La casa vacía1

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LA CASA VACÍA Empacó todas sus cosas, ignorando la tristeza que a ella le causaba… Tomó su maleta y, volteando hacia la cama donde habían sido felices, se despidió de los “te amo”, los “qué feliz me haces”, los “eres mi todo” que lo observaban, sorprendidos, arropados en la almohada. “¿Por qué te vas?”, extrañados preguntaron. Y en silencio les sonrió, apartando la mirada. Con cuidado se acercó para aspirar por última vez el aroma de las caricias, el éxtasis y las pasiones, que dormían plácidamente entre las sábanas; procuró no despertarlos, temeroso de que éstos, descubriendo su partida, se opusieran y quisieran convencerlo que por siempre se quedara. Él no quería que esto ocurriera… Él quería dejarlo todo. ¡Él quería vivir su vida, disfrutarla! Caminando de puntillas, al pasar por la ventana, se detuvo, comprendiendo en ese instante el por qué gustaba tanto de ese sol de las mañanas: era por ella, la mujer de tibia piel que a su lado, amorosa y despeinada, diariamente despertaba. Era gracias a ella que él había aprendido a disfrutar de las mañanas. “Las descubríamos juntos”, reconoció. “Justo allí, desde esa cama”. Suspiró profundamente. Tratando de olvidar, descendió por la escalera, apoyado al pasamanos… y flaqueó su voluntad. Sintió al roce de su mano con el noble material, la suavidad de esas manos que él recién abandonaba; y a poco estuvo de tomar, arrepentido, escalones de subida. Pero el mundo, lisonjero, y la vida, voluptuosa, le embotaron los sentidos, perturbándolo… ¡Apremiándolo a escapar! Finalmente, salió a la calle. Cerró la puerta. Dio dos pasos, volteó a mirarla… Y entonces lo supo. Presuroso, excitado, convencido de su error, regresó y abrió la puerta, y veloz subió escaleras, exultante, acariciando el pasamanos, presintiendo la alegría que su regreso causaría… Entró en la habitación y saludó a la ventana –la de las lindas mañanas, y sonrió al rozar la cama entibiada por su amada, y repitió, feliz, las frases llenas de amor que vivían sobre la almohada, y llamó a las caricias, a la locura y a las pasiones que había dejado olvidadas y dormidas sobre las sábanas… Llamó feliz a todos y, embargado por las ansias, la buscó. Pero ya no pudo hallarla. Ella ya se había marchado, para siempre, de esa casa. Alvaro Martínez Sánchez.

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LA CASA VACÍA

Empacó todas sus cosas, ignorando la tristeza que a ella le causaba… Tomó su maleta y, volteando hacia la cama donde habían sido felices, se

despidió de los “te amo”, los “qué feliz me haces”, los “eres mi todo” que lo observaban, sorprendidos, arropados en la almohada.

“¿Por qué te vas?”, extrañados preguntaron. Y en silencio les sonrió, apartando la mirada.

Con cuidado se acercó para aspirar por última vez el aroma de las caricias,

el éxtasis y las pasiones, que dormían plácidamente entre las sábanas; procuró no despertarlos, temeroso de que éstos, descubriendo su partida,

se opusieran y quisieran convencerlo que por siempre se quedara. Él no quería que esto ocurriera… Él quería dejarlo todo.

¡Él quería vivir su vida, disfrutarla!

Caminando de puntillas, al pasar por la ventana, se detuvo, comprendiendo en ese instante el por qué gustaba tanto de ese sol de las mañanas: era por ella, la

mujer de tibia piel que a su lado, amorosa y despeinada, diariamente despertaba. Era gracias a ella que él había aprendido a disfrutar de las mañanas. “Las descubríamos juntos”, reconoció. “Justo allí, desde esa cama”.

Suspiró profundamente. Tratando de olvidar, descendió por la escalera,

apoyado al pasamanos… y flaqueó su voluntad. Sintió al roce de su mano con el noble material, la suavidad de esas manos que él recién abandonaba; y a poco estuvo de tomar, arrepentido, escalones de subida. Pero el mundo, lisonjero, y la vida, voluptuosa, le embotaron los sentidos, perturbándolo…

¡Apremiándolo a escapar!

Finalmente, salió a la calle. Cerró la puerta. Dio dos pasos, volteó a mirarla… Y entonces lo supo.

Presuroso, excitado, convencido de su error, regresó y abrió la puerta, y veloz subió

escaleras, exultante, acariciando el pasamanos, presintiendo la alegría que su regreso causaría… Entró en la habitación y saludó a la ventana –la de las lindas

mañanas–, y sonrió al rozar la cama entibiada por su amada, y repitió, feliz, las frases llenas de amor que vivían sobre la almohada, y llamó a las caricias, a

la locura y a las pasiones que había dejado olvidadas y dormidas sobre las sábanas… Llamó feliz a todos y, embargado por las ansias, la buscó.

Pero ya no pudo hallarla.

Ella ya se había marchado, para siempre, de esa casa.

Alvaro Martínez Sánchez.