La bruja Leopoldina y otras historias reales

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ÍndicePortadaSinopsisPortadillaPrólogoMi vida al aire libre

La herenciaUna larga carrera de futbolistaMi querida bicicletaUna bici que rodara siempre cuesta abajo...Un deporte de caballerosEl mar y los pecesLa alegría de andarEl nadador del mínimo esfuerzoUn cazador que escribe

Tres pájaros de cuentaA mis lectoresLa grajillaEl cucoEl cárabo

La bruja LeopoldinaLámina

Créditos

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SINOPSIS

Este libro reúne los relatos incluidos en Mi vida al aire libre y Tres pájaros de cuenta, yun cuento inédito hasta la fecha, un relato escrito y dibujado de la mano del mismo MiguelDelibes en su época de juventud que había permanecido guardado en los fondos de laFundación que lleva su nombre.Con motivo de este inesperado hallazgo editorial, editamos bajo un mismo volumen todossus relatos autobiográficos, en los que descubrimos la esencia de uno de los autores másleídos de las letras españolas todavía a día de hoy. El autor de obras tan conocidas como Elcamino, Los santos inocentes o Cinco horas con Mario fue un gran amante de lanaturaleza, de los deportes, de la vida al aire libre en general. En estos relatosdescubriremos de la mano de Delibes la belleza del mundo natural, y el placer de disfrutarde ella a través de la observación, el paseo y el deporte, que permiten que el ser humanoconecte con la tierra.Un libro imprescindible para todos los delibianos y para todos aquellos que no conociendosuficientemente la obra de este gran escritor quieran acercarse al mundo que legó a suslectores. Un mundo cercano a la tierra, conectado a ella a través de sus palabras, y que hainspirado y sigue haciéndolo a tantos escritores y lectores.

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La bruja Leopoldinay otras historias reales

MiguelDelibes

Ediciones DestinoColección Áncora y DelfínVolumen 1433

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Prólogo

Cuando Ediciones Destino me pidió que escribiera este prólogo, no pudenegarme porque, a pesar de no ser experta en estas lides, comprendí que estelibro necesitaba una explicación y que, quizá, yo era la persona más indicadapara hacerlo.

Al morir mi padre en marzo de 2010 sabíamos que pocas sorpresas nosiban a deparar los papeles que había ido conservando a lo largo de su vida.Fue tan pudoroso con su vida privada y tan exigente con su vida literaria quelo que no quiso ver publicado o curioseado, él mismo se encargó dedestruirlo. Por ejemplo, no conservamos ni una sola carta entre mi padre y mimadre, a pesar de que el noviazgo duró seis años. Sí perduran, sin embargo, unbuen número de novelas de autores clásicos que se regalaban en ocasionesseñaladas, durante el noviazgo o en los primeros años de casados, y que sededicaban. Las dedicatorias de mi padre a mi madre son generalmente sobrias,lacónicas; las de mi madre son más largas, espontáneas, expresivas y llenas deexclamaciones.

Así que cuando la secretaria de mi padre y yo empezamos a inspeccionary organizar los documentos que podrían ser interesantes para el archivo de larecién creada Fundación Miguel Delibes, nada nos llamó la atención, nadadesentonaba, todo encajaba perfectamente con el escritor y con la persona conla que había convivido cincuenta y nueve años.

Revisamos sus manuscritos, su correspondencia, sus artículos, suscaricaturas... y, de pronto, en un cuaderno de hule con hojas cuadriculadasencontramos un buen número de dibujos y bocetos de personas, conpredominio de marineros, a lápiz o a tinta china y en los que se indicaba ellugar y la fecha en que habían sido realizados, en su mayoría en San Fernando(Cádiz) en el mes de junio de 1939. Es decir, pocos meses después de haberfinalizado la guerra civil, en la que Miguel Delibes había tomado parte como

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voluntario en la Marina, y tres meses antes de licenciarse. Delibes teníasolamente dieciocho años y mucho tiempo libre en los lugares donde fondeabael crucero Canarias una vez terminada la contienda.

Su inclinación hacia la pintura o el dibujo era, entonces, sin duda, mayorque su vocación literaria, como lo demuestra el hecho de que su primerempleo en 1941, en el periódico vallisoletano El Norte de Castilla, fueracomo caricaturista. Es interesante señalar que el pseudónimo MAX (Miguel,Ángeles y X, la incógnita del futuro), utilizado por mi padre para firmar todossus dibujos hasta 1958, aparece por primera vez en esta libreta de hule pararubricar un cuentecito de seis páginas ilustrado a todo color, versificado ytitulado La bruja Leopoldina. Me parece interesante señalarlo porquesignifica que en 1939, Ángeles, mi madre, había entrado ya en su vida.

Mi padre debió de olvidarse de echar al fuego La bruja Leopoldina ytodo el cuaderno de hule, o simplemente le pareció tan inocente que ni semolestó. En fin, el caso es que aquí presentamos este cuento que nos muestra aun jovencísimo Delibes, aprendiz de dibujante y de escritor. El texto sereproduce como facsímil porque versos e ilustraciones forman una unidad. Setrata realmente de la única obra de Delibes que un niño de corta edad puedeleer completa, aunque hoy no se considere correcto que la pobre Leopoldinamuera atravesada por las varillas de hierro de un pararrayos.

Espero que Miguel Delibes pueda perdonarnos la publicación de esterelato sin su consentimiento, pero creo que estaría contento al ver que aLeopoldina le acompañan dos narraciones autobiográficas, optimistas yentrañables: Mi vida al aire libre y Tres pájaros de cuenta.

Miguel Delibes no solía y no quería escribir sobre sí mismo salvo en loslibros de caza, de pesca o de viajes... Muchos aspectos de su vida fueron, sinembargo, reconocidos por los lectores en algunas de sus novelas aunque él lospresentara como ficción, distanciándolos de su yo mediante procedimientos nosiempre eficaces. En estas dos obras, escritas a pecho descubierto,encontramos al propio Delibes de niño y de adulto con su familia, sus amigos,en su ciudad, en su pueblo. En la introducción que acompaña a Tres pájaros decuenta, afirma: «No es un libro de cuentos ni de historias inventadas sino unlibro de historias auténticas, vividas por mí y de las cuales son aquellospájaros verdaderos protagonistas».

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¿Qué tienen en común estas dos narraciones autobiográficas para que noresulte inapropiado ensamblarlas con una ficción tan ficción como La brujaLeopoldina?

En primer lugar hay que decir que tanto Mi vida al aire libre como Trespájaros de cuenta fueron publicadas en los años ochenta por la editorialvallisoletana Miñón, en una colección —Las Campanas— dirigida al públicoinfantil, e ilustradas con los maravillosos dibujos de Luis de Horna que tantogustaron a Delibes. Tiempo después, la Editorial Destino incluyó también Mivida al aire libre, ilustrada por Arnal Ballester, en una colección para los másjóvenes, Pequeño Delfín. Quizá que fueran editadas como publicacionesinfantiles y la corta vida de las dos colecciones limitaron la difusión de estostítulos que, sin duda, deberían haber tenido mayor fortuna.

Por eso, creo que ahora La bruja Leopoldina brinda una segundaoportunidad a estos textos que, en mi opinión, están entre los mejores deDelibes para ser leídos tanto por jóvenes como por menos jóvenes.

Tres pájaros de cuenta, dedicado a sus nietos —«que desde que nacen yase interesan por los pájaros»—, son tres historias protagonizadas,respectivamente, por una grajilla, un cuco y un cárabo, cuyo curiosocomportamiento fue observado con tesón por Delibes y su familia durantealgunos veraneos en Sedano.

Mi vida al aire libre, subtitulada Memorias deportivas de un hombresedentario, consta de nueve capítulos publicados íntegramente por la EditorialDestino en 1989. A propósito de ellos, explica el autor: «Hablo de todos losdeportes que he practicado en mi vida aunque sin destacar en ninguno. En ellibro lo que hago es reírme saludablemente de mí». El primer capítulo,titulado «Mi padre» y para mí el más entrañable, es un homenaje a su padre,Adolfo Delibes, que supo transmitir a su descendencia la herencia francesa:«Un concepto de la naturaleza más alto y más noble del que teníamos enEspaña», en palabras del escritor.

Espero que, en este momento en que están tan de moda las narracionesreales, la práctica de todos los deportes y el amor a la naturaleza, este librolleno de sentido del humor pueda ser entendido y valorado como se merece.

ELISA DELIBES

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Mi vida al aire libre

Memorias deportivasde un hombre sedentario

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No puedo meditar sino andando; tan luego como me detengo, nomedito más; mi cabeza anda al compás de mis pies.

JEAN-JACQUES ROUSSEAU,

Las confesiones

No se debe prestar fe a ningún pensamiento que no haya nacido alaire libre.

FRIEDRICH NIETZSCHE,

Ecce Homo

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La herencia

A mi padre se le adivinaba la ascendencia europea en su afición al aire libre.No es que fuera un sportman, como se decía a comienzos de siglo del señoritoocioso dado a los deportes, pero sí un hombre que con cualquier motivobuscaba el contacto con el campo. Este hecho era raro en España, no sólo afinales del siglo XIX sino en el primer cuarto del siglo XX. El español del 900,ese hombre de cocido, cigarro y casino, relacionaba indefectiblemente la ideade campo con la idea de enfermedad. Fernández Flórez hacía humor a su costay, en una de sus novelas, presentaba a un jefe de negociado, asfixiado por eloxígeno en una excursión a la montaña, que a duras penas conseguíarecuperarse bajo la atmósfera de humo provocada artificialmente por sussubalternos. Francisco de Cossío, hombre de cachimba y tertulia, sostenía queel sol y el aire devoraban la salud del hombre lo mismo que decoloraban lasbatas de percal de las muchachas. Mi padre, pese a pertenecer a la mismageneración, tenía un concepto más moderno sobre el particular: la naturalezaera la vida y era preciso conservarla y disfrutarla. Él salía al campo en todaslas estaciones del año. Y pese a ser muy sensible a las corrientes de aire (seenfriaba con un soplo) y a tener un oído delicado para cualquier clase deruidos, lo hacía ligero de ropa, y en primavera encontraba un atractivoincomprensible en el monótono y penetrante canto de los grillos. Todavía lerecuerdo en los ribazos de Zaratán o en las onduladas siembras de Simancas,agachado en los trigales, reclamando a la codorniz o sacando grillos de sushuras cosquilleándoles con una paja. En casa había una grillera de tres pisos,de seis apartamentos, y en el mes de mayo el albergue se llenaba y losconciertos crepusculares, que enfurecían a los vecinos, reunían para élpropiedades no ya gratificadoras sino sedantes. Los alimentaba con lechuga(escogiendo las hojas más frescas de las que mi madre subía del mercado), yal caer la tarde aquellos bichitos insignificantes habían transformado la

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verdura en unas bolitas negras, aovadas, la freza, bolitas que delataban supresencia en las pequeñas huras del campo. A su juicio, los francesesestimaban mucho la compañía de los grillos (y quizá fuera cierto) peronosotros, los españoles que le rodeábamos, no llegábamos a comprender quepara él, que le sacaba de quicio el vagido remoto de un niño, comportasealgún placer aquel cricrí sin modulaciones, reiterado e interminable.

Yo no tuve conciencia de que mi padre y yo estábamos en el mundo hastadespués de haber entrado aquél en la cincuentena. Se había casado maduro (alos cuarenta y dos años) y, habiendo sido yo el tercero de ocho hermanos,cuando le conocí él ya había cumplido los cuarenta y siete. Al alcanzar la edaddel discernimiento supe que mi padre sabía nadar como un pez desde lainfancia y que de joven había corrido carreras de biciclos en Salamanca yValladolid con su hermano Luis, don Julio Alonso, don Narciso Alonso Cortésy los hermanos Sigler. Pero cuando me enteré de esto ya no corría porque nohabía biciclos ni se bañaba en el río ni en el mar porque se enfriaba. En elaspecto deportivo, salvo la caza, la pesca de cangrejos y el paseo, mi padrevivía de recuerdos, procurando transmitir a su prole sus conocimientos, de talmodo que, nos gustase o no, apenas cumplíamos seis años, nos amarraba unasoga a la cintura y desde la orilla del río o desde el malecón, si era en el mar,nos lanzaba al agua y nos sostenía con la cuerda un rato cada día hasta que, alcabo de una semana, nos soltábamos a nadar solos. La bicicleta era regaloalgo más tardío: ocho o diez años. Y la lección que nos dictaba, más sucintaaún que la de la natación. «Pedalea y no mires a la rueda», nos decía. Y nospropinaba un empellón. Al cabo de tres días, con las rodillas laceradas, yacorríamos solos por el Campo Grande.

Mi padre se rebelaba contra el hecho de que un ochenta por ciento deespañoles no supieran nadar cuando sabían hacerlo hasta los perros. Confrecuencia solía decir: «Todos los niños deberían aprender a nadar al tiempoque a andar». Y cada verano, cuando leía en el diario la noticia de un niñoahogado, se ponía de mal humor. No se explicaba la dejadez general ante unproblema tan importante y sencillo de resolver. En fuerza de hablar denatación, yo, niño, llegué a considerarle, en mi fuero interno, un JohnnyWeissmuller un poco más magro y envejecido. Empero su relación con el aguafría, cuando yo tomé conciencia de las cosas, era más bien platónica y

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ambigua: la amaba, pero la temía; se mezclaban en él la pasión del deportistay el miedo del catarroso. Y lo peor es que a la más tierna edad ya nostransmitía su recelo: baños sí, pero cortos. Aún lo recuerdo en la playa deSuances, en Santander, reloj en mano, cronometrando nuestras inmersiones(nunca más de diez minutos), la arena resplandeciente, al fondo la Isla de losConejos. En cambio, don Julio Alonso, otro campeón del biciclo, dueño de lafábrica de galletas La Isabelita, corpulento y atezado, un auténtico lobo demar, se zambullía una y otra vez, rodeado de una turba de chiquillos, sin teneren cuenta el reloj. Don Julio nos enseñaba a bucear, a hacer el muerto y latécnica del crawl. A veces, cuando el mar estaba picado, saltábamos junto a éllas olas gigantescas y nos sostenía a todos contra su empuje. Era como undios: dominaba el mar, dominaba la tempestad, dominaba el peligro. Yo, alverle, pensaba en mi padre, en que era una lástima que siendo tan diestro comoél no pudiera demostrarlo porque se enfriaba. De ahí nació nuestra secretaaspiración (la de los ocho hermanos): que nuestro padre se bañara y pudieraemular a don Julio Alonso al menos por un día. Este deseo llegó adesazonarnos y en ocasiones, cuando lo veíamos de buen humor, como quienno quiere la cosa, le preguntábamos si no pensaba meterse nunca en el mar:«Tal vez algún día —respondía él—, pero tendría que hacer mucho, muchocalor». No hay que decir que, si amanecía un día sereno, mis hermanosmenores, confundiendo el sol con la temperatura, preguntaban a mi padre si eldía no era lo bastante caluroso como para que se bañase. «Aún no; todavía nohace suficiente calor», respondía invariablemente mi padre. Pero ellosinsistían una y otra vez y él rehusaba, hasta que un día, cansado sin duda delasedio, se consideró en el deber de concretar: «Únicamente me bañaré el díaque haga tanto calor que se asfixien los pájaros». A partir de ese día, nosotrosno hacíamos más que observar a los pájaros, los gorriones en los alambres ylas gaviotas en el malecón. Pero unos y otras no parecían sentirse indispuestospor mucho que el sol apretase. Entonces empezamos a recelar que el dicho demi padre era una evasiva para eludir nuestro acoso: los pájaros nunca seasfixiaban a causa del calor, luego nuestro padre nunca se bañaría, jamáspodríamos verle competir con don Julio Alonso. Mi padre, que por aquellasfechas rondaría ya los sesenta, bajaba ordinariamente a la playa con chaquetay chaleco de la misma tela pero, aquel año, las temperaturas empezaron a

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subir a primeros de agosto con tanta intensidad que, ante nuestro asombro, undía se despojó de la americana, el siguiente del chaleco y, por último, de loszapatos y los calcetines, de forma que seguía nuestras evoluciones en el agua,con los pies descalzos, reloj en mano, los pantalones arremangados, en camisay tirantes. La temperatura seguía sin ceder, de manera que por las tardespermanecíamos en casa, con las verdes persianas bajadas, oyendo las piadasagobiadas de los gorriones en las acacias del chalé contiguo. Al tercer día, mihermano menor, al oír el pío-pío lastimero de los pájaros, miró a mi padre y ledijo con sonrisa intencionada:

—¿Por qué cantarán así los pájaros?Mi padre la cazó al vuelo y respondió sin vacilar:—¿Quién sabe? A lo mejor se están asfixiando. —Y como mi hermano

continuara interrogándole con la mirada, añadió—: Si el tiempo sigue así,mañana me bañaré.

Al caer el sol, salió de compras con mi madre, mientras los hermanoscomentábamos excitados la novedad: «Papá se va a bañar mañana, ¿qué dirádon Julio?». Pero don Julio no tuvo oportunidad de decir nada, porque mipadre y mi madre marcharon lejos del bullicio, a la vera del espigón, y, unavez allí, mi padre se desprendió de su albornoz y apareció con un bañadorlistado de azul, de media manga, comprado la tarde anterior, se metió en elmar, descarnado y cauteloso, y cuando el agua le alcanzó la cintura, seacuclilló y se puso a nadar, con una braza académica, aburrida, fría, pocoexcitante, resoplando a cada brazada como una locomotora. Y cuando dosminutos más tarde salió del agua, tan blanco, tan delgadito y anticuado, con susbrazos entecos sin bíceps, y mi madre le ayudó a ponerse el albornoz, loshermanos nos miramos un poco abochornados; pero Adolfo, el mayor, dijo enuna tentativa de restaurar nuestra moral:

—A braza nada mejor que don Julio.Y yo, que no entendía de estilos, me sentí muy confortado con sus

palabras y exclamé en plena exaltación:—Si no se enfriase podría ir nadando hasta la Isla de los Conejos.Pero mi padre, antes que ciclista y nadador, fue cazador y sobre todo un

hombre campero. Desde muy niño lo recuerdo preparando los trebejos de cazalas tardes de los sábados: una escopeta inglesa que había adquirido a

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principios de siglo de segunda mano por mil pesetas (esto de las mil pesetassonaba entonces, en aquella época y en una casa donde no sobraba el dinero, adispendio), una canana de buen cuero desgastada por el uso, un morralalmidonado por la sangre y la orina de los conejos, un abrigo verde, peludo,de tacto muy cariñoso, unos leguis marrones, que se abrochaban arriba y abajocon hebillas, y un sombrero de alas caídas, de mezclilla, informe, muydeportivo. A las siete de la mañana del domingo, mi padre ya estaba en danza,nos despertaba a los acompañantes y nos íbamos todos juntos a por el perro yel Cafetín, un viejo Chevrolet de color de la canela, altaricón y aristado, quese guardaba en los locales de la Agencia. Una vez en él, y a una velocidad nosuperior a los cuarenta kilómetros por hora, nos trasladábamos al monte deValdés, en el término de La Mudarra, en plena Tierra de Campos. Como elmonte distaba treinta kilómetros de la ciudad, el viaje se prolongaba una hora,una hora destemplada, con las solapas de los abrigos subidas, sentados sobrelas propias manos para calentarlas con la presión del trasero. Mi padre,envuelto en su peludo abrigo verde, conducía mal.

Tenía un temperamento nervioso y no le iba la mecánica. Frenaba amenudo y sin tiento (entonces circulaban aún muchos carros) y nodesembragaba a fondo, de manera que al cambiar de marcha, la caja arañabacon un ruido de cadenas arrastradas que producía el efecto de que el cochealazán iba a desintegrarse. No se esforzaba en hacerlo mejor porque esto delautomovilismo no lo consideraba un deporte (afirmaba que el deporte lo hacíael automóvil, que era el que corría) y nunca le cautivó. Y tan pronto mihermano Adolfo, el primogénito, que, por el contrario, era muy aficionado alos coches y muy sensible de remos, cumplió nueve años, le puso al volante yen lo sucesivo fue nuestro chófer. En aquel tiempo no existían guardias detráfico porque no lo había, no había tráfico quiero decir, de modo que lafigurilla de mi hermano, sentado en el borde del asiento para alcanzar lospedales, no escandalizaba a nadie. Sí recuerdo que la carretera estaba infamey mi padre, junto al conductor, sujetaba entre las rodillas el bidón de gasolinade repuesto, para evitar que se le derramase en las botas. (Esto del bidóntambién tiene su historia, que a lo mejor cuento más adelante.)

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Mi padre era un perfecto cazador deportivo. Un cazador a salto, de perroy morral, que sabía disfrutar de la naturaleza como nadie. Aún lo recuerdoarmando la escopeta en el calvero donde estacionábamos el coche, en plenomonte, junto a un pozo y un abrevadero de ovejas; a la derecha una corpulentaencina centenaria.

—¿Qué? ¿Quién se viene conmigo?A veces le acompañábamos uno, a veces dos, a veces ninguno. Se nos

hacía tediosa aquella caminata en silencio, sin poder enredar con el perro, sies caso vislumbrando entre las carrascas, de tarde en tarde, la silueta fugaz deun conejo. Evoco el silencio del monte, un silencio seco, transparente, al quelas fumaradas del aliento espesaban. De tiempo en tiempo, el graznidodestemplado de una corneja. Las mañanas en que la bruma levantaba nossorprendía de pronto el coreché de una perdiz. Si saltaba el viento, gemían lascarrascas y las ramas de las atalayas entrechocaban y alguna se quebraba.Pero de ordinario los días de invierno en la Meseta eran fríos, quedos, nublos,una película de escarcha en las jaras y los tomillos. Y en aquel silenciocongelado se movía mi padre lentamente, silbaba al perro, registraba mata pormata, la moquita brillándole en la punta de la nariz. Y nosotros caminábamostras él, hacíamos un alto cuando él se detenía, el morral en bandoleragolpeándonos las pantorrillas al andar. El aire olía a hielo y al humo distantede los carboneros del picón. Y, de repente, resonaba la detonación, el monteparecía estallar, mi padre llamaba al perro a voces, lo azuzaba, lo poníaapresuradamente en la pista, y el Boby zarceaba, iba y venía, desaparecía y, alcabo de un rato, regresaba, alegre, cogitabundo, con el conejo atravesado en laboca. Mi padre le acariciaba la cabeza e intercambiaba con él unas miradasafectuosas e inteligentes que nunca he olvidado. Luego oprimía —mi padre—el vientre blanco del conejo para que orinase y nos lo entregaba para que loguardásemos en el morral.

—Ojo, no vayáis a perderlo.El recuerdo más tierno que guardo de mi padre (mi padre no era muy

niñero, ni dado a demostraciones convencionales de cariño) es allí, en elmonte, solo, alto, delgado, el perro a la vera, las alas del sombrero demezclilla sobre los ojos, la escopeta en guardia baja, atento, alerta, como

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Ortega exigía del cazador. Se le adivinaba en su medio, tranquilo, respirandoregularmente, una aromática ramita de tomillo en el ojal de la solapa y unapluma de perdiz en la cinta del sombrero. Al acecho.

Nunca se enroló mi padre en cacerías multitudinarias, ni siquiera degrupo, ni siquiera, si me apuran, de pareja. La caza era para él un ritosolitario. Le placía cazar sin compañía, sin testigos de sus afanes, saborear eldespertar del día, escuchar el silencio, respirar el frío de la escarcha, crearsesu propia suerte. Se armaba rápidamente y era diestro en el tiro a tenazón.Raro era el día en que no aculaba ocho o diez conejitos en el morral, más unaperdiz o una liebre para ilustrarlo. Su concentración en el monte era absoluta.Y este ensimismamiento era lo que nosotros, los niños, no soportábamos. Lacaza exigía excesiva formalidad. Únicamente el perro, olfateando aquí y allá,indagando en los vivares, mirándole de vez en cuando, parecía estar a sualtura.

Mi padre crió varios perros pero algunos le duraron tan poco tiempo queni recuerdo sus nombres. El que coloco a su lado cada vez que evoco suimagen de cazador es el Boby, un perrazo perdiguero, rojo y negro, bello y demucha fuerza. De vientos finísimos, mi padre no podía sujetarlo cuando cogíael rastro de las perdices. Y si las volaba largas, fuera de tiro, le propinabapuntapiés en el trasero hasta que el Boby se tumbaba en el suelo, dos patas enalto, amustiaba los ojos y emitía unos histriónicos quejidos de incomprendido.Creo que el Boby, con todos sus defectos, fue el mejor perro que tuvo mipadre, el de más bella lámina y el más cazador. Yo lo rememoro especialmentedurante las temporadas de codorniz, en la vega de la Sinoba o en los páramosde Quintanilla. Tomaba los vientos de largo, husmeaba con tesón, el morro aras de tierra, a veces más de cien metros, hasta que daba con el pájaro. Antesu proximidad, el Boby levantaba el hocico, acortaba el paso (un paso que sehacía lento, florido, achulado como el de los toreros en algunos lances deadorno) y así se iba acercando poco a poco hasta hacer la muestra. Mishermanos y yo descubríamos con frecuencia a la codorniz antes de arrancarse,asustada a la sombra de una morena, semicubierta por una hierbecitainsignificante, y el Boby, que yo creo que también la veía, alzaba sumisamentela mirada hasta mi padre como solicitando su venia. Mi padre le hacía ungesto mínimo con la cabeza o lo estimulaba con algunas pocas palabras entre

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dientes y entonces el Boby volaba el pájaro, y una vez abatido, así cayera en elarroyo, en lo sucio, nunca se resistía a su poderosa nariz, hacía la cobra yvolvía junto a mi padre con el pájaro en la boca, invisible entre sus belfoscolgantes, y se lo entregaba sin machucarle una pluma. El Boby murió de viejoy lo enterramos en el patio de la Agencia, el túmulo presidido por una cruz depalos. Creo recordar que la Ina, roja y negra también, pero con una veta deperro corrillero aportada sin duda por la madre, era hija o nieta del Boby,pero ni su estampa ni su temperamento tenían nada que ver con él. Era unaperrilla de labor que a mi hermana Concha y a mí nos desagradaba porquearrufaba si nos acercábamos a ella mientras comía, cosa que jamás hicieronotros perros.

Pero hubo épocas en que mi padre no tuvo perro. Entonces solíabuscarlos en la calle, perros sin amo, perros de ciego o guardianes de obra.Del mismo modo que no le agradaba compartir la caza con nadie, no concebíasubir al monte sin perro. Esto le inducía a alquilar por un día un perrolazarillo o a secuestrar en el Cafetín al primer perro vagabundo queencontráramos el domingo olisqueando las basuras. Generalmente eran perrosmil leches, descastados, sin una idea definida de lo que era la caza.

—Eso no importa, hijo. Lo que hace falta es que mueva el monte.Y, en efecto, solían mover el monte pero a veces se asustaban con las

detonaciones y salían pitando por el sardón para no volver a aparecer. Estasdefecciones, muy corrientes en los canes, se producían también entre nosotros.

—¿Hoy no me acompaña nadie? Está bien, pero tened cuidado con elpozo.

Nos quedábamos en el calvero, rodeados de matas, aislados del mundo,felices, el pozo junto al abrevadero, los camales de la encina grande alalcance de nuestras manos. Trepábamos por ella, nos instalábamos cada unoen una rama, sacábamos agua del pozo y la bebíamos directamente del cubo,los dientes pasados de frío. Después jugábamos a la pelota o al esconditeentre las matas, hasta que sobre la una y media o las dos aparecía mi padre.Corríamos hacia él e inspeccionábamos impacientes el morral: dos, tres,cuatro gazapos.

—¿Has visto pocos?

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—Pocos. El monte está húmedo y el animal no encama. Estánembardados.

Comía mi padre sentado en la piedra del abrevadero, sobre el morralpara no enfriarse el trasero. Comidas que recuerdo frugales como las de unpájaro: una loncha de jamón transparente, otra de queso de bola, un panecillode cinco céntimos al que quitaba la miga y un botellín de leche de vaca. Alterminar, volvía a marchar, otra vueltecita, hasta que la tarde caía y, sobre lalínea brumosa del horizonte, se extendía la franja roja del sol poniente.

Con el paso de los años, mi padre me regaló una escopetilla de 12milímetros. Los cartuchos eran de inocente apariencia pero hacían daño (conellos derribé mi primera perdiz, varias codornices y un montón de avefrías, acalzón quieto). En aquel tiempo solía quedarme en los alrededores de la casade labor (una casona blanca, con carros y remolques en la socarreña y, en latrasera, un patio inmenso donde se oxidaban los aperos y humeaban losmontones de estiércol) tirando a las cogujadas, que, no recuerdo porinspiración de quién o por qué motivo, llamábamos de chicos pajarotas. Ésafue la primera sangre inocente que vertí, pero mi padre, seguramente conobjeto de dar al arma un alcance más deportivo, pidió un día prestados unosespejuelos (artilugio de madera con redondos cristalitos incrustados capaz degirar sobre un eje que se accionaba a distancia mediante una cuerda) paraatraer a los nutridos bandos de calandrias que merodeaban por los rastrojosdel caserío y que, según decían, acudían al engaño creyendo que era agua.Desgraciadamente, nunca supe manejar el señuelo con destreza. Los cordelesse me enredaban, el espejuelo giraba hacia un lado y se atascaba, de forma queyo salía y entraba en el escondrijo tantas veces que acabé ahuyentando a lascalandrias fuera de la provincia.

Un día encarecí a mi padre que me dejara acompañarle con laescopetilla. Aunque no lo manifestara, en el fondo de mi alma alentaba laesperanza de derribar un conejo a la carrera delante de mi progenitor. No hubode qué, claro. Disparé dos o tres tiros a otros tantos gazapos pero debieronescapar muertos de risa con los perdigones a dos metros de sus rabos. Losconejos, regateando entre las jaras, no eran tan fáciles de abatir como lascogujadas. Las matas se interponían entre mi padre y yo, y algunos conejosatravesaban los claros tan raudos que no me daban tiempo ni de encararme la

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carabina. Pero de pronto sentí una detonación seca a mi derecha ysimultáneamente un latigazo en la mejilla. Levanté la mano y la retiréensangrentada.

—¡Me has dado! —grité, asustado.—¿Cómo dices?—¡Que me has dado! —repetí con acento melodramático.Mi padre, quien a veces me parecía frío y distante, asomó demudado

entre las carrascas. Su interés patético me enterneció.—¿Ha sido mucho, hijo? ¿Ha sido mucho?No era más que un perdigón rebotado, desviado por un bogal, perdigón

que mi propio padre extrajo presionando con los pulgares, como si fuera unaespinilla, pero para él, cuya prudencia con la escopeta era extremada, elaccidente constituyó un motivo de disgusto.

Pero no se me va de la memoria un día de frío intenso, antes de disponerde la escopetilla de 12 milímetros, mis hermanos y yo congregados en el clarodel abrevadero, el Cafetín bajo la atalaya, el abrigo verde de mi padre sobreel radiador para evitar que se helara el agua. Espaciadamente se escuchabaalgún disparo, pero aunque el día crecía, también el frío parecía ir en aumentoy el cierzo arreciaba. Entonces uno de mis hermanos concibió la idea de haceruna hoguera como las de los carboneros.

—Venga, vamos a buscar leña.Nos dispersamos por el sardón. Sobre el periódico del día logramos

apilar un buen montón de palos secos. No obstante, la carama los habíahumedecido y el zarzagán apagaba los fósforos antes de que llegaran aprender. A fuerza de insistir conseguimos unas ascuas pero no que brotara lallama. Creo que fui yo el autor de la feliz idea.

—¡El bidón! ¿Por qué no echamos un poco de gasolina del bidón?El asentimiento fue unánime. La gasolina del bidón era la única capaz de

hacer arder la chamarasca amontonada. Mi hermano Adolfo dirigía laoperación, y aunque ni él ni nosotros, sus ayudantes, advertimos las pequeñasbrasas bajo la pila de leña, al levantar el bidón para que cayera la gasolina, lallamarada subió chorrito arriba hasta alcanzar las manos de mi hermano, quienrápido como el viento arrojó el bidón al abrevadero. La gasolina ardía

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furiosamente por todas partes, amenazaba al Cafetín y gracias a mi hermanoAdolfo, que pese a su corta edad ya conducía y lo separó de las llamas, no sequemó también.

Durante el tiempo que se prolongó la espera, ya no sentíamos el frío, ycuando mi padre apareció nos echamos a temblar. Lo primero que advirtió fueel bidón calcinado entre el hielo roto del abrevadero, luego el cenizal, elcoche fuera de su sitio acostumbrado, el olor a chamusquina.

—¿Qué ha pasado? —Miraba hacia el coche, luego la escoria—. ¿Quéhabéis quemado aquí?

Los cuatro titubeábamos y cuando, al fin, le contamos lo ocurrido, másasustado aún por lo que podía haber pasado que por lo verdaderamenteacaecido, resolvió el pleito con cuatro voces destempladas y cuatropescozones. Después, al regresar a casa, no me parecía verlo tan enfadadocomo el asunto merecía, pero hasta que abrió el morral no me di cuenta delmotivo de su conformidad: había cazado dos chochas, pieza rara que élestimaba mucho. La repercusión de los éxitos y de los fracasos cinegéticos ensu humor era manifiesta. Mi padre hablaba poco y se enfadaba menos, pero laspocas veces que se enfadaba en casa seguro que andaba por medio la políticao la caza. La Izquierda Liberal de Alba era intocable (mi madre, másconservadora, le atacaba por este motivo), y la chochaperdiz, el pájaro másgoloso de cuantos hacían temporada en nuestros sardones. Y si el día del fuegonos salvamos de un escarmiento ejemplar a causa de las dos sordas, no esdifícil imaginar la que se armó en casa el día en que mi madre, acuciada porotros quehaceres, dejó asurar en el horno una chocha, la única que mi padrehabía cazado en toda la temporada. Este incidente de la becada, la muerte deun cachorrillo de pointer al caer por entre los barrotes de la galería y lapérdida del guardamanos de la escopeta en un descuido de mi hermano Adolfoprovocaron las tres sofoquinas culminantes de mi padre, lo que revela que lascontrariedades derivadas de la caza le afectaban más que las derivadas decualquier otra actividad, incluso las que pudiéramos llamar profesionales.

Pero he mencionado el Cafetín muy de pasada, cuando, en realidad, legustase mucho o poco, el automovilismo fue otra de las actividades deportivasde mi padre. Ya he dicho que no era buen conductor (era hombre de manodura, apremiado, nervioso), lo que no he dicho es que el coche no era de su

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propiedad sino de la agencia de automóviles que compartía con mi tío Luis.Aficionados ambos al biciclo, lo fueron también al automóvil cuando seinventó el motor de explosión. Entonces crearon la Agencia Ford en laTravesía de Muro, en Valladolid, y en ella se vendieron los primeros fotingosque circularon por la ciudad. Más adelante, representaron a la GeneralMotors, y el forito fue sustituido por el Cafetín, el Chevrolet de caja cuadradaen el que íbamos a cazar. Esto aporta ya alguna luz sobre la razón de ser delbidón de repuesto. A mi padre se le antojaba un exceso de liberalidad dejar eldomingo tres o cuatro litros de gasolina en el depósito para que el lunes losmalgastasen sus sobrinos paseándose. Y a los sobrinos les molestaba dejarlosel sábado para que al día siguiente su tío los quemase tranquilamente yéndosea cazar conejos. Yo no tengo por codiciosas a ninguna de las dos familias,pero se conoce que entonces se hilaba más fino o estos rasgos dedesprendimiento eran inimaginables. Lo que recuerdo bien es que el Cafetín nose calentaba hasta después de subir el puertecillo de Villanubla. Era más fríoque el biciclo. A veces, después de doblar una esquina a una velocidad corta,el coche daba dos carneradas, se ahogaba y era necesario volver a arrancarlocon manivela. Por aquel tiempo, el tren burra (un trenecito como de juguete,que hacía el servicio con Medina de Rioseco y en cuya locomotora seacomodaba un hombre con una corneta y una bandera roja para advertir alvecindario del peligro) discurría, a lo largo de dos o tres kilómetros, por lascalles de la ciudad, con lo que el hombrecillo del cornetín arriesgaba cada díalos pulmones en el recorrido urbano: Puente Mayor, las Moreras, Paseo deZorrilla y calle de Gabilondo. Como nuestro itinerario de caza coincidía, máso menos, con el del tren burra, había un momento en que se hacía precisocruzar la vía. A mi padre esto le desazonaba y apenas arribábamos a la Plazadel Poniente, desaceleraba, bajaba el vidrio de su portezuela y reclamabanuestro concurso:

—Mirad a ver si viene el tren.—No viene —respondíamos a coro.Y, entonces, mi padre, confiado, atravesaba las vías, afrontaba el último

tramo del Paseo de las Moreras, franqueaba el Puente Mayor, abocaba elpuertecillo de Villanubla y el Cafetín, caliente ya y traqueteante, no paraba

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hasta alcanzar el calvero del monte de Valdés. Pero un domingo, alpreguntarnos mi padre como de costumbre si venía el tren, mi hermanaConcha, en lugar de tranquilizarle, dijo imprudentemente:

—Viene, pero muy lejos.Oír mi padre la palabra viene y empezar el Cafetín a dar tirones, fue todo

uno. Y tan apurado entró en la vía el pobre que no logró salir de ella. Dio dostirones más y quedó en medio, atravesado sobre los carriles. En principio mipadre no se arredró. Miraba de soslayo al tren lejano y tiraba del botón de lapuesta en marcha. Pero el motor no rompía, no nos esperanzaba con la másmínima explosión. Insistió varias veces, pero cuando vio que el hombre de lacorneta se incorporaba en el tope de la locomotora y lanzaba el primer aviso,empezó a ponerse nervioso.

—Esto no arranca.Sonó todavía distante pero con una estridencia inhabitual el segundo

pitido y entonces mi padre perdió la serenidad. Aún hizo varios intentos porarrancar el coche pero, cuanto más agudo sonaba el cornetín, más precipitadoseran sus movimientos. Mientras tanto el tren burra seguía avanzando y elhombre del cornetín, además de pitar, agitaba ahora como un loco labanderola. Seguramente mi padre pensaría en su hermano, en la Agencia y enel bidón, antes de dar la voz de alarma:

—¡Rápido, todo el mundo abajo!Mas no había contado con el azoramiento de última hora. El Chevrolet

únicamente tenía dos puertas, pero ni mi padre ni nosotros acertábamos a abrirninguna. Tengo para mí que el pitido de la corneta, al actuar sobre nuestrosmecanismos nerviosos, resultaba contraproducente, pero tampoco era cosa dedecirle al señor que la tocaba que se callase. Total, que los frenos del trenburra chirriaron cuando la gente joven y el Boby tratábamos de escapar porlas ventanillas. Y allí quedó la pequeña locomotora, inmóvil, a veinte metrosdel coche, bufando, proyectando chorros de vapor por los costados. El hombrede la corneta venía hacia el Cafetín enarbolando el palo de la bandera, pero elmaquinista, que también se había apeado (y que, según nos dijo después mipadre, tenía un hijo estudiando en la Escuela de Comercio, donde él eradirector), lo adelantó en cuatro trancos, lo apartó y nos lanzó la sonrisa másdulce y comprensiva que uno pueda imaginarse.

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—Buenos días, don Adolfo. ¿Qué, no arranca el coche?—No arranca, no señor. Se ha calado y no hay manera de hacerlo entrar

en razón.—Aguarde un momento, que le echamos una manita.En un periquete quitaron el coche de la vía y continuaron empujándolo

hasta que el motor petardeó y el Cafetín salió corriendo alegremente hacia elPuente Mayor. Mi padre, temeroso de que si reducía la velocidad volviera acalarse, agitaba la mano agradecida por la ventanilla diciendo adiós, mientrasel maquinista, ante su asombrado compañero, hacía bocina con las dos manosy voceaba a voz en cuello:

—¡Que pinte bien, don Adolfo! ¡Que tengan un buen día!Esto ocurría cuando los inventos del hombre estaban todavía controlados

por su voluntad. Más tarde, los trenes dejaron de parar porque un coche sedetuviera en la vía y empezó esa cruenta enfermedad conocida con el nombrede accidentes de tráfico. Otra enfermedad grave, la guerra civil, queautorizaba a disparar contra los hombres pero prohibía hacerlo contra losconejos, cortó la relación semanal de mi padre con el monte de Valdés. Tuvoque enfundar la escopeta. Esto no mitigó su pasión por la naturaleza, peroahora, desguazado el Cafetín y requisado el Seis Cilindros, se llegaba a lasafueras de la ciudad unas veces a pie y otras andando. Y cuando la contiendaterminó, sin coches y sin gasolina, se trasladaba a Viana de Cega a buscar laliebre en un tren de cercanías, con el perro de algún ciego entre las piernas.Los revisores (si es que no tenían algún hijo estudiando en la Escuela deComercio) le llamaban la atención, pero él, ante todo un ciudadanodisciplinado, pedía excusas y salía con el can a la plataforma descubierta delfurgón de cola y se abrochaba el botón del cuello del peludo gabán verde parano enfriarse la garganta.

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Una larga carrera de futbolista

Sin duda el amor por la naturaleza y la proclividad al aire libre nos viene alos Delibes por línea paterna, tal vez de la Gascuña. Yo asumí esta inclinaciónpara llenar mis ocios, pero mis hijos hicieron de ella medio de vida: cuatrobiólogos y un arqueólogo salieron de una camada de siete hermanos. Ahorabien, en mi caso, esta actitud saludable ¿por qué cauces se orientó? Yo creoque mi primera afición deportiva, asumida como pasión, como auténticapasión desordenada, fue el fútbol. Antes aprendí a nadar, a montar en bicicletay, como se ha visto, acompañaba a mi padre de morralero en sus excursionescinegéticas, pero ni la natación, ni la bicicleta, ni la caza tiraron de mí con lafuerza con que lo hizo el fútbol a los ocho o nueve años. Un fútbol en principioteórico, periodístico, de resultados y clasificaciones; un poco lo que fue elciclismo hasta que la televisión nos acercó las imágenes de los routiers ypudimos admirar su esfuerzo. ¿Y cómo nació esta pasión tan grande en unacriatura tan pequeña? Yo sospecho que estas pasiones infantiles brotan, enprincipio, de un amor desmedido por la patria chica, hacia los que estima susrepresentantes, y una gratuita actitud de hostilidad hacia el forastero. Unaespecie de xenofobia pueblerina nos poseía a los párvulos del primer terciode siglo. Esto quiere decir que yo fui hincha antes que aficionado. Anteponíaal espectáculo el triunfo de mi equipo, el Real Valladolid Deportivo. Y hastatal punto vivía sus peripecias de corazón que, de muy niño, hacía solemnespromesas al Todopoderoso si el Real Valladolid salía victorioso en LasGaunas o El Infierniño. En cambio, cuando jugaba en casa, me parecía quebastaban mi aplauso y mis voces de aliento para triunfar y no iba conembajadas al Todopoderoso. Pero mi pasión futbolística no se detuvo ahí. ElReal Valladolid era un equipo modesto de tercera división, y mi aficióndesbordada no respetó estos límites y se extendió a las divisiones superiores.No creo haber sido nunca un memorión. He disfrutado de unas facultades de

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retención rápidas, pero superficiales, es decir, tal retención duraba cincominutos. Por ejemplo, en la escuela, era el primero en aprenderme elvocabulario de francés, pero a la semana siguiente no recordaba ya ni una solade las palabras aprendidas. Pues bien, la actividad mnemotécnica quedesarrollé a cuenta del fútbol no tuvo parangón en mi vida hasta que oposité acátedras de Derecho Mercantil y me aprendí el Código de Comercio dememoria. Hoy no sabría repetir un solo artículo de los casi mil que tenía aquelCódigo. En cambio, de mis conocimientos futbolísticos todavía quedanvestigios cincuenta y cinco años después. Hubo un tiempo en que yo recitabaal dedillo las alineaciones de los equipos de primera, segunda y terceradivisión. Conocía el nombre de sus campos, de sus entrenadores, de losjugadores reservas e, incluso, recordaba perfectamente los resultados de losencuentros jugados durante las tres últimas temporadas en las tres divisionesespañolas. Esto demuestra las posibilidades de un niño de diez años cuandopone empeño en un asunto, pero mis facultades dejarán de admirar a nadie siañado que mis hermanos José Ramón y Federico, varios años menores que yo,eran capaces de los mismos alardes de memoria.

Antes de empezar a frecuentar el fútbol como espectáculo, nos recuerdo alos tres las tardes de los domingos yendo a ver los resultados de los partidos aCasa Baticón, en los soportales de Cebadería, en la Plaza Mayor. Nos bastabaun vistazo a la pizarra para retener las cifras. Luego regresábamos comentandolas sorpresas de la jornada y, de nuevo en casa, nos entreteníamospreguntándonos uno a otro los tanteos de esos mismos partidos en las dostemporadas anteriores, con la particularidad de que en rarísimas ocasionesfallábamos la respuesta. Es claro que si yo hubiese puesto la mitad del interésque puse en el fútbol en la química o las matemáticas otro gallo me hubieracantado, pero no fue así. A mí lo que me exaltaba era el fútbol y, ávido dedarle una categoría científica, inventé la primera teoría, que formulé conterminología de ley en 1932: el equipo que después de perder en casa visita aotro que viene de ganar fuera, si no se alza con el triunfo sumará al menos unode los dos puntos en litigio. Consideraba esta ley fruto de la observación,como todas las grandes leyes científicas que rigen la vida y el universo, y mejactaba de ella. El fútbol era una cosa muy seria puesto que admitía suvertebración en leyes. Y como esta formulación encerraba buena parte de

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verdad, en el colegio me dio nombradía y, diez años más tarde, el cronistadeportivo de El Norte de Castilla, al hacer los pronósticos del sábadomencionaba la ley Delibes como un físico mencionaría a Newton al hablar dela gravitación universal.

Ya indiqué más arriba que estas cosas aprendidas por gusto se pegan mása la memoria que las aprendidas por obligación. Así, hoy no sabría citar unsolo párrafo de las disciplinas que estudiaba entonces, y, en cambio, todavíapuedo repetir de carrerilla no ya el equipo del Real Madrid de los Regueiro yZamora, ni el del Valladolid —que era el mío— de Irigoyen, Ochandiano yLuisón, que eso era fácil, sino el del Athlétic de Bilbao (Blasco, Castellanos,Urquizu; Cilaurren, Muguerza, Roberto; Lafuente, Iraragorri, Bata, Chirri yGorostiza) o el Valencia F.C. (Nebot, Torregaray, Pasarín; Abdón, Molina,Conde; Torredeflot, Cubells, Vilanova, Costa y Sánchez) o la delantera delReal Oviedo de entonces: Casuco, Gallart, Lángara, Galé e Inciarte. Lamemoria deja estos rescoldos en las cosas aprendidas con amor, unos flecossobre los que nadie va a pedirnos cuentas pero que precisamente por eso noolvidaremos nunca. De manera análoga aprendía fragmentos de crónicas o piesde fotografías que por alguna misteriosa razón he retenido hasta hoy. Ahorarecuerdo una caricatura de Sañudo anterior a la guerra civil, es decir, decuando yo contaría doce o trece años, cuyo pie decía textualmente así:«Fernando Alfonso Sañudo, restablecido de la lesión que el pasado domingole causó Municha, se alineará esta tarde en el vértice del ataque local». Norecuerdo bien de dónde era Municha, si del Osasuna, del Logroñés, delZaragoza o de qué equipo, pero sí de que, con Sañudo, jugaban en la delanteravallisoletana Cimiano, Susaeta, Escudero y Álamo. También recuerdo nombresde equipos hoy desaparecidos o devaluados (el Nacional, la Ferroviaria, elReal Unión) e incluso resultados que, por una u otra razón, me impresionaronentonces como el 1-2 del Celta que nos cerró el camino a la segunda divisiónen mil novecientos treinta y pocos, o el 8-2 al Sporting de Gijón, jugando unmartes en el primer Zorrilla debido a la aparatosa nevada caída el domingoseñalado para el partido.

Pero yo no me limité a ser un teórico del fútbol. Mi afición tuvomanifestaciones prácticas como las de espectador y jugador. De mi primeraetapa como espectador, anterior a 1934, conservo en la memoria imágenes

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imborrables, imágenes más nítidas que las de los goles que haya podidocontemplar anteayer en televisión. Recuerdo, pongo por caso, como si fuerahoy a Urreaga o Urtiaga, o un apellido semejante, el cancerbero del Logroñésde los años 30, un jayán de tomo y lomo que sacaba de puerta con el puño yenviaba el balón hasta más allá de medio campo. Mi compañero de colegioMiguel Ángel Gredilla, con quien nos encontrábamos mis hermanos y yo en lageneral infantil, se las daba de enterado y nos aclaraba a la salida:

—Natural, ¿no?; en su tierra es campeón de los pelotaris amateur.No decía amater, con e cerrada, sino amateur con todas las letras,

circunstancia que hacía más verosímiles sus inverosímiles saques de puerta.Otra efigie que conservo muy viva es la de Sasá, el guardameta del Avilesinode aquella época (jersey verde, rodilleras y visera, muy menudo, pero de unaagilidad felina). Era tremendamente difícil meterle un gol a Sasá, por lo que,cuando se conseguía uno, lo coreábamos con tanto entusiasmo como si se lohubiera hecho a Ricardo Zamora. Y en uno de los partidos más competidoscon el Avilesino en el viejísimo Zorrilla ocurrió un acontecimientomemorable: Sasá paró un penalti al gran medio izquierda del Real Valladolid,Pablito López, pero la pelota iba con tanta fuerza que le tronzó la muñeca ytuvo que ser sustituido por el portero reserva:

—Pablo López ha partido la mano a Sasá.—Sasá le paró un penalti a López pero lo ha pagado caro.El lunes siguiente, el colegio era un hervidero de comentarios. La

refulgente leyenda del pequeño cancerbero asturiano alcanzó su culmen. Sasáno sólo le había detenido un penalti a López, sino que, como Cervantes enLepanto, había perdido una mano en el empeño.

También me siguen siendo familiares los nombres de los hermanosChacártegui (Chacártegui I y Chacártegui II), defensas del Real Zaragoza, cuyoportero se llamaba Lerín, y el delantero centro, Anduiza. A Chacártegui II, quese anudaba un pañuelo blanco en la frente, le vi desviar un balón a córner decabeza, por encima del larguero, con la fuerza de un remate. Era la primeravez que veía una jugada semejante, un verdadero contrasentido futbolísticoporque el córner se consideraba en aquel tiempo medio gol. Pero lo que noschocó no es que Chacártegui II hiciera medio gol, sino la novedad en la tácticadefensiva de impulsar el balón contra la propia portería. Esto no se llevaba

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entonces. En aquel tiempo unos corrían contra el lado derecho del campo y losadversarios contra el lado izquierdo, y lanzar un pase hacia atrás o cederle unapelota al propio portero era una vergonzosa claudicación, casi tan vergonzosacomo una derrota.

—¿Habéis visto lo de Chacártegui II?; es un cobarde —comentóescuetamente mi amigo Miguel Ángel Gredilla al salir del estadio.

De este estadio pasé al nuevo Zorrilla, o sea al viejo. Había empezadosiendo socio infantil por una peseta y media, cantidad que mi padre se avino apagar en lugar de las propinas dominicales. Esto es, el sacrificio que hicimosmis hermanos y yo por el fútbol es inimaginable: renunciamos al dinero debolsillo a cambio de poder acudir quincenalmente al estadio de la Plaza deToros. Y esta situación de precariedad no duró un mes, ni dos, sino que seprolongó durante años. Con el tiempo, como digo, el Real Valladolid cambióde campo. Yo ya no era un niño (la guerra había pasado sobre la ciudad) y noolvido que el nuevo estadio se inauguró con un 4-1 sobre el Arenas de Guechocon Ispizua de portero. Pero mi condición de espectador no acabó ahí, aunquehubo un tiempo en que tuvimos que compaginar el fútbol con la caza. El casoes que asistí al ascenso de mi Real Valladolid a la segunda división, luego a laprimera y, por último, al momento culminante del fútbol vallisoletano en quesiete de sus hombres fueron llamados a la selección nacional. Fue aquellaépoca dorada de los Saso, Lesmes I y Lesmes II, Babot, Ortega, Lasala,Coque, que empataron a un gol contra el Athlétic de Bilbao en la final de copa,y Zarra nos apabulló en la prórroga con tres goles de cabeza. Los años no meenfriaban. Me empezó a enfriar el hecho de ver a mi alrededor hinchas tanfanáticos como yo lo había sido en el antiguo campo aunque de más edad. Yya, definitivamente, dejé de asistir al fútbol como espectáculo al aire libre eldía que se decidió que los espectadores, o los futbolistas, o los árbitros oquizá todos deberíamos estar enjaulados como reclusos para evitar agresiones.No obstante, el veneno queda. Y hoy día, cada vez que se anuncia un partidopor televisión, procuro resolver mis asuntos para tener libres las dos horas detransmisión. Y hasta tal punto me he habituado a ver el fútbol en pantalla, queel par de veces que me he acercado después a un estadio no me he enterado de

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nada; en la pradera hay demasiada gente, se mueven todos a la vez, los golesme pillan de sorpresa y cuando espero la repetición desde otro ángulo y éstano llega, me pongo de mal humor.

Lógicamente, un niño con esta sobrecarga balompédica en la cabeza notenía más remedio que practicar este deporte. Y lo practiqué. Lo practiquédurante bastantes años, digamos desde los once hasta los cuarenta y cinco. Elúltimo partido que jugué en Valladolid fue en un once que improvisamos losperiodistas para desafiar al equipo del Circo Feijoo, de los hermanos Tonetti.Yo entonces tenía novia, y la idea de que ella iba a acudir al estadio a vermeme movió, como dicen ahora los futbolistas, a jugar a tope, a dejarme la pielen el campo. Salí, pues, muy decidido, pero en mi primera arrancada, despuésde driblar al mayor de los Tonetti, me entró un chino malabarista, no recuerdobien dónde me puso la rodilla, me propinó un leve empellón y yo salí por losaires dando volteretas como proyectado por una ballesta.

Quedé malparado, maltrecho, abrumado por un sentimiento de vergüenzaque aún hoy, al cabo de cuarenta años, se reaviva cada vez que lo recuerdo.

Dejando esto aparte, los últimos partidos de mi carrera futbolística, esdecir, de los treinta y cinco a los cuarenta y cinco años, los jugué comoportero en el Sedano F.C., mi pueblo de adopción. Allí, únicamente jugaba losveranos, tres o cuatro encuentros, partidos competidos con los equipos de lospueblos próximos (Covanera, Tubilla, Escalada) o con los seminaristas de losjesuitas de Valdelateja, un cuadro muy duro de pelar, donde el ariete Ocaña,digno representante de la furia española, parecía empeñado en meterme a mícon la pelota en el fondo de la red. Yo le advertía a voces, en pleno partido:

—¡Ojo, Ocaña! Ten en cuenta que eso de amar al prójimo como a timismo rige también en el fútbol.

Pero él, erre que erre, seguía cargándome, trompicándome,empujándome. Menos mal que el árbitro, José Ignacio Echano, otro veraneantesedanés, protegía mi integridad con el silbato. Especialmente áspero resultabael tradicional encuentro de las fiestas de la Moreneta, solteros contra casados.Mis defensas, don Salvador, el cura párroco (que por su condición sacerdotalse alineaba con los casados), Boni, el electricista, y Gregorio, el herrador, noeran ciertamente cojos, pero la delantera de los solteros, más rauda y menosgastada, los desbordaba con cierta facilidad y, entonces, yo me encontraba

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solo ante el peligro, abandonaba la puerta y lo más fácil era que mistriquiñuelas de veterano no sirvieran de nada y la jugada terminase en gol.Como los solteros podían dejar de serlo en cualquier momento, los casadoshacíamos novenas para que los más diestros y agresivos llevaran a sus noviasal altar y al verano siguiente se alinearan con nosotros, pero no siemprenuestras plegarias tuvieron éxito. Alguno, como es de ley, contraía matrimoniopero esto solía coincidir con el retiro de otro de los nuestros, de tal maneraque el soñado equilibrio de fuerzas nunca se produjo. Aquellos partidos eranuna demostración fehaciente del fútbol rural, sudoroso y entusiasta, valiente yfatalista.

Aún recuerdo que en uno de ellos, Alberto, el guardameta de los solteros,recibió una patada en la boca y perdió dos dientes incisivos. El campo, detierra batida, engulló los dos dientes, desaparecieron del mapa, pero Alberto,que pese a la gravedad de la lesión siguió estoicamente en su puesto,aprovechaba las pausas del ataque adversario para cribar puños de tierra ybuscarlos entre los guijos. El partido iba empatado a cuatro, y Rufino Gallo,que abrazaba la causa de los solteros, lo fiscalizaba:

—¿Qué buscas, Alberto?—Mis dientes.—¡Déjate de dientes ahora y ponte a parar! También jodería que nos

fuese a ganar este hatajo de gandules.Dos dientes, a los veinte años, en la Castilla del Cid y de los Comuneros,

eran una minucia comparados con la posibilidad de perder el derbi anual entresolteros y casados, en las fiestas de la Moreneta.

Pero vayamos al principio. El fútbol, para mí, a los doce años, estaba entodas partes, lo impregnaba todo, era casi como Dios: una presencia constante.De ahí que dispusiera de un fútbol con botones para jugar a escondidas en elpupitre de clase; otro a base de canicas (no el clásico, sino con once canicasdebidamente alineadas) para el patio; otro más con pelotas de trapo o de papelpara practicarlo con mis hermanos en la galería de casa; otro, con pelota degoma, para jugarlo en los andenes del Campo Grande y, finalmente, el fútbol-fútbol, el fútbol propiamente dicho, con balón ensebado y camisetas, para

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jugarlo en los campos del colegio, en las Arcas Reales, o en los de nuestrosadversarios (los jesuitas, el instituto, el Hermano Sobrón o los Huérfanos deCaballería).

Hoy, conocido el fulbito o el fútbol-sala, me doy cuenta de que era paraeste fútbol menor para el que yo estaba dotado. Concebía inteligentemente lasjugadas, el pase lo medía, sabía cambiar de ritmo, pero carecía de fuerza paradesenvolverme con aquellos ásperos cueros que al menos pesaban dos kilos.Todavía me las arreglaba en el control de la pelota, en el trenzado, en elregate, en el profundo pase al compañero, pero para el remate era una perfectacalamidad y únicamente cuando cogía bien con el empeine un balón a botepronto podía resolver la situación de manera airosa. Mas, de ordinario, misdisparos a puerta eran follones, flojos, rasos, inofensivos, aunque el verdaderoproblema con aquellos balones era para mí meter la cabeza. El fútbol sejugaba con los pies pero la cabeza en este deporte no se usaba únicamentepara pensar. Bueno, pues a mí me amilanaba interponer mi cabeza en el saquedel portero o cuando mis compañeros botaban un córner de un punterazo.Había ocasiones, sin embargo, en que el choque era tan reñido, la disputa tanardorosa, que me lanzaba a por la pelota como un legionario, saltaba a porella, y si para mi desgracia acertaba, y para colmo de males la correa con quese cosía la abertura del cuero me golpeaba en la frente, caía al sueloliteralmente conmocionado, marcado como una res. Varias veces recuerdohaber recobrado el sentido en brazos de mis compañeros después de haberhecho gol sin enterarme. La contusión era tan formidable que a lo largo de lasemana el cerebro se mantenía confuso y dolorido, y al jueves siguiente, por silas moscas, me abstenía de meter la cabeza.

Digo el jueves siguiente porque durante once años jugué al fútbol todoslos jueves, excepto los de verano, más los martes cuando la clase había hechoméritos como para reunir cincuenta vales de disciplina, más lunes, martes ymiércoles de Carnaval. A estos días se podrían añadir los domingos, fuera dela temporada de caza, ya que solíamos aprovechar el asueto para disputar unpartido por la mañana y asistir, por las tardes, al de liga del Real Valladolid.Haciendo excepción del fulbito, que jugábamos a diario en el Campo Grande,se puede calcular que yo jugaba cuarenta partidos formales al año. El campo,los campos de juego, distaban cinco kilómetros del colegio y naturalmente

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íbamos y volvíamos andando, de manera que durante la semana de Carnaval,en tan sólo tres días, jugábamos tres partidos de dos horas o dos horas y mediacada uno y caminábamos más de treinta kilómetros para poder hacerlo. Poreso me parece risible que un futbolista profesional, adulto, fuerte, atendidocon esmero, entrenado para ser un atleta, esgrima como disculpa que eldomingo no rindió porque había disputado otro partido entre semana. Sobre labase de cuarenta partidos anuales más el fulbito a diario, me sale una cantidadde horas dedicadas al fútbol verdaderamente apabullante; hay que contarlaspor millares. Y con ese tesón y esa aplicación, ¿cómo no llegué a ser unafigura? Tal pregunta me la formulo a veces y concluyo que, aparte el miedo ameter la cabeza, me faltaron sin duda condiciones físicas y me sobró unrespeto excesivo a la defensa contraria. Siempre me he preguntado por qué losárbitros son más tolerantes con los defensas que con los delanteros y por quééstos, comparados con aquéllos (salvo en el caso de Ocaña, el seminarista),suelen ser unos fifiriches. Yo no sé cómo me las arreglaba, pero siempretopaba con un defensor que era una torre, que iba a por todas y despejaba conresolución y sin escrúpulos. Si con la pelota volaba también mi pierna o micabeza, mala suerte, para eso estaba la enfermería. En una palabra, no eraúnicamente meter la cabeza lo que me acoquinaba del fútbol, sino ladesconsideración de medios y defensas. Por supuesto que en el colegio habíamuchos pusilánimes como yo, la mayoría. Esto es, muchos que retiraban lacabeza cuando la pelota venía como un obús o que antes que formar en unabarrera protectora ante el marco propio se hubieran dejado fusilar. Pero habíaotros, no ya diestros, sino yo diría físicamente maduros, medio hombres (esprobable, ahora que lo pienso, que me llevaran un par de años ya que yo ibaadelantado) que soltaban unos zambombazos del demonio o metían la cabezasin reparo para interceptar el saque del portero, como ocurría por ejemplo conlos internos que, en general, procedían de los pueblos, o los chicos delColegio de Santiago, para huérfanos del arma de Caballería, de cuyas virtudesbalompédicas (creo que tenían un gran preparador físico) ya he hablado enotras ocasiones.

De ahí que las cosas me rodaran mejor en los andenes del CampoGrande, con porterías delimitadas con abrigos y una pelota de goma de 0,95.En esos partidos (que eran de fútbolsala y no lo sabíamos) yo lucía más

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porque mis recelos desaparecían, podía desarrollar mi concepto del fútbol sintemores y jugaba entre compañeros cuya corpulencia podía parangonarse conla mía. Pero el fulbito aún no se había inventado y aquello no era todavía másque un sucedáneo, un inocuo pasatiempo infantil que nadie valoraba.

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Mi querida bicicleta

Yo no hacía más que dar vueltas por los paseos laterales, a lo largo de latapia, con regreso por el paseo central, pero, al franquear el cenador con sumesa y sus bancos de piedra, las enredaderas chorreando de las pérgolasazotándome el rostro, vacilaba, la bicicleta hacía dos eses y estaba a punto decaer aunque, felizmente, la enderezaba y volvía a pedalear y a respirartranquilo: tenía el camino expedito hasta la vuelta siguiente. Y así, una y otravez, sin medir el tiempo. Mi padre, que todos los veranos leía el Quijote y nossorprendía a cada momento con una risotada solitaria y estrepitosa, me habíadicho durante el desayuno, atendiendo mis insistentes requerimientos para queme enseñara a montar:

—Luego; a la hora de comer. Ahora déjame un rato.Para un niño de siete años, los luego de los padres suelen durar

eternidades. De diez a una y media me dediqué, pues, a contemplar con un ojola bicicleta de mi hermano Adolfo, apoyada en un banco del cenador (unaArelli de paseo, de barras verdes y níqueles brillantes, las palancas de losfrenos erguidas sobre los puños del manillar), y con el otro, la cristalera de lagalería que caía sobre el jardín, donde mi padre, arrellanado en su butaca demimbre con cojines de paja, leía incansablemente las aventuras de DonQuijote. Su concentración era tan profunda que yo no osaba subir a recordarlesu promesa. Así que esperé pacientemente hasta que, sobre las dos de la tarde,se presentó en el cenador, con chaleco y americana pero sin corbata,negligencia que caracterizaba su atuendo de verano.

—Bueno, vamos allá.Temblando, enderecé la bicicleta. Mi padre me ayudó a encaramarme en

el sillín, pero no corrió tras de mí. Sencillamente me dio un empujón y voceócuando me alejaba:

—Mira siempre hacia adelante; nunca mires a la rueda.

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Yo salí pedaleando como si hubiera nacido con una bicicleta entre laspiernas. En el extremo del jardín, doblé con cierta inseguridad y, al llegar alfondo, volví a girar para tomar el camino del centro, el del cenador, desdedonde mi padre controlaba mis movimientos. Así se entabló entre nosotros undiálogo intermitente, interrumpido por el tiempo que tardaba en dar cadavuelta.

—¿Qué tal marchas?—Bien.—¡No mires a la rueda! Los ojos siempre adelante.Pero la llanta delantera me atraía como un imán y había de esforzarme

para no mirarla. A la tercera vuelta reconocí que aquello no encerraba mayormisterio y en las rectas, junto a las tapias, empecé a pedalear con cierto brío.Mi padre, a la vuelta siguiente, frenó mis entusiasmos.

—No corras. Montar en bicicleta no consiste en correr.—Ya.Le cogí el tranquillo y perdí el miedo en menos de un cuarto de hora.

Pero, de pronto, se levantó ante mí el fantasma del futuro, la incógnita del«¿Qué ocurrirá mañana?», que ha enturbiado los momentos más felices de mivida. Al pasar ante mi padre se lo hice saber en uno de nuestros entrecortadosdiálogos.

—¿Qué hago luego para bajarme?—Ahora no te preocupes por eso. Tú, despacito. No mires a la rueda.Daba otra vuelta pero en mi corazón ya había anidado el desasosiego.

Las ruedas siseaban en el sendero y dejaban su huella en la tierra reciénregada, pero la incertidumbre del futuro ensombrecía el horizonte. Daba otravuelta. Mi padre me sonreía. Yo me mantenía en mis trece.

—Y cuando me tenga que bajar, ¿qué hago?—Muy sencillo; frenas, dejas que caiga la bicicleta de un lado y pones el

pie en el suelo.Rebasaba el cenador, llegaba a la casa, giraba a la derecha, encarrilaba

el paseo junto a la tapia, aceleraba, alcanzaba el fondo del jardín y retornabapor el paseo central. Allí estaba mi padre solícito. Yo insistía tercamente:

—Pero es que no me sé bajar.

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—Eso es bien fácil, hijo. Dejas de dar pedales y pones el pie del ladoque caiga la bicicleta.

Me alejaba de nuevo, sorteaba el cenador, topaba con la casa, giraba a laizquierda, recorría el largo trayecto junto a la tapia hasta alcanzar el fondo deljardín para regresar por el paseo central. Mi padre iba ya caminandolentamente hacia el porche.

—Es que no me atrevo. ¡Párame tú! —supliqué al fin.Las nubes sombrías nublaron mi vista cuando oí la voz llena de mi padre

a mis espaldas:—Has de hacerlo tú solo. Si no, no aprenderás nunca. Cuando sientas

hambre sube a comer.Y allí me dejó solo, entre el cielo y la tierra, con la conciencia clara de

que no podía estar dándole vueltas al jardín eternamente, de que en uno u otromomento tendría que apearme; es más, con el convencimiento de que en elmomento en que lo intentara me iría al suelo. En las enramadas, se oían losgorjeos de los gorriones y los silbidos de los mirlos como una burla, mas yoseguía pedaleando como un autómata, bordeando la línea de la tapia,sorteando las enredaderas colgantes de la pérgola del cenador. ¿Cuántasvueltas daría? ¿Cien? ¿Doscientas? Es imposible calcularlas pero yo sabíaque ya era por la tarde. Oía jugar a mis hermanos en el patio delantero, la vozde mi madre preguntando por mí, la de mi padre tranquilizándola y, persuadidode que únicamente la preocupación de mi madre hubiera podido salvarme, fuiadquiriendo conciencia de que no quedaba otro remedio que apearme sinayuda, de que nadie iba a mover un dedo para facilitarme las cosas; inclusotuve un anticipo de lo que había de ser la lucha por la vida en el sentido deque nunca me ayudaría nadie a bajar de la bicicleta, de que en este como enotros apuros tendría que ingeniármelas por mí mismo. Movido por esteconvencimiento, pensé que el lugar más adecuado para el «aterrizaje» era elcenador. Debería llegar hasta él muy despacio, frenar junto a la mesa depiedra, afianzar la mano en su superficie y, una vez seguro, levantar la pierna yapearme. Pero el miedo suele imponerse a la previsión y, a la vuelta siguiente,cuando frené e intenté sostenerme en la mesa, la bicicleta se inclinó del ladoopuesto, y yo me vi obligado a dar una pedalada rápida para reanudar lamarcha. Luego, cada vez que decidía detenerme, me asaltaba el temor de

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caerme y así seguí dando vueltas incansablemente hasta que el sol se puso yya, sin pensármelo dos veces, arremetí contra un seto de boj, la ruedadelantera se enrayó con las ramas y yo me apeé tranquilamente. Mi padre yavenía a buscarme.

—¿Qué?—Bien.—¿Te has bajado tú solo?—Claro.Me dio en el pestorejo una palmada cariñosa.—Anda, di a tu madre que te dé algo de comer. Te lo has ganado.De adolescente, cuando me lamentaba ante mis amigos de los

procedimientos didácticos de mi padre, ellos decían que ésa era la educaciónfrancesa y que la educación francesa estaba muy bien. Que ellos no sabíannadar, ni montar en bicicleta, ni distinguir un cuco de un arrendajo porque nohabían recibido educación francesa y que era un atraso. Que criar a un niñoentre algodones era arriesgado porque luego, cada vez que la vida le pasa lafactura, no sabe qué actitud adoptar. Por aquel tiempo yo era ya una especie deFausto Coppi, un ciclista consumado. No me apeaba de la bicicleta. Sabíazigzaguear sin manos, ponerme de pie en el sillín y conducir con los pies.Como transporte, podía cargar simultáneamente a tres de mis hermanos: uno enel manillar, otro en la barra y un tercero de pie, agarrado a mis hombros, sobrelas palomillas traseras. Los automóviles en mi ciudad eran entonces mediadocena, por lo que uno podía doblar las esquinas, inclinando la máquina, atoda velocidad, sin preocuparse de lo que viniera en dirección contraria.Incluso cuando acompañaba a alguna muchachita, lo hacía sentado en mibicicleta, impulsándome con el pie desde el bordillo de la acera. Formábamosun todo tan armonioso, que si el descubrimiento de América se hubieseproducido en 1930, y yo hubiera asistido a la efeméride, los indios a buenseguro nos hubieran tomado a mi bicicleta y a mí por una criatura con ruedas.Pero no todo iba a ser coser y cantar, y en aquellos tiempos ya existía un puntonegro: los agentes, lo que entonces llamábamos guardias de la porra. Mibicicleta nunca fue matriculada y en consecuencia constituía una sabrosa presapara los sabuesos municipales. ¿Y por qué no matriculaba mi bicicleta y vivíatranquilo? ¡Ah!, esto formaba parte de la educación francesa de mi padre. Mi

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padre era enemigo de las tasas arbitrarias aunque fuesen menores. Laarbitrariedad de la tasa la determinaba él, naturalmente. Así, por poner unosejemplos, mi padre nunca pagó un real en el fielato, ni un billete de andén enla estación de ferrocarril. En el fielato se mostraba terminante:

—¿Algo de pago?—¡Nada!—Sigan ustedes.A lo mejor el Cafetín venía cargado de conejos, pero la contundencia con

que mi padre lo negaba dejaba al consumero persuadido de que nopretendíamos colar nada de matute. Algo semejante acontecía en la estacióncuando íbamos a esperar a la tía Elenita, que llegaba de Burgos en el rápidode Irún.

—¡Autoridad! —decía mi padre con tal desparpajo que el portero nosólo nos dejaba pasar a los ocho hermanos y a mi madre, sino que además lededicaba a mi padre, que era el último de la fila, un par de reverencias. Lomalo era cuando mi padre se resistía a pagar también los recargos abusivospero éramos nosotros los que teníamos que dar la cara, verbigracia, con lafotografía anual del colegio, o la revista Unión, o el orlín de fin de curso. Elhermano procurador no comprendía que pagáramos puntualmente lamensualidad y luego nos negáramos a abonar un pequeño suplemento por lafotografía, la revista o el orlín.

—¿Y por qué no quiere tu padre el orlín?—Él sabrá; no me lo ha dicho.Y el hermano procurador nos despachaba sin la barra de regaliz que solía

ser el premio a los buenos pagadores. Ante sus logros, mi padre se crecía yrecuerdo que, al iniciar el segundo curso de bachillerato y pedirle dinero parapagar los libros, miró éstos uno por uno, separó el volumen de historia y medijo con aplomo francés:

—Éste lo devuelves. Le dices al hermano de mi parte que lo tenemos encasa.

Se levantó, abrió una de las librerías de su despacho, sacó un librito dehistoria, firmado por otro señor, con una tapa blanca en lugar de roja, y me loentregó. Al día siguiente el hermano nos mandó estudiar las dos primeraspáginas, pero aunque ambos libros empezaban con la prehistoria, su método no

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coincidía. Con el tiempo, las diferencias se hicieron más ostensibles, demanera que me pasé el curso estudiando historia con mi compañero LisardoMartín. En aquellas cuestiones en que creía tener razón, mi padre no transigía.Y en lo concerniente a la enseñanza de la historia era partidario de que seescribiese un texto objetivo y con poca sangre que sirviera para todos lospárvulos del mundo y, mientras no se hiciese así, cualquier libro valía ya que,según él, «la historia no se inventaba».

La matrícula de la bicicleta de un niño le parecía igualmente una tasaarbitraria, por lo que nunca pasó por ello. Aparte lo arbitrario de la tasa, mipadre alimentaba sobre el particular un sensato punto de vista: un chico enbicicleta que se dejara prender por un hombre a pie era un tonto, se merecía lamulta. Y, bien pensado, no le faltaba razón. Ante semejante filosofía, nuestrociclismo, el de los ocho hermanos, no consistía tanto en pedalear como enescurrir el bulto, en tener el ojo abierto para descubrir a tiempo al guardia dela porra y no caer en sus manos. No era tarea sencilla porque, hace mediosiglo, un agente municipal ponía tanto celo en agarrar a un ciclista sinmatrícula como el que puede poner hoy en sorprender un coche aparcado enzona azul sin el tique de la ORA. De este modo, en la ciudad, el deporte de lasdos ruedas, sobre el ejercicio en sí, encerraba para un niño un singularatractivo: no dejarse cazar. Nos lanzábamos a tumba abierta en cuantodivisábamos a un agente, doblábamos las esquinas como suicidas, de talmanera que cuando el guardia quería reaccionar ya estábamos a mil leguas. Elriesgo estribaba en meterse uno en un callejón sin salida o en adentrarse enuna calle que tuviera un guardia en cada esquina. Si mal no recuerdo, enaquellos años los agentes urbanos usaban silbato, y desde luego se poníanfuera de sí cada vez que un ciclista sin matrícula pasaba por su lado como unaexhalación, afeitándolos. En esos casos, soplaban el pito, y la presencia deotros guardias en las proximidades podía crear problemas. De modo quepedalear ojo avizor, eludiendo las asechanzas, era una actividad maravillosaque despabilaba a cualquiera. Creo recordar (ahora puedo confesarlo sinriesgo puesto que las faltas han prescrito) que siempre salí victorioso en esteempeño; nunca fui atrapado. Sí me cogieron jugando al fútbol en el CampoGrande o vadeando el riachuelo del parque, en la zona que llamábamos PaísesBajos, pero montado en una bicicleta jamás. Yo me sentía como una especie de

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Al Capone, en Chicago, perseguido vanamente por toda la policía de laciudad. Lo que me pregunto a veces es cómo hubiera reaccionado mi padre sialguno de los hermanos nos hubiéramos dejado prender.

Esta emoción se esfumaba en carretera. En carretera sólo quedaba elesfuerzo: no había guardias a quienes burlar. En aquellos años, entre los docey los catorce míos, pasamos tres veranos en el pueblecito de Boecillo.Entonces estaba yo envenenado por el Tour de Francia, por las gestasadmirables de Mariano Cañardo, Federico Ezquerra y la Pulga deTorrelavega. Los ciclistas españoles acudían al Tour huérfanos, sin unaorganización detrás, y, sin embargo, haciéndoselo todo ellos, conseguíanclasificaciones meritorias: a Cañardo creo que no le vimos nunca por debajodel décimo puesto en la general, ni a Trueba muy alejado del decimoquinto.Por si fuera poco Trueba —y también Ezquerra— fue rey de la montaña variosaños. Y a mí, como a casi todos los niños de entonces, nos entusiasmaba másla victoria en la cresta de una montaña que en un final de etapa llano, sinaccidentes. Todos aspirábamos a ser escaladores, y nuestro sueño inexpresadoera coronar un día el Tourmalet en primer lugar. Recuerdo que en aquellaépoca adquirí entre mis amigos cierta fama de escalador. ¿Y es que poseía yo,en realidad, algún don para escalar mejor que ellos? Yo siempre he pensadoque subir cuestas en bicicleta es una de las mayores maldiciones que puedesoportar un hombre, escalador o no. Pero ante el repecho de Boecillo, con supronunciado recodo y su empinamiento súbito en el último tramo, yo no meamilanaba, dejaba pasar a mis amigos primero y, luego, los rebasaba como sinada, pedaleando a ritmo loco, a toda velocidad.

—Claro, es que a Delibes no le cuesta —comentaban ellos,compungidos.

Yo mantenía la superchería. Sonreía. Tácitamente les daba la razón,porque ésa era la carta que me convenía jugar: simular que no me costaba. Ycon un muchacho al que no le costaba subir las cuestas no se podía competir.De manera que, de acuerdo con mi manera de pensar, lo aconsejable parallegar a rey de la montaña era poner cara de palo, incluso esbozar una sonrisaen los momentos más duros, mientras la procesión iba por dentro. Aguantar,que no trascendiera al rostro el sufrimiento interior ni la fatiga física, era unabaza segura para que el competidor desistiera de alcanzarnos. Nada desanima

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tanto a un corredor como observar que el contrincante realiza, con la sonrisaen los labios, algo que a él le está suponiendo un esfuerzo sobrehumano.Ponerme la máscara fue el secreto de mi éxito como escalador: ni piernas, nibofes, ni garambainas. A mí me costaba subir el repecho de Boecillo tantocomo a José Luis Fando, el gordo de la clase, pero lo disimulaba, y miscompañeros, al verse desbordados por un tipo alacre, que no se quejaba, aquien no le dolían los muslos ni se le aceleraba el corazón, se sentíandescorazonados y se sentaban en la curva a charlar un rato y descansar, entanto yo coronaba el cerro en solitario, de un tirón. Ya en la cumbre, cuandonadie me veía, me tumbaba boca abajo a la sombra de una acacia y sujetaba elcorazón contra el suelo para que no se me escapase del pecho. Momentosdespués, al llegar a casa, no podía comer, tenía que meterme en cama un ratitohasta que se me pasara el sofoco.

—Claro, es que a Delibes no le cuesta.Llegué a pensar que mi impostura era la impostura de Trueba, de

Ezquerra o del francés Vietto en el Tour de Francia. Aquel que acertaba afastidiarse sin poner cara de fastidio, ése era el rey de la montaña. Misreflexiones llegaban incluso más lejos: en España había más escaladores queen ninguna parte porque estábamos acostumbrados a mortificarnosdisimulándolo. Subir cuestas en bicicleta era tarea de pobres. Esta teoría creoque se ha confirmado después: hoy los mejores trepadores del mundo son deColombia. El escalador (aparte la orografía del país, que también ayuda unpoco) va desapareciendo de Europa con el aumento del nivel de vida. Estáfuera de toda duda que subir una cuesta en bicicleta, aunque ésta sea dealuminio y disponga de treinta desarrollos, es un tormento para todo hijo devecino. También se fue demostrando con los años que los fielatos, los billetesde andén y las matrículas de las bicis infantiles eran tasas arbitrarias, deacuerdo con las teorías de mi padre, porque desaparecieron en poco tiempo.

A partir de los dieciocho años, la bicicleta dejó de ser para mí undeporte y se convirtió en un medio de locomoción. Entre otras cosas, gracias ala bicicleta pude cazar un poco en los años de la inmediata posguerra, irme abañar a la central del Cabildo o visitar a mi novia durante los meses deverano. Desplazarse a cazar no era fácil por la impedimenta; en un vehículotan esquemático como la bici había que acomodar la escopeta, el morral con la

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comida y los trebejos más la perrita. De ordinario el macuto se colocaba en elmanillar, en la barra la escopeta y, detrás, en el soporte, siempre que fueradócil, la perrita. Pero una cosa es decirlo y otra hacerlo, pues tuve un animalde buena estampa que padecía de vértigo y a la segunda pedalada ya se habíaarrojado a la carretera. Para subir a la Granja de la Diputación, a treskilómetros de casa, esto no importaba demasiado: el animal corría tras lamáquina y de esta manera yo conseguía dos objetivos: librarlo del vértigo ydesbravarlo, evitar que en el cazadero se alargara detrás de las perdices. Massi el recorrido era de más de una decena de kilómetros resultaba preferibledejar a la perra en casa y desempeñar personalmente sus labores sacudiendolas matas con los caños de la escopeta. A la bicicleta le debo gratas horas deesparcimiento en el campo en días difíciles e incluso algún alijo de estraperloque introducía en la ciudad salvando, con la misma pericia con que siempresorteé a los municipales, la atenta vigilancia de la policía de abastos.

La bicicleta fue asimismo en esa época el transporte adecuado para irnosa bañar al Cabildo, en el Pisuerga, cinco kilómetros aguas arriba de la capital.Así eludíamos las atarjeas y alcantarillas que descargaban la porquería decien mil vallisoletanos en el Paseo de las Moreras. Eduardo Gavilán y VicentePresa solían ser mis acompañantes. Y allí, entre el boom-boom de la central yel melodioso canto de los ruiseñores, nos bañábamos en la pesquera en cuantoapretaba el calor. No era un sitio muy cómodo pero sí limpio y en élcoincidíamos con mis primos Federico y Julián y los hermanos Enciso, quellegaban en coche al acabar sus quehaceres. En aquel tiempo, el coche de misprimos era uno de los pocos que quedaban útiles en la ciudad. Era unChevrolet del año 36 que ellos, jugándose la vida, habían librado de larequisa general de la guerra enterrándolo bajo un túmulo de tablones en laserrería que regentaban entonces. Pero nosotros llegábamos al Cabildo poratajos, senderos de tierra apelmazada junto a la carretera o a campo través,donde los neumáticos de las bicicletas producían un rumor estimulante, muyagradable, que todavía no he olvidado. Es claro que los cinco kilómetros deregreso nos ocasionaban una sofoquina mayor que si no hubiéramos ido abañarnos, pero era una servidumbre obligada en una época en que las piscinasconstituían un lujo sólo al alcance de las estrellas de Hollywood. Este placerde bañarnos en agua corriente, no mancillada aún por los desechos urbanos,

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duró pocos años. Enseguida empezó la modesta industrialización de la ciudady naturalmente el lugar de emplazamiento tuvo que ser el Cabildo (lasempresas sienten atracción por las aguas incontaminadas lo mismo que laspolillas por la luz). Se emporcó aquel tramo del río y para remate se sembróde lucios que con el tiempo subirían aguas arriba y crearían un serio problemaa la población truchera.

Pero cuando la bicicleta se me reveló como un vehículo eficaz, deamplias posibilidades, cuya autonomía dependía de la energía de mis piernas,fue el día que me enamoré. Dos seres enamorados, separados y sin dinero lotenían en realidad muy difícil en 1941. Yo veraneaba en Molledo-Portolín(Santander) y Ángeles, mi novia, en Sedano (Burgos), a cien kilómetros dedistancia. ¿Cómo reunirnos? El transporte, además de caro, era muycomplicado: ferrocarril y autocar, con dos trasbordos en el trayecto. Losahorros míos, si daban para pagar el viaje no daban para pagar el alojamientoen Sedano; una de dos. ¿Qué hacer? Así pensé en la bicicleta como transporteadecuado que no ocasionaba otro gasto que el de mis músculos. De modo quele puse a mi novia un telegrama que decía: «Llegaré miércoles tarde enbicicleta; búscame alojamiento; te quiere, Miguel». Creo que la declaraciónamorosa sobraba en esa circunstancia, puesto que el cariño estabasuficientemente demostrado, pero la generosidad de la juventud nunca tuvolímites. El miércoles, antes de amanecer, amarré en el soporte de la bici doscalzoncillos, dos camisas y un cepillo de dientes y me lancé a la aventura. Aúnevoco con nostalgia mi paso entre dos luces por los pueblecitos dormidos deSanta Olalla y Bárcena de Pie de Concha, antes de abocar a la Hoz deReinosa, cuya subida, de quince kilómetros, aunque poco pronunciada, medejó para el arrastre. Solo, sin testigos, mis pretendidas facultades deescalador se desvanecieron. En compensación, del alto de Reinosa a Corconte—veintitantos kilómetros— fue una sucesión de tumbos donde la inercia decada bajada me proporcionaba casi la energía necesaria para ascender elrepecho siguiente. Aquellos primeros años de la década de los cuarenta, conel país arruinado, sin automóviles ni carburante, fueron el reinado de labicicleta. Otro ciclista, algún que otro peatón, un perro, un afilador, loschirriones acarreando yerba en las proximidades de los pueblos eran losúnicos obstáculos de la ruta. Recuerdo aquel primer viaje de los que hice a

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Sedano como un día feliz. Sol amable, bruma ligera, brisa tibia, la bicicletarodando sola, sin manos, varga abajo, un grato aroma a heno y boñiga secaestimulándome. Me parece recordar que cantaba a voz en cuello, con mi maloído proverbial, fragmentos de zarzuelas sin temor a ser escuchado por nadie,sintiéndome dueño del mundo.

El viaje, como digo, lo repetí varias veces, ida y vuelta. En ocasiones,cuando me sobraban dos duros, cogía el tren mixto y me evitaba el pechugónhasta Reinosa. Otras veces era al revés, apalabraba a Padilla, el taxista deCovanera, para que me subiera hasta Cabañas de Virtus, con la bicicleta en labaca, para ahorrarme unos kilómetros escarpados y las rampas peliagudas deQuintanilla de Escalada. No es fácil olvidar la escena de la partida del taxi dePadilla, un coche muy viejo y baqueteado, de cinco plazas, creo que congasógeno, donde, por las buenas o por las malas, entrábamos trece o catorcepersonas, con las piernas fuera, asomando por las ventanillas, y la bacaatestada de cestas de huevos, gallinas, sacos de cemento, patos, aperos delabranza y, coronándolo todo, mi vieja bicicleta azul, más pesada que unmuerto, que sería la primera en bajar. Tanto a la ida como a la vuelta, mi lugarde refrigerio era el estanco de Paradores de Bricia, en el páramo desolado,donde me servían un par de huevos fritos con chorizo, pan y un vaso de vinopor una peseta y diez céntimos. Y en los regresos, ¿cómo olvidar el placerinefable de bajar la Hoz de Reinosa, suavemente, sin esfuerzo, sin unapedalada en quince kilómetros, como en una motocicleta afónica?

Dando por supuesto que todo esto fuese un sacrificio, yo me sentíasuficientemente compensado con mi semana en Sedano, junto a Ángeles,bañándonos en el cauce, subiendo a los picos, pescando cangrejos, cogiendomanzanas, resolviendo el damero maldito de La Codorniz en el jardín de losGallo, donde ella paraba. Mi alojamiento, la fonda, estaba frente por frente, enla misma plaza, bajo la dirección de la señora Pilar, ya de edad, y sus hijosLuis Peña y Amalia y los hijos de estos hijos, con los que hoy me sigueuniendo una cordial amistad. En aquel tiempo me daban de comer tres platos amediodía y otros tres por la noche, desayuno, habitación y un rincón en lacuadra para la bicicleta por dieciocho pesetas diarias. El primer año coincidíallí con el mayor de los Peña, Juan José, periodista de San Sebastián que

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visitaba su casona —que luego sería mía— en compañía de su madre, quien,sorprendido de mi apetito, me dijo un año después, cuando ya teníamos algunaconfianza:

—Hay que ver la cantidad de pan que comió usted el día que nosconocimos.

Naturalmente Peña ignoraba que yo estaba cargando carburante para elregreso, fortaleciéndome para recorrer en bicicleta los cien kilómetros que meseparaban de Molledo-Portolín.

Más tarde, cuando me casé, intenté incorporar a mi mujer a misveleidades ciclistas, y en la petición de mano, además de la inevitable pulsera,le regalé una bicicleta francesa amarilla de nombre Velox. La marca era ya unaugurio pero siempre imaginé que en el vocablo habría no poco de publicidad.Con las dos bicicletas nos fuimos a la casa de mi padre, en Molledo-Portolín,a pasar la luna de miel. Fuera de nuestros paseos cotidianos y de losamartelamientos naturales, apenas teníamos otra distracción que las bicicletas,de tal manera que, al segundo día de estancia, le propuse a mi mujer irnos acomer a Corrales de Buelna. Ella, desconociendo el itinerario, aceptó conentusiasmo de recién casada. Nos encaramamos en las bicis y ya al bajar lavarga de la iglesia me di cuenta de que aquello de la Velox no era unahipérbole. La máquina amarilla, con un radio de rueda la mitad que el mío,empezó a embalarse y al llegar al cementerio ya me sacaba seis metros.Entonces recordé que al terminar la cuesta, tras la curva, junto al pueblecito deMadernia, había un paso a nivel contra cuya valla podría estrellarse de nomoderar la marcha. Preocupado le voceé:

—¡Frena!Pero ella me gritó a su vez:—¡No puedo! ¡No me puedo parar!Pedaleé con energía hasta alcanzarla y mientras nos deslizábamos

emparejados a sesenta kilómetros por hora, trataba de convencerla de que lapalanca del freno no estaba tan dura y que mediante un pequeño esfuerzopodría doblegarla. Inútil. No era fuerza lo que le faltaba sino envergadura demano; no podía alcanzar la palanca sin soltar el puño. La Velox adquiría cadavez mayor velocidad y yo ya imaginaba, tras la curva que divisaba al fondo dela carretera, las portillas cerradas del paso a nivel y el topetazo inevitable.

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Entonces tomé una decisión a lo Tom Mix, una decisión disparatada: yofrenaría la rueda delantera de mi máquina con la mano izquierda y,simultáneamente, sujetaría el sillín de la Velox con la derecha; es decir,frenaría para los dos hasta lograr detenernos. Era una determinación deenamorado, arriesgada pero poco práctica. Con el primer tirón, Ángeles sedesequilibró, y sin perder velocidad se fue de cuneta a cuneta en un zigzagpeligrosísimo. Al segundo intento, las bicicletas entrechocaron y a puntoestuvimos de irnos los dos a tierra. Nervioso a medida que la curva seaproximaba, grité:

—Por Dios bendito, ¡frena!Pero ella ya había perdido la moral:—¡No me puedo parar, no me puedo parar!La Velox se aceleraba y, ante lo inevitable, alcé los ojos al cielo y pedí

con unción que el paso a nivel estuviese abierto. Así fue, en efecto, pero laVelox, ligera como el viento, haciendo honor a su nombre, atravesó la víacomo una centella y no se detuvo hasta llegar a Santa Cruz, el puebloinmediato, donde al fin nos repusimos del susto.

Pero cuando evoco el mundo de la bicicleta suelo olvidar lascomplicaciones mecánicas que llevaba consigo, mi incapacidad para volverlaa su estado normal cuando algo se estropeaba. No quiero hablar de las averíasdel piñón, o del plato, de los juegos de bolas, porque eso son ya palabrasmayores, sino simplemente de los pinchazos, del humilde pinchazo de unarueda de bicicleta. Por supuesto conocía la técnica a emplear para sureparación: aplicar los desmontables, sujetarlos a los radios, extraer lacámara, inflarla, introducirla en un balde de agua, buscar la punzada, frotarlacon lija, extender la disolución, orearla, quitar la membranita blanca delparche y aplicarlo. El camino de vuelta tampoco ofrecía dificultad: introducirla cámara bajo la cubierta, repartirla a lo largo de la rueda sin retorcerla,meter la cubierta en la llanta a mano mientras pudiese y, finalmente, en loscentímetros finales, con los desmontables. Todo correcto. Pero era ahí dondeempezaba mi calvario. La rueda, después de reparada, no cogía aire o, si locogía, lo expulsaba con la misma rapidez.

—Pellizcas la cámara con el desmontable, chaval. Esta rueda estápinchada.

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Debía de ser cierto; al arreglar un pinchazo inevitablemente hacía otro.—Monta la cubierta con la mano; es más seguro.Goyo, el mecánico de la Agencia, intentaba remediar mis desventuras.—No tengo fuerzas, Goyo.—Pues entonces pon cuidado con los desmontables, ¡coño!Mas aunque siempre, desde niño, puse un cuidado meticuloso en la

operación de montar una rueda, nunca pude evitar el pellizco con eldesmontable. Era una pequeña tragedia irremediable que ponía mis nervios aprueba. Hoy las bicicletas no se pinchan o, si se pinchan, los ciclistas lasarreglan de otra manera. La mía, mi bicicleta, la de ahora, con la que me doypaseos de quince a veinte kilómetros en verano, sigue teniendo las ruedascomo las de ayer pero se me pincha menos porque ando siempre por carreteray no apuro las cubiertas como antaño, pero si, a pesar de todo, se pincha, hede recurrir a manos mercenarias para evitar pellizcarla con el desmontable.Hay cosas que parecen sencillas pero no basta una vida para aprenderlas.

El gen ciclista de la familia seguiría manifestándose en las nuevasgeneraciones. Mi hijo mayor aprendió a montar a los tres años y sedesazonaba cada vez que se apeaba y la bicicleta se caía, no se mantenía enpie. Resultaba muy complicado explicárselo y él se ponía más y más furiosocon nuestras vaguedades. Más tarde, mis nietos han aprendido a la misma edadsin que nadie les enseñase. Jaime, uno de ellos, salió pedaleando un día por lacarretera tras su prima Ángeles, que ya sabía montar, y tuvimos que rescatarloscon un coche, a tres kilómetros del pueblo. Pero la madera competitiva, enpruebas de poco alcance, se manifestó en mis hijos Germán, Juan y Adolfo.Los tres ganaron carreras locales, sin mayor relieve. Aunque el tercero hizo ensu día excursiones que no creo vayan a la zaga de las que pueda hacer PericoDelgado en sus períodos de entrenamiento. Recuerdo una de un par de días,con salida de Valladolid y llegada a Santander, por Burgos, y regreso porUnquera, Potes y Palencia, subiendo los puertos de El Escudo y PiedrasLuengas. Esfuerzos así no se hacen hoy por una apuesta cuantiosa, pero él lollevó a cabo por placer, por afirmar su personalidad. Ahora bien, la mayorgloria ciclista, la efeméride que dejó huella y que aún se comenta en tertuliasfamiliares, fue la victoria de Juan en una clásica Sedano-Covanera-Sedano,donde, aparte los aficionados, participaron dos muchachos federados de un

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club ciclista de Burgos, con sus bicicletas de aluminio, finas y ligeras comolibélulas, y su maillot, su culote y sus mocasines negros de badana. Llegaronen bicicleta, custodiados por media docena de fans, y hasta que la pruebaempezó no cesaron de dar vueltas a la plaza para no quedarse fríos. En elpueblo los miraban entre irritados y perplejos. No entraba en su cabeza queaquella carrera organizada desde siempre para ciclistas locales cobrase derepente tan altos vuelos, pero, por otra parte, se condolían de que la copa deltriunfador no fuese a quedar en casa.

—Dicen que están federados.—Así ya podrán.—A mí me parece que a eso no hay derecho. Esta carrera siempre ha sido

para veraneantes y para hijos del pueblo.Mientras, los federados seguían dando vueltas y vueltas a la placita, con

sus piernas musculosas y depiladas, brillantes de embrocación, la viserillasobre los ojos, la marca publicitaria a las espaldas. Mi hijo Juan, en su shortde baño, con su cocodrilo, los miraba avergonzado de su atuendo inapropiado,principalmente de sus botas de montañero, y en una de sus reacciones tanpeculiares, subió a casa y bajó calzando unos zapatones de agua que, por sucolor negro, eran los que más se asemejaban a las botitas de los federados.

—¿Es que vas a correr tú, chaval?—Eso pensaba.Le hablaban perdonándole la vida, desde lo alto de sus bicicletas-

libélulas, mientras Juan, de pie, agarraba achicado el manillar de su bici dehierro, de llantas anchas, como de carro, y viejas palomillas, lejos de loscarretes automáticos que portaban las de los federados. Echano, el juez de lacarrera, los alineó para iniciar la prueba. Los atuendos de los corredoreslocales chocaban por su variedad ante la uniformidad de los visitantes. Ycuando Echano disparó el pistoletazo de salida, el pueblo aplaudió, losfederados tomaron el mando del pelotón pero hasta alcanzar el arroyo deEscanillo no metieron caña y fueron dejando en la cuneta a los aficionadoslocales. Mas Juan, tozudo y fuerte, a más de un excelente ciclista, apretó lasmandíbulas y se puso a la rueda del segundo federado, lugar que no abandonóhasta llegar a Covanera y en el que continuaba después de dar la vuelta.Entonces debieron de pensar que se trataba de un moscón pegajoso que había

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que distanciar metiendo zapatilla. Pero el esfuerzo no les valió de nada. Juan,mi hijo, aguantó el tirón de los federados, siguió a la rueda del segundo,mientras iba saludando con la mano a los otros participantes que, o bien nohabían llegado aún a Covanera, o habían abandonado.

—¡Ojo!; con Juan no van a poder.—¡Hala, Juan, duro con ellos!Los coches seguidores ya se relamían con el sprint final. Rebasaron el

puente de Escanillo, a un kilómetro largo de la meta, y los federados hicieronotro esfuerzo. No acababan de comprender aquello. No aceptaban de buengrado que aquel muchachito con su cocodrilo y sus zapatones negros de agua,montado en una bicicleta con ruedas de carreta, les plantase cara, noconsintiera que se distanciasen. Y cuando tiraron de nuevo poniendo en elempeño todas sus facultades, Juan metió la cabeza entre los hombros y nopermitió que ensancharan el corte. Se hallaban en la última curva antes de lameta y, entonces, los muchachos de los culotes y los mocasines parearon susbicicletas cerrando el paso, pero mi hijo, que conocía la carretera como sucasa, se ciñó a la curva, literalmente se metió por la cuneta pedaleando comoun desesperado, los adelantó y, entre el delirio popular, pisó la cinta en primerlugar. Oyendo los bravos y parabienes del gentío, yo pensaba en mi padre, ensu biciclo y en su educación francesa.

—¡Aupa, Juan, vamos a mojarlo!—¿Sabes? ¡Juan ha ganado a los federados! ¡Los ha dejado con un palmo

de narices!La plaza era un clamor. Los muchachos federados, que aún no habían

salido de su asombro, cambiaban impresiones con sus fans, organizabancabizbajos el regreso a la capital, mientras mi hijo, achuchado por la multitud,era la viva estampa del vencedor. Pero cuando, tras ímprobos esfuerzos, logréaproximarme a él y le invité a que se sentara en el banco corrido de lossoportales, se señaló las piernas (unas piernas tensas, rígidas, los músculosanudados aún por el esfuerzo) y me dijo confidencialmente:

—Espera un poco; si me muevo ahora me caigo.

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Una bici que rodara siempre cuesta abajo...

De la bicicleta (sin dejarla nunca del todo, puesto que a los sesenta y ochoaños sigo montando en ella) derivé a la moto. Era un tránsito obligado,inducido por los años, la comodidad y la moda. Yo creo que las primerasmotocicletas españolas que se fabricaron en serie datan de finales de loscuarenta. Por esas fechas, al menos, la compré yo. Fue una inspiraciónrepentina que me asaltó bajando un día en bicicleta la pendiente de Villanubla:«Una bici que rodara siempre cuesta abajo sería una maravilla», me dije. Y,consecuentemente, me compré una moto; una Montesa de 125 centímetroscúbicos, cifra críptica que, al parecer, indicaba que la potencia de la máquinano era mucha pero que a ciencia cierta nunca supe lo que significaba. Tenía yacuatro hijos, el primogénito de tres años, y pensé que aquella fuerza contenida(que, después de tantos años en bicicleta, se me antojaba una locomotora),bien administrada, podría utilizarse para transportar a toda la familia. Todavíano había coches y los pocos que salvaban la frontera costaban una fortuna. «Aver si nos arreglamos con la moto», pensé. Y en mi mente bullía ya un graninvento del que más adelante daré cumplida información.

La Montesa inicial adolecía, por lo visto, de un grave defecto: la cadenaprimaria (que no era la cadena que movía la rueda aunque sí iniciaba latracción) estaba al aire, sin baño de aceite y, al menor accidente del terreno ymuchas veces sin él, saltaba y quedaba sobre el asfalto, serpeando como unaculebra negra. Los entendidos la llamaban simplemente la primaria.

—Si no fuera por la primaria, esta moto sería tan buena como lasinglesas. Es el fallo de esta máquina.

Pero lo peor no es que tuviera este fallo, sino que el fallo se manifestaratodo el tiempo, en cuanto se andaban con ella veinte kilómetros. En plenoéxtasis de velocidad, cuando uno metía gas para deslumbrar a la esposa, que

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iba detrás, un poco encogida, el puño quedaba repentinamente suelto, la ruedaloca y aquello se iba parando, perdiendo fuerza y desinflándose como unglobo:

—Me parece que se ha roto la primaria —anunciaba sabiamente mimujer desde el asiento posterior.

Y yo arrimaba la moto al borde de la calzada, jurando entre dientes, meapeaba, miraba hacia atrás y allá, a trescientos metros, divisaba la sierpenegra, retorcida, en medio de la carretera, cruel evidencia de que una vez másnuestra excursión quedaba truncada. Sin embargo, cada vez que mi Montesacoincidía en un aparcamiento con otras motos de fabricación nacional, cuyosnombres voy a omitir para no molestar a nadie, el mirón de vehículos, queentonces andaba muy concentrado por haber pocos vehículos que mirar,señalaba con un dedo la Montesa y le decía a su compañero con admiración:

—Ésta, ésta es la buena.Y yo entonces, carente de sentido crítico, me olvidaba de la primaria y

me hinchaba como un pavo real. Me sentía padre de la Montesa.—¿Has oído?—Sí.—¿Qué te parece?—Que cómo serán las otras.Yo me irritaba con mi mujer, auténticamente me encolerizaba como si en

lugar de un paciente usuario de la Montesa fuese su diseñador. Yo amaba a laMontesa, a pesar de sus defectos, como un amante ejemplar, y quería creer queaquellos mirones ocasionales y desinteresados tenían razón.

—Si no fuese por la primaria, esta moto sería tan buena como lasinglesas.

Con los años, el fabricante puso la primaria en baño de aceite pero yo yahabía dejado de ser un usuario de la Montesa e ignoro si sería mejor o peorque las motocicletas inglesas. Lo cierto es que, a los pocos días de recibirla,ante la admiración de la gente (hacía más de doce años que no se veía unmotor nuevo en la ciudad), invité a los amigos a probarla en la cuesta deBoecillo, quizá para desquitarme de tantos ahogos como me había ocasionadocon la bicicleta. Y, uno tras otro, subí el repecho una docena de veces a todolo que daba el puño. La demostración de potencia fue un éxito (creo de buena

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fe que aquella prueba redundó en beneficio de los fabricantes de motocicletas)pero cuando ya entre dos luces regresaba a casa con mi mujer, comentándolocon orgullo, el motor empezó a tartamudear y finalmente se paró. Mi mujer,iniciada ya en la mecánica, poco versada en motores de explosión, apuntó sindescomponerse:

—Me parece que se ha roto la primaria.Pero esta vez no era la primaria. A la mañana siguiente llevé el vehículo

al tallercito que la marca había montado en una calle apartada de la ciudad, yel técnico, tras un somero reconocimiento, me espetó:

—¿La ha forzado usted?—No señor; ayer hice cincuenta kilómetros a todo tirar.—Pues no lo entiendo; la ha quemado.—¿Que he quemado qué?—La junta de la culata; ¿cuál va a ser?Me libré mucho de aludir a la prueba del día anterior, las doce

ascensiones consecutivas de la cuesta de Boecillo con un paquete detrás, elpuño a tope; es más, me fingí defraudado:

—Luego dicen que es tan buena.—Es buena si se la sabe cuidar.A los pocos días, la Montesa petardeaba de nuevo por las calles de la

ciudad. Mi mujer había realzado su línea con unas elegantes albardas de pielde becerro, y en ellas, aparte llaves inglesas, equipaje y provisiones de bocapor un por si acaso, llevábamos siempre dos cadenas primarias a estrenar.Pero, a pesar de tantas precauciones y de ser la mejor del mercado, había díasen que el motor no obedecía al pisotón de puesta en marcha. Lo intentabainútilmente dos o tres veces y, ante la falta de respuesta, los mironesempezaban a arremolinarse. Nunca he oído comentar la afición de losespañoles por los motores. Se ha dicho del español que es taurino, envidioso,pícaro, ladrón, rijoso, vago, pintor, infinidad de cosas, pero lo que no se hadicho nunca, que yo sepa, es que todo español lleva dentro un mecánico enciernes. Armar y desarmar motores es una auténtica pasión nacional. Imaginenustedes lo que sería mi ciudad, después de tres lustros a dieta, ante laaparición de la primera moto. Aquello fue algo así como la llegada de unamujer a una isla habitada solamente por hombres. Ver poner en marcha una

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motocicleta constituía ya un espectáculo. Intentarlo y advertir que fallaba eracasi la garantía de un espectáculo prolongado. Ver extender la gamuzagrasienta sobre la acera y llenarla de tuercas suponía que la distracciónmañanera estaba asegurada. De ahí que durante esos años la gente desocupadacaminara por las calles al acecho de las motos. Y tan pronto sorprendía unaque se resistía a arrancar, se detenía y armaba corro, como hacía antañocuando el macho que tiraba del carro del lechero resbalaba en el asfalto y secaía. Había espectáculo por delante. Y al español, tanto como armar ydesarmar motores, le ha gustado siempre el espectáculo gratuito. Yo he tenidola fortuna de nacer en este país de mecánicos amateurs, pues mi disposiciónhacia la técnica ha sido nula. Por esta razón, cada vez que daba un taconazo ala puesta en marcha de la Montesa y el motor no respondía, intuía que no meencontraría solo. En efecto, al segundo taconazo ya eran seis o siete losmirones que contemplaban solazados mi esfuerzo inútil. Al tercero, pasaban yade una docena. Y, al cuarto, surgía del corro el diagnóstico espontáneo:

—Eso es cuestión de carburador.Yo ponía cara de sabelotodo.—Me temo que no. Ayer lo revisaron en el taller.Propinaba una serie de pisotones fallidos sobre el pedal de la puesta en

marcha, al cabo de los cuales el espontáneo confirmaba:—Eso es cuestión de carburador.Yo sonreía.—Sospecho que está usted equivocado.—¿Permite?Yo esperaba siempre este ¿permite? como agua de mayo. El espontáneo

se despojaba de la americana, se aflojaba la corbata, ponía rodilla en tierra,extendía la sucia gamuza sobre la calzada y empezaba a amontonar en ellatornillos, arandelas, tuercas y pasadores, con auténtica fruición. Seguramenteen su fuero interno daba gracias al cielo por este encuentro casual que le habíapermitido poner sus manos pecadoras sobre una moto recién estrenada. Enderredor crecía el corro de curiosos, alguno de los cuales, verde de envidia,entablaba un pequeño coloquio con el espontáneo.

—Eso no hace falta que lo quite. Así se puede estar usted hasta mañana.—¿Usted qué sabe de esto?

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—¡Más que usted!El espontáneo hacía gala de sus derechos.—Mire, pues haber venido antes.El espontáneo sudaba, se tumbaba de costado, decúbito prono, metía el

destornillador por los huecos más inverosímiles y, al final, tomaba con dosdedos una pieza pringosa y soplaba con toda su alma por el agujero del centro.Después de su resoplido, iniciaba el montaje, iba colocando pieza tras pieza,atornillándolas. Sus manos se ennegrecían como las de un carbonero,brillantes de grasa. Al cabo de media hora se incorporaba pesadamente, cogíala gamuza y se las limpiaba un poco. Algún mirón compasivo le ayudaba aponerse la americana. Señalaba el vehículo como la comadrona al niño reciénnacido, con amor profesional, con una sonrisa apenas esbozada.

—A ver. ¡Péguele ahora!Yo me acercaba a la moto, agarraba los puños y propinaba el taconazo de

rigor a la puesta en marcha. El petardeo y el humo del motor envolvían a laconcurrencia. El espontáneo, todavía con la gamuza entre las manos, memiraba con un gesto de suficiencia.

—¿Qué? ¿Era el carburador o no era el carburador?—Sí señor. Estaba usted en lo cierto.La moto nos dio unas oportunidades inimaginables de ampliar nuestro

radio de acción. Podíamos veranear en algún pueblecito próximo (la moto mellevaba y me traía del periódico a las horas oportunas), nos permitía hacerexcursiones, visitar a los amigos, incluso cazar. Recuerdo nuestras primerassalidas cinegéticas en la Montesa. Mi hermano Manolo iba de paquete, pero,pese a estar más grueso que yo e ir detrás, protegido por mi cuerpo, reservabalos números de El Norte de Castilla de toda la semana para cubrirse el pechoy el vientre durante el viaje. Al ver sus precauciones, yo, más friolero que él,me colocaba bajo la cazadora los Nortes de las dos últimas semanas. La genteaseguraba que el papel abrigaba, pero se conoce que la gente nunca ha viajadoen una motocicleta, una mañana de diciembre, con siete grados bajo cero. Elfrío se filtraba por todos los resquicios, un frío intenso, agudo como unestilete, que no se detenía ante nada. Pero había tres puntos del cuerpo quesufrían especialmente los efectos de la congelación: las manos, las rodillas yla nariz. Yo llevaba las manos embutidas en guantes de aviador pero, pese a

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esta precaución, los dedos se me hinchaban como chorizos, hasta el punto deno sentirlos. A veces, en el temblor helado de la madrugada, me daba porpensar en la primaria y en quién sería el guapo capaz de cambiarla si serompía, pero movía la cabeza para ahuyentar el mal pensamiento. Con lasrodillas ocurría un fenómeno singular: primero se notaba en ellas frío, luegouna vaga sensación como si se fueran inflamando, después dolor intenso y, porúltimo, nada, eran como dos bultos de cristal, sin articular, ajenos al cuerpo. Yasí, con las piernas a medio flexionar y las perdices congeladas a mi costadoen absurdas posturas, me presentaba en casa. Lo curioso es que yo no eraconsciente de mi anquilosis, pero mi mujer, la primera vez que me vioagachado, con las piernas flexionadas, me dijo sorprendida:

—¿Puede saberse por qué andas así?—¿Que ando cómo?—Como despatarrado. Como Groucho Marx. ¿Es que me estás tomando

el pelo?Recuerdo las idas y regresos de las cacerías con verdadero horror. La

gruesa bufanda, que me daba tres vueltas a la boca, me devolvía en principioel calor de mi aliento y resultaba confortadora, pero a medida que transcurríanlos kilómetros acababa transformándose en un cilindro de hielo que además decongelarme la nariz me la iba limando con el traqueteo como si fuese papel delija. Al concluir el viaje, había de sacármela entera por la cabeza como unturbante porque era imposible desenrollarla. Pero Manolo y yo seguíamossaliendo cada domingo, desafiando los meteoros. Podía más nuestra afición.Hasta que una noche, al acostarme, después de una de estas cacerías, sufrí uncólico nefrítico. Pasé la noche en un grito y apenas amaneció Dios ya estaba eldoctor poniéndome una inyección de metasedín.

—Yo no sabía que el frío podía provocar un cólico, doctor.—Mire usted, andar en moto con seis grados bajo cero puede provocar

un cólico y todo lo que usted pueda imaginar.Ante esta amenaza fuimos espaciando nuestras salidas, limitándolas a los

días blandos o a cazaderos próximos. Con todo, no dejaba de reconocer que lamoto en invierno era un instrumento de tortura. Todo lo que en veranoencerraba de fruitivo tenía en invierno de mortificante. Salir a codornices enagosto constituía un placer inigualable. La velocidad, en las primeras horas de

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la mañana, producía una brisa tonificante, embriagadora. Y otro tantoacontecía al anochecer, ya de regreso, con el aroma balsámico de los pinares.Pero en esa estación y especialmente en los crepúsculos, existía un riesgo nodespreciable: la avispa. El conductor, yo en este caso, iba barriendo elespacio con su cuerpo, arrastrando con él todos los insectos imprudentes quese interpusieran en su camino. El pecho del motorista, como los faros delautomóvil, era semejante a un gran papel matamoscas. Así, al llegar a nuestrodestino, mi regazo era un pequeño cementerio de mosquitos, moscas, hormigasvoladoras, polillas, libélulas y mariposas. Un entomólogo hubiese sido felizanalizando todo lo que en verano vuela en Castilla de madrugada o alanochecer. Pero, naturalmente, de vez en cuando, un ciervo volador con susélitros almidonados rebotaba en mi frente y me descalabraba. Otras veces erauna avispa perezosa, recién salida del avispero o de retirada, lo que cazaba micuerpo. En estos encuentros ingratos podían ocurrir dos cosas: que el insectomuriera del golpe, en cuyo caso era uno más a engrosar el cementerioentomológico de mi regazo, o bien que quedara conmocionado, rodara entremis piernas hasta la punta del sillín y, una vez recuperado, al no poder volvera despegar debido al fuerte viento, se revolviera y picara allí donde almotorista más podía dolerle. Dos avispas me picaron en esa parte, punzadaslancinantes que casi me hicieron perder el control de la máquina. Y aunque elaccidente no fuese cosa de todos los días, las consecuencias resultaban tandolorosas que me indujeron a colocarme un protector de cuero a manera demandil, que me cubría, con mis atributos, la parte alta de los muslos. Fue unaidea genial que, debido a la celeridad con que siempre he vivido, no llegué apatentar, lo que, sin duda, me hubiese proporcionado un desahogo económicoconsiderable.

Ganado por la fiebre de la invención traté de descubrir algo quepermitiera ampliar las plazas limitadas de la moto. Particularmente en la caza,Manolo y yo echábamos en falta un tercero (y quizá un cuarto) para armar lamano en el monte o la ladera. Había, pues, que inventar alguna cosa que nosupusiera una carga excesiva para la pequeña potencia del motor. Es obvioque lo que yo debí de inventar entonces fue el sidecar, pero no se me ocurrióo, si se me ocurrió, lo deseché como un estorbo que envaraba un vehículoflexible, un vehículo que formaba cuerpo con uno y se adaptaba a los peraltes

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de las curvas como la mano al guante. De este modo surgió la peregrina ideadel remolque, la moto con jardinera, esto es, una bicicleta atada al soporteque, sin agarrotar al motorista, permitiera al ciclista los mismos movimientoselásticos que a aquél. Pasábamos aquel verano en Boecillo, en una casitasolitaria en la falda de la cuesta, y Manolo, mi hermano, que cumplía elservicio militar, al estar mis padres fuera, iba todas las noches a dormir allí.De este modo, una mañana que libraba, pudimos ensayar el invento. La cuerdaque unía el soporte de la moto con la barra frontal de la bicicleta debía teneral menos una longitud de cinco metros para darle juego y ser fina peroresistente. Mi mujer y mis hijos (entre uno y cuatro años) asistían concuriosidad al primer ensayo y, cuando yo, caballero en la moto, inicié el tiróny Manolo, conduciendo la bicicleta, me siguió, las dos manos en los frenos,aplaudieron con entusiasmo. Pero, inmediatamente después, se produjo lacatástrofe. Al desembragar yo y cambiar de marcha, la moto dejómomentáneamente de tirar, para, una vez metida la segunda, hacerlo con másenergía que antes, con lo que la bicicleta se precipitó contra ella, mi hermanofrenó para impedir el topetazo, la rueda trasera derrapó en la grava y elremolque con su ocupante cayeron a tierra. No contento con el tantarantán,todavía lo arrastré tres o cuatro metros por la carretera, y cuando quise darmecuenta y corrí hacia él, lo encontré hecho un harnero, llagado en manos,piernas, pecho, cara y caderas, desollado, pero riendo con todas sus ganas.Fue necesario internarlo en el hospital, darle unos puntos de sutura y ponerlela vacuna antitetánica, que por aquel entonces era un pilar de iglesia. De estemodo desaparecieron para siempre mis tufos de inventor y continué con lamoto de dos plazas, más una tercera, para un niño, a caballo sobre el depósitode gasolina, para distancias cortas.

Habituado a la máquina, bien pertrechado y con seis cadenas primariasde repuesto en las bolsas de becerro, di en pensar en más largosdesplazamientos. La disculpa fue la de siempre: mi mujer, sujeta todo el año alos niños, necesitaba descansar una temporada; le convenía, pues, hacer unviaje. Así surgió la idea de irnos a Santander, por Sedano, y pasar allí tres ocuatro días. La excursión resultó tan agradable que la escapada a la playa seconvirtió en una exigencia anual. No hay que decir que al peso de los dosocupantes —ciento veinte kilos— había que añadir el de las albardas bien

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provistas de herramientas, repuestos, ropa y provisiones de boca, con lo queempecé a dar la razón a quienes aseguraban que la Montesa era la buena.Recuerdo la primera vez que llegué a Sedano en olor de multitud, la motoaparcada en los soportales de la plaza, con la grasa, el polvo y la pesadez delviaje agarrados aún a sus ijares. Nieves Gallo fue la primera en descubrirla.

—¿Habéis visto el artefacto que se ha traído don Miguel? Ahí, en laplaza está.

Jóvenes y viejos desfilaron por la plaza para verla. Enseñados a latracción animal, se hacían cruces ante aquel artilugio negro y niquelado, quepodía transportar a dos personas en unas horas a quinientos kilómetros dedistancia.

—¡Joder!En poco tiempo la moto se convirtió en un trasto corriente, estrepitoso e

inaguantable. Pero en aquellos años cuarenta, inhabituados a los vehículos amotor, hasta su petardeo regular e hiriente producía un cosquilleo de placer.Aquello era una síntesis del progreso. La distancia ya no contaba para elhombre. Sin embargo, al año siguiente, mi mujer y yo comprobamos, conpesar, que en el trayecto se alzaban algunas pendientes con las que no podía laMontesa. No eran más que cuatro o cinco pero nos las fuimos aprendiendo dememoria y, con mayor o menor aproximación, el instante en que conveníaaligerar de peso el vehículo. La primera vez que el motor se agotó, nosapeamos los dos y empujamos la moto hasta la cumbre, conversando. Pero enla segunda nos dimos cuenta de que bastaba con eliminar los cincuenta kilosde mi mujer para coronar el repecho desahogadamente. Con la práctica, laoperación llegó a ser perfecta, y aunque yo procuraba apurar el resuello de lamoto para evitar fatigas inútiles a mi esposa, ella, en cuanto advertía que metíala primera velocidad ya estaba brindándose abnegadamente para el sacrificio.

—¿Salto?—Espera un poco.El ronroneo se hacía arrítmico, se debilitaba.—¿Me tiro ya?—Un momento.

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Se abría un silencio crepuscular, ese silencio tenso que preludia laacción. Al fin yo, como un capitán de paracaidistas, daba enérgicamente laorden:

—¡¡Salta!!Mi mujer se apoyaba en el extremo anterior del soporte, y saltaba hacia

atrás; la moto, libre de lastre, se recuperaba, sus explosiones se hacían máscadenciosas y regulares y, si la escarpa no era extremada, hasta me permitíaalargar la velocidad. Ya en la cima, apagaba el motor, aparcaba la máquinajunto a la cuneta y me ponía a liar un cigarrillo.

—¿Te cansas? —voceaba al ver aparecer a mi mujer en la última curvadel camino.

—Al contrario. Me gusta. —Solía traer una ramita de helecho entre losdientes.

—Ten en cuenta que ahora, en La Cotera, tendrás que bajarte otra vez.—No me importa.Mimábamos a la Montesa como a un caballo de carreras. La

considerábamos una parte de nosotros mismos. A los pocos automóviles queentonces circulaban los mirábamos con desdén, como transportes apropiadospara enfermos o valetudinarios. La moto, en cambio, era un vehículo alegre,juvenil, una cosa viva. Hasta tal punto era algo vivo que, cuando cambiaba depaquete, la máquina lo extrañaba, protestaba, como ocurre con los bebés y losperros ante personas ajenas a la familia. Nunca olvidaré la tarde que tuve quetrasladar a mi padre, a punto de cumplir los ochenta años, de Tordesillas aValladolid.

—¿Por qué no coges el coche de línea, padre?—Mejor en la moto, ¿no? Me gustaría probarla.Desde que la compré tenía ese antojo, y, aunque a mí me asustaba la idea,

no me opuse; le sujeté los zapatos en los posapiés y le di unas instruccionessumarias: debería dejarse llevar naturalmente, sin hacer resistencia, sin tratarde conducir la moto a través de mi cintura ni desequilibrarla con movimientosbruscos. Aceptó con entusiasmo, incluso con deseos de colaboración, pero,una vez que metí la directa y aceleré, se agarró a mis ijadas como un pulpo(como en tiempos debió de agarrarse a los puños del biciclo) y con las dos

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rodillas descarnadas, duras como piedras, me oprimía las caderas con todassus fuerzas, obligándome a cambiar de dirección. Sin pretenderlo, él mandaba.Íbamos de cuneta a cuneta en cerrados zigzags, como borrachos.

—¡Cuidado, hijo!—¡Afloja las rodillas, que nos matamos!Le oía resoplar atrás a cada ese, como si acabáramos de sortear un

obstáculo terrible y, cuando al fin me detuve, reconoció que la moto estababien, pero que se le había volado el sombrero. Regresamos a casa a veinte porhora, como el viejo biciclo, para evitarle un trauma.

Los años de la moto fueron sin duda años duros pero felices. Detrásvinieron el Cuatrocuatro, el Seiscientos, el Dos Caballos, vehículosfamiliares, con motores bien terminados, sin cadena primaria, pero aquelloscacharros, desgraciadamente, no nos hicieron más jóvenes. Habíamosquemado una etapa de nuestras vidas.

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Un deporte de caballeros

Hay quien llega al tenis desde el ping-pong y le falta mango y hay quien llegaal ping-pong desde el tenis y le sobra brazo. Empezar simultáneamente conambas actividades es un error. Por la mañana uno tiene el brazo más corto quepor la tarde, o a la inversa, y esto resulta desconcertante. Yo he sido unGuadiana en esto del tenis. Empecé a practicarlo de niño, a los trece años, yno se me daba mal. Jugué poco intensamente dos veranos consecutivos, y ya novolví a coger la raqueta hasta cumplidos los cincuenta. Tampoco en estasegunda etapa fui constante, jugué apenas tres primaveras y, de nuevo, lo dejéhasta los sesenta y cuatro, edad provecta, apropiada para jugar dobles con uncompañero joven y olvidarse uno de los singles. En conjunto no habré jugadoal tenis más allá de un set por semana durante ocho o diez años de mi vida,con la particularidad de que cuando más fuerte me ha dado ha sido a la edaden que los tenistas aficionados suelen dejarlo.

Por medio, entre los cuarenta y los cincuenta y cinco años, me divirtió elping-pong. Instalamos una mesa en Sedano y los veranos jugábamos conahínco diariamente. Con la familia Echeverría, que era larga como la nuestra,organizábamos campeonatos muy caldeados, de los que surgieron grandesases, como el pobre Juan José, prematuramente fallecido, su hija Loli y mischicos, Miguel y Germán, que competían ardorosamente con aquéllos. TantoJuan José como Loli y mi hijo Miguel eran jugadores en corto (entre otrascosas porque el habitáculo donde la mesa estaba instalada no daba para más),de recortes y efectos, mientras mi hijo Germán, como luego lo fueron Juan y miyerno Luis, eran especialistas en juego largo, de mates rasantes, electrizados ybrillantes. El tenisín, como debería llamarse al ping-pong, es un juegodistraído, pero no deja de ser un fulbito, es decir, un sucedáneo, un deporte dehabilidad, irrelevante como ejercicio físico. Yo, que comencé maduro, nuncallegué a dominarlo del todo, si bien, entre jugadores vulgares, podía causar

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cierto efecto. Ahora recuerdo dos éxitos, un campeonato que disputamos unverano los periodistas en Monte Corbán (Santander) cuya final me parece quele gané a mi amigo el granadino Pepe Corral Maurell (a lo mejor me la ganó éla mí, pero es lo mismo), y mi solemne proclamación como subcampeón detenis de mesa en el trasatlántico Constitution en 1964, camino de Nueva York.Fue divertido porque este torneo lo jugué medio mareado peroparadójicamente fue esta contrariedad y el balanceo del barco lo que mepermitieron ganar la copa. Quiero decir que yo actué decidido, soltando elbrazo, sin mis habituales reservas, deseando acabar pronto, pero la suertequiso que los maretazos fuesen a levantar el tablero por donde a mí meconvenía, de tal forma que no perdía comba y la concurrencia se hacía lenguasde mi precisión. Al finalizar, ante las eufóricas copas de champagne, y en unclima de confianza, mi rival italiano en las semifinales me preguntó si eracierto que yo era jugador profesional en mi país. Fue tanto mi estupor que lehice repetir la pregunta hasta tres veces y, a la tercera, se me cayó la copa dela mano y hubo que recurrir al lampazo para baldear un trozo de cubierta yevitar accidentes debido a los vidrios rotos. ¡Así se escribe la historia!

Lo cierto es que yo jugaba al ping-pong para sustituir al tenis, por falta decanchas y por la complicación de los desplazamientos. Pero llegó un momento,quizá en la primavera del sesenta y siete, en que me vi en la necesidad dedesfogarme de otras contrariedades, y como mi amigo José Luis Pérez Pellónexperimentase esta necesidad al mismo tiempo que yo, acordamos hacernossocios de la Real Sociedad Deportiva y jugar un par de sets muy de mañana,antes de iniciar el trabajo cotidiano. Recuerdo que José Luis, que tenía el carovicio de los coches despampanantes (a pesar de ser padre de familianumerosa), había comprado un Jaguar descapotable y cada mañana meesperaba con él, a las ocho, a la puerta de mi casa. Yo bajaba con mi atuendoapropiado, depositaba las raquetas y los tubos de las pelotas sobre la capotaplegada y salíamos a cien por hora Paseo de Zorrilla adelante, entre la alarmay la envidia de los viandantes. Nuestra imagen juvenil y pinturera a bordo delJaguar descapotable, más propia de Niza que de la Meseta, volvía a llamar laatención de los transeúntes una hora más tarde, a nuestro regreso, yadesfogados. Despreocupado del qué dirán y de las habladurías propias de unapequeña capital de provincia, mi mujer me sorprendió un día al referirme su

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conversación con una vecina. Parece ser que aquella señora tenía de mí unconcepto que no casaba con mi uniforme deportivo, las raquetas sobre lacapota abatida y el Jaguar descapotable.

—¿Es que le ha pasado algo a tu marido?—¿A qué te refieres?—Bueno, en realidad, ni siquiera estoy segura de que sea él, pero cada

mañana, al ir a misa, veo pasar a un tipo en un Jaguar descapotable que se leparece mucho.

—Es mi marido, claro. Ahora le ha dado por jugar al tenis.—¡Qué gracia! No le pegaba nada.Reservaba la contundencia de su juicio para ocasión más propicia, pero

lo cierto es que para un sector de la ciudad, que me consideraba un hombreaustero, antifrívolo, morigerado y circunspecto, supuso una extravaganciaverme, con la raqueta en la trasera, en un Jaguar descapotable, a cienkilómetros a la hora. Por entonces, en España se tenía un concepto muylimitado del deporte; entre hombres sólo contaba el fútbol, y al que intentabajugar a otra cosa se le consideraba un esnob o un afeminado. Mas si lo quejugaba era tenis y para desplazarse a la cancha utilizaba un Jaguar descubierto,entonces aquel tal no era más que un play boy despreciable que se habíaequivocado de medio a medio. En los años sesenta, aun en sus postrimerías,no valían de nada las explicaciones. Lo que contaba era la imagen. Y miimagen, por culpa del Jaguar, se deterioró mucho en aquellas tres primaverasque duró la experiencia. Y el caso es que mi compañero de juego, José LuisPérez Pellón, era un trabajador concienzudo, de vida ordenada, poco dado a laproyección social, pero su comprensible debilidad por los cochazosdescapotables prevaleció sobre todo lo demás. Él y yo éramos unos play boysque sólo nos preocupábamos de lucirnos y de jugar al tenis mientras los demástrabajaban. El cambio que yo había dado era lo último que podían esperar demí algunos convecinos.

En rigor, lo que yo pretendía a finales de los sesenta era, como ya hedicho antes, desfogarme de ciertas contrariedades y comprobar si mis pinitosde los años treinta habían servido para algo. Pero, de momento, la teoríatenística volvió a desconcertarme. Ya de chico me resistía a admitir algunascosas en este deporte que entonces se calificaba de caballeros. Siempre he

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sido hombre de sentido común y, de niño, además, muy testarudo. Por esorechazaba de entrada la manera tan peregrina de contar los tantos en el tenis.Me parecía escandaloso que un tanto valiera quince pero, una vez admitidoesto, yo no podía aceptar que el tercero, aunque fuese más meritorio, valierasolamente diez. Es decir, el 15-30-40-juego carecía de sentido para mí. ¿Porqué 40 y no 45? ¿Y por qué 15 y no 1? Lo razonable me parecía que el tanteofuera 1-2-3-juego, pero aceptado el artificio del 15-30, ¿a qué ton el caprichodel 40?

—¿No es absurdo todo esto?—Mira, absurdo o no, así está establecido.—¿Y quién lo ha establecido?—El que lo inventó. De modo que ya lo sabes: lo coges o lo dejas.Jugaba a regañadientes y cantaba manifiestamente disgustado las cifras

del tanteo.—Treinta-cuarenta —decía con retintín—. Ya ves tú qué bobada.—¿Y qué?; lo mismo te da.—Pues no me da lo mismo. Supongo que este rompecabezas tendrá algún

sentido, pero a mí no se me alcanza.—¿Por qué no escribes a los ingleses?Uno, desde niño, ha tenido un concepto bastante plebeyo de sí mismo, por

lo que aquel barniz aristocrático de la jerga tenística, al margen de lasveleidades del tanteo, no dejaba de impresionarle. El tenis era, en realidad, undeporte para caballeros. Uno estaba acostumbrado a sacar cuezo cuandojugaba a las canicas o a tirar una falta, si jugaba al fútbol, en el momento enque el guardameta estaba más distraído, por eso le impresionaba más aquelplay condescendiente del jugador que sacaba la bola y más aún que seabstuviese de hacerlo en tanto su contrincante no respondiese ready. Mas entrechicos españoles, y en 1934, los buenos modales y los vocablos inglesesduraban poco.

—Te he preguntado play.—Pues no lo he oído. Saca otra vez, y si no te da la gana lo dejamos.En España, hasta el tenis dejaba de ser un deporte entre caballeros en

aquella época. Y el caso es que mientras la sangre no se calentase, uno serefocilaba con aquella terminología inglesa que parecía que lo vestía de

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etiqueta, que lo transformaba en un sir por el mero hecho de utilizarla. De estemodo yo procuraba olvidarme del absurdo del tanteo y voceaba play, ready,out, drive, deuze, net, con complacencia íntima, utilizando un nasal acentocosmopolita. Por esta razón, las tardes en que jugaba al tenis, regresaba a casacomo más refinado, más pulido, menos celtibérico.

—Está bueno este consomé.Mi pobre madre, que sabía de mi aborrecimiento hacia aquella reiterada

sopa de lluvia, me decía con cierta sorna:—Qué fino vienes hoy. ¿Es que has estado jugando al tenis?Seguramente por esto no me molestó que el Jaguar descapotable de José

Luis se detuviera a la puerta de mi casa treinta y cinco años después. Unasegunda naturaleza, que yo tenía normalmente sofocada, se complacía en estosritos. Tal vez no somos lo que aparentamos; quizá nuestra imagen no sea másque una máscara. Pero, al margen de tales fruslerías, cuando reanudé lapráctica de este deporte me di cuenta de que no había olvidado laterminología, ni los golpes cortados, ni las dejadas, ni el juego de fondo, ni elsalto a la red después de enviar una bola obligada, ni el saque, ni el resto, nilas normas fundamentales. Se dice de la bicicleta y la natación que sondeportes que nunca se olvidan. Yo creo que ningún deporte practicado de niñoresulta nuevo para el adulto. Nada de lo aprendido de niño se olvida después,todo se recuerda llegada la hora de la reanudación. Por eso, en principio, yovencía a José Luis, pero José Luis, que era más joven que yo, acabóvenciéndome por cuestión de resistencia. Aquellas frescas mañanitas en lascanchas de la Deportiva resultaban tonificantes. A veces, mi hijo Miguelllegaba de Madrid, donde estaba estudiando, y se apuntaba a la expedición, alJaguar y a todo lo demás. Algunas mujeres, muy pocas, acompañaban a susmaridos o a sus novios, pero nunca constituyó problema encontrar pista a taleshoras. Un día, José Luis tuvo que salir de viaje y al encontrarnos solos Miguely yo en el club con otra pareja, Unzu, el navarro, antiguo campeón de pala, yPérez del Río, el farmacéutico, que tampoco gustaban de los singles,acordamos enfrentarnos. El amor propio que siempre he puesto en los juegosha sido una de las constantes de mi carácter. Unzu y Pérez del Río arrastrabanfama de ser una de las parejas más sólidas del tenis vallisoletano y ganarleshubiera sido una proeza. He de empezar por decir que la experiencia tenística

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de mi hijo Miguel era aún más corta que la mía, pero, a pesar de ser unhombre mesurado, de los que creen de verdad que lo importante es participar,logré transmitirle mi amor propio y la necesidad de ganar al campeón navarrode pala y al farmacéutico. Como datos para la historia añadiré que aquel díaera sábado y aproximadamente las once de la mañana cuando empezamos elset. A la una del mediodía, el tanteador señalaba un 16-15 a nuestro favor, ytanto mi hijo como yo, que estábamos dando la réplica a base de tesón ycarreras sin medida, mostrábamos un notorio cansancio. Pero las alternativasdel marcador, naturalmente siempre mínimas, nos espoleaban, 16-16, 16-17,17-17, 18-17... Íbamos cantando los juegos con unción, esperando que lamínima diferencia del momento fuera la última, y la victoria nos sonriera en elpróximo. Mas el juego siguiente era para el navarro y su compañero, y el otropara nosotros, tan equitativamente repartidos que se hizo la hora de comer sinque aquello —25-25— se hubiera resuelto.

El sudor nos escurría por los costados y nuestros rostros encendidospresagiaban la apoplejía. Pero cuanto más se prolongaba aquel set, más ardorponíamos en ganarlo y más lejos estábamos de abandonar. Yo creo queentonces no existía eso de la muerte súbita o si existía nos parecía de maricasapelar a tan cómodo expediente. Un recurso así estaba bien para losextranjeros pero no para una pareja de españoles procedentes de la bicicleta yel fútbol. Así es que continuamos. El pelotari navarro y su compañeroacusaban asimismo el calor y el cansancio, pero quizá porque los veía a mayordistancia, la red por medio, se me hacía que su agotamiento no alcanzaba losextremos del nuestro. De todos modos, llegaban a las bolas con las rodillasflexionadas, arrastrando las playeras, levantando polvo, y respondían anuestros débiles pelotazos con pelotazos no más recios, sin preocuparse de lacolocación. Para Miguel y para mí no existía otra aspiración que la de salvarla red con la pelota, sobrepasarla. Todo eso de buscar las esquinas, los mates,las bolas en profundidad, excedía de nuestras facultades. Conservábamos unasreservas físicas tan menguadas que había que administrarlas, y llegados al 31-31 yo estaba literalmente derrengado, aunque dispuesto a seguir hasta el 90-90. Pero para cualquier espectador neutral que se hubiera acercado a lacancha (hacía dos horas que el último se había marchado a comer) aquello eraun deplorable espectáculo en el que los cuatro contrincantes parecíamos

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cuatro agonizantes arrastrándonos por las arenas del desierto, a punto desucumbir. Pero proseguíamos. Haber sugerido entonces la posibilidad deaplazar la pugna hasta la mañana siguiente hubiera sido una claudicación, unaprueba de inferioridad física vergonzosa. Jugábamos en sepulcral silencio, lasbocas secas, los movimientos automáticos, vacilantes. Miguel boqueaba y yoresollaba como un perro en agosto. Nos comportábamos como un juguetemecánico al que alguien hubiera dado cuerda para su entretenimiento, pero conpoca cuerda ya. Finalmente, con el marcador 38-37 y 40-30 a favor delnavarro y el farmacéutico, una pelota de set me botó tres metros delante, fácil,blanda, a placer, pero cuando acudí a ella con los poquísimos arrestos queconservaba, los pies se me cruzaron, chocó uno con otro y besé el suelo entreuna nube de polvo. Unzu, el navarro, y el boticario corrieron hacia mí, yopensaba que para auxiliarme, pero cuando el pelotari me vio humilladomordiendo la tierra batida, arrojó la raqueta al aire, levantó los brazos enforma de uve y voceó estentóreamente:

—¡Hemos ganado!No hay que decir que aquel partido trajo cola. La llegada a casa a las

cuatro y media de la tarde, extenuados, sin comer, fue una tribulación. Nadienos comprendía. En cambio, en los vestuarios de la Sociedad, durante aquellaprimavera no se habló de otra cosa. Había un muchacho, muy competitivo él,que aseguraba que en los anales del tenis no se conocía un set tan largo y quelo iba a brindar para que lo incluyeran en el libro de los récords. Otro, máscomedido, prometió escribir a Lily Álvarez preguntándole si conocía un casosemejante. De cualquier manera, entre los tenistas de la ciudad, cuando algo seprolongaba demasiado, empezó a recurrirse a una frase acuñada por entonces:«Esto es más largo que el set de Unzu y Pérez del Río contra los Delibes».

Hace cuatro años, cuando reanudé la práctica del tenis de un modoregular —dos días a la semana—, resolví íntimamente dos cosas: primera, nojugar nunca individuales y, segunda, aceptar como buena la mínima diferencia,o sea, ganar o perder por un solo juego —6-5— y si a los ingleses no lesgustaba, que les diesen tila. De esta manera, uno tiene la relativa seguridad deque a sus sesenta y ocho años ningún forense va a tener que hacerle la autopsiaen plena cancha. Otra cosa que, aunque no estatuida, también procuro respetares la proporcionalidad de edad en las parejas, es decir, busco un joven para

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acompañar a un viejo. Con ello trato de equilibrar no sólo el juego de loscontendientes sino el resultado. Éste es el secreto de que un tipo de la terceraedad pueda seguir dándole a la raqueta con cierto garbo. La posibilidad devocear «¡Tuya!» al joven compañero cada vez que el adversario nos sorprendecon una dejada, aunque sea en nuestro campo, es muy tranquilizadora. Esto es,el tenis de dobles, mientras uno de los dos aguante, puede practicarse sinlimitación de edad, hasta que la artrosis nos lo impida. Estos trucos sedescubren cuando uno se va insertando en la vejez. Mi retorno al tenis a lossesenta y cuatro años me permitió descubrir, además, otras novedades querevelaban un cambio apreciable en la sociedad española. El Jaguardescapotable de José Luis Pérez Pellón, con las raquetas y las bolas en labandeja trasera, por ejemplo, no hubiera desacreditado mi imagen de hombreaustero en 1985. Por otro lado, al generalizarse el acceso a lo superfluo, elfútbol dejó de ser el único deporte del país. Empezaba a surgir gente para eltenis, el baloncesto, el balonmano, el hockey, el rugby, la natación, el atletismoy otras manifestaciones deportivas. Ítem más, al popularizarse, el tenis dejólógicamente de ser un deporte distinguido, y aunque continuara siendo undeporte entre caballeros, ningún tenista se esforzaba ya en demostrarlo. Nadiepreguntaba ¿play? antes de poner en juego la pelota, ni esperaba la respuesta,ready, para impulsarla. Sacaba y listo. Yo, seguramente por añoranza, intentocada día resucitar las arcaicas fórmulas señoriales, pero con poco éxito.Algún hijo, mi yerno Pancho por complacerme, me siguen el juego, pero pareusted de contar. En cuanto me ausento de la cancha el play y el readytradicionales se van a hacer puñetas. En una palabra, no consigo restaurar tandistinguidas costumbres. A lo sumo, los tenistas actuales con los que meenfrento anuncian el saque de una manera abrupta: «¡Va!», dicen comocualquier chico de la calle. Y el resto responde con otro monosílabo, «Sí», o alo sumo, el más cortés, voceará «¡Viene!», pero no pasarán de ahí. Losvocablos ingleses, no sé si por la cuestión de Gibraltar, se han arrumbado demanera definitiva. Ahora se emplea un no categórico, castellanísimo, ambiguoy polivalente que se utiliza para todo, para comunicar que la pelota ha dado enla red, que no ha entrado el servicio, que la bola se ha ido por un costado oque ha rebasado la línea de fondo.

—¡No!

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Nadie preguntará nada. Todo el mundo sabe a qué atenerse. El significadode la brutal negativa lo facilita la incidencia del juego. No y basta. El tenis yano requiere buenos modales ni distingue a quien lo practica. El americanoMcEnroe es un ejemplo muy expresivo al respecto. Este deporte ha dejado deser una escuela de buenas costumbres. Diría más: la gente joven y de cunailustre suelta tacos cuando falla un golpe fácil o dice mierda a boca llena y,por supuesto, no en inglés. Esto trae como consecuencia que el muchacho zafioque acaba de jugar un set no experimente ya ninguna transfiguración, ni ante elcotidiano plato de sopa de fideos que le aguarda en casa tendrá la deferenciade decirle a su madre que «está sabroso el consomé». Decididamente, jugar altenis ha dejado de ser un signo de distinción y la imagen de play boy ya no lecuadra al tenista aunque se desplace a la cancha en un Jaguar descapotable.

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El mar y los peces

La pesca del cangrejo era un recurso que mi padre aprovechaba para sacarnosa tomar el aire en primavera. Mientras permanecíamos en Valladolid, solíamosir a la Esgueva, bien a Renedo o, valle arriba, hasta Esguevillas o cualquierotro pueblo intermedio. La Esgueva fue un río pródigo en cangrejo de patablanca (un crustáceo verdoso, no exageradamente grande ni de pinza muydesarrollada, pero sabroso). Lo malo de la Esgueva, como de casi todos losríos y arroyos de llanura, era que sus aguas bajaban turbias a causa de laerosión, y entre esto y que la pesca del cangrejo era crepuscular, tirando anocturna, no se veía lo que se pescaba hasta que el retel afloraba y uno loalumbraba con la linterna. Este defecto lo soslayé años después, cuando, ya deadulto, me dediqué al cangrejo en los ríos Moradillo y Rudrón, en Burgos, deaguas cristalinas y oxigenadas, con lo que la pesca de este crustáceo dejó deser una actividad ciega. Cuando el cangrejo proliferaba y los ríos eran libres,yo solía llevar a mis visitantes, particularmente si eran extranjeros, apescarlos con retel, y no recuerdo de ninguno que saliera defraudado de laexperiencia. Echar el retel (cebado con tasajo o con bazo de caballo) y dejarque se posara en el lecho del río promovía a los pocos segundos una actividadsorprendente. El cangrejo salía de bajo las piedras o de entre las hojasmuertas de la orilla y se encaminaba hacia el aro. En unos minutos, el lechodel río era un tropel de cangrejos, unos grandes, otros pequeños, todosengolosinados con el cebo que blanqueaba en el centro del retel. Las aguasestaban tan limpias que, a pesar de la profundidad, se observaban losmovimientos de los bichos como en una pantalla. El cangrejo, ante el aro,adoptaba diversos comportamientos. Uno, el más confiado, entraba sinvacilaciones y se ponía a comer. Un segundo titubeaba antes de decidirse.Otros, los más, lo rondaban, daban vueltas y vueltas, se detenían, peleabanentre sí y, finalmente, entraban o se alejaban, reculando, recelosos de aquel

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artilugio que de pronto había irrumpido en el río. Al difidente, si era grueso,aún podía capturársele pinzándolo con la horquilla y extraerlo, acorazado yrojizo, de la masa de agua, salpicando con sus coletazos antes de serdepositado en el fardillo. La abundancia de cangrejos era tal que la diversiónestaba garantizada. Luego venía la extracción de reteles, el hervor de losapresados en cada uno (a veces más de una docena) y finalmente, ya en casa,el recuento. La unidad era la docena, y creo recordar que en una ocasiónllegamos a atrapar más de ochenta. Claro que estoy hablando de los añossesenta, con casi todos los ríos libres y sin limitación de capturas. Pero elautomóvil, el nivel de vida, el espíritu de imitación y el despertar del paladarespañol provocaron una multiplicación de cangrejeros como nunca se habíaconocido. Cualquier corriente de agua, cualquier lavajo o charca se veíansometidos a un asedio permanente. Tan fuerte llegó a ser la presión que elGobierno no tuvo más remedio que intervenir. Extensos tramos de ríos yarroyos fueron acotados, se estableció una medida mínima por unidad, unlímite de reteles y un límite de capturas. Es decir, las cosas empezaron atomarse en serio. Pese a ello, las corrientes pequeñas, poco caudalosas,acusaron esta avidez, se despoblaron. En cambio las corrientes considerables,como el Rudrón, en Burgos, seguían produciendo cangrejos en cantidad. Mascomo su cotización subía sin cesar hasta alcanzar en el mercado el precio delcaviar, el furtivismo aumentó de tal manera que también estos ríos llegaron aresentirse. Sin embargo, hubo de ser una imprudencia (de las muchas que secometen en España en el campo biológico) lo que terminase por dar la puntillaa nuestro cangrejo de pata blanca. El capricho de implantar en nuestratopografía animales que nunca se dieron en ella llevó a repoblar elGuadalquivir y otras corrientes del sur con cangrejo americano, mucho másprolífico pero menos sabroso, más voraz y más encenagado que el nuestro. Lasprimeras experiencias resultaron sorprendentes, tanto por la velocidad dereproducción del nuevo crustáceo como por su capacidad de destrucción de laflora ribereña. Mas con lo que no se había contado era con que este cangrejo,inmune o resistente a la afanomicosis, podía portar la enfermedad ycontagiarla. Y la afanomicosis fue el ite missa est para el cangrejo oriundo,que, en poco más de un año, fue prácticamente barrido de las aguaspeninsulares. Bastaba introducir en un río limpio un retel con el que se hubiera

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pescado en aguas contaminadas para que el cangrejo indígena sucumbiera. Yhoy nos encontramos con que nuestros tradicionales cangrejos handesaparecido, el foráneo ha tomado posesión de nuestras aguas, y aquí paz ydespués gloria. Nadie se ha rasgado las vestiduras, que yo sepa, ante estacatástrofe ecológica ni se han exigido responsabilidades. El cangrejoamericano (más duro de coraza, pinzas alargadas, cola corta, estrecha einsípida) continúa vendiéndose en los mercados, y una clientela de paladarinsensible sigue devorándolos como si tal cosa, sin reparar en el cambio.Algunos escogidos hemos abandonado su pesca y su consumo y pare usted decontar. La vida sigue y hasta la próxima.

Pero si el cangrejo era una disculpa para salir al campo, su pesca era unapesca pasiva: la víctima era la que iba y venía, la que se afanaba. El pescadorno realizaba ejercicio físico alguno. Los reteles, separados entre sí por unadistancia de diez metros, apenas facilitaban unos breves paseos a lo largo dela ribera. Con la pesca marina, con la pesca de malecón, sucedía tres cuartosde lo mismo: el pescador encarnaba el anzuelo con la lombriz, lanzaba elengaño al agua y a aguardar a que picase el pez. Él no ponía nada de su parte.Era el pez el que hacía por el anzuelo; él se limitaba a esperarlo.

Yo me engolosiné con la pesca de mar al mismo tiempo que con la de latrucha, sobre 1953. Y hasta recuerdo que en mi primer lance con cucharilladesde la punta del espolón, en Suances, tuve la fortuna de enganchar una lubinade ración. Me habían dicho que la lubina era la trucha de mar y entraba a lacucharilla con la misma voracidad que ésta. El primer intento parecióconfirmar esta afirmación, pero lo curioso es que, aunque repetí el lanzamientocentenares de veces aquel verano, cambiando el color y el tamaño delartilugio, desde tierra y a la cacea, las lubinas no volvieron a sentirseestimuladas. No volví a agarrar una lubina con cucharilla. En lo sucesivopesqué a fondo, en la ría, con caña larga, cebo vivo y carrete grande, de mar.Esta coincidencia de tener fortuna la primera vez que ensayo algo se harepetido varias veces a lo largo de mi vida, como si el destino quisiera jugarcon mis ilusiones. Recuerdo que la primera vez que jugué a la lotería me tocó,y algo semejante me sucedió con las quinielas y el cupón prociegos.Naturalmente aquellos éxitos me animaron y probé fortuna varias veces, perola fortuna no volvió a sonreírme, con lo que terminé abandonando el juego. La

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lubina que entró a la cucharilla en el espigón de Suances forma parte de estosgolpes de azar iniciales que carecen de toda explicación lógica y pareceninducidos por un genio burlón.

Mis comienzos como pescador de mar tuvieron lugar, pues, en elCantábrico, junto a un sordo de Zamora, hombre metido en años, de unegoísmo tan cerrado como su oído, que no vio con buenos ojos lacompetencia. Amparado en su sordera ni siquiera me saludaba al encontrarnoscada tarde y si yo, como principiante, le hacía alguna consulta a voz en cuello,él volvía hacia mí su rostro avinagrado y me decía:

—¿Es que no se ha dado usted cuenta de que soy sordo?Mis hijos, muy pequeños entonces, lo miraban con cierto temor, pero

cuando enganchaba algún pez venían corriendo a comunicármelo:—El sordo ha pescado un pez muy grande.Yo me acercaba a él para felicitarle, contemplar el trofeo y romper el

hielo, pero él desanzuelaba al pez, lo metía en la cesta sin dejármelo ver y seme quedaba mirando impertinentemente.

—¿Quería usted alguna cosa?—No. Únicamente quería ver el pez y preguntarle con qué lo había

pescado.Él fruncía la frente.—No sé qué me quiere decir.Yo repetía la pregunta, a voces, desgañitándome, pero él volvía hacia mí

su rostro impasible y me decía:—¿Es que no se ha dado usted cuenta de que soy sordo?Tan altivamente hermético se mostraba aquel buen señor que acabamos

pescando codo con codo sin dirigirnos la palabra, sin darnos los buenos díasni las buenas tardes. Pero las relaciones se rompieron del todo el día que tuvela mala fortuna de pescar mi primer pez. Teníamos entonces en casa a unamuchacha francesa, de Nancy, Catherine, con la que mi hijo mayor iba a hacerintercambio, y ambos, con mis hijos pequeños y mi esposa, me acompañaban.El sordo zamorano miraba de reojo mis preparativos, mi caña nueva de cincometros, mi inhabilidad con ella, el plomo con que lastraba el anzuelo y,finalmente, el lance al centro de la ría. Yo no puedo asegurar que sintiesepicada alguna en el sedal. Habituado al seco tirón de la trucha, aquel artilugio

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emplomado para la pesca marina se me antojaba, si no mudo, poco expresivo.Sin embargo, algo debí de notar cuando empecé a recoger hilo y, de pronto, vicentellear entre las aguas alborotadas un pececillo de plata (rigurosamente unpececillo, puesto que no mediría más allá de diez centímetros). Pero fuesuficiente para que el júbilo de mi joven acompañamiento se desbordara:

—¡Papá ha pescado un pez!—¡Trae un pez así de grande!Yo daba vueltas al carrete con parsimonia, orgulloso de mi hazaña, y

cuando varé el pez en las piedras del malecón y saltó espasmódicamente ensus postrimerías, mi hijo Miguel se lanzó a por él, pero al instante lo soltó altiempo que gritaba y se metía un dedo en la boca. Mademoiselle Catherine,sonriente, con una sonrisa comprensiva hacia la inoperancia infantil, avanzóhasta el pez y lo cogió cuidadosamente con ambas manos. Es probable que sualarido se escuchase en París, al tiempo que se deshacía del pez en unimpulsivo movimiento de rechazo. La niña francesa se retorcía las manos, y mihijo gemía de dolor, cuando mi esposa se aproximó a la presa en actitud desuperioridad.

—¡Quitad, que sois todos unos sosos!El desenlace fue el mismo, tocar el pez y retirar la mano fue todo uno,

tras emitir un grito desgarrador. Pero el instinto maternal prevalecía sobre eldolor y entre lágrimas invitaba al resto de sus hijos a no arrimarse a aquelhorrible pez.

—¡No lo toquéis! ¡¡Muerde!! ¡¡Muerde brutalmente!!—¿Cómo que muerde?Me resistía a creer que mi primera captura tuviera tan desastrosas

propiedades, pero me acerqué hasta el pez, le hurgué con un palo y, alcontacto, surgió de su dorso un abanico negro, cuyas varillas eran unosaguijones afilados. Dos o tres curiosos que paseaban por el pinar vecino sehabían acercado al oír los gritos, mientras el sordo de Zamora ni siquiera nosmiraba. Un señor vestido con traje blanco y traza de veraneante experimentadoexaminaba al pez.

—Ojo, es una mordedera —dijo—. Que no la toquen los niños.—Llega usted tarde. Ya ha picado a tres.

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El veraneante miró la mano deformada de mademoiselle Catherine, losdedos como morcillas de mi esposa y mi hijo, las lágrimas contenidas detodos ellos y agregó:

—Yo que usted los subiría al médico.—¿Al médico? ¿Tan grave es?—La picadura de ese bicho es de cuidado; toda precaución es poca.El médico inyectó a los tres accidentados un contraveneno y los tuvo el

día entero a leche. El dolor desapareció pero recuerdo que una semana mástarde, cuando, terminada la temporada, mademoiselle Catherine tomó el trenpara París, su mano seguía hinchada y engarabitada como una garra.

—Di a tus padres lo que ha pasado. No vayan a pensar que ha sido unaccidente doméstico —le dije desde el andén, cuando se asomó a laventanilla.

—No se preocupe, monsieur. Yo estar muy agradecida.La mordedera fue mi debú en la pesca marítima. Después de tan nefasta

experiencia otro cualquiera hubiese abandonado, pero yo no sólo seguíadelante sino que patrociné la afición naciente de mi primogénito.

—Pero ¿estás loco? ¿Cómo va a ir el niño solo al malecón a pescar? —Mi mujer hacía las sensatas observaciones de rigor.

—¿Qué puede pasarle? Allí no hay olas. Si se cae a la ría, sabe nadar. Yen el peor de los casos, el sordo ya le echará una mano.

—Como el día de la mordedera, ¿verdad?—Bueno, en aquella ocasión estábamos toda la familia para ayudarnos.Total que, después de hacerle ver al niño —siete años— los escasos

riesgos de la aventura y encarecerle la mayor prudencia, le dejamos marchar.A media tarde, desde la terraza de casa, observamos carreras y oímos gritoshistéricos en la playa. Mi mujer salió de estampida.

—¡El niño!Corrí tras ella. Una barca doblaba en ese momento el espigón y

remolcaba un bulto oscuro. La primera mujer con que tropezamos nos informóa borbotones:

—¡Un toro! Venía huido de sabe Dios dónde. Ha recorrido todo elmalecón y finalmente se ha caído al mar. Ahora lo están remolcando. —Señalaba la barca.

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—¿Un toro? Pero ¿de dónde ha salido ese toro?Mi mujer, más práctica, iba derecha al grano.—¿Y qué ha sido de los pescadores?—No lo sé. Había un niño con ellos, pero no le puedo decir.—¡Dios mío!Corríamos desolados por la arena hacia el malecón y, de pronto, vimos

aparecer por la pimpollada a un ser diminuto, con una caña al hombro quemedía lo que cuatro niños, la cesta en bandolera y toda la tranquilidad delmundo. Al aproximarnos, su carita sonreía. Su madre apenas le dejaba hablar.

—En cuanto vimos venir al toro, don Lucio me dijo: «Chaval, bájate concuidado por las piedras».

—Pero ¿no os embistió?—Cuando se paró a mirarme, don Lucio me dijo: «Chaval, pégale en los

cuernos con la caña». Y yo le pegué con la caña en los cuernos hasta que semarchó.

—Don Lucio, pero ¿quién es ese don Lucio que no se te cae de la boca?—El sordo de Zamora; es muy simpático. Hoy oía bien.Los percances con que se iniciaba mi nueva actividad, lejos de

amilanarme, me espolearon. Y con la práctica llegué a adquirir cierta soltura,aunque las capturas solían ser cortas y, salvo en casos excepcionales deenganchar un pez grande, poco emocionantes. La picada apenas se sentía. Elplomo y las corrientes de la ría hacían mayor resistencia que el pez.Decepcionado, tuve una ocurrencia: pescar en superficie con buldó deplástico, emplomando discretamente la carnada. En principio, la nueva técnicano dio mejor resultado que la pesca a fondo. Uno pescaba una lubina y un parde mules a todo tirar después de varear la ría durante toda la tarde. La únicaventaja era que las picadas se hacían perceptibles, con lo que la emoción delas capturas subía un poco de tono. Pero, inesperadamente, un día de mareabaja, que dejaba parcialmente al descubierto la arena de la desembocadura,lanzando la boya con la miñosa al rompeolas, conseguimos docena y media delubinas en poco más de una hora. La conmoción apenas nos dejaba hablar.

—Hay que conseguir una boya más pesada para lanzar más arriba.—¿Por qué no una boya de madera?

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La idea de mi amigo Antonio Merino me pareció luminosa. Casi sincomer nos fuimos al carpintero del pueblo, que se hallaba muy afanadoajustando una mesa.

—¿Podría usted hacernos una docena de bolas?—¿Bolas de qué?—De madera, claro.Nos miraba el hombre, por encima de las gafas, como si hubiéramos

perdido el juicio.—¿Y de qué tamaño?Le explicamos grosso modo de qué se trataba y, apelando a su talento

artesano, le rogamos colocara a las bolas unas orejuelas de metalcontrapuestas para atar el sedal y el cebo, ya que íbamos a utilizarlas parapescar.

—¿Y qué piensan pescar con esto?—¡Ah, eso está por ver!Antonio Merino y yo nos miramos con una sonrisa de conspiradores.

Habíamos silenciado nuestra suculenta pescata de la mañana y estábamosdispuestos a dar un brazo antes que informar al sordo de nuestrodescubrimiento. De difundirse la nueva técnica pronto se maliciarían laslubinas y dejarían de picar. Con ese egoísmo característico del pescador decaña aspirábamos a reservarnos eternamente el hallazgo. A la mañanasiguiente, apenas amaneció, ya estábamos los dos en la punta del espolón,lanza que te lanza, encima del rompeolas, sin el menor resultado práctico.Poco antes del mediodía, después de cuatro largas horas de fustigar la ría connuestras bolas de madera, agarré una lubinita de diecinueve centímetros. A launa se nos acabaron las lombrices.

—Si no lo veo no lo creo.—La pesca ya se sabe; es una lotería. Hoy bien, mañana mal. Habrá que

esperar otra marea como la de ayer.Y la esperamos con avidez, con la misma impaciencia con que se espera

a la primera novia. Y tan pronto se presentó la nueva marea baja acudimos a laría con un cubo de lombrices, una docena de boyas de madera y un caudal deilusiones que no cabía en la playa. Nuestras primeras varadas ibanacompañadas de una confiada sonrisa. Aquellas bolas, impulsando el cebo

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más allá del rompeolas, por fuerza tenían que tentar a las lubinas. Al cabo deuna hora empezamos a impacientarnos. Transcurridas dos, Merino empezó amascullar palabrotas. Tres horas después, sin haber sentido la más levepicada, cogí el cubo de lombrices y lo volqué en la ría indignado.

—¡A la mierda las lubinas! A ver si se mueren todas de una indigestión.Pero el pescador es hombre muy tesonero. A pesar del fracaso de la ría,

resolvimos ensayar el ingenio en Pesués. La pequeña ensenada de Pesuésquedaba unas leguas más arriba, hacia Asturias. Era una calita cerrada, deagua luminosa y azul, donde los mules se cebaban al iniciarse la marea.Habíamos pescado varias veces allí, desde barca, empleando boyas deplástico, con buenos resultados. En el agua planchada se veía boquear a lospeces, como un hervor, y lanzando la gusana entre las picadas era casi seguroacertar. En nuestro afán de asegurar el éxito, Merino había sugerido pintar lasbolas de rojo.

—¡Estupendo! Así las vemos a distancia.—Incluso podemos llevar los prismáticos.Nos levantamos de madrugada, y a las siete, con la primera luz,

desencallamos la barca. Antonio Merino remaba pausadamente hacia el centrode la cala. Llevábamos tal cantidad de bolas y lombrices a bordo que por unmomento temí naufragar. ¡Íbamos a conseguir un botín de mújoles como no sehabía conocido en la historia! Sobre las ocho, con la nueva marea, iniciamoslos lanzamientos, cortos primero, mediados después, largos al fracasar éstos.En la superficie del mar, levemente rizada, no se percibía la ceba. Prendimostres mules pequeños, pero de súbito un fuerte tirón me partió el hilo y un granpez coleó a veinte metros de la barca.

—¡No pierdas de vista la bola!Merino, erguido en la popa, los prismáticos en los ojos, seguía la bola

roja con la cabeza altiva, como un almirante en pleno zafarrancho.—¡Allí! ¡A estribor!Señalaba con el dedo hacia las rocas. Bogué con toda mi alma, con ardor.

Me imaginaba un mule gigantesco, como no lo habíamos visto en la vida,enganchado en el anzuelo, arrastrando la bola. Mi amigo activaba miimaginación.

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—Para romper un hilo del veinticuatro ya tiene que tirar, ya. —No sequitaba los prismáticos de los ojos—. Despacito. ¿Ves la boya?

La vi un momento, balanceándose en el mar risueño, pero en cuantoaproximé la barca, salió disparada como un cohete, y en tanto viraba a babor,voceé a mi amigo ronco por la emoción:

—¡Síguela! ¡No la pierdas de vista!Ahora Merino me indicaba un lugar de la ensenada donde negreaban unas

algas. Volví a remar desesperadamente. Me estimulaban los presagios de miamigo.

—¡Tiene que ser un ejemplar de exposición!Soñaba con un mule imposible de diez kilos de peso, y volví a arrimar la

barca a la boya roja, mas otra vez salió ésta despedida, como si la arrastraranlos demonios. Antonio Merino, un serviola disciplinado, le enfocaba losprismáticos y señalaba el nuevo reposadero. Y hasta allí conducía yo la barcasin dar pausa al pez. Pero el mule volvía a burlarnos y yo tornaba a seguirlo.Esta operación se repitió media docena de veces y, en cada una de ellas, seagigantaba el pez en mi imaginación. Sudaba como un pollo y mi amigo, mássereno, trataba de indicarme la táctica discreta para arrimarnos a él sinespantarlo. Hasta que al cabo de una hora de persecución, cansado sin duda elmújol, la boya roja quedó inmóvil, tentadora, a un metro de la barca, y yo, enun rápido movimiento, la atrapé con un alarido de gozo pero, con talprecipitación, que desequilibré la lancha y la volqué, y Merino y yo nosfuimos al agua de golpe con los prismáticos y toda la impedimenta. Fueronunos momentos de confusión en que lo único claro para mí era que no debíasoltar la bola si no queríamos perder el pez. De forma que agarré la boya conlas dos manos mientras me mantenía a flote con los pies. Merino braceaba ami lado y cuando el mújol volvió a tirar del cabo, yo hice ángulo con misbrazos y metí la cara en el agua pensando ingenuamente que el pez arrastraríacon la bola mis setenta kilos de peso. Yo, al menos, estaba dispuesto a irmetras él hasta el fin del mundo. Y entonces ocurrió lo imprevisto, aunque no eradifícil de prever. El hilo chascó como un latigazo y mientras el pez escapabacon el anzuelo en la boca, yo izaba en mi mano la boya huérfana e inútil,desconsolado.

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—¡Se fue! ¿Oyes, Antonio? ¡El pez grande se largó! ¡Me cago en la marserena!

Éste fue el desenlace decepcionante de la nueva técnica de pesca: ellance con «boya de madera pintada de rojo». La expedición a Pesués marcó elfinal de la experiencia. En lo sucesivo volvimos a pescar con arreglo a lavieja técnica de siempre: a fondo, con la carnada lastrada por un plomo deretel, echándole paciencia al asunto. Por supuesto, ni aquel verano ni en lossiguientes, con marea baja o con marea alta, se repitió la captura de dieciocholubinas. Aquel prodigio no volvió a darse. A veces, desanimados ante lasexiguas cestas que deparaba el malecón, nos llegábamos hasta las rocas, y enlos acantilados atrapábamos peces extraños y feos, abigarrados, que nadie eracapaz de identificar y, por supuesto, menos de comer. Total, que la pesca demar fue languideciendo y dos veranos más tarde, con el espigón erizado decañas (la fiebre de la pesca marítima se iba extendiendo también), laabandonamos, creo que al mismo tiempo que don Lucio, el sordo de Zamora,incapaz de compartir su afición con la masa.

La pesca más concienzuda, a la que he dedicado mayor cantidad de horasy más encendidos entusiasmos, ha sido la de la trucha al lance ligero, concucharilla en las horas punta del día, y con la cuerda, a mosca ahogada, en lascentrales. Esta actividad, que inicié en los últimos cuarenta y no heabandonado hasta el día, tiene pues una larga tradición de cuarenta años en losque, como en botica, ha habido de todo. En líneas generales esto de la trucha,como la caza (las vedas contrapuestas de perdiz y trucha me han permitidojugar a dos paños durante siete lustros), ha ido de más a menos, de la alegreexpansión libertaria y pingüe a la excursión controlada, de parcos botines. Alo largo de estos años, las reglamentaciones cada vez más estrictas y larepoblación piscícola generalizada han ido entibiando mi fiebre inicial. Hoyapenas salgo dos o tres veces a truchas en primavera y una a reos durante elverano, en el Cares, invitado por mi amigo Manolo Torres. La reserva decotos con meses de antelación, el hecho de tener que elegir a ciegas el día y elrío en que debo pescar y, sobre todo, la posibilidad de atrapar una trucha quepreviamente haya sido puesta en el río por el servicio piscícola para que yo

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me entretenga es algo que contraría mi filosofía de la pesca, el carácter depugna entre un ser inteligente y un animal silvestre que yo le asigné enprincipio.

Aficionarse a la pesca de la trucha desde Valladolid, única ciudadcastellano-leonesa donde no las hay, tiene su busilis. Esta dedicación, como elmatrimonio, suele responder a un lento proceso de maduración. Y en mi caso,el flechazo se produjo en Molledo-Portolín (Santander) durante mi viaje denovios, en 1946. En aquellos días, paseando por la ribera del Besaya, mimujer y yo sorprendimos a un pescador en medio del río, fustigando las aguasa diestro y siniestro, actitud que contrastaba con la secular imagen delpescador de caña, estático y adormilado, pendiente de la picada del pez, a quenos tenían acostumbrados los chistes de los tebeos. Aquel hombre —Panín, elde Santa Olalla— era la antítesis del pescador pasivo: la más pura —y alparecer gratuita— actividad. Cambiaba de sitio, saltaba de piedra en piedra,alteraba la dirección de sus varadas, vadeaba una y otra vez el río con susaltas botas de goma, avanzaba cien metros, retrocedía sobre sus pasos. Alllegar junto a él, nos explicó que la pesca de truchas al lance ligero, condevón, cucharilla o mosca artificial, era el último grito de la pesca deportivaen Europa. En el extremo más frágil de la caña estaba el sedal, con un artilugioplateado bailando en la punta, y, en el otro, junto al mango, un carrete negrocon el hilo recogido. Aquellos adminículos eran desconocidos en España y mimujer le preguntó cómo se manejaban. Panín, el de Santa Olalla, trató deeludir la demostración con la disculpa de que aquel tramo de río lo tenía yamuy castigado, pero como mi mujer le advirtiese que no pretendíamos verpescar, sino informarnos sobre cómo se utilizaban aquellos trebejos, Panín seavino:

—Bueno, eso es fácil —dijo—. Mirad.Echó por encima de su hombro una ligera cañita de tres metros y la

impulsó hacia el río. La cucharilla, con su peso, fue sacando hilo del carrete,se posó suavemente sobre las aguas y se hundió. A nuestros pies, en la pozatransparente, se la veía aletear como una mariposa que tratase de huirdesesperadamente de un enemigo invisible.

—¿La veis girar? Parece una polilla.

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De improviso, de lo hondo de la poza en penumbra emergió un pezgrande, con la boca abierta, se lanzó como una exhalación sobre la cucharillay en unos segundos quedó prendido de los tres anzuelos. Panín, el de SantaOlalla, no daba crédito a sus ojos.

—¡Pero si he pescado! ¿Os dais cuenta?Giraba la manivela del carrete recogiendo hilo al tiempo que bajaba de

la piedra desde donde había lanzado, en tanto el pez se retorcía y salpicaba enmedio del río. Pausadamente pero sin concesiones, Panín fue aproximando latrucha a la orilla, echó mano de la tornadera que portaba a la cintura, envolvióal pez en su malla y lo sacó del agua. Mientras coleaba en los cantos delestero y la desanzuelaba, Panín la miró con ojos tiernos y sólo dijo:

—Es bonita, ¿no?Yo acababa de morder el anzuelo y no pude responder. Panín había

pescado a la trucha pero la trucha me había pescado a mí; acababa deconquistarme. Un verano después, cuando mi cuñada Carmen Velarde (que,entonces, todavía no lo era) se soleaba en el mismo río sobre una peña, unosmetros más abajo, una trucha de kilo saltó a bañarse, calculó mal el salto y fuea caer sobre la roca donde ella estaba tendida, salpicándola. Mi cuñadarecibió con asombro y alborozo el don del río, y todos nos hicimos lenguassobre el original procedimiento de captura. Era un hermoso ejemplarcarinegro, rubio, moteado de pintas rojas y negras, asalmonado, que nosmerendamos con gran contento. Fue la segunda tentación. La primaverasiguiente me sorprendió a la vera del Pisuerga, en Aguilar de Campoo, caña enristre, con una cucharilla del tres y un hilo tan grueso que, antes que romper,removía las rocas y las arrastraba corriente abajo como si fueran cantosrodados. Con el tiempo, el tamaño de la cucharilla se iría reduciendo y el hiloafinándose, pero en aquella ocasión, a mediodía, entre dos peñascos, enganchéla primera trucha de mi vida, un bonito ejemplar damasquinado que luchóinútilmente con el grueso sedal de mi carrete. Yo la contemplaba conveneración, como a un objeto precioso. Los tirones, la resistencia del pez a serextraído de su medio, me habían deparado una emoción nueva, una emocióndesconocida, a la que ya no estaba dispuesto a renunciar. Me había convertidoen un ferviente pescador de truchas. Gradualmente fui cansándome de lacucharilla, doctorándome en la técnica de la pluma, del mosco ahogado, más

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sutil, vistosa y placentera. Había ocasiones en que reducía la jornada de pescaa las horas centrales del día para trajinar el río únicamente con la cuerda.Entonces, en la primera mitad de la década de los cincuenta, no era raroatrapar docena y media de truchas por jornada y algún que otro ejemplar dekilo o kilo y pico. A mí, empecinado cazador, la temporada de pesca, queseguía cronológicamente a la de caza, me procuraba tantas o mayoressatisfacciones que ésta. Pescaba regularmente, al menos una vez por semana.Había de recorrer ciento cincuenta, doscientos kilómetros para alcanzar un ríotruchero, pero todo lo daba por bien empleado. Frecuentaba los cotos, puesentonces no había dificultad para obtener permiso, ya que los pescadoreséramos cuatro gatos. En mi fuero interno cuestionaba cuál de los dos deportespredadores me apasionaba más: la caza o la pesca. Y no acertaba a resolverlo;la cuestión constituía una empatadera. La caza aventajaba a la pesca en queestaba a la vista; la tirases o no, la perdiz rara vez permanecía oculta, la veías.Con la pesca, en cambio, había días en que las aguas se cerraban y las truchasno respondían a ninguna incitación. No se veían y la corriente parecíadespoblada. Por el contrario la pesca superaba a la caza en cuanto a laincógnita de la presa: al notar la picada, en tanto no empezaba a recoger hilo,uno solía ignorar si había prendido una trucha de cien gramos o de un kilo. Laperdiz, en cambio, siempre era la misma, la segunda un calco de la primera.Entre los años cincuenta a setenta desplegué gran actividad como pescador.Solía llevar una comida ligera que engullía en la ribera del río esperando laceba de los peces. El momento en que la trucha decidía abandonar el lecho delrío para colocarse entre dos aguas a cazar mosquitos era emocionante.¡Cuántas veces me quedé sin comer al ver que boqueaba el primer pez! Tanenfrascado estaba en mi nueva actividad que odiaba aquellos problemasprofesionales o acontecimientos sociales que me apartaban del río, quequebraban mi ritmo de pescador. Y cada vez que disfrutaba de una pescaafortunada —cosa que sucedía con frecuencia los incidentes de la excursiónborraban de mi mente toda otra preocupación o desvelo. Únicamente habíasitio para ellos. La pesca no diré que me relajara (en la extracción de unatrucha tamaña, la tensión llegaba a veces al máximo) pero sí aireaba micerebro, lo despejaba y al día siguiente me hallaba en la mejor disposiciónpara el trabajo. Ahora recuerdo que cuando nació mi hijo Adolfo, allá por el

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año sesenta, la espera del parto me produjo una doble desazón: la naturalincertidumbre del alumbramiento y el alejamiento del río; de ahí que, al díasiguiente de nacer, sano y con toda normalidad, cogiera el coche y marchara aSedano para desquitarme. Fue una jornada opípara, en la que no sólo clavédoce truchas sino una de casi dos kilos. Al regresar al pueblo, todo el mundome felicitaba:

—¡Enhorabuena, hombre!—Gracias.—Todo ha ido bien, ¿verdad?—Formidable. No ha podido ir mejor.—Pues lo celebro y que sea para bien.Otro amigo entraba en el bar. Al verme me estrechaba la mano, me

palmeaba la espalda con efusión y me felicitaba.—Muchas gracias, hombre.Me sentía pescador, un gran pescador, mejor pescador que nunca, hasta

que al salir a la plaza me encontré con el matrimonio Varona.—Enhorabuena, oye.—Gracias, gracias.—Grande, ¿no?—¡Psss! Un kilo, tres partes.Aguedita, la señora de Varona, frunció la frente.—Y Ángeles, ¿está bien?—¿Quién? ¿Mi mujer? Bien, claro, estupendamente.(Por el pueblo se difundió la noticia de que mi mujer había tenido un niño

de kilo y medio y yo había pescado una trucha de tres hasta que, advertido delmalentendido, pude deshacer el error.)

De lo dicho se infiere que hubo una época en que mi fervor truchero seimponía a todo lo demás. Estaba dominado por una vanidad pueril. Enviaba alos amigos los ejemplares más vistosos para poder vanagloriarme de midestreza. Más que comerlos me gustaba que me regalasen el oído.

—Oye, muchas gracias por esa trucha tan hermosa. ¿Dónde la hascogido?

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Y yo no sólo precisaba el río y el lugar del prendimiento sino que meextendía en pormenores relativos a la memorable captura para epatar a lamujer del amigo. Había sido una lucha larga y competida. Por tres veces el pezestuvo a punto de escapar, etc., etc. Esto era lo habitual, lo consuetudinario.Por eso me sorprendió un día la voz enojada de Carmen Bustelo, esposa de miincondicional Fernando Altes, al teléfono.

—Oye, ¿sabes que no tiene ninguna gracia?Yo le había enviado la víspera una hermosa trucha y quedé chafado.—No te entiendo.—No, ¿verdad? Entonces ¿puede saberse quién ha metido una rata dentro

de la trucha?Carmen Altés odia cordialmente a las ratas, y aquella trucha se había

zampado una de agua aquella mañana, pero como la turgencia del vientreestaba de acuerdo con su tamaño no me llamó la atención.

—Pero ¿cómo puedes imaginar que yo haya embutido una rata dentro deuna trucha? ¿Es que puede hacerse eso?

Mi deseo era compartir con los allegados aquella nueva felicidad que meembargaba. De manera que, a medida que cumplían los diez años, ibaincorporando a mis hijos a la tarea. Miguel, muy habilidoso, llegó a ser unespecialista de la cucharilla. Recuerdo que un verano atrapó un ejemplar dekilo y medio al amanecer, en el Rudrón, con una cucharilla negra del uno. Porentonces, la televisión dedicaba un espacio semanal a la pesca deportiva, yesa semana, ante el estupor familiar, el comentarista hizo saber a la audienciaque «en los ríos burgaleses, la trucha grande entraba bien de madrugada a lacucharilla negra del uno». Para una vez que maté un perro me llamaronmataperros. Años después, Miguel, destinado como investigador en Doñana,abandonó la caña, con la que había llegado a ser un maestro.

Germán, el siguiente, demasiado nervioso para deporte tan delicado (losenredos del nailon, los enganchones constituían la inevitable servidumbre delaprendizaje), me acompañó un solo día. A la hora de comer lo busqué por laribera y lo encontré en la copa de un chopo de diez metros de altura:

—¡Ojo, no te desnuques! ¿Qué buscas ahí?—La cucharilla.

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Me senté a esperarlo. Cuando al fin bajó me entregó caña, carrete, cesta ydemás arneses y me dijo seriamente:

—Gracias. Éste no es mi deporte.El más consecuente ha sido Juan, el tercero de los varones, paciente y

mañoso, siempre a la vera del río. Desde los diez años lo tuve a mi lado y fuitestigo de sus rápidos progresos. La mano dura de los comienzos, su principaldefecto, la corrigió en pocas semanas. A los once años, en verano, bajaba soloal Moradillo (un riachuelo de escaso caudal, casi cubierto por las salgueras) ysubía cada tarde con un par de truchitas de medio kilo. A los trece era ya ungran pescador. Manejaba con tiento la cucharilla —¡qué lances medidos los deaquel niño!— y tenía una mano sensible para la pluma. Enseguida me di cuentade que no se detendría ahí. Efectivamente, pronto empezó a ensayar la tralla.Nos iniciamos juntos pero yo hube de renunciar: no distinguía el mosquitoentre la broza del río y se me enfriaba el bajo vientre, o sea, la parte. Pero élcontinuó y hoy no creo que le superen muchos pescando a la mosca seca. Afinade tal manera que es capaz de sacar un besugo de una acequia. Una verdaderamaravilla.

Hasta mediados los setenta, gocé una enormidad con este deporte. Era laépoca de los grandes ríos (Porma, Esla, Pisuerga, Tera, Najerilla, Luna,Rudrón), de las cestas abundantes (hasta seis kilos me pesaron sendos cuposen La Magdalena y Mave) y de los ejemplares desmedidos (¿cómo olvidar losserenos del Órbigo?). Pero progresivamente, y a ritmo acelerado, los cotoscélebres fueron perdiendo población y prestigio, las cestas decrecían y se hizoproblemático poder capturar una trucha con una rata en el vientre sinadvertirlo. Paso a paso llegaron la invasión de advenedizos, la expansión dellucio, la saprolegniosis, el furtivismo, las repoblaciones, de tal forma quehasta las corrientes más señeras fueron dejando de serlo. Paralelamente fuerondesinflándose mis entusiasmos piscatorios. Y no era tanto que decrecieran lasoportunidades de captura como que a uno le royera la duda hamletiana: estatrucha que he pescado ¿es del río o ha sido echada? Duda permanente ydesalentadora para todo pescador que acude a la cita a competir con un pezdifidente, salvaje, dueño de sus recursos. Empero, treinta y cinco añospescando truchas ya son años, media vida, y, bien mirado, no tengo derecho aquejarme. Los que vengan detrás tal vez se acostumbrarán a sacar del río

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truchas de fábrica, de piscifactoría, y hasta es previsible que el artificio tomedefinitivamente su asiento en el mundo del deporte y el pescador del futuroencuentre tanto encanto en esta simulación como el que encontraba yo haceveinte años bregando con la trucha silvestre de Gredos o los Picos de Europa.Nunca se sabe.

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La alegría de andar

Iba a llamarlo alpinismo, pero, realmente, el alpinismo es una manera decaminar muy concreta, monte arriba, sin veredas, hasta la cumbre de unamontaña. Pensé también llamar marcha a este apartado, pero la marcha llevaaparejadas unas connotaciones atléticas muy precisas: juego de caderas ytrasero sin dejar un instante de tocar tierra con un pie. Una y otradenominación resultaban un poco excesivas para aludir a una actividad tansencilla como es la de caminar, mover primero un pie y luego el otro, pararecorrer un determinado trayecto. Lo que yo he hecho y sigo haciendo es andar,bien entre calles, por carretera, por senderos, a campo traviesa, cuesta arribao cuesta abajo, pero, en cualquier caso, andar. Me parece que fue GonzálezRuano quien habló de la alegría de andar, alegría que yo he experimentado yexperimento cada vez que muevo las tabas. Sin embargo, reconozco que estode caminar (actividad que los médicos sensatos recomiendan a sus pacientescon objeto de conjurar el infarto y el estrés) no siempre resulta jubiloso parael que lo practica. Yo, que no sólo ando mucho sino que en algunos de misescritos he elogiado este ejercicio sin reservas, recibí en una ocasión unacarta de un madrileño sedentario en la que me decía poco más o menos esto:

Querido señor Delibes:Leo sus libros y artículos, con los que en general estoy de acuerdo. Sin embargo,

discrepo de usted en algo que decía el otro día, a saber, que el hecho de andarconstituya un motivo de satisfacción. Hace unas semanas padecí un amago deaccidente circulatorio y el doctor me ha recomendado dejar el pitillo y andar, andartodos los días de una hora a hora y media. El miércoles comencé mi nueva vida, di unpaseo y no puedo decirle cuánto me aburrí. Me aburro como una oveja, señor Delibes.Esto de caminar por las calles sin rumbo es peor que dejar de fumar, la cosa mástediosa que haya podido inventar la mente humana. ¿Qué hace usted mientras anda paraentretenerse? Perdone que le vaya con estas monsergas cuando usted seguramentetiene cosas más importantes de que ocuparse, pero le quedaré muy reconocido si me

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orienta sobre este particular. Nunca había dado un paso que no tuviera algún sentido, yhacerlo ahora durante más de una hora sin ton ni son es algo que desborda mi capacidadde resistencia. Reconocido de antemano, le saluda con afecto,

XYZ

Naturalmente le respondí que sí, que Madrid no era ciudad propicia parael paseo y tal vez sucediera lo que él decía cuando se camina por prescripciónfacultativa, pero cuando se andaba por propia voluntad comportaba un goce elmero hecho de hacerlo. Deseoso de serle útil le recomendaba, primero, quehiciera consciente el acto de andar (es decir, apoyar un pie, despegar el talónpara cargar el peso del cuerpo sobre la punta y, entonces, adelantar el otro pie,pensando en lo que hacía), sintiendo bajo las plantas la superficie de la calle ola carretera y sincronizando los pasos con el penduleo de los brazos. Esteejercicio resulta tonificante y relajador y, si uno logra concentrarse en lo quehace, no es aburrido sino todo lo contrario. Yo imaginaba la cara de micorresponsal al leer esto, por eso me apresuré a brindarle otra solución, lasegunda, para entretener sus paseos medicinales, esto es, contemplar, altiempo que anda, el mundo en que vive. La calle, observada con atención,suele deparar un espectáculo siempre nuevo y más que entretenido,regocijante: las bellas muchachas sonriendo, los ancianos gargajosos, losconductores hurgándose en la nariz en espera de que se abra el semáforo, losvendedores ambulantes ofreciendo su mercancía, los movimientos un pocoautomáticos de los agentes regulando la circulación, los escaparates, losautobuseros comiéndose subrepticiamente un bocadillo, las tertulias en lasterrazas de los cafés, las pintadas, los rostros de los niños charlando mientraschupan un polo de chocolate, las parejas de enamorados arrullándose sonotros tantos motivos de atención suficientemente atractivos como para pasaruna hora caminando por la calle sin enterarnos. Más curioso y, sobre todo, mássano suele ser el escenario si tenemos ocasión de hacer la caminata por elcampo. Las cuatro estaciones nos ofrecen un paisaje variable, interesantesiempre, en ocasiones fascinante: el charco de hielo que quebramos connuestro pie, la carama en los tallos del rastrojo, la huella de nuestras pisadasen la escarcha, el aullido del viento, el vuelo de los pájaros, su canción enprimavera, las paradas nupciales, el vagar de los insectos, el amarillear de lashojas de los árboles, el movimiento de las nubes, su forma, su color, el ondear

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de los trigales, el rumor del agua, los hileros del río, las primeras yemas enlos árboles, etc., etc. Mi espontáneo comunicante no volvió a escribirme, de loque deduzco que o llegó a encontrar algún aliciente en sus paseos cotidianos, ose murió de asco.

Por mi parte puedo afirmar que nunca me aburro caminando. Si es casome impaciento cuando en casa me aguarda una tarea urgente que atender.Cuando esto ocurre, no acierto a dominar mis nervios, soy incapaz deabstraerme con la comedia callejera y únicamente pienso en regresar. Pero, deordinario, a mí me encanta pasear; la alegría de andar de Ruano se convierteen júbilo en mi caso. Tanto que suelo hacerlo a lo largo de diez kilómetrosdiarios, un par de horas a paso regular. Ahora bien, lo peor de estos paseoscronometrados es que el uso del reloj acaba generando manía de exactitud. Yo,por ejemplo, tengo medidos los minutos que invierto en rodear la manzana demi casa y la de enfrente, de tal manera que cuando, de regreso de mi paseodespreocupado por las afueras de la ciudad, el cronómetro me anuncia quefaltan seis u ocho minutos para cubrir el horario prefijado, hago lo que elsereno de La verbena de la Paloma: dar otra vuelta a la manzana. A una o aotra, depende de los minutos que me falten. Y, naturalmente, este suplementode paseo, aunque sea breve, es un paseo mortificante, el cumplimiento de unhipotético deber que yo me he impuesto. Quiero decir con esto que lapredisposición al paseo debe ser tan gozosa como la que muestra nuestroperro cuando intuye que vamos a abrirle la puerta de la calle. Si la perspectivade estirar las piernas representa un aliciente para nosotros, el hecho materialde estirarlas será a buen seguro una operación fruitiva.

Otra cosa es la distribución del tiempo que hemos decidido destinar alpaseo. Yo, habitualmente, camino una hora larga por la mañana y media o trescuartos por la tarde, cambiando el itinerario. De mañana, antes de almorzar,suelo escapar a las afueras de Valladolid, a las apariencias de campo quebrindan el Paseo de las Moreras o La Huerta del Rey, mientras un rato de cadatarde, antes del cine, la conferencia o el concierto, lo dedico a callejear.Horas y recorridos se alteran con las estaciones. El calor me induce arefugiarme en el Campo Grande o a salir de casa a las nueve de la mañana, tanpronto me levanto, para volver poco después de las diez. En el campo, lascosas varían, camino por la mañana una hora, y la de la tarde la dedico al tenis

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o a andar en bicicleta (por supuesto, también en la ciudad reduzco el tiempode paseo cuando a la tarde me espera una actividad deportiva o lo suprimo porcompleto cuando dedico la jornada a la pesca o a la caza). En resumidascuentas, la media de diez kilómetros diarios la respeto en tanto la jornada nome exige un desgaste físico superior.

Y hasta tal punto se ha convertido esto en una costumbre que, cuandoviajo, incluso por el extranjero, con cierto apresuramiento, procuro reservarun rato al paseo. Para ello suelo pernoctar en esos pequeños hoteles, muyconfortables, que han salvado de la ruina viejas abadías o monasterios y, antesde cenar, camino cinco kilómetros por sus jardines o carretera adelante. Amenudo estos paseos por lugares recoletos, señalados en las guías de turismocon un pájaro rojo (paradores al aire libre), me resultan lo más atractivo ytonificante del viaje.

En los desplazamientos breves, a Madrid, suelo emplear otra argucia:detener el coche en pleno campo y dar una vuelta por cualquier camino vecinaly, acto seguido, reanudar el viaje. Y si voy acompañado y el día ha sidoagitado, al regreso me apeo unos kilómetros antes de llegar a casa, cedo elvolante al acompañante y completo el recorrido en el coche de San Fernando.Aunque parezca paradójico, el paseo aventa la fatiga de la jornada, limpia lospulmones, entona los músculos y le deja a uno en condiciones de afrontarcualquier quehacer.

Esta práctica suele mantenernos en forma a pesar de los años. Unejemplo: al filo de los sesenta, yo participé en la marcha de Asprona (unaasociación para ayudar a los subnormales en mi ciudad) y me fui hastaPalencia (más o menos cincuenta kilómetros) de una tirada. ¿Que cómo llegué?Sin novedad, perfectamente fresco y dispuesto a empezar otra vez. Únicamentetomé dos precauciones: no comer ni beber en las diez horas que duró lamarcha, ni sentarme un solo minuto. A las nueve de la mañana me puse encamino con mis hijos y algunos amigos, y a las siete de la tarde, salvo lasdeserciones de rigor, estábamos en la calle Mayor palentina. Por medio, doscafés cargados (no suelo tomar ninguno), uno al comenzar la prueba y otro enDueñas, a treinta kilómetros de la salida. Por lo demás, la andadura fuesostenida, regular, a una media de cinco kilómetros por hora.

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Este prurito de asociar los paseos a otro objetivo es muy propio de misentido práctico, frecuente en los hombres que no disponemos de muchotiempo, ya que, a la vez que se anda, puede desempeñarse otra tarea,verbigracia pensar o estudiar. En mis años de opositor, yo estudié muchashoras caminando, por supuesto sin libro. Con un compañero de oposiciónhacíamos paseatas de decenas de kilómetros, exponiéndonos el uno al otro lostemas que habíamos preparado a lo largo de la semana. La observación, elcomentario del compañero, no sólo asentaba el tema sino que nos abría nuevoshorizontes intelectuales. De la misma época son mis maratones con Ángeles,mi novia entonces, y su Código de Comercio forrado de cretona roja de flores.Mientras caminábamos, ella me preguntaba algunos artículos del mismo, unnúmero o un texto leído al azar, y yo replicaba con el contenido de aquél oprecisaba el número del que ella había recitado. Entre carantoña y carantoña,esta segunda intención del paseo (aprenderme los mil artículos del código) secumplió a base de endurecer los gemelos y los cuádriceps. Ángeles punteabacon la barra de labios los artículos expuestos y cuando llegó el momento de laoposición, todos los del código tenían al menos dos puntos y algunos hastamedia docena, es decir, todos ellos me habían sido preguntados alguna vez.

Las paseatas con finalidad añadida son obligadas en Sedano, cuando muyde mañana, hora en que los pájaros más alborotan, saco a pasear a los perros:el viejo Grin, el negro Coquer y Fita, la atolondrada. Durante el año estosperros viven separados, con mis hijos, sus dueños, pero en verano se reúnenen el patio de la antigua casa y yo soy el encargado de pasearlos y darles decomer. Y a pesar de que la Fita y el Grin son perros grifones de una voracidadinsaciable, la escandalera jubilosa que arman cada mañana cuando me venaparecer con la cachava para iniciar el paseo es muy superior a la quemuestran a la hora de la comida. Quiero decir con esto que los perrosanteponen el paseo a la comida. Algo tendrá el agua cuando la bendicen y algotendrá el paseo cuando el perro —el animal más inteligente y glotón decuantos conozco— lo prefiere al menú más selecto. En todo caso, el hecho dedeambular con un perro eleva muchos enteros la normal alegría de andar. Y nodigo nada si la oportunidad es de salir con tres al mismo tiempo. Ladesemejanza sicológica de los canes es aún más acusada que en los humanos.Es claro que también influyen en ellos la edad, el medio y la experiencia pero,

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en cualquier caso, el diverso comportamiento del Grin, la Fita y el Coquer ennuestros paseos matinales es digno de estudio. El Grin, viejo ya, cogitabundo,me sigue fielmente o me precede por el camino, intentando adivinarme elpensamiento. A veces se detiene, se agacha, se contrae en una de sus variadasposturas —verdaderos monumentos al estreñimiento—, me mira avergonzadocon sus ojos color de miel, las barbitas rojas rilantes, y, al poco rato, reanudala marcha tras de mí, convencido de que aún no ha llegado la hora de laevacuación. Mientras tanto, la Fita, hermana de raza, ha bajado a las huertasdel valle y persigue a ladrido pelado a los tordos, arrendajos, mirlos quelevantan el vuelo a su paso o a cualquier otra cosa que se mueva por el campo.Y al propio tiempo se recrea buscando obstáculos por el placer de salvarlos:salta bardas, bota zanjas, brinca riachuelos, siempre detrás de algo,persiguiendo a alguien. Mas, de pronto, observa que ante ella hay una alondra,o una lavandera, o un gorrión que se resisten al vuelo, que apeonan, queaguantan. Entonces la perrita se detiene, hace una muestra, humilla la cabeza yme mira con sus redondos ojos amarillos, como diciéndome: «Atiende, a estetonto voy a zampármelo».

Y, paso a paso, cruzando los pies, va aproximándose, hasta que el avevuela a un metro de su morro y, entonces, la Fita arranca de nuevo a correrlatiendo de contento, en homenaje al nuevo día y a la vida. Pero, de cuando encuando, inesperadamente, la perra sube al camino, me busca, me pone lasmanos en el pecho y me tira un lengüetazo a la cara como diciéndome:«Aunque me divierto mucho por mi cuenta, no me olvido de ti». El trajín de laperra es tan considerable que de vuelta a casa llega aspeada, jadeante,verdaderamente molida. Comiendo es igual de apresurada: quiere engullirlotodo de una vez. Es un animalito que administra mal sus fuerzas, al que parecefaltarle tiempo para hacer todo lo que quiere hacer en la vida. Esto se adviertecuando, mediado agosto, salimos con ella a la codorniz. El viejo Grin, quepodría ser su abuelo, empieza con calma, poco a poco va registrando el arroyoy mostrando los pájaros que olfatea. No da un paso de más. Cumple con sudeber pausadamente de tal forma que la duración de la jornada nunca lesorprende; dure lo que dure y pese a sus años, acaba útil, sediento perolaborioso. La joven Fita, en cambio, tan pronto se ve en el cazadero, aspira acomerse el mundo, corre alocadamente de un lado a otro, irradiando felicidad,

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vuela un bando de calandrias, lo embiste, muestra una codorniz en el quintopino, pretende atraparla al vuelo, y si levanta una liebre de la cama, lapersigue, latiéndola en gozosa anunciación, hasta las líneas azules de lascolinas que cierran el horizonte. Es difícil someterla a disciplina.

—¡Fita, ven aquí!Acude a la llamada pero vuelve a irse y cuando, al fin, uno cree que la ha

dominado y la perrita empieza a cazar con normalidad, tras un par de horas demuestras magistrales, se cansa, se pone a retaguardia, se tumba en lossombrajos de las morenas y te mira implorante con sus redondos ojosamarillos, húmedas sus rojas barbitas, jadeante: su excelencia la perrita estáfatigada, ya no puede con su alma, ha administrado mal sus energías. Es deesperar que esta impaciencia se le corregirá con la edad.

¿Y el Coquer? ¿Cómo se comporta el negro Coquer en los paseosmatinales? El Coquer, despegado y errabundo, hace su vida. No se molestasiquiera en comparecer periódicamente, como la Fita, ni en recordarnos quenos quiere. Los más estridentes ladridos de júbilo al comenzar el paseo hansido los suyos. Pero ya está. Ya ha dado las gracias, ya ha cumplido, y durantela excursión matinal campará por sus respetos. Contrariamente a laspreferencias de la Fita, no baja al valle sino que se encarama a la ladera quefaldeo, una ladera erizada de robles, intrincada y áspera. El Coquer vabuscando el pelo. Los pajaritos no le interesan. Olfatea el conejo, la tejonera,la huella nocturna del jabalí o del corzo en el cortafuegos. Y si los encuentra,ladra. A menudo lo pierdo de vista, se aleja y cuando le llamo a voz en cuellono responde.

—¡Coquer, toma!Silencio. Lo mismo que si le silbo. Pero sé que tanto en un caso como en

otro, unos minutos después, aparecerá por donde menos espero. No seacercará, sin embargo. Simplemente se dejará ver, abrirá y cerrará sus ojitospitañosos mirándome desde lejos como diciéndome: «Estoy aquí, ¿queríasalgo?», y volverá a perderse en la ladera. Caza solo. Una vez agarró a unzorro por el rabo y, aunque era más grande que él, lo aguantó fijando susfuertes manos en el suelo hasta que mi hijo Juan, su dueño, hizo acto depresencia. Él sabe que tiene esas facultades y no espera nada del humano quelo acompaña. Parece como si advirtiera que yo ya voy tirando para viejo y

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poca utilidad puedo rendirle. Nunca me llama, como la Fita, a ladrido limpio.No es servil, no es adulón, comiendo es parco y escogido. Un huesecito, unatajadita, un poquito de arroz y se acabó; luego, a la cazuela del agua asacudirla un poco con la lengua, a amagar más que a beber. Es perro de pocasexigencias, sensible, resistente y un tanto enigmático. Pero hay un momento enlas paseatas estivales en que al Coquer le salen los colores, se avergüenza, apesar de su independencia se siente empequeñecido. Esto ocurre cuando, alfinalizar nuestro paseo, alcanzamos el cauce del río Moradillo, riachuelo depoca enjundia pero de aguas muy frías, y en la poza que precede al puente deValdemoro los dos grifones se detienen, mirándome, la lengua colgando, a laexpectativa. El Coquer, que ya sabe lo que le espera, se aleja caminoadelante, haciéndose el distraído. El Grin y la Fita, cuando me ven agacharmepara coger un palo, tratan de impedirlo, de hacerse con él, gruñendo ymanoteando. Ladran escandalosamente, pero el Coquer sigue adelante comoquien no quiere la cosa y cuando lo llamo a voces, imperativamente, regresasobre sus pasos, me mira acobardado y observa a los otros dos, que saltantratando de coger el palo que yo muevo levantando el brazo. Él se niega aparticipar en el juego y cuando lanzo el palo a la poza y el Grin, sin vacilar unmomento, se zambulle de panza en las frías aguas y la Fita le sigue, ladrandoalegremente, los mira despectivo, como diciéndose «Cosas de niños y deviejos chochos». Al cabo, el Grin sale del agua, generalmente con el paloatravesado en la boca, lo deja a mis pies y sacude su cuerpo mojado conviolencia. El Coquer, que lo ve venir, ya ha puesto unos metros por medio. Lemolesta la ducha, odia el agua, y una vez que los grifones se han cansado deextraer ramas del río y de bañarse, se me queda mirando, invitándome aproseguir el paseo, pero yo le señalo la poza en silencio, con insistencia. ElCoquer humilla los ojos y menea la cola truncada. Sabe que tiene que haceralgo para complacerme. Sabe de sobra que yo no le voy a empujar al aguapero que no me moveré del sitio hasta que se bañe. Entonces toma unadecisión salomónica, la misma de todos los días, de todos los veranos. Avanzapor el camino hasta los próximos sauces de la orilla, donde la curva del ríoapenas tiene diez centímetros de profundidad, se introduce en él con cuidadopara no chapuzar y va avanzando hasta el borde de la poza, donde el agua

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moja ya las guedejas más largas de su barriguita negra. En el confín se detiene,me mira inventando un brillo alegre para sus ojos y entonces yo hago el paripéy me finjo entusiasmado.

—¡Muy bien, perrito! ¡Qué bien se ha bañado el Coquer!La tensión se ha relajado. Sale de nuevo meneando el rabo, se sacude lo

poco que tiene que sacudir y recupera su alegría y su independencia, que ya nopierde hasta llegar a casa. Sus lanas sueltas, espesas, negras, contrastan conlos pelos mojados, lacios, adheridos a la piel, del Grin y de la Fita.

Hacer alguna cosa mientras ando refuerza sin duda la alegría del paseode que hablé más arriba. Y si lo que se hace es conquistar algo aparentementeinabordable, antes que el hecho de caminar nos gratifica el triunfo sobre elmedio: tal, a vía de ejemplo, dominar una montaña. Ahora recuerdo conañoranza nuestros veranos de alpinistas en Molledo-Portolín, en el valle deIguña, en Santander, durante la década de los cuarenta. Subir a los montes eranuestra obsesión. Supongo que de haber vivido en los altos, la fascinación lahubiese ejercido el valle, pero viviendo en éste, la atracción emanaba de lospicos que lo circuían: Navajo, San Pedro, la Dehesa, el padre Jano, de casimil quinientos metros de altitud, el más elevado. Estas cumbres, coronadasgeneralmente de bruma, renovaban la tentación cada vez que el cielo sedespejaba y quedaban al descubierto. Y, en realidad, no importaba nada subirtres veces, o seis, o diez, a la cima del pico Jano cada verano. La montañaofrecía tantos accesos, obstáculos tan diversos, según se afrontase laascensión por una vertiente o por otra, que la excursión siempre resultabacompensadora. También estaba nuestra fuerza, la necesidad de quemar laenergía sobrante de nuestros cuerpos jóvenes, el placer de someter a lamontaña y contemplar el mundo desde nuevas perspectivas. Es incalculable elnúmero de veces que en aquella década trepamos por las laderas de los picosmás eminentes. Sí recuerdo que, en una ocasión, decidimos subirsucesivamente, en una misma jornada, a los picos

San Pedro, Jano y la Dehesa, que se alzaban en un intrincado anfiteatrocuya hoz daba acceso a Castilla. Recuerdo que salimos de noche —éramoscuatro o cinco— y al llegar a Bárcena de Pie de Concha, en la falda del picoSan Pedro, empezó a clarear. Tengo una vaga idea de que el pico San Pedro,más desnudo que el resto, ponía al alpinista más obstáculos minerales que

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vegetales, bloques de piedra por los que ascendíamos con resolución, sintemor a descrismarnos. Desde arriba se divisaba la negra sima de la hoz deReinosa, el río Besaya como una línea espumeante abajo y, paralela a ella, lacinta gris de la carretera. Por aquel corte vertical descendimos como cabras,saltando de risco en risco, las rompientes del río multiplicadas por el eco,estimulándonos. Fue una aventura de una belleza inigualable. Hace tantotiempo que no puedo precisar cómo vadeamos el río y subimos a la carretera,pero de nuevo nos hallábamos al pie de otro monstruo —el pico Jano—, unamole negra, inmensa, a la que por vez primera íbamos a atacar por su dorso, elacceso más largo y agreste. Abrigado de bosques densísimos y un sotobosquehostil, demoramos horas en abrirnos camino. A una escarpa sucedía un breverellano y a éste otra escarpa más empinada. El pico San Pedro, a nuestraespalda, nos facilitaba una idea de la altitud a que nos hallábamos, pero hastalas tres de la tarde no coronamos el monte. Una tenue calima envolvía el vallede Iguña, difuminaba los perfiles de las cosas, por otro lado perfectamenteidentificables. Tras una frugal comida, depositamos un papel con nuestrosnombres en el buzón de montañeros. Por encima de Canales se cernían unasnubes negras, amenazadoras, pero después de diez horas de esfuerzo por nadadel mundo hubiéramos renunciado a nuestro proyecto. Aún faltaba la Dehesa,menos encumbrado que el pico Jano, pero desgraciadamente no había unpuente tendido entre ambas cimas, sino que era preciso deshacer lo hecho,bajar hasta la base e iniciar el nuevo ascenso. Durante el trayecto, másasequible que los dos picos anteriores, las nubes de Canales nos fueronenvolviendo y, al llegar a la cumbre, la niebla era tan densa que apenas nosdivisábamos unos a otros. Poco después empezó a relampaguear. Eranrelámpagos difusos, encadenados, que incendiaban la bruma. Por primera vezno estábamos bajo la tormenta sino dentro de ella, en su seno. Los truenostableteaban a nuestros pies, como si todos los peñascos de los altos rodaransimultáneamente por un tobogán de madera. Cansados pero felices empezamosa sentir sobre nuestros cuerpos sudorosos los frescos goterones de la lluvia.

—¡Vamos, todos abajo!Entre exhalaciones, entre los retumbos envolventes de los truenos,

descendíamos corriendo en fila india, muy juntos, formando una cadena, comolas pequeñas comadrejas de la camada para no extraviarse. Hicimos un alto en

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la cueva de Jumedre, ya en el camino, pero nuestras ropas húmedasrefrigeradas por el vaho helado de la caverna nos hacían tiritar, entrechocardiente con diente. Salimos de nuevo a la intemperie y recorrimos el camino deregreso a la carrera, bajo la lluvia.

Hay pocas cosas tan gratificadoras para el hombre como enseñorearse deuna montaña cuya mole observa cada día altiva y desafiante. Hacerlo con tressucesivas, los tres picos más arrogantes del valle, nos produjo una sensaciónfruitiva de plenitud. Una montaña es un misterio; tres, un mundo remoto ydesconocido, pero el hecho de haber hollado sus crestas, de conocerlas,convirtió el valle en un ámbito familiar, cotidiano y doméstico, algo queprovocaba una sensación de abrigo antes que de distancia.

Mas las montañas del valle de Iguña, concretamente el pico Jano, nosjugó una mala pasada, posiblemente el verano del cuarenta y tres. No participéen aquella expedición, cuya novedad era descender por los tubos del embalse,los tubos de Alsa, que rompían la topografía en línea recta, hasta alcanzar lasaguas del río Besaya. Pero otra vez la niebla, y la noche que se echó encima,aconsejó a la expedición desistir, buscar un abrigaño para esperar el nuevodía mientras un emisario —mi hermano José Ramón, arriscado y generoso—se descolgaba sin luz por el precipicio para dar aviso. Su llegada a casa,descalabrado y harapiento, sembró la alarma. Once personas se habíanextraviado en las laderas del Jano. Se hablaba del frío y de los lobos como deenemigos feroces, casi invencibles. La voz corrió por el pueblo, donde el picoJano, señor del valle, todavía imponía respeto y, en tanto se organizaba unaexpedición de socorro, miembros de mi familia y de las familias Velarde yDíez del Corral, a las que pertenecían los extraviados, trataban de sonsacar ami hermano José Ramón una información imposible: el lugar exacto en que sehabía separado del grupo. Todavía recuerdo a las chicas de los Velarde,hipando por los rincones y diciendo en tono confidencial a quien quisieraoírlas:

—Pues las nuestras tienen que aparecer. A su papá no le gusta que pasenla noche fuera de casa.

Una cuadrilla con faroles y linternas los buscó durante la noche, y demadrugada aparecieron sanos y salvos en una profunda depresión, a laabrigada de un risco, no lejos de Jumedre.

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Mi hermano Adolfo, el mayor, más dado a la vida social y a losautomóviles que a las competiciones con los montes, observaba nuestrosesfuerzos con un deje de conmiseración. No comprendía nuestros pechugones,que fuésemos capaces de perseguir una cima hasta la extenuación, llevar acabo espontáneamente estas empresas agotadoras, a su juicio inútiles.

—Hombre, si un día tengo que salvarme de un incendio haré lo que seanecesario. Pero trepar a un monte de dos mil metros de altura sólo por el gustode hacerlo no lo comprendo, la verdad.

Por eso nos sorprendió una tarde que planeábamos una escalada a losPicones —una altura media en el centro del valle— su decisión deacompañarnos. Naturalmente éramos nosotros ahora quienes leconsiderábamos, con un gesto de superioridad, por no decir de compasión, elcandidato más firme a farolillo rojo (carecía de experiencia, no habíadesarrollado los músculos adecuados, los bofes no le responderían). Peroocurrió lo que solía suceder en la cuesta de Boecillo años atrás, cuando yo mevanagloriaba de ser el rey de la montaña, es decir, mi hermano Adolfo nosdejó arrancar a todo gas entre aulagas y heléchos, como si fuéramos a perderel tren, mientras él abordaba la pendiente a paso más sosegado. El resultadofue que, mediada la escalada, los de vanguardia empezamos a flaquear, altiempo que Adolfo, sin cambiar de ritmo, se pareaba con nosotros y, cuandoapenas quedaba una rampa, la más pina, nos rebasaba para sacarnos enseguidacinco o seis metros de ventaja. Recuerdo que pensé: «Pone cara de que no lecuesta, como yo con la bicicleta, pero va molido». Mas, interiormente, measaltaba la duda y me sentía sin fuerzas para reducir los metros que nosdistanciaban: «¿Y si es cierto que no le cuesta?». Desistí de perseguirle. Y mihermano, a pesar de su deficiente preparación, de su absoluta falta deentrenamiento, coronó los Picones en primer lugar, y cuando llegamos losdemás, despernados, jadeantes, los muslos tronzados, nos recibió sentado enuna piedra, una pajita entre los labios, sonriendo burlonamente.

—Creí que no llegabais.Estas lecciones de humildad cuando uno se considera en mejores

condiciones físicas, más aventajado y más fuerte que el adversario, suelenencajarse mal. En lugar de regocijarnos de la disposición natural del otro, nossentimos vejados, disminuidos. Pensamos que ha sido obra de la casualidad y

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si, por orgullo malentendido, pedimos una revancha, es posible que en lugarde cinco metros de ventaja, nos saquen diez. Mi hermano Adolfo ha sido amenudo el encargado de bajar nuestros pretenciosos humos de campeones.Creo que la anécdota de Cerecinos de Campos la he contado ya en otraocasión pero no me parece ocioso repetirla. Fue en una cacería de la cuadrillaa la que Adolfo, mi hermano, de paso por Valladolid, tuvo la veleidad deincorporarse. Formalmente apenas había cazado. De vez en cuando, salía unrato a codornices, participaba de algún ganchito de perdiz, pero sinperiodicidad alguna, sin regularidad. No era desde luego nuestro caso, el casode mi cuadrilla: cuatro hombres entregados devotamente a la caza, conveinticinco años de experiencia apasionada, convencidos de que lo sabíamostodo. Y sucedió que, reunidos a mediodía en un claro del monte para tomar eltaco, una perdiz, procedente de sabe Dios dónde, sobrevoló a la cuadrilla auna altura disparatada. Yo la vi venir con absoluta indiferencia y comenté:

—Mira dónde va ésa.Pero mi hermano Adolfo se armó en un instante y, en tanto Antonio

Merino comentaba «Ni con un cañón», él le tomó los puntos y disparó. Laperdiz se hizo un ovillo y se vino al suelo. Nuestra sorpresa fue de tal montaque nos quedamos sin habla: el advenedizo, el inexperto, el aprendiz nos habíadado una lección cinegética a los versados; una lección que nuncaolvidaríamos.

Pese a la carta del madrileño sedentario, yo he sido un granpropagandista del paseo. Cuando me reúno con alguien de confianza, en lugarde invitarle a un café le propongo dar una vuelta. Tengo amigos jóvenespartidarios fervorosos del paseo. Y a los de más edad y menos fervorosos, losde la tertulia sabatina del Hotel Felipe IV, por ejemplo, también les llegó mifiebre proselitista y logré arrancarlos por unos días de sus muelles butacones.Los pinares de Valladolid fueron testigos, durante varias mañanasdominicales, de cómo media docena de catedráticos cincuentones recorríandeportivamente kilómetros y kilómetros hablando de sus cosas. Disfrutaban dela naturaleza y de la alegría de andar. Acababan de descubrir el placer delejercicio físico sin objeto, es decir, sin objeto expreso, puesto que, detrás deestas conversaciones itinerantes, cada cual iba buscando la fuente de la salud.

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El nadador del mínimo esfuerzo

Aunque ha sido un ejercicio que practiqué desde niño y continúopracticándolo a los sesenta y ocho años, nadar nunca fue para mí un deportecompetitivo. En los tórridos veranos españoles, cada vez que me sumergía enel agua no era para disputar una carrera, ni para hacer tantos largos de piscina,ni para perfeccionar mi estilo, sino solamente para refrescarme. Si lo traigo,pues, a colación es porque raro será el día soleado de verano desde 1926 a1989 que haya pasado sobre mí sin bañarme en agua fría. Desde siemprehemos sido unos incondicionales del baño de placer. De ahí que la primerapreocupación de los hermanos cada vez que cambiábamos de lugar de veraneoera buscar un río y el acceso adecuado para zambullirnos. En los puertos demar, la playa nos daba esta cuestión resuelta, pero en los pueblos de la Mesetadonde pasamos los veranos desde 1930 hasta la guerra, el problema no era tanfácil. Así, recuerdo con cariño, como habituales lugares de baño, la Cascajerade la Tía Pedorra, en Boecillo; la confluencia del Duero y el Cega, en Viana;el Cabildo, en Valladolid; y el cadozo que seguía al puente de Olivares, enQuintanilla de Abajo. Como ya anticipé, durante mis primeros años hasta quealcancé la independencia, mis baños estuvieron cronometrados por mi padre:un solo baño diario de diez minutos de duración. Después, cuando empecé abañarme por mi cuenta, me desquité. Me metía en el agua tan pronto notaba enla piel las agujas del sol estival y permanecía dentro hasta que empezaban acastañetearme los dientes. Ése era mi cronómetro. Nunca fui un niño obeso,sino flaco, tampoco extremadamente, pero sí de esos a quienes con un poco depaciencia pueden contárseles las costillas. Mi fórmula, entonces, no consistíaen permanecer en el agua tres cuartos de hora seguidos (me hubiera muerto),sino una hora dividida en cuatro cuartos, con intervalos para solearme ysacarme el frío de los huesos. Con los años, todavía joven, el bañador mojadome pasmaba el vientre, por lo que empecé a disponer de dos, quita y pon, y

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según me fui haciendo viejo, esta cifra se elevó a tres, a cuatro y hasta a loscinco que tengo ahora. El secreto de este surtido no estriba en comprar muchossino en no desechar ninguno a despecho de la moda y del qué dirán. Elconsumismo nunca me ha dominado y en estos asuntos de los taparrabos menosque en ningún otro. Eso sí, desde que dispuse de los pantalones a pares, meacompañé de un albornoz que me facilitaba el cambio de uno por otro sinnecesidad de esconderme ni del engorro de tener que buscar una caseta debaño. Hacer resbalar el pantalón mojado hasta los tobillos y ascender el seco,muslos arriba hasta cubrirme, sin abrir el albornoz, ha sido un arte que hedominado y en el que se combinan los movimientos de trasero y caderas con ladestreza de manos y codos. De lo antedicho se puede colegir que para mí lanatación ha sido algo distinto del fútbol, el ciclismo, la caza y la pesca, esdecir, nunca una pasión dominante. Cuando leía el As o el Campeón saltaba laspáginas referentes a este deporte como si no fuera conmigo. Desconocía a lasgrandes figuras y únicamente me detenía un momento ante fotografías de saltosde trampolín, la instantánea inmortalizando a Fulano o Mengano haciendo lacarpa o el ángel. En estos saltos sí encontraba equilibrio y belleza pero no enla acción de nadar a crawl. Para valorar al buen nadador no disponía de unamedida adecuada, no entendía. Me agradaba ver a la gente que se desenvolvíaen el agua con soltura, sin chapuzar, sin la menor servidumbre a la técnica.Anteponía la seguridad a la euritmia. En una ocasión, siendo todavía niño, mellevaron a un concurso de natación cuyos números fuertes eran el crawl, lamariposa y la braza de espalda. Recuerdo que un amigo de mi hermano mayorme dijo:

—¿Te has fijado qué bien nada el número tres?—Sí —respondí yo sin el menor convencimiento.—¿Es que no te gusta como nada?Yo moví la cabeza de un lado a otro y, al fin, confesé decepcionado:—Es el que más salpica.Hoy, en la puerta de la vejez, sigo pensando de manera parecida. Las

pruebas de natación muestran una violencia de movimientos, una ansiedadrespiratoria que me angustian un poco. Los brazos aflorando y sumergiéndosealternativamente (como si cavasen en el agua), los pies propinando puntapiés ala superficie, esa boca ladeada para capturar una bocanada de oxígeno me

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producen ahogos. El crawl se me antoja un estilo de nadar distorsionado yconvulso. Observando a un campeón evolucionando en la piscina, los legos,como yo, apenas percibimos otra cosa que una floración de espuma. Se diríael anuncio de un jabón o un detergente. Está exento de gracia, no hayequilibrio, no hay armonía de movimientos o, si los hay, los ocultan lassalpicaduras. Entonces deduzco que lo que yo he admirado siempre en elnadador es el mínimo esfuerzo, la estabilidad: que uno se sostenga en el aguasin empeño, que dé una voltineta, que bucee, que vuelva a emerger, suave,dulcemente, como hacen los raqueros de Nápoles después de recoger lamoneda que el turista les ha arrojado a las azules aguas de la bahía. En unapalabra, para mí nadar bien equivalía a andar en el agua, a adaptarse a ella, aconvertirla por la gracia del bañista en su medio natural. Yo era un gascón. Mipadre me lo había inculcado así y su educación francesa había decantado mijuicio al respecto. Algo del abuelo francés influía en la familia, puesto que nosólo mi padre nadaba así (una braza sucinta, fácil, sin sumergir la cabeza) sinoque así lo hacíamos todos los hermanos y mis primos Federico y Julián, estoes, todos los Delibes. Nuestro ideal inexpresado, ahora me doy cuenta de ello,era el nadador-pez antes que el nadador-barca. Desdeñábamos el esfuerzo delos remos, que se notara el impulso. Para nosotros, el buen nadador era aquelque no sacaba del agua más que la cabeza, que no descomponía el rostro, queavanzaba sin mostrar cómo. De este modo, tan pronto la vida me separó dedon Julio Alonso, el lobo de mar de Suances, empecé a pasarme al moro, aidentificar belleza con seguridad.

Sin embargo, mi miopía, como la de mi mujer, no era tan acentuada comopara no darnos cuenta de que tanto nosotros como nuestros hijos estábamosconvirtiéndonos en nadadores trasnochados, algo tan anacrónico como si a miesposa se le hubiese antojado de repente salir a la calle con miriñaque. Urgíacambiar de estilo. Había que aceptar la modernidad, las salpicaduras, laviolencia muscular y olvidarnos del nadador-pez, tan sugestivo por otra parte.Era evidente, por poner un ejemplo, que en nuestro tiempo el planeo del azorera menos estimado que el vuelo espasmódico del vencejo. Planear, sostenerseen el aire sin aletear, carecía de mérito, no estaba de moda. El aleteo frenéticodel vencejo, el esfuerzo continuado, revelaba mejor la condición física deldeportista. A esta conclusión llegamos mi mujer y yo tras profundas

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cavilaciones. Y con ese afán de todos los padres de poner a los hijos enórbita, de impedir que se queden rezagados en alguna faceta de la vida, mimujer y yo sostuvimos un día una conversación trascendental:

—Eso de la braza parece que ya no está de moda.—¿Y qué importa la moda en esto? Lo importante es que los chicos se

sostengan en el agua. Se sientan tan seguros dentro como fuera de ella.—Ya. Pero, nos guste o no, la gente se fija mucho en el estilo. Laura me

decía ayer viendo en el agua a los pequeños: «¡Qué graciosos! ¡Tus niñosnadan como perritos!». Yo me sentí molesta, la verdad.

—¿Molesta porque tus hijos naden tan eficazmente como los perros?—Pues sí. Entiéndeme, no es que me parezca mal, pero Chiqui, el niño de

los Fernández, que aprendió el año pasado, nada ya como un tarzán. Da gustoverle. Los nuestros, a su lado, unos aprendices.

Por este camino fue entrando en casa la tentación del crawl. Las clases denatación, aunque caras, iban imponiéndose en la ciudad. Digo caras para lospadres cargados de hijos, que en los años cincuenta éramos casi todos losespañoles. Pero mi mujer, con esa dulzura femenina que tan admirablementeenmascara la testarudez, sugirió un día:

—Podríamos mandar a Miguel con ese Justito que da clases en la Samoa.El niño es inteligente y aprenderá enseguida. Y una vez que aprenda, él mismoenseñará a sus hermanos. Total, por doscientas pesetas que cuesta el cursillo,nos pondremos todos al día.

A la mañana siguiente, mi hijo Miguel se apuntaba en el cursillo deJustito, en la piscina Samoa. Los demás nos bañábamos donde podíamos ynadábamos como sabíamos. A la hora de comer, sin embargo, le asediábamos,reprimiendo nuestra impaciencia:

—¿Te ha dicho ya Justito cómo se meten los brazos?—Todavía no.—¿Y te ha enseñado a respirar?—Eso es lo último.—¿Qué has aprendido entonces?—A mover los pies. Me ha dado una tabla y he estado todo el tiempo de

la clase moviendo los pies. Dice que es lo más importante.

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Mi hijo pasó una semana entera moviendo los pies. Se le notaba un pocoaburrido de tanta monotonía pero afirmaba que, según Justito, los pies eran lospropulsores, el motor del nadador. Pero cuando empezaba a soltarse se acabóel cursillo y nos fuimos todos de vacaciones. Yo no veía el momento de llevara los niños al Duero, a la Cascajera de la tía Pedorra, para observar losprogresos del mayor, pero el primer día que lo hice, le vi tan apurado,azotando el agua tan desatinadamente, boqueando con tal ansiedad, que melancé al agua a rescatarlo.

—Pero ¿qué te pasa?—Creí que te ahogabas.—Tendría gracia que fuera a ahogarme a estas alturas.Total, que mi hijo cambió no sólo de estilo sino también de vocabulario.

Ya no comentaba: «El agua está helada», sino que empezaban a interesarle losmovimientos de los pies y los largos de piscina. Pero sobre todo hizo hincapiéen algo que era rigurosamente cierto: que bañándonos hoy en un río, mañanaen otro distinto y el tercero en el mar, sin la menor disciplina, era preferibleseguir nadando como lo habíamos hecho siempre, anteponiendo la seguridad ala estética; que, salvo alguna prueba de resistencia, la natación atlética habíaque practicarla en la piscina, y en una piscina de medidas reglamentarias. Sumadre suspiró y dijo:

—Si lo siento es por lo tonta que se va a poner Laura.En verdad, era el cambio constante de medio, el desvelar las trampas del

agua, lo que infundía seguridad al nadador. Yo aprendí a nadar en el mar, peroal verano siguiente me estaba bañando en la Vega de Porras, en la confluenciadel Cega con el Duero. Todavía no me desenvolvía en el agua con seguridad yyo mismo delimité el escenario de mis escarceos: un pozo de diez metros delargo por tres de profundidad que atravesaba braceando y al extremo del cualme ponía de pie para volver a salvarlo en sentido contrario y ponerme de pieotra vez. La cosa iba bien hasta que, de tanto ir y volver, me desorienté y, enuna ocasión, al intentar incorporarme me hundí en el pozo como una piedra.Una estela de burbujitas acompañó mi inmersión. Pensé que me ahogaba, quedemoraba más de un cuarto de hora en tocar fondo, mas cuando llegué a él,hice lo que procedía hacer: pegar una patada, aflorar de nuevo y nadarserenamente hacia la corriente del Cega, donde sabía que las aguas eran

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someras. Estas pozas, la resaca, las corrientes marinas, las grandes olas, lashoyas fluviales, los árboles sumergidos eran otros tantos obstáculos que elnadador debía aprender a sortear, y nunca podría conseguirlo en las aguasquietas, cloradas y azules de una piscina. Escenarios naturales y cambianteshacen un nadador no de estilo pero sí eficaz. Y en este punto advierto que meadhería mentalmente a la filosofía de mi padre: no resultaba fácil conciliar laidea de natación con la idea de deporte. Su carácter atlético iba por otra parte.Nadar, para mí, era únicamente útil y placentero.

En la guerra, durante el año que pasé en el Canarias, cada vez quefondeábamos en Mallorca se nos autorizaba a bañarnos en la bahía, a unaprofundidad de centenares de metros. Aquel abismo líquido acobardaba amuchos, que, a pesar de saber nadar, no osaban hacerlo en un medio tanespeso. Yo, en cambio, me sentía feliz, me lanzaba al mar desde la borda y allínadaba, o hacía la plancha, o hacía el muerto, o me daba voltinetas, hasta quenotaba frío. Era uno de los pocos placeres que deparaba la bélicacircunstancia. Y me sentía en el agua tan asentado y seguro como paseando porel Borne; y si algo lamentaba, era no tener mil metros de agua en lugar dequinientos por debajo de mí, con objeto de que el mar impulsase mi cuerpohacia afuera con mayor fuerza todavía. Los compañeros que nos contemplabandesde la borda ignoraban que el mar empuja hacia arriba porque susexperiencias natatorias no habían pasado de las aguas someras de una piscina,y el hecho de tener quinientos metros en lugar de tres bajo sus cuerpos losamedrentaba.

Ahora, transcurrida la mayor parte de mi vida, advierto que yo heutilizado el agua —la piscina, el río o el mar— y, en consecuencia, lanatación, como un recurso fruitivo, un quitapenas, tras un esfuerzo físico deotro orden, es decir, como complemento. Lanzarse uno a la piscina en unaanochecida canicular, después de haber estado cazando codornices durantecinco horas, o tras una partida de tenis o un paseo largo en bicicleta, comportaun placer que no puede compararse con nada. El gozo de una zambullida conel sudor agarrado aún a los poros del cuerpo es la más pura expresión desibaritismo; una complacencia que raya en el deleite. Y una vez en el agua¿qué? ¡Ah, nada! Se deja usted estar. Flota como el azor en el aire. Sería unerror echarle más fuego al fuego, esto es, añadirle ejercicio al ejercicio.

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Disfrute usted del regalo sensual de que el agua fría le acaricie, entone sucarne macerada por el sol y el esfuerzo, abra sus poros. De vez en cuando daráunas brazadas para sentirse vivo, buceará para refrescar su tez requemada, setumbará de espaldas para recrearse en el cielo abierto, todavía azul, en labruma falleciente de la tarde. De entre los placeres humanos, este desumergirse en agua fría cuando se trae el cuerpo ardiente y fatigado es uno delos más completos. Hablo de placer, al margen de las propiedades tonificantesdel baño. En una palabra, nunca he concebido el agua como un medio dondeejercitarme, sino al revés: para desquitarme, para aliviar mi cuerpo de un duroejercicio anterior. Por supuesto me libraré de decir que esto sea acertado (alnadador deportivo, al atleta, mi actitud le parecerá una aberración), pero síque esto es lo que yo he sacado en limpio de la natación después de sesentaaños de practicarla. Los que buscan algo más, una finalidad deportiva a susmovimientos, acuden en invierno a las piscinas climatizadas, a entrenarse. Yonunca sentí esta tentación. Natación y estío son conceptos que han idoasociados en mi mente. A no ser, naturalmente, en casos de fuerza mayor.

Ahora recuerdo una anécdota muy oportuna para cerrar estasconsideraciones: el ahogado de Suances. El bulto flotaba entre dos corrientes,en la desembocadura de la ría, y la gente chillaba, pedía socorro, pero nadiese lanzaba a por él. Yo iba con dos de mis hijos por la orilla del mar cuandooímos los gritos. La marea estaba baja y, detrás del malecón, la arena formabauna playa ocasional donde se bañaban un centenar de domingueros. Desde loalto del dique vi el bulto inmóvil, balanceándose en las olas; me parecióhinchado, sin vida, y a pesar de mi edad provecta, salté los cuatro metros sinpensármelo dos veces, me descalcé pisándome los contrafuertes de losplayeros, me despojé de la camisa y corrí hacia la orilla aflojándome lospantalones. Pero en el instante de quitármelos algo me frenó: ¡la faja! (una fajade lana, color crema, de cuatro metros de longitud, que entonces enrollabaalrededor de mi vientre cada vez que se pasmaba). Me dio vergüenzaexhibirla, desenrollarla en público. De modo que me abroché de nuevo lapretina, incapaz de afrontar la rechifla general y, consciente de que no podíaperder un instante, me lancé al agua con los pantalones y la faja puestos. Unavez allí, auxiliado por un atezado jayán y una muchacha pizpireta, varamos alnáufrago en la arena. Inmediatamente surgieron los socorristas espontáneos: un

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cuarentón hercúleo se tumbó en la playa para que recostáramos a la víctima ensus espaldas, otro insuflaba aire en su boca y la aspiraba después, un tercerole oprimía las costillas y el esternón y, finalmente, un nutrido grupo debañistas formaba un prieto corro en torno suyo quitándole el aire, decididos,al parecer, a terminar de ahogarlo. El vientre, envuelto en la faja húmeda, mepunzaba, y como viese que el accidentado iba recuperando el color yempezaba a dar muestras de vida, traté de escabullirme sin llamar la atenciónde nadie, pero una mujer gruesa, con una bata de percal, que se dio cuenta demi fuga, me salió al paso.

—Vamos, pero ¿no ha sido usted el que lo ha sacado? —Rompió a reír—. ¡Ande que al demonio se le ocurre meterse en el agua con los pantalonespuestos!

Fruncí los hombros.—Ya ve usted, me daba apuro quedarme en calzoncillos.—¿Y cree usted que alguien iba a fijarse? ¡Cosa más natural! Al fin y al

cabo, usted iba a salvar a uno, y no como esas marranas que se tumban al soltan tranquilas enseñándolo todo sólo porque sí.

Cuando llegué a casa, mi vientre estaba tenso como un tambor y aunqueme metí en la cama y me puse encima dos edredones tardó varios días enreaccionar.

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Un cazador que escribe

Ir de caza, salir a cazar, fue mi primera actividad deportiva, anterior incluso ala bicicleta, contemporánea tal vez de la natación y del fútbol comoespectáculo. Esta precocidad venatoria llegó a crearme una segundanaturaleza, y Santiago Rodríguez Santerbás me definió, con los años, como uncazador que escribe. En efecto, si echo la vista atrás y mi mirada se pierde enel tiempo, me veo, junto a mi padre, en el viejo Cafetín, la erguida silueta demi hermano Adolfo, hecho un hombrecito, al volante, camino de La Mudarra.En esta época, como se ha visto, yo ejercía solamente de acompañante o, a losumo, de morralero. Pero, en fuerza de asistir a los preparativos y a lasexpediciones cinegéticas de mi padre, llegué a creer que todos los padres, detodos los pueblos, de todos los países del mundo, hacían lo mismo: o sea, queno había otra manera de distraer los ocios dominicales que cazando conejos enel monte. Mi afición a la escopeta, antes que una elección, fue, pues, laasunción de un viejo hábito familiar. Más tarde, cuando me quise dar cuenta deque en la vida cabían otras diversiones, ya no hubiese soltado la escopeta pornada del mundo; la caza me había cazado.

Empero, mi agresividad ante la pieza que nos burla con su carrera o suvuelo se manifestó antes de poder disponer de una escopeta; esto es, fuicazador antes que escopetero. Ya desde niño buscaba un proyectil. Primerofueron las piedras. Desde temprana edad fui un hábil lanzador de piedras; uncertero apedreador. Cuando yo era chico estaban muy en boga las pedreas, ylas diferencias entre pandillas rivales se dirimían a menudo a cantazo limpio.De ahí que el que no lograra ser un diestro apedreador enseguida era relegadopor incompetente. Yo me ejercité desde la primera infancia, y a los ocho añosya era capaz de lanzar un guijarro a cincuenta o sesenta metros de distancia.Lógicamente no cualquier guijarro; había que tener en cuenta su configuración,su tamaño y su peso. Pero el simple hecho de la elección de piedras ya

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acreditaba al apedreador nato. Tras la fuerza del lanzamiento, venía lapuntería, el ejercicio de puntería: atinar primero a un árbol grueso, después aun poste de la luz y, por último, a una jarrilla de la conducción eléctrica. Unavez aprobado, el apedreador era en mi tiempo un tipo a tener en cuenta. Peropara doctorarse era necesario derribar un pájaro de un cantazo. Esta pruebaera inexcusable. Y yo me doctoré, lo recuerdo perfectamente, en 1930abatiendo una inocente golondrina que picoteaba unos cagajones en el Paseode Zorrilla, frente a la Academia de Caballería de Valladolid. La hazaña meprodujo crueles remordimientos. La golondrina, como la cigüeña, eraconsiderada entonces un ave sagrada. De las golondrinas se decía que quitaronlas espinas a Nuestro Señor, en la Cruz, y había que respetarlas. Eliminar alpobre animal de una pedrada constituyó para mí, un niño muy religioso, unapesadilla que se repitió noche tras noche durante largos meses. LadislaoGarcía Amo, sin embargo, un formidable apedreador asturiano que era vecinomío y compañero de colegio, elogió sin reservas mi puntería. Las lisonjas deLadis atenuaron los reproches de mi conciencia y así conseguí conservar enaquella época el equilibrio síquico. Ladislao García Amo había pasado ya a lasegunda fase del aprendizaje: el tiragomas. Pero el tirador de Ladis no era untirador corriente puesto que, en lugar de una horquilla de metal o madera,disponía de una tablilla lisa donde se clavaban las gomas con puntas detapicero. Y Ladis, cada vez que se armaba para disparar, colocaba el pulgarmuy alto, casi en el extremo superior de la tablilla, y la badana con elproyectil pegada al ojo, de forma que yo, cada vez que lanzaba una piedra,temía que se reventase la yema del pulgar izquierdo o su ojo derecho salieravolando detrás de aquélla. Sin embargo, Ladis disparaba una piedra tras otra ynunca tuvo un accidente. Es más, como el tirabeque de tablilla hacía unapuntería muy fina, casi tan certera como un rifle con visor, cazaba gorriones encantidad. Yo, en aquel tiempo, ejercía de morralero con mi padre, aún nocazaba, es decir, únicamente había cobrado la golondrina de la Academia, yescuchaba las historias cinegéticas de Ladis con auténtica avidez. Ladis era unelocuente narrador de historias y me describía su pueblo asturiano conplásticas pinceladas (los prados, las vacas, los hórreos, las camberas), y como

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sus grandes cacerías se producían en vacaciones de Navidad, la nieve solíajugar un papel primordial en sus relatos. Lógicamente yo aguardaba el regresode Ladis en el mes de enero con verdadera expectación.

—¿Cazaste este año muchos pájaros, Ladis?Ladis hacía memoria, fruncía la frente.—Mira, estas vacaciones, de Nochebuena a Reyes, he cazado cuatro

tordas, seis alondras y diecisiete gorriones. Y no cuento un arrendajo quedesplumé porque no llegué a cobrarlo.

Yo admiraba a Ladis. Era mi admiración más ferviente en aquellos años.Y envidiaba la topografía asturiana que me describía, y su pueblo, y la faunade su pueblo, porque brindaban mayores oportunidades cinegéticas que miciudad. Esto era tan cierto, que mientras Ladis contaba sus víctimas pordocenas yo apenas podía hacerlo por unidades. Y así siguieron las cosas hastaque mi hermano Adolfo y yo empezamos a ir los veranos a casa de los Igea, enBoecillo, una familia amiga de la nuestra. Allí, en el jardín, en las acacias delos paseos, se lograban perchas sustanciosas a poca costa. Felixín Igea se uniócon entusiasmo a mis recechos y entre los dos, aprovechando las nidadasnuevas, lográbamos magníficos botines, de forma que ante Ladis mi actitud yano era solamente contemplativa. Yo ya tenía lances que contar y, a veces, tanimportantes como para taparle la boca. No obstante, Felixín Igea, que contabados años más que yo y estaba ilusionado con la idea de hacerse hombre, medijo confidencialmente una tarde debajo de una acacia:

—Esto del tiragomas es un entretenimiento de críos. Cualquier día voy adejarlo.

Lo decía como si aspirara a quitarse del tabaco, o corregirse de un hábitovergonzoso. Me dejó de un aire, la verdad. Yo estimaba que la mayor pruebade madurez que podía dar un muchacho era su habilidad con el tirabeque.Llevarlo en el bolsillo ya imprimía cierta prestancia. Y, sin embargo, a él leparecía una chiquillada. Para Felixín Igea, el tirador (aunque no lo hubiesedicho tan claro) era denigrante y cazar con él una puerilidad. Y aunque siguióbajando unos días al jardín, yo no podía dominar la melancolía porquepensaba que no lo hacía por gusto sino por complacerme. Mas cuando lo dejó

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del todo y yo me quedé solo, Ladis no volvió a vejarme con sus hazañas,porque los Reyes me trajeron una escopeta de perdigón de aire comprimidocon la que hacía mejor puntería que con el tirachinas.

Con aquella carabina, de culata tostada y tubo niquelado, disparémillares de perdigones. A calzón quieto, en distancias cortas, resultaba unarma mortífera. Pero, a la manera de los grandes campeones, yo me ibaproponiendo objetivos cada vez más difíciles y empecé a tirar a pájaros alvuelo. Naturalmente, derribar un pájaro volando con un solo perdigón era unahazaña. Empero, el año que veraneamos en Quintanilla de Abajo, salvosalidas esporádicas a bañarnos o a la confitería, puede decirse que me lo paséapostado en un balcón de la trasera de casa, disparando balines sobre losvencejos que acudían en bandadas chillonas, endiabladamente raudos, aesconderse en los aleros del tejado, donde seguramente tenían sus nidos o susrefugios. A un blanco tan veloz, de vuelo caprichoso e irregular, que ademásentraba de pico, difícilmente podía yo tomarle los puntos, por lo que solíadisparar al buen tuntún sobre el tropel que se abalanzaba chirriando contra elbalcón donde yo aguardaba. Así disparé más de mil perdigones, dos cajaspara ser exactos, y, en agosto, mediado el mes y mediada la tercera caja, unplomo de fortuna acertó a uno de los vencejos, que cayó aliquebrado sobre uncobertizo (una cuadra o una panera) que se alzaba en el corral, bajo mi balcón.El pobre animal, herido de muerte, se desangraba sobre las tejas ardientes, yreconozco que sentí un movimiento de piedad, un doloroso escrúpulo ante lamuerte inútil que estúpidamente acababa de administrar. Pero mi vanidadcinegética prevaleció sobre mis sentimientos humanitarios, busqué a mi padrey le señalé orgulloso a mi víctima sobre el tejado. Mi padre, hombre de paz,vaciló entre regañarme por aquel cruel estropicio o ensalzar mi puntería.Finalmente optó por esto último:

—¿Con un solo perdigón has derribado un vencejo al vuelo?Asentí, silenciando que había disparado más de mil perdigones y que

llevaba cerca de mes y medio apostado en aquel balcón.—Entonces, ¿puedes decirme qué vas a hacer el día que tengas cinco

años más y salgas al campo con una escopeta grande como la de tu padre?

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Encogí modestamente los hombros pero seguí ocultando que se trataba deuna chiripa, es decir, que con los ojos cerrados, guiándome sólo por loschirridos de los pájaros, podría haber hecho lo mismo. Ésta fue, pues, laprimera sangre inocente que vertí en mis balbuceos cinegéticos y no lapajarota de La Mudarra de que hablé más arriba y que, sin ninguna duda, fueposterior. Y hablo de sangre, puesto que los pájaros que derribaba a cantazosmorían de manera incruenta, conmocionados por el golpe. A Ladislao GarcíaAmo le dejó patidifuso cuando le informé al regreso de vacaciones:

—He cazado un vencejo al vuelo con la escopeta de aire comprimido.Aquella confesión fue el final de nuestras pláticas, del habitual

intercambio de baladronadas cinegéticas. Ladis no podía competir con lacarabina de aire comprimido.

Poco a poco fuimos haciéndonos mayores y a los doce años ya cazaba yoavefrías desde el coche, tordos y alguna que otra codorniz con una escopetillade pólvora de doce milímetros. A los catorce, mi padre puso en mis manos unadel dieciséis, de tubos paralelos, con la que abatí mis primeras perdices. Perocuando la cosa de la caza empezaba a formalizarse estalló la guerra civil. Fueuna paradoja sarcástica puesto que, con este motivo, se decretó la prohibiciónde cazar animales en tanto durase la caza de hombres. En consecuencia, cazar,cazar, no había llegado a hacerlo a los dieciocho años, cuando la guerraconcluyó. Y continué sin hacerlo en los años que siguieron por dificultades detransporte. De vez en cuando, subía en bicicleta a la granja de la Diputación,dirigida por Antonio Bermejo Zuazúa, donde se criaba un bandito de perdicesapañado y alguna liebre. Si conseguía algo, eran morrales exiguos, de unapieza, dos a lo sumo. Con tan precaria dedicación no era fácil llegar a coger eltranquillo a la perdiz. Recuerdo que en estos prolegómenos, cazando en lafinca de la Diputación, a tres kilómetros de Valladolid, derribé una vez unapatirroja que fue a caer en el patio del manicomio. Renunciar a una piezasiempre me ha dolido (dejar caza muerta en el campo me parece mayor pecadoque matarla), pero en aquellos difíciles comienzos en que bajaba una perdizcada tres meses, hubiera arriesgado la vida por cobrarla. Así es que lo intenté.Tras denodados esfuerzos logré encaramarme en la tapia del manicomio,erizada de cristales, pero advertí, con la consiguiente desazón, que del otrolado la maleza cubría el patio hasta los últimos rincones. El lugar donde yo

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calculaba que había caído la perdiz era un hirsuto pajonal, lleno de cardos, yandaba estudiando la manera de descender (con posibilidad de retorno) parabuscarla cuando apareció por una puerta un muchacho joven que se acercó a latapia donde me hallaba, se me quedó mirando con ojos hueros y, al verme enuna posición tan ambigua, me preguntó cuerdamente:

—¡Eh, tú! ¿Eres de dentro o de fuera?Yo debería haberle respondido que era de fuera, aunque merecía estar

dentro, pero en éstas irrumpió un loquero irritado, dando voces, primero a miinterlocutor, que huyó dando saltos entre los cardos, y luego a mí, acusándomede estar alborotando a los internos. De improviso se agachó a coger unapiedra y, ante el temor de que me descalabrara, me descolgué por donde habíasubido, dado a todos los diablos. Los años (casi cincuenta) han transcurrido, ya pesar de las perdices perdidas desde entonces, aquella del corral delmanicomio no se me ha borrado de la memoria. Es más, cada vez que larecuerdo me reconcomo porque estimo que no agoté entonces todos losrecursos a mi alcance para cobrarla.

Días después, vi a mi padre matar la última perdiz de su vida, revoladapor mí, en el extremo opuesto de esa misma ladera. Tendría ya setenta y cincoaños o quizá más y se comportó con una sangre fría admirable. La vio venir,repinada, ganando altura, ajeando, pero él, viejo zorro, no se atragantó deperdiz, la dejó doblar un poco para orillarle y entonces se encaró la escopeta,adelantó levemente los caños y disparó. La patirroja se vino abajo como untrapo, con gran contento y admiración por mi parte.

—¡Muy bien! —le grité desde lejos. Pero fue él quien se quitó elsombrero de mezclilla, saludando, en homenaje al pájaro muerto.

Total que, entre unas cosas y otras, yo no pude cazar con regularidadhasta que José Antonio Giménez-Arnau, escritor también y entonces altofuncionario del Ministerio de Comercio, me concedió licencia para importarun Volkswagen en 1954. Hizo otro tanto con Josep Vergés, el editor, y otroscompañeros, y entre nosotros llamábamos a aquellos coches «los Arnau» enagradecimiento a su gesto.

Antes de disponer del Volkswagen, cada año hacíamos dos excursionesinevitables, una al Montico, de los hermanos Monturus, en Puente Duero, aunos kilómetros de Valladolid; y a la Granja de Sardón, de la familia Alonso

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Lasheras, la otra, un goloso cazadero de perdiz y liebre. En el Montico se medio la oportunidad de ensayar por vez primera el tiro a tenazón, al conejo,pero no pude llegar a hacerme un virtuoso porque en aquellos días el doctorDelille arruinó la especie inoculándole la mixomatosis. A Sardón nosdesplazábamos en un tren mixto, el perro oculto bajo el asiento, y desde laestación al cazadero —una tiradanos íbamos dando un paseo. La finca deSardón en los años cuarenta-cincuenta era una perita en dulce. Laderasabrigadas, con mogotes y pedrizas en la base y profundas escorrentías dondela patirroja obligada aguardaba incautamente a las escopetas. Volvíamos deSardón con buen acopio de piezas, pero había que hacer tiempo en la estación,charlando o jugando al julepe con el jefe, porque el mixto de regreso nopasaba por allí hasta cerca de las nueve de la noche.

El Volkswagen llegó casi al mismo tiempo que mi hermano Manolo deMallorca para hacerse cargo del taller familiar, con lo que en adelantedispusimos de dos automóviles para nuestras excursiones: el Chevrolet, de laAgencia, para cazatas de cercanías, y el «Arnau» para desplazamientos largos.El Chevrolet, modelo del 35 (color grisverdoso, mate, capota negra, cajacuadrada), era un superviviente de la guerra con más de trescientos milkilómetros en el chasis. Al poner el motor en marcha, la carrocería temblabacomo el esqueleto de un viejo rocín y amenazaba con dejar en el suelo aletas yguardabarros. Pero todavía andaba. Los cazaderos próximos (Renedo deEsgueva, Villafuerte, Villanueva de Duero, Tordesillas, Quintanilla de Abajo,La Santa Espina) los visitábamos con él, mientras el Volkswagen loreservábamos para otros más distantes (Belver de los Montes, Villa Esther oRiego del Camino). Citar estos cazaderos es evocar la juventud. Y evocar lajuventud es recordar una manera de cazar sufrida, dura, austera que, con losaños, se fue reblandeciendo sin darnos cuenta.

En aquellos años, el despertador trinaba a las seis de la mañana, y a lassiete ya estábamos en misa, en la iglesia de Santiago y, a renglón seguido, enla churrería La Madrileña, en los soportales de Cebadería, decidiendolibremente el lugar de la cazata. Aún regía la sugestiva fórmula de hombrelibre sobre tierra libre, y la caza era todavía un deporte administrado. Loscotos apenas existían y para derribar en lo libre diez o doce perdices y un parde liebres, una cuadrilla no necesitaba recomendación. En suma, la carne, al

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precio del mercado, daba para amortizar los gastos de la expedición(combustible, comida, cartuchería) y, si uno era un poco amarreta, todavíacoleaba un modesto beneficio. En aquella época, comíamos de fiambrera, enel campo, al abrigaño de un carrasco o un talud, haciendo un brevísimo alto enla cacería. Después reanudábamos la mano con renovado entusiasmo y nodejábamos de batir monte hasta que caía la noche. Eran jornadas deveinticinco o treinta kilómetros, caminatas sobre surcos, baldíos y cascajares,sumamente sacrificadas. El centro de gravitación de nuestra actividadcinegética fue siempre la perdiz roja. Ella era la que provocaba nuestroapasionamiento, la que nos desazonaba y nos impedía dormir las noches de lossábados. La perdiz roja presidía nuestras vidas en aquellos años. No sólo lascazábamos sino que vigilábamos de cerca su apareamiento, su cría, lasdivagaciones de los bandos, los pollos ya igualones. La perdiz roja se erigíaen protagonista de nuestras conversaciones cuando, llegada la veda, salíamoslos sábados con nuestras esposas a cenar a Suazo. Y hablábamos de ellas (delas perdices) con tan atormentado amor, con tal admiración, con tamañoentusiasmo («provocativas», «bonitas», «magníficas», «desafiantes», «comopara colgarlo todo por ellas» eran nuestros calificativos más usuales), que, encierta ocasión, la mujer de un amigo se encaró con él, con un brillo deirritación en la mirada.

—¿Puede saberse de quién estás hablando, Manolo?—De las perdices, claro.—¿Seguro que hablabas de las perdices?—Pero bueno, ¿qué pasa? ¿Por qué te pones así?No era fácil convencerlas, pero la patirroja constituía la obsesión de la

cuadrilla, era el ave de nuestros pensamientos. El resto de las piezas (conejo,liebre, paloma, becada) caían como complemento, cuando arrancaban al ir abuscar aquélla. Al margen de la temporada de perdiz, estaban la de codorniz,patos y avutarda para abrir o cerrar boca. Pero nunca asistimos a unamontería, a una batida de caza mayor. De higos a brevas, alguno de mis hijosmarchaba a Sedano, al jabalí, pero de ahí no pasaba. Yo, ni eso, siempre hesentido una repugnancia instintiva a apagar los ojos humanizados de un corzo oun ciervo, pero creo que esta aversión, experimentada con más o menosintensidad, era común a todos los miembros del grupo. Y, por otro lado,

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también nos desagradaba la percha debida al esfuerzo ajeno, esto es, el ojeo.Nos placía correr monte y responsabilizarnos de nuestra propia suerte. En unapalabra, la perdiz, y su caza en mano galana, era lo que daba sentido a nuestrafilosofía venatoria; o lo que es lo mismo, la abnegación: crueles madrugones,taco a la intemperie, regreso nocturno, desafío a los meteoros. En aquellostiempos apenas mirábamos al cielo la noche del sábado. El domingo había queir de caza y se iba. El rito se cumplía aunque cayesen chuzos de punta. A lapluma me viene un testigo que puede confirmar cuanto digo: mi amigo y tocayoMiguel Fernández-Braso, que nos acompañó un día con objeto de hacernos unreportaje cazando para no sé qué revista. Nos fuimos con él a Villanueva deDuero y en todo el día no dejó de diluviar. Creo recordar que la Dina, laperrita, que acababa de parir, mordió una mano de nuestro invitado al intentaréste acariciar a los cachorros (bien pensado, puede que el del mordisco fueseEliseo Bayo, que también nos acompañó a Villanueva alguna vez en aquellosaños) y, ya en el campo, el aguacero le puso como chupa de dómine, y deretirada, por si algo faltara, se cayó una costalada en un ribazo y se rebozó dearcilla hasta las orejas.

Días como éste, o con escarcha, o con hielo o con nieve, eran frecuentespero no nos hacían mella. Cazábamos con el mismo entusiasmo que bajo el soly apurábamos la jornada como si fuera a ser la última. Si llovía, yaescamparía, nada fundamental se iba a quebrar por eso. Sin embargo, enocasiones, sí se quebró algo importante. En los glaciales días de enero del 71,me fracturé una pierna cuando iba tras las perdices al resbalar en un charco dehielo. Las temperaturas eran de dieciocho grados bajo cero y en la ciudad nohabían salido a la calle ni los autobuses. Tras el chasquido del hueso y eldolor intenso, me quedé inmóvil, voceando, apenas acompañado por loslametones del perro. Mi hermano tuvo que meter el coche por el arenalendurecido para recogerme. De regreso, con la pata rota, por la carretera delas Arcas Reales, vimos a lo lejos un bulto oscuro luchando contra la nevisca.

—Te apuesto doble contra sencillo a que es Fernando Altés.Mi hermano se echó a reír.—¿Y por qué razón tiene que ser Fernando Altés?Altés era el gerente del periódico.

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—Porque, fuera de nosotros, es el único loco capaz de salir al campo coneste tiempo.

En efecto, era Fernando Altés, dando su paseo dominical, con el gruesotabardo de campesino.

—¿Qué, no cazáis hoy? —Le sorprendía vernos regresar tan temprano.—Miguel se ha tronzado una pata.Rompió a reír.—Pues no tiene cara de tener una pierna rota.Pero sí estaba rota y la broma me costó tres meses de inmovilidad y otros

tres de recuperación. Mis paseos, mi bicicleta, mi tenis, mis cazas, mis pescas,mi vida al aire libre en suma sufrió una dolorosa interrupción. Entonces metíen casa el televisor, me quedé magro como un galgo y se me descompuso elestómago. Todo un repertorio de calamidades.

—Al perro flaco todo son pulgas, ya se sabe.¿Fue la fractura de mi peroné lo que marcó el inicio de nuestra caída en

la molicie? ¿O ésta fue posterior? ¿Cuándo empezamos a enmollecernos? Hoydía, cumplidos los sesenta y ocho, parece natural que hayamos amansado eltrote, pero ¿en qué momento tiramos de la brida? ¿A qué edad se relajaron lascondiciones de caza de la cuadrilla? No es fácil precisarlo, establecer fechas.Seguramente en todo esto influyó la disminución de la caza tanto como elenvejecimiento de algunos miembros del grupo. Por de pronto, yo eraconsciente, desde hacía años, de que vivía los postreros momentos de unapasión, de que la caza silvestre se acababa, y no sólo para mí, en los adustoscampos de Castilla la Vieja. Por otro lado se produjo el aumento del nivel devida y con él una cierta propensión a probar de todo. Los cazadoresproliferaron. El español quería hacer más cosas de las que hacía pero hacerlascómodamente, con ayuda de la técnica, ahorrándose esfuerzos y dilaciones.Así, al tiempo que se multiplicaba el furtivo motorizado, la figura del cazador-cazador iba desapareciendo de nuestros campos. La dureza de nuestrascacerías de los cincuenta, sesenta y setenta había pasado a la historia. Todo sehacía ahora más descansado, más confortable, más regaladamente. Elenconado duelo con la patirroja no era tan enconado; apenas si era duelo. Eldespertador ya no trinaba a las seis de la mañana; tampoco se comía a laintemperie sino caliente y a manteles puestos; el cazador dejó de desafiar a los

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elementos y, si llovía, se quedaba en casa; tampoco apuraba la jornada y a lascinco ya andaba de regreso escuchando el carrusel deportivo por la radio delautomóvil. En una palabra, el esforzado cazador de ayer se ablandaba, seaburguesaba, se enmollecía.

—Pero usted sigue en la brecha, ¿no es cierto?Natural, mire usted. El que tuvo retuvo. La claudicación, el retiro de

todas aquellas actividades que hemos amado con pasión, es una muertepequeña. Por otra parte, soy enemigo de adioses, de soluciones drásticas, demedidas definitivas. ¿Por qué no ir desprendiéndonos de las cosas queamamos gradualmente, poquito a poco? La melancolía de la renuncia esprovocada a veces por las rígidas imposiciones cuarteleras: deje usted debeber, deje usted de fumar, deje usted de cazar... ¿Por qué no bebermoderadamente en las comidas, fumar cuatro o cinco cigarrillos diarios, cazarmedia jornada? La media ración, he ahí una solución a pelo. La media raciónes, por otra parte, la única forma, aunque mitigada, de que uno a los sesenta yocho años pueda seguir bebiendo, fumando y cazando. A veces, me encuentroen el campo con algún conocido que, al verme, me dice con su mejor voluntad:

—¿Qué, don Miguel, a hacer piernas?—Mire usted, eso es mucho pedir. A mi edad, me conformo con

conservarlas.Una vez que uno inicia en la vida la cuesta abajo, el problema es ése:

conservar. Conservar útiles piernas, arterias, bofes y corazón. Que la artrosiso el infarto no nos dobleguen. Ejercitarnos con moderación: pasear un par dehoras diarias, cazar las mañanas de los domingos, pedalear quince o veintekilómetros, jugar una partidita de tenis un par de veces por semana... En unapalabra, seguir en activo aunque con mesura. A mi juicio, ésta es la recetapertinente para sesentones reacios a enrolarse en una existencia sedentaria,resueltos a no dimitir de una maravillosa vida al aire libre.

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Tres pájaros de cuenta

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A mis nietos, que desde que nacenya se interesan por los pájaros.

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A mis lectores

Habréis observado que los pájaros, bestezuelas por las que siento unaespecial predilección, se erigen a menudo en personajes de mis libros. Diariode un cazador está lleno de perdices, codornices, patos, tórtolas y palomas.Viejas historias de Castilla la Vieja, de avutardas, grajos y abejarucos. Elgran duque es pieza esencial en El camino, como la picaza lo es de La hojaroja. Las águilas, los cernícalos y los camachuelos forman el entorno delpequeño Nini en Las ratas... Finalmente, en El disputado voto del señor Cayoy Los santos inocentes, intervienen tres pájaros que juegan papelesfundamentales: el cuco y las grajillas en la primera, y éstas y el cárabo en lasegunda. De los tres me he servido para componer el libro que ahora tenéisentre manos, no un libro de cuentos ni de historias inventadas, sino un libro dehistorias auténticas, vividas por mí y de las cuales son aquellos pájarosverdaderos protagonistas.

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La grajilla

Al llamar a la grajilla, al cuco y al cárabo pájaros de cuenta no quiero decirque sean malos. No hay pájaros buenos ni malos. Las aves actúan por instinto,obedecen a las leyes naturales, aunque, a los ojos de los hombres, algunas desus acciones puedan parecer buenas y otras reprobables. Por ejemplo, elcomportamiento de los tres protagonistas de este libro ofrece aspectospositivos y negativos. La grajilla, pongo por caso, roba la fruta de los árboles,especialmente de ciruelos y cerezos, pero, al mismo tiempo, nos libra deinsectos perjudiciales y de carroña. El cuco, en la época de cría, deposita sushuevos en los nidos de otros pájaros más pequeños que él para que se losempollen, pero, en compensación, destruye orugas y arañas peligrosas para elhombre. Finalmente, el cárabo puede eliminar algún pinzón que otro, ocualquier otro pajarito que le molesta o le apetece, pero, a cambio, limpia elcampo de ratas, ratones, topillos y otros roedores perjudiciales.

A los tres los conocí siendo niño —aunque al cuco, que es un pájaroencubridizo, sólo de oídas—, cuando mi padre, que era un hombre maduro,serio y circunspecto, se volvía niño también, en contacto con la Naturaleza, ynos enseñaba a distinguir el cuervo de la urraca, la perdiz de la codorniz, laalondra de la calandria y la paloma de la tórtola. Mi padre, fervienteenamorado del campo, conocía sus pequeños secretos, y el más remotorecuerdo que guardo de él es cazando grillos en una cuneta, haciéndolescosquillas con una pajita larga y fina que introducía en la hura y movía conpaciente tenacidad. A veces cazaba media docena y los guardaba bajo elsombrero, de forma que al regresar a casa, entre dos luces, armaban un alegreconcierto sobre su calva, sin que a él, que en casa anteponía el silencio a todaslas demás cosas, parecieran molestarle.

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Un día, en el Castillo de la Mota, hace ya muchos años, vi por primeravez una colonia de grajillas. Revoloteaban en torno a las almenas y con sus«quiá-quiá-quiá», reiterativos y desacompasados, organizaban una algarabíaconsiderable. De lejos parecían negras y brillantes como los grajos, pero,cuando las vi de cerca, observé que eran más chicas que aquéllos —más omenos del tamaño de una paloma— y no totalmente negras, sino que elplumaje de la nuca y los lados del cuello era gris oscuro, y sus ojilos, vivacesy aguanosos, tenían el iris transparente.

Viviendo en Castilla, la grajilla se me ha hecho luego familiar, porqueestá en todas partes. Es un pájaro muy sociable, que divaga en grandesbandadas, a veces de cientos de individuos que, mientras vuelan alrededor delas torres o los acantilados, sostienen entre ellos interminablesconversaciones. No son racistas, y a menudo se las ve asociadas con pájarosmás grandes o más chicos que ellas, cuervos y estorninos preferentemente, nosiempre de la misma familia pero inevitablemente de plumaje negro. Alparecer no les une una razón de parentesco sino el uniforme.

De ordinario, estas aves asientan en lugares próximos a cortadas rocosasy en torres antiguas o abandonadas, incluso dentro de las grandes ciudades. Dela familia de los córvidos es el único pájaro que he visto con aficionesurbanas. La corneja, el cuervo, la graja no sólo rehúyen la ciudad sino queante el hombre se muestran hoscos y desconfiados. En viejos edificios de altastorres, con agujeros y oquedades, la grajilla es huésped casi obligado, aunqueluego, para comer, y, en ocasiones, para dormir —como sucede en Sedano—,hayan de desplazarse varios kilómetros al caer la tarde, buscando acomodo.

La grajilla es sedentaria, vive, generalmente, en el mismo lugar que nacedurante las cuatro estaciones del año. Sin embargo, he advertido que el bandoque merodea por los frutales de Sedano no crece, no es hoy más nutrido quehace seis lustros, de lo que deduzco que, como sucede con las abejas, haygrupos que se escinden cuando la puesta es abundante. Géroudet nos recuerdaque una grajilla anillada en Suiza fue hallada en los Pirineos, y en Normandíaotra anillada en Bélgica, lo que quiere decir que hay grajillas que viajan, queefectúan desplazamientos, aunque nunca tan largos y regulares como los quellevan a cabo anualmente cigüeñas y gansos.

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La vida sedentaria obliga a las grajillas a comer de todo, adaptando sudieta a los alimentos que les facilita cada estación. Las bayas y frutos depequeño tamaño les entusiasman, pero se avienen a sustituirlos por caracoles ypatatas cuando aquéllos escasean. La grajilla es buscona, ratera; como laurraca, roba de todo, desde fruta del granjero hasta los huevos de los nidos depequeñas aves, que se come en primavera. Por robar, roban a veces hasta lacasa, nidos de otros pájaros, que ocupan tranquilamente aunque luego losacondicionen y decoren a su gusto. El nido de una grajilla evidencia lasaficiones coleccionistas de la especie.

En las escarpas rocosas que flanquean el río Rudrón entre Covanera yValdelateja, en la carretera general de Burgos a Santander, es fácil tropezarcon nidos de grajilla. Precisamente al pie de uno de estos cantiles fue dondeencontramos a Morris, un simpático pájaro que amaestraron mis hijos y delque luego hablaré. Estos nidos constituyen un verdadero muestrario de los másdiversos objetos y materiales que puedan imaginarse. Sobre la simpleestructura de un viejo nido de corneja, pájaro que gusta de renovar sushabitaciones y construye su casa cada año, encontré un día un nido de grajillarevestido con los siguientes ingredientes: papel, trapos, boñiga seca, plumas,pedazos de saco, crines de animales, lana, plástico, barro... La grajilla habíaconseguido un hogar confortable aprovechando los restos de otros anteriores,lo que significa que este pájaro no desaprovecha ocasión de ahorrarse unesfuerzo.

La puesta de la grajilla oscila entre tres y seis huevos, aunque hayocasiones excepcionales en las que se ha observado una puesta de ocho. Laeclosión es lenta, alrededor de cinco semanas, y los primeros desplazamientosde los pollos, tímidos y cortos, cosa sorprendente siendo la grajilla uno de lospájaros que mejor vuelan, que pica o se repina en pocos metros, airosamente,con una gracia y una agilidad singulares.

Pese a frecuentar como hemos dicho las viejas torres de las ciudades —siempre a los niveles más altos—, la grajilla se muestra recelosa con elhombre, y sin embargo es una de las aves que se domestican con mayorfacilidad y hasta, según aseguran ciertos autores, es posible hacerlespronunciar algunas palabras sencillas, de una o dos sílabas.

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A lo largo de tres meses, yo conviví en Sedano con Morris, una grajilla queencontró mi hijo Miguel, aún en carnutas y medio muerta de inanición, en losacantilados de San Felices. El animalito se había caído del nido y, al verla tandébil y depauperada, no di un real por su existencia. No obstante, mis hijosJuan y Adolfo, muy chicos por aquel entonces, le habilitaron un nido en unacaja de zapatos y empezaron a alimentarla con pienso humedecido que Morrisdevoraba glotonamente. En pocos días, la grajilla se repuso, empezaron aasomarle los primeros cañones y, cuatro semanas más tarde, estabacompletamente emplumada.

Pero lo más sorprendente de Morris era la naturalidad con que aceptabala vecindad de las personas, especialmente la de Juan y Adolfo, que la habíancriado. Únicamente, en su trato con el hombre, le repugnaba una cosa: que lepusieran la mano encima. Es decir, Morris reposaba erguida y tranquila sobreel antebrazo o el hombro de cualquiera de nosotros, pero si el mismoporteador u otra persona, incluidos Juan y Adolfo, intentaban agarrarla, elpájaro se escabullía, revoloteaba y terminaba por caer al suelo. Esta repulsióninstintiva a ser apresada le duró hasta que la perdimos. Morris hacía causacomún con la familia, le divertía vernos comer alrededor de la rueda demolino, participaba a su manera de nuestras tertulias, no extrañaba las visitas,pero rechazaba terminantemente la caricia y cualquier tipo de contacto. Yocreo que la situación de mi refugio a media ladera, en alto, sobre el valle defrutales, facilitó la adaptación de la grajilla. Ella no podía disfrutar,ciertamente, de la compañía de sus congéneres, pero la visión del mundo erala que le correspondía en su condición de ave, desde arriba, «a vista depájaro».

Una mañana, cuando Adolfo, en traje de baño, se dirigía hacia la piscinacon ella al hombro, Morris empezó a aletear con cierta torpeza, se afirmógradualmente en el aire, tomó altura y se posó en la copa del olmo quesombrea la mesa de piedra. La reacción de la familia fue semejante a la quesuscitan los primeros pasos de un niño: alegría y estupor. Pero, enseguida, sepresentó el dilema: ¿había elegido Morris la libertad y escaparía, osimplemente era aquello la prueba de la culminación de su desarrollo?Confieso que me incliné por lo primero. La abierta curiosidad con quecontemplaba el valle desde una nueva perspectiva, el notorio placer que le

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deparaba su balanceo en la ramita del olmo, su indiferencia ante nuestrasvoces al pie del árbol, parecían indicar que Morris ya no nos necesitaba y que,en lo sucesivo, podría prescindir de nosotros.

El hecho de que la grajilla permaneciera durante largo rato en la puntadel olmo, despiojándose, realizando su aseo cotidiano, desinteresada decuanto sucedía a su alrededor, me reafirmó en mi opinión. No obstante, al cabode una hora, Juan, que solía imitar, al darle de comer, la voz peculiar de estasaves, remedando los arrumacos maternos, apareció con el cacharrito dondemezclaba el pienso con agua y moduló un «quiáquiá-quiá» aterciopelado,dulce, digno de enternecer a la grajeta más esquiva. Morris acusó el golpe.Empezó a inquietarse, a mover la cabeza de un lado a otro, y, por primera vezdesde que se encaramó en el árbol, prestó atención a lo que ocurría bajo ella yfijó en Juan sus ojillos transparentes como abalorios. Mi hijo repitió entoncesla llamada con mayor unción, y, al instante, Morris se lanzó al vacío, desplegósus amplias alas negras, describió un pequeño círculo alrededor de nuestrascabezas y fue a posarse blandamente sobre su hombro, al tiempo quereclamaba el alimento con un «quiá-quiá-quiá» perentorio.

Así inició Morris una nueva era. Mis hijos la trasladaron de la caja dezapatos a una cesta de mimbre, destapada, y al llegar la noche la cobijaban enuna cueva-despensa, junto a la casa, dejando la puerta entreabierta. De estemodo, los más madrugadores podían sorprender cada mañana al pájaro en elalero del tejado, la copa del olmo o el bosquecillo de pinos de la trasera delrefugio, esperando que le sirvieran el desayuno. En principio, Morris rehusabaser alimentada por desconocidos, sólo admitía las pellas de pienso cuando leeran ofrecidas por sus padres adoptivos, pero, con el tiempo, cambió deactitud y, a medida que se hacía adulta, fue aceptando las golosinas cualquieraque fuera el oferente.

El mundo de Morris se iba ampliando poco a poco. Desde que aprendió avolar, se dejaba bajar gustosamente hasta la carretera, aunque le desagradabaque la alejasen demasiado de casa. Y, cuando esto ocurría, se alborotaba,protestaba y terminaba regresando sola, por sus propios medios. Pero unamañana, ante nuestro asombro, aceptó que la condujeran hasta la plaza, a

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trescientos metros de distancia. Morris empezó así a relacionarse con otraspersonas ajenas a la familia, a conocer la vida del pueblo, a convivir. Susociabilidad progresó en poco tiempo, hasta el punto que, con frecuencia, selanzaba en picado desde lo alto del olmo sobre un pequeño grupo dedesconocidos que charlaba en la carretera y se posaba, indiscriminadamente,sobre el hombro de cualquier contertulio. Estas espontáneas efusiones deMorris no siempre eran bien interpretadas, sobre todo por las mujeres, quechillaban y manoteaban, al verla llegar, como si se aproximara el diablo. Pero,en general, la domesticidad de la grajilla despertó primero curiosidad y mástarde simpatía entre los vecinos. La gente la conocía por su nombre y Morrissaltaba de grupo en grupo, de hombro en hombro, con una confianza absoluta.Tan sólo tenía en el pueblo dos solapados enemigos a quienes su presenciamolestaba: los perros y los gatos. Pero Morris se zafaba de sus asechanzas enrápidas fintas, con suaves pero enérgicos aletazos, recurso que utilizabatambién cuando alguien, cualquiera que fuera, trataba de apresarla. Surepugnancia a ser prendida por una mano humana continuaba tan viva en ellacomo el primer día.

En este momento de su evolución fue cuando intenté enseñarle apronunciar alguna palabra, palabras sueltas, sencillas, como «hola» y «adiós»,pero, pese a que la grajeta fijaba en mis labios sus grises ojos aguanosos yladeaba atentamente su cabeza, como si escuchara, nunca conseguí unarespuesta aceptable. Morris callaba o, a lo sumo, formulaba su «quiá-quiá»monótono y displicente.

A medida que la grajeta ensanchaba las fronteras de su libertad, empezó ahacérsele aburrida la larga espera matinal. Morris, como buen pájaro, eramadrugadora, y desde las seis y media que amanecía hasta las nueve y media odiez que amanecían mis hijos era demasiado tiempo sin compañía. Mas a lassiete de la mañana todo el pueblo descansaba excepto los panaderos, Vicente yAbelardo, a los que Morris, con una sagacidad maravillosa, descubrió un día,amasando pan en el horno. A partir de entonces, su primera visita matinal erapara los panaderos, con los que pasaba agradablemente el rato:

—Mucho madrugaste hoy, Morris.—Quiá.—Te aburres en casa, ¿eh?

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—Quiá.—¿Tan mal te tratan los del chalé?—Quiá.Abelardo la obsequiaba con una bolita de masa que Morris engullía con

satisfacción. Y a las nueve de la mañana en punto, tan pronto Vicente yAbelardo comenzaban a cargar la furgoneta, Morris levantaba el vuelo yregresaba a casa, a esperar en la copa del olmo la aparición de mis hijos.

Paulatinamente el pueblo se le iba quedando pequeño a la grajilla que, ensu avidez descubridora, empezó a acompañar a mis hijos en sus excursiones,fatigosas caminatas de veinte o treinta kilómetros. Al atardecer, regresabafeliz, sobrevolando al bullanguero grupo adolescente, sus claras pupilasimpresionadas por otros bosques, otros páramos, otros vallejos, otroshorizontes. Juan, amigo de ensayar cada día nuevas experiencias, decidió unatarde pasearla en bicicleta. Morris soportó un poco intimidada los primerosmetros de carrera, pero, conforme la máquina fue adquiriendo velocidad,levantó el vuelo aterrada, emitiendo gritos de alarma. Mas la tenacidad de mihijo era superior al miedo de la grajilla, y, dos días más tarde, Morris no seespantaba ya de la bicicleta, la aceptaba de buen grado y resultaban divertidassus periódicas escapadas a los tilos y castaños de la carretera y sus retornosapresurados al hombro del ciclista lanzado a toda máquina.

El verano avanzaba de manera insensible y a primeros de septiembre alguienplanteó el problema del traslado de la grajilla a Valladolid. ¿Se avendría avivir en el balcón de una casa de vecinos? ¿No la acobardaría la gran ciudad?¿Era honesto por nuestra parte desarraigarla, arrancarla de su medio natural einsertarla, sin más, en un medio hostil? Así surgió la idea de la gran prueba.Antes de conducirla a Valladolid era preciso ponerla en contacto con sushermanas, en los riscos de San Felices, de donde procedía, para que ellamisma decidiera si prefería quedarse o marchar. Los preparativos fueronmeticulosos. Morris viajaría en automóvil, encerrada en una cesta, hasta laribera del río Rudrón, justo en el lugar donde la encontramos. Una vez allí,Juan, mi hijo, se ocultaría entre las mimbreras de la orilla, mientras yo, con lacesta cubierta, remontaría el río hasta la piscifactoría y soltaría el pájaro tan

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pronto oyera el pitido del cornetín que Juan portaba al efecto. No puedoocultar que cuando me desplazaba río arriba con la cesta en la mano meembargaba una cierta emoción. La colonia de grajillas alborotaba en losfarallones inmediatos, y yo temía que Morris, al verse libre, volara sin vacilara reunirse con sus congéneres. Al alcanzar la piscifactoría, me detuve. Elcorazón se me aceleró cuando oí el pitido del cornetín, destapé la cesta yempujé con ella al pájaro hacia lo alto. En los primeros momentos, Morrisvaciló, pero enseguida se repulló, rebasó las copas de los árboles del soto ycontinuó subiendo en vertical, como buscando una perspectiva. Los «quiá-quiá» fervorosos de mi hijo Juan se confundían ahora con los «quiáquiá» delas grajillas del acantilado, más vivos y apremiantes, y yo miraba impacientehacia lo alto, esperando la decisión de Morris. Y mi entusiasmo se desbordócuando la grajilla, haciendo oídos sordos a las incitaciones de la colonia, selanzó en picado sobre la margen del río y no paró hasta reposar en el hombrode mi hijo.

Al día siguiente, de manera inesperada, murió Morris. Su cadáver mediodesplumado apareció en el sobrado del Bienvenido, a cuatro pasos de lapanadería. Su gata, la Maula, que siempre había mostrado una abierta inquinahacia el pájaro, unos celos injustificados, lo atacó cuando confiadamente sedespiojaba en el alféizar de la ventana. La Rosa Mari, la niña, que fue testigode la cobarde acción, asegura que el zarpazo de la Maula fue rápido como unrelámpago y la muerte de Morris instantánea e indolora. Más vale así.

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El cuco

El cuco anuncia la primavera en Sedano con mayor puntualidad que la cigüeñaen otras partes. A veces, cuando llego al pueblo en la segunda quincena demarzo, y, con toda seguridad, a primeros de abril, le oigo reclamar desde lapinada de Ciella, sobre mi casa, con su «cu-cu» disciplinado y doméstico.Aunque los especialistas aseguran que este pájaro, en ocasiones, hace trisílabosu reclamo —«cu-cu-cu»— y hasta tetrasílabo —«cu-cu-cu-cu»—, yo, laverdad sea dicha, únicamente le he oído bisar el número. Eso sí, un «cu-cu»penetrante, con una resonancia especial, que se difunde por todas partes, comosi las montañas que circundan el valle se peloteasen con él.

Esta llamada suele ser indicio de apareamiento, pero el cuco, aunque conmenos frecuencia, sigue cantando hasta junio, e incluso julio si la puesta estardía. Luego, terminada ésta, el cuco adulto, que carece de sentimientosfamiliares y, como los antiguos nobles con sus bastardos, encomienda lacrianza de sus hijos a aves subalternas, se va, emigra, navegaciones largas,más allá del Sahara, a Kenia y países del África del Sur, hasta el añosiguiente, que vuelve para anunciar la primavera en Sedano.

El cuco es pájaro de alrededor de sesenta centímetros de envergadura yhasta ciento cincuenta gramos de peso, gris en las partes altas, y castaño,listado de blanco, en pecho y vientre. En vuelo guarda semejanzas con elgavilán, del que se diferencia por su pico fino, sus alas puntiagudas y su cola,larga y moteada. A pesar de sus dimensiones y de su canto, audible akilómetros de distancia, este pájaro no se deja ver con facilidad. De niño, mipadre me llevaba a oírlo cantar a los bosques de San Martín de Quevedo yDoña Jimena, en Molledo-Portolín, pero nunca tuve oportunidad de verlo.Necesité muchos años y mucha astucia para tomar contacto con él. En Sedano,el prieto bosque de roble de las laderas se diluye, prácticamente desaparece,en las inmediaciones del pueblo, y surgen, a cambio, dispersas arboledas de

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olmos, castaños y pinos, aparte arbustos y arbolillos de menor entidad, comocerezos, endrinos y avellanos, donde suelen anidar los pequeños insectívoros(mosquiteros, petirrojos, herrerillos) en cuyos nidos, minuciosamenteconstruidos, gusta el cuco de depositar sus huevos. Pues bien, el canto delcuco, aunque desorientador en lo que se refiere a la distancia, es muyindicativo en lo que atañe a su dirección. No hay, pues, más que seguir éstapara encontrarlo, si no en el primer bosquecillo, en el segundo, pues, comoestas arboledas son reducidas y poco densas, es fácil divisarlo en loscalveros, cuando se desplaza de una a otra, como una flecha, nuca, dorso ycola en línea recta, las alas en anzuelo, las cortas patas recogidas, como eltren de aterrizaje de un diminuto avión. Yo lo vi por primera vez hace más detreinta años y, después, he vuelto a verlo, con relativa frecuencia, cada vez queme lo he propuesto, turbando su soledad, ya que este pájaro, contrariamente ala grajilla, es un auténtico anacoreta.

Pero lo verdaderamente característico del cuco es su incapacidad paraincubar y nutrir a sus crías, quizá porque su puesta es tan numerosa —ocho adoce huevos— y el apetito de la prole tan voraz que una pareja por sí sola nobastaría para alimentarla. El cuco no se toma, pues, el trabajo ni de construirsu casa. Llegado el momento de la postura, observa en derredor a los pajaritosque se afanan en hacer sus nidos y, una vez concluida la obra, y aovados éstos,el cuco empieza a repartir sus huevos entre ellos, mezclándolos con los otros,aprovechando la ausencia de los padres. Son muchos los pájaros a los que elcuco elige para su invitado forzoso, principalmente, como he dicho, a lasavecillas más chicas, pero como su huevo desentonaría por su tamaño y coloren casa de los anfitriones, la naturaleza —¡prodigio increíble!— ha dotado alcuco de una rara facultad, que permite a la hembra colorear los cascarones desus huevos del tono de los de la especie elegida para sus depósitos: rojizosdonde los otros huevos son rojizos y moteados donde son moteados. Estemimetismo no basta naturalmente para igualar el huevo del cuco a los de suspadres adoptivos, ya que su volumen no puede disimularse, pero los pajaritos,ciegos con su maternidad, lo incuban con el mismo celo que a los propios.Únicamente algunas aves advierten el engaño y rechazan al entrometido. Laalondra, por ejemplo, empolla al huevo gigante pero, llegada la eclosión, tanpronto advierte la presencia del parásito, le niega el alimento y lo deja morir

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de inanición. Los insectívoros, en cambio, en su candorosa inocencia, losnutren solícitamente hasta el fin, hasta que el intruso puede valerse por símismo. Con una particularidad: el cuco, cuya dieta alimenticia de adulto esmuy definida, a base de gusanos, lombrices, bayas, etc., cuando estáhospedado en nido ajeno come lo que le echan, lo que sea costumbre en lacasa, incluso hace gala de un formidable apetito; en una palabra, se conducecomo un pupilo bien educado.

Desde mi refugio de Sedano, un observatorio insuperable de la naturaleza, hetenido oportunidad de asistir varias veces al desarrollo de un cuco parásito,las últimas que recuerdo en 1979 y en el verano de 1981. Uno y otro pájarotuvieron suertes distintas, pero trataré de resumir ambas experiencias.

La primera fue un acontecimiento previsto. Durante varios días advertícómo un pequeño petirrojo tejía su nido en el hueco de una tapia de piedra quedelimita mi huerto, en la ribera del río Moradillo. Simultáneamente, un cucono cesaba de cantar desde la fronda del soto. Junto a la tapia se alza unahiguera silvestre, de grandes hojas, que me permitió hacer un escondederodesde donde poder observar el nido sin ser visto. Una mañana, ya en trance, lahembra del petirrojo puso un huevo en él y otros tres en los tres díassiguientes. Al caer la tarde del cuarto día, cuando me dirigía a miobservatorio, advertí que en el nido del petirrojo había un huevo más y dedoble tamaño que los anteriores. El cuco había iniciado la distribución de suprole. Antes de las dos semanas, el huevo del cuco hizo eclosión y surgió unfeo pájaro rosado, de huesudos alones, ojos ciegos y abultados y bocadesproporcionada. A partir de aquí comenzó el calvario del infeliz petirrojo,un afanar incesante, sin pausa, apremiado por la glotonería de su huésped, queno se saciaba nunca. Lo mismo daba que el petirrojo le ofreciese una lombriz,una semilla o una miga de pan. El gran gorrón todo lo ingería. Pero no contentocon tener siempre en jaque a la pajarita, empezó a deshacerse de sus huevos, aeliminar, uno a uno, a los verdaderos hijos de su patrona. El procedimiento,aunque yo no tuve oportunidad de verlo porque me faltó paciencia, esconocido por los libros de los naturalistas. El joven cuco apoya la cabeza enel fondo del nido, toma el huevo con la punta de las alas, lo hace resbalar

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hacia arriba por su espalda, luego por sus riñones y termina lanzándolo por elborde del nido, estrellándolo contra el suelo. A los tres días de nacer, el cucohabía logrado desembarazarse de estorbos y, al pie del nidal, quedaron loshuevecillos rotos del petirrojo, que, a pesar de todo, continuaba alimentandoal intruso con una ternura y un celo verdaderamente conmovedores.

El cuco, desde que nace, propende a la soledad, rehúye la compañía, aspira aser único. Intuye tal vez que, de tener que compartir la comida acarreada porsu tutora, su ración sería insuficiente. El egoísmo de este pájaro es muycerrado. A veces, cuando los cucos en disposición de puesta son varios y loshogares donde hospedar a sus hijos limitados, hay dos que ponen su huevo enel mismo nido y en el mismo día. La eclosión de los pájaros es, pues,simultánea. Entonces se desencadena un duelo a muerte entre los dospolluelos, que luchan por adueñarse del espacio vital. Ambos quieren para síel nido entero y los halagos en exclusiva de la nodriza de quien dependen. Deesta lucha sale un vencedor, el más vigoroso, que acaba imponiéndose ymatando a su rival. Como se ve, en cualquier circunstancia, los pollos de cucorecién nacidos son exclusivistas, no están dispuestos a compartir la pensióncon nadie. Seguramente se atienen a una ley natural que vela por laconservación de la especie, ya que ninguno de los minúsculos insectívoros dequienes dependen tendría energías para alimentar dos pollos al mismo tiempo.

Desde mi escondite de la higuera asistí, como digo, al crecimiento del cuco acosta de los desvelos del petirrojo. El pollo pelechaba deprisa, encorpaba aojos vistas y, en pocos días, llegó a ser de triple tamaño que su tutor, yresultaba un espectáculo entre cómico y repugnante ver a éste, encaramado enel hombro de su pupilo, ofreciéndole pico a pico el bocado que había logradoconquistar.

En esta fase, el cuco, con un plumón aparente y los ojos vivos y sagaces,observaba cuanto ocurría a su alrededor. En ocasiones, cansado de las idas yvenidas del petirrojo, yo salía de entre el follaje de la higuera y hostigaba al

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pájaro con una paja. El joven cuco se irritaba conmigo y me bufaba como ungato. Para mí, su enojo comportaba una satisfacción, pues no puedo ocultarque veía con verdadera antipatía este acto de parasitismo.

A las tres semanas de su nacimiento, el cuco, completamente emplumado,aparentaba estar ya en condiciones de volar. Una tarde, Pancho, mi yerno, ensu visita vespertina, encontró el nido vacío, pero, cuando se retiraba por lahuerta hacia la carretera, vio revolotear algo en la cuadrícula de cebollas: erael cuco. Después de muchos intentos logró dejarlo de nuevo en el nido, pero ala mañana siguiente el pájaro había volado definitivamente.

Los cucos suelen permanecer en el territorio donde nacen hastaseptiembre, época de emigración de muchas otras aves como la tórtola y lacodorniz. Lo sorprendente es que los cucos, al alcanzar los tres o cuatro mesesde edad, levanten sus reales y, sin guiones expertos que les dirijan, orientadosúnicamente por el instinto, emigren a los países africanos de donde procedíansus padres, para regresar a la tierra en que vieron la luz medio año después.He aquí un prodigio de orientación difícilmente comprensible para el limitadoentendimiento humano.

Mi segunda experiencia con el cuco, la del verano de 1981, no por su finaldramático deja de ser interesante y, sobre todo, reveladora de los duelos ytensiones que a diario tienen lugar en la naturaleza. En líneas generales, lospreliminares en nada se diferenciaron de los de mi experiencia anterior: cantoinsistente del cuco madre, silencio posterior y emigración tras colocar sushuevos en otros tantos nidos ajenos. Uno de ellos —de verderón, con doshuevos— lo descubrimos sobre el camal de un avellano, cerca del palomar dela Tobaza, casona rayana a la mía. Y fuese porque el cuco se retrasó, incurrióen un error de cálculo o no halló a tiempo mejor acomodo para su vástago, elcaso es que uno de los verderones y el cuco nacieron al mismo tiempo.Aquello representaba para mí una novedad. ¿Qué haría el joven cuco con supequeño hermanastro? ¿Lo respetaría una vez nacido y conviviría con él?¿Recurriría al fratricidio? La respuesta fue inmediata. El afán exclusivista delcuco se puso otra vez de manifiesto. A los dos días de la eclosión, sacrificó al

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verderoncillo y, al día siguiente, arrojó por la borda al huevo que leincomodaba, de tal forma que quedó solo al cuidado de la madre verderona,envanecida por haber empollado un hijo tan hermoso.

El pelechado y desarrollo del cuco del avellano fue normal. La madreadoptiva se desvivía por atenderlo y el pollo crecía visiblemente. Pero unanoche, a las tres semanas de nacido, una serie de acontecimientos inesperadospusieron al proceso un colofón dramático. Mi hijo Adolfo, al descender aoscuras por el sendero que conduce de mi casa a la Tobaza, pisó el rabo de unjoven e inexperto garduño, quien, después de soltar una presa que portaba enla boca, logró desasirse y, empujado por el pánico, se escabulló entre lamaleza hasta la carretera. A la mañana siguiente encontramos vacío el nido delverderón; el cuco había desaparecido. Horas más tarde, cuando mi hijo Adolfobuscaba cagarrutas de garduño en el sendero de la Tobaza, donde tropezó conél, halló el cadáver del cuco entre la hojarasca, al pie de una zarzamora. Elpájaro había ido a morir de la misma muerte que él proporcionó al tiernoverderoncillo: violentamente. El viejo dicho de que el que a hierro mata ahierro muere suele tener en el mundo animal una aplicación rigurosa.

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El cárabo

De las aves que conozco, el cárabo es —aparte la gaviota reidora— la únicaque tiene la propiedad de reírse: una carcajada descarada, sarcástica, un pocolúgubre, un «juuuj-ju-juuuuuj» agudo y siniestro que le pone a uno los pelos depunta. Parece ser que estas risotadas del cárabo están relacionadas, en ciertomodo, con el celo y la procreación, ya que, después de la puesta, su canto sedulcifica y, aunque se siguen produciendo, no es tan fácil escuchar aquellascarcajadas.

El cárabo es rapaz de noche, hábil cazador, cabezón, ligero y, adiferencia de otras aves nocturnas, como el búho o el autillo, desorejado, conun cráneo redondeado y liso. Color castaño moteado, pico curvoamarilloverdoso, y con unos discos grises o rojizos alrededor de los ojos quele dan la apariencia de una viejecita con gafas, escéptica y cogitabunda, elcárabo no tiene las pupilas amarillas como el resto de las rapaces nocturnas,sino marrones oscuras o negras. Semejante a un pequeño tronco de árboldebido a su plumaje mimético, al cárabo, cuando se inmoviliza de día en elinterior del bosque, es difícil distinguirlo, parece una rama más. Pero, enocasiones, las pequeñas avecillas lo descubren y entonces se arma en tornosuyo una algarabía de mil demonios, con pitidos y silbidos de todos losmatices, atemorizados intentos de agresión, etc., pero el cárabo suelepermanecer impasible, indiferente, como si la cosa no fuera con él. La tropamenuda del bosque siente hacia este pájaro una suerte de fascinación, mezclade odio y pánico, fascinación semejante a la que experimentan águilas ycórvidos hacia el búho gigante o gran duque, de la que se vale arteramente elhombre para cazarlos.

Y no es que el cárabo sea exclusivamente pajarero. El cárabo comebásicamente ratones pero también cualquier clase de animal que le salga alpaso: gusanos, babosas, caracoles. Su afición a establecerse en la proximidad

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de ríos o arroyos le lleva a ingerir también, como he comprobado variasveces, ranas y cangrejos. El cárabo suele cazar en ataques silenciosos ysúbitos. Yo lo he visto matar a un ratoncillo de un solo picotazo en la cabezaantes de que el minúsculo roedor pudiese pensar en defenderse. Con lospajarillos, su método de caza es más astuto. En el corazón de la arboleda, elcárabo aletea blandamente entre el follaje, golpeando las frágiles ramas conlas alas y espantando a las avecillas que duermen en ellas, para capturarlasantes de que se repongan de su desconcierto.

Una noche, mientras leía en mi refugio de Sedano, me sorprendió ungolpeteo reiterado en los cristales de la puerta vidriera. Levanté la cabeza y,ante mi asombro, divisé a un chochín diminuto que pugnaba por penetrar en lahabitación. Detrás de él, a la luz del farol, divisé por dos veces la sombra delcárabo. Apenas abrí la puerta, el pajarito se introdujo en la casa y se posó enel respaldo de una silla. Nunca en la vida he visto un ave tan agitada comoaquel chochín (al que puse a salvo sacándolo por la puerta trasera, bajo losolmos), lo que prueba que, una vez desaparecido o a punto de extinguirse elgran duque, el cárabo ha pasado a convertirse en el rey de la noche, en elfanfarrón de la grey ornitológica.

Los jovenes cárabos nos visitan puntualmente todos los estíos en mi refugio deSedano. Deben de anidar en las concavidades de las rocas o entre las ramasde los altos pinos, sus querencias predilectas, aunque a veces lo hagan entorres o casas derruidas o en los pajares de casas habitadas. En la primaveradel año 1977, la pareja de cárabos anidó en la manzanera de la Tobaza, lugarque sirve de trastero y es frecuentado por la familia Fisac Gallo. Ello pruebaque el cárabo es proclive a la convivencia con el hombre y que su proximidadno sólo no le desazona, sino que la busca.

La historia que refiero a continuación da idea de la sociabilidad delcárabo. Antonio Nogales y Pilar Fisac —de la familia antes citada—atraparon un día un pollo al pie de un alcornoque, en su finca de El Gamo,próxima a Mérida. Lo acogieron con mucho afecto, lo alimentaron durante dossemanas y, en tan poco tiempo, el pájaro se avino, gustosamente, a vivir conellos. Ya volandero, pasaba el día oculto en la sierra próxima y, al caer el sol,

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regresaba a casa y, sin encomendarse a Dios ni al diablo, penetraba como unrayo por una ventana, se colgaba de una lámpara de pesas en el salón y durantehoras se dedicaba a subir y bajar como en un tiovivo. Era un huéspedsimpático pero poco deseable: enredaba con todo, rompía cristales yporcelanas, se ensuciaba sobre los muebles. Total, que el matrimonio Nogales,ante la imposibilidad de corregirlo, decidió un día, como en el cuento dePulgarcito, abandonarlo en el bosque. Lo trasladaron en coche a diezkilómetros de la finca y lo dejaron allí. Pero, ante su sorpresa, al retornar acasa se lo encontraron columpiándose en la lámpara del salón, como si nadahubiera ocurrido. La segunda vez, el matrimonio lo llevó aún más lejos, aveinte kilómetros, pero los resultados fueron los mismos: el cárabo regresó.Un tercer intento, hasta más allá de Mérida, a treinta y cinco kilómetros de lafinca, tampoco sirvió de nada. La querencia del animalito y su sentido deorientación eran capaces de vencer cualquier obstáculo. El matrimonioNogales, en el fondo un poco conmovido por la afectuosidad del bicho, notuvo más remedio que resignarse a su compañía; renunciaron a deshacerse deél y juntos convivieron dos años, hasta la muerte accidental del pájaro,guillotinado por una ventana.

Con leves variaciones, estos casos de domesticación, fidelidad ymansedumbre son relativamente frecuentes, lo que significa que, si esta rapazrecibiera por parte de granjeros y campesinos una acogida amistosa, como larecibe la cigüeña, por ejemplo, sería sin duda una compañía habitual delhombre en los pequeños caseríos. Pero en los pueblos suele existir unaprevención supersticiosa contra las aves nocturnas —verdadera animosidad enel caso de la lechuza—, que se agudiza con el cárabo debido, seguramente, asus carcajadas siniestras.

Pero estábamos con la pareja de cárabos que anidó en la manzanera de laTobaza. Aquello representó para mí una oportunidad de observar las diversasfases de la cría, desde el momento en que la hembra depositó dos huevecitosblancos y casi esféricos en las pajas, en un nido elemental, hasta que los

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pollos emplumaron y estuvieron en condiciones de volar. Después de lapostura, la hembra permaneció echada alrededor de dos semanas, períododurante el cual el macho se ocupó de su sustento con puntualidad y diligencia.

En torno al nido, se amontonaban las pelotitas grises de las egagrópilas,formadas por los residuos de las presas —pelos, huesos, plumas— que elcárabo, como otras rapaces, devuelve por la boca ante la imposibilidad dedigerirlas. El análisis de estas pelotitas nos permite conocer la alimentaciónde este pájaro, y, merced a ellas, pude averiguar yo que las parejas de cárabosque habitan en los farallones que festonean el río Moradillo, cerca del barriode Lagos, comen —o comían, puesto que estoy hablando de antes de laepidemia de afano-micosis— cangrejos en cantidad.

Las egagrópilas, por otra parte, delatan, cuando son muchas, la presenciadel cárabo. De ahí el cuidado que pone el macho en no deglutir los alimentosen las proximidades del nido o en cambiar de comedero para evitar sulocalización. No deja de ser curioso que el cárabo aproveche al máximo lasnoches de caza favorables, puesto que, en esos casos, caza no sólo lo quenecesita sino lo que puede, y si las piezas exceden de su capacidad deingestión y de la de sus polluelos, oculta las sobras en algún escondrijo paracomerlas al día siguiente. En las comarcas donde el alimento escasea y lafamilia es numerosa, el cárabo madre, convencido de la imposibilidad desacar adelante a toda la prole, abandona a los más débiles y alimentaúnicamente a los fuertes. Incluso se da el caso de que la madre sacrifique a lospolluelos más endebles para reforzar la alimentación de los más vigorosos,caso de canibalismo no exclusivo de esta especie.

Pero esto es infrecuente. De ordinario, el cárabo —como sucede enSedano— asienta en lugares boscosos, de bosque no excesivamente denso, ycon una corriente de agua próxima, con lo que la arboleda y el río, donde suelebañarse con fruición, le suministran víveres frescos y abundantes paraabastecer su despensa. También son raras las polladas numerosas. Deordinario, las crías de cárabo no exceden de cuatro, aunque, según afirman losornitólogos, se han observado casos de hasta ocho y nueve huevos en un nido.

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A mi refugio de Sedano, en el mes de julio, llegan los cárabos nuevos,nuestros vecinos, los nacidos en algún nido próximo, y se establecen en losárboles de los alrededores. Nunca se presentan más de tres y, alegres ylocuaces, se pasan las noches en amistosos coloquios, con su «ti-juic» agudo yestridente, que intercambian entre los hermanos desde árboles diversos, nuncademasiado separados entre sí, y a veces desde lo alto de un poste de la luz,observatorio del que son muy querenciosos. En un territorio reducido, en losfrutales de las huertas del valle o entre los pinos de la ladera, permanecen másde dos semanas, tan charlatanes a veces y tan inmediatos a la casa, queperturban nuestro sueño. Es la etapa del aprendizaje, cuando los padres lesenseñan los distintos procedimientos de caza y los lugares más favorablespara ejercitarla. Sin embargo, dado que las presas de estas rapaces son, salvolas orugas y, en cierto modo, los cangrejos, escurridizas y ágiles, su capturaofrece dificultades, por lo que, si los padres no muestran constancia en suslecciones, puede ocurrir que los pollos, prematuramente abandonados, muerande inanición antes de haber aprendido a cazar. Un año, creo que fue el de1967, encontramos un cárabo joven muerto junto al transformador de la luz, adoscientos metros de la casa. Durante noches enteras, el pollito reclamó envano; sus padres, considerándolo maduro, lo habían abandonado ya. Según losnaturalistas, los pollos que mueren por esta razón sobrepasan en algunascomarcas el cincuenta por ciento. En ciertas zonas poco pródigas en alimento,el cárabo adulto caza también de día y sus reflejos y volatines no desmerecena la luz del sol.

Mi hijo Adolfo, que cada verano observa pacientemente a los cárabos nuevosy los atrae con su «ti-juic» remedado a la perfección, ha llegado a intimar conellos de tal modo que los pájaros permanecen inmóviles a metro y medio de sulinterna y de su persona. Hubo un pollito, encantadoramente sociable, en elaño 1978 que a las once en punto de la noche llegaba al pino más próximo a lacasa a exigir nuestra presencia y, hasta que no comparecíamos en el jardín, sullamada no cesaba. Mi yerno Pancho y yo salíamos con Adolfo y, ¡durantehoras!, coloquiábamos con él, le enfocábamos con la linterna y le retratábamossin que el animal se espantase de los fogonazos del flash. Su carita de

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viejecita escéptica llegó a hacérsenos tan familiar como el frágil petirrojo quebaja cada tarde a picotear las migas de pan bajo la mesa de piedra dondecomemos. A veces, un ruidito sospechoso le hacía volver la cabeza, y noscausaba asombro la elasticidad, la capacidad de giro de su ancho cuello, conun plumón todavía sedoso. Nuestro amigo el cárabo era capaz de retorcer elgaznate como se retuerce una camiseta lavada para extraerle la última gota deagua, sin resentirse. La conversación y el clic del disparador de la cámara, encambio, no le sobresaltaban. Todos nosotros conocíamos el rapto deagresividad de un cárabo que saltó sobre el fotógrafo Hosking cuandopretendía retratarlo y le sacó un ojo, pero este hecho, sin duda, ocurrió en lafase en que el cárabo hembra acompaña a sus polluelos aún no volanderos a lasalida del nido y está dispuesta a defenderlos hasta la muerte. El objetivo denuestra cámara era distinto: un cárabo nuevo, confiado y sin resabiar. Cabía,claro está, la posibilidad de que la madre acechara entre el follaje y nosatacara de improviso, pero la verdad es que no tuvimos conciencia de esteriesgo. Otorgamos nuestra confianza al carabito y él nos correspondió. Y lanoche que, por una causa o por otra, tardábamos en aparecer para la consabidatertulia, él requería nuestra presencia a voz en cuello. Ciertamente se tratabade un cárabo excepcionalmente simpático, bien dotado para la convivencia.

Mas al cabo de veinte días, más o menos, ocurrió algo chocante: elcárabo se fue. Oíamos su «ti-juic» insistente desde el castaño de indias de lacarretera, pero no se acercaba a la casa, a pesar de las reiteradas llamadas deAdolfo. Su decisión de abandonarnos parecía inconmovible, definitiva. A lanoche siguiente, nuestro amigo reclamaba desde el tilo de Valdemoro,doscientos metros más abajo. Y así continuó su huida, alejándosegradualmente cada noche, de cien a ciento cincuenta metros, carreteraadelante. Las primeras noches lo acompañamos, incluso trabamos diálogo conél, pero ya no era el coloquio confianzudo de antaño. Cubierto por el follaje,el cárabo se mostraba desabrido y adusto, y la posibilidad de acercarnos yfotografiarlo había desaparecido.

Adolfo, valiéndose de la bicicleta, siguió al joven cárabo en su éxodo ycada mañana nos daba el parte: el pájaro había avanzado otros doscientosmetros, estaba ya en las Revueltas, a tres kilómetros de Sedano. Noche anoche, con tenacidad y constancia, mi hijo visitaba al cárabo en su progresiva

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huida, charlaba con él estacionándose bajo el árbol que delimitaba cada nuevaetapa. De esta forma, a mediados de septiembre, el cárabo llegó a Covanera,el pueblecito inmediato, a cinco kilómetros de Sedano, y allí, definitivamente,se perdió. ¿Subiría por la carretera de Santander? ¿Cogería la de Burgos haciaTubilla del Agua? ¿Cortaría monte a través? ¿Adónde se dirigía en estaespantada lenta pero inexorable? Los merodeos de Adolfo por una carretera yotra, sus llamadas estridentes y melosas, «ti-juic», no tuvieron el menor éxito,no recibieron respuesta. El joven cárabo había roto sus lazos familiares, nosólo con sus padres y hermanos, sino también con nosotros, sus amigos.

Meses más tarde, mi hijo Miguel, biólogo en Doñana, vino a visitarnos y nosaclaró el misterio. Los cárabos, como muchas otras aves y no pocosmamíferos, delimitan un terreno, su cuartel, donde viven como dueños yseñores. No admiten intrusos. De ahí que al llegar a su pleno desarrollo hayande abandonar el lugar donde nacieron, su patria chica y cuartel de susprogenitores, para buscar otro sin titular, tarea a veces tan aleatoria comoencontrar una plaza vacante de médico rural. Los jóvenes cárabos inician asísu peregrinaje, que nadie sabe dónde puede terminar. En ocasiones bastan unoskilómetros, pocos; otras, necesitan cientos de ellos para encontrar un territoriolibre. Su llamada nocturna, acogida por el «juuuj-jujuuuuuj» sarcástico ofuribundo de un adulto, les indica que es preciso proseguir viaje, que aquellaparcela está ocupada. Así, hasta que un buen día, o, por mejor decir, una buenanoche, su llamada no halla respuesta. Al fin ha encontrado el cáraboadolescente un lugar donde establecerse, un lugar a la luna donde poder vivir yprocrear, fundar una familia para que, a su vez, los pollos nuevos reincidan alotoño siguiente en la aventura del exilio.

A veces, en la soledad de nuestro refugio de Sedano, cuando el grito o larisotada del cárabo quiebran el silencio de la noche, nos preguntamos quéhabrá sido de nuestro amigo, aquel pájaro afable, confiado y charlatán, concara de viejecita escéptica, que sostenía nuestra mirada y soportaba losdestellos de los flashes con la gracia y la naturalidad de una empingorotadaestrella de Hollywood.

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La bruja Leopoldina

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Existió una bruja muy dañinaque llevaba por nombre Leopoldina.Todas las noches, a eso de las doce,sin oírse el más leve roce—y con grandes pantuflas a la moda—levantaba su vuelo con la escoba.Al llegar a una casa muy hermosarodeada de rosas:«¡Adentro, mi escobita! ¡Arrea!¡Entra por la chimenea!».De esta manera la bruja decíay la escobita fiel la obedecía...

... como un perro de presa,y se colaba, hasta aterrizar encima de una mesa.Una vez abajo, la bruja se apeabay toda la casa deprisa fisgabay las cosas que encontraba de algún valorlas iba cargando en su fiel escobón.Cuando ya tenía su buen montoncito

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abandonaba la casa por igual camino.Como quiera que este hecho repetíaa la misma hora durante tres días,alarmóse la dueña de la casay Perico se dijo: «A ver qué pasa».

Era una noche oscura como el negro;gemía el viento del tejado en el alero;las nubes bailaban alocada danzasin que Perico perdiera la esperanza.Dos horas hacía que esperaba ocultoel regreso del autor del hurto;y no se equivocó. Daban las docecuando se oyó en la chimenea el rocede alguien que bajaba poco a pococantando y riendo como un loco.Desde la puerta espiaba el chico...

... y vio a la vieja de los pies hasta los rizos,y teniendo una idea salvadoracorrió enseguida al cuarto de Amadora.Tomó una goma larga, fuerte y gruesa,y subiendo por encima de las tejasal pararrayos sujetó un extremoy de esta manera le preparó el anzuelo.

Sobre la chimenea Periquito hizocon mucho arte un nudo corredizoy de tal modo que al salir la brujase quedase enganchada, por granuja.Leopoldina, sin sospechar nada,se acercó, como siempre, muy ufana.Recogió tantas cosas como pudoy hasta intención de llevarse al gato tuvo,mas pensando que ya era mucha cargaprefirió seguir comiendo carne amarga.Y así se sentó en su escoba, como siempre,rechinando de gusto con los diente,sy tomando carrera por la estanciasubió por la chimenea a toda marcha...

... y, de pronto, ¿qué era aquello

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que la tenía agarrada por el cuello?«¡Por Satanás! ¡Una goma!¡Arrea, escoba!»Pero tanto tiró la desdichadaque la bruja, hacia abajo, qué arrastrada,y según Periquito calculóel pararrayos a la bruja atravesó.

Sin que crean ustedes que esto es coba,sigue volando aún fiel la escoba.

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La bruja Leopoldina y otras historias realesMiguel Delibes

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© Herederos de Miguel Delibes, 2010

© Editorial Planeta, S. A. (1989, 1982, 2018)Ediciones Destino es un sello de Editorial Planeta, S.A.Diagonal, 662-664. 08034 Barcelonawww.edestino.eswww.planetadelibros.com

T.L.2© del prólogo: Elisa Delibes, 2018

© de las ilustraciones del interior: herederos de Miguel Delibes, 2010

Sobre las obras del interior: Mi vida al aire libre, 1989; Tres pájaros de cuenta, 1982; Labruja Leopoldina, 2018.

© de la ilustración de la cubierta: Amy Judd / Hicks Gallery

Primera edición en libro electrónico (epub): mayo de 2018

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Conversión a libro electrónico: Newcomlab, S. L. L.www.newcomlab.com

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