La Barroca Comida Mexicana (1)

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La barroca comida mexicana o el choque del cazo y el comal Héctor Zagal Arreguín * La comida mexicana no es —como quieren algunos— el destructivo sabor del chile toscamente revuelto con tortillas y frijoles. La cocina mexicana es una manera de ver la vida, es el barroco llevado a su último extremo, es una etiqueta cortesana que no pueden vivir ni los racionalistas (hijos de la fast food) ni los bárbaros puritanos (hijos de la comida low fat). Tal vez viniera bien a la tan llevada y traída identidad del mexicano, sabernos orgullosamente "hijos del maíz". Entre los comales y las cazuelas late la palabra secreta de la cocina mexicana: barroco. "Bendito sea Dios que con pan nos cría, porque con pasto bastaría" Apreciar la comida mexicana exige dos cualidades difíciles: un saludable estómago y un bolsillo lleno. No tengo lo uno ni lo otro, pero mi gastroenterólogo y mis amistades hacen maravillas. Uno me receta y los otros me invitan. Mi agradecimiento. De entre los vapores de un cocido de chambarete (con verduras, perón, membrillos y manzanas) emanan tentaciones contra cualquier dieta. Madame Calderón de la Barca disfrutó hace 150 años de este magnífico cocido en la aristocrática casa de los Cortina. A mi abuela le servían frecuentemente el mismo platillo en su rancho de San Pedro de las Colonias hace 60 años. La receta no había cambiado. En vísperas del siglo XXI, mi madre continúa preparándolo igual. Se conservó la esencia y sus esencias. El verdadero quid de la cocina mexicana no es, contra lo que piensan gringos y gachupines, el chile. Entre los comales y las cazuelas late la palabra secreta de la cocina mexicana: barroco. El retruécano verbal, llamado albur; la infinita politesse, desesperante para los extranjeros; el boato y ceremonia son manifestaciones del barroquismo nacional, quintaesencia de lo mexicano. El Volksgeist —espíritu del pueblo— no encuentra mejor definición que el recargamiento, el ocultamiento, el alambicamiento.

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La barroca comida mexicana o el choque del cazo y el comal

 Héctor Zagal Arreguín *

  La comida mexicana no es —como quieren algunos— el destructivo sabor del chile toscamente revuelto con tortillas y frijoles. La cocina mexicana es una manera de ver la vida, es el barroco llevado a su último extremo, es una etiqueta cortesana que no pueden vivir ni los racionalistas (hijos de la fast food) ni los bárbaros puritanos (hijos de la comida low fat). Tal vez viniera bien a la tan llevada y traída identidad del mexicano, sabernos orgullosamente "hijos del maíz". Entre los comales y las cazuelas late la palabra secreta de la cocina mexicana: barroco.  "Bendito sea Dios que con pan nos cría, porque con pasto bastaría" 

Apreciar la comida mexicana exige dos cualidades difíciles: un saludable estómago y un bolsillo lleno. No tengo lo uno ni lo otro, pero mi gastroenterólogo y mis amistades hacen maravillas. Uno me receta y los otros me invitan. Mi agradecimiento.

 De entre los vapores de un cocido de chambarete (con verduras,

perón, membrillos y manzanas) emanan tentaciones contra cualquier dieta. Madame Calderón de la Barca disfrutó hace 150 años de este magnífico cocido en la aristocrática casa de los Cortina. A mi abuela le servían frecuentemente el mismo platillo en su rancho de San Pedro de las Colonias hace 60 años. La receta no había cambiado. En vísperas del siglo XXI, mi madre continúa preparándolo igual. Se conservó la esencia y sus esencias.

 El verdadero quid de la cocina mexicana no es, contra lo que piensan

gringos y gachupines, el chile. Entre los comales y las cazuelas late la palabra secreta de la cocina mexicana: barroco.

 El retruécano verbal, llamado albur; la infinita politesse, desesperante

para los extranjeros; el boato y ceremonia son manifestaciones del barroquismo nacional, quintaesencia de lo mexicano. El Volksgeist —espíritu del pueblo— no encuentra mejor definición que el recargamiento, el ocultamiento, el alambicamiento. Ser mexicano es ser complicado, es saber ocultarse presentándose en público. El barroquismo es exaltación del sentimiento, es estética, es exuberancia y ondulación.

 Príncipe barroco es el mole poblano, guiso enigmático donde se

conjugan los tropicales plátanos con las sequedades de las almendras, donde se dan cita el cacao y una letanía de chiles y especias, tantas, que ni el paladar más educado puede distinguir sin un recetario a mano. El mole —invención de monjas poblanas para agasajar a un virrey— es la consagración de la complejidad. Mole del náhuatl molotl, guiso, es emblema nacional, salvaguardado por la Fonda Santa Clara, a la que yo no dudaría en

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condecorar. El mole resulta ininteligible para aquellos pueblos de pastores —afirmó un intelectual francés— acostumbrados a la comida sencilla del campo, donde lo único importante es la calidad de la materia prima.

 El buen cocinero mexicano escapa al dicho aquel de que "no hay mal

cocinero con buen filete". Digámoslo cínicamente: la presentación y la combinación de los ingredientes es tan importante como la calidad del producto: "La comida y la mujer por los ojos han de entrar". El pipián, el mole verde, el mole negro de Oaxaca, el mole blanco (cuajado de coco y almendra), el mole de ciruela son tantas eternas variaciones, combinaciones, donde la mezcla de ingredientes origina una gama cuasi infinita de aromas, texturas, colores y sabores. Y ya que de pipián hablamos, sepa el lector que el pipián fue elogiado por un Papa. "Beati indiani qui manducat pipiani", exclamó el pontífice romano al probar el platillo obsequiado por unas sencillas monjas virreinales. Las pobres religiosas no habían encontrado ni joyas ni plata en su convento, sólo un recetario para regalar al Papa romano.De la cuchara molera —cuchara de madera— que hiere las ollas de barro de tantas fondas, escurre la esencia de lo mexicano: un sí que es no, un chile que no es picante, o mejor, un dulce que pica. Nada más lejos de la comida vasca y navarra, en que lo importante es la frescura de los espárragos de Tudela o de la merluza de Fuenterrabía. Qué distancia tan enorme nos separa de los cheeseburgers y "perros calientes". 

Pasar lista al recetario mexicano, terriblemente agredido por la tex-mex food al estilo chili con carne, y percatarse de la complejidad, de lo churrigueresco, de lo mexicano son una misma cosa: salsa con xoconotzli (tuna agria), salsa borracha (con queso añejo y pulque), salsa de tomatillo verde silvestre, de jitomate maduro, de guajillo o pico de gallo. Variar, ocultar, engañar, aparentar. Bordados y filigranas de cebollas y ajos entretejidos al chile.

 ¿Qué otra cosa son los chiles en nogada sino la negación del sabor

propio de cada ingrediente? Las nueces de Castilla —ésas sí deben ser frescas, por eso sólo hay salsa de nogada alrededor de la fiesta de San Agustín— molidas con dulce moscatel, crema agria, queso de cabra, batido todo con discretas especias y salpicadas de granada, y quizá un poco de canela, son la corona triunfal de un tímido chile —poblano tenía que ser— capeado o sin capear, chile desollado y atiborrado con carne picada con almendras y piñones, acitrón y durazno, pasas y algún secretillo más.

 El "manchamanteles" toma prestadas las frutas del chile en nogada y

las engulle en su rojiza y picante salsa. Pedazos de cerdo nadan indemnes alrededor de pedazos de manzana y pera. Ignoro si, como en el caso del mole, fueron monjas las sabias artífices del manchamanteles, o si lo fueron patrióticas doncellas, como en el caso de los chiles en nogada (verde, blanco y rojo, el pabellón nacional en la nogada). Por cierto, otra condecoración a la Fonda Santa Clara, compartida, esta vez con la Casa Merlo por sus adobados manchamanteles.

 "He frito mi longaniza en mejores tepalcates"

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 Los métodos de cocción son también infinitos. Desde un horno de

barbacoa excavado en los llanos de Apam, hasta un caldo de pescado, cocido también en un hoyo, pero recubierto de hojas de plátano, cuya temperatura se alcanza arrojándole piedras incandescentes. Trompos de "al pastor", arracheras asadas sobre parrilla, tamales al vapor, pollos al barro, pescados envueltos en hojas de árbol, camarones secos al rayo del sol, cebiches cocidos con la fuerza de limones, cazuelas de salpicante manteca para "carnitas" o modestísimos caldos hervidos. Son múltiples los caminos del fuego.

   

"Ora es cuando, chile verde, le has de dar sabor al caldo" 

Pariente pobre de la pimienta, la cual llegara a valer más que el oro, el chile es un incomprendido. Reduciendo el chile a dos o tres tipos, las transnacionales han convertido a Jalapa, gentilicio jalapeño, en la capital del chile, dejando a un lado a una pléyade de hermanos pequeños y mayores. ¿Quién no ha probado aquellos chiles piquines —"chiquito pero picoso"— que se venden encurtidos en los portales de Toluca?, ¿o el "hocico de perro", más conocido como "habanero", tan popular en la cocina yucateca? ¿Y qué decir de la cándida simplicidad de un chile serrano partido en rodajas, o de un paupérrimo chilito verde que al ser toreado en un comal adquiere una recia personalidad? Mulatos y cascabeles, anchos y chipotles, morita y de árbol. Secos, frescos y encurtidos constituyen toda una gama desconocida por los legos educados en cafeterías de segunda. ¡Hay de aquel que no hace reverencia al chile, pues condenado está a comer rajitas enlatadas el resto de su vida!

 El chile es multiforme: se rellena hasta las grandiosidades festivas de

la nogada, o se disfraza humilde y pobre de chile ancho relleno de queso. Y la nouvelle cuisine —por qué no decirlo, Los candelabros— llegan a la excelsitud de hojaldrar un chile ancho relleno de picadillo y ofrecerlo a los ojos, al olfato y al paladar en cama de una salsa ligeramente dulce y ligeramente picosa.

 "El que sembró su maíz, que se coma su pinole" 

La Biblia —escrita en el Medio Oriente— narra cómo el hombre fue hecho del barro de la tierra. El Popol-Vuh, libro sagrado de los mayas, cuenta cómo el hombre fue hecho de maíz. Si Egipto, como pensó Herodoto, fue don del Nilo, Mesoamérica, la Nueva España y la República mexicana son regalo del maíz. La domesticación del maíz marca el inicio de la cultura sedentaria en el nuevo mundo. Es la primera piedra del muro de la tortilla que separa nuestro país de los otrora territorios mexicanos.

 El maíz es padre de un vasto linaje. Taco, tostada, tamal, tlacoyo,

totopo, tlayuda. La "t" de taco es vorágine, un aleph infinito: flautas, tacos de canasta, tacos al carbón, tacos de cazuela y un largo y tupido etcétera. La "m" de maíz significa pozole jalisciense, que Coahuila interpreta a su estilo y lo

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convierte en un picosito menudo (para cuando se termina una juerga). Los chilaquiles, hijos del maíz, ya rojos, ya verdes, son también vianda preferida por los trasnochados y parranderos, servidos con unas rodajas de cebolla, un poco de crema y espolvoreados con queso añejo son "vuelve a la vida". Hay todo un juego de matices: "No confundas las enchiladas con los chilaquiles". 

El mexicano come tortillas como los aztecas. No ha cambiado sustancialmente la nixtamalización de maíz; el procedimiento es el mismo. Únicamente han sido sustituidas las rudas faenas del metate por las mecanizadas piedras de un molino. Blanca, azul, verde y morada, la tortilla es una hoja en donde se puede escribir cualquier cosa. Inflada y rellena con lechón, cerdo o pavo, embadurnada con un poco de frijoles negros, se convierte en panucho adornado con cebollas moradas (curaditas con limón y granos de pimienta). Los encantos de los panuchos son más bien difíciles de encontrar en esta gran ciudad, a no ser por El habanero, el bastión de la comida yucateca en el D.F.  

En forma oval, de preferencia azul, amasado con frijoles tenemos un tlacoyo. ¿Otra variante? Amasarlo con habas molidas.

El maíz es camaleónico: ora adopta la forma de líquido espeso, el pozol chiapaneco bebido por los chamulas; ora la forma de un finísimo polvo de pinole que consumen los tarahumaras; ora la forma fermentada del tejuino, bien popular en Guadalajara; o quizá la consistencia de un atole de fresa con rajitas de canela. Hijo ilegítimo del maíz es el cuitlacoche, parásito que bendice a la mazorca tierna, ambrosía del Olimpo náhuatl, verdaderamente comestible en tiempos de lluvias. El cuitlacoche es magnánimo y condescendiente. Visitante de la fritanguera callejera, el cuitlacoche alterna ahora en los fastuosos restaurantes de lujo, donde se viste de crepa francesa o raviol italiano (por ejemplo, los extraordinarios ravioles rellenos de cuitlacoche creados en Petit Clunny).

 "Más vale pura tortilla, que hambre pura" 

Pero sin lugar a dudas, su forma más popular es la tortilla, disco solar que alumbra el universo mesoamericano. El maíz, hijo de estas tierras, ha sido recibido a regañadientes en Europa occidental, donde lo han arrumbado como forraje de animales y grano de pobres. No pocos españoles asocian el maíz a la hambruna de la guerra civil, y los irlandeses del XIX sólo famélicos aceptaron este grano. El trigo, cual estirado gachupín del siglo XVIII, se negó a compartir abolengo con el maíz indígena, y lo confinó a vivir en sus dominios indianos. El maíz, al igual que la polenta, pasaron a ser dieta de pobres. Sólo los caprichos de la moda los han redimido; ahora en restaurantes parisinos se sirven granos de elote (de lata) con el ampuloso nombre de salade exotique. La polenta se sirve ya en elegantes restaurantes norteamericanos. En México, la Pequeña Italia ofrece una polenta magnífica.

 Pero si bien Europa occidental se ha mostrado ingrata con el maíz,

que más de alguna ocasión la salvó de la inanición, la Nueva España se ha mostrado más agradecida con el trigo. Desde el septentrión virreinal (California, Texas, Nuevo México, Colorado, Arizona y Nevada) el maíz cedió

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parte de su imperio solar al trigo. Convirtióse la tortilla al trigo. La metamorfosis —la harina de trigo— no puede ser más suculenta. Masa de trigo paloteada con manteca, espléndido pan para machacado y agujas, extendida como sábana en Sonora y Chihuahua, o en discretas proporciones en Nuevo León y Coahuila, la tortilla de harina es soporte indispensable del chile con queso y del sinaloita chilorio.

 La tortilla de harina significa más: es la frontera cultural entre dos

Méxicos, el México criollo, hijo del siglo XVII, y del México mestizo, hijo del XVI. La tortilla de harina es el símbolo de los mexicanos indómitos que se alejaron de la villa y corte, atestadas de escribanos y abogados virreinales, amparados en sus títulos y prosapias, mercedes y canongías, graciosamente otorgadas por sus católicas majestades desde El Escorial o el madrileño Palacio Real. La tortilla de harina es el universo norteño, ajeno al tiempo del altiplano central, sede del omnipotente tlatoani. 

Tan fuerte es el arraigo de la tortilla de harina en el norte, que ni a los 150 años de arrebatada Texas, la hamburguesa ha podido destronar a su competidor mexicano. La big-mac se ha resignado a convivir con un "chicano burrito", híbrido de la fast food y de la tortilla de harina.

 En una buena familia del norte, se palotea diariamente para la cena la

tortilla de harina —saladas, dulces—, sin arrinconar al dios maíz, presente en los tamales norteños. Tamales que, a diferencia de los tamales del centro, son pequeños y sazonados con comino, y que recalentados en el comal —jamás al vapor— son especialmente sabrosos.

 "Chocolate que no tiñe claro está" 

Los gringos nos expropiaron el nombre de "América" y los suizos el chocolate. Un buen chocolate evoca inmediatamente las suculentas tabletas amargas fabricadas en Suiza y no las pastillas de chocolate de metate del Soconusco. La jícara en que solía beberse el chocolate, incluso en España, ha dejado su lugar al vaso del chocolat milkshake. Perdimos el chocolate y ahora —triste realidad— importamos bombones europeos y yanquis, donde ni siquiera crece el cacao. Chiapas ha dejado de ser —injustamente— la capital mundial del chocolate.

 Bernal Díaz del Castillo describe en su Historia verdadera de la

conquista de la Nueva España el modo como Moctezuma bebía el chocolate: servido en copas de oro, ¿qué otro material es digno del cacao? Los novohispanos adoptaron el chocolate como su bebida favorita, célebre por sus cualidades reconfortantes para el cuerpo y el alma. Bebida preferida por frailes y monjas, líquido obligado en las visitas sociales, y alimento de primera necesidad para ricos y pobres. 

Espumoso, batido con molinillo de madera fina —nada de licuadoras— hirviente y oloroso, espeso o menos espeso, con agua o con leche, en todo caso, el chocolate es la bebida de los dioses mexicanos. Fiel acompañante de campechanas y soletas, una tacita de chocolate para los niños que meriendan.

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Estimulante nutritivo, a diferencia del café, era recomendado por doctos galenos para los afanes sabios de estudiantes y profesores.

 Moctezuma bebía el chocolate aromatizado con vainilla, la única

especie de las orquídeas que es comestible. La vainilla totonaca es también un fruto expropiado. Hoy los mexicanos no usamos vainilla de Papantla, sino un saborizante artificial que importamos de Europa. La vainilla es cara —carísima— y sólo vale la pena venderla, claro está, a quienes pagan en dólares y marcos. ¿Qué sería de un vanilla ice cream sin vainilla de Veracruz?, ¿y qué sería de la creme brulé sin un toque del Tajín? Sin embargo, de vez en vez, es posible espigar alguna vaina de vainilla. Pueden comprarse en la zona del Papantla unos cristos de vainilla, celosamente custodiados en cajas de metal y delicadamente envueltos en papel encerado, precauciones mínimas para no perder el supremo aroma. Fragmentos arrancados a estas figuritas sirven para perfumar un postre, o un chocolate, o mejor aún, un postre y chocolate.

 "El amor es como los pasteles que recalentados no sirven" 

En Cholula —se cuenta— existen 365 iglesias, una para cada día del año. Según parece, no son tantas. En cambio, sí hay un postre para cada día del año. Buñuelos de queso, de requesón y de viento (muy socorridos en año nuevo), huevos reales y huevos hilados, castañetas fingidas, hojaldre de mazapán o de leche, picatostes de manjar blanco, alfeñiques y alfajores, bocadillos de dama, de nuez y de coco, cajitas de "bien me sabes", canutos nevados, leche de espuma, torrejas reales, huevitos de faltriquera... son postres fabricados antaño en las recónditas cocinas de monjas y que, para desgracia nuestra, se van perdiendo de manera acelerada. Fiel custodia de los postres mexicanos se yerguen las dulcerías Celaya (México) y El Parián (Puebla), diques que intentan detener el frenético suicidio de los postres conventuales. Entrar a tales dulcerías es una delicia para los ojos. El papel de china envuelve multicoloramente polvorones y turrones, y con obleas se protegen palanquetas de nuez, cacahuate y pepita. Poco tienen que envidiar al elegante marron glacé tanto el camote de Puebla como el atropellado de camote yucateco (y quien ha probado lo uno y los otros, sabe a qué me refiero). Los jamoncillos y figuritas de dulce de pepita (gallinitas y borregos, frutas y verduras) son alarde de fantasía, encuentro de la cocina con las artes plásticas. Para el día de Todos los Santos, una calaquita de azúcar y calabaza en tacha; los domingos, muéganos y merengues de vendedor callejero en el parque.

 Desde Saltillo hasta la meseta del Anáhuac, la leche "cocida y

recocida" adquiere texturas y flagrantes sabores, ahora salpicada con piñones, ahora con un poco de canela, o sencillamente, más requemada y un poco amarga ¿no se nos antojan unas glorias de Linares? Y ya que de leche quemada hablamos, un elogio a la cajeta de cabra, que desafortunadamente ya no se vende en vistosas cajitas de madera (la que comúnmente se ofrece en cajas de madera es falsificación de la cajeta de Celaya, es un vulgar jarabe azucarado; la cajeta Coronado es mucho mejor). La guanajuatense cajeta hace estupenda mancuerna con la vainilla de Papantla. ¿No es fantástico el

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maridaje entre las crépes de Bretaña y la cajeta de Celaya? Aquí mi voto a la famosa crepería Clunny de San Ángel.

 El amaranto se come en dulce y en guisado. ¿Qué otra cosa son los

huazontles sino hierbas de amaranto con queso, rebozadas en huevo y servidas en un caldillo? El cultivo de amaranto fue prohibido por los conquistadores. La razón de la prohibición fue religiosa. Con amaranto fabricaban los indígenas imágenes de sus deidades, escribe fray Bernardino Sahagún en su Historia de las cosas de la Nueva España, idolitos que comían ritualmente en algunas festividades. El amaranto era cómplice de su paganidad. Ante el riesgo de que su ingestión contribuyera a revivir ritos idolátricos, se optó por prohibir su cultivo (y se desbalanceó la dieta de los indios). Pasados ya los cultos a "tlálocs" y "tonatiúhes", comemos ahora figuritas geométricas de semillas de amaranto, engarzadas por miel, y hay quien se ha atrevido —en un alarde de ingenio— a añadirle una dosis de chocolate al jarabe compactador.

 "Cuando hay pa' carne, es vigilia" 

Y ya que de religión y golosinas hablamos, bueno es recordar las austeridades de la cuaresma, templadas por una capirotada con ralladura de naranja, cacahuates y queso. Pero un postre de mortificación cuaresmal debe estar precedido de un platillo salado igualmente penitencial ¿Qué tal unas tortitas de camarón seco con romeritos? Advierta el ígnaro extranjero que "romerito" no es lo mismo que el ibérico romero.

 Secar el camarón es una costumbre oriental. Quizá la nao de la China

nos trajo la costumbre o quizá la aprendimos de los vizcaínos, el hecho es que camarones y pescados secos son bien acogidos en México. ¿La razón? En épocas sin refrigeradores, la única manera de comer pescado tierra adentro era secarlo y salarlo. Sin embargo, un bacalao de Terranova cocinado en México se distingue del bacalao del país vasco por los chiles "güeros". Para los viernes de cuaresma el lago de Pátzcuaro ofrece unos exquisitos charales, bien sequecitos y fritos, envueltos en una tortilla, con salsa y limón. También de esas aguas robamos un pescado blanco digno de particular elogio (y terriblemente escaso). Y si al litoral nos vamos, encontramos un pan de cazón y un filete a la veracruzana como sólo Pardiños puede hacer. Y puestos a hacer propaganda, no resisto la tentación de encomiar los mixiotes de huachinango en salsa de xoconoztli al pulque, creación de nouvelle cuisine de mi hermano, chef de profesión.

 Desconozco si la hueva de mosquito del lago de Texcoco, apreciada

desde la fundación de Tenochtitlan hasta bien entrado el siglo XIX por ricos y pobres del Valle de México, puede comerse en viernes de vigilia. A Madame Calderón de la Barca le ofrecieron el platillo y, cortésmente, declinó la invitación, pues su sangre anglosajona —era escocesa— le impidió hacer averiguaciones. Seguramente tampoco comió chapulines de Oaxaca, bien a pesar de que San Juan Bautista —se lee en el evangelio— comía langostas (saltamontes), menos aún comió la Marquesa los jumiles de Taxco y los

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escamoles (hueva de hormiga, caviar mexicano, de altísimo precio y extraordinario sabor). Hasta aquí mis escrúpulos de vigilia y abstinencia.

 Dejo el caldo cantinero a un lado, pues si bien no lleva carne, los

lugares donde se consume poco o nada tienen de cuaresmales. Las cantinas antiguas estaban cerradas a "mujeres, uniformados y niños", eran recintos —qué tiempos aquéllos— herméticos al feminismo y a la policía.

 "Me he de comer esa tuna aunque me espine la mano" 

A la variedad de postres corresponde una variedad de frutas. Ates y jaleas son nombres para designar la misma y maravillosa mixtura de azúcar y frutas. Los ates de membrillo, guayaba, pera y tejocote son un acompasado compañero para un queso fresco de San Juan del Río o —más atrevidamente— para un queso Chihuahua. El queso trenzado y el de Cotija hay que reservarlo para otros menesteres, así como los extraordinarios quesos de Chiapas que merecen un sitio especial en la mesa.

 El trópico —digámoslo con descaro— es pródigo y se vierte en los

fruteros. Olorosos mangos de Manila y voluptuosos mangos petacones, mameyes, papayas, chicozapote, zapotes negros y blancos, son exuberancias del trópico; las tunas, rojas o verdes, las pitayas y chirimoyas son flaquezas del desierto. Plátano macho frito con arroz y frijoles o relleno de mariscos, platanitos dominicos con "sopa aguada de fideos", o sencillamente un plátano Tabasco. Guanábana, sandía, melones, granada china o verde, ciruela, fresa de Irapuato, capulines, toronja, naranja valenciana o china, mandarina, caña de azúcar. El tamarindo es un fruto incierto y ácido: revuelto con chile es ansiosamente devorado por los niños durante el recreo y el agua de tamarindo es particularmente refrescante en tierra caliente. Los danzantes de Coyoacán han sabido hacer del tamarindo una exquisita salsa para el atún fresco.

 No erró López Velarde al comparar a México con el cuerno de la

abundancia. 

"Muy redondo para huevo, y muy largo p'aguacate" 

Renglón aparte al aguacate, esmeralda aceitosa cubierta de negro, que se descubre inverosímil y versátil : ¿es salada o dulce? Fascinante y atrayente, bastan unas rebanadas de aguacate para encopetar a la más pobre de las ensaladas ¿Qué decir de una elegante crema de aguacate? (como la que preparan en La hacienda de los Morales). ¿Y de unos tacos placeros de crujiente chicharrón con guacamole? Glorificado sea Uruapan y sus ubérrimas huertas aguacateras. Pero, que quede claro, no es uno sino muchos los aguacates. En la plaza de México a final del siglo XVIII se podían comprar al menos tres tipos distintos de aguacate.

 "Para todo mal, mezcal, y para todo bien, también" 

Más allá de la comida está la bebida. Duros fueron los reyes españoles al prohibir la explotación de las vides en México. El norte —como Parras,

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Coahuila— escapó furtivamente a tan déspota mandamiento. El vino fue importado y nuestros vinos fueron y han sido pobres (con honrosas excepciones, ¿qué tal un tinto Monte Xanin?). Lo prueban la inmoral costumbre de guardar el vino para ocasiones especiales, y las múltiples dificultades que cualquier restaurancillo tiene para vender un vinillo con la comida, lo que nos obliga a ser el segundo consumidor de refrescos en el mundo.

 El tequila y los mezcales surgieron como por encanto de magueyes

destilados. Indígena fue el maguey y español el alambique: mestizos fueron tequilas y mezcales. El tequila es oro reposado. El gusano de maguey, sello de autenticidad del mezcal de Oaxaca, líquido guardado en vientres de barro negro. En uno y otro caso, son acompañantes más o menos fieles de ocasiones festivas. Los mezcales también fueron cruelmente perseguidos por los Habsburgos y Borbones, temerosos de que nuestros licores compitieran con los aguardientes españoles, y su temor estaba bien fundado.

 Para las mujeres y los niños, una copita de rompope, obra también de

angelicales monjas, sutil bebida que, afortunadamente, escapó a las persecuciones mercantiles de la corona española. Y si las señoritas quieren una bebida un poquitín más fuerte, ¿qué tal el licor de "pasita" que se vende en el Callejón de los Sapos en la Angelópolis?

 "¿Por qué con tamal me pagas teniendo bizcochería?" 

Trigo, azúcar, leche, manteca y huevo, batidos al son de lo mexicano, son un místico génesis, que genera —de donde génesis— un sinnúmero de bizcochos. Estamos en los hornos de una panadería. El pan dulce —y el salado también— debe ser fresco. A las siete de la noche, criadas y amas de casa atestan las panaderías para elegir las piezas que serán engullidas golosamente en la noche, sopeadas —cuando quien preside la mesa se descuida— en chocolate o café con leche (al estilo de café de chinos). Conchas, trenzas, condes, ladrillos, huesitos, ojos de pancha, roscas, chilindrinas, campechanas, bigotes, novios, orejas, polvorones, marqueses, mamones, piedras, volcanes, puchas y hojaldras son algunas de las decenas de figuras horneadas a lo largo del país, y no hay bizcochero de respeto que no haya aportado una nueva figura a este desfile.

 Noticia triste es que el pan de huevo ya no se fabrica con blanquillos

de gallina o guajolote, sino con huevo deshidratado, y que la tradicional manteca de cerdo ha sido sustituida con margarinas. En fin, todo sea por aquello de los colesteroles. Unámonos al lamento popular: "Si eso dice pan de huevo, ¿qué dirá bizcocho duro?".

 Nos queda el consuelo de las panaderías regidas por el calendario.

Las fiestas de santos patronos merecen un pan de pulque a las afueras de las iglesias, y en noviembre el pan de muerto, elaborado con agua de azahar (ligeramente parecido a la columba pascual italiana), seguido por la pomposa rosca de reyes adornada con acitrones e higos secos. La rosca es "como el pan de Acámbaro, con la ganancia por dentro". El "niño" de la rosca es la

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primicia de la Candelaria, flor de tamales y atole (¿que tal unas corundas y uchepas con crema y queso para variar la "tamalada" del próximo febrero?).

  

"Después de comer, ni un sobre escrito leer" 

¿Qué sería del gazpacho andaluz sin el jitomate y los pimientos importados de México? ¿Qué sería de un espagueti a la boloñesa sin el jitomate? ¿y de la comida húngara sin la paprika (chile mexicano tratado)? ¿Y de los zucchini sin las calabazas? ¿Y de la Herrencreme sin chocolate, por mucho coñac que se le agregue? ¿Y de un anglosajón pavo a la Cumberland con salsa de grosella sin nuestro nacional guajolote?

 Cacao, jitomate, frijoles, calabazas, guajolotes, chile fueron algunos

de los productos que el mundo prehispánico regaló —por decirlo de una manera cursi— a Europa. El nuevo mundo se enriqueció, a su vez, con reses, cerdos, gallinas, almendras y nueces, trigo y cebada, manzanas y azúcar. Se amasó una fortuna gastronómica de la noche a la mañana. El resultado de esa confluencia es la cocina mexicana, uno de los escasos signos de identidad, más aún, una de las pocas realidades auténticamente mestizas de nuestro país. Es el café de olla, donde confluye el café de Medio Oriente, la canela de Ceilán y el piloncillo en un chorreado jarrito de Tlaquepaque. Es la cochinita pibil, integración de lo maya y lo ibérico en los mágicos braseros del sureste. Son los tamales chiapanecos que esconden, bajo las hojas de plátano, tierna masa de maíz mechada con almendras, aceitunas y ciruelas pasas. Es la machaca con huevo (Europa aporta los ingredientes) acompañados de unos frijoles aguados (cortesía de Tenochtitlan). Es la longaniza verde de Toluca, tomatillo verde mazahua y cerdo europeo.

 La comida mexicana no es —como quieren algunos— el destructivo

sabor del chile toscamente revuelto con tortillas y frijoles. La cocina mexicana es una manera de ver la vida, es el barroco llevado a su último extremo, es una etiqueta cortesana que no pueden vivir ni los racionalistas (hijos de la fast food) ni los bárbaros puritanos (hijos de la comida low fat). Tal vez viniera bien a la tan llevada y traída identidad del mexicano, sabernos orgullosamente "hijos del maíz".

 Se ha dicho tantas veces que, en México, el fondo es la forma; así es en

nuestra cocina: el fondo es también la forma. Larga vida a los tacos y tostadas.    

Fuente: Revista Istmo. Humanismo y Empresa, Año 39 - Número 230 - Mayo/junio 1997

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La cocina conventual

Fray Tirso de la Anunciación estaba preocupado, porque el calor había fermentado los jugos, descompuesto las verduras y podrido las carnes. Todavía no había suficientes bueyes, vacas o carneros como para darse el lujo de perder el valioso tesoro de la comida.

Texto:

Texto:José Luis Curiel Monteagudo

Fray Tirso de la Anunciación estaba preocupado, porque el calor había fermentado los jugos, descompuesto las verduras y podrido las carnes. Todavía no había suficientes bueyes, vacas o carneros como para darse el lujo de perder el valioso tesoro de la comida.

Durante la misa, se preocupaba porque escaseaban los vinos. Pensaba que si no llegaban trigos y vides de España, tendría que consagrar el pulque y tortillas, ¿qué contradicción!, si durante el sermón trató de convencer a los naturales para que dejasen de adorar a Omotochtli, el dios del pulque y a Xiotecuhtli o Huehueteotl el dios antiguo o dios del fuego, a quienes ofrecían cangilones prietos de Tzilacayote llenos de pulque y bledos (amaranto) mezclados con sangre para comerlos como una especie de comunión pagana.

Las oraciones eran infinitas, como la paciencia del hermano prior quien se jalaba las barbas y rascaba la tonsura.

El convento tranquilo y discreto tenía el rostro largo, ya no alcanzaban los cilicios ni los sacrificios, todos rogaban al Señor y a la Virgen Santísima pidiendo trigo y vino. Pero cuando llegaron los bultos de harina y los toneles de vino, los ángeles y querubines siempre atentos, se dieron cita en la ceremonia coquinaria: rito y reto, dulzura y amor, fuego y fogón.

Convivencia de cacharros, cobre, barro y maderas: cazos, ollas y cazuelas, palas cucharas, estén listos para iniciar el ritual en el marco esplendoroso de azulejos y braseros.

Metales y molcajetes, almirez y morteros forman el repique de culturas, mestizaje indispensable de mexicanidad. Es menester moler y orar al unísono en cadencia rítmica de piedras y metales.

Los braceros se acaloran con las ascuas incandescentes; yescas, eslabones y martillos encienden los leños de encino; los sopladores de palma, atizan enérgicamente los estrechos refugios del calor.

Más allá, aparecen las tinajas que descansan en los poyos talaveranos, las jícaras esmaltadas extraen su valioso contenido para refrescar recipientes. Fuego, aire, agua y tierra, explican el origen del sabor y del saber.

El fuego varonil y activo, dice San Francisco: "hermoso, jocoso, robusto y fuerte", mientras que el agua femenina, "útil, humilde, preciosa y casta" en unión amorosa y fecunda presencian, con el viento y el barro, el nacimiento de los más deliciosos y suculentos manjares.

Fray Anselmo de la Caridad, el. hermano lego, protagoniza el rito extraordinario, platica con los cacharros a fuego lento, su paciencia es tiempo de oración, sus colores son luces de intensos matices, desde el blanco delicado hasta el negro más oscuro.

Los vasares repletos de botámenes suministran a diestra y siniestra especias y condimentos de dos mundos. Bóvedas y vigas, pisos resplandecientes protagonizan la creación de tortas de nada, xigotes de conejo o de gallina en vino de Jerez, chanfainas, clemoles, guisados suculentos como aquellas albondiguillas reales o las frutas de sartén. Pero qué tal aquellas pollas en pebre, los frijoles de siete cazuelas, las angaripolas y aquellos majestuosos postres churriguerescos de yema, de leche de frutas, de coco; alfeñiques moriscos, caxetes de frutas,

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"antes" armados en marquesotes con almendras, piñones, pistacho s y nueces, y otras cazuelas de leche de cabra cocinadas a dos fuegos.

La cocina es plática con ollas y cacharros, su tiempo es oración y rezo, sus porciones incluyen reales, cuartillos, pilones y tlacos; su espacio es sacrificio, gula y templanza. Su fin, algo más que... placer desbordante, salud y medicina.

La magnífica cocina del convento llegará a los parroquianos para crear cotidianamente suspiros para los enamorados, pellizcos y regañadas para las muchachas mal portadas, suplicaciones para los devotos, colores para el pensamiento, aromas para el espíritu, sabores para el intelecto, texturas para el alma y sonidos chirriantes para las conciencias.

Pero el hermano Anselmo se acuerda de sus antecesores, especialmente del belga Pener Van der Moore conocido como fray Pedro de Gante, quien llegó con Juan de Tecto y Juan de Ahora como los tres primeros evangelizadores en las Indias Occidentales.

Fue Pedro de Gante, humilde entre los humildes, primer cocinero misionero de la Nueva España, quien a pesar de que el Papa Paulo III le pidiera su ordenación sacerdotal y que Carlos V le propusiera la silla arzobispal de México; prefirió servir a los sacerdotes y superiores: primero, a fray Juan de Tecto y después a fray Martín de Valencia cuando llegaron los doce franciscanos españoles.

Desde entonces, los legos doctos en las lenguas indígenas, enseñaron además de la doctrina cristiana, a leer y escribir en castellano: música, artesanías, alfarería y herrería, costura y sastrería, escultura, pintura y arquitectura de conventos y, por supuesto, trasmitieron los principios de la agricultura, así como de la conservación de los alimentos.

Cultivaron frutos y hortalizas, enseñaron a moler el trigo y hacer el pan, fabricaron quesos por vez primera en América, construyeron los primeros fogones y hornos calabaceros; iniciaron la producción de hostias y la elaboración del vino de consagrar. Obtuvieron vinagre de frutas americanas como la piña, embutieron carnes en tripas de cerdo e hicieron los primeros chorizos con chiles rojos y pimienta de Tabasco, salaron las carnes en cecinas, jamones y tasajos y enseñaron a conservar las frutas y verduras de huertos y hortalizas.

Los primeros guisos mexicanos fueron aquellos que incluían la fauna y flora nativa y combinaciones de carnes y leche, vino y frutos traídos de lejanas tierras. ¿Qué tal-se preguntaba fray Matías, el hermano tornero mientras pasaba las viandas al refectorio- ese chichicuilote cocinado en salsa de peras y desde luego el excelso puerco con hierbas que les llaman quilite o qué tal aquellos taquitos hechos con carne de res aderezados de salsa de aguacate que le llaman acuacamolli?, que por cierto, quedó mejor con las hojas de un cilantro recién llegado de la misma Babilonia; y para hablar del dulzor y la dulzura ya incomparable con las frutas regionales, qué sorpresa magnífica el sabor de ese fruto tan extraño y siniestro como el zapote prieto aderezado con naranjas de Valencia y canela de Ceilán.

Ver a los indígenas comer ajíes que aquí se llaman chiles es algo extraordinario. El padre Sahagún dice que “...si no comen chile piensan que no han comido”; lo asombroso es que nosotros, poco a poco nos hemos habituado a lo picoso y no podemos prescindir ni de las salsas ni de otros sazones peculiares como el llamado epazote.

Poco a poco, en pruebas y mixturas, picores y sabores se comienzan a asociar los ingredientes, surgen guisos, asados y platillos en penitencia y oración.

Pronto la comunidad resolvió en parte los problemas de escasez, los ingeniosos arquitectos novohispanos idearon la forma de traer el frío. Desde el siglo XVII los conventos cuentan con frigoríficos y cavas, estancias divididas por muros dentro de los cuales circula agua de enfriamiento, generalmente caía en una fuente y de ahí pasaba a los canales de riego de los huertos. Ese flujo del agua, que bajaba de las montañas, mantenía el frío necesario para conservar por más tiempo los alimentos.

En el refectorio se leía la Biblia y después se comía. Los frailes congregados cambiaban opiniones de los nuevos platillos, decían y proponían y se entusiasmaban con los increíbles descubrimientos.

Sus alimentos eran una pieza de carnero en la comida y una de gallina en la cena, una escudilla de caldo de puchero, postres como manjar blanco, torrejas o capirotadas, torta del cielo o las suculentas frutas tropicales y, en días de vigilia pescados blancos o jiles de las lagunas cercanas; huevos de pípila, caldo y algún postre de sacrificio como natillas, jaleas o mechones de ángel.

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Desde entonces vigilan que haya lo mínimo necesario para vivir, cocinan para la comunidad. Son ellos los primeros cocineros religiosos de la Nueva España, mucho antes que las afamadas monjitas creadores del inigualable guajolote de mole, hecho en los conventos poblanos de Santa Rosa, Santa Mónica, Santa Teresa o Santa Clara, autoras del pescado teresiano, de los marquesotes de rosa y pollos carmelitanos, de los dulces y bizcochos guadalupanos, de los alfeñiques y caramelos de San Lorenzo, de las aguas frescas de la orden de los predicadores, de las frutas cubiertas y conservas maravillosas de los conventos de Santa Catarina y de San Jerónimo y de las tortaditas y camotes de Santa Clara de Puebla.

La cocina novohispana es comunión de fuego nuevo, arte sublime de sabores y colores, azúcar y sal; armonía indescriptible sobre barro y piedra. El arte conventual irónicamente incitador de gulas, se muestra siempre seductor, barroco, celestial, trascendente en el tiempo y por sí mismo elocuente.

Fuente: México en el Tiempo No. 24 mayo-junio 1998

MÉXICO COLONIAL

 

Durante la primera mitad del Siglo XVI se  establecieron los fundamentos de la cocina mexicana que conocemos y disfrutamos hoy en día. Hubo un mestizaje en la comida que incluyó un intercambio de alimentos entre los conquistadores y los indígenas, llegaron nuevos utensilios de cocina, técnicas culinarias, y se adoptó una nueva actitud hacia los alimentos.

Se dice que los indígenas comían tan poco que los conquistadores comían más en un día que una familia indígena en una semana. De hecho, a Moctezuma le decían "el hombre de pocas carnes" de lo delgado que estaba.  Los españoles comían y bebían hasta hartarse. Por ejemplo, el banquete que ofreció el virrey Mendoza para conmemorar la paz  de Aguas Muertas pasó a la historia como un derroche de comida.

Durante tres siglos las novedades culinarias llegaban a la Nueva España solo por medio de los españoles, cuando se rompió la dominación ibérica entonces empezaron a conocerse las culturas gastronomicas de otros países.

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ALIMENTOS COMO MEDICINA

 

Durante la época prehispánica los Titici o Médicos Prehispánicos tenían a  su alcance vegetales y minerales que usaban para sus curaciones, entre ellos el chile, zumo del maguey, miel de abeja, jugo del miltomate, hueso molido  de aguacate, sal de grano, tabaco, corteza y raíces pulverizadas de plantas medicinales.  Durante la conquista, los españoles acudieron a los indígenas para ser curados por ellos, el mismo Hernán Cortés fue atendido por los médicos tlaxcaltecas, quienes le curaron las heridas que recibió en la batalla de Otumba en la Noche Triste. Desde entonces, Cortés prohibió la entrada de doctores españoles a la Nueva España.

La farmacopea de los conquistadores se enriqueció con los conocimientos de los mexicas, debido a su gran conocimiento en cuanto al uso de la fauna, flora y minerales locales.  El rey Felipe II mandó a su médico para aprender los usos medicinales de las plantas.

De las teorías médicas europeas adoptadas por la medicina indígena, el sistema médico hipocrático y de Galeno encontraron un buen arraigo en la Nueva España. Este sistema se basaba en la creencia de que la salud dependía del equilibrio de los cuatro humores del cuerpo, que consistían en la bilis amarilla, la sangre, la bilis negra y las flemas.  Si había una alteración o desequilibrio en alguno de estos humores la persona era propensa a contagiarse de alguna enfermedad.  Tanto las enfermedades, alimentos y remedios se clasificaban como;  fríos, calientes, húmedos y secos.  Las enfermedades frías tenían que combatirse con alimentos o medicamentos calientes y viceversa. (concepto que se utiliza en la actualidad)

La medicina novohispana daba mucha importancia a lo sobrenatural para la curación de enfermedades como posesiones, mandas, etc.  La evangelización de la Nueva España fue de gran ayuda para la Corona Española para asegurar su permanencia en el Nuevo Mundo.

 

LA IGLESIA EN LA COMIDA NOVOHISPANA

 

Los frailes franciscanos se ganaron la confianza de los indígenas con celebraciones y comidas, la labor evangelizadora de los misioneros había de consolidar con el tiempo la conquista.

Los Conventos y Monasterios se fundaron durante los primeros años de la conquista, los cuales se expandieron rápidamente en la segunda mitad del siglo XVI. La dieta en los conventos de monjas era sobria, salvo en contadas

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ocasiones de fiesta. Organizaban fiestas que duraban tres o cuatro días, en las que ofrecían misas y ceremonias especiales, y se organizaban procesiones en las calles.

Se establecieron reglas de comportamiento dentro de los mismos, cada convento tenía diferentes hábitos de alimentación, durante los festejos la comida era más elaborada. En Navidad comían dulces, preparaban golosinas y repostería la cual era muy típica de los conventos, llegaron a ser los productores de dulces más importantes de la Nueva España.

Algunas recetas fueron traídas de España y otras se inventaron dentro de los conventos utilizando productos de origen prehispánico.  Las religiosas novohispanas añadieron ingeniosas mezclas de frutas americanas con sabores novedosos.  El libro de cocina del convento de San Jerónimo contiene supuestamente las recetas de Sor Juana Inés de la Cruz de mediados del siglo XVII. 

Estas recetas se difundieron por medio de las niñas de las familias criollas y mestizas que se educaron dentro de los conventos, no solo se impartían clases de cocina si no que también les enseñaban actividades mujeriles como bordado, costura, pintura, y otros oficios adecuados a su condición. 

Las mejores recetas de la Colonia salieron de los conventos, platillos que se caracterizaron por la combinación de productos, los cuales hasta la actualidad se consideran como platillos tradicionales de la comida mexicana.

Chiles en nogada Mole poblano

Rompope

Dulces de leche

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Dulces poblanos como los camotes

 

BEBIDAS NOVOHISPANAS

 

La bebida de mayor consumo era el pulque (bebida autóctona), mezcal y aguardiente de caña (conocido también como el chinguirito). Los españoles introdujeron el vino, aguardientes y lo más importante dentro de la industria fue el alambique para la elaboración de aguardientes locales.

 

Se produjeron aproximadamente 80 clases de bebidas alcohólicas pero fueron prohibidas con el pretexto de la salud y también por razones económicas.  Se eliminaron las restricciones y castigos por su consumo, aumentando así los días de fiesta según el calendario católico.

Las pulquerías eran centros de vicio, ocurrían crímenes violentos y pecados, los cuales fraguaban conspiraciones contra el gobierno español.  Debido a esto en el siglo XVI se redujo el número de pulquerías, ocasionando el florecimiento de pulquerías y tepacherias clandestinas fuera del centro de la ciudad.

El chinguirito llega a ser la bebida destilada con más demanda, se prohibió la elaboración de aguardientes para proteger el consumo de vinos españoles ya que fueron desplazados por bebidas más económicas, protegiendo así la importación de estos.  A finales del siglo XVIII se legalizó la apertura de vinaterías para conveniencia del gobierno ya que recibían mucho dinero con la comercialización de los mismos.

 

 

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ABASTO DURANTE LA COLONIA

Los conquistadores quedaron asombrados al ver el gran tianguis de Tenochtitlan, más grande que cualquiera de los mercados existentes en España. Durante la dominación española no hubo grandes cambios en la organización de los mercados, aceptaron dejar el comercio en manos de los indígenas y permitieron cierta continuidad en formas de intercambio indígena, ya que contaban con una gran variedad y cantidad de productos en venta. Sólo hubo pequeños ajustes en las mercancías que se vendían, de acuerdo a las necesidades de la nueva clientela. Con el tiempo el comercio a larga distancia se convirtió en un oficio practicado por los arrieros que llegaron a ser los amos de los caminos coloniales.

Se trató de seguir con los sistemas tributarios establecidos por los mexicas; durante los primeros años, el tributo pagado por los indígenas a los encomenderos fue uno de los factores más importantes para el abastecimiento de la población española en la ciudad ya que se pagaba en tributo en especie con maíz, aves, huevos, frutas, etc.

Los medios de cambio en el mercado se modificaron con la introducción de las monedas metálicas españolas que tenían un valor fijo con respecto a las monedas de cacao, a los quachtli o pequeñas mantas de tela de algodón y los cañones transparentes de pluma de ánade rellenos de polvo de oro.  Como novedad para reglamentar las ventas en los mercados se introdujeron las pesas y medidas españolas, cosa a la que se acostumbraron rápidamente los indígenas. Los españoles ajustaron los días de mercado al calendario cristiano, fijándolos cada semana en lugar de cada veinte días como lo marcaba el calendario prehispánico.

Los españoles respetaron la organización indígena hasta que la plaga mermo a la población indígena lo cual fue la primera crisis de abasto en la Nueva España, debido a esto los españoles tenían que asegurar su abasto por lo cual

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hicieron que los pueblos a un radio de 20 leguas alrededor de la ciudad entregaran semanalmente a los mercados cien pavos, cuatrocientas gallinas y dos mil ochocientos huevos, además de la leña para combustible y forraje para los animales.

Los mercados indígenas que se hallaban afuera de la ciudad sólo podían vender tortillas, harina de maíz, tamales y fruta local.  Se prohibió el comercio directo en los tianguis de las comunidades indígenas, si este afectaba el abasto de los mercados urbanos. Para finales del siglo XVI los mercados y el comercio estaba en manos de los españoles.

En los mercados podían verse productos españoles combinados con los locales: las lechugas, la coliflor, y los chícharos compartían el espacio con las verdolagas, el aguacate y los chiles. 

La combinación de los alimentos de los dos mundos mejoró la dieta proporcionando una comida más variada y nutritiva.  Durante los primeros años los productos europeos de: carne, frutas y verduras tenían precios muy elevados. A fines de la década de 1520 los precios se desplomaron a tal magnitud que los indígenas urbanos podían pagarlos.

Hasta mediados del siglo XVI la única plaza de la ciudad de México fue la plaza mayor, en ella estuvo el mercado por excelencia de la Nueva España en donde se concentró prácticamente toda la vida comercial de los españoles, el mercado tenía un aspecto sucio debido a los puestos desordenados, a los jacalones de comida y a los animales que se vendían.

 

 

RUTAS COMERCIALES Y CAMINOS CARRETEROS

El abasto de la ciudad de México dependía principalmente de un cinturón de haciendas que la rodeaban y que enviaban sus productos al mercado por medio de tamemes o cargadores profesionales, que en los primeros años eran legales. Los productos también eran transportados por bestias de carga o bien si se transcurría a la ruta de las canoas que se iniciaba en la laguna de Chalco y terminaba en la acequia real de la plaza principal.

Las rutas de comercio más importantes dentro del valle de México fueron las mismas que se utilizaban en la época prehispánica, pero con el tiempo la red de caminos se extendió de acuerdo con los intereses comerciales de los españoles.  Se ampliaron las veredas para poder acomodar las carretas tiradas por animales de carga, todos los productos alimenticios que no se producían en el valle, llegaban a la ciudad por medio de uno de los nuevos caminos.

Para conectar el valle con otras regiones de la Nueva España, se trazaron nueve caminos importantes.  Había dos caminos que enlazaban el puerto de

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Veracruz con la zona del centro, y por ellos transitaban productos traídos de España. 

1.  El camino al norte unía al centro con las zonas mineras de Pachuca y Zacatecas; por él ganado, las pieles, la lana y diversos productos agrícolas a los mercados de la ciudad.

2. El pulque y la carne de cerdo arribaban a la capital por las rutas del Este que ligaban a Apam y Calpulalpan con el centro.

3. El trigo y la harina producidos en Atlixco y Tehuacan eran llevados por tierra a caballo hasta Ayotzingo, a orillas del lago de Chalco, y de ahí enviados por canoa a la ciudad, ya que el transporte por agua resultaba más barato.

4. El maíz se traía de Toluca, Ixtlahuaca y Metepec por el camino de Toluca, que conectaba al centro con la zona de occidente.

5. El azúcar, el chinguirito y las frutas de tierra caliente se transportaban por la ruta del sur de Cuernavaca e Izúcar de Matamoros.

 

Debido a las dificultades con las que se enfrentaban los comerciantes, con las rutas, las diferentes condiciones y problemas que afectaban las mercancías durante su traslado se establecieron las ferias, en las cuales comercializaban todo tipo de  productos, las  más importantes fueron las de Veracruz y Acapulco. Al puerto de Veracruz llegaban mercancías provenientes de Europa principalmente de España, como el aceite de oliva, los vinagres y vinos, aguardientes españoles, fideos, avellanas, almendras y muchos productos alimenticios que no se producían. Al puerto de Acapulco arribaba el galeón de Manila, a esta feria asistían comerciantes de toda la Nueva España y del Perú para comprar mercancías provenientes de Oriente,  llegaron varios productos que dejaron huella en la comida mexicana, como el mango de Manila y el tamarindo ambos prevenientes de la India, también se introdujeron muchas especias; la canela de Ceylán, el clavo, la nuez moscada y el macís de Tidore, la pimienta negra de Sumatra por mencionar algunas, de uso común en la comida mexicana.  Los fideos de origen chino probablemente llegaron de Italia a través de España.

Las vajillas, tibores, jarrones, fabricados en porcelana azul y blanca, los manteles  y servilletas de lino oriental y las cubremesas bordadas en seda, procedentes de Manila, llegaron a formar parte de la decoración de las casas de la gente acomodada. 

 

 

ALMACENES Y COMERCIOS

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Uno de los remedios propuestos por las autoridades para controlar la regatonería fue el establecimiento de la alhóndiga y el depósito, almacenes públicos que funcionaron para el control del abasto de granos durante la época virreinal.

La alhóndiga funciono como  almacén de depósito público, encargado de vender a los vecinos de la ciudad el cereal, en épocas de crisis la alhóndiga tuvo la función de combatir la escasez y controlar el precio del maíz y el trigo, evitando así el acaparamiento de granos; ejercía control sobre el gremio de los molineros de trigo.

El depósito tenía la función de proporcionar maíz y trigo a bajo precio a las clases necesitadas de la ciudad, sobre todo en épocas de escasez, fue considerado como una institución de beneficencia, destinada a la ayuda de las clases de bajos recursos.

 

PEQUEÑOS COMERCIOS

 

En los bajos de las casas particulares y hasta en las grandes mansiones de la ciudad, era común establecer tiendas o accesorias que se rentaban a pequeños comercios o almacenes de mercancías, con el fin de aumentar su ingreso del propietario, este comercio por lo general estaba en manos de los peninsulares y proliferó en el siglo XVI.

Otros comercios pequeños consistían en accesorias que al mismo tiempo eran casa y tienda, y que constaban de un portal, local comercial, y trastienda con las habitaciones familiares en los altos de la casa.

La ciudad tenia una gran cantidad de pequeños comercios especializados tales como:

Las pulperías donde se vendía todo lo necesario para el abasto y el alimento del vecindario, estos negocios también servían de casas de empeño, donde los clientes podían empeñar sus bienes a cambio de mercancías.

Los tendajones  mestizos en donde vendían otros artículos necesarios de la casa, como especias, lienzos, textiles y papel.

Las tocinerías contaban con un mostrador semicircular encajado en la puerta, donde se exhibían tinas de hojalata llenas de manteca de cerdo, sartenes de chicharrones o carnitas, y guirnaldas de chorizos y longanizas que colgaban del techo, al lado de las piernas de jamón ahumado.

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Panaderías

Vinaterías

Carnicerías

Azucarerías

Cacahuaterías

 

COCINA CONVENTUAL

 

La cocina era el sitio más importante de la casa novohispana, los utensilios eran traídos de España eran piezas muy costosas como; piezas de plata, calderas, ollas, cernidores, cazuelas de cobre, sartenes, asadores, alambiques de metal, generalmente la cocina estaba situada en la zona de servicio.

Siguiendo con la tradición prehispánica, el mobiliario de la casa indígena novohispana era escaso y simple en extremo, considerada como un sitio sólo para comer y dormir, contaba nada más con lo indispensable para vivir, la cocina no existía como un cuarto separado, a pesar de ser el centro de actividades de la casa donde el fogón o tecuil, hecho de tres piedras que formaban el brasero, estaba colocado a ras del piso en el centro del cuarto principal.  Las tres piedras se consideraban sagradas y pisarlas constituía una falta de respeto a Xiuhtecutli, dios del fuego.  como combustible utilizaban ocote, hojas, tallos de maíz, zacate o pencas de maguey.  Los utensilios más importantes eran el molcajete y un comal, contaban con dos jarras de barro y cucharas hechas de caparazón de tortuga.

Los nuevos alimentos requerían de nuevas técnicas de preparación y cambios en los instrumentos culinarios, para empezar los españoles introdujeron el concepto de la cocina como una pieza aparte, dedicada exclusivamente a la preparación de los alimentos, y ya no como parte del cuarto principal.

 

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Los utensilios de metal convivían con los de barro, el molcajete y el metate en las

cocinas novohispanas.

 

El brasero andaluz de calicanto sustituyo al fogón azteca de tres piedras que imponía la necesidad de cocinar de rodillas, utilizaron como combustible carbón vegetal el cual sustituyeron por hojas, ocote, tallos de maíz.

Los sartenes fueron una novedad, ya que no habían hecho falta antes en una cocina donde no existía la costumbre de freír con grasa los alimentos.  Una de las innovaciones más positivas fue el uso de ventanas y campanas para permitir la salida de humo de la cocina. Los vasos de estaño no reemplazaron a las jícaras de barro.

Las cocinas de los conventos eran las únicas que estaban diseñadas en grandes proporciones que tenían además varios cuartos anexados, como la bodega, la botillería, la panadería, el cuarto para amasar e pan, el chocolatero, ante refectorios y otras habitaciones más.

En las paredes solían colocar las cucharas de madera en cuchareros del mismo material, mientras que las cucharas de metas, los cuchillos, y los ralladores para pan y queso se colgaban aparte en las mismas paredes.

 

 

COMEDOR COLONIAL

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Los comedores no formaban parte de las casas indígenas novohispanas, en ellas existía aún la costumbre de comer en cuclillas alrededor del fogón, al aire libre o en un rincón del mismo cuarto. Se servia la comida en cajetes de barro, acompañada por una tortilla que también utilizaban como instrumento para comer ya que no se comía con cubiertos. La etiqueta prehispánica exigía  comer con los tres dedos de la mano derecha.

Siguiendo con la costumbre española medieval, la gente acostumbraba comer en la cocina, fue a partir del siglo XVII cuando el comedor llegó a formar parte común de la arquitectura novohispana.

Los refrectorios generalmente eran grandes y espaciosos, con techos de bóveda en los conventos de frailes, el servicio de la mesa era sencillo, en los conventos no usaban el barro, los frailes utilizaban vasos de estaño llamados cubiletes. El refrectorio se convertía en un espacio ceremonial y en un lugar de purificación a través de las penitencias y ayunos relacionados con la salvación del alma.

 

 

 

 

Las vajillas  de mesa exhibidas en el comedor de las grandes casas eran de oro y plata que era muy apreciada  en esta época por su abundancia y por la falta de vajillas de porcelana.

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En los grandes banquetes entretenían a sus invitados después de las comidas con músicos, bailarines, servir una buena mesa también contribuía a su prestigió social.

 Al terminar la conquista cada soldado contaba con su derecho de esclavos, éstos se acostumbraron al paladar mexicano pues sus cocineros se encontraban en España, más tarde las mujeres españolas llegaron y mandaron traer a sus propios cocineros, pues la cocina no era el lugar perfecto para las señoras.  Las mujeres indígenas, mestizas y negras se hicieron cargo de atender las cocinas.