La conciencia mística

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1 La conciencia mística Impulso, experiencia, expresión Francisco José García Ramiro § 1 No soy de este mundo. He ahí la más radical expresión del sentimiento de extranjería. Uno mira a su alrededor y contempla las cosas que antes le eran familiares, que incluso aprendió un tiempo a distinguir de sí. Pero esa distinción respecto a los objetos circundantes, necesaria para concebirse como identidad delimitada, llevaba en sí el veneno de la alienación. Cuando uno vuelve la atención sobre sí se descubre como un vacío primordial, como algo desajustado en su nivelación con los objetos. De repente, todo queda cubierto por una extrañeza esencial; lo familiar ha dejado de serlo. Según Freud, se convierte en siniestro (unheimlich, lo contrario de familiar u hogareño). No es sólo un extrañamiento o alienación, como si el sujeto no reconociera más lo que antes consideraba conocido. No es algo parecido al sentimiento que acompaña a la amnesia. Los objetos circundantes, que eran familiares hasta el punto de no poder ser diferenciados del yo, o que, más tarde, el yo mismo incorporaba a su identidad (identidad a través de la propiedad), se convierten en entes extraños en la medida en que revelan un fondo, una voluntad, que se vuelve contra el propio sujeto, en realidad, una fuerza opuesta a la voluntad del sujeto. Por eso no solo se vuelven sorprendentemente desconocidos; se convierten en objetos hostiles. Más tarde o más temprano los hombres nos encontramos con un entorno que ha dejado de ser familiar y se rebela contra nosotros en la misma medida en que cobramos conciencia de nosotros mismos. Porque no se puede adquirir esa conciencia sino a través de la negación y de la separación. El yo es necesariamente una escisión de la realidad, por la que se aparta de ella y la empieza a sentir como un cuerpo extraño. El adolescente cubre esta etapa como un estadio psicológico en la construcción de la identidad. Pero es algo más fundamental. Es propio de un ser que se presenta en el mundo como conciencia del mismo, y por tanto como un nivel distinto de realidad. Los objetos de la conciencia, que manaban libremente como aspectos de una realidad continua y fluida se convierten en resistencias

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La conciencia mística Impulso, experiencia, expresión

Francisco José García Ramiro

§ 1 No soy de este mundo. He ahí la más radical expresión del sentimiento de extranjería.

Uno mira a su alrededor y contempla las cosas que antes le eran familiares, que incluso

aprendió un tiempo a distinguir de sí. Pero esa distinción respecto a los objetos

circundantes, necesaria para concebirse como identidad delimitada, llevaba en sí el

veneno de la alienación. Cuando uno vuelve la atención sobre sí se descubre como un

vacío primordial, como algo desajustado en su nivelación con los objetos. De repente,

todo queda cubierto por una extrañeza esencial; lo familiar ha dejado de serlo. Según

Freud, se convierte en siniestro (unheimlich, lo contrario de familiar u hogareño). No es

sólo un extrañamiento o alienación, como si el sujeto no reconociera más lo que antes

consideraba conocido. No es algo parecido al sentimiento que acompaña a la amnesia.

Los objetos circundantes, que eran familiares hasta el punto de no poder ser

diferenciados del yo, o que, más tarde, el yo mismo incorporaba a su identidad

(identidad a través de la propiedad), se convierten en entes extraños en la medida en que

revelan un fondo, una voluntad, que se vuelve contra el propio sujeto, en realidad, una

fuerza opuesta a la voluntad del sujeto. Por eso no solo se vuelven sorprendentemente

desconocidos; se convierten en objetos hostiles. Más tarde o más temprano los hombres

nos encontramos con un entorno que ha dejado de ser familiar y se rebela contra

nosotros en la misma medida en que cobramos conciencia de nosotros mismos. Porque

no se puede adquirir esa conciencia sino a través de la negación y de la separación. El

yo es necesariamente una escisión de la realidad, por la que se aparta de ella y la

empieza a sentir como un cuerpo extraño. El adolescente cubre esta etapa como un

estadio psicológico en la construcción de la identidad. Pero es algo más fundamental. Es

propio de un ser que se presenta en el mundo como conciencia del mismo, y por tanto

como un nivel distinto de realidad. Los objetos de la conciencia, que manaban

libremente como aspectos de una realidad continua y fluida se convierten en resistencias

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a la conciencia, parecen conspirar contra ella, la quieren someter: el yo hace frente a

una confabulación universal. Por eso la identidad es dramática: sólo se gana y se

conserva a cambio de un sentimiento permanente de paranoia, de haber convertido el

mundo no sólo en lo no familiar, en lo ajeno, sino (precisamente por haber sido

familiar) en lo hostil, lo amenazante. Vivir como Extranjero es presentir el fondo ignoto

de lo circundante y su potencial amenaza. Puesto que la realidad aparece como lo que

limita el libre flujo de mi conciencia, es fácil a su vez que se convierta en

contraconciencia, en una voluntad que se opone a la mía y que lucha por aniquilarla. El

mundo se le aparece a la conciencia como un lugar inhóspito: no pertenezco a este

mundo.

§ 2

Hace falta un viaje, una reubicación. Aquí todo funciona según un orden o una

voluntad que no son las mías. ¿Pero a dónde hay que viajar? La constitución de la

propia identidad como conciencia ha acabado, en primer lugar, con la patria, con el

hogar (Heim): Weg von hier, das ist mein Ziel (fuera de aquí, esa es mi meta)1. Nadie ha

expresado la condición del sujeto como Kafka, cuyos personajes viajan constantemente,

pero no llegan a ninguna parte. Lo circundante se ha convertido en lugar inhóspito y eso

nos ha puesto en huida. Puesto que allí donde llegamos el mundo tiene el mismo

carácter hostil, la huida no tiene fin. El impulso que llevará a la mística está prefigurado

en esta huida. La conciencia mística empezará a tomar forma cuando se empiece a

concebir un lugar de llegada, un regreso a Ítaca, una vuelta al hogar, a la patria. Una

manera fundamental de representarse la patria es la anulación del extrañamiento, de la

hostilidad, mediante la anulación de la conciencia individual. Si logro identificarme con

la totalidad o el Absoluto, si me olvido de mí mismo y convierto el entorno en una

1 Ordené que trajeran mi caballo del establo. El criado no me entendió, así que fui yo mismo. Ensillé el caballo y lo monté. A la distancia oí el sonido de una trompeta y pregunté al mozo su significado. Él no sabía nada; no había oído sonido alguno. En el portón me detuvo y preguntó: –¿Hacia dónde cabalga, señor? –No lo sé –respondí–, sólo quiero partir, sólo partir, nada más que partir de aquí. Sólo así lograré llegar a mi meta. –¿Entonces conoce usted la meta? –preguntó él. –Sí –contesté–. Ya te lo he dicho. Partir, ésa es mi meta. –¿No lleva provisiones?–preguntó. –No me son necesarias –respondí–, el viaje es tan largo que moriré de hambre si no consigo alimentos por el camino. No hay provisión que pueda salvarme. Por suerte es un viaje realmente interminable.

Franz Kafka, “La partida”, en La muralla china y otros relatos.

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prolongación de mí mismo, si gracias al amor salgo de mí y me fundo con el entorno…

entonces ya no será hostil; sentiré su abrazo y me diluiré en el amor correspondido. Se

ha superado así el desnivel, la escisión: hemos vuelto a casa. Para ello se presenta como

formalmente necesario superar los límites de la propia identidad, aquellos que trazaban

la línea de demarcación entre el yo y el entorno amenazante. Empieza a tomar forma la

experiencia mística.

Tal experiencia es un camino de vuelta en busca de la patria, del hogar. Quien no

ha sentido el extrañamiento, lo inhóspito del entorno, no ha sentido la necesidad

acuciante de regresar. Salir del tiempo, por ejemplo. El tiempo futuro en la eternidad es

en realidad un regreso a la eternidad que nos precedía. Pero no todos los hombres han

emprendido ese camino. Kafka escogió el más difícil: asumió que el hogar, en realidad,

había dejado de existir para siempre, que quizá nunca existió y que la mayor desgracia

que le puede ocurrir a una persona es regresar a aquello que en el pasado tomó por su

patria –ninguna esperanza le quedará entonces. La desesperada esperanza del hogar, la

fantasmagoría de un final que nunca llega ni llegará es lo único que nos mantiene vivos

(terrible la plasmación de esta idea en el relato Ante la ley: el guardián regala al

campesino el terrible fulgor de la verdad justo antes de la muerte, aunque en realidad

nunca lo engañó. Tan sólo fue poco persistente para impedir que el campesino se

ilusionara por sí mismo). Por eso la obra de Kafka está perfectamente acabada como

obra de arte cuando queda inacabada.

Ser un Extranjero en el mundo y sentir la nostalgia del hogar es el impulso

místico. Tal impulso, por tanto, está muy extendido. Llegar a la patria (a algo que uno

pueda llamar patria) configura la experiencia mística. La diferencia entre unos místicos

y otros es el nombre que le dan a esa patria, que en todo caso requiere una forma de

superación de los límites de la identidad individual que permita sentir el entorno como

una prolongación del sujeto o, mejor aún, que le haga sentir al sujeto su dependencia

respecto a algo que lo supera, lo abarca y lo cuida: no soy un Extranjero; el mundo se

preocupa por mí.

§ 3

Nadie que se sienta en plenitud (¿es eso posible?) está abierto a la experiencia

mística; carece del impulso necesario para ello. Para sentir el cuidado, la preocupación

del mundo, el amor supremo, uno tiene que haberse sentido previamente solo,

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incompleto, desvalido. Podría enfocarse de otra manera: es la presencia del Absoluto la

que me hace descubrir mi incompletud. La revelación de Dios desplaza al sujeto de su

autosuficiencia y lo pone en disposición del viaje místico. ¿Pero por qué la experiencia

de Dios nos desubica del mundo? Si alguien se sintiera unido al mundo, la presencia de

Dios no haría otra cosa que reforzar esa unión. Dios no introduciría la desarmonía con

el entorno, no más que el movimiento de las estrellas o la presencia de otras

conciencias. La unión con el Absoluto es la meta del impulso místico, no su origen.

Podríamos pensar sobre el símil tan clásico en la literatura mística de la pasión amorosa.

Si aplicamos la teoría teológica, cuando uno se enamora se percata de su finitud, de su

insuficiencia, y se abre al exterior. ¿No ocurre más bien al contrario, que ese

sentimiento de insuficiencia, de finitud, de extrañamiento, nos hace receptivos a la

salvación por el amor? ¿Puede acaso enamorarse alguien que no duda de su

autosuficiencia y que se toma a sí mismo por infinito?

La interpretación teológica es compatible con lo escrito anteriormente, en la

medida en que el impulso místico, con revelación anterior o sólo posterior requiere el

sentimiento de incompletud y de habitar un mundo que se ha vuelto inhóspito. La razón

por la que muchos seres humanos tenemos tal sentimiento puede estar producida por

causas distintas. De hecho, la mística traspasa los límites de las creencias particulares y

se nos aparece con una expresión multiforme por todos los rincones de la Tierra y en

diferentes épocas históricas. Por tanto, no se trata de delimitar qué forma de expresar la

experiencia mística es la correcta, pretensión, por otra parte, muy poco coherente con el

carácter experiencial y vivo de la mística. No por otra cosa el místico siempre ha sido

contemplado con recelo y temor por el sacerdote o el teólogo oficiales. La experiencia

mística, en cuanto que es experiencia más que teoría, tiene con ésta una relación

ambigua: la teoría va a dar un sentido prefijado a lo que se presenta como visión o

emoción polisémica y constituye un determinado camino para el viaje de reencuentro,

de manera que orienta la experiencia mística. Pero por otra parte la polisemia se resiste

a la unilateralidad de la teoría y la rebasa, lo que hace que el místico se pueda sentir

constreñido por el teólogo. Para el auténtico místico lo expresado mediante el lenguaje

es dudoso; la experiencia es innegable, pero también inefable.

Esto nos lleva a considerar el papel del lenguaje respecto a la experiencia mística

desde su ambigüedad: 1) su capacidad para expresarla; 2) su poder para interpretarla,

definirla y prepararla. Desde la primera perspectiva la experiencia es el cauce y el

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lenguaje el caudal. La segunda perspectiva invierte la relación entre continente y

contenido y presenta el lenguaje como cauce y la experiencia como caudal.

La distinción es analítica, pues la experiencia es todo ello a la vez: la materia y

la forma del sentir místico son inseparables en el acto mismo del sentir, lo que no quiere

decir que no podamos distinguir los dos componentes en su acción recíproca.

Normalmente, el místico, arrebatado por la experiencia, tiende a considerar la relación

desde el punto de vista de las dificultades de expresión y repara menos en el marco

teórico que no sólo ha servido para interpretar la experiencia, sino que ya la había

preparado en ese sentido y no en otro. Por esa razón la experiencia mística es tan

universal. La explicación inversa es también válida, aunque forzada: la experiencia

mística parte de un extrañamiento del mundo y de un intento de reconciliación, pero ese

sentimiento habría sido generado originariamente por la experiencia nítida de la

presencia de Dios. Nadie que haya sentido a Dios puede seguir atado a este mundo. Es

precisamente esa experiencia la que lo ha convertido en extranjero en el mundo finito.

El místico, por tanto, vuelve su experiencia sobre sí de forma refleja en la forma de una

Edad de Oro que tiene que recuperar. Piensa así en una experiencia originaria que sirve

como arquetipo a las siguientes y que llama al cierre en la plenitud de su realización

eterna. Tal interpretación de la mística es demasiado forzada porque no acierta a

explicar la diversidad interpretativa de la misma y nos lleva a una consideración del

misticismo correcto frente al herético o al falso, algo muy teológico, pero poco místico.

Es innegable que existe un impulso similar que se expresa de distintas maneras según

como se defina la situación. Con todo, se puede discutir sobre si una experiencia es

realmente mística o no; lo que resulta más difícil es negar que haya un impulso

universal hacia la misma que no depende de ninguna interpretación particular y que se

expresa de distintas maneras.

§ 4

La experiencia mística existe en la medida en que el yo experimenta la

superación de sus límites y se siente uno con el todo. Puesto que esos límites están

determinados por la propia conciencia del sujeto, la mística es ya una potencialidad de

la propia constitución del yo. Afirmar que es la presencia nítida de un Dios trascendente

la que me lleva al desajuste con el mundo finito supone considerar toda otra experiencia

de carácter místico 1) como una revelación imperfecta, por la que el místico no ha

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sabido leer adecuadamente lo que sentía; o 2) como un sucedáneo de experiencia

mística, algo externamente similar, pero de naturaleza distinta. La primera posibilidad

se basa en una ortodoxia que desde la reflexión en profundidad solo puede parecer

arbitraria y, sobre todo, refleja una ortodoxia muy poco congruente con el carácter vivo

de la experiencia mística. La segunda posibilidad nos lleva a la negación misma de la

experiencia para empezar a hacer teología. Desde esta perspectiva podríamos empezar a

discutir si la unión que siente el místico hindú con el todo es un sucedáneo de

experiencia mística sin percatarnos de que lo mismo puede hacer el hindú respecto a la

experiencia mística de un católico, lo que nos llevaría a una discusión interminable

sobre la corrección de la experiencia, de manera que sólo si alguien ha interpretado o

dirigido la experiencia según una determinada doctrina ha tenido una experiencia

verdadera. –“No, en su país no han entendido correctamente lo que experimentaban”,

habrían de decir. El problema es que la experiencia como tal es verdadera siempre que

sea sincera (que no sea un fingimiento). De ahí la seguridad del místico –no puede

negar la experiencia. Sin embargo, las representaciones que acompañan al sentimiento

no tienen por qué ser verdaderas en el sentido de que se correspondan con la realidad.

La experiencia se da igualmente desde la certeza de la verdad de las representaciones, es

decir, desde el sentimiento subjetivo de su verdad; no es necesario que realmente sean

verdaderas. Por ejemplo, el hecho de que uno sienta miedo ante una amenaza ilusoria no

nos permite negar que la experiencia del miedo sea verdadera. De cualquier manera,

definir la experiencia mística desde la ortodoxia atenta contra la esencia de la misma: la

experiencia arrebatadora que se impone por sí misma. Queda claro, entonces, que

definir la experiencia mística por su ajuste con unas creencias claramente definidas no

es la mejor manera de aproximarse al tema.

§ 5

Eso no quiere decir que no haya una experiencia originaria que constituya el

impulso místico. Si tomamos el sentimiento de la unidad con el absoluto y la superación

del yo como punto de partida habrá que tener en cuenta que 1) es necesariamente

anterior a la conciencia; y que 2) se experimenta de forma refleja como un darse cuenta

posterior (desde la conciencia). El sentimiento de unidad originaria se construye desde

la experiencia actual de la pérdida del mismo. La fuerza de la mística es que lo

originario, la unidad con el mundo, no se experimentaba conscientemente. Por eso la

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unidad adquiere el carácter de arquetipo: está teñida por la nostalgia de la pérdida y así

se experimenta. Al mismo tiempo el místico se percata, aunque oscuramente, de que

desde la conciencia es imposible restaurar la unidad (la propia conciencia creó la

ruptura). Por eso intuye que, para regresar, debe traspasar los límites del yo, debe volver

de alguna manera a la inconsciencia. ¿Pero no es eso la muerte? Muchos místicos

expresan la naturaleza contradictoria de su impulso de supervivencia y anulación con un

estilo literario sembrado de paradojas: la muerte es la vida. ¿Puedo ser uno con el todo

y al mismo tiempo saberme conscientemente como un sujeto que piensa y siente la

realidad? El místico se aproxima experiencialmente a este problema, lo que hace que

sea mucho más exigente que el teólogo. No le sirve cualquier componenda. La solución

no es simplemente la vida eterna; ésta no soluciona el problema que al místico le resulta

acuciante. Wittgenstein lo expresa con claridad al final del Tractatus:

La inmortalidad temporal del alma humana, esto es, su eterno sobrevivir aun después de la muerte, no solo no está garantizada de ningún modo, sino que tal suposición no nos proporciona en principio lo que merced a ella se ha deseado siempre conseguir. ¿Se resuelve quizás un enigma por el hecho de yo sobreviva eternamente? Y esta vida eterna ¿no es tan enigmática como la presente? La solución del enigma de la vida en el espacio y en el tiempo está fuera del espacio y del tiempo.

Lo que espera el místico no es la mera supervivencia, sino colmar su deseo de

fusión con el todo. Aspira a la totalidad, y, desde ese deseo, la vida eterna no sería otra

cosa que una eterna demora. Por eso, desde la mística, la muerte no puede ser un

paréntesis, ni la vida eterna un consuelo que nos evite el miedo a la muerte. De hecho en

la experiencia mística se produce también una experiencia radical de la muerte. Según

Wittgenstein, el mundo aparece a la conciencia como un enigma; estamos rodeados de

objetos que podemos describir pero cuyo significado desconocemos. Esa es la manera

en que Wittgenstein se refiere al extrañamiento fundamental de la conciencia respecto al

mundo. Miro a mi alrededor y no entiendo nada. Todo eso que percibo es el mundo

exterior, que me acosa, me limita, se ha vuelto hostil. ¿Puede ser la inmortalidad la

solución a ese problema? Es parte de la aspiración del sujeto (conservarse), pero

también se da cuenta de que de algún modo (compatible con su conservarse) debe morir

(morir realmente, no despertar de un sueño, atravesar una puerta, o como quiera

representarse la falsa muerte entendida como tránsito). La conservación y la muerte

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deben realizarse simultáneamente2. Esta exigencia contradictoria para la razón conduce

a la superación de la misma mediante el arte o la religión (que abren al sujeto al

misterio)3.

Hasta aquí hemos tratado de dilucidar el impulso místico y nos hemos referido a

la experiencia que viene a realizar las potencialidades de ese impulso, así como la

determinación teórica y la expresión de la misma. Queda prácticamente explicado el

que a pesar de que el impulso sea tan universal, la experiencia mística sea tan

infrecuente. Para sentir la experiencia mística es necesario tener una representación de

la totalidad que se toma como absolutamente verdadera. Por eso la experiencia mística

se produce cuando la ruptura con el mundo y el deseo de reunificación y de superación

de los propios límites se orientan hacia una meta nítidamente representada. De esta

manera, la religión o la filosofía, en la medida en que se tornan verdades absolutas,

configuran, como el otro polo, la experiencia mística, así como posibilitan su expresión.

Sólo una certeza (metafísica o religiosa) posibilita superar la experiencia kafkiana del

viaje infinito (para el que no hay meta) de la conciencia arrojada al mundo. Esto

explica que la experiencia mística aparente ser una consecuencia de la revelación.

§ 6 El místico tiene una relación muy determinada con el mundo real en la dialéctica

sujeto-objeto. Y no es la única respuesta posible al problema. Heidegger está en el

camino trazado por el impulso místico, pero la experiencia que persigue no es tanto la

de trascender el mundo como la de sacralizarlo. En su pretensión de habitar el mundo

se encuentran ecos del romanticismo y muy especialmente de Hölderlin, que en sus

conocidos como Poemas de la locura abandona el yo y describe de forma impersonal

los ciclos por los que el mundo se renueva una y otra vez. En Heidegger nos

2 Difícilmente hubiera podido complacerse un visionario en la idea de ser tragado por el abismo de la divinidad si no hubiera colocado su propio yo siempre en el lugar de la divinidad. Difícilmente hubiera podido un místico pensarse a sí mismo anonadado a no ser que hubiera pensado siempre, como sustrato de su anonadamiento, su propia mismidad. Esta necesidad de pensarse a sí mismo en todo, que vino en ayuda de todos los visionarios, se presentó también a Spinoza. Contemplándose a sí mismo como absorbido en el objeto absoluto, seguía contemplándose a sí mismo, y no podía pensarse como anonadado, sin pensarse a la vez como algo existente.

F. W. J. Schelling, Cartas sobre dogmatismo y criticismo, VIII, 9.

3 El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona, y cuando el entusiasmo desaparece, ahí se queda, como un hijo pródigo a quien el padre echó de casa, contemplado los miserables céntimos con que la compasión alivió su camino.

Friedrich Hölderlin, Hiperion.

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encontramos con la pretensión de borrar la frontera entre el yo y el mundo, de manera

que éste se convierta en nuestro hogar. Para ello sería necesario abandonar el impulso

de la acción y alcanzar un estado contemplativo en el que la conciencia se hiciera una

con los ciclos naturales. En ese momento se eliminaría toda distinción entre el ser y el

deber ser, y teniendo en cuenta que esa distinción es el fundamento ideal de todo

impulso activo (hacer coincidir lo que es

con lo que debe ser) llegaríamos al estado

puramente contemplativo. Si los ciclos

naturales representaran el deber ser

habríamos elevado nuestra voluntad no ya a

voluntad general roussoniana, sino a

voluntad universal, habríamos hecho de la

conciencia alma del mundo y del mundo el

hogar de la conciencia4.

¿Pero es posible tal meta para la

conciencia? ¿No es necesario que la

conciencia en cuanto conciencia (y más aún

en la medida en que es autoconciencia) sea

esencialmente un hiato entre el plano del ser y el del deber ser? Puesto que la

conciencia se representa el mundo ¿no forma parte de su esencia el contemplar el

mundo desde la posibilidad, desde la recomposición de lo representado? ¿Y no sucede

entonces que algunas de esas posibilidades se presentan como más deseables que las

4 Los mortales habitan en la medida en que salvan la tierra […] La salvación no sólo arranca algo de un peligro; salvar significa propiamente: franquearle a algo la entrada a su propia esencia. Salvar la tierra es más que explotarla o incluso estragarla. Salvar la tierra no es adueñarse de la tierra, no es hacerla nuestro súbdito, de donde sólo un paso lleva a la explotación sin límites. Los mortales habitan en la medida en que reciben el cielo como cielo. Dejan al sol y a la luna seguir su viaje; a las estrellas su ruta; a las estaciones del año, su bendición y su injuria; no hacen de la noche día ni del día una carrera sin reposo. Los mortales habitan en la medida en que esperan a los divinos como divinos. Esperando les sostienen lo inesperado yendo al encuentro de ellos; esperan las señas de su advenimiento y no desconocen los signos de su ausencia. No se hacen sus dioses ni practican el culto a ídolos. En la desgracia esperan aún la salvación que se les ha quitado. Los mortales habitan en la medida en que conducen su esencia propia –ser capaces de la muerte como muerte- al uso de esta capacidad, para que sea una buena muerte. Conducir a los mortales a la esencia de la muerte no significa en absoluto poner como meta la muerte en tanto que nada vacía; tampoco quiere decir ensombrecer el habitar con una mirada ciega dirigida fijamente al fin. En el salvar la tierra, en el recibir el cielo, en la espera de los divinos, en el conducir de los mortales acaece de un modo propio el habitar.

Martin Heidegger, Construir habitar pensar.

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reales? La diferencia entre lo real y lo posible, que está inscrita en la misma estructura

de la conciencia es el fundamento de la tensión necesaria entre el ser y el deber ser. ¿Se

puede superar esa tensión sin renunciar a la identidad subjetiva? El sujeto vive en ese

permanente estado de conflicto entre un mundo que se le presenta como objetivo y la

voluntad que se lo representa de otro modo mejor como mera posibilidad. Esa tensión

que lleva a la actividad en el intento de hacer coherente la realidad con la voluntad del

sujeto (con sus representaciones probables), nos conduce a la técnica, la moral, la

política...

Como el yo empírico es un fenómeno más de la realidad (también pensado desde

su perfección posible), la conciencia no puede sino encontrar insatisfacción incluso en

la representación de su propia identidad subjetiva. ¿Es posible una conciencia que sólo

se represente el mundo como si fuera ella un espejo, sin representarse a su vez las

posibilidades que ofrece el mismo? Puesto que el ser y el deber ser no pueden coincidir

nunca (siempre aparecerá la representación de una posibilidad que mejora la realidad)

¿no está abocada la conciencia necesariamente a la insatisfacción, a la alienación, al

extrañamiento? El mundo es resistencia y finalmente hostilidad para la conciencia.

Sobre la base de la representación de lo posible (del deber ser) se erige la radical

extranjería del sujeto, la incoherencia fundamental de la conciencia con el mundo y

consigo misma cuya reparación es una tarea infinita, quizá imposible.

§ 7 La aproximación de la conciencia a la realidad ha determinado distintas

concepciones estéticas y vitales. La realidad aparece como fenómeno al tiempo que se

impone a la subjetividad con la fuerza de su objetividad. La realidad somete y se somete

al yo al mismo tiempo. En el punto límite el yo pretende anular la realidad y la realidad

anular al yo. En el centro de esta tensión entre realismo e idealismo se sitúa el salir de sí

y la indiferenciación en el Absoluto propios de la mística.

El realismo parte de un intento por explicar la resistencia de la realidad al yo y la

aparente tiranía con la que se impone. El sujeto se ve limitado en su capacidad para

estructurar el entorno, que se le aparece como lo ya dado. Todo proyecto vital tiene que

tomar en consideración la resistencia de la realidad. Pero al mismo tiempo ésta lo

posibilita, le da un cauce de acción. La pura actividad sin resistencia sería igual que la

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máxima determinación, ya que se extendería sin objeto alguno en todas direcciones5.

La voluntad necesita algo a lo que oponerse para ser tal, para resplandecer como una

causalidad distinta, como contracausalidad respecto a la realidad circundante. Vencer la

resistencia del medio a la propia causalidad de la voluntad es la libertad. Por eso, la

libertad es una actividad, no un estado. El realismo nace con la pretensión de fijar el

objeto mismo en su independencia de la conciencia. El mundo real se presenta como lo

circundante a la conciencia. Ésta sería un punto crítico, un pliegue de la realidad que se

refleja a sí misma (la conciencia realista aspira a su constitución como espejo bien

pulido del entorno). En última instancia, la conciencia no sería otra cosa que una fiel

representación de la realidad que la circunda. ¿Pero es eso posible? Lo cierto es que el

realismo tiene que luchar también explícitamente por una realidad que corre el peligro

de ser absorbida por el sujeto.

Tiene que recordarnos que el

papel que le corresponde a la

conciencia es el de mero

espejo, porque el yo tiende a

pasarlo por alto. Lo que de

verdad está haciendo el

realista es ganarle terreno al

mar de la conciencia. En esos

países bajos, de los que se ha

drenado el líquido amniótico de la conciencia, es donde el realista se siente en el

mundo. Todo queda a la vista, los ideales no distorsionan con sus ondas la correcta

apreciación de la superficie, no hay refracción que rompa la continuidad de las cosas. La

aspiración del realista es acumular tierra sobre tierra para que emerja por encima de las

aguas. Frente al flujo continuo de las aguas destaca la estabilidad mineral de la realidad,

discreta y precisa. Las olas de la conciencia rompen en sus acantilados, la erosionan con

el tiempo, por eso el realista debe trabajar por su mantenimiento. De ese modo, el

5 Minino de Cheshire, ¿podrías decirme, por favor, qué camino debo seguir para salir de aquí? -Esto depende en gran parte del sitio al que quieras llegar -dijo el Gato. -No me importa mucho el sitio... -dijo Alicia. -Entonces tampoco importa mucho el camino que tomes -dijo el Gato. -... siempre que llegue a alguna parte -añadió Alicia como explicación. -¡Oh, siempre llegarás a alguna parte -aseguró el Gato-, si caminas lo suficiente!

Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas.

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realismo es el esfuerzo por evitar la indiferenciación en la conciencia. Toda su tarea se

dirige a mostrar un mundo inasequible a las reglas de la conciencia, de manera que todo

lo que sucede en él es contemplado como carente de toda dirección, de todo sentido,

especialmente en lo que atañe a los deseos del lector. La derivación del realismo hacia

formas del naturalismo nos enseña el carácter titánico de esta tarea. El naturalismo es

una claudicación del realista al poder de la conciencia, pues ya ha perdido su primer

ensueño de objetividad: su conciencia le dirige la mirada hacia los aspectos más

desagradables de la realidad, como para ejercitarse contra ella. Pero también esas

realidades, precisamente por contradecir las representaciones ideales de la conciencia,

se erigen como la roca inexpugnable de la realidad, lo que se impone a la conciencia de

forma incluso dolorosa. De ahí la inhumana perspectiva del naturalismo, su fría

descripción de la injusticia social o cósmica (en última instancia, no habría ninguna

diferencia entre ambas perspectivas). No hace otra cosa que mostrar el carácter

inasequible y diferenciado de la realidad acentuando su lejanía mediante el doloroso

desajuste que produce en la conciencia. Para ésta queda el deber ser; el reino de la

realidad es el del ser. El naturalismo pretende hacer patente que ambos planos son

irreconciliables y presenta el ideal como el dolor del sujeto ante su impotencia. Por eso,

el perfecto realista no debe acudir a la justicia poética, no debe implicarse. Las reglas de

la conciencia no deben inmiscuirse en el ámbito de la realidad. Ese es el verdadero

trabajo de ingeniería del realismo; así es como le gana terreno al mar.

El problema del realismo es que hace falta muy poco para darse cuenta de que la

realidad no es una isla, sino algo más parecido a un iceberg. La realidad no se fija en un

punto y resiste impertérrita los embates de la conciencia, sino que viaja de forma

errática mecida por sus corrientes. El caso del naturalismo es muy ilustrativo al

respecto: es la propia conciencia la que define el litoral de la realidad, lo desplaza,

modifica su tamaño, le da altura, relieve, etc. Porque la propia constitución de una

realidad objetiva en cuanto tal es una necesidad intrínseca de la propia conciencia. Es

ella misma la que tiene que tocar tierra firme para no desfondarse, la que se pone a

prueba para reconocerse, para ganarse. La realidad es la referencia que el propio sujeto

se da a sí mismo y lo constituye como identidad diferenciada. La misma intención de

fijar la mirada o de convertirse en espejo son impulsos de la conciencia que definen el

contorno del territorio de lo que llamará realidad. ¿Por qué, si no, se desmarca ella

misma del mundo? La conciencia innombrada e innombrable del realismo permanece al

acecho como las aguas circundantes. El iceberg no es otra cosa que el propio material de

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la conciencia solidificado y extrañado. Es la mayor densidad de su materia la que nos

lleva a la apariencia de la estabilidad: la realidad es aquella región de la conciencia

que destaca de forma discreta y en la que el movimiento parece parcialmente detenido,

de ahí la resistencia que ofrece frente al stream of consciousness.

El realismo como etiqueta específica es una reacción intelectual a la figura, más

espontánea, del pensamiento mítico, y que reaparece en distintas épocas y de diversas

formas (la más tardía es el realismo mágico). En el mito también se presenta la realidad,

pero una realidad de la que aún no se ha separado la conciencia (en el realismo la

realidad es lo que resta cuando se suprime la conciencia). El mundo ya no es una isla,

sino que está sumergido en el líquido amniótico de la conciencia. Las corrientes surcan

sus valles y las calles de sus ciudades, y las habita con las criaturas de su medio. En el

mito se observa esa unidad originaria e inseparable entre sujeto y realidad (sociedad y

cosmos, lo divino y lo humano, el bien y el mal, el orden y el caos, etc.). Se objetará que

el mito elimina toda referencia a la subjetividad. Y así es, puesto que la subjetividad es

el medio diáfano que circunda el mundo, el espíritu o ánima, el vector del relato que es

la realidad. Es de la realidad imperceptiblemente habitada por la conciencia de la que

habla el mito. Las relaciones se conciben desde la posibilidad del deber ser. Por eso el

mito es todavía de naturaleza eminentemente moral.

La mística es la anulación de la realidad en la conciencia, la noche oscura del

fondo abisal en la que los objetos han desaparecido y las relaciones se conciben desde la

pura indiferenciación, desde la posibilidad infinita. El místico ha superado el carácter

moral del impulso de la conciencia y ha entrado en el ámbito estético o religioso en el

momento en que la oscuridad informe se convierte en presencia y la soledad en el big

bang que pone en expansión al sujeto hacia los espacios infinitos en todas direcciones y

lo extravía de sí mismo. Esos dos polos de la noche oscura, la presencia incorpórea

implosiva y la indeterminación explosiva, se cruzan precisamente en la experiencia

erótica del misticismo.

§ 8 La noche oscura todavía tendrá que convertirse en noche resplandeciente en la

experiencia mística. Hölderlin compendia en un poema de pocos versos todo el

recorrido trazado hasta ahora.

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Visión Imágenes que la plenitud del día a los hombres muestran, En el verdor de la llana lejanía, Antes de que la luz decline en el crepúsculo, Y la tenue claridad dulcemente serene los sonidos del día. Oscura, cerrada, parece a menudo la interioridad del mundo, Sin esperanza, lleno de dudas el sentido de los hombres, Mas el esplendor de la Naturaleza alegra sus días Y lejana yace la oscura pregunta de la duda.

Hölderlin se refiere en el poema a las imágenes que revelan el interior de la

naturaleza. Esas imágenes muestran la plenitud del día, la vida en toda su potencia, la

productividad de la naturaleza. La plenitud se esconde tras imágenes cotidianas, es

interior, pero se hace presente sólo en algunas ocasiones en las que el yo parece

ensancharse y unirse al paisaje. El hombre inmerso en sus problemas mundanos no tiene

la receptividad suficiente para comprender lo que las cosas le muestran o las mira sólo

como cosas. Dos son las maneras de desviar la recta mirada de la verdad: la mirada

ensimismada que sólo concibe las cosas desde la medida del propio interés vital o la

mirada analítica que sólo contempla piezas de ensamblaje de un mecanismo inerte. Por

el contrario, el poeta tiene una visión de la plenitud porque se fija en el verdor de la

llana lejanía. El verdor es la primavera, el renacer del mundo, el carácter orgánico de la

naturaleza; la lejanía es el infinito, la eternidad. En un solo verso aparece la vivencia del

eterno renacer como suprema potencia que se extiende al infinito y que abarca al mismo

poeta y lo desplaza junto a su mirada por la llanura sin fin. La plenitud es la vida como

potencia infinita. No se trata de la mera supervivencia individual; al contrario, la

plenitud precisa del olvido del yo empírico mediante su superación. Se identifica más

bien con el flujo de la conciencia, que es la corriente misma de la vida y que sólo toma

los objetos como punto de apoyo para proyectarse más lejos: los obstáculos son los

medios de superación, pero presentan el peligro de fijar al sujeto en sus límites

empíricos. La plenitud es la infinita autoactividad de la conciencia.

La paradoja de la naturaleza interior es que es a la vez olvido y pre-memoria,

instante y eternidad, ausencia y presencia. Tiene que ser ambas cosas para satisfacer el

deseo de plenitud. El mero vacío es una renuncia desencantada de la vida, un querer

aliviar las frustraciones de la vida que se convierte en un querer no querer más. Esa

renuncia o anulación es demasiado parecida a una claudicación para presentarse al

sujeto como medida de plenitud, de autorrealización, pero al mismo tiempo es

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irrenunciable. Del mismo modo se nos presenta el otro polo de la experiencia mística: la

solución de todas las contingencias de la vida en una existencia perfecta. ¿Pero puede

haber una tal existencia como conciencia de la separación (inevitable como conciencia

del sujeto empírico) que pueda aspirar a la plenitud? Una vez que he definido los límites

de mi conciencia y que distingo el interior del exterior ¿cómo evitar la experiencia del

desajuste con el mundo? Incluso la vida eterna en el simple sentido de la inmortalidad

(es decir, la inexistencia de la muerte) resulta una perpetuación del enigma y del

conflicto del sujeto con el mundo: no soluciona el problema del dolor. La muerte es un

problema existencial en la medida en que el yo vive centrado en sí mismo y desea

mantener los límites con su entorno (lo que podríamos llamar instinto de conservación).

El yo se ve escindido por dos tendencias contrapuestas derivadas de su naturaleza como

conciencia. De un lado siente todo lo que se asoma a sus límites como algo ajeno y que

amenaza permanentemente la propia identidad separada. Pero, por otra parte, el yo sin

contacto con el entorno (aunque sea conflictivo) siente el insoportable estado de la

soledad. Incluso Dios, entendido como un yo o conciencia, crea el mundo para aliviar su

soledad ¿Para qué decidirse a crear un objeto que cobra independencia con respecto a su

creador? ¿Para qué crear una conciencia libre como la del ser humano? El yo busca

fuera de sí y lo necesita; además necesita encontrar naturalezas como la suya para

superar esa soledad, pero al mismo tiempo crea el conflicto que lo ha desajustado del

mundo (de la sociedad y de la naturaleza). La fusión con la sociedad, la transformación

de la voluntad particular en voluntad general es una de las posibles soluciones a este

nudo gordiano, pero es incompleta en la medida en que hay otras sociedades que se

presentan como amenaza a la mía (la comunidad como un yo ensanchado, pero un yo

subjetivo frente a un entorno hostil al fin y al cabo) y que la naturaleza hace valer sus

derechos como realidad que se erige contra la mía. La técnica tiende un puente hacia la

unificación, ya que representa la superación de la contradicción que siente el sujeto

entre sus ideales y la realidad. Pero la técnica se concreta como solución en su

proyección hacia el futuro, esto es, en la idea de progreso. Como observó Max Weber,

la ideología del progreso, acusada por muchos de ser excesivamente optimista, es, en

realidad, una forma de pesimismo bien administrado (no histérico o desesperado), pero

pesimismo al fin y al cabo. El progresista es alguien que sufre las limitaciones de su

época y que no puede aprovecharse del legado que deja a los demás con su esfuerzo.

Mira hacia el pasado con lástima por los rigores que presentaba la vida a sus

antepasados, pero esa mirada se vuelve sobre sí y se ve a sí mismo igualmente limitado

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a su tiempo y sometido a un dolor contingente. En otras palabras, el progresista

consciente se ve abocado al pensamiento (emocionalmente demoledor) de que ha

nacido demasiado pronto. Pero es propio de la ideología progresista llegar a la certeza

de que, no importa en qué época haya nacido uno, siempre habrá nacido demasiado

pronto.

La plenitud, como la vive el místico, no puede ser parcial. Ni la política ni la

técnica llevan a ella, y si lo hacen en parte es porque proporcionan olvido, porque

adormecen la conciencia. Si seguimos ese camino hasta el final tendremos que concluir

que hace falta un olvido más radical: el olvido de sí (la muerte) se presenta como una

necesidad para llegar a la plenitud. Pero en el concepto de plenitud queda anulada toda

unilateralidad, toda renuncia sustancial. Hay que morir, sí, pero esa muerte tiene que

ser, a la vez, la vida plena. ¿Cómo hay que entender esa paradoja?

En primer lugar, como manifestación del deseo constitutivo de la conciencia de

escapar al dolor y al miedo, de sentirse seguro y acogido. La conciencia nos ha

preparado justamente para lo contrario. La paradoja de la solución encierra de forma

imprecisa la superación de los planteamientos del problema. Eso sirve de impulso

inicial a la elevación mística, incluso antes de que una teoría concrete la forma de

representación y los matices de la experiencia, que varía en el espacio y en el tiempo.

Hölderlin lo expresa de forma esencial en el poema que estamos analizando. La lejanía

se presenta como la intuición de la ausencia de límites. La mirada se pierde en la

llanura, no encuentra nada que la limite, lo que representa una salida de sí del propio yo.

Mis ojos no alcanzan a percibir el fin, nada se opone a mi mirada, nada la limita: la

actividad pura del mirar no

encuentra obstáculos que la

cosifiquen y, de esa manera, el

mirar se convierte en una

actividad pura, indeterminada.

Schelling (en sus Cartas sobre

el dogmatismo y el criticismo)

ya se percató de que la máxima

actividad se hace equivalente a la máxima quietud: así nos parece en ese mirar el aire,

los espacios infinitos, en los que la mirada se convierte en pensamiento del Absoluto o

de la Nada, pues ambos conceptos convergen en la vertiginosa y estática velocidad

infinita.

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Hölderlin no acaba ahí el poema; aún nos muestra algo más: puesto que la

mirada se convierte en pensamiento cuando se dirige al infinito, necesita superar toda

objetivación que se le presente como obstáculo. Por eso la mirada no inicia su viaje en

cualquier dirección, sino hacia el poniente. El verdor de los campos que el sol ponía a su

vista reconcilia al sujeto con la vida, pero también entorpece la absoluta reconciliación,

nos invita a detener la mirada

abajo, lo que dificulta que el

pensamiento se libere de su

limitación objetual. La luz del sol,

allá en lo alto, con su cegadora

claridad indefinida, se convierte en

su referencia. Los ojos se dirigen a

la fuente misma de la visibilidad y

recorren su camino. Toda mirada a

la verdad, toda iluminación es, por eso, una premonición del crepúsculo, de la oscuridad

primordial indefinida de la que súbitamente nos asalta un déjà-vu, una pre-memoria. El

sol aún nos producía dolor (más aún que los objetos que iluminaba); la tenue claridad

del crepúsculo nos serena. ¿Es la muerte el fin del impulso místico? La noche nos

sorprende con su oscuridad reparadora, con el olvido del mundo. ¿Pero puede evitar el

sujeto la sensación, también dolorosa, de haberse perdido? La noche nos lleva a la

interioridad del mundo6 (que no es otra cosa que un repliegue de la conciencia sobre sí

misma en la medida en que ya no se identifica con la identidad por la que se constituye

el sujeto empírico), frente a su exterior objetivo, pero la interioridad se nos presenta al

principio como algo oscuro, cerrado. Es un lugar en el que no puede penetrar la mirada,

y el hombre se ha acostumbrado a comprender a través del sentido de la vista. Por eso se

ha trasladado al horror de la infancia, a la pura oscuridad en la que acecha el peligro de

la disolución. En la oscuridad no aparece al principio ninguna dirección hacia la

6 Más celestes que aquellas centelleantes estrellas / nos parecen los ojos infinitos que abrió la Noche en nosotros. Novalis, Himnos a la Noche, 1. Los días de la Luz están contados; / pero fuera del tiempo y del espacio está el imperio de la Noche. Novalis, Himnos a la Noche, 2. Apago la luz. / Con mano púrpura, / Me quito el mundo / Como si fuera un traje de colores. // Y me sumerjo en lo oscuro / Desnudo y solo, / El reino profundo / Será mío y yo suyo. // Grandes milagros corren ligeros / A través de la espesura, / Venas de agua saltan / En el sentido más profundo. // Oh, que sigan saltando, / Yo llegaría al centro / Al corazón de la tierra / Cerca de todo, lejos de todo. Hugo von Hofmannsthal.

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plenitud, sino el peligro. Pero en el peligro se encuentra la salvación7. Lo que en la vida

cotidiana eran ideas vagas e inverosímiles, el miedo las convierte en certeza. ¿Quién no

ha sentido en el terror de la noche la presencia de seres de la fantasía que se desvanecen

con la claridad del día? El que cree en demonios ya ha dejado la mente dispuesta para

creer también en ángeles (y a la inversa8).

Esas presencias de la oscuridad la van poblando con su tenue luz. La noche

oscura se ha transfigurado en verklärte Nacht (noche resplandeciente) y se ha

convertido en el lugar de la revelación. Se produce aquí una segunda iluminación, una

iluminación interior del espíritu universal, del alma del mundo, de la naturaleza interior.

Es la propia vida del espíritu, su actividad suprema, liberada de las restricciones de la

individualidad y de los objetos, libre al fin en la determinación de su actividad sobre sí

misma, la que se vislumbra tras el velo de la oscuridad nocturna. En aquel lugar no hay

identidad: como en los sueños, las formas objetivas no determinan los significados y se

transforman por la propia actividad del espíritu. El sujeto empírico se ha convertido en

sujeto absoluto (la conciencia pura trasciende las limitaciones de la identidad personal y

la abarca en la totalidad de su fluir eterno –es decir, inabarcable).

La oscuridad del interior de la naturaleza, más aún si se la contempla desde la

claridad del día, no puede ser ganada durante la vida sino como visiones puntuales. La

vida del sujeto empírico tiene que estar fundamentada en la identidad personal. A ello le

fuerzan los objetos y las otras conciencias en su mutuo oponerse. La interioridad del

mundo aparece en súbitas visiones de esplendor acompañadas de un sentimiento de

éxtasis. Esas visiones representan una esperanza de reconciliación que sirve de guía en

la vida, incluso justifican por sí solas toda la vida9. La luz interior de la naturaleza, que

se ha presentado en la experiencia mística con la promesa de la reunificación de la pre-

memoria, hace imposible la duda. Al fin y al cabo, la duda sólo existe porque la

conciencia está cerrada en sí misma frente al exterior desconocido y hostil. En el lugar

hacia el que se proyecta el poeta se han abolido todos los límites: ninguna duda es

7 "Cercano está / Dios y es difícil captarlo. / Pero donde hay peligro, crece / lo que nos salva”. Friedrich Hölderlin, Patmos 8 y como el conde, en una hora feliz, le preguntara un día a su esposa por qué aquel terrible día tres, resignada como parecía estar a la idea de cualquier vicioso, había huido de él como del diablo, respondió ella echándosele al cuello que «no se le habría antojado entonces un diablo si la primera vez que lo vio no le hubiera parecido un ángel». Heinrich von Kleist, La marquesa de O. 9 “una vez, por lo menos, habré vivido igual / que los dioses, y nada más me será necesario”. Friedrich Hölderlin, A las Parcas.

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posible allí. Ahora puede vivir en la espera de esa plenitud a la que se acercará

tímidamente en vida.

El yo se extraña en primer lugar de sí mismo. Su identidad se le aparece como

un objeto extraño, como una determinación de la naturaleza, de la sociedad, del azar. El

crepúsculo hace más tenue la exterioridad (de la que forma parte mi identidad personal)

y nos vuelve hacia el interior. En la indiferencia de la noche el yo se hace coherente

consigo mismo. ¿Pero es vida esa indiferencia? ¿Puedo afirmar que sigo vivo cuando he

olvidado quién soy? ¿Puedo ser yo y ser todo a la vez? Las distintas expresiones de la

mística darán diversas respuestas a estas cuestiones. Lo cierto es que en todas las

experiencias místicas hay una idea sustantiva de la muerte que coexiste con la vida

plena. Lo que se quiere decir es que la eternidad no puede ser una mera prolongación

sin limitación del flujo temporal. La eternidad es un cierre y, por lo tanto, se parece más

a un punto que a una línea. Es la detención del instante supremo que buscaba Fausto, la

anulación del tiempo, no su extensión infinita. El tiempo es enemigo de la plenitud (ya

nos hemos referido al carácter esencialmente pesimista de la idea del progreso). En la

existencia plena no puede existir el lastre del pasado ni la incompletud a la que nos

proyecta el futuro. ¿Es ese el deseo final del místico, convertirse en naturaleza muerta,

o, mejor, en un muerto viviente?

§ 9

Precisamente la paradoja de la mística ha encontrado una extraña expresión en la

figura cinematográfica de los zombis. En La noche de los muertos vivientes (George A.

Romero, 1968) o en la primera de las secuelas se los representa de manera ya clásica,

hasta el punto de que forman parte del imaginario popular. En la película asistimos al

extraño espectáculo de los muertos que salen de sus tumbas y se pasan la muerte

deambulando ensimismados de un lugar a otro. No hay ya finalidad en su deambular.

Visitan los lugares familiares llevados por una mera rutina mecánica. Pero el mundo que

habían conocido ya nada les dice; no son de este mundo. Pueblan el centro comercial,

como solían hacer los fines de semana, pero ya se han liberado del materialismo

consumista. No se preocupan por su aspecto. Su carne se pudre, está marcada por

heridas mortales (aunque la imagen no permite afirmar que desprendan buen olor). Son

la imagen del dolor de la vida orgánica transfigurada en sonambulismo por la muerte. El

zombi parece que por fin se ha podido reconciliar con el Absoluto mediante el olvido de

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sí. Es ese olvido, la pérdida de su condición de sujetos, lo que constituye su muerte,

pues nadie diría que alguien que se vaya paseando por ahí está realmente muerto. Pero

para el aún vivo el zombi es un muerto. Si un antiguo amigo se presenta en casa como

un zombi, uno se da cuenta de que ya no es el amigo que conoció. Ni siquiera es otra

persona. Simplemente ya no es nada: un pedazo de carne; naturaleza solamente.

Es curioso que el zombi

se encuentre a gusto con los

demás de su condición. Todos

ensimismados y hermanados en

su anulación como individuos,

todos han traspasado las

fronteras de la identidad. Nunca

se agreden entre sí. Deambulan

por las ciudades desiertas y por

los campos sólo con lo puesto,

como una orden mendicante. Sólo se les puede imputar un vicio: tienen un insaciable

gusto por la carne humana. ¿Por qué se empeñan en comerse a los desaprensivos

humanos vivos que se encuentran en su deambular? ¿No esconde eso una intuida y feroz

xenofobia contra el Extranjero que destruye la indiferenciación del Absoluto? Si para el

individuo civilizado el zombi representa la amenaza de la indiferenciación, el Extranjero

es para el zombi la amenaza de la conciencia subjetiva ¿No es lógico que esa

comunidad de místicos truncados odien a los individuos aferrados a su yo hasta tal

punto y que a la vez no les baste con aniquilarlos, sino que los incorporen a su

hermandad o, de forma más radical, los hagan carne de su carne y sangre de su sangre

en la comunión universal? ¿No es curioso, finalmente, que los mismos zombis puedan

todavía morir? En el infinito la vida y la muerte se confunden. ¿Les falta el amor para

que su experiencia sea realmente mística? Una vez que han salido de sí mismos ¿de

quién a quién sería ese amor? Sólo gracias al sentimiento de carencia del yo escindido

es posible ese deseo de fusión con el otro que es el amor. ¿No es el zombi alguien que

ha regresado a la patria roussoniana originaria, al lugar de la pre-memoria en el que el

yo no se había desgajado aún del todo? ¿No es entonces el Extranjero civilizado, el

colonizador, la única amenaza, lo único que aún pone en peligro la existencia plena? Le

falta la conciencia, responderán, para que su ser sea pleno. El místico no ha vuelto a la

inconsciencia, sino que ha elevado la propia conciencia al infinito. ¿Sin perder nada a

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cambio? ¿Mantiene así su identidad personal, basada en la conciencia subjetiva (en la

memoria)? ¿Pero se puede evitar entonces volver a la escisión? Quizá al amparo de la

indiferenciación del Absoluto estemos pensando en la cuadratura del círculo.

El zombie es monstruoso porque se ha olvidado de sí pero no ha salido de sí. Su

amnesia ha acabado con su

identidad personal, pero a costa

de someterlo aún más

férreamente a una individualidad

maquinal. No alcanzaron la

meta, pero ¿quién podía asegurar

que la meta era alcanzable, que

existía siquiera? ¿Cuál era

realmente la meta? Los zombis

son gentes que osaron entrar en

el bosque en busca del misterio

absoluto y nunca más salieron10.

Es un deseo muy humano el

mantenimiento de la conciencia

subjetiva, pero también lo es la anulación de la misma para soportar el desamparo, la

soledad o el dolor que produce la escisión. Al fin y al cabo, los personajes de estas

películas (los todavía vivos; los zombis ya no son propiamente personajes) parecen

tentados por la dulzura de la muerte (indiferénciate, únete a ellos, abandónate al todo).

Esta idea, desde otra perspectiva, también se encuentra en La invasión de los ladrones

de cuerpos (Don Siegel, 1956) y sus múltiples remakes, en que el mensaje se hace

explícito: renuncia a tu identidad, la vida será más dichosa si abandonas tu carácter de

conciencia subjetiva y te fundes con el todo. Los personajes de la película reaccionan

con horror porque piensan que esa transformación es la muerte ¿Les fallaba la intuición,

reaccionaban con inútil terquedad? ¿No les animaba más que un tozudo e irracional

instinto de supervivencia mal entendido, como les aseguraban los convertidos?

Madrid, junio de 2008. 10 “Holz” [madera, leña] es un antiguo nombre para el bosque. En el bosque hay caminos [“Wege”], por lo general medio ocultos por la maleza, que cesan bruscamente en lo no hollado. Es a estos caminos a los que se llama “Holzwege” [“caminos de bosque, caminos que se pierden en el bosque”]. Martin Heidegger, Caminos de bosque.