La carne de Eva · 2020. 8. 21. · que el trampero se aliviaba de aguas mayores tras unas zarzas....

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Índice

PortadaDedicatoriaCapítulo ICapítulo IICapítulo IIICapítulo IVCapítulo VCapítulo VICapítulo VIICapítulo VIIICapítulo IXCapítulo XCapítulo XICapítulo XIICapítulo XIIICapítulo XIVCréditosBiografíaClick

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A todas las mujeres de mi vida

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I

—Oye, Luis, ¿cuándo llegaron los negros?—Pues no sé…, hace cien años.—¿En 1827? Hace cien años era esa fecha.—Sí…, bueno. He dicho cien años por decir algo; quizás no sean tantos.Luis y Felipe caminan por las vías del tren. Los dos intentan mantener el equilibrio sobre uno

de los raíles mientras avanzan hacia el depósito del agua.—¿Y por qué vinieron los negros a este pueblo, Luis?—Por las minas, para sacar el carbón.A Felipe le gusta poseer animalitos a los que llamar suyos, pero como su familia no puede

permitirse alimentar un perro, que es lo que a él más le gustaría, Quina es su mascota. Quina esuna lagartija y vive en el bolsillo del único pantalón que tiene su dueño.

—Luis.—¿Qué?—Nada.Luis y Felipe se dirigen, como casi todas las mañanas, a buscar renacuajos al charco que se

forma bajo el vetusto depósito donde se almacenaba el agua con que alimentaban las máquinas delos viejos trenes. Luego los usarán como cebo para intentar pescar algo que comer. La pesca es elrecurso del que echa mano Luis los días que no consigue que le den trabajo.

—Oye, Luis, ¿y vinieron muchos?—Sí, muchos.Luis, distraídamente, caza una mosca que se había posado en su brazo de un manotazo y se la

da a Felipe. Este, con la mosca sujeta entre la punta de los dedos, llama a la puerta de su bolsillo.Quina asoma su cabecita y toma la mosca con sus diminutas fauces de los dedos de su dueño.

—Oye, Luis, si eran tantos los negros, ¿dónde dormían?—Pues en camas.Los niños están arrodillados, en silencio, junto al charco que se forma bajo el depósito. Luis,

paciente como solo él sabe serlo, espera el momento preciso para sumergir la lata vacía quesujeta en suspenso cerca de la modesta ribera. La lata, a la que los hermanos han agujereado elfondo, ha de ser introducida en las quietas aguas con extrema rapidez, para así sorprender yatrapar el mayor número de renacuajos posible.

Quina, que ha abandonado la protección que el bolsillo de Felipe le ofrecía, se ha dedicado aescalar por la espalda de este con nerviosos movimientos, marcha irregular y desechandosiempre, como con fastidio, la aburrida línea recta, hasta llegar al promontorio que para ella

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representa el hombro de Felipe. Desde allí, imitando a su dueño, se dedica a observar a Luis.El muchacho, que ya ha realizado la operación con relativo éxito, pues ha conseguido apresar

más de diez renacuajos de una sola pasada, le entrega la chorreante lata a su hermano y luego sesacude el agua que ya le escurre por el codo dándose palmadas en la pernera del pantalón. Conmaneras de cirujano, Felipe se dedica a recoger uno por uno los renacuajos del oxidado envase,que se ha quedado sin agua con rapidez, no sin antes pararse a apreciar sus palpitantes agallascoloradas e inútiles al contacto con el aire, y a depositarlos en un tarro de vidrio que previamenteha llenado en el charco y que luego se colgará al cuello con un manoseado cordel.

—Luis.—¿Qué?—Yo me refería a las casas.—¿Qué casas?—Las casas en las que estaban las camas de los negros.Felipe y Luis son hermanos. Felipe tiene seis años; él es el encargado de cebar el anzuelo.

Luis, de once, es el que sujeta el flexible palo de higuera que usan para atar el sedal. Juntos,abandonando las vías que les han servido de senda, bajando por lindes y pistas, han llegado hastael remanso que forma el río bajo el puente del camino. Siguiendo por ese mismo camino, se puedellegar hasta el huerto de su tía Ascensión, pero ellos nunca se alejan más allá de donde ahora seencuentran cuando van de pesca.

—Luis, dime lo de las casas.—No estaban en casas. Y ahora cállate, que no van a picar.El menor de los hermanos se entretiene mirando cómo los renacuajos chocan entre sí dentro

del reducido espacio en el que nadan. Mientras tanto, Luis, que se ha sentado junto a la orilla, fijala mirada en el pedazo de corcho que hace de flotador y espera.

Las verdes y largas hierbas sobre las que reposan los acogen con la modestia del buenanfitrión. El aire, humilde como siempre en su disfraz de invisibilidad, se dedica a llenar suspulmones generosamente sin pedir nada a cambio. El sol, que antes del mediodía ya seráintolerable, encuentra la piel de los muchachos con facilidad entre su escasa ropa. Y la espera,que es callada y sigilosa y que esta mañana, como otras tantas, tiene algo de modorra estival, dezumbido de moscardón y de falsa quietud, se extiende sin medida por entre las rendijas que eltiempo deja abiertas.

Con la irreverencia de los que no echan cuentas a la hora de decidirse a acabar con losmomentos solemnes que otros están disfrutando, el corcho se hunde un poco en el agua con unruidito que en algo recuerda a un solista interpretando una partitura equivocada, pero enseguida,arrepentido, vuelve mansamente a la superficie.

Luis, sin sorpresa, tira del sedal solo para corroborar que el renacuajo ha desaparecido.—Cebo.Procurando que su hermano no lo note, Felipe se demora en cebar el anzuelo más de lo que

acostumbra para así disponer de un poco más de tiempo para hablar. Los hermanos susurran.—Luis, si no había casas, ¿dónde estaban las camas de los negros?—En un barracón, al lado de la mina. Cerca de donde tiene el huerto la tía Ascensión, por ahí

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arriba.El anzuelo, que al caer sobre el río ha puesto punto final a la desganada oratoria del hermano

mayor, vuelve a estar dentro del agua. El irreal silencio, o más bien la falta de conversación,ensancha de nuevo el tiempo hasta el mismo límite de la paciencia de Felipe, Quina se asolea conla cabeza levantada sobre la espalda de su dueño y Luis aguza la vista para intentar descubrir unpez bajo las limosas aguas.

El corcho desaparece de nuevo, pero esta vez lo hace de una manera brusca y no vuelveenseguida a la superficie como la vez anterior. Y cuando lo hace, ni siquiera es en el mismo sitio,sino unos cuantos metros más allá de donde se encontraba antes de desaparecer.

Luis decide esperar, porque aún no sabe contra qué clase de enemigo tendrá que medirse. Elsedal está tenso. El joven pescador tira un poco para comprobar la resistencia del pez, y el sedalse tensa aún más. Es grande. Luis suelta hilo despacio mientras cambia de postura, y la rama dehiguera vibra. Ahora el muchacho tiene una rodilla hincada en la orilla y está preparado para loque venga. Felipe, rígido, hipnotizado por la situación, mira cómo la espalda de su hermano setensiona y endurece.

Sin transición, un zigzag en el agua, a unos palmos de la orilla opuesta, indica al pescador queel combate ha dado comienzo. A Felipe le está pareciendo que su hermano está soltandodemasiado hilo. Luis sabe que así es. Sin esperanza, como sabiendo de antemano cómo terminarátodo, comienza a recogerlo con cuidado… Pero ya es demasiado tarde. Un segundo después, elsedal, envuelto en un elástico silbido, salta por encima de sus cabezas convertido en un efímeromuelle: el hilo se ha roto y el pez se ha llevado el anzuelo consigo.

—¡El anzuelo!—No importa, todavía me quedan.Pero sí importa. Importa porque Luis construye sus anzuelos aplastando entre dos piedras los

barrotes de una jaula de perdigones que le robó al trampero del pueblo. La jaula, que encontró enel campo junto a una invisible red, tenía el reclamo dentro cuando Luis se la llevó, aprovechandoque el trampero se aliviaba de aguas mayores tras unas zarzas. Su madre guisó el perdigón y, entrelos tres, se lo comieron. Luego, Luis la escondió cerca de la casa. A la jaula le quedan solo tresbarrotes.

El pequeño, que se ha creído a pies juntillas la mentira piadosa de su hermano, vuelve a lacarga con el tema que hoy, no se sabe muy bien por qué, se trae entre manos. Además, como lapesca no se va a reanudar, puede hablar a plena voz y dejar de cuchichear.

—¿Qué es un barracón?—Es como un pajar, pero con camas. Un pajar muy grande con muchas camas, ¿entiendes?—Sí.La imaginación del pequeño echa a volar y sus ojos, que ya no miran lo que tienen delante, se

abren para poder asomarse al enorme pajar repleto de camas que su cerebro ha creado de la nada.Mira dentro, se pasea por él y vuelve a la realidad con una sonrisa pintada en la cara.

—¿Luis?—¿Qué?—¿Cebo el puesto?

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—Sí.—¿Puedo darle uno a Quina?—Ya sabes que no le gustan.—Es verdad.Al dar por finalizada la pesca, Felipe echa al agua todos los renacuajos que sobran para así

acostumbrar a los peces. A eso, los hermanos lo llaman cebar el puesto.

***

—¿Luis?—¿Qué?—¿Cuándo se marcharon los negros?Luis está contrariado por la pérdida del anzuelo; también molesto por no haber pescado nada

para la comida. Además, para terminar de empeorar su malhumor, la tía Ascensión, que se los haencontrado cuando regresaba del huerto, les ha regalado un calabacín mediano y un huevo a cadauno por, según les ha querido hacer creer ella, haberla ayudado con el acarreo. Luis no soporta lacaridad; le hace sentirse un mendigo. Que le hagan sentirse un pordiosero es, sin lugar a dudas, lacosa de este mundo que más desagrada al muchacho.

—No se fueron.—¡¿No se fueron?! ¿Y dónde están ahora?, ¿escondidos?Cuando lleguen a casa con las viandas, su madre hará tortilla de calabacín. El día anterior

preparó un barbo mediano que Luis pescó por la mañana, junto con unas patatillas llenas de raícesque alguien con más posibles desechó junto al camino. Y dos días atrás, unas gachas con el panduro que le dieron a Felipe en el almacén del pueblo y con dos cuartillos de leche con que lepagaron a él por limpiar las pocilgas del mercado. Eso hacía tres días seguidos comiendo los tres.

—No se fueron porque los echaron.—¿Los echaron?, ¿y por qué los echaron?—De eso ya te enterarás tú solito.Cuando la comida escasea, que es casi siempre, Margarita, la madre de los niños, y Luis se

turnan para ayunar. Felipe no. Felipe es demasiado pequeño, demasiado débil. Nació muyhermoso, pero enseguida, a los pocos meses, poco después de dejar de tomar el pecho, se vinoabajo sin remedio. Sus quebradizas piernas no tuvieron fuerzas para sostenerlo hasta que hubocumplido los dos años. Luis, en cambio, es fuerte. Fuerte y orgulloso como Margarita y, comoella, puede aguantar un día entero, incluso dos, sin comer nada.

—¿Luis?—¿Qué?—¿Se fueron sin enfadarse?, ¿ni protestaron ni nada?—Al principio sí protestaron. Bueno, más que ellos, los dueños de la mina.La tía Ascensión, la del huerto, vive todavía con su padre, don Alonso. Su madre murió al

nacer Margarita. Don Alonso le ha prometido a su hija Ascensión que el huerto que atiende y lacabaña que hay a su vera serán para ella si no se casa antes de haber muerto él. Ascensión y

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Margarita tienen un hermano mayor. El tío Juan —le llamaron así por haber nacido el día de esesanto— ha heredado el oficio de carpintero de su padre. Es un buen ebanista y en su taller, elmismo que regentara su padre y antes de él su abuelo, nunca falta el trabajo. Juan está de acuerdoen que la cabaña y el huerto sean para Ascensión.

—¿Y luego ya no, Luis?—No, luego ya no.—¿Por qué, Luis?—Porque mataron a uno y los demás cogieron miedo. Por eso.A Margarita nadie le pregunta lo que piensa. La opinión de Margarita, por supuesto, no cuenta

para nada.—¿Mataron a uno de los negros?—Sí—¿Por protestar?—No, no fue por eso.Si Margarita hubiese recibido el nombre de la santa del día en que nació, al igual que sus

hermanos, se habría llamado Carmen. Carmen es un nombre muy bonito. La clase de nombre quellevaría una gran dama, alguien de clase y con posibles.

Quizás por eso don Alonso se negó a ponérselo, porque pensó que no sería apropiado para lahija de un minero negro.

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II

Juan y Esteban transportan un tablón. Lo hacen despacio, como siempre. Juan, consciente de laincapacidad de su amigo, aminora el paso para adecuarlo al de este.

Esteban parece preocupado. Tiene que hablar con Juan, pero no sabe por dónde empezar.Lleva días en busca de una fórmula que le dé el valor necesario para hacerlo, sin conseguirlo. Yahora que el tiempo apremia, que sabe que de hoy no puede pasar y que no encontrará esaconfianza que siempre le ha faltado para hablar con su único amigo, decide improvisar en unarranque de osadía, igual que lo haría un niño pequeño ante un adulto.

—Juan, ¿puedo hablar contigo? Es de Margarita.Juan detiene por completo la marcha. Por un momento da la impresión de que fuese a mirar a

los ojos a Esteban, pero, en lugar de eso, los dirige a la mesa de carpintero que está en el rincón.—Hacia mi mesa.A Juan le gusta la mesa del rincón. La luz de la claraboya central a duras penas consigue llegar

hasta allí en los días menos claros del invierno, pero cada vez que llueve, la humedad de todo eltaller se concentra en aquel rincón, y allí se queda hasta que vuelve a llover. Juan suele decir queno necesita mucha luz para trabajar con la madera, que sus manos lo guían a través de los nudos ylas vetas mejor de lo que podrían hacerlo sus ojos. En cambio, le parece fundamental que hayahumedad; cuanta más, mejor. Esta, según dice, hace que la madera se esponje permitiendo que suburil la labre sin resistencia.

—¿Está bien aquí?—Sí… Despacio, no sueltes todavía.—¿Ahora?Juan no responde, se limita a acomodar el tablón sobre la mesa con delicadeza. Luego se

acerca hasta el otro extremo, flexiona las piernas y se asoma por debajo de la madera paracerciorarse de que está totalmente apoyada.

—Ahora.Juan se incorpora y mira a su alrededor mientras pasa con ternura una mano sobre el tablón.

Lo hace de tal modo que su mano parece la de un cazador agradecido y el tablón, el lomo de superro más amado.

—Hay virutas en el suelo.Con el paso de los años, Esteban ha llegado a comprender la manera de ser de su amigo. Sabe

que es un ser retraído y que las palabras en su boca adquieren el valor del oro. Sabe que puedepasarse días enteros aislado en su rincón, sin hablar, sin mirar a nadie, casi sin comer. Así que,cuando Juan le indica la necesidad de limpiar el suelo alrededor de su mesa, él sabe que lo que en

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realidad le está diciendo es que puede quedarse y hablarle de Margarita.A Esteban, que ha plantado un saco de rafia muy cerca de la mesa de Juan, no le falta mucho

para terminar de recoger las pocas virutas que con dificultad ha encontrado, pero no seimpacienta. Las cosas con su amigo son así, pausadas. Sobre todo cuando de lo que se trata es dehablar. Aunque no siempre fue así. Hubo un tiempo —uno tan lejano que incluso parece imposibleque realmente existiera— en el que Juan fue un niño alegre y despreocupado, un niño al que legustaba hablar, inventar juegos y correr por el campo tras el errático vuelo de una mariposa. Perolas cosas cambiaron. Cambiaron de repente, y lo hicieron, como casi siempre, para peor.

—Yo sé poco de estas cosas.Juan tiene veintiocho años y jamás se le ha conocido un devaneo. Sabe que algún día tendrá

que casarse y formar su propia familia, pero evita como puede el incómodo tema de la boda,arguyendo que tiempo habrá cada vez que su padre lo saca a colación.

Cierto es que Bótoa, la novia en cuestión, solo tiene quince años, como cierto es que,precisamente por eso, fue ella la escogida.

La paradoja de estar comprometido y de que no se le conozcan devaneos tiene fácilexplicación. Juan, el pobre niño asustado, atrapado como por arte de magia en el cuerpo deladulto en que se acababa de convertir, acudió a la casa de su futuro suegro en compañía de supadre el día que cumplió los dieciocho años, se sentó en la silla que le indicaron y, mientras sufutura mujer, una mocosa de apenas cinco, revoloteaba por la estancia ajena a los designios quepara su futuro acarrearía aquella reunión, en silencio e inmóvil, observó cómo se formalizaba eltrato. Y desde entonces, desde ese día en que quedó sellado para siempre el pacto de honor quedeterminaría con quién habría de compartir su lecho y su vida, no ha vuelto por allí, ni siquierapara —por mor de satisfacer una curiosidad que no siente— saber si la mocosa sigue creciendocon normalidad, o se ha convertido en asno o en narciso de río, que para él lo mismo sería, comotampoco se ha arrimado a ninguna otra moza, niña o mujer que no sea una de sus hermanas.

—¿Y qué hay que saber?Esteban es dos años mayor que Juan. Él es el hijo del pecado que una prostituta, amiga de

profesión de su madre y por encargo de esta, abandonó en el orfanato a las pocas horas de nacer.El orfanato fue para el niño un hogar lleno de madres que le dispensaban sin regateos todo el

amor del que tuvo necesidad antes y, sobre todo, después del accidente que lo dejó tullido al pocode su décimo cumpleaños.

El nefasto accidente ocurrió una noche mientras los cuerpos de todos los que serían, muy a supesar, desafortunados protagonistas yacían abandonados a su suerte y se dedicaban a destilar lamagia que cada mañana los devolvía a la vida recuperados de los esfuerzos de la jornada anterior.

En mitad de la noche, minutos después de que el reloj del campanario ejecutase las dos ymedia con marcialidad y desapego, parte del anciano techo que cubría los dormitorios sedesplomó de puro viejo. Una de las vigas maestras, carcomida y debilitada, pero aún mortífera,cedió en su caballete y se precipitó al vacío hasta que un par de literas sobre las que quedóencabalgada la detuvieron. Atrapados en su estela y con prisas por unirse a la macabra fiesta a laque la gravedad terrestre nunca hubiese permitido que llegasen tarde, cascotes deslucidos,maderos mal apuntalados entre sí con clavos tan oxidados que casi habían dejado de existir y

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descoloridas tejas que, indiferentes, abandonaban su perpetua ubicación, dejando sin sustento alos desavisados líquenes que sobre ellas vivían, se precipitaron contra el suelo, llenando la nochede ruidos sin alma y de gritos de niños que, horrorizados, muchos de ellos heridos, huían de suscamas a la carrera.

Esteban ocupaba la parte de abajo de una de las dos literas sobre las que entonces, mientras elpolvo hallaba acomodo de nuevo, descansaba la viga. Los dos niños que dormían en la litera deenfrente y el que lo hacía en la parte de arriba de la suya habían muerto en el acto, asimilando elbreve dolor como si fuese parte del sueño que velaban, sin siquiera darse cuenta de que seausentaban para siempre de su pequeña existencia de niños abandonados.

Al caer, la enorme viga había despertado al yaciente pueblo con sobresalto, aunque luegotodos sin excepción, en los conciliábulos que con posterioridad y por muchos años se formaríanpara dialogar sobre el tema, habrían de inventar y exponer ante sus vecinos alguna tarea o manía osanta costumbre que cada noche a esa misma hora realizaban sin falta, y que ese solo hecho —elde que tan desgraciado suceso los hubiera encontrado despiertos y hubieran escuchado lamortífera viga caer— transformaba lo que sea que estuvieran haciendo en poco menos quetrascendental, así fuese aliviarse acuclillado sobre una abollada bacinilla.

Los niños del orfanato, llenos de temor y desorientación, corrieron sin descanso en cualquierdirección hasta que sus piernas no pudieron más, o hasta que, falsamente, se sintieron a salvo. Lasmonjas, aturdidas, se arremolinaron en el patio como ovejas perdidas sin su pastor y rezaron confervor hasta que hubo amanecido. Luego, gracias a la ayuda de los vecinos más fuertes, pudieronretirar la gigantesca viga de encima de las irreconocibles literas.

Cuando sor Patricia, la monja encargada del dormitorio de los más pequeños, descubrió aEsteban, hacía largo rato que el niño había dejado de sentir dolor. La sangre que le manchaba lacara —unos coágulos negruzcos que habían absorbido la gran mayoría del polvo que les habíacaído encima— no era suya, sino del niño que dormía sobre él. La pobre criatura había quedadotan soldada a la viga que, cuando lo enterraron ese mismo día, llevaba injertadas en sus carnesmás astillas que el propio ataúd.

A Esteban, que jamás dejó de estarle agradecido al Altísimo por su buena fortuna, le llevó unaño entero incorporar su entumecido cuerpo de su nueva cama en la enfermería del orfanato, y casiotro más aprender a manejarlo. Al cabo de este último, descubrió, sin asombro, que la piernaderecha solo le servía para apoyarse en ella y que, al final del inútil brazo del mismo costado, lecolgaba una extraña mano que podía ser abierta y cerrada, pero que carecía de fuerza.

A los dos años del accidente, cuando Esteban tenía doce y empezó a ser obvio que su cuerpono iba a mejorar más de lo que lo había hecho ya, la hermana Patricia, en una de sus rondas depedigüeña, comentó a don Alonso —uno de los valedores del orfanato y el que, debido a suoficio, más había colaborado en darle un techo seguro después del accidente— que sería una penaque aquella pobre criatura no pudiera entrar de aprendiz en ningún taller de Malcocinado, siendocomo era tan servicial y tan honesto.

A don Alonso le pareció que una obra de caridad de ese tamaño no quedaría sin recompensaen el más allá, y le propuso a la monja que lo mandase cuando le pareciera bien para tenerlo untiempo a prueba.

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Sor Patricia no perdió el tiempo: dejó la ronda a medias y se fue a buscar al muchacho alorfanato. A partir de esa misma noche y hasta el sol de hoy, Esteban duerme bajo la escalera queconduce a los aposentos de la familia en la segunda planta, recibe dos comidas calientes al día yseis pesetas todas las semanas. (Los aprendices cobran diez y los oficiales ebanistas de más dedos años de antigüedad, veinticinco). También le dan un traje nuevo todos los años por SanMiguel, que es cuando comienza el año agrícola y, por consiguiente, el del pueblo. El traje nuncale aguanta en condiciones de un año para el otro, por lo que nunca ha podido tener una muda.

Las pesetas que gana Esteban las entrega a sor Patricia todos los domingos al salir de la misaque cantan en la capilla del orfanato. La hermana, por orden de Esteban, echa una en el cepillo desan Judas Tadeo y las otras cinco, a una alcancía que ella guarda bajo el camastro donde duerme.

—¿Ya tenéis padrino?—Aún no. Tu hermana Ascensión será la madrina, y ya sabes que a ella no la pretende nadie.—¿Quieres que sea yo vuestro padrino?—Te lo agradezco. Yo sé que a Margarita le va a gustar mucho que sus hermanos sean nuestros

padrinos.—¿Y… la dote?Juan parece incómodo por hablar de dinero, pero Esteban, que lo conoce bien, sabe que lo que

realmente le está incomodando es no poderse poner de una vez con la labor.—Por eso no te preocupes, que ese asunto ya lo tengo yo hablado con tu padre.—Bien, ¿cuándo es la boda?—Nos casamos este domingo.—¡Pasado mañana! Vaya.Juan vuelve la mirada y se inclina sobre el tablón de cedro que tiene delante. Ahora que hay

madera sobre su mesa, tiene pensado, al igual que hace siempre, pasar varios días sin moverse deallí a no ser para lo más esencial. Aunque esta vez deberé hacer una excepción para acudir a laboda de mi hermana, dice para sí, casi ausente, apenas un instante antes de ser completamenteabsorbido por la gratificante tarea…

… Aunque no todavía porque, con el cepillo en la mano y los ojos entornados puestos yasobre un nudo con el que pareciera querer entablar conversación, se detiene a cavilar. Hay algo detodo lo hablado que no le deja concentrarse, que no termina de cuadrarle. Como una especie dedesasosiego, de comezón. He de hablar con padre, se dice un momento antes de sumergirse delleno en la labranza del tablón.

Esteban recoge entonces el saco de rafia y se dirige con él a otra parte del taller. Juan ha dadopor terminada la charla que ambos mantenían, de la misma manera que lo hizo don Alonso esamisma mañana. Esteban no es otra cosa que un mozo que se dedica a limpiar un taller en el quenunca podrá aspirar a ser nada más. Él nunca será de la clase de personas que eligen cuándo seterminan las conversaciones y lo acepta. De la misma manera que acepta ser un tullido o elabandonado hijo de una puta sucia y vieja que lo miraba con desdén mientras esperaba a susclientes apoyada sobre la parte exterior de la reja del orfanato, como si no hubiera más sitios en elpueblo o en el ancho mundo para hacerlo. De la misma manera que aceptaba las humillaciones aque era sometido por los otros niños. Ahí va la puta de tu madre, Esteban. Ve a besarla, tonto, a

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ver si vas a ser tú el único de todo el orfanato que no lo haga.Pero todo eso carece de importancia ahora que va a casarse con Margarita. La muchacha más

dulce y de corazón más noble que existe. Es por ella por lo que Esteban recuerda con un retortijónen el estómago lo que habló con don Alonso por la mañana. Es por ella, y solo por ella, por lo quese siente vulnerable; porque sabe que es únicamente a través de ella que podrían llegar a hacerledaño.

—Don Alonso, ¿podría hablar con usted un momento si no es mucha molestia?—Dime.—Verá, usted… Yo… Yo quería hablarle de Margarita.—¡De Margarita! ¿Pasa algo con Margarita?—No, no, claro que no… Bueno, sí. En realidad, yo quería hablarle de Margarita y… de mí.—¿De Margarita y de ti? Explícate, muchacho.—Sí, don Alonso. Verá, usted, nosotros… Nosotros habíamos pensado… En fin, don Alonso,

que nos queremos casar.—¿Y qué tiene eso que ver conmigo?—Bueno, yo trabajo para usted y Margarita sirve en su casa. Yo había pensado que usted…—Ya entiendo, pero te equivocas. A mí no me interesa nada de lo que tengas que contarme a

ese respecto. Mejor habla con Juan, que es su hermano mayor.—Sí, don Alonso, como usted mande.—¡Ah! Y… Esteban.—Dígame, señor.—Oye bien esto, que luego no quiero malentendidos.—Sí, señor.—Diga lo que diga Juan, esa negra no tiene dote, ¿comprendido?—Sí, señor, comprendido.

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III

No ha amanecido todavía, aunque ya clarea, cuando Inés, la mujer de don Alonso, sale de lacasa y se encamina loma abajo hacia el huerto.

Los pequeños Juan y Ascensión han quedado en sus infantiles camas vencidos por el sueñodespués de una noche tan calurosa que ni las aves de corral han conseguido dormir a gusto.

Cuando Inés se hace visible desde el huerto, Dionisio, el tremendo negro que la ayuda con él,se pone en pie y la observa terminar de bajar la cuesta. Junto a la puerta de la casucha que usanpara guardar los utensilios de horticultura, como si quien estuviese a punto de llegar fuese lamismísima reina de España, el ayudante adopta la posición de firmes para recibir a su señora.

—Buenos días.—Buenos días, señora.—Toma.La cesta vacía que ella transporta cada mañana pasa a manos de Dionisio. Entonces, con las

manos libres, Inés saca el llavín que guarda en su faltriquera, abre la puerta de la casucha, pasaadentro y, enseguida, vuelve a salir con un hocino romo y oxidado que más troncha que corta loscrujientes pedúnculos de las hortalizas.

—Señora, ¿quiere que corte yo hoy?—¿Y eso?—Como está usted así…Inés le mira indecisa. Aunque está al final del noveno mes de embarazo y Dionisio lleva

viéndola así desde el principio, nunca, en todo este tiempo, le había propuesto reemplazarla en elcorte. Lo cierto es que las palabras de Dionisio la han hecho dudar. Esta mañana se nota extraña.Desde que posara los pies en el suelo, se siente pesada e ingrávida a un tiempo, plena de energía apesar de no haber dormido en toda la noche. ¿Estaré de parto y no me habré dado cuenta?, sepregunta Inés. Estos negros son casi como animales. Seguro que él puede sentir mis propiasvísceras preparándose para la ocasión antes incluso que yo misma. Vacila un segundo, pero noquiere dar su brazo a torcer.

—No digas tonterías. Agarra esa cesta y sígueme al tajo.Dionisio, naturalmente, no es un animal capaz de sentir las entrañas de otro ser vivo como las

sentirían un perro o un caballo. Simplemente ha notado la barriga de su señora algo más baja; lascaderas, que han perdido rigidez, algo más anchas; y sus ojos, algo más dispuestos. Para él no hayduda de que la criatura que la señora lleva en su vientre es como un león agazapado haciendo losúltimos preparativos antes de dar el salto definitivo sobre su presa: la vida.

Por ser uno de los negros más viejos, Dionisio fue el designado por el capataz de la mina para

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ayudar a Inés con las tareas del huerto, como parte del acuerdo al que don Alonso llegó con losdueños de la concesión minera: los mineros usarían el agua del inagotable pozo de su huerto paralimpiar el mineral que extrajeran y así ahorrarse la bomba y los quinientos metros de tuberías quehubiesen hecho falta para llegar hasta el río. A cambio, ellos le comprarían a él toda la maderanecesaria para apuntalar los laberínticos túneles de la excavación.

Dionisio entró a formar parte del trato cuando Inés le hizo ver a su marido que no le vendríamal algo de ayuda, que, aunque no lo pareciera, ya no era tan joven ni tan fuerte, y la pesada cargadel huerto se le hacía cada día menos llevadera. Don Alonso pensó entonces que estaría bienaliviar a su esposa en lo posible de tan engorrosa tarea; además, sabía perfectamente que losconcesionarios no le pedirían ni un céntimo por prestarle un negro durante unas horas por lasmañanas. Más tarde, cuando se enteró de que Inés estaba encinta de su tercer hijo, se felicitó dehaber llegado a aquel acuerdo, pues el parto, según las cuentas de su mujer, coincidiría sinremedio con los fructíferos y más atareados meses de verano.

Como todos los días, Dionisio va a la zaga de Inés recogiendo de su mano todo lo que laseñora le ofrece para, de inmediato, depositarlo con cuidado en la cesta del acarreo.

—Señora.—¿Sí?—La cesta está llena.Inés mira la cesta que descansa entre dos surcos de lechugas ya atadas para que las hojas del

interior se mantengan frescas y jugosas. En la cesta no cabe un fruto más. No obstante, ella sevuelve y, usando el hocino, separa de su mata una sandía tan grande como el sol del mediodía.

—Tendrás que dar dos viajes. No quisiera tener que bajar mañana.—Sí, señora.Inés no ha parado de darle vueltas al comentario de Dionisio. Además, como para acabar de

convencerse, ha recordado que al día siguiente se celebrará el Carmen, y a ella le gustaría que elniño naciera en ese día tan señalado. Carmelo es un nombre muy adecuado para un varón. Elhermano mayor de la abuela se llamaba así y fue un hombre muy cabal toda su vida, no comoestos negros… Tan vagos, tan sucios, tan deshonestos…

En realidad, todos los negros de la mina —esto incluye a Dionisio, aunque ya no trabaje en laexcavación, pues lo que empezó siendo un par de horas en el huerto se ha convertido en un trabajoa tiempo completo— trabajan de sol a sol, se bañan todos los días y piden cada noche a Dios porsus semejantes.

—No se te olvide regar antes de nada.En cuanto la señora se vuelva a la casa por el mismo camino que la ha traído, Dionisio sacará

el agua del pozo cubo por cubo y la depositará en los surcos del huerto antes de que hagademasiado calor, y así evitar que las raíces de las plantas se cuezan por la acción de este sobre elagua. Luego, acarreará los dos viajes de fruta y hortaliza hasta la casa de los señores y, ya con elsol en todo lo alto, hará un tercer viaje al mercado de abastos cargado con lo que considere laseñora que no necesitarán en la casa y se lo entregará al verdulero. Una vez allí, esperará a que elverdulero le devuelva el cesto acompañado de un pequeño hatillo con el dinero que paga por lamercancía. Dionisio pasará otra vez por la casa de los señores a entregar en mano a Inés la cesta y

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los cuartos antes de dirigirse a la mina a comer su rancho. Luego de un pequeño reposo, ocuparála tarde arrancando hierbajos del huerto con las manos. No tiene llave de la casucha porque Inésno se fía de él, así que no puede acceder a los utensilios que esta encierra. Ese es también elmotivo por el que Inés baja ella misma la cesta vacía al día siguiente hasta el huerto, en lugar dellevarla consigo Dionisio después del último viaje.

Dionisio nunca se ha preguntado por qué, desde que está él, no han vuelto a traer bencina parael motor de la bomba que extrae agua del pozo. Por qué tiene que regar de día, cuando él ha vistoa la señora hacerlo, antes de que él se encargara del huerto, en las horas más frescas y cómodasdel crepúsculo. Tampoco se pregunta por qué tiene que cargar con los pesados cestos cuestaarriba, hasta la casa, mientras que el borriquillo que antes acompañaba a la señora se dedica aengordar en su cuadra por culpa de la inactividad. Y mucho menos se le ocurre preguntarse porqué jamás la señora le mira a los ojos cuando le habla o por qué no le ha regalado siquiera uno deesos míseros tomates que tira al bosque para que lo aprovechen las bestias, según dice ella.

Dionisio no se hace esas preguntas porque ya conoce la respuesta. Él es negro. Nació esclavo,de padres esclavos, de los que fue separado cuando apenas tenía siete años. Toda su vida no hahecho sino trabajar para el hombre blanco. Y aunque ahora ya no lo sea —pues las leyes abolieronla esclavitud en la España peninsular en 1837, hace de eso sesenta años—, él sigue sintiéndosecomo un siervo. Y aunque no se sintiera así, ¿qué podría hacer?, ¿adónde iría? Sin dinero paraestablecerse, sería siempre un asalariado a las órdenes de un amo. Es cierto que a muchos blancosles ocurre lo mismo que a él, pero el trato que estos reciben de los amos no es ni remotamenteparecido al que reciben ellos, los negros. Ya no llevan cadenas, eso también es cierto, salvo enmuy contadas excepciones, pero la forma en que se les trata sigue siendo la misma y el uso dellátigo no solo es frecuente, sino que también está bien visto.

—¡Dionisio!, ¿me estás escuchando?—Sí, señora, la escucho.Dionisio nació allende los mares, en Puerto Rico, en 1834, tres años antes de que se aboliese

la esclavitud en España. No así en Cuba y en su isla natal, últimas colonias españolas de ultramar,donde se siguió utilizando mano de obra esclava hasta hace bien poco. Dionisio apenas recordabaa sus padres; algo más a su madre, a la que debía su libertad. Esa libertad engañosa y escurridizacon la que él vivía, y con la que sueñan los que carecen de ella y desconocen que, de algunamanera, todos somos esclavos sin saberlo.

Algunas tardes, mientras el sol le quemaba las espaldas desnudas, agachado entre los surcosdel huerto en busca de malas hierbas, Dionisio pensaba en ella, en su madre. Le gustaba imaginarque había muerto esclava, como había nacido. Con la esperanza intacta en una imposible libertad,y no liberta, decepcionada y ya sin ilusión posible.

Esa misma ilusión que él empezó a perder una noche de mar tranquila, cuando estrenaba suséptimo verano. Sin que él lo hubiese pedido, su madre, en una de esas noches en las que se podíadisfrutar observando la inmensa luna reflejada sobre las aguas del puerto como si se la mirase enun estanque, se deslizó con su único hijo en brazos por los muelles en busca de un carguero inglés.Cualquiera. No encontró ninguno, pero sí uno portugués. Portugal, a pesar de haber sido pioneraen la promulgación de leyes abolicionistas, no se mostraba tan beligerante en la lucha contra la

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esclavitud como lo eran los ingleses. No es momento para ponerse a escoger, desgraciadamente,pensó la madre del asustado niño. Y, acercándose al costado del barco, se vistió con una extrañasonrisa que le sirviera, a un tiempo, para tratar de convencer al marinero que estaba de guardia deque aceptasen a su hijo entre la tripulación y para despedirse de Dionisio.

El marinero hablaba muy mal el español y ella no sabía nada de portugués. Aun así, seentendieron. Todos los barcos mercantes tenían una necesidad permanente de mano útil, por lo queel marinero no tomaba ningún riesgo al recibir al niño sin consultar. Muy al contrario, seguro queel capitán se pondría contento con la noticia por la mañana. El lloroso niño pasó de unas manos alas otras mientras su madre le recomendaba en un susurro: Llora pasito, mi hijo, que nos van aoír. Esa fue la última vez que Dionisio la vio. También fue la última vez que estuvo en PuertoRico, y la última en que compartió su espacio vital con otro esclavo, pero ni siquiera eso le bastópara dejar de sentirse como un pobre siervo durante un solo día de su existencia.

En el barco lo trataron como a cualquier otro y, desde que la primera jornada el capitánanotara su nombre junto al de los demás en el libro de cuentas, ni una sola semana dejó depercibir su escuálida paga de grumete.

Al muchacho le gustaba, de cuando en cuando, bajar a tierra en los puertos que tomaban; perosolo a acompañar, nunca a beber ni a revolcarse con las prostitutas que lo manoseaban condescaro y le buscaban la boca con las suyas. Entre las meretrices portuarias existía la creencia deque traía buena suerte desvirgar a un hombre, o a un niño, así fuera negro.

Dionisio, en esas ocasiones, lleno de terror y de vergüenza, se pegaba al marinero que lorecogió la noche en que supuestamente se convirtió en liberto en busca de refugio. Este lasespantaba o las atraía hacia sí, dependiendo de su humor y de la belleza de las mujeres queacosaran a su protegido, mientras le exhortaba al niño en perfecto portugués: Tienes que aprendera manejarte solo, rapaz. Hazte valer, carajo. Pero el tiempo pasaba y Dionisio no aprendía. Losaños se amontonaban sobre su cada vez más enorme cuerpo y seguía sin aprender. Continuabasiendo tan dócil como un corderito, tan sumiso y tan subyugado como el esclavo que nunca dejaríade ser.

—No te duermas.—No, señora, no me duermo.—¡Señor, qué cruz!

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IV

—Madre, traemos comida.Felipe entra corriendo en la casa que Margarita y Esteban compraron junto al fresco manantial

que vierte sus aguas al río principal. Lleva un calabacín en cada mano y dos huevos en el bolsillodel pantalón en el que no vive Quina. Margarita, que está sentada bajo la ventana que da a la parteposterior, no ha visto llegar a sus hijos y se sobresalta.

—¿Es grande el pez?, ¿cómo habéis vuelto tan pronto?La madre de los niños tiene la costumbre de encadenar preguntas, por lo que siempre alguna

de ellas suele quedar sin respuesta. No lo hace conscientemente y sus hijos, con el tiempo, hanaprendido cuáles han de responderse y cuáles carecen de importancia.

—No, madre, no hemos pescado nada.—¿Entonces?Margarita sabe que muchos días sus hijos y ella comen gracias a la caridad de la gente, sobre

todo a la de sus hermanos. No soporta la caridad, pero no le queda más remedio que tolerarla siquiere que sus hijos se alimenten con cierta regularidad.

Margarita quisiera sentir agradecimiento con las personas que son caritativas con ellos. Sinembargo, en su desnutrido corazón ya no quedan nobles sentimientos que compartir con los demás.Lo poco de bueno que aún resta en él es para Luis y Felipe, pobres víctimas de la incomprensiónde una raza que se cree superior. ¿Superior en qué?, se pregunta a menudo Margarita. Enprepotencia, en prejuicios y en barbarie, se responde unas veces. En nada, se responde las más.

—Nos encontramos con la tía cuando volvíamos del puesto del río.—¿Fuisteis educados con la tía Ascensión? ¿Qué tal está su padre?—Igual, no sé, Luis y yo la ayudamos a llevar el cesto desde el huerto hasta su casa sin que

nos pidiera ayuda ni nada.—¿No se te ocurriría andar mendigándole a tu tía? ¿Dónde está tu hermano ahora?El mayor de sus hijos está junto al manantial, donde sabe que los borbotones del agua

naciendo contra los pequeños guijarros atenúan el ruido que producen sus hipidos y su llanto. ALuis tampoco le gusta que le tengan lástima, pero no ignora que, sin la ayuda que reciben de sustíos, Felipe moriría de inanición.

—Haciendo otro anzuelo.—¡Vaya!—¿Quieres que te ayude con la comida?—No, mi amor, ve a jugar. Yo te aviso cuando esté lista.—Se me olvidaba. La tía nos ha dicho que al tío Juan le gustaría vernos a los tres hoy.

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Margarita considera la posibilidad de reservar los huevos y los calabacines para comerlos aldía siguiente y aprovechar la invitación de Juan para aparecer por allí a la hora del almuerzo. Aella le gustaría poder tener asegurada la ración de la próxima jornada, pero no puede evitar lapena que siente por su hijo mayor cada vez que este tiene que humillarse para que su hermano sealimente; le origina un sentimiento de amargor en la garganta como el que produce el llanto cuandoestá a punto de nacer. No se hable más. Hoy es hoy, y mañana será otro día.

—Está bien, iremos por la tarde, cuando el sol esté bajito.Felipe galopa fuera de la casa con alboroto mientras va pensando en la visita que le harán a su

tío Juan por la tarde. A él le gusta el tío Juan, a pesar de lo distintos que son entre ellos. Esparecido a lo que le pasa con su hermano, que son muy distintos, pero que, sin embargo, sequieren. Luis es como el tío, piensa en un arranque de clarividencia. Pueden estarse horasenteras sin despegar los labios.

Margarita queda dentro de la casa, hermanada con las paredes que la rodean, con esas cuatroparedes que, desde que murió Esteban, se dedican a destilar soledad. Y es que nada es lo mismodesde que falta el hombre de la casa. El de verdad, no ese pobre niño que fracasa cada jornadaintentando llenar los zapatos de su padre.

El día que Esteban apareció muerto, Margarita lo despidió desde la ventana como cadamañana, observando con ojos de enamorada, a pesar del tiempo transcurrido, su cansina eirregular marcha de viejo tullido. Y no sintió nada especial. Esa falta de sensibilidad, esaausencia de una premonición salvadora que únicamente ocurre en la literatura y que solo alguiensin culpa es capaz de achacarse como una falta, aún la martiriza.

No fue capaz, obviamente, de presentir que aquel día se le partiría el alma, ni que esa mismanoche intentaría vendérsela, rota e inservible, al diablo a cambio de dar marcha atrás en el tiempoy recuperar a su hombre, a su razón de vivir. Nunca se supo quién fue el asesino, ni a ella leimportó demasiado conocer su identidad. ¿Para qué?, ¿de qué le hubiera servido?

Cuando Esteban vivía, aquella casa era un hogar y aquel hogar, una fiesta.Ahora no es más que la guarida de unos pobres animalillos que intentan sobrevivir a la sombra

del recuerdo de un fantasma.Cuando Esteban vivía, el manantial era un río de alegría en el que padre e hijos echaban

simulados barcos veleros a competir en sus traviesas aguas.Ahora es el escondrijo de un huérfano que llora.Cuando Esteban vivía, aquel lugar era un ir y venir de gente todos los domingos. Porque

cuando Esteban vivía, sor Patricia los acompañaba después de misa y compartía el almuerzo conellos, y los días que hacía bueno, solían degustar los dulces que la hermana les traía del orfanatoafuera, en la calle. A veces sacaban las sillas, casi nunca, pero incluso cuando lo hacía, Margaritasiempre extendía una manta en el suelo para los niños, y allí se quedaban, dando cuenta del postremientras esperaban a Ascensión.

Ascensión no fallaba un solo domingo. En alguna ocasión, las menos, se había hechoacompañar por Juan y, en el último mes de vida de Esteban, también por su cuñada Bótoa, querápidamente se había convertido en una habitual de las dominicales tardes de la casa junto almanantial. Aquella callada niña había resultado ser un torbellino de alegría que estaba

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consiguiendo, poco a poco, sacar a su marido del mutismo en que vivía desde que muriera Inés, sumadre.

Ahora, cada domingo, sor Patricia, con los ojos revueltos por el llanto, les dice: No puedo, deverdad que no puedo volver a esa casa, al tiempo que pone una peseta en la mano de Margarita ybesa a los niños y les llena la cara de mocos…, mocos que estos limpiarán sin asco pero conpena, mucha pena, mientras ven alejarse a la religiosa a toda prisa.

Ahora, Ascensión no solo no va los domingos, sino que apenas sale de casa desde que donAlonso quedó definitivamente postrado en su cama, precisamente el mismo día en que murióEsteban. La vida es cruel hasta en las coincidencias, solían decirse entre sí las hermanas laspocas veces que habían coincidido después de aquello.

Ahora, Juan es el único que no falla a la cita semanal, si bien tampoco se queda mucho tiempo.Le hace entrega a Margarita del duro que antes le daba a Esteban cada sábado como complementoa las seis pesetas de sueldo que seguía cobrando y, casi sin haber hablado, se marcha por dondeha venido, intentando dejar por el camino toda la amargura que se le ha adherido al cuerpomientras ha estado en la casa de su hermana. Juan no quiere llegar donde su mujer siendo portadorde esa amargura. Teme que su futuro hijo la absorba de los besos que él le da a través del ombligode su esposa, aunque esa es una guerra perdida, pues él mismo no levanta cabeza desde el fatídicodía. No llevaba ni un mes casado cuando Esteban apareció muerto. Él, un hombre recio con casicuarenta años a sus espaldas, lloró como un loco la pérdida de su querido amigo. Aún lloraalgunas noches cuando se sabe solo…, al igual que lo hace cada domingo en su camino de regresodespués de llevarle el duro a su hermana.

Ahora, los ojos de Margarita lloran porque su corazón se dedica a odiar todo lo que estos letransmiten.

Ahora, el estómago de Felipe es un negro agujero que su cuerpo no entiende.Ahora, las paredes de la casa que un día fue un vergel de alegría son mudos testigos del duelo

familiar.Ahora, el alma de Luis conversa cada día con Dios con la monótona cantinela de una única

pregunta: ¿Por qué, tú que eres tan bueno con los blancos, mataste a mi padre?, y la impíarespuesta percute sobre su cerebro, dañina, implacable, como solo uno sabe ser consigo mismo:Fue por castigar a madre, ¿verdad?, fue por castigar a la hija del pecado.

Felipe, refrenando su carrera, ha llegado donde Luis y lo encuentra lavándose los churretesque las lágrimas han dejado en su cara. El pequeño disimula mirando hacia otro lado; prefierehacer como que no se ha dado cuenta para no avergonzar a su hermano, mientras este termina derecomponer su desencajado rostro.

—¿Ya has hecho el anzuelo?—Sí, mira.Felipe observa el anzuelo como la joya de artesanía que es. Admira a su hermano y no deja

pasar ninguna oportunidad para hacérselo saber. A él le gustaría ser como Luis: callado ypensativo, que cada palabra que dijese fuese fruto de una ardua reflexión. Pero su carácter esinquieto y volátil. No lo puede remediar.

—Te ha quedado muy bien. ¿A que sí, Quina?, ¿a que le ha quedado muy bien?

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Felipe saca a Quina del bolsillo y la sostiene en la palma de su mano para que pueda apreciarel buen trabajo que ha hecho su hermano. Luis, ante los ojos admirados de Felipe y losinexpresivos de la lagartija, hace girar el anzuelo sobre su eje lentamente, como si lo exhibiera,antes de devolverlo al bolsillo. Guarda también la jaula, con los dos barrotes que aún le quedan,en su escondrijo junto al manantial.

También Quina es devuelta al bolsillo de Felipe. Este, en su campaña particular contra elsilencio, decide romperlo contándole a su hermano lo contenta que se ha puesto madre con lacomida que han traído, pero Luis sabe que eso es solo una verdad a medias. Felipe tambiéninforma a su hermano sobre la visita que harán al tío Juan cuando el sol deje de calentar tantocomo lo está haciendo. De pronto, al final de esta última frase, Felipe hace una pausa inapreciablepara el oído, no así para la vista, pues la pausa en sí es más el gesto de quien rebusca en su menteun hilo nuevo del que tirar, mientras aún sigue tirando del que le ocupa.

—Luis.—¿Qué?—Cuéntame por qué mataron al negro.—Otro día.Luis tiene una paciencia infinita para lidiar con su hermano. Posee también un alma sensible

para con la inocencia. No cree que sea necesario que Felipe sufra antes de tiempo conociendoasuntos feos y desagradables, pero sabe que, ahora que padre no está, es solo cuestión de tiempoque algún malintencionado venga a sacarlo de su ignorancia, de la misma manera que lo hicieroncon él unos chicos mayores a finales del invierno pasado.

Los muchachos, todos ellos aprendices de los talleres cercanos al centro del pueblo, estabanfumando y tosiendo mientras se protegían del frío contra la puerta falsa del corral de la iglesia.Eran cuatro; el mayor no tendría aún los quince.

Luis regresaba del orfanato. Ese domingo se celebraría una misa de difuntos por el aniversariode la muerte de su padre y él ayudaba casi siempre a sor Patricia con los preparativos. Lahermana le había pedido que leyera un salmo y esa mañana lo habían estado repasando juntos.

Cuando le llegaron las primeras voces, ni siquiera pensó que tuvieran nada que ver con él.—¡Eh, Carbonilla!Luis siguió caminando ignorante de la que se le venía encima hasta que un golpe sordo en su

brazo derecho le hizo soltar la Biblia que portaba. No supo lo que le había golpeado hasta que viola piedra al agacharse a recoger las Sagradas Escrituras. Cuando se incorporó, escuchó risas a suespalda. El que hablaba era un mocito pequeñajo al que Luis habría zurrado con facilidad deencontrarse los dos solos, a pesar de la diferencia de edad.

—¿No te habrá dolido, Carbonilla?—Pero ¿a ti qué te pasa?—¿A mí?, nada. ¿Y a ti, Carbonilla?—Me llamo Luis.—Luis el Carbonilla.Entonces, uno de los que atendía a la conversación, mucho más grande que él, le empujó con

violencia haciéndole caer sobre un costado. Rápidamente, los cuatro lo rodearon y lo patearon

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durante interminables segundos mientras el pequeñajo le informaba, con absoluta falta dedelicadeza, de la poca decencia que había mostrado su abuela al concebir a su madre.

Luis llegó a casa magullado por dentro y por fuera. A Margarita no le hizo falta preguntar parasaber lo que le había pasado a su hijo; podía leerlo perfectamente en la esquiva mirada que esteexhibía.

Ese domingo, en la misa de difuntos por el alma de su padre, mientras hacía que leía un salmoque se sabía de memoria, Luis lloró por primera vez desde que tenía conciencia. Su llanto no loprovocaba el dolor que le producía la ausencia del padre, que era mucha, sino la rabia.

Al levantar el rostro, aún tumefacto por los golpes recibidos, sobre los feligreses antes deempezar con la fingida lectura, Luis divisó a los cuatro matones juveniles sentados en la últimafila. Y como si la afrenta de su sola e inadecuada presencia no le pareciera suficiente, elpequeñajo, en el colmo del cinismo, le sonreía cada vez que Luis lo miraba.

Al día siguiente, con la decisión tomada desde la noche anterior, Luis se levantó muy tempranoy lo esperó en la esquina de la calle en la que trabajaba como aprendiz. En menos de veinticuatrohoras, Luis volvió a llorar de rabia. Esta vez era una rabia liberadora, una rabia pura y redentora,la que humedecía sus ojos. El pequeñajo ni siquiera intentó defenderse. Luis descargaba los puñossobre su cara de pasmo, sin oposición, una y otra vez. Ríete ahora, susurraba entre dientes concada golpe.

A los otros tres, bastante más grandes y quizás —juzgó Luis prudentemente— con menos culpaen el incidente, se conformó con soltarles un cantazo desde la distancia con su siempre certerahonda. Al último de ellos, que se había vuelto muy precavido debido a las advertencias de suscompinches, lo estuvo acechando varias tardes. Cuando por fin lo tuvo a tiro, hizo bailar su honday le acertó en pleno rostro cuando salía a orinar a la cuadra aneja a la casa. Al recuperar laconsciencia, el mozo observó que se había mojado los pantalones y que, por más que lo intentara,no conseguía recordar qué hacía allí tirado y cómo se había producido el profundo corte sobre laceja que el perro de la casa lambía con fruición.

—Se lo voy a preguntar a madre.—Ni se te ocurra, ya te he dicho que te lo cuento yo otro día.—¿Mañana?—Sí, mañana.Luis no piensa contarle nada —¿cómo podría?—; solo quiere disponer de algo de tiempo para

inventar cualquier fantasía que acalle la curiosidad de Felipe.Margarita se asoma a la ventana y vocea los nombres de los niños.—Ya vamos, madre. Y tú no vayas a preguntarle nada sobre muertos, ni negros ni de ningún

otro color, ¿entendido?, que la vas a poner triste.Los niños se sientan a la mesa, único mueble que Esteban fabricó en todos los años que estuvo

en el taller de carpintería. Es cierto que Juan le ayudó a desbastar cada tablón antes de serapuntillado junto al resto, pero fue Esteban el que ligó los maderos unos a otros hasta conseguirque tuviesen la forma que ahora tenían, el que labró las filigranas que adornan los laterales y elque la barnizó, con la misma delicadeza con la que se peina a un recién nacido, una vez acabada.

Margarita, que hasta hace un momento trajinaba en el fogón, se acerca ahora con una fuente en

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la que ha servido el revuelto de huevo y calabacín que ha preparado. Los tres comen del mismorecipiente, como es costumbre entre la gente humilde, usando cada uno su propia cuchara demadera en las que el padre, con una navajita, grabó en su día la inicial del propietario.

Margarita y Luis se eternizan con cada bocado hasta que Felipe está lleno y no quiere más.Entonces, los dos actores principales, sin público que los jalee, dan comienzo a un ritual, que nopor sabido deja de dramatizarse a diario.

—Cada día comes más rápido, a tu hermano y a mí casi no nos ha dado tiempo de empezar.Felipe no se da cuenta del engaño y sonríe satisfecho por la hazaña. La madre traza entonces

una línea entre los restos para dividirlos entre su hijo mayor y ella. Siempre deja algo menos en sulado, no mucho, para que no se note demasiado; Luis, por no agraviarla, hace como que no lo nota.Madre e hijo son más felices enmascarando su pobreza con mentiras piadosas.

—¿Puedo ir al manantial?—Sí, ve, pero vuelve en cuanto te llame, que tengo que asearte para ir a casa del tío.—¿Puedo llevar a Quina a casa del tío Juan?—Sabes que a la tía Ascensión le dará un infarto solo con que asome la cabecita de tu

bolsillo.—Bueno, pues voy a cazar una mosca para dejarla bien comidita en su caja.Luis y Margarita sonríen mientras ven salir por la puerta a Felipe. Luego, se vuelven el uno

hacia el otro y la sonrisa compartida se hace más amplia.—¡Qué grande y qué guapo está!—¡Tú sí que estás guapo!—Será que me parezco a usted.—Será.Los dos terminan de comer mientras en sus caras sobreviven los restos de una bobalicona

sonrisa. Les gusta imaginar al otro viviendo una vida mejor, más dulce, menos atroz. La vida que,según ellos, el otro merece.

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V

Los sábados en el taller de carpintería son un día especial. No solo porque se trabaje seishoras en vez de doce como el resto de la semana —porque, aunque se entra a las seis como todoslos días, al parar a las doce para el almuerzo que les sirve Margarita ya no se vuelve al tajo, comolo harían de lunes a viernes, para seguir desde la una hasta las siete de la tarde—. No solo porqueal día siguiente sea domingo y no haya que trabajar. No solo porque sea día de pago y los mozosestén deseando ir a beber unos aguardientes a la asociación que tienen los labradores en una delas esquinas de la plaza chica. Sino también porque, desde hace un tiempo, Margarita ha adoptadola costumbre de escamotear unas libras de harina durante la semana y convertirlas en dulces elsábado por la mañana para que los trabajadores del taller tomen postre ese día.

Los sábados, después del almuerzo, mientras toman los dulces que Margarita ha dispuesto conantelación en pequeños cestillos repartidos estratégicamente entre las largas mesas, por unosinstantes, el taller es una fiesta. Son momentos de distensión que todos aprovechan para no hablarde temas referidos al trabajo, sino de otros más agradables y entretenidos: los viejos conversanacerca del tiempo y las cosechas; los jóvenes, de jugadas de tute subastado que se han dado y decómo las habrían jugado cada uno de ellos; los solteros, de las mozas casaderas; los casados, desus familias. Y todos, sin excepción, de lo buena muchacha que es Margarita, a la que siemprefelicitan por su excelente mano con la cocina en general y con la repostería muy en particular.

Este sábado, además, es doblemente especial, porque es la víspera de la boda entre Esteban yMargarita. Esteban, que ha comprado unas canecas de aguardiente, se dispone a repartirlas entresus compañeros una vez que todos han acabado con el postre. Algunos de ellos, al ver aparecerlos envases, apuran de sus vasos el vinacho con que almuerzan en el taller y se sirven elaguardiente en ellos. Otros, más escrupulosos con el sabor de lo que toman, corren a enjuagar elrecipiente a la pileta de la carpintería para recibir el dulce alcohol en vasos limpios. Y todos, denuevo sin excepción, brindan por la boda de ese buen chaval que es Esteban con esa novia a laque todos admiran de boca hacia fuera y que, en su fuero interno, saben que ninguno la elegiríacomo esposa o dejaría que ninguno de sus hijos la tomase como tal, pues estarían marcando conello su vida y ensuciando la sangre de su descendencia para todas las generaciones venideras.

Ascensión y Juan están de pie, junto a los novios, al final de las dos mesas corridas queconforman el comedor. Ascensión, abstemia sin remedio, sostiene en la mano un vaso con aguaque todos creen aguardiente, y sonríe dulcemente mientras apoya la mano libre en el hombro deMargarita.

A Juan también se le intuye una sonrisa que no llega a plasmarse del todo. Él es el padrino, ypor tanto, a él le corresponde decir unas palabras.

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Juan, siendo lo más sucinto posible para hacerse entender, cuenta a los trabajadores de supadre que, como padrino del enlace que se va a celebrar, invita a todo el taller a tomar chocolatey a comer el pastel nupcial que la propia Margarita ha preparado para tan ansiado día. Lesrecuerda que, por si alguien no lo sabe, la boda se celebrará ese mismo domingo en la capilla delorfanato en el que se crio Esteban y que coincidirá con el servicio de las once de la mañana.

Esteban levanta una mano, como pidiendo permiso para hablar, de la misma forma que lohabría hecho si se encontrara en el aula en la que fue alfabetizado en el orfanato. Juan, que lo havisto de reojo, le baja el brazo y guarda silencio para dejar que hable. Esteban solo quiere decir,para los que nunca hayan estado allí, que la capilla es muy pequeña.

Juan se da cuenta enseguida de lo que su amigo trata de hacer ver a los presentes y que noquiere decir a las claras para que nadie se sienta ofendido ni excluido, así que, por si hay alguiencorto de luces, él mismo emplaza a los presentes para una hora después del comienzo de laceremonia, cuando esta ya haya concluido, en el patio del orfanato, que es donde se servirá elrefrigerio.

Los casados allí presentes están pensando en cómo les dirán a sus mujeres que tienen queacompañarlos al singular enlace entre un tullido y una negra porque ella es la hermanastra del hijodel amo del taller donde trabajan. Los solteros, sin embargo, están pensando a quién llevarán deacompañantes o a quién conocerán al día siguiente en el convite. Y, otra vez, todos ellos, sinexcepción posible, caen en la cuenta de que nunca habían escuchado a Juan hablar tan alto y tanseguido en los años que hace que lo conocen, por lo que rompen a aplaudir entre vivas.

Poco a poco, los trabajadores, después de apurar la última gota de aguardiente de la última delas canecas, comienzan a irse, no sin antes estrechar las manos de los cuatro e intercambiar frasesde falsa complicidad con los tres hermanos y chascarrillos algo más procaces acerca de la nochede bodas con su compañero de taller.

Al poco quedan solos los cuatro. Margarita y Ascensión ríen y cuchichean aparte de loshombres. Ascensión quiere que su hermana luzca lo más guapa posible el día de su boda, y lepropone usar polvo de arroz para aclarar en lo posible su piel. Margarita la deja hablar, de lamisma manera que tiene pensado dejarla hacer al día siguiente. En realidad, a Margarita no leimportaría acudir al enlace vestida de Pierrot o disfrazada de forzudo de feria con tal de podercasarse con el que ella considera el mejor hombre del mundo.

Margarita busca a Esteban con la mirada y, para su sorpresa, lo descubre serio y con cara depreocupación. Desde donde ellas están, no alcanza a oír lo que Juan le está diciendo a su hombre:

—Hablé ayer con mi padre sobre la dote de Margarita.Esteban abre los ojos muy asustado. No se esperaba que algo así pudiese suceder. Él no anda

buscando dinero ni problemas; solo quiere casarse con Margarita y vivir en paz con ella en lacasa que han comprado y arreglado junto al manantial. Teme la reacción de don Alonso. Sabe —porque su amigo se lo dijo el mismo día que se conocieron— que el padre de Juan es un hombreduro, y piensa que no es del tipo de persona que dejará insatisfecha una afrenta.

Está convencido de que tendrá problemas con el amo si este sospecha que ha sido él el que haido con cuentos a su hijo acerca de la conversación que ambos mantuvieron. Sin embargo, lo queno se espera es que sea el propio Juan quien esté molesto con él.

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—No necesito que me protejas de mi padre.—¿Por qué dices eso?—Ayer te pregunté por la dote de Margarita y me contestaste que eso ya estaba solucionado.Esteban hace amago de replicar, pero prefiere no hacerlo hasta averiguar qué es lo que su

amigo conoce del tema.—No intentes justificarte diciendo que no mentiste. Me ocultaste la verdad, y eso es tanto

como mentir.Esteban se siente avergonzado por haber traicionado la confianza de su amigo, su amigo de

verdad, su único amigo, de igual forma que él es el único y verdadero amigo de Juan. Elsentimiento de culpa lo embarga hasta el punto de casi hacerle llorar. Un hilo de voz se abre pasoa través del nudo que atenaza su garganta.

—Perdóname, Juan, tienes razón.Juan percibe la angustia de Esteban, y no le gusta. No soporta el sufrimiento ajeno; bastante

tiene con el suyo. Decide ponerle fin. Apoya sus manos en los hombros de Esteban con suavidad,con ternura, como queriendo que su amigo note, a través del tacto, todo lo que lo quiere.

—Tranquilo, no pasa nada.Una de las manos de Juan, abandonando el hombro en que se encuentra, viaja a la barbilla de

Esteban y la levanta hasta que consigue que los ojos de su amigo lo miren de frente.—Escúchame. Mi hermana va a recibir una dote de cien duros. El chocolate y las pertinentes

rondas que se tomarán en la asociación de labradores corren por cuenta del padrino y, además,esta misma tarde pienso hablar de nuevo con mi padre para que te suba el sueldo. No permitiréque sigas cobrando menos que un aprendiz.

—¡Juan, por Dios!Esteban está muy nervioso. Las palabras recién pronunciadas han salido de su boca con prisa,

a medio masticar, pero Juan, que lo último que desea es que su amigo se asuste más de lo que yaestá, se da incluso más en tranquilizarlo.

—La dote y la convidada de mañana quedan entre tú y yo; por mi boca no se va a enterarnadie. Malicié desde un principio, por cómo evitabas ayer el tema, que mi padre te había soltadouna de las suyas. Así que me hice el distraído y le pregunté que qué habías hablado con él sobre tuboda con Margarita. Me respondió que no sabía nada del tema, y yo tampoco le dije nada. Por otraparte, lo del aumento de sueldo es algo que clama al cielo desde hace tiempo.

—Yo tengo ahorros, Juan…—Pues los guardas para cuando los necesites.Esteban no da crédito a la cantidad de palabras que salen de la boca de Juan. Pero, sobre todo,

no puede creer el montón de promesas y ofrecimientos que le está haciendo. Es cierto queMargarita y él tenían un dinero ahorrado, como lo es también que no les queda ni un céntimo detodo lo guardado. Esas quinientas pesetas les van a venir muy bien para adquirir todos los aperosque aún necesitan para terminar de equipar la cocina y para comprar el ajuar de invierno deldormitorio. Habían pensado que Margarita cocinara en una fogata en la calle los domingos, ya queel resto de la semana seguirían comiendo en la carpintería, como siempre; pero ahora, gracias alofrecimiento de Juan, podrían comenzar su vida en común con algo más de holgura.

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Con todo, Esteban no puede evitar que un negrísimo nubarrón le tape el sol que ilumina tantafelicidad. Teme la reacción que don Alonso pueda tener si se entera de todo o de parte de laconversación que Juan y él sostienen, porque sabe perfectamente de lo que es capaz el amo cuandoestá ofuscado. Por eso le gustaría creer que la charla entre padre e hijo ha sido tan escueta comoJuan se la ha referido. Le gustaría volver a esa parte de la conversación para poder preguntárselocon naturalidad… Pero ahora ya es tarde. No lo hizo en el momento, y le parece que sacar denuevo el tema, después de que él mismo se encuentra en deuda con su amigo por haberle ocultadola verdad, podría llegar a ofenderlo.

Está acostumbrado a que los parlamentos entre ellos duren una décima parte de lo que estádurando este, y es él quien, por una vez, se siente incómodo. Se levanta y le tiende la mano en unintento de darlo por finalizado.

—Gracias, Juan.—¿Tienes traje?El motivo de que no les quede nada del dinero que tenían ahorrado es que se lo han entregado

todo al viudo de Xius. Pero traje sí tiene, ¡y bien bonito que es! El traje es el regalo que en elorfanato le han hecho por todo el tiempo que lleva aportando una peseta a la semana al cepillo desan Judas Tadeo, patrón de las causas imposibles. Esteban ha intentado rechazarlo arguyendo quela peseta la daba de corazón y no para comprar el favor de la orden, pero sor Patricia se haindignado de tal forma ante lo que ella ha dado en llamar falsa humildad que no le ha quedadomás remedio que aceptarlo.

—Sí, sí tengo. Gracias de nuevo.—Deja ya de dar las gracias por todo, que me estás poniendo nervioso.

***

La tarde anterior, la del viernes, los novios la ocuparon saldando la deuda que contrajeron al

adquirir la casa.Cuando Esteban salió de trabajar, Margarita lo estaba esperando en la puerta del taller con un

hatillo que contenía los ahorros de toda una vida entre las manos. Habían quedado en verse consor Patricia en el orfanato a las siete y media y, en el mismo sitio, aunque media hora después, conel viudo de Xius. Así que ahora andan con prisas, porque don Alonso ha entretenido a Esteban conun par de nimiedades que bien podían haber esperado para el día siguiente.

—No corras tanto, amor, no te vayas a hacer daño. No creo que al viejo le importe esperar unpoco más después de todo lo que ha esperado.

—Voy bien, no te preocupes. Además, no es por ese huraño por quien corro, sino por lahermana, que ya debe estar preocupada.

Cuando llegan al orfanato, sor Patricia los está esperando en el recibidor con gesto seriomientras mantiene aferrado con ambas manos contra su pecho el cofrecito que ha usado todosestos años como alcancía.

—Llegáis tarde, diablillos. Vamos rápido al comedor. Le he dicho a la hermana portera queacompañe hasta allí al viudo cuando llegue.

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Margarita y Esteban, ante la ahora entusiasta mirada de sor Patricia, sentados al final de unade las interminables bancadas del comedor, cuentan por separado y luego juntan los ahorros deambos. No es que les haga falta contarlo; saben perfectamente que Esteban tiene tres mildoscientas pesetas y Margarita, lo que falta hasta cuatro mil quinientas. Pero les hace ilusión quepor una vez, al hacer la suma final, no falte ni un céntimo de esa mágica cifra.

Llegar a juntar cuatro mil quinientas pesetas ha sido su meta durante estos dos últimos años,desde que se decidieran a hablar más seriamente de planes de boda y acordaran que Esteban debíaacercarse a preguntar al viudo de Xius por la deshabitada casa que este tenía junto al manantial.Reunir el dinero ha sido más que una obsesión para ellos; ha sido, sobre todo, un modo de vida.Cuando el trato que selló sus destinos al de la casa hubo terminado y arrojó sobre ellos dos,humildes asalariados, la exorbitante cifra, cada céntimo que sor Patricia guardaba celosamente enla alcancía se restaba automáticamente de las cuatro mil quinientas pesetas. Cada vez que estabanenfermos y se aguantaban sin ir al médico y sin gastar en medicinas, cada vez que Estebanrechazaba la oferta de sus compañeros de acercarse a la asociación, cada vez que Margaritasoñaba con un vestido o un sombrero y sacudía la cabeza para librarse del incómodo pensamiento,sustituyéndolo por la visión de la casa terminada de arreglar o la casa habitada por ellos, sesentían más y más cerca del éxito final.

—Tú no tienes lo que vale esa casa, muchacho.—¿Cuánto vale? Diga.El viejo lo miró de hito en hito, incrédulo ante el atrevimiento que exhibía quien él pensaba

que no era más que un tullido desharrapado.—Dos mil duros, lo menos.Esteban se había informado con un par de tratantes y había llegado a la conclusión de que la

casa no valía más de seis mil pesetas. Pero sabía que el viudo de Xius era un rácano incorregibleque además disfrutaba haciendo negocios; por eso, tiró muy por lo bajo en su primera oferta.

—Le doy dos mil quinientas pesetas y nos entrega el tejado reparado.El viudo de Xius se sorprendió con la respuesta del tullido, aunque se guardó muy mucho de

demostrarlo. Lo que sí hizo, olvidándose de cualquier recelo, fue empezar a tomarse en serio laconversación. El viudo, desde ese momento, comenzó a ensalzar las bondades de la casa: elmanantial cercano, el refugio que ofrecía el bosque en el que estaba ubicada, con toda esa leña adisposición durante el frío invierno, y la fresca sombra de los chopos y llorones en el verano.Esteban le decía que sí al viejo con la cabeza mientras este le hablaba y luego le rebatía, sinmenospreciar nunca la propiedad: que la casa necesitaba muchos arreglos y que estos tendrían quesalir todos de su bolsillo, a lo que el viudo contestaba con otra nueva retahíla dedicada a ensalzarlo que él daba en llamar con insistencia su bella casa. Y así una hora tras otra, hasta que se hizode noche, toda una inacabable tarde de domingo.

Luego de mucho tirar y aflojar por parte de ambos, el precio se fijó en las consabidas cuatromil quinientas pesetas. También acordaron que la propiedad se entregaría tal como estaba, por loque las reparaciones pertinentes —arreglar el tejado, solar la mayor parte del suelo de lashabitaciones, que se encontraba en muy mal estado o simplemente había desaparecido, dotarla conuna chimenea, reparar o, mejor, sustituir todas las tuberías, pintarla por dentro y encalarla por

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fuera— correrían a cargo del comprador. Eso sí —y en eso estuvo muy hábil Esteban—, no lepagaría nada hasta que la casa fuese habitable. Con eso se dieron la mano, y al cabo de un mes,cuando el acuerdo estuvo listo para la firma, ambos lo rubricaron ante el notario principal deMalcocinado.

Esteban y Margarita acudían a la casa todos los domingos después de misa para trabajar en sureparación. Sor Patricia los acompañaba la mayoría de las veces. Solía llevar consigo queso ojamón asado y también alguna perrunilla que todos compartían. Cuando el trabajo requeríamúsculo, la hermana se hacía acompañar de un par de mozalbetes del orfanato, de los que ellasabía que antes se dejarían despellejar que contar a nadie lo que habían estado haciendo toda latarde en su compañía.

Esteban, calculando más que el contable de una naviera, ponía extremo cuidado en que lasobras de reparación no progresasen más rápido que sus ahorros.

—¡Me engañaste, mozo del demonio! Ahora que bien merecido lo tengo por no tratar concaballeros.

El viudo de Xius se desesperaba cada vez que visitaba la obra y esta no avanzaba al ritmo queél suponía debía hacerlo.

—Caballero es aquel que, aun arrepintiéndose de la palabra dada, la cumple. Por eso lo llevéal notario, viejo, porque me figuraba que no estaba tratando con uno.

El viudo de Xius, geniudo y malhumorado como era, escupía entonces cerca de sus botas,soltaba una maldición y les mostraba las espaldas a los allí reunidos mientras enfilaba el caminode regreso al pueblo. En más de una ocasión, cuando recorría el trayecto que separaba la casuchade Malcocinado, había estado tentado de acercarse a las autoridades competentes a denunciar quehabía visto a niños del orfanato trabajando en domingo. Solamente le retuvo el hecho cierto deque, procediendo así, lo único que conseguiría sería retrasar aún más el cobro de la deuda.

Ahora, algo más de dos años después, ante las cuatro mil quinientas pesetas de las que le haceentrega sor Patricia, no sin antes hacerle firmar un recibí, el viudo de Xius reprime maldicionesporque le cohíbe la presencia de la religiosa, aunque no lo suficiente como para impedirle mirar aEsteban con acumulada inquina mientras le echa en cara lo mal que se ha portado con él:

—¡Dos años me has hecho esperar por un dinero que, a mi edad, ya no voy a tener tiempo dedisfrutar!

Sor Patricia, acompañando el gesto con una pícara sonrisa, pone una mano encima del hatilloque contiene la mágica cantidad y amaga el gesto de atraerlo hacia ella.

—Siendo así, ¿por qué no lo dona al orfanato y hace una buena obra? No creo que vaya aencontrar mejor manera de preparar su alma pecadora para el momento en que tenga queenfrentarse al juicio con el Sumo Hacedor.

Entonces, el viudo de Xius, completamente fuera de sí, vuelve la vista hacia la hermana, arrojael recibí firmado con malos modos sobre la mesa y, en un gesto bastante más brusco del quehubiera hecho falta, aparta la mano que la religiosa tiene sobre el dinero.

—Mi alma ya no tiene salvación, señora mía, ni la pretende.

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VI

Cuando Inés regresa a su casa acompañada por Dionisio todavía se encuentra bien. Cualquierotro día hubiese subido sola y Dionisio se habría quedado regando el huerto, y habría hecho él elviaje con los frutos recogidos hasta la casa mucho después; pero hoy Inés ha decidido que nocorrerá ningún riesgo. A última hora, cuando ya se disponía a emprender el camino de vuelta,desdiciéndose de lo último que le había mandado al negro, le ha sugerido que lo mejor es que hoydeje el riego para la tarde y que suba con ella acarreando el primer viaje. Dionisio no se haextrañado de la petición. ¿Cómo hacerlo cuando sabe que ha sido él mismo el que ha sembrado laduda en la mente de la señora?

Al llegar a la casa se encuentra con que su marido está solo en la cocina ante un tazón de lechemanchada con una mezcla a partes iguales de café y achicoria. Don Alonso es sorprendido por sumujer mientras deja caer dentro de la mezcla, como tiene por costumbre desde muy pequeño,trozos de pan duro que luego rescatará con una cuchara, donde los dejará escurrir un momento,apoyados contra la pared del tazón, antes de llevárselos a la boca.

—Buenos días.—Buenos días, mujer.Inés hace pasar a Dionisio, que saluda con una silenciosa inclinación de cabeza, y le hace

indicaciones para que vacíe sobre la mesa todo lo que lleva en la cesta. Don Alonso, viendo queel espacio donde desayuna va a ser ocupado, decide levantarse, salir a la calle y sentarse en elpoyo que está incrustado en la pared por la parte de fuera, con su tazón en la mano, a disfrutar a lasombra del poco frescor que aún le resta a la mañana.

Dentro, bajo la atenta mirada de Inés, Dionisio va depositando sobre la gran mesa lashortalizas y frutas de la cesta hasta que esta está vacía y aquella llena.

—Voy a por el segundo viaje, señora.—Sí, ve.Dionisio sale por la puerta de la cocina, se despide de don Alonso y se pierde loma abajo.Mientras tanto, Inés se ha servido un tazón idéntico al de su marido hasta en los trozos de pan

que flotan en su interior y sale a sentarse en el poyo junto a él.Don Alonso e Inés llevan algo más de diez años casados. Fue el suyo un matrimonio de

conveniencia, como lo eran todos entre la gente que contaba con algo de dinero o de influencias enEspaña a finales del siglo XIX. Los pobres, sin embargo, tenían más libertad a la hora de elegirpareja.

La encargada de escoger la esposa de don Alonso había sido Fátima, la madre de este. Supadre llevaba varios años enterrado cuando a él se le ocurrió que lo mejor que podía hacer con su

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vida era casarse y procurarse un heredero para que este, a su vez, hiciese lo mismo en el futuro.No se casó joven, aunque su futura esposa sí que lo era. Al igual que hizo su padre antes que él,don Alonso se dedicó primero a engordar su fortuna antes de decidirse a dar el paso definitivo.

Fátima, por encargo de su hijo, se dedicó por un tiempo a hacer un exhaustivo estudio de todaslas familias acomodadas de Malcocinado antes de decidirse por la de José. El padre de Inés eratinajero, ni más pobre ni más rico que otras familias con hijas casaderas a las que ella les habíaechado el ojo. Pero distinguía a esta del resto el que el cabeza de familia fuese viudo y anciano,además de que fuese Inés su hija única. Fátima pensó que, no teniendo nadie más a quien casar, elviudo sería más generoso que otros con la dote, y que no habiendo ningún otro hermano con quienrepartir, sería también mucho más abundante la herencia cuando llegase. Y acertó en ambas cosas.

Don Alonso nunca fue un niño rebelde, maleducado o simplemente travieso. Tampoco habíasido un adolescente problemático, ni un joven altivo u orgulloso. Por eso ni siquiera se planteóponer en duda la decisión que su madre había adoptado cuando esta se la comunicó. Así pues,acompañó a Fátima a pedir la mano de la novia cuando se lo solicitó, hizo visita todas las tardesde domingo que duró el noviazgo, se casó en el día señalado y se dedicó luego a hacer su vida dehombre casado y respetable mientras dejaba que la vida resbalase suavemente a través de losplácidos días que conformaban su existencia.

Decir que la misma premisa podría aplicársele también a Inés no sería, ni por asomo, cierto.Es verdad que acató con sumisión la decisión de su padre de casarla con un desconocido. Esverdad que recibió cada tarde de domingo al caballero en cuestión y lo atendió con esmero y hastacon gusto. Es verdad que se casó donde y cuando le dijeron ataviada con un precioso vestido rosahecho para ella para la ocasión. Y es verdad que solo vivió, a partir de entonces, como se suponeque debe hacerlo la abnegada esposa de un empresario de provincias. Pero ¿tenía otra opción? Enrealidad, Inés estaba tan atrapada por el papel de señora que le tocaba representar como Dionisiodentro de su piel oscura. Ninguno de ellos era más libre que el otro, por mucho que Inés creyeselo contrario.

—¿Cómo te encuentras?—Rara.—No me extraña. No creo que ningún cristiano haya conseguido dormir esta noche como es

debido. Yo también me siento raro, no te preocupes.Los esposos terminan de beberse el tazón en silencio. Inés vuelve a la cocina con los

recipientes vacíos y los deposita en la pila. Enseguida se ocupa de colocar en la despensa lo quenecesitará para la casa y de dejar en un rincón de la mesa lo que Dionisio habrá de llevarse almercado. Cuando termina, asoma la cabeza por la puerta de la cocina y se dirige a su marido, quesigue sentado afuera.

—Voy a recostarme un rato. No creo que me duerma, pero, por si acaso, haz el favor deavisarme cuando regrese Dionisio del huerto.

—Sí, mujer. Descuida. Ve y descansa.Inés sale de la cocina por la puerta que da al taller. Todos los trabajadores le dan los buenos

días cuando ella pasa por su lado y a todos ellos responde con una inclinación de cabeza y mediasonrisa. Al llegar al pie de la escalera que, arrancando desde el propio taller, conduce al piso de

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arriba, donde se encuentran los aposentos de la familia, se topa con alguien a quien no conoce: unniño que, según calcula ella, tendrá unos diez o doce años y que la mira con ojos expectantes. Inésamplía su sonrisa y el niño se la devuelve.

—¿Quién eres tú?—¿Yo? Esteban.—¿Cuánto tiempo llevas aquí?—Desde anoche.—¿Llevas toda la noche ahí de pie?Esteban se ríe por la confusión y le explica a Inés que, en realidad, se acaba de levantar;

también le cuenta que ha dormido bajo el hueco de la escalera, que es donde lo acomodó la nocheanterior don Alonso, al que está muy agradecido por haberle dado el sitio más fresco de todo eltaller.

—No me puedo imaginar dónde has estado durmiendo hasta ahora para pensar que ese rincónapestoso y sin ventilación es fresco.

—En el orfanato, señora.Esteban ha estado muy bien cuidado los años que ha vivido en el orfanato y sabe que don

Alonso lo ha puesto a dormir bajo la escalera para quitárselo de en medio. Pero la hermanaPatricia, mientras él se despedía de la madre superiora la tarde anterior, le pidió que fuese amablecon la gente que lo acogía; y después, en un aparte, le aconsejó que fuese inteligente, como ellasabía que el niño podía serlo, si lo que quería era tener un trabajo y ser un hombre de provechopor el resto de sus días.

—Ya, bueno. Lo mejor será buscarte otro sitio, pero ahora no. Ahora no tengo el cuerpo paranada que no sea descansar. Lo haremos esta tarde. De todas formas, hasta que no llegue la nocheno hay prisas, ¿verdad?

—Sí, señora. Digo…, no. Lo que usted diga.Inés, una vez en su cuarto, se recuesta sobre la cama que ahora, después de que la brisa de la

mañana haya evaporado el sudor que ella misma y su marido han dejado adherido a las sábanas,está fresca. Un segundo después, duerme profundamente.

Don Alonso pasa de la cocina al taller siguiendo el mismo itinerario que su esposa. Itinerarioque, en realidad, es el único lógico, a no ser que se quiera salir por la puerta de la cocina que da ala calle y rodear todo el edificio para acceder a él por la del taller. Pasea la mirada y observa conagrado que todos están en sus puestos. Un par de carpinteros, de los que se encuentran máspróximos, se acercan a consultarle algún asunto referente a las tareas que les ocupan. Él losdespacha diligentemente con buenos consejos e instrucciones precisas. A continuación da algunaorden más general, sin precisar a quién va dirigida. Luego aconseja a un joven oficial sobre cómolabrar la delicada madera de peral que tiene entre manos, y cuando por fin cree que todo estácomo a él le gusta, hace un gesto de conformidad para sí y se dispone a subir las escaleras quellevan a la vivienda de la familia para abandonar la serrería, no sin antes echar un último vistazodesde lo alto a su taller. Es entonces cuando descubre a Esteban con cara de estar desubicado,perdido como lo estaría un bando de gorriones nuevos entre las primeras nieves. Ya no meacordaba de este mozalbete, dice entre dientes. Vuelve a bajar las escaleras y lo llama con la

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mano para que acuda hasta donde él se encuentra; llama también a uno de los aprendices y, cuandolos tiene a los dos delante, le encomienda a este último la tarea de enseñar al primero los deberesque como mozo de almacén tendrá que desempeñar a partir de ese mismo instante.

Don Alonso, una vez en la planta de arriba, se acerca hasta el cuarto de Juan, su primogénito.Complacido, lo observa dormir el sueño de los inocentes durante varios minutos. Luego repite laoperación con Ascensión y, por último, se dirige a su propia habitación, donde se encuentra conque la puerta está entornada casi en su totalidad. Se detiene un momento a escuchar el sonido de laacompasada respiración de su mujer. No va a abrir la puerta; prefiere, para evitar en lo posiblehacer ruido, asomar la nariz y un ojo por el resquicio por el que la luz se escapa de la habitación.Duerme. ¡Qué alegría!, se congratula al descubrir su cuerpo abandonado sobre las sábanas. Estátan bella así…

Don Alonso decide que no va a llamarla cuando Dionisio regrese con el segundo viaje, así quebaja a esperarlo a la cocina con la intención de servirse otro tazón de leche manchada. Cuandoentra, se encuentra con la cocinera que ayuda a Inés a preparar el gran almuerzo de todos los días.

—Buenos días, Felisa.—Buenos días tenga usted.Don Alonso coge un tazón limpio de una de las gavetas de la cocina y se lo entrega a Felisa.

Ahora que la cocinera está en su puesto de trabajo, le parece impropio andar enredando en unlugar que, claramente, no le corresponde.

—¿Me preparas una leche manchada como a mí me gusta? Solo medio tazón, por favor.—Claro, señor, cómo no.Don Alonso recibe el tazón de manos de Felisa y se sienta de nuevo en la gran mesa que reina

en mitad de la cocina, como hizo la primera vez, cuando se levantó de la cama chorreando sudor yél era el único que estaba despierto en toda la casa.

—¿Sabes tú lo que se va a servir hoy a los trabajadores?—Sí, señor. Pipirrana.—Pues haz el favor de acercarte a ver si con lo que hay en la despensa tienes bastante para

prepararla. Dionisio va a volver enseguida del huerto y no quiero despertar a la señora sinnecesidad. La pobre se acaba de dormir.

Felisa se acerca a la despensa, busca con la mirada y encuentra los tomates, las cebollas y lospimientos verdes y rojos exhibiendo sus carnes tersas y brillantes y que, desafiando las tinieblasde la fresquera, se hacen visibles una vez que los ojos de quien los mira se habitúan a lapenumbra.

—No hay pepino, señor.—Esperemos a ver qué trae Dionisio en el segundo viaje.No bien termina de hablar cuando se oye a Dionisio pedir permiso desde la puerta de la calle

para entrar. El negro, que durante el camino venía alegre bajo la brutal carga de la cesta, cantandopara sí las viejas canciones de esclavos que aprendiera en su niñez, al llegar a la casa, ante lapresencia del amo, deja que una expresión sombría se apodere de su rostro de negro viejo, de sucuerpo de subyugado animal apaleado.

—Pasa. Mira a ver lo que trae, Felisa.

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La parte de arriba de la cesta está a rebosar de pepinos. Felisa los toma a puñados y los echadirectamente a la pila para lavarlos. Debajo de ellos, aparece una hermosa sandía que deberondar la arroba de peso, si no más. A don Alonso, al abrazarse a ella para sacarla, se le hanendulzado los ojos con la promesa del frescor de su carne. Al fondo de la cesta, con prisas porvolver a llenar el hueco que esta ha dejado, han caído por montones tersas zanahorias y verdescalabacines.

—¿Necesitas algo de esto otro?—Para mañana, la señora había pensado hacer pisto de calabacín.—Mañana será otro día. ¿Necesitas algo para hoy?—No, señor.Dionisio quiere advertir a don Alonso de que la señora no tiene intención de bajar al día

siguiente al huerto, pero el amo lo cohíbe en exceso y no se atreve a hablar.—Muy bien, termina de cargar la cesta con lo que hay sobre la mesa y el aparte que hizo antes

la señora y se la llevas al verdulero.—Sí, señor.Don Alonso espera paciente a que Dionisio termine de ponerlo todo dentro de la cesta, y

cuando este ya ha salido, vuelve a sentarse a la mesa. Enseguida, vuelve al tazón largamenteabandonado. Está frío. No, ni siquiera eso; está tibio. Sobre la superficie se ha formado una telatransparente y arrugada que aparta con un dedo. Le da un tiento con los labios muy juntos yfruncidos. El sabor de la mezcla le hostiga el paladar. Por un momento piensa en tirarlo por elsumidero, pero en lugar de eso se aplica en dar sorbitos cortos al repulsivo mejunje mientras mirasin ver cómo Felisa lava y trocea con celeridad todos los ingredientes. ¿Estará de parto?,considera. Nunca la he visto dormir tanto rato después de amanecido. Don Alonso saca delbolsillo el reloj de plata de ley que heredó de su padre y lo consulta con cara de preocupación.Lleva más de una hora.

Felisa termina de aliñar la pipirrana que descansa en una artesa sobre la mesa auxiliar. La queella misma, como aprendió a hacer de Inés cuando entró a trabajar a su servicio, ha acercado a lapila para hacer la tarea con mayor comodidad. En realidad, la mesa auxiliar no es otra cosa quecuatro tablones clavados en tijera de dos en dos sobre los que se apoya un tablero de pino sinforma regular. Uno de los aprendices la construyó siguiendo las especificaciones de Inés. Para donAlonso, la mesa auxiliar es una abominación a la que evita mirar.

—¿Me ayuda usted, señor?—Claro, mujer, ¿qué necesitas?—Bajar la artesa con la pipirrana a la fresquera hasta la hora de comer.—¿Solo eso?A Felisa le parece que la pregunta de don Alonso lleva implícita una crítica sobre el poco

trabajo que tiene que hacer y, en un santiamén, le hace una lista detallada de todas las actividadesque desarrollará durante el transcurso de la mañana.

—Sí, bueno, pero además hay que limpiar toda la cocina, poner la mesa para el regimiento quetrabaja para usted, y también hay que trocear el pan (aunque no lo voy a hacer hasta el últimomomento para que no se reseque)…, sin contar con todo lo que habrá que limpiar cuando esos

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vándalos terminen de comer.Don Alonso no tiene por menos que sonreír.—Está bien, me avisas con lo que sea.Cuando regresan de la fresquera, se encuentran con que Juan, despeinado, descalzo y vistiendo

un holgado camisón blanco completamente arrugado, lo mira con la cara abotagada por el sueñoreciente desde el centro de la cocina.

—Buenos días, hijo.Juan abre mucho los ojos, intentando que estos se despeguen del todo, luego chasquea la

lengua y traga saliva para aclararse la garganta.—Buenos días, padre.—¿Por qué no subes a refrescarte y a ponerte algo encima antes de desayunar?—¿Qué hora es?Don Alonso acaba de consultar su reloj no hace ni cinco minutos, pero lo vuelve a sacar del

bolsillo con un gesto mecanizado que siempre logra hipnotizar a Juan, por todo lo que él imaginaque debe significar ser el poseedor de un artilugio como ese.

—Las diez, y un calor de justicia.Don Alonso ríe abiertamente su propia imitación del sereno del pueblo, pero enseguida vuelve

a recordar que su mujer posiblemente esté de parto y la risa se le atraganta hasta convertirse enuna tos convulsa.

Juan y Felisa, que se habían unido a su risa y que se alimentaban de ella para existir, quedanabandonados a su suerte, y mientras uno decide continuar riéndose, aunque con más mesura, la otrase pone muy seria de repente.

—Perdón, señor.Don Alonso, secándose las lágrimas que le han provocado el ataque de risa primero y el de

tos después, agarra a Juan, que todavía sonríe, y se lo lleva a través del taller hasta el pie de laescalera.

Al empezar a subir, Juan se fija en Esteban y detiene la marcha.—¿Quién es ese niño?Esteban se da cuenta de que padre e hijo lo señalan mientras murmuran entre sí, y se sonroja.—¿Ese?, el nuevo mozo.—¿Cuántos años tiene?—No sé, tu edad más o menos.—¿Puedo invitarlo a jugar?—Mejor sube primero a arreglarte, bajas a desayunar y luego hablamos.Don Alonso decide matar el tiempo de espera recorriendo las mesas de los oficiales mientras

observa el trabajo que realizan. Lo echa de menos. En un acto reflejo hace crujir los dedos, comotenía por costumbre hacer antes de ponerse manos a la obra cuando aprendía el oficio con sudifunto padre, don Arnaldo. A don Arnaldo lo recuerda muy viejo, tal como era en los últimosaños. En comparación, Fátima, su joven esposa, era tan solo una niña. También lo recuerdademostrando un cariño siempre sincero con él y con su madre. ¡Cómo nos queríamos los tres!,rememora.

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Por el rabillo del ojo, don Alonso ve abrirse la puerta de la segunda planta; por ella sale Juan,muy arreglado y repeinado, acompañado de su hermana Ascensión, un año menor que él. Bajan dela mano, riendo Dios sabe de qué. Don Alonso los acompaña a la cocina y los deja con Felisa.

—Voy a ver a la señora. Son casi las diez y media, ya empieza a preocuparme.Cuando el inquieto marido llega al cuarto, casi de puntillas, e intenta asomar la nariz y el ojo

como hiciera la primera vez, se encuentra con la voz de Inés.—¿Aún no ha llegado Dionisio?Don Alonso evita contestar a su mujer. No quiere que ella sepa que le ha llevado la contraria

en asuntos en los que su intervención nunca ha sido necesaria ni requerida: el huerto y la cocina. Yaunque podría decirle que lo ha hecho porque le preocupaba su salud, o porque creyó que estabaponiéndose de parto y que el descanso le vendría bien, prefiere eludir el tema y responder conotra pregunta.

—¿Llevas rato despierta?Inés se ha despertado por el ruido que han hecho sus hijos mientras se preparaban para bajar a

desayunar, pero ella, en su atontamiento, está convencida de que lo que la ha sacado de sureparador sueño ha sido el suave rechinar de las abarcas de su marido en el pasillo, pero no se lodice para no hacerle sentir mal.

—Un rato ya.—¿Qué tal estás?—Mejor.Don Alonso se sienta en el borde de la cama con cuidado mientras cariñosamente aparta un

par de mechones de la cara de su mujer.—Estás muy sudada. ¿Quieres darte un baño?Inés se rebulle en la cama intentando acomodarse. Es entonces cuando nota lo empapada que

está. Busca con las manos el origen de tanta humedad. Es sudor, piensa. Pero al palpar su propiocuerpo algo más abajo y notar la viscosidad del líquido entre sus piernas, se desdice para sí,meneando imperceptiblemente la cabeza, antes de dar la alarma.

—Estoy de parto.—¿Estás segura?Inés ha roto aguas mientras dormía. Don Alonso, que la mira espantado, se ha levantado como

un resorte y camina de espaldas hacia la puerta. Pareciera como si, ahora que Inés pudiera estarde parto, su sola presencia en la habitación fuese algo inconveniente y fuera de lugar.

—Sí, eso creo.Inés deja de pensar con claridad. Ahora, aterrada como está, una sola cosa ocupa su mente sin

dejar espacio para nada más: esa cosa es un nombre de mujer. Una mujer de la que nunca nadie seacuerda, a la que incluso evitan saludar las gentes de bien cuando se cruzan con ella por las callesdel pueblo y que, sin embargo, es la primera que acude a la memoria de todos cuando servicioscomo los que necesitará hoy Inés son requeridos.

La parturienta, con una expresión de súplica escrita en los ojos, los vuelve al lugar que hastahace un segundo ocupaba su marido.

—¡Alonso, por Dios! Avisa a Luzía Gadanha.

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Pero don Alonso ya no está allí para dar contestación a su mujer. El asustado esposo haatravesado el pasillo, que hace un momento recorriera de puntillas, a la carrera, y el ruego de suesposa lo alcanza, por poco, terminando de bajar las escaleras.

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VII

Margarita, acompañada de sus hijos, llama a la puerta de la cocina de la casa, que todavía esde don Alonso, para encontrarse con que Juan no está: ha ido con Ascensión al huerto paraayudarla con el riego. La que los atiende es Bótoa, la joven esposa de su hermano. Oronda comoestá debido a la preñez y manteniendo, a pesar de lo avanzado de su estado, la extrema delgadezcaracterística del resto de su cuerpo, a Felipe le recuerda a una culebra de agua que vio una vezreposando el almuerzo en la orilla del puesto de pesca. La culebra se había tragado vivos variasdecenas de alevines; a algunos todavía se les veía moverse a través de la fina piel, dentro delabultado vientre. Al percatarse de la llegada de los hermanos, la culebra se deslizó pesadamentesobre la húmeda ribera hasta el río, se sumergió y, un instante después, desapareció entre loslimos del fondo.

—No creo que tarden.—Bueno, pues los esperamos, y así te hacemos compañía.—¿Te apetece tomar café? Tengo prestiños para acompañar. Los trajo Juan el otro día del

convento cuando fue a visitar a su abuela para contarle que al pobre don Alonso no le quedan yani dos meriendas.

Bótoa rebosa salud y simpatía, pero, sobre todo, sinceridad. La muchacha no tiene reparospara llamar a las cosas por su nombre. Esto fue lo que más le chocó a Juan de su esposa cuandocomenzaron a intimar después de casados. Lo que en un principio le pareció virtud, a los pocosmeses se le tornó insolencia. Ahora, sin embargo, transcurridos casi dos años de vida en común,no sabe muy bien qué pensar. Margarita, en cambio, lo tiene claro: su cuñada le agradaprofundamente.

—Pobrecillo, Dios le dé buena muerte.—Eso ya no va a poder ser. El pobre viejo lleva sufriendo de lo lindo desde poco después de

mi boda, y va para dos años. ¿Tomamos el café o no? —Bótoa sostiene un caldero mediano entrelas manos.

—¿No te parece mejor que los esperemos, para tomarlo todos juntos?—Pues… sí, eso estaría bien. Ayúdame entonces a colarlo, y así entretenemos la espera.Bótoa le tiende el caldero a Luis y se apoya trabajosamente sobre el fogón de la cocina, que

aún está frío, cuando el mayor de sus sobrinos la libera de la carga.—Anda, Luis, acércate a llenarlo a la fuente. Y tú, Felipe, no te importará traer unas briquetas

de carbón, que se nos han acabado, ¿verdad?Juan y Ascensión, en efecto, vienen ya de regreso. Ambos se dedican a darle vueltas a lo que

la abuela Fátima le ha contado a Juan a través de los barrotes de la sala de entrevistas del

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convento, donde lleva enclaustrada desde hace casi treinta años.Fátima es tan solo diecisiete años mayor que Alonso, su único hijo. Se casó el mismo día que

cumplió los dieciséis con el mejor y más afamado ebanista de Malcocinado, que es la cabeza departido y que dista unos quince kilómetros de La Cántara, su aldea natal.

Don Arnaldo, que tenía sesenta y seis cuando se casaron, había llegado, años atrás, a unacuerdo con la humilde familia de Fátima cuando esta contaba tan solo doce. El anciano la habíavisto jugando en las calles de la aldea, sucia y desharrapada, como iba siempre, pero tambiénhermosa y gallarda como la diosa que, sabedora de su poder, lo pasea impúdicamente por susdominios. Y se prendó de ella. El ebanista se ofreció entonces a costear la crianza de Fátima acondición de que pudiera casarse con ella el mismo día en que la niña tuviese edad para ello.

El padre de Fátima aceptó encantado el dinero que el ebanista le hacía llegar todas lassemanas con el cartero que compartían los dos pueblos. Esos cuartos que su futuro yerno leenviaba le servían no solo para criar holgadamente a la chiquilla, sino también para tener contentoal dueño de la taberna donde solía coger unas melopeas tan sonadas que, de la menor de ellas,podía tardar tres días en recuperarse.

Para la madre de Fátima, un alma de Dios sin carácter ni malicia, las curdas que su maridoagarraba, tan mansas como frecuentes, no suponían para ella un quebradero de cabeza más allá depensar que el pobre desgraciado estaba perdiendo su salvación eterna por entregarse de maneratan desenfrenada al vicio de la bebida. Para la abnegada madre, el verdadero problema consistíaen mantener sin mácula hasta el día de los esponsales a su díscola hija, a la que había sorprendidoen licenciosa actitud con muchos de los mozos de la aldea. La niña, en realidad, no era tan tontacomo para entregar su preciosa flor a ningún muerto de hambre —cosa que a la sufrida madre lehubiese venido muy bien saber—, pero eso no le impedía divertirse con ellos en cualquiera de lostres pajares con que contaba La Cántara.

***

Juan había madrugado para coger el primer tren de la mañana, en el que aguantó varias horas

de traqueteo. Después tuvo que alquilar una mula en la estación en la que se apeó para continuarviaje a lomos de esta, otra hora más, hasta el convento. Una vez allí, solicitó audiencia con lahermana Carmen, el nombre escogido a la postre por su abuela cuando tomó los hábitos. Al cabode un rato, que no le pareció excesivamente largo, un par de novicias le hicieron pasar a una salaque estaba surcada al medio por unos gruesos barrotes. El mobiliario de esta habitación —que noera otra cosa que el lugar destinado por la orden para que las hermanas recibiesen de cuando encuando a sus familiares más cercanos, y siempre por algún motivo excepcional que lo justificase— era de una humildad rayana con la desnudez. Tan solo contaba con un par de sillas, una a cadalado de los barrotes, y un pequeño tapiz viejo y descolorido que había sido puesto allíprovisionalmente para tapar un desconchón en uno de los muros, que aún tardaría en repararse.Juan tomó asiento en la de su extremo y no fue hasta que estuvo bien sentado que se percató de quesor Carmen ya ocupaba la otra.

—Buenos días, abuela.

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—Ave María Purísima, hijo mío.—Sin pecado concebida.Fátima, que tenía ojo para esas cosas y para todo lo demás, adivinó por el sombrío semblante

de Juan que su nieto era portador de malas noticias. Y, temiéndose que esta fuera por causa delnacimiento del primogénito de su nieto, que ella sabía que sería por estas fechas, preguntó a bocade jarro:

—¿Eres ya padre, muchacho?, ¿ha salido todo bien?—No, abuela, no lo soy, ni tampoco he venido por eso. Padre se muere. El médico del pueblo

no le da más de una semana de vida.Fátima escuchó la noticia del pronto final de su único hijo con un punto de alivio y, también,

con la naturalidad que para ella había adquirido la muerte desde que vivía entre esos muros.Estuvo mucho tiempo callada, pensando en que su Alonsillo por fin descansaría de tanto

sufrimiento. Juan la contemplaba en silencio, buscando una señal que no llegaba en su miradaextraviada.

Afuera hacía mucho calor. El denso aire de la mañana había ido acumulando gradosdespiadadamente hasta la hora del mediodía, para luego solidificarlos en un vano intento deaplastar la creación bajo su ardiente peso. La sala de entrevistas, sin embargo, se conservabafresca como una bodega. A Juan le pareció que el regalo que la sala le hacía era como unainvitación; una tan tentadora que no supo cómo resistir.

Entonces, sin que ello le supusiera ningún esfuerzo, dejó que todo el cansancio del que sucuerpo había ido haciendo acopio durante la jornada se le cayese encima, y se quedó dormido alcobijo de la nana que la embaucadora penumbra cantaba en sus oídos sin siquiera notarlo.

Mecido por la espera, arrullado por el silencio, sucumbió al sueño. Cuando despertó, apenasunos minutos después, no supo muy bien dónde se encontraba hasta que la dura voz de su abuela lotrajo de vuelta desde la modorra a la que se había abandonado.

—… Es de justicia, Juan, y yo sé que tú eres un hombre justo. En realidad, Ascensión y tú soistan negros como Margarita, o mejor dicho, ella es tan blanca como vosotros. Lo cierto y verdad esque los tres sois cuarterones.

Juan parpadeaba aceleradamente, luchando por escapar del sueño que lo atrapaba. Queríaevitar tener que restregarse los ojos para que su abuela no notase que se había quedado dormido,pero no le quedó más remedio que realizar el delator gesto para que este lo liberase de lashúmedas secreciones que enturbiaban su visión. Era obvio, incluso para él, que aún no habíaterminado de cruzar la línea que separa el mundo de los sueños y el de la realidad; que Fátimallevaba más tiempo hablando que él escuchando. Intentó hacerse una idea de lo que su abuela lehabía estado diciendo por las cuatro frases que había alcanzado a oír, y que no habían sido otracosa que una súplica y una extraña revelación.

Fátima no había notado que su nieto se había quedado dormido, así que interpretó la confusiónque se reflejaba en su rostro como un signo de incredulidad y se convenció a sí misma de que loque tenía que hacer era contarle la historia completa, desde el principio, como había hecho un parde años atrás con su hijo Alonso, y dejar que fuese él mismo quien sacase sus propiasconclusiones.

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—Yo tenía dieciséis años, hijo, casi una niña. Tu abuelo, ese hombre santo que en pazdescanse, amaba el mar y se empeñó, en mala hora, en que yo debía conocerlo también. Él lo teníatodo preparado desde hacía ya mucho tiempo, según me dijo, así que a la semana de la boda, unamañana muy temprano, casi que por sorpresa, me llevó hasta la estación de Malcocinado, dondecogimos el tren hasta Sevilla. Esa misma tarde, después de que hubiésemos visitado todo lo que atu abuelo le pareció que podía tener algo de interés para mis jóvenes ojos, embarcamos en unvaporcito mercante que salía de Palos y recorría la península por la costa oeste hasta SanSebastián.

»Según me contó mi Arnaldo, el viaje en el mercante había sido posible porque el viejocapitán, que era de Malcocinado, y tu abuelo se conocían de antes, de siempre, casi desde elnacimiento, pues las familias de ambos habían sido vecinas y los dos tenían exactamente la mismaedad.

»La primera escala del viaje la hicimos en Faro la mañana siguiente a la que zarpamos. Eltiempo que duraban las estancias en los puertos dependía de lo que la marinería tardara enrealizar las maniobras de carga y descarga y de lo que se demorase el capitán en echar cuentas yponer en orden sus papeles con las autoridades portuarias. En alguna no nos demoramos ni doshoras; en otras, en cambio, estuvimos más de seis.

»La de Faro fue una de las cortas. A tu abuelo y mí no nos dio tiempo más que a pasear por elmuelle y a tomar una bica en la terraza de una de las cafeterías del paseo marítimo.

»La del día siguiente, sin embargo, la de Lisboa, adonde llegamos después de estar navegandotoda la noche y gran parte de la mañana, fue bastante larga. El capitán le dijo a tu abuelo duranteel almuerzo que tomamos nada más atracar que me llevara a ver el sistema de tranvías reciéninstalado, el cual, según él, era la maravilla más grande de todo Portugal y la prueba irrefutable deque el mundo, por fin, salía de las cavernas para dirigirse con paso firme hacia un esperanzadorfuturo.

»El paseo fue precioso. Los tranvías, pintados de amarillo, subían fatigosos las imposiblescuestas de la capital lusa hasta casi tocar el cielo, para luego, al otro lado, hacernos creer que seprecipitarían sin remedio por aquellas callejuelas hasta el mar por el que habíamos llegado. Perono, nada de eso podía suceder; en realidad, no había ningún peligro más allá del que la propiaimaginación quisiese hacerle creer a cada uno.

Fátima entornó los ojillos llenos de las arrugas que había ido acumulando durante toda unavida, haciéndolos sonreír, y luego calló unos instantes, conmovida por los recuerdos.

Juan, que había permanecido en silencio escuchando con atención la historia que su abuela lecontaba mientras terminaba de sacudirse de encima el sueño que aún lo acosaba, reaccionó y,aprovechando el momento de éxtasis al que esta se entregaba con sincera complacencia, se atrevióa opinar.

—No entiendo por qué me cuentas todo esto, abuela.—Calla y escucha con atención, muchacho. ¿Te crees que a mí me es grato referirte esta,

esta…? Eres la segunda persona a la que se lo cuento en toda mi vida.—¿Lo de que Ascensión y yo somos negros lo has dicho en serio?—¡Ah, los prejuicios, los malditos prejuicios! ¿Es a eso a lo único a lo que has prestado

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atención de todo lo que te he dicho?—No, claro que no, pero comprenda usted…—¡Que comprenda! ¿Que comprenda qué? ¿No se te ha ocurrido pensar que, si lo que te estoy

contando es cierto, se ha cometido con Margarita una gran injusticia solo para que tú y Ascensiónpudierais llevar vida de… de señoritos?

—Pero yo no lo sabía…—Lo cierto y verdad es que de eso solo hay una culpable, pero ahora que lo sabes, ¿has

pensado en Margarita, o solo en ti? ¿Has pensado en sus hijos, en tus sobrinos, o solo en el que túvas a tener con tu esposa?

Juan, que había bajado la vista avergonzado ante la dura mirada con que Fátima lo encañonabamientras esta lo interrogaba sin piedad, la levantó espantado cuando terminó de escuchar la últimade las preguntas y sintió horror. Tenía que saber más. Tenía que saberlo todo porque, al contrariode lo que su abuela le reprochaba, a él no se le había ocurrido pensar que aquella afirmaciónacerca del color de su sangre pudiera ser cierta y, por tanto, no había tenido tiempo de considerarla posibilidad de que su esposa pudiese parir un niño negro. Se armó de valor, se cruzó de brazosy respiró hondo.

—Siga, abuela, por favor.Fátima dulcificó su forma de mirar al darse cuenta de cómo se humillaban los ojos de Juan

ante la reprimenda recibida. Él no tiene ninguna culpa, se recordó. Yo soy la única culpable entoda esta historia. Y, retomando el hilo de la narración como si la interrupción de su nieto nohubiese existido, continuó como si nada en el mismo punto donde lo acababa de dejar.

—El caso es que, después de Lisboa, atracamos en La Coruña y en Santander antes de hacerescala por un día entero en San Sebastián. La razón de que la última escala durase tanto es que allítenía las oficinas la compañía que era dueña del vapor y, por tanto, ese era el lugar donde elcapitán tenía que rendir cuentas de sus viajes. A la mañana siguiente, con los pies destrozados devisitar tan bella ciudad y dormidos tu abuelo y yo como troncos, iniciamos el viaje de regreso muytemprano, aprovechando la favorable marea. Las escalas del viaje de vuelta fueron las mismasque las del de ida, exceptuando la de Santander, que fue sustituida por una en Gijón, y la deOporto, que era totalmente nueva. La última, antes de que los viajes por barco se acabasen deforma definitiva para mí al llegar a Palos de la Frontera, fue la de Faro, donde ocurrió ladesgracia.

—¿Qué pasó en Faro, abuela?Fátima, que había ido conduciendo la narración con paso seguro hasta ese punto, en el cual

sabía con certeza que se produciría la pregunta que acababa de escuchar, se tomó un momento y sededicó a medir a Juan con la mirada, sopesando si este aguantaría el tiro de gracia que estaba apunto de recibir. Decidió que sí.

—Que me violaron unos sucios negros. Eso es lo que pasó.Juan quedó horrorizado por lo que acababa de escuchar. Durante el corto periodo de tiempo

por el que había discurrido la entrevista, se había ido cargando de razones para odiar a su abuela,pero la gruesa detonación de la inesperada confidencia estallando en sus oídos lo dejó tanimpactado que borró de golpe todo el odio que había ido acumulando contra la anciana. Cuando

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reaccionó, apenas un segundo después, le pareció descabellado pensar que aquella viejecitaindefensa y mal encarada pudiera ser la víctima de una violación, pero enseguida recordó queaquello que su abuela le contaba como si nada había sucedido hacía muchos años, cuando ellatenía tan solo dieciséis y no era nada más que una pobre niña frágil e indefensa.

—¿Qué hizo el abuelo cuando se lo contaste?—El abuelo no hizo nada por la sencilla razón de que yo nunca le conté una sola palabra de

todo aquello.—Pero ¿cómo es eso posible? Tú has dicho que yo era la segunda persona a la que le has

contado lo de…Juan no pudo decir la palabra violación, se le quedó atorada en la garganta, y él no tuvo la

entereza suficiente como para forzarla a salir. Su abuela, con un significativo gesto de las manos,le pidió que tuviese todavía un poco de paciencia.

—En un primer momento no hablé por miedo. Estaba convencida de que, si decía algo, esosmonstruos volverían y, cuando se cansaran de usarme como ya lo habían hecho, me matarían.Luego, una vez hubimos desembarcado en Palos al día siguiente, me pareció que nadie iba a salirbeneficiado si yo hablaba. Probablemente yo la que menos.

—Y callaste.—Lo cierto y verdad es que callé, pero te lo estoy contando ahora.—Eso es lo que no entiendo, ¿por qué ahora?—Porque tengo la esperanza de que, aunque tarde, sabrás hacer justicia, y de que serás capaz

de poner derecho lo que otros desbaratamos.Juan notó cómo una carga descomunal le caía sobre sus hombros. La única vez que había

sentido un lastre de esa naturaleza, precisamente en aquel lejano día del Carmen en que nacióMargarita, se había apoyado en su recién adquirido amigo Esteban. Hoy, por desgracia, nocontaba con él. Su abuela, sin previo aviso, se había puesto a hablar de nuevo y Juan agradecióque aniquilara sin piedad el insoportable silencio.

—… Los negros eran parte de un lote de esclavos que iban a trabajar en la construcción de losbarracones de lo que luego serían las minas de Riotinto.

—¿Esclavos?—Sí, hijo, esclavos. Tienes que darte cuenta de que te estoy hablando del año 1848. Es difícil

de creer desde el punto de vista del siglo XX, pero es así. Es cierto que en la España peninsularno los había, como también lo es que los españoles de Cuba aún seguían teniéndolos, así que esjusto pensar que el dueño de la compañía que construyó esos barracones era indiano.

Juan hizo un cálculo rápido. Si su abuela tenía dieciséis en el 48, ahora tendría noventa ycinco. Se sorprendió. A pesar de lo dura que debía ser la vida en aquel convento, la hermanaCarmen no aparentaba la edad que ella aseguraba. Aunque, ahora que lo pensaba, tenía que serasí, pues su padre acababa de cumplir setenta y ocho en primavera. Don Alonso sí representaba suedad, aunque, en descargo del viejo, había que reconocer que la apoplejía y el tiempo que llevabapostrado en la cama no le habían ayudado a mantener un buen estado de salud, precisamente.

—El caso es que una tormenta en el golfo de Cádiz obligó al barco negrero a refugiarse enFaro antes de que pudiese continuar hasta Huelva, donde tenían pensado desembarcar a los

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esclavos. Los dueños del barco aprovecharon, según contó el capitán del vapor durante elalmuerzo de ese día, para desembarcar a un marinero de primera que había contraído malaria y atres negros que no se sabía muy bien lo que tenían, pero que sus dueños temían que pudieranecharse a perder.

»El marinero de primera y los tres negros ya restablecidos embarcaron en el vapor en el quemi querido Arnaldo y yo viajábamos la mañana en que este hizo escala en Faro, durante nuestroviaje de regreso. Justo en la última que debíamos realizar antes de llegar a Palos y dar porfinalizados el paseo y nuestra luna de miel.

»Habían pensado en acompañarnos el resto del trayecto, porque el capitán les había advertidoque no podrían entrar al puerto de Huelva, y una vez en Palos de la Frontera, desplazarse hastaRiotinto por tierra.

»Como ya te dije, la escala que hicimos en Faro en el viaje de ida fue muy corta. No tuvimostiempo de pasear por la ciudad, lo que apenó muchísimo a mi Arnaldo, que estaba como loco porvisitar no sé qué iglesia construida de no sé qué clase de piedra muy peculiar y que, según él, eraun pecado perderse. Lo cierto y verdad es que a mí la iglesita me daba lo mismo, era el no poderacompañarle lo que me daba pesar, pero es que realmente yo estaba hecha añicos. Habíamosencontrado mala mar al doblar el cabo de San Vicente y me había pasado las últimas cuatro horasvomitando lo que ya no tenía en el estómago. Tu abuelo intentó convencerme de que caminar portierra, a salvo del cansino bamboleo del barco, me haría bien. Empeñado como estaba en noperderse esta vez la visita a la dichosa iglesia, hubiera dicho cualquier cosa con tal de arrastrarmecon él hasta el centro de Faro, pero a mí lo único que me apetecía era permanecer tumbada en micamarote el mayor tiempo posible. Le dije que yo estaría bien, que no se preocupara, que en esemomento el descanso era lo que más me convenía y que se fuera sin mí.

»Arnaldo, que no estaba dispuesto a pasar otra vez de largo sin ver la iglesia, se despidióbesando mi sudorosa frente con ternura y salió del camarote raudo a realizar su ansiada visita. Fueentonces cuando me violaron.

Juan, que había escuchado el relato de su abuela debatiéndose entre la duda de si realmentequería saber o no, se convenció rápidamente de que tenía que enterarse hasta del último de losdetalles cuando Fátima, con gesto de dolor, se detuvo abruptamente. Siempre le había pasado lomismo. Esa ansia por conocer, ese no saber pararse a tiempo. Juan se mordió la lengua apenas unsegundo y después, abandonándose por completo al instinto primario de su enorme curiosidad conel que llevaba décadas luchando, dio rienda suelta al descomunal torrente de preguntas queluchaban por salir.

—Pero ¿qué pasó?, ¿cómo pudo ocurrir?, ¿entraron en el camarote mientras dormías?, ¿te…?—No, hijo, no fue así. Lo cierto y verdad es que yo aquel día estaba muy mal y casi he

olvidado los detalles de lo que ocurrió antes de la violación; no así los del resto del día, que lostengo grabados a fuego en la memoria.

—Si te es muy penoso, abuela…Fátima hizo un gesto con la mano, como para restarle importancia a los sentimientos que

despertaban en ella rememorar los acontecimientos de aquel suceso, y su nieto no quiso insistirmás por miedo a que se arrepintiese y decidiese no contárselo.

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—Yo me quedé dormida, de eso estoy completamente segura, antes incluso de que a miquerido Arnaldo le diese tiempo a abandonar el barco. Lo que no sé con certeza es el tiempo quepasé postrada hasta que un extraño ruido, como de voces y pasos mezclados, me sacó de miduermevela. Aunque no estaba del todo despierta, enseguida me di cuenta de que me encontrabaaún más mareada que antes de quedarme traspuesta. Lo que aún no me explico después de tantotiempo es qué fuerza del destino, con lo mal que yo estaba, me hizo incorporarme y me sacó alpasillo.

»Después de no mucho caminar por aquel corredor que, no entendía por qué, no me sonaba denada, topé al final de él con una puerta cerrada que tenía el llavín dentro del ojo de la cerradura,donde debía haber estado otra abierta que me llevase a cubierta. Luego me percataría de que, enmi atontamiento, había girado a la derecha al salir del camarote en vez de a la izquierda, comohabía hecho siempre. Detrás de la puerta se escuchaba, no muy clara, una animada conversación.Llamé con los nudillos y la conversación cesó; entonces pedí permiso para pasar, pero nadiecontestó. Yo interpreté erróneamente el silencio que recibí como respuesta, como la falta deobstáculo para pasar, y abrí la puerta que me condujo a conocer el infierno en la tierra.

Fátima, que hasta ese momento había hablado sin sentir ningún pudor, calló avergonzada antela barbaridad que le estaba revelando a su nieto, por lo que sus ojos se turbaron y rechazaronmirarlo de frente.

Juan ya no era dueño de su voluntad. Necesitaba enterarse del resto, saber más, a pesar delvértigo que le producía encontrarse al borde del abismo del conocimiento. Lo que estaba a puntode vivir le recordó aquel otro día. Aquel nefasto día en el que había desobedecido a su padre, lehabía seguido por puro afán de saber y se había topado con la pesada carga que todavía hoyllevaba sobre él, esperándole al final del camino. Pero aun así, a pesar de las advertencias que élmismo se hacía, a pesar de que en su interior sabía que seguir ahondando en busca de esa falsasabiduría no le aportaría nada útil, no pudo resistirse a saber, a saber porque sí, a saber sin más,aunque eso terminara de matarle.

—¿Te hicieron daño, abuela?—Mucho, hijo. Aquellos animales me desgarraron por dentro, no tuvieron ningún cuidado

conmigo. Todo lo contrario, pareciera que usaran sus miembros como estiletes y su único objetivofuese clavármelos bien adentro.

—Entonces, el abuelo notaría algo.A Juan se le hizo extraño usar la palabra abuelo para designar a don Arnaldo, el marido de su

abuela. Si lo que ella le estaba contando era cierto —como no podía ser de otra manera, pues nose podía entender que nadie en sus cabales pudiese inventar algo tan terrorífico—, ese señor, alque no llegó a conocer en vida, no era más que un completo extraño sin vínculo alguno con él ysus hermanas.

—No, no lo hizo. Yo salí de aquella habitación espantada, como bien puedes suponerte.Cuando acabaron conmigo, mientras los dos que me habían violado en primer lugar reían y meseñalaban, el otro, aún desnudo, antes de dejarme salir y a la vez que hacía el gesto deautodegollarse con su propio pulgar, me decía muy quedo: Tú habla, yo mata.

»A pesar de todo lo que acababa de pasar, yo no tenía una sola señal de violencia en todo el

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cuerpo, de lo que di gracias a Dios. No sé si las fuerzas que reuní para hacer todo lo que hice acontinuación me las dio la ansiedad del momento o simplemente la sabiduría de ser mujer, locierto y verdad es que ni yo misma me lo puedo explicar.

»Volví al camarote, me lavé la cara para hacer desaparecer los surcos que habían dejadomarcados las lágrimas al caer, me peiné y me adecenté en lo posible y, una vez me hubetranquilizado, girando al salir del camarote, esta vez sí, a la izquierda, subí a cubierta. Y echandomano de todo el aplomo que pude reunir, le pedí al capitán que, en cuanto pudiese, diera la ordende que se me preparase una tina con agua limpia y una pastilla de jabón oloroso en mi propiocamarote, exactamente igual a como ya había sido dispuesto para mí unos días antes en SanSebastián, aunque aquella vez fuese por coquetería y esta por la más estricta necesidad.

»El baño no tardó ni media hora en estar listo. Yo me zambullí en él, sin siquiera quitarme elvestido que llevaba puesto, en cuanto los marineros que trajeron la tina salieron por la puerta. Conel jabón estrangulado entre mis dos manos, restregué con fuerza, con saña. Restregué y restreguéhasta que gasté la pastilla entera intentando quitarme el olor a negro que llevaba pegado a mícomo si fuera el mío propio.

»Cuando, casi al mediodía, regresó tu abuelo, yo le estaba esperando con un vestido limpio yla mejor de mis sonrisas. El almuerzo que ese día nos sirvieron en la sala donde comía el capitánfue seguramente exquisito, como todos los de aquella semana, pero lo cierto y verdad es que yo lorecuerdo vivamente como uno de los más amargos de mi vida.

La abuela y el nieto quedaron entonces sumidos en el más profundo de los silencios. Sin másque decir, se miraban y se sonreían con esas sonrisas sin alma que solo buscan congraciar a losdesgraciados entre sí.

La abuela aprovechó el momento de calma para darle vueltas en su cabeza a todo lo dicho, porsi se le había escapado algo que fuese necesario añadir. Se dijo que no, que eso era todo. El nieto,casi en estado de conmoción, intentaba asimilar lo que su abuela le había revelado, pero su mentesolo era capaz de pensar nimiedades que la mantuvieran a salvo de tener que enfrentarse a laverdad. Lo cierto y verdad…, ¿de dónde habrá sacado esa expresión que no para de repetir?, nose la recuerdo de antes, se decía. Al rato, una mano anónima golpeó la puerta de la sala deentrevistas por la parte que daba al convento.

—Tengo que irme.—Abuela, dígame, ¿sabe mi padre algo de todo esto?, ¿es él la otra persona a la que le

contaste esta historia?—Sí, es él. Fue hace dos años, cuando me dijo en una de sus visitas que la negra que trabajaba

en la cocina había dejado de hacerlo hacía años porque se había casado con un tullido y que,ironías del destino, habían tenido dos muchachos tan blancos como la nieve. No me pude resistir.Sé que lo que me contaba lo hacía con resentimiento, porque el nacimiento de Margarita fue lo quedestruyó su vida, pero yo ya no entendía ni entiendo de sutilezas. Sentí que había llegado elmomento de hacerle justicia a mi nieta, y se lo solté todo.

Fátima se levantó y se dirigió hacia la puerta. Juan supuso que, sin duda, eso había sido lo quele había provocado a su padre la apoplejía que lo tenía postrado en cama desde hacía más omenos dos años. Pero no fue hasta más tarde, mientras esperaba el tren de regreso en la estación,

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cuando cayó en la cuenta de que el mismo día en que su padre sufrió el ataque, Esteban había sidohallado muerto al pie del camino que conduce al taller. Por aquellos días de invierno de 1925 —dos años después del golpe de estado de Primo de Rivera—, la crisis financiera estaba haciendomella en la población menos favorecida. Esto había provocado que las gentes del pueblo, entrelos que él mismo se incluía, achacaran la muerte de su amigo a unos hipotéticos asaltadores quehabrían acabado con su vida para quitarle unos dineros que el pobre tullido no poseía. Ahora, a laluz de la revelación que le había hecho su abuela, estos dos sucesos, en un principio inconexos, nose lo parecían tanto.

—¿Y por qué no dijo usted nada cuando nació Margarita?—Lo cierto y verdad es que cuando nació tu padre, tan bonito, tan blanco, yo di por sentado

que era hijo de mi Arnaldo, así que el nacimiento de Margarita me pilló completamentedesprevenida, igual que al resto.

—¿Y luego, cuando cayó en la cuenta?—Por tantas cosas…, ¡qué sé yo! Por miedo, por vergüenza… El caso es que fui cobarde, tan

cobarde que no se me ocurrió otra cosa que venir a encerrarme aquí a intentar olvidarme de todo.—¿Murieron mi madre y el negro por mi culpa, por estar yo presente en el parto?—No, hijo, por Dios. No puedo creer que aún sigas pensando eso. Tú eras solo un niño sin

malicia; también a ti te debo disculpas, por lo que veo. Una nunca imagina hasta dónde puedellegar el mal de las mentiras que inventa. La santa de tu madre murió de sobreparto, y hubiesemuerto de la misma manera si tú no hubieses estado allí. Fui yo la que lo lio todo. La que intentóenredarte con mentiras para que te fueras y dejases de molestar, pero nada más. Tú no hiciste nadamalo; era yo la que estaba en falta. Al igual que fui yo la que inventó lo del negro del huerto y laque puso a tu padre en el compromiso. Todo lo hice yo, Juan. Absolutamente todo.

Fátima acababa de desnudar su alma ante Juan…, aunque no del todo. Había una cosa sobre laque había mentido: la muerte de Inés. Se tomó un segundo para decidir si debía revelarle a sunieto cómo murió realmente su madre. Decidió que no, que eso no sería necesario, que eso soloañadiría dolor y que no aportaría nada a la causa que ahora más le urgía: restituir a Margarita. No,definitivamente ese secreto se irá a la tumba conmigo, se dijo.

La hermana Carmen, que había llegado ya a la altura de la puerta, la mantenía entreabierta, conuna mano sobre el pomo, esperando el instante preciso para cerrarla tras de sí.

—¿Y qué se supone que debo hacer yo ahora?—Eso, mi querido nieto, queda entre tu conciencia y tú. Lo único que puedo decirte es que

creo que ha llegado la hora de hacer justicia, de poner derecho lo torcido. Dios te ilumine en suinmensa sabiduría.

Los quejumbrosos chirridos de la hoja encajando en su marco pusieron punto final a laconversación. Juan se quedó un momento mirando la carcomida madera de la puerta mientrasmiles de problemas con sus soluciones, no todas ellas buenas, intentaban abrirse camino hasta sumartirizado cerebro. Pero él, perdido entre los escombros de su desolado cerebro, solo tuvopiedad con uno de ellos: En cuanto llegue a casa, me tengo que poner a hacer una puerta nueva.

***

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Juan y su conciencia llevan tres días —los que hace que volvió del convento— intentando

llegar a un acuerdo consigo mismo sin conseguirlo. Por fin, la mañana del viernes, harto dedevanarse los sesos y de esperar en vano la iluminación divina, sin haber tomado ninguna decisiónal respecto, le pide a Ascensión que se acerque hasta la casa de Margarita cuando baje al huerto yle diga que quiere verla a ella y a sus dos hijos. Ascensión, que conoce a su hermano bastante bieny que sabe que este no es de los que malgastan saliva en naderías, no tiene por menos quepreguntar:

—¿Y eso?—Luego te cuento.Ascensión baja al huerto con la fresca, como solía hacer su madre. Carga las alforjas del

borriquillo que la acompaña, lo deja atado a la caseta y, cuando se dispone a ir a casa deMargarita, se encuentra con sus sobrinos, por lo que decide ahorrarse el paseo dándoles a ellos elrecado. Los llama y acuden raudos. Ascensión les transmite el encargo que le ha dado Juan para sumadre entre beso y beso. Los hermanos asienten al darse por enterados.

Felipe enseguida se ofrece para llevar las riendas del asno, se acerca hasta él y lo libera de suatadura para, a continuación, comenzar a tirar del animal por toda la cuesta arriba. Luis va muycallado, como siempre, pero Felipe no para de hablar. Cuando llegan a la casa, Luis agarra lasalforjas con ambas manos y, de un solo tirón, las descabalga del borrico. Cuando todo está sobrela mesa de la cocina y Ascensión les ofrece un calabacín y un huevo a cada uno, Luis intentarechazar lo que se le ofrece con un Se lo agradezco, pero no, gracias, como le ha enseñado sumadre. Felipe, en ocasiones como esta, no comprende a su hermano.

—Démelos a mí, tía.—Se te van a romper los huevos. Deja que tu hermano lleve la mitad.—No, mire.Felipe mete el huevo que sostiene en un bolsillo y le pide el otro a Ascensión, repite la

operación y, con las manos libres, recibe los dos calabacines.—¿No sería mejor que llevases un huevo en cada bolsillo?Felipe no quiere decirle a su tía que en el otro está Quina para no asustarla y le responde con

una mentira.—Está bien así. En el otro bolsillo tengo un agujero por el que caben los dos huevos a la vez.Ascensión ríe con gusto mientras duda sobre si debe ofrecerse a zurcirlo, pero la dura mirada

con la que Luis la tiene enfilada la persuade de hacerlo. Una vez que se han ido sus sobrinos,Ascensión sube a ver a su padre y luego pasa la mañana ayudando a la nueva cocinera. La nuevacocinera lleva en casa desde que nació el mayor de sus sobrinos —hace de eso once años— yMargarita tuvo que dejar los fogones para poder cuidarlo, pero, comparado con el tiempo queestuvo Felisa en el puesto, todos la consideran nueva.

Después, cuando la tropa que faena en el taller ha terminado de comer y todo ha quedadolimpio y recogido, la nueva cocinera les sirve el almuerzo a los hermanos y a Bótoa en la cocina.Como de pasada, sin concederle la debida importancia, Ascensión le comunica a Juan que ya hallevado el recado donde Margarita y le vuelve a interrogar sobre el asunto. Juan rehúye contestar.

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—¿Vas a bajar al huerto otra vez?—Claro, a regar, como todas las tardes.—Pues me avisas y te acompaño.Ascensión mira de reojo a Bótoa, que parece no haberse dado cuenta de que su marido no ha

querido hablar delante de ella. Los tres continúan comiendo en silencio. Bótoa, cuando termina, selevanta y se disculpa diciendo que está rendida y que se va a recostar un rato.

Juan espera a que su joven esposa haya abandonado la cocina antes de decidirse a romper elsilencio.

—Tenemos que hablar. Es importante. Pero no ahora. Luego, cuando bajes al huerto.

***

Ascensión, después de ver cómo su hermano recorría el camino del taller, se ha ido a echartambién la siesta, pero no consigue dormir. La curiosidad y la preocupación han tomado por asaltola mejor parte de sus pensamientos. Al cabo de un rato de dar vueltas y de desordenar la cama envano, se levanta y baja a buscar a Juan a su mesa.

—Es pronto, aún hace calor.—Lo sé, pero no aguanto la espera.—Está bien. Vamos.Los dos hermanos salen por la puerta de la cocina, como tienen por costumbre, y se encaminan

por la cuesta abajo en silencio. El calor es insoportable. Ascensión ha tenido la precaución dellevar consigo una sombrilla lo bastante amplia como para que quepan los dos bajo su protección,pero Juan rehúsa el ofrecimiento apartando delicadamente a su hermana con el brazo cuando estase acercaba a darle cobijo.

Cuando llegan al huerto, sudorosos y sofocados por la insufrible canícula, Juan, en un susurroinnecesario, le cuenta a Ascensión lo que su abuela le reveló hace apenas unos días, evitando,siempre que le es posible, entrar en detalles escabrosos. A pesar de eso, la ingenua Ascensión,escandalizada, ofendida en lo más íntimo y envuelta en lágrimas desde el primer minuto, está apunto de perder el sentido en un par de ocasiones mientras dura el relato.

Cuando Juan le da fin a la narración y termina de exponerle sus dudas a la amedrentadaconfidente, los hermanos, sentados en un banco de madera sobre el que proyecta su mínimasombra de media tarde la caseta del huerto, no vuelven a pronunciar palabra.

En silencio, casi sin mirarse, aguardan un tiempo más a que el sol abandone las alturas ydecida, de una vez, acercarse, como cada día, a morir al horizonte. Cuando eso ocurre, variashoras después, él arranca el motor y ella, azadón en mano, se dedica a dirigir el agua que el pozoregurgita para que todos los surcos reciban una cantidad de líquido similar. Después, sin que elsilencio haya visto peligrar su reinado, acompañados todavía por un obstinado sol que, aunquealgo más manso, aún tardará en retirarse, vuelven a subir la cuesta arriba hasta el taller.

Al llegar junto a la puerta de la cocina, el olor a café los rescata de su ensimismamiento y lospone alerta. Aún sin hablar, agarrándose las manos el uno al otro, en busca del apoyo que a ambosles falta, se paran a escuchar un momento la conversación que en el interior se desarrolla.

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Margarita y sus hijos —aunque a estos no los hayan oído todavía— están dentro. Dan un parde pasos atrás para separarse de la puerta y, sin llegar a soltarse del todo las manos, se ponen asusurrar.

—¿Qué hacemos?—Pensémoslo. No tenemos por qué decidirlo ahora mismo. A lo mejor me he precipitado

haciéndola llamar sin haber hablado antes contigo. La cuestión es solo una, ¿estamos dispuestos asufrir el escarnio del que vamos a ser objeto cuando el pueblo se entere?

—No lo sé, Juan. Te juro que no lo sé. Yo a Margarita la quiero mucho, pero… no lo sé.Entremos, Juan, entremos cuanto antes porque, si no lo hacemos ya, voy a salir corriendo y no voya parar nunca.

Ascensión es la primera en atravesar la puerta. Felipe, en cuanto la ve, sale corriendo aabrazarla.

—No he traído a Quina, tía, y los calabacines estaban buenísimos, ¿a que sí, madre?Ascensión ríe con genuinas ganas, como siempre que Felipe es el causante de su alegría,

liberando así gran parte de la tensión que la apresaba. Enseguida se le unen todos los demás. Juan,que apenas ha torcido el gesto para esbozar una sonrisa, saluda con la cabeza a su sobrino Luis.Este, que adora a su hermano, sí ha reído con gusto, pero ahora que su mirada se ha cruzado con lade su tío, el habitual gesto hosco vuelve a tomar posesión de su infantil semblante. Ascensión haalzado a Felipe en brazos y avanza hacia el centro de la cocina que durante años fuera el reino deMargarita, y antes de Felisa, y de Inés, y antes de Fátima, y mucho antes de la madre de donArnaldo, que se llamaba Javiera por haber nacido el día de san Francisco Javier...

—Mientras servís el café, subo a ver a padre. Oye, Margarita, ¿te importa si me llevo aFelipe?

—No, mujer, llévatelo.Juan se ha acercado a Bótoa con un beso listo en los labios.—¿Qué tal estás, niña?—Pichí, pichá.—Quédate sentada, que ya atiendo yo a mi hermana y a mis sobrinos.—No, tranquilo, ve tú mejor a por los prestiños a la despensa, que ya servimos nosotras el

café.Juan, que va en busca de los prestiños, pasa cerca de Luis y le alborota el pelo con una mano.

Entonces cae en la cuenta de que no tiene ninguna excusa preparada que ofrecerle a Margarita y asus sobrinos. Si están allí, es porque él los ha mandado llamar, y lo más seguro es que esténesperando a que les resuelva el porqué de tan misteriosa cita cuanto antes.

Juan intenta pensar rápido mientras vuelve de traer la bandeja de dulces que él mismoadquirió en el convento por encargo de la caprichosa Bótoa, pero eso es algo que a él no se le dabien.

—¡Ah, se me olvidaba, Margarita! Te he mandado aviso porque mañana sábado me va a serimposible bajar a tu casa, ¿por qué no vienes tú a la hora de comer y te doy el duro? Trae a losniños, y así almorzamos todos juntos.

Margarita se queda extrañada. Piensa, con razón, que no hacía falta que subieran hasta allí

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para decirles eso; bastaba con que Ascensión les hubiese referido eso mismo a sus hijos cuandolos vio por la mañana. Y tampoco haría falta volver a subir al día siguiente cuando podría darle elduro allí mismo. Se huele un confabulación de sus hermanos para tenerlos comiendo por caridadvarios días, pero no quiere ser mal pensada. Ellos saben que acepta las limosnas que le dan aregañadientes y nunca se hubiesen arriesgado a ser tan obvios. Debe estar desubicado por lainminencia del parto, prefiere pensar Margarita.

—Está bien, mañana a las doce subiré con los niños.A Luis, todo lo que está ocurriendo a su alrededor le parece una mala interpretación de sus

tíos para endosarles otra de sus obras de caridad, pero, por no sabe muy bien qué motivo, a sumadre no. Si no, ella jamás habría reaccionado de una manera tan sumisa.

Ascensión, mientras tanto, ha entrado en el dormitorio de don Alonso. El cuarto huele acerrado y a medicinas. Ascensión pone al niño en el suelo y se acerca a la cama.

—¿Qué tal se encuentra, padre?La pregunta es retórica, puesto que don Alonso, desde que sufrió la apoplejía, no ha vuelto a

hablar. Sin embargo, sus ojos, que están llenos de vida, se clavan en el niño y se vuelven conrapidez a Ascensión, interrogándola con la mirada.

—Este niño tan guapo es el menor de Margarita, Felipillo. ¿A que está muy hermoso, padre?—Ascensión se vuelve al niño—. Saluda, hombre, no vaya a pensar mi padre que le tienes miedo.

Felipe se adelanta hasta el rodero de luz que alimenta la lamparita de aceite que está en lamesilla. No tiene miedo. Sonríe.

—Hola, señor.—¿Ha visto qué educado es, padre?Don Alonso, al primer vistazo, se da cuenta de que el niño es una copia exacta de Fátima, su

madre. Saca entonces un rápido brazo de debajo de las sábanas y lo atrapa. Ascensión estáimpresionada por la agilidad que ha demostrado su padre. El médico lo tiene desahuciado desdehace más de una semana. La mujer también teme que Felipe se vaya a asustar y le busca la miradadesde el otro lado de la cama para tranquilizarlo con una sonrisa.

Pero Felipe está tranquilo. Tan tranquilo como para acercarse voluntariamente a don Alonso yendilgarle un sonoro beso en la escuálida mejilla que asoma por entre los lienzos que ya casi sonmortaja.

A don Alonso se le han saltado las lágrimas. Sabe que está ante su nieto y que nunca lo hatratado como tal. Los remordimientos de toda una vida hacen fila en su conciencia de viejomoribundo, y sufre por no poder expresar todo lo que lleva dentro. Entonces, resignado, suelta aFelipe y devuelve la mano a su sitio bajo las sábanas.

Felipe, risueño y confianzudo, acodado sobre la cama, se dirige a Ascensión ajeno al dramaque está teniendo lugar en el interior del padre y de la hija, y que es el mismo para los dos.

—Es muy simpático tu padre. ¿Puedo volver otro día a visitarlo?—Claro, cariño. Cuando quieras.Las tinieblas en que se halla la parte de la habitación desde la que Ascensión ha sido testigo

presencial del, para ella, emotivo encuentro le ocultan a Felipe más lágrimas, pero estas, alcontrario que las de don Alonso, van acompañadas de una sonrisa.

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Ascensión se acaba de dar cuenta de que lo que digan en el pueblo le trae sin cuidado. Tieneque hablar con Juan y convencerlo de que lo correcto es decir la verdad. De que hay que contarletodo a Margarita. Este sobrino suyo es algo especial. Se merece ser feliz; entre otras cosas,porque ya lo es.

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VIII

La noche anterior al día de la boda, Margarita casi no pudo dormir. A pesar de todo elcansancio acumulado, o precisamente por eso, apenas disfrutó de un par de horas de sueño y, aunestas, no fueron seguidas.

Cada vez que cerraba los ojos, la bruma de la somnolencia se tornaba rápidamente en nieblacerrada. Margarita no se veía a sí misma, pero sabía —por esa extraña forma de intuición fatalistapor la que se saben las cosas en los sueños— que estaba en la casa, asomada a la ventana quedaba al porche de madera. Lo que más le extrañaba era que ese porche solo existía en suimaginación y en la de Esteban, pues tenían planeado construirlo ese mismo año después de laboda. También sabía que el sueño acababa mal, antes incluso de soñarlo. Por eso, cada vez que sedormía y soñaba con la niebla y con Esteban caminando hacia ella cojeando de una manerademasiado ostensible para ser él, hacía fuerzas para despertarse antes de que su hombre terminasede desaparecer engullido por la espesa bruma. Entonces, abría los ojos como queriendo medir conellos la capacidad de las órbitas en que estaban alojados, sacudía la cabeza un poco, evitando enlo posible molestar a su compañera de cama, y daba la vuelta sobre sí misma para ver si la nuevapostura traía consigo otra clase de sueño menos lúgubre, más en concordancia con lo que el nuevodía le deparaba. Y así hasta el final de la noche, cuando, casi de madrugada, decidió que ya nointentaría conciliar más el sueño, sino que esperaría despierta el alba mientras velaba el de suhermana.

Cuando esa misma tarde los compañeros de Esteban abandonaron el taller después de brindarvarias veces a la salud de los novios y de los padrinos, sus hermanos los dejaron solos y suhombre se despidió de ella hasta el día siguiente. Margarita, después de un suspiro tan grandecomo un domingo lluvioso y tan liberador que la dejó sin tensión corporal unos amables segundos,se dedicó a recoger, limpiar y organizar el desorden que habían dejado los trabajadores tras de sí.

Lo primero que hizo fue amontonar todo sobre la pila de la cocina para después lavar y secarcada cacharro antes de colocarlo en su gaveta correspondiente. Luego barrió y fregó a concienciael entarimado del comedor, como hacía siempre, hasta dejarlo tan reluciente como cuando locolocaron y, también como siempre, mientras escudriñaba con los ojos y con la memoria que todoestuviese en perfecto estado de revista antes de irse, se quitó el percudido mandil que llevabapuesto y lo restregó y lo escurrió en la pileta del lavadero hasta dejarlo inmaculado.

Al salir a la calle con el mandil retorcido entre las manos para tenderlo en el alambre —gestocon el que daba por terminado cada semana sus quehaceres—, se encontró con don Alonso que,sentado en el poyo que estaba al lado de la puerta de la cocina, fumaba su habitual picadura. Lamuchacha lo miró de reojo y lo saludó. Este se la quedó mirando en silencio con el cigarrillo

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liado paralizado a mitad de camino de sus yermos labios.Margarita, inquieta, tendió por fin la sufrida prenda y, sin volverse, por temor no a que don

Alonso pudiese pedirle que hiciese algo más que alargara su ya de por sí dilatada jornada laboral,sino simplemente a la conversación, enfiló la cuesta abajo sintiendo sobre sí el peso de la miradade su amo hasta el primer recodo del camino. Solo entonces, fuera ya de su campo de visión, notóque había hecho el largo tramo hasta allí aguantando la respiración. Paró un momento, tomó airevarias veces, se apoyó en un negrillo y, desde detrás del tupido follaje, se volvió a mirar. Porentre las quebradizas ramas de su escondrijo, al final de la cuesta, divisó las volutas de humo delcigarrillo de don Alonso que, como ella, huían ligeras de su cautiverio.

—¡Pobre hombre, qué solo está!La muchacha siguió entonces su camino sintiendo que dirigía sus pasos hacia la libertad. La

casa y el matrimonio con Esteban, además del amor que por él sentía, significaban eso para ella.Significaban escapar de una vida en la que no se sentía encajar. Vivir con sus hermanos, pero nocomo sus hermanos, no le parecía natural y no lo echaría en falta. Suspiró resignada ante esainapelable realidad y, antes de darse cuenta, ya entonaba una alegre coplilla.

Margarita bajaba hasta la casa para dejar la cama tendida con las perfumadas sábanas quehabía planchado y plegado un par de días antes. Lo que no se esperaba era tropezarse allí conEsteban. Habían acordado que él pasaría su última noche de soltero en el orfanato y que ella,aunque sí dormiría en la casa de don Alonso, no lo haría en su cuarto de siempre, sino en laamplia cama de Ascensión. Las hermanas la compartirían.

Esteban decidió, después de su intensa charla con Juan, que lo que mejor le vendría a suquebrantado cerebro en ebullición sería un buen paseo en solitario. A mitad de la higiénicacaminata resolvió que se pasaría por la casa a cerciorarse de que todo estaba en orden; esto ledaría algo más de tiempo en soledad.

Una vez allí, dedicó un buen rato a comprobar una ventana y su correspondiente contraventanasolo para, al final, concluir que nada le ocurría. Ya había decidido marcharse cuando se diocuenta de que no había tenido la previsión de cortar algo de leña. No es que se necesitase maderapara calentar la casa en mitad del verano. La proximidad del bosque aportaba frescura, aunquenunca hasta el extremo de tener que encender la chimenea a finales de junio. Sin embargo, sí queharía falta para encender el fogón de la cocina. La noche siguiente, la de la boda, no se guisaríanada en ella, pero seguramente el lunes por la mañana Margarita querría agasajarlo con un buendesayuno. Además, ahora que lo recordaba, los dos tenían ese día libre, así que los fogonesdeberían encenderse más de una vez durante esa jornada.

Esteban acumuló un buen montón de ramas junto al tocón que en adelante usaría para trocear lamadera. Sudaba generosamente cuando Margarita lo encontró. Se había desprendido de la camisacuando se puso manos a la obra con el hacha, y su cuerpo, bello como el de un animal joven ysano, brillaba bajo los rayos de sol que el ramaje de aquella parte del bosque filtraba.

Esteban no era un deforme. Tenía una pierna y un brazo inútiles, pero todo el daño estaba pordentro, en los músculos y tendones. Si se le observaba de pie, parado en cualquier postura, no seadvertía que fuese un tullido.

Margarita, guiada por el ruido que el hacha producía, había llegado hasta donde su hombre se

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hallaba. Sobre las puntas de los pies se había ido deslizando entre los arbustos procurando no serdescubierta. Él no la había oído llegar y ella, por segunda vez en lo que iba de tarde, se sirvió deun árbol como escondite. Se dedicó durante un rato a admirar el cuerpo del hombre al que amaba,pero en menos de un minuto ya se había empachado de mirar y había descubierto que, al revés delo que pasa con la comida, ese empacho solo le producía más hambre, así que, aprovechando unmomento de silencio entre golpe y golpe del hacha, le mandó un sonoro beso por la espalda.Esteban dio un respingo y, prevenido, con el hacha dispuesta, se volvió. Margarita, con la maliciaasomándole al rostro, le envió otro más. Cuando su hombre pudo localizar por fin, después de esesegundo beso, el sitio del que procedían, se topó con la sonrisa de la que al día siguiente sería suesposa.

—Pero bueno, niña, ¿qué haces tú ahí escondida? ¡Vaya susto me has dado!—Mirándote.—¿Mirándome? Anda, sal de ahí, que te vea yo a ti también.Margarita dijo que no con la cabeza y que sí con los ojos.—Sal de ahí y ven aquí, tonta, que no te voy a hacer nada.—Me prometiste que respetaríamos la casa hasta después de la boda.No es que Esteban y Margarita no se conociesen en el sentido bíblico del término. No era eso,

sino que una tarde de hacía más de un año, mientras trabajaban en la que sería su habitación y elcalor y Satanás enredaban en las mentes de ambos, Esteban le dijo a Margarita que no convertiríanesa casa en la cueva de unas alimañas, sino que esperarían a que Dios los bendijese como maridoy mujer para honrar el hogar que juntos estaban construyendo con su amor.

—¿Quién ha dicho nada de entrar en la casa?Margarita estalló en una sonora carcajada.—Eres malo, Esteban, muy malo.—¿No es eso lo que a ti te gusta, que sea malo?Margarita volvió a reír con más ganas si cabe mientras salía de detrás del árbol y se

encaminaba hacia Esteban. Ella no podía, por razones obvias, practicar el juego adolescente decorrer torpemente esperando, más bien deseando, que su hombre la atrapase, pero había inventadootro parecido del que, a la postre, obtenía el mismo resultado:

Avanzaba medio de lado como lo hacen los cangrejos en la orilla mientras dura la bajamar.Entonces, al pasar junto a Esteban, daba un paso atrás lo suficientemente rápido como para que él,que conocía el juego, tuviese que emplearse a fondo en producir una poderosa zancada que lollevase hasta ella, y con el brazo sano asirla con fuerza y atraerla hasta quedar pecho contrapecho.

—Suéltame.La débil protesta quedó ahogada por un beso. Esteban, con su brazo bueno, el sano, la subió al

tocón sobre el que un momento antes partía madera y, sin dejar de besarla, buscó dentro de suspantalones con la mano mala, la que no tenía fuerza.

Cuando el hinchado miembro asomó por encima del holgado cinturón, ella ya se habíaremangado la falda por encima de las caderas y rodeaba con las piernas desnudas la totalidad delcontorno de su amado. Esteban, sin apenas esfuerzo, entró en Margarita. Los brazos de ella,

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acuciados por la impaciencia, terminaron el trabajo agarrando con fuerza del final de la espalda asu hombre y atrayéndolo hacia sí.

La maleza era espesa en esa parte del bosque, el que quedaba junto a la casa, pero incluso así,don Alonso, que había seguido a la muchacha hasta allí, se dejó dominar por la impresión de quela pareja lo descubriría en cualquier momento. Bastaría, pensó él, con que uno de ellos mirara enla dirección en que se hallaba su improvisado escondrijo.

A juicio de don Alonso, su presencia en aquel lugar era tan obvia que por fuerza habrían dedarse cuenta, más temprano que tarde, de que los estaba espiando. La pareja nunca se había amadoen esa parte del bosque, tan cerca de la casa. La novedad del lugar elegido por los amantes leprodujo tal estado de nervios que días después, imaginándose en aquel trance de nuevo, le habíadado por reírse de sí mismo.

Hasta el día de hoy, y mientras había durado el noviazgo, la sombra de una encina rodeadacasi en su totalidad de aligustre había sido el nido de amor de la pareja, y una peña algo elevadasobre el regular terreno, el punto de observación de don Alonso. Sin embargo, esa tarde, todohabía sido muy distinto y, debido a la precipitación del momento, él se había visto abocado aelegir un escondite demasiado cercano y abierto como para sentirse a salvo mientras miraba.

Se agachó aún más, si es que eso era posible. Se encogió sobre sí mismo y pegó las piernas asu pecho hasta quedar en posición fetal. El miedo, esa sombra sin patas que acude sin ser llamada,había conseguido apoderarse de él y provocarle un ataque de nervios, lo que le produjo unasterribles ganas de fumar. Se las aguantó como pudo y esperó impaciente a que los jóveneshubiesen acabado.

Sabía, por otras ocasiones, que enseguida se dirigirían al manantial que brota junto a la casapara refrescarse, aunque esta vez, debido a que la novedad parecía ser la causa última que guiabasus voluntades aquella tarde, no podía estar del todo seguro. Había decidido no mirar más, peroafinó el oído en busca de una señal que le indicase que la pareja daba por terminado su encuentroamatorio. Ellos, ignorantes del sufrimiento que provocaban, ensimismados en su placer, aún sedemoraron en culminar el acto. Entonces, satisfechos, abrazados y sonrientes, la pareja,retornando finalmente a sus abandonadas costumbres, se dirigió al manantial. Cuando llegó esemomento, el asustado mirón aprovechó para escapar camino arriba, por una vez sin el buscadopremio, la muy deseada erección.

Don Alonso se había sentido tentado muchas veces de hacer uso, como hacían otros en sulugar, de su condición de patrón con Margarita. Sobre todo desde que esta se desarrollara, hacíade eso sus buenos cinco o seis años, pero siempre lo había retenido el saber que la muchacha erahija de Inés. Más tarde, cuando por una casualidad descubrió que la criada se entendía con eltullido, la seguía cada vez que se le presentaba la oportunidad y se masturbaba observándolos.

La imagen de los jóvenes fornicando era tan vívida en su mente que le bastaba con ir a sentirla respiración de Margarita, a través de la fina puerta de su habitación mientras esta dormía, paraconseguir una fenomenal erección. Luego volvía a su cama a hurtadillas, sujetándose con ambasmanos el tumefacto apéndice por debajo del camisón para, una vez atrancado en su cuarto,entregarse al placer de los solitarios.

Sin embargo, esa noche, la que sería la última de Margarita en la casa, no se atrevió a ir a

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escuchar tras la puerta donde dormían las hermanas. Se había enterado por Ascensión de queambas compartirían catre y no le pareció apropiado ir en busca de su dosis de excitación. Sedecía a sí mismo que, no pudiendo distinguir cuál de las dos respiraciones pertenecía a lasirvienta y cuál a su virginal hija, corría el peligro de incurrir en incesto. Ese pensamiento lohostigó durante gran parte de la noche.

Ascensión, al contrario que su atormentado padre y su nerviosa compañera de cama, sí durmióbien. La mañana llegó para ella en el momento apropiado. Su apacible despertar y el amanecercoincidieron en el tiempo con sincronía de relojero.

Estaba vuelta a la pared cuando abrió los ojos, pero enseguida recordó que Margarita estaba asu lado y se volvió hacia ella para comprobar si esta aún dormía. La descubrió serena, con lamejilla apoyada apenas sobre el blando almohadón y la mirada risueña posada en la suya. Losojos de la muchacha eran tan bellos en la tenue luz del alba que Ascensión los observó durante untiempo antes de darse cuenta de que debía decir algo. Sonrió.

—¿Llevas mucho despierta?—Sí, mucho. En realidad, casi no he dormido.—Es normal. Yo, en cambio, me siento descansada.—Yo también, aunque no haya dormido. A mí, esta noche, lo que me ha quitado el cansancio y

hasta los nervios ha sido verte dormir.—¡Qué tonta! ¿Cómo te va a descansar ver dormir a otra persona?—No sé, yo… No lo sé explicar, pero me ha dado tranquilidad ver la suavidad de tu sueño, y

lo cierto es que yo también me siento descansada.—Bueno, pues mejor. Me alegro.Las muchachas decidieron levantarse y bajar a desayunar antes de que Juan y don Alonso se

despertasen. Preparar el desayuno juntas les aportó el sentimiento de hermandad que, sin saberlo,andaban buscando. Compartir la mesa les pareció algo más extraño, pero también lo disfrutaron.

A causa de los chascarrillos y las bromas típicas que se les gastan a las que se van a casar —aunque en esta ocasión la supuesta veterana hablaba de oídas y la presunta novata tenía que andardisimulando sus conocimientos para no escandalizar a su hermana—, se veían forzadas a dejar decomer a cada poco para reírse quedo de las ocurrencias de ambas y no despertar a los hombrescon sus risas. Cuando terminaron el desayuno, dejaron todo en la pila y subieron al cuarto deAscensión sin haber limpiado nada y con la intención clara, al menos por parte de la mayor, de nopreparar más desayunos para nadie.

Una vez en el cuarto, Ascensión le pidió a Margarita que se desnudase y se metiese en elbarreño que habían subido entre las dos.

—Yo te traeré el agua.—Mejor lo hacemos juntas y así tardamos menos.—Que no, que hoy es tu día y quiero traértela yo.Cuando Ascensión salió del cuarto, Margarita se desnudó y se metió en el barreño aún seco.

Ascensión, que llegó muy rápido con el cubo lleno casi a rebosar, jadeaba fatigosamente por elesfuerzo realizado. Margarita, reprimiendo un ahogado gritito, recibió el primer chorro de aguacon sorpresa.

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—¡Qué fría está!—¿Quieres que caliente el próximo?—No, mejor así.Margarita mojó la pastilla de jabón oloroso que Ascensión le había dado y se lo restregó por

todo el cuerpo, pero no fue hasta que su hermana abandonó el cuarto para ir a por más aguacuando se atrevió a pasárselo por sus partes más íntimas. Enseguida, Ascensión regresó a lahabitación haciéndose coro con sus jadeos desacompasados. Una vez recuperado parte delresuello, se subió, abrazando el cubo que volvía a traer lleno, a una banqueta que había colocadopreviamente junto al barreño, pidió a Margarita que se levantase y, cuando esta hubo obedecido,fue vertiendo el agua pausadamente sobre su cabeza. Margarita la aprovechaba para, con suspropias manos, hacer resbalar la espuma por su cuerpo.

La muchacha se sentía tan fresca y limpia como la toalla que le tendía su hermana, y seentretuvo en oler la rica fragancia a flores recién cortadas que había quedado adherida a su piel.Una ola de buen humor la inundó.

Mientras Margarita se secaba, Ascensión aprovechó para sacar el vestido de novia que teníaguardado en uno de los cajones de la cómoda y lo tendió sobre la cama deshecha.

—¿Y eso?—Tu vestido de novia.—¿Mi vestido de novia? ¡Pero si yo ya tengo uno que me han prestado!—Este era el de mamá, con el que se casó, con el que hoy te vas a casar tú y con el que quizás

algún día…—No digas bobadas, Ascensión. Ese vestido es tuyo y tú te casarás con él, no yo.—Este vestido es tan tuyo como mío. Además, con el camino que llevo, como no lo uses tú, se

va a quedar para nadie.—Pero mira que eres… boba.Las lágrimas comenzaron a rodar por las mejillas de las muchachas. A Ascensión le pareció

que estaba echando a perder el día de Margarita y decidió cortar por lo sano.—Vamos, póntelo, no sea que haya que hacerle algún ajuste, aunque no creo.Margarita se sorbió los mocos y luego se secó las lágrimas con la toalla, para después,

ayudada por Ascensión, con los brazos estirados y la espalda doblada en una suave genuflexión,meterse de cabeza en el vestido de novia de su madre.

El vestido era de hilo rosa sin bordado alguno, cuello a la caja de casto escote, brevecinturilla rematada en seda a modo de único adorno y larga falda lisa sin vuelo ni miriñaque.

—Parece hecho para ti.—¿Tú crees? Deja que me vea en el espejo.Margarita se miró en la luna de cuerpo entero que su hermana usaba para probarse la ropa. Se

vio hermosa, favorecida por el tono levemente encarnado del sencillo vestido. Se dijo que sumadre tenía que haber sido una mujer de mucho gusto. Se sintió distinta y, por unos instantes, lavanidad se apoderó de ella. Giró hacia un lado y hacia otro sin apartar nunca la vista del espejo.Se imaginó siendo una señora, como lo era su hermana, como ciertamente lo había sido su madre.Pero enseguida, cuando ya su imaginación volaba alto, se reprendió a sí misma por ser tan ilusa y

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dejó caer el breve vuelo del vestido con el que se había dedicado a hacer ondas que creasen lailusión de movimiento, mientras se veía, ligera, casi ingrávida, caminando por imaginarias callesde Badajoz, de Sevilla, incluso de Madrid. Y se quedó muy quieta, paralizada, mirando de frenteel reflejo de negra disfrazada que el espejo le devolvía.

Ascensión, que había notado que Margarita había perdido el brillo de su mirada, se apresuró ahablar.

—¿No crees que parece hecho para ti?—Sí. No sé. Es muy bonito.—Ven que te dé un beso.Ascensión besaba efusivamente a Margarita cuando tocaron a la puerta. Las hermanas

quedaron en suspenso, a la espera de algo más.—Niñas, ¿sabéis qué hora es?La voz de Juan se abrió paso a través de la madera. Ascensión se soltó de Margarita y corrió

hacia la puerta para asegurarse de que estaba atrancada. Lo estaba.—No puedes entrar.—Pero ¿sabéis qué hora es?, ¿no pensáis bajar a desayunar?—Nosotras ya hemos desayunado.—Bien, dile a Margarita…—Si crees que Margarita va a bajar a preparar algo el día de su boda, ya puedes sentarte a

esperar.Juan quedó perplejo en un primer instante, pero enseguida entendió que, en un día como aquel,

las cosas no iban a ser como normalmente eran.—Está bien, no pasa nada.Don Alonso, que estaba de pie junto a la puerta de su cuarto y había escuchado la

conversación entre los hermanos, no daba crédito a la facilidad con que Juan se había plegado a lavoluntad de Ascensión. Se asomó al pasillo.

—¿Vas a dejar eso así? Hazme el favor, Juan. No solo eres el hombre, también eres miprimogénito.

—Hoy no, padre. Hoy me temo que, si queremos desayunar, tendremos que prepararlonosotros mismos.

—Habrase visto semejante disparate…Don Alonso avanzó furibundo hasta llegar a la altura de su hijo. La camisa a medio abrochar

que llevaba puesta apenas conseguía mantener la marcha del cuerpo que la enarbolaba.—Déjame a mí.—No, padre. No le dejo. Hágame usted el favor a mí de volver a su cuarto a terminar de

vestirse mientras yo preparo algo de comer.Don Alonso no terminaba de entender a Juan, ese ser sumiso y silencioso en el que se había

convertido su hijo desde el día en que murió su madre. No es que él fuese un insensible, pero leparecía que ya había transcurrido suficiente tiempo como para que las heridas hubiesencicatrizado de una vez y que el muchacho despertase de nuevo a la vida.

—Aparta, Juan, ya les enseñaré yo.

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—No, padre, hoy no. Déjelas. Soy el padrino y me gustaría que me hiciese el honor dedejarme invitarle a usted a desayunar.

—¿Invitarme?, ¿a mí? ¿Acaso lo que hoy se celebra me atañe de alguna forma?—No, padre.—¿Entonces?—Déjeme invitarle porque soy el padrino, ¡qué más da de qué!Don Alonso pareció aplacarse con las palabras de su hijo. En realidad, le gustaba ver, en

acciones como esa, que este por fin comenzaba a salir de su ensimismamiento y era capaz decomportarse como el hombre que era y como el dueño del taller que pronto sería. Lo único que lerecomía era que solo parecía encontrar ese coraje cuando necesitaba enfrentarse con él. Como eldía anterior, cuando había venido a pedirle explicaciones y a preguntarle que por qué Estebanseguía cobrando menos que un aprendiz a pesar de los años de buen servicio que llevabaprestados a la casa. No es que Juan no tuviera razón en lo que le demandaba. Lo cierto es que soloa un descuido se podía achacar que Esteban siguiese con el mismo sueldo por tanto tiempo, y máscuando a finales del año anterior, el 14, se le había subido a todo el mundo. Había estallado unagran guerra en toda Europa por una tonta discusión sobre los Países Bálticos, según su modestaopinión, en la que España no había entrado, pero de la que estaban sacando tajada suscomerciantes, sus terratenientes y sus artesanos por la gran demanda de materias primas yalimentos que de los países en conflicto les llegaban, y, como consecuencia, la mano de obra, quesiempre había sido abundante y mal pagada, se había convertido, de un momento a otro, en un bienescaso y valioso que había que retener. Pero, se preguntaba don Alonso, ¿habría reaccionado suhijo igual si ese maldito tullido amigo suyo no fuese a convertirse en el esposo de la detestablehija del pecado de su difunta esposa? El caso es que don Alonso estaba convencido de que, de untiempo a esta parte, Juan le buscaba las cosquillas.

—Está bien, voy a vestirme.—Sí, vaya. Yo, mientras tanto, iré ensillando dos caballos. Le espero en las cuadras.—¿Dónde vamos?—¿Le parece bien que nos acerquemos a la asociación?Don Alonso dio la callada por respuesta. Él sabía que Juan conocía su debilidad por las migas

con melón que preparaban los domingos en la asociación de labradores del pueblo y, por eso, nole costó interpretar en esa sugerencia las ganas que el joven estaba poniendo en agradarle, aunquesolo fuese por esta vez.

Ascensión y Margarita habían escuchado toda la conversación entre el padre y el hijo con laoreja arrimada a la puerta de la habitación y el alma en vilo. Cuando esta hubo acabado, ambas semiraron y en los ojos ajenos pudieron leer el miedo que cada una sentía.

Juan tocó a la puerta con suavidad. Ascensión, que tenía aún apoyada la cabeza en ella, sesacudió con violencia por el susto recibido, pero enseguida se sobrepuso y se agarró al pomo confuerza. Las manos le temblaban.

—No voy a abrir, Juan.Ascensión susurraba. Juan la imitó.—Os dejo la mula enganchada a la calesa.

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Silencio.—Yo no voy a regresar. Os espero en la puerta del orfanato.Silencio.—Mirad la hora, niñas. Son más de las nueve.Margarita, que hasta ese momento no había abierto la boca, pensó entonces que las cosas

estaban saliéndose demasiado de su camino y que, además, a ella ni le estaba pareciendo correctoni lo había solicitado. Resolvió que la situación no iba a enfangarse más de lo que ya estaba ydecidió tomar cartas en el asunto de la única manera que sabía: haciendo su trabajo.

—Gracias, Juan, pero yo puedo ir andando hasta el orfanato como lo he hecho toda la vida. Encuanto al desayuno, puedes decirle a tu padre que baje a la cocina cuando quiera, que en unmomento se lo preparo.

—Tú no vas a preparar nada. Ahora mismo lo único que vas a hacer es sentarte en mi camapara que yo te maquille.

—Tampoco eso hace falta. Te agradezco de corazón todo lo que quieres hacer por mí, pero noes necesario, de verdad.

Don Alonso, sin esfuerzo alguno, podía escuchar la conversación que los tres hermanossostenían, y como le pareció que Juan perdía autoridad por momentos, se dijo que era su deberayudarle.

—¿Aún estás ahí, muchacho? Yo estoy casi listo. ¿Es que no nos vamos?—Sí, padre. Solo me despedía de las niñas.Juan comenzó a bajar las escaleras. En ese momento, aprovechando un descuido de Ascensión,

Margarita abrió la puerta de la habitación. La claridad que entraba por la ventana del cuartoinundó el pasillo. La criada dio un paso al frente y las volutas de polvo que flotaban humildementeen la penumbra brillaron en la nueva y virginal luz de la mañana. Parecían querer revestir la figurade Margarita del halo de elegancia que tendría el retrato de una pastoril princesa, pero su boca, alhablar, desbarató el hechizo.

—Buenos días, Juan. ¿Qué quieres para desayunar?Ascensión había sido apartada de la puerta por sorpresa y ahora, desequilibrada, miraba

insólita el decidido perfil de Margarita. Juan, al que solo le había dado tiempo a bajar un par depeldaños, se volvió al reclamo de la voz a tiempo de ver a su padre saliendo de su cuarto antesincluso de que Margarita hubiese terminado de hablar. Don Alonso llegó hasta la sirvienta en tresmarciales zancadas.

—¿Quién eres tú para llevar la contraria a nadie, criada del demonio?Don Alonso se percató entonces de que Margarita vestía el traje que Inés llevara el día en que

ambos se casaron. En su precipitación, la criada no había advertido que aún seguía llevandopuesto el disfraz de señora.

—¡Quítate eso ahora mismo!Margarita se miró el vestido como para terminar de entender a qué se refería su amo.

Entonces, sin pensar en lo que estaba haciendo ni en sus consecuencias, con dos hábiles dedos,desabotonó la parte superior del vestido y dejó que este se deslizara por su cuerpo desnudo, dioun paso atrás y salió del cerco de hilo que la rodeaba.

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Juan llegó hasta su padre en el momento en que este alzaba la mano para golpear a Margarita.Hizo amago de detener el golpe, pero en el último momento advirtió que no iba a ser necesario.Ascensión, que había recuperado el equilibrio perdido, recogió el vestido del suelo con una mano,mientras con la otra cerraba la puerta del cuarto con las dos hermanas dentro, donde las alcanzó elrotundo vozarrón de don Alonso.

—¡Puta!Juan, traspasado por la intensidad del momento, encontró, sin saber muy bien dónde, las

fuerzas necesarias para desbaratarlo con la única arma que tenía a su alcance: la ironía.—No, padre, puta no. Más bien obediente.

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IX

Por ser la víspera de la festividad de la Virgen del Carmen, todas las beatonas de losalrededores se encuentran reunidas en la pequeña ermita que está a las afueras de La Cántara. Hanmadrugado para ir hasta allí y ahora, con el sol apenas rayando en el horizonte, todas compartenlas migas que han preparado las primeras que llegaron. Entre ellas se encuentra Fátima, que desdehace algo más de cinco años ha vuelto a vivir a la pequeña aldea en la que se crio. Cuando lamadre de don Alonso entendió que había dejado de ser la señora de la casa en favor de Inés, tomóla certera decisión de que se iría antes de que la considerasen un estorbo o, peor, una entrometida.No hubo en su decisión la voluntad de hacer sentir mal a nadie, ni tampoco buscaba con elloforzar a la pareja a que le pidiera que se quedase junto a ellos, así que, curándose en salud,decidió que esgrimiría como excusa el ineludible deber filial que tenía con su madre enferma, quese encontraba sola desde que enviudara y desvalida desde que los achaques de la edad la tuvieranpostrada gran parte del día y quejosa toda la noche. Unos meses después, cuando la abuela de donAlonso murió y su hijo y su nuera le pidieron a Fátima que volviese con ellos, ya no quiso estaponer más disculpas. El casado, casa quiere, les soltó destempladamente, acabando de maneradefinitiva con la discusión.

Entre las que se han encontrado con la mesa puesta al llegar está Gadanha, quien, con una desus nietas, ha recorrido andando los quince kilómetros que separan los dos pueblos.

Cuando el desayuno termine, dará comienzo el atavío de la imagen de la Virgen del Carmenque en la ermita mora, para que, como es costumbre, luzca sus primores en la romería que en suhonor se realizará al día siguiente.

Ese día, uno de los más señalados para toda la parte alta del río Sotillo, vendrán jinetes detodas las comarcas de los alrededores, algunos incluso de otras provincias. Vestirán estos sustrajes de corto y lucirán sus brillantes zajones, engrasados la víspera, y no faltará en sus cabezasel consabido sombrero cordobés calado hasta los ojos. Llevarán, cómo no, la garrocha en ristre,con cintas de colores en todo lo alto de la enorme pica que, descansando sobre el estribo,alcanzará el cielo.

Sus caballos serán también dignos de admirar. Cepillados, lustrosos y enjaezados con losmismos colores que las picas de sus jinetes, pasearán gloriosos en comitiva, precediendo a laimagen y robando para sí más miradas que sus amos; más que la propia virgen.

El bullicio de gentes llanas que se reunirá en el encinar que hay en torno a la ermita sedesperdigará por este, una vez acabada la romería, en busca de sombra. Se abrirán entonces loshatillos que las sufridas mujeres han cargado hasta allí. Parirán estos tortillas de patatas, guisosfríos de cordero, pan de hogaza y botas de vino. Correrán estas últimas de mano en mano,

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atravesando el prado varias veces en cualquier dirección hasta que, nadie sabe debido a qué clasede magia, regresen a manos de sus dueños antes incluso de que lleguen a echarlas en falta.Aprovecharán los mozos nuevos para, al descuido, estrenar su primera borrachera. Bailarán lasnuevas mozas entre sí esperando en vano a que los mozos de su edad les hagan caso, y se irán losque fueron nuevos mozos no hace tanto a perderse con sus mozas de las miradas inquisitorias desus mayores. Reirán y cantarán los que fueron mozos hace mucho, los que ahora son padres, engrandes círculos de amigos y convecinos. Y se divertirán todos hasta que se agote el día y ya elsol no quiera regalarles más su luz. Y después, ya de noche, cansados pero aún felices, con lasonrisa fácil asomando a los labios por cualquier motivo, volverán a sus casas, y se acostarán ensus camas ringados, risueños y rijosos, y gastarán sus últimas fuerzas en complacerse mutuamente,en besarse, en amarse, en abrazarse, muy serios o muertos de la risa, con mucha ternura o conmucha pasión, antes de quedarse dormidos hasta el día siguiente, que ya no será como este, sinocomo todos los demás, desesperadamente igual a todos los demás.

Pero hoy es la víspera. Hoy el día aún viene preñado de las promesas de lo que les esperaráen el Carmen, y dentro de la ermita se está fresco, no así afuera, donde el sol ha comenzado a darcastigo mucho antes de la temida hora del mediodía. Es por eso por lo que las pocas veces que serequiere algo del exterior, como un cubo de agua del cercano pozo o adquirir una cinta decualquier color en la mercería de La Cántara, las experimentadas beatonas envían siempre a lasmás jóvenes, esgrimiendo a modo de letanía el argumento aprendido durante generaciones de queellas también fueron jóvenes y les tocó pasar calor yendo y viniendo a por agua al pozo o en buscade cinta a la mercería.

Don Alonso, mientras tanto, anda desesperado. En cuanto ha conocido la noticia de que Inésestá de parto, le ha faltado tiempo para ensillar su caballo y lanzarse al galope hasta la casa deGadanha.

—¿Está tu abuela, niña?Entrecortadamente por la falta de resuello, sin descabalgar ni saludar siquiera, don Alonso le

habla a una chiquilla tan rubia que parece extranjera. Ha cabalgado escasamente cinco minutos,pero debido a la tensión que le ha provocado la angustia de la situación en que está inmerso, sudaincluso más que el animal que lo ha llevado hasta allí.

—Buenos días tenga usted. ¿Se refiere usted a mi bisabuela Luzía, la partera?—Sí, a esa misma. Dile que salga, que andamos con prisa.—No está. ¿Tiene usted una perra, señor?Don Alonso, cualquier otro día, le hubiese dado la perra chica o gorda sin rechistar; incluso

hubiera exhibido una sonrisa cómplice por el atrevimiento del que hace gala la chiquilla. Pero hoyno. Hoy no está para bromas.

—No me hagas perder más el tiempo y dime dónde está Gadanha, descarada.—Pero si ni siquiera se ha buscado usted en la faltriquera. De seguro que por ahí tiene el

señor una perra… o dos.Don Alonso se imagina a su mujer partida al medio por el dolor y, haciendo un rápido balance

de su situación, llega a la conclusión de que va a perder mucho menos tiempo si le da la perra a lamocosa. Se busca en los faldones y, con el índice, tantea el tamaño de las monedas que alberga en

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su interior. Entonces, enganchadas en él, aparecen, ante la atenta mirada de la rubia pizpireta, dospiezas de a real. Le lanza una y se queda con la otra en la mano.

—¿Dónde está Gadanha?—En el Carmen, señor. Se fue esta mañana muy temprano con mi madre.—¿Te refieres a la ermita de La Cántara?—Claro. ¿Es que hay más Carmen que ese?—Bien, no hay por qué ponerse nervioso. A ver, niña, ¿quieres ganarte otro real?—Sí, señor, ¿qué hay que hacer?Don Alonso le pregunta a la niña si sabe lo que Gadanha necesita para atender a las

parturientas, a lo que ella responde que sí. Le pide entonces que haga el favor de llevarlo todo loantes posible al taller de madera y que, cuando llegue allí, pregunte por Felisa.

—¿Lo has entendido?—Sí, señor. ¿Y mi real?Don Alonso vuelve grupas y espolea a su caballo. Con la cabeza ladeada hacia atrás para

hacerse oír mejor, grita en su huida:—Cuando regrese del Carmen, si has hecho todo como es debido, te lo daré.—No voy a poder yo sola con todo.—Otro real para el ayudante que te busques.Don Alonso regresa a casa, desmonta, le quita la silla y la brida al animal y lo engancha al

carromato que usan en el taller para transportar y entregar las mercancías acabadas. Luego pasapor la cocina y le pregunta a Felisa por Inés. Parece que todo está bien. Aunque su mujer haya rotoaguas, aún no ha empezado la labor propiamente dicha. Don Alonso informa a la cocinera de quetendrá que ir hasta La Cántara a por Gadanha y de que en cualquier momento de la mañanaaparecerá una mocosa muy rubia con los aparejos necesarios para atender el parto. Seguidamente,pregunta por sus hijos. Ascensión está junto a su madre y Juan, sentado afuera, con el nuevo mozo.

Don Alonso se asoma a la calle y descubre a los dos muchachos compartiendo el poyo que hayjunto a la puerta. No recuerda el nombre del zagal.

—Niño, ponte a las órdenes de la cocinera.—Sí, señor, como usted mande.—Juan, acompáñame. Agarra un botijo lleno, el que más fresco esté, y sígueme a la cuadra.El asiento del carromato está concebido a manera de baúl. Su padre levanta la tapa y Juan

deposita en el fondo el botijo, después lo asegura con una pequeña cincha a uno de los laterales.Su padre baja la tapa y ambos se sientan sobre ella. Cuando van saliendo, don Alonso recuerdaque el caballo no ha bebido y le da la vuelta entera a la casa hasta llegar al abrevadero. No dejaque el animal se sacie, podría sentarle mal.

Don Alonso decide que iniciará la marcha con un trote relajado y luego decidirá si lo mantieneo lo baja al paso; eso dependerá del cansancio que su ojo experto observe en el animal.

Son las once. Se ha hecho el cálculo mental de llegar a La Cántara sobre la una, dejardescansar al animal media hora y estar de vuelta con Gadanha alrededor de las tres y media ocuatro.

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***

La niña rubia ha dedicado el tiempo de ver partir al jinete a pensar. Decide que lo mejor seráavisar a una prima suya, mayor que ella un par de años, que está aprendiendo el complicado oficiode partera con Gadanha, para que la ayude. De esta manera conseguirá con una sola persona unservicio doble: que le sirva de mula de carga y que escoja el material que habrán de llevar hastael taller, pues ella ni lo conoce ni tiene intención de andar averiguándolo. Su prima es unamuchacha sin lustre a la que acabarían por comerse las moscas de tan quieta como vive si no fueseporque su bisabuela Luzía la mantiene activa con la falsa promesa de convertirla en partera.

La rubia le cuenta a su prima que la bisabuela ha mandado decir que hay que llevar todos losutensilios necesarios para atender a una parturienta al taller de madera cuanto antes. No le nombrala rubia a don Alonso ni a los dineros que andan en juego, pues no tiene intención de compartirlos.La falsa aprendiz de partera obedece incauta, y ni siquiera le alcanza el seso para preguntarsecómo le ha podido llegar voz a su prima de la bisabuela estando ella en el Carmen.

Al rato ya van de camino. Camino en el que harán muchas paradas para descansar, y no es sinoen la primera de ellas que la prima joven se las ingenia para que la mayor cargue el resto deltrayecto con lo más pesado y difícil de llevar.

***

Es pasada la una —pero por poco— cuando el carromato con el padre, el hijo y un no muy

fatigado caballo llegan a la ermita de La Cántara. Al pie de la nombrada ermita, bajo la sombra deuna fresca higuera, dos mozas observan a los recién llegados.

—¿Podrían indicarle a mi hijo dónde puede darle de beber al animal?Las mozas se miran entre sí y vuelven luego sus miradas al pozo, al que señalan con un lento

golpe de cabeza sin despegar los labios.Don Alonso le pide a su hijo que lo desenganche y que le dé de beber, pero no mucho, y que

luego lo manee y lo deje triscar algo de hierba, que eso acelerará la recuperación del caballo.—No te olvides de tirar el agua caliente del botijo antes de volverlo a llenar, y déjalo junto a

la higuera, a ver si nos aguanta fresco por lo menos la mitad del camino.Juan va diciendo a todo que sí mientras se pone manos a la obra. Su padre entra en la ermita

guiñando exageradamente los ojos para acostumbrarlos cuanto antes a la penumbra. Fátima, que loha visto entrar, se apresura a recibirlo.

—¡Hijo, qué sorpresa! ¿Has venido a ayudar con la imagen?—No, madre, he venido en busca de Gadanha.Fátima sabe que eso solo puede significar una cosa, e imagina que su hijo ha venido hasta La

Cántara a uña de caballo para llevarse a la partera cuanto antes.—¿Has comido algo, Alonsillo? Aquí hay comida de sobra.—No, gracias, madre, no tengo hambre. Pero seguro que Juan sí que le acepta algo.A Fátima le sorprende saber que su hijo ha traído consigo a Juan, y se pregunta cómo piensa

llevarse a Gadanha de vuelta a Malcocinado. Ella conoce las cuadras de la serrería. Su hijo solo

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tiene un par de vacas lecheras y un borriquillo, al que sabe incapaz de mantener el paso delcaballo. Habrá pedido prestado otro a algún vecino. Fátima prefiere no preguntar, nota a su hijomuy nervioso y, además, no tiene más que asomarse a la calle para salir de dudas.

—¿Dónde está mi nieto?—Afuera, atendiendo al caballo. Dígame, madre, ¿por dónde anda la partera?—Debe estar en el altar o, si no, en la sacristía terminando de comer. Ve a por ella, hijo, no te

entretengas más conmigo.Fátima echa mano al bolsillo que cuelga por delante de su mandil, halla en él lo que anda

buscando y luego sale a la puerta guiñando mucho los ojos para acostumbrarlos rápidamente a laclaridad. Su nieto está a la sombra de la higuera, apartado un tanto de las mozas.

—Juan, ¿que no vienes a saludar a tu vieja abuela?—¡Abuela!Juan se ha puesto en pie de un brinco y ha salido corriendo hacia Fátima. Al llegar a ella, la

abuela lo abraza con la mano que tiene fuera del bolsillo del mandil para enseguida apartarlo concariño.

—Espera, escandaloso, que aplastas lo que tengo aquí guardado para ti.El niño se aparta para descubrir que un hornazo grande y agrietado está haciendo su aparición

junto con la mano que su abuela mantenía oculta.—Es de morcón.A Juan se le agua la boca ante tan apetitosa visión, pero sabe que no debe tocar la comida que

su abuela le muestra hasta que esta le haya dado permiso para hacerlo si no quiere que le caigauna reprimenda por maleducado.

—¿Es que no lo quieres?—Claro que sí, abuela.—Tómalo, pues. Y dime, ¿habéis venido los dos en el carro?

***

Don Alonso busca a Gadanha en el altar y no la encuentra. La portuguesa es muy pequeñita, y

bien pudiera ser que estuviese detrás de este sin llegar a destacar por encima. No está, pero síalguien que se le parece mucho.

—Hola, ¿es usted la hija de la partera?—Su nieta. Mi abuela no tuvo hijas hembras, solo varones.—¿Y dónde está ella?—En la sacristía. Acaba de bajar a almorzar.Don Alonso baja del altar por una grada lateral y entra en la sacristía, donde unas

desparramadas velas consiguen alumbrar escasamente diversas viandas puestas sobre una manta ya media docena de mujerucas que dan cuenta de ellas sentadas a la turca. Gadanha está deespaldas a él y no lo ha visto entrar, pero ha advertido, por la forma de pisar del visitante, que setrata de un hombre.

—Que aproveche.

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Mientras un coro de gracias le responde, sonriente, circunspecto, algo azarado ante lapresencia de tanta mujer, avanza hasta llegar a la vera de Gadanha, se agacha y, en un susurro,comienza su parlamento.

—Buena mujer, mi esposa está de parto. ¿Podría usted acompañarme de vuelta a Malcocinadosi no le es mucha molestia?

Don Alonso sabe que, con la gente humilde que tiene algo de poder, la arrogancia es un error.También sabe que lo que más valoran estas gentes es la educación, y que con unas gotas de ellabien usadas se puede conseguir hasta que un muerto de hambre le quite el pan de la boca a sushijos para dárselo a otro con más posibles que él. Por eso rinde pleitesía, y por eso su voz esdulce y su tono agradable.

Gadanha se vuelve a su interlocutor con parsimonia.—¡Ah, don Alonso!—He traído un carro pensando en su comodidad. Lo tengo afuera, bajo la higuera.—Bien, bien.Don Alonso recuerda que al caballo no le vendría mal algo más de descanso.—Pero termine usted de comer, señora.—Enseguida voy.—Afuera la espero. Y no tenga usted prisas, que son estas muy malas consejeras.Don Alonso se vuelve por donde ha venido y, ya casi en la puerta, sentados en el último banco

de la ermita, se encuentra a su madre y a su hijo, que está terminando de dar cuenta del hornazo.Fátima se interesa por Inés y don Alonso la informa de que todo va bien. Fátima le comunica a suhijo que ella está lista para partir en cuanto él se lo diga.

—Pero, madre, el caballo va a reventar, usted puede ir más tarde por otros medios, o si nomañana, con más tranquilidad. Me acerco yo a La Cántara y la recojo.

Asiente, dando a entender que se hace cargo de la situación y que no piensa insistir. A donAlonso se le antoja que su madre se ha convencido con demasiada facilidad. El silencio se instalaentre los tres, roto tan solo por el leve sonido que los mordisquillos de Juan arrancan de cuandoen cuando al menguado hornazo.

Afuera, bajo el implacable sol, el caballo hoza a su gusto. Las mozas, bajo su vegetal refugio,se han quedado dormidas, recostadas sobre el acogedor tronco. Durante largo rato todo es paz, y ala cabeza de don Alonso, que está convencido de que lo tiene todo bajo su gobierno, no acudeningún pensamiento que la perturbe.

Desde el fondo de la ermita llega un quedo bullicio de mujeres atareadas que no consigue sinoarrullar aún más a don Alonso. Se está fresco aquí y tranquilo, piensa para sí. Abre entonces losojos para elevar una plegaria a la imagen a medio ataviar, pero no llega a pronunciarla: la visiónde Gadanha y su nieta avanzando por el pasillo central lo pone en pie de un salto. Daapresuradamente un par de pasos laterales para salir de entre los bancos y, una vez en el pasillo,se adelanta a abrir la puerta de la calle.

—Juan, engancha el caballo.El niño se levanta, besa a su abuela y corre hasta la puerta y luego, a través del prado, hasta el

animal. Lo agarra por las crines mientras le quita la manea y, con esta misma, lo enlaza del cuello

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para dirigirlo hacia el carromato, lo apera y lo engancha en un santiamén.—El botijo, padre.—Llévalo atrás contigo, pero no dejes que le dé el sol.Juan le pasa el botijo a su padre para que se lo sujete mientras él se sube al carro por la parte

de atrás, recibe el agua de vuelta y se sienta usando la puerta posterior como respaldo.—Ayúdame a subir, niño.La petición de ayuda de la nieta de Gadanha coge por sorpresa a don Alonso, que no contaba

con este pasajero.—Mi madre va a acercarse luego hasta Malcocinado; quizá vaya usted más cómoda con ella.Gadanha, que ya está acomodada en el asiento delantero, donde padre e hijo hicieran el viaje

de ida, entiende perfectamente la preocupación del que en el día de hoy será su patrón, y seapresura a tranquilizarlo.

—Si lo dice usted por ir más ligeros, no tenga tantas prisas, que es su señora de las de laborlenta. ¿O ya no recuerda usted el parto de este muchacho y el de su otra niña? Un día entero sedemoró este en nacer, y la menor, tres cuartas partes de lo mismo.

Don Alonso calla y otorga y, con la cabeza gacha, se dispone a subir al sitio del conductor;pero cuando llega a la parte delantera se encuentra a su madre con un pie en el pescante yhaciendo palanca con su propio cuerpo para auparse al carro.

—Ve tú atrás, hijo, que yo estoy mayor. ¿Guía usted, señora Luzía?—No, guíe usted, que yo necesito mantener las manos firmes para esta noche.Una inapreciable mirada de inteligencia se cruza entre las abuelas. Luzía y Fátima se conocen

desde hace muchos años, aunque nunca se han tratado fuera de las ocasiones en que han coincididocuando la primera ejercía su oficio. Luzía, bastante más vieja que su compañera de asiento, yaatendió a esta en el nacimiento de Alonso, casi medio siglo atrás, y ni siquiera fue este el primerode la interminable lista de partos que lleva a sus espaldas.

Sale el carromato, al fin, poco antes de las dos y media, tirado por un caballo bastantedescansado y cargando con dos señoras —que no pararán de cuchichear mientras dure el trayecto— en el asiento delantero, con don Alonso medio acuclillado justo detrás de ellas, con el niñomuy sentado mientras con una mano sujeta el botijo, y con la nieta de Gadanha también sentada,pero algo más desparramada, en un rincón.

No llevan precisamente un trote ligero; ni siquiera uno lento. Lo que llevan es, más bien, unpaso cansino y torpe que a buen seguro les ha de llevar sus buenas tres o tres horas y media decamino, si no más.

***

En la casa, mientras tanto, Felisa ya ha dado de comer a todos y ha dejado la cocina arreglada.

Cuando han llegado las niñas con el material, también les ha dado de comer y luego les ha dichoque subieran un rato a relevar a la señorita Ascensión para que tuviese esta la oportunidad debajar a almorzar. Ascensión, que por la mañana se sentía algo nerviosa, es ahora dueña de susactos y está feliz de tener la oportunidad de poder actuar como una adulta por primera vez en su

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vida.Felisa le había dicho por la mañana que sería bueno que la parturienta pasease, que con los

paseos los dolores iban a ser más llevaderos, y Ascensión, que es de natural obediente, ayuda a sumadre pasillo arriba y pasillo abajo. Luego, cuando la nota fatigada, la deja tumbarse un rato en lacama, y la escucha amontonar quejidos hasta que estos empiezan a ocupar demasiado sitio sobresus cabezas; entonces, la obliga a incorporarse y la pasea de nuevo a lo largo del breve pasillo.

Las dos primas y Esteban, por orden de Felisa, han encendido el hogar y han puesto sobre élun caldero que luego han ido llenando con el agua del caño que vierte sobre el abrevadero. Felisa,con unas sábanas viejas, ha preparado unos trapos que piensa echar en el agua del caldero encuanto este empiece a hervir para desinfectarlos.

Los hombres del taller, sin más parte en el suceso que la de entretener la espera, miran yvuelven a mirar el lento reloj que cuelga de una de las altas paredes, pero no como todos los díaspara ver si llegan las siete y dar de mano al trabajo, sino para calcular por dónde debe andar donAlonso y qué podría haberle pasado para que aún no haya llegado con la partera. Los lamentosque de cuando en cuando consiguen escapar del piso de arriba e imponerse, por muy poco, a losque reinan en el taller tienen desquiciados a la mayoría. Pero aún es peor cuando, por petición dealgún oficial, o incluso del más llano de los aprendices, todos guardan silencio, esperando,anhelando que al último gemido intuido por entre los resquicios que dejan buriles y serruchos lesigan unas imposibles palabras de consuelo que no llegan: No temáis por mí, estoy bien. La depor sí dilatada jornada se les está haciendo a todos eterna; además, con tanta distracción, tampocoestá resultando demasiado fructífera.

Solo la casualidad quiere que la hora de la salida de los obreros coincida con la llegada delcarromato.

Don Alonso se pone en pie en el carro cuando aún les queda un trecho para llegar. Con la cara,interroga a los hombres que se amontonan en la puerta del taller y que no se marchan por ver si lepueden ser de alguna utilidad al amo.

—¿Todo bien, señor?—¿Y aquí?El obrero en cuestión no sabe si está siendo preguntado por la señora o por las tareas del

taller, pero no se atreve a pedir una aclaración que le saque de dudas.—Sí, señor, todo bien.El carromato se detiene, y algunos hombres se lanzan sobre él para ayudar a bajar a los

ocupantes. Otros desenganchan y desaparejan el caballo, que viene muy sudado. Felisa aparecetambién por la puerta del taller rodeada por las primas y el mozo nuevo. Don Alonso se va haciaella en cuanto la ve.

—¿Cómo está?—Bien, señor; algo desesperada por la demora, pero bien. Ascensión se ha portado como una

mujer y la ha estado acompañando todo el día, y estas dos muchachas y el nuevo me han ayudado atenerlo todo a punto para cuando llegara usted con Gadanha.

—Muy bien, Felisa, muchas gracias.Don Alonso sopesa por un momento la idea de decirle a Felisa que, si lo tiene a bien, puede

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marcharse a su casa, pero se lo piensa mejor. Con su madre y con Gadanha aquí, prefiere que seanellas las que se encarguen de tomar ese tipo de decisiones. Ahora, sin entretenerse en nada más,sube apresurado las escaleras que conducen a la vivienda, atraviesa el pasillo y entra en el cuarto.Ascensión, sentada junto a la cama, al ver a su padre en la puerta, le dedica una sonrisa. Inés, quetambién lo ha oído llegar, ni siquiera abre los ojos. Está exhausta.

—Hola, hija. ¿Duerme tu madre?—No, pero está tan cansada que ni se mueve. He estado paseándola todo el día, pero desde

hace un par de horas ya no ha querido levantarse más; no quiere ni abrir los ojos y, en vez dehablar, apenas me hace una señal con la mano para pedir agua.

—Y tú, ¿cómo estás?—Muy contenta. Tengo muchas ganas de ver al nuevo hermanito.Padre e hija se sonríen. Don Alonso contempla en Ascensión la adulta que muy pronto será.

Sin embargo, a él le gusta la niña que todavía es, y espera que aún se demore un tiempo en dejarde serlo.

—Eso está muy bien, pero ahora baja con el resto de los niños; yo me quedo con tu madre.—Sí, padre.Abajo, Gadanha ya se ha hecho cargo de la situación. Sus biznietas corren a por los utensilios

para que los tenga dispuestos lo antes posible en el cuarto donde nacerá la criatura. Con Felisa, seha informado de que sí hay agua en el fuego y de que también hay una pila de trapos limpios que seestán secando, si es que no lo están ya, con rapidez al sol.

—Súbame la mitad de esos trapos a la habitación y una palangana con agua caliente.Fátima se ha colocado estratégicamente cerca de Gadanha esperando el momento para subir

con ella al cuarto.Don Alonso, que ha tomado una de las manos de su esposa entre las suyas, la nota

desfallecida, sin tensión. Blanda e inerte como si hubiese perdido la consciencia.—Inés… Inés, ¿quieres agua?Inés no habla, pero con un movimiento de la cabeza le dice que sí. Cuando él está a punto de

soltarla para alcanzarle el agua, un latigazo, en forma de espasmódica descarga, hace estremecerla entrepierna de la parturienta. Ella, como si se tratara del hilo que la sujeta a la vida, se aferra alas manos de su marido, que tiene agarradas de cualquier forma, y se incorpora en la cama congesto de dolor, mientras don Alonso aguanta sin rechistar el que él siente. Un estertor que no sabellegar a ser grito sale de la boca de Inés mientras va soltando la presa en la que ha convertido lasmanos de su marido, y vuelve a quedar tumbada sobre la cama, más floja y más desmadejada queantes. Don Alonso, muy impresionado y aún más asustado, se olvida del agua y se dedica aacariciar el rostro de su esposa con sus doloridas manos. Y es así como los encuentran Gadanha yFátima cuando llegan juntas a la habitación.

—Basta de llantos, chiquillos, que lo que hoy son penas y sufrimientos, mañana no han de sersino alegrías en esta santa casa.

—Diga usted que sí, señora Luzía.—Don Alonso, por favor, salga del cuarto, que ya ha hecho usted todo lo que estaba en su

mano.

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—Sí, señora, ahora mismo me voy, que no es mi intención la de andar molestando. Apropósito, ¿no le parece que está mi esposa más débil que en los partos anteriores?

—Son los calores, hijo, ¿verdad, Gadanha?—Y la edad, don Alonso, la edad, que para todas pasa, y nunca es para mejor.Cuando las tres se quedan solas en la habitación, Fátima, por orden de Gadanha, echa el

pestillo a la puerta mientras esta le retira la sábana y le alza el leve camisón a Inés para hacerle unpalpamiento. La partera tiene, entonces, un gesto de entendimiento con Fátima similar al quetuvieron cuando salían de La Cántara en la carreta.

—Todo está en su sitio, señora. El parto será rápido cuando su cuerpo esté listo. Ahoralevántese de la cama.

Entre su suegra y la partera ayudan a Inés a incorporarse, la desnudan y la sientan en la sillaque hace las veces de descalzadora. Al poco, llegan las primas con el encargo de su bisabuela yllaman a la puerta. Fátima les abre, y pasan ellas con su carga, sin saber muy bien qué hacer consus cuerpos ni con los utensilios que transportan.

—Dejad todo en ese rincón y volved abajo. No se os ocurra marcharos hasta que yo os lodiga, no sea que…

En el umbral de la habitación, cuando van saliendo, las primas se cruzan con Felisa, que traeconsigo una pila mediana de trapos doblados en cuatro y, sobre estos, en equilibrio, una palanganahumeante.

Gadanha, con un movimiento de la mano, le indica que siga hasta donde se encuentran ella y suseñora. Coge, entonces, la palangana con ambas manos y la posa con delicadeza sobre el suelo;luego moja un par de trapos en el agua con cuidado de no escaldarse, se arrodilla frente a Inés y,separándole las piernas, la asea en lo posible.

—Buena mujer, hágame el servicio de desvestir la cama, voltear el jergón y volverla a vestirde limpio.

—Deme acá esos trapos.Felisa le entrega la pila de trapos a Fátima y, sin transición, le da un tirón a las sábanas y

desviste la cama. La cocinera, como ha tenido por costumbre toda su vida desde que su madre leenseñara los oficios de los que luego viviría, obedece a una y a otra sin decir esta boca es mía.

—Y dígale a las niñas que han venido con mis cosas que suban un balde de agua fresca, queesta mujer se nos va a asfixiar.

—¿Qué hago primero?—Lo del balde, buena mujer. ¿Que no ve cómo está la pobre, que casi delira?Felisa, sin soltar el improvisado hatillo de sábanas que tiene entre las manos, sale de la

habitación a toda prisa.—Vuelva a echar el pestillo.Fátima obedece sin rechistar. Está ansiosa por hablar a solas con la partera y, en su

apresuramiento, no se ha dado cuenta de que no lo están.—¿Qué?, ¿qué hay de eso?—Ahora hablamos.Quedan las tres en silencio —las abuelas de pie, en medio de la habitación, mirándose la una

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a la otra, mientras dejan pasar el tiempo, e Inés sobre la descalzadora, derrumbada encima delmueble que la sostiene y que es lo único que impide que no se desmadeje sobre el suelo— hastaque vuelven a tocar a la puerta. Es Felisa, que ha subido el balde ella misma y que, en cuanto lodeja en manos de Gadanha, se pone de nuevo manos a la obra con la cama.

La partera y Fátima levantan a Inés de la descalzadora. Gadanha se sube entonces a ella, parapoder alcanzar con facilidad la cabeza de la parturienta. Con los pies sobre el mueble, agarra aInés de un brazo y la atrae hacia sí, le recoge el pelo en un moño alto, y luego recibe el balde demanos de Fátima y comienza a verter la fresca agua del pozo a poquitos sobre la espalda y loshombros de aquella. La piel de Inés acusa el contraste de temperatura y se estremece como la deun nervioso potro de carreras mientras la vida le vuelve con cada borbotón.

—Dese una vuelta por la habitación para que el propio aire la seque y le baje la temperaturadel cuerpo.

Inés, más espabilada a cada momento que pasa, obedece encantada. Incluso se atreve a separarun poco las piernas para que se refresquen también sus partes íntimas.

Gadanha le hace un gesto a Fátima mientras baja de la descalzadora con una agilidad impropiade su edad. Salen una detrás de la otra al pasillo, dejando a Inés con sus paseos y a Felisaterminando de vestir la cama.

—Dígamelo ya, por Dios, Luzía, que me tiene usted en vilo desde hace un rato.—Siento decirle que esa criatura tiene demasiado espesa la cabellera como para ser blanca.Fátima recibe las palabras de la partera como una afrenta, como si estuviera escuchando una

inmerecida y desproporcionada penitencia de la que no se cree merecedora. Cierto es que cuandose enteró de que estaba preñada de su Alonso y las cuentas le cuadraron con el episodio delvaporcito, las dudas de que el padre fuese su anciano marido se amontonaron en su juvenil cabeza.Luego, con el pasar de los años, la falta de un segundo y más que buscado embarazo no hizo sinoconfirmar lo que, en el fondo de su corazón, ella ya sabía.

Pero no es Fátima de las que se rinden sin más y, enseguida, recuperándose, se aferra a unaesperanza que se niega a perder todavía.

—Mi hijo Alonso también la tiene muy espesa, y bien blanco que me salió.—Bueno, bueno, amanecerá y veremos, dijo el sabio. Ojalá tenga razón.—De todos modos, no será malo estar prevenidas. No olvide el trato que tenemos; y por el

dinero no se preocupe, que no le ha de faltar.—Bien, bien. Descuide, que no se me olvida. Si nace negro, no lo dejo ni romper a llorar; le

parto el cuello, lo envuelvo en unos trapos y lo hago desaparecer sin dejárselo ver a nadie, ¿no eseso?

—Sí, eso es. Y que Dios se apiade de nosotras.—Y del bebé, señora Fátima. Y del bebé.

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X

Tras un tupido aunque reseco aligustre, de los que crecen junto al camino que lleva al taller,sosteniendo un herrumbroso pistolón sobre su regazo mientras fuma su habitual picadura, donAlonso mata el tiempo, ensimismado en sus macabros pensamientos.

Don Alonso enviudó el mismo día en que se convertía en el hazmerreír y en el cornudo delpueblo, durante la festividad del Carmen de hace ya muchos años, cuando su mujer murió dando aluz a una niña de la que, con enredos, le hicieron creer que no era el padre.

Margarita, sangre de su sangre, y él habían vivido desde entonces bajo el mismo techo sin queninguno de los dos llegase a sospechar ni remotamente del parentesco que los unía.

Don Alonso la había tratado con soberbia, dejando que el orgullo extrajese lo peor de sucarácter. Él, que nunca había sido cruel ni injusto con ninguna de las numerosas personas quehabían trabajado en su casa, se había dedicado a humillarla cada vez que había tenido ocasión, lahabía menospreciado por considerarla de una raza inferior que ahora sabía que era también lasuya, la había ultrajado con ofensivas palabras, tanto en privado como delante de cualquiera quetuviese oídos, y la había odiado por todo lo que su presencia en aquella casa significaba. Sinembargo, a pesar de todo eso, también la había deseado como mujer. Había ansiado su cuerpo deuna manera retorcida y morbosa, no como se desearía a un igual, sino como se codicia la carne sinlustre de una prostituta en un día de borrachera. Esto último, sin duda, era lo que ahora más lemortificaba.

Margarita había crecido —pensaba estos últimos días don Alonso, desde que su madre lecontara la misma historia que contaría tiempo después a Juan— sin el amor y el apoyo que comopadre debería haberle dado, y esto, estaba convencido, había tenido un efecto pernicioso en suamor propio, haciéndole sentir que —siempre según su particular manera de pensar— nuncapodría optar a algo mejor. Por eso se había visto empujada a aceptar la boda con un pobre diablo,con el hijo indeseado que una puta había olvidado en el orfanato a su suerte, con un tullido quejamás podría hacerla feliz y que, según él, no la merecía. Pero Margarita sí que era feliz. No erarica, ni ostentaba una posición dentro de la escogida oligarquía del pueblo entre la que seencontraba don Alonso, pero era feliz.

Para don Alonso, que espera ahora agazapado en su escondrijo completamente rodeado por laniebla para matar a Esteban, lo que Margarita vive con su marido no puede nunca ser consideradofelicidad o, por lo menos, no la clase de felicidad de la que disfrutan las gentes privilegiadas, conposibles y con poder.

A lo largo de los años, desde que la niña negra naciera, la cabeza de don Alonso se ha idoperdiendo en un laberinto del que ya no sabe regresar. Y Fátima, al descubrirle los lazos de

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parentesco que verdaderamente le unen a Margarita y pedirle que deshaga todo el mal que ellacausó, no ha hecho otra cosa que colocar un pequeño candil en la puerta de salida que estáguiando a don Alonso fuera de ese intrincado laberinto. Por desgracia, la puerta de la que pende elcandil no es la del perdón y la comprensión, sino la de la restitución por medio del fuego y lainmolación. Para don Alonso, que no se ha parado a pensar en las consecuencias que tendrán paraél y sus dos hijos blancos que la gente conozca su verdadera raza, el camino de salida pasa porque su hija enviude cuanto antes para que pueda hacer una boda digna de la categoría del padreque desde ahora va a ser para ella, y no le importa tener que ensuciarse las manos con sangre parallevar a cabo su plan. De todos modos, ¿no lo hizo antes para deshacer un entuerto que no existía?,¿por qué no hacerlo ahora por el bien de su recién hallada hija?

Ruidos en el camino lo rescatan, por un momento, de sus cábalas. Sin moverse de la fría rocasobre la que está sentado y que le está helando las posaderas, ahueca la mano para esconder labrasa del cigarrillo que fuma. Con la otra, se aferra al pistolón —que también debe estar frío,aunque no pueda sentirlo— dentro del envoltorio en que lo ha introducido para preservar de lahumedad la pólvora con que ha cebado la única bala que él mismo ha alojado en la oscurarecámara. Dos hombres, de los que trabajan para él, surgen entonces de la niebla y pasan despacioa su vera, murmurando entre sí sin descubrirle, sin sospechar que la muerte está aguardando aalguien en ese recodo del camino y vuelven, tan ignorantes como aparecieron, a ser engullidosnuevamente por la espesura.

Don Alonso, que ha perdido la razón, pues de ninguna otra manera podría explicarse que hayallegado a la conclusión de que matar a Esteban sea lo mejor para Margarita, no la tiene tanextraviada como para no darse cuenta de que su sencillo plan —matar a Esteban de un certerodisparo y salir de allí lo más rápidamente posible sin ser visto— tiene un enorme agujero: eltullido podría venir acompañado. No conoce sus hábitos y no ha sido lo bastante precavido comopara averiguarlos. No es que le importe acabar en el garrote vil, del que se cree de sobramerecedor, sino que tiene dudas sobre si Juan y Ascensión aceptarían desagraviar a su hermana ya los hijos de esta si con ello se ven obligados a confesar que ellos mismos son portadores desangre negra, por lo que necesita salir con bien de este lance, al menos, durante el tiemposuficiente como para poner las cosas en su sitio.

Sin embargo, a pesar de que la cabeza le da para esto y para bastante más, en su obcecamientopor hacer justicia no es capaz de comprender que, aunque su hija enviude y él otorgue la másfantástica de las dotes al hipotético pretendiente, este nunca aparecerá; y si por un imposible lohiciera, nunca sería la clase de hombre que él espera por yerno. Un hombre pío y cabal, que vea através de la viudedad, la orfandad y la negritud de la desamparada familia, para tomarla a sucargo, sino más bien un amoral sin escrúpulos capaz de cualquier cosa por dinero.

Don Alonso cree que puede limpiar todo lo ocurrido en el pasado de un solo plumazo cuando,en realidad, lo que está haciendo es alimentar en su mente una fantasía pobremente elaborada. Nose ha planteado siquiera cómo hará para presentarse ante ella como su benefactor. Tampoco hapensado que sería más que aconsejable dejar pasar el tiempo entre el asesinato que planeacometer y la revelación que le hará a su «nueva hija», porque en su mente, el que ambas cosas sesigan en el tiempo sin transición no chirría como lo haría en la de cualquiera en sus cabales.

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La culpa y los remordimientos de los actos llevados a cabo durante todos estos años lo ciegan.Estos últimos días, y también ahora mientras espera, solo piensa en cómo hará para presentarla ensociedad, en quién será el mejor tutor para que sus nietos estudien, en traerla a casa con él parahacerla disfrutar de la vida que se merece. Mira hacia el futuro y se ve irremediablemente felizjunto a toda su familia, y el único inconveniente en el que ha podido pensar, la sola razón de queaún no haya puesto en marcha sus planes, es Esteban. Para él no hay duda de que el tullido sobra.

Otro mozo, solitario este, lo saca de sus pensamientos. Lo escucha llegar, y mientras aplasta loque queda del cigarrillo contra el suelo, espera a que aparezca. Tampoco es Esteban, sino elmuchacho que ayuda con el transporte de las maderas. Sabe don Alonso que este zagal es de losque suele llegar de los últimos al taller. ¿Se me habrá pasado Esteban?, se interroga conincredulidad; como no está seguro, decide esperar todavía un rato más. Extrae un papelillo de sulibro y lo coloca entre los labios, saca la bolsa donde guarda la picadura y deposita una pequeñacantidad sobre su mano izquierda. Pero mientras lo hace, un inesperado temblor da con el tabacoen el suelo. Don Alonso se siente extraño, mucho más que ayer o anteayer. Lleva un par de díassintiendo palpitaciones y sudores fríos que él ha achacado al nerviosismo que le ha producido lanoticia que le dio su madre cuando fue a visitarla al convento.

En el camino no se oye un alma. Lo más probable es que todos sus empleados estén ya en eltaller trabajando. Nadie que no vaya hasta allí utilizaría ese camino, pues se trata de uno deservidumbre que no conduce a ningún otro sitio y que muere a las puertas de la entrada principalde la serrería.

Don Alonso se incorpora; no va a esperar más. Ha decidido que otro día, con un plan algo máselaborado, lo volverá a intentar. Echa a andar, pero solo la parte derecha de su cuerpo responde.Al intentar tirar de la izquierda, gira en redondo mientras sufre un ataque que a él, más bien, leparece un golpe de fusta dado con saña. Cae al frío suelo desmadejado a dos palmos de la rocadonde ha estado sentado. Impulsada por el movimiento involuntario del brazo, la bolsa de tabacoque sostenía ha ido a parar al camino; el pistolón, que tenía sobre su regazo y que no ha alcanzadoa sujetar, queda entre sus piernas, y todo su ser, durante unos breves instantes, tiembla como unahoja que el viento, después de haberla arrancado de la rama a la que estaba prendida, acarrearapor los aires, carente de voluntad, para depositarla en el suelo de cualquier manera. Lo único quesigue en su sitio después de la tremenda sacudida, como si fuese la enarbolada bandera blanca quese exhibe para pedir clemencia ante el enemigo en la derrota, es el frágil y olvidado papelillo quedon Alonso colocara en la comisura de los labios un momento antes de que su cuerpo se revelasecontra él.

Tendido sobre la húmeda y fría tierra, sin entender del todo lo que acaba de ocurrir, levanta alcielo su mano derecha con el único propósito de saber si esta aún le responde. Luego, poniendo unexcesivo cuidado en su proceder, como si cada orden que su cerebro dictase tuviera que serrepetida por un segundo de a bordo y entendida por una inexperta tripulación, hace descender lamano hasta la cara para encontrársela desfigurada, paralizada en una extraña mueca que no es dedolor, sino de horror. Enseguida, muy asustado, conmina a su mano a bajar hasta el pecho, dondelo recibe, desbocado, el laborioso corazón. Junto al corazón, como la abandonada piel de unaculebra, está el brazo izquierdo, inerte e inválido, desobediente y sin voluntad. La mano,

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exhibiendo, ahora ya, algo más de fluidez, sigue bajando por ese costado hasta que, apoyado sobreuna pierna, se topa con lo que, sin saberlo, andaba buscando. Con furia, con desconsuelo, se aferraal pistolón como lo haría un náufrago a un salvavidas.

En el camino, mientras don Alonso intenta en vano sobreponerse a la nueva realidad, lajuguetona bolsa de tabaco que momentos antes saliera volando como impulsada por el siemprecaprichoso azar es izada por Esteban. Don Alonso, que no lo ha visto llegar, pero que haadivinado que se trata de él, acalla un gemido. Con una única mano intenta desliar el arma de suenvoltorio, lo que consigue solo a medias.

Esteban se ha quedado muy quieto mientras escucha trastear al otro lado del arbusto. En unprincipio, piensa que pudiera ser un jabalí o un venado que, aprovechando la protección que laniebla ofrece, se hubiesen atrevido a abandonar el amparo del cercano bosque, pero enseguida seda cuenta, por la torpeza de los movimientos que se insinúan a través del apretado tapiz que formala bruma, de que se trata de una persona.

Alguien sano hubiese identificado aquel momento como el idóneo para echar a correr, peroEsteban, tullido desde niño, sabe que para él es inútil intentar la huida. Está asustado. Haescuchado decir que una partida de bandoleros, como los que anduvieron por esa zona cuando losfranceses, está asaltando a los viajeros para robarles, y que a alguno le han llegado a golpear; yque incluso a un joven de una comarca vecina le dieron un tiro en una pierna cuando este se negó aentregar los cuartos. Pero ¿qué otra cosa puede hacer él sino rezar porque sea un animal de cuatropatas lo que hay al otro lado del arbusto? Esteban traga saliva antes de preguntar al aire un«¿quién va?» desgañitado y flojo para avisar de su presencia, y se asoma por encima de unaligustre mustio y sin flores con el miedo bailándole en los ojos. Cuando el nervioso tullidodescubre a don Alonso extrañamente tumbado en el suelo, se tranquiliza un segundo, solo hastaque un examen visual más exhaustivo lo vuelve a preocupar.

Entre las piernas del maltratado anciano Esteban observa una mancha que aún se extiende porel pantalón: Don Alonso se ha orinado y defecado encima. De la parte paralizada de la boca leasoma una espesa baba que está empezando a mojar el papelillo que ondea en su comisura; elresto de la cara de ese lado pareciera que se le hubiese derretido sobre el cráneo. La respiraciónes profunda y desacompasada, el ojo que aún le responde parece el de un loco y, por si todo estono fuese suficiente para asustar a cualquiera, Esteban descubre que, en la mano derecha, donAlonso sujeta un fardo de telas mal envueltas con el que le está señalando.

—¡Amo! ¿Está usted bien?A don Alonso le tiembla el pulso en exceso; por eso decide no disparar desde la distancia a la

que se encuentra. Intenta entonces pedirle que se acerque, pero lo único que sale de su boca es unbalbuceo ininteligible.

—Voy a buscar ayuda. Estese quieto.No puede permitir que Esteban se vaya, y para intentar evitarlo, ensaya un grito desesperado

que lo deja sin aliento.—Está bien, tranquilícese. ¿Qué es lo que le pasa?Respira atropelladamente, intentando recuperar el resuello que ha perdido tras lanzar el

alarido que ha tenido que proferir para que Esteban no se marchara. Usando el pistolón a modo de

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banderola, le hace señas para que se acerque. Esteban abandona el camino. Cuando está junto a suamo, se arrodilla trabajosamente mientras frunce la nariz en un vano intento de conjurar el ácidoolor a heces frescas y toma la mano izquierda de don Alonso.

—¿Qué le duele?Por toda respuesta, don Alonso le descerraja un tiro a bocajarro en el costillar. Envuelto como

está, el disparo que produce el viejo pistolón apenas hace ruido. Esteban intenta hablar, pero lospulmones, que se están encharcando con rapidez en su propia sangre, hacen acompañar a lasorprendida pregunta con un borbotón de sanguinolenta espuma.

—¿Qué… ha sido eso?Sin llegar a comprender lo que ha pasado, Esteban cae de bruces sobre su asesino. Don

Alonso suelta entonces el pistolón y agarra por la cabellera a Esteban para atraerlo hacia sí.Quiere hablar y no puede. Los proyectos de palabras se estrellan sin forma contra sus dientes. Unbalbuceo extraño sustituye a los sonidos que deberían dar forma a sus pensamientos: ¿Crees queun tullido es digno de mi casa? Yo restituiré a mi hija y a mis nietos como se merecen. Cuandoha terminado de hablar, se sacude de encima el cuerpo sin vida del tullido de un enérgicoempellón.

Algo de sangre ajena, no mucha, mancha la pechera de su blanca camisa. Al intentarlevantarse, solo consigue sentarse de medio lado. Recupera su bolsa de tabaco de manos deEsteban y la guarda. Recoge el pistolón del suelo, preguntándose qué ha de hacer con él. Dejarloallí lo delataría, y llevarlo encima podría servir para inculparlo. Tendrá que deshacerse de él.Bajo la roca sobre la que ha estado sentado, excava con facilidad una pequeña cavidad con lamano que aún le responde, mete el fardo dentro y vuelve a llenarlo con parte de la tierra reciéndesalojada. Después, reculando con mucho esfuerzo, consigue llegar hasta un árbol cercano yposar sus espaldas sobre el tronco. Resoplando por media boca, con el papelillo tercamentecolgando todavía de sus labios, intenta comprender lo que acaba de ocurrir.

Por entre la niebla, apenas un palmo por encima del cuerpo de Esteban, se muestra un discosolar blanco, perfecto. Don Alonso lo observa con la mirada alucinada, mientras en su azotadamente otra realidad comienza a abrirse camino. Dios me ha castigado por matar a un inocente…No, no lo ha hecho; en realidad aún no lo había matado. Lo que ha intentado es detenerme, y sino lo ha conseguido, ha debido ser porque el diablo me ha ayudado. Yo debería haber muerto, yno él… No, tampoco es eso, pues si Dios me quisiese muerto, lo estaría. Lo que tendría quehaber hecho es matar a mi madre después de haber restituido a mi hija con toda su familia. Ellafue la que me engañó, la que nos engañó a todos. ¡Maldita seas, madre! ¡Eres indigna de vestirlos hábitos que llevas! Pero yo ahora tengo que vivir. Tengo que deshacer todo este mal. Tengoque…

Un nuevo ataque hace que su cuerpo tiemble como si realmente estuviese poseído, haciendoque este resbale por el tronco en el que está apoyado. El brazo derecho se aferra condesesperación a la áspera corteza del árbol mientras dura la descarga, en un desesperado intentode contrarrestarlo. Cuando cesa, ya no le quedan fuerzas, y el sueño se apodera de él confacilidad.

No duerme mucho; apenas una hora. Cuando despierta, no recuerda dónde está, ni lo que ha

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sucedido. Sin variar su posición, busca con la mirada un punto de apoyo sobre el que apuntalar sumemoria, pero solo consigue ver su mano apoyada con suavidad sobre la cuarteada piel del árbol.Se agarra con fuerza de este y se impulsa para recuperar la posición que tenía antes del últimoataque.

El cuerpo de Esteban, obviamente, no se ha movido de donde estaba. La niebla hadesaparecido y el disco blanco, algo más alto en el cielo, es ahora amarillo. El recuerdo de loacontecido le golpea. ¡Dios mío! ¿Qué he hecho? Tengo que llegar hasta la casa.

Desde donde se encuentra, hay que salvar una empinada cuesta de algo más de mediokilómetro para llegar a la puerta de la cocina. Se esfuerza por levantarse, pero no lo consigue, asíque rueda sobre sí mismo hasta llegar al camino. Con el tacón de la bota rompe la fina capa dehielo que aún cubre uno de los numerosos charcos que han dejado las constantes lluvias del otoño.No espera a que el barro se asiente en el fondo; se amorra con desesperación sobre él, y bebehasta quedar ahíto. El papelillo, desprendido por fin de sus labios, flota un momento alrededor desu boca antes de terminar de empaparse y hundirse hacia el fondo. Se pone a cuatro patas con laintención de subir la cuesta gateando, pero cuando quiere avanzar cae de bruces, rasguñándose lanariz y la frente. No se rinde. Si no puede avanzar gateando, lo hará arrastrándose. Medio cuerpotirando del otro medio, unas veces boca abajo, otras boca arriba, otras rodando, pero siempreadelante, con la mente puesta en terminar, de una vez por todas, lo que nunca debería haberempezado.

Tres horas largas después, con el tibio sol como única compañía, ha llegado a la cima de laloma. Ya puede ver la casa. Su corazón se acelera. Intenta gritar, pero solo consigue emitir ungruñido sordo que a duras penas es capaz de abandonar su garganta, y que ni en sueños se acercaal deseado objetivo de alcanzar la casa. Su corazón sigue acelerándose.

Avanza un par de metros más. Está desesperado. Apoyándose sobre una mano, yergue todo loque puede la cabeza para volver a gritar, pero esta vez la llamada de auxilio ni siquiera llega aproducirse. Su corazón, el único músculo de su cuerpo que aún parece con fuerzas para seguir, haaumentado su ritmo hasta provocar un nuevo ataque, más feroz y dañino que los anteriores, ya queactúa sobre un cuerpo muy mermado. Se le crispa el rostro y vuelve a caer de bruces,inconsciente, maltrecho, pero aún vivo. Por muy poco, pero vivo.

***

—… Y ahí le encontramos, cariño, tirado sobre el barro, como si fuese un perro apaleado.Felipe escucha a su tía Ascensión con los ojos muy abiertos y con la mano en el bolsillo, en

busca del consuelo que siempre le aporta el acto de acariciar a Quina.—Pobrecito. ¿Y desde entonces no habla?—Desde entonces.—¿Ni se ha vuelto a levantar tampoco de la cama?—Tampoco.—Podríamos intentar levantarlo, ¿no, tía?—No creo que esa sea una buena idea. El médico dice que está muy delicado, que cualquier

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esfuerzo podría matarlo.—¿Podemos subir a verlo igual que ayer?—Claro, mi amor. Termino de desayunar y subimos.Felipe ha subido a casa de su tío Juan en cuanto ha podido escapársele a su hermano. En un

primer momento, lo ha acompañado a recoger los renacuajos, como hacen todos los días, antes deencaminarse al puesto de pesca; pero en cuanto ha cerrado el frasco de cristal mediado de aguacon las capturas dentro, le ha dicho a su hermano que no iba a poder acompañarle porque no seencontraba muy bien y prefería volverse a casa con madre.

—Te acompaño.—Que no, que no. Que no hace falta. Tú vete a pescar, que si no luego se hace muy tarde y no

entran.—¿Estás seguro?—Que sí, Luis. Ya ves tú lo que voy a tardar en volverme por las vías hasta el bosque, agarrar

por la linde y plantarme en casa.—Pues hala, derechito y sin entretenerte, que si no luego me la cargo yo.Luis odia ver enfermo a su hermano. Sabe que es un ser débil y que cualquier mal viento se lo

puede llevar por delante. Pero hoy, en realidad, no lo ve tan mal, ni siquiera un poco mal, lo quele alivia doblemente. Luis llevaba rato temiendo que el interrogatorio de Felipe sobre la muertedel negro empezase, incluso se le había hecho extraño que la batería de preguntas no se hubieseiniciado todavía, por lo que verlo marchar le ha quitado un peso de encima. Es por eso por lo queha accedido tan rápidamente a dejarlo ir solo.

La tarde anterior, Felipe había quedado muy impresionado con la visión del anciano postradoen la cama. Al principio había tenido algo de miedo, pero enseguida se había dado cuenta de queel viejo era inofensivo y que, cuando lo había atraído hacia sí, tan solo había sido para poderverlo mejor.

Después de la visita, durante el regreso a casa, cogidos los tres de la mano, Felipe no habíaparado de hacer preguntas que su madre y su hermano intentaban contestar, más o menos, al ritmoque este las formulaba. Sin embargo, cuando, después de varios rodeos, por fin llegó adondepretendía llegar desde un principio, el silencio se instaló entre ellos y no obtuvo ningunarespuesta. Su hermano, más serio que de costumbre, le apretó un poco más la mano para queentendiese que no debía seguir por ahí.

—Mamá, ¿don Alonso es mi abuelo?Hoy no se ha atrevido a hacer esa misma pregunta a Ascensión, pero aprovecha para hacérsela

a don Alonso cuando se queda a solas con él.—Señor, ¿es usted mi abuelo?Don Alonso, sintiendo su corazón latir en algún lugar de la garganta, resopla con fuerza, saca

la mano de entre las sábanas y señala al niño. La boca deforme del castigado anciano se frunceentonces en una esforzada vocal de carne seca, de pellejo sin lustre salpicado de hirsutas canas…,algo así como si se dispusiera a silbar.

—Pu.—¿Yo?

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Don Alonso golpea con el índice en el pecho de Felipe y respira profundamente varias vecesantes de volver a hablar.

—Pu, epo.—¿Yo, nieto? ¿Eso es lo que quiere decir?Don Alonso asiente y Felipe sonríe satisfecho. Entonces, en un estudiado gesto, se palpa el

bolsillo, mira hacia la puerta para asegurarse de que siguen solos, y sacando a Quina en un rápidoy furtivo movimiento, se la muestra a su abuelo sobre la palma de su mano.

—¿Le gusta? Se llama Quina.Don Alonso vuelve a asentir, mientras una extraña mueca que en nada se asemeja a una

sonrisa, pero que lo es, se asienta sobre su rostro.

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XI

La boda de Margarita y Esteban fue todo lo normal que cabía esperarse siendo estos unoscontrayentes tan inusuales: el tullido hijo del pecado abandonado al nacer por su madre prostitutay una mulata que más bien parecía negra y que, para más escarnio, también era hija del pecado, o,al menos, de un pecado —o eso creía todo el pueblo, incluso ella.

Después de que don Alonso fuese tranquilizado y sacado, casi a la fuerza, por su hijo Juan dela casa para llevárselo a desayunar a la asociación de labradores, desde donde volvió de nuevo aesta para encontrársela vacía y pasar allí el resto del día, rumiando su amargura en soledad;después de que Margarita accediera, entre tiras y aflojas, a dejarse maquillar por Ascensión y allevar puesto el vestido con que se casara en su día la madre de ambas; después de que la granmayoría de los compañeros de Esteban pudieran convencer a sus respectivas, unos por las buenasy casi todos a las bravas, para que los acompañaran a tan inusual enlace; y después, sobre todo, deque el sacerdote se convenciera de que tales esponsales no eran una broma de mal gusto urdidapor un párroco algo burlón que el desconfiado tenía en mente y que, tanto el uno como la otra,habían sido bautizados conforme a la ley de Dios y llegaban libremente al altar —para lo cual sorPatricia, con la voz casi en grito, tuvo que recordarle al sacerdote, entre otras grandes verdades,que todos somos hijos de Dios, que los caminos del Señor son inescrutables y que, además, a estele gusta escribir derecho con renglones torcidos, a lo que el cura respondió que para este caso enconcreto, como para tantos otros, era de mejor aplicación aquello de que Dios los cría y ellos sejuntan—, y sin ningún otro contratiempo reseñable, se selló, al fin, el sagrado sacramento.

En el patio del orfanato se comió mucho y se bebió más a la salud de los novios. Y aunque locierto es que tanto Margarita como Esteban lo que realmente querían era que todo terminasecuanto antes para poder retirarse solos a su nido de amor, no les quedó más remedio que cumplircon el mandato de las tradiciones. Cuando hubo acabado el convite, Margarita se dejó pasear portodo el pueblo, como era costumbre, de la mano de la orgullosa madrina, para que todos pudiesenver lo guapa que estaba la novia con su traje de hilo rosa y su maquillaje de polvo de arroz que,aunque en algo atenuaba la color de la muchacha, en nada conseguía disimular los rasgosnegroides de la más bella entre las bellas, según pregonaba Ascensión. Al igual que no le quedóotra a Esteban que dejarse llevar a una cantina, y después a otra, para acabar, como también eracostumbre, en la asociación de labradores donde se les hizo de noche.

Aunque había procurado beber poco, casi nada, el novio se sentía embriagado cuando Juan ylos pocos mozos que quedaban festejando con él decidieron que ya lo habían retenido el tiemposuficiente y decidieron que lo acompañarían hasta el orfanato para que recogiese a su amada.

Cuando la ruidosa comparsa llegó al orfanato, todo en él era quietud y silencio. En la puerta, a

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la que habían acudido cuando oyeron aproximarse a la comitiva desde la distancia, los esperabanMargarita, Ascensión y una más que risueña sor Patricia, quien, llevándose el índice a los labios,los instó a bajar la voz.

—No arméis tanto jaleo, demonios, que ya están todos los niños durmiendo; además, justo aesta calle da el dormitorio de los más chicos. Vamos todos a acompañar a los novios hasta sucasa, que ya tendrán ganas los tortolitos de llegar.

—¿Usted también viene?El extrañado mozo, uno de los que más perjudicados estaban, no hizo sino poner voz al

desencanto general, pues aunque aún no tenían decidido en qué consistiría la picardía, todos,incluso Esteban, sabían que era tradición embromar a los hombres recién casados en sus nochesde bodas.

—¡Por supuesto que voy!Los mozos se miraban y cuchicheaban entre ellos mientras callejeaban por lo más antiguo del

pueblo, que era donde se ubicaba el orfanato. Aquí no hay nada que hacer, decían unos. ¿Cómoque no?, porfiaban otros. Y, al pasar por la plaza, epicentro logístico del pueblo, dos de losmozos, llegando a un acuerdo con la mirada en un instante como solo saben hacerlo los niños y losborrachos, tomaron la iniciativa y agarraron a Esteban por debajo de las axilas mientras uno deellos gritaba con recio vozarrón.

—¡Del pilón no te libra ni la monja esta con todos sus hábitos!Entonces, entre gritos de euforia y veloces carreras de apenas unos centímetros, entre codazos,

patadas y algún mordisco, entre risas y caídas, todos los mozos, ganando para sí la posición que acada cual le pareció más ventajosa mientras se dejaban llevar por la histeria del momento,levantaron a Esteban del suelo en un forzado equilibrio.

Como un Cristo yacente sobre sus improvisados costaleros, sumiso y resignado, el embromadose dejó hacer. A trompicones, casi nunca en línea recta, el caótico paso llegó a su destino apenasun par de metros más allá de donde había arrancado. De un fuerte empellón, al terminar la cuentaque alguno de ellos había comenzado a gritar y que entre todos habían acabado, lo tiraron a laenorme pileta, donde fue a dar de bruces, cual marioneta sin control, contra el agua.

Mientras Ascensión se tapaba la boca para no dejar escapar sus gritos y Margarita daba riendasuelta a los suyos pidiendo a los mozos prudencia para con su hombre, no fueran a lastimarlo, sorPatricia reía a más y mejor.

—Tranquila, hija, que el agua no le ha hecho nunca mal a nadie, y de esta manera lo tendrásmás despejado para cuando lleguéis al dormitorio.

Una vez hubo salido Esteban del pilón y a los mozos ya no les quedaron más chanzas nirecomendaciones jocosas sobre la luna de miel, empezaron estos a despedirse y a marcharse enpequeños grupos y en distintas direcciones, dependiendo de dónde se encontraran sus casas o laubicación del lupanar al que tuviesen pensado acudir.

Acompañando a la desgañitada Margarita y al ensopado y cada vez más aterido Esteban,quedaron solamente Juan, Ascensión y sor Patricia.

—Deberías quitarte esa ropa mojada cuanto antes si no quieres coger una pulmonía.—¿No querrá usted, hermana, que ande desnudo por mitad del pueblo y en compañía de una

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señorita, además?—Vamos un momento al orfanato, que allí dejaste tu ropa de diario, y te cambias antes de

seguir camino.Volvieron entonces los cinco, como sor Patricia había dicho; se cambió rápidamente de ropa

Esteban y reemprendieron la marcha al corto paso del novio. Todos menos la monja, quien,habiendo dado por cumplida su autoimpuesta misión de que no se propasasen los mozos delpueblo con su querido Esteban, decidió que se quedaría y se metería en la cama a descansar de tanlargo día.

—Pasadlo bien, par de tórtolos.Casi de amanecida, en esa incierta hora que precede al crepúsculo, se despidieron los

hermanos de los novios y, por fin, pudieron quedar estos a solas en su anhelada casa ya comomarido y mujer.

Una vez franqueada la entrada, se encaminaron directamente al dormitorio, se desnudaron, secomieron a besos y, sin deshacer la cama, sobre la colcha aún sin estrenar, se amaron. La luz delalba, que ya entraba débilmente en la casa atravesando con suavidad los visillos corridos, lespermitió contemplarse mientras se entregaban el uno al otro. Sus cuerpos, que ya se conocían,experimentaron sin embargo nuevas y más puras sensaciones. Margarita, con aplastante lógica, loachacó a que era la primera vez que compartían una cama y a que podían, sin el temor de serpillados en falta, amarse libremente. Esteban, que se había criado entre religiosas, a que Diosestaba, ahora sí, vertiendo sus gracias sobre la pareja.

Cuando sus cansados cuerpos quedaron saciados y su sed de pasión satisfecha, se metierondesnudos bajo la colcha y se quedaron dormidos, con las piernas entrelazadas, casi al instante.

Era pasado el mediodía cuando Esteban despertó y comprobó extrañado que Margarita noestaba a su lado. Se incorporó en la cama, se recostó sobre el cabecero y dejó que el olor a caféque inundaba la casa lo terminase de sacar de entre las sombras. Cuando acabó de despertarse ycomprendió que su esposa no andaría muy lejos, la llamó por su nombre.

—¡Margarita!Ella, apenas un instante después, sujetando un humeante vaso con las puntas de los dedos,

apartó la entreabierta puerta del dormitorio con un golpe de sus caderas y, llegando hasta la cama,se sentó junto a su hombre.

—Por fin despiertas, dormilón.Esteban sonrió mientras tomaba el vaso de manos de su mujer, soplaba en su interior y, con

precaución, le tentaba un sorbo. Era café puro sin mezcla de achicoria, colado como jamás lohabía tomado antes y como nunca más lo haría. El intenso sabor lo traspasó.

—Delicioso.—¿Te gusta?—No tanto como tú.—Anda, zalamero.Esteban, apurando de un solo trago lo que quedaba en el pequeño vaso, lo dejó en el suelo, y

para demostrar que lo que acababa de decir no era ninguna zalamería, la abrazó y la besó.Enseguida comenzó a desnudarla. Él ya lo estaba.

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—¿No prefieres comer primero?—Sí, a ti.

***

Sin embargo, fue el hambre, y solamente el hambre, lo que consiguió arrancarlos de la cama

casi a la hora de cenar. Entre besos y arrumacos, prepararon juntos una tortilla que comieron amedias con avidez mientras pellizcaban con gula unas rebanadas de pan. Sin apenas transiciónvolvieron a la cama, donde sus cuerpos quisieron unirse de nuevo, porque les parecía esta laforma natural de ser, y separados, la artificiosa y rebuscada.

El final del último encuentro los dejó saciados, entrepernados de nuevo, como se convertiríaen costumbre entre ellos a partir de ese día, esperando a que el sueño los venciese mientras semiraban, sin verse, en la oscuridad.

Margarita quería dormir. Dormir y descansar de aquel día tan largo y tan hermoso que durabaya casi cuarenta horas; pero un diminuto pensamiento, uno del tamaño de un grano de arena en unzapato, aunque igual de incómodo, le estorbaba para hacerlo.

—¿Duermes?—Sí, ¿y tú?—Yo no. Estaba pensando.—¿En qué?—Es que quiero pedirte una cosa. Es una tontería, una niñada, pero a la vez es una cosa seria,

importante para mí…—Pues dímela.—Es que quiero que cuando estemos solos los dos, cuando nadie más pueda oírnos…Margarita calló de repente, como avergonzada y arrepentida de antemano de lo que estaba a

punto de pedirle a Esteban.—¿Qué?—Nada.—Dímelo, mujer. Si de verdad es tan importante para ti, tienes que decírmelo.—Vale, pero no te rías.—No me voy a reír, y tú lo sabes.—Quiero que en momentos como este, cuando tú y yo estemos solos, cuando nadie más

importe…Esteban, aunque sabía que su mujer no podía verlo, decía que sí con la cabeza a cada

afirmación de Margarita para animarla a seguir. Se daba cuenta de lo que a ella le costaba hablarde aquel tema, y no quería que en el último momento se arrepintiese y decidiese no hacerlo. Lamuchacha calló de nuevo y luego soltó de golpe, casi con prisas, lo que tan largamente habíaguardado en su interior.

—… Quiero que me llames Carmen.La garganta de Margarita se quebró al pronunciar ese nombre que ella sentía que le había sido

arrebatado, junto a tantas cosas. Esteban no entendía por qué aquel nombre alteraba de manera tan

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evidente la templanza que siempre exhibía su mujer, pero sí la importancia que para ella tenía. Laabrazó con fuerza, arrimando su rostro al de ella, para que su mujer sintiese que podía confiar enél, como siempre. Las lágrimas que empapaban las mejillas de Margarita impregnaron las deEsteban, y él las acogió como la tierra de final de verano recibiría las primeras y anheladas gotasde lluvia de septiembre.

—Aquí, en nuestro hogar, nadie puede hacernos daño. Aquí todos nuestros momentos seránsiempre como este. En nuestra casa mandamos tú y yo, y no existe el mal, mi amor. Aquí estamos asalvo de las miradas de los ignorantes que juzgan sin saber. Aquí, a la luz de tus ojos, yo me sientoun hombre entero, y tú, mi amor, mi dulce amor… Tú siempre serás Carmen.

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XII

Margarita nació el 16 de julio de 1897 —día de la Virgen del Carmen, tal como su madrehabía deseado que ocurriera— cerca de las tres de la mañana. Mientras, don Alonso, persuadidopor sus propios trabajadores, que vieron en esta una magnífica oportunidad para beber gratis, seemborrachaba en uno de los burdeles del pueblo. Véngase con nosotros, amo, le dijeron entreunos y otros. Los hombres no tenemos nada que hacer aquí. Verá que, para cuando regrese, todoha terminado. Y mientras casi toda la chiquillería que había quedado en la casa dormía, Felisadesapareció en cuanto terminó de adecentar el cuarto.

A las once, las bisnietas de Gadanha se habían ido a la cuadra, donde se habían quedadodormidas sobre una pila de paja amontonada lo más lejos posible del caballo y de las vacas paraque no las angustiasen con sus fuegos de animal en la bochornosa noche, hasta que la voz de subisabuela las sacó de su sueño pasadas las cuatro.

—¡Meninas!La mayor de las primas siguió durmiendo hasta que Gadanha se hubo ido y la niña rubia la

despertó para referirle lo que su bisabuela les había pedido que hicieran.—Id a buscar a don Alonso.La voz de Gadanha sonaba muy cansada pero, sobre todo, preocupada.—¿Ha parido ya la señora?—Sí.—¿Y ha ido todo bien?Gadanha asintió y se dio la vuelta. Ya ganaba la puerta en su resuelto caminar cuando la voz

de la niña rubia la alcanzó.—¿Dónde lo buscamos?—¿Dónde va a ser, minha filha? A estas horas, solo puede estar donde las putas y, a buen

seguro, borracho.La rubia se alegró de oírlo. Se moría de ganas de ver el interior de un burdel, y si, además,

don Alonso estaba borracho y el parto había salido bien, según su propia bisabuela, ese sería elmomento de recordarle la deuda que con ella tenía el señor y, por qué no, ver de sacarle algunaperra más.

Ascensión, a la misma hora que las primas, se había metido en su cama y, en contra de lo queella misma esperara debido a su estado de agitación, se había quedado dormida en cuanto huboacomodado la cabeza sobre la almohada.

También Juan, más o menos a la misma hora que las niñas, tras despedirse de su nuevo amigoy acompañarle hasta el hueco de la escalera —que, a pesar de lo prometido por la señora, aún le

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servía y le serviría por muchos años de dormitorio—, se había quedado dormido bastante rápido.Pero, pasadas las dos de la mañana, algo que no supo identificar interrumpió su sueño. Aún presadel sopor, escuchó un rato en la oscuridad con los ojos entreabiertos, tratando de descubrir quéera lo que lo había desvelado. Cuando ya casi se había convencido de que no había sido nada y sedisponía a cambiar de postura en busca de algún pedazo de sábana que no exhalase fuego paraseguir durmiendo, un grito en el que reconoció con facilidad a su madre lo incorporó como unresorte. Era la labor que acababa de empezar lo que le había sobresaltado. ¡Puja!, oyó gritar aGadanha. ¡Con fuerza!, escuchó decir a su abuela. Y de pronto, el silencio. Un silencio sucio yembustero aderezado de respiraciones y sofocos que lo dejó en ascuas, apresado por una variedadde desasosiego que hasta aquella noche desconocía.

Juan se quedó sentado en la cama, apoyado muy fuerte sobre las palmas de las blancas manos,de las que había huido todo vestigio de sangre, respirando a pequeños sorbos para que el ruido desu propio fuelle no le estorbase para oír. No tuvo que esperar mucho, apenas nada, para escucharde nuevo el grito de su madre y las palabras de aliento de su abuela y la partera. En tensión,aguardó a que pasara el intervalo de los ruidos. Juan, como el niño espabilado que era, solo habíanecesitado eso para aprender la mecánica de los partos —al menos la de aquel, que tampocosabía él a ciencia cierta si todos se desarrollarían de la misma manera—: los gritos y lossilencios, los momentos de desesperación y los de la espera, los del esfuerzo y los del descanso.Cuando, después de soportar en soledad uno de los primeros, llegó el siguiente silencio, Juan selevantó y se fue hasta la puerta de su habitación, pero cuando tuvo el tirador en su mano, no supoqué hacer con él: la oscuridad que reinaba en el pasillo lo acobardó.

El frescor del suelo en sus pies desnudos vino a unirse al nerviosismo que lo atenazaba paraazuzar, a modo de excusa dilatoria, su esfínter.

Los desesperados alaridos de su madre, imponiéndose con nitidez sobre los otros sonidos quele llegaban del final del pasillo, lo encontraron acuclillado sobre la escupidera y con el livianocamisón arremangado alrededor de su cintura. Los gritos y su alivio terminaron a un tiempo. Seirguió, esta vez más decidido, y recorrió de nuevo la distancia hasta el pomo, dispuesto a nopermitirse otra duda. Saliendo del cuarto y deslizándose a tientas por la oscuridad, llegó hasta lapuerta detrás de la cual se encontraba su madre. La puerta estaba cerrada, pero no atrancada.Aprovechando otro grito para que no le oyeran, la abrió y la entornó un tanto…

A la pobre luz de los quinqués, divisó a su madre con la cara desencajada por el esfuerzo. Asu vera, su abuela le aplicaba paños húmedos sobre la frente, mientras, a los pies de la cama,Gadanha se inclinaba sobre la parturienta con las manos dentro de ella y la cabeza apoyada sobreel abultado vientre. La escena le pareció grotesca y demencial. Mamá, gimió muy bajito, solo paraél, como pidiendo un auxilio que en realidad no deseaba, pues el espectáculo que susatemorizados ojos escudriñaban con avidez era muchas cosas que a él no le gustaban y otras tantasque no comprendía, pero, sobre todo, era hipnótico.

Y es que Juan nunca había sabido huir de esas situaciones en las que aprender se paga condejar de ser. Dejar de ser niño, dejar de ser confiado e ignorante. Porque cuando la ignorancia seacaba, cuando ya no se puede regresar a su refugio sino con fingida hipocresía, cuando excusarsecon un «Yo no sabía» deja de hacerse desde la inocencia, entonces, en ese preciso instante, es

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cuando comienza la edad de la sapiencia, y él, que sin pretenderlo acababa de alcanzarla, a partirde ahora sabría. Sabría que algo malo sucedió la noche en que nació la niña pequeña, la negrita, lahija del pecado, la hermanastra y sirviente de la que solo cabía avergonzarse y que él, sin haberhecho nada que fuese a su modo de ver mínimamente reprochable y sin siquiera una explicación,habría de ser imputado por ello.

Fue esa misma necesidad de saber, esa curiosidad que era el punto dominante de su carácter,la que lo llevó a conocer lo que ocurrió después, a la mañana siguiente, entre su padre y el negro.La curiosidad, que tantos éxitos le había granjeado entre los adultos y compañeros de aventuras detodas las edades, le estaba jugando una mala pasada de la que tardaría décadas en recuperarse y,cuando lo hiciera, tampoco habría de recobrar las cosas que dejó de ser esa noche.

—Ya casi está, Inés, ¿verdad, Luzía?—Casi. Está costando tanto porque la criatura no ayuda; es posible que no nazca viva.En aquella suposición tan brutal, tan carente de tacto, supo leer Fátima el aviso que le hacía la

partera: el último empellón había dejado a la criatura a un tris de nacer, y Gadanha, que ya veíaasomar por entre las piernas la coronilla de la pequeña, se daba perfecta cuenta de que aquelpedacito de cristiano no podía ser de raza blanca. Fátima asintió.

—No hagas caso, hija, que hasta Gadanha se equivoca de tiempo en tiempo.Inés, angustiada por lo que acababa de oír y al borde mismo de la extenuación, se propuso

hacer cuanto estuviese en su mano para que el bebé naciese rápido y bien. Se agarró con fuerza lasrodillas hasta llevárselas a la altura del pecho, tensionó la encorvada espalda y levantó la cabeza,a la espera de la siguiente contracción, para empujar echando el resto y terminar de una vez con laincertidumbre de si estaba pariendo a un hijo al que podría criar o la vacía carcasa de un alma queflotaría eternamente en el limbo de los inocentes. Pero esa contracción nunca llegó, porque el solohecho de prepararse para recibirla deslizó a la criatura por el túnel de la vida con tal brío quesalió despedida, escurriéndosele de entre las manos a Gadanha, a la que cogió desprevenida, y fuea depositarse arrugada y palpitante sobre las maltratadas sábanas, donde rompió a llorar.

Juan, que ya tenía un pie dentro de la habitación, terminó de pasar.—¡Está vivo!La partera y su abuela se voltearon hacia el muchacho llenas de incredulidad. No así Inés, que,

desmadejada, había reclinado la cabeza sobre las sudadas almohadas y se sonreía satisfecha. Yaestá, ya quiso Dios.

—¡Juan, no puedes estar ahí! No es… bueno…Fátima trataba de ganar tiempo para pensar. La portuguesa, queriendo enmendar su error,

envolvió con rapidez al bebé para apartarlo cuanto antes de la vista de su hermano, pero tambiénen eso falló: un impresionado y más que alegre Juan había llegado ya hasta los pies de la cama.

—¡Qué bonito!, ¡y cuánto pelo tiene!, ¡no para de llorar!, ¿le pasa algo?Fátima agarró con brusquedad a su nieto por un brazo y lo arrastró al pasillo, fuera de la

habitación. El rostro de la abuela reflejaba incertidumbre y miedo.—¿Qué haces aquí? ¡Tú no deberías estar aquí! No tienes ni idea de la que acabas de liar.A Juan se le terminó de borrar el resto de la sonrisa que aún sobrevivía en sus labios.—Vuelve a tu cuarto ahora mismo.

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—No, a mi cuarto no. No quiero estar solo.—Entonces ve donde las niñas de Gadanha y les dices…—Me da miedo salir a la calle. Es de noche, abuela.La recién nacida seguía llorando a voz en cuello entre los brazos de Gadanha mientras la

madre, algo más recuperada, la solicitaba con insistencia. Fátima perdía los nervios. La situación,que ella creía controlada, se le estaba escapando de las manos sin remedio; su desolación leimpedía pensar con claridad.

El muchacho vio en la indecisión de su abuela un hueco por el que colarse.—Deja que me quede aquí, en el pasillo. Te prometo que estaré calladito.—No, no puedes quedarte aquí. ¿Ves algún hombre por alguna parte? Hasta tu padre se ha ido,

y eso es porque no puede haber hombres en los partos; es de mal agüero. Así que no insistas más yvete al cuarto de tu hermana, o donde te dé la gana, ¡pero vete de aquí!

Fátima acababa de abrir una puerta de salvación por la que escapar de la comprometidatesitura en que se encontraba, aunque solo fue consciente de ello cuando Juan volvió a hablar.

—¿Le va a pasar algo malo a madre o a mi nuevo hermanito por estar yo aquí?Una lucecita iluminó el confuso cerebro de Fátima. Optó entonces por dejar de reñirle para

volverse más melosa, más convincente.—No me extrañaría. No me extrañaría lo más mínimo.El niño voló sobre el pasillo a oscuras hasta la habitación de su hermana. No se metió en la

cama con ella, sino que se acurrucó en un rincón del cuarto y allí se quedó hasta que, yaamanecido, su padre entró a buscarlo.

Fátima regresó a la habitación con el germen de un nuevo plan brotando en su cabeza. Cerró lapuerta y, esta vez sí, le echó tranca. Inés, que se había incorporado y estaba recostada sobre elcabecero, acunaba a su muy bien envuelta hija contra su pecho.

—¿Le doy de mamar?—Claro, buena mujer. De seguro acepta los calostros con ganas.Mientras Inés amamantaba a su pequeña, Fátima aprovechó para parlamentar con Gadanha. Lo

hizo susurrando de una manera tan débil que incluso a la partera, que tenía la oreja prácticamentepegada a la boca de su cómplice, le costaba trabajo entender lo que decía.

—Todo esto es culpa tuya. Primero, por dejarte la puerta abierta y después, por haberpermitido que esa niña del diablo arrancase a llorar.

Gadanha agachó la cabeza mientras Fátima se erguía sobre las puntas de sus pies un segundoantes de continuar hablando. Quería imponer su voluntad, y para eso necesitaba que la partera sesintiese en deuda con ella.

—Escúchame, Luzía. Lo pasado, pasado está. Ahora lo que hay que hacer es ver de ponerleremedio. Pero de eso me encargo yo; no quiero ya más fallos. Lo único que tienes que hacer esseguirme la corriente en todo lo que yo diga y mandar a buscar a mi hijo Alonso con tus nietas, olo que quiera que sean tuyo ese par de muchachas.

Dicho esto, Fátima se dio la vuelta bruscamente para mirar a su nuera de frente. Su voz y surostro se dulcificaron.

—Cuando termines de darle el pecho a tu hija, lo mejor será que intentes descansar un ratito,

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Inés.—No estoy cansada. Prefiero quedarme así, abrazando a mi chiquitina.El deseo de Inés por permanecer despierta con su niña entre sus brazos era muy grande, pero

no tanto como el cansancio que acumulaba su cuerpo.—Haga caso a su suegra, señora Inés, y déjeme mirarla mientras tanto, a ver qué tal ha

quedado ahí abajo.La partera se acercó a la cama y desarropó a la madre. Sobre las sábanas, la placenta

resplandecía, reseca ya por algunas partes, casi negruzca por otras. Con dos dedos separó lostumefactos labios de las puertas de la vida y asintió para sí.

—Está todo muy bien. No se ha unido, así que no hará falta hacer cura. Si separa un poco laspiernas, la aseo en un decir Jesús.

Inés hizo lo que Gadanha le indicaba antes de cambiarse a la niña de pecho. Fátima, entretanto, observaba impasible cómo la partera tomaba la placenta y, con cuidado, la depositaba enuna pequeña talega que había rescatado previamente de una de las maletas que habían acarreadohasta allí sus biznietas, rumiando alguna herejía para sus adentros.

—¿No es muy oscura esta niña?A Fátima, la pregunta de su nuera no la cogió desprevenida. Es más, la estaba esperando de un

momento a otro, por lo obvio que resultaba el color de la niña, pero, a pesar de haberle dedicadoal asunto gran parte de la energía que bullía en su efervescente cerebro, no había sido capaz dedar con una respuesta que la satisficiera y por la que estuviera dispuesta a apostar. Por todacontestación se limitó a sonreír. Afortunadamente para ella, a Gadanha sí se le había ocurridoalgo.

—Sí parece, sí, pero la luz de los quinqués es engañosa, buena mujer.La partera, que no conocía los planes de Fátima, avanzaba a tientas, volviéndose, en busca de

aprobación, hacia el impenetrable rostro de la anciana mientras hablaba. No la encontró, si bientampoco leyó nada en él que le exhortase a parar o a cambiar de camino.

—Ya verá mañana, a la luz del día, qué guapa y lustrosa se ve.La niña estaba ahíta y se había quedado dormida mientras su boca continuaba instintivamente

con la lactancia. Para ser una recién nacida, había mamado bastante, como con ganas de agarrarsea la vida. Al poco, suspiró con fuerza y sus gordezuelos labios liberaron el pezón del que lactaba.Unas gotas de leche rezumaron de la boca de la pequeña y se perdieron cuello abajo, entre lospliegues de las sábanas que la envolvían.

—Pásame a la niña, hija, y recuéstate, que ya la cargo yo hasta que te sientas más recuperada.Mira, en esta silla me voy a sentar a verte dormir. Aquí mismito, con tu hija en brazos. ¿Qué teparece?

A Inés se le cerraban los ojos en contra de su voluntad, debido a la fatiga de la doble laborque acababa de realizar. Fátima la observó debatirse entre la necesidad de descansar y el deseode permanecer en vela, junto a su hija recién nacida. Gadanha, que creyó por un momento adivinarlas intenciones de Fátima, estiró los brazos en dirección a la cama.

—Démela a mí.—No, tú mejor vas a buscar a tus niñas para que salgan a encontrar a Alonso y le den la buena

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nueva.Gadanha salió del cuarto con la cabeza gacha mientras Fátima, que acababa de coger a su nieta

en brazos, se sentaba en la silla. Inés, rendida a la evidencia de sus propias limitaciones, se fuequedando dormida sin apenas tiempo para terminar de acomodarse sobre la almohada. Elpensamiento que la había acompañado durante toda la jornada escapó, apenas audible, de susvencidos labios.

—En el día del Carmen… Ha nacido en el Carmen, ¡qué alegría!…Fátima no perdió un segundo. En cuanto notó que su nuera se había dormido por completo,

depositó a la niña en el suelo, sobre el entarimado, atrancó la puerta sin hacer ruido, se acercósigilosamente hasta la cama y arropó con las percudidas sábanas de hilo a su nuera. Luego sesentó a horcajadas sobre ella, procurando que los brazos de esta quedasen paralelos al cuerpo desu dueña, bajo la presión de sus muslos, y, con ambas manos, agarró una almohada y la presionócon fuerza sobre la cara de Inés.

Los segundos, eternos, se fueron consumiendo uno tras otro sin que se produjese reacciónalguna. Y cuando al fin llegó, al contrario de lo que Fátima esperaba, esta fue apacible, sosegada,carente por completo de los movimientos bruscos y desesperados que, en buena lógica, deberíanhaber acompañado el intento de Inés de zafarse de la mortal presa. En vez de eso, un sordogemido escapó de debajo de la almohada. Fátima, a pesar de lo doloroso que le resultaba ver suspropias lágrimas golpeando con repiqueteo insistente el dorso de sus crispadas manos, no aflojóni un ápice la tensión de los brazos. Las piernas de Inés, cuando ya nada se esperaba de ellas, sededicaron a lanzar una serie de patadas al aire que apenas dieron para levantar un par de cuartaslas sábanas recién remetidas bajo el jergón. Inés estaba agotada, mucho más que antes. Abrió laboca para atrapar una bocanada de aire, pero solo consiguió que se le llenase con el almohadónque Fátima mantenía firme sobre su rostro. Inés ya había decidido rendirse cuando, amortiguado,le llegó el tierno gorjeo de su hija recién nacida. Entonces, utilizando los músculos de la espalda ylos de los apresados brazos, hizo un último intento que no logró sino dejar las cosas comoestaban. Inés entonces se relajó, pero no se había dado aún por vencida; sabía que no se soltaríausando la fuerza, así que se concentró en aguantar viva mientras se fingía muerta.

Fátima, que había roto a llorar abiertamente, persistió en su letal mordaza. Inés aguanta. AFátima, el dolor que sentía en las manos empezó a resultarle insoportable. Inés sigue aguantando,o eso cree ella. Fátima, haciendo un último esfuerzo, apretó con renovada saña durante unossegundos más antes de decidirse a soltar. Inés siente que la tenaza ya no presiona sobre ella contanta fuerza, pero carece de la tensión necesaria para desmontar a su opresora de un empujón. Encuanto la otra retire las manos un tanto, el aire entrará de refilón por debajo de la almohada; debeestar a punto de hacerlo. La determinación por sobrevivir se mezcla, en una amalgama imposible,con la tentación de rendirse. Fátima ha soltado al fin su presa; Inés ve llegada su oportunidad y sedispone a respirar. Es entonces cuando se da cuenta de que sus pulmones no responden, y que hadejado de sentir las pulsaciones de su corazón. Es entonces cuando, sabiéndose libre parasalvarse, no es capaz de hacerlo; cuando su mente, en burbujeante frenesí, alcanza a comprenderque ya no es obedecida por el inútil cuerpo que yace en la maltratada cama…

Mientras Fátima descabalgaba su exánime cuerpo con exagerado cuidado, paradójicamente o

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no, Inés toma al fin conciencia de su propia muerte.—Fátima, soy yo.La voz de Gadanha le llegó acompañada de suaves golpes en la puerta. Fátima se alisó el

vestido con ambas manos y, después de secarse las lágrimas de la cara y de retirar la almohadaque aún seguía sobre el rostro antinaturalmente plácido de Inés —algo que, al contemplarlo, lallenó de una extraña felicidad, por lo grato e inesperado de la sorpresa—, recogió a la niña delsuelo y, con ella en brazos, le franqueó el paso a la partera.

—Mi nuera ha muerto en el sobreparto mientras estabas fuera. Me ha confesado, justo antes demorir, que el verdadero padre de la criatura es el negro que la ayudaba con el huerto. Mientrasagonizaba, me ha contado cómo la violó en una ocasión y cómo ella lo calló por vergüenza; y si telo estoy contando a ti es porque me has visto sumida en un estado de nervios del que no me habrérecuperado cuando lleguen tus biznietas con mi Alonso, ¿entendido?

El semblante de Fátima, en el que apenas se movían los músculos necesarios para articular laspalabras que mecánicamente amartillaba, no expelió ninguna emoción que pudiera ser leída por suinterlocutora. Si acaso indiferencia, o quizá ni eso. Gadanha, que tampoco quiere dejar traslucirsus sentimientos, no da crédito a lo que oye. Ella siempre pensó que si alguien debía morir aquellanoche era la recién nacida. Y solo si nacía negra. No entiende qué ha pasado con el primer plan.Es cierto que el niño ha visto a su hermana viva, al igual que Inés, pero eso es algo que siempre sepuede arreglar. Gadanha estaba convencida de que la nueva idea consistiría en esperar a que todosdurmieran para deshacerse de la criatura. En su faltriquera nunca faltan las hierbas necesariaspara esos menesteres y, en el caso improbable de que a la abuela le resultase incómodo matarlauna vez que hubiese roto a llorar, ella misma lo habría hecho sin asomo de culpa. Además,disponían todavía de varias horas hasta el amanecer. Podrían haber embadurnado el cadáver de lapequeña en polvos de arroz y hacerla pasar por blanca hasta que se hubiese enterrado esa mismatarde, que tampoco estaban las temperaturas para dejar un cadáver de un día para otro.

Cualquier cosa hubiese estado mejor que matar a una cristiana decente. Aquello era un crimense mirase por donde se mirase; un asesinato que muy bien podía acabar con ellas dos en la cárcelpara el resto de sus días. No podía evitar pensar que Fátima se había precipitado, que no habíapensado con claridad y que, llevada por un impulso, había actuado de la peor manera posible. Aunasí, guardó silencio. Quería escuchar el resto del plan, por si había algo más que pudiera ayudarlea comprender tan mala decisión.

—Me voy a acostar en la cama de mi nieto, que es la que está vacía. Tú te quedarás aquí y teencargarás de contarle a Alonso todo lo que yo te acabo de referir, y cuando termines con laconfesión de Inés, romperás a llorar y no pararás de hacerlo hasta que yo aparezca. Luego ya novolverás a abrir la boca sobre este asunto, ni cuando te marches de esta casa ni nunca. Dime si lohas entendido o si, por el contrario, te lo tengo que volver a repetir. Y quita esa cara de pasmo.

No, no había más. Aunque estaba decepcionada, Gadanha se guardó mucho de decirlo. Prefirióseguir en el papel de estar en deuda con ella porque supuestamente le había fallado. Se sentía enpeligro a solas con su obligada compañera. No descartaba la posibilidad de que la quisieramuerta a ella también, para que no pudiera contar nada de lo allí sucedido, y no le diera latemplanza a la novel asesina para esperar siquiera a otra ocasión que no la incriminase tan

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flagrantemente como la de ahora. Gadanha, que había pensado con rapidez, decidió que le seguiríala corriente y que, para no despertar desconfianzas, lo mejor sería recordarle el trato que tenían.

—Por supuesto, digo… sí, lo he entendido, pero ¿qué hay de mi dinero? Guardar este secretoy apoyar su versión le va a costar más que el encargo de matar un recién nacido.

Fátima sonrió abiertamente, lo que tranquilizó a Gadanha.—¿Cuánto?—El doble.—Está bien. En una semana me paso por tu casa y arreglamos cuentas.—¿Y la niña?—La niña me la llevo conmigo a la cama de Juan. Por cierto, lo primero que tienes que hacer

cuando salgas de aquí por la mañana es procurar para ella una buena nodriza.—Claro, eso es fácil. Una nodriza para… ¿cómo se va a llamar?Fátima ni siquiera tuvo que pensarlo.—Inés pidió que le pusiéramos Carmen. Ya es 16.

***

Cuando las primas llegan sujetando a un muy borracho don Alonso por debajo de las axilas al

alimón, son ya cerca de las seis de la mañana. El cielo ha comenzado a clarear hace rato y en lacasa no parece haber nadie despierto. Don Alonso saca de su faltriquera una llave que resultainnecesaria, pues, con el alboroto de la tarde anterior, nadie ha recordado cerrar la puerta deltaller. A pasos cortos, ya sin la ayuda de las primas —a las que ha despedido con sonoros einapropiados besos que además ha acompañado con un billete de cinco pesetas para cada una—,llega hasta la escalera bajo la que se encuentra dormido y sudoroso el nuevo mozo. Don Alonso,antes de acometer el primer peldaño, lo escucha roncar un momento. Con las manos sobre la boca,intenta retener la carcajada que le sube por la garganta sin conseguirlo del todo. Muy despacio,midiendo cada uno de sus pasos de beodo, pero muy digno, sube las escaleras y camina hacia sualcoba con esa risa fácil de los borrachos bailándole en el rostro. Al entrar, ve a su mujer en lacama. Gadanha, que está dormida en el suelo a los pies de esta, no es visible desde el umbral dela puerta.

Don Alonso se acerca a la cama de puntillas; lleva los labios fruncidos en un beso listo paraser dado. Cuando ya está encima de su mujer, con una mano apoyada en la almohada y la otra en elcabecero, nota que, a pesar de que esta tiene los ojos abiertos, Inés no le está mirando. La toca.No está fría, pero la sensación del contacto con su piel no le parece natural. Don Alonso se resistea entender. Su voz de borracho retumba dentro de la casa como lo haría un solitario relámpago enuna tarde serena.

—Inés, ¿qué tienes?Gadanha se despierta de sopetón. Se levanta trabajosamente, sin prisas, dejando que huesos y

carnes liguen de nuevo antes de exigirles que funcionen a pleno rendimiento. Da los buenos días y,sin transición, le comienza a revelar todo lo que Fátima le ha pedido que le cuente, mientras serestriega los ojos intentando conjurar el cansancio que el inquieto sueño ha adherido a ellos. El

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rostro de don Alonso, que en un principio es de incredulidad, como si le estuvieran contando unahistoria imposible entre borrachos, poco a poco se va transformando en otro, espantado y ridículo,mezcla de terror y desesperación. Luego, doblegado por esas palabras hirientes y no pudiendosoportar por más tiempo la extraviada mirada de Inés, cae de rodillas al suelo y llora derrotadomientras termina de escuchar cómo su mujer, en su lecho de muerte, confiesa la vergüenza dehaber sido violada por un negro. Gadanha, que había olvidado echarse a llorar llegado a estepunto, rompe a hacerlo al contemplar a don Alonso completamente destrozado por culpa de lasmentiras que le acaba de decir.

Fátima, que ha asomado por el quicio de la puerta sin que su hijo, de espaldas a ella, la oyera,no ha perdido detalle. Está satisfecha con el trabajo realizado por la partera, y sabe que ahora esella la que debe darle continuidad. Entra en la habitación haciendo ostensibles gestos a Gadanhapara que esta se marche, mientras simula un dolor que sí siente, pero que prefiere fingir.

—Hijo, qué duras pruebas nos pone el Señor.Fátima y don Alonso, que se ha levantado en busca de consuelo al oír la voz de su madre, se

funden en un abrazo. Después de permitirle apenas unos segundos de desahogo, los suficientespara que Gadanha abandone la estancia y los deje a ellos solos, la anciana agarra la cabeza de suhijo con ambas manos y la aparta de su pecho para dedicarle una larga y profunda mirada antes dehablar.

—Tú sabes cuál es ahora el deber de los hombres de esta casa. Lo sabes, ¿verdad?A don Alonso le cuesta fijar la mirada. Las lágrimas emborronan las imágenes que su mente

vuelve oscuras. Sigue borracho, aunque lúcido. Quisiera dormir y espantar así la realidad que lerodea, pero sabe que le será imposible hasta que cumpla con el deber de limpiar el honor de lafamilia.

—Sí, madre, lo sé.

***

Juan oye a su padre pasar por el pasillo camino de su habitación. A punto está de salirle alpaso, pero en el último momento se deja vencer por el miedo. Un par de horas más tarde, cuandolo ve entrar en la habitación de su hermana buscándolo, el desconocido que tiene delante y que loestá llamando por su nombre no le parece de este mundo: la visión tiene el cuero del semblanteamarillento y los ojos inyectados en sangre por la falta de sueño. Además, mira de una formaextraña, antinatural, como si una niebla espesa y heladora le turbase la visión.

—Vamos, Juan, no es momento de esconderse bajo las faldas de nadie.Es entonces cuando advierte que su padre porta, terciado al hombro, el viejo escopetón de

caza que lleva años sin ser descabalgado de la pared donde don Alonso lo colgó siendo él muypequeño.

—¿Dónde vamos, padre?—A cumplir con nuestro deber de hombres y a limpiar el honor de esta casa. Ponte unos

pantalones, muchacho.—¿Cómo están madre y el nuevo hermanito?

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Don Alonso recobra unos instantes el sentido de la realidad. Mira a su hijo y lo ve como loque realmente es: un niño. Por un instante se siente tentado de dejarlo en la casa; luego recuerdaque su madre le ha preguntado si sabía cuál era el deber de los hombres de la casa, y él percibeque ella está en el pasillo, escuchando, velando para que ese deber se cumpla escrupulosamente.Como también sabe que a él le faltan los arrestos necesarios para llevarle la contraria, al menosabiertamente. Quizás pueda dejarlo a mitad de camino. O quizás debería llevarse también a esenuevo mozo con el que su hijo parece haber hecho tan buenas migas y dejarlos a los dos en algúnsitio, haciéndose compañía el uno al otro hasta que él vuelva. Sí, eso hará. Los dejará a los dos alprincipio de la cuesta, sus buenos quinientos metros antes de llegar al huerto, para que Juan notenga que presenciar lo que a él no le queda más remedio que llevar a cabo. ¡Qué difícil es serhombre siempre, pero sobre todo en momentos como este!, piensa. Me cambiaría por cualquiermujer de las que hoy hay en casa sin dudarlo; incluso por Inés. Al menos, seguro que ella ya nosufre.

—Padre, ¿está usted bien? Le he preguntado por madre y el nuevo hermanito.Don Alonso no se ve con fuerzas para comunicarle a Juan la muerte de su madre. En un intento

de calmarse, se agarra con una mano el agujero del vacío estómago del que ya ha vomitado todo loque en él había y le responde solo a la mitad de la pregunta.

—Es una niña, Juan, una niña… Pero ahora atiende. Quiero que vayas a buscar al nuevo mozoy que luego esperéis los dos junto al abrevadero a que yo baje.

Juan se lo queda mirando. Quiere preguntar de nuevo por su madre, las palabras que su abuelavertió sobre él hace apenas unas horas han calado hondo en su inocente cerebro, pero no se atreve.En vez de eso, voltea la cabeza para mirar a su hermana dormir antes de irse corriendo del cuarto.

Fátima ve salir a su nieto de la habitación y no intenta detenerlo. Espera a que lo haga su hijopara abrazarse a él. Quiere infundirle el sentido de la responsabilidad suficiente para asegurarsede que no se va a echar atrás en el último momento. Si el negro que ayuda a Inés en el huerto nodesaparece, todo podría venirse abajo y la muerte de su nuera habría sido en vano. No puedeconsentir que eso pase.

—Alonso, hijo. Sabes que preferiría que no tuvierais que hacerlo. ¿Quieres que te acompañeal menos un trecho del camino?

—No, madre. He sido yo quien no ha sabido cuidar de esta casa ni de quien en ella vive…Vivía. Es a mí a quien corresponde poner derecho lo torcido.

—Ve con Dios, hijo. Él sabe por qué lo haces y sabrá guiarte para que salgas con bien de lasbrumas en que ahora se ahoga tu pensamiento.

Don Alonso piensa que, en realidad, lo que Dios le pediría es que pusiese la otra mejilla y queperdonase al que lo ha ofendido. También piensa que muchas de las brumas que ahogan supensamiento las ingirió él mismo en el burdel de donde fueron a sacarlo las Gadanha. ¡Menudodiablillo esa rubia pizpireta! Sin apenas darse cuenta, había ido entregándole todas las monedasque llevaba en su faltriquera, y aún creía recordar que le había dado un par de billetes para ella ypara su prima cuando las despidió en la puerta del taller. Las picardías de la chiquilla casi lehacen sonreír. Tan solo un chispazo de la cordura que va perdiendo por momentos le hacerecordar la situación en la que está metido y logra, por muy poco, reconvenirse a tiempo.

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—Me esperan, madre. Quede usted con Dios.La marcha hasta el promontorio donde comienza la cuesta abajo que lleva al huerto y luego

hasta el río es lenta. Padre e hijo tienen que acomodar la suya a la más pausada de Esteban;también es silenciosa. El único que abre la boca es don Alonso, y solo lo hace en un par deocasiones para pedir al tullido que, en la medida de lo posible, aligere el paso.

Cuando llegan a lo más alto del promontorio, don Alonso se detiene en seco. Sin hablar, con lavista fija en lo que hace, lía con destreza uno de sus cigarrillos de picadura. Una vez lo sostieneentre los labios, lo prende con su chisquero y se voltea a mirar a los niños.

—Esperadme aquí.—Pero, padre…—He dicho que me esperéis aquí. Y poneos a la sombra, que no sé lo que voy a tardar.Don Alonso, con una mano apoyada sobre la culata del escopetón, enfila la cuesta abajo. El

huerto no es visible desde donde ha dejado a los niños porque el camino describe una ampliacurva. En realidad, el camino no es tal, sino una linde que separa el bosque de las tierras de labory de los huertos. Los árboles, que se disponen en la parte cerrada de la curva, impiden ver a másde sesenta o setenta metros camino adelante.

Es al pie de uno de esos árboles, sentados sobre un pequeño tronco caído, desde donde losniños observan cómo se aleja don Alonso, pero en cuanto este se pierde de su vista, Juan se poneen pie de un salto.

—Espérame aquí.—¿Adónde vas?—Tengo que ver lo que va a hacer mi padre en el huerto.—No vayas.—Debo ir, Esteban. Tú no lo entiendes, pero debo ir.Sin darse tiempo a terminar de hablar, Juan se lanza bosque a través, trazando una secante a la

curva que su padre describe con parsimonia. Tropieza un par de veces en su alocada carrera y allevantarse, algo magullado, de la segunda de ellas, decide que terminará de bajar algo másdespacio mientras trata en vano de descubrir por entre los árboles la huidiza figura de su padre.

Cuando por fin sale al camino, no ve el huerto. Tarda un segundo en comprender, ayudado porel ruido del cercano río, que ha calculado mal y que ha salido algo más abajo de lo que pretendía.Sin volver al bosque, sube por el lindero en cuesta tan rápido como le dan sus piernas. Mientrascorre con la cabeza muy erguida, sus ojos, que no paran de escrutar el cambiante horizonte,divisan a lo lejos la caseta de los aperos y, pocas zancadas más allá, la figura de su padre.

Don Alonso está plantado en medio del lindero, tiene las piernas exageradamente separadas ylos pies bien hundidos en el polvo del camino. Las manos, en cambio, no están ociosas. Concalculada tranquilidad, se ha sacado la bandolera de la que cuelga el escopetón por la cabeza,para luego dejarlo caer hasta la altura del vientre, con los brazos paralelos al cuerpo y la manoque sujeta el cañón siempre más abajo que la que tiene sobre el percutor.

—¡Dionisio, maldito negro bastardo!El nombre del negro que ayuda a su madre con el huerto se escucha con claridad por toda la

comarca. Sin embargo, el resto de la frase va perdiendo fuerza con rapidez, hasta que la última

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sílaba de la última palabra tiene que ser adivinada por Dionisio, que se encuentra de espaldas amenos de veinte pasos de don Alonso.

Dionisio da un respingo al oír el exagerado vozarrón que porta su nombre, pero se tranquilizaun tanto cuando se gira y descubre que es don Alonso quien está frente a él.

—¿Amo?Don Alonso encañona a Dionisio y, sin mediar palabra, le descerraja un tiro en la cabeza.Juan, que corría a intentar detener a su padre, se queda inmóvil, paralizado por fuera como una

estatua de sal, con una mano tapándose la boca para impedirse gritar, mientras que con la otrasobre el pecho trata de sujetarse el desbocado corazón.

El antiguo esclavo, que en el momento del disparo ha sido sorprendido con las manosextendidas en lo que a Juan le ha parecido el vano intento de interceptar la bala, ha caído debruces irremediablemente muerto.

Don Alonso baja el arma y, con ella colgando delante de él, da media vuelta y comienza adesandar el camino.

Juan sabe que tiene que irse ya si quiere llegar al promontorio antes que su padre, perotambién sabe que no se marchará de allí sin antes ver el cadáver de cerca. Otra vez la malditacuriosidad.

Dionisio ha caído boca abajo, pero la cabeza está volteada a un lado, con el perfildescansando totalmente sobre el suelo, como si pretendiese escuchar lo que las entrañas de laTierra, a la que ya pertenece, quisieran contarle. De la parte de la cara que es visible, falta el ojo;en su lugar hay un agujero del tamaño de una moneda pequeña. El de la parte posterior de lacabeza, por donde ha escapado la pieza de plomo, es más grande; tanto como una manzanahermosa. Las manos, estiradas hacia delante, han perdido la crispación de la vida; a la derecha lefalta el pulgar. Resulta que Dionisio sí ha acertado con la trayectoria de la bala, piensa sindarse cuenta.

Juan rompe a llorar mientras corre bosque arriba, cargando, además, con la certeza de que supadre ya estará en lo alto del promontorio cuando él llegue, cosa que solo hace aumentar suansiedad. De ser así, no le quedará más remedio que confesar que le ha desobedecido y que hasido testigo de su vileza. Disparar a un hombre desarmado a sangre fría es una vileza.

Sin embargo, cuando Juan vuelve adonde lo espera Esteban, lloroso, magullado y bañado ensudor, lo encuentra solo. A don Alonso no le ha dado tiempo a llegar porque se ha visto obligado adetenerse a vomitar los espumarajos de su vacío estómago apenas toma conciencia de lo que hahecho. Luego, preso de esa misma conciencia, se ha sentado un rato a esperar a que las manosdejen de temblarle y así recuperar algún dominio sobre ellas y el resto de su cuerpo.

—¿Qué has visto?Esteban pregunta a Juan sin malicia alguna, más bien por cortesía, intentando mostrar interés

por los asuntos que se trae entre manos su nuevo amigo. Ha escuchado un tiro bastante cerca, perotambién una docena más de ellos provenientes de diferentes puntos del horizonte. Los cazadoresabundaban por la región y no es extraño oírlos por la mañana temprano al acecho de lo que susperros husmean. Juan, que ha regresado exhausto y sin resuello, se toma un momento parareponerse, pero, sobre todo, para terminar de creerse lo que está a punto de decir.

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—Mi padre es un asesino.

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XIII

Al cabo de una hora, cuando Ascensión vuelve al cuarto de su padre a recoger a Felipedespués de que se hubiera olvidado de él por completo, se lo encuentra riendo a carcajadas.

—¿De qué te ríes?—Estoy jugando con el abuelo.En un primer momento, Ascensión no ve malicia en la palabra utilizada por Felipe para

nombrar a don Alonso. Abuelo es una palabra que se aplica a las personas mayores, tengan nietoso no, sean o no los verdaderos abuelos de quien los llama.

—¿Y a qué jugáis?—Pues él dice una palabra, así, como él las pronuncia, y yo tengo que adivinar lo que ha

querido decir. Solo hay una condición: tiene que estar en la habitación.—¿Ha hablado mi padre?—Sí, bueno…, así raro…, pero sí.—¿Y qué ha dicho?—Ha dicho caca.—¡Felipe!—¡Ha dicho caca, tía Ascensión! De eso me reía cuando ha entrado usted, pero no se

preocupe, que yo creo que ha querido decir taza.Don Alonso asiente mientras una extraña mueca —una que Felipe ya ha aprendido que se trata

de una sonrisa— se instala en su demacrado rostro.—Ha dicho que sí, ¿lo ha visto, tía? Diga otra cosa, abuelo.Ascensión lo ha visto y no da crédito. También ha vuelto a escuchar a Felipe llamar abuelo a

su padre y esta vez no le resulta tan natural como la primera.—Epo.Ascensión da un respingo. Es lo primero que le escucha a su padre desde que quedara

postrado sobre esta misma cama donde yace acostado y de la que no se moverá hasta el día en quele toque ajustar cuentas con el Sumo Hacedor. Felipe, sin embargo, pone cara de fastidio.

—Esa ya la ha dicho. Diga otra.—Epo.—¿Qué es epo, Felipe?—A lo mejor lo que quiere es que la adivine usted, tía. Ande, intente adivinarla.—No sé, ¿cepo?—¿Cepo? ¡Pero si aquí no hay ningún cepo! ¡Qué risa, qué mal juega! Epo es nieto.En ese momento, y ante la mirada alucinada de Ascensión, don Alonso saca la mano útil de

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debajo de las sábanas y señala a Felipe mientras repite una y otra vez Epo, epo. A Ascensión se leescapa un gritito.

—¡Jesús, María y José!Sin saber muy bien qué hacer, agarra a Felipe de la mano y lo arrastra fuera del cuarto

escaleras abajo hasta la cocina, donde le encomienda una cesta con algunos tomates y pepinos y lomanda a su casa con la excusa de que ya es la hora de comer y su madre lo debe estar esperando.

Desde la entrada, hecha aún un puñado de nervios, observa alejarse al niño por la mismacuesta abajo en la que un par de años atrás encontraron a don Alonso a un paso de la muerte. Encuanto lo ha perdido de vista, corre a buscar a su hermano. Está donde siempre, en ese oscurorincón donde le gusta trabajar la madera casi a tientas. En un minuto, atropellándose en cadapalabra, Ascensión le cuenta a Juan todo lo que acaba de pasar en el cuarto de don Alonso.

—¿Qué vamos a hacer?Juan, que ni siquiera se muestra sorprendido por lo que acaba de escuchar, coloca la

herramienta con la que estaba trabajando la madera en el viejo cangilón que perteneció a suabuelo y luego a su padre. Parece cavilar, pero no es así; en realidad ya lo tiene todo pensado.¿Qué otra cosa podría hacer sin tener que soportarla hasta su muerte sobre su conciencia? Perocomo Bótoa estaba tan cerca del final del embarazo, a Juan le dio por pensar que, después detantos años de injusticia, ¿qué podría importar unos pocos días más? Solo unos pocos días más detranquilidad, sin sobresaltos inesperados, para que su mujer pudiese afrontar el parto con latranquilidad necesaria. Por desgracia, no ha podido ser, porque ahora que su padre lo hadestapado todo, descubriéndole a Felipe la relación que los une, no está dispuesto a consentir quesu hermana se entere de lo acontecido por boca de nadie que no sea él mismo.

—Arréglate. Vamos a bajar a comer a casa de nuestra hermana.Ascensión parece dudar.—No creo que tenga mucho que ofrecernos. Yo mandé para una ensalada con Felipe, pero aun

así…Ascensión no espera una respuesta, y su hermano lo sabe. Habla para sí mientras corre a

quitarse el delantal y a cambiarse de blusa a su cuarto. Al pasar por la cocina dispuesta para salir,toma una hogaza de pan a la que le faltan un par de rebanadas y una botella de vino. En la puerta leespera Juan, que se ha sacudido la mayor parte del aserrín que llevaba adherido a la ropa amanotazos y se ha mojado el pelo en la pila donde abrevan las bestias para alisárselo hacia atráscon las manos. Ascensión piensa que un hombre de bien como su hermano no debería andar hechoun Adán, pero calla. Sabe, de otras veces, que sus palabras caerán en saco roto.

—Trae eso acá.Juan echa mano a la botella de vino y le da un tiento. No hay gula ni vicio en el gesto, tan solo

busca calmar la sed con algo que no sea agua.—¿No le decimos nada a Bótoa?Juan sigue pensando que es mejor que su esposa no se entere de eso antes del parto. Una vez

haya hablado con Margarita y los niños, les pedirá que no digan nada hasta que Bótoa dé a luz.Hacer partícipe a la parturienta de lo que ocurre solo añadiría incertidumbre y desasosiego a laintranquilidad que ronda las casas en las que hay un parto en ciernes.

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—Se ha echado un rato; será mejor no despertarla. Está ya muy pesada y se cansa confacilidad.

Al cabo de veinte minutos llegan a la casita junto al río. Ascensión toca a la puerta, aun asabiendas de que esta permanece siempre abierta. Margarita, vestida con su mejor sonrisa, loshace pasar y los acomoda junto a la mesa que Esteban talló en vida.

—¡Cuánto bueno! ¿A qué se debe la visita?—¿Está Luis?Felipe, que andaba revoloteando por ahí, entra como un torbellino a la casa y pide permiso

para sentarse sobre el regazo de Ascensión. Margarita lo mira con severidad, pero su hermana loencarama sobre sí mientras le busca las cosquillas con la punta de los dedos por todo el cuerpo.

—No, no está, pero no creo que tarde. Aquí solemos comer antes de la una y, por la hora quees, debe andar ya de camino.

Ascensión siente que algo que no es su sobrino se ha movido cerca de su mano.—No tendrás ese bicho contigo, ¿verdad, Felipe?Felipe se pone muy tieso. Los ojos, que se le quieren salir de las órbitas, buscan a su madre.—No.—¿Cómo que no?—No es un bicho. Es Quina.Ascensión coge a su sobrino con ambas manos por los hombros y lo planta en el suelo

conteniendo una arcada.—¡Qué asco!Margarita ríe.—Te está bien empleado por zalamera y por consentidora. A ver, ¿queréis algo o no?Juan prefiere esperar a Luis para decir lo que tiene que decir, e interpreta la pregunta de su

hermana a su conveniencia.—Yo un vaso limpio, que me voy a tomar un vino.Margarita pone tres vasos en la mesa acompañados de un plato en el que ha troceado uno de

los tomates y uno de los pepinos que ha traído Felipe con sal por encima. También pone trescucharas. Ella comparte la suya con su hijo, que en realidad es el único que come.

Antes de que el vino que Juan ha servido en los vasos se agote, aparece Luis. Trae la caña enuna mano y un par de pececitos enganchados en el sedal por las agallas en la otra. Luis no parecesorprenderse de encontrar a sus tíos en casa a esa hora y, si lo hace, no lo deja traslucir.

—Buenas.Margarita se levanta, recibe de su hijo los peces y los lleva a la cocina. Juan no le quita ojo a

su sobrino. Es todavía un niño, de eso no cabe duda, pero solo por fuera; por dentro es tan maduroque asusta.

—Siéntate con nosotros, Luis.Juan le sonríe. Luis no; ni siquiera le sostiene la mirada. Juan espera hasta que Margarita

vuelva de la cocina y tome asiento junto a ellos. Felipe, con Quina sobre la palma de su mano,revolotea por toda la casa mientras la asustada Ascensión lo sigue con la mirada vigilándolo paraque no se le acerque.

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—Tengo algo que deciros.Y Juan les cuenta de un tirón, sin permitir interrupciones, todo lo que su abuela Fátima le

reveló unos días atrás en el convento sobre el verdadero vínculo que los une. Las caras de Luis yde Margarita son de incredulidad. Creen ver en todo este entramado un ardid para hacerlosaceptar una caridad que no quieren y que, además, detestan.

—Quiero que tus hijos y tú dejéis esta cabaña y os vengáis a vivir a la casa familiar, como oscorresponde.

Margarita no puede por menos que estallar.—¡Acabáramos! ¿Así que ese era todo el tejemaneje que os traíais entre manos estos días

atrás? Ahora que vuestro padre está a punto de morir, le habéis perdido el miedo y os habéisatrevido a venir hasta aquí a ofrecernos vuestra caridad. ¿Pues sabéis lo que os digo? Que no laqueremos, que no la necesitamos y que estamos muy bien los tres aquí, en nuestra… cabaña, comotú la has llamado.

—Te digo la verdad, hermana. Al menos, la verdad hasta donde yo la sé. Te he contado todotal y como me lo contó la abuela Fátima el otro día. Si no me crees a mí, podemos acercarnos alconvento, pedir audiencia y que te lo cuente ella misma.

—Ya está bien. No me gusta que vengas a meterles ideas en la cabeza a los niños. Es cruel.Felipe, que hace rato que ha dejado de jugar con Quina, se ha apostado a la vera de su madre y

se restriega contra ella en busca de calor. Cuando todos han terminado de hablar, el niño se dedicaa tironear del vestido de esta hasta que consigue llamar su atención.

—Madre, don Alonso me ha dicho que soy su nieto.—Es cierto, yo estaba allí.Margarita se siente acorralada y busca consuelo en los ojos de Luis, que es el único que

parece estar de su lado; pero el muchacho está ocupado en regañar a su hermano con la mirada yno es consuelo, precisamente, lo que sus ojos destilan. No le parece justo que Felipe tenga quesoportar el enfado de Luis. Ella sabe que él no mentiría en algo así, pero no dice nada. Bastantetiene con tragarse los chillidos que le suben por la garganta con el ímpetu de un animal desbocado.También es consciente de que don Alonso no se prestaría para representar una pantomima comoaquella y que, por lo tanto, su hijo y el viejo dicen, o creen estar diciendo, la verdad. Margaritaentiende que necesita pensar antes de volver a decir nada. ¿Y si lo que cuenta su hermano Juanfuese la verdad? Definitivamente, necesita estar sola, salir de allí cuanto antes y pensar.

—Tengo que aclararme.Al ver que su madre se dirige a la calle, sus hijos hacen el amago de seguirla, pero ella los

detiene con un gesto de la mano antes incluso de que hayan tenido tiempo de moverse y les pide alos cuatro que la esperen un momento.

Una vez afuera, se dirige al tocón donde Esteban solía trocear la leña y se sienta sobre él. Seaverdad o no lo que acaba de escuchar, no está dispuesta a aceptar la caridad que sus hermanos leofrecen a cualquier precio. Ella no es Ascensión, que por cobardía ha renunciado a hacer su vida;ni tampoco Juan, un ser apocado, siempre a la sombra de su padre, que no ha sido hombre hastaque el anciano se ha visto recluido en una cama y su dicharachera esposa lo ha ido sacando poco apoco del ensimismamiento en que vivía. Sea o no verdad que don Alonso es su padre, no debería

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dejar que el orgullo le impidiese sacar una tajada favorable de la situación que se le presenta. Alfin y al cabo, ella es hija de Inés, y nunca ha sabido explicarse por qué los derechos que esacircunstancia le daban han sido ignorados por todos, incluso por sus hermanos. No, no estádispuesta a dejar volar la oportunidad de darles un futuro digno a sus hijos. Margarita intentacalmarse, junta las manos a modo de súplica, respira hondo y mira al cielo buscando unarespuesta.

—¿Qué hago, Esteban? Si tú estuvieras aquí, conmigo, sabrías qué hacer.Hablar con su hombre, aunque sea en forma de monólogo, le aporta el poso de tranquilidad

que le estaba haciendo falta. Poco a poco, las ideas empiezan a ordenarse en su cabeza, y aunquetodavía no sabe lo que va a hacer, sí tiene muy claro las cosas con las que no tiene intención detransigir por nada de este mundo. Ir a vivir con sus hijos a la casa familiar, como la ha llamadoJuan, es una de ellas. Convertirse en una sombra o renunciar a ser ella misma como han hecho sushermanos tampoco entra en sus planes. Pero lo que quiere, lo que le ha de pedir a Juan, ya queAscensión bendecirá con una sonrisa cualquier cosa que su hermano acuerde con ella, aún no lotiene claro. ¿Qué necesitan sus hijos y ella misma de las cosas que su hermano pudiera ofrecerle?Obviamente, dinero, pero no en forma de limosna, sino en forma de trabajo. Un trabajo con el quesudar a diario el pan que luego consumirán. ¿Y qué más? Margarita piensa un momento.¿Estudios? Sí, eso estaría bien. No para ella, sino para sus hijos. A ella le gustaría que ellossaliesen del pueblo, que se formasen en una profesión y que se mudaran adonde nadie losconociese ni hubiese oído nunca hablar de ellos. Porque si una cosa tiene por cierta, si algo haaprendido en esta vida, es que da igual el dinero que lleguen a tener o la posición que logrenalcanzar: si Luis y Felipe no salen de Malcocinado, nunca pasarán de ser los hijos de la negra.

Los últimos pensamientos la han levantado del tocón con un gesto en la cara a medio caminoentre la conformidad y el enojo. Una vez de pie, no quiere volver a sentarse. Se encamina denuevo hacia la puerta de su casa, acompañada por la presencia de Esteban que, según ella cree,está a su lado tranquilizándola y ayudándola a pensar. Porque de no ser así, ¿de qué otra manerahabría podido llegar ella sola a idear lo que está a punto de decir delante de todos?, piensa en unaclara actitud de menosprecio hacia su persona y sus capacidades.

Margarita entra en la casa dueña de sí. Mientras se sienta a la mesa tomando a Felipe enbrazos, sus hermanos y sus hijos la miran en silencio, con expectación. Ascensión, a la que el pesode su conciencia cristiana mantiene aprisionada desde que se enterara de la injusticia que se habíacometido con Margarita, desea oír que su hermana acepta volver a vivir con ellos; que entre lasdos llevarán la casa, y la cocina, y el huerto; que andarán juntas todo el día y que su hermana sesentará con ella de igual a igual en la mesa de los señores cuando se sirva el almuerzo. Juan, encambio, no está tan seguro de quererlo. Se ha quitado un peso de encima cumpliendo el encargo dela abuela Fátima, y cree poder escapar del revuelo que irremediablemente se formará en el pueblocon tan escandalosa noticia si Margarita se niega a aceptar la ayuda que le ofrecen. Luis, tanasqueado como aburrido con la siempre incómoda situación de tener que estar esquivando lalimosna que sus tíos le arrojan en su cara de hombrecito desnutrido, desea de todo corazón que sumadre les dé una reprimenda tan grande a sus tíos que no les quede a estos ganas de volver porallí en mucho tiempo y, menos aún, a ofrecer su maldita misericordia de barrigas llenas de pan

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diario. Felipe solo quiere que su madre vuelva a sonreír. A él no le importa quién paga la comidaque se come, vivir en un lugar o en otro, ser blanco o negro, que su abuelo sea su abuelo o que elpueblo entero lo señale por la calle mientras susurran. Para él lo único importante es que su madrele dé un beso por las noches cuando lo pone a dormir en su cama, le sonría, le abrace y le deseefelices sueños. Felipe no pierde el tiempo preguntándose si le gusta su vida o si le gustaríacambiarla; simplemente se ha dado cuenta de que vive mucho más contento si su madre lo estátambién.

—Juan, antes de nada, quisiera aclararte que esta casa donde vivo con mis hijos, la queEsteban arregló, casi levantó él mismo con tanto sudor, no es ninguna cabaña, sino nuestro hogar.

—No era mi intención molestaros; tú lo sabes.—Lo sé. Solo te lo digo para que te sea más fácil comprender por qué no voy a aceptar tu

propuesta de que vayamos a vivir con vosotros. Mira, Juan, si de verdad queréis ayudarnos…—No es ayuda, Margarita, es justicia. Queremos que lo que por derecho siempre ha sido tuyo

lo empiece a ser realmente.—Me da igual cómo lo quieras llamar. ¿Estás más a gusto si lo llamamos justicia? Pues ya

está. Si lo que queréis es hacer justicia, entonces te pido que mandes a Luis al seminario deBadajoz para que se eduque.

—No, madre, de eso ni hablar. Yo me quedo aquí con usted y con mi hermano.—Claro que irás, porque tu tío va a correr con todos los gastos, ¿no es cierto, Juan?—Por supuesto, si es eso lo que deseas… Aunque yo había pensado que empezase a trabajar

conmigo en la serrería.—No, Juan. Si quieres ayudar a tus sobrinos, consigue que Luis entre en el seminario. No para

ser cura si él no quiere, sino para labrarse un futuro y para que vea algo de mundo también, y no sequede aquí en este bendito pueblo embruteciéndose de por vida.

Su hermano Juan asiente en silencio. Él había pensado en algo parecido para su hijo nonato,por eso no le es difícil entender a Margarita. Además —ha calculado rápidamente—, mandar aLuis fuera y sostenerlo económicamente puede llegar a darle la superioridad moral que necesitapara pedirle a su hermana que guarde silencio sobre el asunto.

—En cuanto a Felipe y a mí, seguiremos viviendo aquí, en nuestra casa, y si de verdad quieresayudarnos, o hacer justicia, o lo que sea, no me traigas dinero cada semana, ni me mandéis comidacon los niños cada vez que os los crucéis. Más bien devuélveme mi antiguo trabajo. Felipe ya nome necesita aquí todo el día cuidando de él. Deja que me sienta útil, que me gane un jornal. Yo erabuena cocinera; todavía lo soy.

—No creo que haya ningún problema en conseguir lo que me pides. Estábamos a punto decontratar a una muchacha del pueblo para ayudar a la cocinera nueva, ¿no es cierto?

No, no lo es, pero Ascensión, que conoce a Margarita, sabe que a su hermana hay que venderlelas cosas así, sin que se note mucho que está siendo favorecida; por eso asiente con entusiasmo.

—Otra cosa más. Felipe comerá conmigo todos los días y luego me ayudará en la cocina parapagar con su trabajo por la comida.

—¿Para qué? Eso no es necesario. La cocinera nueva se lleva todos los días la comida para suprole cuando se marcha a casa, ¿por qué ibas a ser tú menos? No, no me parece bien.

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—Escucha, Ascensión, yo sé que a ti, que llevas toda la vida siendo dueña y señora de todo loque te rodea, te parece natural que alguien que no tiene se lleve la comida que ha sobrado sinnecesidad de pagar por ella. Pero para mí, que tengo alma de pobre, y que me moriré con ella pormucho dinero que llegue a tener, eso es mendicidad, y nada de lo que me puedas decir hará quepiense de otra manera.

Un silencio incómodo se instala en la casa. Juan y Ascensión se sienten como si, en vez dehaber sido portadores de buenas noticias, estuvieran en deuda con su hermana, aunque, sin duda,es Luis el que, de los cinco, siente que le ha correspondido la peor parte. ¿Qué va a hacer él en unseminario? Su sitio está aquí, ayudando a que su pequeña familia salga adelante. Por ahoraprefiere callar, porque no le parece bien llevarle la contraria a su madre delante de sus tíos, peroél sabe que aún no se ha dicho la última palabra sobre el tema. No, no se marchará a ningún sitiosin presentar batalla.

Felipe, en cambio, sigue instalado en su particular mundo feliz. A él le ha parecido, sin llegara entender muy bien todo lo que allí se ha dicho, que su madre ha salido vencedora de la batalladialéctica que ha tenido lugar. Está algo apenado por su hermano, eso sí, pero como tampoco sabelo que es un seminario, su pena no alcanza a eclipsar la felicidad que comparte con su madre.

Margarita se siente satisfecha con la forma en que ha manejado la situación. No sabe de dóndeha sacado el coraje para hablarle así a su hermano, ni entiende cómo ha sido capaz de pensar todolo dicho y, mucho menos, de encontrar la manera de expresarse. Está contenta con lo que haresultado de todo aquello, y sabe que Esteban, que no se ha movido de su lado, lo debe estartambién. Ahora lo difícil va a ser meterle en la cabeza a Luis que lo mejor para él es marcharsedel pueblo y encerrarse en un seminario los siguientes seis años de su vida, pero sabe que enúltima instancia cuenta con la ventaja que le da la obediencia ciega que sus hijos le profesan sinresquicio. Entra dentro de lo posible que las discusiones por este tema se den a diario entre losdos en el mes largo que aún queda para que empiecen los colegios, pero Margarita sabe que, alfinal, se impondrá su voluntad.

—Bueno, pues si todo está aclarado, voy a preparar esos pescados que ha traído mi hijo.—Esto es muy poco para los cinco, Margarita. Mejor subimos al taller, que hoy hay migas con

melón, y yo sé cuánto te gustan a ti las migas…, y el melón no digamos.A Margarita se le ha hecho la boca almíbar, pero una vez más, su orgullo le impide aceptar la

suculenta oferta que le hace su hermana.—Mañana. Mañana comeremos todos allí, pero hoy sois mis invitados, dejadme que os

atienda. Además, no creo yo que vaya a pasaros nada porque paséis hambre un día.

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XIV

Luis odió cada minuto de su primer año en el seminario de Badajoz. Por eso, cuando regresóal siguiente verano a Malcocinado —Para que pases unos días con tu familia terrenal, como ledijo su tutor de latín—, tenía la secreta convicción de que ya no volvería.

Se había propuesto hacer comprender a su madre que lo que él quería, y lo mejor para todos,era quedarse en el pueblo junto a ella y su hermano para ayudarla a salir adelante, como siemprehabía hecho. La respuesta de Margarita, al igual que todas las veces que lo hablaron antes de queél ingresase, fue tajante. Aquí no haces falta, ya ves lo bien que nos apañamos tu hermano y yo.Como más ayudas es volviendo al seminario. A Luis le resultó muy doloroso que su madredespreciase su ayuda de una manera tan poco delicada, y se lo hizo saber cada uno de los días deese verano, pero ella no solo no retrocedió ni un centímetro en su posición, sino que, además, eldía en que su hijo se marchaba para retomar los estudios, le hizo jurar que aprovecharía el tiempoque allí pasara en hacerse un hombre de bien.

El segundo año, bien fuese por intentar que este se le pasase más deprisa o por hacer honor ala palabra dada, Luis lo encaró de forma bien distinta. Se enfrascó en sus estudios sobre la Bibliade tal manera que, cuando la madre lo volvió a ver, como siempre en vacaciones, tuvo laimpresión de que su hijo se había implicado en exceso. Parece un místico, le comentó Felipe a sumadre entre risas. Tampoco ayudó que ese verano muriese don Alonso, que gracias a la alegríaque Felipe le contagiaba en sus constantes visitas había logrado sobrevivir casi dos años aldesahucio de un par de semanas que le augurara el médico del pueblo en su diagnóstico másoptimista. Don Alonso murió feliz justo un día después de que lo hiciese Quina. Y Luis, muyinfluenciado por todo lo que traía visto y oído en el seminario, quiso ver en aquella coincidenciala tan esperada llamada al sacerdocio, y así se lo comunicó a la familia.

Margarita no dio muestras de que la noticia le afectase, sabía que ese era uno de los riesgosque había que correr cuando decidió mandar a su primogénito al seminario. En lugar de eso,escuchó lo que su hijo le exponía cada día y alabó sus opiniones y pareceres, mientras ella sededicaba, por su parte, a conversar cada noche con Esteban, por ver si entre el fantasma y ellaeran capaces de encontrar una solución.

Cuando creyó haberla descubierto tampoco dijo nada; prefirió esperar hasta el último día,para evitar así que su hijo tuviese tiempo de reflexionar sobre la tarea que ella le imponía y lerebatiera y cuestionara, dejando el plan en evidencia y, por tanto, inválido.

En el andén del apeadero del tren, de pie frente a su hijo, reteniéndose a duras penas laslágrimas, Margarita le pidió, mientras sonreía con dulzura, que para el siguiente curso, además deseguir aplicándose en los estudios como hasta ahora había venido haciendo, se hiciera amigo del

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muchacho más simpático que hubiese en el seminario. Luis, pensando que esa era unarecomendación más de las muchas que todos le hacían el día de su despedida, se abrazó a sumadre, la besó, la soltó de nuevo y subió al tren.

Cuando Luis volvió a aparecer asomando la cabeza por la ventanilla de su compartimento trashaber acomodado la maleta, una algarabía de besos lanzados y de frases de despedida loaturdieron apenas un instante. Con voz chillona, casi histérica, su madre los mandó callar a todos,y cuando el tren ya arrancaba, mirándolo fijamente a los ojos, le habló por última vez aquelverano.

—No vayas a echar en saco roto lo de hacerte amigo de alguien simpático.Margarita pensaba, con acierto, que su hijo no podía ser el único alumno del seminario que

hubiese ingresado en él sin poseer una clara vocación, sino todo lo contrario, y que animándolo ahacer amistad con alguien de carácter alegre, del estilo de su hijo pequeño, pudiera ser que Luisse diese cuenta por sí solo de que la recién surgida vocación no era sino una consecuencia delambiente de mojigatería e impostada beatitud en el que seguramente estaba inmerso el seminario.No era una apuesta muy segura ni un plan muy desarrollado, pero no se perdía nada intentándolo.

Andrés, natural de Castilleja de la Cuesta, provincia de Sevilla, hablaba con un acento festivoy pegadizo y se desenvolvía con un desparpajo impropio del sobrio edificio en el que moraban. ALuis le costaba imaginárselo llevando la vida modélica que se suponía que todos habrían de llevarcuando se ordenaran sacerdotes. Ese tercer curso, a pesar de lo distintos que eran y debido a lainsistencia que Luis mostró los primeros días del otoño, se hicieron inseparables. Andrés, quesiempre había llamado a Luis el Soso en sus conversaciones con el resto de los seminaristas,comenzó a llamarlo Luisito en las largas y amenas charlas que mantenían después de las clases.

—No, Luisito, ¿cómo se te ocurre decir tal cosa? Contar un chiste no es pecado. Pecado seríacontarlo mal.

Aquel verano, el de después del tercer curso, su madre lo encontró muy guapo. Había crecidobastante, y aunque seguía tan serio como siempre y aún se percibía que seguía bulléndole la ideade tomar los votos, también se le notaba más abierto. Y cuando, una tarde en la casa taller,señalando la barriga de Bótoa, que estaba de nuevo embarazada, Luis le hizo una broma a su tío, aMargarita casi se le saltan las lágrimas de la emoción.

—A ver si hay suerte, tío, y este le sale leche como el primero, y no café.Definitivamente, su hijo se estaba convirtiendo en alguien muy normal. Ahora solo faltaba

centrarlo.—Hijo, quiero que este curso pienses en tu futuro. ¿De verdad quieres ser cura?—Creo que sí, madre.—Bueno, no es que esté mal, no diría yo eso, pero tú piénsatelo, ¿lo harás?El segundo embarazo de Bótoa no había sido la única novedad de ese verano. Su tía

Ascensión, liberada de la promesa que le hiciera a su padre de no casarse hasta que él hubiesefallecido para poder cuidarlo mientras durase su enfermedad, había accedido a sus cuarenta y dosaños cumplidos a dejarse visitar por un viudo de más de cincuenta, sin hijos ni parientespróximos, que llevaba toda la vida trabajando como oficial ebanista en el taller que ahora era desu hermano.

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Tres años atrás, Juan no había podido evitar que el rumor de la impureza de la sangre quecorría por las venas de la familia se extendiese por el pueblo. Avergonzado por el acto en sí, lehabía pedido a Margarita que ni ella ni sus hijos contasen nada de aquello. Y aunque locumplieron escrupulosamente, no impidió esto que las gentes del pueblo se oliesen gatoencerrado. Demasiada generosidad tan de repente con la negra y con sus hijos, decían. La vueltaal trabajo de Margarita y los dispendios que hacía Juan para mantener a un diácono con todos losgastos consiguientes un curso detrás de otro no encontraban otra explicación entre las gentesllanas, que precisamente por serlo suelen acertar en estos temas que a nadie más deberíaninteresar fuera del ámbito familiar. Pero a pesar de todo, pudieron más en el ánimo del viudoebanista las ganas de dejar de estar solo que el qué dirán del pueblo deslenguado.

Ese verano, Luis le comentó a la pareja en una de las visitas dominicales en las que coincidiócon el viudo en casa de sus tíos que, si esperaban, él mismo los casaría.

—Si esperamos más, me será imposible tener hijos con este señor. ¿No ves que a ninguno delos dos nos queda mucho para que se nos pegue el arroz definitivamente?

Se casaron ese mismo invierno, un domingo de febrero. La novia, aunque ya no era una moza,lució bella en el traje de hilo rosa que usaran, antes que ella, su madre y su hermana. El novio, sinembargo, un anciano prematuro muy seco de carnes, parecía vestido de prestado dentro del trajeque ya se pusiera en su juventud en su primer enlace. Luis no pudo acudir a la ceremonia, de lamisma manera que no acudirían los deseados hijos al matrimonio, ni ese año ni ningún otro. Aquien Dios no le da hijos, el diablo le manda sobrinos, solía quejarse con amargura la pobreAscensión, pero luego recapacitaba. No se puede tener todo, y yo tengo mucho, se decía paraconsolarse.

Y no fue porque no lo intentasen, nada de eso, que en más de una ocasión hubo de acudir elantiguo viudo en busca de ayuda al médico y al boticario, cuando no a la bruja del pueblo, paraque le auxiliasen en encontrar las fuerzas que le faltaban para aplacar el tremendo fuego de susegunda esposa.

El cuarto año de Luis fue el de las dudas, el de reunirse con su consejero espiritual cada dospor tres, siempre con la misma monótona cantinela: Serviré, padre, o más comúnmente encorrillos improvisados con el resto de condiscípulos: ¿Has sentido tú la llamada? Algunosdecían que sí, otros que no, y la gran mayoría, que no sabían, que había habido señales, pero quecarecían de la sabiduría necesaria para interpretarlas.

Fue el siguiente verano, el que siguió a aquel año repleto de dudas, cuando Luis, que habíacumplido ya los dieciséis, se fijó por primera vez en María de la Jara. Ella era un año menor queél, más baja que alta, morena de piel y apretada de carnes.

Luis llevaba dos semanas en casa cuando coincidió con ella en el remanso que hace el río bajolos llorones —sus buenos dos kilómetros fuera del pueblo, siempre en dirección al mar, aunqueaún muy lejos de él—, donde los mozos y mozas de toda la comarca solían darse refrescantesbaños cuando llegaba el calor.

Ellos, los mozos, usaban calzón hasta media pierna. Ellas, camisa y enaguas. Las de María dela Jara, como las del resto de las muchachas, eran blancas de paño vasto, aunque a Luis leparecieran especiales, como si se tratase de la envoltura que el sabio diablo da a los pecados que

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han de proveer la perdición del alma del pobre incauto que beberá de ellos, por el simple hechode que fuese ella quien las vistiera.

Cuando esa bulliciosa tarde del recién estrenado verano María de la Jara emergió del aguacon las ropas pegadas a las prietas carnes, mientras ganaba la orilla caminando torpemente sobrelos redondeados guijarros, Luis sintió un pinchazo en el estómago que lo obligó a caer sentadosobre sus nalgas y un golpe en su interior que lo dejó de rodillas, postrado ante un verdugo que nisiquiera imaginaba que pudiera serlo.

Sobre la húmeda pradera que tapizaba la margen del río desde la que observaba el cautivadorespectáculo, Luis no solo quedó paralizado: también perdió el habla y hasta el recato, cosa quetodo el mundo sabía que el muchacho nunca descuidaba.

En el camino de vuelta al pueblo, sin pararse en consideraciones, se las ingenió paraintegrarse al grupo en el que ella andaba. Luego, pensando que así se libraría del testigo de vistaque más le podía importunar, mandó a su hermano por delante y lo riñó con la mirada cada vezque este se volvía hacia él o simplemente se detenía, hasta que lo vio perderse en el polvo de latarde.

Unos cientos de metros antes de llegar al pueblo, haciendo acopio de un descaro que nisiquiera él sabía que poseía, se atrevió a cogerle una mano a la muchacha. Ella, que hacía rato quese barruntaba las intenciones de Luis y que, por alguna razón que no llegaba a explicarse del todo,estaba deseando que este se atreviera a llevarlas a cabo, no se soltó. Los dos, presas fáciles delnatural nerviosismo que produce la inexperiencia, enrojecieron hasta los tuétanos aunque, comoninguno se atrevía a mirar al otro, a ambos les pasó inadvertido el mal trance por el que pasaba sucompañero.

Luis, en el colmo del atrevimiento, tiró de ella sin importarle las risas ni los comentarios delresto de los muchachos del grupo en el que iban, y la sacó del camino. Juntos, como estarían desdeese día el resto del verano, se internaron corriendo en el bosque. La alocada carrera terminó juntoa un descascarillado eucalipto, donde la fragancia que el árbol dejaba escapar los envolvió.María de la Jara, abriendo una puerta que antes que ella habían abierto todas las mujeres de lahistoria cuando se habían visto en la situación en que se hallaba la moza aquella tarde, se apoyóde espaldas en el tronco. Luis, que erróneamente pensaba que la puerta la había derribado él ysolo él, la tomó de la cintura y la besó largamente. Al separarse, se miraron a los ojos esperando aque el otro rompiese el incómodo silencio. Luis no supo qué decir y a ella no se le ocurrió otracosa:

—Pero, chico, ¿tú no ibas para cura?—Eso está por verse.Luis llegó a la casa junto al manantial con el sol muy bajo y los ojos rebosando desasosiego.

Al entrar, saludó a su madre, que lo estaba esperando con la cena servida. Felipe, que seencontraba en su cuarto, apareció en la puerta con Furia sobre la cabeza. Furia era el hurón blancoque había llegado para sustituir a Quina.

—Luis tiene novia.—¡Mentira!—A ver, hijos, por favor, tengamos la fiesta en paz.

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Margarita prohibió a sus hijos hablar más sobre el tema, pero luego, a la luz de las velas,mientras Felipe se hacía el dormido, le habló a Luis de las mujeres, de cuán volubles podíanllegar a ser, y caprichosas y manipuladoras… Y le aconsejó muchas cosas, pero más que ningunaotra, le pidió prudencia.

—Pero usted no es así.—Yo soy tu madre, y esa es otra categoría de mujer completamente distinta a la que tú te vas a

tener que enfrentar a partir de ahora.—¿Fue usted así con padre?—Claro que no.—¿Entonces?Margarita no contestó a la pregunta que su hijo le hacía, sino que, obviándola, volvió a decirle

que tenía que ser prudente; prudente e inteligente al mismo tiempo…, aunque en este caso enparticular venían a ser la misma cosa. Le dijo que ella ya intuía que un mozo tan apuesto como eraél tenía muy difícil llegar a ordenarse. Y él supo que ya no le hablaba de mujeres, sino de susestudios. Le dijo que ahora era primordial que acabase los dos años que le quedaban en elseminario para que lo admitiesen en alguna universidad y que, además, debía hacerlo sin quedaren mal lugar con los curas, pues Felipe también iría a ese mismo seminario pronto. Le dijo que noestaría mal que le hablase desde principios de curso a su consejero espiritual sobre las dudas quealbergaba acerca de su vocación, para ir preparando el terreno. Luis juzgó prudente no revelarle asu madre que eso ya venía haciéndolo desde el curso pasado.

Al iniciarse su penúltimo año, antes incluso de que las hojas de los árboles comenzasen aamarillear en sus ramas, decidió sincerarse con Andrés. Le contó que había conocido a una mozaen verano; le dijo que lo que sentía por ella le estaba haciendo dudar sobre su futuro en elsacerdocio. Andrés, sonriendo con satisfacción por lo que oía, le confesó a su vez que él teníanovia para casarse en el pueblo, pero que quería ingresar en la Facultad de Arquitectura y que elseminario había sido la forma más asequible que había encontrado su familia —humildeszapateros de pueblo que lo mismo calzaban cristianos que herraban bestias— de procurarle losestudios necesarios para que pudiese tomar el examen de ingreso en la universidad de Sevilla conesperanzas de éxito.

La culpa compartida es siempre más llevadera, por lo que Luis pudo volver a concentrarse ensus estudios sin hacer demasiado caso a su conciencia.

Al verano siguiente, nada más llegar al pueblo, a las amigas de la que él pensaba que seguíasiendo su novia les faltó tiempo para irle con el cuento de que María de la Jara se había casado enenero con bastantes prisas. Lo primero que pensó Luis al escuchar la inesperada noticia fue queMaría de la Jara era una fresca y que le había dado a otro, o a otros, lo mismo que le habíaentregado a él el verano anterior. Luego, arrastrado sin duda por las inseguridades que carganconsigo los novios primerizos, le dio por pensar que quizás la culpa también podía haber sidosuya, que no había sido lo suficientemente convincente cuando se despidió de ella, y que lamuchacha no le había creído cuando le había asegurado una y otra vez que no se haría cura, quevolvería para casarse con ella en cuanto terminase su educación. Más tarde, dándole vueltas alasunto en su castigada cabeza, tratando de que el incidente se saldara sin culpables, quiso creer

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que a María de la Jara simplemente le había faltado paciencia, o que el ardor que había entre ellosa ella se le había acabado, que la distancia y el tiempo lo había ido enfriando hasta dejarlo gélidoy duro como el pedernal.

Pensó todo eso y mucho más durante los días que le duró la pena, e incluso después, muchasveces, durante su larga vida, cuando sin motivo, arrastrado por el tedio que amontonaba sobre élla existencia tranquila que llevaba, le daba por preguntarse, como a tantos otros, qué habríapasado si en lugar de esto hubiese pasado aquello. Pero nunca, ni siquiera cuando los años ledieron la experiencia y la capacidad para ver su pasado bajo el prisma que otorga la sabiduría,llegó siquiera a sospechar la verdad.

La muchacha, una semana después de que Luis se marchase de nuevo al seminario, había sidosorprendida llorando por su hermana mayor. Una vez pillada, la pequeña decidió dar rienda sueltaal dolor que albergaba en su corazón, rompiendo a llorar de una manera menos contenida de comovenía haciéndolo hasta ese día, pues había cogido la costumbre de sentarse a dejar caer unascuantas lágrimas todas las tardes, cuando se sabía sola en la casa. Pero quiso la mala fortuna queese día su hermana, la única que tenía y que ya no vivía con sus padres desde que se casara el añoanterior, decidiera pasarse a esas horas a recoger las ropas que entre la madre y ella lavaban yplanchaban para entregarlas después a las casas a las que pertenecían. La hermana de María de laJara sabía que esa forma de llorar, en la edad en que la pequeña se hallaba, solo podía significaruna cosa, así que, pasándole un comprensivo y tranquilizador brazo por los hombros, le pidió queno llorase más y que, en lugar de eso, le contase lo que le pasaba.

La mayor de las hermanas sonreía indulgente mientras María de la Jara le exponía sus cuitas.Incluso llegó a ofrecerle un par de consejos que la ayudaran a sobrellevar mejor el regreso de suamado, pero su rostro se volvió grave y su comprensión intransigencia cuando conoció por bocade María la identidad del que mantenía a su hermana sumida en aquel trance.

A la hermana mayor le faltó tiempo para irle con el cuento a su madre, y a esta, piernas paraacudir donde su esposo.

—¡Con el hijo de la negra! ¿Pero dónde tiene esta muchacha la cabeza?Ese fue el verdadero motivo de las prisas, y no andar tapando un embarazo, como todo el

mundo supuso en un principio, aunque enseguida se supo que no había sido por eso cuando, con elpasar de los meses, se negó a crecer la barriga de la supuesta pecadora.

A los padres de María de la Jara les costó sus buenos caudales casar a su hija con el tonto delpueblo, y a ella, una buena tunda por intentar negarse al enlace y a cargar con un idiota por el restode sus días para salvaguardar la honra y la limpieza de sangre de la familia.

Cuando Luis conoció la noticia de la boda, anduvo mohíno unos días por motivos del corazón,que no de vocaciones confundidas, pues había decidido que sería médico y eso, por ahora, lo teníaclaro. La profunda pena que le desgarraba el alma y que no permitía que ningún alimento se leasentase en el estómago como es debido le duró exactamente una semana; justo hasta la tarde enque su meditabundo deambular lo llevó a una solitaria era en la que se tumbó a la sombra de unmontón de paja, a seguir compadeciéndose de su mala fortuna. Porque esa tarde conoció aTomasa. La moza, feúcha y esmirriada, era por demás generosa en lo referente a los avancescarnales, lo que le curó en menos de diez minutos de su desenamoramiento.

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Unos días después de la sanadora tarde en la era, conoció a María, pero no de la Jara, como laprimera, sino del Calvario, más desaborida que Tomasa en la intimidad, pero muy guapa. Tambiénconoció ese verano a Sagrario, a Rosaura y a alguna más. El muchacho, sin siquiera buscarlo, sehabía convertido prácticamente de la noche a la mañana en un mujeriego. Resultó que las mismasrazones que lo hacían despreciable a los ojos de los padres lo convertían en un personajenovelesco e irresistible en la ardiente imaginación de las rebeldes adolescentes, que se lodisputaban entre ellas como si Luis fuese la más preciosa y singular muñeca de porcelana con laque, hasta hacía tan solo un par de años, ellas aún jugaban.

Sin darse cuenta, entre tanto devaneo, uno de los veranos más felices de su vida, si no el quemás, tocaba a su fin, y otra vez su madre volvía a la carga con los consejos y tareas para el cursoentrante.

—Recuerda que es tu último año en el seminario. Deja un buen sabor de boca, para que no seceben los curas en tu hermano y lo echen de allí. Recuerda que Felipe no es como tú; intentaecharle una mano cada vez que puedas. Recuerda lo duro que fue tu primer año.

—Sí, madre, no se preocupe usted.Durante ese último año, nunca vio Luis a Felipe ni supo de él después de que, llegados al

seminario en el mismo tren, cada uno tomase su camino —estaban en distintos edificios y lacomunicación entre ellos era del todo imposible—. Así que no fue sino hasta el verano siguientecuando se enteraría de que el siempre díscolo Felipe había dejado el curso a medias y regresadoal pueblo porque decía ser más feliz un segundo cepillando madera podrida que todo aquel tiempomuerto recitando hipocresías.

Según le contó Felipe cuando se volvieron a ver, madre le había retorcido las orejas hasta casiarrancárselas cuando se presentó en la casa con la maleta a mediados de diciembre, pero él habíapermanecido en sus trece y Margarita no había tenido más remedio que aceptar que su hijopequeño sería ebanista y que, en contra de lo que ella esperaba, este pasaría sus días en el pueblohasta que la muerte, ya muy viejecito y achacoso, aunque conservando siempre intacta su rebeldíay sus ganas de disfrutar, le alcanzase.

Sin embargo, no había sido solo el amor a la madera lo que le había traído de vuelta, ni queechara de menos el pueblo y la libertad que en él disfrutaba, ni que le hiciese falta estar con Furiay sus amigos de correrías y también con su madre, aunque le castigase y le maltratase pordesobediente.

El verdadero motivo de su temprana expulsión —porque eso es lo que realmente fue, aunqueél contase a todo el mundo que había sido una deserción— no tuvo tampoco nada que ver con elrancio ambiente que, según el muchacho, se respiraba en el seminario, ni con que lo que allí lehacían aprender le pareciese una sarta de mentiras. La razón no fue otra que la de ser pillado poruno de los sacerdotes haciendo comulgar a los patos que vivían dentro del seminario con lasobleas de consagrar. Felipe, que ya había sido castigado unas cuantas veces por su indisciplina,juró que se corregiría, pero la paciencia de los profesores —sobre todo, la de uno de ellos, quehabía sido untado de melaza y emplumado mientras dormía y que, aunque no había podidodemostrarlo, tenía más que fundadas sospechas de que él había sido el autor de la fechoría— sehabía agotado, y Felipe fue enviado de nuevo a su pueblo con una carta escrita y firmada por todos

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los que se sentían agraviados por el exseminarista, que no eran pocos, y que este destruyó encuanto se quedó solo en el tren de vuelta hacia lo que él pensaba que sería una muerte segura amanos de su madre.

Pero de todo esto, a pesar de lo bien que le hubiese venido saberlo, no tuvo Luis noticiasdurante el curso. El revuelo que debía haber causado el incidente no salió nunca del círculo de loseducadores, que se cuidaban mucho de que cualquier indisciplina pudiese llegar a oídos de lospadres de los alumnos que con sus dineros sustentaban el buen funcionar del edificio en el quetodos trabajaban y vivían.

El disgusto de recibir al pequeño de vuelta acaparó toda la atención de la atribulada madre,que no fue capaz de pensar en lo bien que le hubiese venido a su primogénito sacudirse de susespaldas la pesada carga de intentar quedar bien con los curas para que estos no se cebasen enaños sucesivos con su querido hermano. La vergüenza, por una vez, pudo más en su ánimo que lapracticidad, y prefirió negarle a Luis el alivio que tanto necesitaba.

A este, la presión de disimular a cada rato con los profesores y la mayoría de los seminaristasse le estaba haciendo insufrible; además, las reuniones que mantenía todos los lunes y viernes consu consejero espiritual eran cada vez más intensas. Andrés, la única válvula de escape con la quecontaba dentro de las asfixiantes paredes del seminario, le sugirió que hablase con su consejero yle dijese que no se sentía capacitado para el sacerdocio, pero que le gustaría probar un par demeses en algún convento de clausura por ver si allí encontraba a Dios, y así lo hizo.

Una mañana de marzo, plena de hielos tardíos, partió Luis hacia la estación del tren con pasajede tercera en la mano, instrucciones escritas del itinerario en el bolsillo y una carta derecomendación de su consejero, firmada a su vez por todo el profesorado, donde lo describíancomo un muchacho capaz, voluntarioso y algo perdido en el camino de la vocación, que buscabaretiro para poder pensar.

Llegó al convento anochecido, donde lo recibió el padre Cristóbal, el confesor de la orden; unseñor mayor, lleno de achaques y por completo carente del más mínimo sentido del humor, cuyamayor virtud era la de ser un hombre práctico. Luis había llegado en calidad de ayudante delprelado, puesto que, hasta aquel día, no existía, por lo que el padre tuvo que inventar sobre lamarcha cuáles serían sus deberes en el cargo. Decidió y le expuso allí mismo —sentado en unasilla que no parecía muy cómoda, pero que a Luis, al que no se le había dado permiso parasentarse, le pareció el paraíso— que lo asistiría en misa como si fuese un monaguillo y loayudaría con el huerto cada mañana; y que, además, lo acompañaría allá donde fuese para que asíse hiciese una idea lo más clara posible de lo que era el sacerdocio. También hubo de buscarleacomodación. Para tal efecto, el padre Cristóbal pidió a las hermanas que le ayudaran a vaciar detrastos un cuartucho anejo a la sacristía y a meter en él un pequeño camastro arrimado a un rincón.

—Dígame, joven. ¿Qué es lo que ha decidido que estudiará cuando ingrese en la universidad?La pregunta lo cogió desprevenido, abrió la boca para protestar, pero en el último momento,

cuando ya casi articulaba la primera sílaba, prefirió no hacerlo. ¿Para qué, si ni siquiera era capazde convencerse a sí mismo?

—Acomódese en su cuarto. En menos de una hora las hermanas nos traerán la cena.Durante el refrigerio nocturno, frugal e insípido como solo podía serlo en un convento de

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clausura, ninguno de los dos habló. Luis terminó enseguida, pero decidió que esperaríacortésmente a que el padre Cristóbal le hubiese dado fin a su ración para pedir permiso y retirarsea dormir. Estaba tan en las últimas que le parecía imposible permanecer despierto un segundomás; ni siquiera sabía si le alcanzaría la voluntad para desvestirse antes de derrumbarse sobre elcamastro. Por eso, el anuncio que le hizo el padre Cristóbal, cuando daba uno de los últimosbocados y él veía ya cercano el liberador consentimiento para retirarse, lo percibió como unaofensa a su integridad física y lo dejó indefenso, abatido y entregado a su suerte última, que Luis,quien nunca había sido una persona débil, daba por cierto que sería su muerte por agotamiento.

—Espero que no esté muy cansado. Al traernos la cena, una de las hermanas me hacomunicado que sor Carmen agoniza; posiblemente no pase de esta noche. Lleva enferma muchotiempo y está muy mayor. Ya han mandado recado a sus familiares, que a más tardar estarán aquímañana o pasado.

Los familiares que llegaron a media mañana del día siguiente fueron sus tíos Juan y Ascensión.Margarita, que no podía saber que su hijo estaba allí, pretextó tener que quedarse a atender lacocina para no ir con ellos cuando sus hermanos intentaron convencerla de que ella también debíair a despedir a su abuela.

—Además, no la conozco. No, no iré. No me parece apropiado.Si hubiese sabido esa noche que la anciana decrépita que estaba a punto de ayudar a morir en

gracia de Dios era su bisabuela Fátima, hubiese sentido algo más de entusiasmo al conocer lanoticia de que no podía marcharse a la cama; y, durante la noche, cuando ella habló y habló hastasegundos antes de su muerte, le hubiese prestado atención a todo lo que la moribunda sacó de suconciencia con voz desmayada y firme propósito de enmienda. Pero no lo hizo. Quizás fue mejorasí, aunque eso no lo consoló al día siguiente, ni impidió que se sintiese mal cuando sus tíos,después de dar gracias al cielo por que la abuela Fátima hubiese estado acompañada por Luis ensus últimos momentos, le preguntasen por sus últimas palabras, sus últimas voluntades, sus últimasindicaciones…

¿Cómo explicarles a sus tíos que él no había visto antes de aquel día a la bisabuela Fátima yque, por lo tanto, le había sido imposible reconocerla?, ¿que él, la noche antes, se encontraba alborde de la extenuación cuando aquella pavesa humana empezó a monologar a media voz? Luissolo podía guardar silencio cuando Juan y Ascensión le preguntaban. Por fortuna para él, el padreCristóbal, celoso guardián de los sacramentos de Cristo, salió en su auxilio.

—Todo lo que la hermana Carmen nos contó anoche es secreto de confesión; espero que locomprendan.

El padre Cristóbal no estaba del todo seguro de si Luis había llegado a escuchar algo de loque le había contado la anciana hermana. A pesar de que incluso lo había oído roncar en un par deocasiones, hubo largos ratos en los que, en el engañoso parpadeo de la única vela, le pareció queel muchacho entreabría los ojos y prestaba atención.

—¿Qué tengo que hacer yo, padre?—Acompañarme hasta que el alma de la hermana ya no nos necesite. Si va a ser sacerdote,

esto le ayudará a curtirse, y si no lo va a ser, tampoco le vendrá mal la experiencia.La celda de la anciana olía a atmósfera estancada, a linimento casero y a orín. El padre

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Cristóbal parecía acostumbrado; a Luis, sin embargo, le llevó un rato relajar los músculos de lacara que había contraído por el asco. La anciana era un saco de huesos sujetos por muy escasacarne y cubiertos por una macilenta y reseca piel.

La hermana Carmen ya susurraba cuando ellos entraron, y así estuvo toda la noche, incansable,regurgitando el veneno que había ido acumulando durante su interminable vida, hasta que expirómomentos antes de rayar el alba.

—Lleva así más de dos horas, padre. «Confesión, confesión, que venga el padre Cristóbal», estodo lo que dice.

—Está bien, puede marcharse, hermana. Si necesitamos algo, le mandaré a mi nuevo ayudante.A Luis le pareció observar una mueca irónica en la cara del padre al decir esto último, pero

no pudo asegurarlo; la claustrofóbica celda estaba casi en tinieblas. Una temblorosa vela, de pieen su palmatoria, se erguía, apenas eficaz, como una solitaria e incapaz combatiente contra lamaraña de sombras que las gruesas paredes y la noche tejían a su alrededor.

Había una sola silla, que el padre Cristóbal tomó para sentarse junto a la cabecera delcamastro. Él, como ya era costumbre entre ellos, permaneció de pie, junto a la puerta. Después deun rato, pediría permiso para sentarse en el suelo, a los pies del catre, en un rincón a oscuras,donde aprovecharía a lo largo de la interminable noche para echar alguna que otra incómodacabezada. Entre sueño y sueño, cada vez que el abuso de una postura o el frío que se colaba portodas las rendijas de la celda lo despertaban, tan solo acertaba a oír el runrún de la monótona vozde la moribunda anciana. La voz, que tenía sobre él un milagroso poder narcótico, lo acunaba denuevo hasta el siguiente sueño con la eficacia del más potente de los láudanos que él jamáshubiese visto preparar.

La hermana Carmen, Fátima, había empezado su interminable confesión por la parte que paraella resultaba más fácil, no así menos dolorosa. Sin embargo, el poder contar esta vez con labuena voluntad con que había actuado le hizo algo más llevadero el dolor de admitir que fue ellala causante de la locura de su único hijo al desvelarle cómo le había engañado, cómo le habíahecho creer que Margarita no era hija suya. Luego, y siempre retrocediendo desde este último,había ido desgranando todos los pecados mayores que en su vida había cometido, pues se dijopara sí que no valía la pena entretenerse en nimiedades, teniendo como tenía tantos pecadosmortales por confesar.

Confesó haber acechado en los tres partos de sus nietos para matarlos y hacerlos desaparecersi estos nacían negros o mulatos, pues sabía perfectamente que su hijo Alonso no era blanco,aunque a simple vista lo pareciese. Confesó que, al no poder matar a Margarita, la tercera de susnietas, que sí nació prieta, mató a la madre. Su nuera Inés, una santa mujer a la que Dios sin dudahabría reservado un lugar especial a su lado. Confesó que, luego del homicidio, inventó unaviolación que no había tenido lugar para justificar que la niña tuviera rasgos negroides. Confesóhaber empujado a su hijo y a su nieto al asesinato de un pobre negro que ayudaba a Inés en lasduras tareas de un huerto que tenía la pareja. Confesó haber odiado a la pobre Margarita por habernacido y sobrevivido, recordándole, con su sola presencia, el pecado cometido y su cobardía. Yque por eso, por no poder soportar la presencia de su nieta y por las culpas que en elladespertaba, había tomado los hábitos, y no por vocación…, aunque sí era cierto que, al cabo de

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los años, había llegado a amarlos y que, también por ese motivo, una vez ordenada después de susaños de novicia, había tomado el nombre de Carmen, pues su nieta había nacido en ese señaladodía y, por creerla hija del pecado, su hijo Alonso le negó tan bello nombre. Por último, confesóhaberle sido infiel a su querido esposo, pecado nimio si se lo compara con todos los demás, peroque, por ser el germen de toda la maldad que vino después, quiso explicarlo con detalle ylargueza.

—Padre, yo tenía tan solo dieciséis años. Era además muy bella y, por tanto, muy deseada portodos los mozos de mi aldea. Mis padres vieron en mi belleza una manera de salir de la miseria yme casaron con un hombre pudiente, pero muy mayor… No le voy a mentir, padre, yo tampocodeseaba casarme con ninguno de aquellos pelagatos que andaban todo el santo día babeando pormí. No, señor, no lo deseaba, pero sí deseaba sus cuerpos atléticos y flexibles, duros y fibrosos.Aun así, con mucho esfuerzo, me mantuve pura hasta el día de mi boda con Arnaldo.

»Lo cierto y verdad es que yo esperaba que, aunque viejo, mi marido me hiciese vibrar deplacer en la noche de bodas. No fue así, y yo me dije que aquel simulacro mecánico, más cerca deun ejercicio gimnástico que de un acto carnal propiamente dicho, no podía ser el volcán arrasadordel que hablaban todas mis amigas y conocidas que estaban ya casadas y por el que yo llevabaesperando tanto tiempo.

»En fin, padre, lo que pasó, el acontecimiento que desencadenó todo lo que vino después, fueque mi marido se obstinó en llevarme a conocer el mar y, no contento con eso, se empeñó tambiénen embarcarnos en un viajecito de ida y vuelta a San Sebastián. Yo, que nunca había salido delpueblo y de nuestro ambiente, me sentí de pronto pequeñita y frágil, expuesta a un montón de cosasnuevas y tentadoras que me asediaban en cada cruce del camino y que me hacían vibrar, sin yoquererlo, sin pedir permiso, muy dentro del alma. En un momento, casi de la noche a la mañana,dejé de ser provinciana y estrecha de miras y me convertí en una dama cosmopolita y sabida quese atrevía con todo, o eso pensé entonces. No pretendo con esto excusarme por lo que hice, perolo cierto y verdad es que, si mi marido no se hubiese empeñado en que hiciésemos aquel viaje, siyo nunca hubiese salido del laberinto de un solo camino que se enmarañaba con simpleza entreMalcocinado y La Cántara, jamás en la vida me habría atrevido a hacer lo que hice; es posible queni tan siquiera hubiese sentido la tentación de soñarlo… En fin, de nada vale ya.

»El caso es que una mañana, ya en el viaje de regreso, atracamos en Faro. Yo pretextéencontrarme mal para no tener que acompañarle a ver no sé qué iglesia de no sé qué estiloarquitectónico en la ciudad. Lo cierto y verdad es que yo había visto embarcar esa misma mañana,mientras desayunábamos en cubierta, a tres caballeros, uno de ellos bastante enfermo, y a un cafreque les servía de asistente. El cafre sería de mi edad, quizás algún año más joven…, con losnegros nunca se sabe, ellos no llevan el mismo ritmo de envejecimiento que nosotros. La cosa esque el joven cafre era un animal muy bello. Su piel morena, perlada por el sudor, brillaba bajo elsol haciendo espejear los haces de luz que alcanzaban sus músculos en tensión. Y algo dentro demí, algo físico y verdadero como el sol de cada día, se desató en alguna parte de mi cuerpo,provocando un chasquido tan limpio y sonoro como el que produce una rama seca que se desgajadel árbol al que estaba prendida antes de caer al vacío y perderse para siempre. Yo también meperdí, desde ese día y para siempre.

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»Lo cierto y verdad, padre, es que yo lo malicié todo desde un principio. Me convencí de que,si conseguía meterlo al camarote, luego él no se atrevería a contar nada por puro miedo, y así lohice. Aceché el pasillo por la puerta entreabierta de mi recámara, y cuando lo vi pasar camino decubierta con algo entre las manos, esperé, muerta de nervios, su regreso apostada en medio delpasillo. Lo que portaba era una jofaina que seguramente había ido a llenar de agua a cubierta. Lodetuve con un gesto de mis manos, le quité, casi tuve que arrancarle, la jofaina y pasé al camaroteindicándole con un gesto de la cara que debía seguirme. Él me miraba confundido, con los ojosmuy abiertos, y me hablaba. Creo que usaba el portugués para comunicarse, un portugués raro quemezclaba caprichosamente con algún otro idioma. El caso es que yo no le entendí nada. Dejé lajofaina en el suelo y tranqué la puerta, me saqué el camisón por la cabeza y él enmudeció.

»Yo pensaba que era imposible que él pudiese abrir los ojos más de lo que ya los tenía, perome equivoqué. Como no se decidía, yo misma lo desvestí. Él se estaba muy quieto al principio,aunque lo cierto y verdad es que casi no tuve que hacer nada por animarlo…, usted ya meentiende, padre. Su animalito cobró vida antes incluso de que sus raídos pantalones se posaransobre el suelo. Lo empujé sobre la cama y lo cabalgué, primero rozándome contra su miembro,luego con él dentro. Noté cómo se venía dentro de mí, pero yo no podía parar. Además, alcontrario que mi viejo marido, el muchacho seguía tan duro como antes de vaciarse. Sentía quealgo en mí cobraba vida o, mejor dicho, que despertaba a ella. Recordando aquel momento, nopuedo evitar pensar que así debió sentirse Eva, nuestra madre común, cuando Adán la penetró porprimera vez, joven, bella, plena de vida. ¿Cómo no creerse con fuerzas para revelarse contra Diosy proclamar que la propia creación de ese Dios venido a menos ha crecido hasta hacerse máspoderosa que su creador?, ¿cómo no hacerlo cuando una puede llegar a sentirse así?

»Cuando ya no pude más, me desplomé sobre él. Sudábamos. Es curioso, padre, pero justo enaquel momento pensé que no éramos distintos en absoluto, aquel joven cafre y yo. Que los doséramos obra de un mismo Creador, y que cuando ese Dios al que acababa de desafiar dijo que noshabía hecho a su imagen y semejanza, no se refería al aspecto exterior, sino a nuestra alma. Lobesé, padre. Lo besé llena de amor y agradecimiento. Su saliva me supo mejor que el másexquisito de los manjares. Por un momento estuve dispuesta a dejarlo todo y a fugarme con misalvador, con mi Adán. ¿Qué habrá sido de él? ¿Qué vida habrá llevado? Yo, pensé ese día ymuchos de los que le siguieron después, habría sido una esclava como él, a su lado, y no mehabría importado en absoluto. No me habría importado ser una esclava todo el día si cada nocheél me hubiera hecho sentir esa otra clase de esclavitud, esa contra la que no se lucha, esa que másbien se desea. La esclavitud no del amor, sino del deseo, si cada noche él me hubiera hecho sentiresclava de su ser. Si cada noche me hubiese hecho sentir como Eva. Como la carne de Eva.

»Estuvimos un rato más así, pero enseguida a él le entraron las prisas y no paraba de hablar ensu idioma de cafre, o en portugués, no sé. Se incorporó despacio, aún dentro de mí, paraenseguida, apartándome con delicadeza, salirse de mí todavía enhiesto. Se vistió con rapidez,cogió la jofaina y se dispuso a salir del camarote, indicándome con la vista que debía abrirle lapuerta cuanto antes. Yo sabía que se tenía que marchar; tan solo quería retenerlo el mayor tiempoposible junto a mí. Otro instante, otro minuto más; lo imposible: que se quedase en mi vida parasiempre. No, eso no podía ser, yo lo sabía.

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»Desatranqué la puerta con las manos temblando, fingiendo una torpeza suprema que retrasaseaún más el momento de liberarlo. Con el paso por fin franco, inventé una última excusa que loretuviera otro infinito segundo. Me señalé el pecho y, mordiéndome el labio inferior para exagerarel principio de mi nombre, pronuncié «Fátima». Entonces, posé mi dedo en su pecho de ángel y él,con una voz casi humana, dijo: «Dionisio». Luego se marchó.

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La carne de EvaCasaseca

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© Casaseca, 2015

© de la imagen de portada, José Antonio Casaseca Díaz, 2015

© Editorial Planeta, S. A., 2015Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)www.planetadelibros.com

Primera edición en libro electrónico (epub): marzo de 2015

ISBN: 978-84-08-13659-0 (epub)

Conversión a libro electrónico: Àtona-Víctor Igual, S. L.,www.victorigual.com

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Biografía

Casaseca es un señor muy casado que lleva años empeñado en criar un par de niñas, y que tuvo la puntería de naceren Badajoz allá por el 69.

Este tipo sin nombre y con un solo apellido, al que parece habérsele posado en la cara un niño arrugado, estátratando ahora de rascarse una viruela de esas que va trayendo la edad, pero que se incuban toda una vida,dedicando los tiempos que antes invertía al esparcimiento, a parir literatura.

De momento, su malsana e incontrolable imaginación ha regurgitado La carne de Eva, aunque ya ha amenazadocon no pararse aquí.

Solo el tiempo dirá cómo evoluciona el enfermo, desde aquí, desde la cómoda poltrona de lector, únicamente nosresta desearle que no se cure todavía.

SAUTIER

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