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1 LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN 1. La crisis de 1808. La Guerra de la Independencia y los comienzos de la revolución liberal En 1808 una serie de circunstancias crearon una coyuntura favorable para que un amplio sector del país se comprometiera en la lucha por el poder. Tras ello se encontraba una monarquía desprestigiada, el agotamiento del reformismo canalizado por el despotismo ilustrado, la quiebra financiera del Estado y el impacto de la invasión napoleónica, último episodio del efecto sobre España del proceso revolucionario francés. Napoleón, interesado en la alianza española, especialmente por su Armada, empujó a la monarquía a la guerra contra Inglaterra. El trágico resultado sería la derrota de Trafalgar (21 de octubre de 1805), principio del fin del imperio napoleónico pero también del español en América, así como de su Armada. La derrota supuso el definitivo desprestigio de Godoy. Debilitado políticamente, se convirtió en rehén de Napoleón así como en víctima de la creciente oposición interna, esbozada en torno al llamado “partido fernandino”. Resultado de lo primero fue la conclusión del Tratado de Fontainebleau (octubre de 1807) que permitía a Francia introducir tropas en territorio español con la intención de forzar a Portugal a adherirse al Bloqueo Continental. Fruto de lo segundo fue la puesta en marcha de la Conspiración de El Escorial por los fernandinos con la intención de lograr la caída de Godoy y que éste, a través de su servicio de inteligencia, pudo desbaratar. No obstante, la debilidad mostrada por Carlos IV con los conspiradores vino a aumentar la debilidad política de Godoy a la vez que aumentar la popularidad del Príncipe de Asturias, D. Fernando. Iniciado 1808, la inestabilidad política fue creciendo al ritmo que la presencia militar francesa en la península. En estas circunstancias, la familia real se retiró a Aranjuez (lo que facilitaría, si fuera necesario, su huida a América). Este hecho fue aprovechado por los fernandinos para orquestar, con éxito esta vez, su golpe. Como consecuencia del Motín de Aranjuez (17-19 de marzo de 1808) Godoy fue exonerado y Carlos IV abdicó en la persona de su hijo, ahora ya Fernando VII. Todo ello resulta insólito. El rey cesante escribió de inmediato a Napoleón explicando la abdicación como fruto de la coacción y poniéndose bajo su amparo. Con ello, otorgaba al emperador francés una razón más para intervenir en España. Napoleón, muy ambiguo, empezó a esgrimir la baza que tanto necesitaba el nuevo rey, su reconocimiento como tal por Francia. Mientras acariciaba ya una nueva fórmula política para los españoles: al creer inviable el restablecimiento de Carlos IV y no desear reconocer a Fernando, decidió el reemplazo de los Borbones por su propia familia. Fernando VII llegó a Madrid, bajo el entusiasmo popular, el 24 de marzo. Se iniciaba su efímero “primer reinado”. De inmediato, Napoleón puso en marcha la intriga política que, con el señuelo del reconocimiento, terminaría llevando a Fernando a Francia. Allí, en Bayona, el emperador galo reunió a la familia real española y a Godoy poniendo en marcha las abdicaciones de Bayona; coaccionado, Fernando, lejos de ser reconocido, hubo de abdicar en su padre quien, a su vez, lo hizo en Napoleón. Por último, éste cedió los derechos a su hermano mayor, José.

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LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN

1. La crisis de 1808. La Guerra de la Independencia y los comienzos de la revolución liberal En 1808 una serie de circunstancias crearon una coyuntura favorable para que un amplio sector del país se comprometiera en la lucha por el poder. Tras ello se encontraba una monarquía desprestigiada, el agotamiento del reformismo canalizado por el despotismo ilustrado, la quiebra financiera del Estado y el impacto de la invasión napoleónica, último episodio del efecto sobre España del proceso revolucionario francés. Napoleón, interesado en la alianza española, especialmente por su Armada, empujó a la monarquía a la guerra contra Inglaterra. El trágico resultado sería la derrota de Trafalgar (21 de octubre de 1805), principio del fin del imperio napoleónico pero también del español en América, así como de su Armada. La derrota supuso el definitivo desprestigio de Godoy. Debilitado políticamente, se convirtió en rehén de Napoleón así como en víctima de la creciente oposición interna, esbozada en torno al llamado “partido fernandino”. Resultado de lo primero fue la conclusión del Tratado de Fontainebleau (octubre de 1807) que permitía a Francia introducir tropas en territorio español con la intención de forzar a Portugal a adherirse al Bloqueo Continental. Fruto de lo segundo fue la puesta en marcha de la Conspiración de El Escorial por los fernandinos con la intención de lograr la caída de Godoy y que éste, a través de su servicio de inteligencia, pudo desbaratar. No obstante, la debilidad mostrada por Carlos IV con los conspiradores vino a aumentar la debilidad política de Godoy a la vez que aumentar la popularidad del Príncipe de Asturias, D. Fernando. Iniciado 1808, la inestabilidad política fue creciendo al ritmo que la presencia militar francesa en la península. En estas circunstancias, la familia real se retiró a Aranjuez (lo que facilitaría, si fuera necesario, su huida a América). Este hecho fue aprovechado por los fernandinos para orquestar, con éxito esta vez, su golpe. Como consecuencia del Motín de Aranjuez (17-19 de marzo de 1808) Godoy fue exonerado y Carlos IV abdicó en la persona de su hijo, ahora ya Fernando VII. Todo ello resulta insólito. El rey cesante escribió de inmediato a Napoleón explicando la abdicación como fruto de la coacción y poniéndose bajo su amparo. Con ello, otorgaba al emperador francés una razón más para intervenir en España. Napoleón, muy ambiguo, empezó a esgrimir la baza que tanto necesitaba el nuevo rey, su reconocimiento como tal por Francia. Mientras acariciaba ya una nueva fórmula política para los españoles: al creer inviable el restablecimiento de Carlos IV y no desear reconocer a Fernando, decidió el reemplazo de los Borbones por su propia familia. Fernando VII llegó a Madrid, bajo el entusiasmo popular, el 24 de marzo. Se iniciaba su efímero “primer reinado”. De inmediato, Napoleón puso en marcha la intriga política que, con el señuelo del reconocimiento, terminaría llevando a Fernando a Francia. Allí, en Bayona, el emperador galo reunió a la familia real española y a Godoy poniendo en marcha las abdicaciones de Bayona; coaccionado, Fernando, lejos de ser reconocido, hubo de abdicar en su padre quien, a su vez, lo hizo en Napoleón. Por último, éste cedió los derechos a su hermano mayor, José.

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Entretanto, en España, la tensión entre la población y el ejército invasor iba en aumento. La salida del palacio real de los últimos miembros de la familia real desencadenó el alzamiento del 2 de mayo. Elementos populares se enfrentaron con los soldados franceses. La Junta de Gobierno, depositaria de la soberanía en ausencia del rey, emitió un bando exhortando a la población al cese de toda acción violenta. No obstante, la población alzada buscó armas y el apoyo en los cuarteles. En el Parque de Monteleón algunos oficiales (Daoiz, Velarde) suministraron armas y se unieron a los sublevados, acto de insumisión del que nace la dimensión de revolución política del proceso. A pesar de ello, el ejército francés ahogó la protesta, a la que siguió una brutal represión inmortalizada por la pintura de Goya. El 2 de mayo marcó un auténtico desgarro nacional, obligando a posicionamientos incómodos, donde la sociedad española se fragmenta. La inmediata Guerra de la Independencia fue también, tristemente, una guerra civil no declarada. Tras el 2 de mayo, el país se encuentra ante una curiosa situación: la legalidad (en virtud de las abdicaciones) ha recaído en el invasor; las instituciones así lo acatan. Por otro lado, después del alzamiento madrileño, los sublevados patriotas en otras ciudades necesitan irse configurando. Nacen así, paralelamente, la España afrancesada y la España patriota. Para cimentar la España afrancesada, Napoleón convocó una reunión de notables españoles en Bayona que terminaron por aceptar un documento, el Estatuto de Bayona, punto de partida de la España bonapartista al que la guerra no permitiría su aplicación. Con José, al llegar a España, colaborarían un grupo de españoles, los denominados “afrancesados”, largo tiempo tildados como traidores pero que en realidad no son sino patriotas que vieron en esta opción la mejor solución para el futuro del país. Sobre esta base, el reinado de José I pretendió ser nacional. Al propio monarca no le faltaban virtudes pero dos cuestiones reducirían sus buenas intenciones a la nada: el permanente estado de guerra y la imposibilidad de sustraerse a los dictados de su hermano. Tras los sucesos del 2 de mayo en Madrid llegaron las noticias a la cercana localidad de Móstoles. De la reunión de su ayuntamiento surgió una declaración de guerra insólita, que mediante una circular, se dio a conocer al resto del país con rapidez y eficacia. Ello derivaría en la rápida aparición de las juntas locales. Unas tres semanas después del 2 de mayo se produjeron los primeros levantamientos en las provincias. Salvo en Cataluña, la mayoría fueron urbanos y en la periferia. Ninguna de las ciudades insurgentes estaba ocupada (a diferencia de lo que había ocurrido en Madrid). Cataluña sería la primera en constituir una junta regional (18 de junio). A finales de mes se habían formado trece juntas con dirección colegiada. De la antigua administración ya no quedaba rastro. Iniciada la guerra y tras el éxito militar en Bailén, se constituyó en Aranjuez (25 de septiembre) la Junta Suprema Central y Gubernativa del Reino, bajo la presidencia del conde de Floridablanca. Ella habría de hacer frente a las necesidades del bando patriota para afrontar la guerra. En enero de 1809 se integraron en ella las juntas constituidas en Sudamérica. Tras la llegada de Napoleón a la península, la Junta hubo de replegarse a Sevilla. Finalmente, ya en tierras gaditanas, sus integrantes dimitirían, nombrando una Regencia, compuesta por cinco miembros (24 de enero de 1810). Ellos tendrían que organizar las Cortes, que la Junta había convocado. Al iniciarse la guerra, los franceses disponían de unos ciento diez mil hombres en España, al mando de Murat, a los que se sumarían otros cincuenta mil en agosto. Los españoles disponían de unos cien mil. Napoleón aspiraba a ocupar el territorio peninsular aun a costa de dividir sus fuerzas. Esta plan tendría consecuencias nefastas para sus promotores.

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La Guerra de la Independencia suele dividirse en tres etapas: una primera, de mayo a noviembre de 1808; la segunda, de neto predominio francés, entre finales de 1808 y la primavera de 1812 y, por último, una tercera presidida por el paulatino repliegue francés, desde 1812 hasta finales de 1813-comienzos de 1814.

a) Sorprendido por los levantamientos en España y con su plan a medio aplicar, el principal afán de Napoleón al comienzo del conflicto sería asegurar la comunicación entre Madrid y la frontera francesa, lo que aseguro Bessieres con su triunfo sobre Cuesta y Blake en Medina de Rioseco (14 de julio). No obstante, los franceses fracasaron en su intento de ocupar Zaragoza y Valencia. Ante estos contratiempos, un cuerpo de ejército francés avanzó desde Madrid con la intención de ocupar Andalucía. Allí, Dupont, tras saquear Córdoba, fue vencido por el ejército de Castaños en Bailén (19 de julio), victoria de notable resonancia tanto interior como exterior. En la península, obligó a los franceses a evacuar Madrid (lo que permitiría, como hemos señalado, la constitución de la Junta Suprema, dando, además, un tiempo preciso para la conformación del bando patriota). En el exterior, espoleó a otros pueblos a volver a la lucha contra Napoleón (en lo que sería la V Coalición antifrancesa). En resumen, convenció al emperador galo del absoluto fracaso de su plan inicial.

b) En noviembre de 1808 Napoleón se presentó en España con otros doscientos

cincuenta mil hombres. En consecuencia, el manifiesto desequilibrio de fuerzas conformaría a esta etapa del conflicto como la de neto predominio francés. Napoleón se adentró en dirección a Madrid derrotando al general San Juan en Somosierra (30 de noviembre). El 4 de diciembre Madrid capituló. Se produjo una fuerte decepción tras las ilusiones, algo ingenuas, producidas por el sorprendente éxito de Bailén. Ese mismo mes capitulaba también, tras su heroica resistencia, Zaragoza. Entretanto, Napoleón marchó hacia el Noroeste tratando de expulsar a los británicos que, al mando de Moore, habían entrado en la meseta. El emperador hubo de abandonar la persecución y regresar rápidamente a París. Al final, Soult, al mando del ejército galo, obligó a los ingleses a evacuar Galicia.

El bando patriota empezó a acumular reveses uno tras otro: la batalla de Medellín (marzo de 1809), la rendición de Gerona (diciembre de 1809) y, sobre todo, el descalabro de Ocaña (19 de noviembre de 1809). En pocos meses, Andalucía fue ocupada quedando como único reducto patriota Cádiz, abastecida por la Armada británica. Más tarde, Suchet ocupó el Levante y entró en Valencia.

Ante los fracasos se fue extendiendo la “guerra revolucionaria” encarnada en la acción guerrillera. No cabía ya otra forma de resistencia. Las autoridades alentaban el procedimiento a la vez que lo temían. Se habla de hasta unos cincuenta o cincuenta y cinco mil guerrilleros. En ocasiones su conducta resulta extremadamente cruel pero no había alternativa. A la postre, Napoleón reconocería su importancia al aludir a la “úlcera” española que fue desgastando la capacidad del ejército invasor.

c) 1812 sería el año de la hambruna en la península. En medio de la guerra,la lucha por

los víveres se hizo desesperada. También sería el año de la campaña napoleónica sobre Rusia. Napoleón hubo de detraer tropas de la península para preparar su ofensiva en el Este. Ello fue aprovechado por los anglohispanos: el 22 de julio de 1812, Wellintong venció a Marmont en Los Arapiles (Salamanca). A partir de entonces, el ejército francés inicia un lento pero inexorable repliegue, agravado con el desastre de la campaña de Rusia, que aceleraría el proceso. La victoria definitiva se produciría en Vitoria (21 de junio de 1813). En diciembre, Napoleón liberó a Fernando y firmó con él el Tratado de Valençay (11 de diciembre de 1813):las tropas galas se retiraban de la península y Fernando era reconocido como rey de España. A pesar de que algunas partidas penetraron en territorio francés, no llevaron la guerra al Sur de Francia. La Guerra de la Independencia había terminado. El conflicto le costó a España unas trescientas mil vidas (entre muertos y no nacidos), a la vez que una extraordinaria destrucción material. El Estado se

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encontraba en absoluta quiebra financiera. Unida con la crisis de comienzos de siglo, la guerra provocó la pérdida de cerca de un ocho por ciento de la población existente en 1800. La destrucción era el fruto de una guerra que había vivido de la guerra.

2. Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812

Tras la formación de la Regencia, la cuestión principal por resolver era la convocatoria de Cortes, reunidas, finalmente, el 24 de septiembre de 1810. Pronto las circunstancias concurrentes plantearon dificultades, como la de determinar la forma en que había de reunirse. Ante la imposibilidad de hacerlo por estamentos se decidió hacerlo en un solo brazo. También hubo que resolver cómo elegir a los diputados dada la situación de guerra: se decidió elegir suplentes (decreto de elección de suplentes, 8 de septiembre de 1810) entre los españoles de los territorios ocupados por los franceses refugiados en Cádiz. Algunos de estos suplentes serían sustituidos a lo largo de la reunión de las Cortes al incorporarse los titulares. Cádiz era un lugar idóneo para la reunión. Era, con el auxilio británico, prácticamente inexpugnable. Pero, además, Cádiz había sido, durante el siglo XVIII, el puerto encargado de gestionar el monopolio indiano. Allí se había fraguado un emporio cosmopolita, con un muy activo núcleo burgués y una numerosa colonia extranjera. Este ambiente favoreció la reunión de las Cortes y le aportó un sesgo ideológico inalcanzable en ningún otro lugar de la península en aquel momento. A la sesión inaugural, en la Isla de León, asistieron noventa y cinco diputados, de los que más de la mitad eran suplentes. Resulta complejo establecer una clasificación de los mismos atendiendo a sus categorías socio-profesionales. Sí puede constatarse un elevado número de eclesiásticos (en torno a un tercio), abogados, militares, algunos nobles o comerciantes. Destaca la ausencia de artesanos o campesinos. Es decir, es notorio el predominio de las clases medias urbanas. Ideológicamente, pronto fue esbozándose una notoria fractura entre absolutistas (calificados como “serviles”) y liberales. Debe también resaltarse el papel desempeñado por la personalidad de los líderes. Pecarían –sobre todo los liberales, grupo protagonista en las reuniones- de un exceso de teorización. En opinión de Blanco White, “han querido hacerlo todo por un sistema abstracto”. La tarea realizada resultó ingente: se celebraron un total de 1.810 sesiones (entre la Isla de León y el Oratorio de San Felipe, en Cádiz, desde febrero de 1811). Todo el trabajo se desarrolló con el conocimiento de un rey (en cuyo nombre, no lo olvidemos, se hacía todo) poco fiable. Resuelta la cuestión de la soberanía el debate político más intenso, que marca ya los dos grandes ámbitos ideológicos, fue el de la libertad de imprenta. El texto constitucional empezó a debatirse en marzo de 1811 por una comisión, presidida por Muñoz Torrero, con tres diputados americanos y diez peninsulares. Ranz Romanillos redactó el proyecto, que empezó a discutirse en agosto. El texto sería finalmente promulgado el 19 de marzo de 1812. Así cobraba vida la Constitución de Cádiz, popularmente conocida como “la Pepa”. Consta el texto constitucional de 384 artículos (es el más largo de nuestra historia) con un discurso preliminar y diez títulos. Es el fruto de un compromiso, decantado en beneficio de las posiciones liberales pero no sin importantes concesiones. Se define a la nación como la “reunión” de los “españoles de ambos hemisferios”. El artículo 3 consagra la soberanía nacional lo que encuentra su contrapeso en el artículo 12, en el que se proclama la condición confesional del Estado. El sistema político diseñado es una monarquía parlamentaria, con una estricta división de poderes. Las Cortes, encarnación del poder legislativo como asamblea nacional unicameral, goza de poderes muy amplios. El monarca dirige el poder

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ejecutivo y la administración. También interviene en la actividad legislativa mediante la iniciativa y el derecho de veto suspensivo. Por último, el poder judicial reside, en exclusiva, en los tribunales de justicia. El sistema electoral establecido es universal e indirecto para mayores de 25 años. La impronta liberal del texto es reconocible en la amplia serie de derechos y libertades reconocidos: sufragio, imprenta, abolición del tormento, enseñanza… Pronto el texto se convirtió en una especie de símbolo que daría paso al mito. Y sin embargo, su vigencia sería muy breve. En cierto modo, su carácter efímero vino determinado, entre otros factores, por su racionalismo utopista y su excesiva teorización, muy alejadas del horizonte mental de la mayoría de los españoles de entonces. En esencia, guarda cierto paralelo con el Estatuto de Bayona y alcanzaría una notable repercusión exterior sirviendo de modelo a documentos similares, en especial durante el proceso de la emancipación de las repúblicas sudamericanas. Junto a la constitución se aprobaron una serie de leyes, una legislación complementaria que, junto con aquella, sentaba las bases de una nueva realidad política, social y económica para el país: entre ellas destaca la ley de señoríos, con la abolición del régimen señorial; la prohibición de las pruebas de nobleza; las medidas desamortizadoras o la supresión del Santo Oficio (medidas ambas que provocaron el rechazo eclesiástico). En materia económica, se procuró eliminar todo obstáculo al desarrollo económico: libertad de contratación, supresión de los gremios. También se intentó establecer un sistema de contribución directa que no prosperó. En septiembre de 1813 las Cortes se disolvieron. Cuando volvieron a reunirse en Madrid (enero de 1814) la mayoría liberal se había reducido notablemente. Tras su liberación y la firma del Tratado de Valençay, Fernando VII volvía a dominar el panorama español pero no se precipitaría en tomar decisiones. Pronto empezó a ser consciente de que sus intenciones involucionistas contaban con numerosos partidarios. Ello no escapaba al conocimiento de los liberales. Apenas cruzada la frontera (marzo de 1814) el rey va percibiendo el entusiasmo popular. Pronto se le revela el malestar de buena parte de la cúpula militar con la obra de Cádiz. Todo ello se va intensificando a su llegada a Valencia. En la ciudad levantina recibe el Manifiesto de los Persas, proclama de corte constitucional firmada por 69 diputados. Es aquí donde se encuentra la base teórica que consagraría el inminente decreto de Valencia. El rey, por otra parte, pulsó también el apoyo de la jerarquía eclesiástica (enfrentada con el régimen constitucional por la cuestión desamortizadora). A la postre, el monarca enseñó sus cartas, firmando (4 de mayo de 1814), el Decreto de Valencia: en virtud del mismo, la Constitución de Cádiz es abolida como toda la legislación complementaria aprobada por las Cortes, así como se establecen penas sumarísimas para quien intente sostenerlas. En términos políticos, con la nueva correlación de fuerzas, la involución política era factible pero ¿lo era en términos materiales, en un país arruinado y destruido por la guerra? Los años posteriores desvelarían la respuesta.

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3. Fernando VII: absolutismo y liberalismo

Se inicia en 1814 el “segundo reinado” de Fernando VII que se prolongaría hasta su muerte en 1833. Se suele clasificar, atendiendo a un criterio ideológico que manifiesta el carácter sinuoso del reinado, en tres etapas:

- Sexenio absolutista (1814-1820) - Trienio liberal (1820-1823) - Década absolutista u “ominosa” (1823-1833)

Sexenio absolutista En virtud del Decreto de Valencia la monarquía se retrotraía a 1808. Inmediatamente se puso en marcha la feroz represión reaccionaria, tanto por parte de las autoridades como de incontrolados. A este persecución de los liberales se unió la expatriación de los afrancesados. El Sexenio habría de encarar dos grandes dificultades: la fractura civil producida en la sociedad por razones ideológicas y los intentos de reconstrucción de la economía en un país asolado por la guerra. En su conjunto se trataba de una tarea imposible que explica lo efímero de los gobiernos y sobre todo la volatilidad en la secretaría de Hacienda. Ello permite entender que conservar las colonias sudamericanas se convirtiera en obsesión. En 1816 fue nombrado secretario de estado de Hacienda Martín de Garay. Su intento de reforma se centró en incrementar la presión fiscal de forma ordenada pero en medio de una economía desajustada, con una fuerte contracción del consumo que dificultaría la recuperación industrial y comercial. El hundimiento de las expectativas iría produciendo un creciente descontento, fomentado por la oposición liberal. Una parte del antiguo colectivo guerrillero que había hecho la guerra a los franceses se vio afectado por la drástica reducción del ejército iniciada en 1814. Su fuerte malestar les empujaría hacia el liberalismo. La necesidad de ir articulando un mercado nacional ante la más que probable emancipación americana, fue alejando también a los sectores burgueses del régimen. Los diversos pronunciamientos del Sexenio responden a una tipología muy similar. Son movimientos encabezados por militares de graduación intermedia con fines políticos, aunque sin un apoyo popular sustancial. En estas circunstancias, el fracaso resultaría sistemático: Espoz y Mina (1814), Díaz Porlier (1815), la conspiración del “Triángulo” (1816), Lacy (1817). El resultado era siempre el mismo pero la reincidencia alude a un malestar latente y creciente que emergería con más éxito en 1820. El precipitante vendría propiciado por el envío de tropas a América en medio de grandes penurias financieras y logísticas (España carecía de armada). Las tropas acantonadas, mal alimentadas, enfermas y sin cobrar escucharon las voces conspirativas de los elementos masones y liberales. El 1 de enero de 1820, el teniente coronel Rafael de Riego se pronunció en Las Cabezas de San Juan (Sevilla) a favor de la Constitución de 1812. Se iniciaba una pintoresca peripecia: Riego y sus hombres recorrerían Andalucía sin conseguir apoyos significativos pero la autoridad gubernamental tampoco supo atajar el movimiento en lo que resulta un sorprendente equilibrio de incapacidades. En los últimos días de febrero, diversas guarniciones secundaron a Riego. El rey dudó y, al final se decidió a acatar la Constitución (Manifiesto Regio, 7 de marzo de 1820). Los objetivos de 1814, es decir, adaptarse a la realidad sin alterar los principios del Antiguo Régimen y aumentar el erario público sin mermar los intereses de los estamentos privilegiados, eran imposibles en una época que seguía siendo, para España, de guerra.

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Trienio liberal En el Trienio, por primera vez, las reformas liberales iban a aplicarse ¿servirían para encauzar el rumbo del país? ¿Las secundarían los españoles? A las dificultades preexistentes se añaden ahora otras: la división entre los liberales, la tensa relación entre los gobiernos y el monarca, o la imposibilidad de aplicar el texto constitucional. La constitución de un gobierno liberal moderado (presidido por Argüelles) generó tensiones en el liberalismo exaltado. En este ambiente aparecerían las sociedades patrióticas, especie de clubes de propagación del liberalismo. También resulta destacable la actividad de las sociedades secretas, como la masonería o los carbonarios. Como mecanismo de defensa del régimen se organizó la Milicia Nacional, dominada por el liberalismo exaltado. A partir de agosto de 1820 empezó a funcionar la acción legislativa de las Cortes: supresión de mayorazgos, reducción del diezmo a la mitad, supresión de las órdenes monacales y reforma de las regulares, supresión de la Compañía de Jesús… Al abrir la segunda legislatura, con su censura al gobierno en el discurso de apertura, Fernando VII iniciaba su sordo enfrentamiento con el régimen liberal: aprovechando su prerrogativa de veto suspensivo, bloquearía sistemáticamente la iniciativa legislativa del parlamento. A comienzos de 1822 fue aumentando la impopularidad del gobierno y la inestabilidad sociopolítica. La brecha entre los propios liberales empezaba a hacerse insalvable. El triunfo exaltado en las elecciones determinó el levantamiento realista (julio, 1822). La Milicia Nacional conseguiría desbaratarlo. Desde entonces el rey inicia sus gestiones para lograr de la Santa Alianza una intervención militar en España. En paralelo con estos movimientos empiezan a aparecer partidas absolutistas. Una de ellas daría origen a la Regencia de Urgell, basada en la idea del “secuestro” por los liberales del rey. Se va con todo ello configurando el perfil del realista apostólico, con apoyo entre sectores del campesinado propietario, precedente embrionario del ulterior carlismo. No obstante, el desenlace del Trienio llegaría de Europa. En el Congreso de Verona (octubre de 1822), Alejandro I de Rusia apoyó acceder a las solicitudes de Fernando VII, a pesar de las reticencias inglesas. Los embajadores, para presionar al gobierno liberal, abandonaron España. En abril de 1823, el duque de Angulema, con unos noventa y cinco mil hombres (los “Cien Mil Hijos de San Luis”) entró en España. Gobierno y rey evacuaron Madrid en dirección al sur, a Sevilla y después a Cádiz. Finalmente, el rey fue “liberado” por el ejército francés, reuniéndose con Angulema en El Puerto de Santa María. Allí emitió el 1 de octubre de 1823 el Decreto de El Puerto de Santa María con el que ponía fin al régimen constitucional y a la experiencia del Trienio. Década absolutista u “ominosa” Con la nueva legalidad se volvía, aparentemente, a la situación de 1814, pero, poco a poco, el realismo iría asumiendo un cierto reformismo tendente a una moderada liberalización (conscientes del fracaso del Sexenio). A pesar de ello, de momento y como en 1814, se produjo una intensa represión. Consciente de su inseguridad, el rey pidió el mantenimiento de las tropas invasoras. La evacuación definitiva se produciría en septiembre de 1828. La represión se canaliza a través de las llamadas “Comisiones Militares” o “Juntas de Fe”. Los absolutistas deseaban, para vertebrar la

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represión, emplear a la Inquisición, pero el rey se vio obligado por los europeos a no restablecer al Santo Oficio. El exilio liberal se concentraría en Londres y en algunas ciudades francesas. Los que no pudieron escapar, se convirtieron en mártires de la causa liberal: Riego, el Empecinado… El problema económico, lejos de solucionarse, se agravaba día a día. Era evidente, al menos en este tema, la imposibilidad de volver a 1814. Desde diciembre de 1823, Luis López Ballesteros sería situado al frente de la Hacienda real (cargo que ocuparía durante nueve años). Sus medidas alargarían unos años la vida del Antiguo Régimen. Intentaría ajustar los gastos a los escasos ingresos. En 1828 puso en marcha el primer presupuesto de la historia de la Hacienda española. Más tarde, intentó desarrollar la generación de riqueza con la creación del Ministerio de Fomento (desde 1823 las antiguas secretarías fueron sustituidas por los ministerios, instituyéndose, hasta la actualidad, el Consejo de Ministros). Algunos de los resultados de sus medidas, filoliberales, empezarían a dar fruto después de 1833. En cualquier caso, no pudo contener el crecimiento del déficit debido a la desproporción de la deuda pública. Todas estas medidas despertaron las sospechas del absolutismo ultra. En Cataluña se fue concentrando apoyo en torno al infante D. Carlos. Los ultras pusieron en marcha un movimiento, la llamada “guerra de los agraviados”, abortado por la visita del rey al Principado, aunque el descontento de estos sectores no desapareció. Entretanto, los liberales siguieron acariciando las posibilidades de su utopía insurreccional. Pensaban ingenuamente (haciendo una interpretación incorrecta de lo ocurrido en 1820) que un alzamiento militar a favor del liberalismo desencadenaría el alzamiento popular. Entre los diversos intentos fracasados, el más conocido es el protagonizado por el general Torrijos, también desbaratado. En diciembre de 1831 era fusilado en Málaga en compañía de sus cuarenta y nueve compañeros apresados. Pocos meses antes había sido agarrotada en Granada Mariana Pineda. Fueron los grandes mártires liberales del fin del período. La última gran cuestión dirimida durante la Década fue la “cuestión dinástica”. Fernando no tenía hijos, por lo que los derechos de sucesión correspondían a su hermano D. Carlos. Sin embargo, en 1829, el rey contrajo matrimonio por cuarta vez. La nueva reina, María Cristina de Nápoles quedó pronto embarazada. En consecuencia, el monarca aprobó la Pragmática Sanción (3 de abril de 1830) para permitir el acceso de una hipotética descendencia femenina al trono. El 10 de octubre nacía Isabel, la futura Isabel II. Pronto se iniciaron las presiones ultras y de las potencias absolutistas contra la Pragmática. La ocasión llegó en septiembre de 1832, con el rey gravemente enfermo en el palacio de La Granja. Ante las intensas presiones de algunos miembros de la corte y de una parte del cuerpo diplomático, la pareja real sancionó la derogación de la Pragmática (18 de septiembre), un paso de extrema gravedad pues daría pábulo a los posteriores planteamientos jurídico-políticos del carlismo. Pero Fernando VII se recuperó; en un intento por neutralizar los movimientos de su hermano, el rey restableció la Pragmática (31 de diciembre de 1832). D. Carlos marchó, con permiso de su hermano, a Portugal. Cuando el 29 de septiembre de 1833 Fernando VII murió, su hija Isabel II era su heredera legal. A pesar de ello, la cuestión dinástica abocó al país de inmediato a la primera guerra carlista, es decir, a una nueva guerra civil.

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4. La emancipación de la América española

A los grandes problemas suscitados en la península se uniría, desde 1808, el amplio y complejo proceso emancipador en centro y Sudamérica. En este proceso, junto al detonante que también al otro lado del Atlántico supuso la crisis del Antiguo Régimen español, encontramos una serie de factores que ya tenían una presencia anterior.

- El reformismo borbónico del siglo XVIII había aumentado el grado de control administrativo y económico de la metrópoli sobre los territorios americanos. Los cargos se otorgaban mayoritariamente a peninsulares en detrimento de los intereses de los criollos (es decir, los descendientes de españoles que nacidos ya en América, constituían los sectores mesocráticos de la sociedades indianas).

- La liberalización del comercio puesta en marcha en el reinado de Carlos III benefició más a los peninsulares que a los criollos.

- La notable influencia de la revolución norteamericana de 1776, origen de la emancipación en el continente.

- El fuerte influjo ideológico producido por el impacto de la Revolución Francesa. - Los intereses comerciales del Reino Unido. Londres prefería países

independientes en Iberoamérica con los que poder comerciar libremente.

El texto de la Constitución de Cádiz trató de encontrar acomodo a los españoles del otro lado del océano en el nuevo marco legal pero lo corto y accidentado de su existencia apenas dio posibilidades de que tal cosa se consagrara. Cuando, en el Trienio, estos pueda reiniciarse, el proceso emancipador se encontrara ya muy avanzado. El citado proceso se desarrollaría entre 1810 y 1824. Podemos apreciar en él dos etapas diferenciadas:

1ª etapa (1810-1814)

Arranca del vacío de poder producido en la metrópoli. Los virreinatos decidieron, como las regiones en la península, constituir sus propias juntas. La desaparición de la Junta Central agravó la disfunción pues muchas juntas sudamericanas se negaron a reconocer a la Regencia. Paulatinamente, la Juntas iban deslizándose del patriotismo antifrancés inicial hacia el soberanismo. No obstante, el fenómeno no tuvo un carácter homogéneo. Donde la presencia indígena era elevada, los criollos temieron que cualquier cambio político trajera aparejada una conmoción social que les perjudicase. Es el caso, al menos en el inicio del proceso, de Perú o Bolivia. Algo de esto también ocurrió en México. En otros casos, el planteamiento independentista no estuvo condicionado por estos factores por lo que contó con un consenso mucho más amplio. Así, por ejemplo, en Río de la Plata (a la postre, un congreso, reunido en Tucumán, proclamaría la independencia de Argentina en marzo de 1816). En Venezuela, bajo el poderosa influencia de Simon Bolivar, el 5 de julio de 1811 se proclamó la república. No obstante, en ella la resistencia realista, contando con el apoyo mestizo, indio y negros, fue intensa. Todos estos movimientos perseguían con una intensidad similar a la de la independencia política la independencia económica. Para España, destrozada por la Guerra de la Independencia y sumida en la grave crisis sociopolítica que conocemos, la recuperación de su imperio indiano resultaba trascendental. Pero se enfrentó a ello con nulo apoyo internacional y sumida en una extrema debilidad financiera. En cualquier caso, se consiguió ralentizar el proceso y territorios como Perú permanecieron siendo, temporalmente, bastiones realistas.

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2ª etapa (1814-1824) En Argentina, el general José de San Martín organizó un ejército y a principios de 1817 emprendió una campaña para atacar Perú desde Chile. Primero libero a éste y después entró en Lima, proclamando la independencia del Perú. Mientras Bolivar (que ante la presión realista en Venezuela, había tenido que refugiarse en Jamaica y Haití) desembarcó en aquella a finales de 1816. Cruzando los Andes pudo, tras la victoria en Boyacá (agosto de 1819), proclamar la república de Colombia. Los acontecimientos en la península modificaron el panorama: el triunfante liberalismo del Trienio intentó encontrar un acuerdo con los independentistas pero Bolivar advertía que la opción liberal española, como así fue, duraría poco en la Europa de la Santa Alianza. En México se organizó una “revolución conservadora” mediante la alianza de la Iglesia, el ejército y la oligarquía que cristalizó, primero, en el fugaz imperio de Agustín de Itúrbide y después, desde 1823, en república. Al sur, Bolivar emprendió, con la colaboración de Sucre y de San Martín, la conquista de Ecuador (batalla de Pichincha, 1822). En julio de ese año se produjo la entrevista de Guayaquil entre Bolivar y San Martín. En lo sucesivo, Bolivar tomó la iniciativa. En diciembre de 1824, en Ayacucho, la derrota realista selló la suerte de Perú. Tras el proceso emancipador, España tan sólo conservó de su antiguo imperio indiano las grandes islas antillanas: Puerto Rico y Cuba. Las grandes potencias estaban interesadas en que continuaran bajo poder español.

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CONSTRUCCIÓN Y CONSOLIDACIÓN DEL ESTADO LIBERAL

1. El reinado de Isabel II. Oposición al liberalismo. Carlismo y guerra civil. Construcción y evolución del Estado liberal

La principal oposición al desarrollo del liberalismo en el inicio del reinado provendría del carlismo. Ya aludimos a sus orígenes, desde el Trienio y, especialmente, durante la Década absolutista, para configurarse, como opción política definida, con los vaivenes de la crisis dinástica. Tras el ilustrativo lema “Dios, Patria, Rey y Fueros” se encierra buena parte de la sociología carlista. El movimiento encontró una base social mayoritariamente campesina. También nutriría el carlismo sus filas con miembros del clero (sobre todo del clero regular). Uno de sus pilares ideológicos es su tradicionalismo, surgido de su historicismo de cuño romántico. Ese tradicionalismo se canaliza, en especial, a través de su intenso monarquismo y de la defensa a ultranza de los fueros. El citado tradicionalismo se vincula con otros aspectos destacados del ideario carlista; la defensa del catolicismo así como su visceral antiliberalismo. Aparentemente homogéneo, el movimiento no lo sería tanto a medida que avanzara el conflicto y la esencial financiación eclesiástica empezara a disminuir. A la muerte de Fernando VII empezaron a actuar partidas carlistas en lo que sería su geografía. En ella se perciben tres núcleos: el más concentrado, en el eje País Vasco-Navarra, el de Cataluña y el más disperso, situado entre el Bajo Aragón y Valencia. Podemos distinguir, en el desarrollo de la Primera Guerra Carlista, tres fases: a) Se desarrollaría entre 1833 y 1835. Asistiría al proceso de configuración del

ejército carlista, compleja misión en la que desempeñaría un destacado papel el general Zumalacárregui. Este diseñó un plan que, pasando por la ocupación de Vitoria, pusiera al Carlismo en disposición de atacar Madrid, pero el entorno de D. Carlos lo desecharía, orientándole hacia el asedio de Bilbao. Mientras, en Cataluña, se mantuvo la lucha de partidas, como en el área del Maestrazgo, choques presididos por una extraordinaria crueldad. Esta primera etapa de la guerra concluiría con la muerte de Zumalacárregui en el asedio de Bilbao (junio, 1835). Aquel asedio invitaba a la reflexión: el carlismo manifestaba su incapacidad para dominar una ciudad de envergadura; del mismo modo, sorprende la larga duración del conflicto dada la diferencia de potencial entre ambos bandos, en este caso atribuible a la incapacidad liberal.

b) Entre 1835 y 1837 la guerra alcanza un carácter nacional. El ejército cristino, al

mando del general Espartero, se impuso en la batalla del puente de Luchana (diciembre de 1836), rompiendo el asedio carlista a Bilbao. Se inicia ahora la etapa de las expediciones carlistas, con el objetivo de conseguir fondos y reclutar adeptos. La primera sería la del general Gómez, clara demostración de la impotencia liberal y de la inutilidad carlista. El siguiente movimiento destacable sería la Expedición Real, surgida de los temores de la regente María Cristina ante la revolución de 1836, que la llevaron a pedir ayuda a D. Carlos. En septiembre de 1837, el Pretendiente se encontraba con unos doce mil hombres a las puertas de Madrid. En un grave error, D. Carlos decidió no atacar y, con la llegada del ejército

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de Espartero, decidió evacuar Madrid. Tan sólo en el área del Maestrazgo mantuvo la causa carlista una situación de relativo éxito.

c) Desde finales de 1837, con el fracaso de la Expedición Real. Se inició la

decadencia carlista. En el propio ejército del pretendiente se produjo una escisión entre los partidarios de alcanzar una paz negociada (“transaccionistas”) y los partidarios de continuar la lucha. En estas posiciones se situaban el general Maroto y el general Cabrera respectivamente. Las negociaciones entre carlistas y cristinos se cerraron en el Convenio de Vergara (31 de agosto de 1839) consagrado por la ley de 25 de octubre que, cumpliendo aquel, mantenía vigentes los fueros. Los oficiales del ejército carlista podrían licenciarse o insertarse en el ejército liberal conservando la graduación. A pesar de la firma del convenio, algunos núcleos del carlismo mantuvieron la resistencia (sobre todo las partidas de Cabrera) hasta 1840.

En paralelo con el desarrollo de la guerra carlista y, en buena medida, condicionada por ella, se asistiría a la construcción del Estado liberal español. Ante la nueva circunstancia política surgida de la muerte de Fernando VII y del inicio de la guerra civil, la regente optó por cambiar el gobierno, nombrando presidente a Martínez de la Rosa. El nuevo ejecutivo prepararía el escenario: dotaría al país de alguna institución representativa que rompiera con el Antiguo Régimen. Ese mecanismo quedaría consagrado por el Estatuto Real. El Estatuto Real se inspira en la Carta Otorgada francesa de 1814, con numerosos elementos propios del liberalismo doctrinario. No se aborda explícitamente el concepto de soberanía, sino que se remite a una “constitución histórica” que otorga la soberanía al binomio formado por las Cortes y la Corona. El Parlamento sólo legislará a propuesta de la Corona, excepto para la elaboración de los presupuestos cada dos años. Diseña un legislativo bicameral, con un Estamento de Próceres (Cámara Alta) y otro de Procuradores (Cámara Baja). El primero sería todo el de designación real. Los procuradores serían elegidos cada tres años en virtud de un sufragio indirecto muy restringido (el cuerpo electoral estaría compuesto por unas dieciséis mil personas, alrededor del 0,15% de la población total). En realidad, el Estatuto era poco más que un reglamento de Cortes, que no abordaba cuestiones constitucionales clave. A la postre, resultaría insuficiente ante el doble frente planteado: el de fuera (el carlista) y el de dentro (el liberal). No obstante, marcó la desaparición definitiva del Antiguo Régimen. El gobierno se enfrentaba, en cualquier caso, a importantes contratiempos surgidos de la marcha de la guerra, tanto de índole militar como financiera. Estas dificultades generaron una notable inestabilidad política, sucediéndose varios gobiernos hasta la llegada al poder de J. Álvarez Mendizábal, quien pone en marcha medidas para robustecer las finanzas (especialmente el proyecto desamortizador que lleva su nombre). Además, constata la necesidad de ampliar la base social del régimen. Pero todo ello iba más allá de lo tolerable por la regente. María Cristina destituyó a Mendizábal abriendo con ello el movimiento revolucionario de 1836, coronado con la sublevación de los sargentos de La Granja. La regente se vio obligada a restablecer la Constitución de Cádiz, a formar un nuevo gobierno progresista (con Calatrava en la presidencia y Mendizábal en el ministerio de Hacienda), convocándose elecciones a cortes constituyentes de las que saldría una nueva carta magna: la constitución de 1837. El nuevo texto sería más moderado que el de Cádiz pero más progresista que el Estatuto. Parece buscar cierto consenso en pos de la estabilidad. Dos elementos prueban su moderantismo: la soberanía nacional se enuncia pero solo en el preámbulo, no en el articulado y, por otra parte, la aceptación del sufragio censitario. El texto no contempla ninguna declaración de confesionalidad (la religión será “la que profesan los españoles”). La Corona mantiene importantes prerrogativas políticas (incluso dispone de veto absoluto) pero la iniciativa legal pasa al legislativo. Se mantiene el bicameralismo de éste y, por vez primera, las cámaras pasan a denominarse Senado

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(Cámara Alta) y Congreso de los Diputados (Cámara Baja). Los diputados se eligen por sufragio censitario; los senadores, por el Rey entre una lista establecida por los electores con el triple de candidatos sobre las plazas por cubrir. Permite la disolución regia (Cádiz no lo permitía). Ello, unido al sistemátcio falseamiento electoral, haría que los parlamentos tuvieran una permanente composición ministerial. Por último, la constitución afirmaba que “las provincias de Ultramar serán gobernadas por leyes especiales” que, en la realidad, nunca existirían. La ley electoral, aprobada ese mismo año, diseño un cuerpo electoral formado por, aproximadamente, un 2,2 % de la población total (es decir, cerca de un cuarto de millón de electores). Cuando acabe la guerra carlista, se preparará el terreno para volver a un marco electoral más acorde con los intereses del moderantismo (como será el establecido por la Constitución de 1845).

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2. Isabel II (1833-1843): las regencias

A la muerte de Fernando VII se iniciaba la regencia de María Cristina. El gobierno inmovilista de Cea Bermúdez no consiguió acercar sus posiciones a los liberales. En enero de 1834 la Regente constituye un nuevo gabinete, con Martínez de la Rosa al frente, en un intento para aproximar a los liberales al gobierno. Para ello resultaba ineludible superar la estructura política del Antiguo Régimen mediante la puesta en marcha de alguna institución representativa: este sería el objetivo principal, como hemos visto, del Estatuto Real. El gobierno de Martínez de la Rosa se acercó al liberalismo moderado pero lo justo. Prueba de ello es el control establecido sobre la Milicia Nacional. También el gobierno encontró un cierto respaldo internacional con la firma de la Cuádruple Alianza (22 de abril de 1834) con Gran Bretaña, Francia y Portugal, a pesar de lo cual no se logró que franceses e ingleses participaran con tropas en la lucha contra el carlismo. Pronto surgieron notables dificultades: una epidemia de cólera, situaciones de hambre en algunas regiones; todo ello con el escenario de fondo de la crisis económica. La convergencia de obstáculos desató una oleada anticlerical (la primera de nuestra historia contemporánea). María Cristina, presionada, formó gobierno con Mendizábal, encargado de financiar la guerra. Sus recetas (desamortización) excedían lo tolerable por la Regente. La destitución de Mendizábal desencadenó el motín de los sargentos de La Granja con las consecuencias ya apuntadas en el epígrafe anterior. Con el nuevo gobierno (Istúriz) quedó claro el creciente moderantismo. Tras las elecciones siguientes a la Constitución de 1837 y de la nueva ley electoral, triunfó el moderantismo. En este nuevo escenario, las principales diferencias políticas entre moderados y progresistas quedaron relacionadas con la vida y las instituciones locales. El choque se materializaría en torno a la Ley de Ayuntamientos. Las elecciones de 1840, con un notable peso de la corrupción, llevaron al Parlamento a una amplia mayoría moderada. Con ella, Pérez de Castro se decidió a elaborar una nueva ley de Ayuntamientos, que venía a liquidar su independencia. Constreñía el censo de electores como de elegibles. Los alcaldes de las capitales de provincia serían elegidos por el gobierno. Se aprobó en junio de 1840. María Cristina la sancionó el 15 de julio pero Espartero manifestó su rechazo. La agitación subsiguiente no fue reprimida por los militares. Ante tal situación, María Cristina renuncia a la regencia y se exilia a Francia, dejando en España a sus dos hijas. Ausentada María Cristina, las nuevas cortes, con mayoría progresista, se decantaron por un único regente, que sería Espartero, iniciándose la regencia de Espartero. En cualquier caso, el resultado fue bastante reñido, lo que evidencia la ausencia de unidad en el progresismo. Dada la nueva situación, los sectores más reaccionarios del moderantismo iniciando la vía conspirativa. Algunos destacados militares como Narváez, Concha, O,Donnell o Diego de León se involucraron en la conspiración. La acción fracasó tras el fallido intento de asalto del Palacio Real, el 7 de octubre de 1841. La dureza de la represión y la negativa de Espartero a indultar a Diego de León, le supuso la pérdida del apoyo de un significativo sector del ejército. Los movimientos barceloneses contra la Ciudadela fueron duramente abortados, lo que provocó rechazo en Cataluña y choques entre los progresistas y Espartero. La protesta en el Principado se intensificó, lo que el Regente decidió reprimir: Barcelona fue bombardeada el 3 de diciembre de 1842. A la acción siguió una intensa represión. Esta intransigencia supuso una nueva fuente de desafección para la Regencia, cuyo apoyo fue reduciéndose casi exclusivamente a los “ayacuchos” (militares que habían luchado con Espartero en Iberoamérica).

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En este contexto, nuevas elecciones en las que resulta palpable la aproximación de moderados y progresistas contra Espartero. El nuevo gobierno, presidido por Joaquín María López, planteó pronto un conflicto al regente a propósito del traslado. López dimitió, disolviéndose las Cortes. Privado de apoyos suficientes, Espartero embarcó rumbo al exilio. Entretanto Narváez entraba en Madrid y se constituía un nuevo gobierno, de nuevo presidido por Joaquín María López. Pero con todo ello no terminaban los problemas políticos del Estado. Ya no había nadie que, como Espartero en 1840, pudiera servir de alternativa. En consecuencia, la irregular declaración de la mayoría de edad de la reina empezó a convertirse en la opción más viable para mantener la coalición antiesparterista. En esos momentos, la joven reina, con doce años, estaba muy desorientada. En agosto de 1843, López aludió a la necesidad de adelantar la mayoría de edad (que, aplicando la Constitución de 1837 debía producirse en 1844, al cumplir catorce años). El proyecto fue discutido en el Parlamento y aprobado (8 de noviembre) por 193 votos contra 16. En definitiva, se trataba de un acto jurídico de vulneración de la legalidad que habría de tener negativas consecuencias para el reinado. El 10 de noviembre de 1843, con trece años, Isabel entró en las Cortes y juró como soberana. Parecía el principio de la estabilidad. En realidad, era todo lo contrario.

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3. El reinado de Isabel II (1843-1868): el reinado efectivo

Los diversos indicadores que conocemos acerca de aquellos años evidencian la existencia de ritmos diferentes entre una minoría y la inmensa mayoría (lo que caracterizamos como España legal y España real). Dadas estas circunstancias se comprende la fortísima inestabilidad política, continuación aumentada de la fernandina. El reinado efectivo de Isabel II puede dividirse en una serie de etapas en función de la evolución política:

- La década moderada (1844-1854) - El bienio progresista (1854-1856) - Bienio moderado y hegemonía de la Unión Liberal (1856-1863) - La crisis final del reinado (1863-1868)

Coronada la reina, Isabel II debía designar gobierno. Se le propuso como candidato al progresista Olózaga. Su gobierno duraría diez días, liquidado por una conjura moderada, como afirma I. Burdiel “uno de los escándalos políticos más oscuros del reinado”. Conforme a la costumbre, Olózaga debía disolver las cámaras y convocar nuevas elecciones. Obtuvo la disolución pero no convocó las elecciones inmediatamente. Mientras, los moderados consiguieron una nota de la reina exonerado al presidente. En una declaración, la reina afirmó que Olózaga coaccionó su voluntad. ¿era verdadero o falso? Sea como fuere, total irregularidad, pero no importó. Olózaga hubo de marchar al exilio. El affaire Olózaga resultaba de enorme trascendencia: la monarquía quedaba inhabilitada, desde su mismo inicio, para desempeñar el papel arbitral que debía desempeñar. Lejos de estar por encima del debate político, se erigía en juez y parte desde el principio. Se formó un nuevo gobierno (ya con Narváez en la sombra) que tomó fuertes medidas represivas. La década moderada estaba a punto de iniciarse. - La década moderada (1844-1854) El 3 de mayo de 1844 se conformó el primer gobierno Narváez. Se pondría en marcha un proceso de reforma de la Constitución de 1837 que daría como resultado la elaboración de una nueva, la del 45. Todo parecía volver, prácticamente, a la situación de 1834. Se iniciaba la década moderada. El moderantismo, ahora dominante, presentaba tres posiciones diversas: los reaccionarios, con el marqués de Viluma a la cabeza (y con J. Balmes como mentor intelectual). Abogaban por la vuelta a la situación legal anterior a 1837. Los centristas, con Narváez, partidarios de mantener las apariencias constitucionales del 37 pero sometidas a un intenso giro autoritario. Por último, los “puritanos”, como Pacheco o Ríos Rosas, partidarios de mantener el orden constitucional en los términos establecidos en 1837. Al final, se impuso la opción centrista. En octubre de 1844 el gobierno presentó un proyecto de constitución. En la comisión elaboradora desempeñó un papel protagonista Donoso Cortés, dotando al texto de una intensa carga de doctrinarismo. La Constitución de 1845 fue finalmente promulgada el 23 de mayo de 1845. La Constitución de 1845 se presenta como una mera reforma de la del 37, manteniéndose incluso los mismos títulos, pero con un sentido político completamente diferente. La primera variación importante la encontramos en el concepto de soberanía.

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Si la constitución del 37 había consagrado la nacional, la del 45 establece la soberanía compartida entre las Cortes y el Rey. En el diseño del legislativo se mantiene un parlamento bicameral, pero el nuevo Senado ya no es semielectivo sino totalmente de elección real, con senadores en número ilimitado y con condición vitalicia. Los diputados ven alargada la legislatura (de tres a cinco años). El acceso al Congreso se efectuará mediante un sufragio censitario bastante más restrictivo: si en el 37 el cuerpo electoral alcanzaba alrededor de un 2.2% de la población total, ahora se reduce a poco más del 1%. En lo tocante a los derechos y libertades se mantienen los enunciados del 37 pero introduciendo en varias ocasiones un matiz: “con sujeción a las leyes”, es decir, remitiendo a una legislación complementaria que reducía, en la práctica, su dimensión. El artículo 11 consagra la confesionalidad del Estado. Se suprime cualquier derecho individual en materia religiosa. Por su parte, la figura política de la Corona se acrecienta. Tras estas modificaciones, de profundo calado legal, y mientras en países como Francia o Bélgica, la monarquía “pertenecía” a la Nación, en la España isabelina, la “nación quedaba incorporada a la Monarquía”. Para que ello pudiera materializarse sería necesario aplicar un alto nivel de represión. Nos encontramos ante un estado de virtual dictadura. En este contexto, dos piezas resultarían de importancia: la ley electoral, que reducía el número de electores y elegibles, y que introducía un mecanismo para facilitar la manipulación de los resultados. A partir de ese momento la dinámica parlamentaria quedó convertida en una farsa. Por otro lado, la fundación de la Guardia Civil que, a pesar de su nombre, se diseña como instituto militar. Se convertiría en la fuerza de choque contra el inevitable aumento de la conflictividad social y contra la emergencia del primer obrerismo con el inicio de la industrialización. Se planteó la problemática de la boda real, en la que el bienestar personal de Isabel quedó ignorado. En este tema, resultó un serio inconveniente que la primera persona en ostentar la monarquía constitucional en España fuera una mujer (dado el escenario machista de aquella sociedad, desde los aspectos cotidianos de la vida familiar hasta la noción de poder). María Cristina hubiera deseado un doble matrimonio con los Orleans, pero, al final, para conseguir uno (el de María Luisa Fernanda) hubo de transigir en el de la reina. Al final la única opción posible, ante los vetos ingleses y franceses, fue la de Francisco de Asís, un devoto cristiano y furibundo reaccionario. El 10 de octubre de 1846, el día que cumplía dieciséis años, se casó Isabel II. Grave error que sufriría la reina y el país. Eran aquellos momentos difíciles: a un grave problema de abastecimiento (extendido por el Occidente europeo, con Irlanda como principal ejemplo) se unía la reaparición de brotes de carlismo (Segunda guerra carlista, hasta 1849), que aprovechó los efectos de la crisis económica de 1847-48. A ello debe unirse el creciente rechazo popular tanto al impuesto de consumos como a las quintas. No obstante, Narváez pudo controlar aquellas dificultades y catalizar la popularidad que le granjeó sofocar los brotes insurreccionales producidos en España como reflejo de la revolución francesa de 1848. El general era la cabeza visible, en aquel momento, de un régimen impensable sin el soporte militar, el denominado “régimen de los espadones”. En último término, la burguesía española, más reducida y débil que las europeas, hubo de apoyarse en las armas para consolidar su predominio. En cualquier caso, el creciente autoritarismo del sistema fue granjeando enemigos a Narváez, lo que terminó por afectar a su propio partido. Eran evidentes, como ya

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hemos apuntado, las diferencias en el seno del moderantismo. Pero también lo eran en el del progresismo. Cuestionado desde diferentes posiciones, Narváez dimitió en enero de 1851. María Cristina aconsejaría a la reina la formación de un gobierno más cercano al neocatolicismo, con Juan Bravo Murillo al cargo de la presidencia y del ministerio de Hacienda. El nuevo presidente abordó el problema de la deuda (agosto, 1851), intentando alcanzar acuerdos con los acreedores para reducir tipos de interés a cambio de avalar los pagos. Igualmente, el gobierno impulsó una política de infraestructuras: ley de carreteras (1851) o inicio del Canal de Isabel II ese mismo año. Desde la óptica ideológica, la gran realización del gobierno de Bravo fue la firma con la Santa Sede del Concordato de 1851 (17 de octubre). Desde la llegada al poder de los moderados se había paralizado la desamortización eclesiástica, devolviéndose a la Iglesia los bienes aún no vendidos. A pesar de ello, Isabel II no había sido reconocida por Roma. Por el acuerdo, España se declaraba católica y aceptaba la intervención de la Iglesia en la instrucción pública, comprometiéndose además al sostenimiento del culto y del clero. La Iglesia reconocía a la reina, aceptaba la desamortización ya consumada pero con la garantía de que no se continuaría. En consecuencia, el Concordato mantenía la adhesión entre Iglesia católica y Estado español. Entre finales de 1851 y comienzos de 1852, Bravo Murillo intentó aprovechar una serie de acontecimientos (el golpe de estado de Luis Napoleón en Francia, el atentado contra la reina en febrero de 1852) para reformar en un sentido aún más restrictivo la constitución. La propia María Cristina (que lo había aupado al poder), consciente de la deriva reaccionaria que aquello implicaba, decidió abandonarle. Los militares fueron haciendo lo propio, ante el temor a una especie de dictadura civil. En diciembre de 1852, el gobierno de Bravo Murillo cayó. Los enemigos políticos de Bravo tejieron un núcleo opositor que terminaría acabando con los sucesivos gobiernos que siguieron al de Bravo, tan desprestigiados como efímeros. En el fondo se alza como principal amenaza el nunca resuelto problema de la enorme deuda pública. - La revolución de 1854 y el Bienio Progresista La crisis final de la década moderada implica una profunda quiebra del partido gobernante, deslindando a los sectores liberales y no liberales del moderantismo. La independencia creciente de la corona se interpretó como lo que era: una amenaza creciente para el liberalismo. Fue esa amenaza la que determinó el paso a la oposición de un amplio sector moderado: el de los moderados auténticamente liberales. La interpretación tradicional de la revolución de 1854 señala como objetivo del movimiento acabar con el gobierno, no con el régimen. La historiografía más reciente lo niega (Burdiel). La insurrección ha sido analizada como consecuencia de un triple movimiento: la revolución militar y conservadora, la progresista y la popular-radical de las barricadas. Es una división necesaria pero los límites entre ellos no fueron muy nítidos. Si entre moderados liberales y progresistas, las distancias tras la revolución disminuyeron (núcleo de la futura Unión Liberal), entre el progresismo y el sector demócrata-republicano, aumentaron. Con su reprobación al gobierno (y a la actividad de la reina madre) se puso en marcha el movimiento militar encabezado por los generales O’ Donnell y Dulce, entre otros. Las tropas, dirigidas por O’ Donnell, se enfrentaron con las gubernamentales en Vicálvaro (30 de junio de 1854). La acción militar distrajo a las tropas leales al gobierno, lo que facilitó la puesta en marcha de la revolución civil en Madrid. Ante la indecisión, los militares sublevados se vieron obligados a buscar el apoyo de los progresistas, mediante ofertas de cambio

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político ajenas a sus intenciones iniciales. El general Serrano convenció a O’ Donnell de la necesidad de ello, lo que se consagraría con el conocido como Manifiesto de Manzanares, redactado por A. Cánovas del Castillo en el más genuino puritanismo. Se trataría de la “conservación del trono pero sin la camarilla que lo deshonra”. Se hablaba pues del trono pero no se aludía explícitamente a la suerte de Isabel II. Se promete la rebaja de impuestos, invitándose a la formación de un gobierno de convergencia. El Manifiesto, difundido en el Madrid alzado, tuvo un efecto movilizador. Se multiplicaron las barricadas en la capital. Acosada, la reina llamó a Espartero, pidiendo a O’ Donnell su vuelta. Para ello Espartero exigió la convocatoria de Cortes constituyentes y que la reina hiciera público un documento reconociendo los errores cometidos. Así lo hizo el 26 de julio. En Madrid, Espartero y O’ Donnell se abrazaron ante la multitud alzada. Así culminaba, como señala Fontana, “un pronunciamiento que se había disfrazado de revolución”. Se formó un gobierno de progresistas y moderados (30 de julio), con Espartero como presidente y O’Donnell como ministro de la Guerra, iniciándose el Bienio Progresista (1854-1856): Pronto llegaron las primeras decepciones: se permitió a María Cristina marcharse a Portugal sin ser juzgada y no se derogó el odiado impuesto de consumos. Eso sí, las elecciones fueron, muy probablemente, las más limpias de todo el reinado, diseñando unas nuevas cortes constituyentes El nuevo texto (la Constitución no promulgada de 1856), restablecía la soberanía nacional, la tolerancia religiosa y una mayor tabla de derechos y libertades. El Parlamento seguiría siendo bicameral pero con todos sus miembros elegidos por el electores. En cuanto a la administración local, todos los cargos serían electos. Aparte de la constitución, aquellas Cortes aprobaron otras leyes destacables como la ley Madoz (1 de mayo de 1855) que reabría el proceso desamortizador, o la ley de ferrocarriles (junio de 1855) que organizara la puesta en marcha de la primera red ferroviaria española. El creciente malestar, fruto de la continuación de la crisis de subsistencias que había provocado la revolución y de las penurias financieras del Estado, provocó un incremento de las protestas, especialmente en Cataluña, donde, el 2 de julio de 1855, se produjo la primera huelga general de la historia española, que abarcó todo el ámbito catalán. Entretanto, el gobierno es esforzada por asentar las bases legales para el definitivo asentamiento del capitalismo en España (en enero de 1856 se aprobaba la ley de creación de bancos de emisión y de sociedades creditícias). Ante la crisis gubernamental, la reina maniobró para desembarazarse de Espartero, nombrando a O’Donnell jefe del gobierno. Se iniciaba el Bienio moderado (1856-1858) que empezaba con la declaración del estado de sitio en todo el reino.

- El bienio moderado y la hegemonía de la Unión Liberal (1856-1863)

La nueva situación se correspondía con la de un golpe contrarrevolucionario con una constitución sin promulgar. Resistencia en algunas ciudades, sobre todo Barcelona y Zaragoza. Sorprendentemente, el golpe (que contó con el apoyo francés) mejoró la situación de las cotizaciones bursátiles españolas. El gobierno empezó a actuar: se suprimió la Milicia Nacional, se disolvieron las Cortes (quedando la constitución, para siempre “non nata”), se paralizó la desamortización y se restituyó la constitución de 1845. Tres meses después, la reina despachó a O’Donnell eligiendo a Narváez en un baile celebrado en palacio (en lo que se conoce como la “crisis del rigodón”). A partir de entonces se sucedieron varios gobiernos abiertamente reaccionarios. Es en este ambiente en el que surge una nueva agrupación política encargada de denunciar la situación y finalmente de dominarla: la Unión Liberal.

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La Unión Liberal pretendía dar soluciones socioeconómicas modernizadoras superando una situación política paralizante. La base debe buscarse en los antiguos progresistas moderados (los llamados “resellados”) y en los moderados puritanos, con el visible liderazgo, como no, de un militar de prestigio, O’Donnell, en medio de un ideario político muy ambiguo. Sería una fuerza útil para frenar la revolución pero también para paralizar las intentonas reaccionarias (sobre todo las del entorno del rey) tendentes a la aproximación del régimen al carlismo. Posada Herrera, el “Gran Elector”, un antiguo progresista, sería su ideólogo. No puede negarse a la agrupación un cierto éxito político que hizo posible el “gobierno largo” de O’Donnell, el más largo de la España isabelina (1858-1863). El nuevo poder político buscaría la estabilidad. El orden se garantizará mediante la adhesión militar, a su vez premiada desde el autoridad con una amplia acción exterior. Esta procuraba alcanzar una cierta exaltación nacional (en una época presidida en Europa por las políticas “de prestigio”) que sirviera como catalizador para la convergencia política interior, tan inalcanzable antes y alentada por su principal valedor exterior, la Francia del II Imperio. Las aventuras exteriores de la Unión Liberal se desarrollaron en tres escenarios: Chonchinchina, norte de África y México. La guerra de Chonchinchina (1858-62) apenas tuvo relevancia para España. Más trascendente resultó la guerra de África (1859-60). El conflicto desató un notable entusiasmo nacional, con una oleada de patriotismo (algo que formaba parte de lo perseguido por quienes lo impulsaban). En realidad, fue un notable desastre aunque la imagen recibida en la península resultaba heroica (no hay más que leer lo que decía la prensa oficial, única permitida sobre el conflicto, o ver las loas pictóricas de las batallas). Todo lo que se obtuvo fue una indemnización e Ifni. Pérdidas unas ocho mil vidas, resulta patente el desequilibrio entre lo logrado y lo perdido. Por último se puso en marcha la acción en México. El gobierno de B. Juárez se negaba a pagar la deuda contraída por el país americano con Gran Bretaña, Francia y España. En virtud del Acuerdo de Londres, los tres países reclamarían de manera conjunta. Para incrementar la presión se enviaron tropas. El contingente español sería liderado por el general Juan Prim. A partir de 1862, cuando los franceses decidieron acabar con el régimen republicano e imponer en México un imperio, ingleses y españoles decidieron evacuar el país. En el caso de Prim actuó por su cuenta, sin consultar a Serrano (gobernador en Cuba) ni al gobierno de Madrid. La decisión fue acertada pero sus formas no dejaron de producir tensión política. La aventura, de nuevo, deparó más inconvenientes que ventajas y, como apunta Burdiel, “significó el principio del fin de la Unión Liberal”. Los discretos logros exteriores redundaron en la política interior negativamente. O’Donnell podía haber virado hacia el progresismo, pero no lo hizo. Es posible que su cercanía personal a la reina se lo impidiera. Sea como fuere, cada vez más aislado. O’Donnell optó por la dimisión en marzo de 1863. - La crisis final del reinado (1863-1868)

Tras el fin del Gobierno Largo, se sucedieron siete gobiernos en medio de una aguda y creciente crisis política. Tuñón de Lara habla de situación “prerrevolucionaria” aunque Burdial matiza que “asombrosamente larga”. En septiembre de 1863, los progresistas anunciaron su retraimiento de la vida electoral, con lo que se iniciaba su salida del régimen. Los ostensibles errores de la monarquía en estos sus últimos años llevarían a sus enemigos a una amplia alianza que acabaría por derrotarla. Dos aspectos deben ser valorados especialmente en esta dinámica: el sustancial incremento del peso político de las posiciones demócrata-republicanas y por otro, en íntima comunión con él, la actitud suicida de la Corona que no intenta aproximarse al progresismo y reconducirlo hacia la lealtad al régimen.

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Hacia 1860, el carlismo reapareció con la intentona de San Carlos de la Rápita (Tarragona), intento frontal e imprudente de enfrentarse al asentamiento del liberalismo que estaban llevando a cabo los unionistas. Fue un fracaso claro, tanto del carlismo como del reaccionarismo que rodeaba al rey. No obstante, no dejaba de indicar que el malestar carlista estaba lejos de haberse disipado. Al otro lado del espectro político, sus líderes también manifestaron de manera creciente su malestar. Buena prueba de ello fueron las diversas sublevaciones campesinas que tuvieron por escenario diferentes puntos de Andalucía, sobre todo en 1857 en el área sevillana y en 1861 en la granadina (Loja). Muy llamativo resulta que siendo ambos movimientos, tanto el carlista como el campesino, de una gravedad legal similar, la represión resultara tremendamente desigual (benevolente con los primeros, brutal con los segundos). Aunque sofocados, estos movimientos proyectaban la sensación de una problemática no resuelta. Pronto vino a sumarse otro, novedoso en la historia política española, la protesta universitaria. Se inició con motivo de la separación del catedrático universitario Emilio Castelar de su cátedra en la Universidad Central por la publicación de unos artículos en la prensa entendidos como ofensivos hacia la reina. En solidaridad con Castelar dimitió el rector y se convocaron protestas estudiantiles en apoyo de su profesor que culminaron en la Noche de San Daniel (10 de abril de 1865), saldada con once muertos y dos centenares de heridos, muchos meros transeúntes, entre ellos niños. La represión resultaba absolutamente desproporcionada. Estos acontecimientos dejaron tocado al gobierno. En un último esfuerzo, Isabel II volvió a llamar al gobierno a O’Donnell (junio de 1865). Este intentó acercarse al progresismo, ofreciendo una serie de medidas reformistas. No obstante, la asamblea progresista, cada vez más radicalizada e incluso en contra del parecer de algunos de sus líderes (como Prim u Olózaga), mantuvo su retraimiento (octubre, 1865). Dadas las circunstancias, Prim precipitó un pronunciamiento, intentado salir de la parálisis a la que había llevado la reina al régimen y alcanzar una solución que evitara la, para él, indeseable opción revolucionaria. Se alzó en Villarejo de Salvanés (2 de enero de 1866) fracasando en su empeño y exiliándose en Portugal. El desenlace parecía sugerir que no sería posible derribar al gobierno sin el apoyo de fuerzas civiles. Unos meses más tarde, el 22 de junio, se produjo el levantamiento de los sargentos del cuartel de San Gil con apoyo de civiles provenientes del progresismo de izquierda y de demócratas. Auténtica carnicería seguida de una brutal represión: fueron sesenta y seis los fusilados en unos pocos días con la aquiescencia de los monarcas que exigían del gobierno mayor dureza. La reina relevó a O’Donnell que, amargado, se exilió voluntariamente en Francia. Mientras se sucedían estos acontecimientos políticos, la sociedad española se enfrentaba a una profunda crisis económica. La producción del textil algodonero se vio afectada por el encarecimiento de la materia prima en los mercados como consecuencia de la guerra civil norteamericana así como por la caída de la demanda en el mercado interior por la generalizada pérdida de poder adquisitivo, consecuencia de las malas cosechas y el estancamiento de las exportaciones agrarias. Aunque, con este escenario de fondo, el detonante se produciría con la crisis industrial y financiera. El hundimiento de las empresas ferroviarias arrastró a las entidades bancarias y a la Bolsa. El desastre llegó en 1866 con la cascada de suspensiones de pagos de poderosas entidades. En este horizonte de paro y de ruina, el incremento de un 10% en la contribución territorial impuesto por el gobierno empujó a muchos a la acción revolucionaria. Se asistía también por tanto a una aguda crisis social de la que participaban no sólo campesinos o trabajadores urbanos, afectados por el desempleo y el incremento de la

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presión fiscal, sino también una burguesía que no veía ya en el régimen isabelino el mejor camino para la prosperidad de sus negocios. El cúmulo de factores señalados desencadenó los últimos actos de la crisis política que acabaría con el reinado. Por un lado, el embrionario movimiento obrero acercó posturas al bloque demócrata-republicano (tendencia con recorrido hasta 1868) y, por otro, demócratas y progresistas también se aproximaron. El resultado fue el Pacto de Ostende (16 de agosto de 1866), especie de acuerdo de mínimos de la ya configurada plataforma revolucionaria: la caída del régimen borbónico y el establecimiento del sufragio universal serían esos mínimos. Muerto O’Donnell (noviembre, 1867) los unionistas se acercaron a los conjurados. De la mano de Serrano, terminaron alcanzando con ellos un acuerdo en Bayona. Prim desde el exilio (entre París y Bruselas) se convirtió en la cabeza de la estructura conspirativa, aunque deseaba que el movimiento fuera estrictamente militar (lo que convertiría a toda tentativa de revolución con calado social en inviable). Se formó el último gobierno de Isabel II con González Brabo, aquel que lo había ostentado al principio tras el “affaire Olózaga”. En verano, la reina, consciente de la grave situación y aprovechando las vacaciones estivales, buscó desesperadamente entrevistarse con Napoleón III, en un intento de asegurar a quien había sido su principal valedor exterior. Sin embargo, el emperador rehusó: Francia había abandonado a la reina a su suerte política. Al estallar la revolución, el gobierno pedirá la vuelta a Madrid de la reina. Llegarán incluso a coger el tren. Pero, para gran alivio de Francisco de Asís, se le comunicó que la línea estaba cortada. En vez de a Madrid se marcharon a Francia, hacia un exilio que sería definitivo.

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EL SEXENIO DEMOCRÁTICO (1868-1874). INTENTOS DEMOCRATIZADORES. LA REVOLUCIÓN. EL REINADO DE AMADEO I. LA PRIMERA REPÚBLICA 1. Intentos democratizadores. La revolución

La revolución de septiembre de 1868, conocida como la “Gloriosa”, marca el fin de la monarquía isabelina y se inscribe en unas coordenadas históricas muy definidas: en el plano económico se ha señalado que responde a la primera gran crisis del incipiente capitalismo español. Junto a estos aspectos económicos, aparecen las causas políticas, entre las cuales destaca la contradicción del propio régimen isabelino que no podía cambiar sin reformar su sistema electoral pero a sabiendas de que si esta reforma se produjera, rompería su monopolio del poder político. En 1868, por última vez, las clases populares accederían a la lucha política en compañía de la burguesía de la cual se escindirían como consecuencia del desenlace del proceso revolucionario. La noche del 18 de septiembre de 1868, Prim, Sagasta y Ruiz Zorrilla llegaron a Cádiz, presentándose al almirante Topete. Decidieron iniciar el levantamiento con una proclama de Topete y otra de Prim. Al día siguiente llegó de Canarias Serrano con otros mandos militares que firmaron, junto a Prim y Topete un manifiesto enormemente ambiguo y que concluía con el célebre “¡Viva España con honra!”. Consideraron que disponían de suficiente apoyo militar para no tener que hacer más concesiones políticas que las comprometidas desde el Pacto de Ostende. No obstante, la revolución se fue extendiendo por todo el país. El gobierno organizó un ejército que al mando del marqués de Novaliches habría de enfrentarse en Andalucía con Serrano. El 28 de septiembre se produjo la batalla del puente de Alcolea, con resultado indeciso, aunque, herido Novaliches, las tropas realistas se retiraron, lo que se convirtió en un desastre para la causa isabelina. Dos días después Isabel II abandonaba España. La Gloriosa fue un movimiento organizado desde arriba. Se había intentado la vía tradicional del pronunciamiento pero se necesitó de un apoyo mayor, por lo que se aprovechó el creciente malestar popular. Una vez alcanzado el poder, el proceso revolucionario puesta en marcha por las juntas fue inmediatamente abortado. El 3 de octubre, la junta de Madrid, sin consultar al resto, encomendó al general Serrano la formación de un gobierno provisional. El día 9 se constituyó ese gobierno con Serrano como presidente y Prim como ministro de Guerra. En total lo componían cinco progresistas y cuatro unionistas. Muy significativamente, los demócratas ya quedaban fuera, al rechazar la única cartera que se les ofrecía. Sorprende como las juntas pasaron de un lenguaje radical a otro mucho más moderado y como aceptaron dócilmente su posterior disolución. Algunas, empero, se mostraron más combativas: Barcelona, Jerez de la Frontera… El desencanto se extendió entre las capas populares y los trabajadores. Un decreto de 9 de noviembre estableció el sufragio universal para los varones mayores de veinticinco años. Con ello, el cuerpo electoral alcanzaba a unos cuatro millones de personas (en torno a un 24% de la población total). En enero de 1869 se celebraron elecciones a cortes constituyentes, con triunfo de la coalición democático-monárquica. La participación fue bastante elevada (en torno a un 70%), Las nuevas cortes elaboraron el nuevo texto constitucional, promulgado el 6 de junio. La Constitución de 1869 presta especial atención a la defensa de los derechos individuales. Uno muy significativo sería el de libertad de culto (artículo 21) que diseñaba una nueva situación para la cuestión religiosa. Se estableció una fórmula ecléctica que

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garantizaba la libertad religiosa pero manteniendo las relaciones entre Estado e Iglesia católica. Se acepta la soberanía nacional y la monarquía como modelo de estado (artículo 33). De esta manera, se hacía obligado, expulsados los Borbones, la búsqueda de un nuevo monarca. Se consolidó la división de poderes. El sistema parlamentario seguiría siendo bicameral. El monarca quedaba diseñado como plenamente parlamentario, es decir, reinaría pero no gobernaría. No obstante, el nuevo texto mantenía el principio de la doble confianza. Se trataba, por tanto, de un texto constitucional bastante avanzado, que abría las puertas a una experiencia democrática en toda regla, a pesar de lo cual “no satisfizo a casi nadie” (López-Cordón). Uno de los problemas a lo que el nuevo poder hubo de prestar inmediata atención era el de la Hacienda. Resultaba muy complicado seguir emitiendo deuda. Muy pronto, con el decreto Figuerola (octubre, 1868) se introdujo una nueva moneda: la peseta. Se eliminó el odiado impuesto de consumos y se tomaron algunas medidas liberalizadoras. Pero, sobre todo, se aspiraba a establecer un impuesto directo sobre la riqueza que, una vez más, no resultó viable. En consecuencia, no quedó más remedio que seguir recurriendo al empréstito, es decir, desde la óptica económica “la experiencia democrática avanzaba hacia el fracaso” (López-Cordón). Otra cuestión candente sería la elección del nuevo monarca. Los unionistas propusieron al duque de Montpensier; un sector del progresismo apostó por Fernando de Coburgo, rey de Portugal. Otras voces progresistas plantearon la posibilidad del general Espartero. Prim, por su parte, planteó una opción sugerente: la de Leopoldo de Hohenzollern Sigmaringen, ministro de la dinastía gobernante en Prusia. No obstante, Leopoldo sería forzado a rechazar el ofrecimiento debido a las presiones de Francia. Fracasada su primera opción, Prim volvió su atención sobre la corte de Turín, planteando la opción saboyana: en concreto, en la persona de Amadeo, duque de Aosta, segundo hijo de Víctor Manuel II, rey de Italia. Contaba con varias ventajas: pertenecía a una vieja dinastía, era progresista y católico. Amadeo acabó aceptando, si bien con dos condiciones: ser aceptado por los diferentes gobiernos europeos y recibir la licencia mayoritaria por parte de las Cortes españolas. Mientras todo esto ocurría, iba creciendo la inestabilidad: el republicanismo se extendía, se reabría la cuestión carlista y aparecía un grave problema, a partir de ahora prácticamente crónico hasta la crisis finisecular: Cuba. Allí las promesas sostenidas desde 1837 no se había cumplido y a partir de octubre de 1868 (Grito de Yara) se iniciaron las hostilidades. Todo ello ocurría en medio de una deriva del progresismo hacia una escisión entre una corriente de “orden” (liderada por Prim y Sagasta) y otra radical (con Ruiz Zorrilla). El problema cubano, con el inicio de lo que sería la Guerra de los Díez Años, reabría en la península el viejo problema de las quintas, con un enorme malestar popular. Este descontento, unido a la inmovilidad de los salarios en las ciudades y a la penuria campesina, dio lugar al estallido de nuevas revueltas. Varias intentonas republicanas fueron sofocadas, lo que contribuyó a su creciente desprestigio en los medios obreristas y, por ende, al alejamiento del obrerismo, ya patente en el primer congreso de las sociedades obreras, celebrado en Barcelona (junio de 1870) donde se constituyó la Federación Regional Española de la Internacional.

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2. El reinado de Amadeo I

Después de largas negociaciones, Prim consiguió la elección de Amadeo como nuevo rey el 16 de noviembre de 1870. El general podía sentirse satisfecho, en la medida en que podía entender que había creado un adecuado parapeto para evitar el posible advenimiento de la República. No obstante, inesperadamente, todo cambiaría a raíz del atentado, perpetrado el 27 de diciembre, que habría de costarle la vida. Prim murió en Madrid el mismo día que el nuevo monarca desembarcó en Cartagena. Antes de empezar a reinar el monarca perdía a su más firme valedor. El inicio del reinado no pudo ser más sombrío: el primer acto oficial del nuevo rey en Madrid sería acudir a la capilla ardiente de Prim para, a continuación, dirigirse a las Cortes para el juramento constitucional. Desde ese mismo momento, Amadeo se encontró, para su sorpresa, con el abierto rechazo de notables sectores de la sociedad española: por una lado, la aristocracia, que conservaba su tendencia filoborbónica y que renegaba de un monarca, primero de la historia española, salido de una votación parlamentaria. En segundo lugar, buena parte de la cúpula militar. A continuación, muy importante, la Iglesia y el grueso del clero que, a pesar de la condición católica de Amadeo, no podían perdonar el contencioso de los Saboya con la Santa Sede en torno a la “cuestión romana”. En último término, las propias clases populares, en una extraña mezcla de ignorancia y xenofobia. Además, claro está, de carlistas por una parte y republicanos por otra. A lo largo del reinado se sucederían hasta seis gobiernos (en poco más de dos años) y tres elecciones a Cortes. Con el liderazgo carismático que ejercía Prim sobre él perdido, el progresismo se cuarteó: los llamados a sucederle no tenían la fuerza suficiente para aglutinar todo su legado pero sí para deshacerlo. Así se llegó a la ruptura entre los radicales de Ruiz Zorrilla y los constitucionalistas de Sagasta (a quienes apoyaban los unionistas de Serrano) En el verano de 1871 el régimen se vio conmocionado por los acontecimientos acaecidos en Francia (la Comuna de París). El eco del terror suscitado por ésta tuvo su reflejo en el debate parlamentario acerca de la Internacional (condenada por el Parlamento español). Con el gobierno de Serrano se planteó la posibilidad de suspender las garantías constitucionales, algo a lo que el monarca se negó. En consecuencia, Serrano dimitió. En julio de 1872 Amadeo fue víctima de un atentado, que le impresionó profundamente. Desde entonces, se limitó a esperar un pretexto que le permitiera abdicar. Los proyectos para realizar reformas en la administración antillana desencadenaron, a comienzos de 1873, en una oscura trama entre “lobbies” peninsulares y coloniales, a los que se sumarían muchos de los numerosos enemigos del régimen, incluyendo a carlistas y alfonsinos. A ello vino a sumarse un nuevo conflicto, esta vez con el arma de artillería, que se negaba a aceptar un nombramiento. El rey se negó a firmar el decreto de reorganización del cuerpo. Cuando el gobierno consiguió la mayoría parlamentaria necesaria para ello, Amadeo firmó el decreto, publicado el 9 de febrero y aprovechó la ocasión para renunciar a la Corona el día siguiente. En realidad, nunca entendió, desde su contrastada honestidad, para qué le habían traído si quienes le avalaron luego no le apoyaron. A las tres de la tarde del 11 de febrero de 1873, una reunión conjunta del Congreso y del Senado (irregular para la constitución vigente de 1869), constituida en Asamblea Nacional, asumió los poderes y proclamó la República por 258 votos contra 32.

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3. La Primera República El 11 de febrero, ante el vacío generado por la abdicación de Amadeo, Nicolás Rivero, presidente del Congreso, propuso la reunión conjunta de ambas cámaras. En ella, Pi y Margall presentó una proposición prerrepublicana. Esta proposición fue aceptada por aquella Asamblea Nacional “sui generis”. En consecuencia, quedaba proclamada la República, aunque la casi unanimidad del resultado estaba muy lejos de la realidad. Conviene no olvidar que el advenimiento de la República fue, ante todo, consecuencia del fracaso de las experiencias anteriores. También que nacía sin que existiera una mayoría social republicana, que aquellos que sí decían ser republicanos sostenían concepciones muy heterogéneas al respecto y que el escenario de aplicación sería el de unas masas que, defraudadas en los años anteriores, aspiraban a cambios sustanciales. Dentro del republicanismo descansaba el ideario político del federalismo, una ideología heterogénea, caracterizada por una serie de rasgos como el afán descentralizador, la voluntad de avanzar hacia una sociedad laica, etc. En realidad, tras la defensa de este ideario había, desde federalistas más o menos puros hasta idearios confusos que, en ocasiones, se acercaban más a modelos confederales. Hennessy distingue, dentro de los republicanos, tres corrientes: los benevolentes, defensores de la federación orgánica, los intransigentes, de perfil básicamente confederal y, por último un grupo, liderado por Pi y Margall, defensores de una línea ecléctica, confederal por ideología pero que renuncia al uso de la fuerza y que criticara, cuando aparezca, la deriva cantonal. Esta heterogeneidad republicana determina que, en el transcurso de su historia, podamos hablar de varias republicas. El primer gobierno republicano estaría presidido por Estanislao Figueras (Fontana alude a la inexactitud del término presidente de la República: en realidad se trató en todos los casos, de presidentes del ejecutivo designados por las Cortes), con ministros republicanos y radicales (algunos de ellos integrantes del último gobierno de la monarquía de Amadeo, prueba evidente de que el nuevo gabinete era fruto de un acuerdo consensuado). El nuevo régimen partía de una pléyade de dificultades. A todos los heredados de la etapa anterior, como el conflicto cubano, la guerra carlista o la ruina de la Hacienda, deben añadirse los generados por el nuevo poder: el escaso reconocimiento exterior (tan sólo se obtuvo de Suiza y de Estados Unidos) o el dilema constitucional derivado del federalismo, que abriría la caja de Pandora en una sociedad con reivindicaciones muy complejas de muy diverso signo. Puede dividirse la historia de la República en cuatro fases:

- Desde su proclamación en febrero hasta junio. Bajo la presidencia de Figueras, estuvo centrada en el problema constituyente.

- De junio a septiembre, con el convulso verano republicano, bajo los gobiernos de Pi y Margall y de Salmerón, determinada sobre todo por la aparición del problema cantonal.

- De septiembre a enero de 1874, bajo el gobierno de tendencia conservadora de Emilio Castelar.

- De enero a diciembre de 1874. República presidencialista bajo la presidencia de Serrano que enlazara el golpe de Pavía con el pronunciamiento de Sagunto.

Se convocaron elecciones para mayo de 1873 a cortes constituyentes. Los requisitos eran novedosos: se rebajaba la edad a veintiún años. Entretanto, se establecía una comisión permanente bajo la presidencia de Rivero y con predominio de los radicales. Temerosos estos de perder la mayoría parlamentaria a manos de los republicanos, intentaron aplazar indefinidamente la celebración de las elecciones. Contaban para ello con

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el apoyo de Serrano y sus unionistas. El golpe preparado al efecto para el 23 de abril, fue desbaratado por la guarnición de Madrid. La principal consecuencia política fue el fin de toda posibilidad de entendimiento entre los radicales y los republicanos. Finalmente, las elecciones se celebraron el 10 de mayo. Salvo el republicanismo, muchas fuerzas se abstuvieron de participar. Por consiguiente, surgieron unas engañosas cortes con abrumadora mayoría republicana. Entre los días 7 y 8 de junio se celebró el debate y aprobación del proyecto de república democrática federal. Aprobado por gran mayoría (218 votos contra 2) pero con ideas muy diversas acerca de lo que aquello pudiera significar. Un problema grave se planteaba en el sentido de que la organización federal del Estado aprobada quedaba a la espera de los términos que estableciera la nueva constitución, aún por redactar. Las masas, impacientes, entendían mal estas dilaciones (sobre todo, conscientes de los precedentes que concurrían). Tras barajarse varias opciones, se configuró un nuevo gobierno, con Pi y Margall en la presidencia. Los desacuerdos eran tan notables que la composición del nuevo ejecutivo fue diseñada por la cámara y no por el presidente. Pronto se hizo palpable el problema del Ejército, nada desdeñable para un Estado que ya se enfrentaba con dos guerras civiles simultáneas: la guerra de Cuba y la carlista. Por si ello fuera poco, pronto se enfrentó a nuevas situaciones similares: en julio, la insurrección socialista en el Levante (Alcoy) y por esas mismas semanas, las primeras declaraciones de independencia de las poblaciones que declararon la república federal partiendo de sus respectivos cantones. El 12 de julio se proclamó el cantón de Murcia. En breve, el movimiento cantonal se había extendido por Levante y Andalucía. Ante la reticencia personal de Pi a emplear al ejército, crisis gubernamental. El problema cantonal se mezclaba pues con la protesta obrera, con los problemas económicos y con los conflictos cubano y carlista de los que, en realidad, la República “era más víctima que responsable” (López-Cordón). El punto de partida del movimiento cantonal se produjo con la retirada de las Cortes de la minoría republicana intransigente el 1 de julio. El 17 de ese mismo mes se presentó el proyecto de Constitución Federal. Estaba compuesto por 117 artículos. En ella se reconocían, como partes integrantes de España, diecisiete “estados” (incluyendo Cuba y Puerto Rico) y cinco “territorios” (entre ellos, Filipinas, las islas y las posesiones africanas) pero no se establecían de modo concreto sus respectivas atribuciones. Apartado especialmente destacado del texto lo ocupaba el reconocimiento de los derechos individuales. También resultaba de enorme trascendencia la estricta separación establecida entre la Iglesia y el Estado. Al día siguiente de la presentación del proyecto y ante la creciente oleada cantonal, Pi y Margall dimitió. Su sucesor, Nicolás Salmerón, tendría como principal objetivo el restablecimiento del orden, lo que significó el empleo de las Fuerzas Armadas. Es decir, como apunta Fontana, “poner la defensa de la republica en manos de dos enemigos de ella”. La insurrección cantonal, dada su naturaleza y evolución, estaba condenada al fracaso: la falta de dirección y coordinación de los cantones unida a la paulatina pérdida del apoyo social inicial debilitó a un movimiento que, además, contó con el rechazo del socialismo. Eso sí, la acción militar para reprimir el cantonalismo permitió recuperarse al carlismo en el Norte lo que llevaría a una prolongación del conflicto. El cantonalismo hizo aflorar, una vez más, esa tendencia anarquizante del acendrado individualismo hispano que recorre nuestra historia. Para Jutglar, resultó importante al exacerbar “la problemática burguesa del orden” que no sólo afectaría a la burguesía sino que arrastraría también a buena parte de las clases populares, en el clásico dilema entre libertad y seguridad. El miedo empezó a funcionar como catalizador político en 1873, como el reverso de la ilusión, agente activo de los acontecimientos en 1868. La intervención del ejército iba a suponer, ineludiblemente, el empleo de la represión, motivo de la siguiente crisis gubernamental: Salmerón dimitió el 5 de septiembre ante el dilema moral que le planteaba la firma de penas de muerte.

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En consecuencia, el 8 de septiembre se constituyó el cuarto gobierno republicano, bajo la presidencia de Castelar. En su discurso de investidura quedaron claros cuáles serían los principios rectores de su gestión: la defensa de la unidad nacional, la defensa del orden y el respeto a la autoridad y, como procedimiento para la consecución de tales fines, su predisposición a acercarse a los sectores conservadores. Castelar intentaba viabilizar una República unitaria que acaso hubiera sido viable al principio pero que ahora dispondría de escaso margen de maniobra. Además obligaría al nuevo gabinete a tomar medidas ajenas al ideario republicano: a la postre serían los republicanos los primeros en retirar su confianza a Castelar. El nuevo gobierno suspendió las sesiones de las Cortes, con lo que la constitución no pudo ser promulgada. Gobernaría por decreto hasta que la primera reunión parlamentaria, la de su moción de confianza, se la retirara, obligándole a presentar la dimisión (2 de enero de 1874). En su discurso en esta reunión, Castelar aludió a la necesidad de aplazar durante una década el proyecto federal. No resulta pues extraño que sus correligionarios republicanos le retiraran la confianza. El gobierno perdió la votación, Castelar presentó la dimisión y cuando se iba a votar quién abría de ser su sucesor, se produjo la irrupción en el Parlamento de las tropas de Pavía. Apenas hubo resistencia al golpe en Madrid. Sí encontró alguna en ciudades como Zaragoza y Barcelona. Forzada la legalidad por el golpe de Pavía y carente este de toda alternativa de futuro, se buscó aquella madrugada una solución mediante la reunión de los políticos más destacados con el mando militar golpista. Al final se decidió que el general Serrano asumiera el poder por tiempo indefinido. La republica de orden se convertía ahora, además, en presidencialista. Pavía lo impuso, como el mantenimiento del régimen republicano, pero no pudo conseguir (ante la frontal negativa de los interesados) que Castelar y Cánovas formaran parte del gobierno a constituir. En conclusión, la nuevo horizonte político presentaba un cierto sesgo de gobierno de salvación nacional. Cánovas pondría en marcha de manera inmediata una intensa campaña de desprestigio del nuevo poder desde la prensa. El líder alfonsino era consciente de que cada día que pasaba se convertía en un problema más para la provisionalidad del gobierno Serrano. En teoría se volvía a la constitución de 1869 (pero sin el articulado que consagraba a España como monarquía). En la práctica, la constitución se encontraba suspendida indefinidamente. La república había caído bajo el control de un viejo oportunista que, desde 1872, estaba comprometido en apoyar la restauración borbónica. Sería aquella una época de creciente autoritarismo aunque no exenta de algunos logros: en enero de 1874 se consiguió sofocar el último núcleo de resistencia cantonal en Cartagena. En mayo, el ejército consiguió romper el cerco que los carlistas habían conseguido imponer en Bilbao. Pero los enemigos políticos del nuevo poder supieron atacarle en su punto más vulnerable: su manifiesta falta de alternativa política, flaqueza agudizada por las múltiples dificultades, desde las militares hasta las económicas, arrastradas desde hacia demasiado tiempo. Un sector del ejército empezó a conspirar. En último término, el general Martínez Campos se decidió a actuar. Tras comunicar a Cánovas sus intenciones, marchó hacia Valencia. El 29 de diciembre se produjo el pronunciamiento de Sagunto, suscitándose de inmediato múltiples adhesiones. Curiosamente, el en aquel momento jefe de gobierno, Sagasta, había formado parte de gobiernos integrados en todas las etapas del tormentoso Sexenio y… lo será también en muchos momentos de la inmediata Restauración. Es la fiel encarnación de la profunda continuidad que domina todo el proceso histórico de la etapa. En Madrid, Cánovas constituyó con rapidez un “ministerio-regencia”. El príncipe Alfonso embarcó en Marsella, llegando a Barcelona y de allí a Madrid. La Restauración borbónica era un hecho.

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EL RÉGIMEN DE LA RESTAURACIÓN 1. El Régimen de la Restauración. Características y funcionamiento del sistema canovista

Con el establecimiento de la Restauración borbónica se inicia uno de los períodos mejor definidos de la Edad Contemporánea española, que abarcará desde 1874 a 1923. Nos encontramos ante un cierto retorno a lo anterior aunque con novedades importantes. Con la nueva monarquía, fin del modelo democrático o parlamentario de Corona, volviéndose al constitucional pero sin exclusivismo partidista. Cánovas escribió (9 de enero de 1874), “vencidos los republicanos, desde hoy la República es sólo un nombre”. Era preciso esperar y debilitar el apoyo social, político y militar que tenía el régimen de Serrano, que a pesar de algunos éxitos (como la liquidación del cantón de Cartagena) se encontró con el escollo cubano y con la guerra carlista que lo “consumirían progresivamente” (Martínez Cuadrado). La operación política alfonsina avanzaría a lo largo de 1874. Al final, Martínez Campos daría el paso, no sin advertir a Cánovas. En cualquier caso, el político malagueño no dejaría de estar incómodo con el procedimiento, pues el deseaba “un pronunciamiento categórico de la opinión”. Ante el pronunciamiento de Sagunto (29 de diciembre de 1874) no hubo resistencia; además, los alfonsinos deseaban vencer “sin batalla de Alcolea”. De inmediato, Cánovas preparó un ministerio-regencia a la espera de la llegada de Alfonso. El político era el alma de todo aquello. Abogado, conocía con detalle la historia de España (trabajó como historiador y como periodista). Pragmático y realista, era un profundo admirador del sistema parlamentario británico. De él trataría de emular el equilibrio para lograr la tan deseada estabilidad política y el turnismo, así como su gran flexibilidad que permitiría a su sistema aprender y asumir las lecciones históricas del Sexenio. Cánovas estableció los cimientos del alfonsinismo sobre una equidistancia: “ni con la Revolución ni con la Corte” a la que se irían sumando sectores crecientes de la sociedad llevados por ese “ansia de vivir” (R. Carr) generada por la traumática evolución de la República. El canovismo hace suyos muchos principios del doctrinarismo, atrayendo a buena parte del antiguo moderantismo y a parte del carlismo para dar forma al conservadurismo entre 1876 y 1884. Contará, desde el principio con el apoyo del mundo de los negocios y del colonial, ese “trasfondo cubano” de la Restauración. No resultó sencillo que Isabel II cediera sus derechos a su hijo pero al final lo hizo (25 de junio de 1870). Tampoco fue fácil que otorgara a Cánovas la dirección de la causa alfonsina (agosto de 1873). La antigua reina nunca tuvo simpatía por el malagueño. A la vez que se debilitaba a la regencia de Serrano, se fue preparando la imagen política del príncipe. En este sentido, resulta muy relevante el manifiesto de Sandhurst (1 de diciembre de 1874), Documento conciso centrado en tres grandes principios: la defensa de la continuidad dinástica, la apuesta por una monarquía constitucional y la proclamación de un sentimiento patriótico, liberal y católico.

Desde el primer gobierno se percibió el afán por evitar los principios democráticos pero sin caer por ello en la reacción. No había en él representantes de la vieja política isabelina. En tres aspectos se iba a acometer una revisión del Sexenio: en las relaciones con la Iglesia (rehabilitando el concordato de 1851), la limitación de los derechos fundamentales y de la libertad de cátedra (abriendo con ello la “cuestión universitaria”). De 1875 a 1881 se sucederían gobiernos conservadores. El turno no empezaría hasta 1881 con la llegada de los liberales al gobierno. En 1878 una nueva legislación electoral liquidó el sufragio universal masculino. La nueva normativa hizo que el nuevo cuerpo

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electoral alcanzara alrededor del 5% de la población total. Algo antes, en diciembre de 1876, se estableció un nuevo sistema de elección municipal: los alcaldes en localidades grandes serían nombrados por el Rey. Todo ello suponía una cierta involución. Pero ello no supuso caer en el viejo moderantismo. Al menos en tres cuestiones, Cánovas no cedió a los deseos de éste; el restablecimiento de la constitución de 1845, la prohibición del culto no católico y la vuelta permanente de Isabel II.

En paralelo con lo apuntado, los éxitos bélicos cosechados en la guerra carlista y en Cuba resultarían básicos en la consolidación del régimen. La guerra carlista continuaba siendo un problema muy serio, sobre todo por el apoyo popular en ciertas áreas del país. Frente a él, Cánovas actúa políticamente (sobre todo con su acercamiento a la Iglesia) y, como es natural, militarmente. Vencido el carlismo, la ley de julio de 1876 abolía el régimen foral pero chocó con la resistencia de las diputaciones y del clero. En consecuencia, en 1878, por real decreto, las provincias entraban en el “concierto económico” (pago de una cantidad fija anual). En 1877 se había alcanzado un acuerdo similar para Navarra. En Cuba se intentó limitar la capacidad operativa de los insurrectos a la vez que se buscaba una salida negociada. Desde 1877 negociaciones de Martínez Campos (gobernador de la isla) que concluyen en la paz de Zanjón (febrero de 1878). En realidad, no terminaría por ser más que una tregua. No obstante, y de momento, el régimen podía exhibir su sucesión de éxitos. Alcanzado el poder, se necesitaba institucionalizar al nuevo régimen. Rechazándose tanto la constitución del 45 como la del 69 sería preciso elaborar una nueva. Se constituyó una comisión de treinta y nueve notables presidida por A. Martínez, encargada de elaborar el borrador. Se convocaron elecciones a cortes constituyentes mediante sufragio universal. Las nuevas cortes, en pocas sesiones, avalaron el proyecto, promulgado el 30 de junio. La Constitución de 1876 es un texto breve (89 artículos). Aunque recoge los derechos fundamentales reconocidos en la del 69, su inspiración básica se encuentra en la del 45 (de la que toma artículos casi literalmente). El texto resultó muy estable por la flexibilidad que le concedía su continua remisión a ulteriores leyes ordinarias. El texto robustece el papel de la Monarquía con el mando supremo del Ejército. La cuestión más delicada fue la religiosa: en el artículo 11 se introduce un concepto de tolerancia religiosa reducido al ámbito privado; los actos religiosos públicos sólo serían posibles dentro de la “religión del Estado”. La soberanía se hace pivotar sobre el binomio Corona-Cortes, esgrimiendo para ello como fundamento doctrinal la noción de constitución interna, anterior y superior al texto positivo. La idea tenia precedentes que iban de Jovellanos a Donoso Cortés. La aceptación de la constitución por las grandes fuerzas políticas daría estabilidad al sistema pero su débil definición constitucional (y su irreformabilidad práctica) escondían su incapacidad para evitar que la España “real” se separara de la España “oficial”.

Era necesario avanzar hacia un bipartidismo alternante en el ejercicio del poder

(aquel nunca alcanzado bajo Isabel II). El modelo para Cánovas era el británico, ejemplo supremo de estabilidad política si bien muy alejado de la realidad social, económica e incluso mental de aquella España. El proceso no culminaría hasta 1885 Los dos polos del sistema serían el partido conservador, construido desde el poder y con Cánovas como líder indiscutible y el partido fusionista, convertido desde 1880 en liberal fusionista, bajo la dirección de Práxedes Mateo Sagasta.

Fuera del sistema, en vez de ir hacia las fusiones se avanzó hacia las escisiones lo que

debilitó aún más a los enemigos del régimen, retrasando sus opciones de intervención significativa en el desarrollo sociopolítico.

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2. La Regencia de María Cristina. Turno de partidos. La oposición al sistema: regionalismo y nacionalismo

El ascenso al poder de Sagasta en febrero de 1881 supuso la aplicación de la prerrogativa regia y puso en marcha el turno de partidos. Desde entonces, el sistema político alcanzó su plena madurez. Los liberales que ahora alcanzan el gobierno son menos utópicos y más pragmáticos que los revolucionarios de 1868 aunque muchos son los mismos con más experiencia. El programa liberal tenía como norte la apertura hacia la democracia. Por ello perseguirán dos grandes objetivos: por un lado, la ampliación de la participación ciudadana (hasta alcanzar el sufragio universal); por otro, la reforma de la administración.

Sagasta aportaba un partido ensanchado hacia el centro, apoyado en el artesanado, el pequeño comercio y sobre todo, en las profesiones liberales. Pronto las libertades públicas mejoraron. En 1883 llegó una nueva ley de imprenta y la superación de la “cuestión universitaria”. Sin embargo, poco se avanzó en la regeneración del sistema político, reapareciendo la figura del “cesante” (aquel que perdía su puesto con la caída del gobierno que lo había encumbrado). Las pugnas a la izquierda del partido harían posible la vuelta de Cánovas con los conservadores al poder (enero de 1884). Fecha clave para el reinado habría de resultar 1885: en su transcurso, se produjo una grave epidemia de cólera y se desarrolló la tuberculosis del rey que acabaría con su vida en noviembre. Lo que convencionalmente conocemos como Pacto del Pardo no es un texto escrito y la reunión entre Cánovas y Sagasta no se produjo en El Pardo sino en Madrid. Ante el vacío de poder, fue un acuerdo entre los líderes: los conservadores cedieron el poder para apuntalar, con el apoyo liberal, al régimen. En mayo de 1886 nació el hijo póstumo de Alfonso XII, Alfonso, ya rey al nacer. Desde el Pacto del Pardo, Sagasta gobernó hasta 1890, en su gobierno largo, período de intenso reformismo pero que chocaba con un elemento vertebral del sistema: el caciquismo. En su origen, doble pacto (entre las elites entre sí y de estas con los notables locales) dando lugar al falseamiento de los resultados electorales. En su obra “Oligarquía y caciquismo”, Joaquín Costa analizaba el sistema. A su juicio, el sistema caciquil funcionaba desde la acción orquestada de tres estadios de poder: un primer estadio establecido entre los partidos del turno; el segundo era el propiamente caciquil, favorecido por la pobreza general, la tónica rural dominante de la sociedad española y la acción de las instituciones de cohesión social tradicionales: la Iglesia, la familia y la comunidad local. Un factor muy destacado de la actividad caciquil sería el parentesco (la llamada “yernocracia”) y el clientelismo. Los partidos, a través del Ministerio de la Gobernación, elaboraban el “encasillado” de los diputados en cada “casilla” (distrito electoral). A veces esto se alcanzaba mediante el acuerdo, a veces no tanto. Para que el modelo funcionara resultaba esencial el papel, como correa de trasmisión de los estadios citados de un tercero, intermedio, los gobernadores civiles. La historiografía reciente tiende a interpretar el fenómeno caciquil como el fruto de un gran pacto entre el poder central y las elites locales. A pesar de todo ello, el reformismo fue desarrollándose: la ley de asociaciones (1887), la de juicio por jurados (1888) hasta alcanzar la ley de sufragio universal (junio de 1890) que ampliaba el cuerpo electoral hasta aproximadamente el 25% de la población total. No obstante, en el fondo, no sólo Cánovas sino también Sagasta recelaban de la madurez política del cuerpo electoral. Prueba de la tibieza en el cambio de contexto la encontramos en lo intacto de los privilegios eclesiásticos, sobre todo en el ámbito educativo y en el del control de la moral pública. En estas circunstancias, la separación entre Iglesia y Estado no se llevó a cabo. Un avance codificador notable se alcanzó con el nuevo código civil (1889) de muy duradera influencia. En él revisten una notable importancia los conceptos de familia y de

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propiedad. Menos se avanzó en la organización del Ejército; quedaba clara la debilidad del poder del Estado frente a poderes fácticos como Fuerzas Armadas o Iglesia, vistas ya por algunos como “columna vertebral” de España. * * * * * * * * * Ante el despliegue del sistema fueron definiéndose sus diversos opositores. Dentro de ellos, debemos distinguir los surgidos de la dinámica regionalismo-nacionalismo y aquellos otros, nacidos de la acción sociopolítica y que iban desde el carlismo hasta el movimiento obrero pasando por el republicanismo. En 1886 se publicó “España regional”. En ella se afirmaba la existencia de varias nacionalidades dentro de un solo Estado. La sociedad española se adentraba en el debate acerca de la “cuestión nacional”. En ello resultó esencial el devenir del sistema educativo, factor esencial de nacionalización de las masas y que en España desempeñó, como apunta R. Villares, una función contradictoria. Por un lado, reforzó el modelo centralizado pero los logros resultaron bastante pobres dada la escasez de los recursos empleados. Fueron aquellos años de expansión, simultáneamente, del nacionalismo español y del protagonismo regional, sobre todo en lo cultural. En algunos casos, ello no generaba contradicción: se trataba de una especie de “doble patriotismo” que, con el “Desastre” del 98, se decantará en una u otra dirección.

En buena medida la debilidad del proceso de nacionalización de las masas se debió a la dificultad de vincular emotivamente al ciudadano dada la distancia siempre presente entre la España “legal” y la España “oficial”: para muchos españoles, la “madre” patria era sentida más como “madrastra”. Poderosas y omnipresentes, determinadas instituciones (Ejército, Iglesia), con su intervención en la vida pública, dificultaban esa vinculación. En 1885 se envió por carta a Alfonso XII el Memorial de Greuges (o de agravios) de Cataluña, considerado como el primer acto político del catalanismo. El criterio filológico se consideraba la base de la identidad nacional. Así, escribir en catalán, vasco o gallego dejó de ser expresión del “genio nacional español” (Menéndez Pelayo) para convertirse en un elemento diferenciador que pudiera conducir al separatismo. A partir del 98, la tradición regionalista se fue abriendo al proyecto nacional alternativo. En la base de todo ello se encuentran los procesos de recuperación de los legados históricos y culturales: la “Renaixença” catalana, el “Rexurdimento” gallego… Pronto cobró forma la “Unió Catalanista”, organización que convocó, en marzo de 1892, la asamblea de donde salieron las Bases de Manresa, arranque de la reivindicación catalanista en versión conservadora, bajo el liderazgo de Enric Prat de la Riba: se buscaba la concesión de una autonomía real que permitiera el desarrollo de la capacidad cultural y político del Principado dentro de España.

En el País Vasco, el proceso evolucionó de una forma dispar, por el pleito fuerista y, sobre todo, por el rápido proceso de industrialización. En 1895 se fundaba el PNV (Partido Nacionalista Vasco). Su fundador, Sabino Arana exhibe un discurso racista y profundamente católico, unido a una profunda idealización del mundo rural. También Galicia se vio afectada por esta dinámica. En 1897 se fundó la Liga Gallega. Abordada la cuestión nacionalismo-regionalismo, vamos a aproximarnos a continuación al resto de la oposición al sistema, aquella nacida, como quedo apuntado, de la acción sociopolítica. Las fuerzas republicanas eran variadas y no alcanzaban a esbozar un programa común, origen histórico de buena parte de su debilidad. Algunos insignes republicanos abjuraron de su condición, integrándose en el sistema de la Restauración como miembros del partido liberal. No obstante, si consiguieron una creciente presencia como representación de los electores urbanos, si bien es verdad que en muchas ocasiones participando de la corrupción electoral del sistema.

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Por su lado, el carlismo, resultó muy perjudicado por la marcha de muchos de sus seguidores al partido conservador, dada la política de defensa de la Iglesia y de la religión católica seguida por Cánovas. La tercera oposición sociopolítica al sistema provenía del creciente movimiento obrero. Con la liberalización introducida por el gobierno de Sagasta, tanto marxistas como anarquistas se vieron beneficiados.

En el caso del anarquismo, el empleo de la represión (sobre todo bajo gobiernos conservadores) y un cambio en la mentalidad dominante dentro de su ideario, llevaron a la extensión de la denominada “propaganda por el hecho” y con ella, a la proliferación de la actividad terrorista, generalizada en la Europa finisecular. Tal actividad encontraría en Andalucía y, sobre todo, en Barcelona su principal escenario, con la aparición de la macabra dialéctica atentado terrorista-represión-atentado-represión… (para los anarquistas, la funesta serie empezaría represión-atentado-represión…). Quizá la víctima más conocida de este horror fuera el propio Cánovas, asesinado por el anarquista italiano Angiolillo, en agosto de 1897, como venganza por las torturas, condenas y ejecuciones derivadas del llamado proceso de Montjuic. En cuanto al marxismo, la expansión del PSOE (Partido Socialista Obrero Español) fue muy lenta. En agosto de 1888 en Barcelona, un congreso nacional obrero acordó la fundación de la UGT (Unión General de Trabajadores). Poco después, el congreso del PSOE eligió como presidente del Comité Central a Pablo Iglesias.

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3. Fin de siglo: guerra colonial y crisis de 1898

Los años finales del siglo XIX vinieron repletos de acontecimientos destacados. El pesimismo, tan “fin de siècle”, tuvo en España abundantes motivos. Se instaló una sensación de decadencia en un contexto sociopolítico dominado por el darwinismo social. La respuesta ante este horizonte será el regeneracionismo. En julio de 1890, de modo sorpresivo, Sagasta fue sustituido por Cánovas. La causa se conocería años más tarde: el presidente fue chantajeado ante la amenaza de publicación de documentos comprometedores acerca de una concesión ferroviaria en Cuba. Desde entonces se percibe una menor capacidad de iniciativa gubernamental ante los retos, cada vez más numerosos y graves. Ante el telón de fondo que suponía la crisis colonial, aparecieron otros como la crisis agraria, el viraje proteccionista, el estallido regionalista o el incremento de la conflictividad social. Sería la crisis colonial quien haría converger a todo ello en el “Desastre”. Los frutos de una política exterior aislacionista agravarían el panorama. Al terminar el “gobierno largo” de Sagasta se iniciaba una nueva etapa política. La estabilidad previa estaba llegando a su fin. El reformismo anterior se abandona ante la creciente gravedad de los problemas. Por su parte, ambos partidos dinásticos estaban sometidos a tensiones internas. La entrada en vigor del sufragio universal y su distorsión propiciaron el incremento de la conflictividad. En las ciudades, el nuevo sistema electoral sí modificó las cosas (con presencia republicana, a veces incluso mayoritaria, así como de socialistas, nacionalistas o incluso carlistas) pero en el dominante contexto rural, el sistema caciquil fagocitó el efecto universalizador. Cánovas se había mostrado partidario del “recogimiento” en política exterior, en lo que puede leerse como una primera formulación de la neutralidad, posición habitual en nuestra diplomacia contemporánea. En cualquier caso, J. Salón ha apuntado la importancia de no confundir “recogimiento” con un deliberado afán de aislamiento. Durante la gestión de los liberales se asistió a un mayor dinamismo diplomático. Con S. Moret se alcanzó la incorporación a la Triple Alianza mediante un protocolo secreto firmado con Italia (1887) para los ámbitos mediterráneo y norafricano. No obstante, el acercamiento que este acuerdo representaba no había permitido a España tener presencia en la Conferencia de Berlín en 1885. En el fondo, Cánovas y, a su modo, también Sagasta consideraban que el problema colonial era una cuestión de política interior y ello explica en parte la soledad de 1898. La cuestión cubana presentaba unos antecedentes profundos y complejos. La constitución de 1837 contemplaba la aprobación de unas “leyes especiales” tanto para las provincias americanas como para las asiáticas, lo que implicaba la no aplicación en ellas del texto constitucional. Tales leyes no se elaborarían jamás. Esta irregularidad sería aceptada por las elites coloniales sobre todo por el temor a insurrecciones por parte de la abundante población esclava. En la isla se fue configurando una burguesía comercial y financiera con fuertes conexiones en Madrid, especialmente afecta al poder militar (Serrano, Prim…). Precisamente Prim fue uno de los primeros en contemplar la problemática cubana con clarividencia: inició contactos con las autoridades de EEUU para abrir vías conducentes a una solución negociada de la cuestión cubana. Su desaparición acabó con toda expectativa en esa dirección. El 10 de octubre de 1868, con el grito de Yara, arranca la guerra de los Diez Años que, como vimos, afectó de manera notable la suerte tanto de la monarquía de Amadeo como de la I República. Con la Restauración borbónica, Cánovas envió a la isla a Martínez Campos. El general procuró alcanzar un acuerdo, lo que consiguió con la firma de la paz de Zanjón (10 de febrero de 1878). Sin duda se trataba de una tregua pues cada vez resultaba más insostenible políitica y culturalmente el mantenimiento de la esclavitud (lo que se sostendría hasta 1886). En último término, subyacían en la cuestión cubana cuatro grandes intereses: la posición españolista, el autonomismo (tanto español como cubano), el independentismo cubano y los

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intereses públicos y privados de EEUU. Quizá tan sólo los autonomistas apostaban por una solución negociada pues, como apunta A. Elorza y E. Hernández, “a su modo, Cánovas coincidía con Martí en juzgar la guerra como necesaria”. Como consecuencia de la guerra, el nacionalismo cubano había conocido un gran impulso a la vez que se había visto favorecida la penetración económica estadounidense en la isla. Aunque La Habana se había convertido en la tercera ciudad española, USA se fue erigiendo en el mercado por excelencia de los productos cubanos, especialmente del azúcar. Tras la paz de Zanjón, se estableció en Cuba la planta administrativa metropolitana, algo complicado tras tanto tiempo de separación. Fue entonces cuando se reguló la participación política cubana. Aparecieron dos partidos ante la primera consulta electoral (abril de 1879): la Unión Constitucional, conservadora, integrada por españolistas incondicionales y el Partido Liberal Autonomista, entre los sagastinos y los republicanos, partidarios del autonomismo, opción con poco apoyo en la península. Existía una tercera vía, el Comité Revolucionario Cubano en el exilio. En él se integraban los que serían los principales líderes del independentismo: Maceo, Gómez, Martí. Este se presentaba con un proyecto democrático. Se transformó en Partido Revolucionario Cubano en 1892. Desde 1890, Canovas puso en marcha una política de intransigencia mediante el endurecimiento de los aranceles con la metrópoli. Ello iba cerrando el paso al autonomismo a la vez que daba alas a los independentistas. Los liberales, al volver al poder intentarían reorientar esta situación. Con Sagasta, su ministro de Ultramar, el joven A. Maura, presentó un proyecto de autonomía. Era una apuesta tardía pero interesante. Se seguía de cerca el criterio de los autonomistas de ambos lados del Atlántico. Pero la medida no contentaba a casi nadie, encontrando, en última instancia, reticencias incluso en el propio Sagasta. Al final la iniciativa fue bloqueada para satisfacción del españolismo pero también de los independentistas cubanos. En marzo de 1895 se produjo la crisis del gobierno liberal de Sagasta. Cánovas volvió a hacerse cargo del gobierno. El mes anterior se habían vuelto a abrir las hostilidades en Cuba (algo que también coadyuvó a la crisis gubernamental). La guerra arrancó con el grito de Baire (24 de febrero) y planteada en programa mediante el Manifiesto de Montecristi (25 de marzo). En él se matizaba que la guerra se desencadenaba contra la “dominación española” no contra España ni contra los españoles. El conflicto iba a tener dos fases diferenciadas, la primera propia de una guerra colonial, entendida desde la metrópoli como lucha por el control de una colonia levantisca; la segunda, muy breve, sería la lucha contra otra potencia colonial en condiciones de manifiesta desigualdad. Las consecuencias serían profundas para España: la guerra contra EEUU sería mal gestionada, peor ejecutada en lo militar y desde un profundo aislamiento internacional. El gobierno y la opinión pública se verían arrastrados por un entusiasmo patriótico con notables dosis de ingenuidad y romanticismo. Sea como fuere, es muy probable que cualquier otra nación europea en el lugar de España hubiera perdido igualmente. Aunque pasó un tanto desapercibido, aquella guerra marcó la primera derrota de una potencia europea frente a una extraeuropea en siglos. Era el principio de ese “Rapto de Europa” característico de la historia posterior. Al poco de iniciarse los combates, murió José Martí (19 de mayo). La causa perdía a su gran ideólogo y la lengua castellana a un notable poeta. Desde el principio (como en el conflicto anterior), los rebeldes dominaron la zona oriental de la isla y promovieron una acción bélica muy dinámica apoyada en el conocimiento del terreno y en la complicidad popular. En Madrid, Cánovas decidió volver a confiar en Martínez Campo, ahora mucho menos entusiasta que en los años setenta. Marcharon para allá multitud de reservistas y de soldados que no podían hacer frente al coste de la redención en metálico (dos mil pesetas). Este matiz clasista de la guerra, profundamente impopular, nutrió los eslóganes de las campañas de los republicanos (“¡Qué vayan todos!”) o de los socialistas (“o todos o ninguno”).

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La guerra colonial conoció tres períodos: en el primero, Martínez Campos pretendió volver sobre su táctica anterior. No habría de tener ahora el mismo éxito, ni en lo militar ni en lo político. En sus cartas a Cánovas, el general, muy pesimista, daba la isla por perdida. No obstante, en sus respuestas, Cánovas introducía otro elemento en la cuestión: “La monarquía no resistiría una cesión del territorio”. A principios de 1896 Martínez Campos fue relevado por el general V. Weyler quien se mantendría en el cargo hasta octubre de 1897, hasta la vuelta de Sagasta al gobierno tras el asesinato de Cánovas. Con Weyler, se fue hacia la concentración de efectivos y la guerra total. Concentró a la población (para intentar frenar su colaboración con los rebeldes) y construyó líneas fortificadas. Todo esto no tendría éxito militar y sí provocaría una campaña internacional (sobre todo estadounidense) denunciando las deportaciones de población. Entretanto, y en el transcurso de la guerra, morirían más de treinta mil soldados españoles (de los cerca de doscientos mil enviados). Buena parte de las bajas se produjeron por enfermedades, favorecidas por la desnutrición y la ausencia de infraestructuras sanitarias adecuadas. En el bando contrario, estaba resultando vital la recepción de suministros por vía marítima. Con la vuelta de Sagasta, nuevo giro en el conflicto: se volvió sobre la idea del sistema autonómico (lo que entró en vigor para Cuba y Puerto Rico desde enero de 1898) y se retiró a Weyler, sustituido por el general R. Blanco. Durante unas semanas Madrid tendrá la esperanza de que Washington se daría tiempo para ver el resultado de las novedades introducidas en Cuba. Tal cosa no ocurriría. En 1896 se había abierto también la insurrección en Filipinas. La resistencia tagala estaba encabezada por José Rizal, fundador de la Liga Filipina (1892). Hecho prisionero, Rizal fue fusilado en diciembre de 1896 por orden del general Polavieja. Para la cuestión filipina no se planteó ninguna posibilidad autonomista. Sofocada algún tiempo, la insurrección se reabrió después de la derrota española en Cavite ante los norteamericanos. Las tropas estadounidenses entrarían en Manila en agosto de 1898. A pesar de las esperanzas de los liberales, la cuestión cubana continuó complicándose. Una algarada con tropas norteamericana en La Habana llevo a Washington a enviar a Cuba al acorazado Maine (para guardar las formas, Madrid envió al “Vizcaya” a Estados Unidos). El 15 de febrero de 1898 se produjo la explosión del “Maine” en La Habana. Murieron 266 de sus tripulantes. Hoy parece probado que la explosión fue accidental. Madrid ofreció constituir una comisión bilateral para investigar lo sucedido, lo que Washington rechazó. Enviaron una comisión propia que atribuyó la explosión a una mina, por tanto entendieron que se trataba de un acto de sabotaje. Las mentiras y exageraciones propaladas por la campaña mediática del amarillismo americano aumentaron las intenciones intervencionistas. Madrid, muy preocupado y consciente de que sus esperanzas anteriores se desmoronaban, inició a través de la regente, una desesperada campaña diplomática sin éxito. Desde finales de 1897, Estados Unidos había planteado el problema cubano como la consecuencia de la incapacidad española para acabar con el movimiento independentista. Con la voladura del Maine, Washington se encontró con un cómodo “casus belli”: Madrid ya no podría evitar la guerra. No obstante, se ofreció una alternativa: la compra de Cuba por trescientos millones de dólares. El gobierno español, con dignidad, declinó el ofrecimiento. Se había tratado de evitar la guerra pero cuando se volvió inevitable, hubo que luchar e…intentar perder pronto. La declaración de guerra se produjo el 25 de abril. Pocos días después la armada española fue batida en Cavite, en las inmediaciones de Manila (1 de mayo). Los norteamericanos sufrieron nueve heridos. Tras este desastre inicial, se filtraron rumores acerca del posible interés norteamericano por las islas Canarias. Es entonces cuando Madrid percibe la necesidad de provocar una derrota rápida que quizá sosegara el afán expansionista de Washington. Por ello era precisa una derrota contundente que justificara una petición inmediata del armisticio. Sagasta obligó al almirante Cervera, a sacar la armada de Santiago de Cuba para que fuera aplastada por la armada estadounidense. Los españoles sufrieron más de trescientos muertos, los norteamericanos, uno.

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De inmediato se solicitó al armisticio a través del embajador francés en Washington. Así se alcanzó el Protocolo de Washington (12 de agosto). Establecía el abandono español de Cuba y Puerto Rico y el establecimiento de la armada “yankee” en Manila hasta la firma de la paz a negociar por sendas delegaciones en París. En otoño se reunieron en la capital francesa las dos delegaciones. Los españoles se encontraron con una nueva imposición: habrían de ceder también Filipinas (lo que, no casualmente, coincide con la ocupación estadounidense de Hawai). El viejo temor que se cernía sobre Canarias se impuso en la definitiva claudicación. A la postre, Madrid hubo de transigir con todo: el 10 de diciembre de 1898 se firmaba el Tratado de París. Los cubanos eran los grandes olvidados en el proceso: sólo en 1902 alcanzarían una independencia siempre tutelada por el gigante del Norte. Filipinas la lograría tras la Segunda Guerra Mundial y Puerto Rico mantiene una peculiar situación (estado libre asociado a EEUU). En la soberanía cubana aún permanece vigente esa factura que se llama Guantánamo. La derrota de 1898 abrió el denominado “Desastre”. La ola de patrioterismo previa no había sido totalmente espontánea: prensa y púlpito habían jugado en ella un papel destacado. Del ingenuo optimismo se pasó a un furibundo pesimismo. Pero, en realidad, la derrota era esperable y, por algunos, esperada. Se produjo el descalabro marítimo pero sin consecuencias traumáticas. No parecía que el “Desastre” pudiera desencadenar un fenómeno revolucionario. El “Desastre” tuvo sobre todo una dimensión intelectual. Surgió la amplia corriente del regeneracionismo, con multitud de recetas pero con pocos cambios reales. Quizá el principal problema estribara en la ostensible atonía de la sociedad civil, pues, probablemente, lo peor del 98 no fue tanto haber perdido sino haber creído que podíamos vencer. La solidez del sistema político, más que quebrar de golpe, se iría erosionando lentamente, a la vez que se le intentaría reformar a lo largo del siguiente cuarto de siglo, en esa larga “crisis de la Restauración” que preside las primeras décadas de nuestro siglo XX.