La Bella, La Bestia y El Caballero GIACOMO BIFFI

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Para entender bien la teología actual.

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GIACOMO BIFFI

La bella, la bestia y el caballeroEnsayo de teologia inactual

INDICE

Primera parte ACLARACIONES

Capítulo primero.— El sueño de una tarde de verano. Explicación del título.................................. 13

Capítulo segundo.— Lamentación por los tiempos presentes. Explicación del subtítulo........................ 19

Capítulo tercero.— Templando la guitarra. Búsqueda de la integridad interior................................ 43

Segunda parte HACIA UNA SÍNTESIS DE TEOLOGÍA INACTUAL

Capítulo primero.— La bestia. Epicedio sobre los hijos de Adán........................................... 67

Capítulo segundo.— El caballero. Epinicio sobre el Hijo del Hombre......................................... 93

Capítulo tercero.— La bella. Epitalamio para la divina Sofía 115

I. El misterio nupcial del designio de Dios.......... 115

II. El misterio nupcial de la encarnación............. 120

III. El misterio nupcial de la Iglesia ................. 125

IV. El misterio eclesial de la mujer.................. 132

V. El misterio nupcial de la teología................ 135

Conclusión...................................... 143

Ubi Fides ibi libertas San Ambrosio

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PRIMERA PARTE

ACLARACIONES

La primera parte consta de tres capítulos. Estos tienen un carácter muy distinto entre sí y una importancia desigual.

Las personas muy serias o, en todo caso, las que no estén interesadas en saber el origen del título de este libro pueden saltarse el capítulo primero sin ningún inconveniente.

Para evitar disgustos, desaconsejaría la lectura del capítulo segundo a quienes estén persuadidos de que los cristianos, los teólogos, los pastores de almas deben clasificarse en «buenos» o «malos», según sean «abiertos» o «cerrados», «progresistas» o «retrógrados».

El capítulo tercero es fundamental para la comprensión del libro, del mismo modo que la restauración de la integridad espiritual del creyente es esencial para cualquier visión de las cosas que pueda todavía llamarse cristiana.

CAPÍTULO PRIMERO

EL SUEÑO DE UNA TARDE DE VERANO Explicación del título

No nos inquieten las vanas pesadillas ni nos engañen las visiones fatuas.

(Liturgia ambrosiana)

«La Bestia, la Bella y el Caballero»: me parece obligado explicar al que leyere este título tan desacostumbrado y, a primera vista, tan sin consonancia con la naturaleza del tema que tengo la intención de proponer. No para encontrar a toda costa una justificación: en rigor y con objetividad, incluso a mí me parece poco justificable. Quisiera más bien contar cómo me vino a la mente y se me impuso casi sin poder evitarlo.

Todo comenzó con una pesadilla durante una siesta en verano. Normalmente mis sueños son serenos, por lo que esta experiencia se me quedó más grabada en el alma, hasta el punto de que me es imposible olvidarla.

Un problema de conciencia

Era un viernes del verano pasado, y, para contar las cosas tal como son, había comido con apetito un buen plato de ñoquis (gnocchi) con ragú.

Pero, apenas desaparecido el último ñoqui, mi vieja conciencia de cristiano preconciliar me advirtió enseguida con tono severo que aquel poco de carne bastaba para hacerme violar la ley de la abstinencia. Pero mi conciencia joven, de católico bien informado sobre los cambios eclesiales de nuestra época, se apresuró a recordarme caritativamente la posibilidad que se me daba de sustituir la observancia tradicional con cualquier acto piadoso o cualquier obra de penitencia.

A decir verdad, no sé cuál de las dos conciencias estaba en aquel momento más inquieta; porque, si es cierto que la primera había logrado aguarme el placer de la comida, para la segunda la cuestión consistía sólo en que era una cuestión todavía abierta, por lo que no podía tranquilizarme con el pensamiento de la buena fe ni de la inadvertencia inculpable. Si para la

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norma antigua todo se podía concluir con el arrepentimiento y el propósito de estar otra vez más alerta, para la más reciente me quedaba todavía la obligación de hacer algo.

Es más, con la intransigencia y el maximalismo de los jóvenes, la conciencia «postconciliar» me

dio una sugerencia por la que se me reveló culturalmente comprometida, es cierto, pero también lacerante e incluso con alguna propensión al masoquismo: un ejercicio excelente de mortificación compensatoria —me dijo— y a la vez un acto de gran mérito intelectual sería la lectura de cualquier teólogo contemporáneo de renombre.

Asustado, tras haber regateado un poco el precio de la penitencia que debía imponerme, me resigné a leer un capítulo del tratado sobre la Iglesia de uno de los autores más famosos. Y como ciertos trabajos conviene liquidarlos cuanto antes si no quiere uno eternizarse y exasperarse en su tormento, me sumergí inmediatamente en la lectura y, después de algunas páginas, me quedé traspuesto.

Si no me cabe duda de que el mérito hay que atribuirlo a esta misericordiosa somnolencia, queda el problema de a quién corresponde, si a los ñoquis o a la teología moderna, la responsa-bilidad primera de la pesadilla que siguió.

Una pesadilla al estilo clásico

Creía tener ante mí, espectador fuera de escena pero partícipe a la vez y casi actor, un páramo desolado, donde sólo había dos criaturas vivas, muy distintas entre sí.

El sueño de una tarde de verano

De un lado había una muchacha bellísima, atada de modo cruel, que lloraba, gemía y pedía ayuda destrozándome el corazón. Del otro, una bestia enorme, horripilante que, todavía quieta, la miraba golosa con la complacencia de quien, hambriento, se encuentra al fin ante un banquete abundante y apetitoso y no trata de esconder sus firmes intenciones.

El asco y terror del monstruo me inducían a la fuga, mientras que la voluntad de correr a salvar a la bella muchacha me empujaba a arriesgarme. Y así no conseguía dar un solo paso. Y cuando un golpe de coraje y una llamada irresistible hacia el heroísmo —que a veces experimento en sueños— me llevaron a la decisión más valiente y más noble, resultó que un extraño entumecimiento retenía mis miembros y me impedía moverme. Cuanto más hacía por abalanzarme, más me atenazaba la maldita parálisis. Entre tanto, la fiera se acercaba imperceptible pero implacablemente a su codiciado manjar, y crecía el lamento desesperado de la muchacha.

Era como si por encantamiento hubiera entrado con toda mi persona en un canto de Orlando Furioso o en un antiguo icono de la leyenda de san Jorge, pero sin que ningún paladín ni ningún santo guerrero apareciera por el horizonte. Inerme, atónito, desalentado, me revolvía de piedad, de rabia, de horror, mientras un sudor frío me helaba. No era capaz de liberarme de ninguna manera de aquella angustia, ni huyendo, ni abalanzándome, ni siquiera saliéndome del sueño, que a modo de relámpagos se me manifestaba con tal sueño.

De pronto, llamado por los alaridos de la doncella o quizá también por las súplicas mudas de mi corazón, confiado a pesar de todo en la bondad intrínseca del orden del cosmos, apareció el perfil de un caballero, refulgente en su panoplia a los rayos oblicuos del sol poniente, montado en su gallardo palafrén, con un escudo dorado y bermejo y «un blanco penacho por casco»: era la imagen misma del gran vencedor y la viva figura de la salvación.

Vi extenderse el alivio por el bello rostro femenino con lágrimas, como la nueva luz de un cielo que se serena hace brillar las últimas gotas de lluvia. Vi a la fiera revolverse con rabia e hincharse de cólera ante el obstáculo imprevisto. Y me preparé para asistir con íntima satisfacción al combate, al triunfo seguro del libertador, a la gratitud de la doncella arrancada a su cruel destino.

Pero todavía no había terminado la pesadilla: a causa quizá de la trabajosa digestión o quizá por el peso de la lectura que acababa de hacer, la agitación onírica estaba lejos todavía de calmarse

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en un sueño tranquilo y reparador o desaparecer en la claridad del despertar. Por el contrario, iba a comenzar de nuevo de forma más angustiosa, aunque con escenografía más original.

La pesadilla se moderniza

El caballero, llegado tan a punto, no se aprestó enseguida a la batalla, sino que parecía querer primero analizar la situación, parándose, mirando ahora a una ahora a otra de las dos alegorías contrapuestas, reflexionando intensamente para sí. Y, por un prodigio sólo posible en los sueños, yo, siempre extraño al suceso y siempre dentro de él, seguía el surgir y el concatenarse de sus pensamientos como si fueran los míos.

«Lo primero —decía para sí el joven héroe— es no precipitarse: mala cosa es tomar partido antes de haber examinado bien la cuestión y de haber observado a los dos contendientes. Hay que huir de la intolerancia de quien divide sin matices el bien del mal y encuentra todas las razones y todos los entuertos, toda la verdad y todo el error, toda la belleza y toda la fealdad a esta parte sola o a aquella.

Quizá si se hubiera encontrado en esta situación uno de los muchos caballeros antiguos, famosos por su gran bondad y por su ingenuidad todavía más grande, ciertamente habría tomado partido de inmediato por la muchacha que llora y habría atacado con todas sus fuerzas a la bestia. Y así habría repetido una vez más la hazaña obvia, consabida, ya mil veces contada; lo que representa la culpa más grande que puede cometer un espíritu avanzado. Pero no la cometeré yo, que he hecho de la falta de prejuicios y del anticonformismo mi divisa.

El sueño de una tarde de verano

Examinemos de cerca a esta mujer que se queja y llora.

Llora, sí; pero también mi mujer llora muchas veces, y precisamente durante sus caprichos más tercos.

Parece aterrada y sin defensa; pero hay algo en su rostro —los pómulos, los rasgos de los ojos, la boca— que me recuerda a mi suegra. Es una semajanza inquietante: también mi suegra asume con gusto el papel de víctima desvalida de injusticias imaginarias.

Como bella es bella; pero su belleza no pasa el examen de una mirada experta y desencantada: es convencional, previsible, sin gancho.

En cuanto a su virtud, mejor no investigar; ¿quién lo juraría, visto que ha venido a meterse ella sola en este lío?

Parece no saber luchar; pero ¿quién me asegura que no haya asistido a algún curso de kárate? Si yo fuera el dragón no me fiaría.

Pobre animal, el dragón: en todas las historias de caballería y en todas las pinturas sacras es la víctima predestinada de los campeones del fanatismo. Todos le aborrecen, y sin embargo también él tendrá una madre que le quiere y una dragona que le encuentra simpático. Por lo demás, en sus ojos de fuego, en sus escamas de esmeralda y en sus colmillos brillantes y afilados, es posible ver una especie de terrible y fascinante belleza.

Y esto sin hablar de que este monstruo, tan malvado en apariencia, no trata en el fondo más que de procurarse con qué vivir y quizá lo ha movido la preocupación paternal de saciar el hambre de sus monstruitos. Impedírselo podría juzgarse como una acción ecológicamente incorrecta y como una intromisión indebida en el equilibrio biológico de la especie».

Así reflexionaba sin descanso el caballero. Y a medida que estas extraordinarias consideraciones le brotaban en su interior, también se le pintaban en su rostro pensativo. Poco a poco fui viendo cómo volvía el terror a la muchacha y cómo comenzaban otra vez a brillar de esperanza los ojos astutos y hambrientos del dragón. Por mi parte, había pasado del primer respiro de alivio al estupor, del estupor al miedo, del miedo a la angustia y de la angustia a la más negra desesperación.

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«¿Será posible —me decía— que ahora tenga que asistir a un pacto de alianza entre el guerrero y la bestia y luego a un asalto concertado en detrimento de la bella desventurada?».

De la pesadilla nace un libro

Era excesivo soportar este final grotesco, ni dormido: el hilo de mi sueño se rompió piadosamente.

Desde entonces vengo rumiando esta pesadilla de una tarde de verano, debida quizá a los ñoquis o quizá a la literatura teológica contemporánea.

El título de este libro responde a mi propósito de decir que estas páginas sólo quieren vencer la maldad de un mal sueño y tratar de devolverme, más allá de las alucinaciones, las apariencias, las modas culturales, a la comunión plena con la verdad de las cosas, como la cultivaron y cantaron las leyendas antiguas, donde los monstruos son monstruos, las doncellas doncellas, y los caballeros saben todavía distinguir entre dragones y muchachas bellas.

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CAPÍTULO SEGUNDO

LAMENTACIÓN POR LOS TIEMPOS PRESENTESExplicación del subtítulo

«Se llenó la tierra de ídolos, se inclinan ante la obra de sus manos» (Is 2, 8).

«Ensayo de teología inactual»: también el subtítulo de este libro exige una explicación. Reivindicar abiertamente la calificación de «inactual» puede parecer, en un tiempo en el que casi todos estamos atrapados por el culto a la actualidad, una provocación b cuando menos una coquetería. También a mí me parece que la observación está bastante fundada, y tampoco tengo el coraje de afirmar que la crítica que conlleva no sea pertinente: a mi edad y con el oficio que ejerzo debiera ser más reposado, menos fastidioso y más respetuoso con las ideas comunes.

Hasta que llegue mi conversión, quisiera aquí tratar de aclarar, a quien tenga la paciencia de escucharme, toda la seriedad que tiene, al menos según la intención del autor, un epígrafe que parecería dictado sólo por el gusto de oponerse.

Significados de la «inactualidad»

Esta jactanciosa «inactualidad» querría tener más de un significado.

Expresa en primer lugar la convicción de que, si se desea hablar eficazmente al hombre y no al envoltorio efímero que lo contiene, hay que hablar al hombre en cuanto hombre; y por lo mismo, si se quiere llegar al hombre de hoy, hay que apuntar al hombre de siempre. Los discursos programados para los «hombres de nuestro tiempo» no calan más allá de la cascara y no llegan a la verdadera sustancia del hombre.

Después está el temor, aunque esté poco justificado, de que algún despistado le clasifique a uno entre los teólogos contemporáneos. Es una clasificación de la que no me siento merecedor. Y no sólo porque sería un honor indebido, sino también porque de unos años acá circulan en la república teológica muchos con los que no me gustaría que se me confundiera.

Es verdad que hay también pensadores excelentes, dignos realmente de la calificación de «teólogos» que contribuyen seriamente al desarrollo dé la inteligencia de la fe; y la confesada «inactualidad» podría inducir a creer que yo quiera marcar distancias también respecto de ellos. Pero esto, en fin, es un inconveniente menos grave que el de ser asociado de algún modo y hasta considerado en connivencia con los despreocupados buscadores de novedades.

En tercer lugar, el subtítulo se propone declarar, con toda la claridad de que sea capaz, mi desacuerdo con lo que podemos llamar «ideología postconciliar», actualmente presente y activa en toda la cristiandad con una intensidad distinta y una virulencia desigual.

La ideología postconciliar

Es verdad que históricamente arranca del Vaticano II y de su magisterio, pero a través de un proceso de «destilación fraudulenta», puesto inmediatamente en marcha al día siguiente de la asamblea ecuménica.

La operación se podría describir esquemáticamente así:

— la primera fase consiste en la lectura discriminatoria de los pasajes conciliares, que distingue entre los asumidos y merecedores de cita y los que hay que pasar en silencio;

— en la segunda fase se reconoce como verdadera enseñanza del concilio no la que de hecho formuló, sino la que la santa asamblea nos habría dado si no hubiera estado aquejada por la presencia de muchos padres retrógrados e insensibles al soplo del Espíritu;

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— con la tercera fase se llega a decir que la verdadera doctrina del concilio no es en realidad la aprobada canónicamente sino la que debiera haberse aprobado si los padres hubieran sido más lúcidos, más audaces y más coherentes.

Con un método exegético de esta índole —nunca enunciado de modo explícito, pero no por ello menos implacablemente aplicado— es fácil imaginar los resultados.

Dichos resultados se ponen siempre a la cuenta del Vaticano II, por más alejados que estén de la verdad católica; y quien se aventure, aunque sea tímidamente, a disentir queda señalado con la marca infamante de «preconciliar», cuando no es inmediatamente clasificado entre los tradicionalistas rebeldes y los execrados integristas.

Y puesto que entre los «destilados de contrabando» del Vaticano II está también el principio de que la Iglesia no puede condenar ningún error so pena de pecar contra el deber de la comprensión y del diálogo, nadie se atreve a denunciar con fuerza y tenacidad los venenos con que se está intoxicando progresivamente al pueblo de Dios.

Concilio y «postconcilio»

Creo que es un trabajo preliminar obligado el distinguir cuidadosamente el concilio del «postconcilio», de modo que pueda aceptarse el primero de todo corazón y valorar el segundo a la luz del primero y de toda la doctrina revelada con un ánimo libre de cualquier intimidación y de cualquier recato cultural.

Esta distinción no debe turbar a ningún corazón creyente. Quien reflexiona a la luz de la fe sobre la historia de la salvación, sabe perfectamente que al igual que en nuestra existencia no hay acontecimiento nefasto del que Dios no saque algún bien para sus hijos, del mismo modo no hay obra de arte divina que el demonio no trate de convertir de algún modo en ocasión de malestar y de ruina. Lo cual es válido también para el Vaticano II, obra sin duda providencial e inspirada de lo alto.

Los «ídolos» postconciliares

En la conciencia de la cristiandad contemporánea y propiciados por el postconcilio, se esconden, como en la silla del camello de Raquel (Gn 31, 19.34), muchos idolillos de distintas clases. Naturalmente, no tratamos de recordarlos todos; nos limitaremos a indicar los que tienen una influencia más clara tanto en la indagación teórica como en la actividad pastoral.

La «antropolatría»

En los primeros decenios del s. XIX Feuerbach afirmaba que «el secreto de la teología es la antropología» y soñaba con el advenimiento de una teología de nuevo cuño, marcada por el hecho de «poner en el más acá al ser divino que la teología común, por miedo y desconocimiento, pone en el más allá».

Me inclino a creer que el pensador alemán, aunque sea de manera anónima, ha hecho escuela entre muchos católicos de la segunda mitad del s. XX y que su aberrante intuición, producto quizá de la gran borrachera marxista, ha encontrado tácitamente acogida después de tanto tiempo.

Parece que el hombre se ha convertido en el único objeto de nuestros pensamientos, de nuestros intereses y de nuestra adoración. Y, al desear captarlo en sí mismo, en su naturaleza autónoma y peculiar, alguien ha llegado incluso a proponer que también el creyente debe mirar al hombre «ut si Deus non daretur», como si Dios no existiera, es decir, prescindiendo de su Creador y contando sólo con la humanidad en cuanto tal, tomada en sí y separada de cualquier dependencia y toda significación superior.

Por el contrario, el hombre es intrínsecamente, y no por un revestimiento exterior, «imagen de Dios» y está en total relación a él; y así, excluir a Dios, aunque sólo sea metodológicamente, de

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la perspectiva sobre el hombre, quiere decir desnaturalizar al hombre y no captarlo en su verdad11.

Más todavía, por este camino se llega a una contradicción existencial. Somos «adoradores por constitución»: privados ideológicamente del verdadero Dios, necesariamente dirigimos hacia otro lado nuestros inevitables impulsos latréuticos y nos ponemos a adorar a las criaturas y al hombre como la primera de todas. Por otra parte, el hombre separado de su Arquetipo y de su Fuente es tan frágil, débil y manipulable que, en el acto mismo en que creemos adorarlo, ponemos las premisas de su profanación.

Es fácil observar cómo la pérdida del Padre de ordinario ha conducido fatalmente, ya al culto indebido de la personalidad y a la veneración del tirano, ya a la esclavitud de los hermanos.

Naturalmente esta «antropolatría» no tiene nada que ver con el «antropocentrismo» de quien reconoce al hombre como «el culmen del universo y la suprema belleza de la creación», el que detenta «la soberanía sobre todos los seres vivientes», como dice san Ambrosio.

El antropocentrismo es prerrogativa esencial del designio divino, en este orden de cosas elegido libremente entre los infinitos posibles, visto que el Padre ha colocado a Jesucristo, hombre divinamente personalizado, en el centro de todo y en él ha llamado a sí a todos los hombres, haciéndolos participar, mediante la inhabitación del Espíritu Santo, primero en su naturaleza y después en su gloria misma. Como se ve, el verdadero antropocentrismo incluye en su mismo contenido conceptual la relación privilegiada con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo, y no deja espacio a ninguna forma de antropolatría.

Antropolatría y antropocentrismo, aunque externamente pueden presentar alguna semejanza, en su realidad son, pues, distintos e incompatibles.

La antropolatría es propia de quien ha «cambiado la gloria de Dios incorruptible por la imagen y

la figura del hombre corruptible» (Rm 1, 23); y es el puerto obligado de quien, perdiendo de vista al Autor del ser y de la vida, tiene en definitiva una visión atea del mundo. El antropocentrismo es propio de quien honra al hombre por lo que el hombre es; no va en absoluto contra el culto del verdadero Dios, sino que constituye el peldaño desde donde se puede alzar el reconocimiento del Padre.

La cultura antropolátrica origina por regla general sociedades inhumanas, en las que el hombre —teóricamente adorado— queda de hecho barrido, convertido en siervo, privado de todo objetivo plausible de existir. La cultura antropocéntrica es una llamada interior al Padre y a su designio de amor, sin lo cual no sólo no puede verse al hombre como centro de todas las cosas, sino que parece más bien un trozo sin importancia de materia a la deriva en el mar de la insignificancia.

La semejanza exterior puede quizá inducir a equívocos; pero no hay diálogo o connivencia posible entre antropolatría y antropocentrismo, a menos que la una o el otro dejen de ser en la realidad lo que sus nombres significan.

En realidad, la cuestión del redescubrimiento del Padre es preliminar a cualquier discurrir serio sobre un humanismo no ilusorio.

Una de las citas que más se han repetido en estos años es la frase luminosa de san Ireneo: «la gloria de Dios es el hombre viviente». Si se entendiese mejor la verdad de esta frase, se evitaría el peligro de tergiversaciones instrumentalizadas ideológicamente, y se demostraría mayor respeto hacia el pensamiento de este escritor antiguo si nos acostumbráramos a citarla en su integridad: «La gloria de Dios es el hombre viviente; pero la vida del hombre está en la contemplación de Dios».

La «cronolatría»

1 «Si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios, y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le escape la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador se esfuma. Por lo demás, cuantos creen en Dios, sea cual fuere su religión, escucharon siempre la manifestación de la voz de Dios en el lenguaje de la creación. Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida» (Gaudium et spes, 11 36).

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El segundo ídolo lo ha señalado J. Maritain al hablar de «cronolatría» o «adoración de la actualidad». La lucidez de la denuncia del pensador francés no ha impedido, sin embargo, que este «culto» se extendiese o se afirmase cada vez más en la cristiandad, hasta el punto de ser ya un hábito mental adquirido que ni siquiera tiene necesidad de justificarse.

Sin afirmarse nunca expresamente, tal actitud se trasparenta de modo con frecuencia involuntario y por lo mismo más significativo en el lenguaje de uso corriente, en el que la adjetivación del reproche teórico no es: falso, errado, ilógico, malo, aberrante; sino más bien: superado, sobrepasado, retardado, viejo. No cuenta tanto la verdad cuanto su formulación reciente. Las ideas, como los huevos, deben ser «del día».

Hasta se oye a veces la descalificación de un teólogo o de un obispo con la frase: «se quedó en el concilio de Trento»; donde sorprende que la condena no se exprese con la indicación de lo que, una vez demostrado, podría constituir una crítica justa (esto es, por ejemplo, su no consonancia con la doctrina del Vaticano II), sino de lo que acaso debería representar un título meritorio (esto es, su fidelidad a la doctrina de un magisterio solemne que, aunque sea antiguo, sigue teniendo autoridad). Y con esta desenvoltura «cronolátrica» se dispensa de presentar pruebas de una eventual infidelidad al magisterio más reciente.

Del mismo modo, se nos exhorta con frecuencia a rezar por los «hombres de nuestro tiempo», como si acaso alguien hubiera tenido la tentación de recordar en sus oraciones a los asirio-babilonios; o a vivir en el «mundo de hoy», contra el peligro de caer inadvertidamente en la época carolingia; o a comprometerse a «ser modernos», que es un poco como si una vaca se empeñase en tener rabo22.

No nos maravilla entonces advertir que el tema de la «vida eterna» sea cada vez más raro en los tratados eclesiásticos, donde en cambio ocupan cada vez más espacio las cuestiones del «tiempo presente». Es justo y necesario tratar de éstas sin evasiones alienantes, pero no «en vez de aquélla», sino «a la luz de aquélla»: sólo con la conciencia siempre inquieta de la «vida eter-eterna» y de su importancia incomparable es posible «redimir al tiempo presente», volviéndole a dar sentido y plenitud.

A veces se tiene la impresión de que los creyentes se aprestan sobre todo a rescatar el tiempo

presente, no de la vanidad y de la malicia de los «días malos» (cfr. Ef 5,16), sino precisamente de la amenaza opresiva de lo eterno, ante lo que se tiene el temor —como se ha recordado demasiadas veces— de que no deje espacio para la inserción en lo cotidiano.

El caso es preocupante: cuando se sustituye el fundamento de la libertad por la razón de la tiranía, la medicina por la enfermedad, la fuente de la energía por la causa de la parálisis, las esperanzas de sobrevivir son pocas.

Además suele ocurrir que atentar contra la fe lleva también a hacerlo contra la razón. Y así la «cronolatría», al invertir la perspectiva cristiana, daña también los mecanismos del raciocinio.

“Inquietándose por la verdad y aprehendiendo la verdad, el espíritu trasciende el tiempo». Por eso, «incorporar las cosas del espíritu a la ley de lo efímero, que es la de la materia y la de lo puramente biológico», quiere decir sofocar la vida misma del alma”.3

Cuando sigue siendo ella misma y no se desvía, «la razón no se preocupa de estar injertada o de aceptar la historia, como tampoco se interesa y se preocupa por ser contemporánea, sino sólo por ser «razón» y así de ser verdadera»4.

La «cosmolatría»

2 Naturalmente no hay nada de malo en usar estas locuciones, que pueden incluso tener la buena intención de sacar al cristiano de un planteamiento «abstracto» y demasiado apartado de sus condiciones de vida. Pero, consideradas como un «latiguillo lingüístico», son la prueba de un planteamiento espiritual obsesionado sin motivo suficiente por el culto a la actualidad.

3 Cfr. J. MARITAIN, Le paysan de la Garonne, París, 1966, p. 28; trad. esp.: Elcampesino del Garona, Bilbao, 1967, pp. 41-42.4 Cfr. I. BlFFI, Cultura cristiana, Milán, 1983, p. 56.

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De todas las idolatrías que nos afligen, la adoración del mundo es sin duda la más clamorosa. Hoy puede uno hablar mal impunemente de la Esposa de Cristo sin sufrir la menor molestia eclesial; pero si se aventura a escribir dos renglones contra el «mundo», que se prepare a esperar al menos un tirón de orejas incluso de los recensores más benévolos y piadosos.

Esta cosmolatría salta tanto más a la vista en cuanto que choca con todo el modo de hablar empleado por la ascética tradicional: la «huida del mundo», la «renuncia al mundo», el «desprecio del mundo» desde los comienzos del cristianismo hasta hace pocos años han sido los temas clásicos de la reflexión y de la predicación; pues bien, de ellos no queda ya ni rastro en las comunidades cristianas de hoy. En su lugar se propone la «inserción en el mundo» e incluso el «servicio al mundo».

Al examinar con atención algunos textos eclesiásticos recientes (por ejemplo, algunos formularios sugeridos en algunos sitios para la oración de los fieles), se tiene la impresión de que los vocablos «mundo» e «Iglesia» han cambiado sin más de sentido respecto al uso de antes. En efecto, se pide siempre que la Iglesia entienda, reconozca, se convierta, abandone su egoísmo y su voluntad de poder etc.; y por el otro lado se pide que al mundo se le reconozcan y satisfagan sus aspiraciones, se le ayude en sus necesidades, se exalten sus valores.

Al escuchar ciertas exaltaciones del mundo, uno se pregunta en qué hora le vino en mente a Jesús fundar la Iglesia y empeorar tanto las cosas.

Al menos en el campo terminológico es innegable la ruptura con toda la tradición anterior. Pero, ¿es de verdad sólo una cuestión de vocabulario?

En el principio de este cambio está la «Gaudium et spes»; pero se trata de la «Gaudium et spes» pasada por el filtro de la ideología postconciliar y, anestesiada de este modo, recibida acríticamente por muchos estratos de la cristiandad.

Al tratar el tema de las relaciones entre Iglesia y mundo contemporáneo, el Vaticano II llevó a cabo una obra estimable de clarificación e iluminación.

«Colocada en la perspectiva del Génesis y de la Suma Teológica, o sea, considerando la naturaleza humana y el mundo en lo que los constituye en sí mismos, la Constitución pastoral afirma sin ambajes la bondad radical de naturaleza y mundo, y la llamada al progreso que, por más contrariada que se encuentre por la ambigüedad de la materia y las heridas del pecado, se halla inscrita en la esencia de ambos.

Muestra, de un modo no sólo general, sino con un análisis muy avanzado y con aquella noble y firme generosidad que fluye de la divina caridad, cómo la Iglesia, aun manteniéndose en el terreno de su misión solamente espiritual y de las cosas que son de Dios, puede y quiere ayudar al mundo y a la especie humana en su esfuerzo por avanzar hacia sus fines temporales.

A decir verdad, es la doctrina perenne de la Iglesia la que se encuentra así afirmada —pero con notas nuevas y singularmente importantes, pues es reafirmada bajo el signo de la libertad—; y no ya para reivindicar el derecho de la Iglesia a intervenir ratione peccati en las cosas del mundo a fin de reprimir en él el mal (creo que a eso estará siempre obligada en una forma u otra), sino para declarar su derecho y su voluntad de animar, estimular y favorecer desde arriba, ratione boni perficiendi, si así puedo decirlo, y sin inmiscuirse en la autonomía de lo temporal, los desarrollos del mundo encaminados a alcanzar un bien mayor»5.

Pero la ideología postconciliar, pasando indebidamente por alto esta perspectiva, ha leído el documento como si en él se hubiese querido ofrecer —a propósito de las relaciones entre el «mundo», del que se habla repetidamente en los escritos apostólicos, y la Iglesia— una enseñanza en total contraste con la de las páginas de san Juan y Santiago.

La preponderancia de esta ideología nos explica cómo es posible que en este tiempo de exasperado biblismo no se hayan escuchado nunca muchas frases del Nuevo Testamento: es una especie de censura tácita pero severísima, ejercida sobre el Libro de Dios.

Precisamente porque la palabra de Dios no está encadenada (cfr. 2 Tm 2, 9), las transcribimos para comodidad del lector.

5 J. MARITAIN, op. cit., p. 83; trad. esp., pp. 87-88.

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«El mundo no puede odiaros; a mí sí me aborrece porque doy testimonio de que sus obras son perversas» (Jn 7.7).

«Ahora es el juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este mundo será echado abajo» (Jn 12, 31).

«El Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce» (Jn 14, 17).

«Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo» (Jn 15, 18-19).

«Y cuando él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio» (Jn 16, 8).

«Lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará» (Jn 6,20).

«Yo les he dado tu Palabra, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo» (Jn 17, 14).

«Padre justo, el mundo no te ha conocido» (Jn 17, 25).

«No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él» (1 Jn 2, 15)-

«El mundo y sus concupiscencias pasan; pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Jn 2, 17).

«El mundo no nos conoce porque no le conoció a él» (1 Jn 3,1)-

«No os extrañéis, hermanos, si el mundo os aborrece» (1 Jn 3, 13).

«Todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo. Y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe. Pues, ¿quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» (1 Jn 5, 4-5).

«Sabemos que somos de Dios y que el mundo entero yace en poder del Maligno» (1 Jn 5, 19).

«La religión pura e intachable ante Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación y conservarse incontaminado del mundo» (St 1, 27).

«¡Adúlteros!, ¿no sabéis que la amistad con el mundo es enemistad con Dios? Cualquiera, pues, que desee ser amigo del mundo se constituye en enemigo de Dios» (St 4, 4).

«El mundo mediante su propia sabiduría no conoció a Dios» (1 Co 1, 21).

«Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios» (1 Co 2, 12).

«La sabiduría de este mundo es necedad a los ojos de Dios» (1 Co 3, 19).

«La tristeza del mundo produce la muerte» (2 Co 7, 10).

«En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!» (Ga 6, 14).

Sabemos muy bien que, junto a estas frases, hay en el Nuevo Testamento otras expresiones en las que la palabra «mundo» indica la creación de Dios que es buena, y la humanidad que espera la salvación y a la que Dios ama. No podríamos menos de saberlo ya que son pasajes que se nos recuerdan desde todas partes; por lo que su recuperación hoy, tras la Gaudium et Spes, afortunadamente ni se plantea. Sí se plantea en cambio para los pasajes que hemos seleccionado arriba: ¿dónde ha ido a parar toda esta temática en la cristiandad de nuestro tiempo? Aun suponiendo que sólo haya sido un cambio de lenguaje, ¿bajo qué expresiones de nuestro tiempo se oculta esta doctrina?

Todo parece hacer pensar que no se trata del desuso de una terminología, sino de una doctrina explícita de la Revelación que no encuentra ya lugar en la actual reflexión teológica y pastoral. De este modo el organismo eclesial, privado de sus defensas naturales inmunizadoras, queda peligrosamente expuesto al contagio de esa «cosmolatría» que aquí estamos denunciando.

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Hay que partir del dato revelado tomado en su integridad, sin someterle a ninguna selección apriorística.

Una frase del evangelio de Juan nos recuerda ella sola toda la multiformidad de la palabra de Dios a propósito del «mundo».

«En el mundo estaba (la Palabra) y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció» (Jn 1, 10).

El vocablo «mundo» aparece tres veces en dos líneas y cada vez con matices distintos.

«En el mundo estaba»: se refiere al hecho de la encarnación y a la presencia del Verbo en la realidad creada. Es una indicación que no implica ninguna valoración. En el mismo sentido la parábola del sembrador dice: «el campo es el mundo» (Mt 13,38).

«Y el mundo fue hecho por ella»: aquí se afirma implícitamente la bondad originaria del mundo, y, por tanto, la presumible disposición de acogida hacia el Hijo de Dios. Desde la misma dimensión se dice que «tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único» (Jn 13, 16).

«Y el mundo no la conoció»: aquí la palabra «mundo» expresa el gran enigma de la oposición sistemática, permanente, ineludible, con la que se topa y se topará siempre la iniciativa salvífica. Y al discípulo de Jesús se le exhorta continuamente a no perder nunca de vista y a no infravalorar esta trágica realidad.

El mundo es, por tanto, o un simple espacio o una realidad buena en su origen o una fuerza maligna que se opone a la salvación y trata de anularla. No se descarta ninguna de estas tres acepciones.

Lo que no está en el Nuevo Testamento es la idea de que el mundo deba instruir, iluminar o incluso salvar a la Iglesia. Ni tampoco está la idea de que el mundo sea una realidad tan buena y santa que no tenga necesidad de la restauración de Cristo, actualizada en la Iglesia.

Quien se mueva por una justa convicción del valor intrínseco e inalienable de las cosas, creadas y reconocidas por Dios como «buenas» (cfr. Gn 1), y sostenga que aquí se agota todo lo que el cristiano ha de decir sobre el «mundo», tiene el riesgo objetivo de no reconocer la presencia activa y continua del mal, de banalizar la redención y de hacer superflua la cruz de Cristo. Muchas actitudes importantes en los cristianos de hoy en su relación con el «mundo» serían dignas de aplauso en un orden de cosas de inocencia incontaminada; un orden bello en sí y deseable, pero que no se da.

El irenismo a toda costa respecto a todo y a todos es quizá una nostalgia de la paz del Paraíso terrestre (donde, por otra parte, no faltaba la serpiente); o, si se quiere, es una pregustación abusiva del estado de ánimo que será nuestro gozo en la Jerusalén eterna: en relación con el estado de lucha que estamos viviendo es una anticipación indebida6.

El «servicio al mundo»

Parece también útil una breve reflexión acerca del «servicio al mundo» que se nos señala con frecuencia como deber de la Iglesia y de los creyentes.

La afirmación está cargada de ambigüedad y, si no se aclara, puede provocar a la larga una visión distorsionada del compromiso cristiano. Los equívocos posibles son dos: uno sobre el concepto de «mundo» y otro sobre el deber del «servicio».

6 Es curioso advertir en la historia eclesial que el programa espiritual y cultural de la «huida del mundo» logra con frecuencia animar una acción incisiva en la sociedad y consigue volverla a plasmar realmente a la luz del Evangelio. Baste pensar en la incidencia de san Ambrosio en la realidad social y política de su tiempo, él que también escribió un «De fuga mundi» y que plantea continuamente en sus escritos la urgencia de la soledad con Cristo, lejos del tumulto del «foro». Un segundo ejemplo significativo lo dio el monaquismo que, al encerrarse en el microcosmos del monasterio para seguir el ideal de una vida evangélica perfectamente coherente, ha contribuido en realidad de manera determinante al surgimiento de la nueva Europa.

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Por «mundo» se puede entender aquí sólo la humanidad que —atribulada, desviada, sin luz— espera la salvación. No ciertamente el «mundo» por el que el Señor no ha rezado y que la palabra de Dios nos invita a odiar, y cuya oscura existencia no debemos olvidar nunca.

Y el «servicio» más urgente que puede prestarse a los hombres caídos e infelices es el anuncio del Salvador y del proyecto de amor que el Padre ha pensado para nosotros: ésta es la verdadera «promoción humana», que después se convierte en el resorte propulsor de todo el otro progreso del bienestar, de la paz social y de la justicia terrena.

Está por demás decir que el único al que hay que servir propia y directamente es al Hijo de Dios, Jesucristo. «Hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo» (1 Co 12,5). Ningún otro puede ser reconocido como dueño.

Es verdad que el único Señor nuestro se ha hecho «siervo» de todos: y nosotros, si queremos real y verdaderamente servirle, debemos hacerlo asociándonos a él en este servicio a los demás y atendiendo en consecuencia a las necesidades reales de todos.

El discernimiento, que puede parecer sutil y quisquilloso, es sin embargo esencial: nosotros, siervos de Cristo, nos hacemos en él servidores de los hombres; pero por eso no estamos obliga-dos a dar siempre a los hombres lo que les agrada y lo que esperan de nosotros. Tenemos el deber de servirlos según la voluntad y las decisiones del único Señor verdadero, que se ha hecho siervo suyo, es decir, que se ha puesto al servicio de su verdadera felicidad. A él y a nadie más hemos de rendir un día cuentas de todas nuestras acciones.

La «esquizolatría»

La cuarta «latría» nace y se alimenta de una «fobia». Él miedo obsesivo al integrismo —es decir, la actitud mental de resolver los problemas humanos de todo orden deduciendo las soluciones de los principios de fe— induce a algunos incautos al culto exasperado de la división de los ámbitos y a la exaltación de la impermeabilidad total entre un plano y otro del compromiso humano.

A este respecto, se imponen algunas anotaciones. La inercia mental, el esquematismo de lenguaje, la incapacidad de seguir la sucesión real de los cambios culturales, contribuyen a ocultar el hecho de que un integrismo católico —que aunque tuvo su temporada larga y nociva— ya no existe hoy sino en franjas insignificantes de la cristiandad. Hace tiempo que murió, aunque algunos desprevenidos y muchos interesados sigan evocando su fantasma. No hay peligro de daño en luchar contra su sombra y por eso abundan los valientes que se aventuran en estas batallas.

Por el contrario, existen —rampantes, acríticos, seguros de sí— otros integrismos de distintos colores: hay un integrismo marxista, un integrismo radical, un integrismo laicista, un integrismo liberal, y hasta un integrismo mazziniano7. Cada «parroquia» política en Italia se cree tener una concepción totalizante de la realidad, capaz de iluminar todos los problemas, incluidos los referentes a la conciencia moral, a los contenidos del compromiso religioso y a las formas con que se ejerce el ministerio eclesial. Todas estas «parroquias» tratan de mantener viva la fobia del integrismo católico; y la mayoría de las veces marcan con esta etiqueta cualquier deseo de coherencia cristiana y se condena con este título cualquier propósito de irradiación de la fe en la cultura y en la vida. No hay que extrañarse; más extraño es que este tipo de intolerancia tenga eco en muchos creyentes también sinceros.

Pero la esquizolatría es sobre todo un atentado a la visión genuina cristiana de la realidad. Parece ignorar totalmente la existencia de un solo Señor, en quien, por quien y hacia quien existe todo, tanto en el orden de la redención como en el de la creación. Y así ataca al corazón de la unidad del plan divino y de la misma intelegibilidad última de este universo que es el que de hecho existe.

Permítasenos reproducir algunas páginas llenas de lucidez de Inos Biffi, que merecen releerse y meditarse profundamente.

7 En consonancia con la ideología de G. MAZZINI (1805-1872), fundador de la Giovane Italia, título a la vez de un partido y de un periódico (N. del trad.).

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«El primer punto de partida errado es la subdivisión, incluso la distinción entre el plano de la creación/o de la naturaleza y el plano de la redención/o de la gracia. Esta distinción, que puede llegar incluso a la separación, no es aceptable ni se puede proponer en teología. Desconoce el primer dato del actual y concreto orden de la realidad, que es el proyecto originario, absoluto y total —sobre el que ya hemos insistido— que consiste en la predestinación del nombre y del universo en Jesucristo resucitado de la muerte. Es indudable que Dios habría podido concebir otro orden de providencia; es indiscutible que sólo la fe —que hace oyentes de la Palabra— trasmite íntegramente este designio original frente al que los demás son hipotéticos, mientras que éste es en todo caso un hecho, fuera del cual sólo existe, objetivamente, la no existencia o la hipótesis.

Una teología correcta no aceptará nunca un orden natural y yuxtapuesto a él otro sobrenatural existentes en su concreción y que habría que mantener unidos. Y en consecuencia, una especie de naturaleza-razón neutra, válida para todos, no referida a Jesucristo, de «pura» entidad «creatural» (o sea, dependiente de la pura creación). De donde se deduce que, si por mediación hubiera que entender el acto que se esfuerza en unir esos dos órdenes separados en su origen, aquella sería simplemente incorrecta e imposible. Por desgracia hemos constatado que un cierto lenguaje y algunos planteamientos conceptuales traducen tal cual esta dicotomía insostenible.

Se echa de menos un pensamiento que traduzca, además de la cultura religiosa e histórica, una doctrina teológica críticamente fundada. La verdad es otra: en el designio originario en Jesucristo se incluye la «razón», la «filosofía», la realidad del ser, y se incluye no como sustitutoria de la fe, sino en su especificidad. La razón, por el hecho de ser creada en Jesucristo, no deja de ser lo que es; su acogida por la fe del designio divino en Cristo no la degenera ni la humilla. Para poder hablar con precisión de mediación hay que salir de este equívoco. El cristiano va todavía más lejos: entiende que la gracia no sólo no adultera la razón, sino que la sana; la redención reintegra en cierto modo la razón a ella misma.

Un segundo punto errado de partida sería el de poner a un lado el dato de la fe y a otro el dato de la historia, y por lo mismo el de la temporalidad, de la política, como si no perteneciesen a la fe la historicidad y lo político, en una palabra, la antropología filosófica. Hay datos de intelegibilidad y de estructura antropológica cuya eliminación significaría la eliminación del mismo designio originario. El cristiano no toma prestada de la filosofía pagana-neutra la dimensión racional del hombre: más bien reconoce que a veces fuera del horizonte de la fe consciente existen valores que pertenecen al plano de la salvación, el cual no se separa ni se distingue de hecho —¡en concreto!— del plano de la «creación», como ya hemos dicho.

Al hacer historia, cultura, política, etc., el cristiano no hace otra cosa que realizar y determinar una dimensión del contenido de su fe, poniendo en marcha la racionalidad que es un ingrediente real del designio divino: un ingrediente que requiere reflexión, búsqueda, confrontación; que llega a niveles de más o menos certeza, que deja espacios a la hipótesis y márgenes de pluralismo. Si en un cierto sentido es verdad que no hay un camino directo de la fe a la política, es igualmente verdad que la política pone en marcha elementos que no disienten ni alteran el plan integral originario. Se ha hablado, con fundamento, de «humanismo integral».

Más propiamente habría que hablar de «cristianismo integral». Es más: se ha dicho —y justamente desde una determinada perspectiva— que hay que distinguir para unir; desde nuestra perspectiva es claro que hay que «distinguir en lo unido». Una mediación que estuviese configurada como el esfuerzo o el deber de unir la salvación y la historia, el evangelio y la política, como si estuviesen constitutivamente separados, es una pura ideología, en cuanto que supone radicalmente fuera la segunda vertiente del orden salvífico, o en cuanto se representa a la historia más bien míticamente como entidad en sí que hay que «bautizar». El constitutivo originario impone una filosofía con sus propiedades características: ella es un deber del creyente, y cada uno, sabio o ignorante, la fórmula, aunque sea con formulaciones distintas. En verdad, el cristianismo no puede dejar de lado la filosofía, pero la causa está en que el hombre creado por Dios en Jesucristo es un ser «filosófico», con todo lo que esto significa8.

La «bibliolatría»

8 I. BlFFi, op. cit., pp. 65-67.

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La admiración por la Sagrada Escritura, el redescubrimiento de su valor vital, los estudios de que ha sido objeto, representan ciertamente una conquista preciosa de nuestro tiempo. Se puede incluso decir que los católicos no la han leído, meditado y amado suficientemente; es de esperar que se avance por este camino con paso más rápido y con ánimo más resuelto.

Sin embargo, hay algo que nos inquieta en el modo actual de acercarnos al Libro de Dios, que nos lleva a formular algunas observaciones que proponemos con llaneza menospreciando el riesgo no hipotético de ser malentendidos y juzgados.

Nosotros no somos el «pueblo del Libro»: en rigor no somos tampoco el «pueblo de la Palabra»: somos el «pueblo del acontecimiento». La Palabra de Dios resuena en el interior del aconteci-miento salvífico y, traduciéndolo no sólo en un hecho sino también en una iluminación, no sólo en una «res» sino también en un «signum» elocuente, no sólo en un «misterio» sino también en un «evangelio», lo ofrece a nuestra contemplación para que ésta nos lleve a la participación total de la vida.

La «página sagrada» es el medio privilegiado por el que podemos llegar a la «Palabra» para nutrirnos y vivir en la inteligencia de lo sucedido. No es, por tanto, un absoluto, sino que está ordenada al acontecimiento. El acontecimiento seguirá en el Reino eterno, cuando la Biblia no tenga ya razón de existir ni valor.

Durante casi un siglo la Iglesia no tuvo un canon de los libros sagrados cristianos, sin que por eso pudiera decirse que le faltaba algún elemento esencial. Incluso cuando todavía no se habían escrito los evangelios ni se habían recopilado las cartas de los apóstoles, la Palabra de Dios resonaba con toda su fuerza en la Iglesia y la salvación estaba presente y operante.

Quien se coloca de lleno dentro del acontecimiento se pone en las condiciones justas de leer la Sagrada Escritura y de captar su sentido último. Quien no se coloca de lleno en ese aconteci-miento, o no lo hace con una conciencia siempre renovada, por muy numerosas, eruditas, científicamente críticas que sean sus citas, está siempre en peligro de quedar fuera del Libro de Dios y de no probar su sabrosa sustancia.

Comenzando por el demonio, que en los relatos de los sinópticos se muestra muy ducho en citar pasajes inspirados con que sostener sus argumentos, la historia de las aberraciones teológicas se caracteriza por el abundante recurso de los herejes a los textos escriturísticos. Y en verdad también en nuestros días asistimos a veces a «aluviones» de frases bíblicas que ocultan una infidelidad de fondo a la Palabra de Dios.

Pero hay una asechanza más falsa y perniciosa: el uso abundante y casi obsesivo de la Biblia —pero separado del entendimiento que reclama siempre el acontecimiento salvífico, el cual engloba a la Sagrada Escritura y la trasciende-— puede conducir a una visión meramente «cultural» del cristianismo y a convertir el acto de fe no ya en un «asentimiento real» sino en un puro «asentimiento nocional» mientras que —como dice espléndidamente santo Tomás— «actus credentis non terminatur ad enuntiabile sed ad rem»: el acto de fe no tiene como su término último una serie de nociones sino una realidad9.

Desdichado el teólogo o el exégeta que, al pensar en Jesucristo, se remite en primer lugar y como por instinto a un personaje de la catequesis sinóptica o a un tema de la especulación de Pablo, y no al Salvador que indudablemente se refleja en los Libros sagrados, pero sólo en cuanto, antes que toda otra cosa, existe en sí, al margen y antes que cualquier testimonio, como alguien que está vivo.

Un católico de corazón sencillo, a la pregunta: «¿Dónde está Jesús?», responde de una manera completamente obvia y natural: «En el cielo a la derecha del Padre y en la Iglesia en el sagrario», sin que le pase ni de lejos por la cabeza ponerse a citar la Sagrada Escritura. Para él se trata de dar las señas de una persona real y concreta. ¡Qué pena! si a la pregunta respondiera: «Se encuentra en el evangelio de Lucas, en el «Corpus» joanneo, en la carta a los Hebreos»; es decir, si comenzase a dar como respuesta la indicación de un «lugar» escrito.

En los modos aberrantes que aquí se han descrito, la Sagrada Escritura se convierte no, como debe ser, en una forma excepcional de acercamiento al misterio que nos trasforma y nos salva, sino en un muro entre nosotros y el Señor Jesús. Así, sería un «ídolo».

9 II-II, q. 1, a. 2, ad 2. La distinción entre «asentimiento nocional» y «asentimiento real» es uno de los conceptos fundamentales de la Gramática del asentimiento de J. H.NEWMAN.

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El santuario de nuestro corazón y el «templo» de la comunidad cristiana, consagrada en Cristo y ofrecida al Padre por el ímpetu del Espíritu, tienen que purificarse de este ídolo»10.

Algunos signos de salud teológica y pastoral

Esta relación de las «idolatrías» más extendidas no debe hacernos creer que todo esté desviado en la cristiandad y que no seamos ya verdaderos adoradores del Dios vivo. También hay que reconocer que el Espíritu Santo está actuando hoy más que nunca y logrando con sus prodigios inesperados aliviar los efectos nefastos de una desfachatez eclesial que ha alcanzado en nuestros días cotas excepcionales.

De este modo, las comunidades cristianas, sin fuerzas y desanimadas ante una mundanización tan profunda, reciben vitalidad y se sienten confortadas por el encuentro con personas, grupos y movimientos que, con formas y coloraciones espirituales distintas, se aprestan a una adhesión generosa al Evangelio y a una participación plena en el hecho salvífico.

Este fenómeno, que en su conjunto ha supuesto una grata sorpresa tras la esterilidad de un secularismo árido, ruidoso, sin futuro, se muestra complejo, agitado, confuso y comporta el problema de un análisis preciso y de una evaluación desapasionada.

¿En qué signos podremos reconocer, en la concreción de este momento histórico, la salud teológica y pastoral de las fuerzas que van aflorando poco a poco en el mundo cristiano?

Después de la experiencia de estos decenios y tras una larga reflexión, creemos poder sugerir, como contribución a un discernimiento que no sea abstracto y puramente nominal, la atención a tres notas características. Ciertamente no son las únicas que se requieren ni quizá las más importantes, pero son las que pueden ayudar en la presente hora11.

La primera es el agudo sentimiento de la distinción entre el bien y el mal, la conciencia de que entre el bien y el mal se da una lucha irreductible y la persuasión de que en este choque —que todavía existe y que existirá hasta la venida del Señor— cada uno de nosotros está llamado a combatir según las formas y posibilidades que de hecho se le han dado12.

10 En realidad, la cuestión en el campo teológico es todavía más seria de lo que en relación al campo pastoral hemos tratado de decir aquí. El peligro está en el afianzamiento, insensible pero cada vez más amplio, de la tendencia (creemos que no plenamente consciente) a considerar la «res» —alcanzada en el acto de fe, cuando éste se da de verdad— científicamente incognoscible como el «noúmeno» kantiano, y, en consecuencia, dejando ya de ser objeto de la actividad teológica que se ejerce sólo sobre el «fenómeno». Con esto la teología se disuelve en la exégesis, y más tarde también en la historiografía, en la metodología, en el estudio de las mediaciones de las filosofías contemporáneas, en la psicología religiosa, en la sociología religiosa, etc.11 La «Nota» de la Comisión del apostolado de los laicos de la CEI [Conferencia Episcopal Italiana 1 de 1981 sobre «Los criterios de eclesialidad de grupos, movimien tos y asociaciones» ha enumerado de modo sistemático y, en su género, completo las connotaciones para la pertenencia a la Iglesia, poniéndose en un plano totalmente distinto del que aquí planteamos.12 La retórica acerca del «diálogo» y de la «confrontación» —que son actitudes laudables en sí mismas cuando no se convierten en nuevos nombres de claudicación y mundanización— ha contribuido sin duda a un «desarme general» de los cristianos, que tiene pocos precedentes en la historia.Incluso el uso acrítico e indiscriminado de algunas frases, que empleadas en su sentido tienen validez, ha contribuido a la difusión del espíritu de derrota o al menos de confusión. Para no quedarnos en la vaguedad, citamos algunas a continuación. «Hay que distinguir entre el pecado y el pecador». Principio muy atinado, pero que hay que aplicar teniendo en cuenta dos advertencias: que en realidad la afirmación no se convierta en dejar ya de distinguir entre el error y la verdad; que se tenga en cuenta que, si la condenación del error no debe quedarse en una abstracción inútil, hay que ponertambién en guardia al pueblo cristiano ante quienes de hecho siembran el error, naturalmente sin dejar de querer su verdadero bien y dejando siempre a Dios el juicio sobre las intenciones profundas de las personas. «.Hay que mirar más a lo que nos une que a lo que nos separa-». Este principio es válido sólo en proporción a la amplitud y a la importancia de lo que nos une y a la pequenez de lo que nos separa. Cuando se tiene la misma fe en la Trinidad, en Cristo, Hijo de Dios, crucificado y resucitado, en la vida eterna, es de tontos discutir sobre cuándo y cómo hay que cantar el aleluya. Pero cuando la división es sobre cuestiones sustanciales, querer arrinconarla y casi olvidarla quiere decir sufrir una alteración en lo

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La segunda es la convicción de que Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios crucificado y resucitado, es el Salvador del mundo y no a quien el mundo tiene que salvar. El es el vencedor, y nosotros tenemos que ser su victoria.

Por eso hay que recurrir a él —y por lo mismo al cristianismo— para que el hombre viva, crezca, salga a flote de sus contradicciones y de su servidumbre. Por el contrario, no se piense que sólo la aportación de culturas extrañas pueda permitir a Cristo ser todavía vital y al cristianismo ser todavía aceptado en nuestra época.

La tercera es la percepción de la belleza de la Iglesia y el estupor sorprendido por esta obra maestra del amor del Padre; o al menos la certeza de fe de que la Iglesia es la realidad más bella, más santa y más noble que el poder infinito de Dios ha recogido de nuestra polvorienta tierra y de nuestra infortunada humanidad.

De ahora en adelante este libro se propone, una vez conseguida la coherencia interior de fe, meditar sobre estos tres temas: la Bestia, o sea, las fuerzas del mal que todavía nos oprimen; el Caballero, esto es, el Vencedor del mal y nuestro Libertador; la Bella, es decir, la divina Sofía.

hondo y perder la propia identidad; así el ecumenismo se convierte de hecho, como seha dicho amargamente, en una «apostasía común». «La Iglesia debe hacerse creíble». Así como suena, el concepto está mal formulado y es inaceptable, porque convierte las exigencias y las persuasiones de los hombres en medida para juzgar la acción y la realidad de los cristianos, mientras que la única medida es el Señor Jesús y su verdad. La Iglesia debe esforzarse en ser cada vez más creyente; de este modo se hará cada vez más creíble a los ojos de los no creyentes bien dispuestos, que buscan la verdad, y cada vez más increíble a los ojos de los no creyentes que no tienen ninguna gana de creer.«hay que precaverse ante los profetas de desgracias». Si la frase se refiere a que hay que mantenerse lejos de ¡os que tratan de liquidar las razones de la esperanza cristiana (entre las que sobresalen la existencia de Cristo vivo y Señor, y la inalienable belleza de la Iglesia), entonces es justa y hay que aprobarla. Si se refiere a que hay que decir a toda costa y en todas las circunstancias que todo va bien, entonces quien la desmiente es la palabra de Dios. Normalmente los verdaderos profetas saben anunciar también el dolor y saben denunciar el mal; los pregoneros de las alegrías fáciles, de la tranquilidad.

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CAPÍTULO TERCERO

TEMPLANDO LA GUITARRABúsqueda de la integridad interior

«Feliz quien habiendo conocido estas cosas marcha debajo de la tierra;

éste sabe el fin de la vida y sabe su comienzo, que le fijó Zeus».

(Píndaro)

En el amplio templo de la cristiandad no faltan en nuestros días solistas voluntariosos que aturden la asamblea eclesial con gorjeos virtuosistas y melismas inauditos. Pero a los oídos de los simples fieles su música suena con frecuencia desafinada.

Quien se dispone a celebrar con todo el ímpetu canoro de su corazón la verdad de las cosas y la belleza del recamado de Dios, debiera antes imponerse como obligación la de templar bien su guitarra. Su voz, dócil a la inspiración de la realidad, puede hacerse de vez en cuando plañidera, triunfal, estática; pero siempre tiene que mantenerse entonada. «Bene canta, frater», nos exhorta san Agustín. Es decir: «Canta, hermano, pero canta con entonación»13.

Dejando de lado las metáforas, el hombre que se pone a pensar —y mucho más el creyente que se pone a pensar en la Iglesia— debe resituarse en ese estado de «entonación» o, si se quiere, de integridad natural, que le permita hacer del conocimiento lo que el conocimiento es: el ser que, al iluminarse, se abre al ser; no una construcción de elucubraciones audaces adosada al mundo, sino un reconocimiento humilde de lo que es; no un planteamiento, sino una contemplación; no un acto de dominio, sino una comunión ideal con lo que existe.

Esta llamada a la «integridad natural» no quiere ciertamente ser una exaltación del hombre sin cultura. Es más bien la exaltación del hombre sano y la afirmación de la urgencia de sanar de las distintas infecciones ideológicas.

En general, las ideologías atentan contra la integridad natural del hombre pensante ejerciendo una cuidadosa censura en relación con los «problemas eternos», que no obstante acompañarían naturalmente a cualquier vida consciente y que de hecho surgen apenas el espíritu, al substraerse a las intimidaciones y a los chantajes de las culturas opresoras, logra partir de nuevo y simplemente desde su humanidad.

La libertad de hacerse las «preguntas que merecen la pena» es prerrequisito indispensable de toda vida que sea verdaderamente racional. Quien se priva de esta libertad fundamental comete una especie de suicidio espiritual que, aunque se consume teóricamente en nombre de la «razón», es siempre un acto de pura y absoluta irracionalidad.

Ahora bien, los «problemas eternos» tienen como característica, además de la de ser ineludibles para todos, el de tener como respuesta universal e irrefutable un «dilema»; dos hipótesis contradictorias entre sí que juntas agotan todos los casos posibles, de modo que en la una o en la otra se debe necesariamente encontrar la verdad.

Ya la sola caracterización de estos dilemas, sin tener en cuenta la adhesión al uno o al otro de los dos «cuernos», es decir, de las dos posiciones posibles en abstracto, representa un gran paso adelante en el camino hacia la verdad, porque despeja el campo de tantas soluciones aparentes que en sí no tienen ninguna consistencia lógica. Pero, sobre todo, este examen permite descubrir y eliminar las numerosas incoherencias que a veces infestan el alma, cuando consiente que las hipótesis del dilema convivan de algún modo, actúen y proliferen, sin percatarse o sin preocuparse de su total incompatibilidad.

Para conseguir una recuperación plena de la integridad natural espiritual de ese «cantor entonado del ser» que es el creyente que busca la inteligencia de la fe, éste es un trabajo de primera necesidad, y como tal se propone aquí casi como introducción a los tres temas de que trataremos más adelante en este libro.

13 Comentario a los salmos, Sal 32, Disc. 1, 7.

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Primer dilema: a propósito de lo que está «antes»

Una característica ineludible del conocimiento humano es la de ser más grande que los datos experimentales de los que toma sus puntos de partida. No se deja aprisionar nunca por sus primeros objetos sino que los trasciende haciéndose preguntas que traspasan los límites de la pura experiencia.

Frente a su propia existencia, que ha tenido un comienzo y previsiblemente tendrá un final, el hombre se plantea el problema del «antes» y el problema del «después»: ninguna «cultura» puede impedírselo sin violentar la condición misma de la razón humana.

¿Qué hay detrás de mí? ¿Qué es lo que ha determinado mi venida a la existencia? Creo que nadie negará la naturaleza elemental y primaria de estos interrogantes que, precisamente por elementales y primarios, se imponen al hombre como tal, cualquiera que sea el grado y el tipo de su educación intelectual.

Hay que resaltar más bien que, pensándolo bien, es algo que nos coloca ante un dilema. Efectivamente, las respuestas posibles en abstracto son dos: o detrás de mí hay una casualidad o un proyecto. Mi antecedente lo constituyen o el azar o un acto de decisión inteligente: toda otra hipótesis se manifestaría enseguida o como provisional o como apariencia. Y puesto que por casualidad se entiende «ausencia de un proyecto razonable», las dos respuestas son contradictorias entre sí y no admiten soluciones intermedias: un «dilema», por tanto.

Sometidos como estamos un poco todos desde hace más de un siglo a las contradicciones de las distintas y cambiantes teorías científicas, es fácil que nos encontremos envueltos en la niebla y que no logremos percibir el dilema en su vigorosa simplicidad y en su imperiosa originalidad.

Es totalmente irrelevante averiguar si el hombre proviene o no del mono; si la vida orgánica ha surgido o no espontáneamente de la materia inorgánica; si el sistema solar tiene o no su origen en una nebulosa inicial; si la aventura cósmica tiene o no su arranque en el «big bang», esto es, en una explosión originaria. Son problemas de naturaleza científica y ofrecen gran interés para los estudiosos de la biología, la paleontología, la astrofísica y quién sabe cuántas otras disciplinas. Pero para el hombre en cuanto hombre no tienen importancia existencial alguna. Cualesquiera que sean los procesos que han intervenido en mi prehistoria, lo que cuenta es si han sido casuales o voluntarios: es la única cuestión que merece la pena a la consideración del hombre independientemente de su contexto cultural.

Hay que advertir que ambas respuestas -—una de las cuales tiene por fuerza que ser verdadera— tienen para mí algo de irritante, porque en todo caso demuestran mi dependencia de otro: un Otro, dotado de inteligencia y de voluntad en la hipótesis del «designio»; o un otro inconsciente y ciego, en la hipótesis del «azar»; pero siempre un otro.

Quizá contribuya a lo irritante el hecho mismo de que haya un «antes» de mí, y por lo tanto que haya algo distinto de mí y anterior a mí, en el que estoy obligado a reconocer mi fuente. Y quizá ésta sea la razón por la que la cuestión del «antes», siendo simple y natural, aparece con frecuencia censurada violentamente en las distintas culturas.

Determinarse por una o por la otra de las dos hipótesis posibles tiene consecuencias decisivas para toda la existencia.

Si detrás de mí está la casualidad, ésta se convierte en regla de mi vida. No se ve por qué deba seguir todavía bajo la guía de la inteligencia y de la voluntad lo que ha nacido del azar, es decir, sin intervención alguna de inteligencia y de voluntad. Quien no reconoce como premisa de su venida al mundo la verdad de un designio, tiene como ley intrínseca de su vida la ausencia de cualquier ley y como principio de comportamiento la negación de cualquier principio: la anarquía absoluta presidirá toda su conducta y todas sus acciones. Lo que ha nacido del azar, a partir del azar debe continuar.

Pero el hombre que así piensa se muestra en la realidad felizmente incoherente. Incluso los «ácratas» más intransigentes y consecuentes, cuando se examinan sus acciones, aparecen sometidos para suerte suya —todos sin excepción— a cientos de normativas interiores, a cientos de reglas férreas de comportamiento exterior; ordinariamente son incluso fieles adoradores de algunos «ídolos», es decir, de algunos axiomas que, sin ninguna justificación racional, usurpan en ellos de alguna manera la función vital de la verdad.

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Ya la misma fatalidad universal y absoluta de esta incoherencia nos revela lo inadmisible del origen casual.

Si, en cambio, detrás de mí existe un proyecto, entonces la norma es la búsqueda de mi consonancia personal con el proyecto que me ha querido a mí. Si he nacido de un acto de inteligencia y voluntad, entonces soy y debo ser un interlocutor consciente y libre. Si mi origen es el amor, entonces estoy llamado a vivir como una respuesta de amor. Si mi vida es fruto de un designio, tiene como significado la obediencia al designio que está antes que yo.

Pero también en el creyente, que naturalmente reconoce la existencia de un proyecto primordial, entra por desgracia en juego la incoherencia que en el plano práctico es más grave y preocupante que la del «ácrata»: en el «ácrata» es el signo y la prueba de que nadie puede apartarse totalmente de la verdad y de la justicia, por muy aberrantes que sean sus convicciones y por mucho que lo sean sus esfuerzos de suicidio espiritual; en cambio, en el creyente es la incapacidad de realizarse por parte de quien está, al menos inicialmente, en la verdad, y denuncia el riesgo de fallar en su propia existencia, presente también en quien posee de partida la visión justa de las cosas.

El redescubrimiento de la «obediencia» como principio práctico primero y decisivo es, pues, la tarea más urgente que debemos proponernos.

La obediencia es la virtud que es al mismo tiempo la inicial y la más elevada: la inicial, porque no se da ninguna «justicia» ni siquiera incoativa que no esté en conformidad con el designio del que todo arranca; la más elevada, porque en la obediencia perfecta a la voluntad originaria está precisamente la justicia perfecta. Y si es la virtud más alta, es también la más difícil de conseguir y de entender. No en vano la aventura terrena del Hijo de Dios, hombre perfecto y ejemplar, está narrada en la carta a los Hebreos como encerrada en dos actos de obediencia: «Al entrar en este mundo, dice: ¡he aquí que vengo... a hacer, oh Dios, tu voluntad!» (Hb 10, 5.7); y «aun siendo Hijo, con lo que padeció, experimentó la obediencia» (Hb 5, 8).

Segundo dilema: a propósito de lo que está «después»

¿Qué hay después de la muerte? Al no estar aprisionada por ninguna experiencia, la indagación racional no se para ante ninguna barrera, ni siquiera ante aquella que parece bloquear y acabar con la vida: para la razón el dato experimental es siempre un comienzo, nunca una valla que tenga que respetar, a no ser para la razón que se autodestruye.

¿Qué hay después de la muerte? También éste es un interrogante «humano», es decir, del hombre en cuanto tal; no está ligado a ninguna «cultura» determinada, ni lo provoca de por sí ninguna astucia religiosa o cualquier otra voluntad de dominio, aunque a veces se busca convencerse de lo contrario.

El preguntar no es nunca prepotencia ideológica; prepotencia ideológica es, si acaso, impedir con mil argucias distintas que una pregunta, cualquiera que sea, pueda plantearse libremente.

También este segundo interrogante da origen a un dilema. Descartadas todas las hipótesis que son de por sí provisionales y que por tanto remiten a resoluciones posteriores, las salidas posibles son dos: o «después» está la aniquilación, o «después» está la vida eterna.

Aniquilación y vida eterna se refieren las dos al sujeto consciente que se plantea el dilema, y se refieren a él precisamente en cuanto consciente. Para mí carece totalmente de interés una eventual supervivencia sin la continuidad de mi conciencia y de mi identidad individual: sería en' todo caso una aniquilación del que se pregunta, y no hay habilidad retórica que logre enmasca-rármelo ante mis ojos.

Sorprende cómo tantos espíritus, que se tienen a sí mismos como fuertes y sin prejuicios, se contenten, al menos aparentemente, con afirmaciones románticas y vacías, como esas que hablan de supervivencia del individuo en una realidad más amplia, como la naturaleza (o, si se quiere, la Naturaleza), la patria, la clase trabajadora, la humanidad besada por el «sol del porvenir». No hay supervivencia si no es del individuo, y del individuo consciente: es desaparición pura y simple, aunque se la llame con nombres más suaves o menos inoportunos.

Hay que decir incluso que realidades colectivas como la patria, la clase, la humanidad pueden considerarse como valores verdaderos y merecedores del sacrificio del individuo sólo en el caso

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en que el individuo tenga como destino la vida eterna y eso mismo sea un verdadero valor. De otro modo, todo pierde consistencia, ya que la suma de muchos ceros no da nunca más que cero.

Aunque este dilema se refiere formal y directamente al «después», determina mi consistencia actual y el sentido de mis días sobre la tierra.

Si la meta es la nada, la nada es desde ahora, más allá de la apariencia variopinta, la única «realidad»; si la vida va hacia la nada, ya desde ahora se vive para nada. Si en cambio voy hacia la vida eterna, ya desde ahora la eternidad es en cierto modo mía, puesto que el destino de un ser entra en la construcción del ser mismo.

Será bueno advertir que ninguna de las dos perspectivas es según mi medida y suscita mi complacencia pacífica y natural: la aniquilación me repugna y sólo pensarlo provoca un escalofrío horripilante en mis fibras más íntimas; pero también la vida eterna me asusta y, apenas logro pensar un poco en ella, me quedo sin respiración. De modo que me encuentro entre una espera absurda de la nada y una espera trascendente y turbadora del todo y del siempre; entre el susto de no poder esperar, como realmente querría, la vida más allá de la vida, y el de tener que prepararme a una vida más grande de lo que instintivamente desearía.

La hipótesis «horrible» de la aniquilación tendría como única respuesta posible existencial la desesperación, que ya desde ahora corroería e intoxicaría todos mis espacios de paz interior y de alegría, de compromiso por cualquier causa y de trabajo.

La persuasión «excesiva» de la vida eterna tiene como respuesta existencial esa tensión sobrehumana y esa confianza sobrenatural que constituyen la «esperanza teológica».

De cualquier modo lo que me está vedado es la serenidad obstusa del pájaro de los bosques que no sabe si «después del picotear, del cantar y del amar, hay alguna otra felicidad»: yo sí sé. Yo sé que me está esperando o la aniquilación o la existencia eterna, y las dos suertes me parecen insoportables para mi pequenez, si bien son de índole distinta un sufrimiento y el otro, y la angustia que provoca el pensar en un destino o en el otro.

Tercer dilema: a propósito de la dimensión de lo real

La tercera encrucijada por la que inevitablemente pasa el camino del hombre, se puede expresar así: ¿los confines de lo visible son o no son también los confines de lo existente? O, lo que es lo mismo: ¿se da o no se da la posibilidad de que haya algo más allá del mundo «visible»?

Notemos que el dilema en su forma universal e inevitable se refiere no tanto al «hecho» cuanto a la «posibilidad» de existencia de lo invisible, esto es,de algo más allá de la acción cognosci-tiva que reconoce como único medio aceptable de exploración el razonamiento matemático y la verificación experimental.

También esto es un dilema; el hombre no puede escapar a él: debe adherirse a una o a otra de las dos perspectivas. Y si alguna vez puede sentirse capaz de no decidir y de guardar la neutralidad más escrupulosa, de hecho, en la concreción de la vida del espíritu, se pone de alguna parte. Por mucho que abstracta e intencio-nalmente se niegue a elegir, en la realidad de las cosas ha de tomar o no en serio la eventualidad del mundo invisible.

Decidir entre estas dos posturas conlleva consecuencias graves y determinantes ya dentro de la vida visible.

Quien se coloca en una situación de prejuicios y rechaza lo invisible, se descubre más tarde encerrado en un espacio que, ya en una primera reflexión, aparece demasiado estrecho incluso para los intereses humanos más simples y básicos. Por ejemplo, se encuentra que ha respondido ya negativamente y de un modo totalmente aerifico y apriorístico al interrogante sobre la even-tual supervivencia de las personas amadas; sin que después se pueda impedir el surgir de muchos otros «porqués existenciales» como: ¿por qué el hombre sigue amando a quien ya no existe, más todavía, a quien no puede ni siquiera hipotéticamente seguir existiendo?

Sobre todo, la estrechez del universo es tal que, una vez que se ha excluido toda salida hacia arriba, nos coloca fatalmente en una condición de insignificancia que raya con lo absurdo, visto

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que —como se ha dicho de manera espléndida— «el significado del universo no está en el universo».

Quien, en cambio, se abre a la posibilidad de lo invisible, se asoma a un espacio que enseguida le parece demasiado grande para él, ante lo que nuestra pequenez se asusta; un espacio donde las eventualidades son prácticamente infinitas, donde todo se debe esperar y nada se puede prever: de lo invisible se puede esperar cualquier sorpresa.

También en relación con este tercer dilema se denuncia la presencia de la incoherencia en la vida del hombre.

Está la incoherencia de quien, al negar la posibilidad de lo invisible, niega por ello mismo la existencia de Dios, del alma, de la eternidad, y luego en muchas ocasiones vive como si todo esto existiera.

«Si Dios no existe, todo es lícito», dice acertadamente Iván Karamazov. Pero ningún hombre, ni siquiera el más depravado, llega a admitir íntegramente en su obrar la convicción de que todo, absolutamente todo, le esté consentido. Y, por muy escasas y secundarias que sean las excepciones a su desenfreno total, bastan para hacerle confesar algo de su fe hecha girones, inconsciente y casi instintiva en los valores invisibles.

Pero nos interesa más señalar la frecuente incoherencia, incluso especulativa, del creyente, quien —tras haber aceptado como intrínseca a su fe la posibilidad del mundo invisible— después acoge de mala gana y con fastidio cualquier noticia que le viene de allá, confinándola entre los conocimientos de poca monta, inoperantes y psicológicamente sin relieve.

No se trata ciertamente de ser unos crédulos y faltos de todo bagaje crítico: la «posibilidad» de lo invisible no puede por sí sola fundar el «hecho» de la existencia de una realidad ultramundana; se necesita siempre alguna prueba positiva y segura. La incoherencia está en la actitud espiritual de quien, tras el acto de fe, se afana enseguida por acoger, o, por el contrario, rechaza «a priori» cualquier mensaje que, proveniendo de la otra parte, arriba a nuestras tierras, desconcertándonos.

Por ejemplo en quien acepta a Dios no se ve qué dificultades racionales pueda «a priori» tener para aceptar la resurrección de Cristo, la maternidad virginal de María o la multiplicación de los panes y los peces. Nunca he llegado a entender bien la alergia «a priori» que se advierte en muchos teólogos a admitir los ángeles, a no ser identificándola con una «zona de incredulidad» que subyace por incoherencia en una mentalidad que debería estar totalmente traspasada por la fe. Cuando se ha aclarado por la fe la existencia del mundo invisible, no tengo «a priori» objeciones que oponer no sólo a los ángeles, pero ni siquiera a los arcángeles, a los querubines, a los serafines y a quién sabe cuántas otras criaturas haya pensado y querido la fantasía divina.

O el universo está vacío, y entonces se entiende que sea sordo y mudo; o hay la posibilidad de que esté habitado, y entonces espero que haya muchos seres en grado de ponerse a la escucha de nuestras voces y de hacernos llegar a ellos.

El creyente es alguien que se espera muchas sorpresas. Una vez conocida la existencia de Dios que es imaginativo y omnipotente, es decir, «capaz de todo», lo razonable consiste en esperar que la imaginación divina se vaya manifestando poco a poco, superando siempre toda previsión y sorprendiendo siempre nuestra propensión natural a lo que es habitual, previsible y convencional.

El hombre «religioso» por naturaleza no excluye «a priori» nada. Sabe que, si es difícil demostrar la existencia de algo, es todavía más difícil demostrar apodícticamente su no existencia.

El hombre «irreligioso» es el que posee la más arriesgada e irracional de las certezas: la certeza de lo que no existe. Es una certeza que conviene sólo a Dios: sólo el que es omnisciente puede enumerar las cosas que no existen. Con lo que paradójicamente podemos decir que el hombre irreligioso posee la más arbitraria e injustificada de las fes. Y, también paradójicamente, sólo por revelación divina podría tener la noticia cierta de que más allá de la zona accesible a mi conocimiento natural no haya nada.

Aquí se encuentra, invertido, un ídolo de la mentalidad que prevalece en la cultura de estos últimos siglos, para la que sólo existe lo que es humanamente alcanzable. Lo contrario es lo racional y lo verdadero: puedo llegar a la certeza de la inexistencia sólo de aquello que está

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colocado dentro de los confines del mundo visible. Una vez llevada a término la exploración de la tierra y del mar, puedo llegar a una persuasión razonable de la no existencia del hipogrifo y de las sirenas. Pero de ningún modo, si no quiero volverme irracional, me es dado llegar a convencerme de la no existencia de los querubines.

De donde se ve que el hombre irreligioso es un espíritu mutilado que está tentado de hacer de su mutilación un principio interpretativo de la realidad.

La anomalía más grande se da cuando estas amputaciones se encuentran también en el creyente, el cual no se acuerda ya de la propia fe en su actividad intelectual. Así, razona, juzga, hace hipótesis como el incrédulo; como si la fe no fuese un principio cognoscitivo y fuese posible y racional creer y al mismo tiempo desarrollar la propia actividad intelectual al margen de la luz de la fe.

Cuarto dilema; a propósito de la estructura interior de la realidad

El hombre se debate con el cuarto dilema cuando se pregunta sobre la relación de las distintas cosas entre sí y, por tanto, sobre la estructura interior del universo.

Es una pregunta que a primera vista parece más erudita y filosófica que las tres primeras, y como tal no parecería pertenecer tanto al hombre en cuanto hombre como más bien a quien posee un bagaje cultural más elaborado. Pero no es así: aunque no siempre se plantea la cuestión en términos explícitos y formales, sin embargo, en el terreno de los hechos el hombre simple no la ignora y, aunque no enuncie soluciones teóricas, en el ámbito existencial se deja guiar por una u otra de las dos respuestas.

El dilema puede formularse así: ¿está la realidad constituida por un cúmulo de seres, cada uno de los cuales subsiste y vive sin lazos necesarios con los otros, o más bien es un todo compagi-nado y unificado en un designio, al que cada una de las cosas singulares están esencialmente ordenadas?

En el primer caso, toda criatura es verdaderamente y en plenitud ella misma cuando se halla libre de cualquier conexión y de cualquier condicionamiento, de modo que toda relación que sobrevenga altera de algún modo la identidad original y atenta o trata de atentar contra el bien supremo de la individualidad, a menos que no sea superficial y exterior.

En el segundo caso, toda criatura substraída al concierto de los seres no es ya ella misma en sentido verdadero y pleno y, una vez separada, se desnaturaliza, ya que su conexión e inserción son partes constituyentes de su esencia y determinan su significado.

El hombre, que siente por igual la fascinación natural tanto de la soledad como de la comunión y le tienta tanto el individualismo más arisco como el placer de volcarse y perderse todo en las cosas, coge necesariamente uno u otro de los dos cuernos del dilema como la inspiración fundamental de su comportamiento. Aun entre mil incoherencias, encontraría en el aislamiento egoísta o en la «caridad» la ley de su propia existencia.

No hace falta decir cuál de las dos soluciones está en consonancia y es compatible con la fe católica. Hay que resaltar más bien que las asechanzas a la «comunión», que es desde luego una dimensión propia de toda verdadera existencia cristiana, son muchas, graves y encarnizadas.

Y hay que resaltar también que la propensión hacia una visión fragmentada de la realidad está de hecho muy difundida entre los creyentes, especialmente entre los creyentes «culturiza-dos». Lo cual es extraño e incongruente en quien no puede nunca olvidar que cree en el Señor Jesús, en quien toda la realidad está unificada tanto en su raíz como en su término, desde que «en virtud de Cristo existen todas las cosas» (1 Co 8, 6) y «todo fue creado por él y para él» (Col 1, 16) y «todo en él tiene su consistencia» (Col 1, 17).

Quinto dilema: a propósito de la naturaleza del conocimiento

El quinto dilema se deduce inmediatamente del cuarto y replantea, refiriéndola a la inteligibilidad, la alternativa que se había reconocido a propósito de la estructura de lo real.

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Se puede enunciar así: el conocimiento verdadero y absoluto ¿es el conocimiento analítico, esto es, de cada particular, de cada aspecto, de cada momento, o es el conocimiento sintético, esto es, de la contemplación simultánea de todas las cosas, de todos los aspectos y de todos los momentos cultivados en la riqueza de un único acto cognoscitivo?

Es evidente que la elección entre las dos hipótesis depende de la solución que se haya dado a la cuestión anterior.

Si la realidad es un cúmulo de fragmentos, que no tienen otra conexión entre sí que la extrínseca y ocasional, entonces el único conocimiento permitido será el del particular: tomar uno tras otro cada uno de los seres, más todavía, cada uno de sus aspectos y momentos, y entenderlos en su individualidad, o al menos será el único modo de llegar a alguna inteligencia «concreta» de lo real.

Pero si la realidad es un cuerpo vivo y orgánico, unificado por un solo proyecto y una sola finalidad, que tiene como su ley intrínseca la comunión, entonces todo conocimiento que se dirija al ser particular sin tratar de superarlo y de abarcar al mismo tiempo también el «todo», no capta propiamente ni siquiera el ser particular en sus condiciones efectivas.

En otras palabras, es verdad que el conocimiento sintético sólo es fecundo y legítimo cuando va precedido de un cierto conocimiento analítico, pero es todavía más verdad que no se da conocimiento de lo particular que no sea desviado, si en su contexto no se da un cierto conocimiento del todo. O al menos no se daría un conocimiento que pueda llamarse a justo título «concreto», ya que lo particular separado del todo es una abstracción. Podemos también decir que todo análisis, aunque se haga correctamente, se hace verdadero en el momento en que confluye en un juicio de síntesis, desde el momento en que toda investigación parcial (comprendidas en ella las investigaciones históricas, que miran no a la cosa en sí sino a alguna etapa de su devenir) acaba intrínsecamente en la intelegibilidad plena de lo real, que es siempre una síntesis.

Sin duda, la naturaleza discursiva de la razón humana nos impone llegar al conocimiento de la realidad a través de indagaciones sucesivas, inquisiciones históricas y verdades «provisorias». Pero sólo podemos llamar «conocimiento» en su sentido propio y pleno a toda esta actividad analítica con la condición de que termine claramente en el juicio sintético y no se pierda nunca la esperanza de poder llegar a él.

Primera conclusión: hay una única encrucijada

En consecuencia con lo dicho y llegados aquí, hacemos una síntesis de las cinco reflexiones expuestas, a fin de abarcar con una mirada sus implicaciones recíprocas y su significado común.

La opción por la primera alternativa a propósito del primer dilema se corresponde con la opción por la primera alternativa a propósito de todos los demás. Y quien opta por la segunda alternativa en un dilema, opta fatalmente por la segunda alternativa en los otros cuatro, si es que no hay en él alguna forma latente de esquizofrenia.

Si detrás de mí hay un designio, se ocupará también de dar un sentido incluso a lo que vendrá después de mi vida terrena. Si hay algún designio y alguien que lo piensa y lo quiere, hay algo y alguien más allá del mundo visible. Si hay un designio, todos los seres tienen su puesto y significación en ese designio y en él se unifican entre sí.

Si, en cambio, detrás de mí está el azar, la disolución, que acabará con mi existencia terrena, será ella misma ciega y casual, y no hay lugar para ninguna esperanza. Si todo sucede por azar, las cosas sólo se unen entre sí por la misma casualidad de origen; que es lo mismo que decir que no forman de hecho una unidad.

La primera alternativa supone la existencia de una realidad que me supera por todas partes: reconocerla significa aceptar la existencia del misterio.

La segunda alternativa proclama implícitamente la insignificancia de todo: de mi origen, de mi suerte, de mi universo que no tiene en sí la razón de su ser ni ningún principio de unificación interior, de la actividad cognoscitiva que no puede nunca superar la opacidad del fragmento: reconocer este estado de cosas significa aceptar el absurdo como connotación de la realidad.

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El hombre se encuentra, pues, en la encrucijada entre el absurdo y el misterio: el dilema es en el fondo uno solo. La elección fundamental e inevitable, por la que se vuelve coherente cualquier pensamiento, cualquier acto y cualquier etapa, está entre una clara y evidente insignificancia de todo y una significación oculta y trascendente.

O, si se prefiere, todo el discurso es una demostración «por absurdo» de que la única postura conciliable con la supervivencia de la racionalidad es la de disponerse a la acogida del misterio, a la espera de que alguna revelación venga a colmar nuestra insuficiencia radical, al deseo de que se nos conceda alguna salvación imprevista.

Segunda conclusión: la fe como alternativa a la no-razón

Desde hace siglos vivimos inmersos en una cultura que de ordinario —conscientemente en los incrédulos e inconscientemente en los creyentes— configura la relación fe-razón en términos de contraste: el que cree aparece como alguien que de algún modo sacrifica la razón; el que quiere razonar cree con frecuencia que debe mantenerse lejos de los condicionamientos de su fe.

Lo cual, si quisiera ser sólo una llamada para atenerse rigurosamente a los métodos propios de las distintas disciplinas (teología, filosofía, ciencia), sin contaminaciones o interferencias arbitrarias, podría considerarse incluso como una cautela legítima y necesaria. Pero si pretendiese indicar y expresar lo que sucede en la concreción de la vida interior del hombre, la afirmación de esta conflictividad sería no sólo un enunciado arbitrario, sino también un vuelco total de la verdad.

Hemos visto cómo la disposición para creer, es decir, para acoger el misterio como realidad plena y salvífica que da sentido y plausibilidad a nuestro ser, es el único modo de escapar al absurdo, o sea, a la no-razón. La fe no es, pues, concebible en términos de alternativa a la razón, sino más bien en términos de alternativa a la no-razón. En un cierto momento creer aparece ante el espíritu reflexivo como el único modo posible de preservar la razón de su naufragio, que se hace ineludible y total precisamente cuando se la llama para que dé respuesta a las cuestiones que cuentan, esas que importan al hombre en cuanto hombre.

La razón —que a menudo se identifica con el conocimiento de tipo científico-matemático— no deja de apuntarse éxitos cuando se la interroga sobre el «cómo» (aunque no llegue nunca a soluciones exhaustivas ni definitivas); pero se pierde inevitablemente frente a los «porqués».

Ahora bien, ¿es razonable renunciar a saber el «porqué» y a tratar de conocer las últimas causas, o más bien esta renuncia es el fin de la razón y la entrega al absurdo?

Queda por preguntarse cómo es posible que el mito del conflicto entre fe y razón esté todavía tan difundido y sea tan tenaz.

Pueden ayudarnos a entenderlo, aunque no a justificarlo, estas dos consideraciones.

La primera, de naturaleza histórico-cultural, es la confusión frecuente entre «razón» y «racionalismo»; pues se habla de alternativa entre fe y razón, cuando en cambio debiera hablarse de alternativa entre fe y racionalismo.

La razón es un principio cognoscitivo espiritual que lleva discursivamente al hombre a la verdad. En algún aspecto ella nos asemeja a Dios; es una riqueza nuestra inalienable; no se prescinde nunca de sus aportaciones ni se las menosprecia en ningún momento de la vida intelectual. Entra orgánicamente, si bien no ella sola, en el proceso que lleva al acto de fe, y en la fe se salva, se refuerza y se sublima.

El racionalismo es una ideología y todo él se funda sobre el postulado de que no le es posible al hombre ninguna iluminación superior. Tal afirmación de partida es acrítica e irracional, por lo que se puede correctamente presentar al racionalismo no tanto como exaltación de la razón cuanto como afirmación de la impermeabilidad de la razón a cualquier luz que pueda llegarle de lo alto; y por tanto como afirmación gratuita de un límite de la razón.

Como se ve, el racionalismo no es la razón, sino una de sus enfermedades. Confundir razón con racionalismo equivale analógicamente a confundir los pulmones con la pulmonía.

La segunda consideración concierne a las actitudes cognoscitivas del hombre.

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El hombre está hecho para la verdad y no para el absurdo. Por eso, frente a cada uno de los cinco dilemas en que se debate, se encuentra por naturaleza abocado a preferir la primera alternativa y por lo mismo a considerar plausible la existencia de un designio, de una vida eterna, de una región invisible del universo, de una comunión entre los seres, de un conocimiento total y unificado. De aquí la amenaza continua de las sociedades opresoras que quieren acabar de una vez por todas con el «hombre religioso».

Pero frente a esta ventaja radical del «misterio» existe también una discreta ventaja del «absurdo»: para el conocimiento fenomenológico, que es el más inmediato y el que al principio se impone con más fuerza, las cosas aparecen como si el azar presidiera la sucesión de los hechos; como si la muerte fuera el fin de todo; como si no hubiera lugar ninguno para la existencia más allá de las fronteras de lo visible; como si las criaturas no tuvieran ninguna ligazón entre sí; como si una inteligencia que estuviera por encima de lo particular y del momento histórico fuera totalmente abstracta y no tuviera contenidos reales.

Por eso, si una visión «materialista» constriñe al hombre a un suicidio que por naturaleza y por instinto aborrece, la elección de la «significación» exige la audacia, la fatiga, el esfuerzo de un salto más allá del dato experimental inmediato. Y, por desgracia, muchos optan por no saltar.

Tercera conclusión: la integridad del creyente

La conclusión que más estimamos y que responde mejor a la naturaleza del discurso general que estamos desarrollando, es la tercera. Se refiere al creyente, y en particular al creyente que, al madurar, crecer e integrar cualquier dato cognoscitivo en una unidad superior, llega a ser «teólogo», si es que todavía queremos usar en su sentido saludable y pertinente una palabra un poco desacreditada.

En su acto de fe, el creyente halla implícitas las opciones precisas para los cinco dilemas, sin que se olvide nunca de ellas en ningún momento de su vida espiritual, intelectual y cultural. La obediencia al designio, la esperanza de la vida eterna, el sentido del reino invisible, la aspiración a la comunión, la persuasión constante de la concreción y de la necesidad del conocimiento sintético deben iluminar todos sus actos. Así se garantizará su integridad interior contra toda tentación de parcialidad y de ruptura.

En el creyente esta integridad es posible donde quiera que su vida de fe se convierte en principio espiritual unificante, en razón de identidad y en matriz de una cultura propia e inconfundible.

La disociación espiritual, intelectual o cultural es un mal que golpea fatalmente a los que se proponen fundar separadamente una coexistencia de su «conciencia teológica» con la fe cultural, las ideologías o los sistemas filosóficos ya constituidos.

En el acto de fe que crece, que se hace adulto, que se convierte en «teología», e incluso, más amplia y existencialmente, que da origen a una «cultura cristiana», entra con pleno derecho, como componente esencial, el ejercicio intenso, coherente, incondicional de la razón, pero no los sistemas filosóficos ya constituidos. Se cita a juicio a nuestra condición plena de investigadores incansables de la verdad, pero no a los hallazgos ideológicos de otro origen y de otra inspiración. Se llama al hombre a ser sujeto y protagonista con todos sus valores multiformes y con todos sus logros reales, pero no a las culturas ya configuradas como tales.

Naturalmente las aportaciones válidas de cualquier pensamiento o civilización, las intuiciones fecundas y las soluciones luminosas que se han dado a las cuestiones «humanas» desde cualquier ángulo que se ofrezcan, podrán de hecho estimular y nutrir de forma indirecta la actividad de la razón y de toda la rica humanidad que se abre a la luz que irradia de lo alto. Podrán, por tanto, contribuir al surgimiento de un determinado pueblo y, en una época concreta, de una teología original y de una cultura cristiana inédita.

Sin embargo, no todo es utilizable de la misma manera. Toda contribución es aceptable, pero sólo si y en cuanto es compatible y homogénea con la Revelación cristiana, sólo si y en cuanto se juzga como algo «verdadero» desde la fe, que es la que asume aquí la función crítica. Pues lo «verdadero», venga de donde venga, es en todo y siempre santo y adorable14.

14 Sanio Tomás de Aquino: «Verum, a quocumque dicatur, a Spiritu Sancto est» (In Ti. I, U)

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Por el contrario, todo matrimonio de galanteo, al modo de unos contrayentes libres y autónomos, entre la fe y los sistemas filosóficos, entre la fe y las ideologías, entre la fe y las culturas ya constituidas, no podría generar otra cosa que centauros y quimeras, monstruos híbridos, inútiles e infecundos.

Como se ve, es de por sí impropio incluso hablar de «evange-lización de las culturas», que, sin embargo, es una expresión al uso y no falta de algún aspecto de verdad. En términos rigurosos, se evangeliza siempre y sólo el hombre, quien, sin embargo, va al encuentro con la Revelación divina llevando consigo, sin mutilaciones y renuncias, todos los valores verdaderos de su humanidad concreta, comprendidos en ellos los que constituyen su riqueza cultural típica y específica, con tal de que sean compatibles con el Evangelio.

De ahí que de toda evangelización verdadera y profunda de un pueblo nazca siempre una nueva «cultura cristiana».

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SEGUNDA PARTE

HACIA UNA SÍNTESIS DE TEOLOGIA INACTUAL

También la segunda parte se compone de tres capítulos, cuyos títulos son nombres tomados de géneros literarios de la antigua poesía griega.

El primer capítulo es un «epicedio», es decir, un canto que habla de muerte. Es la muerte del hombre apartado de la semejanza y de la unión con Cristo.

El pecado, el «mundo» y el demonio son los factores de esta muerte, también hoy activos e insidiosos; como tales, tienen un puesto en esta primera meditación.

El capítulo segundo es un «epinicio», es decir, una composición que quiere celebrar la victoria de Cristo, en la forma propia de una investigación teológica: tratando de entenderla en su lógica y en sus contenidos.

El capítulo tercero es un «epitalamio», esto es, un himno nupcial. El carácter «nupcial» del designio de Dios —como ha sido pensado desde la eternidad y realizado en el tiempo, y es aquí objeto de la última de las tres reflexiones— justifica o al menos explica este pintoresco apelativo.

La naturaleza eminentemente sintética del discurso impide que sea ni mucho menos completo, y fundamenta la interdependencia sustancial de las tres reflexiones, ninguna de las cuales puede ser valorada adecuadamente si no en conexión con las otras dos.

CAPÍTULO PRIMERO

LA BESTIA Epicedio sobre los hijos de Adán

«Vi surgir del mar una bestia» (Ap 13, 1).

El optimismo es de rigor

Una de las modas más curiosas que ha invadido la cristiandad en estos decenios impide a quien se dispone a redactar un documento o proponer una reflexión sobre la condición humana actual o sobre los tiempos presentes comenzar por las observaciones «negativas»: es obligado partir de una recopilación de datos inspirada en un fuerte optimismo; hay que colocar siempre a la cabeza de todo un examen de la realidad que no olvide poner en su justa luz los valores, la bondad sustancial, la «positividad» sobresaliente.

Algunas veces me sorprendo imaginando, para mi distracción personal, cómo hubiera sido la carta a los Romanos si, en vez de haberla escrito aquel hombre difícil y altivo que era el apóstol Pablo, lo hubiera hecho cualquier comisión eclesiástica o cualquier grupo de trabajo de nuestros días.

La epístola habría comenzado anotando en el primer capítulo con su debido relieve las riquezas espirituales y culturales que se expresaban en el mundo pagano: las alturas sublimes que alcanzó la filosofía griega; la sed de trascendencia y el sentido religioso natural que se revela en la multiplicidad de los cultos mediterráneos; los ejemplos de honestidad moral, de corrección cívica y de abnegación desinteresada que se ofrecen en las vicisitudes de la historia romana que antaño aprendía el muchacho en la escuela. Sin duda, si cualquier colaborador incauto sugiriera hoy como

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contribución al texto la letanía inmisericorde de vicios y de aberraciones mundanas que se contienen en la actual página inspirada, suscitaría una indignación unánime. En realidad, el juicio de Pablo suena a nuestros oídos insoportablemente desagradable: para él los hombres sin Cristo están «llenos de toda injusticia, perversidad, codicia, maldad, hechidos de envidia, de homicidio, de contienda, de engaño, de malignidad, chismosos, detractores, enemigos de Dios, ultrajadores, altaneros, fanfarrones, ingeniosos para el mal, rebeldes a sus padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados» (Km 1, 29-31).

Tras poner en decorosa evidencia los méritos del paganismo, la nueva carta a los Romanos pasaría después a exaltar las prerrogativas del judaismo y la función ya incoativamente salví-fica de la Ley mosaica, de la circuncisión y de las prescripciones rituales.

Finalmente, al llegar al capítulo quinto aclararía que la obra de Adán no ha sido después de todo tan nefasta como antes se decía, ya que la creación sigue siendo buena; más todavía, en cuanto salida de las manos de Dios no puede ya sino ser santa y sagrada, sin que sean necesarias consagraciones posteriores.

Ciertamente, en este punto el discurso sobre Jesucristo, su redención, su intervención indispensable para rescatar la humanidad de la injusticia, del pecado, de la muerte, de la catástrofe, se haría menos incisivo y convincente de lo que es la prosa escabrosa y dramática de Pablo; pero no se puede tener todo.

No es que los razonamientos jocosamente imaginados aquí sean del todo erróneos en sí mismos. Al contrario, tienen mucho de verdad y se hacen debidamente, pero no como primera aproxi-mación a la realidad de las cosas. No se puede partir de ellos; sólo se puede llegar a ellos al término de un largo peregrinaje ideal: sólo después de que la visión de la espantosa miseria del hombre nos haya abierto la mente y el corazón para desear y entender la suspirada salvación de Cristo, nos será permitido apreciar todo lo que de bello, de justo y de verdadero brilla ya en la noche del mundo, como reverbero del Redentor que es la verdad, la justicia y la belleza hechas persona y hechas perceptibles en un rostro de hombre.

Todos los autores cristianos han comenzado siempre su canto con una oda trágica sobre el destino humano para llegar al himno de victoria y de gratitud al Hijo de Dios crucificado y resucitado, nuestra única esperanza y el único que nos ha obtenido la salvación15.

El hombre que quiera de verdad celebrar su propia grandeza, no puede sino comenzar por un «epicedio», es decir, por una lamentación sobre el estado de muerte que desde el principio ha herido enigmáticamente al universo y lo ata todavía con una mordaza insalvable.

El fundamento del optimismo cristiano no puede ser la voluntad de tener cerrados los ojos. Es necesario primero mirar a los ojos de la «Bestia» y darse cuenta de lo agudos que son sus dientes y terroríficas sus garras, si se quiere honrar y amar al «Caballero», y si se desea entender de verdad qué clase de don es nuestra liberación y la felicidad que nos ha sido asignada en suerte.

El estado de muerte

«La muerte ha reinado» (Rm 5, 17). Con palabras amargas define Pablo a la humanidad, vista en sí misma y sin atisbo alguno de redención, como un «reino de muerte». La muerte es la única señora verdadera del mundo. Quien en una tarde de domingo merodea en medio de una muchedumbre ciudadana variopinta y alegre, lo hace entre una muchedumbre de condenados: algunos llevan ya bien visibles en su rostro los signos de un fin no lejano; otros lo esconden bajo la máscara de una vitalidad efímera; para otros ha empezado ya, desde el instante en que vieron la luz, la cuenta atrás.

Y porque el final es para todos inevitable, la muerte marca con su signo todos los días de nuestro recorrido: el último destino de una criatura es desde el momento presente su verdad, su ley interior, su modalidad de ser. Dado que estar vivos significa ser mortales, el morir invade ya absurdamente al vivir y lo envenena.

En verdad éste es un «reino» de la muerte: un dominio ineluctable, universal, absoluto.

15 Aparte de la lectura de la carta a los Romanos, de san Pablo, bastará con recordar algún clásico como las «Confesiones» de san Agustín y los «Pensamientos» de Pascal.

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El dolor

La presencia de la muerte se anticipa de algún modo y en cierto aspecto mediante el dolor, como para darnos ya la evidencia de su actual dominio.

Vida y alegría debieran estar siempre copresentes y compenetradas; el sufrimiento es, por tanto, el estado de quien, estando vivo, no lo está en plenitud y en total verdad: su extensión en el mundo y su fatal opresión nos ofrecen una confirmación espantosa de la amplitud y de la fuerza del «reino de la muerte».

La visión del dolor humano es insoportable. Si no nos quedamos cada día apabullados es porque cada día nos constreñimos a no ver, frente a una angustia demasiado a menudo sin razón, sin finalidad, sin medida plausible, sin esperanza.

Las pocas veces que se decide a mirar, la mente se desvía: cualquier intento de racionalizar esta horrenda experiencia está abocado al fracaso.

La razón podría encontrar un orden y un sentido sólo si lograra establecer una conexión constante entre el sufrimiento y la maldad de la conducta. En efecto, es un principio primero, evidente y absoluto que, en un universo justo y gobernado según justicia, así como al bien debe seguir la felicidad al mal debe asociarse la pena. Respetando esta equidad trascendente, incluso el dolor llegaría a ser inteligible.

Pero este razonamiento correcto queda sistemáticamente desmentido por los hechos: existe también, y es un mar de lágrimas y sangre, el dolor inocente. En este mar la razón naufraga fatalmente.

«Un absurdo se da en la tierra: Hay justos a quienes les sucede cual corresponde a las obras de los malos, y malos a quienes sucede cual corresponde a las obras de los buenos. Digo que éste

Entre el absurdo y el misterio

En el comportamiento del espíritu frente al enigma del dolor repercute de manera decisiva el dilema existencial entre el absurdo y el misterio.

El hombre que pone el azar al principio de su peregrinación; que no espera después de la muerte una supervivencia donde sea posible hacer cuadrar las cuentas que en esta vida no salen nunca; que excluye toda posibilidad de seres y acontecimientos invisibles; que concibe el universo como una maraña de realidades extrañas y sin nexo entre sí, puesto que lo que le conviene a una no puede tener ninguna relevancia verdadera para las otras, y la explicación de un fenómeno no puede buscarse en una visión única y totalizante, que a la vez trascienda y haga inteligible cada dato parcial; el hombre que ha escogido encerrarse en la «no-razón» para evitar el salto incómodo que nos coloca sobre la razón, frente al mar de lágrimas y de sangre no tiene nada que decir: debe sólo asistir, en el secreto de su mundo interior, a la agonía y finalmente a la muerte de su actividad intelectual. Sólo puede sufrir, sin luz, sin salidas previsibles, sin otra esperanza que no sea la de la aniquilación: suma injusticia y como tal suma irracionalidad, desde que, al caer en la nada, el bien y el mal están abocados, encontrando la misma suerte, a una identidad absurda.

No puede ni siquiera enfadarse con nadie, si más allá de los confines de lo visible no hay para él nada: todo le parece doloroso sin ninguna razón interior y sin ningún respeto a una escala cualquiera de méritos y de valores. No tiene ni siquiera el alivio de blasfemar, a no ser que se finja momentáneamente creyente en ese Dios invisible, al que por otra parte su concepción intelectual no ha dejado el más mínimo resquicio.

Para él no se plantea un «problema del dolor», no porque no exista el dolor ni mucho menos porque el sufrimiento le resulte de algún modo inteligible, sino porque —al haber aceptado el absurdo como dimensión propia de lo existente— en el colapso de la razón elimina toda búsqueda y toda posibilidad de plantear cualquier interrogante.

A quien, en cambio, no se resigna al suicidio de la razón le queda abierta como único camino para conservar su propia naturaleza pensante la acogida del misterio. En él la razón, tras salvarse de la catástrofe, continúa viviendo como razón, esto es, continúa indagando.

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Sólo quien acepta al menos la hipótesis del designio original y unificador puede preguntarse por el significado del sufrimiento en este designio. Sólo quien espera en una vida más allá de la vida, puede creer en una posible recuperación de la justicia, que en la tierra aparece como continuamente ultrajada. Sólo quien mantiene como probable un «invisible», tiene algún motivo para no rendirse y para continuar haciendo guardia -para captar cualquier noticia posible y cualquier iluminación que nos venga «de la otra parte».

Naturalmente, esto se realiza en su máxima intensidad en el hombre que por el acto de fe posee la certeza de un Dios creador y ordenador de todo, de una vida eterna, de un proyecto de amor en el que todas las cosas han sido pensadas y conducidas como una unidad.

Pero precisamente por esto se impone a quien cree, y propiamente sólo a él, el problema agudo e inevitable del dolor, y en particular del dolor injusto.

Más aún, en la conciencia concreta del creyente el interrogante surge como una tentación, asumiendo la forma de la «contestación a Dios». Y en realidad, si el dolor y la injusticia del mundo resultan insoportables a nuestros ojos, que realmente sólo perciben de ellos una pequeña parte, ¿cómo es posible que sean soportables a los ojos de Dios, que lo conoce todo y sabe medir el océano sin medida del mal?

«Muy limpio eres de ojos para mirar el mal, ver la opresión no puedes. ¿Por qué ves a los traidores

y callas cuando el impío traga a uno más justo que [él?» (Ha 1, 13)

Frente al silencio de Dios la pregunta del profeta es con frecuencia la nuestra. Y, como el profeta, tampoco nosotros bajamos la guardia antes de que se nos dé una respuesta satisfac-toria:

«En mi puesto de guardia me pondré,

me plantaré en mi muro,

y otearé para ver lo que él me dice,

lo que responde a mi querella» (Ha 2, 1).

La respuesta no tiene un contenido inmediatamente pacificador para la razón; es más bien una invitación a hacernos conscientes de que la inteligibilidad del mal se coloca en una esfera más alta, sólo penetrada por el acto de fe:

«El justo por su fidelidad vivirá» (Ha 2, 4).

Por tanto, incrédulo y creyente, ninguno de los dos ve ni entiende. Pero la ceguera del incrédulo, al estar referida al mundo visible —el único que él admite como existente—, es pura y simple derrota de la razón, la cual no podrá ya preguntarse nada. La oscuridad en la que se mueve el creyente nace del hecho de que se lleva a la razón más allá de su capacidad y que, sin embargo, continúa viva, por lo que podrá y deberá seguir preguntándose, aunque permaneciendo siempre consciente de haber ya arribado a unas regiones nuevas y más altas, donde es del todo creíble, lógico y racional el no entender.

La razón, que no quiere disolverse en el absurdo, debe proseguir su actividad en el misterio.

El pecado universal

La razón que indaga sobre el dolor y su incomprensibilidad encuentra dentro de la visión de la fe una primera respuesta: el sufrimiento y la muerte azotan a todos porque todos están constituidos en estado de culpa. Ninguna criatura humana, ni siquiera los niños antes del uso de la razón, puede ser considerada inocente.

Esta es la verdad del pecado original. Es oscura en sí misma, como todo misterio; pero sin ella todo en el mundo y el hombre se hace todavía más impenetrable, comenzando por el mar de lágrimas y de sangre que cubre nuestra historia.

Ante este misterio el creyente a menudo se asusta y le dan tentaciones de volver atrás, a la encrucijada que se le había presentado al partir, y tomar otro camino. Pero el otro camino, sin eliminar el hecho del reino de la muerte y del dolor, sólo lleva al absurdo sin más. Es mejor

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seguir adelante con valentía; es decir, es mejor tratar de avanzar, motivados por lo que se nos dará, en la inteligencia de la fe.

¿Qué es exactamente este estado de culpa que mancha a todos los hombres desde su nacimiento?

Podemos seguir el lento y fatigoso trabajo de penetración que el pensamiento cristiano ha llevado a cabo durante siglos, aclarando en primer lugar que este pecado inicial no puede ser efecto de una «mancha» que, por algún tipo de consistencia positiva, ensucie al alma desde su primer instante: el mal no es nunca una realidad existente en sí misma; es siempre la falta de una perfección debida.

San Agustín concibe el pecado original como un desorden de las potencias humanas (la «concupiscencia»); esto puede considerarse «pecado» por ser una deformación moral y porque da impulso a las culpas personales que se siguen.

San Anselmo recupera mejor la naturaleza esencialmente negativa del pecado original, concibiéndolo más bien como una privación de la «justicia» original, por la que el hombre que ha perdido la «rectitud de la voluntad», no está ya en la situación en que debiera encontrarse según el designio de Dios.

Santo Tomás subraya que la gracia santificante entraba como elemento constitutivo de la justicia de Adán y llama la atención sobre el hecho de que el pecado original sobreviene al alma cuando desaparece la gracia.

En la teología postridentina, siguiendo el pensamiento de santo Tomás, se afirma cada vez más la ecuación entre el estado de pecado y la ausencia de vida divina.

En esta reseña se manifiesta un progreso real en la penetración del misterio: si se examina bien, se pasa de lo externo a lo interno, de la superficie a lo profundo, de los efectos a la causa. En el hombre que Dios ha querido realmente, la participación en la vida sobrenatural realizaba formalmente la justicia original y estaba tan inscrita en la «naturaleza» que constituía de hecho la clave del arco de su equilibrio natural. Por eso, con la pérdida de la gracia se da formalmente la pérdida de la justicia, y en la pérdida de la justicia puede señalarse el origen del desequilibrio moral, es decir, la razón de la «concupiscencia».

Ciertamente, un estado de pecado que no se derive de la libre decisión depravada del sujeto, sólo puede llamarse «pecado» por analogía, es decir, por la presencia de algún elemento concreto que fundamente una semejanza.

¿Cuáles son estos elementos? Podemos reconocer inmediatamente dos.

El primero es la desemejanza respecto a Cristo, el Hombre-Dios crucificado y resucitado, en quien como en un arquetipo han sido pensados todos los hombres. El hombre nace hoy consti-tuido en un estado de deformidad moral (que por ello puede llamarse analógicamente «pecado»), porque nace diferente del ideal de hombre que quiso el Creador. La razón formal del pecado original originado, como la de todo pecado, es la desemejanza de su ser respecto a la realidad teándrica del Señor Jesús: todo hombre viene a la luz pecador porque, al faltarle la gracia, Dios no le ve ya como la imagen apropiada de su Unigénito y en consecuencia como un hombre «justo» a sus ojos.

El segundo elemento es la resultante de que esta deformidad moral es fruto de una decisión libre de la criatura: la libertad creada no puede nunca dejarse fuera cuando se trata de la idea de culpa.

Lo que hace de esta deformidad moral de partida un pecado sólo anlógico o por desemejanza, y por tanto no un pecado en sentido unívoco y propio, es la alteridad de dos sujetos: el que se ha rebelado y el que resulta dañado.

Hay que decir, sin embargo, que el pecado con que el hombre viene a la existencia es también una invitación a destruir totalmente con un acto personal deliberado la propia conformidad

El pecado de Adán

¿A quién se debió esa decisión libre que originó este «pecado universal»?

Ya en su primera carta a los Corintios san Pablo había anunciado el principio:

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«Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Porque del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1 Co 15, [21-22).

En la carta a los Romanos desarrolla esta intuición, leyendo a la luz de la «novedad» cristiana, es decir, a la luz del acontecimiento pascual, la antigua narración del libro del Génesis:

«Por tanto, como por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto [o por lo cual] todos pecaron... Así pues, como el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno solo procura toda la justificación que da la vida» (Rm 5, ( 12.18)16.

En el principio de todo el mal, está, pues, la trasgresión de Adán, el hombre que según la Biblia es el cabeza de toda la humanidad. Su rebelión desencadenó sobre el mundo una fuerza maligna (el «pecado») que empuja a todos a la culpa (estoes, a la «muerte»: estado de separación de Dios que es la vida, que conlleva como signo expresivo y consecuencia trágica, también la muerte física); de modo que todos, a causa de este oscuro dominio que la caída de Adán atrajo sobre el mundo, son constituidos pecadores ante Dios y tienen necesidad de justificación y salvación.

Se ve claro cuál es la enseñanza sustancial de esta página inspirada y cuáles son sus implicaciones.

«El apóstol no piensa en Adán más que como ayuda para penetrar mejor en el misterio de Cristo y de su acción salvífica, que queda como el único objeto inmediato de su consideración. Precisamente desde esta perspectiva se siente inducido a subrayar la universalidad de la «muerte», para poder afirmar la universalidad de la «vivificación» hecha por el Resucitado, y la individualidad de Adán en comparación con la del Redentor.

Pero aunque se proclama la universalidad de la «muerte» sin duda como necesariamente unida a la de la redención y, por tanto, del señorío de Cristo, no parece, sin embargo, que se pueda ser igualmente categóricos como para excluir una posible interpretación pluralista del primer pecador. Lo que le interesa decir a san Pablo es que Jesús de Nazaret es el único mediador y por lo mismo la única fuente de la «vida»: la individualidad de Adán la ve más indirectamente y, se diría, más por razones estéticas de simetría que por la importancia teológica de la cuestión.

con el Hijo de Dios. En este aspecto, más que una culpa es una-invitación a la culpa: es una «propuesta de mal». Y, por así decirlo, un «pecado incoativo», esto es, inicial, que llega a ser plenamente pecado tras la primera rebelión consciente del hombre en su relación con la voluntad del Padre.

¿Es posible entonces conciliar con el pensamiento del apóstol la hipótesis de quien redujera la doctrina del pecado original originante a la del pecado original originado? Es decir, ¿que considerara la «muerte del alma» como pura consecuencia de las culpas personales de cada uno? ¿Se puede decir que todos están en estado de «muerte» por el solo hecho de que todos han pecado personalmente?

No lo creemos así. Pablo no excluye, más todavía supone, que sean las culpas personales las que ratifican el estado de «muerte»; pero la fuente primera desde la que el reino de la muerte se ha instalado en el mundo es la «trasgresión» de Adán. Esta derivación es precisamente la que explica la universalidad sin excepciones de la culpa»17.

16 [Hemos puesto dos versiones del final del v. 12, las dos según la traducción de la Biblia de Jerusalén: la primera, «por cuanto», es la que figura en el cuerpo del texto, y la segunda, «por lo cual», entre paréntesis, es la que figura en nota, donde se explica la razón de escoger una u otra. El autor escoge la segunda versión, como explica en esta nota que a continuación traducimos (N. del trad.) ]. Nuestra traducción se aparta en un pequeño punto de la oficial. Preferimos «per cui» [por lo cual] a «perché» [porque, por lo tanto]. «Perché» (y todavía menos «por cuanto, de hecho») no es plausible: va contra todo el sentido del texto. Pablo quiere decir aquí que la trasgresión de Adán ha desencadenado la «muerte» y que la «muerte» ha empujado a todos los hombres a pecar; y no que los pecados actuales de los hombres hayan permitido el acontecimiento del reino de la «muerte». De lo contrario, ¿qué sentido tendría decir: «por un solo hombre»? Esta es la opinión también de eruditos en griego como Focio.

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Sin duda, el caso de los niños queda fuera de la perspectiva de Pablo y de su intencionalidad directa: él tiene ante sí una humanidad de adultos, en la que todos, griegos y judíos, «pecaron y están privados de la gloria de Dios» (Rm 3, 23). Pero es totalmente incompatible con la visión del apóstol la hipótesis de que cualquier criatura humana pueda quedar substraída a la necesidad de la redención de Cristo.

Las tentaciones teológicas contra el misterio

La doctrina que nos propone aquí la Revelación divina es especialmente difícil y la mente humana sólo puede admitirla con muchas dificultades. Así ha sucedido siempre a lo largo de los siglos de la reflexión cristiana; y así sucede sobre todo hoy, puesto que parece poco armonizable con diversos asertos comúnmente admitidos en nuestra cultura.

Por ejemplo, un estado de pecado que no provenga de la decisión libre del sujeto parece repugnar a nuestro personalismo.

Le cuesta sobre todo concordar la idea de un progenitor, que con toda lucidez lleva a cabo un gesto de rebeldía capaz de comprometer el destino de toda la humanidad, con todo lo que nos van sugiriendo las ciencias antropológicas sobre las condiciones concretas del hombre primitivo.

No nos sorprenderá entonces ver que este punto de la doctrina eclesial está sometido hoy a muchas indagaciones, a muchas hipótesis y a muchas interpretaciones disparatadas17.

Queremos sólo señalar las dos «tentaciones» más insidiosas que se presentan a la reflexión teológica contemporánea y que pueden llegar a ser (si no están bajo la vigilancia de un pensa-miento que no pierda nunca de vista la totalidad de la verdad cristiana) ocasión de extravío.

Primera tentación

La primera tentación viene de la tendencia a colocar el pecado original pura y simplemente dentro de la serie de los pecados personales: la humanidad que en concreto existe es pecadora sólo porque todos los hombres se hacen de hecho culpables de rebeldía a la voluntad de Dios. Existe un pecado universal porque ninguno de hecho es inocente y está libre de haberse inclinado alguna vez por el mal.

Todo hombre que viene a la existencia, al vivir en un contexto tan altamente contaminado, se orienta fatalmente al mal, ratifica personalmente la tendencia a pecar que le viene de la fuerza arrebatadora del ejemplo, y añade su contribución individual a la larga serie de las culpas humanas.18

Adán y su pecado se convierten en esta visión en el emblema del comportamiento efectivo de todos, y en el símbolo de los malos ejemplos que la humanidad da al individuo.

A este modo de pensar se oponen dos consideraciones simples y decisivas.

En primer lugar, si el pecado es en última instancia sólo un acto libre y personal, ¿por qué ninguno, precisamente ninguno, lo evita? Si es personal y libre, ¿cómo puede ser universal y sin excepciones? Si es universal, ¿cómo es posible que sea libre de verdad? Y si es inevitable, ¿puede seguir llamándose pecado en sentido propio?

En segundo lugar, si el pecado original se reduce a los pecados personales que todos de hecho cometen, ¿por qué los niños, incapaces aún de decisiones responsables, tienen necesidad de la redención de Cristo y se los bautiza «in remissionem peccato-rum»?

Segunda tentación

Se puede entonces tener la tentación de hacer del pecado original una interpretación simbólico-existencial y de ver en la doctrina revelada sólo la afirmación de la finitud metafísica de la naturaleza humana, de su debilidad psicológica natural o de su pecabilidad intrínseca.

17 G. Bim.Alla destra del Padre, Milán, 1970, pp. 158-159.18 Una exposición clara y penetrante de las teorías más recientes a propósito del pecado original, se encuentra en S. UBBIALI, Peccato persónate e peccato origínale, en Scuola Cattolka 107 (1979), pp. 450-488.

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En esta concepción, la peripecia de Adán no es ya un acontecimiento causal (es decir, algo que ha provocado algo), sino una cifra; no es tanto el comienzo de una historia oscura y penosa, sino la representación de la eterna condición humana; no es la raíz, sino la imagen de nuestro mal.

La contraposición es aquí todavía más simple y más decisiva. Si se fija uno bien, en esta perspectiva desaparece toda intervención de cualquier actividad creada como razón de ser de ese estado de deterioro: el lugar del mal se convierte en la naturaleza concreta del hombre, con anticipación a cualquier perjuicio libremente inferido.

Pero entonces se pone en entredicho directamente al Creador de todo: si el pecado original es algo intrínsecamente conexo con el ser humano de hecho existente, sin que se pueda reconducirlo a un acto provocado por la criatura, entonces el autor y el responsable de la culpa universal es sólo Dios.

Así se invertiría la lógica profunda del libro del Génesis y se liquidaría su honda lección teológica: en efecto, el primer libro de la Biblia está dominado, en todo su orden interno, por la convic-

. ción de que en el origen del contagio total y de la total miseria está no Dios, que por el contrario es la fuente de todo, sino una rebeldía de la libertad creada que hay que poner en el alba de la historia.

Sin duda, ningún teólogo expone con esta simplificación el núcleo de una u otra de las dos «tentaciones»: todos los teólogos ofrecen más bien una exposición enriquecida con muchas reflexiones de valor, y con frecuencia, bajo la suntuosidad de sus análisis y argumentaciones, las antinomias de fondo acaban no siendo ya perceptibles de inmediato. Con lo que aquellas —una u otra— quedan intactas y nos indican el camino que una exploración fructuosa del misterio no debe seguir.

Indagación sobre el misterio .

Mejor será atenerse a la enseñanza común de la fe católica y fijar toda la atención sobre el acontecimiento oscuro que se ha interpuesto entre el acto creador de Dios y el hombre actual (determinando la decadencia interior de los hijos de Adán), y sobre la naturaleza de nuestra relación con aquel acontecimiento.

En cuanto a esta relación la presentación tradicional se apoyaba en la idea de «generación» para fundamentar la dependencia de la humanidad de hoy respecto de su cabeza trasgresora. Pero no es cuestión de insistir en una rigurosa lectura física y biológica de este término: ya san Anselmo había indicado, en contra de la concepción agustiniana, que «no hay más pecaminosidad en el semen de lo que pueda haber en el esputo o en la sangre»19.

La generación se toma aquí más bien como el acto que pone a cada hombre individual en el universo concreto, que ha sido pensado por Dios no como una acogida de seres extraños e independientes, sino como un todo compaginado y compacto que es capaz de realizar una participación arcana y de permitir una difusión sorprendente tanto del bien como del mal. La solidaridad sobrenatural, que une entre sí a los hombres en Cristo ya en el orden de la creación, es la razón última de que tanto el bien como el mal del individuo no se para en él, sino que es el bien y el mal de todo lo creado.

El primer hombre es la primera aparición histórica de Cristo y, como tal, es el único entre los hombres que es réplica de Cristo también en su condición de cabeza.

El hecho de que todos desciendan germinalmente de él le constituye en imagen física de la dependencia natural y sobrenatural de todos respecto del Hijo de Dios. Adán es el segundo cabeza de la humanidad, porque, por medio de él, primera copia de Cristo, todos los hombres conectan con el ejemplar eterno.

Más todavía, con su rebelión Adán pervierte su prerrogativa de cabeza, pero paradójicamente la actúa con más plenitud: en el plan de Dios se convierte en el «hombre terrestre», arquetipo de los pecadores. De modo que con el pecado de Adán adquiere existencia histórica el primero de los dos polos previstos en este orden concreto de providencia; el segundo se realizará con la muerte y resurrección de Jesús.

19 De conceptu virginis et originali peccato, IV.

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La libertad humana consiste, pues, en la participación a uno u otro de estos acontecimientos cósmicos: o acoger la salvación de Jesús o ratificar la desobediencia de Adán. Cristo y Adán hacen a nuestra elección libre su propuesta contrastante. El misterio del pecado original originado nos dice que la propuesta de Adán es la primera que se hace al hombre: es decir, el hombre nace hoy con la mancha de Adán, la cual por la concupiscencia le pide imperiosamente su aprobación personal. Y el bautismo de los niños se justifica plenamente precisamente porque, pone, como dato de partida de la vida espiritual, la propuesta de Cristo en lugar de la propuesta de Adán.

En cuanto a la raíz del mal, al «pecado original originante»20, que la doctrina común antigua parece identificar totalmente con el acto de soberbia y de desobediencia de Adán en el Paraíso terrestre, hay que reconocer una dificultad objetiva a la hora de concordar los datos de la Revelación con las pautas interpretativas modernas de inspiración evolucionista a cerca de los orígenes de la especie humana.

Mantenemos, sin embargo, que esta cuestión no se soluciona reduciendo de cualquier modo el contenido teológico de la doctrina tradicional para acomodarla a los esquemas de la ciencia y de la cultura contemporáneas. Por el contrario, sólo se puede encontrar alguna luz explorando el misterio en toda su extensión y acogiendo en toda su intensidad desbordante la doctrina revelada.

Ahora bien, ya en su narración del Génesis la doctrina revelada parece querer decirnos que el comienzo absoluto del mal en el mundo no ha sido la prevaricación de Adán ya que la perfidia de la serpiente entra en acción antes.

El libro de la Sabiduría, que Pablo cita implícitamente en la carta a los Romanos, presenta una lectura teológica del antiguo relato poniendo en el demonio la fuente primera de nuestras desgracias:

«Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen» (Sb 2, 24).

Por tanto, la fuente primera del pecado, que después misteriosamente contaminó toda la historia desde el comienzo de la humanidad, hay que encontrarla en el mundo invisible, respecto al que si no tenemos mucho que afirmar, menos todavía tenemos que negar o someter a un análisis crítico.

Debatirnos en el misterio es un hecho plenamente normal para los que somos peregrinos en esta tierra; y aceptar el misterio (siempre que sea la revelación quien nos lo presente y no el hermetismo de quien considera un mérito filosófico o literario el no saberse explicar) es un acto perfectamente racional y espiritualmente pacificante.

Pecado original y pecado personal

La teología clásica reflexionaba sobre el misterio del pecado original originado en relación sobre todo con el caso de los niños y considerándolo, por tanto, como típico de la condición de éstos antes del bautismo.

La teología contemporánea tiende a rechazar esta visión de las cosas como demasiado reductiva y no bíblica y a interpretar la doctrina del pecado original más bien a la luz del pecado personal del adulto.

Nos parece lícito mantener algunas dudas sobre la razón de este cambio de perspectiva, sobre todo por dos consideraciones distintas.

En primer lugar hay que decir que fijar la atención en el niño no significa en realidad detenerse a examinar «un caso»: la infancia es el único estado en el que es posible captar la universalidad humana sin excepción. En realidad todos los hombres han sido una vez niños, mientras que no todos los niños llegan a ser hombres. Estudiar el pecado original en el niño es el único modo que tenemos de tomar como objeto de nuestra atención el deterioro moral para que ninguna

20 La teología de los manuales distingue entre el «pecado original originante», que es el acto de Adán con el que se desencadena la ruina, y el «pecado original originado», que es el estado de deformación moral en que nacen hoy todos los hombres.

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excepción escape a nuestro examen. Y hay que sospechar que ésta sea precisamente la intención profunda del «status quaestionis» tal como se propone en los «manuales», con el propósito de no atentar contra el principio de la redención universal de Cristo.

En segundo lugar y consecuentemente, el cambio del ángulo de perspectiva tiene el riesgo de empujar la reflexión teológica al menos hacia una de las dos tentaciones que hemos descrito y denunciado arriba. ¿Qué quiere decir —de modo plausible y claro— leer el pecado original a la luz del personal, sino reducir —quizá de forma subrepticia— el primero al segundo? Y también aquí hay que pensar que se ha preferido el «status quaestionis» del «manual» precisamente para evitar desviarse de la doctrina revelada.

No diremos pues: «El aserto que hace del pecado personal el punto de partida para comprensión del pecado original se demuestra totalmente fundado»21. Si acaso afirmaremos con más fuerza, siempre desde el marco de nuestra teología «inactual», que este aserto se demuestra bastante infundado.

Lo que en cambio hay que resaltar —y este punto lo ignoran los manuales clásicos— es la conexión de quasi-causalidad entre el pecado original originado y los pecados personales.

Esta es la verdadera lección de la Sagrada Escritura y de toda la tradición patrística: la misteriosa prevaricación que está en el origen del mal del mundo causa un deterioro en la condición natural de todo hombre, que sólo por analogía llamamos pecado; este «pecado» —que en el plano del ser proviene de la falta de gracia, del consiguiente desequilibrio de las potencias morales y del dominio de Satanás— se convierte a lo largo de la vida consciente del hombre en una «propuesta de pecado»; quien lo ratifica con una culpa deliberada, lo consuma, por así decir, dentro de sí, se apropia también en el plano personal de la herencia de Adán, y reconoce e instaura en su corazón la tiranía del demonio.

El demonio

Como se ve, el difícil y misterioso camino de la fe —que nos ha salvado del abismo del absurdo— ha empujado nuestra meditación desde la verdad del sufrimiento del mundo hasta la del pecado universal y desde la verdad del pecado universal a la del demonio, primera y oscura fuente del mal. Nos hemos adentrado así progresivamente en el enigma de las cosas hasta llegar, sin sobrepasarlo, al umbral del mundo invisible que antecede a nuestra historia; que es como decir el umbral de lo que ha sucedido antes y por encima de nuestro tiempo: las cosas que intentamos entender tienen raíces muy hondas.

La verdad católica sobre Satanás nos preserva de dos aberraciones.

Una de esas aberraciones consistiría en agrandar su naturaleza y exaltar su poder maléfico hasta el punto de hacer de él una especie de «Dios maligno» contrapuesto al Dios bueno, coeterno como él y coprincipio con él de las cosas creadas. Todo ha sido creado por el Padre, y, por tanto, también Satanás; todo lo que el Padre ha creado es en sí mismo bueno, y por tanto también Satanás en su ser primero: su maldad no puede ser sino fruto de una rebelión posterior de su voluntad libre. Sobre el modo en que se llevó a cabo no sabemos nada, pero no podemos dudar de que tuvo lugar.

Pero sería igualmente erróneo no tomar en serio al Enemigo de Dios, su presencia en el mundo, su acción nefasta en las criaturas. Muy en otro sentido nos orienta la palabra de Dios, la sana predicación eclesial y el testimonio de los santos.

Podemos limitarnos a la escucha de cualquier texto ejemplar, entre los inspirados. Satanás es el adversario que induce a los hombres a la trasgresión (cfr. Jn 13,2), hasta el punto de llegar a tentar al mismo Hijo de Dios (cfr. Mt 4, 1-11). Se arroga la posesión de toda la gloria y poder del mundo: «A mí me ha sido entregado y se lo doy a quien quiero» (Le 4, 6). Y de hecho hasta Jesús le reconoce el título de «Príncipe de este mundo» (Jn 12, 31; 14, 30; 16, 11). Logra robar la simiente preciosa de la palabra divina a los oyentes distraídos y desinteresados (cfr. Me 4, 5).

No se cansa nunca de poner a prueba a los discípulos del Señor, cribándolos como se hace con el trigo (Le 22, 31); y entra en el corazón de quien cede a sus seducciones (cfr. Jn 13, 27). Es el autor de las inspiraciones malignas hasta el punto de llamársele el «padre» de quien va contra

21 S. UBHIAII. art. cit„ p. 482.

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Dios y contra su propia salvación (cfr. Jn 8, 44) y de hablar por boca de quien se opone al designio del Padre (cfr. Mt 16, 23).

Su poder es el poder de la «muerte» (cfr. Hb 2, 14), el «reino de las tinieblas» (cfr. Le 22, 53); pero para engañar «se disfraza de ángel de luz» (2 Co 11, 14)22.

El demonio y la cultura contemporánea

El demonio, que durante siglos ha llenado con su presencia las angustias, los miedos y las fantasías de la cristiandad, goza hoy de poco crédito. Y no sólo no es ya ni siquiera un problema para los hombres que no tienen fe y para una sociedad irreligiosa en extremo; también muchos cristianos conscientes consideran inadmisible su existencia.

Entre los teólogos —quiero decir entre los teólogos creyentes— hay quienes están totalmente comprometidos en su trabajo de desmitización, de la que en el demonio no se salva ni siquiera el rabo23.

Su negación radical, cuando se llega explícitamente a esto, se adorna con análisis literarios, bíblicos, etnológicos y psicológicos de impresionante erudición. Pero sólo se hace convincente esta negación en quien previamente considera infranqueable la barrera que separa la idea del diablo de la mentalidad imperante en la cultura contemporánea. Por tanto, está sostenida, si se va al núcleo de la cuestión, más por la ideología que por los argumentos empleados el enjuiciar el problema24.

En realidad, no puede negarse que las dificultades que a este propósito surgen en el alma son muchas y graves, de modo que estamos tentados a acoger con alivio, la hipótesis de que se trata sólo de un residuo del antiguo mundo de fábulas o incluso del paganismo de los antiguos pueblos del Medio Oriente.

Pero si queremos hacer honor a nuestra razón hasta el fondo, es necesario, antes de emitir un parecer, sacar a la luz las aversiones conceptuales que subyacen a esta alergia a lo demoníaco.

Dejando de lado la hostilidad evidente motivada por el rechazo general del mundo invisible (que no debiera tener que ver con los creyentes), son dos, si no nos equivocamos, las incomodidades que causa a la mente la idea de Satanás, tal como la presenta la Revelación.

La primera proviene de la imposibilidad psicológica de imaginar un ser espiritual definitivamente constituido, y, por tanto, para toda la eternidad, en una maldad activa y en una desgracia sin remedio.

La segunda proviene de la dificultad de admitir que en el designio de Dios haya lugar para un ser al que se le permita dañar a los otros seres y deturpar de algún modo la obra del Creador.

En esto, la mente entra en una noche cerrada. Pero no es la negación del demonio lo que puede iluminarla.

22 No es posible superar la impresión de que una eventual «desmitización» de todos estos textos obedecería más a los imperativos de las ideologías que hoy dominan que no a sanos criterios exegeticos. Tanto más que en diversos textos inspirados el demonio no aparece tanto como un «mito» cuanto como el resultado de una «desmitización ». Así ocurre en el libro de la Sabiduría donde la «serpiente» del Génesis queda«desmitizada» en la afirmación del diablo. De igual modo interpreta Jesús, refiriéndolo al diablo, el elemento parabólico del «hombre enemigo» en la parábola de la cizaña. En todas sus palabras Jesús se muestra dramáticamente consciente de tener que luchar contra este terrible adversario. Carece de peso la hipótesis de que el Hijo de Dios asumiría aquí, sin hacerla propia, la convicción común de su tiempo; con este razonamiento se podría dudar también de su persuasión sobre la existencia de un Dios santo, creador del cielo y de la tierra. 23 Un ejemplo de una presentación reductiva del demonio se encuentra en E. J. Yanold, Male, en Nuovo Dizionario di Teologia, Alba, 1977, pp. 831-834.24 Una exposición equilibrada, muy consciente de las dificultades y de los condicionamientos culturales pero al mismo tiempo preocupada de no perder el contacto con la Revelación, se encuentra en A. MARRANZINI, Angelí e demoni, en Dizionario teológico Interdisciplinare. Turín, 1977, /. pp. 351-364.

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De hecho, la primera incomodidad sigue subsistiendo a propósito del hombre que escoge la condenación. Y, a menos de liquidar la libertad creada en su significación más alta y de reducir el drama de la existencia a una comedia de final feliz ineludible como en las viejas películas americanas, no puede negarse la posibilidad de que el hombre se pierda deliberadamente y acabe en un estado irremediable de maldad y de desdicha.

La segunda incomodidad atormenta ya al alma de quien mira alrededor y ve que el delito de un hombre que corrompe a otro hombre, que lo empuja al mal y que lo lleva a la ruina, es algo de todos los días y que ocurre en todas partes. Esta segunda incomodidad tiene en todo caso su límite en la persuasión ciertísima de que, cuando se trata del destino eterno, nadie puede estar condicionado por otro hasta el punto de perder su libertad real de determinación.

Estas reflexiones nos llevan a la conclusión de que, aunque nos parezca extraño el mundo en que nos ha tocado vivir e impenetrable la tiniebla que lo envuelve, no es cerrando los ojos a su realidad como se puede mejorar.

La frase de san Ambrosio: «Ubi fides ibi libertas» podría quizá traducirse también como sigue: sólo quien salva la razón en el acto de fe puede estar de verdad despreocupado al mirar las cosas como son y no como nos gustaría que fueran.

El «mundo»

La verdad del demonio y de su influjo maligno nos ayuda a entender un poco el tema del «mundo» como entidad perversa, tan intrínsecamente presente en las fuentes de la Revelación.

El «mundo» así entendido no es la resultante de la suma de los hombres individuales que permanecen siempre, mientras viven aquí abajo, como ciudadanos potenciales del Reino de los cielos. Es más bien el conjunto de las malas inclinaciones que hay en todos los corazones, aunque no consideradas separadamente, sino en cuanto que están instigadas, sostenidas y coordinadas en una especie de armonía grotesca y compaginadas a modo de anti-Iglesia por aquel poder oscuro que enigmáticamente ejerce Satanás sobre los seres creados, y de que habla la Sagrada Escritura. Cualquiera de nuestras culpas, que tiene siempre reverberos sociales e irradiaciones sobre los hermanos, entra en la composición del «mundo», en el que, sin embargo, hay también un factor extrahumano permanente, irreductible, de algún modo unificante, que es precisamente la acción del Enemigo.

De aquí la situación confusa y llena de contrastes en la que nos encontramos. A un lado están los corazones humanos que por naturaleza están orientados al bien y siguen siendo siempre interlocutores potenciales de Dios y destinatarios de su iniciativa de salvación; al otro está el «mundo», que es una fuerza evidente e irreductible del mal.

La guerra del «mundo» se hace siempre contra los valores absolutos, que son en sí divinos y que al asimilarlos acercan las criaturas al Creador. Por eso, el «mundo» es desde siempre alérgico a la verdad, a la justicia, a la bondad y a la belleza. Tergiversar la verdad, ofender a la justicia, mofarse de la bondad, deturpar la belleza: éstos son siempre sus modos de comportamiento.

E, «ingenioso en el mal» (diría san Pablo), para engañar mejor al espíritu humano, que está fundamentalmente abierto y propenso a los valores, utiliza la astucia de exaltar a uno para rebajar y destruir a otro. Vemos, por ejemplo, la alteración y la opresión de la verdad, que se justifican teóricamente y se llevan a cabo con todo escrúpulo, en nombre y a favor de la justicia; o la violación de la justicia más elemental para hacer posible la realización de cualquier forma de belleza o de grandeza; o la profanación de la bondad o de la belleza perpetrada en honor a la verdad y a la autenticidad; y así sucesivamente.

El «mundo» es sobre todo irreductiblemente hostil a esa presencia de Dios entre los hombres que está representada en la Iglesia. La Iglesia es el blanco de todas sus oportunidades. Cualquier cosa que haga la Iglesia, se la tergiversa en su doctrina, se la malinterpreta en sus hechos y se la condena sin apelación. Si defiende la verdad, no tiene misericordia; si reivindica la justicia, se sale de su campo y se vuelve arrogante; si promueve la belleza, es para imponer mejor a los espíritus su poder tiránico. Si predica el Reino de los cielos y lo muestra como meta última, es alienante y enemiga del gozo de vivir. Si defiende la libertad y los derechos de los humildes, está contra el orden establecido y la paz social. Y así sucesivamente.

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Sería verdaderamente ingenuo y habría olvidado las advertencias del Señor el cristiano que se vanagloriara de poder dialogar con el «mundo» así concebido o que se persuadiera de que esta enemistad pueda terminar antes de la última venida de Cristo.

La palabra de Dios nos da indicaciones más bien en sentido contrario y parece ponernos sobre aviso de que las fuerzas «mundanas» en la historia, antes de ser desbancadas definitivamente con la última venida del Salvador," experimentarán una gran afirmación; por eso nos habla de una «apostasía» general (2 Ts 2, 3; cfr. también 1 Tm 4,1) y nos dice que «al crecer cada vez más la iniquidad, la caridad de la mayoría se enfriará» (Mt 24, 12). Se nos ha avisado que «en los últimos días sobrevendrán momentos difíciles: los hombres serán egoístas, avaros, fanfarrones, soberbios, difamadores, rebeldes a los padres, ingratos, irreligiosos, desnaturalizados, implacables, calumniadores, disolutos, despiadados, enemigos del bien, traidores, temerarios, infatuados, más amantes de los placeres que de Dios, que tendrán la apariencia de piedad, pero desmentirán su eficacia» (2 Tm 3, 1-5).

La Bestia engalanada

El dolor, la muerte, el pecado, el demonio, el «mundo»: he aquí los opresores que amenazan nuestra alegría, y nuestra vida de criaturas de Dios. Todos juntos son la «Bestia», de la que esperamos ser liberados.

En la mentalidad contemporánea está en marcha un curioso proceso de ofuscamiento que recorre en sentido inverso el camino que nuestra investigación ha recorrido guiada por la fe.

Arrinconada del todo la concepción negativa tan fuertemente presente en la Revelación, el mundo viene entendido sólo como la obra santa y espléndida de Dios, donde todo es digno de adoración.

Naturalmente en un mundo así concebido no hay ya lugar para el demonio quien de hecho, como se dice, queda desmitificado, hasta quedar disuelto en la debilidad o, si se quiere, en la tendencia natural a pecar que habita en el corazón del hombre. El diablo se convierte, pues, en el símbolo de una especie de concupiscencia inmanente y consecuentemente en el símbolo del pecado original.

A continuación, el pecado original se debilita y empalidece hasta ser sólo la denominación colectiva de todas las culpas personales de los hombres; las cuales, por otra parte, no son tanto culpas cuanto alteraciones psíquicas que siguen a la violación de tabúes ancestrales e irracionales. Porque cada vez se cree menos en el pecado personal en su sentido propiamente dicho.

En este universo, reconvertido ilusoriamente en inocente, la muerte y el dolor no debieran existir. En cambio, dado que existen, se convierten, en la cultura dominante hoy, en objeto de una censura cuidadosa: no se deben mostrar, no se debe hablar de ellos, no se debe pensar en ellos. Hay, desde luego, que combatirlos y, hasta donde sea posible, eliminarlos; pero nadie debe

aventurarse a ciarles un sentido y a preguntarse por la razón de su existencia en el plan de Dios.

Como se ve, la «Bestia» ha sido ya domesticada y casi aparejada, hasta el punto de que no parece ni siquiera necesario ya que alguien nos defienda y nos libre. Se convierte entonces en superflua y trágicamente cómica la lucha encarnizada sostenida por Cristo. Si el enemigo no es ya un dragón feroz sino un pequeño novillo manso, el «Caballero» ya no es un héroe victorioso sino un dependiente de matadero, y sobre todo domeñado, ya que ha terminado haciéndose matar él.

De esta manera, al contemplar su estado con optimismo alegre y minimizando su miseria, el hombre corre el riesgo de caer en la mayor de las miserias: la de hacer innecesario su Redentor.

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CAPÍTULO SEGUNDO

EL CABALLEROEpinicio sobre el Hijo del Hombre

«Viste un manto empapado en sangre y su nombre es: Palabra de Dios» (Ap 19, 13)

La realidad de Cristo, razón de la victoria

Jesucristo, el Hijo de Dios crucificado y resucitado, existe; en él las fuentes del mal encuentran su derrota, en la realidad de su existencia está la razón de la existencia del hombre.

El no es una idea entre las muchas que se persiguen, se debaten y se empalman en el desarrollo del pensamiento humano; no es un mito entre los distintos mitos que han intentado e intentan dar sentido a nuestras confusas aspiraciones, aliento a nuestras angustias, plausibilidad a nuestra voluntad de vivir; no es un personaje literario, entre los que han conquistado por el magisterio del arte una fama universal y una inmortalidad de papel; no es alguien de los «grandes» de la historia, que la muerte —desconocedora de sus méritos e irreverente ante su importancia— ha arrollado sin remedio, asemejándole a la suerte de todos: él existe; él está vivo en un sentido propiamente dicho, vivo también en su realidad corpórea, plenamente vivo.

Está vivo en sí mismo, no en nuestra fe: no es nuestra fe la que le infunde vida; es ella la que toma su vida de él.

Como por desgracia ocurre con las verdades primordiales, que con facilidad se dan por adquiridas y por lo mismo tienden a desaparecer poco a poco del horizonte de la conciencia, con frecuencia palidece dentro de nosotros la certeza de la realidad de Cristo. O se diluye y se pierde en consideraciones que, en sí justas y necesarias, a veces ocultan y aislan en la concreción de la vida interior la luz primera del cristianismo.

No es verdad que el Resucitado está entre nosotros porque entre nosotros están los pobres, los marginados, los que sufren; es verdad que los pobres, los marginados y los que sufren nos ofrecen una forma privilegiada de comunicarnos con él y un modo nuevo y eficaz de amarlo.

No es verdad que la comunidad cristiana dé vida al Salvador con su compromiso fervoroso; es verdad que recibe vida del Salvador y así se convierte en un lugar de encuentro vital con él.

No es verdad que Jesús no tenga ya manos y tenga sólo nuestras manos (como a veces en estos tiempos se oye decir incluso en la iglesia por boca de cristianos inconscientes, educados por pastores irreflexivos); es verdad que nuestras manos existen porque antes de nada existieron las suyas y toda nuestra humanidad existe y vive en cuanto que está modelada sobre la suya y de la suya recibe su subsistencia.

Eficacia particular de las acciones teándricas

Por tanto, cualquier consideración sobre nuestra victoria se resuelve en la consideración sobre Cristo: sobre lo que Cristo es y sobre lo que Cristo ha hecho.

El ser y la acción están en él estrictamente ligados y son interdependientes, de modo que ninguna de esas dos dimensiones puede comprenderse adecuadamente si no es en la implica-ción del otro. En Jesús Salvador, crucificado y resucitado, lo que él es determina el valor de lo que ha llevado a cabo; y todo lo que ha llevado a cabo confluye, se compendia y permanece para siempre en lo que él es. La estructura teándrica25 de su misterio cualifica de manera única e inimitable sus obras; y toda la serie de sus actos entra a formar parte de su realidad actual y eterna.

25 «Teándrico» significa —en el lenguaje teológico que se remonta al menos a san Juan Damasceno— «divino-humano». La «estructura teíndrica» del misterio de Cristo proviene de la posesión simultánea por parte del Verbo de la naturaleza divina y de la naturaleza humana. Las «acciones teandricas» significan acciones que, aun siendo humanas en sí mismas, tienen también una valencia que se puede llamar divina en razón de la unidad personal del Hijo de Dios encarnado.

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Sus acciones, aun siendo verdadera y plenamente humanas, brotan como de su raíz última de la persona del Verbo y, por tanto, aunque siguen siendo verdadera y plenamente humanas, se adornan con la dignidad trascendente de los actos divinos. Por ello, no son comparables ni conmensurables con nada de cuanto ha sido y es producto de los otros hijos de Adán.

Deberemos, pues, suponer razonablemente que cuanto ha hecho Cristo, aun teniendo la misma forma y la misma naturaleza que nuestros actos, tiene una riqueza intrínseca excepcional, una eficacia particular, una fecundidad de implantación y de consecuencias que no admiten comparación dentro de nuestra historia. Su nacer, crecer, buscar, llorar, reir, fatigarse, enseñar, padecer, amar, morir, aun en su auténtica y plena humanidad, son abismalmente distintos de los hechos correspondientes de cualquier otra criatura. No es de extrañar que tengan en las vicisitu-des del universo efectos y resonancias exclusivas y determinantes.

Cualquier previsión y medida de juicio quedan sobrepasadas desde que en el concierto de los comportamientos humanos se inserta la acción de un hombre cuyo ser personal viene de Dios.

Estas consideraciones preliminares no debe nunca olvidarlas quien se apreste a reflexionar sobre el misterio de la redención.

Tres elementos de la acción redentora

Si pasamos ahora a contemplar el principio victorioso del bien en la creación corrompida en relación a su aspecto dinámico (es decir, el Cristo en su acción liberadora), nos encontramos de cara a una realidad multiforme, extraordinariamente rica de matices y que supera nuestra estrecha capacidad de comprensión, de modo que debemos resignarnos a ver desatendida nuestra aspiración natural a su inteligibilidad total: aquí está la obra maestra de la maravillosa sabiduría de Dios, que nosotros con toda justicia, obedeciendo a nuestra índole de buscadores insaciables, nos esforzamos en conocer y admirar, pero sin la presunción de lograr representarlo adecuadamente con nuestros conceptos.

Hay, sin embargo, tres elementos, entre otros muchos, que enseguida se nos presentan como primordiales en la obra de restauración y renovación del mundo: la encarnación progresiva, la obediencia reparadora y la efusión del Espíritu de Dios.

Primer elemento: la encarnación «progresiva»

El Verbo que, al hacerse hombre, se une indisolublemente a una criatura, dominándola hasta personalizarla, y por ello encadena de algún modo toda la creación a su propio destino, repre-senta para el reino del mal el comienzo del fin.

Este es ya el núcleo del triunfo de Dios y, cuando se acoge en el acto de fe, es también el núcleo de nuestro triunfo: «Todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo. Y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe» (1 Jn 5, 4).

En efecto, la ruina tiene su origen en el alejamiento absurdo de la creación respecto de Dios, que es la sede de la vida: la pérdida de la comunión con la divinidad es la razón de la muerte. La entrada de Dios en la historia por la encarnación, llevando a cabo la divinización de la criatura, es ya un desquite sustancial.

Pero si se quiere captar toda la fuerza del argumento, hay que mirar la encarnación en su dinámica esencial. En este sentido, puede definirse como «progresiva», no porque Cristo no esté ya divinamente personalizado desde su concepción, sino porque el crecimiento es connatural a todo hombre, esto es, su hacerse más plenamente hombre. Así pues, también el Hijo de Dios, al desarrollarse según todos los componentes de su humanidad perfecta, se ha hecho cada vez más hombre y ha asumido sucesivamente todos los aspectos propios de la condición humana.

Y puesto que no se ha encarnado en una humanidad abstracta y puramente posible, sino en la específica de los hijos de Adán, ha asumido poco a poco y, por ello, ha adornado a lo divino toda nuestra vida, en todos sus momentos y en todas sus manifestaciones existenciales.

El culmen de esta condivisión con nosotros, y por lo tanto el vértice de la encarnación se ha tocado en el Calvario. En el sufrimiento y en la muerte, el pecado (no en sí mismo, sino por lo que tiene de positivo y redimible, es decir, como causa de pena y como exigencia de expiación)

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ha entrado de alguna manera a formar parte de la herencia del Hijo de Dios, convertido con nosotros en hijo de Adán: «A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros» (2 Co 5, 21).

Sobre la cruz el Señor Jesús (que asume la condición de siervo y, en cuanto le es posible asumirlo, de pecador) lleva la condescendencia divina —es decir, la encarnación— a su perfección. A la vez, llega a su plenitud la restauración del hombre que, precisamente en cuanto hijo de Adán y por tanto dañado y sujeto a la pena, reconquista la unión más estrecha pensable con la divinidad.

Segundo elemento: la obediencia reparadora

Al Dios que se abaja y se encarna corresponde el hombre que asciende; en simetría con la condescendencia divina está la elevación progresiva del hombre que se une cada vez más al Padre y se hace conforme a su voluntad; la divinidad viene al corazón de su creación, uniéndose indisolublemente con la naturaleza finita, y Adán retorna a la intimidad plena con su Creador.

Pero la divinidad no alcanza y agarra al hombre como a una cosa inerte, de la que se posesionara sin diálogo y sin comunión. Lo conquista desde dentro y lo envuelve en una relación de amor.

La voluntad torcida bajo el influjo del Enemigo queda superada y vencida por la voluntad que se adecúa perfectamente a la divina; a la rebelión la sustituye la plena adhesión; a la desobe-diencia que arruina sigue la obediencia que repara.

En Cristo Redentor, junto al principio «objetivo» de la divinización del hombre que llega hasta el vértice inesperado e inefable de la unión hipostática, está el principio «subjetivo» de su naturaleza humana que, consciente y amorosamente, obedece al plan original y realiza el ideal humano tal como ha sido pensado por Dios: el hombre es de nuevo interlocutor atento, dócil, perfectamente sintonizado, que desde siempre el Padre decidió tener.

A esta luz, toda la historia del Hijo de Dios aparece como redentora en cuanto que es toda un peregrinaje interior de obediencia hasta la perfecta adhesión al proyecto primitivo. Todo acto, todo respiro, todo palpito de Cristo expresaba el amor y poco a poco reinstauraba el amor al Padre en la humanidad falta de amor.

Era un amor creciente, no porque en algún momento fuese imperfecto en sí mismo,, sino porque se dilataba ajustándose al desbordamiento continuo de la humanidad del Hijo de Dios. La voluntad de Jesús se conformaba cada vez más a la del Creador, no porque estuviese nunca en disconformidad con algo, sino porque por una parte la voluntad maduraba en sí misma con su desarrollo natural y por otra la voluntad del Padre se revelaba a Cristo en plenitud cumplida.

Un momento de intensidad privilegiada y de relevancia decisiva en este itinerario espiritual fue la experiencia de la pasión y de la muerte. Todo el amor del Hijo alcanza el culmen de su potencia y el máximo de su manifestación frente a la cruz.

Estaba incluido en la voluntad del Padre el respeto al orden trascendente de justicia, que liga necesariamente el sufrimiento al pecado. Jesús, al aceptar la crucifixión y al morir como un malhechor, alcanza el culmen de la obediencia y redime al hombre, colocándolo en la armonía perfecta de su voluntad con la voluntad de Dios.

Hay en esta cuestión un punto donde la oscuridad es más densa, tanto que ni siquiera el Hijo de Dios parece haberlo penetrado con su inteligencia humana, sino como el más hondo de los misterios que hay que abordar con la lucidez especial que ofrece la plegaria y no sin experimentar en todo su ser de hombre una experiencia tremenda de «miedo» y de «angustia»:

«Van a una propiedad, llamada Getsemaní, y dice a sus discípulos: «Sentaos aquí, mientras yo hago oración». Toma consigo a Pedro, Santiago y Juan, y comenzó a sentir pavor y angustia. Y les dice: «Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad». Y adentrándose un poco, cayó en tierra y suplicaba que a ser posible pasara de él aquella hora. Y decía: «¡Abba, Padre!; todo es posible para tí; aparta de mí este cáliz; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Me 14, 32-36).

¿Cuál es la zona de sombra que parece resistirse incluso a la agudeza de entendimiento del Hijo de Dios hecho hombre?

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No es tanto el trenzado ineludible entre pena y pecado, que es un principio elemental evidente. El verdadero misterio estaba en el hecho de que, al proponerle aceptar la pasión y la muerte como homenaje debido a la justicia, la voluntad del Padre le proponía por eso mismo aceptar la condición de culpabilidad, implícita en el sufrimiento, aun siendo totalmente inocente. Este es un absurdo aparente y por lo tanto un obstáculo a primera vista insalvable.

Jesús lo cruza primero con su voluntad y después con su entendimiento. Primero, en la oscuridad, impone a su voluntad la conformidad con la voluntad sorprendente del Padre, que en aquel momento se le hace saber con claridad: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Le 22, 42). Después, al adaptarse sin reservas al proyecto del Padre, también su entendimiento com-prende. Por eso la carta a los Hebreos escribe con profundidad excepcional que «aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia» (Hb 5, 8)26.

Nuestra solidaridad original con Cristo

En sustancia, el centro del misterio —arduo hasta para la mente humana del Hijo de Dios— está precisamente en la conexión estrechísima que liga a todos los hombres con Cristo.

Es un vínculo tan fuerte y, por así decirlo, tan entretejido en nuestra naturaleza, que no nace del sacrificio del redentor; más bien fundamenta y explica su eficacia en nuestros parangones, y por eso debe precederla. En este orden de cosas realmente escogido por Dios, estamos indisolublemente unidos con Cristo y, al menos en la raíz, somos como una sola cosa con él, ya en el momento de nuestra constitución como hombres.

Es un vínculo injertado tan profundamente en el ser creado de Jesús de Nazaret, que puede transmitirle, a él que es inocente, nuestro estado de pecadores y lo puede cargar con nuestras deudas ante la justicia divina.

De este modo, la redención, es decir, el aspecto esencial de la victoria de Cristo, se nos presenta como una «expiación solidaria»27.

Por su comprensión, creemos que no se nos ofrece otro camino que el recorrido por el Salvador: ante todo hay que acogerlo en la obediencia como el núcleo más oscuro de la voluntad del Padre, y como la raíz de nuestra vida renovada; después, con la gracia del Espíritu Santo, se hace fuente de luz para nuestro entendimiento del hombre y del universo.

Tercer elemento: la efusión del Espíritu

Para penetrar un poco más en la comprensión de la victoria de Cristo sobre el mal es necesario fijar la atención en el misterio de la gloria.

La resurrección, la ascensión, la instauración a la derecha del Padre no son sólo un triunfo sobre la muerte, el monstruo que se atrevió a morder al Hijo de Dios; son también la razón de la renovación del universo.

Desde lo escondido de Dios el hombre Jesús de Nazaret derrama sobre el mundo al Espíritu que desde la eternidad procede del Padre; de este modo se constituye en fuente inagotable de la purificación, de la elevación, de la unificación de la realidad creada, que Satanás había profanado, desfigurado y dispersado.

Este es el prodigio de Pentecostés, que no es tanto un episodio localizado y cerrado en una determinada hora de la historia, cuanto un don siempre en acto. El acontecimiento del día cin-cuenta después de la Pascua, descrito en los Hechos de los Apóstoles, es la «epifanía» transitoria de una realidad que en todos los tiempos está en el origen de la Iglesia.

Mientras esté Cristo a la derecha del Padre, el Espíritu seguirá regando los áridos campos de la tierra: es como una corriente ininterrumpida de energía divina, que invade la creación y trabaja para sustraerla al dominio del mal. Envuelve a todos los hombres; por ello, todo hombre es

26 Sobre el difícil problema del desarrollo del conocimiento humano del Hijo de Dios, hemos expuesto nuestro pensamiento en otro lugar. Cfr. G. BlFFI, Alia destra del Padre, Milán, 1970, pp. 40-5.V27 11 G. Biffi, Soddisfazione vicaria o espiazione solidale?, en Miscellanea Carlo Figini, Venegono Inferiore, 1964, pp. 643-663.

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arrancado a la fatalidad de la perdición y puede cantar la presencia indefectible de la gracia que ilumina, sana y diviniza, con tal de que no se resista y no defienda absurdamente dentro de sí su deformidad espiritual y su solidaridad con el reino de la muerte.

La acción del Espíritu derramado por el Señor glorioso es sutil, penetrante, tenaz, y consigue marcar y enriquecer con su don incluso las mentes y los corazones que parecen más lejanos y contrarios. Llega a poner algún resplandor de verdad hasta en la más engañosa de las ideologías y a suscitar algún estremecimiento de generosidad en el espíritu más egoísta.

Y es imparable: ninguna resistencia prolongada lo desanima, ninguna ingratitud lo envilece, ninguna incomprensión lo induce a abandonar.

Cristo ha muerto para darnos el Espíritu (cfr. Jn 19, 30 en su texto original) y ha resucitado para que lo podamos recibir (cfr. Jn 20, 22). Mientras el Señor Jesús, crucificado y resucitado, sigue vivo (y es principio de vida) en lo íntimo de la vida trinitaria, Pentecostés continúa irradiándose sobre la humanidad y transformándola.

Pentecostés es la revancha de Dios, que poco a poco va tomando de nuevo posesión de la creación alienada.

El Espíritu Santo dado por el Redentor ejerce sobre el mundo una eficacia invisible y' una eficacia visible.

Su eficacia invisible está oculta en el secreto del entendimiento y del corazón del hombre: sus resultados no se pueden contar ni evaluar. Por ser invisible, con frecuencia puede parecer que no existe: parece que el espíritu del mal sofoca y trasmuta continuamente todos los logros del Espíritu Santo. En realidad, el Consolador está presente siempre, actúa siempre y siempre consigue hacer germinar algo incluso en las conciencias más endurecidas.

La eficacia visible suscita en el mundo una presencia objetiva de la salvación, contra la que no puede atentar ninguna maldad de la criatura. Así nace la Sagrada Escritura, presencia objetiva de la palabra de Dios; la sucesión apostólica y el orden sagrado, presencia objetiva de la misión salvífica; los sacramentos, presencia objetiva de la misericordia del Señor.

Y dado que el Espíritu es también siempre unificador, toda esta eficacia, visible e invisible, se une y se traba en el misterio único de la Iglesia. La Iglesia es a este respecto la realidad creada en cuanto que es reunida, limpiada, santificada y unificada por la efusión perenne del Espíritu Santo, enviado por Cristo, Hombre-Dios crucificado y resucitado, que a la derecha del Padre ha llegado a ser la fuente inagotable de la buena nueva divina.

Cristo, el vencedor

Si ahora, en una visión sintetizadora de entendimiento de la fe, abarcamos simultáneamente el misterio de la encarnación redentora, el misterio de la obediencia que lleva a la voluntad humana a la adhesión perfecta a la voluntad del Padre, el misterio de la glorificación y de Pentecostés, podemos celebrar con gozo, con admiración, con gratitud la victoria de Cristo. Es una victoria total e irreversible, ya cumplida en sí misma, aunque en ella han de participar cada una de las generaciones y cada una de las personas, y, precisamente para hacer posible esta participación, deja también espacio al juego de la libertad, con sus tentaciones y

sus luchas.

El demonio a la manera de un hombre «fuerte y bien armado custodia su palacio». Pero he aquí que «llega uno más fuerte que él y le vence, le quita las armas en las que estaba confiado y reparte sus despojos» (Le 11, 21-22). Este es el Vencedor; así se había profetizado de su acción liberadora: «Sí, al valiente se le quitará el prisionero, y la presa del guerrero se le escapará» (Is49, 25). De él se había dicho:

«Le daré su parte entre los grandes

y con los poderosos repartiré despojos,

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ya que indefenso se entregó a la muerte

y con los rebeldes fue contado» (Is 53, 12).

Ya al caballero «se le dio una corona»; pero él sale «como

vencedor para seguir venciendo» (Ap 6, 2).

Quien se demora en el canto del epicedio siente ahora que le dicen: «No llores; ha triunfado el León de la tribu de Judá, el Retoño de David» (Ap 5, 5).

A la Bestia «se le concedió hacer la guerra a los santos» (Ap 13, 7). Pero los santos han vencido ya en Cristo a la Bestia y están «de pie junto al mar de cristal»; y, «llevando las cítaras de Dios»

(cfr. Ap 15, 2-3), pueden entonar el himno triunfal:

«Grandes y maravillosas son tus obras,

Señor, Dios Todopoderoso;

justos y verdaderos tus caminos,

¡oh Rey de las naciones!» (Ap 15, 3).

Esta es la razón del alegre epinicio: «Salimos vencedores

gracias a aquél que nos amó» (Rm 8, 37).

Nuevo ahondamiento en el misterio de la victoria.

Nadie puede sensatamente hacerse ilusiones de que esta rápida reflexión haya abarcado toda la intelegibilidad de este misterio de gozo y de luz, que es la victoria de Cristo. Es una indagación que no puede acabar nunca, es un peregrinaje espiritual que no se parará más que en la visión abierta del cielo.

Pero hay un aspecto del fantástico plan divino en relación al rescate de la creación respecto del mal que merece ponerse inmediatamente en evidencia, porque revela con extraordinaria claridad en cuánto sobrepasa la sabiduría del Padre todos nuestros pensamientos y todas nuestras imaginaciones.

Es una especie de ley inmanente que se encuentra en todos los diferentes momentos de la victoria; por ella Dios decide vencer de manera plena y relevante, no triunfando simplemente sobre las fuerzas del mal, sino más bien encuadrándolas en la lógica del plan de salvación que había sido establecido y reduciéndolas, precisamente en su maldad, al servicio del amor.

Lo pondremos de relieve sucesivamente en relación con el amor y la muerte, con el pecado, con el mundo y el demonio. Se trata de saber captar «lo positivo» que cada uno de estos elementos del poder del mal —que sin embargo, siguen siendo el fruto envenenado de la absurda rebeldía de la libertad creada frente a la iniciativa del Creador— asume ya en el proyecto original de Dios.

Lo positivo del dolor y de la muerte

La primera aproximación a este aspecto particular de la «victoria» nos lo puede ofrecer la consideración de una expresión sorprendente de la carta a los Hebreos, que se refiere al episodio de la agonía de Jesús en Getsemaní: «El cual, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente» (Hb 5, 7).

Ante la perspectiva de su pasión atroz y de la muerte, el Hijo de Dios pide con todo el ímpetu de su corazón apasionado al Padre —«al que podía salvarle»— que le sea ahorrada esta prueba, revelándose de esta manera una vez más auténticamente hombre, plenamente partícipe de nuestra naturaleza y de nuestros sentimientos más íntimos. En concreto imploraba la victoria sobre el mal del único modo que una inteligencia humana podía concebirlo.

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El Padre lo escuchó, esto es, le concedió la victoria implorada, eludiendo en apariencia, pero en realidad sobrepasando su súplica: el dolor y la muerte serán vencidos no porque se los evite, sino porque, acogidos en el corazón como el camino para llegar a la gloria y a la vida plena de la resurrección, serán trasmutados en factores de redención. Esta es la victoria tal como fue pensada en el designio inefable; una victoria que no se contenta con triunfar sobre las fuerzas del mal, sino que se las quita al Enemigo y se las trasfiere al campo de Dios.

Desde que el Señor Jesús aceptó, al morir en la cruz, este extraordinario proyecto y, al aceptarlo «experimentó la obediencia», el dolor y la muerte han adquirido otra valencia para el género humano. No tienen ya sólo razón de castigo de la culpa y ni siquiera de simple expiación del propio pecado, sino que se convierten en nosotros en redentores para todos, si los acogemos y comprendemos como Cristo los acogió y entendió; se convierten en la forma más excelsa de asimilarnos a nuestro Salvador y de injertarnos en él.

Lo positivo del pecado

El libro de los Hechos de los Apóstoles recoge una bella plegaria de la comunidad cristiana de los primeros tiempos, en que se dice:

«En esta ciudad se han aliado Herodes y Poncio Pilato con las naciones y los pueblos de Israel contra tu santo siervo Jesús, a quien has ungido para realizar lo que en tu poder y tu sabiduría habías predestinado» (Hch 4, 27-28).

Y ya en el discurso pronunciado el día de Pentecostés, inmediatamente después de la epifanía del Espíritu, Pedro había dicho proyecto que hizo existir a este universo tal como existe; san Ambrosio demuestra en este punto una originalidad teológica mucho más grande de la que convencionalmente se le atribuye.

Posee un sentido vivísimo del pecado, de su gravedad, de su universalidad, de su presencia determinante en la vida del hombre. Pero él alega siempre la consideración del pecado para que emerja y se imponga a la atención la misericordia divina que nos ha venido en Cristo y que es la característica primordial del presente orden de providencia. De aquí la insistencia con que afirma la «utilidad» espiritual que la gracia logra sacar siempre incluso de las trasgresiones más graves.

Una reseña sumaria de frases ambrosianas nos persuadirá del relieve excepcional que este tema tiene en el obispo de Milán.

«Dios ha preferido que hubiera más hombres a los que poder salvar y perdonar el pecado, que el que hubiera sólo el único Adán, que quedara libre de culpa» (De Paradiso, 47),

«Mi culpa se ha convertido para mí en el precio de la redención, a través de la cual Cristo ha venido a mí. Por mí Cristo ha gustado la muerte. Es más provechosa la culpa que la inocencia. La inocencia me había vuelto arrogante, la culpa me ha hecho humilde» (De lacob et vita beata, I, 21).

«El Señor sabía que Adán caería para ser después redimido por Cristo. ¡Feliz ruina, que tiene una reparación más bella!» (Explanatio ps. 39, 47).

«El enemigo está obligado a tentar a los hombres para su propio bien; en realidad, cuando los tienta los hace mejores, y con la tentación da la posibilidad de convertirse en maestro incluso al que antes se le tenía por inseguro. Así Pedro es colocado a la cabeza de la Iglesia tras haber sido tentado por el diablo» (Explanatio ps. 46, 41).

«El pecado tiene sin más una utilidad en sí y el mal se ha insinuado hasta en los santos por una voluntad providencial del Señor» (Apología David, 7).

«Oh Señor Jesús, debo más a tus ultrajes para mi redención, que a tu poder para mi creación. Hubiera sido inútil para nosotros nacer, si no hubiéramos tenido la dicha de ser redimidos» (Expositio in l.ucam, X, 29).

que Jesús de Nazaret había sido entregado para ser crucificado por los impíos «según el determinado designio y previo conocimiento de Dios» (Hch 2, 23).

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Es extraordinaria la lucidez con que la Iglesia apostólica es consciente de que la más abominable de las culpas —la muerte del Unigénito del Padre—, siendo un crimen perpetrado libremente por las criaturas, es también un elemento del plan divino de salvación.

La aparición de muchas y graves dificultades para nuestra mente (como, por ejemplo: la relación entre la voluntad libre de Dios y la libre voluntad humana) no disuadió a los primeros cristianos de estas valorosas afirmaciones. Por otra parte, este género de dificultades se plantea en cualquier caso y este tipo de problemas surge inevitablemente cuando se afirman y se ponen en relación recíproca la causalidad universal del Dios infinito y la absurda rebeldía de los seres finitos.

Más aún, una vez admitido el razonamiento a propósito de la crucifixión de Cristo, no sé por qué esta visión no pueda y no deba comprender todos los pecados de la historia humana.

Y en realidad una extensión primera significativa se encuentra en san Pablo, quien interpreta la incredulidad de los Judíos y su negativa a reconocer a Cristo como un factor ya calculado y querido en la estrategia de la piedad divina: «Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia» (Rm 11, 32). Aunque es verdad que al darse cuenta de lo difícil que le es a la razón natural la comprensión de esta lógica hondísima y misteriosa, añade enseguida: «¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuan insondables son sus designios e incalculables sus caminos!» (Rm 11, 33).

El pensamiento de san Ambrosio

Dentro de la tradición cristiana ha sido sin duda san Ambrosio quien ha expresado con mayor fuerza la convicción de que en el designio de Dios el pecado tiene su positividad significativa y preciosa, y que, por tanto, forma parte ya del comienzo del

«Es provechosa para nosotros la caída de los santos. No me ha causado ningún daño el que Pedro haya renegado, y, en cambio, me ha sido de gran provecho el que se haya convertido» (Expositio in Lucam, X 29).

«La culpa nos trajo más beneficio que daño, porque dio ocasión a la misericordia divina de redimirnos» (De institutione virginis, 104).

«El Señor viene a renovar la gracia de la naturaleza, más aún, a aumentarla, para que donde abundó el pecado sobreabunde la gracia» (Ep. 34, 15).

«Por obra de la ley se ensanchó la culpa, pero también se disolvió la soberbia del autor de la culpa, y esto fue para mí una ventaja: la soberbia acarreó la culpa, la culpa determinó la inter-vención de la gracia» (Ep. 73, 9).

«La culpa de todos provocó la esclavitud, la esclavitud indujo a la humildad, la humildad a la obediencia. La soberbia había causado la culpa: en contraposición, la culpa engendró la obe-diencia» (Ep. 78, ó).

Como coronación de este pequeño florilegio es obligado citar el célebre pasaje que pone san Ambrosio al final de su comentario a los seis días de la creación:

«Doy gracias al Señor Dios nuestro que ha creado una obra tan maravillosa en la que encontrar su descanso. Creó el cielo, y no leo que haya descansado; creó la tierra, y no leo que haya descansado; creó el sol, la luna, las estrellas, y no leo que haya descansado; pero leo que creó al hombre y que entonces descansó, al tener un ser a quien perdonar sus pecados» (Exameron, IX, 76).

«Dios descansa, según san Ambrosio, no precisamente por el hecho de haber creado al hombre, sino al hombre en cuanto «ser a quien perdonar sus pecados». Este es uno de los puntos más característicos y uno de los motivos más sobresalientes de su originalidad. Es como decir que Dios, por un designio misterioso y admirable, cuyas razones pertenecen a su insondable secreto, cuando decide crear quiere expresar de sí mismo como prerrogativa última y plena su misericordia. Crea al hombre para ser misericordioso. Sin duda, no crea al hombre pecador o

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para que peque, pero ciertamente la pasión del Señor, el descanso último de Cristo en su muerte redentora, representa el sentido de la creación»28.

La liturgia ambrosiana actual parece hacerse eco de la palabra de su Maestro cuando en un prefacio proclama:

Te has inclinado sobre nuestras heridas y nos has curado, dándonos una medicina más fuerte que nuestros males, una misericordia más grande que nuestra culpa.

Así, en virtud de tu invencible amor, ha valido incluso el pecado para elevarnos a la vida divina. (Domingo XVI «per annum»).

La preeminencia de la victoria de Dios

La-victoria de Dios —considerada en sí misma y, por lo mismo, en su designio originario, y no en el desarrollo histórico de los acontecimientos— no se añade a su aparente derrota, sino que la precede y la subvierte desde el comienzo en su profunda significación. Dios es siempre el primero; por ello su misericordia no sigue al pecado sino que le precede.

Es verdad que la piedad divina se derrama en el mundo para

remediar la culpa, pero es más profundamente verdad que la culpa es acogida en el proyecto eterno para que el perdón pueda manifestarse.

El Creador podía escoger entre infinitos mundos posibles. Ninguno de ellos habría podido manifestar todas las perfecciones divinas; cada uno de ellos habría manifestado alguna. Dios, al elegir un orden totalmente centrado en su Hijo hecho hombre, crucificado y resucitado, redentor a la cabeza de una multitud de hermanos, ha preferido frente a cualquier otro un universo que expresara sobre todo su alegría de perdonar y que exaltase en el hombre la humildad del amor penitente.

Así, el pecado que parece (y en algún aspecto lo es) una victoria del mal, queda destruido desde su raíz, ya que llega a ser elemento determinante en la afirmación de la misericordia divina.

Todo esto no significa naturalmente que Dios quiera el mal en sí mismo para que se afirme el bien. Significa que Dios quiere todo lo que de positivo va incluido hasta en la rebeldía de la criatura; es decir, la posibilidad de que afloren los valores del arrepentimiento por nuestra parte y de la compasión indulgente por la suya: valores que no pueden darse en un mundo inocente.

Mucho menos debe inducirnos ésto a multiplicar los pecados para que sobreabunde la gracia. Más bien debemos intensificar la conversión del corazón y la gratitud arrepentida del espíritu que reconoce sus fallos y se siente alcanzado por la caridad divina, para que podamos participar en la victoria de Cristo sobre el pecado y para que, una vez que las trasgresiones hayan dado ocasión de reavivar más en nosotros el arrepentimiento humilde y costoso del hijo pródigo que ha vuelto a casa, tengamos que alegrarnos incluso de nuestra culpa y la consideremos «feliz» ya que nos ha permitido tener parte en el plan de la redención.

La victoria sobre el mundo y sobre el demonio

28 1. BlFFI, Nota al pasaje citado del Exameron, SAEMO 1, Milán-Roma, 1979, página 419. La nota termina con estas palabras: «Advertimos que en esta concepción del hombre creado como aquél a quien Cristo perdonará los pecados en la Pasión, y proyectado como el lugar del ejercicio de la misericordia divina, [Ambrosio] pone las premisas para una visión unitaria del plan de Dios en este universo concreto: el Hombre-Dios Redentor no es un sucedido contingente y ocasional, sino el fin mismo de la creación, por una elección que excluye toda lógica racional y plenamente comprensible.Todo lo que hemos dicho arriba respecto a "lo positivo" del pecado encuentra aquí su fundamento: el pecado en el designio de Dios sirve para el don de la misericordia y la gracia del perdón. Por eso san Ambrosio, que sin embargo tiene vivísimo el sentido del mal en el mundo, se para admirado a ilustrar lo que Dios sabe hacer precisamente a través del pecado en el hombre que se arrepiente y se convierte. La palabra más verdadera y definitiva para el santo obispo no es la culpa, que se convierte en secundaria, sino la conversión, la purificación y la gracia que redime» (Ib., página 421).

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También la acción del demonio en el universo y la realidad maléfica del «mundo» que se sigue quedan desbaratadas, según la lógica sublime y casi incomprensible a la razón natural de la victoria de Dios que somete todo al triunfo del bien.

Precisamente en la hora del poder de las tinieblas (cfr. Le 22, 53), Jesús, según el evangelio de Juan, acaba sus discursos de la última cena con una frase que quiere sintetizar su enseñanza sobre el misterio de la redención con una mirada lanzada al corazón de las cosas, más allá de las apariencias engañosas: «Yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).

La afirmación es tanto más sorprendente si se la relaciona con lo que el Señor acababa de afirmar: «Llegará la hora en que todo el que os mate piense que da culto a Dios. Y lo harán porque no han conocido al Padre ni a mí» (Jn 16, 2-3). Y poco después: «Lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará» (Jn 16, 20).

¿Cómo se puede llamar vencido a un mundo que se apresta a regocijarse? ¿Cómo está derrotado un mundo que está presto a aplastar a los discípulos de Cristo?

Pero precisamente aquí llega a su culmen la victoria del Señor: precisamente la acción de Satanás y todos los que se dejan inspirar por él, al ensañarse sobre los creyentes, ofrece involuntariamente a los hombres la posibilidad de conformarse más plenamente al Salvador crucificado y de convertirse en destinatarios privilegiados de la redención, más todavía, en coprincipio en él y con él de la renovación del universo.

La Esposa de aquél que en la historia aparece como el Cordero degollado (cfr. Ap 5, 12) y en la realidad definitiva es el Caballero victorioso (cfr. Ap 19, 21), precisamente en el sufrimiento que la inflije el dragón que la empuja en este tiempo a la existencia atormentada de la peregrina fugitiva (cfr. Ap 12, 6), posee la razón y la fuente de su esplendor y de su gozo sin fin (cfr. Ap 21, 2-4).

Aquí encuentra su fundamento la teología del martirio: una muerte, que en la perspectiva del mundo aparece como una derrota y una catástrofe, es en realidad el triunfo más sublime; la humillación de la condena es el título para la corona más resplandeciente; la caída bajo los golpes del mal es la elevación al culmen de la gloria.

Recibir la muerte «a causa de la Palabra de Dios» (Ap 6, 9)

La obstinación de los condenados

En este designio, ni siquiera la obstinación del diablo y de sus secuaces constituye una merma de la victoria divina. Ellos, que ejercen su libertad oponiéndose radicalmente a su Creador, que-dan como signo y prueba del amor con que Dios nos respeta en nuestra prerrogativa esencial de constructores de nuestro destino: esta prerrogativa es la que más nos asemeja —a nosotros que somos criaturas en todo— a aquél que es el Creador de todo.

«¡Los dones y la vocación de Dios son irrevocables!» (Rm 11, 29); quien por donación gratuita ha sido llamado a la existencia, continuará existiendo aunque haya optado absurdamente por la rebeldía; y continuará existiendo en el estado de condenación que se obstina misteriosamente en preferir.

El Señor vence incluso en esto: porque no se deja constreñir por la maldad de la criatura a convertirse en destructor del ser, él que es la sede y la fuente del ser.

La victoria desvelada

La victoria que contemplamos aquí abajo es, como se ve, una «victoria crucificada» y como envuelta en las vestiduras luctuosas del fracaso. Por ello no es menos verdadera y total, aunque permanezca imperceptible a los ojos del mundo.

Pero ésta no es ni puede ser la forma que la supremacía misericordiosa de la bondad divina sobre el mal puede asumir de modo definitivo: es una condición ligada a la historia que nos permite, siempre dentro del designio triunfante de Dios, el libre y difícil ejercicio de la fe y —en la fe y en la incredulidad— la elección que decide nuestra suerte.

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Pero la historia tendrá un fin, desaparecerán las vestiduras de luto, la visión seguirá a la esperanza, al viernes de la cruz sucederá el domingo de la gloria desvelada.

El sujeto de esta trasmutación no será el misterio de Cristo considerado en sí mismo: él ya ahora es el triunfador, el juez ya entronizado del universo, quien desde ahora llena con su plenitud la eternidad que existe más allá de la cortina del tiempo. El cambio ocurrirá en nosotros: se nos abrirán los ojos; la «apariencia de este mundo» (cfr. 1 Co 7, 31) está destinada a pasar, de modo que todos los discípulos fieles del Señor puedan saborear la contemplación de la victoria; desaparecerá finalmente la actual discordancia entre los valores reales y su semblante eterno.

Entonces el Caballero victorioso, que ya hoy admiramos con corazón gozoso en el conocimiento de la fe, tendrá su «epifanía» sin sombras y sin fin.

quiere decir haber derrotado de modo total y definitivo la insolencia del demonio:

«Ellos le vencieron gracias a la sangre del Cordero

y a la palabra del testimonio que dieron» (Ap 12,11).

Por la aparente victoria de Satanás, la Iglesia se asemeja cada vez más a su Señor, el vencedor derrotado del Gólgota, y, reviviendo los misterios salvíficos del envilecimiento y de la muerte, desbarata al antiguo Enemigo y se hace partícipe del triunfo de Cristo.

CAPÍTULO TERCERO

LA BELLAEpitalamio para la divina Sofía

«Una mujer vestida del sol» (Ap 12, 1)

El epitalamio es el tercer canto y el más sublime. Aquí nuestra teología se hace, si ello es posible, todavía más inactual; y por lo tanto más cercana al hombre y a sus verdaderos problemas.

Es un canto que se adentra en los cielos a la búsqueda de nuestras raíces; de este modo logra sondear con alguna esperanza el misterio de la existencia en su realidad concreta.

En Dios, donde todo encuentra su unidad, trataremos de reencontrar las raíces de las cosas. Desde que, al revelarse, ha colmado el abismo infinito que nos distancia de él, éste es en definitiva el camino más transitable y cierto para llegar a entender de verdad algo de nuestro ser y de nuestro destino.

I

EL MISTERIO NUPCIAL DEL DESIGNIO DE DIOS

Lo que es, de alguna manera ha sido siempre. Detrás del ser no puede existir la nada. Si yo soy, bajo alguna forma soy desde siempre29.

Toda realidad que existe en el tiempo, tiene una cierta existencia en la eternidad30.29 Este aserto tiene su raíz en Parménides. «El ente es y no puede no ser», dice Parménides. El pensamiento platónico y aristotélico han hecho una justa crítica y han sobrepasado la «doctrina» de Parménides. Pero la «intuición» fundamental de la escuela de Elea, que hemos recogido en su necesidad de que lo que existe no tenga como premisa concluyente la nada sino que de algún modo exista desde siempre, nos parece una conquista definitiva. Precisamente esta intuición permite e impone la búsqueda de las «últimas causas».30 La intuición de cualquier tipo de existencia ideal ab aeterno de todo lo que existe es mérito incontestable de Platón y de su «segunda navegación». Esa intuición se realiza plenamente, sustrayéndose a toda posible destrucción, sólo cuando desemboca en el monoteísmo judeocristiano y puede aprovecharse de la clara conciencia de un Dios único, autor total, esto

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A estas sencillas y decisivas conquistas de la razón31, la Revelación divina aporta una nueva luz. Cuando nos anuncia la existencia de un ser único e infinito como causa de los seres finitos y multiformes, está poniendo la preexistencia de los seres en el acto creador de Dios. Así que hay que decir que no se comprende adecuadamente ninguna cosa, si no se la comprende en los orígenes que la anteceden en el tiempo.

Estamos, pues, llamados y casi obligados, nosotros que somos efímeros y relativos, a buscar nuestras premisas en el mundo absoluto y eterno32.

Unicidad de la raíz eterna

Si todas las cosas existen idealmente en Dios, existen como formando un solo designio. Dios no piensa a trozos: una sola idea, que coincide realmente con la misma esencia divina, constituye la preexistencia eterna de todos los seres que fueron, que son y que serán creados.

Todos, pues, tenemos una misma raíz: no hay criaturas tan dispares y lejanas que no puedan estar conectadas idealmente entre ellas y que no puedan encontrar todas ellas su sitio apro-piado dentro de la misma síntesis. Más aún, si estas afirmaciones son legítimas, hay que decir que ninguna cosa se percibe y examina adecuadamente en su misma intelegibilidad individual, sino cuando se la toma en el conjunto de la síntesis y en referencia a la única raíz de todo.

Del mismo modo se puede resaltar, como corolario práctico, que nunca se da una extrañeza completa en dos criaturas, dado que las dos coexisten idealmente desde la eternidad en el único e indivisible designio. Por ello, no se puede instaurar legítimamente entre los seres ni la indiferencia ni mucho menos el odio recíproco. Odio e indiferencia son las resultantes existenciales ineludibles del ateísmo, al igual que la atención, el amor, la participación florecen lógicamente por la persuasión de la existencia del Dios creador de todo.

es, suma de todas las causalidades posibles, del universo entero.31 Estas están sustentadas por el mismo principio de razón suficiente: cualquier realidad que ha comenzado a existir tiene que tener alguna premisa de esta existencia suya temporal (y, en consecuencia, tiene que haber tenido anteriormente alguna forma distinta de existencia); de otro modo carecería de fundamento en el plano ontológico y de razón ordenada en el cognoscitivo.32 La preexistencia de las cosas creadas en la esencia del Creador aparece enseguida envuelta en el misterio: ¿cómo puede existir el universo contingente dentro de una naturaleza como la de Dios en la que todo es necesario? Si el mundo existe de una manera que puede también no existir, el acto divino que lo llama a la existencia debería existir en Dios de una manera que pueda también no existir; y habría en la naturaleza divina algo contingente. O, viceversa, si el acto que da vida a las cosas es necesario como todo lo que está en Dios, entonces las cosas son ellas mismas necesarias; es decir, serían parte integrante de lo absoluto divino.Como se ve, ninguna de las dos conclusiones es aceptable.El enigma es perfectamente conocido en la teología clásica. Lo salva declarando que el acto creativo es un quid arcano de connotaciones contrastantes: «entitative necessa-rium et terminative liberum»; que es un modo admirable de no querer reconocer, sin confesarlo «apertis verbis», el propio fracaso.Lejos de nosotros la intención de burla o censura. Al contrario, nuestro propósito es precisamente el de seguir reflexionando sobre estas famosas «aporías» para resaltar toda su inesperada fecundidad.Por eso, hay que saber de una vez por todas que lo que vamos a decir aquí no hay que tomarlo como una negación ni una atenuación de puntos ciertísimos e irrenunciables de doctrina, como la simplicidad de Dios, su ser totalmente absoluto, la plena libertad del acto creador. Es más, creemos poder afirmar que toda nuestra reflexión está pergeñada con esas afirmaciones sobre el mar sin confines del misterio divino, aunque lógicamente en esta vida no nos es dado ver cómo.Análogamente —pero sólo análogamente— todo teólogo sensato reconoce la distinción real de las relaciones divinas sin dudar por ello lo más mínimo de la simplicidad divina.

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Un designio escogido entre infinitos

La libertad del acto creador y el sobrante infinito de las posibilidades divinas sobre cuanto en realidad ha sido creado nos dicen que en Dios este designio no es único: convive con la serie ilimitada de planes que han quedado en su estado puramente ideal.

Se ha escogido entre todos el que hoy vemos realizado. A esta idea la llamamos «Sabiduría» —o también, o lo griego, «Sofía», con un nombre grato a todo el Oriente cristiano— porque es la única en que de hecho se ha manifestado hacia fuera la sabiduría divina.

Y dado que ha sido escogida, decimos que ha sido «creada», aun a sabiendas de que es consustancial con el Dios eterno.

«El Señor mismo la creó, la vio y la contó

y la derramó sobre todas sus obras» (Si 1, 9). «Yahvéh me creó, primicia de su camino, antes que sus obras más antiguas» (Pr 8, 22).

El Señor quedó, pues, fascinado de su belleza y la poseyó con decisión.

Ciertamente todas las ideas, que reflejan en Dios la sucesión infinita de los mundos posibles, son bellas: pero sólo una ha sido objeto de amor. De ésta y no de las otras es de la que nos vamos a ocupar.

Ella no vive solitaria en la mansión celeste: están con ella las vírgenes compañeras que «entre alborozo y regocijo avanzan, al entrar en el palacio del rey» (Sal 45, 16). Pero «única —dice el Rey— es mi paloma, única mi perfecta; ella, la única de su madre, la preferida de la que la engendró» (Ct 6, 9): es una sola, entre todas, la esposa elegida, uno solo el universo existente entre los infinitos posibles.

Dualidad en la unidad

Si contemplamos la divina Sofía, advertimos maravillados que vive en una dualidad unificada: ella es una idea, simple y omnicomprensiva, que —a diferencia de las otras ideas divinas— ha acogido nupcialmente al querer divino y se ha unido tan íntimamente con él hasta constituir una unidad real: en efecto, no hay distinción entre el designio de Dios y la decisión divina de hacerlo existir.

En esta realidad unificada resplandece la particular belleza de esta Reina: el resplandor de la imitabilidad divina y el increíble amor que escoge, conquista y crea, brillan fundidos en una única luz. Es una belleza exótica que desconcierta y sorprende a quien vive sólo bajo la fascinación de sus propios proyectos: «Negra soy, pero graciosa, hijas de Jerusalén, como las tiendas de Quedar, como los pabellones de Salmá. No os fijéis en que estoy morena: es que el sol me ha quemado» (Ct 1, 5 s), el sol abrasador de la caridad infinita, demasiado fuerte para la pálida piel de quien ha crecido «en tinieblas y sombras de muerte» (Le 1, 79). «No son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos» (Is 55, 8).

Este es —según la palabra de Pablo— el designio (Ef 1.10), «el designio eterno que realizó en Cristo Jesús» (Ef 3, 11); el «misterio de su voluntad» (Ef 1, 9), que «en generaciones pasadas no fue dado a conocer a los hombres, como ha sido revelado ahora a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu» (Ef 3,5); el «misterio escondido desde siglos en Dios, creador de todas las cosas» (Ef 3, 9); ésta es la «multiforme sabiduría manifestada ahora a los Principados y a las Potestades mediante la Iglesia» (Ef 3, 10), éste es «el misterio escondido desde siglos y generaciones, y manifestado ahora en sus santos» (Col 1, 26).

Cristo es el designio realizado

Si en el designio está incluida la presencia de un Hombre-Dios —que por su misma constitución intrínseca es un mediador ontológico— no es posible que la multiplicidad de los seres creados encuentre su referencia inmediata y su ejemplaridad directa en la divina Sofía tal cual existe idealmente y tal como es amada en el misterio eterno de la divinidad: por fuerza, la causa ejemplar próxima de todo lo existente ha de ser el mismo Verbo encarnado.

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Dado que se ha celebrado el matrimonio del Hijo del Rey con la naturaleza humana, estamos todos invitados. De grado o con rebeldía, como huéspedes alegres o desmañados, ninguno queda sin invitación: la llamada a la fiesta nupcial se identifica con la misma llamada a la existencia. En este concreto orden de cosas que ha sido escogido de antemano, cualquier criatura que ha sido sacada de la nada, lo es en virtud de su semejanza más o menos remota con Cristo.

Cristo es la suma de todas las perfecciones posibles: no de todas las perfecciones abstractamente posibles, sino de todas las perfecciones propias de este designio. Es la síntesis de todos los valores: no de todos los valores en absoluto, que esto es exclusivo de la esencia divina, sino de todos los valores que posee la Sofía.

Todos los valores están en Cristo

Justamente por eso se dice que Jesús es la verdad, la belleza, la justicia: cualquier chispa de verdad, cualquier relámpago de belleza, cualquier sombra de justicia que haya en el universo, antes de estar en las cosas está en él. En él está en su pureza, en su plenitud, en su unidad, todo lo positivo que por el mundo vaga disperso, fragmentado, contaminado.

Todo lo que existe, antes de existir tiene una vida ideal encerrada en el vasto e inconmesurable mar de las perfecciones de Cristo, que a su vez tiene una vida ideal encerrada en la infinitud eterna de Dios33.

Así pues, todo lo que existe es de alguna manera adorable, no sólo y en primer lugar porque es un reflejo de la grandeza divina, sino también y de modo más cercano porque es exuberancia de la riqueza del Señor crucificado y resucitado y como un fleco de su manto.

Si todas las cosas son por su origen como reflejos y resonancias de Cristo, luz gloriosa y palabra acabada del Padre, entonces aparece claro que no se dé propiamente hablando ninguna «secu-laridad». Si Cristo, como nos enseña la carta a los Colosenses, es la «cabeza» y el «principio» no sólo del universo redimido sino también y antes del universo creado, entonces es vano buscar dónde habita la «laicidad» del mundo que realmente existe: habita sólo en el reino astral de los puros posibles. No hay hombres «laicos»; hay por desgracia hombres inconscientes de su unión primordial con el Redentor o, sin más, rebeldes y, por tanto, en contraste con su verdadera naturaleza. No hay realidades «profanas»; hay realidades «profanadas», es decir, subyugadas y deturpadas por el mal, que aspiran con todas las fibras de su ser (aunque no siempre conscientemente) a la liberación y nueva consagración34.

II

EL MISTERIO NUPCIAL DE LA ENCARNACIÓN

Cristo es el designio realizado

Si en el designio está incluida la presencia de un Hombre-Dios —que por su misma constitución intrínseca es un mediador ontológico— no es posible que la multiplicidad de los seres creados encuentre su referencia inmediata y su ejemplaridad directa en la divina Sofía tal cual existe idealmente y tal como es amada en el misterio eterno de la divinidad: por fuerza, la causa ejemplar próxima de todo lo existente ha de ser el mismo Verbo encarnado.

Dado que se ha celebrado el matrimonio del Hijo del Rey con la naturaleza humana, estamos todos invitados. De grado o con rebeldía, como huéspedes alegres o desmañados, ninguno queda sin invitación: la llamada a la fiesta nupcial se identifica con la misma llamada a la existencia. En este concreto orden de cosas que ha sido escogido de antemano, cualquier criatura que ha sido sacada de la nada, lo es en virtud de su semejanza más o menos remota con Cristo.

Cristo es la suma de todas las perfecciones posibles: no de todas las perfecciones abstractamente posibles, sino de todas las perfecciones propias de este designio. Es la síntesis

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de todos los valores: no de todos los valores en absoluto, que esto es exclusivo de la esencia divina, sino de todos los valores que posee la Sofía.

Todos los valores están en Cristo

Justamente por eso se dice que Jesús es la verdad, la belleza, la justicia: cualquier chispa de verdad, cualquier relámpago de belleza, cualquier sombra de justicia que haya en el universo, antes de estar en las cosas está en él. En él está en su pureza, en su plenitud, en su unidad, todo lo positivo que por el mundo vaga disperso, fragmentado, contaminado.

Todo lo que existe, antes de existir tiene una vida ideal encerrada en el vasto e inconmesurable mar de las perfecciones de Cristo, que a su vez tiene una vida ideal encerrada en la infinitud eterna de Dios33.

Así pues, todo lo que existe es de alguna manera adorable, no sólo y en primer lugar porque es un reflejo de la grandeza divina, sino también y de modo más cercano porque es exuberancia de la riqueza del Señor crucificado y resucitado y como un fleco de su manto.

Si todas las cosas son por su origen como reflejos y resonancias de Cristo, luz gloriosa y palabra acabada del Padre, entonces aparece claro que no se dé propiamente hablando ninguna «secularidad». Si Cristo, como nos enseña la carta a los Colosenses, es la «cabeza» y el «principio» no sólo del universo redimido sino también y antes del universo creado, entonces es vano buscar dónde habita la «laicidad» del mundo que realmente existe: habita sólo en el reino astral de los puros posibles. No hay hombres «laicos»; hay por desgracia hombres inconscientes de su unión primordial con el Redentor o, sin más, rebeldes y, por tanto, en contraste con su verdadera naturaleza. No hay realidades «profanas»; hay realidades «profanadas», es decir, subyugadas y deturpadas por el mal, que aspiran con todas las fibras de su ser (aunque no siempre conscientemente) a la liberación y nueva consagración34.Si el hombre único que realmente existe ha sido pensado y querido en Cristo crucificado y resucitado, su semejanza con él y la participación en toda su trayectoria da la medida de la humanidad y de su perfección35.

Inadecuación de todo tipo de antropología cultural

33 Hay que decir además que, al igual que todos los valores del mundo son «cristianos», así todo lo que existe en Cristo es valor. Todo, incluso lo que en el primer juicio de la razón parece no-valor: así, por ejemplo, son valores el sufrimiento, el fracaso, el abatimiento, la muerte. A éstos se los juzga no-valores según la razón no cristiana; es decir, la razón que no se ha conformado todavía a las dimensiones reales de la existencia concreta, si es que esverdad que la existencia concreta encuentra en Cristo su centro, su modelo, su significación. Pero la razón iluminada por la fe que conoce la centricidad, la ejemplaridad, la totalidad de Cristo, no duda —precisamente por ser verdadera y plenamente «razón»— en dar la vuelta a! proceso lógico: sufrimiento, abatimiento, muerte, si son en Cristo y como son en Cristo, son sin duda alguna valores también para nosotros.34 Como se ve, la crítica a la «laicidad» no hace superfluo el concepto de «sacro», como si la conexión primordial con Cristo hiciera superflua toda ligazón posterior con él. En realidad, nuestra historia ha visto la entrada del pecado en el mundo que, si no ha logrado quitarle su conexión natural con Cristo, sin embargo la ha desfigurado y ha hecho necesaria una «redención». El concepto de «sacro» entra, por tanto, dentro del designio de «reconquista» en el momento de la lucha en curso con las fuerzas del mal: en un mundo inocente no habría justificación y (ese concepto) ya no existirá en la Jerusalén celeste, cuando se haya acabado la lucha. (Para el concepto de sacro, cfr. G. BIFFI, lo credo, Milán, 1980, pp. 163-167.)35 Por la moral y la ascética sabemos desde siempre que Jesús de Nazaret es objeto de imitación obligada incluso en el camino de la cruz: es bueno, provechoso para el espíritu, incluso necesario que yo cumpla lo que Jesús ha cumplido y recorra en miexistencia personal su camino de redención.Pero la revolución «copernicana» de la perspectiva, que nos permite y nos obliga a pensar en el Salvador crucificado y resucitado no como en el Hombre más que hombre querido por Dios para reparar y superar la caída, sino como en el primer Hombre en el que todos, comenzando por Adán, hemos sido soñados, da a la ejemplaridad de Cristo un fundamento ontológico y un carácter metafísico, que todavía no han salido de la penumbra teológica de los sentimientos confusos para entrar plena y universalmente en la luz de la conciencia refleja.

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No se trata ya, por tanto, de deducir de ésta o aquella cultura cuál es el ideal del hombre perfecto y después mostrar que Jesús de Nazaret lo realiza de modo intachable y pleno, porque el ideal realizado del hombre perfecto es él, y los demás son hombres según el grado de su conformidad al ideal36.

Así todo tipo de antropología que pueda ofrecer la cultura mundana aparece y es inadecuada en el cristianismo; inadecuada para comprender a Cristo, pero también inadecuada —si el tratamiento guarda intacta su propia coherencia— para comprender de verdad al hombre. Aunque, a la luz de los principios que estamos exponiendo, inadecuada no significa en sí ni equivocada ni inútil. Más aún, si la riqueza del arquetipo se ha desplegado en innumerables «copias» de hombres y de cosas, toda verdadera contemplación de los hombres y de las cosas es siempre un cierto conocimiento, aunque sea exiguo, de Cristo: en la historia y en la naturaleza son legibles —para quien los sabe leer con los ojos penetrantes de la fe en su característica de valores subalternos— los reflejos del verdadero Adán y de su perfección.

De cualquier modo es falaz y sin esperanza el propósito de pedir a ésta o a aquella de las antropologías dominantes, consideradas en su organicidad y en su integridad, la ayuda para penetrar en el misterio del hombre: esto es, del Hombre y de los hombres. Cristo, en su prerrogativa de «único» y de «primero», rompe cualquier tipo de antropología mundana que se tope con él; queda, como se ha dicho, la posibilidad real y a veces la utilidad práctica de que el creyente recupere los despojos después de cada naufragio.

Dualidad en la unidad

También el misterio de Cristo —como ya la divina Sofía, aun sabiendo claramente que se trata de simple analogía entre dos cosas— se nos manifiesta al indagarlo como una dualidad unifi-cada.

El es, según la definición del concilio de Calcedonia, «uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, el mismo perfecto en la divinidad y el mismo perfecto en la humanidad, Dios verdade-ramente, y el mismo verdaderamente hombre de alma racional y de cuerpo, consustancial con el Padre en cuanto a la divinidad, y el mismo consustancial con nosotros en cuanto a la humanidad, semejante en todo a nosotros menos en el pecado; engendrado del Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y el mismo, en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María Virgen, madre de Dios, en cuanto a la humanidad; que se ha de reconocer a uno solo y el mismo Cristo Hijo Señor unigénito en dos naturalezas...»37

La certeza de que sean dos naturalezas —absolutamente distintas y libres de toda sombra de confusión— de ningún modo ha de ir contra la persuasión de la unidad absoluta del misterio de Cristo.

La realidad humana concreta de Jesús de Nazaret no puede existir ni puede pensarse —en rigor y en cuanto naturaleza que deduce concretamente su exigencia de perfección de su ser natu-raleza del Verbo— si no dentro de esa unidad.

No es necesario seguir la sentencia teológica de que es la misma existencia del Logos la que pone en acto la naturaleza humana de Cristo, para reconocer que no hay ni ha habido una naturaleza humana de Cristo a no ser dentro del misterio de la unión hipostática. Más aún, propiamente hablando ni siquiera puede haberla, si se la considera en la concreción de su perfección inédita e irreproducible: el hombre Jesús de Nazaret posee la totalidad de los valores previstos en este designio de Dios sólo en cuanto que es el Verbo encarnado. Su naturaleza humana, aun considerada en sí misma, es, pues, lo que es en razón de su personalización inefable y trascendente.

36 Naturalmente, esta perspectiva no incluye en modo alguno la negación de la posibilidad de un orden puramente natural, no centrado en el Hombre-Dios, y por eso de la posible creación de un hombre pensado directamente por sí mismo sin arquetipos trascendentes. Pero es indispensable tener una conciencia clara y pensada de que esta eventualidad no se dará, y de que el hombre que en realidad existe encuentra en el Hombre-Dios crucificado y resucitado su causa ejemplar, de modo que es inviable agotar su inteligibilidad sin referirse a Cristo y, por otro lado, conocer algo verdadero sobre el hombre sin que este conocimiento parcial sea de algún modo comienzo para el conocimiento de Cristo.37 La traducción castellana del texto del'concilio de Calcedonia es la que da D. Ruiz BUENO en el n° 148 del «enchiridion» de H. DENZINGER, El magisterio de la Iglesia, Barcelona, 1963, p- 57 (N. del trad.).

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Que es como decir que, en el misterio de Cristo, como ya en la eterna Sofía, la misma dualidad es tal sólo en cuanto que está enteramente comprendida y superada en la unidad.

Cristo y la divina Sofía

Relacionemos ahora nuestra reflexión sobre el hombre Cristo Jesús con todo lo que antes hemos considerado sobre el designio eterno de Dios y hagamos una comparación entre el Redentor y la divina Sofía.

La naturaleza primordialmente analítica de nuestro conocer nos hace clarificar enseguida y antes de todo su distinción: la Sofía es eterna y tiene una naturaleza ideal, mientras que el Redentor ha comenzado su vida humana «al llegar la plenitud de los tiempos» (Ga 4,4) y su modo de ser es el de quien existe fuera de sus causas.

Pero no captaríamos toda la profundidad del misterio, si no llegamos a darnos cuenta de que esta distinción, aun siendo real, es inadecuada, y de que los dos objetos no pueden ni siquiera pensarse en plenitud por separado. Quien piensa en Jesús, piensa por eso mismo en el designio del Padre; quien contempla a Jesús, contempla a la vez a la divina Sofía. Sólo quien ha conocido a Cristo, ha podido conocer el proyecto eterno, que en sí mismo es inaccesible a cualquier inteligencia creada.

Por eso Pablo ha podido hablar del «misterio escondido desde siglos y generaciones, y manifestado ahora a sus santos» (Col 1, 26), es decir, a los que en la fe han acogido al Verbo de Dios hecho carne; «ahora», quiere decir: después de que Jesús de Nazaret ha aparecido entre nosotros.

El misterio nupcial de la divina Sofía, elegida desde la eternidad entre la multitud de las «vírgenes compañeras» (Sal 45, 15) por la voluntad del Padre, y el misterio nupcial de la naturaleza humana de Cristo son el mismo misterio: es la misma fiesta de bodas que nos alegrará por todos los siglos.

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III

EL MISTERIO NUPCIAL DE LA IGLESIA

LA IGLESIA, CREACIÓN RECONQUISTADA

Si no hubiera el enigma del mal y la realidad no estuviera contaminada por la culpa, la consideración de Cristo nos posibilitaría sin duda el conocimiento del universo, de su significado y de su destino.

Pero las cosas no son tan simples, visto que «entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte» (Rm 5, 12).

Por lo demás, el Cristo que nos ha sido revelado lleva indelebles en su carne las señales de una dura lucha: por eso, justamente leemos en la figura adorable del Salvador un designio de Dios que prevé y supone, como elementos propios y constitutivos, una batalla contra el mal y una guerra de reconquista. Si el Padre predestinó un Redentor, por fuerza predestinó con él un mundo reconquistado, recreado y redimido.

La realidad conseguida por el Espíritu de Cristo

Si se quiere llegar hasta el fondo de las cosas, Iglesia es, por tanto, la creación —y, en lo que nos concierne más directamente, la humanidad— en cuanto que la ha alcanzado y transformado la acción redentora y se encuentra unida al Señor resucitado por la efusión renovadora de su Espíritu.

La unión de un hombre con Cristo —y, por tanto, su «eclesialidad»— está más o menos comprendida, más o menos extendida en el ámbito de su ser: puede quedar reducida sólo al signo objetivo del carácter bautismal o puede llegar a investir toda la personalidad de quien vive en la plenitud de la fe y en el ardor más grande de la caridad. Es cierto que la realidad eclesial viene dada por aquello que ha tocado el Salvador, y no por lo que ha quedado fuera; por aquello que ha atravesado el fuego de Pentecostés, y no por lo que ha permanecido frío, impenetrable, opaco38.

El peligro del equívoco

Pocos temas como el de la Iglesia están tan expuestos al peligro del equívoco. Muchos creen de buena fe que están estudiando la Iglesia, cuando en realidad su atención se queda fija en algo que la Iglesia no es. La mala pasada de Jacob no es rara entre los que cultivan la «sacra doctrina»: muchos se darán cuenta a la luz del último día de que fue Lía, la de los ojos apagados, y no la bella Raquel, el objeto de sus solícitas atenciones (Gn 29,16-25).

Quien llega a admirar a la mujer justa en su extraña belleza, advierte inmediatamente que Jesucristo está inserto constitucionalmente en la Iglesia, aun en su mismo concepto: ampliando la imagen iluminadora de Pablo, el cuerpo separado de su cabeza no es el mismo objeto que se tomó para estudio, sino un amasijo inerte de carne sin vida y ya sin unidad.

De modo que la Iglesia, tomada por separado en sí misma, no es ni siquiera definible: la única realidad que existe y es accesible a un acto adecuado y concreto de conocimiento es el «Christus totus». Sólo el «Christus totus», en el que el Señor crucificado y resucitado forma con

38 Hay quienes consideran abstracta, intemporal y supracelestial esta visión de la Iglesia. En este caso, lo son también: la fe, la esperanza, la caridad, la gracia santificante, la vida ascética, la tarea misionera, la contemplación, el sufrimiento del cuerpo y delespíritu aceptado en conformidad con el Crucificado, la obediencia a la voluntad del Padre, la sucesión apostólica, la fuerza de los sacramentos y de la palabra de Dios, la celebración litúrgica, la paciencia de soportar las angustias de lo «eclesiástico» y las inconsciencias teológicas que circulan en la cristiandad. Todo esto lo suscita la inagota ble energía del Espíritu derramado por el Señor glorioso; todo esto se hace «concorpo-ral» con Cristo, Cabeza inseparable; todo esto es Iglesia. Y todo esto es concreto, histórico, inmanente en los corazones de los individuos, en la peripecia terrestre, en la comunidad de los creyentes.

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la creación reconquistada un organismo único, compaginado virtualmente y no separable, escapa a toda abstracción deformante.

Al igual que la naturaleza humana de Cristo no existe ni puede existir antes de su unión personalizadora con el Verbo, así la Iglesia no tiene consistencia ni plausibilidad ideal fuera del matrimonio con su Señor.

Al igual que Eva, ella fue formada toda del nuevo Adán; como Eva, ella se une al nuevo Adán y se convierte en la «madre de todos los vivientes» (Gn 3, 20), es decir, el coprincipio de difusión de la nueva vida. Pero, a diferencia de Eva, que podía existir automáticamente hasta el punto de seguir siendo ella misma aun en caso de viudez, la Iglesia está en todo referida a Cristo y argumentando a lo absurdo, quedaría reducida a la nada en caso de rescisión de su vínculo conyugal.

Una fiesta de bodas

La liturgia ambrosiana ha conservado como cántico eucarís-tico de la solemnidad de Epifanía un texto espléndido de origen oriental, pero difundido luego con aplicaciones diversas en todo el Occidente:

Hodie coelesti Sponso iuncta est Ecclesia

quoniam in Jordane lavit eius crimina.

Currunt cum muñere Magi ad regales nuptias

et ex aqua facto vino laetantur convivía.39

Hodie. Es un «hodie» que comienza con la encarnación del Verbo y es siempre actual y operante. Comienza con la encarnación del Verbo porque —como se ha visto— este misterio tiene ya un carácter esencialmente eclesial y la naturaleza humana del Señor es ya la primicia de la nueva creación que es la Iglesia. Es siempre actual, hasta el día eterno, porque en estas bodas consiste la vida de la Jerusalén nueva, «engalanada como una novia ataviada para su esposo» (Ap 21, 2) y no hay comunión de hombres que pueda llamarse Iglesia, que no sea primaria y constitutivamente comunión con Cristo.

Lavit eius crimina. En el Jordán el hombre Jesús, que es una criatura «santa», aparece también «necesitado de purificación», porque en su «condición de siervo» (Flp 2, 7) significa y anticipa toda la realidad eclesial. La Iglesia nace de este acto de amor, de santificación, de purificación (cfr. Ef 5, 25 s) y vive sólo porque Cristo «la alimenta y la cuida» (Ef 5, 29). Así en este misterio el Esposo y la Esposa asumen características similares: ambos son «santos» y ambos están «necesitados de purificación». Pero Jesús es santo por la unidad personal de su naturaleza humana con el Verbo de Dios; la Iglesia es santa no por lo que en sus componentes es suyo y no derivado, sino por su comunión con Cristo. Jesús está necesitado de purificación no en sí, sino por iniciar en su propia realidad de hombre (que es el germen de la Iglesia) la obra de la construcción eclesial; la Iglesia está necesitada de purificación no porque en cuanto Iglesia es pecadora, sino porque nace de una humanidad contaminada y existe como Iglesia precisamente gracias a la acción purificadora de su baño nupcial.

Currunt cum muñere Magi. Los que parecen extraños —incluso los más lejanos— están todos invitados a las bodas de la encarnación y todos deben llevar los dones de que dispongan: su modo de ser, sus esfuerzos, su sensibilidad, su cultura, todos los tesoros de su multiforme humanidad por pequeños o grandes que sean. No serán estos dones los que causen o consientan un matrimonio que el Rey haya querido desde la eternidad; pero harán más grande la fiesta en la sala del banquete hasta que no haya más invitados, ya que toda la humanidad se habrá convertido en «Esposa del Cordero» (Ap 21, 9).

Ex aqua facto vino laetantur convivía. Un vino especial, que no se encuentra en ninguna cantina del mundo por muy surtida que esté, alegra el convite nupcial, donde la Iglesia asume su

39 Hoy la Iglesia se ha unido a su Esposo del cielo, ya que ha lavado sus pecados en el Jordán. Acuden los Magos con sus dones a las bodas reales y el banquete se alegra con un vino que antes era agua.

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naturaleza propia y esencial de Esposa del Verbo. Es un vino que proviene del agua de nuestras pálidas y frías filosofías y por lo que con todo derecho puede llamarse «nuestro», pero que alcanza la fuerza regocijante y chispeante de la verdad divina por la intervención trasformadora del Señor. Esta es la gracia de la «teología», licor bendito que da fuerza al banquete nupcial, ésta es la auténtica bebida de Cana: en efecto, los que acogen la Revelación y la honran «in obsequio fidei» con la atención de todas sus capacidades especulativas, «non miscent aquam vino —dice santo Tomás en un famoso texto— sed aquam convertunt in vinum» (In Boethium de Trinitate, 2, 2, 5).

Dualidad en la unidad

De este modo también aquí estamos colocados ante el sempiterno misterio de la dualidad en la unidad, que ya se había manifestado en la comprensión del Señor crucificado y resucitado y, antes aún, del designio primordial de Dios.

Al igual que el acto libre de la decisión divina invade y domina la idea escogida y la fecunda con las realidades actuales que nacerán de ella; al igual que la persona del Verbo se posesiona de la naturaleza asumida y, llamándola a la existencia con este gesto nupcial, la convierte en núcleo y como en matriz de la humanidad renovada; así el Señor crucificado y resucitado hace existir a la Iglesia poseyéndola con su amor: todo lo que está poseído de este amor es eclesial, lo que no está poseído por él no es Iglesia.

En los tres casos se trata de la misma reducción a la unidad de una dualidad, que, sin embargo, encuentra precisamente en la unidad su razón de subsistir.

Pero es una reducción a la unidad que en los tres casos no es unívoca, sino análoga. Cuanto más sale el misterio de la divina Sofía de la perfecta simplicidad de Dios y se asienta en la multi-plicidad, tanto menos absoluto es el acto de unificación: en el designio eterno se puede y se debe hablar de identidad real entre el acto determinante de Dios y la idea que se ha escogido entre las infinitas posibles; en la encarnación las dos naturalezas, que existen y viven en la unidad personal de Cristo, siguen, sin embargo, siendo distintas y no mezcladas; en el misterio eclesial los hombres constituyen una unidad real de ser y de vida con la «Cabeza del cuerpo» (Col 1, 18), manteniendo, sin embargo, la plena distinción no sólo de las naturalezas concretas sino también de las personas.

Precisamente esta última verdad está en la raíz de una situación anómala pero real, que a su vez puede inducir a equívoco y error acerca de la santidad de la Iglesia a los espectadores distraídos, que es como decir los espectadores que no miran: un hombre, que tiene a Cristo como su Señor y que por lo mismo está en la Iglesia, puesto que conserva la autonomía que es típica de la persona puede ser principio de acciones que escapan al señorío del Resucitado y por lo mismo no pueden llamarse eclesiales.

Aunque objetivamente aberrante, este estado de cosas es normal antes de la «siega», esto es, de la gran purificación escatológica (cfr. Mt 13, 39). Hasta este momento el trigo de la realidad eclesial y la cizaña de la mundanidad están mezclados no sólo en el campo del universo donde la lucha por la reconquista continúa ardiendo, sino también en toda comunidad y en todo corazón.

La Iglesia y la divina Sofía

Sin embargo, no es una casualidad que la misma ley de la «dualidad unificada» sea destacable en estos tres niveles, aunque sea según las leyes del conocimiento analógico: la analogía es el reflejo gnoseológico del hecho metafísico de la participación.

Por el carácter primordialmente analítico de nuestra razón estamos inclinados a pensar como separadas las cosas que son distintas; pero en la realidad las cosas creadas existen en cuanto que participan, es decir, en cuanto que son reconducibles a la unidad, pues en el plano del ser la unidad precede, por así decirlo, a la existencia autónoma, como lo uno precede a lo múltiple, lo genera desde ello y lo recapitula en sí. No hay, pues, verdadera comprensión si no se llega a recomponer en una síntesis todas las exploraciones dispersas.

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No se entiende el universo si no se hace la suma de todos sus auténticos valores en la realidad de la Iglesia. No se comprende a la Iglesia si no se la reconoce ya presente y viva en el misterio. No se conoce a Cristo si no nos remontamos a su eterna preexistencia ideal.

La Sofía (que resplandece desde el principio en la luz deslumbrante de la divinidad) se ha revelado en Cristo con un rostro de hombre, recorre convertida en la Iglesia el camino penoso de la historia, y espera llegar a ser en plenitud y para siempre el universo glorificado y acogido en el mar del gozo de Dios; pero en todos los momentos de su peripecia permanece la misma Esposa elegida entre las «vírgenes compañeras» (Sal 45, 15).

IV

EL MISTERIO ECLESIAL DE LA MUJEREL MISTERIO DEL SEXO

Si el designio escogido es el que hoy vemos realizado en el «Christus totus» y encuentra su fundamento en una relación nupcial entre el Hombre-Dios y la humanidad renovada; si todo en el plano eterno ha sido previsto y querido dentro de este designio y en coherencia con él; si Adán no es el arquetipo de sí mismo, sino que ha sido modelado según Cristo que, como se ha visto, es también él un misterio nupcial; entonces no nos es difícil leer y entender el mensaje encerrado en la mujer y en su relación con el hombre.

«A imagen de Dios le creó; macho y hembra los creó» (Gn 1, 27): sobre esto las palabras antiguas descubren ante nuestros ojos profundidades insospechadas.

La división del hombre en dos sexos no tiene en sí misma nada que la demuestre como necesaria y, como todas las realidades contingentes, suscita en el investigador que no se quede en la superficie de las cosas el interrogante que siempre surge de nuevo: «¿Por qué?» Como todas las realidades contingentes, esta división ha sido querida ex profeso: pero, ¿por qué ha sido querida?

Obviamente, cuando se trata de la acción creadora de Dios, el «por qué» no es y no puede ser un intento descuidado de encontrar dentro de los decretos divinos alguna motivación que expli-que el obrar, distinta de la manifestación de la gloria del Padre y de la abundancia increíble de su amor. Nuestros «porqués» a propósito de ésta o de la otra realidad que encontramos en el mundo se sintetizan todos en la pregunta: ¿cuál es el mensaje que Dios ha querido comunicarnos?, ¿qué perfecciones suyas nos ha querido dar a conocer?

Dualidad en la unidad

Al meditar sobre el misterio de la mujer, nos planteamos de nuevo la repetida ley de la dualidad que se convierte en unidad.

Si consideramos a la mujer como persona, toda la humanidad está presente y realizada en ella: no es un hombre incompleto o malogrado. Pero si la consideramos específicamente como mujer, se nos presenta esencialmente como una criatura en relación al hombre: la mujer es mujer no fuera sino dentro de la relación que la liga al hombre y la hace existir precisamente en el contexto de una dualidad unificada.

El matrimonio realiza con su peculiar intensidad esta unificación. Pero la consideración es válida incluso haciendo abstracción del estado conyugal, porque se refiere a toda mujer que existe por sí misma prescindiendo de sus condiciones de vida.

La mujer, epifanía de la Sofía

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No es difícil entonces entender que la alegoría nupcial que hemos empleado guiados por la Escritura y la tradición cristiana para expresar el misterio eclesial y cristológico, y hasta para balbucir algo del «misterio escondido desde siempre en Dios», no es sólo una imagen pintoresca y elocuente: capta en profundidad la coherencia del designio divino.

Es más, en un plano más profundo de reflexión, la función iluminadora se invierte: la esposa es «tipo» adecuado de la Iglesia, de la naturaleza humana de Cristo, de la idea divina escogida, porque el sentido último y verdadero de la mujer —y, por tanto, de toda la dialéctica de los sexos— es el de ser signo objetivo y reclamo «natural» eficaz, dentro de la realidad humana, del vínculo de la Alianza nueva y eterna, del prodigio de la encarnación, del plan de la salvación.

Toda figura femenina, que no se desfigura traicionando su propia constitución y su propia vocación, es una epifanía admirable de la divina Sofía.

Dificultades de la cultura moderna

Este modo de argumentar desagrada de modo especial a la cultura moderna que, con la refinada perspicacia de quien se cierra a los ahondamientos definitivos, ha llegado a prohibirse todo tipo de comprensión contemplando al revés el designio divino: así, lo que es signo (esto es, el sexo) se ha convertido en un ente previo y de alguna manera absoluto, y lo que es realidad (esto es, el vínculo del hombre con el Absoluto) aparece como un error de lectura.

La religión, se ha dicho, es sublimación del instinto sexual; con mayor motivo esta serenata a la divina Sofía será juzgada probablemente como una explosión, bajo ropajes más o menos teológicos, de la «libido» reprimida.

Lo cual, ya sea verdadero o falso, es totalmente irrelevante y de poco interés para quien busca las razones últimas de las cosas, y, por tanto, también del instinto sexual o de la libido. En el campo del ser, que está más allá de la enmarañada selva de la psicología, la Iglesia, Jesucristo, Dios, no son reconducibles a la realidad sexual, mientras que la realidad sexual es, como todas las realidades creadas, imagen de la realidad eterna, y como tal es perfectamente reconducible y justificable dentro de la variedad y la belleza del plan divino.

Opinar de otra manera sería como retener que el cuadro al óleo que hay en mi salón no es la imagen de mi difunta abuela, sino que, al revés, mi abuela era la reproducción tridimensional de la figura del cuadro.

Significación de la mujer

A quien sabe escuchar el canto que viene del corazón verdadero de los seres, toda mujer aparece como un mensaje del Eterno donde está dicho todo lo que cuenta para nosotros, una miniatura en la que la riqueza y excelencia del designio de Dios se acomodan a las posibilidades de nuestros ojos y se hacen legibles, el icono viviente de todo lo que Dios ama y de nuestra misma respuesta de amor.

La mujer, finalmente, alcanza la plenitud de su significación y de su fecundidad espiritual, o en el plano sacramental, cuando en el matrimonio participa de la oblatividad fecunda de la Iglesia respecto a Cristo, o en el plano escatológico, cuando en la virginidad consagrada expresa directamente y sin mediaciones la donación, la obediencia y el impulso de la creación renovada hacia el Señor crucificado y resucitado y hacia el Padre que ha pensado y querido este orden admirable de salvación.

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V

EL MISTERIO NUPCIAL DE LA TEOLOGÍALA TEOLOGÍA, MANIFESTACIÓN DE LA SOFÍA

Hemos seguido la sorprendente aventura de la divina Sofía que, conservando intacta su plena preexistencia ideal en el seno de la divinidad, se encarnó en la naturaleza humana de Cristo, se ha proyectado a lo largo de la historia en la realidad de la Iglesia, y se revela cada día en toda figura de mujer y así, manifestándose a los ojos penetrantes de la fe, reclama de nosotros en todo lugar y momento ese diálogo de amor entre el Creador y la Creación, que vivifica, embellece y vuelve significante el universo existente en la realidad.

Pero la reflexión quedaría incompleta, si no tomáramos en consideración otra epifanía de la Sabiduría y, por así decirlo, el último reflejo de su encarnación. Nos referimos a la «teología», que nos ilumina y conduce paso a paso dentro del misterio de Dios.

También ella tiene una naturaleza nupcial, ya que subsiste, vive y crece gracias a su perfecta adhesión al Logos divino que la domina, la abraza y la hace fecunda.

«Del mismo modo que la Sabiduría tomó carne y sangre en el seno de María y la transfiguró con su poder divino, así también toma en el seno de nuestra alma carne y sangre de nuestras ideas y representaciones humanas, de modo que, al penetrarlas y transfigurarlas con su luz superior, se expresa en ellas a sí misma y hace nuestra su misma riqueza»40.

Analogía eclesial

Mejor aún se podría comparar la teología con la Iglesia: al igual que la Iglesia es Iglesia en cuanto que es una realidad humana conquistada, transformada, convertida en principio de vida redimida por el Señor crucificado y resucitado mediante la efusión del Espíritu, así la teología es el pensamiento mismo del hombre que, habiendo acogido en el acto de fe el abrazo diviniza-dor del Logos, queda transfigurado y se hace fecundo.

Y al igual que la Iglesia encuentra su modelo, su fuente y su primicia en la misma naturaleza humana de Cristo-, así la teología posee una causalidad ejemplar, una fuente interior y un núcleo originario en la misma Revelación, donde la palabra divina primordialmente ha encontrado, en la mentalidad, en el lenguaje, en la cultura de los profetas y de los hagiógrafos, un medio expresivo, un cuerpo y, por así decirlo, una naturaleza asumida.

Dualidad en la unidad

La ley de la dualidad unificada vale también aquí: la teología es pensamiento humano, pero no existe antes o fuera de su matrimonio con la verdad ideal acogida en la fe.

Por otra parte, la Revelación es palabra de Dios, pero no se hace Revelación sino en cuanto que toma y une a ella la palabra y los conceptos de los hombres.

Y es empresa abocada al fracaso e incluso absurda la de intentar extraer, desencarnándolo, el Logos divino de la cultura judía y (para consuelo de muchos) de la griega, en cuyas formas se ha expresado, como si soñara tenerlo en estado puro.

Al igual que para conocer al Hijo de Dios no se puede ni se debe prescindir de su humanidad, ya que precisamente es su humanidad el único camino accesible a nosotros para llegar al misterio del Verbo, así no se da una comprensión del pensamiento de Dios sino en la concreción cultural de su manifestación histórica.

Y del mismo modo que, para manifestar en la historia el designio del Padre, no basta con que la Sofía se encarne en Jesús de Nazaret, sino que es preciso también que la encarnación prosiga en el despliegue de toda la realidad eclesial, así no basta con que la divina Sofía se manifieste en las páginas de los escritores inspirados: es necesario que, a través de la Revelación acogida en

40 M. J. SCHEEBEN, / misteri del cristianesimo, Brecia, 1949, p. 602; trad. esp.: Los misterios del cristianismo, Herder, Barcelona, 1964.

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la fe, el Logos divino se encarne y se desarrolle en la mente de los hombres de todas las épocas de la historia.

El homenaje más propio y más excelente a la palabra de Dios contenida en la Sagrada Escritura no consiste en la memoria, en la repetición, en la exégesis puntillosa de los textos (que, sin embargo, son actos obligados, necesarios y previos), sino en la capacidad de hacerla vivir hoy, acrecentarla y engendrarla en una teología inteligente y fiel41.

Teología anónima y teología de apariencias

A diferencia de lo que ocurrirá en la visión beatífica, de la que la «sacra doctrina» es una cierta anticipación, aunque verdadera y sustancial, en la peregrinación temporal se pueden encontrar algunas anomalías que merecen tenerse en cuenta: por un lado, una teología inconsciente y anónima, y por otro, una teología nominal y de apariencias.

La primera anomalía, que tiene un gran valor y es beneficiosa, se encuentra en cualquier parte que haya un hombre que con simplicidad no sólo acoge la palabra de Dios en la fe, sino que la medita maravillado, tal como lo permite su realidad existencial, poniéndose cada día bajo su luz. Este es un verdadero teólogo, aunque no lo sabe y no permitiría que le llamaran así.A menudo habría que apuntar en esta lista a los «pequeños», de que habla un dramático «loguion» del Señor (cfr. Mt 11, 25).

«Del mismo modo que, hablando en general, debemos hacernos pequeños si queremos nacer de nuevo del seno de Dios, así también debemos entrar en la escuela de Dios como pequeños y niños indefensos si queremos ser introducidos por su mano y mediante su luz en la profundidad de sus misterios. Es más, quien no quiere hacerse pequeño de esta manera, no alcanzará ni siquiera lo que realmente podría alcanzar incluso con sus fuerzas naturales; sobre sus propósitos pesa la maldición de Dios bajo cuyo peso debe sucumbir. Pero donde domina inalterado el sen-tido infantil, allí por una comprensión clara y viva de las verdades más hondas no es necesario ni un gran cultivo de la razón ni un maestro terreno hábil, ya que la unción del Espíritu Santo nos instruye en todo; precisamente en aquéllos que por su capacidad intelectual son realmente pequeños, la gracia manifiesta con preferencia especial su fuerza iluminadora, de suerte que a menudo entienden los misterios de Dios más luminosa y claramente que los más sabios filósofos,

41 Sobre la relación fe-razón creemos provechoso repetir esquemáticamente una vez más la única concepción que nos parece sostenible por parte de quien sabe que existe «un polo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas» (tanto la «naturaleza» como la «salvación», tanto la «razón» como el «conocimiento de la fe») y, «un soloSeñor, Jesucristo, por quien son todas las cosas» (tanto el hombre como el cristiano, tanto la «psyché» como el «pneuma») (1 Co 8, 6): a) La razón es un principio cognoscitivo que posee su validez intrínseca independientemente de las condiciones existenciales del sujeto; tiene sus propias leyes, universales y eternas, que nadie puede derogar; es capaz de alcanzar (como a su objeto más alto) al ser como tal en todas sus implicaciones. b) La razón entra como elemento constitutivo indispensable del acto de fe y sigue como elemento constitutivo indispensable del desarrollo homogéneo del acto de fe, que es el pensamiento teológico.c) Puesto que el hombre de hecho ha sido pensado y querido en Cristo redentor y todas las cosas de hecho existen dentro del designio de redención, la razón humana vive y actúa en un mundo donde el Verbo de Dios, «luz verdadera», de hecho «ilumina a todo hombre», aunque no todos los hombres acojan esta luz (cfr. Jn 1, 9), y las realidades están, o en un estado «inferior a su ser» porque han rechazado el rescate, o en un estado «superior a su ser» porque han acogido la renovación del Espíritu. d) Si la razón se cierra positivamente a la luz del Verbo, se autolimita a una condición de insuficiencia y de inadecuación respecto a la realidad de hecho existente y, contradiciendo su naturaleza profunda, se vuelve «tinieblas».e) Por eso, la razón está llamada, objetivamente y según su coherencia intrínseca, a decidir entre ir más allá de sí misma a la luz más alta de la fe (donde continúa viviendo y robusteciéndose) y contradecir su naturaleza de principio que es capaz de asimilar lo real.f) Por tanto, no hay nunca un contraste objetivo entre fe y razón. Hay, por el contrario, una afinidad fundamental, porque ni la fe puede existir sin la razón ni la razón puede desarrollarse hasta llegar a ser conciencia adecuada de la realidad presente sin abrirse a la luz de la Revelación divina y a la iluminación interior de la gracia.g) El único contraste posible se da en la razón consigo misma, cuando, por no querer ir más allá de sí misma, se lanza al camino de la autodestrucción.

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lo sobrenatural es para ellos tan inteligible como lo natural y su conocimiento y claridad en el ámbito de los misterios se manifiesta a veces más grande que su capacidad de comprensión de las cosas naturales y mundanas»42.

Por el contrario, puede darse también el caso de una «teología» adornada con títulos académicos, sostenida por gremios, premiada con el renombre, en la que no se refleje la divina Sofía.

Es teología de apariencias la que en vez de adorar en el Verbo la luz del mundo —y, dado el caso, apreciar en los centelleos de la cultura moderna los reverberos del único Espíritu del Padre— sostiene que el Verbo y el mundo habitan en dos estancias distintas y recíprocamente impenetrables; o incluso llega a ilusionarse, de la manera más cómica, de que los relámpagos perdidos de la mundanidad puedan despedir bastante claridad como para iluminar al mismo Verbo de Dios.

Es teología de apariencias, para decirlo en parábolas, la de quien, como si no oyera la invitación de la Virgen: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5), no llega a ser, en el banquete de bodas, ministro del milagro de cambiar el agua de la inteligencia humana en el vino generoso de la sabiduría divina, sino que cree poder saciar la sed más y más ardiente de los comensales aguando cada vez más las gotas rojas que encuentra en el fondo de las viejas ánforas con el agua de las fuentes locuaces e inagotables de las plazas.

Es teología de apariencias la que quiere yuxtaponer, conectar, asimilar al designio divino un plan terreno de promoción humana, como si ya no recordara que el propósito eterno del Padre es ya un designio total de salvación para el hombre que espera de nuestra parte sólo una comprensión progresiva y una obediencia decidida.

La auténtica teología no olvida nunca su naturaleza eminentemente «mistagógica»: sabe que su objeto es una inaccesibilidad que se ha abierto a la comunión salvífica, una incomprensibilidad que, sin dejar de serlo, se ha revelado, una trascendencia que se ha querido entregar; con lo que su deber es sobre todo el de guiar, en la exploración atónita y en la contemplación extasiada, yendo de verdad en verdad hasta la fuente eterna donde todo es unidad y transparencia.

Aspiración a la síntesis

En esta exploración y en esta contemplación, la libertad de escoger un camino u otro es total: se puede partir de un fragmento exiguo para llegar a una apertura al todo, o se puede comenzar por la infinidad de Dios y llegar después a la comprensión sobrenatural del fragmento.

Podemos, por ejemplo, captar y reconocer el gran misterio del plan de Dios en el pequeño enigma de la feminidad: la encarnación y la Iglesia me ayudan a entender a la mujer, y la presencia de una compañera ocasional de viaje, cercana a mí y lejanísima, me puede introducir eficazmente en la meditación de la divina Sofía.

Naturalmente, es legítimo cualquier excursus con tal de que que la marcha sea real y no ilusoria: sin metáforas, con tal de que el error —siempre al acecho en la vida de la criatura, que es falible y padece alucinaciones— no borre nuestras pisadas.

De este modo se puede entender cómo el hacer teología —más que las otras formas del conocer— no es tanto una conquista cuanto una obediencia: no fuerza su materia sino que se rinde ante ella; más que asimilar el dato, se deja invadir por él.

Y precisamente porque su objeto —que propiamente no es sólo objeto, sino que se convierte cada vez más en principio activo y sujeto a medida que se purifica la meditación y se conforma a su misma naturaleza— no dominado sino que domina, el quehacer teológico se siente enseguida arrastrado hacia la síntesis: en efecto, el misterio en el que se adentra es, como se ha visto repetidamente, esencialmente uno, y por lo mismo unificante.

El signo más claro y persuasivo que revela la teología de apariencias se manifiesta cuando se ve que el pensamiento se demora sin pérdida y nostalgia, quedándose casi definitivamente, en las

42 Scheeben, Op.Cit., p. 586

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llenuras previsibles y reposadas del análisis, que sin duda hay que reconocer pero que en ningún momento pueden tomarse como meta.

Humildad de la teología

Como ocurre con la encarnación, la teología es humillación de la divina Sofía a los ojos de la cultura terrena. Por eso, no debemos esperar nunca que a la sabiduría se la valore con equidad y se la aprecie en los mercados de las ideologías y en los salones intelectuales: si es verdadera, es siempre inactual.

«Por la apariencia humilde con que se presenta y por la oscuridad enigmática en la que se nos manifiesta su objeto, el mundo la desprecia, al igual que el Hijo de Dios en su humillación bajo la forma de siervo fue despreciado hasta la muerte de cruz; para la soberbia sabiduría de los hombres, ella es, como la cruz de Cristo, necedad y debilidad: pero "la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina más fuerte que la fuerza de los hombres"» (1 Co 1, 25)43.

43 Id., ib., p. 603.

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CONCLUSIONEste libro se ha escrito para sostén y alimento de la esperanza cristiana. Debemos estar siempre dispuestos a responder a todo el que nos pida razón de nuestra esperanza, como nos exhorta la primera carta de Pedro (1 Pe 3, 15) y como a muchos les gusta hoy recordar. Pero lo primero es no dejar morir esa esperanza.

Ahora bien, según toda la literatura teológica y ascética tradicional, son dos las enfermedades que la pueden dañar o poner en peligro. La primera es la «presunción», y se tiene cuando el creyente, cansado de sentirse perennemente enrolado, llega a la convicción de que no hay necesidad de luchar, de que no hay una guerra contra el mal, de que aquí abajo todo es paz, tranquilidad, sonrisas y canciones. La otra es la «desesperación», y se tiene cuando se cree que no merece la pena seguir combatiendo y se piensa que ya no hay argumentos persuasivos para continuar oponiéndose al poder vencedor.

Son dos enfermedades del espíritu en claro contraste entre ellas, pero que extrañamente se dan a la vez. Quien se olvida de la Bestia y de sus colmillos, a menudo no ve siquiera al Caballero, la fuerza de su juventud y su triunfo seguro.

Sobre todo, quien no logra ya percibir la belleza de la Esposa, deja de encontrar motivos para resistir: todo esfuerzo le parecerá inútil e injustificado, en primer lugar porque está destinado al fracaso y después porque no hay nada que merezca la pena.

Estas páginas nacen de la convicción de que redescubrir el sentido de la lucha decisiva en la que estamos envueltos, de la victoria que se nos ha asegurado, del designio eterno de amor en el que hemos sido pensados y queridos, es lo más necesario y urgente que se puede asegurar al hombre que trata cada día de ser en el mundo discípulo fiel del Señor Jesús, crucificado y resuci-tado, nuestro único Salvador y nuestra esperanza única.

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