KURU2_Auriga Tomo II Mahabharata

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1 EL AURIGA DE LAS SENDAS IMPERECEDERAS VOLUMEN II DE LA GRAN ÉPICA DEL MAHABHARATA

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EL AURIGA DE LAS SENDAS IMPERECEDERAS VOLUMEN II DE LA GRAN ÉPICA DEL MAHABHARATA

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YUDDHA PARVA

CAPÍTULO 1 Por un momento, más breve que el vuelo de una flecha, entendí: “¿Crees que hubo un tiempo en el que yo no fuese o no existieses tú?” Krishna repitió las palabras, perplejo de que yo me doliese aún ante la idea de la muerte. Ni durante su embajada de paz, ni durante los preparativos para la guerra, había olvidado él por un instante que éramos almas que nadie podía matar. Sus palabras repicaron en mí como si, muertos todos ya, estuviésemos hablándonos, sin embargo, uno a otro. No pude moverme. Si Krishna hubiera dicho: “Levántate y vuela, vuela como Garuda”, sus palabras no habrían tenido mayor efecto en mí. Busqué en sus ojos el mecanismo que me hiciera ponerme en pie. Lo que descubrí fue algo que nunca antes había llegado a ver. Había una distancia en ellos en la que él había penetrado para calibrarme. Busqué en aquellos ojos la vida y el amor que me desarmaron cuando me encontré con Krishna por primera vez. En lugar de ellos, me sentí lanzado hacia adelante como un luchador, frente contra frente, trabado en pugna contra su voluntad de hacerme combatir. Miré la bandera de Dronacharya. Su emblema del cubo de agua serpenteaba alrededor del mástil, saludándome. ¿Qué pena era lo bastante terrible para el asesino de su Guru? El pánico me tocó, me invadió luego: si mataba a mi Guru, el sol no volvería a alzarse jamás. Hubo un silencio roto sólo por los estandartes coleteando en la brisa, y los cascabeles y discos al cambiar los caballos de posición. Podía oírse respirar a los elefantes. Las caracolas y tambores de guerra, los instrumentos de viento esperaban. El silencio se prolongó. Los ejércitos aguardaban. Sólo Krishna y yo sabíamos por qué. Volví la vista alrededor para mirar a Dhrishtadyumna. Éste elevó una mano interrogante al cielo. Satyaki gesticuló. Pronto lo harían otros. Los hombres se preguntarían si sus reyes habían cambiado de idea. Pero había un timbre en mis oídos, un sonido como de agua corriente, como aquel río allá abajo, en las profundidades, cuando uno escala los montes helados en busca de las armas celestiales. Hubo movimiento. Voces arrojaban su perplejidad a través de nuestro escudo de silencio. Después, un estallido cortó todo lo demás: la aguda y horripilante nota de la caracola del Gran Patriarca, insistente, llamándonos al orden, como cuando, mucho tiempo atrás, nos llamaba de nuestros juegos. Krishna se levantó para soplar su Panchajanya. Yo debería haber hecho sonar a Devadatta. No pude ponerme en pie y me faltaba el hálito. Bhima me llamó y después, rabioso, sopló su Paundra: hubo una alteración, como la de un silencio en el fondo del océano. Cuando Paundra suena, perturba a los grandes monstruos marinos de las profundidades. Abren airados sus fauces y emergen de lo insondable para recorrer veloces llanuras y montes. Aún sentía escalofríos. Yudhisthira entonó cinco firmes notas que Nakula acompañó con sus melados tonos letales. Sahadeva siguió a Nakula con una serie de sonidos brillantes que culminaron en alarido. El cielo se agitó alrededor de nosotros. Apenas me excitó la sangre antes de refluir, y dejó tras mis ojos un mal augurio, como el que uno ve, cuando está enfermo, antes de dormir. El Rey de Varanasi sopló su caracola: un bajo y mortal gemido. Crispó las cernejas de los corceles; aquí un elefante elevó su trompa pintada de oro y otro allí alzó pesadamente sus

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orejas tachonadas de joyones. Un inmenso paquidermo del color de las nubes levantó un pie de fresca manicura. Percibí un destello de gena antes de que empezase a patear el suelo. El naire extendió un brazo cubierto de seda azul y con las gemas de sus dedos le acarició y rascó la cabeza; después se inclinó para murmurarle algo al oído. Sikhandin y Dhrishtadyumna tocaron nota tras nota atronadora. Y Virata, que tan gentilmente nos cobijara durante nuestro exilio, hendió los tonos reverberantes con gritos de águila. Y Satyaki, ahora, sopló como yo le enseñara: cinco cortas, recias, secas llamadas, pero largamente perturbadoras. Drupada lanzó tonos como olas, que se alzan y desploman como para ahogar al enemigo. Los cinco hijos de Draupadi entonaron juntos una cacofonía que quisiera hacer desplomarse los cielos sobre la tierra. Y, después, la caracola que yo había estado esperando... la de Abhimanyu, con la fiera llamada que Krishna le enseñó: movió mi corazón a la dulzura. Luego lo enfermó. “No puedo luchar”, dije. Mi boca estaba seca. Krishna me combatió con su silencio. Traté de elevar mi voz. Surgió como la de un eunuco. “Míralo”, brotaron mis palabras estranguladas. “El Gran Patriarca ha sacrificado su vida por la paz, por nosotros.” Krishna no respondió. “El oprobio de Dronacharya fue el pulgar de Ekalavya. Ashwatthama... ése es mi hermano.” Yo miraba al Gran Patriarca, sereno, esperante. Su espada me arrojaba sus destellos, su escudo estallaba en mis ojos de luz. “Sí, mira”, dijo Krishna, “pero mira bien. El Gran Patriarca espera desprenderse de su cuerpo.” Lo contemplé. El Gran Patriarca, al igual que Yudhisthira, sabía permanecer sentado o de pie como piedra esculpida. A todos nosotros se nos había entrenado a ello, pero tras la calma del Gran Patriarca estaba Yama. La Muerte era su servidora y no acudiría a él hasta que no la llamara. ¡Que la llamase él, pero yo no sería el sirviente de su criada! ¡Matar al Gran Patriarca! Mi mente giró enloquecida y sin propósito, como las ruedas de un carro volcado. Volví los ojos hacia nuestro ejército. Uttarakumara me contemplaba desde su elefante; alzó su espada y destelló su sonrisa. Abhimanyu, tieso y orgulloso, colocó una mano brillante en el mástil dorado donde ondeaba su pavo real. Despertaba en mí la conciencia de padre. Mi mano tembló. Krishna aguardaba. Vio mi mano estremecida. Mis piernas, mi cuerpo temblaban. “No, no puedo.” “Lo harás.” “El peso de un centenar de elefantes lo impide.” La mirada de Krishna no había abandonado mis ojos en ningún momento. Me sentí sacudido por su fuerza. Movía el aire alrededor, pero no podía penetrar en mí. “Oblígame, si puedes. En Matsya, cuando Uttarakumara trató de huir, encontré las palabras para obligarlo a conducirme a la batalla. ¿Puedes hacer eso... o dejarme ser tu auriga? Mátalos con tu chakra, si debes. Al menos, que el Gran Patriarca deje su cuerpo sonriendo, no mordido por las flechas de su nieto.” Krishna trepaba hacia mí desde el asiento del auriga. Creí que lo había convencido hasta que le vi los ojos. “Mi chakra eres tú”, me espetó con una calma de acero, tendido el rostro hacia mí. “Tú eres mi brazo espadado. Tú eres el chakra que he de arrojarles. ¿Lo has olvidado? ¿Has olvidado realmente quiénes somos? ¿Lo has olvidado todo?” Me puso el brazo alrededor de los hombros y señaló al enemigo. “Están muertos. Todos y cada uno de ellos.” Espació sus palabras. “Es humana presunción creer que podemos matarlos ahora. Perecieron al ganar la partida de dados.” Tras cada separación, Krishna me abrazaba, forcejeando conmigo para unir nuestros corazones. Ahora sentía a su mente forcejear con la mía. Todo era confuso. “Decidiste venir. Decidiste realizar conmigo esta tarea. Lo has olvidado.” Retiró el brazo y con él se fue su conforte. Quedé abandonado a mí mismo. Al perplejo horror de la situación:

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haber recibido todo el conocimiento y amor paternal de Dronacharya y el Gran Patriarca, y tener que quitarles ahora la vida. Esto era asesinar, no guerra. Los emblemas de los estandartes se difuminaron contra el cielo. El cielo empezó a arremolinarse. No pude sostener a Gandiva. Me torné hacia Indra, el dios grande, y oré en súplica de entendimiento. Un hijo desdeñado por su padre. Me volví hacia la madre de Indra, Aditi: “Descierra mi corazón.” “Ésta es un época de héroes”, dijo Krishna. “Es un tiempo para el cambio del Dharma. Tal es la tarea que hemos venido a cumplir. ¿Por qué crees que conduzco tu carro?” No pude contestar. Ni una palabra acudió a mis labios. Krishna dijo: “El universo reposa en el amor. Y ahora espera de nuestro amor que culminemos lo que hemos venido a realizar.” Aguardó. “Sentados estamos en este carro. Todo lo demás ha sido preparación. Hemos corrido en este carro toda la vida para hallar nuestro destino, y él ha venido a nuestro encuentro.” Algo en mí comprendió, pero cuando me incliné para recoger el Gandiva, mi mano pendió.

Dije: “Cuando un kshatriya oye un tambor o ve un caballo alborotado o escucha la risa de un hombre fuerte, su grito de bienvenida o desafío, algo en él brota en respuesta. Tales cosas están en nuestra sangre. Hoy, escucho las caracolas y atabales. Mi sangre se eleva, sí, pero refluye. Hoy no soy un kshatriya.” “Es falso Dharma.” “No vivo del Dharma. No desde la partida de dados.” “Acción es lo que requería la partida de dados y acción es lo que se necesita ahora. Sólo un estúpido repite el mismo error.” Aunque discutíamos a la vista de ambos ejércitos, podía parecer que Krishna debatiese abstrusas filosofías. Nadie estaba lo bastante cerca para ver sus ojos. “Desde la partida de dados conozco un solo Dharma: evitar lo que mi corazón dice que es malo y hacer lo que dice que debe hacerse. Tenías razón. Teníamos que haber matado a Sakuni mientras tiraba los dados. Pero estábamos enyugados como bueyes a nuestro Dharma. Ahora, mi cuerpo, mi mente y mi corazón dicen todos lo mismo: no ataques a tus gurus ni a tus parientes.” “¿He de recordarte que dieciocho akshauhinis esperan?” “Este arquero no puede asesinar a su Guru, ni siquiera por el amor que rinde a su primo.” Mis últimas palabras brotaron con un dolor desgarrador que estuvo a punto de arrancarme un sollozo. ¡Rechazar a Krishna! Empecé a desprenderme de mis protectores dactilares y arrojé uno a la plataforma del carro. Krishna tenía que ver que no lucharía. Sin una mirada, Krishna retornó a su asiento. “Morir”, le espeté, “es un millar de veces mejor que comer para siempre jamás alimentos ensangrentados.” Él no me miró. Arrojé otras palabras, como lazos para su entendimiento. Todas quedaron cortas. Batía un muro. Lo batía con mis palabras y mi silencio. Krishna escuchaba, pero no respondía. Nuestros caballos estaban quietos, con las orejas alzadas. El universo escuchaba; no respondía. Y sin embargo... sin embargo, yo sentía la verdad en las palabras de Krishna. Nuestras vidas habían estado en este carro desde el mismo principio, una preparación para lo que se nos venía encima. Los animales deben de sentirse así antes de un ciclón. Empecé a perder mi claridad. ¿Aún estaba detenido nuestro carro o fluía a través de otro mundo? Nuestros corceles no se movían, pero nosotros devanábamos acrobacias en el tiempo y el espacio. Krishna comenzó a hablar. Era él quien nos guiaba. ¿Qué decía Krishna? Tras la guerra, mientras paseábamos juntos por Indraprastha, le pedí que repitiera lo que había dicho antes de la batalla. “¿Lo que dije?”, preguntó Krishna y sacudió la cabeza. Clavé la vista en él. “Todo... la visión...”

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“¿No lo recuerdas?” “No”, dije, riendo a medias, a medias avergonzado, aunque vergüenza no era algo que acostumbrase a sentir en presencia suya. Krishna era demasiado grande para dejarte sentir tales cosas. Seguí importunándolo. Por fin, rió y dijo: “Tenía cuatro caballos que controlar, además de tratar contigo. ‘Llévame aquí, Krishna, llévame allí; sólo permíteme una vislumbre del enemigo. Oh, allí está el Gran Patriarca. Mira mis gurus. No voy a luchar.’ Creo que tengo excusa para no recordarlo. ¿Qué excusa tienes tú?” Le solté el brazo y di un paso atrás para ver si bromeaba. “Sí, de verdad, ahora no podría repetir lo que dije entonces. Hay un tiempo y un lugar para especular sobre el universo. Aquel tiempo y lugar hicieron surgir mis palabras. Ahora no hay nada que las invoque. No es algo que pueda conjurarse a voluntad.” Ladeó la cabeza y me miró. “Arjuna, en el carro, antes de la batalla, el destino de las naciones y del mundo pendía de un hilo. Las palabras que te dije eran fuego del sol. No abrasaban. Llegaban para fundir. La Tierra había rezado por ellas, las había anhelado, había gritado pidiendo liberación. Yo era Ella. La respuesta vino a ti: tenías que luchar. Tu angustia fue la plegaria que llamó todo lo que viste y oíste. Había una razón para que penetrases lo que a otros les resulta misterioso. La intensidad llama a la intensidad. El poder al poder. Si hubiese de manifestarse mientras paseamos de este modo, cogidos del brazo, ¿sabes lo que ocurriría?” Lo sabía. Vi las cenizas de nuestro carro y nuestros caballos en sus ojos. Al atardecer de cada uno de los dieciocho días de la guerra, Krishna me había ayudado, agotado y ensangrentado como estaba, a descender del carro; pero el decimoctavo día, dijo con urgencia: “Baja, Arjuna. Acaricia a los caballos y dales las gracias.” Abracé a cada corcel. Cada uno de ellos reposó su pecho contra mi corazón. Cuando hube terminado, Krishna gritó desde el asiento del auriga: “Retrocede, retrocede.” Luego, saltó. Tan pronto como tocó el suelo, brotó una llama. Sonó un crujido. Creí que era el látigo de Krishna, pero vi fuego morder la madera. Las ruedas ardían. No era un fuego mortal. Antes de poder decir ‘Bhima’, un montón de cenizas resplandecientes yacía bajo lo que debería haber sido el eje del carruaje y era sólo aire. Y las cenizas no abultaban más que el Kaustubha, la gema en el pecho de Krishna. Le respondí entonces: “No quedarían de mí sino cenizas, como de los caballos.” “De ambos.” “De ti no. Tú eres el fuego, Krishna.” “Sí, de Krishna también”, dijo. “Este brazo es de la misma materia que el tuyo.” Se pellizcó la carne; luego lo extendió hacia mí. “Pellízcalo sólo”, dijo. “¡Ouch! Estar hecho de algo distinto sería jugar a los dados como Sakuni. Además”, añadió, “habrá que poner fin a todo esto algún día... ¿y cómo me cremarían, si no?” Rió entonces. Después, viéndome desfallecer, me tomó del brazo y empezamos a caminar de nuevo. Así que lo que Krishna dijo realmente antes de la batalla no soy capaz de repetirlo. Pero sé que dijo todo lo que una lengua humana puede expresar cuando bate contra el paladar de una boca humana. Era como si nuestra Madre Tierra hubiera sacado un millar de lenguas con las que batir el paladar del cielo y forzar a descender el conocimiento en cascadas de Gracia abrasadora. Krishna me dio yoga en aquel carro. Yo había vivido doce estíos y otros tantos inviernos en el bosque escuchando a los sabios, sin entender nunca lo que era yoga. Yo sabía que lo quería entonces tal como nunca había anhelado los caballos de Sindh ni siquiera, es cierto, las armas de Shiva. Y, si he olvidado casi todas las palabras de Krishna, recuerdo aún mi pregunta: “¿Qué le ocurre a un hombre como yo cuando aspira? ¿No remonta el aire para caer como un águila herida?” Él me mostró de qué modo prospera aun un pequeño esfuerzo, como semillas que brotan pasados los milenios. Entonces ocurrió. Vi el campo de batalla tras

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mis ojos. El campo se iba. Lo último que percibí fue a mi hermano mayor quitándose un protector dactilar. ¿Había cambiado de idea? Yudhisthira, Bhima, Nakula, Sahadeva, akshauhinis, elefantes, carros, banderas se fundieron en un firmamento en el que los mundos pendían como perlas alrededor del cuello de Krishna, hondamente azul. Sabía por fin quién era Krishna. Mi ser esencial. El Espíritu, el Auriga. Era el color y el sabor de mi ser, mi fibra y mi grano. No mío solamente. Él tejía los mundos. Con amor los tejía y los mantenía unidos. Ante todas las cosas se alzaba Él. Él era lo que estaba detrás de todo. Él era el hálito de mi aliento. El latido de mi corazón. Él era el corazón que palpitaba por todos nosotros. Siempre y en todo lugar. Ahora y para toda la eternidad. Únicamente podía ver yo la garganta de Krishna, el azul tras el azul, un matiz que ojos mortales no pueden llegar nunca a conocer. Se extendía más allá de lo que mente o corazón humanos pueden atreverse a vislumbrar. Y en menos de lo que tarda un parpadeo, se contrajo y desapareció. Un misterio irradiante libre de espacio y de todos los velos de Maya. Por fin, raptó mi mente y me arrojó a través del universo, más allá de la muerte y el nacimiento, donde el sosiego fluye por la eternidad. ¿Cómo expresarlo? ¿Qué es la Vida de la vida, lo salado de la sal del mar, la luz del Om del sol de la que surgen los mundos, el núcleo del ser, su misma noción, la llama inquieta del corazón deseante? Era Él... Era Él... Era Él. No hay mente humana que contenga el Todo. Cuando uno se despierta dentro de un sueño sin saber dónde está, ha de mirar alrededor. No había mirar, ni búsqueda en mí. Mi ser, no mío ya más, recorría universos y los contemplaba nacer, alzarse a cada instante y refluir una vez más con el aliento retraído de Brahma. Y entonces vi a Krishna ante mí. Sólo a Krishna. Todo el mundo había tomado forma en Krishna. Krishna por todas partes. Todo era Krishna. El árbol cósmico, los ritos, el misterio de dar, la palabra que pronuncia la lengua, el alimento que degusta, el fuego universal que es y cambia todo, la ofrenda sagrada, la Madre-Padre del mundo, el conocimiento de los Vedas, el Testigo y Amigo invisible, el primer comienzo y el final, el depósito y la semilla en el reino donde nada puede dejar de ser. Todo me contemplaba desde los ojos de Krishna. Entonces, aparecieron las multitudes ofrendando sus frutos, sus flores, sus hojas, sus oblaciones de agua: Krishna ofreciéndose a sí mismo, aceptando todo en sí mismo. Aquel que emprende este viaje sabe. Se halla por encima de todo ritual y de todo lo que prometen los Vedas. El sacrificio ofrecido sin intención de recibir nunca queda sin respuesta. La vastedad empezó a desprenderse de mí. No pude retenerla más y pedí ver las cosas de un modo que mi humana pequeñez pudiese asimilar. Surgieron, como del centro de nuestra tierra, los símbolos de excelencia, las cosas que un kshatriya comprende: Airavata entre los elefantes, el corcel que brotó del néctar, la vaca de los deseos, y, entre los hombres, los emperadores. “En la vida”, la visión habló, “yo soy el poder de la creación, el cuerpo amoroso del amor, el Señor de la Muerte entre los gobernantes, la luz que juega tras las sombras en el rostro de los sabios, el águila entre las aves, el viento entre los purificadores, entre los ríos el Ganges, la Verdad que resplandece en el discurso. ¿Qué es lo que no soy?” Danzó en los músculos de Bhima y acechó en el arte prestidigitador de Sakuni. Riendo, se mostró como si fuese yo mismo tensando el arco entre mis hermanos, y riendo más aun, fue el Krishna de los

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Vrishnis. Entre los Castigadores fue la maza, la insinuación en los labios de las gentes de tacto, el muro de silencio tras el que se esconden los secretos. Luego, y ésta fue la mayor de las gracias, Krishna fue mi primo Krishna, el hijo del hermano de mi madre, el que me ayudó a conquistar a Subhadra. ¡Mi auriga! Pedí más. De pronto, un millar de soles estallaron en los cielos y dioses surgieron de ellos. Yo había invocado la forma terrible de muchas fauces y ojos inyectados de sangre. Se me erizó el vello del cuerpo: el Gran Patriarca, Karna y Dronacharya se precipitaban a la boca terrible de aquella aparición. Los veía hincados en sus dientes húmedos, aplastados y tragados. Una lengua roja, maciza, emergió a lamerse los labios. Pensé que también yo moriría. “¿Crees que puedes salvarlos? Aunque te niegues a combatir, ninguno de ellos vivirá.” Yo lo había llamado Krishna, Yadava, amigo, había discutido con él, me había reído con él y de él. Ahora, llorando en el carro, murmuré: “Te adoro una y mil veces e inclino mi cuerpo ante ti, pero muéstrame una vez más tu forma gentil.” Y entonces se me reveló como Amor. ¿Qué puedo decir del amor de Krishna? Tomaba un millar de formas y no tenía ninguna. Es el misterio último, ése que incluso cuando lo comunicas preserva su secreto. Mi cuerpo se derrumbó en gesto absoluto de postración. Cuando volví a mirar al Primogénito, comprendí que la creación y la destrucción del mundo acontece en menos tiempo del que cuesta quitarse un guante. Él estaba desprendiéndose aún de su protector dactilar. Krishna dio vuelta a los caballos. Retornamos a nuestra formación.

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CAPÍTULO 2 El estruendo de la batalla saltó como de una caja abierta. Las caracolas Kaurava gritaron su respuesta. El atabaleo de guerra rodó hacia nosotros. El eje del carro del Primogénito estaba conectado, a través del mástil, a los tambores junto a su estandarte de planetas lunados. Sus caballos del color del colmillo del elefante y de soberbias colas negras se detuvieron donde empezaba la tierra de nadie. Yudhisthira se quitó la armadura y la depositó sobre la piel de tigre de su carro. Nos volvimos para mirar. Él descendió de su carruaje. Bhima gritó su nombre y corrió hacia él, mientras Vishoka lo seguía en el carro tirado por enormes caballos tordos. La música de batalla se hundió tras ellos como en las profundidades de un mundo subterráneo. Esperamos. A pie, el Primogénito marchaba hacia el enemigo, con la vista al frente. Bhima lo agarró del codo y le volvió la cabeza. Se encararon como tantas veces, sin hablar. Bhima retrocedió, se deshizo del carcaj y se lo tendió a Vishoka. Se desprendió de sus guantes, se quitó la armadura. Hubo un murmullo. Los hombres decían que el Brahmín no batallaría con su Guru. Tras los años del bosque, llamaban al Primogénito ‘el Brahmín’. También yo me deshice de mis arreos bélicos. Krishna y yo descendimos del carro y los seguimos. Los mellizos vendrían detrás de nosotros. Caminamos en silencio, una sola fila. Al igual que a la boca negra de la gruta alpina, cuando escalé las montañas en busca de las armas de Shiva, a la bandera del Gran Patriarca no la acercaban nuestros pasos. Caminábamos hacia nuestra infancia. Por el campo de batalla, nuestras vanas apariencias se movían fielmente hacia su cita, sombras arrojadas por Espíritus, mientras nosotros, efímeros, flotábamos en alguna parte entre unas y otros. Por fin, nos hallamos ante los corceles argénteos del Gran Patriarca, brutos sin par de negros testículos. El rostro del Gran Patriarca, más poseído por la fuerza de la edad que catorce años antes, nos contempló. Substancia y sombra... ambas tocaban el carro de plata. El Primogénito posó su cabeza a los pies del Patriarca y alzó la vista después. “Señor.” “¿Qué ocurre, Yudhisthira?” Palabra por palabra, el Mayor pronunció las frases rituales. “Te pedimos permiso y tu bendición.” El Gran Patriarca descendió de su carro con recia agilidad y sostuvo sus manos sobre la cabeza del Primogénito. Yudhisthira se inclinó. “Hijo de Pandu, da batalla puesto que así debe ser. Tuya sea la victoria.” Una sonrisa se insinuó en las comisuras de sus ojos. Uno no podía ver qué ocurría tras su barba. “¿Hay algo más que desees de mí?” “Gran Patriarca, la victoria nos deseas tú. ¿Cómo podemos lograrla?” Nadie aparte de Yudhisthira poseía el Dharma que permite tornar las frases rituales en verdad. El Gran Patriarca frunció poderosamente el ceño para ocultar la respuesta de sus ojos. Apoyando en el pecho su mentón, se abismó. Cuando sus ojos volvieron a abrirse, dijo: “Mi muerte no ha llegado todavía; no puedo llamarla, así que no consigo ver con claridad quién la porta.” Pero la Verdad forzó el Dharma en él: “Dicen que es Sikhandin quien porta mi muerte. Puede que sea cierto. Yo no he de luchar con alguien nacido mujer.” El Primogénito tomó el polvo de los pies del Gran Patriarca y se lo llevó a los ojos. Bhima se adelantó; luego fue mi turno. Sentí las manos del Patriarca sobre mi cabeza. No pude hablar; tomé la guirnalda de flores blancas alrededor de mi cuello y la deposité a sus pies. Él me levantó y me retuvo junto a él, muy cerca, mirándome a los ojos. Sentí que mi alma nadaba en ellos como un pez de las profundidades arrastrado a la superficie por una corriente irresistible. Supe que me decía algo

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entonces, pero me costó muchos días comprender qué era. Mientras Nakula se inclinaba ante el Gran Patriarca, Yudhisthira nos condujo hacia Dronacharya a través de filas divididas de hombres silenciosos. Nuestro Guru, encogido y consumido desde la partida de dados, se alzaba en la plataforma de su carro como si creciese de ella. Colmados de recuerdos tenía los ojos. El Primogénito se arrodilló y le tocó los pies. “Acharya, tus discípulos somos, entrenados por ti para la victoria. Aunque hoy contra ti luchemos, tú sigues siendo nuestro Guru. Aconséjanos.” Dronacharya nos miró desde debajo de sus cejas fruncidas, como cuando nos mandaba a maniobras militares. Ahí estaba su astuta sonrisa. “Éste es el dilema de un dios. Mientras yo batalle, no podéis vencer. No os engañéis. Sin embargo, la victoria no nos pertenece. No podemos arrebatárosla.” Yudhisthira lo miró ecuánime, tal como debió de mirar a aquella grulla de antaño cuando nos salvó de la muerte. “¿Qué haría un dios?” Dronacharya dejó escapar un pitido de risa. “El exilio en el bosque hace a los hombres astutos, ¿no es así?” Ponderó la situación. Atiesó, por fin, la cabeza. Contempló la distancia como si calibrase un blanco. Su voz era lejana. Miró al Primogénito, pero yo supe que me hablaba a mí. “Soñé que estaba sentado en meditación y el corazón me pesaba con la pena grande de mi vida. Arrojaba al suelo mis armas. El fin había llegado para mí. Haced lo que queráis de este sueño.” Ahora volvió hacia mí sus ojos y supe que su amor por mí no había muerto nunca. Le rendimos homenaje y marchamos hacia Kripacharya. Éste había envejecido menos que Dronacharya, pero se mostró más distante. Pensé que temía traicionarse, si hablaba. Por fin, nos volvimos hacia el tío Salya. Nos contempló con ojos tristísimos y nos dio su permiso formal para la batalla. Yudhisthira, entonces, abocinó las manos y gritó a través de ellas: “Si hay aquí algún noble kshatriya que quiera luchar del lado de la justicia, de Krishna y del Dharma, que se adelante y se una a nosotros.” Fue una piedra arrojada a un lago sin producir una sola onda. Hubo silencio. Como en la partida de dados, nadie habló. Yo había esperado oír a Vikarna otra vez y no pude evitar mirar alrededor en busca de su estampa. Sentado sobre su elefante, Vikarna nos contemplaba. Otra voz fue la que oímos: la de su hermano. “Yudhisthira”, llamó, “me enorgullecería luchar a tu lado.” Una bandera avanzó. Un sonido de ruedas traqueteantes. Las filas se partieron. El estandarte era el de Yuyutsu, un sol resplandeciente con garras de águila como rayos. Nuestro hermano mayor acudió amistoso a recibirlo y se abrazaron. Yudhisthira dijo entonces para los oídos de toda la congregación: “Yuyutsu, tú sobrevivirás para ofrecer las tortas fúnebres de tío Dhritarashtra. Tú prolongarás su linaje.” En el carro de Yuyutsu retornamos al batir de tambores y címbalos, orgullosos de la silente alabanza arrancada a los ojos de nuestros enemigos.

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CAPÍTULO 3 Al alejarnos de la formación Sarvatomukha del Gran Patriarca, vi lo que nuestra propia formación Vajra era para ellos. Nuestro Vajra, nuestro Rayo, tenía buena punta, pero el frente enemigo era mucho más ancho y, para no quedar cercados, habríamos de mantener una ofensiva ininterrumpida. Esperamos que los mellizos tomaran posición en segunda línea, entre Virata y nuestro Dhrishtadyumna. Sikhandin estaba tras ellos, el tercero por la derecha. “Si es Sikhandin quien ha de matar al Gran Patriarca, está muy atrás.” Krishna no respondió. “¿Lo hacemos adelantarse?” “¿Has rezado a la Madre Durga?” Fijé en él la mirada. “Yo te rezo a ti, mi Señor.” “Reza a Madre Durga. Ella es la Madre de todas las Victorias.” Cerré los ojos, pero no podía conjurar más que a Krishna. Oré por fin: “Madre Durga, Madre de la batalla eres tú que el corazón conoce de todas sus criaturas... Mi Señor me ordena que te rece. Guía nuestras mentes y corazones y da poder a nuestros brazos.” Después de una guerra, cuando has matado a tantos hombres como hojas hay que caen en otoño y cuando has visto morir a diez veces esa cantidad, hay un puñado de momentos que recuerdas por encima de todos los demás y, de éstos, puede que haya dos o tres que te obsesionen. El primer día perdimos a Uttarakumara. Yo debía de haber pensado que tío Salya no usaría nunca sus armas contra nosotros hasta que arrojó su jabalina contra Abhimanyu. Voló bajo su brazo rasgándole la axila y mató al hombre tras él. Dejé volar una flecha contra el tío Salya mientras gritaba: “¡Abhimanyu!” El elefante de Uttarakumara corrió a cubrir a Abhimanyu y su jinete me dirigió una fiera sonrisa que decía que guardaría a mi hijo. Más lento fue que la segunda jabalina de tío Salya y más veloz que mi segunda flecha, y quedó ensartado por ambas. Su elefante se arrodillaba ahora y barritaba un lamento extraño, y la sangre de Uttara le corría por el flanco. “Llévame a él”, imploré, pero Krishna tenía las testas de los caballos en aquella dirección antes incluso de que yo hablara. Cuando lo alcanzamos, su naire le había extraído la jabalina. La sangre, ahora, le fluía a borbotones y, con ella, la vida. Él mantenía la mano sobre la herida. En cuanto salté del carro me lo tendieron. Sus ojos no dejaban los míos. Sonreía aunque estaba muriéndose. Mientras cabalgábamos hacia el campo médico, lo sostuve en mi regazo y traté de amortiguarle el traqueteo. Durante todo el trayecto me miró a los ojos y sonrió, intentando mostrar que no sentía daño. “Tú eres el héroe de este día”, le dije. Sus grandes ojos oscuros brillaron colmados de recuerdos y mensajes bajo el yelmo. Había salvado la vida de Abhimanyu para pagar una deuda. “Eres el arquetipo del kshatriya”, le dije. Sus labios se movieron, pero no pudo hablar. Cuando llegamos al pabellón, vi que su hálito había cesado, pero él sonreía aún. Lo abracé con fuerza. Serenas fluyeron las lágrimas aquel primer día. A Pusan se lo encomendamos, dios de los viajes, y dejamos su cuerpo a los cirujanos. Krishna me dio su esmeralda y dijo: “Esto es para ti. Ha dado su vida por Abhimanyu a causa del amor que te tenía.” Dicen que, en el ardor de la batalla, tu rabia te lleva más allá del dolor que espera venganza. El mío no tenía tanta paciencia. Me desgarraba como águilas alimentándose de su presa.

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Volvimos en busca de tío Salya y descubrimos que Shweta, en su armadura de soles dorados, lo había desafiado. Era la sangre de su hermano; le dejamos tomar venganza. Krishna tomó posición para disparar al protector de la rueda derecha de tío Salya. Mi flecha halló su cuello y lo atravesó. De pronto, el Gran Patriarca estuvo sobre nosotros para guardar a nuestro tío. Shweta, en un trance de furia, desgarró su estandarte y disparó a sus caballos. La palmera resplandeciente cayó en una maraña de bridas y encabritados corceles. El Gran Patriarca rugió su ira y lanzó un dardo directo a través del corazón de Shweta. No lo vi caer. La lucha se adensó alrededor del Gran Patriarca. El más gentil de los monarcas en toda Bharatavarsha había perdido a dos hijos hoy. Tal fue mi último pensamiento antes de perderme en la batalla. Cuando el sol alcanzó al fin los montes occidentales, nuestras caracolas sonaron para anunciar el fin de la jornada. Era un clamor melancólico. Habíamos perdido una akshauhini y la victoria del día. Encontramos a Virata a la entrada del pabellón de Yudhisthira y caímos uno en los brazos del otro. Cuando le tendí la esmeralda de su hijo Uttara, la apretó tan fuerte contra mi palma que me cortó la carne. “Para el hijo de Abhimanyu”, dijo y calló lo que yo vi en sus ojos: Mi Uttarakumara no tendrá hijos. ¿Viviría Abhimanyu para tenerlos? Yo no quería conocer la respuesta. Entramos en la tienda del Primogénito y vimos que apenas podía respirar de angustia. Daba hondos suspiros y cerró los ojos cuando accedimos al interior. Los generales y todos nuestros hijos permanecieron detrás. Toqué con mi cabeza los pies de Yudhisthira: más vida había hallado en el cadáver de Uttarakumara. Sabía que se dolía por mí y por Virata. Pero él era un monarca y lloraba por el Dharma también. Bhima sollozaba por Shweta. No había nadie que no hubiese perdido a un ser amado. El Primogénito se puso en pie para honrar a Krishna, que se inclinó para tocarle los pies. “El Gran Patriarca no puede ser derrotado. Él es Dharma.” Era una aseveración del desespero de Yudhisthira. “Tú eres Dharma”, dijo Krishna. “El Gran Patriarca nos destruirá a todos nosotros por un reino. El bosque era nuestro reino, Krishna. Deberíamos habernos quedado allí. Incluso Arjuna lucha a la mitad de sus fuerzas. Cualquiera que conozca el sonido del Gandiva puede decírtelo. Bhima es el único que tiene todo su corazón puesto en la batalla y ello hará que su propia furia recaiga sobre él.” Cada uno de nosotros protegía a alguien en su corazón. “Yama es el sirviente del Gran Patriarca.” Miró a Krishna y todos lo imitamos. Krishna sacudió la cabeza. Tomó la otra mano de Yudhisthira y la calentó contra su corazón. “Aunque Yama nunca se canse de esperar, el Gran Patriarca lo hará. Yama no es esclavo de nadie para siempre. También a Sikhandin se le ha dado una promesa. Hay una estación para cada cosa, una estación para el bosque y una para la guerra.” Creo que cualquier cosa que Krishna hubiera podido decir con aquella voz vibrante nos habría levantado los corazones. Podría habernos hecho escalar el más alto de los Himalayas a media noche, tras aquel día de batalla. Posó su frente contra la del Primogénito. “Y yo estoy contigo.” Los ojos de Yudhisthira empezaron a revivir, aunque sonreír no lo lograba. La conversación giró hacia los errores en nuestra formación y los méritos de la Kraunchavyuha, en la que nos desplegaríamos al día siguiente. Solo en mi tienda, yací recién bañado sobre el lino limpio de un lecho nivoso, con el incienso a mi cabeza apaciguándome los nervios. Cuando cerraba los ojos, veía a Uttarakumara. Su sonrisa se convirtió en la de Abhimanyu. Bridones galoparon junto a mí, las cabezas de sus jinetes colgaban en el polvo y tenían los arcos aferrados aún. Cuerpos sin

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vida yacían en el suelo pero, en mi sueño despierto, se alzaban otra vez y corrían uno hacia otro. Trompeteando, los elefantes desperdigados por el campo aplastaban los carros y pisaban a los caídos. En cada pausa, mi sueño retornaba a alguien que me sonreía y caía. Ahora Uttarakumara, ahora... Abhimanyu, y Shweta rugiendo venganza, hendiendo las filas Kuru para gritarles sus inaudibles amenazas. Tambores y ruedas de carros cubrían el sonido de las voces. Lo que veía era el modo de sonreír que tenía Shweta y de lamerse las comisuras de los labios. Luego cayó otra vez. Oí a Paundra lanzar su grande y primordial estruendo. El sueño no era mi sirviente esta primera noche de guerra. Dejé el lecho y me senté junto a la entrada, como cualquier guardia arrebujado en su manta y comencé de nuevo... a soñar. Soñé con muchos hogares. Vi a mi madre en el bosque con mi padre, todavía vivo. Su rostro risueño se inclinó para mirarme y de su boca llegaron palabras que no podía entender. Me tomó en sus brazos. Volví a despertarme y pensé en ella, que estaba en casa de tío Vidura a escasas yojanas de allí. Traté de ver, a través del muro de la noche, el lar del tío, junto al cual acaso ella se sentase ahora con él. Me dormí otra vez y, como por un serpenteante corredor, llegó Draupadi, retorciéndose y quejándose lastimeramente de que estaba en su periodo, manchadas de sangre las ropas. Interminable era el corredor como esta vida y muchas más por venir. Inexorable, ella venía a nosotros pero nunca alcanzaba su destino. A veces, es necesario un sueño para dejarte vagar a través de la vida de otro y testar sus dulzuras y amarguras. Y qué pocos momentos dulces había tenido nuestra reina. Yo le había rendido amor y lealtad, admiración y respeto. Pero la miel de mi corazón había fluido hacia otra parte. Nuestra Reina. Nosotros no decíamos nunca que éramos sus reyes. Posé la cabeza sobre mis rodillas y reviví sus años de dolor. El frío penetró en mí. Me arrebujé en las pieles. Y después me puse en pie y caminé entre los pabellones durmientes. Aquí estaba la tienda en la que Bhima dormía y roncaba. Allí estaban los mellizos, dispuestos a levantarse con sólo que la idea de llamarlos cruzase mi mente. Y allí estaba el refugio de Dhristaketu, hijo del Sisupala de los Chedis. Krishna lo había proclamado rey tras el Rajasuya de Yudhisthira, en el que matara a su padre. Como Sahadeva de Magadha, había recordado y venido a nosotros. Sus generales, convencidos de que perderíamos la guerra, se habían negado a seguirle. Dhristaketu había venido a mí, a Indraprastha, para aprender el manejo de las armas y no volvería contra mí lo que yo le enseñara, ni contra Nakula, marido de su hermana. El padre de Krishna era tío suyo, de forma que tenía sangre Vrishni en las venas... pero también la tenía Kritavarman, que había escogido a los Kauravas. Las opciones de cada uno estaban llenas de cosas inesperadas. Sólo el Misericordioso podía saber por qué un amigo se tornaba contra ti y otro que te debía menos se apartidaba contigo. Pero esta primera noche, tras perder la batalla, me conmovía el corazón pensar en Dhristaketu y en Sahadeva de Magadha. Una bandera brillante fustigaba la noche. Tenía la paloma y las garras de halcón de Uttamaujas, que guardaba la rueda derecha de mi carro. Junto a él estaba el pabellón de Yudhamanyu, con su estandarte de un árbol espino. Entre estos dos hermanos Panchala, mis ruedas estaban a salvo mientras les quedase aliento en el cuerpo. Y allí estaba la tienda del Primogénito, montada en el terreno más elevado. Los cadáveres de nuestros hombres y animales eran recogidos. Habíamos perdido el día. Pensé en mañana y podría haber perdido la razón, si no hubiera recordado a Krishna: vida era lo que arrojábamos al fuego sacrificial. Draupadi, arrastrada del cabello, era la oblación. Shweta, Uttarakumara... mi pensamiento voló como un halcón hacia Abhimanyu. Retiré la cortina de su tienda. La brisa que penetró conmigo hizo parpadear las lámparas de ghi sobre su frente Vrishni y su cabello negro-cuervo. Su mano reposaba en la espada que mi maestro de armas forjara para él cuando nació. Sintió la presencia de su padre y no hizo un movimiento.

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Sueños trae la noche y el alba, la batalla. En tiempos de paz, la separación de estas dos hermanas es un gradual misterio. Pero en la guerra, el primer alarido salvaje de las caracolas arranca de la noche el día. El sol dispara con el arco de Kala. Krishna y yo revisamos nuestra formación de la Garza con su interminable columna central. Sus dos alas se curvaban hacia el exterior y adelante. El león plateado de Bhima sobre lapislázuli resplandeció en el ala diestra. Abhimanyu comandaba la izquierda. El cuerpo era un tercio del largor de las alas y patas; se unía a los miembros para formar un pequeño triángulo con Virata en su vértice superior. Kuntibhoja, el tío de mi madre, era el ojo derecho. Detrás de él y en línea con nosotros estaba Drupada. Los planetas dorados del Primogénito ondeaban en el centro, muy por encima del resto de las banderas. Nuestro vehículo recorrió la silueta del ave, de modo que pudiéramos saludar a los hombres y desearles a cada uno de ellos la vida de un centenar de años. Cuando Krishna recuperó la posición en la punta del pico de la Garza, vi el sol y las estrellas del Gran Patriarca. Mi corazón empezó a batir. No podía serenarlo y, como una extraña la lengua en mi boca, dije: “Mi Señor, ¿cómo puede ver uno un día lo que no podrá ver al siguiente?” Krishna se tornó para hablar. El estruendo de los carros al tomar posiciones y un crescendo de la música ocultaron sus palabras. Aferrándome al mástil del estandarte, me incliné hacia él para escucharle. “¿Es un enigma?”, preguntó. “No, a menos que hagas uno de mis palabras.” Me dirigió una rápida mirada. Si Krishna no quería hablar, no tenía yo forma de moverle a ello, pero temía que Gandiva eludiese mi mano de nuevo y me dejase temblando en el asiento del carro. “Hoy”, dijo Krishna, “no es ayer. Yudhisthira tenía razón acerca del Gran Patriarca. Bhima nos mantuvo unidos. Tus flechas volaban sin verdad ni convencimiento. El Primogénito vio en ello la prueba de que era un error combatir. No hay más que un modo de hacer la guerra. No la prolongues.” Sus palabras eran muerte para el Gran Patriarca, pensé. Pero, aunque mis flechas bebieron más sangre aquel día que el anterior, a él no habrían de matarlo. Duryodhana exigía victoria a cada hora. Atosigó al Gran Patriarca por avergonzarlo a él y favorecernos a nosotros. El Gran Patriarca retornó al campo y avanzó contra nosotros. Sus argénteos caballos estuvieron a punto de chocar con los nuestros. “¡Ahora!”, clamó Krishna. Nuestros brutos se encabritaron y mi blanco quedó velado. Nos cruzamos uno a otro; luego Krishna giró en redondo. Con el Gran Patriarca a la distancia de tres longitudes de arco, Krishna volvió hacia mí el rostro tras su máscara de polvo y gritó: “¡Ahora, ahora, Arjuna! ¡Ahora!” Sus palabras me colmaron de poder. La lucha alrededor cesó para permitirnos aquel duelo. El Gran Patriarca o yo... uno de los dos caería. Combatí con toda mi fuerza y destreza, pero los músculos saben cuándo lo haces también con la mitad del corazón. Lo herí. Maté a su auriga y apunté para atravesarle la garganta tras la barba. El auriga de Duryodhana se interpuso y se llevaron al Gran Patriarca fuera de nuestro alcance. Ninguna flecha puede librar alguien a Yama a menos que lleve su nombre. Nuestros elefantes y caballería penetraron en las filas enemigas y las segaron. Drupada y Dronacharya, tras un cuarto de siglo de odio, lucharon para matarse, pero no lo lograron. Dhrishtadyumna se unió a su padre y Dronacharya, vociferando su desprecio, le arrojó una lanza. Dhrishtadyumna la detuvo con una flecha que portaba toda la destreza instilada por el acharya en él.

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Todos conocíamos la maestría bélica de Bhima, pero hoy era Rudra en un ansia de sangre. En todas partes estaba. Lo vi lanzarse del carro a un elefante y del elefante a un caballo sin jinete, cuando su propia montura cayó acribillada. Hombres, caballos, carros... todos viraban bruscamente ante sus alaridos salvajes. “¡BHIMA! ¡BHIMA! ¡BHIMA!” Con su propio nombre atorrentado en la boca, voló a través de las líneas enemigas en socorro de Dhrishtadyumna. Satyaki corrió también hacia sus amigos. Los tres se abalanzaron sobre todos los Kalingas. Sus príncipes cayeron. Antes de que su padre tuviera tiempo de dolerse por ellos, Bhima lo sacó a rastras del carro y lo tiró a tierra. Sus hombres y caballos empavorecieron. Un jinete inesperado salvó de la espada de Bhima la cabeza del guerrero caído. Cuando Dhrishtadyumna combatía junto a Bhima, se alimentaba de su fiereza. Así lo hacía Satyaki también. Y los acompañaba el pandemónium. Los elefantes mejor entrenados volvían grupas y arrasaban a sus propios hombres. El Gran Patriarca se precipitó hacia los tres compañeros, dispuesto el brazo de la jabalina. El proyectil voló hacia Bhima, que saltó sobre su asiento en el carro, lo cazó en el aire y lo partió en dos, mientras Satyaki, riendo y gritando, acabó con el segundo auriga del Patriarca. Estos tres lucharon como dioses de muchos brazos enfurecidos. El clan Kalinga estaba destrozado y Dhrishtadyumna saltó al carro de Bhima, lanzando su grito de guerra. Satyaki se les unió, y su danza y sus abrazos acabaron por derribar el asiento. Hacia el atardecer, el Gran Patriarca y mi Guru nos atacaron a la vez, uno desde cada flanco. Mis manos se mostraron rápidas y ligeras. Como óleo fluyeron mis flechas. Sentí a Durga tras de mí y junto a mí. Mi mente estaba absorta. Batallé como nunca lo había hecho e hice retroceder al Gran Patriarca antes de que el sol perdiera fuerza. Esperé un elogio de Krishna, una palabra. Él me contempló en silencio. No había matado al Gran Patriarca. Empezaron a dolerme fieramente los músculos. Me coloqué a su lado. En silencio, me tendió las riendas. Los caballos tuvieron que avanzar entre cabezas y brazos y piernas cortados, entre trompas de elefante y manos enjoyadas, aferradas a sus armas todavía, y brazos que orgullosos portaban aún sus angadas. Un turbante blanco y plata reposaba anudado en el polvo, manchado de sangre. Se enredó en los cascos de nuestros brutos y fue a parar al eje del carro. Hubo un sonido de desgarro. Me hizo pensar en Uttarakumara. Y entonces los vi por todas partes, los turbantes, de rosa y oro, irisados sobre violeta, plateados, de color azafrán... algunos en cabezas tronchadas que miraban con ojos fijos la nada mortal. ¿Creía Krishna que yo no lo sentía? Sabía que él tenía la razón. Dejar vivo al Patriarca era prolongar la guerra. Él contemplaba al sol barnizar una última nube. Su silencio mordía profundamente en mí. Clamé a Madre Durga y a Shankara Shiva. “Mañana, Krishna, te lo prometo, te lo prometo, te lo prometo... mañana.” Este atardecer había risa en el pabellón real y, al acercarnos, se convirtió en un rugido. Bhima y Satyaki, los héroes del día, reían, caídas las testas hacia atrás y con las bocas bien abiertas. Todos alzaban copas de vino y el Primogénito sonreía de aquel modo que le salía solamente cuando miraba a Bhima. Todos se precipitaron a abrazarme y me proclamaron héroe de la jornada. Ni siquiera la mano agradecida de mi hermano mayor en mi hombro al tocar yo sus pies pudo levantar la piedra de mi corazón. Tampoco el vino. Abhimanyu acudió a mí y tímidamente dijo: “Estoy orgulloso de ser tu hijo.” Sólo entonces sentí aligerarse el peso. El blanco de nuestras críticas era Duryodhana. “¿Visteis la cola de chacal que Duryodhana volvía hoy? ¿Y cómo corría cuando Bhima le prendió fuego?”, clamó Satyaki. Bhima pergeñaba sus típicos retruécanos sobre los lingas de los Kalingas y caía en los brazos de Satyaki, desmayado de risa.

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“Por lo menos, habrán aprendido a contar correctamente”, dijo Sahadeva. “Que sus once contra seis significa sólo potencia numérica, no victoria.” “Ni en un día, ni en diez”, intervino Nakula. Dhrishtadyumna gruñó: “Se habrá enterado por fin de que no puede mostrarle impunemente el muslo a Draupadi.” Lo ocurrido en la partida de dados era ayer mismo para él. Sus palabras elevaron un murmullo. Los hijos de Draupadi se congregaron a su alrededor, airados los ceños y los ojos destellantes. Habían crecido nutridos por esta ofensa. Había sido la lección diaria de sus vidas. La partida de dados. Era lo que había cambiado nuestro mundo y cambiaría la Tierra. La Madre Tierra necesitaba una guerra para limpiarse de los kshatriyas y la cosechó en la Sabha de cristal de Hastinapura. Vino, incienso, agua aromada, aceites en el cuerpo tras el masaje de los miembros, el sonido de la vina y el batido de la tabla para apagar el dolor... aunque no las preguntas. Ni siquiera los elogios de mi hijo podían lograr esto último. Todo el mundo alabó mi combate. Al mismo Gran Patriarca se le oyó decir, al retirarse, que enfrentarme hoy no suponía más que una pérdida de hombres. ¿No bastaba esto para satisfacer a Krishna? No, no bastaba, como tampoco bastaba para contentarme a mí. Incluso los niños sabían que el Gran Patriarca tenía el poder de mantener la muerte a raya. ¿Había en mí algo más poderoso incluso que Yama, Señor de la Muerte... un don que Krishna me hubiera dado? Si fuera así, ¿podría mi amor por el Gran Patriarca derrotar a mis nervios, desviar mis flechas? Tales pensamientos me acompañaban mientras tomaba el baño. Y no se los llevaría el agua.

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CAPÍTULO 4 Mis recuerdos del tercer día son perlas ensartadas al hilo que une mi vida a la de Krishna desde mucho antes de que la guerra comenzara. Cuando destruimos el bosque Khandava, en nuestro primer combate juntos, y Agni nos concedió dones a ambos, yo pedí armas, mientras que Krishna pidió que nuestro amor durase para siempre. A veces parecía que la vida de Krishna era un largo testimonio de su amor por nosotros. A veces, uno ve algo desde tan cerca que necesita un empujón hacia atrás que lo obligue a verlo de verdad. O no llega a oír una palabra, una canción, hasta que cierta voz se la revela. El día de hoy habría de mostrarme que ni siquiera el honor de Krishna contaba en la balanza que pesaba su misión y su amor por nosotros. Krishna no conocía medidas. La tercera mañana formamos un Creciente Lunar para arrasar el Águila del Gran Patriarca. La marea de la batalla creció y refluyó y creció otra vez. Del mismo modo que nuestro ejército ansiaba la muerte del Gran Patriarca, mi propia muerte era lo que el enemigo, ardorosamente, anhelaba. La destreza de Krishna con los caballos y sus constantes caracoleos era lo que me salvaba; de otro modo, habría caído antes del mediodía. El Gran Patriarca galopaba de lado a lado para obligarnos a perseguirlo. Surgió del ala este y momentos después, mientras nosotros nos demorábamos en ciertas tácticas, pasó por delante. Parecía Maya con sus zigzags, un rayo de la mano de Indra... del norte al sur, del sur al este, y vuelta otra vez. Empleaba mantras y nuestras huestes empavorecieron. Los soldados de Sikhandin huían y lo mismo hicieron los míos. Una vez hubieron roto filas, ni siquiera las palabras de Krishna los retuvieron. Era la primera vez que mis hombres me abandonaban. Los caballos percibieron el olor del miedo y, engrifándose, se desbocaron. La infantería era añicos. Los elefantes alzaron las orejas y barritaron y giraron sobre sí mismos, antes de cargar contra nuestros propios carros y aplastar a los hombres que caían de ellos. Krishna detuvo nuestros caballos en medio de todo este tumulto. Vi un elefante levantar el pie muy por encima de nosotros, como una lápida de piedra. Disparé al centro de sus dibujos de gena. Avisando a Uttamaujas y Yudhamanyu de que nos cubriesen, Krishna me sacó del campo de batalla. “Lo mismo puedes quedarte aquí”, dijo. “Juraste ante toda la asamblea conquistar el campo de batalla. Juraste que destruirías al enemigo. Juraste que no perdonarías la vida de nadie. Mira allí, a tío Salya, y piensa en Uttarakumara, que dio la vida por Abhimanyu. Mañana podría ser tu hijo quien cayera. Escucha la voz de Dronacharya cuando barre nuestras filas. Por ti evito a Ashwatthama, pero no al Patriarca. Si le perdonas la vida ahora, traicionas la confianza de todos los reyes que te siguen. Sin ti, tu hermano mayor no se habría decidido por la guerra. Esta guerra se hace con flechas, no con mazas. Veinte Bhimas no pueden hacer lo que tú tienes que hacer.” Era lo que Dronacharya enseñaba en su academia militar de Hastina. Era lo que yo enseñaba a mis estudiantes en Indraprastha. La guerra depende de la diestra arquería, de la distancia que mantienes entre tú mismo y el enemigo. “Mira a los príncipes de Panchala. Uttamaujas y Yudhamanyu aprendieron de ti esta lección y se arrojan con manos desnudas sobre el enemigo para permitirte tender el arco. Satyajit no tiene más pensamiento que guardar al rey. Los Kekayas han puesto su confianza en ti y así lo ha hecho Dhristaketu, aunque ello haya roto sus ejércitos. Mira a todos los nuestros, dispersándose como corzos desvalidos mientras el Gran Patriarca hace a nuestras huestes correr.” Partió de nuevo hacia el corazón de la batalla y trató de alcanzar al Patriarca.

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Las flechas mordieron nuestras armaduras, los asientos del carro, nuestros caballos, corazas y yelmos, la madera del mástil y nuestra carne. Dos dardos arranqué del brazo de Krishna. Otro me lo extraje de la cadera, antes de sentir una sacudida que casi me derribó. Una saeta con punta de creciente lunar me habría tajado el brazo de no haber sido por mi angada. Golpeó de tal modo, que el metal de la alhaja me adentelló el bíceps. Tuve que desentrañármelo. “¡Sigue disparando, sigue disparando!” Krishna tornó hacia mí una angustiada máscara. Incluso sus párpados tenían una costra de polvo. “Aquí viene Satyaki a ayudarnos. Eres su Guru, no lo avergüences.” Como un boyero, circunvaló a nuestros soldados estimulándolos con sus plegarias y exhortaciones. El Gran Patriarca, manteniéndonos a raya, lograba dispersarlos una y otra vez. Krishna entonces, con un grito de guerra, saltó del asiento del auriga. Creí que pretendía ayudar a Satyaki a reagrupar a los hombres, pero lo vi avanzar hacia el Gran Patriarca con el chakra destellando oro en su mano. ¡Sudarshana! El Patriarca comprendió y depositó en el carro sus armas. Salté del vehículo antes de pararme a pensar y me lancé tras los ropajes azafrán de Krishna. Si quebrantaba su promesa de no luchar, su nombre quedaría deshonrado para siempre. ¿Qué alabanzas pueden los poetas cantar de alguien que rompe un voto sagrado? Los Vrishnis tienen alas en los pies. Nunca gané una carrera a Satyaki y muy pocas a Subhadra. El campo se extendía ahora a través del universo. Corrí y corrí. Como en un sueño, no avanzaba. Hinchadas estaban las ropas doradas; deseé que fuese tan alto como nosotros. Capté un destello del Sudarshana y presioné con mi brazo izquierdo para abrirme camino. Aparté un caballo y creí haberme roto el brazo. Una estampida de elefantes me bloqueó el camino. Corrí por debajo de uno, llamando a Krishna como si repitiese un mantra... ¿qué otra cosa podía salvarme en esta locura? El destello del chakra iba y venía, pero ahora el Gran Patriarca se alzaba en el asiento de su carro, un blanco para cualquier arma, y aferrándose al mástil bramaba en éxtasis: “¡Ven, Portador del Chakra, ven! Para ti mis salutaciones. Concédeme tu bendición, mi Señor Krishna. Envíame al viaje desconocido.” ¡Matar al Gran Patriarca desarmado! Sudé horror. Hice al final lo que debía haber hecho antes. Arrojé el Gandiva a un auriga que pasaba junto a mí y grité: “Dáselo a Satyaki.” Corrí ahora más veloz y, cuando el destello del disco me alcanzó una vez más, salté adelante chillando: “¡Krishna!” Sus ropas estaban en mis manos. Le agarré el hombro, pero él se escurrió como óleo. Caí de bruces. El Sudarshana giraba ahora en su dedo. Con un alarido, hice el salto del tigre que Balarama nos enseñara. Lo sujeté con firmeza ahora. Aunque yo pesaba más, me arrastró varios pasos antes de caer los dos al suelo. Lo inmovilicé y me corté el muslo con el filo dentado de su arma. “¡Podrías haberte matado a ti mismo y a mí en lugar del Patriarca!”, gritó furioso. También estaba rabioso yo. “¡Vas a deshonrarnos!”, jadeé mientras el Gran Patriarca imploraba liberación. Pero yo sujetaba a Krishna firmemente contra el suelo. “¡Todos estaremos muertos antes de que la deshonra nos alcance!”, me espetó Krishna. Los cascos de los caballos nos arrojaban polvo al pasar, pero no nos pisoteaban. “¿Querrías devolverle el trono a Duryodhana y predicarme el Dharma y el deshonor como aquellos hombres sabios durante la partida de dados?” Hizo gesto de zafarse de mí y el Gran Patriarca suplicó en éxtasis repentino: “Áureo Sudarshana, abandona la mano de Krishna. Libera mi alma.” Y su grito trajo abrupto alivio al combate. El Gran Patriarca tenía la cabeza bien alta. Su barba danzaba con la brisa. Sus ojos centelleaban mientras cantaba: “¡Sudarshana! ¡Sudarshana! ¡Krishna! ¡Krishna!”, conjurando el disco letal de mi auriga. Presioné fuertemente con la rodilla a mi cautivo. “¡Arjuna!”, gritó

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aquél, “¡déjalo enviarme a mi destino, puesto que tú no eres capaz!” De pie en el asiento de su carro, llamaba a la muerte mientras nosotros nos peleábamos y discutíamos en el polvo a sus pies. Yo suplicaba y prometía. Yo gemía que nunca volvería a tener un instante de felicidad, si ensuciaba de aquel modo su nombre. Yo quería morir antes que soltarlo; así que debería matarme a mí primero. Prometí que sacrificaría al Gran Patriarca. “¿Con qué? ¿Dónde está el Gandiva?”, me preguntó con amargura, pero más sereno ahora. Y supe entonces que no arrojaría el Sudarshana: sentí sus músculos refluir. Envié mensaje a través del campo. Los hombres que nos contemplaban cargaron sus arcos. El Gran Patriarca había espoleado a sus caballos para huir de Sikhandin. De pronto los alazanes de Satyaki se detuvieron junto a nosotros: sus manos sostenían el Gandiva. “Alguien ha perdido este arco”, gritó mientras sus caballos ganaban velocidad. “¡Saltad!” Nos lanzamos al carro de Satyaki justo a tiempo para evitar las jabalinas de Bhurisravas, que silbaron junto a nuestras diademas. La maza de tío Salya golpeó a través del mástil del estandarte. El Gran Patriarca arrojó una shakti que me veló la vista. En mi ceguera, algo fluyó a través de mí. Era mi astra, surgido en respuesta a nuestra necesidad. Nada más podía salvar a nuestras tropas. Poseyó las yemas de mis dedos y tensó el arco por mí. Gandiva vibró amenazante. La tierra se elevó justo entre nuestras ruedas y me separó los brazos. Me los habría arrancado, si la flecha no hubiera abandonado el Gandiva. Un arco de fuego fustigó el firmamento. Hizo surgir de sí mismo otros arcos que se dividieron en mil más generando llamas letales que caían sobre los Kauravas. El carro argénteo del Gran Patriarca se detuvo. Sus corceles encabritados relincharon y tiraron en direcciones opuestas. Los Kauravas se ocultaron los rostros con los brazos. Gandiva zumbó en himno triunfante. Desde los diez ángulos de nuestro ejército sonaron las caracolas. Drupada y Virata se unieron a nosotros, bramando sus gritos de guerra. Cabalgamos hacia la cortina de fuego y lanzamos contra ella nuestra flecha. La masacre que infligimos temprano aquella mañana del tercer día fue mayor que la que nos afligió el primero. Pocos salieron indemnes. El Gran Patriarca, Dronacharya y el tío Salya hubieron de abandonar la lid. Mi piel era como un campo sembrado de fuego por sus muchos rasguños. Habíamos ganado la jornada, pero el Gran Patriarca vivía. “Sólo el tercer de día de guerra y ya estamos usando armas de poder”, le dije a Krishna. “Entonces, mata al Patriarca”, replicó.

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CAPÍTULO 5 Temprano al amanecer del cuarto día, Duryodhana hizo despertar a los líderes de sus huestes y los llamó. Él mismo había dormido poco y no podía tolerar que otros lo hicieran. El tema de su discurso fue qué hacer con Arjuna. El Gran Patriarca tuvo que soportar una vez más la vergüenza de las públicas reprimendas de Duryodhana. Y así, cuando las caracolas anunciaron aquella jornada, el Patriarca se precipitó contra nosotros, ignorando otros desafíos, algo que nunca había hecho aún. Abhimanyu rompió filas y se apresuró hacia él chillando: “¡Tú, que callado permaneciste durante la partida de dados... tú, que no te atrevías a hablar, muestra ahora tu coraje!” Yo nunca lo había visto irritado hasta que el Gran Patriarca pasó veloz junto a él sonriendo. Ello dejó a mi hijo frente a Ashwatthama, tío Salya, Bhurisravas y sus amigos, que debieron de pensar en dar al muchacho una lección. Él les hizo volver grupas y correr.

Krishna nos situó junto al carro de plata del Gran Patriarca. Había una abertura perfecta. Pero justo antes de que mi flecha volase, nos interceptaron los hermanos Trigarta. Mis dardos mataron a sus aurigas. Luego tuve que combatir al tío Salya tanto como a los Trigarta, a Kritavarman y a mi Guru Kripacharya. Dhrishtadyumna se apresuró a ayudarme y atrajo las flechas de Salya. Abhimanyu acudió en su ayuda. Cada vez que galopábamos al encuentro del Gran Patriarca, me hallaba luchando contra otro hombre, cuyo carro parecía caer del cielo. La mañana se perdía en escaramuzas. “Es como si batalláramos con espadas de madera”, le dije a Krishna. No respondió, pero fijó su mirada en Bhima mientras forzaba una abertura hacia Duryodhana, gritando todo el camino. “¡Mi maza está sedienta de la sangre de Duryodhana!” Los elefantes enemigos se abalanzaron sobre Bhima. En este día, Bhima se convirtió en nuestro astra humano. Saltó de su carro. Corrió solo hacia los elefantes. Una trompa serpenteó, lo ciñó y lo levantó. Lo que vimos después fue a Bhima, de pie sobre el lomo del elefante, matando al naire y a los guerreros que cabalgaban la bestia. Las cabezas de los hombres cayeron como frutos estallados. Bhima, como un cazador, destruía a los elefantes con la maza. Las bestias barritaban de dolor y se volvían para atropellar a los soldados Kauravas. Bhima era Rudra ejecutando su Danza de Muerte en un campo crematorio. Como Kala, Señor del Tiempo, cuando una yuga termina, arremolinaba su maza masiva sobre la cabeza. Con Satyaki tras sus pasos, avanzó hacia el Gran Patriarca. Los elefantes se acurrucaron buscando protección. Bhurisravas logró interceptarlos. Duryodhana, seguido de sus hermanos, cayó sobre Bhima y Satyaki. Era lo que Bhima ansiaba. Su risa salvaje y gutural rebotó en los cielos. “Esto no es la partida de dados. Muéstrame ahora el muslo, que te lo aplaste como prometí. ¡Gusano, eres carne de exterminación!” Catorce hijos de tío Dhritarashtra convergieron sobre Bhima. Solo, luchó con todos, y aun así la contienda era desigual. Como un gran mono, hizo caer a ocho hermanos del Árbol de la Vida. Los otros huyeron. El bramido de Paundra desencadenó los rugidos de nuestras caracolas y se mezcló con los gemidos y lamentaciones de los Kauravas. La voz del Gran Patriarca hendió caracolas y lamentos: “¡Avanzad! ¡Y dad al zafio una lección!” Bhagadatta emergió sobre su elefante. Había estado marchando hacia allí y ahora dobló su velocidad. Estábamos demasiado lejos para

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prestar ayuda a Bhima. La tierra tembló con la carrera del enorme paquidermo, que exudaba los jugos de su celo. Abhimanyu reunió a todos nuestros hijos y avanzaron para cercar a Bhagadatta. Nada detuvo al elefante. Bhagadatta, silueteado contra el cielo y crecido bajo su inmensa diadema, no tenía otro objetivo que mi hermano. Quebró la tenaza. Todos corríamos hacia Bhagadatta ahora. Era un blanco perfecto, pero Madre Durga debía de escudarlo. Nada detenía a su bestia. Bhima, apuntando al mástil de Satyaki, saltó a su carro con la flecha de Bhagadatta hincada en el pecho. “¡BHIIIMAAAA!”, chilló nuestro hermano mayor. Tenía abierta la boca, pero su voz quedaba sofocada por el alarido de Bhagadatta. No había modo de detener a este último, ni forma de conjurar un astra. Yo seguía disparando al elefante. “¡Padre... tu Ghatotkacha”, gritó una voz gutural detrás de nosotros. Y después un bramido que despertaba a los demonios voló a través del campo. Me volví a mirar y divisé su bandera del buitre cruzando los cielos. Llegaba por fin el hijo de Bhima, entrando en batalla con su akshauhini, berreando rabiosamente. Con su focino de oro centelleante aguijoneó a su elefante blanco y, seguido de otros cuatro animales, se precipitó atronador sobre Bhagadatta. En pocos segundos, cinco paquidermos acosaban a la montura de Bhagadatta. Atacaban una vez y otra. Los Kauravas acudieron en filas compactas en ayuda de su guerrero. Estaba avanzado ya el atardecer del cuarto día y, en el lugar del Gran Patriarca, yo habría hecho lo mismo. Oímos las caracolas de los Kauravas entonar la retirada; las nuestras soplaron victoria. Bramamos de dicha. Nuestros corazones exultaron cuando montamos a Bhima y Ghatotkacha en el más grande de nuestros elefantes color de nube. Mirándolos al rostro en homenaje, los hombres danzaban marchando hacia atrás al ritmo de los nagaras y batir de los címbalos. Nuestras mismas heridas dejaron de sangrar mientras retornábamos al campamento. No importaba cuántas akshauhinis poseyesen. Nosotros teníamos ahora al hijo de Bhima tanto como a Bhima. Éramos dos veces más fuertes que ayer. Nuestra era la victoria. Y teníamos a... Krishna. Teníamos a Krishna. ¿Habíamos estado locos al dudar de nuestras estrellas y augurios? Sobria fue aquella tarde en el pabellón de Yudhisthira, pues habíamos matado a nuestros primos. La idea de que debíamos matar al resto, tal como Bhima jurara hacer antes de cada sorbo de vino, incitó al Primogénito a preguntar a Krishna si no creía él que el Gran Patriarca estaría dispuesto a negociar la paz. Krishna sacudió la cabeza. Aun así, esperé que la aurora trajera mensajeros. Trajo a nuestros espías. Rabioso de dolor, Duryodhana había preguntado al Gran Patriarca, a su violenta y acusatoria manera, por qué había dejado morir a sus hermanos. Gritó que se nos favorecía. ¡Que el Gran Patriarca nos amaba! Que lo había traicionado, mientras que Karna habría luchado con todo su corazón. El Gran Patriarca lo escuchaba. Después de la guerra, cuando el Gran Patriarca había partido y Sanjaya relató la escena, yo vi cómo había mirado aquél el lugar donde la muerte, su única esperanza, lo aguardaba. El Gran Patriarca fue rotundo. Lo interrumpió gritando que la paz era lo único que podía salvarle a él y a sus hermanos. Tales palabras hicieron a nuestro primo patear el suelo y arrojar su mirada torturada de lado a lado. La paz era un cuchillo en sus entrañas. El amanecer traería los tambores de guerra y las caracolas y su formación Makara para poner a prueba nuestra victoria del día anterior y tratar de arrasarla.

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CAPÍTULO 6 Al alba percibí un murmullo en mi oído. “Príncipe Arjuna.” Era Dhaumya, nuestro sacerdote, de rodillas junto a mi lecho y con sus rasgos fieros suavizados por los últimos parpadeos de la lámpara de ghi. “He tenido un sueño”, dijo. Su alta frente arrugada centelleó de fervor. “Dame permiso para planear la vyuha”. Creí que era yo quien soñaba. Un guerrero necesita dormir, así que con ojos cerrados esperé a que el ensueño cambiase o dijese algo. “Vi el diseño de un halcón, tal como el que uso para el pozo sacrificial en los funerales, y tú estabas en su cuello. El príncipe Sikhandin y su hermano eran los ojos del ave y Bhima, el pico. Satyaki ocupaba la frente. El rey Drupada estaba en el ala izquierda y en la diestra los Kekayas. Los hijos de la Reina y el príncipe Abhimanyu ocupaban el dorso, mientras que los mellizos y Yudhisthira guardaban la retaguardia.” En los funerales se usaba la forma del halcón para el hoyo del fuego sacrificial y Dhaumya lo sabía bien. Así fue como al quinto día nos desplegamos de acuerdo con la visión de nuestro sacerdote. Cuando las caracolas sonaron, un águila voló sobre nuestras cabezas y se elevó auspiciosa al cielo. La visión era verdadera. Bhima se destacó sin esperar a sus hombres, que se precipitaron tras él. Corrió hacia la boca del Cocodrilo Kaurava mientras el Gran Patriarca hacía llover flechas sobre él. Pero Bhima era un tigre que había testado la sangre. Con el pie, acució a Vishoka por la espalda para que aguijonease los caballos directo hacia las fauces abiertas de la formación enemiga. El carro del Gran Patriarca acudió a interceptarlo, pero tuvo que girar bruscamente cuando los caballos de Bhima cargaron dejándolo atrás. El Gran Patriarca se aproximó gritando a nosotros y yo bramé en respuesta. Las flechas hallaron sus dianas en carros, hombres y animales. “¡Madre Durga nos proteja!” El primer grito de los heridos hendió el silbido y chischás y choque de acero contra acero. Krishna evitó por muy poco el carro del físico, mientras corríamos en pos de Bhima. Los Kauravas sabían ahora que acabar con Bhima era el único modo de que los hijos del tío Dhritarashtra conservasen la piel. Lo envolvieron y ya sólo pudimos oír sus gritos. Los alazanes de nuestro Guru se nos venían encima, pero Satyaki, que nos guardaba, fue rápido en interceptarlos. “Satyaki y su insolencia Sini...”, rugió Dronacharya apuntándole. “Mi Guru es Arjuna. ¿Quién eres tú?” Satyaki se rió en la cara de Dronacharya. La flecha de nuestro Guru atravesó la armadura de Satyaki justo debajo de la clavícula para detener la borboteante risa. En el momento en que abandonó la ofensiva, quedó rodeado por el Gran Patriarca, tío Salya y nuestro Guru. Si no hubiera sido por Abhimanyu y los hijos de Draupadi, que se incorporaron al tumulto, habría descendido a Yama. Como una flecha de plata, Abhimanyu puso en fuga al tío y después a nuestro Guru, lo que hizo reír a Satyaki otra vez. Tenían un modo liviano y burlón de combatir. “¡Sadhu, sadhu!”, surgió de un centenar de gargantas, de la mía y la de Krishna también. El Gran Patriarca mantuvo su posición y luego sembró la muerte alrededor de aquellos de nuestros hijos que fueron a enfrentarlo. Todos nos precipitamos hacia allí. Sikhandin llegó el primero. Las flechas cesaron. Y entonces lo vimos. El Gran Patriarca había dejado el arco y permanecía inmóvil. No lucharía contra Sikhandin. Nuestro Guru acudió a protegerlo. Y Duryodhana chilló: “¡Voy, voy!”

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Algo eclosionó en mí: la muerte del Gran Patriarca. Krishna avanzó veloz hacia él. Dentro de mí, una voz dijo: “Gran Patriarca, voy a liberarte.” Él se inclinó para tomar su arco. “¡Ahora, Arjuna!”, bramó Krishna. Disparé una flecha perfecta, pero la de Dronacharya la partió. El Gran Patriarca vivía y reía. Eludí sus flechas mientras Krishna caracoleaba aquí y allá. Arrojé andanadas de dardos con cabeza de serpiente... y cada una fue interceptada en el tumulto. Dronacharya volaba adelante y atrás para cerrar el camino al Patriarca. El combate de este quinto día fue tan denso y desesperado que, posteriormente, siempre lo comparamos con la gran guerra entre dioses y demonios. Sin la ayuda de Madre Durga, éramos demasiado pocos para prevalecer contra el número de nuestros primos. Cuando luchaban de este modo, toda mi esperanza reposaba en la visión de Dhaumya. Ashwatthama y yo habíamos evitado encontrarnos y cualquiera que no hubiera conocido nuestra relación habría pensado que huíamos el uno atemorizado del otro. Cada vez que lo veía acercarse, Krishna tomaba otra dirección y Ashwatthama le decía a su auriga que hiciera lo mismo. Pero aquel quinto día, Dronacharya mandó a su hijo a proteger las ruedas del carro del Patriarca mientras Krishna se situaba de forma que yo pudiera matarlo. Ashwatthama me hirió el hombro con una flecha de punta de creciente lunar que podría haberme arrancado la cabeza. Yo le rebané el arco y con mi siguiente dardo le atravesé la muñeca. La reacción del kshatriya al ser herido es la exultación en combate; ver la propia sangre resulta estimulante como vino fuerte. Éramos pupilos del mayor maestro de armas viviente, camaradas de siempre y amigos del alma. En el parpadeo de un truti nos convertimos en enemigos mortales. Mis flechas me abandonaron con voluntad letal, pero al percibir la angustia de su rostro vi de nuevo a mi amigo. Se lo dejé a los hijos de Draupadi. Krishna halló una abertura hacia donde Bhurisravas peleaba a muerte contra Satyaki. El abuelo de Satyaki había pisado el pecho del padre caído de Bhurisravas. Antes o después uno habría de matar al otro. Ni los mismos dioses podían impedirlo. Y entonces vimos a Bhurisravas desplomarse, arrastrando con él su estandarte. Incluso en mi triunfo supe que el dolor habría de seguir a mi satisfacción: era un guerrero galante y, de mi padre, un noble amigo. La flor de los kshatriyas moría alrededor de nosotros. Bhurisravas había perdido la consciencia, pero no murió entonces. Se lo llevaron del campo y, cuando retornó, fue para hacer lo que había jurado: exterminar a los hijos de Sini. Luchó contra cada uno de los diez hijos de Satyaki y los mató en el mismo tiempo que cuesta decirlo. Cayeron como árboles derribados por un rayo repentino. Cuando el último se desplomó del carro, Satyaki halló a Bhurisravas. Se mataron uno a otro los caballos y se destrozaron los carruajes. Impulsados por una sola idea, ambos sacaron las espadas y corrieron como tigres uno contra otro. Hay momentos que pertenecen sólo a los dioses e incluso los mortales lo saben. Nadie se movió para intervenir. No hubo vítores. La espada de Bhurisravas contaba la historia de un guerrero que puso el pie sobre el pecho de un enemigo caído. La hoja de Satyaki cantaba la muerte de diez hijos. Sus grandes escudos centelleaban y entonaban música de guerra. Moteado de sangre se elevaba el polvo. Sabíamos que el sufrimiento de Satyaki empezaría tras el fin de la batalla. Cuando cayó, Bhima se precipitó para llevárselo de allí. Un instante después cayó Bhurisravas y Duryodhana acudió a socorrerlo. El cielo occidental era rojo. Batallé y maté hasta que la caracola del Gran Patriarca convocó a sus tropas. Pero todo el tiempo pensé en Satyaki. ¿Qué destino es peor que perder a los propios hijos en batalla... diez en un solo día, sin que quede uno que encienda tu pira funeraria? Así pensaba yo hasta que aprendí que hay algo peor todavía.

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Entramos en el pabellón de Yudhisthira en silencio. Y en la tienda hallamos un silencio más denso aun. Satyaki, pálido y vendado, yacía en el lecho de nuestro hermano mayor. Creí que el trauma y la pérdida de sangre lo habrían matado. Los cirujanos lo rodeaban. Uno tenía el oído en su corazón. Otro le sostenía la muñeca. Otros dos se mantenían a distancia. Bhima sollozaba poderosamente. Nakula lloraba. Yo los envidiaba... Yo no podía conjurar mis lágrimas. Como un bardo entonces, Bhima empezó a cantar la historia de diez jóvenes que despertaban de su sueño, se frotaban los ojos y se levantaban uno a uno, dejando cuerpos destrozados para lavar sus formas radiantes en el Yamuna. Vistiendo fresco lino blanco se enguirnaldaban uno a otro y partían hacia los cielos de Indra. Colmada de suspiros estaba su voz. Cantó de qué modo miraban alrededor, incapaces de marchar y abandonarnos a nuestra tristeza. Pero tampoco podían retornar a la Tierra, pues habían conquistado el trono de los héroes en el Empíreo. Nadie puede desposeer de su botín a Yama. Pero ellos, reluctantes a irse y dejar a su padre de este modo, se mantenían en suspenso, esperando, sonriendo ante nuestro dolor, riéndose de este narrador... El dios de los bardos le robó la voz a Bhima. Un largo, hondo, estremecedor suspiro se le escapó a Satyaki y por fin sus lágrimas se derramaron humedeciéndole el cabello. El Primogénito fue tras Bhima y lo abrazó. Satyaki se apoyó en un codo, acariciando la mejilla de Bhima. Nos abrazamos, llorando, y nos miramos unos a otros a la cara sonriendo desde nuestras almas. “Si hijos sobreviven a esta guerra”, le dije a Satyaki, “serán hijos de todos y a todos nosotros nos encenderán la pira fúnebre.” Cuando las pócimas de los físicos cerraron los ojos de Satyaki para el sueño, dejamos el pabellón real para ir al de Krishna. Algo se ocultaba en las sombras. Acuciaba mis entrañas con su tenebrosidad. La atmósfera de Gracia estaba hecha añicos y oí otra vez los lamentos de los heridos. Satyaki tendría que desafiar a Bhurisravas, cuyo poder se había revelado hoy. El pensamiento de vivir sin Satyaki me colmaba de la mayor de las angustias. La contuve hasta que alcanzamos la tienda, hice señal a Krishna de que despidiese a los dos asistentes y la dejé estallar. “Krishna”, dije, “Satyaki es tan bueno como cualquiera en un duelo, pero Bhurisravas tiene poderes de su lado. Los hijos de Satyaki fueron entrenados por ti al igual que Abhimanyu. Eran maharathas. Contemplé sus desafíos el segundo día.” Observé el rostro de Krishna, esperando que coincidiese conmigo. Me miró y dijo: “Siéntate, Arjuna. No camines arriba y abajo, estás derrochando tus fuerzas.” “No quiero sentarme. ¿No te das cuenta de que no puedo soportarlo? Nadie está tan próximo a mi corazón como Satyaki o tú. Era como Abhimanyu cuando me lo enviaste. Aún recuerdo el momento en que tocó mis pies y dijo que había venido a aprender. Me sentí como Dronacharya debió de hacerlo cuando fui a él por primera vez. Me vi a mí mismo en Satyaki. Creé la academia militar de Indraprastha para muchachos como él... sólo que nunca hubo otro Satyaki. No instruí a Abhimanyu ni a los hijos de Draupadi. Satyaki permitió que naciese el padre en mí.” Krishna me contempló, luego cerró los ojos y asintió. “Arjuna, ¿creíste que era retórica, cuando te dije que habíamos venido a este mundo a bañar la tierra en sangre? ¿De dónde creías que saldría la sangre? Los tiranos gobiernan la Tierra. Cuando Ella siente su peso, el agua de rosas no basta para limpiarla. ¿Por qué crees que fui a Hastinapura a suplicar la paz, a pedir únicamente cinco villas para vosotros? Cuando Karna y Duryodhana rechazaron la propuesta, la Tierra se estremeció con su no.”

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Clavé en él la mirada y me senté. Le pedí disculpas. Vertió vino en mi jarra y un poco en la suya. Contemplé el licor, luego alcé la vista y le pregunté si no había magia alguna con la que yo pudiera ver una vez más el universo que me había mostrado. Krishna sonrió. “Este vino no basta para eso.” “Mi universo es pequeño. Está colmado de ti y de Abhimanyu y de Satyaki.” Suspiré. “Y de tu hermana. Krishna, cómo la echo de menos y cómo la añoré cuando estábamos en el bosque. Nostalgia tuve de todos vosotros. Más poderosa fue incluso que durante mi peregrinación. Yo no lo sabía entonces, pero erais tú, Subhadra y Abhimanyu llamándome.” Krishna asintió. “Y ellos son parte de ti. Cuando estaba en el bosque no podía hablarle a nadie de este constante dolor. Le dije a Dhaumya que tenía que ir a Dwaraka, si no quería perder la razón. Me dio mantras y me advirtió de que, si partía, destruiría el punya de nuestro exilio en el bosque.” Krishna escuchaba con atención. “Los mantras tuvieron efecto... no fui. Yo soy un Vrishni, Krishna, mucho más que un Pandava. Y Abhimanyu es un Vrishni también. Obsérvalo cuando sonríe, o cuando ladea la cabeza al reflexionar, o cuando saca de la vaina la espada y pasa los dedos por la hoja mirando al interior de sí mismo. Sus manos son las tuyas y las de Satyaki... Dime una cosa.” Estuve callado un largo rato antes de poder formular mi pregunta. “¿Vivirá Satyaki?” Cuando Krishna escuchaba, oía tus silencios tanto como tus palabras con todo su ser. Retornó con un largo suspiro. Se pasó ambas manos por el cabello y se estiró hacia arriba. “¿Crees que amo a Satyaki menos que tú?” “No.” Una sombra se insinuó tras la seda del pabellón. Se movió y, con el movimiento, pareció generar brazos y piernas. Era un hombre y se escabulló. Krishna saltó como una pantera hacia la abertura de la tienda. Hice gesto de seguirlo, pero él retornaba ya. El mundo de los campamentos está lleno de espías. Esta vez, sin embargo, era uno de los asistentes de Krishna. “¿Satyaki? No puedo decírtelo.” Se acostó y cruzó las manos tras la cabeza. Miró hacia arriba, el vértice en el que confluía el techo, como si los pliegues de seda hubieran de revelarle algo. “¿Por qué no?” “No lo sé.” Abrí bien la boca para hablar, pero nada surgió. “No. De verdad, no lo sé. No necesitas arrojarme esas miradas incrédulas.” “Te creo, en serio. Pero ¿cómo es que tú no sabes estas cosas, cuando pudiste mostrarme el universo todo?” “Lo mismo podría preguntar yo, Arjuna, ¿cómo es que tú no las sabes... tú que viste el universo?” “Pero las cosas no son así”, repliqué. “No del todo. Pero ya te lo dije una vez: yo no soy Sakuni para hacer trampas con los dados. Yo juego la partida de acuerdo con las reglas y me atengo a ellas. No busco lo que no se me muestra. Para eso tienes videntes, astrólogos, profetas y expertos en las ciencias herméticas. Tú y yo no hemos venido para eso. ¿Y de qué nos serviría conocerlo? Si Satyaki hubiese de morir mañana y nosotros lo supiéramos ahora, empezaríamos a llorar y a derrochar lo que todavía puede ser una noche serena.”

La Gracia retornó entonces. “Tengo una visión de ti, Krishna, conduciendo nuestro carro por el firmamento con tu látigo de mango enjoyado, fustigando las sombras y no dejando de ellas sino jirones que se disuelven. En esta tienda no hay sombras. A veces, en mi tienda, no puedo librarme del hedor de la carne corrupta. Me despierto a medianoche y el incienso parece un vapor surgido de los huesos de los cadáveres. Puede que te resulte difícil entenderlo. Supongo que semejantes cosas nunca te ocurren a ti.”

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“Supón todo lo que quieras; te lo diré, si llega a ocurrir. Ahora, si te gusta tanto esta tienda, ¿por qué no te acuestas en mi cama mientras yo duermo aquí mismo? Sigue hablando, si quieres, o quédate dormido, que sería lo más sabio con otro día de guerra por delante.” “Dronacharya dice siempre que una guerra no debería durar más de tres días. Cuando lo hace, es tiempo de conjurar los astras.” No hubo respuesta. “Una pregunta más. Mañana es el sexto día. Empieza a ser un auténtico logro permanecer vivo, sin tener para nada en cuenta la derrota del contrario. El Gran Patriarca está vivo. Yama está con él. Yo no soy más fuerte que Yama. Y, sin embargo, debo matarlo. ¿Quién tiene una respuesta para esto?”

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CAPÍTULO 7 Caminé hacia el río. El cielo era todavía de un profundo azul salpicado de amistosas estrellas. De todas las horas del día, el alba es la que me gusta más. Había empezado a esperar por ella. El primer día se me ocurrió la idea de que, si perpetrábamos ciertos crímenes, el mundo aguardaría en tinieblas un sol que nunca se levantaría ya. Y así nuestros himnos a la Señora de la Aurora empezaron a tener un significado especial. Ella es la Dama de Luz nacida del Firmamento, consorte de Surya. Es la promesa de nuestras vidas y más antigua que la noche, a la que sobrevive. Su Señor la persigue, como joven guerrero a su doncella. Me aferré a la calma que precede al sol, un silencio en el que nada se mueve y que envuelve aquello que no puedes ver pero que está colmado de promesa. A veces, los árboles velaban el cielo y había que sentir la aurora creciendo alrededor de uno, una novia embellecida por su madre, tal como los himnos proclaman. Y en el claro del bosque, Ella era realmente la doncella que llegaba a su lugar de encuentro noche tras noche, Usha de cuidadoso avance, sin parafernalias, para llevarse todo lo maligno de allí. Ella no puede sino portar luz. En aquel sexto día, la diosa era una presencia para mí, fresca de sus abluciones y consciente de su belleza. Mi corazón exultó y le cantó que superaba todas las auroras del pasado. Al alba y al ocaso los dioses de las luces y las tinieblas se abrazan y se besan. Su guerra pausa. Al alba la noche se rinde. Al principio no puede percibirse la línea que separa la tierra del cielo. No hay bien. No hay mal. Pero cuando el sol apunta a través de las sombras orientales, porta un zumbido de coraje, fuerza y vigor. Se bebe la calma. Deposité mi angavastra en la orilla y penetré en el río cantando bendiciones.

“Esto es Plenitud, esto es Plenitud. Cuando la Plenitud se toma de la Plenitud,

Plenitud hay solamente. Om. Shanti. Shanti. Shanti.”

El sexto día, Yudhisthira se decidió por la vyuha del Cocodrilo que el Gran Patriarca empleara la jornada anterior. Le ayudamos a situar los hombres. Formamos la cabeza con Drupada. Los mellizos fueron los ojos. Bhima controlaba las fauces. El cuello lo afortalaba el collar formado por Abhimanyu y los hijos de Draupadi. Ghatotkacha, Satyaki, el Primogénito y Virata eran el masivo dorso. Los hermanos Kekaya y el fiero brazo de Dhrishtadyumna los flanqueaban por la izquierda; Dhristaketu y Chekitana, por la derecha. Kuntibhoja y Satanika eran los pies, mientras que Sikhandin, los Somakas e Iravat, mi hijo con Ulupi, daban lugar a un poderoso aguijón. Nunca tuvimos una formación más poderosa ni tan meticulosa y amenazadoramente desplegada. Una energía especial corría a través de toda ella, esa onda que carga a los soldados en los días auspiciosos, una corriente oceánica a través del corazón. Las banderas tremolaban y las armas eran deslumbradoras al sol. Yo podría haber jurado que venceríamos, pero no fue así. La consigna de Duryodhana fue: “¡Traedme la cabeza de Bhima!” Tantos hombres convergieron en él que el Primogénito ordenó a Abhimanyu pasar al ataque con su letal formación Sachimukha. Las doradas banderas de Abhimanyu con el emblema del pavo real cortaron el cielo mostrándonos la velocidad con la que sus tropas se movían. Bhima era nuestra fuerza vital y algo más en nuestros corazones que nadie podía nombrar. Abhimanyu detuvo las flechas de Vikarna. Una vez, la voz solitaria de Vikarna se había alzado en defensa

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nuestra ante toda la asamblea; yo pensé entonces que daría por él mi vida... pero ahora ansiaba quitársela. Abhimanyu lo hizo por mí. Nadie venció el sexto día. Todo guerrero tenía el mismo propósito: acabar de una vez antes de que las caracolas sonaran. Hay atardeceres en los que ninguno de los bandos puede decir ‘nosotros ganamos’, y turbadas son las noches. Hubo tantos muertos que tuvimos que retornar a través de un légamo de vísceras y de hombres y animales mutilados. A ratos teníamos que detenernos mientras los ayudantes de los médicos abrían camino para nosotros. Llegamos al campamento para encontrar a Yudhisthira esperándonos. Nos saludó con amor y elogios, pero tenía lejos la mirada y preguntaba a cada carro que volvía dónde estaba Bhima. Cuando Vishoka se aproximó a nosotros con el carruaje vacío, el Primogénito livideció y saltó al vehículo. Su grito de “¡Bhima!” atravesó el repentino silencio e hizo alzarse a dos guerreros cubiertos de sangre de la terraza del carro. Bhima y Dhrishtadyumna, alegres y exhaustos, habían estado estirados allí. Ahora, el Primogénito aferraba a su hermano favorito, le acariciaba unas mejillas tan meticulosamente afeitadas que parecían piel de recién nacido y aspiraba el perfume de su cabeza una y otra vez. Se limpió la sangre, abrazó luego a Dhrishtadyumna y, por último, a Vishoka: “Tráemelo siempre de vuelta.” De niños, Duryodhana acostumbraba a decir que uno podía hacer cualquier cosa con tal de que tuviera armas para ello. Hacía trampas cuando jugábamos y mentía. Hurtaba las mujeres a los servidores y, mientras tanto, urdía complicaciones para los maridos. Dio al perro de Yudhisthira hierbas que le hicieron vomitar. Su arma entonces, por supuesto, era tío Dhritarashtra. El rey era ciego más allá de sus ojos incapaces... o al menos lo simulaba. Sin embargo, cuando Bhima lo hizo caer del árbol y aquél se sentó en el suelo lamentándose mientras Bhima se aguantaba los costados de risa, su desvalimiento era tan atroz que me sentí obligado a animar al monstruo otra vez. “Yo soy el hijo del rey”, lloriqueó Duryodhana. “Él es mi vasallo.” “Ni siquiera el hijo de un rey es peor por caerse sobre el trasero”, le dije. Pero nada podía consolarlo. Siempre acababa gritando: “Lo odio y lo asesinaré. Lo odio más que al pomposo Yudhisthira, que cree que puede ser rey.” Y corría a decírselo a su padre. Comprendimos hasta qué punto estaba dispuesto a cumplir sus amenazas cuando envenenó a Bhima antes de cumplir los veinte y después otra vez, para celebrar su vigésimo cumpleaños. Y otra vez aun, cuando, con la ayuda de su padre y de Kanika, intentó quemarnos vivos mientras dormíamos. Hay una lección que cada uno de nosotros debe aprender en la vida. A mí me costó interminables años y el amor de Krishna hacerlo. Duryodhana nunca llegó a asimilar la suya. Y era que toda la fuerza de sus números y el poder de las armas y los tronos tachonados de gemas, al final, no le servirían de nada. Estaba tan satisfecho con la akshauhini de Krishna que apenas notó que a Krishna lo teníamos nosotros. Incluso hoy sabía que, confrontado con Duryodhana tras su derrota de este día, yo, como el Gran Patriarca, no haría otra cosa sino tratar de confortarlo. “¿Te das cuenta?”, le dijo el Gran Patriarca gentil, “tus akshauhinis no cuentan realmente. Son el mecanismo que controla otra fuerza. Y ésta es lo que, en última instancia, prevalece.” Lo sostuvo en sus brazos y le acarició la cabeza. “La vida te ofrece una oportunidad de salvar al mundo. Si les propones la paz, los Pandavas te tomarán en su corazón y compartirán contigo el reino. Todo lo que quieren son cinco pequeñas villas. De ti, Duryodhana, dependen millones de vidas. Es una encomienda sagrada. Es lo que significa ser rey. Si esta noche decides entregar esas cinco villas, serás recordado por tu nobleza, sabiduría y compasión. Las esposas y los hijos de los kshatriyas orillarán las calles a tu retorno. Te

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arrojarán guirnaldas, cubrirán de flores las calles y las hisoparán con agua de rosas. ¿Es que prefieres acaso encontrarte con huérfanos y plañideras... si es que llegas a volver?” “No soy un cobarde. Si no he de gobernar, no quiero vivir. Y no volveré.” Sanjaya dijo que siguió entonces el silencio más largo de la guerra. “Hijo mío”, dijo el Gran Patriarca por fin, “has escogido. No te descorazones. Yo te prometo que lucharemos con la fuerza de nuestros dos brazos. Aun así no podremos ganar. No puedes detener el curso del mundo. Krishna es el auriga que arrastra el mundo hacia su luz. Es el mismo sol. A Surya no puedes combatirlo. Somos guerreros, no obstante, y en este juego cumpliremos nuestra función. El cielo de los héroes ganaremos, aunque perdamos la luz de Krishna.” Duryodhana pudo sólo decir: “Sí, eso está bien, abuelo. Moriremos como héroes, si debemos, pero ocúpate de que todos den de sí lo mejor. Aún podemos vencer. A ti todos te respetan. Eres tan valioso como Krishna.” Debió de responderle aquella sonrisa del Gran Patriarca que amanecía en él cuando nosotros, de niños, le contestábamos de un modo divertido, pero absurdo. El Gran Patriarca le prometió una formación Mandala grande y poderosa como no la había visto nunca. Fue la única manera, nos dijo Sanjaya, de hacer a Duryodhana dormir. Con el mismo propósito, tío Dhritarashtra le prometía siempre la luna. Fue más tarde cuando comprendí que el Gran Patriarca no había elegido. Había sido elegido para mostrar que ni siquiera el más estricto Dharma serviría de nada... pues era un Dharma que moría. Ni en la más noble de sus formas podía pervivir. El trono del Gran Patriarca se asentaba en el vértice donde convergían lo viejo y lo nuevo. Él era fiel a sus votos, no a su visión, y soportaba su angustia. “Esta guerra cambiará el mundo”, decía Krishna. “Tras la guerra, en la Kali Yuga, recordaremos al Gran Patriarca y nos preguntaremos si hombres como él vivieron realmente en la Tierra.” Yo había amado siempre al Patriarca y ahora lo reverenciaba una vez más. En su dilema, ningún hombre de talla menor habría triunfado como él. Krishna ordenó todos los universos para mí. Me mostró, también, el papel que Dronacharya interpretaba. Y Ashwatthama. Y, aunque yo no podía verla todavía, la función que me correspondía a mí. El Gran Patriarca marchó hacia el oeste al alba, dejando el sol detrás. Oímos las ruedas de su carro y su música estrepitosa. Cuando miramos hacia el sol, una radiante formación emergió de él: un círculo de grandes elefantes pintados, mallados de oro, con dioses guerreros montados a sus lomos. Se deslizaba sobre el campo hacia nosotros. Cuando la música cesó, los elefantes aminoraron la marcha y se detuvieron, como para mostrarnos lo que traían urdido. A una palabra de su comandante, las bestias, entrenadas a la perfección, alzaron las patas diestras, pausaron y se movieron otra vez. Detrás de cada animal ondearon siete estandartes de carro. Junto a cada carro, el Gran Patriarca había desplegado a siete jinetes. Por cada jinete había diez arqueros. Aquello parecía impenetrable. La caracola del Gran Patriarca dio alas a las flechas que cayeron sobre nosotros como la lluvia del monzón y después como un cruel granizo que abatió nuestros hombres a millares. La sangre le corría por ambos costados a Krishna y yo apenas podía respirar. Más tarde descubrí que cuatro flechas me habían perforado la armadura. Me convencí de que la guerra estaba perdida. “¡Arjuna!”, llamó Krishna. Su voz era urgente de un modo que me acuciaba el corazón. “¡Tus armas especiales!” Sus palabras fueron relámpagos en mis brazos y mis piernas y me desentumecieron el cerebro. Un silencio mántrico surgió en mí y formó la imagen en mi cabeza. Me elevó con un chasquido y estalló en un diluvio. Cada flecha cortó la que se nos venía encima, volando a su encuentro como para unirse a su consorte, y se

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multiplicó luego asesinando a los arqueros. Gritando de terror, éstos soltaron sus armas. El ejército se dispersó. Bajo nuestra lluvia de proyectiles, los hombres y los carros chocaban unos contra otros, los elefantes retrocedían aplastando a los soldados de a pie y los caballos, oliendo el pánico, se engrifaban y chillaban. Si no hubiera estado poseído por aquel poder, hubiera perdido el sentido con aquel barullo de diez mil corceles relinchando de pavor. Las huestes enemigas se convirtieron en una banda de críos gemicosos. La lucha cesó antes de que el sol hubiera acabado de levantarse. El enemigo estaba aplastado. Nuestras flautas empezaron a gorjear y a batir nuestros tambores con ritmo creciente. Los hombres arrojaron al cielo los turbantes y danzaron abrazándose unos a otros. El Gran Patriarca, nos dijeron, había devuelto el coraje a Duryodhana. Le hizo llamar a todos los hombres para decirles que él, el Gran Bhishma, hijo de Shantanu, caería sobre Arjuna con todas sus fuerzas y que debía ser protegido a cualquier costa. El Gran Patriarca sabía lo que estaba haciendo. Revivió con ello el espíritu de Duryodhana. Aun mientras hablaba, el Mandala empezó a formarse de nuevo, como si sus mismas palabras lo forjaran. El Gran Patriarca avanzó atronador contra mí. Pensé que era ahora cuando debía matarlo, pero todo el ejército de Duryodhana se precipitó en su apoyo. Cada vez que estiraba el brazo hacia atrás y me decía a mí mismo ‘Ahora’, alguien se interponía, alguien lo escudaba y mis flechas volaban a otros hombres. Sikhandin halló una abertura y corrió hacia el Patriarca. Éste se apartó y los que lo guardaban hicieron retroceder a su rival. Mientras luchábamos para contener al Gran Patriarca, Dronacharya atravesó irresistible nuestras líneas de vanguardia y mató a los caballos y al auriga de Virata. Éste saltó al carro de Shanka, uno de los dos hijos que le quedaban. Ambos trataron de contener a nuestro Guru, pero Dronacharya acabó con Shanka. No hubo tiempo de pensar ni en el hijo caído ni en Virata: Bhagadatta absorbió todos nuestros esfuerzos. Él y Supratika embistieron nuestras líneas como agua a través de una presa rota. Me parecía como si Supratika, su elefante, estuviese colmado de licor de soma. Aunque tenía los costados acribillados de flechas, no notaba las heridas. Tantos hombres había ayudándome en la lucha contra el Gran Patriarca, tantos enzarzados en el combate contra nuestro Guru y sus seguidores, que cuando vi cargar a Supratika llamé a Ghatotkacha. Éste se abalanzó sobre Bhagadatta y su redonda cabeza calva era una señal para la caballería que golpeaba tras él. Pero, cuando la caballería vio lo que Supratika había hecho a su líneas fronteras, se dio la vuelta y huyó. Ghatotkacha, con chillidos escalofriantes, arrojó su shakti al elefante, pero Bhagadatta la destrozó en el aire. Gritaron su nombre. Bramidos triunfantes se mezclaron con risas. “¡Construiré una sabha de oro para ti!”, clamó Duryodhana. Bhagadatta no pareció escuchar. Sus oídos estaban cerrados para todos nosotros y sus poderosas facciones no se inmutaron. Bajo su empinada diadema, sus ojos se contrajeron para escuchar a su elefante. Ghatotkacha se vio forzado a saltar y correr hacia nosotros. Ésta era la primera vez que el hijo de Bhima conocía la derrota y, al ver al más fiero de nuestros hombres huir, los Kauravas elevaron su triunfo a los cielos, mientras Bhagadatta hacía estragos con su elefante en nuestras filas. Los nuestros se vieron obligados a retroceder, rompiendo la formación. Tanto tensaba yo mis brazos que creí que acabaría por perderlos. Miré si las sombras se alargaban con el mismo anhelo que un cazador famélico persigue a su presa. Justo antes de que cayera la oscuridad, oímos a los chacales aullar y yo percibí a los espíritus de los muertos vagando por el campo, buscando camaradas a los que ayudar, animando a las almas a abandonar los cuerpos deshechos. Otros parecían hocicar sus cadáveres, luchando por volver a respirar. Tan densa era su congregación que sofocaba.

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Por fin lamentamos la pérdida de los hijos de Virata en el pabellón real, hicimos elogio de sus hazañas y alabamos a los mellizos, que habían derrotado a tío Salya. A Ghatotkacha lo elogiamos también mientras nos limpiábamos las heridas. No puedo recordar ahora quién dijo que, puesto que habíamos sobrevivido al séptimo día, viviríamos para siempre. Entre nosotros esta idea se convirtió en refrán y, después del Kurukshetra, cada vez que uno caía enfermo se le animaba con las mismas palabras: “Sobreviviste al séptimo día.” Peores días habrían de seguir pero, como a veces ocurre, el poder del adagio era nuestro mantra protector. Nos bañamos y nos cambiamos de ropa. Bardos y músicos, después, cantaron y tocaron melodías que nos hablaban del hogar, sin una palabra de la guerra. Pero cada uno de nosotros se había convertido en un Virata. En nuestro interior, sangrábamos por él y por Satyaki. Ésta fue la noche en que el pobre ciego de tío Dhritarashtra pidió a Sanjaya que se sirviera de su visión para saber por qué no perdían los Pandavas. Las depredaciones de Supratika habían continuado tras el ocaso. Muchos lo vieron en sueños levantar sobre sus cabezas el pie pintado de gena para despertar cuando éste retumbaba desterrándolos de su reposo. En mi opinión, Supratika era el peligro inmediato y así lo expuse. Bhima dijo, sin embargo, que aquello era absurdo: era Duryodhana quien debía ser abatido. Nuestro Bhima no era conocido por su capacidad estratégica. Un brote de pasmada risa escapó de mis labios. Me recuerdo al decir que Duryodhana apenas había matado una docena y media de soldados y mantuve que era Supratika quien aterrorizaba a las tropas. “Y a mí”, repuso Dhrishtadyumna con los ojos bien abiertos. Tenía el tipo de honestidad del que estaba hecha Draupadi. Bhima, con sus inmoderadas carcajadas, le dio un coscorrón y relinchó: “Que hable el Primogénito.” Para Yudhisthira, la muerte del Gran Patriarca era lo primordial. “¿Quién quedará para dársela?”, repliqué. “Seremos recuerdos de sombras en el polvo cuando Supratika haya hecho su ronda otra vez.” “Yo estoy de acuerdo con Arjuna. El elefante debe caer”, intervino Drupada. “Cuando oyen el atabal de los pasos de Supratika y su trompeteo, mis hombres pierden coraje. Los veo desjugados de él.” Siguió un murmullo de aprobación. “¿Por qué preocupas de Bhagadatta, tío Arjuna? Ghatotkacha mucho más aterroriza enemigo”, y mostró éste sus colmillos rakshasa. Ello lo probaría más tarde. Ghatotkacha me dedicó su atroz sonrisa y yo tuve que abrazarlo. “¿Qué dices tú, Virata?”, preguntó el Primogénito con cortesía. Virata se arrancó a sus pensamientos y, mientras esperábamos sus palabras, contemplé la lámpara de ghi jugar sobre la gravedad de sus facciones. Tenía los ojos introvertidos. Habló lentamente y en un tono bajo, que envejecía en las lágrimas contenidas. “Hay un poder en Supratika.” “Nadie ha hablado de matar a Bhagadatta, que es más fácil de abatir”, dijo Dhristaketu. “Si él muere, el elefante no le sobrevivirá, porque son como gemelos unidos por un solo corazón.” Yudhisthira asintió con la cabeza. “¿Nos harías el honor de tu consejo, Mahatma?”, preguntó nuestro hermano mayor. Krishna me sonrió con los ojos aún cerrados y contestó: “Bhima tiene razón.” Abrí la boca de rabia. Krishna abrió los ojos, que estaban fijos en mí como si, incluso mientras los mantenía cerrados, hubiera estado estudiándome. Cuando Krishna sonreía de aquel modo, una luz jugaba en mi corazón y yo no tenía protestas que hacer. “La guerra acabará sólo con Duryodhana.”

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“Discúlpame, Krishna, pero no debes olvidar a ese arrogante suta que es veinte veces más guerrero y demoníaco que el otro”, intervino Drupada. “¿Quién fue el que aguijoneó a Duryodhana en la partida de dados?” Se inclinó hacia Krishna, hinchados los ojos. Yudhisthira le puso una mano calmífera en el hombro. “Lo sabemos, suegro mío. Sabemos cuánto ha sufrido tu familia por la partida de dados.” Y Drupada se serenó. “Si Duryodhana muere, Karna no luchará”, dijo Krishna conciliador. “Su causa es Duryodhana. Es a Duryodhana a quien ama con todo su corazón, no a los Kauravas. Desde luego, no al Gran Patriarca, ni a Dronacharya, ni a Duhsasana. Su vida pertenece a Duryodhana.” Se tornó hacia el Primogénito. “Y, por supuesto, también tú tienes razón Yudhisthira: el Gran Patriarca debe morir. Su espíritu mantiene unidos a los Kauravas. Cuando él parta, la Kali Yuga caerá sobre el mundo. Sus hombres no estarán ligados por el Dharma y desertarán a millares.” Se volvió hacia mí con su típica malicia en los ojos. “Aunque no queremos tampoco, como elocuentemente dice Arjuna, ser recuerdos aplastados en el polvo.” “Bien, ¿qué viene primero?”, inquirió Nakula el pragmático. “Acometámoslo todo a la vez.” El Gran Patriarca contaba aún con huestes numerosas y las desplegaría en forma de la Urmivyuha, el océano capaz de desbordarse para tragársenos a todos. Sus olas podían moverse como serpientes y formar una cola que te estrujase la vida. El Primogénito me ordenó formar una Sringataka. Sus cuernos eran órganos de ataque. La defensa era algo que apenas nos podíamos permitir. Cuando la gente me pregunta ahora acerca del octavo día, recuerdo a Iravat, mi hijo con Ulupi, que murió entonces. Pero ello ocurrió cuando el dios Surya hubo superado su zénit. En la primera embestida, Bhima mató a otros ocho hermanos de Duryodhana. Tenía un tipo de estrategia muy distinto del nuestro y del que él mismo no sabía nada. Luego se precipitó contra el Gran Patriarca y acabó con sus caballos y auriga. Duryodhana y sus hermanos avanzaron para bloquearlo. Era lo que Bhima había soñado. Despachó a ocho de aquellos hermanos con terrible eficiencia y, rugiendo, alzó su maza ensangrentada para que todo el mundo la pudiera ver. Duryodhana fue al Gran Patriarca y, frenético, en medio de la batalla, le recordó su promesa. “Prometiste...” Y esto fue todo lo que tuvo tiempo de decir antes de que aquél, sin volver la cabeza, gritase: “Te dije lo que tenías que hacer para salvar la piel y la de tus hermanos. Vete ahora y pon toda tu fuerza en combatir y en morir. ¿Cómo puedo mantener mi promesa contigo tironeándome de la armadura?” Ésta fue la última vez que Duryodhana se le quejó al Patriarca. Aquella noche le llevó su dolor a Karna. Al día siguiente, el Gran Patriarca nos mantuvo a todos a raya mientras Ghatotkacha creaba una maya enloquecedora entre las filas enemigas. Muchos de los hombres de Duryodhana yacían en el suelo moviendo los brazos y gritando que nadaban en lagos de sangre. Dronacharya y Ashwatthama, tío Salya y Duryodhana huyeron del campo. El Gran Patriarca mantuvo su posición y sopló su caracola para destruir aquella maya. Bhagadatta y su elefante Supratika, entonces, cayeron sobre nosotros guardados por diez carros y al menos un centenar de jinetes. Bhima los rodeó con su carro y fue eliminándolos uno a uno. Supratika, furioso, con las orejas levantando aire y trompeteando a los cielos, avanzó atronador hacia Bhima. Abhimanyu y los hermanos Kekaya con sus veinte caballos rojos como indragopa corrieron a ayudarlo. Los hijos de Draupadi y Dhristaketu trataron de detenerlo. Las flechas que le dispararon le hicieron manar la sangre y la bestia

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pareció un monte de caliza roja barrido por las corrientes. Nada podía detener a Supratika. Las más pesadas de nuestras flechas pendían de sus grandes flancos y no le atravesaban la piel. La trompa del animal buscó a Bhima. Vishoka giró en redondo. Justo entonces una oscuridad nos sobrevino: Dhristaketu galopó sobre su elefante junto a nosotros como una nube de tormenta, trazando su camino oblicuamente en relación a una de las olas del Océano. Tan pronto como la hubo superado, su elefante adquirió velocidad y cargó contra Supratika. Éste retrocedió su primer paso. El varandaka se tambaleó y Bhagadatta tuvo que aferrarse a él. Todos vitoreamos a nuestro cuñado como si la guerra estuviese ganada. Pero era sólo un paso y nada más. De inmediato nos precipitamos a cubrirle. Bhagadatta se rió como ante el ataque de un perrillo, mientras Supratika empezaba a eviscerar el cuerpo del elefante de Dhristaketu a través de la armadura y las protecciones de oro. Éste aun le hundió los colmillos en el flanco a Supratika, desalojando flechas que repiquetearon en el carro de Bhima. Entonces, la bestia de Bhagadatta se nos vino encima. Dhristaketu y su animal lucharon valientemente, pero al fin el elefante enemigo atravesó a la pobre bestia una mejilla y el ojo. Ésta barritó y trompeteó de dolor mientras Dhristaketu, que le colgaba del cuello lo apaciguaba murmurándole palabras al oído. Pero el animal moría. Y en su ceguera y agonía cargó contra nosotros. Nosotros nos dispersamos al verlo aplastar a soldados de a pie. Luego, se detuvo y cayó como un gran acantilado. Supratika había perdido fuerza. Aunque su naire lo aguijoneaba con ankur y espuelas, el paso de la bestia era más lento. Había como un sutil tambaleo en su forma de moverse. Blandiendo un tridente, Ghatotkacha galopó en su elefante hacia él y trató de herirle el costado, pero Bhagadatta lo detuvo con una flecha de punta de creciente lunar. Después de herir a Ghatotkacha, hizo volar la diadema de Abhimanyu de su cabeza. Creímos que había matado a Vishoka, que cayó sin sentido en la plataforma del carro. Los caballos de Bhima se encabritaron e intentaron correr en direcciones opuestas. Por último, salieron disparados hacia la izquierda y pasaron frente a nosotros. Bhima saltó del carro, agitando la maza. Bhima se acaba aquí, pensé mientras Krishna se apresuraba hacia las patas delanteras de Supratika. “¡Deja al animal!”, le grité a Bhima. Apunté mi flecha hacia arriba, buscando el cerebro del elefante, pero éste giró bruscamente y cargó, aplastando a nuestros hombres otra vez. No quedaba más que dispersarse. Estábamos derrotados. Incluso Bhima cedió la victoria a Supratika, que trompeteó su triunfo con las caracolas Kaurava. “Quisiera que ese elefante fuera nuestro”, grité. Krishna tornó la cabeza. “Déjales algo que les compense por Duryodhana.” Krishna aminoró el paso de los caballos mientras elefantes heridos se amontañaban ante nosotros. Gritando como grullas se derrumbaron sobre carros e infantería por igual. Desde lejos, el elefante gris claro de Sakuni empezó a guiar a las tropas de Gandhara a lo largo de nuestro cuerno oriental. Iravat, en el extremo derecho, se destacó y avanzó hacia allí. ¿Qué podía hacer él con un solo carro contra una fuerza de elefantes? Como si Krishna hubiera leído mis pensamientos, partió tras él, pero Iravat estaba muy por delante de nosotros. Nuestras ruedas de madera saltaron por encima de miembros mutilados y otros desechos de batalla, y dieron bruscos giros para rodear carros destrozados y caballos muertos. Cuando alcanzábamos al muchacho, lo oímos desafiar a Sakuni. Éste le sonrió como un gran gato que tuviera bajo sus zarpas a un ratón. “¡Falaz y asqueroso estafador! ¡Voy a arrancarte esos dedos podridos que arrojaron aquellos podridos dados!” Era pura locura y, aunque no me gustaba interferir, abatí el estandarte de Sakuni para distraerlo. “¡Tu papaíto viene a ayudarte!”

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Incluso en el ardor de la guerra su veneno era suave como seda. Me disparó a mí la flecha pensada para Iravat. La eludí. Iravat, entonces, cumplió su amenaza. Con un dardo, arrancó el dedo meñique de la mano derecha de Sakuni; con otro, el de la izquierda. “No cabe duda de que es tu hijo”, proclamó Krishna. Alambusha el rakshasa llegó para vengarse con una flecha enorme. Sakuni huyó del campo. El arco ligero de Iravat voló en dos pedazos de sus manos. Mi hijo blandió el hacha de batalla y se lanzó al carro de Alambusha. Había heredado de mí la destreza en ambos brazos y se pasó el arma de mano a mano para matar al horrendo gigante. Pero Alambusha, con cierta maya táctica, le arrebató el hacha y golpeó. Iravat me miró con ojos muy abiertos; luego la cabeza le cayó a los pies, rebotó en el carro de Alambusha y el cuerpo la siguió. Yo recogí la cabeza gritando “¡Ulupi!”, como si su madre pudiera devolvérmelo. No me queda ningún recuerdo de lo que ocurrió después. Krishna me diría más tarde, cuando retornábamos al campamento, que Bhima había matado a otros ocho hermanos de Duryodhana aquel atardecer, aunque no a Duhsasana. Yo estuve silencioso un rato, recordando a Iravat. Las ruedas de nuestro carro saltaron sobre un brazo mutilado, untado aún por la pasta de sándalo matutina. ¿De qué sirve el arte del hombre... las sartas de campanillas que tintineaban débilmente aún, las empuñaduras de oro y de marfil, los escudos repujados y radiantes, los arcos taraceados y las aljabas pulidas y lubricadas, las filigranas por todas partes, los focinos para elefantes con mangos de turquesa, los carros enjoyados, las bordadas oriflamas, las caracolas del color del coral o la cuajada, los sofisticados varandakas hechos de las más suaves pieles de ciervo, los centelleantes caparazones y las ropas de seda, los adornos que deberían haber embellecido a nuestras reinas, nuestras sabhas, nuestras diademas cuando tigres cazábamos, los tesoros que deberían haber acompañado a nuestras jóvenes novias y novios, y las sombrillas de seda concebidas para proclamar la dignidad real? El oro me había señalado extrañamente a mí en los rayos del Surya poniente. Cuando alcancé el campamento vomité. Tenía fiebre cuando caí dormido. Mientras el agotamiento me succionaba a las profundidades del sopor, todo en torno a mí era la Madre Tierra temblando con una cacofonía de batalla. Gongs y címbalos sonaban, y caracolas, a un solo palmo de distancia de mi oído izquierdo. “¡Exterminad a los Pandavas!” Conocía la voz de Sakuni y la de Karna. Entonces, grandes pájaros negros y de oscuro gris, de escuálidos cuellos, descendieron del cielo chillando, multiplicándose mientras el sol empezaba a palidecer. Me forcé a emerger de las honduras del sueño, entonando:

“Las aguas del firmamento o aquellas que fluyen, Las extraídas del suelo

O aquellas que por sí mismas brotan, Esas aguas puras y prístinas

Que el océano buscan... Que las aguas, que son diosas,

Me ayuden aquí y ahora.” Prendí más incienso y mi asistente fue en busca del físico y de Dhaumya. Dhaumya me abrazó como si fuese un niño y encendió un fuego sacrificial entonando:

“Ayudadnos a encontrar nutrimento De forma que podamos gozar dicha grande.

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Permitidnos compartir la más deliciosa de vuestras savias Como si fueseis nuestras madres amorosas.”

Bebí el cordial. Me dejó un regusto de raíces y amargura al que di la bienvenida. Un silencio se instilaba en mí. Estrépito y traqueteos y chirridos de mi cabeza surgieron de mi interior espiral a espiral hasta derramarse en el suelo. La noche de aquel octavo día, Dhaumya fue una madre para mí, sacerdote y guardaespaldas contra las zarpas de la oscuridad... y médico también. Nunca lo había visto antes de este modo, ni comprendido la ternura de su corazón. Nuestros largos días del bosque habrían resultado lóbregos en verdad sin que Dhaumya atendiese la llama sacrificial. Esta noche, nos encontramos al borde de un abismo tenebroso; Dhaumya levantó los ojos de la pócima que estaba preparando y dijo:

“Éste es el remedio para nuestra necesidad Y una bendición para el corazón.

Vuela de aquí, malatía, con el arrendajo azul; Desaparece con el aullido del viento,

Con el turbión.” Yo repetí aquellos slokas después de Dhaumya, avivando su poder para hacer de las hierbas mi ayuda y protección:

“Que una de vosotras ayude a la otra. Que en una la otra se apoye.

Todas juntas obrad Y haced que cese este asedio mental.”

“Dhaumya, tú tienes la visión. ¿Vivirá Abhimanyu? Son sus hijos y los hijos de sus hijos los que tienen que hablar de este campo de batalla sagrado en el que la luz cabalgó para enfrentar la fuerza que trataría de sepultarla. Abhimanyu ha venido del tálamo a la batalla.” “Tú tienes la visión también, mi príncipe. Krishna te dio el conocimiento. No hay mayor gracia que pueda ser otorgada a un hombre. No caigas ahora en una verdad menor. Cada día atiendo yo la llama sagrada. El sacrificio es un viaje que nos hace santos. La ofrenda interior es el vehículo. Arrójalo todo a este fuego sagrado y no tengas en cuenta el coste ni pienses en las consecuencias.” Contemplé la llama y vi a la Tierra ofrecerse a sí misma. No podía hacer menos yo. Incluso aunque hubiese tenido la visión, como Sanjaya, para contemplar qué ocurría en la tienda de mi enemigo mortal aquella octava noche, no podría haber sabido que el dilema de Karna era más tremendo que el mío. Nadie, a excepción de Krishna y de mi madre, podría haberlo sabido. Duryodhana buscaba solaz junto a su único amigo aquella noche. Aunque lloraron juntos por los hermanos que Bhima había exterminado, Karna no era capaz de acceder a los ruegos de Duryodhana más que el mismo Patriarca: mientras éste viviese, no podía luchar. Ningún kshatriya rompería un voto como el que él había hecho. Duryodhana estaba a punto de desvariar. Era la primera vez que le había pedido algo a Karna en todos sus años de amistad. Aunque Karna ansiaba mostrarle su amor y gratitud, el mundo estaba atento a lo que hacía un suta. Su honor era lo que, más que cualquier otra cosa, no podía traicionar. Duryodhana pidió al Gran Patriarca que depusiese las armas.

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Cuando lo oímos contar, todos coincidimos en que el Gran Patriarca debía de haber pagado aquella noche por cada sombra de su karma. Cierto, no le quedaba a él sino un solo día de lucha. Duryodhana tuvo el descaro de recordarle que había fallado a la hora de acabar con los Pandavas y de proteger a sus hermanos. Lágrimas osaron colmar los ojos del Gran Bhishma. Éstas fueron las palabras con que le respondió: “Que yo quiera matar a los Pandavas o no es de escasa consecuencia ahora. Ellos luchan y viven bajo una ley muy diferente de la tuya. Ve y duerme en tu ignorancia. Deja que me acueste. Mañana destruiré los ejércitos de los Panchalas y los Vrishnis de un modo que el mundo no dejará de comentar. No pidas más de mí.” El noveno día, el Gran Patriarca formó la Sarvatobhadra, protegida por todas partes. Él apareció muy lejos por delante de las huestes, con la cabeza mucho más alta de lo que era su costumbre, como para un desfile triunfal. Lo seguían Kripacharya, Kritavarman, Saibya, Sakuni y el gobernante de Kamboja, Sudhakshina. Dronacharya, Bhurisravas, tío Salya y Bhagadatta sobre su elefante guardaban su ala derecha; Ashwatthama, Somadatta y los príncipes Avanti, la izquierda. Duryodhana, rodeado de los Trigartas, que juraran matarme cuando los aplasté en Matsya, ocupaba el centro, directamente frente a nosotros. Alambusha y Srutayas conducían la retaguardia. Resultaban masivos. El ejército de Duryodhana parecía recién estrenado, con los carros resplandecientes y las armaduras radiantes. Sus nuevas banderas cazaban bravas la brisa. Jinetes y aurigas cabalgaban soberbios. La moral de los hombres era alta. Uno siente el orgullo de unas fuerzas en su comandante. Los soldados estaban tensos de expectación. Me concentré en nuestra propia vyuha. Era un riesgo, desde luego, el Creciente Lunar; pero era el modo en que pensábamos aislar al Gran Patriarca, cerrándonos por detrás de él, donde habrían de encontrarse nuestros cuernos. Hay días en que de los planes mejor concebidos no resulta nada. No importa lo que hagas: tu enemigo es rápido y astuto. Madre Durga lo favorecía hoy. No pudimos hacer brecha en él. Entonces, Abhimanyu cargó solo y sin cobertura. “Tiene que estar loco”, le dije a Krishna. Fustigó a los caballos y éstos nos portaron hacia adelante. La caracola de Krishna chilló congratulaciones y Abhimanyu respondió. Risa había en ambos mensajes. Con una lluvia de flechas, Abhimanyu dejó a sus tropas muy atrás. Lo vi tragado por el enemigo. Los que tratamos de seguirlo fuimos interceptados. “¡Está solo!”, le dije a Krishna. “No está solo.” “¡Está solo!”, grité más fuerte, “contra ocho mil hombres.” “Hay una fuerza con él que es mayor que diez millones de hombres. Durga lo acompaña. Shiva está con él. Yo estoy con él.” Un timbre tenía la voz de Krishna que yo había oído el primer día. “Es una tempestad que arrasa a los enemigos como si fueran montones de algodón y los lanza a los cielos. Es el fuego que hace arder a los oponentes.” Cuando emergió sano y salvo a través de un seto de lanzas, vi cumplidos todos mis sueños de gloria para el hijo de Subhadra. El signo del combate había cambiado. El enemigo estaba sacudido. Por todas partes a nuestro alrededor, el chasquido de los arcos contra los protectores dactilares era un tronar constante: clap, clap, clap. Mi sangre exultaba. Creí que el día sería nuestro pero, a medida que la jornada avanzaba, no hacíamos mayores progresos. El Gran Patriarca mantuvo su promesa de destrozar a nuestros ejércitos y, cuando Krishna me llevó hasta su carro, las flechas de Gandiva no lograron encontrarlo. Krishna despotricó: “Delante de todos los reyes, tras la fiesta del matrimonio, hiciste un voto sagrado. En el palacio del rey que os cobijó durante vuestro exilio lo prometiste. En

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el palacio de Virata prometiste matar al Patriarca, a tu Guru y a tus primos. Virata te siguió y ha perdido ya a tres hijos. Satyaki te siguió y ha perdido a diez. Dicen que Arjuna los protegerá... ¿Y qué me dices de tus propios hijos? Te lo mostré el primer día. Estos hombres están muertos. Tus flechas no hacen más que liberarlos de su destino. Éste es el noveno día. Mañana el décimo. ¿Cuántos más necesitas? Mis brazos no me parecen míos ya. Tengo los dedos descarnados. Fiebre tengo. Mira estos caballos.” Soplé mi caracola con todo el poder de mi corazón y mis pulmones y congregué a la caballería del Primogénito y a nuestros hombres. Los primeros nos precedieron volando, los segundos fluyeron como un torrente detrás. Era como cuando olas inmensas baten o ruedan las nubes portando la tormenta: no cesan nunca. “¡Mahatma Krishna!” “¡Dharmaraj!” “¡Príncipe Arjuna!” En la guerra, no hay música más dulce que los bramidos leales de las huestes que has reunido. Te transportan. Estás a medio camino de la tierra y el cielo. Los caballos lo saben. No hay necesidad de urgirlos. Arrastran el sol por las alturas. Krishna sujetaba las riendas como guirnaldas. Ni siquiera el auriga de Indra podría haber hecho lo que hizo él. Sólo Krishna tenía aquella ligereza de ánimo en medio de la batalla. Sólo Krishna tenía aquella risa. De sus ojos rientes me llegaban rayos de luz. Sentí mi cabeza inclinarse hacia atrás y de mi boca surgieron gritos de guerra tachonados de risa. La tierra misma reía bajo nosotros. Se estremecía bajo las cargas de los corceles. El sonido de centenares de juncales explotando en llamas no era ni una centésima parte del sonido de batalla. El polvo se elevaba hacia el astro padre, pero nadie perdía la formación. Hilos invisibles nos mantenían unidos contra la luz amortajada. Krishna dejó que los mellizos nos alcanzasen y nos velasen en sus nubes de polvo, mientras el Gran Patriarca aguardaba, tenso el arco y la cuerda junto a su oreja. Caímos de pronto sobre él desde un flanco y yo le arranqué el arco de las manos con un disparo directo. Saltó en pedazos y los fragmentos cegaron al auriga tras él. Mis flechas abatieron el mástil. Herí a sus cuatro caballos y atravesé la mano diestra de su auriga. Finalmente, mis flechas atravesaron el pecho del Gran Patriarca, pero se detuvieron antes de alcanzarle el corazón, como desposeídas de fuerza. Pensando que en cualquier momento se desmoronaría, pausé y un proyectil me rasgó la sien. El dardo me habría matado si no hubiera sido por los constantes caracoleos de Krishna. El Gran Patriarca permanecía en pie. Las flechas me llegaron como meteoros. Gandiva no cesaba de pulsar. Nuestros caballos danzaban ahora al toque de Krishna. Después, con repentino relinchar, se detuvieron. Hubo un destello áureo: la carrera de Krishna. Krishna corría con el pelo suelto, fustigando su ropa el viento. El látigo voló de la mano de Krishna. El Gran Patriarca comprendió. Comprendió antes de que el chakra dejara su funda y también comprendí yo. Él depositó su arco en el suelo del carro; yo salté y corrí. El Gran Patriarca gritaba: “¡Abrid camino a Krishna! ¡Él es mi liberador!” Hombres y carros se apartaron... pero se cerraban de nuevo antes de que yo los alcanzase. Mi cerebro corría desbocado... y ahora se detuvo por completo, como arrojado al camino. El conocimiento de mi cuerpo obró por mí. Me lanzó hacia adelante como una jabalina. Gran Indra, gracias. Cuando el chakra de Krishna cintilaba sobre su hombro, salté y lo atrapé. Mis brazos lo aferraron desesperadamente, aunque él se debatía y me arrastraba con él. Al caer, me agarré a sus rodillas. Esta vez, el chakra partió girando de lado. Sollozante, le imploré. Le hice promesas, le supliqué: él siguió arrastrándome con su avance. El Gran Patriarca permanecía firme, invocando a la Muerte.

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“¡Krishna de los Vrishnis, Krishna Vasudeva, otórgame el morir! ¡Liberación otórgame! ¡La bendición de mi vida otórgame!” Tenía los ojos en blanco. El chasquido de las cuerdas de los arcos murió mientras el Gran Patriarca y yo competíamos por el oído de Krishna. No sé de qué sílabas me serví para prometer que cumpliría mi palabra tan pronto como el Patriarca alzara el arco. La voz de Bhishma portaba a través del campo un himno de muerte. “Vuelve a casa otra vez desprendiéndote de tus máculas; asume un cuerpo radiante de gloria.” Una sobria dicha le colmaba la voz. Entonces, elevando la cabeza al cielo, cantó con timbre reverberante, balanceando todo su cuerpo:

“Toma asiento ahora, oh Yama, en la hierba sagrada, Junto a los prestes de antaño y los Padres,

Que las plegarias de los sabios aquí te traigan. ¡Oh rey, exulta con esta oblación!”

Oí un silencio, y después un viento suspirante de temor y admiración. Contra este trasfondo de sonido, oí mi propia voz, chillona y metálica, rogando a Krishna que me permitiese ser quien tomase la vida del Gran Patriarca. No podía soportar mi voz. Arriesgué la presa que hacía en él y, volviéndole la cabeza hacia mí, obligué a sus ojos a mirarme. Su ira me turbó, pero mi dolor lo hizo desistir. Volvimos al carro. Yo había jurado por mis armas, yo había jurado por la misma Verdad matar al Gran Patriarca, de modo que concentré mis últimas fuerzas. Pero Bhishma, impulsado por el poder de Yama, cayó sobre nosotros con furia ardorosa. Yo gocé de una breve ventaja, antes de que nos paralizase. Éramos ganado en una ciénaga. El sol flotaba como un gran fruto rojo y danzante, resistiéndose a partir. Las invocaciones del Gran Patriarca demoraban la noche, que nos burlaba como hiciera su hermano Muerte. Mis promesas rotas habían desbaratado el universo. Las flechas nos inmovilizaban. Por fin, el sol tuvo piedad y se escabulló ante el espectáculo de nuestras humillaciones. Estábamos todos heridos. Krishna me dio pociones con sus propias manos. Sentíamos el viento frío de la derrota. Krishna no hablaba, pero me daba consuelo con sus acciones. Así como el sol se había negado a partir, ahora se asentó un crepúsculo denso y lóbrego que no quería ceder su puesto a la noche. Me estremecí cuando nos sentamos en el pabellón de Yudhisthira y Krishna me puso un chal sobre los hombros. Las hazañas de Abhimanyu no me traían mayor gozo. Los siete días de victoria eran cenizas en el polvo. En cualquier momento que el Gran Patriarca escogiese arrasaría el campo como un incendio, aniquilándonos otra vez. Y puesto que yo no podía matarlo -todo el mundo veía ahora que yo no podía hacerlo y Krishna mismo tenía que verlo también- el Primogénito preguntó qué quedaba por hacer, aparte de pedir la paz y retornar al bosque. Bhima apoyó la cabeza en las rodillas de nuestro hermano mayor y gimió. Los demás callamos y sólo Krishna rompió el silencio. Estaba desanimado, pero dijo que éramos invencibles y que esto nada podía cambiarlo. Un día de batalla perdido no era la guerra: acabaríamos por matar al Gran Patriarca. Las cejas del Primogénito confluyeron. Sobre su larga nariz, aquella frente alta y noble que nunca se fruncía tenía relieves como los de un lago recorrido por vientos repentinos y opuestos. “Mahatma, el Gran Patriarca se ha convertido en un bosque de fuego. No es falta de Arjuna. ¿Y quién soy yo para hablar de faltas tras los trece años de exilio? No nos mata a los Pandavas, pero abrasa los ejércitos de los reyes que han puesto su confianza en nosotros. Al

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aire arroja todas nuestras estrategias. Virata, Panchala, los Kekayas están perdiendo sus hombres... e hijos.” El Primogénito miró alrededor, a las lonas de la tienda, y pasó su dedo lentamente a través de la llama de una pequeña lámpara. Krishna saltó y en dos zancadas llegó hasta Yudhisthira. Cayó a sus rodillas y le abrazó las piernas, como hiciera Bhima. “No puedo soportar”, dijo Krishna, “que digas estas cosas. Tú eres el emperador de Bharatavarsha. Tú eres el guardián de nuestra tierra sagrada. Y no es porque yo lo diga o lo diga cualquier otro. Lo eres por decreto del cielo y yo me cuidaré de que ese decreto no sea nunca burlado. Te lo aseguro, Yudhisthira, yo mataré al Gran Patriarca.” El Primogénito sacudió la cabeza y se inclinó para apoyar su mejilla en el cabello de Krishna. Aspiró el perfume de su melena y lo abrazó. Unidos en el abrazo, lloraron juntos silenciosamente. “Tú no puedes, Krishna.” “¿No puedo? Yudhisthira, te lo prometo con toda solemnidad, el Gran Patriarca cae mañana. Yo no estoy sujeto al karma. Yo no estoy sujeto por votos kshatriyas o cualquier otra cosa en la Tierra. Arjuna es el arquero más grande de este mundo. Es el guerrero más grande, pero no ha aprendido a matar la compasión... la compasión del tipo humano. Está sujeto por ella. Le desvía las flechas y es lo que lo derrota. La muerte del Gran Patriarca exige a alguien que vea más allá de los lazos terrenales de la lealtad y el amor. Alguien por encima de la compasión. Porque hay una compasión última.” Nos retuvo a todos en el timbre vibrante de su voz. “La ley cósmica matará al Gran Patriarca y lo reabsorberá en sí misma. Soy yo quien lo afirmo, yo mismo.” Sentí refluir mi marea interior. “Yo soy libre, Yudhisthira. Dame tu permiso. De esta forma, la responsabilidad no recaerá en tu hermano. Y no te turbe el que la gente diga que soy adhármico, porque a mí mismo no me importa. Eso dijeron cuando maté a mi tío y luego a Jarasandha. Eso dijeron cuando maté a Sisupala y cada vez que dejo de encender un fuego sacrificial. Pero ¿qué significa eso para mí? Yo he venido a librar el mundo de tiranos. Arjuna es yo mismo. Me arrojaría a una pira ardiente por él. Y sé que él haría lo mismo por mí. Él juró matar al Gran Patriarca. Ahora bien, puesto que Arjuna es mi propio ser, yo lo haré por él. Te aseguro que puedo matar al Gran Patriarca y que lo haré. Soy libre.” La voz de Krishna estaba colmada de lágrimas y de amor y de cosas que no puedo nombrar. Nunca lo había oído hablar de aquel modo. Nadie lo había oído. La noche estaba invadida del ruido de los grillos y el croar de las ranas. Tal quietud había en las mentes de todos los congregados que podía oír a la hierba moverse. Fui consciente de pronto de los árboles en el exterior y de los pájaros, que dormían. Una lechuza ululó y supe lo que decía. Tras un largo silencio, Yudhisthira dijo con infinita ternura, muy despacio, con una voz que llevaba algo de la vibración de la de Krishna: “Tú no estás sujeto por nada, Mahatma. Y sin embargo, lazos más fuertes te atan que a ninguno de nosotros en este pabellón. Sujeto estás, Alma Grande, atado de pies y manos por Amor. Y por ello, si Arjuna te suplica que no ensucies tu nombre, no lo harás. En última instancia, no le negarás nada.” Krishna guardó silencio. El Primogénito le tomó la mano y se la acarició. “No tienes que decirme, Mahatma, que podrías matar al Gran Patriarca y estar por encima de todo arrepentimiento. Yo nunca he dudado de ello ni de que darías la vida por nosotros. No eres sólo el auriga de Jishnu. Eres el auriga de todos nosotros. Nuestro destino está en tus manos. No es sólo él quien te impedirá romper tu promesa de no luchar. Cuando estabas hablando del primer día, me vino el recuerdo de lo que dijo entonces el Patriarca. Al acercarnos a él para pedirle formalmente permiso de batallar, ¿oíste sus palabras? Me dijo: ‘Que la victoria sea tuya.’ Lo dijo tres veces. Krishna, conozco al Gran Patriarca. No le gustan las palabras. No tiene nunca dos en la

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lengua, si una sola le basta. Únicamente hay una cosa que podemos hacer. Vayamos a él y preguntémosle... preguntémosle cómo quiere morir, cómo puede ser muerto.”

Las últimas sombras lóbregas del ocaso se deslizaron a la oscuridad. En el campo enemigo, el Gran Patriarca parecía haber estado esperándonos toda la

vida. Sabía a qué veníamos y nos recibió como a sus libertadores. Yo lo vi en sus ojos. Habían estado mirando fija y ciegamente extrañas profundidades y percibieron que alguien les hacía señas. Nos permitió arrodillarnos ante él y nos alzó luego, aspirando el perfume de nuestras cabezas, no una sino muchas veces. Quizás ningún hombre nacido de mujer pueda enfrentar su fin con indiferencia. Sus ojos se habían hecho más tiernos. En su resplandor vi al muchacho del que había oído hablar: Devavrata, el hijo del Emperador Shantanu, conduciendo su carro principesco, con su moño negro y lustroso colmándole la diadema, bajo la sombrilla de seda. Lo vi marchando a la orilla del río para conseguirle a su padre, Shantanu, la muchacha de la aldea de pescadores que amaba. Ashwatthama siempre decía que olía aquel río de algas y meandros cada vez que escuchaba la historia y veía al príncipe contemplar el mundo con ojos de esperanza y certidumbre mientras ensayaba su noble acción. Era la cabaña de un pescador. Y Satyavati era la hija del jefe de la aldea de pescadores. Dicen que era incomparable y, cuando la conocimos, más de veinte años después, aún tenía trazas de aquello. Era la emanación de un indefinible perfume, un don que le hiciera el sabio. Era la última vez que los ojos del joven príncipe miraban libremente la hermosura de una mujer. Cuando Devavrata dejó la choza, sus hijos estaban muertos, tal como Ashwatthama acostumbraba a decir. Había prometido que no se casaría jamás y que sería célibe. Debió de ser en aquellos escasos instantes cuando sus ojos se volvieron como nosotros los conocimos, del mismo modo que su nombre fue a partir de entonces Bhishma. ¿Cómo puedes mantener un voto semejante a menos que te transformes? Pero ahora no había necesidad de ser aquel que asume un voto terrible. La tentación quedaba atrás para él; la batalla quedaba atrás. El honor y el deshonor quedaban atrás. Todo quedaba atrás para él excepto el momento del que había cantado ayer. Ahora podía ser él mismo, podía ser quien quisiese. Muchos años atrás había tomado el Dharma de la mano y se había casado con él: esta noche, ni siquiera el Dharma lo ligaba.

“Mañana es el último día, pues”, dijo. Nos miró profundamente a cada uno y, cuando llegó a Krishna, sacudió la cabeza y sonrió: “Krishna Vasudeva, no has accedido a liberarme. Me has negado tu Gracia.”

“Gran Patriarca”, repuso Krishna, “para el Gran Bhishma sólo Gracia hay, pero llega disfrazada.” Se sonrieron uno a otro y asintieron con la cabeza. Nosotros nos sentamos alrededor como niños contemplando un espectáculo y esperamos. Más lámparas fueron encendidas. Nuestras sombras danzaron livianas en las paredes de seda. Y ahora se tornó hacia el Primogénito. “Yudhisthira”, dijo, “juré al rey Dhritarashtra por mis armas y la Verdad que lucharía por él. Tú sabes que siempre he querido la paz. ¿Qué otra cosa podría haber sido el objeto de mis esfuerzos, de mi vida? Pero este mundo está lleno de fieras sorpresas. Yo creía que la paz era lo que defendía contra el caos. ¿Y cómo puede haber paz a menos que vivas por el Dharma? Tal era lo que yo creía.” El Dharma del Gran Patriarca era la prisión de hierro de la que Krishna había venido a liberarnos. “Guardé mis promesas”, continuó aquél. “Las promesas son frías amantes, cuando has de combatir a tus nietos.” Se impidió decir más. “Pero ahora todo encaja en su sitio por fin. La oigo llamarme.” ¿Era Madre Ganga o Madre Durga a quien oía? Soltó una parca risa y su mentón le cayó sobre el pecho. Pareció dormitar... o recordar... como un anciano lo haría.

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“Amba”, murmuró, con los ojos cerrados aún. “Dijo que retornaría a por mí y ha vuelto con flechas. Pero Arjuna...”, su cabeza se irguió de golpe. No era éste un anciano. “Yo quiero que sean tus flechas las que me acaben. No es auspicioso ser muerto por alguien que nació mujer.” Apreté mi cabeza contra sus pies, ocultando mis lágrimas. Él me acarició la cabeza. “Prométemelo, Arjuna. He sido privado de muchas cosas.” Se inclinó y me tomó del moño, de forma que tuviera que mirarlo. “Al menos, eso es lo que la gente dice”, añadió con maliciosa sonrisa. “Arjuna debería saberlo mejor que yo pero, de cualquier modo, no me prives de mi cielo guerrero, hijo.” Puse mi mano en la empuñadura de mi espada y juré por todas mis armas que le quitaría la vida con ellas. Me soltó el cabello. “Amba era la mejor de todas, para que lo sepáis. Eran tres hermanas y yo las traje a todas de un swayamvara para mi medio hermano.” Nunca habíamos oído la historia de él y empezó a animarse. “Pero Amba se había prometido al rey Salwa y mi hermano se negó a aceptarla. Ella se volvió contra mí como una furia y dijo que el rey Salwa ya no la querría, que yo la había cogido de la mano y que era a mí a quien correspondía casarme con ella. Tenía unas manos diminutas.” De nuevo la cabeza del Gran Patriarca se le hundió en el pecho. Los recuerdos le habían hecho sonreír. “Acudió a su abuelo y le dijo: ‘Quiero casarme con el hijo del Emperador Shantanu’. ‘Nada más fácil’, le respondió aquél, ‘conozco bien a su Guru. Devavrata ha hecho un voto, pero no es alguien que vaya a oponerse a los deseos de su Guru.’” Me miró a los ojos. “Yo no podía romper mi voto.” Miró alrededor y dijo en tono de definitiva explicación: “Eso era mi vida, un voto que debe ser mantenido.” Las lámparas de ghi revivieron. “Ello despertó la ira de mi Guru.” Se volvió hacia mí. “¿Puedes imaginarte, Arjuna, diciéndole no a Dronacharya?” Soltó un seco chisporroteo de risa y yo reí con él. Era como cuando me sentaba en su regazo y escuchaba sus historias mucho tiempo atrás. “¡Negarle algo a mi maestro en las armas...!” Abrió los ojos y miró directamente los míos una vez más. “Duras tareas te regala la vida.” Era la afirmación de alguien cuya vida había sido un arca vacía, la defensa de una árida paz en un desierto falto hasta de espejismos. Yo sabía que había luchado con su Guru Bhargava y entendía sus palabras. Mañana tendría que matar a aquel que era para mí tanto Guru como abuelo. A veces una persona piensa en ti cuando enfrenta la muerte y se pone en tu lugar. Te da fuerza y fe en la nobleza del hombre. Puede hacer que te olvides de ti mismo. Él vio que yo lo entendía y apartó la vista de mí. Se la llevó al pasado. “Mi Guru tuvo que reconocer que no podía vencerme, así que me abrazó y nos tambaleamos de risa. Esto fue lo peor de todo para Amba. Ella era el orgullo encarnado y no soportaba la risa. No pudo seguir soportando la vida. Se arrojó al fuego, haciendo voto de que me mataría en la próxima vida. Siempre tuvo el acero del guerrero.” Dijo esto cavilosamente. Fue la única vez en mi vida que lo vi resplandecer de admiración por una mujer. ¿Es que el corazón del Gran Bhishma había sido conquistado por el de la fogosa Amba, pues? Quizás era su modo de decirnos, antes de partir, que tenía sentimientos de los que nosotros nada habíamos llegado a saber. Quiso decir, creo yo, que nos amaba mucho más de lo que se había atrevido a demostrar. “Arjuna, nadie en los tres mundos, aparte de ti o Krishna, puede matar a Devavrata, hijo de Ganga. No le dejes esa lucha a Sikhandin y recuerda que he jurado combatir por Duryodhana, así que no creas que te pondré las cosas fáciles.” Cuando partimos de allí, se había introvertido una vez más y estaba sentado, con los ojos cerrados. Silenciosa tenía yo la mente y la batalla en mi interior había terminado. Hay veces en que las palabras no sirven, ni siquiera las lágrimas, ni los ritos, ni los himnos. Tu espíritu mana dentro de ti como una música que, tímida, rehuyera crear. La dulzura conquista a la tristeza y la porta a un mundo más allá del alcance de la mente. Si los hombres pudieran vivir en él, toda contienda se fundiría: la vida como los kshatriyas la

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conocen se desharía como los sueños al alba. Mas, si así fuese, lo mismo le ocurriría al resto de la vida, porque la vida exige poder de formación. Substancia exige el día de los ensueños de la noche. Toda la noche yací en paz, como en los brazos amorosos de alguien: a ratos me parecían los del Gran Patriarca, a ratos creía que debían de ser los de Madre Durga. No le recé a Ella. Ella no necesita plegarias cuando el conflicto está resuelto, cuando la paz es absoluta. Ella te acuna. Y la guerra es otro de sus modos de traer la paz. Cuando has pasado una noche como ésta, el día amanece radiante. El lago junto al que acampábamos estaba undoso con una brisa que lo teñía de plata; el dios del viento paseaba su sonrisa por la superficie del agua y le soplaba besos secretos. Las piedras estaban pulidas por el cristal líquido del lago y las llamas sacrificiales se elevaban sin humo y auspiciosas. Los himnos que sacerdotes y guerreros entonaban surgían de corazones pletóricos, de potentes gargantas. De pie, los soldados miraban adorantes al sol. Algunos cruzaron los brazos sobre el pecho y otros se tocaron los ojos. Y aun otros se inclinaron en yóguicas posturas, frescos y resplandecientes los cuerpos del baño, húmedos los cabellos y las pestañas. Sentí el cuerpo en perfecta armonía y en la mente un sonido como de danza de abejas. Había llegado el momento de hablar con Sikhandin y Krishna lo trajo a mi tienda. ¿Cómo narrar lo que ocurrió entonces? Podría decir que Krishna permaneció sentado, con las piernas cruzadas en el asiento, y habló; que Sikhandin se movió arriba y abajo; que yo me quedé junto a la entrada del pabellón, mirando primero al lago para conservar mi estado interior y volviéndome después hacia él. Era curiosidad lo que me portó de un mundo al otro. Sikhandin había nacido niña; su madre lo ocultó y un Yaksa del bosque lo ayudó a volverse varón. La primera vez que lo vi fue en el swayamvara de Draupadi y fue entonces cuando oí la historia; pero fue el hermano mellizo de Draupadi, Dhrishtadyumna, erguido en su orgullo junto a la hermosura de su hermana, quien atrajo nuestras miradas aquel día. Cuando Krishna le dijo a Sikhandin cómo debía cabalgar delante de mí para que el Gran Patriarca depusiese las armas, sentí dolor, un cuchillo urgándome el corazón. Contemplé a Sikhandin. Noble era su frente. Su cuerpo y su cabello radiaban. En combate, uno podía tener la certeza de que siempre lo hallaría a su lado cuando tuviese necesidad de él. De la pira funeraria a la matriz, había portado todo su odio... del que la mitad era amor. Vi que no le gustaba lo que le pedíamos. Tenía que hacerme de escudo. Ningún guerrero escoge hacer de señuelo. Krishna le recordó entonces que el peligro al que estaría expuesto sería mayor que el de cualquier otro, con todo el ejército Kaurava tras él. Así que aceptó y dejó la tienda. Me volví hacia Krishna y le dije: “Yo odiaría hacer eso también.” “El Gran Patriarca amó a Amba y ella, asimismo, lo amó”, repuso. “Es el amor de Amba lo que lo liberará. El amor de Amba arrojará las flechas de Sikhandin, pero las tuyas son las que deben matar. El amor puede realizar su obra a través del odio. Leyes superiores pueden servirse de lo que tienen a mano para imponer su realidad.” Bhima y yo guardábamos las ruedas del carro de Sikhandin. Creí que el Gran Patriarca no tenía más sorpresas para nosotros. En su último día, me demostró que estaba equivocado. No había manera de confrontar a Bhishma. Donde nosotros estábamos faltaba él. Su carro de plata se escabullía como si sus brutos se rieran de nosotros. Sus tropas se arremolinaban alrededor, creando pantallas de polvo. Y desde detrás de todo ello, el Gran Patriarca exterminaba más hombres que el día anterior. Era su manera de pagar la sal comida. El Gran Patriarca pagó sus últimas deudas el décimo día, la que tenía con Duryodhana y la más antigua, la de Amba. Cuando las flechas de Sikhandin golpearon el carro de Bhishma, éste se acarició la barba como para combatir su ira. Elevó su blanca cabeza y clamó a los cielos:

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“No lucharé con Sikhandin.” “¿Por qué no?”, bramó el joven. Alrededor, toda lucha pausó. “Arjuna, estoy esperando.” El Gran Patriarca estaba ante mí, oculta su flecha por su propia punta de cabeza de serpiente. Era la forma de esperar del Gran Patriarca. Mi mano se abrió. El chasquido de la cuerda de mi arco sonó hueco en mi oído. La saeta silbó junto a la diadema de Bhishma. Su mano se elevó a la aljaba. “¡Delante”, gritó Krishna al auriga de Sikhandin. “¡Escúdanos, escúdanos!” Sentí ira y vergüenza. “No lucharé con Sikhandin”, y la mano del Gran Patriarca que sujetaba la flecha cedió. “¿Por qué no? ¡¿Tienes miedo de mí?!” El auriga del Gran Patriarca había girado en redondo y el viento nos trajo la respuesta a las palabras de Sikhandin. Y rebotó en los corredores del tiempo. “Tú eres aún la criatura que Dios hizo de ti cuando naciste.” La frase estaba dicha con amor, pensé. Desde detrás vi a Sikhandin tensarse. Sus dedos se abrieron... una flecha atravesó el pecho del Patriarca por debajo del hombro. “Arjuna, hijo, son tus flechas las que estoy esperando.” Esto enfureció a Sikhandin. Hizo llover sus andanadas sobre el Gran Patriarca con una destreza que no le había visto nunca y el arco en permanente y completa tensión. Pero Bhishma lo ignoró y, llamándome, trató de calentarme la sangre. Me arrojaba palabras como flechas. “Eres un kshatriya. Pórtate como tal.” El viejo hábito de obediencia aún prevalecía, su voz hechizaba las flechas de mi carcaj, que hacían diana. “Despacha mi alma, Arjuna. Eres tú quien ha de hacerme partir. Krishna y tú sois mis libertadores. No me prives de...” Su cuerpo se dobló y las rodillas le fallaron. Aferrándose al mástil, gritó triunfal: “Así son las flechas de Arjuna. Pican como escorpiones. Venenosas son como serpientes.” Lentamente, se deslizó hasta el suelo gritando en éxtasis victorioso de dolor: “No pueden ser las de Sikhandin. Estas flechas saben a Arjuna. Se beben mi sangre. Como cangrejos que pinzan la carne de su madre, están devorándome.” El chasquido de la cuerda del arco murió en mis dedos. Olas de silencio me respondieron. El campo de batalla esperó. Podían oírse incluso las banderas lejanas fustigando el viento. Miré al Gran Patriarca. Bhishma se irguió despacio. Todo el mundo se inclinó para escuchar. Oscuridad se abrió entre su barba y las palabras surgieron. “Arjuna, deja de ocultarte detrás del hermafrodita. Adelántate.” Sacó la espada y embrazó un escudo pulido. Vi el destello guerrero llenarle los ojos una vez más. Quería estar seguro de morir por mi mano. Pero estaba acribillado de flechas, no tenía necesidad de más heridas. Chorros y goterones de sangre le corrían por brazos y piernas. ¿Cómo podía mantenerse de pie? “Ven, Arjuna, toma un escudo.” Dejó la espada y agarró una jabalina. “Esto te envío.” El guerrero en mí se hizo a un lado. El proyectil golpeó mi escudo y me sacudió hasta los huesos. Los hombres de ambos bandos elevaron sus hurras, pero quedamente. Nos vitoreaban a ambos, por algo que nosotros representábamos y que apenas comprendíamos. Me agaché tras el escudo y tomé la jabalina que Krishna me tendía. El Gran Patriarca la recibió en su hebilla. Débil como estaba, le hizo tambalearse. “Más cerca, hijo mío, ven más cerca”, me dijo. “Ambos tenemos brazos para la espada. ¿Por qué te mantienes a distancia?” No quería tener que tajar al Gran Patriarca y tomé otra jabalina. Antes de poder decidir qué hacer con ella, sentí mi brazo izquierdo sacudido desde el hombro y un calor me fluyó desde el angada hasta la sangradura del miembro. Este disparo llegó con las últimas fuerzas de Bhishma. Aferré otra jabalina y se la lancé al pecho. Nueva energía me recorrió el brazo y el hombro, y me preparé para atacar otra vez. Mi tercera lanza le atravesó la

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armadura por debajo de la clavícula. Él se hundió y, cogiéndose al mástil, se colapsó. Perdió el escudo, que giró repicando hasta asentarse, y se desmoronó de la plataforma. Desde cada rincón partió la noticia de que el Gran Patriarca había caído. “¡Pitamaha ha caído!” El Gran Patriarca había caído de su carro. Era como si el Padre del universo, el Creador del mundo hubiese caído en el polvo. Los tambores y caracolas comenzaron un sonido incierto, y murieron. Las caracolas de la victoria no tenían sentido aquel décimo día. Yo había matado a Bhishma. Había violado el Dharma de una manera que me hacía sentir como si hubiese saltado de un acantilado y estuviese cayendo, cayendo, cayendo. El otro Dharma del que Krishna hablara no extendía red ninguna para mí. Una vez se hace brecha en el Dharma el caos se precipita por ella: imposible es saber qué ocurrirá después. Acaso Krishna encontrase sentido en todo aquello; yo no podía. Desde mi mismo nacimiento, mis padres habían observado el Dharma kshatriya. Cuando mi padre disparó al rishi que tomará forma de ciervo, pagó la consecuencia dhármica y murió de acuerdo con la maldición de su víctima, haciendo el amor con Madri. Creo ahora que lo que me salvó de la locura fue ver llorar a Krishna. Le rebosaban los ojos cuando me miró. No podía hablar. Parecía querer decirme algo. “Vamos a él.” Hice gesto de moverme, pero él me retuvo agarrándome el brazo. Me volví para mirar adonde él miraba. El sol se había hundido y había muchos colores en el cielo, franjas de malva y rosa y naranja fluyendo hacia lejanas vastedades. Un grito escapó de mí. Con lento y majestuoso aleteo llegó un par de cisnes manasarovara, como naves que baten el océano del aire... luego otro par, y otro. De los remolinos del viento venían y venían, con señorial movimiento, en ritmo perfecto. Descendieron sobre el campo y se deslizaron hacia el Gran Patriarca. Krishna dijo que eran dioses enviados bajo este aspecto por Madre Ganga. “Han venido demasiado pronto, sin embargo. Su espíritu no partirá hasta que el sol alcance el Uttarayan.” “¡Pero faltan cincuenta días para eso!” ¿Debía el Gran Patriarca, pues, sufrir en su lecho de dardos hasta el Solsticio Septentrional? Hallamos al Gran Patriarca yaciendo en las flechas con que lo habíamos atravesado. Tenía los ojos cerrados. Los cirujanos se cernían sobre él. Por todas partes alrededor había asistentes que portaban instrumentos, bálsamos y vendas, y se apartaron para abrirnos paso. El auriga del Gran Patriarca lo había acostado. Extendió las palmas y miró al cielo. Despidió a los cirujanos y nos hizo llamar. Ya no era Devavrata, ni era el Gran Patriarca. Ya no era Bhishma. Era por fin aquello de lo que sólo habíamos oído hablar. Era un Vasu que retornaba a los Vasus. Su karma estaba agotado. Sus hermanos Vasus lo esperaban con Madre Ganga, entre los picos de la Morada de las Nieves. Uno estaba tentado a pensar que, habiendo salvado la corona y mantenido tanto tiempo la paz, habiendo gobernado el tesoro, aconsejado a los reyes y soportado a Duryodhana, además de sus votos severos, podría haber partido con menos penalidades, con tapasya menos atroz. Pero él insistió en que mis flechas fuesen su último lecho. Contemplé con pavor el monstruoso espectáculo y no pude ni hablarle ni llorar. Los guerreros de los carros de ambos bandos formaban ahora un muro compacto alrededor. Los cirujanos habían vuelto a acercarse, pero él los detuvo. “Físicos, estad en paz. He logrado la meta del kshatriya. Éstas son las flechas de Arjuna que me llevarán al cielo. Me acompañarán hasta el fin.” Los físicos hicieron pradakshina y se retiraron. Levanté la cabeza para hallar a Duryodhana, bañado en lágrimas. Karna estaba junto a él. Nuestros ojos se encontraron y las miradas rebotaron una contra otra. El dolor de Karna lo había dejado desnudo. Éste era un hombre que yo no había visto nunca. Era como cuando nos encontramos en tierra de nadie para fijar el código de batalla y tuve que apartar la vista para no caer de pronto en un sentimiento de amistad hacia él.

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“Arjuna.” Era el Gran Patriarca. “No quiero sus almohadones de seda. Hazme un apoyo para la cabeza digno de un guerrero.” Krishna le sostuvo la cabeza mientras yo hincaba tres profundas flechas en el suelo. Sobre ellas reposó la cabeza de Bhishma. Cuando volví a alzar la mirada, Karna había apartado el rostro. Los ojos del Patriarca se movieron de lado a lado. “Os estoy agradecido, Señores de los Hombres, que os habéis congregado para la caída de Bhishma.” Sonrió y, con cortesía, nos preguntó cómo nos encontrábamos. Después, tal como había hecho toda su vida, nos habló de paz. “Duryodhana, hijo mío, que la caída de tu Comandante sea la base de un siglo de paz.” El muro de hombres se cerró para escucharlo. “Cuando parta, que la paz deleite a tu pueblo. Que un rey abrace a otro, un primo a otro, a los sobrinos los tíos.” Los hombres alrededor exhalaron, un suspiro común de nostalgia. Duryodhana lloraba e inclinó la cabeza para tocar los pies del Gran Patriarca. “Da la mitad de tu reino a los Pandavas.” La cabeza de Duryodhana no se levantó, se tensó por el contrario. Siguió un silencio de repudio. Por fin, se irguió para realizar la pradakshina y permaneció tras la cabeza de Bhishma, donde éste no pudiera verlo. Por un rato, no hubo más que silencio, como una bendición. Después, como un suspiro: “Krishna.” El Gran Patriarca parecía dormir. Su pecho, cargado del peso de las flechas, se elevaba y contraía. La noticia se difundió rápida por el país: el Gran Patriarca había caído. La noche avanzaba mientras hombres jóvenes, muchachas, ancianos y niños venían, como si todas las criaturas del ancho mundo se congregasen para saludar la puesta de un sol que no volverían a ver jamás. Los armeros, músicos, cocineros, artesanos, los lavanderos y los sirvientes y los físicos, acudieron para un último darshan. Los soldados vinieron sin sus espadas. Ambos bandos se aproximaron juntos, dormida toda enemistad. Todos pasaban en fila rodeándonos. Tres veces la fila del pueblo nos rodeaba para extenderse por el campo de batalla oscureciente. Toda la noche y toda mi vida habría de oír aquel sordo arrastrarse de los pies por el polvo negro de sangre. El Gran Patriarca lo soportaba como un dios de la paciencia. Pero en mi mente yo le oía decir: Mi cuerpo es un solo fuego y siento un desvanecimiento en todo mi ser. Sus labios se abrieron: “Agua, Arjuna.” Un centenar de manos ansiosas empezaron a ofrecerle agua. “Arjuna, tú eres quien sabe qué agua necesito yo.” Guarda silencio ahora, dijo dentro de mi mente y me mostró dónde debía disparar mis flechas. Oí el mantra e hinqué tres flechas hondas en la tierra, un poco a la derecha de Krishna. Agua dulce brotó del pecho de Madre Ganga para lavarle el rostro y colmarle la boca. Bebió y habló para que todos los oyesen: “Duryodhana, haz la paz antes de que más de tus hermanos mueran. Pacta la paz y vive en armonía.” El aire penetraba en él con dificultad y silbaba al salir como serpientes heridas. Aun en su dolor hablaba de paz. “Fructífera será para el futuro de vuestras dinastías. Rendid la ira.” Los ojos de Duryodhana estaban secos. Pasado un rato, el Gran Patriarca suspiró. “Así sea.” Gradualmente, levantó la mano. Era un gesto de despedida. Me senté con las piernas cruzadas junto a su cabeza y me incliné sobre él. Tenía tan prietos los labios como los ojos. Sentí un silencio acumularse en mi mente. No era un silencio vacío. “Arjuna, cuando haya dejado este cuerpo, no pierdas el tiempo con remordimientos. Tú me has liberado. He estado esperando esto desde mi nacimiento. Éramos los Vasus y había ocho de nosotros. Nunca quisimos venir a la Tierra, pero acciones de otras vidas nos hicieron volver. Teníamos que venir. Nuestra Madre Ganga liberó a mis siete hermanos en cuanto nacieron. Mi padre juró que nunca cuestionaría sus actos. Estaba enamorado de ella y,

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olvidando que era humano, tal cosa prometió.” Hubo una pausa que fue un suspiro. “Hay un hambre que es mayor que el ansia por una mujer profundamente amada. Uno aprende a conocerla después de hacer el voto. Es el hambre de hijos. Ganga es una diosa que no puedes sujetar a la humana necesidad. Cuando mi padre le preguntó por qué arrojaba sus criaturas al río, la vida fluyó de ella.” En mis pensamientos vagué por los instantes de su vida hasta que él me reclamó. “El día en que me llamaste padre, esa hambre se apaciguó en mí.” Tales palabras me hincaron dardos de silencio en el alma. No podía hablar ni pensar. Tenía una dulzura en la mente, mi corazón estaba envuelto en seda y, mientras le acariciaba la mano, imaginaba Hastina sin él. Íbamos a matar a los hijos de tío Dhritarashtra y el Dharma de mi hermano lo obligaría a servir a nuestro tío como un hijo. Mi corazón se rebeló. ¡Nunca más para mí la parafernalia de un rey! ¡Nunca más los tronos tachonados de gemas y las invitaciones a partidas de dados! Antes vagaría toda mi vida como un yati de peregrinación en peregrinación y, al final, ascendería a la Morada de las Nieves hasta que me desprendiese de mi forma. Mejor yacer sobre flechas que dormir en lechos dorados con un ojo puesto en la puerta y el oído escuchando al mensajero que te llama a la partida de dados otra vez. Si sólo pudiese irme a Dwaraka con Krishna. “Hay otra suerte de voto, un propósito que traemos con nosotros a la vida”, dijo el Patriarca en voz alta. “Tú eres un Pandava, uno de cinco. No puedes cortarte un dedo sin dañar la mano a la que pertenece y a ti mismo. Tú naciste con un propósito. No debes traicionarlo. Krishna mismo te lo dirá.” Mi mente quedó en calma como si el Gran Patriarca se hubiera retirado. La rebelión refluyó. Y cuando se hubo agotado, la voz de Bhishma en mi cabeza comenzó otra vez. En el Primogénito está la semilla. Pero sin Arjuna nunca prosperará. Es mejor morir haciendo lo que debes que vivir realizando la tarea de otro. Hubo un silencio dentro del silencio, como si el alma del Gran Patriarca viajase hacia lo alto. Me arrastraba con ella al remontar el vuelo. Las palabras eran más débiles ahora, como si nos acercásemos a una región donde el lenguaje fuese vacío. Pero otra cosa cobraba fuerza, una presencia ante la que se inclinaban los dioses. Las estrellas habían salido. El mundo aguardaba. El Gran Patriarca movió los labios. “Dame de beber otra vez.” Le di agua. Bebió el espíritu de su Madre, que había venido a él. Y ahora la sentí cerca. Era su mantra el que había disparado mis flechas para hacer brotar el agua oculta en el terreno. Toda la noche ardieron los fuegos sacrificiales, fueron ofrecidas oblaciones y cantados los himnos. La mañana nos trajo a los mensajeros de Duryodhana, portadores de insultos: Bajo el liderazgo del Santo Brahmín Dronacharya, las fuerzas Kaurava nos aplastarían, destrozarían hasta el último carro y su ocupante. El campo del Kurukshetra quedaría cubierto de nuestros miembros cortados. El nombre de Arjuna sería maldito para siempre jamás por haber matado al Gran Patriarca, el hombre más noble que hubiera vivido nunca y que se había negado a sí mismo, por el bien del reino y de todo el pueblo, las legítimas recompensas de la vida. Nuestro nombre sería vilipendiado y se le consideraría sinónimo de la más baja traición. Teníamos que prepararnos para caer en las fauces abiertas de Yama. Nuestro sacerdote haría bien en empezar a practicar todos los himnos fúnebres. Las amenazas apuntaban principalmente a mí, pero lo que yo oí por encima de todo lo demás fue que Dronacharya había sido escogido como Comandante. Nunca habíamos dudado de que Karna sucedería al Gran Patriarca. Dronacharya era un hombre más fiero que Karna y poseía todos los astras. Era mi Guru. Ahora tenía que disponerme a matarlo a él también.

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Como todos los mensajeros que nuestro primo enviaba, éste mantuvo un ojo puesto en Bhima, no fuera que la provocación lo enfureciese hasta el punto de golpearlo. Pero los mensajeros son sagrados. Dimos órdenes de que fuera alimentado y que recibiese buen vino... un vino que le gustó tanto como para contar esta historia:

Cuando Duryodhana pidió a Karna que escogiese una vyuha para el undécimo día, éste dijo que había estado apartado del campo de batalla demasiado tiempo para conocer nuestras tácticas. Dronacharya habría de servir mejor a Duryodhana como Comandante... y le cedía su posición. Los relatos de la nobleza de Karna me irritaban. Odiaba hallar en él alguna bondad.

El mensajero Kaurava bebió tanto vino que pronto nos dio más noticias de las que nos habíamos atrevido a esperar. En la medida en que pude reconstruir la historia, Duryodhana había cubierto a Karna de tantos elogios cuando cedió ante nuestro Acharya que Drona, picado en su orgullo, delante de todos los hombres, con gran ostentación y como un dios dadivoso, invitó a Duryodhana a pedir cualquier deseo que quisiese. La ejecución del mismo sería su acto inaugural como Comandante Kaurava. El oropel de semejante ofrecimiento nos habría hecho reír de no haber sido por la petición de Duryodhana: “Captura vivo a Yudhisthira.”

Dronacharya dijo que su labor era dar muerte en el campo de batalla, no jugar al gato y al ratón. ¿Y para que quería Duryodhana vivo a nuestro hermano? Lo quería, dijo, para jugar otra partida de dados con él, de forma que pudiera enviarnos al exilio en el bosque trece años más.

Lo que el mensajero había temido acabó entonces por ocurrir: Bhima saltó sobre él para estrangularlo. Tuvimos que sacárselo de encima, pero no antes de que Bhima le encajase una patada en el trasero que hizo a Yudhisthira gritar:

“¡Por Dios, es sagrado, es un mensajero! ¡Estoy avergonzado de ti!”

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CAPÍTULO 8 El de hoy era otro campo de batalla, una caverna vacía y oscura sin su león. El Dharma había partido de él. Lo pesado de la atmósfera habría aplastado mis fuerzas, si no hubiera sido por la bandera de Karna, tremolante en la brisa. Su emblema del elefante volaba muy por encima del resto de las oriflamas y se movía con la gracia perezosa que formaba parte de la arrogancia de Karna. Aun antes de que las caracolas sonaran, sentí una desesperada necesidad de destrozarla. Duryodhana era un perverso patán, pero sin Karna para provocarlo y apoyarlo ninguno de nosotros estaría aquí y el Gran Patriarca no yacería sobre flechas. “No puedo esperar”, le dije a Krishna, “a borrar esa bandera de suta.” “Todo el mundo lo sabe y eso es todo lo que voy a dejarte hacer, porque vamos directo a Dronacharya.” Yo era un tigre acorralado y exploté. “¡Diez días he esperado y parecerá que huyo de él!” “Incluso aunque todo el mundo te mirase -cosa que no es así-, esta guerra no es para proteger tu vanidad, sino para devolverle el reino a tu hermano mayor. Hemos de ver muerto a Dronacharya antes de que cautive a Yudhisthira. Su destino no es pasar otros trece años de exilio en el bosque.” “Si su destino...” “A menos que tú lo escojas así.” “Dronacharya nunca se rebajará a eso.” “Eres un crío absoluto en lo que a Drona concierne. No tiene que rebajarse a nada. No tiene más que capturar a tu hermano y hacer entrega de él. Duryodhana y Sakuni, sin rebajarse, jugarán otra partida de dados con él y lo mandarán al bosque.” Vi que el rostro de Krishna era una puerta cerrada para mí. “Si Bhima se hubiera aguantado el golpe un minuto más, nos habríamos enterado de sus planes”, insistí. “Según nuestro beodo amigo, Dronacharya, como un dios, otorgó delante de todos los generales el don de capturar a Yudhisthira. Cuando Drupada lo humilló, pasó años de su vida preparándoos para llevar a cabo su venganza. Su vanidad es casi peor que la tuya.” Éstas fueron las palabras más duras que había recibido nunca de Krishna. No me apaciguaron, sino que alimentaron el fuego de mi ira. “Sea como sea, mataré a Karna.” “Primero a Dronacharya.” “No.” “Te digo que el camino a la muerte de Karna pasa sobre el cadáver de Dronacharya. ¿No te das cuenta de que debe de haber jurado guardar la vida de Karna con la propia?” Krishna conocía los corazones de los hombres. Fue Virata quien combatió a Karna en el primer enfrentamiento del día. Dronacharya se precipitó hacia nosotros como una ciudadela fortificada por todas partes y escupiendo flechas a derecha e izquierda. Carro tras carro seguía su estela. Los guió directo hacia el Primogénito con su energía, un cordón de plata que uno no podía ver pero sentía. El hijo de Karna estaba cerca de él y habría atravesado nuestras líneas, si no lo hubiera detenido el hijo de nuestro Nakula. Por la comisura del ojo vi que tío Salya había caído sobre Abhimanyu, que lo privó de sus caballos y de su auriga. Debió de provocarlo verbalmente, porque Salya corrió hacia él, gritando, con la maza alzada y el rostro desencajado. Aunque Abhimanyu se reía, no era asunto de risa, porque su oponente era como Bhima con la maza y uno de los tres mejores luchadores del país. En lugar de dispararle, mi hijo se permitió mofarse de él. Perdió

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demasiado tiempo riendo y, cuando finalmente se llevó la flecha a la oreja, tío Salya había saltado ya y le destrozaba el arco. Krishna y yo corrimos hacia allí, pero Bhima llegó primero. Corrió la nueva y todo combate cesó alrededor. Bhima agarró a tío Salya por la pierna y con táctica de lucha libre lo tiró del carro. “¡Pelea con alguien de tu tamaño!”, gritó mientras ambos se movían en cautos círculos uno alrededor del otro. “Lo Kauravas y tú tenéis ideas parecidas de cómo tratar a un sobrino.” El rostro de tío Salya era mortífero. Dio un amplio golpe con la maza; Bhima lo eludió. El tío se le acercó rugiendo. Los dos continuaron trazando sus tremendos mandalas. Estaban tan equiparados que la tensión mantenía invariable la distancia entre ellos. Bhima, cuando vio que tío Salya se había dominado, empezó otra vez. “¿Por qué no compones un shastra con tío Dhritarashtra sobre cómo tratar a los sobrinos?” Los soldados dejaron oír murmullos de mofa y Salya golpeó otra vez. Su maza se destrozó contra la de Bhima. Sin una mirada, agarró la nueva maza que le tendió su auriga. Se movieron en círculos más estrechos ahora, maza contra maza. El ardor rabioso de tío Salya se había consumido; mostraba un rostro frío y letal. Las mazas estrepitosas sonaban como truenos, excepto cuando hallaban carne y hueso. A mí nunca me había gustado esta arma, y menos que nunca ahora. El tío descargó un golpe en el hombro derecho de Bhima y, entonces, girando sobre sí mismo, se apartó. Vi sangre brotar del rostro de Bhima. Éste mantuvo su posición y se burló: “¿Con qué te ha cebado Duryodhana para ponerte fuerte?” Salya dio un gran salto en el aire para aplastarle la cabeza a Bhima con la maza. Pero Bhima lo evitó y el arma golpeó la propia rodilla de su oponente, que cayó de hinojos. Mi hermano se le vino encima, aullando, pero tío Salya le hizo una zancadilla. Los hombres empezaron a instigarlos. “¡Bhima de cintura lobuna!” “¡El Tigre de Madra!” “¿Creíste que te harían Comandante?”, lo azuzó Bhima. “También a ti te engañaron. ¿Es que no aprendiste nada de la partida de dados? ¿Te fiaste de ellos?” Y todo el tiempo tejían mandalas de combate uno en torno a otro. “Tenías que habernos preguntado a nosotros, tío, te habríamos avisado. Los Kauravas no son demasiado honestos. Lo suyo son ciertos trucos sucios. Sus diversiones son sospechosas. Las casas en las que te meten arden de pronto. Yo no me fiaría de ellos, tío.” Las tropas Kauravas reían también. Animado por ello, Bhima lo arrulló: “Ven, Comandante Salya, que te dé un beso.” La maza de Bhima encontró el angada de su rival. “¡Devuelve el beso!”, chillaron los Kauravas. Algo ocurrió entonces más rápido de lo que mis ojos pudieron seguirlo. Oí el ruido y vi la centelleante espiral del hilo de cobre que adornaba la maza de Bhima saltar al cielo. El movimiento poseía tanto la belleza de repentinos fuegos de artificio como la audacia de una exhibición acrobática, pues la maza de tío Salya salió volando por encima de su hombro y, después, voltereteando, se elevó y trazó un arco a través de una nube antes de caer otra vez. Uno de nuestros soldados corrió a cogerla y la entretuvo en malabarismos que despertaron fuertes aclamaciones. Sin sus armas ahora, Bhima y Salya se acecharon en círculos precavidos. Entonces Bhima cayó sobre su enemigo y empezó el combate con manos desnudas. A un nuevo timbre se elevaron las voces. Bhima, hundida la cabeza, tenía a tío Salya en su abrazo del oso. Su rival trataba de liberarse. Hinchados los bíceps, las venas del cuello y las sienes parecían a punto de estallar. Tenía los brazos pegados a los costados y Bhima lo sujetaba con una presa de piernas. Parecía que no podía durar, porque la fuerza de los brazos de Bhima era capaz de cortarle a cualquiera la respiración. El rostro de tío Salya se amorató por la congestión, pero éste no había conquistado sin motivo su reputación de luchador. Se arrojó sobre su espalda,

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flexionó las piernas y pateó con ellas hacia arriba. Bhima voló por detrás de él, girando justo a tiempo para saltar sobre sus manos en lugar de caer de cabeza. Volvieron a arrostrarse y, en agachada posición defensiva, aguardaron. Bhima entonces hizo el salto del tigre, pero tío Salya era más rápido. Al echarse a un lado, Bhima perdió la presa en él antes de tenerla bien establecida y se tambaleó hacia atrás. Su enemigo cargó contra él para embestirlo con la cabeza, pero antes de que pudiera hacerlo Bhima se había recobrado. Flexionadas las piernas y firme como un peñasco, hizo presa en el cuello de Salya. Éste deslizó una pierna tras la rodilla de su rival, lo empujó y ambos se desplomaron retumbando al suelo. Tío Salya quedó encima de mi hermano. “¡Bhima, hijo de Pandu!”, gritaron los hombres. “¡Bhima, Bhima, Bhima!” Hinqué los dedos en el brazo de Krishna sin saber lo que hacía. Bhima, que acabara con Jarasandha de Magadha y estrangulase a Kichaka, yacía desvalido. Pero, de pronto, rodó hasta montarse sobre tío Salya y le apretó la tráquea mientras se agarraba a su espalda con las piernas. Ahora tenía que terminarlo. Empecé a respirar otra vez. Habíamos oído siempre que Balarama y nuestro tío Salya eran los dos únicos que podían encontrarse con Bhima en la palestra, pero yo no lo había creído hasta ahora. Salya consiguió liberar una rodilla y giró hacia un lado. Rodaron sobre la mugre una y otra vez, primero con Bhima encima y Salya después. Bhima empezó a golpear la cabeza de su rival contra el suelo. La sangre manó al polvo. Las cabelleras de ambos contendientes estaban sucias de la mezcla. Intentaban levantarse, sujetos uno en la presa del otro, tambaleándose adelante y atrás. Ahora Bhima tenía un pulgar en la tráquea de Salya. Los brazos de nuestro tío cayeron a sus costados y luego él se desplomó como lino. Bhima mismo tartaleó hacia un lado, golpeándose con el puño el pecho abierto. Pero antes de que pudiera tornarse para acabar a tío Salya, el carro de Duryodhana se llevó al caído. Sonaron las caracolas. Tambores y címbalos se volvieron locos. El Primogénito estaba guardado por Dhrishtadyumna y Satyajit, que le habían hecho voto de sus vidas, pero Karna despistó a Dhrishtadyumna mientras Dronacharya atravesaba nuestra segunda línea defensiva. Krishna volvió las cabezas de nuestros caballos. Con gélido horror, me descubrí disparando a mi Guru. Lo hicimos retroceder. Aunque odié a Dronacharya entonces, no me trajo contento mi victoria. Devoción en desprecio convertida es cosa amarga. Si era el peón de Duryodhana y de Sakuni, no volvería a llamarlo Guru. Mi ira me ayudó a derrotarlo una vez más aquel día, lo que le valió el desdeño de Duryodhana delante de todos sus generales. Como un chiquillo díscolo fue reprendido por su vanidad al hacer promesas que no era capaz de cumplir. Dronacharya replicó furioso que no podía combatirnos a todos a la vez. Cuando oí del severo intercambio de palabras, de su humillación, el sentir de mi corazón me dijo que era mi Guru aún. Un nudo nos ligaba y no podría soltarse. Prometió que, si se me mantenía alejado de él, mostraría el valor de su palabra. En esta promesa quedó sellado el destino de Abhimanyu y el de Jayadratha. No es en las academias militares donde las batallas nacen. Se forjan en el fuego del orgullo y en la ira de los corazones de los hombres. Duryodhana miró alrededor y preguntó entonces quién me despacharía por la mañana. Mis enemigos jurados, los cinco hermanos Trigarta, se adelantaron e hicieron voto ante el fuego sagrado: si no lograban eliminarme, se inmolarían a sí mismos. Tales nuevas recorrieron el campo Kaurava como un caballo desbocado. Pronto, sin embargo, galoparon hasta el nuestro.

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CAPÍTULO 9 Krishna y yo nos disfrazamos para cruzar las líneas aquella noche, armados con arcos y espadas Trigarta, embozados en nuestras ropas. El hombre que nos precedía dijo: “Arjuna muere mañana.” Krishna se lo murmuró al centinela y lo siguió. Creí que el centinela me reconocía, así que dije rápidamente: “Arjuna muere mañana.” Pero aquellas palabras me pusieron la carne de gallina. El campamento estaba silencioso, pero la contraseña era un eco en la gruta de mi cabeza vacía. Miles de hombres habían dicho: “Arjuna muere mañana.” Tiempo atrás Dhaumya me había explicado que es la repetición lo que da fuerza al mantra. El lugar estaba cubierto de hombres sentados sobre la hierba sagrada de kusa y muchos más venían detrás de nosotros. Los Malavas, los Tundikeras, los Mavellakas, los Lalitthas y Madrakas... todos habían acudido a hacer el voto. Miré alrededor encubiertamente, me senté después y cerré los ojos. Ésta era otra suerte de batalla. Una pesantez descendió. Podría haber perdido los sentidos entonces, si Krishna no me hubiera posado la mano en el brazo. Por todas partes en torno a nosotros, los hombres se frotaban el cuerpo con ghi. Krishna me pasó el cazo. Me esparcí ghi por el pecho despacio, como uno se lo haría a un cadáver. Algo más allá, los sacerdotes cantaban bendiciones ante el fuego sagrado y oí una voz elevarse por encima de todas las demás: “Si huimos del campo o volvemos de la batalla mientras Arjuna vive, que todos descendamos a los reinos oscuros del Infierno.” Miles de gargantas lanzaron la desafiante cantinela a los cielos. Los astros escuchaban. Sentí desjugado mi coraje, como agua que escapa de un jarro resquebrajado. “Que aquellos que huyan merezcan el castigo de los asesinos de brahmines, las regiones a las que descienden los discípulos que duermen con las mujeres de sus gurus.” Me estremecí. “Los reinos que heredan aquellos que comen la sal de un rey y se muestran desleales.” “Los reinos que heredan aquellos que se permiten la lujuria los días de sraddha.” “Los reinos de aquellos que degradan su Atman.” “Los reinos de aquellos que abandonan el fuego sagrado y a sus padres y que yerman un campo fértil.” “Los reinos que heredan los asesinos de los que acuden a ellos buscando refugio.” ¿Por qué me había traído Krishna aquí? Krishna estaba sentado en profunda meditación. Contemplé el campo. Había una terrible belleza en las lámparas innumerables, parpadeantes, que encendían los rostros de los juramentados. La brisa nocturna las inclinaba hacia el este. Los hombres empezaron a desfilar ante la llama sagrada. Tocaron agua con los dedos. Krishna me puso su palma derecha en la espalda. Sentí calor y un hormigueo en la espina dorsal. Luego, desde su base, ascendió un constante fuego. De pronto, mi fuerza revertió. Animó mi cuerpo, mente y corazón. Internamente hice el voto: Arjuna vive mañana. Arjuna pelea mañana y nadie lo acabará. Sabía ya por qué me había traído Krishna. Cruzamos las líneas de vuelta a nuestro campamento. De Satyajit, príncipe de Panchala, se podía esperar que guardase a Yudhisthira con su último aliento. Para Satyajit, nuestro hermano era no sólo Rey, sino Señor del Cielo. No necesitaba un voto para morir por él. Krishna arengó a los hombres:

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“Os habréis enterado, hermanos míos, que los Trigarta han jurado matar a Arjuna, lo que no es cosa fácil. Los juramentos son importantes cuando uno está asustado. Esos hombres hicieron bien en tocar agua y untarse el cuerpo con ghi. ¿Sabéis por qué hubieron de hacerlo?” Y con su mímica, representó a hombres temerosos frotándose los miembros. Nuestras tropas rieron y gritaron de dicha. “¡Tienen miedo!” “Están aterrorizados”, dijo Krishna. “Tienen que servirse de sus juramentos para no huir del campo de batalla. Han invocado los infiernos reservados a los asesinos de refugiados, a los que yerman tierra fértil, a los que comen de la sal de los reyes y les pagan con deslealtad. “Cosas semejantes son impotentes contra la pureza del Dharma. Durante trece años del exilio, los Pandavas han mantenido su voto. Pero ¿qué fuerza, qué poder, portan los votos de los hombres asustados? ¿Qué es una noche comparada con trece años de Dharma y verdad?” Nuestras huestes escuchaban arrobadas. “Nosotros no necesitamos juramentos. Ya sabéis que Dronacharya se ha jactado de que capturará al Dharmaraj para hacerle jugar otra partida de dados.” El murmullo de protesta se convirtió en rugido. Él lo hizo cesar con la mano. “Yo no creo que vayáis a proteger al Rey Yudhisthira con vuestras vidas. Yo sé que vais a hacerlo.” Las voces clamaron entonces: “¡Así será, así será! ¡Ni una sola gota de su sangre caerá!” “El rey Duryodhana lo querría en el bosque otros trece años, y luego otros, y otros más.” Los rugidos se hicieron trueno. La voz de Krishna se elevó sobre el estruendo. “Si Arjuna guarda al Rey, nadie puede capturarlo, así que han buscado una forma de alejarlo. Cada uno de vosotros tiene que ser un Arjuna. Cuidaos de que Satyajit esté siempre cubierto, es él quien cabalga delante del Rey.” Hicimos prometer a Yudhisthira que, si Satyajit se perdía, retornaría al campamento. Krishna entonces se irguió sobre el asiento del auriga y sopló notas de victoria como si hubiésemos ganado ya la jornada. Muchas cosas extrañas ocurrieron en la guerra del Kurukshetra. Pero lo que sucedió con los Trigartas aquel duodécimo día de batalla está impreso al fuego en mi memoria. Los Trigartas combatían por su salvación. Había fiera lucha cuerpo a cuerpo pero, cuando Krishna sopló su caracola y pronunció cierto mantra, los Trigartas se lanzaron uno sobre otro. Para ellos, cualquiera que enfrentaban era Krishna o Arjuna. Krishna no dio mayores explicaciones, aparte de decir: “Era el darshan que les dedicábamos y una bendición.” Maltratados pero triunfantes, retornamos al mediodía a proteger a Yudhisthira, pero éste se hallaba en su tienda. Una vez más, Drona había atravesado nuestra primera y segunda líneas defensivas como una fortaleza de metal arrojando diluvios de flechas y seguido por filas y filas de carros. Igual que patos salvajes en medio del aire, su formación era invariable. Nuestro Guru se aproximó tanto al Primogénito que Satyajit saltó al carro de Drona lanzando cuchilladas con su hoja. Dronacharya, que tenía ojos en el cuerpo, lo había percibido y Satyajit cayó sobre su espada con el pecho por delante. Este sacrificio dio tiempo a Yudhisthira de volver grupas y huir. Decían que se aproximó a Drona, dispuesto a saltarle encima, pero que los Kekayas, Dhrishtadyumna y sus hermanos, y Virata acudieron a impedírselo. Satanika, el hermano de Virata, perdió la vida en la defensa. Prativindhya, el hijo de Yudhisthira, galopó a rescatarlo en un caballo de Sindh, portando otro para su padre. Entonces, mientras Sikhandin y Satyaki tenían ocupado a Dronacharya, el Primogénito saltó al corcel y partió del campo con Prativindhya. Más de dos veintenas de nuestros jinetes se cerraron alrededor para escoltarlos. Una docena cayó por las flechas de Drona, pero Yudhisthira alcanzó el campamento sano y salvo.

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Nada pudo detener a nuestro Guru después de aquello. Estaba en todas partes. Nuestras fuerzas tuvieron que dispersarse. Emergiendo del caos, Bhima hizo girar en redondo su carro para enfrentar al enemigo, gritando a la caballería que lo siguiese y dando la vuelta a la batalla con ello. Nosotros llegamos, en aquel momento, del sur del campo para darle apoyo y hacer retroceder a Drona. Nada debería habernos detenido entonces, pero Bhagadatta lo hizo. Apenas puede creerse que un solo elefante logre contener a un ejército, pero Supratika, recordando a Bhima y con berridos de malicia, cayó sobre su carro. Creímos acabado a Bhima. Éste, sin embargo, se había escurrido por debajo de la bestia y lo atormentaba con la táctica del anjalikavedha, del que yo sólo había oído hablar en la academia. Le apaleó los testículos hasta que el pobre animal giró como rueda de alfarero. Cuando Bhima finalmente surgió de debajo del elefante, aquella trompa larga y grande lo alcanzó y metió debajo otra vez. “¡Bhima está muerto!”, se elevó el grito una vez más. “¡Príncipe Bhima!” El Primogénito, superando a Satyaki e irrumpiendo a través de su guardia personal, atacó al rey Bhagadatta. Las flechas de Yudhisthira no hicieron más que dañar el castillo y herir al cornac. Supratika sabía exactamente qué hacer. Cargó directamente contra Satyaki y convirtió su carro en un montón de madera partida y retorcido metal. Satyaki saltó. Bhima emergió y corrió hacia él. Supratika extendió la trompa, levantó a Bhima y lo habría estampado mortalmente en el suelo, si Bhima no le hubiese golpeado la frente con el puño. Luego, se agarró de la inmensa oreja del animal, se zafó de la presa y se deslizó al suelo. El elefante se precipitó sobre nuestro mandala protector. Era lo que yo había temido. El enemigo era Supratika. “¡Abatid al elefante!”, grité. Con la trompa extendida y las orejas hacia atrás, Supratika aplastó los caballos de Satyaki. Satyaki saltó al carro de Abhimanyu y ambos dispararon a la bestia, pero la masa de su armadura de acero, hacía inocuas nuestras flechas más contundentes. Krishna acercó posiciones. Sentí el aliento del animal en el cuello y los brazos, y olí sangre caliente. Evitando la trompa, que se nos venía encima, aferré la más larga de mis lanzas. De pie en el asiento del carro y agarrado al mástil, la arrojé con toda la fuerza de mi brazo derecho a través de la malla de oro. Vi la sien crujir y apoyarse fuerte contra el arma. La hinqué más aun y, cuando el animal retrocedió tambaleándose, disparé una flecha al cuento de la lanza para hundirla todavía más. Bhagadatta clavó espuelas a su montura incitándola a volver la cabeza hacia nosotros pero, con un berrido lastimero, la gran cabeza se agitó a uno y otro lado para librarse del proyectil. Entonces pausó y, como un monte portentoso, se vino al suelo. Hincados en la tierra quedaron sus colmillos. Bhagadatta gritó: “¡Supratika, Supratika, mi amigo, mi guerrero!” Luego se recostó en su destrozado varandaka para disparar contra nosotros. Parecía como si diez años le hubieran arrasado el rostro, y otros diez después. De sus ojos llovían lágrimas. Mi flecha le atravesó la frente y el arco y las flechas se le escurrieron de las manos. Cayó al suelo y, yaciendo prono, apoyó su mejilla contra la oreja derecha del elefante y le habló. La lucha refluía. Grité pidiendo tregua: “Acharya, están muriendo. Permítenos hacer pradakshina a Bhagadatta y Supratika.” Drona guió el desfile. En silencio, todos los carros, elefantes, caballería e infantería se movieron en círculo en torno a ellos mirándolos sin cesar, mientras los espíritus de estos dos reyes dejaban los cuerpos. Bhagadatta trató de levantar el brazo en signo de salutación. Cuando los cirujanos irrumpieron a través del círculo, descubrieron que no les quedaba nada por hacer y se unieron a la pradakshina. El día se ganó, pero el sol poniente encontró a Dhrishtadyumna dando batalla aún a Dronacharya. Sus arqueros formaban alrededor una masa tan compacta que nadie podía

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aproximarse. El sol encendió la orla de una última nube. Era un barniz rojo y oro. Palideció y acabó por atenebrarse.

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CAPÍTULO 10 Krishna me dijo una vez, y lo dijo también el padre de mi padre, Vyasa de la Isla, que, si quieres llegar al más alto de los cielos, tienes que estar dispuesto a desprenderte de aquello que más amas. De esta forma, la sinceridad de tu entrega te lo devuelve en la fuerza de tu plena libertad. Los grandes días de nuestras vidas comienzan a veces sin evento. Los dioses no envían augurios. El agua en la que penetras para saludar al sol cautiva sus rayos en su urdimbre de plata, como cualquier otro día. El mismo sol te envuelve con su habitual calidez e incluso auspiciosas grullas pueden motearle el rostro. Quizás, si los auspicios no hubiesen sido buenos, yo me habría quedado a proteger al Primogénito y evitado de algún modo el desafío de los Trigarta. Habría seguido a Abhimanyu. O así trata la mente de historiármelo. Esto ocurrió muchos años antes de que comprendiera que puede ser una gracia el que a uno no se le permita interferir. Durante el embarazo de Subhadra, yo acostumbraba a hablarle de los días pasados con Dronacharya. Ella era una auténtica heroína kshatriya, entrenada por Krishna a montar, nadar y disparar. A diferencia de nuestras doncellas de tierra adentro, que nadaban en embalses, ella cabalgaba las olas más altas y emergía como una gaviota. Cuando el embarazo le impidió salir a caballo conmigo, ella y yo dibujábamos vyuhas en la arena: nunca sería demasiado temprano, decía, para que nuestro hijo empezase a aprender. Los hados laboraban aquel día ya porque, el día en que bosquejé para ella la Chakravyuha, aquella que había jurado a Dronacharya no revelar más que a mi hijo, tuve que dejar a mi mujer en medio de la lección. Así, ella aprendió solamente a entrar. Cuando volví, Subhadra estaba dormida y uno de sus brazos emborronaba el eje de la vyuha. Uno no despierta a su amor por una cuestión de tácticas militares y, así, me entretuve en contemplar la cascada de su cabello y su forma dormida, que alojaba a nuestro hijo. ¿Y qué importaba en aquellos días de paz? Las vyuhas no eran para nosotros más que un juego, como el ajedrez, que podía abandonarse sobre el ábaco o barrer por completo el tablero para empezar otra vez. Todo esto ocurría antes de la partida de dados que me llevó al bosque, y a ella a Dwaraka para permanecer con Krishna. El Gran Patriarca decía que hay un patrón en nuestras vidas que no podemos leer mientras lo estamos siguiendo. Tras el exilio en Virata, cuando sólo la guerra ocupaba nuestras mentes, enseñé la misma vyuha a mi hijo, pero de nuevo fuimos interrumpidos tras la lección de entrada en la formación, pues él estaba recién casado y Uttara había enviado a por él. En el decimotercer día, una vez más Susarma de los Trigartas cabalgó para desafiarme. Una vez en combate en el frente meridional del campo, dejé de pensar en Dronacharya, porque cuando luchas tu cabeza ha de estar donde tus pies y tus flechas se encuentran. No me gustó esta batalla; le faltaba pureza. Los hombres Trigarta luchaban por miedo del Infierno que habían invocado, como mujeres que se acuestan con maridos a los que temen. Hacia el mediodía, comprendí que la idea de aplastarlos pronto y retornar al Primogénito antes de que el sol estuviese alto era vana presunción. Cuando el astro hubo alcanzado las montañas occidentales, nuestras pérdidas eran tan graves que luchábamos por retornar al campamento con algo que no era sino la semblanza de un ejército. Nuestra senda estaba cubierta de cadáveres. Resultaba obvio que había caído el doble de hombres que el peor de los días hasta entonces. ¿Qué aspecto tendrían las vyuhas cuando formasen mañana? Mis heridas me habían hecho perder mucha sangre. Y, aunque tenía el cuerpo demasiado dolorido para admitir algún pensamiento que no fuera el de su malestar, en el

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suspenso de mi fiebre capté como la desgarrada estela de algo semejante al sueño: cabalgábamos por una playa Subhadra, Abhimanyu y yo. Aquí, bajo un cielo vaneciente, nuestros caballos sangrantes rendían sus últimas fuerzas para salvarnos. En el suelo divisé una cabeza cortada que se mordía el labio inferior de ira. Grandes formas sombrías se cernían sobre los muertos; otras se acuclillaban sobre sus presas. Oímos bestias desgarrar la carne muerta. Los caballos exhaustos chocaron casi con un soldado sentado al que su armadura mantenía erecto. Los buitres debían de creerlo vivo porque lo evitaban. Krishna miró alrededor como si buscase augurios. En la tienda del Primogénito, el número de hombres reunidos doblaba al habitual. Nos abrieron paso en silencio. El asiento de Yudhisthira estaba vacío. Mi primer pensamiento fue que lo habían capturado, pero lo descubrí en el regazo de Bhima, y lloraba mientras su hermano le murmuraba palabras al oído como una madre. Miré alrededor. Virata y Drupada tenían el mismo aspecto que si estuviesen de duelo por sus hijos, pero no faltaba ninguno de los que estaban vivos por la mañana. Allí estaban Kuntibhoja y Chekitana, y los príncipes Chedis, los mellizos y Satyaki, y los príncipes de Panchala y nuestros cinco hijos con Draupadi. Nadie nos miraba; nadie nos saludó; nadie decía nada. Lo mismo podríamos haber sido las sombras que recorren los campos de batalla sin saber que están muertas, con el Primogénito llorando por nosotros. “Estamos vivos”, le dije a mi hermano mayor. ¿Era aquello un sueño febril? Ahora Krishna se colocó a mi lado y comprendí. Yudhisthira vino a nosotros. Trató de hablar, pero no pudo. Con labios resecos, pregunté: “¿Dónde está Abhimanyu?” El Primogénito movió la cabeza y me tomó en sus brazos. El sonido del llanto brotó alrededor de mí. Dejé que me sentasen. Dejé que me acariciasen la cabeza y las mejillas. Dejé que me pusiesen pócimas en los labios. Todo daba igual ahora. Más tarde aquella noche, cuando los pensamientos retornaron a mí, me pregunté por qué habíamos tratado de impedir a Duryodhana una nueva partida de dados. Habríamos vuelto al bosque y compartido nuestros días con Abhimanyu y Subhadra trece años más. ¿Cómo no se nos había ocurrido pensarlo? Vi el resplandor de su rostro, los bucles de sus sienes del color de las alas de los cuervos, el modo que tenía de observarme, tan parecido al de Krishna, y de sonreír, como si yo fuese su hijo y estuviese orgulloso de mí y en cierto modo... yo le resultase divertido. Ante él yo acostumbraba a alardear de mis hazañas y ahora me daba cuenta de que nunca le había preguntado cómo se sentía por esto y por aquello, y cuáles eran sus pensamientos y sus sueños. Las semanas tras sus nupcias habían estado ocupadas por los preparativos para la guerra. Ahora no sabría nunca cómo habían tocado su corazón los días vividos. Sabía, eso sí, que sólo podía haber muerto de una manera: era un guerrero y un héroe. Era el modo en que había vivido lo que tendría que preguntar. Las cosas que hiciera de niño las sabría de Krishna y de Subhadra. Más tarde, oiría del hombre que lo había matado y lo destruiría. “¿Dónde está?”, repetí. Tornaron las cabezas para llorar o me miraron fija y calladamente. Krishna me apretó la mano. Al final, fue el dolor de Yudhisthira lo que me salvó del mío. Se culpó a sí mismo, pues había enviado al muchacho a penetrar la Chakravyuha. Cuando nuestro hermano se dolía de este modo, el único que podía reconfortarlo era nuestro abuelo Vyasa. Él no acudiría en carruaje, así que habíamos enviado un carro de bueyes a buscarlo, lo que me dio tiempo para oír la historia que no quería oír. La conocía en mi corazón. La cuento ahora no como la oí entonces, sino como me viene a la mente hoy. Hubo poco tiempo entre su boda con Uttara y la guerra. No se saca a un muchacho del tálamo nupcial para hablarle de la guerra y, sin embargo, a veces nos sentábamos con Krishna

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toda una tarde para hablar de vyuhas y de nuestros planes en caso de guerra. Abhimanyu había sido entrenado por Krishna en la escuela de Dwaraka. Su tío Balarama lo instruyó en todas las técnicas que conocía de la maza y la lucha libre. Yo me burlé de él entonces, diciéndole que esas cosas se las dejara a Bhima y a tío Salya. Abhimanyu era alto y ancho, más ancho que su padre y casi un palmo más alto. Y siempre sonreía; siempre, siempre sonreía. No lo enfadabas burlándote de él. Y, cuando conducía el carro, me recordaba a su madre, el modo en que ella sujetara las riendas cuando yo la rapté. Krishna los había entrenado a los dos. Krishna y Satyaki se lo enseñaron todo, excepto la lucha y la maza, que aprendió de Balarama. Era el hijo de Krishna tanto como el mío. Siendo así, él conocía muchas cosas de las que yo todavía tenía que enterarme. Yo esto lo sabía como con una especie de timidez, como si él fuese mi Guru. Sin embargo, quería que comprendiese que los Pandavas somos guerreros del acero más fino, instruidos todos en la gran academia de Dronacharya en Hastina. Le hablé de la contribución de nuestro Acharya a las técnicas militares, que había permitido a los hombres luchar desde distancias mayores. El guerrero del futuro, acostumbraba a decir, será medio brahmín: las tácticas lo eran todo. Había querido que supiese que yo era el favorito de mi Guru. Le dije que le transmitiría el conocimiento de Dronacharya y empecé allí mismo a hablarle de vyuhas. Los mantras vendrían más tarde, cuando tuviéramos tiempo para estar solos. Cuando muchos años atrás, antes del exilio, mi Guru dibujó la Chakravyuha en la arena para mí, ¿sembró la muerte de Abhimanyu? Consolaba el pensar que ésta constituía un karma que nada podía o había de evitar. Traté de explicárselo así a Yudhisthira. Él siguió insistiendo en que era falta suya: cuando vieron formarse el chakra, Abhimanyu dijo que conocía el secreto de su penetración, pero no como salir de él. La Chakravyuha presenta sus siete pétalos como una flor abierta; su largo tallo hueco o corredor invita al enemigo. Sin embargo, una extensa línea horizontal obstruye la entrada al círculo. Si logras penetrar el tallo central y apresurar tus carros y elefantes entre las paredes que este pasaje ofrece, puedes, si Madre Durga te sonríe y con mucha osadía y algo de fortuna, capturar la presa protegida en el interior. Hoy las presas habían sido Karna, Duryodhana y Jayadratha. Jayadratha, que trató de capturar a Draupadi durante el exilio, guardaba la segunda abertura. No te queda más remedio que meter allí tus fuerzas principales y dispersar los pétalos protectores mientras te comes a las figuras centrales, si no quieres que la flor torne sus pétalos hacia el interior y te devore como esas plantas que consumen a los insectos atraídos previamente por ellas. La vyuha es una trampa pero, tal como decía Dronacharya, uno nunca sabe si lo es para quien la hace o para quien la ataca. “Uno nunca sabe”, estaba a punto de decirle a Abhimanyu en Virata. “Tienes que dejar una cuña de soldados clavada en su garganta”... pero estas últimas palabras y aquellas que debería haberle dicho sobre el modo de salir nunca dejaron mis labios. Dronacharya lo dejó entrar y cabalgó alrededor para que mi hijo lo siguiera, dejando que Jayadratha cerrase el paso a Bhima y Yudhisthira, a Satyaki y a todos sus hombres, un grupo que nada debería haber podido detener. Riendo, Jayadratha les gritó entre flecha y flecha que no volverían a ver a mi jactancioso cachorro. Tales palabras le costarían la muerte. Más tarde comprendimos por qué estaba tan seguro. Jayadratha había sido herido en su orgullo y pasión por Bhima, que le afeitó la cabeza antes de su boda. Pasó un año sumido en severo tapasya para obtener de Shankara Shiva el don de nuestras muertes. Lo que consiguió fue la promesa de que mataría a un Pandava en combate, siempre que Krishna y yo no interviniésemos. De esta forma, había preparado la trampa con ayuda de Drona y la de los Trigartas. Cuando me lo contaron, la rabia estalló en mi garganta con una voz que no reconocía como mía.

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Juré por Shankara Shiva y por todas mis armas que mataría a Jayadratha por la mañana o me arrojaría al fuego. Me dirían más tarde que el rostro de Yudhisthira se quedó blanco. Bhima me sacudió por los hombros. “¡ARJUNA, RETÍRALO, TRÁGATE ESE JURAMENTO! Tendrás a todos protegiendo a Jayadratha, que es una especie de chacal capaz de robar a escondidas una mujer cuando su marido no está cerca para protegerla. Y cuando se entere de tu voto, se instalará donde nadie pueda alcanzarlo. ¿Crees que queremos perderte al día siguiente de ver morir a Abhimanyu? Todos nosotros hemos perdido a nuestros hijos, Satyaki y Virata, Drupada y Dhrishtadyumna. Y otros caerán todavía. Si caes tú también, todo habrá sido en vano. La guerra estará perdida y no podremos matar a sus asesinos. Ahora retira tu voto.” Bhima me aplastaba en sus brazos. Algunos emitieron un murmullo de aprobación, pero Dhristaketu y Nakula y algunos otros que sabían que semejante voto no puede ser retirado jamás nos miraban en silencio. Mis hermanos y nuestros hijos se volvieron hacia Krishna, como si él pudiera disolver mi voto. Le dije a Krishna con ardor: “No me pidas que retire mi juramento. El fuego sagrado y mis armas han sido mis testigos.” Y tocando agua, juré otra vez. Brotó un sonido de lamentación, como si ya estuviese muerto. A mí sólo me encendió el ánimo. ¿Qué me importaba la vida? Llorando, Krishna les prometió que mientras él viviese yo no me arrojaría al fuego. Nos enteramos del modo en que había muerto Abhimanyu. Recuerdo cada palabra que me dijeron. El viejo Sumitra, el auriga de Abhimanyu desde los días de Dwaraka, le había dicho que no estaba maduro para semejante acción. Sus palabras fueron: “El zorro brahmín tiene armas especiales. Yo ni siquiera conduciría a tu padre tan irresponsablemente a las fauces del monstruo que Dronacharya ha pergeñado. Y tú, hijo mío, no estás maduro aún.” Otro muchacho kshatriya habría jurado matar a todos aquellos que lo desafiaran, pero Abhimanyu sonrió y dijo: “Puede que no lo esté, pero el destino no va a esperar uno o dos años más.” Vi el esplendor de su última cabalgada a través del campo. Vi el estilo con que sujetaba el arco que yo había hecho para él. Vi su sonrisa. Su sonrisa no era bravucona. Su sonrisa era como el sol: abrasaba a sus enemigos y confortaba a sus camaradas. Su coraje y su nobleza iban mucho más allá del código kshatriya. Tenía que ver con Krishna y su instrucción y, desde luego, con Subhadra. Cuando Krishna dijo que la raza de los kshatriyas tenía que ser barrida de la Tierra, me resultó difícil representarme el país sin el brazo de su espada. Pero Abhimanyu era un tipo diferente de kshatriya. Las cualidades kshatriyas en él eran la semilla de lo que debía vivir y florecer en la edad por venir. Por lo que respecta al modo de su muerte, fue tan salvaje que multitudes de Kauravas desertaron a causa de él. Fueron ellos los que nos contaron que Abhimanyu recibió el ataque de siete carros veteranos a un mismo tiempo: Karna, Duryodhana y su hijo Lakshmana, los dos acharyas y Kritavarman, el primo Vrishni de Krishna. Ashwatthama estaba allí también. Karna le mató los caballos y le disparó por la espalda. ¡Por la espalda! Cuando Abhimanyu hubo perdido todas sus armas, aferró la rueda destrozada de un carro y, levantándola por encima de su cabeza, se precipitó hacia Dronacharya. Mi Guru la hizo astillas con sus flechas, de forma que Abhimanyu cogió otra y corrió hacia Ashwatthama. Éste se hizo a un lado y huyó lejos. Sabíamos nosotros que no lo impulsaba el miedo en aquella hora. Por fin, fue el hijo de Duhsasana, quien le dio el golpe de muerte con la maza. Un Kaurava que había desertado nos contó que, cuando Abhimanyu yacía muriendo, Jayadratha se acercó a él pavoneándose, jactándose del don que le hiciera Shiva, y le pateó la cabeza hasta que los

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sesos se desparramaron por los suelos. Nos hubiera dicho más, si el resto de los que estaban allí no se lo hubiera impedido.

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CAPÍTULO 11 No invoqué el sueño aquella noche. Krishna tenía razón. Mi juramento era imprudente y surgió de mi bravuconería, de mi vanidad tanto como de mi angustia y mi dolor. El silencio habría sido un homenaje más digno para Abhimanyu y no nos habría puesto en tanto peligro. Bhima tenía razón también: en Jayadratha había una vena cobarde. La inteligencia le fluía por ella ahora. Quería correr a casa y se lo dijo a Duryodhana con el pretexto de que, si yo no lo atrapaba, habría de cumplir mi voto y arrojarme al fuego. Semejante cosa tendría que haberla pensado. No se me permitiría desafiarlo. Dronacharya organizó otra vyuha con el único propósito de ponerlo fuera de todo alcance, tal como Bhima había dicho. ¡Qué vanidad me colmaba aún! Es el deber sagrado de un kshatriya matar al homicida de sus hijos o padre o hermano, pero yo no había pensado en los demás ni en su seguridad. No había pensado siquiera en Krishna, que era mi auriga y compartía mi destino. No pensaba en mis hermanos. No pensaba tampoco en nuestro objetivo, en que estábamos aquí para ganar la guerra y devolver el trono a Yudhisthira. Al caer en una pesadilla, vi la cabeza tronchada de Abhimanyu. Me desperté con las manos pesadas como el hielo y llamando a Krishna. Sabía que él había asumido el peso de mi seguridad y que le había pedido a Daruka que, si oía a su caracola entonar las notas Rishabha, se precipitase en su carro hacia nosotros. ¿Pretendía Krishna luchar? De nuevo caí en el sueño, esta vez de Bhima machacando en vano el pasaje que guardaba Jayadratha, machacando el don que Shiva le hiciera a aquél de la vida de Abhimanyu. Mi espíritu emergió rebelándose y trajo consigo una muchedumbre de horrores. Repetí mantras para alejar la visión hasta que el sueño retornó con imágenes de Krishna. Desde la distancia lo vi cabalgar hacia mí en su carruaje de caballos blancos conducido por Daruka. Cuando el carro se detuvo ante mí, me erguí y uní mis manos en salutación. Le ofrecí un asiento de excelencia, tachonado de gemas y cubierto por las más finas telas de oro. “No te empantane el dolor, Arjuna. La vida continúa y tú tienes aún trabajo por hacer. El dolor bien podría derrotarte. Es el aliado de tu enemigo.” Yo le hablé de mis dudas: “El sol se pone rápidamente cuando más lo necesitas y ellos esconderán a mi enemigo.” Entonces, como en un sueño, oí el sagrado nombre del arma de Shiva, Pasupata. “Recuerda a Shiva ahora y matarás a tu enemigo mañana con la Pasupata.” Me bañé y vestí lino blanco. La mente concentrada, toqué agua con los dedos, me senté sobre mi estera de kusa y medité en Shiva. En la hora auspiciosa, me vi a mí mismo y a Krishna cruzar el cielo. Con la velocidad del pensamiento, alcanzamos el pie sagrado del Himavat, donde los sabios viven en cuevas. Volamos sobre ellos y Krishna me sostuvo del brazo derecho hasta que llegamos a la blanca montaña del norte y bajamos la vista para contemplar el lago de los lotos y a Madre Ganges. Vimos las regiones de los Montes Mandara eclosionar de flores y frutos contra la transparente piedra hialina. Desde las ermitas de los ascetas, las currucas lanzaban sus notas. Vimos el lugar sagrado conocido como la Cabeza del Caballo y, al vagar por las montañas, divisamos sobre la línea de los árboles un espacio de rayos lunares y formas milagrosas. Nos posamos por fin en el Kailasa, donde Shiva habita en fulgor. Lo vimos arropado en meditación, pero apenas osé mirarlo. Observé, en cambio a Pinaka, su arco, tendido junto a él y sumido, aparentemente, en la misma meditación. Tocamos la tierra con nuestras cabezas pronunciando las palabras eternas del Veda:

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“A aquel que es invicto, Al de cabellos azules.

A aquel que blande el tridente, Al de la celestial visión. A aquel que es el Hotri, Al que protege a todos,

Al de los tres ojos, A aquel cuya semilla vital el fuego es.”

Cuando hubimos terminado, me atreví a mirar al Gran Dios, aquel que colma el universo y lo crea y lo destruye. Lo contemplé y vi que a sus pies estaban todos los presentes que yo había hecho a Krishna. Sabía que tenía que hablar, pero no podía hacerlo. ¿Cómo expresar mi deseo por el arma celestial? Esperé que fuese Krishna quien hablase por mí, pero no lo hizo. Shiva abrió sus ojos y me sonrió. Lo que su sonrisa decía era: Sé por qué habéis venido y sois bienvenidos los dos. Podéis tomar el arma, pero debéis ir adonde está, al Lago Celestial cuyas aguas son puro néctar y en las que, Krishna, encontrarás mi arco y mi flecha. Sus asistentes, entonces, nos acompañaron al sagrado Lago Manasarovara, brillante como el disco del sol. Al preguntarme si habría de decir algún mantra vi una serpiente terrible y otra luego de mil cabezas. Cada una de ellas escupía fuego. Extendimos hacia las sierpes nuestras manos, las unimos en salutación y nos aproximamos a ellas cantando himnos en loor de Rudra. Aguardamos con las cabezas inclinadas. Las serpientes se elevaron en las aguas y danzaron una alrededor de otra con gracia fiera, hasta que gradualmente empezaron a perder su forma ofidia. Se ensortijaban una a otra como tallos de flor, y luego se separaban danzando. Una de ellas se dividió en dos y se unió de nuevo formando un arco. La otra se convirtió en una flecha ignífera. Vinieron a nosotros, a nuestras manos, y las llevamos de vuelta a Shiva. El cuerpo del dios se abrió y de su costado surgió un asceta con abrasados ojos cobrizos. Azul era su garganta, rojo su cabello. Miramos al Refugio del Ascetismo, que nos mostró cómo sujetar el arco y armar la flecha. Observamos con cuidado cómo colocaba los pies y tendía el arco. Escuché los mantras en mi oído interior. El asceta dejó volar la flecha de vuelta al lago, que penetró en él sin inquietar las aguas. Tras ella arrojó el arco. Éste viajó tres yojanas por el cielo y, sin un sonido, sin despertar una sola onda en el agua, se hundió limpiamente en el cristal del lago. “Así sea”, dije yo con el corazón lleno de entrega. Sabía que el gran dios Shiva me había concedido el cumplimiento de mi voto. Sentí erizárseme el vello de la nuca y caí en completa postración ante él. Cuando llegó la mañana, desperté sin un rastro de fiebre. Mis heridas se habían cerrado y, tras las abluciones, acudimos a la tienda del Primogénito. Ansioso por relatarle mi sueño, esperé hasta que los sirvientes le trajeron jarras fragantes de agua de sándalo purificada con mantras por los sacerdotes. Mientras los físicos le atendían con hierbas las heridas, yo le conté mi visión. Tomó la larga tela blanca y, sin dejar de mirarme, se ató el turbante alrededor del frondoso cabello. Extendió el brazo para que se lo untasen con pasta de sándalo y se inclinó para recibir las guirnaldas. Cuando terminé, unió las manos en plegaria y se volvió hacia el este. Tras sacrificar la madera sagrada y verter ghi en el fuego, vino hacia mí y me abrazó. Después llegaron nuestros comandantes: Dhrishtadyumna, Bhima, Satyaki, Dhristaketu de los

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Chedis, Drupada, Sikhandin, los mellizos, Chekitana, Yuyutsu, Uttamaujas y nuestros hijos con Draupadi. Él les contó mi sueño y añadió: “En este mismo día, por la gracia del gran dios Shiva, enviaremos a aquel que obtuvo el don de matar al hijo de Subhadra al viaje del que nadie retorna.” Krishna le dijo al Primogénito: “Esta noche, las manos de Arjuna tocarán tus pies como de costumbre. Todo será como siempre, a excepción de que la cabeza de Jayadratha habrá caído de su cuerpo.” Krishna vio en el rostro de Satyaki el anhelo de acompañarnos, pero lo ignoró. “Tú quédate en el lugar de Satyajit. Guarda al rey.” Bardos y músicos cantaron himnos auspiciosos y los panegiristas nos desearon victoria y días propicios. Los caballos comprendieron y juguetearon un poco mientras trotaban. Una brisa nos seguía. Los augurios eran alentadores. “Por ti, hijo mío”, dije y entoné las notas de Devadatta, que surgieron prístinas y letales. Quizás confié demasiado en mi sueño. Hoy, su vyuha tenía en parte pétalos como el Chakra. Dentro de ella estaba la Sakata, la aguja protegida por los mejores guerreros Kaurava y, dentro de ésta todavía, muy en la retaguardia de tan recogida formación, en el ojo de la aguja, se ocultaba Jayadratha. Estallaron tambores y címbalos. Había una primera línea defensiva por delante de Dronacharya, que quebramos antes de que el sol surgiese del oriente. Las fuerzas de Duhsasana se dispersaron y él, herido y aterrorizado, huyó a la entrada de la Sakata. Lo dejamos irse. Luego, cuando alcanzamos a Dronacharya, levanté el arco e incliné la cabeza en salutación como cuando uno espera que se le permita entrar en una casa. Uno no puede desprenderse sencillamente de un hábito. El Acharya ladró una mesurada risa. “¿Buscas la entrada, no? Bien, derrótame primero.” Rió entonces de la forma que lo acostumbraba a hacer cuando yo lo divertía, pero ahora la muerte acechaba en aquel sonido. Yo había olvidado lo ancho y fuerte que era su pecho, y cómo levantaba muros de flechas que las mías no podían penetrar. Pasamos la mañana tratando de atravesar el ojo de la aguja. Después él se nos vino encima como el granizo, desgarrando nuestra sombrilla blanca, mellando nuestras diademas, cortando mis protectores dactilares y atravesando nuestras armaduras. Por fin, mi flecha le rompió el arco y otra alcanzó a su auriga, pero no podíamos pasar más allá de él. Krishna se tornó hacia mí. “Mira el sol.” Nuestras sombras carecían de largura. Por todas partes alrededor se elevaba el polvo rojo; fino y sedoso para la vista, colmaba nuestros ojos, boca y nariz de su aspereza. Si continuábamos así, a medianoche Jayadratha podría estar esperándonos todavía. Antes de que pudiera darme cuenta, Krishna lanzó el carro a través de la línea de mi Guru. “¡Arjuuuuuna! ¡Arjuuuuuuuna!” Su grito galopó detrás de nosotros como si le estuviese timando algo. Lo oí en mis sueños durante muchos años después del decimocuarto día: ¡Arjuuuuuna! ¡Arjuuuuuuuna!, como si quisiera revelarme algo y una última instrucción quedase por decir. Miré alrededor y lo vi llevarse la cuerda del arco a la oreja. No podía ni pensar que estuviese dispuesto a matarme, pero Krishna gritó: “¡Abajo!” La flecha cortó el aire por encima de mi cabeza. ¿Estaba destinada a acabar conmigo? Nuestro carro evolucionó y evolucionó, limitándose a evitar a aquellos que nos cerraban el camino a Kritavarman. Krishna se precipitaba directo hacia los caballos que venían contra nosotros y, cuando éstos frenaban y daban un giro brusco, nuestros brutos los dejaban atrás. Así fue cómo llegamos a Kritavarman. “Uno de los siete, Arjuna.” Uno de los siete que había matado a nuestro hijo. Nuestros hombres nos habían seguido, pero los protectores de nuestras ruedas habían quedado bloqueados. Mi furia creció. Disparé mi flecha a la armadura de Kritavarman. Era el primo de

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Krishna y Balarama le había enseñado cómo portar la armadura. No hallaron resquicios en ella mis dardos. Nuestro Guru sabía lo que hacía cuando lo situó aquí. Era inexpugnable como una fortaleza, rodeado de sus hombres. “Tienes que alcanzarle el cuello.” Cuando Krishna se volvió hacia mí, su rostro parecía untado de ghi y de pasta de sándalo, como el de un cadáver. Era sólo polvo y sudor, pero algo en él me sacudió por dentro. Con mi nueva flecha, herí a Kritavarman por encima de la clavícula. Se estremeció y cayó hacia atrás. Más tarde tendríamos motivos para arrepentirnos de que no lo hubiese matado. A mi derecha estaban los Kambojas. Uttamaujas y Yudhamanyu se unieron a nosotros y, con el cerca del centenar de hombres que lograron mantener el paso de nuestra fuerza de avance, dispersamos a los Kambojas. Cuando maté a su Sudhakshina, su ejército se precipitó contra nosotros con gritos de furia. Lo siguiente que recuerdo es hallarme estirado sobre pieles de tigre con Krishna al lado llamándome y vertiéndome agua en la boca: “¡Jishnu, Jishnu!” Me costó un rato incorporarme. Me pasé las manos por el rostro y sentí sangre caliente. El resplandor de la tarde había desaparecido. Quizás mi sueño había sido sólo un sueño y nada más que eso. Quería decirlo así cuando vi la maza de Shrutayudha dirigida a Krishna. Me arrojé sobre él y aterrizamos en el polvo. Nuestro carro rascó el suyo. Yo le corté el brazo a Shrutayudha y le atravesé el cuello. Hubo un estallido de caracolas de nuestros hombres. Krishna subió de nuevo al carruaje, pero el brazo con el que manejaba el látigo le colgaba al costado. Traté de levantárselo, pero hizo una suave mueca de dolor y gritó: “Mira el sol.” Ambos alzamos la vista. En cuanto puedes mirar al cielo con los ojos abiertos, el sol se precipita hacia el oeste tan rápido como una flecha. “¡Atrás! ¡Atrás!” No había tiempo. Los caballos de los Avantis, colmadas las bocas de blanco como espuma de océano, se nos venían encima. Me cogieron desprevenido, pero el hado disparó las flechas por mí. Le había llegado la hora a Vinda. Mi saeta le cortó la garganta. Rabioso, su hermano menor Anuvinda corrió hacia nosotros. Lo maté a él también. Pero, entonces, nuestros caballos aminoraron el paso; los cuatro estaban heridos y sus armaduras pectorales dañadas. No podía ni imaginar cómo nos llevarían hasta Jayadratha antes de que el sol se pusiese... definitivamente para mí. Las sombras parecieron apartidarse con Duryodhana, como para escudar al hombre que había jurado matar. Krishna se inclinó hacia adelante, hasta yacer casi sobre los brutos. Les habló y los tocó. Los acarició hasta que crisparon las orejas; luego, alzaron los cascos. Se despejó de pronto un espacio ante nosotros y galopamos hacia el ojo de la aguja, cuando Duryodhana, desde la distancia, nos desafió. Tuvimos que reducir el avance. Duryodhana, erguido y cuadrado de hombros, empezó a lanzarnos una perorata como si nos recibiese para la celebración de unas nupcias. “Bienvenidos, primos míos. Bienvenidos a nuestra vyuha. Doy las gracias a los dioses por haberme permitido despedirme de vosotros en este vuestro último día en la tierra.” Mantenía el escudo ante él y sus ojos se burlaban de nosotros por encima del arma protectora. “Dispara tus flechas a su lengua ebria”, dijo Krishna. Duryodhana seguía allí, temerariamente. Ningún kshatriya entrenado por Dronacharya lo haría. Me hizo pensar. “Tácticas dilatorias”, dijo Krishna. “Mátalo, mata al bribón.” Le disparé una flecha a la boca. Ashwatthama interceptó todos mis proyectiles. “¡Necesita tu ayuda, Ashwatthama!”, grité concentrándome en las puntas de los dedos de Duryodhana como si fueran los ojos del ave. Les lancé mis flechas, una, dos, tres, y Duryodhana empezó a gritar. Mientras huía, le arranqué con un dardo la diadema de la cabeza. Krishna gritó: “¡Ashwatthama no es el hijo de tu Guru! ¡Es tu enemigo mortal! ¡Mátalo ya, si has de mantener el voto!” Disparé contra Karna y su hijo Vrishasena y destrocé el arco de tío Salya. Una flecha le rozó el cuello a Krishna y olvidé entonces que

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Ashwatthama era mi amigo. Le disparé sin descanso. Los hombres que protegían a Jayadratha cargaron contra nosotros y nos lanzamos a su encuentro. Bhurisravas, Karna, Sala, Vrishasena, Kripacharya y tío Salya se unieron a Ashwatthama. “Deja que Devadatta hable”, dijo Krishna con dientes prietos. “Necesito oírla.” Hice gritar a mi caracola en desafío sabiendo que Krishna me lo pedía por mí mismo. Luché como no había luchado nunca y Krishna condujo como nunca lo había hecho, pero sin más ayuda no había modo de hacer brecha allí. Y entonces oímos la caracola de Satyaki, que debería haber estado guardando al Primogénito. Nunca había estado yo tan contento de ver sus corceles plateados, aunque su paso era lento. Su caracola era estridente y brava, pero tenía los caballos exhaustos. Uno de ellos tropezó. Creí que se derrumbaría; logró recuperarse. Mi voto jactancioso ponía, así pues, a Satyaki en peligro también. Todo lo que los Kauravas tenían que hacer era proteger el señuelo y dejar que combatiéramos cada palmo de nuestro camino. Satyaki ahora arriesgaba la vida para salvarme de esta trampa que me había forjado yo mismo. Otro de sus caballos trastabilló y el corazón me dio un vuelco. Soplamos nuestras caracolas y de nuevo Satyaki se unió al estrépito. Sentí su fuerza como si hubiera ingerido una poción. “¿Quién guarda a Yudhisthira?”, grité. “¡Bhiiiima!”, respondió y se tornó hacia Bhurisravas, que se le venía encima. Lo que siguió fue tan doloroso que durante años no he podido contarlo. Ahora debo hacerlo: Satyaki desafió a Bhurisravas. Cómo es que todo esto no había ocurrido ya días atrás es algo que no puedo decirlo. Sabíamos que el corazón de Bhurisravas nos pertenecía a nosotros. Era el amigo de nuestro padre y no el tipo de hombre que lucha por Duryodhana. Su conflicto era con Satyaki. Su antigua enemistad era amarga, pero sólo hoy veríamos cómo los abrasaba. “¡Satyaki!”, lo llamó Bhurisravas, “disponte a pagar por el acto de tu abuelo, que puso el pie sobre mi padre caído.” “¡Bhurisravas! Serás tú quien pague por cada uno de mis diez hijos.” Era algo entre ellos. Teníamos que dejar a Satyaki luchar solo, aunque estaba diez veces más agotado. Las caracolas anunciaron un duelo y la lucha alrededor cesó. Casi inmediatamente ambos guerreros perdieron los carros y saltaron uno sobre otro con las espadas desenvainadas. La cabeza de Satyaki sangraba y cayó sin sentido al suelo. Antes de que pudiéramos tomar aliento, Bhurisravas agarró el moño de su enemigo con la mano izquierda y le puso el pie en el pecho. Satyaki estaba inconsciente y cuando arrancamos hacia allí, Bhurisravas levantó su acero. “¡Arjuna!” Pensaría en el Dharma kshatriya después. Antes de que Krishna hubiese acabado de pronunciar mi nombre, disparé una flecha con punta de creciente lunar. Le cortó la mano por la muñeca, y cayó aferrando la espada todavía. Bhurisravas giró en redondo y me miró, después contempló su muñón sangrante. Se le puso blanco el rostro. “Arjuna. ¡Tú! ¿Un Pandava, un descendiente de la Casa de Kuru? Creía que tú eras el más noble. ¿Es ésta la suerte de cosas que hacen los Vrishnis? La nuestra es una enemistad en la que nadie puede intervenir. Ni siquiera me habías desafiado.” Temblaba de rabia. Hizo un gesto con su muñón a Duryodhana y los demás para que se quedaran donde estaban. Siempre habíamos respetado su espíritu grande y la medida de éste fue que contuvo incluso a Duryodhana. Nunca odié tanto la guerra. “Bhurisravas”, dije, “perdóname. Yo te honro. Todos te honramos, pero en esta guerra todos acabamos por hacer lo que no querríamos, pero debemos, hacer. El honor te obliga a vengarte de lo que un Vrishni hizo a tu padre una vez. Pero tu víctima es el amigo de mi corazón y como un hijo para mí. Cuando ves inconsciente a tu hijo, a punto de perder la

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cabeza, no piensas en el Dharma. Tú no lo harías Bhurisravas. El viento se ha llevado muy lejos el Dharma. No estaba presente cuando viste a mi hijo asesinado por una jauría de veteranos guerreros. No hablaste del Dharma entonces. Mi flecha podría haberte arrancado la cabeza, Bhurisravas.” Apoyaba la cabeza en el pecho y escuchaba. Había una gran dignidad en él. “Bhurisravas, hay muy pocos a los que honremos más que a ti. Te pido que me perdones.” Se desmoronó. Lo apoyaron contra su carro. Él se agarraba el muñón de la mano derecha contra el estómago como si se tratase de un pequeño animal salvaje que debiera proteger. Alzó su mano izquierda ensangrentada y elevó hacia los míos sus ojos con la cabeza aún inclinada. Bajo sus cejas frondosas, sus ojos estaban llenos de dolor y tenían un brillo muy humano. Me hablaban a mí, asentían a mis palabras. Si eres un kshatriya de nacimiento y sueñas suntuoso con la venganza y, cuando llega, todo acaba sordamente como ahora, pierdes el deseo de vivir. Hizo esparcir la hierba kusa por el suelo y se sentó en meditación. Enseguida, una fuerza de quietud descendió sobre todos nosotros como si la guerra hubiera terminado. Fue el primero de nosotros en tratar de dejar su cuerpo yóguicamente. Todos lo contemplábamos, todos menos Krishna, que incitaba a los caballos a desplazarse hacia Jayadratha. Nadie vio a Satyaki levantarse y saltar y, cuando lo percibimos, era demasiado tarde. Su espada trazó un arco en el aire. La gran cabeza cayó. El silencio murió en los alaridos de rabia. La enormidad de todo ello salvó la vida de Satyaki. Aturdió los reflejos de los guerreros, mientras vociferaron su horror. “¡Estaba indefenso!”, chilló Duryodhana. “Los Vrishnis no creen en el Dharma”, dijo Karna. Sentí una vergüenza grande por Satyaki. Éste, jadeante, se volvió hacia nuestros enemigos. “¡¿Vosotros habláis de Dharma?! ¡¿Dónde estaba vuestro Dharma ayer, cuando asesinasteis ayer a Abhimanyu?! Me dais náuseas.” El cielo era dorado azul y plata. Satyaki estaba decidido a derrochar su vida. Krishna entonó su nota Rishabha. Yo agarré a Satyaki del brazo, lo sujeté con fuerza y lo conduje a nuestro carruaje, mientras le hablaba a Karna de un modo que no rompiese la tregua abierta por el duelo. “Karna”, dije, “maldigo esta guerra. Maldigo el código kshatriya. Quizás éste exista en batallas de un día o dos. Pero, si Duryodhana arriesgase la vida para acudir en tu ayuda, si llegase batido y exhausto, y, si yo, después de estar sentado aquí todo el día guardando el señuelo, lo desafiase y le pisase el pecho por lo que le hizo a Draupadi y lo agarrase del cabello para cortarle la cabeza, ¿te quedarías mirando y dirías que es adhármico intervenir? ¿Qué es Dharma, al fin y al cabo?” Las mismas palabras que empleara el Gran Patriarca. ¿Qué es Dharma? ¿Qué es Dharma? ¿Qué es Dharma? Las preguntas volaron al cielo como pájaros asustados. Era una Sabha podrida infestada de hormigas blancas. Había otro Dharma por el que estábamos luchando y ése era el sentido de Krishna. Permanecí en silencio. Nuevamente habrían podido matarme entonces y sabía, sin embargo, que no me tocarían. Les convenía que siguiera hablando para que tuviese que arrojarme al fuego sin hacerles perder más hombres. La batalla podría haber acabado entonces. Daruka había llegado con el carro de Krishna y yo los cubrí a Satyaki y a él mientras el primero trepaba al carro. Había un silencio roto sólo por los cascabeles del arnés, cuando los caballos se movían o soplaba la brisa. El sonido de las ruedas del carro desencadenó nuestro espíritu batallador. Soplamos nuestras caracolas y Krishna partió como el rayo. Tomó por sorpresa a los Kauravas y, antes casi de que yo me hubiese instalado en el carro, dejó atrás a Duryodhana. Detrás de nosotros, Karna disparó a Satyaki. Éste se había recuperado de su agotamiento y desmontó a Karna de su carruaje, que

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tuvo que trepar al de Duryodhana. Tenía a Duhsasana a su merced ahora, pero lo dejó ir gritándole palabras que oímos débilmente: “¡Bhima tratará contigo, Duhsasana! ¡Ya te prometió él la forma en que acabarías!” Conseguimos ver a Jayadratha por fin, aunque desde la distancia. Lejos como estábamos, podía oler su miedo. El sol perdía intensidad y por todas partes a nuestro alrededor los Kauravas gritaban que había que impedir a Arjuna alcanzar a Jayadratha, pero no matarlo. Krishna se deslizó entre la fuerzas enemigas con rápidos serpenteos. Ambos bandos mostraban ahora esa energía que uno no puede alcanzar más que en extremo desespero. La Paundra de Bhima, próxima a nosotros, nos elevó los corazones, pero estábamos bloqueados. No había modo de alcanzar a Jayadratha. Mis flechas se quedaban cortas y un seto de lanzas se adensó en torno a él cuando tratamos de forzar un pasaje. Los proyectiles enemigos buscaban las ruedas de nuestro carro y nuestros caballos, pero a mí me dejaban para la pira funeraria. Krishna, danzando en el asiento del carro, se había deslizado un escudo sobre el hombro, que lo cubría parcialmente con el océano repujado de su superficie. Movía tan diestramente el brazo que parecía llamar a las flechas, mientras hacía bailar a los caballos. Duryodhana gritó: “¡Manteneos firmes, mis hombres! Hemos jurado a Jayadratha que esta noche veremos arder a Arjuna. El sol se pone ya. No deis tanto valor a vuestras vidas. Si rompemos nuestros votos, el Patala nos espera y, si los cumplimos, el cielo es nuestro.” El bosque de lanzas se adensó y, nutrido por los vítores, se hizo más alto. Cubría la diadema de Jayadratha y al sol poniente. Sólo la grulla de su estandarte tremolaba en el aire despreocupada. Mis flechas rompieron contra el muro de lanzas. En mí una voz repetía: “Arjuna, hijo de Kunti, tu hora ha llegado.” Vi alzarse las llamas de mi pira y, como si oyera mis pensamientos, Duryodhana bramó: “¡El día acaba! ¡Manteneos firmes! ¡A Arjuna le espera el fuego! ¡Firmes, mis guerreros!” El timbre de su voz era el de una mujer excitada. Los hombres bajo las lanzas elevaron sus gritos de victoria. Ningún hombre nacido de mujer mortal puede vivir para siempre. Llamé a Pusan, dios de los viajes: “Dispuesto estoy”, le dije. Llamé a Krishna: “No perdamos estos momentos preciosos disparando a montañas de acero. Estos catorce días en el carro contigo han sido mejores que cien vidas sin ti.” “¡Sigue disparando entonces!” El arco me había caído al costado, pero la voz airada de Krishna desencadenó la vida que había dentro de mí e hice lo único que podía hacer: disparé a las patas estiradas de la grulla de la bandera de Jayadratha. Cayó de lado sobre las tiesas lanzas. “Haz lo que te diga. Tu Pasupata, ¡Úsala ahora!” ¿Qué sentido tenía derrochar mi Pasupata contra un muro de acero? Pero sentí bajarme como un relámpago por el cuello y bifurcarse en mis miembros. Yo no entendí lo que ocurría, pero aquel impulso tomó el don de Shiva de su aljaba especial, que aún olía a las flores con las que lo adoraba a primeras horas del día. En la oscuridad y el silencio, tensé la cuerda. “Haz lo que te diga. Exactamente.” Hizo girar a los caballos entonces, como si nos dispusiéramos a huir y me gritó: “¡Prepárate! ¡Dispara cuando te diga!” Miré atrás y vi el umbrío seto de lanzas moverse con destellos contra el cielo vaneciente. “¡Arjuna se retira, al fuego camina!” Los gritos de victoria eran como buitres picoteándome el cerebro. Cayó un repentino crepúsculo. Arjuna, hijo de Kunti, ruega que una flecha te traiga la muerte de un guerrero, pensé, o deberás arrojarte a la pira. Ahora la oscuridad cayó, una oscuridad completa como un eclipse. Los chacales aullaron. Aullaban para mí. En mi corazón, me despedí de Krishna y de mis seres queridos. Pensé en encontrarme con Abhimanyu.

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Duryodhana entonó victoria. Nuestros ojos, bien abiertos para afrontar la oscuridad, parpadearon contra una luz repentina. La noche se precipitó a la distancia como una lanza. Como hombres que emergen de una caverna, contemplamos el sol. “Prepárate.” El muro de lanzas estaba bajo. Sentí el sortilegio crecer en mí y disparé en mi cabeza y en mis manos. Supe entonces que Shiva me concedía la victoria. Percibí el giro de los caballos, tan suave que sus cascabeles y pequeños discos de metal apenas tintinearon. “¡Ahora!” Mis dedos se abrieron y la cabeza de Jayadratha voló más allá de la llameante órbita naranja, con su cabello brillante y frondoso como nubes contra el inflamado horizonte. Pronuncié el mantra para llamar de vuelta la Pasupata. Al sonido de los lamentos de los Kauravas, Krishna puso los caballos al galope. Una nube de flechas cayó en el polvo tras nuestras ruedas. Me volví para ver a dos carros en vana persecución del nuestro. Les faltaba el ánimo y enseguida cesaron. “No te arrojarás al fuego. No lo harás. No te inmolarás”, repetía Krishna como no habría dejado de hacerlo en todo el día. El sol empezó a ponerse otra vez. El decimocuarto día había terminado.

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CAPÍTULO 12 Las akshauhinis de los Kauravas estaban esparcidas por el campo. No podían quedarles más de cuatro ejércitos y nosotros teníamos cinco casi. Por todas partes había banderas y jirones de seda de sombrillas y estandartes, y pequeños cascabeles y todo tipo de destrozos que hacían a nuestras ruedas saltar. El olor de la sangre era denso. La noche había traído a los chacales, que aullaban por todas partes alrededor. Krishna usó el látigo para dispersarlos y alejar a los buitres. Yo estaba sentado detrás de él, mientras golpeaba a uno y otro lado y manejaba las riendas. En el pabellón de Yudhisthira había júbilo. Cada uno contó su historia, menos Satyaki. La de Bhima era harto extraña. Nos sorprendió a todos menos a Krishna. Karna lo tenía a su merced y lo dejó marcharse, con insultos y un beso: “Vete a casa, bebé Bhima, y dile a tu hermano mayor Yudhisthira que te he mandado de vuelta a él.” “Ese suta me besó.” Bhima se frotó la mejilla y escupió. “Lo mismo hizo conmigo”, añadió Nakula. Yo me encogí de hombros y supuse que, para un hombre como Karna, la victoria radicaba en humillar a otros, pero demasiado poseído estaba de una sobria gratitud para envidiarle nada. Después de hoy sabía que todo era posible con Krishna al lado y que pronto lo mataría. Cuando has muerto y vuelto luego a la vida otra vez, ves un mundo diferente. Es como después de un gran sueño de muchos años. El mundo ha avanzado. Sabes que puede pasar sin ti y, sin embargo, te ha llamado otra vez a él. La cabeza de Jayadratha volando más allá del sol ocupaba mi ojo interno. Le hablé de ello a Krishna. Me dijo entonces que el padre de Jayadratha había obtenido un don: si Jayadratha moría en la guerra, tendría que ser por medio de la más grande de todas las armas en la mano del mayor de todos los guerreros. Nada se conmovió en mí. Por fin, pensé, mi vanidad había muerto. Hablamos de dones y votos, y de cómo nuestro Guru había fallado en su promesa de capturar al Primogénito y salvaguardar la vida de Jayadratha. Yo conocía la crudeza y la crueldad de Duryodhana cuando se veía frustrado y sentí piedad por el añoso Drona bajo el chicote de la lengua del monarca. Más tarde supe que aquella piedad era innecesaria. Nuestro primo se había vuelto lastimero y desesperado. Aunque ya no parecía dudar de que Dronacharya hacía todo lo que podía, veía que en lo más íntimo de sus corazones Ashwatthama y él no lograban asesinar su amor por nosotros. “Lo mismo ocurría con el Gran Patriarca”, decía él. Quizás comprendía por fin la diferencia entre dar la sal y ser amado. Sanjaya contaría que se sentó, con la cabeza entre las manos y hombres silenciosos alrededor. Su quebrantamiento conquistó a su Guru de un modo que no habían podido hacerlo las ásperas quejas. “Tú eres un rey, Duryodhana. Te he prometido mi brazo. No te fallaré. Si hubiéramos tenido en cuenta el destino de Jayadratha, lo habríamos dejado volver a su país. No ha sido el amor de Drona por Arjuna lo que le ha hecho perder la vida. Ha sido el amor de Krishna por Arjuna. Hay cosas contra las que no podemos luchar y ésta es una de ellas. El destino es otra. Pero te probaré mi lealtad. No volveré a quitarme esta armadura hasta que muera. Esta noche, la lucha continúa.” Los hombres en torno a Duryodhana no respondieron. Ningún soldado quiere luchar de noche. Era algo impensable. Ningún kshatriya quiere asesinar a sus propios hombres en la oscuridad. Tras un día como aquél, era inhumano.

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Los gritos de guerra se elevaron, inciertos como si las tinieblas fuera un muro que tuvieran que escalar. Cuando los hombres proclamaron sus nombres, sus voces los asustaron. La noche estaba cruzada de exclamaciones, bromas y maldiciones. “¡Mira por dónde andas!” “¿Es que no ves a plena luz del día?”, algún chistoso soltó. La risa era estridente y nerviosa. “No es hora de reposar la cabeza en el regazo de la noche.” “Debes de estar soñando.” La risa pronto murió. Matamos a nuestros hombres con nuestras propias flechas. La armadura de un caballo rascó nuestro carro y el grito de un águila se elevó al cielo, el chillido de un rakshasa: “¡Droooona! ¡Droooooona!” Se me erizaron los cabellos. Ghatotkacha nos enardeció la sangre a todos. Cargamos bramando de un modo nunca oído durante el día. Era como estar en la jungla con animales que se hubieran vuelto hombres. Ningún blanco era seguro. Las jabalinas empezaban a verse cuando ya era demasiado tarde. Los berridos de pavor de los hombres de Dronacharya nos dijeron que Ghatotkacha había abierto una brecha en el enemigo. Tratamos de seguirlo y tropezamos con sus rakshasas, que se tornaron hacia nosotros. Uno de ellos cayó en nuestro carro con golpe seco. Sus dientes afilados me sonrieron. Dicen que los rakshasas te chupan la sangre mientras te asesinan. Mi mente hizo fieros intentos por hallar la palabra rakshasa que significa ‘amigo’. Pronuncié la palabra ‘enemigo’. Él me aferró la garganta. “Éste es Arjuna, idiota.” Mi nombre en boca de Krishna lo hizo retroceder para mirarme. Me tomó en sus brazos y me besó el corazón. Luego, con un gruñido, saltó a la noche. Mi risa nació muerta. Innumerables formas espectrales encendían el cielo. Un hondo y desesperado gemido llegaba de ambos lados, una nota fundamental que angustiaba al universo. Cabezas tronchadas de ojos enrojecidos y cabellos erizados como púas de puercoespín, liberadas por la maya de Ghatotkacha, flotaban sobre el enemigo. Vi a algunos de nuestros propios hombres huir. La oscuridad se impuso otra vez, lo que significaba que Dronacharya o Ashwatthama habían neutralizado la maya. Nadie más sabía cómo hacerlo. Después, el cielo se iluminó con otro astra y a su luz vimos un enjambre de rakshasas marchar tras Ghatotkacha. Cuando Ashwatthama lo hirió, el enjambre se dispersó, pero no sin matar antes a Bahlika, abuelo de Bhurisravas, el guerrero de más edad en el campo. De día lo habrían protegido. En el tumulto, Drupada perdió a sus dos hijos más jóvenes. Ghatotkacha estaba herido y lo sacaron del campo. Sentimos la tierra crujir y dividirse bajo las ruedas de nuestro carro. Los cascos de los caballos quedaron atrapados en fisuras de las que brotaba fuego. La tierra se había incendiado. Los elefantes empezaron a barritar de miedo y furor. Movieron sus pesados cuerpos adelante y atrás y aplastaron los carros. Entonces, todos los fuegos murieron. Las grietas se los habían tragado y se cerraron. Los jefes de ambos bandos acordamos que los hombres sostendrían antorchas mientras nosotros, sus oficiales, lucháramos. Por todas partes se encaramaron aquéllos sobre carros destrozados y elefantes muertos. El campo se convirtió en una cadena de luces, con su centro de negro ónix. Las llamas fluían hacia el oeste con la brisa. A muchos de nosotros la luz nos hizo encontrarnos con inesperados vecinos. Y el nuestro fue, probablemente, el más extraño de todos. Mientras se deshacía la confusión, nos llegó una voz que era familiar y burlona aun en su ira.

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“¡Estúpido y senil brahmín!” Era Karna. Estaba de espaldas a nosotros. “¿No puedo matar a Arjuna? Podría cortarte la lengua”, gritó. Kripacharya desenvainó la espada. “Karna...”, empecé a desafiarlo, pero Krishna fustigó a los caballos y lo dejó atrás. Sanjaya nos contó cómo terminó aquello: Ashwatthama los alcanzó e inquirió qué los movía a discutir en una noche de batalla. ¿No era ya bastante malo tratar de no matarse uno a otro sin querer, para hacer además el trabajo de los Pandavas? Karna le espetó: “Éste cree que no puedo matar a tu amigo Arjuna.” Y Kripacharya le respondió diciendo que no era más que una inflada nube otoñal que no da una sola gota de lluvia. Ashwatthama le advirtió que yo era dos veces mejor arquero que él y diez veces más noble. Cuántas veces habría querido oírle decir aquellas palabras a Ashwatthama para curar lo que había de venir. Pero, por ahora, no podía tragarme mi rabia contra Krishna por haberme llevado lejos de Karna: “¿Crees que la shakti que Indra le dio porta mi nombre? Sólo puede dispararla una vez y, antes de que lo haga, le habré cortado la garganta. No hay más que un modo de que comprendas que soy más que su igual, Krishna, y es que lo mate ahora.” “Todavía no. La noche es trabajo de Ghatotkacha. Nuestra tarea todavía consiste en guardar al Rey de la red de Dronacharya. Están convencidos de poder aprovecharse de la oscuridad y, si capturan al Primogénito, ¿para qué habremos luchado?” Sólo imaginarme a Yudhisthira tirando de nuevo los dados en el palacio de cristal me impidió seguir protestando. Krishna mandó a Ghatotkacha allí en lugar de ayudar a Satyaki contra Karna. Ghatotkacha puso su calva cabeza a los pies de Krishna, como siempre había hecho, y saltó entonces ágil como una pantera a mi costado para abrazarme y desafiarme a aspirar el perfume de su cabello. Le acaricié la cabeza, le tiré gentilmente de la oreja y le pedí que guardase la vida de Satyaki tanto como que asustase a Karna. Mostró el destello de sus dientes afilados y dijo: “Tío paterno, mi poder viene como mar grande en noche. Siente no dolor de heridas. Drona no sabe esto o nunca luchar conmigo en noche.” Me abrazó otra vez. Desde la cima de su elefante nos dedicó una reverencia. Lo primero que hizo fue cortarle la cabeza a Jatasurya y tirarla a los pies de Duryodhana al carro. “¡No corras, tío!”, gritó. “¡Vuelvo pronto con cabeza de Karna! Dicen en tierras nuestras salvajes no ir nunca a Rey sin buen regalo.” Sus chillidos colmaron el cielo antes de que partiese de allí con risa maníaca. Mandaron otro rakshasa contra él. Le cortó la cabeza, la recogió y, desde su elefante, volvió a arrojarla a los pies de Duryodhana. Los carros Kaurava se mantenían a distancia de él. Sólo Karna se precipitó a su encuentro. Duryodhana llamó a su ejército otra vez. La angustia confundía sus órdenes. Los hombres con antorchas corrían de un lado a otro, las teas se partieron y los fragmentos lubricados de las mismas saltaron a brazos y cabezas. Ghatotkacha traía el fuego. Las olas de hombres que se nos venían encima rompieron como contra los arrecifes antes de alcanzar la orilla. Duryodhana estaba paralizado, pero Karna, aunque luchaba en una batalla perdida, no cedía nunca. Ambos bandos sabían que, a menos que el día neutralizase los poderes de Ghatotkacha, éste ganaría la guerra para nosotros aquella noche. El presente final de Karna a Duryodhana fue disparar a Ghatotkacha la flecha guardada para mí. En días posteriores, me pregunté cómo me habría sentido yo, si hubiera tenido que sacrificar mi Pasupata, que guardaba para él. Ghatotkacha cabalgaba el campo en su elefante como Yama sobre su búfalo. Parecía como si Karna hubiera de ser su víctima también y, sin embargo, yo sabía dentro de mí que mi voto guerrero de matarlo tenía que cumplirse. Shiva me lo había otorgado.

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De pronto, el elefante de Ghatotkacha se volvió loco. Ni siquiera su jinete podía controlarlo. Barritando y gimiendo por el dolor de las muchas flechas que tenía hincadas, se precipitó a la parte del campo donde la concentración de hombres era más densa. Duryodhana silbó con su caracola llamando a los carros en defensa de Karna. Oímos a Ghatotkacha cacarear socarronamente: “Venid, venid, mis niños”, su cacareo se convirtió en un chillido demoníaco. “Mis dulces niños. Necesito muchos regalos para vuestro rey.” Los caballos Kaurava se encabritaron, relincharon y trataron de huir. Los aurigas se recostaron en los asientos e hicieron sonar los látigos. Se llamó a la fuerza de elefantes de Duryodhana desde el flanco derecho, pero las bestias barritaron su pánico y buscaron protección apiñándose. “¿Quién quiere regalar cabeza para Duryodhana? Venid, venid a Ghatotkacha.” Nadie, aparte de Karna y Duryodhana, se mantuvo firme. Uno junto a otro podían enfrentar al mundo. Duryodhana lanzó insultos a los guerreros de sus carros, pero eran los caballos los que se negaban a obedecer. Duryodhana y Karna marcharon a través de las tropas, fustigando a un lado y a otro para reagrupar a su caballería y sus elefantes al igual que si de cabezas de ganado se tratase. De repente entonces, como si se hubiera roto un sortilegio, todo el ejército Kaurava se precipitó hacia nosotros. Fue esta estampida lo que acabó con las vidas de Virata y de Drupada. No nos enteraríamos de ello hasta el alba. Ahora Ghatotkacha, en su furia de batalla, conjuró algo que yo, no sólo no había visto nunca, sino que ni siquiera había oído hablar de su posibilidad. Su imagen se hizo enorme y, bañada en una fiera luz blanca, se elevó contra el cielo. Y entonces la noche fue oscuridad otra vez y Ghatotkacha bramaba atronador sílabas que eran como mazas arrojadas al vacío. “W-NNNNNNN, SHNNNNNN, FRRRRRR.” Los sonidos carecían de dirección y eran indistintos, como si arrastrasen otros ruidos detrás que no pudiéramos oír, pero que asolaban al enemigo y a nosotros nos hacían temer. Recordé nuestra huida del Palacio del Deleite y cómo perdimos el sentido de la orientación mientras corríamos por el túnel. También ahora oíamos por todas partes un crujido, pero no sabíamos adónde correr. Vimos el perfil de un arquero. Su brazo se deslizó hacia atrás y dejó volar la flecha, sin una sacudida, como si la noche fuera un cojín para el codo de aquel hombre. No hubo retroceso. Aparte de mí mismo, nadie más que Karna disparaba con semejante suavidad. Las flechas partieron de él como óleo portado por el viento. Centelleaban directo hacia Ghatotkacha y viraban en redondo tal como los animales lo habían hecho. El olor a cosa chamuscada crecía y hubo un estallido que al principio fue como inocuos fuegos de artificio. Pronto se convirtió en una llama y luego en dos que corrieron y se expandieron. Cada llama se dividió en dos y cada una de las nuevas en dos otra vez. El murmullo de los hombres se convirtió en berridos. Los Kauravas se volvieron y huyeron. Los fuegos los persiguieron y los alcanzaron con letales dedos. “¡Karna, Karna!”, gritó Ghatotkacha. “¡Corre a casa ahora!” El fuego rodeaba a Duryodhana y a Karna, pero no tenía poder sobre ellos. Alcanzaba sólo a los hombres que huían de él. Las llamas saltaron por encima de la sombrilla blanca de Duryodhana. Duryodhana y Karna estaban dentro del círculo mágico de su coraje. Ningún fuego penetraba en él. Uno podía sentir la fuerza que los ligaba. Pensé en mi primera batalla con Krishna a mi lado. Vi la mano de Karna alcanzar su aljaba de metal azul, donde dormía la esperanza de mi muerte. “¡Loco, esa shakti es tu vida!”, le chilló Duryodhana desde su carro y saltó para detenerlo. Intentó arrebatarle la flecha y acabaron enzarzándose en una pelea. En la lucha libre, Duryodhana era el mejor, pero Karna se sentó encima de él inmovilizándole los brazos con las piernas. Inclinado hacia atrás, disparó la flecha cuando la montura de Ghatotkacha pasó barritando frente a ellos. Centelleó diagonalmente hacia arriba, una franja azul que entró

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en el pecho de Ghatotkacha. Más tarde, me preguntaría si yo habría podido disparar semejante flecha. En aquel momento, creí que provenía de la mano de un dios. “¡Karna, Karna! Tú hombre de coraje”, gritó Ghatotkacha. Su elefante aminoró el paso y la trompa enjoyada se rizó hacia atrás para tocar al jinete, gimiendo de dolor. Yudhisthira y Bhima corrieron hacia él y así lo hicimos los demás. El elefante extendió la trompa, elevó primero al Rey para colocarlo en el interior del varandaka, y retornó para subir a Bhima. Ambos le acariciaron la cabeza a nuestro sobrino y trataron de convencerlo de que descendiese. Cuando nosotros alcanzamos el elefante, le oímos decir: “No preocupas, tío. Noche amiga y protectora. Nada pasa antes de alba. Hay más trabajo para Ghatotkacha.” Se sacó la flecha del pecho. Contuve el aliento. Yudhisthira le puso la mano sobre la herida, pero no había sangre. Durante el caos, Ghatotkacha estuvo sentado con el tronco erecto. Los soldados se dormían de pie. Nuestros aurigas cabeceaban mientras conducían y, cuando sus manos tenían sacudidas, volvían los caballos contra nuestros elefantes u otros carros. Las armas repiqueteaban en el suelo al caer de las manos de hombres dormidos. Los portadores de antorchas se pegaban fuego a sí mismos y despertaban gritando. Esto no era una guerra. Krishna sugirió que fuese yo quien le hablase a Dronacharya. Enviamos a nuestro heraldo con una bandera de tregua. La respuesta de mi Guru no tardó: “Siempre has sido muy blando, Arjuna. Quieres salvar las vidas de esta gente... ¿para qué?” Tenía la mirada más fría que le hubiera visto jamás, pero de momento sólo era un perro ladrador. No le respondí, lo que pudo haberlo convertido en mordedor. “No merece la pena salvar estas vidas. ¿Qué crees tú, Arjuna?” Pensé en Ghatotkacha, lo que me enterneció el corazón. “¡Respóndeme, patético idiota!”, chilló Dronacharya. “No, nunca he pensado así, Gurudeva.” Recordé lo que había sido profetizado: que Dronacharya sería poseído. Le seguí la corriente, como a los locos. “Oh, ¿me llamas Gurudeva? ¡Tú!” Sesgó la mirada y recuperó un recuerdo del pasado. “¿Recuerdas... el cocodrilo?” “Lo recuerdo.” “Si me hubieras abandonado al cocodrilo, ahora no tendrías necesidad de matarme.” Un kshatriya no piensa de este modo. Vi que en su mente era un brahmín hasta el fin. “Ya conoces la pena por matar a un guru. Sí, veo que la conoces. Porque me salvaste la vida entonces, te concedo un deseo. Tal cosa no te hace menos idiota. Un noble idiota. Cuídate, Arjuna, de la nobleza. No tengo tiempo para ella. Buenas noches.” Se volvió, sopló su caracola y gritó: “¡Arjuna quiere dormir! ¡No podemos luchar sin Arjuna, o estos Pandavas tan rebosantes de Dharma protestarán!” Después, como un demente: “¡A dormir, a dormir, a dormir...!” Sin dirigirme otra mirada, se acurrucó en el asiento de su carro y se quedó dormido allí mismo. Las caracolas desgarraron la noche. Quitamos el arnés a los caballos, los frotamos bien y los bañamos. Me tumbé mirando la región del cielo por la que surgiría la constelación del Cocodrilo. Parecía que justo acababa de dormirme cuando algo me vapuleó. “¡A las armas!”, gritó una áspera voz. Sentí mi cerebro protestar como con golpes en el cráneo, pero mis huesos y mis nervios conocían la voz de mi Guru, así que salté como en aquellos días pasados en los que acostumbraba a ponerme a prueba y en el corazón de la noche, nos hacía cantar o silbar para probarle que estábamos completamente lúcidos, que podíamos despertarnos instantáneamente. “¡A las armas! ¡A las armas!” No podía esperar a luchar otra vez. Esto le hizo ganarse el odio de tantos hombres que aún no comprendo cómo sobrevivió a aquella noche. Cuando el amanecer se aproximaba, sentimos vacilar el espíritu de Ghatotkacha. “Ghatotkacha, te debo la vida.” Levantando la mano hasta el centro de su frente, me miró y sonrió.

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“A tu conductor de carro no mí.” Observó a Krishna. Krishna se inclinó profundamente y unió con respeto las manos. Ghatotkacha se puso en pie e hizo una reverencia honda. Cuando se irguió, su herida sangraba. Vimos su forma hacerse inmensa y, como un gran pájaro, alzar el vuelo. Con el primer rayo de la aurora, llegó otro cambio de luz y la forma de Ghatotkacha se difuminó. Su pecho dejó de sangrar y, cuando su contorno se volvió tenue, una hueste de espíritus del bosque voló hacia él y lo escoltó. Lo miramos partir. Pasado un rato, no sabíamos si lo que veíamos era Ghatotkacha sonriéndonos desde lo alto con las manos unidas o cambiantes formaciones nubosas. En mi mente otra imagen se formó. Era Ghatotkacha el recién nacido. Llegó a nosotros tras abandonar el Palacio del Deleite, como un presente de los dioses. Despertó la confianza y el amor en nosotros otra vez como sólo los niños pequeños pueden hacerlo... cuando acabas de huir de las trampas ardientes concebidas por los hombres. Bhima sollozaba. No había ni tiempo ni energía para lamentaciones después de aquella noche de batalla. Estábamos demasiado cansados y demasiado aturdidos, y muchos de nuestros seres queridos, de nuestros parientes, habían muerto. El padre de nuestra Reina, el rey Drupada, que fue nuestro padre cuando no éramos más que refugiados en la cabaña de un alfarero, ya no estaba con nosotros. Y tampoco el rey Virata, nuestro otro padre, que nos dio cobijo durante el decimotercer año de exilio y nos hizo reyes otra vez cuando éramos mendigos. Ghatotkacha me había salvado la vida. Mi corazón estaba lleno de dolor y de rabia, indeciso entre la angustia y el alivio. Con las primeras luces vimos venir a nosotros hordas de desertores, como perros apaleados, los ojos enrojecidos, los brazos rotos y deshechos los cuerpos. Agitaban el puño y se golpeaban el pecho gritando: “¡Muerte a ese diablo de brahmín! ¡Muerte a Drona! ¡Muerte al paranoico!” Recorrían nuestro campamento estallando de pronto en alaridos de odio como truenos repentinos, que morían al sentarse o mirar alrededor en silencio al mundo que no había mantenido sus promesas. Habían matado a sus camaradas en la oscuridad y sus rostros portaban las trazas de ello. Tenían la mirada de hombres que han perdido la orientación, que no saben en qué ocuparse. Los guerreros de los carros habían vuelto a sus casas y parte de la caballería también. Éstos venidos a nosotros eran los bocados sobrantes tras un gran festín de muerte. Tuvimos que reunirlos y atender sus heridas, alimentarlos y reconfortarlos con palabras tanto como con carne y vino. Algunos de ellos eran poco más que muchachos, pero todos habían oído hablar de nosotros y, en nuestra compañía, rememoraron la partida de dados y la Casa de Laca y Cera. Sintiéndose aún bajo las sombras del adharma nocturno, vieron en nosotros una luz y una esperanza. Nosotros éramos una leyenda corroborada ahora y un pequeño rescoldo de ésta los inflamó por completo. Muchos de ellos decidieron luchar por nosotros y otros tantos se limitaron a desearnos la victoria antes de emprender el camino de retorno a sus hogares. Pero en cualquier caso, su partida había reducido las fuerzas de Dronacharya a la mitad. Y nos dijeron, además, lo que ya habríamos podido adivinar: que el demente acharya desencadenaría sus astras, si no lo matábamos primero. La mañana trajo consigo historias extrañas y la de Satyaki no lo fue menos: Durante aquella noche de batalla, uno no podía saber si la forma que emergía de la pesadilla junto a él se convertiría en amigo o enemigo. Duryodhana, esperando sin duda a un amigo, se encontró frente a la espada de Satyaki: “Ah, Satyaki, Satyaki. ¿Te acuerdas, en Hastina, cuando fuimos a nadar al lago y vino una tormenta que nos hizo buscar refugio en la choza de un leñador? ¡Qué bien olía y qué

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sabrosa era la cebada tostada! Quisiera haberle dejado a Yudhisthira quedarse el trono.” Satyaki corrió de allí conmocionado. Sombríamente, Satyaki se aferraba del brazo del primero que veía para contarle la historia. Yo lo vapuleé. “Basta ya. No importa eso ahora”, le dije sin cesar. Pero de pronto mi mente se opacó. Mis brazos los recorrieron pequeños temblores como cuando el relámpago toca el agua mientras uno está en ella de pie. El rayo rebotó en mi hombro y dejó mi armadura colgando como andrajos. Mis manos se elevaron para salvarme los ojos. En momentos como éste, el cuerpo piensa por ti. De un cielo claro, descendía una lluvia de finas agujas de ácido que abrasaban la carne. Empezamos a correr hacia el río. Éramos como animales despavoridos y no podíamos oír el sentido de lo que los otros nos gritaban. Había saltado al agua ya y algo se repetía incesantemente en mi oído, un sonido indiferenciado que trataba de tomar forma. Por fin entendí: El contra-astra, el contra-astra. Era Krishna. Sus dedos me agarraban el cabello. Pronuncié el mantra y la lluvia voló hacia arriba, disparada de nuevo al cielo. Cuando salí del agua, vi la fina seda de mis ropas injertada en mi muslo.

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CAPÍTULO 13 “Un demonio ha poseído su corazón. No es el Acharya que tú conociste.” Krishna trataba de doblegar mi voluntad. Vi el destello en los ojos de mi Guru otra vez. Oí su risa demente. Pero, si tu padre se ha vuelto loco, no por ello acabas con él. El código kshatriya no permite matar a una mujer, ni a un loco, ni a nadie mientras emerge del sueño. Sí, este comandante tenía que morir. Pero éste no era el modo de hacerlo ni yo el kshatriya para tales medios. Era peor que usar veneno. Era peor que el acto del pirómano. Ni siquiera Kanika, que había concebido para nosotros el Palacio del Deleite, hubiera imaginado semejante artimaña. Krishna quería que le dijera a nuestro Guru que su hijo estaba muerto. Drona siempre decía que la vida había perdido su sabor tras su visita a Drupada. Lo recuperó el día en que yo gané un reino para él pero, si Ashwatthama no había de poder gobernarlo, él no quería vivir. Dronacharya citaba siempre los Vedas: “Aquí está tu hijo. Hombre mortal, aquí está tu inmortalidad.” Krishna aguardaba mi respuesta. Pero el demonio vestía la forma de mi Guru y yo nunca le había mentido a Dronacharya. Krishna sugería de verdad que le dijéramos que su hijo estaba muerto. “Ha amado a dos personas en su vida. A ti y a Ashwatthama. Ahí es donde está su corazón, si corazón le queda al fin y al cabo. Tú eres una criatura, Arjuna.” “Soy su criatura. Ésta es la razón de que no pueda hacérselo. Es monstruoso.” “Es también la única manera de arrebatarle el corazón a la fuerza oscura que lo posee. Drona no es más que su juguete ahora.” Recordé que, cuando estábamos en el exilio, los sabios habían predicho que Dronacharya sería poseído por los demonios. A pesar de ello, no podía hablar. “¿No puedes decir una mentira para salvar el mundo?” ¿Dependía el mundo de un corazón humano? El mío no era lo bastante libre. Yo sabía que, si afrontaba a mi Guru con una mentira, él la vería en mis ojos y en mi voz la oiría. Le expuse a Krishna mi idea: él comprendió la pregunta implícita. “Yo no puedo”, repuso. “Él me llama ‘el rey de las mentiras’. No tendría sentido que lo hiciera yo.” Yudhisthira no podía compararse a Ashwatthama. Sería absurdo decir que él lo había matado. Bhima era el único que podría haberlo hecho. Como un niño pequeño, Bhima clavó en nosotros unos ojos perplejos y redondos. Más fácil le resultaría matar a Dronacharya que mentirle. No parecía haber manera de hacerlo hasta que se decidió que Bhima matara a un espléndido elefante al que yo había dado el nombre de Ashwatthama por su modo de dar pequeños saltos. Apenas había sacrificado Bhima al elefante, cuando oímos aquel pitido otra vez: era el sonido que percibí en mi oído interior el día en que mi Acharya me dio el astra. Siguió una repentina quietud, un silencio, como si el mundo se hubiese dormido para no despertarse jamás. Era peor que una absoluta negrura: nada existía ya más. Una pesantez había que cuajaba la sangre y helaba el corazón. Contemplé el Gandiva con completa indiferencia. Mis pensamientos se deslizaron como caracoles y dejaron una baba de confusión. Mis pies pesaban en el suelo; el seno de la tierra nos llamaba y nos succionaría y nos precipitaría de cabeza a su interior. Se agitó como un monstruo. La pulsación se hizo insistente. Nada sino la muerte lo satisfaría. Comprendí que se trataba de la Brahmastra. Traicionaba la voluntad y el corazón. Hay cosas que tienes que vivirlas, si quieres conocer su significado. Ésta no sabía de principios. No había semillas en ella, sino sólo disolución y el final de la esperanza. Krishna me zarandeó.

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“Es la destrucción de la Tierra.” Las venas de sus sienes pulsaban contra la piel. Sólo una vez más volví a verlo de aquel modo: cuando el hijo de Abhimanyu murió. “Si el Creador no lucha para salvar Su mundo, ¿por qué debería hacerlo yo?” Krishna me golpeó el rostro: “No eres tú quién para rendirte. Tú tienes el astra que protege al mundo. Levántate y lucha, Arjuna.” Algo volitó sobre nosotros. Era el monstruo informe elevándose. El don del miedo retornó a mí. “Tú tienes el poder, Krishna. Sólo tú.” “Tú eres Nara.” El sonido de su apelación fortaleció algo en mi interior. Sin pensarlo, el astra brotó de mí. Los astras eran dos sombras que tomaron forma. Como luchadores, se acecharon en círculos, se aproximaron una a otra y se enzarzaron en combate. Esperé verlas estallar, pero las sombras se desvanecieron. Las caracolas entonaron un clamor de alarma y todos corrimos. Pero ¿a dónde ir? Una lluvia de chispazos caía por todas partes. La tierra suspiraba bajo nuestros pies. El mundo estaba salvado, pensamos. Dronacharya no había terminado todavía. A media mañana, el demonio de destrucción lanzó más astras, a las que yo respondí. Tras ello, mi poder se agotó. Le dije a Krishna que no podríamos resistir hasta el mediodía. “No hemos venido a perecer.” Sus palabras me enardecieron de nuevo. Él era la semilla de la vida misma. Había un poder en su declaración que regurgitaba muerte. Durante un rato, cesaron los astras. Mediante estratagemas, hicimos acudir a nuestro Guru al terreno de nadie. Vino solo para sellar su destino, diciendo que su auriga era como Arjuna y quería dormir. Bhima y Yudhisthira se aproximaron a él arrastrando los pies. Nosotros nos quedamos detrás, temerosos de que Bhima no pudiera representar su papel. Pero, una vez recitadas sus palabras, un espíritu de invención lo poseyó y, mientras Dronacharya los miraba con los párpados arrugados de dolor, Bhima danzó ante él proclamando: “He matado a Ashwatthama, he matado a Ashwatthama...” Estuve tentado de alzar la mano a la aljaba, pero Krishna había estado en lo cierto. Habíamos matado ya a nuestro Guru con la mentira. El Primogénito contuvo a Bhima diciéndole que no habíamos venido aquí a regodearnos de nuestra acción, sino a pedir el perdón de nuestro maestro. Aquello no podría haber sido más convincente, ni aunque hubiéramos sido una compañía de mimos. De pronto, la furia de nuestro Guru llameó, abrasando su dolor. “Bhima ha sido siempre un patán”, dijo, y miró al Primogénito. “Krishna es el rey de las mentiras.” A estas alturas, un silencio profundo había entre nosotros. Los muertos esperaban que los retirasen. Aves de presa volitaban en el cielo y sus gritos de hambre reclamaban nuestra atención. “Pero ni siquiera él podría hacer que me mintieras en este caso.” Krishna, impávido, observó a Yudhisthira. Drona y él contendían por su alma. ¿Qué Dharma escogería mi hermano? La mirada de Dronacharya nos barrió para detenerse en mí. Sus ojos habían revivido otra vez. Había en ellos la concentrada atención del halcón en su voluntad de descubrirnos. “Arjuna, no te lo preguntaré a ti. Entre nosotros reinó siempre la verdad.” Éste fue su regalo de despedida para mí. Las lágrimas me salvaron de traicionar a Krishna. Los ojos de Drona retornaron al Primogénito. “Mi vida reposa en tus manos, Yudhisthira. No volveré a moverme de aquí, si Bhima ha matado a Ashwatthama.” Una pausa fue disparada al silencio como un astra derramando diluvios de quietud. Aún me maravillo al recordar la voz de mi hermano, apagada y avergonzada, en un murmurio. “Lo ha hecho, Acharya. Ashwatthama está muerto.” Lo que Krishna le había dicho era la verdad para Yudhisthira. Éste era su único Dharma ahora. “Perdón pedimos a nuestro Guru.” Y se arrodilló y tomó el polvo de los pies de Dronacharya. Tan franca dignidad lo

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envolvía que nuestro Guru, no sólo lo creyó, sino que quedó sumido en confusión. ¿Estaba de verdad muerto, entonces? Dronacharya dejó el arco en el suelo cuidadosamente y lo tocó con suavidad una vez. Le hizo pradakshina y, acercándose a mí, me ofreció la espalda. Yo le solté el carcaj. Cerró los ojos y volvió las palmas al cielo. Lo contemplamos callados. Sanjaya vio a los dioses hablarle. Una furia repentina lo sacudió entonces, pero aquéllos le indujeron a entregarse, le dijeron que estaba usando astras de un modo que ellos no sancionaban. Le dijeron que había vivido el término de su vida. Lo que yo vi fue a mi Guru a punto de dejar la mente y el cuerpo que me lo habían enseñado todo. Lo contemplamos mientras él abrazaba a sus alazanes. Esparció hierba kusa, se colocó en ella y se sentó en meditación. Yo me aproximé, toqué el polvo de sus pies y me lo llevé a los ojos. Él abrió los suyos y me tocó la cabeza. “Muero la muerte de un brahmín, aunque no estaba predicha.” Estas últimas palabras eran para mí. Satyaki, los mellizos y Bhima le rindieron homenaje. Yo percibí que él estaba lejos ya. Algún espíritu guardián debió de esperar muchos años para llevárselo en cuanto estuviese dispuesto a partir. Dhrishtadyumna, entonces, se inclinó ante él. Extendió la mano suavemente, como lo hace un gato, agarró el moño de nuestro Guru y al mismo tiempo tajó con la espada. Yo grité: “¡NO! ¡TÓMALO PRISIONERO!”, y salté como un tigre. Pero mi cuerpo dio inercia al brazo de Dhrishtadyumna y la cabeza de Dronacharya cayó con el rostro hacia el suelo a mis pies. Yo la miraba. Dhrishtadyumna la recogió, la balanceó para que todo el mundo pudiera verla y me miró a la cara mientras Bhima bramaba: “¡Sadhu, llévate contigo tus malditos astras!” “¡Al igual que éste, cumpliremos todos nuestros votos!”, gritó Dhrishtadyumna. “¡Arjuna matará a Karna y Bhima a Duryodhana, como yo he acabado con este brahmín!” Arrojó lejos la cabeza. Sentí cortado el soplo de vida. Yo había sido cómplice de aquello. Sentí violencia y caos, y al espíritu de Dronacharya retornar rabioso. En mí, la ira se convirtió en angustia. Tomé la cabeza entre mis manos y le hable a mi Acharya hasta que su espíritu se serenó. Estiré el cuerpo de Drona en la hierba kusa y coloqué la cabeza, caliente aún, sobre el tronco, uniéndolos con mi angavastra. Otra seda le puse sobre el rostro. No hay modo de limpiar el lugar donde has matado a tu Guru; aun así, tomé tierra limpia y cubrí con ella el suelo ensangrentado. Cogí del agua de mi carro y, pronunciando nombres santos, hisopé con ella la tierra fresca y el cuerpo de Dronacharya. Mi Guru estaba en calma ahora, pero el mundo bajo mis pies parecía airado. Los alazanes se movían inquietos, arqueando los cuellos y haciendo tintinear sus pequeños discos y cascabeles. Yo sabía que aquel terreno narraría nuestra atrocidad, durante los siglos por venir, a los que lo transitasen. Y de pronto pensé: ¡Ashwatthama, Ashwatthama, mi amigo! Perdónanos. “¡Ashwatthama! Los astras.” Cuando hallaron a Dronacharya, los Kauravas huyeron sin saber quién era ahora su líder. Las fuerzas Kaurava estaban destrozadas, pero nada me alegraba menos. Esto era carnicería, no batalla. Traté de ver el rostro de mi Guru tal como había sido. Pero lo que veía era la mano enjoyada y poderosa de Dhrishtadyumna agarrando el moño, aferrando el cabello de aquella pequeña cara dispuesta a alcanzar el cielo. ¿Había emergido el brahmín en él? ¿Había partido cantando himnos? ¿Le había sonreído Yama al tirar del lazo?

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Él sabía cosas ahora que ningún discípulo preguntaba. ¡Cuántas, cuántas preguntas había respondido! Nunca se había negado a ello. Pero el camino que Yama había encontrado para él un día tendría que hallarlo yo también para seguirlo. Canté por él el himno:

“Allí todo el que nace acude. Cada uno por su propia senda.

A esos pastos que no nos serán robados. Asume un cuerpo brillante de gloria otra vez.”

Krishna y Sahadeva atendían a un caballo herido. El resto de nosotros reposábamos sentados o acostados, aturdidos por la muerte de Dronacharya y al borde de la locura por los astras y la falta de sueño. Aguardamos en la tienda real a que los Kauravas nombrasen nuevo líder. Los ojos de Dhrishtadyumna buscaban los míos, pero yo los evité: era el hermano de Draupadi y, en una guerra, los generales no pueden reñir. Me tragué mi rabia por segunda vez, pero cuando ya no pude contenerla más se la arrojé como una maza a Yudhisthira. “Le mentiste.” En el mismo instante en que golpeó, retornó a mí. Él había sufrido más que yo. Y, sin embargo, una vez hube empezado, no podía detenerme y Krishna no estaba allí para hacerlo. “Hermano, ¿no te diste cuenta de que Dronacharya te hizo a ti la pregunta, el alma de la Verdad, porque sabía que no le mentirías?” Sentí un oleaje de sangre invadirme la cabeza. “No fue Dhrishtadyumna quien lo mató, fuiste tú. Tú le despojaste de sus armas. Dronacharya nos amaba con el amor de un padre y lo hemos asesinado. Éste no el acto de un Dharmaraj. Tan monstruosa mentira destruye todo aquello por lo que luchamos. Y tú eres aquel por quien luchamos, para ponerte en el trono, porque tú eres nuestro Dharma.” Me maravilla que Bhima me dejase llegar tan lejos. Vi nublársele el rostro desde el momento en que comencé. Se me acercó entonces en dos zancadas y proyectó su rostro contra el mío, rojos los ojos. “¿Cómo te atreves a hablarle así al Primogénito?”, gruñó. “¿Cómo te atreves?” Creí que me pegaría. “Hablas como un falso asceta. Nosotros somos kshatriyas. ¿Qué te pasa? ¿Eres un kshatriya o algún loco brahmín? Un kshatriya tiene deberes y esto es una guerra. Nuestras espadas están hechas para cortar cuellos, no madera. ¿Es que tengo que enseñártelo? Tus palabras dan náuseas, Arjuna. ¿Tú nos predicas el Dharma? Debes de estar borracho o el dolor te ha vuelto loco. Y pensar que te permití detenerme cuando quise matar a Duhsasana en la partida de dados. También yo debía de estar loco.” Se golpeó la frente con el puño. “Loco, loco, loco”, dijo entre dientes y patulló el suelo en círculos para volver a mí. Me agitó el puño ante el rostro y sus nudillos rechinaron junto a mi frente. “Tú eres la causa de la guerra. Si yo lo hubiera matado entonces, todo esto habría terminado antes de que pudieran atormentarnos. Yudhisthira vistió piel de ciervo en el bosque durante doce años porque es el alma del Dharma. ¿Y por qué?” Ahora gritaba, bien abierta la boca como cuando cargaba en batalla bramando su nombre. “Voy a decirte por qué”, me silbó en el rostro, “porque tipos como Sakuni le timaron el reino. Quizás, con tu recién estrenada humildad, me dirás que eso fue algo noble también. Tras tu insana acusación ya no puedes decir nada que me sorprenda. El Primogénito realizó el Rajasuya y todos los reyes del mundo le rindieron pleitesía. Pero por capricho de ese otro demente, nuestro primo Duryodhana, tuvo que pasar un año como cortesano... cortesano, ¿oyes?, de Virata, esperando los bocados exquisitos de mí, el cocinero. Si nunca pronunció él una palabra de queja, ¿de qué vienes tú ahora lamentándote? Hasta Virata le arrojó los dados a la cara una vez sin que él protestase. Nunca ha existido un hombre tan paciente y dhármico. Cuando todo el mundo lo ha llamado Dharmaraj, ¿por qué tú, que conoces su virtud, te vuelves contra él como un perro enloquecido?” Yudhisthira se levantó para contenerlo.

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“No, hermano, déjame hablar. He callado mucho rato”, intervine yo. Mi ira no estaba exhausta. Las palabras estallaron en mí. “Cuando el Primogénito habla de virtud, es el Dharmaraj y el alma de la virtud. Cuando yo hablo de Dharma y adharma soy un falso asceta. De acuerdo, así sea. Pero mientras tú armas este escándalo, nadie parece darse cuenta de las fuerzas que hemos desencadenado.” Sentí el silencio alterarse para considerar estas palabras. “¿Te ha hecho Sahadeva el horóscopo?”, se mofó Bhima. “Ashwatthama posee el Narayanastra. Todos nuestros ejércitos podrían arder en instantes como un fardo de algodón. Ashwatthama y Kripacharya han hablado siempre a nuestro favor. En el curso normal de la guerra, el hijo de nuestro Guru nunca habría usado esa arma contra nosotros. Conozco a Ashwatthama. Tiene el autocontrol de un brahmín. Pero ahora... ¿qué haríais vosotros? ¿Qué harías tú, Bhima, si alguien le cortase la cabeza a Yudhisthira mientras meditaba y la arrojase al suelo, esa cabeza llena de pensamientos amorosos y de todos sus planes humanos para ti?” Clavó en mí la mirada con rabiosa incredulidad. No hay mantra para retirar ciertas palabras. Volvió hasta mí otra vez y acercó su rostro tanto al mío que percibí la furia en su aliento ardoroso. “¿Eres una mujer, Arjuna? ¿Hemos de sentarnos en nuestras tiendas y temblar porque Ashwatthama conozca mantras?” Abrió los brazos y sacó pecho. “Que lance sus astras, que arroje su Narayanastra o Paranarayanastra. Aquí nos encontrará.” Volvió la cabeza y escupió. “Ten cuidado, Arjuna. Estás insultándonos a todos nosotros y en especial a mi amigo más querido. Dhrishtadyumna es el hermano de Draupadi y lo ha sufrido todo con nosotros. ¿Tú nos enseñas lealtad? ¿Y dónde está la tuya, con nosotros o con nuestros enemigos? ¿Recuerdas la partida de dados? La razón de que yo no matase a Duryodhana, Duhsasana y Sakuni fue que tú me dijiste, me siseaste en la oreja, que abriría una brecha entre nosotros. Cómo les gustaría oírte ahora. De qué modo se frotarían las manos y se lamerían los labios. Tu memoria está deshecha, confundida tu mente. No es sólo que el Primogénito viva por el Dharma. Es el Dharma. Es el rey más compasivo de la tierra. Cuando Duryodhana, nuestro pequeño tesoro de primo, vino a reírse de nosotros en el bosque Dwaitavana, ¿quién fue el que nos envió a rescatarlo de los gandharvas? ¿Quién se ha ganado el nombre de Ajatshatru, ‘el que carece de enemigos’? No puedo entenderte. Creíamos que eras el más noble e inteligente de todos nosotros. Todos lo creíamos. Todos aman al Arjuna de la rizada cabellera. Es el héroe de todo el mundo y el cariño de todos.” Abrió los brazos. “Pero en este campo de batalla...”, se pegó con un puño en el otro, “tu nobleza hiede. Te has vuelto loco. Has perdido tu condición de kshatriya. ¿No será que simulas luchar?” Vio mis ojos y me detuvo con la palma de su mano. Su voz cambió. “¿Sabes lo que Karna me dijo cuando lo desafié ayer? Dijo que era un glotón y un idiota, y todo el mundo lo oyó. Dijo que como demasiado y que mi lugar está en la cocina.” Las venas de Bhima eran como cuerdas tensas de arco en su cuello y sus sienes; tenía el rostro y los ojos inyectados en sangre. “Arjuna, te aseguro una cosa, cuando esta guerra termine no quedará nadie que pueda recordarme que vestí el delantal de cocinero y que Yudhisthira tenía que mantenerse despierto noches enteras para jugar a los dados en el reino de otro monarca. Nadie quedará para decirles a los gemelos que su lugar es el establo. Ya sabes los chistes que hacen a tus expensas. ¡Odio tu inconstancia y escupo en ella!” Satyaki, viéndome solo, se puso, solidario, a mi lado. “Acostumbrábamos a pensar que Yudhisthira era demasiado manso. Por dentro es de acero. Dijo que pasados trece años nos vengaría y nunca ha vacilado.” Shrutakirti se miraba los pies. Percibí a los hijos de Draupadi y a Sikhandin irse de allí. Satyaki se sentó más cerca de mí aun.

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Su presencia sacó a Bhima de sus cabales. Empezó a gritar y a mover los brazos. “Prometiste vengar los insultos. ¿Qué promesas le ahorraste a Draupadi? Sólo amas a tus enemigos, a los hombres que mataron a Abhimanyu. Hemos perdido a Ghatotkacha. Te lo aseguro, sólo una cosa me mantuvo cuerdo durante todos los años de exilio, cuando no hacía más que tirar piedras al lago... y cada una era un enemigo que mi odio destruiría. Y era la certeza de borrar el insulto de Draupadi. Cuando éramos refugiados, su padre nos hizo reyes otra vez. Su hermano manda nuestros ejércitos. Pide perdón a Dhrishtadyumna. Toca el polvo de sus pies. Pongo mi pie en tu humildad.” Satyaki me bajó el brazo, por lo que supe del espasmo de mi mano. “Y por lo que respecta al miedo a Ashwatthama, yo no lo tengo. Que se siente y tiemble quien quiera hacerlo. Yo saldré a combatir sus astras.” Dhrishtadyumna vino a nosotros y rodeó con el brazo a Bhima. Yo los miraba a los dos ahora. “Arjuna”, dijo, “tengo que recordarme a mí mismo que eres el marido de Draupadi. He tenido que hacer un esfuerzo también para recordar tu amor por Dronacharya. Pero hay cosas que están más allá del amor. Sé desapasionado. Tú alabas a tu Guru. Él era un brahmín. Asistir y realizar sacrificios, tales son los deberes de un brahmín. Debería haber sido maestro, un maestro de los Vedas, un maestro del conocimiento espiritual. Debería haber pasado su vida en estudio constante, haber dado y aceptado presentes, sí, pero nunca conquistado reinos. Un rey no hace lo que Drona hizo cuando tomó la mitad del reino de mi padre. El Dharma de un rey es aceptar tributo cuando conquista, no reclamar el territorio como propio.” Rugió: “Este brahmín humilló a mi padre, su amigo de infancia. Este Drona fue un hombre vengativo y pasó la vida soñando venganza. ¿Crees que el amor que tenía por ti no era parte de ella? Os entrenó como un hombre entrena leopardos o elefantes para matar a sus enemigos. No es sólo que fuera el enemigo de mi padre lo que me hace hablar así. No es tampoco que permitiera lo que le ocurrió a mi hermana en la partida de dados, la hermana que compartió conmigo la matriz. No es el hecho de que se apartidase con los Kauravas. El Gran Patriarca hizo estas cosas también... pero él creía en el Dharma. Él vivía su Dharma como Yudhisthira. Mientras los hombres tengan memoria, su vida les hablará. Tu Guru no vivió su Dharma. Enseñó, pero no los Vedas. Su sacrificio fue Abhimanyu, ofrecido no a los dioses, sino a Duryodhana y en el altar de su orgullo demoniaco. La esencia de ese hombre era arrogancia y crueldad. No odiaba a Abhimanyu. Unas pocas palabras hirientes de Duryodhana, ese sujeto débil y obsesivo, pudieron hacerle matar a tu hijo, pudieron hacerle forzar a sus hombres a pelear toda una noche. Corrieron a nosotros a millares. ¿No oíste lo que decían los desertores, que su líder era un elefante enloquecido y que no conocía el sentido de la compasión? El Gran Patriarca nunca habría luchado de este modo. Yo maté a ese hombre para salvar a muchos más.” Vino a sentarse a mi otro lado. Sentí la amistad en él luchar contra su resentimiento. La amistad ganó. “Tú sabes que mi padre me hizo venir a este mundo para matar a su enemigo. Hizo a mi madre rezar antes de nuestros nacimientos y ofreció tan ardientes sacrificios a los dioses que a nosotros se nos llegó a conocer como ‘los nacidos del altar’. La misión de mi vida era vengar a mi padre, que cayó la noche pasada por la locura de Dronacharya. Ni siquiera hemos encontrado su cuerpo, o el de Virata, para realizar los ritos. Incluso podríamos haberlos matado nosotros mismos. Tú sabes la historia de mi nacimiento, no es un secreto. Ambos ejércitos la conocen. Los bardos de nuestra familia la cantan. ¿Por qué crees que he pasado quince días de guerra persiguiendo el carro de Drona? ¿Para qué, sino para matarlo? Nadie dijo que no debía hacerlo. No había ningún pacto de dejar a Drona vivo. ¿Qué kshatriya no honra sus votos? Nuestros votos son sagrados. ¿No te lo enseñó tu Guru Dronacharya? Cuando Abhimanyu murió, juraste matar a Jayadratha. Si de Dharma hemos de hablar, ¿qué diremos de ese sol que se puso dos veces? Arjuna, todos nosotros

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perdimos a Abhimanyu. Era la esperanza y el orgullo de todos nosotros. Nadie que lo viera cruzar el campo de batalla permanecía impávido o dudaba de que un dios morara en él. Entre los muertos que todavía no están fríos, recuérdalo, está mi padre, que era un padre para ti, y están mis hermanos y mis hijos. Drona luchó sin virtud. No hay pecado en lo que hice y, si lo hubiera, no afectaría a Yudhisthira.” Sentí la amistad de Dhrishtadyumna y él se dio cuenta. Habló como le habla un físico a un enfermo. “Y te digo por último, Arjuna, que aunque digan que tu furia fluye al río del pasado una vez has matado a tu enemigo, la mía no lo hace. Yo siento que nunca podré vengar a mi padre y a mis hermanos y a mis hijos.” Sus facciones poderosas mantuvieron la compostura, pero las lágrimas le abrillantaron los ojos. “Satyajit fue abatido por ese monstruo de brahmín. En medio de la batalla miro alrededor en busca de Satyajit, mi propio Abhimanyu, aunque estoy orgulloso de que diese la vida por el Primogénito.” El silencio respetuoso que recibía siempre los discursos de nuestro Comandante se convirtió en reverencia. Me puso el brazo alrededor del hombro. “Los discípulos no deben matar a los Gurus. Algunas cosas las hacemos y no podemos evitarlas. Tú tuviste que matar al Gran Patriarca.” Su dolor le habló a mi dolor con mayor hondura que sus palabras. Mi hijo con Draupadi se adelantó y tomó el polvo de sus pies. Sus hermanos lo siguieron. Después vino a mí y, aunque me rindió homenaje con afecto tanto como con gracia y cortesía, me miró con ojos que eran los de su auténtico padre, Dhrishtadyumna. Aun en el cerco del dolor, supe qué afortunados eran sus hermanos y él. Pero no pude impedir a mi mente hacer balance: ya no tenía hijos. Iravat, de Ulupi, había caído por Alambusha; Babhruvahana, de la princesa Chitrangada de Manipur, no había venido a luchar a mi lado. Esto mitigaba la amargura de algún modo: un hijo al menos sobreviviría a la guerra. Dhrishtadyumna me acercó a él con el brazo y detuvo mis pensamientos. Cuando alguien te habla de esta manera, no hay aciertos ni errores. Si Dhrishtadyumna me hubiera pedido una disculpa, se la habría dado. Creo que la percibió en mi silencio y en mi cabeza inclinada. Satyaki, que estaba a mi otro lado, saltó para colocarse ante Dhrishtadyumna. Resolló de rabia: “¿Te atreves a comparar lo que le has hecho a Dronacharya con el acto de mi Guru Arjuna? El Gran Patriarca quería morir. A todos nos lo dijo. Dejó sus armas en el suelo porque quería que Arjuna lo matase.” Yo había saltado ya para sujetar a Satyaki por detrás. “Di una palabra más sobre mi Guru y columpiaré tu cabeza de lado a lado.” Sentí los músculos de Satyaki contraerse y supe que en su mente ya lo había matado. Dhrishtadyumna alzó los ojos para mirarlo y su boca se preparó para hablar. Ruidos es lo que salía de su garganta. Por fin gruñó: “Satyaki.” Se puso en pie y se alejó algunos pasos para tomar distancia del demente. Caminó a nuestro alrededor, la cabeza hacia atrás en gesto de aturdida y airada risa. “Éste debe de ser el día para que aprenda a perdonar. Arjuna te ama, y los Vrishnis. No voy a aumentar sus pérdidas, ni las mías. Tú eres para él un hermano y un hijo y mucho más. Si no fuera así, te lo aseguro, Satyaki, en estos momentos estarías saludando a Yama.” Pausó. “No podemos perder un guerrero de tu coraje.” Se apretó los nudillos contra los labios, pero entonces estalló: “¿Qué coraje requería matar a Bhurisravas cuando intentó dejar su cuerpo? ¿Te detuviste a pensar qué dicen los shastras? ¿Repetiste mentalmente el código de batalla entonces? Bhurisravas tenía una antigua deuda de honor contra tu abuelo. Te puso en el pecho el pie. Más dhármico habría sido que lo matases en combate para vengar a todos tus hijos pero, aunque ninguno te aplaudimos por ello, tampoco llegamos a insultarte.”

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Entendí otra vez por qué Krishna había elegido a Dhrishtadyumna como Comandante. Todos estabamos locos por falta de sueño y había habido poco tiempo para comer. Ninguno de nosotros era normal desde la muerte de Abhimanyu y mi voto de acabar con Jayadratha. Quizás ninguno de nosotros era normal ya desde el décimo día, en que el Gran Patriarca dejó el campo. Dhrishtadyumna se sentó otra vez. Una sensación de alivió fluyó entre nosotros. “Satyaki, cada día que pasa se hace más problemática la definición de adharma. Si tuviéramos a todos los expertos en los shastras, a todos los pandits del mundo ante nosotros en esta tienda, no podrían decirnos qué hacer. Aquí te ofrezco mi punto de vista. Era el de mi padre también, tal como lo formuló en la sabha de Virata el día de la boda de Abhimanyu: lucho del lado de los Pandavas no sólo porque son mis parientes y los amo, sino porque ellos representan el Dharma. Por la misma razón nuestros hombres no se han pasado al otro bando, como los Kauravas han hecho. Cuando Dronacharya perdió toda virtud, dejando aparte mi voto, hubimos de encontrar un modo de eliminarlo. Te digo que el propósito de toda guerra es la victoria.” Y con fuerza aseveró: “El mundo honrará a Yudhisthira. La suya fue una mentira gloriosa. Fue el sacrificio de la virtud ofrecido a los dioses.” Dhrishtadyumna caminó ahora otra vez alrededor de la estancia para acompañar el paso de sus pensamientos. “Tú fuiste insultado por Bhurisravas y lo mataste. Ahora, si alguien quiere cortarme la cabeza, que lo intente.” Satyaki se liberó de mis brazos y saltó sobre Dhrishtadyumna. Bhima se arrojó tras él y lo alcanzó. Pensé que Satyaki acabaría allí, pero Bhima lo apartó de Dhrishtadyumna y Nakula se colocó entre ellos. “Satyaki”, le dijo con aquella voz que calmaba al más salvaje de los caballos, “los Vrishnis son tu vida y tu esperanza. Te amamos como amamos a Krishna. Abhimanyu te amaba. Tú eras su Guru y su padre. Perderte nos desesperaría. Perder a Dhrishtadyumna no sería menos terrible. Su padre fue la tabla que nos salvó cuando casi nos ahogamos. Virata y él fueron nuestros padres cuando buscábamos refugio. Ambos han alcanzado el cielo del guerrero. Que toda esta disensión se la trague el río del pasado.” Yo tenía a Satyaki cogido de un brazo y sentí las palabras de Nakula caer en él como una poción en la sangre. Se aquietó. Con mi brazo libre abracé a este joven hermano que nunca alardeaba, pero que tuvo la sabiduría de salvarnos de nosotros mismos. Dhrishtadyumna aspiró el perfume de su cabello. Las emanaciones salutíferas de Nakula penetraron en mí también. “Arjuna, dices que fue mi mentira la que mató a nuestro Guru.” Incluso cuando estaba enfadado, Yudhisthira permanecía impávido y hablaba desde su trono con tonos bien medidos. Habló ahora sin emoción: “Ese hombre que consideras un padre para nosotros fue aquel bajo cuyas órdenes seis héroes mataron a nuestro Abhimanyu. Permaneció sentado y contempló cómo los Kauravas trataron de desnudar a nuestra Emperatriz ante la asamblea. Pocos días atrás, prometió a Duryodhana capturarme para hacerme jugar otra partida de dados. Otros trece años de exilio. ¿Fue el amor de un padre lo que le hizo prometer a Duryodhana que tu juramento no prevalecería contra Jayadratha? Si esta mentira me ha hecho perder el Cielo, así sea. No siento la mácula del pecado. Si Dronacharya es tu Guru, el mío es Krishna.” Krishna. En nuestra locura lo habíamos olvidado. Nuestra locura fue olvidarlo. Su nombre me serenó. “Si Krishna hubiera estado en Hastinapura durante la partida de dados, su voz se habría alzado por nosotros. Si Krishna hubiera estado allí, no habría habido partida de dados. Todos sabemos qué pocos deseos he tenido de gobernar un reino. Se me acusó de amar más el exilio en el bosque. Estoy dispuesto a acabar mi vida, pero no tengo escrúpulos por las palabras que le dije a Drona.”

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Bhima sollozaba y el silencio de los demás apoyaba el discurso del Primogénito. También yo estaba en silencio. Krishna había operado un cambio en Yudhisthira. Tras la muerte de Dronacharya, nuestro hermano mayor comprendía que el mundo estaba lleno de decisiones en las que el antiguo Dharma no podía ayudar.

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CAPÍTULO 14 La respuesta de Ashwatthama no se hizo esperar. Avanzábamos en formación cuando los animales empezaron a romper la línea. Había una inquietud en todos nosotros. Pensé al principio que eran puros nervios o la confusión que toda guerra kuta comporta. Los focinos de oro y marfil no dejaban de destellar contra el sol. Los cornacas tenían que usar sus espuelas para impedir que los elefantes se diesen la vuelta. Las aves de presa volaron a nuestra izquierda. El fuego sacrificial se había extinguido aquella mañana, pero no había necesidad de augurios para decirme que el mundo estaba desconcertado. Incluso a Krishna le costaba esfuerzo mantener las cabezas de los caballos dirigidas hacia el enemigo. Una manada de chacales nos adelantó. Nuestra lucha nocturna les había privado de su alimento. Krishna usó el látigo y huyeron. Me pregunté si todo aquello era un sueño, como el que se impone cuando no has dormido. “Krishna, me siento soñar, se diría que una pesadilla nos envuelve.” No giró la cabeza. No respondió. La sensación de pesadilla creció aun con ello. Sentía un entumecimiento en los dedos que nunca había sufrido al sostener a Gandiva. Un odio acompañaba a los chacales y las ratas que corrían dispersos por el campo. Me despertaré pronto, pensé, y me encontraré en mi tienda, con Krishna riendo a mi lado. Quise despertar, pero esto sólo hizo el sueño peor. Una tenebrosidad se instaló en el aire, un crepúsculo al mediodía. Sahadeva no nos había advertido de ningún eclipse. El cielo se oscureció hasta quedar negro. Éste era el peor presagio de todos. Busqué en mi memoria un sloka para conjurar el mal y no pude recordar nada. Krishna volvió la cabeza por fin y lo sombrío de su rostro me heló por completo. “A menos que los hombres puedan comprender...” Sus palabras se las llevaba el silbido de los vientos que me arrojaban polvo a los ojos. Su rostro me decía que nada podía ayudarnos. Grité: “¿Qué está ocurriendo?” El carro se tambaleó. Me agarré al mástil de la bandera, yo, que no tuve ni que rozarlo en el carro de Indra. “¡La tierra tiembla!”, bramé. Justo entonces, el suelo se amontañó como si un elefante surgiese de debajo de él y caí esparrancado. Alrededor, los caballos se desbocaban por todas partes, pasaban rozándonos o chocaban para derrumbarse con las patas rotas. Gemidos espantosos brotaban de sus pechos lacerados. Los cubos de las ruedas saltaban, los ejes se rompían y los carros se precipitaban unos contra otros. Krishna dio rienda a los caballos para que la estampida de elefantes no nos aplastara. No había elección. Galopamos como olas llevadas por la marea. Los animales y los elementos imperaban. No había espacio para la mente ni la razón. Galopamos a la oscuridad con el aullido del viento y de los hombres elevándose al unísono. ¿Era el sol, pues, el que por fin protestaba? Krishna gritó contra el clamor. No podía oírlo y, sosteniéndome en el mástil, me incliné tanto hacia adelante como él logró hacerlo hacia atrás. Gritó otra vez, y más fuerte, pero aun así sus palabras se me escaparon. La tierra se había convertido en un océano tormentoso. El estómago me daba vueltas. Vi la palabra que los labios de Krishna querían formar: “Narayanastra, Narayanastra.” El rostro de Krishna me había dicho que nadie conocía los mantras para neutralizarla ni el contra-astra, de forma que no derroché el aliento; me quedaba poco de él. Traté de colocarme al lado de Krishna. El elefante que movía la tierra cayó de rodillas y nosotros casi volcamos. La cimera de oro de mi yelmo golpeó la cubierta del carro y, si el golpe no me hubiera detenido, habría saltado del vehículo justo en el momento en que nuestros caballos corrieron hacia otra nube de tinieblas. “¡Agárrate!”, oí a Krishna gritar y con tumbos, traqueteos, chirridos y golpetazos, los caballos redujeron la

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marcha. Después giraron bruscamente en redondo, como una marea guiada por una luna vesánica, y galoparon camino atrás más rápido de lo que lo habían hecho hacia adelante. Krishna miró a nuestras espaldas y sintió un gran calor al hacerlo, como si el sol, amortajado de negro, estuviese acercándosenos. Volví la cabeza y vi un resplandor mortecino. “Entregarse. Tenemos que entregarnos al astra.” Krishna me hizo tomar las riendas. “Cuando te lo diga, detén a los caballos.” Saltó a mi asiento y sopló su Panchajanya. Una y otra vez la sopló hasta que partió las tinieblas. El calor se hacía más y más fiero y cuando me torné a mirar vi que una multitud de discos como chakras dorados giraban despacio, despacio, hacia nosotros. “Entrégate. Entrégate. Deja las armas. Ofrécete a Vishnu. Póstrate ante él.” La voz de Krishna se hizo enorme. La consigna se difundió rápidamente. Toda lengua la tañía contra su paladar. “¡No opongáis resistencia!” “¡Arrojad las armas!” “¡Entregaos!” “¡Entregaos!” Nakula, detrás de nosotros, saltó del carro y se estiró en tierra en toda la largor de su cuerpo. Los caballos viraban violentamente a izquierda y derecha de él. Al verlo, Satyaki hizo lo mismo, pero protegiéndose con las manos la cabeza. “¡Quita las manos!”, bramó Krishna. “Ríndelo todo. No temas. No os protejáis en absoluto. El astra de Vishnu es vuestra bendición.” “¡Abrid a ella vuestros corazones! ¡Rendid el miedo!”, oí la voz de Sahadeva. “¡Ofreceos! ¡Ofreceos!” Krishna me empujó del carro y, al caer, vi los discos acelerarse. Podía oírse el murmullo que retajaba la conmoción. Cuando algún hombre trataba de escapar, caían sobre él y lo convertían en una gran antorcha clamante. Sobre los cuerpos de los que yacíamos pronos se limitaban a pasar. Como doradas langostas, estas entidades cubrían el horizonte. Seguían descendiendo, descendiendo, silenciosamente, y ahora el grito brotó de millares de gargantas: “¡Dejad las armas! ¡Ofreceos! ¡Es Vishnu nuestro Señor! ¡Es el Señor mismo!” Las voces se hicieron alegres, la esperanza nació en nosotros, un coro jubiloso murmuró mantras de ofrenda:

Om Namo Bhagavate Naraayanaaya... Om Namo Bhagavate Naraayanaaya...

“Ante ti me inclino, Señor; Ante ti me inclino, Señor.”

Pronto, todo nuestro ejército sobreviviente yacía prono en tierra, los brazos estirados hacia adelante, las palmas unidas, y cantando alabanzas a los pies y las manos como lotos de Vishnu. Los mil rostros de nuestro Señor se elevaron despacio y, girando rápidamente sobre sí mismos, partieron hacia el cielo. Al pasar sobre nosotros, no sentimos fuego ya sino sólo un calor apaciguante, una brisa gentil, una bendición que se llevaba la tensión de nuestros cuerpos y nuestras almas. Aprendimos aquel día lo que ningún maestro en las armas puede enseñarte. El arma final es la entrega. Es amor. Sólo Krishna estaba en pie en el campo de batalla, dando sombra a sus ojos con las manos. Miraba el lugar donde un grupo de discos empezaba a descender en picado, centelleando. Había allí una figura solitaria que danzaba salvajemente, agitando los brazos y sin dejar de gritar. Era Bhima. Krishna corrió hacia él y, sin pensarlo, yo lo seguí.

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“¡No me inclinaré ante ti!”, bramaba Bhima a los discos y agitaba los puños. Sentí el calor otra vez. Bhima destellaba y chillaba. Salté sobre él y lo tiré al suelo. Ardía como un horno. Aún mugió: “¡Te pongo el pie en la cabeza, Ashwatthama! ¡Te pongo el pie...!” Le bajé la cabeza. Escupió polvo y volvió a gritar: “¡Te pongo el pie...!” Me senté sobre su testa. Tenía la boca abierta como un hipopótamo y llena de arena. Desesperado, le metí el pie en ella y sentí sus dientes. Krishna intervino: “El Primogénito te necesita.” Sus músculos se tensaron y se quedaron flácidos luego. “Canta el mantra de Vishnu.” Elevé la vista al cielo. Los discos flotaban en suspenso. Yo ofrecí a Bhima, lo rendí todo.

Om Namo Bhagavate Naraayanaaya... Om Namo Bhagavate Naraayanaaya...

Hubo una fragancia en el aire que limpió el hedor de quince días de mortandad. La Muerte nos mostró su rostro secreto. Resplandecía de amor. Una promesa de creación vimos en él. Lo que había sido enviado para destruirnos nos dio nueva vida, nueva fe, nueva esperanza. Vi de soslayo el metal de los carros retorcido como hojas marchitas. Observé mis armas, pero estaban enteras. Narayana es vida. Narayana es vida disfrazada de astras. Es quien todo cura. Todo es Narayana. Hay que inclinarse ante él. Sentí un empujón. Bhima debía de estar llorando. Lo libré de mi peso. Bhima reía maravillado. Había visto a Krishna otra vez. Me postré absolutamente ante él. Mi mente estaba en calma, mi corazón resplandecía. Aquel atardecer, cuando recuperé la capacidad de pensar, le dije meditativo: “Una vez hablaste de la acción como si fuese el bien más grande. Hoy ha sido la entrega lo que nos ha salvado. Si la hubiésemos realizado mucho tiempo atrás, ¿no se habría evitado la guerra?” “No. Lo viste ya por ti mismo. Porque la formidable entrega del Gran Patriarca lo era a un Dharma moribundo.” “¿Y qué me dices de la de Yudhisthira en la partida de dados?” “La entrega a un Dharma moribundo sólo alimenta a un Dharma moribundo. No es la entrega al Absoluto.” Y me miró entonces y cerró los ojos y sonrió. “Discriminación. Dije discriminación, Arjuna. Es lo más importante. Es lo único importante.” A menudo he pensado en las palabras de Krishna y en lo que significaban, y en cómo nuestra conversación terminó con las primeras estrellas. Yo sabía que la discriminación era algo de lo que carecía. “Ésa es una razón, Krishna, para que sigamos siempre juntos. Tú eres mi discriminación.” Los hombres no pueden vivir en la verdad mucho tiempo. Nuestra fascinación se desvanece como la luna y las estrellas con las luces del día. Constatar que carecía de discriminación me acercó más a ella que nunca. La discriminación es un astra que somete la duda, es la punta de flecha que atraviesa la oscuridad. “Krishna, cuando termine esta guerra tenebrosa... que tanta luz me ha traído, tienes que dejarme ser tu auriga. No quiero separarme de ti.” “Aún nos queda tiempo juntos”, repuso Krishna, “antes de que el Señor del Tiempo nos desperdigue por la tierra.” “Tus palabras son como un cuchillo”, dije. “Eso es porque, tal como acabas de confesar, careces de discriminación.” Cuando Krishna vio que no podía hacerme sonreír, se incorporó abruptamente y me tomó por los

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hombros, acunándome a medias y a medias zarandeándome con el modo característico que tenía de hacerlo. Dijo entonces: “No tener discriminación es una cosa; carecer además de memoria es peor. ¿Cuántas veces te he dicho quiénes somos? Somos Nara y Narayana; somos lo indisoluble.” Era verdad, me lo había dicho. Estábamos sentados en una alfombra hecha de seda e hilos de plata. Todavía recuerdo su diseño de árboles y ciervos y aves, apenas discernible a la luz de las estrellas. “Vinimos a hacer algo juntos y lo estamos haciendo. El resto es como esto”, señaló el hilo de plata. “No es esencial. Sí, yo soy tu discriminación. Tú eres mi chakra. Te lo dije el primer día de guerra. No hay diferencia; no hay espacio entre nosotros. Juntó su pulgar y su índice fuertemente, me los puso debajo de los ojos para mostrármelos y me zarandeó gentil otra vez. “Nunca lo olvides. Si quitas todo el resto, aún esto persiste. Yo sé para qué estamos aquí. Tú lo olvidas. El olvido es sufrimiento. La ignorancia es dolor.” “Krishna, en toda mi vida...” No sabía lo que acabaría por decir. “En toda mi vida, con todo el tormento de esta guerra, a pesar de todos los ardientes astras y luchas nocturnas... sólo aquí he sentido la promesa de mi vida y su cumplimiento.” En mi mente, viví varias vidas con Krishna. En una de ellas, estábamos en Dwaraka, nadando en el mar, recogiendo grandes conchas rosadas y, al atardecer, sentados en la terraza de su palacio de mármol con copas de vino y rememorando momentos pasados. En otra, volvíamos a Indraprastha y la reconstruíamos otra vez. Los caballos salvajes del bosque venían a nosotros al talarlo. Con sus acacias, fabricábamos carros. Y nuestros orífices les hacían incrustaciones siguiendo los diseños que Maya les daba. ¡Maya! Maya y la Mayasabha. Y ahora estábamos inmersos en su esplendor, que irradiaba eternidad sobre nosotros. Nunca en mis sueños regresaba a Hastina. “Hazme un presente, Krishna. Hazme el don de no olvidar que he visto al Señor.” Krishna me calibró. “Estamos en el vértice de una yuga que ciertamente olvidará, la Kaliyuga.” Sus ojos se apartaron de mí y miraron a ese futuro. “Ahora olvidamos y sabemos que hemos olvidado, pero los hijos de nuestros hijos no sabrán que han olvidado. No creerán. Perderán los mantras que llaman a los dioses; dirán que no hay dioses. Los Yavanas llegarán y tratarán de probarlo. Hemos perdido la era de vivir al Ser en todas las cosas. Los kshatriyas la han destruido con su fe exclusiva en el poder. El universo es el aliento de Brahma, y ésta es su exhalación. El cambio no puede evitarse, no puede eludirse. Pero conducirá a algo más.” Percibí la sombra de destrucción. Krishna la despejó: “Aquí estamos nosotros y te prometo muchos días juntos. Y también te prometo... y ahora escucha con atención, Arjuna, te prometo que siempre que me necesites y me llames vendré. Y también tú lo sabrás cuando yo te llame, y vendrás. Cada uno oirá la llamada del otro.” Mi corazón se animó de un modo que creí que no necesitaría dormir otra vez, y casi lo dije así antes de que un bostezo me lo impidiese. Más tarde, creí que el sueño no vendría. Estaba demasiado exhausto y no había masaje que pudiese sosegarme los músculos de las piernas y, sin embargo, por fin, el sueño acudió y me trajo a Abhimanyu. “Mira, padre”, decía. Estaba entero y luz brotaba de su cuerpo. Yo me torné hacia su auriga. “¿Es éste realmente mi hijo?”, pregunté. “Oh, sí, mi señor”, contestó. “Creía que estaba muerto.” Él rió. Esperé alguna explicación, pero por toda respuesta tocó a sus caballos rojizos y el carro corrió por el campo. El pavo real del estandarte extendió su cola contra el cielo. Por todas partes, los hombres dejaban de pulir sus armas para mirarlo. Había una presencia en él que hipnotizaba. Aunque siempre lo temí, sabía también que no podía morir. Ni seis, ni

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sesenta, ni seiscientos hombres podían haber acabado con él. Era sólo otra mentira como la que le habíamos contado a Dronacharya. Ahora contemplé a mi hijo tirar de la cuerda del arco hasta su oreja. Disparando a un lado y a otro, penetró en la Chakravyuha y se precipitó por su corredor. Ésta es la parte más difícil, pensé. Ha entrado, sí, pero nunca le enseñé cómo salir otra vez. Vi entonces que Bhima y Yudhisthira estaban bloqueados. El muchacho quedaba solo. “¡Adentro, adentro!”, les urgí. Intenté decirles cómo entrar, pero no podían oírme. Traté de seguirlo yo mismo y me di de bruces con una barrera de Samsaptakas. Desvalido, contemplé a sus caballos galopar. Miró atrás y vio que nadie lo seguía. “¡Padre!”, llamó. “¡Estoy solo y no sé cómo salir!” Su auriga se volvió hacia él y le dijo: “Hijo mío, prepárate. Hoy saludaremos a Yama, pero hagamos antes algo que enorgullezca a tu padre.” Tornó hacia mí el rostro y sonrió y yo vi que había un dios en Abhimanyu y comprendí que tenía una embajada. Su estandarte tremolaba al viento y portaba un emblema que yo no había visto nunca. Detrás del pavo real, había un sol naciente. Alzó el rostro al cielo y oró: “Estoy solo, pero habla. Voy a cruzar esta formación.” No usó invocación ninguna, sino que le habló al firmamento como un amigo a otro. Sabía tan poco de mi hijo... “Por mí mismo no puedo luchar contra todos estos enemigos.” La respuesta llegó: “Estos hombres están muertos ya. Y tú no estás solo. Aunque su fuerza fuera diez veces mayor, la mía lo es cien veces cien mil. Mis rayos son mis flechas innumerables. Tu hijo y el hijo de tu hijo prevalecerán. Nuestra luz colmará el universo. Nosotros somos los astras que destruyen el pasado y desgarran el velo que oculta el futuro. Los cascos de nuestros caballos reducen a barro pultáceo el podrido Dharma. Nada puede detenernos. Ahora dispara. Yo pongo mi mano sobre tu cabeza.” Alrededor del cuerpo de Abhimanyu, hasta la distancia de un palmo y medio de su superficie, brillaba otro de energía empírea y la lluvia de flechas que lo buscaba se quedaba siempre corta. De su resplandor surgían innumerables flechas como rayos para disolver las tinieblas. Sus enemigos estaban hincados en el suelo. Todos los que lo veían lo reconocían como un Señor de poder y victoria. Sus caballos volaban como los que tiran del carro del sol y levantaban tanto polvo que el guerrero quedaba envuelto en él. Sobre todo ello, ondeaba su pavo real como un yantra. Yo sabía que significaba victoria y otras muchas cosas que sólo a medias imaginaba, pero a Abhimanyu pertenecían y sólo él podía entenderlas. Cuando lo perdí en las nubes de polvo, pensé: ¿Puede un muchacho vencer a todas las akshauhinis de los Kauravas? Y, mientras desaparecía, oí el temible chasquido de miles y miles de cuerdas de arco como rápido batir de correosas alas de pájaros, los tambores de guerra y las caracolas, el traqueteo de las ruedas de los carros, el barritar de los elefantes y los relinchos de los caballos heridos, el aullido de los chacales y todos los sonidos de terror que nos habían atormentado durante quince días elevados en rugiente tumulto. Armaduras y lanzas volaron a través de las undosas cortinas de polvo. Aves nefastas planearon, cuervos y milanos y cóndores. No podía respirar de dolor. En la tierra se abrían surcos para recibir a los cadáveres. Era la gran catarsis. Hubo un trueno en el campo, ahora oculto a mis ojos, como si las montañas del norte hubieran caído al mar. Me desgarró el corazón. El océano furioso se elevó sobre la tierra devorándolo todo en su torbellino. Sentí náuseas y escalofríos. Grité: “¡Madre, sálvame!” Lentamente, el terror pasó. El polvo empezó a cambiar de rojo a herrumbre. Me hallé mirando la Chakravyuha como desde una nube. Debajo de mí había fuerzas esperando. ¡Mi hijo! De pronto hubo un sonido de rayo al partir la piedra. Los caballos de Abhimanyu salieron galopando de la formación enemiga. Él, sus corceles y su auriga brillaban inmersos en una blanca luz compacta, sin gota de sangre que los manchara,

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como si no hubieran hecho más que bañarse en agua de coronación. Avanzaron directo a través de nuestras tropas. Éstas lo dejaron pasar, pero se tornaron y galoparon con él, que dirigió la marcha. Ningún hombre faltaba. Uttarakumara y su hermano Shweta, Ghatotkacha, Drupada y Virata estaban allí, y todos nuestros reyes y amigos. Las banderas de seda eran nuevas y resplandecientes como si hubiesen sido acabadas de tejer. Cada cascabel colgaba de su lugar en los cuellos y orejas de los caballos, el terciopelo cubría a los elefantes, los varandakas estaban pulidos y centelleantes, los ejércitos brillaban al sol, las sombrillas reales eran como blancos pabellones contra el cielo. El polvo que quedaba atrás era oro. Yo estaba con ellos y Krishna me guiaba. Cabalgamos y cabalgamos hasta llegar al patio de un palacio rodeado de fuentes y lechos de flores y césped. Blancos muros se elevaban hacia el firmamento y aves cantaban en los aleros y por todas partes había árboles cargados de flores. Al entrar, nuestros nombres eran proclamados, como en los swayamvaras o rajasuyas. Cruzamos el umbral de una sabha. Un relámpago me recorrió. Mi cuerpo se desprendió de mí como una armadura y vi la materia de la que estaba hecho. Luz. Era pura luz. Estaba hecho de luz. El rayo nos atravesó a todos. Hizo de nosotros luz. De dos en dos y de tres en tres avanzamos hacia una escalera de oro entre olas de música celestial. Krishna, en su iridiscencia, se volvió hacia mí. Su sonrisa me envolvió. Me despertó luego. El sueño flotaba en suspenso ante mis ojos abiertos. Había un perfume de serenidad en el aire. Vi que mi incienso se había agotado. Era una fragancia de otro mundo, que había traído conmigo. Y mientras mi cuerpo yacía en el lecho de una tienda blanca en el campamento Pandava, durante la guerra del Kurukshetra, había alguien que subía aún las áureas escaleras. No tenía el cuerpo cansado al levantarme y, cuando los músicos vinieron a llamarme de los sueños, yo me había bañado ya, había orado a Surya y estaba vestido. No sentía fatiga ni dolores de batalla. Ofrecí flores a mis armas y canté el Himno del Guerrero a Madre Durga. Después, fui a ver al Gran Patriarca.

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CAPÍTULO 15 “¿Qué día de batalla es?” “Es el decimosexto día, Patriarca.” Tenía los ojos cerrados. “Un sueño me ha visitado esta noche. ¿Sueñas tú a veces, abuelo?” “Yo sólo sueño, Arjuna. Hay un tiempo para ser joven y luego otro para el estudio. Hay un tiempo para la batalla. Al final, hay un tiempo para escuchar y soñar.” Siguió un silencio. No comprendí su motivo. “Haz la pregunta que traes en el corazón.” No sabía que tenía una pregunta que hacer hasta que inquirí lo que nadie se había atrevido a averiguar: “¿Te arrepientes de tu voto, abuelo?” Hubo un silencio largo y argénteo. Los párpados del Gran Patriarca titubearon, pero él no habló aún. ¿Era ésta la pregunta que se había hecho a sí mismo él a lo largo de toda su vida? “Yaciendo aquí, Arjuna, no piensas de ese modo. Toda vida posee una urdimbre que no podemos ver mientras la recorremos, pues nosotros mismos estamos en los hilos. Nuestras fibras y nuestros nervios y nuestra sangre. Pero por encima de ella la urdimbre puede verse y el voto no es una cosa aparte. Se origina dentro de un todo. No puedes decir: ‘Quisiera no haberlo hecho’, porque, si lo haces, dices al tiempo: ‘Quisiera no haber vivido.’” Pausó. Era como si soñase su vida otra vez. “No me arrepentimiento. Tras mis párpados veo cómo están ligadas las cosas. No hay odio y amor. Estas realidades se fusionan. Y lo mismo ocurre con el frío y el calor, el dolor y el placer. Es como en el himno que canta de la Noche y la Aurora, las eternas hermanas que llegan como mujeres jubilosas, tejiendo la urdimbre de los perpetuos trabajos del hombre en forma de sacrificio. No hay ningún hilo que teja arrepentimiento. No encaja en esa urdimbre.” Entonces, de repente, supe por qué había venido. Quería hacerle saber mi sueño. Pero vi llegar a Karna. Tendría que esperar. El decimosexto día estuvo lleno de cosas extrañas. Me resulta difícil hablar de él. Ahora sé por qué Karna había perdonado las vidas de Bhima y los gemelos cuando los tenía en sus manos, pero en aquel tiempo no lo imaginaba. Al comienzo de la jornada, le arrancó de un tiro el arco a Bhima de las manos y después la espada, como si fuese un halcón arrebatando polluelos de un nido. Rió y dijo para que todo el mundo lo oyera: “Aquí está el cocinero de Virata otra vez. Bhima, Bhima, ay bebé. ¿Es verdad que te afeitas el labio para salvar la comida que podría quedarte atrapada en el bigote?” El filo de su espada reposó en el cuello de Bhima. Después acarició aquel labio superior, primero un lado y luego el otro. “¡Tan encantadoras mejillas de bebé bajo tan enormes ojos de buey! Eres un sucio pequeño glotón. Ahora corre a casa con tus hermanos y dile a Arjuna que te proteja.” Arrancó risa a los Kauravas, pero sangre al corazón de Bhima. Antes de que Bhima estuviera fuera de su alcance, el arco de Karna le cayó en la cabeza y Bhima se estremeció como un gran pez. Karna se inclinó hacia adelante, le puso los labios en la afeitada mejilla y lo besó una vez más. Bhima estaba demasiado aturdido para moverse y el beso se prolongó. Cuando por fin se apartó, Karna le sonreía. Bhima escupió y escupió y se alejó aullando: “¡Ese sutaputra ha vuelto a besarme!” Karna hizo lo mismo con Nakula. Le puso el arco alrededor del cuello y lo atrajo a sí. Nakula dijo que en los ojos de Karna había lágrimas y, mientras contaba la historia, lo mismo les sucedía a los suyos. “Nakula, asegúrate de decirle a tu madre que te perdoné la vida, pero dile a Arjuna que no puedo hacer lo mismo con él.” En medio de la batalla, tocó al Primogénito en el hombro con el arco y le sonrió. “¿Se ha vuelto loco?”, le pregunté a Krishna. “La discriminación me falla aquí.”

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“No lo está.” Krishna no dijo más. Cada comandante tiene su estilo y uno puede decir quién lidera las tropas mirando el campo de batalla. Aquello ya no era una guerra kuta. Durante cinco días habíamos combatido los brutales ataques de nuestro Guru y sus astras. Karna, ahora, aunque luchaba y mataba con brillantez, parecía dispuesto a mostrarnos que nos tenía a su merced. Abatía tantas banderas como hombres y, por todas partes dentro del radio de alcance de su arco, las oriflamas estaban apagadas, como fuegos al abandonar el campamento. Al volver la vista, podía trazar su camino por la ausencia de colores emblemáticos contra el cielo. Pasé la mayor parte del día combatiendo a lo que quedaba de los Trigartas y no pude llegar a Karna, pero aquella noche me animó el saber que estaba proyectando flechas para mí en lugar de despercudir nuevos insultos. En años posteriores llegué a aprender que, cuando amamos a un hombre, vemos sólo lo que escogemos ver: a un enemigo no lo vemos en absoluto. Ello nos hace cautelosos y prestos al ataque. A mí me ofendía que Karna hubiese asumido un porte tan regio. Tenía los hombros y los largos brazos de un arquero. Sostenía la cabeza más orgullosamente que nadie que hubiera conocido y el que pareciese un rey era un arpón clavado tan dentro de mí que no podía arrancármelo. Si hubiera sido basto de aspecto o lento de ingenio, quizás habría resultado menos difícil tolerarlo. Podría haberme reído de él. En los años del bosque, la mera mención de su nombre me quitaba el apetito. Los espías me dijeron ahora la cosa que más podía hacerme rabiar y era la verdad de ello lo que me abrasaba. Karna le había asegurado a Duryodhana que, si Krishna hubiera sido su auriga, él podría haberme matado el primer día de batalla, de haber luchado entonces. Mil veces me había salvado la vida la conducción de Krishna, pero me hacía sangrar oírselo decir a él. Mañana, uno de los dos mataría al otro. Nunca tendría que volver a oír tales cosas otra vez. “Mañana nos encontraremos. Nada puede pararlo. Lo saben mis huesos y cada una de las células de mi cuerpo. Y uno de los dos morirá. Krishna, de nada me arrepiento. Haber gozado de tu amistad me hace el más afortunado de los mortales. Subhadra, Abhimanyu, Draupadi y mis cuatro hermanos. No habría escogido de otro modo. Incluso la partida de dados y los años de exilio son parte de la gracia. El Gran Patriarca me dijo esta mañana que ningún hilo puede cortarse sin deshilachar toda la urdimbre. Los Kauravas nos trajeron aquí al Kurukshetra y ello me portó a mí tu darshan. Pero, cuando pienso en Karna, me posee algo extraño que me roba los sentidos. Es algo más demoniaco que los celos.” Krishna me miró largo rato. Había silencio en la tienda, un silencio que te dejaba oír las sedas del pabellón moverse y las candelas parpadear. Krishna dijo: “Me suena a mí como amor. ¿Por qué lo odias de ese modo?” Cuatro personas me preguntaron por qué odiaba a Karna así. Fueron Krishna, Draupadi, Subhadra y su hijo. Se extrañaban de que me gustase menos que Duryodhana. Mi respuesta, y desde luego mis sentimientos, nunca variaron: a Duryodhana no podía siquiera odiarlo. Cualquier kshatriya que sienta que le roban su reino conspirará, engañará y matará hasta recuperarlo. Duryodhana era rudo, pero también lo era Bhima, y lo que más despreciaba en Duryodhana era la forma en que se apoyaba en tipos como Karna y Sakuni. Lo que me revolvía el estómago en Karna era su pretensión de ser kshatriya. Un kshatriya dará su sangre y su vida para conquistar tierras y riquezas, para ofrecer sacrificios, para oír la campana que anuncia que ha alimentado a otros cien mil brahmines. Un kshatriya dará la vida para conquistar una mujer o ganar fama y reinos. Nada de esto ocurría en Karna. Cultivaba la rudeza para equipararse a Duryodhana. Lo adulaba y se servía de él para humillar al mundo. Se regocijó con la humillación de Draupadi y vino al bosque a reírse de nosotros. Suyo era el ingenio que había concebido un centenar de burlas y hecho nuestro exilio más amargo. Algunos en Hastina lo habían acusado de conquistar territorios tanto para escupirnos a

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nosotros como para complacer a Duryodhana. Esto él lo recibió como un cumplido, admitiendo que le gustaba hacer caer del árbol más de un mango a la vez. Se relamía con la vergüenza de los demás. Era su bebida y nutrimento. Incluso en Hastina se decía que, en los festines de Duryodhana, tenías que tragártelo, pero que ni siquiera Duryodhana podía impedirte regurgitarlo. Y lo que más odiaba de todo era que había algo en mí a lo que le habría gustado imitar su porte. Tenía una despreocupada gracia que casi te convencía de que no le importaba lo que nadie pensase de él. Como un superbo actor, siempre pensé y a menudo dije que parecía más kshatriya que los Kauravas, más que cualquiera conocido. Había tenido que trabajar duro para ello, repuso Dhaumya una vez. Krishna me observó. Tras una pausa, murmuró: “Arjuna, estás demasiado involucrado. Has ligado tu vida a la suya.” “Tendríamos que planear la estrategia de mañana”, dije. “De acuerdo entonces, planea.” “Podría ser mi última noche.” “¿Es ésa la estrategia de mañana?” “Hazme una promesa”, pedí y extendí mi palma vuelta hacia arriba. “Déjame oírla primero.” Vi la sombra de mi mano contra la seda, como una Kraunchavyuha. Oí mis palabras emerger huecas y curiosamente desapegadas, mantuve los ojos en la sombra del ave para atrapar su forma cuando la palma de Krishna descendiese sobre la mía. “Si Karna me hiere... Krishna... Si Karna me hiere, no me saques del campo, ni siquiera aunque ello signifique mi vida. No quiero que se diga que huí de Karna. Con ello no podría vivir.” Por fin aparté la mirada del ave. “No hay necesidad de hablar así. Tú matarás a Karna.” “Entonces, que tu palma toque la mía para sellar la promesa.” “No tienes que hablar así, no tienes que pensar así.” Había tal vehemencia en él, que los dedos se me cerraron sobre la palma. “Tu promesa me asegurará el sueño esta noche.” “¿Y qué me dices del mío? Piensa sólo una cosa, que Karna debe ser abatido por ti.” “Te lo aseguro, Krishna, no he pensado en nada más durante días y meses y años. Mataré a ese arrogante sutaputra.” Por una vez tuve la esperanza de que hubiese un espía para repetir lo que acaso yo no tuviese tiempo de decir en el campo de batalla: “Algunos hombres nacen sutas pero tienen el alma noble. Pero Karna, aunque recibiese el baño de coronación un centenar de veces, seguiría siendo un suta. Se da esos aires principescos, pero es cruel en lo íntimo de su ser. Te aseguro que es peor que Sakuni. ¿De quién fue la idea de traer la corte en todo su esplendor, con sus bailarinas y elefantes, al bosque, para recordarnos que éramos mendigos? Karna animaba los sueños más bajos de Duryodhana. Fue él quien se burló de Draupadi y le dijo que una mujer con cinco maridos no era mejor que una ramera. Tú no estabas allí. Fue él quien le dijo que debería haber aprendido a escoger a su esposo.” La mirada de Krishna dio un eco a mi voz, que surgía del origen de toda la ira del mundo. Draupadi afirmaba que siempre podía decir, desde el otro extremo del palacio, cuándo hablaba yo de Karna. La forcé a su timbre normal. “Ya sé que Yudhisthira y tú habéis pensado siempre que es por lo menos mi igual como arquero. Si se tratase de cualquier otro hombre, podría aceptarlo con mayor gracia. Ahora te lo digo otra vez: mi vida depende de ti tanto como de él, pues juro que no podría huir del campo y vivir.” Sus ojos estaban llenos de lágrimas. Lo repetí, más serenamente ahora: “Prometo que lo mataré.” “Lo matarás.” Me abrió la mano y puso su palma sobre la mía para sellar la promesa.

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Solo, caminé de vuelta a mi tienda bajo las estrellas y pronuncié el santo y seña: “Partida de dados.” Krishna lo había escogido. Según un dicho, la última noche de un hombre pasa tan rápida como el vuelo de una flecha. Aprendí que esto era verdad.

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CAPÍTULO 16 “Mira, Krishna.” “Estoy mirando.” Ambos nos protegíamos la vista para contemplar el campo de batalla. “¿Es tío Salya quien conduce el carro de Karna? ¿El más vanidoso de los reyes de la tierra llevando el carro de un suta?” Krishna los observó con párpados fruncidos. “¿Qué le habrán prometido esta vez?” Krishna no dijo nada. “Tú, que puedes explicar el universo, ¿no me aclaras esto?” “Es una de tus preguntas más sencillas. Respuesta: adulación. Cuando Duryodhana le pidió este favor a tu tío, le dijo que se le contemplaría como al Krishna de los Kauravas.” Acabé de encajarme los protectores dactilares. Nuestro Creciente Lunar estaba medio formado. Al igual que en el tercer día, nuestro carro estaría delante. “Pasa por el cuerno derecho, Krishna.” Satyaki estaba en la parte central posterior. Pusimos al paso los animales para intercambiar buenos deseos. “Que vivas un centenar de años, nieto de Sini.” “Arjuna, hijo de Pandu, que silencies para siempre esa lengua de víbora.” Cabalgamos por delante de Sikhandin y Dhristaketu. Cuando pasamos por el lugar que correspondía a Virata, envié a su alma un saludo silente y mi gratitud. Aminoramos el paso para saludar a Vijaya, su último hijo vivo. Saltó a nuestro carro y lo abracé. Se parecía tanto a Uttarakumara que volví a abrazarlo una vez más. “Lucha bien, pero guárdate hoy, Vijaya”, le dije. “Tu padre fue la balsa que nos salvó. Tú has de prolongar su linaje.” Las lágrimas le llenaron los ojos y en su boca se dibujó una orgullosa, precaria sonrisa. Volvimos a abrazarnos. Bhima aguardaba en nuestro cuerno oriental y sopló a Paundra para darnos la bienvenida. Ocupamos nuestra posición y examinamos al enemigo. Su ejército había quedado tan reducido que no sabía cómo podría durar otro día. La guerra era mía y de Karna. Los mayores tambores de guerra, los que sólo los elefantes podían portar, comenzaron su firme amenaza y los címbalos se unieron a ellos con gran reverberación. Nakula sopló Sughosha. Duryodhana replicó a la Manipushpaka de Sahadeva. Karna elevó bien alto su caracola y esperó que muriesen todas nuestras notas. Cuando el silencio se impuso, vertió desprecio en él, gritó como un centenar de espectrales águilas rientes. Krishna y yo hicimos a Panchajanya y Devadatta hablar como una sola para exorcizar aquel nefasto clamor. Entonces el Primogénito entonó la señal de avance. Cabalgamos en desafío de Karna, pero en el último momento sus caballos giraron y marchó hacia Yudhisthira. Habían planeado esta finta tan inteligentemente que cogieron a Krishna por sorpresa. Se volvió hacia mí con el ceño fruncido. “Tu tío es un listo bribón. Otro Krishna, por cierto.” Susarma, mientras tanto, condujo a los Trigartas contra nosotros. Krishna giró bruscamente los caballos, pero ya estaban encima de nosotros. “¡Eh, Arjuna! ¿Te vas corriendo ya?” Para cuando los hubimos dispersado, Karna había jugado ya al gato y al ratón con Yudhisthira. Lo había herido y lo había desestimado. “El lugar de un brahmín está en el bosque.” Bhima lanzó su carro contra él por esto y lo hizo caer esparrancado sobre la piel de tigre. Cuando tío Salya trató de apartarse de allí al galope, Bhima saltó al carro de Karna. Blandiendo su espada, empezó a abrirle la boca a Karna y a bramar: “¡Voy a cortarte tu cruel lengua de suta por lo que le has dicho al Primogénito!” Buscó la lengua, pero tío Salya gritó que era yo quien había jurado matar a Karna. “Estamos

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heridos y en retirada. ¿Qué diría tu hermano mayor?” Golpeó a Bhima con el látigo y frenó de golpe el carruaje para que Bhima perdiese el equilibrio. Corrimos al campamento a ver cómo estaba Yudhisthira. Ashwatthama vino galopando hacia nosotros. Mi mente la colmaban el Primogénito y Karna. Dejé que mis flechas desgarrasen la cola del león de su estandarte, abatí el mástil y le arranqué el arco de las manos. Krishna se volvió furioso hacia mí. “Tienes que estar loco, Arjuna. Éste no es el amigo que conociste. Estás luchando como una mujer. Yo le enseñé a Subhadra a hacerlo tres veces mejor. ¡Mátalo, mátalo!” Arrojé una lanza, pero estaba ya fuera del alcance de este proyectil. Cayó en el surco de sus ruedas. Lo habíamos perdido. Alcanzamos la tienda real, por fin, cuando Yudhisthira se vestía la armadura otra vez. “Arjuna”, dijo jubiloso y dejó la aljaba en manos de su sirviente. Dio dos zancadas hacia mí. Me abrazó. Sentí sus lágrimas en mi mejilla. Me condujo a su asiento y me sentó en su regazo diciendo: “Gracias al Gran Indra, todo ha acabado. No sabes qué amenazado me sentía con Karna vivo. Ahora puedo respirar otra vez.” El Primogénito estaba tan sumido en su celebración que no veía mi rostro ni el de Krishna. Me puse en pie. “Hemos venido a verte. Karna no está muerto.” Yudhisthira clavó la vista en mí, fruncida su larga nariz. Miró a Krishna, luego a mí otra vez. “¿A verme?” “Estabas herido cuando dejaste el campo.” “¿Es que soy una mujer para necesitar semejantes atenciones por una pequeña herida? ¿Eres un eunuco, Arjuna, para actuar de esta forma?” “Yudhisthira”, le dije a través de dientes prietos y le aferré el brazo, “si cualquier otro lo hubiera dicho, lo habría matado.” Krishna me apartó de él. Era la primera vez en mi vida que le respondía a mi hermano mayor de aquel modo. “¿No ves que es el miedo que tiene por ti, no por su reino, lo que le hace decir estas cosas?” Yo salí de la tienda despotricando. “¿Y te consuela eso?” Krishna me detuvo. “No podemos irnos sin la bendición de tu hermano.” “No. Más tarde. Cuando lo haya matado.” “Es porque te quiere.” El sonido de las palabras de Krishna instilaron la verdad en mí. Volví y toqué los pies del Primogénito. Él me puso las manos en la cabeza, luego me alzó y me sostuvo de forma que le viese los ojos. Su lengua no podría haber expresado su remordimiento más claramente. Las cosas ocurrieron rápidamente después de esto. Vimos que en el lado norte había un duelo. Ambos bandos lo contemplaban. Duhsasana y Bhima se acechaban en círculos con mazas de hierro entreveradas. Un instante después, Duhsasana estaba en tierra. Bhima arrojó la maza a un lado y saltando sobre su rival le desenvainó la espada. Aún puedo ver el terror en los ojos vencidos. Era un pajarillo en las garras de un águila. “Ésta es la mano que le debo a Draupadi. Le tocó el cabello.” La mano cayó, con la palma hacia el cielo. Bhima la cogió y se la tiró a un buitre que volitaba a poca altura. Sus gemas destellaron al sol. Después, Bhima resolló y gruñó al abrirle el pecho a su víctima. La sangre brotó. Bhima le acercó los labios. Duhsasana puso los ojos en blanco mientras protestas ininteligibles borbotaban con la sangre que le regurgitaba por la boca. El hijo de Karna tensó la cuerda de su arco para dispararle a Bhima en la espalda. Mi flecha le cortó la garganta.

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CAPÍTULO 17 Aquello podría haber sido otro torneo, como el de muchos años atrás en Hastina. Alrededor, los ejércitos nos contemplaban, transfijos y boquiabiertos los oficiales desde sus carros y varandakas. Karna y yo nos preparábamos para el duelo. Hice pradakshina a mis armas y a mi carro y marché luego hacia mi auriga. Krishna me miró y dijo: “El sol puede caer del cielo, pero tú matarás a tu enemigo.” De pronto alguien saltó ante Duryodhana y Karna. Antes de verle el rostro supe que era Ashwatthama. Nadie más podía aterrizar de un brinco tan suavemente sobre sus pies. Tomó la mano de Duryodhana y clamó para que todo el mundo lo oyera: “¡Tengamos paz!” Su voz reverberó. Al principio no se entendía lo que quería significar, pues habíamos perdido el concepto. Debió de comprenderlo al ver nuestros rostros y clamó otra vez, para que el universo lo oyera: “¡Haya paz!” Los buitres en la altura quedaron en suspenso. El sol, recién cruzado su zénit, retornó al meridión. Los pacientes elefantes se quedaron inmóviles para escuchar de un modo que son incapaces los hombres. “Duryodhana, ya hemos matado bastante. ¿Qué hemos probado? ¿Qué se probará matando más?” Duryodhana estaba callado y apartó el rostro lleno de tristeza. “¿Para qué, Duryodhana, para qué?” Ashwatthama se plantó de nuevo ante él. Después de ver a tío Salya conduciendo el carro de Karna, había pensado que el día no podía traer más sorpresas. Estaba equivocado. “¿Olvidas a Duhsasana?” “¿Olvido a mi padre acaso? Ambos son el sacrificio ofrecido a la paz. Hay momentos en que los dioses descienden a escuchar. Duryodhana, piensa en los hijos de nuestros hijos. ¿Qué será de ellos, si no quedan padres para educarlos? El hijo de Karna está muerto. A Abhimanyu lo matamos nosotros. Duhsasana está muerto. ¡Basta!” Aguardó. Duryodhana aún miraba a otra parte. “¿Es que debe Karna morir también por ti?” La cabeza de Duryodhana se irguió de golpe. “Mira alrededor. Aunque conserves tu reino, ¿quién habrá allí para poblarlo? Da la mitad y vive en paz. Muestra un corazón grande y en los siglos por venir los bardos cantarán alabanzas de este día y del rey extraordinario que puso fin a la guerra y trajo paz al país. Sé el rey generoso que sabes ser. Te pido que compartas el reino.” Y cerró los ojos para cantar un himno que debió de haber aprendido de su padre cuando era un niño:

“El hombre que come solo Sólo a sí mismo problemas se crea.

El hombre sin previsión consigue alimento en vano.” Cantó como lo hace un brahmín, como si hubiera de hacer nacer el conocimiento que portan los versos. “¡Sadhu!”, se atrevieron atenuadas voces a aplaudir sus palabras. “¡Sadhu, bien dicho!” “¡Sadhu!” Más voces cobraron coraje ahora y se dejaron oír. Ashwatthama sacó fuerza de ellas. “Antes de la guerra, Krishna habló de la grandeza que podría representar para ti el apoyo de estos cinco hermanos. No es demasiado tarde para que la Gracia llueva en nuestro gran país.” Vítores estallaron y recorrieron el campo. Contuve el aliento. Él pausó y luego rompió en una canción popular:

“Que el buey trabaje alegre, que alegres los hombres laboren,

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Que el arado se mueva alegre. Alegres atad las gavillas

Manejad el focino alegres.” Entonó el Volvamos al hogar e hizo una pequeña danza labriega, moviéndose al ritmo del buey que tira del arado. Sembró la semilla. Algunos de los hombres, entonces, empezaron a balancear el cuerpo y se unieron a él en la canción. Tuve que impedirme a mí mismo participar, como acostumbraba a hacerlo en Hastina, por miedo de irritar a Duryodhana y malbaratar el esfuerzo de Ashwatthama. Al aire se arrojaron turbantes y protectores dactilares. Era en efecto un momento como ésos de los que cantan los bardos en las sabhas. Si Duryodhana consentía, Ashwatthama sería el héroe de la guerra y de la era. El alma de Ashwatthama le había emergido a los ojos. Dijo: “Duryodhana, el reino que mi padre ganó a Drupada es tuyo. Lo que Karna posee es tuyo. Karna mismo es tuyo y, si proclamas la paz, también lo seré yo y te serviré toda la vida.” Se arrojó a los pies de Duryodhana. Una guirnalda de flores rojas cayó. Los hombres airearon vítores, suavemente. Nuestros destinos se tambaleaban en la mente de Duryodhana. Algunos de nosotros empezamos a soñar con un mundo en el que sentirse así era normal y donde palabras como éstas eran moneda común. Ashwatthama continuó: “Los hombres no han nacido para vivir de este modo. El hedor de la muerte no es un perfume para el humano olfato.” “¡¿Por qué aprendemos el arte del arco y la flecha, entonces?!”, gritó una voz de las tropas, “¡¿para los torneos?!” Ashwatthama replicó: “Sí, en efecto, para los torneos. ¿Recuerda alguien aquí el torneo de mi padre en Hastina, cuando tío Kripacharya proclamó nuestros nombres y el noble Karna ganó su reino?” “¡Recordamos!” “¡Recordamos!”, respondieron centenares de voces. “¡Tú padre y tú erais como dioses aquel día!”, gritó un soldado Kaurava. “Pruebas de habilidad constituyen el uso propio de las armas.” “¡Ése es parloteo de brahmín!”, chilló Sakuni desde su elefante. Ashwatthama lo ignoró. “Tengamos otro torneo para celebrar la paz. Bañémonos y reposemos y vistámonos guirnaldas antes de venir juntos a la celebración. Que nuestros sacerdotes celebren un gran sacrificio.” Sujetó la mano de Duryodhana con las dos suyas. Éste no la retiró, pero tenía la cabeza hundida en el pecho. Sentí un cambio en la atmósfera. Era menos fácil de lo que habíamos pensado. La guerra estaba injertada profundamente en nosotros. Yo quería la paz. Pero el recuerdo de la coronación de Karna aún me hacía hervir la sangre. La inercia de la guerra me arrastraría hasta que el conflicto entre Karna y yo se hubiese decidido. Duryodhana se volvió hacia Karna. Éste y Sakuni querían la guerra. Ashwatthama debió de comprender que su causa estaba perdida, pero se esforzó aún: “Tu padre y tu madre en Hastina te lo suplicaron. Piensa en los muchos hijos que han perdido. Piensa en los hermanos que has perdido. Piensa en las vidas de tus padres, si no sobrevive ni uno solo de sus hijos.” Un murmullo de simpatía surgió de nosotros y alimentó el empeño de Ashwatthama. “Vuelve a tus padres ahora, no les dejes sin hijos.” Duryodhana no retiró su mano todavía. Miró otra vez a Karna. “Es demasiado tarde para eso”, dijo Karna. ¿Era pesar, arrepentimiento, lo que inspiró sus palabras?

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“Es demasiado tarde”, dijo Duryodhana sin remordimiento. “Hay ciertos destinos que pueden ser burlados. Éste es inevitable.” “Nada es inevitable”, dijo Ashwatthama. Su voz reverberó. Su faz, que resplandecía siempre, tenía ahora una energía radiante. La gema de su frente centelleaba. “Los horrores que hemos visto, Duryodhana, no son nada comparados con los que la Tierra sufrirá, si dices que no a la paz. No quedará nadie.” Duryodhana retiró la mano. “Es tal como dices, Ashwatthama, amigo. Nadie quedará.” Su voz tenía un metal quebrado y trágico. Sus ojos estaban fruncidos de dolor. “Lo ocurrido con Duhsasana no puede lavarse de ningún otro modo. Debemos luchar hasta que el último hombre caiga.” Ashwatthama entonces, en un acto de desesperación, cogió de nuevo la mano de Duryodhana. “Te lo advierto. Ésta ha sido una guerra kuta. A partir de cierto punto, las fuerzas que desencadenamos van más allá de nuestro control.” Duryodhana sintió su angustia. Con si estuviera infectada, retiró la mano otra vez.

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CAPÍTULO 18 Yo había matado a Karna muchas veces en mi mente. Pero cuando luchas a muerte, dejas de engañarte. Comprobé al fin quién era el mejor arquero. El cuerpo de Karna no se movía. Su brazo fluía como una ola. Vi lo que nunca había querido ver hasta entonces. Sus dedos, rápidos y sutiles, lo hacían todo y, totalmente relajados, tensaban constantemente la cuerda. Karna decía: “Echa una última mirada, Pandava, antes de morir.” El astra dejó el arco de Karna escupiendo fuego. Me habría atravesado el cerebro pero, por algún milagro de Krishna, la flecha se desvió y golpeó mi diadema. Percibí en los ojos de Karna que ésta había sido su única esperanza. Disparé una flecha para cortarle la cabeza, pero tío Salya viró y sólo le rozó el cuello. El auriga había tirado tan salvajemente de las riendas que el carro de Karna dio un bandazo y se metió en una porción de terreno junto a un elefante herido. La sangre del animal había ablandado y embarrado la tierra, y la rueda frontal izquierda se hundió en ella haciendo escorar al vehículo. Los corceles pusieron los ojos en blanco y mordieron el bocado. Tío Salya usó el látigo. Los brutos encapotaron las cabezas y sus músculos dorsales se hincharon con el esfuerzo. Esperé hasta que Karna y su auriga saltaron del carruaje para desatascarlo. Algunos de nuestros hombres se mofaban gritando que éste era trabajo de sutas. Me volví airado hacia ellos ordenándoles callar, si no querían recibir ellos las flechas destinadas a Karna. Al oírme, Karna pidió que esperásemos hasta que sacasen el carro de allí. Rechazó el que Duryodhana le llevó. Estaba celoso de su honor como yo del mío. “Ya conoces el Dharma.” Jadeaba con el esfuerzo. “En un momento...”, pausó para tomar aliento, “podremos empezar otra vez.” Tenía hinchados los músculos del cuello y salidos los ojos de las órbitas. Tío Salya me llamó: “¡Sobrino, espera sólo un poco más!” También él jadeaba. “¡Karna!”, grité, “somos los más grandes arqueros del país. No quiero que se diga que a ti te derrotó la rueda de tu carro. Y si mueres hoy, no será mientras estás en desventaja.” Sudando y empujando, volvió la cabeza hacia mí y me dedicó tal sonrisa de orgullo y gratitud que estuvo a punto de desarmarme: era deslumbradora. Pude comprender por qué lo amaba Duryodhana. Hice amago de descender para ayudarlo, pero Krishna me contuvo. “No, Karna”, dijo. Y entonces se tornó hacia mí. “Arjuna, ¿quieres caer en otra trampa del Dharma? Karna, no podemos darte tratamiento dhármico ahora. No nos lo has dado tú a nosotros. Tú has sido el corazón y el alma de todos los sufrimientos de los Pandavas. ¿Dónde estaba tu Dharma durante la partida de dados? Hace cuatro días, le destrozaste el arco a Abhimanyu por la espalda.” Yo no podía disparar una flecha a mi enemigo mientras tenía la espalda doblada sobre la rueda, así que le desgarré la sombrilla y le abatí el mástil del estandarte. Se tornó hacia mí y me lanzó una flecha de hierro, mientras tío Salya cavaba el barro alrededor de la rueda del carro. “Arjuna, si no matas a Karna ahora, sacaré el carro del campo de batalla. Todos pensarán que has huido de él.” Hizo girar en redondo a los caballos para demostrarme que estaba dispuesto a ser fiel a sus palabras. Yo me torné y esperé a que mi enemigo tensara la cuerda del arco. Mi flecha voló y le cortó el cuello. La sangre manó y Karna se desplomó en tierra. Un estridente gemido recibió su muerte y era el de Duryodhana. Los Kauravas elevaron lamentos y tío Salya se volvió furioso contra mí: “Lo has matado mientras la rueda de su carro estaba atascada y ¿te haces llamar sobrino mío?”

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“Hace tiempo ya que no”, respondió Krishna. “Ahora lleva ese cuerpo a Duryodhana.” Duryodhana se precipitaba hacia el carro. Yo aparté la vista, pero Krishna me hizo volver a mirar y señaló allí algo. Karna había caído en la plataforma de su carro escorado y no podía verlo. “Mira ahora.” Un resplandor dorado envolvió la forma de Karna por unos instantes. Luego se elevó y, mientras se elevaba, se convirtió en una niebla. Duryodhana se arrojó sobre el cuerpo y lloró. Yo podría haber hecho lo mismo. En lugar de ello alcé mi caracola y entoné victoria. El resto de las caracolas siguió.

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CAPÍTULO 19 Cuando has matado a tu enemigo, ¿qué otra cosa te queda por hacer? Mi guerra privada había acabado y yo estaba vacío. Pensé en todos los días pasados con Dronacharya aprendiendo a sujetar el arco. Recordé a mi padre. Allí, en el bosque, había hecho un juguete para mí. “Así, Arjuna.” Y tomando su propio arco, que era alto como él, tensó la cuerda hasta su oreja. Hizo esto varias veces. La cuerda sonaba como un trueno sordo al volver a su posición original y tenía un palpitar que me hablaba como ningún sonido lo había hecho. Tenía una nota mágica que desterraba el mal. Los pájaros y las bestias se callaban para escucharla como si de la voz de un encantador se tratara. Aquel sonido permanecería en mi corazón a través de todos los años por venir. “Mírame”, dijo mi padre, y puso un mango en una rama. Dejó su arco y su flecha en el suelo y les hizo pradakshina. “Adora tu arma, pues Shiva mora en ella”, me dijo. Yo deposité mi arco y mi flecha en el suelo y caminé alrededor tres veces con las manos juntas. Él tomó el arco, armó la flecha y, cuando la dejó volar, ésta cantó y silbó como una cosa alegre. El mango voló por los aires y, al ir a buscarlo, hallamos dos mitades gemelas. El hueso estaba limpiamente cortado como si un cocinero le hubiera aplicado su cuchillo. Mi padre me permitió comer la pulpa y colocó las dos mitades del hueso algo más lejos. Las cortó con una flecha de punta de creciente lunar. Cada pieza era idéntica. Las recogió como si su ojo las hubiese seguido y ahora colocó las cuatro en hilera. Lanzó una volando hacia el este, al norte la otra, al oeste la tercera y al cielo la última. Me dijo que uno se convierte en la distancia entre la flecha y el blanco, y que a éste le disparas algo de ti mismo. Más tarde deja de haber diferencia, tu alma penetra en el blanco y toda tu vida ya, sea lo que sea lo que hagas, el blanco eres tú. Yo creo que tenía algo del abuelo Vyasa en él alimentado por su voto brahmacharya y la vida en el bosque... algo que nunca apareció en tío Dhritarashtra. Ese día lo recordaba cuando miraba a tío Vidura o lo oía hablar. El espíritu de mi padre estaba a mi lado entonces. Aquel día, me tomó las manos con las suyas y las guió. Sus manos eran cálidas y fuertes. Yo no quería sino que las mías fuesen como aquéllas hasta que oí otra cuerda vibrar. El zumbido de la cuerda de Dronacharya me enardecía la sangre. Yo quería ser capaz de recuperar los balones que se caían en los pozos tal como él y Ashwatthama lo hacían con sus astras. Y, después, quise algo más: ser el mejor. Ser el mejor. Con qué pasión lo soñé y lo tramé. La dicha más grande radicaba en disparar, en el delicado soltar aquellas flechas que cobraban vida como pájaros. Cuando mis dardos aprendieron a hacer diana como halcones que vuelan al nido, yo creé vida misma lanzando con ellos algo de mi substancia. Más tarde, al decirle esto a Dronacharya, mi Guru se detuvo a mirarme. Cogió de mis manos arco y flecha y me ordenó hacerles pradakshina; después me dijo con ojos resplandecientes lo que yo había oído sólo en sueños: “Estás preparado para un astra. Un astra requiere dos poderes. El primero es lanzarlo; el otro, más importante aun, ser capaz de resistir el dispararlo.” Cuando Dronacharya colocó aquel pájaro de madera entre las hojas para que lo observásemos y Yudhisthira, al hacerlo, dijo que veía el ave, las hojas, el árbol, el bosque y a su Guru, nuestro Acharya le respondió que no era un arquero kshatriya, que debía hallar alguna otra vocación. Yo fui el único que vio el ojo del ave solamente. “¡Dispara entonces!”, gritó Drona triunfal. El pájaro se elevó al cielo montado en mi flecha. Yo tenía un poder más grande que el de un rey.

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Me costó tiempo aprender que tienes que luchar para ser el mejor. Tienes que luchar para seguir siendo el mejor... porque el segundo después de ti, o tu igual, es tu enemigo. Son su gracia y su virtud las que te amenazan, no su villanía. Ser el mejor te convierte en el más vulnerable. Das a tu enemigo morada dentro de ti. Tu enemigo se convierte en un astra y, cuando acabas con él, sientes una soledad comparable a la pérdida de tu hermano gemelo. Te das cuenta de que aquello a lo que apuntabas era otra cosa. Con el mentón reposando en su mano, Krishna me contemplaba y escuchaba. “No es que olvide sus palabras a nuestra Reina ni todo el resto. Y sin embargo, esa sencilla sonrisa que me dedicó al final... lo borró todo. Derroché tanto odio en él...” Se sentó y volvió a observarme. “¿Tú crees, Krishna, que en otras vidas nos habremos amado?” “Sí.” Tengo que ejercitar mi mente para recordar su crueldad, su anhelo de vernos convertidos en esclavos, de vernos arder, de burlarse de nosotros. “Pero, Krishna, la única cosa que acude a mis pensamientos es esa última sonrisa suya.” Hubo silencio. Después dijo lentamente: “Eso es porque tú eres... Arjuna.” Sentí una conmoción en el pecho como si lo golpeasen mazas y espadas. Me senté a los pies de Krishna, apreté mi frente contra sus rodillas y lloré como si fuera un niño. El mundo está lleno de enemigos que amamos.

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CAPÍTULO 20 No me extenderé en lo que quedó de guerra. Tras la muerte de Karna allí, ningún desertor Kaurava vino a nosotros. Aquellos que permanecían con Duryodhana eran leales y tío Salya, a quien se le había prometido la jefatura antes de la guerra, por fin la heredó. Salya era un guerrero valiente y no podíamos decir con certeza que la guerra acabaría hoy. Su vyuha estaba bien escogida y diestramente construida para tratarse de un pequeño ejército. Era la Sarvatomukha que el Gran Patriarca presentara nueve días atrás, aunque más pequeña y dispersa, y con tío Salya en la posición de Bhishma. Tras él, Ashwatthama ocupaba el lugar de su padre, mientras que Kripacharya, Sakuni y Kritavarman defendían el resto de las posiciones vitales. Las tres divisiones de nuestro ejército estaban comandadas por Dhrishtadyumna, Sikhandin y Satyaki en nuestro avance hacia ellos. El enemigo atacó con todas sus fuerzas. Comprendimos desde el principio que evitarían los duelos para proteger a tío Salya, a quien Yudhisthira había jurado matar. No es que tuvieran miedo de nuestro hermano como guerrero, pero veían que todos nuestros votos acababan por cumplirse. Antes de que el Primogénito pudiera retar a Salya, Bhima lo atacó con la maza. Lo golpeó tan duramente que tuvo que abandonar el campo para retornar vendado, gritando que mataría a los hijos de Pandu. Yudhisthira con Satyaki como protector de su rueda derecha y Dhrishtadyumna de la izquierda cargó contra él. Yo lo cubrí desde detrás. Bhima lo precedía. Tío Salya, a pesar de su edad, era ágil como Yudhisthira. Sus caballos dejaron a Bhima atrás y se acercaron lo bastante al Primogénito como para que Salya pudiera arrojarle su maza de hierro. Pero nuestro hermano le respondió con la más larga de sus jabalinas, un arma monstruosa cargada de gemas que penetró en el pecho de su rival. Cuando éste cayó, los Kauravas empezaron a huir dispersos. Duryodhana trató de reagruparlos. Luchando como un tigre, nos mantuvo a todos a raya. Sakuni y su hijo Uluka acudieron en su ayuda con los elefantes. Los ocho hermanos sobrevivientes de Duryodhana se adelantaron. Con siete flechas, Bhima los mató a todos excepto a Sudarshana. Yo acabé con Susarma de los Trigartas. Atravesamos la columna de elefantes con Bhima. Aunque Sakuni era la mayor amenaza, no había modo de distraer a mi hermano de acabar con el último de los hermanos de Duryodhana y Sudarshana lo sabía. Tenía los ojos abiertos como platos cuando la flecha de Bhima le cortó la cabeza. Sahadeva desafío a Uluka y cumplió su voto. Ello desjugó el coraje de su padre. Sakuni luchó hasta que su elefante huyó, pero Sahadeva lo persiguió gritando: “Te queda una deuda de juego que pagar, Sakuni. La deuda de un tramposo. Esta guerra es creación tuya.” Lanzó entonces una inspirada jabalina que mató a su enemigo. Esto les rompió a las fuerzas Kaurava el espinazo. A media tarde les quedaban cerca de doscientos carros, quinientos caballos, un centenar de elefantes y tres mil soldados de infantería. Antes de que el sol se pusiese los habíamos masacrado a todos. Pocos de los enemigos quedaban: Duryodhana, Kripacharya, Ashwatthama y Kritavarman estaban entre ellos. Nosotros teníamos doscientos carros, setecientos elefantes, un centenar de caballos y dos mil infantes. Supimos por Kritavarman, cuando retornó con Krishna y Satyaki a los Vrishnis, lo que había ocurrido en el campamento Kaurava la víspera de este último día de guerra. Kripacharya le había ido con ideas de paz a Duryodhana y le recordó que el Gran Patriarca siempre decía que uno debía luchar cuando era poderoso y, cuando era débil, suplicar. No era sólo que los Pandavas no les hubieran dejado tropas apenas con las que combatir, sino que debía de haber fuerzas ocultas luchando por ellos. Nosotros habíamos cumplido nuestros votos a pesar de todos los impedimentos... todos, excepto el de aplastar el muslo que le fuera

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mostrado a Draupadi. Kritavarman aseguró que de los ojos de Kripacharya llovían lágrimas. Duryodhana le acarició la cabeza, pero no había forma de conmoverlo y dijo que había degustado algo que no podía compartir. Había gobernado el mundo en soledad, recibiendo tributo de los reyes menores. Si Yudhisthira gobernase otra vez, él sería menos de lo que había sido y la vida perdería su sabor. Había montado los mejores caballos, hecho el amor a las mujeres más hermosas y en los más finos lechos, bebido los vinos más dulces, portado las joyas más radiantes, ofrecido todos los sacrificios... y había tenido a Karna como amigo. ¿Es que podían verlo comiendo la sal de Yudhisthira? Para él era tiempo de luchar y morir y reunirse con Karna. El tipo de muerte en la que Duryodhana pensó aquella noche, en una tienda lujosamente decorada y en medio de amigos y servidores, debió de ser muy diferente de la que le sobrevino. Al comienzo de la tarde de aquel decimoctavo día, herido y desangrándose, se halló montando un corcel moribundo y sin saber nada de los otros tres sobrevivientes. Vagó sin meta fija hasta que su montura cayó muerta. Portando su maza y su espada marchó hasta el lago Dwarpanya, donde Sanjaya se le apareció. He visto que, cuando un hombre está próximo a la muerte, sus pasiones se desprenden de él. Aunque el ánimo de Duryodhana se recrudecería otra vez, éste fue el mensaje que dio a Sanjaya para sus padres: “Dile a mi madre que su vanidoso y conflictivo hijo, el que tanto la ha hecho sufrir y nunca le ha pedido perdón, cae ahora ante ella y ruega por él.” Su único deseo, dijo, era que ella lo perdonase y fuese su madre en todas las vidas por venir. Suplicó también el perdón de su padre por haber causado la muerte de todos sus hijos. Llegamos nosotros al lago con Krishna. No tenía ondas. Estar junto a él era como ocupar el interior de una cámara oscura con una presencia silenciosa. Duryodhana se jactaba siempre de haber aprendido el samadhi del agua. El destino de los mentirosos es no ser creídos. “Sal, Duryodhana”, lo llamó el Primogénito escudriñando el interior del agua pero viendo sólo su propio rostro. “¿Es tu piel digna de que se la salve aún? ¡Por una vez, actúa como un rey!” La voz de Duryodhana llegó tenue y descarnada: “Los corazones de las criaturas vivientes son propensos al miedo, Yudhisthira, pero yo estoy más allá del miedo hoy. Mis carros están destruidos y muertos mis caballos. No tengo amigos ni seguidores. ¿No comprendes tú una fatiga absoluta, absoluta... Yudhisthira? He venido a descansar dentro del agua, a reposar cuerpo y alma. Si también estás cansado, cuando hayamos reposado te combatiré.” “Yo no necesito reposo”, replicó Yudhisthira. “Mátanos en batalla y sé rey otra vez o deja que Yama te tome de la mano para llevarte al cielo kshatriya.” Hubo una pausa. Nosotros esperamos, contemplando el agua. “¿Qué necesidad de reinos tengo yo? La tierra está desposeída de Karna y mis amigos. ¡Bienvenidos a ella! ¡Tomadla! ¡Es vuestra! De verdad os deseo que la disfrutéis... esta tierra baldía. Yo estoy demasiado solo para anhelos o incluso la vida.” De cualquier otro hombre palabras tales habrían resultado desgarradoras, pero el Primogénito respondió: “No nos confundas con Sakuni. Yo no puedo gobernar la tierra que me ofreces: un kshatriya conquista sus reinos. La hora de ofrecimientos ha pasado hace mucho ya. Ahora que nada tienes, eres en exceso generoso, tú, que no estabas dispuesto a darnos ni lo que podía sostenerse en la punta de una aguja. ¡Ahora ven y véncenos o muere!” Yudhisthira era rey otra vez y no nos miraba a ninguno. Hubo un miserable silencio. Por fin llegó su voz: “Tengo una maza y, si lucháis conmigo de uno en uno, os mataré a todos hoy. Recordad, luchar uno contra uno es Dharma.”

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“Tú quebrantaste este Dharma el día en que Abhimanyu cayó. Y sin embargo, esto te garantizo: mata a cualquiera de nosotros en combate singular y el reino es tuyo.” Krishna se volvió hacia él: “¿Qué, en el nombre del gran dios Indra, estás diciendo? Incluso los cuervos saben que Duryodhana ha practicado la maza contra estatuas de hierro. Aunque escoja a Bhima, la destreza de Duryodhana es mayor y uno de destreza es igual a dos de poder.” De pronto Duryodhana estuvo ante nosotros sin miedo, sin ansiedad. Bhima, emitiendo un sonido sibilante y sin palabras, empezó a moverse alrededor de él. Tenía el rostro colmado de odio y proyectado hacia adelante. “Recuerda a Draupadi. Recuerda el Palacio del Deleite. Por culpa tuya, el Gran Patriarca yace en un lecho de flechas y Dronacharya ha sido sacrificado. Karna es pasto de buitres. La causa de todas tus batallas, tu ponzoñoso Sakuni, se pudre. Y tú, campo de cremación, exterminador de tu raza, ¿crees que vamos a dejarte vivir para que contamines el mundo otra vez?” Rodeó a Duryodhana en silencio. Pequeñas ramas se quebraron bajo los pies de Bhima mientras esperaba una respuesta a su desafío. Era el único de nosotros que podía medirse con la maza de Duryodhana. “¿A qué tantas palabras? Hoy, Bhima, aplastaré tu gula de pelea. Que hablen las mazas. Sí, yo os hice vivir en el bosque, os hice disfrazaros de sirvientes. Me gané a vuestros amigos y aliados, que os traicionaron. Nuestras pérdidas son ahora las mismas. Luchemos pues.” Balarama los había instruido a ambos, pero había cosas que Bhima no parecía conocer. Duryodhana era ágil como un tigre. Danzaba alrededor de su oponente con la maza levantada para asestar un golpe de muerte en cuanto Bhima moviese su arma. Quizás el agua lo había revivido porque, cuando Bhima golpeó, Duryodhana hizo un salto de los típicos de Ashwatthama por encima del arma de su enemigo batiendo al mismo tiempo la diadema de Bhima de un modo que lo hizo tambalearse. El clangor reverberó sobre el lago. Bhima se cuidó ahora de no invitar un nuevo salto de su contrincante y trató de alcanzarle la cabeza, pero Duryodhana era mejor luchador y ello bien podía valerle el reino otra vez. El cielo y el lago empezaron a girar otra vez cuando Duryodhana empujó a Bhima hacia el agua. Bhima fintó entonces hacia la derecha mientras pasaba su maza a la izquierda y golpeó el hombro derecho de Duryodhana. Éste tartaleó hacia atrás hasta apoyarse en un árbol. Antes de que su enemigo pudiera acabarlo, puso el tronco entre los dos y Bhima tuvo que rodearlos a ambos. Aquel tronco era más grueso que dos hombres juntos y Duryodhana se sirvió de él como escudo. Bhima derrochó su furia en él. Y en el clímax de su rabia, empezó a destrozar el árbol. Sujetaba la maza con ambas manos y la lanzaba con poder. El árbol cedía. La maza de Duryodhana rebotó entonces en el pecho de nuestro hermano y éste se dobló. “Hizo un voto sagrado de aplastarle los muslos y no la cabeza”, dijo Krishna a través de dientes prietos. Bhima nos arrojó una mirada de desesperación. Me golpeé el muslo y grité: “¡El voto!” Bhima cargó de nuevo. Otra vez Duryodhana saltó, pero al caer su muslo chocó con la maza de Bhima. Antes de que pudiera recuperarse, la maza le machacó el otro muslo. Hubo un alarido y Duryodhana se desplomó. Lo contemplé atónito. El mundo estaba en silencio excepto por el resuello y los jadeos. Estaba hecho. Bhima se apoyó en la maza y puso el pie sobre la cabeza de Duryodhana, moviéndola de un lado a otro con el talón. “Cuando dejamos Hastina, reíste y danzaste y me llamaste vaca. ¿Cómo te sientes ahí debajo ahora? ¿Qué tal mi pie?” Todos tirábamos de Bhima ahora. Yudhisthira estaba de hinojos junto a Duryodhana y le gritaba a su hermano: “¡No hacen esto los Arios, Bhima! ¿Cuándo hemos aprendido a portarnos así con un primo y un rey caído?” Tenía lágrimas en los ojos y acunó la cabeza de Duryodhana en su

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regazo. “Te envidio, Duryodhana. Pronto alcanzarás el cielo kshatriya, pero nosotros seguiremos aquí. La Tierra ha perdido su gloria.” Krishna se acercó a Bhima entonces: “Juraste hacerlo, Bhima, y lo has hecho. Has hecho lo que un kshatriya de honor debe hacer.” Bhima se apartó de Krishna y cayó a los pies del Primogénito. “Tus enemigos están muertos, Yudhisthira. Sonríeme. Draupadi estará contenta ahora y se atará el cabello y dormirá en un lecho. Dame tu bendición.” El Primogénito lo atrajo a sí con un brazo, pero siguió con la mirada fija en la faz de su primo. Un grupo de nuestros hombres nos había alcanzado. Krishna quiso hacerles conocer qué pensaba del destino de Duryodhana. Miró alrededor y señaló al caído: “Éste es el destino de aquel que escucha a Sakuni en lugar de a Vidura.” Duryodhana elevó la mano como una serpiente herida. “Krishna, ¿quién eres tú para hablar? Tú, que mataste a tu tío. ¿Es que hay alguien que no sepa en el mundo que has ganado esta guerra tramposamente para Yudhisthira? ¿Quién hizo a Arjuna matar a mi Karna, cuando la rueda de su carro estaba atascada? ¿Quién hizo que Karna derrochase su astra en aquella bestia monstruosa de Ghatotkacha? Si hubiese alguna nobleza en ti, los Pandavas no habrían ganado.” Deberíamos habernos ido de allí después de que el Primogénito abrazase a Duryodhana. Pero Krishna no había terminado todavía. Habló de modo que sus palabras fuesen repetidas. “Escúchame una última vez, Duryodhana. Todo aquel que apoyó tu causa ha muerto por su adharma. De no haber comido tu sal, nada les habría impedido a Dronacharya y el Gran Patriarca irse a vivir al bosque. Karna te amaba. Aunque hubieras sido mil veces más canalla de lo que eres, habría luchado por ti. Retuviste todo el mundo en tu codiciosa garra, todo el ancho mundo sin dejar una pequeña pizca para los hijos del hermano de tu padre. Con la muerte de Abhimanyu, que puso fin al Dharma kshatriya, sellaste tu destino.” “¿Lo hice, Krishna? El mundo, o lo que queda de él, sabrá cómo has ganado. El combate de Bhima ha sido adhármico, de otro modo hubiese ganado yo.” “El adharma me lo pongo por sombrero”, dijo Krishna. Duryodhana trató de sonreír. “Me aburres, Krishna. Tú no eres más que un vaquerizo. Tienes razón, tuve el mundo en estas dos manos. Acaso Yudhisthira pueda decirte qué embriagador llega eso a ser. Pero no, él no lo sabe. Él no puede saborearlo como yo lo hice. Yo puse el pie sobre las cabezas de mis enemigos sin pedir disculpas. Yo no tuve escrúpulos en disfrutar el poder. Yo podía ser tan atrayente como Dharmaraj. Mira esa larga nariz ahí fruncida. Yo no lo culpo; es un dhármico idiota. Es a ti a quien culpo. Nadie ha tenido más horas felices que yo. He bebido vino y reído con Karna. Ninguno de vosotros sabe lo que es la amistad. He tenido las mejores mujeres, los mejores caballos...” Y nos recordó otra vez su buena fortuna. En este punto Duryodhana se incorporó un poco y nos miró desafiante a uno después de otro. El Primogénito hizo gesto de ayudarlo, pero Duryodhana le clavó unos ojos fríos. “Te conozco, Yudhisthira. El reino será veneno para ti. Lo veo en tus ojos ya. No dormirás en lechos nivosos con tus mujeres como lo he hecho yo. Tú harás penitencia. A ti te estragará el remordimiento.” Logró regurgitar una apagada risa que acabó en gemido. Pero continuó, resollando: “Y viéndote privado de júbilo, ¿qué júbilo tendrán Draupadi y tus hermanos?” Deberíamos habernos ido antes de que estas palabras fuesen pronunciadas. Sonaban como una maldición. Pero nos quedamos a escuchar, como polillas atraídas por la llama. “¿Ves ese milano ahí arriba?” Alzó la vista hacia un ave que cabalgaba el viento hacia nosotros. “No pasará mucho tiempo antes de que su pico me busque el seso. ¿Ves, querido Krishna, hijo de Vasudeva, sobrino de Kamsa?, he logrado el desapego. Yo, que he vivido una vida que aun los dioses habrían envidiado, daré la bienvenida a los milanos y a los cuervos y halcones a tan exquisito banquete.” Trató de darse una palmada en la cabeza pero cayó hacia atrás jadeando.

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“Yo estaré con mi amigo, mientras vosotros rumiáis la hierba amarga del remordimiento. Ahora, dejadme estar. ¡Idos! ¡Idos todos! ¡Idiotas, partid! ¡Quiero morir solo!” Yudhisthira dejaba pender su cabeza. “Solo, aún soy rey. ¡Fuera de aquí!” “Adiós, Duryodhana.” Krishna abocinó las manos y gritó a las tropas que nos aguardaban: “¡El triunfo es nuestro! ¡La victoria es nuestra! Hemos puesto al Dharmaraj en el trono otra vez. De todos vosotros es el mérito.” Murmullos de alabanza y alegría se elevaron como suave tañido de cuerdas y, cuando se llevó la caracola a la boca y sopló, los hombres lo aclamaron. Tomé mi Devadatta y la hice sonar alto y claro, y Bhima sopló su Paundra, y los mellizos y nuestros generales, las suyas. Y después tañí y tañí la cuerda del Gandiva hasta que un universo de dicha brotó en mi interior. La guerra había acabado. Marchamos río abajo hasta el campamento Kaurava. Cuando llegamos ante el pabellón de Duryodhana, Krishna me puso la mano en el brazo, me dijo que tomase el arco y mis dos aljabas y que descendiese del carro. Me pidió que acariciase a los caballos y les ofreciese mi gratitud. Eran vibhutis. Puse mis brazos alrededor de cada uno de ellos y les besé las heridas. Di las gracias a los Ashwins por enviarnos estas energías del cielo y les hice pradakshina. Quizás los Ashwins me transmitieron algo, porque volví a abrazarlos con un presentimiento. Ellos frotaron sus cabezas y mejillas contra mí, resollando como cuando yo les tiraba gentilmente de las crines y se las peinaba. Esperé a que Krishna dejase las riendas sobre el asiento y saltase. En cuanto tocó el suelo, algo tremoló y abriéndose voló a las alturas. Hanuman, que había coronado el mástil de la bandera, con brazos bien abiertos y una pierna alzada, creció hasta fundirse en una nube gigante. El carro, como golpeado por el rayo, ardió. No era un fuego mortal, sino que llameó rápidamente y murió. En un parpadeo, el carro con dos pares de caballos, yugo y asta se convirtió en cenizas. Contemplé aquello y, después, con lágrimas en los ojos me incliné ante Krishna. Sabía lo que diría, que habían servido a su propósito. Lo miré en silencio. Él entendió lo que le quería decir. “No viviré para siempre, pero hasta que el destino venga a buscarme no puedo ser destruido. Ni tampoco tú, Arjuna. Cada hombre, cada caballo, cada carro, tiene su destino, y el tuyo y mío están unidos para siempre.” Tornándose hacia el Primogénito, lo congratuló formalmente por la victoria y lo saludó como Emperador. “Que reines para siempre, Bhárata, y que la tierra prospere bajo tus pies. Que halles al Ser Esencial y compartas tus bendiciones con las criaturas de la tierra y los mares y las alturas”, dijo con solemnidad. Tocó con sus manos los pies de Yudhisthira y se las llevó después a los ojos. Todos los demás permanecimos en silencio. Viniendo de Krishna, aquello era más que un baño de coronación. Todos saludamos al Primogénito como nuestro rey, el rey que nunca había dejado de ser. El Primogénito pidió a Krishna que fuese a Hastina a suplicar el perdón de nuestro tío Dhritarashtra y a confirmarle nuestra devoción filial. Ver a Daruka llevarse a Krishna en su propio carro, con Sugriva, Saibya, Bahlika y Meghapushpa tirando de él era saber que la guerra había terminado. Su partida me produjo tanta inquietud como dolor. Nunca más volveríamos a vivir tan próximos como aquellos quince días. Tras observar todos los ritos, entramos en el campamento enemigo y fuimos directamente a la tienda de Duryodhana para hacernos con el tesoro del ejército. El campamento estaba casi desierto y sólo quedaba un anciano consejero, media docena de mujeres asustadas y algunos eunucos, que no parecían haber oído que su rey estaba muriendo. Cuando nos vieron, se dispersaron como gallinas temerosas, excepto uno que Bhima pescó con su arco por el cuello y un abuelo de ojos lechosos que se adelantó para saludarnos. “Mi señor”, dijo deslizándose hacia el Primogénito con obsequiosa familiaridad. “Éste es, en efecto, un gran día.” Pensé que conocíamos a aquel hombre y lo observé con atención.

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Carecía de dientes y trataba de sonreírnos a todos al mismo tiempo. No logré recordarlo hasta que Bhima saltó y lo agarró del cabello. “¡Tú, que quisiste vernos convertidos en humo!”, Bhima tiró fuerte del ralo moño de Kanika. Yo me precipité a salvarlo. Kanika gemía y trataba de decirnos cuánto nos amaba a todos. Tan pronto como Bhima lo soltó, cayó a los pies de Yudhisthira y agarrándose firmemente a sus tobillos, restregó su frente en los pies de mi hermano. “¡Tantas veces se lo dije al atolondrado de Duryodhana!”, lloriqueaba. Los mellizos sujetaron a Bhima. Yo me aparté; no quería ni que la punta de mi arco lo rozase. Yudhisthira debió de sentir lo mismo porque dio un paso atrás. Era la primera vez que no lo veía levantar un suplicante a sus pies. Me miró y abrió mucho los ojos interrogativamente: ¿Qué hacer con él? Me encogí de hombros: “Hazlo Ministro de Benevolencia.” Kanika, sentado sobre sus talones, concordó: “Sí, sí, príncipe Arjuna.” La nariz del Primogénito se frunció sofocando una sonrisa. Nakula dijo: “Hazlo ministro de Hacienda y del Interior.” “Déjalo fundar una academia de técnicas de llanto para los funerales de tus enemigos”, dijo Sahadeva. “Con lágrimas de laca y cera derretida”, añadió Nakula. Era un desahogo para todos nosotros, excepto para Bhima, que insistía en matarlo. Yudhisthira dejó de reír. “¡Basta de muertes! Sólo si Krishna quiere que se le ejecute, lo mataremos. Kanika, muéstranos el tesoro.” “Sí, sí, mi Señor, sí...” Se puso torpemente en pie y empezó a moverse como deslizándose. Me alegré de estar detrás de él y mantuve la mano en la empuñadura de la espada. Lo mismo hicieron los mellizos. “Asegúrate de no hacernos trampas”, le dijo Sahadeva. Kanika le arrojó por encima del hombro una mirada de reproche. “Es demasiado astuto para eso”, dijo Nakula. Sacó la espada y presionó con la hoja la espalda del anciano. “Kanika, esta espada ama la sangre y no la ha saboreado desde hace horas.” “¿Dónde está Ashwatthama?”, preguntó Yudhisthira. “No lo sé, mi Señor.” Kanika se volvió para encararnos. “¿No está muerto, mi Señor?” Traté de ver la verdad en los ojos del viejo bribón. Éstos me sonrieron. Hay algunos ojos que carecen de toda verdad. Recordé su consejo favorito: Sonríe, pronuncia palabras suaves, pero guarda una navaja en tu corazón. Sabíamos que no éramos contrincantes para las artimañas de Kanika, así que miramos precavidamente alrededor mientras lo seguíamos y Bhima nos guardaba las espaldas. La mayor parte de las arcas del tesoro estaban llenas de monedas de oro para pagar a los soldados. Otras las colmaban las gemas y anillos y brazaletes de los muertos. Bhima y Sahadeva montaban guardia con las hojas desenvainadas cuando Satyaki llegó. No había encontrado a Ashwatthama. Nos ayudó a ordenar las cosas que nos llevaríamos con nosotros: gemas y vasos de oro, armas incrustadas de joyas, sedas y alfombras, mantas finamente tejidas, perfumes y pieles de ciervo de Gandhara. Las mismas cosas que los reyes le habían traído a Yudhisthira para el Rajasuya. Reconocí el diseño de águilas repujadas en oro de una de las empuñaduras. El Primogénito había dicho que iríamos a Hastina y ocuparíamos el lugar de los hijos de Dhritarashtra. Pero ¿cómo sería una ciudad en la que tipos como Sakuni y Kanika habían prevalecido? Dejamos Hastina mientras multitudes orillaban las calles y se lamentaban al vernos partir con Draupadi vistiendo aún sus ropas manchadas de sangre. Dicen que arrojé puñados de arena al aire, pero yo estaba tan fuera de mí que nunca llegué a

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enterarme. Ahora, contemplaba aquellos montones de oro como si de fuego amenazador se tratase. Satyaki vino a mi lado. “¿Por qué esa mirada sombría?”, inquirió. “Con las riquezas de estos cofres puedes construir otras dos academias militares.” “Pero no en Dwaraka.” Él me rodeó los hombros con los brazos. Me alegré de que no dijese nada más. Nada podía consolarme. Yudhisthira, así como contaba con mi brazo para la guerra, contaría con él para la paz. Kanika me había traído el hedor de Hastina a las narices. El sueño de Dwaraka había sido un sueño, nada más. Esto me hizo recordar la profecía que repetía Balarama al emborracharse: que Dwaraka desaparecería bajo el mar cuando Krishna dejase su cuerpo. ¿De qué servían, pues, la guerra y todas aquellas muertes? Le comuniqué mis pensamientos a Satyaki, que me contempló con los ojos muy abiertos. “¿Es éste el tipo de cosas que le has dicho a Krishna en el carro todos estos días?” Sonreí. Aun siendo mi discípulo, Satyaki había sido el único capaz de decirme estas cosas. Le di un coscorrón cariñoso como siempre hacía, como Dronacharya me hiciera a mí. El primer gris apuntaba en el cabello de sus sienes. Su rostro estaba, como los de todos nosotros, estragado por la batalla y el dolor, pero con aquellos líquidos ojos sonrientes no podía perder nunca el encanto. “¿Puedes hacerme reír de este personaje que tenemos aquí?”, le dije mirando a Kanika. “Yo mismo querría reírme al mirarlo. Es un arquitecto de la guerra tanto como del Palacio del Deleite. ¿Por qué respira aún?” “Yudhisthira espera que sea Krishna quien decida qué hacer con él.” “Krishna dirá que lo matemos. Quizás, ahora que la guerra ha terminado, incluso lo haga él por vosotros”, repuso Satyaki. “Yo lo haré por ti, si me lo pides. Sois reyes otra vez, no podéis cargar con tipos como este Caracuervo aquí. Aún tenemos que pensar en Ashwatthama y Kripacharya.” “La guerra ha acabado”, dijo Nakula. “Dejad de que este canalla haga penitencia en el bosque. No podemos tener malos olores en Hastinapura. Quizás los sabios del bosque consigan explicarle qué mundos le esperan si no se purifica antes de dejar éste.” “Pobres sabios. Además de vivir de hojas y raíces, tendrán que soportar el olor a carne quemada”, se mofó Bhima. No podía parar de reír y fue de uno en uno de nosotros repitiendo su chiste. Kritavarman, Ashwatthama y Kripacharya encontraron a Duryodhana moribundo junto al lago. En aquellos últimos momentos, la venganza ocupaba su mente otra vez y Ashwatthama la asumió. Cuando vio a Duryodhana yacer roto en el polvo y solo, perdió los cabales. Empezó a gritar: “¡Más adharma! Los kshatriyas están condenados, pero un brahmín os vengará. Dos brahmines te vengarán, Duryodhana, tanto como a la muerte indecible de mi padre.” Juró por todos sus actos de piedad y por todos sus méritos religiosos que enviaría a Dhrishtadyumna y a los Panchalas a la corte de Yama. Duryodhana pidió a Kripacharya que le trajese agua. Este hombre, que no podía moverse y apenas hablar, nombró a Ashwatthama Rey y Comandante en Jefe. Kripacharya vertió el agua sobre su cabeza y pronunció los mantras. El rey moribundo, entonces, lanzó a su ejército de tres hombres a satisfacer su venganza.

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II

DESPUÉS DE LA GUERRA

CAPÍTULO 21 Cuando Krishna lloraba contigo, te lavaba de todas tus miserias. Krishna había llorado por tío Dhritarashtra y tía Gandhari, y se le veía apagado al relatar lo que le habían dicho. Tío Vidura y él habían suplicado por nosotros y les habían hablado de nuestro exilio, sufrido con paciencia. Le recordaron a tía Gandhari que Duryodhana había tratado de capturar a Krishna cuando éste intentó, en representación nuestra, buscar la paz. Lo que los ablandó al fin fue la promesa de Krishna de que sería un hijo para ellos y que nosotros cinco viviríamos y reinaríamos desde Hastina como hijos suyos. Obtuvo así un mensaje de perdón. Fue Bhima quien recordó a Kanika y preguntó si podíamos ejecutarlo. Krishna se puso la cabeza en las manos: “La guerra está terminada. Basta de muertes salvo en defensa propia. Mandadlo al exilio en el bosque. Emplazad una buena guardia alrededor del campamento y que Dhaumya prenda el fuego sacrificial.” Aquella noche, Ashwatthama asesinó no sólo a nuestro cinco hijos con Draupadi, sino a Dhrishtadyumna, Uttamaujas, Yudhamanyu y Sikhandin mientras dormían. No quedó ningún Panchala. Tal como lo narró Kritavarman, mientras él y Kripacharya dormían en el bosque sobre la tierra desnuda, Ashwatthama no dejaba de merodear. Oyendo las hojas bajo sus pies, le pedían que se acostase y durmiese en preparación para la batalla del día siguiente. Pero algo había poseído a Ashwatthama. Ardía de inquietud. Se echó bajo un árbol, pero no podía cerrar los ojos y miraba hacia arriba, a las ramas en que los cuervos dormían. Un enorme cárabo, con pico y garras letales, se dejó caer en picado para matar a nueve pájaros dormidos. Quedaban sólo nueve supervivientes de sangre Panchala. Despertó a su tío y a Kritavarman para decirles que había tenido una visión sobre cómo asesinar a los Panchalas. La idea les resultó aborrecible a los otros dos y la rechazaron con vehemencia. Estaban dispuestos a luchar a muerte con nosotros, si así lo ordenaba, pero abiertamente y a la luz del día. Le dijeron a Ashwatthama que su buen nombre se volvería odioso para todos los tiempos por venir. Él no discutió, pero subió al carro. Sus compañeros vieron que estaba trastornado y lo siguieron. La mañana nos trajo a nosotros la noticia. Años más tarde Ashwatthama me contó lo ocurrido: “Un fuego de venganza me poseía. No sólo no podía dormir, sino que ni siquiera podía yacer o sentarme. Tío Kripa me dijo que me acostara. Para complacerlo, me eché bajo un baniano junto a él. Escuché las voces de la noche. Encima de mí, las ramas cobijaban cuervos durmientes, que reposaban confiados con las cabezas bajo las alas. ¿Has observado los pájaros alguna vez mientras duermen, Arjuna? No existe nada más desprotegido en el mundo. Ocultan sus cabecitas bajo frágiles alas como si éstas fuesen una armadura. Mi padre se sentó así, como si una meditación yóguica pudiese ser su protección. Por primera vez después de ver a Duryodhana tirado en el polvo, respiré de verdad. Sabía que algo estaba preparándose en respuesta a mi plegaria. A las ramas voló un monstruoso cárabo de plumaje oscuro y redondos ojos verdes que resplandecían de demencia batalladora. Largo y afilado

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era su pico; también sus garras. Con suaves gemidos, se deslizó por el aire hacia aquellas aves dormidas y mató a nueve de los cuervos. Les desgarró las alas y les rebanó las cabezas de un modo vengativo. Los conté mientras caían y había nueve, como si se tratase de los cuatro Panchalas y los cinco Upapandavas, los hijos de Panchali, aún vivos. El cárabo voló en círculos, círculos... en puro éxtasis. Yo era aquella ave. Sólo una cosa podía aclararme la mente y curarme la ardorosa inquietud. Estos versos de los shastras guerreros sonaron dentro de mi cabeza como un cántico:

Mata al enemigo Cuando esté fatigado o herido,

Mientras come o se retira O mientras en su campo reposa.

“Podía vengar a mi padre privando a Dhrishtadyumna del cielo del guerrero. Desperté a tío Kripa y a Kritavarman de los Bhojas. Les conté mi plan. Se quedaron paralizados de horror, pero yo era su jefe, nombrado por el rey Duryodhana con agua sagrada de coronación. Rabié contra ellos, les recordé que Bhima había puesto el pie sobre la cabeza ungida. La risa de Bhima no me dejaba dormir. Tío Kripa vio que desvariaba. Habló como un maestro: ‘Ningún esfuerzo, sin la mano del destino, es auspicioso. Es lluvia infértil que cae sobre la montaña y no en el campo de cultivo. Hemos luchado por Duryodhana. Ha sido lluvia en la montaña. Era codicioso, estaba maculado y por eso yace solo. Volvamos a Hastina y pidamos consejo a Vidura.’ No le respondí. Trataron de seguirme la corriente y me aseguraron que me ayudarían por la mañana, cuando hubiesen descansado. Subí al carro y les dije que durmiesen. Yo lo haría más tarde. Tío Kripa me gritó que yo podía ser su comandante, pero que era su sobrino y discípulo también. Yo me reí como veinte demonios. Me siguieron, pero los despisté. “La entrada a vuestro campamento estaba guardada por un ser gigantesco. Le ceñía la cintura una piel de tigre de la que goteaba sangre. Era Shiva en su aspecto de Rudra. Sus brazos eran grandes y masivos, y aferraba armas alzadas. Sus angadas eran serpientes. Su boca respiraba fuego. Afilados dientes se mostraban en ella. Muchos ojos había en su rostro. Empecé a dispararle flechas, que rebotaron en él pero se llevaron mi inquietud. Reí y le arrojé una jabalina llameante. Se hizo añicos como un meteoro que golpease el sol al final de una yuga. Le arrojé mi espada, mi maza. Silbaron como la ira de Vayu, pero se hundieron en su cuerpo como en una ciénaga. Cuando todas mis armas hube perdido, Krishna se me apareció y me advirtió de no usarlas nunca contra un hombre dormido o alguien recién despertado de su reposo. Pero otra voz gritaba más alto que era pecado fracasar en el propio empeño y dejar un voto guerrero por cumplir. ¿Qué pecado mayor hay que dejar el asesinato del propio padre sin venganza?” Ashwatthama estaba medio poseído otra vez al entonar su plegaria para mí:

“Gran Shiva, tú que eres el universo, Que eres el Señor de Uma,

Que vives en los cementerios, Que eres la energía del mundo, Señor de los seres espectrales

Que la maza blandes de pomo de calavera, Al que Rudra llamamos y que bramacharin eres,

Te adoro, Señor, y como víctima a mí mismo me ofrezco. Purifícame.

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“Un altar dorado apareció ante Shiva con fuego radiante danzando sobre él. Seres poderosos de bocas y ojos centelleantes, de muchos pies y brazos adornados de joyosas serpientes, surgieron a su lado. Los rostros de algunas de estas entidades eran como los de las tortugas y caimanes, otras los tenían de gansos y osos, lobos, vacas y elefantes, ballenas y tiburones. Sus ojos ardían, su pelo y su pelaje llameaban. Algunas tenían rostros como caracolas. Algunas tenían orejas como flechas u ojos penetrantes en las manos. Algunas eran irresistiblemente bellas. Algunas vestían guirnaldas de lotos. Algunas tenían coronas. Grandes mazas sujetaban. Algunas tenían por diademas serpientes de numerosas cabezas erectas. Todas vestían de blanco. A Shiva se aproximaron con alaridos y risa y rugidos. Esperaban el asesinato de los hombres dormidos.” Ashwatthama dijo que no sintió miedo. Mi propia piel temblaba como la de un caballo al escucharlo: a menudo había sentido yo la presencia de seres invisibles en el campo de batalla, sedientos de nuestros jugos vitales. Ashwatthama vertió su alma en el fuego como una libación:

“En esta hora de aflicción, Oh Alma del Universo, todas las criaturas están en Ti

Y Tú estás en todas las criaturas. No puedo matar a mis enemigos a menos que me aceptes.”

Shiva respondió: “Nadie me es más querido que Krishna Vasudeva, el de las inmaculadas acciones. Para honrarlo he perdonado las vidas de los Panchalas, pero su hora ha llegado.” Penetró como un destello en Ashwatthama, henchido ahora de una inhumana energía que lo desgarraba, que lo atormentaba con un éxtasis homicida, el único que podía traerle sosiego a él así como Gracia a las almas de los Panchalas. Tío Kripa y Kritavarman lo encontraron allí, muy abiertos los ojos. Trataron de frenar su energía, pero retrocedieron tambaleándose. Una voz que no era la de Ashwatthama les ordenó guardar la entrada para que nadie escapase mientras él vengaba a su padre. Ashwatthama despertó a Dhrishtadyumna de una patada y lo cogió del cabello. Deslizó un arco por encima de su cabeza y lo retorció para estrangularlo. Dhrishtadyumna le suplicó la muerte de un guerrero, de modo que pudiera alcanzar el cielo kshatriya. Pero, según contaría el auriga del príncipe Panchala, su enemigo sólo rió. “Tú cogiste a mi padre del moño cuando se sentó en meditación.” Ashwatthama mató a Sikhandin, Uttamaujas, Yudhamanyu y nuestros hijos con Draupadi, e incendió el campamento. El auriga, aterrorizado, diría más tarde, que vio a los demonios atracarse de carne humana, sorber albercas de sangre y berrear: “¡Qué dulces son estos hombres tan puros!” Los tres retornaron a Duryodhana. Éste yacía inmóvil y con los ojos cerrados. Pensaron que estaba muerto. Ashwatthama le susurró fieramente su historia al oído. El cuerpo de Duryodhana estaba transfijo de satisfacción. Sus párpados temblequearon y asomó a sus labios una sonrisa espectral. De su pecho surgió un suspiro; con una ronca vibración, su hálito partió. Ashwatthama, zarandeándolo, le suplicó que portase el mensaje de su acción al espíritu de su padre, a Bhurisravas, a Bhagadatta... A media noche, un chacal aulló.

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CAPÍTULO 22 El silencio de Draupadi nos hirió mucho más que cualquier palabra que hubiese podido decir. Sus grandes ojos nos barrieron sin reconocernos. No quiso que la sostuvieran y sólo a Subhadra permitió que le tomase la mano. Temimos que no volviese a hablar nunca más. Había radicalidad en su silencio; era el pilar que la soportaba y, si hablaba, sus palabras lo quebrarían. Si hubiese llorado, la habría cogido en mis brazos, pero sus ojos secos e introvertidos lo prohibían. Nosotros lloramos, incluso Bhima, cuidando de no romper el silencio con sus sollozos. Sin levantar la mirada, Draupadi dijo por fin de un modo pasivo, cavilante: “Pero ¿quién de vosotros llora por mis hijos, por sus hijos? Cuando Abhimanyu murió, lo llorasteis. Llorasteis por Ghatotkacha cuando cayó. Pero ahora lloráis por vuestra reina.” Bhima dejó escapar un fuerte sollozo que decía que era verdad. Yo sentí dolor de que así fuese. Ella tornó la cabeza a este lado, luego al otro, como ponderando qué pensar y qué sentir. Tuve miedo. Durante nuestro exilio en el bosque, Draupadi estuvo tantas veces fuera de sí de rabia y angustia. Pero entonces sabía que, pasados trece años, sus hijos, su padre, su gemelo y el resto de sus hermanos estarían esperándola. Ahora tenía cinco maridos que le habían fallado otra vez. Sus ojos lo decían cuando nos miraba: estaba sola y no había nadie con quien compartir su dolor. Bhima se mordió los nudillos al contemplarla, se retorció los brazos y movió la cabeza en gesto de desesperación. De pronto, entonces, saltó y gritó:

“¡Mataré a Ashwatthama!” Nos dio la espalda y corrió. “¡Bhima!” La voz lejana de Draupadi se impuso en él. Lo arrastró como un lazo. Se sentó cerca de los pies de nuestra esposa y aguardó. Pasado un rato, aun distante, Draupadi dijo: “Basta, basta de muertes.” Tenemos la cabeza de Jayadratha. Acabamos con Kichaka. Duryodhana y Duhsasana están muertos. Eso no trae a mis hijos a la vida ni a mis hermanos.” Otro silencio hubo cuando dio un largo y estremecedor suspiro. “Había un resplandor en el rostro de Ashwatthama. Era la gema de su frente. Con ella tenía un poder que usó mal. Hay que quitársela. Yudhisthira debe portar la gema. Él protegerá a los hijos de otros. El Rey debe llevarla.” Habló no como una madre o una reina, sino como una sacerdotisa. Nunca la habíamos oído hablar de aquel modo. Su voz tenía un nuevo metal, como oro purificado en el crisol del tormento. Bhima la observó. Sus facciones se distendieron. Entonces, partió en busca de Ashwatthama. Cuando Krishna llegó con Daruka y oyó lo ocurrido volvió directo al carro llevándome con él. Seguimos a Bhima. “¡Al ashram del abuelo Vyasa!” En nuestra angustia, todo el mundo, menos Krishna, había olvidado que Ashwatthama poseía el Brahmasira astra. Dronacharya no se lo había revelado a nadie, aparte de a Ashwatthama y a mí, y yo debía contraatacarlo. Parte de lo que se requería para ello era tener en la mente el bien de la Tierra y todas sus criaturas, incluyendo a aquel que disparaba el astra. Ya mientras Daruka nos llevaba por los caminos, preparé mi mente y mi corazón. Abrazaron éstos los árboles y el firmamento. Lancé mi pensamiento hacia los cuatro rincones del orbe y en las diez direcciones. Amansioné los tres mundos en mi corazón pero, cuando introduje en él al que arrojaba el astra, el flujo se detuvo. Chocó contra algo que no podía desalojarse. Algo que se alzaba entre Ashwatthama y yo, un negro e inexorable destino. Recurrí a la memoria: Ashwatthama y yo corriendo al río para llenar las vasijas de nuestro Guru; el fuego de la afectuosa apreciación en los ojos de Dronacharya. Nos amaba a los dos:

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a Ashwatthama como a hijo único que era y a mí como a alguien de quien se hubiese enamorado. Vi el agua y las vasijas, el sol que volvía plata el río y la sonrisa anhelante de Ashwatthama. Conjuré todo aquello, pero nada doblegaba mi ira y mi dolor. Traté de recordar su rostro, el modo en que resplandecía, pero todo lo que conseguía ver era algo en la superficie de la piel. Repetí dentro de mí las palabras que él dijera en nuestra defensa. No sirvieron de nada. Le vi suplicar la paz a Duryodhana y danzar mientras cantaba el himno. Mi corazón era un peñasco. El sudor me corría por la frente. El camino giraba hacia el río. Estábamos aproximándonos al ashram. Mi corazón era un atabal. Sentí la fuerza de Krishna combatir mi mala voluntad.

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CAPÍTULO 23 Cuando el abuelo Vyasa de la Isla oyó las ruedas del carro, acudió a recibirnos. Tomamos el polvo de sus pies y él nos levantó. Como si su olor flotase en el aire, miré alrededor y supe que Ashwatthama no estaba lejos. Y entonces lo vi. Tuve que mirar otra vez. Su rostro había perdido el lustre y era como el de un animal. Tenía los ojos colmados de miedo y locura. Llevaba una pieza de hierba kusa tejida alrededor del cuerpo y la piel embadurnada de polvo y de ghi. Esto no era un guerrero, sino un pobre Nishada o un sudra. ¡No!, era menos que eso. Tenía una mirada horrible y aviesa y se inclinó ante nosotros como un criado. Vi que estaba loco. La piedad y el disgusto convirtieron mi furia en repulsión. Se agachó como un mendigo y cogió algo del suelo en lo que clavó la vista. El aire se adensó, se oscureció luego y espesó. Había maldad en él y vimos el tallo de hierba humeante que él sostenía. Krishna gritó: “¡Espera, Ashwatthama! ¡Por todas tus esperanzas de un cielo kshatriya, espera! No hemos venido a hacerte daño.” El kshatriya no puede usar sus armas contra un loco más que contra una mujer. El tallo de hierba empezó a crecer y escupió fuego. Elevándolo, fijó en nosotros la mirada, abierta la boca como si fuera a hablar. Cuando Krishna avanzó hacia él, aquella boca entonó: “¡QUEDE EL MUNDO SIN PANDAVASSSSSSS!” Rió y, dejando caer la cabeza hacia atrás, arrojó el tallo al aire como una jabalina apuntada al cielo. No pude respirar. Tenía cuajada la sangre. “¡Ahora! ¡Rápido ahora!”, clamó Krishna. No era el odio de Ashwatthama lo que me detenía. Yo estaba despojado de pensamientos y palabras, era incapaz de lograr el estado que podía deshacer su sortilegio. Algo me había paralizado. El aire estaba lleno de pavor. Las vacas y búfalos del ashram mugían, el trueno repicaba. Envolvía el corazón en tinieblas. Krishna me aferró del brazo hincándome los dedos. “El mundo será destruido, Arjuna.” Pero aún no podía reaccionar yo. Volví mi rostro hacia él. “Invoca tu amor por mí”, pidió. Algo cambió y fluyó. En mi interior, me incliné ante Krishna y Dronacharya, mis padres y todos los dioses. Quise el bien de los mundos. Me incliné ante Ashwatthama y supliqué una bendición para él. “Que toda maligna intención muera en esta arma.” Tomé una flecha de mi aljaba. Me concentré y sentí los mantras manar para inspirar mi dardo. Flotó al cielo. El tallo de Ashwatthama se había expandido transformándose en energía. Se cernía sobre nuestras cabezas y crecía con cada estallido del trueno y los relámpagos que destellaban en ella. La tierra se hizo notar bajo mis pies. Mi flecha ascendió en espirales y se condensó en otra bola de fuego, que creció más rápidamente que la primera. Las esferas evolucionaron, lánguidas, una alrededor de la otra. “Tienes que retirar esas armas.” Era la voz de Vyasa, llegando de la distancia e imperativa. “Si colisionan, será el fin de una yuga. El mundo será destruido. Retira tu arma. Yo ayudaré a Ashwatthama a retirar la suya.” Recurrí a todo el mérito de mis penitencias. Cerré los ojos y trepé a los montes para hallar a Shiva, que destruye los universos, pero no pude despertarlo de su meditación. Desesperado, aguardé que el mundo terminara. Estaba a los pies de Krishna y sentí que me expandía hasta convertirme en vastedad. Olvidé el motivo de mis esfuerzos. Cuando abrí los ojos, vi que mi esfera estaba contrayéndose mientras que la de Ashwatthama ganaba fuerza. Vyasa no había podido ayudarlo. Con hombros hundidos y avergonzados, Ashwatthama nos dirigió una mirada furtiva y dijo:

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“No me obedecerá. Yo no puedo recurrir a la pureza para que me ayude. Sólo puedo cambiar su curso un poco... tiene que ir a los Pandavas.” Cerró los ojos. Con malicia absoluta entonó: “Que la destrucción vaya a las matrices Pandava.” Vimos a Vyasa llegar de la orilla del río. “¡Por tu propio bien, retíralo!” “Eso no puedo hacerlo. Tenéis que escoger. O bien los Pandavas deben morir o todos los niños Pandava en las matrices de sus madres.” “Los Pandavas no han de morir.” La voz de Krishna reverberó. “Te digo que Uttara, la mujer de Abhimanyu, porta un hijo y también éste vivirá.” Oí las palabras de Krishna pero no las entendí aún. “Ashwatthama”, gritó el abuelo Vyasa, “has perdido el derecho de llevar esta gema. No te protege ya más. Dásela a Krishna.” “Puesto que me habéis hurtado su poder, tomadla.” La arrojó a nuestros pies. “Pero os digo que la criatura morirá.” Krishna dijo: “Veremos qué es más fuerte, la Verdad o el poder de tu astra. El niño puede nacer muerto, pero esto te aseguro: nada impedirá que se le haga vivir otra vez. Has llamado el hado sobre ti. Has usado el Narayanastra contra el bando en el que luchaba yo. Has visto hasta qué punto has caído por tu propia mano y sin que Shiva lograra impedirlo. Ni yo ni nadie puede cambiar eso, porque la Verdad no lo permitiría. Vivirás para siempre, ésa es la maldición. Vagarás por la tierra, solo y envilecido, sin nadie a tu lado, de un lugar a otro, de un país a otro, en un cuerpo o sin él. No tendrás hogar. Hedor de pus y de sangre coagulada vendrá de ti. Dormirás intempestivamente en bosques solitarios y tremendos páramos. Incluso los animales se apartarán de ti y verás al niño que crece ahora en la matriz de Uttara gobernar el mundo durante sesenta años.”

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CAPÍTULO 24 Ocurre a veces que, cuando los guerreros combaten, son capaces de relegar sus fiebres. Como si el infortunio acechase, sentí una tensión en la garganta. Dos de mis heridas se enconaron. Apenas habíamos dejado el campamento camino de Hastina, cuando vimos las regias sombrillas blancas contra el cielo. Era tío Dhritarashtra y una procesión de Hastinapura. No son auspiciosas las reuniones en ruta, así que nos volvimos de inmediato. Ningún milagro podía hacer fácil aquel encuentro después de los catorce años. Las últimas palabras de boca del tío que recordaba con cierta claridad eran las que siseaba a Sakuni al oído cada vez que los dados dejaban de rodar: “¿Quién gana?” Nosotros no teníamos deseos de empeorar las cosas apostando con precaución. Fue en la entrada a nuestro campamento donde Krishna y Satyaki cayeron a los pies de tío Dhritarashtra. Nuestro pariente había perdido el oído casi. Carecía de seguridad. Lo vi tantear torpe e infirmemente cuando trató de levantar a Krishna para aspirar el perfume de su cabeza. No sentí nada por él y no quise sentir nada. “¿Eres tú, Krishna Vasudeva?” Eran las primeras palabras que le oía en catorce años. Su voz era vieja y estaba llena de dolor. Me enfureció el que pudiera inspirarme piedad. Lo vi quebrantado. Cuando Krishna le trajo al Primogénito, nuestro tío aspiró el perfume de su cabeza sin afectuosidad. No podía seguir interpretando el papel de tío benevolente. Bhima debería haber seguido a nuestro hermano, pero Krishna le hizo gesto de que no se acercase y fue él mismo quien se hincó de hinojos. Nuestro tío lo levantó y, con la fuerza de su furia repentina, trató de estrujarle la vida en su abrazo. Si hubiese tenido un cuchillo, lo habría apuñalado. “¡Es Krishna!”, gritó Satyaki y corrió a soltarle los brazos. Tío Dhritarashtra cayó hacia atrás desmayándose sobre Satyaki. Es el deber de un rey kshatriya vengarse de aquellos que matan a sus hijos, así que supongo que, además de locura, había un pío coraje en su acto. Cuando volvió en sí, su ira estaba exhausta. “Mahatma Krishna”, jadeó. “¡Qué pecado, qué pecado ha sido éste!” Sollozó convulsivamente y se pasó la mano sobre sus ojos ciegos como para aclararlos. “He tratado de matar al hijo de Pandu. Mi hermano fue el único hombre que me amó. He tratado de matar a su hijo. Casi mato a Paramatma Krishna.” Las lágrimas le llovían de los ojos. Siempre lo hacía cuando trataba de acabar con nosotros. Ya no me provocaban repulsión, había una diferencia en ellas. Se sentó en silencio. La cabeza le había caído al pecho. Tío Dhritarashtra conocía los Vedas y había cortejado a la sabiduría, pero ésta lo había rehuido siempre. Sin embargo, con este último acto lamentable quedaba liberado. Su locura había sido Duryodhana y había muerto con él. Cuando la violencia de sus sollozos se mitigó y se inclinó para escuchar lo que Krishna le decía, vi en él al hermano de tío Vidura y al hijo de Vyasa. Krishna le decía: “Los hijos de Pandu necesitan un padre tanto como hijos necesitas tú. Ellos han perdido a los suyos y tú a los tuyos.” “Bhima”, llamó con voz ahogada, “acepta el abrazo de un padre.” Con la cabeza colgándole sobre el pecho, Bhima se adelantó. “He tratado de matar al hijo de mi hermano. Ven aquí, hijo mío. Lo he hecho porque le aplastaste el muslo.” A estas alturas, Bhima lloraba también. “Lo sé. Lo sé”, repuso. “Fue mi voto a causa de Draupadi.” Si nuestro tío lo atrajo hacia sí o si fue Bhima quien, como un niño, se encaramó a él, no lo sé. Pero de pronto lo vi sentado en su regazo, mezclando con tío Dhritarashtra las lágrimas. Lo envidié: mi corazón se había vuelto de piedra otra vez.

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Ahora era mi turno. Sentí amor en sus fuertes brazos, amor de hijos. Quizás, si no hubiera tenido hijos, habría sido siempre así. Cuando sentí mi perdón fluir hacia él y el suyo verterse en mí, no me lo cuestioné. Después de dieciocho días de protegerse hasta el mismísimo aliento, esto era gracia y sosiego. Y entonces llamó a los mellizos, que tomaron el polvo de sus pies. “Quisiera que mis ojos pudieran veros, Sahadeva y Nakula”, dijo palpando el rostro de este último. “Siempre se decía que erais los niños más hermosos en toda Hastinapura. Acarició sus mejillas con una emoción tan grande que lo sacudió de pies a cabeza. “Nakula, tú eres el gentil. Sahadeva es el corcel fuerte y vigoroso.” Rodeó a cada uno con un brazo y los tuvo rato y rato cerca de sí. Nakula le puso su propio brazo alrededor del cuello y Sahadeva le acarició la cabeza mientras hacía sonidos apaciguantes, como cuando atendía a un caballo herido. Por fin, se volvió hacia el Primogénito y le dijo: “Yudhisthira, hijo, déjame volver a abrazarte. Antes lo he hecho con mis brazos, pero no con el corazón.” Nuestro hermano, con la gravedad de un rey, se arrodilló ante tío Dhritarashtra. En el milagro del perdón, éramos una familia otra vez. Yo había sido consciente, durante todo el tiempo, de las bendiciones que tío Vidura estaba derramando sobre nosotros. Uno por uno, tocamos sus pies; luego, riendo y llorando nos abrazamos en alegre confusión. Esto era lo que el Gran Patriarca había querido toda su vida y por lo que había luchado. Ahora estaba con nosotros tanto como en su lecho de dardos, sonriendo porque ya no tenía que seguir sirviendo al trono. Fuimos a los pabellones de las mujeres y entramos en el de tía Gandhari. Yo temía nuestro encuentro con ella más que ningún otro. Sabíamos que tenía poderes logrados por medio de sus austeridades. Pareció calibrarnos como si aquellos grandes ojos grises de los que sólo habíamos oído hablar le sirvieran menos que cualesquiera otros que hubiera desarrollado. Allí sentada, erecta la espalda y rígida, era como una sombra de otro mundo. Luchaba consigo misma para no maldecirnos. El abuelo Vyasa estaba tras ella. “Gandhari”, le dijo inclinándose sobre nuestra tía. “¿Recuerdas lo que le dijiste a Duryodhana antes de la guerra... que no podía ganar, que el Dharma estaba con Krishna?” Ella asintió. “Sí, padre. No son los hijos de Pandu a los que culpo, sino sólo a Bhima. ¿Qué clase de monstruo bebe la sangre de su primo hermano? Duhsasana estaba vivo aún. Bhima fue también el que le rompió los muslos a Duryodhana.” Cerré los ojos y recé por Bhima. No pude pensar en ningún himno, pero en mi interior ofrecí libaciones a los dioses. Bhima recurrió a toda su dulzura y, como un niño, pidió perdón. “En los tres mundos”, dijo frunciendo el ceño con gravedad, “no había nadie que igualase a Duryodhana con la maza. Nunca podría haberlo matado en limpio combate. Ni los dioses mismos podrían haberlo hecho. Pero él le había mostrado el muslo a Draupadi y aquel día yo juré rompérselo. Si mi propio hermano le hubiera mostrado el muslo a cualquier otra reina, habría hecho lo mismo. Es deber de un kshatriya proteger a las mujeres y vengar los insultos.” Sentí una distensión en el plexo solar. Los dedos de tía Gandhari pinzaron un poco su vestido. “Pero bebiste de la sangre de tu primo hermano. ¿Eres un animal, para realizar semejante acto? El perdón tiene límites.” “Pareció que lo hacía, pero te juro que no fue más allá de mis labios y mis dientes. Un voto guerrero es un voto guerrero. Una norma del Dharma contradice a otra. Yo hice el voto impulsado por la pasión cuando Duhsasana arrastró a nuestra reina del cabello, en su periodo, ante toda la asamblea.” Bhima tembló. Tía Gandhari movió la cabeza hacia uno y otro lado. Pensamos que había terminado. Pero ella estalló.

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“¿Es que no podías haber dejado siquiera el hijo de una reina para este rey añoso?”, gimió con creciente voz. “¿Alguno de mis hijos que no hubiera hecho nada en la partida de dados? ¿Una simple muleta para nosotros?” Hizo a Bhima a un lado y con voz reverberante clamó: “¿Dónde está vuestro rey?” A todos nos erizó el vello de los brazos. El Primogénito se adelantó con las manos juntas. “Si tienes maldiciones, arrójalas todas sobre mí. Yo soy la causa de la destrucción.” Estremecida de rabia, nuestra tía giró la cabeza otra vez, como si un pozo buscase donde echar sus maldiciones. Por fin, suspiró profundamente y su cabeza se hundió. Contuvimos el aliento. Bajo la venda, sus ojos debieron de acabar por reposar en los pies de Yudhisthira. Hizo una mueca de dolor, retrocedió y fijó la vista en ellos. Vimos las uñas de los pies del Primogénito ennegrecerse, descamarse y convertirse en cenizas. Yo me aparté de allí para colocarme al lado de Krishna. Mil veces hubiese preferido enfrentar ahora a demonios sedientos de sangre que a mi tía Gandhari. Los mellizos y Bhima se movían con inquietud, como animales antes de una tormenta. Su ira se había derramado sobre Yudhisthira y, por unos momentos, todo estuvo en calma otra vez. Lágrimas le corrieron por debajo de la venda de sus ojos hasta las manos y el regazo, regando su perdón. El Primogénito le tomó las manos y se las puso en su propia cabeza. Ella las colmó de su bendición. La marea de su furia retornó entonces otra vez. “Krishna”, dijo, “tú eres el único que podría haber detenido esto. Tú tienes el poder. Tú tienes la lengua a la que nadie puede oponerse.” Fría era su voz y llegaba de lejos. Yo oía en ella la maldición. Empezó a helárseme la sangre. Menos me habría asustado si la hubiese visto saltar e hincarle las garras a Krishna, gimiendo como un gato salvaje, como lo hacen las mujeres desesperadas a veces. Se sentó en silencio, recta de pronto la espina con un chasquido, en espada invisible convertida. “Krishna, Krishna, Krishna”, dijo en tonos cada vez más altos. Su voz era un animal que pelea la traílla. “Los Kauravas están muertos. Buscan sus huesos las mujeres y no pueden reconocerlos. Lobos y chacales los han despojado de toda identidad. Tú podrías haberlos salvado. Tú tienes el poder. Tú tienes las palabras que rigen las cósmicas mareas... y no las usaste.” Un demonio cabalgaba su voz. Llegaba de sus honduras. Silente, recité el encantamiento contra los demonios:

“Indra y Soma juntos Lanzad el arma destructora

Por el bien de los cielos, Desde la tierra,

Contra el demonio que trama el mal.” “¡Krishna!” Su grito cayó sobre nosotros como una ola. Apunté mis palabras silenciosas como dardos:

“Los demonios se precipitan al abismo y al silencio. Arrojadlos al silencio.”

Pero ella comenzó: “¡Hijo de la matriz de Devaki, Exterminador de Tiranos, Portador del Disco, primo de Duryodhana, con estas lágrimas por agua sagrada, yo te maldigo!” Se pasó la mano por las mejillas y le arrojó al rostro el agua dolorosa. Su gesto me empujó a la consciencia. ¿No podía ella, que tenía la visión, percibir a ese otro Krishna sonriente detrás de nuestro primo, que decía las palabras por ella?

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“Un día tus parientes serán masacrados por tus parientes como mis hijos lo han sido por su propia familia. Morirás solo, como Duryodhana murió solo, atravesado por una flecha casual. Así como lloran las mujeres y los aliados de los Kauravas, llorarán las mujeres de Dwaraka. Secuestradas y violadas serán.” ¡Violadas las mujeres Vrishni! ¡Las hermanas de Subhadra! Yo estaría allí y eso no ocurriría nunca. “Arjuna se verá desvalido cuando trate de ayudar. Gandiva le fallará. Sus aljabas estarán vacías.” El encantamiento se me hurtó. No pude recordar ni una palabra más. Me situé junto a Krishna rezando para que la maldición me emplazase allí, donde podría compartir la muerte con él ese día. Me volví para mirarlo. El rostro de Krishna estaba lívido, pero sonriente, como tocado por la revelación. En el silencio que siguió, él fue el primero en hablar: “Madre Gandhari, un día el mar ha de cubrir Dwaraka. No podrá hacerlo mientras los Vrishnis vivan. Así que debo darte las gracias. La carga de disolver a la raza Vrishni recae sobre mí. Ahora la asumes tú. Lo que has dicho tendrá lugar.” Pausó y le tomó la mano. “Sólo esto te pido: Madre, no sufras.” Se arrodilló ante ella. “Tal como los hijos de las madres brahmines viven para celebrar los ritos, una madre kshatriya engendra hijos que lanzar al campo de batalla. Cada uno de tus hijos murió no sólo la muerte del guerrero, sino que lo hizo con bravura. Nadie podría haber matado a Duryodhana en el combate de la maza. Y tú tanto como nosotros sabes que Bhima había jurado romperle el muslo y tenía que cumplir su voto.” “Y tú, Krishna Vasudeva que guardas ocultas las cosas, sabes que ése era el único modo en que Duryodhana podía morir. Mi punya podría haberlo salvado de un modo que ni siquiera tú lo hubieses vencido. En todos estos años, sólo me he quitado la venda una vez y fue para templar el cuerpo de Duryodhana hasta hacerlo invulnerable. Y fuiste tú quien lo engañaste y le preguntaste cómo pensaba mostrarme a mí el muslo que le había mostrado a Draupadi. En eso consistió tu astucia, Krishna. Tú lo avergonzaste. Lo que era puro lo convertiste en cosa impura. Por ello serán violadas las mujeres Vrishni y tu raza Vrishni, exterminada.” Yo me hallaba demasiado aturdido para pensar y sólo veía que el Destino era un círculo, una serpiente que se muerde la cola, por la cual, ignorantes, nos movemos. Sólo Krishna estaba más allá de todo ello... y dentro, sonriendo, sonriendo, sonriendo.

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CAPÍTULO 25 El sol nos bañaba en resplandor. Nubes esponjosas navegaban sobre el campo de batalla, donde las hijas y esposas de los caídos se movían entre lamentos. Vagaban buscando a sus muertos, detrás de servidores que aireaban un incienso penetrante para alejar el hedor. Aunque le dije que debía evitar el sol y reposar en preparación para el nacimiento, Uttara no podía resignarse a no encontrar nada de Abhimanyu. Yo vivía en el temor del astra de Ashwatthama, de que cualquier negligencia pudiera despertarlo. Uttara estaba segura de que encontraría algo, algo que le había pertenecido a él. Aunque fuera un pendiente. Por todas partes alrededor, las mujeres gemían creyendo reconocer a sus hombres. Abrazaban a los cadáveres de los últimos días. Una de las nueras de tío Dhritarashtra trataba de hacer coincidir un cuerpo descabezado con un brazo o una pierna tronchados, mientras los atabaleros luchaban por alejar a las aves carroñeras. Vi a dos mujeres pelearse por una mano. Gritaba una de ellas que cómo no iba a reconocer la palma que le había acariciado el pecho, y la aferraba contra él. Urgí a Uttara a retirarse de allí y le prometí enviar alguien a proseguir la búsqueda. Alcanzamos el pabellón. Apenas tuve tiempo de sujetarla cuando se desmayó como muerta. Monté guardia por ella y por mi nieto. Sobre el río vi un milano cabalgar la corriente del viento y su pico portaba jirones de carne sanguinolenta. Debía de ser un pedazo de oreja o de dedo porque brillaba el oro en él. Otro milano lo persiguió y trató de arrebatarle el bocado. Se elevaron y elevaron los pájaros. Pronto se hubieron enzarzado en combate y una pequeña bola de plumas flotó en el aire. Empezaron a caer entonces, agitando convulsivamente las alas; después, con las alas inmóviles, cayeron en picado. Luego se separaron, se elevaron otra vez y volaron en círculos una alrededor de otra. El bocado había desaparecido y no quedaba nada ya por lo que luchar, pero una vez recuperada su previa altura, se atacaron otra vez con picos y garras fieros. Lucharon tan terriblemente que yo supe que una debería morir. Habían olvidado el motivo de su batalla. Los miembros les quedaron inmovilizados otra vez y empezaron a caer, sin resignarse a soltarse una a otra. Caían a tan escasa distancia de mí, que podía ver las gotas de sangre desprendidas de ellas. Por tercera vez ascendieron. Una única pluma flotó en el aire, y una más, y luego otra. El ave con más cuerpo agarró a la más débil y la envolvió. De nuevo cayeron. Antes de golpear un monte, la más pequeña desplegó las alas. La otra se precipitó en espirales al suelo. Indiferente, el ave que vivía dejó volando el lugar y, de nuevo sobre el río, empezó a elevarse otra vez. Yudhisthira volvía a ser rey. Su primera orden fue que Sudharman, sumo sacerdote de los Kauravas, hiciese el recuento de los supervivientes. Nuestro Dhaumya, Sanjaya, tío Vidura y el resto de los consejeros lo asistieron. Sudharman pidió madera de sándalo y aloe, y todas las maderas fragantes usadas para la cremación, y pidió ghi y óleos y perfumes. Se apilaron los carros destrozados y se quemaron, y ríos de ghi se vertieron en las llamas. El Primogénito ordenó que los muertos recientes de cada bando yacieran juntos con los arcos rotos para que la enemistad fuese cremada con los cuerpos. Él mismo escogió los himnos. Los sacerdotes entonaron:

“Sin llegar a verlo montaste, joven, El nuevo carro por tu mente artificiado. De ruedas carece, un sólo pértigo posee, Pero en todas las direcciones se mueve.

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El carro, hombre joven, Que hiciste para partir hacia adelante,

Despidiéndote de los sacerdotes, Fue seguido por un canto, portado en una nave

De aquí para allá.” Cuando muere un hombre anciano, su llama continúa en sus hijos y sus hijas y en los hijos y las hijas de sus hijos. Su don a la vida se desperdiga en las diez direcciones. Ha intercambiado su energía con la tierra y con los ríos que lo han bañado. Cuando uno ha vivido de este modo cien otoños, la deuda de gratitud queda saldada, no con la muerte, sino con la ofrenda del propio hálito y el propio cuerpo al final de la vida. Pero a estos hombres a los que Agni devoraba se les había arrebatado el hálito. Sólo el Gran Patriarca y Bahlika habían vivido los cien otoños y consumido la vida terrena. Las madres y mujeres de los muertos elevaban lamentos y gemidos. Draupadi se mordía la muñeca para impedirse llorar. Nuestra madre, apoyada en el brazo de tío Vidura, cayó desmayada sobre él. Los sacerdotes cantaron:

“Que tu ojo vaya al sol, Tu aliento vital al viento.

Ve al cielo o a la tierra según tu naturaleza, O ve a las aguas, si ése es tu destino.

Arraiga en las plantas con tus miembros.” Yo quería recordar las almas brillantes de nuestros hijos. Éstas no eran más que sus gastadas vestiduras. Un sacerdote tomó fuego en su largo cucharón para encender otra pira. El cántico cobró impulso del gesto y se elevó.

“Jubilosamente trae a los padres jubilosos para la oblación. Ahora, Agni, consume y revive a aquellos que has abrasado.”

El cucharón portó la llama para un tercer fuego y nuevos himnos sonaron. Por fin, los hoyos sacrificiales fueron inundados. Plantas acuáticas crecerían en ellos y nueva vida brotaría. Sentí que los muertos no habían partido, no habían comenzado el viaje, que Yama no podía tomarlos de la mano, que se negaban a marchar. Algo se esperaba que ocurriera y nada me decía qué podía ser. El río fluía a la distancia. Las aves carroñeras volitaban en la altura. Nosotros estábamos suspendidos en medio. Era tiempo de irnos. Ritualmente, nos volvimos de derecha a izquierda para abandonar las piras ardientes de nuestros príncipes. Yo quise mirar atrás, aunque los ritos lo prohibían. Al llegar al río, me giré. Por toda la orilla, revoloteaban al viento los ropajes blancos de las viudas. Las mujeres de los kshatriyas caídos me hacían pensar en aves atrapadas que hubieran perdido su plumaje policromo y que nunca volverían a volar. Nos despojamos de nuestros angavastras, nuestras joyas y cinturones, y nos purificamos. Me hundí en el agua y emergí para las oblaciones. Me erguí con el agua por la cintura y me incliné sobre ella. Los cabezas de familia proclamaban sus clanes y nombraban a sus muertos. Por cada uno de ellos, tomamos agua en nuestras manos acopadas y la elevamos como ofrenda. Había tantos nombres que recordar que el murmullo se convirtió en un constante abejoneo. Yuyutsu pronunció los nombres de los suyos y ofreció oblaciones por Duryodhana y el resto de sus hermanos.

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Por fin aquel sonido cesó para ser substituido por sollozos y gemidos y ahogados lamentos y lamentos incontenidos. Pronto se hizo hora de partir. Una vez en casa, tocaríamos la piedra ritual y el fuego, el estiércol de vaca, la cebada frita, las semillas de sésamo y el agua. Acabados todos los gestos rituales, ¿qué más podríamos esperar de la vida? Me extrañé yo de que nuestra madre dejase el brazo de tío Vidura para unirse a los sutas. Tomando de la mano una mujer y dejando que sus hijos la siguiesen, la condujo hasta nosotros. Era la mujer de Karna. “Yudhisthira”, dijo mi madre. Él inclinó la cabeza solícito. “Hay un nombre que no has pronunciado.” Él doblegó la cabeza más todavía. “Ofrece oblaciones por tu hermano Karna”, su voz temblaba, pero no se quebró. Mi hermano levantó la cabeza y la miró. ¿Qué significaban estas palabras que ella conjugaba? Me incliné hacia ellos esperando que mi madre las reordenase, pero algo como un dardo me había herido. Varias cabezas se volvieron hacia nosotros. Ahora habló ella de modo que todos pudieran oírla: “Karna era tu hermano.” Su voz tremoló en las últimas palabras, pero tenía los ojos llenos de un desafiante orgullo. Se acopó el pecho. “Este pecho dio a Karna su primera leche.” Sus palabras convirtieron el silencio en silencio absoluto. “Era mi hijo mayor, el primogénito, del que me desprendí antes de casarme.” Clavé en ella la mirada. El río se detuvo. El aire se me atascó en la garganta. Luego se hizo ardiente y silbó al surgir. ¿Qué había hecho? El agua apagó mi entendimiento y una voz en mi cabeza gimió entonces: “Arjuna, hijo de Kunti, has matado al Primogénito. Has matado al Primogénito.” Pero aún no lo entendía... pues el Primogénito estaba junto a mí, mirando a mi madre. La voz continuaba: “Arjuna, has matado a tu hermano mayor, a tu hermano mayor Karna, hijo de Kunti.” Incluso entonces las palabras eran sólo palabras. El mundo alrededor giraba. El río cambió de curso y fluyó hacia mí, como dispuesto a saltar su orilla. Sus ondas anublaron mi visión. Lenta, muy lentamente, mi vista se aclaró y con ella mi comprensión. Dulces y crueles recuerdos se impusieron mientras la gente se hablaba de un extremo al otro, murmurando sus interrogantes. Hubo un viento de suspiros y quejidos. “¿Lo sabía Karna?” “¿Lo sabía Arjuna?” “¿Por qué luchó contra sus hermanos?” Ninguna voz osaba elevarse sobre las demás. Y entonces brotó un penetrante lamento de una única garganta que encarnó toda nuestra angustia. Nunca supe de quién fue el grito. Podría haber llegado del cielo o del infierno. Yo tenía cerrada la boca; debió de ser mi corazón, que rompió sus heridas de silencio. Pero al mirar a nuestra madre, supe que alguien había chillado por ella. “Madre, ¿lo sabía Karna?” “Sí.” Hubo silencio. Por encima de sus ojos cerrados, su ancha frente se arrugó en rictus de sufriente alivio, como si por fin se hubiese liberado de aquella carga. “Deberías habérnoslo dicho.” Fueron las últimas palabras que Yudhisthira le dirigió durante muchos días. Debería habérnoslo dicho, sí, y en aquel momento, aunque pude percibir su dolor, no sentí nada por ella. Y yo debería haberlo sabido en cuanto le vi a Karna los pies con arcos tan semejantes a los de Kunti y a los nuestros. Debería haberlo sabido cuando cabalgó con Krishna en nuestro carro. Krishna no le había implorado por mi vida, sino que se uniera a sus hermanos

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en la guerra. Mi vanidad me había cegado y forjado mi destino tanto como la muerte de Karna. El Primogénito unió las manos y elevó la ofrenda muy por encima de su cabeza. Nuestra cabeza. Nuestra madre, estremecida, hizo lo mismo y también nosotros. Luego, todo hubo acabado. Los sirvientes nos trajeron ropas secas. Nos vestimos y nos sentamos sobre la hierba kusa. Contemplamos al sol descender y permanecimos allí hasta que los astros brillaron en el firmamento sobre un mundo vacío. El ritual decretaba que estuviéramos a la orilla del río durante todas las fases de la luna, antes de retornar a Hastina. Del campamento fueron traídos nuestros pabellones y esteras de kusa, pero ni lechos, ni asientos, ni ningún otro mueble o comodidad. La vida se montaba guardia a sí misma para esperar su retorno. Los sabios vinieron a reconfortarnos y nos hablaron con una sola voz: “No podía haberse evitado. Es el final de la yuga.” Era lo que el abuelo Vyasa nos había dicho tras la muerte de Sisupala durante el Rajasuya del Primogénito. Los sabios predicaban el desapego, pero sin Krishna y Satyaki no habría habido consuelo. La angustia que sientes por los seres amados perdidos no es nada comparada con la de la pérdida de aquellos que podrías haber amado. Cada atardecer, cuando el sol descendía, Yudhisthira era llamado por el Gran Patriarca. Cuando retornaba, le examinábamos la faz para ver si la sabiduría lograba aliviarlo. Pero nada le ayudaba a perdonarse a sí mismo: habíamos matado a aquel cuyos pies habríamos debido tocar. Él mismo había llamado sutaputra a su hermano. Como Bhima cuando lanzaba piedras sobre el lago durante el exilio en el bosque, Yudhisthira se sentaba cada día a la orilla del río y fijaba la vista en las aguas. Se lamentaba y hablaba de irse al bosque en lugar de a Hastina. No miraba a nuestra madre y no quería dirigirle una sola palabra. Nosotros íbamos por turno a sentarnos a su lado. Fue Nakula el que, en silencio, logró arrancarle alguna palabra... aunque sólo para decir que había robado a su hermano el reino. Vimos a Yudhisthira precipitarse a un abismo fiero. Lo sosteníamos como por una cuerda, pero el esfuerzo consumía todas nuestras energías. Cuando yo me sentaba junto a él, tenía que descender a una sima insondable para llamarlo. Traté de explicarle cómo me dolía yo también por Karna y por aquella sonrisa que me dedicó al final. No le dije que no había sentido tal proximidad con ningún otro de mis hermanos, pero por la forma en que se volvió hacia mí creo que el Primogénito lo sabía. Fue la única vez que se tornó para mirarme. Contendimos con la oscuridad en él. Casi nos absorbió a todos. Pero fue precisamente esta pelea la que nos salvó de nuestras inquietudes. Como tantas otras veces, Yudhisthira soportaba por nosotros el peso de la oscuridad sin que llegásemos a comprenderlo. Un día recitó los Vedas. Me conmocionó y me desgarró el corazón.

“¿Quién conoce realmente? ¿Quién presume de poder decirlo? ¿De dónde nació?

¿De dónde surgió esta creación? Incluso los dioses llegaron después de que emergiese.

¿Quién puede, entonces, decir de dónde viene? Eso de lo cual la creación brotó,

Ya la sostuviese con firmeza o no, Aquel que en los cielos más altos la escudriña,

Él seguramente lo sabe... o quizás no.”

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Draupadi, a quien él llamaba atea en el bosque, quedó tan destrozada por estos versos como por su angustia. El sufrimiento de Yudhisthira la volvía tímida. Como nosotros, veía toda esperanza de felicidad desterrada de su vida. Con fervor, Dhaumya recordó a nuestro hermano los primeros riks de este himno:

“Al principio el amor surgió, Que fue la célula primordial de la mente.”

Pero el Primogénito no lo miraba. Había algo sagrado en su oscuridad que no nos atrevíamos a tocar, como si él hubiera de resolver por nosotros si aquello de lo que había surgido la creación la sostenía firmemente o no. Si no lo hacía, él se hundiría en el abismo y su reino, del que nosotros formábamos parte, lo seguiría. “Krishna”, le dije una tarde cuando volvía de hacer compañía a mi hermano, “no puedo resistirlo.” Él se limitó a responder: “Tienes que soportarlo como tiene que hacerlo él. Cada uno su parte. Sufrir esto por todos nosotros es la carga de un rey.” Dhaumya entonaba sus himnos cada día contra el muro de nuestra depresión:

“Del resplandeciente Ardor cósmico el orden surgió y la Verdad; De allí nació la oscura noche;

De allí el océano con sus olas intumescentes. Del océano con sus olas nació el año

Que conduce la sucesión de las noches y los días, Controlando todo lo que mira el ojo.

Entonces como antes el Creador formó El sol y la luna, los cielos y la tierra,

La atmósfera y el dominio de la Luz.” Sin otra cosa que hacer aparte de cantar los himnos, ofrecer oblaciones y aguardar las fases de la luna, nuestras mentes ensayaron cuestiones universales y los cánticos de Dhaumya midieron los siglos por nosotros.

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CAPÍTULO 26 La guerra había acabado, pero nuevas heridas eclosionaban. Supimos del encuentro secreto de nuestra madre con nuestro hermano mayor Karna antes de la guerra. Él le había prometido que no nos desafiaría a ninguno, salvo a mí. Si yo lo mataba, ella tendría cinco hijos y, si me mataba él, cinco hijos le quedarían también. Lloraba al decírnoslo. ¿Había calibrado ella sus preferencias? ¿Qué debía de sentir por aquel primer hijo suyo que tuvo que dejar partir flotando sobre el miedo? Habría sido el más próximo a su corazón. Pero ni siquiera esto cortó el vínculo que me ataba a él. Yo no sabía cómo comportarme con ella, temiendo que me viera como el asesino de su primogénito. La distancia creció entre mi madre y yo. Krishna no quería alimentar la tragedia pensando en ella. Decía que para penetrar la verdad uno tiene que concentrar la mente en una sola cosa, como cuando yo disparé al ojo del pájaro de madera de Dronacharya. No le pregunté a mí madre por el nacimiento de Karna, pero esta idea no abandonaba mi mente y surgió cuando hablé con Krishna. Como siempre, él repuso que habíamos venido a representar nuestros papeles en el cambio de una era y que lo mismo había hecho Karna. Con el incesante sufrimiento de Yudhisthira y el desespero que ello le causaba a mi madre, tuve que encontrar la manera de restaurar la armonía. Volver vivos de una guerra como la que había tenido lugar, volver victoriosos al clima perfecto de aquellas mañanas frescas, tardes apacibles y noches de frío brillante, y hallarlo todo emponzoñado era más de lo que podía soportar. Empecé a ver que cuando en la vida deshaces un lazo, dos más se han formado y están esperándote. En batalla, cuando disparaba a un infante o un jinete, dos más ocupaban su lugar y yo exultaba con el desafío. Pero aquí no podía soportar la sórdida, lúgubre maraña de todo aquello. “Cuando alcances la madurez”, dijo Krishna, “los desatarás uno a uno sin quejarte. Dejarás de huir.” Él conocía mis pensamientos. Yo anhelaba escabullirme de los ritos funerarios, olvidar los himnos. Yo quería estar con Krishna y Subhadra y cabalgar lejos de allí, trepar a helados montes y escuchar el agua fluir y tronar por las foces. Seguí incordiando a Krishna para que arreglase las cosas. Pero era una cuestión familiar, decía Krishna, y me envió al ashram del abuelo Vyasa, que había engendrado a mi padre y a mis tíos Dhritarashtra y Vidura. Creí que Krishna se había hartado de mis protestas, pero me alegré de partir. Tan pronto como Krishna y yo montamos nuestros corceles Sindh, sentí una personalidad más libre emerger en mí. Donde el camino se bifurcaba, Krishna me dejó para retornar junto a Yudhisthira a la orilla del río. ¿Quién era este ser más libre que tan fácilmente surgía cuando estaba lejos con Krishna o conmigo mismo a solas? Se lo pregunté a las estrellas que brillaban. Un ave solitaria replicó. El aire era fresco. El camino era bueno. Puse mi caballo al trote. El río centelleó con las primeras luces de la aurora. Un ciervo emergió para observarme y desapareció de un salto. Otro cruzó de un brinco mi sendero y se acercó al río con tres vuelos. Yo canturreé el fragmento de una canción que había enseñado a Uttara y recordé entonces que Abhimanyu la había aprendido de ella. Había menos animales aquí de los que yo recordaba. Las ruedas de los carros y las caracolas y los gritos de los hombres clamando sus nombres a otros hombres asustados, las voces de Ghatotkacha y Bhima y Alambusha debían de haberlos alejado. Nuestros cazadores, además, los mataban día tras días para alimentar a nuestras tropas. ¿Volvería todo a ser como había sido? ¿Podía alguien o algo volver a ser lo

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que había sido? Krishna tenía razón: no debía ser así. Yudhisthira tenía razón también. Habíamos luchado como perros por un hueso y el hueso había perdido su sabor. El Dador del Día se elevaba a mi izquierda y desmonté para saludarlo. Me hallaba ante una cascada. Los árboles estaban muy quietos y escuchaban conmigo el murmullo y gorgoteo del agua sobre las piedras. En el suelo había pequeñas flores salvajes, tan densas que no pude evitarlas, pero cuando levanté el pie rebrotaron: flores amarillas, rosas, de color azul claro, magenta, naranja, crema con minuciosos diseños negros, violeta con centros crema, o minúsculas concentraciones escarlata con centros blancos. En lo alto, había verdes claros y oscuros con los que el sol empezaba a jugar. Extendí mi angavastra en el suelo y yací junto al río. En los campos del cielo crecían los cirros con la aurora. Allí acostado contemplé el misterio de las transformaciones del mundo. ¿Había sembrado la noche una semilla en Usha? ¿Era su cabellera la que se agitaba emergiendo con los colores del alba y la primera iridiscencia del sol? Su sacrificio diario a Surya, siempre el mismo propósito, siempre renovado. Una brisa se alzó para mover los cirros. El carro de Abhimanyu cruzó en ellos los cielos, ondeando alto su estandarte. Una tenue conmoción me tocó, pero el cataclismo había pasado. No puedes matar y matar y disparar flechas a tus gurus y parientes durante dieciocho días y esperar que tu humano corazón quede intacto. Abajo, el agua que golpeaba las piedras levantaba rociones en los que se formaba un arco iris. Posé mi mejilla en el suelo para contemplar a una rana diminuta, que partió saltando de allí. La llamé y la hice detenerse. Llamé otra vez y giró en redondo para saltar de vuelta hacia mí. Creí que tendría fría y resbaladiza la piel, pero bajo el índice la sentí fresca y seca. Me miró con sus ojos saltones y trepó a mi muñeca para conseguir una perspectiva más cercana del que la llamaba. Cuando retomó su camino, mis preguntas eran ya menos urgentes. Cabalgué otra vez a través de las sombras profundas bajo el dosel del bosque. El sol apenas moteaba el terreno. Cuando alcancé la vereda de árboles nim y pipal que conducía al ashram, casi había olvidado a qué venía. Las casas bajas del ashram estaban pulidamente techadas y se elevaban a la sombra de los banianos. Cada estrada corría en ondas gentiles. Un abejoneo de himnos portaba el silencio. Risa brotaba de una choza próxima. Metí en ella la cabeza. Una docena de rostros de ojos radiantes se volvió hacia mí, atadas las cabelleras lustrosas en forma de moños. Uno de aquellos jóvenes discípulos me preguntó si yo era Arjuna, el nieto de su Gurudev. Otro sofocó una risilla. Hubo un sonido de pies en la gravilla y ellos continuaron vigorosamente con sus cánticos, balanceándose un poco adelante y atrás, conscientes de la presencia de su maestro. Supe que el abuelo Vyasa estaba detrás de mí. Incluso su sombra infundía paz y fuerza. Inclinó un oído para escuchar el himno mientras yo me volvía para posar la cabeza a sus pies.

“Por la Fe se enciende el fuego, Por la Fe el sacrificio es ofrecido.

Cántame de la Fe ahora, el pináculo de la dicha. Bendiga la Fe a aquel que da...”

Cantando él mismo, se me llevó de los cánticos. El último y fausto sloka nos siguió:

“Bendiga esta canción que canto.” Me tomó la mano y me condujo al río. Caminamos en silencio un rato antes de que se detuviera bajo un árbol nim. El silencio maduró al sentarnos. Me miró hondamente y, cuando cerró los ojos, me llevó con él a lugares lejanos. Al abrirlos, sonreía y esperaba.

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“He venido a pedir tu ayuda”, le dije. Sus ojos se fruncieron de risa. “Para eso están los viejos sabios.” Hasta tal punto rebosaba de alegría que ésta resultaba contagiosa. Inspiré profundamente para empaparme de aquella paz. Y abrí los poros de mi ser. “Tanta paz hay aquí... pero existe otro mundo”, dije, “lleno de reproches y tristeza, al que debo volver esta tarde.” Un discípulo acudió a lavarme los pies y otro colocó unas uvas ante nosotros. Con delicadeza, las largas uñas del abuelo Vyasa pelaron una para mí. Se decía que había asustado a nuestra abuela con aquellas largas uñas y enmarañada cabellera, pero él estaba lleno de dignidad y encanto. Tenía el pelo lubricado y peinado muy por encima de la cabeza. Yo no comprendía por qué habría asustado a nadie. Una ardilla se acercó y se le sentó en el brazo, y él le dio otra uva. “Es Yudhisthira”, le dije. Él asintió. “No hace más que sufrir y dejar que lo roa el remordimiento. Y desde que se enteró de que matamos a nuestro hermano mayor, que, tal como no deja de decir, debería haber sido nuestro legítimo monarca, no quiere el reino.” Le expliqué que no había hablado a nuestra madre desde entonces. “Se culpa a sí mismo por todo. Después de su Rajasuya y de la muerte de Sisupala, tras la partida de los reyes, le dijiste que nada podía evitar la Gran Conflagración. ¿No podrías persuadirlo de su inocencia?” El abuelo Vyasa dijo que cada hombre es lo que el destino le permite ser. Cada hombre ha de hacer lo que debe. El Primogénito tenía un papel que representar y lo había hecho perfectamente. Debía soportar la carga también. “Él es el Dharmaraj. No hay otro. Karna no lo era y nunca podría haberlo sido. Krishna debería haberte dicho estas cosas. Yo no poseo ninguna sabiduría que no tenga él.” Pausó y examinó mi rostro. “Es difícil ver a la propia madre como doncella. La vuestra no era más que una niña cuando su padre se la dio en adopción a su primo, que carecía de hijos. Ello le hizo sentir que no era demasiado apreciada y, desde el día que dejó la casa de su padre, hizo voto, con toda la pasión de una mujer, de que cuando su propio hijo naciera nada podría obligarla a abandonarlo. Su tío, su nuevo padre, la amaba, pero los hombres mayores raras veces entienden el corazón de las pequeñas muchachas. El nombre de vuestra madre era Pritha, pero su nuevo padre le hizo tomar su propio nombre y a partir de ahora fue Kunti. Uno puede olvidar un nombre con el tiempo, pero hay cosas a las que el corazón se aferrará hasta el último instante.” Dejó escapar un suspiro y sonrió. “Tu madre era una niña dócil; no una gran belleza, pero sí una muchacha guapa y agradable de pronta sonrisa y encanto sutil. Sus huesos era fuertes pero, cuando te miraba, todo lo que veías eran sus ojos sonrientes. Era tranquila y manejable. Después de Amba, éstas eran las características que el Gran Patriarca buscaba en las novias de la casa. Reconoció en ella su presencia apaciguadora. Más tarde, viviría en paz con Madri, su coesposa. Cuando Kuntibhoja tuvo al sabio Durvasa alojado en su palacio, Kunti le sirvió día y noche. Ya conoces a Durvasa”, arrugó la nariz y se rascó detrás de la oreja con la larga uña de su meñique. “Estaba siempre lleno de maldiciones y de bendiciones. Una espada de doble filo y muy cortante. Sus poderes eran formidables. No prestas servicios a la gente como él sin recibir algo a cambio. La honestidad y llaneza de Kunti se ganaron al sabio. Aprendió de él. Durvasa sabía qué anhelaba su corazón antes de que lo supiera ella y le dio mantras con los que llamar al niño que había jurado no abandonar nunca. Los dones de Durvasa eran así, cada uno de ellos un dilema que te correspondía resolver. “Un amanecer, junto a su ventana, Kunti estaba adorando el sol. La poseyó un dulce anhelo y le inspiró el mantra que llamaba a Surya. Tu madre era poco más que una niña y muy inocente. Sólo supo que un dios había penetrado en ella. El don de Durvasa le trajo un amor más grande que cualquiera que hubiera soñado en su vida desgarrada... y la desgarró de

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nuevo. Puede sonar monstruoso, pero es el único modo de volverse íntegro otra vez. Tú debes de haber aprendido algo de todo esto, Arjuna, en esos dieciocho días con Krishna Vasudeva. “Cuando no tienes poderes, puedes hacer tantos votos como quieras y puede que seas capaz de cumplirlos o puede que no. Cuando tienes poderes especiales, es posible también que cumplas tus votos o que no, pero es una fuerza diferente la que decidirá. Ésta separó a tu madre de su primer niño. Sí, dio a luz a Karna. No estando casada, tuvo miedo y le dio el niño a Madre Ganga, que se lo llevó flotando. Cada uno de nosotros viene a resolver el enigma de su vida. Y éste era el suyo: estaba asustada y era pasiva. Sólo el sufrimiento te templa y fortalece. Por el silencio de Yudhisthira será purificada de su karma y el veneno le será extraído. Podría decirse que traicionó el don de Surya. Ayúdala.” Krishna había escogido al abuelo Vyasa para que respondiese preguntas que yo no había planteado, ni conocido siquiera. “Arjuna, nunca digas que no harás algo, pues Madre Durga te oye. Es como maldecir una fuente y decir que de su agua nunca beberás. Necesitándola, podrías encontrarla seca.” ¿Por qué nunca se nos ocurrió preguntar? ¿Por qué hizo falta una guerra y muchas muertes para que todas estas cosas salieran a la luz?

“Cuando Pandu quiso hijos por medio de niyoga, ella le hizo prometer que nunca preguntaría quiénes eran los padres.” Yo había visto siempre a mi madre como en un sueño, inmóvil y nacida en mi primer recuerdo de ella. Era una superficie sin substancia, pero ahora caminaba alrededor de ella. En cierto sentido, era la primera pradakshina que le dedicaba y, en mi mente, le toqué con mi frente los pies. Viéndola como una niña que pronunciaba el mantra del rishi, inconsciente de lo que estaba provocando, comprendía que todos somos criaturas y hacemos lo que los dioses decretan en su voluntad de labrar la divinidad en nosotros. Habíamos caído en el silencio y cerré los ojos. Las palabras que los discípulos cantaban pasaron a través de mí:

“¿Qué miembro toma la luna por vara de medida Cuando calibra la forma del gran Fundamento?”

Como siempre que visitaba este ashram, las vidas que llevábamos en Hastina e Indraprastha, en Virata y en el bosque, se difuminaban o contraían convirtiéndose en una suerte de teatro de marionetas, y el universo brotaba ante mí para tocar la infinitud. Pasado un rato, dije: “¿Supo Durvasa antes de nuestros nacimientos que esta guerra había de tener lugar?” “Había de tener lugar.” Supe que no debía preguntar más. Pero le mostré lo que guardaba en mi interior desde los días de exilio. “¿Recuerdas que nos aconsejaste en el bosque: ‘Esperad a que acaben los trece años de vuestro exilio, así el Dharma estará con vosotros’? Cuando Krishna vino nos dijo: ‘¡Luchad ahora!’” Me miró con unos ojos hondos y resplandecientes que llenaban el cielo, el universo. “Os di de mi conocimiento. ¿Qué más puede alguien dar? Yo camino por mi Dharma. Krishna está libre de Dharma, tal como los humanos lo entienden.” Tras una pausa añadió. “No sirve de nada actuar como si fuéramos libres cuando no lo somos, a menos que... a menos que...” Señaló con la mano el río. Esperé a que terminase. No lo hizo. “A menos que…”, lo animé. “¿Ves el río?”, dijo. “Carece de sí mismo. Se da a sí mismo y no sabe que se da. Si aniquilas aquello en ti que cree que actúa, puedes actuar dentro de esa Libertad. Si puedes ser la flecha que Krishna deja volar, eso es libertad. Sin eso, cada uno de nosotros debe caminar por el sendero de su Dharma humano. Arjuna, así como tú has vivido obsesionado por Karna,

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él vivió obsesionado por ti. Todos estos años, habéis vivido uno dentro de otro como hermanos en una matriz. Demasiado cerca estabais. “Cuando Balarama te enseñó a luchar, te habló de los ojos del cuerpo. Si están abiertos, no tienes que pensar. Y cuando ves con los ojos de tu alma, no tienes que pensar.”

Se levantó. Tomé el polvo de sus pies y contemplé a la figura que se retiraba y que había engendrado a mi padre. Contemplé el fluir del río. Un martín pescador centelleó al atravesarlo. Casi se sentía el comienzo de una primavera y la promesa de total renovación. Una curruca cantaba notas prístinas. El cielo estaba sereno, ignoraba que tambores de guerra habían superado su trueno. Una segunda curruca respondió. Y entonces vi dos bueyes, blancos y perfectamente mancornados, trepando por el campo del ashram. Caminaban al unísono, movidos por un único corazón que prescribía su torpe gracia y ondulante unidad, una armonía que los hombres raras veces emulan, salvo cuando danzan o aman. Su movimiento era propio de un reino que estaba más allá de ellos, un lugar en el que las cosas que ocurren aquí son contempladas en su integridad. Miré hacia el río. Entre los añorados mares de Dwaraka y las montañas del norte donde Shiva se me apareció como cazador, se extendía una llanura que era la urdimbre de la vida. Aquí estaban los venenos, el Palacio del Deleite, la partida de dados y los insultos, el exilio y las embajadas, las akshauhinis y el campo de batalla. ¿Qué pasaba allí cuando aquí yo había soltado mis flechas para matar? Nuestras flechas apuntan a blancos desconocidos. Nuestras vidas mismas son flechas disparadas desde lo invisible y a lo invisible. El río en su fluir me decía estas cosas. Todos nosotros aquí, tan impredecibles, tan imperfectos, allí vivíamos íntegros. Tuve la sensación de estar cerca del cielo, de un carro vibrante, como cuando Matali vino a recogerme. Oí sus pequeños cascabeles, que cesaron antes de alcanzarme. No sería yo transportado, sólo me movería en suspenso, con un suave arrullo, a través de mi nacimiento y de mi vida hasta un blanco desconocido. Hay un lugar silencioso que se bebe el caos del mundo y lo convierte en ausencia de verbo. Es eso lo que las currucas tratan de alcanzar. Es el centro de nuestro mismo ser, donde el odio no tiene existencia. Eso era lo que la sonrisa de Karna me había dicho. El río era mis lágrimas... y mis máculas se llevaba. Dejé el ashram como alguien diferente del que llegara. A mi derecha, oía los himnos que se cantan tras la muerte; y a mi izquierda, sonaban los himnos que se ofrecen al Fuego sagrado, que el abuelo Vyasa había encendido en mí. Una obsesión nos había parecido a veces su tendencia a dividir los himnos en las cuatro direcciones, lo que le había valido el sobrenombre de Veda-Vyasa. Pero ahora los vi como los pilares de la nueva yuga. Un sacerdote le había preguntado una vez a Vyasa por qué se dedicaba a clasificar los Vedas en lugar de dejarlos como el corpus único y grande que constituían. Él respondió que, con la kaliyuga, la mente humana se volvería más inquisitiva, pero más pequeña también, y necesitaría muletas. La mente sería un pequeño cuchillo con el que cortar el mundo a pedacitos. La división sería el orden del día, porque la Verdad en su integridad estaría más allá del alcance del hombre. Las últimas palabras de Vyasa en la puerta del ashram antes de partir fueron: “Yo organizo los Vedas para que éstos puedan organizar a los hombres. Su sentido interior se perderá y nuestros rituales se petrificarán más aun. Esto es inevitable. No puedes detener la rueda del carro cuando Kala fustiga a los caballos. Pero al menos los Vedas guardarán el conocimiento hasta que una Sabiduría con la que ni siquiera hemos soñado los haga descansar para siempre. Hasta entonces, serán la balsa que nos porte a través de la oscuridad de esta yuga.” En su pequeño ashram, el abuelo Vyasa reordenaba un mundo y lo preparaba para su muerte y renacimiento. Los Vedas me siguieron y yo los arrastré hasta Yudhisthira.

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CAPÍTULO 27 Vi lo que estaba buscando. Como si lo supiera y me esperara, mi madre en sus ropas blancas de viuda miraba al exterior a través de la oscura abertura de mi tienda. Al acercarme a ella vi que estaba llorando. Me arrojé al suelo en total postración y, aferrando sus tobillos, posé mi cabeza sobre sus pies sin permitir que me levantara. Las lágrimas brotaron de mí con todas las palabras que no podía decir. Al final se sentó junto a mí y unimos nuestras húmedas mejillas. Le acaricié la cabeza y ella me acarició la mía. Yo había olvidado el rostro estragado del Primogénito hasta que fui a la tienda real. Él yacía en el suelo, inmerso en lamentaciones. Draupadi le mecía la cabeza en su regazo. El físico y los servidores lo rodeaban. Nakula le daba una poción. Bhima y Sahadeva estaban sentados al otro extremo del pabellón, con los rostros sombríos. Draupadi, cerrados los ojos, estaba abismada en sí misma. Las heridas de mi hermano mayor se habían enconado y le daban fiebre. Creí que aquello podría haberle afectado la razón. Cuando le rocé con mis dedos los pies, me levantó y me hizo sentar junto a él. Le miré a los ojos, pero él no captó nada de mi contenta serenidad. Estaba atrapado en su propia tristeza. Al tiempo de abrazarlo, le dije: “Se ha acabado, se ha acabado. Hicimos lo que debíamos. No lo derrochemos.” Creo que no llegó a oírme. “Abhimanyu está muerto.” Debería habernos dicho algo distinto. “Ghatotkacha está muerto. Nuestros hijos con Draupadi están muertos. ¿Qué le dirán a Krishna en Dwaraka, cuando les cuente que nuestros primos mataron a Abhimanyu?” Miré a Krishna a través de la estancia y su mano hizo regresar mis pensamientos. “Tengo un dolor aquí, hermano”, suspiró Yudhisthira y se hundió el puño en el pecho. “Karna era nuestro hermano uterino.” Dijo esto también como si acabara de enterarse. “Ella nos lo dijo cuando era demasiado tarde. Con Karna a nuestro lado, podríamos haber desafiado a todos los dioses y demonios. Si Karna y tú hubieseis estado juntos, no habría habido guerra. Duryodhana no se habría atrevido ni a mirarnos. Nunca... Le habría dicho a Karna: Tú eres mi hermano.” Volvió sus ojos y les faltaba la vida. Le tomé la mano y se la acaricié. “Tú eres mi hermano”, repitió. ¿Me hablaba a mí o a Karna? Miré otra vez a Krishna, que estaba de pie junto a la entrada y nos observaba. “Habría venido a nosotros, si se lo hubiéramos pedido. Pero nosotros lo llamamos siempre suta. Lo forzamos a odiarnos. ¿Percibiste tú alguna vez, hermano, que sus pies eran como los de nuestra madre? Yo acostumbraba a mirárselos en las asambleas. Era lo que me mantenía en calma. Tendría que haber adivinado la verdad. ¿Quién pudo haberlo maldecido? ¿Quién pudo habernos maldecido?” Draupadi y Sahadeva se miraron uno a otro sin hablar. Sus argumentos se habían agotado. Yudhisthira dijo entonces lo que le esperaba oír decir: “No deberíamos haber vuelto, Arjuna.” Después, se puso a repetirnos lo que ya sabíamos todos. “Qué mal lo juzgamos. Era leal a Duryodhana por amor, no porque hubiese comido su sal. Nosotros lo insultamos, pero él nos perdonó la vida.” Bhima bostezaba y temí un estallido de los suyos. “Perdonó a Bhima, a Sahadeva y a Nakula. El mismo día en que cayó, podría haberme matado y, en lugar de esto, me tocó el hombro con el arco. Sentí la amistad en él. Podríamos habernos amado.” Permanecimos en silencio. Había algo sagrado en sus desvaríos que no podíamos interrumpir. Tenía la vista fija en los pies de nuestra madre y se esforzó en levantarse para mirarlos desde más cerca. No pude retenerlo. Yudhisthira no quería mirarla al rostro, pero le observaba los pies. Mi madre apartó la faz. Esperé tanto como pude resistirlo y luego lo cogí y lo devolví al lugar en que yaciera. Mi corazón lloró por mi madre. Mi hermano, ahora, se sentó.

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“Ya hemos sufrido bastante, Yudhisthira. ¿De qué sirve todo esto? ¿Es que no puedes abrir la mente al sufrimiento de nuestra madre? Tú siempre has ofrecido todos los sacrificios que los sacerdotes ordenan. Y ofrecerás más aun para purificarte. Con todo esto, traicionas su propósito.” “¿Propósito, Arjuna? ¿Para qué fin? ¿Cómo puede tener ya nada propósito? Me llamas Primogénito, pero no lo soy. Karna era nuestro hermano mayor.” Para esto no había respuesta. Krishna callaba. “¿Puedes imaginarte lo que sufrió? Ningún otro guerrero habría actuado con semejante nobleza.” “Tú siempre lo has hecho, Yudhisthira.” Comprendí que no me oía. Con una mirada se lo libré a Krishna. “La falta es mía, Yudhisthira”, dijo Krishna. “¿Por qué haces sufrir a tu madre? Es la hermana de mi padre y me duele verla así. Soy yo quien evitó decírtelo. Karna nos hizo jurar que nunca te lo diríamos. Y la única forma de honrarlo era cumplir nuestra promesa.” El Primogénito suspiró. “Sí, tienes razón. Ella no ha de sufrir. Pero yo no puedo mirarla. Es demasiado doloroso. Ah, Krishna, Krishna. Dije en Virata que seríamos como perros peleándonos por un pedazo de carne. Dos jaurías de perros. Bien, hemos conseguido ese pedazo y es carroña. Hay que tirarlo lejos. Este perro no tiene estómago para él. Ni por todo el oro y los caballos del mundo tendríamos que haberlo hecho. Sólo los salvajes matan a sus parientes. Escucha, Arjuna, lo digo en serio. Yo no puedo gobernar este reino y debo renunciar a él. Tú eres quien tiene que tomarlo. El pecado me aplasta. La renuncia es mi único refugio. El sacrificio no proporciona absolución. Somos suicidas, estamos muertos ya... si no, habría llamado a Yama para que se me llevase de estas cenizas que llamamos tierra. Pero debo sufrir y beber este amargo vino con todo su poso. Los únicos vencedores son los muertos que hemos derrotado, ellos son los que han alcanzado el cielo kshatriya y abandonado este campo de cremación. Duryodhana estaba en lo cierto: allí junto al lago, vio que nosotros éramos los perdedores. Tienes que ocupar mi lugar, Arjuna. Te doy a Bhima como brazo derecho. Los mellizos serán tus ministros. Nakula es conciliador y no permitirá guerras inútiles. Sahadeva con su fuerza y previsión, impedirá que mayores daños recaigan sobre nosotros.”

Nosotros estábamos demasiado aturdidos; antes de que pudiese hallar palabras para protestar, sacudió la cabeza. “Nunca más, nunca más. Debo librarme del nacimiento y la muerte y todas sus agonías. La única verdad de la vida es la liberación, la liberación absoluta, y ésta sólo puede llegar de la renunciación y el desapego. La bienaventuranza doméstica no es para mí. Así que, ya me escupan o me alaben, ya me estrague el calor del fuego o el frío de la Morada de las Nieves, ya muera de hambre o de sed o caiga enfermo y se me coman el seso las aves carroñeras, no murmuraré una sola protesta. Desapego. Liberación. No sentiré, no quiero sentir. ¿Lo entiendes, Arjuna? No quiero nada. No quiero querer nada. Esperar nada. Ser nada.” “Primogénito”, le tomé la mano y le acaricié la cabeza, “hermano, si pudiera librarte de tu responsabilidad, lo haría. Te liberaría de tu carga. Pero no puedo. Tú nos salvaste una vez. Nos has salvado muchas veces. Y tendrás que hacerlo una más. ¿Recuerdas cómo nos salvaste en el bosque con tus respuestas al Yaksa que tomara la forma de una grulla, cuando te preguntó qué era un hombre feliz? Tú dijiste que el hombre feliz era el que, lejos del tumulto, se cocinaba su sencilla comida en la Sexta Hora del día. Lo que ansías, hermano, es simplicidad de vida. Pero no hay vida que esté desposeída de vida, ni se resigna nunca al campo crematorio. ¿Recuerdas, cuando me enviaste en busca de las armas celestiales, cuáles fueron las últimas palabras que me dirigiste? ‘Que tu tapasya sea fiero’. Por ello me sostuve sobre una sola pierna y contemplé el sol hasta quedarme ciego y cojo, cosas que no me liberaron, sino que sólo lograron aturdirme la mente. Fue Krishna quien arrancó los dorados

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velos que cegaban mi espíritu y liberó mi poder. El poder de la Verdad es discriminación.” Yo le hablaba ahora como a un hermano más joven; no era momento para deferencias. “No puedo asumir esa carga por ti, hermano. No puedo vivir tu vida. El sacrificio está escogido y no soy yo. Mi karma es seguir a otro. Pongo mi cabeza a los pies del rey. Ordéname, Majestad, pero no me hagas asesinar mi Dharma.” Él miró más allá de mí y yo comprendí. ¿Quién podía conocer mejor que yo el estado del que yace en pleno colapso, con dedos desvaídos que no pueden sostener el Gandiva o cumplir tu Dharma? Su agonía me unía a él como a través de una conexión carnal. Miré a Krishna para que revelase una vez más su verdad, pero él apartó la vista. Mis más elocuentes argumentos habían fallado y Krishna no estaba dispuesto a intervenir. No me quedaba sino hacer sonar los secos huesos de los shastras: “No soy quién para citarte a ti los shastras, Yudhisthira, pero es deber sagrado de un rey recuperar su reino o vengar a sus familiares. Teníamos que ir a la guerra. Pero ¿puede haber guerra sin que haya sufrimiento? La tierra es tuya en cuanto te hayas purificado y ofrecido los sacrificios que los dioses ordenan. Te sentirás de otro modo entonces y sabrás que todo esto te pertenece, y legítimamente. Aunque Karna fuera nuestro hermano mayor, ahora está muerto. Él nunca rehuyó su deber y tú no debes rehuir el tuyo.” Incluso en mis oídos las palabras repicaban como piedra sobre hierro. Abochornado, continué: “Los reyes vendrán a honrarte una vez más y tú lo mereces.” Miré a Sahadeva en busca de apoyo. Pero, en su sabiduría, él calló. “Sahadeva irá al Sur...” “No podrá traer a Ghatotkacha. ¿Qué otra cosa vale la pena traer del Sur? Nadie puede traer del Oeste a Abhimanyu. ¿Qué otra cosa vale la pena traer de allí? ¿Qué haría yo con los rubíes de las Islas Meridionales? ¿A quién se los daría? ¿Dónde los pondríamos, en las cuencas vacías de los ojos de nuestros muertos?” Lo escuchamos en atónito silencio. Bhima se retorcía airadamente. La cabeza de Nakula se irguió de golpe. “No, hermano”, prosiguió el Primogénito, “no puedo. Sólo queda una cosa por hacer. Volveré al bosque y haré lo que no fui capaz de hacer la última vez. No me hables de sacrificios para lavar nuestros pecados, ¿de qué serviría matar más animales aun? Un millar de elefantes y camellos, un millar de millares de caballos han sido ofrecidos junto a una multitud de cabezas humanas. Los sabios no tienen necesidad de sacrificios. Su disciplina es el Dharma verdadero y sus austeridades, el camino al conocimiento. Aun un poco de conocimiento libera. No me disuadas. Tal es la senda que he elegido.” Bhima explotó entonces: “Ya sabes, hermano, que oír a los idiotas recitar los shastras y parlotear de este modo me pone enfermo. Todo esto tendrías que haberlo pensado antes de la guerra. Hiciste bien yéndote al bosque y honrando tu deuda de juego. Te mostraste firme al declarar la guerra a Duryodhana cuando el bribón empezó con sus discursos de no conceder más tierra de la que sostendría la punta de una aguja. Durante toda la guerra te portaste como un verdadero rey. Ahora tienes que soportar la carga de la victoria. Tú dijiste ‘¡Guerra!’ No se trata de un pequeño bebé que puedas echar en brazos de otro. Si piensas que matar a los Kauravas es un pecado, no haces más que agravarlo con tus quejidos y lamentaciones, porque conviertes en un sinsentido el sacrificio de sus vidas. Los deshonras a ellos como te deshonras a ti mismo y a todos nosotros.” Krishna alzó las cejas y me miró. Nakula sonreía. Draupadi rodeó con sus brazos a Yudhisthira. “¿Qué es tan terrible de ser un kshatriya?”, gruñó. “¿Es que es éste un animal que no siente compasión y cosas humanas? Si pudieras conseguir la liberación en el bosque soportando el frío y el calor y escuchando los pájaros y la grita de las bestias y viviendo en soledad, las ranas que croan en los charcos serían las primeras en alcanzarla.” Hizo sonidos de rana con su estómago. “Hay muchas cosas que lograrían así la liberación, los árboles, las montañas, que son célibes... Incluso a los peces les iría mejor que a nosotros. ¡Bah!” Bhima pateó el suelo. Draupadi dijo suavemente:

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“Tus hermanos te aman y les apena verte sufrir.” Habló lenta y cavilosamente. Tras la muerte de sus hijos y hermanos, siempre hablaría así. “No les haces justicia de este modo. ¿Recuerdas que junto al lago Dwaita les dijiste que preparasen sus mentes para la guerra? Tú no vacilaste nunca después de aquello. Todos nosotros lo hicimos, pero tú no. Un kshatriya no puede titubear cuando más se necesita su fuerza.” El Primogénito la ignoró y levantó la cabeza del regazo de Draupadi. Ella le ayudó a vestirse su angavastra y a incorporarse. Yudhisthira se tornó hacia Bhima: “Es el poder, la ambición y la codicia, hermano, lo que te hace hablar de esta forma. Controla tu ambición. ¿Te enfureces conmigo porque digo que lograré la paz de la mente escuchando el cantar de los pájaros y respirando aire fragante y viendo crecer las cosas salvajes ante mis ojos? Pero yo sé que es así. Tengo sólo un estómago y éste desea poco. Tú deberías frenar el fuego de tu vientre, Bhima. Hasta que no gobiernes tu estómago, no podrás gobernar un reino. Rendirte una vez a lo que el deseo te pide es echar al fuego combustible.” Era nuestro hermano mayor al mando otra vez. Por último, dijo: “Siempre he admirado las palabras del Rey Janaka: ‘No poseyendo nada, soy rico. Rico soy ya posea mi reino o no.’ Sí, escogí la guerra, ¿qué otra cosa podía hacerse? Yo era un kshatriya entonces y tenía aún orgullo kshatriya. Y pensé en vosotros. Ahora se ha acabado. Quiero ser el hombre sabio del que hablan los shastras. Éste contempla, como desde la cima de una montaña, los llanos de la ignorancia abajo, las multitudes atrapadas en el deseo y lamentándose sin causa.” “En favor de la multitud digo que eso es una idiotez. Mira a otra parte.” Esto puso fin a la discusión. Dhaumya encendió el fuego sacrificial y cantó los himnos del atardecer:

“Has llegado, noche bendita, gentil, Objeto de nuestros anhelos.

Sé favorable. ¡Perdura!”

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CAPÍTULO 28 Un carro de bueyes nos trajo al abuelo Vyasa. “Tú no eres un sabio del bosque”, le dijo a Yudhisthira. “Tu dolor es fútil. A un kshatriya de nacimiento no le sirve para ningún propósito. Quiero decirte algo, Yudhisthira. Antes de la guerra, cuando tu tío Dhritarashtra envió a Sanjaya en embajada a Virata, dijo que no temía ni a Bhima ni a Arjuna. Temía sólo el furor de Yudhisthira, porque la ira de un soberano verdaderamente dhármico es mucho más formidable que todos los astras del mundo. Y tenía razón al hacerlo así. Esa ira porta la sanción de los dioses ya luche con armas o no batalle en absoluto. Tú tienes el poder y te lo ha dado Dios. El bosque no es lugar para ti. Si quieres llevar una vida pía, haz las cosas pías que corresponden a los reyes para el beneficio del mundo. Dicen que estoy loco por los Vedas y es verdad. Nuestros himnos y sacrificios tienen un sentido que no debería perderse más de lo que se ha perdido ya y que desaparecerá, si los reyes se retiran al bosque. Nuestros reyes dhármicos deben ocupar sus tronos. Si se retiran, la guerra habrá sido en vano y volverá a tener lugar en cuanto los reinos queden en manos de hombres como Kamsa, Duryodhana y Jarasandha. Tal es la razón de que Krishna viniese, de que vinieses tú. Los grandes sacrificios pueden renovar el mundo. El primer día del Kurukshetra, el mundo pendía en la balanza porque Arjuna no estaba dispuesto a luchar. Krishna le demostró que debía hacerlo. El mundo pende ahora en la balanza tal como lo hizo aquel día: yo he venido a demostrarte que aguarda el mayor sacrificio de todos, el Rey de los sacrificios, que lava todos los pecados. Si sientes la necesidad de expiación, haz lo que un emperador debería. Realiza el Ashwamedha.” ¡El Sacrificio del Caballo! Era algo de lo que los bardos cantaban, un sacrificio en el que nadie había pensado. Una vez mencionado, nos sorprendimos de que nadie hubiese hablado del Sacrificio de sacrificios, el Rey de los ritos. “Es el sacrificio que, como rey victorioso, tienes el derecho y el sagrado deber de realizar.” “¿Es que aun otro caballo habremos de matar?, ¿no hemos masacrado corceles bastantes en el campo de batalla?”, repuso el Primogénito con voz hueca. “¡El Sacrificio del Caballo! ¡Ni siquiera en pleno delirio debería un rey hablar así!”, gruñó Bhima. “El Corcel es un Rey de su raza y, al igual que nosotros, da su vida por la nación y por Dios...” Krishna silenció a Bhima con una mano y dijo: “En la última yuga, cuando los dioses aún se movían por la Tierra y los Vedas eran comprendidos en su más profunda significación, el Ashwamedha era el sometimiento del Poder Vital del Rey, con todos sus impulsos imperiosos, sus placeres y deseos, a la Presencia del Divino, de quien aquéllos provenían. Era una jubilosa ofrenda interior que elevaba al hombre a la soberanía interna y al imperio externo, y a su pueblo con él. El Gran Patriarca Bhishma lo sabía. En ello estaba fundada toda su vida y debéis acudir a él antes de que el Solsticio Septentrional señale su hora. Nadie puede hacerlo por ti, Yudhisthira, y nadie puede hacerlo por nosotros más que tú mismo. El destino de Karna nunca fue ser un Chakravarti Samrat. Surya lo envió a preparar el trono para ti. En cuanto al caballo, no olvides que será un corcel sagrado y que marchará conscientemente a su autoinmolación, si nosotros aceptamos conscientemente nuestros destinos. El pueblo, en su ignorancia, exige el sacrificio grosero, necesita ver la llama del fuego elevándose a los cielos y no sabe que es el corazón el lugar de donde surge. Acerca del Rey-Caballo, los Vedas dicen:

A tu ser más profundo he percibido en espíritu, Un Ave del cielo que dirige su curso hacia lo alto.

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“Yudhisthira, mi rey”, suplicó Krishna de nuevo desafiando al Primogénito con su propio fuego, “¿es que debes perder ahora tu propia substancia inmortalizada negándote obstinadamente a ver más allá de lo inmediato y pensando que lo que viertes en el fuego no es sino carne y manteca? Tú no eres ese rey, Yudhisthira. Ésa no es tu forma de ver las cosas. Es el demonio de tu depresión el que habla. Despréndete de él y vuelve a nosotros.” Krishna pasó la mano por la frente del Primogénito y algo sujetó en su puño cerrado. Lo observó y miró después al abuelo Vyasa. Sentí que lo estrujaba hasta aniquilarlo mientras caminaba hasta la entrada del pabellón y lo tiraba en dirección al río. El abuelo Vyasa metió los dedos en su kamandalu e hisopó agua sobre la cabeza de Yudhisthira. Frescura y alivio se impusieron en la tienda. Lágrimas corrieron por debajo de los párpados cerrados de Draupadi. Krishna puso su cabeza a los pies de Vyasa y, uno por uno, lo seguimos. El Primogénito trató de ponerse en pie y todos corrimos a ayudarlo, pero él nos apartó y se alzó para recibir a Vyasa, que se dirigía a él. Antes de que pudiera inclinarse ante nuestro abuelo, éste lo cogió en sus brazos y lo envolvió en su resplandor. Bhima se acuclilló junto a Vyasa y miró al Primogénito con ojos centelleantes. La noche se había aprofundado con los cánticos de Dhaumya, como si su invocación perdurase aún en el aire. Y mi corazón se elevó en repetición de la bienvenida...

“Has llegado, noche bendita, gentil, Objeto de nuestros anhelos.

Sé favorable. ¡Perdura!”

Y de nuevo entonces, tuve la sensación de precipitarme a través de los mundos del Tiempo como en el primer Día de la Guerra. Comprendí que era un instante de grandes acontecimientos. El abuelo Vyasa tenía la mano puesta en la cabeza de Bhima para ayudarle a contener su felicidad y para absorber la energía que le rebosaba. Sus propios ojos destellaban al alzar la cabeza y entonar con garganta poderosa:

“Feliz, trayendo el ojo visionario de los dioses, Guiando al Caballo Blanco con perfecta visión, La Aurora se expresa enteramente en los rayos,

Colmada de variadas riquezas, Manifestando su nacimiento en todas las cosas.”

“Todo lo ofreceremos”, repitió. “No sólo tú, Yudhisthira, sino todo el pueblo estará representado en el Sarvamedha. ¿Cómo lo llevaremos adelante, Krishna?” Y Krishna abrió los brazos y dejó caer la cabeza hacia atrás. Su risa corrió y vibró en todos nosotros e hizo a la seda de la tienda ondear a la luz de las lámparas. “¿No aprendimos a someternos, Arjuna, y tú, eh Bhima, cuando Narayana pasó sobre nosotros el decimosexto día?” Sus ojos se enternecieron al mirar a Nakula, que había sido el primero en arrojarse al polvo antes de que las instrucciones de Krishna se impusieran a todo el ejército. Nakula cantó con su voz dulcísima:

“Al principio surgió la Dorada Semilla: Él fue, nada más nacer, el Señor del Ser,

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Fundamento de la Tierra y de este Cielo. ¿Qué Dios adoraremos con nuestra oblación?

Aquel que proporciona la fuerza vital y el poderoso vigor, Cuyas órdenes incluso los dioses obedecen, Cuya sombra es vida inmortal... y muerte...

¿Qué Dios adoraremos con nuestra oblación?” Krishna, la música en persona, fluyó al canto con inexpresable dulzura y la voz de Sahadeva, invocada por la de su mellizo, se incorporó al himno de Hiranyagarbha:

“El que por su grandeza ha emergido como único soberano De todo ser viviente que respira y duerme

Es el Señor del hombre y de las criaturas cuadrúpedas... ¿Qué Dios adoraremos con nuestra oblación?

El que mantiene firmes los poderosos Cielos y la Tierra, El que establece la luz y la vasta cúpula del firmamento,

El que mide el éter en las esferas medias... ¿Qué Dios adoraremos con nuestra oblación?”

El canto me aturdía y me esforcé por hallar mi voz vacilante:

“Hacia él, temblando, las fuerzas en combate, Cercadas por su gloria, dirigieron la mirada.

A través de él, el sol levantado emite su luz...” Y entonces, todo lo que había aprendido de los gandharvas y Chitrasena cuando Matali me llevó al Indraloka surgió de mi pecho y mi garganta como oro fundido.

“¿Qué Dios adoraremos con nuestra oblación?” Por fin el cobre puro de la voz del Primogénito, con un timbre de fiebre aún, surgió en ritmos controlados y sostenidos:

“De donde llegaron las Aguas poderosas Trayendo con ellas la Semilla universal,

De donde surgió el Fuego, De allí surgió el Espíritu Único de Dios.

¿Qué Dios adoraremos con nuestra oblación?” En presencia de Veda-Vyasa los himnos nacían entre nosotros. Él, que nos hizo incorporarnos al canto uno por uno, nos dirigió ahora en los riks finales con el timbre grave de los metales pulidos. Rompiendo toda tradición, invitó con los brazos abiertos a Draupadi y a nuestra madre Kunti, cuyas voces como destellos de astro o de luna flotaron en la atmósfera. Y con la pasión de un herrero, el canto atronador de Bhima hizo a la música ascender al cielo.

“Éste, que en su poder escudriñó las Aguas Preñadas de fuerzas vitales, produciendo sacrificio,

Es el Dios de los dioses y nadie hay junto a él.

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¿Qué Dios adoraremos con nuestra oblación?” Al incorporarse Bhima al canto que ya estaba en todas nuestras voces, las paredes de la tienda desaparecieron y, en su lugar, un velo de Luz descendió para envolvernos. La escisión que temiéramos estaba curada. Percibí como una nube indistinta de rostros. Nuestros servidores, las personas que guardaban duelo en otras tiendas e incluso las criaturas del bosque que se habían reunido allí al oír la música empezaron a presionar hacia nosotros con ojos arrobados. Fue entonces cuando Krishna y el gran Veda-Vyasa convirtieron el Ashwamedha en el sacrificio que sería realizado por los sacerdotes y ofrecido por el Primogénito tras la campaña: El Sacrificio Absoluto, en el que hallaría curso la risa de Krishna.

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CAPÍTULO 29 El mes había acabado. Nos bañamos y ofrecimos oblaciones en el río por última vez antes de partir para Hastina. Cuando oí el traqueteo del carro de bueyes ritual enviado por tío Dhritarashtra, sentí que venía a llevarnos al último tercio de nuestras vidas. Qué pronto habíamos llegado a él. Qué breves aquellos trece años de exilio que parecieran interminables. Los años de esplendor en Indraprastha no habían sido sino un parpadeo. Incluso cuando sobrevives contra toda posibilidad, la vida entera no dura más que una canción. Los dieciséis bueyes santificados habían sido cuidadosamente escogidos, eran blancos como la cuajada y sin una sola mácula. Tiraban de un blanco carro nuevo cubierto de alfombras plateadas de seda y pieles ebúrneas de ciervo albino. Se detuvieron cerca del río, aguardando pacientes, como lo hacen los bueyes. El sol despertaba brillantes destellos en sus flancos y tornaba argéntea el agua: una escena auspiciosa que levantaba el corazón por encima del dolor y el arrepentimiento. Los poetas y juglares que lo acompañaban cantaban las alabanzas del Primogénito y de Draupadi, mientras éstos ocupaban su lugar bajo la sombrilla estrellada de gemas. Orgulloso, yo me mantenía detrás de mi hermano mayor. Bhima sujetaba las riendas. Nakula y Sahadeva abanicaban a Draupadi y Yudhisthira con blancos chamaras. Volví la vista hacia el carro de Krishna y Satyaki. Daruka tenía las riendas. Me sonrieron. En el pecho oscuro y radiante de Krishna, con ese destello de oro estival detrás de su noche, brillaba la gran gema Kaustubha, ocultando una cicatriz. El angavastra alrededor de su brazo y su hombro cubría la piel de la que yo había arrancado flechas. No quería que los habitantes de Hastina supieran de sus heridas. Satyaki y él portaban sus múltiples sartas de perlas que escondían otras marcas de batalla. Y allí de pie, uno junto a otro, parecían dioses en su excelsa belleza Vrishni. Los bueyes se movieron con pesada dignidad ceremonial. A ratos, los labriegos esperaban en los lindes de sus campos para saludarnos. Krishna tenía razón, nos gritaban su bienvenida. Daban la bienvenida al Primogénito como si nunca hubiesen tenido otro rey. Mucho antes de alcanzar las puertas de la ciudad, el camino apareció cubierto de pétalos, con pequeñas multitudes orillándolo y lapidándonos con flores. Al aproximarnos a las puertas, Bhima hizo a los bueyes aminorar el paso. Las mujeres se apiñaron en torno al carro y nos hisoparon con agua perfumada. Familias enteras nos contemplaban desde tejados y balcones, tambores y caracolas entonaban notas de triunfo. Es una música que el corazón no puede resistir. Los brahmines se congregaron a nuestro lado ofreciéndonos protección y cantándonos himnos de victoria. Elevaron los brazos en bendición al rey. De la multitud surgió entonces un brahmín mendicante. “¡Yudhisthira, Yudhisthira!”, gritó. Y antes de que pudiésemos comprender qué quería decir, se sirvió de su tridente para saltar a la plataforma de nuestro carro. Creí que abrazaría a su rey, pero empezó a agitar su rosario ante el rostro del Primogénito. Su bordón de brahmín saltaba arriba y abajo. Con ojos muy abiertos y alucinados, no dejaba de gritar. “Hablo por todos los brahmines de este lugar. ¿Crees que eres bien recibido? ¿Es que no tienes vergüenza? Eres el destructor de tu raza.” Lo saqué del carro de un empujón. Cayó en brazos de los demás brahmines y siguió chillando. “¿Qué puedes esperar de las viudas y los huérfanos de Hastinapura?” Satyaki saltó de su carro y lo agarró del moño; Sahadeva le inmovilizó los brazos detrás de la espalda. “Yo me mataría a mí mismo antes que sentarme en el trono, después de haber exterminado a mis gurus, mis mayores y parientes. Eso es lo que los brahmines tenemos que decirte.” Un murmurio se elevó de los brahmines. Krishna estaba junto a nosotros. Yuyutsu había dejado su elefante para unírsenos.

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“¡Dejadlo estar!”, clamó el Primogénito. “La culpa es mía, oh noble brahmín.” Me turbó el corazón oírlo. “Sé paciente y ahórrame la vergüenza. Mi vida ha terminado casi, pues voy a desprenderme de ella.” Fue Nakula el que, escudriñando al brahmín, le tiró del moño. “Éste no es un brahmín. Hermano, retira tus palabras. Es Charvaka, el rakshasa.” El nombre pasó de boca en boca, como viento que apagase las lámparas. “¡Charvaka!”, gritó una voz airada. “¡Charvaka, Charvaka!”, le dieron eco muchas voces. “Es Charvaka, que tantos favores recibía de Duryodhana.” Todos los brahmines gritaban ahora: “¡Gloria a ti, rey Yudhisthira!” “¡Prosperidad!” “¡Que vivas cien otoños!” “¡Que vivas para siempre!” “¡Que por siempre prosperes! ¡Que por siempre prosperes! ¡Que por siempre prosperes!” Los brahmines murmuraban otra vez entre ellos. Hubo un repentino silencio. Un silencio tan completo que te forzaba a volver la vista alrededor. “HUNNNNNNNNNNNNNN”, un siniestro dardo de sonido emergió de todos los brahmines. Pronunciado como por una sola voz, pendió en el aire y de pronto cesó. Tenía el color de la tierra, el sabor del tósigo, el destello del acero. Más querría yo oír la risa airada de Shiva, que difunde el terror en las diez direcciones, que aquella sílaba cayendo sobre mí. El rakshasa empezó a temblar y se desplomó. Los brahmines no estaban dispuestos a tocarlo y dieron un paso atrás. Aquél yacía estirado en el suelo. Miré boquiabierto a Krishna. El Primogénito quería asistir a Charvaka, pero Bhima lo retuvo. “Nadie debe tocar ese cadáver”, advirtió un brahmín. Las bendiciones de los sacerdotes se redoblaron. Sus voces se elevaron a los cielos y un joven brahmín trajo tierra limpia que esparcir sobre el lugar de nuestro carro donde el rakshasa pusiera el pie. “¡Prosperidad! ¡Prosperidad! ¡Prosperidad!” La vida fluyó otra vez. El elefante de Yuyutsu se arrodilló para que su jinete lo montase y nosotros volvimos a nuestros carros. La procesión tornó a moverse. Yo no pude sino recordar Hastina tal como la dejamos. Charvaka había despertado recuerdos de envenenamientos e intrigas. Un palio cubría la ciudad como irrespirable miasma. Vi a Duryodhana llegar por corredores con su impaciente paso arrogante. Me vino a la memoria su gesto característico al tirar de los bordes dorados de su angavastra y echárselo luego hacia atrás sobre el hombro y alrededor del cuello. El espectro de Karna estaba a su lado. Duhsasana, Sakuni y el resto flotaban en torno a él. Muerte y decadencia había en el aire, que estaba viciado como si no se hubiera movido desde el día en que mi padre partió de aquí. Ningún viento fresco y purificador había recorrido el lugar. Ni siquiera Krishna, en su embajada de paz, había tocado el corazón de Hastina. Y, sin embargo, hay un momento en que la llama sacrificial surge derecha y sin humo de la madera y sabes que todas tus plegarias se han elevado en su pureza. Ahora, bendición tras bendición se entonaba. Los niños saltaban al carro y deslizaban sus guirnaldas a los cuellos de Draupadi y Yudhisthira. “Sois nuestro padre y nuestra madre y todo lo posible sois”, gorjeaban. Las mujeres de la corte habían venido con flores y, después de saludarnos, unieron a la procesión sus palanquines. Habíamos creído que encontraríamos Hastina muerta, pero estaba llena de vida y de flores, de perfume y bienvenidas. Allí donde miraba, hallaba lo que buscaba: muchachos de doce años cumplidos, chicos de trece, catorce y más. Para el tiempo del Ashwamedha, la mayoría de ellos serían hombres y preparados para tener hijos. Cruzamos ahora la gran puerta de Hastina. Mi corazón batió contra las joyas de mi pecho. Casi catorce años atrás habíamos partido al exilio a través de esta misma puerta. El

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Primogénito nos había guiado entonces con el rostro cubierto para proteger a los habitantes de la ciudad de las saetas del Dharma airado en sus ojos. Vimos a tío Dhritarashtra esperándonos con las manos juntas para saludarnos. Tío Vidura, Sanjaya y Kripacharya lo acompañaban. Más allá de las puertas interiores, las plazas y las calles estaban decoradas con banderas y flores. Cada casa tenía su puerta adornada con hojas de mango y enjambada de verdes ramas. Delante de cada umbral, intrincados dibujos de muchos colores formaban signos auspiciosos. Lámparas de ghi de oro, bronce y cobre, pulidas hasta el esplendor, sostenían una multitud de llamas danzantes. Avanzamos hacia la sabha como en un sueño. Por fin, de cara al este una vez más, el Primogénito compartía el trono de oro con Draupadi. Krishna había dado a Dhaumya instrucciones precisas para la ceremonia y el altar. Debía estar orientado al este y un poco al norte. Yo fui situado al lado izquierdo del Rey y Bhima, al derecho. Frente a nosotros, estaban Krishna y Satyaki en asientos tachonados de joyas. Nakula y Sahadeva nos flanqueaban a Bhima y a mí. Yuyutsu, Sanjaya, tía Gandhari y tío Vidura se sentaban con nuestra madre alrededor de tío Dhritarashtra. Éste observó los ritos, tocando con las yemas de sus dedos flores blancas, ghi, lámparas encendidas y humo de alcanfor, tierra y oro, plata y piedras preciosas. Cuando hubo tocado todas aquellas variadas vasijas, empezaron los himnos de coronación.

“Los videntes al comienzo, deseando lo excelente Y buscando los cielos,

En el fervor se embarcaron y en la consagración. De ello nació la energía, la fuerza y la realeza. ¡Que los dioses se las otorguen a este hombre!”

El abuelo Vyasa derramó agua de siete ríos sobre la cabeza erguida del Primogénito con una concha de color plata y crema. Luego la elevó en el aire y unas gotas descendieron en abhisheka sobre la cabellera que le había costado a Duhsasana la vida. Al canto de los mantras, Vyasa caminó tres veces alrededor de la pareja real, cercándolos de su protección.

“¡Tuyos, oh Rey, son un centenar de solaces, un millar! ¡Grandes y trascendentes sean también tus favores!

Aleja de nosotros la funesta Destrucción. Aparta de nosotros cualquier pecado que hayamos cometido.

Suelta los lazos, oh Varuna, que nos atan,

Que nos sofocan, que nos torturan. Haznos sin pecado, en respeto a tu Ley Sagrada,

Ilimitados e Ilimitables, oh Hijo de Aditi.” Dhaumya tomó del agua bendecida por Vyasa y nos hisopó a todos con ella. Vi lágrimas en las pestañas de Krishna. Nuestra tarea juntos había terminado. Los sacerdotes empezaron a desfilar ante el Primogénito con ofrendas de agua sagrada en vasijas de oro, plata y cobre, o de tarros de arcilla, arroz frito, flores, hierba kusa, leche de vaca, miel, ghi, maderas sagradas y caracolas ataujiadas de oro. Draupadi y Yudhisthira permanecieron sentados uno junto a otro sobre la piel de tigre regia. Dhaumya cantó mantras mientras vertía libaciones en el fuego sacro. Krishna pidió a nuestro tío que hiciera lo mismo, mientras los notables de la ciudad desfilaban.

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En esta sabha, en este trono, con el Gran Patriarca Bhishma y Dronacharya presentes, la cabeza del Primogénito había recibido su primera agua de coronación. De los que desfilaban, algunos saludaban a Yudhisthira con dicha grande, otros con timidez, con afecto otros, otros con curiosidad, pero todos con reverencia y muchos con lágrimas. Reconocimos a los que nos habían seguido el día de nuestro destierro, gimiendo que se había acabado el Dharma. Los que entonces eran demasiado jóvenes para ello habían oído hablar, cuando menos, del Dharmaraj y sus cuatro hermanos, unidos como los dedos de una mano que podía cerrarse en puño para aplastar al enemigo. Había unos pocos que esperaban lograr ventajas de los vencedores y en sus ojos vimos servilismo e incertidumbre. Sin duda se preguntaban si alguien nos habría dicho ya que eran los apoyos incondicionales de Duryodhana en todos sus planes. Nadie lo había hecho. Nada prevalecía contra la atmósfera de bienvenida que inundaba la asamblea. Nadie cuestionaba nuestra autoridad para estar allí. Los músicos tocaban con la mayor dulzura y con máxima hondura cantaban los brahmines. Cuando Yudhisthira se puso en pie con las manos juntas y Draupadi a su lado, un inmenso silencio cayó sobre la sabha. Él pronunció en tonos mesurados las palabras que serían repetidas por toda Hastinapura aquel atardecer. “Nos postramos ante el más grande de los munis, conocido también como Veda-Vyasa, por la tarea que permitirá a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos preservar su herencia. “Nos inclinamos ante nuestra madre Kunti, ante nuestro regio tío Dhritarashtra, ante tío Vidura y el Guru Kripacharya. Pedimos las bendiciones de nuestros mayores para la felicidad y prosperidad de todas nuestras gentes.” Yo no había oído a Yudhisthira usar el ‘nos’ regio durante catorce años y me conmovió. “En esta misma sabha recibimos el abhisheka de coronación muchos años atrás, bajo la mirada del Gran Patriarca Bhishma y nuestro Guru Dronacharya. No puede haber una familia kshatriya que no haya perdido al menos un guerrero en la conflagración y, puesto que somos una sola familia, no sólo los kshatriyas, sino todo el pueblo de Hastinapura está de duelo por ellos. Juntos ofreceremos las oblaciones y pospondremos las festividades dieciocho días. “Tras la victoria, hay celebraciones. Hoy no hay victoria. Somos los hijos de tío Dhritarashtra haciendo duelo por sus hijos, nuestros hermanos. Que los kshatriyas no se sientan solos en su dolor. Con razón se dice que el kshatriya es el brazo de Brahma; el brahmín, Su cabeza; el vaishya, Su estómago y el sudra, Sus piernas... pero ¿qué pueden hacer una cabeza y un cuerpo sin sus brazos protectores? Curemos el Cuerpo divino de Brahma. Recordemos que somos este Cuerpo, uno y divino en todas sus partes. Supliquemos a nuestro paternal Señor Veda-Vyasa, cultivado en todo el Conocimiento y de gran austeridad, que nos ayude a observar los rituales por los desaparecidos.” El silencio se hizo más hondo. La gente olvidó su necesidad de toser, de aclararse la garganta o de mover los pies. No era el silencio debido a un monarca, sino la confirmación de una leyenda. Los habitantes de la ciudad, al igual que nosotros mismos, empezamos a comprender que los catorce años de exilio habían forjado al gobernante conocido en toda Bharatavarsha como Dharmaraj convirtiéndolo en un metal incomparable. Yudhisthira podía olvidar su propio dolor para responder a las expectativas de su pueblo hablando desde una profunda convicción. “Se dice que el Rey es Señor de todo menos de los brahmines; pero se declara en los Vedas también que el monarca participa del mérito espiritual logrado por sus súbditos. Y así os decimos que, así como los súbditos dependen de nosotros para la protección de sus castas de acuerdo con el Dharma y para hacer retornar a sus obligaciones honrosas a aquellos que

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han abandonado sus caminos, nosotros dependemos de nuestros súbditos, de su industriosidad en todos sus deberes y tareas, de su esfuerzo y habilidad para el armonioso funcionamiento del Cuerpo de Brahma.” Al despertar en este día, había temido que el Primogénito, en un retorno de su aberración, hubiese dejado el Imperio en mis manos. Yo no podría habérselo devuelto sin descorazonar intensamente al pueblo de Hastina. Ni siquiera Krishna podría haberles devuelto el ánimo una vez pronunciadas las palabras. Pero Yudhisthira sujetaba fuerte las riendas. “Se dice también en los Vedas que un soberano tiene que seleccionar como sacerdote a un brahmín de noble linaje y buen carácter, elocuente y de virtuosa disposición, que sea austero y obediente al Dharma, para que lo asista en sus deberes religiosos. Un monarca aconsejado por semejante brahmín prosperará junto a su pueblo y ninguno de los dos caerá en la aflicción. Fue durante nuestro exilio, en los tiempos de nuestra más severa adversidad, cuando el Supremo nos lo envió como sacerdote y Guru nuestro. Compartió con nosotros las ordalías y nos ayudó a superarlas. Nos bendijo con su presencia y conocimiento durante la guerra y ahora atenderá nuestros fuegos sacrificiales en Hastina. Os hablo de Dhaumya.” El Primogénito señaló a Dhaumya que se mantenía de pie con las manos unidas. “Él será nuestro Consejero porque posee todas las cualidades para ayudarnos a conservar la armonía que exige un largo y próspero gobierno, con lluvias que sean la gracia de Indra y traigan fértiles cosechas. Nuestros depósitos se saturarán, nuestro ganado se multiplicará sin enfermedades que lo afecten, y los artesanos y los hombres de otras vocaciones hallarán la inspiración para hacer la vida rica y agradable. Queremos que nuestros físicos tengan cada vez menos y menos que hacer, y pasen su tiempo recogiendo nuevas hierbas y acumulando conocimientos. Que los brahmines estudien hasta estar satisfechos y que sus cantos sean todos de paz y de dulzura. “Os digo por último que, aunque sabéis que nadie puede sentarse más alto que el monarca, hemos colocado a nuestro tío Dhritarashtra en una plataforma por detrás y por encima de nosotros mismos en signo de la deferencia que le rendimos. Que él y su Reina, nuestra tía Gandhari, vivan cien otoños como padres nuestros y nosotros como sus hijos respetuosos. “Nos inclinamos ante nuestro primo Krishna Vasudeva, Señor de Dwaraka. Nos inclinamos ante Mahatma Krishna, Sri Krishna. Que Su Luz prevalezca...” Un murmullo se atrevió a elevarse hacia nosotros y algunos de los presentes se pusieron en pie con las manos juntas. Uno por uno fueron levantándose hasta que no quedó nadie sentado. “Nada hemos dicho de Krishna, sin el cual no estaríamos hoy aquí. Y sin él, no querríamos estar aquí tampoco. Poco hay que podamos decir de él, pues Krishna es el Dharma que busca nacer. En esta era, los hombres no pueden entenderlo ni hablar de él, y yo no soy sino un hombre. Los hombres lo vemos en su forma exterior, como auriga de Arjuna, lo que es una labor de sutas. Pero repetiremos aquí lo que el Gran Patriarca Bhishma ha dicho de él: es el auriga que conduce los caballos del Sol hacia el futuro. Y a nuestro Gran Patriarca Bhishma, que yace en su lecho de flechas, acudiremos mañana para que nos instruya sobre las tareas del reino.” El Primogénito, entonces, se volvió hacia Krishna con las manos unidas. Las acopó y las elevó a su cabeza e, inclinándose, las extendió hacia Krishna en silente súplica. Él, el monarca, hizo el gesto del mendicante. Krishna lo abrazó y habló tornándose hacia la asamblea. “La guerra ha barrido muchos clanes. Su sangre ha limpiado la tierra de tiranos. Ya basta.” Krishna no utilizaba ninguna de las fórmulas típicas de los oradores. Nos hablaba

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como a una familia que espera que la guíe su cabeza. Pausó y miró por encima de la asamblea, adonde la luz se dividía entre los arcos y pilares. “Otro sacrificio se necesita.” El silencio se adensó. Había una claridad en él que disolvía toda perturbación. “Debe ser más santo que el sacrificio de la guerra, en el que no todos nosotros podemos participar. Este sacrificio mayor debe comprometer a todo el mundo. Rey Yudhisthira, tú eres el primero en la memoria de cualquiera de los asistentes, o en la de nuestros padres, o de los padres de nuestros padres, digno de ofrecer el Ashwamedha.” El Primogénito inclinó la cabeza. “Tú, que fuiste aquí despojado de tus tierras y títulos y de todo privilegio debido a un soberano, te sentarás en el trono del Emperador una vez más y recibirás el tributo y homenaje que corresponde al Chakravarti.” Un sonido que era a medias sollozo se elevó del centro de la sabha. Nunca supe de quien provenía y nadie miró. Había sido arrancado del pecho de cada uno. “Recibirás el baño de coronación. Tal es la gracia. Reina Draupadi, el cabello por el que manos impías te arrastraron un día hasta aquí será lavado una vez más por el agua de todos los ríos sagrados. Tú, que sufriste el insulto que la mente humana más degradada pueda concebir y que te mantuviste erguida y sola ante tus jueces criminalmente silenciosos, tú, que liberaste a tus maridos y los seguiste a un exilio de trece años, te sentarás junto a tu consorte como Emperatriz. Tú, que soportaste con fortaleza todos los sufrimientos, que has perdido hijos y hermanos y perdonado, sin embargo, a Ashwatthama, compartirás con el soberano de Bharatavarsha el amor y tributo de su pueblo por los siglos venideros. Mientras las mentes humanas recuerden siquiera algo del dolor y la tristeza, tú serás considerada y cantada como la Reina de la dignidad, el ingenio y el coraje. Tú, que perdonaste la vida a Jayadratha tanto como a Ashwatthama, eres como la madera de sándalo, que transmite su perfume al hacha que la corta. Tú, nacida del altar y criada en palacio, que serviste en el palacio de otros, entenderás como ninguna reina las pruebas y tribulaciones de las gentes comunes. Pues tú eres en verdad una Reina, una fuente de compasión. Ninguna indignidad a la que fueras sometida ha logrado cambiarte.” Apenas nos atrevíamos a mirar a Draupadi. Y ella, que había superado los ritos con los ojos secos, lloraba ahora con la faz vuelta hacia Krishna. Una fragancia de adoración soplaba hacia ellos desde la asamblea. Tío Dhritarashtra, en su trono, se sostenía la cabeza. La venda de seda en los ojos de nuestra tía Gandhari se oscureció de lágrimas. “Hoy, Hastinapura se reúne aquí para rendir tributo a vuestro espíritu y compasión. Cuando retorne el corcel del Ashwamedha, toda Bharatavarsha os rendirá tributo. Nosotros, los presentes aquí hoy, al principio de una era de paz, somos afortunados por ser los primeros en honraros... ¡Victoria a Draupadi! ¡Victoria al Dharmaraj!” Una esplendorosa guirnalda cayó en torno al cuello de Draupadi y otra a los pies de Krishna. El canto de victoria se imponía y la sabha estaba en pie. Aclamándonos lavaban su propia vergüenza. Un fuerte resplandor fluía a través de la asamblea y las aves unían sus gritos en coro poderoso. Krishna sonrió, juntó sus manos en dirección al canto de los pájaros y éste decreció. El pueblo escuchó boquiabierto. De pronto, aquél cesó. Escuchamos su ausencia, luego nos reímos, mirándonos unos a otros, de la sabiduría de los pájaros. Krishna alzó una mano. “El Ashwamedha es el modo concebido por los hombres y sancionado por los dioses para unir a todos los países bajo un único Emperador. A todos trae riqueza y estabilidad. Los dioses derraman sus bendiciones sobre un país en paz. En tiempos pasados, el caballo era seguido por un ejército y, cuando se le ofrecía resistencia, sangre corría. “Después de esta guerra, el caballo penetrará en territorios cuyos reyes y príncipes hemos matado. Para sus parientes vivos, es deber ineludible vengar a sus padres y hermanos.” Suspiros se oyeron y un bajo gemido de tío Dhritarashtra, un sonido elemental como si la

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tierra misma se sintiese perturbada de nuevo cuando empezaba a reposar. Krishna alzó la mano y prosiguió: “Sólo hay una manera de superar esto. Nuestros ejércitos no seguirán al corcel del Ashwamedha. Esta vez, el caballo será acompañado por un único héroe kshatriya. Las cualidades kshatriyas son la protección, caballerosidad, nobleza y coraje. Ya sabéis que tenemos un guerrero que posee todas estas cualidades y puede hacer de la nuestra una causa de paz. Incluso frente al peor de los insultos, sabe él contener su mano. Si él marcha solo y libre de toda otra responsabilidad, el poder de su dignidad hará prevalecer el Dharma y el deseo de una paz justa y perdurable. La tierra será sanada. Nuestras plegarias lo seguirán. Este kshatriya ha sido dotado de todas las virtudes que los dioses derraman sobre sus criaturas favoritas.” Vi a los sacerdotes soltar el caballo y a Krishna seguirlo con sus ropajes dorados. Él haría cesar la amargura en las tierras de Gandhara, de Avanti, en el reino de Bhagadatta. Krishna, que no había matado a nadie en la guerra, podría hablar de paz como nadie. Y entonces oí mi nombre en los labios de Krishna. Me forcé a retornar a la asamblea, dispuesto a cumplir sus órdenes. Pero me sorprendió la multitud en ese instante, que clamaba también mis nombres y todos los nombres que Krishna había inventado para mí... “¡Partha, el Noble!” “¡Rishi, el Portador de las Armas de Shiva!” “¡El de las Grandes Austeridades!” “¡Jishnu, el Amado de los Dioses!” “¡Ajaya, el Inconquistable!” “¡Arjuna, Arjuna, Arjuna, el de rizada cabellera!” “¡Dhananjaya! ¡Nuestro Dhananjaya!” Mis nombres rebotaron en los muros de la sabha. Fue entonces cuando observé a Krishna y comprendí, pues él me abrazó con la mirada. Me había llamado vanidoso y con razón; me había llamado cobarde y me había herido. Nada importaba. La sabha se puso en pie. Krishna, sonriendo, se me acercó para ayudarme a levantarme. Una profunda dulzura brotó en mí. Yo sabía que no era nada salvo en su mirar, que desde el primer momento en la choza del alfarero había empezado a darme forma. Me deshice como una sombra y conmigo se disolvió toda vanidad de mi destreza, toda vacilación, y en su lugar brilló una vida que había crecido en la oscuridad como un árbol poderoso con sus raíces hondamente hincadas en la tierra. El cántico comenzó.

¡OM SHANTI, SHANTI, SHANTI! En paz estén los cielos, la tierra en paz, En paz el amplio espacio entre los dos.

Paz nos traigan las aguas corrientes, Paz las plantas y las hierbas.

Paz nos traigan los signos del futuro, Paz lo hecho y lo deshecho, Paz lo que es y lo que será.

¡Que todo nos porte gentileza!

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CAPÍTULO 30 “El Gran Patriarca Bhishma llama, Yudhisthira”, dijo Krishna. “Pronto será libre. El sol se acerca ya a su Solsticio Septentrional y su cuerpo no puede retenerlo.” Satyaki entró entonces para decir que el carro estaba preparado. Sugriva y Saibya habían sido cepillados hasta brillar como gemas de luna y Daruka los hizo girar para recibirnos al pie de las escaleras. Cuando descendimos del carro y nada más poner mi pie en el suelo, sentí una quietud presionar mis plantas y ascender a través de mí para sellarme la boca. La tierra estaba sembrada de la austeridad del Gran Patriarca. Cruzamos el bosque hasta que nos detuvo su emanación. Sin dirigirnos una palabra uno a otro, caminamos con pasos suaves. La luz se derramaba con desesperada claridad. Las piedras y las rocas escuchaban en su trance mineral. Yo sabía que nos acercábamos a la muerte de algo mucho mayor que un simple hombre. Parecía que, si hablábamos demasiado alto, el cielo se hundiría sobre nosotros. El peso del Dharma pendía en lo alto. El Gran Patriarca tenía los ojos abiertos, que nos miraban desde una gran distancia. Lo saludamos con las palmas unidas, colocadas junto a nuestras cabezas inclinadas, y Yudhisthira le dedicó una completa postración. “Sentaos todos”, dijo el Gran Patriarca. Era como si Himavat hubiese hablado. Krishna hizo sentar al Primogénito junto a la cabeza del Gran Patriarca y a mí junto a su hombro. La voz de Bhishma era poco más que un susurro. Y cada susurro se elevaba por el aire en espirales creciendo como si fuese un arma infundida del poder de un mantra. “Tú eres el Rey... Yudhisthira. Nunca lo olvides.” Pausó para respirar. “Este mundo está fundado en reyes y ha cambiado con la guerra. En esta edad, el primer deber de un rey es ser flexible, pues si se adhiere totalmente a la doctrina del gobierno por la amenaza del castigo, sólo logra un frágil Dharma. La virtud se apaga, si se olvida la justicia tanto como el perdón. La Edad de Oro, la Era de la Verdad, nada sabía de transgresión y nada, por ello, de castigos. Recuerda, Yudhisthira, estamos entrando en la Yuga de la Oscuridad y del Hierro, en la que no se podrá gobernar sin la fuerza.” Suspiró otra vez. “Acabada está la Yuga en que la tierra era feliz y ofrecía sus cosechas sin necesidad de ser labrada, en la que no había enfermedad y los hombres vivían largamente y en paz. “El Dharma en la segunda Yuga se redujo hasta un cuarto de lo que era y la tierra esperó más esfuerzos antes de rendir sus cosechas y los hombres aprendieron a sudar para comer. Pero a tanto Dharma perdido, tanto fruto da la tierra, no importan las labores de los hombres. Y un cuarto de la vida es Dharma y tres cuartos Adharma. Y lo que ahora hemos sufrido es la muerte de la tercera Yuga del mundo.” Si todo lo que habíamos vivido eran sólo tres cuartos de Adharma, ¿qué infierno sería la Kaliyuga? “La Kaliyuga será anarquía. Los hombres perderán su fuerza y morirán antes de tiempo o sobrevivirán a su potencia. Conocerán la senilidad. No podéis imaginároslo. Los hombres de setenta o incluso sesenta años perderán el pelo. A los noventa serán incapaces de trepar a un monte o procrear. No se creerá que los hombres de mis años o de los vuestros pudieran luchar en el campo de batalla. Y en cuanto a disparar a través del anillo de un dedo como tú lo haces, Arjuna, hasta los ojos más agudos de la Kaliyuga serán como los de los topos y murciélagos. El hombre será una pequeña cosa. Nadie levantará el Gandiva o tendrá aliento para arrancar notas a Paundra. Enfermedad tras enfermedad se impondrá. Las estaciones se verán perturbadas. Labraréis y trabajaréis, pero las gentes pasarán hambre. No del todo en vuestro tiempo, tampoco en tiempos de vuestros hijos o de los hijos de vuestros hijos, pero los niños empezarán a nacer enfermos o a desarrollar males y pasar su juventud en

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sufrimiento... Todo ello ocurrirá despacio... pero llegará, nada puede impedirlo. La Rueda gira. “En los tiempos por venir de ningún hombre podrá otro fiarse. Ni siquiera de un hijo, un hermano o una esposa. Los pensamientos y las acciones de un rey serán tan secretos como sus espías.” ¿Era esto lo que Krishna quería que oyéramos? “El deber de un rey es la verdad y el autodominio pero, por encima de esto, está la acción. Yudhisthira, un rey es acción. Si te niegas a juzgar, no te salvas de un mal juicio.” Mientras yo observaba al Primogénito, el Gran Patriarca destelló con energía repentina. Sus ojos penetrantes se clavaron en él. El fuego recorrió al Patriarca y dijo: “¿Un reino sin orden? Tal rey sería un elefante de madera, un ciervo de cuero, un campo yermo, una nube sin lluvia, un eunuco.”

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CAPÍTULO 31 “Me despertó como un tamborileo, un tamborileo grande y rítmico en la calle bajo mi ventana.” Tío Vidura recordaba el día que llegamos a Hastina por primera vez. “Supe entonces en mi corazón que me traería contento y algo que colmaría mi vida. Miré por la ventana y todo lo que pude ver fueron los moños de los sabios, sus vasijas de agua y bordones... aparte de que, en un claro en medio de ellos, había cinco pequeños muchachos a los que aquéllos escoltaban.” Ello había ocurrido tras la muerte de nuestro padre. “Vuestra madre os seguía, rodeada de otro grupo de sabios. El sonido provenía de los bastones, desde luego. Parecía que todos los sabios del bosque se hubiesen reunido a vuestro alrededor. Nunca había visto tantos hombres santos juntos. A vosotros los unía el amor, como pronto habría de ocurrirme a mí.” Acarició el pelo a Yudhisthira. Había dado siempre la impresión de ser el padre del Primogénito. Ahora, uno junto a otro en casa de tío Vidura, parecían hermanos. Hablamos de las muchas vidas que habíamos vivido en ésta sola, y de todas las trampas y peligros de los que habíamos escapado. Saboreábamos los riesgos del pasado con una dulce nostalgia. Corrimos otra vez a través del túnel que tío Vidura hizo excavar para salvarnos del Palacio del Deleite en Varanavata y recordamos cómo portó Bhima a nuestra madre en sus brazos cuando ella se desmoronó. Reviví el drama del fuego que nos perseguía mientras huíamos y los brazos de mi tío en torno a mí al alcanzar la orilla del río. Acaso Bhima lo recordaba también, porque de repente se puso en pie y abrazó a Vidura y al Primogénito. La presencia de nuestro tío nos daba esa calidez que forma parte de los recuerdos de la infancia. Él era la lámpara que resistía a todo viento. Guardaba una porción de cada uno de nosotros en su interior. Ahora, tío Vidura acariciaba las infantiles mejillas de Bhima y caímos en una ronda de historias sobre las andanzas de mi segundo hermano, como aquella del sapo que le puso a tío Dhritarashtra en la cama y éste se pensó que era la mano fría de tía Gandhari. Sin embargo, Satyaki dijo: “Yudhisthira sonríe, pero yo creo que la Kaliyuga le pesa en la mente. Querría ser cualquier cosa antes que un rey.” Todos miramos al Primogénito, lo que le hizo sonreír aun más. Bhima lo estrechó con el brazo sobre los hombros y afirmó: “Tú eres el único que puede hacerlo, hermano. A menos que quieras que lo haga yo.” “Lo que nunca funcionaría”, repuso Nakula. “El rey ha de ser un ejemplo en todas las cosas. Si todo el pueblo comiese como tú, habría hambruna.” “Bien, yo pienso comer, así que mejor que reine Arjuna. La corona le queda tan bien sobre los rizos… Y todas las mujeres están enamoradas de él.” “Se moriría si no vaga por ahí y viene de vez en cuando a Dwaraka”, intervino Satyaki. Krishna, que acababa de entrar, dijo riendo: “Y deberíais haber compartido su carro en la batalla.” Incluso el Primogénito rió cuando Krishna empezó, exageradamente, a imitarme: “Yo me sentaba en el regazo del Gran Patriarca con mis pequeñitas piernecitas polvorientas.” Bhima bramaba de risa y no podía parar. Draupadi rió también, por primera vez desde la guerra. Era un sonido alegre e inesperado, como si hubiese hablado un pájaro. El Primogénito la contempló, con algo parecido a un satisfecho asombro. Tras una guerra, cuando los kshatriyas se sientan juntos, no hablan más que de sus hazañas y las viven y reviven una y otra vez como si no existiese otro mundo. Pero tío Vidura nos condujo de vuelta, gentilmente, a nosotros mismos.

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“Este lugar”, reflexioné, “donde el Gran Patriarca yace sobre flechas, conservará siempre su Verdad. La gente vendrá en peregrinación y la sentirá, quizás sin saber por qué.” Era tan intenso que cesé. Y Krishna me tomó el brazo de nuevo. Cuando llegamos allí, había seis ascetas sentados en esteras de kusa. El cuerpo del Gran Patriarca se volvía más delgado y frágil cada día. Aguardamos a que Krishna lo llamase. Pero de pronto surgieron sus palabras. “Un rey no posee nada.” Cada palabra estaba separada de la siguiente como si un ave que volase muy alto quedase suspendida para soltar un pétalo y esperase, y luego otro, y otro. Nada más vino de los labios del Gran Patriarca. Satyaki me miró con su pregunta en los ojos. Era la misma que la mía. ¿Serían éstas las últimas palabras del Gran Patriarca Bhishma? Su pecho se elevaba y hundía aún, pero su espíritu podía estar remontándose ya hacia su próxima morada. Una vez más llegó su voz, baja y firme. “Ni siquiera sus dolores posee. El rey no ha de poseer dolores. No se posee ni siquiera a sí mismo. El pueblo posee a su rey. Su rey es para ellos Dios y han de tener a su Dios. Ése es el sacrificio.” Era esto algo que habíamos oído de nuestros tutores. Era una lección aprendida y a menudo repetida, pero ¿quién de nosotros, en aquella choza de pescadores, habría renunciado al amor y a los hijos? Yo no lo habría hecho, ni entonces ni ahora. La labor del rey era vivir el sacrificio. De todo el putrefacto Dharma que debía desaparecer, el Gran Patriarca conservaba una semilla sana que merecía perdurar. Sembrarla era la misión de Bhishma. Hacerla germinar le correspondía al Primogénito. “Un millar de millares de sacrificios del caballo no pueden inclinar la balanza contra la Verdad.” El Gran Patriarca pausó para tomar aliento. Pasado un instante dijo: “Ni siquiera cien millares de millares. Los deseos satisfechos no reportan ninguna dicha en el cielo. Ponlos todos juntos y no pesan en los platillos de la balanza contra la dicha hallada en la muerte del deseo. La muerte del deseo...” Lo repitió tres veces. “Observa atentamente a la tortuga, Yudhisthira. Cuando el deseo aceche, haz como ella. Cuando el peligro viene, retrae sus patas y su cabeza al interior de sí misma. El cuerpo amansiona la muerte, pero amansiona también la inmortalidad. Retrae tu consciencia al interior de ti mismo, Yudhisthira. Nada purifica como el conocimiento. Nada purifica como la Verdad. Nada da tanta dicha como el dar. Y nada esclaviza más que el deseo. ¿Por qué te digo todo esto a ti, Yudhisthira, que no deseas ni riquezas ni el reino? Hay más cosas a las que debes renunciar. El deseo de paz, el deseo de librarte de los deberes regios. Renunciar al último deseo es permitirte ser portado por el fuego sacrificial en ofrenda triunfante. En ese momento en que dejas de contender, la ausencia de deseo es completa y tú eres Rey.” No podía tener ya más que decirle al Primogénito, pensamos, pero estábamos en un error. Al día siguiente había allí una quietud peculiar, el hilo de dicha que proviene de la expiación y la superación del dolor, como cuando la herida de una flecha deja de morder. Pero el Gran Patriarca estaba vivo todavía para responder a lo que Yudhisthira tenía en mente. “Gran Patriarca, ayer vi lo que nunca había acabado de entender con claridad. Tú has sido el guardián de la realeza. Tú has sido todo el tiempo el verdadero rey. Y nosotros lo habíamos olvidado.” “Lo fui. Pero no goberné.” Abrió los ojos y dirigió una mirada tan amplia y penetrante al rey Yudhisthira como para marcarlo. “Así tuvo lugar el Kurukshetra. Tenía que ocurrir. Tú eres el Rey. Si te niegas a gobernar a causa de falsa compasión y remordimientos, habrá otros Kurukshetras. No pueden evitarse. Sólo el verdadero rey en el trono puede sacrificar por su pueblo, puede sacrificarse a sí mismo.” Pausó. “El deber más alto de un rey, el único deber, es gobernar. No hay Dharma más elevado para él. Es su único Dharma. No puede sacrificarlo para complacer a su padre o a su Guru o a su hijo, o a alguien o algo en los tres mundos. Ni siquiera Indra, Rey del Cielo, ni el gran dios Shiva, ni el Creador de todas las cosas, pueden

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librarte de tu sagrada misión. No dejes que la falsa compasión te lo impida. Si un dios viniese a ti y te dijese que no reinases, saca la espada y aniquílalo. La discriminación es tu espada. Hoy te digo lo que por fin puede alcanzar tu entendimiento.” Krishna, allí sentado, permanecía desapegado de todo lo que se decía. Su rostro estaba tallado en líneas de fuerza. Fueran cuales fueran los sufrimientos que implicase la realeza, esta mañana había convertido a Yudhisthira en Rey de una vez por todas. El Gran Patriarca pidió a mi hermano que fuese solo. El resto de nosotros no habíamos de verlo hasta que el sol hubiese alcanzado el Solsticio Septentrional.

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CAPÍTULO 32 El Primogénito no había perdido ni un ápice de la dignidad de la realeza, de su destreza, pero veías el dolor en sus ojos. Una vez me dijo: “Arjuna, siento que los dioses se han llevado a los elegidos. Nosotros somos el prasad que nadie quiere.” El pueblo nos quería y nos necesitaba, y el luto de Yudhisthira lo imbuía de una conmovedora gravedad acorde con su posición. ¿No nos sentíamos todos igual, al pensar en nuestros hijos decapitados y mutilados? Sin embargo, Yudhisthira era nuestro preceptor y nuestro estado de ánimo no podía sino seguir el suyo. Un día hablaba del soldado común, que había muerto sin conocer apenas el motivo de la disputa, de las mujeres que habrían de vivir a partir de ahora sin sus señores y de los hijos sin sus padres. ¿Qué sentido podía tener la vida para ellos? Y, siendo así, ¿qué sentido podía tener para él mismo, que era la causa de todas estas cosas? Nunca había olvidado las palabras del abuelo Vyasa cuando Sisupala cayó por la mano de Krishna en el Rajasuya: “No sólo no serás capaz de evitar la gran conflagración, sino que indirectamente serás la causa de ella.” Cuando el Primogénito me murmuraba estas palabras, o se las murmuraba a sí mismo, yo recordaba lo que Vyasa me dijera en el ashram de nuestra madre Kunti: “Cuando tienes un poder y te retraes interiormente de él, la vida te ofrecerá la única cosa que no quieres. Es aquello que puede resolver el enigma que tú eres, si lo comprendes a tiempo.” Otro día decía que, si nos lo hubiésemos propuesto de verdad, acaso podríamos habernos hecho amigos de Duryodhana. Y aun otro día el tema eran los guerreros llegados de países lejanos, de China y de Kamboja, que nunca tendrían los ritos fúnebres merecidos. Yudhisthira parecía necesitar encontrar tantas causas para su duelo como nosotros para salir de él. Eran ascuas que él nutría con remordimiento y reflexiones sombrías. Y al final, yo no soportaba estar cerca de él. Tampoco los demás. Uno por uno, le hablamos. Draupadi, grávida de un resplandor ultramundano, le habló del karma y de la paciencia que ayuda a sobrellevarlo. Krishna lo envolvía en su luz y ahora se dirigía siempre a él llamándolo ‘mi Rey’, como para despertar en mi hermano un eco de su destino. Yo esperaba que el peso de su dilema acabase por quebrar su obstinada resistencia y le revelase el Krishna que yo había visto a través de mi propio dilema. Nakula, con infinita serenidad, le masajeaba el cuerpo y permanecía sentado junto a su lecho por la noche. Sahadeva le hablaba de las Influencias cósmicas que no pueden ser negadas, pero que abren la puerta al juego universal de un hondo deleite. Fue él quien se acercó más a lo que yo sentía que era la clave y, oyéndolo, percibí cerca de mí otra vez la revelación, la sonrisa de Krishna en las estrellas a las que Sahadeva apuntaba. Bhima, como una madre, trató de curarlo de su depresión con golosinas y mimos. Pero incluso él estalló un día con uno de sus grandes discursos y le dijo categóricamente que la vida sin el placer como su ingrediente principal era un plato nauseabundo: “¡Tu receta de vida es mefítica! Le falta todo sabor y color, y como dieta diaria me hace vomitar. Sacúdete esa tristeza y ríe y bébete esta jarra de vino...” Krishna lo contuvo y le dijo a Yudhisthira: “Sólo alguien que haya portado una carga superior a la tuya puede hablar contigo. Ve al Gran Patriarca Bhishma.” Tío Vidura seguía atendiendo cada día a nuestro tío ciego y nosotros pasábamos con ellos algún tiempo. Tía Gandhari y tío Dhritarashtra no debían sentirse descuidados o disminuidos en ningún respecto. Yudhisthira había expresado con toda claridad su punto de vista y nos ocupábamos de que recibiesen un confort y consideración como los que nunca podían haberles llegado de Duryodhana. Nuestra madre Kunti los atendía también. Un día,

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cuando ésta retornaba, la vi en el jardín con tío Vidura. Él estaba tejiendo una guirnalda de capullos de champak para Kunti. Se la puso alrededor del cuello y dobló la cabeza. Ella tenía preparada en su regazo otra guirnalda y se la deslizó por la inclinada cabeza. La mano de mi madre había rozado la mejilla de Vidura. Él la tomó y la apretó un instante contra su corazón. “Debes perdonarme.” Vidura se puso en pie. “He de llevar estos viejos huesos a mi hermano.” Se alejó caminando y yo, cuidadosamente, me fui de allí. Los ojos de mi madre resplandecían con la ternura del recuerdo. ¿Había presenciado una boda, una boda puesta en escena muchas veces? La dulzura del episodio perfumaba mi corazón. Aquella noche soñé con el caballo sacrificial. Era un dios, con muchas alas. “Arjuna”, me dijo, “yo te guiaré por las naciones y tú debes confiar en mí. Partiremos sin tu ejército. Algo grande es ser Rey, pero no es menos grande poner al Rey legítimo en el trono. La marcha de la victoria no será fácil.” “¿Por qué?”, inquirí. Sabía la respuesta porque, si el caballo atravesaba las tierras de Bhurisravas y Bhagadatta y Sakuni no podíamos esperar una bienvenida. “¿Cómo te llamas?”, le pregunté al dios. “Mi nombre es Sacrificio.” “¿Y cuál es el mío?”, pregunté. “También tú eres Sacrificio, lo que tiene que hacerse sacro, y tú y yo somos hermanos. Te mostraré dónde tenemos que ir y qué hemos de conquistar.” Al principio trotamos por los campos y los prados, dejando atrás grupos de brahmines que elevaban sus voces en bendición. Y entonces mi caballo aminoró la marcha y pasamos junto al cuerpo del Gran Patriarca Bhishma. El Primogénito y tío Vidura estaban envolviéndolo en seda. Yuyutsu sostenía una resplandeciente sombrilla blanca sobre él. Bhima y yo lo abanicábamos con largas y lustrosas colas de yak. Nakula y Sahadeva sostenían los paños con los que cubrir la cabeza. Los brahmines cantaban himnos del Sama Veda mientras tío Dhritarashtra encendía la pira. Nuestros tíos y el Primogénito estaban a la derecha y todos contemplábamos el fuego que consumía al hijo de mi bisabuelo, el Emperador Shantanu, y Madre Ganga. Ardía y ardía, y Agni nos dijo: “El Gran Bhishma hizo muchos sacrificios. Me resulta difícil consumirlo. Tendréis que esperar para poder llevárselo a su Madre.” Por fin la carne del Gran Patriarca fue consumida. Recogimos huesos y cenizas en vasijas de metal. Yo tomé un pedazo de hueso que debía de ser de algún lugar próximo a su sien. Éste se volvió hacia mí y me dijo: “Arjuna, hijo mío, llévame a mi Madre.” Porté los huesos y las cenizas al río y ofrecí oblaciones a aquella que había dado a luz al Gran Patriarca. Oímos un lamento. En lugar de llevarse los huesos, el río se detuvo. Una mujer llorosa surgió de él y tomó en sus manos los huesos y las cenizas. “Mi hijo está muerto”, dijo y nos miró a todos nosotros. “Era invencible. Ni siquiera su Guru Bhargava pudo derrotarlo. Yo digo que Devavrata no tenía igual en este mundo. Debería haber gobernado como Emperador. ¿Cómo ha podido ocurrirle esto a él, al hijo de Ganga? Yo soy su Madre y mi nombre será ahora lágrimas.” Mi caballo Uchchaihshravas entró en el río y dijo en silencio: “Madre del Mundo, no llores. Tú hijo era en verdad un dios. No es tiempo de que los dioses reinen.” Le hocicó las manos para reconfortarla. “Los que viven han de sufrir el tiempo y el destino. La Tierra no está preparada para seres como Devavrata. No sufras por él. Devavrata era un dios y ahora vuelve a serlo.” “¿Es éste Arjuna?”, preguntó Madre Ganga dejando de lamentarse para examinarme. En su rostro se formó la sonrisa de un río, llena de luces undosas, y dijo: “Cómo me habló de ti mi Devavrata y con qué amor. Te amaba más que a nadie y te escogió para que lo liberases. Tú eras su hijo. A ambos os doy mis bendiciones. Ahora, pedidme un don.” A menudo me he percatado de que, cuando un don es ofrecido, todo deseo se disuelve. Traté y traté de pensar.

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Abhimanyu acudió a mi mente, por supuesto. Pensé entonces que, al igual que Devavrata, era un dios y debía estar con los dioses. Y sin embargo, por el bien de Uttara... “Tiene que haber algo que desees.” Pensé otra vez. Los kshatriyas siempre recurren al don de matar a los enemigos. Pero yo había matado a todos mis enemigos y, con lo que había aprendido de Karna, ése era un don que nunca pediría yo. Al principio pensé pedir el poder estar en Dwaraka con Krishna. Pero, si Yudhisthira era la semilla, yo era el protector de la semilla. Como no podríamos estar siempre con Krishna, dije: “Si es verdad que tía Gandhari ha adquirido mérito suficiente para poder maldecir a Krishna y a su pueblo, que sea retirada su maldición. Que Krishna viva en paz y dichosamente con su raza.” Madre Ganga alzó las manos. “Arjuna, hay algunas cosas que no pueden ser por la misma razón que impidió a Devavrata reinar. Pero tú ya tienes un don obtenido por Krishna y vuestra amistad no morirá nunca. Y ahora te concedo esto: el amor que le tienes a Krishna y que Krishna te tiene a ti crecerá y crecerá y nunca se debilitará. Y en todos los tiempos por venir florecerá en la memoria de los hombres y les inspirará dulzura y nobleza. Vuestros nombres están unidos para siempre y, cuando el Vishwarupa darshan que te dio sea recordado, evocará una bendición.” Se inclinó hacia adelante, rodeó el cuello de mi caballo con sus brazos y apretó su mejilla contra la del corcel. Y entonces ocurrió, como cuando uno ha hecho algo que complace a los dioses. Una lluvia de flores fragantes empezó a caer y música llenó el aire. De pronto me sentí arrastrado hacia abajo. Sonaba un trueno en mis oídos y notaba una tensión en el pecho, y todo era oscuridad. De tiempo en tiempo, flechas de luz transverberaban la tiniebla. Luché por respirar y comprender, y acabé por preguntarme si había muerto. Nunca sabes cuándo te llamarán tiempo y hado. Y, cuando lo hacen, no tiene sentido combatirlos. Me despedía ya de Subhadra y veía toda mi vida fluir ante mí como un río precipitado, cuando emergimos a un mundo de luz otra vez. Un mundo tal como el Creador decretara al principio de todas las cosas, antes de que nuestras pasiones se hicieran monstruosas. Lo vi a través de mis pestañas, cubiertas de gotas de agua de río. Las márgenes corrían hacia distantes montañas. Madre Ganga fluía serenamente junto a nosotros, su rostro no era sino un recuerdo que nos sonreía desde el agua y su voz flotaba en el aire. “He tenido que traerte a mi interior, Arjuna.” “Te lo agradezco, Madre del Mundo. Es una bendición. No sufras por Devavrata. Todos nosotros somos tus hijos.” Con voz vaneciente, llegó la respuesta: “Lo sé, mi hijo.” El sueño prosiguió.

El territorio no me era desconocido. Todo él lo había atravesado ya en mi campaña por el Primogénito antes de la partida de dados. Conocía cada árbol, cada monte, cada peñasco. Conocía las fragancias que colmaban el aire y los cantos de los pájaros. Esta vez comprendí que eran mis aliados y que me ayudarían a aplastar al enemigo. Las puertas de la ciudad vinieron a nosotros y, tras ellas, se elevaban los muros resplandecientes de palacios de siete pisos y estandartes que flotaban en la brisa. Las ventanas estaban ribeteadas de centelleantes filigranas doradas y las aves cantaban en los aleros. Nadie guardaba las puertas, pero era evidente que debía buscar al rey y hacerlo tributario de Yudhisthira. Cabalgamos a través de avenidas de árboles florecientes. Y ahora nos hallamos frente al enemigo. No concordaba éste con los palacios. Había un aire de pobreza en torno a él como si ya hubiese sido derrotado. Dudé. Pensé que causaría embarazo al Primogénito que alguien como éste le portase tributo. No llevaba diadema y la ropa que vestía estaba raída. No le adornaban brazaletes el bíceps, ni anillos los dedos, ni pendientes las orejas. Simulé no saber que él era el gobernante y dije:

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“¿Dónde está tu rey? Este sagrado corcel me guía en mi campaña imperial. El rey ha de darme derecho de paso y acudir al Ashwamedha del Emperador Yudhisthira, hijo de Pandu, o bien derrotarme.” “¿Y tú quién eres?”, preguntó. “Yo soy Arjuna, tercer hijo de Pandu y Protector de la Semilla.” El hombre ante mí se desprendió de sus años. A medida que se tornaba más joven, pensaba que lo reconocía. Se erguía allí, con las piernas separadas, para que viera que no habría de dejarme pasar. Me gustaba su rostro y sentía tener que matarlo. “¿El hijo de Pandu, dices?” Echó la cabeza hacia atrás y su risa me envolvió en ira. “¿El hijo de Pandu, dices? ¿El hijo de Pandu, dices?” Sus palabras me golpeaban el cráneo. “Eres demasiado orgulloso, Arjuna, demasiado vanidoso.” “Di tu última palabra”, le grité silenciosamente como uno hace en sueños, “porque voy a cortarte la lengua.” Y saqué mi espada al tiempo que él desenvainaba la suya. Sentí una torcedura en la muñeca. Un ave de metal voló ante mí. Era mi espada, que cayó con un clangor. Clavé en ella la mirada y me agarré la muñeca. Kripacharya era mi maestro... y esto no me había ocurrido nunca. Él arrojó su espada y dijo: “Nombra tu arma.” Lo observé con más atención. Su rostro era franco y sereno. Pensé que me tocaba a mí reír ahora. Me sorprendió lo inciertas que eran mis carcajadas cuando retornó su eco, desalentado. “Eso te pondría en desventaja”, repuse. “¿Eso crees?”, sonrió el muchacho, divertido. “¿Es que nunca has oído hablar de mí?”, pregunté. “He oído”, respondió. “¿No has oído que nadie me supera con el arco?” “Bien”, replicó, “tú me lo estás diciendo. ¿Luchamos, pues?” Me asaltó la duda. “Luchemos, pues. Pero debo advertirte que mis aljabas son inagotables. Mi arco es Gandiva. Y mi Guru fue Dronacharya. Así que no parece lo mejor.” “Que nuestras flechas decidan”, contestó el muchacho con ojos rientes. “Cuando haga vibrar el Gandiva, puedes cambiar de opinión y escoger tú las armas, o podemos luchar con las manos desnudas.” “Muy noble de tu parte, pero déjame escuchar el Gandiva. Y tan pronto como lo hayas hecho vibrar, ambos tendremos derecho a empezar el combate.” La música del Gandiva transverberó mi espina dorsal, mente y corazón. Vi que le ocurría lo mismo a él, pero no se asustó. Ello me satisfizo y armé la flecha. Antes de que pudiera dejarla volar cayó ante mí. Algo había mordido la cuerda de mi arco partiéndola en dos. Era su dardo. Reparé mi arma mientras él aguardaba con paciencia. Ocurrió otra vez. Humillado y con dedos que habían perdido su destreza, arreglé de nuevo el arco. Pero la flecha cayó a mis pies. “Tus armas no sirven de nada, Arjuna. Siempre te has escondido detrás de ellas. Tira el Gandiva. Mientras era invencible, no tenías nada que temer. Y con Krishna en tu carro, eras invulnerable. Pero ahora no tienes a Krishna contigo, así que tira tus armas y lucha.” Él no tenía armas ya y se había despojado de sus ropas gastadas. Su cuerpo resplandeciente vestía un taparrabos de luchador. Estaba bien formado, pero era un muchacho y mi peso debía de ser un tercio mayor que el suyo. Me desnudé. Nos enzarzamos en la pelea. Ahora que había dejado las armas, me tomó en serio. ¿Quién habría sido su instructor? Cada vez que creía que lo tenía, se escabullía y me sometía a presas que yo nunca había aprendido. “¿Quién ha sido tu maestro, Balarama?” “No.” “¿Kichaka, quizás? ¿O fue Salya?”

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“Ahorra el aliento. Lo necesitarás.” Era una pesadilla. Se retorcía, giraba y escurría zafándose de cada luxación y cada vez se hacía más pequeño. Pero cuanto más pequeño, más fuerte y astuto se volvía. Al final, se hizo tan diminuto que no podía encontrarlo. No había nadie a quien desafiar, nadie a quien arrancar tributo. No había nadie. Incluso mi caballo había desaparecido. Dejé esta ciudad vacía y proseguí mi marcha de victoria. ¡Mi marcha de victoria! Encontré mi montura paciendo en la hierba. En silencio continuamos. La siguiente villa era como Prabhasa, una fortaleza en la roca y con un puente levadizo bajado para nosotros. El Señor de este lugar era como el anterior; creí que me había seguido. ¿Qué puedo decir de esta campaña? Las ciudades no se parecían. Al principio, sus gobernantes daban la impresión de diferir, pero en todas partes, aunque los enfrentaba con todas mis fuerzas, yo era derrotado y me quedaba solo y mortificado. No sólo había sido incapaz de salvaguardar mi honor, sino que al tornar al bosque comprendía que había fracasado a la hora de guardar la sagrada semilla regia de Yudhisthira. Le había fallado a él, al Gran Patriarca, a Krishna y a aquello por lo que habían venido. El encuentro siguiente estuvo lleno de luxaciones monstruosas en las que nos retorcimos los miembros. Fue un milagro que ningún hueso se rompiera. Mi contrincante era un bruto velludo y espantoso, una especie de cruce entre oso y Alambusha. Se desprendió de su barba y asumió la apariencia de Abhimanyu. Sus ojos me sonrieron y dijo “Arjuna”. Yo no tenía otra salida, así que luché desesperadamente, sabiendo que mis esfuerzos sólo servían para alimentar su victoria. La pena de la derrota fue mil veces peor. ¿Por qué tenía que repetirse siempre el gran dolor de mi vida? ¿Por qué tenía que combatir a aquellos que amaba? El Gran Patriarca, Dronacharya, Ashwatthama y... Abhimanyu. Con amargura y rabia me lancé contra él y le agarré la garganta. Pero también éste ahora empezó a encogerse. Se deshizo de mí con facilidad y dijo: “Escúchame, padre, y mira.” Sin pensar miré y no pude ver si se trataba de Abhimanyu o Ekalavya. Sus facciones se mezclaban y entonces añadió: “¿Victoria? ¿Crees que es algo que puedes agarrar? ¿Crees que la gente como tú puede guardar la semilla sagrada de Yudhisthira?” Me lancé otra vez sobre él, pero ya no había nada ni nadie que aferrar. “Si quieres la victoria, sométete.” “¡Sometimiento!”, grité. Sometimiento... Sometimiento... Sometimiento... repitió el eco a través del bosque. “Un kshatriya no se somete.” Sometimiento... Sometimiento... Sometimiento... “Sé un kshatriya, entonces, y te quedarás ahí, derrotado y solo.” Tenía ahora la apariencia del muchacho que compitiera con Ashwatthama por llegar corriendo al río. Furor había en mí. La rabia y la humillación luchaban con el miedo de perder a mi oponente. Me quedé en suspenso, como sobre el filo de una navaja con la derrota aguardándome a ambos lados. “Sometimiento”, repitió otra vez. Esa palabra aborrecible para un kshatriya. “Nunca me he rendido. ¿Quién eres tú?”, pregunté ya vencido. “Mira.” Vi a un pequeño muchacho sostener una flecha de juguete. Y con un esfuerzo sobrehumano rompí el arco y flecha inútiles que sujetaba y los arrojé al suelo. Algo crujió y se hundió. Mis propias costillas. Yo ahora estaba donde el crío estuviera y contemplaba al guerrero Arjuna yacer muerto, atravesado por una flecha de juguete. Aquel que fuera un impedimento para mí estaba muerto. Yo me sentía libre y en paz, y comprendía que todo lo que creía debía caer antes de que pudiese guardar la sagrada semilla. Yo había sometido un rey tras otro, pero no a mí mismo. Retorné hacia mi caballo y allí estaba Krishna.

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“Esto no lo podía hacer por ti”, dijo. “Cada hombre ha de hacerlo por sí mismo.” Era el ocaso. Penetramos en una noche que se hizo día, y en otra noche y otro día, y así sin fin, dejando atrás la derrota. Vi a mi cuerpo yacer prono. Despertó, se estiró y tímidamente vino hacia mí. Era una apariencia ahora, una sombra sin poder, y me dijo: “Contigo me quedaré hasta que crucemos el desierto.”

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CAPÍTULO 33 En los días que siguieron, comprendí algo que el rishi Markandeya le había dicho a Yudhisthira en el bosque de Dwaitavana, durante nuestro exilio. “Yudhisthira”, comenzó, “tú gobernarás el mundo cuando acaben tus pruebas. Tu nombre cabalgará por siempre los vientos del tiempo porque tu paso es la Verdad.” Yo no sabía de qué Verdad hablaba, aunque sus palabras me conmovieron profundamente. Creí, entonces, que se refería al rechazo de mi hermano a decir una mentira y que afirmaba aquellas cosas para reconfortarnos. Vi los ojos de Nakula y Sahadeva beber de lo que decía como ríos que se tragan sus oblaciones. Ellos habían comprendido. Bhima, en cambio, no. Bhima se había sentado a los pies de Yudhisthira. En los días que siguieron a mi sueño, cuando lágrimas repentinas bañaban los ojos del Primogénito, no me arredraba. Una vez, al llegar al jardín, me lo encontré con la vista fija en el lago de los lotos, con la espalda y los hombros encorvados. Me acerqué a él y observé el agua. “¿En qué te hace pensar?”, preguntó Yudhisthira sin levantar la mirada. Yo dudé. “Me hace pensar en algo que el rishi Markandeya dijo en el bosque de Dwaitavana. Cuando son los reyes como tú los que gobiernan, los ríos permanecen en sus márgenes tan fácilmente como las aguas de este lago y los mundos no abandonan sus órbitas.” Hubo un silencio. Las aves habían callado para escuchar. Me sentí amedrentado y no pude mirarlo. Seguimos contemplando el agua; entre nuestros hombros, un palmo de distancia. Algo pasó entre nosotros. Esperé sus palabras. “Esta vez, cuando parta a la campaña por ti, sabré lo que estoy haciendo y por qué, y todo lo que está en juego.” Instantes después, volvió la cabeza y me dedicó una mirada que me hizo sentir como si hubiera estado esperándola toda la vida. El Primogénito no creía que yo pudiera retornar vivo y, aunque no quería oponerse a las directrices de Krishna, tenía la esperanza de que yo le pidiera a Krishna que me acompañase un ejército. “Hermano”, me dijo, “ninguno de nosotros quiere que traiciones tu honor, pero no podemos perderte.” Su honestidad no le permitía decir más, pero yo veía en el interior de su mente. Le habría gustado que partiera solo ante el populacho, por el honor de Krishna y el mío mismo, y que más tarde se me uniera un ejército. Buscaba las palabras, pero ninguna le acudía al pensamiento. Tras el tributo que Krishna me rindiera en la sabha, mi fe se había elevado; luego, como siempre le ocurre a un hombre moral, vaciló ante la idea de una victoria incierta. No veía cómo podría persuadir al hijo de Bhagadatta o a los hermanos de los Avanti o de Sakuni de que diesen paso al caballo sin lanzar sus carros de guerra contra mí. Extrañamente, era la preocupación de Yudhisthira lo que acrecentaba mi fe. Le puse el brazo sobre el hombro y lo atraje a mi costado. “Hermano”, dije y dejé la frase ahí. “Yo no soy, ya lo sabes”, repuso al fin, atragantándose de emoción, “una persona que pueda demostrar su amor.” Sonreí. “Ya lo sé. Hablar de él es casi matarte.” Bromeando, esperaba ahuyentar sus propuestas. “No queremos perderte.” “Vamos, hermano”, repuse. “Krishna cree que no hay nadie que vaya a derrotarme y tú deberías creerlo también, ahora que nos hemos reconciliado con Karna.” Me estremecí al pronunciar el nombre. No es sabio tocar una herida cuando aún está abierta. Solté a Yudhisthira, pero aún se tocaban nuestros hombros.

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“Estabas tan convencido de que Karna me derrotaría y perdiste tanto tiempo pensándolo... ¿Por qué estás tan seguro de que no volveré vivo, si me voy solo? Bien retornamos de Jarasandha.” Él volvió la cabeza hacia mí y alzó una ceja. Entonces sacó la espada e, inclinándose sobre el agua, tiró de un capullo de loto gentilmente, sin cortar el tallo, y lo puso en el plano de su arma. Lo tendió hacia mí. “No tengo certeza, Jishnu. Ya sabes lo que decía siempre el Gran Patriarca, que nuestras certezas nos ponen en ridículo. Pero sí hay una cosa en la que apoyarse; he tardado una vida en comprenderlo y es esto...” “¿Un capullo de loto?”, inquirí. “No.” Rió. “Yo soy un guerrero aún y, sin embargo, es algo así. Está oculto en el interior, pero si lo fuerzas a abrirse, destrozas su forma y todo su misterio.” “¿Qué es?” “Amor.” Nos quedamos mirándolo un rato. Después, cuidadosamente, lo hizo deslizarse al agua otra vez. Toda una vida había estado yo diciendo ‘amor’, mientras que el Primogénito había dicho ‘Dharma’. Ahora, lo que me decía con palabras y sin ellas era que me amaba y que no quería perderme, aunque supusiese un elevado Dharma para mí partir en soledad. Él era Rey, era el Primogénito y, si insistía en que llevase tropas conmigo, tendría que obedecerle y hacer entrar el ejército en acción. Mis propias dudas huyeron y supe que tenía que irme solo. Con sus vacilaciones, me convenció. “Hermano, aún estamos de luto por los caídos en el Kurukshetra. Basta. Si Krishna dice que he de ir solo, ¿qué importa si vuelvo o no? Si dice que retornaré, es que será así. Pero, si no lo hiciera, ¿qué más da, al fin y al cabo? Nos hemos jugado la vida en cuestiones menores. Lo que importa es la cualidad que infundimos a la vida. Y ya no es la guerra. Lo que ocurrió entonces estaba justificado y yo me equivocaba al criticar tu mentira a Dronacharya. Teníamos que ganar la guerra por cualquier medio para sentar a nuestro Dharmaraj en el trono. Pero tan pronto como la hubimos ganado, ya sabes lo que dijo Krishna de Kanika: ‘Basta de muertes.’ Si perdemos ahora nuestro Dharma, la guerra no habrá servido de nada. Ahora es tiempo de confiarlo todo a la Providencia, y Krishna es nuestra Providencia. ¿Recuerdas cómo protegió a Draupadi en la sabha impidiendo que la desnudasen, cuando ella elevó a Krishna las manos sin debatirse? ¿No recuerdas cómo nos salvó del astra? ‘No os protejáis’, dijo. Así pues, no queramos protegernos demasiado ahora. Si yo he de retornar, un centenar de ejércitos enemigos no podrán detenerme. Nunca hemos valorado la vida por encima de nuestro Dharma y ello es porque tú nos enseñaste a no hacerlo. ¿Te imaginas qué espantosa sería la vida si empezásemos a escondernos de Yama?” Me sentí liberado de un peso, porque lo cierto era que, con todas las atenciones a tía Gandhari y tío Dhritarashtra en todas sus necesidades y padecimientos crecientes, estábamos empezando a perder algo que nunca nos había dejado en el exilio del bosque ni en la guerra... esa sensación de vivir como en el filo de una espada y, tras el sufrimiento, saborear la intensidad de la existencia. “No puede ser, hermano, que hayamos vuelto para no ser más que señores de nuestras casas.” Me contempló al tiempo que ponderaba mis palabras. Por último dijo: “Krishna se ha olvidado de darte un epíteto: Errante.” Lo que el Gran Patriarca le dijo al Primogénito nunca lo sabríamos en su totalidad, pero lo instruyó en la ciencia del estado, en cómo tratar a las viudas y le explicó cómo llegó a hacerse por primera vez el calzado. Le habló de estandartes y sombrillas, de caballos, camellos, elefantes y de sus diversos arneses, y de todo el detallado conocimiento que no

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puedes evitar acumular, si vives tiempo suficiente. Yudhisthira oyó de él leyendas de toda Bharatavarsha y, como si éstas no fueran lo bastante incomprensibles, aquél arrojó unos cuantos relatos chinos a la marmita y otros traídos por los blondos Yavanas. Mi hermano volvía cada día cargado de ideas e historias, pero sin celo de gobernante. Y sin éste, pensaba a veces yo, lo mismo hubiera dado que se fuera al bosque a pasar la tarde. No hay nada peor que ver hacer a alguien aquello para lo que ha perdido interés y entusiasmo. Le dije a Krishna: “¿No podrías revelarle tu Vishwarupa como hiciste conmigo? ¿No le harías conocer a él el universo?” A ello, Krishna respondió de un modo que me erizó el vello del cuerpo. “Lo que viste lo viste... porque eres Arjuna.” Me miró con fiera ternura. “El Señor no puede manifestarse a voluntad. Así como un hombre necesita la galería para manifestarse, el Divino aguarda su necesidad. No la necesidad de cualquiera. ¿No entiendes, Arjuna, que tiene que ser algo que toque la imaginación del Señor? A cada instante, hay un millón de seres humanos en los aprietos más terribles que lo llaman. Su necesidad es tan inmensa como la que un ahogado tiene de aire, pero lo que piden no es al Señor, sino sólo un alivio de su angustia. Tu angustia fue el grito directo del hombre a su Compañero divino.” El día antes de que el sol pausase en su Solsticio Septentrional, casi al mediodía, el regalo de despedida del Gran Patriarca al Primogénito y a todos nosotros fue una historia. Nosotros no la oímos del Gran Patriarca y yo la contaré tal como Yudhisthira nos la transmitió: Mucho tiempo atrás, un pichón se refugió de un halcón en el regazo del rey Vrishadarbha. “Qué cosa tan hermosa eres”, exclamó el rey. “Tienes el color de un loto azul recién eclosionado. Tus ojos son rosas como granadas. No tiembles. Te guardaré con mi vida y con mi reino.” Pero el halcón aseveró que la paloma era por derecho suya. La había perseguido a través de los cielos y estaba ahora desesperado de hambre y de sed. “Majestad”, dijo, “tu deber es guardar a tus súbditos, no interferir en las necesidades de halcones hambrientos. Este pichón es mi presa legítima. Observa las marcas que le han hecho mis garras. Tú tienes poder sobre todos tus súbditos y sirvientes y todas las criaturas que reptan y se arrastran en tu reino, pero las aves no pertenecen a nadie. Son criaturas del cielo y no conocen fronteras. No es tu Dharma protegerlas ni privarme de mi alimento.” El rey no se dejó convencer y el halcón insistió en que lo alimentase. El monarca dio órdenes entonces de que se sacrificara un toro, un jabalí, un ciervo, un búfalo o cualquier cosa que el halcón escogiese para saciarse. “Pero no tendrás al pichón. He hecho voto de proteger a todas las criaturas que tomen refugio en mí.” “Mi carne es el pichón. Pero si amas a este pájaro, nútreme con tanta carne de tu cuerpo como equivalga al peso de la paloma.” Fue portada la balanza y el rey Vrishadarbha, sin una protesta, empezó a cortar la carne de su cuerpo para arrojarla al platillo dorado. De los aposentos de las mujeres llegó un poderoso lamento. Cortesanos y sirvientes se apartaron para llorar. Las nubes oscurecieron el sol y el trueno sacudió la tierra en honor del acto del rey Vrishadarbha. El soberano continuó cortándose la carne de brazos y piernas, pero no podía inclinar a su favor la balanza. Cuando ya no le quedaba más que esqueleto, cerebro y corazón subió él mismo al platillo. El dios del cielo surgió para ver tal hazaña. Flores celestiales llovieron y el carro del firmamento descendió para llevarse el rey a las Alturas. Satyaki dijo por nosotros: “Yudhisthira, tú eres el rey Vrishadarbha.”

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El sol se hallaba ahora en su camino septentrional. Había llegado el momento de despedirse del Gran Patriarca. Partimos a pie acompañados por los sacerdotes con las guirnaldas, sedas, perfumes, maderas y el ghi prescritos para las piras funerarias. Tío Dhritarashtra y tía Gandhari fueron llevados en un carro de bueyes. Tío Vidura y nuestra madre caminaron junto a nosotros. Poetas y juglares nos siguieron. Pequeñas corrientes de gente se nos unieron a lo largo del camino y nuestra procesión se convirtió en un océano. Ésta fue la última vez que vimos al Gran Patriarca en su cuerpo. Las damas de la corte habían venido con nosotros y contuvieron el aliento al verlo tan consumido. Su voz, sin embargo, era clara y resonante: “Es verdad que estas flechas una vez me atormentaron. Tuve que dominarlas. Les hablé a todas y cada una de ellas y se hicieron mis sirvientas. Ahora me obedecen.” Volvió los ojos hacia Krishna. “Mi Señor, permíteme ahora que abandone este cuerpo. Mi criado leal espera y he de llamarlo.” Krishna alzó la mano en bendición, tal como le viera hacer en sueños. Nos sentamos alrededor del Gran Patriarca, mientras él concentraba su fuerza vital y controlaba su aliento. Junto a mí, Yudhisthira cerró los ojos. Yo hice lo mismo. Los mellizos parecían dos potros celestiales preparados para llevárselo lejos. También yo empecé a respirar al ritmo del Gran Patriarca y sentí mi fuerza vital elevarse a la cabeza. Los sacerdotes cantaban. Y, cuando lo contemplé, algunas de las heridas de su pecho se cerraron y sanaron. La fuerza vital, en su cabeza, presionó hacia el vértice y, justo como en mi sueño, vi su cuerpo de luz, con las manos unidas en salutación al sol, atravesarlo. Luego pausó para observarnos; se acercó a Krishna y le hizo pranam. Veloz como un meteorito, la figura nos abandonó por fin y la luz empezó a desvanecerse. Con ello, la Madre Tierra se liberó del peso del antiguo Dharma. Al día siguiente, como en mi sueño, ayudamos a tío Vidura a preparar el féretro. Yudhisthira y él envolvieron el cuerpo en seda y los sabios del bosque esparcieron flores sobre él. Yuyutsu sostuvo la blanca sombrilla regia sobre la cabeza del Gran Patriarca. Bhima y yo nos colocamos uno junto a cada hombro con chamaras. Nakula y Sahadeva tenían preparados los cobertores de la cabeza, mientras tío Dhritarashtra y el Primogénito movían hojas de palma sobre él. Los sacerdotes elevaban sus voces entonando himnos del Sama Veda. Llegó el momento, entonces, de que tío Dhritarashtra prendiese la pira. Krishna le guió la mano. Todos habíamos temido que se derrumbase pero, cuando lo ayudamos a ponerse en pie, se irguió con fuerza y dignidad. Toda la noche ardió el fuego. Y cuando la aurora llegó, fuimos a recoger las cenizas. Las flechas que le sirvieran de lecho aún estaban entre los fragmentos de los huesos. Algunos de éstos aparecían blancos bajo las cenizas, otros estaban chamuscados y ardían aún débilmente. Bhima y yo hisopamos los restos con agua sagrada de Madre Ganga. Bhima lloraba como un niño pequeño. Durante cerca de cuatro generaciones, el Gran Patriarca había soportado la carga, aunque no hubiese reinado. El mundo se renovaba con la muerte del Gran Bhishma.

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CAPÍTULO 34 “Brihannala”, dijo Uttara. A veces me llamaba así, cuando estábamos solos. “¿Por qué tuvo que morir todo el mundo? Y, si era imprescindible, ¿por qué hacemos más niños?” Tanto parecía ella misma una criatura contra los grandes almohadones blancos... “Hablas así porque no has visto a tu propio niño.” “Yo creía que la Muerte era el criado del Gran Patriarca y que viviría para siempre.” “¿Cómo? ¿En su lecho de flechas?” ¿Era una fantasía pueril o tenía fiebre? Le toqué la frente, pero estaba fresca. “No habrías querido que sufriera...” “No lo sé. Pero después de la guerra, sentí que nadie más moriría... por un largo tiempo al menos. Si no fuera por ti y por la madre de Abhimanyu, no me importaría vivir.” “Tu padre no querría oír eso, ni tampoco tu hermano. Tienes que ser al menos tan valiente como ellos. Uttarakumara se hizo tan bravo que aterrorizó al enemigo. Cuando atacó, la mitad de los guerreros huyeron para salvar la vida, mientras que la otra mitad trataba de acabar con él. Fue el primero en morir por nosotros y tuvo la muerte de un héroe. Cayó protegiendo a Abhimanyu y lo hizo con alegría. Siempre decía que me debía la gurudakshina. No deshonres su vida diciendo cosas como ésas o te pondré a ensayar unos pasos de danza complicados.” Ella sonrió y me hizo contarle otra vez el episodio de cuando su hermano condujo mi carro y venció su temor. “¿Dónde quieres que empiece?” “Empieza por el principio”, dijo, “cuando se jactó de que mataría a todos nuestros enemigos.” “Ése es sin duda el momento adecuado. Lo mejor es siempre empezar por el principio”, le dije y le sonreí a Subhadra, que estaba junto a la puerta. Ésta me aconsejó silencio con un movimiento de su cejas. Tu hermano dijo: “Bravo soy y un guerrero como nunca has visto, Brihannala. Es una vergüenza que me hayan dejado aquí para guardar a las mujeres y el ganado. Por supuesto, sin el ganado perderíamos nuestras riquezas. Mi padre valora el ganado por encima de todas las cosas. En cierto modo, éste es el lugar más estratégico para estar. Pero como puedes imaginarte, quedarme en retaguardia me aburre terriblemente. Sin embargo, esto diré en defensa de mi padre: no es un cobarde. Normalmente, le gusta saber que estoy a su lado.” Los ojos de Uttara empezaron a titilar y se llevó la mano a la boca. “¿Qué ocurrió cuando Duryodhana y los Kauravas nos atacaron desde el norte?” “Cuando los boyeros nos trajeron las noticias, todo el mundo le dijo a tu hermano menor: ‘Ahí tienes tu oportunidad, Uttarakumara.’ El príncipe estaba conmigo en la sala de música. Ya sabes cómo tocaba la vina y hacía detenerse a los gandharvas en su ruta celestial. Continuó tocando suavemente y dijo: “Qué absoluto, absoluto infortunio el no tener un auriga que conduzca mis caballos. Más de la mitad de la batalla depende, como ya sabéis, de un auriga diestro en quien puedas confiar. Si yo lo tuviera, podría acabar con todos los Kauravas en un instante. Ashwatthama mismo y Karna, del que dicen que es igual que Arjuna, huirían de mí. Damas de la Corte, lucharía como el gran dios Indra contra los demonios. Pero sin un buen auriga, como todas sabéis, es imposible.” Y aquí canturreé una tonadilla e imité a Uttarakumara tañendo las cuerdas de la vina con despreocupada gracia. Cerrando los ojos, continué: “Vivía en aquel palacio del gran y buen rey Virata la princesa más dulce del mundo. Su padre la amaba incluso más que a su ganado o a su juego de ajedrez. Sus hermanos la querían por encima de todas las cosas.” Uttara empezó a llorar. Pensé que era bueno que lo hiciera; el dolor saldría con las lágrimas. “Y así como sus hermanos la amaban sobre todas las cosas, lo mismo le ocurría a su maestro de danza, quiero decir... maestra. Bueno, digamos enseñante.” Un breve

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brote de risa emergió en este punto a través de sus lágrimas. “La Reina Draupadi acudió a esta pequeña princesita y le dijo: ‘Princesa, puede que lo creas o no, pero Brihannala es el auriga más diestro que ha conducido al gran Arjuna.’ La pequeña princesa, que era valiente como una leona y creía cualquier cosa buena que le dijeran de su enseñante, corrió al príncipe, que casi se desmayó ahora. Recomponiéndose, protestó: ‘¿Pretendes insultarme? ¿Una mujer auriga para mí? ¿Para Uttarakumara?’ “Ella defendió la causa de Brihannala. Nadie más podía persuadir al joven, aparte de la princesa. Y así Brihannala entró en la sala con pasos tímidos y vacilantes. Uttarakumara la miró. ‘Dime, mi buena mujer... ¿es esto una broma? Nunca he visto a un auriga que tuviese tu aspecto. ¿Has sujetado el látigo alguna vez y tienes siquiera sensibilidad para las riendas de los caballos?’ “‘Oh sí, mi señor’, respondió Brihannala juntando las manos e inclinándose. Bien, allí estaban, pues, el príncipe y Brihannala mirándose uno a otro y sin saber qué decirse. La princesa trajo una armadura para su maestra de danza. Ésta la puso en el suelo y trató de meterse en ella mientras todo el mundo se reía. Pero no la princesa. Aquélla trató de vestírsela como un chaleco y todo el mundo volvió a reírse. Pero no la princesa, que le dijo a su hermano que ayudase a su auriga. ‘Este auriga nunca ha portado armadura’, repuso el príncipe y apresuradamente se la calzó a Brihannala.” “¿Tan asustado estaba realmente mi pobre hermano?”, intervino Uttara. “Nunca hubo un príncipe tan asustado como tu hermano. Pero, ya ves, me enseñó algo: cuando uno está muy aterrorizado tiene, dentro de él, tanta cantidad de coraje como sea necesaria para superar su miedo. Sí, era el muchacho más atemorizado en todo el mundo.” Esperé que mis palabras calaran. “¿Lo entiendes, mi pequeña princesa?” Ella asintió y dijo: “Se volvió el más bravo.” “El auténticamente bravo.” Hablé con gravedad. “Ésta es la razón de que tuviese que morir el primero. Abhimanyu y él eran los más bravos, tu marido y tu hermano. Tú eres una Reina kshatriya. Por ello, nunca debes olvidar tu dignidad y tu coraje.” Sus dedos tironearon de la acolchada cubierta. “Es difícil decir esto a un guerrero que nunca ha conocido el miedo, pero yo estoy asustada. A veces el terror me posee. Sueño con la muerte, a veces con la muerte de mi niño aún no nacido, a veces con la mía.” Contemplé alarmado a Subhadra. Ella alzó la palma, transmitiéndome confianza; en sus ojos había la misma serenidad que en los de Krishna. Me permitieron continuar... “¿Sabes lo que tío Krishna me dijo antes de la batalla?” Yo nunca había hablado de mi primer día en el carro antes de la guerra. El Gran Patriarca me aconsejó una vez: “Confiésate ante hombres de bondad. La culpa se multiplica en el secreto.” Miré a Subhadra mientras hablaba. “Tío Krishna me dijo antes de la batalla las mismas palabras que le dijera yo a Uttarakumara cuando conduje su carro: ‘Te estás portando como un cobarde. Levántate y lucha.’” Abrió mucho sus grandes ojos redondos con descreimiento. “Mi pequeña princesa, puedes creerme. Tenía la garganta seca. No podía aguantar el Gandiva. Me temblaban los miembros. Me había desmoronado sobre las pieles de tigre.” Uttara inspiró de un modo profundo y sibilante a mi lado, pero yo tenía la vista puesta en Subhadra. Sus facciones no se movían, sólo sus ojos titilaban al mirarme con radiante amor. “Así que Krishna me dijo que era un cobarde, que me pusiese en pie y luchase.” Uttara escudriñó mi rostro. “Estás diciéndolo para reconfortarme.” “Sí, para eso te lo digo, pero es verdad.” “¿Qué ocurrió?”

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“¿Qué ocurre cuando un cobarde halla al héroe en su interior? Su cobardía se vuelve del revés, su sangre se invierte. Bien, cuando un héroe no puede tocar su coraje, su heroísmo se vuelve del revés y su confusión es mucho mayor que la de cualquier otro.” “¿Y entonces?”, preguntó. Volví a mirar a Subhadra por encima de mi princesa. “Le pedí a tío Krishna que me llevase a algún lugar entre los dos ejércitos desde donde pudiera ver al enemigo. Vi al Gran Patriarca y a Dronacharya y a Ashwatthama, y ello me horrorizó. No importa qué sea lo que nos aterrorice. Pero era terror, con la frente perlada y la lengua pegada al paladar y manos temblorosas que habían perdido su destreza. Gandiva yacía abandonado a mis pies. Si alguien me lo hubiera quitado, no habría podido ni protestar.” Uttara abrió la boca de asombro. “Krishna estaba allí para salvarme.” Ella se llevó ambas manos a la boca y susurró: “¿Cómo?” “Me asustó aun más. Te diré cómo mañana, como hace cualquier narrador de historias para no perder su audiencia.” “¡No, Brihannala! Ninguna historia me ha hecho tanto bien. Siempre era así en Virata, ya cantases o tocases o me contases cuentos. Ahora eres todo lo que me queda del reino de mi padre.” Quise recordarle a su hijo, concebido en Virata. Todo el mundo sabe que nada da tanta fuerza a las maldiciones como creer en ellas. Pero ¿tenía derecho a alimentar las esperanzas de Uttara? Miré a Subhadra junto a la puerta. Ella conocía siempre mis vacilaciones. Asintió animándome a hacerlo. “Pequeña princesa”, le dije, “portas una criatura. Tiene la sangre Vrishni, la sangre de Krishna a través de Kunti, tía de Krishna y abuela de Abhimanyu. Pero también a través de la madre de Abhimanyu, que es la hermana de Krishna, y de mí mismo, que soy primo de Krishna. El destino de este niño es ser un día emperador. Portas el mundo en tu seno, Uttara.” Su rostro infantil se convirtió en el de una mujer mientras escuchaba y apoyó el mentón en su hombro. Yo usaba su nombre sólo en momentos solemnes y ella atendía ahora a mis palabras con todo su ser. Yo le hablaba también al niño para infundirle el deseo de vivir. Me impedí decir ‘si tu hijo vive’ y afirmé: “Cuando tu hijo reine, Abhimanyu y Uttarakumara y tus hermanos y tu padre habrán sido la libación del sacrificio.” Pausé para ver si me entendía. Sus ojos eran enormes en su pequeño rostro. Una sola lágrima destellaba en las pestañas. Pero ella era Aria de los pies a la cabeza y comprendió. Sentí la vida de la criatura rebullir y un poder vibró en mí. Lo dejé obrar en silencio. La maldición de Urvasi había acabado por ser una bendición, y la mejor protección durante mi último año de exilio. Yo no podía seguir viendo el mundo sólo a través del ojo guerrero del kshatriya. Había empezado a aprender cómo sienten y piensan las mujeres. Le hablaba a la mujer de Abhimanyu no sólo como padre. Lo que le hablaba en mí carecía de género. “Pequeña princesa”, le dije, “debemos enseñar coraje al hijo de Abhimanyu y muchas otras cosas. No es demasiado pronto para empezar, pues nos está escuchando.” Ella estaba demasiado conmovida para hablar. Me apretó la mano y se la llevó a la frente. “Sí, muchas cosas”, respondió y me puso la mano sobre el niño. Sentí su movimiento. “Ha saltado en cuanto has empezado a hablar y no ha dejado de dar patadas.” “Oh, eso es un signo. Abhimanyu siempre hacía eso en el vientre de su madre, cuando yo le hablaba, para demostrar que entendía. Incluso nos dijo mucho tiempo después que se acordaba... ¿Querrías comer ahora?” “Sí, puedes pedirme un banquete.” Subhadra se había escabullido. Me puse en pie, me acerqué a la puerta, di una palmada y dije con voz sonora: “Un gran banquete para una pequeña princesa.” Luego me volví para saludarla con las manos juntas.

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“¿Sabes quiénes son los más bravos de todos?”, dijo ella. “Los guerreros que salvan la vida de otros en batalla puede que sean muy valientes, pero los que infunden a otros coraje con historias que les quitan el miedo son mucho más bravos.” Incliné la cabeza en tributo a sus palabras y envié a por sus damas Matsya de compañía. Nuestra cena fue servida en la cámara privada que compartía con Subhadra y después, cuando fuimos a dar a Uttara las buenas noches, la encontramos durmiendo. Salimos al jardín en el que viera a tío Vidura y a nuestra madre. Yo no le había hablado a nadie de aquel episodio, pero ahora se lo conté a Subhadra y acabé diciendo: “¿Sabes?, fue una sorpresa deliciosa hallar tal dulzura entre mi madre y el tío. Él le tomó la mano y se la puso en el corazón, como hago yo ahora con la tuya. Nunca pensamos que nuestros padres puedan saborear el amor como nosotros mismos. Quizás no exactamente como nosotros mismos. Pues nosotros somos nosotros.” Ella me sonrió. “No importa. Tú y yo sólo podemos conocer la delicadeza del nuestro.” “Ven, vamos a saborearlo”, dije. Tras hablarle a aquel niño no nacido aún algo nació en mí. Por la noche soñé con un anillo de fuego a través del que fluía el tiempo. Era el hijo de Abhimanyu. El sueño de Subhadra le dijo lo mismo. También ella vio que reinaría sesenta años. De la vida o la muerte de este único hijo pendía el futuro de nuestro país. Todos habíamos luchado por él. Él era nuestro destino. Las circunstancias no se me revelaron. Vi sólo la estela del reinado del niño. No había sangre, en ella. El sueño me mostraba lo que Krishna prometiera: que no habíamos luchado en vano. La tarde siguiente, Subhadra y yo, tras visitar a Uttara, nos sentamos en el jardín junto al estanque de los lotos. Las flores blancas de la noche nos regalaban su perfume... champas, jazmines y nardos. Acabamos por hablar otra vez de tío Vidura. Yo dije que lo quería a él y a nadie más como mentor del niño. Con ojos que sonreían, Subhadra me examinó. “¿Por qué me miras de ese modo?”, le sonreí yo a mi vez. “Me gustaría conocer al hombre que le habló a Uttara ayer por la noche.” “¿No lo conoces, Subhadra? Pues nadie me conoce como tú. Aparte de tu hermano, a nadie me he mostrado como a ti. Le hablé a Uttara a través de ti. Las cosas buenas las hago a través de ti y de Krishna.” Ella me observó. “¿Qué ves?”, le pregunté. “A mi marido, que ha cambiado más en dieciocho días de guerra que en los trece años de exilio. Aunque, después del exilio en Virata, ya no eras el hombre que yo había conocido. ¿Sabes lo que quiero decir?” “El último año de exilio, yo carecía de género y empecé a ver que hay otras cosas tan importantes como ser el mejor arquero. ¿Es esto en lo que estás pensando?” “¿Qué pasó realmente el primer día de batalla?” “Vi por fin lo que Krishna significa al decir que somos Nara y Narayana, el Hombre y su Compañero divino. Vi que yo no soy sino hombre. Un hombre y, podría decirse, nada sin ese compañero.” Callados, nos miramos a los ojos tratando de oír lo que yacía enterrado en nuestro silencio. Pero los misterios mejor están quietos... y nos movimos hacia el futuro. Hablamos del niño por nacer. Subhadra y Draupadi prepararon una cuna y elaboraron sus ropas con las telas más suaves. Bhima hizo una espada de juguete para él mientras yo le fabricaba carros de madera de acacia. Nunca dejábamos a Uttara sola. Estaba demasiado débil para visitar a su madre en Virata. Noticia llegó de que ésta se hallaba enferma y no podría venir. Draupadi, que había

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sufrido también la pérdida de su padre y todos sus hermanos, estaba a menudo con la princesa y se convirtió para ella en una madre. Como Señor de Dwaraka, Krishna debía retornar allí para el festival Raivataka. Mi tío Vasudeva y tía Devaki lo esperaban. Recordé el festival como un tiempo de mágica inocencia. Lámparas había en todas las casas y guirnaldas colgaban de cada árbol. Tenderetes orillaban las calles, ofreciendo los mejores platos y vinos. El trino y remolino de flautas del monte Raivataka colmaba el mundo de un amor que yo no había conocido nunca y que empezó a transformarme ya entonces. Por la noche, los devotos, adornados de guirnaldas y portando antorchas, formaban ondulantes líneas alrededor de las montañas. Por gusto, Subhadra y yo nos habríamos ido ahora a Dwaraka, pero la ciudad estaba al otro lado del desierto, a muchas yojanas de aquí. No podíamos dejar a Uttara y Draupadi y a mis hermanos. Estando con Subhadra, me importaba menos. Con ella mi inquietud se sosegaba. Pero antes de partir, Krishna sugirió pasar juntos algunos días en Indraprastha. Nos aseguramos de que todo estaba en paz en la ciudad. Nuestros informantes, que frecuentaban las tiendas, mercados y casas de placer donde se oyen las más mordaces de las verdades domésticas, nos dijeron que la gente reverenciaba al Primogénito. Habían sido rápidos en notar su tratamiento al padre de Duryodhana y en apreciar su respeto por los muertos. Aunque Duryodhana había sido generoso con los que lo cortejaban y los brahmines, el pueblo había visto de inmediato que el Primogénito era un rey dispuesto a servirles. Antes de partir, Krishna ayudó a Yudhisthira a escoger ministros leales y a despedir a los dudosos con tan ricas pensiones en tierras que toda su dedicación habría de concentrarse en administrarlas. El día de nuestra partida, fuimos al palacio de tío Dhritarashtra para tomar el polvo de sus pies. El lugar estaba en pleno barullo y oí un sonido que me puso los pelos de punta. Era nuestra tía Gandhari, gimiendo. Nos apresuramos por el corredor. Una figura emergió de un cuarto y me rozó al pasar precipitadamente junto a mí. Era el médico jefe de nuestro tío. Traté de cogerlo del brazo pero, tocándose la frente y el corazón con un dedo, desapareció murmurando nombres de plantas y mantras. Su angavastra quedó en mis manos. Justo entonces la voz de mi tía se elevó a un nuevo timbre. Otras voces femeninas se unieron al lamento. ¿Había dejado el cuerpo nuestro tío? Mi primer pensamiento fue que nos veríamos obligados a quedarnos para las exequias. Oímos entonces el grito: “¡Bhima! ¡Bhima! ¡Bhiiiiiima!” Sonaba como una maldición. Empezamos a correr. Al acercarnos a la puerta de la cámara de tío Dhritarashtra oímos ruido de arcadas y chocamos con asistentes que portaban humeantes pociones. El tío, con los ojos en blanco y sostenido por muchas manos, vomitaba lo que parecía agua en una jofaina. Tenía pálido y espectral el rostro y tía Gandhari estaba allí sentada, con el cabello cayéndole por encima de la venda de sus ojos, balanceándose adelante y atrás, balbuceando en su desesperación. A muchas mujeres había visto así, pero no a tía Gandhari. “¿Por qué se nos permitió seguir vivos cuando todos nuestros hijos murieron?”, se lamentaba y se arañaba el pecho. “¿Cómo hemos podido vivir para ver esto, que en nuestro propio palacio Bhima quiera envenenarnos?” Tuve que impedirme correr hasta ella y taparle con la mano la boca. Palabras como aquellas galoparían por toda la ciudad en instantes y harían vanos todos los esfuerzos del Primogénito. Nunca podríamos dejarlo. Sentí que me arrebataban Indraprastha. “Madre Gandhari.” Krishna se arrodilló ante ella, lo que detuvo sus gemidos por un segundo. “Krishna Vasudeva”, su boca se abrió como la de un gato antes de escupir. “¿Está contigo Arjuna? Volved a Dwaraka los dos antes de que mi maldición a Bhima recaiga sobre

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vosotros.” Yo le cogí las manos. Tío Dhritarashtra trató de hablar, pero sólo arcadas le salían de la boca. Un físico joven le aguantaba las sienes y le empujaba la cabeza sobre la jofaina de plata con cisnes y leones repujados. “¿Por qué, tía Gandhari, por qué?” Le agité las manos como para hacer surgir de ella la explicación. Pero la mujer se limitaba a mover la cabeza de lado a lado como una de esas bailarinas de madera que uno encuentra a veces en las tiendas. ¿Qué exasperante acción había realizado Bhima una vez más? Krishna se volvió hacia la dulce viuda de Vikarna con sus preguntas. Ésta se hallaba sentada detrás de nuestra tía y la miró amedrentada sin saber si debía responder. “Dinos lo que ha ocurrido”, insistió Krishna. Sin mirarnos, murmuró: “Bhima ha tratado de envenenar a mi suegro.” Bhima podía acuchillar a alguien en pleno acceso de rabia, pero nunca tramar semejante cosa. No había tiempo de saborear el alivio que me causaban aquellas palabras porque, si no era Bhima, alguien lo había hecho y habría tratado además de implicarlo. La historia surgió ahora. Tío Dhritarashtra había roto su ayuno hoy con leche y sus dulces favoritos. En el primer aplacamiento del hambre, no había hecho caso de su extraño sabor. El cocinero fue llamado y dijo que Bhima había preparado los dulces para complacer a su tío. Bhima estaba siempre por las cocinas y su destreza culinaria era toda una leyenda. Oiría hablar de ella otra vez en Virata, durante mi campaña del Ashwamedha, pero ahora no podía reírme. ¿Quién había emponzoñado los dulces? A estas alturas, tío Dhritarashtra, exhausto y tembloroso, se había derrumbado en los brazos de sus asistentes. Los físicos examinaban la jofaina. Uno se la acercó a la nariz. Otro tomó una pequeña cantidad de un polvo verde y lo mezcló con la espuma que el estómago de nuestro tío había acabado por arrojar. No parecía haber traza de veneno. “¿Tendrá ranas en la barriga?”, me susurró Krishna al oído. Después se volvió hacia nuestra tía. “Tía Gandhari, Bhima nunca envenenaría a nadie, nunca ha sido su modo de hacer las cosas.” “El cocinero dice que nadie más que Bhima tocó los dulces. Él mismo los trajo aquí y se los dio a su tío.” “Ahí lo tienes, no es así como actúa un envenenador.” “Tiene que haber sido una broma.” La idea se nos ocurrió a los dos al mismo tiempo, pero la historia tenía muy poca gracia. “Si estáis tan seguros, ¿por qué no probáis los dulces de Bhima?” Pesqué uno entre el índice y el pulgar y me lo puse en la lengua. Sabía horriblemente a sal. Tal como habíamos pensado, era otra de las pesadas travesuras de Bhima y lo dije así. Tío Dhritarashtra trataba de decirlo también con una especie de raro borboteo: “Sal, sal...” Había intentado decirlo ya. Temblando aún, simuló que reía el chiste en lugar de vomitar de terror. Hice llamar a Bhima para que pidiera disculpas y éste llegó contrito e implorante. Pero hasta que no nos hubimos acabado todos los dulces entre los tres, tío Dhritarashtra no dejó de temblar. Nos aseguramos de que a Bhima le tocase la mayor parte y lo atiborramos hasta que eructó. Nuestro tío nos dedicó ahora una sonrisa aguanosa y le puso la mano a Bhima en la cabeza. Pero no había modo de calmar a tía Gandhari. Krishna dio a Bhima instrucciones estrictas acerca de no complicarle las cosas al Primogénito ofendiendo a tío Dhritarashtra. Aun antes de los ritos fúnebres por el Gran Patriarca había tratado de quitar el sueldo al séquito de tío Dhritarashtra. Este tipo de cosas hacían que Yudhisthira se irritase con su hermano favorito como no lo había visto nunca. Yo no podía esperar ya a abandonar Hastina antes de que Bhima o cualquier otro provocara una situación imposible.

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Cabalgamos hacia Indraprastha realizando el camino en fáciles etapas, recordando el tiempo aquel en que viajamos hacia una ciudad arruinada en medio de una jungla invasora. En aquel entonces, nos había sido adjudicada como la mitad del reino por nuestro tío Dhritarashtra. Al principio, volví la vista atrás para asegurarme de que Hastina no nos seguía. “No te preocupes, no es buena corredora, la dejaremos fácilmente atrás”, dijo Krishna. Pronto la perdimos de vista tras los muros de los árboles. El bosque nos protegía ahora. Disfruté en aquella penumbra como si fuese un baño que nos limpiase por dentro y por fuera. Mientras trotábamos calmosamente, pregunté: “¿Se sentará el hijo de Abhimanyu algún día aquí delante en mi silla y montará con nosotros?” “Di mejor que el hijo de Abhimanyu cabalgará con nosotros muy pronto.” “¿Cómo lo llamaremos?” “Parikshita”, entonó sin vacilar. Mi sangre se conmovió con aquel sonido. “Porque será Rey de estos bosques y de todo lo que alcance a ver.” “Parikshita, Parikshita”, repetí al ritmo de los cascos de mi caballo. “Es música. Música. El niño vive. Lo sé.” “Haces bien en saberlo.” “Parikshita, Parikshita.” Dejé caer la cabeza hacia atrás y empecé a reír. El nombre había sido revelado en el bosque e irradiaba de las piedras y los árboles y se filtraba a través de los claros en la cúpula forestal. ¡Mi hijo vivía! Era aquí, en el bosque con Krishna, donde eran exorcizados todos mis temores. No vestimos sedas ni llevábamos joyas ni asistentes, de forma que nadie nos reconoció. Nos sentamos balanceando los pies sobre el agua y contemplando las nubes. “Krishna”, le dije con un impulso repentino. “¿Te acuerdas de lo que me dijiste aquel día, parece que haga tres yugas ya, antes de la batalla, cuando me sentía incapaz de sostener el arco?” Krishna me dirigió una mirada cómica, con la cabeza ladeada para examinarme mejor. “¿No te acuerdas tú?” “No exactamente.” “¿Y esperas que me acuerde de lo que dije, después de tantas yugas?” Comprendí que no sacaría nada de él. Traté de que me siguiera la broma: “¿Quieres decir que todo fue ilusionismo entonces?” Krishna inclinó la cabeza hacia el otro lado y contraatacó: “¿Qué opinas tú?” Bostezó y observé fascinado los dientes de Krishna, recordando a los reyes empalados en ellos. “¡Krishna!” “No vale la pena que insistas. Nada podría evocarlo.” Dejó de preocuparme. Lo único que importaba era estar sentado allí con Krishna, columpiando los pies en el agua. Tomó un tallo de hierba y empezó a mordisquearlo de aquel modo caviloso que tenía de hacerlo. Yo seguí su ejemplo. Krishna me habló entonces de las travesuras que hacía con Balarama cuando eran pequeños. Había villas por todo el camino y en cada lugar en que nos deteníamos compartíamos las vidas de los labriegos y comerciantes, simples y esenciales, sin la ceremonia que una multitud de asistentes te impone. Se nos daba la bienvenida por nosotros mismos, no por riquezas, o akshauhinis, o cualquier otra cosa que hubiéramos podido llevar con nosotros, aparte de una moneda o dos, que la mayor parte de las veces no nos aceptaban. La idea y la práctica de que el huésped es dios encarnado era mucho más frecuente en las zonas rurales que en la ciudad. Krishna me enseñó a ordeñar una vaca, lo que divirtió y causó las delicias

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de nuestros huéspedes. Pensaban que pocos kshatriyas sabían hacerlo y me preguntaron cómo era que Krishna lo hacía tan bien. “Os sorprenderíais con los muchos talentos que posee este hombre”, respondí. Viajamos hacia el sur. En todas partes donde nos deteníamos, nos hacían las preguntas de convencional educación y más que recompensar la amabilidad de nuestros huéspedes con mentiras recién acuñadas, les dije que era uno de los hombres que quedara al rey Yudhisthira después del Kurukshetra. ¿Habían oído hablar de la gran batalla?, inquirí. “¿Quién no ha oído hablar de ella?” Les había llegado noticia de que todos los kshatriyas habían muerto, pero dijeron que la gente siempre exagera. Se comentaba que aquella había sido una guerra para acabar con todas las guerras y nos acosaron a preguntas. “¿Es verdad que el elefante del rey Bhagadatta era tan inteligente que podía hablar?” “¿Es verdad que Ashwatthama casi destruye el mundo?” Decían que se contaba que el príncipe Bhima se había bebido la sangre del príncipe Duhsasana. Pero, siendo el príncipe Duhsasana un personaje tan despreciable, no entendían cómo nadie podría querer bebérsele la sangre. “¿Y qué del príncipe Duryodhana?”, preguntamos. Era culpa de su padre, que siempre lo malcrió. Su madre lo habría matado al nacer debido a los augurios, pero al ser ciego su padre y no haber un ojo entre ellos al niño se le dejó vivir. Estábamos empezando a disfrutar del viaje. ¿Y por qué pensaban que el Gran Patriarca Bhishma no había hecho nada por disciplinar a Duryodhana? “Oh, ¿el príncipe Devavrata?”, dijo un abuelo. “¿Y qué podía hacer él? ¿No había sacrificado su virilidad y el reino por su padre? Ése sí podría haber sido un rey, pero el pío deber filial lo llevó demasiado lejos. Si Duryodhana hubiera sido el hijo del Gran Patriarca Bhishma, le habría dado buenas bofetadas. Pero, para hacer eso, no era ni padre ni rey.” Nuestro huésped fue a beber de su recipiente de vino y retornó con crecida confianza. Sacudió la cabeza y continuó: “Gran error fue el suyo... el de aquel hombre.” Calló por un momento con la vista fija en la pared. “Que Duryodhana nació bajo una mala estrella. Dicen que los chacales aullaron y aquel tío sabio que tenía se cuenta que dijo que había que matarlo, pero nadie lo escuchó.” Tuvo un acceso de hipo. “El tío era un suta también.” Escudriñó el interior de su jarra de vino. “Luego estaba aquel otro suta... Karna. Yo lo vi una vez.” “¿Tú lo viste? ¿Dónde?”, pregunté. “¿Dónde estabas tú?”, repuso el anciano. “Fue antes del exilio... ¿no?”, dijo volviéndose hacia mí. “¿Qué?” “¡El torneo!” Nuestro huésped se excitó. “¡Por el gran dios Indra, qué torneo fue aquél! Fue el Acharya de marras el que lo organizó. Un hombre pequeño, oscuro y enjuto con el pecho muy ancho, pero qué tieso y firme se mantenía. Bien les cuadraba a todos sus pupilos, incluso en la guerra. Muerto está ahora con todo el resto. Había entrenado a todos aquellos muchachos de un modo... ¡milagroso! Yo me llevé a la familia conmigo. Aún me acuerdo de un truco que el hijo del rey Pandu hizo justo al final... Un muchacho hermoso con el pelo rizado.” Se puso en pie para mostrarnos los malabarismos que hiciera yo con la espada. “La lanzó al aire como si fuera la colada. La muchedumbre enloqueció. Mi hija soñó con él muchas noches.” “Ése debió de ser Arjuna”, intervino Krishna. “Pero tampoco era tan guapo, hombre.” Krishna fue ignorado por nuestro huésped, que se sentó y recordando de pronto las normas de casta se puso en pie de un salto.

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“Luego apareció el otro guapo. Aquello casi crea un conflicto. Yo digo siempre que empezó aquel día.” Imitó cómo entrara Karna en la arena. “Alto como un acantilado era.” Enderezó la espalda y tartaleó un poco. Después giró la cabeza y distorsionó el rostro para encarnar una mirada arrogante y lasciva. “Hubo gente que lo encontró maravilloso. Mi otra hija aún sueña con él. Cuando llegó noticia de su muerte lloró durante días.” “¿Con quién habrías soñado tú, si hubieras sido una muchacha?”, le preguntó Krishna. El anciano se quedó confuso un momento, boquiabierto, y luego rió y rió. Cuando estábamos fuera de la corte, Krishna no era en absoluto puntilloso con las observancias de casta y, mientras sentaba a su lado a nuestro huésped, éste protestaba. Krishna lo convenció de que aquél era un problema demasiado enredado para resolverlo de pie. De pronto, el hombre dejó de resistirse y dijo: “A mí no me gustaba el suta. De vez en cuando le decía a mi primo hermano: ‘Areyrey, éste nos traerá problemas.’ Sabía lo que hacía con el arco, de acuerdo; apenas movía los dedos o miraba a donde disparaba. Más rápido y más limpio que nadie más. Pero ¡qué cara la suya!” Otra vez torció el gesto en lo que debería haber dado la idea de aristocrático desdén y, volviendo a un lado la faz, lanzó una mirada insolente desde debajo de unos lánguidos párpados. “Bah, como podéis figuraros, el príncipe Duryodhana vio su oportunidad y saltó a cogerla.” “¿Por qué?”, lo azuzó Krishna, “si tenía un aspecto tan horrible.” “Acabo de deciros que era la encarnación, no, el Dios de la Arrogancia en persona, pobre chico. ¿Os dais cuenta?, era un suta y el segundo de los Pandavas, el príncipe Bhima, se lo dijo bien claro. Pero el príncipe Duryodhana, sin casi el permiso de su padre, como quien dice, lo hizo rey de algún sitio en la costa. Anga creo que era.” Señaló al oeste en lugar de al este. “Bueno, apenas dicho aquello empezaron a salpicarle el agua de coronación por la cabeza a Karna, calzándole la corona y la espada y todas las cosas que hacen a un rey. Mejor que un teatro de marionetas fue aquello, porque ¿quién iba a aparecer entonces trastabillando, sino un suta decrépito? Y Karna tuvo que dejar la corona a un lado y tomar el polvo de sus pies. Era su padre, en fin. Mis hijas lloraron. Las gusta llorar.” Proyectó la cabeza hacia adelante y, como si fuera un secreto de familia, nos susurró: “Aún les llenan la cabeza a mis nietos de esas historias. En mi opinión, si queréis oírla, Duryodhana habría tenido mejor muerte, si Karna no hubiese aparecido. A menos que alguien lo hubiese arrojado de un acantilado. Era un príncipe celoso y Karna le alimentó el deseo de gobernar, igual que una madre buitre alimenta a sus polluelos.” “Suena como si fuese un personaje muy malévolo”, dijo Krishna. “Lo era. Lo era. Pero luego, aquel segundo hermano, Bhima, le había dado bien. Y, lo que yo digo... y dicen mis hijas también: aquel suta nunca se lo perdonó. A los príncipes habría que enseñarles a contener la lengua, sobre todo en público. Y el viejo Bhishma sentado allí. No podía hacer nada. Lo vio venir. No le gustaba Karna, igual que a mí. Pero no era el padre. Tenía que quedarse allí sentado, como un eunuco, por haber renunciado al trono. Y por lo que a Dhritarashtra respecta...” El anciano se recostó en el asiento como para echarle una mirada y agitó la cabeza. “Le dejaba hacer de todo a su niño querido. ‘¿Quieres un reino para tu amigo, hijo mío? Sí, dáselo, dale lo que tú quieras.’ Y ya se ve ahora cómo acaban estas cosas. Los únicos que tenían alguna conciencia habían renunciado a su poder o eran sutas como Sanjaya y Vidura. Pero fue lindo aquel espectáculo. ¡Por el gran dios Indra, qué lindo fue!” Pensó un momento. “¿Qué años tenéis vosotros? Debíais de estar allí.” “Yo estaba”, repuse, “y lo recuerdo, aunque era un crío.” “Yo, en cambio, no estuve allí”, dijo Krishna. “¿Y pues?”, preguntó el labriego.

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“Vivía en Dwaraka y tenía que ocuparme de asuntos familiares. Ya sabes, hay todo un desierto entre Dwaraka y Hastinapura.” “Dwaraka... ¿Dwaraka? ¿No es ése es lugar del que viene Krishna, al que llaman Paramatma?” “Sí”, respondí, “es el Señor de Dwaraka.” “Dicen que, cuando habla, puede obligar a cualquiera a hacer su voluntad. Los engatusa. Dicen que es como el vino y la miel en tus venas. Yo nunca lo he visto. ¿Y vosotros?” “Yo sí”, confesé. “¿Y es verdad?” “Oh, sí.” “Entonces, ¿cómo es que no paró la guerra? Se cuenta que lo intentó. Dicen que hace milagros. Ése debía ser el momento de hacerlos, digo yo. ¿Por qué no lo hizo?” No hubo respuesta. El anciano asintió. “Si yo fuera Krishna... ¿Sabéis?, esos príncipes Kauravas fueron malvados con la partida de dados. El Sakuni de las montañas era un canalla y un bribón. Artero era, lo vi en el torneo. Entre él, el pescado-podrido-bajo-las-napias y los demás labraron lo que las estrellas podrían haber dejado inacabado. Hizo trampas, el bribón. Dicen que tenía ciertos poderes ocultos, además. Dicen que los dados que usó estaban hechos de los huesos de su padre muerto. Su padre había sido puesto en prisión por los Kauravas. Se cuenta que su padre le dijo que la partida de dados sería el principio del fin de todos los Kauravas. ¡Bah!, cuentan todo tipo de historias. Dicen que trató de desnudar a la reina. Pero eso no me lo creo. Dicen que ella tenía el periodo. No... eso no me lo creo.” Sacudió la cabeza. “Ni los animales harían eso. En fin, con todo el respeto por mis amos aquí presentes, los kshatriyas hacen, es verdad, cosas feas. Pero desnudar a una reina que tiene el periodo en medio de la asamblea... ¡nadie es lo bastante bajo para eso! Nadie aquí se lo creyó.” “Me alegro de que nadie se lo creyese”, dijo Krishna. “Demuestra que tenéis nobles pensamientos.” “Sí, me atrevería a decirlo. Yo soy tan noble como todos esos que se pavonean por ahí.” Se puso en pie y dio unos pasos imitándolos. “Yo estoy por un rey como Yudhisthira. Dicen que no es cicatero. Escucha a los suplicantes noche y día y piensa en el bienestar de su pueblo.” “¿Has oído noticias de ese gran sacrificio que piensa ofrecer, el que no se ha celebrado en vida de ningún hombre, ni de nuestros padres o de los padres de nuestros padres?” El hombre pensó por un instante. “¿No estaréis hablando del Ashwamedha?” “¡Justo!”, respondimos al unísono. Su voz casi me hizo decir: “Y yo seguiré al caballo.” Pero la mera idea del Ashwamedha le hizo al hombre olvidar el vino. Sus ojos brillaron de inteligencia y esperanza. “El Ashwamedha...”, empezó a decir, “el Ashwamedha... Oh, entonces...” Se frotó la frente como para prepararse la mente. “El Ashwamedha destruye todos los pecados. No hay sacrificio mayor. Ah, eso es bueno, bueno, sí. Limpiará la sangre que llegó de todo el mundo para salpicar el Kurukshetra. Si el rey Yudhisthira ofrece el Ashwamedha, habrá seguridad para todo. Las lluvias caerán. Las cosechas crecerán. Las tiendas estarán llenas.” De pronto se puso en pie e hizo la danza que Ashwatthama bailara. “Alegre, alegre, ara...” Krishna se levantó y se le unió y, al pasar por delante de mí, me arrancó de mi decoro para hacerme bailar. Cantamos y danzamos arrojando imaginarias semillas. La esposa del labriego, una confortable mujer de cara ancha, nos miró sonriente desde la puerta. “Me alegra ver, mis Señores, que los nobles kshatriyas hacen lo mismo que las gentes como nosotros cuando han bebido suficiente. Ahora, si os sentáis, traeré la comida.” Portó

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agua que verter sobre nuestras manos y al extender las mías, dijo la mujer: “Si me perdonas que te lo diga, mi Señor, tienes el semblante y el porte de los Pandavas, tal como yo los recuerdo. De verdad te pareces a uno de ellos que vi una vez en Hastinapura, en el gran torneo, cuando era joven.” Las retiré como si el agua me las escaldase, pensando que se fijaría en las cicatrices de mis dos brazos. Parte del agua cayó al suelo de tierra batida; ella se excusó y dijo: “Era tan guapo y tenía un aire que te dilataba el corazón... hasta que al hijo de suta de Karna le dieron el baño de coronación allí delante de todo el mundo. Príncipe Arjuna era su nombre, ése al que te pareces. De fuertes manos, allí con su arco y su flecha, era él. ¡Y qué sonrisa! Todos eran diferentes. Incluso los mellizos, uno hermoso y oscuro, el otro hermoso y rubio.” Respiré otra vez. Su conversación había girado ahora para describir con florido detallismo la belleza de los mellizos. “En cuanto al resto, no parecían hermanos, en lo más mínimo. Deberíais haber visto a Bhima. Dicen que puede comerse un elefante y tragárselo a sorbos de vino.” Estas habladurías le chocaban tanto que se rió y repitió el rumor un par de veces más. “No tenía bigote su rostro.” “Mujer, a las damas de la corte no se les permite hablar tanto”, dijo el anciano desde su sedente posición como si hubiera accedido ahora al protocolo cortesano. “Sírvenos la comida.” La mujer nos miró desconcertada, tratando de adivinar si nos ofendería que se sentase a comer con nosotros. Krishna la animó a hacerlo. Pero no había modo de pararla y siguió dirigiéndose a mí: “Pero tú te pareces al más joven de los hijos de la Reina Kunti. Tenía el pelo rizado, como el tuyo, e incluso la quijada era como la tuya. Aunque tu nariz es algo diferente. Yo recuerdo todas las narices que he visto. Y tus lóbulos son más largos. Pero era un príncipe Pandava, tan encantador... y él, por supuesto, lo sabía. No podrías ni imaginártelo sentado aquí con nosotros.” “Es de esa parte del país”, dijo Krishna. “Y todos los príncipes kshatriyas están emparentados. Todos son primos o primos segundos o algún tipo de primos, no puedes ni siquiera intentar averiguar la relación.” Esto tenía perfecto sentido para la mujer y asintió. “A fe, eso es verdad”, dijo, y trajo grandes boles de arcilla llenos de humeante arroz, que sirvió en nuestras hojas trenzadas a modo de platos. Su hija, que estaba de visita, vino detrás de ella con modestia y bandejas de carne. Bajé los ojos, esperando que aquélla fuese la que soñaba con Karna. Cuando dejamos el lugar, nuestros huéspedes estaban en la puerta con las manos unidas y en alto para decirnos adiós. Con mucho más que las palabras de despedida rituales, nos pidieron que volviésemos pronto y sin falta. “Si alguna vez vais a la corte de Hastinapura, decidle al rey Yudhisthira que su pueblo reza por él”, proclamó la mujer y el anciano añadió algo más. Todo lo que pudimos oír en la distancia fue: “...Ashwamedha...” Con las primeras luces, cuando nos preparábamos para dejar nuestro lugar de reposo en el bosque, hallamos a una mujer de pie cerca de nosotros. Krishna y yo estábamos rellenando nuestras vasijas de agua en el río. Había demasiada oscuridad para verla bien, pero capté un aire de belleza. Creí que cojeaba. “Llevadnos con vosotros”, dijo. La cojera resultó ser un crío pequeño oculto entre sus faldas. “Quisiera que pudiéramos hacerlo”, dije sin querer ofenderla. “Mi amigo y yo estamos en una misión.” Y entonces vi al niño. El suyo era el rostro que Abhimanyu debió de tener con seis años. Krishna lo había visto primero, pues estaba mirándolo ya.

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“Sois kshatriyas”, dijo. A un kshatriya puedes reconocerlo por sus andares y por su perfil en la más oscura de las noches. Asentí. “Quiero ir a la corte del rey Yudhisthira. ¿Vais en esa dirección?” Era ya de la corte del rey Yudhisthira de lo que hablaba el pueblo y ello me alegraba. “¿Qué pensáis hacer allí?”, pregunté. “Quiero emplearme como sairandhri.” “Hay muchas cortes. ¿Por qué la del rey Yudhisthira?” “Trabajé muchos años en la corte del rey Jayadratha. Demasiados años. Serví a su reina, pero él fue muerto en el Kurukshetra. Ahora es su hijo el que reina, que es un mujeriego, como su padre, sólo que peor. Y a su reina no puedo servirla. Quiero que mi hijo aprenda armas en la gran academia de Hastinapura.” “¿Crees que lo aceptarán?”, preguntó Krishna. “Su padre era un kshatriya. Pero, en cualquier caso, hay gente que dice que los mejores kshatriyas jóvenes han muerto. Y así ocurre, al menos, en el reino de Sindhu. Imagino que tendrán que abrir las puertas.” Mientras hablábamos, la luz empezaba a imponerse. El rostro de la mujer era hermoso. Sus ojos, de la forma de los lotos, se elevaban hacia las sienes como los de las damas de Manipur. Su nariz era recta y terminaba con finura. Su boca era de una pletórica suavidad, pero se volvía amarga en las comisuras. “Sentémonos”, dijo Krishna y extendió una estera. Todos nos sentamos y el niño lo hizo en el regazo de Krishna. Éstos se sonrieron uno a otro. Se sentaban como Abhimanyu y su tío Krishna debieron de hacerlo en tiempos. El niño volvió la cabeza alrededor y alzó la mirada sin timidez. “¿Quieres aprender el arte de las armas y ser un guerrero kshatriya?”, le preguntó Krishna. Creo que él conocía la respuesta, pero a mí me sorprendió. “No.” “Un hombre ha de aprender a proteger a su madre, a su esposa y a sus hijas”, dijo la mujer. “Sólo el Creador puede hacerlo.” Me puso la carne de gallina. Incluso su serena forma de hablar era la de Abhimanyu. Me habría gustado saber quién le había enseñado esto, pero dejé a Krishna las inquisiciones. “¿Qué querrías hacer entonces?”, preguntó éste. “Quiero ir a Dwaraka y ver a Krishna. Cuando la Reina Draupadi estaba en apuros en la sabha sólo Krishna la salvó y no los kshatriyas.” “Tienes mucha razón, hijo. Fue Krishna y no los kshatriyas”, repuse observándolo con cuidado. “Sea, pero Krishna no me salvó a mí”, intervino la madre. “Tú no lo llamaste como la Reina Draupadi”, dijo el niño. Nuestra Draupadi de la sabha se había convertido en una diosa que infundía ahora coraje a otras. Le pregunté a la mujer cómo lo sabía el niño. “Todo el mundo sabe de la guerra”, respondió, “y todo el mundo sabe que empezó con la partida de dados.” No imaginábamos cuál era exactamente su problema, pero, por el modo en que se había dirigido a nosotros, cualquiera podía ver que era una mujer independiente. El día clareó y evidenció la plenitud de su hermosura. No había fallos en ella. Su piel era terciopelo y le adornaba la mejilla un auspicioso lunar. Largas y cúrveas eran sus pestañas. Su cabello, de un negro azulado, estaba dispuesto de acuerdo con un complejo estilo de trenzas alrededor de un moño y con flores tejidas en él. Tenía curvas las uñas como concha de tortuga. No era muy distinta de Draupadi. El soberbio perfil de su cuello y su cabeza estaba colmado de desafíos.

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“Creo que la Reina Draupadi te ayudará”, le dijo Krishna. “Es una reina de gran compasión. Y cuando el príncipe Arjuna vuelva a abrir la Yuddhashala, cuidará de ti. Es el mejor amigo de Krishna. Son como uno solo. Y te entenderá. Dile que te llame Premadasa”, le dijo a la criatura. Le pusimos unas monedas de oro en la mano a la mujer. Creí que el niño se aferraría a él y lloraría pero, cuando Krishna le dijo que nos volveríamos a encontrar tras nuestro retorno a Hastina, aquél le dedicó una radiante sonrisa y juntó las manos en salutación. Cabalgamos en silencio durante un rato. Vi que Krishna no había dejado el crío atrás y le dije: “La pesadilla de Draupadi es para él inspiración.” “A cada minuto, el mal se cambia en su opuesto.” Puso los caballos al trote. Los árboles se encontraban en la altura. Seguimos el curso del río, cuyas aguas venían hacia nosotros en pequeñas ondas cintilantes. A intervalos, el sol nos acariciaba la piel a través de las hojas y yo me entregué a ponderar lo que había dicho mi amigo.

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CAPÍTULO 35 Encontramos mucha gente en nuestro camino a Indraprastha y, en efecto, Krishna parecía atraerlos a su corazón con los hilos del entendimiento. Pero el rostro que yo recordaría mejor era el del anciano que había caído junto a la calzada. Habíamos reducido la marcha de nuestros caballos antes de detenernos para un descanso, cuando lo encontramos. Nos hizo señas con débiles gestos. Desmontando, nos inclinamos sobre él. “Muero”, gimió a través de labios resecos. No necesitaba decírnoslo. Lo portamos a la sombra de un baniano. “Estaba de camino al bosque, para desprenderme de mi cuerpo allí”, jadeó. “Pero cuando llegó el momento de abandonar la carretera, creí desmayarme. No me puedo mover.” Krishna le sujetaba la mano izquierda; yo le tomé la otra. Se le serenó la respiración. “No tengo miedo de irme. Tengo una mujer y dos hijos esperándome, cuando Yama libere mi alma tirando de ella con su lazo. Sé que Pusan, Dios de los Viajes, se ocupará de mí.” Hubo un silencio. El anciano suspiró. Pasado un rato dijo: “Creo que algún dios os ha enviado, porque vosotros sois kshatriyas.” Tenía turbados los ojos. Suspiró otra vez y susurró: “Yo maldije a la raza de los kshatriyas.” “No habrás sido el primero”, le respondí. “Un kshatriya se llevó a mi hija. Creen que pueden hacer lo que les dé la gana. Y cuando se cansó de ella, mi hija se tiró al río. Lo maldije y maldije a la raza de los kshatriyas.” Respirando con dificultad, el hombre pidió agua y se apoyó en un codo. “Primero, hice mucha ascesis. Fui a Madre Ganga y le dije: ‘Si soy capaz de permanecer en tus aguas gélidas desde la aurora hasta el mediodía durante dos inviernos, concédeme el poder.’ Ahora, años después, con todos los muchachos muertos después de la gran batalla y sus madres deshechas en llanto, no puedo dormir. No he dormido durante dos lunas o más. Cada noche, a la tercera hora, veo a los reyes y a sus hijos muertos, a los soldados y los animales. Amontonados yacen, en horrendas pilas... por eso estoy aquí. La maldición retorna.” Krishna le acarició el cabello. “Abuelo, ¿cuánto hace que maldijiste a la raza de los kshatriyas”, preguntó. “Hoy se cumplen veinte años.” “Entonces te diré algo. No es tu maldición la que ha acabado con ellos. Somos nosotros, los kshatriyas, los que hemos traído la maldición por no hacer caso de nuestro Dharma. Ni veinte, ni doscientos años en las aguas gélidas del Ganges podrían haber hecho que nos matásemos los unos a los otros, si ello no hubiese estado preordinado.” El hombre abrió los ojos. Observó a Krishna. Al cabo de un momento, sus pupilas se movieron ligeramente. Krishna entonó un himno de Paz:

“Estos cinco órganos de los sentidos, Con la mente como el sexto,

En mi corazón, inspirado por Brahman, Por quien el temible es creado,

A través de todo ello, nos llegue la paz. Yo me incorporé al canto. El hombre pronunció algunas de las palabras entre anhélitos. Mientras continuábamos, su respiración se calmó y empezó a sonreír. Moriría tranquilo ahora. De pronto, todo el bosque revivió con nueva intensidad.

“Clemente sea Mitra, clemente Varuna,

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Clemente Vishnu y Prajapati, Clementes nos sean Indra y Brihaspati,

Clemente nos sea Aryaman.

“Clemente sea Mitra, clemente Varuna, Clementes nos sean Vivaswat y la Muerte,

Clementes las calamidades de la tierra y el aire, Clementes los planetas errantes.”

“Comamos en este lugar”, dijo Krishna. “Es tan bueno como cualquier otro para un pícnic.” Yo estaba acostumbrado a los inesperados giros de Krishna con las palabras y las cosas, aunque ofrecer pícnics a los moribundos... Pero una vez manifestado aquello, la sombra de la muerte se acortó. El anciano pidió que lo apoyáramos contra un árbol. Yama le ató su cuerda alrededor de la cintura y sonrió antes de retirarse. Krishna puso una bola de arroz ante la boca del hombre, que bizqueó al mirarla sin saber qué hacer. Pero, una vez tuvo la comida en la lengua, la masticó y, tras varios bocados, Krishna le colocó una hoja en el regazo llena de arroz, cuajada y condimentos. El hombre extendió la mano y, poco a poco, dejó de temblar. Al final, se enjuagó la boca con el agua que le dimos y nos miró para formarse un juicio definitivo. “Abuelo”, dije, “Yama se ha ido a casa y lo mismo podrás hacer tú.” Los tres nos acostamos en la estera kusa bajo el baniano y dejamos al hombre dormir. Su sueño estuvo colmado de gentiles resuellos. Un ronquido repentino lo despertó. Miró asombrado alrededor antes de reconocernos. Entonces, con una desdentada sonrisa, a medias de timidez, a medias de dicha, se esforzó por ponerse de rodillas y posó la cabeza a los pies de Krishna y míos. Lo ayudamos a levantarse y lo contemplamos mientras se marchaba cojeando de allí. De vez en cuando, volvía la vista atrás, sonriendo con embarazo y gratitud, y nos saludaba agitando el bastón. El viaje a Indraprastha fue una especie de peregrinaje. Krishna era Krishna, y estábamos juntos. En cuanto a mí, mis heridas sanaban ya pero, tal como aprendería pronto, la carne se cura antes que la mente. Estaba estirándome para aventar el sueño de mis músculos, al igual que Krishna, cuando éste dijo: “Vamos, una carrera.” Y salimos disparados. Al principio tenía tirantes las heridas y me frenaron. Cogí a mi cuerpo por sorpresa: no había corrido por placer desde antes de nuestro año de incógnito en Virata y, durante la guerra, lo había hecho en un estado de terror para alcanzar a Krishna, lo que no es modo de correr. Después, todo se suavizó, como un eje bien engrasado, y corrimos como guepardos. Krishna llegó primero al río. Nos arrojamos al agua y, cuando la tomé en mis manos, la ofrecí por Karna y por mí. Tras los ritos fúnebres, no había vuelto a ofrecerla por los dos. Al acercarnos a Indraprastha, oímos el atabal de muchos cascos de caballo. Era un carro de seis brutos. Quisimos saludar al auriga, pero al pasar como un trueno junto a nosotros, vimos que no era más que un muchacho, tirado casi de espaldas para contener a los corceles desbocados, que tenían muy abiertas y espumajosas las bocas. Había algo de Duryodhana o Duhsasana en el chico atemorizado. Debía de haber puesto frenéticos a los caballos con el látigo. Galopamos tras él, uno por cada lado. Krishna saltó al carro desde la izquierda. Un momento después, yo había saltado desde la derecha. El muchacho tenía tal pánico, que no podía soltarse los dedos de las riendas. Krishna las cogió por delante de él, mientras yo asistía al chaval. El pavor lo había enloquecido y le daba fuerza, y me mordió los

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nudillos. Pero mi auriga estaba ahora al mando y los caballos lo sabían como si le hubiesen servido cien años... y nunca demasiado pronto, porque justo delante el camino giraba y una valla venía hacia nosotros. Krishna hizo virar brusca pero hábilmente al carro y nos hallamos en un campo. Era lo único que podía hacerse. Los animales se precipitaron por él pisoteando el trigo y destrozando los canales de agua. Atravesamos aun más vallas irrumpiendo en el campo vecino. Las ruedas repicaron en los mojones y patullamos el trigo otra vez. A bandazos y topetazos arrasamos tierra arada hasta que los caballos aflojaron el paso. Oímos los gritos de los pájaros asustados y los atemerados mugidos del inquieto ganado. Por fin, nos detuvimos. Krishna saltó ligero al suelo y se acercó calmoso a las cabezas de los caballos, mientras yo sujetaba las riendas. Los brutos resollaban poderosamente, ponían en blanco los ojos y mordían el bocado. De pronto, uno se encabritó y trató de lanzarse al galope otra vez. Pero yo lo mantuve firme y Krishna lo tranquilizó con sonidos apaciguantes. Volvimos al muchacho nuestras miradas, que estaba ahora sentado en la plataforma, asustado y resentido, como si aguardase una indeseable lección. Sus ojos nos observaban de soslayo, igual que Duryodhana lo hacía cuando lo reprendían: “Debes de ser fuerte para no haberles perdido por completo el control.” Los ojos del chico cambiaron de sesgo, pero no nos miraban directamente aún. Se notaba que estaba deslizando los dedos de su mente por las palabras de Krishna para encontrar en ellas la espina. Tornó a girar los ojos, evitándonos. “Hermosos animales los que llevas”, dije con gran comedimiento, porque eran seis bayos en perfecta sintonía, con doradas crines trenzadas que brillaban como si estuviesen lubricadas. “¿No estabas tú en Hastina durante los ritos fúnebres?”, pregunté. “No”, respondió con rudeza. Sonreí y le dije señalando a Krishna: “¿Sabes quién es éste?” “Sí, Krishna Vasudeva”, replicó desdeñoso. Krishna intervino: “Así que sabes quién soy. Entonces sabrás que éste es el príncipe Arjuna, uno de los famosos Pandavas y el mejor arquero del mundo. Pero nosotros no tenemos el placer de conocerte. Aunque es evidente que eres un kshatriya.” El muchacho no contestó aún. “Eres un kshatriya, ¿no es verdad?”, dijo Krishna cogiéndole la diadema y entregándosela otra vez. “Ningún brahmín conduce así un carro de seis caballos, ni tampoco un sudra.” “He oído hablar de ti, Krishna Vasudeva”, dijo el chico con vehemencia. “¿Y qué has oído?”, inquirí. “Que si abre la boca para mostrar un milagro, no debo mirar sino meterle en ella el dedo.” Krishna dejó caer la cabeza hacia atrás y rió. Yo reí hasta tener que patear el suelo. A través de las lágrimas de mis carcajadas, vi que el muchacho parecía preocupado. Mantenía los ojos apartados de la boca riente de Krishna y los concentraba en la mía. “Si no nos dices quién eres”, insistió Krishna, “habrá que intentar deducirlo. Sin duda somos parientes.” Krishna se lanzó a una larga historia familiar, haciéndonos retroceder hasta el Emperador Puru. El muchacho había mostrado a ratos interés, pero ahora estalló: “Mi nombre es Puru también. Soy el rey de Indraprastha.” “Oh, pero qué afortunados somos, eres justo la persona que queríamos ver”, repuso Krishna. “¿No es providencial? Podemos volver juntos a la ciudad. Es mejor contar siempre con una mano de más en el carro, por si los caballos hacen de las suyas.” “Entremos por la Puerta Oriental”, dije. “¿Está allí todavía la calle de los orífices?” “¿Cómo lo sabes?” “Hemos estado allí ya.”

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“Entonces sabréis que tiene la mejor sabha de toda Bharatavarsha” ¿No le había dicho nadie que Maya la construyó para nosotros? “Es la mejor, en efecto”, respondí. “Hay gente a la que le gusta el palacio de cristal de Hastinapura. A mí no.” Hizo una mueca de disgusto. “Estoy de acuerdo contigo”, dije. “No es nada alegre.” “Exactamente lo que yo pienso. Tu sabha aquí está llena de luz y de alegría.” “Mi abuelo es ciego y mi abuela lleva una venda en los ojos, así que imagino que no les importa. Pero yo creo que me disgustaría igual con cien vendas en los ojos. A mí no me gusta Hastina, comparada con Indraprastha.” “¿Sabes quién construyó Indraprastha?”, preguntó Krishna. “Pues claro. Mi padre lo hizo. Pero tío Bhima lo mató. Mató a tío Duryodhana de una forma adhármica y a todo el resto de mis tíos. Es un bruto.” Hubo un silencio. Krishna encontró unos paños bajo el asiento y arrojó uno al muchacho. “Nunca he hecho este trabajo”, dijo. “No importa. Yo te enseñaré”, repuso Krishna. “Para todas las cosas hay una primera vez.” El chico miró el paño y tras un momento de indecisión imitó a Krishna. Mientras frotaban a los caballos Krishna dijo: “Después de un galope como éste tienes que cuidarte de que se enfríen poco a poco, especialmente si están asustados. Dime, Puru, ¿qué harías tú, si alguien intentase quitarte tu sabha y la ciudad de Indraprastha?” Alzó una mirada de ojos airados y muy abiertos y dijo con lenta determinación: “¡Yo soy un kshatriya y mataría a ese hombre! Tal es el deber sagrado del kshatriya.” Nos observó desafiante. “Eso es lo que tu padre y tus hermanos les hicieron a los Pandavas”, dijo Krishna. “Eso es una mentira inventada por los Pandavas.” “¿Has oído el refrán donde hay una flecha volando, hay un golpe detrás?”, preguntó Krishna. “Pero nadie va a quitarte Indraprastha, príncipe Puru.” Krishna dejó que los caballos lo llevasen a él y al chico de vuelta a la ciudad. Yo monté mi propio corcel y, guiando al de Krishna, cabalgué detrás del carro. Y aunque el viento se llevaba las voces hacia adelante, supuse que Krishna le estaría contando la historia de la partida de dados. El muchacho escuchaba. De rato en rato volvía la vista hacia mí. Yo le sonreía y asentía con la cabeza. Al aproximarnos a la Puerta Oriental, las altas murallas blancas se elevaron para saludarme como si hubieran estado esperándome. El corazón me batía el pecho. Impremeditadas, lágrimas me corrieron por las mejillas. Las banderas tremolaban en los tejados de los palacios. No importaba de quién fueran. Lo único importante era la hermosura de esta ciudad que Krishna ayudara a construir. Krishna aminoró la marcha del carro para que pudiésemos cruzar juntos las puertas. Los guardias contemplaron al chico. Le oí decir, como en un sueño: “Todo en orden, Baruni. Son mis amigos.” El guardia nos observó con atención, vio el rostro sonriente de Krishna y el mío, lloroso. Nos dejó pasar. Y ahora los recuerdos que había relegado lucharon por un puesto de orgullo. Ésta era la puerta por la que marchamos a la partida de dados. Draupadi miró atrás, entonces, y gimió como si alguien hubiese muerto. Vi las hileras de tiendas, la piedra esculpida de las grandes casas. Las anchas avenidas que atravesamos estaban orilladas por los árboles que plantáramos: llamas del bosque, ashokas, parijatas, nims, pipals y banianos. Giramos por la que habíamos llamado la Calle de las Flores. Los perfumes de champa y de jazmín me inundaron la garganta. Todo era como ayer

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y me esperaba con sus recuerdos. Cuando nos aproximamos a mi academia militar, supe que el dios que la guardaba nunca había partido de allí. Aquí era donde Satyaki, un día, llegara a mi encuentro y pusiera su cabeza a mis pies, pidiéndome silenciosamente que fuese su Guru. La primera vez que llegamos aquí con Krishna, éste sintió amargura por la desolación de la arruinada ciudad. Los árboles crecían a través de los techos de los palacios y reventaban los muros. Las ruinas estaban llenas de plantas trepadoras que subían por las piedras con vegetales serpenteos para succionar la vida de las cosas hechas por la mano del hombre. Con ayuda de Dwaraka, y con Bhima y sus equipos de hombres provistos de hachas que trabajaban desde el alba hasta la media noche, limpiamos de jungla la villa en un solo verano y nivelamos el terreno de forma que el sol pudiese mirar la ciudad por primera vez en un ciclo de cien años. Construir algo totalmente nuevo es elevarse hasta el Creador. Nosotros teníamos la sensación de hacerlo con Krishna a nuestro lado. Y al final, estuvimos más contentos con la construcción de nuestra ciudad que si se nos hubieran dado diez Hastinas terminadas. Sabíamos ya entonces, cuando talábamos la madera y labrábamos la piedra, que había algo oscuro y podrido en Hastina. No intentamos copiarlo. Krishna inspiró a los artesanos de Dwaraka para construir una ciudad llena de luz. Nadie había de sentir en ella temor. “Renovación”, dijo, “es omitir lo que ya no sirve.” El día en que pusimos la piedra angular de mi Yuddhashala fue el más feliz de mi vida. Nakula y Sahadeva construyeron los establos. Y los caballos del bosque, sabiendo que una casa les esperaba, vinieron a nosotros; al principio, uno a uno; luego, a decenas y, por fin, a centenares. ¿Habían oído lo que Krishna decía de la libertad? Aprendieron a tirar de los carros como si hubiesen nacido para hacerlo. Y los carruajes, hechos de la madera de nuestras acacias y diseñados por Maya, eran una gloria nunca vista todavía. Pronto tuvimos el doble de vehículos que Hastina. No era que hubiésemos construido Indraprastha más alta que Hastina, pero los cielos eran más libres aquí. Las nubes navegaban el firmamento jubilosas y hoy se movían como bailarinas de pies ligeros derramando sobre nosotros bendiciones. Indraprastha no podía ser maculada por nada ni por nadie. Había sido construida por el coraje de Krishna, sobre su fe y voluntad indomable. No había lugar aquí para la intriga, la sospecha y el tósigo. Cuando entramos en el palacio de cristal de Hastina, sus mil pilares estaban inflados de maldad y cada columna era una particular amenaza. Su luz estaba apenumbrada por el hombre mismo. Ahora los vendedores nos reconocieron y elevaron hurras poderosas mientras otros, riendo, corrían a nosotros con ofrendas de fruta y paños, plata, gemas y oro. El joven Puru observó todo esto de soslayo, ponderándolo en silencio. Por primera vez pensé que había algo más, aparte de mala sangre, en él. “¡Mahatma Krishna!”, llegaron los gritos. “¡Es el príncipe Arjuna!” La muchedumbre se hizo tan densa que no podíamos pasar. El muchacho miró alrededor y preguntó: “¿No deberíamos decirles que vamos al palacio?” Krishna abocinó las manos y clamó con voz fuerte: “¡Habitantes de Indraprastha! Os damos las gracias por la bienvenida. Vuestro Yuvaraj nos invita a su palacio. ¿Podríais dejarnos pasar? No tardaremos en volver.” Sus esfuerzos le valieron a Krishna una lluvia de flores. La gente trepó al carro para ponernos guirnaldas y tocar con sus frentes nuestros pies. Las madres ponían en nuestros regazos las cabezas de sus hijos para que los bendijésemos. Dos hombres se abrieron camino hasta nosotros. “Príncipe Arjuna”, gritó uno llorando. “Mahatma Krishna, sabíamos que un día volveríais, hemos contado cada mes de estos trece años.” Era nuestro maestro constructor de

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carros y el otro, Satyajit, nuestro espadero. “Sabíamos que volveríais”, no dejaban de decir mientras yo abrazaba a uno y Krishna alzaba el otro al carro. Mis lágrimas se mezclaron con las de Satyajit. Una y otra vez nos abrazamos. Los trece años nunca habían pasado. La turba empezó a cantar: “¡Larga vida al príncipe Arjuna! ¡Victoria a Mahatma Krishna!” Hubo gritos de: “¡Victoria al Dharmaraj!” “¡Sabíamos que volveríais!” Las mujeres salieron a los balcones y nos hisoparon con agua de rosas. De todas partes llegó el testimonio de amor y de lealtad. Cogimos las flores y avanzamos a través de la multitud con las manos unidas tratando de mostrar nuestra emoción. Devavrata, el constructor de carros, tomó las riendas de manos de Krishna. “¡Victoria al Dharmaraj! “¡Victoria al Dharmaraj!” “¡Victoria al rey Yudhisthira!” Mucho antes de que la villa estuviera preparada, habían venido en tropel hasta nosotros: maestros arqueros, ebanistas, plateros y orífices, constructores, bardos y soñadores de todas las castas a los que llegara noticia de los Pandavas que servían a la Verdad y no podían ser derrotados. Habían oído hablar del príncipe Bhima, que era capaz de arrancar un árbol con las manos; del príncipe Arjuna, que había ganado a Draupadi disfrazado cuando nadie más pudo levantar el arco. Krishna rodeó los hombros del joven Puru con el brazo. El gesto no le pasó desapercibido a Puru. Comprendí que Krishna había decidido proclamarlo. Su destino había lanzado sus caballos volando hacia nosotros. Podría no ser mi destino vivir en Dwaraka o en Indraprastha, pero había vivido este día con Krishna y nada me importaba. La luz era deslumbrante. Los balcones estaban tan abarrotados que temía verlos caer. Largas sartas de flores descolgaba la gente hasta nosotros y, cuando extendía la mano para cogerlas, tiraban de ellas como si quisiesen subirnos a sus casas. La muchedumbre era tan densa que casi no podíamos avanzar; Krishna se metió por una calle estrecha, pero la gente corrió detrás de nosotros y nos rodeó una vez más. Abrazaron y enguirnaldaron a los caballos, y había quien les tocaba los cascos como si cada animal fuese un Ashwin descendido directamente del cielo para traernos hasta aquí. En las crines les ponían flores las muchachas. Empujaban de tal modo el carro, que éste empezó a mecerse, a temblar con suavidad como un barco lamido por las olas del océano. La calle era angosta y tan bajos los balcones que la melena de una muchacha me rozó el rostro, mientras me llegaba de un anciano su aliento con olor a clavo y cardamomo. El amor era el pulso de la atmósfera. A través de nosotros irradiaba y en él nuestras almas se bañaban. Atrás quedaba el mediodía. El sol se movía hacia el oeste, cuando alcanzamos el palacio. La noticia de nuestra llegada nos había precedido y la madre de Puru nos esperaba a las puertas del edificio con sus damas y consejeros. Al instante vimos que estaba asustada... asustada a medias, a medias desafiante. Ascuas de resentimiento tenía en los ojos, aunque tomó el polvo de nuestros pies con toda ceremonia. Y cuando nos guió al salón del consejo, el agua de muchos ríos sagrados nos aguardaba en una jofaina de oro para lavarnos los pies. “Es una pesada carga guardar un reino para tu hijo”, afirmó Krishna. Aquello me habría hecho a mí sentirme cómodo al instante, pero ella estaba acostumbrada a todas las intrigas y artimañas de la corte y fue preciso que el joven Puru le contase cómo lo habíamos salvado para suavizar a la mujer. Pero al día siguiente, cuando fueron llamados los purohits y traídos todos los elementos necesarios para la coronación, aquélla se acercó a Krishna y se postró. Puru fue sentado en el trono y, con el cabello húmedo aún del agua sagrada, puso la cabeza a los pies de Krishna.

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Krishna anunció que yo estaba allí en representación del Dharmaraj, una vez más Emperador de Bharatavarsha y que realizaría el Ashwamedha. Al oírlo, los viejos cortesanos contuvieron el aliento. El joven rey puso su cabeza a mis pies. Nos sería tan leal como Sahadeva de Magadha, al que Krishna colocó en el trono después de matar al tirano de su padre, Jarasandha. Al levantarse, Puru me miró a los ojos. De hombre a hombre y de rey a rey me preguntó: “¿Daré la talla de un gobernante?” “Si controlas tus caballos...” Me estudió el rostro y, cuando comprendió, se tragó una sonrisa. “El rey Yudhisthira tendrá que conquistar a muchos gobernantes para el Ashwamedha. No será tan fácil como en esta ocasión”, nos sonrió un viejo y desdentado cortesano. Se parecía a Kanika y hablaba como él. Su nombre era Jhillin. “Cada reino tiene uno”, dijo Krishna entre dientes. “No será tan agradable como vuestra campaña del Rajasuya. ¿Habéis pensado en ello?” Nos enseñó todas sus encías. “Ahí estarán los hijos y hermanos de Avanti y Gandhara y Sindh, y los herederos y amigos de Bhagadatta... para mencionar sólo unos pocos. Mucho me temo que te darán trabajo, príncipe Arjuna.” Su voz era suave como madera oleosa y tan paternal... “Te felicito, de todos modos. Muy pocos guerreros se atreverían a llevarla a cabo.” Tenía el don de volver las palabras a un tiempo dulces y venenosas. Su voz se elevaba y caía como los tonos de un instrumento musical. “La mayoría de los héroes se contentarían con sentarse en casa y administrar su propio reino.” “¿Cuál?”, preguntó Krishna, “¿Hastinapura o Indraprastha?” Lo que le hizo apretar las encías, aunque con los labios aún sonrió. La Reina Madre le arrojó una mirada de ira y advertencia. Ella se mostró más cordial después de esto y nos invitó a ver la academia que yo fundara. Por cortesía, permitimos que nuestros acompañantes nos guiasen como si no supiéramos el camino. Puru se reunió con nosotros en la puerta. No estaba dispuesto a separarse de nosotros y quería oír la historia de cada lugar que habíamos construido: la palestra para la lucha libre, los establos de elefantes, la galería de tiro... En la Mayasabha me detuve en el umbral, transfijo por un millar de recuerdos y sin poder seguir adelante. Hubo como un trueno sin sonido. Las apsaras del cielo de Indra cantaban en mi pecho. En estas estancias un lago de paz me había esperado, sin que mano o pie o pensamiento lo hubiese mancillado. Me decía que nunca puede perturbarse a la pureza. Ésta era una obra de amor y gratitud, surgida de mi acto al salvar a Maya. Krishna le pidió que construyera para nosotros un lugar como nunca lo hubieran visto los hombres. Miles de recuerdos retornaron: Maya caminando por el aire, mientras él y sus ayudantes colocaban bien altas las vigas, o las gemas que esparció ante nosotros como un firmamento de policromas estrellas. Por fin entré allí. La luz, con su presencia densa, disolvió todo sombrío pensamiento. Un golpe seco alcanzó mi corazón, como cuando algo no puede nacer enteramente: una puerta que había estado cerrada catorce años cedió. Nadando en la luz de la sabha vi los ojos de Maya tal como eran cuando dijo: “Construiré algo hermoso para ti, Arjuna.” Me perdí y me hallé a mí mismo otra vez. Vagué adentro y afuera de la vida y una vez más Matali me portó a algún lugar en el carro de Indra. Un lugar más alto que el cielo. La madre de nuestra raza, Urvasi, me sonrió. Supe que nunca me había maldecido. Todas las heridas sanaron. La sangre que habíamos vertido habría llenado más de un edificio como éste. A veces un acto pequeño hecho con verdadera compasión pesa más en la balanza que los crímenes del hombre, porque la capacidad de éste para elevarse es mayor que su ansia de destrucción. Él podría yermar la tierra, si eso fuera posible, pero lo que el Creador

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le ha puesto en el espíritu le hace desandar sus pasos y cura los destrozos de la tierra, y a él mismo. No había habido nada que perdonar. Incluso los cielos cambian con nosotros. Aquí había danza, pero no movimiento. Comprendí por fin lo que decían las formas de la Mayasabha: con Krishna al frente, nuestras vidas habían emergido de la oscuridad; lo que ocurriese después sería Gracia. Marchamos sobre los suelos de lapislázuli, rodeamos las fuentes y nos acercamos a un estanque engañoso que imitaba piedra. La ira de Duryodhana había desaparecido. Aquí la confusión se resolvía y moría, y ello era la verdadera magia de Maya. Por último, recordando que no estaba solo, me torné. Krishna y Puru se habían escabullido de la sabha luminosa. No podía encontrarlos. Afuera, Puru estaba pegando patadas a las piedras. Krishna se había ido paseando hasta el lago de los lotos. Cuando le pregunté a Puru qué había ocurrido me dijo que el eje de su carro se había partido y que su auriga era un incompetente. Siguió pateando piedras y, al preguntarle por qué lo hacía, pateó la raíz de un árbol. ¿Cómo podía importar en un lugar así? Un centenar de carros rotos no deberían haberle importado en medio de la belleza de la Mayasabha. Contemplé ahora las brillantes ruedas de acacia con cisnes de oro incrustados alrededor. Las ruedas estaban recubiertas de plata y no había un arañazo en ninguna parte. Debía de hablar de otro carro, me dije a mí mismo, y me volví. Comimos con Puru. Hoy el muchacho no quería comer y se limitaba a hacer montoncitos con su arroz. Creí que estaba enfermo o que su mala sangre lo hacía tornadizo. “Puru”, le dije al fin, “¿qué ocurre?” No respondió. Apartó la mirada y nos dejó. Como nadie lo reconvenía, pensé que era su comportamiento habitual. Moviendo los labios pero sin emitir sonido le dije a Krishna: “Igual que Duryodhana.” Él hizo un gesto con sus cejas, advirtiéndome de que tuviera cuidado. Me hizo pausar. Pasado un rato hice gesto como de rascarme el hombro y miré alrededor. Vi a Jhillin mirándonos. Era un día caluroso, pero sentí un escalofrío. Aquella noche Puru volvía a ser el mismo. Banqueteó con nosotros y rió metiéndonos en la boca pedazos escogidos. Quizás tenía razón para aquellos cambios de humor. Su padre y sus hermanos habían sido exterminados y él estaba codeándose con el hermano del hombre que lo hiciera. Alrededor de él, el mundo había cambiado. Le habían dicho que Indraprastha había sido construida por ellos y no sabíamos qué más le habrían contado. Al día siguiente fuimos a saludar a su madre. Pasamos junto a un cenador y oímos su infantil quejido. “No puedes obligarme.” Había otra voz. “Eres tú o ellos. ¿Crees que te gustará ser su esclavo? ¿Quieres ver a tu madre desterrada al bosque trece años? Eres un crío, si piensas que han perdonado.” Siguió un silencio. “¿Olvidarías tú, mi príncipe, si tú y todos tus hermanos fueseis enviados al exilio trece años? Para ti podrían ser treinta años.” Era la voz de alguien cuya lengua batía, en lugar de dientes, labios y encías. Era Jhillin. “¿Para qué crees que han venido, sino para hacerte a ti lo que tan reluctante te muestras de hacerles a ellos?” “No es verdad pero, si tan ansioso estás, Acharya, y tan seguro, ¿por qué no lo intentas tú mismo?” “Tú eres un kshatriya, pero te portas como una niña.” “Ellos confían en mí. El camino del kshatriya es la espada, no el veneno.” La voz de Puru se elevó. La vieja lengua batió sin efecto los labios, incapaz de expresar toda su ira. “Estúpido niño, van a oírte. Tiene que parecer un accidente o una enfermedad.” “¿Veneno, un accidente?”, rió con desdén.

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“Si envenenamos a Krishna primero, podrá parecer que cogió unas fiebres. El otro quedará tan destrozado de dolor que, cuando lo envenenemos, podremos decir que se quitó la vida.” “Hazlo tú.” “Yo no puedo darles bocados con mis manos.” La voz del anciano se elevó con un chillido que no pudimos comprender y luego siseó algo. Un jardinero vino hacia nosotros portando agua; yo hice como si me quitara una piedra del calzado, luego tuvimos que irnos de allí. Caminamos en silencio hacia el palacio. ¿Cómo podíamos haber derramado tantos ríos de sangre y no haber exterminado a todos los Kanikas y Jhillins? Pensé en el hijo de Abhimanyu. Nos fuimos caminando de allí. “En todas partes hay un Kanika”, dijo Krishna, “pero en todas partes hay también un tío Vidura y al final los Kanikas desaparecerán.” En aquel caso, Krishna tenía razón. Puru ordenó un gran banquete en nuestro honor y dio el veneno al anciano. Nadie cuestionó que había muerto de un cólico. No era un personaje amado.

Las últimas palabras de Krishna antes de separarnos fueron: “Dile a Uttara que volveré a tiempo. Y dile a Subhadra que es el orgullo y la dicha de todos los Vrishnis, y que la llevo en mi corazón. Y dile a Draupadi que es nuestra Reina de reinas y que nunca me abandona.” Durante el último mes del embarazo de Uttara no pensamos en nada más, no hablamos de nada más. Ni una palabra se dijo de la maldición, pero el miedo yacía ensortijado en nuestros corazones como yacía Parikshita en el seno materno. Draupadi, Subhadra, los mellizos y Bhima se sucedieron por turnos para acompañarla por la noche con sus damas Matsya, por si empezaban los dolores. La cámara donde reposaba era santificada cada día con muchas guirnaldas de flores blancas y vasijas de agua a cada lado, con carbones untados de ghi, madera de tinduka y semilla de mostaza. Pequeños fuegos ardían ante cada muro. Las enfermeras de la corte estaban permanentemente de guardia, al igual que muchos diestros físicos de todas las especialidades y de muchas regiones. Los sacerdotes y comadronas habían trazado yantras auspiciosos con polvillo de oro ante las ventanas y entradas como invitación a dioses y diosas. Otros fueron dibujados en los caminos para tener los demonios a raya. Los preparativos en la cámara me dieron tanta confianza que le dije a Subhadra que nada podía ir mal. Me miró con ojos turbados y respondió que ojalá Krishna hubiera llegado ya. Sus palabras me desalentaron porque Subhadra, al igual que muchas mujeres pero en mayor grado, sabía cosas de un modo más directo que los hombres. Sin embargo, intenté convencerla de que todo iría bien. Aparte de la promesa de Krishna de que el niño viviría, Uttara, después de nuestra conversación, se había convertido en una auténtica leona y había escogido los himnos y plegarias que debían cantársele cada día... himnos de fuerza, de luz, de dicha y victoria, de Verdad, esa Verdad a la que ninguna sombra maligna puede aproximarse. Su cuarto brillaba con un sereno poder y su cuerpo había cobrado otra vez fuerzas con la determinación de dar a luz un héroe. Sabía que la continuidad de toda nuestra raza dependía de ella. Hizo largos paseos cada día y practicó posturas que los físicos de la corte le prescribieron para las mañanas y las tardes. Y todos nosotros habíamos arrojado círculos de blanca luz protectora a su alrededor. Pero, cuando vi que Sahadeva no podía ofrecernos certezas astrológicas, mi corazón perdió coraje día a día hasta que una avanzadilla del séquito de Krishna llegó para anunciar que el Señor de Dwaraka había cruzado ya el desierto y que en dos días nos tendría entre sus brazos. Aquella misma noche vi la sombra de un eclipse dejar el disco de la luna por el lado septentrional, lo que significa el Vamakukshi que amenaza los embarazos. Sentí el

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Brahmastra helarme todo el cuerpo y sólo el pensar en la promesa de Krishna me salvó del desespero. Fue por la mañana temprano, al día siguiente de la llegada de Krishna con su reina Satyabhama y Pradyumna, hijo de Krishna y de la reina Rukmini, cuando Uttara llamó a sus mujeres. Estuvo de parto todo el día. Yo intenté convencerme de que no era nada inusual, tratándose del primer niño. “Este niño tiene que ser un kshatriya”, le dije a Krishna sin certidumbre. “Este hijo de Abhimanyu...” Krishna tenía grave el semblante y me detuve. Poco después oímos un sonido horrible. ¿Era un grito de dolor o alguien que gemía? Krishna abrió la puerta y chocó con Subhadra, que sostenía contra el pecho un bulto. Momentos después oímos al pueblo exultar con gritos de victoria y larga vida al príncipe, que fueron sofocados de inmediato por los címbalos y atabales y el trompeteo de una procesión de elefantes. Era un niño de boca sensible, largas pestañas y toda la belleza de los Vrishnis, pero no se movía ni respiraba. Krishna lo tomó y lo sostuvo contra su corazón. Arriba y abajo del corredor caminó con él como si el movimiento y sus propios latidos hubiesen de infundirle vida. Sudor le corría a Krishna por las mejillas. Es imposible decir cuánto esperamos. Toda mi vida pasó. Krishna luchó con la muerte como si fuese un demonio que lo estrangulase. El rostro se le ponía a ratos lívido y a ratos oscuro, mientras él aguantaba todo aquello por lo que habíamos luchado. Krishna había dicho que este niño reinaría y yo lo había visto en mi sueño. Con cada bocanada de aire que nosotros tomábamos y el niño no, el sueño perdía sangre y se volvía pálido. Todos los que estábamos alrededor conteníamos el aliento como para engañar a Yama. En este niño confluían todas nuestras vidas. Krishna, bañado en sudor, dejó el niño en el suelo. Todo había acabado. Si Krishna no podía devolverle la vida, todo había acabado. Entonces Krishna levantó el pie mostrando las marcas auspiciosas de su suela y lo hizo descender lentamente sobre el pecho de la criatura. No pude soportar la escena. Creí que trataría de aplastar al demonio que le chupaba la vida, si no conseguía salvar al crío. Tal silencio se impuso entonces que tuve que abrir los ojos para ver qué se había hecho de todos los gemidos y lamentos desaparecidos. Cada uno de nosotros parecía helado en su asiento para toda la eternidad. Una vez Krishna me había revelado el sentido del encuentro del cielo y la tierra; ahora el niño estaba en medio. Ambos tenían que encontrarse y fundirse en la vida de Parikshita. Del interior llegó un repentino gemido: era la voz de mi antigua gobernanta, que había seguido a Abhimanyu a Dwaraka. “...salva a este niño, Krishna, mi Señor, tal como prometiste a la princesa Uttara. De él dependen las tortas fúnebres del Rey Pandu y de todos los Pandavas y de mi Abhimanyu también...tu sobrino querido, que era tu viva imagen.” El sonido acabó de un modo tan abrupto como había empezado. Muchas damas y físicos corrieron a ella y debieron de darle pociones. La tierra nuestra madre da nacimiento, repone; diez vidas brotan de la caída de un hombre. El poder de Krishna estaba por encima de esto, pero la maldición de Ashwatthama era poderosa y terrible. Yama había llegado con muchas cabezas y brazos, y cada par de manos arrojaba un lazo cada vez que Krishna llamaba de vuelta el alma. Yo tenía los ojos cerrados cuando oí un ruido que me hizo mirar. Era un grito ahogado de Subhadra. Krishna alzaba el niño para que cada uno de nosotros lo viera. Su boca estaba abriéndose y cerrándose. Sus manos y pies empezaban a moverse. Vi qué vana puede ser la muerte cuando un hombre está destinado a vivir. La voluntad y el poder y la imaginación de Krishna habían vencido a las fuerzas más oscuras de la Tierra. De él venía todo lo que confiere vida. Con Krishna sosteniendo el bebé ante nuestros ojos daba la impresión de que el niño, al igual que nosotros, no hubiese hecho más que contener el aliento demasiado rato. Sonreímos, gritamos,

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nos pusimos la mano al corazón o estallamos en carcajadas, olvidando que el destino del mundo justo terminaba de cambiar. Krishna le dio el niño a Subhadra, que se lo llevó a Uttara. Ésta no sabía que hubiera pasado nada fuera de lo ordinario. Su cámara estaba tan llena de luz que la muerte era inconcebible. Uttara no dejaba de mirarlo. Nosotros la contemplábamos a ella desde la puerta. Entonces, lágrimas le manaron y los labios se abrieron en un nombre: “¡Abhimanyu!” La estancia estaba llena de él. Suave ahora, el murmurio apagado de muchas voces llegó como olas rompientes. Danzarines serpentearon por las calles pasando junto a casas alegres de flores y estandartes. Bardos y panegiristas cantaron la saga de nuestra raza. Krishna regaló a Parikshita un cofre lleno de joyas; Satyaki le dio el arco inapreciable de su abuelo Sini, incrustado de gemas, y jabalinas que estuvieron destinadas al mayor de sus hijos. Su tío abuelo Dhritarashtra le ofreció la diadema y la espada de Duryodhana. Otros, llegados en la partida de Krishna, le regalaron carros, elefantes, corceles de Sindh, mantas suaves, pieles de ciervo y telas de Chin junto a Manipur. De Virata llegaron carros cargados de presentes y amorosos mensajes de su abuela enferma. La vida de todos los palacios giró en torno a este niño al que Krishna había dado el nombre de Parikshita porque, como él dijo, la raza de los Pandavas había estado a punto de extinguirse. Mi madre resplandeció otra vez. Y lo mismo le ocurrió a Yudhisthira, cuando vio cómo cogía Bhima a la criatura con cuidado infinito, igual que una flor en su palma abierta. Los asistentes le dedicaban canciones suaves sin cesar y, al menos, cada uno le murmujeaba un cántico al día contra el infortunio. Cuando cumplió un mes, pero no antes, volví a pensar en la campaña del Ashwamedha. Hasta que ésta se llevase a cabo, ninguno de nosotros estaría tranquilo. Si retornaba vivo, el Primogénito y Draupadi se sentarían como soberanos supremos en el trono imperial. El futuro era de Parikshita.

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III

ASHWAMEDHA PARVA

CAPÍTULO 36 “Cuando, seguido por animales menores, sacerdotes o cantores, el caballo arriba al terreno sacrificial, el Dios es percibido por todos”, dijo uno de nuestros viejos sacerdotes. “No basta con dejarlo vagar por todo el mundo para someterlo”, dijo un segundo sacerdote, instruyéndonos. Los brahmines aseveraron: “La verdadera conquista tiene lugar cuando, habiéndolo conquistado todo, asciende majestuosamente a la plataforma sacrificial y entrega la vida para preservar el orden cósmico.” Escuchamos con respeto, pues eran hombres venerables. De nada serviría decirles lo que Krishna había planeado en la tienda del Primogénito, cuando yo retorné de mi visita a Vyasa. Los más viejos de nuestros brahmines hablaron de cómo en el Sarvamedha era el rey quien acostumbraba a sacrificarse a sí mismo y añadieron que el Primogénito había hecho eso muchas veces. Ahora Yudhisthira planeaba gastar todo el tesoro en los preparativos y la celebración. “No ahorremos nada”, decía. “Lo que ofrezcamos con alegría servirá para la prosperidad, no sólo de todos nosotros, sino del mundo.” El abuelo Vyasa era maestro en todos los himnos y ritos e iniciaría al Primogénito el día de luna llena del mes de Chaitra. Nombró a los brahmines y sutas que entendían los signos secretos de los caballos y él mismo soltaría al animal en un día auspicioso, de acuerdo con el modo sagrado. Pidió al Primogénito que ordenase hacer un cuchillo largo, curvo y muy afilado, de oro. “Que el caballo vague”, dijo, “por toda la tierra con su cinturón de océanos, manifestando por todas partes tu gloria. Y que Arjuna y ningún otro lo proteja. Es el único que dejará al corcel marchar y pacer a voluntad. Que Bhima se quede y cuide el reino ayudado por Sahadeva.” El afable Nakula tenía que atender las necesidades de todos los Vrishnis y del resto de nuestros parientes en Hastina. Yudhisthira quería que Krishna fuese iniciado en su lugar, pero éste declinó insistiendo en que era él quien debía ofrecer el Ashwamedha por el mundo. Los preparativos para la Campaña del Ashwamedha están tan cargados de ritual que los sacerdotes han de descansar muchos días, después de soltar al caballo. La ceremonia exige dieciséis sacerdotes y cada uno con sus acólitos. Hubo tanta discusión sobre si la cuerda que atara al caballo debía tener doce o trece longitudes que temí que se nos pasara la estación. Al final, los sacerdotes dejaron la decisión a Vyasa. Éste dijo que ambos números eran auspiciosos y escogió el trece, que resultó ser la medida exacta de la cuerda. La cuerda fue ablandada con prasad de mantequilla que alimentara la noche anterior a los cuatro sacerdotes de rango más alto. Se construyó una gran plataforma para el caballo. Alrededor de ésta había cien kshatriyas escogidos y, esperando a cierta distancia, estaban los cien caballos blancos y castrados que rodearían al corcel sacrificial en el momento en que la cuerda fuera cortada. La ceremonia empezó temprano. El Primogénito, vistiendo seda roja, estaba sentado en el trono de oro con una piel negra de ciervo en el torso. Resplandeciente de guirnaldas doradas, dominaba el altar sacrificial con nuestra Reina, vestida de negro y oro y sentada

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junto a él. Él tenía en la mano el cetro. A su alrededor se hallaban los sacerdotes, con vestimentas negras y rojas. El aire estaba tenso de expectación. El triple fuego sacrificial ardía cerca de Yudhisthira. Con ritmo de danza, los morteros machacaban el soma convirtiéndolo en vino. Cuando nos llegó su inebriante perfume, el corcel fue conducido a la plataforma. Alta tenía su negra cabeza. Sus ojos eran de una inteligencia extrema y, sobre ellos, se hallaba la constelación de marcas blancas requerida por los Vedas. Era todo negro hasta la mitad del lomo; el resto era blanco, con una gran cola blanca que, al igual que un espantamoscas regio, agitaba sibilante el aire a un lado y a otro. Hasta tal punto se ajustaba a lo que decretaban los shastras que uno lo habría creído pintado para la ocasión. Reconocí en él al caballo que viniera a mí en sueños. Me miró como para decirme que no había vuelta atrás y siguió adelante. Ahora se le dio el baño de coronación que recibe un rey, lo que en verdad él era. La fragancia del agua de rosas especiada se mezcló con la del soma. El corcel se alzaba junto a un poste de oro, una mano levantada y la cabeza alta; arqueaba el cuello a un lado y a otro para seguir los actos de los sacerdotes. El oficiante principal sujetó la cuerda ablandada y se dirigió ritualmente al resto de los brahmines: “Estoy atando este caballo para los dioses, para Prajapati. Que yo prospere.” Los brahmines elevaron sus voces: “Ata este caballo para los dioses, para Prajapati. Que tú prosperes, que tú prosperes, que tú prosperes.” Pasando la cuerda alrededor del poste, el primer sacerdote se dirigió al corcel: “Tú eres el que rodeas y contienes.” Dando una segunda vuelta a la cuerda, prosiguió: “Tú eres el universo, tú eres el guía y protector.” El coro respondió como un eco: “Tú eres Agni. Ve a los espacios abiertos.” Vyasa descendió de la plataforma a tomar agua de los recipientes de oro en sus manos acopadas e hisopó al caballo: “Para hacerte agradable a los dioses te rocío, para que complazcas a Prajapati.” Y tomando más agua: “Te hisopo para que a todos los dioses complazcas. Te hisopo para que al Gran Dios Indra y Agni, nuestro Señor, complazcas.” Y trajeron entonces al perro de cuatro ojos. El can era negro y tenía dos manchas redondas, perfectamente blancas, encima de los ojos. Un sudra cubierto por un taparrabos y portando una maza de madera fue conducido a la plataforma. Miré los ojos del perro para ver si comprendía. Meneaba la cola y trató de lamer la mano al sudra. Observé al Primogénito. “Ahora mata al perro de cuatro ojos, hijo de sudra.” Yudhisthira no pudo evitar un rictus de dolor. Los sacerdotes protestaron con la mirada y le hicieron decir: “Que Varuna golpee de este modo a quienquiera que intente matar a este caballo.” La maza cayó. Hubo un único gañido y el cuerpo del perro fue sumergido en un recipiente de agua. Y ahora empezó la ceremonia de las gotas. Cada gota de agua sobre el caballo fue dedicada a un dios: “Agni swaha, Soma swaha, a la dicha de las aguas swaha.” El staccato de sílabas se elevó a cien, quinientos, un millar y más aun para hacer ilimitado nuestro reino. Y luego: “Swaha a aquel que relincha, al que ha sido atado, swaha a aquel que será soltado, swaha al que partirá de aquí, swaha al que trota, swaha al que corre, swaha al que galopa, swaha.”

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Un eco de swahas llegó de los sacerdotes. Sonaba como las cuerdas de muchos arcos convertidas en vinas. “A aquel que resuella, swaha.” El caballo inclinó la cabeza para escuchar. Un brahmín entonces tocó la vina y, con la voz más dulce, cantó elogios al Primogénito: “Este emperador ha ofrecido sacrificios. Ha celebrado el Rajasuya y realizará el mayor de todos los sacrificios, el rey de los sacrificios. Este excelente caballo es digno de él. De todos los reyes que han pisado la tierra, el más regio es él.” Tras las oblaciones de ghi los panegíricos cesaron. Hubo un repentino silencio y, después, con suaves voces implorantes, los brahmines cantaron:

“Hemos conciliado a Savitra. A través de él, el dios de dedos amorosos Que esparce rayos solares por la tierra,

Esa tierra será nuestra.” Y ahora el sacerdote infundió coraje al caballo murmurándole al oído:

“Tú eres el corcel, tú el caballo de carreras, Tú el semental,

Tú tienes un corazón viril de coraje, Tú eres Vayu, el veloz.”

Los brahmines canturrearon: “Tú eres Shishu, el niño.” El principal elevó la voz y proclamó: “Sigue la senda de los Adityas.” Ahora los vinaganagas estallaron en alabanzas de los reyes antiguos y del Primogénito, famosos todos por su Dharma. El ritual había acabado casi. Despertamos a Bhima, que se había puesto el angavastra por la cabeza. Emergió del sueño tan confundido que hube de pellizcarle el brazo para impedirle preguntar por la comida en medio de la ceremonia. Vyasa nos dirigió a todos en los mantras y, cuando llegó el momento, el Primogénito se puso en pie y me dijo: “Sigue a este caballo en paz. Conquistar peleando es vano. Siempre que sea posible, gana a antiguos enemigos por la gentileza del Dharma.” Vyasa levantó el brazo, el oro de la espada destelló al sol. “¡Swaha!” Su filo cortó limpiamente la cuerda ablandada. Nuestro abuelo golpeó al caballo en las ancas, lo justo para hacerlo partir. Repicaron sus cascos en la plataforma y por la rampa abajo. Al instante, los caballos castrados se cerraron a su alrededor. Hubo tal masa de gente que se apiñó para presenciar nuestra partida que muchos gritaron: “¡No podemos verte, príncipe Arjuna!” De pie en mi carro, sostuve el Gandiva muy por encima de mi cabeza para los ojos de todas las gentes y niños de Hastinapura. Verlo se consideraba auspicioso. Dejé la ciudad con el sonido de los hurras en mis oídos y el galope de un centenar de caballos.

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CAPÍTULO 37 El caballo se tornó al este y me guió directo a tierras Trigarta, donde mis enemigos jurados me aguardaban. Tanto mejor para acabar con aquello cuanto antes, pensé. Los Trigarta debían de haber recibido noticia de mi llegada. Y fue en los alrededores de la ciudad donde los supervivientes de la batalla, montados en sus carros, rodearon al corcel. “Os traigo saludos del rey Yudhisthira. Vengo como embajador de paz y sin ejército. Las familias de las fuerzas Kaurava y las nuestras ofrecen juntas oblaciones. Los muertos son el sacrificio de la paz. El caballo sacrificial ha escogido éste antes que ningún reino. Si nos dejáis pasar, puede que vivamos aún para ver días auspiciosos.” Escucharon únicamente porque su curiosidad al verme venir sólo era mayor que su ira, pero llenas de desprecio tenían la boca y colmados de dureza los ojos. “Muy bonito tu discurso, Arjuna, pero ¿crees de verdad que después de matar a nuestro rey y a casi todos nuestros parientes vamos a dejarte pasar sólo porque nos llamas amigos? Has venido sin compañía, no cabe dudarlo, porque tus hombres están muertos.” El resto rió. “Por lo demás, ni aunque nos cantases con la dulce voz de los cisnes te dejaríamos cruzar nuestras tierras. ¿Es que le has tomado prestados el seso y la lengua a Bhima para hacer parlamentos tan idiotas?” Sus ojos ansiaban mi ira. Traté de sonreír. Me mordería la lengua, antes de responder al desafío guerrero. Me preparé para aguantar lo que me arrojasen. No tardó en llegar. Fue el hermano menor de Suryavarman, Ketuvarman, que acercó su carro al mío. “Muy amable por tu parte, Arjuna”, dijo, “haber considerado nuestra ciudad digna de tus huesos.” Sus voces estaban tan llenas de odio que me pregunté cómo podía haber llegado a pensar siquiera que los persuadiría sin batalla. “Sí”, añadió Suryavarman, “Arjuna es muy amable. Ha debido de ser su compasivo Dharmaraj quien le dijera que nuestros cuervos y buitres están escasos de carroña.” Risotadas recibieron estas palabras como si hubieran sido una fina y sutil pieza de ingenio. Otro primo tomó el relevo: “Dicen que el abuelito de Yudhisthira le llenó sus regios oídos de consejos piadosos desde su lecho de dardos.” Con esto, sentí la rabia subirme a la cabeza en finas y ardientes puntas de flecha. Krishna, pedí en mis adentros, mándame inspiración. “¿No te gustaría a ti un lecho de dardos, Arjuna?”, se mofó otro. “Así podrías jugar tú también al abuelito pío y darnos consejitos.” Aún me aferraba a algunas trizas de las admoniciones del Primogénito, cuando uno clamó: “¿Es verdad que mataste a tu hermano mayor para que Dharmaraj pudiera sentarse en el trono?” La palabra Dharmaraj fue escupida con tal odio que mis manos aferraron el arco. Antes de que pudiera tomar una flecha por encima de mi hombro, Gandiva repicó a mis pies. Suryavarman me había rozado la mano con una flecha directa. Era como si el Gran Indra no pudiera alcanzarme la mente. Vi la sangre correrme por el meñique. El anillo de Krishna lo había salvado. Pensé que era mejor dejar yacer el Gandiva. Los Trigarta estaban decididos a divertirse conmigo y, si los dejaba, acaso pudiera ganar tiempo: “Amigos”, dije. Los hermanos se miraron unos a otros como si estuviese loco. “Ya hemos matado bastante. No se os oculta la injusticia que llegamos a sufrir. ¿Qué habríais hecho vosotros, si una de vuestras reinas hubiese sido deshonrada en la sabha?” O me matarían o les haría escucharme. “¿Qué pensaríais de nosotros, si no hubiésemos cumplido nuestros votos guerreros tras la partida de dados? Duryodhana os envió su embajada antes de que nosotros lográsemos hacerlo. Si hubiera sido de otro modo, podríamos haber combatido

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juntos del lado del Dharma. Nosotros no teníamos sino siete akshauhinis, pero Durga nos dio la victoria. Ya sabéis que, cuando Dharmaraj era emperador, había paz y prosperidad. Ya conocéis las virtudes del rey Yudhisthira. Si dejáis pasar al caballo que porta su insignia...” “¡Disparadle una flecha a la boca antes de que nos engatuse!”, gritó uno. Suryavarman alzó una mano. “Pero, si no dejáis pasar al caballo sacrificial, os desafiaré uno por uno”, acabé apresuradamente. “Te hemos escuchado, Arjuna”, respondió Suryavarman, “pero ahora eres tú quien olvida nuestro voto. Es una lástima que el caballo te haya traído aquí, a tierras de tus enemigos jurados. Quizás si hubieses enviado a Bhima, a quien no hemos jurado matar, las cosas habrían sido distintas; pero tú tendrás que abrirte camino peleando, aunque lo haremos uno por uno.” “Así sea”, dije. Inutilicé a Suryavarman, después a Ketuvarman, sin matarlos. El más joven de los hermanos se rindió. Había acabado. Pasados tres días, empecé a preguntarme qué dios inspiraba a Kalidasa, tal como llamaba yo ahora al caballo, porque después del episodio con los Trigartas me llevó directo al reino de Bhagadatta. Su hijo, Vajradatta, salió en un elefante del gris de las nubes que era el gemelo de Supratika y cuyos colmillos tenían las puntas recubiertas de oro. Al igual que su padre, Vajradatta era corpudo y hermoso. Sus grandes ojos negros me contemplaron bajo la sombrilla blanca de seda. Nunca me había sentido en desventaja luchando contra un elefante desde mi carro, pero hacerle discursos a alguien que me miraba desde semejante altura me hurtaba toda elocuencia. “Te traigo saludos del Dharmaraj.” Me esforzaba por hallar más palabras cuando Vajradatta me gritó en respuesta: “Tú mataste a mi padre. Guárdate los saludos. Vosotros los Pandavas creéis que podéis gobernar el mundo y venís aquí con la excusa de vuestro caballo sagrado. Te digo que estás violando esta tierra. Mataste a mi padre porque era de edad avanzada, pero yo no lo soy.” En efecto, no era mayor que Abhimanyu cuando murió. El cornac sentado en el cuello del elefante lo miró en espera de órdenes, pero él me observaba a mí y dijo: “Vete, Arjuna, si quieres vivir.” Alzó entonces su focino enjoyado con gesto amenazante. Comprendí que no serviría de nada hablar con él, armé una flecha en el arco y se la disparé a la oreja derecha del elefante. La bestia elevó la trompa y barritó de rabia. Aun en el caso de que Vajradatta hubiese querido contenerlo, dudo de que lo hubiera logrado. El animal giró sobre sí mismo y empezó a danzar en círculos. Estaba fuera de control. Se alejó de mí y cargó contra un enemigo invisible, sólo para darse la vuelta otra vez. Gandiva vibró con el trueno de sus pasos. Mi carro giró para enfrentarlo y traté de hallar el cerebro del animal. Mis flechas le alcanzaron la trompa, las orejas y el rostro, mientras yo evitaba las saetas y jabalinas de Vajradatta. Disparé después a las patas del elefante para hacerlo más lento, pero al igual que Supratika era indomable y magnífico. Giré. Se cruzó en mi camino y me obligó a rodearlo. Sentí su trompa rozarme el cuello y empujarme una vez la diadema. No podía matarlo. Después, al pasar junto a él le arrojé a la sien una lanza con todas mis fuerzas. Madre Durga la guió. El elefante corrió unos instantes, luego se detuvo y cayó de costado. Vajradatta voló del castillo para dar en el suelo. Yo salté del carro. El príncipe yacía de espaldas, con la diadema de turquesas en el polvo junto a él. Ahora parecía el muchacho que era en realidad. Sus mejillas eran redondas e imberbes, su cabello tenía el brillo de la juventud. Se llevó una enjoyada mano a la frente y murmujeó:

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“No me pongas el pie en la cabeza. Pídeme lo que quieras, pero no me pongas el pie en la cabeza.” “Estoy sentado sobre tu pecho y ésa no es posición para ninguno de los dos.” Sus ojos buscaron en los míos mi intención. “Príncipe Vajradatta”, le dije, “nunca le he puesto el pie en la cabeza a nadie. Ahora, ¿si me levanto y te suelto, podremos hablar de príncipe a príncipe?” Me miró, incierto de su deber, y volvió los ojos al cielo como en espera de un signo. Sentí una oleada de calidez hacia él. En tiempos de paz, podría haberlo conocido bien. Habríamos coincidido en los eventos cortesanos. Si yo tuviese una hija, podría haberlo elegido a él en su swayamvara. Quizás ningún signo le llegó, porque giró el rostro para mirar alrededor. “Debes de saber que mi hijo era Abhimanyu. Tenía diecisiete años cuando murió. ¿Cuántos tienes tú?” “Dieciséis”, respondió. “Aunque no soy demasiado joven para acabar con el hombre que mató a mi padre.” “Yo tengo cuatro veces tu edad y soy demasiado mayor ya para pensar que matarte a ti resolvería algo.” “Me haces daño en el brazo”, se quejó, lo que era su forma de decir que se sometía. Lo solté pero no podía aguantarse de pie, así que lo apoyé contra un árbol. “¿Qué edad tenía Abhimanyu?” “Diecisiete”, repetí. Tras una pausa, una grulla voló tocándonos con la fugacidad de su sombra. “¿No has oído decir que el rey Yudhisthira, mi hermano mayor, reinó como emperador desde Indraprastha y que tu padre fue su amigo y el gran amigo de nuestro padre, y que le pagó tributo?” “Eso fue hace mucho tiempo.” “Pero no antes de tu nacimiento. Tus tutores deberían habértelo dicho.” “Mi padre me lo dijo.” “¿Te dijo que el rey Yudhisthira era un mal rey?” “Lo que me dijo fue antes de que tú lo matases.” “Casi venció solo a nuestros ejércitos. Murió de una forma grandiosa, como lo hacen los héroes.” Los ojos del muchacho se llenaron de lágrimas. Pasamos unos instantes compartiendo recuerdos de su padre y del mío y de su amistad. Pronto nos preguntamos uno a otro por nuestras familias. Por último le dije: “¿Nos harías el honor de acudir a nuestro Ashwamedha? Será el día de luna llena del mes de Chaitra del año que viene.” Vajradatta se inclinó desde la cintura pero, al tratar de juntar las manos, hizo una mueca de angustia y, cuando quiso recoger su diadema, gimió de dolor. Yo le había retorcido el brazo. Recuperé para él el aro de turquesas y oro, le alisé el cabello y le coloqué solemnemente la diadema en la cabeza, recitando mantras de coronación. Até entonces una tela en forma de cabestrillo y le puse el brazo en ella. Nos despedimos como amigos.

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CAPÍTULO 38 “¿Es el país del rey Jayadratha?”, pregunté. “Está muerto”, me respondió un labriego. “¿No lo sabías? Murió al final de la gran batalla que hubo allí en el sur.” “¿El sur?”, repetí. “Sí”, dijo el hombre, “cerca de Hastinapura, la Ciudad de los Elefantes.” Para un labrador cualquier cosa por debajo del bosque de Kamyaka era el sur. Yo no quería entrar en el país de Sindhu y, por primera vez, estuve tentado de hacer retroceder al corcel y cruzar el río hacia tierras Kekaya. La idea perduró un instante, antes de que la aventase con un mantra. El caballo era guiado por los Ashwins. No se puede timar a los dioses. Semejante acción habría recaído sobre la cabeza de Yudhisthira y cambiado el mundo de una manera insospechable. No me causaba ningún entusiasmo encontrarme a Dusala. No había tenido oportunidad de conocerla bien. Era la más pequeña de los hijos de Dhritarashtra y, siendo la única niña, acostumbraba a estar con las mujeres. En Hastina, a diferencia de Dwaraka o de otras regiones norteñas, no se enseñaba a ninguna niña a disparar o a montar. La causa era, creíamos, el sacrificio del Gran Patriarca. Éste evitaba a las mujeres. Pero, aunque Dusala hubiese sido mi amiga de infancia, difícilmente le habría dado la bienvenida al que había matado a su marido. Yo sabía que su hijo Suratha vivía y ello significaba lucha. No reconocí a Suratha. Otros de su clan llegaron con cuerdas. Los hombres de Sindh son excelentes con los caballos. En el tiempo que cuesta decir ‘Gran Indra’, le habían arrojado sus lazos a Kalidasa y lo habían atado. Hubo una escaramuza y tuve que matar a cinco hombres antes de poder soltarlo. Una vez hecho, sentí mayor alivio. No había querido aquello, pero en el Ashwamedha los dioses eligen por ti. A un superviviente lo até con su cuerda a un baniano junto al camino y le pregunté dónde estaba Suratha. La respuesta fue que aquél se había suicidado al oír de mi llegada. Sonaron próximas las ruedas de un carro. La idea de que me hicieran matar otra vez me enfureció ahora que me hervía la sangre. Me preparé a disparar. No había hombres junto al auriga, sólo la misma Dusala, con un bebé en los brazos. Estaba angustiada, tenía el cabello enmarañado y desarregladas las ropas. Puso el niño a mis pies y me habría rendido homenaje, pero la cogí por los codos. El miedo tornaba incoherentes su palabras y no dejaba de decir: “Al menos el niño debe vivir.” Busqué señales de sus perseguidores y dije: “Nadie te hará daño mientras yo esté aquí y Yudhisthira se siente en el trono.” Ponía los ojos en blanco, la hice sentarse a la sombra de un árbol y coloqué la criatura en sus brazos. A menudo he comprobado que esto devuelve el sentido a las mujeres. Y así le ocurrió a Dusala. Más serena, dijo: “Arjuna, toma mi vida, pero salva al niño.” Comprendí por fin que creía que yo había venido a matarlo. “¿Qué me estás diciendo, Dusala? Aquello ha acabado ya. No me hables de más muertes.” Vi que no podía entenderme. Me senté junto a ella y la tomé por los hombros para sacudirla gentilmente; me contuve pronto para que no pensara que quería hacerle daño. Sus ojos me miraban sin luz ninguna y creí que sería mejor darle tiempo. Yo estaba aterrorizado de que hubiéramos llegado a considerarnos monstruos unos a otros. La guerra había impulsado a Satyaki a hacer cosas que nunca habría pensado hacer y a Ashwatthama, a matar kshatriyas mientras dormían. ¿Por qué habría de pensar ella otra cosa de mí? Al esperar, recordé que ésta era Dusala, a la que había llevado una vez a cuestas y que me había ofrecido un dulce guardado en su manita para mí. “Dusala, ¿qué te hace pensar que he venido para dar

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muerte?” Y ¿qué habría de pensar, cuando habíamos matado a todos sus hermanos? “Matamos a los tuyos en la guerra, pero eso es ya el pasado.” Ella seguía con la mirada clavada en mí. No parecía haber modo de razonar con ella. “Fíjate en nosotros, Dusala, sentados aquí al borde del camino y en mortal terror uno de otro, cuando en Hastina te llevaba a hombros y tú me reservabas de cuando en cuando algún dulce.” Me detuve, sin buscar mayores argumentos donde ninguno serviría. “Suratha se ha quitado la vida, mi Abhimanyu fue muerto; han dejado estas criaturas en brazos de otros, pero ¿quién cuidará de ellos?” De poco sirve tratar de hablarles con sentido a personas que han perdido la razón. Fue mi balbuceo lo que la hizo volver en sí. Dejó pender la cabeza y lloró quedamente. Permanecimos allí, hablando de los niños y de la edad en que les veríamos crecer los dientes y de cuántas veces lloraban o mamaban por las noches. ¿De qué otra cosa podíamos hablar? Los críos eran el futuro. “Prometamos que a este niño y a Parikshita les enseñaremos a amarse uno a otro. Para empezar, tienes que traerlo al Ashwamedha de Yudhisthira.” Vi una sombra de inquietud interponerse como una nube entre nosotros. “¿Dónde?” “Dónde si no en Hastina, por supuesto.” “Primo”, dijo, “ese palacio está lleno de malos recuerdos para mí. Yo sabía que acabaría habiendo guerra. Después de la partida de dados nada volvió a ser lo mismo. Tenía miedo de todo el mundo. Temía que lo que le había ocurrido a Draupadi me sucediera algún día a mí en la sabha de cualquier otro. Yo estaba allí cuando Krishna llegó con su propuesta de paz. Vi que Duryodhana estaba loco, y Karna también. ¿Sabes?, Arjuna, después de la partida de dados yo no quería casarme y dejar el reino de mi padre. Cuando por fin me desposé con Jayadratha y éste vino a mí con la cabeza pelada por Bhima a causa de haberse llevado a vuestra reina, deseé haber sido una sairandhri independiente. Ése fue el regalo de bodas que me hizo Jayadratha. Cinco mechones tiesos en su cabeza por haberse inflamado de amor al ver a Draupadi. Pensé entonces que los kshatriyas eran como una gran enfermedad. Mi madre tenía una sairandhri que le mezclaba los perfumes y le tejía las guirnaldas. Cuando se encontraba con su marido en la puerta cada noche, se sonreían uno a otro. Yo la envidiaba. Cada vez que veía a Duryodhana, Karna y Duhsasana pavoneándose por el palacio y atropellando las calles me moría de miedo. Es un mal karma nacer kshatriya.” “Mi madre siempre dice lo mismo”, respondí. “Mi madre dice que Krishna debería haber detenido la guerra.” “Pero cuando lo intentó... tú sabes lo que ocurrió entonces. ¿Recuerdas a Jarasandha de Magadha, que apresaba a los reyes para ofrecer un gran sacrificio a Rudra? Si Krishna no nos hubiese dirigido contra él, el mundo estaría sumido en una oscuridad inimaginable y los sacrificios humanos serían el orden del día. Lo que un emperador hace hoy los monarcas tributarios lo harán mañana.” Dusala se estremeció. “Pronto se habría convertido en una costumbre pía ofrecer enemigos cautivos a Rudra. Habría reinado el terror.” Recurrí a mis recuerdos para hacerle comprender: “En Magadha, las tiendas estaban llenas de frutas y flores que nunca habíamos visto. Los orífices, plateros y herreros exponían productos fabulosos encima de las monstruosas mazmorras donde Jarasandha tenía a sus víctimas. Todo el mundo parecía normal, mientras la oscuridad se arrastraba hacia nosotros. Krishna la contuvo.” Kalidasa pacía hierba. Pequeñas flores blancas caían del árbol alrededor de nosotros. Kalidasa levantó la cabeza y cambió su peso de un modo que le hizo a su piel ondearse como el agua. El bebé, que durmiera mis cuentos de horror, se despertó ahora con una sacudida y abrió la boca para gemir.

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“Mira, Dusala”, le dije señalando a la criatura. Había un pequeño brote lechoso en el borde de las encías inferiores. El gemido que pujaba por salir del pequeño pecho surgió ahora con todo el poder. Compartimos tal éxtasis con este primer indicio de un diente que Dusala me pidió que me quedase. Era contra la tradición, pero Kalidasa estaba feliz allí. Y así vi a Dusala hasta la cremación de Suratha y ofrecí con ella las primeras oblaciones. Detenerse en cualquier palacio va contra las normas del Ashwamedha, pero el abuelo Vyasa me había dicho: “Actúa de acuerdo con tu buen sentido y tu Dharma interior.” Yo era el único miembro varón de la familia para ayudar a los sacerdotes en la cremación de Suratha. Coloqué su arco y sus flechas junto al cuerpo y, tan pronto como hube encendido la pira fúnebre, tomé el arco y lo rompí en mi rodilla. Cuando abandoné el palacio de Dusala, ésta me arrojó algo a la mano. Olvidé abrirlo hasta casi dos días después y, al hacerlo, hallé un paquete de dulces como los que me diera tantos años atrás en el palacio de su padre. Kalidasa ahora se dirigió al sur. A los pocos días me hallé en el país de Matsya. Los primos de Uttara nos dieron la bienvenida y me hicieron dormir en el palacio donde fuera maestro de danza de Uttara y las damas de la corte. Visité la cocina donde Bhima reinó en soledad y de la que sacó a hurtadillas exquisitos bocados para nosotros. En ningún lugar había sido yo recibido con tanta cordialidad. Sin embargo, no vi a la reina. Busqué las voces de Uttarakumara y el rey Virata. Caminé por el salón de juegos donde Yudhisthira y Virata habían pasado horas tirando los dados y sentí sus presencias. A veces se sentaban junto al ábaco de ajedrez, hecho de marfil y lapislázuli, que reposaba siempre dispuesto sobre un tapiz de seda. Había serenidad en aquellas estancias, pero la reina Sudeshna yacía enferma en su cámara. Me dijeron que no hablaba con nadie, pero al segundo día me hizo llamar. No la reconocí en aquella mujer de cabeza doblada y nivosa. El pelo que fuera del negro de los cuervos era frondoso aún, pero blanco como la cuajada. Yo no sabía que esto pudiera ocurrir en el espacio de tres meses, pero me aseguraron que había sucedido en una sola noche. “Arjuna”, dijo sin levantar la cabeza. Mi nombre lo sacó como a rastras de su interior. La voz le había envejecido más que el cabello y había en ella un tremor. “Estoy sola”, dijo. Hasta ese momento, me había retraído una sensación de extrañeza. Su desolación me acercó a ella y posé mi frente a sus pies. “Nunca estarás sola mientras haya Pandavas vivos que recuerden toda tu bondad y compasión inagotables con Draupadi. Parikshita se parece a Krishna y tiene los miembros de Uttarakumara. Ven a Hastina y quédate con Uttara y su niño. El Dharma ha cambiado tras la guerra, ahora somos más libres... y el niño es glorioso.” No podía dar respuesta y no levantó la cabeza siquiera. Yo estaba arrodillado a sus pies con sus dos manos en las mías. Estaban frías y desvaídas. La sentí emparedada en los muros del dolor. Le hablé extensamente de la gallardía de Uttarakumara en batalla, de la sonrisa que me había dirigido antes de caer. Le hablé de Shweta y de cómo habían luchado aquellos dos grandes reyes, Virata y Drupada, con el valor de un centenar de hombres. Y de mi encuentro con Pavitra, el hijo que ella adorara, antes del último día de guerra. Aunque yo lloraba al rememorar todas aquellas cosas, ella no podía evocar sus lágrimas. “Sabes que han conquistado el cielo de los guerreros. Te lo imploro, no sufras. Uttara te necesita”, le dije apretándole las manos contra mi frente. Estaba tan convencido de que si le hablaba lo suficiente la dejaría más serena... pero no importaba lo que le dijera de su nieto ni cómo se lo dijera, no levantaba la cabeza. Esperé que el tiempo hiciese por ella lo que yo

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era incapaz de hacer. Lo hizo, aunque no de la forma que yo imaginara. Pasados unos meses, su espíritu dejó el cuerpo para unirse al Señor. Seguí a Kalidasa al sur. Si hubiera marchado hacia el oeste, podríamos haber llegado a Dwaraka. Los dioses te llevan adonde deben, no donde tu corazón quiere. Si tú prevaleces, el resultado puede ser peor para ti. De pronto, el corcel se volvió hacia el este y me condujo al país de los Chedis. El príncipe Chedi era nieto de Sisupala, al que Krishna había matado en el Rajasuya, e hijo de nuestro gran aliado Dhristaketu, cuya hermana se casara con Nakula. Tenía los separados ojos Vrishni y mi pelo rizado. Al acercarme a él me recordó a Satyaki y la alegre sonrisa que le iluminaba el rostro antes de que cayeran sus diez hijos. Sólo por eso lo habría amado, pero él tenía además fuerza y entendimiento y se mostró ansioso por acudir al Ashwamedha. Jaya, el hijo de Sahadeva de Magadha, era, como su padre, nuestro gran amigo en la adversidad. Había oído la leyenda de cómo danzamos en los tres grandes tambores antes de entrar en la ciudad y matar a su abuelo Jarasandha. Me preguntó si era verdad. La mayor parte de lo que se contaba no lo era, pero admití que habíamos llegado disfrazados de brahmines, lo que le hizo reír. “Yo habría sabido que tú eras Arjuna”, dijo. “¿Quién más tendría esas cicatrices en los dos brazos? ¿Cómo era mi abuelo?” “Lo llamábamos Jarasandha el Terrible”, le dije, “el Azote de Bharatavarsha. No era ningún cobarde, en absoluto, y pensaba complacer a los dioses con sacrificios humanos. Yo creo que habría ofrecido su propia vida, si hubiese pensado que los dioses la querían. Así que puedes honrarlo por eso, si es tu deseo. Pero al final, los dioses se lo dejaron a Bhima.” “Honraré antes a mi padre. No era de ese modo.” “No, no lo era, y nunca olvidó su lealtad a Krishna cuando parecía que no podíamos ganar. Unió su akshauhini a nuestras seis, en lugar de inflar las muchas de Duryodhana.” “Yo habría hecho lo mismo”, dijo Jaya. “Entonces eres nuestro hombre”, repuse. “Te darás cuenta de que recordamos la valentía. Tendrás un lugar de honor en el Ashwamedha.” Empecé a entender el método de Kalidasa. Tenía poco que ver con la victoria o la batalla. Me llevaba en un viaje a través de mi vida. Continuó ahora hacia el este, camino de Manipur, donde me casara con la princesa Chitrangada cuando realicé mi peregrinación tantos años atrás. La dejé, tal como era allí la costumbre, cuando nació nuestro hijo Babhruvahana. En éste, al no haberse unido a mí en la guerra, no había querido pensar. Había esperado que Kalidasa lo evitase, tal como aquél me evitara a mí, pues Manipur no es de fácil acceso. ¿Cómo podía un hijo no acudir a su padre? Tenía un aire robusto cuando lo dejé, pero oí que el padre de Chitrangada murió poco después y Chitrangada no tenía hermanos. ¿Se había apegado esta joven reina en su soledad al niño hasta el punto de descuidar su instrucción en las armas? Y sin embargo, no había temor en Chitrangada. En su forma pequeña y frágil, no más grande que la de Uttara, vivía una reina que gobernaba a una valerosa nación, decían, con amor y sabiduría. ¿Había hecho a nuestro hijo demasiado manso o me había desterrado de su memoria? Una bandada de recuerdos ocultos por el follaje de los años alzó el vuelo. De aquella enorme niebla iridiscente de dulzura uno se destacó: la mirada de Chitrangada cuando le pregunté si aceptaría que me quedase con ella. Trazó mis rasgos con su dedo anular y dijo: “Arjuna, Arjuna, ¿puede la flecha quedarse una vez la has disparado?” Yo moví la cabeza. “Entonces no puedes quedarte”, terminó.

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“Pero estoy aquí”, repuse, “y mi corazón es tuyo.” “Algún dios te ha traído a mí por algún tiempo”, dijo. “Aunque aquí te quedases, llegaría el día en que un impulso te haría partir. Has de dejar estos montes y el destino encontrará el modo de llamarte. Déjame que sea yo quien diga que el tiempo ha llegado. No debes sentir que te he ligado, más que por amor, que es un don. Yo sabía que habría dolor.” Permanecimos juntos frente al ventanal, contemplando su reino rodeado de montañas. “Pero el dolor sería mayor si esto se convirtiese en una prisión para ti siquiera por un instante.” “¿Una prisión?”, dije. “El dolor es mío al oírte hablar así. ¿Has sentido mi pasión menguar?” Ahora, al recordar mis propias palabras, sonreí igual que ella lo hizo, con aquella pequeña sonrisa que era a medias compasión. Qué ingenuo era aquel joven Arjuna al pensar que la pasión era una prueba de amor. Yo había recorrido muchos caminos desde entonces y sabía que el amor era lo que habíamos experimentado con Draupadi y lo que hacía de Subhadra y de mí uno solo. En aquel tiempo, me perdí en disquisiciones sobre las noches de amor que habíamos pasado juntos y le recordé lo que ella me había dicho y lo que yo le dijera y lo que mi corazón había sentido y le di mi promesa de no olvidarla jamás. Eso era antes de ir a Dwaraka. Sin embargo, amé a Chitrangada. Algo se destacó de aquella niebla de dulzura. Era mi amor por Chitrangada. Había sobrevivido años al olvido. Los hombres rudos de su nación me saludaron a su manera bárbara. Yo estaba extrañamente conmovido por los fieros rostros de estas gentes tan leales a la reina, a quienes su padre se la había confiado. Sabía que podían abrirme en canal sin mayores ceremonias y escudriñar acaso mis entrañas en busca de signos para su próxima cacería. ¿Eran, al fin y al cabo, estos sacrificios de sangre antivédicos los que se habían introducido en nuestra Aria tradición? ¿Habían contaminado, siglo tras siglo, la pureza de la visión de los rishis? ¿Era ésta la razón de que Krishna tuviese que cambiar el Dharma? Los reinos en las estribaciones montañosas de la Morada de las Nieves están poblados por tribus cuya cultura proviene de los hunos, pero, sean lo que sean, su lealtad es ejemplar. Se cuenta que eran capaces de acuchillar al enemigo aun después de haberles rodado la cabeza por los suelos. Desprotegidos e inmutables caminan yojanas y yojanas de nieve y aludes para matarte, si quieren, o para saludarte, si así lo desean. Como los montes, se yerguen desafiantes frente a los anhelos y trabajos de los hombres. Las montañas son su cuna y cementerio. Las cimas y las nieves inmovilizan la mente. Hay algo en esas gentes que retrae a los hombres, a menos que caminen en pureza. Invitan a la ascesis y heroísmo. Entras arrogantemente, conocedor del peligro al que te expones, sabiendo que guardianes invisibles te esperan para destrozarte o apagarte la vida como si fuera la llama de una lámpara. Es un terreno de pruebas. Durante mis años de peregrinación me había enfrentado a todo ello y sentido su espada oculta. Lo que sentía ahora era un desnudo desafío. Ahora yo era Arjuna, el conquistador, e inseguro, sin embargo, como nunca lo había estado porque aquél era el reino de mi hijo. A ratos lo veía como el muchacho con el que me había portado injustamente por no haberlo llamado nunca junto a mí y un instante después como el hijo que me había fallado cuando su brazo y su akshauhini podrían haber equilibrado la balanza en el Kurukshetra. Marché así por el escabroso camino de montaña, primero en un estado de ánimo y después en otro, lo que por sí solo era un riesgo ya. El sendero era empinado y viboreante y, a un lado, caía verticalmente hasta un río de aguas precipitadas junto al que los cedros se veían tan pequeños como las agujas de los pinos. A esta altura, los árboles surgían horizontalmente del costado de la montaña. A veces, cortaban el camino y tenía que hacharlos, miembros de desafiantes guerreros. Y cada vez que lo hacía, sabía que había fallado en mi misión de paz, pues estaba colmado de ira. La montaña que fuera mi amiga la última vez y me llevase a Chitrangada era ahora mi enemiga. La paz no se consigue batallando a nuestros enemigos,

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sino a nosotros mismos. Yo lo había olvidado en aquel inexorable ascenso. Las aguas precipitadas en el valle me enardecían la sangre. Había tenido que luchar con algunos de los guardias de Chitrangada cuando vine por primera vez a la ciudad de Manipur, pues aquéllos habrían protegido a la princesa y a su padre con los dientes, si hubiesen perdido las armas. Reinaba ella desde un trono seguro. Ahora, recordé sus palabras cuando la urgí a venir conmigo. “Arjuna, nosotros somos reyes y representamos el destino de nuestros pueblos ante los dioses. Si traicionásemos su confianza, ¿por qué no habrían de hacernos lo mismo los dioses, a nosotros y nuestro amor? Mis sacerdotes me dicen que las ruedas de tu carro correrán avendavaladas por toda Bharatavarsha y un día te traerán de vuelta, aunque fugazmente. Tu destino está en otra parte. Cuando sea Reina y muy vieja y doblada y tengan que apoyarme en el trono, acaso las ruedas de tu carro traigan su música una vez más a las piedras de mi patio.” ¿Qué de mi hijo?, pensé otra vez. Debería haber venido, un hijo a su padre en tiempos de necesidad. Estaba cansado y sentía incertidumbre ante lo que en los ojos de mi hijo tendría que enfrentar. Nunca lo había hecho llamar ni había venido a verlo, pero su madre debería haberle dicho que estábamos en el exilio. Traté de representármelo, ¿era Ario o bajo y fornido, una pequeña torre de hombre? Mi ánimo cambiaba rápidamente de las imaginaciones de tiernos encuentros a las de ásperas reconvenciones. La fortuna quiso que Babhruvahana me hallase en pleno estado de irritación. Era puro Ario. Quizás eran su altura y su anchura, el derroche que implicaba que se hubiera quedado en casa... y entonces mi corazón dijo: Pero al menos un hijo vive. Y luego: Pero Abhimanyu, Shrutakirti e Iravat no. Con la prontitud del respeto, corrió a poner su frente a mis pies. “Bienvenido, padre”, dijo al postrarse, pero algo me poseyó. “¡Quieto!” Era rápido, pues alzó los ojos enseguida, acostumbrado sin duda a las órdenes por sorpresa de sus instructores marciales. Examinó mi rostro y luego mis pies, como si hubiese estado a punto de poner la cabeza sobre heridas. Levantó la vista aguardando mis palabras: “¿Padre?” No sé lo que me impulsó en ese instante, quizás la necesidad de probar su valor, pero aquel humor perverso inventó las palabras por mí. “No me gusta tu mansedumbre, Babhruvahana. Había esperado que mi único hijo vivo fuese un guerrero, no un eunuco pronto a doblegarse.” Babhruvahana me miró incrédulo, esperando casi verme sonreír como si le hubiese hecho una broma. Pensé que debía convertir en humor mi insulto, pero mi voz opinó de otro modo y dijo: “Puesto que has venido a mi encuentro, debes de saber qué me trae aquí.” No esperé su respuesta. “¿No sabes que se supone que debes atrapar el caballo sacrificial?” “Pero, Señor”, dijo. Vi en los rostros inexpresivos de los sacerdotes que no les gustaba el modo en que le hablaba. Sus jefes kshatriyas me calibraron. Un cortesano barbudo, que había sido Primer Ministro de su abuelo, dio un paso adelante e intervino: “Pero, príncipe Arjuna...” Babhruvahana lo contuvo con un gesto casi imperceptible de su mano y movió mínimamente la cabeza en dirección al caballo. En cuanto volví la mirada, descubrí que uno de los jóvenes de su guardia había arrojado el lazo al cuello de Kalidasa y que otro le sujetaba ya las ancas. Simulé no verlo. El muchacho mostraba respeto todavía, pero sus ojos decían: ¿Y ahora qué? Bajé del carro y clamé:

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“Bien, Babhruvahana, ¿vas a desafiarme o tendré que disparar la flecha yo primero?” Los ojos del chico se endurecieron. “Como quieras, Señor. Vengo desarmado.” “¿No es eso que portas una espada?”, le increpé señalando el cinturón, “¿o es una chuchería enjoyada?” Yo lo sabía bien. No era ninguna chuchería, sino la hoja de su tatarabuelo, que Chitrangada me diera a mí y yo dejara para él. “Si es así, podemos luchar.” Algunos de los que nos rodeaban contuvieron el aliento. Si él hubiese sonreído otra vez, yo me habría reído como si todo aquello no fuera más que una broma. Pero había puesto la mano sobre su espada y yo saqué la mía. Me desprendí de la pieza superior de mi ropaje. Él hizo señal a uno de sus hombres para que la recogiera y se desprendió de la suya. “Soy el hijo de Chitrangada, reina de Manipur. Por esta espada niego al caballo sacrificial la entrada a mi reino. Príncipe Arjuna, vete por donde has venido o lucha.” Me gustó la forma en que lo dijo, sin innecesario griterío, pero me dolió que se reconociese sólo como hijo de Chitrangada. Yo pronuncié mi nombre secamente, decidido a despojarlo de su arma y exigirle derecho de paso. Serviría para mostrarle a este hijo mío y a todos sus hombres de qué madera estaba hecho yo. Nos arrojamos uno contra otro con las espadas desnudas. Sentí una torcedura en la muñeca derecha y vi un relámpago de plata mientras el dolor me subía por el brazo. Creí que la espada se había roto hasta que oí en el suelo su clangor. Miré otra vez a Babhruvahana. Recogía mi arma y me la tendía con gesto cortés. Lo había valorado pobremente; ahora ya estaba advertido. Esta vez Babhruvahana hizo mi espada a un lado, pero yo la tenía bien aferrada. Su hoja se elevó muy por encima de su cabeza y, con las dos manos, golpeó hacia abajo. No hubo tiempo para pensar. Cuando volví en mí, tenía una niebla ante mis ojos y grandes aves de presa me hincaban las garras firmemente en la cabeza mientras me picoteaban el seso. Traté de espantarlas para que viesen que no estaba muerto y maduro para sus picos, pero no pude alzar el brazo. Sentí entonces un frescor en la frente. Ahuyentó a las carroñeras pero sólo por unos instantes y después oí un desgarrón junto a mi oído. Las garras se hincaron más profundamente. Creí que perdería el sentido otra vez, pero la niebla ante mis ojos se hizo menos densa. Luché por dar significado a las imágenes que empezaba a ver. Percibí, por fin, un techo de madera tallada: la cámara de Chitrangada. El sonido de sierra contra madera era el llanto de mi propio hijo. Sonido, luz y movimiento reverberaban en mi cabeza y eran un tormento. “Por favor, no hagas ese ruido”, supliqué y traté de levantar una mano. “¡Estás vivo, mi Señor!” Era la voz de Chitrangada y el frescor en mi frente era un paño húmedo que su mano me pasaba. “Mi hijo lloraba porque creía que había matado a su padre.” “Gracias a los dioses, y no a mí mismo, estoy vivo aún”, murmuré débilmente. La cabeza me palpitaba de un modo terrible. Tales eran las palabras que le decía a Chitrangada dieciocho años después. Me costó varios días recuperarme y podría haber tardado más de no haber sido por los físicos de Chitrangada, conocedores de pociones de montaña que me hicieron ingerir para acelerar la curación después de que Ulupi me hubiese devuelto a la vida con magia naga. Babhruvahana sentía tal alivio por no haberme matado que se disculpaba a cada hora del día. Había entre nosotros ahora mucho amor y, si mi pregunta silenciosa era por qué no me había prestado su brazo en la guerra, la suya era por qué lo había obligado a desafiarme. Fue imprescindible Chitrangada para explicarnos uno a otro. De su corazón no me había expulsado nunca Chitrangada, pero los años habían temperado sus sentimientos y la habían desnudado de pasión. Me hacía sentir que tenía una

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hermana. Mi vergüenza por no haberle enviado nunca noticias se veía curada por su discreción y ausencia de preguntas. A mí siempre me había gustado la compañía de las mujeres, ya fuesen pequeñas muchachitas o abuelas canosas. Me di cuenta aquí, sentado con Chitrangada y mirando el valle en las profundidades, de que en esta campaña no había tenido otro pensamiento que el de dar solaz a las mujeres. Y, si ello resultaba natural después de la guerra, porque las desgracias de un tipo u otro eran el orden del día, yo sentía que me había convertido en un kshatriya al fin, portador de ayuda y protección. Desde el diván en que reposaba contemplé los montes con sus turbantes de nieve. Manipur parecía ser otro mundo, elevado por los dioses mediante un raro mecanismo y suspendido allí durante todos los años de conflicto. Le pregunté a Chitrangada cómo había logrado su reino permanecer ajeno a la turbulencia general. “Manipur es pequeño, mi Señor”, dijo, “un país demasiado árido y apartado para preocuparse por él, y gobernado por una reina sin ambiciones. Tenemos poco tributo que codiciar. Y además...” Alzó las palmas al cielo. Percibí que contendía con algo que no me podía decir. Pasaron unos instantes. “Un país tiene un destino. Cuando te fuiste, rogué a los cielos que me hiciesen sabia y que a través de mí guiasen a mi pueblo. Los cielos debieron de oírme porque me dieron fuerzas al partir tú. Yo sabía que mi amor y mi nostalgia habían de servir a algún propósito, si no quería que me destruyesen. Lo hice por mi hijo y por el pueblo que mi padre puso en mis manos. Tomé al niño y con dos de mis sacerdotes fui al bosque durante semanas y meses para ganar un mérito que protegiese mi reino. Vi cada árbol, cada pájaro, cada río y cada brizna de hierba como.... mi Señor Arjuna. Mi corazón, en anhelo de ti, lo arrojé al fuego sacrificial. “Mientras estábamos en los bosques”, continuó, “Babhruvahana hizo voto de no tomar nunca las armas sino para defender a su país.” “¿No tiene deseos de conquistar?” “No tiene deseos de conquistar.” Algunas cosas no deben ser arrancadas al silencio, así que no pregunté si habría venido de haberlo hecho llamar yo. Sólo dije que me había avergonzado llamarlo por no haber venido nunca a verlo. “Pero ¿acudiréis ahora los dos al gran sacrificio? Serías tratada con grandes honores y recibida como hermana por Draupadi y Subhadra.” “Arjuna, no sé si yo debo ir, pero enviaré a Babhruvahana.” Algo se iluminó en mí. Un hijo de mi más pura semilla estaría entre nosotros para el sacrificio. Dejé la capital como lo hiciera muchos años atrás, acompañado con gran pompa por Chitrangada en un elefante enjaezado y enjoyado y por Babhruvahana en otro. El resto de los hombres y mi hijo se alejaron con tacto para dejar que Chitrangada y yo nos despidiéramos en soledad. “¿Te acuerdas de lo que te dije la última vez?”, me preguntó mirando las terrazas de los valles que acabábamos de abandonar. Yo me acordaba de que nos habíamos detenido unos instantes como ahora, mirando abajo, donde nuestro hijo esperaba en brazos de su niñera el retorno de la madre. Hice un esfuerzo para traer a la memoria sus palabras, pero no lo conseguí hasta que las repitió. “Dije que galoparías por el mundo como un fuego salvaje, que los reinos capitularían ante ti, que, si así lo quisieras, no tendrías más que sonreír para que los hombres te siguieran y las mujeres también. Tu destino era conquistar.” Se extrajo del dedo el anillo de zafiro que yo le diera y lo puso en el mío. Ahora recordé. Salimos del valle. Los montes que lo rodeaban estaban cubiertos de verde y de flores silvestres, que se extendían en generosas alfombras resplandecientes. Al mirar atrás, vimos el

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centelleo de los lagos alrededor de pequeños puntos que eran los palacios... palacios desde los que había presenciado las carreras de barcas reales con Chitrangada. Cuando llegó el momento de descender nos separamos. Al llegar al pie de los montes, vi que el país no era rico. Las casas estaban limpias, pero muy a menudo eran de ruda construcción. Los campos resultaban pequeños, aunque las cosechas eran recias y sanas y había muchos árboles frutales. Los rústicos se mostraban prontos a sonreír... vi dos pastores bailando al son de una flauta. Había una dulce serenidad en las mujeres mientras realizaban sus tareas. Chitrangada había extendido una red de armonía sobre el país y su sentir me acompañó varios días. Nunca había visto con tanta claridad a Bharatavarsha, sus ríos y sus montañas, sus árboles y lagos y cielos, sus cinturones de arena blanca en el sur donde las palmeras imitaban el sonido de la lluvia, como nuestra Madre cuyo seno había pisoteado la guerra. Arios y no Arios, Nagas y Kukis y Dashras, y gente del bosque de todos los tipos... a todos nos nutría con su leche. Descendíamos cuidadosamente un camino de montaña, cuando Kalidasa se detuvo como si hubiera estado esperando desde la partida de Hastinapura verme comprender. Mente y corazón se me dilataron y el pulso se me aceleró como ocurre a veces cuando nuevas ideas se insinúan. Habíamos viajado por muchos reinos y respirado su aire, comido de los frutos de sus tierras y bebido de sus ríos. Se habían convertido en una parte de Kalidasa. Él era el Rey con derecho de paso. Había pensado que yo, Arjuna, conquistaba los territorios para el Primogénito, pero yo no era sino el guardián y el servidor de Kalidasa. Los rústicos, comprendiéndolo, le habían ofrecido las manzanas más dulces. Si Kalidasa ascendía al fuego sagrado, sería su ofrenda también... Vi estas cosas tan claramente como cuando una niebla ante una montaña se desvanece. Mis dos abuelos se lo habían dicho muchas veces a Yudhisthira: “Aquel que a sí mismo se sacrifica ha sido elegido como Sacrificio.” Este conocimiento era como la tela que Duhsasana había tratado de arrancar a Draupadi después de la partida de dados: seguía desovillándose y desovillándose y mostrando colores siempre nuevos, cuando pensabas que hacía rato que debía haber llegado a su final. Dejar las montañas siempre me causaba dolor, pero Kalidasa me consoló y dijo que me conducía a otra cordillera. Lo seguí hacia Gandhara. Nunca había estado allí. Hay un himno que invita a la fiebre a dejarnos para ir a los de Gandhara, los de Anga y Magadha, porque ninguno de estos pueblos pertenece realmente a nuestra tradición védica. Yo había oído a algunos viejos sacerdotes cantarlo no mucho tiempo atrás, con ocasión de un resfriado de Parikshita. Así que siempre había visto Gandhara como un país lleno de espíritus de la fiebre y de Sakunis, y unos y otros no se los representaba de forma muy distinta mi fantasía. Kalidasa me condujo a las estribaciones montañosas. “Tierras de Sakuni, ¿eh?”, le dije. Gandhara tenía que ser parte del imperio de Yudhisthira. Nuestras fronteras noroccidentales no debían detenerse en las montañas. Gandhara era la puerta al mundo del que Sakuni alardeaba una y otra vez, como si nosotros no fuésemos sino sus primos pobres o toscos pardales. Menos uno de sus hijos, todo el resto y Sakuni mismo estaban muertos. Tenía ganas de acabar con aquello. El territorio de Sakuni significaba traición detrás de cada peña y percibía una presencia hostil. El corcel volvió el hocico hacia las cimas nevadas, que se elevaban al noroeste de nosotros. Al acercarnos a los montes, vientos opuestos nos mecieron. Cuando empezamos a ascender, nos llegó su embate. La nieve forma pilas muy altas en Gandhara, incluso en verano, y la temperatura era gélida. Los llanos eran más áridos de lo que los alardes de Sakuni me habían invitado a esperar y deseé haber partido con más provisiones de las que llevaba conmigo. Había

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extensiones interminables de suelo seco y arenoso. El mundo se convirtió en un desierto con pequeñas motas negras que eran rebaños paciendo de las matas. No hay nada que alivie la vista en tales sequedades. La única razón por la que uno podría querer semejante país en nuestro imperio era por su ventaja estratégica de hallarse entre el este y el oeste. Se decía que nuestros ancestros de Bharatavarsha se habían aventurado por tierra al otro mundo a través de estas llanuras y de los altos pasos en los montes nevados. Me pregunté si el país, entonces, había sido tan inhóspito como lo era hoy. La idea de que puede llegar a faltarte el agua crea una sed contra la que yo estaba luchando, cuando sentí la tierra reverberar con la aproximación de muchos cascos de caballo. Las gentes de Gandhara son los mejores jinetes del mundo y pueden yugularte antes de que te enteres. Los hombres de Sakuni no tendrían escrúpulos en ignorar mis desafíos individuales. Vi puntos moviéndose en el horizonte hacia adelante. Debían de ser unos dos mil hombres los que galopaban contra mí. El caballo sagrado se detuvo. ¿Y qué tenía que hacer yo? Mi pensamiento voló a Yudhisthira. ¿Había hecho todo este camino sólo para fallarle ahora? Si el Primogénito estaba en el lado del Dharma, ¿no debía tratar de llevarme el caballo de allí? Entonces, recordé al abuelo Vyasa diciendo: “Sigue al caballo. Es el caballo sagrado el que conoce Sus caminos. El caballo es, en verdad, Prajapati.” Empezó a trotar; luego, de pronto, partió al galope directo hacia la hueste. Y yo lo perseguí mientras preparaba un discurso por si alguien se mostraba dispuesto a escucharlo, cosa poco probable, en cualquier caso. Los jinetes avanzaban hacia mí como un océano y me dispuse para saludar a Yama. Pero, aun antes de verles los rostros, percibí que su energía estaba dirigida hacia otra parte, no hacia mí o el sagrado corcel. Los rostros de los hombres que quieren matarte están siempre tirantes de odio y tienen una inconfundible tensión en los ojos. Pero aquellas faces miraban a otra parte. Creí al principio que seguían a un líder, pero pronto vi que el hombre sobre el que convergieron sujetaba una cosa peluda a su costado, algo pesado y de difícil manejo. El hombre aguantaba el látigo con los dientes para asegurar su presa. ¡Gran Indra! Mi cabeza se llenó de pensamientos. ¿Estaban los hombres de Gandhara tan desesperados como para perseguir de este modo a un solo animal o era aquel hombre un ladrón? Yo sabía que les cortaban la mano a los ladrones por la muñeca. No hubo más tiempo para elucubraciones. Algunos de los hombres me ordenaban retroceder agitando los látigos, así que me volví y me hallé empujado por ellos, rodando como una concha bajo el impulso de corrientes poderosas. ¿Dónde estaba Kalidasa? Volví la mirada y vi un destello como de negras luces muy cerca. Era Kalidasa. Por todas partes nos rodeaba el griterío y no tardé en sentir los chicotazos de las correas. Mi único pensamiento era ahora alejarme de esta tropa enloquecida. Vi a algunos de los jinetes fustigarse el rostro unos a otros y no pude ni imaginarme el sentido de aquella carrera salvaje. De pronto los hombres convergieron en mí, chillando y bramando, blandiendo sus látigos, de forma que un silbido constante me torturaba los oídos. En este mundo demoniaco, busqué lo único familiar e, inclinándose hacia adelante para escapar a los azotes, atisbé a Kalidasa delante del caballo que precedía al mío. Éste tenía ahora el peludo bulto cruzado sobre el lomo. Kalidasa lo empujó hacia mí. Pude oler la sangre. Quedamos más cerca que los tres caballos del tiro de un carro. El corcel sagrado chocó de lado con el que corría entre él y yo. Me encontré la carcasa mutilada arrojada al cuello de mi montura y, sin pensar, la sujeté bien fuerte.

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Kalidasa ahora se lanzó hacia adelante. Era una carrera. Galopamos tras él. El jinete a nuestras espaldas gritaba con ira gutural y yo hinqué los dedos en el bulto peludo para descubrir lo que era. Observándolo de soslayo vi un cordero sanguinolento y descabezado. Supuse que se trataba de un ritual bárbaro y concluí que estaría a salvo mientras conservase aquello conmigo. Podía ser, sin embargo, un arma de dos filos. La única certeza era Kalidasa, así que hice lo que había hecho siempre: lo seguí a su propia velocidad. Galopamos y galopamos hasta que el resto de los jinetes quedó muy atrás. Un poste centelleó a mi derecha. Kalidasa giró bruscamente y pasé de largo junto a él; tuve que aflojar el paso de mi caballo y dar la vuelta. Y, una vez más ahora, me condujo directo hacia los hombres salvajes y sus nubes de polvo, que el fuerte viento arrojaba sobre nosotros. Los caballos relinchaban, se apartaban y se arrojaban unos contra otros, cuando caíamos sobre ellos emergiendo de la tormenta que los precedía. Por fin hube cruzado la tropa, aparte de los jinetes rezagados. Pero aquélla había dado la vuelta y me perseguía. Una vez más recorrí el llano en la estela de Kalidasa. Y entonces hizo lo más extraño de todo: aminoró la marcha y se volvió para mirarme. Estaba en un círculo de piedras. Me detuve junto a él y, en mi desconcierto, le dije: “Aquí, Kalidasa, esto es tuyo.” Dejé caer la ofrenda ritual a sus pies. Vi la constelación en su frente, que había perdido el blanco bajo un gris de polvo. Seguí su mirada. Los jinetes que se habían recuperado y habían conseguido seguirnos nos mostraban los dientes bajo sus bigotes encostrados de polvo y gritaban algo. Kalidasa no se movió, así que me mantuve en mi posición. Vi entonces que me sonreían. Parecía que había realizado por ellos el ritual. Sólo un sujeto horrible vino hacia mí exponiendo sus dientes de oro. No lo reconocí, pero unió las manos en respetuoso saludo y me habló en un sánscrito fluido aunque con fuerte acento bárbaro. Había formado parte del séquito de Sakuni como auriga en Hastinapura y explicó ahora que yo era el vencedor de aquel juego extraño. Bajé la vista hacia el cordero y comprendí que éste y Kalidasa habían hecho el trabajo por mí. Porque ahora, no sólo tenía agua en abundancia, sino que me había convertido en el héroe del día. Me obsequiaron con añojo estofado que, para mi gran desasosiego, fue servido en un plato comunitario. Los hombres en torno a mí hundían sus polvorientas manos de largas uñas en la carne, antes de comérsela y lamerse los dedos como preparación para su siguiente saqueo del plato. Nuestros sudras y parias podrían haberles dado lecciones de higiene. Eran tribus nomádicas y no tenían ningún sentido de la limpieza. Sin embargo, yo les estaba agradecido. Me honraban cuando, siendo un extranjero, podrían haberme asesinado por mi interferencia. Me tenían ahora en tan alta estima que sometí mi voluntad para complacerlos y participé de aquel rancho horrible y grasiento. Me ofrecieron la mejor tienda y una muchacha para la noche, pero ambas tenían un penetrante olor y mis Arias narinas me obligaron a declinar. Mi intérprete me dijo serenamente que mis huéspedes se habían tragado aquel insulto porque yo era el campeón de su juego anual y me consideraban más sagrado que cualquier otra cosa en sus toscas vidas. Aunque la noche era fría, preferí pasarla bajo las estrellas. Mi último pensamiento antes de dormir fue que, por rudos que fueran, resultaban más dignos de confianza que Sakuni. Lo que me esperase a partir de aquí en este reino sería sin duda más peligroso. Pero sólo había una cosa que hacer: seguir a Kalidasa; él era, en efecto, Prajapati. Al noroeste había una gran cordillera montañosa y Kalidasa me condujo, por un paso entre precipicios, a un valle profundo. El viento mordía cada tarde poniendo a prueba mis ropas de lana con dedos glaciales. Nos apresuramos a descender a menores altitudes donde el país empezaba a allanarse.

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En una ocasión, cuando hube montado mi tienda, el cielo centelleó y llegó el sonido de distantes akshauhinis en avance, miles y miles de ruedas repicaban en las piedras y su eco reverberaba por los montes. El relámpago destelló más cerca y, cuando el trueno lo siguió, portaba el sonido de astras explotando por todas partes. Al contemplar los cielos a través de la abertura de mi tienda, serpientes de fuego zigzaguearon justo encima de mi cabeza y vi sus lenguas parpadeantes. Había destellos difusos también que iluminaban el cielo y las montañas. Nunca había visto semejante excitación de Indra. Pero el día siguiente fue azul otra vez; fragante estaba la tierra y el aire, colmado del cantar de los pájaros. Si no hubiera sido porque en mis oídos resonaban todavía los truenos y los clavos de mi tienda estaban todos arrancados, habría pensado que la tormenta había sido un sueño. Abajo en el valle, el hijo de Sakuni vino a mi encuentro con una docena de carros. Antes de que pudiera ofrecerles mis saludos, Kalidasa se debatía ya con el lazo alrededor del cuello. Se encabritó con tanta violencia que apenas lograban sujetar la cuerda y, cuando quisieron trabarle las patas, mató a uno de los aurigas de una coz en la cabeza. Sin perder el tiempo en desafíos, el príncipe me melló la diadema con una flecha de cabeza de serpiente mientras que yo le partí su arco con el mío. Sus hombres me rodearon, pero el hijo de Sakuni era orgulloso y los contuvo. Tras haberle partido dos arcos más, sacó la espada. Me dispuse a derramar su sangre, pero los dioses nos lo impidieron y enviaron a su madre en su carro. La mujer se arrojó entre los dos y estuvo a punto de que la descabezáramos. Sentí su peso en mis pies y, por un momento, creí que el tajo del príncipe la había alcanzado, pero sólo le había rozado el hombro. Con un grito de angustia, él arrojó su espada. Yo levanté a la sollozante mujer. “Te lo suplico. Te lo suplico”, repetía como si se hubiese olvidado de toda otra palabra. Ayudamos a su forma temblorosa a subir al carruaje. El príncipe posó la cabeza a sus pies. Ella le tocó el cabello y se esforzó por encontrar palabras. Era una mujer de extraordinaria belleza, con grandes ojos grises como los que la venda de tía Gandhari debía de haber ocultado. Su nariz era aquilina, como la de la mayoría de las gentes de Gandhara. Había algo en su porte que, incluso en aquella extrema aflicción, me llegaba al alma. Dejó escapar un suspiro estremecido. Tras él su respiración se serenó. Las lágrimas le corrieron por las mejillas desde sus ojos cerrados. Retuvo la mano de su hijo y, cogiendo la mía, trató de unir palma con palma. “Promete”, pidió. “Promete.” Y eso fue todo lo que llegó a decir. Sentí como la marea de algo irreconocible llegar desde ella hasta mí. La mujer retenía nuestras manos en este camino desde cuya altura se dominaba el reino. Algo aguardaba suspendido, esperando una palabra. Pero había sólo silencio, un silencio que creció hasta que dio la impresión de que el destino se extinguiría, si no se manifestaba en palabras. Por fin, habló. “La Tierra quiere paz”, dijo. “La Tierra se ha bebido el sacrificio de sangre. No necesita más. No puede tomar más sangre ya.” Habló como en un trance, con los ojos cerrados aún. “Si los kshatriyas vierten más sangre de la debida, la Tierra no la aceptará. La vomitará. Habrá consecuencias horribles. Los Pandavas fueron tratados con injusticia y hemos pagado el precio.” Volvió la cabeza y fijó en mí aquellos ojos grandes del color del humo. Un estremecimiento me recorrió. Aún los bañaban las lágrimas. Y, cuando mi pensar se recobró, me pregunté cómo había podido pasar tantos años con Sakuni. Sentí una palma relajarse sobre la mía y apretármela en señal de promesa. Los ojos del príncipe hallaron los míos. Había promesa en ellos también. Hizo señal a sus hombres de que soltasen a Kalidasa y envió a uno de sus guardias a mostrarme el camino entre los montes. “Que Pusan sea tu guía”, me saludó el guerrero.

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De nuevo estuve solo con Kalidasa. Los momentos que habíamos vivido reverberaban en mí. Sentí que habían tenido lugar muchas veces y que seguían ocurriendo y que la senda que habíamos tomado era recorrida muchas veces, como si ninguna otra cosa o camino fuera posible. Kalidasa me condujo por todo lo largo y ancho de Bharatavarsha. Mi sueño se probó verdadero: era un viaje a mí mismo. El himno dice:

No importa a dónde mires

en los tres mundos o en las diez direcciones.

Porque es a ti mismo a quien encontrarás. Me llevó a todas partes menos al deseo de mi corazón. Eso lo dejó para el final.

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CAPÍTULO 39 “No esperes nada”, decía el Gran Patriarca, “si no quieres que los acontecimientos te confundan.” En Dwaraka, Sarana, hermano de Subhadra, y unos cuantos jóvenes guerreros salieron cabalgando a recibirme, o así lo pensé, pero con un desafío que nunca supe si era en broma o de verdad. Había algo en Sarana que no comprendía ni quería comprender. Era demasiado afecto a trastadas peligrosas y arriesgó su vida cuando su grupo capturó a Kalidasa. “Esta broma es mejor que la de la última vez, cuando apareciste disfrazado de Subhadra”, le grité simulando reír, “pero vas a llevarte algo peor que una patada en el trasero esta vez.” Yo pretendía, fueran cuales fuesen sus intenciones, persuadirle de que su desafío no era más que una travesura, pero no suavicé en absoluto el metal de mi voz. Él permaneció allí, en su carro, sonriéndome, con su pelo rizado y sus largas pestañas, tan parecido a Satyaki que mi ira se fundió. Le devolví la sonrisa. Era Vrishni en su alma y su figura. Había unas sombras seductoras en su sonrisa que ningún otro Vrishni tenía… y duraba demasiado. Había un pliegue de malicia en la comisura de su boca y burla en los ojos. Sentí que mi pacífica resolución se deshacía y tuve que apretar fuerte el Gandiva con las manos para no deslizarlas a mi carcaj. Quizás aún podía convencerlo con palabras, pero lo que salió de mi boca no contribuyó: “Si querías una buena lucha, Sarana, ¿qué te retuvo en casa? Podrías haber hecho temblar a los héroes Kaurava con sólo verte. ¿Qué te retuvo a salvo en casa?” “Ah no, querido hermano”, y dilató sus grandes ojos radiantes al mirarme. “Habría tenido que matarte.” Me costó unos instantes comprender que él, como Balarama, podría haber apoyado a Duryodhana… ¿o estaba bromeando? Sus amigos me observaban con las sonrisas fijas en sus bocas. “Bien, si no quisiste matarme entonces, quizás te deba la vida, así que no te mataré yo ahora a ti.” Le ofrecí este gambito para que pudiera reírse y desentenderse del reto. “No nos debemos nada. Así que ahora no hay nada entre nosotros aparte de esta monstruosidad de caballo repintado.” Samba y los más jóvenes en torno a él rieron. Fue su risa y el tono de sus palabras lo que hizo que, en su ansia de flechas, los dedos me escocieran; pero yo había venido en son de paz y me obligué a recordar que éste era el hermano de Subhadra. Las palabras debían ser mis armas, pero todas las que se me ocurrían eran insultos. No debía decir: Esta vez te pondré el pie en el cuello. Me dije que era la sangre de Abhimanyu, de Krishna, de Subhadra la que corría en ellos. Mi entrenamiento kshatriya era un mal consejero ahora. Y dije: “Esta vez te pondré el pie en el cuello.” “Ten cuidado, Arjuna, mi hermano Krishna no está aquí para salvarte con sus milagros.” Sentí la sangre en la cabeza. Frenar mis dedos habría sido tanto como represar las aguas del Ganges. Tensaron la cuerda. “Ah, Arjuna, estás salvado. Oigo las ruedas del carro de mi padre.” También las oí yo. Mi tío por parte de madre. ¡El anciano Señor Vasudeva! El padre de Krishna. Mi rabia cesó y el sudor me inundó todos los poros de la piel al pensar que, si hubiese abierto la mano, habría matado a su hijo, al hermano uterino de Subhadra. “Vengo en paz.” “Y en paz te irás”, respondió Sarana. Los muchachos a su alrededor me sonrieron. Los carros de mi tío y sus consejeros estaban sobre nosotros. Descendí de mi caballo y salté al carro de Vasudeva, antes incluso de

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que se hubiese detenido, para poner la cabeza a sus pies. Me alzó a su pecho con brazos que eran fuertes aún. “Tío”, dije, “nunca he estado tan contento de ver a nadie.” Pasaron sus ojos de mí a Sarana y a Samba, que le respondieron con prestas sonrisas. Viéndolos ahora, tuve que preguntarme cuánto de todo aquello había imaginado yo. Sarana me incomodaba hasta tal punto que, tomando como excusa mi misión, rechacé la hospitalidad de Dwaraka. Después de haber pasado casi veinte años soñando con visitar Prabhasa y pasear por la playa, evité cruzar la puerta por la que Subhadra condujera nuestro carro de la abducción nupcial. No tenía importancia, me dije a mí mismo. Mi tío había prometido, desde luego, asistir al sacrificio y lo mismo había hecho Sarana, aunque yo no considerara esto último, precisamente, una bendición. Siguiendo a Kalidasa al desierto, deseé que me llevase directo a Hastina. Nada importaba ya, excepto que Subhadra, Krishna y Satyaki estarían esperándome al final de mi recorrido con Draupadi y mis hermanos. Y yo abrazaría al hijo de Abhimanyu otra vez. Parecía que Dwaraka no era, al fin y al cabo, nada para mí sino Subhadra y su hermano Krishna. Recordé la maldición de tía Gandhari y, en medio del desierto, sentí la piel de gallina en los brazos y me estremecí bajo la ropa en la que me había envuelto para protegerme de la arena la boca y la nariz. El calor ardiente del día y el frío intenso de la noche del desierto pronto me hicieron olvidar la maldición. Sarana y su sonrisa se evaporaron. El gran camello que montaba me mecía de un modo tan reposado que a veces me dormía durante la marcha. Kalidasa abría camino, guiándonos a casa y a su destino… su destino glorioso. Bajo las estrellas del desierto sentí pesar porque no volvería a oír en la noche su relincho. Aquella noche, estaba exhausto del viaje, exhausto hasta en la médula de los huesos. Vi los astros sumarse unos a otros. Parecía que cada vez que miraba había más estrellas. Krishna había cruzado el desierto cuando condujo a los Vrishnis y Bhojas a Dwaraka para hallar la ciudad, al igual que más tarde nos guiaría a todos nosotros a Indraprastha. Y entonces pensé en todos los pueblos, todas las naciones que habían cruzado este desierto a lo largo de los siglos, con el tributo de la victoria o huyendo de un tirano. ¿Eran tan numerosos como las estrellas? Todo el camino adelante y atrás durante los meses pasados, un solo pensamiento me sostuvo. El rito es extremadamente sagrado. No hay otro superior al Ashwamedha, no hay otro más poderoso. El abuelo Vyasa lo dijo así. Ahora que mi campaña había terminado, en la vastedad del desierto, el concepto se perdía como un anillo favorito que se desliza de tu dedo enterrado en la arena. Krishna me había dicho que bastaba con ofrecer una hoja, una flor, un fruto… con un corazón ferviente. ¿Por qué entonces las monedas de oro y las vacas y las sedas a los brahmines?, ¿las sedas y los más finos chales de lana, y pieles y mantas de Kamboja, y espadas extraordinarias y arcos taraceados de Magadha y zafiros del sur? ¿Por qué, entonces, la muerte de Kalidasa… si un fruto, una flor o sólo un corazón fervoroso era sacrificio suficiente? La muerte de Kalidasa me causaba un sacrílego dolor. Traté de desterrar la depresión de mi pecho recordando campañas pasadas: este hastío atacaba a uno siempre al final. Pero al entrar en la ciudad, cuando la gente que ha orillado las calles ya antes del amanecer empieza a vitorearte y proclamarte héroe y los caballos de tu carro levantan con elegancia las patas para avanzar entre las flores y te cubren de guirnaldas, se te eleva el ánimo. Miraba yo una estrella que era mayor que las demás y que comenzó a crecer ante mis ojos. Me hacía pensar en Krishna, en su espíritu y su coraje y su amor. Contemplando la estrella, oí la voz de Kalidasa: “Has conquistado las naciones, pero ¿qué de ti mismo?”

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En aquel silencio, supe lo que tenía que hacer… y todo estaba ante mí, el hoyo sacrificial, las maderas olorosas, el ghi ritual, los palillos para el fuego. No había sacerdotes. La estrella me guiaba. Yo era el sacerdote. Caminé hasta la plataforma sacrificial guarnecida de todos los objetos rituales, apilé los diferentes tipos de madera y encendí el fuego pronunciando mantras que en el silencio del desierto se desvanecieron. El sacrificio era Arjuna. Me senté con las piernas cruzadas ante las llamas, preparado para inmolarme. Madri, aquella joven y frágil mujer, lo había hecho por mi padre. ¿No podía hacerlo yo por Bharatavarsha? Estaba a punto de penetrar en las llamas cuando algo me presionó el pecho. Tenía la dureza de las joyas. “Pero primero el Gandiva.” Vi a Gandiva a mis pies y retrocedí. No podía arrojar el Gandiva al fuego. Sin Gandiva mi vida carecía de significado. Sin Gandiva las mismas estrellas se fundían en una ciega negrura. Sin Gandiva… Había realizado yo muchas conquistas. Mi campaña del Ashwamedha había acabado ahora. El desierto no ofrecía nada que pudiera tomar como tributo. Vacío y silencio ofrecía. Llevar el Gandiva más allá de su destino colmaría el mundo de discordia. Alargué la mano para tocar la cuerda; sonó como una vina desafinada. Las notas que daba eran como el chischás de un juego de espadas y llenaban el cielo de un pandemónium que era el eco de mi presunción. Rompí el Gandiva interior y lo arrojé al fuego, como hiciera con el arco de Suratha, como uno hace con el arma rota de un guerrero al morir éste. Las grandes campañas se luchan dentro del corazón. Ahora, en la noche, mientras movía la brisa los cascabeles de Kalidasa, sabía que no tenía necesidad de recorrer el mundo. Era aquí donde me encontraba a mí mismo y aprendía lo que había sabido siempre: que sea lo que sea lo que nos cause apego, esposas o armas o el polvo del desierto, a una vida crepuscular te sujeta que es la melliza de la muerte. No hay nada que no te atrape, si te apegas a ello. El desierto te lo dice. Te espera al final de todas tus conquistas. No te dice conquístate a ti mismo; te despoja de tu carga. Ser libre es hacerse invencible. Cuando lo has sometido todo, sabes que estás a salvo por fin. No necesitas armas para protegerte. Es la conquista final. Un palpitar despertó en mí como cien melodiosos Gandivas. Era la música de las estrellas en el cielo, la nota que las arenas cantan en el desierto, el ritmo de mi sangre. Si alguien hubiera interpretado esta música en el Kurukshetra y la hubiésemos oído, las flechas habrían caído al suelo, los carros se habrían fundido como las trizas de un sueño, los elefantes se habrían arrodillado en meditación y no habría habido guerra. Y sin embargo, tantos han cruzado el desierto sin oír nada, apegados a sus fardos... apegados, apegados, apegados... “Un día”, dijo Kalidasa, “un día oirán y todo el mundo sabrá.”

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NOTA DE LA AUTORA El Mahabharata de Vyasa era como la Odisea de Homero, se narraba oralmente. No fue escrito hasta mucho después de su composición, momento en el que se le habían incorporado ya muchas interpolaciones. Lo que yo he tratado de hacer es ceñirme a la línea principal de la historia y evitar las muchas leyendas y disgresiones filosóficas en las que este relato épico, siete veces la Iliada y la Odisea juntas, como habitualmente se dice, abunda. El lector tiene derecho a conocer hasta qué punto y en qué ocasiones he seguido a Vyasa. Puede decirse que la presente versión es una interpretación subjetiva de la historia tal como la contó Veda-Vyasa. Se han seguido los incidentes básicos. Si los sentimientos y conflictos de mis protagonistas no se describen en la épica original, están fundados en episodios, incidentes y discursos del Mahabharata de Veda-Vyasa. El amor de Arjuna por Subhadra se basa, en parte, en que ésta es la madre de Abhimanyu y hermana de Krishna y, en parte, en el hecho de que Vyasa muestra al héroe enamorándose de ella como no le ocurre con ninguna otra mujer. Su amistad con Ashwatthama reposa en un número de discursos en los que este último habla en defensa de Arjuna y los Pandavas. Arjuna va a Indraprastha después de la guerra siguiendo la sugerencia de Krishna. Hace la campaña del Ashwamedha. La mayor parte de los encuentros de esta campaña están basados en la épica de Vyasa. Dusala, hermana de Duryodhana, le pide que perdone la vida de su nieto. Su hijo se quita la vida al recibir la noticia de la llegada de Arjuna. Lucha con el hijo de Bhagadatta y, aparentemente de forma irracional, desafía a su propio hijo Babhruvahana, que en la épica de Vyasa lo mata. Vuelve a la vida gracias a Ulupi, madre de Iravat. En la épica de Vyasa, Arjuna es seguido por su ejército en la campaña del Ashwamedha. En este libro, se le hace partir solo porque los encuentros que comporta su campaña son presentados por el mismo Vyasa como duelos en su mayoría. A mi relato, en este punto, le concernía la evolución de Arjuna. Para familiarizar al lector con el estilo épico de Vyasa (de acuerdo con la traducción de Ganguli) cito aquí la descripción que hace Vyasa de una de las batallas de la campaña:

SECCIÓN LXXIV

Vaisampayana dijo: “Una batalla tuvo lugar entre el coronado de diadema (Arjuna) y los hijos y nietos de los Trigarta en cuya hostilidad los Pandavas habían incurrido previamente y que eran todos conocidos como poderosos guerreros de carro. Habiendo sabido que el más excelente de los caballos, el destinado al sacrificio, había llegado a su reino, estos guerreros, una vez mallados, rodearon a Arjuna. Montados en sus carros tirados por caballos bien bardados y las aljabas a la espalda, rodearon a aquel caballo, oh rey, y trataron de capturarlo. El-de-diadema-coronado Arjuna, reflexionando en tal intención, se la prohibió a aquellos héroes con discursos conciliatorios, oh castigador de enemigos. Desdeñando el mensaje de Arjuna, lo asolaron con sus flechas. El-coronado-de-diadema Arjuna resistió a aquellos guerreros, que estaban bajo el dominio de la oscuridad y la pasión. Jishnu se dirigió a ellos sonriente y les dijo: “Desistid, hombres sin virtud. La vida es un beneficio (que no debéis

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derrochar).” En el momento de partir, el rey Yudhisthira el justo le había ordenado fervientemente no matar a aquellos kshatriyas cuya parentela hubiera muerto antes en el campo del Kurukshetra. Recordando estas órdenes del rey Yudhisthira el justo, que estaba dotado de gran inteligencia, Arjuna pidió a los Trigarta que desistieran. Pero ellos hicieron caso omiso de las palabras de Arjuna. Entonces Arjuna venció a Suryavarman, el rey de los Trigartas, en batalla, disparándole incontables flechas y riéndose de él. Los guerreros Trigarta, sin embargo, llenando los diez puntos cardinales con el estrépito de sus carros y de las ruedas de sus carros, se precipitaron hacia Dhananjaya. Entonces Suryavarman, haciendo alarde de la gran ligereza de su mano, atravesó a Dhananjaya con cientos de rectas flechas, oh monarca. Los otros grandes arqueros que seguían al rey y que estaban todos ávidos de la destrucción de Dhananjaya dispararon diluvios de flechas sobre él. Con innumerables saetas disparadas por su arco, el hijo de Pandu, oh rey, interceptó aquellas nubes de flechas, que cayeron al suelo. Imbuido de gran energía, Ketuvarman, el hermano más joven de Suryavarman, y poseído de juvenil vigor, luchó, por el bien de su hermano, contra el hijo de Pandu de gran fama. Viendo a Ketuvarman aproximarse a él para la batalla, Vubhatsu, el matador de héroes hostiles, lo exterminó con muchas flechas de puntas bien afiladas. Tras la caída de Ketuvarman, el poderoso guerrero Dhritavarman, precipitándose en su carro hacia Arjuna, disparó una perfecta nube de flechas sobre él. Viendo la ligereza de mano demostrada por el joven Dhritavarman, Gudakesa de poderosa energía y grandes proezas quedó altamente complacido por él. El hijo de Indra no podía ver cuándo el joven guerrero sacaba una flecha y la colocaba en el arco apuntándole a él. Sólo veía lluvias de flechas en el aire. Por un breve espacio de tiempo, Arjuna se complació en su enemigo y mentalmente admiró su heroísmo y destreza. El héroe Kuru, sonriendo todo el tiempo, luchó contra aquel joven que parecía una serpiente airada. El de poderosos brazos Dhananjaya, contento como estaba de contemplar el valor de Dhritavarman, no le quitó la vida. No obstante, mientras Partha de la inconmensurable energía luchaba mansamente con él, Dhritavarman, le disparaba ardientes flechas...

Toda reelaboración de una épica antigua conlleva necesariamente una interpretación subjetiva. Puesto que estoy sumida en los escritos y pensamientos de Sri Aurobindo, el lector no debe sorprenderse de hallar aquí ecos aurobindianos. En efecto, fue al encontrar Essays on the Gita de Sri Aurobindo a los diecisiete años cuando despertó en mí un apasionado interés por el Mahabharata. Mi deuda con él no tiene medida y yo recomendaría su The Secret of the Veda y Hymns to the Mystic Fire a aquellos que quieran descubrir una interpretación más profunda del sacrificio védico, tan fundamental en el Mahabharata. Para aquellos que quieran aprender más de la vida y actitudes cotidianas de los tiempos védicos, nada puede ser tan recomendable como la obra excelente y penetrante de Raimundo Panikkar The Vedic Experience. Tal como dice la introducción a esta antología: “La Epifanía Védica pertenece al patrimonio de la humanidad y por ello a su profunda función, tal como a la de muchos valores religiosos y culturales de la humanidad, se le sirve mejor no preservándola escrupulosamente, como si fuésemos celosos guardianes de un cerrado y casi oculto tesoro,

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sino compartiéndola en un espíritu de camaradería con la humanidad en su conjunto. Este compartir, sin embargo, no debe ser ni una profanación bajo el pretexto de aportar provecho a otros, ni una explotación bajo capa de erudición y conocimiento científico. Más bien, debe ser una comunicación viva, o incluso una comunión.” En efecto, esto es lo que se consigue en The Vedic Experience. Allí donde no he encontrado la traducción de Sri Aurobindo de los himnos, me he servido de la de Raimundo Panikkar. Una palabra sobre astras y otros fenómenos. Tras la publicación del primer volumen, La Batalla del Kurukshetra, se me preguntó si había que interpretar tales cosas simbólicamente o no. Yo misma, en ocasiones, cuando fallaba la inspiración, me preguntaba cómo presentar ciertos episodios al lector moderno. La vida misma me sacó de apuros. Discutía conmigo misma si mostrar a Duryodhana reposando bajo el agua acabada la guerra. Pocos días después, un importante diario indio informó del jala-samadhi de un oficial de aviación en Bombay, realizado en una piscina pública ante una gran audiencia. Por lo que respecta a los astras, una íntima amiga mía narra la siguiente historia. Ella y otras personas de la fiesta que tenía lugar en su casa estaban reunidas en la terraza del tejado del edificio una tórrida noche del verano de Delhi. Vieron una luz cruzar el cielo al pausado ritmo de una bicicleta. Una de las personas presentes dijo de manera informal que se trataba de un sortilegio destinado a matar a alguien. Las señoras presentes estaban horrorizadas y preguntaron si no había forma de interceptar aquella magia. “Un mantra”, replicó el hombre y dijo que era imprudente mezclarse en semejantes cosas. Las señoras prevalecieron y se dijo el mantra. Vieron la luz dar la vuelta y retornar por donde había venido. Cayó también en mis manos un libro italiano sobre las armas védicas, 2000 a.C. Distruzione Atomica. Alguien me dijo: “Quizás no sepas qué hacer con él, pero yo no puedo acabármelo.” El autor había realizado una intensa investigación con un pandit de Mysore sobre las armas védicas. La similitud entre los efectos de ciertos astras y los de la bomba de hidrógeno son notables. Pero, en última instancia, esto es una narración y el lector puede tomársela como quiera.

MAGGI LIDCHI-GRASSI

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GLOSARIO Abhimanyu: Hijo de Arjuna con Subhadra. Abhisheka: Hisopar con agua sagrada en adoración de un rey o ídolo. Baño sagrado o ritual. Acharya: Literalmente, ‘maestro’. Título de Drona y de Kripa, preceptores de los príncipes Kurus. Adharma: Contra la ley moral. Como el hinduismo carece de una palabra para pecado o mal (p∼pa sugiere crimen, daño, mal comportamiento), adharma sirve de término común a cualquier forma de injusticia o violación de la ley moral. Aditi: La Madre de los dioses. Aditya: Un tipo de dioses, los hijos de Aditi. Manifestaciones del Sol. Agni: Fuego. El dios del fuego en los Vedas, una de las tres deidades védicas mayores. Airavata: Lit. ‘el nacido de las aguas’. Nombre de un elefante de tres cabezas y seis colmillos del que Indra se apropió para hacer su montura. Ajatshatru: Lit. ‘el que carece de enemigos’. Un nombre de Yudhisthira. Alambusha: Un rakshasa gigante aliado de los Kauravas y que mató a Iravat, hijo de Arjuna y Ulupi. Amaravati: Morada de la Inmortalidad. Capital celestial de Indra emplazada, según la leyenda, cerca del monte Meru, el pico del Cielo. Se conoce también por Devapura, la ciudad de los dioses. Amba: Hija mayor del Rey de Kasi, es decir, de Varanasi o Benarés. Ambalika: Hija menor del Rey de Kasi, viuda de Vichitravirya y madre de Pandu a través de Vyasa. Ambika: Segunda hija del Rey de Kasi, viuda de Vichitravirya y madre de Dhritarashtra a través de Vyasa. Anga: Probablemente los territorios de Bhagalpur en Bengala. Su capital era Champa. Angada: Adorno portado en el brazo a modo de brazalete. Angavastra: Parte superior de las vestimentas, normalmente un largo pañuelo o chal sobre el pecho desnudo. Anjali: La cavidad formada al doblar y unir las manos, el hueco de las manos; de aquí el saludo de respeto o namaskara.

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Anjalikavedha: Golpear a un elefante desde debajo de él. Anuvinda: Un príncipe de Avanti, hermano de Vinda. Apsara: Ninfa del cielo de Indra. Las más celebradas son Urvasi, Menaka y Rambha. Ario: Leal, noble, señor. Nombre de la raza invasora que se instaló en el norte de la India, según la teoría más generalizada. Arjuna: El tercero de los hermanos Pandavas. Aryaman: Divinidad védica que representa la nobleza de los Arios y las leyes superiores que rigen la sociedad. Aryavarta: Una parte del norte de la India dominada por los arios en el segundo milenio antes de la Era Común. Posteriormente se extendió, de acuerdo con Manu, del océano occidental al oriental. Ashram: Refugio. Término popular para denotar la ermita de un Rishi u hombre santo. Ashvasena: Serpiente que vivía en el bosque de Khandava. Era hija de Takshaka. Ashwamedha: Sacrificio del caballo. El máximo sacrificio imperial en la India antigua. Ashwatthama: Literalmente, ‘de voz de caballo’. Nombre del hijo de Drona y Kripi, llamado así porque su primer grito al nacer se pareció al relincho del corcel celestial Ucchaihravas. Ashwins: Los dioses gemelos con forma de caballo de la mitología hindú. Son protectores de los trabajos agrícolas y médicos de los dioses. Astra: Cualquier arma o proyectil. Asura: Antidiós. Es la forma por excelencia del enemigo de los dioses. Los asuras incluyen a los daityas y los danavas; son descendientes de Kashyapa. Atman: El sí mismo, el ser esencial, el núcleo más íntimo del hombre. Avanti: Una ciudad, Ujjayini. Babhruvahana: Hijo de Arjuna y Chitrangada. Bahlika: Abuelo de Bhurisravas, el guerrero de más edad en el campo del Kurukshetra. Es también el nombre de uno de los caballos del carro de Krishna. Balarama. Rama el Fuerte. Hermano mayor de Krishna, llamado también Madhupriya, es decir, Amante del Vino. Bhagadatta: Rey de Pragjyotishapura, nacido del miembro de un asura.

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Bharadwaja: Un gran yogui del clan Angiras a quien se atribuyen muchos himnos védicos. Era hijo ilegítimo del sabio Brihaspati y de Mamata, esposa del sabio Utathya. Bhárata: Hijo de Dushyanta y de Shakuntala. Es el ancestro de los héroes del Mahabharata y rey de la tribu védica de los Kurus. Conquistó el país y dio su nombre a la India (Bhárata y Bharatavarsha), confinada entonces a la zona norte ocupada por los pueblos indoeuropeos. Bhargava: Descendiente de Bhrigu y gran maestro de artes marciales que despreciaba a los kshatriyas. Bhishma, Drona y Karna fueron discípulos suyos. Bhima: El Temible. El segundogénito de los Pandavas. Bhishma: Hijo del Emperador Shantanu y de la diosa Ganga, es decir, de la personalidad divina del río Ganges. Gran Patriarca de la Casa Kuru, llamado originalmente Devavrata y luego Bhishma a causa de su voto de castidad. Bhurisravas: Un rey de la dinastía Kuru, hijo de Somadatta. Brahmacharya: Autocontrol, a menudo en el sentido del celibato. Un brahmachari es alguien que ha renunciado a los placeres de los sentidos. Brahmasira-astra: Un nombre del arma favorita de Shiva, la lanza Pasupata, con la que mató a los daityas y con la que destruirá el universo al final del ciclo cósmico. Brahmastra: Un arma celestial adquirida por Drona y empleada por Arjuna. Brihannala: Nombre de Arjuna durante su último año de exilio, cuando se disfrazó de maestro de danza hermafrodita en la corte del rey Virata de Matsya. Brihaspati: Señor de la palabra sagrada. Íntimamente relacionado con Indra como su sacerdote doméstico. Chaitra: El último mes del año hindú (marzo-abril), de acuerdo con el calendario lunar. Chaityaka: Una montaña situada cerca de Girivraja, la capital de Magadha. Chakora: La perdiz india de patas rojas que, según la leyenda, se enamoró de la luz de la luna y bebe gotas de esencia lunar. Chakra: Círculo, disco, centro de consciencia en el cuerpo sutil. Chakravarti: Emperador. Chamara: Espantamoscas hecho de crin de caballo o de yak y símbolo regio por excelencia. Champak: Flor perfumada de pétalos color crema.

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Charvaka: Rakshasa afecto a Duryodhana. Chedi: Nombre de Sisupala, hijo de Damaghosha y Rey de los Chedis. Nombre, también, de un país y de sus gentes. Ocupaban las orillas del Narmada. Chekitana: Un Vrishni, primo hermano y aliado de los Pandavas. Fue muerto por Duryodhana. Chitrangada: Hija del Rey Chitravahana, esposa de Arjuna y madre de Babhruvahana. Chitrasena: Un jefe de los yaksas. Chitravahana: Rey de Manipura durante los tiempos puránicos. Dakshina: Recompensa a un brahmín que dirige un sacrificio o yajna; tributo a un maestro por sus enseñanzas. Dantavaktra: Rey de Karusha. Renació como el asura Krodhavasa. Daruka: Nombre del auriga de Krishna. Deva: Dios, poder celestial, deificación o personificación de fuerzas y fenómenos naturales. Literalmente, ‘luminoso’. Devadatta: Nombre de la caracola de Arjuna, que provenía de un lago al norte del Kailasa. Devadatta había pertenecido originalmente a Varuna, dios de las aguas. Devaki: Mujer de Vasudeva y madre de Krishna. Devavrata: Nombre original de Bhishma. Dhananjaya: Uno de los títulos de Arjuna. Dharma: De la raíz dhri, ‘ser estable, firme’. Código de buena conducta, patrón de la vida noble, reglas y observancias religiosas. Dhaumya: Sacerdote familiar de los Pandavas. Dhrishtadyumna: Hermano de Draupadi. Como líder de las huestes Pandavas y en cumplimiento de su destino, mató a Drona, el maestro de los príncipes Kurus en las artes marciales. Dhristaketu: Nombre de un hijo de Dhrishtadyumna. Nombre también del hijo de Sisupala y aliado de los Pandavas a la muerte de su padre. Nombre, por último, de un Rey de los Kekayas y aliado de los Pandavas. Dhritarashtra: Literalmente, el que gobierna con estabilidad. Hermano de Pandu y gobernante ciego de Hastinapura.

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Draupadi: La morena hija del Rey Drupada de Panchala y esposa de los cinco hermanos Pandavas. Drona: Literalmente, ‘cubo’. El maestro brahmín de los príncipes Kurus en las artes marciales, llamado así porque según la leyenda nació en un cubo. Drupada: Padre de Draupadi y Rey de Panchala. Tras la derrota a manos de los Kurus, se vio forzado a compartir su reino con Drona. Duhsasana: Literalmente, ‘difícil de dominar’. El segundo de los cien hijos de Dhritarashtra. Durga: La diosa del universo. Durga posee diferentes formas y aspectos. Parvati, esposa de Shiva, es un aspecto de Durga. Durvasa: Literalmente, ‘mal vestido’. Un sabio fácilmente irritable, hijo de Atri y de Anasuya. Duryodhana: Literalmente, ‘difícil de conquistar’. Primogénito de Dhritarashtra a través de Gandhari. Dusala: Única hija de Dhritarashtra; esposa de Jayadratha. Dwaitavana: Bosque en que los Pandavas pasaron parte de su exilio. Dwaraka: Literalmente, ‘la de las muchas puertas’. Nombre de la capital del reino de Krishna. Dwarpanya: Lago junto al cual murió Duryodhana. Ekalavya: Hermano de Shatrughna. Fue abandonado en la infancia pero hallado y educado por los miembros de una tribu Nishada. Se cortó el pulgar de la mano derecha cuando Drona se lo exigió como dakshina. Posteriormente fue rey. Gada: Nombre de un demonio matado por Hari. Nombre de la maza hecha por Vishvakarman de los huesos del demonio y ofrecida a Vishnu. Nombre de un arma de Bhima. Gajaroha: El naire o cornaca. Gandhamadana: Literalmente, ‘fragancia embriagadora’. Nombre de una de las cuatro montañas que cercaban la región central del mundo. Gandhara: Una franja de tierra de la antigua Bhárata. Se cree que se extendía desde las orillas del río Sindhu hasta Kabul. La Gandharistis de Herodoto, un reino al oeste de los Indus. Gandhari: La princesa de Gandhara, esposa del rey ciego Dhritarashtra, hermana de Sakuni y madre de Duryodhana.

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Gandiva: Nombre del arco de Arjuna. Según la leyenda, el dios Soma se lo había entregado a Varuna, éste a Agni, y Agni se lo regaló a Arjuna. Ganga: El río más sagrado del hinduismo, el Ganges, personificado a menudo como una diosa, hija mayor de Himavat (los Himalayas) y Menaka. En el Mahabharata, Ganga es la madre de Bhishma y esposa del Emperador Shantanu. Garuda: El ave divina y vehículo de Vishnu. Gayatri Mantra: La estrofa más sagrada de los Vedas. Ghat: Campo crematorio o cementerio. Ghatotkacha: Hijo de Bhima y la rakshasa Hidimbi. Ghi: Mantequilla purificada, hecha de la nata de la leche de búfalo o de otro tipo de leche. Gokula: El distrito pastoral sobre el río Yamuna donde Krishna pasó su infancia. Gurudeva: Lit. ‘maestro-dios’. Fórmula de respeto para dirigirse al Guru. Hanuman: El dios simio del Ramayana. Es hijo de Vayu, dios del viento; por ello es capaz de volar. En el Mahabharata es hermano de Bhima, que es míticamente hijo de Vayu. Hastinapura: Literalmente, ‘ciudad de elefantes’. Capital del reino Kuru. Sus ruinas han sido identificadas sesenta millas al nordeste de Delhi. Hidimba: Un rakshasa con el que los Pandavas se enfrentaron tras huir del palacio de cera. Hidimbi: Hermana de Hidimba y madre de Ghatotkacha a través de Bhima. Hiranyadhanusha: Rey de una tribu forestal y padre de Ekalavya. Hiranyagarbha: El feto de oro, esto es, Brahman. La semilla dorada, el huevo o semilla primordial nacido de las aguas de las que se originó Brahma, el creador. Un concepto importante en la cosmogonía védica. Hotravahana: Un rey piadoso, abuelo de Amba. Indra: El dios de los Cielos, Señor del panteón hindú. Indragopa: Un insecto. Indraloka: El mundo o la esfera de Indra, adonde van los kshatriyas heroicos después de la muerte.

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Indraprastha: La capital de los Pandavas. Este nombre se usa todavía para una sección de Delhi. Iravat: Hijo de Arjuna y la ninfa Ulupi. Jala-samadhi: Trance yóguico en el agua que permite pasar mucho tiempo bajo la superficie sin respirar. Jambhavati: Hija de Jambavat, Rey de los Osos; probablemente, una tribu aborigen. Janaka: Antiguo rey de Mithila, famoso por poseerlo todo sin estar apegado a nada. Jarasandha: Literalmente, ‘unido por Jara’. Un rey de Magadha, llamado así porque nació en dos mitades de las dos esposas de Brihadratha. Jatasurya: Un rakshasa muerto por Bhima. Jaya: Nombre de uno de los porteros del palacio de Vishnu. Nombre también de uno de los cien hijos de Dhritarashtra. Jayadratha: Rey de Sindhu y esposo de Dusala, la única hermana de Duryodhana. Jayatsena: Rey de Magadha e hijo de Jarasandha. Nombre también de un hijo de Dhritarashtra. Jimuta: Nombre de un luchador famoso matado por Bhima. Jishnu: Victorioso, triunfante. Un epíteto de Indra, del hijo de Indra, Arjuna, y de Vishnu. Kailasa: Una montaña sagrada de los Himalayas, morada de Shiva y, en algunos mitos, también de Kubera, dios de las riquezas. Kala: El Señor del Tiempo. Kalakuta: Un violento veneno que, según el mito, emergió mientras dioses y asuras cuajaban el Océano de Leche primordial. Kalidasa: Lit. ‘servidor de Kali’. Nombre que Arjuna da al caballo sacrificial del Ashwamedha. No aparece en Vyasa. Kalinga: País al sur de Odra u Orissa que se extiende hasta las bocas del Godavari. Kaliyuga: Era de Kali. En el juego de dados, Kali es el uno, un signo de mala suerte. Kaliyuga es la cuarta, y presente, era del mundo. Empezó en el 3102 a.E.C. y durará 432.000 años. Después de ella, el ciclo universal recomenzará. Kamandalu: Vasija de agua. Los eremitas y peregrinos no portan nada más que un bordón y el kamandalu.

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Kamboja: La región próxima a las montañas del Hindu-Kush, famosa por sus caballos y sus mantas. Kampila: Una antigua ciudad en el sur de Panchala y capital del Rey Drupada. Kamsa: Un rey tirano de Mathura, hijo de Ugrasena y tío de Krishna. Según una profecía, moriría a manos de un sobrino suyo y trató de acabar con todos ellos. La profecía, sin embargo, se cumplió y Krishna mató a su tío Kamsa. Kanika: Un brahmín ministro de Dhritarashtra. Karma: Concepción hindú de la retribución moral. Filosóficamente, el Karma crea la urdimbre fundamental del destino y las reencarnaciones manteniendo el equilibrio de la justicia universal. Karna: Hijo de Kunti y el Sol antes del matrimonio de aquélla con Pandu. Fue abandonado por Kunti y criado por Adhiratha, el auriga, y su mujer Radha. Kartavirya: Rey de los Haihaya, en el valle de Narmada; gran guerrero de mil brazos que fue hecho prisionero por el demonio Rávana. Kashyapa: Literalmente, ‘tortuga’. Un sabio védico del Mahabharata, que desposó a Aditi y a otras doce hijas de Daksha. Kasi: Una de las siete ciudades sagradas de la India, actualmente Varanasi o Benarés. Kaustubha: Una joya mágica surgida al batir el Océano Primordial. Ketuvarman: Uno de los príncipes Trigarta. Khandava: Bosque de Indra en el Kurukshetra quemado por Agni con ayuda de Krishna y Arjuna. Khandavaprastha: Un bosque en el que vivieron los Pandavas durante su exilio. Kichaka: Cuñado del Rey de Virata; fue violentamente destruido por Bhima a causa de sus insinuaciones lascivas a Draupadi. Kokila: El cuco indio. Kosala: Uno de los reinos no arios del este de la India. Krauncha: Lit. ‘garza’. Formación militar que la imita. Kripa: Hijo del Rishi Saradvat y la ninfa Urvasi; hermano de Kripi y, por tanto, tío de Ashwatthama. Kripa fue uno de los dos grandes instructores militares de los príncipes Kurus. Kripi: Esposa de Drona, el maestro de los príncipes Kurus, y madre de Ashwatthama.

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Krishna: Literalmente, ‘negro’. Según el Mahabharata, el dios Vishnu se arrancó un pelo blanco y otro negro de la cabeza; el blanco entró en el seno de Rohini como Balarama, el negro fue destinado a Devaki para ser Krishna; de ahí que a Krishna se le llame también Keshava, es decir, de cabello negro. Su padre Vasudeva era hermano de Kunti, esposa de Pandu; Krishna era, por tanto, primo hermano de los Pandavas. Kritavarman: Uno de los tres guerreros Kauravas que masacraron a los Pandavas mientras estos dormían en una razia nocturna. Fue asesinado más tarde en Dwaraka, en una reyerta ebria. Kshatriya: La segunda casta del hinduismo después de los brahmines; es la casta guerrera y gobernante. El Diccionario de la Real Academia da la forma chatria, que fonéticamente es muy deficiente con respecto a la original. Kuki: Grupo de pueblos de origen tibeto-birmano. Kumkum: Punto rojo en el entrecejo que forma parte del maquillaje femenino indio. Kunti: Madre de los Pandavas y de Karna, esposa de Pandu. Kuntibhoja: Rey de Kuntiraja y padre adoptivo de Kunti. Kuru: Príncipe de la raza lunar; ancestro de Dhritarashtra y Pandu de quien surge la raza de los Kurus o Kauravas. En esta narración, se usa preferentemente la palabra Kuru para designar la línea general a la que pertenecen los hijos de los dos reyes y Kauravas para nombrar a los hijos de Dhritarashtra por oposición a los Pandavas. Kurujangala: Reino de la India antigua cuya capital era Hastinapura; recibió su nombre de Kuru, el príncipe fundador. Kurukshetra: Literalmente, ‘campo de los Kurus’. Área al sur del río Saraswati y al norte del Drisadwati donde tuvo lugar la batalla entre Kauravas y Pandavas. Kusa: Una clase especial de hierba, la poa cynosuroides, usada en los rituales hindúes. Kuta: El tipo de guerra adhármico que incumple los códigos de batalla. Lakshmana: Un hijo de Duryodhana. Lalitthas: Un pueblo de la India antigua. Latavesta: Montaña al sur de Dwaraka. Limgam: Lit. ‘falo’, ‘símbolo’. Madra: Antigua área de Bhárata situada cerca del río Jhelum. Madri, esposa de Pandu, era princesa de Madra. Madrakas: El pueblo de Madra.

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Madri: Mujer de Pandu y coesposa de Kunti, madre de los Pandavas mellizos Sahadeva y Nakula. Magadha: Una ciudad famosa en la antigua India llamada hoy Rajagriha. Maharatha: Maestro en el arte del auriga. Mahatma: Literalmente, ‘alma grande’. Epíteto atribuido a las grandes personalidades espirituales y sabios. Maitreya: Sabio de gran esplendor y cortesano de Yudhisthira. Makara: Cocodrilo. Malavas: Pueblo de un territorio en la India central, probablemente la moderna región de Malwa. Manasarovara: El lago más sagrado de los hindúes. Se halla ahora en el Tíbet, cerca del monte Kailasha. Mandala: Círculo. Libro. Formación militar circular. Manipur: Reino de la princesa Chitrangada en las montañas. Manipushpaka: La caracola de Sahadeva. Manmatha: Nombre de Kama, dios del amor. Mantra: Una fórmula verbal cargada de poder mágico o místico. El mantra puede consistir en una sola sílaba o bija, o una palabra o grupo de palabras extraídas de los tres Samhitas o Escrituras: el Rig, el Yajur y el Sama Veda, que son las partes originales de los Vedas. Manu: Literalmente, ‘ser pensante’. Nombre genérico atribuido a los catorce progenitores de la humanidad. Markandeya: Un sabio brahmín. Matali: El auriga de Indra. Mavellakas: Pueblo de un territorio cerca de la cabecera del río Narmada. Maya: Un arquitecto asura de gran destreza. Maya es, también, la ilusión cósmica, el engaño por el que el Supremo aparece como la multiplicidad fenomenológica y el mundo físico parece real. Maya-sabha: El Salón de la Asamblea construido para Yudhisthira en Indraprastha por el demonio Maya. Meghapushpa: Uno de los caballos del carro de Krishna.

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Mitra: Lit. ‘amigo’. Divinidad védica, una de las formas del sol, preside el día. Mleccha: Literalmente, ‘extranjero, bárbaro’. Alguien no perteneciente a la nación aria y epíteto aplicado también a los indoarios que hablaban sólo un dialecto regional. Muni: Sabio. Nagaloka: El submundo o esfera de las serpientes, es decir, nagas, llamado Patala también. Nagara: Un tipo de tambor. Nakula: Uno de los mellizos Pandavas, hijo de Pandu y Madri. Se casó con Karenumati, princesa de Chedi, y su hijo fue Niramitra. Nanda: El vaquerizo que, con Yashoda, se convirtió en el padre adoptivo de Krishna. Nombre también de una dinastía que sucedió a Ajatsatru y su linaje en el trono de Magadha. Nara: Literalmente, ‘hombre’. Apodo de Arjuna, que se le aplica en conjunción con el de Krishna: Narayana. Narada: Uno de los siete grandes Rishis. De acuerdo con una leyenda, nació de la frente de Brahma y, de acuerdo con otra, era hijo de Kashyapa. Narayana: Literalmente, ‘el que se mueve sobre las aguas’; también, ‘morada de hombres’. Brahma fue llamado así porque reposó primero en las aguas cósmicas. Es, además, el nombre que Krishna recibe en conjunción con el equivalente de Arjuna: Nara. Narayanastra: El astra de Vishnu. Nim: Un árbol indio, el azadirachta indica (melia azadirachta). Nishada: Una tribu de las montañas de Vindhya. Nitishastra: Una clase de escritos éticos y didácticos de todo género, que incluye colecciones de fábulas y preceptos morales. Niyoga: Concepción de un hijo por un hombre distinto del marido, cuando éste no puede fecundar a su esposa. En este caso, a una esposa hindú se le permite pedir al hermano del marido o a un santo que la fecunde. Hay siete previsiones diferentes en el Dharma para el niyoga. Om Namo Bhagavate Narayanaya: Fórmula religiosa de salutación a Vishnu. Panchajanya: Caracola de Krishna, formada por la concha del demonio marino Panchajanya.

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Panchala: Probablemente territorio septentrional en el moderno Punjab; nombre del reino del padre de Draupadi. Panchali: Otro de los nombres de Draupadi, esposa de los Pandavas e hija de Drupada. Pandavas: Nombre genérico de los hijos de Pandu. Pandu: Literalmente, ‘pálido’. Hermano de Dhritarashtra y Vidura, Rey de Hastinapura y padre terrenal de los cinco héroes Pandavas. Pandya: Rey de Vidharbha; un gran devoto de Shiva. Parashara: Nieto de Vasishtha. De su relación con Satyavati nació Vyasa, autor y compilador del Mahabharata. Parashurama: Una de las encarnaciones de Vishnu, hijo de Jamadagni y Renuka. Parikshita: Hijo de Uttara y Abhimanyu. Nieto, por tanto, del rey Virata y de Arjuna. Pasupata: El arma llamada también Brahmasira. Se tenía por arma favorita de Shiva, con la que destruye a los Daityas. Patala: Una región infernal bajo la tierra, morada de los Asuras en el mundo de los Nagas. Una zona de tinieblas. El subconsciente bajo la tierra. Paundra: Una de las tribus bárbaras de la India antigua. Phalguna: El undécimo mes del calendario hindú, es decir, febrero-marzo. Pinaka: El arco de Shiva Pitamaha: Lit. ‘gran padre’, ‘gran patriarca’. Título otorgado a Bhishma. Usado también para denotar a Dios. Pitambara: Tela amarilla portada por Vishnu alrededor de las caderas como vestido principal. Simboliza los Vedas y es también un nombre de Krishna por las ropas ocre que éste llevaba. Prabhasa o Prabhasatirtha: Un lugar sagrado situado en Saurashtra. Pradakshina: Circunvalación. El prefijo pra- indica un proceso natural; dakshina es, literalmente, ‘el sur’; en este contexto denota un movimiento circunvalatorio en relación al sol. El objeto rodeado queda siempre a la derecha. Pradyumna: Un hijo de Krishna con su esposa Rukmini que casó con Prabhavati. Pragjyotisha: El palacio de Narakasura y fortaleza invencible de los asuras. Prajapati: Señor de las criaturas, identificado usualmente con Brahman.

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Pranam: Fórmula respetuosa de salutación. Pranayama: Control o suspensión de la respiración; de prana, ‘hálito vital’ y ayama, ‘contención’. Prasad: Presente, don. Alimento que se dona muchas veces al final de una ceremonia religiosa. Prativindhya: Hijo de Draupadi con Yudhisthira. Pritha: Nombre original de Kunti, madre de los Pandavas. Puja: Adoración, culto, homenaje. Punya: Mérito religioso. Purochana: Espía de Duryodhana que debía quemar a los Pandavas en la Morada de Deleite. Purohita: Un tipo de sacerdote védico. Puru: Lit. ‘múltiple’. El hijo menor de Yayati y Sharmistha. Ancestro de los Pandavas perteneciente a la línea lunar. Nombre de un príncipe de Indraprastha (no aparece en Vyasa) hijo de Duhsasana. Purumitra: Uno de los hijos de Dhritarashtra. Pusan: Otro de los nombres del Sol. Putana: Una diablesa del orden vampírico que trató de envenenar a Krishna de pequeño dándole a beber de sus pechos ponzoñosos, pero que éste mató. Putra: Hijo. Raga: El término deriva de la raíz ranj, ‘dar color’, pero figurativamente significa ‘teñir de emoción’. Es una composición musical, nota o melodía. Rahu: Literalmente, ‘el que atrapa’. Es el nombre postvédico del demonio responsable de los eclipses de Sol y Luna. Raivataka: Una montaña de Gujarat. Un festival de Dwaraka. Raja: Rey, soberano, príncipe o jefe. Nombre también del perro de Yudhisthira. Rajanya: Designación védica de la clase kshatriya. Rajasuya: Literalmente, ‘sacrificio real’. Un gran sacrificio realizado al coronar un rey, de naturaleza religiosa pero consecuencias políticas porque el que lo instituía era un Señor del sacrificio, un rey de reyes, y sus príncipes vasallos tenían que acudir al rito.

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Rakshasa: Probablemente, gente no aria tratada por la clase gobernante de los arios como demonios capaces de cambiar de forma a voluntad. Rama: El héroe regio de la épica de Valmiki conocida como Ramayana. Rávana: Un rakshasa de diez cabezas y veinte brazos que gobernaba Lanka o Ceilán, el actual Sri Lanka. Rik: Canto, himno. Rishabha: Una nota de la escala músical india. Rishi: Hombre santo, vidente. Rohini: La parte femenina de Rohita, el Sol naciente personificado. Es también una divinidad estelar concebida como hija de Daksha y esposa de Soma, la Luna. Rohini, una de las estrellas rojas de la constelación de Tauro, sería así una de las veintisiete esposas de Soma que representan los veintisiete asterismos lunares. Finalmente, Rohini es el nombre de una de las esposas de Vasudeva y madre de Balarama. Rohitaka: Montaña famosa en los Puranas y nombre de los lugares que la rodean. El nombre actual del área es Rohtak (Haryana). Rudra: Dios védico de la tempestad, asimilado posteriormente a Shiva. Rukmin: Nombre del hijo mayor de Bhishmaka, Rey de Vidharbha. Rukmini: Hija de Bhishmaka, Rey de Vidharbha, y esposa de Krishna. Sabha: Asamblea o Salón de la Asamblea. Sadhu: ‘Excelente’, exclamación de aprobación. Sahadeva: El más joven de los hermanos Pandavas, segundo de los mellizos e hijo de Madri. Saibya: Uno de los caballos del carro de Krishna. Sairandhri: Una casta de mujeres que se empleaban como hábiles trabajadoras independientes. Sakata: Formación militar de la aguja. Sakuni: Hermano de Gandhari y tío de los Pandavas. Sala: Uno de los cien hijos de Dhritarashtra. Nombre, también, de uno de los tres luchadores enviados por Kamsa para atacar a Krishna en Mathura. Salwa: Un rey kshatriya enamorado de Amba, la hija del Rey de Kasi.

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Salya: Rey de Madra y hermano de Madri, segunda esposa de Pandu; tío, por tanto, de los Pandavas por el lado materno. Samadhi: Trance yóguico en el que cesan los procesos mentales y emocionales, se mantienen en suspenso los vitales y se experimenta el estado de unidad con el Ser Esencial. Samba: Un hijo cínico y disoluto de Krishna y Jambhavati. Llevó en Dwaraka una vida disoluta con Balarama. Contrajo la lepra y fue curado por el Sol, al que rendía culto. Fue la causa indirecta de la destrucción de los Yadavas y la muerte de Krishna. Samkhya: Una de las seis vías filosóficas ortodoxas del hinduismo o darshanas. Se trata de una doctrina dualista atribuida al sabio Kapila. Samrat: Emperador. Samsaptakas: Guerreros de las fuerzas Trigarta y aliados de Duryodhana. Sandiyani: Preceptor de Krishna y Balarama, de quien éstos estudiaron los Vedas, dibujo, astronomía, Gandharva Veda, medicina, doma de caballos y elefantes, y tiro con arco. Sanjaya: Auriga y consejero de Dhritarashtra. Sankha: Uno de los hijos del Rey Virata. Sarana: Un kshatriya del clan Yadu, hijo de Vasudeva y Devaki, y hermano de Krishna, Subhadra y Balarama. Sarasa: Un hijo de Yadu. Fundó la ciudad de Kraunchapura a las orillas del río Vena, en el sur de la India. Saraswati. Literalmente, ‘fluyente, melifluo’. Un río importante de la India, pero también personificación del mismo como diosa, consorte de Brahma y deidad del habla y del conocimiento. Sarvatobhadra: Una formación militar que está protegida por todas partes. Sarvatomukha: Una formación militar que permitía la visibilidad por todas partes. Satanika: Un hermano de Virata. Satasringa: Una montaña donde Pandu pasó su tiempo de austeridad. Satyabhama: Literalmente, ‘que posee verdadero esplendor’. Nombre de una hija del príncipe Yadava Satragita y esposa de Krishna. Satyajit: Uno de los hijos de Drupada, hermano de Draupadi y cuñado, por tanto, de los Pandavas. Tomó parte en la batalla cuando Drona y otros asaltaron a su padre.

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Satyaki: Un primo de Krishna. Era el auriga de Krishna y fue asesinado por Kritavarman en una reyerta de borrachos en Dwaraka. Satyavati: Hija de un pescador de la que se enamoró el Emperador Shantanu. Madre de Vyasa por su relación con el sabio Parashara, y madre de Vichitravirya y Chitrangada por su matrimonio con el emperador. Savitra: Uno de los nombres del sol. También, el hijo del sol, esto es, Karna. Savitri: La hermosa y virtuosa hija de Ashwapati, Rey de Madra. Shakti: Lit. ‘poder’. Arma mística de poder. Shanka: Hijo mayor de Virata y príncipe de Matsya. Shankara: ‘Dador de felicidad’, uno de los epítetos de Shiva. Shantanu: Uno de los hijos del rey Pratipa, de la línea lunar; marido de Ganga y padre de Bhishma. Shanti: Paz, tranquilidad, ausencia de pasión. Shastra: Designación de los textos sagrados del hinduismo, principio o precepto escrito. Shiva: El aspecto destructivo de la trinidad divina del hinduismo. Shrutakirti: Hijo de Arjuna y Draupadi. Shweta: Un príncipe de Matsya, hijo de Virata y hermano de Uttara y Uttarakumara. Sikhandin: Hijo de Drupada y encarnación posterior de Amba, la princesa raptada por Bhishma que hizo voto de vengarse de él en otra vida. Sindhu: Reino famoso en los Puranas. Jayadratha, el Rey de Sindhu, acudió al swayamvara de Draupadi. Sini: Abuelo de Satyaki. Primo de Sura, el padre de Vasudeva. Sisupala: Un hijo de la hermana de Vasudeva, el padre de Krishna. Sisupala es, por tanto, primo hermano de Krishna. Sita: Literalmente, ‘surco’. Heroína del Ramayana, llamada así porque apareció en un surco arado por su padre Janaka durante un rito sacrificial para obtener progenie. Sloka: Estrofa. Principal forma métrica épica sánscrita. Soma: El jugo de una planta lechosa, trepadora, la asclepias acidu, cuya fermentación se bebía durante los oficios rituales. Soma significa también la Luna.

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Somadatta: Literalmente, ‘dado por el dios Soma’. Nombre de un rey de la dinastía Iksvaku. Nombre también de un monarca de Panchala, biznieto de Sanjaya y nieto de Sahadeva. Somakas: Un pueblo de la India antigua. Sraddha: Lit. ‘fe’. Sri: Lit. ‘Señor’. Fórmula respetuosa al dirigirse a alguien. Subhadra: Hija de Vasudeva, hermana de Krishna, esposa de Arjuna y madre de Abhimanyu. Sudarshana: El disco de Krishna. Sudeshna: Esposa de Virata, el Rey de Matsya durante el exilio de los Pandavas. Sudhakshina: Un príncipe de Kamboja presente en el swayamvara de Draupadi y aliado después de los Kauravas. Sudharman: Sumo sacerdote de los Kauravas Sudra: La cuarta casta del sistema social hindú o casta servil. Sughosha: La caracola de Nakula. Sugriva: Uno de los caballos del carro de Krishna. Sumitra: El auriga de Abhimanyu desde los días de Dwaraka. Sunama: Un hijo del Rey Suketu. Nombre, también, de un hijo del Rey Ugrasena, hermano de Kamsa; este Sunama murió a manos de Krishna y Balarama. Sundara: Un gandharva hijo de Virabahu. Debido a la maldición de Vasishtha, renació como rakshasa; Vishnu lo salvó más tarde de su caída condición. Supratika: Nombre del elefante de Bhagadatta. Suratha: Un rey Trigarta, seguidor de Jayadratha. Nombre, también, del hijo de Jayadratha. Surya: el dios Sol. Suryavarman: Uno de los príncipes Trigarta. Susaman: Brahmín que participó en el Rajasuya de Yudhisthira. Susarma: Uno de los Trigartas. Suta: Cochero, auriga.

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Sutaputra: Mote de Karna; literalmente, ‘hijo de cochero o auriga’. Sutasoma: Hijo de Bhima y Draupadi. Swaha: Una exclamación de salutación usada en las oblaciones. Swayamvara: De swayam, ‘uno mismo, propio’, y vara, ‘elección’. El derecho ejercido en tiempos antiguos por las muchachas nobles para escoger marido. Tabla: Tambor. Takshaka: Una feroz serpiente del bosque de Khandava. Tapasya: Austeridad espiritual, esfuerzo o ascesis. Trigarta: Literalmente, ‘triplemente guardado’. Un territorio en el norte de la India identificado con una parte del moderno Punjab. Truti: Una medida de tiempo más corta que el parpadeo de un ojo. Tundikeras: Un pueblo de la India antigua. Uchchaihshravas: El corcel celestial de Indra. Udana Kridana: Literalmente, ‘jardín de placer’. Uluka: Un hijo de Sakuni. Ulupi: Una hija de Kauravya, Rey de los Nagas. Arjuna tuvo con ella relación marital y Ulupi actuó de nodriza para su hijastro Babhruvahana. Uma: Esposa de Shiva, hija de Himavat y la apsara Menaka. Upapandavas: Los hijos de los Pandavas por Draupadi, que son Panchalas también, al ser Draupadi una princesa Panchala. Upasunda: Nombre de un asura hijo de Nikumbha y hermano menor de Sunda. Urmi: Formación militar del Océano. Urmila: Hija del Rey Janaka, hermana de Sita y esposa de Lakshmana. Urvasi: Ninfa celestial que fue condenada a vivir en la Tierra como esposa de Pururavas. Usha: Personificación divina de la aurora. Uttamaujas: Un príncipe Panchala, que protegía una de las ruedas del carro de Arjuna.

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Uttara: Hija del Rey Virata dada en matrimonio a Abhimanyu, el hijo de Arjuna y Subhadra. Uttarakumara: Hijo menor del Rey Virata que actuó como auriga de Arjuna cuando éste se enfrentó a los Kauravas en el norte de Matsya. Uttarayan: Solsticio septentrional. Vahlika: Uno de los reyes participantes en la guerra entre Pandavas y Kauravas. Vaishnava: El culto a Vishnu y designación de los seguidores de este culto. Vaishya: Tercera casta del sistema social hindú; es la formada por mercaderes, comerciantes y artesanos. Vajra: Lit. ‘rayo’. Arma mágica de Indra semejante al rayo. Formación militar que emula el rayo. Vajradatta: Lit. ‘don del rayo’. Hijo de Bhagadatta. Vanga: Un estado importante de la India antigua; actualmente, Bengala. Varanasi: Nombre moderno de la antigua ciudad de Kasi, Benarés, uno de los grandes centros religiosos de peregrinaje. Varanavata: Pequeña ciudad cerca de Hastinapura con un lago al borde del cual los Pandavas fueron atacados por sus enemigos. Varandaka: Castillo del elefante. El cornaca. Varuna: La más antigua divinidad védica, creador del cielo y de la tierra. En la mitología posterior hindú es concebido como Señor de las Aguas. Vasishtha: Literalmente, ‘el más rico’. Uno de los siete grandes sabios o saptarishis a los que se atribuyen algunos de los himnos védicos. Vasu: Un tipo de dios. Vasudeva: Hermano de Kunti y padre de Krishna a través de Devaki, la más joven de sus siete esposas. La misma palabra acentuada en la primera sílaba es uno de los nombres de Krishna, que significa ‘hijo de Vasudeva’. Vasuki: La serpiente mítica engendrada por Kadru. Como Sesa y Takshaka, era uno de los reyes Nagas. Veda: ‘Sabiduría’. Se trata de cuatro colecciones muy antiguas de himnos religiosos canónicos del hinduismo.

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Vedangas: Miembros -angas- de los Vedas, que incluyen seis tratados. Su propósito original era asegurar que cada parte de las ceremonias sacrificiales se oficiase correctamente. Vibhishana: Hermano de Rávana, el Rey de Lanka. Vibhuti: Encarnación de una fuerza divina. Vichitravirya: Literalmente, ‘muy bravo’. El hijo menor del Emperador Shantanu con Satyavati. Vidura: Hijo de Vyasa con una criada de Satyavati. De los tres hermanos Kurus, es quien posee la sabiduría imparcial. Vijaya: Uno de los cien hijos de Dhritarashtra. Vikarna: Uno de los cien hijos de Dhritarashtra. Vina: El laúd indio. Vinaganaga: Un tipo de sacerdotes. Vinda: Un príncipe de Avanti, hermano de Anuvinda y vencido por Arjuna. Virata: Rey de Matsya, cerca de la moderna Jaipur. Capital de Matsya. Vishoka: El auriga de Bhima. Vishvakarman: Literalmente, ‘el que todo lo consigue’. En el Rig Veda, personificación del poder omnicreador y arquitecto del universo. Vishwarupa: Forma cósmica en la que Krishna se revela a Arjuna el primer día de batalla. El Vishwarupa darshan es el acto de verla o hacerla ver. Vivaswat: Lit. ‘el resplandeciente’. En los Vedas, uno de los nombres del Sol. Vrishasena: Uno de los hijos de Karna. Vrishni: Un famoso rey de la dinastía Yadu. Fue el hijo menor de Bhimasatvata, gobernante del reino Yadava en el noroeste de la India. Vyasa: Compositor legendario del Mahabharata. Vyuha: Formación militar. Yadava: Nombre de la tribu de Krishna. Eran nómadas, pero posteriormente gobernaron Dwaraka, en Gujarat, en la India occidental. Yaksa: Un orden de seres divinos, seguidores del dios de las riquezas, Kubera.

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Yama: Dios de la Muerte; de acuerdo con la leyenda, es hijo del Sol. Yamuna: Un río tributario del Ganges, personificado como hija del Sol. Yantra: Un diagrama místico, geométrico, que representa simbólicamente el universo divino con sus deidades y mantras; se supone dotado de poderes ocultos. Yashoda: Madre adoptiva de Krishna y esposa del vaquerizo Nanda. Yati: Nombre de un rey que era el hijo mayor de Nahusa y hermano de Yayati. Nombre también de una comunidad mítica de ascetas asociados a los Bhrigus en la adoración de Indra. Yavanas: Extranjeros, bárbaros, griegos. Yojana: Medida métrica india equivalente a una jornada de marcha, entre 14,7 y 16 km. según épocas y lugares. Yuddhashala: Academia militar. Yudhamanyu: Un príncipe Panchala, que protegía una de las ruedas del carro de Arjuna. Yudhisthira: El mayor de los hermanos Pandavas. Yuga: Era cósmica. Yuvaraj: Príncipe heredero. Yuyutsu: Hijo de Dhritarashtra con una esposa vaishya.

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