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LA C O N S T R U C C I Ó N DE LA NACIÓN Y LA TRANSFORMACIÓN DE LO P O L Í T I C O I N G R I D JOHANNA BOLÍVAR Uno de los objetivos del proyecto "iconos, símbolos, ídolos: tentativas en la construc- ción de la nación en Colombia" es la presentación de una estado del arte sobre la discusión actual en torno a la nación. Aunque el problema como tal es bastante amplio, el presente documento es un esfuerzo por reseñar y discutir algunos de los principales puntos del debate reciente sobre la construcción de nación. Se insiste en que se trata de la revisión en torno a unos tópicos específicos más o menos cercanos con el tipo de preguntas del proyecto. No se trata entonces de un balance exhaustivo. NACIÓN Y TIPO DE PREGUNTAS La reflexión en torno a la nación y más exactamente sobre su especificidad frente a otras formas de agregación social ha sido objeto de importantes discusiones en las ciencias sociales. Mientras para unos autores la nación es un fenómeno histórico típicamente moderno, para otros estudiosos, la nación es un dato, una formación social-cultural caracterizada por la existencia de distintos vínculos primordiales. A estas visiones contrapuestas se han referido autores como Anthony Smith y C. Jaffrelot distinguiendo entre "modernistas y primordialistas" el primero, y entre "modernistas y culturalistas" el segundo (Smith, 1991; Jaffrelot, 1997: 203). La distinción parte fundamentalmente del papel que se le asigna a las transformaciones políticas y sociológicas características de la modernidad. Así, mientras para algunos autores puede hablarse de nación para dar cuenta de un grupo social que se afirma como totalidad, con base en una serie de vinculaciones étnicas, raciales o históricas y sin conceder mayor preeminencia a su relación con el poder político predominante; para otros, sólo puede hablarse de nación en tanto nuevo modelo de comunidad política en el que se redefinen los derechos, la historia, los fundamentos de la obligación política y el carácter del vínculo social (Giner, 1996; Guerra, 1995). Desde esta segunda perspectiva, lo que define a la nación es un tipo específico de relación con el poder político y su capacidad de delimitar un territorio. Antes de seguir adelante con la caracterización de los "modernistas", aquellos para quienes la nación está atada a las transformaciones propias de la modernidad, conviene aclarar que en este documento no se revisan los planteamientos de los llamados "primordialistas". Y no se revisan, porque el documento parte de la caracterización de la nación como comunidad política y no tanto como forma de comunidad en general. Al respecto resultan esclarecedores los señalamientos de Benedict Anderson. En su trabajo titulado Comunidades Imaginadas, (1994), Anderson caracteriza la

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LA C O N S T R U C C I Ó N DE LA NACIÓN Y LA TRANSFORMACIÓN DE LO P OLÍ TI C O

I N G R I D JOHANNA BOLÍVAR Uno de los objetivos del proyecto "iconos, símbolos, ídolos: tentativas en la construc-ción de la nación en Colombia" es la presentación de una estado del arte sobre la discusión actual en torno a la nación. Aunque el problema como tal es bastante amplio, el presente documento es un esfuerzo por reseñar y discutir algunos de los principales puntos del debate reciente sobre la construcción de nación. Se insiste en que se trata de la revisión en torno a unos tópicos específicos más o menos cercanos con el tipo de preguntas del proyecto. No se trata entonces de un balance exhaustivo.

NACIÓN Y TIPO DE PREGUNTAS

La reflexión en torno a la nación y más exactamente sobre su especificidad frente a otras formas de agregación social ha sido objeto de importantes discusiones en las ciencias sociales. Mientras para unos autores la nación es un fenómeno histórico típicamente moderno, para otros estudiosos, la nación es un dato, una formación social-cultural caracterizada por la existencia de distintos vínculos primordiales. A estas visiones contrapuestas se han referido autores como Anthony Smith y C. Jaffrelot distinguiendo entre "modernistas y primordialistas" el primero, y entre "modernistas y culturalistas" el segundo (Smith, 1991; Jaffrelot, 1997: 203). La distinción parte fundamentalmente del papel que se le asigna a las transformaciones políticas y sociológicas características de la modernidad. Así, mientras para algunos autores puede hablarse de nación para dar cuenta de un grupo social que se afirma como totalidad, con base en una serie de vinculaciones étnicas, raciales o históricas y sin conceder mayor preeminencia a su relación con el poder político predominante; para otros, sólo puede hablarse de nación en tanto nuevo modelo de comunidad política en el que se redefinen los derechos, la historia, los fundamentos de la obligación política y el carácter del vínculo social (Giner, 1996; Guerra, 1995). Desde esta segunda perspectiva, lo que define a la nación es un tipo específico de relación con el poder político y su capacidad de delimitar un territorio. Antes de seguir adelante con la caracterización de los "modernistas", aquellos para quienes la nación está atada a las transformaciones propias de la modernidad, conviene aclarar que en este documento no se revisan los planteamientos de los llamados "primordialistas". Y no se revisan, porque el documento parte de la caracterización de la nación como comunidad política y no tanto como forma de comunidad en general. Al respecto resultan esclarecedores los señalamientos de Benedict Anderson. En su trabajo titulado Comunidades Imaginadas, (1994), Anderson caracteriza la

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nación como "una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana" (1994: 19). El autor revisa y explica cada uno de los elementos de su definición. Para los propósitos del documento, basta con señalar que a diferencia de otros tipos de comunidad, de católicos, por ejemplo, es la relación con el poder político, el criterio que distingue la nación de otras comunidades. Por otro lado, habría que decir que la designación de ciertas perspectivas como "primordialistas" se hace desde el llamado "modernismo" y, por lo tanto, exige un trabajo sistemático sobre los supuestos e implícitos de las disciplinas que sirven de modelo a una u otra construcción conceptual.

Hechas estas aclaraciones, puede entenderse por qué las discusiones que siguen problematizan y articulan los desarrollos de los autores que, a falta de un mejor término, se agrupan como "modernistas". Así pues, dentro del grupo de autores que parten de la nación como una forma de afiliación construida, histórica y específicamente moderna, pueden diferenciarse varios tipos de preguntas, que aún cuando están muy conectadas son parcialmente distinguibles (Smith, 1991; Palmer, 1998). De un lado se ubican todos aquellos interesados en esclarecer las condiciones sociológicas e históricas que permiten la emergencia de la nación como forma nueva de relación y categorización social. La pregunta que los distintos autores se hacen aquí es por las transformaciones de la vida social que permitieron la emergencia de la nación en tanto nueva comunidad política. Al respecto existe una importante controversia. Para Benedict Anderson en Comunidades Imaginadas, lo que hizo imaginables a las naciones en tanto nuevas formas de comunidades fue "la interacción semifortuita pero explosiva entre un sistema de producción y relaciones productivas llamado capitalismo, una tecnología de comunicaciones que permitió el desarrollo del capitalismo impreso y la diversidad lingüística humana". Para este autor, es el desarrollo. De las lenguas vernáculas como lenguas administrativas e impresas las que echan la base de la conciencia nacional puesto que crean campos unificados de intercambio por debajo del latín y por encima de los dialectos regionales. Al mismo tiempo, la consolidación de esas lenguas dan fuerza a la idea de una historia compartida que se objetiva en las nuevas publicaciones y en el desarrollo de lo que Anderson llamó capitalismo impreso, que además alimenta la constitución de tradiciones religiosas locales (Anderson, 1994: 70).

Frente a la misma pregunta sobre las condiciones de emergencia de la nación, el antropólogo, Ernest Gellner ha destacado como factor esencial el surgimiento de una sociedad industrial. Desde su perspectiva, la nación es un producto del nacionalismo que a su vez tiene como punto de partida la consolidación de un Estado centralizado y de una cultura desarrollada, estandarizada, homogénea y centralizada. Gellner desconfía de las versiones culturalistas o voluntaristas de la nación y resalta el contenido político de la misma. Desde su perspectiva, lo característico de la nación como forma de vinculación social y más exactamente del nacionalismo como teoría de la legitimidad política es la idea de que los límites étnicos deben contraponerse con los límites políticos (Gellner, 1993: 77). Al

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respecto, Eric Hobsbawm recuerda que la tesis mencionada es una de las ideas que "contaminaron" la figura del Estado territorial en las primeras décadas del siglo XX (Hobsbawm, 1994: 6).

Por otra parte, Norbert Elias ha situado la emergencia de la nación como un tipo específico e "histórico" de "nosotros" en el proceso de creciente interdependencia social característico de la modernidad y del desarrollo del capitalismo. Para él, los procesos de construcción de nación se expresan en dos tipos principales de procesos de integración: la integración territorial o regional y la integración de los estratos sociales (Elias, 1998: 100-117). Como en los casos anteriores, la construcción de la nación es inseparable de la formación o consolidación del Estado Moderno. Al igual que Gellner, Elias considera que "la industrialización y la construcción de la nación son dos aspectos de la misma transformación de las sociedades" y que ambos transforman la estructura de poder y de relaciones dentro de la sociedad.

En otra dirección se ubican los investigadores que privilegian el análisis de la manera como la pertenencia nacional se actualiza y se refuerza en la vida diaria y en las biografías ciudadanas. Puesto de otra manera, mientras unos autores analizan los procesos asociados a la emergencia de la "cuestión nacional", sus vínculos con las más importantes transformaciones sociales, y la producción de algo "nacional", otros investigadores estudian la forma en que eso "nacional" es consumido, actualizado y reforzado en la vida cotidiana. No se trata, sin embargo, de preguntas radicalmente distintas, sino de énfasis diferenciables. Unos insisten en las condiciones que hacen "imaginables" nuevos tipos de comunidad, en los dispositivos de poder que sostienen la producción de lo nacional y lo hacen posible. Otros investigadores enfatizan la forma como los sujetos experimentan y viven la comunidad de la nación en la vida diaria/Entre esas preguntas, pueden identificarse otros dos tipos de trabajo relacionados y también diferenciables.

Por un lado, se encuentran aquellos que insisten en la necesidad de pensar nación y nacionalismo en el contexto globalizador del sistema capitalista. Aquí se ubican todos aquellos que insisten en que la nación es una forma de responder a la pregunta por el orden en el contexto de la expansión del capitalismo y el desarrollo industrial. Por el otro lado, se encuentran una serie de investigaciones que analizan la forma en que cada Estado intenta dirigir la producción de sujetos nacionales a partir del uso de distintos dispositivos de saber/poder. En el caso de América Latina en el siglo XIX, Beatriz González Stephan identifica tres prácticas disciplinarias que "contribuyeron a forjar ciudadanos": las constituciones, los manuales de urbanidad y las gramáticas de la lengua (González, citada en Castro, 2000:148). Desde la perspectiva de este documento, este último tipo de trabajo recuerda hasta qué punto la pertenencia nacional es contingente y producida sin ser, por ello, menos genuina y hasta qué punto, la nación se articula con el proyecto ilustrado.

De la revisión de los distintos tipos de pregunta sobre la nación, queda claro que tanto la emergencia de la nación como forma de categorización social, por un lado, y el consumo de lo nacional, por el otro, deben situarse en un mapa más amplio en el que se muestre hasta qué punto la nación y el nacionalismo han

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desempeñado distintas "funciones" en estrecha interdependencia con el momento de desarrollo del sistema capitalista (Hobsbawm, citado por Traverso, 1998:42). Sobre este punto se volverá más adelante cuando se caracterice la nación como forma histórica del dominio político. Por ahora, es pertinente recalcar que los autores que reconocen a la nación como un fenómeno específicamente moderno, la vinculan al desarrollo de la división social del trabajo, del capitalismo impreso y de la centralización política iniciada ya en el Estado absolutista (Gellner, 1993; Anderson, 1994; Elias, 1998).

Aunque estos trabajos hacen énfasis en las transformaciones del entramado social que sustentan esta nueva forma de afiliación social, también insisten en que ella se traduce en un tipo específico de categorización por parte de los actores y sobre sí mismos. Los investigadores escudriñan aquí las causas que han facilitado la emergencia de tal forma de categorización. Además, insisten en que preguntarse por la nación es preguntarse por "algo que pertenece al mundo de la conciencia de los actores sociales" (Pérez Agote, 1993). A partir de tal señalamiento se puede introducir otro grupo de cuestionamientos.

Recientemente, algunos trabajos han llamado la atención sobre la necesidad de estudiar los procedimientos, las formas y las rutinas por las que los actores aprenden a caracterizarse a sí mismos y al conjunto de la realidad social en términos de nación o cualquier otro tipo de identidad. Se trata de analizar las dinámicas sociales que permiten que, en la vida cotidiana, se refuercen, se fortalezcan y afiancen los vínculos sociales que constituyen la nación. Es pues un esfuerzo por mostrar los complejos dispositivos que permiten "inscribir culturalmente" la idea de nación y que sostienen los distintos esfuerzos por leer las sociedades en esos términos. En su estudio sobre las relaciones entre la formación del Estado, el nacionalismo y la etnicidad, Ana María Alonso encuentra que "la inscripción cultural de la idea de Estado", y por esa vía se podría agregar "de la idea de nación", se logra a través de distintos procesos, destacando tres principales: espacialización del tiempo, "sustancialización de lo propio en lo que es" y organización simbólica y material del espacio social (Alonso, 1994: 381).

Desde la perspectiva de Alonso, es necesario complementar la tesis de Benedict Anderson para quién la nación es "una comunidad política imaginada soberana y limitada", identificando las estrategias a través de las cuales lo imaginado se convierte en segunda naturaleza, en "estructura de sentimientos" y la forma como eso imaginado es objetivado en la práctica material y en la experiencia vivida (Op. cit.). En otras palabras, la autora recuerda que es necesario estudiar los procesos de nacionalización de las sociedades y muy especialmente la producción de una estructura de sentimientos que da vida a la pertenencia nacional y la inscribe en el día a día de los grupos sociales.

El estudio de la forma como lo nacional es consumido y vivido día a día se ha adelantado usando el concepto gramsciano de hegemonía. La idea central es que la construcción de la nación no se logra por la mera imposición de los intereses y las perspectivas de las clases dominantes, esto es que no se logra sólo por la vía de la coerción, sino también por la vía de la constitución de los consensos. Una hegemonía sería precisamente la combinación de consenso y coerción que

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mantiene la vigencia de una forma específica de dominación política. Desde una perspectiva cómo la de Alonso, el estudio de la construcción de la nación exige revisar la forma como las clases subalternas o, en términos más amplios, los distintos grupos sociales aprenden a contemplar a la sociedad a través de los ojos de sus gobernantes debido a su educación y también a su lugar en el sistema.

El concepto de hegemonía que ha sido introducido en el estudio de las formas en que lo nacional es consumido y vivido diariamente es objeto de importantes cuestionamientos. No está muy claro, por ejemplo, si el concepto es puramente descriptivo o si es también explicativo. Tampoco, cómo se producen las transformaciones de la hegemonía política o las condiciones e indicadores de su presencia (Burke, 1997: 103). Para hacer frente a algunas de estas críticas, los analistas han introducido los conceptos de "negociación" y "resistencia". Con ellos intentan mostrar cómo los distintos grupos sociales "transforman y ajustan a sus propias condiciones" los valores y las pautas relaciónales promovidas por los grupos dominantes. Ahora bien, la posibilidad de preguntarse por lo que los distintos grupos sociales hacen con los valores "nacionalistas" promovidos por la élite, tiene sentido sólo si se recuerda la diferenciación introducida por Hobsbawm entre el nacionalismo de los gobiernos y el nacionalismo del pueblo. Este autor sostiene que lo que las personas comunes sienten acerca de la nacionalidad sólo pasó a tener importancia política a finales del siglo XIX. Es precisamente de este punto de donde arrancan los estudiosos que se preguntan por la forma como "el pueblo" o los distintos grupos sociales "negocian", "traducen" y/o "resisten" las "formas de ser nacionales" que son propuestas desde los sectores dominantes. Algunos estudiosos de la construcción nacional se preguntan por el tipo de procesos que permiten "inscribir culturalmente la idea de Estado y nación" y por esa vía convertir a la nación en una estructura de sentimientos. En este punto, el énfasis está puesto en los dispositivos que permiten homologar socialmente las formas de "ser nacional" que les han sido impuestas.

La producción de un tipo de paisaje y la sustancialización de ciertos atributos son formas de naturalizar la pertenencia nacional y de producir sujetos nacionales. Es por esa vía que las condiciones materiales que permitieron la emergencia de la nación como nueva comunidad política (integración territorial, de estratos, industrialización) se convierten en formas de auto categorización social y auto experiencia. Aunque los distintos autores pueden estar de acuerdo en las diferencias entre las "formas de ser nacionales" e incluso el contenido de "lo nacional", en los proyectos de los grupos dominantes y los otros grupos sociales existe una discusión acerca del carácter "espontáneo o no mediado" del nacionalismo o de lo nacional en el caso de los grupos subalternos. La discusión gira entorno al carácter político de aquello considerado nacional y a la capacidad de "negociar" de los grupos menos favorecidos. De cualquier manera, la contribución de estos autores al debate sobre la nación ha sido la de recordar que, en tanto fenómeno de auto categorización, la nación no es el reflejo de unas condiciones materiales de interdependencia o vinculación social.

Y es que estudiar la nación, como tantos otros fenómenos de la vida social, pasa por diferenciar y combinar estos distintos tipos y niveles de pregunta, así como

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distintos momentos analíticos. Pérez Agote captura adecuadamente este punto cuando afirma que "el sociólogo debe pasar por un doble momento analítico al estudiar las representaciones sociales (siendo la nación una de ellas en tanto forma de categorización social de un grupo sobre si mismo). En primer lugar, un momento fenomenológico en el cual el sociólogo constituye la representación social y sus consecuencias en el comportamiento, en objeto de análisis; es un momento comprehensivo; el sociólogo penetra en el interior de la definición, en los significados del actor y en sus comportamientos, y su sentido. En segundo lugar, un momento, genético, en el que el sociólogo se pregunta por la génesis de la representación, por quién la genera y cómo, por cómo se difunde y alcanza el éxito social; este momento es esencial porque las representaciones sociales no son una emanación del mundo objetivo, sino ideas generadas y aprendidas en procesos sociales" (Pérez Agote, 1993).

La alusión a "los momentos" no implica que un proceso tenga lugar antes y otro después. Se trata más bien de resaltar la especificidad del tipo de preguntas y de los niveles de análisis. Además el interés por resaltar estos distintos "momentos" en el estudio de la nación y la necesidad de distinguir el momento fenomenológico y el genético se hace aún más clara si se recuerda la distinción introducida por Bourdieu entre el tiempo de la ciencia y el de la práctica. El autor señala que la lógica científica proyecta un efecto totalizante sobre las prácticas de los agentes y al hacerlo tiende a olvidar que tales prácticas excluyen el retorno sobre sí mismas.

De ahí que la distinción entre el momento fenomenológico y el genético no sea tanto un asunto de secuencias, como de revelación de ciertas especificidades en la constitución de un problema social. Más exactamente y en el caso específico de la nación, el momento fenomenológico tampoco es evidente a la lógica científica; debe ser constituido como tal en un ejercicio reflexivo. Pero al hacerlo, y siguiendo las precisiones de Bourdieu "debe tenerse conciencia de la transformación que estos juegos de escritura teórica hacen sufrir a la lógica práctica por el mero hecho de explicitarla" (Bourdieu, 1991:156). Así pues, el estudio de la nación no puede diluirse en el momento subjetivista de lo que un actor predica sobre sí mismo, pero tampoco puede abordarse como si la nación fuera una entidad orgánica o una emanación del mundo objetivo.

En otras palabras, este estudio sobre el discurso que el actor construye acerca de sí mismo y con respecto a la nación queda incompleto sin una revisión de "las condiciones de interdependencia social", de las formas de relación social que dan lugar a tal percepción, que la sostienen y limitan. Pero también al contrario, el estudio de la nación no es igual al estudio de la transformación de los procesos "objetivos" (mayor integración territorial, vías, alfabetismo...), porque de ellos no se desprende directamente o por reflejo un tipo de auto percepción y auto categorización social. De ahí que sea necesario dar cuenta de la nación como una manera específica de representar y producir un orden político y al mismo tiempo, atender a las transformaciones del entramado social en que la nación se apuntala y a las que ella misma les da forma.

Algunos de los problemas epistemológicos planteados por la nación y su tendencia a diluirse en lo que el actor predica de sí mismo son comentados en el

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Diccionario de Política dirigido por Norberto Bobbio junto con otros investigadores. Según los autores, una de las grandes dificultades a la hora de estudiar la nación es que diferentes grupos humanos sienten su pertenencia a tal comunidad como algo natural y evidente; pero al mismo tiempo carecen de la posibilidad de explicar en qué consiste tal "vínculo natural". Otra forma frecuente de apelar a la nación es convirtiéndola en una entidad orgánica, en una especie de organismo que cruza la historia y que se erige por encima de las cabezas de sus asociados. Corno se verá más adelante, esta forma de pensar la nación y de hacerla protagonista de la historia tiene gran importancia por cuanto enmarca la vida de los individuos y tiende a darle un "sentido", al tiempo que sugiere como necesario, hacia el pasado y el futuro, una forma de asociación que se ha construido en la contingencia, en la historia (Bobbio, 1991:1024).

Antes de seguir caracterizando algunas de las principales discusiones en torno a la construcción de la nación conviene identificar otro problema que sirve de marco a la discusión general. Es preciso reseñar con cierto detalle la forma en que la problemática de la nación se articula con una de las ambigüedades propias de las ciencias sociales. Anthony Giddens ha recordado que cuando las ciencias sociales y especialmente la sociología hablan de la sociedad, están caracterizando la nación. En sus propias palabras, "sociedad quiere decir realmente sociedades nacionales. Al explicar la naturaleza de las sociedades modernas debemos captar las características específicas del Estado nacional, es decir de un tipo de comunidad social que contrasta radicalmente con los estados premodernos" (Giddens, 1994: 25). Tal señalamiento es de gran importancia por cuanto recuerda que la nación es la forma como las ciencias sociales quieren ordenar, articular y conocer las sociedades modernas. Por esta vía, las ciencias sociales ponen en manos del Estado una serie de recursos y formas de saber que orientan la intervención política y la producción de sujetos nacionales. Para decirlo de otra manera, la categoría de sociedad con la que tienden a operar las distintas ciencias sociales y especialmente la sociología hacen de ésta una entidad delimitada territorialmente, autocontenida y diferenciable de otras por su "cultura" y su "carácter nacional". El establecimiento de una identidad entre "sociedad", "nación" y "cultura" había orientado la producción de categorías en las ciencias sociales tanto como los programas estatales de "nacionalización" de individuos. El investigador Santiago Castro se refiere a este problema en los siguientes términos: "sin el concurso de las ciencias sociales y culturales, el Estado moderno no se hallaría en la capacidad de ejercer control sobre la vida de las personas, de definir metas colectivas a largo y a corto plazo, de asignar a los ciudadanos una identidad cultural" (Castro, 1999: 84).

Así pues, la tendencia a establecer una relación de identidad entre "sociedad", "nación" y "cultura" constituye un recurso en el establecimiento y el reforzamiento de un orden político centrado en la figura de los estados nacionales. Sin embargo, el que tales estados se vean crecientemente desplazados como agentes centrales de la regulación de la vida social y política hace que la tendencia a hacer equivaler "sociedad"-"nación"-"cultura" plantee hoy importantes dificultades ¿Cómo entender la nación en el marco de las relaciones entre lo local y lo global?, ¿qué tipo de relaciones sostienen el vínculo entre nación y cultura cuando está última abandona

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cada vez más sus límites territoriales? Estas preguntas se retomarán más adelante, pero se introducen aquí con el ánimo de mostrar que las transformaciones actuales de la nación enfrentan nuestros hábitos de pensamiento sobre la misma. También para pensar hasta qué punto la forma en que las ciencias sociales se refieren a la nación revela las propias limitaciones de unas ciencias que tendieron a identificar "los límites de su objeto de conocimiento con los del Estado territorial" (Op. cit.: 83).

En las secciones que siguen se ampliarán algunos de estos problemas y tipos de pregunta a la luz de temáticas que han sido o son objeto de discusión.

ÉLITES Y SUB AL TERN OS

Un punto muy importante en la discusión sobre la nación se refiere precisamente a las preguntas sobre el "quién" y el "cómo". Al enfrentar la pregunta por el "quién" varios investigadores han examinado el papel de las élites. En efecto, para Anderson, la nación es el artefacto cultural de una determinada clase, la clase burguesa. Mientras para Gellner, la nación supone un alto grado de elaboración de las culturas y su existencia homogenizada, estandarizada y regulada por la vía de procedimientos. Tal homogeneización reposa en la separación entre distintos grupos sociales y en la posibilidad de que un sector imponga una cultura más desarrollada en una sociedad en la que hasta ahora predominaban culturas primarias. De ahí que Gellner insista en el vínculo existente entre la constitución de la nación y el desarrollo del industrialismo (Anderson, 1994; Gellner, 1993: 82).

En una dirección similar se orienta Hobsbawm al definir los "tres criterios" que permitían que en la práctica, un pueblo fuera clasificado como nación. El primero era "su asociación histórica con un Estado que existiese en aquellos momentos o un Estado con un pasado bastante largo y reciente". El segundo criterio y de gran relevancia en este punto del documento, "era la existencia de una antigua élite cultural, poseedora de una lengua vernácula literaria y administrativa nacional y escrita". El tercer criterio y según Hobsbawm "es lamentable tener que decirlo, era una probada capacidad de conquista" (Hobsbawm, 1995: 70 y ss).

Los distintos "criterios" revelan, de un lado, la existencia de un Estado como supuesto y de otro la fortaleza de una élite o un grupo determinado. Ahora bien, esto no significa que la nación o aquello que deviene nacional sea mera y simplemente la imposición o manipulación de una preferencia por parte de la burguesía o los sectores hegemónicos. No. La nación o aquello que es considerado nacional no depende de la voluntad de uno u otro actor, pero tampoco es el resultado espontáneo "y natural" de la vida y la interacción social. La nación es una comunidad, pero también ha sido construida y articulada en unas relaciones de poder en las que no todos participan en igualdad de condiciones. Al respecto cabe recordar algunas de las críticas que distintos investigadores han hecho a la conceptualización de la nación como "el artefacto de la burguesía". El mismo Eric Hobsbawm señala que la idea de que la nación es burguesa forma parte de la manera como la veían los ideólogos del liberalismo triunfante entre 1830-1880. El historiador británico recuerda que la "nación" era vista como una etapa superior en la evolución humana frente a la tribu y a otros

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grupos de referencia. Además la "nación" era el sujeto del "progreso". Tanto Hobsbawm, como Wallerstein y Balibar consideran que la tesis según la cual "la nación es un proyecto burgués" forma parte de la filosofía liberal de la historia en la que creen incluso los marxistas (Hobsbawm, 1995; Wallerstein y Balibar, 1998).

Un comentario todavía más radical se desprende de algunos trabajos del historiador Peter Burke. Aunque él no ha estudiado el surgimiento de las naciones, insiste en la necesidad de considerar la existencia de las élites o incluso los "proyectos de una élite" más como hipótesis que como puntos de partida o axiomas (Burke, 1997: 92)-Todo este recorrido es para anunciar algunos de los problemas implícitos en la discusión acerca del papel de las "élites" en la construcción de la nación. Por una parte, se sabe que la nación no es una forma de comunidad espontánea o autogenerada, pero por otra parte, se tienen grandes dificultades conceptuales a la hora de precisar el papel de ciertos grupos específicos en la construcción de la nación. En efecto, gran parte de los autores habla de "construcción" de nación y es importante resaltar que el verbo "construir" sugiere una intencionalidad, un proyecto. Los autores hablan de "construcción de la nación", en tanto forma de vinculación social que implica una mayor estandarización y homogeneización de la vida dentro de unos límites territoriales previamente definidos. Este último punto, la definición de territorios, es muy importante puesto que tanto para Gellner, como para Anderson, la nación y el nacionalismo dan por supuesto el Estado, o para ser más precisos, un alto grado de centralización del poder. En palabras de uno de los autores "la nación es el supuesto básico de la legitimación legal impersonal del Estado centralizado que se da en los países occidentales" (Pérez Agote, 1993: 13).

Sin embargo, y para dar mayor precisión al ejemplo de Anderson, hay que recordar, como él mismo lo hace, que en la pregunta por la emergencia de la nación se debe diferenciar el contexto europeo y el hispanoamericano, entre otros. Mientras en el contexto de Europa occidental, la construcción de la nación retoma distintos recursos del Estado Absolutista para afianzar un tipo de nacionalidad en la que se comparte lengua, tradición política y administrativa, religión, entre otras; en América Latina "el problema es construir a partir de una misma "nacionalidad" hispánica, naciones separadas y diferentes" (Guerra, 1995). De ahí que sea preciso preguntarse por la especificidad de aquello que se construye o inventa como nacional en el contexto de Latinoamérica y por sus implicaciones en la producción de un orden político.

En efecto, es necesario preguntarse qué significa el hecho de que los burócratas en Hispanoamérica hayan tenido un lugar fundamental en la posibilidad de imaginar la nación y lo que eso implica para o en las relaciones entre Estado y nación.

Ahora bien, el objetivo de todos estos señalamientos es recalcar la dificultad conceptual e histórica de definir los límites entre Estado y nación, y por esa misma vía recalcar que la nación aún cuando haga énfasis en un "sentimiento de profunda camaradería horizontal", al decir de Anderson, se configura en el marco de unas relaciones de poder. Precisamente pervive la discusión en torno a si puede hablarse de la nación como una categoría propia de las filiaciones culturales o como una

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categoría propia del universo político. Como si "lo político" y "lo cultural" pudieran separarse claramente haciendo de lo primero el espacio del cálculo y la acción instrumental y del segundo, el reino del sentido. En cualquier caso, lo dicho antes permite insistir en que tanto, en el caso europeo en donde la nación se apoya en la expansión del dominio político absolutista y su creciente estandarización social, como en el caso latinoamericano, en el que la nación recoge las voluntades de distintos "pueblos"; la construcción de nación implica un ejercicio de dominación política, no un acto accidental, neutro o sin tiempo. Dominación política entendida en un sentido amplio como la producción y construcción de un orden, de una forma de vida juntos en la que los conflictos se resuelven de una manera establecida. Insistir en la dominación política es recordar que la nación no es una "comunidad natural", sino que resulta de la interacción humana y de la contingencia histórica. Además, se caracteriza a la nación como un ejercicio de dominación política por cuanto se parte de que la construcción y el mantenimiento de un orden social es un proceso conflictivo.

Resaltar que la nación forma parte de un ejercicio de dominación política exige nuevamente precisar "quiénes implantan" tal dominación o, para retomar la pregunta del investigador indio Partha Chaterjee ¿quiénes imaginan la nación? Esa pregunta ha sido trabajada por distintos autores para quienes, como se recordaba anteriormente, la nación es parte de un proyecto burgués (Balibar, 1998) y/o se encuentra atada a la consolidación de una modalidad específica de capitalismo. Resaltar el papel de un grupo social en la producción de la nación no implica desconocer el papel de los otros sectores de la vida social. Más específicamente, que un proyecto sea la expresión de los intereses y la autoconciencia de un sector no significa que otros no intervengan o no puedan hacerlo. Lo que tales autores tratan de resaltar cuando señalan el carácter burgués de la nación es su vínculo estrecho con el tipo de ordenamiento social que ha permitido el afianzamiento de esas propias burguesías como sectores hegemónicos. Ordenamiento social que pri-vilegia el desarrollo de la escritura, la estandarización dé procedimientos, la definición de límites territoriales precisos, la cada vez mayor intervención y transformación de la naturaleza. Todo esto articulado en, y expresado por, el fenómeno mercado y más puntualmente, el mercado nacional. El desarrollo de la nación como forma de vinculación social es inseparable del crecimiento y la consolidación de un grupo social específico cuya dominación política se juega en el uso de recursos tales como la alfabetización, el predominio creciente de un tipo específico de pensamiento científico y el desarrollo del mercado.

Así pues, preguntarse por la nación es preguntarse por la forma, las condiciones y los dispositivos que sustentan una "modalidad específica de dominio". En otras palabras, se trata de tener presentes dos dinámicas:

• Contra qué se construye la idea de nación. Esto es, contra qué formas de pensar la vida social se construye la idea de que los integrantes de un territorio tienen o deben tener una historia común, de que es el consenso entre ellos el que va a funcionar como fuente de legitimidad política, la idea de que son distintos o perfectamente diferenciables de grupos humanos que ocupan territorios más allá de las fronteras... Contra qué formas de pensar y ordenar la vida social se

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construye esta forma nueva de comunidad que se imagina "soberana y limitada". • ¿Qué otras formas de dominio quedan subsumidas o arropadas bajo esa nueva forma política que es la nación? En relación con el primer cuestionamiento, Etienne Balibar ha señalado que la

forma nación no se puede "deducir" de las relaciones de producción capitalistas, pues este modo de producción históricamente ha sido compatible con otras formas de organización estatal. Más bien, y retomando los hallazgos de Braudel y Wallerstein, la formación de las naciones está conectada "no con la abstracción del mercado capitalista, sino con su forma histórica concreta: la de una "economía-mundo" que ya estaba organizada y jerarquizada en un centro y una periferia" (Balibar, 1998: 140). En efecto, el autor insiste en que las unidades nacionales se crean a partir de estructuras globales de la economía-mundo, y de la distinción funcional y política entre un "centro" y una "periferia".

Así pues, aquello que puede emerger como nación o "cuestión nacional" será distinto según se trate de una sociedad central o de una periférica. Tal distinción parte de la desigualdad estructural entre "centro" y "periferias". Desigualdad que tiende a restringir, por no decir impedir, la nacionalización de la sociedad en aquellos estados de inserción periférica al capitalismo histórico. Al respecto resulta pertinente recordar que los estados centrales nacionalizaron tardíamente sus sociedades mediante la imposición de sistemas estandarizados de escolarización, la unificación de costumbres y creencias por la vía de promover migraciones de mano de obra interregional, la imposición del servicio militar, entre otras medidas (Op. cit.\ 142). La imposición de esta serie de reformas contó con la financiación de un estado fortalecido y afianzado con un papel hegemónico en la economía-mundo. Hobsbawm resalta algo similar cuando señala la afinidad entre el desarrollo de ciertas fases de la economía capitalista y la concepción liberal del estado que pretende la expansión de una economía autocentrada, mercado nacional, seguridad de la propiedad, entre otros (Hobsbawm citado en Traverzo, 1998: 42).

La necesidad de distinguir entre la forma nación en el centro y en las periferias de la economía-mundo le permiten a Balibar preguntarse ¿para quién es ya demasiado tarde?, es decir, "¿cuáles son las formaciones sociales que, a pesar del condicionamiento global de la economía-mundo y del sistema de Estados originado por ella, ya no pueden realizar completamente su transformación en naciones, como no sea de forma puramente jurídica y al precio de interminables conflictos sin solución decisiva?" (Balibar, 1998:142). En otras palabras, ¿pueden los Estados de la periferia de la economía-mundo nacionalizar sus sociedades?, ¿a través de qué dispositivos?

Estas consideraciones resultan muy importantes pues permiten problematizar algunas formulaciones frecuentes sobre la construcción de la nación en el país y en el subcontinente. Algunos analistas han llamado la atención sobre la "debilidad" del proyecto nacional y más específicamente sobre la "ausencia de una burguesía

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nacional”1. Los señalamientos anteriores permiten entender hasta qué punto la nación es el proyecto de un sector social específico, de un sector burgués, pero también permiten ver que la constitución de este actor social y de su proyecto esta constreñida por el lugar específico que ocupa una sociedad determinada en el juego de la economía-mundo. La pregunta por la constitución del Estado nación en América Latina requiere situar las sociedades del subcontinente en las relaciones de poder trasnacional. Más puntualmente, es preciso que el análisis de la formación de los Estados Nacionales en Europa y América durante los siglos XVII al XIX reconozca la vinculación entre estos procesos y la consolidación del colonialismo europeo en ultramar (Castro, 2000).

Y con eso, se puede introducir el segundo cuestionamiento: ¿cuáles son las formas de dominio que quedan subsumidas bajo la forma política de la nación? Al hablar de la nación como una comunidad política específica, se pone el acento en la nación en tanto comunidad de ciudadanos. Más específicamente, una comunidad de individuos "leales a las instituciones políticas, bajo la forma del Estado: sin mediación de linajes, vasallajes, gremios, comunidades o corporaciones" (Rabotnikof, 1993: 98).

Se trata, para retomar la expresión de Balibar, de instituir al individuo como homo nationalis y ello a través de una red de mecanismos y de prácticas cotidianas. Es aquí en dónde empieza la pregunta de aquellos autores que indagan por las formas en que la idea de nación se inscribe culturalmente y se experimenta en la vida diaria. Antes de hacer algunas consideraciones al respecto, resulta importante insistir en la nación como comunidad de ciudadanos, pero sobre todo de ciudadanos individuales. En ese sentido, es preciso preguntarse con Balibar, ¿en qué sentido es la nación una comunidad? Para este autor, tal pregunta se allana al recordar que la nación pasa por "producir el efecto de unidad mediante el cual el pueblo aparecerá a los ojos de todos "como un pueblo" es decir como la base y el origen del poder político" (Balibar, 1998:146).

Sin embargo, es preciso recordar que caracterizar a la nación como una comunidad exige identificar los problemas propios de este último término. Al hablar de comunidad es preciso tener presente el tufillo consensúa! implicado en el término. Como señala Burke "Las comunidades deben ser construidas y reconstruidas. No se puede dar por sentado que una comunidad es homogénea en sus actitudes y está libre de conflictos" (Burke, 1997: 72) En ese sentido, hay que decir que la nación se erige como una comunidad política de ciudadanos, pero que en el seno de tal comunidad se elaboran y explotan tipos distintos de jerarquización y diferenciación social.

En esta dirección se orienta Pérez Agote para quién la idea de nación

1 Una interesante discusión al respecto puede leerse en la mesa redonda sobre "Nación y región en el siglo XIX" en Aspectos Polémicos de la Historia de Colombia, Procafé, 1986. En la mesa participaron Jaime Jaramillo Uribe, Malcom Deas, Marco Palacios y Francisco Leal.

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solamente puede cumplir su función política, su función de dominación, cuando logra plantearse como algo no político, como una forma natural de comunidad social (Pérez Agote, 1993: 37). Al hacerlo, al aparecer como algo natural en el terreno de las relaciones sociales, la nación de ciudadanos "congela" y "naturaliza" las distintas formas de diferenciación social que ella misma ha fortalecido. Estos señalamientos no responden a la pregunta sobre las formas de dominio subsumidas bajo la forma política de la nación, pero recalcan que al lado de la camaradería profunda y de la horizontalidad constitutivas de la nación, perviven la diferencia de clase y distintas prácticas de exclusión. Algunos investigadores han retomado estos problemas y han tratado de establecer como en ellos se enfrentan o involucran distintos sectores de la sociedad, y especialmente los llamados "sectores subalternos"2 Precisamente, frente a la idea de que quienes imaginan y proyectan la nación son los burgueses, estos autores destacan el papel de otros sectores. Así por ejemplo, el historiador indio Ranajit Guha, se pregunta, en términos generales por la visión que las élites coloniales y poscoloniales construyen del subalterno, en prácticas de hegemonía cultural y por los discursos que construyen las ciencias sociales para aprehender tales sujetos. (Guha, 1988). El concepto de subalterno de Guha abarca los distintos tipos de subordinación, así sea de clase, casta, etnia, género, u oficio, entre otros. Frente a las caracterizaciones de la nación como un proyecto burgués e incluso como un esfuerzo ilustrado resultan interesantes los postulados de los estudios subalternos. Estos estudios no sólo se detienen a pensar en los dispositivos construidos por las élites para la subordinación, sino que partiendo de eso intentan: i. Recuperar y exponer el papel de los subalternos en los procesos históricos; papel que se les había negado en la historiografía tradicional, ya que el subalterno no aparece registrado en los discursos de las ciencias sociales tradicionales. 2. Se intenta devolver el papel activo del subalterno en su resistencia, resignificación, reelaboración y reinterpretación de las políticas estatales y culturales de las élites dominantes. De esta manera se trata de develar los procedimientos por medio de los cuales la hegemonía y la dominación se infiltran en los sujetos subordinados. (Guha, 1988). Desde la perspectiva de este documento, los estudios subalternos recuerdan las múltiples mediaciones del proyecto nacional, recuerdan hasta qué punto la nación forma parte de un proyecto burgués, pero también los procesos de resignificación a que se enfrenta por parte de los sectores subordinados. Desde este tipo de estudios se puede evadir la tendencia a considerar a los grupos sociales subordinados como meros agentes pasivos o rneros receptores de las políticas y los proyectos de los sectores hegemónicos. También desde este tipo de estudios se abre la puerta al estudio de la emergencia de "culturas nacionales" que no dependen directamente de las iniciativas o los esfuerzos del poder político establecido. Se recalca el "directamente", porque uno de los núcleos de discusión entre los estudiosos de la nación es si puede emerger un proyecto de nación desde los sectores populares, o si por el contrario tales esfuerzos serían más la expresión

2 Al respecto resulta reveladora la discusión hecha por distintos historiadores sobre la obra de Florencia Mallon titulada Campesinos y nación.

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de un clásico "patriotismo" que de un proyecto nacional.3 En cualquier caso es claro que la nación no es un proyecto burgués que se impone sin más sobre conglomera-dos "pasivos" e "irreflexivos". Pero también es claro que la condición de subalternidad no implica, de entrada, que se cuenta con un proyecto "alternativo" a la dominación política o con la capacidad de huir de los esfuerzos de control. Además, los estudios subalternos han recalcado los diversos modos de ser "subalterno" e incluso las condiciones de producción de la subalternidad. Antes de revisar la relación entre homogeneización y producción de la diferencia, conviene insistir en que la pregunta por las relaciones entre dominantes y dominados o, en términos más estrictos, entre sectores hegemónicos y sectores subalternos debe hacerse tanto en el contexto de las redes y el poder transnacional como en el interior de cada sociedad nacional. Como se indicó en el comienzo de esta sección, los sectores hegemónicos burgueses logran consolidar su "proyecto nacional" en el marco de los Estados centrales. Otra situación tiene lugar en los países que participan de manera subordinada en las redes de comercio transnacional. Para estos países parece que "fuera demasiado tarde", puesto que las dificultades de constitución de los actores sociales ponen en entredicho la existencia de un proyecto nacional, o más puntualmente, el éxito de la nacionalización de los hombres y mujeres de la respectiva sociedad.

HOMOGENEIZACIÓN Y PRODUCCIÓN DE "LA DIFERENCIA"

En la sección anterior se insistía en que la emergencia de las formas nacionales de dominación política se entienden mejor cuando se les sitúa en la historia del desarrollo de la economía-mundo, lo cual no quiere decir, sin embargo, que la nación o la pertenencia nacional, sean simplemente un "fenómeno reflejo" de pertenencias o de situaciones que serían más "reales" en el mundo de lo económico. No. Lo que se recalca es que la consolidación de esa economía mundo implicó la redefinición de los vínculos entre distintas sociedades y la posibilidad de que en algunas de ellas, las sociedades centrales, se consolidaran unas burguesías estatales. Igualmente, se dijo que tales burguesías y el lugar privilegiado en la reproducción de la economía mundo favorecio la implementación de los procesos de nacionalización de las sociedades. De ahí que Wallerstein insista en que la nación "se deriva de la estructuración política del sistema mundo" y en que como categoría unida al nacionalismo "dividen las zonas centrales y las zonas periféricas en la más compleja competencia intrarregional e interregional por modificar su posición jerárquica" (Wallerstein, 1998: 128). De nuevo, la nación no es algo "anexo", ni un mero epifenómeno en el funcionamiento y la reproducción del sistema capitalista y más exactamente de la economía-mundo. La nación es un tipo específico y privilegiado de "nosotros" perfectamente afín al desarrollo de esta economía. La nación es una forma de invocar y de producir un sujeto político atado de una u otra manera a la expansión de la economía-mundo. 3 La referencia que aquí se presenta a los estudios subalternos es una contribución del antropólogo Julio Arias.

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Ahora bien, aludir a la nacionalización de la sociedad y a la estandarización de los distintos procedimientos de regulación de la vida social, no implica que en la construcción de nación todos se conviertan en iguales, o en intercambiables, sino más precisamente que se definen las pautas de relación en las que unos aparecen como "nosotros" y los demás como "grupos de otros". La nación, sin embargo, no coincide exactamente con el "nosotros" más o menos homogéneo, sino que la construcción de la nación se juega en la delimitación del nosotros como en la producción de un vínculo y de una diferencia con aquellos que van a aparecer como los "otros". Uno de los problemas más importantes en la definición del "nosotros" y de los "otros" es el de la pertenencia regional. Frente a la relación entre el centro y las regiones, Jorge Orlando Meló que "el centralismo no eliminó las identidades regionales y en algunos casos justificó su refuerzo". Al mismo tiempo, el autor resalta los conflictos entre las "élites" en torno a lo que debería ser el marco administrativo del país (Meló, 1989: 38).

Al abordar estos problemas, Peter Wade encuentra que gran parte de los estudiosos de la nación resaltan el vínculo entre nación y producción de homogeneidad regional o étnica , en detrimento del vínculo nación y producción de lo distinto. Para el autor, tal consenso no deja de ser paradójico pues "la homogeneidad total significaría la eliminación de las diferencias de jerarquía internas a la nación que aún las élites nacionales se empeñan en mantener" (Wade, 1998: 62). De ahí que insista en que el análisis de la nación exige escudriñar la forma en que la heterogeneidad es ella misma producida en y por las relaciones de poder. Así, y aunque se parte de reconocer el papel de las élites en la configuración nacional, se señala que tal papel no pasa únicamente por el afianzamiento de la homogeneización, sino también por la producción de lo distinto.

Los complejos juegos de dominación propios de la construcción de lo nacional no se pueden captar, siguiendo a Wade, en la contraposición entre "unos homogéneos" y "otros heterogéneos". Ni unos ni otros están situados por fuera de las relaciones de poder. Más exactamente, aquello que los hace aparecer como homogéneos o distintos, no es otra cosa que la forma en la que se ha resuelto en un momento específico la dominación. Wade retoma en este punto planteamientos de Talal Asad para recalcar que en el juego de poderes constitutivo de un orden social específico, tal juego de poderes procede mediante la diferenciación y la "taxonomización de lo existente". Por esa vía, la dominación no implica la imposición sin más de una unidad, sino la construcción y selección de diferencias y taxonomías que le permiten, al poder constituido como tal, aprovechar las situaciones ambiguas. Así pues, la nación más que un proyecto de una clase particular, más que el artefacto de la clase burguesa, es el apuntalamiento de un tipo específico de dominio político en cuya consolidación son producidos los "dominantes y los subalternos".

En otras palabras, caracterizar la nación como una forma específica e histórica de dominación política no significa que ella sea un mero ejercicio de imposición, ni siquiera significa que se les concede a los dominados la capacidad de "negociar". Se insiste en que al situar la emergencia y la expansión de la forma nación en el contexto de las economías-mundo puede verse que es con el desarrollo de este tipo de

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capitalismo histórico que se configuran y afianzan "burgueses dominantes" y sectores subalternos (Wallerstein, 1998). Unos y otros son producidos en y por las relaciones de poder. "Burgueses dominantes y sectores dominados" no son unidades, no son objetos en reposo, ni sujetos anteriores a la interacción misma en que se constituyen como fuerzas sociales.

La importancia de estos señalamientos y la necesidad de pensar que también aquél que se incorpora como dominante es él mismo la encarnación o la expresión de las relaciones de poder queda más clara cuando se recuerda hasta que punto Europa es construida en el auge de la economía-mundo. Con frecuencia se alude a la forma en que el Tercer Mundo es producido desde las sociedades centrales. Se reseñan los procedimientos y las formas de relación que producen a las sociedades periféricas de una manera establecida. Sin negar la relevancia de estas aproximaciones, es pertinente recordar que la misma Europa es producida como sociedad hegemónica en y con el desarrollo de las economías-mundo. Para mayor precisión "no es Europa quien genera la modernidad, sino que es la dinámica cultural de la modernidad la que genera una representación llamada Europa y unos "otros" de esa representación, entre los cuales se encuentra América latina" (Castro; 1997:192.). Todo esto para recalcar que los sectores hegemónicos no se sitúan por fuera de las relaciones de poder ni son anteriores a ella. Sin embargo, de aquí no se deduce que sectores hegemónicos y subalternos o que los distintos grupos sociales participen en las mismas condiciones en la redefinición de las relaciones de poder. Se trata de una forma histórica de dominación política en la que unos grupos sociales tienen un lugar más favorable según su ubicación en la estructura de interdependencia social.

Por otro lado y para retomar la discusión sobre la forma en que son producidos los sujetos políticos, es pertinente recordar los planteamientos de Ana María Alonso. Para ella nacionalismo y etnicidad son "efectos" característicos de la formación del Estado. El primero, expresa o encarna la dimensión totalizadora del Estado, su importancia en la construcción de un nosotros englobante. Mientras que la etnicidad aparece como un "efecto" de los proyectos particularizadores, individualizadores propios de la formación del Estado (Alonso, 1994: 340). Uno y otro son inseparables. Como se dijo antes, la nación es nación de ciudadanos, de individuos. Pero de individuos que han sido "individualizados" y producidos como nacionales de un país y como objeto de múltiples diferenciaciones que la ciudadanía pretender enmarcar y articular. En este juego entre "totalización" e "individualización" se destacan las distintas prácticas y formas de relación características de las ciencias sociales y de los saberes expertos, en general. Precisamente, algunos autores han llamado la atención sobre el profundo vínculo entre formación del Estado, cons-trucción de la nación, producción de sujetos nacionales y ciencias sociales (Calhoun, 1997). El afianzamiento de la nación como auto categorización social pasa por el lenguaje de las ciencias sociales y sus prácticas específicas en la producción de conocimiento.

Precisamente, la posibilidad de que nacionalismo y etnicidad funcionen como "efectos" del proyecto de formación del Estado se aclara cuando se recuerda que la

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nación es en gran medida una forma nueva de resolver la pregunta por la legitimidad política. Pregunta por el orden conceptual pero también por el orden político, si es que se mantiene aún la distinción entre ambos.

La distinción entre la homogeneidad y la heterogeneidad y más puntualmente entre unidad y diferencia quede más clara cuando se le vincula a la discusión sobre temporalidad y retórica en la construcción de nación.

TEMP ORALI DAD Y RETÓRICA EN LA CONSTRUCCIÓN DE LA NACIÓN

En los distintos trabajos en que se considera a la nación como una construcción moderna, se llama la atención sobre el tipo de temporalidad que le sirve de sustento y el tipo de temporalidad que ella misma produce.

Así, Anderson ha insistido en que la nación se alimenta de una concepción del tiempo vacía y homogénea. Tal forma de percibir y pensar el tiempo es una innovación propia del desarrollo capitalista. Precisamente, ese tiempo vacío y homogéneo sustenta la percepción de simultaneidad característica de la vida de los nacionales. Ellos, los nacionales de un país, comparten un tiempo. La temporalidad compartida a la vez refuerza la perspectiva según la cual la nación tiene un origen y un destino. La nación deviene entidad orgánica que se desplaza y se realiza en una historia lineal, como el rostro de Janus, citado por Gellner, la nación constituida plenamente mira hacia atrás y también hacia delante. La historia, es la historia de su desenvolvimiento, de su desarrollo, de su despliegue. Esta situación sustenta una de las paradojas de la nación, "su modernidad objetiva", su carácter contingente en tanto forma de vinculación social y desde la perspectiva que Pérez denomina "genética". Pero por otro lado y con una gran fuerza, la nación como "entidad antigua, milenaria" en la percepción de los nacionalistas4.

Al respecto, Homi Bhabha ha hecho interesantes consideraciones. Para él, esa temporalidad "historicista" de la nación que se percibe claramente en una mirada "desde fuera", no debe ocultar el hecho de que en el día a día de la nación y "hacia dentro" coexisten distintas temporalidades. De forma más precisa, la temporalidad historicista de la nación no debe ocultar el hecho de que esa misma nación funciona como "una estrategia narrativa, un aparato de poder simbólico que produce un continuo set de categorías como diferencia cultural en el acto de escribir la nación". Este mismo autor distingue entre dos formas de temporalidad que producen una estructura simbólica de y para la nación, también diferenciable Bhabha distingue entre una temporalidad pedagógica, cuya autoridad proviene del pasado y que insiste en el despliegue lineal de un cuerpo específico. Pero por el otro lado, destaca la temporalidad de la actuación, propia de la vida cotidiana y en la que se puede asistir a la producción del pueblo como sujeto político de y en lo

4 Autores como Anderson, Gellner, Wade, entre otros han hecho alusión a esta paradoja.

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contemporáneo (Bhabha, 1994: 40). De esta manera, Bhabha recuerda el carácter histórico de la nación, pero también y recordando a Colmenares (1994: 93), la múltiple temporalidad de este tipo de fenómenos.

Al mismo tiempo y en la medida en que Bhabha insiste en el vínculo entre nación y narración hace énfasis en la capacidad performativa del lenguaje. Si Gellner y otros autores habían insistido ya en que desde el Estado se produce y se "recrea la historia de la construcción del Estado como historia de la nación", (Pérez Agote, 1993) y en que la historia nacional es en gran medida la historia de los vencedores, Bhabha resalta que la historia nacional y los discursos nacionales no sólo representan algo que existe o existió, sino que en el mismo momento de invocarlos están produciendo una específica realidad. De ahí que se insista en que las narrativas constituyen la nación y no sólo la reflejan, claro está que al constituirla producen también las diferenciaciones y las jerarquías que constituyen al pueblo como sujeto político. En uno de sus textos, titulado "DisemiNation: tiempo, narrativa y los márgenes de la nación moderna" (1994), Bhabha insiste en que "la construcción cultural del "sentido de la nación"5 es una forma de afiliación social y textual". De ahí su énfasis en las complejas estrategias de identificación cultural y de direccionamiento discursivo que funcionan en nombre de "la gente" o de "la nación" y que los hacen los sujetos inmanentes de un rango de narrativas sociales y literarias". Frente a la posición historicista que tiende a hacer de la nación una categoría sociológica empírica o una entidad cultural holística, Bhabha afirma la fortaleza de la nación como estrategia narrativa. Esto es "como un aparato de poder simbólico, [que] produce un continuo set de categorías, como sexualidad, afiliación de clase, paranoia territorial, o "diferencia cultural" en el acto de escribir la nación" (Op. cit.: 140).

Bhabha rechaza la tendencia historicista y de las ciencias sociales clásicas de reducir el lenguaje a sus funciones denotativas. Contra ello, el autor recalca el carácter performativo del lenguaje y por esa vía el hecho de que la historia nacional y los discursos nacionales no sólo representen algo que existe o existió, sino que en el mismo momento de invocar una realidad la estén produciendo como tal. Así, el autor insiste en que las narraciones de la nación implican la construcción de diferencias culturales y la creación continua de unas formas específicas y valoradas de "heterogeneidad". Aquello que se invoca y se construye en las narraciones de la nación está inscrito, no sobra decirlo, en las relaciones de poder que hacen posible la producción y circulación de esas narraciones y textos. De ahí la insistencia de Bhabha en el "sentido de la nación" como forma de afiliación social y textual. La afiliación textual no es el reflejo o la representante de la afiliación social y esta no preexiste a las narraciones. Una y otra dan cuerpo al "sentido de la nación". En una dirección algo similar se orienta Billing al hablar de "nacionalismo banal". Para este autor, el énfasis de los estudios sobre el nacionalismo en los eventos

5 Nationess es traducido aquí como "sentido de la nación", para conservar la diferencia con "nacionalidad" nationality, condición de ser nación nationhoody nacionalista nacionalist.

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extraordinarios, en las guerras y en los momentos de crisis, olvida la retórica nacionalista que inunda la vida diaria y con la cual se trata de iluminar la importancia de lo que está pasando. Billing llama la atención sobre la retórica de lo nacional que se expresa todo el tiempo en las competencias deportivas, los eventos religiosos y fiestas locales, los encuentros de distintos grupos territoriales, entre otros. Para el autor, toda esa retórica nacionalista que inunda la vida diaria y suele pasar desapercibida es precisamente una forma en que se refuerza el nacionalismo requerido para las crisis y en que se afianzan los "hábitos ideológicos" que le van a permitir a las naciones ser reproducidas (Billing citado en Palmer, 1998:181). El mismo autor recuerda que por la vía de la retórica política de los gobiernos y de las competencias deportivas que se presentan en las páginas de los periódicos, entre otras formas, el "sentido de la nación" se refuerza, legitima e incorpora diariamente. Articular los señalamientos de Billing con los de Bhabha resulta de gran utilidad pues recuerdan que la invocación de "lo nacional" produce una forma específica de "ser nacional" y refuerza ciertos "hábitos ideológicos" a la hora de enfrentarse con la pregunta por la nación.

De ahí que ambos autores insistan en la necesidad de revisar la forma en que se "experimenta" y se "invoca" a la nación en los avatares de lo cotidiano, en los autodenominados espacios o noticieros nacionales, pero también, y muy especialmente, en el contexto de las competencias deportivas y las ocasiones oficiales. Lo que está en juego aquí es una forma específica de comprender el lenguaje en el que éste no es tanto instrumento de comunicación, como "fuerza productora del mundo" (Browm, 2000) y del tipo de "conciencia" que se puede tener de él.

Así, cuestionarse acerca de la nación exige hacer una serie de precisiones sobre el tipo de preguntas, el tipo de dinámicas y las formas de interacción social que resulta pertinente explorar.

El estudio de la nación exige precisar los límites y las articulaciones entre los momentos "fenomenólogicos" o subjetivos de la vida social y sus dimensiones objetivas, genealógicas. Esta distinción define niveles distintos en las preguntas. Por otro lado, es preciso situar el estudio de la nación en el contexto de las transformaciones de la economía-mundo. Sólo desde aquí es posible percibir hasta qué punto la nación se consolida como una forma histórica de dominio, pero como también es contestada y neutralizada por otras formas de vinculación social.

Por último, pero no menos importante, es preciso explorar el juego que articula la nación con dinámicas de identificación, diferenciación y participación. Quiénes son los sujetos políticos que constituyen la nación, qué tipo de relaciones los vinculan, qué formas de jerarquización las organiza. Es preciso entender hasta qué punto lo homogéneo y lo distinto son elementos constitutivos de lo nacional y son producidos en las relaciones de poder que le sirven de sustento. En el siglo XIX latinoamericano los principales dispositivos de saber/poder orientados a la constitución de sujetos nacionales fueron las constituciones, los manuales de urbanidad y las gramáticas de la lengua (Castro, 2000:148). En el siglo XX, el crecimiento de los medios de comunicación jugó un importante papel en la producción de sujetos nacionales. Aunque no se consultaron estudios que se refieran a

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los medios de comunicación en términos de "dispositivos de saber/poder", algunos autores y entre ellos, el historiador Jorge Orlando Meló, señalan que en los años 50 se constituyó por primera vez una "unidad vivida y simbólica colombiana para toda la población, no sólo para sectores más o menos elitistas". De acuerdo con el autor, la constitución de tal unidad vivida y simbólica se apoyó en "la escuela, la radio, luego la televisión, la prensa nacional, la migración acelerada, el estudio y el trabajo fuera de la región de origen, las empresas nacionales, los consumos y la publicidad" (Meló, 1989: 42). Desde la perspectiva de este texto, los señalamientos de Meló resultan de gran importancia pues recuerdan la fortaleza de la "retórica nacional" o del espacio institucional y lingüístico que constituyen los flujos de comunicación y que dan vida a un espacio comunicativo que se experimenta como nacional. Anderson había destacado el papel de las lenguas administrativas y del capitalismo impreso en la constitución y demarcación de los espacios nacionales (Anderson, 1994). En una dirección similar se orienta la "nacionalización" del territorio en el que fluyen "las informaciones" y los tipos de entretenimiento producidos por industrias o noticieros "autodenominados" nacionales. Distintos autores han llamado la atención sobre las distintas formas en que la nación se hace visible. Al lado de dispositivos "duros" tales como la escuela y la gramática; los espectáculos y el consumo televisivo, que se emiten a través de tecnologías comunicativas de la administración estatal o que por lo menos cuentan con su regulación, ofrecen una oportunidad para afianzar "la naturalidad" de la nación, su caren-cia de conflictos. De ahí que muchos autores se pregunten por las formas en que la nación se experimenta y se vive día a día, según la forma como logra articularse con las rutinas sociales establecidas (Palmer, 1998:180). De ahí también que otros autores insistan en los problemas que tienen las teorías sobre la nación y el nacionalismo, pues olvidan las rutinas, las señales y los símbolos diarios por los cuales "circula" y se "refuerza" entre la gente un sentimiento nacionalista que para las teorías tradicionales solo habría de emerger en momentos de crisis (Billing citado por Palmer, 1998:181).

NACIÓN Y M ULTICULTUR ALISM O

Uno de los problemas más importantes en la discusión actual sobre la nación es su relación con el multiculturalismo y las políticas de reconocimiento. La discusión ha recordado las diferentes formas en que las ciencias sociales y la historia abordan la problemática de la nación. Así por ejemplo, mientras para los historiadores y algunos estudiosos políticos está claro que la nación es una forma de comunidad política, de comunidad de ciudadanos y que por esa vía, desde sus inicios, las naciones han sido "multiculturales" en términos de etnia y religión; para los antropólogos y otros investigadores la construcción de la nación dio fin -o por lo menos amenazó- importantes diferencias culturales. En el primer caso, se hace énfasis en la nación como comunidad política y en la idea de que cualquier individuo puede hacerse ciudadano de un país y miembro de la comunidad política en la medida en que acepte la constitución y las leyes. En el caso de Francia y de Estados Unidos, que son los países emblema al respecto, se dice que la ciudadanía estaba abierta a cualquiera que reconociera la carta política. Las otras formas de identidad o pertenencia grupal deberían quedar supeditadas al espacio de lo privado y en

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ningún caso competerían con la pertenencia política como ciudadanos. Antes de reseñar los problemas que han detectado distintos investigadores en esta forma de reconstruir la historia de la nación conviene recordar algunas palabras de Hobsbawm. Según este autor, "A lo largo de este siglo dos peligrosas ideas han contaminado al Estado territorial: la primera es que de alguna manera todos los ciudadanos de tal Estado pertenecen a la misma comunidad o "nación" y la segunda es que lo que une a estos ciudadanos sería algo así como una etnicidad, lengua, raza, religión o antepasados comunes" (Hobsbawm, 1994: 6). El mismo historiador insiste en que los "estados-nación" clásicos —como aquellos fundados en el siglo XIX fueron heterogéneos y reconocidos como tales. En 1884 por ejemplo, un diccionario de castellano citado por el autor define la nación sencillamente como "la colección de los habitantes en alguna provincia, país o reino" (Hobsbawm, 1995: 44 y ss).

Esto no quiere decir que los estados no hayan adelantado importantes esfuerzos por homogeneizar y estandarizar a la población haciendo uso de los recursos disponibles para ello (religión, etnicidad, producción y enseñanza de la historia). Hobsbawm le apuesta a mostrar la contingencia y la ambigüedad implícita en la formulación Estado-nación o nación multicultural. Según el autor, no debe olvidarse el carácter político de la nación so pena de confundirla con otras formas de comunidad que el mismo denomina "más antropológicas".

Ahora bien, antes de reseñar algunas de las discusiones en torno al problema "nación y multiculturalismo" conviene hacer algunos señalamientos en torno al término cultura. Primero, la preocupación y la pregunta explícita por una "cultura" tiene lugar en un contexto histórico específico. En su estudio sobre el "proceso de la civilización" Norbert Elias analiza la "sociogénesis" del concepto cultura. El autor establece que, a diferencia del concepto de civilización, el de cultura tiene desde sus orígenes un importante nexo con un pueblo, el alemán, que, "en comparación con los otros pueblos occidentales alcanzó tardíamente una unidad y consolidación políticas y en cuyas fronteras desde hace siglos, y hasta ahora mismo, ha habido comarcas que se han estado separando o amenazando con separarse" (Elias, 1990: 59).

Desde sus orígenes, el concepto de cultura ha estado vinculado a los esfuerzos por poner de manifiesto las diferencias y peculiaridades de los grupos. Según el mismo autor en la pregunta por la cultura se refleja "la conciencia de sí misma que tiene una nación que ha de preguntarse siempre "¿en qué consiste en realidad nuestra peculiaridad?" (Elias, 1990: 6o). En una dirección similar se orienta Wallerstein al recordar los múltiples usos del término cultura. Según este autor, lo único que tienen en común los grupos que "se supone poseen culturas" "es alguna clase de conciencia de si mismos -y, por tanto, un sentido de sus propios límites-, algún patrón de socialización combinado con un sistema de "reafirmación" de sus valores o de su comportamiento prescrito y alguna clase de organización" (Wallerstein, 1999:165).

Desde la perspectiva de este texto, es necesario tener presente el contexto específico en el que se consolida la referencia a la cultura por cuanto muchos de los implícitos en el uso del término habitan hoy las invocaciones del multiculturalismo.

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Como recalca Elias, la referencia a la cultura, a diferencia de lo que sucede con el concepto "civilización" tiende a destacar lo particular y lo diferente en contra de aquello que tienen en común los distintos grupos sociales. En una dirección similar se orienta el historiador británico Edward Thompson, para quién la invocación de la "cultura" puede sugerir una visión demasiado consensúa! de esta cultura como "sistema de significados, actitudes y valores compartidos y las formas simbólicas, (representaciones, artefactos) en los cuales cobran cuerpo. Pero una cultura también es un fondo de recursos diversos, en la cual el tráfico tiene lugar entre lo escrito y lo oral, lo superior y lo subordinado, el pueblo y la metrópoli; es una palestra de elementos conflictivos que requiere un poco de presión —como por ejemplo el nacionalismo o la ortodoxia religiosa predominante o la conciencia de clase— para cobrar forma de sistema. Y, a decir verdad, el mismo término cultura con su agrada-ble invocación de consenso, puede servir para distraer la atención de las contradicciones sociales y culturales, de las fracturas y las oposiciones dentro del conjunto" (Thompson, 1995:19).

Ahora bien, más allá de los problemas e implícitos asociados a la invocación del término cultura resulta importante señalar que la construcción de la nación y en términos más amplios, la formación del Estado implicaron importantes transformaciones en la "cultura" de los diversos grupos sociales. Richard Harvey Browm ha mostrado que la represión cultural tiende a mostrarse como una precondición necesaria e inevitable de la formación del Estado, pero también ha tratado de mostrar que "formas de estado y orden civil pueden permitir una mayor diversidad o requieren menos represión que otras" (Brown, 1996: 265).

En una dirección similar se orienta Jesús Martín Barbero cuando recuerda los vínculos entre "centralización política y unificación cultural". Desde la perspectiva de Barbero los procesos de integración horizontal y vertical característicos de la centralización van a potenciar los procesos de unificación cultural. En sus palabras, "el Estado que se gesta muestra progresivamente su incompatibilidad con una sociedad polisegmentaria como aquella que conforman las culturas populares regionales, locales; esto es, una sociedad organizada sobre un sistema compuesto de multiplicidad de grupos y subgrupos-clases, linajes, corporaciones, fraternidades, grupos de edad (...) y cuyas relaciones y equilibrio internos están regidos por complejos rituales y sistemas de normas" (Martín-Barbero, 1987:116). Además, con la integración vertical y el establecimiento de nuevas relaciones sociales "cada sujeto es desligado de la solidaridad grupal y religado a la autoridad central". Es este proceso el que permite la construcción de la ciudadanía como un vínculo político que articula los individuos con el estado sin mediaciones de linaje, vasallaje o religión. De nuevo en este punto, la discusión sobre el multicul-turalismo está ligada al proceso de construcción del estado nacional. Y es que el Estado en tanto comunidad política, en tanto comunidad de ciudadanos, está abierto "a todos aquellos que, independientemente de su raza o color, estén dispuestos a aprender la lengua y la historia de la sociedad, así como a participar en sus instituciones políticas y sociales" (Kymlicka, 1996: 42).

Ahora bien, la teoría política liberal tiende a suponer que aquellos que son de un color o de una raza diferente a la mayoría no tendrán ningún problema pues

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cuentan, como todos los otros ciudadanos, con los derechos individuales para ser protegidos. El Estado les asegura la libertad de conciencia, de asociación y de expresión. Sin negar que tales derechos son de gran importancia para el desarrollo de cualquier individuo; es necesario discutir la idea propia de la teoría liberal de que "la identidad étnica, como la religión es algo que la gente debería poder expresar libremente en su vida privada" (Op. cit.: 16). Como se decía antes, la idea de que la ciudadanía debe ser ciega a las pertenencias étnicas y religiosas, entre otras, se desprende de la aceptación de un modelo evolucionista muy importante en el desarrollo de las ciencias sociales y especialmente de la sociología en el siglo XIX. Según este modelo, la nación en tanto comunidad de ciudadanos era más "evolucionada" que otras formas de comunidad o de asociación. Sin negar algunos de los problemas que se pueden desprender de ese modelo, es claro que reedita la vieja discusión entre formas primarias y formas secundarias de identidad, entre identidades adscriptivas y heredadas y formas de identidad elegidas, voluntarias. Esta discusión constituye un problema clásico de la sociología, de la tensión entre comunidad y sociedad. Para los propósitos de este texto y de la discusión sobre nación y multiculturalismo, esta discusión resulta importante porque en ella se apoyan algunos de los que consideran que las pertenencias religiosas o étnicas deben permanecer por fuera del espacio político y recluidas en lo privado.

Algunos analistas, atendiendo a la constatación de que las identidades llamadas "tradicionales" constituyen una importante fuente de referencia para los ciudadanos y que al encasillarlas en lo micro, en lo meramente privado o comunitario, se les refuerza en lo que tengan de excluyentes o antagónicas, vienen proponiendo la idea de una ciudadanía diferenciada para los distintos grupos culturales que conviven en una sociedad determinada (Kymlicka, 1996).

Hablar de ciudadanía diferenciada es para muchos una contradicción en los términos, casi un absurdo. Un importante filósofo político contemporáneo, John Rawls, sostiene que una sociedad en la que los derechos y las reivindicaciones "dependen de la filiación religiosa, la clase social o la etnia... puede no tener ningún concepto de ciudadanía en absoluto; ya que este concepto tal como lo empleamos, va unido al concepto de sociedad entendida como un sistema justo de cooperación en beneficios mutuos de las personas libres e iguales" (Op. cit.: 241). En un sentido similar John Porter dice: "la organización de la sociedad basada en los derechos o las reivindicaciones que se derivan de la pertenencia grupal es diametralmente opuesta al concepto de sociedad basado en la ciudadanía" (Op. cit.: 243). Otros pensadores sostienen que la diferencia cultural y las identidades "tradicionales", hay que "tolerarlas", "aceptarlas" porque "pueden ser reprimidas -a costa de la tiranía y la brutalidad- pero nunca ser eliminadas de raíz" (Walzer, 1992: 56). Desde los propósitos de este documento, se insiste en que las identidades tradicionales no deben ser "aceptadas", ni "toleradas", si eso implica una actitud pasiva por parte de la ciudadanía dominante, si significa que las comunidades o los individuos que comparten esa identidad serán "recluidos" amablemente en espacios geográficos de-terminados o simplemente no incluidos en las sociedad nacional; mientras que los miembros de está última no se benefician en nada de la existencia de tales comunidades. No. Desde la perspectiva de este documento y de los nexos entre "nación y multiculturalismo" se insiste en que las identidades llamadas "tradicionales"

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deben ser reconocidas públicamente como alimento de sujetos ciudadanos multidimensionales. Pero también como elementos constitutivos de la democracia y de la sociedad pluralista. Se propone enmarcarlas en una comunidad o en una sociedad mayor, y no dejarlas en su autoreferenciamiento (Bolívar, 1998).

Frente a la pregunta de por qué conceder derechos o prerrogativas especiales a ciertos grupos étnicos, si la ciudadanía supone la igualdad de todos ante la ley, los defensores de la ciudadanía diferenciada han dicho que sólo de esa manera se pueden acomodar las diferencias culturales y se puede lograr la igualdad en el contexto de la democracia. Lo cierto es que el tema ha cobrado relevancia y que constituye un escenario novedoso para la relación del Estado y la sociedad civil y para la construcción de democracia. Ella deja de ser el régimen de ciudadanos "a secas", iguales o igualados, para empezar, a ser el sistema político de ciudadanos iguales, (no homogenizados) pero también diferentes (no excluidos ni discaracterizados). Una democracia en la que los ciudadanos pueden enriquecer, explorar y compartir con los demás miembros de su sociedad, "las identidades tradicionales" que antes se ignoraban, como la pertenencia étnica y que a pesar de los esfuerzos de extirpación que contra ella adelantaron algunos teóricos liberales y algunos políticos, sobreviven detrás del aparataje estatal. Ahora bien, el reconocimiento de lo étnico implica un proceso de recomposición y relegitimación de las relaciones entre el Estado y la sociedad civil. Con lo étnico como escenario "políti-co" se puede fortalecer un ámbito público como expresión del pluralismo y de las diferentes formas de asumir la ciudadanía. Pero también se puede poner en peligro la unidad social mediante el reforzamiento de las viejas tendencias a la fragmentación y el ensimismamiento.

Tales temores sobre la unidad social en un contexto de ciudadanía diferenciada pueden ser respondidos con palabras de Walzer "dejémosles contar sus historias en público. Lo que estas tienen de positivo se verá reforzado; lo negativo, los elementos de fanatismo, lo que no es más que resentimiento será expuesto a la crítica" (Walzer, 1992: 59). Sólo de esta manera las llamadas "identidades tradicionales" dejarán de convertirse en antagonismos de comunidades cerradas sobre sí mismas, de partes contra un todo, para volverse partes del todo, de la sociedad civil y de lo público.

Ahora bien, habiendo llegado a este punto conviene hacer algunas precisiones. La discusión anterior sobre la relación entre ciudadanía e "identidades tradicionales" delata las debilidades y los olvidos de la teoría liberal, así como los problemas implícitos en la distinción entre filosofía política y sociología. En efecto, la filosofía política que se ocupa de la ciudadanía como vínculo político ha descuidado los descubrimientos de sociólogos, antropólogos e historiadores acerca de las identidades denominadas por la sociología del siglo XIX "identidades primarias". Algunos investigadores muestran que tanto "la identidad étnica" como "la pertenencia religiosa" son formas de responder a la pregunta, típicamente moderna, por los tipos y las formas de identificación que predominan en una época. En ese sentido, la pertenencia étnica y la lealtad religiosa no son pertenencias "más naturales", "más auténticas", "más tradicionales" o "menos construidas" que la ciudadanía y las llamadas "identidades secundarias" (Thompson, 1995). Lo que la filosofía política liberal denomina en "cómoda mirada retrospectiva" identidades primarias y tradicionales desconoce los

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trabajos de historiadores y antropólogos en torno al carácter construido y moldeable de tales formas de vinculación. Esto aún contra las propias formas de sentir de los diversos grupos sociales, para quienes es posible que la ciudadanía represente un compromiso alejado de sus intereses vitales, mientras la vinculación a un grupo étnico aparece como la realidad inmediata y más significativa. Así, la discusión sobre las relaciones entre la nación y el multiculturalismo exige recordar que la pregunta explícita por la cultura y las distintas formas de identificación y agregación social es una pregunta característica de la modernidad y constitutiva de las formas de saber propias de las ciencias sociales. En ese mismo sentido, es preciso recalcar que los tipos de relación que hoy aparecen como expresión de una identidad tradicional, de una costumbre o de una práctica "antiquísima" y poco sujeta a las transformaciones del tiempo, se consolidaron como tal a mediados del siglo XVIII con la aparición del folclore y con el creciente distanciamiento de las culturas patricia y plebeya (Burke, 1991 y Thompson, 1995). Dicho en otras palabras, el proceso de consolidación de los Estados nacionales y la expansión del industrialismo ponen a la orden del día la discu-sión sobre las especificidades y características de cada cultura, la idea de que hay algo "tradicional" y "primario" que enfrenta la expansión del dominio político nacional, la pretensión de construir o mantener algo "colectivo" (Ortiz, 1999: 41).

La preocupación por la "cultura" no antecede estos procesos históricos, más bien los caracteriza. Pero las ambigüedades propias del vínculo entre nación y multiculturalismo no se agotan ahí. Renato Ortiz ha mostrado que el término "multiculturalismo" y más puntualmente el de "diversidad" se aplica de forma indistinta a diversos fenómenos. Así por ejemplo, el autor resalta que el término diversidad se aplica "a tipos de formaciones sociales radicalmente distintas (tribus indígenas, etnias, pasadas civilizaciones y naciones)", pero también se aplica a la "diferenciación intrínseca de la propia modernidad mundo-individuo, movimientos femeninos, homosexual, negro," y a los movimientos por la crisis de identidad (Op. cit. ¡40 y ss). A partir de esta diferenciación, Ortiz insiste en la necesidad de hacer una discusión y una distinción cualitativa de las diferencias o de los tipos de diversidad que se invocan con el multiculturalismo. El mismo autor llama la atención sobre la tendencia a colocar las primeras formas de diversidad citadas (la diversidad de las tribus, los grupos étnicos y las civilizaciones), en la parte de atrás de la historia. Como tribus y grupos étnicos, tales formaciones sociales hablarían de vestigios de la historia, de un camino hacia el progreso. Ellas sólo atestiguarían precisamente "el paso del tiempo". De ahí la fortaleza discursiva de todos los enunciados que destacan la necesidad de conservarlas, recuperarlas y "visitarlas". Desde la perspectiva de Ortiz, la diversidad de tribus y etnias, más que señalar los vestigios o la pervivencia de antiguos ordenes, exige recordar que estas formaciones sociales están plenamente "inmersas en las relaciones de fuerza que las determinan" (Op. cit.: 40). La diferenciación cualitativa sobre los tipos de diversidad que se invocan con el multiculturalismo permite evitar la tendencia a considerar cada diferencia como equivalente a las otras. Ortiz llama la atención sobre el hecho de que cada diferencia o "forma de diversidad" es producida socialmente y "es portadora de un sentido simbólico y de un sentido histórico". Desde la perspectiva de nuestro autor no es suficiente con prestar atención al sentido simbólico sino que es necesario

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también revisar "el sentido histórico" en el reclamo de una diferencia. A este respecto, el mismo autor recuerda la necesidad de estudiar los contextos en que se produce la interacción cultural y la producción de la diferencia. A la imagen de un mundo "multicultural y constituido por múltiples voces", Ortiz contrapone una imagen del mundo en la que se insiste en que la interacción entre diversidades no es arbitraria. Una interacción y unas diversidades que tienen orden y jerarquía. (Op. cit.: 47). En una dirección similar se orienta el investigador Slavo Zizek. Este autor caracteriza al "multiculturalismo como una actitud que -desde una suerte de posición global vacía- trata a cada cultura local como el colonizador trata al pueblo colonizado: como "nativos, cuya mayoría debe ser estudiada y respetada cuidadosamente. El multiculturalismo es una forma de racismo negada, invertida, autorreferencial, un "racismo con distancia": "respeta" la identidad del otro, concibiéndolo como una comunidad "auténtica", cerrada, hacia la cual él, el multiculturalista, mantiene una distancia que se hace posible gracias a su posición universal privilegiada" (Zizek, 1998:172).

De la segunda forma de diversidad invocada en el discurso multiculturalista y que Ortiz considera "inscrita en la matriz de la modernidad" y resultado de sus tendencias diferenciadoras, Zizek recalca que se trata de "diferencias culturales que dejan intacta la homogeneidad básica del sistema capitalista mundial. Entonces, nuestras batallas electrónicas giran sobre los derechos de las minorías étnicas, los gays, y las lesbianas, los diferentes estilos de vida y otras cuestiones de este tipo, mientras el capitalismo continúa su marcha triunfal" (Op. cit.: 176). Como en el caso de Ortiz, Zizek recuerda las profundas vinculaciones entre la preocupación por la cultura y el desarrollo del industrialismo, así como por el multiculturalismo y las nuevas fases del capitalismo. No se trata, ni en un autor ni en el otro, de "simple falsedad ideológica" o de "efecto espejo". Se trata simplemente de llamar la atención sobre la afinidad temática, histórica y de percepción del mundo característica de uno u otro movimiento.

Ni Ortiz ni Zizek niegan la importancia de "reconocer" los procesos de discrimina-ción a los que han sido sometidos diferentes grupos sociales. Pero, al mismo tiempo, llaman la atención sobre la tendencia a consagrar las desigualdades en vez de las diferencias y a dejar "intacto" el mundo del capital en el que los diversos grupos sociales participan de diversas maneras. La discusión en torno a la diversidad cultural constituye una oportunidad para que las ciencias sociales revisen las condiciones de producción de las categorías tanto como sus propios implícitos frente a los grupos sociales. Y al mismo tiempo, la reflexión en torno a la diversidad cultural se erige como un espacio para pensar las condiciones de interacción social en el marco de la sociedad nacional y las distintas jerarquías que la ordenan.

La pregunta que queda entonces es cómo reconocer las diferencias culturales, pero al mismo tiempo situarlas históricamente y no condenar a los grupos a "ser lo que ya eran". ¿Cómo hacer para que el respeto por lo distinto no se convierta en un reclamo para que cada uno se mantenga "idéntico a sí mismo", "atado a una identidad"? En algunas de las versiones del discurso multiculturalista que más circulan por ahí, el reclamo de la autenticidad o el derecho a la diferencia pueden servir de cortapisas para que los integrantes de tal grupo se mantengan "aislados" o

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se vean obligados a conservar para otros, lo que esos otros quieren ver en ellos. En este punto, en el que aparecen cada vez con más fuerza los "peligros del reconocimiento" emerge la pregunta por el vínculo entre lo cultural y lo político (Bolívar, 2001).

Como se menciona anteriormente en este mismo documento, las referencias y las reflexiones en torno a la construcción de la nación se enfrentan continuamente con los problemas conceptuales propios de la distinción entre algo que sería político y algo que sería cultural cómo si lo político no diera pie a un mundo significativo o cómo si lo cultural careciera de vínculos con las relaciones de poder y la segregación de jerarquías. No es gratis la coincidencia histórica entre "el llamado fin de las ideologías" o incluso de la política y la celebración hedonista de las diversas formas de vida, y de las "diferencias" como expresión genuina y directa de la democracia (Ortiz, 1999: 30). Tampoco se trata de un complot, o de un proyecto político con el cual busca instrumentalizar cualquier tipo de diferencia cultural. En todo caso, sí es necesario terminar este documento preguntando qué formas de comprender lo político y lo cultural se desprenden de los visos que ha tomado la discusión sobre nación y multiculturalismo.

En ocasiones se suele creer que el reconocimiento político y constitucional de la diferencia cultural solamente "activa" un actor, o en sentido estricto "una diferencia" que está ahí esperando el guiño institucional. O por el contrario, se tiende a suponer que el guiño institucional se produce solamente por la presión recurrente del actor o por la "justicia moral de la reivindicación" de su diferencia cultural. Tratando de complementar estas lecturas del vínculo político se insiste en que, en ciertos casos, los cambios constitucionales no activan un sujeto o una diferencia social preexistente, sino que median y enmarcan su propia autoproducción como un tipo de diferencia (Restrepo, 1991). Entonces, es preciso preguntar: ¿qué tipo de diferencia cultural se está promoviendo con la celebración multiculturalista? Y por esta vía, ¿qué tipo de relación entre lo político y lo cultural?, ¿qué tipo de comprensión de la nación?

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