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ESPACIOS 88 Como una forma de pensar y celebrar el bicentenario de la Revolución de Mayo, este artículo se propone reflexionar sobre el filosofar en América desde una aproximación al pensamiento de Rodolfo Kusch. 1 En una mesa redonda sobre la filosofía nacional sostuvo Kusch que “la cuestión es la danza propia”. Porque nos pasa como en la “danza de la trenzas navideñas en la Quebrada, se continúa trenzando y destrenzando lo que está deposita- do en el corpus. Pero puede ocurrir lo peor: aceptar el filosofar como pensamiento y no como reitera- ción, pero entonces, los pies se nos entreveran porque hemos perdido el ritmo del conjunto. Está por medio el que nuestra danza no sea la adecuada… El problema no está en haber trenzado todas las cintas, sino en que lo que se dio en llamar filosofía no es el corpus real… Hay que destrenzar las cintas, para tren- zarlas de acuerdo con un corpus realmente nacional y que no se molesten los danzantes. El estado actual de la cuestión se reduce a la danza propia, o sea, a cometer el ridículo de dar pasos inadecuados. Y en esto va la responsabilidad del pensador” (Kusch, IV: 24). Es que la repetición a partir de un corpus (problemas, en definitiva) que no es real, es mera repetición. Pensar, en cambio, tiene que ver con la danza propia, donde se actualiza lo importante y lo digno de ser pensado. El tema es que se actualiza como un relato de un verdadero descenso al infierno filo- sófico, es decir, ese “subsuelo patrio La América Profunda busca su sujeto De cómo entiende la filosofía Rodolfo Kusch Carlos Cullen 1. Citamos los textos de Kusch en la edi- ción Obras completas, en cuatro volúmenes, que publicó la Editorial Fundación Ross de Rosario, entre 1998 y 2003. Se cita el volumen y las páginas. Rodolfo Kusch.

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Como una forma de pensar y celebrar el bicentenario de la Revolución de Mayo, este artículo se propone reflexionar sobre el filosofar en América desde una aproximación al pensamiento de Rodolfo Kusch.1

En una mesa redonda sobre la filosofía nacional sostuvo Kusch que “la cuestión es la danza propia”. Porque nos pasa como en la “danza de la trenzas navideñas en la Quebrada, se continúa trenzando y destrenzando lo que está deposita-do en el corpus. Pero puede ocurrir lo peor: aceptar el filosofar como pensamiento y no como reitera-ción, pero entonces, los pies se nos entreveran porque hemos perdido el ritmo del conjunto. Está por medio el que nuestra danza no sea la adecuada… El problema no está

en haber trenzado todas las cintas, sino en que lo que se dio en llamar filosofía no es el corpus real… Hay que destrenzar las cintas, para tren-zarlas de acuerdo con un corpus realmente nacional y que no se molesten los danzantes. El estado actual de la cuestión se reduce a la danza propia, o sea, a cometer el ridículo de dar pasos inadecuados. Y en esto va la responsabilidad del pensador” (Kusch, IV: 24). Es que la repetición a partir de un corpus (problemas, en definitiva) que no es real, es mera repetición.

Pensar, en cambio, tiene que ver con la danza propia, donde se actualiza lo importante y lo digno de ser pensado. El tema es que se actualiza como un relato de un verdadero descenso al infierno filo-sófico, es decir, ese “subsuelo patrio

La América Profunda busca su sujetoDe cómo entiende la filosofía Rodolfo Kusch

Carlos Cullen

1. Citamos los textos de Kusch en la edi-

ción Obras completas, en cuatro volúmenes,

que publicó la Editorial Fundación Ross

de Rosario, entre 1998 y 2003. Se cita el

volumen y las páginas.

Rodolfo Kusch.

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–que es un horizonte negro–, esa pre-patria donde quedó enterrada nuestra verdad, y que cierto reno-vado afán de pulcritud nos impide escarbar” (Kusch, IV: 25). Es desde este descenso, verdadera hybrys

o robo prometeico del fuego del logos hegemónico, desde donde puede emerger la transfiguración, es decir, un pensamiento creador.

Lo que ocurre es que este “subsuelo”, esta pre-patria, esta tras-tienda, este corpus real, no es otro que el de la América Profunda, ese cuerpo del Inkarri, desgarrado y se-parado de su cabeza, que –enterra-do en el fondo de América– crece continuamente, buscando integrar su fragmentación. En ese corpus real confluyen “indios, porteños y dioses”; se trata del pensamiento implícito de América, que no es otro que el pensamiento indígena y popular, donde habita la reserva de sentido, donde se da el qué, la cosa, el asunto que hay que pensar, y, entonces, sí pensaremos danzan-do, siguiendo el ritmo de conjunto y sin estorbarnos los pies.

Por eso filosofar es meternos, de alguna manera, a danzar, despojándonos de los miedos (al ridículo, en definitiva) que nos traban los pies, descendiendo al infierno hediento y tenebroso del subsuelo patrio, de la América Profunda, dejándonos “meramente estar” en el “codo a codo con la co-munidad, es decir, con el pueblo”, y entonces sí, desde ese magma primario se puede intentar, lúdica-mente, acertar con el fundamento,

volcar lo desfavorable en favorable y, de una vez por todas, fundar una nación, que no podrá ser tal sino equilibrando o reintegrando, desde esta América Profunda, telúrica, vegetal, demoníaca, popular en definitiva, el equilibrio de lo humano, en una civilización que ha olvidado que el hombre es “mitad cosas y mitad dioses”, que es conjunción de opuestos, que, como la pareja, está para el fruto y que, desde la indigencia, espera la quinta creación.

La condición reconocer el miedo original

Meternos en la danza propia implica “cometer el ridículo” de dar pasos inadecuados, precisamente porque nos animamos a reconocer “ese miedo original que el hombre creyó dejar atrás después de crear

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su pulcra ciudad”. “Este miedo de ser primitivos en lo más íntimo –de que nos salga el indio un poco he-dientos, no obstante nuestra firme pulcritud, comprende también el temor de que no se nos aparezca el diablo, los santos, dios o los demonios.// Y sentimos desamparo porque nuestra extrema pulcritud carece de signos para expresar este miedo” (Kusch, II: 16) . Se trata de encubrir una “ira que nadie quiere ver, la ira divina que está a flor de piel. Entonces nos refugiamos –y no nos animamos a danzar– en esa íntima relación entre el mercader y el ser, que define a Occidente: “así, la ira de dios fue reemplazada por la ira del hombre, un hombre que ahora era un ser parmenídeo, redondo y esférico, que proyectaba su perfección en un progreso ilimi-tado a base de atadas de géneros (…) Quizás, si desapareciera el mercader, desaparece la dinámica y la expansión de una cultura basada en el afán de ser alguien. Entonces habría que volver a tener miedo a los rayos y a los truenos, es decir, a la ira de Dios” (Kusch, II: 138) .

Curiosa situación: no nos ani-mamos a danzar porque tenemos miedo de que así perdamos nues-tro “ser alguien” y no seamos nada, que se manche nuestra pulcritud, que nos estanquemos, sin progre-so y sin dinámica. Pero en realidad lo que tenemos es miedo de que se nos aparezca la ira de dios, la que sabemos que emerge en el mero estar, ese “recinto sagrado” que nos envuelve cada vez que

suspendemos ese “inútil” afán de ser alguien. ¿No será que tenemos miedo de sentirnos seres vivientes, y de fracasar cuando retomemos la vida plenamente? ¿Será que que-remos ocultar nuestro mero estar aquí, como quien oculta su pobre-za irremediable? Sin embargo la barbarie ‘“nos seduce’ y de alguna manera sabemos que, en América, se plantea ante todo un problema de integridad mental, y la solución consiste en retomar el antiguo mundo para ganar la salud. Si no se hace así, el antiguo mundo con-tinuará siendo autónomo y, por lo tanto, será una fuente de traumas para nuestra vida psíquica y social”

(Kusch, II: 4).En algún sentido es instaurar

una gran duda sobre el corpus extraño, sobre estos sucedáneos mercantiles de la ira de dios, mentirosas baratijas que escon-den como una prótesis nuestra radical indigencia, que –en todo caso– solo logra reprimir, en un pulcro patio de objetos, el hedor de nuestro subsuelo, la presión del opuesto ausente, de la divini-dad misma, que emerge o retorna cada vez que nos dejamos estar sin afanarnos por ser. Es decir, cada vez que nos animamos a sentir la otra mitad de nuestra verdad. Por eso, como dice Kusch, entre “ese miedo y la Enciclope-dia, está nuestra piel. Se trata de lo que hay detrás de la piel. De la piel hacia fuera, sabemos, y sabiendo nos domiciliamos en el mundo (…) ¿Y qué pasa de la piel

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para adentro?” (Kusch, II: 27). En algún sentido, comienza la danza.

Es que este miedo supone algo así como suprimir, no solo la tesis “natural” del mundo, sino tam-bién la ilusión de una “reducción trascendental”. Y esta epojé no es la angustia ante la “nada del mundo”, sino saber que estamos, meramen-te estamos, no más.

Se trata, entonces, de la supresión del miedo a pensar, para pensar desde el miedo que nos constituye. En este sentido, es especialmente significativa la contraposición entre pulcritud y hedor, con que se introduce América Profunda, y que tan marcadamente evoca esas otras distinciones: las cosas físicas y las cosas técnicas, la cosa pensante y la cosa extensa. En realidad, esta distinción de lo pulcro y lo hediento hace al modo como queremos disimular y conjurar el miedo original que nos produce la existencia (es lo que esperamos del “ser parmenídeo” o del “cogito cartesiano”). Kusch lo llama de di-versas maneras: vivir en el patio de los objetos, de las esencias, del ser alguien, de la historia. En el fondo nos da vergüenza tener miedo, es decir, ser hombres. Y por eso, lavamos el cuello de nuestras ca-misas. Por eso, Kusch nos propone pensar “al modo antiguo”, es decir, sondeando vivencias inconfesadas, por ejemplo: el resentimiento, que si en los europeos (y aquí está la fecundidad de su filosofía) es el no ser más que europeos, en nosotros

es, muchas veces, el no ser solo europeos. El hedor nos molesta. “Por eso somos los libertinos de la limpieza, y creamos pomposa-mente la libertad, la sociedad, la cultura y la ciencia, para borrar el miedo a ser hedientos. Y nuestro hedor está en creer solamente en nuestro mero estar aquí, que es el ciclo del pan, la paz y el amor, como lo piensan los parias, que es lo mismo que ese mero estar hediento indígena. Nuestros padres de la patria quisieron hacer un mundo libre en que se juegan,

por ejemplo, las verdades inesta-bles de la bolsa de comercio, pero henos aquí que descubrimos la vocación por las verdades estables de los miserables. Quizás de ahí se explique nuestro juego oficial, el esmero mestizo por la apariencia, las buenas maneras, la perfecta constitución, el gran arte o las pomposas bibliografías, cuando en verdad nos estamos revolviendo en el banco de la plaza, cautivos en esa vivencia primitiva de estar aquí, pidiendo el sueldo para tener pan, o el prostíbulo para resolver el amor, o la policía para tener paz…” (Kusch, II: 214).

No nos animamos a danzar porque tenemos

miedo de que así perdamos nuestro “ser alguien”

y no seamos nada (...).

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Recuperar un pensar total, no episódico

Nosotros, como dice Kusch, quedamos en medio de la danza con una condición inversa a la de Guaman Poma, aquel descen-diente de indios y catequista que “quería ser objetivo y no dejaba de ser subjetivo”. A nosotros nos pasa que tenemos el ritmo demasiado marcado por la objetividad y nos cuesta recuperar un “margen de subjetividad”, necesario para oler la Biblia o adorar los cuatro vesti-dos de Quetzalcoatl. “¿Tenemos libertad, –se preguntaba Kusch–, para asumir cualquier filosofía?” (Kusch, II: 271). Se trata de animar-nos a un pensar de la totalidad, de la globalidad, y no perdernos en lo episódico y en lo anecdótico. Se trata de entrar a un espacio de “historia grande” y no de “historia

pequeña”. Se trata de romper una represión de lo emocional, que lle-va al pensamiento a estar siempre “saliendo”. Es un pensar de “entran-cia”, no de “saliencia”. Y por eso, “de entrañas, no de máscaras”.

¿Por qué molesta tanto apelar a la totalidad del pensar? Senci-llamente porque implica hacerse cargo de lo “impensable”, de lo “trascendente”, de lo “irracional”, que describen un área o zona, residuali-zada y marginada –marcada, como las fronteras con lo bárbaro– para

recién entonces poder constituir un

sujeto pensante, que –como punto de partida incuestionable– permita edificar un discurso lógico, un sis-tema de conceptos o de abstrac-ciones, un repertorio de temas que canónicamente hay que recorrer para alcanzar la ansiada plenitud humana de “ser alguien, por fin”.

¿Por qué molesta o turba ape-lar a la totalidad del pensar, aun cuando el mercado de la filosofía se ha planetarizado? Sencillamen-te porque implica hacerse cargo de las deformaciones o “distorsio-nes” que el suelo y la gravitación le ponen al absoluto filosófico, describiendo un área o zona, sistemáticamente negada, desde donde es posible crear el mundo de vuelta, justamente porque se

desconstituye el cogito, no porque ha inventado al hombre, sino porque lo ha “borrado”, y es de esta “borra-dura de lo humano por el cogito de lo cual hay que hacerse cargo.

¿Por qué molesta o turba apelar a la totalidad del pensar, aun cuando

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ya en la fragua de la filosofía “occi-dental” parece haberse ablandado el dogmatismo, la unidimensiona-lidad, la identidad, el apriorismo y el platonismo? Sencillamente porque implica hacerse cargo del “sentido en el cual se instala la vida del grupo”, que son los símbolos, que señalan la gesta cultural de cada pueblo para remediar el puro hecho de vivir, con “astucia” ante la trascendencia, que ofrece su mano y pone sus reglas de juego, lo cual describe una zona o área que es el eje fundante o esencial en torno al cual la filosofía puede tender un margen de racionalidad, justamente en tanto sea el discurso

de esa cultura de un pueblo que

encuentra su sujeto, y ese sujeto, el filósofo, se sepa deformado por la gravitación del suelo, y orientado por los aciertos fundantes, que son los símbolos de su cultura.

Pero no asumimos la filosofía como un episodio más de la cultu-ra popular, es decir, el episodio por el cual su discurso encuentra el su-jeto. En cambio, preferimos apostar a un “posmodernista y posindus-trialista no-sujeto, llamado estruc-tura, o sistema o diferencia, o una “otredad” siempre sustraída, que nos impide pensar con los otros, que siempre sudan su cotidianei-dad presionada por lo opuesto, que obliga a operar pensando un centro salvador, que es creación de futuro, porque supone el caos y la negación, y no la “astucia de la razón”, que cree –como el nostal-gioso Odiseo– que la negación es

una mera excusa para el devenir del ser (para asegurar su retorno al poder) y no, como en verdad se trata, de aquello que tensiona el puro hecho de vivir, el mero estar, no más, indigentes, deconstituidos y desabrigados, posibilitando –en el acierto lúdico de los símbolos, que encuentran los opuestos– un estar-siendo que es ya una cues-tión de humanidad, y que marca algo así como el a priori de toda reflexión filosófica.

Pues bien, Kusch apela a la totalidad del pensar, porque de eso se trata en América. Y esto implica cruzar la frontera de la parcialidad racionalizadora, y este cruce tiene mucho de descenso al infierno de lo residual, lo marginal, lo natural, lo obvio. Implica también deconsti-tuir al sujeto, no para reemplazarlo por un no-sujeto (que esconde siempre un “cogito ampliado, esperándome en alguna esquina) sino para sumergirse en el “magma” primario del mero estar, previo a la oposición del sujeto y el no-sujeto, el ente y el ser, el ser y la nada. Pero implica, sobre todo, operar pensando, en el codo a codo con la comunidad, la gesta y la decisión de crear el mundo de vuelta, es decir, de hacer cultura.

Este pensar residual para la ra-zón, sin sujeto constituido, pero que opera pensando, es lo que Kusch llama el pensamiento indígena y popular en América. La apelación a lo indígena y popular, y por mismo a lo mítico y lo simbólico, es, en Kusch, la apelación a “toda la

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potencialidad del pensar” y es, por lo mismo, la apertura a todo lo hu-mano –tan todo como la negación o trascendencia que implica lo ab-soluto. Se trata de ubicar o reubicar la ciencia y la tecnología, la econo-mía y la política, sencillamente en su seminalidad que las trasciende. Se trata de recuperar lo sapiencial, que si se ha opuesto a lo científico es solo porque lo científico se ha ilu-sionado con autonomizarse, no por-que lo sapiencial no haya deforma-do siempre lo científico. Y aunque ubiquemos ahora las tecnologías y la investigación de punta en la guerra de las galaxias, sigue siendo que eso es parcial y anecdótico –y por lo mismo injusto– en relación al mero estar, no más, que siempre tantea el fruto en la conjunción de los opuestos.

Indigencia originaria de un sujeto deconstituido

Superado el miedo, tratando de seguir un ritmo de un pensar de

la globalidad, seminal, que implica negatividad. Poniendo, justamente, un límite entre el afuera y el aden-tro, entre la saliencia y la entrancia. Saltando al ruedo de la danza sa-grada, nos quedamos sin “yo pien-so”, nos quedamos sin “ser alguien”, con la piel para adentro, sin saber qué hacer con los gliptodontes, las enfermedades, los abajos. Al dejar las cosas, el ritmo de la negatividad comienza a mostrarnos los dioses. Y, literalmente, nos encontramos deconstituidos, como mero estar, no más, sin yo y sin “camisas pul-cras”, en una desnudez originaria, sin poder afirmarnos ni en sucedá-neos ni en prótesis.

Se trata, en definitiva, de rastrear “la borradura de lo humano”, ese hueco que deja el afán de ser alguien, y sospecharlo en el “pá´mí” del porteño o el pacha del indio. Y no es meramente la borradura del “autor” delante del “texto”, o la del significado delante de la del significante –que también, en algún sentido, desconstituyen al sujeto–las que ahuecan al cogito que se creía tan sólido después de Descartes y de Kant.

En realidad es una caída, y una caída junto con los dioses, como dice Kusch. En buena medida la cuestión tendrá que ver con la constitución de un sujeto así deconstituido y desde esta de-constitución (nunca al margen, o creyendo que se la puede negar).

La deconstitución del sujeto es el punto último de la reflexión de Kusch, el que considero más

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fecundo, “mejor dicho, nos vamos al otro extremo del código, aquel en que, al cabo de una antropo-logía de la finitud, cabe pensar en la indigencia originaria del sujeto, más aún, a su fundamental y origi-naria deconstitución. Se trata de la nada del sujeto, frente a la cual, lo que se diga de este, de su logos o su esencia, es todavía prematuro y posiblemente falso” (Kusch, IV: 7).

Se trata pues, de algo más serio que la reducción trascendental (o la deducción): es la deconstitución desde donde, “en medio de la ne-cesidad de remediar el hecho puro de vivir (y no construir objetos o intuir esencias) el sujeto ensaya la nominación de alguna divinidad. Es el campo del estar donde se vive una indigencia que va desde el pan hasta la divinidad. Ahí se exige el símbolo, para ensayar el acierto. Se trata del nosotros. Y entonces sí, la experiencia originaria para ser”.

El magma originario del mero estar, nomás

Caídos, nos sabemos entrampa-dos por el ser, que nos hizo parcia-lizar la existencia, negando como doxa, apariencia o simplemente mal, todo lo que tenía que ver con el mero estar. En el estar recupe-ramos la ira de los dioses, y no ya la mentirosa ira del hombre, que identificó el ser con el mercader.

El ser institucionalizó, dice Kusch, una parcialización. El reposo, como resultado de un dinamismo, y, en el fondo, como “potencia” o como poder de sí mismo.

En el estar reina la inquietud, la accidentalidad, el mero acontecer, lo que está de pie y siempre en situación de caer. Porque “ser” es estar sentado, y de lo que se trata es de danzar, tambalear, al ritmo de la negatividad, habiendo dejado más allá del “límite” los objetos, las seguridades, la buena pulcritud y la segura ciudad.

Pero es el magma vital. Aquí todo se remueve. En realidad es la ira de los dioses que ha desperta-do. Y los dioses también caen con nosotros. Y comienza entonces la transfiguración.

Llegados aquí comienza el retorno, o el ascenso, o la transfigu-ración. Aparece una nueva fuerza de crecimiento que compensa “lo inteligible y lo perceptible en el juego cósmico de lo innombra-ble”… En realidad solo desde la indigencia original, meramente estando, descubrimos “lo que domicilia”, un mundo que simple-mente “así se da”, y que nos da ese margen de seguridad interna que necesitamos para crear. Es que llegamos a la fuente.

Y esto plantea un mentís –quizás el último– de que seamos

No asumimos la filosofía como un episodio más

de la cultura popular, es decir el episodio por el cual

su discurso encuentra el sujeto.

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culpables de haber perdido “el es”. Justamente la “circularidad nos redime de la culpa”. Porque la culpa es un problema de los que quieren sentirse seguros. En cambio la negatividad, el mero estar, es la to-talidad del pensar, esa otra manera de lograr la seguridad. Se trata de la instalación en este mundo “que así se da”. Es lo que logra “ese indio que nos sale” buscando el centro.

Aquí entendemos –instalados en ese “así se da”– que el estar es puente para ser, pero no pozo del cual podamos sacar todo lo que es. En realidad es la fuente que puede borrar y transfigurar las constitucio-nes ya logradas. Es vivir de cara a los dioses, caídos con ellos.

Circularidad que descubrimos “como una sístole y diástole del hecho puro de vivir: por un lado el despliegue de la acción , por el otro simultáneamente una manera de regresión hacia la fuente para saber el fundamento de todo el proceso, o sea el de estar, no más, en una instalación socializada asumida en la ingenuidad del juego” (Kusch, III: 367). Es que detrás de toda cultura está el suelo (Kusch, III: 109).

Y aquí entendemos el nuevo paso. Ensayamos una palabra que es, justamente, el tercero excluido de la lógica del ser. Es decir, la con-junción de los opuestos, el centro, lo que nos permite no ya decir ni afirmar, sino –desde la negatividad, desde el estar, desde lo ya dado– sencillamente consagrar.

Comienza el saber de salvación. Comenzamos a oler la Biblia, como

Atahualpa. Y, precisamente porque no sabemos qué hacer, creamos los símbolos, buscando dar con el acierto fundante. Se trata de inven-tar los dioses.

Y aquí, en este domicilio exis-tencial, en este despojo donde hay puro nosotros, aparece la nece-sidad de entendernos como una historia trunca, que desde el Popol

Vuh avanza por el Martín Fierro y se pretende cerrar en el Facundo.

Ese Popol Vuh es la creación, la quinta creación desde la indigen-cia, la espera de la creación.

Ese Martín Fierro, ese canto sin ruido, ese dispersarse a los cuatro vientos. La fuerza para crear, pero la no creación.

Y el Facundo, que sencillamente opone el orden al caos y constitu-ye un ser como remedio al estar. “Es que falta esa incitación a la creación, que yace en el fondo del Martín Fierro. Ver lejos y crear el mundo al fin, vencer las frustracio-nes en las cuales nos embarcan siempre, y decir, al fin, así somos, pero sin tapujos. Es probable que entonces asome el mendigo. Pero afirmar que somos mendigos y partir de ahí ya es una forma de crear el mundo. Es lo que estamos viviendo al fin” (Kusch, II: 698).

La danza ritual termina con una esperanza. Es el destino equilibra-dor que Kusch le ve a América. Se trata, por de pronto, del equilibrio macho-hembra, para que se dé el fruto.

Se trata del destino de Améri-ca: ser hombres sin sucedáneos y

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negar, entonces, esa maldición de tener que parecernos a Occidente.

La esperanza, además, de que la nación se constituye desde el hogar, desde el domicilio existen-cial y no a sus espaldas y en su desprecio, o con la secreta inten-ción de negar este mero estar, esta indigencia original, este pueblo que meramente está, para el fruto.

Se trata de lograr un signo que abarque a todo el hombre…, ¿cuándo lo lograremos?

Kusch, como pocos, nos enseña a ver y saber plantear los problemas que tiene América en la búsqueda de su propio pensar. Uno de estos problemas –si no el central– consis-te en el desfasaje, en América, entre el sujeto de la cultura y el sujeto pensante. Esto significa fundamen-talmente dos cosas: por un lado, “que no obstante ser nosotros los sujetos pensantes, la presión del otro hace que no podamos asumir el sujeto cultural, y, por consiguien-te, no logramos hacer filosofía… En Latinoamérica no somos el sujeto de la cultura, sino solo sujetos pen-santes” (Kusch, III: 184).

Pero, por otro lado, también sig-nifica que el sujeto de la cultura, a quien Kusch sin ninguna hesitación llama “pueblo”, el que se totaliza con el gesto cultural y así efectiviza su cultura (GHA), no logra constituirse sino por la negatividad y la sustrac-ción, sin poder desplegarse plena-mente en una subjetividad pensan-te, capaz de darse su objetividad, su institucionalidad, su expresión artística, su representación

religiosa, su discurso filosófico, que no sea solo “pa-mí” sino que es para todos, que implique una alternativa civilizatoria real para los hombres, y no solo la resistencia de lo humano en América. Pues la resistencia, si bien es el modo en que se conserva el sujeto cultural, puede, a la larga, frustrarlo en su posibilidad humana plena.

América en la búsqueda de una cultura originaria no es otra cosa que la “persistencia de lo america-no en resolver lo humano en su expresión más original, que es la que gira en torno a la problemática de la constitución del sujeto, pero precisamente en tanto que apunta a un modo peculiar de fundar un logos” (Kusch, IV: 17). Esta persisten-cia tiene toda la fuerza trágica de una oposición al destino civiliza-torio que parece montarse sobre una “borradura de lo humano”. Solo que lo trágico, en América, no consiste en rivalizar con los dioses llenándonos de culpa, sino que consiste en habitar con ellos, los fastos y los nefastos, sin sentir vergüenza por ser humanos, pero sin ilusionarse tampoco con ser “civilizados”. ¿Es que nos seduce finalmente la barbarie?

“A la filosofía, al fin de cuentas, solo le corresponde detectar el eje fundante o esencial en tor-no al cual tiende un margen de racionalidad, porque si se limita totalmente a lo racionalizable no comprende todo el fenómeno” (Kusch, III: 258).