIOGRAFÍA 131

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PRÓLOGO

Por Alfredo Juan Manuel Carballeda

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PRESENTACIÓN

Presentamos esta segunda edición de nuestro libro publicado en el año 2008 cuya edición

se ha agotado. Lo hacemos en primer lugar por la fuerte demanda que sigue teniendo el

mismo a pesar de haberse agotado la existencia física de ejemplares en las librerías. Esto por

cierto es una muy buena señal y estamos cumpliendo con el compromiso que hemos asumido

de producir una nueva edición que dedicamos muy gratamente a los nuevos lectores.

Pero además lo hacemos porque la realidad es muy dinámica, al igual que la producción

de conocimientos, y como autores nos vemos en la imperiosa necesidad de ir revisando

continuamente nuestra propia producción y nuestras propias ideas, sometiéndolas a nuestra

propia crítica. Por esta razón, esta nueva edición es una versión revisada y ampliada de la

anterior, a la luz de los nuevos acontecimientos ocurridos en nuestro país luego de la

publicación de la primera edición.

Lo hacemos también porque estamos convencidos que la producción de conocimientos y

la difusión de los mismos es indispensable para el crecimiento y la consolidación del Trabajo

Social Argentino. Esta nueva edición pretende ser una contribución en este sentido y está

destinada en primer lugar a profesionales y estudiantes de Trabajo Social, como asimismo a

docentes e investigadores del campo. Pero también está destinada a otros profesionales de las

ciencias sociales, políticas y económicas, ya que el libro no sólo aborda el trabajo social

como tema sino también plantea cuestiones políticas, económicas e históricas sobre la

Argentina contemporánea.

En este sentido, queremos advertir a los lectores que éste no es un libro neutro, ya que no

creemos en absoluto en la neutralidad y menos aún en el campo de las ciencias sociales en

general y del trabajo social en particular. Por el contrario, en las páginas de este libro los

lectores encontrarán una clara toma de posición político-ideológica de los autores a lo largo

del libro y en cada uno de los aspectos abordados por el mismo. Es un libro escrito con

pasión y convicción, dos atributos que nos constituyen como sujetos sociales y a los cuales

no podríamos renunciar, so pena de dejar de ser nosotros mismos.

LOS AUTORES

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INTRODUCCIÓN

Hay muchas formas de luchar por transformar la realidad. Algunas son pacíficas, en tanto

que otras son violentas y se basan en la violencia física, simbólica o política, entre otras. De

la violencia política, tenemos una larga y dolorosa experiencia en Argentina. Nosotros

optamos por la lucha de ideas: La lucha ideológica. Ésta también es una forma de lucha

política, pero sin apelar a la violencia, en ninguna de sus formas. Este libro es una invitación

al debate de ideas, pero no de cualquier idea, y no para que quede sólo en el debate. Es una

invitación también a la acción política, a la lucha política, a la conciencia política…

Abordar hoy la cuestión político-ideológica del trabajo social, después de ser por muchos

años intencionalmente silenciada en nuestro país es, indudablemente, una gran

responsabilidad, pero también una gran oportunidad para aportar al debate que se está

instalando en el colectivo profesional, acerca de cómo construir una nueva forma de pensar y

hacer trabajo social en Argentina.

Queremos hacer un modesto aporte a este debate, cuya riqueza, profundidad, compromiso

y continuidad dependerá de nosotros mismos y de nuestras ganas de generar una nueva

utopía para el campo profesional, que deje atrás tantos años de achatamiento,

descompromiso, resignación, en fin, alienación y, tal vez, de escondernos detrás del miedo o,

lo que es peor, la comodidad. Todo esto es cierto e incluye a muchos trabajadores sociales,

pero también es cierto, y es absolutamente justo reconocerlo, que muchos otros lucharon por

sus ideas y cayeron en esta lucha, torturados y asesinados, o debieron esconderse para salvar

sus vidas o dejar el país.

Estas luchas nos convocan y nos interpelan hoy y tornan imprescindible y urgente

reconstruir la utopía, como constelación de sentidos, de proyectos, de búsqueda, de

emancipación, de conquista de libertad, que nos permitan tener una visión crítica del

presente y de sus límites y plantearnos un horizonte de búsqueda transformadora de la

realidad.

Este libro es el resultado de la reflexión y de varios años de debates que, más que

respuestas, suscitan muchos y nuevos interrogantes. ¿Cuál es la relación entre trabajo social,

política e ideología?; ¿tenemos que debatir un proyecto ético-político o un proyecto político-

ideológico?; la práctica profesional de los trabajadores sociales, ¿es en las manifestaciones

de la cuestión social o en las expresiones sociales de la cuestión política?

Cuando escuchamos decir a los trabajadores sociales “yo no entiendo nada de política” o

“la política no me interesa”, nos preguntamos: ¿se puede pretender transformar la realidad,

o al menos pensar en ella, por fuera de la política?, ¿se puede hacer política sin saberlo?, ¿se

puede hacer trabajo social sin política? Estas son sólo algunas preguntas que nos hacemos

entre miles con las cuales nos topamos todos los días o sobrevuelan nuestras cabezas.

Hoy nos encontramos debatiendo en Argentina un proyecto ético-político para el trabajo

social. En realidad, creemos que necesitamos reorientar el debate hacia un proyecto político-

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ideológico. ¿Qué significa este cambio? En la superficie, parece un simple reemplazo de lo

ético por lo ideológico, pero en realidad se trata de algo mucho más profundo. Lo ideológico

abarca, entre otras cosas, lo ético.

Tal como lo sostiene Karsz (2007), el trabajo social no se relaciona con la ideología, sino

que es ideología. En efecto, la ideología no es una parte del trabajo social, sino la totalidad.

El trabajo social no hace únicamente ideología, sino que hace nada menos que ideología. La

gran potencialidad y el punto más fuerte del trabajo social se encuentran, precisamente, en el

orden simbólico, en la construcción social de sentidos, de identidades y, por supuesto, en lo

ideológico.

¿Por qué político-ideológico?, porque la política es el instrumento para transformar la

realidad, pero lo ideológico es desde dónde y para quién intentamos dicha transformación. Es

decir, que entre ambos términos hay una relación mutua de contenido y continente. No hay

política sin ideología y la ideología no se materializa o no se hace efectiva o eficaz sin la

acción política. A su vez, toda ideología implica asumir determinados valores y por lo tanto

tiene en si mismo un contenido ético. ¿Qué sentido tiene entonces referirnos a la ética sin

hablar de ideología?

Nos referimos a lo ideológico como un sistema de ideas, valores, normas y creencias, que

ordena nuestro mundo y que adquiere formas materiales de representación. Desde este

sistema simbólico, el mundo tiene un determinado sentido para nosotros. Por eso la ideología

es siempre una forma de ver el mundo, una opción, una toma de posición que, por supuesto,

implica dejar de lado otras opciones. No podemos pretender quedar bien con Dios y con el

diablo.

Esto implica que nuestra postura ideológica, por ejemplo, es la que determina para qué y

hacia quién está orientada nuestra acción profesional. La dimensión ideológica, por tanto, es

constitutiva de nuestro quehacer profesional, ya que está presente en el modo particular de

ver, que tiene como resultado un quehacer particular. El gran legado de la

reconceptualización es, precisamente, la búsqueda de transformación de la realidad, con una

clara orientación ideológica hacia los sectores populares.

Amamos profundamente el trabajo social, porque nos permite involucrarnos en lo que los

filósofos existencialistas denominaron mundo de vida, una expresión que refleja lo que

ocurre en la cotidianidad de nuestro pueblo, donde la naturaleza, la cultura, el trabajo, la

economía, la política y otras tantas categorías teóricas o sociales se hacen carne en una sola

realidad: la vida cotidiana cargada de significados y profundamente valiosa para el ser

humano, donde construye sus propias identidades y busca el sentido de su existencia, donde

sufre, goza, padece y ama. En este mundo de vida se construye la vida social y el entramado

de relaciones sociales.

El trabajo social como profesión tiene el gran privilegio de ser, tal vez, una de las pocas

profesiones que aborda esta cotidianidad de la vida social. Está como en la cocina de las

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relaciones sociales, allí donde la fractura social impacta profundamente y la falta de trabajo

no es un dato económico sino algo vital.

Más allá de la precariedad laboral en que se encuentran muchos trabajadores sociales y,

en muchos casos, de la falta de reconocimiento por parte del Estado y de otras profesiones,

tal vez con mayor status o prestigio social, los trabajadores sociales gozan de la confianza, el

cariño, el respeto y el reconocimiento de mucha gente, que no es poca cosa en estos tiempos

de tanta desconfianza, incredulidad y desprestigio de las clases dirigentes, de las profesiones

y de las instituciones tradicionales.

En este libro nos ocupamos de la dimensión político-ideológica del trabajo social.

Nuestro trabajo se compone de siete capítulos. En los dos primeros, abordamos, desde el

punto de vista teórico, las dimensiones política e ideológica, respectivamente, que

consideramos constitutivas del trabajo social, ya sea como campo disciplinar, práctica

profesional o bien como simple quehacer humano.

En el tercero, nos referimos al momento histórico en el cual los trabajadores sociales

desarrollan su quehacer profesional, analizando el pasaje de la modernidad a la

posmodernidad. Comparando el pensamiento de Heráclito, Marx y Bauman, analizamos el

sentido de la fluidez, que hoy se expresa como una instantaneidad y un padecimiento de

futuro, es decir, una pérdida profunda de sentido y de capacidad para pensar en términos de

proyecto de vida, de utopía y de futuro.

En el capítulo cuarto, abordamos la cuestión social, analizando su génesis, su trayectoria

histórica y su impronta en la Argentina y de qué manera lo que para algunos autores1 es

intervención de los trabajadores sociales en las manifestaciones de la cuestión social, para

nosotros es praxis en una multiplicidad de procesos sociales a través de los cuales cobran

cuerpo cuestiones político-ideológicas.

En el quinto, hacemos una descripción del período histórico argentino que va desde 1983

en adelante, con el fin de analizar el significado que tiene la democracia para la vida de los

ciudadanos, las posibilidades de mejoramiento de sus condiciones de vida y de qué manera, a

pesar del discurso, esta experiencia democrática no ha logrado resolver hasta ahora, la gran

contradicción político-ideológica que significa la acumulación económica con

profundización de la desigualdad social, aunque se ha generado una nueva esperanza en este

sentido.

En el capítulo sexto, analizamos en profundidad el período histórico conocido como La

Argentina de los Noventa, desde el punto de vista de las representaciones sociales

construidas desde el poder político en torno a los sujetos destinatarios de las políticas

sociales. Finalmente, en el último capítulo, proponemos avanzar en los acuerdos colectivos

para construir un trabajo social emancipador, con el fin de pasar del compromiso y la postura

crítica a la emancipación, como acción política transformadora de la realidad.

1 Por ejemplo Rozas Pagaza, M. (2001).

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Capítulo 1

LA DIMENSIÓN POLÍTICA DEL TRABAJO SOCIAL

1. La maldita dictadura

Hubo un tiempo en Argentina en que la política era lo urgente. Fue un tiempo de lucha,

de proyectos y de sueños, donde había “preocupación por la desigualdad, la opresión y la

elaboración de nuevas formas de intervención que sirvan para la construcción de un nuevo

hombre desde aquellos oprimidos que eran vistos como portadores de la verdad”

(Carballeda, 2006:76). Hubo un tiempo en que el trabajo social se ocupó de la política en

Argentina. Es más, la incorporó como dimensión constitutiva de su praxis. Fueron los años

sesenta y setenta, hasta el nefasto 24 de Marzo de 1976, cuando cae el telón de la historia y

este maravilloso país vuelve a la prehistoria y la barbarie.

¿Cómo llegamos a esto que podríamos denominar “síndrome de despolitización” del

trabajo social en Argentina? Aunque nos parezca una paradoja, el origen de esto es

absolutamente político, ya que es el resultado de la aplicación sistemática del proyecto

político-ideológico neoliberal instalado a sangre y fuego en nuestro país desde aquel día

nefasto y que luego se transforma en hegemónico en casi todo el mundo, tras la caída del

muro de Berlín el 9 de Noviembre de 1989. Utilizamos aquí el término hegemónico en el

sentido que le da Gramsci, como abarcativo de toda la realidad.

Efectivamente, en la década de 1960 se origina un movimiento latinoamericano

denominado de reconceptualización, que critica la forma tradicional de hacer trabajo social,

fundado en el positivismo y el funcionalismo. Plantea la necesidad de una acción política del

lado de los sectores populares, cuestionando el rol de agentes de cambio que el desarrollismo

le había asignado a los trabajadores sociales, como instrumentos de ejecución de la Alianza

para el Progreso, plan puesto en vigencia en toda América Latina por Estados Unidos, luego

de la revolución cubana de 1959.

Este movimiento incorpora la dimensión político-ideológica al trabajo social, mediante

una fuerte autocrítica respecto al rol que venían cumpliendo los profesionales,

fundamentalmente el de ajustar, adaptar o acomodar a los individuos, grupos y comunidades,

supuestamente disfuncionales, desviados o anormales, al sistema social. Esto llena de aire

fresco el quehacer profesional y genera un despertar crítico que rompe el letargo, la quietud

y la parálisis en que se encontraba la profesión, que contrastaba justamente con los grandes y

acelerados cambios políticos y sociales que se vivían por entonces y que describe muy bien

Carballeda (2006:77-87).

Sin embargo, el movimiento tiene un fuerte pero efímero impacto, ya que es interrumpido

abruptamente por la violenta represión desatada en nuestro país y en toda América Latina,

contra los movimientos populares y los intelectuales que promovían un compromiso con los

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intereses del pueblo. Sin el aire fresco de la reconceptualización, la profesión vuelve a

retomar su inercia aséptica y tecnocrática, heredada del desarrollismo. Retrocede ideológica

y políticamente, tanto en la formación como en la praxis; desaparece la reflexión y la

búsqueda de fundamentación científica; resurgen la caridad, la filantropía, el asistencialismo

y la preocupación se centra en las urgencias coyunturales y no en los proyectos de

transformación estructural.

En lo académico, se adoptan las categorías conceptuales discursivas de los Organismos

Financieros Internacionales2, que proveen de recursos al país vía endeudamiento externo. La

sensibilización y la información reemplazan a la concientización; el gerenciamiento y la

programación a la planificación social; la focalización y las políticas compensatorias, a las

políticas universales y la justa distribución de la riqueza. En definitiva, se vacía al trabajo

social de contenido político-ideológico, quedando reducido sólo a su dimensión instrumental

y operativa. El técnico reemplaza al profesional.

En este capítulo desarrollamos una mirada política del trabajo social. ¿Cuál es la relación

entre la política y el trabajo social? ¿Se puede pretender transformar la realidad, o al menos

pensar en ella, por fuera de la política? Éstas y otras preguntas nos proponemos responder en

este capítulo. A continuación, reflexionamos sobre los significados de la política, desde sus

orígenes en la antigüedad hasta la actualidad, con el fin de identificar aquellos que pueden

interesar a los trabajadores sociales. Luego, nos concentramos en la relación de la política

con el trabajo social.

2. Entender la política

Ante todo nos preguntamos: ¿qué entendemos por política? Ya Platón en La República y

Aristóteles en La Política se refirieron a ella hace 24 siglos. No vamos a hacer aquí un

tratado sobre política, sería absolutamente descabellado de nuestra parte habiendo tantos

autores que han escrito centenares de páginas sobre ella. Pero en esto radica precisamente el

problema: hay tanto escrito sobre política que necesitamos saber qué es lo importante, por

qué es importante, para quién es importante y en qué, por qué y para qué es importante para

los trabajadores sociales.

No hay forma de separar el trabajo social de la política, aunque lo quisiéramos separar y

lo intentáramos una y otra vez. Es como si intentáramos prescindir del agua o del oxígeno,

sería mortal. Lo que aquí pretendemos es reflexionar sobre algunos aspectos que

consideramos importantes de la política, para ver luego cómo y por qué es constitutiva del

trabajo social. Nuestro gran objetivo es recuperar el valor de la política para los trabajadores

sociales.

No es fácil hablar de este tema en Argentina, con tanto desprestigio de la política,

desprestigio generado -por supuesto- por hombres y mujeres de carne y hueso, que en

nombre de la política han explotado y estafado al pueblo, o se han enriquecido a costa del

2 Fundamentalmente el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo.

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sufrimiento y empobrecimiento del pueblo, y hoy encarnan el símbolo de la decadencia

moral, la corrupción, el desparpajo y la desfachatez. Como en la antigua Roma de Nerón y

Calígula, que se caía a pedazos, librada a todo tipo de lujuria, placeres y desenfrenos.

No podemos dejar de decir también que el desprestigio de la política es el resultado de un

proceso político-ideológico deliberado y sistemático, llevado a cabo por quienes nunca

creyeron en la política, porque en realidad construyeron su propia política, sin pueblo, sin

constitución y sin ninguna legitimidad: sólo para sus intereses mezquinos y despreciables.

Para comenzar nuestro recorrido por la política, nos referimos a ella desde sus orígenes

mismos. En su obra Elementos de teoría política, Giovanni Sartori indaga sobre el

significado que le dieron a la política los griegos y romanos, y su tránsito por el medioevo y

la modernidad. En este recorrido histórico, no están ausentes las dificultades del lenguaje,

pero sobre todo los contextos particulares en los cuales cada palabra adquiere un

determinado significado de época. Sacada de una época histórica y llevada a cualquier otra,

las palabras adquieren distintos significados. En este sentido, es necesario recuperar estos

diversos significados históricos de la política, para intentar comprender algunos significados

actuales que consideramos importantes, al menos para los trabajadores sociales.

Sostiene Sartori (1992), que los vocablos griegos con los cuales se relaciona la política

son polis, polítes, politikós, politiké y politéia. La polis era la forma de vida social de la

antigua Grecia, que se caracterizaba por el contacto cara a cara, la discusión de los asuntos

de la ciudad y el ejercicio de la ciudadanía. Era una forma de vida colectiva, en comunidad

con otros. Por eso Aristóteles definía al hombre como polítes, es decir, como animal político.

El zoon politikón aristotélico significaba la forma de vida de la polis, la forma de vida

política. Para los griegos, la polis era constitutiva de la forma de vida humana. Era toda la

vida, no una parte de ella. La vida transcurría por, en y para la polis. Era un vivir político,

porque se daba en y para la polis. Era una forma de vida societaria, sociable, colectiva,

asociada, en comunidad. Este era el sentido del zoon politikón.

Los griegos no conocieron lo que después se llamó lo social. No tenían necesidad de usar

esta expresión ni de incorporarla en su lenguaje, ya que la polis, el vivir político, era lo

social. Esta palabra es latina, viene de los romanos y luego de la mala traducción que hace

Tomás de Aquino en el siglo XIII de zoon politikón, como “animal político y social”. No

fue el único que malinterpretó a Aristóteles; también lo hace Edigio Romano en el mismo

siglo, que traduce la expresión aristotélica como politicum animale et civile, es decir,

“animal político y civil”. En realidad, interpretan al filósofo griego desde la cultura romana.

Le hacen decir a Aristóteles lo que en realidad no dijo. Hablan por Aristóteles, en la misma

forma que tantas cosas se dicen y se hacen en el medioevo -y en otros tiempos también- en

nombre de Dios. Es una forma de construcción del “otro” desde el poder y la dominación,

como también lo hacen descaradamente el europeismo, el patriarcado y el colonialismo,

formas simbólicas poderosas de opresión y dominación.

El imperio romano domina Grecia y le impone su lengua y su cultura. El polítes

aristotélico se transforma en civis y la polis en civitas. El problema es que la polis griega era

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pequeña y simple, y por eso precisamente permitía el vivir político, mientras que la civitas

romana es grande y compleja. Los romanos inventan entonces otra categoría, la societas o

“sociedad”, y reemplazan lo político por lo jurídico. En la “sociedad” incluyen la civilis

societas o “sociedad civil”, que representa a los ciudadanos romanos, y la iuris societas o

“sociedad jurídica”, que representa a las instituciones.

Séneca habla de sociale animal, expresión que reemplaza en el primer siglo de la era

cristiana al zoon politikón aristotélico. Los romanos no separan “lo social” de “lo político”,

sino que sustituyen lisa y llanamente una cosa por la otra. Societas y sociale animal

reemplazan a polis y zoon politikón. El “animal social” reemplaza al “animal político”,

mientras que el “vivir en la sociedad” reemplaza al “vivir político” de los griegos.

Esto es lo que no tuvo en cuenta el padre de la escolástica al mezclar confusamente las

palabras “político” y “social” en su mala traducción del zoon politikón aristotélico. Esto lo

lleva a incurrir en falsedades históricas evidentes. Una de ellas, es atribuir a los griegos algo

que éstos no conocieron ni formó parte de su cultura, como es el caso del término “social”.

Otra, es separar lo que los romanos no habían separado, desconocer que éstos no hablaban de

dos cosas sino de una sola y que cuando decían sociale o societas se estaban refiriendo a lo

mismo que se referían los griegos con polítes y polis.

Si lo político no incluye lo social, queda vaciado de contenido, ya que es difícil pensar lo

político por fuera de lo que los romanos denominaron la “sociedad”. De igual manera, si lo

social no incluye lo político, también queda vaciado de contenido, porque queda sin

posibilidades materiales de existencia como tal, ya que éstas resultan de condiciones

políticas previas. De todas maneras, no llama la atención esta confusión del padre de la

escolástica, si consideramos el contexto histórico del siglo XIII, donde se entremezclaban el

poder territorial de los reyes y señores feudales y el poder religioso y moral de los papas.

Tras la Reforma Protestante y en pleno Renacimiento, Maquiavelo publica El Príncipe,

en 1513, iniciándose un largo proceso de autonomización y desarrollo de la política. En este

proceso, son varios los ejes de discusión por los que atraviesa la política: la influencia de la

teología y el problema ético, la demarcación del ámbito de la política en relación con la

sociedad, la naturaleza del poder y el origen de la sociedad, el ámbito de la política en

relación con la economía y el problema entre lo político y lo social.

Maquiavelo separa la política de la moral y la religión y es el primero que habla de

Estado y de separación entre el Estado y la sociedad. El Príncipe se constituye en una obra

clásica en política y ha tenido una enorme influencia por varios siglos, como referencia para

explicar o bien para justificar el comportamiento de los actores en política.

En el siglo XVII, sobresalen por su importancia las ideas filosóficas de Thomas Hobbes y

John Locke. En Leviatán, Hobbes formula las hipótesis del “hombre en estado natural” y

del “contrato social”, justificando el poder de los monarcas y la existencia del Estado

absolutista, mientras que Locke formula los principios clásicos del Estado liberal, basado en

normas constitucionales y división de poderes. Estos dos filósofos comparten la idea del

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“estado natural del hombre”, anterior a la existencia de la “sociedad”, pero, mientras

Hobbes concibe “the state of nature as a war of all against all”, es decir “el estado de la

naturaleza como una guerra de todos contra todos”, Locke sostiene la bondad natural del

hombre. Por supuesto que esta visión filosófica naturalista de la vida social no la

compartimos absolutamente, pero, además, ha sido refutada ampliamente en la teoría social,

a pesar de que tenemos que reconocer que el empirismo lógico, el positivismo, el

funcionalismo y la moderna teoría general de sistemas, siguen vigentes en muchos ámbitos

de la teoría social (Giddens y otros, 1995).

En el siglo XVIII, Montesquieu, Adam Smith y David Hume fundamentan la separación

entre la política y la economía. En el siglo XIX se profundiza esta separación de la política,

de otros campos, principalmente de la economía y de “lo social”, ante el avance del

liberalismo, la revolución industrial, el capitalismo industrial y el desarrollo de las llamadas

ciencias sociales. La política queda reducida al Estado, la democracia liberal y los sistemas

electorales, como temas principales. Esta escisión entre “lo político”, “lo económico” y “lo

social”, ha tenido profunda implicancia en la fragmentación de las mismas ciencias sociales,

pero además en la filosofía del welfare state, en las llamadas “políticas sociales” separadas

de las “políticas económicas”, en la separación entre el Estado, el “mercado” y la “sociedad

civil”, en el Estado gendarme, en el liberalismo económico y, finalmente, en el

neoliberalismo de fines del siglo XX y principios del XXI.

Max Weber, en una conferencia publicada en 1919, define la actividad política como “la

dirección o la influencia en la dirección de una federación política, es decir, en términos

actuales, de un Estado” y la política como el “afán de participar del poder o de influir en la

distribución del poder, ya sea entre Estados, ya sea entre los grupos humanos que el Estado

abarca”. Aclara también que “cuando decimos de algún asunto que es un asunto „político‟,

de un ministro o funcionario que es un funcionario „político‟, de una decisión que es una

decisión „política‟, se sobreentiende siempre que los intereses de la distribución, la

conservación y el desplazamiento del poder están en juego en ese asunto, determinan la

competencia del funcionario y condicionan la decisión. Quien hace política aspira al poder,

ya sea éste un medio al servicio de otras metas (ideales o egoístas), ya sea una meta „en si‟,

con el fin de disfrutar del prestigio que proporciona” (Weber, 1983:63-66).

Weber relaciona la política con el Estado, pero incorpora el poder como elemento

constitutivo de la misma, en dos sentidos: a) como inherente al Estado en si mismo y b)

como inherente a los ciudadanos de un Estado. Además, es interesante y de mucha

actualidad la concepción de este sociólogo acerca de la política como afán o aspiración, tanto

a participar del poder como a influir en su distribución. El juego de la política es entonces el

juego del poder. Asimismo, un tercer elemento que aporta este autor es la concepción de la

política como un medio y como un fin. Como medio, puede utilizarse para un fin loable o

bien para un fin mezquino, en tanto que, como fin, siempre tiene un interés mezquino y

egoísta, ya que sólo sirve para disfrutar del prestigio que ella proporciona. El juego de la

política es, también, el juego de intereses, nobles o mezquinos.

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En una célebre y conocida frase, Clausewitz, el gran teórico de la estrategia militar,

define la guerra como “la continuación de la política por otros medios”. Michel Foucault

modifica esta célebre afirmación, para definir a la política como “la continuación de la

guerra por otros medios” (Foucault, 1988). Michelángelo Bovero distingue dos sentidos del

término política: (a) como conflicto o contraposición y (b) como orden y composición.

Foucault se ubica en el primer sentido, al igual que Karl Marx y Carl Schmitt, que conciben

a la política como lucha de clases y como campo de relación amigo-enemigo, en tanto que

Thomas Hobbes se ubica en el segundo sentido y concibe a la política como condición de

paz o salida del estado de guerra. En este último sentido, la política “es la idea de un orden

colectivo, de una organización de la convivencia mediante reglas o normas imperativas

emanadas del poder que „representa‟ la misma colectividad, y que impide la disgregación

oponiéndose al resurgimiento de conflictos extremos” (Bobbio y Bovero, 1985:39).

Es importante esta diferenciación de sentidos de la política que hace Bovero, ya que tiene

enormes consecuencias prácticas al interior de una determinada sociedad. Para quien detenta

el poder, legítima o ilegítimamente, la política tendrá el sentido de mantener el orden,

evitando todo conflicto que pueda poner en riesgo el mismo. Esto implicará dominación y

control social. En cambio, para quien no detenta el poder, y está en posición de

subordinación, la política tendrá el sentido de conflicto y contraposición de intereses. Esto

implicará resistencia y lucha por cambiar este orden que no le resulta favorable. De esto se

concluye que el sentido de la política cambia según la relación de poder y la posición en que

se encuentran los sujetos.

Hannah Arendt, la filósofa alemana sobreviviente del nazismo, critica el zoon politikon de

Aristóteles, al negar que exista en el hombre algo político que perteneciera a su esencia.

Sostiene como tesis que “el hombre es a-político. La política nace en el entre-los-hombres,

por lo tanto completamente fuera del hombre. De ahí que no haya ninguna substancia

propiamente política. La política surge en el entre y se establece como relación” (Arendt,

1997:46).

Esta filósofa rechaza el esencialismo político aristotélico y también el naturalismo en

política. Por el contrario, otorga a la política un significado ordenador de la vida humana

colectiva, no individual. Claramente, afirma la naturaleza relacional de la política. Es

siempre un hecho social, algo construido por, para y entre los hombres. Por lo tanto, también

es una construcción histórica, es decir, sujeta a condiciones epocales, de donde surgen

determinadas de posibilidades reales y también los límites.

Esta concepción de la política como relación social construida históricamente, lleva a la

filósofa a afirmar que “el punto central de la política es siempre la preocupación por el

mundo y no por el hombre…siempre que se juntan hombres, surge entre ellos un espacio que

los reúne y a la vez los separa…Dondequiera que los hombres coincidan, se abre paso entre

ellos un mundo y es en este „espacio entre‟ donde tienen lugar todos los asuntos humanos. El

espacio entre los hombres, que es el mundo, no puede existir sin ellos, por lo que un mundo

sin hombres, a diferencia de un universo sin hombres o una naturaleza sin hombres, sería en

si mismo una contradicción” (Arendt, 1997:57-58).

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Se desprende de estos párrafos claramente la idea de que el mundo que construyen los

hombres es siempre un mundo político y que nada sucede fuera de éste. Además, que este

mundo político no existe independientemente de los hombres como una entelequia.

Esto tiene enormes consecuencias para el trabajo social. ¿En qué mundo creen los

trabajadores sociales que actúan? La respuesta de Hannah Arendt sería: “en el único mundo

humano posible, el mundo de la política”. Por lo tanto, cuando escuchamos decir a los

trabajadores sociales “yo no entiendo nada de política” o “la política no me interesa”, en

realidad están reconociendo expresamente, aunque algunos no lo sepan, que están en la

estratosfera, en el universo cósmico, pero no en el mundo de los hombres, que es el mundo

de la política.

Por consiguiente, también nuestra respuesta a las preguntas hechas en la introducción de

este libro “¿se puede pretender transformar la realidad, o al menos pensar en ella, por fuera

de la política? y ¿se puede hacer trabajo social sin política?” es un rotundo no, mientras

que la respuesta a la pregunta “¿se puede hacer política sin saberlo?”, es un sí. En efecto, la

praxis de los trabajadores sociales solamente se da en un mundo político, aunque ellos no lo

sepan. Esta praxis, por lo tanto, es siempre política.

¿Cuál es, en definitiva, el sentido de la política? ¿Qué buscan los hombres con la

política? Weber respondería “el poder”, ya sea en si mismo como fin o para otra cosa como

medio. Hannah Arendt tiene otra concepción acerca del sentido de la política. “A la pregunta

por el sentido de la política, hay una respuesta tan sencilla y tan concluyente en si misma,

que se diría que otras respuestas están totalmente de más. La respuesta es: el sentido de la

política es la libertad” (Arendt, 1997:61-62).

Obviamente, contrastan con esta respuesta las propias experiencias de totalitarismo y

exterminio de la vida que vivió la filósofa en la Alemania nazi. También contrasta con

nuestra propia experiencia diaria de ver tanta falta de libertad, desigualdad, explotación del

hombre por el hombre, dominación, opresión y corrupción, todas en gran medida atribuibles

a la política. Sin embargo, aunque parezca una paradoja, no hay esperanza de cambio por

fuera de la misma política y los argumentos que expone la autora son contundentes en este

sentido.

La política es ordenadora de todo el ámbito de la vida humana. Nacemos, vivimos y

morimos en condiciones creadas por la política. Foucault construye la categoría biopolítica,

para explicar cómo desde la política y el poder se ordena los cuerpos de los sujetos sociales.

Sostiene al respecto que “El umbral de modernidad biológica de una sociedad se sitúa en el

punto en que la especie y el individuo, en cuanto simple cuerpo viviente, se convierten en

objetivo de sus estrategias políticas, en ese preciso instante en que los cuerpos individuales

ya no pertenecen verdaderamente a los individuos concretos sino que pasan a ser una

cuestión pública, es decir, pasibles de ser determinados y ordenados por el Estado”

(Foucault, 1999:366).

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Ahora bien, ¿qué diferencia hay entre la política y lo político? En general, se trata de dos

inscripciones distintas de la política como fenómeno humano. Por un lado, la acción, la

lucha, la discusión de ideas y la confrontación de intereses, que desencadena un proceso de

institucionalización que se denomina lo político. Por el otro, el resultado de la acción, la

forma civilizada de resolver el conflicto de intereses entre los seres humanos, que se

denomina la política, y que se expresa en un conjunto de instituciones en forma de

soluciones, pactos, acuerdos, normas jurídicas, entre otras. La institución más importante es

el Estado. Estamos hablando de dos caras de una misma moneda: lo instituyente y lo

instituido.

¿Cómo entender hoy la política? ¿Cuál es su significado y valor? Para la filósofa

norteamericana Iris Young, el tema principal de la filosofía política es la justicia, pero no en

el sentido distributivo como se la entiende comúnmente, sino en el sentido de justicia social,

donde más que la distribución interesa la dominación y la opresión, términos que la autora

utiliza para conceptualizar la injusticia social. Para ella, “el concepto de justicia es

coextensivo al concepto de política” (Young, 2000:22).

Para fundamentar esta tesis, trae a colación el concepto de política de Hannah Pitkin y

Roberto Unger. Para la primera, la política es “la actividad a través de la cual grupos de

gente relativamente grandes y permanentes deciden lo que harán colectivamente, establecen

cómo van a vivir juntos y deciden su futuro, cualquiera que sea la medida en que esté en su

poder hacerlo” (Pitkin, 1981:343). Para el segundo, se refiere a “la lucha por los recursos y

acuerdos que fijan los términos básicos de nuestras relaciones prácticas y pasionales. Es

preeminente en estos acuerdos el formativo contexto institucional e imaginativo de la vida

social” (Unger, 1987:145).

Para estos autores, la política aparece claramente identificada con el poder de decisión de

la forma de vida colectiva, incluyendo esto la disputa por los recursos y los acuerdos

institucionales. La vida social, en esta concepción, tiene un fuerte contenido político,

cualquiera fuere la participación de los actores. En base a ello, Young sostiene que “la

política abarca todos los aspectos de la organización institucional, la acción pública, las

prácticas y hábitos sociales y los significados culturales en la medida en que están

potencialmente sujetos a la evaluación y toma de decisión colectiva” (Young, 2000:23).

La autora taxativamente rechaza la identificación de la política sólo con las actividades de

gobierno o con las organizaciones formales que defienden intereses de grupo. Se refiere,

obviamente, a los partidos políticos. Por el contrario, reivindica expresamente la necesidad

de politizar la vida institucional, social y cultural, para contrarrestar la acción del

neoliberalismo, que busca precisamente lo inverso, despolitizar la vida pública. En este

mismo orden, critica las prácticas que definen la política como territorio de los expertos y

reducen el conflicto a la negociación sobre la distribución de los beneficios sociales entre

grupos de interés. Por esta misma razón, critica el paradigma distributivo de la justicia,

porque refuerza esta despolitización de la vida pública, al no incluir en la discusión pública

cuestiones de poder político, es decir, de tomas de decisiones.

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La política es, por lo tanto, una cuestión de participación y poder para decidir los asuntos

colectivos de una sociedad. Tanto el significado como el valor de la política radican en el

hecho de ser el ámbito desde el cual se decide quiénes construyen qué orden, para quiénes,

con qué finalidad y con qué recursos. La política necesariamente afecta la vida de los sujetos

sociales, sin diferenciar entre espacios privados y públicos, entre vida íntima y vida pública.

La vida en sociedad es esencialmente de naturaleza política.

No se puede prescindir de la política y si de todas maneras alguien va a decidir sobre mi

vida y mi futuro, resulta evidente y de estricto sentido común la necesidad de participación

en la toma de decisiones. Por lo tanto, cuanto más politizada esté una sociedad, más poder

político tendrán sus miembros, mayor capacidad de resistencia y mayor conciencia política.

No resulta fácil doblegar a un pueblo politizado y conciente de sus derechos y de su poder

político. Surge entonces con toda claridad las intenciones del proyecto neoliberal, de

despolitizar la sociedad, para debilitarla e imponer un orden que a todas luces resulta injusto.

3. Política y Trabajo Social

La relación entre el trabajo social y la política tiene un largo recorrido histórico que es

preciso develar. No es una relación accidental, como de un sujeto que encuentra a otro en el

camino y entabla algún tipo de relación ocasional con él. Cuando hace su aparición histórica

la práctica que hoy denominamos trabajo social, ya existía la política que, como vimos en el

apartado anterior la habían inventado los griegos, aunque en sentido genérico se remonta a

los comienzos mismos de la humanidad, cuando ya los primeros seres humanos tienen que

decidir de alguna manera o por algún medio, cómo ponerse de acuerdo para sobrevivir y

resolver sus disputas por los recursos para no morir.

A diferencia del resto de animales, este animal político resuelve de alguna manera

organizar su mundo con alguna racionalidad y sentido. La lucha por sobrevivir, el hombre lo

resuelve con la política, mientras que el resto de animales sólo se rige por el instinto de

supervivencia. El ámbito de vida del ser humano indudablemente es un ámbito político, con

reglas construidas y no naturales, como sucede con el resto de los animales. Este animal

superior no decide ser político, sino que la política es constitutiva de su mundo de vida.

Desde los albores de la humanidad hasta la aparición del trabajo social, como práctica

social, lógicamente hay un gran desarrollo de la política como constitutiva de la vida social.

Las formas de la política y lo político se desarrollan en el mismo sentido e intensidad que se

desarrollan las diversas formas de organización de la vida social. Hay un proceso de

complejización y de institucionalización creciente de la vida social. Productos de esta

institucionalización son, por ejemplo, los Estados nacionales, las democracias modernas, el

constitucionalismo, los códigos jurídicos, los mercados, las empresas, entre otros.

El capitalismo mercantil, cuyo antecedente más remoto son Las Cruzadas, deja paso al

capitalismo industrial, que surge con la primera revolución industrial en la segunda mitad

del siglo XVIII. Las sociedades industriales reemplazan a las sociedades agrarias. Este

pasaje es doloroso y conflictivo, por las profundas transformaciones que implicaba para los

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sujetos y la vida social. Además, es desigual y asimétrico, por las diferencias de recursos, de

oportunidades y posibilidades para unos y otros grupos humanos y sociedades, según

estuvieran más cerca o más lejos del poder político que decidía los cambios.

En este proceso de profundas transformaciones sociales, la política juega un papel

decisivo como ámbito de discusión de los conflictos sociales. Éstos estallan como volcanes

por las condiciones inhumanas de trabajo, la explotación económica, la pobreza, la miseria y

la desigualdad social. El siglo XIX es el escenario de los más profundos y violentos cambios

sociales, que Polanyi denomina “la gran transformación”. Las demandas del socialismo, el

marxismo, el anarquismo, el sindicalismo, el mutualismo y el cooperativismo, son

neutralizadas en gran medida desde la política, mediante la intervención del Estado como

expresión máxima de la misma.

El welfare state es un modelo político de intervención del Estado en lo que se dio en

llamar cuestión social, cuyo origen y desarrollo lo analizaremos más adelante. El epicentro

de este conflictivo proceso de profundas transformaciones sociales fue Inglaterra, donde

“curiosamente, y no casualmente…encontramos los antecedentes de la profesión con la

creación de la London Charity Organization Society en 1869, caracterizada por ser el

primer intento de una sistematización y tecnificación en torno a la intervención asistencial”

(Parra, 1999:66).

Indudablemente, el origen histórico del trabajo social, primero como práctica social y

luego como profesión, tiene un carácter absolutamente político, ligado a un país como

Inglaterra que, por entonces, era el centro del poder político y económico mundial, algo así

como la capital del mundo. No sólo su origen se vincula a un proyecto político conservador

de carácter imperialista, sino también su desarrollo y expansión al resto de Europa y Estados

Unidos.

En América Latina, el desarrollo del trabajo social también tiene un fuerte contenido

conservador y se vincula con el protagonismo de la Iglesia Católica en el campo social, con

un carácter moralizador y religioso y una visión de la cuestión social desvinculada de lo

político y económico, algo que ciertamente ya implica en si mismo un fuerte

posicionamiento político-ideológico. Además, este desarrollo tuvo otras características, entre

las cuales se destacan las prácticas sociales que de hecho legitimaron los intereses

económicos de los grupos dominantes, el enfoque centrado en el individuo y la familia, el

carácter vocacional, apostólico, misional y la feminización de la profesión (Parra, 1999:68-

74).

En conclusión, tanto en sus orígenes como en su desarrollo histórico, el trabajo social ha

tenido una fuerte impronta política, ya que fue creado y utilizado, fundamentalmente, como

instrumento político-ideológico para el control y el disciplinamiento social y como

instrumento técnico-político de los grupos económicos dominantes y proyectos políticos

hegemónicos, para controlar el proceso de reproducción de la fuerza de trabajo y de

acumulación de capital.

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En Argentina, se dice que el origen del trabajo social tiene que ver con la preocupación de

los médicos higienistas y otros profesionales, por las condiciones higiénicas y los hábitos de

vida de la población de la ciudad de Buenos Aires (Parra, 1999:157). En las primeras

décadas del siglo XX, la mayor parte de esta población vivía en condiciones de hacinamiento

y promiscuidad, con graves problemas de vivienda, de salud, de trabajo, de educación y

otros. Era una masa grande de población inmigrante, o de origen inmigrante, que había

venido al país con la promesa oficial de tierra, trabajo y progreso, pero que terminó siendo la

mano de obra extranjera que sostuvo el modelo liberal agroexportador de la Generación del

80, al que nos referiremos más adelante, impulsado por Alberdi, Mitre, Roca, Sarmiento y

otros.

Según datos oficiales, entre 1857 y 1939 ingresan al país 6.756.712 inmigrantes, de los

cuales 44% eran italianos, 31% españoles y el 25% restante franceses, polacos, rusos,

alemanes y otros. Buenos Aires aumenta más de 8 veces su población3.

El problema era evidente y lo había generado el propio Estado. No era un problema

higiénico, como pensaban estos médicos, sino un problema político que nadie lo resolvía. De

todas maneras, sirvió como fundamento para que en la Facultad de Ciencias Médicas de la

Universidad de Buenos Aires se iniciara el primer curso de “visitadoras de higiene social”,

en 1924, al que podían acceder solamente las mujeres que tenían certificado de enfermera o

diploma de maestra.

En realidad, se trataba de formar mano de obra auxiliar de los médicos, ya que era un

simple curso de voluntariado social, humillante para las mujeres, ya que, sin cobro de

remuneración alguna, hacían el trabajo que en realidad no hacían los médicos, tal vez por

prurito de casta, que bien podían dejar la comodidad de sus clínicas, consultorios y oficinas

universitarias y dedicarse, haciendo gala del mandato hipocrático, a atender a la población

indigente, que pagaba muy caro los platos rotos de las políticas públicas nacionales. Era en

realidad un trabajo esclavo de mujeres subordinadas al patriarcado médico argentino de

aquella época. Este curso, transformado más tarde en “licenciatura en servicio social de

salud”, continuó sin embargo bajo el dominio médico de la Universidad de Buenos Aires,

hasta la década de 1980 (Parra, 1999:159).

Los médicos también promovieron la creación de “escuelas de servicio social”,

siguiendo la experiencia europea y norteamericana. Un artículo publicado en 1927 en La

Nación, citado por Parra (1999:160), resume muy bien los motivos: reunir a “personas de

bien”, enseñar a “curar los males” sociales, estudiar la “teoría de la acción social”,

preparar “técnicos” para las instituciones, ser el “nuevo templo religioso” de los que hacen

del bienestar humano un “sacerdocio laico”. Una hermosa justificación mística y religiosa

del trabajo esclavo de las mujeres subordinadas al patriarcado de los médicos, que,

obviamente eran considerados “científicos” y no “técnicos”. Una clara demostración de

poder hegemónico de este grupo social que Michel Foucault estudia minuciosamente

(Foucault, 1999).

3 Datos tomados de Mirta Z. Lobato (ed.) (2000) El progreso, la modernización y sus límites, 1880-1916, Sudamericana, Buenos Aires.

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La primera “escuela de servicio social” se crea en 1930 en el Museo Social Argentino,

“cuna del liberalismo económico argentino, representado por un grupo de libre pensadores,

enemistados con la Iglesia y que se ocupaban humanitariamente de los problemas sociales a

partir de una postura técnica” (Parra, 1999:160). El Museo Social Argentino, creado en

1911, se incorpora en 1926 a la Universidad de Buenos Aires. En 1956, en plena dictadura

militar de la Revolución Libertadora que derroca a Perón, se transforma en Universidad

Privada, la “escuela de servicio social” se transforma en Facultad, expide títulos de

“asistente social” con 3 años de estudio y se crea un “doctorado” al que podían acceder los

“asistentes sociales”. Una familia de origen fantástica del trabajo social argentino: médicos

higienistas, filantropía, liberalismo y dictadura. Con una familia así ya no necesitaba otros

parientes.

Otro ámbito de subordinación del trabajo social argentino se dio en la justicia, en este

caso de los abogados. En 1941, plena dictadura militar iniciada en la década infame, se crea

la Escuela Argentina de Asistentes de Menores y Asistentes Penales que, en 1945, se

transforma en Escuela Argentina de Asistentes Sociales y en 1946 se incorpora a la Facultad

de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. La idea era formar

“ayudantes especializados”, tanto de los jueces como de las instituciones judiciales (Parra,

1999:162).

Tanto las palabras “visitadora” como “asistente”, significaron históricamente un fuerte

estigma para los trabajadores sociales en Argentina, máxime tratándose mayormente de

mujeres, al ubicarlas en papeles tales como auxiliar, ayudante, secretaria o cadete, sin

desmerecer este tipo de trabajo que, como cualquier otro, merece todo nuestro respeto y

reconocimiento como tal. Lo que aquí queremos destacar es la doble subordinación y

desvalorización del trabajo social, como práctica social auxiliar y como trabajo de mujeres.

Esta estigmatización, obviamente, no tuvieron los médicos, abogados, economistas,

sociólogos, contadores, ingenieros o escribanos que, por el contrario, han disfrutado siempre

de un alto prestigio social.

Además de la Universidad de Buenos Aires, se crearon “escuelas de servicio social” en

otras universidades nacionales y también en ámbitos de la Iglesia Católica, ya sea como

institutos terciarios o universidades. Mientras que en 1954 había sólo 10 escuelas, en 1970

llegaban a 51 (Ander-Egg, 1985). Estas escuelas tenían en común varias características:

conservación del orden, disciplinamiento de la fuerza de trabajo, control social, filantropía o

caridad, vinculación con el Estado o la Iglesia y feminización (Parra, 1999:181).

No obstante, en 1959, se crea el Instituto de Servicio Social dependiente del Ministerio de

Asistencia Social y Salud Pública, considerado por algunos autores como el “germen del

movimiento de reconceptualización” (Parra, 1999:223), cuya acción se extiende entre 1965 y

1976. En este período, se inicia un profundo proceso de autocrítica del trabajo social y se

incorporan la política y la ideología como dimensiones constitutivas del mismo. Esto genera

luchas y confrontaciones internas, como no podía ser de otra manera, a la luz de los

antecedentes reaccionarios y conservadores que hemos desarrollado anteriormente. El

proceso culmina abruptamente con el militarismo y el neoliberalismo, que aceleran la crisis

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del estado de bienestar y ponen en marcha políticas de ajuste, privatizaciones, desregulación

y apertura de la economía, con enormes consecuencias sociales de pobreza, marginalidad y

exclusión.

La crisis reaviva el debate en torno a la cuestión social. Mientras algunos autores4 hablan

de nueva cuestión social, porque el eje ya no es el trabajo sino la precarización laboral, otros5

sostienen que se trata de la misma cuestión social, pero con nuevas manifestaciones. Para

estos últimos autores, los trabajadores sociales intervienen en dichas manifestaciones, que

generalmente adoptan la forma de problemas sociales. En realidad, strictu sensu, se trata de

problemas políticos, porque son el resultado de decisiones políticas. Que un niño se muera

por desnutrición, que alguien no tenga trabajo, que alguien sea analfabeto, no es producto de

un mandato divino ni resultado del azar, de la casualidad o del infortunio. Muy por el

contrario, alguien decidió dejar morir a ese niño, privar de trabajo a aquel hombre o mujer o

cercenar el derecho a la educación.

Los trabajadores sociales, aunque no lo sepan o no sean conscientes de ello, son actores

políticos y lo que hacen es praxis política. El mundo donde actúan los trabajadores sociales

es un mundo político, tal como lo fundamentara Hannah Arendt, porque es el único mundo

posible que pueden construir los seres humanos entre si. Trabajar con problemas sociales es,

definitivamente, trabajar con problemas políticos, que sólo toman la forma de problemas

sociales. Lo político está en el conflicto, la confrontación y la lucha por transformar la

realidad.

La dimensión política es fundante y constitutiva del trabajo social. Los trabajadores

sociales no eligen hacer política, no tienen nada que elegir, porque ya están en la política,

porque están en el mundo de lo humano, que siempre es un mundo político. Tampoco tienen

que „posicionarse políticamente‟, porque ya están en determinadas posiciones políticas,

aunque no lo sepan o no sean conscientes de ello. Si esto es así, la pregunta que surge

indefectiblemente, tras esta constatación, es la siguiente: Entonces, ¿cuál es nuestra posición

política? o ¿de qué posiciones políticas estamos hablando? o ¿cuál debería ser nuestra

posición política? o más bien ¿en qué posición política quisiéramos estar?

Los aspectos centrales de la dimensión política del trabajo social son para nosotros los

siguientes: conciencia, compromiso, crítica y emancipación. ¿Por qué este camino? En

primer lugar, porque nada se puede hacer sin conciencia. No alcanza con la sensibilización o

con la mera información: Hay que crear conciencia. Esto nos permite darnos cuenta, caer en

la cuenta de dónde estamos, qué posición ocupamos, a quién estamos sirviendo.

Despertarnos del ensueño, bajar a la realidad, pisar el suelo con nuestros pies y sentirlo

nuestro, es decir, apropiarnos de nuestra propia realidad, hacerla nuestra. Esto implica dejar

la ficción, los espejos donde nos miramos, el mundo virtual o aquellos “otros” mundos que

nos construimos para evadirnos de nuestra realidad, porque es dura, tal vez triste o

demasiado cruel y no sabemos qué hacer con ella. Por supuesto que esto no es nada fácil ni

4 Por ejemplo, Robert Castel y Pierre Rosanvallon 5 Por ejemplo, José Paulo Netto y Margarita Rozas Pagaza.

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inmediato. Por supuesto que lleva tiempo y son procesos sociales lentos, pero hay que

comenzar a andar el camino, hay que dar el primer paso y animarse.

En segundo lugar, no alcanza con caer en la cuenta: Hay que involucrarse. Esto significa

dejar de ser espectador de la vida, para pasar a ser protagonista de la historia. Dejar de mirar

y meterse, como aquel chico que deja de mirar un partido de fútbol y comienza a jugar el

partido como puede. Esto implica poner el cuerpo y ocupar espacios. No nos podemos

escapar ni esconder. Es militancia, hay que sudar la camiseta. Acá se reciben golpes y

críticas, algunas tremendamente despiadadas y crueles. Pero acá también están los otros, no

estamos solos y nace el compañerismo, la solidaridad, los afectos. Nos damos cuenta que

empezamos a construir cosas, transformamos a los demás y nos transformamos nosotros

también al hacerlo. Y empezamos a entender muchas cosas que antes no entendíamos. Es la

gran escuela de la vida, de la experiencia cotidiana, de la praxis.

En tercer lugar, no alcanza con meterse hasta las rodillas en el barro: Hay que reflexionar.

Es la capacidad que tenemos los seres humanos de volver sobre nuestras propias prácticas,

para volver a pensar la acción. Es la posibilidad de crítica, como recurso indispensable que

nos permite interpretar la complejidad y descubrir los significados de la totalidad en la

singularidad de nuestras vidas y contextos. Pero también nos permite construir un nuevo

horizonte de sentido, desde un posicionamiento político e ideológico por el cual optamos con

total conciencia y libertad. La crítica, en su sentido más profundo, es la posibilidad de

cambio, la maravillosa capacidad de los seres humanos de poder optar en cualquier momento

por otro camino, por otro curso de acción, sin aceptar la realidad como irreversible y

terminada.

En cuarto lugar, se trata de pasar del mero involucramiento y reflexión a un trabajo social

performativo, según la expresión de Denzin, en el sentido de crítica social emancipadora,

cuyo objetivo es la acción política y la transformación social. Esta nueva forma de concebir

y hacer trabajo social, requiere esfuerzo y construcción colectiva, no alcanza con lo

individual. Requiere un nuevo perfil de formación profesional y, fundamentalmente, un

profundo cambio de concepción acerca del trabajo social que tienen muchos docentes, que

incluya no sólo la dimensión teórica y metodológica, sino también la dimensión político-

ideológica.

Requiere también que ocupemos los distintos espacios institucionales como espacios

estratégicos de lucha política. Requiere que nos hagamos cargo de nuestros discursos y de

nuestras prácticas, de nuestros aciertos y errores, de nuestras verdades y falsedades, de

nuestras competencias y mediocridades. En fin, requiere que aceptemos el desafío de

construir nosotros una historia distinta y no sólo criticar o resignarnos ante la historia que

otros construyen.

Esta es la maravillosa dimensión política del trabajo social. Tenemos la imperiosa

necesidad de recuperar la utopía, de aportar a la construcción de un mundo más justo y

humano. Tenemos el derecho y el deber de cultivar en nosotros, en nuestras relaciones

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sociales, en el colectivo profesional, el derecho a soñar. Quien no sueña con lo nuevo,

ciertamente nunca conseguirá construirlo.

”El horizonte utópico, es decir, el proyecto de aquello que todavía no es, constituye la

razón de nuestra pasión por la vida, de nuestra resistencia ante las dificultades, del ejercicio

por construir alianzas entre grupos, entre personas, entre clases, entre destinos. Educar

para construir un sueño es, pues, parte de nuestro proyecto en una sociedad en la que el

vigor y el poder de los que, pretendiendo matar el sueño del pueblo, están decretando su

propia muerte” (Fundep, 2002).

Hemos intentado responder en este capítulo a la pregunta ¿en qué consiste la dimensión

política del trabajo social? Cuando hablamos de algo, tenemos que aclarar primero de qué se

trata. Por eso, hemos tratado de reflexionar acerca del imperativo de “entender la política”,

algo extremadamente importante para los trabajadores sociales, como lo hemos demostrado

en las páginas de este capítulo. Luego, hicimos una aproximación a lo que para nosotros son

los aspectos más importantes de la dimensión política del trabajo social.

Ahora bien, no podemos hablar de política sin referirnos también a la ideología. Tal como

lo expusimos en la introducción de este libro, la relación entre ambas es de mutua

imbricación, es decir, se contienen mutuamente, sin ser lo mismo y sin reducirse una a la

otra. Son como dos caras de una misma moneda, dos ramas del mismo tronco. En el capítulo

siguiente, abordamos, entonces, la dimensión ideológica del trabajo social.

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26

Capítulo 2

LA DIMENSIÓN IDEOLÓGICA DEL TRABAJO SOCIAL

1. Entender la ideología

Este vocablo, sostiene Althusser6, fue acuñado por Cabanis, Destutt de Tracy y otros,

hacia fines del siglo XVIII, como “estudio de la génesis de las ideas”. En los primeros

escritos de Marx, en la Gaceta Renana, le atribuye el sentido de “sistema de ideas, de

representaciones, que domina el espíritu de un hombre o de un grupo social” (Althusser,

1988:37). Para Zizek7, es “una matriz generativa que regula la relación entre lo visible y lo

no visible, entre lo imaginable y lo no imaginable, así como los cambios producidos en esta

relación” (Zizek, 2003:7).

Para este último autor, el contenido de una ideología puede ser falso o verdadero, pero lo

que importa de ella no es esto, sino “el modo como este contenido se relaciona con la

posición subjetiva supuesta por su propio proceso de enunciación. Estamos dentro del

espacio ideológico, en sentido estricto, desde el momento que este contenido es funcional

respecto de alguna relación de dominación social de un modo no transparente: La lógica

misma de la legitimación de la relación de dominación debe permanecer oculta para ser

efectiva”. Es muy fácil mentir con el ropaje de la verdad. Un ejemplo de ello es el cinismo,

que admite todo, sin que este reconocimiento impida continuar detrás de los propios

intereses de poder. Su formulación es la siguiente: “ellos saben muy bien lo que están

haciendo, y lo hacen de todos modos” (Zizek, 2003:15).

La ideología es una doctrina o complejo de ideas, teorías, creencias y argumentaciones,

que busca siempre legitimar o justificar algún interés oculto. Para Habermas (1998) es un

texto cuyo significado, bajo la influencia de intereses inconfesos, está abruptamente separado

de su intención real. Para Ducrot (1986) no hay separación entre descripción y

argumentación, ya que no hay contenido descriptivo neutral y toda descripción conlleva una

argumentación, cuyo éxito radica precisamente en permanecer invisibilizada, inconsciente,

naturalizada.

Pecheux (2003) habla de mecanismos discursivos que generan “evidencia del sentido”.

Esta estrategia ideológica consiste en hacer referencia a alguna certeza manifiesta, por

ejemplo “dejemos que los hechos hablen por si mismos”, cuando los hechos precisamente

nunca hablan por si mismos sino por los dispositivos discursivos que los hacen hablar. Por su

parte, Laclau (1978) sostiene que los elementos de una ideología operan como “significantes

flotantes” que otorgan significados según el discurso hegemónico que resulte dominante.

6 Althusser, Louis (1988) Ideología y Aparatos Ideológicos de Estado. Freud y Lacán, Nueva Visión,

Buenos Aires. 7 Zizek, Slavoj (2003) Ideología. Un mapa de la cuestión, Fondo de Cultura Económica, Buenos

Aires.

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La ideología se exterioriza o adquiere materialidad en las prácticas, aparatos, rituales e

instituciones. Tal es el caso de la libertad de prensa, la libertad de mercado y la democracia

formal, entre otros, para la ideología liberal. En el caso de la religión como ideología, las

creencias se generan por los mismos rituales, más que por convicciones internas o por fe. Es

conocida la expresión de Pascal: “Arrodillaos, moved los labios en oración, y creeréis”.

Sostiene Eagleton8 que nadie ha sugerido todavía una adecuada definición de ideología y

que este término tiene un amplio abanico de significados útiles, que no siempre son

compatibles entre si. Por ejemplo, se ha definido la ideología como a) el proceso de

producción de significados, signos y valores en la vida cotidiana; b) el conjunto de ideas

característico de un grupo social; c) las ideas que permiten legitimar un poder político

dominante; d) las ideas falsas que contribuyen a legitimar un poder político dominante; e)

una comunicación sistemáticamente deformada; f) aquello que facilita una toma de posición

ante un tema; g) un tipo de pensamiento motivado por intereses sociales; h) un pensamiento

de la identidad; i) una ilusión socialmente necesaria; j) la unión de discurso y poder; k) un

medio por el cual los agentes sociales dan sentido a su mundo de manera consciente; l) un

conjunto de creencias orientadas a la acción; m) un medio indispensable para que los sujetos

expresen en su vida sus relaciones en una estructura social y n) un proceso por el cual la vida

social se convierte en una realidad natural (Eagleton, 2005:19).

Una de las definiciones más aceptadas de ideología se refiere a la legitimación del poder

de un grupo social dominante, es decir, como lo afirma Thompson9, “las formas en que el

significado o la significación sirve para sustentar relaciones de dominación” (Thompson,

1984:4). Un poder dominante se puede legitimar de varias maneras: promoviendo

determinadas creencias y valores afines con él, universalizando estas creencias y valores,

naturalizándolos para que parezcan evidentes e inevitables, descalificando otras ideas o

formas de pensamiento que puedan amenazarlo, oscureciendo la realidad social de modo

conveniente o bien enmascarando los conflictos sociales o las contradicciones reales

(Eagleton, 2005:24).

Sin embargo, no necesariamente el poder tiene que ser dominante. Puede tratarse de

cualquier tipo de intersección entre sistemas de creencias y poder político. Por ejemplo,

Seliger10

define la ideología como un “conjunto de ideas por las cuales los hombres

proponen, explican y justifican fines y significados de una acción social organizada y

específicamente de una acción política, al margen de si tal acción se propone preservar,

enmendar, desplazar o construir un orden social dado” (Seliger, 1976:11). Aquí la ideología

tiene el papel de nexo o vínculo entre el poder político y los sistemas de creencias de un

grupo social determinado.

Lo que sí aparece claramente en toda ideología es la lucha de poder. Para Foucault, el

poder es una red de fuerza penetrante e intangible que se entrelaza con nuestros más ligeros

gestos y nuestras manifestaciones más íntimas. Determina nuestras relaciones personales y

8 Eagleton, Terry (2005) Ideología. Una introducción, Paidós, Barcelona.

9 Thompson, John (1984) Studies en the theory of ideology, Cambridge, Lóndres.

10 Seliger, Martin (1976) Ideology and Politics, Londres.

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nuestras actividades cotidianas. Sin embargo, este autor prefiere hablar de discurso y no de

ideología. El discurso es más que el lenguaje. La noción de discurso es más amplia que la de

ideología, de tal manera que no todo discurso es ideológico.

Ahora bien, desde el punto de vista ideológico, lo que importa es quién está diciendo qué

a quién y con qué fines. Importan, por lo tanto, los intereses a los cuales responde el discurso

y los efectos políticos que persiguen. Es decir, la ideología nos permite distinguir “aquellos

intereses y conflictos de poder que en un momento dado son claramente centrales a todo un

orden social y aquellos que no lo son” (Eagleton, 2005:30).

Desde un punto de vista más político y sociológico que filosófico, la ideología puede ser

vista como un “medio en el cual los hombres y mujeres libran sus batallas sociales y

políticas en el nivel de los signos, significados y representaciones” (Eagleton, 2005:31).

Esto implica que la ideología se mueve en el terreno de la lucha discursiva, allí donde las

disputas por las creencias, los símbolos y las significaciones resultan claves y decisivas para

regular o transformar un orden social dado.

Eagleton rechaza la concepción de ideología como “falsa conciencia”, porque no tiene en

cuenta la racionalidad que en general poseen los seres humanos, que viven y mueren por

ideas que consideran válidas y no vacías ni absurdas. Sostiene que “para ser

verdaderamente efectivas, las ideologías deben dar un mínimo de sentido a la experiencia de

la gente…deben ser más que ilusiones impuestas…deben transmitir una visión de la realidad

social que sea real y suficientemente reconocible” (Eagleton 2003:36). También rechazan

esta concepción Therborn11

y Seliger.

En el discurso ideológico aparecen dos dimensiones claramente diferenciadas entre si

pero, obviamente, interrelacionadas. Por un lado, una dimensión constatativa, empírica, de

experiencia vivida o de “relaciones vividas” como lo llama Althusser. Lo que se constata con

la experiencia indudablemente es real, aunque no siempre sea verdadero. Es la dimensión de

la praxis, de lo que hacemos y vivimos en la cotidianidad de la vida social. Por otro lado, una

dimensión performativa, constituida por una visión del mundo basada en creencias, valores,

suposiciones o presunciones, que dan sentido a la experiencia. Esto transforma a la ideología

en creencias vividas, encarnadas en prácticas sociales concretas. Estas creencias pueden ser

absolutamente falsas, pero son vividas como verdaderas, dan sentido a la experiencia y son

válidas para quienes las viven, de tal manera que podrían ser sostenidas incluso hasta

sacrificar la propia vida. En esto consiste la fuerza y la importancia de la ideología.

Eagleton propone seis maneras de definir la ideología: 1) como proceso material general

de producción de ideas, creencias y valores de la vida social; 2) como ideas y creencias

verdaderas o falsas, que simbolizan las condiciones y experiencias de vida de un grupo

socialmente significativo; 3) como promoción y legitimación de los intereses de grupos

sociales con intereses opuestos; 4) como promoción y legitimación de los intereses de un

grupo o clase social dominante; 5) como ideas y creencias que contribuyen a legitimar los

intereses de un grupo o clase social dominante, específicamente mediante distorsión y

11

Therborn, Goran (1980) The ideology of power and the power of ideology, Londres.

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disimulo; y 6) como creencias falsas o engañosas derivadas de la estructura material del

conjunto de la sociedad (Eagleton, 2003:52-55).

La primera definición es neutral, se aproxima al sentido más amplio de “cultura” y pone

el acento en la determinación social del pensamiento. La segunda se aproxima a la idea de

“cosmovisión”. La tercera se refiere a intereses relevantes, por ejemplo definir la forma de

vida política de un grupo. Aquí la ideología se orienta a la acción y puede implicar un

discurso disuasorio o retórico interesado en producir ciertos efectos políticos antes que

mostrar la situación tal como es. La cuarta definición se refiere a ideologías dominantes

destinadas a unificar una formación social determinada de manera conveniente para los

gobernantes. La quinta hace referencia a la naturalización, universalización o disfraz de los

intereses reales de un grupo o clase dominante. En la sexta, la ideología aparece vinculada al

conjunto de la sociedad, ocultándose su origen en un grupo o clase social dominante.

¿Cuáles son los rasgos que caracterizan a toda ideología? Eagleton identifica seis rasgos

básicos: unificación, orientación a la acción, racionalización, legitimación, universalización

y naturalización. En primer lugar, las ideologías unifican y otorgan identidad a los grupos o

clases sociales que las sostienen. Esto implica un esfuerzo de homogenización, aunque

internamente haya contradicciones o conflictos. En segundo lugar, las ideologías no son

sistemas teóricos especulativos, sino sistemas de creencias orientadas a la acción. Están en

la vida cotidiana y en la calle. Impregnan todos los ámbitos de la vida social.

En tercer lugar, las ideologías no solamente reflejan intereses sociales sino que los

racionalizan. En el psicoanálisis, la racionalización consiste en intentar dar una explicación

aceptable en relación con actitudes, ideas o sentimientos, cuyos verdaderos motivos no se

exteriorizan. Esto se relaciona con el autoengaño, donde un sujeto tiene deseos que niega o

desmiente o de los cuales simplemente no es consciente (Eagleton, 2003:71-81).

En cuarto lugar, las ideologías buscan legitimar determinados intereses, mediante

procesos por los cuales un poder dominante afianza en sus súbditos al menos un

consentimiento tácito a su autoridad. Al respecto, sostiene Eagleton que “Un tipo de

dominación suele legitimarse cuando los sujetos sometidos a él llegan a juzgar su propia

conducta por los criterios de sus gobernantes” (Eagleton, 2003:83).

En quinto lugar, las ideologías universalizan ciertos valores e intereses que en realidad

son específicos de una época y lugar determinados, proyectándolos como valores e intereses

de toda la humanidad. Encontramos aquí el sentido de ciertos esencialismos expresados en

términos como “la mujer”, “el hombre”, “la verdad”, “la justicia”, entre muchos otros. Las

particularidades de la cultura israelita, por ejemplo, son sostenidas y difundidas por la

escolástica como modelos universales de pareja, familia, sociedad y cultura “revelados” por

Dios. De esta manera, por ejemplo, para el patriarcado como ideología, la subordinación

histórica de las mujeres, construida absolutamente desde la parcialidad y la dominación

ejercida por los varones, aparece como un orden universal “revelado” por Dios.

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Finalmente, las ideologías naturalizan determinadas creencias, que se vuelven

autoevidentes y pasan a formar parte del sentido común de una sociedad. Nadie se imagina

otra forma posible de existencia o de orden social. Gran parte del derecho y de la religión,

por ejemplo, que ordenan nuestras sociedades, se basan en la ideología del orden natural,

que supuestamente conoce y es capaz de afirmar qué es y qué no es la naturaleza humana o

qué es y qué no es el hombre o la mujer. ¿De dónde viene esta pretensión de prescribir lo

que es o lo que no es un ser humano, más allá de toda particularidad o condicionamiento

histórico? De un largo proceso histórico de ordenamiento del mundo desde la filosofía, la

religión, la política, la ciencia y la cultura, plagadas de eurocentrismo, racismo, patriarcado y

colonialismo.

El sentido común, que Bourdieu denomina doxa12

, es un velo que oculta la ideología. Por

eso Marx y Engels hablan de falsa conciencia en La ideología alemana13

. Para Eagleton,

“La ideología redefine la realidad social para volverse coextensa con ella misma, de un

modo que oculta la verdad de que, de hecho, la realidad creó la ideología. En cambio,

ambas parecen estar creadas juntas de manera espontánea, tan inseparables como una

manga y su forro” (Eagleton, 2003:87). La ideología convierte a la historia en algo

espontáneo, inevitable e inalterable. Es una reificación de la vida social. Lo natural se

vuelve universal y ahistórico. Se pierde la noción del tiempo y del espacio. La ideología se

convierte así, siguiendo a Marx, en una forma terrible y eficaz de alienación.

2. Cómo se reproducen las ideologías

Las ideologías son representaciones que se instalan en el imaginario de una sociedad.

Esto permite su reproducción, al materializarse en las prácticas y rituales de los sujetos y en

los aparatos e instituciones. De esta manera, el imaginario social se constituye en el principal

dispositivo de reproducción de la ideología. ¿Qué entendemos por imaginario social? Para

Cornelius Castoriadis, “Todo lo que se presenta a nosotros en el mundo social-histórico,

está indisolublemente tejido a lo simbólico. No es que se agote en ello. Los actos reales,

individuales o colectivos -el trabajo, el consumo, la guerra, el amor, el parto- los

innumerables productos materiales sin los cuales ninguna sociedad podría vivir un instante,

no son (ni siempre ni directamente) símbolos. Pero unos y otros son imposibles fuera de una

red simbólica” (Castoriadis, 1999).

Sostiene este autor que la unidad de la sociedad refleja la cohesión interna de la red

inmensamente compleja de significaciones que permea, orienta y dirige la vida de la

sociedad, como la de los sujetos concretos que la integran. El llama a esta red de significados

el magma de significados sociales imaginarios, los que además de ser llevados por la

sociedad, están encarnados en sus instituciones y le dan vida. Define al imaginario social

como la incesante y esencialmente indeterminada creación socio-histórica y psíquica de

figuras, formas e imágenes que prevén contenidos significativos y lo entretejen en las

estructuras simbólicas de la sociedad.

12

Bourdieu, Pierre y Eagleton, Terry: Doxa y vida cotidiana: una entrevista, en Zizek, Slavoj (2003)

Ideología. Un mapa de la cuestión, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, pág. 295-308. 13

Marx, Karl y Engels, Friedrich (1988) La ideología alemana, L‟Eina Editorial, Barcelona.

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Este filósofo distingue el imaginario último o radical del imaginario efectivo. El

imaginario radical es la capacidad de hacer surgir como una imagen algo que no es, ni fue.

En cambio, el imaginario efectivo son los productos de ese imaginario radical, es decir, lo

imaginado. En su libro “Hecho y por hacer: pensar la imaginación”, plantea que “Los

individuos socializados son fragmentos, que caminan y hablan de una sociedad dada y son

fragmentos totales, vale decir que enmarcan en parte de manera efectiva y en parte

potencial, el núcleo esencial de las instituciones y las significaciones de la sociedad: El

sujeto es una creación social” (Castoriadis, 1998).

Al hacer referencia a la significación este filósofo afirma que “La significación no es una

simple suma de elementos externos a un núcleo psíquico que permanecerá inalterable, sus

efectos están inextricablemente tejidos por la psique tal como ella existe en la realidad

efectiva” (Castoriadis, 1998). En este sentido, las significaciones imaginarias sociales crean

un mundo propio para la sociedad considerada. En realidad ellas son ese mundo y ellas

forman la psique de los sujetos. Crean una “representación” del mundo, incluso de la

sociedad misma y el lugar que ésta ocupa en ese mundo, como también así el lugar que

ocupa cada sujeto en esa sociedad. Se puede afirmar entonces, que no queda nada fuera de

las significaciones sociales, hasta los sujetos resultan “creados” y existen en correlación con

ese mundo de significaciones instituidas.

Para Esther Díaz (1993) “Un imaginario colectivo se constituye a partir de los discursos,

las prácticas sociales y los valores que circulan en una sociedad. El imaginario actúa como

regulador de conductas (por adhesión o rechazo). Se trata de un dispositivo móvil,

cambiante, impreciso y contundente a la vez. Produce materialidad. Es decir, produce

efectos concretos sobre los sujetos y su vida de relación, así como sobre las realizaciones

humanas en general”.

¿En qué se diferencian el imaginario y la imaginación? Para esta autora, “La imaginación

es una facultad que juega con las representaciones, las recrea. Inventa otras realidades

posibles (o imposibles). Es una actividad creativa del espíritu individual. El imaginario, en

cambio, no es la suma de todas las imaginaciones singulares. No es tampoco un producto

acabado y pasivo. Por el contrario, es el efecto de una compleja red de relaciones entre

discursos y prácticas sociales. El imaginario social interactúa con las individualidades. Se

constituye a partir de las coincidencias valorativas de las personas. Pero también de las

resistencias. Se manifiesta en lo simbólico (lenguaje y valores) y en el accionar concreto de

las personas (prácticas sociales)” (Díaz, 1993).

Branislaw Baczko (1984) también plantea la necesidad de diferenciar los conceptos de

imaginación y de imaginario. Al respecto, sostiene que “El adjetivo social delimita una

aceptación más restringida, al designar dos aspectos de la actividad imaginante. Por un

lado, la orientación de ésta hacia lo social, es decir la producción de representaciones

globales de la sociedad y de todo aquello que se relaciona con ella, por ejemplo, del “orden

social”, de los actores sociales y de sus relaciones recíprocas (jerarquía, dominación,

conflicto, etc.), de las instituciones sociales, y en especial de las instituciones políticas, etc.

Por otro lado, el mismo adjetivo designa la inserción de la actividad imaginante individual

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en un fenómeno colectivo. En efecto, las modalidades de imaginar, de reproducir y renovar

el imaginario, como las de sentir, pensar, creer, varían de una sociedad a otra y por

consiguiente, tienen una historia”.

El imaginario social es una de las fuerzas reguladoras de la vida colectiva. Al igual que

las demás referencias simbólicas, no indica solamente a los sujetos su pertenencia a una

determinada sociedad, sino que también define, más o menos precisamente, los medios

inteligibles de sus relaciones con ésta, con sus divisiones internas y sus instituciones, entre

otros. De esta manera, el imaginario social es igualmente una pieza efectiva y eficaz del

dispositivo de control de los conflictos sociales y de las cuestiones que están en juego de

esos conflictos.

El dispositivo imaginario asegura a un grupo social un esquema colectivo de

interpretación de las experiencias subjetivas, tan complejas como variadas, la codificación de

expectativas y esperanzas, así como la fusión entre verdad y normatividad, información y

valores, que se opera por y en el simbolismo. Al tratarse de un esquema de interpretaciones,

pero también de valores, interviene eficazmente en el proceso de su interiorización por los

sujetos en una acción común. Así por ejemplo, las representaciones que legitiman un poder

informan sobre su realidad y la atestiguan. Por consiguiente, constituyen otras tantas

exhortaciones a respetarlo y obedecerlo. Los imaginarios sociales y los símbolos sobre los

cuales se apoyan, forman parte de complejos sistemas de mitos, creencias e ideologías.

El impacto de los imaginarios sociales en los sujetos depende en gran medida de su

difusión, de los circuitos y de los medios que disponen. Para conseguir la dominación

simbólica, es fundamental controlar esos medios, que son otros tantos instrumentos de

persuasión, de presión, de inculcación de valores y de creencias. Así, todo poder apunta a

tener la hegemonía de los discursos que producen imaginarios sociales, del mismo modo que

busca conservar el control de los dispositivos de reproducción de los mismos.

Althusser (1988) desarrolla el concepto de Aparatos Ideológicos de Estado para designar

la forma de dominación ideológica del Estado, distinta a la forma de dominación física

realizada a través del aparato represivo constituido por el gobierno, la administración, el

ejército, la policía, los tribunales, las prisiones, entre otros. Mientras este aparato represivo

funciona mediante la violencia, los Aparatos Ideológicos de Estado funcionan masivamente

mediante la ideología como forma predominante. Este autor designa con el nombre de

Aparatos Ideológicos de Estado a “cierto número de realidades que se presentan al

observador inmediato bajo la forma de instituciones distintas y especializadas”. Entre éstas

menciona las iglesias, escuelas, familias, sindicatos, partidos políticos, medios masivos de

comunicación e instituciones culturales, artísticas, deportivas, entre otras. Mientras que

existe un solo aparato represivo que funciona en el dominio público del Estado, hay una

pluralidad de Aparatos Ideológicos de Estado que funcionan en el dominio privado, pero que

actúan bajo la ideología dominante que es la de la clase dominante, que detenta el poder del

Estado y que, para perpetuarse en el poder, ejerce su hegemonía sobre y en los Aparatos

Ideológicos de Estado.

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Althusser explica la estructura y el funcionamiento de la ideología exponiendo la

siguiente tesis central: La ideología interpela a los individuos como sujetos. Para demostrar

esta tesis, utiliza otras dos, que se expresan de la siguiente manera: 1) “la ideología es una

„representación‟ de la relación imaginaria de los individuos con sus condiciones reales de

existencia” y 2) “la ideología tiene una existencia material”. Para este autor, “no son sus

condiciones reales de existencia, su mundo real, lo que los „hombres‟ „se representan‟ en la

ideología, sino que lo representado es ante todo la relación que existe entre ellos y las

condiciones de existencia. Tal relación es el punto central de toda representación ideológica

y por lo tanto imaginaria del mundo real”.

Ahora bien, “¿por qué la representación dada a los individuos de su relación

(individual) con las relaciones sociales que gobiernan sus condiciones de existencia y su

vida colectiva e individual es necesariamente imaginaria? y ¿cuál es la naturaleza de este

ente imaginario?” Las respuestas son dos: a) por “la existencia de un pequeño grupo de

hombres cínicos que basan su dominación y explotación del „pueblo‟ en una representación

falseada del mundo que han imaginado para esclavizar los espíritus mediante el dominio de

su imaginación” y b) por “la alienación material que reina en las condiciones de existencia

de los hombres mismos” (Althusser, 1988:39).

La ideología se materializa en prácticas y éstas están reguladas por rituales que se

inscriben en la existencia material de un aparato ideológico. Este aparato provee de ideología

a los sujetos. “La existencia de las ideas de sus creencias es material, en tanto esas ideas

son actos materiales insertos en prácticas materiales, reguladas por rituales materiales

definidos, a su vez, por el aparato ideológico material del que proceden las ideas de esos

sujetos” (Althusser, 1988:41). De esto, el autor formula los siguientes enunciados: a) “No

hay práctica sino por y bajo una ideología” y b) “No hay ideología sino por el sujeto y para

los sujetos”.

La categoría de sujeto es central en el pensamiento de Althusser, ya que para éste es la

categoría constitutiva de toda ideología, cualquiera sea su fecha histórica. Es constitutiva

sólo en tanto toda ideología tiene por función la “constitución de los individuos concretos en

sujetos”. Como sujetos, vivimos en la ideología. “El hombre es por naturaleza un animal

ideológico”. Por el funcionamiento de esta categoría de sujeto, “toda ideología interpela a

los individuos concretos como sujetos concretos”. Cabe aclarar que esta distinción no se da

en el mundo real, ya que en éste no hay sujeto concreto que no esté sostenido por un

individuo concreto. Esta interpelación transforma a los individuos en sujetos, pero esto no se

da por fuera sino en la ideología, ya que la interpelación de los individuos en sujetos y la

ideología son una sola y misma cosa.

Si el hombre es por naturaleza un animal ideológico, ¿es sostenible hablar del fin de las

ideologías? Esta tesis es una ideología que aboga por la desintegración, autolimitación y

autodispersión de la propia noción de ideología. Ya no se concibe a la misma como un

mecanismo homogéneo que garantiza la reproducción social a modo de “cemento” de la

sociedad. Quienes la sostienen afirman que “los individuos no actúan como lo hacen a causa

fundamentalmente de sus creencias o convicciones ideológicas; es decir, el sistema, en su

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mayor parte, prescinde de la ideología para su reproducción y se sostiene, en cambio, en la

coerción económica, las regulaciones legales y estatales, y otros mecanismos” (Zizek,

2003:23).

Sin embargo, cuando “miramos más de cerca estos mecanismos supuestamente

extraideológicos que regulan la reproducción social, nos encontramos hundidos hasta las

rodillas en el oscuro terreno en el que la realidad es indistinguible de la ideología” (Zizek,

2003:23). Argumenta este autor que tales mecanismos siempre materializan alguna

proposición o creencia inherentemente ideológica y que la forma de conciencia

supuestamente post-ideológica tiene motivaciones utilitaristas y/o hedonísticas que implican

una relación entre ciertos valores y la vida real, que opera como presupuesto ideológico

básico para la reproducción de las relaciones sociales existentes.

Adorno14

analiza la ideología como lenguaje, al describir la jerga de la autenticidad de la

Alemania prehitleriana y sus usos posteriores. La jerga es una desintegración del lenguaje en

palabras sueltas, que son manipuladas ideológicamente con algún sentido. Estas palabras

sueltas son utilizadas en contextos diversos. Quien domina una jerga no necesita decir lo que

piensa, ni siguiera pensarlo seriamente, ya que la jerga desvaloriza el pensamiento, no genera

compromiso y es independiente del contexto y de todo contenido conceptual. En el campo

del ejercicio profesional, sostiene el filósofo, por carecer de independencia o por debilidad

económica, “…la jerga ha llegado a ser una enfermedad profesional” (Adorno, 1982:20).

De igual manera, la jerga le sirve a un político cuando tiene que manifestarse sobre algo

que no entiende o con lo cual no quiere comprometerse. Es como un lenguaje estandarizado,

que no necesita explicación y permite hablar “directamente a la gente sin dejarla replicar”

(Adorno, 1982:64). Este enfoque de Adorno resulta oportuno para introducirnos en el

análisis de la cuestión ideológica en el trabajo social.

3. Ideología y trabajo social

El trabajo social, ¿tiene, reproduce o es una ideología? ¿Cómo se expresa la ideología en

el lenguaje y en las prácticas sociales de los trabajadores sociales y de los sujetos e

instituciones con los cuales interactúan? ¿Cuál es la relación entre la ideología y el trabajo

social? Estas cuestiones parecen nuevas, pero sin embargo ya fueron formuladas, aunque

parcialmente, por Vicente de Paula Faleiros y Ezequiel Ander-Egg hacia fines de la década

de 196015

.

Obviamente, el planteo de estos autores debemos inscribirlo en el contexto de la época,

más como una propuesta política que como un intento teórico de desarrollo de la cuestión.

Eran tiempos de lucha y confrontación ideológica, de compromiso político y

reconceptualización del trabajo social. A casi cuatro décadas, creemos que estas luchas y

estas ideas, truncadas salvaje y cruelmente por las dictaduras militares, no fueron en vano ni

14 Adorno, Theodor W. (1982) La ideología como lenguaje. La jerga de la autenticidad, Taurus, Madrid. 15 De Paula Faleiros, Vicente (1972) Trabajo Social, ideología y método, Ecro, Buenos Aires y Ander-Egg, Ezequiel (1986) Ideología, Política y Trabajo Social, Humanitas, Buenos Aires.

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estériles y tampoco han perdido actualidad. Por el contrario, alimentan nuestra memoria y

constituyen nuestro presente, como un fuerte legado histórico que nos interpela y nos

moviliza.

Ander-Egg destina tres de los seis capítulos de su obra, al problema de la ideología.

Sostiene este autor que, hasta 1965, tanto la ideología como la política estuvieron totalmente

ausentes en el trabajo social en Argentina, que pasa de la concepción europea de servicio

social, vocación, apostolado y caridad cristiana, a la concepción norteamericana del social

work tecnocrático, aséptico y funcionalista. Creemos que ésta es una falacia en que incurre

este autor, porque nunca hay ausencia de ideología. Lo que ocurrió con la

reconceptualización fue que puso en cuestión e hizo visible la posición político-ideológica

que hasta entonces venía convalidando el trabajo social “tradicional”, en el sentido de ser

funcional a los intereses de los grupos dominantes. La reconceptualización plantea la

necesidad de un giro de esta posición hacia los sectores populares. Era un giro de 180

grados.

Sostiene Ander-Egg, que el liberalismo, que había surgido como cambio y modernidad

frente al conservadorismo, es el contexto ideológico donde nace el trabajo social y es

también la ideología dominante que se oculta detrás de una realidad social que aparece como

natural. El velo se corre cuando se proclama el fin de las ideologías16

. Se decreta la muerte

de algo que “no existía” hasta ese momento, porque había sido ocultado sistemáticamente,

instalándose la contraposición entre ciencia e ideología. El cientificismo rechaza toda

ideología y se ubica en una posición “objetiva” de neutralidad valorativa. El trabajo social se

apoya en este cientificismo y se vuelve profundamente tecnocrático y aséptico.

Sin embargo, en la segunda mitad de la década de 1960, irrumpen con fuerza en América

Latina, varios movimientos populares de liberación, que luchan por la transformación de las

estructuras económicas, políticas y sociales que oprimen y esclavizan a los pueblos

latinoamericanos. Estos movimientos se inspiran en la revolución cubana de 1959, en los

procesos de descolonización mundial, en las ideas revolucionarias de pensadores marxistas y

en el Mayo Francés de 1968.

En su libro La revolución teórica de Marx (Siglo XXI, Buenos Aires, 1965), Louis

Althusser vuelve a colocar en el centro del debate la cuestión ideológica, modificando la

tesis marxista negativa de ideología como falsa conciencia y concibiéndola como un sistema

de representaciones que cumple la función social de asegurar una determinada relación de

los hombres entre si y con sus condiciones de existencia.

En 1969, Althusser desarrolla en Santiago de Chile una serie de conferencias publicadas

en mimeo con el título de Teoría, práctica teórica y formación teórica: ideología y lucha

16 Ander-Egg hace referencia al Congreso por la libertad de la cultura de Milán, donde en 1955 se proclama el fin de las ideologías. Luego se desarrolla en Estados Unidos a comienzos de la década de 1960 la doctrina del fin de las ideologías, con los trabajos de Lipset, Bell, Galbraith y Cox. Es sostenida también por Servan-Schereiber en 1967 y en España por Fernández de Mora en 1965. La tesis central de esta doctrina es que la ciencia y la tecnología reemplazaron a la política y las ideologías en la dinamización del cambio social.

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ideológica. Tanto las ideas revolucionarias de los movimientos populares, como las tesis

desarrolladas por Althusser, se propagan rápidamente e impactan en el trabajo social

latinoamericano, consolidándose un movimiento crítico denominado reconceptualización,

que aboga por la incorporación expresa de la política y la ideología como dimensiones

constitutivas del trabajo social.

La obra de Vicente de Paula Faleiros constituye, según palabras del propio autor, “una

crítica al „servicio‟ social tradicional y la apertura a un „trabajo‟ social transformador de la

realidad latinoamericana” (obra citada, pág.7). Faleiros rechaza la neutralidad y plantea la

problemática de las ideologías, “pues una acción y reflexión social es ideológica, además de

política y científica” (pág.12). Describe la trayectoria histórica del Trabajo Social

latinoamericano, desde una perspectiva marxista, criticando su mistificación ideológica y el

ocultamiento de los intereses reales de las clases dominantes. Fue implantado entre 1925 y

1936 en una especie de transplante europeo, con una ideología de servir al sistema,

adaptando al hombre a la sociedad y corrigiendo los desvíos y las disfuncionalidades.

El autor propone una perspectiva revolucionaria de apertura a la ciencia. La ideología y la

ciencia no son polos antagónicos. “El objeto del trabajo social se concibe como la acción

social del hombre oprimido y dominado, que no posee los medios de producción y no

participa realmente en la gestión política de la sociedad y tiene un papel protagónico en la

transformación histórica” (pág.47). Esta perspectiva revolucionaria tiene como primera

función la de denunciar el sistema existente, mostrando sus contradicciones concretas y

desmitificando el carácter fetiche que tiene la ideología dominante. Otra función es la de

ruptura, que supone la modificación de los fundamentos mismos que sostienen el sistema.

Esto implica praxis, lucha, acciones concretas.

Las preguntas que nos formulábamos antes, acerca de la relación entre el trabajo social y

la ideología, son respondidas parcialmente por Faleiros: “Hay entre algunos asistentes y

trabajadores sociales una discusión sobre si el Trabajo Social debe tener o no una ideología

y cuál sería esta ideología. Es una cuestión ingenua porque, de hecho, la ideología está

presente tanto en las actividades prácticas como en las elaboraciones teóricas de esta

profesión. El problema fundamental será, pues, el de manifestar la ideología latente y

considerarla concretamente en la acción, exigiéndose en todo momento una opción

consciente en relación a esto” (pág.49).

Este mismo pensamiento, en una versión actual, es sostenido por Saúl Karsz (2007), para

quien el neoliberalismo ha mostrado los límites del trabajo social, en el sentido de que,

strictu sensu, no puede resolver los problemas materiales de la gente. En palabras del autor,

“los pobres son pobres antes, durante y después de los trabajadores sociales”. Éstos

intervienen en diferentes campos, actúan, pero no pueden resolver los problemas materiales

de la gente, ni de hoy ni de ayer. Es una cuestión estructural y no coyuntural del

neoliberalismo. Según el autor, “El trabajo social no puede hacer lo que nunca hizo, puede

ofrecer como máximo respuestas paliativas sobre cuestiones materiales, que es mejor que

nada, pero que se parece mucho a nada”.

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En el pensamiento de Karsz, el trabajo social es un soporte para otra cosa. Su papel

principal es ser soporte, medio, paliativo. No incide en los problemas materiales de manera

significativa y, por lo tanto, desde este punto de vista, es intrascendente. El principal campo

de actuación profesional son las normas, los valores, los ideales y los principios bajo los

cuales la gente soporta el sufrimiento, los padecimientos y los condicionamientos materiales.

Es aquí donde el trabajo social es fuerte: En el campo de lo simbólico, de lo ideológico. Su

poder radica en construir sentido, para que la gente pueda sobrevivir y modificar sus

condiciones históricas de existencia.

Este carácter simbólico e ideológico del trabajo social, tiene que ver con el enigma del

término social. Para Karsz, lo social quiere decir ideología. El trabajo social opera sobre las

ideologías. Lo social es practicable, pero incomprensible y por tanto enigmático. No se

puede concebir lo social sin lo ideológico, que se expresa en valores, ideales y,

fundamentalmente, en la construcción social de sentido. La ideología implica tomar partido y

asumir una posición, orientación o sentido. La ayuda social tiene siempre un contenido

ideológico, porque está orientada por ciertos valores e ideales. Esto no debe confundirse con

ideología política partidaria. Las ideologías se naturalizan y se vuelven observables en el

mundo de la vida de los sujetos sociales. No hace falta hablar de ideología para que haya

ideología. En ese no decir, siempre se dice algo.

El trabajo social es incomprensible si no hay una reconciliación con la ideología. No hay

práctica que no persiga como objetivos determinados modelos, valores e ideales. El trabajo

social puede ser un poderoso y eficaz reproductor o convalidador de ideología. No se trata de

analizar o descubrir la relación entre trabajo social e ideología, sino que el trabajo social es

ideología. En esta afirmación, la ideología no es un elemento más del trabajo social, sino que

es constitutiva, aunque no exclusiva, del mismo. El enigma del trabajo social pasa por el

hecho de que lo social y lo ideológico son lo mismo.

Para Karsz, poder pensar que los trabajadores sociales no resuelven los problemas

materiales de la gente, puede hacer más llevadera la intervención profesional y disminuir el

impacto en su subjetividad. Si bien todos los trabajadores sociales están comprometidos, no

todos lo están por la misma causa. Cuando intervienen, no ayudan a las personas, sino que

refuerzan, potencian y favorecen determinadas tendencias en esas personas, por sobre otras

tendencias. Por ejemplo, la tendencia a la vida por sobre la tendencia a la muerte.

Son importantes en el pensamiento de Karsz, las dos dimensiones en que -para él- opera

siempre el trabajo social: la neutralidad ilusoria y la objetividad necesaria. La neutralidad

de los trabajadores sociales es una ilusión, porque nunca la intervención es neutra, sino que

está atravesada por la ideología, el contexto y las representaciones sociales, entre otros. Por

otra parte, no todo es subjetividad, intuición o sentimientos. La gente va a ver a un trabajador

social porque objetivamente supone que sabe un poco de algo; no todo, pero algo. Esto es un

dato de la realidad, como también lo es para el profesional la necesidad de conocer la

situación. Es una tentativa de conocimiento, ya que todo conocimiento es parcial y siempre

incompleto. La ciencia se equivoca, por el hecho de que el conocimiento siempre incluye la

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posibilidad de error. Lo grave no es equivocarse, sino no saber porqué, dado que implica que

los profesionales van a volver a hacer lo mismo o a cometer el mismo error.

En su concepción habitual, la ideología es como un velo que cubre y esconde la realidad.

Impide ver las cosas como son. Es la falsa conciencia descripta por Marx y Engels en La

ideología alemana. Supone que alguien tiene la verdadera conciencia, que tiene acceso a lo

que hay detrás del velo, que hay una verdad en alguna parte. Supone apariencia y esencia.

Althusser reformula esta concepción de ideología, al sostener que son representaciones

materiales de relaciones imaginarias. Las ideologías son materiales, no son sólo discursos e

ideas. Tienen la consistencia de los cuerpos, de los gestos, de los olores. Decir “esta chica es

muy femenina” pone en acto, como representación material, la ideología de lo femenino. Las

ideologías son actos, son prácticas, como la división del trabajo doméstico, y son también

instituciones, como la familia, que es una construcción ideológica.

En este campo de representaciones materiales se encuentra el trabajo social, porque se

ocupa de aquello que da sentido: las ideas, los valores, las normas y las creencias. El

concepto de ideología sirve para que los trabajadores sociales vean y distingan una versión

singular de un problema social más general. Hay lugares íntimos o privados desde el punto

de vista jurídico, pero no hay lugares íntimos o privados donde no se encuentre presente la

ideología. No hay intimidad absolutamente íntima. Aunque estemos solos en nuestras casas,

estamos cargados de ideología.

La dimensión ideológica posibilita que los trabajadores sociales adquieran una mirada

aguda y rica de los problemas sociales. Se trata de una mirada cargada de sentido, donde la

singularidad de la vida cotidiana se lee y se interpreta como expresión de una totalidad

histórica. La ignorancia de esta dimensión ideológica, por el contrario, impregna de miopía y

ceguera al trabajo social. Los problemas sociales se invisibilizan y las singularidades se

obscurecen, porque no se puede interpretar lo que no se ve ni se lee en la realidad.

No existe “la” ideología como una entelequia, por fuera de la vida social. En la realidad

existen ideologías concretas, no “la” ideología. Por ejemplo, no somos de derecha o de

izquierda, sino con tendencia a la derecha o a la izquierda, porque coexisten en nosotros una

pluralidad de ideologías que, de hecho, pueden generar contradicción. Las contradicciones

no son anomalías en los sujetos sociales, ni reflejan crisis, sino que son constitutivas de esta

pluralidad ideológica. Si la propia constitución como sujetos individuales responde en gran

medida a esta pluralidad ideológica contradictoria, también las historias de vida y las

trayectorias colectivas de los pueblos tienen esta misma lógica. No hay linealidad, ni en la

vida social ni en la historia. Entender esto es crucial para los trabajadores sociales.

La ausencia de lo que aquí denominamos conciencia ideológica explica en gran medida la

reproducción histórica de la pobreza en el pensamiento y en las prácticas sociales de muchos

trabajadores sociales en Argentina. Pero esta ausencia señala también otras presencias que se

dieron en el país y en las ciencias sociales en general, incluyendo el trabajo social: el

vaciamiento ideológico sistemático, llevado a cabo en forma certera y eficaz por los grupos

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sociales instalados en el poder, hasta tal punto que hoy requiere un enorme esfuerzo desandar

lo andado y desmitificar el sentido común construido en los trabajadores sociales.

Para Karsz, las relaciones entre los seres humanos son siempre relaciones ideológicas.

Las ideologías son siempre representaciones materiales de relaciones imaginarias. Hablan

de un mundo posible, no del mundo real. Son relatos inventados para orientar en este mundo

y para explicar cosas. Tienen un componente imaginario que, lógicamente, es sólo

imaginario. Es como un cuento de hadas, con hadas que no existen pero que son eficaces.

Además, este cuento es completo, porque explica todo. Es una construcción imaginaria

eficiente, que produce efectos; es decir, son imaginarios eficientes y, sobre todo, eficaces. Es

el caso, por ejemplo, de cuando decimos o escuchamos que una mujer, por ser tal, no puede

hacer esto o aquello, o bien cuando yo no soporto que “mi” mujer haga esto o aquello.

Para Karsz (2007), las ideologías son imaginarias, es decir, son cosas que se cuentan para

poder sostener algo o sostenerse, para explicar algo o explicarse. Son construcciones

imaginarias por las cuales hacemos o aceptamos cosas, por ejemplo cuando un violador de

una pequeña niña es inventado como ser humano, para poder soportar lo insoportable o

intentar explicar lo que en realidad es aberrante.

De la misma manera, los trabajadores sociales construyen y reproducen ideologías.

Trabajan con ideologías, como un artesano lo hace con una madera. Hablan de otro mundo

posible y construyen relatos que ayudan a soportar lo insoportable o intentan explicar lo que

en realidad es aberrante. ¿Cómo un padre le dice a su hijo, que está llorando de hambre, que

no tiene nada para darle de comer? Es una realidad insoportable y aberrante, que tiene

muchos nombres: pobreza, indigencia, exclusión, desigualdad social, concentración de la

riqueza y muchos otros. ¿Cómo explicar que millones de argentinos están condenados al

hambre y la miseria en un país donde sobran alimentos y recursos? Por supuesto que se trata

de una cuestión ideológica. Alguien construyó desde el poder un entramado de

significaciones imaginarias eficientes que producen efectos en la realidad, clasificando y

ordenando los cuerpos. Alguien decidió que ese hombre no tenga los recursos necesarios

para alimentar a su hijo.

¿De esta insoportable y aberrante realidad van a hablar los trabajadores sociales o de otro

mundo posible? Indudablemente la labor deberá centrarse en un proceso de construcción de

sentido, es decir, en una tarea eminentemente ideológica, ubicada en el plano de lo

imaginario y capaz de producir efectos materiales en el mundo de vida de los sujetos

sociales. Como lo sostiene Althusser, las ideologías nos interpelan como sujetos. En otras

palabras, nos constituyen como sujetos. Hay ideología en la intimidad más íntima de la vida

humana. Están presentes en nuestra vida cotidiana y en la reproducción misma de la vida.

Los niños se gestan y nacen en instituciones sociales, en aparatos del Estado y son soñados y

esperados de acuerdo a mandatos sociales vigentes. Es decir, se gestan y nacen con

ideologías. Nadie nace en el vacío.

Para Karsz, las ideologías son interiores, constitutivas, forman parte de nuestra piel. Nos

hacen sentir culpa, vergüenza, alegría o coraje para intentar algo. No hace falta salir a la

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calle, las ideologías están en casa. En términos freudianos, el yo es el dueño de casa y el

aparato psíquico el inquilino. En palabras del autor, “las ideologías son los cuerpos físicos

incorporados a las significaciones imaginarias” (Karsz, 2007). Los trabajadores sociales

actúan en la intimidad de la vida social y por lo tanto no sólo constituyen a otros sujetos sino

que se constituyen a si mismos en este entramado de significaciones que toman cuerpo con

las ideologías.

Los trabajadores sociales operan con ideologías y también con conocimientos científicos.

La ciencia no es una construcción ideológica, pero a su vez no es ideológicamente neutra. El

saber y el uso del saber no es inocente y los sujetos sociales no siempre desean saber. Si

desean saber es porque están dispuestos a soportar las consecuencias. El saber ocupa lugar y

un lugar muy importante que está más allá de las ideologías.

Las ideologías y las ciencias no son dos mundos separados, sino que operan

simultáneamente. No se abandonan las ideologías para entrar a las ciencias, pues no existe

ciencia libre de ideologías. Tampoco las ideologías implican abandono de las ciencias.

Cuando actúan los trabajadores sociales, lo hacen desde las ciencias sociales, cargados de

ideologías. También cuando están en proceso de formación profesional en las universidades.

De manera que los trabajadores sociales también se gestan y nacen con ideologías. El sueño

de una ciencia neutra y de una formación neutra es sólo eso: un sueño del positivismo

decimonónico y del cientificismo popperiano neoliberal.

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Capítulo 3

FLUIDEZ DEL PRESENTE Y PADECIMIENTO DEL FUTURO

1. Construir la historia, no reconstruirla

La historia puede entenderse como un recuento cronológico de hechos del pasado, que

permanecen allí como datos y pueden ser mostrados objetivamente como procesos

clausurados. En este enfoque, de carácter reconstructivo, la relación que se establece con el

pasado es de ruptura y los hechos históricos son considerados como objetos pétreos y

muertos, como piezas de un museo. En esta idea está presente la concepción lineal del

tiempo, desarrollada por el pensamiento judeocristiano y luego por la modernidad, con

particular aplicación al campo científico, de la mano del positivismo.

En esta linealidad, el devenir histórico es acumulativo y progresivo. Es como un

trasfondo evolucionista que fundamenta la idea de progreso de la cultura, la ciencia, el arte y

la filosofía. En este marco, la misma condición humana y los diversos pueblos atravesarían

por un proceso civilizatorio de estas características, que justificaría las intervenciones y las

variadas formas de dominación y opresión que se han desplegado históricamente con un

carácter mesiánico supuestamente civilizatorio. No escapan a este carácter, por ejemplo, el

colonialismo europeo, el expansionismo religioso, los imperialismos y, últimamente, la

planetarización del neoliberalismo anglosajón.

Pero hay otra forma de entender la historia, como lo plantea Walter Benjamin en Las tesis

de la filosofía de la historia de comienzos del siglo XX. En este enfoque, se tiene en cuenta

la presencia insoslayable del pasado en el presente y no tiene el carácter acumulativo ni

evolutivo de estadios supuestamente inferiores a otros arbitrariamente superiores. Este modo

de concebir la historia es el que caracteriza típicamente al pensamiento filosófico. Es una

mirada que Ricardo Forster denomina constructiva de la historia: “la interpelación, la

actualización, el diálogo, la convocatoria presente de lo pensado en el pasado” (Forster,

2005).

No hay ruptura entre el presente y el pasado, ni tampoco autoreferencia autista. Siguiendo

el pensamiento lacaniano, tampoco hay un dispositivo puramente especular, que sólo

devuelve la propia imagen. Por el contrario, hay procesos de ida y vuelta permanentes, donde

las escenas ocurridas en distintos momentos históricos se vuelven contemporáneas,

integrando un mismo presente y constituyéndose en huellas y luces en la búsqueda de nuevos

sentidos y significados. Son procesos ricos en memoria, que interpelan y convocan sin

restricción de tiempo, porque el tiempo se quiebra y la historia se vuelve circular. Los hechos

históricos cobran vida, se vuelven inacabados y generan nuevos desafíos e interrogantes.

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2. La fluidez

En el marco de este sentido constructivo de la historia, ponemos en escena a tres

pensadores que hacen referencia en distintos momentos históricos al tema de la fluidez,

aunque con distintos sentidos. El primero de ellos vivió en la antigua Grecia entre la primera

mitad del siglo VI y la segunda mitad del siglo V antes de Cristo. Se trata de Heráclito, un

filósofo al cual se refieren Platón en el Cratilo y Aristóteles en su Metafísica. Criticado por

su relativismo, es sin embargo el fundador de la dialéctica y un metafísico de gran

actualidad. El segundo vivió en la Europa del siglo XIX, en plena manifestación del

pensamiento moderno y de consolidación de la sociedad liberal capitalista. Se trata de Carl

Marx, un filósofo revolucionario al que exaltan y denigran con la misma intensidad muchos

pensadores contemporáneos y posteriores a él, que no pueden evitar la enorme influencia que

ejerce la originalidad y riqueza de su pensamiento. El tercero es Zygmunt Bauman, un

influyente pensador actual, que no tiene la trascendencia histórica de los dos anteriores, pero

que realiza una caracterización muy interesante del momento actual que vive la humanidad.

¿Qué entendemos por fluidez? Se la suele definir comúnmente como la cualidad que

caracteriza a los líquidos y gases en tanto éstos sufren un continuo cambio de forma o sus

moléculas sufren un continuo cambio de posición de unas respecto a las otras, conservando

cierto orden solamente en un ínfimo espacio molecular. Los sólidos en cambio tienen

moléculas reunidas con un enlace que les permite mantener cierta disposición o forma

estable. Los líquidos adoptan la forma del recipiente que los contiene. La fluidez implica

movimiento, flujo, cambio de forma y posición. Mientras que los sólidos mantienen cierta

forma durante un tiempo determinado y éste es menos importante que el espacio, en los

fluidos es más importante el tiempo que el espacio, ya que éste lo ocupan sólo por un

momento. La forma líquida es instantánea y fluye en el tiempo, se derrama, desborda,

salpica, se transforma.

La fluidez es una buena imagen del devenir humano y por esta razón ha sido utilizada por

estos pensadores con el sentido particular que cada uno le da y que exponemos a

continuación. Pero no es sólo una buena imagen, sino también y ante todo, un rasgo

constitutivo del ser y de las cosas en la metafísica del pensador griego de la antigüedad y es

también un componente ontológico de nuestra era actual, cuya comprensión abre las puertas

para entender la naturaleza o al menos la impronta del devenir humano actual.

3. Heráclito

El primer pensador que convocamos en este escenario es Heráclito. Es el primer filósofo

que plantea una visión dialéctica del cosmos y que tiene una concepción metafísica de la

realidad como algo concreto, múltiple y cambiante. En el pensamiento de este filósofo todo

fluye y nada se detiene o permanece firme. El fundamento último de la realidad es el

devenir, el transcurrir, como el agua de los ríos, como el movimiento de la naturaleza que él

contempla con admiración y respeto. Los griegos no sienten angustia ni miedo ante la

grandeza de la naturaleza, por el contrario sienten admiración al observarla y esta admiración

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es, para Karl Jaspers, el primer origen de la filosofía. Otros orígenes serán más tarde la duda

cartesiana y las situaciones límites del ser humano.

Heráclito adjudica un principio material a las cosas. Para él solamente es real lo concreto,

lo múltiple y cambiante. La realidad está constituida por contrarios en eterna oposición, a los

cuales el logos ordena como síntesis armónica. El logos es el principio normativo del

universo y del hombre, por el cual “todas las cosas son y son inteligibles”, como lo afirma

este filósofo en uno de los pocos fragmentos que se conservan de su obra Sobre la

naturaleza. En el pensamiento griego el tiempo es circular y el hombre integra con el

universo -el cosmos- una misma realidad. No hay ruptura ni confrontación, sólo armonía y

esto es lo que hace bella a la naturaleza. El logos griego es la racionalidad, la inteligibilidad,

el conocimiento. Es el que hace inteligible el universo y al mismo tiempo provee al hombre

la capacidad de reflexionar y comprender el orden del cosmos y la armonía de la naturaleza.

Resulta sumamente importante y valioso el pensamiento de Heráclito para una lectura

comprensiva de la modernidad y de la época actual que nos toca vivir. El discurso moderno

se construye sobre la idea del cambio permanente y del progreso ilimitado. Todo lo anterior

fluye y nada queda en firme. La duda cartesiana es como un poderoso torrente de agua que

todo lo arrastra a su paso. Todo lo divino se vuelve materialidad y lo absoluto y único se

vuelve relativo y múltiple. El logos deja de ser un principio cósmico y se transforma en el

cogito del poderoso sujeto cartesiano, que se propone conquistar y dominar a la naturaleza.

Ya no hay admiración, ni belleza ni armonía; hay exaltación de la razón y la voluntad; hay

pérdida de pudor y manipulación; hay un descarnado proceso de reificación y

desacralización. La crisis de la modernidad acelera y profundiza el cambio.

El futuro y el pasado son definitivamente clausurados y reemplazados en la modernidad,

por un presente saturado de instantaneidad, esclavo de si mismo y lanzado al más absoluto

desamparo de la materialidad y el relativismo. Todo fluye, nada se detiene, como lo pensó

Heráclito, con la salvedad de que la mercancía reemplaza al logos, como principio ordenador

de la realidad. En palabras de Ricardo Forster, “el dominio de la mercancía a partir del siglo

XIX es paralelo a la expropiación sistemática de la propia subjetividad…algo le acontece al

sujeto de la modernidad en relación con esta figura espectral pero cargada de vida que es la

mercancía, es un actor decisivo de la modernidad, cuyas diversas formas fantasmagóricas

constituyen el núcleo a partir del cual se configurará una nueva subjetividad” (Forters,

2005).

4. Marx

El segundo pensador que convoco a este escenario es Karl Marx, una figura

decimonónica descollante. Más que filósofo, es un revolucionario y, a pesar de doctorarse en

filosofía, su preocupación no está en ésta sino en la cruda realidad con la que se topa

diariamente y en la que observa y experimenta la explotación y la miseria. No se resigna ni

apela a los mecanismos de construcción pacífica y moderada de la república socialista, como

lo proponían los socialistas utópicos, sino que se rebela y rechaza radicalmente el

capitalismo porque se basa en la opresión y explotación del proletariado. Podríamos decir

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que Marx no es precisamente un romántico ni un utópico. Desde su postura revolucionaria,

critica a los filósofos por su incapacidad de transformar la realidad y a los socialistas

utópicos por la ingenuidad de su proyecto filantrópico, que él considera un obstáculo para la

lucha revolucionaria.

En el Manifiesto Comunista de 1848, escribe con Engels: “Todas las relaciones

estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos,

quedan rotas; las nuevas se hacen añejas antes de haber podido osificarse. Todo lo sólido se

desvanece en el aire, todo lo sagrado es profanado y los hombres por fin se ven obligados a

enfrentar con la cabeza serena las condiciones reales de su vida y de sus relaciones con los

otros hombres”. Marx evoca el más genuino espíritu moderno y en esta arenga exhorta a la

lucha revolucionaria. Apela al espíritu emancipador de la modernidad, a partir del cual se

torna absolutamente necesario impulsar el cambio, saliendo del adormecimiento y dejando

de lado las ataduras que implican las tradiciones sociales y las creencias religiosas. Señala

también con mucha fuerza el momento histórico por el que atraviesan los hombres y mujeres

de su época, que ya no pueden transferir a otros ni desentenderse de la oportunidad y

obligación de luchar por el cambio social.

Marx proclama la fluidez del presente histórico que le toca vivir. Las viejas ataduras de

las tradiciones sociales y creencias religiosas constituían una rígida estructura ancestral sobre

la cual no era posible construir nada nuevo. Esta malla sólida impedía cualquier acción

revolucionaria y por eso destaca fuertemente las virtudes demoledoras de la modernidad. Él,

más que nadie, sabía que el éxito de la revolución dependía de las posibilidades reales de

construir un nuevo orden social basado en nuevos valores y prácticas sociales que se

consolidaran en el tiempo. La fluidez del orden social juega en este sentido un papel

estratégico en el pensamiento y en el discurso marxista.

Si bien la modernidad diluye toda la sólida estructura anterior, engendra otro sólido

sistema de pensamiento y de organización socioeconómica que Marx necesita a su vez diluir,

si pretende reemplazarlo por lo que él llama el socialismo científico. En este sentido,

proclama la fluidez y la licuación de las tradiciones sociales y creencias religiosas, apelando

al espíritu de la modernidad, sabiendo que su tarea revolucionaria consiste

fundamentalmente en construir nuevas tradiciones y creencias, que sólidamente aseguren la

continuidad y el éxito de la lucha. Se trata, pues, de un uso estratégico de la fluidez.

Pocos años más tarde, en 1856, en un discurso citado por Marshall Berman en Todo lo

sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad, Marx describe las

profundas contradicciones de la modernidad. “Hoy día, todo parece llevar en su seno su

propia contradicción. Vemos que las máquinas, dotadas de la propiedad maravillosa de

acortar y hacer más fructífero el trabajo humano, provocan el hambre y el agotamiento del

trabajador. Las fuentes de riqueza recién descubiertas se convierten, por arte de un extraño

maleficio, en fuentes de privaciones. El dominio del hombre sobre la naturaleza es cada vez

mayor; pero, al mismo tiempo, el hombre se convierte en esclavo de otros hombres o de su

propia infamia. Hasta la pura luz de la ciencia parece no poder brillar más que sobre el

fondo tenebroso de la ignorancia. Todos nuestros inventos y progresos parecen dotar de

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vida intelectual a las fuerzas materiales, mientras que reducen a la vida humana al nivel de

una fuerza material bruta”.

En esta descripción también hay un uso estratégico de las contradicciones de la

modernidad, como en el caso de la arenga de 1848. Marx no subestima las fuerzas que

despliega la modernidad ni tampoco desconoce el valor del cambio que ésta representa, pero

plantea el problema estratégicamente en un párrafo siguiente del mismo discurso: “Sabemos

que para hacer trabajar bien a las nuevas fuerzas de la sociedad se necesita únicamente que

éstas pasen a manos de hombres nuevos, y que tales hombres nuevos son los obreros.” Se

trata evidentemente de un problema político, es decir, de quiénes lideran o conducen el

cambio y quiénes se apropian de los beneficios del mismo.

En el pensamiento marxista aparece con fuerza la dialéctica de Heráclito, el antagonismo

de elementos contrarios que necesitan del logos para alcanzar una síntesis armónica. Marx ve

a la modernidad como un gran movimiento intrínsecamente contradictorio, pero él no cree en

armonías ni en síntesis metafísicas como Haráclito, sino en hechos de la realidad. Para este

notable pensador del siglo XIX, la contradicción no es metafísica, sino histórica y

absolutamente material y se resuelve con la lucha revolucionaria y la supresión de clases

sociales.

En forma coincidente y más allá de las ideas revolucionarias de Marx, la profunda

contradicción de la modernidad también es destacada por Marshall Berman, para quien “la

humanidad moderna se encontró en medio de una gran ausencia y vacío de valores pero, al

mismo tiempo, una notable abundancia de posibilidades”. Ésta es también la paradoja básica

de nuestra era actual: El gran desarrollo de la potencialidad humana se da al mismo tiempo

que se profundiza la miseria y la degradación de la condición humana.

5. Bauman

En este sentido, es muy interesante convocar al escenario al último pensador, Zygmunt

Bauman, un filósofo actual, que a fines del siglo XX publica, con el título de Modernidad

Líquida, un interesante ensayo basado en la metáfora de la fluidez, haciendo referencia a lo

que él denomina “fase actual -en muchos sentidos nueva- de la historia de la modernidad”.

Para este autor, la modernidad fue posible porque la solidez premoderna estaba en un estado

bastante avanzado de desintegración. Esta solidez se basaba en lealtades tradicionales y en

derechos y obligaciones regidos por las costumbres.

El gran disolvente de la premodernidad es el dinero y la construcción de un orden

económico que domina la totalidad de la vida humana. La modernidad construye un orden

basado en la libertad individual y en las instituciones sociales. Sin embargo, el contrato

social que relaciona estos dos ámbitos, en palabras del autor, se vuelve “rígido, fatal y sin

ninguna posibilidad de libre elección”. El resultado es la velocidad, la huida y la pasividad,

que hacen que el sistema y los agentes no se comprometan entre si y se eludan en vez de

reunirse.

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De esta manera, se produce una disolución del contrato de la modernidad, que se basa

fundamentalmente en la disolución de los vínculos entre las elecciones individuales y las

acciones colectivas. Al respecto, Ulrich Beck hace referencia en 1999 a categorías zombis e

instituciones zombis, que son aquellas que están “muertas y todavía vivas”, destacando

como ejemplos a la familia, la clase y el vecindario.

Para Bauman, se ha instalado en la sociedad un poder de disolución que licua los

vínculos, los códigos y los grupos de referencia. De lo colectivo o social se ha descendido a

lo individual. Hay una privatización de la modernidad, en la que el peso de la construcción

de pautas y la responsabilidad del fracaso caen primordialmente sobre los individuos.

Algunos autores hablan del fin de la historia, por este cambio radical de la condición

humana. El tiempo se ha reducido a la instantaneidad y el espacio se ha transformado en

virtualidad. Ya no importa estar lejos o cerca, ser civilizado o salvaje. Es el fin de la era del

compromiso mutuo.

Bauman analiza la fluidez o liquidez de esta fase histórica utilizando cinco conceptos

básicos de la modernidad: emancipación, individualidad, tiempo/espacio, trabajo y

comunidad. El gran discurso emancipador de la modernidad, especialmente en su versión

iluminista del siglo XVIII y progresista del siglo XIX, pierde sustento ante la necesidad de

liberarnos -como lo sostiene Herbert Marcuse- de la propia sociedad y sus contradicciones.

Entre estas contradicciones, la más patética y escalofriante es la nuda vida, expresión de

Giorgio Agamben desarrollada en Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida para

referirse a la vida humana eliminable o descartable. Más aun, como lo afirma en La ilusión

vital Jean Baudrillard, “en su búsqueda ciega para alcanzar un mayor conocimiento, la

humanidad programa su propia destrucción con la misma ferocidad casual con la que se

aplica en la destrucción de todo lo demás”.

Cabe aquí preguntarnos ¿dónde está la emancipación? Nuestra constatación es que lo que

se ha desarrollado en realidad, a niveles inimaginables, es la capacidad de autodestrucción

del género humano. Estamos en la era de la tecnología. La tecnología de la comunicación ha

transformado el espacio en virtualidad y el tiempo en instantaneidad. El poderoso sujeto de

la modernidad se ha transformado en un extraño para si mismo y para los demás. En el decir

de Bauman, las ciudades se han transformado en lugares de encuentro entre extraños: un

acontecer sin pasado y sin futuro. Es el reinado del presente: sólo presencia. Son espacios

físicos de consumo, no de interacción social.

El consumo es el fenómeno social por excelencia; pero, sin embargo, es un una sumatoria

de hechos individuales, porque el consumo implica una cadena de sensaciones que sólo

pueden ser experimentadas subjetivamente. Las ciudades se han transformado en grandes

centros de consumo convertidos en templos, donde los individuos adoran al dios mercancía.

En estos centros de consumo se pierde la noción de tiempo y espacio. Son espacios

universales, “espacios colonizados”, “lugar sin lugar”, como los llama Bauman, donde no

hay cotidianeidad y la imagen se convierte en realidad. En estos espacios, los consumidores

son extraños pasajeros: sólo pasan, no se detienen ni permanecen. Todo fluye, como lo

sostuviera Heráclito.

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También el proceso de producción de mercancía se ha descarnado y ha perdido

territorialidad. Se ha roto definitivamente el vínculo entre el capital y el trabajo y entre la

producción y la mercancía. El proceso de producción se ha vuelto volátil e inconstante. El

capital se ha desprendido del trabajo y circula libremente por el mundo. En palabras de

Bauman, “puede viajar rápido y liviano”. Esta fluidez del capital constituye la mayor fuente

de incertidumbre del mundo actual y, como lo sostiene el mismo autor, “en esta

característica descansa la dominación de hoy y en ella se basa el principal factor de división

social”. El capital líquido y volátil se ha transformado en el gran principio ordenador de la

realidad actual. Es la mercancía por excelencia y el gran factor de dominación y división

social.

6. El sentido de la fluidez

En el escenario de la fluidez, estos tres filósofos son contemporáneos, a pesar de la

distancia histórica que separa a uno del otro. Los une la concepción del cambio y el devenir

como principio constitutivo del ser y las cosas. Para esta cosmovisión, lo único permanente

es el cambio. La realidad fluye, como lo pensaba Heráclito veintiséis siglos atrás, pero hoy lo

demuestra y confirma la física en su versión científica más avanzada. Nada es sólido, ni fijo

ni permanente, sino que todo es energía, aun aquellos objetos materiales que ante nuestra

vista aparecen con alguna forma determinada.

Los une también la concepción contradictoria de la realidad. El antagonismo de los

contrarios, las cosas que pueden ser de una manera y de otra al mismo tiempo, la afirmación

y la negación como contrapartida. La posibilidad siempre presente de lo contrario. En

definitiva, la posibilidad de error, la duda y el relativismo. No hay linealidad ni plano único.

La realidad es multidimensional, multifacética y compleja.

Puestos en la misma escena, estos tres pensadores se diferencian en el sentido o

significado que atribuyen al cambio. En el pensamiento del filósofo griego, es el movimiento

hacia la unidad, la belleza y la armonía; en el pensamiento marxista, la necesidad de la

revolución del orden capitalista liberal; y en el pensamiento baumaniano, la licuación de la

modernidad. Estos diversos significados corresponden a diferentes matrices de pensamiento

vigentes en distintas épocas históricas.

El pensamiento griego se cimenta en la armonía del hombre con la naturaleza, en la

concepción circular de la historia y en la necesidad de fundamentar el tránsito del mito al

logos. El pensamiento marxista, en cambio, parte de las contradicciones de la modernidad y

del sistema capitalista liberal y se funda en la necesidad de cambio revolucionario del

mismo. Finalmente, el pensamiento baumaniano también parte de las contradicciones de la

modernidad, pero no se imbrica en el imperativo de cambio revolucionario planteado por el

ideario marxista, sino en la necesidad de comprender e interpretar la naturaleza y las

manifestaciones del proceso de licuación de la modernidad.

Heráclito es un pionero y un fundador. Podríamos decir también que es un visionario. Es

el primero en referirse desde la naciente filosofía a la naturaleza cambiante del ser y de las

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cosas. También es el genio que descubre cómo la armonía es la síntesis de contrarios. Es un

visionario que anticipa estos dos temas claves sobre los cuales giraron, directa o

indirectamente, las discusiones filosóficas durante veintiséis siglos y las discusiones

científicas de las ciencias sociales durante los dos últimos siglos.

Marx es el gran crítico del siglo XIX y la riqueza y profundidad de su pensamiento sigue

siendo una insoslayable fuente de inspiración para importantes autores. Podríamos decir que

uno de sus grandes méritos es haber demostrado la realización histórica del cambio y la

dialéctica de Heráclito. Es el gran exponente del poder y la fuerza del cambio y de la

ineludible superación dialéctica de las contradicciones de la modernidad.

Bauman es el pensador que mejor describe la complejidad del proceso de licuación de la

modernidad y alerta sobre las enormes consecuencias del mismo para la vida humana y la

supervivencia del género humano. Concluimos en que hay una continuidad histórica en el

pensamiento de estos tres autores, aunque cada uno responda a la impronta de su época.

Podemos ver en el desarrollo anterior la concepción constructiva de la historia, la posibilidad

de conexión sin la linealidad del tiempo y la riqueza que implica traer el pasado en el

presente para comprender el sentido de la vida humana. Esto demuestra que no hay pasado

más allá del presente, porque éste es el único que puede resumir, contener y conservar viva

la memoria.

7. Implicancias para el trabajo social

¿Qué implican estos cambios para el trabajo social? Ante todo, comprender la lógica de la

instantaneidad que atraviesa el mundo de vida de los sujetos con los cuales el trabajador

social lleva a cabo su praxis y que también atraviesa su propia vida cotidiana y profesional.

No se trata de algo circunstancial, producto de hechos efímeros, sino de un proceso profundo

que atraviesa a todo el género humano en esta fase del desarrollo histórico de la humanidad.

Esta lógica de la instantaneidad, implica -para los sujetos- una imposibilidad de poder

pensar en un proyecto de vida a mediano o largo plazo, que supere el hoy y aquí. La vida

transcurre como una estrategia de supervivencia y la cotidianidad, como sostiene Ana María

Fernández, es vivida, pensada y sentida sólo desde una lógica del instante. En palabras de la

autora, “se padece de futuro” (Fernández, 2003). ¿Qué significa esto? Que el ser humano

sufre de una imposibilidad de poder planificar -aunque sea mínimamente- su futuro y su vida

y esto lo agobia, lo atrofia, lo coarta, ya que disminuye su capacidad psíquica de crear,

imaginar, soñar, proyectar y pensar en términos de un futuro posible (Teubal, 2006:60).

Vivir en este presente líquido, que se escurre entre los dedos, tiene enormes

consecuencias subjetivas e intersubjetivas, que no pueden pasar desapercibidas para el

trabajador social. Ana P. de Quiroga menciona, entre ellas, “las vivencias de inexistencia, la

amenaza aterradora, la desinserción o el riesgo de desinserción, la experiencia de estar a

merced de los acontecimientos, la implosión psicosomática, la caída en la melancolización”

(Quiroga, 1998). Se trata del pasaje de la vida humana a la nuda vida (Agamben, 1998), un

estado de inexistencia, de no-lugar en el mundo.

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Teubal (2006) habla de la violencia anárquica como refugio, para explicar la forma de

violencia derivada de esta situación y ejercida contra “el igual” transformado en objeto de

agresión. No tener lugar en este mundo o no tener existencia o valor alguno para la sociedad,

implica que es lo mismo matar que morir, porque vivir ya es sobrevivir o estar vivo por

casualidad.

En este contexto, el trabajador social tiene una tarea clave que consiste en desarrollar, en

él mismo y en los sujetos con los cuales interactúa, una mirada del presente cargada de

historia y preñada de futuro. Esta interacción permite la construcción de significados,

valores, lógicas, modos de sentir y de actuar. Ante el no-lugar, se hace necesario desarrollar

en los sujetos el sentido de pertenencia. Ante la sensación de inexistencia, angustia,

desesperanza y resignación, es menester construir lazos familiares y sociales de contención,

afecto y confianza, como asimismo trabajar la autoestima e instilar esperanza (Teubal,

2006:64).

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Capítulo 4

LA CUESTIÓN SOCIAL COMO CUESTIÓN POLÍTICO-IDEOLÓGICA

No es una tarea sencilla referirnos a la cuestión social. Es un tema controvertido que, en

las ciencias sociales, ha merecido distintas interpretaciones desde posiciones teóricas e

ideológicas diversas y, en el campo de las prácticas sociales, especialmente en la política, ha

sido objeto de usos varios, generalmente justificando determinados tipos de intervención en

lo social. Desde su emergencia en la Europa occidental de la primera mitad del siglo XIX, la

cuestión social va adquiriendo diversos contenidos y significados en distintos momentos

históricos, respondiendo a los intereses del poder hegemónico y al imaginario de cada época.

Esta impronta también se da en el caso argentino, con algunas particularidades que la

distinguen de la versión europea y la acercan más a lo que ciertos autores denominan la

cuestión social latinoamericana. En este marco, se hace necesario plantearnos los siguientes

interrogantes: a) ¿cuál es el origen de la cuestión social?, b) ¿cuáles son los rasgos que

caracterizan a la misma en su versión europea?, c) ¿cuál es la configuración de la cuestión

social latinoamericana?, d) ¿cuáles son los contenidos y significados de la cuestión social en

Argentina?

1. El origen de la cuestión social

Como instancia inicial, es necesario reflexionar acerca del concepto mismo de cuestión

social y de su modo de producción, ya que, como lo sostiene Suriano para el caso argentino,

“la definición del propio concepto cuestión social es relevante y determinante para

comprender en términos de larga duración el proceso de constitución del Estado Social en

nuestro país. En torno a la cuestión se entablaron debates y se produjeron confrontaciones

que definieron en cierta forma la relación entre los diversos actores sociales, esto es: el

Estado, los grupos gobernantes, los intelectuales, los funcionarios, los profesionales,

instituciones como la Iglesia, así como los industriales y los trabajadores a través de sus

respectivas organizaciones corporativas y políticas” (Suriano, 2002:6).

En un sentido amplio, Robert Castel concibe la cuestión social como “una aporía

fundamental, una dificultad central, a partir de la cual una sociedad se interroga sobre su

cohesión e intenta conjurar el riesgo de su fractura. Es, en resumen, un desafío que

cuestiona la capacidad de una sociedad de existir como un todo, como un conjunto ligado

por relaciones de interdependencia” (Castel 1997:15).

Desde este punto de vista, no sería legítimo atribuir el concepto solamente a las

sociedades capitalistas que emergen históricamente de la revolución industrial, sino también

a las precapitalistas. Ahora bien, ¿cuál es el elemento capaz de cohesionar un tipo dado de

forma societaria, estableciendo relaciones de mutua dependencia entre sus miembros que

neutralicen el riesgo de fractura? Para el autor, la respuesta es el trabajo. En efecto, desde

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una perspectiva de largo plazo y para cualquier sistema societario, hay “una fuerte

correlación entre el lugar que se ocupa en la división social del trabajo y la participación en

las redes de sociabilidad y en los sistemas de protección que cubren a un individuo ante los

riesgos de su existencia” y, por lo tanto, la cuestión social emerge porque “la imposibilidad

de procurarse un lugar estable en las formas dominantes de organización del trabajo y en

los modos conocidos de pertenencia comunitaria generó a los supernumerarios antiguos y

recientes y sigue generando a los de hoy” (Castel 1997:18).

En las sociedades precapitalistas, el problema eran los que no trabajaban: vagabundos,

mendigos, pobres y menesterosos, mientras que en las capitalistas eran los que trabajaban,

por las pésimas condiciones salariales y laborales en que lo hacían y las graves

consecuencias sociales que esto generaba. Hacia fines del siglo XVIII, las ideas económicas

de Adam Smith sobre la libertad de mercado, el empleo racional de la fuerza de trabajo como

base de la riqueza de las naciones, el papel de garante de la libertad de mercado asignado al

Estado, el libre acceso al trabajo y la circulación de los trabajadores, reemplazan la

obligatoriedad laboral disciplinaria de la sociedad precapitalista.

El libre acceso no implicaba derecho al trabajo y por lo tanto trabajar era un acto de

responsabilidad individual y como tal una categoría moral. Quienes no trabajaban en un

mercado de trabajo libre eran considerados mendigos y vagabundos voluntarios que debían

ser disciplinados moralmente por la sociedad.

Las condiciones salariales y laborales de la sociedad capitalista generaron pauperismo,

como un fenómeno social masivo. Esto puso en duda los fundamentos de la organización

social, poniendo en peligro el derecho de propiedad y provocando “la perplejidad de los

liberales del siglo XIX” (Rosanvallon 1995:23), para quienes lo social se limitaba a un

problema de salubridad e higiene pública. “El hombre liberal es un individuo racional y

responsable que procura su interés sobre la base de las relaciones contractuales que

establece con los otros y el descubrimiento y el crecimiento del pauperismo debió constituir

un desafío para esta concepción de la sociedad como asociación de individuos racionales”

(Castel 1997:262).

El pauperismo, derivado de la explotación económica de los que trabajaban, marcaba la

enorme distancia y divorcio entre un orden jurídico basado en derechos de ciudadanía y un

orden económico-social sin derechos sociales. Entre estos dos órdenes se ubicó lo social,

como un sistema de regulación para mantener la cohesión y la estabilidad social, integrando

y neutralizando a quienes amenazaban el orden liberal capitalista. Estos que constituían una

amenaza pertenecían a la clase obrera surgida de la mercantilización del trabajo. De aquí

nace la cuestión social, por la necesidad de intervención del Estado en lo social, entre el

mercado y el trabajo, como Estado social (Digilio, 2002).

Para Castel, la cuestión social “se bautizó por primera vez explícitamente como tal en la

década de 1830. Se planteó entonces a partir de la toma de conciencia de las condiciones de

vida de poblaciones que eran agentes y víctimas de la revolución industrial. Era la cuestión

del pauperismo. Un momento esencial, en que apareció un divorcio casi total entre un orden

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jurídico-político fundado sobre el reconocimiento de los derechos del ciudadano, y un orden

económico que suponía miseria y desmoralización masivas. Se difundió entonces la

convicción de que había allí una amenaza de orden político y moral o, más enérgicamente

aún, de que resultaba necesario encontrar un remedio eficaz para la plaga del pauperismo,

o prepararse para la conmoción del mundo. Entendemos por esto que la sociedad liberal

corría el riesgo de estallar debido a las nuevas tensiones provocadas por la

industrialización salvaje” (Castel 1997:20)

El sociólogo británico Alfred Marshall proponía en 1873 no suprimir la libertad de

mercado sino atenuar el exceso de trabajo y posibilitar el acceso masivo a la educación y a

los derechos de ciudadanía, para disminuir la desigualdad social y dignificar al trabajador17

.

El problema no tenía solución dentro de la racionalidad económica del capitalismo liberal, a

menos que se transformara en una cuestión social mediante la intervención del Estado.

“¿Cómo encontrar un compromiso entre el mercado y el trabajo que asegurara la paz social

y reabsorviera la desafiliación de las masas creada por la industrialización?” (Castel

1997:210).

El capitalismo impone la lógica del mercado y transforma el trabajo en mercancía. Con

esto destruye la centralidad del sujeto en el proceso de producción. El trabajo-mercancía

implicó un largo y doloroso proceso de disciplinamiento social, ya que separó al hombre de

lo producido con su trabajo y de los instrumentos de producción. Esto implicó un cambio

profundo y radical de las relaciones sociales de producción, generó incertidumbre y conflicto

y transformó toda la vida social.

Para movilizar la producción, el capitalismo crea necesidades de consumo y una puja

permanente y despiadada por satisfacerlas, generando desigualdad, frustración e

insatisfacción de la masa de trabajadores que no podían acceder al mínimo de bienes

necesarios para asegurar la vida y la reproducción social. Con el capitalismo, toda la

sociedad se convierte en un mercado. Es la “gran transformación” (Polanyi, 1997).

Para Mirta Lobato “Lo social se ubica en un incómodo intersticio entre lo político y lo

económico, con problemas, teorías y prácticas que la acercan a uno u otro polo, aunque a

veces quiera mantenerse en un punto equidistante de esas dimensiones”(Lobato, 2000).

Sostiene esta autora que quizás el punto más importante del surgimiento de la cuestión social

como un problema de la modernidad bastante diferente al de la inquietante presencia de los

pobres en la sociedad preindustrial, sea que en un momento histórico se produce “una

profunda metamorfosis de la cuestión precedente, que consistía en encontrar el modo en que

un actor social subordinado y dependiente pudiera convertirse en un sujeto social pleno. La

cuestión social se plantea explícitamente en los márgenes de la vida social, pero “pone en

cuestión” al conjunto de la sociedad” (Castel 1997:23).

Esto que señala este autor para Europa ocurría también en los Estados Unidos, sobre todo

a partir del deterioro de los niveles de vida de la población trabajadora que siguió a las crisis

de 1819 y 1837. Hubo un grupo de hombres y mujeres notables que sostenían que no había

17 Marshall, T.H. y Bottomore, T. (1998) Ciudadanía y clase social, Alianza Editorial, Madrid.

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excusa válida, ni en el plano moral ni en el económico, para la presencia de la miseria en

medio de la abundancia, condenando el sometimiento de las vidas humanas a la voluntad de

la máquina como algo inhumano y poco prudente y lamentando los signos de creciente

extrañamiento entre las clases sociales (Bremer 1993:20).

Para Lobato (2000) “El reconocimiento de la pobreza es fundamental para definir la

cuestión social. Ya no se trata de ser pobre como el resultado de la incapacidad del

individuo para resolver los problemas de su subsistencia o de pensar la caridad como

paliativo posible sino en reconocer que en la sociedad se produce una desigual distribución

de la riqueza y que diferentes agentes, pero en particular el Estado, deben intervenir para

garantizar el bienestar y la seguridad de la población”.

La cuestión social se asocia con la pobreza, la inseguridad y la insuficiente satisfacción de

necesidades y esto es peor aun para el caso de las mujeres. Al respecto, señalan Bock y

Thane (1991) que “aunque las condiciones de pobreza eran una cuestión generalizada, fue

cobrando cuerpo la cuestión de que las mujeres y las madres en condiciones de pobreza

tenían una situación diferente a la de los pobres varones. En diferentes estudios se analiza

que la pobreza femenina es una consecuencia de la incapacidad de las mujeres para

mantenerse por si mismas ante la muerte, abandono, enfermedad o desempleo del varón

productor, proveedor y preñador. Esta noción de incapacidad es fundamental para

relacionar la cuestión social y las políticas diferenciadas para hombres y mujeres, así como

la desigualdad y las asincronías en el reconocimiento de derechos y, en consecuencia, de las

ciudadanías”.

Mirta Lobato define el conflicto como “una forma de interacción entre individuos,

grupos, organizaciones y colectividades que implica enfrentamientos por el acceso a

recursos escasos y su distribución” y sostiene “el lugar del conflicto en la definición de la

cuestión social me parece crucial para analizar tanto la reacción de los reformadores

sociales como las políticas del Estado sobre la cuestión social. Porque la dimensión

institucional de las intervenciones sociales era lo que diferenciaba a la cuestión social (de la

modernidad liberal) de las formas tradicionales de la asistencia. De manera que las

manifestaciones conflictivas del mundo social constituyen un factor decisivo a la hora de

pensar la cuestión social” (Lobato, 2002).

En resumen, ¿cuál es el origen de la cuestión social? La respuesta a esta pregunta es

posible a partir de la experiencia histórica existente en relación con la cuestión social.

Ninguna sociedad tiene la capacidad ni los recursos para atender al mismo tiempo todas las

necesidades de sus miembros. Sólo algunas son instaladas en la agenda de los grupos

dominantes, transformándose en cuestión, es decir, en un asunto sobre el cual recae la

atención pública y que amerita algún tipo de intervención con el fin de resolverlo o al menos

neutralizarlo.

Aquí caben otras preguntas: ¿cuándo una necesidad se instala en la agenda del poder y se

transforma en una cuestión?; la constatación histórica nos da la respuesta: cuando amenaza

el orden establecido por quienes detentan el poder para gobernar la sociedad; y ¿cuándo

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una necesidad constituye una amenaza al orden vigente? cuando la necesidad se transforma

en una demanda capaz de generar un conflicto con suficiente fuerza como para atraer la

atención de quienes detentan el poder para gobernar la sociedad. Estas constataciones se

dan tanto en Europa como en los Estados Unidos y en América Latina.

2. La cuestión social europea

Para José Paulo Netto lo social surge en Francia en la década de 1830. El punto central es

la revolución de 1848, que reclama la República Social. Lo social involucra lo político y lo

económico. Luego de 1848, el pensamiento conservador inventa la expresión cuestión social

para referirse a los problemas que requerían ajustes al orden burgués. Hay dos formas de

entender lo social: una revolucionaria, que quería cambios políticos del orden burgués y otra

conservadora, que buscaba reformas, pero manteniendo el orden burgués.

¿Qué incluía la cuestión social? Para Netto, desempleo, bajos salarios, pésimas

condiciones de trabajo, de habitación y de acceso a la educación y a la salud. Los

conservadores reconocen algunos problemas que requieren ajustes, pero sin volver al pasado.

Son reformistas, porque no buscan cambiar el orden burgués y actúan en forma

despolitizada. Los reaccionarios, en cambio, quieren restaurar el pasado. Los socialistas y

marxistas hablan de problemas sociales, que sólo se solucionan cambiando el orden burgués.

Los conservadores aceptan estos problemas, pero proponen reformas dentro del orden

burgués. A estos problemas denominan cuestión social (Netto, 2002).

Para Netto, la expresión cuestión social es una creación del conservadurismo, que reduce

los problemas estructurales del orden social a una expresión despolitizada llamada cuestión

social. ¿Dónde surge por primera vez la expresión cuestión social? Surge en 1869 con el

prusiano Bismark, al constituirse el Estado nacional alemán. Bismark adopta el capitalismo y

en 30 años (1870-1900) Alemania se vuelve una potencia industrial, pero con una burguesía

débil y controlada por la nobleza prusiana conservadora. El proletariado alemán es muy

fuerte y por eso el primer partido socialista de masas es el Partido Socialdemócrata alemán.

La revolución francesa inaugura el Estado moderno laico en 1789. La Iglesia Católica en

una postura reaccionaria continúa reclamando instituciones del medioevo, pero pierde

influencias y recursos económicos. León XIII en 1891 en una postura conservadora

incorpora la cuestión social a la doctrina de la iglesia. Este pensamiento se mantiene hasta

hoy sin modificaciones en el campo social. Los problemas sociales considerados como

cuestión social asumen dos rasgos: la moralización y la naturalización. Se concibe como

natural que haya jerarquías sociales, pero los conflictos se solucionan con solidaridad,

fraternidad y caridad, sin modificar el orden social. Se lleva a cabo una acción intencional en

la cuestión social: la acción social. Lo proponían Durkheim y Bismark. Esta acción social se

transforma en trabajo social y en política social.

En la década de 1830, la expresión cuestión social tenía un sentido crítico. Se hablaba

también de socialismo. Marx explica científicamente la compleja trama que producción de la

cuestión social, que pasa por el proceso de producción del capital y excede ampliamente la

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manifestación inmediata del pauperismo. La cuestión social es constitutiva del capitalismo,

como proceso de reproducción del capital. Distintas fases del desarrollo capitalista, producen

nuevas manifestaciones de la cuestión social. Si hay capitalismo, hay cuestión social, es

decir, no se puede suprimir uno sin suprimir el otro.

En la segunda mitad del siglo XIX, el pensamiento conservador se apropia de la

expresión cuestión social, que se naturaliza y se vuelve una cuestión moral. El fundamento

científico de esta ideología conservadora laica es formulado por Durkheim y Comte y el

fundamento religioso por León XIII, que propone no exacerbar la cuestión social porque

contraría la voluntad divina (Netto, 2002).

Para Margarita Rozas, la cuestión social nace con el pauperismo generado por la

revolución industrial y el capitalismo en Europa, por las particularidades que adquiere la

relación capital-trabajo como núcleo constitutivo de la organización socioeconómica

capitalista, pero no se agota en esta relación sino que se expresa en un conjunto de

desigualdades sociales. Además, se refiere a las dificultades del Estado para enfrentar los

llamados problemas sociales. “El horizonte de la sociedad caracterizada por la injusticia

social, propio del sistema capitalista, canaliza la solución de dichos “problemas sociales”

solamente en la medida que no afecte el funcionamiento del sistema; en tal sentido, la

institucionalidad social del Estado debe resguardar dicho funcionamiento, expresando de

manera aparente el “bien común”; este carácter contradictorio marca los aspectos

específicos y complejos de la actual cuestión social” (Rozas Pagaza 2001:34).

El siglo XIX europeo es el siglo de los movimientos sociales que reclaman un cambio del

orden social. En 1870 se pone en vigencia el sufragio universal y la democracia se constituye

en un instrumento contrarrevolucionario y reformista del Estado para neutralizar los

reclamos sociales. Se consolida el Estado Social a fines del siglo XIX con la intervención en

la cuestión social.

El mercado y la sociedad civil tienen sus propias lógicas internas o mecanismos de

autorregulación que afectan la gobernabilidad. Esto hace que el Estado tenga necesidad de

conocer y controlar lo que está pasando en la sociedad, mediante distintas formas de poder

que disciplinan los cuerpos. La contradicción fundamental es que se modela las conductas de

los individuos y al mismo tiempo se promueve autonomía. Las distintas formas de

disciplinamiento se aplican sobre los conflictos que generan desorden y que como problemas

sociales amenazan la integración y cohesión social (Digilio, 2002).

La intervención del Estado en la cuestión social genera un conjunto de regulaciones

sociales conocido como Estado de Bienestar y que comprende dos sistemas básicos de

protección social: el régimen de seguridad social instalado en 1880 en Alemania por

Bismark, en 1908 en Inglaterra y en 1911 en Francia; y el régimen de solidaridad social

instalado en 1942 en Inglaterra por Bedveridge y en Canadá.

El régimen de seguridad social es estatal, obligatorio y financiado por los trabajadores y

el Estado. Integra al Estado a los trabajadores, para contener sus demandas y protestas y

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limitar el crecimiento del socialismo y comprende la jubilación o retiro, la asistencia social,

la indemnización por accidente de trabajo, el subsidio por desempleo, las pensiones a la

vejez y el seguro por enfermedad. Bismark buscaba aplicar en las empresas un régimen

militar, para controlar a los trabajadores ante las demandas sociales.

El régimen de solidaridad social es estatal, universal, unificado, uniforme, centralizado y

comprende la protección por riesgo social de enfermedad, accidente de trabajo, muerte,

vejez, maternidad y desocupación. La única condición es ser ciudadano o residente en el país

durante un plazo determinado. Libera al hombre de la necesidad, garantizando un ingreso

mínimo fijo (Digilio, 2002).

Castel (1997) denomina salariado a la condición de trabajo asalariado que estructura la

sociedad en el régimen del Estado de Bienestar. La crisis de este régimen en la década de

1970, que implicó el derrumbe de la condición salarial, trajo como consecuencia la

exclusión, que este autor denomina desafiliación. Hay cuatro etapas en la evolución del

salariado: a) El sector asalariado al margen de la sociedad, b) El sector asalariado instalado

en la sociedad, pero subordinado, c) El salariado como envolviendo a toda la sociedad y d)

El derrumbe del salariado.

La tesis central de Castel es que “el trabajo es más que el trabajo, es el gran integrador

social; por lo tanto, el no-trabajo es más que desempleo”. Para este autor, el quiebre en la

trayectoria del Estado de Bienestar se da por tres razones fundamentales: a) por la no

sostenibilidad en el tiempo de la relación activos/pasivos, b) por la dependencia que genera

el Estado burocrático y la ruptura de lazos sociales y c) por la homogeneización de las

políticas universales.

Con estas tres razones, Castel adopta una visión endógena de la crisis del Estado de

Bienestar y no tiene en cuenta otros factores exógenos mucho más importantes y claves,

relacionados con la expansión y reproducción del capitalismo a escala global, tales como la

constitución de los grandes capitales financieros, la formación de los mercados financieros

internacionales, la transnacionalización de las corporaciones y del modo de producción

capitalista y la pérdida de sentido de las fronteras nacionales, entre otros.

Castel sostiene que la economía de mercado implica una dualización del mercado de

trabajo. En un contexto de equilibrio entre la oferta y la demanda, hay un mercado de trabajo

primario, con empleo calificado, protección, estabilidad, fidelidad de los asalariados a través

de la capacitación, productividad y un mercado de trabajo secundario, con empleo no

calificado, precario, fluctuante, que tiene un papel de complemento, de dique para los

imprevistos. En un contexto de desequilibrio entre la oferta y la demanda, estos dos

mercados laborales entran en competencia y el mercado de trabajo secundario se torna más

interesante dado que los asalariados no cuentan con derechos sociales, no tienen estabilidad

y son alquilados.

A partir de la década de 1970, la crisis del Estado de Bienestar -que para la sociología

crítica reprodujo la desigualdad, perpetuó la injusticia y la explotación y rechazó a las

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minorías sociales- provoca el aumento de los supernumerarios, integrados por una masa de

trabajadores desocupados y en situación de precarización laboral. Castel sostiene como tesis

que así como la cuestión social en el siglo XIX fue la pauperización, por su amplitud y

centralidad, la nueva cuestión social en el siglo XX es la precarización laboral, que

constituye el núcleo de la misma y tiene la misma amplitud y centralidad. La precarización

laboral genera desempleo, vulnerabilidad y desafiliación social.

La nueva cuestión social casteliana tiene tres puntos de cristalización: a) la

desestabilización de los trabajadores estables, que ha provocado el surgimiento de nuevos

pobres por el derrumbe del salariado y que ya no tienen nada que esperar y tienen todo que

perder; b) el estado de precariedad derivado de la alternancia entre el empleo y el desempleo,

el desempleo recurrente, la situación de tener que vivir al día, la precariedad como destino y

el empleo interino permanente, que afecta mayoritariamente a los jóvenes y a las personas

mayores de 40 años; y c) ya no hay lugar en la sociedad para los supernumerarios, hay

inutilidad social, pérdida de identidad por el trabajo y éste deja de ser el gran integrador

social.

Desde el punto de vista del trabajo, Castel identifica cuatro grupos poblacionales

diferenciados: estables, precarizados, desocupados e inempleables. El primer grupo

corresponde al salariado, está en situación de integración social y tiene fuerte inserción

relacional. El segundo grupo está en situación de vulnerabilidad social y tiene fragilidad

relacional. El tercer grupo está en situación de asistencia social y también tiene fragilidad

relacional. El cuarto grupo está en situación de desafiliación social y no tiene inserción

relacional, es decir, está aislado socialmente. Estas situaciones se exponen en el cuadro

siguiente:

Nueva Cuestión Social

Trabajo Integración Social Relación Social

Trabajo estable Integración social Inserción relacional fuerte

Trabajo precario Vulnerabilidad social Fragilidad relacional

Desocupado Asistencia social Fragilidad relacional

Inempleable Desafiliación social Aislamiento social Fuente: Elaboración propia en base a Castel (1997)

En la nueva cuestión social que plantea Castel es central el tema de la inserción, ya que

una gran población está afuera de la condición salarial y tampoco recibe ayuda social. A esta

población, no resultan aplicables ni las políticas universales de carácter permanente ni las

políticas específicas asistenciales de carácter provisional. Esta población se hace muy

importante a fines de la década de 1970.

En la década de 1980 aumenta la precariedad laboral y la pobreza. Las políticas de

inserción se generalizan. Los jóvenes protestan porque no son trabajadores, pero no son

delincuentes, ni pobres, ni asistidos, ni viven en ghetto y están escolarizados, es decir, no son

nada y son todo a la vez. Son transversales y plantean un problema de integración que se

resume en la demanda por un lugar en la sociedad.

Castel describe la cuestión de la inserción de la década de 1980. Cita a Bertrand

Schwartz, quien critica las políticas de desarrollo local por ingenuas, porque los pequeños

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equipos locales, por más numerosos que sean, no pueden por sí solos resolver los problemas

profesionales, culturales y sociales de los jóvenes. Las políticas locales no pueden solucionar

cuestiones económicas y tampoco pueden crear ciudadanía basada en la inutilidad social.

Para Castel solamente la inscripción profesional es integración, de lo contrario sólo es

una condena a la inserción perpetua. Estos ciudadanos son acompañados por la democracia,

pero son inempleables. Se transforma en un estado, en una nueva forma de ciudadanía:

insertados de por vida. Estas políticas de inserción evitan la violencia y la rebelión social,

pero sólo sirven para calmar al tonto, porque la coacción mayor es la internacionalización

del mercado y la búsqueda de competitividad y eficiencia a cualquier precio.

Pierre Rosanvallon coincide con Castel en la existencia de una nueva cuestión social.

“Los fenómenos actuales de exclusión no remiten a las categorías antiguas de la

explotación. Así, ha hecho su aparición una nueva cuestión social, que se traduce en una

inadaptación de los viejos métodos de gestión en lo social...lo que se puso en tela de juicio

fueron los principios organizadores de la solidaridad y la concepción misma de los derechos

sociales. Para comprender con claridad este nuevo curso de las cosas, pueden distinguirse

tres dimensiones que constituyen también tres etapas en la quiebra del Estado providencia:

la crisis financiera de los setenta, la ideológica de los ochenta y la tercera de orden

filosófico que se inició en la década del noventa” (Rosanvallon 1995:9).

3. La cuestión social latinoamericana

Para los países latinoamericanos, “la cuestión social empieza no sólo con la instauración

del capitalismo sino también con el problema indígena y el problema del negro planteados

desde la colonia” (Rozas Pagaza 2001:34). El brasileño Luiz Wanderley ensaya un enfoque

crítico de la cuestión social latinoamericana, incluyendo contenidos y significados

particulares de la región, que la distancian absolutamente de la cuestión social europea.

Si la cuestión social en forma amplia, para cualquier formación social, como lo plantea

Castel, se refiere a los riesgos de fractura de la cohesión social y pérdida de los lazos de

interdependencia, afirma este autor: “Yo diría que la cuestión social significa saber quién

establece la cohesión y en qué condiciones ella se da en una determinada sociedad. La

cohesión puede ser rota y es posible forzar su fractura para constituir otra sociedad”

(Wanderley, 1996).

Este planteo crítico radical se inscribe en “la cuestión social fundante, que permanece

vigente con formas variables en estos 500 años desde el descubrimiento a nuestros días, se

centra en las extremas desigualdades e injusticias que reinan en la estructura social de los

países latinoamericanos, resultantes de los modos de producción y reproducción social, de

los modos de desarrollo que se formaron en cada sociedad nacional y en la región. Ella se

funda en los contenidos y formas asimétricas asumidas por las relaciones sociales, en sus

múltiples dimensiones económicas, políticas, culturales, religiosas, con acento en la

concentración de poder y de riqueza de clases y sectores sociales dominantes y en la

pobreza generalizada de otras clases y sectores sociales que constituyen las mayorías

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poblacionales, cuyos impactos alcanzan todas las dimensiones de la vida social, desde lo

cotidiano a las determinaciones estructurales” (Wanderley, 1996).

Wanderley va al fondo de la cuestión latente desde hace 500 años en América Latina,

aquella nacida de la herida profunda y sangrante de la conquista, de la apropiación, del

despojo, de la dominación y del aniquilamiento del orden social, económico, político y

cultural, construido libremente por los pueblos que habitaban el continente americano antes

de la llegada de los invasores europeos a fines del siglo XV.

No se trata de discutir si es una nueva o vieja cuestión, o si es reformismo o

conservadurismo, sino que esta cuestión latente “se transforma efectivamente en cuestión

social cuando es percibida y asumida por un sector de la sociedad, que intenta, por algún

medio, cuestionarla, hacerla pública, transformarla en demanda política, implicando

tensiones y conflictos sociales. La cuestión social forma parte constitutiva de determinados

componentes de la organización de la sociedad-nación, estado, ciudadanía, trabajo, género,

que histórica y estructuralmente pasan a ser considerados críticos para la continuidad y los

cambios de la sociedad” (Wanderley 1996).

Por supuesto que los invasores europeos implantan a sangre y fuego un nuevo orden, y lo

hacen a su imagen y semejanza y para su más estricta y exclusiva conveniencia,

justificándolo luego desde el discurso, las instituciones y la construcción de un imaginario

social plagado de prejuicios y estereotipos. A partir de esto, se ponen en marcha las luchas

por la independencia, los procesos de formación de Estados nacionales, la búsqueda de

ciudadanía, la reivindicación de los derechos de los aborígenes, campesinos, obreros,

mujeres y negros.

De esta manera, “la cuestión social latinoamericana se expresa en el espacio y el tiempo,

diferenciada de la realidad europea, en la institución de la nacionalidad, de la esfera

estatal, de la ciudadanía, de la implantación del capitalismo. Va a emerger con el tema

indígena y después con el tema de la formación nacional…Y se va desdoblando y

problematizando en las temáticas negra, rural, obrera, de la mujer” (Wanderley 1996).

En síntesis, los elementos constitutivos de la cuestión social latinoamericana son los

grandes temas históricos, políticos, sociales y culturales que en estos 500 años continuaron

latentes como trasfondo. “Hay una dimensión de la cuestión social central que engloba la

formación nacional y la identidad, que permea los últimos quinientos años…La forma de

colonización engendró peculiaridades que determinaron las diferencias de razas, de clases,

simbolizadas en el mestizaje” (Wanderley 1996).

4. La cuestión social argentina

En nuestro país, la cuestión social asume ciertas características que en varios sentidos la

diferencian totalmente de la versión europea, acercándola más a la versión latinoamericana.

En palabras del economista argentino Rubén Lo Vuolo, “la cuestión social de la Argentina

no es un problema „focalizado‟ en un grupo especial, sino un problema que interroga la

capacidad de nuestra sociedad de existir en tanto conjunto vinculado por relaciones de

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interdependencia. De aquí se entiende por qué los conflictos sociales, que antes se

expresaban en el lugar del empleo, ahora se manifiestan como desestructuración productiva,

violencia social, pobreza, desempleo” (Lo Vuolo 2001:102).

Al analizar la cuestión social argentina, entramos en el terreno amplio de la interpretación

de hechos que nos tocan de cerca o que mueven nuestros afectos. “La cuestión social no es

el resultado de fuerzas naturales incontrolables sino de estrategias políticas claramente

identificables” (Lo Vuolo 2001:102). Estas estrategias políticas están a la vista y en gran

medida nos siguen interpelando, porque “el gran interrogante sigue siendo cómo es posible

la cohesión social de forma pacífica en una sociedad que está entrelazada de profundas

desigualdades” (Lo Vuolo 2001:103).

Lo Vuolo hace referencia al dilema central de la cuestión social en nuestro país:

cohesionar una sociedad tejida de profundas desigualdades. ¿Cómo es posible esta tarea

pacíficamente?, se pregunta el autor. Estas profundas desigualdades no son aquellas que

señala Margarita Rozas como manifestación de la relación contradictoria entre capital y

trabajo en el marco de la revolución industrial y el capitalismo europeo.

En el caso de nuestro país, no está ausente la cuestión latente hace 500 años que señala

Luiz Wanderley. Tampoco están ausentes el eurocentrismo, el colonialismo y el patriarcado

con los cuales se tejió la historia argentina, al igual que el modernismo europeo. Tampoco

están ausentes el iluminismo europeo, el evolucionismo darwiniano y las ideas imperiales

napoleónicas, entre otras.

Juan Suriano (2002) toma de Morris el concepto de cuestión social que éste formula para

el caso chileno, como expresión de la totalidad de las “consecuencias sociales, laborales e

ideológicas de la industrialización y urbanización nacientes: una nueva forma del sistema

dependiente de salarios, la aparición de problemas cada vez más complejos pertinentes a

viviendas obreras, atención médica y salubridad, la constitución de organizaciones

destinadas a defender los intereses de la nueva clase trabajadora: huelgas y demostraciones

callejeras, tal vez choques armados entre los trabajadores, la policía o los militares y cierta

popularidad de las ideas extremistas, con una consiguiente influencia sobre los dirigentes de

los trabajadores” (Morris, 1967:79).

Para el caso argentino, Suriano agrega la cuestión indígena y de la mujer. Este concepto

de Morris reduce la cuestión social chilena exclusivamente a los procesos de

industrialización y urbanización nacientes en ese país. Con este mismo criterio, Suriano hace

referencia para el caso argentino a la cuestión social que se circunscribe al proceso de

modernización que se inicia en la década de 1860, cuando se pone en marcha el proyecto de

la Generación del 80, que Saldías menciona como “un grupo de hombres que tenían la

responsabilidad de ser la primera promoción del liberalismo triunfante en 1852” (Saldías,

1973).

Pero el dilema central de cohesionar una sociedad tejida de profundas desigualdades es

mucho más amplio y profundo y no puede reducirse en nuestro país a los procesos de

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industrialización y urbanización que se inician en la década de 1860, ni a la inmigración, ni a

la cuestión obrera de fines del siglo XIX, ni al problema indígena que “resuelve” Roca, ni a

la cuestión de la mujer de principios del siglo XX.

Al modo como lo hace Castel para el caso francés, Suriano atribuye al mundo del trabajo

la centralidad en la cuestión social. “La cuestión social es un concepto más abarcador y

ajustado que cuestión obrera…Aunque no fue la primera manifestación de la cuestión

social, el problema obrero está en el centro del debate y cruza la gran mayoría de

problemas inherentes a la cuestión social: la pobreza, la criminalidad, la prostitución, la

enfermedad y las epidemias o el hacinamiento habitacional, para no mencionar la

conflictividad obrera, resultan todas cuestiones vinculadas de una u otra manera al mundo

del trabajo” (Suriano 2002:6). Si bien en la versión europea esta centralidad parece

justificada, para el caso argentino resulta por lo menos limitada, ya que varios contenidos y

significados de la cuestión social argentina no tienen esta centralidad.

Una de las visiones que bien podría tomarse para reflexionar sobre la cuestión social

argentina es el Informe de la Comisión Asesora Nacional sobre Desórdenes Civiles de 1968

que menciona Wacquant: “El país se ha movido hacia la creación de dos sociedades,

separadas y desiguales, como consecuencia de la acelerada segregación de los negros

desventajados y con bajos ingresos en los guetos de las mayores ciudades

norteamericanas…La distancia económica, social y cultural entre las minorías de los

centros ruinosos de las ciudades y el resto de la sociedad alcanzó niveles que no tienen

precedentes en la historia moderna norteamericana y son desconocidos en otras sociedades

avanzadas” (Wacquant 2001:170).

Una de las cuestiones históricas más críticas de nuestro país es la configuración de una

especie de dos Argentina en un mismo territorio nacional, diferenciadas y desiguales. Una,

que se asienta sobre la pampa húmeda, concentra el 70% del PBI y de la población en 3 ó 4

provincias y goza de los mayores beneficios económicos, sociales y culturales; otra, que se

asienta sobre el resto del territorio nacional, tiene sólo el 30% del PBI y de la población en

19 ó 20 provincias y carece de gran parte de dichos beneficios.

Esta Argentina no pampeana se asienta al Norte y al Sur de la pampa húmeda e

históricamente ha sido relegada y ha quedado al margen de muchas decisiones políticas que

afectaron su destino y condicionaron fuertemente las posibilidades de progreso de su

población. Las oportunidades y posibilidades que tiene esta población no son las mismas y

están muy lejos de aquéllas que posee la población de la Argentina pampeana. La

postergación política, económica y cultural ha llegado a tal punto que, en la década de 1990,

ciertos economistas cipayos, encumbrados en el poder menemista, llegaron incluso a plantear

la inviabilidad de algunas provincias del Norte Argentino.

Esto significaba, lisa y llanamente, una propuesta de eutanasia de provincias como

Formosa, Jujuy y otras. Para estos economistas, formados en universidades norteamericanas,

que invadieron el país a partir de mediados de la década de 1970, especialmente desde el

nefasto 24 de Marzo de 1976, clausurar provincias era posiblemente algo parecido a

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reestructurar carteras de negocio, aplicando las teorías de Harry Markowitz y William

Sharpe.

La distancia entre estas dos Argentina, una central y otra periférica, es enorme. Como el

poder político históricamente emergió del país central, esta desigualdad estructural nunca

fue modificada y, por el contrario, se profundizó con las decisiones políticas de los

gobiernos instalados en Buenos Aires. Esto constituye uno de los problemas centrales que

tiene el país y es, por lo tanto, un componente básico de la cuestión social argentina, porque

se trata del dilema de cohesionar un país tejido con esta profunda desigualdad.

¿Cómo se explica esta desigualdad histórica? Podríamos utilizar para ello el modelo que

surge del estudio de Wacquant, para quien hay cuatro lógicas estructurales que explican la

marginalidad de la población negra norteamericana: a) la desigualdad social (dinámica

macrosocial); b) la mutación del trabajo asalariado (dinámica económica); c) la actuación del

Estado (dinámica política) y d) la concentración y estigmatización (dinámica espacial).

Con respecto a la lógica del Estado, afirma el autor: “Los Estados son grandes

productores y modeladores de desigualdad y marginalidad: proporcionan o impiden el

acceso a una escolarización y una formación laboral adecuadas, fijan las condiciones para

ingresar en el mercado laboral y salir de él, distribuyen u omiten distribuir bienes básicos

de subsistencia, como la vivienda e ingresos complementarios, apoyan u obstaculizan

activamente ciertos ordenamientos familiares y hogareños, codeterminan tanto la intensidad

material como la exclusividad y densidad geográficas de la miseria mediante una multitud

de programas administrativos y fiscales” (Wacquant 2001:176).

La lógica del Estado descripta por Wacquant es totalmente aplicable al caso argentino, tal

como lo sostenía antes Lo Vuolo: “La cuestión social no es el resultado de fuerzas naturales

incontrolables sino de estrategias políticas claramente identificables” (Lo Vuolo 2001:102).

El proyecto de país impulsado por la Generación del 80, por ejemplo, fue una clara estrategia

política que benefició exclusivamente a la oligarquía terrateniente de la pampa húmeda

argentina y relegó en el olvido al resto del país.

Otros proyectos políticos, a pesar de su enorme impacto e importancia social, como por

ejemplo los Planes Quinquenales de Perón, no sólo no modificaron aquella desigualdad

estructural, sino que la profundizaron al concentrar mayor población y recursos económicos

industriales en provincias de la pampa húmeda como Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe.

Suriano sostiene como componentes de la agenda de problemas vinculados al proceso

modernizador: a) La cuestión urbana y la inmigración; b) la cuestión obrera; c) la cuestión

indígena y d) la cuestión de la mujer. En 45 años la población urbana pasa del 29% al 53%

de la población total del país entre 1869 y 1914. En este período, ingresaron a la Argentina

unos 4 millones de inmigrantes. Buenos Aires aumenta 8,4 veces su población, Córdoba 4,2

y Rosario 10,318

. Según datos oficiales, entre 1857 y 1939 ingresan al país 6.756.712

18 Datos tomados de Mirta Z. Lobato (ed.) (2000) El progreso, la modernización y sus límites, 1880-1916, Sudamericana, Buenos Aires.

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inmigrantes, de los cuales el 44% eran italianos, el 31% españoles y el 25% restante

franceses, polacos, rusos, alemanes y otros (Rapoport 2000:40).

Al decir de Suriano, fue “un crecimiento casi descontrolado y escasamente planificado”,

que generó en la élite temor e inseguridad ante la sensación de pérdida de control social, por

el aluvión de extranjeros con formas de vida y costumbres diferentes, nuevas ideologías y

experiencia en organización y lucha sindical. Esto se agravaba por la situación de pobreza

generada por la falta de trabajo y vivienda digna en las ciudades y por las epidemias y

amenaza de muerte que afectaba a todos los sectores sociales, especialmente la de 1871 que

motivó la segregación espacial de las capas altas de población, motorizó la resolución

médico sanitaria del problema y marcó el comienzo del planteo de la cuestión social

moderna en nuestro país. Se atribuía a los extranjeros los disturbios sociales y la causa del

estallido social que motivó la sanción de la ley de inmigración de 1876 y de residencia de

1902.

La cuestión obrera se plantea en forma paralela a la cuestión urbana y la inmigración,

pero su impacto es posterior a éstas. Los trabajadores del sector industrial argentino pasan de

unos pocos miles de obreros artesanales en 1869 a más de 400.000 en 1914, además de más

de 1 millón de trabajadores del sector terciario: construcción, comercio, ferrocarriles, puertos

y gobierno, entre los más importantes. El aumento de demandas laborales, la sindicalización

y la politización de los trabajadores alimentan el conflicto social, que se hace visible a fines

del siglo XIX como cuestión social y se transforma en materia de intervención del Estado.

En la década de 1870, luego de la finalización de la guerra contra el Paraguay, la secuela

de inválidos y heridos era importante, mientras que la epidemia de cólera de 1871 causa unos

13 mil muertos y pone en descubierto la precariedad de la salud pública. El liberalismo que

gobernaba el país debía conjugar la defensa doctrinaria de las libertades individuales con la

necesidad de construir un Estado-Nación. El Estado debía sentar las bases del nuevo orden

social. El proceso de formación del Estado Argentino se prolongó desde Mitre hasta Irigoyen

y duró 50 años. Hubo una fuerte intervención del Estado en el plano económico y político.

Se formó un Estado fuerte e interventor con una sociedad civil débil y con escasa autonomía

e institucionalidad.

Hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX se plantea en nuestro país la cuestión de

los liberales reformistas, para quienes “la corrupción administrativa, la especulación

financiera, el fraude electoral, el materialismo y la exagerada opulencia en las costumbres

sociales, aparecieron entonces a los ojos de algunos como síntomas de una declinación

moral generalizada. A la par de estas aspiraciones de regeneración espiritual, el espíritu

reformista se centró en la necesidad de transformar las instituciones y hábitos políticos del

país y de introducir lo que se llamaba „una política de principios‟” (Zimmermann 1995:68).

En la primera década del siglo XX, Rodolfo Rivarola y José Nicolás Matienzo

extendieron sus preocupaciones por la reforma institucional al debate sobre la cuestión social

del cambio de siglo. Influyeron en el proceso de criminalización del anarquismo. Culpaban

al sentimiento oligárquico por el deterioro de la moral pública. Estanislao Zeballos señalaba

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como orígenes de la cuestión social “la desorganización social, política y administrativa en

que vivimos desde hace treinta años. Los académicos o intelectuales no se limitaron al

estudio puramente científico de la cuestión social. Muchos interpretaron como parte de sus

deber el llevar sus ideas a la práctica a través de la creación y dirección de nuevas

instituciones estatales dedicadas a distintas áreas de la reforma social” (Zimmermann

1995:72).

El problema de tenencia de la tierra es otro componente crítico de la cuestión social

argentina. Los autores prefieren hablar de la cuestión indígena (por ejemplo Mases, 2002).

Las campañas durante los gobiernos de Rivadavia y Rosas fueron de tipo defensivas, en

cambio la de Roca en 1879 se denominó pomposamente conquista del desierto. En realidad

el desierto no era tal, sino que eran tierras cultivables habitadas por unos 20.000 indios. Las

tierras ya tenían dueños antes de la campaña: ingleses y franceses que financiaron la

campaña con un empréstito. Parte de las tierras se entregó en premio a los militares que

participaron de la campaña.

En consecuencia, hacia el año 1884, la totalidad de las tierras pampeanas ya tenía dueño.

Ya no había tierras que ofrecer a los inmigrantes (Rapoport 2000:26). Para Rapoport “Los

patrones de crecimiento de la producción argentina se basaron desde sus inicios, en el

período colonial, en una utilización extensiva de la tierra, tomando a ésta como el factor

productivo principal. Un aspecto esencial fue el paulatino reparto de las tierras disponibles

desde la época colonial, que tuvo distintos hitos, uno de los cuales fue la ley de enfiteusis, en

la época de Rivadavia, en 1826, un sistema de arrendamientos que permitió la apropiación

de grandes extensiones de tierras por parte de pocos enfiteutas, que con el tiempo se

convirtieron en propietarios. Pero el crecimiento de la producción agropecuaria, la base

principal de la riqueza del país, dependía de la incorporación de nuevas tierras, lo que

llevaba a una permanente disputa por el espacio con el „indio‟ en procura de ampliar el

área de producción” (Rapoport 2000:25).

La cuestión de la tierra, de los inmigrantes, de la urbanización, la cuestión obrera y otras

surgidas a partir de la década de 1860 en adelante, tienen su origen en el proyecto político

liberal de la Generación del 80, que construyó un capitalismo agroexportador dependiente

del capital extranjero y prebendario del mismo. Fue un ensayo de capitalismo, diseñado

exclusivamente para proveer alimento y materia prima de alta calidad a los países

hegemónicos europeos, con ciertos beneficios y privilegios para la oligarquía terrateniente y

la burguesía argentina.

En el marco de este proyecto político liberal, ciertas cuestiones sociales pasaron a ser

claves y decisivas para el éxito del proyecto. Una de ellas es el mejoramiento de la raza

argentina. Se consideraba a la población nativa como algo absolutamente inferior y sin

valor. Ya existía en el país un importante bagaje de prejuicios construidos por los liberales

respecto a la misma.

Desde este imaginario, los liberales no tenían necesidad de discutir sobre el valor del

indio, del gaucho, del criollo o del mestizo. Por eso se llamó conquista del desierto a la

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campaña de Roca que “solucionó” el problema del indio. Esta solución de Roca no es

distinta a la “solución final” de la Alemania hitleriana. Por eso también se acudió a la

inmigración europea, porque desde el mismo imaginario darwiniano se creía en un

estereotipo superior.

Otra cuestión clave es la educación pública. Se trataba de construir nuevos idearios y

valores, afines al pensamiento liberal y sostenidos por el positivismo, el enciclopedismo y el

iluminismo europeo. Se trataba sobre todo de construir un prototipo de hombre y mujer que

representara acabadamente la nueva raza argentina. Se trataba en realidad del

aniquilamiento de todo lo anterior, de todo lo nativo, de la diversidad cultural que existía en

las provincias argentinas. Al estilo del sueño americano y del New Deal roosveltiano, era el

sueño argentino de este grupo de liberales iluminados y mesiánicos que pasó a la historia

como Generación del 80.

A partir de la década de 1930 se instala en el país el modelo político económico de

industrialización sustitutiva de importaciones, que se extiende -con algunos lapsos

suspensivos intermedios- hasta mediados de la década de 1970. Con este modelo se implanta

en nuestro país el Estado de Bienestar. En este período, la cuestión social argentina se centró,

además de otros anteriores estructurales que continuaban, en dos componentes principales: la

distribución del ingreso y los derechos de ciudadanía.

La puja por la distribución del ingreso dio lugar a encendidos debates en el espacio

público, no sólo gubernamental, sino académico, político, científico, empresarial, sindical e

incluso eclesial. No se hablaba de la cuestión obrera como en Europa, sino del problema de

la distribución del ingreso, ya que los derechos laborales estaban garantizados por el Estado.

La cuestión de los derechos de ciudadanía incluía el sufragio y la participación política de la

mujer y los derechos civiles, políticos y sociales de los ciudadanos.

A partir de mediados de la década de 1970 se instala en el país otro modelo político y

económico, que desmantela el Estado de Bienestar y lo reemplaza por el paradigma

neoliberal monetarista. En este período es absolutamente pertinente y apropiado al caso

argentino, el análisis que realizan Castel y Rosanvallon para Europa. La cuestión social

argentina adopta la mayoría de los rasgos que describen estos autores para Europa, pero

agregando a ello como telón de fondo los temas estructurales anteriores que continuaban

vigentes y otros totalmente nuevos generados por la última dictadura militar, como los

30.000 desaparecidos-asesinados.

La profundización y radicalización de este modelo se llevó a cabo en la década de 1990,

que fue motivo de una variada gama de estudios dentro y fuera del país, por sus enormes

consecuencias para el orden social, político, económico y cultural del país. En esta década se

produce una revolución, de signo regresivo, que en muchos aspectos se equipara y en otros

supera al proyecto de la Generación del 80, por su ideología, su carácter fundacional y la

profundidad de los cambios generados.

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5. Una cuestión político-ideológica

La cuestión social argentina ha tenido algunos desarrollos desde el punto de vista teórico,

que son importantes como antecedentes y puntos de partida para un debate que de ninguna

manera ha perdido actualidad y, por el contrario, se encuentra en proceso de construcción.

Como el planteo de este tema toca intereses, moviliza ideas, se involucra en el imaginario

social, afectan posiciones ideológicas, interpela la memoria y tiene que ver con la historia

nacional, la tarea de construcción del debate se torna sumamente compleja, pero es, más que

nunca, necesaria e imprescindible.

En este capítulo hemos esbozado algunas ideas al respecto, con el fin de instalar en el

debate ciertos aspectos que no han sido suficientemente tenidos en cuenta por los autores y

que, desde nuestro punto de vista, son claves para una comprensión crítica de la cuestión

social argentina. El gran componente de esta cuestión es la profunda desigualdad con que se

ha construido el orden social, político, económico y cultural en nuestro país. Esto ha sido así

desde la gesta misma fundacional del país, bañada de eurocentrismo y colonialismo.

Las dificultades para una comprensión crítica de la cuestión social argentina no son

distintas a las que tenemos los argentinos para entender qué nos pasó como sociedad para

estar en donde estamos y como estamos, para tener los gobernantes que hemos tenido, para

seguir los horrorosos rumbos que hemos tomado, para hacer tan mal lo que pudimos haber

hecho tan bien. La cuestión social argentina es, precisamente, el drama de tener al mismo

tiempo tantos recursos y tantas miserias; de alimentar tantos sueños y tener que

conformarnos con tan poco, casi nada; de contar en nuestro territorio nacional con todos los

climas y tantos espacios y tener que limitarnos a vivir hacinados en pequeños espacios casi

sin aire, en una lucha de pobres contra pobres que la clase política argentina no sabe cómo

resolver o, en realidad, no lo quiere resolver.

Es necesario construir un debate crítico sobre la cuestión social argentina, que nos ayude

no sólo en nuestra búsqueda de sentido colectivo, sino en una acción comunicativa

habermasiana que vaya concretando en la realidad el sueño de una nación justa, libre y

soberana. Nos hemos olvidado de muchas cosas al hablar de la cuestión social argentina.

Muchos autores han contribuido a este olvido, situándola en una réplica de la versión

europea, como si nuestra realidad latinoamericana fuera europea. Hemos mostrado algunos

aspectos que claramente ubican la cuestión social argentina como una cuestión política, tal

como, por ejemplo, lo sostiene Lo Vuolo. Coincidimos ampliamente con el planteo de este

autor argentino y también con el del brasileño Luiz Wanderley.

No podemos reducir la cuestión social argentina a la mera relación capital-trabajo y a las

desigualdades emergentes del mismo. Esta desigualdad es profunda y constitutiva del orden

político, social, económico y cultural sobre el cual se asienta nuestro país. No es producto de

la casualidad o de fuerzas naturales o de algún mandato divino, sino que, por el contrario, es

el resultado de decisiones políticas tomadas desde el poder, lo que nos lleva a concluir que,

lo que los autores han denominado cuestión social, es en realidad una cuestión política. Es

importante aportar desde el trabajo social a este debate que está en construcción. Esto

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implica comprender que el ejercicio profesional de los trabajadores sociales se inscribe en la

cuestión social como expresión de la cuestión política. Esto resulta clave para la

construcción de un proyecto político-ideológico que sostenga un trabajo social emancipador.

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Capítulo 5

LAS POLÍTICAS SOCIALES CONSTRUYEN SUS PROPIOS

DESTINATARIOS

Las políticas sociales constituyen formas de intervención del Estado en la denominada

cuestión social. Su rasgo más característico es que -como toda política pública- responden a

la concepción ideológica de los grupos dominantes que, en un determinado momento

histórico, detentan -legítima o ilegítimamente- el poder del Estado. En el mismo sentido, en

cada momento histórico, desde la perspectiva de las políticas sociales, emergen distintas

concepciones, representaciones o imágenes acerca de las características de los sujetos

sociales destinatarios de las mismas. Este imaginario institucional no es un hecho espontáneo

o casual, sino que es un constructo histórico que resume y condensa las determinaciones

ejercidas desde lo ideológico, político, económico y sociocultural.

Como lo hemos expresado en el capítulo, la Argentina de los noventa es un período de la

vida nacional que pasará a la historia como la otra década infame (Grassi, 2003), por la

nueva entrega del país al capital extranjero, esta vez de una manera obscena, que quedó

reflejada en aquella expresión de un alto funcionario de gobierno de la época que,

refiriéndose a las relaciones de nuestro país con los Estados Unidos, las definió como

relaciones carnales19

.

El poder político construye sujetos y modifica subjetividades, clasifica, ordena,

disciplina. Crea categorías sociales que llevan implícitas determinadas representaciones de

dichos sujetos. En este capítulo, analizamos algunas de las representaciones más elocuentes

de este período histórico, la Argentina de los noventa, que reflejan la ideología del modelo

neoliberal que, si bien se instala y cobra vigencia en el país, a partir de mediados de la

década de 1970, es aplicado con el máximo rigor y profundidad en la década que transcurre

desde el 8 de Julio de 1989 hasta el 10 de Diciembre de 1999. Sin embargo, algunas de estas

representaciones continúan vigentes más allá de la década de 1990, y otras han sido

reemplazadas por nuevas representaciones que configuran nuevas identidades sociales. A

estas nuevas representaciones también nos referiremos en este capítulo.

1. La política social en la Argentina de los noventa

Tal como lo desarrollamos en el capítulo anterior, Alfonsín renuncia anticipadamente el 8

de Julio de 1989, seis meses antes de la finalización de su mandato, asumiendo en su

reemplazo Carlos Saúl Menem. Lo hace con un gran apoyo popular, construido a partir de

las promesas electorales de revolución productiva y salariazo.

19 Se trata del ex ministro de Relaciones Exteriores y Culto de nuestro país, Dr. Guido Di Tella, que desempeñó dicho cargo desde el 29 de Enero de 1991 hasta el 10 de Diciembre de 1999.

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Sin embargo, la elección de los miembros de su gabinete va en sentido contrario y

también el programa político, económico y social que pone en vigencia, orientado

abiertamente hacia un alineamiento con el Consenso de Washington, la política exterior de

Estados Unidos y el paradigma neoliberal propalado desde los organismos financieros

internacionales, principalmente el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.

Desde estos organismos internacionales, siguiendo taxativamente los lineamientos políticos

y económicos de Estados Unidos, emergen las políticas públicas que aplica el gobierno

menemista: reforma del Estado, privatizaciones, desregulación económica, convertibilidad

monetaria, libertad de mercados, concesiones públicas, provincialización y municipalización

de los servicios sociales básicos, entre otros.

En el campo de las políticas sociales, se aplican criterios de focalización,

asistencialización, compensación y privatización. La focalización apunta a los grupos de

poblaciones identificados selectivamente como vulnerables, en contraposición a las políticas

universales del modelo de bienestar que aplica Perón, creador del Movimiento Político al

que supuestamente afirma pertenecer el gobierno menemista. Rozas Pagaza (2001) sostiene

que el carácter asistencial de los programas sociales llamados “combate a la pobreza”, que

algunos denominan neoasistencialismo, ha tenido un carácter focalizado, acentuando la

“estatización” de la pobreza, en tanto se la considera un problema social que no tiene

relación con la esfera económica.

La compensación apunta a reparar los daños sociales causados por la política neoliberal

aplicada impecablemente por el mismo gobierno menemista, que demuestra -en este sentido-

un desempeño ejemplar desde la mirada de los organismos financieros internacionales que

sostienen dicho paradigma. La compensación, de ninguna manera logra tan siquiera

atemperar dichos daños, que, por el contrario, adoptan diversas caras: pobreza, indigencia,

desigualdad, marginalidad y exclusión social. En el momento culminante de aplicación del

modelo, más de la mitad de la población del país adquiere algunos de estos rostros.

Otro rasgo característico de la política social menemista es la deserción del Estado en este

campo y su pretendido reemplazo por el mercado y por las Organizaciones No

Gubernamentales (ONGs), bajo la supuesta búsqueda de mayor eficiencia y eficacia en la

aplicación de dichas políticas. La acción social, transformada en negocio privado, sólo se

convierte en un justificativo para engordar la deuda externa argentina. La política de

descentralización del Estado, sumada a la política social focalizada y asistencial, se aplica en

medio de una aguda crisis de las economías regionales, profundizada por los procesos de

reconversión agraria e industrial y privatización de empresas públicas.

La gran mayoría de los Estados Provinciales son afectados por las políticas de ajuste y la

transferencia de servicios sociales, principalmente los de educación y salud. Esto provoca un

sinnúmero de protestas sociales cuyas prácticas de lucha son novedosas y se canalizan a

través de formas organizativas no tradicionales, como históricamente fueron los sindicatos.

Para Rozas Pagaza (2001) el carácter subsidiario y secundario de la política social en este

período, está relacionado con los cuestionamientos al modelo de Estado de Bienestar,

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fundamentalmente en lo que hace a la presencia del Estado como instancia de regulación

social y económica, constituyendo esto la justificación para la desarticulación de los

mecanismos de intervención del mismo en la cuestión social.

La consecuencia más aguda y visible de esto es el agravamiento de las desigualdades

sociales. Para al caso argentino, esto significó la conformación y profundización de una

sociedad cada vez más desigual, entre aquellos sectores de mayor concentración de la

riqueza y los sectores más pobres, además de la clase media cada vez más reducida y

empobrecida. La pobreza se constituye en el eje central de la cuestión social de la Argentina

de los noventa. Esta situación se agrava por la disminución y falta de acceso de una gran

mayoría de la población a los servicios sociales básicos y la abdicación del Estado en lo que

hace a la responsabilidad política en el campo social.

Rozas Pagaza coincide con Lo Vuolo y Barbeito en lo que se refiere a los cambios en la

política social durante este período:

“Abandono de programas masivos de alimentación a la vez que crece la

pobreza.

Consolidación de la deuda del sistema de seguridad social, su canje por

títulos públicos y la presentación de un proyecto integral del sistema de

previsión en base a la constitución obligatoria de fondos privados de

capitalización.

Desregulación por decreto del sistema de obras sociales, declarando la

libertad para afiliarse a cualquier institución y la intención de reordenar

el sistema en base a la capitalización.

Fomento de la educación privada y promoción de medidas tendientes a

restringir el ingreso y el pago de la educación terciaria.

Desmantelamiento del programa de vivienda.

Política de asistencia directa vinculada fundamentalmente a la

cooptación de lealtades políticas en tiempos electorales.

Reforma de la legislación laboral, fomentando la flexibilización laboral

externa, de entrada y salida del mercado, y la rebaja del costo

laboral”20

.

Todo indica que la política social se conforma con lo que Bustelo (2000) denomina

modelo de ciudadanía asistida. En la base de esta estrategia, existe una serie de supuestos: la

desigualdad social es algo “natural” y las políticas redistributivas son de tipo discrecional y

no se basan en derechos sociales de los ciudadanos. La acción política en el campo social se

basa en la voluntad y el interés de “los que tienen”, hacia los pobres y excluidos, que son

tratados como una especie de “ciudadanos subsidiados”. En consecuencia, se tiende a

ejecutar una política social marginal y secuencialmente posterior a la política económica, que

20 Lo Vuolo, R. y Barbeito, A. (1993 ) La nueva oscuridad de las políticas sociales: Del Estado populista al neoconservador, CIEPP, Miño y Dávila, Buenos Aires.

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se convierte en lo central y hegemónico. Quedan muy atrás los históricos principios de

solidaridad y justicia social21

que otrora caracterizaron la política social de Juan Domingo

Perón.

2. Las representaciones sociales

Para Magariños de Morentin (1995), las representaciones corresponden al orden de lo

imaginario, en cuanto son imágenes -no especulares- que condensan significados y se

constituyen en sistemas de referencia que nos permiten interpretar y clasificar. La

construcción de representaciones es una actividad cognitiva, en tanto imagen perceptual de

un fenómeno en la que se fusionan percepto y concepto. Las estrategias cognitivas producen

el sentido de los objetos del mundo social, más allá de los atributos visibles.

Este proceso de representación es eminentemente simbólico. Representar es sustituir. Las

representaciones presentes son sustituyentes de otras representaciones, constituyen un

sistema referencial. Cuando se habla de representación, se está aludiendo a interpretación,

pues se está apelando a un marco conceptual, como decíamos antes: se une un percepto a un

concepto. Entonces, ambos términos constituyen un proceso que es más adecuado definirlo

como de representación/interpretación.

Para este autor, la representación es la específica identificación perceptual -sensorial o

imaginaria- de determinadas formas pertenecientes a un fenómeno, en función de su

interpretación posible en cierto momento histórico social, en tanto que la interpretación es la

asignación conceptual de determinada significación, a cierto fenómeno, en función de su

representación posible.

Estas representaciones/interpretaciones son entendidas como juicios perceptuales, que

luego –de manera recursiva- originan categorizaciones y significaciones conceptuales del

entorno social. Tienen un carácter social, por cuanto se corresponden con algún discurso

social disponible en una comunidad.

El mismo autor entiende por discurso social, el conjunto de construcciones que circulan

en una sociedad, con eficacia, para la producción/reproducción de representaciones

perceptuales y de interpretaciones conceptuales o valorativas. Los discursos sociales se

hallan en permanente transformación. Siguiendo a Foucault (1976), podemos reconocer en

ellos la producción y reproducción de cosas dichas y no dichas y, a través de su estudio,

aproximarnos a las formaciones discursivas presentes y en pugna y comprender los nuevos

sentidos que se están gestando.

Kant vincula la representación con la imaginación. En la Crítica de la razón pura, afirma

que la imaginación es el poder de representar un objeto en la intuición, aunque no esté

presente. Ya en la antigüedad, Parménides sostenía que los seres ausentes están presentes en,

por y para el nous. Sócrates va más lejos aún, al afirmar que la imaginación es el poder de

representar lo que no es.

21 Entendida como medio de conciliación entre la sociedad y la economía.

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Mientras que los griegos ubican la imaginación en el campo del conocimiento y como

producto del intelecto (nous), Kant la ubica en el campo de la intuición y, como todas las

intuiciones son sensibles, la imaginación pertenecería a la sensibilidad. Sin embargo, para

Castoriadis (1993), la imaginación es el poder de hacer aparecer representaciones, procedan

o no de la incitación interna. Es decir, siguiendo con el pensamiento de Sócrates, es el poder

de hacer ser lo que no es, lo que no tiene realidad según lo entiende la ciencia física.

Las representaciones constituyen un núcleo central de la modernidad. Como lo afirma

Castoriadis, el mundo moderno se presenta superficialmente como el que empujó y el que

tiende a empujar la racionalización hasta su límite y, por este hecho, desprecia las

representaciones de las sociedades precedentes. La modernidad crea sus propias

representaciones.

Al analizar la figura de El Quijote, como precursor del sujeto moderno, Foucault destaca

en Las palabras y las cosas la ruptura entre el mundo y la conciencia, sosteniendo que “Don

Quijote es aquel que sale al mundo para encontrar en el mundo lo que leyó en los libros”.

Con Don Quijote, lo que está en el mundo es una proyección de la conciencia, es algo

confundido en el interior de la experiencia del lenguaje. Don Quijote es un nexo entre

renacimiento y modernidad: Lo que sabe del mundo proviene del lenguaje y de la fantasía,

pero al mismo tiempo, como anticipo del sujeto cartesiano, lo que está en el mundo proviene

exclusivamente de la conciencia del sujeto, del entendimiento, de la razón, del cogito.

(Forster, 1999)

De esta manera, la representación en la modernidad, es una proyección que no proviene

del mundo sino del sujeto, que “pone por delante” aquello que va a ver. Aquello que antes

se relata, es lo que se ve en el mundo. La representación está ligada a la proyección, es una

cosmovisión. Está ligada a lo que Foucault llama “lo mismo” o “la mismidad”. El mundo

como materialidad, como “lo otro” o “la otredad” desaparece en la modernidad, en la nueva

representación del mundo como proyección del sujeto, o como “lo mismo” que el sujeto. Es

un proceso de invisibilización del mundo, que comienza por la anulación o bloqueo de los

sentidos, de la sensibilidad, de la percepción, de lo fantástico, de lo imaginario, para dejar

sólo el cogito, la razón, la conciencia del sujeto. El sujeto de la modernidad se constituye a si

mismo como constructor del sentido (Forster, 1999).

Si representar es proyectar, ordenar y organizar el mundo, toda proyección implica crear

las condiciones para la dominación. Es decir, quien proyecta y quien ordena, se pone desde

el lugar del saber. Esto implica pensar en el otro como objeto. El sujeto moderno quiebra

dentro suyo la fantasía y la capacidad de imaginación.

Para Karsz (2007), las representaciones son una manera de abordar lo real, entendido en

tres sentidos: lo que uno cree que es real y escapa al conocimiento, por ejemplo para Juana

de Arco era real escuchar que Dios le hablaba; aquello que existe independientemente del

sujeto y, por último, aquello que se puede conocer.

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Las representaciones no son sólo mentales sino institucionales, se ven. Karsz sostiene que

Dios es una representación material. Las representaciones se encarnan, se corporizan. Para el

idealismo, lo real es lo que se ve, la realidad está en función de lo que se ve y cómo se ve. En

cambio, para el materialismo, lo real existe independientemente de que uno lo piense, lo real

habla por medio de la representación, hay que hacerlo hablar. Las representaciones no son

verdaderas ni falsas, sino eficaces.

El lenguaje es un sistema de representación. Las representaciones no sólo se expresan a

través del lenguaje, sino que lo constituyen. A su vez, el lenguaje no sólo representa el

mundo y el pensamiento como mediación, sino que los constituye. El mundo es en tanto

lenguaje y, de igual manera, el pensamiento es tal en cuanto lenguaje. Para Castoriadis

(1999), jamás podemos salir del lenguaje, pero nuestra movilidad en el lenguaje no tiene

límites y nos permite ponerlo todo en cuestión, incluso el lenguaje y nuestra relación con él.

Así como las representaciones son un núcleo sustantivo de la modernidad, a partir del

siglo XVII, con el surgimiento del sujeto cartesiano, que constituye una etapa fundacional de

una nueva filosofía, el lenguaje cumple un papel similar hacia fines del siglo XIX y

comienzos del XX, con lo que se denomina giro lingüístico de la filosofía (Rorty, 1998).

En efecto, todas las grandes cuestiones de la filosofía comienzan a ser abordadas desde

esta nueva perspectiva. En la filosofía cartesiana, el lenguaje hace referencia a un contenido

universal, separable e independiente, cuyo fundamento y certeza están en la conciencia del

sujeto, en el cogito. Tempranamente, Johann Gottfried Von Herder, en el siglo XVIII, y

luego Wilhelm Von Humboldt (1997) con su tesis de que toda lengua se caracteriza por

contener una determinada acepción del mundo y que éste es concreto y particular de cada

cultura, echan por tierra el sueño de la modernidad, de construir un lenguaje universal que

fuera el vehículo adecuado del saber científico.

A pesar de este fundamental aporte a la filosofía, Humboldt sigue pensando en el lenguaje

como forma separable del contenido. No obstante, su aporte sustrae a la filosofía del

lenguaje de la ficción de suponer que el mundo es una realidad perfectamente ordenada,

independientemente del lenguaje y anterior a su aparición. Por el contrario, tal como lo

sostiene Gadamer (1992) en Verdad y método, hay mundo en la medida en que hay un

lenguaje que lo exprese. Constituyen aspectos inseparables de una misma realidad; tanto es

así, que la palabra aparece cuando dice algo, y lo que dice está siempre referido a un mundo.

En el decir mismo, se constituyen a la vez el lenguaje y el mundo.

De esta manera, podemos identificar algunas de las representaciones sociales atribuidas a

los sujetos destinatarios de las políticas sociales en la Argentina de los noventa. Como lo

afirmamos antes, este imaginario social22

no surge espontánea ni casualmente, sino que es

un constructo histórico, que resume y condensa las determinaciones ejercidas desde lo

ideológico, político, económico y sociocultural.

22 Castoriadis, Cornelius (1999) La institución imaginaria de la sociedad, Volumen I Marxismo y teoría Revolucionaria. Tusquets Editores. Buenos Aires.

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3. La culpa de ser pobre

El antropólogo norteamericano Oscar Lewis23

formula por primera vez la idea de que la

pobreza crea por si mismo un patrón de vida que se transmite de generación en generación.

Esta cultura de la pobreza constituye un conjunto de rasgos de conductas y sistemas de

valores, generado por la situación de desposesión, que trasciende las fronteras regionales y

aún nacionales, es decir, que tiene características universales.

Se han hecho críticas de todo tipo a esta idea de Lewis, pero la más severa es aquélla que

critica el concepto de cultura de la pobreza como entidad que se autoperpetúa. La idea de

círculo vicioso está presente en este autor, en el hecho de que esta cultura se transmite de

generación en generación. Para Lewis, el mecanismo de transmisión de esta cultura son los

niños. Éstos, al llegar a los seis años, ya han construido en sus mentes un modelo de lo que

es la vida y de cuáles son las posibilidades que ella ofrece.

De acuerdo con las ideas de este autor, los niños que son educados en esto que él

denomina cultura de la pobreza, no pueden sacar provecho de las nuevas oportunidades que

se presentan en la sociedad. La teoría del círculo vicioso de la pobreza es absolutamente

criticable, porque pone de alguna manera el énfasis en el papel que les cabe a los pobres

mismos en la causa de la situación en que se hallan. Parecería ser que la cultura de la pobreza

genera pautas que condenan a los individuos y a sus descendientes a vivir en condiciones

infrahumanas, independientemente de las condiciones objetivas producidas en el seno de la

sociedad. Es una visión endogenista que no compartimos en absoluto, porque implicaría que

la pobreza se justifica a si misma como una tautología.

La ideología lewisiana, de que los pobres son culpables de vivir como lo hacen, es

difundida en numerosos escritos por economistas, sociólogos y trabajadores sociales, entre

otros, configurando de alguna manera la identidad24

y la representación social de los sujetos

destinatarios de las políticas sociales de la Argentina de los noventa.

Siguiendo con esta línea de pensamiento, sostiene Alayón25

que “tradicionalmente ha

prevalecido el principio de causación individual, que atribuía responsabilidad personal a

quienes padecían los problemas sociales, desconectando –con toda intención- la relación

existente entre el funcionamiento global de la sociedad y la presencia de los llamados

„males sociales‟...Desde la misma óptica de razonamiento, se asumía la desigualdad social

como una suerte de hecho natural y, por ende, ni siquiera se rozaba el cuestionamiento del

sistema. Es en ese sentido, quienes así pensaban o piensan, se asumían como seguidores

modernos de Aristóteles, en relación a la expresión del filósofo de que „los hombres son

libres o esclavos desde el nacimiento‟...”.

Esta concepción filosófica y antropológica influye fuertemente en otros campos

disciplinares de las ciencias sociales, atribuyendo al pobre un poder que no tiene: El de

23 Lewis, Oscar (1961) Antropología de la pobreza, Fondo de Cultura Económica. 24 Hall, Stuart. (1997) Identidades Culturais na Pós-Modernidad, DP&A Editores. 25 Alayón, Norberto (2000) Asistencia y asistencialismo. Pobres controlados o erradicación de la pobreza, Lumen-Humanitas, pág.25.

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generar un sistema de pobreza del cual él mismo es la víctima, y sirve para justificar

ideológicamente desde la ciencia, un brutal y perverso sistema político y económico de

explotación y opresión que genera pobreza y exclusión social.

4. El pobre es peligroso

En la Argentina de los noventa, ser pobre es sinónimo de ser peligroso. Como lo

sostenemos precedentemente, hay una culpabilización o relegación simbólica del pobre. Se

incorpora una dimensión negativa, una “marca”. El pobre tiene que cargar con el estigma de

ser pobre. Si antes la actitud de la sociedad respecto de estos sujetos era de compasión, en los

noventa y en ciertos sectores actualmente, esta compasión se reemplazó por una actitud de

rechazo y de miedo.

Este miedo social tiene una dimensión objetiva y subjetiva. Por un lado, la cultura del

miedo o las formas de percepción o representación social de la delincuencia, de los delitos y

riesgos; y, por otro, los fenómenos que pueden identificarse objetivamente como criminales

o violentos. La sensación de miedo y los hechos de violencia, respectivamente. La

experiencia del miedo es una experiencia total, pero es importante la distinción entre estos

dos niveles, pues frecuentemente hay un desplazamiento entre representación y fenómenos

empíricos. Esto explica la creación y la permanencia de determinadas representaciones y

percepciones que, objetivamente, no corresponden a la realidad.

Por otro lado, las percepciones, aunque distorsionadas y las formas como los sujetos

conciben y representan su realidad, son fundamentales para la determinación de los

comportamientos individuales y colectivos. En verdad, diferentes estudios sobre la violencia

urbana, sin ignorar los altos índices de delitos e informes policiales reales, han apuntado

hacia una percepción de la violencia superior a la criminalidad existente o la expansión entre

los ciudadanos de la denominada cultura del miedo, por la cual se congregan bajo el mismo

rótulo a diferentes segmentos: pobres, mendigos, niños de la calle, borrachos, desempleados,

adictos, gitanos, negros, entre otros.

La población argentina en situación de pobreza, en la década del noventa, llega a tal

magnitud, que despierta, como en el antiguo imperio egipcio de las narraciones bíblicas, el

miedo del gobierno nacional y de los gobiernos provinciales a no poder “controlar” un

eventual levantamiento masivo, tal como en aquellos relatos acontecía con el pueblo esclavo

israelita.

La opresión y la consecuente situación de esclavitud y cautiverio que ella provoca, genera

bronca e indignación y crea la conciencia en la población pobre de que tal situación es

insostenible. En estas condiciones, cualquier acción represiva del Estado genera el efecto

contrario. No alcanzan los medios materiales, policiales y las acciones represivas, para

detener a una gran parte del pueblo en situación de pobreza y exclusión social, entonces

queda el mecanismo simbólico del manejo del poder: La construcción y reproducción

sistemática de la identidad del pobre como peligroso, con escasa o nula evidencia empírica, a

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no ser por la toma de fábricas en defensa de la fuente laboral y la reivindicación del derecho

al trabajo y a la vida.

La fenomenal concentración del ingreso que se da en la Argentina, con el modelo

instaurado violentamente el 24 de marzo de 1976 y continuado por los grupos dominantes

durante la democracia, a contrapelo de los mandatos populares, es el factor principal de

generación de la pobreza y del surgimiento de una gran masa de población hambrienta que

desesperadamente lucha por sobrevivir.

Obviamente, que esta situación no puede ser reconocida jamás por el establishment, ni

por los grupos de dominación, ni por la clase política nacional colectivamente incluida en el

que se vayan todos, y, consecuentemente, no queda otro recurso que apelar a la construcción

de representaciones sociales, que cargan de significado de peligrosidad a hombres, mujeres y

jóvenes de carne y hueso, ciudadanos de este maravilloso país, cuya única peligrosidad es

intentar sobrevivir de alguna manera y escapar a la muerte, y sobre los cuales se intenta

hacer caer la condena de la pobreza, como si fuera un mandato divino y no una cruenta

estigmatización de nuestros tiempos.

5. El marginal

El concepto de marginalidad en América Latina reconoce tres grandes corrientes: a) la

que surge en el marco del desarrollismo, b) la que se sostiene desde el marco de la teoría de

la dependencia y c) la que surge a raíz de las críticas a esta última teoría. Más allá de las

diversas acepciones de este concepto, es importante resaltar que si hay un sector pobre

“marginalizado” -destinatario de las políticas sociales- es porque existe un sector no pobre

“marginalizante”.

El fenómeno de la nueva marginalidad urbana, descrito por Wacquant (2001) para los

países desarrollados, responde a cuatro lógicas estructurales: El resurgimiento de la

desigualdad social, la mutación del trabajo asalariado, la reconstrucción de los Estados de

Bienestar y la concentración y estigmatización espacial. Para este autor, la nueva

marginalidad en estos países, se inscribe enigmáticamente en procesos de crecimiento y

prosperidad económica. Coexisten “la opulencia y la indigencia, el lujo y la penuria, la

abundancia y la miseria”, como consecuencia de una doble transformación de la esfera del

trabajo: La eliminación de puestos de trabajo y la degradación de las condiciones básicas de

empleo, remuneración y seguridad social.

Alayón26

sostiene que el problema de la marginalidad, en rigor, no es más que el

problema de la pobreza. Los marginados son concretamente y más allá de todo eufemismo:

Los pobres del sistema. En esta línea de pensamiento, se puede decir entonces, que el

concepto de marginalidad se refiere a las condiciones de vida, que estructuralmente traen

consigo el hambre, la enfermedad, el analfabetismo y la desocupación, entre otras, aludiendo

el autor, al momento de escribir su obra, a la situación de pobreza en la que se encontraba

gran parte de la población del país.

26 Alayón, N. obra citada.

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Con diversas argumentaciones, se intenta disimular la injusticia del orden social vigente,

que genera pobres y luego les atribuye el peso de la responsabilidad por la situación que

atraviesan. Para los que sostienen este tipo de argumentación, la marginalidad, se debe a una

serie de limitaciones personales o familiares de determinados sectores sociales. Es este tipo

de caracterización, lo que contribuye también a extender la falsa creencia de que lo que

reciben los sectores vulnerados es una suerte de donación o dádiva del Estado y no un

reconocimiento del derecho conculcado.

La representación social del pobre como marginal, implica una fuerte carga de

significación social negativa. Esto se manifiesta principalmente en la diferenciación social y

en la separación espacial de la población. Por un lado, la proliferación de barrios privados,

fuertemente custodiados por servicios de seguridad privada, que se constituyen en modernos

fortines. Esto habla de un sector de la sociedad que desea protegerse de los marginales, a

quienes atribuye todo tipo de intenciones y hechos delictivos.

Por otro lado, la estigmatización que condena a gran parte de la sociedad, por el solo

hecho de vivir en conglomerados de pobreza, a los cuales se atribuye todo tipo de

inmoralidad, violencia, promiscuidad y delincuencia. Sin embargo, esta representación no

condice con varios casos resonantes de violencia ocurridos en estos barrios privados

adornados de moralidad. Estos casos muestran la gran carga de prejuicios sociales que recae

sobre los sectores populares.

6. El cliente, usuario o consumidor

Una de las cuestiones que caracteriza fundamentalmente a las políticas sociales de los 90

es el enfoque economicista y gerencial con que se expresan las mismas. En las relaciones de

mercado, las transacciones económicas se realizan entre prestadores de servicios y usuarios o

clientes o consumidores. Tal es el caso, por ejemplo, del servicio eléctrico, de agua potable,

de telefonía, entre otros.

La privatización de servicios sociales tales como la salud, la educación, la seguridad

social, entre otros, a cargo del Estado en el modelo de Bienestar Social, provoca la

mercantilización de las relaciones sociales, introduciéndose la terminología adecuada para

expresar el nuevo paradigma promovido por los organismos internacionales. De esta manera,

el sujeto destinatario de las políticas sociales pasa a convertirse en usuario, cliente o

consumidor de los servicios sociales.

De la misma manera, la planificación social es reemplazada por el gerenciamiento social,

es decir, de una visión fundamentalmente política del problema social se pasa a una visión

exclusivamente tecnocrática o tecnológica, transformándose a los sujetos sociales en

decisiones de mercado, de gerenciamiento, de obtención y asignación de recursos, sin

análisis alguno de las causas estructurales históricas, que generan tales situaciones

problemáticas.

El profesional queda reducido a técnico, que no recurre ya a la teoría social, sino sólo al

uso de instrumentos técnicos o de gestión, como programas, proyectos, presupuestos, entre

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otros. La situación de pobreza queda reducida de esta manera a un conjunto de datos

estadísticos a los cuales apela este técnico para modelar su intervención, generalmente

reducida a la aplicación de modelos tecnocráticos-instrumentales proporcionados por los

organismos internacionales.

A pesar de su máxima expresión en la década de 1990, esta matriz tecnocrática continúa

intacta en el diseño, ejecución y evaluación de políticas sociales en Argentina, más allá de

los noventa, sin bien en forma ya más atenuada. Desde este punto de vista, no ha habido un

cambio sustancial en la concepción e instrumentación de las políticas sociales. Se puede

constatar esto muy fácilmente en programas muy difundidos en las provincias argentinas,

tales como el Programa de Mejoramiento de Barrios y el Plan de Desarrollo Local y

Economía Social “Manos a la Obra”, entre otros.

7. El individuo: regreso al siglo XIX

Todo indica que en la Argentina de los noventa se retoma la vieja concepción de la

Sociedad de Beneficencia (1823) con respecto a los pobres: La pobreza como situación

personal, la condición de pobre como consecuencia de alguna debilidad moral o causada por

el azar -muerte, accidente o enfermedad-. Por lo tanto, se plantea nuevamente el

asistencialismo como paliativo de esta circunstancia individual, desgraciada o azarosa. Se

concibe a la pobreza como una consecuencia del devenir individual.

Las representaciones sociales construidas en torno a los sujetos destinatarios de las

políticas sociales son: haragán, vago, no quiere trabajar, peligroso, culpable, entre otros.

Desde esta concepción se sostiene: no hay pobreza, solo hay pobres. Por consiguiente, la

pobreza, la marginación, la desocupación, entre otras, no son problemas sociales y por lo

tanto no requieren intervención alguna del Estado.

Nuevamente se sostiene una concepción racionalista e individualista y se postula el

principio de focalización en materia de políticas sociales, como compensación de los efectos

sociales del ajuste. Desde esta racionalidad, se intenta convencer a la gente de la natural

pérdida de sus derechos.

Como sostiene Alayón “es así como observamos el reenvío de la asistencia (como

derechos social) hacia la caridad privada (como gracia arbitraria). Si de la caridad y la

beneficencia veníamos avanzando hacia las políticas sociales, ahora estamos retrocediendo

y resulta claro el retorno desde las políticas sociales (entendidas como derechos) hacia la

caridad privada (como figura optativa, a asumir voluntariamente por los sectores

pudientes)”27

.

8. El excluido: ni arriba ni abajo, ¿dónde?

Si bien el concepto de exclusión merece un análisis crítico como categoría social, al igual

que el de marginalidad, se lo puede asimilar -en términos generales- al concepto sociológico

27 Alayón, Norberto, obra citada.

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de segregación. Castel (1997) prefiere hablar de desafiliación en relación al trabajo,

entendida no como relación técnica de producción, sino como el soporte más importante de

inscripción de los sujetos en una determinada sociedad.

En su obra La exclusión social, publicada hace ya más de diez años, Juan Villarreal

expresaba: “Los excluidos en la historia de la humanidad –leprosos, enfermos, locos,

insanos, razas inferiores, indígenas, cabecitas negras-, han pasado por formas diversas de

segregación, fragmentación y heterogeneización, como el apartamiento, la internación o la

segregación territorial. Ésta última -la villa miseria, los asentamientos, el regreso a zonas

marginales, la pobreza de las provincias pobres-, parece la forma de exclusión típica de la

Argentina y América Latina hoy. En esa exclusión sociocultural y territorial se cruzan

factores convergentes: “raza”, “territorio” y “cultura” diferenciados. Frecuentemente

potenciados por elementos de género, edad, pobreza y migración. Pareciera que en el

mundo contemporáneo -y, por tanto, en la Argentina y gran parte de América Latina-, “la

lucha de clases” de base socioeconómica está siendo sustituida por la lucha interna de las

naciones de base sociocultural” (Villarreal, 1997:18).

Si, históricamente, el eje de la cuestión social de origen europeo giró en torno a la lucha

entre capitalistas y proletarios, es decir, los de arriba y los de abajo, respectivamente, hoy

pareciera ser que ya no son solamente “los de arriba” contra “los de abajo”, sino -además-

“los de adentro” contra “los de afuera”. En las categorías utilizadas por Villarreal, la “base

socioeconómica” es sustituida por la “base sociocultural”. La cuestión social circula, en este

nuevo estadio del desarrollo histórico del capitalismo, por dos ejes: uno vertical de

dominación y otro horizontal de exclusión.

En La exclusión: concepto falso, problema verdadero28

, Saül Karsz se refiere a la

exclusión como construcción social, es decir como “modalidad determinada de nombrar lo

real y de intervenir sobre él” (Karsz, 2004:133). En este sentido, adopta el enfoque de

Saussure: “El punto de vista define el objeto”, es decir, la mirada inscribe lo real en una red

significante.

Karsz sostiene la tesis de que “No es excluido el que quiere. Para acceder a la exclusión,

individuos y grupos deben conocer ciertos itinerarios relativamente típicos y presentar

cierto número de características en términos de empleo, escolaridad, vivienda, vida familiar,

etcétera. Esta es la condición necesaria…Para que individuos y grupos sean reconocidos

como tales, es decir, para que sean situados en semejante lugar y para que nos ocupemos de

ellos en la medida que allí se mantienen, para que por su lado individuos y grupos puedan

reconocerse como excluidos, es decir, para que entiendan que se trata de ellos, para que

análisis teóricos los tomen por tema e intervenciones instituciones los apunten como blanco,

se requiere una condición suficiente. Condición decisiva, determinante, estratégica: la

existencia de una problemática de la exclusión. Sin problemática teórico-política de la

exclusión, no hay excluidos de carne y hueso” (Karsz, 2004:134-135).

28 Publicado en Karsz, Raül (coord.) (2004) La exclusión: bordeando sus fronteras. Definiciones y matices, Gedisa, Barcelona, capítulo 5.

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Este autor habla de dos condiciones indispensables para que haya exclusión: una

necesaria, que se refiere a las condiciones materiales de vida de ciertos sujetos sociales; otra

suficiente, que se refiere a la problemática de la exclusión. No todos son o pueden ser

excluidos, por más problemas graves que tengan, sino sólo aquellos que se nombra o se

designa desde lo político-ideológico como tal. Este nombrar otorga existencia e identidad.

Es decir, para que un sujeto sea un excluido no sólo tiene que tener ciertas condiciones

materiales de existencia, sino –además- tiene que inscribirse o encuadrarse en ciertas

clasificaciones, encasillamientos, etiquetamientos, codificación de lo real, normas

administrativas, construidas desde el poder y las políticas públicas. Ni arriba ni abajo,

¿dónde? Evidentemente no fuera de la sociedad, sino donde definan o demarquen las

políticas públicas. Nunca se está fuera de la sociedad, pero sí hay un “adentro” o “afuera” en

términos de esta demarcación político-ideológica de quién es quién y qué cosas se asignan u

otorgan en función de eso.

A modo de conclusión, se desprende de lo desarrollado en este capítulo la directa relación

entre la cuestión política, la acumulación económica y la desigualdad social. Las políticas

económicas implementadas en el país, a partir de mediados de la década de 1970, y

continuadas y profundizadas por la democracia desde 1983 en adelante, aumentaron la

concentración económica y la desigualdad y, como consecuencia de ésta, la pobreza, la

vulnerabilidad y la exclusión social de vastos sectores de la población, obstaculizando la

construcción de una verdadera democracia, con un país más justo y con posibilidades para

todos.

La década de los noventa tiene para la Argentina significados muy profundos, que van

más allá de los noventa y se proyectan hasta nuestros días. Trajo consigo cambios no sólo

económicos, sino fundamentalmente culturales, políticos y sociales. No abarcó sólo a los

sujetos individualmente considerados, sino a la totalidad de grupos sociales, instituciones y

valores. El individualismo instalado en los noventa llega incluso a poner en riesgo la

categoría de Nación misma como proyecto colectivo.

En efecto, la década de los noventa continúa intacta en muchos de sus efectos prácticos y

en la matriz político-ideológica de las políticas sociales. La idea de la nuda vida desarrollada

desde la filosofía política por Agamben (1998), adquiere una gran significación en relación

con las representaciones de los sujetos destinatarios de las políticas sociales de la Argentina

de los noventa. Estas representaciones, algunas de las cuales fueron desarrolladas en este

capítulo, en gran medida naturalizan la situación de dichos sujetos y generan en relación con

los mismos, una suerte de fatalismo y esencialismo respecto a la condición de pobre,

excluido o marginal.

El Estado, a través de la política económica, genera situaciones de desigualdad

estructural. La llamada política social refuerza esta desigualdad; ya ni siquiera la compensa,

sino que estigmatiza y culpabiliza a los mismos sujetos de su situación. Finalmente, las

representaciones sociales justifican esta situación de desprotección social, es decir

constituyen formas de justificación del exterminio, en términos agambenianos.

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En la Argentina de los noventa, se refleja en toda su magnitud la acción del Estado como

aparato ideológico (Althusser, 1988). Desde lo económico, se genera desigualdad, desde lo

social se refuerzan los procesos de exclusión y desde las representaciones se justifica la

situación como una fatalidad: es la nuda vida de Agamben, la idea de lo descartable, lo

desechable, aquello que no tiene valor político alguno.

Como sostiene García Hodgson, “Los vencedores no son los que escriben la historia,

sino los que fijan las reglas de juego. Hoy ya no se trata de relatos, sino de pragmáticas. La

globalización promovida en nombre de una era promisoria se autoerige como el signo de la

„nueva civilización‟ cuya distancia o cercanía marca las formas más o menos dignas de

habitarlas. Sin embargo, la exclusión que genera no es un efecto no deseado, sino lo que se

deduce de su misma aplicación. No hay globalización sin exclusión, pues esta operación es

inherente y constitutiva del mismo discurso capitalista” (García H., 2005:9). Compartimos

esta visión del autor. En la Argentina de los noventa, y más allá de los noventa, por supuesto

que la exclusión no es un efecto no deseado, sino un componente constitutivo del más brutal

neoliberalismo aplicado en el país. La intervención del Estado en la cuestión social supone

siempre una manera de construir los problemas, de definirlos y de priorizarlos. Estas

definiciones político-ideológicas, se relacionan con los significados sociales construidos en

torno a estos mismos problemas.

Las representaciones no solo nombran lo real, sino que determinan qué es lo real. Están

cargadas de ideología. No sólo son representaciones mentales, sino que se imprimen en los

cuerpos de los sujetos destinatarios de las políticas sociales. Para el trabajo social, es

impostergable el análisis exhaustivo de las representaciones sociales, de las ideologías y de

las identidades, ya que de alguna manera el sistema clasificatorio, el cómo yo nombro al

otro, incide directamente en el horizonte de las prácticas profesionales de los trabajadores

sociales. Hay muchas formas de hacer trabajo social. En el capítulo final de este libro,

desarrollamos una propuesta político-ideológica que nosotros denominamos trabajo social

emancipador, haciendo referencia a un tipo de praxis basada en la conciencia, el

compromiso, la crítica y la acción transformadora de los sujetos y sus mundos de vida.

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Capítulo 6

LA PARADOJA DE LA DEMOCRACIA EN ARGENTINA

1. Acumulación económica con creciente desigualdad social

Las políticas económicas aplicadas desde 1983 en adelante en Argentina no ayudaron a

construir una verdadera democracia y sí, por el contrario, obstaculizaron esta construcción,

agravando y generando nuevas condiciones de desigualdad que implicaron más

empobrecimiento, marginalización, exclusión, desciudadanización, fragmentación y

vulnerabilidad social29

.

Una verdadera democracia implica, como lo sostiene Sartori30

, pluralidad de ideas y

modos de vida, ejercicio pleno de la ciudadanía, participación real en la vida política y

social, igualdad de oportunidades y posibilidades, justicia social y respecto por las

diferencias. En Argentina no pudo construirse en el período democrático desde 1983 en

adelante este modelo o ideario de vida.

Por otra parte, en el siglo XIX, como lo analizamos en el capítulo anterior, la denominada

cuestión social, en su versión europea, consistía en la lucha de “los de abajo” contra “los de

arriba”31

. La cuestión social circulaba por un eje vertical. El Manifiesto Comunista de 1948

de Marx y Engels era una arenga política que incitaba a esta lucha del “proletariado” (“los de

abajo”) contra “la burguesía” (“los de arriba”). Los de abajo estaban adentro del sistema,

eran la fuerza social de producción, el ejército de reserva que necesitaba el capitalismo

industrial para su expansión y reproducción.

La democracia liberal del siglo XIX acompaña este proceso de expansión capitalista. Por

eso, es planteada como un sistema formal o un conjunto de formas institucionales: régimen

electoral, forma de gobierno representativa, división de poderes, partidos políticos, entre

otros. Su objeto era garantizar la reproducción del modelo de acumulación capitalista y no

precisamente modificar las condiciones de vida de los ciudadanos.

En el período histórico posterior a la crisis de 1929, se construye, fundamentalmente en

base a los aportes teóricos de Keynes y Schumpeter, entre otros, el “Estado de Bienestar”

con la pretensión de equilibrar estas dos posiciones antagónicas. La democracia es entendida

en este período como garantía de los derechos sociales, del pleno empleo, de la

redistribución del ingreso, del mejoramiento de las condiciones de vida y de la participación

política, es decir, deja de ser un conjunto de instituciones formales, para transformase en un

29 Lo Vuolo, Rubén (1999) “La pobreza como emergente de la cuestión social”, Miño y Dávila, CIEPP, Buenos Aires. 30 Sartori, Giovanni (1988) “Teoría de la democracia. El debate contemporáneo”, Alianza Editorial, Madrid. 31 Villarreal, Juan (1996) “La exclusión social”, Norma, FLACSO, Buenos Aires.

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instrumento de cambio de la vida social. Es entendida como democracia participativa, tal

como lo sostiene Respuela32

.

En la década de 1970, el régimen de acumulación del Estado de Bienestar entra en crisis,

por las propias contradicciones del sistema capitalista y por el advenimiento de una nueva

revolución tecnológica que Mendoza33

llama “revolución informacional”. Con la crisis y el

cambio del régimen de acumulación del capitalismo mundial, la cuestión social incorpora

una nueva dimensión. Para Castel34

se trata de una nueva cuestión social. Ya no son

solamente “los de abajo” y “los de arriba”, sino además “los de adentro” y “los de afuera”

(Villarreal, 1997).

La cuestión social circula, en este nuevo estadio del desarrollo histórico del capitalismo,

por dos ejes: uno vertical de dominación y otro horizontal de exclusión. Aquí la democracia

aparece claramente con las dos dimensiones que Bobbio y Bovero35

sostienen como origen y

fundamento de la política: el poder y el derecho. Por un lado, la formalidad del “estado de

derecho”, representado por un Estado sin poder, ya que éste está en los grupos económicos

transnacionalizados del Nuevo Orden Económico Mundial.

Por otro lado, la facticidad del poder real sin derecho con que operan estos grupos

económicos, creando condiciones monopólicas u oligopólicas de concentración económica

en perjuicio de los ciudadanos, cuya ciudadanía queda reducida a relaciones individuales de

mercado como simples consumidores valorados sólo por su capacidad adquisitiva de bienes

y servicios y no por su condición de sujetos sociales con derechos de ciudadanía.

El período de democracia formal que transcurre en Argentina desde 1983 en adelante,

significó una histórica profundización de las desigualdades estructurales que continuaron en

el horizonte del país como una gran deuda social que la democracia no pudo disminuir, ni

siquiera frenar y mucho menos aun saldar. Es la gran deuda interna del país, mucho más

dramática y compulsiva que la deuda externa, porque ésta es en su mayor parte ilegítima,

mientras aquélla a todas luces es innegablemente legítima.

2. El contexto político, económico y social hacia fines de 1983

Qué terminaba

Las dictaduras militares instaladas en América Latina en las décadas de 1960 y 1970

tuvieron por objeto (a) terminar con los movimientos populares que desafiaban la

dominación de Estados Unidos en la región, (b) instaurar un proyecto económico de

32 Respuela, Sofía (2000) “La democracia: una discusión en torno a sus significados” en Pinto, Julio (comp.) “Introducción a la Ciencia Política”, Eudeba, Buenos Aires. 33 Mendoza, Carlos (2000) “Fordismo, estado de bienestar, neoliberalismo, crisis sistémica y necesidad objetiva de una nueva regulación económica basada en una democracia participativa” en Lozano, Claudio (comp.) “Democracia, Estado y Desigualdad”, Eudeba, Buenos Aires. 34 Castel, Robert (1997) “La metamorfosis de la cuestión social: una crónica del salariado”, Paidós, Buenos Aires. 35 Bobbio, Norberto y Bovero, Michelangelo (1985) “Origen y fundamentos del poder político”, Grijalbo, México.

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expansión y consolidación de las grandes corporaciones y (c) implantar en la región el nuevo

orden neoliberal monetarista que reemplazaría al modelo keynesiano de estado de bienestar.

En Argentina, si bien la experiencia de golpes militares es de vieja data, la primera

dictadura que se instala con la intención de quedarse y no de interrumpir meramente un

gobierno democrático, como había sucedido contra Yrigoyen, Perón y Frondizi, es la

autodenominada “Revolución Argentina”, que va del 28 de Junio de 1966 al 25 de Mayo de

1973 (2523 días) y luego continúa con otra dictadura autodenominada “Proceso de

Reorganización Nacional” que va del 24 de Marzo de 1976 al 10 de Diciembre de 1983

(2817 días).

A finales de 1982, la situación financiera del país se había tornado crítica. El colapso de

la experiencia de gobierno militar era palpable e inevitable: La mágica forma del

endeudamiento externo había llegado a término. Entre 1978 y 1982 la deuda externa privada

había crecido a una tasa del 38 % promedio anual, mientras que la deuda externa pública lo

había hecho a un 36 %. Paradójicamente, la actividad industrial acusaba los resultados más

bajos en relación a los últimos 30 años del quehacer económico del país.

Con estas condiciones de fondo y el creciente desprestigio político de la dictadura,

resultante de la derrota militar en el conflicto de las Malvinas, se abriría una nueva etapa

para el país, caracterizada por dos hechos determinantes: a) El inicio de difíciles y

angustiosos procesos de renegociación de la deuda externa y b) El diseño de una

controvertida política de ajuste en el marco de una apertura democrática.

El nuevo gobierno constitucional que asumiría el poder político hacia fines de 1983

heredaría, además, los muy poco tentadores resultados de la llamada “Primera Ronda de

Renegociaciones”. El saldo de este primer intento fue más que negativo: Algunos nuevos

créditos para pagar atrasos, ausencia total de reescalonamiento y un deterioro significativo de

las condiciones del endeudamiento, por los fuertes recargos en las tasas de interés y el cobro

de comisiones.

Tras la paralización del proceso de refinanciación de la deuda de las empresas públicas,

por dificultades de orden legal y político, y el incumplimiento del programa de ajuste

acordado con el Fondo Monetario Internacional a principios de 1983, en Octubre se produjo

una virtual suspensión de los pagos externos. Se abriría así, en medio de fuertes tensiones y

grandes expectativas, una nueva y decisiva etapa para la sociedad argentina.

Era evidente que la dictadura militar ya no era un negocio para Estados Unidos, por su

costo político y económico y porque, en realidad, ya había cumplido con las tres finalidades

mencionadas anteriormente para la instalación de dictaduras militares en América Latina.

Hacia fines de 1983, las condiciones sociales del país mostraban con toda crudeza las

consecuencias humanas de la política económica desarrollada desde 1976 por la dictadura

militar. La vigencia de la patria financiera, la apertura indiscriminada de la economía, el

desmantelamiento del aparato productivo nacional, el endeudamiento externo, el

congelamiento salarial, la orientación del gasto público hacia las grandes obras faraónicas, la

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especulación financiera y el consumo superfluo, provocaron despidos, concentración del

ingreso, aumento de los índices de pobreza y marginalidad social y un alto porcentaje de

población que se encontraba excluida de la salud, la alimentación, la educación y la vivienda.

Qué comenzaba

El 10 de Diciembre de 1983 se inicia un nuevo período democrático en Argentina, como

sucediera en otras tantas ocasiones anteriores cuando concluían los lapsos de dictaduras

militares que sucesivamente se instalaron en el país desde 1930 en adelante. Vuelve la

esperanza, renacen los sueños de libertad, de participación política y de justicia social. La

frase del nuevo Presidente constitucional, que asume con más del 52 % de apoyo popular,

resume el valor de la democracia recuperada: “Con la democracia se come, se cura y se

educa...”.

La democracia aparece como la panacea, el remedio que cura todo y tiene un poder

infinito y mágico. En 1983 había fascinación con este tema de la democracia, como sostiene

Daniel Illanes36

, porque se recuperaban ciertas libertades y quedaba atrás el fantasma de la

persecución, el miedo, la desaparición y la muerte. Las demandas del pueblo al nuevo

gobierno son varias: juicio y castigo a los responsables del genocidio de más de 30.000

personas “desaparecidas” por aplicación de la denominada “Doctrina de la Seguridad

Nacional”, reivindicación de los derechos humanos, restablecimiento de todas las garantías,

derechos e instituciones sociales, reparación del hambre y la desnutrición, reactivación

económica, redistribución del ingreso, investigación de la “legitimidad” de la deuda externa,

repatriación de los capitales argentinos en el exterior, bloqueo de nuevas fugas de capitales,

desmantelamiento de la patria financiera, juzgamiento de los responsables del vaciamiento

económico ocurrido entre 1976 y 1983 y reestablecimiento del aparato productivo

desmantelado por la dictadura militar, entre otras demandas.

Los primeros meses de gestión del nuevo gobierno se caracterizan por una natural

postergación de las inminentes medidas de corte recesivo, ante el ya habitual respeto inicial

de los compromisos sociales adquiridos en la campaña presidencial. La reactivación

económica, en marcha desde el año anterior, no intentaría ser abortada sino hasta bien

avanzado el año 1984, momento en que las variables de la inflación y los pagos externos

alcanzarían un punto crítico. Sólo hasta fines de 1983 se habían acumulado atrasos por unos

3.200 millones de dólares y ya el nivel de inflación andaba por una tasa superior al 400 %

anual. En diciembre de 1984 los precios al consumidor se habían incrementado en un 685 %

respecto al año anterior.

3. La política económica de Alfonsín

El gobierno del presidente Raúl Ricardo Alfonsín se inicia el 10 de Diciembre de 1983 y

concluye el 8 de Julio de 1989 (2037 días), anticipadamente, ya que su mandato

constitucional se extendía hasta el 10 de Diciembre de 1989. Durante su gobierno, se

36 Illanes, Daniel (2000) “Algunas consideraciones previas para la emergencia de un nuevo pensamiento” en Lozano, Claudio (comp.) “Democracia, Estado y Desigualdad”, Eudeba, Buenos Aires.

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suceden cuatro ministros de economía: Bernardo Grinspun, Juan Vital Sourrouille, Juan

Carlos Pugliese y Jesús Rodríguez. Los gobiernos democráticos que se suceden desde 1983

en adelante continúan con la aplicación y profundización del nuevo régimen de acumulación

económica37

iniciado en Argentina con la última dictadura militar a partir del 24 de Marzo de

1976.

Al respecto, Miguel Teubal sostiene “No cabe duda de que, desde mediados de los años

1970, con el advenimiento de la última dictadura militar, se va instaurando otro modelo o

“régimen de acumulación” diferente al de décadas anteriores. Este régimen de

acumulación, que aparece con toda violencia en “el proceso de reorganización nacional”

(aunque se podría afirmar que comienza con el “rodrigazo”, durante el gobierno peronista

anterior), es profundizado bajo el gobierno de Alfonsín y por la administración menemista.

Se sustenta en un nuevo esquema o marco estructural e institucional donde las políticas de

ajuste y de apertura al exterior -particularmente en el ámbito financiero- podían ser

consideradas variables dependientes”38

.

Como lo sostienen Daniel Azpiazu y otros, el Estado pasa a ser un instrumento de los

grandes grupos económicos transnacionalizados, que son a su vez los principales

beneficiarios de la política económica aplicada por el Estado que ellos mismos controlan39

.

Alfonsín no se enfrenta con estos grupos económicos, legitimando la continuidad del “pacto

de dominación” ya iniciado por estos grupos con la dictadura militar. La política económica

de Alfonsín no se orienta a la industrialización, la redistribución del ingreso y el

fortalecimiento del mercado interno.

Rofman40

denomina a este nuevo régimen de acumulación “Modelo de Ajuste

Estructural”. Constituye un proceso de adecuación de la economía nacional a las

condiciones del Nuevo Orden Económico Mundial41

impulsado desde los organismos

financieros internacionales. Dicho autor divide este proceso en dos etapas: una transicional,

aplicada durante la década de 1980 y otra de consolidación, aplicada durante la década de

1990.

Durante el gobierno de Alfonsín, se aplica una política de ajuste recesivo (Rofman,

1999:29), consistente en favorecer la generación de saldos de divisas para cumplir con los

37 Por régimen de acumulación se entiende “el esquema o modelo de crecimiento de una economía en una época dada, cuyas condiciones de producción e intercambio dependen de regularidades económicas como: 1) articulación entre el modo de producción dominante y las formas de organización de la actividad económica, 2) organización de la producción dentro de las unidades económicas, 3) relación de los asalariados con los medios de producción, 4) horizonte temporal de valorización del capital, 5) distribución del valor producido entre los factores de producción y 6) demanda social que sirve de sustento a la evolución de la capacidad de producción” (Boyer, Robert “Teoría de la regulación: un análisis crítico”, Humanitas, Buenos Aires, 1987). 38 Teubal, Miguel (1994) “Cambios en el modelo socioeconómico: problemas de incluidos y excluidos” en N.Giarracca (comp.) “Acciones colectivas y organización cooperativa. Reflexiones y estudios de caso”, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires. 39 Azpiazu, Daniel; Basualdo, Eduardo y Khavisse, Miguel (1989) “El nuevo poder económico en la Argentina de los años 80”, Legasa, Buenos Aires. 40 Rofman, Alejandro (1999) “Desarrollo regional y exclusión social. Transformaciones y crisis en la Argentina contemporánea”, Amorrortu, Buenos Aires. 41 Este tema se encuentra desarrollado en Agüero, Juan (1996) “La globalización de los mercados financieros”, Universidad de Buenos Aires, Facultad de Ciencias Económicas.

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pagos de la deuda externa, ajustando el gasto público, la inversión y el consumo interno, y

buscando al mismo tiempo controlar la inflación. Los sucesivos programas económicos

aplicados por los ministros de economía tienen como objetivos reducir el déficit fiscal,

desalentar las importaciones mediante la caída del consumo interno, alentar las

exportaciones a través del incremento de la producción de bienes no demandados por el

mercado interno y adecuar continuamente el tipo de cambio para favorecer la competitividad

externa de los productos argentinos.

Esta política de ajuste recesivo continuo, aplicada sistemáticamente por Alfonsín con el

fin de generar saldos para cumplir con los compromisos de pago a los acreedores externos,

provoca graves conflictos sociales por el deterioro acelerado de las condiciones de vida de la

población, la disminución del salario real, el continuo incremento del costo de vida y la

precarización del trabajo, originada en la política de flexibilización laboral. El gobierno de

Alfonsín queda entrampado entre dos tensiones42

. Por un lado, las demandas redistributivas

de la mayoría de la población, exigidas como reparación histórica ante los daños ocasionados

por la dictadura militar no reparados por la democracia y, por el otro, las demandas de

protección de las empresas generadoras de empleo en la búsqueda por la mayor

consolidación en los mercados.

Las demandas de la mayoría de la población se canalizan a través de trece paros

nacionales llevados adelante por la Confederación General del Trabajo, en su búsqueda de

modificación de la política económica de ajuste recesivo. A estas demandas redistributivas

legítimas de la población, se suman otras por distintos intereses de grupos de poder

económico, militar, eclesial y de la oposición política, que agravan la situación y afectan la

gobernabilidad, máxime aun después de la derrota electoral del oficialismo en las elecciones

de 1987.

Sostiene Rofman que “en el período 1985-1989 se observan crisis económicas

recurrentes, conflictos sociales, negociaciones fracasadas con el Fondo Monetario

Internacional y mayor regresividad productiva y social. Se entra en cesación de pagos y si

bien se abandona todo intento de negociación concertada con otros países latinoamericanos

endeudados, la debilidad política que afronta el gobierno, luego del citado año 1987, y la

absoluta falta de convicción y acuerdo con la metodología impuesta por el Fondo Monetario

Internacional que conduce a mayor recesión, impiden encontrar una salida satisfactoria

para sus objetivos iniciales” (Rofman, 1999:30).

Hacia 1989, las condiciones internas y externas se agravan rápidamente por las presiones

hiperinflacionarias, por la fuerte presión de los grupos vinculados a la deuda externa

argentina, por los ajustes impuestos por los organismos financieros internacionales, por el

desencanto de la población ante la deuda social, la disminución de ingresos y el deterioro de

la actividad productiva y por la falta de apoyo político al gobierno. “Es evidente que la mera

recuperación democrática no fue suficiente para desestructurar el modelo económico cuyas

bases había sentado el gobierno militar” (Rofman, 1999:30).

42 Rozas Pagaza, Margarita (2000) “La intervención profesional en relación con la cuestión social”, Espacio, Buenos Aires.

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La década de 1980 fue denominada por los historiadores como “La Década Perdida”,

por el retroceso que significó en materia económica y social para todos los países de

América Latina. Argentina, en este sentido, no fue la excepción sino que, por el contrario, es

el mejor exponente de este justificado calificativo histórico. Según datos de Azpiazu y

Nochteff43

, el salario real en 1983 era un 36 % inferior al de 1975 y en 1989 un 46 %

inferior. A mediados de la década de 1970, el porcentaje de hogares por debajo de la línea de

pobreza era levemente inferior al 5%, mientras que a finales de la década de 1980 llega al

20%.

La deuda pública externa a fines de 1983 era de unos 45.000 millones de dólares y en

1989 de más de 62.000 millones de dólares. El Producto Bruto Interno por habitante a

principios de la década de 1980 era de unos 14.000 dólares (a precios de 1999), pero este

valor a fines de la década de 1980 disminuye a unos 3.000 dólares (Heymannn y Kosacoff,

2000:22-23).

4. La política económica de Menem y De La Rúa

El gobierno del presidente Carlos Saúl Menem se inicia el 8 de Julio de 1989 y concluye

el 10 de Diciembre de 1999 (3745 días). Durante su gobierno se suceden cinco ministros de

economía: Néstor Mario Rapanelli, Orlando Ferreres, Antonio Erman González, Domingo

Felipe Cavallo y Roque Fernández. En la década de 1990, se produce la etapa de

consolidación del Modelo de Ajuste Estructural (Rofman, 1999). Menem inicia su gestión

intentando resolver el problema de la hiperinflación que dejara el gobierno anterior.

Durante su gobierno produce las transformaciones que son requeridas por el Modelo de

Ajuste Estructural y por el Consenso de Washington. Mediante estos dos instrumentos,

Estados Unidos, como potencia hegemónica del Nuevo Orden Económico Mundial,

disciplina al resto de países en torno al paradigma ideológico, político y económico del

Neoliberalismo, que algunos autores prefieren denominarlo Neoconservadurismo44

.

Argentina es reconocida por los organismos financieros internacionales, principalmente

por el Fondo Monetario Internacional, como ejemplo de país a imitar en lo que hace a la

aplicación de las recetas neoliberales más ortodoxas. Sin embargo, esta calificación

internacional de Argentina queda totalmente desdibujada con la crisis y los hechos sociales

del 19 y 20 de Diciembre de 2001, que tienen un alto costo en muertos y heridos y que el

presidente Fernando De La Rúa -sucesor de Menem y continuador del modelo- y su ministro

de economía Domingo Felipe Cavallo -ex ministro de economía de Menem- no pueden

afrontar y superar, abandonando sus cargos, primero el ministro de economía y luego el

presidente, en la mitad de su mandato, sumiendo en el desprestigio más absoluto al histórico

partido político al que pertenece, la Unión Cívica Radical, repitiendo de esta manera la

experiencia del ex presidente Alfonsín, que también abandona su mandato en medio de un

país que estallaba en llamas.

43 Azpiazu, Daniel y Nochteff, Hugo (1994) “El desarrollo ausente. Restricciones al desarrollo, neoconservadurismo y elite económica en la Argentina. Ensayos de economía política”, Tesis-Norma, Buenos Aires. 44 Por ejemplo Azpiazu, Daniel y Nochteff, Hugo, obra citada.

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Menem elige como colaboradores más inmediatos, al comienzo de su mandato, a

reconocidas figuras históricamente repudiadas por el peronismo, entre éstas cabe mencionar

a Néstor Rapanelli y Orlando Ferreres, ministro y viceministro de economía, provenientes

del grupo Bunge&Born y a los ingenieros Álvaro Alsogaray y su hija María Julia Alsogaray,

de antigua raigambre conservadora liberal y representantes de los intereses norteamericanos

en la Argentina. Además, Domingo Felipe Cavallo, designado canciller, figura destacada de

la Fundación Mediterránea, ex presidente del Banco Central de la República Argentina que,

en 1982, estatiza la deuda externa privada, hombre de reconocida ideología económica

liberal formado en Harvard y vinculado al general Liendo, ex ministro de la última dictadura

militar. Estos colaboradores, seleccionados por Menem, dan una idea del perfil ideológico de

su gobierno.

Durante la década de gobierno de Menem, se lleva a cabo la más profunda transformación

política, económica, social y cultural que se recuerda en la historia argentina. En efecto, son

muy pocas las instituciones del país que no fueron alcanzadas por esta acción

transformadora. Podemos hablar de una verdadera revolución menemista, en el sentido

estricto de cambio social acelerado y profundo. Sin embargo, el signo de este cambio es

claramente negativo y de profundo carácter regresivo.

En el orden político, en la década de 1990, Menem impulsa la modificación de la

Constitución Nacional mediante un acuerdo político con Alfonsín que se denomina “Pacto

de Olivos”. Amplía a nueve (9) el número de miembros de la Corte Suprema de Justicia, con

la intención de erigirla como aliada del gobierno, indulta a los nueve (9) comandantes de las

fuerzas armadas que habían sido condenados en la década de 1980 por graves violaciones a

los derechos humanos, reprime el levantamiento militar de La Tablada y desmantela el

movimiento de carapintadas, suprime el servicio militar obligatorio y reduce sustancialmente

el presupuesto de las fuerzas armadas.

En el orden sindical, Menem subordina a la mayoría de los dirigentes obreros para que

apoyen su política económica y social, que abiertamente perjudicaba a los trabajadores

asalariados por la ola de despidos masivos y disminución de salarios originados en las

privatizaciones de empresas públicas y en la política de desregulación laboral. Divide al

movimiento obrero peronista en tres centrales: la oficialista Confederación General del

Trabajo (CGT) y las disidentes Central de Trabajadores Argentinos (CTA) y Movimiento de

Trabajadores Argentinos (MTA).

Con esta estrategia de división debilita enormemente el poder sindical, aplicando el

antiguo adagio romano “divide y reinarás”. En el orden religioso, Menem suma el apoyo de

la gran mayoría de obispos, sacerdotes y feligreses de la Iglesia Católica Argentina,

caracterizada por su ortodoxia y conservadurismo. Varios de sus ministros y funcionarios

provienen de Universidades Católicas, como el caso del economista Juan Llach, el abogado

Rodolfo Barra, el economista Javier González Fraga y el educador Antonio Salonia. Menem

mantiene y amplía la subvención a la educación privada católica, defiende la prohibición

legal del aborto y viaja en varias oportunidades al Vaticano para visitar al pontífice romano.

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Sin embargo, es en el campo económico-social donde se producen las mayores

transformaciones en la década menemista. En los comienzos de su gestión, Menem envía al

Congreso Nacional y éste sanciona las dos leyes que se constituirían en los marcos jurídicos

básicos para la instrumentación del conjunto de medidas de política económica: la ley de

emergencia económica y la ley de reforma del Estado. Con estas dos leyes se pone en

marcha el Plan de Privatización de Empresas Públicas y de Concesión de los Servicios

Públicos.

La primera privatización es la Empresa Nacional de Telecomunicaciones y la lleva

adelante la ingeniera María Julia Alzogaray. Luego siguen Aerolíneas Argentinas, Aguas

Sanitarias de la Nación, Servicios Eléctricos del Gran Buenos Aires, Ferrocarriles

Argentinos, Yacimientos Petrolíferos Fiscales, Yacimientos Carboníferos Fiscales, Gas del

Estado y otras. Se concesiona el mantenimiento y mejoramiento de la red vial argentina,

mediante el sistema de peajes. Se obliga a las provincias a privatizar los Bancos Provinciales

y se liquidan los Bancos Nacionales, quedando en poder del Estado solamente el Banco de la

Nación Argentina como agente financiero y el Banco Hipotecario Nacional como banca

mayorista dedicada al negocio de colocación de emisiones hipotecarias en los mercados

financieros internacionales.

Heymann y Kosacoff45

presentan un cuadro que resume las principales reformas

monetarias, financieras, fiscales y comerciales llevadas a cabo en los años menemistas:

Año 1989

Eliminación de restricciones sobre las transacciones en divisas.

Reprogramación de títulos públicos.

Suspensión de subsidios a la promoción industrial.

Aumento de tarifas públicas.

Intervención de empresas públicas.

Generalización del IVA y disminución de la alícuota.

Disminución del Impuesto a las Ganancias.

Aumentos de Derechos de Exportación y disminución de Aranceles de Importación.

Suspensión de pagos en efectivo de reintegros.

Año 1990

Plan Bonex.

Caja única para empresas del Estado.

Reducción de áreas de la Administración Central.

Aumento del Impuesto a los Activos e IVA.

Ampliación de la base del IVA.

Derogación del Impuesto a los Capitales y al Patrimonio Neto.

Aumento de derechos de exportación y disminución de aranceles de importación.

Negociación por el MERCOSUR.

Año 1991

Ley de convertibilidad.

Ley de cancelación de deudas del Estado.

45 Heymann, Daniel y Kosacoff, Bernardo (2000) “La Argentina de los Noventa. Desempeño económico en un contexto de reformas”, Tomos I y II, Eudeba, Buenos Aires.

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Aumento del IVA.

Impuesto a los Bienes Personales.

Acuerdo Nación-Provincias por transferencias de servicios.

Eliminación de gran parte de derechos de exportación.

Disminución de aranceles de importación.

Régimen de importación temporaria.

Tratado de constitución del MERCOSUR.

Venta de acciones telefónicas.

Contratos asociación y concesión en extracción de combustibles.

Concesión de ramales ferroviarios.

Disolución de entes estatales y transportes de cargas.

Año 1992

Carta orgánica del Banco Central.

Reforma de la ley de entidades financieras.

Autorización para constituir encajes bancarios en dólares.

Acuerdo de facilidades ampliadas con el FMI.

Ampliación de la cobertura del IVA.

Aumento del Impuesto a las Ganancias.

Acuerdo Nación-Provincias: garantía de ingreso mensual mínimo desde la nación.

Regulación de deudas con jubilados.

Aumento de la tasa estadística de importación.

Aumento de los reembolsos a las exportaciones.

Avance en el sistema de preferencias del MERCOSUR.

Año 1993

Plan Brady.

Prohibición de depósitos de menos de 30 días.

Ley de fondos comunes de inversión.

Normas de securitización.

Sanción de la reforma del sistema jubilatorio.

Acuerdo Nación-Provincias: coordinación de estructuras impositivas.

Modificación del Impuesto a las Ganancias.

Acuerdo de arancel externo común en el MERCOSUR. Zonas francas.

Año 1994

Modificación de la ley de entidades financieras.

Disminución de los aportes patronales.

Entrada en funcionamiento del régimen previsional nacional.

Definición del arancel externo común en el MERCOSUR.

Año 1995

Modificación de la carta orgánica del Banco Central.

Fondos fiduciarios.

Garantía de depósitos.

Aumento del IVA.

Ampliación de la base de Ganancias y Bienes Personales.

Eliminación parcial y transitoria de la reducción de contribuciones patronales.

Vigencia del arancel externo común.

Aumento de los aranceles a las importaciones.

Reducción de los reembolsos a las exportaciones.

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Año 1996

Modificación de la ley de entidades financieras.

Rebaja de los aportes patronales.

Aumento del Impuesto a los Combustibles.

Aumento de la base imponible del Impuesto a las Ganancias.

Modificación del régimen de asignaciones familiares.

Modificación de reintegros máximos extra e intrazona.

Suspensión de los reembolsos a la producción de bienes de capital.

Años 1997 y 1998

Aumento de los requisitos de liquidez.

Regla de operación bancaria en el MERCOSUR.

Aumento del Impuesto a las Ganancias.

Reforma del IVA.

Reforma laboral.

Aumento de aranceles externos.

Derogación de la tasa de estadística.

La ley 23.928, vigente desde el 1º de Abril de 1991, que declara la libre convertibilidad

del peso con el dólar estadounidense a una paridad de uno a uno, constituye el eje de la

política económica, financiera, monetaria y cambiaria del gobierno menemista. El objetivo

básico de la convertibilidad es estabilizar la moneda y por consiguiente superar el crónico

problema argentino de aumento continuo de precios de los bienes y servicios. Establece el

respaldo en oro y en dólares estadounidenses de la totalidad de pasivos monetarios del Banco

Central, limitando de esta manera la emisión de moneda sin respaldo, otro de los males

crónicos de la economía argentina. Además, constituía un anclaje para el tipo de cambio

entre el dólar estadounidense y el peso, superando también aquí la crónica inestabilidad y

volatilidad cambiaria de la economía argentina.

Estos tres aspectos positivos para la economía argentina hace que en los primeros años de

la gestión menemista se produzca un acelerado crecimiento económico y entrada de capitales

extranjeros al país, con lo cual se disimula la enorme vulnerabilidad externa que implicaba la

convertibilidad y la necesidad de un creciente endeudamiento público para sostenerla.

Además, el tipo de cambio fijo se constituía en una malla de acero que trababa toda

aplicación de política monetaria como para atemperar los ciclos económicos en el corto

plazo, con lo cual la política económica se torna procíclica, acompañando tanto el proceso de

expansión como el de contracción económica, generándose de esta manera continuos

problemas de liquidez y recesión.

El endeudamiento externo argentino crece aceleradamente, pasándose de algo más de

62.000 millones de dólares al comienzo del gobierno de Menem a más de 150.000 millones

de dólares al final de su segundo mandato. El crecimiento económico de los primeros años se

detiene hacia mediados de 1994 y la economía termina de estancarse y entra en una profunda

recesión y depresión luego de la crisis mexicana del 20 de Diciembre de 1994 conocida

como “crisis del tequila”, por los efectos de la globalización. En mayo de 1995 el desempleo

llega al nivel más alto de la década menemista: el 18,1 %, aunque luego con De La Rúa –

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sucesor y continuador de Menem- llega casi al 22 % en el año 2001, cuando el país se acerca

al borde de la desintegración social.

A mediados de 1996 Domingo Cavallo es reemplazado por Roque Fernández, que maneja

el ministerio de economía con “piloto automático”, según su propia frase, situación que no le

permite anticiparse a las crisis que luego sobrevendrían con la devaluación en cadena llevada

a cabo por los países del sudeste asiático en 1997, la crisis rusa de 1998 y la devaluación

brasileña de comienzos de 1999. La tenue reactivación de la economía argentina, que se

inicia a mediados de 1996, se esfuma totalmente con estas crisis y el país entra nuevamente

en un prolongado período de recesión y depresión económica que se extiende hasta mediados

del año 2002, con todas las consecuencias sociales que ello implica en términos de

desempleo, subempleo, precarización del trabajo, cuentapropismo y marginalización

económica.

Estos hechos económicos impactan profundamente en las relaciones sociales y en el

modo de vida de la población. La década menemista es la década de la mayor concentración

económica y desigualdad social que se conoce en la historia argentina reciente. Para algunos

autores46

, el eje de la cuestión social pasa a ser la pobreza, para otros el trabajo. Las cifras

publicadas por el Banco Mundial dan cuenta de una población cercana a los 18 millones de

habitantes por debajo de la línea de pobreza hacia fines de la década de 1990, cifra que luego

se incrementa superando los 20 millones de habitantes en el año 2002. La mitad de esta

población pobre se encuentra por debajo de otro indicador estadístico más dramático aun: la

línea de indigencia, que marca el límite de posibilidad material de supervivencia física como

seres humanos.

Argentina, que en otros tiempos se vanagloriaba de ser el granero del mundo, es

condenada por las políticas económicas a la condición de país pobre, indigente y desnutrido,

casi sin destino en el marco de este modelo de ajuste estructural descarnado e inhumano,

aplicado sistemáticamente por Alfonsín, Menem y De La Rúa.

5. Quiebre del modelo

Sin embargo, el pueblo percibe antes que nadie el fin de un ciclo histórico y el comienzo

de otro. Las protestas sociales del 19 y 20 de Diciembre de 2001 giran en torno de un

reclamo central: “que se vayan todos”. Esta frase constituyó el lema de los ciudadanos

argentinos que el 19 y 20 de Diciembre de 2001 se concentraron espontáneamente en la

Plaza de Mayo, en repudio al gobierno de Fernando de la Rúa y a los integrantes del Poder

Judicial y Poder Legislativo de la Nación. Si bien esta frase fue el emblema de la protesta

social de estas dos jornadas, que implicaron la muerte de varios manifestantes y la

consecuente renuncia de De la Rúa y sus funcionarios, se instaló también en muchas otras

protestas ocurridas a lo largo del año 2001.

46 Lo Vuolo, Rubén (1999) “La pobreza como emergente de la cuestión social”, Miño y Dávila, Buenos Aires.

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La demanda colectiva que se vayan todos expresaba la bronca, el repudio, la indignación

y el hartazgo ante el aumento de la corrupción en los tres poderes del Estado Nacional y al

mismo tiempo la aplicación de brutales políticas económicas de ajuste que castigaban

duramente a la clase media empobrecida y a los sectores populares condenados al hambre y

la desnutrición. El desaliento y la humillación llegan al hartazgo y el pueblo reacciona con

gran vigor y decisión. Los cacerolazos se convierten en el símbolo moderno de la protesta

social, que recorre el mundo a través de los medios masivos de comunicación social. En

otros puntos geográficos muy distantes de la Argentina, esta forma de protesta es imitada por

otros pueblos.

El reclamo “que se vayan todos” incluye a funcionarios políticos, legisladores y jueces

de la corte suprema, es decir, es un cuestionamiento y rechazo a quienes ejercen los tres

poderes constituidos del Estado, que son acusados de corrupción, desidia, impunidad y mal

desempeño de sus funciones o al menos en perjuicio de los intereses del pueblo.

Esta protesta es canalizada a través de asambleas barriales, comisiones vecinales, piquetes

y otras formas de organización social. Los grupos sociales, luego de tantos años de miedo e

indiferencia, comienzan a ejercer sus derechos de ciudadanía y caen en la cuenta de su poder

real como pueblo. El individualismo neoliberal es reemplazado por la solidaridad y la acción

colectiva. Surgen nuevas formas de economía social vinculadas al trueque, las ferias francas,

las cooperativas y mutuales, se rescata el asociativismo y se recuperan fábricas cerradas que

los propios obreros vuelven a poner en marcha solidariamente.

Estas manifestaciones populares refuerzan la democracia como sistema de vida no

negociable, pero que exige participación, compromiso y responsabilidades de todos los

sectores sociales. Hay un intento de modificar las relaciones de mercado y el clientelismo

como práctica política que por muchos años se alimentó en el asistencialismo y la

meritocracia. Los nuevos movimientos sociales demandan una vuelta a las políticas

universales basadas en la condición de ciudadanía y no en determinadas situaciones sociales.

En un encuentro organizado en el año 2000 por la Central de Trabajadores Argentinos

(CTA) ya se planteaba el agotamiento y el fin del modelo neoliberal aplicado en Argentina

desde mediados de la década de 1970. El simple estado de derecho no se reconoce como

sinónimo de democracia, la igualdad ante la ley de hecho oculta profundas desigualdades

estructurales y el concepto de lo público no se reduce al Estado. Para Lozano47

la

desigualdad es algo más que el simple conflicto de clases sociales que sostenía Marx, la

democracia algo más que el simple estado de derecho o de igualdad ante la ley que planteaba

el modelo de democracia liberal del siglo XIX y el espacio de lo público es algo más que lo

meramente estatal, ya que incluye la capacidad de organización y de acción de los propios

grupos sociales.

47 Lozano, Claudio (2000) “Segundo Encuentro por un Nuevo Pensamiento. Democracia, Estado y Desigualdad. ¿Ajuste o Democracia?”, Eudeba, Buenos Aires.

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Sin cambios reales en el modelo de acumulación económica, la democracia se convierte

en una mera ficción. Illanes48

afirma que en 1983 había fascinación con el tema de la

democracia, pero que en el 2000 la comprobación más cruel es que “la democracia es la

continuación de la dictadura por otros medios”, parangonando la clásica definición de la

guerra de Clausewitz.

La democracia, instalada en el país el 10 de Diciembre de 1983, concreta las medidas

iniciadas en 1976, en términos económicos, sociales y morales. Para Illanes, “es la

continuación casi perfecta del modelo de Martínez de Hoz”. Reemplaza la dictadura militar

por la dictadura del mercado, porque absolutiza las transacciones entre individuos

atomizados, aislados unos de otros, fragmentados, disgregados, recortados y despojados de

todo contenido de ciudadanía.

Illanes adopta de Friedrich los siete elementos constitutivos de toda dictadura y los

atribuye al mercado: 1) que tiene una ideología totalitaria: el pensamiento único, 2) que tiene

un partido único: la tecnoestructura de las corporaciones transnacionales, 3) que existe un

dictador: la hegemonía norteamericana en el mundo, 4) que tiene una policía secreta: la CIA,

5) que tiene el control sobre los medios masivos de comunicación social, 6) que tiene fuerzas

de intervención y 7) que tiene planificación económica.

Las manifestaciones del 19 y 20 de Diciembre de 2001 no consiguieron su propósito

central de “que se vayan todos”. Únicamente forzaron la huida de Fernando De La Rúa y su

gabinete; el resto de funcionarios públicos, jueces y legisladores, no se dieron por enterado

del reclamo popular. En poco más de 10 días, el país estuvo en manos de cinco presidentes:

De La Rúa, Caamaño, Puerta, Rodríguez Sáa y Duhalde, éste último desde el 1 de Enero de

2002 hasta el 25 de Mayo de 2003, fecha en que asume Néstor Kirchner, electo con algo más

del 22 % de los votos, al no presentarse a la segunda vuelta su competidor Carlos Saúl

Menem.

Rodríguez Sáa declara la suspensión del pago de la deuda externa argentina y Duhalde

promueve la derogación del régimen de convertibilidad de la década de 1990, devaluando la

moneda argentina y generando con esto una fuerte suba de precios, pérdida de poder

adquisitivo de los salarios, redistribución compulsiva del ingreso y profundización de la

concentración económica, llegando la pobreza e indigencia a su máximo nivel histórico en

Argentina. Dos de cada tres argentinos quedaron por debajo de la línea de pobreza.

En la segunda mitad del año 2002, se inicia un proceso de recuperación económica, que

deja atrás más de cinco años de recesión. Más que de recesión, fue una depresión

económica, porque el país tocó fondo y estuvo al borde la desintegración. Acá también no

estamos hablando de problemas económicos, que resuelven los economistas, sino de

problemas políticos, de los cuales muy pocos economistas, en Argentina al menos, entienden

algo. Como sostiene Paul Krugman, “Nosotros, me refiero a los economistas, pero también

quienes formulan la política económica y el público informado, no estábamos preparados

48 Illanes, Daniel (2000) “Algunas consideraciones previas para la emergencia de un nuevo pensamiento” en Lozano,. Claudio (comp.) “Democracia, Estado y Desigualdad”, Eudeba, Buenos Aires.

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para esto…Aun hoy, muchos economistas todavía piensan en las recesiones como un asunto

menor y consideran su estudio un tema de dudosa reputación. Todas las investigaciones de

moda han tenido que ver con el progreso tecnológico y el crecimiento a largo plazo. Estos

son asuntos excelentes e importantes y, en el largo plazo, son los que realmente valen la

pena, pero como señaló Keynes, en el largo plazo todos estaremos muertos” (Krugman,

1999:239-241)

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Capítulo 7

LOS NUEVOS TIEMPOS DE LA DEMOCRACIA EN ARGENTINA

1. El proyecto nacional y popular

La letra de la canción de Alejandro Lerner Volver a empezar expresa muy bien lo que nos

ha pasado como argentinos/as y refleja la esperanza, la capacidad de resistencia y de lucha

ante las adversidades, la capacidad de interpelarnos como sociedad, en fin, da cuenta de

nuestra capacidad de volver a empezar. En efecto, el 25 de Mayo de 2003 asume la

presidencia el abogado peronista Néstor Kirchner y con él se inicia en Argentina el proceso

de construcción de un nuevo proyecto de país.

Este Proyecto Nacional y Popular se encarna en el pueblo y recupera en la memoria

colectiva la imagen del Proyecto Nacional de Juan Domingo Perón en su versión más

progresista. Si bien Perón ya hablaba de Modelo Argentino, con el neoliberalismo instalado a

mediados de la década de 1970 y especialmente con su profundización en la década de 1990,

el uso de modelos adquiere un sentido totalmente tecnocrático y aséptico. Por esta razón, la

recuperación del término proyecto en reemplazo de modelo implicaba ya un claro cambio de

rumbo y de concepción político-ideológica, ya que se reemplazaba una categoría

tecnocrática y aséptica por una categoría política.

El proceso de recuperación económica iniciado a mediados del 2002 se prolonga en el

tiempo, creciendo la economía argentina a tasas anuales del 8 % al 9 %. Néstor Kirchner

asume la presidencia con este proceso de crecimiento y mantiene en su cargo de ministro de

economía a Roberto Lavagna, con cuya gestión se había iniciado, precisamente, dicha

recuperación económica. Kirchner basa su política económica en un tipo de cambio alto,

competitivo, acompañado de importantes volúmenes anuales de superávit fiscal, renegocia la

deuda pública con los tenedores de bonos privados y cancela la deuda que mantenía el país

con el Fondo Monetario Internacional, recuperando la autonomía en la decisión de la política

económica nacional.

Escuchando el reclamo popular de que se vayan todos y con el fin de recuperar el

prestigio, la independencia y la credibilidad de la justicia en el país, Kirchner impulsa la

incorporación de nuevos ministros en la Corte Suprema de Justicia de la Nación,

remplazando a los ministros comprometidos con la Argentina de los Noventa. Vuelve a los

cinco miembros que históricamente conformaron el tribunal. Los nuevos ministros resultan

de una compulsa pública de antecedentes y, por primera vez, dos mujeres integran la máxima

instancia judicial del país. Esta política de participación de las mujeres en el poder, se da

también en los ministerios y organismos descentralizados del Estado, marcando el inicio de

nuevos tiempos y una nueva forma de concebir y hacer política en Argentina.

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La nueva Corte declara la inconstitucionalidad de los indultos concedidos por Menem en

los noventa y, tras la derogación por el Congreso Nacional de las llamadas leyes de

obediencia debida y punto final, sancionadas a favor de los genocidas durante la presidencia

de Alfonsín, en la década de 1980, ordena la reapertura de causas de juzgamiento y castigo a

los responsables de las atrocidades cometidas durante la última dictadura militar. Además,

varios ex centros clandestinos de detención son transformados en museos de la memoria, a

modo de reparación histórica.

Tanto la Corte Suprema de Justicia como el Congreso Nacional y el Poder Ejecutivo

Nacional llevan adelante una clara Política de Estado de Memoria, Verdad y Justicia, que es

acompañada por las Organizaciones Sociales y de Derechos Humanos, especialmente por las

Abuelas y Madres de Plaza de Mayo, que tempranamente se constituyeron en el símbolo de

la resistencia a la dictadura cívico-militar, junto con el Servicio de Paz y Justicia, el Centro

de Estudios Legales y Sociales y la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, entre

otras organizaciones. En este marco, Néstor Kirchner -en un acto público realizado el 24 de

Marzo de 2004- pide perdón al pueblo argentino en nombre del Estado Nacional por los

crímenes de lesa humanidad cometidos por el último terrorismo de Estado y, como

comandante en jefe de las fuerzas armadas, ordena bajar del Colegio Militar de la Nación los

cuadros que exhibían las fotos de Jorge Rafael Videla y Reynaldo Benito Antonio Bignone

represores condenados por crímenes de lesa humanidad.

Otro aspecto que da cuenta de los nuevos tiempos de la democracia en Argentina es la

política de integración latinoamericana y el posicionamiento ante el G-8, el grupo de países

más poderosos del mundo integrado por Estados Unidos, Canadá, Japón, Alemania, Francia,

Italia, Inglaterra y Rusia. Además, ante los organismos internacionales dirigidos por éstos

como las Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Néstor

Kirchner construye fuertes lazos político-ideológicos y económicos con otros líderes

progresistas de América Latina, como los hermanos Fidel y Raúl Castro de Cuba, Hugo

Rafael Chávez Frías de Venezuela, Luiz Inacio Lula Da Silva de Brasil, Rafael Vicente

Correa Delgado de Ecuador, Juan Evo Morales Ayma de Bolivia, Verónica Michelle

Bachelet Jeria de Chile, Tabaré Ramón Vázquez Rosas de Uruguay y Fernando Armindo

Lugo Méndez de Paraguay.

La política de integración latinoamericana se afianza en estos lazos, que permiten no sólo

negociar diversos acuerdos político-económicos, sino fundamentalmente construir un sólido

bloque político latinoamericano que juega fuerte como polo de poder ante los poderosos del

mundo y principalmente ante las pretensiones de Estados Unidos de ampliar el Acuerdo de

Libre Comercio de América del Norte (NAFTA) a todos los países latinoamericanos

mediante el Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (ALCA). Los líderes

latinoamericanos rechazan esta pretensión y responden con la ampliación y redefinición

política del Mercado Común del Sur (MERCOSUR) y la creación de la Unión de Naciones

Suramericanas (UNASUR).

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En los fundamentos de estos acuerdos políticos entre países latinoamericanos se recupera

en la memoria colectiva el sueño de la Patria Grande Latinoamericana de José de San

Martín, Simón Bolívar, José Martí y otros miles de hombres y mujeres que en diversos

momentos históricos lucharon y murieron por la emancipación de nuestros pueblos

latinoamericanos.

Contra este resurgimiento de gobiernos progresistas latinoamericanos, que vuelven a

enarbolar banderas emancipatorias e independentistas en la región, Estados Unidos

intensifica su influencia e intromisión en los asuntos internos de varios países

latinoamericanos, mediante el accionar golpista de la Agencia de Inteligencia Americana

(CIA) aliada con las oligarquías y burguesías nacionales y los grupos corporativos

mediáticos. Con estas acciones se intenta neutralizar la amenaza de consolidación de

gobiernos progresistas y de procesos nacionalistas de independencia económica y política. El

accionar golpista del imperialismo norteamericano incluye varios intentos de asesinatos de

líderes políticos, golpes institucionales, amotinamientos de fuerzas de seguridad, campañas

de desprestigio y desestabilización a través de los medios de comunicación, financiamiento a

grupos locales opositores, entre otras acciones.

Ante estas acciones desestabilizadoras del imperialismo norteamericano, los gobiernos

latinoamericanos refuerzan y profundizan las relaciones y el apoyo mutuo a través de

UNASUR, frenando en algunos casos los intentos de golpes de estado o aislando en otros a

los gobiernos pro-norteamericanos surgidos de los golpes. La continuidad de las democracias

latinoamericanas es apoyada también por los movimientos populares y los organismos de

derechos humanos. Además, los intentos de golpes de estado y el accionar del imperialismo

norteamericano son denunciados sistemáticamente en las asambleas de las Naciones Unidas,

así como también en organizaciones internacionales como el G-20, las Cumbres de las

Américas y la Organización de Estados Americanos, entre otras.

Néstor Kirchner construye su liderazgo político con gran esfuerzo y tenacidad, dos

virtudes que siempre caracterizaron su actuación pública. Necesitó construir poder y

legitimidad política, porque había accedido a la presidencia solamente con el voto de poco

más del 22 % del electorado. Este apoyo electoral tan exiguo significaba tener que remontar

la lucha política cuesta arriba, para lo cual pone en acción todo su bagaje de experiencia

como militante político setentista y avezado conocedor de la práctica política que había

consumido gran parte de su vida. En esta construcción de poder y legitimidad fue

acompañado por su compañera de vida y militancia Cristina Fernández.

Al finalizar su mandato el 10 de Diciembre de 2007, el apoyo popular superaba el 70 %,

lo cual demuestra que había ganado la batalla por la construcción de poder y legitimidad

política. Además, esto significaba un gran plafón para la continuidad del Proyecto Nacional

y Popular. Su muerte, inesperada, ocurrida el 27 de Octubre de 2010, conmociona al país y a

los países latinoamericanos. Este hecho pone de manifiesto su perfil de líder encarnado en el

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pueblo, especialmente en los jóvenes, en quienes logra despertar el interés por la política

luego de muchos años de escepticismo y despolitización construida por el neoliberalismo. Su

muerte moviliza principalmente a los jóvenes y a quienes habían participado en la militancia

política de los años setenta y sobrevivieron a la última dictadura cívico-militar. La despedida

del ex presidente se vive con gran emotividad y sentimiento popular, semejante al que habían

generado las muertes de Irigoyen, Perón y Evita.

2. Una mujer con luz propia

El voto de la ciudadanía en las elecciones presidenciales del 28 de Octubre de 2007 marca

un quiebre del patriarcado en la política argentina. Por primera vez en la historia argentina,

una mujer es ungida por el voto popular para el cargo de Presidente de la Nación, un lugar

que históricamente siempre fue ocupado por un varón. Se trataba sin dudas de una nueva

demostración de la tesis que ya expusimos en el capítulo anterior: el pueblo percibe antes

que nadie el fin de un ciclo histórico y el comienzo de otro. Incluso el texto constitucional

dice literalmente que el poder ejecutivo nacional debe ser ejercido por un ciudadano con el

título de presidente de la nación, no previendo -increíblemente- que dicho cargo pueda ser

desempeñado por una mujer.

Cristina Fernández jura como presidenta de la nación el 10 de Diciembre de 2007,

modificando de hecho la denominación machista del cargo presidencial. Su discurso de

asunción ratifica los nuevos tiempos de la democracia en Argentina. Proyecta su gestión de

gobierno en torno a cuatro ejes: calidad institucional, acumulación económica de matriz

diversificada con inclusión social, concertación social y latinoamericanismo. En calidad

institucional, se propone: a) profundizar y extender a todos los niveles el proceso de

recuperación del prestigio, independencia y credibilidad del poder judicial de la nación; b)

profundizar la política de derechos humanos, impulsando el trámite y terminación de las

causas de violación de derechos humanos de la última dictadura militar y c) recuperar la

educación pública como principal instrumento de equidad y movilidad social.

El modelo de acumulación económica que propone tiene una base productiva

diversificada, que incluye al campo, la industria, la tecnología y los servicios. Además, un

fuerte sentido de inclusión social, como un inicio de cancelación de la deuda interna

generada con millones de argentinos que pagaron el duro precio de las políticas neoliberales

de los noventa. Esto implicaba continuar con la política de redistribución del ingreso y

disminución de la pobreza que había iniciado Néstor Kirchner. Como cuota de sacrificio

tributario, propone la aplicación rigurosa del principio de que ningún argentino debe quedar

eximido del mismo, en referencia a los sectores que actualmente cuentan con el privilegio de

no pagar impuestos. Se destaca especialmente la creación -por primera vez en Argentina- de

un ministerio de ciencia, tecnología e innovación, con el fin de aumentar la productividad y

orientar el desarrollo de capacidad tecnológica nacional.

La propuesta de concertación social tiene como fundamento político-ideológico una

concepción de sociedad como corresponsable del nuevo proyecto de país. El discurso

presidencial habla de sociedad, no de sociedad civil, en una clara diferenciación del

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contenido ideológico del discurso de los noventa en Argentina, que se basaba en la

separación entre el Estado, el mercado y la sociedad civil. La propuesta de la nueva

presidenta desconoce esta falsa separación y apela en cambio a la corresponsabilidad entre el

Estado y la sociedad, a la acción conjunta entre el gobierno y las organizaciones sociales en

sentido amplio, incluyendo las asociaciones de empresarios y trabajadores, los medios de

comunicación social, las iglesias y las asociaciones civiles, entre otras. La propuesta de

concertación social va más allá de los acuerdos de precios y salarios, a los que quedaron

reducidas otras experiencias anteriores del país. Por el contrario, la idea presidencial apunta a

acordar las condiciones materiales e institucionales necesarias para la realización de un

nuevo proyecto de país en el largo plazo.

Entre las políticas anunciadas, se destaca el fortalecimiento del MERCOSUR y la

necesidad de urgente incorporación de Venezuela, para cerrar la ecuación entre alimentos y

energía. La definición de una clara política exterior orientada hacia América Latina y no

hacia Estados Unidos o Europa, como recurrentemente se hizo en el país, marca otra

diferencia con períodos anteriores de gobierno, pero especialmente con la Argentina de los

Noventa, donde las relaciones carnales con Estados Unidos fue el rasgo distintivo de la

política exterior menemista. El discurso presidencial propone un modelo de relaciones

multilaterales entre los países, con el argumento de que el modelo actual ha aumentado el

riesgo global y el conflicto entre países, particularmente en el período posterior al 11 de

Septiembre de 2001. Por otra parte, propone la defensa irrestricta de los derechos humanos a

escala global, repudiando todo tipo de violación de los mismos, cualquiera fuere el motivo o

interés político o económico.

Durante sus dos mandatos de gobierno, Cristina Fernández cumple rigurosamente con

este programa de gobierno anunciado el 10 de Diciembre de 2007, aunque no sin grandes

dificultades por la magnitud de los intereses políticos y económicos en juego. Asume su

primera presidencia porque su compañero político Néstor Kirchner genera las condiciones

necesarias para que ella pueda ser candidata y ser votada luego por más del 45 % del

electorado en primera vuelta. Si bien en este origen contó con el acompañamiento y apoyo

de su compañero, luego ella construye su propia legitimidad política como jefa de Estado, al

demostrar una gran capacidad y habilidad para conducir los destinos del país, desmantelando

de esta manera los prejuicios misóginos construidos y reproducidos históricamente en

relación a la supuesta incapacidad de las mujeres para gobernar el país.

Durante su primer mandato, Cristina Fernández enfrenta dos graves problemas que ponen

a prueba su capacidad de gestión: el conflicto derivado de la aplicación de la resolución 125

y los impactos de la crisis financiera internacional. El primero deviene de un acto

administrativo que se transforma en un conflicto político de envergadura por la disputa de

poder que se genera ante el rechazo de la medida por la Sociedad Rural Argentina,

Confederaciones Rurales Argentinas, Federación Agraria Argentina y Confederación

Intercooperativa Agropecuaria, que conforman una mesa de enlace y deciden enfrentar al

gobierno, apoyadas por diversos sectores de la oposición y las corporaciones mediáticas.

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Si bien las dos primeras organizaciones mencionadas representan intereses de la

oligarquía terrateniente y las dos últimas intereses de los pequeños y medianos productores y

cooperativas, que históricamente estuvieron enfrentados entre sí, la conformación de la mesa

de enlace invisibiliza este antagonismo por conveniencia y oportunismo político. Igualmente

ocurre con el apoyo que recibe de sectores de izquierda y de derecha irreconciliables, que

históricamente estuvieron enfrentados entre sí. Por su parte, las corporaciones mediáticas

utilizan este conflicto para sus propias disputas de poder con el gobierno, construyendo un

relato épico cargado de maniqueísmo, donde el bien se enfrenta con el mal, encarnados

respectivamente por el campo y el gobierno.

Ante tamaño conflicto de intereses, con tintes destituyentes, aparece en escena un grupo

de intelectuales que escribe una carta abierta a toda la sociedad argentina, interpretando estos

acontecimientos y argumentando su postura de apoyo al Proyecto Nacional y Popular que

estaba siendo jaqueado. A partir de este hecho este grupo se constituye en un nuevo actor

político identificado como Carta Abierta, que pone de manifiesto una vez más, tal como lo

había hecho en su momento FORJA, una actitud de compromiso con un proyecto de país con

el cual se identifica, dejando los lugares cómodos de la academia, las consultorías y los

institutos de investigación.

El segundo problema que enfrenta Cristina Fernández son los impactos de la crisis

financiera que estalla en Estados Unidos en el 2008 y se extiende al resto del mundo. Esto

significó para los países latinoamericanos un cimbronazo que debilitó el vigoroso proceso de

crecimiento económico que se venía dando en la región. La crisis no sólo derrumbó los

mercados financieros internacionales y aumentó el riesgo global, sino que puso de manifiesto

las serias limitaciones del sistema financiero internacional y mostró la debilidad política y

económica de muchos países del mundo desarrollado que otrora daban cátedra al resto de

países del mundo sobre cómo vivir y cómo crecer económicamente.

Para morigerar el impacto de la crisis, los países latinoamericanos ponen en práctica

políticas económicas activas con el fin de disminuir la desaceleración de las economías,

sostener a las empresas y mantener las fuentes de trabajo. En algunos países, como Brasil, la

acción del Estado se orienta hacia la producción. En otros, como Argentina, hacia el

consumo. En efecto, Cristina Fernández pone en marcha un conjunto de medidas que tienden

a sostener el consumo interno como motor de la economía, preservando el poder adquisitivo

del salario, actualizando el salario mínimo, vital y móvil, aumentando las transferencias de

fondos de las políticas sociales, financiando el aumento del consumo de la población,

aumentando la inversión pública en infraestructura y servicios, entre otras.

A pesar de las consecuencias del conflicto derivado de la resolución 125, de los impactos

de la crisis financiera internacional, de la pérdida irreparable de su compañero político

Néstor Kirchner y de las agresivas compañas de desprestigio impulsadas por las

corporaciones mediáticas, Cristina Fernández afianza su liderazgo político y es reelecta para

un nuevo mandato en las elecciones del 23 de Octubre de 2011, obteniendo más del 54 % de

los votos del electorado. Este rotundo apoyo popular echa por tierra las pretensiones de

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llegar al gobierno de los sectores más reaccionarios y conservadores de la oposición,

consolidando aún más el proceso de construcción del Proyecto Nacional y Popular.

Luego de las elecciones de Octubre y a pesar de la contundencia del apoyo popular

recibido por Cristina Fernández, los sectores más especulativos de la economía y los

mercados financieros rechazan la voluntad del electorado y, en una actitud de revancha ante

la derrota electoral sufrida, deciden llevar adelante su propia guerra a través del intento de

fuga de capitales y el aumento de precios de la economía. Ante esta situación, el gobierno

pone en marcha medidas de restricción a la compra de dólares estadounidenses, control fiscal

de las operaciones en dólares y seguimiento de los aumentos de precios.

Además de profundizar los lazos con los países latinoamericanos y de aumentar la

presencia argentina en todos los foros internacionales, Cristina Fernández lleva adelante

nuevos reclamos por la recuperación de la soberanía argentina sobre las Islas Malvinas e

impulsa la continuidad de las investigaciones de la causa AMIA mediante negociaciones

directas con la República Islámica de Irán. A pesar de los embates de la crisis financiera

internacional, cuyos efectos continúan luego de cinco años, el crecimiento económico

argentino continúa y también la recuperación de la industria y el desarrollo científico-

tecnológico nacional, aunque no sin dificultades y con muchos desafíos pendientes, que

seguramente serán objeto de nuevos debates y decisiones políticas en el marco de una

democracia que se ha ido consolidando cada vez más en estos 30 años con el esfuerzo de

todos/as los/as argentinos/as.

Por lo pronto, continúa también el proceso de revalorización de nuestra historia nacional.

Así, se han recuperado fechas “olvidadas” por la historia oficial, como el Día de la Soberanía

Nacional conmemorativa de la Batalla de la Vuelta de Obligado, el Bicentenario de las

Batallas de Salta y Tucumán, el Éxodo Jujeño y el Bicentenario de la Asamblea del Año

XIII. Además, se han resignificado otras fechas como el 12 de Octubre declarado Día del

Respeto a la Diversidad Cultural y se han incorporado nuevas fechas conmemorativas de

hechos que han marcado profundamente la historia argentina, como el 24 de Marzo

declarado Día de la Memoria por la Verdad y la Justicia.

Asimismo, continúa el proceso de recuperación de figuras populares altamente

significativas. Así, se ha reemplazado el billete de 100 pesos con la figura nefasta de Julio

Argentino Roca, por la figura de María Eva Duarte. También se han recuperado fiestas

populares como los carnavales y se ha impulsado como política pública la realización de

festivales populares gratuitos y la emisión televisiva sin codificación y con libre acceso del

deporte más popular de la Argentina como es el fútbol.

3. La década ganada

Ya han pasado diez años de aquel 25 de Mayo de 2003 y lo que podemos comprobar en

esta década es un proceso sostenido y sistemático de recuperación de todo lo desmantelado

por el neoconservadurismo y el neoliberalismo en Argentina:

crecimiento económico,

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fábricas recuperadas,

desarrollo de la industria nacional,

inversión en obras de infraestructura pública,

política de desendeudamiento público,

reestatización de empresas emblemáticas como YPF y Aerolíneas Argentinas,

creación de puestos de trabajo,

recuperación del salario y las jubilaciones y pensiones,

reestatización del sistema de jubilaciones y pensiones,

promoción de la ciencia y la tecnología nacional,

recuperación de las universidades nacionales,

recuperación del salario docente y no docente universitario,

recuperación del banco central como instrumento clave de la política económica,

nueva ley de mercados de capitales con carácter federal,

recuperación de convenios colectivos de trabajo,

expansión de las negociaciones paritarias,

limitación de la venta de tierras a extranjeros.

Pero además hemos asistido en esta década a un proceso de reparación histórica de

derechos absolutamente violentados y destruidos por la alianza entre genocidas, neoliberales,

oligarcas, burgueses acomodados, grupos económicos, corporaciones mediáticas y cúpulas

religiosas. En efecto, somos testigos en esta década del acelerado proceso de ampliación y

protección de derechos impensados en otros tiempos, tales como la

ley de matrimonio igualitario,

ley de identidad de género,

asignación universal por hijo para la protección social,

ley de protección integral de los derechos de los niños, niñas y adolescentes,

ley de salud sexual y procreación responsable,

ley de violencia de género,

ley de trata de personas,

ley de voto a partir de los dieciséis años,

nueva ley de trabajo agrario,

nueva ley de trabajo doméstico,

nueva ley de educación nacional,

incorporación al sistema jubilatorio estatal de dos millones de ciudadanos/as mayores

de 65 años sin posibilidad de jubilarse por falta de aportes.

Además, otras leyes y proyectos que son claves para la democratización de la democracia,

tales como la

ley de reforma electoral

incorporación de internas abiertas, simultáneas y obligatorias,

ley de servicios de comunicación audiovisual,

proyecto de unificación y simplificación de los códigos civil y comercial

incorporación de normas progresistas en materia de familia, matrimonio e hijos,

proyecto de sanción de un nuevo código penal,

proyecto de democratización de la justicia nacional.

En resumen, con la década ganada se recupera el debate político y la política recobra su

sentido transformador de la realidad. Es una década de despertar de los jóvenes, la militancia

y la participación popular. Esta década instala en nuestro país, por primera vez desde la

década de 1970, un clima de cambio y de certeza de que otro país es posible. Esto no es una

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retórica ni un sueño, sino una realidad, como lo describimos en este capítulo, donde fuimos

consignando los numerosos hechos que objetivamente dan cuenta de estos cambios.

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Capítulo 8

CLAVES PARA UN TRABAJO SOCIAL EMANCIPADOR

1. Qué entendemos por trabajo social

Ante todo, es necesario reflexionar acerca de lo que entendemos por trabajo social. Esta

cuestión no es menor ni superficial. Al contrario, es central y definitoria, tanto para la

formación como para la praxis profesional. En la respuesta que demos a esta cuestión nos

jugamos mucho, tal vez nos juguemos todo, desde el punto de vista político e ideológico. No

respondemos desde cualquier lugar. No lo hacemos desde una supuesta universalidad

esencialista o desde un principismo moralista o desde una supuesta abstracción científica

aséptica. No respondemos en el vacío, ni por fuera de nuestra condición humana, como lo

diría Hannah Arendt, porque no somos entelequia y sólo lo podemos hacer desde una

determinada situación histórica, atravesada por la política y la ideología, desde donde –a su

vez- se fundamentan la clase social, la raza, el género y otras tantas formas de clasificación y

categorización social.

¿Qué entendemos por trabajo social? La respuesta a esta cuestión implica, por lo tanto,

asumir una determinada posición política e ideológica. Por supuesto que la respuesta nos

compromete, precisamente porque se trata de una respuesta política e ideológica y somos

conscientes de que con ella podemos generar rechazo o adhesión, odio o admiración, aunque

obviamente estos extremos dicotómicos sólo constituyen una burda simplificación maniquea

de la realidad, que nunca es tan simple o dicotómica, sino compleja y diversa.

Para comenzar a construir nuestra respuesta a esta cuestión, nos parece conveniente

preguntarnos: ¿qué tipo de disciplina o campo disciplinar es el trabajo social? Esta pregunta

nos lleva a mirar tanto el origen como el desarrollo histórico del mismo. Ante esta mirada,

no podemos ocultar el estigma de la técnica, la vocación, el sacerdocio, el voluntariado, la

caridad, la filantropía, la moralización y el mesianismo. Esto ha marcado fuertemente al

trabajo social y lo ha colocado en un lugar histórico de inferioridad, irrelevancia y

auxiliaridad en las ciencias sociales, pero al mismo tiempo de cristalización como

instrumento de dominación social y, por tanto, objeto de todo tipo de manipulación política e

ideológica.

Muchos trabajadores sociales, y profesionales de otras disciplinas vinculados, interesados

o comprometidos con el trabajo social, vienen haciendo un enorme esfuerzo por contrarrestar

este estigma e intentar romper el cristal, reflexionando, investigando y proponiendo otras

miradas. Sin embargo, la tarea no resulta para nada sencilla en contextos de crisis de las

propias ciencias sociales y de creciente precarización laboral y profesional. No obstante, se

ha iniciado en Argentina, al igual que en otros países latinoamericanos, un necesario y

acelerado proceso de construcción del campo disciplinar, mediante reformas de planes de

estudio, carreras de especialización, maestrías, doctorados, programas de investigación,

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publicaciones y desarrollo de eventos científicos, académicos y profesionales, que han

favorecido la producción, circulación, debate y validación de conocimientos.

Este proceso de construcción científica, a su vez, ha abierto el debate en torno al

problema de la disciplinariedad, interdisciplinariedad, multidisciplinariedad y

transdisciplinariedad del trabajo social. ¿Se trata de un campo disciplinar, interdisciplinar,

multidisciplinar o transdisciplinar? Esto tiene que ver con el objeto de estudio y la

especificidad del trabajo social en el concierto de las ciencias sociales en general. Para Karsz

(2007), se trata de una práctica transdisciplinaria, es decir, un quehacer constituido por

prácticas que van más allá de las fronteras disciplinares, sean éstas psicológicas,

sociológicas, políticas, económicas u otras. Este autor concibe el trabajo social como un

conjunto de prácticas que transgreden las fronteras disciplinares, porque tienen “un poco de

todo y mucho de trabajo social”. Es decir, se trata de un conjunto de prácticas híbridas y en

constante transición.

Nuestro punto de vista es que el trabajo social en si mismo no es una disciplina, tal como

lo son por ejemplo la sociología, la antropología o la economía, sino más bien un campo

interdisciplinar y transdisciplinar, con un objeto multidimensional. Requiere de un gran

esfuerzo de articulación e integración de varias disciplinas, entre las cuales se destacan

obviamente la sociología, la política, la antropología, la psicología, la historia y la economía,

entre otras. Cada una aporta lo suyo, su propia mirada, su perspectiva, que por cierto es

parcial y limitada.

La mirada del trabajo social puede basarse en estas disciplinas, pero de ninguna manera

limitarse, reducirse o diluirse en ellas. Por eso Karsz habla de transgresión de las fronteras

disciplinares. Por supuesto que esta característica del trabajo social tampoco implica

subordinación a otras disciplinas como técnica auxiliar. Por el contrario, requiere una amplia

formación científica, quizás mayor que en el caso de otras profesiones basadas en un único

campo disciplinar.

La construcción del objeto desde una perspectiva multidimensional tampoco es una tarea

sencilla. No es una tarea técnica, sino más bien una difícil labor científica que requiere de

mucha imaginación y artesanía, de mucho oficio, y de una amplia formación teórico-

metodológica para poder abordar con alguna posibilidad de éxito el duro oficio de abordar la

realidad social como objeto del trabajo social. Mientras en otras disciplinas del campo social,

que se jactan de una supuesta superioridad científica, la tarea no requiere de otras

contribuciones teóricas que no provengan del propio y único campo disciplinar, en el trabajo

social nunca son suficientes ni alcanzan las teorías, y menos aún las categorías de análisis,

para comprender, interpretar e intentar transformar las complejas situaciones sociales que

constituyen su objeto.

¿Se trata el trabajo social de un quehacer, un oficio, una profesión o una práctica social?

Se trata de todas estas cosas y de mucho más aún. Es un quehacer y, por tanto, va mucho

más allá del hacer. De hecho, se pueden hacer muchas cosas que, sin embargo, no

constituyen un quehacer. El hacer sólo implica tareas, actividades, gestión, mientras que el

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quehacer implica estar ocupado en un proyecto, esto es, en un conjunto de acciones que

tienen unidad de sentido. Implica dedicarse a algo que para nosotros tiene sentido y

constituye un proyecto. Por eso la vida es un quehacer, no un simple ocuparse de algo, sino

de algo que para nosotros tiene sentido. Lo contrario es la alienación, aquella situación en la

cual no podemos dar explicaciones de lo que hacemos, porque no tiene sentido para

nosotros.

Esto también ocurre con el trabajo social. Es un quehacer, aunque de hecho también ha

sido históricamente y sigue siendo en muchos casos un simple hacer, hacer cosas sin sentido,

realizar tareas, cumplir mandatos, ejecutar proyectos o aplicar políticas que otros decidieron

vaya a saber con qué sentido. El quehacer implica siempre una búsqueda de sentido: porqué

hacer, para qué hacer, para quién hacer…Es lo contrario de la alienación.

Tenemos que referirnos aquí a varios modos de hacer trabajo social. Un modo muy

extendido en Argentina, particularmente a partir de la década de 1990, es el que

denominamos discursivo. Es un no hacer trabajo social, es decir hacer como que hacemos,

hacer sólo en el discurso. Es un modo inoperante, inútil y acomodaticio de trabajo social,

donde sólo hay una preocupación por ocupar cargos, figurar, prometer. En estos casos puede

tratarse incluso de profesionales con buena formación o que ocupan cargos de cierta

importancia en las universidades o como funcionarios públicos. Sin embargo, la facilidad

discursiva que generalmente caracteriza a estos profesionales no se traduce en hechos

concretos.

Otro modo también muy extendido es el que denominamos mediocre. En estos casos,

siempre hay una excusa para hacer lo mínimo o no hacer nada o hacer de cualquier manera.

Hay queja de todo y siempre hay alguien a quien echarle la culpa. Se trata generalmente de

profesionales pesimistas, bulímicos, conservadores o reaccionarios. No hay compromiso con

nadie ni con nada. Pareciera que nadie ni nada los conmueve. Sólo ven problemas y

dificultades para hacer, no plantean propuestas, no tienen iniciativa. Siempre plantean la

nada como alternativa, antes que la posibilidad de ser o hacer algo, son nihilistas.

Otro modo igualmente muy extendido es el que muchos autores denominan tecnocrático.

Es burocrático, rutinario y repetitivo. Pone el énfasis en los procedimientos, las formas y los

modelos, generalmente traducidos en formularios o formas predeterminadas, que no

requieren mucha reflexión ni mucha elaboración. Es un modo aséptico de trabajo social, que

transforma a los profesionales en emisarios, mandaderos y empleados administrativos.

Muchos trabajadores sociales se ven obligados a este tipo de trabajo social, por los

condicionantes institucionales y la praxis administrativa de los organismos, organizaciones o

programas donde trabajan. Otros lo hacen por no poder superar la pobreza de su propia

formación profesional. Otros lo hacen por convicción o elección.

Otro modo que ha cobrado fuerza, de un tiempo a esta parte, es el que muchos autores

denominan crítico. Recupera en gran medida la crítica política e ideológica al trabajo social

tradicional, realizada por la reconceptualización en la segunda mitad de la década de 1960 y

primera mitad de la década de 1970, pero a la luz de la reflexión crítica sostenida por las

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nuevas tendencias en las ciencias sociales. No nos extendemos en esta forma de trabajo

social, por dos razones: porque ya nos referimos a la reconceptualización en varios pasajes

de este libro y porque son varios los autores, especialmente brasileños, que ya se han referido

al trabajo social crítico.

Finalmente, proponemos un modo de trabajo social que denominamos emancipador, que

si bien parte de la crítica, pone el acento en la acción transformadora de los sujetos y sus

mundos de vida y en la construcción de lazos sociales y ciudadanía. A este tipo de trabajo

social se refiere, precisamente, todo el contenido de este libro, como seguramente será el

contenido u objeto de abordaje de otros autores, dada la importancia que tiene para el trabajo

social.

Por supuesto que el trabajo social es un oficio que requiere experiencia y aprendizaje.

Muchos sujetos de hecho son trabajadores sociales, sin contar con un título formal que

acredite cierta formación profesional. No son profesionales, pero tienen el oficio de

trabajadores sociales, aunque no sean reconocidos, por supuesto, por la universidad y los

colegios profesionales. De hecho, están fuera de la ley, aunque tengan el oficio. Acá no

estamos haciendo una defensa de algún empirismo retrógrado, ni estamos poniendo en duda

la necesaria formación profesional. Tampoco estamos sosteniendo falsos pares dicotómicos

como teoría/práctica, reflexión/acción, pensar/hacer, academia/profesión, entre otros.

Por el contrario, lo que estamos señalando es la necesidad de aprender un oficio, como

Pierre Bourdieu lo sostiene en El oficio del sociólogo o Wright Mills en La imaginación

sociológica. No se aprende este oficio en la universidad, porque constituye un know-how49

que requiere praxis, mientras que la universidad sólo provee knowledge. Muchos

trabajadores sociales tienen una gran formación sistemática, es decir, un buen knowledge,

pero carecen absolutamente de know-how y, por tanto, no tienen el oficio de trabajadores

sociales, aunque sean licenciados, especialistas, magíster o doctores en trabajo social, aunque

estén dentro de la ley y tengan habilitación profesional.

Lo mismo sucede con otras profesiones. Un abogado es un señor que recibió el título de

tal en alguna universidad y que generalmente se hace llamar doctor, aunque no haya

defendido ninguna tesis de doctorado, ni haya ganado ningún pleito judicial. Pero es

fundamentalmente el que tiene el oficio de la abogacía, porque sabe cómo proceder, cómo

hacer las cosas o encarar un pleito para que sea exitoso para su cliente. Tiene el know-how de

abogado. Difícilmente pondríamos nuestras vidas, nuestros bienes o nuestro futuro en manos

de alguien que no tenga oficio en la abogacía.

Por supuesto que el trabajo social es una profesión que implica dos instancias claves:

formación y actuación. No son dos instancias separadas entre si, pero sí son diferenciables,

de tal manera que una no se puede reducir a la otra, aunque estén mutuamente implicadas.

Cuando observamos la actuación de médicos, abogados, ingenieros o trabajadores sociales,

49 Expresión que hace referencia a un saber hacer o saber cómo hacer algo de modo práctico u operativo, mientras que knowledge se refiere a conocimientos adquiridos sistemáticamente, como sucede con la formación profesional en las universidades.

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vemos en escena una determinada formación. No se puede separar una cosa de la otra,

aunque quisiéramos hacerlo. Un tipo de formación implica una forma particular de

actuación. Se hace lo que se aprende y como se aprende. Esto no implica que no haya

autocrítica y no se deje de lado, a veces, la mayor parte de las cosas aprendidas.

A colación de esto, vienen otras preguntas: ¿Cuándo se forma un profesional? ¿Lo forma

solamente la universidad o también la sociedad? Parece evidente que ambas. Sociedad y

universidad tampoco son dos instancias separadas entre si, sino que están mutuamente

implicadas, pero la primera es más amplia y abarcativa que la segunda. Además, la sociedad

está antes que la universidad y continúa después que ella. Esto nos lleva a una conclusión

lógica: La formación profesional comienza en la universidad pero no termina en ella.

Podemos ir más allá aún y afirmar que un profesional está siempre en formación, a lo

largo de toda su vida, y que la universidad es sólo un momento de este continuum vital-

profesional. ¿Y la actuación? ¿Qué lugar ocupa en este continuum? La actuación profesional

se inicia con el egreso de la universidad y requiere habilitación profesional. El paso por la

universidad es un requisito sine qua non para la acreditación de un determinado saber, es

decir, certificación de una determinada formación que la ley exige para la habilitación

profesional.

¿Nos referimos a intervención, ejercicio, actuación o práctica profesional? Si bien la

palabra intervención es muy usada en trabajo social, como en otras profesiones tales como la

medicina o la psicología, no deja de tener serios problemas de significación. En efecto,

intervenir significa venir entre, meterse entre, entrometerse, intermediar, negociar; pero

también significa hacerse cargo de, asumir, legítima o ilegítimamente, la conducción,

dirección, supervisión, coordinación, orientación o resolución de una situación, problema,

proceso, grupo u organización.

Intervención no es precisamente la palabra más adecuada para resumir lo que hacen los

trabajadores sociales, más bien parece una extensión de la acción del Estado en la sociedad.

Esto tiene que ver, en gran medida, con el contexto histórico de surgimiento, la forma de

desarrollo del trabajo social y su utilización política e ideológica como instrumento para el

disciplinamiento y el control social.

Como lo hemos desarrollado en el primer capítulo de este libro, no es casual que se

asigne este papel al trabajo social. ¿Es un papel triste y nefasto?, por supuesto que lo es. Se

estudia trabajo social en las universidades, con toda la ilusión del mundo, y se termina de

“vigilante social”, “gerente” o “arregla-problemas”.Y lo que es peor aun: Se termina

haciendo cargo del trabajo marginal que otros profesionales desechan, desprecian o

desvalorizan, como sucedía con las “visitadoras de higiene social”. No ha perdido vigencia

el mote de “asistente social” y tampoco el de “intervención social”, aunque resulten

estigmatizantes y odiosos.

Ha llegado la hora entonces de reemplazar esta palabra, aunque esté muy difundida e

internalizada en los sujetos sociales. Ha llegado la hora de deconstruir el habitus de la

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“intervención social”, aunque sea doloroso y penoso para muchos trabajadores sociales.

Seguramente, se seguirá hablando de “intervención social” en lo que hace al Estado, a las

políticas públicas, a las universidades y organizaciones sociales, con los significados que

vimos anteriormente. Pero, lo que aquí estamos proponiendo es dejar de usar esta palabra

para denominar las prácticas profesionales de los trabajadores sociales, porque éstos

interactúan con otros sujetos sociales no como “interventores”, sino construyendo

subjetividad, sentido, autoestima, identidad, lazos sociales y ciudadanía.

Ha llegado la hora de abandonar esta pesada carga. Ya no se puede seguir pensando en

trabajadores sociales “interventores”. De no ser así, habría que cambiar la denominación de

la profesión y hablar de “interventores sociales” o “licenciados en intervención social”.

Esto clarificaría la cuestión y se dejaría de hacer una cosa pensando que se hace otra.

En las profesiones, en general, se habla de ejercicio profesional, actuación profesional o

práctica profesional, para hacer referencia a ciertas prácticas sociales para las cuales se

requiere un determinado título y habilitación profesional. Creemos que esto también es

válido para referirnos a lo que hacen los trabajadores sociales, o por lo menos es mejor que

“intervención”.

De todas maneras, creemos que ha llegado la hora de recuperar la idea de trabajo social

como praxis. Esta palabra tiene un rico significado, que puede expresarse de varias maneras

utilizando otras palabras. Alfredo Carballeda indaga sobre la genealogía de esta palabra, en

relación con la intervención social. Sostiene que Aristóteles, al diferenciar entre

conocimiento teórico y conocimiento práctico, “se aproximaría llamativamente al

utilitarismo de Jeremy Bentham, en tanto también lo práctico se relaciona con lo útil”

(Carballeda, 2005:39).

En el pensamiento griego y latino, sostiene Carballeda, “la praxis implica una

realización, pero fundamentalmente acción, y se presenta como opuesta a la teoría.

“Práctico”, entonces, es aquello que puede ponerse en práctica, pero con una utilidad

tangible, en oposición a la teoría, que tendría una utilidad intangible” (idem). Tenemos que

aclarar aquí, que los romanos eran fundamentalmente hombres prácticos, en el sentido de

traducir o interpretar siempre las instituciones, las normas, la cultura o el conocimiento, en

términos prácticos, es decir, en relación con sus actividades cotidianas y sus costumbres. En

este sentido, se diferenciaban de los griegos, que eran más bien hombres especulativos, es

decir, dedicados más a la contemplación pura, abstraída de la realidad cotidiana.

En la modernidad, Kant habla de razón práctica y entiende la ética como “ciencia de la

praxis”, en el sentido de cómo deberían ser las cosas y no cómo son. Carballeda encuentra

en esto un fundamento de la noción de práctica transformadora ligada a la intervención en

lo social, de las disciplinas que surgen como saberes sistemáticos dentro del proyecto de la

Ilustración.

Sin embargo, lo que proponemos strictu sensu es recuperar para el trabajo social el

significado más profundo y rico de la praxis, en el sentido de transformación de la realidad

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social, sin oponer teoría y práctica, como acción, como el quehacer al que nos referimos

anteriormente. Este es el sentido atribuido por Marx, Gramsci y los filósofos de la teoría

crítica: Horkheimer, Marcuse, Adorno y Habermas. La praxis incluye conocimientos,

habilidades, investigación, formación, teorías, valores, ideologías y posicionamientos

políticos.

El trabajo social es fundamentalmente acción, pero no cualquier acción, sino acción

transformadora. Le cabe al trabajo social como praxis, los beneficios de la famosa crítica de

Marx a la filosofía, expresada en su tesis número once sobre Feuerbach: “Los filósofos se

han limitado a interpretar el mundo de distintos modos; de lo que se trata es de

transformarlo”. Praxis no es especulación o contemplación alejada de la realidad.

En la praxis siempre se parte de la realidad y siempre se vuelve a ella. Este es su sentido

dialéctico. Por eso Marx hablaba de praxis histórica. En la praxis, no existe divisiones entre

aquello que mencionamos antes: conocimientos, investigación y otros. Éstas son sólo

dimensiones de una misma acción dialéctica. Obviamente, esta idea de praxis constituye una

absoluta superación de la falsa dicotomía que generalmente suele plantearse entre teoría

práctica y que aún subsiste en muchos ámbitos.

Es desde este rico concepto de praxis, desde donde rescatamos las posibilidades

transformadoras del trabajo social. Pero, estas posibilidades también pueden ser

reproductoras del orden social. Y entonces ¿qué? Entonces, la praxis necesita adjetivación.

La adjetivación explicita el alcance, los contenidos, los significados y la orientación de la

acción. El adjetivo señala la dimensión político-ideológica de la praxis. Es en este sentido,

que proponemos una praxis emancipadora para el trabajo social, cuyos contenidos

desarrollamos más adelante.

Ahora bien, ¿el trabajo social es lo que hacen los trabajadores sociales? Para Karsz

(2007), los trabajadores sociales asumen en sus prácticas dos posturas o actitudes o formas

básicas que él denomina hacerse cargo y tomar en cuenta. Son dos figuras de actuación que

este filósofo y sociólogo argentino, radicado en Francia, plantea desde su propia experiencia

clínica de supervisión de las prácticas de los trabajadores sociales. El contacto diario con

estas prácticas profesionales, a lo largo de muchos años, indudablemente le ha proveído al

autor de una rica evidencia empírica y de oportunidad de reflexión teórica como para

proponer estas dos figuras.

Para el autor, los trabajadores sociales adoptan una u otra figura, según las

representaciones a partir de las cuales construyen su subjetividad. Si se inclinan por hacerse

cargo, verán a los sujetos como si fueran un niño o un incapaz que no sabe lo que le pasa y

necesita del profesional para resolver “su” problema. En esta modalidad, el profesional es

quien define el problema. Se pone en una posición de “salvar” al otro, en una actitud

moralizadora que se expresa en frases como “yo sé lo que es mejor para ti” o “no se

preocupe, yo lo voy a ayudar”. En esta postura, las prácticas son caritativas y asistenciales y

el sentimiento que está presente es el de la omnipotencia. Ciertos sentimientos de angustia y

fracaso profesional tienen su origen en esta postura.

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En cambio, si los trabajadores sociales se inclinan por tomar en cuenta al otro, habrá un

reconocimiento de éste como sujeto, sabiendo que lo máximo que puede hacer por él es

acompañarlo en un viaje que tiene que hacerlo por si mismo. Se puede acompañar a los

sujetos, pero no “salvarlos”. Karsz sugiere a los trabajadores sociales dejar de lado la postura

de hacerse cargo y asumir la de tomar en cuenta al otro. Esto implica dejar de trabajar para

los sujetos sociales y empezar a trabajar con ellos. En forma contundente, sostiene este autor

que el trabajo social no resuelve de manera significativa los problemas materiales de los

sujetos, ya que estos problemas son generalmente estructurales y no coyunturales. Esto echa

por tierra el mesianismo y el apostolado con que históricamente fue concebido el trabajo

social.

Para Karsz, el poder de los trabajadores sociales está en el orden simbólico, en la

construcción social de sentido e identidad y en lo ideológico. Es aquí donde el trabajo social

es fuerte. Tener en claro que el trabajo social no puede “salvar” a nadie ni “resolver” los

problemas de pobreza, como muchos otros, alivia los sentimientos de angustia y frustración

que muchas veces invade a los trabajadores sociales y puede mejorar sustancialmente las

prácticas, al mismo tiempo que ayuda a dejar de lado ciertas actitudes de omnipotencia. La

propuesta de este filósofo y sociólogo, nos lleva a la necesidad de plantear otro modo de

concebir y hacer trabajo social, que nosotros denominamos emancipador.

2. De la crítica a la emancipación

Muchos autores han sostenido la necesidad de un trabajo social crítico, que constituyera

un intento de superación de esas otras formas de trabajo social a las que nos referimos

anteriormente. Por supuesto que no podemos estar en desacuerdo con estos autores. Es más,

no podemos desconocer el enorme sustento teórico y analítico aportado, entre otros, por el

neomarxismo, la teoría crítica, el posestructuralismo, el postmodernismo y la corriente

crítica cultural.

De hecho, el oleaje crítico contra las ciencias sociales en general también alcanza y

salpica al trabajo social, por su misma vulnerabilidad como campo transdisciplinar en

construcción. ¿Pero si ni se consolidó este campo en construcción y ya tiene que soportar la

arremetida de la crítica? Sí, por su pasado común con las ciencias sociales y, sobre todo, por

una cuestión de responsabilidad y compromiso con el futuro. Bienvenida la crítica, porque

mostró la escasez de reflexión del trabajo social y sus carencias en materia de bagaje teórico

específico, categorías analíticas propias, desarrollo metodológico y, sobre todo, asepsia

política, ideológica y social. Es decir, descompromiso y alienación. ¡Bendita crítica!

Sin embargo, nuestra pregunta es otra y se relaciona con aquella formulada al comienzo

de este capítulo, cuando nos dejamos interpelar por la cuestión acerca de qué entendemos por

trabajo social. ¿Alcanza con un trabajo social crítico o con la crítica al trabajo social? Esta es

la pregunta clave que nos queremos formular, ya llegando al final de nuestro libro. Nuestra

postura es que debemos avanzar más allá y proponernos un trabajo social emancipador. No

alcanza con la crítica. Si bien es un paso necesario e ineludible, la crítica de por si no

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transforma la realidad social, sino que sólo la pone en cuestión. Tiene una tarea

problematizadora de la realidad.

Por supuesto que es una instancia ineludible, porque desnaturaliza, desacraliza, deja de

ver la realidad como un “dato”, como algo “dado”, “cerrado” o “cristalizado”, que no se

puede modificar. La crítica es un intento por romper el cristal, este es su mérito principal,

que no es menor por cierto. ¡Ojalá existieran muchos trabajadores sociales críticos,

reflexivos, cuestionadores, desordenadores…! Pero aun así, aunque esto sucediera, no

alcanzaría para transformar la realidad. Se torna entonces necesario algo más, una acción

transformadora que denominamos emancipación.

¿Qué queremos decir cuando decimos emancipación? ¿Qué significado e implicancia

tiene para los trabajadores sociales? Desde un punto de vista histórico, encontramos un

enraizamiento con las décadas de 1960 y 1970. Por entonces, no se hablaba de

emancipación, sino de liberación y se proponía un trabajo social liberador50

. Eran tiempos

de reconceptualización. Se transitaba por un momento histórico de profundos cambios

sociales y políticos. Se pretendía que los trabajadores sociales cumplieran un rol estratégico

en la sociedad, como educadores populares, dirigentes, militantes, protagonistas y

promotores de las transformaciones estructurales que con urgencia demandaba el pueblo

latinoamericano.

La encrucijada de entonces se reflejaba en la frase “liberación o dependencia”. Paulo

Freire hablaba de educación liberadora; Theotonio Dos Santos de teoría de la dependencia;

muchos obispos y sacerdotes progresistas, de teología de la liberación. En la segunda

conferencia general realizada en 1968 en Medellín, Colombia, los obispos latinoamericanos

optan por una Iglesia pobre, pascual y misionera, lo que implicaba liberarse de muchas de

sus ataduras materiales. En el caso de la Iglesia latinoamericana, esta liberación tenía un

sentido teológico, mientras que en Freire y Dos Santos un sentido político e ideológico. Es

en este último sentido donde la liberación se aproxima a la noción de emancipación, ya que

ésta tiene también un contenido político e ideológico.

Para un país, la emancipación es la capacidad y posibilidad real de soberanía política o

autodeterminación como pueblo. Para una sociedad o grupo social, o para los sujetos sociales

que lo integran, es la capacidad y posibilidad real de autonomía o autodeterminación como

sociedad, grupo o sujetos. En ambos casos, es una instancia que va más allá de la libertad o

de la liberación e implica dos condiciones básicas: a) tener capacidad real y b) tener

posibilidad real de decidir el propio destino o proyecto de vida y poder llevarlo a cabo

asumiendo sus consecuencias.

Hablamos aquí de dos términos claves que definen el significado de la emancipación:

capacidad y posibilidad. No se trata sólo de querer ser libre o de querer elegir lo que un

sujeto quiere para su vida o para los demás, sino de poder hacerlo real y efectivamente. Este

poder implica capacidad y posibilidad. La capacidad se refiere a los sujetos, mientras que la

50 Ver por ejemplo Macías Gómez, Edgard y Lacayo de Macías, Ruth (1973) Hacia un trabajo social liberador, Humanitas, Buenos Aires.

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posibilidad a las condiciones históricas en las cuales estos sujetos se constituyen y realizan.

No hay capacidad sin sujetos y tampoco posibilidad de ser de éstos sin determinadas

condiciones históricas.

La emancipación no es un discurso, sino un hecho histórico. Implica materialidad, es

decir capacidad y posibilidad real de realización histórica de los sujetos. La emancipación

es un hecho, es poder escribir la historia y no sólo participar en la historia que otros escriben

o, lo que es peor aun, quedar afuera de ella. La historia que otros escriben es alienación, es

negación de los sujetos. Por ende, la emancipación implica construcción de sujetos, mundos

de vida, lazos sociales y condiciones que permitan la realización de aquellos.

La emancipación es la aspiración más profunda que tienen los seres humanos. La filósofa

Stella Villarmea habla de conciencia emancipatoria y sostiene que “todos buscamos la

felicidad y aspiramos a alcanzarla, luego todos damos vueltas a las condiciones que la

hacen posible y a las limitaciones que nos impiden alcanzarla…en algún momento de

nuestra vida contamos con la lucidez necesaria para cuestionar lo que tenemos y para

decidir a lo que aspiramos…el ser humano no es alguien absolutamente ignorante, sino que

de algún modo ha de conocer y reconocer el ideal, en el sentido, al menos, de representarse

en algún momento lo que quiere llegar a ser”51

.

Para la autora, esta conciencia emancipatoria se expresa concretamente en “la

posibilidad de que en cualquier momento, en cualquier situación, cualquier ser humano

puede interpelarse e interpelar alrededor suyo con la intención de deslegitimar lo

establecido”. Es una apuesta fuerte de esta filósofa a favor de toda mujer y todo hombre. Es

la posibilidad concreta que tiene todo ser humano de ser o de estar de otra manera en el

mundo. Es la posibilidad de cambio y de transformación. Si no creemos en ella, nada tiene

sentido y nada puede construirse.

Si no hay posibilidad de cambio, no hay emancipación. Se trata, para nosotros, de una

utopía fundamental, de una ilusión trascendental, que nos permite ver el mundo y la vida

como proyecto. Es una visión absolutamente optimista y transformadora. No ocupamos un

lugar en el mundo como algo fijo y determinado, sino que lo podemos construir, podemos

ser capaces y tener las posibilidades de hacerlo.

Esta es también nuestra visión del trabajo social emancipador. Aun cuando a nadie le

importe que ciertos sujetos sociales vivan o mueran, aun cuando parezca que ya no vale la

pena intentar nada por ellos, aun cuando parezcan nudas vidas o cosas políticamente

descartables, aun allí para el trabajo social subsiste intacta la posibilidad de conciencia

emancipatoria, que puede interpelar a estos sujetos y generar un cambio.

Esto es lo más genuino del trabajo social, su principal fortaleza. Es la mirada y la fuerza

que lo distingue de otras disciplinas. Es la capacidad de ver y valorar lo que otros no ven ni

valoran. Por eso hablamos de trabajo social emancipador, porque desde la dimensión

51 Villarmea, Stella (2001) Algunas bases hermenéuticas y epistémicas de la conciencia emancipatoria, Revista de Filosofía, 16:213-240, ISSN: 0034-8244.

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político-ideológica, los trabajadores sociales pueden interactuar con los sujetos sociales y sus

mundos de vida y transformarlos, aun cuando parezca que todo está perdido. Se hace

necesario, entonces, referirnos a los sujetos y mundos de vida, como categorías claves de

nuestra propuesta de trabajo social emancipador.

3. Sujetos sociales y mundos de vida

La expresión mundo de vida (“lebenswelt”) es acuñada por Edmund Husserl, en su obra

póstuma “La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental” La

fenomenología se preocupa por la realidad cognitiva incorporada en los procesos subjetivos

de la experiencia humana y busca descubrir los fundamentos de los significados que se

pueden encontrar en la conciencia.

Este filósofo, considerado el principal exponente de la fenomenología, aborda el

problema filosófico de la intersubjetividad e influye en Alfred Schütz, que aplica la

fenomenología al campo sociológico en su obra “La construcción significativa del mundo

social”, publicada en Viena en 1932. En esta obra, Schütz sostiene que su objeto de estudio

es el ser humano que mira el mundo desde una actitud natural. Este ser humano nace en un

mundo social, se encuentra con sus congéneres y da por sentada la existencia de éstos sin

cuestionarla, así como da por sentada la existencia de los objetos naturales que encuentra.

Schütz nace en 1899, estudia ciencias sociales en la Universidad de Viena y mantiene

contactos con Husserl hasta 1939, año en que se radica en los Estados Unidos, huyendo del

nazismo, donde fallece en 1959. En los escritos de Schütz, publicados en tres tomos entre

1962 y 1966 con el título de “Collected Papers” y, fundamentalmente, en la obra que estaba

escribiendo al momento de su muerte y que fue completada por su discípulo Thomas

Luckmann y publicada en alemán con el título de “La estructura del mundo de vida”, Schütz

retoma de Husserl la expresión mundo de vida y se obsesiona por comprender las relaciones

intersubjetivas que configuran el mismo.

Para Schütz, el mundo de vida es el “el conjunto de las experiencias cotidianas y de las

orientaciones y acciones por medio de las cuales los individuos persiguen sus intereses y

asuntos, manipulando objetos, tratando con personas, concibiendo planes y llevándolos a

cabo”.

El mundo de vida es el mundo de la cotidianidad: “esa realidad que la persona alerta,

normal y madura encuentra dada de manera directa en la actitud natural...el mundo de mi

vida cotidiana no es en modo alguno mi mundo privado, sino desde el comienzo un mundo

intersubjetivo, compartido con mis semejantes, experimentado e interpretado por otros; en

síntesis, es un mundo común a todos nosotros”.

El mundo social es el de la vida cotidiana, vivida por sujetos sociales que no tienen a

priori un interés teórico para la constitución del mundo. Este mundo social es un mundo

intersubjetivo, donde los actos de la vida cotidiana son realizados en su mayoría en forma

rutinaria, como una realidad natural.

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Para Schütz, la realidad social es “la suma total de los objetos y conocimientos del mundo

cultural y social, vivido por la mentalidad de sentido común de hombres que viven juntos

numerosas relaciones de interacción. Es el mundo de los objetos culturales y de las

instituciones sociales en que nacemos, nos reconocemos...Desde el comienzo, nosotros, los

actores de la escena social, vivimos el mundo como un mundo de cultura y naturaleza a la

vez, no como un mundo privado, sino intersubjetivo, es decir, que es común a todos

nosotros, que se nos da o que es potencialmente accesible para cada uno de nosotros; esto

implica la intercomunicación y el lenguaje” (Coulon, 1988).

¿Cómo se relacionan los sujetos con sus mundos de vida? Los sujetos sociales se

constituyen en la relación con sus mundos de vida. En estos espacios microsociales

transcurre la vida cotidiana y se condensa lo macrosocial. La subjetividad deviene de la

intersubjetividad y éstas a su vez están atravesadas por el contexto de lo macrosocial. No hay

externalidad entre el contexto y el mundo de vida de los sujetos, sino que estos son

configurados por aquellos.

A su vez, el mundo de vida es lo que construimos como sujetos sociales, aquello que

tiene sentido para nosotros. Es el entramado de significaciones que atribuimos a todo lo que

nos abarca y nos constituye como sujetos. Nos reconocemos como sujetos en un mundo que

tiene sentido para nosotros. El mundo de vida nos constituye como sujetos sociales y es a su

vez lo que configuramos como tales. Es decir, nos constituimos como sujetos sociales

construyendo nuestros mundos de vida, de tal manera que somos un binomio dialéctico

sujeto-mundo que resulta indivisible. Esta relación dialéctica se da en un tiempo y un espacio

concretos, es histórica.

¿Dónde y cuándo nos constituimos como sujetos?, ¿cuál es nuestro mundo?, ¿qué sentido

tiene para nosotros la realidad social? Los sujetos individuales son siempre singulares. Karsz

(2007) distingue lo singular de lo individual. No los concibe como términos sinónimos.

¿Qué es lo singular? Para este autor, es “la versión particular de lo universal”, es decir, “un

individuo que habla del contexto”. Es por este motivo que para él no existe el trabajo social

individual. Cuando se presenta un individuo, es un individuo que habla colectivamente. La

primera persona habla en singular, habla del colectivo en versión singular. Un individuo es

una versión relativamente única de un problema general.

De esta manera, Karsz concluye que en el trabajo social hay que pasar de la

individualidad a la singularidad. Esto tiene una enorme importancia para un trabajo social

emancipador. Ocuparse de problemas de sujetos sociales individuales implica abordar

singularidades de problemáticas generales. Para abordar la singularidad, es necesario

comprender e interpretar la problemática general que subyace en la misma.

Este enfoque modifica radicalmente el abordaje de caso-grupo-comunidad del trabajo

social tradicional. No es que no existan sujetos individuales, grupos o colectivos sociales,

sino que estos sujetos son singularidades de problemáticas generales. La mirada de los

trabajadores sociales debe reconocer estas singularidades, tanto en los sujetos individuales

como en los grupos o colectivos sociales.

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Abordar el caso de un sujeto individual tiene la misma o más complejidad que abordar un

grupo o un colectivo social. Esto nos lleva a concluir que el holismo metodológico es el

único enfoque posible para un trabajo social emancipador, ya que nos permite ver las

totalidades subyacentes en cada singularidad. No se trata de ver el árbol, ni siquiera el

bosque, sino las condiciones de existencia de los mismos. Esta mirada amplia de los

problemas sociales requiere un gran oficio de los trabajadores sociales y una gran formación

y profesionalidad.

4. Identidades de los sujetos

Las identidades son constitutivas de los sujetos sociales. ¿Cómo se construyen estas

identidades? No tenemos una sola identidad como sujetos, sino que estamos atravesados por

múltiples identidades. Éstas constituyen puntos de sutura que amalgaman y condensan la

diversidad, la multiplicidad y la multidimensionalidad de nuestra subjetividad. Cada

identidad asume un contenido específico de género, raza, etnia, clase o estrato social.

Ernesto Laclau sostiene en Emancipation(s)52

que estas identidades particulares nunca

están completas y sólo se constituyen como tales según el lugar que ocupan en un sistema

abierto de relaciones diferenciales. Es decir, son tales en la medida que se diferencian de un

conjunto ilimitado de otras identidades, en un juego que este autor denomina relación de

exclusión y/o antagonismo.

De esta manera, las identidades de los sujetos se constituyen por la diferencia y tienen

como rasgo común una incompletud constitutiva. Judith Butler, comentando la obra de

Laclau, sostiene que “ninguna identidad particular puede emerger sin suponer y proclamar

la exclusión de otras, y esta exclusión constitutiva o antagonismo es la misma condición

compartida de toda constitución de identidad”53

.

Stuart Hall54

sostiene que las identidades nunca están unificadas y que en la modernidad

contemporánea se hallan cada vez más fragmentadas y fracturadas. Son construidas de

manera múltiple y no singularmente, a través de discursos, prácticas y posiciones diferentes,

a menudo antagónicas y entrecruzadas. Las identidades están sujetas a una historización

radical y están en un permanente proceso de cambio y transformación. Este movimiento

constante se establece a través de las articulaciones entre las distintas posiciones que los

sujetos sociales van asumiendo y también en las formas de reconocimiento social por los

cuales los mismos se aproximan o distancian.

Este autor adopta un concepto no esencialista de identidad, con un carácter estratégico y

posicional. No hace referencia a un núcleo estable de subjetividad, que permanece sin

cambios a pesar de las vicisitudes por las que atraviesa el sujeto a lo largo de su vida. Al

contrario, plantea que en realidad las identidades tienen que ver con la historia, el lenguaje y

52 Laclau, Ernesto (1996) Emancipation(s), Verso, Lóndres. 53 Butler, Judith (2003) Reescenificación de lo universal: hegemonía y límites del formalismo, en Butler, Judith; Laclau, Ernesto y Zizek, Slavoj: Contingencia, hegemonía, universalidad. Diálogos contemporáneos en la izquierda, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires. 54 Hall, S. y Du Gay P. Questions of Cultural Identity, Sage Publications, 1996, Introduction.

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la cultura; con el proceso de devenir más que con el ser; con la forma como somos

representados y con nuestra propia representación.

Las identidades se constituyen dentro y no fuera de las representaciones sociales y tienen

que ver con las tradiciones, pero no como reiteración perpetua, sino como lo idéntico

cambiante. Son puntos de encuentro, puntos de sutura entre, por un lado, las prácticas y los

discursos que nos interpelan y nos ubican como sujetos de discursos particulares y, por otro,

los procesos que producen subjetividades y que nos construyen como sujetos que pueden ser

“hablados”.

Para Hall, las identidades son entonces puntos de sujeción temporarios a las posiciones

del sujeto, que las prácticas discursivas construyen. Son representaciones a través de las

cuales los sujetos se reconocen a si mismos, clasifican el mundo y se ubican en él. Por lo

tanto, las identidades de los sujetos son construcciones sociales que resultan de disputas de

sentido, de imaginarios sociales, de usos del poder y de procesos de delimitación,

identificación y exclusión.

Es decir, las identidades son relacionales. Para ser construidas, requieren de otras

identidades, con las cuales se aproximan, asemejan y distinguen. Uno de los elementos

importantes en la configuración de identidades son los juegos de reconocimiento. Éstos no

son otra cosa que las relaciones de poder que se establecen entre los sujetos y las

imputaciones de identidad impuestas por otros.

En el juego de estas relaciones, las identidades se constituyen interna y externamente.

Dependen del poder de los sujetos para imponer identidades. Cuanto más consolidados están

los sujetos, más fuerza poseen para ejercer influencia e imponer identidad. Los juegos de

reconocimiento se dan por el lenguaje, los medios de comunicación y las normas jurídicas,

entre otras formas.

En los procesos de construcción de identidades, la constitución del Yo tiene dos

dimensiones: una autodefinición y una definición atribuida. La primera se refiera a la forma

como los sujetos se ven a si mismos, mientras que la segunda resulta de la mirada de los

otros. La constitución del Nosotros remite a cómo se identifican los sujetos como colectivos

sociales, cómo se autodefinen y cómo les gustaría ser vistos por los otros. Los Otros están

fuera del Yo y fuera del Nosotros. Es el elemento de contraste que ayuda a la construcción de

identidades.

Como sostiene Hall, las identidades son construidas dentro y no fuera del discurso. Son

producidas en localizaciones históricas e instituciones específicas, dentro de formaciones y

prácticas discursivas y por medio de estrategias enunciativas específicas. Es decir, surgen del

juego de poder y son, por lo tanto, más producto de la diferencia y la exclusión que de la

unidad idéntica o “identidad” como se las entendía tradicionalmente. En esta concepción

tradicional eran monolíticas, sin grietas y sin diferenciaciones internas.

Contrariamente a esta concepción tradicional, para Hall las identidades se constituyen a

través, y no fuera de, la diferencia. Esto implica el reconocimiento radicalmente perturbante

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de que sólo a través de la relación con el Otro, la relación con aquello que no es, con

precisamente aquello que le falta, con lo que ha sido llamado su afuera constitutivo se puede

construir identidad.

Las marcas son exteriores y, por lo tanto, visibles, como por ejemplo, el hecho de ser

casado, soltero, varón, mujer, negro, blanco, entre otras. Son dispositivos distintivos

construidos por elementos conceptuales, identificaciones que se establecen a través de lo que

el grupo decide, define, defiende y lucha, por ejemplo el grupo de mujeres que lucha por

erradicar la violencia doméstica. Las marcas tienen un peso mayor en algunos lugares.

Los límites definen el grado de expansión, inclusión y tolerancia. Contiene o exige reglas

explícitas e implícitas que establecen hasta dónde va el Nosotros, hasta qué punto se toleran

ciertas posiciones. Los mecanismos de cohesión son desarrollados por el Nosotros para la

sostenimiento del mismo. Articulan el fortalecimiento del Nosotros y refuerzan la distinción

con los Otros. Permiten destacar las semejazas que fortalecen el Nosotros y las diferencias

que lo separan en relación a los Otros. Es decir, remiten a los mecanismos de pertenencia

internos y externos.

Las identidades se construyen, pues, en el entramado de prácticas sociales y prácticas

discursivas, con los cuales se constituye el entramado de relaciones sociales. Este entramado,

aprendido a través del proceso de socialización y endoculturación, actúa de manera

consciente e inconsciente en las prácticas sociales que producen y reproducen la vida social.

5. Lazos sociales y ciudadanía

La ciudadanía implica lazos sociales. ¿Cómo entender hoy la ciudadanía? Nos parece

muy interesante y compartimos el concepto de Graciela Di Marco, como “el derecho a tener

derechos”. En esta definición, aparentemente tan simple, la autora asume sin embargo “una

conceptualización que no considera a la ciudadanía como una propiedad de las personas,

sino como una construcción histórica y social, que depende de una sinergia entre la

participación y la conciencia social” (Di Marco, 2005:15).

Esta forma de concebir la ciudadanía, se aleja del enfoque clásico desarrollado por el

sociólogo británico Alfred Marshall, hacia fines del siglo XIX, quien considera la ciudadanía

en tres dimensiones: civil, política y social, y la define como la fuerza opuesta a la

desigualdad entre las clases sociales, en tanto que se trata de derechos universales, que

comparten todos y cada uno de los miembros de una comunidad nacional. La ciudadanía

civil se corresponde con los derechos legales: libertad de expresión, religión, derecho a la

propiedad y a ser juzgado por la ley; la política, se refiere a los derechos a participar en el

poder político, ya sea como votante o mediante la práctica política activa, en tanto que la

social, se refiere al derecho a gozar de cierto estándar mínimo de vida, de bienestar y de

seguridad económica (Marshall y Bottomore, 1998).

Di Marco, al igual que otros autores, entre los cuales se encuentra también Iris Young

(2000), critica la idea del enfoque universal que subyace en la concepción clásica de

ciudadanía, dado que supone que “todas las personas son iguales por naturaleza”. Esta

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concepción “no tiene en cuenta las diferencias o desigualdades de género, ni las diferencias

étnicas o religiosas, entre otras. Cuanto más se predica la igualdad, se corre el riesgo de no

reconocer las diferentes identidades. El no reconocimiento de las diferencias, genera

desigualdad y asimetría de poder, por lo tanto, facilita el camino hacia la negación de los

derechos de las personas y de los grupos que no se adecuan al „ideal‟ del ciudadano

universal, pues viven y expresan sus necesidades materiales y simbólicas en circunstancias

culturales y sociales específicas” (Di Marco, 2005:16).

Podemos decir, entonces, que el concepto de ciudadanía propuesto por Di Marco, al cual

adherimos, incluye varias dimensiones: a) historicidad, b) conciencia social, c) participación

en la toma de decisiones, d) reconocimiento de las diferencias y e) relaciones de poder.

Sostenemos, además, que todas estas dimensiones tienen como presupuesto básico la

existencia de lazos sociales, como requisito previo de cohesión social y de proyecto social,

ya que el concepto de ciudadanía alude siempre a un colectivo social y no a sujetos

individuales.

Antes de analizar aquellas dimensiones, nos referimos –pues- a estos lazos sociales.

Podríamos aludir a éstos como vínculos, ligaduras, entramados sociales, redes de relaciones

sociales, que se establecen entre los miembros de una formación social dada. Podríamos

agregar que estos lazos sociales tienen características tales como permanencia en el tiempo,

significado, sentido, finalidad, es decir, intencionalidad.

Para Marx, “El hombre es al principio un ser completamente comunitario; la

individualización es un producto histórico relacionado con una división del trabajo cada vez

especializada y compleja…los hombres solamente se individualizan por medio del proceso

de la historia. El hombre aparece originariamente como ser genérico, ser tribal, animal

gregario…El mismo intercambio es un factor importantísimo de esta invidualización”

(Giddens, 1998:66).

Marx rechaza de plano la idea de la naturaleza individualista de los seres humanos, que

sostenían -entre otros- Hobbes y Locke, como lo expusimos en el primer capítulo de este

libro. Lo hace porque esta idea está en la base de la teoría del contrato social y de la

propiedad privada, fundamentos del liberalismo en lo político y del capitalismo en lo

económico.

¿Cuál es el sentido de los lazos sociales? En el pensamiento marxista, emergen de la

misma condición gregaria, tribal o comunitaria de los seres humanos. La división del trabajo

y la especialización, producen luego cada vez más una individualización de la vida social y,

por lo tanto, de fractura de estos lazos gregarios. Mientras la división del trabajo cumple aquí

un papel disgregador, para Durkheim los seres humanos se integran o cohesionan

socialmente mediante el trabajo. Esta misma función del trabajo es la base del welfare state

y, según Castel (1997), el gran integrador social.

Ahora bien, es evidente que el trabajo es sólo una de las múltiples formas de lazo social, y

que no se puede reducir todo al trabajo, por más importancia que tenga como medio de

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realización humana. En efecto, son también lazos sociales la religión, el parentesco, las

relaciones familiares, los afectos, las amistades, las relaciones de género, la pertenencia a un

grupo étnico, a una cultura, a una nación, a una institución, entre otros.

La expansión del capitalismo globalizado, la crisis del proyecto de la modernidad y la

gran transformación a la que se refiere Polanyi, esto es la mercantilización de la totalidad de

la vida social, produce lo que Lecman describe como “un sistema que pone a los actores

sociales uno contra el otro y al Dios del mercado contra todos, destruye las redes del

sentido que subtienden el lazo social y el mismo sentido de la vida, en tanto la criatura

humana, poderosamente destructiva de adulta, yace en el desamparo original infantil y

necesita del “otro” para sobrevivir. Por los agujeros de esa red social destruida, se filtra el

robo, el pillaje, el crimen, el suicidio, la depresión, el odio, la desesperación”55

.

Tal como lo hemos expuesto en el capítulo 3 de este libro, hay una fragmentación

profunda de los lazos sociales, que produce padecimiento del futuro, en tanto el presente se

licua y se nos escurre entre los dedos como el agua. Vivimos en la contingencia de la vida

social. Lo coyuntural impide ver más allá de lo urgente. He aquí la importancia del trabajo

social y la necesidad de construcción de una ciudadanía basada fundamentalmente en lazos

sociales.

Una de las dimensiones de ciudadanía que propone Di Marco es la historicidad. La

ciudadanía, no como propiedad de los sujetos sociales sino como construcción histórica y

social. Esto es, la ciudadanía como campo de lucha y conquista, no como concesión del

poder político. En esto han jugado un papel muy importante en el mundo, los llamados

nuevos movimientos sociales, entre los cuales se encuentran el feminismo, los grupos

ecologistas, las minorías étnicas y sexuales, entre otros. En Argentina, las luchas políticas y

sociales contra las dictaduras militares, la resistencia y reivindicación de los derechos

humanos, los piqueteros, las luchas agrarias, la lucha por los derechos de las mujeres, de los

aborígenes, entre otras.

Pero esta construcción histórica y social no resulta posible sin conciencia social. Paulo

Freire establece una correspondencia entre los grados de conciencia y las circunstancias

sociales. Habla de conciencia intransitiva para referirse a las sociedades primitivas, que no

disciernen entre las relaciones y las circunstancias naturales y sociales, y tiene su

fundamento en una interpretación mágica de la sociedad.

Esta forma de conciencia, se transforma en transitivo-ingenua, por las modificaciones

sociales y económicas. Comienza aquí una “conciencia de” género, raza, nación, clase, pero

sin discernir las causas objetivas. Esta conciencia transitivo-ingenua corre el riesgo de

regresar a un nivel intransitivo o de volverse una conciencia fanática, a menos que, por un

trabajo político-educativo de concientización, se transforme en conciencia transitivo-crítica

(Freire, 1970).

55 Lecman, Teodoro Pablo (2002) La recuperación del lazo social: el amor y los recursos de la historia, en www.elsigma.com.

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Alfonso Ibáñez, refiriéndose en su momento a la sociedad peruana, sostiene que “los

siglos de dominación y penetración colonial e imperialista, han destruido y distorsionado

las distintas manifestaciones de la conciencia social de las clases oprimidas. La

configuración fragmentada de la conciencia popular, compuesta de elementos difusos y

contradictorios, explica en parte la dificultad que encuentran estos sectores para salir de su

aletargamiento histórico, de su conformismo resignado, o de su integración pasiva e

individualista a la lógica de la expansión capitalista, a pesar de sus crecientes

movilizaciones espontáneas ante la crisis económica y las medidas antipopulares del Estado

burgués” (Ibáñez, 1988:54). Esto mismo podríamos decir de la Argentina de los noventa, tal

como lo expusimos en el capítulo 5 de este libro.

Otro factor necesario para la ciudadanía, como construcción histórica y social, es la

participación en la toma de decisiones políticas. Nancy Frazer se refiere a la “paridad en la

participación”, al sostener que “la justicia requiere que todos los miembros de la sociedad

sean considerados como pares; para esto es necesaria una distribución de bienes materiales

que asegure la independencia y la „voz‟ de los participantes y que las pautas culturales de

interpretación y valor aseguren la igualdad de oportunidades y el respeto por todos y todas.

Se enlazan, entonces, la justicia social y económica, la identidad y el reconocimiento, la

distribución y la participación” (Di Marco, 2005:141-142).

Para Di Marco, a menudo la participación queda reducida a alguna instancia formal y la

actividad de los actores frecuentemente consiste en el aporte de algún tipo de trabajo. Es

decir, se confunde participación ciudadana con participación comunitaria. Aquélla,

relaciona las organizaciones sociales con el Estado, toda vez que los ciudadanos participan

como portadores de intereses sociales. Esto implica incorporar diferentes intereses, que

deben coexistir dentro de un pacto social, que simultáneamente reconozca los derechos

universales junto con las particularidades de colectivos y grupos sociales.

En una democracia pluralista, necesariamente hay conflictos de intereses, porque lo

contrario supone que un solo sector impone a toda la sociedad sus propios intereses, lo que

ocurre con los gobiernos autoritarios o con las oligarquías. La diversidad de intereses, en

cambio, construye diversidad de discursos y, en palabras de Nancy Fraser, una “política de

interpretación de las necesidades”. La modificación del discurso dominante “es posible a

partir de la voz que se constituye para hablar públicamente de necesidades y demandar al

Estado por su satisfacción” (Di Marco, 2005:144).

Otra dimensión clave de la ciudadanía es el reconocimiento de las diferencias. Para Iris

Young, la justicia es el tema principal de la filosofía política, pero aquélla no debe centrarse

en el concepto clásico de distribución, sino en los conceptos de dominación y opresión. Este

giro “pone de relieve la importancia de las diferencias de un grupo social en la

estructuración de las relaciones sociales y la opresión…allí donde existen diferencias de

grupo social y algunos grupos son privilegiados mientras otros son oprimidos, la justicia

social requiere reconocer y atender explícitamente a esas diferencias de grupo para socavar

la opresión” (Young, 2000:12)

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El reconocimiento de las diferencias permite hablar de “ciudadanías diferenciadas”, que,

a su vez, permiten “captar las diferencias socioculturales de muchos grupos, enfatizando los

derechos de las comunidades a ser reconocidos por su propia identidad, al mismo tiempo

que por su pertenencia al conjunto social. Así aparecen en escena los derechos de las

mujeres y los de varios colectivos sociales, los niños y las niñas, los ancianos, y otros

colectivos específicos de la población que tradicionalmente han sido postergados y

marginados” (Di Marco, 2005:16)

Finalmente, tenemos que hablar de las relaciones de poder como dimensión relevante de

la ciudadanía. Estas relaciones son las que hacen efectivo y real el ejercicio de la ciudadanía.

Hasta tal punto son definitorias, que Di Marco afirma con gran contundencia que si las

relaciones de poder no se modifican, la ciudadanía se convierte en un discurso retórico. ¿De

qué poder estamos hablando? De poder “decir” y “hacer”. A fines de los años sesenta, en

Estados Unidos, los movimientos sociales de base instalan en la agenda política el concepto

empowerment, que puede traducirse de varias maneras: empoderamiento, dar poder,

apoderar, hacer poderoso, entre otras.

Hablamos de “procesos de empoderamiento”, como desafío a las relaciones de poder

existentes, buscando obtener mayor control sobre las fuentes de poder, autonomía individual,

capacidad de resistencia, organización colectiva y protesta mediante la movilización. Para

Michel Foucault, el poder circula mediante prácticas discursivas y no discursivas, prácticas

sociales, el saber y la verdad (Foucault, 1999).

Para Foucault, el poder no está constituido por formas sino por fuerzas. Mejor dicho, es

una relación de fuerzas. El poder reside en la capacidad de lograr que los demás observen

las conductas deseadas por quien ejerce el poder. Se trata de fuerzas que siempre

interactúan con otras fuerzas. El poder es acción de quien ejerce el poder sobre acciones

actuales o futuras de quienes acatan o resisten el poder. Poder y saber interactúan y ninguno

puede ser sin el otro. Quien ejerce el poder tiene posibilidad de imponer lo que considera

verdad. El poder produce verdades, aunque el poder y la verdad no compartan las mismas

características, ya que uno es del orden de las fuerzas y el otro, de las formas

(Díaz,1998:111-115).

Para Nayla Kabeer, el poder radica en la capacidad de los sujetos para imponer reglas de

juego que proporcionan una idea de consenso y complementariedad, ocultando la forma en

que ese poder funciona, y no sólo en la capacidad de los sujetos para movilizar recursos. No

se trata sólo de recursos materiales, sino de valores, normas, reglas y prácticas sociales. Se

trata, entonces, de ideología. La imposición de reglas de juego se oculta detrás del discurso

ideológico, cuya principal función es justificar y ocultar aquella intención (Kabeer, 1998).

En definitiva, la definición de ciudadanía como “derecho a tener derechos”, propuesta

por Graciela Di Marco, y que nosotros compartimos, implica el derecho a la historicidad

como sujetos sociales, el derecho a poder decir y poder hacer, el derecho a poder participar

en la toma de decisiones políticas, el derecho a la justicia social entendida como

reconocimiento de las diferencias, el derecho a la conciencia social y el derecho a la

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democratización de la democracia. Pero, esto es posible sólo y si se construyen lazos sociales

emancipatorios, capaces de generar sentido y pertenencia a un proyecto colectivo.

6. Hacia un trabajo social emancipador

Hemos intentado desarrollar en este capítulo lo que para nosotros es el núcleo crítico del

trabajo social emancipador. Integran este núcleo, las nociones de sujetos sociales, mundos

de vida, identidades, lazos sociales y ciudadanía. Estas son las cuestiones centrales que

abordan los trabajadores sociales en su praxis profesional. Cualquiera sea el ámbito o el tipo

de praxis que realicen estos profesionales, este núcleo crítico siempre está presente de

alguna manera. Como hemos desarrollado anteriormente, la dimensión político-ideológica

también está siempre presente en este núcleo, por ser constitutiva del trabajo social.

Ahora bien, la praxis profesional de los trabajadores sociales no se da en el vacío, sino en

un determinado contexto histórico, social e institucional, que la atraviesa indefectiblemente.

Pero esta praxis, además, tiene ciertos rasgos constitutivos cuando la adjetivamos y la

nombramos como praxis emancipadora. Entre estos rasgos, destacamos los siguientes:

significación, subjetivación, formación, capacitación, multidimensionalidad, cotidianidad,

interacción, contradicción y conflicto, poder, concientización, popularización del

conocimiento, investigación y percepción aguda de la realidad.

El contexto histórico, social e institucional, es el escenario de la praxis profesional. Este

escenario no está afuera, sino que atraviesa a la propia praxis, a los sujetos de ésta y sus

mundos de vida. Se destaca en este contexto la fragilidad de las instituciones. Éstas tienen

dificultades para cumplir con sus mandatos originarios. Los problemas sociales son de tal

complejidad que desbordan a las instituciones y, además, éstas están fuertemente atravesadas

por la dimensión política-ideológica. El contexto está presente en cada situación que abordan

los trabajadores sociales. Lo macrosocial se materializa en lo microsocial y éste constituye

una condensación de aquél.

Este contexto también genera las condiciones objetivas y subjetivas de los sujetos de la

praxis. Estas condiciones pueden crear sinergia u obstaculizar los procesos de emancipación.

Sin embargo, condicionan pero no determinan a los sujetos, pues éstos siempre mantienen

intacta su capacidad transformadora. Como lo sostiene Giddens (1984), siempre los actores

pueden optar por otros cursos de acción. Más allá de las adversidades, siempre subsiste una

posibilidad de cambio. De lo contrario, caeríamos en un determinismo histórico o lineal que

rechazamos expresamente.

Un trabajo social emancipador implica formar profesionales situados, enraizados,

significados y significantes, subjetivados y subjetivantes. Situados en las improntas de un

tiempo y un lugar determinados, enraizados en un origen o proyecto asociado a un grupo

humano con el cual puedo identificarme en la búsqueda de sentido de mi existencia o de mi

acción, significados por el entramado de significaciones sociales y a su vez significantes en

términos de capacidad para construir significaciones sociales, subjetivados por el entramado

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de relaciones intersubjetivas y a su vez subjetivantes en términos de capacidad para construir

subjetividad en los “otros” con quienes interactúan.

En la praxis emancipadora, la subjetividad de los trabajadores sociales se va configurando

en el juego de una intersubjetividad muy particular que se construye compartiendo el mundo

de vida del otro, la intimidad de la vida cotidiana, las vivencias emocionales, la forma de

estar en el mundo y de relacionarse con los demás, y el modo de ser, de sentir y de actuar. El

ejercicio profesional les permite a los trabajadores sociales, construir con otros sujetos un

tipo de relación que es muy distinta a la que se construye en otras profesiones. Esto deviene

del mundo de lo simbólico, donde las cosas tienen un determinado sentido para los sujetos.

Por otra parte, nuestra propuesta de trabajo social emancipador rescata de la educación

popular varios elementos en común. En efecto, ambos tienen como campo de prácticas

sociales los sectores populares, donde se constata con mayor fuerza las consecuencias de las

políticas públicas y la acción de los sectores dominantes. Ambos tienen también como

finalidad de la acción, la transformación de la realidad, ya que buscan revertir las situaciones

de opresión y de dominación social.

En ambos casos, también hay un acento en la formación y capacitación. La formación

como instancia de reflexión teórica y desarrollo de conciencia crítica en los sujetos sociales,

para poder comprender e interpretar la realidad, mientras que la capacitación como instancia

de adquisición o desarrollo de habilidades o competencias para la acción transformadora de

la realidad. Además, comparten el abordaje de la realidad social desde una perspectiva

multidimensional, el acento en la vida cotidiana y la interacción con los sujetos como

estrategia básica de praxis profesional.

Un aspecto importante para un trabajo social emancipador es considerar, como lo hace la

educación popular, la contradicción y el conflicto como elementos constitutivos de la vida

social y no como anomalías o desvíos. Acá tenemos que remover una concepción

funcionalista y sistémica muy arraigada en el trabajo social, que sostiene el principio de la

normalidad, armonía y funcionalidad de las relaciones sociales y del sistema social,

considerando cualquier conflicto o contradicción como anomalía, desvío o disfuncionalidad

que debe ser corregida o ajustada.

Un trabajo social emancipador implica desarrollar la capacidad de construir conciencia

crítica y organizativa y capacidad de lucha al lado y con los sectores populares. No

podemos proclamar el cambio desde un café o sentados cómodamente en oficinas. Por eso,

rescatamos de la educación popular su compromiso con la acción, la visión dialéctica de la

realidad, la práctica como espacio privilegiado para la reflexión y la acción, el abordaje

integral de los problemas sociales, la coherencia en la formulación de estrategias, la

búsqueda de participación real y, sobre todo, la construcción de poder popular.

Nuestra visión es que el poder se construye, se conquista, no se otorga. En este sentido,

no nos parece adecuado el uso del término empowerment, porque implica que el poder es una

“cosa” que se tiene y se puede dar. “Empoderar” al otro implica, en este sentido,

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subestimarlo, ubicarse en una situación de superioridad y, desde allí, “salvar” al otro, decidir

lo que es mejor para el otro, hacerse cargo del otro.

Por otra parte, la magnitud y complejidad de los problemas sociales, requiere de

trabajadores sociales fuertemente preparados, capacitados y competentes desde el punto de

vista profesional. Esto implica no sólo formación político-ideológica, sino también teórico-

metodológica y fundamentalmente saber el oficio, el cómo hacer las cosas en el terreno.

Sostenemos que aquellos profesionales que, como se dice comúnmente, están “en la

trinchera” de los problemas sociales, deberían ser los más preparados, los más capaces y los

más competentes.

Creemos que es insostenible la posición de aquellos trabajadores sociales que, luego de

recibidos, nunca más leen un libro, ni asisten a congresos ni realizan cursos de actualización,

y menos aún carreras de postgrado. No hay excusas para no seguir formándose o

perfeccionándose. En realidad, escuchamos diariamente miles de excusas que, sin embargo,

no tienen justificación alguna ni pueden sostenerse como postura. A esta forma de hacer

trabajo la hemos denominado mediocre en el primer apartado de este capítulo. Pareciera ser

sólo un problema de actitud personal, pero se trata en realidad de un grave problema de

incompetencia profesional, que compromete a todo el colectivo profesional.

Comúnmente, nadie pondría su vida en manos de un médico que jamás realizó un curso

de actualización ni tiene especialización alguna. Nadie aceptaría, por ejemplo, una

intervención quirúrgica con elementos obsoletos, en comparación con la tecnología láser. Sin

embargo, en el trabajo social esto parece no importar. Pareciera que sólo alcanza con el título

de grado obtenido hace varios años, como única instancia de formación. Es evidente que

estos profesionales ya no están en condiciones de ejercer la profesión y deberían replantearse

seria y responsablemente su situación, en beneficio de la propia sociedad, de los propios

sujetos sociales y de la propia profesión.

De no ser así, tendríamos que hablar de estafadores sociales más que de trabajadores

sociales, porque los sujetos acuden a estos profesionales, como sostiene Karsz (2007),

porque creen que éstos saben de algo, no todo pero algo, y depositan su confianza y sus

esperanzas en estos profesionales y, lo que es peor aun, su futuro queda comprometido, a

veces irreversiblemente, por la praxis de estos trabajadores sociales.

Estamos convencidos que la construcción del colectivo profesional implica participar y

ocupar todos los espacios sociales, políticos e institucionales, de praxis del trabajo social.

Tal es el caso, por ejemplo, de los colegios y asociaciones profesionales, que son espacios

estratégicos de lucha y construcción de poder. Cuanto mayor es la participación y la

presencia del colectivo profesional en la sociedad, mayor es el reconocimiento del trabajo

social como profesión y mayor es el capital simbólico acumulado. Lo contrario, implica un

proceso de empobrecimiento e invisibilización de la profesión, difícil de justificar y sostener.

Un importante componente de la praxis emancipadora del trabajo social es la

investigación. Es una actitud profesional de no ceder y obstinarse en la cuestión de los

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porqués, tener más dudas que certezas y reconocer que nunca se está lo suficientemente

formado para abordar la multiplicidad y complejidad de los problemas sociales. Requiere,

por lo tanto, una actitud de repreguntarse permanentemente.

En este sentido, hay que ligar la investigación científica con las necesidades y problemas

reales, para que la pertinencia social no sea sólo una frase que se coloca en los proyectos,

sino una verdadera mirada de la realidad social. Un trabajo social emancipador implica un

proceso de popularización del conocimiento científico. Es necesario construir puentes que

conecten el conocimiento popular con el conocimiento científico y viceversa. Esta es una

tarea política, no técnica ni tecnocrática, ya que se trata de percibir las necesidades y los

problemas reales del pueblo y ser capaces de estudiar y formular alternativas.

Un trabajo social emancipador implica formar profesionales con percepción aguda de la

realidad. Esto significa, trabajadores sociales capaces de ver lo invisible y escuchar lo

inaudible. Esta capacidad de percepción no es algo innato, sino que se construye con

formación, capacitación y quehacer profesional. Es parte del oficio de trabajadores sociales.

Esto implica dejarse interpelar por la realidad y, a su vez, interpelarla en un doble juego

dialéctico. Implica desnaturalizar y deconstruir la realidad, encontrar sus sentidos, descubrir

e interpretar las reglas de juego del poder. Implica leer entre líneas los discursos

hegemónicos, lo no dicho.

Un trabajo social emancipador implica, en definitiva, poner el acento en la dimensión

político-ideológica, ir más allá de un trabajo social crítico y, no sólo poder cuestionar el

orden o el discurso dominante, sino –además- poder asumir un compromiso concreto de

transformación de la realidad. No se trata de la gran transformación revolucionaria ni de la

lucha de clases, sino de la posibilidad concreta de que las cosas sean de otra manera, de

construir nuevas identidades, de resignificar el mundo de vida de los sujetos, de construir

lazos sociales menos desiguales y más democráticos, en fin, de construir el derecho a tener

derechos (Di Marco, 2005).

En esta transformación cotidiana de la realidad, se gestan los grandes cambios sociales.

En estos microespacios sociales se gestan los grandes proyectos, los liderazgos políticos, los

movimientos sociales, las ideologías y las representaciones sociales. Por estos microespacios

sociales circula el poder y el saber (Foucault, 1999) y se construye el entramado de

significaciones sociales. Es en estos microespacios sociales en donde los trabajadores

sociales pueden, real y efectivamente, llevar a cabo una praxis transformadora que genere las

condiciones para la emancipación.

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CONCLUSIÓN

Hemos intentado hacer un modesto aporte al trabajo social, al maravilloso mundo de

praxis transdisciplinar que denominamos trabajo social. Lo hicimos como pudimos, desde

nuestra más profunda convicción. Pusimos pasión en cada palabra, en cada frase, en cada

capítulo. Dedicamos años de nuestras vidas a escribir este libro y deseamos sinceramente

que sirva para algo o, quizás, para mucho. No pretendemos que compartan todos nuestros

puntos de vista o parte de ellos, porque sabemos que somos diferentes y no tenemos porqué

pensar de igual manera. Lo que sí pretendemos es interpelar profundamente la forma en que

se ha venido pensando y haciendo trabajo social en Argentina.

Cuando comenzamos a pensar en escribir este libro, nos parecía una utopía, en el sentido

más estricto de algo inalcanzable. Luego, se fue convirtiendo en un sueño y, finalmente, hoy

se ha transformado en una realidad. Así son también los procesos sociales, las historias de

vida de los sujetos, los proyectos colectivos. Al comienzo, parecen inalcanzables, luego, con

el esfuerzo, la insistencia, la militancia, la convicción y la pasión, se vuelven realidades. Esto

mismo deseamos profundamente para el trabajo social. Todo es posible, en la medida que

nos propongamos transformarlo.

Hemos intentado demostrar a lo largo del libro, la imbricación mutua entre la dimensión

política y la dimensión ideológica y cómo ambas son constitutivas del trabajo social. Nos

hemos referido también al momento histórico que nos toca vivir, plagado de incertidumbre,

incredulidad y desesperanza, y a su devenir contingente y efímero. Planteamos la cuestión

social como cuestión política y su relación no sólo con la ecuación capital-trabajo, sino con

muchos otros componentes que nos hablan de un orden político, económico y social,

profundamente marcado por la injusticia y la desigualdad.

De igual manera, nos hemos referido a algunas representaciones de sujetos sociales

construidas desde las políticas sociales, con el fin de mostrar cómo desde el poder político se

configuran determinadas identidades sociales. Mostramos asimismo la cara más cruda del

neoliberalismo y su impacto profundo en las relaciones sociales, más allá de la década de los

noventa. Nos hemos referido a la gran contradicción de la democracia en Argentina,

expresada en un proceso de acumulación económica con creciente desigualdad social. Sin

embargo, al mismo tiempo, planteamos la esperanza que genera la idea de un nuevo proyecto

de país que comenzó a construirse el 25 de Mayo de 2003.

Por último, formulamos nuestra propuesta de trabajo social emancipador, fundamentando

la misma en una concepción de trabajo social y en una determinada forma de hacer trabajo

social. Desarrollamos lo que para nosotros constituye un núcleo crítico de cuestiones que

abordan los trabajadores sociales en toda praxis profesional, como asimismo los rasgos

constitutivos de una praxis que hemos adjetivado como emancipadora. En esta propuesta

hemos sintetizado lo que para nosotros constituye la dimensión político-ideológica del

trabajo social.

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Somos concientes de las dificultades que implica el giro hacia una nueva concepción del

trabajo social, pero estamos convenidos que es posible y, sobre todo, que hay una urgencia

política en hacerlo. Observamos que están dadas las condiciones para este cambio, pero

sobre todo, vemos ante nosotros la oportunidad histórica de hacerlo, ya que el trabajo social,

en Argentina al menos, se encuentra en un estadio de reflexión, de debate y de búsqueda de

nuevos sentidos para la profesión.

Creemos que el trabajo social tiene mucho que aportar a este nuevo proyecto de país en

construcción. Esta es otra oportunidad histórica que antes no la tuvo o al menos no en este

sentido. El trabajo social se merece esta oportunidad, para dejar atrás un pasado

estigmatizante en muchos aspectos, que no le favoreció y, por el contrario, frenó su

desarrollo y marcó profundamente su trayectoria. Pero también se merece esta oportunidad,

para continuar con el proyecto político-ideológico, desmantelado a sangre y fuego por las

dictaduras cívico-militares.

El trabajo social tiene mucho para decir. Sin embargo, por mucho tiempo habló por otras

voces. Creemos que es hora que tenga su propio lugar y su propia voz en el mundo y en el

concierto de voces de las ciencias sociales. Ya no puede seguir hablando desde la medicina,

la sociología o la psicología, es hora de construir un lenguaje propio, significados propios,

categorías propias. En el diálogo con las otras disciplinas, el trabajo social debe hacerse

escuchar. La transdisciplinariedad debe construirse desde la diferencia, no desde la

homogeneidad.

La disputa por el lenguaje, los símbolos y los espacios, es una disputa absolutamente

política e ideológica. Creemos que el trabajo social ha entrado en esta disputa, buscando su

propio espacio, su propio lenguaje y sus propios símbolos. En este sentido, creemos que el

trabajo social, por fuera de esta dimensión político-ideológica, es sólo farsa, entelequia y sin

sentido.

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