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1 La absoluta indigencia en la narrativa de Jorge Medina García Dr. Héctor M. Leyva Universidad Nacional Autónoma de Honduras [email protected] Resumen La ponencia se ocupa de la novela Cenizas en la memoria (1994) de Jorge Medina García para explorar una de las manifestaciones de articulación discursiva que cobró la experiencia de posguerra en un autor hondureño. El análisis parte de la idea de Walter Benjamin de que la narratividad tanto pretende recuperar la vida vivida como la pierde alterándola en el acto discursivo. De este intento siempre frustrado lo que la novela termina ofreciendo, según Benjamin, son los espejismos del sujeto y de su idea de mundo (El narrador 1936). La novela de Medina García escrita en los años de los acuerdos de Paz y del ajuste de las economías bajo las políticas neoliberales, presenta la experiencia de una absoluta indigencia en personajes que habiendo salido de las guerrillas acaban sus vidas en la cárcel, viviendo la completa desposesión de su dignidad, moral y material. Hay al menos dos razones importantes para incluir dentro del debate sobre las narrativas centroamericanas de posguerra la novela Cenizas en la memoria (1994) del hondureño Jorge Medina García. La primera tiene que ver con las características discursivas propias de este texto que permite considerar

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La absoluta indigencia en la narrativa de Jorge Medina García

Dr. Héctor M. Leyva

Universidad Nacional Autónoma de Honduras

[email protected]

Resumen

La ponencia se ocupa de la novela Cenizas en la memoria (1994) de Jorge

Medina García para explorar una de las manifestaciones de articulación

discursiva que cobró la experiencia de posguerra en un autor hondureño. El

análisis parte de la idea de Walter Benjamin de que la narratividad tanto

pretende recuperar la vida vivida como la pierde alterándola en el acto

discursivo. De este intento siempre frustrado lo que la novela termina

ofreciendo, según Benjamin, son los espejismos del sujeto y de su idea de

mundo (El narrador 1936). La novela de Medina García escrita en los años de

los acuerdos de Paz y del ajuste de las economías bajo las políticas

neoliberales, presenta la experiencia de una absoluta indigencia en personajes

que habiendo salido de las guerrillas acaban sus vidas en la cárcel, viviendo la

completa desposesión de su dignidad, moral y material.

Hay al menos dos razones importantes para incluir dentro del debate

sobre las narrativas centroamericanas de posguerra la novela Cenizas en la

memoria (1994) del hondureño Jorge Medina García. La primera tiene que ver

con las características discursivas propias de este texto que permite considerar

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los modos en que la experiencia histórica pudo ser modelada en la escritura

literaria, y esto en cuanto que preguntarse por las ‘narrativas de la posguerra’

supone volver sobre los problemas más generales de la experiencia y la

representación como categorías del análisis literario, y de la interpretación de la

literatura como documento de la historia. Y en segundo lugar, pero no

desligado de lo anterior, porque se trata de un texto que proviniendo de un

autor hondureño y situándose primordialmente en Honduras, habla de

experiencias históricas de algunas personas o de algunos sectores de la

sociedad de un país que no habiendo vivido guerras civiles (en términos de

intensidad y extensión) como los países vecinos, pudo, sin embargo, verse

implicado también en el ascenso y declive de los procesos revolucionarios de la

región.

Experiencia y representación

En Cenizas de la memoria hay un registro de trayectorias personales y de

acontecimientos que se entrecruzan con la violencia armada revolucionaria,

con la represión de los movimientos sociales y con la desmovilización de los

ejércitos guerrilleros. Tales sucesos, sin embargo, se hayan imbricados con

otros, que pueden ser incluso más centrales en la novela, como lo son las

vivencias individuales y colectivas de la pobreza (la desintegración familiar, el

desempleo, la migración, la delincuencia, la cárcel, la enajenación religiosa,

etc.) en los contextos agravados del ajuste estructural de la economía en

Honduras.

La novela hace volver sobre los problemas de la experiencia y la

representación en virtud de esta particular articulación de su universo

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referencial, que por un lado se muestra conectado y por otro distanciado de lo

que podrían ser consideradas las experiencias típicas de la guerra y la

posguerra centroamericanas, a lo que se añade el que por una parte se

muestra orgánico y por otra relativamente contradictorio con respecto a las

visiones revolucionarias del momento histórico. Si la novela ha conseguido

ofrecer una propuesta propia sobre la interpretación de ese momento, aquí

queremos preguntarnos cómo ha sido posible esta autonomía desde el punto

de vista narrativo y hasta qué punto podría considerarse que responde a la

‘experiencia desde Honduras’.

La disputa de la década de 1930 sobre el realismo en que se vieron

involucrados Lukács, Adorno, Benjamin y otros autores, aportó sin duda

elementos para avanzar más allá de la teoría del reflejo mecánico de la

realidad en la literatura. Ha sido común desde entonces considerar las

imágenes de realidad de la literatura como interpretaciones intersubjetivas del

acontecer histórico.

Los escritos de Benjamin apuntaron en la dirección del reconocimiento

de la ‘pérdida de la experiencia’ en el acto de novelar como consecuencia de

las distintas tecnologías de la narración. Para Benjamin, la experiencia se

perdía en el acto mismo de novelarla por cuanto, en ese género típico de la

modernidad racionalista que es la novela, los acontecimientos vividos,

presenciados, escuchados o imaginados, pasaban inmediatamente a ser objeto

de la explicación. ‘Ya no nos alcanza acontecimiento alguno –escribió- que no

esté cargado de explicaciones’ (Benjamin, W.: 4).

El novelista, como el historiador, según Benjamin, no se contenta con

presentar los acontecimientos como muestras del curso del mundo sino que se

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siente obligado a integrarlos en una interpretación. Es lo que Lukacs llamaba el

‘sentido de la vida’, que resultaba de la ‘experiencia del tiempo’ en la novela

(Cit en Benjamin 1936: 4).

Tanto el cronista, -escribió Benjamin- orientado por la historia sagrada, como el

narrador profano, tienen una participación tan intensa en este cometido, que en el caso

de algunas narraciones es difícil decidir si el telar que las sostiene es el dorado de la

religión o el multicolor de una concepción profana del curso de las cosas.

(1936: 8-9)

Desde el punto de vista del análisis marxista, Frederic Jameson retomó

el papel de la ideología en la construcción del artefacto textual que en la línea

althusseriana suponía una ‘estructura representacional que permite al sujeto

individual concebir o imaginar su relación vivida con realidades

transpersonales, tales como la estructura social o la lógica colectiva de la

Historia’ (1989: 25). Para Jameson en el acto literario, la textualización de lo

real supone la doble y simultánea operación de crear y someter a un orden las

imágenes de realidad.

El acto literario o estético mantiene siempre por consiguiente alguna relación activa con

lo Real, pero para que así sea, no puede simplemente permitir a la ‘realidad’ perseverar

internamente en su propio ser, fuera del texto y a distancia. Sino que debe llevar lo real

a su propia textura… El acto simbólico empieza por consiguiente por generar y producir

su propio contexto en el momento mismo de la emergencia en que se aparta de él,

tomando su medida con miras a sus propios proyectos de transformación.

(Jameson 1989: 66)

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Para Jameson, las imágenes de realidad (o experiencias) no están

necesariamente dadas o predeterminadas sino que su conformación en la

escritura viene a ser concreción de un inconsciente político que las configura y

les da sentido con referencia a lo que él llama los ideologemas.

El acto literario es un acto simbólico comparable al que se considera

propio de los pueblos ‘primitivos’, producto de un pensamiento salvaje

(inconsciente) cuya función es ‘inventar “soluciones” imaginarias o formales a

contradicciones sociales insolubles’ (Jameson 1989: 64). Las unidades

mínimas inteligibles de esos discursos, que en el momento de formularse

entran en competencia antagónica con otros en los debates de las sociedades,

es lo que Jameson llama ideologemas (1989: 62).

El ideologema –escribe Jameson- es una formación ambigua, cuya característica

estructural esencial podría describirse como su posibilidad de manifestarse ya sea

como una pseudoidea -un sistema conceptual o de creencias, un valor abstracto, una

opinión o prejuicio-, o ya sea como protonarración, una especie de fantasía de clase

última sobre los ‘personajes colectivos’ que son las clases en oposición.

(1989: 71).

De este modo –concluye Jameson-, el enunciado individual o texto es aprehendido

como un gesto simbólico en una confrontación ideológica esencialmente polémica y

estratégica entre las clases…” (1989: 69).

En Latinoamérica Isabel Quintana ha hecho un ejercicio ejemplar por

comprender a través de los textos literarios las formas en que ha sido

concebida la crisis de fin de siglo. Partiendo del presupuesto de que lo literario

no es ni dependiente ni independiente de lo socio-político ha propuesto

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reconocer como ‘figuras de la experiencia’ a los particulares entramados de los

procesos sociales y discursivos en la construcción narrativa.

En su estudio sobre tres novelistas del cono sur, Quintana presta

atención a los modos de constitución de las identidades, a los procesos de

configuración de imágenes y a los límites de la decibilidad con referencia a los

contextos de crisis social, política e ideológica del momento. Más que las

imágenes referenciales tópicas, Quintana llama la atención sobre las

modalidades de posicionamiento discursivas de los sujetos, sobre los espacios

que los acogen o que los definen y sobre aquello acerca de lo cual los textos se

pronuncian o dejan de pronunciarse y que constituyen maneras diversas de

conferir significado a la experiencia (Cit en Szurmuk 2002: 1157-1161).

Por una parte, señala Quintana, ‘la palabra’ busca cumplir el cometido

de ‘sustentar existencias’, en cuanto puede hallarse en el ejercicio literario el

apoyo con respecto a lo que se vive, y por otro, ‘la memoria’ como motivo de la

escritura ‘puede articular los momentos dispersos de la experiencia en un

horizonte de sentido’ (Cit en Szurmuk 2002: 1161)

Es curioso observar que el título de la novela que nos ocupa, Cenizas de

la memoria, alude precisamente a ese tipo de fragmentos de experiencia que

siendo restos de lo vivido o presenciado vendrían a ser formas de conciencia

que albergan o podrían albergar un sentido. Y la escritura vendría a ser una

manera tanto de recuperar como de interpretar esas experiencias.

Los procesos revolucionarios en Honduras

El que en Honduras no se hubiera llegado a una guerra civil abierta no supone

que en este país no se vivieran los procesos revolucionarios que afectaron a la

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región. Efectivamente los enfrentamientos armados no alcanzaron la extensión

ni la intensidad de los ocurridos en Nicaragua, El Salvador o Guatemala ni

tampoco los revolucionarios llegaron a tomar el poder o a estar cerca de ello.

No obstante, cierto sector que pudo ser minoritario pero de importantes

repercusiones en la sociedad, abrazó las utopías revolucionarias y contribuyó a

provocar profundas transformaciones en el sistema político y en la vida social.

Como en los demás países de la región, el ideal de una revolución socialista,

antiimperialista y nacionalista se abrió paso entre las filas de la izquierda

radical (especialmente de los comunistas, con fuerte afincamiento en los

sectores estudiantiles, obreros y campesinos) hasta desembocar en la década

de los 80 en la cristalización de la vía armada como alternativa de acceso al

poder.

El Partido Comunista fue fundado en la década de 1920 y tuvo un

destacado liderazgo en la huelga bananera de 1954 que entre otras cosas

condujo a la legislación laboral de la década de 1960. En 1965 como reacción

al golpe militar de Oswaldo López Arellano los comunistas armaron una

columna guerrillera que fue destruida en el lugar conocido como El Jute en las

montañas cercanas a la ciudad de El Progreso (Rodríguez 2005: 43, 117). La

alternativa de la lucha armada bajo la modalidad del foquismo guerrillero

alentada por el ejemplo de la revolución cubana, se convirtió desde entonces

en uno de los motivos principales de debate entre los comunistas hondureños

como entre los demás de la región.

Una primera división del Partido Comunista se produjo en 1967 en parte

alentada por este debate que hizo evidente para ciertos sectores más radicales

la pasividad y el revisionismo en que había caído la actividad de la

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organización. La alternativa armada no llegó a cristalizar entonces pero instaló

el conflicto entre el ala tradicional y prosoviética del Partido Comunista (PC) y

la que terminará siendo relativamente más radical y maoísta del Partido

Comunista Marxista Leninista de Honduras (PC-MLH ) (Ramírez 2005: 100).

Durante la década de 1970, bajo el clima de reformismo y tolerancia que

cobró la dictadura militar, los comunistas ampliaron su incidencia tanto entre los

sectores populares como en las políticas del Estado. Desde la década anterior

los comunistas habían ganado una influencia creciente en la emergencia del

movimiento campesino con la formación de la primera organización agraria, la

Federación Nacional de Campesinos de Honduras (FENACH), cuya vida fue

efímera pero que inspiró un proceso de organización semejante en distintas

regiones del país con participación de otros sectores y de otros grupos políticos

afines a sus propuestas, especialmente de tendencia social cristiana. A inicios

de la década de 1970 distintas organizaciones campesinas y obreras, en parte

alentadas por los comunistas, realizaron una alianza para crear la Central

General de Trabajadores (CGT) (Ramírez 2005: 38; Barahona 2005: 212-213).

Cuando en 1972 se produjo el golpe de Estado de López Arellano, los

comunistas fueron consultados y posteriormente incorporados a los diálogos

que condujeron a planificar las reformas, incluido el diseño de la Reforma

Agraria que sería decisiva para la distensión de los conflictos en el campo y

para distinguir los procesos sociales vividos en Honduras de los de los países

vecinos. Al mismo tiempo los comunistas aprovecharon la coyuntura

relativamente favorable para ampliar las labores de educación, organización y

propaganda entre los sectores estudiantiles, obreros y campesinos (Rodríguez

2005: 57, 61). En los 70 su influencia fue notoria en sindicatos beligerantes y

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de nutrida membrecía como los de las compañías bananeras, de industrias

textiles y de alimentos, lo mismo que de instituciones estatales (SITRATERCO,

SUTFRACO, STIBYS, SITRAPANI, SITRAENEE, entre otros) (Ramírez 2005:

42, 67). Como lo venían haciendo desde la década anterior, los comunistas

promovieron también la formación de frentes políticos en la Universidad

Nacional (convertida en breve en un baluarte de la utopía revolucionaria) y en

los sectores estudiantiles de educación media que aportaban los contingentes

más jóvenes de la militancia (FRU, FESE, FES, FAR, etc.), los que juntos

alcanzarían una presencia notable en los movimientos sociales de esos años

(Ramírez 2005: 57; Barahona 2005: 215).

El triunfo de la Revolución Sandinista en 1979 y el ascenso de los

procesos revolucionarios en El Salvador y Guatemala a partir de 1980

influyeron en la fragmentación y radicalización definitiva de los comunistas que

desembocó en la formación de organizaciones político militares directamente

implicadas con la lucha armada. En 1979 apareció el Frente Morazanista para

la Liberación de Honduras (FMLH), escindido del Partido Comunista Marxista

Leninista de Honduras (PC-MLH); en 1980 se organizó el Movimiento Popular

de Liberación ‘Cinchonero’ que arrastró a una parte significativa de la

membresía del Partido Comunista de Honduras (PCH); y en ese mismo año

surgieron las Fuerzas Populares Revolucionarias ‘Lorenzo Zelaya’, creadas con

antiguos miembros del la izquierda del movimiento social cristiano y con

nuevos adherentes procedentes del movimiento estudiantil universitario

(Barahona 2005: 238).

Importante en este momento fue la transnacionalización del conflicto, en

el sentido de que la dinámica nacional interna se vio integrada en la dinámica

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geopolítica regional. Los procesos revolucionarios de los países vecinos

desbordaron las fronteras e involucraron a los sectores afines en Honduras

(demandando apoyo para sus luchas y motivando su radicalización), al mismo

tiempo que emergió la respuesta represiva con apoyo decisivo de los Estados

Unidos de América que vieron sus intereses amenazados. En este contexto

Honduras terminó siendo el asiento de la estrategia político militar

estadounidense, mediante el establecimiento de bases militares para fuerzas

norteamericanas, de campos de entrenamiento para los ejércitos

contrainsurgentes de El Salvador y Guatemala y de asiento de los

campamentos de la contrarrevolución nicaragüense.

Las Fuerzas Armadas en la década de 1980 dieron un giro completo

respecto de su reformismo anterior para adoptar una férrea política de

seguridad nacional que desarticuló los grupos insurgentes en Honduras.

Durante la década de los 80 la violencia alcanza sus picos más altos, tanto por

las acciones de la izquierda radical como por las de la represión. Los grupos

insurgentes toman sedes de organismos internacionales y emisoras de radio

con fines publicitarios; realizan asaltos, secuestros (incluido el de un avión de

una línea comercial y la toma de la Sede de la Cámara de Comercio e Industria

de San Pedro Sula). Igualmente realizan atentados con explosivos contra las

fuerzas de ocupación norteamericanas y lanzan columnas guerrilleras en las

montañas. Las fuerzas de seguridad practican por su parte una guerra sucia,

que incluía como recurso principal el terror de Estado, la desaparición física de

personas, la amenaza y el hostigamiento selectivos. A lo cual debieron

sumarse las acciones de organizaciones paramilitares que practicaron

igualmente ejecuciones extrajudiciales. El Informe de la verdad de Honduras

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(Los hechos hablan por sí mismos) elaborado por el Comisionado Nacional de

los Derechos Humanos, reportó 179 casos de desapariciones asociadas a la

guerra sucia ocurridas en Honduras entre 1980 y 1992 (CONADEH: 385). Esto,

sin embargo, sólo puede tomarse como un dato indicativo de la relativamente

baja intensidad del conflicto (comparado con los millares de muertos

anualmente en los países vecinos) en tanto que los organismos de derechos

humanos denunciaban cantidades de víctimas mucho mayores para esos

mismos años. Sólo para 1987 según estos organismos se produjeron 263

ejecuciones extrajudiciales y 16 desapariciones (Barahona 2005: 254).

Cuando se llega a la década de 1990 se realiza un proceso de

negociación entre las fuerzas gubernamentales y las fuerzas insurgentes que

conduce como en los países vecinos al cese de la violencia. A diferencia de lo

ocurrido en Nicaragua, El Salvador y Guatemala, el estallido revolucionario no

produjo una ola de represión masiva por parte de las fuerzas de seguridad del

Estado ni suscitó un respaldo insurreccional comparable de la población. No

obstante, la agitación política revolucionaria había contribuido a hacer avanzar

las políticas sociales del Estado (en materia de legislación y condiciones

laborales, Reforma Agraria, prestación de servicios públicos, etc.) desde la

década de 1960 y a ahondar los procesos de democratización política durante

la década de 1980. En la década de 1990 la hegemonía militar va a ceder

espacio al poder civil (aunque manteniéndose siempre a la sombra) y va

avanzar la institucionalidad democrática del país con la creación del

Comisionado Nacional de los Derechos Humanos (Ombudsman) y del

Ministerio Público. En este sentido, los procesos revolucionarios aunque no

condujeron a una toma del poder ni produjeron las mismas cantidades de

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víctimas que en los demás países, sí pudieron llegar a ser vividos intensamente

por los sectores radicalizados y aun pudieron incidir en las estructuras de la

sociedad.

Absoluta indigencia

Ocuparse de la propuesta interpretativa que una novela como Cenizas de la

memoria ha podido hacer de la experiencia de los sectores radicalizados en

Honduras, permite considerar más allá de la afinidad y contigüidad de los

procesos revolucionarios centroamericanos, la especificidad que esas vivencias

pudieron tener para algunos de sus implicados.

La novela se sitúa en una cárcel donde han venido a parar dos antiguos

amigos de la infancia una vez consumidas sus vidas. La cárcel (seguramente la

Penitenciaría Central que era un referente común en esos años) es una

ciudadela de la miseria, alegoría del país donde sus habitantes llevan vidas

subhumanas. La primera imagen es la del protagonista, Fausto López,

sacándose los piojos en la mañana del día de visita. Comienza el texto

entonces, diciendo lo indecible, la abyección que se vive en estos lugares que

no es muy diferente de la que vive la mayoría de la sociedad. Son imágenes de

la pobreza y del caos. Los reos comunes mezclados con los locos y ejerciendo

su autoridad los criminales más sanguinarios. Los muros acogen no sólo las

bartolinas inmundas, sino el permanente mercado improvisado con tablas y

cartones, gente ofertando los más disímiles oficios, desde comida o lavado y

planchado de ropa, o remiendo de zapatos hasta la prostitución o la venta de

drogas.

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Es indicativo de la voluntad del autor y del texto, uno de los epígrafes

tomado de los Poemas Humanos de César Vallejo que dice:

Un hombre pasa con un pan al hombro

¿Voy a escribir, después, sobre mi doble?

Otro se sienta, ráscase, extrae un piojo de su axila,

Mátalo

¿Con qué valor hablar del psicoanálisis?

(Medina 1999: 13)

El personaje de la novela es una extensión del de Vallejo, es la historia

no contada de una de esas víctimas del mundo. La escritura, por otra parte, es

una opción elegida voluntariamente. Podría discurrir sobre temas metafísicos o

psicológicos. Responde, sin embargo, al reclamo ético que ejercen los

problemas sociales que demandan ser narrados. La observación cumple con

indicar que las imágenes de realidad no vienen impuestas por la historia sino

por la conciencia y que se configuran desde una determinada estética, en este

caso de contenido social y político.

Los piojos que angustian al personaje a todo lo largo de la novela son

signo de la degradación humana, de la asimilación del sujeto a una condición

colectiva repulsiva. Son signos de la enfermedad, de la animalidad, de la

suciedad. La cárcel/ciudad es el reducto de los hombres-desperdicio cuyas

vidas interiores y exteriores se confunden con sus excrementos. El inicio del

capítulo tres repite la provocación escatológica del primero, David el

compañero y amigo de Fausto, se suena la nariz en un sucio pañuelo. Se

describen los fluidos, el trapo acartonado y de qué manera, en el gesto de

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devolver ese pañuelo al bolsillo, el personaje vuelve a reunirse con sus

excrecencias.

Las referencias a la alimentación en la cárcel subrayan esta idea de la

condición subhumana integrada al circuito de los desperdicios. A la pregunta de

Fausto sobre si ya había comido, David responde:

[…] con la mierda que nos dieron mejor digamos que recomí […] recomí como reciclaje

[… ](Medina 1999: 18)

Los padecimientos de los personajes en el nivel más primario son de

carácter físico. Las celdas-castigo de la prisión hacen ver que el confinamiento

conlleva el daño directo sobre los cuerpos. Una de esas celdas estaba formada

por cuatro tablas en la que los reos debían permanecer de pie con los brazos

alzados durante una semana. Otra tenía por suelo una gruesa capa de cal que

quemaba la piel y en la que las permanencias podían ser hasta de seis meses.

La única abertura –dice la novela- estaba a la altura del rostro, permitía verle la lividez y

el alucinamiento de los ojos. Por ahí le alcanzó un bocado que el cuitado masticó con

voracidad de cerdo.

(Medina 1999: 83)

Los padecimientos, sin embargo, son también morales y estos siendo

sutiles quizás calan más hondo en los personajes. Otro leit motiv en la novela

es la pobreza de la ropa. Al final de la novela, en el momento inmediatamente

anterior a la muerte a puñaladas de David, Fausto estaba observando los

remiendos en la camisa de su amigo que un instante después estaría muerto

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(Medina 1999: 102). Esta imagen se conecta con las iniciales de la novela

cuando siendo el día de la visita, Fausto ha dado a lavar y planchar su mudada

menos deplorable y deberá pagar el trabajo con la escasa pasta de dientes que

le quedaba. La ropa es signo de la dignidad de la persona, la ropa vejada de su

indignidad y algo semejante ocurre con la higiene. En otro momento

particularmente humillante de la novela, Fausto que en otro tiempo había sido

un asalariado solvente, se había visto obligado a comprar ropa usada (un

referente familiar también para los primeros años noventa cuando comenzaron

a instalarse esas tiendas todavía activas en las que se importan prendas

desechadas o de segunda mano de los EEUU). Una india le dice a Fausto: ‘[…]

esos yaguales son de gringos tuberculosos’. Y Fausto contesta ‘[…] ya pueden

tener SIDA […] la necesidad tiene cara de perro’ (Medina 1999: 126).

Moral también es la exasperación de los personajes en un medio

contaminado por las industrias de la enajenación, particularmente de la música

pero también de la religión. Los esperpénticos escenarios de la prisión se

hallan cruzados por la música proveniente de innumerables radios que lanzan

las más absurdas letras y melodías. Mientras Fausto deambula absorto en sus

soliloquios, un negro canturrea una de esas canciones: ‘[…] te pones tu mini y

te ves bien buena, vas a la playa y te ves bien buena […]’ (Medina 1999: 16).

Unos pasos más adelante son reos predicadores los que lanzan sus mensajes

religiosos ‘biblia en ristre’ (Medina 1999: 18). Estos últimos, los predicadores

evangélicos, llegan a cobrar una presencia y a ganar una animadversión

desorbitadas en la novela. Uno de ellos será el blanco de la furia de Fausto al

enterarse que había abusado de su hija y que ésta, siendo menor de edad,

había muerto del consecuente parto precoz.

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La cárcel como alegoría de la condición humana degradada construye el

contexto referencial principal de la novela. Es la caída en la privación y el

padecer extremos. La conexión parece evidente con respecto a las

consecuencias de las políticas de ajuste estructural de la economía que

produjeron un empobrecimiento dramático de la población especialmente entre

las clases medias y medias bajas. Un primer ideologema puede reconocerse

en esta alegoría y es el de la interpretación de la situación con respecto a la

pauperización de las condiciones de vida y la violencia del Estado sobre los

individuos resultado de las políticas neoliberales. En esta referencia implícita

cobra sentido la comparación cárcel/país. Las vidas individuales son

presionadas por debajo de los umbrales de la pobreza, se vive un castigo moral

y material, la opresión y la violencia de clase, la enajenación y la

desarticulación de los modos de vida y de la cultura tradicionales.

Ahora bien, muy importante en el planteamiento de la novela es que la

situación se encuentra conectada también con los movimientos revolucionarios

de la región. La narración hace saber que los personajes principales, Fausto y

David habían estado involucrados en organizaciones político militares en

Honduras y El Salvador (un referente también común de la conexión de estos

movimientos entre los distintos países de la región). Esto hace emerger en el

horizonte de sentido la posibilidad de que la prisión que padecen los

personajes fuera la consecuencia de su militancia revolucionaria.

El presente de la acción transcurre los dos días previos a la riña en que

encontrará la muerte David y también Fausto. El primer día es el de la visita y

Fausto espera a Ligia su antigua amante. David ha sido amenazado de muerte

por una deuda de juego y espera lo peor. Los conflictos, por lo tanto, se

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encuentran distanciados de los que pudieran ser típicos de la guerra

revolucionaria pero ésta de algún modo los ha afectado también.

La inminente visita coloca a Fausto en la posición de sentir vergüenza de

sí mismo por el estado en que ha venido a caer. Le resulta odioso que su

amante le vea como un reo común. Esto hace que el personaje vuelva sobre

sus recuerdos buscando explicaciones a su situación y dentro de estos

recuerdos, los de su paso por las filas revolucionarias son de los más intensos.

Particularmente recuerda el momento en que se vio obligado a pasar a

la clandestinidad. Los órganos represivos alertados de su participación en

ciertos atentados con bombas (que constituyen otro referente conocido del

momento en Honduras), le tendieron una emboscada pero por un fallo de

último momento lo confundieron con su hijo mayor, Aquiles, quien es muerto en

la refriega, en la que también muere su mejor amigo, Carlos, que había sido su

modelo de combatiente. Ajeno por completo a la emboscada, Fausto se

encontraba en ese momento en un cine. Un resabio de culpabilidad y la

insoportable sensación de haber sido víctima de la fatalidad son los

sentimientos que asocia Fausto a este recuerdo.

De este modo, puede apreciarse que los episodios de la guerra

constituyen unos de los contenidos principales de la experiencia de los

personajes aunque rodeados de una misteriosa aura fatal. Fausto y David, son

en efecto dos desmovilizados que habían regresado a Honduras después de la

última ofensiva del FMLN en El Salvador, pero sus participaciones en esos

movimientos habían sido ambiguas y su último encarcelamiento no había

tenido nada que ver con ello. El sentimiento de fracaso que embarga a ambos

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personajes parecería corresponderse con el de la derrota de estos movimientos

aunque como se verá más adelante tiene un alcance mayor.

Fausto había recorrido toda la escala del compromiso con los

movimientos revolucionarios sin que fuera eso algo de lo que se sintiera muy

orgulloso (Medina 1999: 74). Cumplió labores de concienciación y de

educación política de las clases populares aunque entonces consideró que se

le habían dado esas funciones para apartarlo del peligro; fue artificiero

responsable de atentados con bombas pero no fue de quienes colocaron

directamente los explosivos; fue locutor de Radio Venceremos en la guerrilla de

El Salvador, pero esto lo siguió manteniendo lejos de la línea de fuego; y

finalmente cuando empuñó y disparó su arma en la última ofensiva del FMLN,

lo que le valió elogios de sus compañeros, terminó por considerar que se había

tratado de un golpe de suerte.

Pasados los años Fausto se da cuenta de que su participación en la

guerra se había debido más a motivos personales. Se había enlistado en el

movimiento cuando como consecuencia de haber quedado desempleado, no

pudo proveer lo necesario a la familia que había formado con su amante Ligia,

y ella había aceptado colocarse en un puesto de trabajo en el negocio de un

antiguo enamorado. Sus motivos habían sido así más el rencor y el despecho

que los de la lucha política.

El caso de David había sido aun más patético pues llega a decir no

haber sabido a ciencia cierta por qué había luchado. En un pasaje

particularmente ilustrativo, David le pregunta a Fausto que si al final habían

triunfado o perdido en aquella guerra, y David le contesta: ‘ganábamos cuando

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luchábamos […] la lucha es un triunfo’ (Medina 1999: 111), esto en cuanto que

habiendo dejado de luchar habían perdido un motivo para vivir.

Como se dejó dicho antes, el encarcelamiento final de los personajes

tampoco había tenido que ver con su participación revolucionaria y se había

debido en realidad a causas fortuitas. David había terminado en prisión por

mala suerte: se encontraba viviendo en un pueblo del interior del país, ya de

regreso de la aventura revolucionaria, cuando fue acusado de robo de ganado.

Sometido a brutales torturas terminó siendo inculpado por unas muertes que no

había cometido. Su cárcel había venido a ser así del todo injusta y arbitraria.

El caso de Fausto no deja de ser afín. Llega a la cárcel por haberle dado

un tiro en la cabeza al predicador que había abusado de su hija. Sin duda

también había habido mala suerte en la serie de circunstancias que habían

colocado a Fausto en la posibilidad de tomar una venganza que no había

buscado, si bien su prisión respondía al menos a una lógica judicial. A su pesar

Fausto es un reo común, como también lo es David aunque injustamente.

Como puede apreciarse, lo que la novela hace en la práctica es mostrar

una integración relativa, o no concluyente, de los personajes con los procesos

revolucionarios. La novela concita y al mismo tiempo se aleja de una

explicación revolucionaria para la situación. Esto es de particular importancia

para la consideración de la propuesta interpretativa de la novela pues permite

apreciar un distanciamiento deliberado de lo que podríamos llamar el

ideologema de la guerra revolucionaria.

Las vidas de estos personajes conocen la guerra, pero la guerra no

explica completamente su padecer. El ideologema de la guerra del que la

novela nos hace percatarnos, vendría a ser ese constructo interpretativo que

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permite ligar las condiciones de privación y opresión a las de rebeldía e

insurrección, y éstas últimas a las de represión y castigo. Como se ha podido

ver ni el enlistamiento en los movimientos revolucionarios ni la cárcel que

padecen los personajes responde a este encadenamiento causal.

Aunque la novela pueda ser orgánica con respecto a nociones como las

de la lucha de clases o la visón del Estado como expresión de una violencia

clasista, típicas del marxismo y de los movimientos de izquierda de la región,

es contradictoria cuando eleva a condición explicativa mayor la mala fortuna o

el destino fatal.

Walter Benjamin encontraba lo verdaderamente poético del acto

narrativo antiguo (del narrador tradicional o premoderno), en su capacidad de

ofrecer el acontecimiento puro, despojado de toda explicación. Desde su punto

de vista el efecto mágico de la narración se hallaba en la posibilidad de dejar

hablar por sí mismos a los acontecimientos independientemente de las ideas

preformadas (e ideologizadas, diríamos nosotros) del narrador.

Evidentemente, la novela de Medina García gana autonomía

distanciándose de las explicaciones ideológicamente marcadas de izquierda, lo

que probablemente le facilita abarcar en su visión narrativa otros hechos del

contexto (importantes aunque no típicos de las luchas revolucionarias) como

los del desempleo y la pauperización. No obstante, esto no supone que la

narración se halle libre de explicaciones sino que éstas se remiten a un sistema

de creencias diferente. Como se intentará hacer ver a continuación, lo que

Medina García hace prevalecer como constructo interpretativo es el fatalismo,

una visión determinista y negativa del curso de la historia, según la cual el

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destino funesto se impone sobre la libertad y la voluntad de los individuos

condenándolos a la tragedia.

El fatalismo vendría a ser un ideologema de corte conservador (en la

medida en que reafirma la pasividad respecto del statu quo) que puede

considerarse más poético, (en el sentido que subsume las vidas individuales en

los arcanos inescrutables del destino), pero que puede sostenerse que se halla

ligado al pensamiento religioso tradicional (que es donde típicamente puede

encontrársele bajo las denominaciones de voluntad divina o predestinación). En

este sentido, la novela estaría ligando su interpretación del momento histórico a

un cuerpo de creencias arraigado en las mentalidades populares y aun en las

elites intelectuales, proveniente del pasado cultural, pero sin duda aún activo

en el presente en Honduras.

El día de la visita quien aparece a ver a Fausto inesperadamente es su

esposa, Daisy. La mujer a quien éste le había sido infiel, la que había dejado

con dos hijos a quienes no había ayudado a mantener, la que había visto

perseguir a esos hijos y morir uno de ellos por culpa suya y la que, de regreso

de su aventura revolucionaria, lo había vuelto a acoger y mantener en su casa

hasta cuando había sido encarcelado. No viene Daisy a ofrecerle palabras

amables sino una incontenible andanada de reproches en la que salen a relucir

estas distintas facetas de su relación.

¡Satanás! –le increpa Daisy aludiendo al apodo que le han puesto en la prisión a

Fausto-. ¡Ni siquiera sabés lo que tratan de decirte! Lo más malo y perverso del

mundo… el traidor más ruin… el Anticristo… la bestia más repugnante del infierno…

¡Dios mío! ¡Qué pecado debo que me has echado encima tanta vergüenza!

(Medina 1999: 41)

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Para Daisy, Fausto ha sido la maldición que arrastró su vida a la

tragedia. El propio Fausto parece darle la razón, pues no siente otra cosa que

lástima por sí mismo y reconoce que su vida ha sido un fracaso de principio a

fin. Dado a la bebida, Fausto solía abandonarse a estos estados depresivos

que la enajenación alcohólica profundizaba.

[…] Salud, decíamos a cada rato entre grandes tragantazos, hasta el punto de que dejé

de ponerle atención a lo que decía y me dio la borrachera nostálgica, metiéndome en la

onda del completo fracaso de mi vida como oficinista abortado, revolucionario de a

centavo y padre irresponsable que no había terminado en otra cosa más que en un

viejo acabado, zampado en una mudada regalada y con ganas de beber hasta caerme

[…]

(Medina 1999: 137)

Fausto no responde a ningún estereotipo ejemplar de hombre sino del

que ha sido herido por la fatalidad. Otro epígrafe de la novela establece esa

semejanza del personaje con Satanás, en el sentido de ser alguien venido a la

tierra sin otro propósito que el del mal.

Y dijo Jehová a Satanás: ¿de dónde vienes? Y respondió Satanás a Jehová y le dijo:

de rodear la tierra y de andar por ella (Job 2:2)

(Medina 1999: 11).

Después de la visita de Daisy aparece finalmente Ligia, su antigua

amante, con quien había procreado a Malva Marina, la hija abusada por el

predicador y muerta sin que Fausto hubiera estado presente para protegerla.

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Ligia, sin embargo, aún le quiere y le profesa comprensión y afecto. Su

encuentro es un consuelo y parece comunicar una cierta esperanza a la

situación, pero ocurre en unas condiciones tan lamentables que el personaje

reincide en la autoconmiseración. Para poder encontrarse con ella Fausto

alquila por unos pesos difícilmente conseguidos, un inmundo cuartucho de la

prisión de donde, sin embargo, tendrán que salir apresurados pues el tiempo a

su disposición era limitado y otra pareja reclamaba su turno.

Como puede apreciarse, el personaje se sitúa a sí mismo como la

víctima de un padecer sin límites. Es un personaje que ha perdido todo: el

empleo, la guerra, la familia, el amor, y en este sentido su indigencia es

absoluta, moral y material. De boca del fementido predicador abusador de su

hija sale la expresión que mejor explica la situación del personaje:

Escúchenme bien hermanos míos, estar sin Dios es la verdadera y terrible soledad.

(Medina 1999: 90).

Es una orfandad cósmica la que padece Fausto y en esto muy

semejante al sentimiento que puebla los poemas de César Vallejo.

El clímax de la novela reafirma esta explicación fatalista del destino.

Ocurre en los capítulos finales en los que se entrelaza el momento en el que

Fausto le infiere el disparo al predicador, con el momento de la muerte a

cuchilladas de David y del propio Fausto. Son capítulos de gran intensidad en

los que los personajes están consumándose en su mala suerte. Con un

revólver en la mano y teniendo frente a sí al predicador, Fausto no podrá evitar

dispararle. Mientras que David no pudiendo sustraerse al vicio del juego de

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dados y debiendo una alta suma de dinero será acuchillado. Fausto salta en

defensa de su amigo y da muerte al victimario, pero en el lance cae también él

herido de muerte. Ha sido una vulgar riña carcelaria y las muertes han sido tan

gratuitas y sin sentido como la vida misma de los personajes.

Distintos críticos han hecho ver en la novela esta alegoría fatalista que

se extiende al entendimiento del destino del país. Julio César Pineda escribió

que la novela ‘les tiene reservado un destino a sus criaturas que es el mismo

para todos: la tragedia’ (1999: 179). Juan Ramón Saravia escribió que la novela

refiere ‘el absurdo cotidiano, el fracaso recurrente, el intento eternamente fallido

que aherroja a estos personajes’ y que tal historia ‘no es otra cosa que una

formidable presentación de este pobre, desposeído y frustrado Sísifo que se

llama Pueblo hondureño’ (1999: 167). José López Lazo igualmente se refirió a

esa mala suerte que acompaña a los personajes como a ‘una sal que viene de

lejos’ y añadió ‘Fausto es Honduras incapaz de salvarse, de apropiarse y hacer

sangre los distintos proyectos modernizantes que se han importado a lo largo

de su historia’ (1999: 171).

Como puede apreciarse estas observaciones no sólo reconocen la

interpretación fatalista de la novela sino que le conceden todo crédito, lo que

habla del enraizamiento de este tipo de explicaciones en la sociedad y la

cultura hondureñas. Aquí quiere resaltarse, en cambio, que se trata de una

interpretación entre otras posibles y tan voluntariosa como hubiera sido la de

explicar la situación del país solamente con referencia a la pauperización

neoliberal de la sociedad o al contexto revolucionario de la región.

La aleatoridad (el carácter tendencioso o pre-juiciado) de estas

interpretaciones salta a la vista cuando las consideramos como ideologemas,

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esto es, asociadas a constructos interpretativos preconstruidos que no

solamente pudieron preceder a la narración sino que pudieron influir en la

definición misma de los hechos narrados.

Desde el punto de vista que sostenemos aquí, este texto, como

cualquier otro, no refleja mecánicamente la realidad sino que la recrea

confiriéndole un orden y una estructura. Por una parte, el análisis muestra que

la situación es construida por una mirada narrativa que reconoce hechos con

referencia a distintas interpretaciones en competencia. La novela termina por

conceder un peso explicativo mayor al fatalismo pero lo logra mediante una

compleja imbricación de las otras explicaciones que en cierto modo subsume y

reconfigura en una unidad que da coherencia a los acontecimientos.

Como se ha visto, las referencias en esta novela a hechos

revolucionarios típicos aunque ponen en evidencia procesos sociales vividos en

Honduras y en la región, no habilitan una explicación unilateral ni homogénea.

Lo vivido en Honduras -viene a decir la novela- no fue lo mismo que en los

países vecinos, hubo episodios de violencia armada revolucionaria pero

constituyeron más bien actos fallidos. Para este país la guerra pudo ser lo que

fue para los personajes dela novela, algo que habiéndose dado no se dio como

debería, uno más de los fracasos de su historia.

A juzgar por la importancia que la novela concede a la interpretación

cárcel/país es posible incluso que después del fatalismo sea jerárquicamente

más importante el ideologema de la pauperización neoliberal que el de la

guerra revolucionaria para conferir unidad al momento vivido en Honduras.

Si ha de darse crédito a la teoría narratológica, en el acto de narrar hay

una tensión entre las estructuras mentales, generalmente anteriores o

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prefiguradas y los hechos mismos que retan esas prefiguraciones. La novela de

Medina García permite apreciar ese debate entre hechos e ideologemas, un

debate que quizás sea la mejor justificación de la narración si se considera que

asume efectivamente el reto de conferir o reconocer el sentido (moral, emotivo,

político, etc.) de unas experiencias que de otro modo se disiparían en la

conciencia o resultarían simplemente opacas.

De este modo decir que la novela narra el momento histórico desde la

experiencia de Honduras, supone considerar no solamente los eventos que

pudieron registrar los historiadores sino las figuras de experiencia que pudieron

cristalizar en la conciencia, así sea que resulten en extremo tremendistas.

Obras citadas

Barahona, Marvin, 2005. Honduras en el siglo XX. Una síntesis histórica. (Tegucigalpa: Guaymuras).

Benjamin, Walter, 1991. El narrador (1936). (Madrid: Taurus).

Comisionado Nacional de los Derechos Humanos, 2002. Los hechos hablan por sí mismos. Informe preliminar sobre los desaparecidos en Honduras 1980-1993. 2ª ed. (Tegucigalpa: Guaymuras).

Jameson, Frederic, 1989. Documentos de cultura, documentos de barbarie. La narrativa como acto socialmente simbólico. (Madrid: Visor).

López Lazo, José D. 1999. ‘Cenizas en la memoria: la sal de Fausto López, una sal que viene de lejos’. En Medina García, Jorge, 1999. Cenizas en la memoria (1994). 2ª ed. (Tegucigalpa: Guaymuras). Páginas 169-173.

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Medina García, Jorge, 1999. Cenizas en la memoria (1994). 2ª ed. (Tegucigalpa: Guaymuras).

Pineda, Julio César, 1999. ‘Abajo, está la realidad al revés’. En Medina García, Jorge. 1999. Cenizas en la memoria (1994). 2ª ed. (Tegucigalpa: Guaymuras). Páginas 175-179

Rodríguez, Edgardo, 2005. La izquierda hondureña en la década de los ochenta. (Tegucigalpa: Editorial Elena).

Saravia, Juan Ramón, 1999. ‘Esta novela de Jorge Medina García’ en Medina García, Jorge, 1999. Cenizas en la memoria (1994). 2ª ed. (Tegucigalpa: Guaymuras). Páginas 163-168

Szurmuk, Mónica. 2002. ‘Sobre Isabel Quintana, Figuras de la experiencia en el fin de siglo: Cristina Peri Rossi, Ricardo Piglia, Juan José Saer, Silviano Santiago’. En Revista Iberoamericana. 18(201) octubre -diciembre: 1157-1160.