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La aventura de Peter el Negro Arthur Conan Doyle Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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La aventura de Peterel Negro

Arthur Conan Doyle

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Nunca he visto a mi amigo en mejor forma,tanto mental como física, como en el año 95. Sucreciente fama atraía a una inmensa clientela ysería indiscreto por mi parte hacer la más ligeraalusión a la identidad de algunos de los ilustresclientes que cruzaron nuestro humilde umbralde Baker Street. Sin embargo, Holmes, comotodos los grandes artistas, vivía para su arte y,excepto en el caso del duque de Holdernesse,casi nunca le vi pedir un pago importante porsus inestimables servicios. Era tan poco mate-rialista -o tan caprichoso- que con frecuencia senegaba a ayudar a los ricos y poderosos cuandosu problema no le resultaba interesante, mien-tras que dedicaba semanas de intensa concen-tración a los asuntos de cualquier humildecliente cuyo caso presentara aquellos aspectosextraños y dramáticos que excitaban su imagi-nación y ponían a prueba su ingenio.

En aquel memorable año de 1895, unacuriosa y extravagante serie de casos habíaatraído su atención: desde la famosa inves-

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tigación sobre la súbita muerte del cardenalTosca -investigación que llevó a cabo por ex-preso deseo de Su Santidad el papa- hasta ladetención de Wilson, el conocido amaestradorde canarios, con la que eliminó un foco de in-fección en el East End de Londres. Pisándoleslos talones a estos dos célebres casos llegó latragedia de Woodman's Lee, con las misteriosí-simas circunstancias que rodearon la muertedel capitán Peter Carey. La crónica de las haza-ñas del señor Sherlock Holmes quedaría in-completa si no incluyera algunos informes so-bre este caso tan insólito.

Durante la primera semana de julio, miamigo se estuvo ausentando de nuestros apo-sentos tan a menudo y durante tanto tiempoque comprendí que algo se traía entre manos.El hecho de que durante aquellos días se pre-sentaran varios hombres de aspecto patibulariopreguntando por el capitán Basil me dio a en-tender que Holmes estaba operando en algunaparte bajo uno de los numerosos disfraces v

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nombres con los que ocultaba su formidableidentidad. Tenía por lo menos cinco pequeñosrefugios en diferentes partes de Londres en losque podía cambiar de personalidad. No mecontaba nada de sus actividades y yo no teníapor costumbre sonsacar confidencias. La prime-ra señal concreta que me dio acerca del rumbode sus investigaciones fue verdaderamenteextraordinaria. Había salido antes del desayu-no, y yo me había sentado a tomar el mío cuan-do entró dando zancadas en la habitación, conel sombrero puesto y una enorme lanza de pun-ta dentada bajo el brazo, como si fuera un pa-raguas.

-¡Válgame Dios, Holmes! -exclamé-. Nome irá usted a decir que ha estado andando porLondres con ese trasto.

-Fui en coche a la carnicería y volví. -¿La carnicería? -Y vuelvo con un apetito excelente. No

cabe duda, querido Watson, de lo bueno que eshacer ejercicio antes de desayunar. Pero apues-

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to a que no adivina usted qué clase de ejerciciohe estado haciendo.

-No pienso ni intentarlo. Holmes soltó una risita mientras se ser-

vía café. -Si hubiera usted podido asomarse a la

trastienda de Allardyce, habría visto un cerdomuerto colgado de un gancho en el techo y uncaballero en mangas de camisa dándole furio-sos lanzazos con esta arma. Esa persona tanenérgica era yo, y he quedado convencido deque por muy fuerte que golpeara no podíatraspasar al cerdo de un solo lanzazo. ¿Le inte-resaría probar a usted?

-Por nada del mundo. Pero ¿por quéhace usted esas cosas?

-Porque me pareció que tenía alguna re-lación indirecta con el misterio de Woodman'sLee. Ah, Hopkins, recibí su telegrama anoche yle estaba esperando. Pase y únase a nosotros.

Nuestro visitante era un hombre muydespierto, de unos treinta años de edad, que

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vestía un discreto traje de lana, pero conserva-ba el porte erguido de quien estaba acostum-brado a vestir uniforme. Lo reconocí al instantecomo Stanley Hopkins, un joven inspector depolicía en cuyo futuro Holmes tenía grandesesperanzas, mientras que él, a su vez, profesabala admiración y el respeto de un discípulo porlos métodos científicos del famoso aficionado.Hopkins traía un gesto sombrío y se sentó conaire de profundo abatimiento.

-No, gracias, señor. Ya desayuné antesde venir. He pasado la noche en Londres, por-que llegué ayer para presentar mi informe.

-¿Y qué informe tenía usted que presen-tar?

-Un fracaso, señor, un fracaso absoluto.

-¿No ha hecho ningún progreso? -Ninguno. -¡Vaya por Dios! Tendré que echarle un

vistazo al asunto.

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-Hágalo, señor Holmes, por lo que másquiera. Es mi primera gran oportunidad y yano sé qué hacer. Por amor de Dios, venga vécheme una mano.

-Bien, bien, da la casualidad de que yahe leído con bastante atención toda la informa-ción disponible, incluyendo el informe de lainvestigación policial. Por cierto, ¿qué le parecea usted esa petaca encontrada en el lugar delcrimen? ¿No hay ahí ninguna pista?

Hopkins se mostró sorprendido. -Era la petaca del muerto, señor Hol-

mes. Tenía sus iniciales en la parte de dentro. Yademás, era de piel de foca y él había sido ca-zador de focas.

-Pero no tenía pipa. -No, señor, no encontramos ninguna pi-

pa; la verdad es que fumaba muy poco. Sinembargo, es posible que llevara algo de tabacopara sus amigos.

-Sin duda. Lo menciono tan sólo porquesi yo hubiera estado encargado del caso me

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habría sentido inclinado a tomar eso como pun-to de partida de mi investigación. Sin embargo,mi amigo el doctor Watson no sabe nada deeste asunto v a mí no me vendría mal escucharuna vez más el relato de los hechos. Háganosun breve resumen de lo más esencial.

Stanley Hopkins sacó del bolsillo unahoja de papel.

-Tengo unos cuantos datos que resumenla carrera del difunto, el capitán Peter Carey.Nació en el 45, así que tenía cincuenta años.Había sido un valeroso y próspero cazador deballenas y focas. En 1883 mandaba el vapor SeaUnicorn, de Dundee, dedicado a la caza de fo-cas. Realizó varios viajes seguidos, bastanteprovechosos, y al año siguiente, 1884, se retiró.Después se dedicó a viajar durante unos años, ypor fin adquirió una pequeña propiedad lla-mada Woodman's Lee, cerca de Forest Row, enSussex. Allí ha vivido durante seis años, v allímurió, hoy hace una semana.

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»El hombre tenía algunas facetas bastan-te peculiares. En su vida privada era un estrictopuritano, un tipo callado y sombrío. Vivía consu esposa, su hija de veinte años v dos sirvien-tas. Estas dos cambiaban constantemente, vaque la vida en su casa no era muy alegre y, aveces, resultaba totalmente insoportable. Elhombre se emborrachaba con frecuencia, vcuando le daba el ataque se convertía enun completo demonio. Más de una vez sacó decasa a su mujer y a su hija en mitad de la noche,persiguiéndolas a latigazos por el jardín hastaque todo el pueblo se despertaba con los gritos.

»Una vez compareció ante el juez porhaber agredido brutalmente al anciano vicario,que había ido a casa a reprenderle por su con-ducta. En pocas palabras, señor Holmes, costa-ría trabajo encontrar un tipo más peligroso queel capitán Peter Carey, y me han dicho que te-nía el mismo carácter cuando estaba al mandode su barco. En el oficio se le conocía como Pe-ter el Negro, no sólo por su rostro atezado y el

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color de su poblada barba, sino también por susarrebatos, que eran el terror de todos los que lerodeaban. Ni que decir tiene que todos sus ve-cinos lo odiaban y procuraban evitarlo, y queno he oído una sola palabra de lamentación porsu terrible final.

»Seguramente, señor Holmes, en el in-forme de la indagación habrá leído acerca delcamarote de Carey, pero puede que su amigono sepa nada de esto. Se había construido unacabaña de madera, que él siempre llamaba elcamarote", a unos cientos de metros de la casa,y dormía en ella todas las noches. Era una ca-bañita pequeña, con una sola habitación dedieciséis pies por diez1. Guardaba la llave en elbolsillo, y él mismo se hacía la cama, limpiaba yno permitía que nadie más traspasara el um-bral. A cada lado hay unas ventanas pequeñas,cubiertas por cortinas, y que nunca se abrían.

1 Unos cinco metros por tres.

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Una de estas ventanas daba a la carretera, y lagente que veía la luz por la noche solía seña-larla, preguntándose qué estaría haciendo allíPeter el Negro. Esta, señor Holmes, es la venta-na que nos proporcionó uno de las pocas in-formaciones concretas que salieron a relucir enla indagación.

»Recordará usted que un albañil llama-do Slater, que venía andando desde Forest Rowa eso de la una de la madrugada, dos días antesdel crimen, se detuvo al pasar junto al terreno yse fijó en el cuadrado de luz que brillaba entrelos árboles. Este albañil jura que a través de lacortina se veía claramente la silueta de unhombre con la cabeza girada hacia un lado, yque esta silueta no era de ningún modo la dePeter Carey, al que él conocía muy bien. Era lasilueta de un hombre barbudo, pero de barbacorta v erizada hacia delante, muy diferente dela del capitán. Eso es lo que dice, pero habíaestado dos horas en el bar y hay bastante dis-tancia desde la carretera hasta la ventana.

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Además, esto sucedió el lunes, v el crimen secometió el miércoles.

»El martes, Peter Carev se encontraba enuno de sus peores momentos, cegado por labebida y tan peligroso como una fiera salvaje.Anduvo rondando por la casa y las mujeressalieron huyendo al oírlo venir. A última horade la tarde se fue a su cabaña. A eso de las dosde la mañana, su hija, que dormía con la venta-na abierta, oyó un grito espantoso que venía deaquella dirección; pero como no tenía nada deextraño que aullara y vociferara cuando estababorracho, no hizo caso. A las siete, al levantar-se, una de las sirvientas se fijó en que la puertade la cabaña estaba abierta, pero tal era el terrorque aquel hombre inspiraba que hasta medio-día nadie se atrevió a acercarse a ver qué lehabía sucedido. Al atisbar por la puerta abiertavieron un espectáculo que las hizo salir co-rriendo hacia el pueblo con el rostro lívido deespanto. En menos de una hora yo ya estaba allíy me había hecho cargo del caso.

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»Bueno, como usted sabe, señor Hol-mes, yo tengo los nervios bastante bien tem-plados, pero le doy mi palabra de que me es-tremecí cuando metí la cabeza en aquella caba-ña. Estaba llena de moscas y moscardones quezumbaban como un armonio, y las paredesparecían las de un matadero. Él la llamaba elcamarote, y verdaderamente era un camarote;cualquiera podría pensar que estaba en un bar-co. Había una litera en un extremo, un cofre demarino, mapas y cartas de navegación, unafotografía del Sea Unicorn, una hilera de cua-dernos de bitácora en un estante...; exactamentetodo lo que uno esperaría encontrar en el cama-rote de un capitán. Y en medio de todo elloestaba él, con el rostro contorsionado como unalma condenada y sometida a tormento, y lafrondosa barba apuntando hacia arriba en ungesto de agonía. Su ancho pecho estaba atrave-sado por un arpón de acero, que le salía por laespalda y se hundía profundamente en la paredque tenía detrás. Estaba clavado igual que un

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escarabajo de colección. Por supuesto, estabamuerto, y así había estado desde el instante enque lanzó aquel último grito de agonía.

»Conozco sus métodos, señor, v losapliqué. Sin permitir que nadie tocase nada,examiné con la máxima atención los alrede-dores de la cabaña y el suelo de la misma. Nohabía ninguna pisada.

-Quiere usted decir que no encontróninguna.

-Le aseguro, señor, que no las había. -Mi buen Hopkins, he investigado mu-

chos crímenes, pero aún no he encontrado nin-guno cometido por un ser volador.

Y mientras el criminal se sostenga sobre dospiernas, siempre quedará alguna señal, algunarozadura, algún minúsculo desplazamientodetectable por un investigador científico. Resul-ta increíble que esta habitación embadurnadade sangre no contuviera ninguna huella quepudiera ayudarnos. Sin embargo, tengo enten-dido, por el informe de la indagación, que

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había ciertos objetos que usted no dejó de exa-minar.

El joven inspector acusó los comentariosirónicos de mi compañero con un estremeci-miento.

-He sido un tonto al no acudir a usteden su momento, señor Holmes. Sin embargo, yade nada vale lamentarse. En efecto, había en lahabitación varios objetos que exigían especialatención. Uno de ellos era el arpón con el que secometió el crimen. Lo habían cogido de un ar-mero en la pared; allí había otros dos y queda-ba un espacio vacío para el tercero. En el man-go tenía grabadas las palabras «S.S. Sea Uni-corn, Dundee». Esto parecía indicar que el cri-men se cometió en un arrebato de furia y que elasesino había echado mano a la primera armaque encontró a su alcance. El hecho de que elcrimen se cometiera a las dos de la madrugaday que, a pesar de la hora, Peter Carey estuvieracompletamente vestido, permitía suponer quese había citado con su asesino, lo cual parece

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confirmado por la presencia en la mesa de unabotella de ron y dos vasos vacíos.

-Sí -dijo Holmes-. Creo que las dos infe-rencias son aceptables. ¿Había algún otro licoren la habitación aparte del ron?

-Sí, encima del cofre de marino había unbotellero con brandy y whisky; pero no tieneinterés para nosotros, porque las frascas esta-ban llenas y, por tanto, no se habían usado.

-Aun así, su presencia tiene algún signi-ficado -dijo Holmes-. Sin embargo, oigamosalgo más acerca de los objetos que, según usted,parecen guardar relación con el caso.

-Tenemos la petaca de tabaco, que esta-ba encima de la mesa.

-¿En qué parte de la mesa? -En el centro. Era de piel de foca, piel

áspera con pelo tieso, con una correíta de cueropara cerrarla. En la parte de dentro tenía lasiniciales «P.C.». Contenía una media onza detabaco fuerte de marinero.

-¡Excelente! ¿Qué más?

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Stanley Hopkins sacó del bolsillo uncuaderno de notas con tapas grisáceas muygastadas y hojas descoloridas. En la primerapágina estaban escritas las iniciales «J.H.N.» yla fecha «1883». Holmes lo puso sobre la mesa ylo examinó con su minuciosidad habitual,mientras Hopkins y yo mirábamos, cada unopor encima de sus hombros. La segunda páginallevaba estampadas las iniciales «C.P.R.», v acontinuación venían varias hojas llenas de nú-meros. Había un encabezamiento que decía«Argentina», otro «Costa Rica» y otro «SanPaulo», todos ellos seguidos por páginas llenasde signos y cifras.

-¿Qué le dice a usted esto? -preguntóHolmes.

-Parecen ser listas de valores de Bolsa.Es posible que «J.H.N.» sean las iniciales de uncorredor de Bolsa, y «C.P.R.» las de su cliente.

-¿Y qué opina de «Canadian PacificRailway»? -dijo Holmes.

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Stanley Hopkins soltó un taco entredientes y se golpeó el muslo con el puño cerra-do.

-¡Qué estúpido he sido! -exclamó-. ¡Cla-ro que es lo que usted dice! Ahora sólo nosquedan por descifrar las iniciales «J.H.N.». Yahe examinado las listas antiguas de la Bolsa,pero no he encontrado ningún corredor, ni delos oficiales ni de los de fuera, cuyas inicialescoincidan con ésas. Sin embargo, tengo la im-presión de que esta es la pista más importantecon la que cuento. Reconocerá usted, señorHolmes, que existe la posibilidad de que estasiniciales correspondan a la otra persona allípresente..., es decir, al asesino. Insisto, además,en que la aparición en el caso de un documentoreferente a grandes cantidades de acciones degran valor nos proporciona la primera in-dicación de un posible móvil para el crimen.

El rostro de Sherlock Holmes revelabaque este nuevo giro del asunto le había descon-certado por completo.

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-Tengo que admitir esos dos argumen-tos suyos -dijo-. Confieso que este cuaderno,que no se mencionaba en el informe, modificacualquier opinión que yo me pudiera haberformado. Había elaborado ya una teoría sobreel crimen en la que esto no tiene cabida. ¿Se hamolestado usted en seguir la pista a alguno delos valores que aquí se mencionan?

-Se está investigando en las oficinas, pe-ro me temo que las listas completas de los ac-cionistas de estos valores sudamericanos esténen Sudamérica, y tardaremos varias semanas enseguir la pista de las acciones.

Holmes había estado examinando consu lupa las tapas del cuaderno.

-Parece que aquí hay una mancha de co-lor -dijo.

-Sí, señor, es una mancha de sangre. Yale he dicho que recogí el cuaderno del suelo.

-¿La mancha estaba encima o debajo? -Por el lado del suelo.

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-Lo cual, naturalmente, demuestra queel cuaderno cayó al suelo después de cometerseel crimen.

-Exacto, señor Holmes. Me di cuenta deese detalle y supuse que se le caería al asesinocuando éste huyó precipitadamente. Estabamuy cerca de la puerta.

-Supongo que no se habrá encontradoninguna de estas acciones entre las propiedadesdel difunto.

-No, señor. -¿Tiene alguna razón para sospechar

que el móvil fue el robo? -No, señor. No parece que hayan tocado

nada. -Caramba, caramba, sí que es un caso in-

teresante. Había también un cuchillo, ¿no esasí?

-Un cuchillo metido en su vaina. Se en-contraba caído a los pies de la víctima. La seño-ra Carey lo ha identificado como pertenecientea su esposo.

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Holmes se sumió en reflexiones duranteun buen rato.

-Bueno -dijo por fin-, supongo que ten-dré que acercarme a echar un vistazo.

Stanley Hopkins soltó una exclamaciónde alegría.

-Gracias, señor. No sabe el peso que mequita de encima.

Holmes amonestó al inspector con eldedo.

-La tarea habría resultado más sencillahace una semana -dijo-. Pero, aun ahora, puedeque mi visita no sea del todo infructuosa. Sidispone usted de tiempo, Watson, me gustaríamucho que me acompañara. Haga el favor dellamar un coche, Hopkins; estaremos listos parasalir hacia Forest Row en un cuarto de hora.

Tras apearnos en una pequeña estaciónjunto a la carretera, recorrimos en coche variasmillas a través de lo que quedaba de un extenso

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bosque que en otro tiempo formó parte de lagran selva que durante tanto tiempo mantuvo araya a los invasores sajones: la impenetrableregión arbolada, que fue durante sesenta añosel baluarte de Gran Bretaña. Se habían taladograndes extensiones, ya que en esta zona seinstalaron las primeras fundiciones de hierrodel país, los árboles se utilizaron como leñapara fundir el mineral. En la actualidad, losricos yacimientos del Norte han absorbido estaindustria, y sólo los bosques arrasados y lasgrandes cicatrices de la tierra dan testimoniodel pasado. En un claro que se abría en la verdeladera de una colina se alzaba una casa de pie-dra baja y alargada, a la que se llegaba por unsendero curvo que atravesaba el terreno. Máscerca de la carretera, rodeada de arbustos portres de sus lados, había una pequeña cabañacon la puerta y una ventana orientadas en nues-tra dirección. Aquel era el lugar del crimen.

Stanley Hopkins nos condujo primero ala casa, donde nos presentó a una mujer ojero-

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sa, de cabellos grises: la viuda del hombre ase-sinado, cuyo rostro demacrado y surcado porprofundas arrugas, con una furtiva mirada deterror en el fondo de sus ojos enrojecidos, reve-laba los años de sufrimiento y malos tratos quehabía soportado. Con ella se encontraba su hija,una muchacha rubia y pálida, cuyos ojos lla-mearon desafiantes al decirnos que se alegrabade que su padre hubiera muerto y que bendecíala mano que lo había abatido. Peter Carey elNegro se había creado un ambiente domésticoterrible, y sentimos verdadero alivio al salir denuevo a la luz del sol y recorrer el sendero quelos pies del difunto habían ido abriendo a tra-vés de los campos.

La cabaña era una construcción de lomás sencillo, con paredes de madera, tejado aun agua, una ventana junto a la puerta y otra enel lado contrario. Stanley Hopkins sacó la llavedel bolsillo, y se había inclinado hacia la cerra-dura cuando de pronto se detuvo, con una ex-presión de curiosidad y sorpresa en el rostro.

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-Alguien ha estado manipulando esto -dijo.

No cabía la menor duda: la madera es-taba rayada y las rayas estaban blancas pordebajo de la pintura, como si se hubieran hechoun momento antes. Holmes había estado ins-peccionando la ventana.

-También han intentado forzarla. Peroquien fuera no consiguió entrar. Tiene quehaber sido un ladrón muy torpe.

-Esto es muy sorprendente -dijo el ins-pector-. Podría jurar que estas marcas no esta-ban ayer por la tarde.

-Puede haber sido algún curioso delpueblo -sugerí. -No lo creo. Muy pocos seatreverían a poner el pie en este terreno, y mu-cho menos a intentar forzar la entrada de lacabaña. ¿Qué opina de esto, señor Holmes?

-Opino que la suerte nos ha sido muypropicia.

-¿Quiere decir que esta persona volverá?

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-Es muy probable. Vino esperando en-contrar la puerta abierta. Trató de forzarla conla hoja de una navajita de bolsillo v no lo consi-guió. ¿Qué va a hacer a continuación?

-Volver a la noche siguiente con unaherramienta más eficaz.

-Eso me parece a mí. Sería un fallo pornuestra parte no estar aquí para recibirlo. Mien-tras tanto, déjeme ver el interior de la cabaña.

Se habían borrado las huellas de la tra-gedia, pero el mobiliario de la pequeña habita-ción seguía igual que la noche del crimen. Du-rante dos horas, Holmes examinó con la máxi-ma concentración todos los objetos, uno poruno, pero al final su expresión demostraba quela búsqueda no había dado frutos. Sólo una vezhizo una pausa en su concienzuda investiga-ción.

-¿Ha sacado algo de este estante, Hop-kins?

-No; no he tocado nada.

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-Se han llevado algo. En la esquina delestante hay menos polvo que en el resto. Puedehaber sido un libro que estaba tumbado. O unacaja. En fin, no puedo hacer más. Demos unpaseo por este hermoso bosque, Watson, y de-diquemos unas horas a los pájaros y a las flores.Nos reuniremos aquí mismo más tarde, Hop-kins, y veremos si podemos entablar contactocon el caballero que vino de visita anoche.

Eran más de las once cuando tendimosnuestra pequeña emboscada. Hopkins era par-tidario de dejar abierta la puerta de la cabaña,pero Holmes opinaba que aquello despertaríalas sospechas del intruso. La cerradura era delas más sencillas, y bastaba con un cuchillofuerte para hacerla saltar. Además, Holmespropuso que no aguardáramos dentro de lacabaña, sino fuera, entre los arbustos que crecí-an en torno a la ventana del fondo. De este mo-do podríamos observar a nuestro hombre siéste encendía la luz y descubrir cuál era el obje-to de su furtiva visita nocturna.

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Fue una guardia larga y melancólica,pero aun así sentimos algo de la emoción queexperimenta el cazador cuando acecha junto ala charca de agua, en espera de la llegada de lafiera sedienta. ¿Qué clase de bestia salvaje po-día caer sobre nosotros desde la oscuridad?¿Sería un feroz tigre del crimen, al que sólopodríamos capturar tras dura lucha con uñas ydientes, o resultaría ser un taimado chacal, pe-ligroso tan sólo para los débiles y descuidados?Permanecimos agazapados en absoluto silencioentre los arbustos, esperando que llegara lo quepudiera llegar. Al principio, los pasos de algu-nos aldeanos rezagados o el sonido de vocesprocedentes de la aldea entretenían nuestra es-pera; pero, poco a poco, estas interrupciones sefueron extinguiendo, y quedamos envueltos enun silencio absoluto, con la excepción de lascampanas de la lejana iglesia, que nos infor-maban del avance de la noche, y del repiqueteode una fina lluvia que caía entre el follaje quenos cobijaba.

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Acababan de sonar las dos y media, enlas horas más oscuras que preceden al amane-cer, cuando todos nos sobresaltamos al oír unligero pero inconfundible chasquido proceden-te de la puerta de la finca. Alguien había entra-do en el sendero. De nuevo se hizo un largosilencio, y yo empezaba a temer que hubierasido una falsa alarma, cuando oímos pasos sigi-losos al otro lado de la cabaña, seguidos al ins-tante por roces y chasquidos metálicos. ¡El des-conocido trataba de forzar la cerradura! Estavez fue más hábil o contaba con un instrumentomejor, porque se oyó un brusco chasquido y elchirriar de las bisagras. Luego se encendió unacerilla, y un instante después la firme llama deuna vela iluminaba el interior de la cabaña.Nuestros ojos se clavaron, a través de los visi-llos de gasa, en la escena que se desarrollabadentro.

El visitante nocturno era un hombre jo-ven, delgado y frágil, con un bigote negro queacentuaba la palidez mortal de su rostro. No

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podía tener mucho más de veinte años. Jamáshe visto un ser humano que diera tan patéticasmuestras de miedo: le castañeteaban los dientesy temblaba de pies a cabeza. Iba vestido comoun caballero, con chaqueta Norfolk y pantalo-nes de media pierna, y se tocaba con una gorrade paño. Le vimos mirar en torno suyo con ojosasustados. A continuación colocó el cabo devela sobre la mesa y desapareció de nuestravista, hacia uno de los rincones. Reapareció conun libro voluminoso, uno de los cuadernos debitácora alineados sobre los estantes, se apoyóen la mesa y fue pasando hojas rápidamentehasta encontrar la anotación que buscaba. En-tonces hizo un gesto iracundo con el puño, ce-rró el libro, volvió a colocarlo en el rincón yapagó la luz. Apenas había dado media vueltapara salir de la cabaña, cuando la mano deHopkins cayó sobre su cuello y pude oír elfuerte gemido de espanto que el individuo dejóescapar al comprender que estaba atrapado. Seencendió de nuevo la vela y contemplamos a

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nuestro miserable prisionero, tembloroso y en-cogido en manos del policía. Se dejó caer sobreel cofre de marino y nos miró uno a uno conexpresión de desamparo.

-Y ahora, querido amigo -dijo StanleyHopkins-, ¿quién es usted y qué busca aquí?

El hombre se recompuso y se enfrentó anosotros, esforzándose por mantener la sereni-dad.

-Son ustedes policías, ¿verdad? -dijo-. Ycreen que estoy complicado en la muerte delcapitán Peter Carey. Les aseguro que soy ino-cente.

-Eso ya lo veremos -dijo Hopkins-. Enprimer lugar, ¿cómo se llama usted?

-John Hopley Neligan. Vi que Holmes y Hopkins intercambia-

ban una rápida mirada. -¿Qué está usted haciendo aquí? -¿Puedo hablar confidencialmente? -No, desde luego que no. -¿Y por qué iba a decírselo?

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-Si no tiene respuesta, puede pasarlomuy mal en el juicio. El joven se estremeció.

-Está bien, se lo diré. ¿Por qué no habríade hacerlo? Aunque me repugna la idea de queel viejo escándalo vuelva a salir a la luz. ¿Hanoído hablar de Dawson & Neligan?

Por la expresión de Hopkins, me dicuenta de que él conocía el nombre; pero Hol-mes mostró un vivo interés.

-¿Se refiere usted a los banqueros delWest Country? -dijo-. Se declararon en quiebradejando a deber un millón, arruinando a la mi-tad de las familias del condado de Cornualles,y Neligan desapareció.

-Exacto. Neligan era mi padre. Por fin estábamos llegando a algo con-

creto, aunque todavía parecía existir un largotrecho de distancia entre un banquero fugitivoy el capitán Peter Carey, clavado a la pared conuno de sus propios arpones. Todos escuchamoscon la máxima atención las palabras del joven.

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-Mi padre era el verdadero responsable.Dawson estaba ya retirado. Yo sólo tenía diezaños por entonces, pero era lo bastante mayorpara sentir la vergüenza y el horror del asunto.Siempre se ha dicho que mi padre robó todaslas acciones y huyó, pero no es verdad. El creíaque si le daban tiempo para negociarlas todoiría bien y se podría pagar a todos los acreedo-res. Zarpó rumbo a Noruega en su yatecito jus-to antes de que se dictara su orden de deten-ción. Aún me acuerdo de aquella última noche,cuando se despidió de mi madre. Nos dejó unalista de valores que se llevaba y juró que regre-saría con su honor reparado y que ninguno delos que habían confiado en él saldría perjudica-do. Pero ya no se volvió a saber nada de él.Tanto él como el yate desaparecieron por com-pleto. Mi madre y yo creímos que ambos esta-ban en el fondo del mar, junto con las accionesque se había llevado. Sin embargo, teníamos unamigo de confianza que se dedica a los nego-cios y que descubrió hace algún tiempo que

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algunos de los valores que se llevó mi padrehabían reaparecido en el mercado de Londres.Pueden ustedes imaginarse nuestro asombro.Me pasé meses intentando seguirles la pista, ypor fin, tras muchas decepciones y dificultades,descubrí que el vendedor original había sido elcapitán Peter Carey, propietario de esta choza.

»Como es natural, hice algunas averi-guaciones acerca de este hombre, y así supeque había estado al mando de un ballenero queregresaba del Ártico precisamente cuando mipadre navegaba hacia Noruega. El otoño deaquel año fue muy tormentoso, con una largaserie de galernas del Sur. Cabía la posibilidadde que hubieran arrastrado el yate de mi padrehacia el Norte, donde pudo encontrarse con elbarco del capitán Carey. Y si esto fue lo queocurrió, ¿qué había sido de mi padre? En cual-quier caso, si la declaración de Peter Carey meservía para demostrar cómo habían llegado almercado aquellas acciones, podría demostrar

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que mi padre no las había vendido y que no selas llevó con afán de lucro personal.

»Vine a Sussex con la intención de ver alcapitán, pero justo entonces ocurrió su terriblemuerte. En el informe de la indagación leí unadescripción de esta cabaña, en la que se decíaque aquí se guardaban los viejos cuadernos debitácora de su barco. Se me ocurrió entoncesque, si podía enterarme de lo que ocurrió abordo del Sea Unicorn en el mes de agosto de1883, podría resolver el misterio de la desapari-ción de mi padre. Vine anoche, dispuesto a mi-rar los libros, pero no conseguí abrir la puerta.Esta noche lo volví a intentar, con éxito, perodescubrí que las páginas correspondientes a esemes habían sido arrancadas del libro. Y en esemomento caí preso en sus manos.

-¿Eso es todo? -preguntó Hopkins. -Sí, es todo -dijo el joven, desviando la

mirada. -¿No tiene nada más que decirnos? El joven vaciló.

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-No, nada. -¿No había estado aquí antes de anoche? -No. -Entonces, ¿cómo explica esto? -exclamó

Hopkins, esgrimiendo el cuaderno acusador,con las iniciales de nuestro prisionero en laprimera hoja y la mancha de sangre en la cu-bierta.

El desdichado se desmoronó. Sepultó lacara entre las manos y se puso a temblar depies a cabeza.

-¿De dónde lo ha sacado? -gimió-. No losabía. Creía que lo había perdido en el hotel.

-Con esto basta -dijo Hopkins secamen-te-. Si tiene algo más que decir, podrá decírseloal tribunal. Ahora tendrá que venir andandoconmigo hasta la comisaría. Bien, señor Hol-mes, le quedo muy agradecido a usted y a suamigo por haber venido a ayudarme. Tal comohan salido las cosas, su presencia ha resultadoinnecesaria, y yo habría podido llevar el caso abuen término sin ustedes; pero a pesar de todo,

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les estoy agradecido. He hecho reservar habita-ciones para ustedes en el hotel Brambletye, asíque podemos ir todos juntos hasta el pueblo.

-Bien, Watson, ¿qué opina usted de todoesto? -me preguntó Holmes a la mañana si-guiente, durante el viaje de regreso a Londres.

-Me doy cuenta de que usted no haquedado satisfecho.

-Oh, sí, querido Watson, estoy muy sa-tisfecho. Claro que los métodos de StanleyHopkins no me convencen. Me ha de-cepcionado este Stanley Hopkins; esperabamejores cosas de él. Siempre hay que buscaruna posible alternativa y estar preparado paraella. Es la primera regla de la investigación cri-minal.

-¿Y cuál es aquí la alternativa? -La línea de investigación que yo he ve-

nido siguiendo. Puede que no conduzca a nada,

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es imposible saberlo, pero al menos la voy aseguir hasta el final.

Varias cartas aguardaban a Holmes enBaker Street. Echó mano a una de ellas, la abrióy estalló en una triunfal explosión de risa.

-Excelente, Watson. La alternativa se vadesarrollando. ¿Tiene usted impresos para tele-gramas? Escriba por mí un par de mensajes:«Sumner, agente naviero, Ratcliff Highway.Envíe tres hombres, que lleguen mañana a lasdiez de la mañana.Basil.» Ese es mi nombre poresos barrios. El otro es para el inspector StanleyHopkins, 46 Lord Street, Brixton: «Venga a de-sayunar mañana a las nueve y media. Impor-tante. Telegrafíe si no puede venir.-SherlockHolmes.» Ya está, Watson, este caso infernal meha estado atormentando durante diez días. Conesto lo destierro por completo de mi presenciay confío en que a partir de mañana no volva-mos ni a oírlo mencionar.

El inspector Stanley Hopkins se presen-tó a la hora exacta y los tres nos sentamos a

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gustar el excelente desayuno que la se-ñora Hudson había preparado. El joven policíaestaba muy animado por su éxito.

-¿Está usted convencido de que su solu-ción es la correcta? -preguntó Holmes.

-No podría imaginar un caso más com-pleto.

-A mí no me pareció concluyente. -Me asombra usted, señor Holmes. ¿Qué

más se puede decir? -¿Es que su explicación abarca todos los

hechos? -Sin duda alguna. He averiguado que el

joven Neligan llegó al hotel Brambletye elmismo día del crimen. Alegó que venía a jugaral golf. Aquella misma noche se presentó enWoodman's Lee, vio a Peter Carey en la cabaña,se peleó con él y lo mató con el arpón. Después,horrorizado por lo que había hecho, huyó de lacabaña, y al huir se le cayó el cuaderno de notasque había llevado con el fin de interrogar a Pe-ter Carey acerca de esos valores. Se habrá fijado

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usted en que algunos de ellos estaban marcadoscon una rayita, y otros, la gran mayoría, no loestaban. Las acciones marcadas se han localiza-do en el mercado de Londres; las otras, segu-ramente, estaban todavía en poder de Carey, yel joven Neligan, según su propia declaración,estaba ansioso por recuperarlas para quedar enpaz con los acreedores de su padre. Después dehuir no se atrevió a acercarse a la cabaña du-rante algún tiempo; pero por fin se decidió ahacerlo, para poder obtener la información quenecesitaba. ¿No le parece bastante sencillo yevidente?

Holmes sonrió y negó con la cabeza. -Me parece que sólo tiene un fallo, Hop-

kins: que es intrínsecamente imposible. ¿Haprobado usted a atravesar un cuerpo con unarpón? Ay, ay, señor mío, debería usted prestaratención a estos detalles. Mi amigo Watson po-drá decirle que yo me pasé toda una mañanapracticando ese ejercicio. No es cosa fácil, yexige un brazo fuerte y experimentado. Ese

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golpe se asestó con tal violencia que la puntadel arpón se clavó a bastante profundidad en lapared. ¿Cree usted que ese jovenzuelo anémicoes capaz de una violencia tan tremenda? ¿Eseste el hombre que estuvo bebiendo ron y aguamano a mano con Peter el Negro en mitad de lanoche? ¿Es su perfil el que fue visto a través dela cortina dos noches antes? No, no, Hopkins; aquien tenemos que buscar es a otra persona,mucho más formidable.

La cara del policía se había ido ponien-do cada vez más larga durante la parrafada deHolmes. Sus esperanzas y ambiciones se de-rrumbaban a su alrededor. Pero no estaba dis-puesto a abandonar sus posiciones sin lucha.

-No puede usted negar, Holmes, queNeligan estuvo presente aquella noche. El cua-derno lo demuestra. Creo disponer de pruebassuficientes para satisfacer a un jurado, aunqueusted aún pueda encontrarles algún fallo.Además, señor Holmes, yo ya le he echado el

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guante a mi hombre. En cambio, ese terriblepersonaje suyo, ¿dónde está?

-Yo diría que está subiendo la escalera -dijo Holmes muy tranquilo-. Creo, Watson, quelo mejor será que tenga ese revólver al alcancede la mano -se levantó y colocó un papel escritosobre una mesita lateral-. Ya estamos listos.

Se oyó una conversación de voces ron-cas fuera de la habitación y, de pronto, la seño-ra Hudson abrió la puerta para anunciar quehabía tres hombres que preguntaban por elcapitán Basil.

-Hágalos pasar de uno en uno -dijoHolmes.

El primero que entró era un hombrecillorechoncho como una manzana, de mejillas son-rosadas y sedosas patillas blancas. Holmeshabía sacado una carta del bolsillo y preguntó:

-¿Su nombre? -James Lancaster. -Lo siento, Lancaster, pero el puesto está

ocupado. Aquí tiene medio soberano por las

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molestias. Haga el favor de pasar a esta habita-ción y esperar unos minutos.

El segundo era un individuo alto y enju-to, de pelo lacio y mejillas hundidas. Dijo lla-marse Hugh Pattins. También él recibió unanegativa, medio soberano y la orden de espe-rar.

El tercer aspirante era un hombre de as-pecto poco corriente, con un feroz rostro debulldog enmarcado en una maraña de pelo ybarba, y un par de ojos oscuros y penetrantesque brillaban tras la pantalla que formabanunas cejas espesas, greñudas y salientes. Saludóy permaneció en pie con aire marinero, dándolevueltas a la gorra entre las manos.

-¿Su nombre? -preguntó Holmes. -Patrick Cairns. -¿Arponero? -Sí, señor. Veintiséis campañas. -De Dundee, tengo entendido. -Sí, señor.

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-¿Dispuesto a zarpar en un barco explo-rador?

-Sí, señor. -¿Cuál es su tarifa? -Ocho libras al mes. -¿Podría embarcar inmediatamente? -En cuanto recoja mi equipaje. -¿Ha traído sus documentos? -Sí, señor -sacó del bolsillo un fajo de

papeles desgastados y grasientos. Holmes losechó una ojeada y se los devolvió.

-Es usted el hombre que yo buscaba -dijo-. En esa mesita está el contrato. No tienemás que firmarlo y asunto concluido.

El marinero cruzó la habitación y tomóla pluma.

-¿Tengo que firmar aquí? -preguntó, in-clinándose sobre la mesa.

Holmes miró por encima de su hombroy pasó las dos manos sobre el cuello del hom-bre.

-Con esto bastará -dijo.

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Se oyó un chasquido de acero y un bra-mido como el de un toro furioso. Un instantedespués, Holmes y el marinero rodaban juntospor el suelo. Aquel hombre tenía la fuerza deun gigante, e incluso con las esposas que Hol-mes había cerrado tan hábilmente en torno asus muñecas habría dominado con facilidad ami amigo si Hopkins y yo no hubiéramos co-rrido en su ayuda. Sólo cuando apreté el fríocañón de mi revólver contra su sien compren-dió al fin que su resistencia era inútil. Le ata-mos los tobillos con una cuerda y nos incorpo-ramos jadeando por el esfuerzo de la pelea.

-La verdad es que tengo que pedirle dis-culpas, Hopkins -dijo Sherlock Holmes-. Metemo que los huevos revueltos se habrán que-dado fríos. Sin embargo, estoy seguro de quesaboreará mejor el resto de su desayuno pen-sando en que ha logrado resolver su caso demanera triunfal.

Stanley Hopkins estaba mudo de asom-bro.

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-No sé que decir, señor Holmes -balbuceó por fin con el rostro enrojecido-. Meda la impresión de que he estado haciendo elridículo de principio a fin. Ahora me doy cuen-ta de algo que nunca debí olvidar: que yo soy elalumno y usted el maestro. Aun ahora, veo loque usted ha hecho, pero no sé cómo lo hizo nilo que significa.

-Bien, bien -dijo Holmes de buenhumor-. Todos aprendemos a fuerza de expe-riencia, y esta vez su lección es que nunca sedebe perder de vista la alternativa. Estaba ustedtan absorto en el joven Neligan que no tuvotiempo para pensar en Patrick Cairns, el verda-dero asesino de Peter Carey.

La ruda voz del marinero interrumpiónuestra conversación.

-Alto ahí, amigo -dijo-. No me quejo dela forma en que se me ha maltratado, pero megustaría que llamaran a las cosas por su nom-bre. Dice usted que yo asesiné a Peter Carey; yodigo que maté a Peter Carey, que es algo muy

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distinto. A lo mejor no me creen ustedes. A lomejor se piensan que les estoy colocando uncuento.

-Nada de eso -dijo Holmes-. Oigamos loque tiene usted que decir.

-Se cuenta en pocas palabras, y por Diosque cada palabra es la pura verdad. Yo conocíabien a Peter el Negro, así que cuando él sacó elcuchillo yo lo atravesé de parte a parte con unarpón, porque sabía que era su vida o la mía.Así es como murió. A ustedes puede parecerlesun asesinato. Al fin y al cabo, tanto da morircon una cuerda al cuello como con el cuchillode Peter el Negro clavado en el corazón.

-¿Cómo llegó usted allí? -preguntóHolmes.

-Se lo contaré desde el principio. Peropermitan que me incorpore un poco para quepueda hablar con más facilidad. Todo sucedióen el 83.... en agosto de aquel año. Peter Careyera capitán del Sea Unicom y yo era segundoarponero. Acabábamos de dejar los hielos con

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rumbo a casa, con vientos en contra y una ga-lerna de Sur cada semana, cuando divisamosuna pequeña embarcación que había sido arras-trada hacia el Norte. Sólo llevaba un hombre abordo, un hombre de tierra firme. La tri-pulación había creído que el barco se iba a pi-que y había tratado de alcanzar las costas deNoruega en el bote salvavidas. Seguramente seahogaron todos. Bien, izamos a bordo a aquelhombre, y el capitán mantuvo con él variasconversaciones bastante largas en el camarote.El único equipaje que recogimos con él era unacaja de lata. Por lo que yo sé, jamás se llegó apronunciar el nombre de aquel hombre, y a lasdos noches desapareció como si nunca hubieraestado allí. Se dio por supuesto que se habríaarrojado al mar o que habría caído por la bordaa causa del temporal que sufríamos. Sólo unhombre sabía lo que había sucedido, y esehombre era yo, que había visto con mis propiosojos cómo el capitán lo volteaba y lo arrojabapor la borda, durante la segunda guardia de

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una noche oscura, dos días antes de que avistá-ramos los faros de las Shetland.

»Pues bien, me guardé para mí lo quesabía y esperé a ver en qué iba a parar el asun-to. Cuando regresamos a Escocia, se echó tierraal asunto y nadie hizo preguntas. Un descono-cido había muerto por accidente y nadie teníapor qué andar haciendo averiguaciones. Pocodespués, Peter Carey dejó de navegar y tardémuchos años en dar con su paradero. Supuseque había hecho aquello para quedarse con elcontenido de la caja de lata, y que ahora podríapermitirse pagarme bien por mantener la bocacerrada.

»Descubrí dónde vivía gracias a un ma-rinero que se lo había encontrado en Londres, yme planté allí para exprimirlo. La primera no-che se mostró bastante razonable, y estaba dis-puesto a darme lo suficiente para no tener quevolver al mar por el resto de mi vida. Íbamos adejarlo todo arreglado dos noches después.Cuando llegué, lo encontré casi completamente

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borracho y con un humor de perros. Nos sen-tamos a beber y hablamos de los viejos tiempos,pero cuanto más bebía él, menos me gustaba laexpresión de su cara. Me fijé en el arpón colga-do de la pared y pensé que quizás lo iba a nece-sitar antes de que pasara mucho tiempo. Y porfin se lanzó sobre mí, escupiendo y mal-diciendo, con ojos de asesino y un cuchillogrande en la mano. Pero antes de que lo pudie-ra sacar de la vaina, yo lo atravesé con el arpón.¡Cielos! ¡Qué grito pegó! ¡Y su cara todavía nome deja dormir! Me quedé allí parado, mientrassu sangre chorreaba por todas partes, y esperéun poco; todo estaba tranquilo, así que fui re-cuperando el ánimo. Miré a mi alrededor ydescubrí la caja de lata en un estante. Yo teníatanto derecho a ella como Peter Carey, así queme la llevé y salí de la cabaña. Pero fui tan es-túpido que me dejé la petaca olvidada en lamesa.

»Y ahora voy a contarles la parte másrara de toda la historia. Apenas había salido de

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la cabaña cuando oí que alguien se acercaba yme escondí entre los arbustos. Un hombre llegóandando con sigilo, entró en la cabaña, soltó ungrito como si hubiera visto un fantasma y saliócorriendo a toda la velocidad de sus piernashasta perderse de vista. No tengo ni idea dequién era y qué quería. Por mi parte, caminédiez millas, tomé un tren en Turnbridge Wellsy llegué a Londres sin que nadie se enterara.

»Cuando me puse a examinar el conte-nido de la caja, vi que no había en ella dinero,nada más que papeles que yo no me atrevía avender. Ya no podía sacarle nada a Peter el Ne-gro y me encontraba embarrancado en Londressin un chelín. Lo único que me quedaba era mioficio. Leí esos anuncios para arponeros a buensueldo, así que me pasé por la agencia y ellosme enviaron aquí. Eso es todo lo que sé, y repi-to que la justicia debería darme las gracias porhaber matado a Peter el Negro, ya que les heahorrado el precio de una cuerda de cáñamo.

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-Una narración muy clara -dijo Holmes,levantándose y encendiendo su pipa-. Creo,Hopkins, que debería usted conducir a su dete-nido a lugar seguro sin pérdida de tiempo. Estahabitación no reúne condiciones para servir decelda, y el señor Patrick Cairns ocupa demasia-do espacio en nuestra alfombra.

-Señor Holmes -dijo Hopkins-, no sécómo expresarle mi gratitud. Todavía no meexplico cómo ha obtenido usted estos resulta-dos.

-Pues, sencillamente, porque tuve lasuerte de encontrar la pista correcta nada másempezar. Es muy posible que si hubiera sabidoque existía ese cuaderno, me habría despistadocomo le pasó a usted. Pero todo lo que yo sabíaapuntaba en una misma dirección: la fuerzatremenda, la pericia en el manejo del arpón, elron con agua, la petaca de piel de foca con ta-baco fuerte..., todo aquello hacía pensar en unmarinero, y más concretamente, en un ballene-ro. Estaba convencido de que las iniciales

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«P.C.» grabadas en la petaca eran pura coinci-dencia, y que no eran las de Peter Carey, por-que ése casi no fumaba y no se encontró ningu-na pipa en la cabaña. Recordará usted que lepregunté si había whisky y brandy en la caba-ña, y que dijo usted que sí. ¿Cuántos hombresde tierra adentro conoce usted que prefieranbeber ron habiendo a mano otros licores? Sí,estaba seguro de que se trataba de un marinero.

-¿Y cómo pudo encontrarlo? -Querido amigo, el problema era muy

sencillo. Si se trataba de un marinero, tenía queser uno que hubiera navegado con él en el SeaUnicorn. Por las noticias que yo tenía, Carey nohabía navegado en ningún otro barco. Me pasétres días poniendo telegramas a Dundee, y alcabo de ese tiempo disponía ya de los nombresde todos los tripulantes del Sea Unicorn en1883. Cuando encontré un Patrick Cairns entrelos arponeros, comprendí que mi investigaciónse acercaba a su fin. Deduje que lo más proba-ble era que mi hombre se encontrara en Lon-

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dres y deseara ausentarse del país durante al-gún tiempo. Así que me pasé unos días en elEast End, corriendo la voz de una expedición alÁrtico y ofreciendo pagas tentadoras a los ar-poneros dispuestos a embarcarse a las órdenesdel capitán Basil. Y aquí puede ver los resulta-dos.

-¡Maravilloso! -exclamó Hopkins!-. ¡Ma-ravilloso!

-Tiene usted que hacer que pongan enlibertad al joven Neligan lo antes posible -dijoHolmes-. Confieso que opino que le debe ustedalgunas disculpas. Habrá que devolverle la cajade lata, aunque, por supuesto, las acciones quePeter Carey vendió están perdidas para siem-pre. Aquí viene el coche, Hopkins, ya puedeusted llevarse a su hombre. Si me necesita parael juicio, nos encontrará a Watson y a mí enalguna parte de Noruega. Ya le enviaré detallesconcretos.