La Amenaza Amarilla

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Escrito por: LUCÍA CAMARGO ROJAS Ilustrado por: FELIPE CAMARGO ROJAS

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Escrito por Lucía Camargo Rojas. Ilustrado por Felipe Camargo Rojas

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Escrito por:LUCÍA

CAMARGO ROJAS

Ilustrado por:FELIPE CAMARGO ROJAS

Escrito por:LUCÍA CAMARGO ROJAS

Ilustrado por:FELIPE CAMARGO ROJAS

A nuestros padres

En esa época mi padre tenía un Re-nault 4 de color amarillo quemado. Cuenta mi madre que lo compraron

antes de que yo naciera. Cuando iban para la Clínica Country, mi padre, quien ape-nas contaba con veintisiete años, gritaba efusivamente: “¡voy a ser papá!, ¡voy a ser papá!”, mientras mi madre sufría los dolo-res de las contracciones. No sé si antes o después de este episodio decidieron nom-brar al carrito que me llevaba a la clínica, “la amenaza amarilla”.

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La amenaza amarilla nos llevó tan-to a mí como a mi hermano Felipe, dos años después, al lugar de nues-

tro nacimiento. Además, nos transportó a diferentes ciudades de Colombia, como San Gil, Sogamoso, Villa de Leyva, etc. El carrito también nos llevó a los diferen-tes barrios marginales de Bogotá, en los que mi padre, arquitecto de la Javeriana, realizaba proyectos. Él trabajaba en ese entonces en el CINEP (Centro de Investi-gación y Educación Popular) y buscaba, y aún lo hace, que las diferencias socia-les en este país fueran menos marcadas.

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El carrito amarillo se parqueaba en medio de casas prefabricadas, mu-chas veces sin luz ni teléfono, y de

él se bajaban dos niños monos, la niña de ojos azules y el niño de ojos verdes, a ju-gar con otros chicos, ya no rubios sino morenos, que contaban con menos pri-vilegios. En ese momento, claro está, ni Felipe ni yo entendíamos eso de las dife-rencias de los estratos. Así que jugábamos con esos niños, muchas veces sucios, a es-condidas de mi madre. Pues mi padre no le anunciaba que se había llevado a sus bebés a los barrios populares de Bogotá.

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A mí no me gustaba el color amari-llo quemado del carrito, mientras que a mi padre le encantaba. De

hecho, siempre le ha gustado el amarillo. En la sala de mi casa hay tres cuadros cuyo marco es de ese color. En cada uno de ellos, además, aparecen una o dos manos pinta-das por él que son del mismo color de la amenaza. A pesar de que el tono del carri-to no me gustaba, yo le tenía afecto pues sentía que nos daba cierta seguridad: era nuestro transporte, nuestra forma de rela-cionarnos con mi padre. Cuando mis papás se separaron (y yo tenía cinco años) dicen las malas lenguas que él llegó a vivir varios días en la amenaza. Por varios años, ade-más, mi padre nos recogió sagradamente todos los sábados en el carrito. Éste nos llevaba a varios puntos de la ciudad de Bo-gotá y nos devolvía, tipo diez de la noche, sanos y salvos, a las manos de mi madre.

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En una de esas salidas de los sábados mi padre nos llevó a uno de los super programas que él siempre tenía: ir a

la carpintería. Como se observa, él siempre ha sido muy creativo con aquello de los planes. La mayor parte de las veces tienen algo que ver con algún trabajo suyo. La car-pintería quedaba sobre la Autopista Norte al costado occidental. Mi padre y mi her-mano se bajaron de la amenaza, mientras que yo, aun no sé por qué, me quedé en el carrito en las sillas de atrás, mi puesto fijo de aquella época. La amenaza estaba par-queada sobre un andén que tenía la forma de una cuesta empinada.

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De un momento a otro el carrito se empezó a rodar. Yo tendría entre seis y siete años por lo que no sa-

bía qué hacer en ese caso. Irónicamente, mi padre, en uno de nuestros paseos a Villa de Leyva, nos había estado tratando de ense-ñar a manejar. Nos montaba sobre sus pier-nas y mi hermano o yo manejábamos el ti-món de la amenaza para que el carrito nos trasladara por toda la plaza empedrada de la ciudad de Boyacá.

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Sin embargo, en ese momento ni si-quiera me servían las clases en Villa de Leyva, pues cuando la amenaza se

empezó a rodar, me bloqueé. Esa sensación no la he vuelto a tener en mi vida. Todavía la recuerdo y siento cierta impotencia, cier-to susto, al rememorarla. Mi cuerpo todo se paralizó. Estaba tan asustada que ni siquie-ra era capaz de gritar o de abrir las venta-nas de la amenaza. A medida que pasaba el tiempo, el carrito continuaba rodándose y ya se estaba acercando a la peligrosa Auto-pista Norte.

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Cuenta mi hermano Felipe que él vio cuando el carrito amarillo comen-zó a rodar. Él tendría apenas tres o

cuatro años para esa época. Así que le haló el pantalón a mi padre y le dijo: “Papá”. A lo que él, concentrado en las tablas y los cortes, apenas respondió: “un momento”. En seguida, mi hermano repitió el proce-dimiento “Papá” y mi padre dio la misma respuesta: “un momento”. La escena se produjo una vez más hasta que mi herma-no gritó: “¡Mi hermana se va a matar!”.

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Ante semejante anuncio, mi padre (¡por fin!) giró 180 grados y vio la imagen que ya he contado: la ame-

naza rodando felizmente hacia la Autopis-ta Norte.

Así que mi padre corrió y paró el carrito (gracias a Dios era un carrito y no un ca-rro) como si fuera Superman deteniendo un avión. Logró abrir la ventana, entró en la amenaza y frenó el carro. Todo esto yo sencillamente lo observé. No hice parte de la hazaña porque simplemente mi cuerpo no reaccionaba. Cuando volví en mí y me di cuenta de que ya estaba fuera de peligro, respiré y salí del carro. Por varios años no pude volver a quedarme sola en un auto-móvil.

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Cuando rememoramos esta historia mi padre solamente dice “¡Uy sí!, ¡qué susto!”. Yo, por mi parte, siem-

pre la he recordado.

La amenaza hubo que venderla cuando mi padre se fue a vivir a Francia (yo tenía nueve años) para hacer una Maestría en Urbanismo. Así, de su venta y otros aho-rros de mi padre, mi madre se las arregló para mantenernos esos dos años en los que él dejó de trabajar. Por lo tanto, la amenaza nos siguió colaborando aun después de ha-ber desaparecido de nuestras vidas.

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Crónica escrita por:Lucía Camargo Rojas

Ilustraciones y diagramación realizados por:Felipe Camargo Rojas

Bogotá, ColombiaDiciembre de 2010