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LA CALLE SOLA Si muchas voces, ruidos, un bullicio vital, le viene a esta calle de los predios vecinos, ella está siempre así, silenciosa y sola. En esta calle perviven algunos típicos comercios bogotanos. El barrio castizo ha conservado, contra todo, la gloria de su raza. Aquí está la carbonería, que funciona en una oscura estancia, de bajos techos. Se ve, desde la calle, la tienda; su cojo aparador en donde reposan unas pobres frutas que nunca madurarán. Esas botellas que no pudieron gozar de la preñez jubilosa del vino. Esas copas que sólo sufrieron el tacto inconsútil del agua. Unos viejos frascos rendidos y una pasmosa evidencia de telarañas y de atrapamoscas, que el viento menea en las horas del mediodía, y figuran las colas de unas bestezuelas fantasmales. En la Calle Sola, está el taller del remendón zapatero; con ese banquete de tronco de eucalipto en cuyo tope se instauró una plancha de cuero, para el remate y remache de los malos clavos de las suelas. Con sus «dos pares» nuevos, que ofrecen la apariencia quieta a la ávida gula del caminante; con las botas, botines, zapatos gastados, usados, casi difuntos, de la vecindad. Diversidad inefable de calzados la de este taller. Aquí está el zapato de «medio tacón», de la niña colegiala, que apenas le adivina a la vida un lejano color de beso. Aquí están los zapatos del padre, que tanto lucha por mantener la familia. Los zapatos de la madre, que abandonó todo asomo de elegancia, en aras del amor de los hijos. El zapato del adolescente, que no sabe a dónde va, ni por dónde va, ni a cuál cosa va, en definitiva. El zapato de la abuela, cuyas suelas tanto duran, en gracia de una quietud que mucho se asemeja a la definitiva quietud de la muerte. Todos estos zapatos mezclados, confundidos en informe montón, esperan que la mano lenta, pero hábil del artesano, los tome, los acaricie, los repare, para tornar a las andadas; para restituirse a la vida, al movimiento y al tráfico, hasta cuando ya nada quede de ellos, ni suela, ni guarnición, ni bota, y hallen descanso en la apestante tumba de un recipiente de basuras.

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LA CALLE SOLA

Si muchas voces, ruidos, un bullicio vital, le viene a esta calle de los predios vecinos, ella está siempre así, silenciosa y sola.

En esta calle perviven algunos típicos comercios bogotanos. El barrio castizo ha conservado, contra todo, la gloria de su raza. Aquí está la carbonería, que funciona en una oscura estancia, de bajos techos. Se ve, desde la calle, la tienda; su cojo aparador en donde reposan unas pobres frutas que nunca madurarán. Esas botellas que no pudieron gozar de la preñez jubilosa del vino. Esas copas que sólo sufrieron el tacto inconsútil del agua. Unos viejos frascos rendidos y una pasmosa evidencia de telarañas y de atrapamoscas, que el viento menea en las horas del mediodía, y figuran las colas de unas bestezuelas fantasmales.

En la Calle Sola, está el taller del remendón zapatero; con ese banquete de tronco de eucalipto en cuyo tope se instauró una plancha de cuero, para el remate y remache de los malos clavos de las suelas. Con sus «dos pares» nuevos, que ofrecen la apariencia quieta a la ávida gula del caminante; con las botas, botines, zapatos gastados, usados, casi difuntos, de la vecindad. Diversidad inefable de calzados la de este taller. Aquí está el zapato de «medio tacón», de la niña colegiala, que apenas le adivina a la vida un lejano color de beso. Aquí están los zapatos del padre, que tanto lucha por mantener la familia. Los zapatos de la madre, que abandonó todo asomo de elegancia, en aras del amor de los hijos. El zapato del adolescente, que no sabe a dónde va, ni por dónde va, ni a cuál cosa va, en definitiva. El zapato de la abuela, cuyas suelas tanto duran, en gracia de una quietud que mucho se asemeja a la definitiva quietud de la muerte.

Todos estos zapatos mezclados, confundidos en informe montón, esperan que la mano lenta, pero hábil del artesano, los tome, los acaricie, los repare, para tornar a las andadas; para restituirse a la vida, al movimiento y al tráfico, hasta cuando ya nada quede de ellos, ni suela, ni guarnición, ni bota, y hallen descanso en la apestante tumba de un recipiente de basuras.

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LA CALLE YERMA

¿Y esta Calle Yerma de dónde hubo tal nombre? Es mínima; oscura; lóbrega, melancólica. Todas estas calles, como las venas de los hombres caducos, tienen una várice, una lepra, una postema: el inquilinato. El inquilinato es un universo pequeño en que ocurren grandes tragedias humildes. Al este de la Calle Yerma, yo veo que penetra una rubia y hermosa mujer que está empleada en los teléfonos. De la casa salen dos chiquillos anémicos, cogidos de la mano, que van a la taberna esquinera a comprar pan para el desayuno. También vive allí una ,vieja beata, cuya subsistencia se acomoda a la caridad harpagónica de una sociedad beneficente; un estudiante que sueña y palidece a cada hora con el recuerdo de la novia provinciana. Un violinista que se inyecta morfina y hace llorar los valses del ochocientos en un café central; un librero de viejo, que viste levita de antiguo corte, por cuyas solapas grasientas lo mismo resbalan los puntos de caspa que las gotas de lluvia, y un sargento de la policía, que emplea sus horas de licencia en hacerse hogareño y buen padre; en verse respetado y acatado; y en gozar cuando lo solicitan las madres viudas del inquilinato, para que asuste y corrija a los rapaces inquietos e informales.

La casatienda de la derecha está ocupada por doña Dolores, supérstite del melifluo, sano y azul gremio de las aplanchadoras bogotanas. Allí, todo es aseo, pulcritud, olor de plancha, limpieza exquisita. Se voltean vestidos de paño, asegurándose la conservación de los primitivos modales de las prendas. Se arreglan sombreros, cambiándoles el tafilete y la cinta. Se aplanchan vestidos; se tiñen, de negro, zapatos amarillos o colorados, asunto indispensable para adecentar los duelos de los pobres; se alquilan cubiletes y algunas ropas de ceremonia, a tarifa reducida y mediante contrato verbal, y se atienden las peticiones de las familias que soliciten «criadas» , recomendando, para cada oficio, a la muchacha más capaz, lista y honesta.

Pero aquí, en la callejuela que tapa, que viene de arriba, de una barriada accidentada como el Cabash de Argel, en donde una nutrida población obrera se apretuja en covachas, en piezucas, en barracones miserables, es donde está el verdadero espíritu de la calle. El agua que baja de esas lomas del cerro, cursa por el centro, el cuenquecillo que formaban las losas de piedra, y arrastra guijas, cascajos, cáscaras, papel de marrones, palabras y deseos. La callejuela no tiene nombre. Es tan miserable; tan poca, tan deficiente, apachurrada y anodina. Cuando conducía al río, siquiera la alegraba ese apestante rumor de cloaca grande; la adornaba ese ambiente de bureo solapado; la pecaminosa furtividad de sus puertas angostas, en donde era posible situarse para atalayar al enemigo, cómplices de alocadas pasiones y de apasionadas locuras.

La vida yerma; sin jugo de amor; sin frescura de cariño; sin savia de pasión, es esta calle.

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LA CALLE DE LAS ESMERALDAS

Son más de doscientas las que allí viven. Rubias, trigueñas, flacas, robustas, jóvenes y viejas. Forman sociedad de disputas y de pendencias. Se levantan al crepúsculo y se acuestan a la madrugada, sin dejar que los rayos del sol les tibien los andrajos y les desinfecten las covachas. En la medianoche, ahítas de licor bárbaro, desenfrenadas de desgracia, miserables de alegría, lanzan sus gritos y sus palabrotas. Son aguerridas. La faca y el puñal hallaron siempre seguro abrigo en sus senos. Cuando se juran la guerra, no hay quién las detenga. Es un rebaño de pecados mortales, tímido, ensombrecido, asfixiado por el ambiente. María Isabel me cuenta que la inspección sanitaria departamental o, según entiende ella, la gobernación del departamento, ha dispuesto que todas las mujeres habitantes de la calle se muden de barrio. «Mañana», me afirma, «nos botarán nuestros trastos. y no tenemos adónde ir. En ninguna parte de la ciudad se nos admite. Las agencias de arrendamientos tienen en nosotras sus mejores víctimas. Una casa que para cualquier persona vale $40 al mes, se nos da a nosotras en $80 o más mensuales. Los circuitos de habitación para las mujeres de nuestra clase están muy limitados en la ciudad. Casi no tenemos ya dónde vivir. y si se nos diera un barrio, por más apartado que fuese, allá iríamos. Pero se nos pretende botar ala calle. Así como estamos, enfermas, sin recursos, sin dineros.”

Sobre los andenes de la callejuela, andenes desvencijados, sin dibujo ni simetría, pululan, pescando un poquitín de sol, más de una docena de chiquillos que allí nacieron, allí viven y se harán allí hampones y criminales. Oyen, desde que el sentido natural se concertó en sus mentes desoladas, las conversaciones más obscenas, los dichos más escandalosos, las más sombrías blasfemias. Ven todo el día, y en la noche lo presienten, el cinema de pecado, de vicio, de corrupción y de infamia que los circunda. Duermen en las mismas camas de sus madres, sufriendo a veces la infamante promiscuidad del amor. Los varones crecen y espantados huyen, se hacen limpiabotas, ladrones o cargueros. Las hembras crecen también, rota la inocencia, sin haberla tenido nunca. Aprenden los más vergonzantes detalles. Y apenas se les madura el cuerpecito cándido, caen en la celada, hábilmente tejida por sus mismas progenitoras. Los señores agentes, petulantes, se pasean de esquina a esquina, en un favoritismo carnal con las más apuestas y en animadversión incalificable a aquellas ya marchitas. Son los reyes y señores de ese mundo atrofiado por el vicio, socavado por la sífilis y las enfermedades, ahíto de fritanga y de alcohol. Se inicia la jarana. Tanda va y tanda viene, el licor las pone a bailar a todas. Un manoseo escalofriante les abofetea los cuerpos temblorosos, rendidos de sueño y laxitud. Estallan los celos. La Petra se ((cogió» al cabo. y el cabo era de Josefina. Las dos mujeres se miran amenazadoras, mientras sus manos se van introduciendo lentamente en los corpiños para extraer los puñales. Revienta el botellazo, que ciega la pupila indiferente de la bombilla. Gritos de terror y de lujuria. Penetra la policía. El bolillo quiebra cabezas y muebles. Y todas van a dar al permanente. Minutos después, en la ambulancia, llega la Petra, con el vientre desgonzado. Una puñalada le vació las entrañas. Ronco estertor le camina en la garganta cargada de vahos inadmisibles. Sobre la mesilla de la policlínica la pobre mujer pide un confesor. Agoniza mortificada, porque sus ojos se van abriendo a la luz y al arrepentimiento. Fallece horas más tarde en la cama del hospital. Ya la noche siguiente, las doscientas victrolas, sollozan ironía y desprestigio, propiciando la tragedia, que ha de repetirse muchas veces.

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EL PATIO DE LAS BRUJAS El silencio era su amo y señor, en el día y en la noche. Sobre todo en la noche; de ahí su nombre: el Patio de las Brujas.

A la mano izquierda de la calle, en cuya esquina luce la placa metálica con el nombre santafereño, habitó, ha muchísimos años, una de las últimas brujas que conformaron la inefabilidad del ambiente bogotano. Se trataba de una pobre mujer, de sangre procera, ya que por sus venas corría la de uno de los principales promotores de nuestra emancipación. Abandonada de los suyos, octogenaria casi, doña Luisa, que así se llamaba la bruja postrera, se vio reducida a vivir en un infecto cuartucho de la calle mentada, en donde instaló su escaso menaje: un camastro antiguo, con sucios cortinajes de terciopelo ruinoso; un arcón forrado en vaqueta y con esquineras de cobre. Una silla de la misma apariencia y forma y un arcaico ropero, en cuyas maderas hizo su hogar la lora de doña Luisa, pájaro vivaracho y parlador.

La vieja ingería tres chocolates diarios, cocidos en un fogoncillo de zunchos. Madrugaba a la prima hora, se entretenía en hacer el aseo de sus cosas. Desayunaba a su lora, ya su gata negra y coliparada, con mendrugos mojados en las sobras de su «cacao» , y tomaba posesión de su silla, en donde permanecía hasta el punto en que la oscuridad lo dominaba todo; atisbando, curiosa, por la puerta entreabierta, los sucesos de la calle; la vida de afuera, que se desarrollaba lejana, ante sus ojillos llorosos y soñadores. No había trato ni amistad con persona alguna. El agua que requería para la factura del chocolate, la tomaba del río, cuyo rumor era su único consuelo. Esmirriada, encorvada por el peso de los años; ganchudala nariz; enhiesta la puntuda barbilla, a fuerza de oír que la llamaban bruja, adquirió un juego de barajas y adivinaba la suerte, poniendo el naipe, como se dice, a las modistas, a las criadas campesinas ya los sujetos de la plaza de mercado. Así, logró acumular, en varios lustros de ejercicio, una pequeña fortuna. Pero esta riqueza no la movió a abandonar sumiserablemétodo de vida, que era el mejor y más fino aliciente para la concurrencia de la clientela.

Unos maleantes le robaron a doña Luisa el producto de sus brujerías, mediante un timo ingenioso. La señora falleció de la pena. Más de una semana permaneció el cadáver dentro de la piezuca, descomponiéndose a su sabor; los vecinos no percibían el tufillo de la carroña, amañados con el aliento pestífero del río. Cuando se hizo el descubrimiento del asunto, tres cadáveres fueron hallados en el oscuro tugurio: el de doña Luisa, el de su lora y el de su gata negra. Así terminó su vida la última bruja bogotana. ¿Cómo se transformó este Patio de las Brujas en la amplia avenida, la más moderna y traficada de la ciudad? El río, hoy como antaño, ha logrado el progreso de Bogotá. En efecto, este es el lugar de más movimiento y de mayor animación. Centenares de automóviles se estacionan en el amplio y abierto recinto. Los buses que conectan a la ciudad con las poblaciones sabaneras, paran allí. En sus predios se efectúan las transacciones de bolsa y los negocios bancarios. Numerosos bares y cafés, contienen a esa ansiosa multitud de los negociantes, que entre copa y copa, hacen la caza del dinero. Las sucursales de las tenerías chapinerunas fueron desalojadas por ricos almacenes de víveres, de quincalla, de abarrotes y de toda suerte de mercancías. Un hombrecillo, baldo

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de las dos piernas, inventor de un carrito en el cual se arrastra con extraordinaria velocidad, organiza el tránsito, y cuida de los automóviles. Los charlatanes que venden específicos, instalan allí sus mesas y lanzan sus pregones de propaganda. El cantor ciego y manco de San Juan de Dios, se ha instalado en la esquina de La Bruja. Canta con la misma voz sorda y percibe más monedas de níquel. Todo lo sórdido (la misma taberna de la Gangsteresa) ha muerto. Andamios y estructuras metálicas punzan el cielo e indican la fiebre constructiva que se ha apoderado del paraje. En donde estaban las casas pajizas de la Calle del Cartucho, se elevan dos edificios de seis pisos.

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ESTAMPAS DE LA NOCHE

El cuadrilátero de la plaza central de mercados, . la antigua de la Concepción, que cedió su puesto a la abundancia ya la plusvalía, a pesar de su construcción desaforada, encierra aquel ambiente populachero, cosmopolita y trashumante que la caracterizó siempre. Es ella en sus cuatro vías atormentadas de desperdicios y movimiento, en sus fondas opacas y puercas, en sus almacenes y en sus chiribitiles, ejemplo de vida desorganizada y compleja, ubicación precisa de anhelos provincianos y apetitos merodeadores.

Para neuralgias, quemaduras, granos, dolor de cabeza, dolor de cintura, dolor de espalda, tifo, desencanto, padecimientos reumáticos, catarros y toda clase de dolencias, la maravillosa pomada mágica, con el secreto indio extraído de la selva, a cinco centavos la cajita. A ver, ¿quién dice otra? La vibrante voz del vendedor de específicos acribilla de propaganda el espacio. Veinte o treinta campesinos ingenuos, algunos desharrapados chiquillos y varias mujeres, hacen corro al charlatán, que encaramado sobre una mesilla de madera se enrosca en el cuello la bufanda cabalística de la serpiente buenecita y domesticada. Viste un traje de explorador, de aquel eterno color de horizonte cansado. Desde la madrugada hasta el anochecer, este señor hace frases. Es el tipo clásico del orador de resistencia, digno de ocupar una curul en las asambleas populares. Su equipaje de palabras, de dichos y de estupideces, abruma por su abundancia y variedad. Psicólogo intuitivo, sabe dar a su voz la entonación conveniente y acorde con el momento. Gánase la vida, así como muchos, abriendo la boca para vomitar esperpentos. Nunca siquiera salió de la ciudad. No conoce la tierra caliente. Pero ha sabido ingeniarse: a su casa lleva todos los días dos tarros de manteca, unos granos de mentol y otras esencias, y con tales ingredientes prepara su potingue, que expende con la científica complacencia de las autoridades de higiene y que vaya si es eficaz en muchas enfermedades. La avalancha forastera, que en caravanas cándidas de esperanzas y deseos penetra diariamente a la ciudad, por las estaciones y las carreteras, tiene en la central de mercados su campo natural y cumplido de realidades y espacimiento. Los días viernes, mercado grande, hay una avalancha de señoras y amas de casa. Desde que apunta el alba, se ven las parejas de la dama y la sirviente, que porta los potentes canastos, donde habitará por pocos momentos una población de legumbres y de comestibles. Comienza la faena a eso de las 9 de la mañana. Llegan los campesinos vivanderos de los cuatro puntos cardinales, atalayando la sagacidad de las revendedoras. Un saludable olor de huerto remoza el aire. Las naranjas y los limones distribuyen su aroma intacto en los puestos de frutas. Los aguacates, las chirimoyas, los cocos y las mazorcas, bailan bambucos en los proscenios ávidos de las cestas. Gama multicolor de abundancia y de florescencia, triunfa del tono opaco de los días comunes. Vociferan las mujeres. Alegan los comerciantes. El bochinche de la compraventa se hace un himno de gratitud a la cosecha. El dinero, en fuentes sonoras recorre los bolsillos y las carteras. Marejadas de vida, de locuaz esparcimiento, paseánse por los pasillos y andenes. El vendedor ambulante lanza la retahíla propagandista con tono de competencia. Los cargueros estrenan lazo. Las «zorras» y carretillas acarician el pavimento en carrera triunfal, y el sol del mediodía alumbra la hirviente promiscuidad de la plaza, regalando calor y regocijo a todos dando

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mejor apariencia a los frutos ya las gentes saturándolo todo de saborcillo ajeno a resquemores, fácil de perdonar y pleno de complacencias.

Ya contra la calle 10, la carrera cambia de personalidad. A pocos pasos la atrofian los establecimientos usureros, que allí se quedaron por un cálculo judío, al saber la íntima conexión que existe para las gentes pobres entre las prenderías y las ventas de comestibles. Sobre el trípode de madera, barnizada, que soportó el vagar por las rutas del desconsuelo y el constante viajar en busca del mendrugo, descansa el organillo, el organillo de la suerte, juglar mecánico cuya canción de melancolía sopla tísico viento artificial. Van saliendo las notas en desacompasada caravana, horadando el rumor de los alegatos y el barullo, con una timidez de cantor tierno, con emocionada servidumbre al eco, que por saberlas intrascendentes no las repite ni les presta ayuda. El organillo de la suerte, martirizado por la existencia del gramófono, opacado por la horrible preponderancia de la radio, tuvo su peor enemigo en las pianolas y en tiempo ya lejano sirvió de musa a los poetas. El organillo de la suerte trabaja de día y de noche. No parece tener derecho al descanso. Ambula en las horas sonámbulas del amanecer y regala los oídos de los niños con sus tonadas inocentes. Quedan ya muy pocos de ellos. Quedan ya muy pocos y están más tristes que nunca. Apenas alcanzan a repetir unas cuantas canciones del centenario. Las rumbas y el jazz band les despedazan el alma romántica. La música negra los acaba, los apabulla de notas que ellos no pueden reproducir con su escasa escala sentimental. Pobres organillos, juglares mecánicos, que sucumben insignificantes ante la evidencia de la plusvalía y la desvergonzada competencia de la radio.

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MARÍA PRIETO�
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TABERNAS
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