La Ciudad y La Ciudad - China Mieville

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Annotation

Una mujer es hallada muerta en la ciudadde Beszel, en algún lugar de los confines deEuropa. Para llevar a cabo la investigación, elinspector Borlú tiene que viajar desde estadecadente ciudad a su urbe rival, idéntica eíntima vecina, la vibrante ciudad de Ul Qoma.Pero cruzar esta frontera significa emprenderun viaje tan físico como psíquico, ver aquelloque se mantiene invisible. Con el detective deUl Qoma Qussim Dhatt, Borlú se ve envueltoen un submundo de nacionalistas que intentandestruir la ciudad vecina, y de unificacionistasque sueñan con convertir las dos ciudades enuna sola. Mientras los detectives desvelan lossecretos de la mujer asesinada, empiezan asospechar una verdad que podría costarlesalgo más que sus vidas.

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China Miéville es uno de los autores másimportantes de los últimos años en el ámbitode la literatura anglosajona. La estación de lacalle Perdido, La cicatriz, El Consejo deHierro, El Rey Rata y La ciudad y la ciudadhan revolucionado con su estilo provocador elgénero fantástico actual.

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A la memoria de mi madre, ClaudiaLightfoot

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Agradecimientos Por la ayuda que me han prestado en estelibro, les estoy muy agradecido a StefanieBierwerth, Mark Bould, Christine Cabello,Mic Cheetham, Julie Crisp, SimonKavanagh, Penny Haynes, Chloe Healy,Deanna Hoak, Peter Lavery, FarahMendlesohn, Jemima Miéville, DavidMoench, Sue Moe, Sandy Rankin, MariaRejt, Rebecca Saunders, Max Schaefer,Jane Soodalter, Jesse Soodaler, DaveStevenson, Paul Taunton, y a mis editoresChris Schluep y Jeremy Trevathan. Mi mássincero agradecimiento a Del Rey yMacmillan. Gracias a John Curran Davispor sus maravillosas traducciones de BrunoSchulz.Entre los innumerables escritores con losque me siento en deuda, aquellos de los que

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soy especialmente consciente y a los queme siento agradecido con relación a estanovela se encuentran Raymond Chandler,Franz Kafka, Alfred Kubin, Jan Morris yBruno Schulz.

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«En algún recónditolugar de la ciudad

surgían, por asídecirlo, calles dobles,

doppelgängers decalles, calles mendaces

y engañosas.»

Bruno Schulz,Las tiendas de color canela

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Primera parte Besźel

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Capítulo 1

No podía ver la calle ni gran parte de laurbanización. Estábamos rodeados de bloquesde edificios teñidos por la suciedad en cuyasventanas se asomaban las figuras de hombresy mujeres, con pelo de recién levantados ytazas en la mano, que desayunaban y nosmiraban con interés. El espacio entre losedificios se abrió hace tiempo. Descendíacomo un campo de golf… una caricaturainfantil de la geografía. Quizá habían pensadoplantar algunos árboles y poner un estanque.Había un bosquecillo, pero los árboles jóvenesestaban muertos.

El césped estaba lleno de maleza,atravesado por caminos que el paso de lagente había abierto entre la basura, surcadopor las huellas de neumáticos. Había policíasocupados en distintas tareas. Yo no había sido

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el primer detective en llegar: vi a BardoNaustin y a otros dos más, pero yo era el másveterano. Seguí al sargento hasta donde seconcentraban la mayor parte de mis colegas,entre una torre en ruinas de poca altura y unapista de skate circundada por enormes cubosde basura con forma de tambor. Más allá sepodían escuchar los ruidos provenientes de losmuelles del puerto. Había un grupo dechavales sentados encima de un muro, frentea los policías que permanecían de pie. Lasgaviotas volaban en círculos sobre el lugar dereunión.

—Inspector.Saludé con la cabeza a quienquiera que

fuese esa persona. Alguien me ofreció un café,pero lo rechacé con un movimiento de cabezay me fijé en la mujer que había venido a ver.

Estaba tendida sobre las rampas de lapista de skate. No hay quietud como laquietud de los muertos: el viento puede agitar

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sus cabellos, como agita ahora los de ella, perono reaccionan de la misma manera. El cuerpode la mujer estaba en una postura imposible,con las piernas torcidas como si estuviera apunto de levantarse y los brazos doblados enuna extraña curva. Tenía la cara contra elsuelo.

Era una mujer joven, el pelo castañorecogido en dos coletas a los lados que lebrotaban como plantas. Estaba casi desnuda yentristecía ver que su piel seguía lisa enaquella mañana, sin que se le hubiese erizadopor el frío. Solo llevaba puestas unas mediasllenas de carreras y un único zapato de tacónalto. Al ver que lo estaba buscando, unsargento me saludó con la mano desde ladistancia, donde custodiaba el zapatodesaparecido.

Habían pasado ya un par de horas desdeque habían descubierto el cuerpo. Le eché unrápido vistazo. Contuve la respiración y me

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incliné hacia la tierra para verle la cara, pero loúnico que vi fue uno de sus ojos abiertos.

—¿Dónde está Shukman?—No ha llegado aún, inspector…—Que alguien lo llame, díganle que se dé

prisa.Le di un toque con la mano a mi reloj.

Yo estaba a cargo de lo que llamamos la mise-en-crime. Nadie iba a moverla hasta queShukman, el patólogo, llegara, pero había máscosas que hacer. Comprobé la visibilidad dellugar. Nos hallábamos en una zona apartada yestábamos ocultos por los contenedores debasura, pero podía sentir ojos que se posabansobre nosotros como insectos desde todos losrincones de la urbanización. Nos agrupamos.

Había un colchón mojado puesto decanto entre dos de los cubos de basura, al ladode una multitud de piezas de hierro oxidadotiradas por el suelo que se mezclaban concadenas desechadas.

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—Eso estaba encima de ella. —La agenteque habló era Lizbyet Corwi, una chica joveny lista con la que ya había trabajado en un parde ocasiones—. No es que estuviera lo que sedice bien escondida, pero en cierto modohacía que pareciera un montón de basura,supongo. —Vi que había un rectángulo detierra más oscuro alrededor del cadáver: losrestos del rocío cobijados por el colchón.Naustin estaba acuclillado junto a él, con lamirada fija en esa tierra.

—Los chicos que la encontraron avisarona la policía —dijo Corwi.

—¿Cómo la encontraron?La agente apuntó a la tierra, señalando

unas pequeñas marcas de pisadas de animal.—Evitaron que se acercaran al cuerpo.

Luego corrieron como posesos cuando sedieron cuenta de lo que era, y nos llamaron.Los nuestros, cuando llegaron… —Ella dirigióuna mirada a dos policías que yo no conocía.

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—¿Movieron el cuerpo?Corwi asintió.—Para ver si seguía viva, han dicho.—¿Cómo se llaman?—Shushkil y Briamiv.—¿Y estos son los que la encontraron?

—Señalé con la cabeza a los chicos queestaban bajo vigilancia. Había dos chicas ydos chicos. Adolescentes, decaídos, con lamirada baja.

—Sí. Mascadores.—¿Un estimulante mañanero?—Eso es dedicación, ¿eh? —dijo ella—.

A lo mejor quieren presentarse al yonqui delmes o a cualquier otra mierda. Llegaron aquíantes de las siete. Parece que la pista de skateestá organizada de esa forma. La construyeronhace solo un par de años, antes no había nada,pero la gente de aquí ya ha organizado susturnos. Desde medianoche hasta las nueve dela mañana, solo los mascadores; de las nueve

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a las once, los de la banda hacen planes parael día; de las once a medianoche, los de lospatines y monopatines.

—¿Llevaban algo encima?—Uno de los chavales llevaba un pincho,

pero muy pequeño. No podría ni amenazar auna rata con eso. Y una mascadura cada uno.Nada más. —Se encogió de hombros—. Ladroga no la llevaban encima, la encontramosjunto al muro, pero… —volvió a encogerse dehombros— no había nadie más por aquí.

Ella se fue hacia uno de los nuestros yabrió la bolsa que este llevaba. Paquetitos dehierba densa y resinosa. En la calle lo llamanfeld: una potente mezcla de Catha edulis contabaco, cafeína y otras cosas más fuertes, ehilos de fibra de vidrio o algo similar pararaspar la resina y que pase a la sangre. Elnombre es un juego de palabras trilingüe: sellama khat en el lugar donde crece, y gato eninglés, cat, es feld en nuestro idioma. Lo olí

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un poco y era de muy mala calidad. Meacerqué hasta el lugar donde los cuatroadolescentes temblaban bajo sus abrigos deplumas.

—Qué hay, policía —dijo uno de loschicos con una entonación similar al hip-hopen inglés con acento besź.

Alzó la mirada y se encontró con la mía;estaba pálido. Ni él ni ninguno de suscompañeros tenían buen aspecto. Desdedonde estaban sentados no hubieran podidover a la mujer muerta, pero ni siquieramiraban en esa dirección.

Estaba claro que sabían queencontraríamos el feld, y que contaríamos conque era suyo. No había nada que pudieranhaber dicho al respecto, no les habría quedadootra que escapar.

—Soy el inspector Borlú —dije—. De laBrigada de Crímenes Violentos.

No dije: «Soy Tyador». Una edad difícil

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para interrogar: demasiado viejos para losnombres de pila, eufemismos y juegos, perono lo bastante como para oponerse claramentea las entrevistas, al menos no cuando lasreglas estaban claras.

—¿Cómo te llamas?El chico dudó, se planteó usar cualquier

nombre de guerra que se hubiera puesto, perono lo hizo.

—Vilyem Barichi.—¿La encontraste tú? —El chico asintió,

y sus amigos asintieron tras él—. Cuéntamelo.—Vinimos aquí por… por… y… —

Vilyem esperó, pero yo no dije nada de lasdrogas. Bajó la mirada—. Y vimos algodebajo del colchón y lo levantamos. Había…

Sus amigos levantaron la mirada cuandoVilyem se mostró dubitativo, claramentesupersticioso.

—¿Lobos? —pregunté. Se mirarontodos.

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—Sí, tío, había una manada apestosametiendo las narices por aquí y… Y pensamosque…

—¿Cuánto lleváis aquí? —les pregunté.El chico se encogió de hombros.—No sé. ¿Un par de horas?—¿Vino alguien más por aquí?—Vi a unos tíos por ahí hace un rato.—¿Camellos?Se encogió de hombros otra vez.—Y una furgo se metió en el césped y

pasó por aquí; se marchó al cabo de un rato.No hablamos con nadie.

—¿Cuánto hace de lo de la furgoneta?—No sé.—Todavía estaba oscuro —dijo una de

las chicas.—Vale. Vilyem, chicos, vamos a por algo

de desayunar, algo de beber, si queréis. —Meacerqué a los policías que los vigilaban—.¿Hemos hablado con sus padres? —quise

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saber.—Están de camino, jefe; excepto los

suyos —señaló a una de las chicas—, nopodemos dar con ellos.

—Pues seguid intentándolo. Ahoralleváoslos a la comisaría.

Los cuatro adolescentes seintercambiaron miradas.

—Tío, vaya mierda —dijo el chico queno era Vilyem, sin demasiada convicción.Sabía que según cierta «política» debíaoponerse a mis órdenes, pero en realidadquería ir con mi subalterno. Té negro, pan ypapeleo; el aburrimiento y los tubosfluorescentes: nada de eso se parecía a tenerque retirar el pesado y voluminoso colchón,empapado de humedad, que estaba en elpatio, en la oscuridad.

Stepen Shukman y su ayudante HamdHamzinic llegaron al lugar de los hechos. Mirémi reloj. Shukman me ignoró. Cuando se

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agachó hacia el cuerpo, resopló. Certificó lamuerte. Hizo algunos comentarios queHamzinic anotó.

—¿Hora? —le pregunté.—A eso de las doce —respondió

Shukman. Presionó uno de los miembros de lamujer. El cuerpo osciló. Con esa rigidez y lapostura en la que estaba, es probable quehubiera muerto en otro lugar—. No la mataronaquí. —Había oído decir muchas veces queera bueno en su trabajo, pero yo no habíavisto ninguna prueba de que fuera algo másque competente.

—¿Está ya? —le dijo a una de lasfotógrafas forenses. Ella sacó dos fotos másdesde diferentes ángulos y asintió. Shukmanhizo rodar a la mujer con la ayuda deHamzinic. Dio la impresión de que el cuerpole ofreció resistencia con su agarrotadainmovilidad. Dada la vuelta resultaba absurda,como alguien imitando a un insecto muerto,

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los miembros encorvados, balanceándosesobre la columna.

Nos miró por debajo del flequillo que sele agitaba. Tenía la cara contraída en un rictusde perpleja tensión: estaba continuamentesorprendida de sí misma. Era joven. Estabamuy pintada y todo ese maquillaje se le habíacorrido por el rostro lleno de golpes horribles.Era imposible saber qué aspecto había tenidoen realidad, qué cara verían aquellos que laconocían cuando escucharan su nombre. Losabríamos más tarde, cuando llegara larelajación de la muerte. Tenía marcas desangre en la frente, oscuras como la mugre.Flash, flash de las cámaras.

—Vaya, hola, causa de la muerte —ledijo Shukman a las heridas que la mujer teníaen el pecho.

En la mejilla izquierda, extendiéndose enuna curva hasta debajo de la barbilla, habíauna escisión larga y roja. Le habían hecho un

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corte que se prolongaba a lo largo de la mitadde su cara.

La herida era lisa durante varioscentímetros y recorría la carne con laprecisión del trazo de un pincel. Cuandoalcanzaba la zona por debajo de la barbilla,debajo de la prominencia de la boca, cobrabaun horrible aspecto dentado y terminaba oempezaba con un profundo desgarro en formade agujero en el tejido blando detrás delhueso. El cadáver me miraba sin verme.

—Toma también algunas sin flash —dije.Como algunos otros, aparté la mirada

mientras Shukman murmuraba algo: resultabaimpúdico mirar. Los policías científicos deuniforme de la mise-en-crime, los mectecs ennuestra jerga, inspeccionaban la zona enespiral. Examinaban la basura y rebuscabanentre los surcos que habían dejado los coches.Colocaban marcadores de referencia ytomaban fotografías.

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—Muy bien. —Shukman se levantó—.Vayámonos de aquí.

Un par de hombres la levantaron y lapusieron en una camilla.

—Por Dios —dije—, cúbranla.Alguien encontró una manta, no sé

dónde, y se encaminaron de nuevo al vehículode Shukman.

—Me pasaré esta tarde —dijo—. ¿Teveré allí?

Meneé la cabeza sin comprometerme.Fui hacia Corwi.

—Naustin.Lo llamé cuando estaba situado de tal

forma que Corwi pudiera escuchar nuestraconversación. Ella levantó rápidamente lamirada y se acercó un poco.

—Inspector —dijo Naustin.—A ver ese análisis.Naustin le dio un sorbo al café y me miró

nervioso.

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—¿Prostituta? —aventuró—. La primeraimpresión, inspector. ¿En esta zona, apaleaday desnuda? Y… —Se señaló la cara haciendoreferencia al exagerado maquillaje—.Prostituta.

—¿Pelea con un cliente?—Sí, pero… Si solo fueran las heridas

del cuerpo, ya sabe, sabría… que lo quetenemos es… y a lo mejor no quiere hacer loque él quiere, lo que sea. Él le da una paliza.Pero esto… —Volvió a tocarse la mejilla,intranquilo—. Esto es diferente.

—¿Algún psicópata?Hizo un ademán para indicar que no lo

sabía con certeza.—A lo mejor. La corta, la mata, la tira.

Un chulo cabrón, también: no le importa unamierda que vayamos a encontrarla.

—Un chulo o un estúpido.—O un chulo y un estúpido.—Pues un chulo, un estúpido y un

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sádico.Él levantó la mirada. A lo mejor.—De acuerdo —dije—. Es posible. Haz

las rondas de las chicas de por aquí.Pregúntale a algún agente que conozca lazona. Pregúntale si han tenido algún problemacon alguien últimamente. Que circule una fotode ella, pongámosle un nombre a Fulana deTal. —Usé el nombre genérico para «mujerdesconocida»—. Lo primero que quiero quehagas es que interrogues a Barichi y a suscolegas, esos de ahí. Sé amable, Bardo, nisiquiera tenían la obligación de informar deesto. Lo digo en serio. Y dile a Yaszek quevaya contigo. —Ramira Yaszek era muybuena con los interrogatorios—. ¿Me llamasesta tarde? —En cuanto estuvo lo bastantelejos como para que no pudiera oírnos le dijea Corwi—: Hace unos años no teníamos ni lamitad de gente trabajando en el asesinato deuna chica trabajadora.

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—Hemos avanzado mucho —respondióella.

No tenía muchos más años que la chicaque había muerto.

—No creo que a Naustin le haga muchagracia estar de turno con las prostitutascallejeras, pero ya ves que no se queja —dije.

—Hemos avanzado mucho —insistióella.

—¿Y? —Levanté una ceja. Eché unvistazo hacia donde estaba Naustin. Esperé.Me acordé de la participación de Corwi en elcaso de la desaparición de Shulban, un casomucho más complejo de lo que había parecidoen un principio.

—Bueno, es solo que, ya sabes, quedeberíamos considerar otras posibilidades —dijo.

—A ver.—El maquillaje —dijo—. Todo tierras y

marrones, ya me entiendes. Muy recargado,

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pero no es… —Puso morritos de vampiresa—. ¿Y te has fijado en su pelo? —Me habíafijado—. No está teñido. Date un paseoconmigo por GunterStrász, por toda la zona,por cualquiera de los sitios donde paran laschicas. Te apuesto a que dos tercios de ellasson rubias. Y el resto morenas o de rojo fuegoo yo qué sé. Y… —Hizo un tirabuzón en elaire con el dedo como si tuviera un mechón depelo—. Está sucio, pero se ve mucho mejorque el mío. —Se pasó la mano por las puntasabiertas.

Para muchas de las prostitutas de Besźel,sobre todo en zonas como esta, lo primero eracomprar ropa y comida para sus hijos;después se compraban feld o crac para ellas;luego venía su comida; lo último eran artículosdiversos entre los cuales el suavizante capilarestaba en la parte más baja de la lista. Le echéun vistazo al resto de los oficiales, a Naustinpreparándose para irse.

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—Vale —dije—. ¿Conoces esta zona?—Bueno —empezó a decir ella—, está

un poco apartada, ¿no? Realmente esto yacasi ni es Besźel. Yo estoy destinada enLestov. Nos hicieron venir a unos cuantoscuando los chavales llamaron. Pero estuvedestinada aquí hace un par de años, me laconozco un poco.

Lestov ya era parte del extrarradio, aunos seis kilómetros del centro de la ciudad, ynosotros estábamos más al sur, al otro lado delpuente Yovic, en un trozo de tierra entreBulkya Sound y, casi, la desembocadura delrío con el mar. Técnicamente era una isla,aunque tan próxima y tan unida a la tierra porfábricas en ruinas que uno nunca pensaría quelo era; Kordvenna estaba compuesta porurbanizaciones, almacenes, tiendas decomestibles de alquiler barato conectadasentre sí por garabatos de grafitis infinitos.Estaba lo bastante lejos del corazón de Besźel

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como para que fuera fácil olvidarse de él, alcontrario de lo que sucedía con otros barriosmarginales situados más hacia el interior.

—¿Cuánto tiempo estuviste aquí? —pregunté.

—Seis meses, lo normal. Lo que cabeesperar: robos callejeros, chicos colocadosdándose de leches, drogas, prostitución.

—¿Asesinato?—Dos o tres mientras estuve aquí. Por

líos de droga. Pero en la mayor parte de loscasos no llegan a eso: las bandas saben muybien cómo castigarse sin hacer que venga laBCV.

—Entonces alguien la ha cagado.—Sí. O le da igual.—Ya —dije—. Te quiero en esto. ¿Con

qué estás ahora?—Nada que no pueda esperar.—Quiero que te traslades durante un

tiempo. ¿Sigues teniendo contactos por aquí?

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—Ella frunció los labios—. Intenta localizarlossi puedes; si no, habla con alguno de loschicos de por aquí, a ver quiénes han cantado.Te quiero sobre el terreno. Estate atenta, davueltas por la urbanización… ¿Cómo hasdicho que se llamaba este sitio?

—Pocost Village. —Ella se rió sin ganas,yo levanté una ceja.

—Hace falta un pueblo[1] —dije—. Miraa ver qué puedes averiguar.

—A mi commissar no le va a gustar.—Ya me las arreglaré con él. Es

Bashazin, ¿verdad?—¿Lo respaldarás? ¿Esto quiere decir

que tengo un nuevo destino?—Por ahora es mejor que no le

pongamos nombre. De momento solo te estoypidiendo que te centres en esto. Y que meinformes directamente a mí. —Le di losnúmeros de mi oficina y de mi móvil—. Yame enseñarás luego los placeres de

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Kordvenna. Y… —Le dirigí una mirada fugaza Naustin, y ella me vio hacerlo—. Solomantente alerta.

—Puede que él tenga razón. Puede quese trate de un putero chulo y sádico, jefe.

—Puede. Averigüemos por qué la chicatiene el pelo tan limpio.

Había una tabla clasificatoria del instinto.Todos sabíamos que cuando estaba en lascalles, el commissar Kerevan había perdidovarios casos por seguir indicios que no teníanninguna lógica; y que el inspector jefeMarcoberg no había sufrido tales fracasos yque su decente historial era, en cambio, frutodel trabajo duro y constante. Jamás diríamosque esas pequeñas e inexplicables ideas sonuna «corazonada» por miedo a atraer laatención del universo. Pero ocurrían, y sabíasque habías estado cerca de una que semanifestaba si veías a un detective besarse undedo y tocarse el pecho donde, en teoría,

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llevaba un colgante de Warsha, patrón de lasinspiraciones inexplicables.

Los agentes Shushkil y Briamiv semostraron primero sorprendidos, después a ladefensiva y, por último, malhumoradoscuando les pregunté qué hacían moviendo elcolchón. Les abrí un expediente. Si sehubieran disculpado lo habría dejado correr.Era tristemente habitual encontrar huellas debotas de la policía sobre restos de sangre,huellas dactilares corridas y estropeadas,muestras dañadas o perdidas.

Un pequeño grupo de periodistas sereunía al borde del solar. Petrus Noséqué,Valdir Mohli, un tipo joven llamado Rackhausy algunos otros.

—¡Inspector! ¡Inspector Borlú! —Eincluso—: ¡Tyador!

La mayor parte de la prensa se habíamostrado siempre educada y dispuesta aseguir mis recomendaciones sobre lo que sería

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mejor no publicar. Pero en los últimos añoshabían aparecido unos periódicos nuevos, másescandalosos y agresivos, inspirados, y enalgunos casos controlados, por propietariosbritánicos o estadounidenses. Había sidoinevitable y lo cierto era que nuestrosperiódicos locales de renombre eran sobriostirando a aburridos. Lo que resultabainquietante no era tanto que tendieran alsensacionalismo, ni siquiera el irritantecomportamiento de los jóvenes que escribíanpara los nuevos periódicos, sino su tendencia aseguir a rajatabla un guión escrito antesincluso de que nacieran. Rackhaus, queescribía para un semanal llamado Rejal!, porejemplo. No cabe duda de que cuando meincordiaba pidiéndome datos que sabía que nole podía dar, cuando intentaba sobornar aoficiales más jóvenes, a veces con éxito, no lehacía falta decir, como solía hacer: «¡Elpúblico tiene derecho a saberlo!».

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Ni siquiera le entendí la primera vez quelo dijo. En besź la palabra «derecho» es lobastante polisémica como para que escape alsentido perentorio que él quería darle. Tuveque traducirla mentalmente al inglés, lenguaque hablo con aceptable fluidez, para darlesentido a la frase. Esa fidelidad suya hacia elcliché iba más allá de la simple necesidad decomunicarse. Quizá no se quedara satisfechohasta que yo no gruñera y le llamara buitre omorboso.

—Ya sabéis lo que voy a decir —les dije.La cinta protectora nos separaba—. Habráuna conferencia de prensa esta tarde, en lasede de la BCV.

—¿A qué hora?Me sacaron una fotografía.—Ya te avisarán, Petrus.Rackhaus dijo algo a lo que yo hice caso

omiso. Cuando me di la vuelta, mi vista llegómás allá de los límites de la urbanización,

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donde terminaba GunterStrász, entre losmugrientos edificios de ladrillo. La basura semovía con el viento. Hubiera podidoencontrarme en cualquier parte. Una ancianase alejaba despacio de mí con un oscilantepaso, arrastrando los pies. Giró la cabeza y memiró. Me sorprendió su movimiento, mimirada se encontró con la suya. Me preguntési quería decirme algo. Al verla advertí la ropaque llevaba, su manera de caminar, supostura, su forma de mirar.

Me di cuenta de golpe de que no estabaen GunterStrász en absoluto y de que nodebería haberla visto.

Inmediatamente, nervioso, aparté lamirada y ella hizo lo mismo con la mismavelocidad. Levanté la cabeza hacia un aviónen su descenso final. Cuando volví a miraratrás después de algunos segundos,desadvirtiendo el penoso alejarse de la mujer,tuve cuidado de fijarme, en vez de en ella, en

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la calle extranjera, en las fachadas de lacercana y vecina GunterStrász, esa zonadeprimida.

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Capítulo 2

Le pedí a un policía que me dejara alnorte de Lestov, cerca del puente. No conocíabien la zona. Ya había estado en la isla,naturalmente, había ido de excursión a lasruinas cuando estaba en el colegio y volvíalguna que otra vez desde entonces, pero lasrutas de mis callejeos eran otras. Las señalesque indicaban el camino hacia destinos localesestaban atornilladas en la parte exterior depastelerías y pequeños talleres, y los seguíhasta una parada de tranvía que había en unabonita plaza. Esperé en un lugar situado entreuna residencia de ancianos con el logo de unreloj de arena y una tienda de especias quedesprendía aroma a canela.

Cuando llegó el tranvía, con el metálicotintinear de sus campanillas, traqueteandosobre los rieles, no me senté, a pesar de que el

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vagón estaba medio vacío. Sabía que sesubirían más pasajeros mientras nosdirigíamos al norte hacia el centro de Besźel.Me quedé cerca de la ventana y contemplé laciudad, las calles desconocidas.

La mujer, torpemente acurrucada debajodel viejo colchón, olisqueada por carroñeros.Llamé a Naustin por el móvil.

—¿Están analizando el colchón en buscade indicios?

—Deberían, señor.—Compruébalo. Si los especialistas están

con ello la cosa va bien, pero Briamiv y sucolega no saben ni poner un punto al final deuna frase.

A lo mejor la chica era nueva en eso. Alo mejor si la hubiéramos encontrado unasemana más tarde habría tenido el pelo de unrubio brillante.

Estas zonas cerca del río son intrincadas,muchos edificios tienen un siglo o más. El

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tranvía continuó su trayecto por callejuelasdonde Besźel, o al menos la mitad de los sitiospor los que pasó, parecía inclinarseamenazadoramente sobre nosotros. Elbamboleante convoy ralentizó la marchadetrás de coches a uno y otro lado, y llegó auna intersección donde los edificios de Besźelresultaron ser tiendas de antigüedades. Esetipo de negocio había prosperado mucho, igualque había mejorado todo en la ciudad durantealgunos años, con el pulir y el abrillantar de losobjetos recibidos en herencia, pues la gentevaciaba sus pisos de reliquias a cambio de unpuñado de marcos besźelíes.

Algunos editorialistas transmitíanoptimismo. Mientras sus líderes se rugíanunos a otros en el ayuntamiento implacablescomo nunca, la mayor parte de las nuevasgeneraciones de todos los partidos estabatrabajando codo con codo para que losintereses de Besźel fueran lo primero. Cada

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gota de inversión extranjera (y, para sorpresade todos, había gotas) era merecedora degrandes encomios. Incluso dos empresas dealta tecnología acababan de instalarse aquí,por difícil que fuera de creer, como respuestaa la fatua descripción que Besźel había hechorecientemente de sí misma como el «Estuariodel silicio».

Me bajé en la parada de la estatua del reyVal. El centro estaba muy animado: tuve quedetenerme y volver a andar con frecuencia,pidiéndole perdón a los ciudadanos y a losturistas, desviendo a otros con cuidado, hastaque llegué al bloque de cemento donde estabala sede del BCV. Grupos de turistas ibandetrás de los guías de Besźel. Yo me quedé enlos escalones y bajé la mirada haciaUropaStrász. Necesité varios intentos paraconseguir cobertura.

—¿Corwi?—¿Jefe?

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—Tú conoces esa zona: ¿hay algunaposibilidad de que se trate de una brecha?

Hubo unos segundos de silencio.—No parece probable. Esa zona es casi

íntegra. Y Pocost Village, todo ese proyecto,claramente lo es.

—Pero parte de GunterStrász…—Sí, ya. Pero el entramado más cercano

está a cientos de metros de ahí. No podríanhaber… —El asesino o asesinos se habríanexpuesto a un considerable riesgo—. Meparece que podemos suponer… —añadió.

—Está bien. Hazme saber cómo lollevas. Me pondré en contacto contigo pronto.

Tenía papeleo de otros casos que medediqué a abrir y a colocar en un compás deespera, como un avión que vuela en círculosantes de aterrizar. Una mujer muerta a causade una paliza de su novio, quien por ahorahabía conseguido esquivarnos a pesar de quelos indicios nos llevaran a encontrar su

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nombre y sus huellas en el aeropuerto. Styelimera un anciano que había sorprendido a undrogadicto entrando en su apartamento yquien le había asestado un golpe mortal con lallave inglesa que él mismo había empuñadoantes. Ese caso no se cerraría. Un jovenllamado Avid Avid, al que habían dejadomorir con una herida sangrante en la cabezadespués de que un racista le hubiera hechobesar el bordillo, con las palabras «escoriaébru» escritas en la pared encima de él. Paraeso me estaba coordinando con un colega dela División Especial, Shenvoi, que llevaba untiempo, antes del asesinato de Avid, infiltradoen la extrema derecha de Besźel.

Ramira Yaszek llamó mientras comía enmi mesa.

—Ya he terminado de interrogar a loschicos, señor.

—¿Y?—Deberías agradecer que no conozcan

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mejor sus derechos, porque si lo hicieran yahabrían demandado a Naustin.

Me froté los ojos y tragué la comida quetenía en la boca.

—¿De qué?—Sergev, el colega de Barichi, es un

contestón, así que Naustin lo interrogódirectamente con los puños y le dijo que era elprincipal sospechoso. —Maldije—. No logolpeó muy fuerte, y al menos me lo pusomás fácil para gudcopear. —Habíamosrobado gudcop y badcop del inglés y loshabíamos convertido en verbos.

Naustin era uno de esos que se calentabacon mucha facilidad en los interrogatorios. Eseprocedimiento funciona con algunossospechosos a los que les hace falta caerse delas escaleras durante un interrogatorio, pero unadolescente enfurruñado que masca droga noes uno de ellos.

—Bueno, no pasó nada —dijo Yaszek

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—. Sus historias coinciden. Estaban todos, loscuatro, entre los árboles. Haciendo cositasmalas, seguramente. Estuvieron allí durante unpar de horas por lo menos. En algúnmomento, y no preguntes nada más concretoporque no vas a conseguir nada aparte de«todavía estaba oscuro», una de las chicas veque la furgoneta aparece sobre la hierba yavanza hacia la pista de skate. No le da muchaimportancia porque la gente va y viene por allía todas horas, por la mañana y por la noche,para hacer negocios, para tirar cosas, lo quesea. Da una vuelta, sube por la pista y vuelve.Después de un rato se marcha a todavelocidad.

—¿A toda velocidad?Anoté algunas cosas rápidamente en mi

libreta mientras con la otra mano intentabaabrir mi correo en el ordenador. La conexiónse cayó en más de una ocasión. Los adjuntospesaban demasiado para aquel sistema

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insuficiente.—Sí. Llevaba prisa y salió a toda mecha,

jodiéndose la suspensión. Eso es lo que a ellale pareció.

—¿Descripción?—«Gris.» La chica no está muy puesta

en furgonetas.—Enséñale algunas fotografías, a ver si

podemos identificar la marca.—Ya estamos en ello. Te contaré lo que

averigüemos. Más tarde aparecen dos cochesmás, o furgonetas, por la razón que sea;negocios, según Barichi.

—Eso podría complicar la búsqueda delas huellas de las ruedas.

—Después de una hora o así demagrearse, la chica le cuenta a los demás lo dela furgoneta y van todos a mirar, por si hantirado algo. Dice que a veces se consiguenestéreos viejos, zapatos, libros… tiran todotipo de mierdas.

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—Y encuentran a la chica.Algunos de los mensajes habían

conseguido descargarse. Tenía uno de losfotógrafos forenses, lo abrí y empecé adesplazarme por las imágenes.

—La encuentran.El commissar Gadlem me mandó llamar.

Su teatral forma de hablar en voz baja y suafectada amabilidad no tenían nada de sutiles,pero siempre me dejaba trabajar a mi aire.Esperé sentado mientras él tecleaba ymaldecía frente al ordenador. Me fijé en loque debían de ser contraseñas de la base dedatos escritas en trozos de papel pegados a unlado de la pantalla.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿El barrio?—Sí.—¿Dónde está?—Al sur, en el extrarradio. Una mujer

joven, heridas de arma blanca. Shukman estácon ella.

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—¿Prostituta?—Podría ser.—Podría ser —repitió, poniendo su

mano en forma de vaso pegada a la oreja—,pero no. Como si lo oyera. Bueno, adelante,sigue tu olfato. Si lo tienes a bien, comparteconmigo los porqués de ese «pero», ¿quieres?¿A quién tienes contigo?

—A Naustin. Y también me estáayudando una poli de patrulla. Corwi. Oficial.Conoce la zona.

—¿Esa es su zona?Asentí. Tampoco estaban lejos.—¿Con qué más estás?—¿Sobre mi mesa? —le pregunté. El

commissar asintió. Incluso con todo lo demás,me dejó mucho margen para seguir a Fulanade Tal.

—¿Así que ya has visto todo el asunto?Eran casi las diez de la noche, habían

pasado ya más de cuarenta horas desde que

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encontraran a la víctima. Corwi conducía, sinmolestarse en esconder el uniforme a pesar deque íbamos en un coche sin distintivos, por losalrededores de GunterStrász. La nocheanterior no había llegado a casa hasta horasintempestivas y, después de caminar durantela mañana yo solo por esas mismas calles, medirigía allí de nuevo.

Había lugares de entramado en las callesmás amplias y unos pocos en otros lados, peroen este lugar apartado la zona era íntegra casien su totalidad. Quedaban algunas huellas delantiguo estilo besźelí, unos pocos tejadosinclinados o ventanas de muchos cristales:eran fábricas abandonadas y almacenes.Contaban con muchos siglos de antigüedad,tenían a menudo los cristales rotos y, siestuvieran abiertas, funcionarían a la mitad desu capacidad. Las fachadas estaban cubiertasde tablones. Las tiendas de comestibles teníanalambres extendidos en la parte delantera.

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Quedaban algunos frontispicios, ya en ruinas,con el estilo característico de la ciudad. Variascasas habían sido colonizadas paraconvertirlas en capillas y casas de drogas,algunas de ellas consumidas por el fuego yconvertidas en versiones de carbón crudo desí mismas.

La zona no estaba abarrotada, perodistaba mucho de estar vacía. Los quequedaban fuera parecían formar parte delpaisaje, como si siempre hubieran estado ahí.Aquella mañana había habido menos gente,pero no se notaba mucho la diferencia.

—¿Viste a Shukman trabajando con elcuerpo?

—No. —Me iba fijando en los sitios quedejábamos atrás—. Llegué cuando ya habíaterminado.

—¿Aprensivo? —preguntó ella.—No.—Claro… —Corwi sonrió y giró el

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coche—. Dirías eso aunque lo fueras.—Cierto —contesté, aunque no lo era.Corwi señaló lo que parecían sitios de

interés. No le dije que ya había estado aprimera hora del día en Kordvenna pararastrear esos lugares. Corwi no trató de ocultarsu uniforme para que así, el que nos viera,que de otra forma podría pensar queestábamos allí para tenderles una trampa,supiera que ese no era el caso; y el hecho deque no fuéramos en un «morado», comollamábamos a los coches de policía, de colornegro y azul, les decía que tampocoestábamos allí para acosarlos. ¡Qué acuerdosmás enrevesados!

La mayor parte de los que andaban porallí se encontraban en Besźel, así que losvimos. La pobreza le quitaba gracia a la ya depor sí sobria, de colores y cortes sosos, ropabesźelí, a la que habían bautizado como lamoda que no estaba de moda en la ciudad.

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Había excepciones (y nos dimos cuenta deque algunas de esas excepciones estaban enotra parte, por lo que tuvimos que desverlas)pues los jóvenes besźelíes vestían de unaforma más colorida, con prendas más vistosasque las de sus padres.

La mayor parte de los hombres ymujeres de Besźel (¿acaso es necesario que lodiga?) no hacía más que ir de un sitio a otro,terminaban el turno de tarde en el trabajo,iban de una a otra casa o de una tienda a otra.Aun así, la forma en la que veíamos lo queíbamos dejando atrás hacía que pareciera unageografía amenazante, en la que sucedían lassuficientes acciones furtivas como para que nopensáramos que nos dejábamos llevar por lamás absoluta paranoia.

—Esta mañana me encontré con la gentede aquí con la que solía hablar —dijo Corwi—. Pregunté si habían oído algo. —Conducíapor una zona donde la balanza del entramado

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se desequilibraba y nos quedamos en silenciohasta que las farolas que nos rodeabanvolvieron a ser altas y con los angulososadornos que nos resultaban familiares. Bajoaquellas luces (la calle en la que nosencontrábamos era visible desde unaperspectiva curva que se alejaba de nosotros),las mujeres estaban apoyadas contra la paredofreciendo sexo. Observaban nuestroacercamiento con recelo—. No tuve muchasuerte —dijo Corwi.

En su primera expedición ni siquierahabía tenido una fotografía. A esa tempranahora del día todos los contactos habían sidolegales: dependientes de tiendas de licorerías;los sacerdotes de las achaparradas iglesias dela zona, algunos de ellos eran los últimos delos sacerdotes obreros que quedaban, viejosvalientes con la hoz y el crucifijo tatuados enlos bíceps y los antebrazos y traducciones enbesź de Gutiérrez, Rauschenbusch y Canaan

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Banana expuestos en las estanterías que teníana sus espaldas. Sus contactos no habían sidomás que aquellos que pasan el tiemposentados en las escaleras frente a la puerta desus casas. Lo único que Corwi había podidohacer era preguntar si sabían algo de lo quehabía ocurrido en Pocost Village. Habían oídohablar del asesinato, pero no sabían nada.

Ya teníamos una fotografía. Me la habíadado Shukman. La blandí en cuanto salimosdel coche: la blandí en el verdadero sentido dela palabra para que así las mujeres vieran queles llevaba algo, que ese era el propósito denuestra visita y no arrestar a nadie.

Corwi conocía a algunas de ellas.Fumaban y nos miraban. Hacía frío y, como atodos los que las veían, me maravillaban suspiernas con medias hasta el muslo. Estábamosinterfiriendo claramente en su negocio: losvecinos que pasaban por allí levantaban lamirada y la apartaban después. Vi que un

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morado ralentizaba el tráfico al pasar a nuestrolado (debían de haber visto un arresto fácil),pero el conductor y su acompañante vieron eluniforme de Corwi y aceleraron de nuevo conun saludo oficial. Yo se lo devolví a las lucestraseras.

—¿Qué queréis? —preguntó una mujer.Llevaba unas botas altas y baratas. Le enseñéla fotografía.

Le habían arreglado la cara a Fulana deTal. Aún quedaban marcas: los arañazos eranvisibles debajo del maquillaje. Podían haberloseliminado completamente de la fotografía,pero el impacto que producían esas heridasresultaba muy útil en los interrogatorios. Lahabían fotografiado antes de que le raparan lacabeza. No parecía estar en paz. Parecíaimpaciente.

—No la conozco—No la conozco.No me pareció que quisieran ocultar que

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la habían reconocido. Se apiñaron bajo la luzgrisácea de la farola (para consternación de losclientes que merodeaban en la oscuridadcercana), se pasaron la fotografía de mano enmano, algunas emitieron un murmullo decompasión y otras no, pero ninguna conocía aFulana.

—¿Qué le ha pasado?Le di mi tarjeta a la mujer que había

preguntado. Tenía la piel oscura, era semita ode origen turco. Hablaba un besź sin acento.

—Es lo que tratamos de averiguar.—¿Tenemos que preocuparnos?—Creo…Corwi habló aprovechando mi pausa:—Si creemos que tienes que hacerlo te lo

diremos, Sayra.Nos acercamos a un grupo de chicos que

bebían algún tipo de vino fuerte en la puertade una sala de billar. Corwi aguantó algunasde sus obscenidades y luego les pasó la

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fotografía.—¿Por qué hemos venido aquí?La mía fue una pregunta calmada.—Algunos de esos son aprendices de

gánsteres, jefe —me contestó—. Mira cómoreaccionan.

Sobre si sabían algo de ella no dijeronnada. Nos devolvieron la fotografía y cogieronmi tarjeta con un gesto impasible.

Hicimos lo mismo con otros grupos degente y después nos quedábamos siempreunos minutos en el coche, lo bastante lejoscomo para que algún miembro inquieto de unode esos grupos pudiera buscar alguna excusacon la que ausentarse y compartir algúnpedacito de información disidente que nospusiera en el camino que llevaba hacia lospormenores y la familia de nuestra muerta.Nadie lo hizo. Le di mi tarjeta a mucha gentey anoté en mi cuaderno los nombres y lasdescripciones de los pocos que Corwi me dijo

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que eran importantes.—Ya hemos hablado con la mayor parte

de la gente que conozco —dijo.Algunos de esos hombres y mujeres sí

que reconocieron a mi acompañante, pero nopareció que eso cambiara mucho la forma enla que la recibieron. Cuando los dos estuvimosde acuerdo en que habíamos terminado, eranya las dos de la madrugada. La media lunalucía pálida: después de la última intervenciónhabíamos llegado a un punto muerto y noshallábamos de pie en una calle despojadahasta de sus paseantes más noctámbulos.

—La mujer sigue siendo un interrogante.Corwi estaba sorprendida.—Haré que pongan carteles por la zona.—¿En serio, jefe? ¿Eso lo aprobará el

commissar?Hablábamos en voz baja. Metí los dedos

en la alambrera de una valla que rodeaba unaparcela en la que solo había cemento y malas

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hierbas.—Sí —dije—. Tragará. No es mucho

pedir.—Son varios policías durante algunas

horas, y él no va a… no para…—Tenemos que intentar identificarla.

Joder, los pegaría yo mismo.Lo organizaría de tal modo que enviaran

los carteles a cada una de las divisiones de laciudad. Cuando encontráramos un nombre, sila historia de Fulana era la que habíamosintuido aunque de forma imprecisa, los pocosrecursos que teníamos se desvanecerían.Estábamos apurando un margen que seestrechaba cada vez más.

—Tú eres el jefe, jefe.—No del todo, pero por el momento

estoy a cargo de esto.—¿Nos vamos?Corwi señaló el coche.—Iré andando para coger el tranvía.

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—¿En serio? Venga, vas a tardar siglos.Pero me despedí mientras me marchaba.

Me alejé, con el sonido de mis propios pasos yde algún exaltado perro callejero como únicacompañía, hacia donde el brillo grisáceo denuestras farolas desaparecía, y me iluminó unaextranjera luz anaranjada.

Shukman era mucho más callado en sulaboratorio que fuera de él. Le había pedido aYaszek por teléfono el vídeo del interrogatoriode los chicos, el día anterior, cuando Shukmanse había puesto en contacto conmigo y mehabía dicho que fuera. Hacía frío, cómo no, yel ambiente estaba viciado por las sustanciasquímicas. En la inmensa habitación sinventanas había tanto acero como maderaoscurecida por las múltiples capas de barniz.En las paredes colgaban tablones de corcho yen cada uno de ellos crecía una maraña depapeles.

La suciedad parecía acechar en las

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esquinas de la habitación, en los bordes de lospuestos de trabajo, pero pasé un dedo por unaranura de aspecto mugriento y salió limpio.Las manchas tenían ya mucho tiempo.Shukman estaba de pie junto a la cabecera dela mesa de disección, sobre la cual, cubiertacon una sábana ligeramente manchada, conlos contornos de la cara lisos, estaba nuestraFulana, mirándonos fijamente mientrashablábamos de ella.

Miré a Hamzinic. Era solo un pocomayor, intuía, que la chica muerta. Se habíaquedado de pie, cerca, en señal de respeto,con las manos entrelazadas. Fuera o no porcasualidad, estaba junto a un tablón de corchoen el que, junto a varias postales y notasrecordatorias, habían pegado un papel chillóncon la shahada. Hamd Hamzinic era lo quelos asesinos de Avid Avid también clasificaríancomo ébru. Ahora ese nombre lo usaban sololos anticuados, los racistas, o, como una

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forma de provocación: uno de los mejorescantantes de hip-hop besźelí se llamaba ÉbruW. A.

Desde un punto de vista técnico, porsupuesto, la palabra resultaba irrisoriamenteinexacta para al menos la mitad de laspersonas a las que se aplicaba. Pero, duranteal menos doscientos años, desde que losrefugiados de los Balcanes llegaran en buscade asilo e hicieran crecer rápidamente lapoblación de musulmanes en la ciudad, ébru,la antigua palabra besź para «judío», habíasido forzosamente reclutada para incluir a losnuevos inmigrantes y se convirtió en untérmino colectivo que incluía ambaspoblaciones. Fue precisamente en los antiguosguetos judíos de Besźel donde se instalaronlos primeros musulmanes.

Antes incluso de que llegaran losrefugiados, los más necesitados de las doscomunidades minoritarias de Besźel habían

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sido tradicionalmente aliados, con temor ojocosidad, según fuera la política delmomento. Pocos ciudadanos se dan cuenta deque nuestra tradición de bromas sobre laestupidez de los hijos medianos deriva de undiálogo humorístico de cientos de años deantigüedad entre el gran rabino de Besźel y elimán sobre la intemperancia de la iglesiaortodoxa de Besźel. No tenían, los dosestaban de acuerdo, ni la sabiduría de la viejafe de Abraham ni el vigor de la fe másreciente.

Un tipo común de establecimiento,durante gran parte de la historia de Besźel,había sido el DöplirCaffé: un café musulmán yotro judío, alquilados uno junto al otro, cadauno con su trastienda y su cocina propias,halal y kosher, pero que compartían el mismonombre, el mismo letrero y la misma extensiónde mesas, al que se le había quitado la paredque los dividía. Venían grupos mixtos,

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saludaban a los dos propietarios, se sentabanjuntos, separados solo por fronterascomunitarias lo bastante largas para que lessirvieran la comida permitida en el ladopertinente o, en el caso de los librepensadores,de forma ostentosa de ambas cocinas a la vez.Que el DöplirCaffé fuera un establecimiento odos dependía de a quién le preguntaras: paraun recaudador de impuestos sobre bienesinmuebles siempre era uno.

El gueto de Besźel ahora no era más quearquitectura, no una frontera política formal,viejas casas en ruinas con un renovadoaspecto chic y aburguesado, aglomeradas enuna alteridad de distintos espacios foráneos.De todos modos, eso era solo la ciudad; noera una alegoría, y Hamd Hamzinic habíatenido que lidiar con actitudes desagradablesdurante sus estudios. Por ello tuve en mejorconsideración a Shukman: con un hombre desu edad y de su carácter, me sorprendía que

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Hamzinic se sintiera libre para expresar su fe.Shukman no destapó a Fulana. Estaba

tendida entre nosotros. Habían hecho algopara que pareciera que estaba descansando.

—Te he mandado el informe por correoelectrónico —dijo Shukman—. Mujer deveinticuatro o veinticinco años. Salud generaldecente, aparte de estar muerta. Hora deldeceso: a eso de medianoche de anteayer,hora arriba hora abajo, claro. Causa de lamuerte: heridas punzantes en el pecho. Cuatroen total, una de las cuales le perforó elcorazón. Un objeto afilado, o un tacón fino oalgo así, pero no un arma. También tiene unaherida muy fea en la cabeza y un montón deextrañas excoriaciones. —Levanté la vista—.Algunas debajo del pelo. La golpearon confuerza en un lado de la cabeza. —Simuló elgolpe a cámara lenta—. Le dieron un golpe enel lado izquierdo del cráneo. Diría que eso ladejó inconsciente, o al menos la derribó y la

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dejó grogui; después, las heridas de laspuñaladas le dieron el golpe de gracia.

—¿Con qué la golpearon? En la cabeza.—Con algo pesado y romo. Podría ser

un puño, si era grande, supongo, pero lo dudomucho. —Destapó la esquina de la sábana conun experto tirón que descubrió un lado de lacabeza. Tenía el color desagradable de loshematomas en los cadáveres—. Y voilà. —Me instó a ver de cerca el rapado cuerocabelludo de la chica.

Me acerqué y noté el olor a conservante.Entre los incipientes cabellos oscuros habíavarias marcas de pequeñas costras.

—¿Qué son?—No lo sé —dijo—. No son profundas.

Algo sobre lo que cayó, creo.Las abrasiones tenían el tamaño de la

punta de un lápiz apretada contra la piel.Cubrían una zona apenas del ancho de mimano, rompiendo la superficie de forma

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irregular. En algunos lugares se alineabandurante unos milímetros de largo, másprofundas en el centro que en los extremos,donde desaparecían.

—¿Indicios de relación sexual?—Ninguno reciente. Así que, si era una

de esas trabajadoras, a lo mejor fue sunegativa a hacer algo lo que le causó este lío.—Asentí. Él esperó—. La hemos lavado —dijo al fin—, pero estaba cubierta de mugre,polvo, manchas de hierba, todo eso que teesperarías encontrar por el sitio donde lahallamos. Y óxido.

—¿Óxido?—Por todas partes. Muchas abrasiones,

cortes, raspaduras, la mayor parte postmórtem, y mucho óxido.

Volví a asentir. Fruncí el ceño.—¿Heridas defensivas?—No. Sucedió deprisa e

inesperadamente, o la atacaron por la espalda.

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Hay un montón de raspaduras más y yo quésé qué más en el cuerpo. —Shukman señalólas marcas de desgarro de la piel—. Coherentecon el hecho de que la arrastraran. El desgastey el desgarro del asesinato.

Hamzinic abrió la boca y enseguida lavolvió a cerrar. Lo miré de reojo. Sacudiótristemente la cabeza: Nada, nada.

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Capítulo 3

Pegaron los carteles. La mayor parte deellos en torno a la zona en la que encontramosa nuestra Fulana, pero pegaron algunostambién en las avenidas principales, en lascalles comerciales, en Kyezov y Topisza ysitios así. Incluso vi uno cuando salí de miapartamento.

Ni siquiera estaba muy cerca del centro.Vivía al este y un poco al sur del cascoantiguo, en la penúltima planta de unapequeña torre de seis pisos en VulkovStrász.Es una calle muy entramada, conjunto trasconjunto de arquitectura interrumpidos por laalteridad, incluso en algunos lugares entre lascasas. Los edificios vecinos son uno o trespisos más altos que los otros, así que los deBesźel sobresalen de cuando en cuando y elperfil de los tejados se dibuja casi en un

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matacán.Entrecruzada por las sombras que

proyectaban las vigas de las torres que seimpondrían de estar allí, la iglesia de laAscensión se encuentra al final deVulkovStrász, sus ventanas protegidas porrejillas de alambre, aunque algunas de susvidrieras estaban rotas. Allí hay un mercadode pescado cada pocos días. Habitualmentedesayunaría oyendo los gritos de losvendedores ambulantes junto a sus cubos dehielo y mostradores con moluscos vivos.Incluso las chicas jóvenes que trabajaban allívestían como sus abuelas detrás de lostenderetes, nostálgicamente fotogénicas, con elpelo sujeto por pañuelos con los colores de lospaños de cocina, delantales de cortar elpescado decorados con patrones grises y rojospara minimizar las manchas producidas alquitarle las vísceras. Los hombres miraban,engañosamente o no, directamente a sus

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barcos, como si no hubieran descargado lapesca desde que emergieran del mar, hastaque llegaban a los adoquines que tenía debajode mí. Los clientes en Besźel se demoraban,olían y tocaban los productos.

Por la mañana, los trenes pasaban poruna línea alzada a unos metros de mi ventana.No estaban en mi ciudad. No lo hice, porsupuesto, pero podría haber fijado mi vista enlos vagones (estaban casi así de cerca) yhaberme encontrado con los ojos de losforáneos pasajeros.

Solo habrían visto a un hombre delgadoque acaba de entrar en la mediana edad, conel pijama y el yogur y el café matutinos,agitando un ejemplar de algún periódico(Inkyistor o Iy Déurnem o un Besźel Journalemborronado y sucio para practicar mi inglés).Por lo general, solo, aunque de vez en cuandodos mujeres de su misma edad podrían estarallí, pero nunca a la vez. (Una, historiadora

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económica de la Universidad de Besźel; laotra, redactora de una revista de arte. Nosabían nada la una de la otra, pero tampocoles importaba.)

Al salir, a una corta distancia de mipuerta principal, la cara de Fulana me miródesde un soporte para carteles. Aunque teníalos ojos cerrados, habían recortado ymodificado la fotografía para que no parecieramuerta sino estupefacta. «¿Conoce a estamujer?», decía. Estaba impreso en blanco ynegro, en papel mate. «Llame a la Brigada deCrímenes Violentos», y nuestro número. Lapresencia de ese cartel podría ser la prueba deque los policías locales eran especialmenteeficientes. Puede que todos los hubieranpuesto por el distrito. Puede que, como sabíanpor dónde vivía, quisieran mantenerme lejosde ellos colocándolos en uno o dos sitiosestratégicos, sobre todo para mis ojos.

Estaba a un par de kilómetros de la sede

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de la BCV. Caminé. Caminé junto a los arcosde ladrillo: en la parte superior, en la parte dela cuerda, los arcos estaban en otra parte, perono todos eran extranjeros en la base. Los quepodía ver cobijaban pequeñas tiendas y casasocupadas decoradas con grafitis. En Besźelera una zona tranquila, pero las calles estabanabarrotadas con los de otra parte. Las desví,pero escoger entre todas ellas tomó su tiempo.Antes de que hubiera llegado al giro de VíaCamir, Yaszek me llamó al móvil.

—Hemos encontrado la furgoneta.Cogí un taxi, que se caló y aceleró

repetidas veces a través del tráfico. El puenteMahest estaba atestado en aquel lugar y encualquier otro. Dispuse de varios minutos paracontemplar la suciedad del río mientras nosacercábamos poco a poco a la ribera oeste, elhumo y los barcos atracados en el mugrientoastillero bajo la luz que proyectaban losedificios reflejados en el agua de una ribera

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extranjera, una envidiable área de finanzas.Remolcadores de Besźel se balanceaban acausa de las olas levantadas por la estela detaxis acuáticos ignorados. La furgoneta estabaatravesada entre los edificios. No estabadentro de un terreno, sino en un canal quedividía las instalaciones de una empresa deimportación y exportación y un bloque deoficinas, un pequeño espacio lleno de basura yde mierda de lobo que unía dos calles másgrandes. La cinta protectora aseguraba los dosextremos, una ligera incorrección, puesto queel callejón estaba en un entramado, aunqueraramente usado, así que la cinta era unaalteración de la norma habitual en esascircunstancias. Mis colegas estabanjugueteando alrededor del círculo.

—Jefe.Era Yaszek.—¿Está Corwi de camino?—Sí, ya la he avisado.

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Yaszek no hizo ningún comentario sobreque hubiera reclutado a una joven oficial. Vinoandando hacia mí. La furgoneta era unaVolkswagen destartalada, en muy mal estado.Era más blanco hueso que gris, pero lasuciedad la hacía parecer más oscura.

—¿Habéis terminado con las huellas? —pregunté.

Los técnicos asintieron y se pusieron atrabajar a mi alrededor.

—No estaba cerrada —dijo Yaszek.Abrí la puerta. Hurgué en la tapicería

descosida. Sobre el salpicadero había unabaratija: un santo de plástico bailando el hula-hula. Abrí la guantera y encontré mugre y unajado mapa de carreteras. Extendí las páginasdel mapa, pero no había nada dentro: era laclásica ayuda al conductor besźelí, aunque unaedición lo suficientemente antigua como paraque fuera en blanco y negro.

—¿Y cómo sabemos que es esta la que

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buscamos?Yaszek me llevó a la parte trasera y la

abrió. Dentro vi que había más mugre, un olora fría aunque no vomitiva humedad, óxido ymoho a partes iguales, una cuerda de nailon yuna pila de basura.

—¿Qué es todo esto?Lo toqué. Unos pedazos. Un pequeño

motor de algo, bamboleante; una televisiónrota; restos de piezas sin identificar y desechosen forma de hélice sobre una capa de paños ypolvo. Capas de herrumbre y costras de óxido.

—¿Ve eso? —Yaszek señaló lasmanchas del suelo. Si no me hubiera fijadobien habría dicho que era aceite—. Un par depersonas de la oficina informan de ella porteléfono, una furgoneta abandonada. Lospolicías ven que tiene las puertas abiertas. Nosé si escuchan las peticiones por radio o esque son meticulosos a la hora de revisarhallazgos poco habituales, pero sea como sea

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hemos tenido suerte. —Uno de los mensajesque se habrían enviado a las patrullasbesźelíes les habría pedido que investigaran einformaran sobre cualquier vehículo gris y quenotificaran a la BCV. Teníamos suerte de queesos agentes no hubieran avisado solo a los deldepósito municipal—. De todos modos, vieronalgo de sangre en el suelo y lo han llevado aanalizar. Lo estamos comprobando, peroparece que es el tipo sanguíneo de Fulana, ypronto sabremos si coincide.

Tendido en el suelo como un topo debajode un montón de desperdicios, me agachépara mirar debajo de los restos. Los moví concuidado, inclinando los trastos. Al sacarla, mimano estaba roja. Miré pieza por pieza, toquécada una para calcular su peso. El objeto quese parecía a un motor podía girarse con untubo que formaba parte de él: la mayor partede su base era pesada y podía romper aquellocontra lo que fuera blandida. Pero no había

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marcas de rozaduras, ni de sangre o restos decabellos. Como arma del crimen no meconvencía.

—¿No habéis sacado nada de aquí?—No, ninguna documentación, nada de

nada. No había nada dentro. Nada salvo esode ahí. Tendremos los resultados en uno o dosdías.

—Hay un montón de mierda ahí dentro—dije. Corwi acababa de llegar. Algunostranseúntes vacilaban en cada extremo delcallejón, al ver trabajar a los técnicos—. Elproblema no será que hay pocos indicios; vana ser demasiados.

—Bueno. Vamos a suponer por unminuto. Esa basura de ahí dentro está todacubierta de óxido. Ella ha estado ahí tumbada.—Tenía manchas en la cara y en el cuerpo,no concentradas en las manos: la mujer nohabía tratado de apartar la basura que larodeaba ni de proteger su cabeza. En la

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furgoneta estaba ya inconsciente o muertamientras recibía los golpes de los trastos.

—¿Por qué iban por ahí conduciendocon toda esta mierda? —preguntó Corwi.

Esa misma tarde tuvimos el nombre y ladirección del propietario de la furgoneta y a lamañana siguiente, la confirmación de que lasangre era de nuestra señorita de Tal.

El hombre se llamaba Mikyael Khurusch.Era el tercer propietario que había tenido lafurgoneta, al menos oficialmente. Teníaantecedentes; había estado en la cárcel pordos denuncias de agresiones, por robo, laúltima vez hace cuatro años. Y:

—Mira —dijo Corwi.Había cumplido condena por

contratación de servicios sexuales porque sehabía acercado a una policía secreta queestaba en una zona de prostitución.

—Así que sabemos que es un putero.Había estado desaparecido desde

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entonces pero, según el informe, era uncomerciante que vendía piezas diversas en losmuchos mercados de la ciudad, y tres veces ala semana, las de una tienda en Mashlin, en laparte oeste de Besźel.

Pudimos conectarlo con la furgoneta, y ala furgoneta con Fulana: un vínculo directo eslo que estábamos buscando. Volví a mi oficinay comprobé mis mensajes. Algún trabajo inútildel caso Styelim, una actualización sobre ladistribución de los carteles y dos llamadas sincontestar. Hacía ya dos años que nos habíanprometido que mejorarían la centralita paraque tuviéramos un identificador de llamadas.

Habían llamado varias personas paradecir que habían reconocido a Fulana, cómono, pero hasta ahora solo unos pocos (elpersonal encargado de coger esas llamadassabía cómo filtrar a los ilusos y losmalintencionados, y eran sorprendentementeprecisos en sus juicios) valían la pena como

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para seguir su rastro. Uno decía que era unaasistente jurídica en una pequeña clínica en eltérmino municipal de Gyedar a la que hacíadías que no veían y otra, como insistía unavoz anónima, que era «una puta llamadaRosyn “La Morritos” y no pienso decir nadamás». Los policías estaban comprobándolo.

Le dije al commissar Gadlem que queríair a hablar con Khurusch a su casa, conseguirque me diera sus huellas de forma voluntaria,y muestras de saliva; conseguir que cooperara.Ver cómo reaccionaba. Si decía que no,hacerlo con una citación judicial y mantenerlobajo vigilancia.

—Está bien —dijo Gadlem—. Pero noperdamos el tiempo. Si no colabora ponlo enseqyestre, tráelo aquí.

Mi intención era evitarlo, aunque la leybesźelí nos garantizaba ese derecho.Seqyestre, media detención, significaba quepodíamos retener a un testigo involuntario o

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parte relacionada durante seis horas para uninterrogatorio preliminar. No podíamos tomarpruebas físicas ni, oficialmente, sacarconclusiones de la falta de cooperación o elsilencio. El uso tradicional que se hacía deesto era conseguir confesiones de lossospechosos contra los cuales no habíasuficientes pruebas como para arrestarlos. Era,además, una útil táctica dilatoria contra loscasos que considerábamos que comportabanun posible riesgo de fuga. Pero los jurados ylos juristas se estaban oponiendo a esa táctica,pues un medio detenido que no confesabasolía reforzarse más aún en su posición, yaque nosotros nos mostrábamos demasiadoimpacientes. A Gadlem, que estaba chapado ala antigua, eso no le importaba y yo ya teníamis órdenes.

Khurusch trabajaba en una línea denegocios semiactiva, en una zonaeconómicamente mediocre. Llegamos en una

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operación apresurada. Los agentes locales quehabían acudido con una tapadera improvisadahabían asegurado que el sospechoso estabaallí.

Le hicimos salir de la oficina, unahabitación polvorienta y calurosa encima de latienda con calendarios industriales y manchasdescoloridas en las paredes que quedabanentre los archivadores. Su ayudante lo mirótodo con fija estupidez, mientras recogía yvolvía a dejar cosas de su escritorio, mientrasnos llevamos a Khurusch.

Sabía quién era yo antes de que Corwi olos demás policías de uniforme aparecieran enla puerta. Tenía la suficiente experiencia, o lahabía tenido, como para saber que, a pesar denuestras maneras, no lo íbamos a arrestar yque, por lo tanto, podía haberse negado aacompañarnos y yo me habría visto obligado aobedecer a Gadlem. Al vernos aparecer,después de un momento (durante el cual se

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puso tenso y pensó si escapar o no, aunque¿adónde?), bajó con nosotros las tambaleantesescaleras de hierro que había en el exterior deledificio, la única entrada. En un susurro, les dila orden por radio a los agentes armados paraque se retiraran. No llegamos a verlos.

Khurusch era un hombre de cuerpo grasoaunque musculado; llevaba una camisa decuadros tan descolorida y polvorienta comolas paredes de su oficina. Me miraba desde elotro lado de la mesa en la sala deinterrogatorios. Yaszek estaba sentada; Corwide pie, con instrucciones de permanecercallada, de limitarse a mirar. Yo caminaba. Noestábamos grabando. Esto no era uninterrogatorio; técnicamente no.

—¿Sabes por qué estás aquí, Mikyael?—Ni idea.—¿Sabes dónde está tu furgoneta?Alzó una mirada severa y me miró

fijamente. Cambió el tono de su voz, se tornó

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esperanzada de repente.—¿De eso va todo esto? —dijo al fin—.

¿De la furgoneta? —Soltó un «ja» y se reclinóun poco en su asiento. Alerta aún, perorelajándose—. ¿La habéis encontrado? ¿Eseso?

—¿Encontrado?—Me la robaron. Hace tres días. ¿Sí?

¿La habéis encontrado? Jesús. ¿Y qué…? ¿Latenéis vosotros? ¿Me la vais a devolver? ¿Quéha ocurrido?

Miré a Yaszek. Estaba de pie, mesusurró algo, se volvió a sentar y miró aKhurusch.

—Sí, de eso va todo esto, Mikyael —ledije—. ¿De qué creías que iba? La verdad esque no, no me señales a mí, Mikyael, y cierrael pico hasta que yo te diga; no quiero saberlo.Esta es la cuestión. Un hombre como tú, unrepartidor, necesita una furgoneta. No hasdado parte de su desaparición. —Bajé la

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mirada durante un segundo hacia Yaszek: ¿deverdad lo sabemos? Ella asintió—. No hasdado parte de que la hubieran robado. Ahoraentiendo que perder ese pedazo de mierda, yde verdad digo pedazo de mierda, no te hayaafectado demasiado, no en el plano humano.Sin embargo, yo me pregunto: si te la robaron,no entiendo qué te impedía avisarnos, y a tuseguro, claro. ¿Cómo puedes hacer tu trabajosin ella?

Khurusch se encogió de hombros.—No caí en ello. Iba a hacerlo. Estaba

liado…—Ya sabemos lo liado que estás, Mik, y

me sigo preguntando: ¿por qué no diste partede su desaparición?

—No caí en ello. Joder, no hay nadasospechoso en…

—¿Durante tres días?—¿La tenéis? ¿Qué ha ocurrido? La han

usado para algo, ¿verdad? ¿Para qué la han

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usado?—¿Conoces a esta mujer? ¿Dónde

estuviste el martes por la noche, Mik?Se quedó mirando la fotografía.—Jesús. —Se puso pálido, sí—. ¿Han

matado a alguien? Jesús. ¿La atropellaron?¿La atropellaron y se dieron a la fuga? Jesús.—Sacó una agenda electrónica abollada ydespués levantó la mirada, sin haberlaencendido—. ¿El martes? Estaba en unareunión. Por el amor de Dios, estaba en unareunión. —Emitió un ruido nervioso—. Esafue la noche que me robaron la puñeterafurgoneta. Estaba en una reunión y hay genteque te dirá lo mismo.

—¿Qué reunión? ¿Dónde?—En Vyevus.—¿Y cómo llegaste ahí sin furgoneta?—¡En mi coche, joder! Eso no me lo ha

robado nadie. Estaba en Jugadores Anónimos.—Clavé mi mirada en él—. Hostia puta, voy

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allí todas las semanas. Desde los últimoscuatro años.

—Desde que saliste de la cárcel.—Sí, desde que salí de la puta cárcel.

Jesús, ¿por qué pensáis que estuve allí?—Agresión.—Sí, me rompí mi puta nariz de jugador

porque yo estaba detrás y él me estabaamenazando. ¿Qué más os da? Estuve en unahabitación llena de gente el martes por lanoche, joder.

—Durante, ¿qué?, un par de horas comomucho…

—Y después, a las nueve, nos fuimos albar, es Jugadores Anónimos, no AlcohólicosAnónimos, y estuve allí hasta medianoche, yno me fui solo a casa. En mi grupo hay unamujer… Te lo contarán todos.

Con eso se equivocaba. De los dieciochoque componían el grupo de JA, once noquerían ver comprometido su anonimato. El

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coordinador, un hombre enjuto y nervudo conel pelo largo recogido en una coleta al quellamaban Zyet, Bean, no quería darnos losnombres. Tenía derecho a no dárnoslos.Podríamos haberle obligado, pero ¿por quéíbamos a hacerlo? Los otros siete queaccedieron a hablar con nosotros confirmaronla historia de Khurusch.

Ninguno de ellos era la mujer con la quedecía que se había ido a casa, pero variosafirmaron que existía. Podríamos haberloaveriguado, pero, de nuevo, ¿para qué? Lostécnicos se entusiasmaron cuandoencontramos el ADN de Khurusch en Fulana,pero solo eran unos pocos pelos del brazo ensu piel: teniendo en cuenta la frecuencia con laque transportaba cosas en el vehículo, eso noprobaba nada.

—Y bien, ¿por qué no le dijiste a nadieque estaba desaparecida?

—Lo hizo —precisó Yaszek—. Solo que

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no a nosotros. Pero he hablado con lasecretaria, Ljela Kitsov. Se ha pasado dos díascabreado y quejándose de eso.

—Pero ¿no tuvo tiempo de decírnoslo?¿Y qué narices hace sin ella?

—Kitsov dice que solo lleva cosas sinimportancia a un lado y otro del río. Algunaimportación ocasional, a muy pequeña escala.Se planta en el extranjero y recoge cosas pararevenderlas: ropa barata, algunos CD dudosos.

—¿Dónde en el extranjero?—Varna, Bucarest. A veces Turquía. Ul

Qoma, claro.—¿Así que es demasiado indeciso como

para no denunciar el robo?—A veces pasa, jefe.Por supuesto, y para su frustración (a

pesar de que no hubiera informado del robo,de repente se sentía ansioso por recuperarla),no le íbamos a devolver la furgoneta. Pero sílo llevamos al depósito para confirmar que era

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la suya.—Sí, es la mía. —Esperé a que se

quejara de lo mal que la habían tratado, peroresultó obvio que ese era su color original—.¿Por qué no pueden devolvérmela? Lanecesito.

—Como no dejo de repetir, esto es laescena de un crimen. La tendrás cuando yohaya acabado. ¿Para qué es todo esto?

Khurusch estaba refunfuñando yrezongando, pero miró en la parte trasera delvehículo. Le contuve para que no tocara nada.

—¿Esta mierda? No tengo ni puta idea.—Me refiero a esto.La cuerda rasgada, las piezas de chatarra.—Ya. No sé lo que es. Yo no lo puse

ahí. No me mires así, ¿por qué iba yo a cargaresa basura?

Una vez que estuvimos en mi oficina ledije a Corwi:

—Haz el favor de interrumpirme si tienes

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alguna idea, Lizbyet. Porque veo a una chicaque puede o no ser una prostituta, a la quenadie conoce, tirada a plena vista, en unafurgoneta robada en la que habían cargadocuidadosamente un montón de mierda, sinningún motivo. Y nada de eso es el arma delcrimen, ya lo sabes, eso está bastante claro.

Toqué con un dedo el informe encima demi mesa que lo confirmaba.

—Hay mucha basura por ese barrio —dijo—. Hay basura por toda Besźel; podríahaberla recogido en cualquier parte. Él…Ellos, a lo mejor.

—Recogido, ocultado, tirado, y lafurgoneta también.

Corwi se sentó muy rígida, esperando aque dijera algo. Lo único que había hecho labasura era rodar encima de la muerta ycubrirla de óxido como si también ella fuerahierro viejo.

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Capítulo 4

Ambos rastros eran falsos. La auxiliar dela oficina había dejado el trabajo y no semolestó en comunicarlo. La encontramos enByatsialic, al este de Besźel. Se sentíamortificada por habernos causado molestias.

—Nunca presento el preaviso —noparaba de repetir—. No cuando son jefes así.Y esto nunca había pasado, nada como esto.

A Corwi no le costó ningún trabajoencontrar a Rosyn «La Morritos». Estabatrabajando en su zona habitual.

—No se parece en nada a Fulana, jefe.Corwi me enseñó una foto para la que

Rosyn había posado con gusto. No podíamosrastrear la fuente de esa información espuria,entregada con una seguridad tan convincente,ni imaginar quién podría haber confundido alas dos mujeres. Llegó otra información que

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mandé investigar. Vi que me habían dejadoalgunos mensajes y algunos silencios en elteléfono del trabajo.

Llovía. En el quiosco que había frente ami puerta principal la tinta del cartel de Fulanaempezaba a difuminarse y emborronarse.Alguien había pegado un cartel anunciandouna fiesta de tecno balcánico de forma quecubría la mitad de su cara. El nombre del clubemergía de sus labios y mentón. Le quité laschinchetas al nuevo cartel. No lo tiré, solo lomoví de forma que Fulana fuera visible denuevo, con los ojos cerrados junto a él. DJRadic y el Tigre Kru. Tecno duro. No viningún otro cartel de Fulana, aunque Corwime aseguraba que sí estaban, ahí, en laciudad.

Los rastros de Khurusch estaban portoda la furgoneta, por supuesto, pero con laexcepción de esos pocos pelos, Fulana estabalimpia. Como si todos esos jugadores en

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rehabilitación hubiesen mentido, de todasformas. Intentamos conseguir los nombres delos contactos a los que les había prestado lafurgoneta. Mencionó unos pocos, pero insistióen que se la había robado un extraño. El lunesdespués de que encontraran el cuerpo recibíuna llamada.

—Borlú.Dije mi nombre de nuevo después de una

larga pausa, y me lo repitieron comorespuesta.

—Inspector Borlú.—¿En qué puedo ayudarlo?—No lo sé. Esperaba que me hubiese

ayudado ya hace unos días. He estadointentando ponerme en contacto con usted.Más bien soy yo quien puede ayudarlo.

El hombre hablaba con acento extranjero.—¿Qué? Perdón, necesito que hable más

alto. Se oye muy mal.Había interferencias de estática y la voz

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del hombre sonaba como si fuera unagrabación. No conseguía distinguir si el retrasoera culpa de la línea o si él se estaba tomandosu tiempo en responderme cada vez que yodecía algo. Hablaba un buen besź, aunqueextraño, salpicado de arcaísmos. Dije:

—¿Quién es? ¿Qué quiere?—Tengo información para usted.—¿Ha hablado con nuestra línea de

información?—No puedo. —Estaba llamando desde el

extranjero. La retroalimentación de losobsoletos intercambios de Besźel erainconfundible—. Ese es el problema.

—¿Cómo ha conseguido mi teléfono?—Borlú, cállese. —Volví a desear que

tuviéramos teléfonos con registro de llamadas.Me senté—. Google. Su nombre sale en losperiódicos. Está a cargo de la investigaciónsobre la chica. No resulta difícil que losasistentes te pasen la llamada. ¿Quiere que lo

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ayude o no?Miré a mi alrededor, pero no había nadie

conmigo.—¿Desde dónde llama?—Vamos, Borlú. Ya sabe desde dónde

estoy llamando.Iba tomando notas. Ese acento me

sonaba.Estaba llamando desde Ul Qoma.—Ya sabe desde dónde llamo y

precisamente por eso haga el favor de nomolestarse en preguntar mi nombre.

—No está haciendo nada ilegal por hablarconmigo.

—No sabe lo que voy a decirle. ¡No sabelo que voy a decirle! Es… —Se quedó calladode repente y le escuché mascullar algo con lamano sobre el auricular—. Mire, Borlú, no sécuál es su posición al respecto de algo así,pero yo creo que es una locura que lo estéllamando desde otro país.

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—Yo no estoy metido en política.Escuche, si prefiere… —Empecé la segundafrase en ilitano, el idioma de Ul Qoma.

—Así está bien —me interrumpió en suanticuado besź con las conjugaciones delilitano—. Es el mismo maldito idioma de todosmodos. —Eso lo anoté—. Ahora cállese.¿Quiere oír la información?

—Por supuesto.Me había puesto de pie, estaba tratando

de establecer la conexión, buscando un modode rastrear la llamada. Mi línea no estabaequipada y llevaría horas localizarla a travésde BesźTel, incluso si pudiera contactar conellos al mismo tiempo que mantenía a aquelhombre al teléfono.

—La mujer que… Está muerta.¿Verdad? Lo está. Yo la conocía.

—Siento el…No dije eso hasta que él no estuvo

callado durante varios segundos.

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—La conocía… Nos conocimos hacetiempo. Quiero ayudarlo, Borlú, pero noporque usted sea poli. Por el amor del cielo.No reconozco su autoridad. Pero si Maryafue… si la asesinaron, entonces puede quealgunas personas que me importan no estén asalvo. Incluida la persona que más meimporta: yo mismo. Y ella merece… Y ya: nosé más.

»Se llamaba Marya. Se presentó con esenombre. La conocí aquí. Aquí, en Ul Qoma.Le estoy contando lo que puedo, pero nuncasupe muchas cosas. No era asunto mío. Ellaera extranjera. La conocí gracias a la política.Se la tomaba en serio, era comprometida,¿sabe? Solo que no con lo que yo creí en unprincipio. Sabía mucho, no perdía el tiempo.

—Oiga —dije.—Es todo lo que puede decirle. Vivía

aquí.—Ella estaba en Besźel.

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—Venga. —El hombre estaba enfadado—. Venga. No oficialmente. No podía. Inclusosi lo estaba, vivía aquí. Échele un vistazo a lascélulas, los radicales. Alguien sabrá quién era.Iba a todas partes. Todos los bajos fondos. Delos dos lados, tiene que haberlo hecho. Queríair a todas partes porque necesitaba saberlotodo. Y lo consiguió. Eso es todo.

—¿Cómo descubrió que la habíanmatado?

Escuché el siseo de su respiración.—Borlú, si de verdad me está

preguntando eso en serio yo estoy perdiendoel tiempo y usted es estúpido. Reconocí sufotografía, Borlú. ¿Cree que le estaríaayudando si no pensara que tengo quehacerlo? ¿Si no creyera que esto esimportante? ¿Cómo cree que lo descubrí? ¡Viel puto cartel!

Colgó el teléfono. Yo mantuve elauricular pegado a la oreja durante un

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momento como si él fuera a volver.Vi el cartel. Cuando bajé la vista hacia

mi cuaderno había escrito, además de losdetalles que me había proporcionado,«mierda/mierda/mierda».

No me quedé en la oficina mucho mástiempo. «¿Estás bien, Tyador?», me preguntóGadlem. «Pareces…» Estoy seguro de que loparecía. En un puesto callejero me tomé uncafé negro aj Tyrko (al estilo turco), pero fueun error. Me sentí mucho más inquieto.

Fue bastante difícil, aunque no era deextrañar en un día como aquel, respetar lasfronteras, ver y desver solo lo que debíamientras volvía a casa. Estaba acorralado porgente que no estaba en mi ciudad, caminandodespacio a través de zonas abarrotadas, perono abarrotadas en Besźel. Me centré en laspiedras que de verdad estaban a mi alrededor(catedrales, bares, los ornamentos de ladrillosde lo que había sido una escuela), con las que

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había crecido. Ignoré el resto, o lo intenté.Esa noche marqué el número de Sariska,

la historiadora. Un poco de sexo habría estadobien, pero a veces le gustaba discutir sobre loscasos en los que estaba trabajando, y la mujerera lista. Marqué su número dos veces y dosveces colgué antes de que pudiera responder.No iba a meterla en esto. Una infracción de lacláusula de confidencialidad de lasinvestigaciones en curso disfrazada dehipótesis era una cosa. Convertirla encómplice de una brecha, otra.

No dejé de pensar en ese«mierda/mierda/mierda». Al final volví a casacon dos botellas de vino y me dispuse(amortiguando su caída en mi estómago conuna cena rápida a base de aceitunas, queso ysalchichas) a terminarlas. Escribí más notasinútiles, algunas de forma esquemáticamentearcana, como si así pudiera imaginar unasalida, pero la situación (la adivinanza) estaba

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clara. A lo mejor yo era la víctima de un bulotrabajoso e inútil, pero no parecía probable.Lo más seguro era que el hombre que habíallamado me hubiera dicho la verdad.

En cuyo caso me había dado una pistaimportante, una información cercana a Marya-Fulana. Me había dicho adónde ir y a quiénperseguir para descubrir algo más. Lo queresultaba ser mi trabajo. Pero si se supiera queestaba investigando esa información, ningunacondena se sostendría. Y lo que era más serio,esa investigación sería mucho peor que ilegal,no solo ilegal según las leyes de Besźel: habríaincurrido en una brecha.

Mi informante no tendría que haber vistolos carteles. No estaban en su país. No tendríaque habérmelo dicho. Me convirtió encómplice. La información era un alérgeno enBesźel: el mero hecho de que estuviera en micabeza era una especie de trauma. Ahora eracómplice. Ya estaba hecho. (Quizá porque

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estaba borracho, no se me ocurrió entoncesque no habría sido necesario que me dijeracómo había conseguido la información y quedebía de tener razones para habérmelocontado.)

No fue mi caso, pero ¿quién no sesentiría tentado de quemar o de hacer trizaslas notas de esa conversación? Por supuestoque no fue mi caso, pero aun así… Estuvesentado en la cocina de mi casa hasta tarde,con las notas extendidas sobre la mesa delantede mí y escribiendo ociosamente«mierda/mierda» en diagonal de vez encuando. Puse música: Little Miss Train, unacolaboración, un dueto de Van Morrison conCoirsa Yakov, la Umm Kalsoum besźelí,como la llamaban, en una gira de 1987. Bebímás y puse la fotografía de la posible autorade una brecha Marya-Fulana Desconocida deTal junto a las notas.

Nadie la conocía. Quizá, que Dios nos

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asista, quizá ella nunca había estadoverdaderamente en Besźel, aunque Pocost erauna zona íntegra. Podían haberla arrastradohasta allí. Que los chicos encontraran elcuerpo, toda la investigación, podía sertambién una brecha. No debía ir más lejos coneso. Quizá debería apartarme de lainvestigación y dejar que se descompusiera.Fue un momento de escapismo fingir quepodía hacerlo. Al final haría mi trabajo,aunque eso supusiera romper algún código, unprotocolo existencial mucho más básico que elque me pagaban por cumplir.

Cuando éramos niños solíamos jugar a laBrecha. Nunca fue un juego del que disfrutaramucho, pero a mí también me llegaba el turnode arrastrarme sobre líneas pintadas a tiza ydejar que mis amigos me persiguieran, y deperseguirlos yo a ellos cuando me tocaba. Eso,además de coger ramitas y guijarros del sueloy asegurar que eran la veta madre mágica de

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Besźel, y un híbrido entre el corre que te pilloy el escondite al que llamábamos «la caza delexiliado interior» eran nuestros juegos másfrecuentes.

No existe ninguna teología tandesesperada que sea imposible de encontrar enalguna parte. Hay una secta en Besźel querinde culto a la Brecha. Resulta escandaloso,aunque no tanto si se tienen en cuenta lospoderes involucrados. No hay ninguna ley encontra de la organización, aunque la naturalezade su religión pone a todos nerviosos. Hansido el objeto de varios obscenos programasde televisión.

A las tres de la mañana estaba borracho ymuy despierto, contemplando las calles deBesźel (y más: el entramado). Podía oír a losperros ladrar y uno o dos gritos de algunoslobos callejeros esqueléticos y llenos degusanos. Los papeles (ambas caras delrazonamiento, como si aún fuera eso, un

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razonamiento) extendidos por toda la mesa. Elrostro de Marya-Fulana tenía marcas del vasode vino, como las tenían también los«mierda/mierda/mierda» de notas ilegales.

No es raro en mí que me cueste dormir.Sariska y Biszaya estaban acostumbradas alevantarse somnolientas del dormitorio para iral baño y encontrarme leyendo en la mesa dela cocina, mascando tanto chicle que me ibana salir llagas por la glucosa (pero no queríaempezar a fumar otra vez). O contemplandoel paisaje nocturno de la ciudad y (erainevitable, pues la luz la iluminaba) de la otraciudad.

Sariska se rió de mí una vez: «Mírate»,me dijo, no sin cariño. «Ahí sentado, como unbúho. Una maldita gárgola melancólica. Vayamamón sensiblero. No te viene ninguna ideaporque es de noche. Porque algunos edificiostienen las luces encendidas.» Ahora no estabaahí para pincharme y yo necesitaba cualquier

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idea que pudiera venirme, por falsa que fuera,así que seguí mirando.

Los aviones volaban por encima de lasnubes. Las agujas de las catedrales estabaniluminadas por los rascacielos. Al otro lado dela frontera, una arquitectura de formas curvasy de medialuna. Traté de encender elordenador para buscar algunas cosas pero laúnica conexión que tenía era de accesotelefónico y resultaba tan frustrante quedesistí.

—Los detalles después.Eso pensé, y hasta creo que lo dije en

voz alta. Escribí algunas notas más.Finalmente marqué el número directo de lamesa de Corwi.

—Lizbyet, se me ha ocurrido algo. —Mireacción inmediata, como siempre que mentía,fue decir muchas cosas y muy rápido. Tratéde hablar como si nada, pero ella no eraestúpida—. Es tarde. Te estoy dejando este

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mensaje porque es probable que mañana nome pase por allí. No estamos consiguiendonada con la investigación a pie de calle, asíque parece obvio que no es lo quepensábamos… Alguien la habría reconocido.Hemos enviado su foto a todos los distritos asíque, si es una chica de la calle, a lo mejortenemos suerte. Pero mientras tanto megustaría probar un par de líneas deinvestigación distintas mientras lo otro sigueadelante.

»Estoy pensando, mira, ella no está en suzona, es una situación extraña, noconseguimos ningún contacto. He estadohablando con un tipo que conozco de laUnidad Disidente y me ha contado losecretista que es la gente a la que estávigilando. Todos nazis, rojos, unionistas y tal.Sea como sea, me ha hecho pensar en quétipo de gente oculta su identidad y mientrastengamos tiempo me gustaría investigar eso un

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poco. Lo que estoy pensando es… Espera,estoy echando un vistazo a mis notas… Vale,podemos empezar con los unionistas.

»Habla con la Brigada de los Chiflados.Mira a ver qué puedes sacar por direcciones,secciones… No sé mucho de eso. Preguntapor la oficina de Shenvoi. Dile que estástrabajando para mí. Acércate a los quepuedas, enséñales las fotos, mira a ver sialguien la reconoce. No hace falta que te digaque te van a mirar raro, no van a querertenerte cerca. Pero mira a ver qué puedeshacer. Ponte en contacto conmigo, me puedeslocalizar en el móvil. Como te he dicho, noestaré en la oficina. Vale. Hablamos mañana.Bueno, adiós.

—Qué lamentable todo.Creo que también dije eso en voz alta.Después de eso marqué el número de

Taskin Cerush, de la sección administrativa.Había tenido la precaución de anotar su

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número directo cuando me había ayudado conla burocracia hacía unos tres o cuatro casos.Habíamos estado en contacto. Ella eraexcelente en su trabajo.

—Taskin, soy Tyador Borlú. ¿Puedespor favor llamarme al móvil mañana o cuandopuedas y decirme qué es lo que tendría quehacer si quisiera mandar un caso al Comité deSupervisión? Si quisiera pasarles el caso a laBrecha. Hipotéticamente. —Hice una mueca yme reí—. No se lo cuentes a nadie, ¿vale?Gracias, Task. Dime lo que tengo que hacer ysi tienes alguna sugerencia desde dentro queme pueda venir bien. Gracias.

Apenas había duda sobre lo que miterrible informador me había dicho. Las frasesque había anotado y subrayado:

mismo idiomareconocer autoridad - noambos lados de la ciudadTenía sentido por qué me había llamado,

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por qué era un crimen, lo que había visto, oque lo hubiera visto, por qué no le habíadisuadido como habría pasado con muchosotros. Lo había hecho sobre todo porque teníamiedo de que la muerte de Marya-Fulanaguardara relación con él. Lo que me habíadicho era que sus compañeros de conspiraciónen Besźel podrían haber visto, muyposiblemente, a Marya, que a lo mejor ella nohabía respetado las fronteras. Y si algún grupode alborotadores de Besźel pudieran sercómplices de ese crimen y de ese tabúconcretos eran él y sus compañeros. Eraevidente que eran unionistas.

En mi imaginación, Sariska se burló demí cuando me di la vuelta para mirar esaciudad de luces nocturnas y esta vez miré y visu ciudad vecina. Ilícito, pero lo hice. ¿Quiénno lo ha hecho alguna vez? Había tanques degas que no debería ver, anuncios dehabitaciones que colgaban sujetos de unos

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marcos esqueléticos de metal. En la calle, almenos uno de los peatones (lo sabía por laropa que llevaba, por los colores, por la formade andar) no estaba en Besźel, y lo miré detodas formas.

Dirigí la mirada a las vías del ferrocarrilque estaban a unos cuantos metros de miventana y esperé, como sabía que ocurriría enalgún momento, hasta que apareciera un tren.Miré a través de las ventanas iluminadas quepasaban a toda velocidad y a los ojos de losescasos pasajeros, de los cuales solo unospocos me vieron a mí y se quedaronalarmados. Pero desaparecieron deprisa porencima de la unión de los grupos de tejados:fue un crimen fugaz, y no por su culpa. Puedeque ni siquiera se sintieran culpables durantemucho tiempo. Puede que no recordaran esamirada. Siempre quise vivir en un lugar dondepudiera ver trenes extranjeros.

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Capítulo 5

Si no sabes mucho sobre ellos, el ilitano yel besź suenan muy distintos. Se escriben,cómo no, en alfabetos diferentes. El besź estáen besź: treinta y cuatro letras, de izquierda aderecha, todos los sonidos se reproducen deforma clara y fonética, las consonantes, lasvocales y las semivocales se decoran consignos diacríticos: se parece, es frecuenteescuchar eso, al alfabeto cirílico (aunque esprobable que esa comparación, acertada o no,moleste a un besźelí). El ilitano usa el alfabetolatino. Es algo reciente.

Leer los diarios de viajes del penúltimosiglo y anteriores, leer la extraña y bellacaligrafía ilitana, de derecha a izquierda (consu discordante fonética) es algo que secomenta con frecuencia. En algún momentotodo el mundo ha leído a Sterne en su diario

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de viaje: «En la tierra de los alfabetos, Arábigollamó la atención de la Dama del Sánscrito(borracho como estaba, en contra del mandatode Muhamed, pues de otra forma la edad deella lo habría disuadido). Nueve meses mástarde nació un niño repudiado. El niño salvajefue el ilitano, un Hermes-Afrodita no carentede belleza. Se parece a sus dos padres en laforma, pero en la voz a quienes lo criaron: lospájaros».

Perdieron el alfabeto en 1923, de lanoche a la mañana, como culminación de lasreformas de Ya Ilsa: fue Atatürk quien lo imitóy no al revés, como suele afirmarse. Inclusoen Ul Qoma, ya no queda nadie que sepa leerel alfabeto ilitano excepto entre los archivistasy los activistas.

Sea como fuere, en su original o tardíaforma escrita, el ilitano no guarda ningunasimilitud con el besź. Tampoco el sonido essimilar. Pero estas distinciones no son tan

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profundas como parece. A pesar de lascuidadosas diferencias culturales de susgramáticas y de las relaciones de sus fonemas(cuando no los propios sonidos de base), losdos idiomas están estrechamente relacionados:comparten un ancestro común, después detodo. Resulta algo sedicioso decirlo. Inclusohoy.

Los años oscuros de Besźel fueronverdaderamente oscuros. La ciudad se fundóen algún momento impreciso que data entrehace dos mil y setecientos años en este plieguede costa. Aún quedan restos de esos días en elcentro de la ciudad, cuando era un puertoescondido a algunos kilómetros en el interior,río arriba para protegerse de los piratas de lacosta. La fundación de la urbe se produjo almismo tiempo que la de la otra, por supuesto.Ahora las ruinas están rodeadas, eincorporadas como cimientos antiguos enalgunos puntos, por la esencia de la ciudad.

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También hay ruinas más antiguas, como losrestos de mosaicos en Yozhef Park. Estosrestos románicos son anteriores a Besźel,creemos. Quizá edificamos Besźel sobreaquellos huesos.

Puede que fuera o no Besźel aquello queedificamos, en aquel tiempo, quizá mientrasotros estaban construyendo Ul Qoma sobreesos mismos huesos. Quizá entonces solohabía una ciudad que se escindiese despuéssobre las propias ruinas, o quizá nuestraancestral Besźel aún no se había entretejidodistantemente con su vecina. No soy ningúnexperto en la Escisión pero, aunque lo fuera,tampoco lo sabría.

—Jefe —me llamó Lizbyet Corwi—.Jefe, está usted en racha. ¿Cómo lo supo?Nos vemos en el sesenta y ocho deBudapestStrász.

Aún no me había cambiado de ropaaunque ya era más del mediodía. La mesa de

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mi cocina era un paisaje hecho de papeles.Los libros de política e historia estabanapilados junto a la leche como una torre deBabel. Tendría que haber apartado el portátilde aquel desastre, pero no me molesté. Sacudíel cacao en polvo de mis apuntes. El dibujo deun negro de mi chocolate con leche soluble mesonreía desde su envase.

—¿De qué me hablas? ¿Eso dónde está?—Está en Bundalia —me dijo. Una zona

antes de la periferia al noroeste del parque delfunicular, junto al río—. ¿Y acaso me toma elpelo con eso de que de qué le estoy hablando?He hecho lo que me dijo, he consultado porahí, he pillado lo esencial de qué grupos hay,quién piensa qué de los demás, bla, bla, bla.Me he pasado la mañana dando vueltas,haciendo preguntas. Metiendo miedo. No esque consiga hacerme respetar mucho con eluniforme puesto, ¿sabe? Y no es que tuvieramuchas esperanzas en esto, pero me he dicho,

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bueno, ¿qué hago si no? Bien, pues he ido porahí dando vueltas intentando hacerme unaidea sobre la política y todo ese rollo y uno delos tipos de una de las… supongo que a lomejor podría llamarlas logias, empieza a sacaralgo. Al principio no quería admitirlo, pero yolo sabía. Es un puñetero genio, jefe. El sesentay ocho de BudapestStrász es una sedeunionista.

Aquel reverencial asombro lindaba con lasospecha. Ella me habría juzgado con mayorseveridad de haber visto los documentos quetenía encima de la mesa, que había tenido querevolver con las manos cuando me llamó.Tenía algunos libros abiertos por el índice,dispuestos de tal forma que mostraran lasreferencias que tuvieran del unionismo. Locierto es que no me había encontrado con ladirección de BudapestStrász.

Como diría ese tópico de la política, losunionistas estaban divididos en múltiples

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facciones. Algunos grupos eran ilegales,organizaciones hermanas en Besźel y UlQoma. Aquellas que estaban prohibidashabían abogado en algún punto de su historiapor el uso de la violencia para llevar a lasciudades a la unidad que su Dios, el destino, lahistoria o la gente había determinado. Parte deesa violencia, en su mayoría ejercida de unaforma de lo más chapucera, la habían dirigidocontra los intelectuales nacionalistas: ladrillosarrojados contra sus ventanas y mierdaintroducida por debajo de las puertas. Leshabían acusado de hacer propaganda solapadaentre los refugiados y los nuevos inmigrantescon poca experiencia en ver y desver, de estaren una ciudad en concreto. Los activistasquerían utilizar esa incertidumbre ciudadanacomo arma.

Estos extremistas habían sido criticadoscon dureza por parte de otros que eranpartidarios de mantener la libertad de

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circulación y de asamblea, pensaran lo quepensaran en secreto y cualesquiera que fueranlos hilos que los conectaban a todos cuandonadie miraba. Había más facciones entre lasdiversas ideas sobre lo que una ciudad unidatendría que ser, qué idioma hablaría, cómo sellamaría. Incluso estos grupúsculos legaleseran vigilados sin descanso y recibíaninspecciones periódicas por parte de lasautoridades locales.

—Un queso suizo —me dijo Shenvoicuando hablé con él por la mañana—. Puedeque haya más informantes y topos en losunionistas que en los Ciudadanos Auténticos oen los nazis o en cualquier otro grupo dechalados. No me preocuparía por ellos: no vana hacer una mierda sin el visto bueno dealguien de seguridad.

Además, y los unionistas debían desaberlo, aunque esperaban no recibir ningunaprueba, nada de lo que hicieran pasaría

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inadvertido ante la Brecha. Eso quería decirque yo también podría estar bajo la vigilanciade la Brecha durante mi visita, si es que no loestaba ya.

Siempre el mismo dilema de cómomoverse por la ciudad. Tendría que habercogido un taxi, como Corwi esperaba quehiciera, pero no lo hice; cogí dos tranvías, conun transbordo en la plaza Vencelas.Bamboleándome bajo las figuras esculpidas ymecánicas de las fachadas burguesas de laciudad, tratando de ignorar, desviendo, de losfrontis con un brillo más reluciente de la otraparte, las partes de la alteridad.

A lo largo de BudapestStrász habíajardines de budelias de invierno que brotabande los edificios antiguos como si fueranespuma. La budelia es un arbusto tradicionalque crece en el entorno urbano de Besźel,pero no en Ul Qoma, donde la podan porquees una planta invasora, así que en

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BudapestStrász, al formar parte de una zonaentramada, cada arbusto, sin florecer en esaépoca, aparecía descuidado durante uno o doso tres edificios de la zona y después terminabaen un abrupto plano vertical cuando estaba enel límite de Besźel.

Los edificios de Besźel eran de ladrillo yyeso, todos coronados por una de laschimeneas familiares que me mirabanfijamente, formas humanamente grotescas quellevaban ese arbusto por barba. Hace algunasdécadas esos lugares no habrían tenido eseaspecto tan derruido: habrían sido másruidosos y la calle habría estado llena dejóvenes oficinistas vestidos con trajes oscurosy de supervisores que venían de visita. Detrásde los edificios que se levantaban al nortehabía astilleros industriales y, más lejos, unmeandro del río donde los muelles que unavez bulleron de actividad eran ahoraesqueletos de hierro que yacían allí como en

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un cementerio.Por aquel entonces la zona de Ul Qoma

con la que compartía ese espacio era tranquila.Ahora se había vuelto más ruidosa: los vecinoshabían ido cambiando económicamente enoposición de fase. El comercio de Ul Qomarepuntó cuando la industria que dependía delrío desaceleró su crecimiento y ahora habíamás extranjeros caminando sobre losadoquines desgastados que habitantes deBesźel. Los tugurios que se derruyeron y queuna vez fueron almenados y lumpenbarrocos(no es que los viera: los desvíescrupulosamente, pero aun así reparé algo enellos, ilícitamente, y recordé los estilos por lasviejas fotografías), habían sido restaurados yahora eran galerías y pequeñas empresasrecién creadas con el dominio .uq.

Me fijé en los números de los edificioslocales. Se alzaban entrecortados, intercaladoscon la otredad de espacios extranjeros.

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Aunque en Besźel la zona estaba muy pocopoblada, no era así al otro lado de la frontera,por lo que tuve que esquivar y desver amuchos jóvenes y elegantes hombres ymujeres de negocios. Sus voces me llegabanapagadas, como un ruido cualquiera. Esedesvanecimiento auditivo llega después deaños de entrenamiento besźelí. Cuando lleguéhasta la fachada alquitranada frente a la queme esperaba Corwi junto a un hombre concara de no estar muy contento, nos quedamosde pie en una zona casi desierta de Besźelrodeados de una muchedumbre ajetreada a laque desoíamos.

—Jefe. Este es Pall Drodin.Drodin era un hombre alto y delgado,

bien pasados los treinta. Llevaba variospendientes en las orejas, una chaqueta decuero en la que prendían algunas crípticas einmerecidas insignias de pertenencia a variasorganizaciones, militares y de otro tipo, y unos

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pantalones sucios pero extrañamenteelegantes. Me miró a los ojos con tristezamientras fumaba.

No lo habían detenido. Corwi no lo habíallevado al interior. La saludé con la cabeza ydespués me giré despacio 180 grados y miré alos edificios de nuestro alrededor. Me centrésolo en los de Besźel, claro.

—¿Brecha? —dije. Drodin me mirósobresaltado. A decir verdad, también lo hizoCorwi, aunque lo disimuló. Al ver que elhombre no decía nada, hablé yo—: ¿No creesque hay poderes que nos observan?

—Sí, no, lo hacen. —Sonaba resentido.No me cabía duda de que lo estaba—. Claro,claro. ¿Me estás preguntando que dóndeestán? —Es una pregunta más o menos sinsentido, pero una que ningún besźelí oulqomano puede desterrar del todo. Drodin nomiraba a ningún lugar que no fueran mis ojos—. ¿Ve ese edificio que hay ahí al otro lado

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de la carretera? ¿El que fue una fábrica decerillas? —Restos de un mural con pinturadesconchada que tenía al menos un siglo: unasalamandra que sonreía a través de su coronade fuego—. Ves cosas que se mueven, ahídentro. Cosas como, bueno, que van y vienen,de una forma en la que no deberían.

—¿Y ves como aparecen? —Drodin semostró inquieto de nuevo—. ¿Crees que esahí donde se muestran?

—No, no, pero es por un proceso deeliminación.

—Drodin, entra. No tardaremos más queun momento —dijo Corwi. Le hizo un gestocon la cabeza y él se marchó—. ¿Qué coño hasido eso, jefe?

—¿Algún problema?—Todo ese rollo de la Brecha. —Corwi

bajó la voz cuando dijo «Brecha»—. ¿Quéestás haciendo? —No dije nada—. Estoyintentando establecer una dinámica de poder y

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yo estoy al final, no la Brecha, jefe. No quieroa esa mierda en esto. ¿De dónde coño sacastodo ese rollo siniestro? —Al ver que yoseguía sin decir nada, sacudió la cabeza y medejó entrar.

El Frente de Solidaridad de Besźqoma nose había esmerado mucho con la decoración.Había dos habitaciones, dos y media sihacíamos un recuento generoso, llenas dearmarios y de estanterías que estaban arebosar de ficheros y de libros. Habíanliberado espacio en la esquina de una paredcomo, esa era la impresión que daba, telón defondo y una cámara web apuntaba hacia allí yhacia una silla vacía.

—Emisiones —dijo Drodin. Vio haciadónde estaba mirando—. En línea. —Empezóa decirme una página web hasta que neguécon la cabeza.

—Todos los demás salieron cuando entréyo —me dijo Corwi.

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Drodin se sentó detrás de su escritorio enla habitación trasera. Había otras dos sillas ahídentro. No nos ofreció asiento, pero nossentamos de todas formas. Más librosrevueltos, un ordenador sucio. En una paredhabía un mapa a gran escala de Besźel y de UlQoma. Para evitar que los acusaran, las líneasy los sombreados estaban ahí (de las zonasíntegras, álter, entramadas) pero, con unasutileza ostentosa, las diferencias estabanmarcadas en escalas de grises. Nos quedamossentados, intercambiándonos miradas duranteun tiempo.

—Escuche —dijo Drodin—, ya sé que…Imagino que entiende que no estoyacostumbrado a… A ustedes no les gusto, yme parece bien, es comprensible. —Ni Corwini yo dijimos nada. Él se puso a jugar conalgunas de las cosas que tenía sobre suescritorio—. Y yo no soy ningún soplón.

—Jesús, Drodin —dijo Corwi—, si es

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absolución lo que buscas vete a ver a un cura.Pero él siguió hablando.—Es que… Si todo esto tiene que ver

con eso en lo que ella estaba metida, entoncesva a pensar que tiene que ver con nosotros yaunque pudiera tener que ver no le voy a dar anadie una excusa para que venga a pornosotros. ¿Entienden? ¿Entienden?

—Ya está bien —dijo Corwi—. Déjatede gilipolleces. —Miró en torno a la habitación—. Sé que te crees muy listo, pero en serio:¿cuántos delitos menores crees que estoyviendo ahora mismo? El mapa, para empezar.Te crees que está muy bien hecho, pero no, acualquier abogado patriótico le costaría menosy nada interpretarlo de forma en la quequedaras implicado. ¿Qué más tenemos? ¿Lehas dado un repaso a tus libros? ¿Cuántosestán en la lista de libros prohibidos? ¿Quieresque revise tus papeles? Este lugar lleva escrito,con letras de neón, «injurias a la soberanía de

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Besźel en segundo grado» por todas partes.—Como los barrios de clubes de Ul

Qoma —añadí—. En un neón de Ul Qoma.¿Te gustaría eso, Drodin? ¿Lo prefieres anuestra variedad local?

—Así que, aunque apreciemos su ayuda,señor Drodin, no nos engañemos sobre porqué estás haciendo esto.

—No lo entiende —murmuró entredientes—. Tengo que proteger a mi gente. Ahífuera hay movidas muy raras. Pasan movidasmuy raras.

—Vale —dijo Corwi—. Lo que tú digas.¿Qué nos tienes que contar, Drodin? —Sacóla fotografía de Fulana y se la puso delante—.Cuéntale a mi jefe lo que me habías empezadoa contar a mí.

—Sí —dijo él—. Es ella.Corwi y yo nos inclinamos hacia delante.

Una sincronización perfecta.—¿Cómo se llama? —pregunté yo.

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—Como ella dijo que se llamaba, dijoque se llamaba Byela Mar. —Drodin seencogió de hombros—. Es lo que ella dijo.Ya, ¿qué quieren que les diga?

Resultó ser un obvio y elegantepseudónimo. Byela en besźelí es un nombretanto masculino como femenino; Mar escuando menos un apellido plausible. Susfonemas juntos se aproximan a la locución byélai mar, literalmente «solo cebo», unaexpresión de los pescadores que significa«nada que señalar».

—No es nada infrecuente. Muchos denuestros contactos y miembros utilizanpseudónimos.

—Noms —dije— d’unification. —Notuve muy claro si lo había entendido—.Cuéntanos lo que sepas sobre Byela.

Byela, Fulana, Marya estaba acumulandonombres.

—Ella estuvo aquí hace, no sé, ¿tres

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años o así? ¿Algo menos? No la he vuelto aver desde entonces. Se veía claramente queera extranjera.

—De Ul Qoma.—No. Hablaba un ilitano decente pero no

fluido. Hablaba en besź o en ilitano… o,bueno, en la raíz original. Nunca le oí hablarnada más… no quería decirme de dóndeprocedía. Por su acento diría que eraamericana o inglesa, quizá. No sé qué estabahaciendo. No… Resulta un poco maleducadopreguntarle demasiado a gente como ella.

—Entonces, ¿qué?, ¿venía a lasreuniones? ¿Las coordinaba? —Corwi se giróhacia mí y dijo sin bajar la voz—: Ni siquierasé a qué se dedican estos cabrones, jefe. Notengo ni idea de qué preguntarles.

Drodin la miró, no más avinagrado de loque había estado desde que llegamos.

—Apareció por aquí hace un par deaños, como dije antes. Quería usar nuestra

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biblioteca. Tenemos panfletos y librosantiguos sobre… bueno, sobre las ciudades,un montón de material que no tienen en otrossitios.

—Tendríamos que echar un vistazo, jefe—comentó Corwi—. Para comprobar que nohaya nada inapropiado.

—Hostia puta, estoy colaborando, ¿no?¿Quieren pillarme con libros prohibidos? Nohay nada que sea de clase uno, y los de clasedos que tenemos, la mayor parte se puedenencontrar en internet de todas formas, joder.

—Está bien, está bien —dije. Le indiquéque continuara.

—Así que vino y hablamos un montón.No pasó mucho tiempo aquí. Un par desemanas. No me pregunte qué hizo aparte deeso y movidas así porque no lo sé. Lo únicoque sé es que venía todos los días a deshorasy se ponía a mirar los libros o a hablarconmigo de nuestra historia, la historia de las

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ciudades, de lo que estaba pasando, denuestras campañas, esas cosas.

—¿Qué campañas?—De nuestros hermanos y hermanas en

la cárcel. Aquí y en Ul Qoma. Solo por susideales. Amnistía Internacional está de nuestraparte en eso, ya lo saben. Hablamos connuestros contactos. Campañas de información.Ayudar a nuevos inmigrantes.Manifestaciones.

En Besźel, las manifestaciones unionistaseran indisciplinadas, poco concurridas,peligrosas. Evidentemente los nacionalistas dela ciudad van a ellas para reventarlas, gritandotraidores a los manifestantes y, en general, nisiquiera el más apolítico de los ciudadanos lestenía mucha simpatía. La situación era casiigual de mala en Ul Qoma, solo que allí nisiquiera les dejaban reunirse. Si bien es ciertoque eso tenía que haber sido motivo de rabia,por lo general salvaba a los unionistas

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ulqomanos de las palizas.—¿Qué aspecto tenía? ¿Vestía bien?

¿Cómo era?—Sí, vestía bien. Elegante. Casi chic,

¿sabe? Llamaba la atención. —Se rió para sí—. Y era muy lista. Al principio me gustaba.Estaba muy emocionado. Al principio.

Hacía pausas para que le invitáramos aseguir, como si toda esta conversación nofuera iniciativa suya.

—¿Pero? —le pregunté—. ¿Qué pasó?—Discutimos. La verdad es que solo

discutí una vez con ella porque estabajodiendo a mis compañeros, ¿sabe? Cada vezque entraba en la biblioteca, o abajo, o dondefuera, alguien estaba gritándole. Ella nunca lesgritaba, sino que hablaba con calma y eso lesponía de los nervios, así que al final tuve quedecirle que se fuera. Ella… ella era peligrosa.—Otro silencio. Corwi y yo nos miramos—.No exagero —dijo—. Ella los ha traído hasta

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aquí, ¿no? Ya digo que era peligrosa.Cogió la fotografía y la examinó

detenidamente. El rostro se le cubrió decompasión, rabia, desagrado, miedo. Miedo,desde luego. Se levantó, caminó en círculoalrededor de su mesa: aquello era ridículo, lahabitación era demasiado pequeña, no teníasuficiente espacio para caminar, pero lointentó.

—Miren, el problema era que… —Seacercó a la pequeña ventana para mirar através de ella, nos dio la espalda. Su silueta serecortaba contra el horizonte, de Besźel o deUl Qoma, o de ambas, no había manera desaberlo—. No paraba de preguntar cosassobre los más grillados, los gilipollas, losclandestinos. Cuentos de viejas, rumores,leyendas urbanas, locuras. No le di másvueltas porque a todos nos llegan esashistorias, y además ella era más lista que esoslunáticos, así que pensé que solo estaba

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tratando de sentirse cómoda, de saber cosas.—¿No sentías curiosidad?—Claro. Una extranjera joven,

inteligente, misteriosa, intensa. —Él mismo sehizo quedar en ridículo por cómo dijo esoúltimo. Asintió—. Siento curiosidad por lagente que viene aquí. Algunos me cuentangilipolleces, otros no. Pero no sería el líder deesta demarcación si fuera por ahí sonsacandocosas a la gente. Hay una mujer aquí, muchomayor que yo… Hace quince años que va yviene por este lugar. No sé cuál es suverdadero nombre, ni nada de ella. Vale, es unmal ejemplo porque estoy convencido de quees una de las suyas, una poli, pero ya entiendelo que digo. No hago preguntas.

—Entonces, ¿en qué estaba metida ella?Byela Mar. ¿Por qué la echaste?

—Verá, la cuestión es esta. Están enesto… —Dejé que Corwi se pusiera erguida ytensa como si fuera a interrumpirle, a

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pincharle para que fuera al grano, pero latoqué para indicarle que no, que esperara, quedejara que lo hiciera. No nos miraba anosotros, sino a su provocativo mapa de lasciudades—. Estás metido en algo y sabes queestás evitando que… bueno, sabes que si tepasas de la raya te vas a meter en un líotremendo. Como tener a los suyos por aquí,para empezar. O hacer la llamada de teléfonoequivocada y enmarronar a nuestroshermanos, en Ul Qoma, con los polis allí. O,todavía peor. —Entonces sí que nos miró—.No podía quedarse. Iba a echarnos a laBrecha encima. O yo qué sé.

»Ella estaba metida en… No, no estabametida en nada, estaba obsesionada. ConOrciny.

Ahora me miraba con atención, así queme limité a entrecerrar los ojos. Me sentísorprendido, eso sí.

Corwi dejó claro que no sabía lo que era

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Orciny porque no se movió siquiera. Podríasocavar su autoridad que yo se lo explicara,pero como vacilé, fue Drodin quien empezó adescribirlo. Era un cuento de hadas. Eso fue loque dijo.

—Orciny es la tercera ciudad, situadaentre las otras dos. Está en los dissensi, laszonas disputadas, los lugares que Besźel creeque son de Ul Qoma y Ul Qoma de Besźel.Cuando la antigua comuna se dividió no sedividió en dos, sino en tres. Orciny es laciudad secreta. La que mueve los hilos.

Si es que había habido una división.Aquel comienzo es una sombra en la historia,una incógnita: los archivos de todo un siglodesaparecen y se borran en las dos ciudades.Podía haber sucedido cualquier cosa. En aquelbreve momento histórico tan opaco empezó elcaos de nuestra historia material, una anarquíacronológica, de restos dispares que deleitabany horrorizaban a los investigadores. Lo único

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que conocemos es a los nómadas de lasestepas, pero después tenemos una caja negrade siglos de investigación urbana (se hanhecho películas e historias y juegos basados enla especulación, que siempre ponían un poconervioso al censor, desde el nacimiento al dúo)y luego vuelve la documentación y estánBesźel y Ul Qoma. ¿Fue un cisma o unaalianza?

Y como si eso no fuera un misteriosuficiente, como si no bastaran dos paísesentramados, los bardos se inventaron untercero, la supuesta existencia de Orciny. Enlos pisos superiores, en las casas señoriales deun estilo romano que merece ser ignorado, enlas primeras viviendas hechas de adobe, entrelos espacios intrincadamente unidos ydesunidos, los lugares asignados en laseparación o coagulación de las tribus, allí secobijó la diminuta tercera ciudad de Orciny,escondida entre las más ostensibles ciudades

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estado. Una comunidad de señores feudalesimaginarios, quizá desterrados, que salen enmuchas historias envueltos en intrigas y cosasde ese tipo, y que reinaban con una manoartera y firme. Orciny era el lugar dondevivían los illuminati. Ese tipo de sitio.

Hace algunas décadas no habría hechofalta dar explicaciones: las historias de Orcinyhabían sido un clásico del repertorio infantiljunto a Las tribulaciones del rey Shavil y elmonstruo marino que llegó al puerto. AhoraHarry Potter y los Power Rangers son máspopulares y no son muchos los niños queconocen esas antiguas fábulas. Tampoco pasanada.

—¿Estás diciendo…? ¿Qué estásdiciendo? —le interrumpí—. ¿Estás diciendoque Byela era una folclorista? ¿Que estabainteresada en esas viejas historias? —Él seencogió de hombros. Evitaba mi mirada.Intenté que dijera qué es lo que quería dar a

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entender. Él se limitaba a encogerse dehombros—. ¿Por qué iba ella a hablar contigode eso? —dije—. Es más, ¿por qué habíavenido aquí?

—No lo sé. Tenemos material sobre eso.Es algo que aparece, yo qué sé. También lashay en Ul Qoma, eso, las historias sobreOrciny. No solo guardamos documentossobre, ya sabe, eso, solo eso que nos interesa.¿Entiende? Conocemos nuestra historia,guardamos todo tipo de… —Su voz se fuevolviendo más débil—. Me di cuenta de queno era en nosotros en quien estaba interesada,¿entiende?

Como todos los disidentes, estos eranunos archivistas neuróticos. Tanto si estás deacuerdo como si no, tanto si te obsesionacomo si te es indiferente su narración de lahistoria, no se les puede achacar que no lasostengan con investigación y notas a pie depágina. Su biblioteca tenía que estar bien

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abastecida de un fondo defensivo compuestode cualquier libro que hiciera mención aldesdibujarse de las fronteras urbanas. Ellahabía venido (se veía claramente) para buscarinformación no sobre alguna protounidad sinosobre Orciny. Qué fastidio cuando ellosdescubrieron que sus extrañas indagaciones noeran peculiaridades de la investigación sino lainvestigación misma. Fue cuando se dieroncuenta de que a ella no le importaba mucho suproyecto.

—Así que ella fue una pérdida de tiempo.—No, hombre, fue un peligro, como he

dicho antes. De verdad. Iba a causarnosproblemas. Dijo que no iba a plantarse aquí detodas formas.

Se encogió levemente de hombros.—¿Por qué era peligrosa? —Me incliné

hacia él—. Drodin, ¿es que estaba cometiendobrechas?

—Jesús, yo creo que no. Y si lo hizo, a

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mí que me registren. —Levantó las manos—.Hostia puta, ¿sabe lo vigilados que estamos?—Sacudió una mano en dirección a la calle—.Tenemos a los suyos en una patrulla que pasacasi todo el tiempo por la zona. Y más aún,joder, ahí fuera nos está vigilando… ya sabe.La Brecha.

En ese momento todos nos quedamos ensilencio. Todos nos sentíamos vigilados.

—¿La has visto?—Claro que no. ¿Es que le parezco

idiota? ¿Quién la «ve»? Pero sabemos queestá ahí. Vigilante. Una excusa cualquiera y…fuera. ¿Sabe…? —Sacudió la cabeza ycuando volvió a mirarme lo hizo con rabia yquizá odio—. ¿Sabe a cuántos de mis amigosse han llevado? ¿Amigos a los que no hevuelto a ver? Tenemos más cuidado quenadie.

En eso tenía razón. Era una ironíapolítica. Aquellos que más se dedicaban a

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perforar la frontera entre Besźel y Ul Qomatenían que respetarla con mayor cuidado. Siyo o cualquiera de mis amigos tuviéramos unfallo momentáneo al desver (¿y quién no lohabía tenido?, ¿quién no se había olvidado deerrar al ver, a veces?), siempre y cuando noalardeáramos o nos regodeáramos en ello, noteníamos por qué estar en peligro. Si yoechara un rápido vistazo, uno o dos segundos,a alguna atractiva transeúnte de Ul Qoma, siyo disfrutara en silencio del horizonte de lasdos ciudades juntas, o me irritara el ruido deun tren de Ul Qoma, a mí no me llevarían.

Pero aquí, en este edificio, no solo miscolegas, sino también las fuerzas de la Brechaestaban siempre cargadas de ira y con unespíritu tan del Antiguo Testamento como elque sus poderes y sus derechos le otorgaban.Aquella terrible presencia podría aparecer yhacer desaparecer a un unionista incluso poruna brecha somática, un salto asustado a un

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coche equivocado de Ul Qoma. Si Byela,Fulana, hubiera cometido una brecha, habríatraído eso consigo. Así que era probable queno fuera esa sospecha en concreto lo que lehabía dado miedo a Drodin.

—Había algo. —Levantó la mirada paracontemplar las dos ciudades a través de laventana—. A lo mejor al final… al final noshabría echado encima a la Brecha. O algo.

—Un momento —dijo Corwi—. Dijisteque ella se iba a marchar…

—Ella dijo que iba a cruzar. A Ul Qoma.Con autorización. —Dejé de tomar apuntes.Miré a Corwi y ella me miró a mí—. No lavolví a ver. Alguien escuchó que se había idoy que no la dejaban volver a entrar. —Seencogió de hombros—. No sé si eso es cierto,y si lo es no sé por qué. Era solo cuestión detiempo… Estaba metiendo la nariz en movidasmuy peligrosas, me dio un mal presentimiento.

—Pero eso no es todo, ¿me equivoco?

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—pregunté—. ¿Qué más?Drodin me clavó la mirada.—Y yo qué sé, tío. Ella era peligrosa,

daba miedo, eran demasiadas cosas… habíaalgo. Cuando hablaba y hablaba de todas lashistorias en las que estaba metida empezó adarme escalofríos. Te ponía de los nervios.

Volvió a mirar por la ventana. Meneó lacabeza.

—Lamento que haya muerto —dijo—.Lamento que alguien la haya matado. Pero nome sorprende.

Esa peste de insinuaciones y de misterio,por muy cínico o indiferente que te creyeras,se te quedaba pegada a la piel. Cuando nosmarchamos vi que Corwi tenía la miradalevantada y contemplaba las ruinosas fachadasde los almacenes. Quizá había miradodemasiado en dirección a una tienda cuandose dio cuenta que estaba en Ul Qoma. Sesintió observada. Los dos nos sentimos así,

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teníamos razones, y estábamos inquietos.Cuando salimos de allí en coche, me

llevé a la agente (una provocación queconfieso, aunque no iba dirigida a ella sino, dealguna forma, al universo) a comer en lapequeña Ul Qomatown de Besźel. Estaba alsur del parque. Con los colores y la escrituracaracterísticos de la parte delantera de sustiendas, la forma de las fachadas, los visitantesde Besźel que la veían pensaba siempre queestaban mirando a Ul Qoma, y se apresurabande forma ostentosa a apartar la mirada (lo máscerca que los extranjeros solían aprender adesver). Pero con una mirada más atenta, conla experiencia, te percatas del apretado diseñokitsch del edificio, una autoparodia okupa. Sepodían ver los adornos en un color que sellama azul de Besźel, uno de los colores queson ilegales en Ul Qoma. Estos edificios erande la zona.

Estas pocas calles (nombres híbridos,

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sustantivos ilitanos con sufijos besźelíes,YulSainStrász, LiligiStrász y asísucesivamente) eran el centro de la vidacultural de la pequeña comunidad deexpatriados ulqomanos que vivían en Besźel.Habían venido por varias razones: persecuciónpolítica, para prosperar económicamente (ylos patriarcas tenían que estar arrepintiéndoseahora por las tremendas dificultades delemigrante que habían tenido que soportar), uncapricho, romanticismo. La mayor parte de losque tenían cuarenta años o menos son desegunda y ya tercera generación, hablan ilitanoen casa pero un besź sin acento en la calle.Puede que se aprecie cierta influenciaulqomana en las prendas que visten. Endiversas ocasiones los chulitos de la zona oincluso gente de peor calaña rompen susventanas y les dan una paliza en plena calle.

Aquí es donde los nostálgicos exiliadosque añoran Ul Qoma vienen a comprar sus

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pasteles, sus tirabeques caramelizados, suincienso. Los aromas de la pequeña UlQomatown de Besźel producen confusión. Elinstinto te lleva a desolerlos, a considerarlosuna corriente de aire que cruza la frontera, tanirrespetuosa como la lluvia («La lluvia y elhumo de madera quemada viven en ambasciudades», dice el refrán. En Ul Qoma tienenel mismo dicho, pero uno de los temas es laniebla. Puede que de vez en cuando oigasotros sobre distintos fenómenos atmosféricos,o incluso sobre la basura, las aguas residualesy, aquellos que son más atrevidos, sobrepalomas o lobos). Pero esos olores están enBesźel.

Muy de tanto en tanto, un jovenulqomano que no conoce qué parte de suciudad entrama con Ul Qomatown comete elinadvertido error de preguntarle a un habitanteulqomano de Besźel creyendo que es uno desus compatriotas. El error se detecta pronto

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(no hay nada como mostrarse ostentosamentedesvisto de alarmarse) y la Brecha suelemostrarse clemente.

—Jefe —dijo Corwi. Nos sentamos en laesquina de una cafetería, Con ul Cai, una a laque yo solía ir. Había dado un buenespectáculo al saludar al propietario por sunombre, como lo harían sin duda la mayorparte de los clientes besźelíes. Probablementeme detestaba—. ¿Por qué coño hemos venidoaquí?

—Venga —dije—. La comida ulqomana.Vamos. Sabes que te gusta. —Le ofrecí unaslentejas a la canela y un té espeso y dulce. Ellalo rechazó—. Estamos aquí porque estoytratando de empaparme de la atmósfera. Estoytratando de meterme dentro de la piel de UlQoma. Mierda. Eres lista, Corwi, no te estoycontando nada que no sepas. Échame unamano con esto. —Empecé a enumerar con losdedos—. Ella estuvo aquí, la chica esta. Esta

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Fulana, Byela. —Estuve a punto de decirMarya—. Ella estuvo aquí hace… ¿cuánto?Tres años. Tuvo contacto con algún políticochungo de esta zona, pero ella estababuscando otra cosa en la que ellos no podíanayudarla. Algo que incluso ellos creían que erachungo. Entonces se larga. —Esperé—. Se ibaa Ul Qoma.

Solté un taco, Corwi soltó otro.—Investiga algo —seguí hablando—.

Después se marcha.—Eso creemos.—Eso creemos. Y de repente está aquí

de vuelta.—Muerta.—Muerta.—Joder.Corwi se inclinó hacia uno de mis

pastelitos, lo cogió, empezó a comérselopensativa y paró cuando ya tenía la boca llena.Durante un tiempo ninguno de nosotros dijo

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nada.—Lo es. Ha sido una puta brecha,

¿verdad? —dijo Corwi al fin.—Eso parece, que haya sido una brecha,

eso creo… sí, creo que lo ha sido.—Si no la cometió al cruzar, la cometió

al volver. Donde acaban con ella. O ya postmórtem. La tiran por ahí.

—O lo que sea. O lo que sea —comenté.—A no ser que cruzara legalmente, o que

haya estado aquí todo el tiempo. Solo porqueDrodin no la haya visto…

Me acordé de la llamada de teléfono.Puse una cara escéptica de «quizá».

—Puede ser. Él parecía bastante seguro.Pero no huele bien, sea lo que sea.

—Bueno…—Está bien. Supongamos que es una

brecha: no pasa nada.—Y una mierda.—No, escucha —dije—. Eso quiere decir

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que no sería problema nuestro. O por lomenos… si podemos convencer al Comité deSupervisión. A lo mejor intento mover eso.

Corwi puso un gesto airado.—Una mierda es lo que van a mover. He

oído que se están…—Tendremos que presentar nuestras

pruebas. Son circunstanciales hasta ahora,pero puede que sean suficientes para pasarlesel caso.

—No por lo que yo he oído. —Ellaapartó la mirada y la dirigió hacia atrás—.¿Estás seguro de que quieres, jefe?

—Claro que sí. Escucha. Lo entiendo.Te honra que quieras seguir con el caso, peroescucha. Si por algún casual tenemos razón…no puedes investigar una brecha. Esta ByelaFulana Chica Asesinada necesita alguien quepueda cuidar de ella. —Hice que ella memirara al quedarme callado—. No somos losmejores para esto, Corwi. Merece a alguien

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que pueda hacer algo más que nosotros. Nadieva a poder investigar mejor en esto que laBrecha. Cristo, ¿quién consigue que la Brechaactúe de su parte? ¿Que rastree al asesino?

—No muchos.—Eso. Así que si podemos, tenemos que

pasar el caso. El comité sabe que todosintentan pasar lo que sea, por eso te ponentantas pegas. —Corwi me miró, indecisa, y yoseguí hablando—. No tenemos pruebas y nosabemos los detalles, así que usemos un parde días para poder ponerle la guinda al pastel.O para comprobar que estábamosequivocados. Mira lo que tenemos de ellahasta ahora. Al fin tenemos suficiente.Desaparece de Besźel hace dos, tres años, yahora aparece muerta. A lo mejor Drodin tienerazón y estaba en Ul Qoma. A la vista detodos. Quiero que cojas el teléfono, hagascontactos aquí y también allí. Ya sabes lo quetenemos: extranjera, investigadora, etcétera.

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Averigua quién es. Si alguien intenta colártela,tú deja caer que es un asunto de la Brecha.

Cuando llegué fui al despacho de Taskin.—Borlú. ¿Recibiste mi llamada?—Señora Cerush, sus elaboradas excusas

para buscar mi compañía empiezan a resultarpoco convincentes.

—Me llegó tu mensaje y lo estoymoviendo. No, no te comprometas a fugarteconmigo aún, Borlú, vas a llevarte unadecepción. Es posible que tengas que esperarbastante para hablar con el comité.

—¿Cómo va a ser?—¿Cuándo fue la última vez que hiciste

esto? Hace años, ¿no? Escucha, estoy segurade que crees que has hecho un mate… No memires de esa forma, ¿qué deporte te gusta? ¿Elboxeo? Sé que crees que tendrán que acogersea… —su voz se tiñó de seriedad—, deinmediato, quiero decir, pero no lo harán. Vasa tener que esperar tu turno, y eso pueden ser

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unos días.—Pensé que…—Una vez, sí. Habrían dejado lo que

estaban haciendo. Pero este es un momentocomplicado, y somos más que ellos. Ningunade estas series de repeticiones es un gusto,pero, sinceramente, Ul Qoma no es tuproblema ahora. No desde que la gente deSyedr entró en la coalición gritando sobre ladebilidad nacional por la que el Gobierno estápreocupándose, en apariencia demasiadoansioso por apelar, así que no se van a darprisa. Tienen investigaciones públicas sobrelos campos de refugiados, y no hay modo enel que no vayan a sacar provecho de eso.

—Cristo, estás de broma. ¿Aún están delos nervios por esos pobres diablos?

Algunos conseguirían entrar en una u otraciudad, pero si lo hacían debía de ser casiimposible que no cometieran una brecha, sinel entrenamiento de inmigración. Nuestras

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fronteras eran estrictas. Cuando losdesesperados recién llegados daban con trozosde costa entramados, el acuerdo no escrito eraque estaban en cualquier ciudad donde elcontrol fronterizo se los encontraba, y así losencarcelaba en campos costeros, al principio.Qué hundidos se quedaban aquellos que, a lacaza de la esperanza en Ul Qoma, aterrizabanen Besźel.

—Lo que sea —dijo Taskin—. Y máscosas. Con los brazos abiertos. No van aapartarse de las reuniones de negocios y yoqué sé qué más como lo habrían hecho antes.

—Abriéndose de piernas por el dólaryanqui.

—No lo desprecies. Si van a traer eldólar yanqui aquí por mí está bien. Pero novan a darse prisa por ti, da igual quién hayamuerto. ¿Ha muerto alguien?

No le costó mucho trabajo a Corwiencontrar lo que yo le había mandado buscar.

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Al día siguiente se pasó tarde por mi despachocon un expediente.

—Me lo acaban de mandar de Ul Qoma—dijo—. He estado siguiendo pistas. No hasido tan difícil, una vez que sabías por dóndeempezar. Estábamos en lo cierto.

Allí estaba, nuestra víctima: suexpediente, su fotografía, nuestra máscaramortuoria, y de repente y de formasobrecogedora, fotografías de su vida,monocromas y emborronadas por el fax, peroahí estaba nuestra muerta, sonriendo yfumando un cigarrillo a mitad de una palabra,con la boca abierta. Nuestras notasgarabateadas, sus datos, aproximados y ahoraotros en rojo, sin interrogaciones que lospusieran en duda, los hechos sobre ella;debajo de los varios nombres inventadosestaba el verdadero.

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Capítulo 6

—Mahalia Geary.Había cuarenta y dos personas alrededor

de la mesa (antigua, ¿acaso podía ser de otramanera?) además de mí. Los cuarenta y dosestaban sentados y tenían carpetas delante deellos. Yo me quedé de pie. Dos personasescribían las actas de la reunión en susrespectivos puestos en las esquinas de lahabitación. Podía ver micrófonos en la mesa ya los intérpretes, que se sentaban cerca.

—Mahalia Geary. Tenía veinticuatroaños. Estadounidense. Es todo obra de miayudante, la agente Corwi, toda estainformación, señoras y señores. Todo está enlos papeles que les envié.

No todos los estaban leyendo. Algunos nihabían abierto las carpetas.

—¿Estadounidense? —preguntó uno.

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No reconocí a todos los veintiúnrepresentantes de Besźel. A algunos sí. Unamujer de mediana edad, con un mechón dedistinto color como un académico decinematografía, Shura Katrinya, ministra sincartera, respetada pero a la que se le habíapasado ya su momento. Mikhel Buric de lossocialdemócratas, de la oposición oficial,joven, capaz, lo bastante ambicioso como paraestar en más de un comité (en el de seguridad,el de comercio, el de las artes). El mayor YorjSyedr, el líder del Bloque Nacional, el grupomás derechista de la controvertida coalicióncon la que el primer ministro Gayardicz habíagobernado, a pesar de que Syedr teníareputación no solo de matón sino de alguienpoco competente. Yavid Nyisemu, elsubsecretario de Cultura y presidente delcomité. Había más caras familiares y haciendoun poco de memoria quizá podría acordarmede otros nombres. No conocía a ninguno de

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los homólogos de Ul Qoma. No prestabademasiada atención a la política extranjera.

La mayor parte de los ulqomanospasaban rápidamente los documentos que leshabía preparado. Tres de ellos llevabanauriculares, pero hablaban un besź lo bastantebueno como para que me entendieran almenos. Era extraño no desver a esas personasvestidas con trajes formales de Ul Qoma:hombres con camisas sin cuello y chaquetassin solapa, y las pocas mujeres presentesenvueltas en saris de colores que en Besźelserían de contrabando. Pero ahora no estabaen Besźel.

El Comité de Supervisión se reunía en uncoliseo gigante, barroco y parcheado enhormigón en el centro de Besźel y del cascoantiguo de Ul Qoma. Es uno de lospoquísimos lugares que se llama igual en lasdos ciudades: la Cámara Conjuntiva. Eso esporque no es un edificio entramado,

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exactamente, ni uno de entrecortada totalidad-alteridad, una planta o habitación en Besźel yla siguiente en Ul Qoma: por fuera está enambas ciudades, por dentro la mayor parte deél está en las dos o en ninguna. Todosnosotros (veintiún legisladores por cadaestado, con sus ayudantes y yo) nosencontrábamos en una coyuntura, unintersticio, una especie de frontera construidauna sobre otra.

Para mí era como si hubiera allí otrapresencia: la razón por la cual nos habíamosreunido. Quizá algunos de los que allíestábamos nos sentíamos observados.

Mientras estaban ocupados con lospapeles, aquellos que lo estaban, les volví adar las gracias por atenderme. Un poco deenardecida verborrea política. El Comité deSupervisión se reunía con frecuencia, perohabía tenido que esperar semanas para verlos.A pesar de la advertencia de Taskin, había

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tratado de convocar una reunión extraordinariapara traspasar la responsabilidad de MahaliaGeary tan rápido como fuera posible (¿a quiénle gustaría imaginar que su asesino estaba librecuando había una posibilidad mejor de arreglaraquello?), pero a no ser que fuera por unacrisis histórica, una guerra civil o unacatástrofe, eso era algo imposible deconseguir.

¿Y por qué no una reunión máspequeña? Que faltaran algunas personastampoco… Pero no (me informaronrápidamente), eso sería totalmenteinaceptable. Taskin me había advertido yestaba en lo cierto, y yo cada día me ibaimpacientando más. Me había facilitado sumejor contacto, la secretaria personal de unode los ministros del comité, que me habíaexplicado que la Cámara de Comercio deBesźel tenía una de sus cada vez másfrecuentes ferias con empresas extranjeras, y

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que no podían contar con Buric, que habíatenido cierto éxito supervisando esos actos, nicon Nyisemu ni tampoco con Syedr. Estoseran, faltaría más, presencias sagradas. YKatrinya estaba de reuniones con losdiplomáticos. Y Hurian, el comisionado deBolsas y Valores, tenía una reunión imposiblede reconcertar con el ministro de sanidadulqomano, y así un largo etcétera, por lo queno habría ninguna reunión especial. La jovenmuerta tendría que continuar siendoinadecuadamente investigada durante algunosdías más, hasta la asamblea, a cuya hora,entre el indispensable asunto de resolvercualquier dissensus, la gestión de los recursoscompartidos (algunas de las redes eléctricas dealta tensión, el alcantarillado y las aguasresiduales, los edificios más intrincadamenteentramados) se me concederían mis veinteminutos de tiempo para exponer el caso.

Quizá algunos conocían los detalles de

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estas constricciones, pero las particularidadesde las maquinaciones del Comité deSupervisión nunca habían sido de mi interés.Ya me había presentado dos veces ante ellos,hacía mucho tiempo. El aspecto del comité eradiferente por entonces, claro está. Las dosveces, el bando besźelí y el ulqomano seenzarzaron el uno con el otro: las relacioneseran peores entonces. Incluso cuandohabíamos sido defensores no combatientes deideas opuestas en los conflictos, como durantela segunda guerra mundial (que no fue lamejor época para Ul Qoma) el Comité deSupervisión había tenido que reunirse. No sehabía convocado, sin embargo, tal y comorecordaba de mis clases, durante las dosbreves y desastrosas guerras abiertas entreBesźel y Ul Qoma. En cualquier caso, ahorase suponía que nuestras dos naciones, aunquede manera algo forzada, estaban llevando acabo algún tipo de acercamiento.

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Ninguno de estos casos anteriores quehabía presentado había sido tan urgente. Laprimera vez fue un caso de brecha porcontrabando, como suelen ser este tipo deasuntos. Una banda del oeste de Besźel habíaempezado a vender drogas purificadas a partirde medicamentos de Ul Qoma. Estabanrecogiendo cajas cerca de las afueras de laciudad, cerca del final del eje Este-Oeste deun cruce de la línea ferroviaria que separabaUl Qoma en cuatro cuadrantes. Un contactoulqomano estaba tirando los paquetes desdelos trenes. Hay un breve tramo al norte deBesźel donde las vías se entraman y sirventambién de vías en Ul Qoma; y los kilómetrosde ferrocarril que se dirigen al norte alejándosede las dos ciudades estado, que nos juntan anuestros vecinos a través de una cicatriz en lamontaña, también se comparten en nuestrasfronteras, donde se convierten en una únicalínea en legalidad existencial, al igual que en

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un mero hecho de metal: hasta esos doslímites nacionales, la vía férrea eran dosferrocarriles jurídicos. En varios de esospuntos se tiraban en Ul Qoma las cajas desuministros médicos y ahí se quedaban,abandonadas junto a las vías de ferrocarrilentre los matorrales de Ul Qoma: pero lasrecogían en Besźel, y eso era una brecha.

Nunca observamos cómo las cogíannuestros criminales, pero cuando presentamoslas pruebas de que esa era la única formaposible, el comité estuvo de acuerdo y seinvocó a la Brecha. Ese comercio de drogaterminó: los proveedores desaparecieron de lascalles.

El segundo caso fue un hombre quehabía matado a su esposa y al que, cuando lorodeamos, le entró un pánico irracional ycometió una brecha: se metió en una tienda deBesźel, se cambió de ropa y salió en UlQoma. Por casualidad no lo apresaron en ese

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momento, pero no tardó en darse cuenta de loque había hecho. En su desesperadacriminalidad ni yo ni mis colegas de Ul Qomalo hubiésemos tocado, aunque tanto elloscomo yo sabíamos adónde había ido,escondiéndose en viviendas de Ul Qoma. LaBrecha se lo llevó y él desapareció también.

Esta era la primera vez en mucho tiempoque había hecho una petición. Presenté mispruebas. Me dirigí, educadamente, tanto a losmiembros de Ul Qoma como a los besźelíes.También al poder atento que, casi con todaseguridad, nos había vigilado de formainvisible.

—Vivía en Ul Qoma, no en Besźel. Unavez que lo averiguamos, la encontramos.Corwi lo averiguó, quiero decir. Ha estado allídurante más de dos años. Era una estudiantede doctorado.

—¿Qué estudiaba? —preguntó Buric.—Arqueología. Historia antigua. Estaba

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relacionada con una de las excavaciones. Lotienen todo en las carpetas. —Una ligeraturbación, repetida de forma diferente entrelos besźelíes y los ulqomanos—. Es así comoentró, incluso durante el bloqueo.

Había algunas lagunas jurídicas yexcepciones para los vínculos educativos yculturales.

Las excavaciones son constantes en UlQoma, los proyectos de investigaciónincesantes, el suelo es mucho más rico que elnuestro en artefactos arqueológicosextraordinarios de la era pre-Escisión. Loslibros y las conferencias discuten sobre si esapreponderancia coincide con la diseminación oes la prueba de algo específicamenteulqomano (cómo no, los nacionalistasulqomanos insisten en esto último). MahaliaGeary estaba afiliada a una excavación a largoplazo en Bol Ye’an, en la parte occidental deUl Qoma, un lugar tan importante como

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Tenochtitlán y Sutton Hoo, que había seguidoactivo desde que descubrieran los restos hacecasi un siglo.

Habría estado bien que mis compatriotashistoriadores la hubieran entramado tambiénpero, aunque el parque al final del cual estabalocalizada lo estaba ligeramente, y elentramado se acercaba bastante a la tierrallena de tesoros y cuidadosamente arada, unafina línea de Besźel íntegro que inclusoseparaba las partes de Ul Qoma en el terreno,la excavación en sí no lo estaba. Hay algunosbesźelíes que dirán que la asimetría es algobueno, que si hubiéramos sido la mitad dericos en grietas llenas de escombros históricoscomo Ul Qoma (algo parecido a unamezcolanza de sheela-na-gigs, restos derelojería, fragmentos de mosaicos, cabezas dehacha y crípticos jirones de pergaminorepletos de rumores sobre comportamientosanormales en la física de los cuerpos y

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resultados poco probables), nosotrossimplemente lo habríamos vendido. Ul Qoma,al menos, con su sensiblera beatería enrelación con la historia (una clara y culpablecompensación por el ritmo de cambio, por elvulgar vigor de gran parte de su recientedesarrollo), con sus archiveros del Estado ysus restricciones de exportación, ha mantenidoel pasado protegido de alguna forma.

—Bol Ye’an la llevan un par dearqueólogos de la Universidad Príncipe deGales de Canadá, donde Geary estabamatriculada. Su supervisora ha estadoviviendo intermitentemente en Ul Qomadurante años: Isabelle Nancy. Hay unoscuantos que viven allí. A veces organizanconferencias. Incluso de vez en cuando lashacen en Besźel. —Un premio de consolaciónpara nuestro suelo yermo de reliquias—. Laúltima importante fue hace ya algunos años,cuando encontraron el último conjunto de

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artefactos. Estoy seguro de que se acordarán.Incluso la prensa internacional se hizo

eco. Le habían dado un nombre a lacolección, pero ahora no recordaba cuál.Incluía un astrolabio y algo con engranajes,algo de intrincada complejidad y tanperdidamente específico e intemporal como elmecanismo de Anticitera, al que se le hanatribuido varias visiones y especulaciones, ydel que, asimismo, aún nadie ha sabidodeterminar su uso.

—Y bien, ¿cuál es la historia de estachica?

La pregunta vino de uno de losulqomanos, un hombre grueso de alrededor decincuenta años, con una camisa en variostonos que habría resultado de una legalidadcuestionable en Besźel.

—Ha estado aquí, en Ul Qoma, durantemeses, investigando —respondí—. Primero seinstaló en Besźel, antes de que fuera a Ul

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Qoma, para asistir a una conferencia que tuvolugar hace tres años. Quizá la recuerde, hubouna exposición de artefactos y otras cosascedidas por su ciudad, una o dos semanasenteras de jornadas y demás. Vino un montónde gente de todas partes del mundo,académicos que vinieron desde Europa,Norteamérica, de Ul Qoma y más.

—Por supuesto que nos acordamos —respondió Nyisemu—. Muchos de nosotrosparticipamos en ella.

Sin duda. Varios comités de Estado yalgunas organizaciones gubernamentalessemiautónomas tuvieron sus puestos; losministros del gobierno y de la oposiciónhabían acudido. El primer ministro habíaempezado los trámites, Nyisemu habíainaugurado oficialmente la exposición de losmuseos y había sido necesaria la presencia devarios políticos importantes.

—Bueno, pues Mahalia estuvo allí. Es

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posible que se fijaran en ella: armó un poco delío, por lo visto, la acusaron de desacato, hizoun discurso bastante espantoso sobre Orcinydurante la presentación. Casi la echan.

Algunos de los rostros (el de Buric y elde Katrinya, sin lugar a dudas, y quizá el deNyisemu) reflejaron cierta chispa dereconocimiento. Al menos una persona de UlQoma también parecía recordar algo.

—Así que ella se calma, o eso parece, ytermina su máster, empieza el doctorado,entra en Ul Qoma, esta vez para formar partede la excavación, sigue con sus estudios…Nunca volvió aquí, no creo, nunca después deaquella intervención, y sinceramente mesorprende que pudiera volver a entrar. Y haestado allí durante bastante tiempo, excepto enlas vacaciones. Hay residencias universitariascerca de la excavación. Desapareció hace unpar de semanas y apareció en Besźel. EnPocost Village, en la urbanización, que, como

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recordarán, es una zona íntegra de Besźel, asíque es álter en Ul Qoma, y estaba muerta.Está todo en el informe, congresista.

—No ha demostrado que se cometierauna brecha, ¿verdad? No, no lo ha hecho.

Yorj Syedr habló en voz más baja de laque habría atribuido a un militar. Frente a él,varios de los congresistas ulqomanossusurraban en ilitano, su intervención los habíaespoleado a compartir opiniones. Lo miré.Buric, a su lado, puso los ojos en blanco y sedio cuenta de que le había visto hacerlo.

—Tendrá que disculparme, concejal —dije por fin—. No sé qué decir a eso. Estajoven vivía en Ul Qoma. Legalmente, quierodecir, tenemos los registros. Desaparece.Aparece muerta en Besźel. —Fruncí el ceño—. No estoy seguro… ¿Qué más pruebassugiere que haya?

—Pero son circunstanciales. Es decir,¿ha consultado en la oficina de Asuntos

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Exteriores? ¿Ha descubierto, pongamos porcaso, si quizá la señorita Geary dejara UlQoma para algún asunto en Budapest o algoasí? ¿No es posible que hiciera algo parecido yregresara después a Besźel? Hay al menos dossemanas de las que no tenemos ningunainformación, inspector Borlú.

Lo miré fijamente.—Como he dicho antes, ella no iba a

volver a Besźel después de su pequeñaactuación…

Syedr puso una cara que pareció casi dearrepentimiento y me interrumpió.

—La Brecha es… un poder extranjero.—Varios de los miembros besźelíes del comitéy algunos de los ulqomanos mostraron suasombro—. Todos sabemos que eso es así,tanto si es cortés reconocerlo como si no.

»La Brecha —continuó Syedr— es, y lovuelvo a decir, un poder extranjero, y leentregamos nuestra soberanía por nuestra

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cuenta y riesgo. Simplemente nos hemoslavado las manos de cualquier situación difícily se las hemos entregado a, mis disculpas siresulto ofensivo, una sombra sobre la que notenemos ningún control. Solo para llevar unavida más fácil.

—¿Está de broma, concejal? —preguntóalguien.

—Ya es suficiente —empezó Buric.—No todos le abrimos los brazos al

enemigo —espetó Syedr.—¡Presidente! —gritó Buric—.

¿Permitirá que continúe esta difamación? Estoes escandaloso…

Ahí estaba el espíritu imparcial sobre elque había leído.

—Por supuesto que apoyo totalmente suintervención cuando de verdad es necesaria —continuó Syedr—. Pero mi partido lleva untiempo discutiendo que tenemos que parar…de autorizar sin ningún tipo de

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cuestionamiento la cesión de una autoridadconsiderable a la Brecha. ¿Cuántainvestigación ha llevado a cabo, inspector?¿Ha hablado con sus padres? ¿Con susamigos? ¿Qué es lo que de verdad sabemossobre esta pobre chica?

Tendría que haberme preparado mejorpara una cosa así. No me lo había esperado.

Había visto a la Brecha antes, durante unmero instante. ¿Y quién no? La había vistotomar el control. La gran mayoría de lasbrechas son graves e inmediatas. La Brechainterviene. No estaba acostumbrado a pedirpermiso, a invocar, de este modo arcano.«Confía en la Brecha», todos hemos crecidoescuchándolo, «desvé y no digas nada de loscarteristas o de los atracadores ulqomanos enacción, ni siquiera si te das cuenta, algo queno deberías hacer, desde tu posición enBesźel, porque una brecha es peor que unainfracción como la suya».

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Vi a la Brecha por primera vez cuandotenía catorce años. La causa fue la máscomún de todas: un accidente de tráfico. Unapequeña furgoneta cuadrada de Ul Qoma (estohace más de treinta años, los vehículos de lascarreteras de Ul Qoma eran mucho menosimpresionantes entonces de lo que son ahora)había patinado. Había estado conduciendo poruna carretera entramada y una tercera parte delos coches de la zona eran besźelíes.

Si la furgoneta se hubiera enderezado, losconductores de Besźel habrían respondidocomo suelen hacer ante un molesto obstáculoextranjero, uno de los inconvenientesinevitables de vivir en ciudades entramadas. Siun ulqomano se tropieza con un besźelí, cadauno en su propia ciudad; si un perro ulqomanocorre para oler a un transeúnte besźelí; unaventana rota en Ul Qoma que deja cristales enel camino de los peatones besźelíes: en todosesos casos los besźelíes (o los ulqomanos, en

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el caso contrario) evitan el problemaextranjero lo mejor que pueden sin tener quereconocerlo. Lo tocan si deben, aunque mejorsi no lo hacen. Esa forma de desver tan cortésy estoica sirve para lidiar con prótubos: lapalabra besź para protuberancias de la otraciudad. Hay un término en ilitano también,pero no sé cuál es. La única excepción es labasura, cuando ya lleva mucho tiempo. Si estátirada en un pavimento entramado o unaráfaga de viento la hace caer en una zonadistinta de donde la habían tirado, empiezacomo un prótubo, pero después de un tiempolo bastante largo empieza a descomponerse, yla escritura (besź o ilitana) comienza aoscurecerse por la suciedad y a blanquearsepor la luz, y cuando se coagula con otrabasura, incluida la mugre de la otra ciudad, essolo basura y vaga entre las fronteras como laniebla, la lluvia y el humo.

El conductor de la furgoneta al que vi no

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consiguió recuperar el control. Conducía endiagonal al asfalto (no sé qué calle es en UlQoma, en Besźel era KünigStrász) y seestampó contra la pared de una tienda besźelíy un hombre que estaba mirando elescaparate. El hombre besźelí murió; elconductor ulqomano resultó gravementeherido. La gente gritaba en ambas ciudades.Yo no vi el impacto, pero mi madre sí, y meagarró la mano con tanta fuerza que di ungrito de dolor antes de que me hubierapercatado del ruido.

Los primeros años de un niño besźelí (ysupongo que también los de un ulqomano) sonun intenso aprendizaje de signos.Seleccionamos tipos de prendas, colorespermisibles, modos de caminar y posturas,todo muy rápido. Más o menos antes decumplir los ocho se podía confiar en que lamayor parte de nosotros no incurriríamos enuna brecha embarazosa e ilegal, aunque, claro

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está, a los niños se les da licencia cada vezque salen a la calle.

Yo tenía más de ocho años cuandolevanté la mirada para ver el sangrientoresultado de aquel accidente que habíaocasionado una brecha y recuerdo acordarmede esos misterios arcanos y de que eran unaestupidez. En aquel momento, cuando mimadre, yo y todos los que estábamos allí nopodíamos hacer otra cosa que ver losdestrozos en Ul Qoma, todo aquel escrupulosodesver que acababa de aprender se desgarró.

La Brecha llegó en unos segundos.Formas, figuras, algunas de las cuales quizáhabían estado allí pero, de algún modo, sehabían fusionado con los espacios quequedaban entre el humo del accidente, y sedesplazaban tan deprisa que parecía que lohacían para que se les viera claramente,moviéndose con autoridad y mando tanabsolutos que tuvieron la zona de la intrusión

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controlada y dominada en cuestión desegundos. Aquellos poderes resultabanincreíbles, parecían casi imposibles dedescifrar. En los límites de la zona de crisis lapolicía besźelí y, no conseguía aún verlo bien,la policía ulqomana estaban echando a loscuriosos a sus propias ciudades, limpiando lazona, dejando fuera a los forasteros, sellandola zona dentro de la cual, con rápidas accionestodavía visibles aunque mi yo infantil deentonces tenía miedo de verlas; la Brechaestaba organizando, cauterizando,restaurando.

Era en ese tipo de extrañas situaciones enlas que uno podía atisbar por un momento a laBrecha llevando a cabo lo que hacía.Accidentes y catástrofes que perforaban lafrontera. El terremoto de 1926; un terribleincendio (una vez se produjo un fuegoextraordinariamente cerca de mi apartamento.Estaba contenido en una sola casa, pero una

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casa que no estaba en Besźel, que ya habíadesvisto. Así que me había dedicado a ver lasimágenes del incendio enviadas desde UlQoma, en la televisión de aquí, mientras lasventanas de mi salón se iluminaban con elbrillo del rojo parpadeante); la muerte de untranseúnte ulqomano a causa de una balaperdida de un atraco en Besźel. Era difícilasociar esas crisis con esta burocracia.

Me di la vuelta y miré alrededor de lahabitación a nada en particular. La Brechatiene que justificar sus acciones ante aquellosespecialistas que las solicitan, pero eso noparece una limitación para muchos denosotros.

—¿Ha hablado con sus compañeros? —preguntó Syedr—. ¿Cómo de lejos ha ido conesto?

—No. No he hablado con suscompañeros. Lo ha hecho mi ayudante, claro,para verificar la información.

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—¿Ha hablado con sus padres? Parecemuy dispuesto a quitarse de en medio de estainvestigación.

Esperé unos segundos más antes dehablar por encima del murmullo que había aambos lados de la mesa.

—Corwi lo ha hecho. Han cogido unavión para venir aquí. Alcalde, no estoyseguro de que entienda bien la posición en laque estamos. Sí, sí estoy dispuesto. ¿Es queno quiere encontrar al asesino de MahaliaGeary?

—Está bien, ya es suficiente. —YavidNyisemu tamborileaba nerviosamente con losdedos sobre la mesa—. Inspector, será mejorque no adopte ese tono. Hay ciertapreocupación entre nuestros representantes,tan creciente como razonable, de que cedemosdemasiado pronto a la Brecha situaciones enlas que en realidad podríamos elegir nohacerlo, y que hacerlo es peligroso y

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potencialmente incluso una traición. —Esperóhasta que al fin su petición quedó clara y yohice un ruido que podría considerarse unadisculpa—. Sin embargo —prosiguió—,alcalde, usted podría considerar ser algomenos porfiador y ridículo. Por el amor deDios, la joven estaba en Ul Qoma, desaparecey aparece muerta en Besźel. Me resulta difícilpensar en un caso más evidente. Claro quevamos a aprobar la cesión de esto a la Brecha.—Cortó el aire con la mano cuando Syedrempezó a quejarse.

Katrinya asintió.—Unas palabras sensatas —dijo Buric.Quedaba claro que los ulqomanos habían

tenido estas luchas internas antes. Losesplendores de nuestra democracia. Sin dudadirigían sus propias riñas.

—Creo que eso será todo, inspector —dijo por encima del elevado tono de voz delmayor—. Tenemos su petición. Gracias. El

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ujier lo acompañará a la salida. Pronto tendránoticias nuestras.

Los pasillos de la Cámara Conjuntivaestán construidos en un determinado estilo quedebe de haber cambiado con los muchos siglosde existencia del edificio y la posición centralque ocupa en la vida y la política de losbesźelíes y los ulqomanos: ambas son antiguasy respetables, pero en cierto modo imprecisas,sin definición. Las pinturas al óleo están bienejecutadas, pero como si no tuvieranantecedentes, con un estilo neutral carente denervio. El personal, tanto besźelí comoulqomano, iba y venía por esos pasillos entierra de nadie. La cámara no desprende unasensación de colaboración sino de vacuidad.

Los pocos artefactos de la épocaPrecursora, guardados en vasijas de cristal quesalpican los pasillos, son algo distinto. Sonespecíficos, aunque opacos. Le eché unvistazo a algunos mientras me marchaba: una

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Venus con los pechos caídos y una crestadonde debían haber reposado engranajes ouna palanca; una rudimentaria avispa de metaldescolorida por el paso de los siglos; un dadode basalto. Debajo de cada una había unaleyenda que ofrecía hipótesis.

La intervención de Syedr resultó pococonvincente (daba la impresión de que habíadecidido plantar cara a la siguiente peticiónque se cruzara por su mesa, y yo había tenidola desgracia de que fuera la mía, un caso delque era difícil discutir) y sus motivacionesparecían cuestionables. Si me interesara lapolítica no querría que fuera mi líder. Perohabía motivos para su cautela.

El poder de la Brecha es casi ilimitado.Terrorífico. Lo que sí pone límites a la Brechaes solo que esos poderes soncircunstancialmente muy específicos. Lainsistencia en que esas circunstancias esténrigurosamente supervisadas es una precaución

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necesaria para las ciudades.De ahí los controles y equilibrios que se

mantienen entre Besźel, Ul Qoma y la Brecha.En situaciones distintas a las diversaspuntuales e irrefutables brechas (del crimen, elaccidente o el desastre, como derrame deproductos químicos, explosión de gas, unenfermo mental que ataca a alguien al otrolado de la frontera) el comité vetaba todas lasinvocaciones que eran, después de todo, lascircunstancias en las que Besźel y Ul Qoma sedespojarían ellas mismas de todo poder.

Incluso después de los gravesacontecimientos, de los que nadie en su sanojuicio discutiría, los representantes de las dosciudades en el comité examinaríanminuciosamente las justificaciones ex postfacto que encargaban para las intervencionesde la Brecha. Es posible, técnicamente, quealgunas de estas fueran cuestionadas: seríaabsurdo que lo hicieran, pero el comité no

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socavaría su autoridad dejando de plantearmociones importantes.

Las dos ciudades necesitan a la Brecha.Y sin la integridad de las ciudades, ¿qué es laBrecha?

Corwi me estaba esperando.—¿Y? —Me pasó un café—. ¿Qué han

dicho?—Bueno, lo van a traspasar. Pero me

han puesto un montón de trabas. —Nosdirigimos hacia el coche patrulla. Todas lascalles que rodeaban la Cámara Conjuntivaeran entramadas, y nos abrimos pasodesviendo un grupo de amigos ulqomanoshacia donde Corwi había aparcado el coche—.¿Conoces a Syedr?

—¿Ese gilipollas fascista? Claro.—Estaba intentando que pareciese que

no quería darle el caso a la Brecha. Eraextraño.

—Odian a la Brecha, ¿no?, los del

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Bloque Nacional.—Pues es raro que la odien. Como odiar

el aire o algo. Y él es nacionalista, y si no hayBrecha, no hay Besźel. No hay patria.

—Es complicado, ¿no? —dijo Corwi—,porque incluso si los necesitamos, es un signode dependencia que los necesitemos. Losnacionalistas están divididos, de todos modos,entre los del equilibrio de poderes y lostriunfalistas. A lo mejor es un triunfalista.Creen que la Brecha está protegiendo a UlQoma, que es lo único que impide que Besźeltome el control.

—¿Que tome el control? Esos viven enun mundo de fantasía si creen que iba a ganarBesźel. —Corwi me dirigió una mirada fugaz.Los dos sabíamos que era cierto—. Sea comosea, es discutible. Me parece que estabaadoptando una pose.

—Es un puto idiota. O sea, además deser un fascista es que no es muy listo.

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¿Cuándo nos van a dar luz verde?—En un día o dos, yo creo. Votarán

todas las mociones que les han presentadohoy. Creo.

No sabía cómo estaba organizado, dehecho.

—Y mientras tanto, ¿qué?Corwi hablaba en tono cortante.—Bueno, tienes muchas más cosas con

las que puedes seguir, ¿me equivoco? Este noes tu único caso.

La miré mientras conducía.Dejamos atrás la Cámara Conjuntiva,

con su enorme entrada como una cuevasecular prefabricada. El edificio es mucho másgrande que una catedral, mucho más grandeque un circo romano. Está abierto en loslaterales este y oeste. A nivel del suelo ydurante los primeros quince metrosabovedados hay una vía pública semicerrada,salpicada con pilares, flujos de vehículos

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separados por paredes e interrumpidos porpuestos de control.

Los peatones y los vehículos iban yvenían. Los coches y las furgonetas conducíanhacia allí, para esperar en el punto másoriental, donde se comprobaban los pasaportesy los papeles y se les concedía el permiso a losconductores (o a veces se les denegaba) paradejar Besźel. Un flujo constante. A másmetros de ahí, a través del intersticio delpuesto de control que había bajo el arco de lacámara, otros esperaban en las puertasoccidentales del edificio para entrar en UlQoma. Un proceso invertido en los otroscarriles.

Entonces los vehículos con el permisopara cruzar ya estampado emergían en elextremo opuesto por el que habían entrado yllegaban a una ciudad extranjera. A vecesvolvían sobre sus pasos, en las callesentramadas del casco viejo o del casco viejo,

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al mismo lugar donde habían estado minutosantes, pero en un reino jurídico nuevo.

Si alguien necesitara ir a una casafísicamente puerta con puerta a la suya peroen una ciudad vecina había que coger unacarretera distinta bajo un poder hostil. Eso eslo que los extranjeros raras veces lograbanentender. Un habitante de Besźel no podíacaminar unos cuantos pasos hacia la puerta deal lado en una casa álter sin cometer unabrecha.

Pero si pasara por la Cámara Conjuntiva,podría dejar Besźel y al final de la cámaravolver exactamente al mismo punto(corpóreamente hablando) del que habíapartido, pero en otro país, como turista, unvisitante maravillado, en una calle quecompartía la latitud y longitud de su propiadirección, una calle que no habían visitadoantes, cuya arquitectura siempre habíandesvisto, a la casa ulqomana que tenían al lado

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y toda una ciudad alejada de su propioedificio, no visible allí ahora que habíancruzado, a través de la Brecha, de vuelta acasa.

La Cámara Conjuntiva, como el golletede un reloj de arena, el punto de ingreso y deegreso, el ombligo entre las dos ciudades. Eledificio entero, un embudo que deja entrar alos visitantes de una ciudad en la otra, y los dela otra en la una.

Hay lugares que no están entramados,pero donde Besźel se ve interrumpida por unaparte de Ul Qoma. Cuando éramos niñosdesveíamos Ul Qoma diligentemente, comonuestros padres y nuestros profesores no sehabían cansado de enseñarnos (la ostentacióncon la que nosotros y nuestros coetáneos nossolíamos desadvertir entre nosotros cuandoestábamos topordinariamente cerca eraimpresionante). Solíamos tirar piedras al otrolado de la alteridad, dar una vuelta completa

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en Besźel y las volvíamos a coger.Discutíamos sobre si habíamos hecho locorrecto. La Brecha nunca se manifestaba,claro está. Hacíamos lo mismo con laslagartijas locales. Siempre las encontrábamosmuertas cuando las recogíamos, y decíamosque el vuelo a través de Ul Qoma las habíamatado, aunque bien podría haber sido elaterrizaje.

—No será nuestro problema durantemucho más tiempo —dije, viendo algunosturistas ulqomanos entrar en Besźel—. Merefiero a Mahalia. Byela. Fulana de Tal.

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Capítulo 7

Volar a Besźel desde la Costa Este deEstados Unidos implica cambiar de avión almenos una vez, y eso en el mejor de loscasos. Es un viaje célebre por suscomplicaciones. Hay vuelos directos a Besźeldesde Budapest, desde Skopje y,probablemente la mejor alternativa para unestadounidense, desde Atenas. Técnicamentehabría sido más difícil para ellos llegar a UlQoma por culpa del bloqueo, pero lo únicoque necesitaban era pasar a Canadá y podíancoger allí un vuelo directo. Había muchos másservicios internacionales al Nuevo Lobo.

Los Geary llegaban al Besźel Halvic a lasdiez de la mañana. Ya le había encargado aCorwi que les informara antes de la muerte desu hija por teléfono. Le dije que yo lesacompañaría para que vieran el cuerpo,

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aunque ella podía venirse si quería. Lo hizo.Llegamos antes al aeropuerto de Besźel

por si el avión se adelantaba. Nos tomamos uncafé malo en el equivalente al Starbucks de laterminal. Corwi me volvió a preguntar sobre elfuncionamiento del Comité de Supervisión.Yo le pregunté si había salido de Besźelalguna vez.

—Claro —me respondió—. He estado enRumanía. He estado en Bulgaria.

—¿Y en Turquía?—No. ¿Y tú?—Sí. Y en Londres. Y en Moscú. En

París, una vez, hace mucho tiempo, y enBerlín. El Berlín Occidental. Fue antes de lareunificación.

—¿Berlín? —dijo.El aeropuerto estaba escasamente

concurrido: la mayor parte eran besźelíes deregreso, al parecer, además de unos pocosturistas y representantes comerciales de

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Europa del Este. Es difícil hacer turismo enBesźel, o en Ul Qoma, (¿cuántos destinosvacacionales ponen exámenes antes de que tedejen entrar?), pero aun así, aunque no habíaestado, había visto imágenes del aeropuerto deUl Qoma, a veinticinco o veintiséis kilómetrosal sureste, atravesando Bulkya Sound desdeLestov, y tenía mucho más tráfico que elnuestro, aunque las condiciones de visita noeran menos extenuantes que las nuestras.Cuando lo remodelaron hace unos años habíapasado de ser un poco pequeño a mucho másgrande que nuestra terminal en unos pocosmeses de construcción frenética. Por encimade sus terminales había medialunasconcatenadas de espejos, diseñadas por Fostero alguno de ese estilo.

A un grupo de judíos ortodoxosextranjeros los recibían sus, a juzgar por laropa, mucho menos devotos familiares locales.Un grueso agente de seguridad hacía oscilar su

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pistola para rascarse la barbilla. Había uno odos ejecutivos vestidos de forma intimidanterelacionados con esas llegadas recientes de oroen polvo, nuestros supertecnológicos, inclusoestadounidenses, amigos, que buscaban a susconductores con indicativos que losidentificaban como miembros del consejo deadministración de Sear and Core, Shadner,VerTech. Eran esos ejecutivos que nollegaban en sus propios aviones, o helicópterosen sus propios helipuertos. Corwi me violeyendo las cartulinas.

—¿Por qué coño iba alguien a invertiraquí? —preguntó—. ¿Crees que acaso seacuerdan de haberlo firmado? Seguro que elGobierno les mete Rohipnol durante estosviajecitos.

—Ese es el típico discurso derrotista deBesźel, agente. Eso es lo que estáderrumbando nuestro país. Los representantesBuric y Nyisemu y Syedr están haciendo justo

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el trabajo que les encomendamos.Lo de Buric y Nyisemu tenía sentido, lo

extraordinario era que Syedr se hubiera metidoa organizar ferias comerciales. Había tirado defavores. El hecho de que, como demostrabanestos visitantes extranjeros, hubiera otrospequeños éxitos era mucho másextraordinario.

—Vale —dijo Corwi—. En serio, fíjateen esos cuando salen: te juro que hay pánicoen sus ojos. ¿Has visto todos esos cochestransportándolos por la ciudad, a lugaresturísticos y entramados o donde sea?«Mirando las vistas.» Claro. Esos pobresdiablos están intentando encontrar la forma desalir.

Señalé una de las pantallas: el avión habíaaterrizado.

—¿Así que has hablado con lasupervisora de Mahalia? —pregunté—.Intenté llamarla un par de veces, pero no

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conseguí hablar con ella y no me han queridodar su móvil.

—No hablé mucho —contestó Corwi—.La localicé en el centro, hay como un centrode investigación que es parte de la excavaciónde Ul Qoma. La profesora Nancy es uno delos peces gordos, tiene a un montón deestudiantes. El caso es que la llamé ycomprobé que Mahalia era una de las suyas,que nadie la había visto durante un tiempo,etcétera, etcétera. Le dije que teníamosrazones para creer que tal, tal, tal. Le enviéuna foto. Se quedó muy impresionada.

—¿Sí?—Desde luego. Ella… no dejaba de decir

lo buena estudiante que era Mahalia, que nopodía creer lo que había pasado, y todo eso.Así que estuviste en Berlín. ¿Entonces hablasalemán?

—Lo hablaba —dije—. Ein bisschen.—¿Por qué fuiste allí?

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—Era joven. A una conferencia: «Laactuación policial en ciudades divididas». Sehicieron sesiones en Budapest, Jerusalén yBerlín, Besźel y Ul Qoma.

—¡Joder!—Ya, ya. Eso es lo que dijimos

entonces. No habían entendido nada.—¿Ciudades divididas? Me sorprende

que la academia te dejara ir.—Ya, casi podía sentir que se evaporaba

mi regalo en el arranque de patriotismo deotros. Mi superintendente dijo que no era soloque no entendieran nuestro estatus sino queera un insulto a Besźel. Supongo que no seequivocaba. Pero era un viaje al extranjerosubvencionado, ¿cómo iba a decir que no?Tuve que convencerle. Al menos conocí al fina mis primeros ulqomanos, que obviamentehabían superado también su propiaindignación. Conocí a una en particular en ladiscoteca de la conferencia, creo recordar.

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Hicimos lo que pudimos para aliviar lastensiones internacionales mientras sonaba 99Luftballons.

Corwi resopló, pero los pasajerosempezaron a salir y le devolvimos lacompostura a nuestros rostros para quetuvieran un aspecto respetuoso cuandoaparecieran los Geary.

El oficial de inmigración que los escoltabanos vio y les indicó amablemente nuestraposición. Los reconocimos por las fotografíasque nos habían enviado nuestros homólogosestadounidenses, pero los habría reconocidode todos modos. Tenían esa expresión quesolo había visto en los padres desconsolados:tenían los rostros arcillosos, hinchados por elcansancio y el dolor. Entraron en el vestíbuloarrastrando los pies como si tuvieran quince oveinte años más de los que realmente tenían.

—¿El señor y la señora Geary?Había estado practicando mi inglés.

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—Ah —dijo ella, la señora Geary—. Ah,sí, usted es… usted es el señor Corwi, ¿no?

—No, señora. Soy el inspector TyadorBorlú, de la BCV. —Le apreté la mano, y lade su marido—. Esta es la agente LizbyetCorwi. Señor y señora Geary, yo…nosotros… sentimos mucho su pérdida.

Los dos parpadearon como animales,asintieron y abrieron la boca sin decir nada. Eldolor les hacía parecer estúpidos. Era cruel.

—¿Quieren que los acompañe al hotel?—No, gracias, inspector —dijo el señor

Geary. Miré de reojo a Corwi, pero más omenos iba siguiendo lo que decíamos: loentendía bien—. Nos gustaría… nos gustaríahacer aquello para lo que hemos venido. Nosgustaría verla.

—Por supuesto. Si son tan amables.Los guié hacia el coche.—¿Vamos a ver a la profesora Nancy?

—preguntó el señor Geary mientras Corwi

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conducía—. ¿Y a los amigos de May?—No, señor Geary —respondí—. No

podemos hacer eso, me temo. Ellos no estánen Besźel. Están en Ul Qoma.

—Ya lo sabes, John, ya sabes cómofuncionan aquí las cosas —le dijo su mujer.

—Sí, sí —me dijo él a mí, como si esashubieran sido mis palabras—. Sí, lo siento,permítame… Solo quiero hablar con susamigos.

—Podemos arreglarlo, señor Geary,señora Geary —dije—. Veremos lo de lasllamadas. Y… —Estaba pensando en unospases para la Cámara Conjuntiva—. Losescoltaremos hasta Ul Qoma. Después de quehayamos terminado con lo que tenemos quehacer aquí.

La señora Geary miró a su marido. Élmiraba fijamente la aglomeración de coches ycalles que nos rodeaban. Algunos de los pasoselevados a los que nos acercábamos estaban

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en Ul Qoma, pero estaba convencido de queél no se abstendría de verlos. No le importaríaincluso si supiera no hacerlo. Hacerlo decamino sería una brecha, una ilícitacontemplación panorámica de una glamurosazona de Ul Qoma de rápido crecimientoeconómico, llena de arte horrible, aunquepúblico.

Los Geary llevaban ambos distintivos devisitantes en colores besźelíes, pero comoexcepcionales beneficiarios de compasivossellos de ingreso no recibieron ningunaformación para turistas ni fueron objeto deningún informe por parte de la política local defronteras. Se mostrarían insensibles a causa dela pérdida. Los peligros de que incurrieran enalguna brecha eran elevados. Necesitábamosprotegerlos de que cometieran actosirreflexivos que pudieran deportarlos, comomínimo. Hasta que se hiciera oficial eltraspaso de la situación a la Brecha, nuestra

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misión consistía en hacer de canguros:seríamos la sombra de los Geary mientrasestuvieran despiertos.

Corwi no me miraba. Teníamos que sercautelosos. Si los Geary hubieran sido unosturistas cualesquiera, tendrían que haberrecibido una formación obligatoria y pasar elpoco riguroso examen de entrada, tanto laparte teórica como la práctica de desempeñode roles para reunir los requisitos necesariospara obtener un visado. Aprenderían, almenos de forma esquemática, signosfundamentales de arquitectura, vestimenta, elalfabeto y las costumbres, los colores y lasseñales ilegales, los detalles obligatorios (y,dependiendo del profesor besźelí que tuvieran,las supuestas distinciones de las fisionomíasnacionales) para distinguir Besźel y Ul Qoma,y sus habitantes. Aprenderían tan solo unpoco (tampoco es que los que vivíamos aquísupiéramos mucho) sobre la Brecha. Sería

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crucial que aprendieran lo suficiente paraevitar las brechas más evidentes en las quepodrían incurrir.

Después de un curso de dos semanas, oel tiempo que fuera, nadie pensaba que losturistas hubieran metabolizado el profundoinstinto prediscursivo de nuestras fronterasque teníamos los besźelíes y los ulqomanos,que hubieran siquiera captado los verdaderosrudimentos para desver. Nosotros, y lasautoridades de Ul Qoma, esperábamos unestricto decoro exterior y, por supuesto, quede ninguna forma interactuasen y advirtiesennuestra vecina y entramada ciudad estado.

Mientras que, o debido a ello, lassanciones por incurrir en una brecha eran muyaltas (las dos ciudades dependían de eso), labrecha tenía que demostrarse más allá de todaduda razonable. Todos sospechamos que,mientras que nosotros somos unos avezadosexpertos en desverla, los turistas que van al

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gueto del casco viejo de Besźel adviertensubrepticiamente el puente acristalado de YalIran en Ul Qoma, que en una topología literalcolinda con nosotros. Al mirar hacia las cintasde los globos que vuelan en el desfile del Díadel Viento en Besźel, no hay duda de que nopueden evitar (como sí podemos nosotros)advertir las elevadas torres en forma delágrima del barrio palaciego de Ul Qoma, juntoa ellos aunque estén a un país de distancia.Siempre y cuando no señalen y balbuceencomo niños (razón por la cual, salvo rarasexcepciones, no se les permite la entrada aextranjeros menores de dieciocho años), todoslos implicados pueden consentir la posibilidadde que no hay una brecha. Ese es el controlque enseña la formación anterior al visado,más que el desver riguroso del nativo, ymuchos estudiantes tienen el sentido prácticopara entender eso. Todos, la Brecha incluida,otorgan el beneficio de la duda al visitante si

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es posible.Por el espejo del coche vi que el señor

Geary miraba un camión que pasaba. Yo lodesví porque estaba en Ul Qoma.

Su mujer y él se susurraban cosas detanto en tanto, pero mi inglés o mi oído noeran lo bastante buenos como para entender loque decían. La mayor parte del tiempopermanecían en silencio, apartados, mirando através de sus respectivas ventanas a cada ladodel coche.

Shukman no estaba en el laboratorio.Quizá se conocía bien a sí mismo y sabía loque debía de parecerles a aquellos que veníana visitar a los muertos. A mí no me gustaríaque me recibiera en esas circunstancias.Hamzinic nos guió hacia el depósito. Lospadres se pusieron a gemir al unísono cuandoentraron y vieron un bulto bajo una sábana.Hamzinic esperó en respetuoso silenciomientras se preparaban y cuando la madre

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hizo una señal con la cabeza descubrió la carade Mahalia. Los padres volvieron a gemir. Lamiraron fijamente y después de largossegundos, su madre le tocó la cara.

—Ay, sí, sí, es ella —dijo el señorGeary. Lloró—. Es ella, sí, es mi hija —dijocomo si le estuviéramos pidiendo unaidentificación formal, cosa que no estábamoshaciendo. Ellos habían querido verla. Asentícomo si aquello nos resultara útil y miré desoslayo a Hamzinic, que volvió a echar lasábana y buscó algo que hacer mientrassacábamos de allí a los padres de Mahalia.

—De verdad que quiero ir a Ul Qoma —dijo el señor Geary. Estaba acostumbrado aescuchar ese pequeño énfasis con el que losextranjeros pronunciaban el verbo «ir»: elseñor Geary sonó extraño usándolo—. Losiento, sé que va a ser difícil de organizar,pero quiero ver… donde ella…

—Por supuesto —respondí.

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—Por supuesto —repitió Corwi.Ella estaba siguiendo la conversación en

inglés razonablemente bien y lo hablaba devez en cuando. Estábamos almorzando conlos Geary en el Queen Czezille, un hotel losuficientemente confortable con el que lapolicía de Besźel tenía un acuerdo desde hacíabastante tiempo. El personal tenía experienciaen hacer de carabinas, en mantener eseencierro casi subrepticio, de los turistas nocualificados.

James Thacker, un mando intermedioque llevaba veintiocho o veintinueve añostrabajando en la embajada de Estados Unidos,se había unido a nosotros. De vez en cuandohablaba con Corwi en un besź excelente. Elcomedor daba al extremo norte de la isla deHustav. Los barcos cruzaban el río (en las dosciudades). Los Geary picoteaban sin ganas supescado a la pimienta.

—Suponemos que querrán ver dónde

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trabajaba su hija —dije—. Hemos habladocon el señor Thacker y sus homólogos en UlQoma sobre los papeles necesarios para poderpasar a través de la Cámara Conjuntiva.Tardarán uno o dos días.

No hay una embajada en Ul Qoma, claroestá: solo una malhumorada oficina deintereses de los Estados Unidos.

—Y… dijo usted que esto… ¿que ahoralo llevará la Brecha? —preguntó la señoraGeary—. Usted dijo que no serán losulqomanos los que investiguen esto, sino laBrecha, ¿verdad? —La madre fijó su miradaen mí con una tremenda desconfianza—. ¿Ycuándo hablaremos con ellos?

Le dirigí una mirada fugaz a Thacker.—Eso no ocurrirá —respondí—. La

Brecha no es como nosotros.La señora Geary me miró fijamente.—«¿Nosotros?» ¿Los… policzai? —

preguntó.

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Había dicho «nosotros» tratando deincluirla a ella también.

—Bueno, entre otros, sí. La… ellos noson como la policía de Besźel o de Ul Qoma.

—No…—Inspector Borlú, yo lo explicaré con

sumo gusto —dijo Thacker.Dudó. Quería que me fuera. Cualquier

explicación que ofreciera en mi presenciatendría que ser moderadamente educada: asolas con otros americanos podría enfatizar lodifícil y ridículas que eran estas ciudades, lomucho que él y sus colegas lamentaban lascomplicaciones añadidas de un crimen quehabía tenido lugar en Besźel, etcétera. Podríahacer insinuaciones. Resultaba vergonzoso, unantagonismo, que hubiera que lidiar con uncuerpo disidente como era la Brecha.

—No sé cuánto saben ustedes sobre laBrecha, señor y señora Geary, pero es… noes como otros cuerpos. ¿Tiene alguna idea de

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sus… capacidades? La Brecha es… Tieneunos poderes singulares. Y es, eh…,extremadamente reservada. Nosotros, laembajada, no tenemos ningún contacto con…ningún representante de la Brecha. Ya sé loextraño que tiene que sonar eso, pero…Puedo asegurarles que el historial de la Brechaen la persecución de criminales es, eh, feroz.Impresionante. Nos informarán del progreso ode cualquier acción que tome contraquienquiera que sea el responsable.

—¿Quiere eso decir…? —preguntó elseñor Geary—. Aquí tienen la pena demuerte, ¿me equivoco?

—¿Y en Ul Qoma? —preguntó la mujer.—Claro —respondió Thacker—. Pero

esa no es realmente la cuestión. Señor yseñora Geary, nuestros amigos de lasautoridades de Besźel y de Ul Qoma están apunto de invocar a la Brecha para que seencargue del asesinato de su hija, así que las

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leyes de Besźel y de Ul Qoma son algoirrelevantes. Las, eh, sanciones de las quepuede disponer la Brecha son bastanteilimitadas.

—¿Invocar? —preguntó la señora Geary.—Es el protocolo —respondí yo— que

hay que seguir. Antes de que la Brechamanifieste que se hace cargo de esto.

—¿Y qué pasa con el juicio? —preguntóel señor Geary.

—Se celebrará a puerta cerrada —respondí—. La Brecha… sus tribunales —había probado con «decisiones» y «acciones»en mi cabeza— son secretos.

—¿No testificaremos? ¿No lo veremos?El señor Geary estaba horrorizado. Le

tendrían que haber explicado todo esto antes,pero ya se sabe. La señora Geary estabasacudiendo la cabeza con rabia, pero sin lasorpresa de su marido.

—Me temo que no —le explicó Thacker

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—. Aquí hay una situación singular. Puedoprácticamente asegurarles, eso sí, que aquienquiera que hizo esto no solo loapresarán, sino que, eh, lo llevarán ante unajusticia muy severa.

Uno casi podía sentir compasión por elasesino de Mahalia Geary. No era mi caso.

—Pero eso es…—Sí, lo sé, señora Geary, lo lamento

profundamente. No hay otro lugar parecido ennuestro trabajo. Ul Qoma, Besźel y laBrecha… Son circunstancias singulares.

—Ay, Dios. Es por, o sea, es… es por,es por todo eso en lo que Mahalia andabametida —dijo el señor Geary—. La ciudad, laciudad, la otra ciudad. Besźel —«Bezzel», fuecomo lo dijo— y Ul Qoma. Y Orciní. —Esono lo entendí.

—Ór-si-ni —dijo la señora Geary, yolevanté la mirada—. No se dice Orciní, se diceOrciny, cariño.

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Thacker hizo un mohín deincomprensión con los labios y sacudió sucabeza interrogativamente.

—¿Y eso, señora Geary? —quise saber.Ella jugueteaba con su bolso. Corwi sacó

un cuaderno discretamente.—Es todo eso en lo que estaba metida

Mahalia —dijo la señora Geary—. Es lo queestaba estudiando. Iba a doctorarse en eso. —El señor Geary hizo una mueca de sonrisa,indulgente, orgulloso, desconcertado—. Ibamuy bien. Nos contó un poco sobre eso.Sonaba como si Orciny fuera como la Brecha.

—Desde que llegó aquí —dijo el señorGeary—. Era lo que quería hacer.

—Sí, eso. Primero vino aquí, pero luegodijo que tenía que ir a Ul Qoma. Tengo queserle sincera, inspector, pensé que era más omenos el mismo lugar. Ya sé que estabaequivocada. Tenía que conseguir un permisoespecial para ir allí, pero como es, era,

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estudiante, se quedó allí para hacer todo eltrabajo.

—Orciny… es una especie de cuentopopular —le dije a Thacker. La madre deMahalia asintió; el padre apartó la mirada—.En realidad no es como la Brecha, señoraGeary. La Brecha es real. Un cuerpo. PeroOrciny es… —dudé.

—La tercera ciudad —le dijo Corwi enbesź a Thacker, que seguía aún con el gestoarrugado. Como seguía sin comprender, ellaañadió—: Un secreto. Un cuento popular.Entre las otras dos.

Él sacudió la cabeza e hizo una mueca de«ah», sin demasiado interés.

—Le encantaba este lugar —siguió laseñora Geary. Tenía un aire nostálgico—. Osea, lo siento, me refiero a Ul Qoma.¿Estamos cerca de donde vivía? —En locrudamente físico, topordinariamente, parausar el término único para Besźel y Ul Qoma,

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innecesario en cualquier otra parte, sí, loestábamos. Ni yo ni Corwi respondimos, puesera una pregunta complicada—. Lo ha estadoestudiando durante años, desde la primera vezque leyó un libro sobre las ciudades. Daba lasensación de que sus profesores pensabansiempre que estaba haciendo un gran trabajo.

—¿A usted le gustaban sus profesores?—pregunté.

—Ah, pues nunca los conocí. Pero ellame enseñó parte de lo que hacían; me enseñóuna página web con el programa, y el sitiodonde trabajaba.

—¿La profesora Nancy?—Esa era su directora de tesis, sí, a

Mahalia le gustaba.—¿Trabajaban bien juntas?Corwi me miró cuando lo pregunté.—Ah, pues no lo sé. —La señora Geary

incluso se rió—. Daba la impresión de queMahalia se pasaba la vida discutiendo con ella.

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No parecía que estuvieran de acuerdo enmuchas cosas, pero cuando yo le pregunté:«Bueno, ¿cómo va todo?», me dijo que bien.Dijo que les gustaba no estar de acuerdo.Mahalia decía que así aprendía más.

—¿Estaba al corriente del trabajo de suhija? —pregunté—. ¿Leía sus ensayos? ¿Lecontaba cosas de sus amigos en Ul Qoma?

Corwi se removió en su asiento. Laseñora Geary negó con la cabeza.

—Qué va —respondió.—Inspector —dijo Thacker.—Lo que ella hacía no era algo en lo que

yo… algo que a mí me interesara de verdad,señor Borlú. Vamos, desde que ella vino aquíclaro que me fijaba en las historias sobre UlQoma que venían en el periódico un poco másque antes, y claro que las leía. Pero siempre ycuando Mahalia fuera feliz, yo… éramosfelices. Nos sentíamos felices por ella, por quesiguiese con lo que le gustaba, ya me entiende.

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—Inspector, ¿cuándo cree querecibiremos los papeles de traslado a UlQoma? —preguntó Thacker.

—Pronto, creo. ¿Y ella lo era? ¿Erafeliz?

—Sí —dijo el padre.—Bueno —dijo la señora Geary.—¿Ajá? —pregunté.—Bueno, últimamente no… es solo que

había estado un poco estresada últimamente.Le dije que necesitaba volver a casa paratomarse unas vacaciones, ya, ya lo sé, volvera casa no suena a tener vacaciones, perobueno. Ella dijo que estaba avanzando mucho,como si hubiera dado un gran paso adelanteen su trabajo.

—Y había gente que se había cabreadocon eso —añadió el señor Geary.

—Cariño.—Se habían cabreado. Nos lo dijo ella.Corwi me miró, confusa.

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—Señor y señora Geary…Mientras Thacker les decía eso, le

expliqué a Corwi en besź:—Ha dicho «cabreado», no «cagado».

¿Quién estaba cabreado? —les pregunté aellos—. ¿Sus profesores?

—No —respondió el señor Geary—.Pero ¡quién cree que lo hizo, maldita sea!

—John, por favor, por favor…—Maldita sea, ¿qué coño es eso de

Primera Qoma? —dijo el señor Geary—. Nisiquiera nos han preguntado quién creemosque lo ha hecho. Ni siquiera nos lo hanpreguntado. ¿Es que creen que no losabemos?

—¿Qué es lo que dijo ella? —pregunté.Thacker estaba dando palmaditas al aire:

vamos a calmarnos todos.—Un cabrón en una conferencia le dijo

que su trabajo era una maldita traición.Alguien la tenía ya en el punto de mira desde

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que vino aquí.—John, para, lo estás mezclando todo.

Aquella primera vez, cuando el hombre le dijoeso, estaba aquí, aquí aquí, aquí de Besźel, node Ul Qoma, y no era Primera Qoma, fueronlos otros, de aquí, los nacionalistas o losCiudadanos Auténticos, algo así, ¿tú teacuerdas…?

—Espere, espere —la interrumpí—.¿Primera Qoma? Y… ¿que alguien le dijo algocuando estaba en Besźel? ¿Cuándo?

—Un momento, jefe, es… —Corwihabló deprisa en besź.

—Yo creo que todos necesitamostomarnos un respiro —dijo Thacker.

Apaciguó a los Geary como si estuvieranofendidos y yo me disculpé como si loshubiera ofendido. Sabían que se esperaba quese quedaran en el hotel. Habíamos puesto ados agentes en la planta de abajo paraasegurarnos de que lo cumplían. Les dijimos

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que en cuanto supiéramos que los papelespara pasar estaban listos se lo diríamos, y queregresaríamos al día siguiente. Mientras tanto,si necesitaban cualquier cosa o cualquierinformación… Les dejé mis números deteléfono.

—Lo encontrarán —les dijo Corwicuando nos marchábamos—. La Brechacogerá a los que le hicieron esto. Se loprometo. —Cuando estuvimos fuera, me dijoa mí—: Qoma Primero, no Primera Qoma,por cierto. Como los Ciudadanos Auténticos,pero de Ul Qoma. Unos tíos tan simpáticoscomo los nuestros, en cualquier caso, solo queson mucho más herméticos y, joder, qué bienque no sean nuestro problema.

Más radicales en su amor por Besźel queel Bloque Nacional de Syedr, los CiudadanosAuténticos hacían marchas vestidos casi deuniforme y pronunciaban discursosaterradores. Legales, pero por los pelos. No

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habíamos tenido éxito en demostrar la autoríade los atentados en la Ul Qomatown deBesźel, la embajada ulqomana, las mezquitas,las sinagogas y las librerías izquierdistas, nientre nuestra escasa población de inmigrantes.Nosotros (me refiero a nosotros los policzai,claro) habíamos encontrado más de una vez alos perpetradores y eran miembros de los CA,pero la organización negaba que fueran losautores de los ataques, justo, justo, y ningúnjuez los había prohibido aún.

—Y Mahalia molestaba a ambos bandos.—Eso es lo que dice su padre. No sabe

que…—Pero nosotros sí sabemos que se las

arregló para volver locos a los unionistas deaquí, hace mucho. ¿Y luego hizo lo mismocon los nacionalistas de allí? ¿Hay algúnextremista al que no haya cabreado? —Conducíamos—. Ya sabes —dije—, lareunión, el Comité de Supervisión… era

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bastante raro. Algunas de las cosas que decíanalgunos…

—¿Syedr?—Syedr por supuesto, entre otros,

algunas de las cosas que dijeron no teníanmucho sentido para mí en ese momento.Quizá si siguiera la política con más interés. Alo mejor lo hago. —Después de un silencio,dije—: A lo mejor deberíamos hacer algunaspreguntas por ahí.

—Pero ¿qué cojones, jefe? —Corwi seretorció en su asiento. No parecía enfadada,sino confusa—. ¿Por qué los estabas friendo apreguntas de ese modo? Los mandamases vana invocar a la puta Brecha en uno o dos díaspara que se encarguen de este marrón, ypobre del que le haya hecho esto a Mahalia,¿no? Incluso si encontramos algún rastroahora, en nada vamos a estar fuera del caso;solo estamos en tiempo de descuento.

—Ya —dije. Hice un pequeño viraje

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para evitar a un taxi ulqomano, desviéndolocuanto pude—. Ya. Pero aun así. Meimpresiona cualquiera que sea capaz decabrear a tantos chiflados. De los que entreellos no se pueden ni ver. Los nacionalistas deBesź, los nacionalistas de Ul Qoma, losantinacionalistas…

—Que se encargue la Brecha. Teníasrazón. Ella se merece a la Brecha, jefe, comodijiste. Lo que ellos son capaces de hacer.

—Sí que se los merece. Y los va a tener.—Hice una señal con la mano. Seguíconduciendo—. Avanti. Sigamos un poquitomás mientras aún nos tenga a nosotros.

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Capítulo 8

O tenía un don de la oportunidadsobrenatural o al commissar Gadlem le habíanapañado con algún informático algún trucopara burlar al sistema: cada vez que llegaba ala oficina, cualquier correo electrónico suyoestaba invariablemente en la parte superior demi bandeja de entrada.

«De acuerdo», decía el último que habíarecibido. «Supongo que el señor y la señoraG. ya están instalados en el hotel. No meinteresa tenerte atado durante días al papeleo(seguro que estás de acuerdo), nada más quehacer de cortés carabina, por favor, hasta quese terminen los trámites. Trabajo cumplido.»

Llegado el momento, tendría queentregar cualquier información quetuviéramos. No tenía sentido hacer el trabajoyo mismo, decía Gadlem, ni malgastar un

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tiempo que podía dedicarle al departamento,así que debía levantar el pie del acelerador.Yo escribía y leía notas que iban a resultarilegibles para cualquier otra persona, inclusopara mí antes de que pasase una hora, aunquelas guardé y las archivé con cuidado: mimetodología habitual. Releí el mensaje deGadlem varias veces, y puse los ojos enblanco. Es posible que también mascullarapara mí mismo algo en voz alta.

Dediqué algo de tiempo a buscarnúmeros (en internet y directamente con unoperador al otro lado del teléfono) e hice unallamada en la que sonaron varios chasquidos,pues tenía que hacerse a través de variascentrales telefónicas internacionales. «Con lasoficinas de Bol Ye’an.» Ya había llamado dosveces, pero antes había pasado por unaespecie de sistema automatizado: esta era laprimera vez que alguien me cogía el teléfono.Hablaba un buen ilitano, pero tenía acento

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norteamericano, así que dije en inglés:—Buenas tardes, me gustaría hablar con

la profesora Nancy. Le he dejado mensajes enel contestador, pero…

—¿Con quién hablo, si es tan amable?—Soy el inspector Tyador Borlú de la

Brigada de Crímenes Violentos de Besźel.—Ah, ¡claro! —La voz sonaba muy

distinta ahora—. Es por Mahalia, ¿verdad?Inspector, yo… Manténgase a la espera, voy aintentar localizar a Izzy. —Una larga pausacon un acústico sonido a hueco—. IsabelleNancy al habla.

La voz sonaba ansiosa. Me habríaparecido estadounidense de no ser porquesabía que era de Toronto. No se parecía a lavoz que había grabada en el contestador.

—Señora Nancy, soy Tyador Borlú de lapoliczai de Besźel, BCV. ¿Puede que hayahablado con mi colega, la agente Corwi? ¿Harecibido mis mensajes?

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—Inspector, sí, yo… Por favor, aceptemis disculpas. Tenía la intención de llamarlo,pero ha sido, las cosas han estado, lo sientomucho…

Cambiaba del inglés a un besź fluido.—Lo entiendo, profesora. También yo

siento lo de la señorita Geary. Sé que estotiene que ser un trago muy duro para usted ypara todos sus colegas.

—Yo, nosotros, todos estamosconmocionados, inspector. Ha sido unverdadero shock. No sé qué decirle. Mahaliaera una chica excelente y…

—Claro.—¿Desde dónde llama? ¿Está… aquí?

¿Le gustaría que nos viéramos?—Me temo que es una llamada

internacional, señora; aún estoy en Besźel.—Entiendo. Y… ¿en qué puedo

ayudarlo, inspector? ¿Hay algún problema?Quiero decir un problema además de, además

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de todo esto, o sea… —Oí su respiración—.Estoy esperando a que vengan los padres deMahalia cualquier día de estos.

—Sí, de hecho acabo de estar con ellos.La embajada les está haciendo el papeleo y nodeberían de tardar mucho en ir a verla. No, lallamo porque me gustaría saber algo más deMahalia y de lo que hacía.

—Disculpe, inspector Borlú, pero medaba la impresión de que… el crimen… que…¿no iban a invocar a la Brecha? Yo pensabaque… —Se había calmado y ahora solohablaba en besź, así que, qué coño, yo dejé dehablar en inglés, que no era mucho mejor quesu besź.

—Sí. El Comité de Supervisión…disculpe, profesora, ignoro cuánto sabe ustedde cómo funcionan estas cosas. Pero sí, laresponsabilidad será transferida. Entoncescomprende cómo será todo, ¿no?

—Eso creo.

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—Está bien. Solo estoy haciendo unúltimo trabajo. Curiosidad, nada más. Hemosoído cosas interesantes sobre Mahalia. Megustaría saber algunas cosas sobre su trabajo.¿Podría ayudarme? Usted fue su supervisora,¿verdad? ¿Puede dedicarme unos minutospara hablar de eso?

—Por supuesto, inspector, ya haesperado usted bastante. Pero no sé muy bienqué…

—Me gustaría saber en qué estabatrabajando. Y sobre su relación con usted ycon el programa. Y sobre Bol Ye’an también.Estaba investigando sobre Orciny, si no meequivoco.

—¿Qué? —Isabelle Nancy parecíaestupefacta—. ¿Orciny? De ningún modo.Esto es un departamento de arqueología.

—Discúlpeme, me había dado laimpresión de que… ¿Qué quiere decir con queeso es arqueología?

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—Quiero decir que si estuvierainvestigando sobre Orciny, y podría haberrazones excelentes para hacerlo, estaríahaciendo el doctorado en folclore o enantropología o quizá en literatura comparada.Desde luego, los límites entre las distintasdisciplinas son cada vez más difusos.También, que Mahalia era una de esasjóvenes arqueólogas más interesadas enFoucault y en Baudrillard que en GordonChilde o en la espátula. —No parecíaenfadada, sino más bien triste y divertida—.Pero no la habríamos aceptado si su tesis nofuera sobre arqueología de verdad.

—¿Y entonces en qué la estabahaciendo?

—Bol Ye’an es un antiguo yacimientoarqueológico, inspector.

—Cuénteme, por favor.—Estoy segura de que ya sabe toda la

controversia que hay en torno a los artefactos

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más tempranos de esta región, inspector. EnBol Ye’an se están descubriendo piezas quetendrán un buen par de miles de años.Cualquiera que sea la teoría a la que seadhiera sobre la Escisión, ya sea la división ola convergencia, lo que estamos buscando esmucho anterior, anterior a Ul Qoma y aBesźel. Es la raigambre lo que buscamos.

—Debe de ser extraordinario.—Lo es. También bastante

incomprensible. ¿Es consciente de que nosabemos prácticamente nada sobre la culturaque produjo todo esto?

—Creo serlo, sí. De ahí todo el interés,¿no?

—Bueno… sí. Eso y el tipo de cosas quehay ahí. Lo que Mahalia estaba haciendo eratratar de descifrar lo que el título de suprograma llama «Una hermenéutica de laidentidad», desde el diseño de lasherramientas y más cosas.

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—No estoy seguro de comprenderlo.—Entonces es que ella hizo un buen

trabajo. El propósito de una tesis doctoral esque, después de los primeros dos años, nadie,incluido tu director de tesis, entienda lo queestás haciendo. Estoy de broma, entiéndame.Lo que ella hacía habría tenido ramificacionesen las teorías de las dos ciudades. De dóndevenían, ya sabe. No enseñaba sus cartas, asíque nunca tenía muy claro por dónde iba, mesa mes, en el asunto, pero aún le quedaban unpar de años para decidirse. O para inventarsealgo.

—Así que colaboraba en la excavación.—Desde luego. La mayor parte de

nuestros estudiantes de investigación lo hacen.Algunos porque es el centro de suinvestigación, otros como parte del salarioacordado, otros un poco por las dos cosas,otros para hacernos la pelota. A Mahalia sí lepagaban un poco, pero sobre todo su interés

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estaba en poner las manos en los artefactospara su trabajo.

—Entiendo. Lo siento, profesora, mehabía parecido que ella estaba investigandosobre Orciny…

—Estuvo interesada en ello. Primero fuea Besźel, para una conferencia, hace yaalgunos años.

—Sí, me parece que he oído hablar deello.

—Eso. Bueno, pues se armó un pequeñoescándalo porque en aquel momento ellaestaba muy interesada en Orciny,completamente: ella era bowdenita, y eltrabajo que entregó no sentó muy bien.Provocó algunas protestas. Yo admiré suvalentía, pero no iba a ninguna parte con todoeso. Cuando solicitó el acceso al doctorado, ypara serle sincera me sorprendió que lo pidieraconmigo, me tuve que asegurar de que supieralo que sería y no sería… aceptable. Pero…

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vamos, no sé qué leía en su tiempo libre, peroestaba escribiendo, me mandaba lasactualizaciones de su tesis y estaban, estabanbien.

—¿Bien? —pregunté—. No parecemuy…

Dudó.—Bueno… Sinceramente, me sentí un

poco, un poco decepcionada. Mahalia eralista. Sé que era lista porque, ya sabe, en losseminarios y demás era increíble. Y seesforzaba muchísimo. Era una empollona. —Dijo la palabra en inglés—. Siempre estaba enla biblioteca. Pero aquellos capítulos…

—¿No eran buenos?—Bien. De verdad, estaban bien. Habría

aprobado el doctorado, sin problema, pero noiba a revolucionar el mundo. Era un pocomediocre, ¿sabe? Y teniendo en cuenta la dehoras que se pasaba trabajando, me parece amí que era un poquito escueto. Las

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referencias y todo eso. Ya había hablado deeso con ella, eso sí, y me prometió que lohacía, eso. Trabajar en ello.

—¿Podría verlo?—Claro. —Se quedó desconcertada—.

Es decir, supongo que sí. No lo sé. Tengo quemirar cuál es la ética al respecto. Tengo loscapítulos que me dio, pero están inconclusos;ella quería trabajar más en ellos. Si hubieraterminado la tesis sería de acceso público, sinproblema, pero como es… ¿Puedo contactarledespués? Probablemente tendría que haberestado publicando alguno de esos capítuloscomo artículos en alguna revista, es lo que sesuele hacer, pero no lo hizo. Tambiénhabíamos hablado de eso, dijo que iba a haceralgo al respecto.

—¿Qué es un bowdenita, profesora?—¡Ah! —Se rió—. Perdón. Es el origen

de todo este asunto de Orciny. El pobre Davidno me daría las gracias por usar ese término.

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Es alguien inspirado en el primer trabajo deDavid Bowden. ¿Conoce su trabajo?

—No…—Escribió un libro, hace unos años.

Entre la ciudad y la ciudad. ¿Le suena dealgo? Fue todo un acontecimiento entre losúltimos jipis. La primera vez en unageneración que alguien se tomaba Orciny enserio. Supongo que no es ninguna sorpresaque no lo haya visto: sigue siendo ilegal. EnBesźel y en Ul Qoma. Ni siquiera loencontrará en bibliotecas universitarias. Encierto sentido fue una obra brillante: llevó acabo una fantástica investigación archivística,y vio algunas analogías y conexiones queson… bueno, aún extraordinarias. Con todo,eran divagaciones estrambóticas.

—¿Por qué?—¡Porque creía en ello! Él recopiló todas

esa referencias, encontró algunas nuevas, laspuso juntas en una especie de protomito,

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luego lo reinterpretó como un misterio y unencubrimiento. Él… Vale, aquí tengo que sercuidadosa, inspector, porque, la verdad, yonunca, realmente no, aunque él sí lo creía, yosiempre creí que era una especie de juego,pero el libro decía que él lo creía. Llegó a UlQoma, desde donde se fue a Besźel, se lasarregló no sé cómo para ir y venir de una aotra, legalmente, se lo aseguro, varias veces, ygarantizó que él había encontrado vestigios dela propia Orciny. E incluso fue más allá: dijoque Orciny no solo había estado en algunaparte entre los huecos que quedan entre Qomay Besźel desde sus fundaciones o la unión oseparación (ahora no recuerdo cuál era suposición respecto a la Escisión): dijo queseguía ahí.

—¿Orciny?—La misma. Una colonia secreta. Una

ciudad entre ciudades, con sus habitantesviviendo a la vista de todos.

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—¿Qué? ¿Haciendo qué? ¿Cómo?—Desvistos, como los ulqomanos para

los besźelíes y viceversa. Caminando por lascalles sin ser vistos pero viendo a las dosciudades. Fuera del alcance de la Brecha. Yhaciendo, ¿quién sabe? Planes clandestinos.Todavía siguen debatiendo eso, no lo dudo, enlas páginas web sobre teorías conspiratorias.David dijo que se iba a meter en eso y luegodesaparecer.

—Caray.—Exacto, «caray». «Caray» está bien.

Es algo tristemente célebre. Búsquelo enGoogle, ya verá. De todos modos, la primeravez que vimos a Mahalia era un pocorecalcitrante. Me gustaba porque era atreviday porque, por muy bowdenita que fuera, teníacoco y salero. Pero era una broma,¿comprende? Incluso me pregunto si ella losabía, si ella también estaba bromeando.

—Pero ¿ella ya no estaba trabajando en

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eso?—Nadie con reputación le iba a dirigir

una tesis bowdenita. Yo hablé muy en seriocon ella cuando se matriculó, pero hasta serió. Dijo que había dejado atrás todo aquello.Como digo, me sorprendió que viniera a mí.Mi trabajo no es tan vanguardista como elsuyo.

—¿Los Foucault y los Žižek no son losuyo?

—Los respeto, claro, pero…—¿Y no es, cómo decirlo, ese tipo de

teorías lo que le pegaba a Mahalia?—Sí, pero ella me dijo que necesitaba

poder tocar los propios objetos. Yo investigoartefactos. Mis colegas más filosóficamenteorientados… bueno, no confiaría en muchosde ellos para quitar el polvo de un ánfora. —Me reí—. Así que supongo que para ella teníasentido; ella insistía mucho en aprender cómose hacían esas cosas. Yo estaba sorprendida,

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pero contenta. Usted comprende que estaspiezas son únicas, ¿verdad, inspector?

—Eso creo. He oído los rumores, claro.—¿Se refiere a los poderes mágicos?

Ojalá, ojalá. Pero incluso así estosyacimientos son incomparables. Esta culturamaterial no tiene ningún sentido. No hayninguna otra parte en el mundo donde alexcavar encuentras lo que parece unaantigüedad tardía vanguardista, obras enbronce realmente preciosas mezcladas conmaterial claramente neolítico. Todo esto echapor tierra la estratigrafía. Se usó como pruebacontra la matriz de Harris… erróneamente,pero puede entender por qué. Por eso estasexcavaciones son populares entre los jóvenesarqueólogos. Y eso sin contar todas lashistorias, pues eso es todo lo que son; pero noha impedido que investigadores insólitosdeseen una oportunidad de echar un vistazo.Aun así, pensé que Mahalia habría probado

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con Dave, y no es que hubiera tenido muchasuerte con él.

—¿Dave? ¿Bowden? ¿Está vivo? ¿Yenseña?

—Por supuesto que está vivo. Peroincluso cuando estaba metida en eso, Mahaliano habría conseguido que fuera su director detesis. Me atrevería a apostar que seguramentehabló con él cuando empezó a investigar. Yme atrevería a apostar que la despachó bienrápido. Él repudia todos esos años. Es la cruzde su vida. Pregúntele. Un arrebatoadolescente del que nunca se ha podidoliberar. Nunca publicó nada más quemereciera la pena: es el hombre de Orcinypara el resto de su carrera. Le contará estomismo si le pregunta.

—A lo mejor lo hago. ¿Lo conoce?—Es un colega. No es un campo muy

grande este de la arqueología pre-Escisión.También está en la Príncipe de Gales, al

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menos a tiempo parcial. Vive aquí, en UlQoma.

Ella vivía varios meses al año enapartamentos de Ul Qoma, en la parteuniversitaria, donde la Príncipe de Gales yotras instituciones canadienses aprovechabanalegremente el hecho de que los EstadosUnidos (por razones que ahora les parecenlamentables hasta a sus ciudadanos másderechistas) boicoteaban a Ul Qoma. FueCanadá quien se mostró entusiasta porentablar relaciones, académicas y económicas,con las instituciones ulqomanas.

Besźel, por supuesto, era amigo tanto deCanadá como de los Estados Unidos, pero elentusiasmo con el que los dos países juntoshacían propaganda de nuestro fluctuantemercado se veía empequeñecido alcompararse con la forma en la que Canadá searrimaba a lo que ellos llamaban la economíadel Nuevo Lobo. Nosotros debíamos de ser el

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chucho callejero, o quizá la rata escuálida. Lamayor parte de las alimañas viven en losintersticios. Resulta muy difícil probar que lastímidas lagartijas de clima frío que habitan lasgrietas de los muros besźelíes puedan vivirsolo en Besźel, como se suele afirmar: ciertoes que mueren si se las exporta a Ul Qoma (deuna forma más tranquila que a manos de losniños), pero también lo hacen en cautividad enBesźel. Las palomas, los ratones, los lobos ylos murciélagos viven en las dos ciudades, sonanimales entramados. Pero según unatradición que no se suele mencionar, la mayorparte de los lobos de la zona (miserables sereshuesudos desde que, hace ya mucho tiempo,se convirtieron en carroñeros urbanos) sesuelen considerar, si bien de manera nebulosa,besźelíes: solo aquellos pocos que tienen untamaño respetable y un pelaje no tan vil,según la misma noción, son ulqomanos. Lamayoría de los ciudadanos besźelíes evitan

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transgredir esta categoría de fronteras,totalmente innecesaria e inventada, al no hacerjamás ninguna mención a los lobos.

Una vez ahuyenté a un par de ellos,mientras hurgaban en la basura del patio de miedificio. Les arrojé algo. Tenían el pelajeextrañamente peinado y más de uno de misvecinos se había quedado sorprendido, comosi hubiera cometido una brecha.

La mayoría de los ulqomanistas, comoNancy se llamaba a sí misma, estabanbilocados como ella, explicó con una culpaperceptible en la voz, mencionando una y otravez que tenía que ser una rareza histórica quelos yacimientos arqueológicos estuvieransituados en zonas totalmente ulqomanas, ocon un entramado que se inclinabaconsiderablemente del lado ulqomano. LaUniversidad Príncipe de Gales tenía acuerdosrecíprocos con varias instituciones académicasulqomanas. David Bowden pasaba más

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tiempo del año en Ul Qoma que en Canadá.Ahora estaba en Ul Qoma. Tenía, me dijoella, pocos alumnos y no mucha carga lectiva.Pero yo seguía sin poder ponerme en contactocon él en el número que me había dado.

Fisgoneé un poco en la red. No fue difícilconfirmar casi todo lo que me había dichoIsabelle Nancy. Encontré una página en la queaparecía el título de doctorado de Mahalia(aún no habían quitado su nombre ni subidouno de esos homenajes internautas que no mecabía duda que llegaría). Encontré la lista depublicaciones de Nancy, y la de DavidBowden. La de este último incluía el libro queNancy me había mencionado, de 1975; dosartículos de más o menos la misma época;otro más de una década después; y luegosobre todo artículos periodísticos, de loscuales algunos fueron recogidos en unvolumen.

E n c o n t r é fracturedcity.org, el foro

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principal para los chiflados de ladopplerurbanología, la obsesión por Ul Qomay Besźel (el enfoque que había adoptado lapágina de unir a las dos como un único objetode estudio suscitaría las iras del pensamientoeducado de ambas ciudades, pero a juzgar porlos comentarios del foro, a la página accedíantambién bastantes personas, si bien de formamoderadamente ilegal, de las dos ciudades). Através de una serie de enlaces (exhibidosdescaradamente, confiados en la indulgencia ola incompetencia de nuestras autoridades y lasautoridades ulqomanas, muchos de ellos eranservidores con direcciones .uq y .zb) conseguíalgunos párrafos copiados de Entre la ciudady la ciudad. Su lectura era tal y como Nancyhabía sugerido.

El teléfono me sobresaltó. Me di cuentade que estaba oscuro, ya eran más de las siete.

—Borlú —contesté, reclinándome.—¿Inspector? Joder, señor, tenemos un

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problema. Soy Ceczoria.Agim Ceczoria era uno de los policías

que habíamos situado en el hotel paracustodiar a los padres de Mahalia. Me frotélos ojos y recorrí rápidamente con la vista micorreo por si se me había escapado algúnmensaje entrante. Detrás de él se escuchó unruido, un alboroto.

—Señor, el señor Geary… se hamarchado sin permiso, señor. Ha hecho… unaputa brecha.

—¿Qué?—Salió de la habitación, señor.Detrás de él se oía la voz de una mujer, y

estaba gritando.—¿Qué coño ha pasado?—No sé cómo cojones se nos ha

escapado, señor, no lo sé. Pero no ha ido muylejos.

—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo lo habéisatrapado?

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Volvió a maldecir.—Nosotros no lo hemos hecho. Ha sido

la Brecha. Llamo desde el coche, señor,vamos camino del aeropuerto. La Brecha nosestá… escoltando. A alguna parte. Nos handicho lo que tenemos que hacer. Esa a quienoye es la señora Geary. El señor Geary setiene que ir. Ya.

Corwi se había marchado y nocontestaba al teléfono. Cogí un coche patrullasin identificación alguna de la flota delaparcamiento, pero lo conduje con las sirenaspuestas, de tal forma que pudiera saltarme lasnormas de tráfico. (Solo se me aplicaban a mílas leyes de Besźel y por lo tanto esas eran lasque estaba ignorando con autoridad, pero lasnormas de tráfico son una de esas áreascomprometidas en las que el Comité deSupervisión garantiza una estrecha similitudentre las leyes de Besźel y las de Ul Qoma.Aunque la cultura de conducción no es

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idéntica, por el bien de los coches y de lospeatones que, desviendo, tienen que tratar conmucho tráfico extranjero, nuestros vehículos ylos suyos circulan a velocidades comparablesde maneras comparables. Todos aprendemosa evitar con tacto los vehículos de emergenciavecinos, al igual que los nuestros.)

No salía ningún vuelo en un par de horas,pero mantendrían aislados a los Geary y dealguna forma desconocida la Brecha losvigilaría hasta que subiesen al avión, paraasegurarse de que lo cogían, y a bordo de élmientras despegaba. Nuestra embajada en losEstados Unidos ya debía de estar informada,así como los representantes en Ul Qoma, yjunto a sus nombres ya habrían marcado enrojo un «sin visado» en ambos sistemas. Unavez que se marcharan no los dejarían volver aentrar. Recorrí a toda velocidad el aeropuertode Besźel hasta la comisaría de policzai yenseñé mi placa.

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—¿Dónde están los Geary?—En las celdas, señor.Dependiendo de lo que viera, ya tenía

preparado un «Es que no sabéis por lo queacaba de pasar esta gente, hayan hecho lo quehayan hecho acaban de perder a una hija» ytodo eso, pero no fue necesario. Les habíandado de beber y de comer y los habían tratadobien. Ceczoria estaba con ellos en la pequeñahabitación. Hablaba en susurros a la señoraGeary en un inglés rudimentario.

La mujer me miró envuelta en lágrimas.Su marido estaba, pensé durante un segundo,dormido en la litera. Me di cuenta de loinmóvil que estaba y cambié de opinión.

—Inspector —dijo Ceczoria.—¿Qué le ha pasado?—Él… Ha sido la Brecha, señor.

Seguramente estará bien, se despertará en unmomento. No tengo ni idea de qué coño lehan hecho.

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La señora Geary dijo:—Habéis envenenado a mi marido…—Señora Geary, por favor. —Ceczoria

se levantó y se me acercó, bajó el tono de vozaunque ahora hablaba en besź—. Nosabíamos nada de esto, señor. Había un pocode jaleo fuera y alguien entró en el vestíbulodonde estábamos nosotros. —La señoraGeary estaba llorando y hablando con sumarido inconsciente—. Geary consiguemarcharse a escondidas. Los de seguridad delhotel van tras él y se fijan en esa silueta,alguien detrás de Geary en el pasillo, y losguardias se detienen y esperan. Yo escuchoesta voz: «Ya sabes a qué represento. El señorGeary ha cometido una brecha. Retiradlo». —Ceczoria sacude la cabeza, impotente—.Entonces, y aún no consigo ver nada del todobien, quienquiera que está hablandodesaparece.

—¿Cómo…?

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—Inspector, no tengo ni puta idea. Me…me hago responsable, señor. Geary tiene quehaber pasado a nuestro lado.

Lo miré fijamente.—¿Quieres una puta galleta? Claro que

es tu responsabilidad. ¿Qué es lo que hahecho?

—No lo sé. La Brecha desapareció antesde que yo pudiera abrir la boca.

—Y ella… —Señalé con la cabeza a laseñora Geary.

—A ella no la deportaron: ella no hizonada. —Me hablaba en susurros—. Perocuando le dije que teníamos que llevarnos a sumarido, dijo que iría con él. No quierequedarse sola.

—Inspector Borlú. —La señora Gearyintentaba sonar calmada—. Si está hablandode mí tendría que hablar conmigo. ¿No ve loque le han hecho a mi marido?

—Señora Geary, lo lamento

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profundamente.—Debería…—Señora Geary, yo no he hecho esto.

Tampoco Ceczoria. Ni ninguno de los agentes.¿Entiende?

—¡Ya! Brecha, Brecha, Brecha… —dijocon un soniquete de burla.

—Señora Geary, su marido acaba dehacer algo muy grave. Muy grave. —Estabaen silencio salvo por la respiración agitada—.¿Me entiende? ¿No lo entendió bien? ¿No noshabíamos expresado lo suficientemente clarosobre el sistema de equilibrio de poderes queexiste entre Besźel y Ul Qoma? ¿No entiendeque esta deportación no tiene nada que vercon nosotros, que no tenemos ningunaautoridad para hacer algo al respecto, y que éltiene, escúcheme, que él tiene muchísimasuerte de que esto sea lo único que le hapasado? —Ella no dijo nada—. En el cocheme dio la sensación de que su marido no tenía

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del todo claro cómo son aquí las cosas, asíque dígame, señora Geary, ¿algo ha ido mal?¿Su marido no entendió bien nuestro…consejo? ¿Cómo es que mis hombres no levieron salir? ¿Adónde iba?

Ella estaba tan quieta como si fuera aponerse a llorar; entonces miró de reojo a suabúlico marido y cambió de postura. Se irguiómás recta y le susurró algo al señor Geary queyo no pude oír. La mujer me miró.

—Estuvo en las fuerzas aéreas —dijo—.¿O es que se cree que tiene delante a unhombre viejo y gordo? —Lo tocó—. Nuncanos preguntó quién podía haber hecho esto,inspector. No sé qué pensar de usted, deverdad que no. Como dijo mi marido: ¿es quecree que no sabemos quién lo hizo? —Agarrócon fuerza un trozo de papel, lo dobló y lodesdobló, sin mirarlo, lo cogió de uncompartimento lateral de su bolso, lo volvió ameter—. ¿Es que cree que nuestra hija no

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hablaba con nosotros? Qoma Primero, losCiudadanos Auténticos, el Bloque Nacional…Mahalia tenía miedo, inspector…

»No sabemos exactamente quién hahecho qué, y no sabemos por qué, pero¿quiere saber dónde iba él? Iba a tratar deaveriguarlo. Le dije que no funcionaría, nohablaba el idioma, no lo leía, pero teníadirecciones que conseguimos en internet y unaguía de conversación y ¿qué?, ¿iba yo adecirle que no fuera? ¿Que no fuera? Mesiento muy orgullosa de él. Esa gente llevabaaños odiando a Mahalia, desde que llegó aquí.

—¿Las imprimió de internet?—Y me refiero a aquí, a Besźel. Cuando

vino para la conferencia. Después lo mismocon otros, en Ul Qoma. ¿Es que va a decirmeque no hay ninguna relación? Ella sabía quehabía hecho enemigos, nos dijo que habíahecho enemigos. Cuando se puso a investigarsobre Orciny hizo enemigos. Cuando investigó

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más a fondo hizo más enemigos. La odiaban,por lo que estaba haciendo. Por lo que sabía.

—¿Quién la odiaba?—Todos ellos.—¿Qué es lo que sabía?Ella sacudió la cabeza y se encorvó.—Mi marido iba a investigar —le espetó,

recalcando la última palabra.Se había encaramado a una ventana del

baño de la planta baja para esquivar a mispolicías de guardia. Solo unos pocos pasos enla calle, lo que podría haber sido solo unainfracción de las normas que le habíamosdictado, pero cayó en una zona entramada yluego entró en una zona álter, un patio queexistía solo en Ul Qoma; y la Brecha, quedebía de estar vigilándolo todo el tiempo, fue apor él. Esperaba que no le hubieran hechodemasiado daño. Si se lo habían hecho, estababastante convencido de que en su tierra nohabría ningún médico capaz de identificar la

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causa de su herida. ¿Qué podía decir?—Siento lo que ha pasado, señora Geary.

Su marido no tendría que haber intentadoeludir a la Brecha. Yo… Estamos en el mismobando. —Ella me miró detenidamente.

Al final me susurró:—Déjenos marchar, entonces. Vamos.

Podemos volver a la ciudad. Tenemos dinero.Nosotros… mi marido se está volviendo loco.Necesita investigar. Va a volver. Volveremos através de Hungría, o vendremos vía Turquía,o Armenia: hay formas en las que podemosregresar, lo sabe… Vamos a averiguar quiénha hecho esto.

—Señora Geary, la Brecha nos estáobservando ahora. Ahora. —Levanté despaciomis manos abiertas y las llené de aire—. Nollegarían ni a caminar diez metros. ¿Qué creeque podemos hacer? No habla besź, oilitano… Le… Déjeme a mí, señora Geary.Permítame hacer mi trabajo para usted.

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El señor Geary estaba aún inconscientecuando embarcaron. La señora Geary memiraba con reproche y esperanza y yo traté dedecirle de nuevo que no había nada quepudiera hacer, que el señor Geary se lo habíabuscado.

No había muchos más pasajeros. Mepreguntaba dónde andaría la Brecha. Nuestracompetencia acababa donde se cerraban laspuertas del avión. La señora Geary protegía lacabeza de su marido mientras él se balanceabaen la camilla en la que lo habíamos puesto. Enla puerta del avión, cuando se llevaron a losGeary a sus asientos, enseñé mi placa a unode los ayudantes.

—Sed buenos con ellos.—¿Los deportados?—Sí. Lo digo en serio.Enarcó las cejas con recelo pero asintió.Fui hacia donde estaba sentado el

matrimonio. Ella me clavó la mirada. Yo me

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acuclillé.—Señora Geary. Por favor, transmítale

mis disculpas a su marido. No tendría quehaber hecho lo que hizo, pero entiendo elporqué. —Vacilé—. Sabe… si hubieraconocido mejor Besźel puede que hubieraevitado caer en Ul Qoma y la Brecha no lehabría detenido. —Ella se limitaba a mirarmefijamente—. Permítame eso. —Me puse enpie, le cogí el bolso y lo coloqué arriba—. Porsupuesto que cuando sepamos lo que ocurre,si tenemos alguna pista, cualquier información,se lo haré saber. —Ella seguía sin decir nada.Movía los labios: estaba intentando decidir sirogarme algo o acusarme de algo. Me inclinéun poco, de forma anticuada, me di la vuelta ydejé el avión y a los dos en él.

De vuelta en el aeropuerto, saqué elpapel que le había cogido del lateral de subolso y lo miré. El nombre de unaorganización, los Ciudadanos Auténticos,

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copiado de internet. Ellos serían los que suhija le había dicho que la odiaban y donde ibael señor Geary con sus propias investigacionesdisidentes. Una dirección.

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Capítulo 9

Corwi se quejó, con más diligencia quefervor.

—¿De qué va todo esto? —dijo—. ¿Esque no van a invocar a la Brecha a la de ya?

—Sí, pero se lo están tomando concalma. Ya tendrían que haberlo hecho; no sé aqué viene esta espera.

—Entonces, ¿qué coño importa, jefe?¿Por qué nos damos tanta prisa en hacer esto?Mahalia tendrá a la Brecha a la caza de suasesino. —Yo conducía—. Mierda. Tú noquieres pasarles el caso, ¿es eso?

—Sí que quiero.—Entonces…—Solo me gustaría comprobar algo

primero, en este tiempo inesperado del quedisponemos.

Ella dejó de mirarme fijamente cuando

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llegamos a la sede de los CiudadanosAuténticos. Había llamado antes para quealguien me confirmara la dirección: era lamisma que estaba escrita en el papel de laseñora Geary. Había intentado ponerme encontacto con Shenvoi, mi contacto infiltrado,pero no lo conseguí, así que confié en lo queya tenía y pude leer rápidamente sobre losCA. Corwi estaba a mi lado y vi que tocaba laculata del arma.

La puerta era blindada, las ventanasestaban tapiadas, pero la casa en sí era o habíasido residencial, como el resto de la zona. (Mepregunté si habían intentado cerrar la sede delCA por algo relacionado con impuestos deurbanismo.) La calle parecía casi entramada,por sus variaciones de apariencia errática entreviviendas adosadas y viviendas unifamiliares,pero no lo era. Era una zona íntegra deBesźel; la variación de estilos, una rarezaarquitectónica, aunque estaba a una sola

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esquina de una zona muy entramada.Había oído que los liberales alegaban que

era algo más que irónico que la proximidadcon Ul Qoma les brindara al CAoportunidades para intimidar al enemigo. Nocabía duda de que daba igual cómo losdesvieran, los ulqomanos de las inmediacionestenían que haber percibido de algún modo lostrajes paramilitares, los parches de BesźelPrimero. Casi se podría decir que era unabrecha, aunque desde luego no del todo.

Se arremolinaron mientras nosacercábamos, rezagándose, fumando,bebiendo, riendo con ganas. Esos esfuerzospor marcar el territorio eran tan ostentososque bien podrían haber estado meandoalmizcle. Todos eran hombres excepto unamujer. Todos clavaron su mirada en nosotros.Intercambiaron algunas palabras y la mayorparte de ellos entraron sin prisas dentro deledificio, dejando solo a unos pocos en la

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puerta. De cuero, de tela vaquera, incluso unocon una camiseta de gimnasio ajustada dignade su fisiología, mirándonos fijamente. Unculturista, varios hombres con el pelo corto alestilo militar, otro que trataba de emular unantiguo corte aristocrático besźelí, como unmullet recargado. Estaba apoyado sobre unbate de béisbol: no es que fuera un deportebesźelí, pero resultaba lo bastante creíblecomo para que no le pudieran acusar deposesión de arma con intento de agresión. Unhombre le susurró algo al señor Peinado,habló rápidamente por el móvil y lo apagó. Nohabía muchos transeúntes. Los que había,claro está, eran besźelíes, así que podían, yasí lo hicieron, mirarnos fijamente y a la gentedel CA, aunque la mayoría apartaban la vistadespués.

—¿Lista? —pregunté.—Vete a la mierda, jefe —masculló

Corwi como respuesta. El que sostenía el bate

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lo hizo girar como si tal cosa.A escasos metros del comité de recepción

dije por radio, en voz alta y clara:—Estamos en la sede del CA, cuatro

once de GyedarStrász, como estaba previsto.Actualización en una hora. Código de alerta.Preparad refuerzos. Apagué la radio con elpulgar antes de que el operador tuviera tiempode decirme algo del estilo de: «¿Qué naricesestás haciendo, Borlú?».

El hombre fuerte:—¿Necesita ayuda, agente?Uno de sus camaradas miró a Corwi de

arriba abajo e hizo el sonido de dos besitosque podría haber sido el gorjeo de un pájaro.

—Sí, hemos venido a hacer algunaspreguntas.

—No lo creo.Peinado sonrió, pero era Musculitos

quien hablaba.—A mí me parece que sí.

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—A mí no tanto. —El que habló ahoraera el hombre que había hecho la llamada, untipo rubio de aspecto suedehead, que empujóa su colega grandote para ponerse delante—.¿Tiene una orden de entrada y registro? ¿No?Entonces no entra.

Cambié de táctica.—Si no tienes nada que ocultar, ¿por qué

quieres dejarnos fuera? —le dijo Corwi—.Tenemos algunas preguntas… —peroMusculitos y Peinado se estaban riendo.

—Por favor —dijo Peinado. Meneó lacabeza—. Por favor. ¿Con quién cree queestá hablando?

El de pelo casi rapado le hizo un gestopara que se callara.

—Ya hemos acabado aquí —dijo.—¿Qué saben de Byela Mar? —

pregunté. Parecieron no reconocer el nombre,o no estar seguros—. Mahalia Geary. —Esavez sí que lo reconocieron. El del teléfono

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hizo un ruido de «ah»; Peinado le susurró algoal grandote.

—Geary —dijo Culturista—. Hemosleído los periódicos. —Se encogió dehombros: ¿qué será, será?—. Sí. ¿Una lecciónsobre el peligro de ciertos comportamientos?

—¿Y eso?Me incliné sobre el quicio de la puerta

con gesto amigable, forzando a Pelucón a daruno o dos pasos atrás. Le murmuró algo a suamigo otra vez. No pude oír el qué.

—Nadie justifica los ataques, pero laseñorita Geary —el hombre con el teléfonodijo el apellido con un exagerado acentoamericano y se quedó de pie entre los demás yyo— tenía sus antecedentes, y ciertareputación entre los patriotas. Llevábamos untiempo sin saber nada de ella, es verdad.Esperábamos que hubiese mejorado un pocosu forma de ver las cosas. Pero parece queno. —Se encogió de hombros—. Si denigras a

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Besźel, este te lo devuelve.—Pero ¿qué narices de denigración? —

dijo Corwi—. ¿Qué es lo que sabéis de ella?—¡Venga, agente! ¡No hay más que ver

en lo que estaba trabajando! No era amiga deBesźel.

—Totalmente —dijo Rubiales—.Unionista. O peor, una espía.

Miré a Corwi y ella a mí.—¿Qué? —dije—. ¿Cuál de esas

escoges?—No era… —dijo Corwi. Los dos

vacilamos.Los hombres se quedaron en el umbral y

ya ni siquiera querían entrar al trapo. Pelucónparecía querer hacerlo, en respuesta a misprovocaciones, pero Culturista dijo: «Déjalo,Caczos» y el hombre se calló y se limitó amirarnos desde la espalda del hombregrandote, y los dos que habían hablado antesdiscutieron calmadamente con ellos y

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retrocedieron algunos pasos, aunque seguíanmirándome. Intenté llamar a Shenvoi, pero noestaba en su línea segura. Se me ocurrió quequizá (yo era uno de los pocos que sabían desu misión) podía estar en el edificio que teníafrente a mí.

—Inspector Borlú.La voz llegó de detrás de nosotros. Un

elegante coche negro se había parado justodetrás del nuestro y un hombre se nosacercaba, dejando la puerta del conductorabierta. Tenía unos cincuenta años, meparecía, corpulento, con un rostro angulososurcado de arrugas. Llevaba un traje decente,oscuro, sin corbata. El pelo que no se le habíacaído aún era gris y lo llevaba corto.

—Inspector —volvió a decir—. Ya eshora de irse.

Arqueé una ceja.—Claro, claro —dije—. Solo que, si me

disculpa… ¿Quién, en nombre de la Virgen, es

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usted?—Harkad Gosz. El abogado de los

Ciudadanos Auténticos de Besźel.Algunos de los tipos con aspecto de

secuaces se quedaron perplejos al oír eso.—Vaya, estupendo —susurró Corwi.Lo calé a la primera: se veía a kilómetros

que era de los caros.—Pasabas por aquí, ¿no? —dije—. ¿O

te llamó alguien? —Le guiñé el ojo al hombredel teléfono, que se encogió de hombros. Lobastante amistoso—. Supongo que no tienelínea directa con estos asnos, así que ¿quiénenvió el mensaje? ¿Le llegan las noticias aSyedr? ¿Quién lo ha avisado?

Levantó una ceja.—Deje que adivine por qué está aquí,

inspector.—Un momento, Gosz… ¿Cómo sabe

quién soy?—Déjeme que lo adivine… Está aquí

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para hacer preguntas sobre Mahalia Geary.—Sin duda. Ninguno de sus chicos

parecía muy disgustado por su muerte. Y sinembargo son lamentablemente ignorantes desu trabajo: insisten en que era unionista, algoque a los unionistas les haría reírse con ganas.¿No les suena Orciny? Y déjeme que le repita:¿cómo sabe mi nombre?

—Inspector, ¿de verdad que va ahacernos perder el tiempo? ¿Orciny? Fueracual fuera la forma en la que Geary quisierahacerlo parecer, fuera cual fuera la estupidezque pretendía, fueran cuales fueran lasabsurdas notas a pie de página que metiera ensus ensayos, la idea central de todo en lo quetrabajaba era debilitar a Besźel. Esta nación noes un juguete, inspector. ¿Me entiende? OGeary era estúpida, perdiendo el tiempo concuentos de viejas que se las apañan para serun sinsentido y un insulto a la vez, o no eraestúpida y toda esa investigación sobre la

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impotencia velada de Besźel estaba diseñadapara decir algo muy distinto. Después de todo,Ul Qoma se mostró mucho más amigable conella, ¿no es cierto?

—¿Me está tomando el pelo? ¿Adóndequiere ir a parar? ¿Que Mahalia fingía estarinvestigando sobre Orciny? ¿Que era unaenemiga de Besźel? ¿Qué, si no? ¿Una agentede Ul Qoma?

Gosz se acercó a mí. Le hizo una señal alos demás miembros del CA, que se retirarona su casa fortificada y entornaron la puerta,expectantes y vigilantes.

—Inspector, no tiene ninguna orden deentrada y registro. Márchese. Si va a seguirinsistiendo en esto, deje que cumpla con mideber recitándole esto: siga con esteacercamiento y me quejaré a sus superioressobre el acoso al, no lo olvidemos, totalmentelegal CA de Besźel. —Esperé un poco ensilencio. Había algo más que quería decir—. Y

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pregúntese qué conclusiones sacaría de alguienque llega aquí a Besźel, empieza a investigarun tema larga y justificadamente olvidado porlos estudiosos serios, que ha predicado sobrela inutilidad y debilidad de Besźel, que hace,de forma nada sorprendente, enemigos alládonde va, que se marcha y luego se vadirectamente a Ul Qoma. Y después, de todosmodos, algo de lo que usted no parece serconsciente, empieza a abandonardiscretamente lo que siempre fue un área nadaconvincente de investigación. Se ha pasadoaños sin investigar sobre Orciny, incluso podíahaber admitido que todo eso era una tapadera,¡por el amor de Dios! Estaba colaborando enuno de los yacimientos más beligerantes afavor de Ul Qoma del último siglo. ¿Que sicreo que hay motivos para sospechar de susintenciones, inspector? Sí, lo creo.

Corwi tenía los ojos fijos en él con laboca abierta, literalmente.

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—Joder, jefe, tenías razón —dijo sinbajar el tono de voz—. Están locos que tecagas.

Él la miró fríamente.—¿Y cómo es posible que sepa usted

todo eso, señor Gosz? —le pregunté—. Sobresu investigación.

—¿Su investigación? Por favor. Inclusosin que los periódicos husmearan por ahí, lostemas de los doctorados y las actas de lasconferencias no son secretos de Estado,Borlú. Hay algo llamado internet. Deberíaprobarlo.

—Y…—Márchese ya —dijo—. Dígale a

Gadlem que le envío saludos. ¿Quiere untrabajo, inspector? No, no es una amenaza, esuna pregunta. ¿Le gustaría tener un trabajo?¿Le gustaría conservar el que tiene? ¿Loquiere de verdad, inspectorCómosésunombre? —Se rió—. ¿Acaso cree

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que aquí —señaló al edificio— es dondeacaba todo?

—Claro que no —respondí—. Alguien loha llamado.

—Ahora márchese.—¿Qué periódico habéis leído? —

pregunté en voz bien alta. No aparté los ojosde Gosz, pero giré la cabeza lo suficiente paraque se viera que estaba hablando con loshombres de la puerta—. ¿Grandullón?¿Peinado? ¿Qué periódico?

—Ya está bien —dijo el del pelo casirapado, mientras Musculitos me dijo—: ¿Qué?

—Dijisteis que habías leído algo de ellaen el periódico. ¿En cuál? Por lo que yo sénadie ha mencionado su nombre real aún. Ellaseguía siendo Fulana de Tal cuando lo vi. Estáclaro que no leo la mejor prensa. ¿Qué es loque tendría que estar leyendo?

Un murmullo, una risa.—Oigo cosas. —Gosz no le dijo que se

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callara—. ¿Quién sabe dónde lo he oído? —No podía hacer mucho con eso. Lainformación se filtra rápidamente, incluso laque venía de unos comités supuestamenteseguros y era probable que su nombre hubierasalido a la luz e incluso que se hubierapublicado en alguna parte, aunque yo no lohabía visto, y si no lo había hecho, pronto loharía—. ¿Y qué debería estar leyendo? ¡LaLlamada de la Lanza, por supuesto! —Agitóuna copia del periódico del CA.

—Bueno, todo esto es fascinante —dije—. Están todos tan bien informados. Pobre demí, que estoy tan confundido, supongo queserá un alivio pasar este caso. No es posibleque yo pueda hacerme cargo. Como dicen, notengo los papeles adecuados para hacer laspreguntas adecuadas. Por supuesto, la Brechano necesita de papeles. Ellos pueden preguntarlo que quieran, de quien quieran.

Eso los acalló. Los miré (a Musculitos,

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Pelucón, el del teléfono y el abogado) algunossegundos más, antes de que me fueracaminando, con Corwi detrás de mí.

—Vaya panda de gilipollas desagradables.—Ya, bueno —dije—. Estábamos de

pesca. Un poco impertinentes. Aunque noesperaba que me fueran a azotar como a unniño malo.

—¿De qué iba todo eso…? ¿Cómo sabíaquién eras? Y toda esa historia deamenazarte…

—No sé. A lo mejor iba en serio. A lomejor podía complicarme la vida si siguieracon esto. Pronto dejará de ser mi problema.

—Supongo que me suena —respondió—. Lo de las conexiones, quiero decir. Todoel mundo sabe que los de CA son los soldadoscallejeros del Bloque Nacional, así que tienenque conocer a Syedr. La cadena debe de sertal y como dijiste: llaman a Syedr y él llama alabogado. —No dije nada—. Es probable.

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También puede que hayan oído lo de Mahaliapor él. Pero ¿sería Syedr tan imbécil comopara echarnos encima a los del CA?

—Tú misma has dicho que es bastanteimbécil.

—Sí, ya, pero ¿por qué lo haría?—Es un matón.—Cierto. Todos esos lo son: así es como

funciona la política, ¿no? Así que, sí, a lomejor es lo que está pasando, bravuconeríaspara espantarnos.

—¿Espantarnos de qué?—Asustarnos, quiero decir. No de nada.

Estos tipos lo llevan en la sangre, lo de sermatones.

—¿Quién sabe? A lo mejor tiene algo queocultar, a lo mejor no. Reconozco que megusta la idea de que la Brecha vaya a por él ya por los suyos. Cuando llegue por fin lainvocación.

—Ya. Es solo que pensé que parecías…

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Todavía seguimos investigando cosas y mepreguntaba si estabas deseando que… Noesperaba que fuéramos a seguir con esto.Vamos, que estamos esperando. A que elcomité…

—Claro —dije—. Bueno. Ya sabes. —La miré y después aparté la mirada—. Estarábien poder pasar el caso: la chica necesita a laBrecha. Pero aún no lo hemos pasado. Cuantomás tengamos para darles mejor, supongo…—Eso era discutible.

Una buena bocanada de aire, dentro,fuera. Me detuve y traje café para los dos deun sitio nuevo antes de que volviéramos a lacomisaría. Café americano, para disgusto deCorwi.

—Pensé que te gustaba aj Tyrko —dijo,oliéndolo.

—Claro que me gusta, pero más de loque me gusta aj Tyrko me gusta que me déigual.

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Capítulo 10

Llegué pronto a la mañana siguiente, perono tuve tiempo de ponerme con nada.

—El jefe quiere verte, Tyad —dijoTsura, de servicio en el mostrador, en cuantoentré.

—Mierda —dije—. ¿Ya ha llegado? —Me escondí detrás de mi mano y susurré—:Vete, vete, Tsura. Date una pausa para mearcuando entre. Tú no me has visto.

—Venga, Tyad. —Me hizo un gesto conla mano para que me marchara y se cubrió losojos. Pero había una nota en mi escritorio:«Ven a mi despacho inmediatamente». Puselos ojos en blanco. Astuto. Si me hubieraenviado un correo electrónico o me hubieradejado un mensaje en el contestador siemprepodría haber pretendido que no lo había vistohasta después de unas horas. Ahora ya no

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podía evitarlo.—¿Señor? —Llamé a la puerta y asomé

la cabeza. Me puse a pensar en modos deexplicar mi visita a los Ciudadanos Auténticos.Esperé que Corwi no fuera demasiado leal uhonrada como para poder echarme la culpa siestaba cargando ella sola con el muerto—.¿Quería verme?

Gadlem me miró por encima del borde desu taza y me hizo una señal para que meacercara y tomara asiento.

—Me he enterado de lo de los Geary —dijo—. ¿Qué ocurrió?

—Sí, señor. Fue… fue un desastre. —No había tratado de ponerme en contacto conellos. No sabía si la señora Geary se habíaenterado de que su papel había desaparecido—. Creo que estaban, ya sabe, destrozados ehicieron una estupidez…

—Una estupidez muy planeada. Casi esla estupidez espontánea más organizada de la

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que he oído hablar. ¿Van a poner una queja?¿Voy a escuchar unas duras palabras de laembajada americana?

—No lo sé. Sería muy impertinente si lohicieran. Tampoco tendrían nada a lo queagarrarse.

Habían cometido una brecha. Era triste,pero simple. Él asintió, suspiró y me enseñódos puños cerrados.

—¿La buena noticia o la mala noticia? —dijo.

—Pues… la mala.—No, primero te doy la buena. —Agitó

la mano izquierda y la abrió con teatralidad,después habló como si hubiera dictado unasentencia—. La buena noticia es que tengo uncaso de lo más intrigante para ti. —Esperé—.Ahora la mala. —Abrió la mano derecha ygolpeó con ella la mesa del escritorio, con unarabia sincera—. La mala, inspector Borlú, esque es el mismo caso en el que ya estabas

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trabajando.—¿Señor? No lo entiendo…—No, claro, inspector, ¿quién de

nosotros lo entiende? ¿A quién de nosotros,pobres mortales, nos es dado elentendimiento? Sigues en el caso. —Desdoblóuna carta y me la pasó, sacudiéndola. Vi quetenía sellos y símbolos en relieve encima de lacabecera del texto—. Noticias del Comité deSupervisión. Respuesta oficial. ¿Te acuerdas,esa pequeña formalidad? No van a pasar elcaso de Mahalia Geary. Se niegan a invocar ala Brecha.

Me recliné con fuerza en el respaldo.—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué coño…?El tono de su voz era monótono.—Nyisemu, de parte del comité, nos

informa que han revisado las pruebas que leshemos presentado y han concluido que noexisten pruebas suficientes para suponer quehaya ocurrido brecha alguna.

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—Eso es una mierda. —Me levanté—.Ya ha visto mi informe, señor, sabe lo que leshe entregado, sabe que no hay forma de decirque esto no es una brecha. ¿Qué han dicho?¿Cuáles fueron sus motivos? ¿Hicieron unreparto de la votación? ¿Quién firma la carta?

—No están obligados a dar explicaciones.Sacudió la cabeza y miró asqueado el

papel que sostenía con la punta de sus dedoscomo pinzas.

—Maldita sea. Alguien está intentando…Señor, esto es ridículo. Necesitamos invocar ala Brecha. Son los únicos que pueden…¿Cómo se supone que voy a investigar estamierda? Soy un poli de Besźel, nada más.Aquí está pasando algo jodido.

—Muy bien, Borlú. Como ya he dicho,no están obligados a dar ningún tipo deexplicaciones, pero anticipando sin duda partede nuestra educada sorpresa, han incluido dehecho una nota, y un sobre adjunto. Según

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esta imperiosa pequeña misiva, no fue por tupresentación. Así que consuélate con el hechode que por muy chapuceramente que lohicieras, más o menos los convenciste de queera un caso de brecha. Lo que ocurrió,manifiestan, es que como parte de sus«investigaciones rutinarias» —lasdesaprobatorias comillas que hizo con losdedos parecían las garras de un ave— salió ala luz más información. Cucú.

Tocó uno de los sobres de correo o depropaganda que tenía sobre la mesa y me lolanzó. Una cinta de vídeo. Me señaló la telecon reproductor de vídeo de la esquina deldespacho. Apareció la imagen, de baja calidaden tonos sepia y llena de interferencias. Nohabía sonido. Los coches cruzaban lentamentela pantalla, en diagonal, en un tráfico bastantefluido y constante, encima de la fecha y unmarcador de tiempo, entre columnas yparedes de edificios.

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—¿Qué es esto? —Calculé la fecha: demadrugada, hace un par de semanas. Lanoche antes de que encontraran el cuerpo deMahalia Geary—. ¿Qué es esto?

Los pocos vehículos que habíaaceleraron, se escabulleron con un ajetreoincreíblemente espasmódico. Gadlem agitó lamano con mal humor, dándole al botón deavance de la imagen del mando a distanciacomo si fuera una batuta. Avanzó variosminutos de la cinta.

—¿De dónde es esto? La imagen es unamierda.

—Es mucho menos mierda que si fuerauna de las nuestras, esa es precisamente lacuestión. Ya está —dijo—. Bien entrada lanoche. ¿Dónde estamos, Borlú? Detecta,detective. Fíjate en la derecha.

Pasó un coche rojo, un coche gris, uncamión viejo y después, «¡Mira! ¡Voilà!»,gritó Gadlem, una mugrienta furgoneta blanca.

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Se arrastró de la parte inferior derecha a laparte superior izquierda de la imagen haciaalgún túnel, se detuvo quizá en una señal detráfico que no se veía y se marchó de lapantalla y de nuestra vista.

Lo miré esperando una respuesta.—Fíjate en las manchas —dijo. Estaba

avanzando la imagen, haciendo que lospequeños coches volvieran a bailar—. Nos lohan acortado un poco. Una hora y pico.¡Mira! —Presionó el botón de play yaparecieron de nuevo uno, dos, tres vehículosmás, después la furgoneta blanca (tenía queser la misma) moviéndose en la otra dirección,justo por donde había venido. Esta vez elángulo de la cámara capturó la matrículadelantera.

Iba demasiado rápido como para quepudiera verlo. Presioné los botonesincorporados en el reproductor, y procedí aretroceder la furgoneta a toda velocidad hasta

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tenerla en mi línea de visión, después la hiceavanzar algunos metros y detuve la imagen.Esto no era un DVD, así que la imagencongelada era una atmósfera cargada de ruidosy estática, la vibrante furgoneta no estaba deltodo quieta sino que temblaba como unelectrón perturbado entre dos ubicaciones. Nopodía ver el número de la placa con claridad,pero lo que vi en la mayor parte de los sitiosparecía una de un par de posibilidades: unavye o bye, un zsec o kho, un siete o un uno yasí sucesivamente. Cogí mi libreta y pasé laspáginas.

—Allá va —murmuró Gadlem—. Estátramando algo. Tiene algo, damas ycaballeros. —Pasé páginas y días. Me detuve—. Una bombilla, la veo, le está costandoencenderse, para arrojar luz sobre la escena…

—Joder —dije.—Y tanto que joder.—Es esa. Es la furgoneta de Khurusch.

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—Es, como bien dices, la furgoneta deMikyael Khurusch.

El vehículo en el que habían llevado elcuerpo de Mahalia Geary y del cual la habíantirado. Me fijé en la hora de la imagen. Alverla en la pantalla era casi del todo seguroque contenía a Mahalia muerta.

—Jesús. ¿Quién ha encontrado esto?¿Qué es? —pregunté.

Gadlem suspiró y se frotó los ojos.—Espera, espera.Levanté la mano. Miré la carta del

Comité de Supervisión, que Gadlem estabausando para abanicarse la cara.

—Eso es una esquina de la CámaraConjuntiva —dije—. Maldita sea. Es laCámara Conjuntiva. Y esa es la furgoneta deKhurusch saliendo de Besźel, entrando en UlQoma y de vuelta otra vez. Legalmente.

—Din, din —dijo Gadlem, como el típicotimbre de un concurso de la televisión—. Din,

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din, din y mil veces din.Como parte, nos decían (y a lo que le

dije a Gadlem que teníamos que volverdespués), de las investigaciones previasacordes a cualquier invocación de la Brecha,que se habían inspeccionado las imágenes delcircuito cerrado de la noche en cuestión. Esoera poco convincente. El caso había parecidosiempre un caso claro de brecha por el quenadie se iba a molestar en mirar a concienciavarias horas de cinta. Y, además, lasanticuadas cámaras de la parte besźelí de laCámara Conjuntiva no iban a ofrecerimágenes nítidas del vehículo: estas las habíangrabado desde fuera, desde el sistema deseguridad privado de un banco que algúninvestigador había requisado.

Con la ayuda de las fotografíasproporcionadas por el inspector Borlú y suequipo, nos decían, se había verificado queuno de los vehículos que pasaron por un

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puesto fronterizo de la Cámara Conjuntiva,para salir de Besźel, entrar en Ul Qoma yregresar de nuevo a Besźel, había sido elmismo en el que habían transportado elcuerpo de la fallecida. En consecuencia, sibien era cierto que se había cometido uncrimen abyecto que se debía investigar concarácter de urgencia, la entrada del cadáverdesde el lugar del asesinato, aunque al parecerhabía ocurrido en Ul Qoma, al suelo deBesźel, donde lo tiraron, no había implicada,en efecto, ninguna brecha. El paso entreambas ciudades había sido legal. No había, enconsecuencia, motivos para invocar a laBrecha. No se había cometido ningunabrecha.

Este es el tipo de situación jurídica antela que los extranjeros reaccionan con undesconcierto comprensible. Con elcontrabando, por ejemplo, suelen insistir. Elcontrabando es una brecha, ¿verdad?

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Intrínsecamente, ¿no? Y no.La Brecha tiene poderes que el resto de

nosotros apenas alcanzamos a imaginar, perosu llamamiento es tremendamente preciso. Nose trata del paso de una ciudad a otra, nisiquiera en un caso de contrabando: se trata dela forma de ese pasaje. Tira feld o cocaína oarmas desde tu ventana trasera besźelí através de un patio hasta un jardín ulqomanopara que lo recoja tu contacto: eso es unabrecha, y la Brecha te cogerá y lo seguiríasiendo si arrojaras migas de pan o plumas.Pero ¿robar un arma nuclear y llevarlaescondida cuando atraviesas la CámaraConjuntiva, legalmente la propia frontera? ¿Enese puesto fronterizo donde las dos ciudadesse encuentran? En ese acto se cometenmuchos delitos, pero la brecha no es uno deellos.

El contrabando en sí mismo no es unabrecha, aunque se cometen muchas brechas

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para poder hacer contrabando. Los traficantesmás listos, sin embargo, se aseguran de cruzarcorrectamente y se muestran profundamenterespetuosos con las fronteras y los poros de laciudad, y así cuando cruzan se enfrentan soloa las leyes de uno u otro lugar, no al poder dela Brecha. Quizá esta considera lospormenores de esos delitos una vez se hacometido la brecha, todas las transgresiones enUl Qoma o en Besźel o en las dos, pero de serasí lo hace solo una vez y porque los delitosestán relacionados con una brecha, la únicainfracción que la Brecha castiga, lairreverencia existencial a las fronteras de UlQoma y de Besźel.

Robar la furgoneta y tirar el cuerpo enBesźel eran actos ilegales. También lo era, yde forma horrible, el asesinato en Ul Qoma.Pero lo que habíamos asumido como latransgresión particular que conectaba losacontecimientos nunca había ocurrido. Todo

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el pasaje se había mantenidoescrupulosamente legal, efectuado a través decanales oficiales, con los papeles en regla.Incluso si los permisos estaban falsificados, elpaso de la frontera de la Cámara Conjuntivase convertía en una cuestión de entrada ilegal,no de brecha. Ese es un delito que puedeocurrir en cualquier país. No había habidoninguna brecha.

—Esto es una puta mierda.Caminé nervioso de un lado a otro entre

el escritorio de Gadlem y el coche congeladode la pantalla, el transporte de la víctima.

—Esto es una mierda. Nos han jodido.—Que es una mierda, me dice —le dijo

Gadlem al mundo—. Me dice que nos hanjodido.

—Nos han jodido, señor. Necesitamos ala Brecha. ¿Cómo coño se supone que vamosa hacerlo? Alguien en alguna parte estáintentando que esto se quede como está.

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—Nos han jodido, me dice, y observoque me lo dice como si yo estuviera endesacuerdo con él. Algo que, la última vez queme fijé, no estaba haciendo.

—En serio, qué…—Es más, podría decirse que estoy de

acuerdo con él en un grado sorprendente.Claro que nos han jodido, Borlú. Deja de darvueltas como un perro borracho. ¿Qué quieresque te diga? Sí, sí, sí, esto es una mierda; sí,alguien nos ha hecho esto. ¿Qué quieres quehaga?

—¡Algo! Tiene que haber algo. Podemosapelar…

—Mira, Tyador. —Juntó las yemas delos dedos de sus manos—. Los dos estamosde acuerdo sobre lo que ha pasado. Los dosestamos cabreados por que sigas en este caso.Por distintas razones, quizá, pero… —Hizoun gesto con la mano quitándole importancia—. Pero te diré cuál es el problema que no

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has mencionado. Mientras que, sí, los dosestamos de acuerdo en que la inesperadarecuperación de estas imágenes huelebastante, y que parecemos ser trocitos dealuminio en un juguete para algún gatomaligno del Gobierno, sí, sí, sí, pero, Borlú,sea cual sea la forma en la que han conseguidola prueba, esta es la decisión correcta.

—¿Lo hemos corroborado con losguardias de la frontera?

—Sí, y no hay absolutamente nada, pero¿es que crees que conservan los registros detodos los que pasan? Lo único que necesitanes ver un permiso medianamente creíble. Coneso no puedes discutir. —Le hizo un gestocon la mano al televisor.

Tenía razón. Sacudí la cabeza.—Como muestran esas imágenes —dijo

— la furgoneta no incurrió en ninguna brechay, por lo tanto, ¿qué clase de apelaciónpodíamos presentar? No podemos invocar a la

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Brecha. No por esto. Ni tampoco,francamente, deberíamos hacerlo.

—¿Y ahora qué?—Ahora tienes que seguir investigando el

caso. Tú lo empezaste, tú lo vas a terminar.—Pero ocurrió en…—… en Ul Qoma. Sí, lo sé. Vas a ir allí.—¿Qué?—Esto se ha convertido en una

investigación internacional. La policía de UlQoma no lo había tocado mientras parecía uncaso de la Brecha, pero ahora es suinvestigación de asesinato, pues parece quehay pruebas convincentes de que ocurrió ensu terreno. Vas a disfrutar de los placeres de lacolaboración internacional. Han pedidonuestra ayuda. In situ. Te vas a Ul Qomacomo invitado de la militsya ulqomana, dondecolaborarás con los agentes del equipo deHomicidios. Nadie conoce cuál es el estado dela investigación mejor que tú.

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—Esto es ridículo. Puedo mandarles uninforme y ya…

—Borlú, no te enfurruñes. Esto hatraspasado nuestras fronteras. ¿Qué es uninforme? Necesitan algo más que un trozo depapel. El caso ha resultado ser más convulsoque un gusano con el baile de San Vito, y túeres el que está con él. Así que vete, ponles enantecedentes. Haz un poco de malditoturismo. Cuando encuentren a alguien vamosa querer presentar cargos aquí también, por elrobo, el abandono del cuerpo y todo eso. ¿Note parece que esta es una apasionante épocade colaboración policial transfronteriza?

Eso último era el eslogan de un folletoque habíamos recibido la última vez quemodernizamos nuestro equipo informático.

—Las posibilidades que teníamos deencontrar al asesino han caído en picado.Necesitábamos a la Brecha.

—Qué agudo, señoras y señores. Estoy

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de acuerdo. Así que ve allí y aumenta lasprobabilidades.

—¿Cuánto tiempo voy a estar allí?—Mantenme informado cada dos días.

Veremos cómo va. Si se alarga más de dossemanas lo revisaremos: ya es bastanteincordio que te pierda durante esos días.

—Pues no me pierdas. —Me miró consarcasmo: ¿Y qué opción me queda?—. Megustaría que Corwi viniera conmigo.

Hizo un ruido grosero.—Claro que te gustaría. No seas

estúpido.Me pasé las manos por el pelo.—Commissar, necesito su ayuda. Como

poco, sabe más del caso de lo que yo sé. Hasido una pieza fundamental desde elcomienzo. Si voy a tener que llevarme el casoal otro lado de la frontera…

—Borlú, no te llevas nada a ningunaparte; eres un invitado. De nuestros vecinos.

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¿Quieres pasearte por ahí con tu propioWatson? ¿Quieres que te consiga a alguienmás? ¿Una masajista? ¿Un actuario? Méteteesto en la cabeza: allí tú eres el ayudante.Jesús, ya es bastante malo que la obligaras ameterse en esto en primer lugar. ¿Con quéautoridad, perdón? En vez de pensar en lo quehas perdido, te sugiero que recuerdes losbuenos tiempos que pasasteis juntos.

—Esto es…—Sí, sí. No vuelvas a decírmelo.

¿Quieres saber lo que es una mierda,inspector? —Me señaló con el mando adistancia, como si pudiera detenerme orebobinarme—. Lo que es una mierda es queun oficial superior de la policía perteneciente ala BCV, junto con la oficial subordinada que élsecretamente ha requisado como su propiedadpersonal, haga una paradita no autorizada,innecesaria e inútil para enfrentarse a un grupode matones que tienen amigos en las altas

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esferas.—Ya. Se ha enterado de eso, por lo que

veo. ¿Por el abogado?—¿A qué abogado te refieres? Ha sido el

diputado Syedr el que ha sido tan amable dellamarme esta mañana.

—¿Syedr en persona lo ha llamado?Vaya. Lo siento, señor. Estoy sorprendido.¿Qué? ¿Iba a decirme que los dejara en paz?Pensé que parte del trato era que no pudieranrelacionarlo abiertamente con los CA. Por esoenvió a ese abogado, que parecía un chiquillosacado de la liga de los tíos duros.

—Borlú, solo sé que Syedr ha sabido deltête-à-tête del otro día y estaba horrorizado alsaber que su nombre había salido a relucir,que llamó no poco encolerizado paraamenazarte con varias sanciones pordifamación en caso de que su nombreapareciera de nuevo involucrado en uncontexto así, etcétera. No sé, ni quiero

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saberlo, qué te llevó a elegir ese callejón sinsalida en tu investigación, pero harías bien enpreguntarte sobre los parámetros decoincidencia, Borlú. Fue esta misma mañana,solo unas horas después de tu increíblementefructífera pelea en plena calle con lospatriotas, cuando aparecieron oportunamenteestas imágenes y se denegó la invocación de laBrecha. Y tampoco tengo la menor idea de loque eso quiere decir, pero es un datointeresante, ¿a que sí?

—A mí no me preguntes, Borlú —dijoTaskin cuando la llamé por teléfono—. No sénada. Me acabo de enterar. A mí solo mellegan rumores. Nyisemu no está muycontento con lo que ha pasado, Buric estáfurioso, Katrinya confundida, Syedrencantado. Eso es lo que se comenta. Quién loha filtrado, quién está tocándole las narices aquién, de eso no sé nada. Lo siento.

Le pedí que mantuviera los oídos

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abiertos. Tenía un par de días para prepararmi marcha. Gadlem había pasado mis datos alos departamentos pertinentes de Besźel y ami homólogo en Ul Qoma que sería micontacto. «Y contesta los malditos mensajes»,dijo. Me arreglarían el permiso y la ubicación.Fui a casa y miré mi ropa, dejé la vieja maletaencima de la cama, escogí algunos libros,descarté otros.

Uno de ellos era nuevo. Lo acababa derecibir por correo esa misma mañana, despuésde haber pagado más por un envío urgente.Lo pedí por internet en un enlace que venía enla página de fracturedcity.org.

Mi copia de Entre la ciudad y la ciudadera vieja y estaba estropeada; intacta, perocon la cubierta doblada y manchas en laspáginas, que tenían anotaciones de al menosdos caligrafías diferentes. Había pagado unprecio escandaloso por él a pesar de esosdefectos debido a que su venta era ilegal en

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Besźel. No era un gran riesgo que aparecierami nombre en la lista del comerciante. Mehabía cuidado de asegurarme que el librotenía, al menos en Besźel, el estatus de unretroceso ligeramente embarazoso más que decualquier sentido sedicioso. La mayor parte delos libros ilegales de la ciudad lo eran solo deuna forma un tanto vaga: raramente seaplicaban sanciones, incluso era pocofrecuente que los censores se preocuparan.

El libro lo había publicado una editorialanarco-jipi largo tiempo desaparecida, aunquea juzgar por el tono de las páginas iniciales eramucho más árido de lo que sugería surecargada y lisérgica portada. La situación delos caracteres bailaba en todas las páginas. Nohabía índice, lo que me provocó un suspiro deresignación.

Me tumbé en la cama y llamé a las dosmujeres a las que veía, y les dije que me iba aUl Qoma. Biszaya, la periodista, dijo:

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«Fantástico, no te olvides de ir al museoBrunai. Hay una exposición de Kounellis.Tráeme una postal». Sariska, la historiadora,pareció más sorprendida y decepcionada deque me fuera a ir por no se sabe cuántotiempo.

—¿Has leído Entre la ciudad y laciudad? —le pregunté.

—Cuando estaba en la universidad, claro.La ilustración de mi cubierta era La riquezade las naciones. —Durante los años sesenta ysetenta se podían comprar algunos librosprohibidos con portadas arrancadas de librospermitidos—. ¿Qué pasa con él?

—¿Qué te pareció?—Por aquel entonces, que era la bomba.

Y que yo era muy valiente por leérmelo.Después de eso, que era ridículo. ¿Estás porfin pasando tu adolescencia, Tyador?

—Puede ser. Nadie me entiende. Yo nopedí nacer.

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Sariska no tenía ningún recuerdoparticular del libro.

—Joder, no me lo puedo creer —soltóCorwi cuando la llamé y se lo dije. No dejabade repetirlo.

—Ya. Es lo mismo que le dije a Gadlem.—¿Me apartan del caso?—No creo que haya un plural aquí, pero

sí, por desgracia, no puedes venir.—Así que eso es todo, ¿me dejan tirada?—Lo siento.—Hijo de puta. La cuestión —dijo al

final, después de un minuto en el que ningunode los dos dijo nada, escuchando larespiración y el silencio de ambos, comoadolescentes enamorados— es quién puedehaber hecho públicas esas imágenes. No, lacuestión es ¿cómo encontraron esasimágenes? ¿Por qué? ¿Cuántas putas horas decinta hay?, ¿cuántas cámaras? ¿Desde cuándotienen tiempo de mirar esas cosas? ¿Por qué

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esta vez?—No tengo que marcharme

inmediatamente. Estaba pensando… Tengo miorientación pasado mañana.

—¿Y?—Bueno…—¿Y?—Perdón, estaba dándole vueltas a estas

imágenes con las que nos acaban de dar en lacabeza. ¿Quieres hacer una últimainvestigación? Un par de llamadas y una o dosvisitas. Hay algo en particular que me gustaríadejar arreglado antes de que lleguen mi visadoy no sé qué más: he estado pensando en esafurgoneta paseándose tan tranquila por ahíhacia tierras extrañas. Esto podría traerteproblemas. —Dije esto último en broma,como si fuera algo atrayente—. Claro queestás fuera del caso, así que es un trabajo unpoco sin autorización. —Eso no era cierto.Corwi no corría ningún riesgo: podía dar el

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visto bueno a cualquier cosa que hiciese.Puede que yo me metiera en un lío, pero ellano.

—De puta madre, entonces —contestó—. Si la autoridad te tima, una operación noautorizada es la única opción que te queda.

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Capítulo 11

—¿Sí? —Mikyael Khurusch me mirómás detenidamente desde detrás de la puertade su desvencijada habitación—. Inspector. Esusted. ¿Qué…? ¿Hola?

—Señor Khurusch. Una pequeñacuestión.

—Por favor, déjenos pasar —dijo Corwi.Khurusch entornó un poco más la puertatambién para verla, suspiró y nos abrió.

—¿En qué puedo ayudarlos?Entrelazó sus manos y las volvió a

separar.—¿Qué tal te las apañas sin la furgoneta?

—preguntó Corwi.—Es un dolor de huevos, pero un amigo

me está echando un cable.—Qué buen chico.—¿Verdad? —respondió Khurusch.

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—¿Cuándo consiguió un visado CC parala furgoneta, señor Khurusch? —pregunté.

—Yo… ¿Qué? ¿Cómo? —respondió—.Si yo no… No tengo…

—Qué interesante que respondas conevasivas —dije. Su respuesta confirmaba elpresentimiento—. No eres tan estúpido comopara negarlo rotundamente porque, oye, lospermisos son algo de lo que se guardanregistros. Pero entonces, ¿qué estamospidiendo? ¿Y por qué no estás respondiendo?¿Cuál es el problema con esa pregunta?

—¿Nos deja ver su permiso, por favor,señor Khurusch?

Miró a Corwi durante varios segundos.—No lo tengo aquí, está en mi casa. O…—¿No podemos? —pregunté—. Estás

mintiendo. Esta era una última oportunidad,cortesía nuestra y, vaya, acabas de mearte enella. No tienes ningún pase. Un visado deConductor Cualificado para múltiples entradas

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y reentradas dentro y fuera de Ul Qoma.¿Verdad? Y no lo tienes porque te lo hanrobado. Te lo robaron cuando te robaron lafurgoneta. Estaba, de hecho, dentro de tufurgoneta cuando te robaron la furgoneta,junto con tu viejo callejero.

—Oigan —dijo—, ya se lo he dicho, yono estaba allí, no tengo ningún callejero, tengoun GPS en el teléfono. No sé nada de…

—No es cierto, pero sí lo es que tucoartada se sostiene. Entiéndenos, nadie aquícree que tú cometieras el asesinato, o inclusoque tiraras el cuerpo. No es por eso queestamos cabreados.

—Nuestra preocupación —siguió Corwi— es que nunca nos dijeras nada del permiso.La cuestión es quién lo cogió y qué hasrecibido a cambio.

De su rostro desapareció el color.—Ay, Dios —dijo. Abrió la boca varias

veces y se dejó caer de golpe sobre el asiento

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—. Ay, Dios, esperen. Yo no tengo nada quever con nada de esto. Yo no recibí nada…

Había visto las imágenes del circuitocerrado varias veces. No había habido ningunavacilación en el paso de la furgoneta, en laruta autorizada y vigilada a través de laCámara Conjuntiva. Lejos de incurrir en unabrecha, de desplazarse por una calleentramada, o de cambiar la matrícula para quecoincidiera con la de algún permiso falsificado,el conductor había tenido que mostrar a lapolicía de la frontera unos papeles que nohicieron levantar una sola ceja. Había un tipode pase en concreto que podría haberagilizado un viaje con tan pocascomplicaciones.

—¿Haciéndole un favor a alguien? —dije—. ¿Una oferta que no podías rechazar?¿Chantaje? Dejas los papeles en la guantera.Es mejor para ellos que tú no sepas nada.

—¿Por qué otra razón no nos dijiste que

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habías perdido los papeles? —añadió Corwi.—Única oportunidad —dije—. Bien.

¿Cuál es tu caso?—Ay, Señor. Mire. —Khurusch miró

ansioso a su alrededor—. Por favor, escuche.Ya sé que tendría que haber sacado lospapeles de la furgoneta. Suelo hacerlo, se lojuro, lo juro. Debí de olvidarme esta vez, y esjusto cuando roban la furgoneta.

—Por eso nunca nos dijiste nada delrobo, ¿verdad? —le pregunté—. Nunca nosdijiste que te habían robado la furgonetaporque sabías que tarde o temprano tendríasque decirnos algo de los papeles, así queesperaste a que la situación se resolviera sola.

—Ay, Dios.Los coches visitantes ulqomanos suelen

ser fáciles de identificar como visitantesautorizados por las matrículas, las pegatinas enlas ventanillas y los diseños modernos: lomismo sucede con los vehículos besźelíes que

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van a Ul Qoma, por los pases y el, a ojos denuestros vecinos, estilo anticuado. Lospermisos para los vehículos, especialmente losCC para varias entradas, no son ni baratos nifáciles de conseguir, y su obtención estásupeditada a una serie de condiciones y reglas.Una de ellas es que el visado de un cocheparticular nunca se deja desatendido dentrodel vehículo. No tiene sentido hacer que elcontrabando sea más fácil de lo que ya es. Sinembargo, no es infrecuente el descuido, o elcrimen, de dejar los papeles en la guantera odebajo de los asientos. Khurusch sabía que seenfrentaba, como mínimo, a una multacuantiosa y la revocación de cualquier derechode paso a Ul Qoma para siempre.

—¿A quién le dejaste la furgoneta,Mikyael?

—Se lo juro por Cristo, inspector, anadie. No sé quién la cogió. De verdad que nolo sé.

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—¿Quieres decir que fue una totalcoincidencia? ¿Que dio la casualidad de quealguien que necesitaba recoger un cuerpo deUl Qoma robó una furgoneta que tenía unospapeles de pase en ella, esperando? Quéconveniente.

—Por mi vida se lo juro, inspector, no losé. Quizá quienquiera que robara la furgonetaencontró los papeles y se los vendió aalguien…

—¿Encontraron a alguien que necesitabaun transporte interurbano la misma noche quela robaron? Esos sí que son los ladrones mássuertudos del mundo.

Khurusch se desmoronó.—Por favor —imploró—. Revise mis

cuentas bancarias. Mire mi cartera. Nadie meestá pagando una mierda. Desde que merobaron la furgoneta no he podido hacer unaputa mierda, ningún negocio. No sé lo quehacer…

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—Me vas a hacer llorar —dijo Corwi. Élla miró con una expresión exhausta.

—Se lo juro por mi vida —dijo.—Hemos visto tu expediente, Mikyael —

dije—. No me refiero a tu expediente policial:ese ya lo comprobamos la última vez. Hablode tu expediente con la patrulla fronteriza deBesźel. Te han auditado hace unos pocosmeses, después de que obtuvieras el pase porprimera vez, hace unos años. Vimosanotaciones de «primer aviso» en variascosas, pero la más grave fue de lejos que tehabías dejado los papeles en el coche. Porentonces tenías un coche, ¿no? Los habíasdejado en la guantera. ¿Cómo conseguistelibrarte de esa? Me sorprende que no terevocaran el permiso allí mismo.

—Primer delito —dijo—. Se lo rogué.Uno de los tíos que lo encontraron dijo quehablaría con su compañero y que loconmutaría por un aviso oficial.

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—¿Le sobornaste?—Claro. Quiero decir, un poco. No

recuerdo cuánto.—¿Por qué? Me refiero a que así es

como lo obtuviste en un primer momento,¿no? ¿Por qué molestarse?

Un largo silencio. Los pases CC paravehículos suelen anunciarse para negocios conunos pocos empleados más que aquel interéssuperficial de Khurusch, pero no es extrañoque los pequeños comerciantes le echen unamano a sus solicitudes con unos cuantosdólares: es menos probable que los marcosbesźelíes motiven a los intermediarios deBesźel o a los funcionarios de turno de laembajada ulqomana.

—Por si —dijo desesperado— algunavez necesitaba ayuda recogiendo cosas. Misobrino ha hecho el examen, un par de colegaspodrían haberla conducido, echarme unamano. Nunca se sabe.

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—¿Inspector? —Corwi me mirabafijamente. Me di cuenta de que lo había dichoya más de una vez—. ¿Inspector? —Miró aKhurusch de reojo: ¿qué estamos haciendo?

—Perdón —le dije a Corwi—. Estabapensando. —Le hice una seña para que mesiguiera a una esquina de la habitación y leadvertí al hombre con un dedo levantado quese quedara donde estaba.

—Voy a llevármelo —dije en voz baja—,pero hay algo… Míralo. Estoy intentandoresolver algo. Oye, me gustaría que buscarasuna cosa. Todo lo rápido que puedas, porquemañana voy a tener que ir a la orientación esa.¿Te viene bien? Lo que quiero es una lista detodas las furgonetas de las que se haya dadoun parte de robo en Besźel aquella noche yquiero saber lo que ocurrió en cada caso.

—¿Todas ellas?—No te preocupes. Serán un montón de

vehículos, pero descarta todos menos las

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furgonetas que sean más o menos de esetamaño, y solo son las de una noche. Tráemetodo lo que puedas sobre cada una de ellas.Incluido todo el papeleo relacionado con ellas,¿de acuerdo? Tan rápido como puedas.

—¿Qué vas a hacer?—Probar a ver si consigo que este

rastrero de mierda me diga la verdad.Corwi, con zalamerías, persuasión y

pericia informática, consiguió la informaciónen apenas unas horas. Ser capaz de hacer esotan rápidamente, aligerar los cauces oficiales,es vudú.

Durante las primeras horas, mientras ellaestaba con lo suyo, me senté con Khurusch enuna celda y le pregunté de varios modos y endistintas fórmulas: «¿Quién se llevó tufurgoneta?» y «¿Quién cogió tu pase?». Éllloriqueó y exigió un abogado, a lo que lecontesté que pronto vería a uno. Probó aenfadarse dos veces, pero la mayor parte del

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tiempo se limitaba a repetir que no sabía naday que no había dado parte de los robos, de lafurgoneta y de los papeles, porque habíatenido miedo de los problemas que podríatraerle. «Sobre todo porque ya me habíanadvertido de eso, ¿entiende?».

Fue ya al final de la jornada cuandoCorwi y yo nos sentamos en mi oficina pararepasar el asunto juntos. Iba a ser, como lehabía advertido, una noche larga.

—¿Con qué cargos estamos reteniendo aKhurusch?

—En estos momentos poralmacenamiento indebido de papeles yomisión de denuncia. Según lo queencontremos esta noche podría añadircomplicidad de asesinato, pero me da que…

—Tú no crees que él esté metido en loque sea, ¿no?

—No parece precisamente un geniocriminal, ¿verdad?

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—No estoy sugiriendo que planearanada, jefe. Ni siquiera que supiera algoespecífico. Pero ¿no crees que sabe quiéncogió la furgoneta? ¿O que sabía que iban ahacer algo con ella?

Meneé la cabeza.—Tú no lo has visto. —Saqué la cinta de

su interrogatorio de mi bolsillo—. Escúchala sitienes tiempo.

Cogió mi ordenador y colocó toda lainformación que tenía en varias hojas decálculo. Tradujo mis imprecisas ybalbuceantes ideas en gráficos.

—A esto se le llama «búsqueda dedatos».

Dijo las últimas palabras en inglés.—¿Quién de nosotros es el soplón? —

dije.Ella no contestó. Solo tecleaba, bebía

café bien cargado, «hecho como es debido», ymascullaba algún comentario sobre mis

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programas informáticos.—Y esto es lo que tenemos.Eran más de las dos de la madrugada. Yo

no dejaba de mirar por la ventana de mioficina a la noche de Besźel. Corwi alisaba lospapeles que había impreso. Del otro lado de laventana llegaba el leve ulular y susurrar deltráfico nocturno. Me senté en la silla, aunquenecesitaba mear el refresco con cafeína.

—Número total de furgonetas con partede robo aquella noche: trece. —Recorrió lalista con la yema del dedo—. De esas, tresaparecen después quemadas o destrozadas deuna u otra forma.

—Vueltas en coches robados.—Vueltas en coches robados. Así que

nos quedan diez.—¿Cuánto tiempo pasó hasta que

denunciaron el robo?—Todos menos tres, incluido el encanto

que tenemos en los calabozos, lo denunciaron

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antes de un día.—De acuerdo. Ahora déjame ver dónde

tienes… ¿Cuántas de estas furgonetas tienenlos papeles para entrar en Ul Qoma?

Filtró la búsqueda.—Tres.—Parecen muchas… ¿Tres de trece?—Siempre va a haber más de furgonetas

que de coches en general, por todo eso de laimportación y exportación.

—Aun así. ¿Cuál es la estadística en todala ciudad?

—¿De qué? ¿De furgonetas con pases?No la encuentro —dijo después de pasarse unrato tecleando con la vista clavada en lapantalla—. Estoy convencida de que tiene quehaber un modo de averiguarlo, pero no se meocurre cómo.

—Vale, si tenemos tiempo ya lobuscaremos, pero me apuesto a que sonmenos de tres de cada trece.

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—Podría… Sí que parece alto.—De acuerdo, prueba esto. De las tres

con pases que fueron robadas, ¿cuántos de lospropietarios tenían avisos por algunatransgresión de las normas?

Le echó un vistazo a los papeles ydespués a mí.

—Las tres. Mierda. Las tres poralmacenamiento inapropiado. Mierda.

—Vale. Eso suena del todo improbable,¿verdad? Estadísticamente. ¿Qué les ocurrió alas otras dos?

—Fueron… Un momento. Pertenecían aGorje Feder y a Salya Ann Mahmud. Lasencontraron a la mañana siguiente.Abandonadas.

—¿Se llevaron algo?—Quedaron un poco destrozadas y

faltaban algunas cintas, algo de calderilla en lade Feder, un iPod de la de Mahmud.

—Deja que vea las horas… No hay

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manera de probar cuál de ellas robaronprimero, ¿verdad? ¿Sabemos si estas tienenaún los pases?

—No ha salido el tema, pero quizápodamos averiguarlo mañana.

—Hazlo si puedes. Pero me apuesto aque los tienen. ¿De dónde se llevaron lasfurgonetas?

—De Juslavsja, de Brov Prosz y la deKhurusch, de Mashlin.

—¿Y dónde las encontraron?—La de Feder en… Borv Prosz. Cristo.

La de Mahmud en Mashlin. Mierda. A unabocacalle de ProspekStrász.

—Eso está a cuatro calles de la oficina deKhurusch.

—Mierda. —Se reclinó en su asiento—.Suéltalo, jefe.

—De las tres furgonetas con papeles quefueron robadas esa noche, todas tienen unhistorial de olvidarse de sacar los papeles de la

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guantera.—¿El ladrón lo sabía?—Alguien estaba a la caza de papeles.

Alguien con acceso a los registros del controlfronterizo. Necesitaban un vehículo quepudiera pasar a través de la cámara. Sabíanexactamente quién tenía la costumbre de notomarse la molestia de llevarse los papeles.Fíjate en dónde están situadas. —Garabateéun mapa tosco de Besźel—. Primero se llevanla de Feder, pero, bien por el señor Feder,tanto él como sus empleados han aprendido lalección y esta vez se lleva los papeles con él.Cuando se dan cuenta de eso, nuestroscriminales la usan para llegar hasta aquí, hastacerca de donde Mahmud aparca la suya. Lalevantan, rápido, pero la señora Mahmudahora también deja los papeles en la oficina,así que, después de hacer que parezca unrobo, la dejan tirada cerca de la siguiente en lalista y siguen con ello.

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—Y la siguiente es la de Khurusch.—Y él sí que sigue fiel a sus viejas

costumbres y deja los papeles en la furgoneta.Así que ya tienen lo que necesitan y semarchan a la Cámara Conjuntiva, a Ul Qoma.

Silencio.—¿Qué coño es esto?—Es… Es un poco chungo, es lo que es.

Es un trabajo desde dentro. Dentro de dónde,no lo sé. Alguien con acceso al historial dearrestos.

—¿Y qué coño hacemos? ¿Quéhacemos? —dijo ella después de que yopasara mucho tiempo callado.

—No lo sé.—Tenemos que decírselo a alguien…—¿A quién? ¿Decirles qué? No tenemos

nada.—¿Estás de…? —Iba a decir de broma,

pero fue lo bastante inteligente como paradarse cuenta de la verdad.

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—Las correlaciones pueden sersuficientes para nosotros, pero no sonpruebas, ya sabes, no lo bastante para quepodamos hacer algo con ellas. —Nos miramosfijamente—. De todos modos…… lo quequiera que esto sea… quien sea que… —Mirélos papeles.

—Tienen acceso a cosas que… —dijoCorwi.

—Tenemos que tener cuidado.Ella me miró. Hubo otra serie de largos

instantes en los que ninguno de los dos habló.Mirábamos despacio alrededor de lahabitación. No sé qué es lo que buscábamospero sospecho que ella se sintió, en esemomento, tan repentinamente acosada,vigilada y escuchada como daba la impresiónde estarlo.

—¿Y qué hacemos entonces? —preguntó. Resultó inquietante escuchar untono tan alarmado en la voz de Corwi.

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—Supongo que lo que hemos estadohaciendo hasta ahora. Investigar. —Me encogíde hombros despacio—. Tenemos un crimenque investigar.

—No sabemos con quién es segurohablar, jefe. Ya no.

—No. —De repente, no había nada másque yo pudiera decir—. Entonces, mejor queno hables con nadie. Solo conmigo.

—Me apartan del caso. ¿Qué puedo…?—Basta con que contestes al teléfono. Si

hay algo que te pueda pedir que hagas, tellamaré.

—¿Adónde va todo esto?Era una pregunta que, en ese momento,

no significaba nada. Se había hecho tan solopara llenar el silencio casi absoluto de laoficina, para cubrir los ruidos que había, losruidos que sonaban aciagos y sospechosos,cada chasquido y crujido del plástico delatabala presencia de un micrófono recibiendo señal;

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cada ligero golpe en el edificio, el cambio deposición de un súbito intruso.

—Lo que de verdad me gustaría —continuó Corwi— es invocar a la Brecha. Queles jodan a todos, sería genial echarles encimaa la Brecha. Sería genial si esto no fueranuestro problema. —Sí, la imagen de laBrecha impartiendo venganza en quienquieraque fuese, por lo que fuese—. Descubrió algo,Mahalia.

La idea de la Brecha siempre habíaparecido correcta. Sin embargo, recordé derepente la mirada de la señora Geary. Entrelas ciudades, la Brecha vigilaba. Ninguno denosotros sabía lo que sabían.

—Ya. Tal vez.—¿No?—Claro, solo que… no podemos. Así

que… tendremos que intentar hacerlo solos.—¿Nosotros? ¿Los dos, jefe? Ninguno

de los dos sabe qué cojones está pasando.

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Corwi susurró al final de la última frase.La brecha estaba lejos de nuestro control oconocimiento. Fuera cual fuera la situación,fuera lo que fuera lo que le había ocurrido aMahalia Geary, nosotros éramos los únicosinvestigadores, al menos en los que podíamosconfiar, y pronto ella estaría sola, y yo loestaría también, en una ciudad extranjera.

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Segunda parte Ul Qoma

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Capítulo 12

Las carreteras de las entrañas de laCámara Conjuntiva vistas desde un coche depolicía. No conducíamos deprisa y la sirenaestaba apagada, pero las luces rotatorias en eltecho del coche emitían destellos de unaindefinida pomposidad que hacíarelampaguear el cemento que nos rodeaba enun staccato de luz azul. Vi que el conductorme miraba de reojo. Agente Dyegesztan, sellamaba; no lo había visto antes. No conseguíque Corwi viniera conmigo, ni siquiera comoescolta.

Habíamos atravesado la ciudad vieja deBesźel por los pasos elevados de baja alturahasta adentrarnos en la enroscada periferia dela Cámara Conjuntiva y descender al fin hastasu cuadrante de tráfico. Cruzamos bajo laparte de la fachada donde las cariátides

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recordaban de alguna forma a personajes de lahistoria de Besźel hacia el tramo en que setransformaban en ulqomanas, y entramos enla cámara propiamente dicha por una ampliacarretera, alumbrada en exceso por lucesgrisáceas y ventanas, flanqueada en la zona deBesźel, por una larga cola de peatones quequerían solicitar el permiso de entrada de undía. En la distancia, más allá de las rojas lucestraseras, nos encaraban los faros tintados delos coches ulqomanos, más dorados que losnuestros.

—¿Ha estado antes en Ul Qoma, señor?—No desde hace mucho tiempo.Cuando el paso fronterizo era ya visible,

Dyegesztan me habló de nuevo.—¿Esto también era así antes?Era joven.—Más o menos.Íbamos en un coche de policzai, en el

carril oficial, detrás de varios Mercedes

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importados de color oscuro a bordo de loscuales seguramente viajaban políticos o gentede negocios que viajaban en misiones deinvestigación. A lo lejos estaba la fila en la querugía el motor de los coches más baratos devisitantes habituales, turistas y ociosos.

—Inspector Tyador Borlú. —El policíamiró mis papeles.

—Está bien.Miró con atención todo lo que estaba

escrito. Si yo hubiera sido un turista o uncomerciante que quería un permiso de un día,es posible que hubiera cruzado más rápido yque las preguntas hubieran sido mássuperficiales. Con un agente de policía enmisión oficial no había lugar para esa laxitud.Una de esas ironías habituales de laburocracia.

—¿Los dos?—Lo pone ahí, sargento. Solo yo. Este

es mi conductor. Me vienen a recoger y este

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agente se vuelve. Es más, si mira allí creo quepuede ver a mi acompañante en Ul Qoma.

Desde allí, solamente en ese punto deconvergencia, era posible mirar a través deuna simple frontera física y ver a nuestrosvecinos. Al otro lado, más allá del espacio sinestado y del puesto de control que a nosotrosnos daba la espalda, pero que miraba de frentea Ul Qoma, había un pequeño grupo deagentes de la militsya de pie junto a un cocheoficial, cuyas luces parpadeaban tanceremoniosamente como las nuestras, soloque en colores distintos y gracias a unmecanismo más moderno (se apagaban yencendían de verdad y no gracias a la pantallagiratoria que tenían las nuestras). Las luces delos coches de policía ulqomanos son rojas yde un azul más oscuro que el cobalto deBesźel. Los coches, aerodinámicos Renault decolor carbón. Recuerdo cuando conducíanfeos y pequeños Yadajis, fabricados allí,

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mucho más cuadrados que los nuestros.El guardia se giró y les lanzó una mirada.—Tenemos que irnos ya —le dije.La militsya estaba demasiado lejos como

para que pudiera ver bien los detalles. Daba laimpresión, eso sí, de que estaban esperando aalguien. El guardia se tomó su tiempo, cómon o (puede que tú seas policzai pero no tevamos a dar un trato preferente, nosotrosvigilamos las fronteras), pero al no tenerninguna excusa para obrar de otro modo, alfinal hizo un saludo con una mueca desarcasmo y, cuando se levantó la barrera, nosindicó que pasáramos. Después de la carreterade Besźel, aquellos cien metros o así de nolugar parecían distintos bajo nuestras ruedas;después del segundo par de barreras yaestábamos en el otro lado, donde un grupo dehombres con uniformes de la militsyaavanzaba hacia nosotros.

El rugido de los motores. El coche que

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habíamos visto a la espera aceleró de repentey tomó una curva cerrada alrededor de losoficiales que se acercaban, todo ello mientrasavisaba con un truncado y abrupto aullido desirena. Del coche salió un hombre poniéndosela gorra de policía. Era un poco más joven queyo, de complexión fuerte, musculoso, ycaminaba hacia nosotros con firme autoridad.Llevaba el uniforme oficial de color gris de lamilitsya con una insignia de rango. Intentérecordar lo que significaba. Los oficiales de lapatrulla fronteriza se quedaron mudos por lasorpresa cuando él extendió la mano.

—Con eso es suficiente —gritó, y losdespidió con la mano—. Yo me encargo.¿Inspector Borlú? —Hablaba en ilitano.Dyegesztan y yo salimos del coche. El hombreignoró al agente que me acompañaba—.Inspector Tyador Borlú, de la Brigada deCrímenes Violentos, ¿verdad? —Me dio unfuerte apretón de manos. Señaló hacia su

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coche, en el que esperaba su propio conductor—. Si es tan amable. Soy el detective jefeQussim Dhatt. ¿Recibió mi mensaje,inspector? Bienvenido a Ul Qoma.

La Cámara Conjuntiva había ido tejiendodurante siglos un mosaico arquitectónico queel Comité de Supervisión se encargaba dedefinir en sus múltiples encarnacioneshistóricas. Estaba situada sobre unaconsiderable extensión de tierra de ambasciudades. Su interior era complejo: los pasillospodían empezar siendo íntegros, en Besźel oen Ul Qoma, pero después se entramaban a lolargo de estos, aparecían habitaciones quepertenecían a una u otra ciudad, o algunassalas y zonas extrañas que no estaban ni enuna ni en otra o que estaban en las dos, quepertenecían solo a la Cámara Conjuntiva ycuyo único gobierno era el Comité deSupervisión y los organismos que locomponían. Los diagramas acompañados de

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leyendas explicativas de los edificios delinterior eran una bonita, aunque abigarrada,malla de colores.

A nivel del suelo, sin embargo, donde laamplia carretera se extendía hasta el primerconjunto de barreras y alambrada, donde lapatrulla fronteriza de Besźel indicaba a losrecién llegados que se detuviesen y seseparasen en filas (peatones, carretillas yremolques tirados por animales, cochespatrulla besźelíes, furgonetas, otras colas paralos diversos tipos de pases que avanzabantodas a distintas velocidades, las barreras quese elevaban y bajaban en cualquiera de esasetapas) la situación era más sencilla. Donde laCámara Conjuntiva desemboca en Besźelaparece un mercado ambulante no oficial conuna larga tradición, visible desde las barreras.Los vendedores callejeros, ilegales perotolerados, caminaban por las distintas filas decoches detenidos en el tráfico cargados de

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frutos secos y recortables de papel.Al otro lado de las barreras de Besźel,

bajo la masa principal de la CámaraConjuntiva, una tierra de nadie. El asfalto noestaba pintado: esta no era una vía pública deBesźel o de Ul Qoma, por lo tanto, ¿quésistema de señalización de carreteras habríaque usar? Más lejos, hacia el otro extremo dela cámara, el segundo grupo de barreras, elcual, quienes estábamos en el lado de Besźel,no podíamos más que advertir que se hallabanmejor conservadas que las nuestras; lascustodiaban guardias ulqomanos armados demirada atenta, la mayor parte situados lejos denosotros, concentrados en sus propias filas devisitantes de Besźel conducidos con eficiencia.Los guardias de la frontera de Ul Qoma noson una rama separada del Gobierno, comosucede en Besźel: pertenecen a la militsya, lapolicía ulqomana, como la policzai.

Aunque es más grande que un coliseo, la

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sala de tráfico de la cámara no es en absolutocaótica: un vacío rodeado de antigüedad.Desde el umbral de Besźel, por encima delgentío y el lento arrastrarse de los vehículos,resulta visible la luz que se filtra desde UlQoma, al otro lado. Visibles son también elbamboleo de las cabezas de los visitantesulqomanos o de las de nuestros compatriotasacercándose, y los armazones de alambre depúas más allá del punto central de la cámara,más allá del tramo vacío que hay entre losdistintos controles. También se distingue lapropia arquitectura de Ul Qoma a través de lagigantesca puerta de acceso a cientos demetros. La gente aguza la vista en esaintersección.

Mientras íbamos hacia allí, le pedí alconductor, para su recelo, que siguiera unitinerario que daba un rodeo por la entrada deBesźel que desembocaba en KarnStrász. EnBesźel es la típica calle comercial del casco

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antiguo sin nada de especial, pero estáentramada de modo más favorable hacia UlQoma, a la que pertenecen la mayoría de losedificios, cuyo topolganger en Ul Qoma es lacélebre e histórica avenida Ul Maidin, quetermina en la Cámara Conjuntiva. Llegamoscasi como por casualidad a la salida de lacámara que nos llevaba a Ul Qoma.

La había desvisto cuando entrábamos enKarnStrász, al menos lo hice de formaostensible, aunque, por supuesto, cerca denosotros, topordinariamente, estaban las filasde los ulqomanos que entraban, el goteo de losbesźelíes con la acreditación de visitante quesurgían del mismo espacio físico por el quequizá habían estado caminando una horaantes, pero donde ahora admirabanboquiabiertos la arquitectura de Ul Qoma, loque habría supuesto una brecha si lo hubieranmirado antes.

Cerca de la salida de Ul Qoma está el

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templo de la Luz Ineludible. Lo había vistomuchas veces en fotografías pero, aunque lodesví con obediencia al pasar cerca de él, fuiconsciente de sus suntuosas almenas, y estuvea punto de decirle a Dyegesztan que llevabatiempo deseando verlo. Después, la luz, unaluz extranjera, me engulló al emerger a todavelocidad de la Cámara Conjuntiva. Miré atodas partes. Me quedé mirando el templo através de la ventana trasera del coche deDhatt. Estaba, de repente, de una forma de lomás asombrosa, por fin, en su misma ciudad.

—¿Es su primera vez en Ul Qoma?—No, pero la primera en mucho tiempo.Hacía años que había hecho las pruebas:

mi «apto» llevaba una larga temporadacaducado y estaba en un pasaporte que yahabía expirado. Esta vez tuve que seguir uncurso de orientación acelerada de dos días.Nadie más que yo con los distintos tutores,ulqomanos, de la embajada de Besźel. Una

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inmersión en el ilitano, la lectura de variosdocumentos de la historia de Ul Qoma y degeografía civil, aspectos importantes de lasleyes locales. En su mayor parte, comosucedía con nuestros equivalentes, el curso secentraba en ayudar al ciudadano besźelí con elhecho potencialmente traumático de que deverdad estaba en Ul Qoma, de desver todoslos entornos conocidos, donde acontecía elresto de nuestra vida, y de ver los edificiosque teníamos junto a nosotros que habíamospasado décadas asegurándonos de no advertir.

—La pedagogía de aclimatación haprogresado mucho gracias a la informática —dijo una de las profesoras, una mujer jovenque no dejaba de alabar mi ilitano—. Ahoratenemos formas mucho más sofisticadas paraconseguir nuestros propósitos; trabajamos conneurocientíficos, con un montón de cosas.

Me trataron de forma especial porque erapoliczai. Los turistas corrientes recibían una

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formación más convencional y tardabanbastante más en obtener la capacitación.

Me sentaron en lo que llamaban elsimulador de Ul Qoma, una cabina conpantallas en el interior de las paredes, en lasque proyectaban imágenes y vídeos de Besźelen las que sus edificios aparecían destacados ylos contiguos edificios ulqomanos minimizadosgracias a diversos efectos de luces y deenfoque. Durante largos segundos, una y otravez, invertían el énfasis visual para que, en lamisma vista, Besźel apareciera en un segundoplano y fuera Ul Qoma la que destacara.

¿Cómo no iba uno a pensar en lashistorias con las que todos hemos crecido ycon las que seguro que los ulqomanos hancrecido también? Un hombre de Ul Qoma yuna mujer de Besźel que se encuentran en elcentro de la Cámara Conjuntiva, que regresana sus hogares dándose cuenta de que viven,topordinariamente, puerta con puerta, que

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pasan sus vidas en soledad y fidelidad, que selevantan a la misma hora, que caminan porcalles entramadas como una pareja, cada unoen su ciudad, sin cometer una brecha, sinllegar a tocarse, sin hablarse a través de lafrontera. Había cuentos populares derenegados que cometen una brecha y eluden ala Brecha para vivir entre las ciudades, nocomo exiliados sino exiliados interiores,escapando de la justicia y del castigo gracias auna consumada ignorancia acerca del hecho.La novela de Pahlaniuk Diario de un exiliadointerior se había ilegalizado en Besźel (y,estaba convencido, también en Ul Qoma),pero, como la mayor parte de la gente, yohabía curioseado una edición pirata.

Hice las pruebas, señalando con el cursora un templo ulqomano, un ciudadanoulqomano, un camión ulqomano de reparto deverduras, tan rápido como me era posible. Eraun material algo insultante, diseñado para

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sorprenderme viendo Besźel de formainvoluntaria. No había hecho nada de esto laprimera vez que hice el curso. No hace tantotiempo, aquellas pruebas consistían en que tepreguntaran por el carácter típico de losulqomanos y en dictaminar a raíz de una seriede fotografías de fisionomías estereotipadas,quién era ulqomano, besźelí u «otro» (judío,musulmán, ruso, griego, lo que fuera según laspreocupaciones étnicas del momento).

—¿Ha visto el templo? —me preguntóDhatt—. Y eso de antes era una universidad.Eso es un bloque de apartamentos. —Ibaseñalando con el dedo varios edificiosmientras avanzábamos y le dijo a suconductor, a quien no me había presentado,que fuera por determinadas rutas.

—¿Raro? —me dijo—. Supongo quetiene que resultar extraño.

Sí. Miraba lo que me mostraba Dhatt.Desviendo, claro está, aunque no podía sino

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ser consciente de los lugares conocidos por losque pasaba, topordinariamente, las calles demi ciudad por donde solía pasear, calles de lasque ahora me separaba una ciudad, cafeteríasa las que solía ir pero que ahora estaban enotro país. Ahora aquellos lugares estaban enun segundo plano, apenas un poco máspresentes de lo que lo era Ul Qoma cuandoestaba en casa. Contuve el aliento. Estabadesviendo Besźel. Me había olvidado de cómoera; lo había intentado y no conseguíimaginarlo. Estaba viendo Ul Qoma.

Era de día, así que la luz era la de uncielo nublado y frío, no de esos neonesserpenteantes que había visto en tantosprogramas sobre el país vecino, esos que losproductores pensaron claramente que nosresultarían más fáciles de ver en los coloreschillones de la noche. Pero aquella luzcenicienta iluminaba mejor y tornaba másvivos los colores que en mi vieja Besźel. El

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casco antiguo de Ul Qoma se habíatransformado hace poco, parcialmente almenos, en una zona financiera, donde laornamentada línea de los tejados de madera seyuxtaponía al brillo del acero. Los vendedoresambulantes locales vestían túnicas o camisas ypantalones con remiendos, vendían arroz ypinchos de carne a hombres y mujereselegantemente vestidos (más allá de los cualesmis anodinos compatriotas, a quienes meesforcé por desver, caminaban hacia destinosmás tranquilos de Besźel) en las entradas delos edificios de vidrio.

Después de una tímida censura de laUNESCO, una reprimenda unida a un posibleveto de ciertas inversiones europeas, Ul Qomaacababa de aprobar una regulación urbanísticapara terminar con lo peor del vandalismoarquitectónico que se había derivado de unaépoca de rápido crecimiento. Ya habíanderribado algunos de los edificios recientes

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más feos, pero aun así las tradicionalesfiligranas barrocas del patrimonio de Ul Qomadaban casi lástima al lado de sus gigantescos yjóvenes vecinos. Como todos los habitantes deBesźel, me había acostumbrado a comprar enlas ajenas sombras del éxito ajeno.

Ilitano por todas partes: en la locuacidadde Dhatt, en los vendedores, los taxistas y lasarta de insultos del tráfico. Fui consciente dela cantidad de improperios que había estadodesescuchando en las carreteras entramadasde mi tierra. Cada ciudad del mundo tiene sugramática automovilística y, aunque noestábamos en una zona íntegra de Ul Qoma,por lo que estas calles compartían lasdimensiones y las formas de las que conocía,parecían más intrincadas en cada giro abruptoque dábamos. Era tan extraño como lo habíaimaginado, ver y desver, estar en Ul Qoma.Nos metimos por calles estrechas, menostransitadas en Besźel (desiertas allí, aunque

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bulliciosas en Ul Qoma), o que eran solopeatonales en Besźel. Nuestro claxon nodejaba de sonar.

—¿Vamos al hotel? —preguntó Dhatt—.Probablemente quiera asearse y comer algo,¿no? Entonces, ¿adónde? Seguro que tienealgo en mente. Habla un buen ilitano, Borlú.Mucho mejor que mi besź. —Se rió.

—Algo tenía pensado. Sitios a los que megustaría ir. —Cogí mi libreta—. ¿Recibió eldosier que le envié?

—Sin problema, Borlú. Eso era todo,¿no? ¿Es ahí donde se quedó? Le pondré alcorriente en lo que hemos avanzado, pero…—levantó las manos fingiendo de broma quese rendía— la verdad es que no hay muchoque contar. Creíamos que iban a invocar a laBrecha. ¿Por qué no se lo dejó a ellos? ¿Esque le gusta hacerlo todo solo? —Risas—.Bueno, el caso es que me asignaron esto hacesolo un par de días, así que no espere

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demasiado. Pero ya estamos en ello.—¿Alguna idea de dónde la mataron?—No demasiada. Solo tenemos las

imágenes de las cámaras de la furgoneta queentra en la Cámara Conjuntiva; no sabemosdónde fue después. Ninguna pista. Bueno, lascosas…

Una furgoneta visitante besźelí, era desuponer, sería algo que se recordaría en UlQoma, como lo sería una furgoneta ulqomanaen Besźel. Pero lo cierto es que, a no ser quealguien se fijara en el distintivo de laventanilla, la gente asumiría que ese vehículoextranjero no estaba en su ciudad y seríadesvisto como corresponde. Los testigospotenciales no sabrían que había algo de loque ser testigo.

—Ese es el tema principal que megustaría averiguar.

—Desde luego, Tyador, ¿o Tyad?¿Tiene alguna preferencia?

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—Y me gustaría hablar con sus tutores,con sus amigos. ¿Puede llevarme a BolYe’an?

—Dhatt, Quss, cualquiera de los dos meparece bien. Escuche, solo para quitárnoslo deencima, para evitar confusiones, ya sé que sucommissar se lo ha dicho —paladeó aquellapalabra extranjera—, pero mientras está aquíesto es una investigación ulqomana y usted notiene atribuciones policiales. No memalinterprete: nos sentimos profundamenteagradecidos por la cooperación y vamos a verqué hacemos juntos, pero yo tengo que ser elsuperior aquí. Usted es mi asesor, supongo.

—Faltaría más.—Lo siento, sé que la mierda es mierda.

Me dijeron que… ¿Ha hablado ya con mijefe? ¿El coronel Muasi? Bueno, él queríaasegurarse de que íbamos a estar de acuerdoantes de empezar a hablar. Por supuesto,usted es un invitado de honor de la militsya

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de Ul Qoma.—No tengo limitaciones de… ¿Puedo

viajar?—Tiene el permiso y el sello y todo eso.

—Un viaje de una única entrada, renovablepor un mes—. Sí, claro, si tiene que hacerlo,si quiere cogerse un día libre para hacerturismo, o dos, pero cuando vaya solo, seráun turista más. ¿De acuerdo? Quizá seríamejor si no lo fuera. Quiero decir que nadie vaa pararle, pero todos sabemos que es másdifícil pasar al otro lado sin un guía; podríacometer una brecha sin quererlo, ¿y entoncesqué?

—Bueno. ¿Qué es lo que quiere hacerahora?

—Pues veamos. —Dhatt se giró en suasiento para mirarme—. Pronto llegaremos alhotel. De todas formas, escuche: como intentodecirle, las cosas se están poniendo…Supongo que no ha oído lo otro… No, ni

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siquiera sabemos si hay algo y lo nuestro noson más que sospechas. Mire, quizá haya unacomplicación.

—¿Qué? ¿De qué está hablando?—Ya hemos llegado, señor —dijo el

conductor. Miré hacia fuera, pero me quedéen el coche. Estábamos cerca del Hilton enAsyan, justo en las afueras del casco antiguode Ul Qoma. Estaba en el borde de una calleíntegra de casas bajas y modernas ulqomanas,en la esquina de una plaza de casas adosadasbesźelíes de ladrillo y falsas pagodas. Entreellas había una fuente nada bonita. Nunca lahabía visitado: los edificios y las aceras que labordeaban estaban entramados, pero la propiaplaza central era íntegra de Ul Qoma.

—Aún no lo sabemos con seguridad.Como es obvio, hemos estado en elyacimiento, hemos hablado con Iz Nancy,todos los supervisores de Geary, todos suscompañeros de clase y tal. Nadie sabía nada,

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solo pensaban que se había largado unos días.Luego se enteraron de lo que había pasado.Sea como sea, lo que pasa es que después dehablar con algunos estudiantes, recibimos unallamada telefónica de uno de ellos. Ayermismo. Sobre la mejor amiga de Geary, lavimos el día en que vinimos a contárselo, otraestudiante. Yolanda Rodríguez. Estabacompletamente en estado de shock. Noconseguimos que nos dijera mucho. Sederrumbaba a la mínima. Decía que tenía queirse, le pregunté si necesitaba ayuda y esto ylo otro, y dijo que tenía que cuidar de alguien.Un chico de por aquí, dijo uno de losestudiantes. Si es que una vez que hasprobado a un ulqomano… —Extendió elbrazo y me abrió la puerta. Yo no bajé delcoche.

—¿Entonces llamó ella?—No, es lo que digo, que el chico que

llamó no quería darnos su nombre, pero él

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llamó para decirnos algo de Rodríguez. Pareceque… Decía que no estaba seguro, a lo mejorno era nada, etcétera, etcétera. Lo que sea.Nadie la ha visto en un tiempo. A Rodríguez.Nadie consigue hablar con ella por teléfono.

—¿Ha desaparecido?—Por todos los santos, Tyad, qué

melodramático. A lo mejor solo está enferma,a lo mejor ha desconectado el teléfono. Nodigo que no vayamos a investigarlo, pero queno cunda el pánico, ¿no? No sabemos si hadesaparecido…

—Claro que lo sabemos. Sea lo que sealo que ha pasado, tanto si le ha pasado algocomo si no, nadie logra encontrarla. Eso ya esbastante definitorio. Ha desaparecido.

Dhatt me miró de reojo por el espejo ydespués a su conductor.

—De acuerdo, inspector —dijo—.Yolanda Rodríguez ha desaparecido.

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Capítulo 13

—¿Cómo es, jefe? —Había un retraso enla comunicación telefónica del hotel conBesźel y Corwi y yo intentábamos,balbucientes, no interrumpirnos el uno al otro.

—Es demasiado pronto para decirlo. Sehace raro estar aquí.

—¿Has visto dónde vivía?—Pero no me ha servido de mucho. Una

habitación de estudiante, junto a otras en unedificio arrendado por la universidad.

—¿Nada suyo?—Un par de grabados baratos, algunos

libros llenos de anotaciones garabateadas enlos márgenes, ninguna de ellas de interés. Algode ropa. Un ordenador que, o bien tenía uncifrado de seguridad industrial, o no tenía nadade relevante. Y sobre eso tengo que decir queconfío en los informáticos ulqomanos más que

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en los nuestros. Un montón de correos de«Hola, mamá, te quiero», algunos ensayos.Probablemente se conectaba a través deproxies y usaba algún tipo de limpiador dearchivos, porque no había nada interesante enla caché.

—No tienes ni idea de lo que estásdiciendo, ¿a que no, jefe?

—Ni la más remota. Hice que los deinformática me lo transcribieran todofonéticamente. —A lo mejor un díadejábamos de hacer las bromas de «noentiendo internet»—. Por cierto, no habíaactualizado su perfil de MySpace desde que semudó a Ul Qoma.

—¿Así que no te has podido hacer unaidea?

—Por desgracia no, la fuerza no estabaconmigo.

Había resultado de veras una habitaciónsorprendentemente insulsa y nada informativa.

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La de Yolanda, en cambio, que estaba a unpasillo de la suya y en la que tambiénhabíamos mirado, estaba llena de figuritas,novelas, varios DVD y zapatos algollamativos. El ordenador había desaparecido.

Había examinado minuciosamente lahabitación de Mahalia, consultando a menudolas fotos de cómo se encontraba cuando entról a militsya sin que hubieran etiquetado ycatalogado aún los libros y los objetos varios.El dormitorio estaba acordonado y los oficialesmantuvieron a los estudiantes lejos, perocuando eché un vistazo a través de la puerta,por encima de la pequeña pila de coronas deflores, pude ver a los compañeros de Mahaliaque se apiñaban en cada extremo del pasillo,jóvenes con acreditaciones de visitantes quellevaban discretamente prendidas de sus ropas.Cuchicheaban entre sí. Vi a más de uno llorar.

No encontramos ni cuadernos ni diarios.Dhatt había accedido a mi petición de ver los

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libros de Mahalia, las copiosas anotaciones delo que parecía ser su método de estudiopreferido. Estaban sobre mi mesa: quienquieraque los hubiera fotocopiado lo había hechodeprisa, por lo que la tinta y la escriturahabían salido torcidas. Mientras hablaba conCorwi, leía algunas líneas apretadas de lastelegráficas discusiones que mantenía Mahaliaconsigo misma en Una historia popular de UlQoma.

—¿Cómo es tu contacto? —me preguntóCorwi—. ¿Tu yo ulqomano?

—En realidad creo que yo soy su él.La frase no estaba muy bien escogida

pero se rió.—¿Cómo es la oficina?—Como la nuestra, pero con mejor

material de escritorio. Se han quedado con mipistola.

En realidad la comisaría era muydiferente de la nuestra. Sí que estaba mejor

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acondicionada, pero era inmensa y sintabiques, llena de pizarras blancas y cubículosen los que agentes, próximos unos a otros,debatían y discutían. Aunque estoy seguro deque la mayor parte de la militsya local debíade estar informada de mi llegada, dejé unaestela de notoria curiosidad cuando acompañéa Dhatt desde su despacho (tenía un rango lobastante alto como para que le dieran unpequeño cuarto) hasta el de su jefe. El coronelMuasi me había saludado con aburrimientodiciéndome no sé qué sobre esa buena señaldel cambio en las relaciones entre nuestrospaíses, algo sobre el heraldo de la cooperaciónfutura, que cualquier ayuda que me hicierafalta, y luego me pidió que le entregara elarma. Eso no entraba en lo que estabaacordado de antemano así que intentérebatirlo, pero desistí rápidamente por noestropear las cosas tan pronto.

Cuando salimos de allí lo hicimos para ir

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a otra habitación llena de gente que miraba deforma no muy amigable. «Dhatt», le saludóalguien al pasar, con vehemencia. «¿Estoyrevolviendo el gallinero?», le pregunté y Dhattme dijo: «Qué susceptible. Eres besźelí, ¿quéesperabas?».

—¡Cabrones! —exclamó Corwi—. Nopuede ser.

—No tiene una licencia válida en UlQoma, está aquí como ayudante, etcétera.

Fui hasta el armarito junto al cabecero.Ni siquiera había una de esas biblias de losGedeones. Ignoraba si eso se debía a que UlQoma es laica o a que se encontraba bajo lainfluencia de los disueltos, aunque aúnrespetados, Templarios de la Luz.

—Cabrones. Así que ¿nada de lo queinformar?

—Te lo haré saber. —Le eché un vistazoa la lista de frases en código que habíamosacordado, pero ninguna de ellas («Echo de

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menos los bollos besźelíes»: estoy en un lío;«estoy elaborando una teoría»: sé quién lohizo) eran remotamente pertinentes. «Mesiento una completa estúpida», me habíadicho Corwi cuando se nos ocurrieron. «Yque lo digas», le había contestado. «Yotambién. Pero…» Pero no podíamos actuarcomo si nuestras comunicaciones noestuvieran intervenidas por algún poder, el quefuera que había sido mejor estratega quenosotros allá en Besźel. ¿Qué es más estúpidoo ingenuo: suponer que hay una conspiracióno que no la hay?

—El tiempo aquí es el mismo que encasa —dije. Ella se rió. Habíamos acordadoque ese cliché tan ocurrente significara «nadaque informar».

—¿Qué va a ser lo próximo?—Vamos a Bol Ye’an.—¿Cómo? ¿Ahora?—No, por desgracia. Quería haber ido

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antes, hoy mismo, pero no consiguieronarreglarlo y ya es tarde.

Después de ducharme, comer y darvueltas por la anodina habitación,preguntándome si sabría reconocer unmicrófono de escucha si lo viera, llamé hastatres veces al número que Dhatt me había dadoantes de que lograra contactar con él.

—Tyador —me había dicho—. Disculpa,¿habías intentado llamar? Estoy trabajando atoda máquina, me has pillado intentandoterminar algunas cosas por aquí. ¿Qué puedohacer por ti?

—Se está haciendo tarde. Me gustaría ira ver la excavación…

—Ay, mierda, claro. Escucha, Tyador,esta noche no va a ser posible.

—¿No informaste a la gente de queíbamos a ir?

—Les dije que a lo mejor íbamos. Verás,seguro que se alegran de poder irse a casa y

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ya nosotros vamos mañana a primera hora.—¿Y qué hay de Comosellame

Rodríguez?—Aún no estoy del todo convencido de

que haya… no, no tengo permitido decir eso,¿verdad? No estoy convencido de que elhecho de que se encuentre ausente seasospechoso, ¿qué tal así? No ha pasadomucho tiempo. Pero si sigue sin aparecermañana y no contesta ni a sus correos ni a susmensajes o lo que sea, entonces la cosa tendráuna pinta más fea, se lo garantizo. Se lopasaremos a los de Personas Desaparecidas.

—Entonces…—Entonces, escucha. No me va a ser

posible acercarme esta noche. ¿Puedes…?Tienes cosas que puedes ir haciendo,¿verdad? Siento todo esto. Estoy intentandoenviar un montón de cosas por mensajeroahora, copias de nuestras notas, lainformación que pedías, sobre Bol Ye’an y los

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campus de la universidad. ¿Tienes ordenador?¿Puedes conectarte?

—Claro.Un portátil del departamento, una

conexión a través de Ethernet a diez dinares lanoche.

—Genial, entonces. Y estoy convencidode que tienen la opción de vídeo a la carta, asíque no te sentirás solo. —Se rió.

Leí Entre la ciudad y la ciudad duranteun tiempo, pero me aburrí. La combinación dedetalles históricos y textuales sin importancia,además de los tendenciosos «por lo tanto»resultaba cansina. Vi la televisión ulqomana.Había más largometrajes que en la televisiónbesźelí, según parecía, y más concursos, másruidosos, y uno o dos canales conpresentadores de telediario que enumerabanlos éxitos del presidente Ul Mak y las medidasde la Nueva Reforma: visitas a China yTurquía, misiones comerciales a Europa,

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alabanzas de alguien en el FMI, algún lamentode Washington. A los ulqomanos lesobsesionaba la economía. ¿Quién podíaculparles?

—¿Por qué no, Corwi?Cogí un mapa y me cercioré de que tenía

todos los papeles, la identificación comopoliczai, el pasaporte y el visado en mibolsillo. Me coloqué la acreditación devisitante en la solapa y salí hacia el frío.

Ahora sí que brillaba el neón. Merodeaba en volutas y espirales, borraba laspálidas luces de mi lejano hogar. Un animadoparloteo en ilitano. De noche, era una ciudadmás bulliciosa que Besźel: ya podía ver lassiluetas que trabajan en la oscuridad que hastaahora habían sido unas sombras no visibles.Podía ver a los indigentes que dormían en lascalles, los ulqomanos sin techo a los quenosotros, en Besźel, nos habíamos tenido queacostumbrar, como prótubos entre los que,

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desviendo, teníamos que abrirnos paso.Crucé el puente Wahid mientras los

trenes pasaban a mi izquierda. Contemplé elrío, que aquí era el Shach-Ein. ¿Se entrama elagua consigo misma? Si estuviera en Besźel,como lo estaban todos esos transeúntes a losque desveía, estaría contemplando el ríoColinin. El camino que llevaba desde el Hiltona Bol Ye’an era largo: una hora por el caminode Ban Yi. Era consciente de que entraba ysalía de las calles de Besźel que conocía bien,calles en su mayor parte de un carácter muydistinto a las de sus topolgangers en UlQoma. Las desví pero sabía que los callejonesapartados de la calle Modrass en Ul Qomaestaban solo en Besźel, y que los hombresfurtivos que entraban y salían de ellos eranclientes de las prostitutas más baratas deBesźel, a las cuales, de no haberlas desvisto,habría distinguido como espectros enminifalda en aquella oscuridad de Besźel.

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¿Dónde estaban los prostíbulos de Ul Qoma,cerca de qué barrios besźelíes? Una vezestuve destinado en un festival de música, alprincipio de mi carrera como policía, en unparque entramado, donde los asistentes secolocaban tanto que había mucho escándalopúblico. Mi compañero de aquel entonces yyo habíamos sido incapaces de reprimir ladiversión que nos provocaban los transeúntesulqomanos que intentamos no ver en supropio duplicado del parque, pasando concuidado por encima de parejas follando queellos desveían con insistencia.

Pensé en coger el metro, algo que nohacía nunca (no hay nada parecido en Besźel),pero me venía bien caminar. Puse a prueba miilitano en conversaciones que oía por lascalles; vi a los grupos de ulqomanos que medesveían a causa de la ropa que llevaba y lamanera en la que me movía y después memiraban de nuevo, se fijaban en la

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acreditación como visitante y me veían. Habíagrupos de jóvenes ulqomanos en frente de losrecreativos de los que brotaba un ruidoretumbante. Miré, pude ver, los tanques degas, pequeños dirigibles en posición verticalcontenidos dentro de tegumentos de vigas: unavez fueron el puesto de vigilancia paraprotegerse ante posibles ataques; durantemuchas décadas, una nostalgia arquitectónica,kitsch, que ahora se usaban para colgaranuncios.

Se escuchó una sirena, que me apresuréa desoír, de un coche de policzai de Besźelque se alejaba. En su lugar me centré en lagente de la ciudad que se movía deprisa y sinintención de apartarse: ese era el peor tipo deprótubo. Tenía marcado Bol Ye’an en elmapa. Antes de llegar a Ul Qoma habíapensado ir a su topolganger, la zona quecorrespondía físicamente a Besźel, para captaruna visión accidental de aquel yacimiento no

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visto, pero no quería arriesgarme. No lleguéhasta el margen donde las ruinas y elaparcamiento tropezaban ligeramente con lapropia Besźel. Nada extraordinario, decía lagente, como la mayor parte de nuestrosyacimientos antiguos: la gran mayoría de lasreliquias importantes estaban en sueloulqomano.

Pasado un edificio ulqomano antiguo,aunque de estilo europeo, en el itinerario queme había preparado, bajé la mirada hacia unapendiente que era tan larga como la calle deTyan Ulma; oí los distantes (a través de unafrontera, antes de que pensara en desoírlo)timbres del tranvía que cruzaban la calle enBesźel a casi un kilómetro delante de mí, enmi país natal; y sobre la meseta que hay alfinal de la calle vi, bajo la luna llena, la zonaverde que llenaba la planicie: las ruinas de BolYe’an.

Estaban rodeadas de vallas publicitarias,

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pero yo estaba en un punto más alto y podíamirar por encima de los muros. Un paisajearbolado y florido, en algunas partes másagreste, más cuidado en otras. En el extremonorte del parque, justo donde estaban lasruinas, lo que en un principio parecía unpáramo, estaba moteado de piedras antiguasde templos derruidos, caminos cubiertos delonas que unían las carpas con las oficinasprefabricadas, en algunas de las cuales aúnhabía luces encendidas. El terreno mostrabalas marcas de la excavación: gran parte de ellaestaba oculta y protegida por tiendasresistentes. Una hilera de luces iluminaba lahierba marchita del invierno. Algunas estabanrotas y no irradiaban más que sombras. Visiluetas que caminaban. Vigilantes deseguridad que custodiaban estos recuerdosprimero olvidados, recordados después.

En algunos puntos el aparcamiento y elyacimiento mismo estaban bordeados hasta el

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límite de los escombros y del boscaje por laparte trasera de algunos edificios, la mayorparte de Ul Qoma (algunos no), que parecíanembestirlos, embestir contra la historia. Alyacimiento arqueológico de Bol Ye’an lequedaba más o menos un año hasta que lobarrieran las exigencias del crecimiento de laciudad: el dinero haría un agujero en elaglomerado y la corrugada demarcación dehierro y, con declaraciones oficiales dedesazón y necesidad, otro bloque de oficinas(con motas de Besźel) se alzaría en Ul Qoma.

Busqué en el mapa Bol Ye’an y lasoficinas de la universidad de Ul Qoma queocupaba el departamento de Arqueología de laPríncipe de Gales para ver cómo de cercaestaban y qué ruta seguir.

—¡Eh!Era un policía de la militsya, con la

mano en la culata del arma. Un compañerosuyo estaba un paso detrás de él.

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—¿Qué está haciendo? —Me miraron dearriba abajo—. Mira. —El policía más alejadoseñaló mi identificación como visitante.

—¿Qué está haciendo?—Me interesa la arqueología.—Los cojones. ¿Quién es?Me hizo una señal con el dedo para que

le enseñara los papeles. Los pocos besźelíesdesvidentes que pasaban por allí cruzaron,probablemente sin ser conscientes de hacerlo,al otro lado de la calle. No hay nada másinquietante que los conflictos internacionalescercanos. Era tarde, pero había algunosulqomanos lo bastante cerca como para queoyeran nuestro intercambio y tampocofingieron que no lo estuvieran haciendo.Algunos incluso se pararon a mirar.

—Soy… —Le di los papeles.—Ty Ador Borlo.—Más o menos.—¿Policía?

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Los dos me miraron confundidos.—Estoy aquí para ayudar a la militsya

con una investigación internacional. Lessugiero que se pongan en contacto con eldetective jefe Dhatt del equipo de Homicidios.

—Joder.Se reunieron donde no pudiera oírlos

para decidir qué hacían. Uno de ellostransmitió algo por radio. Estaba demasiadooscuro como para hacer una foto de BolYe’an con la cámara que mi móvil baratotraía. Me llegó el intenso aroma de algúnpuesto callejero de comida especiada. Ese seestaba convirtiendo en el principal candidatopara ser el olor de Ul Qoma.

—De acuerdo, inspector Borlú.Uno de ellos me devolvió los

documentos.—Lo sentimos —dijo otro colega.—No tiene importancia. —Parecían

molestos y seguían esperando—. Ya iba de

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vuelta al hotel de todos modos, agentes.—Lo acompañamos, inspector. —No

había manera de disuadirlos.A la mañana siguiente, cuando vino Dhatt

a recogerme, no hizo más que bromearcuando entró en el comedor y me encontróbebiendo el «típico té ulqomano» al que leechaban nata y alguna especia desagradable.Me preguntó qué tal estaba mi habitación. Nofue hasta que me metí en el coche y se alejóde la acera dando bandazos, más rápido y másbruscamente de lo que lo había hecho susubordinado el día anterior, que me dijo porfin:

—Hubiera preferido que no hicieras loque hiciste anoche.

La mayor parte del personal y de losestudiantes del programa del departamento deArqueología de la Príncipe de Gales estaba enBol Ye’an. Era la segunda vez que visitaba laexcavación en menos de doce horas.

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—No tenemos cita —dijo Dhatt—. Hablécon el profesor Rochambeaux, el jefe delproyecto. Sabe que íbamos a venir, peroespero que también podamos hablar con losdemás.

A diferencia de mi visita nocturna desdela distancia, allí cerca los muros impedían laentrada de los curiosos. La militsya estabaapostada en diversos puntos del exterior, losguardias de seguridad vigilaban en el interior.La placa de policía de Dhatt nos hizo pasar deinmediato al pequeño complejo de oficinasimprovisadas. Yo tenía una lista con nombresde trabajadores y estudiantes. Fuimos primeroa la oficina de Bernard Rochambeaux. Era unhombre enjuto y nervudo, unos quince añosmayor que yo, que hablaba ilitano con unmarcado acento quebequés.

—Estamos todos desolados —nos dijo—. No conocía a la chica, ¿sabe? Solo deverla en la sala de estudiantes y por lo que

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había oído de ella. —Tenía la oficina en unacaseta prefabricada en la que había colocadocarpetas y libros en estanterías provisionales yhabía puesto fotografías de sí mismo en variasexcavaciones. Fuera vimos a varias personasque pasaban cerca de ahí, charlando—.Cualquier ayuda que podamos darle, se ladaremos, por supuesto. Yo no conozcopersonalmente a muchos de los estudiantes.Tengo tres estudiantes de doctorado en estemomento. Uno está en Canadá, los otros dos,creo, están por aquí. —Hizo una señal paraindicar la excavación principal—. A ellos sí losconozco.

—¿Y a Rodríguez? —Me miró conaspecto confundido—. ¿Yolanda? ¿Una desus estudiantes? ¿La ha visto por aquí?

—No es una de mis tres, inspector. Metemo que no hay mucho más que puedadecirle. ¿Hemos…? ¿Ha desaparecido?

—Sí. ¿Qué sabe de ella?

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—Ay, Dios mío. ¿Ha desaparecido? Nosé nada de ella. A Mahalia Geary la conocíapor lo que contaban de ella, claro, pero nohabíamos intercambiado palabra más que en lafiesta de bienvenida de nuevos estudiantes dehace unos meses.

—Hace mucho más tiempo de eso —dijoDhatt.

Rochambeaux le miró fijamente.—Para que vea: qué fácil es perder la

noción del tiempo. ¿De verdad? De ella puedodecirle lo que ya sabe. Su directora de tesis esquien de verdad puede ayudarlos. ¿Hanhablado con Isabelle?

Hizo que su secretaria le imprimiera unalista de profesores y estudiantes. No le dijeque ya teníamos una. Como vi que Dhatt nome la pasaba se la cogí yo. A juzgar por losnombres, y según dictaba la ley, dos de losarqueólogos que aparecían en ella eranulqomanos.

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—Él tiene una coartada para lo de Geary—dijo Dhatt cuando salimos—. Es uno de lospocos que la tiene. La mayor parte, ya sabes,era muy de noche, nadie puede corroborarlo,así que por lo que respecta a las coartadas,están jodidos. Él estaba en una conferenciatelefónica con un colega en una franja horariaincompatible más o menos con la hora en laque la asesinaron. Lo hemos comprobado.

Estábamos buscando el despacho deIsabelle Nancy cuando alguien dijo minombre. Un hombre bien vestido de unossesenta años, con barba grisácea y gafas, quese abría paso entre las aulas provisionales ycaminaba deprisa hacia nosotros.

—¿Inspector Borlú? —Le echó unamirada de reojo a Dhatt, pero al ver la insigniaulqomana volvió a mirarme—. Había oído quea lo mejor venía. Me alegro de coincidir conusted. Soy David Bowden.

—El catedrático Bowden. —Le di la

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mano—. Me está gustando su libro.El comentario le dejó visiblemente

desconcertado. Sacudió la cabeza.—Supongo que se refiere al primero.

Nadie se refiere al segundo. —Me soltó lamano—. Eso hará que lo arresten, inspector.Y no soy catedrático, solo doctor. Pero conDavid me vale.

Dhatt me miró sorprendido.—¿Dónde está su despacho, señor

Bowden? Soy el detective jefe Dhatt. Megustaría hablar con usted.

—No tengo despacho, detective Dhatt.Solo vengo aquí un día a la semana.

—¿Cuánto tiempo piensa quedarse poraquí, profesor? —pregunté—. ¿Podríamoscharlar un momento con usted?

—Esto… claro, si lo desea, inspector,pero como decía, no tengo despacho.Normalmente recibo a los alumnos en miapartamento. —Me dio una tarjeta y cuando

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Dhatt enarcó una ceja le dio otra a él también—. Ahí tiene mi número. Esperaré si quiere,quizá podamos encontrar un sitio donde poderhablar.

—¿Entonces no ha venido aquí paravernos? —pregunté.

—No, es pura casualidad. Hoy no metocaba venir, pero la estudiante que tengo a micargo no apareció ayer y pensé que a lo mejorla encontraría aquí.

—¿Su estudiante? —dijo Dhatt.—Sí, solo me confían una. —Sonrió—.

De ahí que no tenga despacho.—¿A quién están buscando?—Se llama Yolanda, detective. Yolanda

Rodríguez.Se quedó horrorizado cuando le dijimos

que no lográbamos dar con ella. Entretartamudeos, buscó algo que decir.

—¿Se ha ido? Después de lo que le haocurrido a Mahalia, ¿ahora Yolanda? Agentes,

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¿creen que…?—Lo estamos investigando —respondió

Dhatt—. No saque ninguna conclusiónprecipitada.

Bowden parecía conmocionado. Suscolegas reaccionaron de forma parecida. Unopor uno, fuimos viendo a los cuatroacadémicos que logramos encontrar en laexcavación, incluido Thau’ti, el mayor de losdos ulqomanos, un joven taciturno. SoloIsabelle Nancy, una mujer alta y bien vestidacon dos pares de gafas de distintasgraduaciones colgadas de unas cadenitasalrededor del cuello, sabía que Yolanda habíadesaparecido.

—Me alegro de verlos, inspector,detective jefe. —Nos dio un apretón demanos. Había leído su declaración. Alegó queestaba en casa cuando asesinaron a Mahalia,pero no podía probarlo—. Los ayudaré entodo lo que pueda —no paraba de repetir.

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—Háblenos de Mahalia. Tengo lasensación de que era bastante conocida poraquí, aunque no por su jefe.

—Ya no tanto —dijo Nancy—. Quizáhace algún tiempo sí. ¿Ha dichoRochambeaux que no la conocía? Eso es untanto… impreciso. Mahalia levantó algunasampollas.

—En la conferencia —dije—. En Besźel.—Exacto. Allá en el sur. Él estaba allí.

La mayor parte de nosotros lo estaba. Yo,David, Marcus, Asina. De todos modos, habíaprovocado bastante recelo ya en más de unasesión, haciendo preguntas sobre dissensi,sobre la Brecha, ese tipo de cosas. Nadaclaramente ilegítimo, pero un poco ordinario,podríamos decir, algo que esperarías deHollywood o eso, no la base de unainvestigación sobre Ul Qoma o la pre-Escisióno incluso Besźel. Se vio que los peces gordosque habían ido allí para inaugurar y clausurar

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actos y todo eso se mostraron un pocosuspicaces. Y entonces se lanza y comienza adesvariar sobre Orciny. Así que David sesiente abochornado, claro; la universidad estáavergonzada; a ella casi la expulsan… Huboalgunos diputados de Besźel que armaron unbuen escándalo sobre aquello.

—¿Y no la expulsaron? —preguntóDhatt.

—Supongo que la gente decidió que erajoven. Pero alguien tuvo que tener una charlacon ella porque se tranquilizó. Recuerdo quepensé que los homólogos ulqomanos, algunosde los cuales se dejaron ver por ahí, tuvieronque sentirse muy comprensivos con losdiputados besźelíes que estaban tan ofendidos.Cuando supe que volvía para hacer eldoctorado con nosotros me sorprendió que lahubieran dejado entrar, con esas cuestionablesopiniones, pero había superado todo eso. Yahice una declaración contando esto mismo.

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Pero, díganme, ¿tienen alguna idea de lo quele ha ocurrido a Yolanda?

Dhatt y yo nos miramos.—Ni siquiera sabemos si le ha pasado

algo —dijo Dhatt—. Lo estamos investigando.—Seguro que no es nada —decía Nancy

una y otra vez—. Pero suelo verla por aquí yya hace algunos días que no aparece, creo. Eslo que me pone… Creo que ya dije queMahalia desapareció un tiempo antes de que…la encontraran.

—¿Mahalia y ella se conocían? —pregunté.

—Eran muy amigas.—¿Hay alguien que pueda saber algo?—Salía con un chico de aquí. Me refiero

a Yolanda. Eso dicen por ahí. Pero no sabríadecirles con quién.

—¿Eso está permitido? —inquirí.—Son adultos, inspector, detective

Dhatt. Adultos jóvenes, sí, pero no podemos

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impedírselo. Les, bueno, les advertimos de lospeligros y las dificultades de la vida y, pordescontado, del amor, en Ul Qoma, pero loque hacen mientras están aquí… —Se encogióde hombros.

Dhatt tamborileó con el pie cuando medirigí a ella.

—Me gustaría hablar con ellos —dijo.Algunos estaban leyendo artículos en la

pequeña e improvisada biblioteca. CuandoNancy nos acompañó por fin al lugar de laexcavación principal, vi a otros de pie osentados trabajando junto al profundo hoyo debordes rectos. Miraron por encima de lasestrías que se distinguían en las sombras de latierra. Aquella hilera de oscuridad: ¿restos deun antiguo incendio? ¿Qué era eso blanco?

Donde terminaban los toldos se veía undescampado de aspecto agreste, lleno decardos y hierbajos, entre los desperdicios dearquitectura truncada. La excavación tenía

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casi el mismo tamaño de un campo de fútbol,subdividida por un conjunto de cuerdas. Subase tenía distintas profundidades y el fondoera plano. Varias formas inorgánicas rompíanla superficie del suelo como extraños pecesque boqueaban: jarras rotas, estatuillas toscasy no tan toscas, máquinas cubiertas de unapátina azul verdosa. Los estudianteslevantaban la mirada desde la sección en laque se hallaban, cada uno a una distinta ymedida profundidad, a través de las diversasdemarcaciones de los cordeles, sosteniendo enlas manos espátulas y cepillos suaves. Una delas chicas y dos de los chicos eran góticos,algo menos frecuente en Ul Qoma que enBesźel o en el país del que vinieran. Seguroque llamaban mucho la atención. Nossonrieron con dulzura a Dhatt y a mí desdedetrás del lápiz de ojos y la mugre de lossiglos.

—Aquí la tienen —dijo Nancy.

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Estábamos de pie a cierta distancia de lasexcavaciones. Bajé la mirada y me fijé en losdistintos marcadores que había en las capas detierra—. ¿Entienden cómo funciona esto? —Podría haber cualquier cosa debajo del suelo.

Hablaba con un tono lo bastante bajocomo para que sus alumnos, aunque se teníanque haber dado cuenta de que estábamoshablando, no pudieran oír de qué.

—Nunca hemos encontrado registrosescritos de la era Precursora que pudieran darcuenta de ella, excepto unos cuantos poemas.¿Han oído hablar de los galimatianos? Durantemucho tiempo, cuando no se habíadesenterrado nada de la época de la pre-Escisión, después de que de mala gana sedescartara un error de un arqueólogo —se rió—, la gente se los inventó para explicar lo quese había encontrado. Una hipotéticacivilización anterior a Ul Qoma y a Besźel quedesenterraba sistemáticamente todos los

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artefactos de la zona, desde los que teníanmiles de años hasta las baratijas de susabuelas, los mezclaban de nuevo y los volvíana enterrar, o los tiraban.

Nancy vio que la estaba mirando.—No existieron —me aseguró—. Eso lo

sabemos. Muchos de nosotros, de todosmodos. Esto —señaló al agujero— no es unamezcla. Son los restos de una cultura material.De cuál, no estamos aún seguros. Tuvimosque aprender a dejar de buscar siguiendo unasecuencia y dedicarnos simplemente a mirar.

Objetos que tenían que haber abarcadoeras, contemporáneos. Ninguna otra cultura dela región hacía alusión alguna, que no fuerafrugal y tentadoramente imprecisa, a loshombres y mujeres de la época de la pre-Escisión, esos hombres y mujeres peculiares,ciudadanos brujos que contaminaban losdescartes, que usaban astrolabios que nohabrían avergonzado ni a Azarquiel ni a los

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astrónomos de la Edad Media, vasijas dearcilla secada al sol, hachas de piedra como lasque podrían haber hecho misrequetetatarabuelos de frente achatada,engranajes, insectos de jugueteintrincadamente fabricados, y cuyas ruinas seencuentran bajo los cimientos y tambiéndesperdigadas en la superficie de Ul Qoma, ya veces de Besźel.

—Son el detective jefe Dhatt de lamilitsya y el inspector Borlú de la policzai —les iba diciendo Nancy a los estudiantes queestaban junto al agujero—. El inspector Borlúestá aquí para investigar la… lo que le haocurrido a Mahalia.

Algunos de ellos contuvieron el aliento.Dhatt fue tachando los nombres y yo le imité,pues uno a uno, los universitarios se acercarona hablar con nosotros en la sala de estudiantes.Ya los habían entrevistado a todos antes, perovinieron mansos como corderos y contestaron

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preguntas que tenían que estar hartos deresponder.

—Ha sido un alivio saber que están aquípor lo de Mahalia —dijo la chica gótica—.Suena horrible, pero pensé que habíanencontrado a Yolanda y que le había pasadoalgo. —La chica se llamaba Rebecca Smith-Davis, estaba en primer curso y trabajaba enla reconstrucción de vasijas. Se le saltaban laslágrimas cuando hablaba de su amiga muerta yde su amiga desaparecida—. Pensé que lahabían encontrado y que estaba… ya sabe…que la…

—No sabemos con seguridad si hadesaparecido —dijo Dhatt.

—Eso dice. Pero ya sabe. Con lo deMahalia y todo eso. —Sacudió la cabeza—. Alas dos les interesaban cosas raras.

—¿Orciny? —pregunté.—Sí. Y otras cosas. Pero sí, Orciny. A

Yolanda le interesa más de lo que le interesaba

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a Mahalia, eso sí. Dicen que Mahalia estabamuy metida en todo eso cuando empezó, peroya no tanto, supongo.

Como eran más jóvenes y salían hastatarde, muchos de ellos, a diferencia de susprofesores, tenían coartadas para la noche enla que murió Mahalia. En algún punto tácitode la conversación, Dhatt consideró a Yolandauna persona desaparecida, sus preguntas sehicieron más precisas y tomó notas máslargas. Tampoco es que nos fuera de muchaayuda porque ninguno recordaba a qué hora lahabía visto por última vez, solo que no lahabían visto durante días.

—¿Tenéis alguna idea de qué puedehaberle ocurrido a Mahalia? —les preguntóDhatt a todos ellos. Obtuvimos una negativatras otra como respuesta.

—No soy nada de conspiraciones —dijoun chico—. Lo que le ocurrió fue… horriblede verdad. Pero, ya sabe, la idea de que hay

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algún secreto oculto… —Meneó la cabeza.Suspiró—. Mahalia era… Tenía la habilidadde cabrear a la gente y lo que le pasó le pasóporque se fue a la zona de Ul Qoma que nodebía, con las personas que no debía.

Dhatt tomaba notas.—No —dijo una chica—. Nadie la

conocía. A lo mejor creías que sí, pero luegote dabas cuenta de que estaba haciendo unmontón de cosas a escondidas de las que notenías ni idea. Yo creo que me daba un pocode miedo. Me gustaba, de verdad que sí, peroera algo impetuosa. Y lista. A lo mejor se veíacon alguien, algún loco de por aquí. Es el tipode cosa que habría… Estaba metida en cosasraras. Siempre la veía en la biblioteca (aquítenemos una especie de carné para labiblioteca de la universidad), pues ella hacíaanotaciones en todos sus libros. —Hizo ungesto como si escribiera con la letra muyapretada y movió la cabeza como

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invitándonos a estar de acuerdo con ella en loraro que era.

—¿Cosas raras? —inquirió Dhatt.—Ah, bueno, oyes cosas.—Cabreó a alguien otra vez, fijo. —Esta

otra chica hablaba alto y deprisa—. A algunode los tarados. ¿Saben lo de la primera vezque vino a las ciudades? ¿Allí en Besźel? Casise metió en una pelea. Con profesores y ¡conpolíticos! ¡En una conferencia de arqueología!Eso es difícil de conseguir. Me sorprende quela dejaran entrar en cualquier lado.

—Orciny.—¿Orciny? —preguntó Dhatt.—Sí.El último en hablar fue un chico delgado

de aspecto puritano que llevaba una camisetacon el dibujo de lo que debía de ser elpersonaje de algún programa para niños. Sellamaba Robert. Nos miraba con profundaaflicción. No dejaba de parpadear. No hablaba

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bien ilitano.—¿Te importa si hablo con él en inglés?

—le pregunté a Dhatt.—No —dijo. Un hombre asomó la

cabeza por la puerta y se nos quedó mirando—. Sigue tú —me dijo Dhatt—. Vuelvo en unminuto.

Salió y cerró la puerta detrás de él.—¿Quién era? —le pregunté al chico.—El profesor UlHuan —contestó. Era

otro de los profesores que estaban en elyacimiento—. ¿Encontrarán a quien hizo esto?—Podría haber respondido con las típicas yvacuas certezas, pero parecía demasiadohorrorizado para dárselas—. Por favor.

—¿Qué querías decir con lo de Orciny?—pregunté al final.

—Bueno —meneó la cabeza—, no sé.No dejo de pensar en ello, ¿sabe? Te pone delos nervios. Sé que suena estúpido, peroMahalia estaba metida en eso y Yolanda cada

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vez más… Le echábamos la bronca por eso,¿sabe? Y luego desaparecen las dos… —Bajóla mirada y se tapó los ojos con la mano,como si no tuviera fuerzas para parpadear—.Fui yo quien llamó para decir lo de Yolanda.Cuando no pude localizarla. No sé —dijo—.Te da qué pensar.

Se había quedado sin cosas que decir.—Tenemos algo —dijo Dhatt. Me guiaba

a través de los despachos, ya de vuelta en BolYe’an. Miraba la cantidad ingente de notasque él mismo había tomado, separándolas delas tarjetas de visita y de los números deteléfono anotados en trozos de papel—. Aúnno sé lo que tenemos, pero tenemos algo. A lomejor. Joder.

—¿Algo de UlHuan? —pregunté.—¿Qué? No. —Me lanzó una mirada

fugaz—. Ha corroborado casi todo lo que hadicho Nancy.

—¿Sabes qué es interesante de lo que no

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hemos conseguido? —le dije.—¿Cómo? No te sigo —dijo Dhatt—. En

serio, Borlú —me dijo cuando estábamoscerca de la entrada—. ¿Qué quieres decir?

—Ese era un grupo de estudiantescanadienses, ¿no?

—La mayor parte. Había uno alemán yotro yanqui.

—Vale, todos euroangloamericanos. Nonos engañemos… puede que a nosotros nosparezca un poco maleducado, pero yasabemos qué es lo que más les fascina a losque vienen de fuera de Besźel o de Ul Qoma.¿Te has dado cuenta de lo que ninguno deellos, en ningún momento, ha sacado a relucir,como si no pudiera tener ninguna relación?

—¿A qué te…? —Dhatt se calló—. LaBrecha.

—Ninguno de ellos ha mencionado a laBrecha. Como si estuvieran nerviosos. Sabestan bien como yo que suele ser lo primero y lo

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único que los extranjeros quieren saber. Deacuerdo que estos se han vuelto un poco másautóctonos que el resto de sus compatriotas,pero ni por eso. —Les hicimos un gesto deagradecimiento con la mano a los guardias quenos abrieron la puerta y salimos delyacimiento. Dhatt asentía con interés—. Sialguien a quien conociéramos hubieradesaparecido sin dejar un condenado rastro,como si se hubiera esfumado, sería lo primeroque pensaríamos, ¿no? Por mucho que noquisiéramos hacerlo, ¿verdad? Sobre todopara gente a la que tiene que resultarle muchomás difícil no hacer una brecha a cada minuto.

—¡Agentes! —Era uno de los hombresdel equipo de seguridad, un joven de aspectoatlético con un corte mohicano al estilo deDavid Beckham. Era más joven que la mayorparte de sus compañeros—. Agentes, unmomento, por favor.

Trotó hacia nosotros.

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—Solo quería saber algo —nos dijo—.Están investigando quién mató a MahaliaGeary, ¿verdad? Quería saber si sabían algo.Si han averiguado algo. ¿Es posible que losresponsables hayan escapado?

—¿Por qué? —preguntó Dhatt al fin—.¿Quién eres?

—Yo… nadie, nadie. Yo solo… Estriste, es horrible, y todos, los demás y yo, losguardias, nos sentimos mal y queremos sabersi el que hizo esto…

—Soy Borlú —dije—. ¿Cómo te llamas?—Aikam. Aikam Tsueh.—¿Eras amigo suyo?—Yo… sí, claro, un poco. No

demasiado, pero sí que la conocía. Desaludarnos. Solo quería saber si habíanaveriguado algo.

—Si lo hemos hecho, Aikam, nopodemos decírtelo —dijo Dhatt.

—No por ahora —añadí. Dhatt me miró

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de reojo—. Tenemos que solucionar algunosasuntos primero, tú me entiendes. Pero¿podemos hacerte algunas preguntas?

Durante un momento se le vio alarmado.—Yo no sé nada. Pero, sí, claro,

supongo que sí. Me preocupaba que pudieransalir de la ciudad, que escaparan de lamilitsya. Si es que hay alguna forma dehacerlo. ¿La hay?

Le pedí que escribiera su número deteléfono en mi libreta antes de que volviera asu puesto. Dhatt y yo vimos que se marchaba.

—¿Has interrogado a los guardias? —lepregunté a Dhatt, mientras lo mirábamos.

—Claro. Nada muy interesante. Sonvigilantes de seguridad, pero el yacimiento estábajo la protección del ministerio y loscontroles son más rigurosos de lo normal. Lamayor parte tiene coartada para la noche de lamuerte de Mahalia.

—¿Y él?

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—Lo comprobaré, pero no recuerdo quesu nombre estuviera bajo sospecha, así quesupongo que sí.

Aikam Tsueh se dio la vuelta cuandollegó a la entrada y vio que lo observábamos.Levantó la mano y nos despidió, inseguro.

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Capítulo 14

Cuando se sentaba en una cafetería (unatetería, en realidad, pues estábamos en UlQoma) la impetuosa energía de Dhatt sedisipaba un poco. Aún tamborileaba en elborde de la mesa con los dedos con uncomplejo ritmo que yo no habría sido capazde imitar, pero me miraba a los ojos y no serevolvía inquieto en su asiento. Me escuchabay hacía sugerencias ponderadas de cómopodríamos proceder. Giraba la cabeza paraver las notas que yo había escrito. Atendía losrecados de su oficina. Mientras estábamos allísentados, conseguía ocultar con elegancia elhecho de que yo, en realidad, no le gustaba.

—Creo que deberíamos acordar un ciertoprotocolo para los interrogatorios —fue todolo que dijo cuando tomamos asiento—,muchos cocineros estropean el caldo —dijo, a

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lo que murmuré alguna excusa a medias.Los camareros de la tetería no querían

aceptar el dinero de Dhatt, pero él tampocoinsistió demasiado. «Descuento para lamilitsya», dijo la mujer que nos atendió. Ellocal estaba lleno. Dhatt observó una mesa enalto que había junto a la ventana que daba a lacalle hasta que el hombre que la ocupaba sepercató, se levantó y nos sentamos nosotros.Desde la mesa podíamos ver una boca demetro. Entre los muchos carteles que colgabanen un muro cercano había uno que desví: noestaba seguro de que no fuera el mismo quehabía impreso para identificar a Mahalia. Nosabía si estaba en lo cierto, si ahora el muroera álter para mí, íntegro en Besźel, oentramado y un detallado mosaico coninformación de las distintas ciudades.

Los ulqomanos emergían del subterráneoy se quedaban boquiabiertos por el cambio detemperatura, después se arrebujaban en sus

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abrigos de lana. Sabía que en Besźel (aunqueintentaba desver a los besźelíes que sin dudase bajaban en la estación de Yanjelus deltransporte terrestre, que estaba por casualidada escasos metros de la parada subterránea deUl Qoma) la gente tendría ahora puestos susabrigos de pieles. Entre los rostros ulqomanoshabía algunos que me parecían árabes oasiáticos, unos pocos incluso africanos.Muchos más que en Besźel.

—¿Puertas abiertas?—Apenas —contestó Dhatt—. Ul Qoma

necesita gente, pero a todos los que ves loshan investigado, han pasado las pruebas, se lassaben todas. Algunos de ellos tienen hijos.¡Negritos y chinitos ulqomanos! —Se rióencantado—. Tenemos más que vosotros,pero no porque tengamos manga ancha.

Tenía razón. ¿Quién querría ir a vivir aBesźel?

—¿Qué hay de los que no consiguen

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pasar?—Ah, tenemos nuestros campamentos,

como vosotros, aquí y allá, por las afueras. LaONU no está contenta. Tampoco Amnistía.¿También os dan por saco con lascondiciones? ¿Te apetece fumar?

Había un quiosco de tabaco a unos pocosmetros de la entrada de nuestra cafetería. Nome di cuenta de que lo estaba mirando.

—No especialmente. Sí, supongo.Curiosidad. No he fumado tabaco ulqomanodesde no sé cuándo.

—Un momento.—No, no te levantes. Ya no fumo. Lo

dejé.—Venga, hombre, considéralo como

etnografía, no estás en casa… Lo siento, yaparo. Odio que la gente haga eso.

—¿El qué?—Tentar a la gente que lo ha dejado. Si

yo ni siquiera fumo. —Se rió y le dio un sorbo

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a su bebida—. Entonces al menos sería unresentimiento encabronado porque túconseguiste dejarlo. Será que me molestas túen general. Soy un cabroncete malicioso. —Serió.

—Oye, siento, ya sabes, haberte pisadode esa manera…

—Simplemente creo que necesitamos unprotocolo. No quiero que pienses…

—Te lo agradezco.—Vale, no pasa nada. ¿Qué tal si me

encargo yo del siguiente? —sugirió.Contemplé Ul Qoma. Estaba demasiado

nublado como para que hiciera tanto frío.—¿Dijiste que ese tal Tsueh tenía una

coartada?—Sí. Llamaron para comprobarlo. La

mayoría de esos chicos de seguridad estáncasados y sus mujeres responden por ellos, loque, por supuesto, no vale un mojón, pero nohemos encontrado ninguna conexión entre

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ellos y Geary salvo que se saludaban por lospasillos. El tal Tsueh esa noche había salidocon un grupo de estudiantes. Está en la edadde confraternizar.

—Oportuno. Pero inusual.—Desde luego. Pero no hay ninguna

relación con nada ni con nadie. El chaval tienediecinueve años. Cuéntame lo de la furgoneta.—Volví a contarlo—. Por la Luz, ¿es que voya tener que ir allí contigo? —rezongó—.Suena como si estuviéramos buscando a unbesźelí.

—Alguien en Besźel pasó la frontera conla furgoneta. Pero sabemos que a Geary lamataron en Ul Qoma. Así que, a no ser que elasesino la matara, volviera deprisa y corriendoa Besźel, cogiera la furgoneta, vuelta a correr,la cogiera, regresara de nuevo para tirar elcuerpo, y podemos añadir también que porqué tiraron el cuerpo donde lo tiraron, estamosante una llamada de teléfono transfronteriza

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seguida de un favor. Así que dos autores.—O una brecha.Cambié de postura.—Sí —dije—. O una brecha. Pero lo que

sí sabemos es que alguien se ha tomado nopocas molestias para evitar la brecha. Y paraque nosotros supiéramos que no lo habíahecho.

—Las famosas imágenes. Curioso cómoaparecieron…

Lo miré, pero no parecía que se estuvieraburlando.

—¿Verdad?—Venga, hombre, Tyador, ¿es que te

sorprende? El que haya hecho esto, que es lobastante listo como para saber que con lasfronteras no se juega, llama a algún amigo detu zona y está cagado de miedo de que laBrecha vaya a ir a por él. Y eso no sería justo.Así que cuentan con la ayuda de alguien de laCámara Conjuntiva o de Tráfico o de algún

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otro sitio y les soplan a qué hora cruzaron. Noes que todos los burócratas de Besźel tenganuna conducta irreprochable.

—En absoluto.—Ahí lo tienes. ¿Lo ves? Ya pareces

más contento.Esa sería una conspiración más pequeña

que la que sugerían las otras siniestrasposibilidades. Alguien sabía qué furgonetashabía que buscar. Y examina algunos vídeosdetenidamente. ¿Qué más? En aquel gélidopero precioso día, donde el frío atenuaba loscolores de Ul Qoma a unas tonalidadescotidianas, resultaba difícil y absurdo verOrciny en alguna esquina.

—Volvamos sobre nuestros pasos —dijo—. No vamos a llegar a ninguna parte siseguimos con el puñetero conductor de lafurgoneta. Con suerte los tuyos estarán coneso. No tenemos nada de nada salvo unadescripción de la furgoneta, ¿y quién en Ul

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Qoma va a admitir ni por casualidad que havisto una furgoneta besźelí, con o sinpermiso? Así que volvamos a la primeracasilla. ¿Cuál fue vuestro punto de inflexión?—Lo miré. Lo miré detenidamente y repasé elorden de los acontecimientos—. ¿Cuándo dejóde ser ella el cadáver desconocido númerouno? ¿Cómo empezó?

En mi habitación del hotel estaban lasnotas que había tomado con los Geary. Ladirección de correo electrónico y el número deteléfono estaban en mi libreta. No tenían elcuerpo de su hija y no podían venir arecogerlo. Mahalia Geary yacía en la cámarafrigorífica, esperando. Esperándome a mí, sepodría decir.

—Con una llamada.—¿Sí? ¿Un soplón?—Más o menos. Fue su pista la que me

llevó a Drodin.Vi que recordaba que no era así como

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venía escrito en el informe.—¿Qué quieres…? ¿Quién?—Bueno, la cosa es la siguiente. —Hice

una larga pausa. Después miré la mesa ydibujé formas con el dedo en el té derramado—. No estoy seguro de qué… Fue unallamada de teléfono de aquí.

—¿Ul Qoma? —Asentí—. ¡No mejodas! ¿De quién?

—No lo sé.—¿Por qué llamaba?—Había visto los carteles. Sí. Los

carteles que pusimos en Besźel.Dhatt se inclinó hacia delante.—Los cojones que lo vio. ¿Quién?—Supongo que te das cuenta de que eso

me pone en…—Claro que me doy cuenta. —Se lo veía

decidido, hablaba deprisa—. Claro que sí,pero, venga, eres policía, ¿crees que voy ajoderte la vida? Entre nosotros, ¿quién era?

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Aquello no era ningún detalle sinimportancia. Si yo era cómplice de unabrecha, él sería el cómplice de un cómplice.Eso no parecía ponerle nervioso.

—Creo que eran unionistas. ¿Te suenan,los unionistas?

—¿Dijeron que lo eran?—No, pero por lo que dijeron y cómo lo

dijeron. Sea como sea, sé que fue totalmenteinaceptable, pero fue lo que me puso en lapista… ¿Qué?

Dhatt se había reclinado de nuevo. Ahoratamborileaba más rápido con los dedos y yano me miraba.

—Joder, tenemos algo. No me puedocreer que no mencionaras esto antes.

—Un momento, Dhatt.—Vale, de verdad, ya sé que… de

verdad que entiendo que esto te pone en unasituación delicada.

—No tengo ni idea de quién era.

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—Aún estamos a tiempo; a lo mejorpodemos pasarlo y explicar que tardaste en…

—¿Pasar el qué? No tenemos nada.—Tenemos a un unionista cabrón que

sabe algo, eso tenemos. Vámonos.Se levantó y agitó las llaves del coche.—¿Vámonos dónde?—¡A descubrir pistas, coño!—Está clarísimo, joder —dijo Dhatt.

Quemaba las ruedas por las calles de Ul Qomay la sirena del coche ululaba agónica.Maniobraba y apabullaba a los apresuradosciviles ulqomanos con sus improperios a vozen grito, giraba bruscamente sin mediarpalabra para esquivar a los peatones y loscoches besźelíes y aceleraba con lainexpresiva ansiedad de las emergenciasextranjeras. Si nos chocáramos con algunos deellos sería un desastre burocrático. Y unabrecha en este momento no sería nada útil.

—Yari, soy Dhatt —le gritó al móvil—.

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¿Sabes si en el comité central de los unionistashay alguien ahora? Estupendo, gracias. —Cerró el móvil de un manotazo.

—Parece que alguno de ellos sí que está.Ya sé que has hablado con los unionistas deBesźel, lo he leído en tu informe. Pero ¡miraque soy tonto! —Se dio varios golpes en lafrente con el pulpejo de la mano—. No se meocurrió ir a hablar con los de nuestra cosecha.Aunque está más que claro que esos cabrones,esos cabrones más que cualquier cabrón, yaquí tenemos muchos cabrones, Tyad, semantienen informados. Sé dónde se reúnen.

—¿Es ahí donde vamos?—Odio a esos gilipollas. Espero… Por

supuesto que he conocido a muchos besźelíesque eran gente maravillosa. —Me miró dereojo—. No tengo nada contra la ciudad yespero poder visitarla, y es estupendo queahora nos llevemos tan bien, ¿no?, mejor queantes, ¿qué sentido tenía todo aquello? Pero

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soy ulqomano y que me jodan si quiero serotra cosa. ¿Te imaginas una unificación? —Serió—. ¡Una puta catástrofe! Y un cojón de UlQoma eso de que la unidad hace la fuerza. Yasé eso que dicen de que los cruces hacen quesalgan animales más fuertes, pero ¿te imaginasque heredamos, yo qué sé, el sentido de laoportunidad ulqomano y el optimismo besźelí?

Me hizo reír. Pasamos entre los hitos depiedra moteados por el tiempo queflanqueaban la carretera. Los reconocí por lasfotografías y me acordé, ya demasiado tarde,de que el que estaba en el lado este de lacarretera era el único que debería ver: estabaen Ul Qoma y el otro en Besźel. O eso es loque decía la mayor parte de la gente: era unode los lugares más controvertidos que sedisputaban las ciudades. Los edificiosbesźelíes que no conseguí desver del todoestaban, según creí distinguir con una rápidaojeada, limpios y bien conservados, mientras

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que en Ul Qoma, en cualquier lugar por el quepasábamos, la zona estaba en decadencia.Pasamos junto a unos canales y durante variossegundos no supe en qué ciudad estaban, o siestaban en las dos. Cerca de un patio cubiertode malas hierbas, donde las ortigas seasomaban por debajo de un Citroën quellevaba mucho tiempo sin moverse, como elsoplo de aire de un aerodeslizador, Dhattfrenó bruscamente y salió del coche antes deque yo me hubiera quitado el cinturón.

—Hace ya tiempo —dijo— quetendríamos que haber encerrado a todos ycada uno de estos cabrones.

Avanzó con decisión hacia una puertaderruida. En Ul Qoma los unionistas no estánlegalizados. En Ul Qoma no hay partidossocialistas legalizados, ni fascistas, nireligiosos. Desde el Renacimiento de Plata dehace casi un siglo bajo la tutela del generalIlsa, Ul Qoma solo tenía al Partido Nacional

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del Pueblo. Muchos antiguos establecimientosy oficinas aún exhibían carteles con el retratode Ya Ilsa, a menudo sobre los «hermanos deIlsa», Atatürk y Tito. El estereotipo era que enlos edificios más antiguos siempre había unamancha descolorida entre esos dos, desdedonde el otrora hermano Mao había sonreídoantes.

Pero este es el siglo xxi y el presidente UlMak (cuyo retrato se puede ver tambiéndonde los directivos son más obsequiosos),como ya lo hizo el presidente Umbir antes queél, había declarado que no repudiaría sino quepromovería el Camino Nacional, el fin delpensamiento restrictivo, una glasnostroika,por usar ese odioso término que habíanacuñado los intelectuales ulqomanos. Con lastiendas de CD y DVD, con las nuevasempresas y páginas de software, con losmercados ulqomanos en alza, con el dinarrevalorizado, llegó, decían, la «nueva

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política», la muy aclamada apertura a unadisidencia que hasta ahora se habíaconsiderado peligrosa. Eso no quería decir quelos grupos radicales, y mucho menos lospartidos, se fueran a legalizar, pero a veces seadmitían sus ideas. Siempre y cuandomanifestaran cierta contención en lasreuniones y en el proselitismo, se los toleraba.O eso se decía.

—¡Abrid! —Dhatt aporreó la puerta—.Este es el sitio donde se reúnen los unionistas—me dijo—. Siempre están hablando porteléfono con sus compañeros en Besźel… Esun poco su… «trabajo», ¿no?

—¿Cuál es su situación legal?—Estás a punto de escuchar que solo son

un grupo de amigos que se reúne para charlar.No tienen carnés de miembros ni nada por elestilo, no son estúpidos. No nos haría falta serunos sabuesos para encontrar algo decontrabando, pero no hemos venido para eso.

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—¿Para qué hemos venido? —Miré a mialrededor a las decrépitas fachadas de UlQoma, grafitis en ilitano que mandaban a nosé quién a tomar por culo y que revelaban queaquel otro era un chupapollas. La Brecha teníaque estar mirando.

Dhatt me miró sin que su rostro delataraninguna emoción.

—Quienquiera que te hizo esa llamada deteléfono tuvo que hacerlo desde aquí. O vienepor aquí. Casi puedo garantizártelo. Megustaría saber qué saben nuestros amigos lossediciosos. ¡Abrid! —Eso lo dijo ya mirando ala puerta—. No te engañes con todo ese«¿quién?, ¿nosotros?»; son perfectamentecapaces de reventar a hostias a cualquiera que,comillas, esté en contra de los unionistas,cierro las putas comillas. ¡Abrid!

La puerta obedeció esta vez y detrás deuna rendija apareció una joven con los ladosde la cabeza afeitados y con el tatuaje de

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algún pez y de algunas letras en algún alfabetomuy antiguo.

—¿Quién…? ¿Qué es lo que quieren?Quizá decidieron que fuera ella quien

abriera la puerta porque esperaban que,debido a su tamaño, a cualquiera le dieravergüenza hacer lo que Dhatt hizo acontinuación, que fue empujar la puerta con lafuerza suficiente como para que retrocedieratropezando hasta el interior de aquel vestíbulocon aspecto de tugurio.

—¡Todos aquí, ahora! —gritó mientrasavanzaba como un huracán por el pasillo,dejando atrás a la chica punki desaliñada.

Tras algunos momentos de confusión,cuando la idea de intentar escapar debió dehabérseles pasado por la cabeza paradescartarla después, las cinco personas queestaban dentro de la casa se reunieron en lacocina y se sentaron en unas inestables sillasque colocó el propio Dhatt sin tan siquiera

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mirarlos. Dhatt se sentó en la cabecera de lamesa y se inclinó hacia ellos.

—Muy bien —empezó—. Esta es lasituación. Alguien hizo una llamada que miquerido colega aquí presente está deseandorecordar y los dos tenemos muchas ganas desaber quién fue el que se mostró tancolaborador por teléfono. No voy a hacerosperder el tiempo fingiendo que creo quealguno de vosotros va a admitirlo, así que envez de eso vais a ir por turnos, alrededor deesta mesa, diciendo: «inspector, tengo algoque decirle». —Se le quedaron mirandofijamente. Él sonrió y les hizo una señal con lamano para que empezaran. No lo hicieron, asíque abofeteó al que tenía más cerca, lo queprovocó los gritos de sus compañeros, el gritode dolor del hombre y una exclamación desorpresa por mi parte. Cuando el hombrelevantó despacio la cabeza, tenía una manchaen la frente que pronto se iba a convertir en

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un cardenal.—«Inspector, tengo algo que decirle» —

volvió Dhatt a la carga—. Vamos a seguirhasta que encontremos a nuestro hombre. Omujer. —Me miró de reojo: se le habíaolvidado comprobarlo—. Y así trabajamos lospolis. —Se preparó para cruzarle la cara almismo hombre de antes. Yo sacudí mi cabezay levanté ligeramente las manos, los unionistasque se sentaban alrededor de la mesa soltaronvarios gemidos. El hombre al que Dhattamenazaba intentó levantarse, pero Dhatt loagarró por el hombro y lo obligó a sentarse denuevo.

—¡Yohan, díselo ya! —gritó la chicapunki.

—Inspector, tengo algo que decirle.Y así se escuchó alrededor de la mesa:

«Inspector tengo algo que decirle».«Inspector, tengo algo que decirle.»

Uno de los hombres habló al principio

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con un tono de voz tan bajo que podríahaberse visto como una provocación, peroDhatt levantó una ceja y abofeteó a su amigouna vez más. No tan fuerte, aunque ahora síque sangró.

—¡Me cago en la Luz Sagrada!Esperé vacilante junto a la puerta. Dhatt

les hizo decirlo de nuevo, además de susnombres.

—¿Y bien? —me preguntó.Estaba claro que no había sido ninguna

de las dos mujeres. De los hombres, uno teníala voz aflautada y el acento ilitano, meimaginaba, era de alguna parte de la ciudadque no conocía. Podría haber sido cualquierade los dos. Uno en particular, el más joven,que se llamaba, según nos dijo, Dahar Jaris,que no era el hombre al que Dhatt habíaamenazado sino un chico vestido concazadora vaquera desgastada con un «Nosignifica no» escrito en inglés en la espalda,

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con una tipografía que me hacía pensar que setrataba del nombre de un grupo y no de uneslogan, tenía una voz que me resultabafamiliar. Si hubiera escuchado las palabrasexactas que mi interlocutor había usado, o si lehubiera escuchado hablar en el mismolenguaje muerto desde hace tiempo, me habríaresultado más fácil estar seguro. Dhatt se diocuenta de que lo estaba mirando y lo señalócon un dedo inquisitivo. Negué con la cabeza.

—Dilo otra vez —le ordenó Dhatt.—No —dije, pero Jaris farfullaba la frase

—. ¿Alguien habla ilitano antiguo o besź?¿Con las raíces originales y todo eso? —Semiraron unos a otros—. Ya sé, ya sé. Noexiste el ilitano, no existe besź y todo eso.¿Alguno de vosotros lo habla?

—Todos nosotros —dijo el hombre másviejo. No se limpió la sangre del labio—.Vivimos en la ciudad y es el idioma de laciudad.

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—Cuidado —le advirtió Dhatt—. Podríaacusarte por eso. ¿Es este, verdad? —Volvió aseñalar a Jaris.

—Déjalo —le dije.—¿Quién conocía a Mahalia Geary? —

preguntó Dhatt—. ¿Byela Mar?—Marya —dije—. Noséqué. —Dhatt

rebuscó en sus bolsillos la fotografía—. Perono es ninguno de ellos —comenté. Desde elumbral avancé hacia el exterior de lahabitación—. Déjalo, déjalo. No es ningunode ellos.

Se acercó hacia mí despacio y me miróinquisitivamente.

—¿Ajá? —susurró. Ladeé la cabeza conlentitud—. Ponme al corriente, Tyador.

Al final apretó los labios y volvió dondeestaban los unionistas.

—Tened cuidado —dijo Dhatt.Salió y ellos no le quitaron la vista de

encima mientras se iba, cinco rostros

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asustados y desconcertados, uno sangrante yempapado de sudor. Mi rostro estaba tenso,supongo, del esfuerzo de no mostrar nada.

—Me tienes confundido, Borlú. —AhoraDhatt conducía mucho más despacio quecuando vinimos—. No consigo entender loque ha pasado. Te has apartado de la que,hasta ahora, era la mejor pista que teníamos.Lo único que tiene sentido es que te preocupaser cómplice. Porque, claro, si recibiste lallamada y seguiste con ella, si aceptaste lainformación que te dieron, entonces sí, es unabrecha. Pero a nadie le importa una mierdaque lo hayas hecho, Borlú. Es una brechita denada y sabes tan bien como yo que lo dejaráncorrer si solucionamos algo más gordo.

—No sé cómo será en Ul Qoma —dije—. En Besźel, una brecha es una brecha.

—Gilipolleces. Además, ¿eso qué quieredecir? ¿Es eso lo que pasa? ¿Nada más? —Disminuyó la velocidad detrás de un tranvía

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besźelí; nos balanceábamos sobre los raílesextranjeros de una carretera entramada—.Joder, Tyador, lo podemos solucionar; se nosocurrirá algo, no hay problema, si es eso loque te preocupa.

—No es eso.—Pues espero que sí lo sea. De verdad

que sí. ¿Qué otro problema tienes? Mira, notienes que incriminarte en nada…

—No es eso. Ninguno de ellos era el quehizo la llamada. Ni siquiera sé si la llamada sehizo de verdad desde el extranjero. Desdeaquí. No sé nada con certeza. A lo mejor lallamada fue una broma pesada.

—Claro. —Cuando me dejó en el hotelno salió del coche—. Tengo papeleo pendiente—dijo—. Seguro que tú también. Un par dehoras. Deberíamos volver a hablar con laprofesora Nancy y me gustaría tener otracharla con Bowden. ¿Cuento con tuaprobación? Si fuéramos hasta allí e

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hiciéramos algunas preguntas, ¿te pareceríanaceptables esos métodos?

Después de un par de intentos conseguícontactar con Corwi. Al principio intentamoshablar con nuestro estúpido código, pero noduró mucho.

—Lo siento, jefe, se me dan mal estascosas, pero es imposible que consiga pescarlos archivos personales de Dhatt en lamilitsya. Vas a causar un puñetero conflictointernacional. ¿Qué quieres, de todas formas?

—Solo me gustaría saber cuál es suhistoria.

—¿Te fías de él?—No lo sé. Aquí están chapados a la

antigua.—¿Ajá?—Interrogatorios enérgicos.—Se lo diré a Naustin, le va a encantar,

hacer un intercambio. Se te nota tenso, jefe.—Solo hazme un favor y mira a ver si

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consigues algo, ¿de acuerdo?Cuando colgué el teléfono, cogí Entre la

ciudad y la ciudad y lo volví a dejar.

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Capítulo 15

—¿Aún no hay suerte con la furgoneta?—pregunté.

—No aparece en ninguna de las cámarasque hemos encontrado —dijo Dhatt—.Ningún testigo. Una vez que atraviesa laCámara Conjuntiva desde tu lado es como sidesapareciera.

Los dos sabíamos que con la matrícula yel aspecto que tenía, cualquiera en Ul Qomaque la hubiera atisbado habría pensado deinmediato que estaba en otra parte y se habríaapresurado a desverla, sin darse cuenta de supaso.

Cuando Dhatt me enseñó en el mapa locerca que estaba el apartamento de Bowdende la estación, le sugerí que fuéramos entransporte público. Había viajado en el metrode Moscú, en el de París y en el de Londres.

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La arquitectura del metro en Ul Qoma era másbrutal que la de otros: eficiente y en opiniónde algunos admirable, pero un tantoimplacable en el uso del hormigón. Lorenovaron hace más o menos una década, o almenos renovaron las estaciones de la zonacentro. De cada una de ellas se encargó unartista o diseñador distinto y se les dijo, conexageración pero no tanta como pudieracreerse, que el dinero no era un problema.

Los resultados fueron incoherentes, aveces espléndidos, de colores tan abigarradosque producían mareos. La parada más cercanaa mi hotel era una afectada imitación del estiloart nouveau. Los trenes estaban limpios, eranrápidos e iban llenos y, en algunas líneas, nollevaban conductores. La estación de Ul Yir,que estaba a algunas manzanas del acogedorbarrio, pero sin nada de interés, en el quevivía Bowden, era un mosaico de líneasconstructivistas y colores kandinskianos. De

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hecho, el diseño era de un artista besźelí.—¿Bowden sabe que vamos?Dhatt levantó una mano para indicarme

que esperara. Habíamos salido ya a la calle ytenía el móvil en la oreja para escuchar unmensaje.

—En efecto —dijo después de unminuto, al cerrar el teléfono—. Nos estáesperando.

El apartamento de Bowden estaba en elsegundo piso de un edificio demacrado yocupaba toda la planta. Lo había llenado deobjetos de arte, reliquias, antigüedades deambas ciudades y, a mi ignorante parecer, desu precursora. Encima de él, nos dijo, vivíanuna enfermera y su hijo; debajo, un médicoque había venido de Bangladesh y que llevabaviviendo en Ul Qoma más tiempo que él.

—Dos expatriados en un edificio —dije.—No es una coincidencia, precisamente

—contestó—. Ya ha muerto, pero resulta que

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arriba vivía un expantera. —Lo miramosfijamente—. Uno de los Panteras Negras;entró en el grupo después de que mataran aFred Hampton. China, Cuba y Ul Qoma eranlos destinos de preferencia. Cuando me mudéaquí, cuando el funcionario de enlace de tuGobierno te decía que había un apartamentolibre, lo cogías y que me aspen si todos losedificios no estaban llenos de extranjeros.Bueno, así podíamos lamentarnos todosjuntos de lo que extrañábamos nuestro hogar.¿Ha oído hablar de la marmite? ¿No?Entonces está claro que no han conocido a unespía inglés en el exilio. —Nos sirvió a Dhatt ya mí, sin preguntarnos, dos copas de vino.Hablábamos en ilitano—. De esto hace yaaños, como imaginarán. Ul Qoma no tenía nidonde caerse muerta. Tenía que pensar en laeficiencia. Siempre había un ulqomanoviviendo en uno de estos edificios. A unapersona sola le resultaba más fácil vigilar a

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varios extranjeros si estaban todos juntos.Dhatt lo miró a los ojos. Vete a tomar

por culo, estas verdades no me intimidan,decía su mirada. Bowden esbozó una tímidasonrisa.

—¿Y no resultaba un poco insultante? —pregunté—. ¿Que los honorables visitantes,gente con la que estás en sintonía, esténvigilados de esa manera?

—Supongo que lo sería para algunos —respondió Bowden—. Los Kim Philby de UlQoma, verdaderos simpatizantes, se sintieronbastante ofendidos. Pero luego eran los quemejor lo soportaban. Nunca he puestodemasiadas objeciones a que me vigilen.Tenían razón al no fiarse de mí. —Dio unsorbo a su bebida—. ¿Cómo le va con Entrela ciudad, inspector?

Las paredes estaban pintadas en tonosbeis y marrones que iban necesitando otramano de pintura y estaban abarrotadas de

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estanterías con libros, artesanía ulqomana ybesźelí, además de mapas antiguos de ambasciudades. En algunas baldas había figuritas yrestos de cerámica, pequeños objetos queparecían mecanismos de relojes. El salón noera grande y estaba tan repleto de cosas que elespacio parecía angosto.

—Estaba aquí cuando asesinaron aMahalia —dijo Dhatt.

—No tengo coartada, si es eso lo quequiere dar a entender. Puede que mi veciname haya oído caminar por el piso,pregúntenla, pero no lo sé.

—¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí?—pregunté. Dhatt apretó los labios sinmirarme.

—Uf, años.—¿Y por qué aquí?—No le entiendo.—Por lo que veo tiene casi tanto material

de aquí como de Besźel. —Señalé a algunos

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de los muchos iconos antiguos oreproducciones besźelíes—. ¿Hay algunarazón por la que ha acabado aquí y no enBesźel? ¿O en otra parte?

Bowden giró las manos de tal forma quelas palmas quedaron mirando al techo.

—Soy arqueólogo. No sé cuánto sabesobre eso. La mayor parte de los artefactosque merecen la pena, y eso incluye los quenos parecen hechos por artesanos besźelíes,están en suelo ulqomano. Siempre ha sido así.La situación nunca ha ido a mejor por esanecia predisposición de Besźel a vender elpoco patrimonio que podía excavar acualquiera que lo quisiera. Ul Qoma ha obradosiempre con más inteligencia al respecto.

—¿Incluso un yacimiento como BolYe’an?

—¿Se refiere a que está bajo direcciónextranjera? Claro. Nada de ahí estécnicamente posesión de los canadienses,

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solo tienen algunos derechos de catalogación yporte. Además del prestigio que obtienen porlas publicaciones, y el buen rollo. Y lasatisfacción de aparecer como losdescubridores en las placas de los museos.Los canadienses están felices como perdicespor el bloqueo de EE. UU, créame. ¿Quierever a alguien verde de envidia? Dígale a unarqueólogo estadounidense que trabaja en UlQoma. ¿Ha visto las leyes ulqomanas sobreexportación de antigüedades? —Cerró lasmanos y entrelazó los dedos como si con elloscerrara una trampa—. Todo el que quieretrabajar en Ul Qoma, o en Besźel, y ya no ledigo nada si está interesado en la eraPrecursora, termina aquí si puede.

—Mahalia era una arqueólogaestadounidense… —dijo Dhatt.

—Estudiante —precisó Bowden—.Cuando terminara el doctorado le iba aresultar difícil quedarse.

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Yo seguía de pie, echándole un vistazo asu estudio.

—¿Podría…?Señalé hacia allí.—Esto… claro.Se sentía avergonzado por la falta de

espacio. Estaba mucho más repleto de losdetritos de la antigüedad de lo que lo estaba elsalón. El escritorio conformaba él mismo unaarqueología de papeles, cables de ordenador,un callejero de Ul Qoma, estropeado y convarios años encima. En medio de aquel barullode papeles había algunos escritos en unalfabeto extraño y muy antiguo, ni ilitano nibesźelí, de antes de la Escisión. No sabíaleerlo.

—¿Qué es eso?—Ah… —Entornó la mirada—. Llegó

ayer por la mañana. Aún me llega correo deperturbados al buzón. Desde La ciudad.Cosas que recopila la gente y decide que están

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escritas en el alfabeto de Orciny. Y se suponeque tengo que descodificarlo. A lo mejor esospobres miserables se creen que de verdad esalgo.

—¿Y esto puede descodificarlo?—¿Está de broma? No. No significa

nada. —Cerró la puerta—. ¿No se sabe nadade Yolanda? —preguntó—. Resulta bastantepreocupante.

—Me temo que no —dijo Dhatt—. EnPersonas Desaparecidas están con ello. Sonmuy buenos. Nosotros trabajamos mano amano con ellos.

—Tenemos que encontrarla, agentes.Yo… Es crucial.

—¿Tiene alguna idea de quién puedetenerle animadversión a Yolanda?

—¿A Yolanda? No, por Dios, es unencanto, no se me ocurre nadie. Mahalia eradiferente. O sea… Mahalia era… lo que leocurrió es terrible. Terrible. Era lista, muy

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lista, defendía sus opiniones a capa y espada,y valiente, y no era tan… Lo que intento decires que puedo creer que Mahalia enfadara aalguien. Lo hacía. Era ese tipo de persona, ylo digo como un cumplido. Pero siempreestaba ese miedo de que un día Mahaliacabreara a la persona equivocada.

—¿A quién podría haber enfadado?—No hablo de nadie en concreto,

detective jefe, no tengo ni idea. No teníamosmucho contacto, Mahalia y yo. Apenas laconocía.

—Es un campus pequeño —apunté—.Seguro que se conocían todos.

—Cierto. Pero para serle sincero laevitaba. Hacía mucho tiempo que no noshablábamos. No empezamos con muy buenpie. Con Yolanda, en cambio, sí. Y no separece en nada. No es tan lista, quizá, pero nose me ocurre ni una sola persona a la que nole caiga bien, ni por qué alguien querría

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hacerle daño. Todo el mundo estáhorrorizado. Incluso los que trabajan ahí.

—¿Se habrían sentido igual dedestrozados por Mahalia? —pregunté.

—Dudo que alguno de ellos la conociera,para ser sincero.

—Uno de los guardias sí que lo parecía.Nos preguntó por ella. Por Mahalia. Penséque podría ser su novio o algo.

—¿Uno de los guardias? Imposible. Losiento, eso ha sonado un poco impetuoso. Loque quiero decir es que me sorprendería.Sabiendo lo que sé de Mahalia, me refiero.

—Que no es mucho, ha dicho.—No, pero, ya sabe, se sabe qué hace

cada cuál, que si tal alumno hace tal cosa.Algunos de ellos, como Yolanda, se juntancon los trabajadores de Ul Qoma, pero noMahalia. ¿Me dirán si descubren algo deYolanda? Tienen que encontrarla. O incluso sibarajan alguna teoría de dónde está; por favor,

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esto es horrible.—¿Es el director de tesis de Yolanda? —

pregunté—. ¿De qué va su tesis doctoral?—Ah. —Hizo un gesto con la mano—.

La representación del género y del otro enlos artefactos de la era Precursora. Yo sigoprefiriendo «pre-Escisión»[1], pero resulta queen inglés es un juego de palabras pocoafortunado, así que ahora se prefiere hablar dela era Precursora.

—¿Ha dicho que no es lista?—Yo no he dicho eso. Es bastante

inteligente. Está bien. Lo que pasa es queella… No hay mucha gente como Mahalia enun programa de doctorado.

—¿Y por qué no fue entonces sudirector?

Me clavó la mirada como si me estuvieraburlando de él.

—Por sus gilipolleces, inspector —dijo alfin. Se levantó y nos dio la espalda, daba la

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impresión de que quería ponerse a dar vueltaspor la habitación, pero era demasiado pequeña—. Sí, nos conocimos en un momentopeliagudo. —Se giró de nuevo hacia nosotros—. Detective jefe Dhatt, inspector Borlú.¿Saben cuántos estudiantes de doctoradoestán conmigo? Uno. Porque nadie más laquería a ella. La pobre. No tengo despacho enBol Ye’an. No soy titular ni parece que tengaperspectivas de llegar a serlo. ¿Saben cuál esmi título oficial en la Príncipe de Gales? Soyun «profesor equivalente». No me preguntenlo que significa. Bueno, sí que puedo decirleslo que significa, quiere decir: «somos lainstitución más importante del mundo en losestudios de Ul Qoma, Besźel y la eraPrecursora y necesitamos todos los nombresque podamos conseguir, y puede que con eltuyo seduzcamos a algunos ricos chifladospara que financien nuestro programa, pero nosomos tan estúpidos como para darte un

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trabajo de verdad».—¿Por lo del libro?— P o r Entre la ciudad y la ciudad.

Porque de joven estaba un poco sonado ytenía un director de tesis negligente, y ungusto por lo arcano. Da igual que te retractesun tiempo después y digas «mea culpa, lacagué, no hay Orciny, mis disculpas». Daigual que un ochenta y cinco por ciento de lainvestigación aún se tenga en pie y se sigausando. ¿Me oyen? Da igual lo que hagas,nunca más. No puedes apartarte de eso, pormucho que lo intentes.

»Así que, como suele suceder, alguienviene y me dice que el libro que lo jodió todoes tan grande que le encantaría trabajarconmigo (y eso fue lo que hizo Mahalia en laconferencia de Besźel cuando la conocí porprimera vez), y que si es tan esperpéntico quese siga prohibiendo la verdad en las dosciudades, y que si está de mi parte… ¿Sabía,

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por cierto, que cuando llegó por primera vezno solo había traído una copia de contrabandodel libro sino que me dijo que iba a colocarloen la estantería de la sección de historia de labiblioteca de la universidad, por el amor deDios? ¿Para que lo encontrara la gente? Me lodijo llena de orgullo. Le dije que se deshicierainmediatamente de ella o le echaría a lapoliczai encima. Sea como sea, cuando medijo todo eso, sí, me puse borde.

»Me encuentro con gente así en cadaconferencia a la que asisto. Les digo queestaba equivocado y piensan que el jefe me hacomprado o que temo por mi vida. O inclusoque me han reemplazado por un robot.

—¿Hablaba Yolanda de Mahalia algunavez? ¿No le resultaba difícil, dado elsentimiento que le provocaba la mejor amigade ella?

—¿Provocar el qué? No pasó nada,inspector. Le dije que no sería su director; ella

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me acusó de cobardía o rendición o de yo quésé. No me acuerdo; eso fue todo. Supe que yacasi había cerrado la boca con lo de Orciny enlos años que estuvo en el programa. Pensé:¡Bien!, ya ha dejado el tema. Eso fue todo. Yse decía que era lista.

—Me dio la impresión de que laprofesora Nancy estaba un poco decepcionadacon ella.

—Puede. No lo sé. No sería la primerapersona que resulta ser un chasco a la hora deponerlo todo por escrito, pero aun así teníauna reputación.

—¿A Yolanda no le interesaba todo esode Orciny? ¿No es por eso por lo que estabaestudiando con usted?

Suspiró y se volvió a sentar. Aquelmediocre sube y baja resultaba torpe.

—Yo creía que no. No le habría dirigidola tesis si no. Y no, no al principio… pero síque lo había mencionado últimamente. Sacó a

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relucir los dissensi, lo que podría haber ahí,todo eso. Ella sabía cómo me sentía alrespecto e intentaba dejarlo caer como sifueran solo casos hipotéticos. Suena ridículo,pero de verdad que no se me había ocurridoque podía ser por la influencia de Mahalia.¿Le había hablado Mahalia de eso? ¿Losaben?

—Háblenos de los dissensi —le instóDhatt—. ¿Sabe dónde están?

Se encogió de hombros.—Ya sabe dónde están algunos,

detective. No es que la mayor parte de ellos semantenga en secreto. A pocos pasos en elinterior de un patio trasero, en algún edificioabandonado… ¿Unos cinco metros o así en elcentro del parque Naustin? Dissensus. UlQoma lo reclama; Besźel lo reclama. Estánentramados con suma eficacia, o fuera de loslímites de ambas ciudades, mientras,continúan las discusiones. No tienen tanto de

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emocionante.—Me gustaría que nos hiciera una lista.—Si quieren, pero seguro que a través de

su departamento la consiguen antes, y la míalleva veinte años obsoleta. A veces sí que seresuelve la situación de estos lugares, yentonces aparecen otros nuevos. Pero luego escuando se empieza a hablar de los que sonsecretos.

—Me gustaría tener esa lista. Unmomento, ¿secretos? Si nadie sabe que esoslugares se disputan, ¿cómo van a serlo?

—Claro que sí. Es que se disputan ensecreto, detective Dhatt. Tiene que cambiar suforma de pensar para que se ajuste a estalocura.

—Doctor Bowden… —dije—. ¿Tienealguna razón para pensar que alguien pudieratener algo en contra de usted?

—¿Por qué? —Se sintió alarmado derepente—. ¿Qué ha oído?

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—Nada, solo… —empecé a decir, perohice una pausa—. Se especula que alguienestá detrás de la gente que ha estadoinvestigando Orciny. —Dhatt no abrió la bocapara interrumpirme—. Quizá debería tenercuidado.

—¿Qué? Pero si yo no me dedico aOrciny, hace años que no…

—Como usted dice, una vez que seempieza con eso, profesor… Me temo queusted es el decano en esa materia, le guste ono. ¿Ha recibido algo que pudiera serconsiderado como una amenaza?

—No…—Entraron en su casa para robar. —Fue

Dhatt el que dijo eso—. Hace unas semanas.—Los dos lo miramos. Dhatt no se sintióazorado por mi sorpresa. Bowden abrió laboca como si quisiera decir algo.

—Pero eso no fue más que un robo —dijo—. Ni siquiera se llevaron nada…

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—Claro, porque algo los sobresaltó, esofue lo que dijimos en aquel momento —dijoDhatt—. Puede que nunca tuvieran laintención de llevarse nada.

Bowden y, de forma algo mássubrepticia, yo mismo miramos a nuestroalrededor, como si de un momento a otrofuéramos a ser testigos de algún hechizomaligno, una amenaza escrita o el hallazgo deun micrófono oculto.

—Detective, inspector: esto esrematadamente absurdo; no existe ningunaOrciny…

—Pero —replicó Dhatt— los chalados síque existen.

—Y alguno de ellos —añadí—, poralguna razón, parece estar interesado en partede las ideas que usted mismo, la señoritaRodríguez y la señorita Geary hanexplorado…

—No creo que ninguna de ellas estuviera

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«explorando ideas»…—Lo que usted diga —respondió Dhatt

—. Lo importante es que han llamado laatención de alguien. No, no estamos segurosde por qué, o tan siquiera de si hay un porqué.

Bowden nos miraba fijamente,aterrorizado.

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Capítulo 16

Dhatt cogió la lista que Bowden le habíadado y envió a un subordinado a que lacompletara, además de situar a varios agentesen lugares estratégicos: edificios en ruinas,puntos concretos de las aceras y recodos delpaseo fluvial, para hacer muescas en laspiedras y sondear los márgenes de los espaciosen litigio que estaban funcionalmenteentramados. Aquella noche hablé con Corwide nuevo (ella dijo en broma que esperaba queesa fuera una línea segura) pero noconseguimos decirnos nada que nos resultaraútil.

La profesora Nancy me había enviado alhotel una copia impresa de los capítulos deMahalia. De ellos, dos estaban más o menosterminados y otros dos eran más bien unborrador. No tardé mucho en dejar de leerlos

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y me dediqué en su lugar a mirar lasfotocopias de los libros en los que había hechoanotaciones. Había una intensa disparidadentre el reposado y algo anodino tono delprimero y las exclamaciones y lasinterjecciones garabateadas de los segundos,en las que Mahalia discutía con sus yosanteriores y con el texto principal. Las notas almargen eran, sin lugar a dudas, las másinteresantes, hasta el punto de que no lesencontraba el sentido. Terminé dejándolastambién y cogí el libro de Bowden.

Entre la ciudad y la ciudad eratendencioso. Se veía claramente. Hay secretosen Besźel y en Ul Qoma, secretos de los quetodo el mundo ha oído hablar: no eranecesario postular secretos. Aun así, las viejashistorias, los mosaicos y los bajorrelieves, losartefactos a los que se refería el libro eran enmuchos casos impactantes: me parecíanhermosos y sorprendentes. Las lecturas que

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hizo el joven Bowden sobre algunos misteriossin resolver de la era Precursora o pre-Escisión eran ingeniosas y hasta convincentes.Afirmaba, con argumentos elegantes, que losincomprensibles mecanismos que se habíanllamado eufemísticamente «relojes» enrealidad no eran ningún tipo de mecanismo,sino cajas con intrincados compartimentosdiseñadas con el único propósito de guardarlos engranajes que contenían. Los saltosconclusivos de sus «por lo tanto» erandelirantes, como ahora admitía.

La paranoia, sin duda, se apoderaría delvisitante en esta ciudad, donde sus habitanteste observan continuamente con furtivodisimulo, donde me vigilaba la Brecha, cuyasfugaces e involuntarias visiones me hacíanexperimentar sensaciones desconocidas.

Sonó el móvil, más tarde, mientrasdormía. Era mi teléfono de Besźel, la pantallamostraba una llamada internacional. Se iba a

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chupar el saldo, pero pagaba el Gobierno.—Borlú —dije.—Inspector…Tenía acento ilitano.—¿Quién es?—Borlú, no sé por qué… No puedo

hablar mucho. Yo… Gracias.—Jaris. —Me incorporé, puse los pies en

el suelo. Era el joven unionista—. Es…—Esto no nos convierte en puñeteros

camaradas, ¿de acuerdo? —Ahora no hablabaen ilitano antiguo, sino que empleaba unapresurado lenguaje coloquial.

—¿Por qué íbamos a serlo?—Pues eso. No puedo hablar mucho.—Está bien.—Sabía que era yo, ¿verdad? Quien lo

llamó a Besźel.—No estaba seguro.—Claro. Esta puta llamada nunca ha

existido. —No dije nada—. Gracias por lo del

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otro día —continuó—. Por no decir nada.Conocí a Marya cuando vino por aquí. —Nola había llamado por ese nombre más quecuando Dhatt interrogaba a los unionistas—.Me dijo que conocía a nuestros hermanos dela frontera; que había trabajado con ellos.Pero no era uno de los nuestros, ya meentiende.

—Entiendo. Me pusiste en la pista allí enBesźel…

—Cállese. Por favor. Al principio penséque lo era, pero las cosas que preguntaba,eran… Estaba metida en cosas de las que notiene ni idea. —No quería sacarle de su error—. ¡Orciny! —Seguro que interpretó misilencio como sorpresa—. No le importabauna mierda la unificación. Nos estabaponiendo a todos en peligro solo por poderusar la biblioteca y nuestra lista decontactos… Me caía muy bien, pero eraconflictiva. Lo único que le importaba era

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Orciny.»Borlú, Mahalia la encontró, joder.»¿Sigue ahí? ¿Entiende? La encontró…—¿Cómo lo sabe?—Me lo dijo ella. Ninguno de los otros lo

sabía. Cuando nos dimos cuenta de lo… lopeligrosa que era, le prohibieron que viniera alas reuniones. Creían que era, no sé, comouna espía o algo. Pero no lo era.

—Aun así siguió en contacto con ella. —No dijo nada—. ¿Por qué, si eran tan…?

—Porque… ella era…—¿Por qué me llamó? ¿En Besźel?—Merecía algo mejor que el campo de

un alfarero[1].Me sorprendía que conociera el término.—¿Estabais juntos, Jaris? —pregunté.—Apenas sabía nada de ella. Nunca le

preguntaba nada. Nunca conocí a sus amigos.Somos prudentes. Pero me habló de Orciny.Me enseñó todas las notas que tenía sobre

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eso. Era… Mire, Borlú, no me creerá, perohabía establecido contacto. Hay lugares…

—¿Dissensi?—No, cállese. No disputados: lugares que

todos en Ul Qoma creen que están en Besźely todos los de Besźel creen que están en UlQoma. No están en ninguna de las dos. SonOrciny. Los encontró. Me dijo que losayudaba.

—¿Haciendo qué? —Solo me decidí ahablar porque el silencio duraba demasiado.

—No sé mucho. Estaba salvándolos.Querían algo. Eso dijo. Algo así. Pero cuandouna vez le dije «¿Cómo sabes que Orciny estáde nuestra parte?», ella se rió y dijo: «Yo nolo estoy, ellos tampoco». No quería decirmecasi nada. Yo no quería saberlo. Apenashablaba de eso. Pensé que a lo mejor sededicaba a pasar al otro lado, por alguno deesos sitios, pero…

—¿Cuándo la vio por última vez?

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—No lo sé. Unos pocos días antes deque… antes. Oiga, Borlú, esto es todo lo quenecesita saber. Ella sabía que estaba en un lío.Se molestó y se cabreó bastante cuando dijealgo sobre Orciny. La última vez. Dijo que noentendía nada. Comentó algo sobre que nosabía si lo que estaba haciendo era unarestitución o un delito.

—¿Qué quería decir con eso?No lo sé. Dijo que la Brecha no era nada.

Me dejó horrorizado. ¿Se imagina? Dijo quetodos los que sabían la verdad sobre Orcinyestaban en peligro. Dijo que no había muchospero que el que la supiera no tenía ni idea dela mierda en la que estaba metido, que no selo creería. Yo dije: «¿Incluso yo?»; y ellarespondió: «Puede, a lo mejor ya te hecontado demasiado».

—¿Qué cree que significa?—¿Qué es lo que sabe sobre Orciny,

Borlú? ¿Por qué coño iba alguien a creer que

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se puede meter uno en líos con Orciny?¿Cómo se cree que consigue estar escondidodurante siglos? ¿Jugando según las reglas?¡Santa Luz! Creo que Mahalia se confundió altrabajar para Orciny, eso es lo que creo quepasó, y creo que son como parásitos y ledijeron que los estaba ayudando, pero elladescubrió algo y cuando se dio cuenta ¡lamataron! —Se recompuso—. Al final terminóllevando un cuchillo, para protegerse. ¡DeOrciny! —Se rió sin alegría—. Ellos lamataron, Borlú. Y van a matar a cualquieraque les cause problemas. Cualquiera que hagaque la atención recaiga sobre ellos.

—¿Y qué pasa contigo?—Estoy jodido, eso es lo que pasa. Ella

está fuera, así que yo también lo estoy. UlQoma se puede ir a la mierda, y Besźel, ytambién la puta Orciny. Esta es mi despedida.¿Puede oír las ruedas? En un minuto esteteléfono va a salir volando por la puta

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ventanilla, en cuanto cuelgue, y sayonara.Esta llamada es un regalo de despedida, porella.

Dijo las últimas palabras en un susurro.Cuando me di cuenta de que había colgadointenté llamarlo yo, pero el número estababloqueado.

Me froté los ojos durante largossegundos, demasiado largos. Garabateé notasen el papel membretado del hotel, nada quefuera a volver a mirar después, solo paraorganizar mi pensamiento. Hice una lista conpersonas. Vi el reloj y calculé la diferencia dehoras en el huso horario. Marqué un númerointernacional en el teléfono del hotel.

—¿Señora Geary?—¿Quién llama?—Señora Geary, soy Tyador Borlú. De

la policía de Besźel. —Ella no dijo nada—.Podemos… ¿Puedo preguntarle cómo seencuentra el señor Geary?

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Caminé descalzo hasta la ventana.—Se encuentra bien —dijo al final—.

Enfadado.Se mostró muy prudente. No sabía qué

pensar de mí. Descorrí un poco las pesadascortinas y miré al exterior. Aunque era demadrugada, se veían algunas siluetas en lacalle, como se veían siempre. Pasaba algúncoche de vez en cuando. Como era tan tarderesultaba difícil saber quién era de allí y quiénextranjero y, por tanto, habría que desverlodurante el día: las farolas oscurecían el colorde las ropas y el caminar apresurado de lanoche desdibujaba el lenguaje corporal.

—Quería decirle de nuevo cuántolamento lo que ocurrió y asegurarme de queestaba bien.

—¿Tiene algo más que decirme?—¿Pregunta que si hemos cogido a quien

le hizo eso a su hija? Lo siento, señora Geary,no lo hemos cogido. Pero quería

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preguntarle… —Esperé, pero ella no colgó nitampoco dijo nada—. ¿Le dijo Mahalia algunavez si salía con alguien de aquí?

Solo emitió un sonido indescifrable.Después de esperar algunos segundos ensilencio, seguí hablando.

—¿Conoce a Yolanda Rodríguez? ¿Ypor qué estaba buscando el señor Geary a losnacionalistas de Besźel? Cuando cometió labrecha. Mahalia vivía en Ul Qoma.

Repitió el mismo sonido y me di cuentade que estaba llorando. Abrí la boca para deciralgo, pero me limité a escucharla. Me dicuenta demasiado tarde, conforme empecé asentirme más despierto, de que quizá tendríaque haber llamado desde otro teléfono, si lassospechas de Corwi y mías eran ciertas. Laseñora Geary no cortó la conexión, así quedespués de un momento pronuncié sunombre.

—¿Por qué pregunta por Yolanda? —

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dijo finalmente. Había conseguido recobrar lavoz—. Claro que la conozco, es la amiga deMahalia. ¿Es que ha…?

—Estamos intentando localizarla. Pero…—Ay, Dios mío, ¿es que ha

desaparecido? Era la confidente de Mahalia.¿Por eso…? ¿Acaso ella…?

—No, por favor, señora Geary. Leprometo que no hay ninguna prueba de quehaya ocurrido algo que lamentar; puede que sehaya tomado unos días libres. Por favor.

Había empezado de nuevo, pero secontroló.

—Apenas nos hablaron en aquel vuelo —dijo—. Mi marido se despertó casi al final y sedio cuenta de lo que había ocurrido.

—Señora Geary, ¿salía Mahalia conalguien de aquí? ¿Que usted sepa? ¿En UlQoma, me refiero?

—No —suspiró más que habló—. Ya séque está pensando: «¿cómo iba a saberlo su

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madre?», pero lo sabría. No me contaba losdetalles, pero… —Se recompuso—. Había unchico que estaba detrás de ella, pero a ella nole gustaba de esa forma. Decía que erademasiado complicado.

—¿Cómo se llama?—¿No cree que si lo supiera se lo habría

dicho? No lo sé. Lo conoció a través de lapolítica, creo.

—Usted mencionó a Qoma Primero.—Ay, mi chica los sacaba a todos de

quicio. —Se rió un poco—. Enfadaba a losdos lados por igual. Incluso a losunificacionistas, ¿es así como se llaman?Michael iba a hablar con todos. Le resultabamás fácil encontrar nombres y direcciones enBesźel. Es allí donde nos encontrábamos. Ibaa hablar con todos, uno por uno. Queríaencontrarlos a todos porque… fue uno deellos el que hizo esto.

Le prometí todas las cosas que quería

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que le prometiera, mientras me frotaba lafrente y no apartaba la mirada de las siluetasde Ul Qoma.

No lo bastante después, me despertó lallamada de Dhatt.

—No me jodas que estás todavía en lacama. Levántate.

—¿Cuánto tardarás en…?Ya había amanecido, y no hacía poco.—Estoy abajo. Date prisa, vamos.

Alguien ha enviado una bomba.

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Capítulo 17

En Bol Ye’an, los hombres de la unidadde explosivos esperaban ociosos en eldiminuto sucedáneo de estafeta, hablando conlos sobrecogidos vigilantes de seguridad,mascando chicle y acuclillados a pesar deltraje antiexplosivos. La unidad llevaba lasviseras levantadas, en ángulo recto respecto ala frente.

—¿Es usted Dhatt? Todo en orden,detective —dijo uno, mirando la insignia deDhatt por el rabillo del ojo—. Puede pasar. —Me miró y abrió la puerta de la habitación deltamaño de un armario.

—¿Quién se dio cuenta? —preguntóDhatt.

—Uno de los chicos de seguridad. Unoespabilado. Aikam Tsueh. ¿Qué? ¿Qué? —Ninguno de los dos dijimos nada, así que se

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dio por vencido—. Dijo que no le gustaba lapinta que tenía, salió para hablar con lamilitsya que estaba fuera, les pidió que leecharan un vistazo.

Las paredes estaban cubiertas de casillasy una serie de enormes paquetes marrones,tanto abiertos como sin abrir, aguardaban enlas esquinas y en las bandejas de plástico,colocados sobre tableros. Encima de unabanqueta situada en el centro, rodeado desobres abiertos y de cartas con huellas depisadas tiradas por el suelo, había un paquetedesenvuelto, de cuyo interior sobresalíanalambres como si fueran los estambres de unaflor.

—Este es el mecanismo —dijo elhombre. Leí el nombre en ilitano que había ensu peto de Kevlar: se llamaba Tairo. Lehablaba a Dhatt, no a mí, mientras señalabacon un puntero láser a qué se refería—. Doscapas de envoltorio. —Enfoca con la luz por

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encima de todo el papel—. Abrimos elprimero, nada. Dentro hay un segundo.Abrimos ese… —Chasqueó los dedos. Serefería a los cables—. Muy bien hecho. Unclásico.

—¿Anticuado?—Qué va, solo que nada imaginativo.

Pero muy bien hecho. Tampoco son etlumière: esto no lo han hecho para asustar aalguien, sino para joderlo vivo. Y le digo más.¿Ve esto? Muy directo. Está unido a laetiqueta. —Los restos eran visibles en elpapel, una tira roja en el sobre de dentro, con«Tire aquí para abrir» impreso en besź—. Alque lo abra le explota en las narices y sedesploma. Pero, a no ser que tenga muy malasuerte, el que esté cerca no va a necesitar másque un nuevo peinado. La explosión esdireccional.

—¿Está desactivada? —le pregunté aTairo—. ¿Puedo tocarlo? —No me miró a mí,

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sino a Dhatt, que le indicó con un gesto decabeza que me contestara.

—Huellas dactilares —dijo Tairo, con unademán de indiferencia, pero me dejó hacer.Cogí un bolígrafo de una las estanterías y lequité el cartucho de tinta, para no dejarmarcas. Di algunos toques suaves en el papelpara alisar el sobre de dentro. Incluso despuésde que los artificieros lo hubieran arrugado alabrirlo, se podía leer claramente el nombreque estaba escrito: David Bowden.

—Mire esto —dijo Tairo. Revolvió concuidado. Debajo del paquete, en el interior delsobre de fuera, alguien había garabateado, enilitano, «El corazón del lobo». Conocía elverso, pero no sabía de quién era. Tairotarareó y sonrió.

—Es una vieja canción patriótica —meexplicó Dhatt.

—No pretendía meter miedo ni provocarun caos generalizado —me dijo Dhatt en voz

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baja. Nos sentamos en la oficina de la que noshabíamos apoderado. Frente a nosotros,intentando con educación escuchar nuestraconversación, Aikam Tsueh—. Quería matar.Joder.

—Escrito en ilitano, enviado desdeBesźel —observé.

El análisis de las huellas dactilares noreveló nada. Los dos sobres estabangarabateados, la dirección en el de fuera y elnombre de Bowden escrito en el de dentrocon una letra caótica. El paquete lo habíanenviado desde Besźel, desde una oficina decorreos que no estaba, topordinariamente,lejos del yacimiento, aunque estaba claro queel paquete lo tendrían que haber importadodando todo el rodeo a través de la CámaraConjuntiva.

—Bueno, que se encarguen losespecialistas —dijo Dhatt—. Mira a ver sipodemos rastrear el envío, pero no tenemos

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nada que apunte a nadie. A lo mejor los tuyosencuentran algo.

Las probabilidades de que pudiéramosreconstruir a la inversa el recorrido delpaquete por las oficinas de correos de UlQoma y Besźel resultaban de escasas a nulas.

—Escucha. —Me aseguré de que Aikamno pudiera oírme—. Sabemos que Mahaliahabía sacado de quicio a los nacionalistasacérrimos de mi tierra. Ya sé que aquí en UlQoma no es posible que existanorganizaciones como esa, ya lo sé, pero si poralgún fallo en el sistema resulta que hayalgunos por aquí, es bastante probable quetambién los sacara de quicio a ellos, ¿no? Lascosas en las que andaba metida parecen el tipode cosas que les tocan la moral. Ya sabes,menoscabar el poder de Ul Qoma, grupossecretos, fronteras porosas, todo eso. Ya meentiendes.

Me miró inexpresivo.

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—Claro —dijo al fin.—Dos de cada dos estudiantes con un

interés especial en Orciny han desaparecidodel mapa. Y ahora tenemos una bombadirigida al señor Entrelasciudades.

Nos miramos.Después de un momento, ahora ya más

alto, dije:—Bien hecho, Aikam. Lo que has hecho

ha estado muy bien.—¿Habías tenido antes una bomba entre

las manos? —preguntó Dhatt.—¿Señor? No.—¿Ni en el servicio militar?—Aún no lo he hecho, agente.—Entonces, ¿cómo sabes reconocer una

bomba?Se encogió de hombros.—No sabía, no lo sé, es que… Había

algo raro. Pesaba mucho.—Supongo que aquí llegan muchos libros

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por correo —dije—. Incluso cosas deordenadores. Pesan bastante. ¿Cómo supisteque esto era distinto?

—No pesan igual. Era más duro. Debajode los sobres. Se notaba que no era papel,parecía de metal o algo así.

—Y por otra parte, ¿forma parte de tutrabajo comprobar el correo? —le pregunté.

—No, pero estaba por allí, y yapuestos… Pensé que podría llevarlo. Meofrecí a hacerlo y entonces noté eso y era…había algo raro.

—Tienes un buen instinto.—Gracias.—¿Pensaste en abrirlo?—¡Claro que no! No era para mí.—¿Para quién era?—No era para nadie. —El sobre de fuera

no tenía ningún destinatario, iba dirigido a laexcavación—. Esa es otra razón, por eso lomiré, porque me pareció extraño.

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Dhatt y yo intercambiamos opiniones.—De acuerdo, Aikam —dijo Dhatt—.

¿Le has dado tu dirección al otro agente encaso de que necesitemos ponernos en contactocontigo? ¿Cuando salgas le puedes decir a tujefe y a la profesora Nancy que entren, porfavor?

Aikam no se movió de la entrada,dubitativo.

—¿Han conseguido ya algunainformación sobre Geary? ¿Saben ya lo que leha ocurrido? ¿Quién la mató?

Le dijimos que no.Kai Buidze, el vigilante jefe, un hombre

musculoso de cincuenta años y por su aspectoyo diría que exmilitar, entró con IsabelleNancy. Había sido ella, y no Rochambeaux, laque se había ofrecido a ayudarnos en lo queestuviera en su mano. Se frotaba los ojos.

—¿Dónde está Bowden? —le pregunté aDhatt—. ¿Sabe él lo que ha pasado?

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—Ella lo llamó cuando la unidad deexplosivos abrió el sobre de fuera y vieron sunombre. —Señaló a Nancy con la cabeza—.Oyó a uno de ellos leerlo en voz alta. Han idoa buscarlo. Profesora Nancy. —La mujerlevantó la cabeza—. ¿Recibe mucho correoBowden por aquí?

—En realidad no mucho. Ni siquieratiene un despacho. Del extranjero recibebastante, algo de posibles alumnos, gente queno sabe dónde vive y supone que tiene queandar por la excavación.

—¿Se lo envían de aquí a su casa?—No, viene aquí cada pocos días para

mirarlo. Tira la mayor parte.—Alguien intenta… —Le dije a Dhatt

bajando la voz. Dudé—. Se nos adelanta, sabelo que estamos haciendo. —Con todo lo queestaba ocurriendo, Bowden debería tenercuidado con el correo que le llegaba a casa.Con el sobre exterior y el matasellos

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extranjero arrancado, con solo su nombre ahí,podría haber pensado incluso que se tratabade una comunicación interna de alguno de suscolegas y haber arrancado la etiqueta—.Como si alguien supiera que lo habíamosavisado de que tuviera cuidado. —Después deun momento, dije—: ¿Lo traen para acá? —Dhatt asintió.

—Señor Buidze —dijo Dhatt—, ¿habíatenido algún problema como este antes?

—No como este. Bueno, ya sabe, aveces llegan cartas de putos colgados.Discúlpeme. —Miró un momento a laprofesora Nancy, que ni se había inmutado—.Pero, ya sabe, recibimos advertencias de esasde «dejad en paz el pasado», gente que diceque estamos traicionando a Ul Qoma, toda esamierda, avistadores de ovnis y yonquis.Pero… ¿esto? ¿Una bomba? —Negó con lacabeza.

—Eso no es cierto —dijo Nancy. Nos la

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quedamos mirando—. Ya había pasado antes.No aquí. Pero a él. Ya habían atentado contraBowden antes.

—¿Quién? —pregunté.—Nunca se probó nada, pero enfadó a

un montón de gente cuando publicó el libro.La derecha. Gente a la que le parecía quehabía sido irrespetuoso.

—Nacionalistas —dijo Dhatt.—No me acuerdo de qué ciudad. Las dos

se la tenían jurada desde hace tiempo.Probablemente era lo único en lo que estabande acuerdo. Pero esto fue hace muchísimosaños.

—Pues alguien se ha acordado de él —dije. Dhatt y yo nos miramos el uno al otro yél me llevó aparte.

—De Besźel —dijo—. Con un poco de«jódete» en ilitano. —Hizo un gesto con lasmanos como preguntando: «¿Alguna idea?».

—¿Cómo se llama esa gente? —dije

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después de un silencio—. Qoma Primero.Me clavó la mirada.—¿Qué? ¿Qoma Primero? —dijo—.

Venía de Besźel.—A lo mejor a través de un contacto de

allí.—¿Un espía? ¿Un nacionalista ulqomano

en Besźel?—Sí. No me mires así… No es tan difícil

de creer. Lo han mandado desde allí paracubrir sus huellas.

Dhatt sacudió la cabeza con insistencia,sin negar ni afirmar nada.

—De acuerdo… —dijo—. Pero aun asíes un follón de organizar, y tú no…

—Nunca les gustó Bowden. A lo mejorintuyen que al profesor le han llegado noticiasde que están tras él y que puede que estévigilante, pero no con si el paquete viene deBesźel —comenté.

—Entiendo —dijo Dhatt.

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—¿Dónde se reúne Qoma Primero? —pregunté—. Es así como se llaman, ¿no? A lomejor deberíamos hacer una visita…

—Eso es lo que llevo un rato intentandodecirte —dijo—. No hay ningún sitio al que ir.No hay ningún «Qoma Primero», nada conese nombre. No sé cómo será en Besźel, peroaquí…

—En Besźel sé exactamente dónde sereúne nuestra versión de estos personajes. Miayudante y yo fuimos hace poco.

—Muy bien, me alegro, pero aquí lascosas no funcionan así. Aquí no existe unaputa banda con sus carnecitos de miembro yviviendo todos juntitos en una casa; no sonunionistas y no son los Monkees.

—No me estarás diciendo que aquí notenéis ultranacionalistas…

—Claro que no, no te estoy diciendo eso,tenerlos los tenemos a patadas, lo que digo esque no sé quiénes son ni dónde viven, eso es

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algo que tienen la sensatez de ocultar, y digoque Qoma Primero no es más que un nombreque se inventó un tío de la prensa.

—¿Y cómo es que los unionistas sereúnen pero estos no? ¿O es que no pueden?

—Porque los unionistas son unospayasos. Unos payasos peligrosos, deacuerdo, pero payasos. El tipo de gente de laque me hablas ahora es algo serio. Antiguossoldados, ese rollo. Quiero decir que tienesque… respetar eso…

No era de extrañar que no se pudieranreunir en público. Su nacionalismo extremopodría ser interpretado como un reprochecontra el Partido Nacional del Pueblo, algoque sus dirigentes no iban a permitir. Losunionistas, por el contrario, eran libres, o casilibres, de unirse a los demás habitantes en elodio.

—¿Qué puedes decirnos de él? —dijoDhatt, elevando el tono de voz para que nos

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escucharan los que nos estaban mirando.—¿Aikam? —preguntó Buidze—. Poca

cosa. Buen trabajador. Corto de luces. Bueno,es verdad, eso es lo que había dicho hastaahora, pero después de lo que ha hecho hoy,olvídenlo. Pero no es tan duro como parece.Mucho músculo y pocos huevos, ese. Se lopasa bien con los chavales, le gusta arrimarsea extranjeros listos. ¿Por qué? No me diga queno le quita el ojo de encima, detective. Elpaquete vino de Besźel. ¿Cómo demonios ibaél a…?

—Fue exactamente así —dijo Dhatt—.Aquí nadie está acusando a nadie, y menosaún al héroe del momento. Estamos haciendolas preguntas de rigor.

—¿Tsueh se llevaba bien con losestudiantes, dice usted? —A diferencia deTairo, Buidze no buscó el permiso de Dhattpara contestarme. Me miró a los ojos y asintió—. ¿Con alguien en particular? ¿Se llevaba

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bien con Mahalia Geary?—¿Con Geary? Ni en sueños. Lo más

probable es que Geary no supiera ni cómo sellamaba. Que en la gloria esté. —Hizo la señaldel Sueño Imperecedero con la mano—.Aikam se junta con algunos de ellos, pero nocon Geary. Sale con Jacobs, Smith,Rodríguez, Browning…

—Lo digo porque nos preguntó si…—Se mostró muy interesado en cualquier

pista que tuviéramos sobre el caso de Geary—dijo Dhatt.

—¿Ah, sí? —Buidze se encogió dehombros—. Bueno, es que aquello los dejó atodos muy afectados. Es lógico que quierasaber algo.

—Me pregunto… —empecé a decir—.Este es un yacimiento complicado y, por loque veo, aunque es prácticamente íntegro, hayun par de sitios donde se entrama un poco.Eso tiene que ser una pesadilla de vigilar.

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Señor Buidze, cuando hablamos con losestudiantes, ninguno de ellos dijo nada de laBrecha. Cero. Ni mentarlo. ¿Un grupo dechavales extranjeros? Ya sabe lo obsesionadosque están con eso. ¿Desaparece una de susamigas y no se les ocurre mencionar al másfamoso hombre del saco de Ul Qoma y deBesźel, que encima es real, y ni sacan eltema? Resulta inevitable que nos preguntemos:¿de qué tenían miedo?

El hombre me clavó la mirada. Miró dereojo a Nancy. Miró alrededor de la mesa.Después de algunos segundos se rió.

—Está de broma. Muy bien, vale. Deacuerdo, agentes. Sí, tienen miedo, deacuerdo, pero no es que haya nadie que vengaa hacer una brecha desde quién coño sabedónde para darles por saco. ¿Eso es lo quepiensan? —Sacudió la cabeza—. ¿Que estánasustados porque no quieren que los cojan? —Levantó las manos como si se rindiera—. Me

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han pillado, agentes. Por aquí no hay más quebrechas que somos incapaces de detener.Estos cabroncetes no paran nunca de hacerbrechas.

Nos miró a los ojos. No estaba a ladefensiva. Se limitaba a constatar un hecho.¿Reflejaba mi rostro la misma estupefacciónque reflejaba el de Dhatt? La expresión de laprofesora Nancy era un poco de bochorno.

—Tiene razón, por supuesto —continuóBuidze—. No se pueden evitar todas lasbrechas, no en un lugar como este y no conchicos así. No han nacido aquí, y no meimporta todos los cursos que les den, nuncaantes han visto algo parecido. No me diga queno pasa lo mismo allí de donde viene, Borlú.¿Cree que van a jugar según las normas?¿Cree que mientras pasean por la ciudad estánde verdad desviendo Besźel? Venga ya. Lomejor que podemos hacer es esperar quetengan el sentido común de no liarla, pero

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claro que ven al otro lado de la frontera. No esque podamos probarlo, y por eso la Brecha noaparece si no la cagan de verdad. Huy, sí,claro que ha pasado. Pero sucede con menosfrecuencia de la que cree. Hace mucho que nopasa.

La profesora Nancy seguía aún con lamirada fija en la mesa.

—¿Cree de verdad que ninguno de losextranjeros comete una brecha? —dijoBuidze, que se inclinó hacia nosotros yextendió los dedos—. Lo único que lespodemos pedir es un poco de educación, ¿no?Y cuando se juntan un montón de jóvenes vana traspasar los límites. A lo mejor no son solomiradas. ¿Es que ustedes siempre han hecholo que les dicen? Pero estos chicos son listos.

Trazó unos mapas sobre la mesa con lapunta de sus dedos.

—Bol Ye’an entrama aquí, aquí, y elparque está aquí y aquí. Y, sí, en los límites,

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en esta dirección, incluso se introduce en laparte íntegra de Besźel. Así que cuando estosse emborrachan o lo que sea ¿no se pinchan eluno al otro para ver quién se pone en unpunto entramado del parque? Y luego, quiénsabe si no lo hacen, a lo mejor mientras estánaún ahí, sin decir una sola palabra, sin nisiquiera moverse, cruzan a Besźel y vuelvende nuevo. No tienes ni que dar un paso parahacer eso, no si estás en un entramado. Todoaquí. —Se dio un golpecito en la frente—.Nadie puede probar una mierda. A lo mejor ala siguiente, cuando están haciendo eso, seagachan y recogen un recuerdo, se vuelven alevantar en Ul Qoma con una piedra de Besźelo algo así. Si es allí donde estaba cuando larecogieron es de ahí, ¿no? ¿Quién sabe?¿Quién podría probarlo?

»Siempre y cuando no vayan por ahíexhibiéndolo, ¿qué puedes hacer? Ni siquierala Brecha puede estar vigilando todo a todas

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horas. Venga ya. Si así fuera, ninguno deestos extranjeros seguiría todavía aquí. ¿No escierto, profesora? —La miró no sinamabilidad. Ella no dijo nada, pero me miróabochornada—. Ninguno de ellos dijo nada dela Brecha, detective Dhatt, porque son tanculpables como el demonio. —Buidze sonrió—. Ey, no me malinterpreten: son solohumanos, me caen bien. Pero no hagan deesto más de lo que es.

Mientras los invitábamos a salir, Dhattrecibió una llamada que lo tuvo un ratogarabateando notas y murmurando. Yo cerréla puerta.

—Era uno de los polis que habíamosenviado a buscar a Bowden. Este hadesaparecido. Llegaron a su apartamento y nocontestaba nadie. No está ahí.

—¿Le dijeron que iban para allá?—Sí, y sabía lo de la bomba. Pero se ha

ido.

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Capítulo 18

—Quiero volver y hablar con ese chicootra vez —dijo Dhatt.

—¿El unionista?—Ese, Jaris. Que sí, que sí, «no fue él».

Vale. Ya lo has dicho. Bueno, da igual, sabealgo y quiero hablar con él.

—No lo encontrarás.—¿Qué?—Buena suerte. Se ha ido.Retrocedió unos pasos e hizo una

llamada.—Tienes razón. A Jaris se lo ha tragado

la tierra. ¿Cómo lo sabías? ¿Se puede saber aqué coño estás jugando?

—Vamos a tu despacho.—A tomar por culo el despacho. El

despacho puede esperar. Repito: ¿cómo coñosabías lo de Jaris?

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—Verás…—Empiezan a darme escalofríos tus

poderes paranormales, Borlú. No me quedétocándome los cojones: cuando oí que iba atener que hacer de niñera, te investigué, asíque algo sé, sé que no hay que tocarte laspelotas. Estoy seguro de que tú también meinvestigaste, así que sabes lo mismo.—Tendría que haberlo hecho—. Me habíapreparado para trabajar con un detective.Incluso con uno que fuera la polla. Pero noesperaba encontrarme a un capulloquisquilloso, así que ¿cómo coño te enterastede lo de Jaris y por qué estás protegiendo aesa basura?

—Está bien. Me llamó anoche desde uncoche, o puede que desde un tren, y me dijoque se marchaba.

Me clavó la mirada.—¿Y por qué coño te llamó a ti? ¿Y por

qué cojones no me lo dijiste? ¿Estamos o no

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estamos trabajando juntos, Borlú?—¿Que por qué me llamó a mí? A lo

mejor es que no le vuelve loco tu forma deinterrogar, Dhatt. ¿Que si estamos trabajandojuntos? Pensaba que la razón por la que estoyaquí es para darte obedientemente todo lo quetengo, después ver la televisión en mi hotelmientras tú encuentras al malo. ¿Cuándoentraron en el apartamento de Bowden?¿Cuándo pensabas decirme eso? No es que tehaya visto perder el culo para contarme lo quehas averiguado de UlHuan en la excavación, ysupongo que él tiene información privilegiada:es el puñetero topo del Gobierno, ¿meequivoco? Venga, no es para tanto, los hay entodas las administraciones. A lo que meopongo es que me pongas trabas y despuésme vengas con el «¿cómo has podido?».

Nos quedamos mirándonos. Después deun largo momento, se dio la vuelta y se fuehasta el bordillo.

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—Pon a Jaris en busca y captura —dijecuando él estaba de espaldas—. Bloquea suspasaportes, informa a los aeropuertos, a lasestaciones. Pero solo me llamó porque estabade camino, para decirme lo que cree que hapasado. Es probable que su teléfono estédestrozado en las líneas del paso de Cucinis,ya camino de los Balcanes.

—¿Y se puede saber qué cree él que hapasado?

—Orciny.Se giró indignado y desdeñó esa palabra

con un aspaviento de la mano.—¿Ibas a contarme esto alguna puta vez?

—preguntó.—Ya te lo he dicho, ¿no?—El tío acaba de largarse. ¿Es que eso

no te dice nada? Es la maldita huida delculpable.

—¿Lo dices por Mahalia? Venga,hombre, ¿y qué móvil iba a tener? —Dije eso

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pero me acordé de lo que me había dichoJaris. Ella no había sido una de los suyos. Lahabían echado. Vacilé un momento—. ¿O terefieres a Bowden? ¿Por qué cojones, ocómo, iba a organizar Jaris algo así?

—Y yo qué sé, ni idea. ¿Quién sabe porqué esos cabrones hacen lo que hacen? —dijoDhatt—. Seguro que tienen alguna mierda dejustificación, algún rollo conspiranoico.

—No tiene sentido —dije con prudencia,después de un minuto—. Era… Vale, fue élquien me llamó desde aquí al principio.

—¡Lo sabía, joder! Lo has estadoencubriendo…

—No lo sabía. No estaba seguro. Me lodijo cuando me llamó anoche. Espera, espera,escucha. Dhatt, ¿por qué iba a llamarme si lamató él?

Se me quedó mirando. Al cabo de unmomento se dio la vuelta y paró un taxi. Abrióla puerta. Lo miré. El taxi se había detenido

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oblicuo en la carretera: los coches ulqomanostocaban el claxon cuando pasaban junto a él,los conductores besźelíes esquivaban elprótubo en silencio, los respetuosos con la leyno susurraron ni una sola grosería.

Dhatt se quedó allí de pie, sin entrar nisalir, y el conductor del taxi le espetó algúntipo de reproche. Dhatt le dirigió un bruscocomentario y le enseñó su identificación.

—No tengo ni idea —me respondió al fin—. Es algo que habría que descubrir. Pero,cojones, ¿es que no dice bastante que se hayalargado?

—Si estaba implicado no tiene ningúnsentido que me diera una pista de nada. ¿Ycómo se supone que pudo pasarla a Besźel?

—Llamó a sus amigos de allí y lohicieron ellos…

Hice un ademán dubitativo, comodiciendo: «tal vez».

—Fueron los unionistas de Besźel los que

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primero nos pusieron en la pista de todo esto,un tipo llamado Drodin. Sí, ya, paradesviarnos, pero ni siquiera teníamos uncamino del que desviarnos. No tienen ni lossesos ni los contactos como para saber quéfurgoneta había que robar, al menos no losque yo he conocido. Además, entre sus filashay casi más agentes de la policzai quemiembros. Si esto es cosa de los unionistas hasido de una célula secreta de la que nosabemos nada.

»He hablado con Jaris… Está asustado—continué—. No culpable: asustado y triste.Creo que ella le gustaba.

—Está bien —dijo Dhatt después de untiempo. Me miró, me hizo una señal para queme acercara al taxi. Se quedó de pie, fuera,durante varios segundos, mientras dabaórdenes por el móvil en una voz tan baja yapresurada que no lograba entender todo loque decía—. Está bien. Pasemos a otra cosa.

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—Hablaba despacio mientras el vehículo seponía en marcha.

—¿A quién coño le importa lo que hapasado entre Besźel y Ul Qoma? ¿No? ¿Aquién coño le importa lo que me dice mi jefe olo que te dice el tuyo? Eres policía. Yo soypolicía. Vamos a arreglar esto. ¿Vamos atrabajar juntos, Borlú? Me vendría bien unpoco de ayuda con este caso que cada vezestá más jodido, ¿a ti no? UlHuan no sabe unaputa mierda, por cierto.

El bar al que me llevó, que estaba muycerca de su despacho, no era tan sombríocomo el típico bar de polis de Besźel. Teníaun aspecto algo más salubre, aunque tampocohabría celebrado allí un banquete de bodas. Lasala estaba llena hasta más de la mitad, perotambién solía estarlo en horas de trabajo. Eraimposible que fueran todos de la militsyalocal, aunque reconocí muchas de las caras dela oficina de Dhatt. Ellos también me

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reconocieron. El detective entró recibido porlos saludos de todos y yo lo seguí entremurmullos y la encantadora franqueza de lasmiradas ulqomanas.

—Un asesinato confirmado y ahora dosdesapariciones —recapitulé. Miré a Dhatt conatención—. Todos ellos personas de las que sesabe que les interesaba este tema.

—No existe la puta Orciny.—Dhatt, yo no digo eso. Tú mismo

dijiste que existen cosas como las sectas y losfanáticos.

—Vete a tomar por culo, en serio. Elfanático más sectario que he conocido acabade salir huyendo y tú le has dado vía libre.

—Era lo primero que tenía que habertedicho esta mañana. Te pido disculpas.

—Tendrías que haberme llamadoanoche.

Abrí las manos con las palmas haciaarriba.

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—Incluso si hubiéramos podidoencontrarlo, pensé que no teníamos muchocon qué retenerlo. Pero te pido disculpas.

Me quedé mirándole un tiempo. Estabaasimilando algo.

—Quiero solucionar esto —dijo.El agradable zumbido en ilitano de los

clientes. Escuché a varios chasquear la lenguacuando vieron mi acreditación de visitante.Dhatt me trajo una cerveza. Ulqomana,aderezada con todo tipo de sabores extraños.Aún quedaban varias semanas hasta quellegara el invierno, y aunque no hacía más fríoen Ul Qoma que en Besźel, a mí me loparecía.

—¿Qué dices? Joder, si ni siquieraconfías en mí…

—Dhatt, ya te he contado cosas que…—bajé la voz—. Nadie más sabe lo de esaprimera llamada de teléfono. No sé lo que estápasando. No entiendo nada. No estoy

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resolviendo nada. Por alguna extraña suerte decuyo porqué sé lo mismo que tú, me estánutilizando. Por alguna razón he resultado ser eldestinatario de un montón de información conla que no sé qué hacer. Me gustaría terminarla frase con un «todavía», pero no tengo niidea, igual que no tengo ni la menor idea denada.

—¿Y qué cree Jaris que ha pasado? Voya localizar a ese cabrón.

No iba a hacerlo.—Tendría que haber llamado, pero… No

es el tipo que buscamos. Lo sabes, Dhatt. Losabes. ¿Hace cuánto que eres policía? A vecessimplemente lo sabes, ¿verdad? —Me di unosgolpes en el pecho. Yo tenía razón, a él legustó eso que había dicho, asintió.

Le dije lo que me había dicho Jaris.—Menudas gilipolleces.—Puede.—¿Qué mierda es ese rollo de Orciny?

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¿Era de eso de lo que estaba huyendo? Tú teestás leyendo el libro marrullero ese queescribió Bowden. ¿Cómo es?

—Está lleno de cosas. Lleno. No lo sé.Claro que es grotesco, como dices. Señoresocultos en las sombras, mucho más poderososincluso que la Brecha, gente manejando loshilos, ciudades ocultas.

—Gilipolleces.—Sí, pero la cuestión es que son

gilipolleces en las que algunos creen. Y —lemostré las palmas de mis manos— estápasando algo serio, y no tenemos ni idea de loque es.

—Puede que le eche un vistazo cuandote lo acabes —dijo Dhatt—. ¿Quién cojonessabe algo? —La última palabra la pronunciócon cautela.

—Qussim. —Un par de colegas suyos,hombres más o menos de mi edad, alzaron susvasos hacia él y los mantuvieron justo encima

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de mi cabeza. Sus ojos brillaban de un modoespecial, se acercaban como animales curiosos—. Qussim, no hemos tenido la oportunidadde conocer a nuestro invitado. Lo teníasescondido.

—Yura —dijo Dhatt—. Kai. Borlú, estosson los detectives tal y tal. —Agitó las manosentre ellos y yo. Uno de ellos lo mirósorprendido.

—Solo quería saber qué le estápareciendo Ul Qoma al inspector Borlú —dijoel que se llamaba Kai. Dhatt resopló y seterminó la cerveza.

—No me jodas —dijo. Sonó entredivertido y enfadado—. Tú quieresemborracharte y discutir con él, y si se te va laolla lo suficiente, Yura, liarte a puñetazos. Vasa sacar a relucir cualquier tipo dedesafortunados incidentes internacionales.Puede que hasta saques el tema de la guerra.O que incluso digas algo de tu padre. Su padre

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estaba en la armada de Ul Qoma —me dijo—.Estuvo con acúfenos o yo qué sé qué movidadespués de una estúpida refriega con unremolcador besźelí, porque discutieron poruna trampa para langostas o no sé qué. —Miré de reojo a mi alrededor, pero ninguno delos interlocutores parecía especialmenteindignado. Incluso se reflejaba algo de humoren el rostro de Kai—. Te ahorraré el problema—dijo Dhatt—. Es un besźelí tan capullocomo crees y puedes hacer correr la voz en laoficina. Vamos, Borlú.

Pasamos por el garaje de la comisaríapara recoger su coche.

—Oye… —Me señaló el volante—. Nose me había ocurrido, pero a lo mejor quieresprobar las carreteras de Ul Qoma.

—No, gracias. Creo que me resultaría unpoco confuso. —Conducir en Besźel o en UlQoma ya es bastante complicado cuando estásen tu propia ciudad con eso de tener que

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sortear el tráfico local y el extranjero—. Yasabes —dije—. Cuando empecé a conducir…aquí será igual, mientras ves los coches de lacarretera tienes que aprender a desver losotros, los que están en el otro lado, perodesverlos rápido para apartarte de su camino.—Dhatt asintió—. El caso es que cuando eraun chaval que empezaba a conducir teníamosque acostumbrarnos a pasar volando junto aesas viejas chatarras de Ul Qoma, inclusocarros tirados por burros. Eso lo desveías, yame entiendes… Ahora han pasado unoscuantos años y la mayor parte de esos quehabía desvisto me adelantan.

Dhatt se rió. Casi avergonzado.—Bueno, las cosas van y vienen. En diez

años seréis vosotros los que hagáis losadelantamientos.

—Lo dudo.—Venga, hombre —dijo—. Se

cambiarán las tornas. Ya han empezado a

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cambiar.—¿Lo dices por nuestras exportaciones?

Un par de inversiones por compasión. Meparece que vais a ser el lobo dominante pormucho tiempo.

—¡Pero si tenemos un bloqueo!—Pues no parece que os haya ido mal

con eso. Washington nos ama a nosotros y delo único que podemos presumir es de la Coca-Cola.

—No desprecies eso —dijo Dhatt—.¿Has probado la Canuck Cola? Todo esto noson más que gilipolleces de la guerra Fría. ¿Aquién coño le importa con quién juegan losamericanos, de todos modos? Que les vayabien. «¡Oh, Canadá!…» —Se puso a cantar elverso. Después me dijo—: ¿Qué tal la comidadel hotel?

—Ya que lo preguntas… Mala. Tampocopeor que la de cualquier otro hotel.

Giró el volante de pronto y nos sacó de la

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ruta que ya conocía.—¿Cielo? —dijo por el móvil—. ¿Puedes

preparar algo más para la cena? Gracias,preciosa. Quiero que conozcas a mi nuevocompañero.

Se llamaba Yallya. Era bonita, muchomás joven que Dhatt, pero me recibió en lapuerta muy desenvuelta, encantada del papelque estaba interpretando y me dio tres besosde bienvenida, como es costumbre de losulqomanos.

Mientras íbamos de camino a su casa,Dhatt me había mirado y preguntado: «¿Estásbien?». Me di cuenta enseguida de que vivíana kilómetro y medio de mi casa, en términostopordinarios. Desde el salón vi que lashabitaciones de Dhatt y Yallya daban almismo tramo de terreno verde, que en Besźelera Majdlyna Green y en Ul Qoma KwaidsoPark, un entramado en perfecto equilibrio. Yomismo había paseado por Majdlyna a

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menudo. Hay lugares donde incluso árbolesaislados están entramados, donde los niñosulqomanos y los niños besźelíes trepan cadauno a un lado del otro y obedecen lasinstrucciones susurradas de sus respectivospadres para que se desvean. Los niños sonfuentes de contagio. El tipo de cosa queexpande enfermedades. La epidemiología erauna ciencia complicada tanto allí como encasa.

—¿Le está gustando Ul Qoma,inspector?

—Tyador. Sí, mucho.—Mentira, piensa que somos todos unos

matones y unos estúpidos y que nos invadenejércitos secretos de otras ciudades. —La risade Dhatt no estuvo carente de cierta dureza—.De todos modos no es que hayamos tenidomucho tiempo de hacer turismo.

—¿Cómo va el caso?—No hay caso —le respondió Dhatt a su

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mujer—. Hay una serie de crisis inverosímilesy aleatorias que no tienen ningún sentido si nocrees en las mierdas más espectaculares. Yuna chica muerta para rematarlo todo.

—¿Es eso verdad? —me preguntó.Iban sacando comida en pequeñas

raciones. No era casera, más bien teníaaspecto de ser comida envasada yprecocinada, pero seguía siendo mejor que loque había estado comiendo, y más ulqomana,aunque eso no era necesariamente uncompleto elogio. El cielo se iba oscureciendomás allá del entramado parque con la caída dela noche y la llegada de las nubes cargadas delluvia.

—Echa de menos las patatas —dijoYallya, risueña.

—¿Lo llevo escrito en la cara?—Es lo único que comen, ¿verdad? —Le

pareció que era algo gracioso—. ¿Estádemasiado picante para usted?

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—Alguien nos está mirando desde elparque.

—¿Cómo puede saberlo desde aquí? —Miró por encima de mi hombro—. Espero porsu bien que estén en Ul Qoma.

Yallya trabajaba de editora en una revistade economía y tenía, a juzgar por los librosque vi y los pósteres que colgaban en el baño,cierto gusto por los tebeos japoneses.

—¿Está casado, Tyador? —Intentéresponder a las preguntas de la mujer, perollegaban todas demasiado rápido como paraque me fuera posible—. ¿Es la primera vezque viene?

—No, pero sí la primera en muchotiempo.

—Así que no conoce la ciudad.—No. Supongo que alguna vez afirmé

que conocía Londres, pero ya no.—¡Ha viajado mucho! ¿Y ahora con

todo esto se las tiene que ver con brechas y

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exilios interiores? —Aquella frase no mepareció encantadora—. Qussim dice que pasamucho tiempo en el sitio ese donde estándesenterrando las cosas de brujas.

—Es como muchos sitios, mucho másburocrático de lo que suena; da igual loextrañas que sean las historias.

—Es ridículo. —Casi de repente adquirióun aspecto contrito—. No debería hacerbromas con eso. Es solo porque no sé casinada de la chica que ha muerto.

—Nunca preguntas —contestó Dhatt.—Bueno, es… ¿Tiene una fotografía

suya? —me pidió Yallya. Tuve que parecersorprendido porque Dhatt me miró y seencogió de hombros con un ademán deindiferencia. Extendí la mano hacia el bolsillointerior de mi chaqueta, pero al tocarla meacordé de que la única fotografía que tenía(llevaba plegada en mi cartera la copiapequeña de una copia de la fotografía que se

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le tomó en Besźel) era de Mahalia muerta. Noiba a enseñar eso.

—Lo siento, no tengo ninguna.Durante el corto silencio que vino

después se me ocurrió que Mahalia era soloun poco más joven que Yallya.

Me quedé más tiempo del que teníapensado. Ella era una buena anfitriona, sobretodo cuando la apartaba de esos temas: medejaba desviar la conversación. Observé aDhatt y a ella representar sus amables riñastriviales. Estar tan cerca del parque y delafecto de otras personas me conmovieronhasta el punto de conseguir distraerme. Yallyay Dhatt me hacían pensar en Sariska y enBiszaya. Me acordé de la extraña impacienciade Aikam Tsueh.

Cuando me fui, Dhatt me acompañóhasta la calle y se dirigió hacia el coche.

—Prefiero irme solo.Me miró fijamente.

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—¿Estás bien? —quiso saber—. Estanoche has estado un poco raro.

—Estoy bien, lo siento. Lo siento, nopretendía ser maleducado; has sido muyamable en invitarme. De verdad que lo hepasado bien esta noche, y Yallya… eres untipo con suerte. Es solo que, bueno, estoyintentando meditar las cosas. Oye, estoy bienpara ir solo. Tengo dinero. Dinero ulqomano.—Le enseñé la cartera—. Tengo los papeles.La acreditación de turista. Sé que te ponenervioso que me vaya solo por ahí, pero enserio, me apetece caminar; necesito un pocode aire fresco. Hace una noche estupenda.

—Pero ¿qué coño dices? Está lloviendo.—Me gusta la lluvia. De todos modos,

esto son cuatro gotas. No ibas a durar ni undía en Besźel. En Besźel llueve de verdad.

Aquella era una vieja broma, pero sonrióy se dio por vencido.

—Como quieras. Tenemos que

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solucionar esto. No estamos avanzandomucho.

—No.—Y nosotros, que somos las mentes más

brillantes de la ciudad, tenemos que hacerlo,¿verdad? Y Yolanda Rodríguez sigue sinaparecer y ahora hemos perdido también aBowden. —Miró a su alrededor—. En serio,¿qué está pasando?

—Sabes lo mismo que yo —dije.—Lo que me molesta —dijo— no es que

no haya forma de darle un sentido a estahistoria. Lo que me molesta es que sí que lohay. Y no es que sea muy apetecible. No creoen… —Hizo un aspaviento hacia las maléficasciudades ocultas. Miró a lo largo de su calle.Era íntegra, así que ninguna de las luces de lasventanas que daban a ella eran lucesextranjeras. Aún no era muy tarde y noestábamos solos. La iluminación de una calleperpendicular a la de Dhatt recortaba las

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siluetas de la gente, las luces de una calle queestaba sobre todo en Besźel. Durante unmomento, lo bastante largo como para que seconvirtiera en una brecha, pensé que algunade esas oscuras sombras nos estabaobservando, pero entonces siguieron adelante.

Cuando empecé a caminar, absorto en elperfil empapado de la ciudad, lo hice sinrumbo fijo. Me dirigía hacia el sur. Al dejaratrás, en mi solitario caminar, a gente que nolo estaba, me dejé arrullar por el pensamientode acercarme hasta donde vivían Sariska oBiszaya, o incluso Corwi: algo enconcomitancia con aquella melancolía. Ellassabían que estaba en Ul Qoma: podía ir a suencuentro y pasear por la calle junto a ellas, acentímetros de distancia pero sin manifestar lamenor señal de reconocimiento. Como enaquella vieja historia.

No pretendía hacer algo semejante. Verseobligado a desver a conocidos o familiares es

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una circunstancia notoriamente extraña eincómoda. Lo que sí hice fue pasar cerca demi casa.

Creí que iba a ver a alguno de misvecinos, ninguno de los cuales, creo, sabía queestaba fuera y de los que, por tanto, cabríaesperar que me saludarían antes de darsecuenta de mi acreditación de visitante y seapresurarían después a tratar de enmendar labrecha. Las luces estaban encendidas, perotodos estaban dentro.

En Ul Qoma me encontraba en la calleIoy, que está entramada equitativamente conRosidStrász, donde yo vivía. El edificio queestaba a dos puertas de distancia de mi propiacasa era una licorería ulqomana y la mitad delos peatones que me rodeaban estaban en UlQoma, así que pude detenerme,topordinariamente, físicamente, cerca de lapuerta principal, y desverla, por supuesto,aunque por supuesto que tampoco del todo,

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embargado por una emoción cuyo nombredesconocía. Me acerqué despacio, fijando lavista en las entradas que estaban en Ul Qoma.

Alguien me estaba mirando. Parecía unaanciana. Apenas podía verla en la oscuridad, yno distinguía los rasgos de su cara, pero habíaalgo extraño en la forma en la que permanecíade pie. Distinguí el tipo de ropa que llevaba,pero no me permitió saber en qué ciudadestaba. Aquel es un momento frecuente deincertidumbre, pero este duraba más de loacostumbrado. Y mi intranquilidad no remitía,se volvía más intensa a medida que laubicación de la anciana se negaba a resolverse.

Vi a otros en sombras parecidas, a lasque tampoco conseguía dar un sentido, queemergieron, sin acercarse, sin ni siquieramoverse, sino que permanecieron de tal formaque se volvieron menos indistintas. La mujerno dejaba de mirar y se adelantó uno o dospasos en mi dirección, por lo que o bien

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estaba en Ul Qoma o bien estaba cometiendouna brecha.

Aquello me hizo retroceder. Seguíapartándome. Hubo un momento de tensaespera hasta que, como en un eco tardío, losdemás empezaron a hacer lo mismo ydesaparecieron de inmediato en aquellaoscuridad que compartían. Me fui de allídeprisa pero sin llegar a correr. Encontréavenidas mejor iluminadas.

No fui directamente al hotel. Una vezque mi corazón se hubo calmado y pude pasarvarios minutos en un lugar que no estabavacío, caminé hasta el mismo punto elevadocon vistas a Bol Ye’an que ya conocía. Estavez fui mucho más cauteloso en mi escrutiniode lo que lo había sido anteriormente y tratéde adoptar ademanes ulqomanos; durante lahora que estuve contemplando la excavaciónsin iluminar no vino nadie de la militsya.Hasta ahora habían mostrado cierta tendencia

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a presentarse con violencia o a estar ausentespor completo. No cabía duda de que habíaalgún método para garantizar una sutilintervención de la policía ulqomana, pero yolo desconocía.

Cuando llegué al Hilton solicité que medespertaran a las cinco de la mañana y le pedía la mujer que se hallaba detrás del mostradorsi podía imprimirme un mensaje, puesto que laminúscula habitación llamada «sala denegocios» estaba cerrada. Al principio loimprimió en un papel con sello del Hilton.

—¿Le importaría imprimirlo en un papelen blanco? —le pregunté, y guiñé un ojo—.Solo por si lo interceptan.

Ella sonrió sin estar segura de qué clasede intimidad estaba siendo confidente.

—¿Puede leérmelo?—Urgente. Ven lo antes posible. No

llames.—Perfecto.

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A la mañana siguiente estaba de vuelta enel yacimiento después de haber dado untortuoso rodeo por toda la ciudad. Aunque laley exigía que la acreditación de visitanteestuviese en un lugar visible yo me la habíapuesto en el extremo interior de mi solapa,donde se doblaba la ropa, y solo podían verlaaquellos que supieran dónde buscar. Lallevaba en una chaqueta de diseño ulqomanoauténtico, y también llevaba un sombrero, losdos de segunda mano, aunque para mí fuerande estreno. Había salido algunas horas antesde que abrieran las tiendas, pero encontré a unhombre ulqomano en el punto más lejano demi caminata que se marchó de allí con másdinares en los bolsillos y menos capas de ropa.

No podía asegurar con certeza que no meestuvieran vigilando, aunque no pensaba quefuera por parte de la militsya. Hacía muypoco que había amanecido, pero ya habíaulqomanos por todas partes. No quería correr

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el riesgo de acercarme demasiado a BolYe’an. Con el transcurrir de la mañana laciudad se fue llenando de niños: aquellos quellevaban el uniforme escolar de rigor ymontones de chicos callejeros. Tratando decomportarme con moderada discreción,observé por encima de los interminablestitulares del Ul Qoma Nasyona mientrasdesayunaba comida frita en un puestocallejero. La gente empezó a llegar a laexcavación. Como a veces lo hacían engrupitos me costaba ver quién entraba yenseñaba los pases porque estaban demasiadolejos para distinguirlos. Esperé un momento.

Una niña que llevaba unas zapatillasvarios números más grandes que su pie yvaqueros rasgados me miró con escepticismo.Tenía en mi mano un billete de cinco dinaresy un sobre cerrado.

—¿Ves ese sitio? ¿Ves la entrada?Asintió, con prudencia. Estos chicos eran

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unos mensajeros oportunistas, entre otrascosas.

—¿De dónde eres? —me preguntó.—De París —le dije—. Pero es un

secreto. No se lo digas a nadie. Tengo untrabajo para ti. ¿Crees que puedes convencera esos guardias de que llamen a alguien? —Asintió—. Voy a decirte un nombre y quieroque vayas allí y que encuentres a la personaque se llama así, y solo a esa persona, yquiero que le entregues este mensaje.

La chica, o bien era honrada, o se diocuenta, chica lista, de que desde donde yoestaba podía ver casi todo el camino que lallevaba hasta la puerta de Bol Ye’an. Entregóel mensaje. Serpenteó entre la multitud, rápiday diminuta: cuanto antes terminara estalucrativa tarea antes podría surgirle otra. Alverla resultaba comprensible por qué ella yotros niños sin hogar recibían el sobrenombrede «ratoncitos de trabajo».

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Unos minutos después de que hubierallegado a las puertas, apareció alguien que semovía deprisa, arrebujado en su ropa, con lacabeza agachada, alejándose entumecido yapresurado de la excavación. Aunque estababastante lejos para verlo con claridad, aquelhombre solitario al que esperaba no podía serotro que Aikam Tsueh.

Yo ya había hecho esto antes. No loperdía de vista, pero en una ciudad que noconocía era más difícil hacerlo al mismotiempo que me aseguraba de que nadie meviera. Aikam lo hizo todo más fácil de lo quepodría haberlo sido porque no miró atrás niuna sola vez y siempre, salvo en un par desitios (que yo imaginaba que sería el caminomás directo) escogió las calles más amplias,entramadas y concurridas.

El momento más complicado llegócuando cogió un autobús. Estaba cerca de él ypude encogerme detrás del periódico sin

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perderlo de vista. Me sobresalté cuando mesonó el teléfono, pero como no fui el único,Aikam ni siquiera me miró. Era Dhatt. Desviéla llamada y dejé el móvil en silencio.

Tsueh se bajó del autobús y me llevóhasta una zona íntegra de viviendas de realojoulqomanas, pasado Bisham Ko, una zonaruinosa alejada del centro. Aquí no se veíanlas torres helicoidales ni los icónicos tanquesde gas. Esos laberintos de hormigón noestaban desiertos sino habitados entre lostramos de basura por el ruido y la gente. Separecía a los barrios más pobres de Besźel,pero con una apariencia incluso más pobre yuna banda sonora en otro idioma, con niños ybuscavidas que vestían otras ropas. Solocuando Tsueh entró en uno de los húmedosedificios y subió las escaleras tuve que tenerespecial cuidado para amortiguar el ruido quehacían mis pisadas en los escalones decemento, mientras pasaba junto a grafitis y

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excrementos de animales. Lo oí subir a todaprisa delante de mí, pararse al fin y llamar concuidad a una puerta. Subí más despacio.

—Soy yo —lo oí decir—. Soy yo, estoyaquí.

Respondió una voz, alarmada, aunquepuede que me diera esa impresión porque eraalarma lo que esperaba oír. Seguí subiendodespacio y con cuidado. Deseé haber tenidomi arma conmigo.

—Pero si has sido tú quien me lo hapedido —dijo Tsueh—. Me lo has pedido tú.Déjame entrar. ¿Qué pasa?

La puerta chirrió un poco y se oyó otravoz que hablaba un poco más alto que unsusurro. Estaba ya a una columna dedistancia. Contuve la respiración.

—Pero si has sido tú quien…La puerta se abrió más, oí como Aikam

daba un paso adelante y yo me giré y avancérápidamente a través del pequeño rellano que

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tenía a su espalda. No tuvo tiempo dereconocerme ni de darse la vuelta. Loatropellé con fuerza, se precipitó contra lapuerta entreabierta y la abrió de golpe de talforma que apartó de un empujón a quienestaba al otro lado y lo dejó tirado en el suelodel pasillo, con las piernas extendidas. Oí ungrito pero había atravesado la puerta con él yla cerré de un portazo tras de mí. Me quedéapoyado en ella, bloqueando la salida, y vi, alfinal del pasillo, en la penumbra que habíaentre las habitaciones, donde Tsueh resollabay trataba de levantarse, a la chica que seechaba hacia atrás entre gritos, mirándomeaterrorizada.

Me llevé el dedo a los labios y,seguramente porque coincidió con que seestaba quedando sin aliento, la chica se calló.

—No, Aikam —dije—. Ella no ha sido.El mensaje no te lo envió ella.

—Aikam —lloriqueó la chica.

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—Silencio —dije. Me volví a llevar eldedo a los labios—. No voy a hacerte daño,no he venido para hacerte daño, pero los dossabemos que alguien quiere hacértelo. Quieroayudarte, Yolanda.

La joven volvió a gritar, pero no supe sifue de miedo o de alivio.

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Capítulo 19

Aikam se puso en pie e intentó atacarme.Era un chico musculoso, puso las manoscomo si hubiera ido a clases de boxeo pero nohubiera sido un alumno muy aplicado. Le hiceuna zancadilla y apreté su cara contra laalfombra llena de manchas, le inmovilicé unbrazo detrás de la espalda. Yolanda gritó sunombre. Se levantó solo a medias, incluso apesar de que yo estaba sentado a horcajadasencima de él, así que volví a empujar su caray me aseguré de que le sangrara la nariz. Mequedé entre la puerta y ellos dos.

—Ya está bien —dije—. ¿Quierescalmarte? No estoy aquí para hacerle daño. —Cuerpo a cuerpo al final me superaría con sufuerza, a no ser que le rompiera el brazo.Ninguna de las dos posibilidades me parecíadeseable—. Yolanda, por el amor de Dios. —

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La miré a los ojos, cabalgando sobre el cuerpode Aikam que intentaba liberarse—. Tengouna pistola, ¿no crees que ya habría disparadosi quisiera haceros daño? —Para aquellamentira utilicé el inglés.

—Kam —dijo ella al fin, y el chico serelajó casi al momento. Ella me mirófijamente, retrocedió hasta la pared del finaldel pasillo y apoyó las manos en ella.

—Me hace daño en el brazo —dijoAikam debajo de mí.

—Me entristece escucharlo. Si le dejolevantarse, ¿se va a comportar? —Hablé denuevo en inglés, para ella—. Estoy aquí paraayudarte. Ya sé que estás asustada. ¿Me oyes,Aikam? —Pasar de un idioma a otro noresultaba difícil con tanta adrenalina en elcuerpo—. Si dejo que te levantes, ¿vas acuidar de Yolanda?

No hizo nada para limpiarse la sangre quele goteaba de la nariz. Se sujetó el brazo y,

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como no pudo abrazar a Yolanda con él sinque le molestara, se inclinó cariñosamentehacia ella y la envolvió con su cuerpo. Secolocó entre Yolanda y yo. Detrás de él, ellame miraba con cautela, pero no con miedo.

—¿Qué quiere? —me dijo.—Sé que estás asustada. No soy de la

militsya de Ul Qoma: confío en ellos tan pococomo tú. No voy a llamarlos. Deja que teayude.

En lo que Yolanda Rodríguez llamaba elsalón, ella se acurrucó en una vieja silla queprobablemente habían cogido de unapartamento abandonado de ese mismoedificio. Había otras piezas similares, rotas endistintas formas, pero limpias. Las ventanasdaban al patio, del cual llegaba el sonido de losniños ulqomanos que jugaban a una versiónimprovisada de rugby. Era imposible verlos através de la cal que cubría la ventana.

Había libros y otras cosas colocados en

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cajas por toda la habitación. Un portátilbarato, una impresora barata de inyección detinta. Sin embargo no había electricidad, almenos por lo que podía ver. De la pared nocolgaba ningún póster. La puerta que daba aldormitorio estaba abierta. Me quedé de pie,inclinado sobre ella, y vi las dos fotografíasque había en el suelo: una de Aikam; la otra,en un marco mejor, de Yolanda y Mahaliasonrientes detrás de unos cócteles.

Yolanda se levantó, se volvió a sentar.Rehuía mi mirada. No pretendió esconder sumiedo, que no se había mitigado aunque yo yano fuera la causa principal. Lo que le dabamiedo era mostrar, o abandonarse a, sucreciente esperanza. Había visto aquellaexpresión antes. No es infrecuente en los queanhelan la liberación.

—Aikam ha hecho un buen trabajo —dije. Volví al inglés. Aunque él no lo hablaba,Aikam no pidió que nadie tradujera. Estaba de

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pie junto a la silla de Yolanda y me miraba—.Le has tenido buscando un modo de salir deUl Qoma sin ser descubiertos. ¿Ha habidosuerte?

—¿Cómo ha sabido que estaba aquí?—Tu chico ha hecho exactamente lo que

le has pedido. Ha estado intentando averiguarqué ocurre. ¿Por qué se preocupaba porMahalia Geary? Si no hablaban nunca. Eres túde quien se preocupa. Así que es fácil darsecuenta de que pasa algo raro cuando, como lepediste que hiciera, empieza a preguntar porella. Es como para ponerse a pensar. ¿Por quéiba a hacerlo? Tú, tú te preocupabas por ella,y tú estás preocupada por ti misma.

Se volvió a levantar y volvió la cara haciala pared. Esperé a que dijera algo y como vique no lo hacía, seguí hablando.

—Me halaga que le pidieras que mepreguntara a mí. El único policía del quepensabas que no podría formar parte de lo que

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pasaba. El forastero.—¡Usted qué sabe! —Se giró hacia mí

—. ¡No confío en usted!…—Vale, vale, yo no he dicho que lo

hagas. —Qué forma más extraña detranquilizar a alguien. Aikam nos miraba yfarfullaba—. ¿Así que no sales nunca de aquí?—pregunté—. ¿Qué comes? ¿Latas? Meimagino que Aikam viene, pero no muy amenudo…

—No puede hacerlo a menudo. ¿Cómome ha encontrado?

—Él puede explicártelo. Recibió unmensaje para venir. Estaba intentandoprotegerte como podía.

—Me protege.—Ya lo veo.Unos perros empezaron a pelearse fuera,

según nos informaron los ruidos. Lospropietarios se unieron a la pelea. Mi móvilzumbó, audible aún, a pesar de que tenía

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desactivado el timbre. Yolanda dio unrespingo y retrocedió como si fuera adispararla con eso. En la pantalla salía elnúmero de Dhatt.

—Mira —dije—. Lo apago. Lo apago.—Si el detective estaba mirando su móvil,sabría que la llamada se desviaría al buzón devoz antes de agotar los tonos—. ¿Qué hapasado? ¿Quién ha ido a por ti? ¿Por quéescapaste?

—No les di la oportunidad. Ya ha visto loque le ha pasado a Mahalia. Ella era mi amiga.Intenté decirme que no acabaría así, pero ellaestá muerta. —Lo dijo en un tono que parecíacasi de asombro. Se le desencajó el rostro ysacudió la cabeza—. Ellos la mataron.

—Tus padres no saben nada de ti…—No puedo. No puedo, tengo que… —

Se mordió las uñas y alzó la mirada—.Cuando salga…

—¿Directa a la embajada del primer país

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vecino? ¿A través de las montañas? ¿Por quéno aquí? ¿O en Besźel?

—Ya sabe por qué.—Pongamos que no.—Porque ellos están aquí, y allí también.

Dirigen las cosas. Me están buscando. No mehan encontrado porque me escapé cuandopude. Van a matarme como hicieron con miamiga. Porque yo sé que están ahí. Porque séque existen.

El tono con el que lo dijo fue suficientepara que Aikam la abrazara.

—¿Quién? Quiero oírlo.—El tercer lugar. Entre la ciudad y la

ciudad. Orciny.Hace más o menos una semana le habría

dicho que decía tonterías, que estaba siendoparanoica. Mi duda (cuando me contó lo de laconspiración, durante unos segundos hubo unainvitación tácita a que le dijese que estabaequivocada, pero me quedé callado) validaba

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sus creencias, le daba a entender que estabade acuerdo.

Me miró de hito en hito y me creyó unsimpatizante de los conspiradores y, sin saberlo que estaba pasando, me comporté comouno. No podía decirle que su vida no estabaen peligro. Tampoco que la de Bowden no loestaba (puede que ya estuviera muerto) o lamía, ni que podría mantenerla a salvo. Nopodía decirle casi nada.

Yolanda había permanecido oculta en ellugar que su fiel Aikam había encontrado yhabía intentado dejar preparado para cuandoviniera, en esta parte de la ciudad que Yolandanunca había tenido la intención de visitar y dela que no sabía ni cómo se llamaba antes deque llegara allí, después de una ardua, tortuosay furtiva carrera. Tanto él como ella habíanhecho cuanto estaba en sus manos para hacerde aquel sitio algo soportable, pero era untugurio en una barriada que no podía

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abandonar por miedo a ser localizada por unasfuerzas ocultas que ella sabía que la queríanmuerta.

Diría que Yolanda nunca había visto unlugar como ese, pero a lo mejor no era cierto.Quizá había visto una o dos veces undocumental titulado algo así como El ladooscuro del sueño ulqomano o La enfermedaddel Nuevo Lobo o algo por el estilo. Laspelículas sobre nuestro país vecino no solíanser muy populares en Besźel, rara vez sedistribuían, así que no podía confirmarlo, perono me sorprendería que hubieran sacado algúnéxito comercial con el telón de fondo de lasbandas en las barriadas de Ul Qoma: laredención de algún camello no demasiadopeligroso, el impresionante asesinato dealgunos otros. A lo mejor Yolanda había vistoimágenes de los barrios marginales de UlQoma, pero desde luego no había tenido laintención de conocerlos.

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—¿Conoces a tus vecinos?No sonrió.—Por las voces.—Yolanda, sé que tienes miedo.—Cogieron a Mahalia, al profesor

Bowden, ahora vienen a por mí.—Sé que tienes miedo, pero tienes que

ayudarme. Voy a sacarte de aquí, peronecesito saber lo que ha pasado. Si no lo sé,no puedo ayudarte.

—¿Ayudarme? —Recorrió la habitacióncon la mirada—. ¿Quiere que le diga quépasa? Claro, ¿está dispuesto a ocupar uno deestos camastros? Porque tendrá que hacerlo,no lo dude. Si sabe lo que está pasando,vendrán a por usted.

—Bueno.Suspiró y bajó la mirada. Aikam le dijo:

«¿Te parece bien?» en ilitano y ella se encogióde hombros: Puede.

—¿Cómo encontró Mahalia Orciny?

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—No lo sé.—¿Dónde está?—No lo sé y no quiero saberlo. Hay

puntos de acceso, decía. No me dijo nada másy no me quejo de que no lo hiciera.

—¿Por qué no se lo contó a nadie másque a ti?

No parecía que supiera nada de Jaris.—No estaba loca. ¿Ha visto lo que le ha

ocurrido al profesor Bowden? Uno no admiteque quiere saber cosas de Orciny. Esa siemprefue la razón por la que ella había venido aquí,pero no quería decírselo a nadie. Así es comoquieren que sea. Los orcinianos. Les vienemuy bien que nadie sepa que existen. Es justolo que quieren. Es así como gobiernan.

—Su tesis…—No le importaba nada. Hacía solo lo

suficiente para quitarse a la profesora Nancyde encima. Ella había venido aquí por Orciny.¿Se da cuenta de que se habían puesto en

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contacto con ella? —Me miró fijamente, llenade intención—. En serio. Estaba un poco… laprimera vez estaba en una conferencia, enBesźel, dijo muchas cosas. Había un montónde políticos, además de académicos y causóun cierto…

—Hizo enemigos. Lo he oído.—Bueno, todos sabemos que los

nacionalistas la seguían de cerca, losnacionalistas de ambos lados, pero ese no erael tema. Era Orciny quien la vio allí entonces.Están por todas partes.

Claro que había llamado la atención.Shura Katrinya la había visto: recuerdo sucara en el Comité de Supervisión cuando lemencioné el incidente. También Mikhel Buric,recordé, y un par más. A lo mejor Syedrtambién. Quizá había habido otrosdesconocidos interesados.

—Después de comenzar a escribir sobreellos, después de empezar a leer La ciudad y

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a recopilar información, a investigar, a escribirtodas esas frenéticas anotaciones —movió lasmanos deprisa como si escribieraapretadamente— recibió una carta.

—¿Te la enseñó?Asintió.—No la entendí la primera vez que la vi.

Estaba en la raíz original. Algo de la eraPrecursora, alfabeto antiguo, anterior al besź yal ilitano.

—¿Qué decía?—Me lo dijo. Algo como: «Te estamos

vigilando. Tú comprendes. ¿Quieres sabermás?». Y hubo otras, también.

—¿Te las enseñó?—No enseguida.—¿Qué le decían? ¿Por qué?—Porque ella los entendía. Ellos sabían

que quería formar parte de eso. Así que lareclutaron. La tuvieron haciendo cosas paraellos, como… como una iniciación. Les daba

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información, entregaba cosas. —Eso era unahistoria imposible. Con una mirada, me retó aburlarme de ella y seguí callado—. Le dabandirecciones donde tenía que dejar cartas ycosas así. En dissensi. Recogía y entregabamensajes. Ella contestaba por carta. Lecontaban cosas. Sobre Orciny. Me confió algode eso, y la historia y tal, y parecía… Lugaresque nadie puede ver porque creen que estánen otra ciudad. Los besźelíes creen que estánaquí; los ulqomanos creen que están enBesźel. La gente de Orciny no es comonosotros. Pueden hacer cosas que no son…

—¿Los vio alguna vez?Yolanda se quedó de pie junto a la

ventana, fijando la vista arriba y abajo, en unángulo que la mantenía lejos de la luz encaladay difusa. Se giró para mirarme, pero no dijonada. El desánimo la había apaciguado. Aikamse acercó a ella. Nos miraba a uno y a otrocomo en un partido de tenis. Al fin, la chica se

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encogió de hombros.—No lo sé.—Cuéntamelo.—Quería hacerlo. No lo sé. Sé que al

principio ellos dijeron que no. «Aún no»,habían dicho. Le contaron cosas, la historia,cosas de lo que estaban haciendo. Esas cosasde la era Precursora… esas cosas lespertenecen. Cuando Ul Qoma lo desentierra, oincluso Besźel, empiezan que si esto de quiénes, dónde lo han encontrado, ya sabe, todoeso. No es ni de Ul Qoma ni de Besźel, es deOrciny, siempre lo ha sido. Le contaron cosassobre lo que hemos encontrado que nadie queno lo hubiera puesto ahí podría saber. Esa essu historia. Estaban aquí antes de que UlQoma y Besźel se dividieran, o se unieran, entorno a ellas. Nunca se han marchado.

—Pero esas cosas estaban allí enterradashasta que un grupo de arqueólogoscanadienses…

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—Ahí es donde lo guardaban. Esas cosasno se habían perdido. La tierra que hay debajode Ul Qoma y de Besźel es su almacén. Todoes de Orciny. Siempre ha sido suyo, ynosotros solo… Creo que ella les estabadiciendo dónde estaban excavando, lo queencontraban.

—Ella robaba para ellos.—Somos nosotros los que les estamos

robando… Ella nunca cometió una brecha,¿sabe?

—¿Cómo? Pensaba que todosvosotros…

—¿A qué se refiere? ¿A juegos? Mahaliano. No podía. Demasiado arriesgado. Era muyprobable que alguien la estuviera observando,decía. Nunca, nunca cometió una brecha, nisiquiera en una de esas formas en las que note das cuenta, quedándote ahí de pie, ¿sabe?No pensaba darle a la Brecha una oportunidadde que la cogieran. —Tembló de nuevo. Yo

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me acuclillé y miré a mi alrededor—. Aikam—dijo en ilitano—, ¿puedes traernos algo debeber?

Él no quería dejar la habitación, perosabía que ella ya no me tenía miedo.

—Lo que sí hizo —continuó Yolanda—fue ir a esos sitios donde dejaba las cartas.L o s dissensi son las puertas de entrada aOrciny. Estaba tan cerca de pertenecer a eso.Ella lo pensaba. Al principio. —Esperé ydespués ella prosiguió—. No paraba depreguntarle qué pasaba. Algo iba mal, muymal, durante las dos últimas semanas. Dejó deir a la excavación, a los encuentros, a todo.

—Eso había oído.—«¿Qué te pasa?», le preguntaba todo el

rato y al principio era como: «Nada», pero alfinal me dijo que tenía miedo. «Algo va mal»,confesó. Se había sentido frustrada porque nola dejaban entrar en Orciny y ella estaba comoloca con el trabajo. Estudiaba mucho más de

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lo que la había visto estudiar. Le pregunté quépasaba. No dejaba de repetir que estabaasustada. Decía que había repasado susapuntes una y otra vez y que empezaba aimaginar cosas. Malas. Decía que podíamosser ladrones sin tener la menor idea.

Aikam volvió. Nos traía a Yolanda y amí latas templadas de Qora-Oranja.

—Creo que había hecho algo que cabreóa Orciny. Sabía que estaba en un lío, yBowden también. Dijo eso justo antes de…

—¿Por qué iban a matarlo a él? —lepregunté—. Ya ni siquiera cree en Orciny.

—Venga, hombre, claro que sabe queexisten. Claro que sí. Lo ha negado duranteaños porque necesita trabajo, pero ¿ha leído ellibro? Van detrás de cualquiera que sepa algosobre ellos. Mahalia me dijo que el profesorestaba en un lío. Justo antes de que elladesapareciera. Sabía demasiado, y yotambién. Y ahora usted.

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—¿Qué piensas hacer?—Seguir aquí. Esconderme. Escapar.—¿Y cómo? —le pregunté. Me miró

llena de aflicción—. Tu chico lo ha hecho lomejor que ha podido. Me preguntaba cómopodía escapar un criminal de la ciudad. —Yolanda incluso sonrió—. Deja que te ayude.

—No puede. Están por todas partes.—Eso no lo sabes.—¿Y cómo va a mantenerme a salvo?

Ahora también van a ir a por usted.Cada pocos segundos llegaba el sonido de

unos pasos que subían fuera del apartamento,gritos y el ruido de un mp3 que sonaba tanalto que resultaba insolente. Ese tipo de ruidoscotidianos podían servir como algún tipo decamuflaje. Corwi estaba a una ciudad dedistancia. Ahora que escuchaba con atenciónme parecía que cada poco tiempo los ruidos sedetenían junto a la puerta del apartamento.

—No sabemos cuál es la verdad —le

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dije. Tenía la intención de decir más cosas,pero me di cuenta de que no sabía conseguridad a quién estaba tratando deconvencer ni de qué, así que vacilé y ella meinterrumpió.

—Mahalia sí. ¿Qué está haciendo?Había sacado mi móvil. Levanté las dos

manos sosteniéndolo, como si me rindiera.—No te asustes —dije—. Estaba

pensando que… necesitamos saber qué vamosa hacer. Hay gente que podría ayudarnos…

—Déjelo —dijo ella.Aikam parecía ahora como si fuera a

venir a por mí otra vez. Me preparé por sitenía que esquivarlo, pero giré el móvil de talmodo que ella pudiera ver que estabaapagado.

—Hay una opción que no te hasplanteado —seguí—. Podrías salir, cruzar lacalle, un poquito más abajo de ahí, y caminarhasta YahudStrász. Está en Besźel. —Me

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miró como si estuviera loco—. Quedarte allí,mover los brazos. Podrías hacer una brecha.

Abrió los ojos de par en par.Oímos a otro hombre ruidoso subir las

escaleras y esperamos.—¿No has pensado que quizá merezca la

pena intentarlo? ¿Quién se atreve a tocar a laBrecha? Si Orciny va a por ti… —Yolanda noapartaba la mirada de las cajas dondeguardaba los libros, su yo empaquetado—. Alo mejor incluso estarías más segura.

—Mahalia dijo que había enemigos —dijo Yolanda de nuevo. Su voz parecía llegarde muy lejos—. Una vez dijo que toda lahistoria de Besźel y Ul Qoma era la historia dela guerra entre Orciny y la Brecha. Besźel yUl Qoma estaban dispuestas como piezas deajedrez, en esa guerra. Podrían hacermecualquier cosa.

—Vamos —la interrumpí—. Sabes que ala mayor parte de los extranjeros que hacen

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una brecha los expulsan sin más… —Peroesta vez ella me interrumpió a mí.

—Incluso si supiera que lo hacen, y esoes algo que ninguno de los dos sabe concerteza; piense en ello. Un secreto durantemás de mil años, entre Ul Qoma y Besźel, quenos vigila todo el tiempo, lo sepamos o no.Con sus propios planes. ¿Cree que estaría mása salvo si la Brecha me cogiera? ¿En laBrecha? Yo no soy Mahalia. No estoy deltodo segura de que la Brecha y Orciny seanenemigos. —Me miró y yo no la desdeñé—.A lo mejor trabajan juntos. O a lo mejor alinvocarla le has estado cediendo un poder aOrciny durante siglos, mientras se quedantodos ahí sentados diciéndose que es uncuento. Yo creo que Orciny es el nombre conel que la Brecha se llama a sí misma.

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Capítulo 20

Al principio no había querido que entrara;después, Yolanda no quería que me marchara.

—¡Lo verán! Lo encontrarán. Se lollevarán y después vendrán a por mí.

—No puedo quedarme aquí.—Lo cogerán.—No puedo quedarme aquí.Me miró mientras atravesaba la

habitación a lo ancho hasta la ventana y volvíahasta la puerta.

—No lo haga… No puede llamar desdeaquí…

—Tienes que dejar de estar así deasustada. —Pero no dije más porque noestaba convencido de que no tuviera razonespara estarlo—. Aikam, ¿hay alguna otra formade salir del edificio?

—¿Que no sea por donde hemos

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entrado? —Se quedó pensativo y absortodurante un momento—. Alguno de losapartamentos de abajo están vacíos, y quizápudiera atravesarlos…

—De acuerdo. —Había empezado allover y las gotas repiqueteaban sobre lossucios cristales. A juzgar por el apáticooscurecerse de las ventanas blancas, el cielosolo estaba nublado. O quizá los colores sehabían vuelto desvaídos. Aun así, parecía másseguro escapar con ese tiempo que si hubierasido un día despejado o uno de esos días fríospero soleados, como por la mañana. Empecé apasear por la habitación.

—Está solo en Ul Qoma —susurróYolanda—. ¿Qué puede hacer?

La miré al fin.—¿Confías en mí?—No.—Peor para ti. No tienes elección. Voy a

sacarte de aquí. No estoy en mi elemento,

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pero…—¿Qué pretende hacer?—Voy a sacarte de aquí y te llevaré a un

terreno conocido, allí donde sí que tengoinfluencia. Voy a llevarte a Besźel.

Yolanda protestó. Nunca había estado enBesźel. Las dos ciudades estaban controladaspor Orciny, las dos ciudades estaban vigiladaspor la Brecha. La interrumpí.

—¿Y qué vas a hacer si no? Besźel es miciudad. Aquí tengo las manos atadas. Notengo contactos, no conozco a nadie. No sépor dónde moverme. Pero desde Besźel tepuedo ayudar a escapar. Y tú puedesayudarme.

—No puede…—Yolanda, cállate. Aikam, no des un

paso más. —No quedaba tiempo para seguircon esa inacción. Ella estaba en lo cierto, nopodía prometerle nada más que una tentativa—. Puedo ayudarte a escapar, pero no desde

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aquí. Un día más. Espera aquí. Aikam, dejade trabajar. No vuelvas a tu puesto en BolYe’an. Tu trabajo a partir de ahora consisteen quedarte aquí y cuidar de Yolanda. —Pocaera la protección que podía ofrecerle, pero suscontinuas intervenciones en Bol Ye’anterminarían llamando la atención de alguienademás de mí mismo—. Volveré. ¿Entiendes?Y te sacaré de aquí.

Tenía comida para varios días más, unadieta a base de latas. El pequeño salón quehacía las veces de dormitorio y otrahabitación, más pequeña, ocupada tan solopor la humedad, la cocina con la electricidad yel abastecimiento de gas desconectados. Elbaño no estaba en buenas condiciones, perono les iba a matar quedarse uno o dos díasmás: Aikam había sacado unos cubos de laacometida del agua para utilizarlos cuandofuera necesario. Los múltiples ambientadoresque había comprado hacían que apestara de

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manera diferente a la forma en que unoesperaba que lo hiciese.

—Quedaos aquí —dije—. Volveré.Aikam reconoció la frase, aunque la dije

en inglés. Sonrió, así que repetí para él esasmismas palabras, pero con acento austriaco.Yolanda no lo entendió.

—Te sacaré de aquí —le dije a ella.A base de darles algunos empujones a las

puertas conseguí entrar en un apartamento dela planta baja, uno que había sufrido los dañosde un incendio hace tiempo pero que aún olíaa quemado. Entré en una cocina sin cristales ycontemplé a los chicos y chicas másresistentes que, fuera, se negaban a refugiarsede la lluvia. Miré durante bastante tiempo,escudriñando todas las sombras que veía. Novi más que a esos niños. Con las mangasestiradas y enganchadas en la punta de losdedos para protegerme de posibles esquirlasde cristal, salté hacia el patio, en el cual

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ninguno de los niños, si me veía aparecer, lehabría dado importancia a mi presencia.

Sé cómo hay que hacer para asegurarmede que nadie me siga. Caminé deprisa por losmeandros apartados de aquel complejo deviviendas, entre coches y cubos de basura,grafitis y áreas infantiles, hasta que conseguísalir de aquella tierra laberíntica y entré en lascalles de Ul Qoma, y de Besźel. Aliviado porser uno más de los varios viandantes en vezde la única figura a la vista con un propósitopara estar allí, respiré un poco, adopté elmismo modo de caminar que los demás teníanpara protegerse de la lluvia y, al fin, encendí elmóvil. Me recibió reprendiéndome con elnúmero de todos los mensajes que no habíacontestado. Todos de Dhatt. Me moría dehambre y no sabía muy bien cómo volver a laparte antigua de la ciudad. Vagabundeé enbusca de alguna boca de metro, pero lo queencontré fue una cabina de teléfono. Lo llamé.

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—Dhatt.—Soy Borlú.—¿Dónde cojones andas? ¿Dónde has

estado? —Había enfado en su voz, perotambién conspiranoia, y susurró las palabrasacercándose al teléfono en vez de gritar.Buena señal—. He intentado llamarte durantehoras, joder. ¿Va todo…? ¿Estás bien? ¿Quécoño está pasando?

—Estoy bien, pero…—¿Ha ocurrido algo?No era solo enfado lo que transmita su

voz.—Sí, ha ocurrido algo. No puedo hablar

de eso.—Los cojones que no.—Escucha. ¡Escucha! Necesito hablar

contigo, pero ahora no tengo tiempo para esto.Si quieres saber lo que está pasando,encontrémonos. No sé… —Empecé arebuscar en el callejero—. En Kaing Shé, en la

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plaza que hay junto a la estación, en doshoras; y, Dhatt, ni se te ocurra veniracompañado. Esto es algo muy serio. Estánpasando más cosas de las que crees. No sécon quién puedo hablar. ¿Vas a ayudarme?

Lo tuve esperando una hora. Lo observédesde una esquina como él seguramenteesperaba que hiciera. La estación de KaingShé es la terminal más importante de laciudad, así que la plaza del exterior estabaabarrotada de ulqomanos en cafeterías, deartistas callejeros, de gente que comprabaDVD y componentes electrónicos. Eltopolganger en Besźel de aquella plaza noestaba del todo vacío, así que los ciudadanosbesźelíes que desví también estaban allí,topordinariamente. Me quedé entre lassombras de un quiosco de tabaco construido ala manera de una de las cabañas provisionalesulqomanas que una vez poblaron loshumedales, en cuyo lodo entramado buscaban

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comida los carroñeros. Vi que Dhatt intentabalocalizarme con la mirada, pero permanecíescondido mientras oscurecía y traté dedistinguir si hacía alguna llamada (cosa que nohizo) o alguna señal con las manos (cosa quetampoco hizo). Solo se puso más y más tensomientras bebía tés y escudriñada con el ceñofruncido en la penumbra. Al final di un pasoadelante para ponerme en su línea de visión yagité una mano con un ligero movimiento quellamara su atención, invitándolo a acercarse.

—¿Qué cojones está pasando? —dijo—.Me ha llamado tu jefe. Y Corwi. ¿Y quiéncoño es esa, por cierto? ¿Qué está pasando?

—No te culpo por estar enfadado, perobaja el tono de voz y ten más cuidado siquieres saber lo que está pasando. Tienesrazón. Ha pasado algo. He encontrado aYolanda.

Cuando me negué a decirle dónde estabase enfureció tanto que empezó a amenazarme

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con un conflicto internacional. «Esta no es tuputa ciudad», dijo, «vienes aquí, utilizasnuestros recursos y haces tus putasinvestigaciones» y otras cosas más, pero,incluso a pesar del enfado, lo dijo en voz bajay caminó a mi lado, así que dejé que su rabiase fuera mitigando y empecé a contarle elporqué del miedo de Yolanda.

—Los dos sabemos que no podemosasegurarle nada —le dije—. Venga. Ningunode los dos sabe de verdad qué demoniosocurre. Ni de los unionistas, los nacionalistas,la bomba, Orciny. Mierda, Dhatt, por lo quesabemos… —Me miraba con atención, asíque seguí—. Sea lo que sea lo que estápasando —miré a mi alrededor como dándolea entender todo lo que estaba pasando—, nolleva a nada bueno.

Los dos nos quedamos en silenciodurante un rato.

—Entonces, ¿por qué coño me lo

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cuentas a mí?—Porque necesito ayuda. Pero sí, tienes

razón, a lo mejor es un error. Eres la únicapersona que puede comprender… la magnitudde lo que está pasando. Quiero sacarla deaquí. Escúchame: esto no tiene nada que vercon Ul Qoma. Confío en los míos tanto comotú. Quiero sacar a esa chica de este lugar, lejosde Ul Qoma y lejos de Besźel. Pero no puedohacerlo desde aquí; este no es mi terreno.Aquí la vigilan.

—Quizá yo sí podría.—¿Te ofreces voluntario? —No dijo

nada—. Muy bien, yo sí. Tengo contactos enmi tierra. No se pasa uno tanto tiempo de polisin ser capaz de conseguir billetes y pasaportesfalsos. Yo puedo ocultarla; puedo hablar conella en Besźel antes de ayudarla a escapar,intentar encontrarle un poco más de sentido atodo esto. Esto no va de rendirse, todo locontrario. Si consigo que no le pase nada

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tenemos más posibilidades de que no noscojan por sorpresa. Quizá podamos averiguarqué está pasando.

—Dijiste que Mahalia ya se había ganadoalgunos enemigos allí en Besźel. Pensé quepor eso ibas tras ellos.

—¿Los nacionalistas? Eso ya no tienemucho sentido. Porque, uno, todo esto va másallá de Syedr y sus chicos y dos, Yolanda nole ha tocado las narices a nadie en Besźel, nisiquiera ha estado allí. En Besźel puedo hacermi trabajo. —En realidad me refería a quepodría extralimitarme en mis funciones, moveralgunos hilos y pedir algunos favores—. Nopretendo dejarte fuera, Dhatt. Te contaré loque averigüe si consigo que me cuente algomás, incluso volver y seguir cazandocriminales, pero quiero sacar a esa chica deaquí. Está muerta de miedo y ¿de verdadpodemos decir que no tiene razones paraestarlo?

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Dhatt no dejaba de sacudir la cabeza. Noestaba ni de acuerdo ni en desacuerdoconmigo. Volvió a hablar después de unminuto, lacónicamente.

—Mandé a los míos de nuevo adonde losunionistas. Ni rastro de Jaris. Ni siquierasabemos el nombre real de ese cabrón. Sialguno de sus colegas sabe dónde está o lo havisto, no lo dicen.

—¿Los crees?Se encogió de hombros.—Los hemos estado vigilando. No

hemos encontrado nada. Parece que no sabennada. Es evidente que a uno o dos de ellos elnombre de «Marya» le suena de algo, pero lamayor parte no la ha visto en la vida.

—Esto es mucho más grande que todosellos.

—Bueno, están metidos en un montón demierdas, no te preocupes; los topos nos dicenque hacen esto o lo otro, que quieren acabar

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con las fronteras y empezar todo tipo derevoluciones…

—Pero no es de eso de lo que estamoshablando. Eso es algo que se oye todo eltiempo.

Permaneció callado mientras le volvíahacer una lista de lo que había pasado delantede nuestras narices. Fuimos más despacio enla oscuridad y más deprisa en las zonasiluminadas. Cuando le dije que, segúnYolanda, Mahalia había dicho que Bowdentambién estaba en peligro, se paró en seco.Nos quedamos en ese gélido silencio duranteun momento.

—Hoy, mientras estabas por ahí con laseñorita Paranoias, registramos el piso deBowden. No había señales de que hubieranforzado la entrada, ninguna señal de lucha.Nada. Restos de comida, libros bocabajosobre la silla. Pero encontramos una cartaencima del escritorio.

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—¿De quién?—Yallya me dijo que tendrías alguna

pista. No hay remitente. No está en ilitano.Solo una palabra. Pensé que estaba escrita enun besź raro, pero no. Es precursor.

—¿Cómo? ¿Qué pone?—Se la llevé a la profesora Nancy. Dijo

que es una versión antigua del alfabeto que nohabía visto antes y que tampoco pondría lamano en el fuego, que si blablablá, pero queestá bastante segura de que es unaadvertencia.

—¿De qué?—Solo una advertencia. Como una

calavera con dos huesos cruzados. Unapalabra que es en sí misma una advertencia.

Había oscurecido tanto que ya noveíamos nuestros rostros con claridad. No lohice a propósito, pero había guiado nuestrospasos hasta llegar cerca de una interseccióncon una calle íntegra de Besźel. Aquellos

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achaparrados edificios de ladrillo de tonosmarrones, los hombres y mujeres quecaminaban junto a ellos envueltos en largosabrigos, bajo los carteles de tono sepia queoscilaban con el viento y que yo desví,bisecaban la hilera ulqomana de escaparates yproductos de importación iluminada confarolas de sodio como algo viejo y recurrente.

—Entonces, ¿quién usaría ese tipo de…?—No me vengas ahora con ciudades

secretas, joder. No. —Dhatt tenía un aspectoangustioso y atormentado. Parecía enfermo.Se dio la vuelta, se metió de repente en laesquina de una puerta y se dio variospuñetazos de rabia en la palma de la mano.

—Me cago en la puta —dijo con lamirada fija en la oscuridad.

¿Qué podría vivir como Orciny debía devivir, si uno se abandonaba a las ideas deYolanda y de Mahalia? Algo tan pequeño perocon tanto poder, alojado en los intersticios de

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otro organismo. Dispuesto a matar. Unparásito. Una ciudad-garrapata, realmentedespiadada.

—Aunque. Aunque, un suponer, algo nofuera bien con los míos, o con los tuyos, loque sea —dijo Dhatt al fin.

—Controlados. Comprados.—Lo que sea. Un suponer.Susurrábamos bajo el extranjero chillido

de algo que aleteaba en Besźel llevado por elviento.

—Yolanda está convencida de que laBrecha es Orciny —dije—. No digo que estéde acuerdo con ella, yo ya no sé ni lo quedigo, pero he prometido que la sacaría deaquí.

—Eso podría hacerlo la Brecha.—¿Y estás tan convencido como para

jurar que se equivoca? ¿Para jurar que notiene ninguna maldita razón por la que tenermiedo de ellos? —Estaba susurrando. Esta era

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una charla peligrosa—. Aún no tienen razónalguna por la que intervenir, nadie hacometido ninguna jodida brecha, y ella quiereque las cosas sigan así.

—Entonces ¿qué piensas hacer?—Quiero ayudarla a escapar. No quiero

decir con eso que haya alguien aquí que latenga en el punto de mira, no digo que tengarazón en nada de lo que dice, pero está claroque hay alguien que ha matado a Mahalia, yalguien que lo ha intentado con Bowden. Algoestá pasando en Ul Qoma. Te estoy pidiendoayuda, Dhatt. Ven conmigo. No podemoshacer esto por la vía oficial; ella no cooperarácon nada que lo sea. Le prometí que cuidaríade ella y esta no es mi ciudad. ¿Vas aayudarme? No, no podemos arriesgarnos ahacer esto según las reglas. Así que ¿vas aayudarme? Necesito llevarla a Besźel.

Aquella noche no volvimos a lahabitación del hotel, ni tampoco a casa de

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Dhatt. No nos sentíamos abrumados por laansiedad sino que nos rendimos a ella,comportándonos como si todo eso pudiera sercierto. Caminamos.

—Hostia puta, no me puedo creer quevayamos a hacer esto —repetía una y otravez. Miraba hacia atrás incluso más que yo.

—Podemos buscar la manera deculparme a mí —le dije. A pesar de que mehabía arriesgado contándole lo que le habíacontado, no había planeado que él acabarainvolucrado en esta historia, que se expusierade esa forma.

—Quedémonos donde haya gente —ledije—. Y en los entramados.

Donde haya más gente, y donde las dosciudades estén tan cerca que haya patrones deinterferencia, donde todo se vuelva másimpredecible. Son algo más que una ciudad yuna ciudad, eso es aritmética urbana básica.

—En mi visado dice que puedo salir en

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cualquier momento —dije—. ¿Puedesconseguirle un permiso de salida?

—Claro que puedo conseguir uno paramí. Puedo conseguir uno para un puñeteropolicía, Borlú.

—Reformularé la pregunta, entonces:¿puedes conseguir un visado de salida para laoficial Yolanda Rodríguez?

Me miró fijamente. Aún hablábamosentre susurros.

—Si ni siquiera tendrá un pasaporteulqomano…

—Entonces, ¿puedes sacarla de aquí sí ono? No sé cómo son los de la guardiafronteriza aquí.

—Me cago en la puta —volvió a decir.Cuando el número de paseantes empezó adescender, nuestro callejeo dejó de servir decamuflaje y corrió el riesgo de convertirsejusto en lo contrario—. Conozco un sitio.

Un bar de copas, cuyo propietario lo

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saludó con una alegría casi convincente, en elsótano que estaba frente a un banco en lasafueras del casco viejo de Ul Qoma. Estaballeno de humo y de hombres que no lequitaban el ojo de encima a Dhatt, pues sabíanque era policía, a pesar de que iba vestido decalle. Por un segundo pareció como sicreyeran que estaba allí para reventar elespectáculo, pero él hizo una señal con lamano para que continuaran. Pidió con gestosel teléfono del encargado. Con los labiosapretados, el hombre se lo pasó por encima dela barra y Dhatt me lo dio a mí.

—Luz bendita, hagamos esto de una vez—dijo—. Puedo pasarla al otro lado.

Había música en el bar y el ruido de lasconversaciones era bastante alto. Estiré elauricular hasta el final del cable y me agachépara ponerme de cuclillas, junto a la barra,con lo que le llegaba a la altura de la tripa a loshombres que tenía alrededor. Tuve que pasar

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por una operadora para hacer la llamadainternacional, algo que no me gusta hacer.

—Corwi, soy Borlú.—Jesús. Deme un minuto. Jesús.—Corwi, siento llamar tan tarde. ¿Me

oyes bien?—Jesús. ¿Qué hora… dónde está? No

oigo ni una palabra, están…—Estoy en un bar. Escucha, siento

llamar a estas horas. Necesito que organicesalgo para mí.

—Jesús, jefe. Joder, ¿está de broma?—No. Venga, Corwi, te necesito.Casi podía ver cómo se frotaba la cara, a

lo mejor mientras caminaba dormida con elteléfono en la mano hasta la cocina para beberun vaso de agua. Cuando volvió a hablarestaba más centrada.

—¿Qué es lo que pasa?—Vuelvo allí.—¿En serio? ¿Cuándo?

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—Por eso te llamaba. Dhatt, el tío con elque estoy trabajando aquí, me acompaña aBesźel. Necesito que quedemos. ¿Puedes irmoviendo esto y mantenerlo en silencio?Corwi: operación encubierta. De verdad. Lasparedes oyen.

Una larga pausa.—¿Por qué yo, jefe? ¿Y por qué a las

dos y media de la madrugada?—Porque eres buena, y porque eres la

discreción en persona. No quiero nada deruido. Quiero que cojas el coche, la pistola y,si puede ser, otra para mí, y nada más. Ynecesito que reserves un hotel. Que no sea delos que suele usar el departamento. —Otrosilencio prolongado—. Y escucha… Viene conotro agente.

—¿Qué? ¿Quién?—La chica está de incógnito. ¿Qué

pensabas? Quería un viaje gratis. —Miré unsegundo a Dhatt a modo de disculpa, aunque

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no podía oírme por encima de aquel infernalbarullo—. Mantenlo en secreto, Corwi. Essolo una fase más de la investigación, ¿deacuerdo? Y voy a necesitar tu ayuda paracoger algo, coger un paquete, sacarlo deBesźel. ¿Entiendes?

—Eso creo, jefe. Jefe, alguien lo haestado llamando. Para preguntar cómo iba conla investigación.

—¿Quién? ¿Qué quieres decir, qué pasa?—Quién, no lo sé, no quería dar su

nombre. Quiere saber a quién está arrestando,cuándo vuelve, si ha encontrado a la chicadesaparecida, cuáles son sus planes. No sécómo consiguió el teléfono de mi mesa, peroestá clarísimo que sabe algo.

Chasqueé los dedos para llamar laatención de Dhatt.

—Alguien ha estado haciendo preguntas—le dije—. ¿Y no quería dar su nombre? —lepregunté a Corwi.

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—No, y tampoco reconozco su voz. Unamierda de línea.

—¿Qué tipo de voz tiene?—Extranjero. Americano. Y asustado.En una mala línea, internacional.—Maldita sea —le dije a Dhatt,

alejándome del auricular—. Bowden anda porahí. Está intentando encontrarme. Seguro queno quiere llamar al número de aquí no sea querastreen la llamada… Canadiense, Corwi.Escucha, ¿cuándo llamó?

—Todos los días, ayer y hoy, no queríaentrar en detalles.

—Vale. Escucha. Cuando vuelva allamar, dile esto. Dale el siguiente mensaje demi parte. Dile que tiene una oportunidad. Unmomento, estoy pensando. Dile queestamos… Dile que me aseguraré de que estébien, que puedo ayudarlo a escapar. Tenemosque hacerlo. Sé que tiene miedo con todo loque está pasando, pero que solo no tiene

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ninguna posibilidad. No se lo cuentes a nadie,Corwi.

—Jesús, está empeñado en joderme lacarrera.

Su voz sonaba cansada. Esperé ensilencio hasta estar seguro de que lo haría.

—Gracias. Confía en mí, lo entenderá, ypor favor no me preguntes nada. Dile queahora sabemos más cosas. Mierda, así no hayquien hable. —Un arranque de entusiasmo poruna copia en lentejuelas de Ute Lemper mesobresaltó—. Solo dile que sabemos máscosas y que tiene que llamarnos. —Miré a mialrededor como así me fuera a llegar lainspiración, y lo hizo—. ¿Cuál es el móvil deYallya? —le pregunté a Dhatt.

—¿Cómo?—No quiere llamarnos ni al tuyo ni al

mío, así que… —Me lo dictó y yo a Corwi—.Dile a nuestro hombre misterioso que llame aese número y que podemos ayudarlo. Y tú me

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llamas luego con lo que sea, ¿de acuerdo? Apartir de mañana.

—¿Qué coño…? —dijo Dhatt—. ¿Quécoño estás haciendo?

—Vas a tener que pedirle prestado elteléfono; necesitamos uno para hablar conBowden: tiene demasiado miedo, no sabemosquién nos está escuchando. Si se pone encontacto con nosotros puede que tengamosque…

Vacilé.—¿Qué?—Jesús, Dhatt, ahora no, ¿vale? ¿Corwi?Ya no estaba, se había cortado la

comunicación, ya fuera porque había colgadoella o por la antigüedad de la centraltelefónica.

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Capítulo 21

Al día siguiente incluso fui a la oficinacon Dhatt.

—Cuanto menos te vean, más gente sepreguntará qué cojones está pasando y más sevan a fijar en ti —dijo.

Tal y como dijo, los colegas de la oficinanos recibieron con muchas miradas. Yo saludécon la cabeza a los dos que habían intentadoempezar un altercado conmigo, sin demasiadoentusiasmo.

—Empiezo a ponerme paranoico —comenté.

—Qué va, es que te están mirando deverdad. Toma. —Me pasó el móvil de Yallya—. No creo que vuelva a invitarte a cenar.

—¿Qué te dijo?—¿Y tú qué crees? Es su puto teléfono,

estaba muy cabreada. Le dije que lo

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necesitábamos, ella me mandó a tomar porculo, se lo rogué, me dijo que no, así que se locogí y te eché la culpa.

—¿Podemos hacernos con un uniforme?Para Yolanda… —Se parapetó delante de suordenador—. Podría ayudarla a pasar. —Lomiré mientras usaba una versión másactualizada de Windows que la nuestra. Laprimera vez que el teléfono de Yallya sonónos quedamos quietos como estatuas y nosmiramos. Apareció un teléfono que ningunode los dos conocía. Descolgué sin decirpalabra, sin dejar de mirar a Dhatt.

—¿Yall? ¿Yall? —Era la voz de unamujer que hablaba en ilitano—. Soy Mai,¿estás…? ¿Yall?

—Hola, verás, no soy Yallya…—Ah, hola, ¿Qussim…? —Pero le

flaqueó la voz—. ¿Quién es?Dhatt me lo arrancó de la mano.—¿Hola? Anda, Mai. Sí, es un amigo.

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No, está bien. He tenido que cogerle prestadoel móvil a Yall durante uno o dos días, ¿hasprobado a llamar a casa? Vale, muy bien,cuídate. —La pantalla se oscureció y medevolvió el teléfono—. Esta es otra puta razónpara no enfangarse en esta mierda. Vamos arecibir un huevo de llamadas de sus amigaspreguntando si aún te apetece hacerte esalimpieza de cutis o si has visto la película deTom Hanks.

Después de una segunda y una tercerallamadas como esa, dejamos de sobresaltarnoscada vez que sonaba el teléfono. No hubodemasiadas, de todos modos, a pesar de loque había dicho Dhatt, y ninguna en relación aesos temas. Imaginé a Yallya al teléfonobastante irritada, en su oficina, haciendo unalarga serie de llamadas para acusar a sumarido y al amigo de su marido de aquelinconveniente.

—¿Queremos que lleve un uniforme? —

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preguntó Dhatt en voz baja.—Tú vas a llevar el tuyo, ¿no? ¿No es

siempre mejor esconderse a plena vista?—¿Tú también quieres uno?—¿Es una mala idea?Meneó despacio la cabeza.—Me facilitaría algunas cosas… Creo

que puedo pasar al otro lado con ladocumentación de policía y diciendo que losoy. —La militsya, por no hablar de losdetectives jefe, podía poner en su sitio a laguardia fronteriza de Ul Qoma sin demasiadosproblemas—. De acuerdo.

—Seré yo el que hable en la entrada deBesźel.

—¿Está bien Yolanda?—Aikam está con ella. No puedo

volver… Otra vez no. Cada vez que lohacemos…

Aún no teníamos ni idea de cómo, o dequién, pudiera estar vigilándonos.

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Dhatt estaba muy inquieto y, después dela tercera o cuarta vez de haberle espetadoalgo a uno de sus colegas por una infracciónimaginaria, lo obligué a acompañarme a tomarun almuerzo temprano. Tenía el ceñofruncido, no quería hablar, y no le quitaba lamirada de encima a todos cuantos pasabancerca de nosotros.

—¿Quieres dejarlo ya? —le pedí.—Me voy a quedar jodidamente feliz

cuando te vayas —me dijo.El teléfono de Yallya sonó y me lo puse

en la oreja sin hablar.—¿Borlú?Di un golpecito en la mesa para llamar la

atención de Dhatt y señalé el teléfono.—Bowden, ¿dónde estás?—Intentando mantenerme a salvo, Borlú.Me hablaba en besź.—No suenas como si estuvieras a salvo.—Claro que no. No estoy a salvo, ¿o sí?

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La cuestión es: ¿hasta qué punto estoy metidoen un lío?

Su voz sonaba muy tensa.—Puedo sacarlo de aquí. —¿Podía?

Dhatt movía los hombros comopreguntándome: «¿qué coño pasa?»—. Hayformas de salir. Dime dónde estás.

Dejó escapar una especie de risa.—Claro —dijo—, ahora mismo le digo

dónde estoy.—¿Y qué más propone? No puede

pasarse la vida escondiéndose. Salga de UlQoma y a lo mejor puedo hacer algo. Besźeles mi territorio.

—Ni siquiera sabe lo que está pasando…—Solo tiene una oportunidad.—¿De que me ayude como ayudó a

Yolanda?—No es estúpida —dije—. Ella acepta

mi ayuda.—¿Qué? ¿La ha encontrado? ¿Qué…?

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—Lo mismo que le he dicho a usted, selo he dicho a ella. Aquí no puedo ayudarlos aninguno de los dos. Pero a lo mejor puedoayudarlos en Besźel. Sea lo que sea lo queestá pasando, quienquiera que vaya detrás deusted… —Intentó decir algo, pero no lo dejé—. Allí conozco a gente. Aquí tengo lasmanos atadas. ¿Dónde está?

—… En ninguna parte. Da igual. Yo…¿Usted dónde está? No quiero…

—Ha hecho bien en mantenerse ocultotodo este tiempo. Pero no puede hacerlosiempre.

—No. No. Lo encontraré. ¿Va a…cruzar ahora?

Me fue imposible no mirar a mi alrededory bajar la voz de nuevo.

—Pronto.—¿Cuándo?—Pronto. Se lo diré cuando lo sepa.

¿Cómo puedo ponerme en contacto con

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usted?—De ninguna forma, Borlú. Yo me

pondré en contacto con usted. Siga con esteteléfono.

—¿Y si no me encuentra?—Tendré que llamar cada dos horas. Me

temo que voy a tener que molestarlo, mucho.—Colgó. Me quedé mirando el teléfono deYallya y al final levanté la mirada hacia Dhatt.

—¿Tienes la más mínima idea de lomucho que me jode no saber dónde puedomirar? —Susurró Dhatt—. ¿De no saber dequién me puedo fiar? —Revolvió algunospapeles—. ¿De lo que puedo o no decir y aquién?

—Sí, la tengo.—¿Qué está pasando? —preguntó—.

¿Quiere irse también?—Quiere irse también. Tiene miedo. No

confía en nosotros.—No le culpo lo más mínimo.

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—Yo tampoco.—No tengo papeles para él. —Miré a

Dhatt y esperé—. Por la Luz Sagrada, Borlú,vas a… —Susurraba con ímpetu—. Está bien,está bien, veré lo que puedo hacer.

—Dime a mí lo que tengo que hacer —ledije, sin apartar la mirada—, a quién llamar,qué atajos coger, y entonces me puedes echarla puta culpa. Échame la culpa, Dhatt. Porfavor. Pero trae otro uniforme por si viene.

Sabía que el pobre hombre sufríaangustiosamente.

Eran ya más de las siete de la tardecuando Corwi me llamó.

—Ya está —dijo—. Tengo los papeles.—Corwi, te debo una, te debo una.—¿Acaso crees que no lo sé, jefe? Es

para ti, tu hombre, Dhatt, y su, ejem,«colega», ¿me equivoco? Los estaréesperando.

—Tráete tu identificación y prepárate

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para respaldarme con los de inmigración.¿Quién más? ¿Lo sabe alguien más?

—Nadie. Yo soy tu chófer asignado, otravez. ¿A qué hora?

La pregunta: ¿cuál es la mejor forma dedesaparecer? Tenía que haber un gráfico, unacurva cuidadosamente trazada. ¿Se vuelvealgo más invisible si no hay más gentealrededor o si se es uno más entre muchos?

—No muy tarde. Nada de las dos de lamañana.

—Joder, me alegro de oírlo.—Seremos los únicos allí. Pero tampoco

a mediodía; demasiado riesgo de que alguiennos conozca. De noche. A las ocho —dije—.Mañana por la noche.

Era invierno y oscurecía pronto. Aúnhabría gente, pero con los colores apagados dela noche, somnolientos. Fácil no ver.

No todo era prestidigitación; había tareasque debíamos hacer y que hicimos. Informes

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de los avances de la investigación que habíaque afinar y familiares con los que contactar.Observé y, con alguna sugerencia esporádicapor encima de su hombro, ayudé a Dhatt apreparar una carta donde, en términoscorteses y arrepentidos, no se les decía nada alseñor y la señora Geary, que ahoracooperaban principalmente con la militsya deUl Qoma. No era una sensación de poderagradable estar presente como un fantasma enaquel mensaje pendiente, conocerlos, verlosdesde dentro de las palabras que serían comoun falso espejo porque no podían darse lavuelta y verme a mí, uno de los que lo habíanescrito.

Le dije a Dhatt un lugar (no sabía ladirección, tuve que describírselo con una vagatopografía que él reconoció), un espacio verdeal que se podía llegar a pie desde donde estabaescondida Yolanda, donde encontrarnos al díasiguiente.

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—Si alguien pregunta, diles que estoytrabajando desde el hotel. Diles que no tengomás remedio que pasar por el aro y hacer todoese ridículo papeleo al que me obligan enBesźel, y que eso me tiene ocupado.

—No hablamos de otra cosa, Tyad. —Dhatt no podía estarse quieto, estaba tannervioso, tan desesperado por no poderse fiarde nada, tan inquieto. No sabía dónde mirar—. Te eche o no la culpa, voy a pasarme elresto de mi puta carrera de policía escolar.

Estábamos de acuerdo en que era muyposible que no volviéramos a saber nada deBowden, pero recibí una llamada en el móvilde la pobre Yallya media hora después demedianoche. Estaba seguro de que eraBowden, aunque no dijo nada. A la mañanasiguiente volvió a llamar justo después de lassiete.

—No parece que se encuentre bien,profesor.

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—¿Qué está pasando?—¿Qué quiere hacer?—¿Se marcha? ¿Está Yolanda con

usted? ¿Viene ella?—Tiene una oportunidad, profesor. —

Garabateé distintas horas en mi libreta—. Sino me va a dejar que vaya a por usted. Siquiere salir, esté en el acceso principal devehículos de la Cámara Conjuntiva a las sietede la tarde.

Colgué. Intenté hacer anotaciones,planear las cosas en papel, pero no fui capaz.Bowden no me volvió a llamar. Dejé elteléfono encima de la mesa o me lo quedé enla mano mientras me tomaba mi tempranodesayuno. No pasé por el mostrador paradejar el hotel: nada de telegrafiar losmovimientos. Rebusqué entre la ropa por sihabía algo que no me pudiera permitir dejarallí, pero no había nada. Me llevé mi copiailegal de Entre la ciudad y la ciudad y nada

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más.Utilicé prácticamente todo el día para

llegar hasta el escondite de Yolanda y deAikam. Mi último día en Ul Qoma. Fuicogiendo taxis por etapas hasta los límites dela ciudad.

—¿Cuánto tiempo aquí? —me preguntóel último taxista.

—Un par de semanas.—¿Aquí le gusta? —me preguntó con un

entusiasta ilitano de principiante—. El mejorciudad del mundo. —Era curdo.

—Enséñeme sus rincones favoritos de laciudad, entonces. ¿No tiene problemas aquí?—le pregunté—. No todo el mundo recibebien a los extranjeros, por lo que he oído…

Hizo una especie de «¡bah, bah!».—Tontos para todos partes. Pero es el

mejor ciudad.—¿Cuánto tiempo lleva aquí?—Cuatro años y más. Un año en

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campamento…—¿De refugiados?—Sí, en campamento, y tres años de

estudiar para ciudadanía de Ul Qoma.Hablando ilitano y aprendiendo, ya sabe, parano, ya sabe, para desver otra lugar, para nohacer brecha.

—¿Alguna vez ha pensado ir a Besźel?Otro resoplido.—¿Qué hay en Besźel? Ul Qoma es la

mejor lugar.Me llevó primero al Orchidarium y al

estadio Xhincis Kann, una ruta turística queresultaba evidente que él ya había hechoantes, y cuando lo animé a dejarse llevar porsus preferencias personales empezó aenseñarme los parques interculturales donde,junto a los habitantes ulqomanos, los curdos,paquistaníes, somalíes y sierraleoneses quehabían pasado los estrictos requerimientos deentrada jugaban al ajedrez y las distintas

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comunidades se trataban con educadaincertidumbre. En un cruce de canales, eltaxista, con cuidado de no decir nadainequívocamente ilegal, me señaló el lugardonde las barcazas de las dos ciudades(embarcaciones de recreo en Ul Qoma,algunos barcos de transporte a desver quefaenaban en Besźel) mezcladas entre sí.

—¿Ve? —preguntó.Un hombre en el lado opuesto de una

esclusa cercana, medio escondido entre lagente y los arbolitos urbanos, mirabadirectamente hacia donde estábamos. Lesostuve la mirada (dudé durante un momento,pero después deduje que tenía que estar en UlQoma, así que no era una brecha) hasta que éldesvió la suya. Intenté mirar hacia dóndehabía ido, pero había desaparecido.

Cuando expresé mis preferencias acercade los sitios que el taxista había propuesto, measeguré de que la ruta resultante recorriese la

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ciudad. Yo miraba por los espejos mientras él,encantado con la carrera, conducía. Si nosseguía alguien, debían de ser espíassofisticados y cuidadosos. Le pagué unacantidad desorbitada de dinero, en unamoneda más fuerte que aquella con la que mepagaban a mí, después de tres horas deacompañamiento, y le pedí que me dejaradonde los hackers convivían con las tiendasbaratas de segunda mano justo en la esquinadel barrio donde se escondían Yolanda yAikam.

Pensé durante varios segundos quehabían huido y cerré los ojos, pero no dejé derepetir: «Soy yo, Borlú, soy yo», y al final lapuerta se abrió y Aikam me metió dentro atoda prisa.

—Prepárate —le dije a Yolanda. Encomparación con la última vez que la vi, mepareció que estaba sucia, más delgada y tanasustada como un animalillo—. Coge los

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papeles. Tendrás que asentir a todo lo que yo,o mi colega, digamos en la frontera. Y dile atu casanova que se vaya haciendo a la idea deque él no viene, porque no quiero ningunaescenita en la Cámara Conjuntiva. Te vamos asacar de aquí.

Le hizo quedarse en la habitación. Noparecía que él fuera a hacer lo que le pedía,pero lo consiguió. No esperaba que secomportara sin entorpecernos.

Exigía una y otra vez que le dijéramospor qué no podía venir. Yolanda le enseñódónde guardaba su número de teléfono y leprometió que lo llamaría desde Besźel, ydesde Canadá, y que desde allí le haría venir.Fueron necesarias varias promesas de eseestilo para que al fin accediera a quedarse, tanabatido como si lo hubieran rechazado, con lamirada fija mientras cerrábamos la puerta ynos marchábamos a toda prisa a través de laluz ensombrecida hasta una esquina del

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parque, donde Dhatt nos esperaba en uncoche de policía sin identificación.

—Yolanda. —La saludó con un gesto decabeza desde el asiento del conductor—.Grano en el culo —dijo al saludarme a mí.Nos pusimos en marcha—. Pero, joder, ¿aquién ha cabreado exactamente, señoritaRodríguez? Por usted estoy aquí, jodiéndomela vida y obligado a colaborar con esteextranjero tarado. Hay ropa en la parte deatrás —dijo—. Total, ahora no tengo trabajo.—Había bastantes posibilidades de que eso nofuera una exageración.

Yolanda no le quitó los ojos de encimahasta que él miró por el espejo retrovisor y leespetó: «Me cago en la hostia, ¿qué pasa?, ¿tecrees que soy un mirón?»; y ella se fuedejando caer poco a poco en el asiento deatrás y se quitó la ropa para ponerse eluniforme de la militsya que Dhatt le habíatraído, que era casi de su talla.

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—Señorita Rodríguez, haga lo que le digay quédese cerca. También tenemos un disfrazpara nuestro posible acompañante. Y este espara ti, Borlú. Puede ahorrarnos un montónde líos. —Una chaqueta con un blasón de lamilitsya plegado hacia abajo. Lo coloqué detal modo que fuera bien visible—. Ojalá loshubiera para distintos rangos. Te habríadegradado.

No callejeó sin rumbo ni cayó en el errorde la culpabilidad nerviosa, sino que condujomás lento y con más cuidado que los cochesque teníamos alrededor. Íbamos por las callesprincipales y encendía y apagaba las lucespara señalar las infracciones de otrosconductores como hacían en Ul Qoma, cortosmensajes de ira automovilística como unenérgico código morse: faro-faro, me estáscortando; faro-faro-faro, decídete.

—Volvió a llamar —le dije a Dhatt envoz baja—. Puede que venga. En cuyo

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caso…—Venga, grano en el culo, dilo otra vez.

En cuyo caso, pasará al otro lado, ¿verdad?—Tiene que irse de aquí. ¿Tienes más

papeles?Soltó un exabrupto y le dio un puñetazo

al volante.—Joder, ojalá se me hubiera ocurrido

alguna historia para salir de esta puta mierda.Ojalá no venga. Ojalá la mierda de Orciny selo lleve. —Yolanda le clavó la mirada—. Yome encargo de los que están de servicio.Prepárate para enseñar la cartera. Si la cosa sepone fea le daré mis putos papeles.

Atisbamos la Cámara Conjuntiva porencima de los tejados, a través de los cablesde la central telefónica y de los tanques degas, varios minutos antes de que hubiéramosllegado. Por el camino que elegimos, primeropasamos, desviendo cuanto pudimos, cerca dela salida de Ul Qoma, lo que era la entrada en

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Besźel: las filas de los visitantes besźelíes y losulqomanos que estaban de regreso,dividiéndose con resignada indignación. Seveía el brillo de la luz de un coche de policíabesźelí. Tal y como estábamos obligados ahacer, no vimos nada de eso, pero mientras lohacíamos no podíamos sino ser conscientes deque pronto estaríamos en ese lado. Rodeamosel gigantesco edificio hasta la entrada de laavenida Ul Maidin, frente al templo de la LuzIneludible, donde continuaba la lenta fila queentraba en Besźel. Allí aparcó Dhatt (una malamaniobra que no corrigió, el coche torcidorespecto al bordillo con la fanfarronería de lamilitsya, las llaves puestas) y salimos parapasar a través de la multitud nocturna hasta laenorme plaza y las inmediaciones de CámaraConjuntiva.

Los guardias de la militsya que estabanen la parte exterior no nos preguntaron nada,ni siquiera nos hablaron mientras íbamos

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adelantando las filas de gente y caminábamospor la carretera, abriéndonos paso entre loscoches detenidos, y solo se dirigieron anosotros para instarnos a darnos prisa en laentrada restringida y para entrar en lasdependencias de la Cámara Conjuntiva, dondeel gigantesco edificio nos esperaba paraengullirnos.

Miré a todas partes cuando entramos. Nodejábamos de mover los ojos. Yo caminabadetrás de Yolanda, que se movía intranquilaen su disfraz. Alcé la mirada por encima de losvendedores de comida y de baratijas, losguardias, los turistas, los indigentes, la otramilitsya. De entre las muchas entradashabíamos escogido la más abierta, amplia ymenos sinuosa, cubierta por una vieja bóvedade ladrillo desde la que se podía verclaramente a través de la enorme abertura delespacio intersticial, por encima de lamuchedumbre que llenaba la enorme sala a

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ambos lados del punto de control, aunque ellado besźelí que quería entrar en Ul Qomaestaba perceptiblemente más concurrido.

Desde esta posición, desde este ánguloprivilegiado, por primera vez durante muchotiempo, no tuvimos que desver la ciudadvecina: podíamos pasear tranquilamente lamirada por la carretera que la unía a Ul Qoma,más allá del límite, por los metros de tierra denadie y la frontera del otro lado, y fijarnosdirectamente en Besźel. Directamente. Unasluces azules nos esperaban. Un moradobesźelí perfectamente visible al otro lado de labarrera bajada entre los dos estados, la luzintermitente que habíamos desvisto unosminutos antes. Cuando dejamos atrás loscontornos exteriores de la arquitectura de laCámara Conjuntiva, vi en el extremo másalejado del pasillo, de pie sobre la plataformaelevada donde los guardias besźelíes vigilabanla multitud, a una figura con el uniforme de la

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policzai. Una mujer, pero aún estaba muylejos, en la parte de las barreras besźelíes.

—Corwi.No me di cuenta de que había dicho su

nombre en voz alta hasta que Dhatt mepreguntó:

—¿Esa de ahí? —Iba a decirle queestaba demasiado lejos como para saberlo,pero me dijo—: Un momento.

Miró hacia atrás por el mismo sitio por elque había venido. Estábamos algo alejados demuchos de los que se encaminaban a Besźel,entre filas de aspirantes a turista y sobre undelgado tramo de calzada donde los vehículosse movían despacio. Dhatt estaba en lo cierto:había algo en uno de los hombres queteníamos detrás de nosotros que resultabadesconcertante. No había nada en suapariencia que destacara: se había arrebujadopara protegerse del frío en una deslucida capaulqomana. Pero caminaba, o arrastraba los

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pies, hacia nosotros, en cierto modo de formatransversal a la dirección en la que se movía lafila de sus compañeros peatones, y alcancé aver detrás de él rostros contrariados. Se abríacamino entre ellos sin respetar su turno yavanzaba hacia nosotros. Yolanda vio haciadónde estábamos mirando y dejó escapar unpequeño gemido.

—Vamos —dijo Dhatt, y le puso la manoen la espalda para hacer que caminara másdeprisa hacia la entrada del túnel, pero sindejar de ver que la figura que teníamos anuestra espalda intentaba aumentar también elritmo (tanto como le permitía la presión de losque tenía alrededor) para superar el nuestro,para acercarse a nosotros, y yo me giré desúbito y empecé a moverme hacia él.

—Llévala allí —le dije a Dhatt mientrasme adelantaba, sin mirar atrás—. Vete, llévalahacia la frontera. Yolanda, ve hasta la policzaide allí. —Aceleré—. Marchaos.

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—Espere.Fue Yolanda quien me habló, pero oí que

Dhatt se lo reprochaba. Yo ahora estabapendiente del hombre que se acercaba. Nopodía escapársele el hecho de que iba hacia él,vaciló y metió la mano dentro de la chaqueta yyo rebusqué en la mía pero me acordé de queno tenía una pistola en esa ciudad. El hombreretrocedió uno o dos pasos. Levantó lasmanos y se desenrolló la bufanda. Estabagritando mi nombre. Era Bowden.

Sacó algo, una pistola que colgaba de susdedos como si le diera alergia. Me lancé haciaél y sentí una fuerte exhalación detrás de mí.Detrás de mí, otro aliento escupido y variosgritos. Dhatt chilló y gritó mi nombre.

Bowden miraba algo por encima de mihombro. Miré hacia atrás. Dhatt estaba derodillas entre los coches unos pocos metrosmás allá. Se estaba protegiendo y gritaba hastadesgañitarse. Los conductores se encorvaron

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dentro de sus vehículos. Sus gritos seextendían por todas las filas de los peatones,en Besźel y en Ul Qoma. Dhatt envolvió aYolanda con su cuerpo. Estaba tendida en elsuelo como si una sacudida la hubieraarrojado. No conseguía verla con claridad,pero tenía sangre por toda la cara. Dhatt seagarraba el hombro.

—¡Me han dado! —gritó—. Yolanda…Por la Luz, Tyad, le han disparado, estáherida…

Muy al fondo del pasillo se desencadenóun tumulto. Por encima del tráfico queavanzaba como aletargado vi, en el extremomás alejado de la gigantesca sala, elmovimiento de un oleaje entre la multitud deBesźel, como el de animales presas del pánico.La gente se alejaba de una figura que seinclinaba sobre algo, no, que se levantaba conalgo entre las manos. Un fusil, apuntando.

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Capítulo 22

Otro de esos pequeños ruidos repentinos,audibles apenas por encima de los gritos, cadavez más estentóreos, que recorrían el túnel.Hubo un disparo, silenciado o amortiguadopor la acústica del lugar, pero para cuando looí ya estaba sobre Bowden y lo había tirado alsuelo, y la percusión explosiva de la bala queatravesó la pared que estaba detrás de él seoyó mucho más que el disparo en sí.Fragmentos de arquitectura pulverizados. Oí larespiración entrecortada de un aterrorizadoBowden, puse mi mano en su muñeca yapreté hasta que dejó caer el arma, impidiendoque se levantara para mantenerlo fuera de lalínea de visión del francotirador que lo teníaen el punto de mira.

—¡Al suelo! ¡Todo el mundo al suelo!Había gritado eso. Con una parsimonia

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que resultaba difícil de creer, la gente empezóa arrodillarse, aunque cuando se dieron cuentadel peligro se encogieron y gritaron concreciente desmesura. Otro ruido, y otro, uncoche que frenaba con violencia y con lasirena puesta, otra implosión que abrió unagujero cuando la bala penetró en los ladrillos.

Seguía manteniendo a Bowden contra elasfalto.

—¡Tyad!Era Dhatt.—¡Háblame! —le grité. Los guardias

estaban por todas partes, con las armaslevantadas, vigilantes, gritándose órdenesestúpidas unos a otros.

—Me han disparado, pero estoy bien —me contestó—. Yolanda tiene un tiro en lacabeza.

Levanté la mirada, ya no había másdisparos. La levanté aún más, hacia dondeDhatt se vendaba y apretaba la herida, hacia

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donde Yolanda yacía muerta. Me levanté unpoco más y vi que la militsya se acercaba aDhatt y al cadáver que este custodiaba, y másallá de ese punto a los agentes de la policzaique corrían hacia el lugar del que habíansalido los disparos. En Besźel la multitudhistérica zarandeaba y bloqueaba el paso de lapolicía. Corwi miraba a todas partes: ¿podíaverme? Yo gritaba. El tirador se estabaescapando.

Tenía el camino de huida bloqueado,pero hacía oscilar con ímpetu el rifle como sifuera un bate y la gente se apartaba de él. Lasórdenes serían bloquear la entrada, pero¿cómo de rápido podrían hacerlo? Se movíahacia una parte de la multitud que no le habíavisto disparar y poco a poco le ibaenvolviendo, y si era tan hábil como parecíaprobablemente escondería o dejaría caer elarma.

—¡Maldita sea!

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Lo estaba perdiendo de vista. Nadie lodetenía. Aún le quedaba bastante para podersalir. Agucé la vista y me fijé, una a una, ensus prendas y en su pelo: corto; una chaquetade chándal gris con capucha; pantalonesnegros. Todo ello indefinido. ¿Había tirado elarma? Estaba ya en medio de la multitud.

Me quedé de pie con el arma de Bowdenen la mano. Una ridícula P38, pero cargada yen buen estado. Di algunos pasos hacia atrás,hacia el control, pero no había ninguna formade atravesarlo con aquel caos, imposible, ymenos ahora con el tumulto de los guardias enambas filas que agitaban sus armas a diestro ysiniestro; incluso si mi uniforme ulqomanopudiera abrirme paso entre las filasulqomanas, los besźelíes me detendrían y elfrancotirador estaba ya demasiado lejos comopara que pudiera atraparlo. Vacilé. «Dhatt,pide ayuda por radio, vigila a Bowden», grité,después me di la vuelta y corrí en dirección

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contraria, hacia Ul Qoma de nuevo, hacia elcoche de Dhatt.

La gente se apartó de mi camino: meveían llegar con el blasón de la militsya y lapistola que tenía en la mano y se dispersaban.La militsya vio a uno de los suyos en buscade algo y no me detuvo. Puse las luces deemergencia y encendí el motor.

Pisé a fondo e hice aullar el coche,esquivando a los conductores locales yextranjeros hasta salir al perímetro exterior dela Cámara Conjuntiva. La sirena meconfundió, no estaba acostumbrado a lassirenas de Ul Qoma, un nino-nino-nino muchomás quejumbroso que el de nuestros coches.El tirador estaba, o tenía que estarlo, tratandode abrirse camino a través del tropel deviajeros aturdidos y aterrorizados quecruzaban el túnel. Las luces y la sirena delcoche despejaban la carretera a mi paso, deforma ostentosa en Ul Qoma y en los

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topolganger de las calles de Besźel con eltípico pánico mudo que genera una tragediaextranjera. Giré a la derecha con un volantazoy tropecé con los raíles del tranvía de Besźel.

¿Dónde estaba la Brecha? Pero no habíaocurrido ninguna brecha.

No había ocurrido ninguna brecha, perohabían asesinado a una mujer, con tododescaro a través de la frontera. Agresión, unasesinato y un intento de asesinato, peroaquellas balas habían cruzado el control de laCámara Conjuntiva, a través del punto deencuentro. Un crimen abyecto, complicado,perverso, pero en el diligente cuidado que elasesino había puesto (al situarse justo en elpunto donde podía mirar abiertamente losúltimos metros del camino hacia Besźel, porencima de la frontera física y dentro de UlQoma, y así poder apuntar con precisión a eseúnico conducto entre las dos ciudades) aquelasesinato se había perpetrado con un

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escrupuloso respeto por los límites de lasciudades, por la membrana que separaba UlQoma y Besźel. No había ninguna brecha, laBrecha no tenía ningún poder ahí y ahora solola policía de Besźel estaba en la misma ciudadque el asesino.

Volví a girar a la derecha. Estaba en elmismo lugar donde había estado una horaantes, en la calle Weipay de Ul Qoma, quecompartía la entramada latitud-longitud con laentrada besźelí a la Cámara Conjuntiva.Conducía tan cerca como me permitía lamuchedumbre, frenaba de golpe. Salí delcoche y me subí al techo: no pasaría muchotiempo hasta que la policía ulqomana viniera apreguntarle a su supuesto colega lo que estabahaciendo, pero de momento salté al techo delcoche. Después de un momento de vacilacióndecidí no mirar hacia el túnel donde losbesźelíes escapaban del ataque. Miré encambio a mi alrededor, a Ul Qoma, y después

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en dirección a la sala, sin cambiar miexpresión, sin revelar nada que pudiera dar laimpresión de que estaba mirando a ningunaotra parte que no fuera Ul Qoma. Mi conductaestaba fuera de toda sospecha. Lasintermitentes luces de los coches de policía mepintaban las piernas de azul y rojo.

Me permití advertir lo que estabasucediendo en Besźel. Aún había muchaspersonas más que intentaban entrar en laCámara Conjuntiva que las que salían de allí,pero cuando el pánico de su interior empezó apropagarse se produjo un peligroso reflujo.Empezó el alboroto, filas que se daban lavuelta y aquellos que no sabían lo que habíanvisto u oído cortaban el paso de los que sí losabían y trataban de huir. Los ulqomanosdesvieron la melé besźelí, apartaron la miraday cruzaron la carretera para evitar el peligroextranjero.

—Salid, salid…

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—Dejadnos pasar, ¿qué…?Entre los coágulos y los grumos de los

aterrorizados fugitivos vi a un hombre quecorría. Me llamó la atención por el cuidadoque ponía en intentar no correr muy rápido,hacerse pequeño, levantar la cabeza. Creí queera, después que no, después que sí, elhombre que había disparado. Se abrió paso aempujones hasta la última familia que gritabay una caótica fila de policzai de Besźel quetrataba de imponer el orden sin saber muybien qué hacer. Se abrió paso a empujones yconsiguió salir, girar, y después alejarsecaminando con aquel apresurado peroprudente paso.

Tuve que haber hecho algún ruido.Desde luego, en los últimos metros, el asesinomiró hacia atrás. Lo vi mirarme y desverautomáticamente, a causa de mi uniforme,porque estaba en Ul Qoma, pero inclusocuando bajó la mirada se dio cuenta de algo y

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empezó a alejarse más deprisa aún. Lo habíavisto antes, pero no sabía dónde. Miré a mialrededor desesperado, sin embargo ningunode los policzai de Besźel sabía que había queperseguirlo, y yo estaba en Ul Qoma. Bajé deun salto del techo del coche y caminé deprisatras el asesino.

A los ulqomanos los aparté de mi caminoa empujones, los besźelíes intentabandesverme, pero tenían que escabullirse parano encontrarse conmigo. Vi sus miradas deespanto. Avancé más rápido que el asesino.Fijé la mirada no en él, sino en algún punto deUl Qoma que le dejara aun así en mi campode visión. No lo perdía de vista, pero sinfijarme directamente, dentro de la legalidad.Crucé la plaza y dos ulqomanos de la militsyaa los que sobrepasé me gritaron algunapregunta que yo ignoré.

El hombre debía de haber oído el ruidode mis pasos. Estaba a algunos metros de él

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cuando se giró. Abrió los ojos de par en parsorprendido de verme, algo que, prudenteincluso entonces, no mantuvo mucho tiempo.Me identificó. Miró hacia atrás, hacia Besźel,y caminó más aprisa, trotando en diagonalhacia ErmannStrász, una calle amplia, detrásde un tranvía con destino a Kolyub. En UlQoma, la calle en la que estábamos se llamabaSaq Umir. También yo apreté el paso.

Dirigió otra mirada fugaz hacia atrás yaceleró, corriendo entre la multitud debesźelíes y mirando rápidamente a cada ladoal interior de las cafeterías iluminadas porvelas de colores, al interior de las librerías deBesźel: en Ul Qoma eran callejas mástranquilas. Tendría que haber entrado en unatienda. Quizá no lo hizo porque tendría quelidiar con el entramado de multitudes enambas aceras, o quizá su cuerpo se rebelaba atener que vérselas con callejones sin salida,calles cortadas mientras lo perseguían.

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Empezó a correr.El asesino giró a la izquierda y entró en

una calle más pequeña por donde lo seguí detodos modos. Corría rápido. Ahora era másrápido que yo. Corría como un soldado. Ladistancia entre ambos se hizo más grande. Losque atendían en los puestos de venta y loscaminantes de Besźel miraban fijamente alasesino; los de Ul Qoma me miraban a mí. Mipresa tiró un cubo de basura para bloquearmeel camino, con mayor habilidad de la que yome sentía capaz. Sabía hacia dónde estabayendo. Los cascos antiguos de Besźel y de UlQoma están íntimamente entramados: una vezse llega al borde, empiezan las separaciones,las zonas íntegras y álter. No era esta, ni podíaserlo, una persecución. Solo dos aceleracionesdistintas. Corrimos, él en su ciudad, y detrásde él, lleno de ira, yo en la mía.

Grité sin palabras. Una anciana me clavóla mirada. No lo estaba mirando, seguía sin

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mirarlo a él, sino a Ul Qoma, con fervor,legalmente, a sus luces, sus grafitis, suscaminantes, siempre a Ul Qoma. Estaba juntoa unos raíles de hierro enroscados al estilotradicional de Besźel. Demasiado lejos. Estabajunto a una calle íntegra, una calle que erasolo de Besźel. Se detuvo para mirar en midirección mientras yo intentaba recuperar elaliento.

Durante ese breve espacio de tiempo,demasiado corto para que le pudieran acusarde crimen alguno, aunque de formaclaramente deliberada, me miró a los ojos. Loconocía, no sabía de dónde. Me miró en elumbral de aquella geografía solo extranjera yesbozó una sonrisa triunfal. Dio un paso haciael espacio donde ningún ulqomano podíaentrar.

Levanté la pistola y disparé.Le disparé en el pecho. Vi su sorpresa

cuando cayó. Llegaban gritos de todas partes,

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primero por el disparo, después por el cuerpoy la sangre, y casi de inmediato de toda lagente que la había visto, por esa horribletransgresión.

—¡Brecha!—¡Brecha!Pensé que era la conmocionada

declaración de aquellos que habíanpresenciado el crimen, pero surgieron unasfiguras oscuras de un lugar en el que unosmomentos antes no había habido ningúnmovimiento significativo, solo remolinosindeterminados, los confusos y sin rumbo, yaquellos recién llegados con rostros taninmóviles que resultaba difícil reconocerloscomo rostros eran los que decían la palabra.Era al mismo tiempo la afirmación del crimeny de la identidad.

«Brecha.» Algo de facciones sombríasme agarró de tal modo que no habría podidoliberarme, si hubiera querido hacerlo. Alcancé

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a ver unas siluetas oscuras que cubrían elcadáver del asesino que yo había matado. Unavoz cerca de mi oído. «Brecha.» Una fuerzaque me apartaba de allí sin apenas esfuerzo,rápido, rápido tras las velas de Besźel y elneón de Ul Qoma, por caminos que no teníansentido en ninguna ciudad.

«Brecha.» Y algo me tocó y me precipitéen la oscuridad, lejos de la vigilia y de laconsciencia, con el sonido de aquella palabra.

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Tercera parte La Brecha

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Capítulo 23

No era una oscuridad silenciosa. No erauna oscuridad sin intrusiones. Había en ellapresencias que me hacían preguntas que nosabía contestar, preguntas que me llegabancon un apremio que me era imposibleresponder. Aquellas voces me repetían una yotra vez: «brecha». Aquello que me habíatocado me envió no a un silencio sinpensamientos sino a una arena de sueñosdonde yo era la presa.

Me acordé de eso más tarde. En elmomento de despertar lo hice sin serconsciente del tiempo que había pasado. Cerrélos ojos en las calles entramadas del cascoantiguo de ambas ciudades; los volví a abrir,sin aliento, en una habitación.

Era gris, sin ninguna decoración. Unahabitación pequeña. Estaba metido en una

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cama, no, encima de ella. Estaba tumbadoencima de las sábanas con una ropa que noreconocía. Me incorporé.

El suelo era gris, de caucho con marcasde rozaduras, una ventana por donde meentraba algo de luz, paredes altas y grises,agrietadas y con algunas manchas. Unescritorio y dos sillas. Como una oficinadescuidada. Un cristal oscuro de formasemiesférica en el techo. No se escuchabaningún ruido.

Pestañeaba, de pie, de ninguna maneratan aturdido como sentía que debía de haberloestado. La puerta estaba cerrada. La ventanase elevaba demasiado como para que pudieramirar a través de ella. Di un salto que hizo quela cabeza me diera un poco de vueltas, pero loúnico que vi fue el cielo. La ropa que llevabapuesta estaba limpia y era de una terribleindefinición. Era prácticamente de mi talla. Meacordé de lo que había estado conmigo en la

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oscuridad y entonces el corazón me latió confuerza y mi respiración se volvió más agitada.

La falta de ruidos era enervante. Meagarré al borde inferior de la ventana y con losbrazos temblorosos me impulsé hacia arribapara ver mejor. Al no haber ningún lugardonde pudiera apoyar mis pies no logrémantener esa postura durante mucho tiempo.Debajo de mí se desplegaba una vista detejados. Tejas de pizarra, antenas parabólicas,superficies planas de cemento, vigas y antenasprominentes, cúpulas bulbosas, torreshelicoidales, tanques de gas, la parte trasera delo que podían ser unas gárgolas. No sabíadónde estaba, ni lo que podría estarescuchando detrás del cristal, vigilando desdeel exterior.

—Siéntese.Me dejé caer de golpe al oír la voz. Me

levanté con dificultad y me di la vuelta.Había alguien de pie en la entrada. Con la

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luz que le iluminaba por la espalda, era unasilueta oscura, como una ausencia. Cuando seadelantó, vi que era un hombre quince oveinte años mayor que yo. Fuerte, grueso y depoca altura, vestido con ropas tan indefinidascomo las mías. Detrás de él había más gente:una mujer de mi edad, otro hombre algomayor que los dos. En sus rostros no habíaninguna expresión de acercamiento. Parecíanla arcilla moldeada con forma humana justoantes de que Dios le insuflara vida.

—Siéntese. —El hombre mayor señaló lasilla—. Salga de esa esquina.

Era verdad. Estaba arrinconado en laesquina. Ahora lo vi. Calmé mis pulmones yme enderecé. Aparté las manos de las paredes.Adopté la postura de una persona.

Después de un tiempo, dije:—Qué embarazoso. —Y luego—:

Discúlpenme. —Me senté donde me habíaindicado el hombre. Cuando pude controlar mi

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voz, dije—: Me llamo Tyador Borlú, ¿yusted?

El hombre se sentó y me miró, con lacabeza inclinada hacia un lado, impersonal ycurioso como un pájaro.

—Brecha —dijo.—Brecha —repetí. Inspiré trémulamente

—. Sí, Brecha.Al final, el hombre habló:—¿Qué se esperaba? ¿Qué espera?¿Había ido demasiado lejos? En cualquier

otro momento lo habría sabido. Mirabainquieto a mi alrededor como si quisieraatisbar algo que se ocultaba casi invisible enlas esquinas. Con los dedos índice y corazónde la mano derecha señaló a mis ojos ydespués a los suyos y dijo: «Míreme». Yoobedecí.

El hombre me miró por debajo de lascejas. «La situación», dijo. Me di cuenta deque los dos estábamos hablando en besź. Él

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no parecía besźelí, ni ulqomano, pero estabaclaro que no era europeo ni norteamericano.Tenía un acento neutro.

—Ha cometido una brecha, TyadorBorlú. De forma violenta. Ha matado a unhombre. —Me volvió a mirar—. Ha disparadodesde Ul Qoma hasta el interior de lamismísima Besźel. Así que se encuentra en laBrecha. —Entrelazó las manos. Los finoshuesos se le movían debajo de la piel: igualque los míos—. Se llamaba Yorjavic. Elhombre al que mató. ¿Se acuerda de él?

—Yo…—Ya lo conocía.—¿Cómo lo sabe?—Nos lo dijo usted. Nosotros decidimos

cómo ha de quedar inconsciente, cuántotiempo, lo que ve y lo que dice mientras estáallí, cuándo despierta. ¿De qué lo conocía?

Sacudí la cabeza, pero…—De los Ciudadanos Auténticos —dije

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de repente—. Estaba allí cuando losinterrogué.

El que había llamado a Gosz, el abogado.Uno de los tipos duros y chulitos de losnacionalistas.

—Fue soldado —dijo el hombre—. Seisaños en las Fuerzas Aéreas de Besźel.Francotirador.

No me sorprendió. Fue un tiro increíble.—¡Yolanda! —Levanté la mirada—.

Jesús, Dhatt. ¿Qué ocurrió?—El detective jefe Dhatt no podrá volver

a mover el brazo derecho como antes, pero seestá recuperando. Yolanda Rodríguez estámuerta. —Me miró—. El disparo que dio aDhatt iba destinado a ella. Fue el segundodisparo el que le voló la cabeza.

—Maldita sea. —Durante algunosmomentos solo podía mirar al suelo—. ¿Losabe su familia?

—Sí.

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—¿Alguien más resultó herido?—No. Tyador Borlú, ha cometido una

brecha.—¡Él la mató! No sabe qué más ha…El hombre se reclinó en su asiento. Yo ya

había amagado con la cabeza un gesto dedisculpa, de desesperanza, cuando él dijo:

—Yorjavic no ha cometido ningunabrecha, Borlú. Disparó por encima de lafrontera, en la Cámara Conjuntiva. Nuncahizo una brecha. Puede que los abogadosdiscutan: ¿se cometió el crimen en Besźel,donde apretó el gatillo, o en Ul Qoma, dondedieron las balas? ¿O quizá en ambas? —Extendió las manos con un grácil gesto de «¿aquién le importa?»—. Nunca cometió unabrecha. Usted sí. Así que por eso está ahoraaquí, dentro de la Brecha.

La comida llegó cuando se marcharon.Pan, carne, fruta, queso, agua. Cuandoterminé de comer, empujé y tiré de la puerta,

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pero moverla era imposible. Toqué la pinturacon la punta de los dedos, pero no era másque pintura desconchada o aquellos mensajesestaban escritos en un código más arcano delque yo era capaz de descifrar.

Yorjavic no era el primer hombre al quehabía disparado, ni siquiera el primero al quehabía matado, aunque tampoco había matadoa muchos. Nunca antes había disparado a unhombre que no me estuviera apuntando. Mepreparé para los temblores. El corazón se meiba a salir del pecho, pero era por el lugar en elque me encontraba, no por la culpa.

Estuve solo mucho tiempo. Caminé porla habitación de cuantas formas se meocurrieron, miré la cámara escondida dentrode la media esfera. Me encaramé para volvera contemplar los tejados a través de laventana. Cuando la puerta se volvió a abrir, laluz del crepúsculo se filtró por debajo de ella.Entró el mismo trío de antes.

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—Yorjavic —dijo el hombre de másedad, de nuevo en besź—. Sí que cometió unabrecha, en un sentido. Cuando usted ledisparó necesariamente le obligó a cometerla.Las víctimas de una brecha siempre cometenuna brecha a su vez. Interactuó mucho con UlQoma, así que sabemos bastante sobre él.Alguien le había dado instrucciones. No losCiudadanos Auténticos. Así es como están lascosas —añadió—. Usted ha cometido unabrecha, así que es nuestro.

—¿Qué va a pasar ahora?—Lo que nosotros queramos. El que

hace una brecha nos pertenece.Podrían hacerme desaparecer sin ninguna

dificultad. No se oían más que rumores de loque eso significaba. Nadie había escuchadojamás el relato de alguien que hubiese sidoapresado por la Brecha y, ¿cómo se diría?,que hubiera cumplido su condena. O esa genteera verdaderamente discreta o nunca liberaban

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a nadie.—El hecho de que usted no vea la

justicia de lo que hacemos no lo hace menosjusto, Borlú. Piense en esto, si así lo quiere,como su juicio.

»Díganos lo que hizo y por qué, ypodremos contemplar alguna acción. Tenemosuna brecha que enmendar. Hay que llevar acabo las investigaciones: podemos hablar conaquellos que no han cometido ninguna brecha,si es relevante y lo podemos demostrar.¿Entendido? Hay sanciones más o menosseveras. Tenemos su historial. Usted espolicía.

¿Qué quería decir? ¿Eso nos convertía encolegas? No dije nada.

—¿Por qué hizo esto? Cuéntenoslo.Cuéntenos lo que sabe de Yolanda Rodríguez,y de Mahalia Geary.

No dije nada durante bastante tiempo,pero no tenía ningún plan.

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—¿Saben eso? ¿Qué es lo que saben?—Borlú.—¿Qué hay ahí fuera? —Señalé hacia la

puerta. Habían dejado una rendija abierta.—Ya sabe dónde está. Lo que hay ahí

fuera ya lo verá. En qué condiciones, dependede lo que haga y lo que nos diga ahora.Díganos cómo ha llegado aquí. Háblenos deesta conspiración de idiotas que vuelve aaparecer después de tanto tiempo. Borlú,háblenos de Orciny.

La luz sepia que venía del pasillo eratodo lo que dejaban encendido parailuminarme, una cuña, una franja deresplandor insuficiente que dejaba a miinterrogador en la sombra. Tardé horas encontarle el caso. No falseé nada porque ellosya tenían que estar al corriente de todo.

—¿Por qué hizo aquella brecha? —preguntó el hombre.

—No tenía intención de hacerlo. Quería

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ver adónde iba el hombre que habíadisparado.

—Entonces ya era una brecha. Él estabaen Besźel.

—Sí, pero ya lo sabe. Ya sabe que esopasa todo el tiempo. Cuando sonrió, el aspectoque tenía, yo… Pensé en Mahalia y enYolanda… —Me acerqué despacio a lapuerta.

—¿Cómo sabía él que usted estaría allí?—No lo sé —dije—. Es un nacionalista,

y loco además, pero está claro que tienecontactos.

—¿Dónde encaja Orciny en todo esto?Intercambiamos nuestras miradas.—Le he contado todo lo que sé —dije.Me llevé las manos a la cara y miré por

encima de las puntas de los dedos. Daba laimpresión de que el hombre y la mujer queesperaban en la puerta no estaban prestandoatención. Corrí con todas mis fuerzas hacia

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allí, creyendo que no se daban cuenta. Uno deellos, no sé cuál, me enganchó en el aire y melanzó contra la pared al otro lado de lahabitación. Alguien me golpeó, debió de ser lamujer, pues otro me tiraba de la cabeza y elhombre seguía apoyado en el quicio de lapuerta. El hombre de mayor edad estabasentado en la mesa, esperando.

La mujer estaba sentada a horcajadassobre mi espalda y me tenía inmovilizado conalgún tipo de llave alrededor del cuello.

—Borlú, está dentro la Brecha. Estahabitación es el lugar donde está teniendolugar su juicio —dijo el hombre más viejo—.Y puede ser donde termine. Ahora está másallá de la ley; es aquí donde se toma ladecisión, y la decisión somos nosotros. Unavez más. Díganos cómo este caso, esta gente,estos asesinos, se relacionan con la historia deOrciny.

Después de algunos instantes, le dijo a la

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mujer:—¿Qué estás haciendo?—No se está ahogando.Estaba, hasta donde me permitía su

inmovilización, riéndome.—Esto no tiene nada que ver conmigo —

dije al final, cuando pude hacerlo—. Diosmío. Están investigando sobre Orciny.

—No existe ninguna Orciny —dijo elhombre.

—Eso me dicen todos. Y aun así siguenpasando cosas, la gente sigue desapareciendoo muriendo, y siempre sale esa palabra, una yotra vez, Orciny.

La mujer me dejó libre. Me senté en elsuelo y sacudí la cabeza por todo aquello.

—¿Sabe por qué ella nunca acudió austedes? —pregunté—. Yolanda pensaba queustedes eran Orciny. Si le decías: «¿Cómopodría existir un lugar entre la ciudad y laciudad?» te respondía: «¿Crees en la Brecha?

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¿Dónde se supone que está?». Pero estabaequivocada, ¿verdad? Ustedes no son Orciny.

—Orciny no existe.—Entonces ¿por qué me preguntan todo

esto? ¿De qué he estado huyendo estos días?He visto a Orciny, o a algo que se le parecíamucho, disparar a mi compañero. Ya sabenque sí, que he cometido una brecha: ¿por quéles importa todo lo demás? ¿Por qué no mecastigan?

—Como decimos…—¿Qué? ¿Es por piedad? ¿Justicia? Por

favor… Si hay algo más entre Besźel y UlQoma, ¿dónde les deja todo eso? Estánbuscando algo. Porque ha vuelto de repente.No saben dónde está Orciny, o qué estápasando. Tienen… —Al diablo—. Tienenmiedo.

La mujer y el hombre más joven semarcharon y regresaron con un viejoproyector y un cable que arrastraban por todo

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el pasillo. Lo manipularon, este emitió unzumbido e hizo que la pared se convirtiera enuna pantalla. Proyectó escenas de uninterrogatorio. Sentado aún en el suelo, meeché hacia un lado para ver mejor.

El sujeto al que estaban interrogando eraBowden. Un chasquido de estática y empezóa hablar en ilitano, vi que los que leinterrogaban eran de la militsya.

—… no sé qué ha pasado. Sí, ¡sí!, meescondía porque alguien iba a por mí. Alguienestaba intentando matarme. Y cuando supeque Borlú y Dhatt iban a salir, no sabía sipodía confiar en ellos, pero pensé que quizápudieran sacarme también a mí.

—¿… una pistola?La voz del interrogador sonaba muy

apagada.—Porque alguien estaba intentando

matarme, por eso. Sí, tenía una pistola. Sepuede conseguir una en cualquier esquina del

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este de Ul Qoma, como ya saben. Llevo añosviviendo aquí, ¿no?

(Algo.)—No.—¿Por qué no?Eso sí se oyó.—Porque no existe Orciny —dijo

Bowden.(Algo.)—Bueno, me importa un carajo lo que

piensen, o lo que pensara Mahalia, o lo quedijera Yolanda, o lo que esté insinuandoDhatt, y no tengo ni idea de quién me llamó.Pero ¡ese lugar no existe!

Después de un fuerte crujido del afligidoaudio-vídeo, apareció Aikam. No hacía másque llorar y llorar. Le hacían preguntas, peroél las ignoraba y seguía llorando.

La imagen cambió y apareció Dhatt en ellugar de Aikam. No llevaba puesto el uniformey tenía el brazo en cabestrillo.

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—¡No tengo ni puta idea! —gritó—.Preguntádselo a Borlú, que parece sabermejor que yo qué coño está pasando.¿Orciny? No, no lo sé, joder, porque no soyun niño, pero la cosa es que aunque resultaobvio que Orciny no es más que una putagilipollez, está pasando algo, la gente sigueconsiguiendo información que no deberíanpoder conseguir y hay otras personas quereciben un tiro en la cabeza de alguna fuerzadesconocida. Putos chavales. Fue por eso queacepté ayudar a Borlú, aunque fuera ilegal, asíque si me vais a quitar la puta placa, adelante,joder. Y sois libres de no creer en Orciny, yotampoco me creo una mierda. Pero mantenedla cabeza agachada en caso de que esa ciudadinexistente os dispare en la puta cara. ¿Dóndeestá Tyador? ¿Qué le habéis hecho?

La imagen se quedó detenida en la pared.Los interrogadores me miraron bajo la luz delsobredimensionado gruñido monocromático de

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Dhatt.—Y bien —dijo el hombre de más edad.

Señaló a la pared con un gesto de cabeza—.Ya ha oído a Bowden. Lo que está pasando.¿Qué sabe sobre Orciny?

La Brecha no era nada. No es nada. Esun lugar común, bastante simple. La Brechano tiene embajadas, ni ejército, nada que ver.La Brecha no tiene moneda oficial. Si cometesuna, te envolverá. La Brecha es un vacío llenode policías rabiosos.

El rastro que llevaba y volvía a llevarhasta Orciny sugería una transgresiónsistémica, secretas normas paralelas, unaciudad parasitaria donde no debería habernada en absoluto, nada excepto la Brecha. Sila Brecha no era Orciny, ¿qué sería sino unacaricatura de sí misma, habiéndolo dejadopasar durante siglos? Por eso mi interrogador,cuando me preguntó: «¿Existe Orciny?» enrealidad me estaba preguntando: «¿Estamos

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en guerra?».Les ofrecí mi colaboración para que la

consideraran. Osado de mí, negocié. «Losayudaré…», no dejaba de repetir, con unapausa larguísima, una elipsis que daba aentender un «a condición de…». Quería a losasesinos de Mahalia Geary y de YolandaRodríguez, y ellos lo sabían, pero no era tannoble como para no negociar. Que existiera laposibilidad de un trueque, un camino, unapequeña oportunidad de que pudiera volver asalir de la Brecha, resultaba embriagador.

—Estuvieron a punto de venir a por míuna vez —dije. Habían estado observándome,cuando me acerqué topordinariamente a micasa—. Y bien, ¿somos socios? —pregunté.

—Usted ha hecho una brecha. Pero serámejor para usted si nos ayuda.

—¿De verdad creen que Orciny losmató? —dijo el otro hombre.

¿Acabarían conmigo cuando existía una

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pequeña posibilidad de que Orciny estuvieraahí, emergiendo a la superficie, y sin quenadie la hubiera aún encontrado? Con supoblación caminando por las calles, desvistospor los habitantes de Besźel y de Ul Qoma, alpensar que estaban en la otra ciudad.Escondidos como libros en una biblioteca.

—¿Qué pasa? —preguntó la mujer al vermi cara.

—Les he contado lo que sé, y no esmucho. Es Mahalia quien de verdad sabía loque estaba pasando, y está muerta. Pero antesdejó algo. Se lo contó a una amiga. Le dijo aYolanda que se había dado cuenta de laverdad cuando repasaba sus notas. No hemosencontrado nada sobre eso. Pero sé cómotrabajaba. Sé dónde están.

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Capítulo 24

Salimos del edificio (la base, llamémoslaasí) por la mañana, acompañados del hombremayor, Brecha, y me di cuenta de que nosabía en qué ciudad estábamos.

Me había quedado hasta tarde viendoimágenes de interrogatorios, de Ul Qoma y deBesźel. Un guardia de la frontera de Besźel yun ulqomano, paseantes de ambas ciudadesque no sabían nada. «La gente empezó agritar…» Conductores junto a los cualeshabían pasado las balas.

—Corwi —dije al ver que su rostroaparecía en la pared.

«¿Entonces dónde está?» Alguna rarezade la grabación hacía que su voz sonase muylejana. Estaba enfada y trataba de controlarse.«¿En qué coño se ha metido el jefe? Sí,quería que lo ayudara a pasar a alguien.» Eso

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es todo lo que sacaron, una y otra vez, losinterrogadores de Besźel. La amenazaron conquitarle el trabajo. Ante eso reaccionó con elmismo despecho que Dhatt, pero fue máscauta a la hora de escoger las palabras. Nosabía nada.

Brecha me enseñó fragmentos de alguienque interrogaba a Biszaya y a Sariska. Biszayalloraba.

—Esto no me impresiona, es crueldadpura y dura.

Las secuencias más interesantes fueronlas de los colegas que tenía Yorjavic dentrodel nacionalismo más extremista de Besźel.Reconocí a algunos de los que habían estadocon él. Miraban malhumorados a susinterrogadores, la policzai. Unos pocos senegaron a hablar excepto en compañía de susabogados. Algunos interrogatorios se llevarona cabo con rudeza: un agente que se inclinósobre la mesa y se lió a puñetazos con la cara

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de un hombre.«¡Hostia, joder», gritó el hombre.

«Estamos en el mismo bando, gilipollas. Eresbesźelí, no eres un puto ulqomano ni la putaBrecha…»

Con arrogancia, neutralidad,resentimiento o incluso, a menudo,conformidad y cooperación, los nacionalistasnegaron saber algo de la acción de Yorjavic.«Nunca he oído hablar de esa mujerextranjera, nunca había dicho nada de ella.¿Es una estudiante?», preguntó uno.«Hacemos lo correcto para Besźel. Y no hacefalta saber por qué, pero…» El hombre al quemirábamos hacía gestos agónicos con lasmanos, trazaba figuras para intentar explicarsesin reproches.

«Somos soldados, joder. Como vosotros.Por Besźel. Así que, si te enteras de que hayque hacer algo, si te dan instrucciones, comoque hay que advertir a alguien, rojos,

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unionistas, traidores, o te enteras de que sereúnen los lameculos de la Brecha o lo quesea, entonces tienes que hacerlo, de acuerdo.Pero sabes por qué. No preguntas, peroentiendes que hay que hacer algo, la mayoríade las veces. Pero no entiendo por qué estachica, Rodríguez… No creo que lo hiciera, ysi lo hizo no creo…» Parecía enfadado. «Noentiendo por qué.»

—Claro que tienen contactos en elGobierno —dijo mi interlocutor de la Brecha—. Pero con algo tan difícil de analizar, esfactible pensar que Yorjavic quizá no fuera unCiudadano Auténtico. O que no era solo eso,sino un agente de una organización mássecreta.

—O un lugar más secreto —repliqué—.Pensé que lo vigilabais todo.

—Ninguno ha cometido una brecha. —Colocó papeles delante de mí—. Esto es loque la policzai de Besźel ha descubierto en la

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investigación al registrar el apartamento deYorjavic. No hay nada que lo relacione conalgo parecido a Orciny. Mañana nos vamostemprano.

—¿Cómo habéis conseguido todo esto?—pregunté cuando sus compañeros y él selevantaron. Mientras se marchaba, Brecha memiró con un rostro inexpresivo pero defulminante mirada.

Volvió a la mañana siguiente, después deuna noche de no pegar ojo. Lo estabaesperando.

Agité los papeles.—Si damos por sentado que mis colegas

han hecho bien su trabajo, aquí no hay nada.Entran algunos ingresos de tanto en tanto,pero tampoco mucho, podría ser cualquiercosa. Pasó el examen hace algunos años, teníapermiso para cruzar, nada extraño, aunquecon sus ideas políticas… —Me encogí dehombros—. Suscripciones, libros,

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asociaciones, historial militar, antecedentespenales, lugares favoritos, y todo lo que loseñala como el típico nacionalista violento.

—La Brecha lo ha vigilado. Como atodos los disidentes. Ningún indicio que señaleconexiones sospechosas.

—Orciny, quiere decir.—Ningún indicio.Me apremió para que saliera de la

habitación. En el pasillo, la misma pinturadesconchada, una alfombra raída ydescolorida, una sucesión de puertas. Oí lospasos de otros y cuando giramos para encararunas escaleras pasó cerca de nosotros unamujer a la que mi compañero prestó unmomento de atención. Pasó después unhombre y llegamos a un vestíbulo con másgente. La ropa que llevaban puesta sería legaltanto en Besźel como en Ul Qoma.

Oí una conversación en ambos idiomas,y en un tercero, una mezcla o lenguaje antiguo

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que combinaba ambos. Oí el sonido de unasteclas. No se me pasó por la cabeza salircorriendo ni atacar a mi acompañante y tratarde escapar. Lo admito. Estaba muy vigilado.

Pasamos cerca de un despacho cuyasparedes estaban llenas de tableros de corchoforrados con notas, estanterías con carpetas.Una mujer sacaba papel de una impresora.Sonó el timbre de un teléfono.

—Vamos —dijo el hombre—. Dijo quesabía dónde encontrar la verdad.

Había puertas dobles, puertas que dabanal exterior, estuviera donde estuviera aquello.Las atravesamos y fue entonces, cuando meengulló la luz, cuando me di cuenta de que nosabía en qué ciudad estábamos.

Después del pánico que sentí en elentramado, me di cuenta de que aquello debíade ser Ul Qoma: que allí se encontrabanuestro destino. Seguí a mi acompañante calleabajo.

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Inspiré profundamente. Era una mañanaruidosa, el cielo estaba cubierto pero no llovía,una mañana bulliciosa. También fría: el vientome cortó la respiración. Me sentíaagradablemente desorientado por el gentío,por el movimiento de ulqomanos envueltos ensus abrigos, el rugido de los coches que semovían despacio en aquella calle casipeatonal, los gritos de los vendedoresambulantes, de los puestos de ropa, decomida, de libros. Desví todo lo demás. Seoyó el rasgueo de los cables sobre nuestrascabezas cuando uno de los globos ulqomanoscabeceaba contra el viento.

—No hace falta que te diga que no corras—dijo el hombre—. No hace falta que te digaque no grites. Sabes que puedo detenerte.Sabes que hay más gente que te vigila. Estásdentro de la Brecha. Llámame Ashil.

—Tú ya sabes cómo me llamo.—Mientras estés conmigo, eres Tye.

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Tye, como Ashil, no era un nombretradicional besźelí, ni tampoco ulqomano, sinoque podía tener cualquiera de los dosorígenes. Ashil me guió a través de un patio,debajo de las fachadas de figuras y decampanas, de pantallas donde se desplegaba lainformación bursátil. No sabía dóndeestábamos.

—Tienes hambre —dijo Ashil.—Puedo esperar.Me llevó por una calle secundaria, otra

calle adyacente donde los puestos ulqomanossituados junto a un supermercado vendíansoftware y baratijas. Me cogió del brazo ydirigió mis pasos, pero yo titubeé porque noveía nada de comida cerca excepto, y tiré deél un momento, puestos en los que vendíanbollos y pan, pero estaban en Besźel.

Intenté desverlos, pero no había ningunaduda: el origen de aquel olor que había estadodesadvirtiendo era nuestro destino. «Camina»,

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dijo, y me guió a través de la membrana entrelas dos ciudades; levanté el pie en Ul Qoma ylo volví a bajar en Besźel, donde esperaba eldesayuno.

Detrás de nosotros había una mujerulqomana con el pelo punki de colorframbuesa que liberaba móviles. Nos miró unsegundo sorprendida, después consternada;luego vi que nos desveía en el acto cuandoAshil pidió comida en Besźel.

El hombre pagó con marcos besźelíes.Puso el plato de papel en mi mano, me hizodar la vuelta para cruzar la carretera hasta elsupermercado. El supermercado estaba en UlQoma. Compró un cartón de zumo de naranjacon un dinar y me lo dio.

Sostuve en las manos la comida y elzumo. Me guió hasta la mitad de la calleentramada.

Sentí que la vista se liberaba como lasacudida de un plano de Hitchcok, alguna

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artimaña con la grúa y la profundidad decampo de forma que la calle se estiró ycambió el enfoque. Todo cuanto había estadodesviendo saltó de repente al primer plano.

Me llegaron el olor y el sonido: los gritosde Besźel; el sonido de los relojes de lastorres; el traqueteo del viejo metal y lapercusión de los tranvías; el olor de laschimeneas; los viejos aromas; llegaron todoscomo en una marea, con las especias y losgritos en ilitano de Ul Qoma, el martilleo de unhelicóptero de la militsya, el rugido de loscoches alemanes. Los colores de la luz de UlQoma y de las mercancías de plástico de lasvitrinas ya no difuminaban el ocre y la piedrade su ciudad vecina, de mi hogar.

—¿Dónde estás? —preguntó Ashil.Habló con la voz tan baja para que solo yopudiera oírle.

—Yo…—¿Estás en Besźel o en Ul Qoma?

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—En ninguna. Estoy dentro de laBrecha.

—Estás aquí conmigo. —Nos movimos através del gentío entramado de la mañana—.Dentro de la Brecha. Nadie sabe si te estáviendo o desviendo. Que no vacilen tus pasos.No estás en ninguna: estás en las dos.

Me golpeó ligeramente con los dedos enel pecho.

—Respira.Me llevó hasta el metro de Ul Qoma,

donde me senté inmóvil como si los restos deBesźel se me hubieran pegado al cuerpo comotelarañas y pudieran asustar a los demáspasajeros, luego salimos y cogimos un tranvíaen Besźel, y me sentí bien, como si hubieravuelto a casa, ilusoriamente. Atravesamos apie las dos ciudades. Aquella sensación defamiliaridad de Besźel fue reemplazada poruna extrañeza mucho más intensa. Nosdetuvimos junto a la fachada de cristal y acero

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de la biblioteca universitaria de Ul Qoma.—¿Qué harías si echara a correr? —le

pregunté. Él no dijo nada.Ashil cogió una funda de cuero de lo más

corriente y le enseñó al guardia el sello de laBrecha. El hombre lo miró sin quitarle la vistade encima durante algunos segundos, despuésse levantó de su asiento como un resorte.

—Ay, Dios mío —dijo. Era inmigrante,de Turquía a juzgar por su ilitano, perollevaba allí el tiempo suficiente como paraentender lo que vio—. Esto… Usted, ¿en quépuedo…?

Ashil le indicó con la mano que sesentara de nuevo y siguió caminando.

Esta biblioteca era más nueva que suanáloga de Besźel.

—No tendrá signatura —dijo Ashil.—Precisamente —le contesté.Consultamos el mapa y su leyenda. Los

libros de historia de Besźel y de Ul Qoma, que

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habían colocado en listas cuidadosamenteseparadas pero en estanterías contiguas,estaban en el cuarto piso. Los estudiantesconfinados dentro de sus cubículos miraron aAshil cuando pasó a su lado. Emanaba un aurade autoridad en nada parecida a la de suspadres y tutores.

Muchos de los títulos ante los que nosencontrábamos no estaban traducidos, sino enlos originales del inglés o del francés. Lossecretos de la era Precursora ; Literal ylitoral: Besźel, Ul Qoma y semióticamarítima. Repasamos los títulos durante largorato: había muchas estanterías. Aquello queestaba buscando lo encontré al fin en elpenúltimo de los estantes, tres filas hacia atrásrespecto al pasillo principal, avasallando a unjoven universitario como si yo fuera la únicaautoridad del lugar: un libro sin marcar. Elfinal del lomo no estaba clasificado conninguna etiqueta.

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—Aquí.La misma edición que yo tenía. Esa

ilustración psicodélica al estilo de Las puertasde la percepción, un hombre con el pelo largoque caminaba por una calle hecha de retazosde diferentes (y espurios) estilosarquitectónicos de entre cuyas sombras variosojos lo observaban.

—Si todo esto es cierto —dije en vozbaja—, entonces nos están vigilando. A ti a ya mí, ahora mismo. —Señalé a los ojos de laportada.

Hojeé las páginas del libro. Fogonazos detinta, anotaciones como diminutos garabatosen la mayor parte de las páginas: rojos, negrosy azules. Mahalia había escrito con unaestilográfica de punta extra fina y las notas quehabía hecho parecían una maraña de pelosenredados, años de anotaciones de su tesisoculta. Miré detrás de mí, y Ashil hizo lomismo. No había nadie ahí.

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«No», leíamos de su mano. «Ni decoña», y «¿en serio? Cf. Harris et al», y«¡Qué demencial!», «¡majaderías!» y demás.Ashil me lo cogió.

—Ella entendía Orciny mejor que nadie—dije—. Es ahí donde guardaba la verdad.

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Capítulo 25

—Los dos han estado intentandoaveriguar qué te ha ocurrido —dijo Ashil—.Corwi y Dhatt.

—¿Qué les habéis dicho?Una mirada que venía a decir: nosotros

no hablamos con ellos en absoluto. Por lanoche me trajo fotocopias en color,encuadernadas, de cada página, con lascubiertas de portada y de contraportada, de lacopia de Mahalia de Entre la ciudad y laciudad. Ese era su cuaderno. Con esfuerzo yatención, podía seguir su razonamiento encada enmarañada página, podía seguir enorden sus lecturas.

Aquella noche Ashil caminó conmigo enambas ciudades. Las curvas y los arcosbizantinos de Ul Qoma envolvían a ysobresalían por encima de la mampostería

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baja y centrocontinental de la vieja Besźel, delos bajorrelieves que representaban mujerescon el rostro cubierto y oficiales de artillería;la comida al vapor y los panes oscuros deBesźel contrastaban con los fuertes aromas deUl Qoma, los colores de la luz y de la ropaenvolvían los tonos basalto; los sonidosllegaban abruptos, entrecortados, sinuosos,laringales y, al mismo tiempo, guturales. Estaren ambas ciudades a la vez, había pasado deestar en Besźel y en Ul Qoma a estar en untercer lugar, ese ningún lugar que era los dos,esa Brecha.

Todos, en las dos ciudades, parecíantensos. Retornamos por las dos ciudadesentramadas, no a las oficinas donde me habíadespertado, que estaban en Rusai Bey en UlQoma o TushasProspekta en Besźel, segúndeduje después, sino a otro lugar, a unapartamento más o menos elegante con unagarita de conserje, no muy lejos de la sede

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principal. En el último piso las habitaciones seextendían por lo que tendrían que ser dos otres edificios, y en aquellas madrigueras laBrecha iba y venía. En su interior se ocultabandormitorios anónimos, despachos,ordenadores de aspecto obsoleto, teléfonos,armarios cerrados con llave. En su interior seocultaban hombres lacónicos.

Conforme las ciudades fueron creciendoa la vez se habían abierto entre ellas espacios,los controvertidos dissensi o lugares que nadiehabía reclamado. La Brecha vivía en ellos.

—¿Qué pasa si alguien entra a robar?¿Eso sucede?

—De vez en cuando.—Y…—Y entonces han entrado en la Brecha y

son nuestros.Mujeres y hombres ocupados, inmersos

en conversaciones que fluctuaban entrebesźelí e ilitano, y el tercer idioma. El

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dormitorio sin rasgos distintivos al que Ashilme hizo pasar tenía barrotes en las ventanas yseguro que una cámara escondida en algunaparte. Tenía también un baño. Ashil no salió.Se le unieron dos o tres más agentes de laBrecha.

—Mira esto —dije—. Vosotros sois laprueba de que todo eso podría ser real.

La intersticialidad que hacía de Orcinyalgo absurdo para la mayor parte de losciudadanos de Besźel y de Ul Qoma era nosolo posible, sino inevitable. ¿Por qué iba laBrecha a no creer que la vida podía prosperaren esa pequeña abertura? La ansiedad veníaahora porque nunca los habían visto, unapreocupación muy diferente.

—Puede ser —dijo Ashil.—Pregúntale a tus superiores.

Pregúntales a las autoridades. No lo sé. —¿Qué otros mandos, superiores o inferiores,habría en la Brecha?—. Sabes que nos vigilan.

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O que algo, en alguna parte, los vigilaba aellos, a Mahalia, a Yolanda, a Bowden.

—No hay nada en lo que estuvierainvolucrado el tirador.

Ese fue uno de los otros, que hablaba enilitano.

—De acuerdo. —Me encogí de hombros.Hablé en besź—. Así que solo era underechista cualquiera con mucha suerte. Si lodecís vosotros. ¿Es que creéis que losexiliados interiores se dedican a hacer esto? —dije. Ninguno de ellos negó la existencia de loslegendarios refugiados intersticiales que hurganen la basura—. Usaron a Mahalia, y cuandoya no la necesitaron la mataron. Buscaron unaforma tan precisa de matar a Yolanda paraque no pudierais perseguirlos. Como si detodas las cosas en Besźel, Ul Qoma, u otrolugar, lo que más miedo les diera fuera laBrecha.

—Pero —una mujer me señaló—, mira

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lo que has hecho.—¿Una brecha? —Les había abierto un

camino hacia aquella guerra contra lo quefuera—. Sí. ¿Qué sabía Mahalia? Averiguóalgo de lo que estaban planeando. La mataron.—La envoltura de trémulo brillo de la nochede Ul Qoma y Besźel me iluminaba a travésde la ventana. Aquella observación la hicedelante de un público cada vez mayor deagentes de la Brecha, sus rostrosobservándome como búhos.

Me encerraron durante la noche. Leí lasanotaciones de Mahalia. Pude distinguirdistintas fases en aquellas notas, aunqueninguna de ellas iba en el orden de las páginas,las notas estaban todas en capas, unpalimpsesto de interpretación en desarrollo.Hice arqueología.

Al principio, en la primera capa de notas,la escritura estaba más cuidada, las notas eranmás largas y más claras, con más referencias a

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otros escritores y a sus propios trabajos. Elidiolecto y las abreviaturas poco ortodoxas queempleaba dificultaban su comprensión. Alprincipio traté de leer página a página, detranscribir esos primeros pensamientos. Lamayor parte de lo que discernía era su rabia.

Sentí algo que se extendía sobre las callesnocturnas. Quería hablar con aquellos a losque conocía en Besźel y Ul Qoma, pero solopodía mirar.

De cualquiera de los jefes invisibles queesperaba en las entrañas de la Brecha, dehaber alguno, fue Ashil el que vino a por míde nuevo a la mañana siguiente cuando yoseguía repasando una y otra vez las notas. Mellevó por un largo pasillo hasta un despacho.Pensé en salir corriendo, pues nadie parecíaestar vigilándome. Pero me detendrían. Y sino lo hacían, ¿dónde podría ir yo, unrefugiado perseguido que habita en la«intermediedad»?

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Había unos doce agentes de la Brecha enla concurrida habitación, sentados, de pie,apoyados inestablemente al borde de losescritorios, murmurando en voz baja en dos otres idiomas. Habíamos llegado en mitad deuna discusión. ¿Por qué me enseñaba esto?

—… Gosharian dice que no, acaba dellamar…

—¿Qué hay de SusurStrász? ¿No sedecía que…?

—Sí, pero ya se les pidió cuentas atodos.

Estaban en una reunión de urgencia.Murmuraban por teléfono, un repaso rápidode listas. Ashil me dijo: «se están moviendolas cosas». Llegó más gente y se unió a lacharla.

—¿Y ahora qué?La pregunta, formulada por una mujer

joven, que debía de venir de una familiatradicional pues llevaba el pañuelo en la

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cabeza, como una mujer besźelí casada, ibadirigida a mí, al prisionero, al condenado, alconsejero. La reconocí de la noche anterior.El silencio se apoderó de la habitación y laabandonó después, cuando todos me miraron.

—Háblame otra vez de cuando sellevaron a Mahalia —me pidió.

—¿Estás intentando acorralar a Orciny?—pregunté. No tenía nada que sugerirle,aunque había algo que parecía a mi alcance.

Siguieron con sus intercambios de ideas,empleando unas abreviaturas y una jerga queno conocía, aunque estaba claro que debatíanentre ellos y traté de entender sobre qué:alguna estrategia, los pasos a seguir.

Cada cierto tiempo todos en la habitaciónmurmuraban algo que parecía concluyente ydejaban de hablar, levantaban o no la mano, ymiraban a su alrededor para hacer el recuentode cuántos lo habían hecho.

—Tenemos que entender qué nos ha

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llevado hasta aquí —dijo Ashil—. ¿Qué haríaspara averiguar lo que sabía Mahalia?

Sus camaradas se impacientaban, seinterrumpían los unos a los otros. Me acordéde Jaris y Yolanda cuando hablaban de larabia que Mahalia sentía al final. Me puserígido.

—¿Qué sucede? —me preguntó Ashil.—Tenemos que ir a la excavación —le

dije.Me miró.—Voy con Tye —dijo Ashil—. ¿Quién

está conmigo?Tres cuartos de la habitación levantaron

un momento la mano.—Ya he dicho lo que tenía que decir

sobre él —dijo la mujer del pañuelo, que nohabía levantado la mano.

—Lo he escuchado —replicó Ashil—.Pero… —Hizo que mirara a su alrededor. Lamujer había perdido la votación.

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Me marché con Ashil. Allí fuera, en lascalles, aquella tensión indefinida.

—¿Lo sientes? —pregunté. Ashil inclusoasintió—. Necesito… ¿puedo llamar a Dhatt?

—No. Todavía está de baja. Y si loves…

—¿Qué?—Estás dentro de la Brecha. Es mejor

para él que lo dejes en paz. Verás a gente queconoces. No los pongas en dificultades.Quieren saber dónde estás.

—Bowden…— L a militsya lo está vigilando. Para

protegerlo. Nadie en Besźel o en Ul Qomapuede encontrar ninguna conexión entre él yYorjavic. Quienquiera que intentó matarlo…

—¿Aún mantenemos que no fue Orciny?¿Que Orciny no existe?

—… podría intentarlo de nuevo. Loslíderes de los Ciudadanos Auténticos estáncon la policzai. Pero que Yorj o cualquier

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otro de los miembros pertenecieran a algúntipo de facción secreta, no parecen saberlo.Están rabiosos por eso. Ya has visto lasimágenes.

—¿Dónde estamos? ¿Cuál es el camino ala excavación?

Nos hizo entrar y salir de distintostransportes en una increíble sucesión debrechas, horadando el camino como ungusano, excavando un túnel que dejaba elrastro del recorrido de la Brecha. Me preguntédónde llevaría un arma. El guardia de BolYe’an me reconoció y me mostró una sonrisaque se desvaneció enseguida. Quizá le habíanllegado noticias de que yo había desaparecido.

—No nos vamos a acercar a losprofesores, no vamos a preguntar a losalumnos —dijo Ashil—. Hemos venido aquípara investigar el trasfondo y las condicionesde tu brecha. —Era el policía de mi propiocrimen.

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—Sería mejor si pudiéramos hablar conNancy.

—Ni los profesores, ni los estudiantes.Empezamos. ¿Sabes quién soy? —Esto se lodijo al guardia.

Fuimos hasta donde estaba Buidze, depie con la espalda apoyada en la pared de sudespacho, sin apartar la mirada de nosotros, aAshil con puro y simple miedo, a mí con unmiedo mezclado con desconcierto: ¿Puedohablar de lo que hablamos antes?, vi quepensaba, ¿quién es? Ashil me encaminó haciael fondo de la habitación, encontró una franjade sombra.

—Yo no he hecho ninguna brecha —repetía una y otra vez Buidze entre susurros.

—¿Es eso una invitación para que loinvestiguemos? —dijo Ashil.

—Tu trabajo es evitar el contrabando —afirmé. Buidze asintió. ¿Qué era yo ahora? Niél ni yo lo sabíamos—. ¿Cómo va eso?

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—Luz bendita… Por favor. La únicamanera en la que cualquiera de estos chicospodría hacerlo sería meterse algún recuerdo enel bolsillo nada más cogerlo del suelo para queno llegue a catalogarse nunca, y no puedenporque se registra a todo el mundo cuandosale del yacimiento. Nadie podría vender estematerial, de todas formas. Como ya he dicho,los chicos salen a pasear alrededor delyacimiento, y puede que hagan alguna brechacuando se quedan quietos. ¿Qué vamos ahacer? No podemos probarlo. Eso no quieredecir que sean ladrones.

—Ella dijo que Mahalia podría estarrobando sin saberlo —le dije a Ashil—. Que lodijo al final. ¿Qué os falta? —le pregunté aBuidze.

—¡Nada!Nos llevó hasta el almacén de los

artefactos, tan ansioso por ayudarnos quetropezaba. Mientras íbamos hacia allí nos

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vieron dos estudiantes a los que me parecióreconocer, se pararon en seco (había algo enla forma de moverse de Ashil, algo que yoestaba imitando) y retrocedieron. Allí estabanlos armarios donde guardaban lo queencontraban, donde los últimos objetosencontrados, limpios ya de polvo, eranalmacenados. Las consignas estaban llenas deuna variedad imposible de vestigios de la eraPrecursora, milagrosos y obstinadamenteopacos restos de botellas, de planetarios demesa, cabezas de hacha, fragmentos depergaminos.

—Entra, el que está a cargo por la nochese asegura de que todo el mundo deje lo quese haya encontrado, cierra con llave, deja lallave. No sale de aquí hasta que loregistramos. Ni siquiera se ponen tontos coneso, saben que es lo que hay.

Le hice una señal a Buidze para queabriera el armario. Miré la colección, cada

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pieza anidada en su pequeño compartimento,su segmento de poliestireno, en el cajón. Loscajones de la parte más alta estaban aúnvacíos. Los de abajo estaban hasta los topes.Algunas de las piezas frágiles estabanenvueltas en un paño libre de pelusas. Abrí loscajones uno debajo del otro y examiné losobjetos clasificados. Ashil se acercó paraponerse a mi lado y miró dentro del últimocomo si fuera una taza de té, como si losartefactos fueran hojas en las que se pudierapredecir el futuro.

—¿Quién tiene las llaves cada noche? —preguntó Ashil.

—Yo, esto… Pues… depende. —Elmiedo que sentía Buidze de nosotros resultabainquietante, pero no me parecía que tuvieraintención de mentir—. Cualquiera. Da igual.Van rotando, les toca a todos. El que se quedehasta tarde. Hay un calendario, pero siemprelo ignoran…

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—Una vez que le han dejado las llaves aseguridad, ¿se marchan?

—Sí.—¿Directamente?—Sí. Normalmente. A lo mejor pasan un

momento por el despacho, dan una vuelta porla zona verde, pero no suelen quedarse.

—¿La zona verde?—Es un parque. Está… bien. —Se

encogió de hombros, impotente—. Pero notiene salida; en algunos metros en el interior esálter, tienen que volver por aquí. No salen sinque se los registre.

—¿Cuándo fue la última vez que Mahaliase quedó a cerrar?

—Montones de veces. No lo sé…—La última vez.—… La noche que desapareció —dijo al

final.—Dame una lista de quién lo hizo y

cuándo.

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—¡No puedo! Tienen una, pero diría quela mayor parte de las veces se hacen favoresunos a otros…

Abrí los cajones inferiores. Entre lasdiminutas y rudimentarias figuras, intrincadoslingam de la era Precursora y pipetasantiguas, había objetos frágilesesmeradamente envueltos. Toqué con cuidadolas figuras.

—Esas son viejas —dijo Buidze—. Lasextrajeron hace tiempo.

—Ya veo —dije, leyendo las etiquetas.Las habían desenterrado al poco tiempo deempezar la excavación. Me volví al oír lospasos de la profesora Nancy que entraba en elalmacén. Se detuvo en seco, miró a Ashil,después a mí. Abrió la boca. Llevaba muchosaños viviendo en Ul Qoma, estaba entrenadapara ver sus menudencias. Reconoció lo queveía—. Profesora —dije. Asintió. Se quedómirando a Buidze, y él a ella. Hizo un gesto

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con la cabeza y se retiró.—Cuando Mahalia era la encargada de

las llaves, se iba a dar un paseo después decerrar, ¿verdad? —pregunté. Buidze asintió,desconcertado—. Se ofrecía a cerrar tambiéncuando no le tocaba, ¿verdad? Más de unavez. —Todos los pequeños artefactos estabanen sus camas con sábanas de paño. No lasrevolví, pero tanteé el fondo del cajón con loque me imaginaba que no sería el mayor delos cuidados.

Se revolvió en su sitio, pero no me dijonada. Al fondo de la tercera estantería,empezando por arriba, de cosas que habíanvisto la luz hace un año, uno de los objetosenvueltos cedió debajo de mi dedo de talforma que hizo que me detuviera.

—Tiene que usar guantes —me advirtióBuidze.

Lo desenvolví y encontré un periódico,y, allí enrollada había una pieza de madera

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aún manchada de pintura en la que las marcasde tornillos seguían siendo visibles. Ni antiguani tallada: un trazo cortado de una puerta, unapieza de absoluta nada.

Buidze se quedó mirándolo. Yo losostuve en la mano.

—¿Y esto de qué dinastía es? —ironicé.—Déjalo —dijo Ashil. Me siguió hasta

fuera. Buidze salió detrás de nosotros.—Soy Mahalia —dije—. Acabo de

cerrar. Me he ofrecido voluntaria para hacerlo,aunque le tocaba a otro. Ahora me voy a daruna vuelta.

Yo guié la marcha hacia el aire libre,cerca del agujero cuidadosamente dispuesto enestratos junto al cual nos mirabanboquiabiertos los estudiantes mientras nosalejábamos hacia la tierra baldía, dondedescansaban los escombros de la historia, ymás allá, salimos por la puerta que un carnéuniversitario podría abrir, pero que también se

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abrió para nosotros por quienes éramos y porlo que éramos, la puerta que empujamos parapasar y por la que entramos en el parque. Nose parecía mucho a un parque, al estar tancerca de la excavación, pero había matorralesy algunos caminos atravesados de árboles. Seveían ulqomanos, pero no estaban muy cerca.Entre el parque ulqomano y la excavación nohabía ningún espacio ininterrumpido. Besźelse inmiscuía.

Vimos otras figuras junto a los bordes delclaro: besźelíes sentados sobre las rocas delestanque entramado. El parque estaba apenasligeramente dentro de Besźel; a escasosmetros de la vegetación, un arroyuelo cruzabaentre los senderos y los arbustos, y unapequeña franja de totalidad que separaba entresí las dos secciones ulqomanas. Los mapasaclaraban a los paseantes dónde podían ir. Eraallí, en el sombreado de intersección de líneas,donde los estudiantes podían quedarse,

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escandalosamente, a un palmo de distancia deuna autoridad extranjera, una pornografía deseparación.

—La Brecha controla zonas como esta—me dijo Ashil—. Hay cámaras. Veríamos acualquiera que apareciese en Besźel quehubiera entrado por ahí.

Buidze se mantenía retirado de nosotros.Ashil habló de modo que no pudiera oírnos. Eljefe de seguridad intentaba no mirarnos.Caminé.

—Orciny… —dije. No se podía entrar osalir a Ul Qoma de otro modo que no fuerapor la excavación de Bol Ye’an—. ¿Dissensi?Y una mierda. No es así como hacía lasentregas. Esto es lo que estaba haciendo. ¿Hasvisto La gran evasión? —Caminé hacia ellímite de la zona entramada, donde terminabaUl Qoma en unos metros. Por supuesto queahora formaba parte de la Brecha, podíadeambular por Besźel si quería, pero me

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detuve como si estuviera solo en Ul Qoma.Caminé hacia el borde del espacio quecompartía con Besźel, donde Besźel se volvíaíntegra por un momento y se separaba delresto de Ul Qoma. Me aseguré de que Ashilme estuviera mirando. Fingí que dejaba caer eltrozo de madera en el bolsillo, de hecho comosi me lo metiera más abajo del cinturón, biendentro de los pantalones.

—Agujero en los bolsillos.Caminé algunos pasos en el entramado y

mientras lo hacía dejé caer el trozo de maderaque, afortunadamente, no tenía astillas.Cuando cayó al suelo me detuve. Me quedéquieto como si contemplara el cielo y movímis pies con cuidado y lo cubrí de tierra yestiércol. Cuando me alejé, sin mirar atrás, lamadera no abultaba nada y era invisible si nosabías que estaba allí.

—Cuando se marcha, se acerca alguienen Besźel o alguien que parece que lo está, de

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forma que es imposible que os deis cuenta —dije—. Se queda de pie y mira al cielo. Segolpea los talones. Levanta algo de unapatada. Se sienta un momento en una roca,toca el suelo, se mete algo en el bolsillo.

»Mahalia no cogía nada de lo másreciente porque lo apartaban enseguida,demasiado evidente. Pero mientras estáechando la llave, porque eso no le supone másque un segundo, abre los cajones antiguos.

—¿Y qué coge?—A lo mejor algo al azar. A lo mejor le

daban instrucciones. Bol Ye’an los registratodas las noches, así que ¿por qué iban a creerque estaban robando? Nunca llevaba nadaencima. Lo hacía aquí, en el entramado.

—Donde venía alguien a recogerlo.Desde Besźel.

Me di la vuelta y miré lentamente entodas direcciones.

—¿Te sientes vigilado? —preguntó Ashil.

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—¿Tú?Un silencio muy largo.—No lo sé.—Orciny. —Me di la vuelta de nuevo—.

Estoy cansado de esto. —Me quedé quieto—.En serio. —Me di la vuelta—. Es agotador.

—¿Qué estás pensando? —dijo Ashil.El ladrido de un perro en el parque nos

hizo levantar la mirada. El animal estaba enBesźel. Estaba preparado para desoír, peroqué duda cabe de que no tenía por qué.

Era un labrador, un perro amigable depelo oscuro que olisqueaba la maleza y quetrotó hacia nosotros. Ashil estiró la mano haciaél. Después apareció el dueño, que sonrió, sedispuso a avanzar, apartó la miradaconfundido y ordenó al perro que fuera haciaél. El labrador corrió hacia él, mirando hacianosotros. Estaba intentando desver, pero elhombre no podía evitar mirarnos,probablemente preguntándose por qué se

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habría arriesgado a jugar con un perro en unespacio urbano tan inestable. Cuando Ashil lomiró, el hombre apartó la mirada. Seguro quehabía sido capaz de deducir dónde estábamosy, por tanto, lo que éramos.

Según el catálogo, el trozo de maderasustituía un tubo de bronce que conteníavarios engranajes que seguían incrustadossiglos después. Faltaban otras tres piezas, delas primeras excavaciones, todas sacadas delos envoltorios y sustituidas por papelarrugado, piedras, la pierna de una muñeca.Se suponía que eran los restos de la pata deuna langosta que contenía algún protorreloj;un mecanismo erosionado como un diminutosextante; un puñado de clavos y de tornillos.

Revisamos el suelo de aquella zona.Encontramos huecos, raspaduras ya frías y losrestos de flores preinvernales, pero ningúntesoro oculto enterrado de la era Precursora.Los habían recogido, hace mucho tiempo.

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Nadie podía venderlos.—Entonces esto lo convierte en una

brecha —dije—. De dondequiera que vinieranesos orcinitas, o fueran adonde fueran, nopueden haber recogido eso desde Ul Qoma,así que ha sido en Besźel. Bueno, quizá segúnellos nunca dejaron Orciny. Pero para lamayor parte de la gente, lo tiraron en UlQoma y lo recogieron en Besźel, así que:brecha.

Ashil llamó a alguien en nuestro caminode vuelta y, cuando llegamos al cuartel, laBrecha estaba discutiendo y votando conaquel rápido y laxo sistema de votaciones queme resultaba tan ajeno. Entraban en lahabitación en medio de aquel extraño debate,hacían llamadas de teléfono, se interrumpíanfrenéticamente. La atmósfera era tensa, conesa inexpresividad particular de la Brecha.

Llegaban informes de las dos ciudades,además de los murmullos de los que estaban al

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teléfono, que pasaban mensajes de otrosagentes de la Brecha. «Todo el mundo enguardia», repetía Ashil. «Esto estáempezando.»

Tenían miedo de los disparos en lacabeza y de los asesinatos, de los robos y lasbrechas. El número de pequeñas brechas ibaen aumento. La Brecha estaba donde podíaestarlo, pero eran muchas las que le pasabaninadvertidas. Alguien decía que estabanapareciendo grafitis en los muros de Ul Qomaque tenían el estilo de artistas besźelíes.

—Las cosas no estaban tan mal desde…bueno… —dijo Ashil. Me susurrabaexplicaciones mientras los demás continuabancon la discusión—. Esa es Raina, se pasa conesto día y noche. Samun cree que mencionara Orciny es ceder. Byon no lo ve así.

—Tenemos que estar preparados —dijoel portavoz—. Hemos encontrado algo.

—Fue ella, Mahalia, no nosotros —

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apuntó Ashil.—Vale, fue ella. ¿Quién sabe cuándo

ocurrirá lo que sea que vaya a ocurrir?Estamos a oscuras y sabemos que haempezado la guerra, pero no podemos preversu evolución.

—Yo no sé cómo hacerme cargo de esto—le dije a Ashil en voz baja.

Me acompañó de vuelta a la habitación.Cuando me di cuenta de que estaba cerrandola puerta por fuera protesté a gritos.

—Recuerda por qué estás aquí —dijo através de la puerta.

Me senté en la cama e intenté leer lasnotas de Mahalia de un modo distinto. Ya nointenté seguir el hilo de un bolígrafo enconcreto, el tenor de un particular periodo desus estudios, de reconstruir una línea depensamiento. En vez de eso, leí lasanotaciones de cada página, años de opinionesagrupados. Había intentando ser un

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arqueólogo de su marginalia, separar lasestrías. Ahora leía cada página sin seguir unorden, sin cronología, los debates de la páginaconsigo misma.

Dentro de la contraportada, entre variascapas de airada teoría, leí en letras grandesescritas sobre otras más pequeñas «pero cf.Sherman». A una línea de esa saltaba a unadiscusión de la página de enfrente: «refutaciónde Rosen». Aquellos nombres me resultabanfamiliares de mis primeras investigaciones.Pasé un par de páginas hacia atrás. Escrita conel mismo bolígrafo y una anotación con manoapresurada sobre una afirmación anterior: «no,Rosen, Vijnic».

Aserciones revestidas de críticas, cadavez más frases exclamativas en el libro. «No»,una línea que en vez de conectar la palabra«no» al texto original la unía a una anotacióncon sus anteriores y entusiastas declaraciones.Una discusión consigo misma. «¿Por qué un

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test? ¿Quién?»—¡Eh! —grité. No sabía dónde estaba la

cámara—. ¡Eh! Llamad a Ashil. —No dejé dehacer ruido hasta que llegó—. Necesito miraralgo en internet.

Me llevó a una sala de ordenadores,hasta lo que parecía un 486 o algo másantiguo, con un sistema operativo que noconocía, alguna imitación improvisada deWindows, aunque el procesador y la conexióneran muy rápidos. Nosotros dos éramos soloalgunos de los que estábamos en la sala. Ashilse quedó detrás de mí mientras tecleaba. Noperdió de vista mis búsquedas y se asegurótambién de que no le enviaba ningún correoelectrónico a nadie.

—Puedes entrar en cualquier página quenecesites —me dijo Ashil, y tenía razón.Podía entrar en las páginas de pago quenecesitaban contraseña dejando la casilla enblanco y dándole solo al «enter».

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—¿Qué tipo de conexión es esta? —Niesperaba obtener una respuesta ni la obtuve.Busqué «Sherman», «Rosen», «Vijnic». Enlos foros que había visitado recientemente, lostres eran objeto de feroces imprecaciones—.Mira.

Conseguí los títulos de sus principalesobras, comprobé las listas en Amazon parahacerme una idea rápida de sus tesisprincipales. Me llevó solo unos minutos. Merecliné en mi asiento.

—Fíjate. Mira esto. Sherman, Rosen,Vijnic son todos unos tipos muy odiados enestos foros de la ciudad fracturada —dije—.¿Por qué? Porque escribieron libros queafirmaban que Bowden no había dicho másque gilipolleces. Que todo el argumento haceaguas.

—Eso también lo dice él.—Pero esa no es la cuestión, Ashil. Mira.

—Páginas y páginas de Entre la ciudad y la

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ciudad. Señalé los primeros comentarios deMahalia, después los últimos—. La cuestiónes que ella los está citando. Al final. Lasúltimas notas.

Pasé más páginas y se las fui enseñando.—Cambió de opinión —dijo al fin. Nos

intercambiamos miradas durante un largo rato.—Todo ese asunto sobre parásitos y

estar equivocada y descubrir que era unaladrona —dije—. Maldita sea, no la mataronpor ser una de esas puñeteras elegidas queconocían que el secreto de la tercera ciudadexistía. No la mataron porque se diera cuentade que Orciny estaba mintiéndole,aprovechándose de ella. Esas no son lasmentiras de las que hablaba. A Mahalia lamataron porque dejó de creer en Orciny porcompleto.

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Capítulo 26

Aunque les rogué y me encolericé, Ashily sus colegas no me dejaron llamar ni a Dhattni a Corwi.

—¿Y por qué no, joder? —quise saber—. Podrían hacerlo. Pues muy bien, hacedesa mierda que hacéis, investigadlo. Yorjavicsigue siendo nuestra mejor baza, él o algunode sus compañeros. Sabemos que estáinvolucrado. Intentad conseguir las fechasexactas en las que Mahalia se encargaba decerrar, y si es posible necesitamos saber dóndeestaba Yorjavic cada una de esas noches.Queremos averiguar si él recogía las cosas. Lapoliczai vigila al CA; puede que ellos losepan. Puede que incluso lo revelen lospropios líderes, si es que están tandescontentos. Y comprueba también dóndeestaba Syedr: alguien que tiene acceso a lo que

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pasa en la Cámara Conjuntiva estáinvolucrado.

—No va a ser posible conseguir lasfechas de todos los días en los que Mahaliatenía las llaves. Ya has oído a Buidze: la mitadni siquiera estaban planeados.

—Deja que llame a Corwi o a Dhatt.Ellos sabrán cómo hacer la criba.

—Tú —Ashil habló con dureza—. Ahoraestás dentro de la Brecha. No lo olvides. Túno exiges nada. Todo lo que estamos haciendoforma parte de la investigación de la brechaque tú cometiste. ¿Entendido?

No me permitirían tener un ordenador enla celda. Vi cómo amanecía, cómo el cielo alotro lado de mi ventana se volvía más claro.No me había dado cuenta de lo tarde que era.Tardé en quedarme dormido y me despertécuando Ashil ya estaba en la habitaciónconmigo. Bebía algo: era la primera vez que loveía comer o beber algo. Me froté los ojos.

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Era lo bastante temprano como para que fuerade día. Ashil no mostraba ni un ápice decansancio. Arrojó varios papeles sobre miregazo, señaló un café y una píldora que habíajunto a mi cama.

—No ha sido tan difícil después de todo—dijo—. Tienen que firmar cuandodevuelven las llaves, así que tenemos todas lasfechas. Ahí tienes los calendarios originales,los cambios, e incluso las hojas de firmas.Pero son muchísimas. No hay forma deseñalar a Yorjavic, mucho menos a Syedr ni aningún otro nacionalista cada una de esasnoches. Esto se extiende durante más de dosaños.

—Un momento. —Sostuve ambas listasuna junto a la otra—. Olvídate de cuando lotenía programado con antelación: estabaobedeciendo órdenes, no lo olvides, de sucontacto misterioso. Cuando no lo tenía en elcalendario pero cogió las llaves de todos

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modos, eso es lo que tenemos que mirar. Anadie le gusta el trabajo, tienes que quedartehasta tarde, así que es en esos días cuandoella llega de repente y le dice a quienquieraque le toque: «Yo lo hago». Esos son los díasen los que recibió un mensaje. En los quetenía que entregar algo. Así que echemos unvistazo a ver qué hacían en esos momentos.Esas son las fechas. Y realmente no sontantas.

Ashil asintió; contó las noches encuestión.

—Cuatro, cinco. Faltan tres piezas.—Así que en un par de esos días no pasó

nada. A lo mejor eran cambios legítimos, sininstrucciones de ningún tipo. Pero esos siguensiendo los días en los que tenemos quefijarnos. —Ashil volvió a asentir—. Es ahícuando tenemos que comprobar losmovimientos de los nacionalistas.

—¿Cómo han organizado esto? ¿Por

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qué?—No lo sé.—Espera aquí.—Sería más fácil si me dejaras

acompañarte. ¿Por qué te haces el vergonzosoahora?

—Espera.Más espera y, aunque no grité a la

cámara invisible, miré con hostilidad a todaslas paredes una por una para dejárselo claro.

—No. —La voz de Ashil llegó de unaltavoz que no lograba encontrar—. Lapoliczai tenía bajo vigilancia a Yorjavic almenos dos de esas noches. No se acercó alparque.

—¿Y Syedr?Se lo pregunté al vacío.—No. Tenemos información de las

cuatro noches. Podría ser otro de los pecesgordos nacionalistas, pero hemos visto lo quetiene Besźel sobre todos ellos, y no hay nada

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que sea sospechoso.—Mierda. ¿A qué te refieres con

«tenemos información»?—Sabemos dónde estaba, y no estaba

cerca de ahí. Esas noches tenía reuniones ytambién los días de después.

—¿Reuniones con quién?—Estaba en la Cámara de Comercio.

Tenían eventos comerciales esos días. —Silencio. Cuando pasó mucho tiempo sin queyo dijera nada, él preguntó—: ¿Qué? ¿Qué?

—Hemos seguido un razonamientoequivocado. —Estiré los dedos en el aire,como si fueran unas pinzas que intentan cogeralgo—. Solo porque fue Yorjavic el quedisparó, y porque sabemos que Mahaliaenfureció a los nacionalistas. Pero ¿no parecedemasiada coincidencia que esas lo que seande comercio ocurrieran las mismas noches queMahalia se ofreció voluntaria para cerrar? —Otro largo silencio. Me acordé del retraso que

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tuve que experimentar antes de que merecibiera el Comité de Supervisión, a causa deuno de esos eventos—. Después celebranrecepciones, para los invitados, ¿no?

—¿Los invitados?—Las empresas. Esas a las que Besźel

ha intentado embaucar: para eso se organizanesas cosas, cuando se pelean por loscontactos. Ashil, busca quién estaba ahídurante esos días.

—¿En la Cámara de Comercio?…—Comprueba la lista de invitados a las

fiestas de después de las reuniones.Comprueba los comunicados de prensa de losdías siguientes y verás quién consiguió quécontrato. Vamos.

»Por Dios Bendito —dije unos minutosdespués, en silencio, cuando seguíacaminando de un lado a otro de la habitación,sin él—. ¿Por qué cojones no me dejáis salir?Soy policzai, maldita sea, ese es mi trabajo.

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Se os da bien hacer del hombre del saco, peroen esto sois patéticos.

—Aquí no eres policzai, ahora estásdentro de la Brecha —dijo Ashil, abriendo lapuerta—. Es a ti a quién estamosinvestigando.

—Muy bien. ¿Es que estabais esperandofuera hasta que dijera algo para hacer vuestraaparición?

—Esta es la lista —cogí el papel.Empresas canadienses, francesas,

italianas e inglesas, un par de empresasamericanas menos importantes junto a susrespectivas fechas. Había cinco nombresrodeados con un círculo rojo.

—Los demás habían estado en algunaque otra feria, pero los que están marcados enrojo son los que estuvieron todas las nochesen las que Mahalia tenía las llaves —dijoAshil.

—ReddiTek es de software. Burnley…

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¿a qué se dedican?—Consultoría.—CorIntech se dedica a componentes

electrónicos. ¿Qué pone aquí junto a sunombre?

Ashil miró.—El hombre que dirigía su delegación

era Gorse, de la empresa matriz, Sear andCore. Fueron para reunirse con el jefe local deCorIntech, el tipo dirige la división de Besźel.Ambos fueron a las fiestas con Nysemu yBuric y el resto de la cámara.

—Mierda —dije—. Nos… ¿A qué horaestuvo él aquí?

—Estuvieron todos.—¿Todos? ¿Los directores ejecutivos de

la empresa matriz? ¿Sear and Core? Mierda…—Dime —dijo Ashil, después de un

tiempo.—Los nacionalistas no pueden haber

organizado todo esto. Un momento. —Cavilé

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—. Sabemos que hay un confidente en laCámara Conjuntiva, pero… ¿qué mierdapodía hacer Syedr por esos tipos? Corwi tienerazón: no es más que un payaso. ¿Y cuál seríasu motivación? —Meneé la cabeza—. Ashil,¿cómo funciona esto? Podéis desviar sin másesta información, vale, de cualquiera de lasciudades. ¿Podéis…? ¿Cuál es vuestro estatusinternacional? El de la Brecha, me refiero.

»Tenemos que ir a por la empresa.«Soy un avatar de la Brecha», dijo Ashil.

«Donde se produzca una, yo puedo hacercualquier cosa.» Pero me hizo escucharlodurante mucho tiempo. Su anquilosadaactitud, esa opacidad, la falta de lucidez de supensamiento: era difícil saber si tan siquierame escuchaba. No me rebatía ni me daba larazón. Permanecía inmóvil mientras lecontaba lo que pensaba.

No, no pueden venderlo, no es de eso delo que va todo esto. Todos hemos oído

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rumores sobre los artefactos de la eraPrecursora. Aquella física discutible. Suspropiedades. Quieren ver cuánto hay de ciertoen eso. Consiguieron que Mahalia se losfacilitara. Y para eso hicieron que creyera queestaba en contacto con Orciny. Pero ella sedio cuenta.

Corwi había comentado alguna vez lasrutas turísticas por Besźel que tenían quesoportar los representantes de esas empresas.Sus chóferes podían llevarlos a cualquier parteíntegra o entramada, a cualquier parque bonitopara que estiraran las piernas.

Sear and Core estaba haciendo I+D.Ashil se me quedó mirando.—Esto no tiene sentido —dijo—. ¿Quién

invertiría dinero en un vacío supersticioso?—¿Cómo de seguro estás de eso? ¿De

que no hay nada de cierto en esas historias? Eincluso si tuvieras razón, la CIA pagó millonesde dólares a hombres que intentaban matar

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cabras mirándolas fijamente —dije—. Searand Core paga ¿cuánto?, unos miles dedólares para montar esto. No tienen que creernada: merece la pena pagar ese dinero solo porsi existe la posibilidad de que alguna de esashistorias tenga algo de verdad. Merece la penapor curiosidad.

Ashil sacó su teléfono móvil y empezó ahacer llamadas. No hacía mucho que habíaanochecido.

—Necesitamos un cónclave —dijo—.Muy interesante. Sí, hagámoslo. Un cónclave.Todos juntos. —Dijo más o menos lo mismovarias veces.

—Tú puedes hacer lo que quieras —contesté.

—Sí, sí… Necesitamos unademostración. La Brecha en toda su fuerza.

—¿Así que me crees, Ashil? ¿Me crees?—¿Cómo iban a hacerlo? ¿Cómo iban a

conseguir hablar con ella esos forasteros?

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—No lo sé, pero es lo que tenemos queaveriguar. Habrán pagado a algunos de los deaquí: sabemos de dónde le llegó a Yorj esedinero. —Pequeñas cantidades de dinero.

—Es imposible, imposible, que hayancreado Orciny solo para ella.

—No habrían enviado al mismísimoconsejero delegado de la matriz solo paraestrechar esas insignificantes manos, por nodecir cada vez que a Mahalia le tocaba cerrar.Vamos. Besźel es un caso perdido, y ya noshan echado un cable por estar ahí. Tiene quehaber una conexión…

—Bueno, investiguemos. Pero estos noson ciudadanos ni ciudadanos, Tye. No tienenel… —Un silencio.

—El miedo —completé su frase. Miedoal frío de la Brecha, el reflejo de obedienciaque compartían Ul Qoma y Besźel.

—No tienen una respuesta determinadahacia nosotros, así que si hacemos algo

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tenemos que demostrar fuerza… necesitamosa muchos de nosotros, una presencia. Y si hayalgo de verdad en esto, será el cierre de unimportante negocio en Besźel. Será una crisispara la ciudad. Una catástrofe. Y a nadie legustará eso.

»No es nuevo que una u otra ciudadhaya tenido disputas con la Brecha, Tye. Haocurrido. Ha habido guerras con la Brecha. —Esperó y dejó esa imagen flotando—. Eso noayuda a nadie. Así que necesitamos tenerpresencia. —La Brecha necesitaba intimidar.Lo entendía.

—Vamos —dije—. Deprisa.Pero la recolección de avatares de la

Brecha de dondequiera que se apostaran, elintento de esa autoridad difusa de acorralar alcaos, no era eficiente. La Brecha contestabasus teléfonos, asentía, discrepaba, decía queiría o que no, decía que escucharía a Ashil.Eso desde este lado de las conversaciones.

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—¿Cuántos necesitas? —pregunté—. ¿Aqué estás esperando?

—Necesitamos una presencia —contestó.—¿Sientes lo que está pasando ahí fuera?

—pregunté—. Lo has sentido en el aire.Estuvimos dos horas más así. Me sentía

hiperactivo por algo que me habían dado en lacomida o en la bebida, caminaba de un lado aotro y me quejaba de mi encierro.Comenzaron a llegar más llamadas a Ashil.Más que las que él había hecho: el mensaje sehabía vuelto viral. Se sentía conmoción en elpasillo, pasos rápidos, voces, gritos, respuestasa esos gritos.

—¿Qué pasa?Ashil escuchaba su teléfono, no los

ruidos de fuera. «No», dijo. Su voz norevelaba nada. Repitió aquella palabra variasveces hasta que cerró el teléfono y me miró.Por primera vez aquel rostro rígido reflejabauna evasiva. No sabía cómo decir lo que tenía

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que decir.—¿Qué ha pasado? —Los gritos de fuera

eran ahora más fuertes, y también seescuchaba ruido en la calle.

—Un accidente.—¿De coche?—De autobuses. Dos autobuses.—¿Una brecha?Asintió.—Están en Besźel. Derraparon en la

plaza Finn. —Una plaza grande y entramada—. Patinaron y chocaron contra un muro enUl Qoma.

No dije nada. Cualquier accidente queterminara en una brecha requería la apariciónde la Brecha, algunos avatares que se dejaranver, que sellaran la escena, arreglaran losparámetros, echaran a los inocentes yretuvieran a los culpables, y pasaran laautoridad tan pronto como fuera posible a lapolicía de ambas ciudades. Nada en un

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accidente de tráfico con brecha podíadesencadenar el ruido que llegaba del exterior,así que tenía que haber algo más.

—Eran autobuses que llevaban a losrefugiados a los campos. Están fuera, y no loshan entrenado; están haciendo brechas portodas partes, deambulan por las dos ciudadessin ninguna idea de qué están haciendo.

Me imaginaba el pánico de losespectadores y de los transeúntes, sin contar alos conductores inocentes de Ul Qoma y deBesźel, después de que dieran un bandazo a ladesesperada y se salieran del camino de losvehículos sin control, que a la fuerza entrabany salían del topolganger de la ciudad, tratandopor todos los medios de mantener el control yde dirigir sus vehículos hacia el lugar en el quevivían. Y encontrarse después con decenas deintrusos heridos y asustados, sin ningunaintención de transgredir, pero sin tener otraopción, sin el idioma con que pedir ayuda,

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escapándose de los autobuses destrozados,con niños que lloraban y sangraban en susbrazos a través de las fronteras. Acercándosea la gente que veían, sin estar familiarizados alos matices de la nacionalidad (ropa, colores,pelo, postura) que fluctuaban dentro y fuerade ambos países.

—Hemos ordenado un cierre —dijo Ashil—. Completo aislamiento. Despejar ambascalles. La Brecha está fuera en bloque, portodas partes, hasta que esto acabe.

—¿Cómo?Brecha marcial. No había ocurrido nunca

en toda mi vida. No se podía entrar enninguna parte, ningún paso entre ellas,observancia absoluta de todas las normas de laBrecha. La policía de ambas ciudades a laespera de hacer la limpieza según elrequerimiento de la Brecha, además del cierrepor tiempo indeterminado de las fronteras. Eseera el ruido que oía, esas voces mecanizadas

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que se superponían al creciente rugido de lassirenas: altavoces que anunciaban el cierre enambos idiomas. «Salgan de las calles.»

—¿Por un accidente de autobuses?…—Ha sido intencionado —dijo Ashil—.

Fue una emboscada. De los unionistas. Haocurrido. Están por todas partes. Hayinformes de brechas en todas partes. —Estabarecobrando la compostura.

—¿Unionistas de qué ciudad…? —pregunté, y mi pregunta se fue apagandocuando imaginé la respuesta.

—En las dos. Están trabajando demanera coordinada. Ni siquiera sabemos sifueron los unionistas de Besźel los quedetuvieron a los autobuses. —Claro quetrabajaban juntos, eso lo sabíamos. Pero ¿queesas pequeñas bandas de utópicos entusiastaspudieran organizar esto? ¿Que hubierandesencadenado esta crisis, hacer esto posible?—. Están en las dos ciudades. Esta es su

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insurrección. Están intentando fusionarnos.Ashil se mostraba vacilante. Que se

quedara allí en la habitación más minutos delos que eran precisos me hacía no parar dehablar. Estaba revisando el contenido de susbolsillos, preparándose con un nivel de alertamilitar. Toda la Brecha había sido convocadaal exterior. Lo estaban esperando. Las sirenascontinuaban, los gritos continuaban.

—Ashil, por el amor de Dios,escúchame. Escúchame. ¿Crees que es unacoincidencia? Venga ya. Ashil, no abras esapuerta. ¿Acaso crees que es casualidad quedespués de haber llegado hasta aquí, deaveriguar esto, de llegar tan lejos, de repentese monte un puto levantamiento? Alguien estádetrás de esto, Ashil. Para que tú y toda laBrecha tengáis que salir y así mantenerosalejados de ellos.

»¿Cómo descubriste qué empresasestaban aquí y cuándo? Las noches en las que

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Mahalia hacía las entregas.Estaba inmóvil.—Somos la Brecha —dijo al fin—.

Podemos hacer lo que sea necesario para…—Maldita sea, Ashil. No soy el típico

infractor al que tengas que asustar; necesitosaberlo. ¿Cómo lo investigáis?

Y al final dijo:—Escuchas. Informantes.Miró fugazmente hacia la ventana, hacia

el sonido de la crisis. Esperó junto a la puertaa la espera de que yo dijera algo más.

—Agentes o sistemas en oficinas deBesźel y de Ul Qoma te dicen lo que necesitassaber, ¿es así? Así que alguien, en algunaparte, estaba revisando las bases de datos paratratar de averiguar quién estaba, en qué lugar,cuándo, en la Cámara de Comercio besźelí.

»Están bajo aviso, Ashil. Mandaste aalguien para que buscara eso y lo han vistomientras conseguía los archivos. ¿Necesitas

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una pista mejor para darte cuenta de queestamos muy cerca de algo? Ya has visto a losunionistas. No son nada. En Besźel y en UlQoma, no hay diferencia, no son más quecuatro gatos, unos punkis ingenuos. Hay másagentes que agitadores, alguien ha dado unaorden. Alguien ha preparado esto porque sehan dado cuenta de que vamos tras ellos.

»Espera —dije—. El aislamiento… Noes solo en la Cámara Conjuntiva, ¿verdad?Todas las fronteras, de todas partes, estáncerradas, y no hay vuelos ni dentro ni fuera,¿verdad?

—BesźAir e Illitania tienen a toda la flotaen tierra. Los aeropuertos no dejan aterrizar avuelos del exterior.

—¿Y los vuelos privados?—… Las instrucciones son las mismas,

pero no están bajo nuestra autoridad como lascompañías nacionales, así que es un pocomás…

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—Eso es lo que pasa. No podéisbloquearlos, no a tiempo. Alguien va a salir.Tenemos que ir hasta el edificio de Sear andCore.

—Ahí es donde…—Ahí es donde está pasando todo.

Esto… —Señalé a la ventana. Oímos cristaleshacerse añicos, los gritos, el frenesí de losvehículos que huían presos del pánico, losruidos de las peleas—. Esto es un señuelo.

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Capítulo 27

En la calle atravesamos los últimosestertores, las contracciones nerviosas de unapequeña revolución que había muerto antes denacer y aún no se había enterado. Aquellosespasmos moribundos todavía eran peligrosos,sin embargo, y nosotros nos movíamos comosoldados. Ningún toque de queda podíacontener este pánico.

La gente corría, en ambas ciudades, porla calle que teníamos frente a nosotrosmientras los ladridos de avisos públicos enbesźelí y en ilitano los avisaban de que setrataba de un aislamiento de la Brecha.Rompían las ventanas. Algunas de las siluetasque veía correr lo hacían con más vértigo quemiedo. No eran unionistas, esos erandemasiado insignificantes y demasiadoasistemáticos: adolescentes que lanzaban

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piedras, en el acto más transgresor que habíanprotagonizado en su vida, pequeñas brechasarrojadizas que rompían los cristales de unaciudad en la que ni vivían ni estabanpresentes. Un coche de bomberos ulqomanoconducía a toda velocidad, con el motorbalando, por la carretera hacia un puntobrillante del cielo nocturno. Un carro besźelípasó escasos segundos detrás de él: aúntrataban de mantener las distinciones, unoluchando contra el fuego en una parte de lafachada conjunta, el otro en la adyacente.

Habría sido mejor para aquellos chicosque se hubieran apresurado a salir de la calleporque la Brecha estaba por todas partes.Invisible para la mayoría de los que estabanallí esa noche, empleando todavía susmétodos encubiertos. Vi también correr a otroagente de la Brecha que se movía con lo quepodría parecer el pánico ciudadano de Besźely Ul Qoma, pero que era otro movimiento

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ligeramente distinto, más decidido ypredatorio, como el de Ashil y el mío. Podíaverlos por la práctica adquirida recientemente,igual que ellos a mí.

Vimos a una banda de unionistas. Mesorprendió verlos correr juntos inclusodespués de varios días de vida intersticial, enambas secciones, con ropas que, pese a sustransnacionales chaquetas y parches de estilopunk y rockero los diferenciaba claramente, apesar de sus intenciones y a los ojos deaquellos que estaban en sintonía con lasemiosis urbana, los distinguían comohabitantes o de Besźel o de Ul Qoma,excluyentemente. Ahora eran un solo grupo ydejaban tras ellos una estela de brechaspopulares mientras iban de muro en muro,pintando eslóganes con espray, con unacombinación bastante artística de ilitano ybesź, palabras que, eran perfectamentelegibles a pesar de resultar algo afiligranadas y

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adornadas, decían: «¡Juntos!», «¡Unidad!» enambos idiomas.

Ashil extendió un brazo. Llevaba un armaque había cogido antes de salir. No la habíavisto de cerca.

—No tenemos tiempo… —empecé adecir, pero de entre las sombras que rodeabanaquella insurgencia, un reducido grupo desiluetas no emergieron sino que más bien selanzaron a un primer plano. Brecha—. ¿Cómohacéis para moveros así? —pregunté. Losavatares eran inferiores en número, pero semovían sin miedo en aquel grupo, donde consúbitas llaves, no exageradas, pero sí brutales,incapacitaron a tres de la banda. Algunos delos restantes miembros se recuperaron y laBrecha alzó las armas. No oí nada más que elsonido de los dos unionistas que cayeron.

—Jesús —dije, pero seguimosavanzando.

Con una llave y un giro de muñeca tan

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rápido como experimentado, Ashil abrió uncoche escogido al azar, sin ningún criterioaparente.

—Entra. —Echó una rápida ojeada haciaatrás—. La cesación sale mejor cuando nadiemira, ellos los apartarán. Esto es unaemergencia. Ahora las dos ciudades son laBrecha.

—Jesús…—Solo donde no puede evitarse. Solo

para mantener seguras las ciudades y laBrecha.

—¿Qué hay de los refugiados?—Existen otras posibilidades. —

Encendió el motor.Había pocos coches en las calles. Los

altercados parecían estar siempre a manzanasde nosotros. Pequeños grupos de la Brechaavanzaban. Varias veces alguien, la Brecha,irrumpía en el caos y parecía que iba adetenernos; pero todas esas veces Ashil

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demostraba su estatus de avatar con unamirada o con la exhibición de su insignia o conun tamborileo en alguna especie de códigodactilar secreto, y nosotros podíamoscontinuar.

Yo le había rogado que nos acompañaraalguien más de la Brecha. «No lo harán»,había sido su respuesta. «No lo creerán.Tendría que estar con ellos.»

—¿Qué quieres decir?—Todos se están ocupando ya de esto.

No tengo tiempo de ganar la discusión.Dijo esto y dejó tremendamente claro los

pocos que componían la Brecha. Lo delgadaque era la línea. La tosca democracia de sumetodología, su descentralizadaautoorganización, significaba que Ashil podíadedicarse a esta misión, de cuya importanciale había convencido, pero que la crisis nosdejaba solos.

Ashil condujo por los carriles de la

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autopista, a través de las fronteras puestas aprueba, evitando las pequeñas anarquías.Militsya y policzai aguardaban en lasesquinas. A veces la Brecha emergía de laoscuridad con ese inquietante movimiento quehabía perfeccionado y le ordenaba a la policíalocal que hiciera algo (llevarse a algúnunionista o retirar a algún cuerpo, vigilar algo)y después volvían a desaparecer. Por dosveces vi que acompañaban a hombres ymujeres norteafricanos aterrorizados, de unlugar a otro, refugiados convertidos en laspalancas de esta crisis.

—No es posible, esto, nosotros… —Ashil se interrumpió a sí mismo, se tocó elauricular mientras le llegaban los informes.

Los campamentos se llenarían deunionistas después de lo ocurrido. Estábamosa las puertas de la inevitable conclusión, perolos unionistas aún pugnaban por movilizar auna población que se mostraba profundamente

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contraria a su misión. Quizá el recuerdo deaquella acción conjunta mantuviera a flote alos que quedaran después de aquella noche.Tenía que ser embriagador atravesar lasfronteras y saludar a los camaradasextranjeros del otro lado en lo que ahorahabían convertido en una misma calle, en loque habían convertido en su país, aunque solofuera durante unos segundos, aquella nochecon los garabatos de un eslogan y una ventanarota de testigos. Ya debían de saber que elpueblo no se unía a ellos, pero no se volvierona sus respectivas ciudades. ¿Cómo iban adesaparecer ahora? El honor, la desesperacióno la valentía los motivaba a continuar.

—No es posible —dijo Ashil—. No hayforma de que el jefe de Sear and Core, unintruso, haya podido construir esta…Hemos… —Escuchó, el rostro rígido—.Hemos perdido avatares. —Qué guerra, estanueva guerra sangrienta entre los que se

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dedicaban a unir las ciudades y la fuerza quese encargaba de mantenerlas separadas.

«Unidad» había sido medio escrito en lafachada de Ungir Hall, que era también elpalacio de Sul Kibai, pero con la pinturagoteante parecía que ahora el edificio decíaalgo sin sentido. Lo que parecían parquesempresariales de Besźel no se acercaban ni delejos al equivalente ulqomano. La sede deSear and Core estaba en la ribera del Colinin,uno de los escasos intentos exitosos derevivificar los moribundos muelles de Besźel.Cruzamos esas aguas oscuras.

Los dos alzamos la mirada al oír el ruidode una percusión en el espacio aéreo quedebía de estar cerrado. Un helicópterosobrevolaba el cielo y lo iluminaba con suspotentes luces traseras.

—Son ellos —dije—. Hemos llegadotarde. —Pero el helicóptero venía del oeste,hacia la ribera del río. No estaba despegando,

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venía a recoger a alguien—. Vamos.Incluso en una noche tan llena de

distracciones, las proezas automovilísticas deAshil me amedrentaban. Giró en el puenteenvuelto en sombras, cogió una calle íntegrade Besźel de sentido único en direccióncontraria, sobresaltando así a los peatones queintentaban salir de la oscuridad, atravesó unaplaza entramada y después una calle íntegrade Ul Qoma. Me incliné hacia atrás paraobservar el helicóptero, que descendía sobre elperfil de los tejados que se alzaban junto alrío, medio kilómetro por delante de nosotros.

—Ha aterrizado —dije—. Corre.Allí estaba el almacén remodelado, los

tanques de gas inflables de los edificiosulqomanos a cada uno de sus lados. No habíanadie en la plaza, pero había luces encendidasen todo el edificio de Sear and Core, a pesarde la hora, y había vigilantes en la entrada. Seacercaron agresivamente hacia nosotros

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cuando entramos. Jaspeado y con iluminaciónfluorescente, el logo de S&C en aceroinoxidable, colgado en las paredes como sifuera una obra de arte, publicaciones einformes corporativos colocados para queparecieran las típicas revistas que se dejansobre las mesas y junto a los sofás.

—Fuera de aquí, hostias —dijo unhombre. Besźelí, exmilitar. Se llevó la mano ala funda de su pistola y envió a sus hombreshacia nosotros. Él se acercó solo un momentodespués: vio que Ashil se movía.

—Retiraos —ordenó Ashil, con el ceñofruncido para resultar intimidatorio—. TodoBesźel es de la Brecha esta noche. —Nonecesitó enseñar su distintivo. Los hombres seecharon hacia atrás—. Desbloquead elascensor, ahora, dadme las llaves para llegarhasta el helipuerto, y retiraos. Nadie más entraaquí.

Si los de seguridad hubieran sido

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extranjeros, si hubieran sido del país de origende Sear and Core, o los hubieran reclutado desus operaciones europeas o norteamericanas,puede que no hubieran obedecido. Pero estoera Besźel, y la seguridad era besźelí, así quehicieron lo que Ashil les había ordenado. En elascensor, sacó su arma. Una enorme pistolade diseño desconocido. El cañón revestido yenfundado en un silenciador impresionante.Usó la llave que nos había dado el deseguridad y empezamos a subir hasta lasplantas de la compañía.

La puerta se abrió y dio a unas fuertesráfagas de viento frío en medio de un paisajede antenas y tejados. Las sujeciones de lostanques de gas ulqomanos, algunas calles denegocios ulqomanos con las fachadas deespejos, las agujas de los templos de ambasciudades, y allí en la oscuridad y en el vientoque llegaba de cara, detrás de una espesura debarandales de seguridad, el helipuerto. El

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vehículo oscuro esperaba, sus aspas girandolentamente, casi sin hacer ruido. Delante de élhabía un grupo de hombres.

No podíamos oír mucho aparte de losgraves del motor y de la revuelta de losunionistas que, infestada de sirenas, estabasiendo sofocada a nuestro alrededor. Loshombres que esperaban junto al helicóptero nonos oyeron acercarnos. Nos quedamos acubierto. Ashil me guió hacia el vehículo,hacia el grupo que aún no nos había visto.Eran cuatro hombres en total. Dos de elloseran enormes y tenían la cabeza rapada.Parecían ultranacionalistas: CiudadanosAuténticos en misión secreta. Permanecíanalrededor de un hombre trajeado que noconocía y de otro al que no podía distinguirpor la postura en la que estaba allí de pie, losdos enfrascados en una animadaconversación.

No oí nada, pero uno de ellos nos vio. Se

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creó un revuelo y los demás se dieron lavuelta. El piloto hizo girar desde su cabina lapotente luz, de las que suele disponer lapolicía, que llevaba en la mano. Antes de queaquel foco nos iluminara, el grupo se movió ypude ver al último hombre, que tenía lamirada clavada en mí.

Era Mikhel Buric. El socialdemócrata, laoposición, el otro hombre que estaba en laCámara de Comercio.

Cegado por la luz, sentí que Ashil meagarraba y tiraba de mí hacia detrás de ungrueso conducto de hierro de ventilación.Hubo un momento de silencio que parecióeterno. Esperé el disparo, pero no disparónadie.

—Buric —le dije a Ashil—. ¡Buric!Sabía que Syedr no podía haber montado todoesto.

Buric era el hombre de contacto, elorganizador. El que conocía las predilecciones

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de Mahalia, el que la había visto en su primeravisita a Besźel, cuando enfadó a todos enaquella conferencia con su disidenciauniversitaria. Buric el especulador. Conocía eltrabajo de Mahalia y lo que quería, aquellahistoria paralela, las ventajas de la paranoia,los mimos del hombre que mueve los hilos. Alpertenecer a la Cámara de Comercio tenía elcargo necesario para suministrar todo aquello.Podía encontrar un mercado para lo que ellarobaba a instancias suyas, para el supuestobeneficio de Orciny.

—Todo lo que robó fueron engranajes —dije—. Sear and Core está investigando losartefactos. Es un experimento científico.

Fueron sus informantes (él los tenía,como cualquier político de Besźel) quienes ledijeron a Buric que estaban investigando Searand Core, que nosotros estábamos cerca deaveriguar la verdad. Quizá pensó quehabíamos entendido más de lo que en realidad

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habíamos hecho, se sorprendería de cuánpoco de todo esto habíamos predicho. A unhombre de su posición no le costaría muchoordenar a los agitadores del Gobierno quehabía dentro de los pobres unionistas queempezaran el trabajo, anticiparse a la Brechapara que sus colaboradores pudieran escapar.

—¿Están armados?Ashil miró hacia fuera rápidamente y

asintió con la cabeza.—¡Mikhel Buric! —exclamé—. ¿Buric?

¿Qué hacen los Ciudadanos Auténticos con unliberal vendido como tú? ¿Quieres hacer queotros buenos soldados como Yorj acabenmuertos? ¿Librarte de los estudiantes que teparecen que están muy cerca de tus mierdas?

—Que te jodan, Borlú —dijo, sin parecerenfadado—. Todos somos patriotas. Ellos yaconocen mi historial. —Un sonido se sumó alruido de la noche. El motor del helicópteroque aceleraba.

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Ashil me miró y avanzó hasta quedarsecompletamente al descubierto.

—Mikhel Buric —dijo con su vozatemorizante. Apuntó la pistola sin que tansiquiera temblara y caminó detrás de ella,como si lo guiara, hacia el helicóptero—.Tiene que responder ante la Brecha. Vengaconmigo. —Yo lo seguí. Él miró de reojo alhombre que estaba junto a Buric.

—Ian Croft, representante regional deCorIntech —le dijo Buric a Ashil. Él cruzó losbrazos—. Un invitado, aquí. Dirígeme a mítus comentarios. Y vete a la mierda. —Losciudadanos auténticos habían alzado laspistolas. Buric se movió hacia el helicóptero.

—Quédense donde están —dijo Ashil—.¡Todos atrás! —les gritó a los de losCiudadanos Auténticos—. Yo soy la Brecha.

—¿Y qué? —espetó Buric—. Me hepasado años dirigiendo este lugar. He tenido alos unionistas a raya, he conseguido negocios

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para Besźel, he cogido sus malditas chucheríasde debajo de sus narices ulqomanas y ¿quéhabéis hecho vosotros? ¿Vosotros, los cagadosde la Brecha? Vosotros protegéis a Ul Qoma.

Ashil incluso se quedó algo boquiabiertocon esa afirmación.

—Está haciendo teatro —le susurré—.Para los Ciudadanos Auténticos.

—Pero los unionistas tienen razón en unacosa —continuó Buric—. Solo hay unaciudad, y si no fuera por la superstición y lacobardía del populacho, que vosotrosalimentáis, condenada Brecha, todossabríamos que solo existe una. Y esa ciudadse llama Besźel. ¿Y le decís a los patriotas queos obedezcan? Se lo advertí, les advertí a miscamaradas que a lo mejor aparecíais, a pesarde que está bien claro que aquí no pintáisnada.

—Por eso filtraste las imágenes de lafurgoneta —dije—. Para que la Brecha no se

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metiera en esto y pasarles el muerto a lamilitsya.

—Las prioridades de la Brecha no son lasde Besźel —afirmó Buric—. Que le den por elculo a la Brecha. —Lo dijo despacio,marcando las palabras—. Aquí soloreconocemos una autoridad, ¿me oís bien,vosotros los «ni aquí ni allí» de los cojones?,y ese lugar es Besźel.

Le hizo una señal a Croft para quesubiera él primero al helicóptero. Los hombresde los Ciudadanos Auténticos se lo quedaronmirando. Aún no estaban listos para disparar aAshil, para provocar una guerra con la Brecha(se podía sentir un cierto aire de ebriablasfemia en sus ojos por la intransigencia queya estaban mostrando al desobedecer a laBrecha hasta ese punto) pero tampoco queríanbajar las armas. Si Ashil disparaba, ellosresponderían, y eran dos. Cegados por laobediencia hacia Buric no necesitaban saber

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hacia dónde iba su pagador ni por qué, soloque les había encargado la misión de cubrirlela espalda mientras lo hacía. El ardor delpatriotismo los envalentonaba.

—Yo no soy la Brecha —dije.Buric se giró para mirarme. Los

Ciudadanos Auténticos me clavaron la mirada.Sentí el titubeo de Ashil. Todavía mantenía elarma en alto.

—Yo no soy la Brecha. —Respiréprofundamente—. Soy el inspector TyadorBorlú, de la Brigada de Crímenes Violentos del a policzai de Besźel, que vela por hacercumplir la ley besźelí. Esa que tú hasquebrantado.

»El contrabando no es mi departamento;coge lo que quieras. No me interesa la política:me da igual si te metes en líos con Ul Qoma.Estoy aquí porque eres un asesino.

»Mahalia no era ulqomana, ni unenemigo de Besźel, y si lo parecía, era solo

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porque se creía la mierda que le contabas paraque así pudieras vender lo que ella conseguíapara ti, para esa I+D extranjera. ¿Hacerlo porBesźel? Mis cojones: no eres más que unaprovechado que comercia con objetosrobados por unos cuantos billetes extranjeros.

Los ciudadanos auténticos parecíanintranquilos.

—Pero se dio cuenta de que la habíanmentido. Que no estaba reparando ningunainjusticia del pasado ni descubriendo ningunaverdad oculta. Que la habíais convertido enuna ladrona. Enviaste a Yorjavic para librartede ella. Eso es un crimen ulqomano, así queaunque te podamos relacionar con él, no haynada que yo pueda hacer. Pero ahí no terminatodo. Cuando supiste que Yolanda se habíaescondido, pensaste que Mahalia le habíacontado algo. No te podías permitir el riesgode que hablara.

»Fuiste astuto al hacer que Yorj la

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disparara desde su lado del control, paraquitarse a la Brecha de encima. Pero esoconvierte su disparo, y la orden que le diste,en besźelí. Y eso te convierte en mío.

»Ministro Mikhel Buric, por la autoridadque me han concedido el Gobierno y lascortes de la comunidad de Besźel, te arrestopor cómplice del asesinato de YolandaRodríguez. Tienes que acompañarme.

Pasaron varios segundos de sorprendidosilencio. Me adelanté despacio, dejé atrás aAshil, y avancé hacia Mikhel Buric.

Los Ciudadanos Auténticos no nos teníanmucho más respeto a nosotros, la que paraellos era la débil policía local, que al resto demasas aborregadas de Besźel. Pero aquelloshabían sido unos cargos bastante horribles, ennombre de la ciudad, que no encajaban con lapolítica a la que estaban suscritos, o lasjustificaciones que pudieran haberles dado aesos crímenes, si es que sabían cuáles eran.

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Los dos hombres se intercambiaron unaindecisa mirada.

Ashil avanzó. Yo dejé escapar unabocanada de aire. «Me cago en la leche», dijoBuric. De su bolsillo sacó su propia pequeñapistola, la levantó y me apuntó con ella. Yodejé escapar un «oh», u algo parecido altrastabillar hacia atrás. Oí un disparo, pero nosonó como esperaba. No como una explosión;fue una exhalación, una ráfaga. Recuerdopensar eso y sorprenderme de que me fijaraen algo así al morir.

Buric saltó hacia atrás enseguida comoun espantapájaros, las extremidadesdescoordinadas y un rubor en el pecho. Nome habían disparado a mí, le habían disparadoa él. Dejó caer la pistola de su mano como sila hubiera arrojado a propósito. El disparo quehabía oído venía del arma con silenciador deAshil. Buric cayó al suelo con el pecho llenode sangre.

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Ahora, sí, ese sí que era el ruido de undisparo. Dos, muy seguidos, un tercero. Ashilcayó al suelo. Los ciudadanos auténticos lehabían disparado.

—¡Alto! ¡Alto!—grité—. ¡Detened elfuego, joder! —Me arrastré de lado como uncangrejo hasta él. Ashil yacía desmadejadosobre el cemento, sangraba. Gruñía de dolor.

—¡Vosotros dos estáis bajo arresto! —grité. Los hombres se quedaron mirándose eluno al otro, después a mí, después al cuerpoinmóvil de Buric. De repente, el trabajo deescolta se les había vuelto violento ydesconcertante del todo. Se podía leer en sumirada que empezaban a darse cuenta de lamagnitud de la red que estaba a punto deatraparlos. Uno le masculló algo a sucompañero y los dos retrocedieron, corrieronhacia el hueco del ascensor.

—¡Quedaos donde estáis! —grité, perome ignoraron cuando me arrodillé junto al

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jadeante Ashil. Croft seguía aún de pie einmóvil junto al helicóptero—. Ni se os ocurramoveros —dije, pero los ciudadanosauténticos abrieron la puerta y se escabulleronde nuevo en Besźel.

—Estoy bien, estoy bien —resolló Ashil.Lo palpé para ver dónde tenía las heridas.Debajo de la ropa llevaba algún tipo deprotección. Había detenido la bala que deberíade haberlo matado, pero le habían dadotambién debajo del hombro, que le sangraba yle dolía—. Tú —logró gritar al hombre deSear and Core—. Quédate. Puede que estésprotegido en Besźel, pero no estás en Besźel siyo digo que no lo estás. La Brecha es dondeestás.

Croft se inclinó hacia la cabina y le dijoalgo al piloto, que asintió con la cabeza yaceleró el rotor.

—¿Has acabado? —dijo Croft.—Salga. Ese vehículo no puede

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despegar. —Incluso a pesar de tener losdientes apretados por el dolor y de habersequedado sin la pistola, Ashil dejó clara suexigencia.

—No soy ni besźelí ni ulqomano —dijoCroft. Habló en inglés, aunque nos entendíaperfectamente—. Ni me interesan, ni measustan. Me marcho. «Brecha.» —Meneó lacabeza—. Qué panda de monstruos de feria.¿Creéis que le importáis a alguien que no seade estas ridículas ciudades? Puede que ellos osfinancien y hagan lo que decís, sin preguntar,puede que necesiten teneros miedo, pero nadiemás os lo tiene. —Se sentó junto al piloto y sepuso el cinturón—. No es que crea quepodáis, pero os sugiero encarecidamente queni tú ni tus colegas intentéis detener estevehículo. «No puede despegar.» ¿Qué creesque pasaría si provocaras a mi gobierno? Yada bastante risa pensar que Besźel o Ul Qomaentren en guerra con un país de verdad.

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Vosotros ni os cuento, Brecha.Cerró la puerta. Durante un tiempo no

intentamos levantarnos, Ashil y yo. Él yacíaallí tendido, yo estaba arrodillado a su espalda,mientras el helicóptero tronaba cada vez másfuerte y al final pareció dilatarse y rebotarhacia arriba como si colgara de una cuerda, ylevantó una corriente de aire que cayó sobrenosotros desgarrando nuestra ropa de todas lasformas posibles y zarandeando el cadáver deBuric. Se alejó entre las torres bajas de las dosciudades, en el espacio aéreo de Besźel y deUl Qoma y se convirtió en el único objetovisible en el cielo.

Lo vi marcharse. Una invasión de laBrecha. Paracaidistas que aterrizaban encualquiera de las ciudades y asaltaban losdespachos secretos de los edificiosimpugnados. Para atacar a la Brecha uninvasor tendría que hacer él mismo una brechaen Besźel o en Ul Qoma.

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—Un avatar herido —dijo Ashil en suradio. Dio nuestra localización—. Asistencia.

—Vamos de camino —contestaron através de la máquina.

Sentado aún, apoyó la espalda contra lapared. El cielo empezaba a iluminarseligeramente por el este. Aún se oían ruidos deviolencia abajo, pero eran ya más esporádicose iban atenuándose. Llegaba el aullido de mássirenas, besźelíes y ulqomanas, mientras lapoliczai y la militsya reclamaban de nuevo lascalles, y la Brecha se retiraba donde podía.Habría un día más de aislamiento para limpiarlas últimas ratoneras de unionistas, para volvera la normalidad, para encarrilar a losrefugiados de vuelta a los campamentos, peroya habíamos dejado atrás la peor parte. Vi lasprimeras luces del alba entre las nubes.Registré el cadáver de Buric, pero no llevabanada encima.

Ashil dijo algo. Su voz era débil y le tuve

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que pedir que me lo repitiera.—Aún no puedo creérmelo —dijo—.

Que fuera capaz de hacer todo esto.—¿Quién?—Buric. Cualquiera de ellos.Me recliné contra la chimenea y lo miré.

Miré hacia el sol que se alzaba en el cielo.—No —dije al fin—. Ella era demasiado

lista. Joven, pero…—… Sí. Al final lo averiguó, pero resulta

difícil de imaginar que Buric consiguieraengañarla en un principio.

—Y la forma en la que lo hizo —apunté,despacio—. Si hubiese mandado matar aalguien no habríamos encontrado el cuerpo.—Buric era más que competente para muchascosas, pero no tanto como para hacer que lahistoria resultara creíble. Me quedé ahí quieto,bajo la luz cada vez más intensa de la mañana,mientras esperábamos a que llegara la ayuda—. Ella era una especialista —dije—. Sabía

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de historia. Buric era listo, pero de eso nosabía nada.

—¿Qué estás pensando, Tye? —Seescucharon ruidos provenientes de una de laspuertas que se abrían en el techo. Se abrió conun fuerte golpe y regurgitó a alguien queidentifiqué vagamente como de la Brecha. Lamujer se acercó hasta nosotros mientrashablaba por radio.

—¿Cómo sabían dónde iba a estarYolanda?

—Escucharon tus planes —comentóAshil—. Porque escuchó a tu amiga Corwihablar por teléfono… —Aventuró una teoría.

—¿Por qué dispararon a Bowden? —pregunté. Ashil me miró—. En la CámaraConjuntiva. Creímos que era Orciny, que ibaa por él, porque él había descubierto la verdadsin darse cuenta. Pero no fue Orciny.Fueron… —Miré al cadáver de Buric—. Susórdenes. ¿Por qué entonces iba a ir a por

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Bowden?Ashil asintió. Habló despacio.—Creyeron que Mahalia le había

contado a Yolanda lo que sabía, pero…—¿Ashil? —gritó la mujer que se

acercaba, y el herido asintió. Incluso se pusode pie, pero se volvió a sentar de nuevoenseguida, dejándose caer de golpe.

—Ashil —le confirmé yo.—Estoy bien, estoy bien —dijo él—. No

es más que… —Cerró los ojos. La mujer seacercó a él más deprisa. Ashil volvió a abrirlos ojos de repente y me miró—. Bowden noha dejado de repetirte desde el principio queOrciny no existe.

—Verdad.—Vamos —dijo la mujer—. Te sacaré

de aquí.—¿Qué vas a hacer? —pregunté.—Vamos, Ashil —le apremió la mujer—.

Estás débil…

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—Sí que lo estoy. —Se interrumpió a símismo—. Pero… —Tosió. Me miró a mí yyo a él.

—Tenemos que sacarlo de aquí —dijo—. La Brecha va a tener que…

Pero la Brecha seguía ocupada en eldesenlace de aquella noche y no había tiempopara convencer a nadie.

—Un momento —le dijo a la mujer.Sacó la insignia de su bolsillo y me la dio,junto con sus llaves—. Yo lo autorizo —dijo.La mujer levantó una ceja, pero no discutió—.Creo que mi arma cayó por allí. El resto de laBrecha aún está…

—Dame tu teléfono. ¿Qué número tiene?Ahora vete. Sácalo de aquí. Ashil, yo lo haré.

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Capítulo 28

La mujer de la Brecha que acompañaba aAshil no me pidió ayuda. Me echó de allí conun gesto.

Encontré su arma. Pesaba, el silenciadortenía un aspecto casi orgánico, como si algoflemoso cubriera la boca de la pistola. Mellevó demasiado tiempo encontrar el seguro.No me arriesgué a intentar liberar el cargadorpara comprobarlo. Me la metí en el bolsillo yme marché por las escaleras.

Mientras bajaba iba viendo los númerosde teléfono de la lista de contactos: eran unacadena de letras sin sentido. Marqué a manoel número que necesitaba. Por unacorazonada, no marqué ningún prefijointernacional, y acerté: establecí la conexión.Cuando llegué al vestíbulo empezaba a sonar.Los vigilantes me miraron indecisos, pero les

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enseñé la insignia de la Brecha yretrocedieron.

—¿Qué…? ¿Quién es?—Dhatt, soy yo.—Santa Luz, ¿Borlú? ¿Qué…? ¿Dónde

estás? ¿Dónde has estado? ¿Qué ocurre?—Dhatt, cállate y escucha. Ya sé que ni

siquiera ha amanecido del todo, pero necesitoque te despiertes y que me ayudes. Escucha.

—Por la Luz, Borlú, ¿te crees que estabadurmiendo? Pensábamos que estabas con laBrecha… ¿Dónde estás? ¿Sabes lo que estápasando?

—Estoy con la Brecha. Escucha.Todavía no has vuelto al trabajo, ¿verdad?

—Joder, no, todavía estoy jodido…—Necesito que me ayudes. ¿Dónde está

Bowden? Vosotros os lo llevasteis parainterrogarlo, ¿verdad?

—¿A Bowden? Sí, pero no lo retuvimos.¿Por?

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—¿Dónde está?—Santa Luz, Borlú. —Oí que se ponía

de pie, tratando de recomponerse—. En suapartamento. No te preocupes, lo estánvigilando.

—Pues diles que entren. Que lo retengan.Hasta que yo llegue. Solo hazlo, por favor.Diles que vayan ahora. Gracias. Llámamecuando lo tengas.

—Espera, espera. ¿Qué número es este?No me sale en el teléfono.

Se lo di. En la plaza, contemplé cómo seiba iluminando el cielo y el vuelo en círculosde los pájaros que aleteaban sobre ambasciudades. Caminaba nervioso, uno de lospocos, aunque no el único, que había allí aesas horas. Contemplé a los demás quepasaron cerca de ahí, con disimulo. Los mirémientras intentaban volver a su ciudad(Besźel, Ul Qoma, Besźel, la que fuera), lejosde la masiva Brecha que se retiraba como la

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marea.—Borlú. Se ha ido.—¿Cómo que se ha ido?—Había un destacamento en su piso,

¿no? Como protección, por si alguienintentaba dispararle. Bueno, pues cuando lascosas se empezaron a poner feas por la nocheestaban todos arrimando el hombro y lespusieron a hacer otra cosa. No me sé losdetalles, pero no hubo nadie allí durante untiempo. Los envié de vuelta, las cosas seestaban calmando de nuevo, la militsya y losvuestros están intentando recomponer lasfronteras, pero las calles son todavía un putohorror. Bueno, pues los he enviado allí y hanllamado a la puerta. No está allí.

—Hijo de puta.—Tyad, ¿qué coño está pasando?—Voy para allá. ¿Puedes hacer un…?

No sé cómo se dice en ilitano. Ponerlo enbusca y captura. —Se lo dije en inglés,

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copiando las películas.—Claro, lo llamamos «poner el halo».

Lo haré, pero, joder, Tyad, ya has visto elcaos de esta noche. ¿Crees que alguien va aver a Bowden?

—Tenemos que intentarlo. Estáintentando escapar.

—Bueno, no pasa nada, entonces lo tienejodido, porque todas las fronteras estáncerradas, así que aparezca donde aparezca lodetendrán. Incluso si pasa primero a Besźel,los tuyos no van a ser tan incompetentescomo para dejarlo escapar.

—Vale, pero aun así, ¿podéis enviar unhalo?

—Poner, no enviar. Vale. Pero no vamosa encontrarlo.

Ahora había más vehículos en lacarretera, en ambas ciudades, conduciendo atoda velocidad hacia los lugares dondecontinuaba la crisis, algunos coches civiles que

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obedecían ostentosamente las normas detráfico de su ciudad, conduciendo coninusitada legalidad, al igual que lo hacían losescasos peatones. Tenían que tener buenosmotivos, y defendibles, para estar ahí fuera.La asiduidad de su continuo ver y desverresultaba manifiesta. El entramado eraresistente.

El frío del alba. Con la llave maestra deAshil, aunque sin su aplomo, estaba entrandoen un coche ulqomano cuando Dhatt mevolvió a llamar. Su voz sonaba muy distinta.Revelaba (no había otra forma deinterpretarlo) algún tipo de asombro.

—Me equivoqué. Lo hemos encontrado.—¿Qué? ¿Dónde?—En la Cámara Conjuntiva. La única

militsya que no estaba destinada en las callesera la de fronteras. Reconocieron las fotos.Llevaba horas allí, según me han dicho, tuvoque haber ido allí cuando empezó todo el

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jaleo. Antes estaba dentro del edificio, contodos los que quedaron allí atrapados cuandolo cerraron. Pero escucha…

—¿Qué está haciendo?—Esperando, sin más.—¿Lo han cogido?—Tyad, escucha. No pueden. Hay un

problema.—¿Qué está pasando?—Es que… No creen que esté en Ul

Qoma.—¿Ha cruzado la frontera? Entonces

tenemos que hablar con la patrulla fronterizade Besźel para…

—No, ¡escucha! Es que no pueden saberdónde está.

—¿Cómo…? ¿Qué? Pero ¿qué demoniosestá haciendo?

—Se puso allí, en frente de la entrada, ala vista de todos, y luego cuando vio que semovían hacia él empezó a caminar… pero la

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forma en la que lo hace… la ropa que lleva…no pueden saber si está en Besźel o en UlQoma.

—Pero comprobad primero si pasó antesde que cerraran la frontera.

—Tyad, esto es un puto caos. Nadie haestado controlando el papeleo ni ha estadocerca del ordenador ni nada, así que nosabemos si lo hizo o no.

—Tenéis que…—Tyad, escúchame. No he podido

sacarles nada más. Están acojonados por sihaberlo visto y habérmelo dicho fuera unabrecha, y no les faltan razones, porque, ¿sabesqué? Podría serlo. Esta noche más queninguna otra. La Brecha está por todas partes;ha habido un puto aislamiento, Tyad. Loúltimo que quiere nadie es arriesgarse a unabrecha. Esta es la última información que vasa obtener a no ser que Bowden se mueva detal forma que puedan saber que está de verdad

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en Ul Qoma.—¿Dónde está ahora?—¿Y cómo voy a saberlo? Ni siquiera se

arriesgan a mirarlo. Lo único que me handicho es que se puso a caminar. Nada másque a caminar, pero de un modo en el quenadie sabe dónde está.

—¿Y nadie lo va a detener?—Pero si ni siquiera saben si pueden

verlo. Tampoco está haciendo una brecha.Simplemente… no pueden saberlo. —Unapausa—. ¿Tyad?

—Jesús, claro. Ha estado esperando aque alguien se fije en él.

Aceleré hacia la Cámara Conjuntiva.Estaba a varios kilómetros de allí. Solté untaco.

—¿Qué? Tyad, ¿qué?—Eso es lo que quiere. Tú mismo lo has

dicho, Dhatt; cuando llegue a la frontera losguardias de cualquier ciudad en la que esté le

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darán la espalda. ¿Y qué ciudad es?Hubo varios segundos de silencio.—Joder —dijo Dhatt.En aquel estado de incertidumbre nadie

detendría a Bowden. Nadie podía.—¿Dónde estás? ¿Cómo de cerca te

encuentras de la Cámara Conjuntiva?—Puedo llegar allí en diez minutos,

pero…Pero él tampoco podría detener a

Bowden. Angustiado como estaba, no iba aarriesgar una brecha para ver a un hombre quepodría no estar en su ciudad. Quería decirleque no se preocupara, quería suplicarle, pero¿acaso podía decirle que se equivocaba? Nosabía si iba a estar vigilado. ¿Podía decirle queno le iba a pasar nada?

—¿Lo arrestaría la militsya si se lodijeras, si al final estuviera en Ul Qoma?

—Claro, pero no le van a seguir porquecreen que verlo es un riesgo.

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—Entonces ve tú. Dhatt, por favor.Escucha. Nada te impide ir a dar un paseo,¿no? Ir hasta la Cámara Conjuntiva o hastadonde te apetezca, y si resulta que alguien queestaba siempre cerca de él va y hace unajugada y resulta que está en Ul Qoma,entonces puedes arrestarlo, ¿no? —Nadietenía que admitir nada, ni siquiera a sí mismo.Siempre y cuando no hubiera ningún tipo deinteracción mientras Bowden se encontrara enaquella incertidumbre, habría una negaciónplausible—. Por favor, Dhatt.

—Está bien. Pero escucha, si me voy adar un puto paseo y quizá alguien en mitopordinaria proximidad resulta que realmenteno está en Ul Qoma, entonces no puedoarrestarlo.

—Un momento, tienes razón. —Nopodía pedirle que se arriesgara a una brecha.Y puede que Bowden hubiera cruzado yestuviera en Besźel, en cuyo caso Dhatt no

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tenía ningún poder—. De acuerdo. Ve a darun paseo. Avísame cuando estés en la cámara.Tengo que hacer otra llamada.

Corté y marqué otro número, también sinanteponer el prefijo internacional, aunquellamaba a otro país. A pesar de la hora,contestaron prácticamente de inmediato, y lavoz que me contestó sonaba muy despierta.

—Corwi —dije.—¿Jefe? Jesús, jefe, ¿dónde narices

estás? ¿Qué está pasando? ¿Estás bien? ¿Quéocurre?

—Corwi. Te lo contaré todo, pero ahoramismo no puedo; necesito que te muevas, yque te muevas rápido, que no hagas preguntasy que hagas exactamente lo que te pido.Necesito que vayas a la Cámara Conjuntiva.

Comprobé mi reloj y eché un vistazo alcielo, que parecía resistirse a amanecer. Ensus respectivas ciudades, Corwi y Dhattestaban de camino a la frontera. Fue Dhatt el

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primero en llamarme.—Ya he llegado, Borlú.—¿Puedes verlo? ¿Lo has encontrado?

¿Dónde está? —Silencio—. Está bien, Dhatt,escucha. —No iba a ver nada que no estuvieraconvencido que estuviera en Ul Qoma, perono me habría llamado si no hubiera avistado alcontacto—. ¿Dónde estás?

—Estoy en la esquina de Illya y Suhash.—Jesús, ojalá supiera hacer llamadas a

tres con este trasto. Tengo una llamada enespera así que no cuelgues el maldito teléfono.—Me puse con Corwi—. ¿Corwi? Escucha.—Tuve que pararme al lado del bordillo paramirar y comparar el mapa de Ul Qoma de laguantera con mi conocimiento de Besźel. Lamayor parte de los cascos antiguos eranentramados—. Corwi, necesito que vayas aByulaStrász y… y a WarszaStrász. Has vistofotos de Bowden, ¿verdad?

—Claro…

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—Ya, ya. —Seguí conduciendo—. Si noestás segura de que está en Besźel no letoques. Como ya he dicho, solo te pido quevayas caminando de modo que si alguien porcasualidad resultara estar en Besźel, pudierasarrestarlo. Y dime dónde estás. ¿Vale? Tencuidado.

—¿De qué, jefe?Era una buena pregunta. No era muy

probable que Bowden atacara a Dhatt o aCorwi: de hacerlo se estaría declarando a símismo como criminal, en Besźel o en UlQoma. Si atacaba a ambos sería una brecha,algo que, por increíble que fuera, no habíahecho aún. Caminaba con equiponderancia,posiblemente en ambas ciudades. El peatón deSchrödinger.

—¿Dónde estás, Dhatt?—Por la mitad de la calle Teipei. —

Teipei compartía topordinariamente su espaciocon MirandiStrász en Besźel. Le dije a Corwi

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dónde tenía que ir—. Llegaré enseguida.Ahora estaba pasando por encima del río

y el número de vehículos en la calle estabaaumentando.

—Dhatt, ¿dónde está? ¿Dónde estás tú?,quiero decir. —Me lo dijo. Bowden tenía queceñirse a calles entramadas. Si pisaba una calleíntegra estaría sujeto a esa ciudad y podríallevárselo la policía correspondiente. En loscentros, las calles más antiguas erandemasiado estrechas y sinuosas para que elcoche me resultase útil, así que lo dejé y mepuse a correr sobre los adoquines y bajo losaleros caídos del casco viejo de Besźelbordeados por los intrincados mosaicos y lasbóvedas del casco viejo de Ul Qoma.«¡Apartaos!», le gritaba a la escasa gente queme encontraba por el camino. Saqué eldistintivo de la Brecha y me puse el teléfonoen la otra mano.

—Estoy al final de MirandiStrász, jefe.

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La voz de Corwi había cambiado. No ibaa admitir que podía ver a Bowden (no lo hizo,pero tampoco lo desvió completamente, algoen algún punto intermedio) pero ya no selimitaba a seguir instrucciones. Estaba cercade él. Quizá Bowden podía verla.

Volví a examinar una vez más el arma deAshil, pero seguía siendo un misterio para mí.No conseguía entenderla. Volví a metérmelaen el bolsillo, fui hacia donde Corwi esperabaen Besźel, Dhatt en Ul Qoma y hacia aquellugar indeterminado por el que caminabaBowden.

Fue a Dhatt a quien vi primero. Llevabael uniforme completo, el brazo en cabestrillo,el teléfono pegado a la oreja. Le di ungolpecito cuando pasé a su lado. Sesobresaltó, vio que era yo y se quedóboquiabierto. Cerró el móvil despacio y meindicó una dirección con la mirada. Meexaminó con una expresión que no supe

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reconocer.La mirada no había sido necesaria.

Aunque había algunos valientes en aquellaentramada calle superpuesta, Bowden resultóvisible al instante. Aquel modo de andar.Extraño, imposible. Difícil de describir, peropara cualquiera acostumbrado a la gramáticacorporal de Besźel y de Ul Qoma, era unagramática sin raíces ni restricciones,desenvuelta y apátrida. Lo vi desde atrás. Elsuyo no era un caminar sin rumbo, sino conpaso largo y patológica neutralidad, alejándosede los centros de las ciudades y, en definitiva,hacia las fronteras, las montañas y el resto delcontinente.

Frente a él, un grupo de ciudadanos lomiraba con patente indecisión, apartando amedias la mirada, sin saber muy bien a dóndedirigirla. Los señalé a todos, uno por uno, hiceun gesto para que se marcharan y ellosobedecieron. Quizá algunos atisbaban desde

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las ventanas, pero eso era refutable. Meacerqué a Bowden bajo el perfil prominentede Besźel y las intrincadas canaletas en formade espiral de Ul Qoma.

A escasos metros de él, Corwi memiraba. Apartó su teléfono y sacó la pistola,pero seguía sin mirar directamente a Bowden,por si no estaba en Besźel. Quizá nos vigilabala Brecha, en alguna parte. Bowden no habíatransgredido nada que llamara su atención: nopodían tocarlo.

Alargué la mano mientras caminaba y nodisminuí la velocidad, pero Corwi me la aferróy nuestras miradas se encontraron durante uninstante. Cuando miré atrás, la vi a ella y aDhatt, a metros de distancia en ciudadesdistintas, sin quitarme la vista de encima. Porfin había amanecido.

—Bowden.Se dio la vuelta. Tenía el rostro rígido.

Tenso. Sostenía algo cuya forma no conseguía

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distinguir con claridad.—Inspector Borlú. Qué sorpresa verlo

por… ¿aquí?Intentó sonreír, pero sin mucho éxito.—¿Y dónde es «aquí»? —le pregunté.

Bowden se encogió de hombros—. Es muyimpresionante lo que está haciendo —dije. Sevolvió a encoger de hombros, con un ademánque no era ni ulqomano ni besźelí. Podríallevarle un día o dos de caminata, pero Besźely Ul Qoma eran países pequeños. Podíaconseguirlo, salir de allí caminando. Quéciudadano tan experto, qué urbanita y quéobservador tan consumado para encontrar eltérmino medio entre aquellos millones demanierismos inadvertidos que conformaban laespecificidad urbana, para rechazar cualquierconjunto de comportamientos. Apuntaba conlo que fuera que sostenía entre sus manos.

—Si me disparas, la Brecha caerá sobreti.

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—Si es que están mirando —dijo—. Meparece muy probable que sea usted el únicoque está aquí. Quedan siglos de fronteras queapuntalar por lo de esta noche. E incluso siestán mirando, es un asunto peliagudo. ¿Quétipo de crimen sería? ¿Dónde está usted?

—Intentaste desfigurarle la cara. —Aquelescabroso corte debajo del mentón—. ¿Tú…?No, fue el suyo, fue su cuchillo. No pudistetampoco. Así que le estropeaste el maquillaje.—Parpadeó, no dijo nada—. Como si esopudiera ocultar su identidad. ¿Qué es eso? —Me enseñó aquello, solo un momento, antesde agarrarlo y de volver a apuntarme con ello.Era una especie de objeto de metal con unacapa de verdín, feo y arrugado por el paso deltiempo. Hacía tictac. Estaba reparado con tirasnuevas de metal.

—Se rompió. Cuando yo. —No sonócomo si dudara: simplemente congeló suspalabras.

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—… Jesús, fue con eso con lo que lagolpeaste. Cuando te diste cuenta de que ellasabía que no eran más que mentiras. —Locogió y lo usó como arma, con la furia delmomento. Ahora podía admitir lo que fuera.Siempre y cuando se mantuviera en aquellasuperposición, ¿qué ley iba a juzgarlo? Vi queel mango de aquella cosa, el que él teníasujeto, apuntando hacia él, terminaba en unapunta muy afilada—. Agarras eso, la golpeas ycae al suelo. —Hice un gesto de puñalada conla mano—. En el calor del momento —dije—.¿Verdad? ¿Verdad?

»Así que entonces ¿no sabías cómodispararlo? ¿Es verdad lo que dicen? —pregunté—. ¿Todos esos rumores de la «físicaextraña»? ¿Esa cosa es una de las que estabanbuscando Sear and Core? ¿Por las queenviaban a uno de sus miembros másimportantes de excursión y a hacer dibujitosen la arena del parque? ¿Como un turista

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más?—Yo tampoco lo llamaría un arma —se

limitó a decir—. Pero… bueno, ¿quiere ver loque es capaz de hacer? —Lo agitó.

—¿No intentaste venderlo tú mismo? —Se mostró ofendido—. ¿Cómo sabes lo quehace?

—Soy arqueólogo e historiador —espetó—. Y además soy increíblemente bueno. Yme marcho.

—¿Vas a salir de la ciudad caminando?—Bowden inclinó afirmativamente la cabeza—. ¿De qué ciudad? —Movió el arma a modode negativa.

—Yo no quería hacerlo, ¿sabe? —dijo—. Ella… —Esa vez se le atascaron laspalabras. Tragó saliva.

—Tuvo que enfadarse mucho. Al darsecuenta de que le habías estado mintiendo.

—Yo siempre le dije la verdad. Ya meescuchó, inspector. Se lo he dicho muchas

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veces. No existe ninguna Orciny.—¿La adulaste? ¿Le dijiste que era la

única a la que podía contarle la verdad?—Borlú, puedo matarlo ahí donde está,

¿no se da cuenta?, nadie sabrá dónde estamos.Si estuviera en uno u otro lugar a lo mejorvendrían a por mí, pero no está en ninguno.La cosa es que, al igual que usted, sé que noiba a funcionar así, pero eso es porque nadieen este sitio, y eso incluye a la Brecha,obedece las normas, sus propias normas, y silo hicieran funcionaría así, la cosa es que si austed lo asesinara alguien que nadie tiene muyclaro en qué ciudad está y tampoco tuvieranclaro dónde está usted, su cuerpo iba aquedarse allí, pudriéndose, para siempre. Lagente tendría que pasarle por encima. Porqueno ha ocurrido ninguna brecha. Ni Besźel niUl Qoma se atreverían a quitarlo de aquí. Sequedaría ahí apestando a ambas ciudadeshasta que no fuera nada más que una mancha.

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Me largo, Borlú. ¿Se cree que Besźel vendráen su ayuda si le disparo? ¿O Ul Qoma?

Corwi y Dhatt debían de haberle oídoincluso si aparentaban estar desoyendo.Bowden no miraba a nadie más que a mí y nose movía.

—Vaya, bueno, la Brecha, mi socio,tenía razón —dije—. Aunque Buric pudierahaber planeado esto, no tenía losconocimientos ni la paciencia necesarios paraarmarlo de tal modo que engañara a Mahalia.Ella era lista. Para eso hacía falta alguien queconociera los archivos y los secretos querodeaban los rumores de Orciny, no solo unpoco sino por completo. No mentiste, comodices: no existe ningún lugar llamado Orciny.Lo repetiste una y otra vez. De eso se trataba,¿no?

»No fue idea de Buric, al principio, ¿osí? ¿Después de esa conferencia en la queMahalia se convirtió en un fastidio? Desde

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luego que no fue de Sear and Core: habríancontratado a alguien que robara con másacierto, una pequeña operación de pocamonta, se limitaron a aceptar la oportunidadque se les presentó. Claro que necesitabais losrecursos de Buric para que funcionara, y él noiba a dejar pasar una oportunidad para robar aUl Qoma, y prostituir a Besźel (¿cuántainversión iba ligada a esto?) y llenarse losbolsillos con este asunto. Pero la idea era tuya,y nunca tuvo que ver con el dinero.

»Tenía que ver con que echabas demenos Orciny. Era una forma de volverlo atener, de un modo u otro. Sí, claro que teequivocaste sobre Orciny, pero tambiénpodías hacer como si hubieses tenido razón.

Habían descubierto objetos de calidad,cuyas características particulares solo podíanconocer los arqueólogos, o aquellos que loshabían dejado allí, como había creído la pobreYolanda. La supuesta Orciny enviaba a su

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supuesto agente instrucciones repentinas quede ningún modo debían demorarse, sin dejartiempo para pensar o reconsiderar nada: solo,y rápido; liberar, entregar.

—Le dijiste a Mahalia que era la única ala que le habías dicho la verdad. Que cuandole diste la espalda al libro, ¿era solo porqueestabas siguiéndole el juego a la política? ¿O ledijiste que fue por cobardía? Eso habría sidoencantador. Apuesto a que fue eso lo quehiciste. —Me acerqué a él. La expresión de surostro cambió—. «Es culpa mía, Mahalia,demasiada presión. Tú eres más valiente queyo, sigue tú: estás tan cerca, la encontrarás…»Fue tu propia mierda la que jodió tu carrera yno puedes recuperar el tiempo perdido. Asíque lo mejor es inventarse que siempre habíasido verdad. Estoy seguro de que el dinero noestaba mal (no me dirás que no pagaban) yBuric tenía sus razones y Sear and Core lassuyas, y los nacionalistas lo harían por quien

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fuese, con las palabras adecuadas y algún queotro billete. En cambio, para ti la cuestión eraOrciny, ¿verdad?

»Pero Mahalia se dio cuenta de que esoera una estupidez, profesor Bowden.

Aquella no historia sería mucho másperfecta, la segunda vez, si pudiera construirlas pruebas no solo a partir de fragmentos enlos archivos o de referencias cruzadas a textosmal interpretados, sino implantar esas otrasfuentes, sugerir textos partidistas, incluso crearmensajes (también para él mismo, para elbeneficio de Mahalia y después para elnuestro, que siempre podía descartar como lanada que eran) del propio no lugar. Pero aunasí averiguó la verdad.

—Tiene que haber sido duro para ti —añadí.

Tenía la mirada en cualquier otra parte.—Se puso… Por eso.Ella le dijo que las entregas (y por tanto

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los ingresos en secreto) se habían acabado.Pero esa no fue la razón de su ira.

—¿Creyó ella que a ti también teengañaban? ¿O se dio cuenta de que túestabas detrás de todo? —Resultaba increíbleque un dato así tuviera que ser casiepifenoménico—. Yo creo que ella no losabía. No iba con su carácter provocarte. Yocreo que ella pensaba que te estabaprotegiendo a ti. Creo que se las ingenió paraencontrarse contigo, para protegerte. Paradecirte que alguien os había engañado a losdos. Que los dos estabais en peligro.

La furia de aquel ataque. La tarea, lareivindicación post facto de aquel proyectomuerto, destruida. Ningún tanto queapuntarse, ninguna competición. Solo el merohecho de que Mahalia, sin tan siquiera saberlo,había sido más astuta que él, que se habíadado cuenta de que su invención era unainvención, a pesar de sus intentos de precintar

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su obra, de que fuera impermeable. Ella loderrotó sin inquina ni argucias. Las pruebasvolvieron a destruir su constructo, la versiónmejorada, Orciny 2.0, como había sucedido laúltima vez, cuando él se lo había creído deverdad. Mahalia murió porque le demostró aBowden que había sido un estúpido al creerseese cuento que se había inventado.

—¿Qué es eso que llevas? ¿Es queella…?

Pero no podía haberlo sacado ella, y si lohubiera entregado no lo tendría él.

—Lo tengo desde hace años —dijo—.Esto lo encontré yo mismo. Cuando yoempecé a excavar. La seguridad no ha sidosiempre la misma.

—¿Dónde quedaste con ella? ¿En algunode esos estúpidos dissensi? ¿Algún edificioviejo y desocupado en el que le dijiste queOrciny hacía su magia? —Eso daba igual. Ellugar del asesinato habría de ser algún lugar

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vacío.—¿Me creería si le dijera que no

recuerdo el momento exacto? —dijo despacio.—Sí.—Solo ese constante, ese… —

Razonamiento, el que desmontó su creación.Puede que le hubiera enseñado el artefacto aMahalia como si se tratara de una prueba.«¡No es de Orciny!», respondiese ella quizá.«¡Tenemos que pensar! ¿Quién más podríaquerer estas cosas?» Entonces se desató lafuria.

—Lo rompiste.—Pero no tanto como para que no se

pudiera reparar. Es resistente. Los artefactosson resistentes.

A pesar de que lo usara para golpearlahasta matarla.

—Fue muy astuto eso de pasarla a travésdel control.

—Cuando llamé a Buric no le hacía

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mucha gracia eso de llevarme un conductor,pero lo entendió. Ni la militsya ni la policzaifueron nunca el problema. No nos podíamospermitir llamar la atención de la Brecha.

—Pero tus mapas están desactualizados.Me fijé aquella vez, en tu escritorio. Toda esabasura que tú o Yoric habíais recogido ¿dellugar donde la matasteis?, no sirvió de nada.

—¿Cuándo construyeron esa pista deskate? —Por un momento consiguió que suspalabras sonaran con un sincero sentido delhumor—. Se supone que la carreteraterminaba directamente en el estuario.

Donde el peso de todo ese hierro lahabría hecho caer hasta el fondo.

—¿Es que Yorjavic no se sabía elcamino? Es su ciudad. Y él una especie desoldado.

—Nunca se le había perdido nada enPocost Village. Yo nunca volví desde lo de laconferencia. El mapa que le di lo había

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comprado hace años y me sirvióperfectamente la última vez que estuve allí.

—Pero qué fastidio eso de la malditarenovación urbana, ¿no? Ahí estaba él, con lafurgoneta hasta arriba, y se encuentra conrampas y medios tubos que lo separan delagua, y empieza a amanecer. Cuando eso saliómal fue cuando Buric y tú… discutisteis.

—No realmente. Tuvimos algunaspalabras, pero pensamos que la cosa se habíaolvidado. No, lo que le molestó fue que túfueras a Ul Qoma —dijo—. Fue entoncescuando se dio cuenta de que había problemas.

—Entonces… en cierto modo te debouna disculpa… —Intentó encogerse dehombros. Incluso ese movimiento resultóindefinible desde el punto de vista urbano. Nodejaba de tragar saliva, pero sus manierismosno revelaban nada que dijera dónde seencontraba.

—Si le hace ilusión —dijo—. Fue

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entonces cuando soltó a los CiudadanosAuténticos. Incluso intentó que culparan aQoma Primero, con eso de la bomba. Y creoque pensó que incluso yo me lo había creído.—Bowden pareció indignado—. Debió dehaberse enterado de que me había pasadoantes.

—Seguro. Todas esas notas queescribiste en precursor, amenazándote paraque nos quitáramos de encima. Fingir robos.Más mentiras que añadir a tu Orciny. —Por laforma en la que me miró me contuve de decir«a tus gilipolleces»—. ¿Y por qué Yolanda?

—Yo… yo lo siento de verdad por ella.Buric debió de pensar que ella y yoestábamos… que Mahalia o yo le habíamoscontado algo.

—Pero no lo hiciste. Ni Mahaliatampoco: la protegió de todo aquello. Dehecho Yolanda era la única que siempre habíacreído en Orciny. Era tu mayor fan. Ella y

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Aikam. —Me clavó la mirada, el rostro fríocomo el hielo. Sabía que ninguno de ellos eraun genio. No dije nada durante un minuto.

—Dios mío, pero qué mentiroso eres,Bowden —continué—. Incluso ahora, santocielo. ¿Es que te crees que no sé que fuiste túquien le dijo a Buric que Yolanda estaría allí?—Mientras hablaba podía escuchar su trémularespiración—. Lo enviaste allí por si ella sabíaalgo. Que como digo era absolutamente nada.Hiciste que la mataran para nada. Pero ¿porqué fuiste tú allí? Sabías que intentaríanmatarte también a ti.

Nos miramos, cara a cara, durante unlargo silencio.

—… Necesitabas estar seguro, ¿verdad?—dije—. ¿También ellos?

No iban a mandar a Yorjavic y organizaraquel extraordinario asesinato transfronterizosolo por Yolanda. Ni siquiera sabían sirealmente sabía algo. En cambio, estaban al

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corriente de lo que Bowden sabía. De todo.«Ellos pensaban que yo también me lo

había creído», había dicho.—Les dijiste que Yolanda estaría allí y

que tú también irías porque Qoma Primeroestaba intentando matarte. ¿De verdad sepensaron que te lo habías tragado? Peropodían comprobarlo, ¿no? —Me respondí yomismo—. Por si acaso. Tenías que ir allí, oentonces sabrían que se la estabas jugando. SiYorjavic no te hubiera visto habría sabido queestabas planeando algo. Tenía que tener a losdos objetivos allí. —La extraña forma decaminar de Bowden en el edificio—. Así quetenías que ir allí y tratar de poner a otrapersona en su camino… —Me callé—.¿Había tres objetivos? —pregunté. Yo era larazón por la que se les habían torcido lascosas, después de todo. Sacudí la cabeza.

—Sabías que intentarían matarte, peromerecía la pena correr el riesgo para librarte

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de ella. Camuflaje.¿Quién iba a sospechar que él era algún

tipo de cómplice después de que Orcinyintentara matarlo?

El rostro de Bowden poco a poco se ibaagriando, cada vez más.

—¿Dónde está Buric?—Muerto.—Bien. Bien…Di un paso hacia él. Me apuntó con el

artefacto como si fuera algún tipo de varitamágica de la Edad de Bronce, corta yrechoncha.

—¿Por qué te importa? —pregunté—.¿Qué vas a hacer? ¿Cuánto tiempo has vividoen estas ciudades? ¿Y ahora qué?

»Se acabó. Orciny es un montón deescombros. —Otro paso, él seguíaapuntándome con aquello, respirando con laboca y los ojos abiertos de par en par—.Tienes una opción. Has estado en Besźel. Has

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vivido en Ul Qoma. Queda un solo lugar.Venga. ¿Vas a vivir clandestinamente enEstambul? ¿En Sebastopol? ¿Llegar hastaParís? ¿Crees que eso será suficiente?

»Orciny es una patraña. ¿Quieres ver loque hay realmente entre medias?

Un momento suspendido. Vaciló eltiempo suficiente para salvar las apariencias.

Qué ruina de hombre tan repugnante. Loúnico más despreciable de todo lo que habíahecho era esa avidez, que no conseguíaocultar del todo, con la que ahora aceptaba mioferta. No era un acto de valentía que vinieraconmigo. Extendió hacia mí aquella pesadaarma y la cogí. Vibró. Aquella bujía llena deengranajes, esos viejos mecanismos derelojería que le habían cortado el rostro aMahalia cuando el metal se desprendió.

Hundió los hombros con algún gemido:disculpa, ruego, alivio. No estaba escuchandoy no lo recuerdo. No lo arresté: no era un

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policzai, no entonces, y la Brecha no arresta,pero lo tenía y respiré, porque habíaterminado.

Bowden aún no había revelado dónde seencontraba. Le pregunté: «¿En qué ciudadestás?». Dhatt y Corwi estaban cerca,preparados, y el que compartiera un espaciocon él vendría cuando él lo dijera.

—En cualquiera —respondió.Así que lo agarré del pescuezo, lo giré, y

lo hice caminar. Bajo la autoridad que mehabían concedido, arrastré a la Brechaconmigo, lo envolví en ella, lo arranqué decualquier ciudad para arrojarle a ninguna,dentro de la Brecha. Corwi y Dhatt me vieronapartarlo de su alcance. A través de lasfronteras, les hice un gesto con la cabeza enseñal de agradecimiento. No queríanintercambiar miradas entre ellos, pero a mí mesaludaron con una inclinación de cabeza.

Pero ocurría que, mientras guiaba a un

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Bowden que arrastraba los pies a mi lado, labrecha que me habían autorizado a perseguir,aquella que yo todavía estaba investigando yde la que él era una prueba, seguía siendo lamía.

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Coda Brecha

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Capítulo 29

No volví a ver aquella máquina.Desapareció en los canales burocráticos de laBrecha. Nunca vi aquello que podía hacer, esoque Sear and Core buscaban, o si podía haceralgo en absoluto.

Ul Qoma, tras las secuelas de la noche dela revuelta, se sentía acicateada por la tensión.L a militsya, incluso después de que losunionistas que quedaban aún fueran arrestadoso apartados de las calles, o de que ellosmismos escondieran sus insignias ydesaparecieran, desplegó una vigilancia policialostensible, intrusiva. Los activistas de laslibertades civiles protestaron. El Gobierno deUl Qoma anunció una nueva campaña, laAlerta Vecinal, una buena vigilancia dirigida nosolo a la persona que vive en la puerta de allado (¿qué estaban haciendo?) sino también a

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la ciudad vecina (¿veis lo importantes que sonlas fronteras?).

En Besźel la noche terminó en unaespecie de mutismo exagerado. Hablar de ellaterminó convirtiéndose en un mal augurio.Absolutamente todos los periódicos le quitaronimportancia. Los políticos, si es que hacíanalguna declaración, manifestaban evasivasreferencias a «las recientes tensiones» o algosimilar. Pero flotaba en el aire un ambientesombrío. La ciudad estaba sometida. Losunionistas quedaron tan reducidos, susremanentes se mostraron tan precavidos yclandestinos, como en Ul Qoma.

La limpieza de ambas ciudades se hizodeprisa. El cierre de la Brecha duró treinta yseis horas y no se volvió a mencionar. Lanoche acabó con veintidós muertos en UlQoma, trece en Besźel, sin incluir a losrefugiados que murieron después de losprimeros accidentes, no los desaparecidos.

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Ahora había más periodistas extranjeros enambos lugares que se encargaban de hacerinformes de seguimiento más o menos sutiles.Trataron varias veces de concertar unaentrevista («anónima, por supuesto») conrepresentantes de la Brecha.

—¿Alguna vez alguien de la Brecha haroto filas? —pregunté.

—Claro —respondió Ashil—. Peroentonces están cometiendo una brecha, seconvierten en exiliados interiores, y sonnuestros. —Caminaba con cuidado y llevabavendajes debajo de la ropa y de su protecciónoculta.

El día después de las revueltas, cuandoregresé a la oficina arrastrando a un casisumiso Bowden, me encerraron en la celda.Pero desde entonces la puerta estuvo abierta.Desde que le dieran el alta de a saber quémisterioso hospital donde recibía sus cuidadosla Brecha, había pasado tres días junto a

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Ashil. Cada día que pasaba en mi compañía,caminamos por las ciudades, por la Brecha.De él aprendía cómo caminar entre ellas,primero en una, después en la otra, o encualquiera, pero sin la ostentación delextraordinario movimiento de Bowden, unaanfibología más velada.

—¿Cómo consiguió hacerlo el profesor?¿Moverse de ese modo?

—Ha estudiado las ciudades —respondióAshil—. Quizá solo un forastero sea realmentecapaz de ver cómo los ciudadanos sedistinguen a sí mismos para poder caminar enla indeterminación.

«¿Dónde está Bowden?», le habíapreguntado muchas veces a Ashil. Evitaba larespuesta de varios modos. Aquella vez dijo,como ya había dicho antes: «Haymecanismos. Ya se han encargado de él».

El cielo estaba nublado y oscuro, llovíaligeramente. Me subí el cuello del abrigo.

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Estábamos en la ribera oeste del río, junto alentramado del ferrocarril, un corto camino devías que recorrían los trenes de ambasciudades, con los horarios acordados a nivelinternacional.

—Pero la cuestión es que él nunca hizouna brecha. —No le había expresado antesesta preocupación a Ashil. Se giró paramirarme, se palpó la herida—. Bajo quéautoridad… ¿Cómo puede ser nuestro?

Ashil dirigió la marcha por losalrededores de la excavación de Bol Ye’an.Pude escuchar los trenes de Besźel, al nortede nosotros, en Ul Qoma al sur. No íbamos aentrar, ni tan siquiera a acercarnos a BolYe’an por si alguien nos veía, pero Ashilcaminaba a través de las distintas fases delcaso, aunque sin decirlo.

—Quiero decir —continué—, ya sé quela Brecha no responde ante nadie, pero…tienes que presentar informes. De todos los

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casos. Al Comité de Supervisión. —Levantóuna ceja—. Ya, ya sé que se handesacreditado por lo de Buric, pero ellosafirman que se trata de una acción aislada deuno de sus miembros, no del propio comité. Elcontrol y el equilibrio entre las ciudades y laBrecha sigue siendo el mismo, ¿no? Tienenalgo de razón, ¿no crees? Así que tendrás quejustificar que tengáis a Bowden.

—Bowden no le importa a nadie —dijoal fin—. Ni a Ul Qoma, ni a Besźel, ni aCanadá. Pero sí, presentaremos un informe.Quizá, después de tirar a Mahalia, volvió a UlQoma e hizo una brecha.

—No fue él quien la tiró, fue Yorj… —repliqué.

—Quizá fue así como lo hizo —continuóAshil, como si nada—. Ya veremos. Quizá loempujemos a Besźel y después lo empujemosde vuelta a Ul Qoma. Si nosotros decimos quehizo una brecha, la hizo. —Me quedé

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mirándolo.Mahalia se había marchado. Su cuerpo

por fin había volado de regreso a casa. Ashilme lo dijo el día en que sus padres celebraronel funeral.

Sear and Core no se había marchado deBesźel. Podría llamar la atención después delas confusas y furtivas revelaciones delcomportamiento de Buric. Había salido elnombre de la compañía y de su divisióntécnica, pero su relación con todo, de formaimprecisa. El contacto de Buric era unlamentable desconocido y se habían cometidoerrores, se estaban poniendo en marcha lasmedidas necesarias. Se oían rumores de queiban a vender CorIntech.

Ashil y yo fuimos en tranvía, en metro,en autobús, en taxi, caminamos. Nos enhebrócomo una sutura dentro y fuera de Besźel yde Ul Qoma.

—¿Y qué pasa con mi brecha? —

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pregunté al final. Los dos llevábamos díasesperando. No pregunté «¿cuándo volveré acasa?». Cogimos el funicular hasta la parte dearriba del parque del cual tomaba el nombre,al menos en Besźel.

—Si hubiera tenido un mapa actualizadode Besźel nunca la habrías encontrado —dijoAshil—. Orciny. —Sacudió la cabeza.

—¿Has visto algún niño dentro de laBrecha? —preguntó—. ¿Cómo sería eso? Sialguno naciera…

—Tiene que haberlos —le interrumpí,pero él habló por encima de mí.

—… ¿Cómo podrían vivir aquí? —Lasnubes que cubrían ambas ciudades eranespectaculares y yo las contemplé a ellas envez de a Ashil y me imaginé niñosabandonados—. ¿Sabes cómo llegué a laBrecha? —preguntó de repente.

—¿Cuándo vuelvo a casa? —dije sinesperanza. A él eso incluso le hizo sonreír.

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—Has hecho un trabajo excelente. Yahas visto cómo trabajamos. En ningún lugar setrabaja como en las ciudades —dijo—. No setrata solo de mantenerlas separadas. Se tratade todo el mundo de Besźel y todo el mundode Ul Qoma. Cada minuto, todos los días.Nosotros somos solo la última zanja: es lagente de las ciudades la que hace la mayorparte del trabajo. Funciona porque nadieparpadea. Por eso desver y desentir es tanimportante. Nadie puede reconocer que nofuncione. Así que, si no reconoces eso, es quefunciona. Pero si cometes una brecha, inclusosi no es culpa tuya, durante muy pocotiempo… de eso no se puede volver.

—Accidentes. Accidentes de carretera,incendios, brechas inadvertidas…

—Sí. Por supuesto. Si te das prisa parasalir. Si esa es tu respuesta a la Brecha,entones quizá tengas una oportunidad. Peroincluso así estás en problemas. Y si dura algo

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más que un momento, ya no puedes salir. Novolverás a desver. La mayor parte de la genteque comete una brecha, bueno, prontoaprenderás cómo son nuestras sanciones. Peroexiste otra posibilidad, muy de vez en cuando.

»¿Qué sabe sobre la Armada británica?—preguntó Ashil—. ¿Hace algunos siglos? —Lo miré—. Me reclutaron como hacen con losdemás en la Brecha. Ninguno de nosotros hanacido aquí. Todos vivimos en uno u otrolugar. Todos nosotros hicimos una brecha ensu día.

A aquello le siguieron varios minutos desilencio entre nosotros.

—Me gustaría llamar a algunas personas—dije.

Tenía razón. Me imaginé a mí mismo enBesźel, desviendo la Ul Qoma del terrenoentramado. Viviendo en la mitad del espacio.Desviendo a la gente, la arquitectura, losvehículos y todo los lugares en los que había

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vivido. Podía fingir, quizá, en el mejor de loscasos, pero pasaría algo y la Brecha lo sabría.

—Este ha sido un caso importante —dijo—. El más importante que hayamos tenido.Nunca volverás a tener un caso tanimportante.

—Soy detective —repliqué—. Jesús.¿No tengo ninguna elección?

—Claro que sí —respondió—. Estásaquí. Está la Brecha y están los que lacometen, y nosotros somos lo que les sucede.—No me miraba a mí, sino lejos, más allá delas ciudades superpuestas.

—¿No hay voluntarios?—Presentarse voluntario es una forma

clara y temprana de decir que no eres apto —contestó.

Caminábamos hacia mi apartamento, elhombre que me había reclutado a la fuerza yyo.

—¿Puedo despedirme de alguien? Hay

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gente a la que me…—No —contestó. Seguíamos caminando.—Soy detective —volví a decir—. No

un… yo qué sé. No me gusta lo que hacéis.—Eso es lo que queremos. Por eso nos

alegra tanto que hicieras esa brecha. Lostiempos están cambiando.

Entonces los métodos no serían tan pocofamiliares como me temía. Habría otros queactuarían con el sistema tradicional de laBrecha, la palanca de la intimidación, aquellaautomodelación como un terror nocturno,mientras que yo (haciendo uso de lainformación trasvasada que hurtamos eninternet, las llamadas de teléfono pinchadas enambas ciudades, las redes de informantes, lospoderes que están más allá de la ley, los siglosde temor, sí, también, a veces, los indicios deotros poderes por encima de nosotros, de losque solo somos avatares, de formasdesconocidas) me ocupaba de investigar,

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como había investigado durante años. Nuevosaires. Es necesario ventilar a veces. Lasituación resultaba un tanto humorística.

—Quiero ver a Sariska. Ya sabes quiénes, supongo. Y a Biszaya. Quiero hablar conCorwi, y con Dhatt. Al menos para decirlesadiós.

Se quedó callado durante un momento.—No puedes hablar con ellos. Así es

como funcionamos. Si no tenemos eso, notenemos nada. Pero puedes verlos. Mientraste mantengas fuera de su vista.

Llegamos a un trato. Les escribí cartas amis antiguas amantes. Escritas a mano yentregadas en mano, aunque no fue la mía.No les dije a Sariska o a Biszaya nada másque las echaría de menos. Y no lo dije solopor ser amable.

Me acerqué a mis colegas y, aunque nohablé con ellos, los dos pudieron verme. PeroDhatt en Ul Qoma y, más tarde, Corwi en

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Besźel, supieron que no estaba, o no del todo,o no solo, en su ciudad. No me hablaron. Noiban a arriesgarse.

Vi a Dhatt cuando salía de su oficina. Separó en cuanto me vio. Yo estaba junto a unaparcamiento que había frente a una oficinaulqomana, con la cabeza agachada para que élme reconociera, pero sin ver mi expresión.Levanté la mano hacia él. Dhatt dudó durantelargo rato y después extendió los dedos, unsaludar sin saludo. Me retiré hacia lassombras. Él se alejó primero.

Corwi estaba en una cafetería. Estaba enel barrio ulqomano de Besźel. Me hizosonreír. La contemplé mientras se bebía su téulqomano con nata en el establecimiento quele había enseñado. La contemplé desde lassombras de un callejón durante variossegundos antes de darme cuenta de que estabamirando justo hacia donde yo estaba, de quesabía que era yo. Fue ella quien me dedicó un

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adiós levantando la taza, inclinándola a modode saludo. Moví los labios, aunque no podíaverlo, para decirle adiós y gracias.

Tengo mucho que aprender, y no tengomás remedio que hacerlo; eso o laclandestinidad, pues no hay nadie tanperseguido como un renegado de la Brecha.Así que, como no estaba preparado para esoni para la venganza de mi nueva comunidadde existencias desnudas y exourbanas, elijoentre esas dos no elecciones. Mi misión ahoraes otra: no defender la ley, ni siquiera otra ley,sino la membrana que mantiene esa ley en sulugar. Dos leyes en dos lugares, de hecho.

Ese es el final del caso de Orciny y losarqueólogos, el último caso del inspectorTyador Borlú de la Brigada de CrímenesViolentos. El inspector Tyador Borlú ya noestá. Cierro como Tye, avatar de la Brecha,tras los pasos de mi mentor durante el periodode prueba fuera de Besźel y fuera de Ul

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Qoma. Aquí donde estoy somos filósofos ydebatimos entre otras muchas cosas qué sitioes este en el que vivimos. A ese respecto soyliberal. Vivo en el intersticio, sí, pero vivo enla ciudad y la ciudad.

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Una conversación conChina Miéville

¡Atención, lector! La siguiente entrevistacon China Miéville contiene datos relevantespara la trama, por lo que aconsejamosencarecidamente a aquellos que quierandisfrutar por completo de La ciudad y laciudad (y, por supuesto, también de laentrevista) que no sigan leyendo hasta haberterminado la novela.Círculo de Lectores de Random HouseEstados Unidos: Con La ciudad y la ciudad,te has alejado en muchos aspectos de untema y un estilo, pero antes de hablar de esome gustaría que nos centráramos en uningrediente clave de este libro, que ha sidouna constante en tu obra desde el principio:me refiero, cómo no, a la ciudad y, en

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concreto, a la ciudad fantástica. ¿Por qué estecompromiso con el paisaje urbano, tanto realcomo imaginario, y cómo ha idoevolucionando ese compromiso con eltiempo, desde el Londres de tu primeranovela, El rey rata, a Nueva Crobuzón,UnLondon y, por último, las ciudades deBesźel y Ul Qoma?China Miéville: Es una respuesta un tantopobre, pero lo cierto es que no lo sé. Siemprehe vivido en ciudades y siempre me hanparecido lugares tremendamenteemocionantes para vivir, y me gusta ademáscómo se refractan en el arte. Con esatradición tan dilatada, importante y genial amis espaldas, creo que lo verdaderamentesorprendente es que no hubiera seguido esecamino.

En cuanto a la evolución, eso es algoque los demás son los más indicados parajuzgar. Pero creo que después de la

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ostentación incontrolada (y no lo digo comouna crítica hacia mí mismo, sé muy bien queno es del agrado de todos los lectores,aunque creo de verdad que la falta dedisciplina te puede ayudar a hacer cosas queno son posibles con una más férrea) de Laestación de la calle Perdido, que era unaespecie de caótico homenaje a las ciudadesen un estilo muy rococó, con La ciudad y laciudad me sentí, casi de repente, másinteresado en hacer algo más comedido,incluso en un tipo urbano más melancólico.Por supuesto, es posible que eso cambie enel próximo libro.CLRH: El uso del lenguaje en esta novela esbastante más sobrio que el de cualquiera detus libros anteriores. ¿Cuánto de eso se debea las exigencias de la historia y, quizá, inclusodel género policiaco, que estructura la novelade una forma determinada, y cuánto se debea la natural evolución de tu estilo?

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CM: Cada libro requiere un tipo de vozdeterminada: no creo que se deba a unaevolución, si por evolución entendemos uncambio ineludible hacia esa dirección. Creoque es sumamente posible que me muevaentre un estilo de prosa más barroco o menosbarroco. Pero: 1) hay cosas que solo puedeshacer con una prosa más contenida que esimposible hacer con una prosa másexuberante y viceversa; 2) es un libro narradoen primera persona, y si escribes unmonólogo interior con esa extravaganciaverbal creas de inmediato un narrador pococreíble, o mediatizado, afectado o algoparecido. No hay nada de malo en ello en unprincipio, pero no es lo que yo pretendíahacer. Porque, sí: 3) quería sercompletamente fiel a los protocolos de untipo de género policiaco con ciertos tintes denovela negra.CLRH: La ciudad y la ciudad no es, desde

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luego, la típica novela fantástica. Es más, sealeja de lo que has escrito anteriormentedentro de ese género. Incluso, aparte de lapremisa central, se podría argumentar que nisiquiera es una novela fantástica. Y lapremisa (de las dos ciudades, Besźel y UlQoma, que comparten el mismo espaciogeográfico, pero no legal ni social) puedeinterpretarse tanto desde el punto de vista delgénero fantástico o de ciencia ficción comoen términos realistas o psicológicos. ¿Tehabías planteado escribir una novela queestuviera en sí misma entramada (crosshatch,un término que has tomado prestado de lasartes gráficas) por lo que al género respecta?¿La considerarías un ejemplo de géneroslipstream o de ficción intersticial?CM: La considero una novela policiaca, porencima de todo. Que sea o no una novelafantástica es algo a lo que no le puedo daruna respuesta clara, pues tiene que ver el tipo

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de lectura que se haga, lo que la gente saquede ella, etcétera. Por supuesto, tuve muy encuenta las características de ese género, ytambién del género fantástico, y en ciertomodo he intentado (espero que de formaamable) jugar con las expectativas de loslectores sobre si existe o no una explicaciónfantástica de la ambientación. Y creo quetambién con otras cuestiones como el deseode crear el mundo y de esperar esa totalidadhermética que se da en la fantasía. No esperoque resulte obvio, pero es algo que sí tenía enmente. No me importa que haya gente quepiense que el libro es slipstream o«intersticial» o lo que sea. Yo lo veo dentrode la tradición de lo fantástico, que para mísiempre ha sido un campo muy amplio. Si setrata o no de una novela fantástica en unsentido más estricto es algo a lo que no le doydemasiada importancia. Eso no significa, porsupuesto, que abjure del término: sería

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ingrato y ridículo por mi parte distanciarmede una tradición literaria, de una temática yde una estética que han alimentado miimaginación desde que tengo uso de razón.CLRH: Últimamente pienso mucho en laidea de que la novela negra y el génerofantástico provienen de un mismo origen yque, por mucho que se hayan separado suscaminos, ese bagaje común está ahí, a laespera de ser evocado. Y eso es algo quedesde luego sucede en La ciudad y laciudad.CM: Estoy completamente de acuerdo. Yadije antes que me interesa esa impostura tantremendamente creativa y fecunda de lanovela criminal realista, ese pretendidorealismo de lo que es, en el mejor de loscasos, una especie de ficción oníricadisfrazada de rompecabezas lógico. Lasmejores novelas negras (aunque debería decirlas que más me gustan a mí) tienen una

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lectura onírica. A mi modo de ver, Chandlery Kafka tienen más en común que Chandlery una auténtica novela negra. En estemomento hay multitud de libros que exploranmás explícitamente ese terreno quecomparten la novela fantástica y la policiaca,pero yo creo que tratan de ponerlo aldescubierto tanto como de otras cosas.CLRH: La geografía funcional de Besźel yde Ul Qoma, como terreno compartido convarios modos de navegación, permitidos y nopermitidos, me recordó a los cuadradosblancos y negros de un tablero de ajedrez,cuyo uso está intermediado por un conjuntode reglas en esencia arbitrario, pero aun asíimpuesto. Sé que te han interesado los juegosy me pregunto si ese interés ha influido enalgo al desarrollo de este libro.CM: No tanto a un nivel consciente.Conscientemente, la metáfora que lo organizaa nivel cartográfico fue, como has dicho, un

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trabajo de bolígrafo y tinta, un sombreado delíneas y rayas. Si dibujas una línea dedeterminada forma obtienes otra sombra. Silas superpones, el resultado es una sombramás pronunciada. Pienso en Besźel y en UlQoma como distintas capas de totalidadsombreada. A un nivel político, social,judicial, etcétera, el principio que lo organizatenía menos que ver con los juegos y máscon la naturaleza de los tabúes: enormementepoderosos, en muchas ocasionesenormemente arbitrarios y que(fundamentalmente) suelen quebrantarse deforma silenciosa sin que eso socave laexistencia del propio tabú. Ese últimoelemento, creo, suele subestimarse en lasdiscusiones sobre las normas culturales,donde se afirman y se quebrantan a la vez.Ambos elementos son fundamentales.CLRH: Cuando empecé a entender lapeculiar naturaleza de Besźel y de Ul Qoma

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me acordé del relato Reports of CertainEvents in London (Informes sobre ciertosacontecimientos en Londres), que aparecióen tu colección Looking for Jake. ¿Fue ese elpunto de partida de La ciudad y la ciudad?¿Hubo algún momento en particular en el quegerminó la idea de este libro, o, por elcontrario, se gestó despacio, gradualmente?CM: Hay más gente que ha visto esarelación. No es algo que yo haya pensado,pero entiendo perfectamente por qué la gentelo ha visto así. Ellos, y tú, tenéis algo derazón. Aunque se puede argumentar que esuna influencia negativa en algunos aspectos,en el énfasis en una geografía fluida,depredadora, desconocida, esa historia cortaes una antítesis. La ciudad y la ciudad tienemás que ver con la burocracia que concualquier otra cosa. La idea básica para laambientación de la novela es algo a lo que heestado dándole vueltas durante varios años.

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De alguna forma, estuve probandomentalmente varias historias para ver cuálquedaría mejor, cuál luciría mejor sin que senotara demasiado la mano, no a expensas dela narración. Esa era la idea.CLRH: Tu obra siempre ha tenido un fuertecomponente de surrealismo, pero me llamó laatención que en esta novela te estuvierasapartando del estilo daliniano (híbridos deinsecto y humano, o un hombre cuya cabezaes una jaula ocupada por pájaros) hacia untipo de surrealismo menos extravagante, unestilo menos anclado en la imaginería exóticade los sueños y de las pesadillas y más en lasimágenes de lo cotidiano del mundo de lavigilia; aquí estoy pensando en el mundo deBruno Schulz, a quien citas en losagradecimientos. ¿Cuáles son las razones deeste cambio?CM: No me gusta Dalí, aunque por supuestoes difícil escapar de la influencia de sus

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imágenes. Me gusta el mote despectivo que ledio André Breton: Ávida Dollars. Pero entérminos de esa especie de posdecadenciarecargada y barroca de sus imágenes encomparación con los sueños más sutiles deSchulz o de Kafka, sí, puedo ver el cambio.Explicarlo, sin embargo, es un asuntoimposible. Hace mucho que me gusta Schulz(como muchos otros de mi generación meacerqué a él gracias al cortometraje de loshermanos Quay, Street of Crocodiles) yKafka, y de toda la tradición (muy amplia) dearte y literatura fantástica europeos, ademásdel amor que siento por el paisaje de Praga,por ejemplo; y quería escribir algo inspiradoen eso. ¿Por qué ese cambio? Me sientomenos enérgico que antes. Más viejo. Queríaprobar algo nuevo. Quería escribir unhomenaje a esas tradiciones (y laextraordinaria prosa de la mejor novelanegra). Quería escribir un libro que le habría

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encantado a mi madre.CLRH: Además de a Schulz, reconoces lainfluencia de Raymond Chandler, FranzKafka, Alfred Kubin y Jan Morris. A los dosprimeros los conozco, y me parece clara suinfluencia en esta novela, pero no conozco nia Kubin ni a Morris, y me atrevo a decir quetampoco los conocerán gran parte de nuestroslectores. ¿Qué les debes a ellos?CM: Kubin fue un escritor e ilustradoraustriaco y su libro La otra parte fue unagran influencia; una especie de investigaciónexpresionista de la ansiedad urbana y lacompulsión de crear y poblar las ciudades dela mente (cualesquiera que sean los riesgosque eso conlleve), la seguridad falaz detrasplantar un estado metropolitano a unaespecie de remoto lugar de provincias. JanMorris es una influencia algo más discutible.Escribió un libro llamado Hav, que es larevisión de una novela anterior titulada Last

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Letters from Hav, sobre un viaje a un paísimaginario. El libro me asombró, pero tuveuna frustrante discusión con él. Los librossiempre están en diálogo con otros libros,obviamente, y a veces son amigables y otrasno tanto. La ciudad y la ciudad mantieneuna conversación muy respetuosa aunque almismo tiempo beligerante, con Hav. En parteporque nunca sentí que Hav tuviera laidentidad suficiente, porque enfatizó tanto sunaturaleza como puerto sincrético (y laadmiré profundamente por renunciar a ese«indigenismo» esencialista) que, de hecho,parecía sobre todo como un grupo deminorías que se reunían sobre un telón defondo opaco y descolorido. Nunca parecíaninvolucrarse en algo más grande. Creo quesoy de una opinión minoritaria respecto a eso,pero cuando me di cuenta de que habíaestado pensando mucho en ese libro mientrasescribía La ciudad y la ciudad, incluso con

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frustración, parecía cuanto menos apropiadohacerle una mención de respeto.CLRH: Algunos lectores y críticos sesentirán sin duda tentados a ver en estanovela una alegoría de las relaciones entreOccidente y el mundo árabe, debido alparecido entre el nombre de Ul Qoma y elgrupo terrorista Al Qaeda. Y hay otraslecturas alegóricas posibles basadas endiversas divisiones y entramados políticos,sociales y sexuales. ¿Sientes alguna simpatíapor estas lecturas?CM: Personalmente, hago una profundadistinción entre lecturas alegóricas ymetafóricas (aunque no me importademasiado la terminología una vez hayamosdejado claro a qué nos referimos). Para mí, elsentido de la búsqueda de una interpretaciónalegórica es lo que Fredric Jameson llama el«código maestro» que «resuelva» la historia,para averiguar «de qué trata» o, peor aún,

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«de qué trata realmente». Tengo muy pocassimpatías por este enfoque. En eso estoy conTolkien, que recalcó su «cordial desagrado»por la alegoría. No me gusta porque creo quele quita bastante el sentido a la ficción; si deverdad se escribe una historia para quererdecir otra cosa, y con esto no quiero decirque no haya un hueco para la ficción satíricao polémica o de cualquier otro tipo, solo quesi se puede decir por completo de una formadirecta, entonces ¿por qué no decir eso otro?La ficción es siempre más interesante cuandohay una evasiva superabundancia y/oespecificidad. No es lo mismo que decir queno existe el significado, sino que existe algomás que esos significados. El problema con ladecodificación alegórica como método es queintenta meter demasiadas interpretaciones enuna historia, aunque la lee demasiado poco.Las alegorías siempre son más interesantescuando rebasan sus propios diques. La

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metáfora, para mí, es decididamente muchomás como eso. La metáfora es siempre másfractalmente fecunda, y siempre hay másgrande y más pequeño que ella. Así que a loque me refiero es…, de ningún modo digoque esas interpretaciones no sean válidas(aunque debo decir que siento muy pocasimpatía por la de Oriente contra Occidente,algo que el texto niega explícitamente en másde una ocasión), pero que espero que la genteno piense que el libro se «resuelve» con eso.No creo que se pueda resolver ningún libro.CLRH: Por supuesto, haces mucho más quesimplemente entramar, y de hecho entras enlos espacios entre Besźel y Ul Qoma, al igualque en los espacios que se disputan, en lo quevoy a llamar «territorios de superposición»,por el principio de superposición cuántica.Aquí estamos en el territorio de la Brecha ytambién de la invisible ciudad de Orciny, quepuede o no ser un mito. ¿Fueron siempre la

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Brecha y Orciny una parte de la novela o solofuiste siendo consciente de su existencia, porasí decirlo, a través de pruebascircunstanciales mientras escribías sobre lasdos ciudades «visibles»?CM: La Brecha siempre fue parte de ella,porque las dos ciudades principalespresuponían sus fronteras, lo que presuponíacómo se controlaban. Orciny en cierto modosurgió después. No había ninguna razón paraterminar ahí. Una vez que te das cuenta deque puedes describir una rutina de más y másciudades ocultas en más y más intersticios, teencuentras con una mise-en-abyme enpotencia, y podría haber tenido una cuarta,una quinta, una sexta ciudad rumoreada, enescalas siempre decrecientes.CLRH: La Brecha y Orciny se parecen enmuchos aspectos (en efecto, en un punto dela novela, se plantea la posibilidad de quesean lo mismo) pero, al final, los lectores

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entran dentro de la Brecha, mientras queOrciny sigue siendo desconocida. Lo que mellama la atención de este proceso es que larevelación es un poco anticlimática. Y no soloaquí: una y otra vez en esta novela, cuandollegas a un momento de revelación, uno queun tipo de novela fantástica más tradicionalhabría abierto hacia lo irreal o sobrenatural,tú lo devuelves todo al mundo de lo real, contoda su cruda particularidad. En ese sentido,¿no podría considerarse que estamos anteuna obra antifantástica?CM: Desde luego. Existe una larga tradiciónde obras antifantásticas, de las cuales algunasde las más estimulantes, para mí, son las deM. John Harrison. Y sí, creo que tienes todala razón al afirmar que esta obra forma partede ese linaje. Y ni siquiera me molesta eltérmino «anticlimático». Creo que es muypertinente y bastante premeditado. Porsupuesto, soy consciente de que no servirá a

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todos los lectores y sé, de hecho, que aalgunos no les ha gustado el libroprecisamente por eso. Me parece bien. Peropara mí, ese anhelo de la apertura, lossecretos detrás de lo cotidiano, a veces puedeser un caso de la falacia de petición deprincipio. Por supuesto que a mí también mepasa (soy un lector del género fantástico, megusta la fractura que produce el misterio y loque haya detrás) pero también es legítimo y,quizá incluso interesante, no dejarse llevarsolo por ese impulso sino tambiéninvestigarlo, toquetearlo, y sí, quizá tambiéncomo parte de eso, frustrarlo.CLRH: Aunque, al mismo tiempo, tambiénfomentas que se especule con lo fantástico,especialmente, o así lo creo, con losartefactos arqueológicos recuperados en laexcavación de Ul Qoma, una extraña mezclade objetos primitivos y lo que parecen ser losrestos de una tecnología avanzada.

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CM: Bueno, es cierto que el libro nuncadescarta la posibilidad de cualquier elementofantástico. Las extrañas propiedades de lafísica arqueológica, por ejemplo: no seprueba, pero tampoco se falsea. Meinteresaban no tanto los aspectos de unaposible magia (aunque desde luego elinterrogante está ahí) como la cuestión de unalógica opaca. Para los investigadores existeclaramente una lógica de este en aparienciaimposible coágulo de cultura material; por esola están investigando. Pero es una lógica quese les escapa, es algo que no pueden analizar.Incluso si no consigues ninguna forma deentrar en ello, eso me parece sustancialmentedistinto de que algo no tenga ninguna lógicaen absoluto.CLRH: Tu narrador y personaje principal,Tyador Borlú, es un hombre racional, unescéptico, pero también lo bastante románticocomo para dejarse seducir por los misterios:

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en otras palabras, un tipo habitual en lanovela negra. Pero también es un productode su peculiar entorno. Incluso antes de estecaso y de su cercano encuentro con laBrecha, en su vida abunda la intersticialidad,desde sus relaciones con las mujeres a supreferencia por los llamados,maravillosamente, DöplirCaffés, donde losjudíos y los musulmanes se sientan uno allado del otro en un microcosmos de dosciudades circundantes. La geografía esrealmente el destino, ¿no?CM: Es un tipo habitual de la novela negra yde otras miles de cosas, incluido el mundoreal. La intersticialidad es un término que estátremendamente de moda y resulta fácilsituarlo en todos los niveles. Una de lasrazones del tipo de anticipaciones de larelación entre las ciudades en el DöplirCafféy demás era precisamente para reducircualquier posible presagio sobre ellas. Claro,

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están duplicadas de forma bastanteextraordinaria, lo que quiere decir que habráintersticios y áreas oscuras, etc., pero eso noes más que una versión excepcionalmenteextrapolada que funciona así todo el tiempo,en todos los niveles. Esa era la idea. Laintersticialidad es un tema que resulta almismo tiempo genuinamente interesante ypotencialmente útil, y también un clichéterrible, así que, ya que vas a usarlo, ayudaser respetuosamente escéptico sobre laspretensiones más atrevidas de algunos de suspartidistas teóricos, me parece a mí.CLRH: La Escisión, el acontecimiento queseparó a Besźel y a Ul Qoma en el pasadoremoto para la historia, permanece, al igualque Orciny, envuelto en misterio. ¿Fue unacontecimiento de ciencia ficción, unfenómeno catastrófico de la física cuánticaque envió partes de una única protociudad adimensiones congruentes y de vez en cuando

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interconectadas? ¿O hay que entender laEscisión en términos puramente psicológicos?¿Tiene importancia cómo interpretan loslectores este aspecto del libro?CM: Es el acontecimiento que separó aBesźel y a Ul Qoma, o que pudiera ser quelas uniera. «Cleave» es una de esas palabrasmágicas que semióticamente significan doscosas exactamente distintas. ¡Y no voy aresponder a esa pregunta! En el caso de quetuviera una respuesta, no podría hacer ningúncomentario sobre ella. Sé lo que yo pienso, ylo has mencionado antes, en términos delestatus genérico del libro, pero creo que seríabastante inútil para mí dictarle unos términosal lector. Toda la información que esnecesaria para la historia está en ella.CLRH: Orciny primero parece un mito,después real, después un engaño, y aun asínunca termina refutada por completo. Enefecto, el extraordinario intento de Bowden

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de salir de ambas ciudades caminando, que esal mismo tiempo completamente mundano yconcienzudamente extraño, parece mostrarque Orciny existe, al menos en potencia.CM: Sí. Esto, supongo, es todo parte de esemecanismo de jugar con las expectativas dellector del que hablaba antes. No refutanabsolutamente nada, solo que uno de losprincipales sospechosos de haber cometidoesos crímenes (una ciudad) resulta que no esculpable de ellos. Por supuesto, una vezdicho esto, también ha habido unaexploración de las ideas de por qué puedehaber sido una solución posible tan atractiva,de por qué el impulso que lleva hacia esaexplicación.CLRH: ¿Tienes planes de volver a Besźel ya Ul Qoma, quizá para explorar su prehistoriacompartida?CM: Es posible. La premisa del libro, almenos para mí, era que había, por supuesto,

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varias historias ambientadas en Besźel (y quemuy posiblemente involucran a Ul Qoma)con Tyador Borlú como protagonista y quehan sucedido antes que esta. Que este libroen concreto era la última de sus aventuras. Lanovela tenía el subtítulo de “El últimomisterio del inspector Borlú”. Pero todos losque estaban involucrados en la produccióndel libro me advirtieron con palabras rotundasque eso confundiría a los lectores que, alverlo, querrían empezar con la primera de laserie y saldrían de la tienda sin comprar nadacuando no encontraran el libro anterior. Asíque quité el subtítulo. Pero para mí sigue ahí,invisible.CLRH: Tiene que haber sido difícil, mientrasescribías la novela, evitar esos momentos debrechas involuntarias. ¿Cómo te preparastepara desver y desoír? ¿Y cuál fue el impactopersonal de eso? ¿Cambió tu percepción deLondres?

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CM: La verdad es que mi percepción nocambió: todo el libro estaba basado en mispensamientos sobre esas percepcionesurbanas, así que, aunque es posible que hayasido algo más consciente de ellas, seguíansiendo las mismas. Sin embargo, parte de loque ocurre con la ambientación es que esmuy difícil, imposible, de hecho, evitar esosmomentos de brechas. No puedes enseñarte ati mismo con éxito y de forma sostenida adesver o a desoír: lo haces todo el tiempo,pero también fracasas y también hacestrampas, repetidas veces, de mil formasdiferentes. El libro menciona eso en variasocasiones. Trata absolutamente sobre esacompleta fidelidad a esos protocolos urbanosespecíficos, exageraciones o extrapolacionesde lo que yo creo que nos rodea todo eltiempo en la vida real; pero trata también decómo hacemos trampas, de cómo fallamos,de cómo nos los tomamos a la ligera, algo

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que me parece que es una parte inextricablede esas normas.

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Nota sobre el autor China Miéville nació en 1972 en

Londres, la ciudad en la que ha residido buenaparte de su vida. Cuando se dio a conocercomo uno de los valores más prometedores,especialmente a raíz de publicar la editorialTor su novela El rey rata —una fantasíaoscura de corte urbano que se inspira en unapantomima que vio siendo un niño y,afortunadamente para sus lectores, leimpresionó profundamente—, despertó ciertasdudas sobre su sexo que quedaron disipadascuando explicó los orígenes de su nombre.

Aunque pudiese parecer lo contrario,China es su verdadero nombre. Unareminiscencia del pasado jipi de sus padres,sin duda. Fieles al espíritu de la época, estosbuscaron en el diccionario una «palabrahermosa». China parecía una buena elección y

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les decidió el hecho de que, además, significa«amigo» en la jerga popular. La unión noduraría mucho, la pareja se separó cuando éltenía año y medio.

El joven creció publicando lovecraftianastiras de cómic en blanco y negro en fanzines yprozines, leyendo Interzone y escribiendorelatos de fantasía y ciencia ficción. Si bien semantiene sumamente atento a la literaturafantástica y de ciencia ficción, admite sudesinterés por el terror moderno; en esamateria se ciñe a los clásicos. Entre sus obrasfavoritas, suele citar The Borribles, deMichael de Larrabeiti y Mother London, deMichael Moorcock. Otro de los grandesnombres que menciona es M. R. James, sushistorias de fantasmas siguen cautivándolo.Entre otras influencias reconocidas destacan elsurrealismo —especialmente, su facetacinematográfica, destacando Breton y Buñuel— y escritores como Lautreamont, Kafka,

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Bulgakov, Cortázar, Mervyn Peake, MichaelMoorcock, Iain Banks, Jack Vance, KimStanley Robinson, Steven Brust y KenMacleod.

China se reconoce un fanático del jungley el hip hop, como el que practica uno de susgrupos preferidos: Busta Rymes and theRoots.

Miéville es un hombre de muy culto,estudioso y completamente comprometido enel ámbito político y social. Y su interés distade ser puramente teórico. El 2 de mayo de2001 fue arrestado por la policía durante unamanifestación de protesta para evitar laclausura de una guardería londinense. No es laprimera vez; de hecho, suma numerosasdetenciones por sus manifestaciones ante elParlamento británico. Pese a ello, ha sidocandidato oficial del Socialist Alliance Party alParlamento en las elecciones de junio de2001.

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Desde los veinte años estuvo vivamenteinteresado en el socialismo —doctorado enRelaciones Internacionales y Filosofía deDerecho Internacional, suele precisar que noestá interesado en practicar la profesión, sinoen desarrollar sus teorías sociales y filosóficas— y la literatura marxista, lo cual no significaque abogue por modelos periclitados como laRepública Popular China o la antigua UniónSoviética. Ha cursado estudios en Harvard(1996-1997) y Cambridge.

Entre su obra de ensayo llama la atenciónThe Conspiracy of Architecture: Notes on aModern Anxiety, publicada en el número dosde Historical Materialism. Es buena pruebade la pasión que siente por los edificios, laarquitectura y los escenarios urbanos engeneral. No en vano ha calificado su obra,fruto de una peculiar combinación de eliteintelectual e inclinación por la parte más vital yoscura de la sociedad, como «gótico urbano».

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Entre las ciudades en las que le gustaría viviraparecen siempre Nueva York y El Cairo, locual no debe extrañar pues, pesaroso,reconoce su fracaso en su intento de aprenderárabe, de cuya cultura se declara admirador.

Heterodoxo y atípico, dueño de unaprosa rica —resultado de su particular mezclade estilos e influencias— y cultivador de unaobra fascinante, China Miéville es una de lasplumas más apreciadas del panorama literariobritánico. Su éxito —número uno en ventas enel Reino Unido— avala el espaldarazo que leha concedido la crítica especializada del ReinoUnido y los Estados Unidos.

notes

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[1] N. de la t.: «It takes a village» en el

original. Proviene de un proverbio africano:«Hace falta un pueblo para educar a un niño».

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[2] N. de la t.: En inglés cleavage significa

tanto «escisión» como «escote».

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[3] N. de la t.: La expresión inglesa original,

potter’s field, hace referencia al episodiobíblico (Mateo 27, 3-8) en el que lossacerdotes del templo emplearon las treintamonedas de plata que Judas obtuvo portraicionar a Jesús para comprar un campo quesería destinado a enterrar a los extranjeros.