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    Es muy probable que la literatura nunca haya registrado tantas efusiones de

    sangre, semen, babas y demás fluidos como algunas páginas firmadas

    recientemente por jóvenes escritores italianos. Violencia, sexo y drogas

    narradas llanamente como experiencias exacerbadas y cotidianas, sin

    ustificaciones sociológicas ni trasfondos psicológicos, son elementoscomunes a una serie de relatos que esta antología ha marcado con la

    etiqueta de «juventud caníbal».

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    AA. VV.

    Juventud caníbalAntología del horror extremo

    ePub r1.1

    Riahnnon 22.12.14

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    Título original: Gioventú cannibaleAA. VV., 1996Traducción: Juan VivancoDiseño de cubierta: Riahnnon

    Editor digital: RiahnnonCorrección de erratas: Astennu

    ePub base r1.2

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    ATROCIDADES DIARIAS

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    Niccolò Ammaniti & Luisa Brancaccio

     Nochecita

    Emanuele tenía los pies hinchados, pero no podía quitarse los mocasinesSu madre, la señora Flaminia Monteleone, no toleraba esas cosas. «Vuelve aponerte los zapatos, o te vas a cenar a la cocina. Con el servicio. ¡No eres un patán!»,le había dicho una vez, al verle cenar en calcetines.

    Y así, sentado en el sofá de brocado junto a mamaíta, tragaba el puré de verduramientras veía el TG1.

    Quería volver a su habitación, echarse en la cama y morirse.«Qué asco de día», pensó.Todo por culpa de Lalla y sus sostenes.De sus jerseys, lápices de labios, guantes de cabritilla, medias de malla, leche

    limpiadora.De las tres a las ocho, entre Benetton, Stefanel, Fendi, de compras con su novia.

    No había abierto un libro. Y solo faltaban tres días para el examen de derechocomercial.

    Notó una punzada de dolor en el costado.Se tragó otra cucharada del sano puré de verdura que tan bien le sentaba a la

    úlcera de mamaíta.

     —Cori, ¿qué hay de segundo?La filipina gorjeó: —Judías verdes hervidas.Emanuele subió el volumen del televisor. —¡Baja eso, Emanuele! Tengo un dolor de cabeza horrible —dijo la señora

    Monteleone con aire cansado.Emanuele no la soportaba. Todos los días con ese puto dolor de cabeza. Con esa

    expresión de disgusto en la cara. Parecía que se había comido un plato de callos

    pasados. Estaba ahí plantada, seca y verde como un espárrago, con ese traje dechaqueta rojo cárdeno, con su úlcera de las narices que les tenía a todos desnutridos abase de pollo hervido, con el pitillo en los labios y las gafas oscuras.

     —Bueno, me voy a la cama.La señora Monteleone permaneció impasible.Emanuele se levantó y se arrastró hacia su cuarto, atravesando los sesenta metros

    del fastuoso salón, tapizado de cuadros abstractos y alfombras kilim.Pero se quedó clavado en la puerta.

     —Emanuele, ¿te acuerdas de que mañana por la mañana tenemos que ir a laboda? Le he dicho a Cori que te despierte a las seis y media, ponte el vestido azul, elde Caraceni…

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    Emanuele siguió avanzando sin contestar.¡No! ¡Mierda! ¡La boda! ¡Maldita sea, yo tenía que encerrarme a estudiar!

    Se había olvidado por completo.En Siena. En un castillo perdido de una finca rústica.¿Por qué Guglielmo tendrá que casarse en Siena?

    Y además, ¿por qué tendrá que casarse? Está claro, para tocarles los cojones a sus parientes, ¿por qué, si no?

    ¡Terrible! Despertarse a las seis y media, viajar con esa momia de mamaíta que nopara de decirte: «¡No corras, Emanuele! ¡Ve más despacio! Nos vamos a matar».

    Entendía a su padre. El infeliz tuvo que marcharse a Bélgica para no vivir a sulado.

    Luego se imaginó un corro de pijos y parientes agolpados delante del buffet y a suprimo Guglielmo, el mayor gilipollas del centro de Italia, pavoneándose del brazo de

    Donna, una mujerona rubia de Vermont.Enfrascado en estas degradantes consideraciones, Emanuele se encaminó por elpasillo con frescos en las paredes. Parecía un condenado a muerte camino de la sillaeléctrica. Estaba a punto de entrar en su cubil, cuando sonó el videointerfono.

    Contestó.En la pantallita apareció la jeta picada de viruela de Aldo Trebbiani.Sonrisa alegre. Cuatro pelos embadurnados de gel. Ojos pequeños y vivarachos.

    Narizota. —¿Nochecita, chico? —graznó el telefonillo. —Ey, Aldo, ¿qué haces? ¿Quieres subir? —No, baja tú. Vamos a dar una vuelta. —… Me iba a la cama. —¿Cómo es eso?Me he pasado la tarde con Lalla y mañana al amanecer tengo que ir a Siena. —Entonces nochecita reducida. Un porrete rápido.No… —pero se lo pensó mejor— Está bien, bajo un momento, y me acompañas a

    comprar cigarrillos.

     —Así me gusta.Colgó y fue a ponerse la chupa.¡Nochecita!En su jerga significaba ponerse morados de porros, rigurosamente sin novias, y

    volver a casa bien colocados a la hora que fuera.Pero desde hacía algún tiempo, a Emanuele esas nochecitas ya empezaban a

    fastidiarle. Las nochecitas son un túnel. Te pones ciego de porros y estás hecho polvo si no

    consigues estudiar y todo se te va de las manos y te oprime, la puta habitación y lascenas con tu madre y las bodas en Siena. De modo que las evito como la peste.

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    Aldo le esperaba encerrado en el BMW  de su padre, con la calefacción al máximo.

    Llevaba puesto el abrigo marrón claro, la camisa azul que hacía juego con sus ojos yunos mitones de piloto.

    Tenía una tirita de mariposa en la frente.Emanuele se sentó, pero antes de cerrar la portezuela se quedó mirando la tirita: —¿Qué te has hecho en la frente? —¡Deprisa, cierra la puerta, que entra aire frío! —dijo Aldo con urgencia y salió

    quemando rueda—. ¿Adonde vamos? —preguntó, gritando sobre la voz de PinoDaniele.

     —A comprar cigarrillos. Pero ¿qué te has hecho en la frente?Bajaban a toda velocidad por la calle Archimede, desierta a esas horas. Había

    humedad en el aire, y unas pocas farolas iluminaban con una luz pálida y esférica loscoches aparcados.

     —Ahora te lo digo.Y siguió conduciendo con la espalda hacia atrás, la nuca pegada al reposacabezas

    y los brazos extendidos como un piloto de rally. —Bueno, qué, ¿cómo te has hecho eso? —Ahora te lo digo.En la plaza Euclide Aldo se tragó dos semáforos en rojo. —Ayer. Inauguración del Pakiana en Fregene. Pinchaba un tal Max Trip

    Twentyfive. Una buena movida. ¿Y quién estaba en esa movida?

     —¿Quién? —Riccardo y yo. —¡Ah! ¿Qué Riccardo? —El cirujano. —¿Y qué? —Pues nada. Estábamos bailando. Hacía un calor tremendo. El nivel etílico era

    muy alto. El cirujano se metía vodka con melón. Luego se siente mal, y se me echaencima diciendo que quiere irse a su casa. Ese no se corta, bebe como un cosaco. Le

    dije que pasaba de él, que me estaba divirtiendo y que se fuera al váter a trallar y élfue para allá, pero se equivocó de puerta y se armó la de dios en el lavabo de tías.Pero tengo que aclarar que antes de ir al Pakiana el cirujano y yo nos habíamospuesto morados en el Bolognese, canelones con salsa. ¡No te imaginas cómo dejó elváter! Y cuando una de las tías se encontró un canelón medio digerido en su estuchede los potingues pilló un cabreo descomunal. Lo pusieron a caldo, primero la tía yluego los gorilas. Y yo nada, a lo mío, pasando. ¿A mí qué me importa? Así que esoscuatro salvajes lo echaron a la calle. ¿Pues te quieres creer que el muy borde empezóa dar patadas a la puerta, a decir que quería entrar, que tenía tarjeta VIP? Al final abren

    y le dicen que si no se va llaman a la policía y le dan con la puerta en las narices.¿Sabes cómo es la puerta del Pakiana?

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    Emanuele negó con la cabeza. —Una caja fuerte. Acero inoxidable. Blindada. Pesa un huevo. Le pillaron la

    mano con la puerta. —Joder. —¡Se dejó tres dedos! Yo los vi moviéndose en el suelo, los cabrones de los

    dedos, y entonces me lié a hostias con el primer gorila que encontré. En fin,resumiendo, que acabamos todos en urgencias. Riccardo, los tres gorilas y yo con losdedos de Riccardo en el bolsillo del abrigo. Espera… —Aldo empezó a hurgarse enel bolsillo—. A lo mejor todavía queda algún pedazo de tendón… Imagínate, el pobreestaba a punto de graduarse en cirugía. ¡Le han jodido! ¿Qué va a hacer ahora? Comomucho podrá ser psiquiatra. Coño, te rompes los codos para sacar la especialidad yluego tres capullos te amputan tres dedos… Imagínate, ponerse ahora a estudiar parapsiquiatra.

     —No digas gilipolleces… —Mira, qué asco… —Aldo dio la vuelta al bolsillo del abrigo, manchado de rojo —. Tendré que llevarlo al tinte…

     —¡Pues menudo mal rollo! —dijo Emanuele—. Bueno, dame el costo que lío unporro.

     —No tengo costo. —¿Cómo que no tienes costo? —No, no tengo, creí que tenías tú.Aldo frenó en seco delante del All Night Long Bartabacchi. —Bueno… No importa. Voy a comprar tabaco —dijo Emanuele, bajando.El All Night Long Bartabacchi era un local cutre, con un letrero rosa intermitente.

    Dentro no había un alma, salvo una cajera gorda pintándose las uñas y una camareramenor de edad. Emanuele compró dos paquetes de Marlboro light y salió cojeando.

    Tenía que volver enseguida a casa a quitarse esos malditos mocasines. En cuanto llegue me doy un baño de pies de hora y media con bicarbonato, se

    dijo, aliviado con esta idea.

    Volvió al coche.

     —¡Hace demasiado frío! Ni siquiera tenemos costo. Yo casi me volvería a cas…Vio que Aldo se había sacado de la chaqueta un frasquito transparente lleno de

    polvo blanco.Emanuele maldijo entre dientes. —¡Sorpresa! ¡Coca! ¡Empieza una nochecita en versión deluxe! —dijo Aldo con

    una sonrisa de oreja a oreja. —Nooo, por favooor. Coca no. Quiero irme a dormir. Mañana tengo que ir a la

    boda de mi primo…

     — PERO ¿ESTÁS LOCO? Esta es la mejor coca del mundo. ¿No me crees? ¡Pruébala! —Te creo, te creo, pero no puedo. Mañana tengo que ir a la boda. —No, no, tú no me crees, lo sé. Pruébala, joder, no puedes decir que esta coca no

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    es buena si no la pruebas. Venga, un tirito. —No, no me apetece, de veras.Mientras tanto Aldo se había hecho dos rayas y aspiraba con la nariz y se frotaba

    las encías con el dedo. —Hazte una raya, vamos —insistió. No iba a parar de insistir en toda la noche.

     —¡Qué pesado! ¡Una raya nada más, y me llevas a casa!Emanuele, de mala gana, se hizo la raya y Aldo arrancó quemando rueda.Se lanzaron por la orilla del Tíber. Pino Daniele cantaba «‘o scarrafone». —¡Joder, pues sí que es buena esta coca! —dijo Emanuele sorprendido—.

    ¿Dónde la has pillado? —Anoche —contestó Aldo con aire ladino. —¿En el Pakiana? —No, en el Fatebenefratelli.

     —¡¿El hospital?! —Sí. El gorila, ese al que le rompí el tabique, no paraba de meterse coca en lanariz machacada diciendo que funcionaba como anestésico, de modo que le preguntési me vendía un poco. Pillé cien mil liras, la probé, una bomba. De modo que le di elRolex por veinte gramos. Un buen neg… —El móvil empezó a sonar. Aldo se lo sacódel abrigo y contestó con tono de operador de la telefónica—: Hola… ¿Qué tal?¿Sííí? Sí… Está bien. Está bien… Tranquila… ¡Ahora voy!

    Y viró en redondo saltándose el bordillo del carril bus. —¿Qué haces? ¿Quién era? —preguntó Emanuele alarmado. —Melania. Vamos a recogerla. —¿Adonde? —A Torpignattara. —¡NI HABLAR! Torpignattara está en el quinto coño. No existe. Llévame a casa

    enseguida —dijo Emanuele, cabreado. —¡Pero menudo coñazo eres! ¿Qué vas a hacer en casa? ¿Bailar la rumba en la

    cama? Acompáñame a buscar a Melania y dentro de media hora como mucho estarásen casita. No me apetece ir solo.

     —Pero quítame este Pino Daniele, que ya estoy hasta los huevos —dijo Emanuelesacando el CD, y añadió—: ¿Quién es esa Melania?

    Melania estaba sentada en el capó de un coche, en un callejón oscuro, fumandoun cigarrillo.

    A los lados había construcciones bajas, sin revocar, con las pilastras de hormigónvistas. Verjas oxidadas, perros rabiosos y obras. En la cercana parada del autobúscuatro somalíes se helaban el culo.

    Un sitio de mierda.

     —¡Ahí está! —dijo Aldo en cuanto vio a Melania, y en vez de frenar aceleró.Melania también vio los faros del BMW, bajó del capó, se arregló el pelo y se

    estiró la minifalda.

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    Aldo tiró del freno de mano, y con un derrape bien calculado paró el coche apocos centímetros de sus pies.

     —¡Idiota! ¿Es que me quieres matar? —rió ella, apoyando las manos en el capóhirviente.

    Dando pasitos con sus tacones altos, abrió la puerta de atrás y entró.

    Una vaharada de perfume de supermercado inundó el coche.¡Dios! ¿Qué se ha echado? ¿El Baygon para las cucarachas?, pensó Emanuele.

    Pero era un pedazo de tía.Tenía la cara redonda. Los ojos verdes, con pestañas largas. El pelo le llegaba al

    culo, rizado y negro. La boca ancha y carnosa, roja, ahogada en el pintalabios. En lasorejas llevaba dos enormes aros dorados del tamaño de perchas de loros.

     —¡Ahhh! Qué calorcito más rico hace aquí dentro. ¡Ahí fuera se me estabaquedando el trasero helado! —se rió.

    Tenía una voz nasal y quejumbrosa y las vocales demasiado abiertas. —¿Qué tal, Aldo? —Y sin esperar respuesta tendió la mano a Emanuele—.Buenas, yo soy Melania Crocetti. Encantada.

     —Emanuele —contestó él, seco, y se la estrechó.Melania se quitó la chupa oversize. Debajo llevaba un chaleco de piel vuelta que

    apenas cubría las tetorras apretadas en el wonderbra de encaje.Emanuele hizo una rápida comparación mental entre las grandes tetas de Melania

    y las de Lalla, encogidas.¿Por qué las niñas bien siempre tienen las tetas pequeñas?

    Aldo volvió a poner el CD y cogió el frasquito de coca. Hizo una ruidosa esnifaday se la pasó a Emanuele.

     —No, gracias. Paso.Melania chilló desde atrás con aire ofendido: —¿Y a mí no me ofreces? Aldo, eres un maleducado. —¡Ah, vale! ¡O sea que eres una drogadicta! —dijo Aldo.Le pasó el frasco sin mirarle siquiera a la cara.Emanuele estaba harto. Y esa calle no le gustaba. Esos somalíes de los cojones no

    dejaban de mirar hacia el coche. —¿Nos vamos de esta pocilga, por favor?En marcha.Aldo corría a 160 por la Casilina, derecho al centro de la ciudad. Los semáforos

    en ámbar destellaban. Mientras tanto Melania se afanaba con la coca, ensuciándose lanariz de blanco.

     —No creas que soy una drogadicta como tu amigo, Emanuele. Lo que pasa es quesé aprovechar lo mejor de la vida. Y no sé decir que no… —añadió con desparpajo.

    Aldo se echó a reír a carcajadas.A Emanuele se le heló la sangre en las venas de la vergüenza ajena. —¿De dónde la has sacado? —preguntó a su amigo en voz baja.

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     —Es la enfermera de mi abuela. —¿La enfermera de tu abuela? ¡Ahhh! ¡Claro!La abuela de Aldo tenía 93 años y un Alzheimer galopante. Se hacía sus

    necesidades encima y necesitaba a alguien que le diera de comer y le limpiara el culo:de eso se encargaba la bella Melania. Así, cuando Aldo, como buen nieto, le llevaba

    bombones a su abuelita, aprovechaba para darle un repaso a la enfermera. —¿Se puede saber adonde me lleváis? —preguntó Melania inclinándose hacia

    delante con una sonrisa llena de expectativas. —Estamos acompañando a Emanuele a su casa —contestó Aldo. —¿Cómo? ¿Ya te vas a casa? —Es que mañana tengo que ir a Siena… a la boda de mi primo. Tengo que

    levantarme temprano.A Emanuele le reventaba dar explicaciones, hablar de sus asuntos con esa tía,

    pero en fin. —No seas coñazo. ¿Qué te importa la boda de tu sobrino? Ven con nosotros,venga —insistió ella.

     —No es mi sobrino, es mi primo. Y no puedo, de veras. Ya es la una. Es tarde — contestó Emanuele, mosqueado.

     —No te preocupes por este zombi. ¿Que se quiere ir a casa? Pues lo llevo a casa —intervino Aldo.

     —Gracias —contestó Emanuele con frialdad.Le reventaba esa situación. Le reventaba la insistencia de esos dos. Le reventaba

    tener que justificarse. Y le dolían los pies.¿Qué coño les importa que me quede o me vaya a la cama? Solo había salido a

    liarme un porro, joder, se dijo, cruzando los brazos.Ya se encontraba a salvo. Estaban en la calle Aldrovandi. A un paso de su casa.

    Una vez en la cama se olvidaría de Melania, de Aldo y de la puta nochecita. —Joder, cómo me gusta Pino Daniele. Chicos, tengo costo. ¿Qué os parece un

    porro rápido? —dijo Melania con una sonrisa de oreja a oreja. —¿Has visto? Tiene costo. Estás de suerte —dijo Aldo.

    No había nada que hacer.Emanuele tenía que hacer este último esfuerzo. Se sentía obligado. Obligado a no

    decir que no otra vez. —Vale, el porrete de las buenas noches… —Viejo cerdo asqueroso y porreta, que eso es lo que eres. Te gusta meterte ciego

    en el sobre, ¿eh? —Aldo le daba palmaditas en el hombro y codazos en plan colega. —Para ya, maldito chiflado —dijo Emanuele tratando de quitarse a ese plasta de

    encima.

    Se detuvieron en una avenida oscura con árboles, junto a una tapia. Pasabanpocos coches, veloces.

    Melania lió el porro rápidamente, con mucha técnica. Se lo acercó a Emanuele

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    para que lo encendiera.Se pasaban el peta en silencio, reteniendo el humo en los pulmones. Luego Aldo

    sacó del salpicadero una botella de whisky y también se la pasaron silenciosamente.Un trago, una calada, una calada, un trago.

    Pino Daniele chillaba: «Fate ‘na pizza c’a pummarola ‘ncopp».

    Emanuele se puso a mirar la luna enorme al otro lado de la tapia. Estaba cansado.Cansado de perder el tiempo. Cansado de no ser capaz de estudiar. Cansado de no sercapaz de concentrarse. De pronto tuvo la sensación de que era un hámster que sehabía subido por equivocación a la rueda y estaba obligado a dar vueltas sin parar.

    La gente cree que los hámsters se divierten. No es verdad. Los hámsters suben ala rueda por equivocación y tardan un huevo en darse cuenta de que si dejan de correrla rueda se para y pueden bajar.

    Emanuele tenía ganas de cerrar los ojos y dormir hasta el día siguiente, hasta el

    otro, hasta después del examen, y despertarse en verano, cuando su madre iba alArgentado. —Estoy rendido, vámonos —dijo por fin, dando la última calada.Abrió la ventanilla y tiró la colilla.Una vaharada helada y cargada de olor a excrementos animales entró en el coche. —¡Joder, qué peste! ¿Qué es eso? —dijo Melania, tumbada en el asiento de atrás. —El zoo —dijo Aldo poniendo el motor en marcha. —¿Estamos en el zoo? ¡Genial! Nunca lo he visto. —Si eres buena el tío Aldo te llevará, ¿a que sí? —le dijo Emanuele, sorprendido

    de su tono ácido. —¿Cuándo? ¿Cuándo me vas a llevar al zoo? —Ahora —dijo Aldo, apagando el motor. —Está cerrado, bobo —refunfuñó Emanuele. —¿No me digas? Pues saltamos la valla. —¡Sí, venga! ¡Saltamos la valla! —Melania se excitó.Pero a Melania la habría excitado hasta una cola en Correos. —Saltadla vosotros. Yo me voy a casa andando. Portaos bien —dijo Emanuele de

    mala gana, pensando en la cuesta que le esperaba. Pero estaba dispuesto a ir a pie contal de volver. Se levantó las solapas de la chaqueta, abrió la portezuela y se marchósin despedirse. Echó a andar por la avenida a oscuras, con las manos en los bolsillos.

    Esperaba que Aldo hiciera algo, que fuera detrás de él, que le acompañara a casa.Pero seguía caminando, solo, subiendo la cuesta, con los mocasines apretados.

     Nada. Menudo cabrón está hecho.

    Procuró no hacerse mala sangre y apretó el paso.Luego oyó a Melania detrás de él, llamándole. Se volvió y la vio correr a su

    encuentro. Se detuvo.Tenía las piernas largas. Se quedó ahí viendo cómo corría, parado, no dio un paso

    en dirección a ella.

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    Melania lo alcanzó, estaba sin resuello y con las mejillas rojas por el frío. —Dime la verdad, Emanuele, ¿te caigo mal?Sin todo ese maquillaje hasta tendría una cara bonita. —¡Qué va! —Entonces, ¿por qué te vas?

     —Ya te lo he dicho, estoy cansado y mañana tengo que levantarme temprano. Deveras. Lo siento.

     —Venga, por favor. Solo una vuelta por el zoo, hazlo por mí.Emanuele bajó la mirada hasta los mocasines. Se había quedado sin habla. —Ven conmigo…No fue capaz de decir que no otra vez. Había sido antipático toda la noche. Y ella

    le estaba mirando con unos ojos… —De acuerdo. Demos esa vuelta por el zoo.

    Aldo estaba apoyado en la tapia, con la nariz hundida en la coca. Esperándoles.Emanuele reconoció en la cara de Aldo la puta seguridad de quien conoce a suscolegas.

     —Vamos —dijo Aldo, y empezó a dar saltitos para ver lo que había al otro ladode la tapia.

    A cada salto su abrigo largo revoloteaba, dándole un aspecto de enano de circo.Luego se volvió para vigilar la calle.

     —Este es un buen sitio —decidió.Emanuele le dejó hacer, decidir. A él no le parecía un buen sitio para saltar la

    tapia. —¿Voy yo primero? —Melania se subió en los hombros de Aldo y se agarró con

    las manos al borde de la tapia—. ¡Ay! ¡Mierda, hay cristales! Me he cortado. Déjamebajar.

    Aldo la dejó bajar. Con las palmas ensangrentadas, lloriqueó: —Parezco Jesucristo. Tengo llagas. —¡Vale! Se impone cambiar de táctica. —Aldo se dirigió a Melania como si

    hablara con un niño—: Tienes que poner los pies encima de la tapia, sin apoyarte en

    las manos. ¿Has entendido?Volvió a levantarla, pero era demasiado bajo para lograrlo él solo. —¿Qué hostias haces, Emanuele? ¿Te has quedado pasmado? ¿Nos vas a ayudar

    o qué?Emanuele apoyó las manos en el trasero de Melania y se puso a empujarla. —No me toques el culo, cerdo —se rió ella. —¿Cómo voy a empujarte si no te toco el culo? —Sí, pero no te aproveches.

     —Tú a lo tuyo, piensa solo en subir. —¡Ya está! —gritó Melania, de pie sobre la tapia.Aldo fue rápido. Se montó a hombros de Emanuele y de un salto se plantó arriba.

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    Un mono. En equilibrio sobre unos pocos centímetros irregulares de vidrios rotos. —Dame las manos, que te subo —le dijo a Emanuele.Emanuele las agarró.Una luz azul les iluminó.Un coche de la policía. Avanzaba despacio.

     —¡Suelta, coño! ¡Déjame!El coche se acercaba. Dentro de poco les vería. Aldo soltó las manos de

    Emanuele. Del bolsillo le cayó algo pesado y metálico que rebotó en la calle.¡Una pistola!El coche se encontraba ya a unos cincuenta metros.Emanuele se escondió detrás de un gran árbol con el tronco rodeado de una

    rejilla. —¡Cógela! —gritaba Aldo en voz baja— ¡Que la van a ver!

     —¿Pero tú eres gilipollas o qué? ¿Qué coño haces con una pistola? —le contestóEmanuele. —¡Cógela!Emanuele dudaba. —¡Cógela, cojones!Emanuele se deslizó con sigilo hasta la pistola y se la metió en el bolsillo. Volvió

    a su escondite muerto de miedo.El coche pasó de largo.Emanuele miró hacia arriba. Aldo había desaparecido. —¡Aldo!No hubo respuesta. —¡Aldooo!No hubo respuesta. —¡Jódete! —dijo, y se dirigió a casa. Me ha dejado plantado. Se ha largado. ¿Qué coño hago yo ahora con esta

    istola? ¿Y si me paran y me registran? Voy derecho al trullo. Al trullo, por culpa de

    ese gilipollas, se repetía mientras caminaba.

    Vio un contenedor rebosante de basura.¡La tiro!

    Metió la mano en el bolsillo y sintió el frío del hierro.¡La tiro!

    La cogió.No. No podía tirarla. Era la pistola del joyero. El padre de Aldo. Con esa pipa en

    los pantalones, Aldo se hacía el duro. Disparaba a las señales de prohibido aparcar.Esa pistola era una fijación.

    Si la tiro el joyero se mosquea con Aldo y luego Aldo se mosquea conmigo. Estábien, le esperaré en el coche… No, a saber cuándo vuelve, es mejor que me meta

    dentro. Se la doy y acabo de una vez con esta jodida mierda. Sí, eso haré.

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    Una gruesa rama de roble se alargaba al otro lado de la tapia. Emanuele se subióal techo de un Tipo aparcado y de un salto se agarró a la rama. Pasó con facilidad alotro lado y se encontró en medio de la oscuridad. La luz de las farolas no llegabahasta allí. Se quedó pensando.

    ¿Qué altura habrá? Joder; esperemos que no mucha.

    Cogió aire y se soltó de la rama.Aterrizó sobre algo blando que cedió bajo su peso.Se tambaleó y abrió los brazos para no perder el equilibrio.¡Sano y salvo!

    En el aire había un olor espantoso. Hedor a carne podrida y a alcantarilla y asudor rancio y a roña.

    No veía nada…Intentó moverse, pero tenía el pie pillado.

    Trató de soltarlo. No lo logró, estaba metido en una masa compacta. Húmedo ygelatinoso en el tobillo.Se inclinó para palpar con las manos.Pelo.¿Pelo?

    Un animal.Le había hundido la caja torácica con los mocasines, y ahora su pie se agitaba

    entre los órganos internos de la bestia.Joder; lo he dejado seco. Lo he matado.

    Hurgó en sus bolsillos en busca del encendedor.He aterrizado sobre un animal y lo he matado.Lo encontró y lo encendió.Una llamita débil y espectral, nada más.Emanuele examinó la situación.La cabeza descarnada y las órbitas vacías. De la boca salía una enorme lengua

    hinchada. Lívida. Miles de moscas y larvas y gusanos llenaban las orejas y los ojos yla boca del animal. Emanuele sintió que el puré de verdura y el whisky le volvían a la

    garganta y le quemaban la pared del esófago. Lo echó todo atrás. No era el momentode vomitar, ahora solo quería una cosa: soltarse el pie atrapado en esa cosa muerta:

     —¡Dioos qué asco! ¡Cristoo!Sentía alrededor del tobillo la consistencia esponjosa de los pulmones. Empezó a

    sacudirse como un epiléptico para soltar el pie. El cadáver también se agitó, como sise hubiera reanimado.

    Dio un tirón y las costillas cedieron, levantándose como macabros cuchillos.Emanuele cayó hacia atrás, sobre un montón de heno fétido. Se levantó y salió

    corriendo.La jaula estaba abierta y en un santiamén estuvo fuera, en el paseo de grava del

    zoo.

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    El aire frío le helaba los pantalones mojados de sangre. Corrió con la boca abiertahasta que le estallaron los pulmones y se detuvo, doblando el espinazo, jadeando.

    Se sentó en un banco.Oía los latidos de su corazón en el pecho. Oía los ruidos de esa jungla

    encarcelada.

    La luna asomaba entre las ramas de los eucaliptos iluminándolo todo con una luzamarilla y sucia. Delante de él, además de una plaza con una fuente, estaba el recintode los camellos. Dormían. Inmóviles. Arrodillados, como viejas rezando.

    ¡Basta! No puedo más. ¡Quiero irme a casa!

    Se imaginó en la cama, en su habitación, sin zapatos, limpio, bajo el edredón,viendo una película.

    Tenía que acabar con eso.Pero ¿dónde se habían metido esos dos?

    Pasó delante de la jaula de los monos. Vacía. Siguió en dirección a los lobos.Salieron a su encuentro gruñendo como descosidos. Estos cabrones van a hacer que me descubran.

    Emanuele se volvió cauteloso, miraba hacia atrás. Se metió en una calle lateral detierra batida y al cabo de un rato oyó un chapoteo y unas risas.

    ¡Ahí están!

    Aldo y Melania estaban asomados a la barandilla del estanque de las focas. Detrásde ellos había unos icebergs de hormigón armado de tres metros de altura.

    Al pie de donde estaban un gran león marino alargaba el cuello brillante. Melaniale estaba echando el Jack Daniels en las fauces. El pinnípedo tragaba y se reía.

     —¡Un maldito alcohólico, eso es lo que eres! —gritaba Aldo tratando de tocarlo.Emanuele se les acercó en silencio por detrás. Le entraron ganas de empujarles. —¿Bueno, qué, vamos? —dijo con voz tranquila.Los dos se volvieron sobresaltados. Niños sorprendidos con las manos en la

    mermelada. —¿Dónde te habías metido? ¡Estás loco! Ven a ver esto, ¡Melania está

    emborrachando a la foca!

     —¡Mira, Emanuele! Le encanta el whisky —farfulló Melania. —No estoy para bromas. Me ha pasado una cosa tremenda. He metido el pie en

    un cadáver. Mira —dijo, enseñándole a Aldo el mocasín ensangrentado.Los ojos de Aldo eran dos rendijas oscuras. Se inclinó despacio y observó. Se

    echó a reír, reía con la nariz, como si fuera la cosa más divertida del mundo. Parecíaque la vena de la frente le iba a estallar bajo la tirita blanca.

     —No tiene ni pizca de gracia… —dijo Emanuele. Luego se dio la vuelta y echó aandar.

     —¡Para! ¡Espera! ¿Adonde vas? —dijo Aldo, saliendo tras él—. Para unmomento, coño. Tengo que decirte una cosa.

    Emanuele seguía caminando.

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     —No positiva, excelente. Me cago en la puta, ¿quieres parar? Estoy hecho polvo,no puedo correr… —jadeaba tras él.

    Emanuele se detuvo. Se volvió hacia Aldo y le miró a los ojos. Severo. —Óyeme bien, Aldo. Yo solo había salido a comprar unos cigarrillos, ya te dije

    que mañana tengo que ir a la boda de mi primo. Pero tú como si nada. Empezaste con

    la coca, con esa estúpida, con este zoo de los cojones. Se acabó. Tengo frío, hemetido el pie en una carroña y me aprietan los zapatos. Me voy a casa.

     —De acuerdo. No hay problema. Vete a casa, vete adonde quieras. Solo queríadecirte una cosa.

     —¿Qué? —Una cosa que me ha dicho Melania de ti. —¿Qué cosa? —Ha dicho que eres guapo. Que le gustas un montón.

    Emanuele se quedó un momento sin palabras, y luego, encogiéndose de hombros,dijo: —Bueno, y qué. —¡Entonces tengo razón cuando digo que eres un manta! Esa está ahí,

    esperándote con las patas abiertas, y tú quieres irte a casa. —Sí, quiero irme a casa. Me importa tres cojones. Soy un manta.Aldo le agarró del brazo. —¿Por qué siempre que quieres decirme algo me tienes que tocar?Aldo le soltó. —Vale, razonemos. ¿Qué tal está? ¿Está buena? —Sí…Era un sí condescendiente y poco convencido, pero en realidad Emanuele lo

    pensaba de verdad. Melania era una buena yegua. —¿Has visto qué tetas? —Sí. —¿Te la has tirado? —¿Cómo me la voy a tirar? ¡No!

     —Yo sí. No se puede describir. De modo que, por favor, ve ahí y tíratela. —¿Aquí? ¿Te has vuelto loco? —Aquí. Como está mandado. —No tragará. Y además no me va. —Entonces dime que no te va, pero no me digas que no tragará. Te la camelas en

    un segundo. —¿Por qué tendrás que ser siempre tan liante? —¡Vamos! —Aldo empezó a empujarle. Y se reía.

    También Emanuele se echó a reír. Reían como un par de idiotas. —¿Tengo que ir? ¿Estás seguro? —Venga. Yo me quedo aquí, en este banco, a mirar los camellos. Estoy que no

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    me tengo. A lo mejor hasta me hago una paja —añadió Aldo, súbitamente más serio.Emanuele se acercó Melania, que estaba sentada delante de la jaula de los

    canguros y apuraba la botella.Se sentó a su lado. —¡Ah! Estás aquí. ¿Dónde os habíais metido? ¿Dónde está Aldo? —dijo,

    castañeteando los dientes y frotándose las manos. —Ha ido a ver las serpientes. —Qué asco, odio las serpientes. Y los lagartos. —¿Tienes frío? —Me muero de frío.Emanuele la abrazó. De nuevo olió el perfume de supermercado.Ella le apoyó la cabeza en el hombro.Empezó a acariciarla. Pero había un problema. Se dio cuenta de que no tenía

    muchas ganas. La excitación inicial se había pasado, como una tarta sin levadura.Mientras tanto Melania le besaba en el cuello.Tenía razón Aldo, esta tragaba.Volvió a pensar en Lalla. ¿Cuánto tiempo llevaban juntos?Siete años. Un huevo de tiempo.

    Melania le había metido las manos bajo la camisa. Emanuele bebió el últimotrago de whisky.

    ¿Qué hora será? Demasiado tarde. Dentro de tres días es el examen.

    ¿Y bien?

    Una vocecita realista y antipática se ensañó con él. Esta vez también te van a suspender. Pero esta vez mamaíta se va a mosquear de

    verdad.

    Luego la otra, en plan listilla, contestó: No se lo dirás. No se lo dirás a nadie, ni siquiera a Lalla.

    Miró a Melania. Hurgaba en la bragueta de los pantalones.Ya sabes lo que te dirá tu chica: «Eres un manta, no tienes ambiciones en la

    vida». ¿Cómo dejas que te digan esas cosas?

    Melania se la había sacado. Observó su mano, sus uñas pintadas que le agarrabanla polla dura. Levantó la vista. Los leones marinos se deslizaban, negros, bajo lasuperficie del agua.

    La angustia le encogía el estómago y le apretaba la tráquea como un cáncermaligno. Cerró los ojos.

    Tendría que mandarlo todo al carajo. Irme. Irme lejos, a Australia. Volver a

    empezar. Es que tendría que ponerme a estudiar. Tendría que dejar los porros.

     Dejarme de chorradas… Volver a empezar…

    Se corrió enseguida, apretando fuerte las tablas del banco.Abrió los ojos y miró a Melania. Le sonreía. Con la mano llena de esperma. —¿Y ahora dónde me limpio? —dijo ella con una risita.

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     —No sé —dijo Emanuele, mirando a su alrededor.Aldo estaba apoyado en una farola, fumando. Les observaba. Emanuele cogió una

    hoja de plátano y se la alargó a Melania. —Límpiate con esto.Aldo tiró la colilla al estanque de las focas y se alejó.

     —¿Yo te gusto? —preguntó Melania, apoyando la cabeza en las piernas deEmanuele.

     —Sí… Claro que me gustas. —¿Qué es lo que más te gusta de mí?¿Qué hostias preguntas ahora?

     —Los ojos. —¡Gracias! Eres el primero que dice los ojos. Por lo general dicen las tetas.

    Oye… Yo he tenido un detalle contigo… en fin… ya me entiendes.

     —Sí, has tenido un buen detalle. —Entonces, tú también podrías tener un detalle conmigo. —¿Qué quieres? —Emanuele empezaba a ponerse nervioso de verdad.¿Qué cojones quiere? ¿Te quiero mucho o bobadas de esas?

     —Querría… —Melania estuvo un momento indecisa, y luego dijo—: Elcanguro… El pequeño —señalando la jaula que tenían a la derecha.

    Al otro lado de los estrechos barrotes de hierro, en un recinto estrecho y largo,había dos canguros. Uno grande y uno pequeño. Acurrucados en el suelo de cemento.

     —¿Qué? —Que si me puedes traer el cangurito. Me gustaría acariciarlo. —¿Estás de coña? —¡Vamos! Por favor. Te acabo de hacer una…Emanuele se puso de pie como si de pronto el banco se hubiera puesto

    incandescente. —Pero ¿qué razonamiento es ese? Te hacen una paja y tienes que coger un

    canguro. ¿Y entonces, si me llegas a hacer una mamada? ¿Tengo que traerte el osoblanco? ¿Adonde quieres llegar?

     —¡No te pongas agresivo! Solo te había pedido un favor —Melania se puso demorros.

     —¡Pero qué favor ni qué niño muerto! Mira, tía, yo no te debo nada, la paja me lahas hecho porque has querido, ¿está claro? —Emanuele daba vueltas alrededor delbanco como un tigre enloquecido. Le habría gustado pegarle, pero solo tenía ganas devomitar.

    Llegó Aldo. Estaba en mangas de camisa, el abrigo atado a la cintura le arrastrabapor el suelo. Parecía aún más bajo.

     —¿Qué pasa? ¿A qué viene todo este follón? ¿Es que queréis despertar a losguardas? —dijo, sentándose junto a Melania. Cogió la botella de whisky. Vacía. Se latiró a los leones marinos.

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     —Nada… nada… —dijo Emanuele con la mirada baja. —Tu amigo es un grosero. Le he pedido una cosa y se ha puesto a insultarme — 

    dijo Melania, cabreada. —¡Esta ha bebido demasiado! —Emanuele se dirigió a Aldo con una carcajada

    forzada—. Me ha hecho una paja, ¿entiendes? Una puta paja, y ahora quiere que vaya

    a coger un canguro. —Oye, por favor, no seas basto. Yo no te he hecho nada —dijo Melania

    balbuciendo. —Vale. Tú estáte tranquila —intervino Aldo—. Y tú ven conmigo.Cogió a Emanuele del brazo y se alejaron. —Bueno, dime: ¿qué ha pasado? —Ya te lo he dicho. Está loca. Quiere el canguro —Emanuele casi no lograba

    hablar, y sentía que la cara le ardía.

     —¿Y qué quiere hacer con el canguro? —Lo quiere acariciar —dijo Emanuele, imitando a Melania. —Pues llévaselo —dijo Aldo, encogiéndose de hombros. —Es que no lo entiendes, Aldo. Quiere que coja el canguro cachorro, el que está

    durmiendo en la jaula con su madre. —Te entiendo, te entiendo. ¿Lo quiere? ¡Pues ve y cógelo! ¡Te acaba de hacer un

    favor, joder! A propósito, ¿qué tal? —Lo has visto. Estabas ahí.Aldo no contestó.Caminaron en silencio hacia donde estaban los chacales. —Oye, me parece que deberías hacerlo. ¿Qué pierdes con ello? Saltas la verja, se

    lo llevas un ratito y luego yo mismo lo dejo donde estaba. Asunto concluido. Ella teha hecho una paja y tú le has llevado en canguro.

    Emanuele se dirigió con paso decidido a la jaula de los canguros. —¿Adonde vas? —dijo Aldo. —¡Que os jodan! Me tenéis harto. Los dos. Si todo se termina después de que

    haya cogido el canguro, pues voy y lo cojo. Porque ya no aguanto más esta historia.

    Nochecita de mierda, Aldo. Gracias.Habría hecho cualquier cosa en ese momento, estaba rendido.¡A ver cuándo termina esta nochecita de los cojones!, se dijo, y se agarró con

    furia a los barrotes de la jaula. Trepó a fuerza de brazos. Metió un pie entre lospinchos de la verja herrumbrosa. Permaneció un momento en equilibrio, la cabeza ledaba vueltas, ahogada en alcohol. La fuerza de gravedad y el vértigo conspirabanpara hacerle caer. Cerró los ojos y se soltó por el otro lado. Aterrizó con un ruidosordo. El corazón había empezado a bombearle adrenalina en las arterias y la saliva

    se le había secado en la boca.Se ajustó los pantalones, que se le habían subido hasta las rodillas.¡Joder; qué asco!

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    La vuelta de los pantalones estaba crujiente de sangre seca y masa orgánica delanimal muerto.

    Aldo le animaba desde el otro lado de los barrotes. Parecía un orangután ciego deanfetas.

     —¡Vamos!

    Apestaba. Ese lugar apestaba a mierda, orines y animal salvaje.Las dos bestias yacían dormidas sobre el cemento. —¡Date prisa! —¡No me toques los huevos! —le gritó Emanuele.Esos dos marsupiales tendrían que estar bajo el cielo estrellado australiano, con

    veintiocho grados, en una hermosa pradera de 30000 kilómetros cuadrados, y encambio estaban en Roma, enjaulados, helándose el culo, durmiendo entre susexcrementos.

    Seguían inmóviles.¿A que están muertos? ¿A que todos los animales de este zoo están muertos?Le asaltó una horrible duda. Lo han cerrado y se han largado. Han dejado que los animales la diñen dentro de

    sus jaulas.

    Luego vio que el cachorro movía las patas de atrás como hacen los perros cuandosueñan.

    Avanzó.La madre era enorme.Un animalote de noventa kilos. La larga cola musculosa parecía un conducto de

    agua cubierto de pelo. Se la abrazaba con las patitas delanteras, unas patas de ratóncon uñas afiladas. En cambio las posteriores eran desproporcionadas e increíblementefuertes. Tenía cada de Bambi. Un enorme Bambi gris y deforme.

    Era la primera vez que Emanuele veía un canguro tan de cerca.No sabía hasta qué punto sería peligroso. Animales de documental. ¿Eran

    agresivos? ¿Tendrían miedo?Emanuele no tenía ni remota idea.

    En todo caso, llegó a la conclusión de que sería más sano y correcto no despertara la grandullona. Lentamente, con movimientos cuidadosos y precisos de un chinougando a los palillos, agarró al cachorro, inmovilizándolo con un gesto decidido. Era

    liso. Pesaba poco.¡Ya está!

    Se alejó. El cangurito empezó a debatirse, a patalear enloquecido. Emanuele loestrechó con más fuerza y le miró a los ojos. Ese fue su error.

    En esas pupilas negras como el petróleo y grandes como canicas vio todo el

    miedo del mundo. El terror del herbívoro descuartizado por el carnívoro.Se lo quedó mirando, atónito, y luego lo soltó.La voz de Aldo le llegó desde otro mundo:

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     —Pero ¿qué has hecho? ¡Ya lo tenías y lo has dejado escapar!Pero era un mundo lejano, al otro lado de los barrotes, un mundo que nunca había

    tenido en brazos un pequeño canguro, que no sabe lo blandito y calentito que es. Unmundo que no entiende nada de nada.

    Se dirigió con paso decidido hacia los barrotes.

    Se sentía mejor. Mucho mejor. Había descargado su conciencia, junto con Aldo yMelania, de una sentada. Había entrado en la jaula de las narices. Toda una prueba. Yhabía salido limpio, sin ceder a los caprichos estúpidos de una guarra.

    Emanuele se volvió una vez más hacia el cangurito, que se había escondido en unrincón oscuro. Levantó un brazo. Quería decirle adiós con la mano.

    Pero la mano no respondió a la orden y empezó a temblar, justo igual que elcachorro.

    Mamá canguro se había despertado.

    Estaba quieta en el centro de la jaula. Enorme. Le mirada con dos rendijas oscurase impenetrables. —Me cago en la puta.Emanuele se quedó helado. El corazón le latía en el pecho como las alas de un

    pichón encerrado en una jaula. —¿Qué quiere? ¿Por qué me mira? —preguntó dirigiéndose a los de fuera. —Y yo qué coño sé… ¡sal corriendo!Se dice pronto. Entre los barrotes y él había tres metros. Entre el canguro y él dos

    metros. Tres más dos igual a cinco. Un salto de cinco metros para un canguro estáchupado. Empezó a hacer extraños cálculos. Como si en vez de salvar el pellejotuviera que resolver un puto problema de aritmética.

    Estaba en el circo. Como los cristianos con los leones. —Escucha, tú tranquilo. Ya me encargo yo de sacarte. Tú muévete lentamente,

    ¿entendido? —Aldo hablaba despacio, destacando las palabras—. Levanta las manos.Emanuele obedeció. Si en ese momento Aldo le hubiera ordenado meterle un

    dedo en el culo al canguro para tranquilizarlo, probablemente lo habría hecho.La bestia permaneció inmóvil con su aire de vaca estúpida.

     —Muy bien. Ahora date la vuelta y acércate a la entrada.¡Pero sobre todo no corras!Emanuele dio la espalda al canguro y se puso a caminar como un astronauta sobre

    la luna. Apoyando cuidadosamente un pie tras otro. Con cautela. Justo como le habíadicho Aldo. Un paso. Dos pasos. Tres.

    El canguro gigante no se movió. Estaba salvado.Emanuele sonrió. ¡Lo he conseguido! Se lanzó hacia los barrotes y los agarró.Notó a su espalda un ruido imperceptible, un soplo de aire helado, un nada, el

    adeo del saltador de longitud. No le dio tiempo a volverse, a mirar, a trepar, a hacerseun ovillo, a nada.

    Fue aplastado contra los barrotes con una fuerza mortífera. Un cañonazo entre las

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    paletillas. Escupió todo el aire que tenía en el cuerpo y cayó al suelo despacio,inexorablemente, sin fuerzas. A cámara lenta.

    Tocado y hundido.Emanuele, tumbado en el suelo, intentaba respirar, pero solo emitía los estertores

    roncos de un delfín herido de muerte. La cara contra el cemento. La boca abierta.

     —¡Levántate! Leván…Reconoció la voz de Melania. Distante. Le pulsaba en los oídos como latidos. Se

    puso boca arriba. Estrellas. En el cielo había estrellas. La bóveda celeste eraextrañamente luminosa.

    Los pulmones cerrados como bolsas de café envasado al vacío.La latiginosa galaxia y más abajo la esfera de ozono y más abajo las nubes.

    Emanuele lo veía desaparecer todo, y trataba de chuparlo con la boca. De respirarlo. —¡Respira, Emanuele, respira!

    Con un espasmo doloroso Emanuele tragó aire, y la bóveda celeste reapareció.¿Dónde está?La canguro daba vueltas a su alrededor dando saltitos como un boxeador. Estaba

    esperando a que Emanuele se levantara de la lona para acabar con él.Emanuele se arrastró boqueando hasta la verja.Agarró los barrotes con las manos. Esa hija de puta le había arrinconado.Por un momento esperó que apareciera un árbitro y gritara KO. —¡Levántate! ¡Levántate! Si no…(¡te mata!)

     —… te salta otra vez encima —gritaba Aldo, alarmado.Te estás muriendo en la jaula de un canguro, le informó su mente. No de infarto,

    ni de cáncer; ni a ciento ochenta en la carretera. No. Está a punto de matarte un

    cabrón de canguro. Porque los canguros son los animales más malvados del mundo y

    no están solo en Quark.

    Pero el que tenía delante ya no era un canguro. Era un asesino. Era Mike Tysoncon cola y marsupio.

     —¡Por favor, dejadme salir, abrid! —Emanuele se había levantado, con los brazos

    extendidos entre los barrotes, y apretaba las manos de Aldo—. Déjame salir, Aldo, yabasta, quiero salir.

    Melania lloriqueaba arrodillada en el suelo. —Emanuele, tienes que saltar la verja. ¿Has entendido? ¡La jaula está cerrada!

    ¡Coño, salta esa verja de mierda! —Aldo le sacudía tratando de quitarle de la cabezaese deseo estúpido, ilógico.

     Abrid, por favor.

    El canguro estaba quieto y esperaba.

    Emanuele soltó las manos de Aldo porque sintió que una oleada de vómito lesubía por la garganta. A lo mejor el canguro aceptaba ese regalo gástrico. Se zamparíael puré de mamaíta y le dejaría marcharse.

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     —¿Adonde vas? ¡Tienes que salir! —Aldo trataba de retenerle. Pero Emanuele seescurrió, de espaldas a los barrotes, hasta un rincón de la jaula.

     —Ve a llamar al guarda. Si me quedo quieto, si no me muevo no…… saltará.

    El canguro saltó. Levantándose con la cola salió disparado con las patas por

    delante, dispuesto a dar patadas. —¡DIOS MÍO!

    La mano de Emanuele fue derecha a la pistola que llevaba en el bolsillo de lachaqueta. La pistola del joyero. Y en ese gesto no había conciencia, sino solo instinto,el miedo a la muerte impreso en el ADN. Porque Emanuele estaba a punto de morir yese puto canguro estaba a punto de matarlo y ya nada tenía sentido, salvo la baladisparada sin apuntar que iba derecha al cerebro, que explotaba salpicando más alláde los barrotes la papilla roja, que le abría por la mitad la cabeza a un marsupial que

    no tenía nada que ver con la vida de Emanuele.Y luego ya no le pudo disparar a nada.La cangura se desplomó pesadamente a sus pies.Emanuele siguió agarrado a los barrotes viscosos de sangre, mientras ese cuerpo

    seguía estremeciéndose, echando fuera los últimos residuos de vida.El cachorro, que hasta entonces había estado acurrucado, se acercó hasta el

    cadáver de su madre dando saltitos. Dio vueltas a su alrededor, lo olió, le frotó elhocico. Y luego intentó introducirse en el marsupio, la única madriguera segura que

    conocía.Emanuele cerró los ojos y abrió la boca.

    Corrían por la Olímpica. —¡Lo conseguimos! ¡Coño, lo dejaste seco! ¡Eres un puto asesino! Hubo un

    momento en que te vi jodido, pero tú, ¡PUMM!, ¡lo dejaste seco, al muy mamón! — Aldo gritaba con saliva en las comisuras de los labios—. Hazme una macroraya,Emanuele, estoy a mil.

    En cambio Emanuele estaba para el arrastre.Al salir del zoo Melania vomitó hasta la hostia de la primera comunión, y se

    quedó traspuesta en el asiento de atrás. Tal vez por el colocón, o por la impresión, opor ambas cosas. Ahora respiraba con la boca abierta, con un aliento que apestaba awhisky y vómito.

     —¡Imagínate cuando lo lleve a Villa Gloria! Todos esos pijos con sus pitt-bull ysus alanos, ¡y yo con el canguro! Imagínate lo que voy a presumir. Me lo llevo conuna correa, y todos preguntándome: «¿De qué raza es?». ¡Qué de puta madre! —Aldo

    se revolvía en el asiento como si le escocieran las almorranas.Emanuele había puesto un montoncito de cocaína en un CD y le preparaba una

    raya.

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    Se sentía derrengado, sin fuerzas, vuelto como un calcetín. Una marionetaincapaz de oponerse a los sucesos de esa nochecita.

    Seguía dándole vueltas en la cabeza la imagen del cangurito tratando de meterseen el marsupio de su madre muerta.

    Un feto vivito y coleando en el útero de un cadáver.

     —¿Adonde vamos? —preguntó, pasándole el CD a Aldo. —¡Imagínate cuando lo vea el cirujano! ¿Crees que le gustará al cirujano? Yo

    creo que sí. Estoy pensando en llevárselo mañana al hospital.El cangurito se había puesto como loco cuando lo metieron en el maletero, pero

    Aldo quería llevárselo a casa por encima de todo, le gustaba muchísimo. Empezó adar patadas y golpes contra la chapa, y entonces Aldo subió la música.

    Ahora ya no se oía nada. Acallado por las voces de Pino Daniele y Aldo.Las nubes iluminadas por las luces de la ciudad parecían esponjas hinchadas de

    agua sucia.Emanuele miró el reloj.Las tres y cuarto. Dentro de tres horas tengo que salir.

     —¿Adonde vamos? —repitió sin esperanzas. —Estamos llevando a Melania a casa, ¡¡MIRA LOS TRAVESTÍS!!

    Aldo parecía una bola enloquecida dando tumbos en el flipper entre destellos,bonos y una catarata de puntos.

    Emanuele le miró y entendió.En conjunto Aldo era una persona aceptable, pero si se descomponía, cada gestosuyo, cada pensamiento, cada acción eran detestables, vulgares y malsanos.

    Le vio tal como era, la síntesis de muchas partes horribles, una personasumamente horrible.

    Pero Aldo seguía adelante. Si no tenía dinero se lo robaba a su padre, si no teníamujer se follaba a la enfermera de su abuela, si no tenía un perro cogía un canguro, sino tenía a nadie con quien salir llamaba a Emanuele, y si no iba a las bodas los noviossuspiraban aliviados.

    ¿Y a ti qué mas te da?

    Redujeron la velocidad por culpa de las putas. Una fila de coches interminable. —¡Moveos, coño! ¡Cerdos asquerosos, eso es lo que sois! —Aldo los apremiaba

    con el claxon como si fuera el mando de  Mortal Kombat  —. ¡Id a follaros a vuestramadre! —ladró asomado a la ventanilla, desternillándose de risa.

    Unos negros brasileños y puertorriqueños en corsé se pelaban de frío mientrassonreían y enseñaban la mercancía. Un mulato con peluca roja y botas de plásticocomía un bocadillo de jabalí junto a una hoguera.

    Emanuele observaba sin interés el desfile de ese circo al otro lado de la ventanilla.Aldo conducía y hablaba y gesticulaba y masticaba furiosamente un chicle. —He leído que el grupo de más riesgo de contagio son las amas de casa de

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    provincias, porque los guarros de sus maridos se cepillan a los travestís sinpreservativo y luego vuelven a casa y se cepillan a sus mujeres. Es bestial, las amasde casa provincianas mueren como moscas. ¿Lo sabías? Si vas a un hospital deFrosinone está lleno de marujas con sida. Increíble. ¿Conocías esta historia de lasamas de casa?

     —No, no la conocía —contestó Emanuele sin fuerza. —¡Ya me habéis hinchado las pelotas! —Aldo dio un volantazo y se metió en la

    calzada izquierda, en dirección prohibida. Esquivó de milagro un Volvo familiar.Adelantó la fila de coches haciendo rugir el motor. Volvió a la calzada a cientosesenta, la calle estaba despejada, las farolas amarillas pasaban como flechas, dejandoestelas luminosas.

    Al padre de Emanuele también le gustaba correr. Por lo menos hasta que tuvo elaccidente. Estuvo dos días en coma. Emanuele y su madre no fueron a verle. Muchas

    veces se había preguntado por qué, y luego descubrió que en el coche, con su padre,también iba su amante. Había muerto en el accidente. Todo eso sucedió un año antesde que su padre se marchara a Bélgica.

     —¡¡¡MIRA ESO! —Aldo gritó y frenó en seco, haciendo derrapar la parte trasera delBMW.

    Emanuele salió disparado hacia delante y chocó con el parabrisas.Melania se despertó sobresaltada. —¿Qué pasa?

     —Duerme, duerme, no te preocupes —dijo Aldo. Melania se derrumbó de nuevo. —¿Por qué coño frenas así? ¿Estás zumbado? —dijo Emanuele, mosqueado. —¿NO LO HAS VISTO?

     —¿EL QUÉ? —¡Dios, no sabes lo que te has perdido! Ahora te lo enseño. Aldo dio marcha

    atrás y aceleró, maltratando el motor. —¡NOOO! Te he dicho que me quiero ir a casa. Te lo dije a las diez y media y me

    contestaste de acuerdo no te cabrees. ¡Ahora son las tres y media y todavía sigo en la

    calle contigo! Aldo, para ya. ¡Cuando el juego ha terminado hay que parar, joder!Aldo se acercó al bordillo.En una explanada oscura, junto a una valla publicitaria de corbatas Charme, una

    hoguera se estaba apagando. En el suelo había latas de cerveza machacadas ypañuelos de papel sucios.

     —Perdona, ¿cuánto? —Aldo se asomó por la ventanilla apoyándose en laspiernas de Emanuele.

     —Cincuenta por un chupete y cien por el resto.Una figura salió de las tinieblas.¿Qué es eso? ¿Una mujer? No. Una vieja. No, un hombre vestido de mujer.

    Era delgado, barrigudo, mal afeitado, con unas gafas de culo de botella que lehacían los ojos del tamaño de cabezas de alfiler. Llevaba una falda ancha, marrón,

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    que le llegaba a las rodillas. Calzaba botas de montaña azules. Un bolso de plásticobeige en bandolera. Para protegerse del frío llevaba una chaqueta impermeable Fila yuna bufanda del Napoli. La peluca rubia estaba sucia y despeinada, ni rastro demaquillaje. Ni rastro de tetas.

     —¡Es un chollo! —Aldo sujetó a Emanuele.

     —Es que os hago descuento a los dos —contestó ella con acento de Umbría. —¿Cómo te llamas? —Nunzia —dijo el travestido en tono coqueto. —Nunzia, a mi amigo le gustas mucho, me lo acaba de decir, me ha dicho para

    para mira qué bacalao. ¿Verdad, Emanuele? ¿Verdad que te gusta? —Venga, por favor, vámonos —murmuró Emanuele mirando al frente.Pero el travestido metió la cabeza en el coche. —Entonces, chicos, ¿qué hacemos? Veo que también está vuestra novia, ¿nos

    montamos un ménage? Pero la orgía son setenta.El aliento le apestaba a ajo y a espinacas y a dentífrico. Emanuele bajó la cabezay contuvo la respiración.

     —¿Por un beso con lengua cuánto cobras? —preguntó Aldo. —Nada de besos. —¿Por lo del aliento? —¿Qué quieres decir? —Quiero decir que tienes un aliento que tumbaría a una nube de langostas. — 

    Aldo se rió para sí. —A estas horas no tengo ganas de coña. —Nunzia se alejó del coche, aterida. —¿Cómo que no tienes ganas de coña? Venga, vuelve, vamos a hablar.Pero Nunzia se alejaba contoneándose. —Perdona, de veras, no quería ofenderte, ven aquí un momento.El travestido había vuelto al centro de la explanada, junto a la hoguera,

    canturreando una canción española y haciendo caso omiso. —¡Te he dicho perdona! —Jódete, hijo de papá, vete a casa que es tarde —dijo Nunzia enseñándole el

    dedo medio. —¡¡¡VEN AQUÍ, GUARRA! —Aldo ahora gritaba, con las venas del cuello hinchadas,

    encima de Emanuele, sacando la cabeza por la ventanilla.Parecía un cerdo enloquecido. —¡SERÁ MEJOR QUE VENGAS EN SEGUIDA PORQUE SI VOY PARA ALLÁ TE ROMPO EL

    CULO!Lo mismo que en el instituto, cuando jugaban al rugby. Lo mismito. Se lanzaba al

    montón como un poseso, a hacer daño, a romper los huesos.

     —Déjalo, venga, vámonos —dijo Emanuele, aplastado en su asiento—. No tecabrees.

     —Espera un momento… —Aldo bajó del coche—. ¿Cómo se atreve ese putón a

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    llamarme hijo de papá…? —Caminaba rápidamente hacia Nunzia, gritando ymetiéndose la coca en la nariz directamente con los dedos.

    Llegó a su lado. —¿A quién le has llamado hijo de papá? ¡Mamón!Se le echó encima.

    Alrededor todo era oscuridad, y ellos estaban iluminados por el cono de luzespectral de la farola. Dos actores en un escenario. Emanuele era el público,encerrado dentro del coche.

     No me lo puedo creer, son las cuatro de la madrugada y ese imbécil se pone a

    tocarles los huevos a los travestís. ¿Es que no se ha enterado de nada? ¿No se da

    cuenta de que tengo que volver a casa sin falta, que me siento fatal…?

    Se volvió y se puso a sacudir a Melania. —¡Despierta! ¡Despierta! Tenemos que ir a por Aldo, tienes que decirle que lo

    deje. ¡Tenemos que volver a casa, enseguida!Melania se dio la vuelta y farfulló en sueños: —Ya le dije que llamara a Nappi por el telefonillo… —Joder, joder… —Emanuele se dobló y abrió la boca. Estaba sin resuello,

    empapado de sudor frío, apestaba, sentía como si se hubiera pillado el corazón en uncepo para zorras.

    Ahí fuera esos dos seguían con su pantomima. Emanuele empezó a buscar cosasen el coche. Pánico. Las llaves, los cigarrillos, el mechero… ni siquiera sabía qué.

     El teléfono móvil. Llamo a Lalla. Sí, la llamo y le digo que venga a buscarme.

    Ceroseisochoceroocho seiscincodosnueve.

    Marcó el número.¿Dónde estamos? ¿Qué le digo?

    Y luego miró por la ventanilla.Dejó caer el aparato.Aldo tenía las piernas separadas y los brazos extendidos.Apuntaba a Nunzia en la cabeza con la pistola. Alrededor todo seguía estando a

    oscuras y en silencio, pero Emanuele notaba un tam tam que le martilleaba los oídos.

    ¡El corazón! Veloz como un tren.¿Se ha vuelto loco?

    Emanuele bajó corriendo del coche.Nunzia estaba inmóvil como una estatua idiotizada. Con sus ojillos de cobaya

    miope y la peluca torcida. —Bueno, ¿qué? ¡CONTESTA! —le gritaba Aldo.

    Emanuele no logró decir:¡Aparta esa pistola inmediatamente!

    Nada. Su atención estaba concentrada por completo en los cercos de sudor quetenía Aldo en los sobacos. Quería hablar, intervenir, pero no hacía más que mirar esasodidas manchas oscuras en la camisa de Aldo.

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     —El Cairo, me parece —dijo Nunzia con un hilo de voz. —Vale, vale, sigamos.Aldo se movía nerviosamente sobre las piernas, manteniendo la pistola bien

    apoyada en la frente del travestido. Emanuele, despierta me cago en la puta.

    Agarró por un brazo a Aldo, que perdió el equilibrio. —¡Eh! Cuidado, que por poco me haces apretar el gatillo —espetó. —¡Cuidado tú, gilipollas! No estamos en una película del Oeste, sino en la

    Flaminia.Aldo volvió a su posición con las piernas separadas y apretó con más fuerza el

    cañón de la pistola contra la cabeza de Nunzia, que ahora había empezado a llorar ensilencio.

     —Es verdad, no estamos en una película de vaqueros, pero tampoco en la

    Flaminia. Estamos en… ¿Lo doblas o lo dejas? ¡A jugar! Hazme de azafata, en vez dedecir chorradas —y se echó a reír nerviosamente. Inténtalo con buenas maneras.

     —Aldo, escúchame, es peligroso, podría pasar alguien… —Bueno, vamos a ver. Sigamos con la geografía. ¿Cuál es la capital de… de

    Irlanda? Es inútil.

    Nunzia rompió a sollozar y a sacudir la cabeza con desesperación. —Nooo, por favor, déjame. ¿Qué te he hecho yo? —Tienes diez segundos y luego te dejo seco. Tic-tac, tic-tac, tic-tac…Emanuele tuvo la seguridad de que dentro de ocho segundos, siete, seis… Aldo le

    metería una bala en la cabeza a ese desgraciado.Tenía que hacer algo. Pero ¿qué? —Perdona, ¿qué coño de pregunta es esa? ¿Qué Irlanda? ¿Irlanda del Norte o

    Irlanda del Sur? Tienes que ser preciso, Aldo, si no no vale.A dos segundos del gong Aldo interrumpió la cuenta atrás y se quedó un

    momento perplejo, pero luego dijo:

     —El notario tiene razón. Esta pregunta no vale.Nunzia, que hasta entonces había contenido la respiración como una carpa, volvió

    a respirar con la boca abierta. —¿Ya te has divertido bastante? ¿Podemos marcharnos? —dijo Emanuele con el

    tono de un padre que se ha cansado de dar vueltas en el tiovivo con su hijo pequeño.Aldo se metió más coca en la nariz y sacudió la cabeza como un perro mojado.

    Seguía apretando el cañón de la pistola en la frente de Nunzia, donde se habíaformado un pequeño círculo blanco.

     —Me vas a decir… —se dirigió al travestido con los morros sucios de blanco.Hablaba enseñando las encías, un lobo que gruñe—. ¿Sabes cuál es la capital deEstados Unidos?

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    Nunzia temblaba. Miraba fijamente la nuez de Aldo, que subía y bajaba. Seexprimía el cerebro para tratar de recordar la poca geografía que sabía (¡ah!, si ese díaque la maestra había explicado América no hubiera hecho novillos con unasamigas…).

     —Nueva York —dijo por fin—. La capital de América es Nueva York.

    Aldo se puso a saltar y a reír a carcajadas. —¡Lo sabía! ¡Sabía que no lo sabías! ¡Eres un burro, un ignorante!Emanuele se sujetaba la cabeza con las manos. Nooo, no es posible… Estamos jodidos, ahora le dispara.

    Lo habría hecho.Se dio cuenta de que a Aldo se le habían cruzado los cables. Dentro de su cabeza

    algo se había atascado, algo había dejado de funcionar.Aldo estaba zumbado, eso ahora lo tenía clarísimo, había repasado la historia y

    llegado a la conclusión de que Aldo, desde siempre, no era más que un psicópata. —Respuesta equivocada, tengo que despacharte —dijo tranquilamente Aldo.Nunzia lloraba y temblaba y miraba a su verdugo y canturreaba una oración. —Santa Madre Virgen de la Inmaculada Concep…Aldo apuntó. Nunzia cerró los ojos. —¡ESPERA! —chilló Emanuele—. ¡Espera un momento!

     —¿Qué? —Tienes que darle por lo menos tres oportunidades.

     —Uf, qué coñazo, el notario dice que tengo que darte tres oportunidades —sedirigió pacientemente a Nunzia, que ya había dejado de creer en la vida e intentabaponerse en contacto con el otro barrio.

     —¿Y bien? ¿Cuál es la capital de Estados Unidos?Luego Aldo oyó un cuchicheo detrás de él. Se volvió de pronto y pilló a

    Emanuele gesticulando con los brazos para llamar la atención de la puta. —¡Eh, no! ¡No puedes soplar! ¿Qué coño de notario eres, si soplas? —Aldo, razona, esta no sabe un pijo de nada, ¿por qué la vas a matar? Déjala que

    viva en su ignorancia…

     —Diez segundos a partir de ahora —dijo Aldo secamente—. Nueve, ocho… —Me parece que… Los Angeles —contestó una vocecita lejana lejana.Aldo alargó el cuello y se puso una mano en la oreja. Miraba a su alrededor, como

    si no supiera de dónde venía ese susurro. —Creo que he oído Los Angeles —dirigiéndose a Emanuele—. ¿Será posible?

    ¿Será posible que alguien sea tan ignorante como para decir Los Angeles? —Basta ya, Aldo. Todavía le queda la tercera respuesta.Aldo asintió comprensivamente, él no jugaba sucio, él respetaba las reglas.

    Nunzia buscó a Emanuele con los ojos. —¿Me he equivocado? ¿No es Los Angeles?Emanuele no contestó. Aldo tampoco. Los dos la miraban como mira un maestro

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    a un estudiante burro.Emanuele empezó a dar vueltas rápidamente alrededor de Nunzia y Aldo que le

    apuntaba en la cabeza con la pistola cargada, alrededor de ese animal mitológico.Mitad víctima mitad verdugo.

     No va a disparar. Me está vacilando. Está haciendo todo esto para que me cague

    en los pantalones. Para contárselo mañana a los demás.Luego sucedió en un momento. —Dallas… —¡Respuesta equivocada!Aldo le disparó en un pie.Nunzia cayó al suelo aullando.Pulpa, gomaespuma y sangre. Era lo que salía de su bota de montaña azul. En el

    centro se había formado un gigantesco ojo ciego inyectado de sangre, una boca que

    vomitaba carne picada.Después del disparo sobre la escena se abatió un silencio mortífero.Aldo y Emanuele veían a Nunzia rodar por el suelo, presa de un dolor

    insoportable, y oían el estertor cacofónico que salía de sus dientes apretados.Aldo se limitó a decir: —¿Nos vamos? —¡¿Nos vamos!? ¡Pero mira lo que has hecho! Aldo, tú estás enfermo, muy

    enfermo.Aldo caminó hacia el coche.Emanuele no le siguió. Se inclinó sobre Nunzia. —¡Por favor, ayúdame! ¡Me muero desangrada! No me dejes, por favor, no me

    dejes… —suplicaba el travestido. Luego agarró temblando las manos de Emanuele yle miró con esos ojillos—. No te vayas.

     —Vale, estoy aquí, no te preocupes. No me voy, te ayudaré. —Emanueleintentaba calmarse, calmarla, pero ella nada. Se cogía a su cuello como un bañistaque se ahoga—. Por favor, no me dejes morir.

     —Te he dicho que te voy a ayudar, no te preocupes —Emanuele trataba de

    soltarse—. Basta, por favor, no me voy a ir.Pero Nunzia no soltaba la presa, le agarraba la camisa, la cabeza, le retenía. —No me dejes morir en medio de una calle… —¡Basta! ¡Para ya! —Emanuele dio un tirón y se soltó de los tentáculos—. Te he

    dicho que te voy a ayudar.Aldo había hecho maniobra en la explanada y estaba tocando el claxon para

    llamarle. Bajó la ventanilla y dijo: —¿Qué haces, vienes o te quedas ahí?

    El travestido enmudeció. Le soltó las manos a Emanuele, pero siguió reteniéndolecon una mirada de bastardo apaleado, y luego preguntó:

     —¿Me dejas?

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     —Voy a llamar una ambulancia. Tranquila.En los ojos húmedos de Nunzia destelló una expresión de gratitud. Un esbozo de

    sonrisa que Emanuele devolvió. —Gracias.Emanuele asintió, se sacó la correa y la ató a la pantorrilla de Nunzia.

     —Mantenla apretada.Luego subió al coche.Se marcharon.El reloj del salpicadero señalaba las cinco. El cielo empezaba a clarear en el azul

    cobalto de un alba invernal. La carretera estaba desierta. Las putas se habían ido acasa. Las hogueras de los bordes ya solo eran humo. No pasaba un coche, solo loscamiones de la basura con sus berridos de elefante y el reguero de mal olor quearrastraban consigo.

    Aldo y Emanuele no hablaban.Enfilaron la Olímpica.

    Emanuele veía los campos de rugby del Coni envueltos en una niebla baja. Aldo yél habían pasado mucho tiempo allí.

    De pronto sintió una nostalgia angustiosa por los tiempos del instituto. Tiempostranquilos. No habría estado mal volver atrás… siete años. ¡Siete años! ya habíanpasado siete años desde que salieron del instituto. Parecían dos, tres como mucho.

     No ha cambiado nada desde entonces.

    Seguía con la misma novia, seguía viéndose con Aldo, seguía viviendo con sumadre, seguía fingiendo que estudiaba, seguía.

    Un nudo del tamaño de un pólipo le apretó la garganta.¿Cuándo va a cambiar esto?

    De pronto Aldo redujo velocidad y se apartó a la derecha. Emanuele le vio salircon sus movimientos bruscos. Le vio dar la vuelta al coche, abrir el maletero y sacaral canguro dándole palmaditas en el trasero.

    Le vio montarse rápidamente en el coche y arrancar. —Me habría cagado encima de la moqueta nueva —dijo Aldo encendiendo un

    cigarrillo. —Sí… —contestó Emanuele.Salieron de la Olímpica y entraron en la avenida Francia. —¡Hola! —Melania se había despertado—. ¿Qué he hecho? ¿He dormido? Vaya

    nochecita, chicos, he pillado un ciego… ¿Adonde vamos, si se puede saber?Tenía la voz pastosa por el sueño, pero alegre.

     —¡Por favor! ¿Por qué no paramos? Tengo un hambre… Me apetece un croissant con chocolate.

    Se inclinó hacia delante, tratando de verse por el retrovisor.

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     —¡Mira qué pelos, qué cara! Parezco una bruja. ¿Bueno, qué? ¿Paramos en unbar?

    Pero ya estaban en la calle Archimede, en casa.Aldo paró delante del portal de Emanuele y preguntó: —¿Qué vas a hacer? ¿Me llamas cuando vuelvas de la boda?

    Emanuele asintió con la cabeza. Abrió la portezuela. —¿No te despides de mí? —dijo Melania estirándose hacia él. Le besó en la boca. —¿Quieres mi teléfono? —le volvió a preguntar. —Sí, está bien, ya se lo pido a Aldo, ahora no tengo…Salió del coche.El cielo se había abierto. El día era bueno, frío y claro.El BMW partió.

    Emanuele miró el reloj. Las cinco y veinte.

    Justo a tiempo para ducharse, afeitarse, cambiarse de zapatos e ir a la boda.

    El canguro estuvo un momento quieto en la explanada donde lo habían dejado. Depronto sacudió la cabeza y avanzó a saltitos hasta la valla de seguridad. Estaba apunto de saltarla cuando se detuvo, atraído por el verde de los campos de rugby delotro lado de la Olímpica. Empezó a atravesar lentamente la calle.

    Un Ford Fiesta le pasó rozando y no le atropelló de milagro, pero el Citroen que

    le seguía frenó, derrapó y pasó por encima de su larga cola. El canguro avanzó aduras penas otros tres metros, arrastrando su apéndice destrozado, pero un furgón dela leche le cogió de lleno.

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    Alda Teodorani

    Y Roma llora

    Por la noche Roma llora. Fue la primera impresión que tuve de la ciudad cuandollegué, hace tres años, huyendo de un pueblecito de Calabria.Al principio era invierno, y el cielo, al atardecer, se teñía de rojo. Un rojo

    encendido. Había oído hablar de los famosos crepúsculos de Roma, pero creía que eraun cuento para atraer a los turistas. Sin embargo es verdad: al atardecer, todos losatardeceres, Roma, en el crepúsculo, se tiñe de rojo. A veces hasta cuando llueve. Lostejados, las calles, los edificios, las antenas de televisión (¡cuántas antenas!), todorefleja el rojo de esa sangre repentina.

    Cuando llegué me costó mucho encontrar trabajo. Vendía pañuelos de papel yambientadores de coche en los semáforos, y apenas me alcanzaba para pagar lapensión donde dormía y las comidas en cualquier tasca del Trastevere. Luego, depronto, hasta las tascas se pusieron de moda, y me encontré con que los preciosaumentaban y la gente que iba a comer era cada vez más elegante. Un día el camarerotunecino me llevó el menú: pasta y judías, 15.000 liras. Entonces me di cuenta de queel Trastevere no era lo mío, y me trasladé a Termini.

    La estación central de Roma es una araña gorda que se lo traga todo, esa fue miprimera impresión. Empecé a ir a comer a un centro de caridad, a poca distancia de

    Termini, y a vivir junto a ellos, los vagabundos. No parecían tantos hasta que no losveías juntos, y se reunían todos allí. Se plantaban delante del quiosco de la estación,delante de la farmacia, y molestaban a la gente. Conocían a todos los comerciantes ylograban que los chicos de la tienda de dulces les regalaran helados. Nadie decíanada. Pero eso, lo aprendí más tarde, era una característica de la ciudad.

    Por lo menos hasta que llegué yo.Al principio los controladores de la entrada me dejaban pasar sin billete. Luego

    empezaron a poner pegas. De todos modos podía quedarme en el vestíbulo cuanto

    quisiera.Un día se me acercó un señor mayor. Yo estaba vendiendo encendedores. —¿Eres italiano? —preguntó. —Soy de Polistena, en Calabria —contesté, aunque no era del todo cierto, porque

    vivía en Rosarno. —¿No te da asco toda esta podredumbre? —prosiguió. —Pero qué podredumbre… vamos, abuelo, no me toques los huevos. —¿No necesitas dinero, no quieres dormir en una pensión decente?

    Ese viejo me estaba hartando. Quiere que le dé por el culo en su casa, es unsarasa disfrazado de señor, pensé. —Sí que quiero dinero, pero no hago mamadas.

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     —Ven conmigo.Me llevó a comer a la hamburguesería y pagó la cuenta. La hamburguesa olía a

    mierda, sería porque yo tenía un resfriado tremendo y los olores me fastidiaban. Perono me quejé, porque el viejo empezaba a caerme simpático.

     —¿Has pensado alguna vez en hacerte barrendero? —dijo, mientras terminaba de

    comer.Pensaréis que estaba majara. Hay muchos barrenderos por ahí. Pero para ser

    barrendero del ayuntamiento hay que pagar, y además hay que exponerse demasiado,contesté.

     —No, no, otra clase de barrendero —precisó él, mientras se sacaba del bolsillo unfajo de billetes.

    Desde aquel día mi vida cambió, creedme.Calle Marsala, calle Giolitti, plaza dei Cinquecento, las Termas de Diocleciano,

    que están todas alrededor de Termini.Y luego también la calle Amendola, y para arriba, hasta el teatro de la Opera, perosolo hasta allí. Calle Nazionale y plaza Esedra, ese es mi reino.

    El viejo loco me dijo que tenía mucho dinero, pero poco tiempo, se había pilladoun cáncer en los pulmones, aunque nunca había fumado un cigarrillo y en su oficinahabía un letrero de «no fumar» de esos con un esqueleto debajo.

     —Me cansé de la gente que me limpia el parabrisas en los semáforos y de los quevenden encendedores. De los negros, de los gitanos, incluyendo la que me robó lacartera —me contó. Mientras continuaba se le encendió una luz en los ojos—: Sí, esagitanilla me la quiso jugar en el vagón de la línea B del metro, la que va a la plazaBologna, donde vivo yo, enfrente de correos: me dio un puñetazo en la cara y mequitó la cartera del bolsillo de la chaqueta. ¿Tú que habrías hecho? —Yo me encogíde hombros. Hacía mucho, no recordaba cuánto, que no llevaba cartera—. Te diré loque hice yo: la agarré por la camiseta cuando estaba a punto de salir del vagón. Me lallevé a rastras, y nadie, lo que se dice nadie, me detuvo, nadie se volvió a mirarme.¿Qué piensas, que soy impotente porque ya soy viejo? —preguntó, mientras volvía aencogerme de hombros, pero para mí que lo preguntaba por preguntar, porque yo

    siempre he pensado que los jubilados follan más que los jóvenes. Siguió contando—:Entonces me la llevé a los urinarios públicos, a la salida del metro, y me encerrédentro con ella. Le puse la mano en la boca y me la cepillé por delante y por detrás, sivieras los gruñidos que soltaba. Luego le retorcí el pescuezo como a una gallina, justocomo hacía mi abuelo cuando mataba pollos, Dios lo tenga en su gloria.

    No me impresionó la historia del viejo cabrón, ni lo más mínimo. Solo que alfinal ya no se acordaba de qué diablos me quería hablar.

     —Ah, sí —recuperó la memoria—, apuesto a que tú conoces a todos esos putos

    parásitos mamones. Soy rico, ya te lo he dicho, y quiero ser caritativo con gentecomo tú. No soporto verles por la calle, todavía me queda un año de vida, y mientrasaguante no quiero verles durmiendo en las aceras. Me tienes que hacer un favor.

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    ¿Qué os creéis, que aquel tipo los quería hacer ricos a todos? Pues no. Vale, ya séque sois muy listos y lo habéis entendido.

    Yo hacía mi ronda, alrededor de la estación. El viejo pagó a otros como yo, entoda la ciudad, lo sé de buena tinta. Lo que no sé es si al final se fue contento al otrobarrio. Pero me la trae flojísima.

    Bueno, el caso es que el viejo, después de todo ese rollo, me dio una cita para lanoche siguiente, mientras me pasaba por delante de las narices un buen fajo debilletes.

     —Quedamos en Ferrovie Laziali, andén 23, mañana a las once y media de lanoche. Veremos si te las apañas bien —me dijo.

    ¿Que si me las apañaba bien?

    Él no lo sabía, pero yo era una pequeña celebridad. Había matado gente casi todoslos días, contribuyendo todo lo posible a engrosar las estadísticas de muertos. Me

    pagaban para eso: trabajaba para unos señores que se mosqueaban con muchafacilidad, y a mí me tocaba arreglar las cuentas. En mi vida había visto tanto dinerounto.

    Hasta que acabó todo. Un día mataron a Mimmo, mi mejor amigo. Un disparo deescopeta le levantó la piel del cogote, según me contaron, porque le dispararon justo ala cara. Y mi, digamos, jefe, me echó la culpa precisamente a mí. Solo porque todossabían que me gustaba la mujer de Mimmo, me gustaba un huevo. Pero yo estabaseguro de que alguien quería ocupar mi puesto, y fue ese alguien quien mató aMimmo. Por suerte unos colegas me avisaron a tiempo, si no ahora a lo mejor no locontaba. Salí zumbando, ni siquiera tuve tiempo de recoger mis cosas. Fue así comoacabé vendiendo pañuelos de papel.

    Pero al viejo no le había contado nada de esto: no hay que fiarse de nadie, ymenos aún si es el que te paga.

    Pues decía que esa noche acudí a la cita, andén 23, en las Laziali. Enseguida elviejo me señaló un montón de harapos tumbado en el suelo, y me dijo:

     —Ahí tienes el primero.Se escondió detrás de una columna para observar mi comportamiento. Me

    acerqué al montón de harapos y empecé a sacudirle. El otro, como si no estuvieradurmiendo, se levantó enseguida, de golpe, y empezó a gritar:

     —¡Basta, basta, déjame, cabrón!Entonces le agarré por el cuello, diciéndole a la cara: —¿Quien es el cabrón?Y mientras pataleaba intentando ponerse de pie, le levanté en vilo. Tendría unos

    treinta años, y una barba que le llegaba al pecho. Yo seguía apretando, y él pataleandocomo un loco, mientras se ahogaba. Yo le apretaba el cuello con más fuerza, y él

    había empezado a jadear, poniendo los ojos en blanco y meándose encima. Luegosentí que se aflojaba de golpe, pero aunque estaba seguro de que la había diñado, porprecaución seguí apretando un poco.

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    ¿Pensáis que me dio asco? No, no soy impresionable.Así, abrazado al vagabundo, miré hacia atrás y vi que el viejo se estaba acercando

    para ver mejor lo que hacía.¿Querías ver cómo trabajo, no? Bien, aquí tienes, pensaba, mientras metía los

    dedos en los ojos del vagabundo y se los sacaba de las órbitas sanguinolentas, como

    avellanas de la cáscara. Los tiré al suelo como si fueran canicas, junto a los pies delviejo. Le bajé los pantalones al cadáver y, sacando la navaja del bolsillo, corté elescroto y saqué los huevos. Resultó fácil, no brotó nada de sangre. Mientras tantonotaba la respiración anhelante, excitada del puto viejo a mi lado. Solo una especie detubo blanco los sujetaba aún al cuerpo. Un tirón seco y fueron míos.

     —Carne fresca —exclamé, jactancioso, y se los ofrecí al viejo.Me hizo una seña negativa. Si no los quiere él, me los como yo, pensé, mientras

    me los metía en la boca. Además de no saber a nada eran esponjosos, blandos y

    viscosos como la carne de caracol. Entonces, de pronto, me dieron asco incluso a mí,porque los caracoles siempre me lo habían dado. Y empezaba a sentir rabia, porqueme parecía que había perdido el tiempo para nada. Rabia también por esa cosa inútiltendida en el suelo, con los pantalones bajados y la polla a la vista. Te vas a enterar,odido mamón y le corté la polla de un tajo veloz, rabioso. Ahora sí que sangraba,

    aunque estaba muerto, ya lo creo. Se la metí en la boca a la fuerza, en esa bocazaapestosa abierta a la nada.

    Aquella noche empezó realmente mi trabajo. Y me vais a perdonar si es poco y sios lo digo así brutalmente: os parecerá una historia inventada, pero no lo es. Si no oscreéis lo que he hecho, cuando vayáis a Roma, por la noche, podréis comprobar quealrededor de la estación Termini hay como un corazón que late y sangra y todos lospájaros, los estorninos, vuelan gritando de terror sobre los árboles de por allí. Daos ungarbeo hasta la plaza Esedra, con una bonita fuente, la que algunos romanos llamanplaza de la Repubblica, porque está la boca de metro Repubblica y entonces muchasveces se dicen: «Quedamos en la plaza de la Repubblica», y claro, luego no seencuentran. En fin, daos una vuelta por allí, mejor si es a la puesta del sol.

    Comprobadlo vosotros mismos. Lo hice lo mejor posible. En los andenes 20 y 21

    degollé a treinta vagabundos con la navaja de afeitar, les corté el gaznate a todosdurante diez noches seguidas y no hubo ningún comentario, como si nadie se hubieraenterado, o quizá sea mejor así: ni siquiera lo han traído los periódicos, solo algúnsuelto de la información local. A los seropositivos que duermen en los pasillos delmetro o escondidos detrás de las rejas de aireación, les clavé jeringas en los ojos. Yno penséis que me molesté en comprar todas las jeringas. En plan de coña, algunaslas saqué descerrajando los intercambiadores de jeringas, los que están en la calle, enla acera de la estación: al fin y al cabo el ayuntamiento de Roma los ha puesto allí a

    propósito para los toxicómanos, para «frenar el fenómeno del sida». En el albergue decaridad, en cambio, usé la navaja. Dado que cuando puedo y si puedo me gusta dar unsignificado simbólico a lo que hago, se la clavé en la barriga o en el coño a las chicas

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    (que a veces son muy jóvenes), o a los viejos en su corazón cansado. Siempre memojé con la sangre que brotaba de los cuerpos que se retorcían en los espasmos de lamuerte, porque allá en Calabria hay quien dice que mojarse con la sangre alarga lavida y trae suerte. Con las gitanillas del metro A y B hice lo que me había contado elviejo. Yo también necesito mojar. A los travestís, por la noche, me los llevé a las

    pensiones de los alrededores de la estación. A algunos les corté el cuello con lanavaja de afeitar mientras se la hincaba por el culo, descubrí que es precioso sentircómo se mueren y se agitan mientras ven que se les escapa la sangre sin poder hacernada para detenerla, porque detrás tienen mis manos que les sujetan y mi polla queles clava el cuerpo sin esperanza de huida. Luego se aplacan poco a poco, y elesfínter da un último guiño, el que siempre me hace correrme cuando la palman.

    «Una oleada súbita de violencia, inadmisible», diréis.Bueno, cuando vengáis a Roma a ver la puesta del sol, sentiréis de verdad que la

    ciudad llora, pero recordar que soy yo el que la hace llorar.Por otro lado, no veréis ningún vagabundo, ningún gitano, ningún pordiosero enla estación Termini, porque yo sé hacer mi trabajo. Y nadie, en esa zona, se acercará alimpiaros el parabrisas. Como decía el viejo, para eso ya están los de las gasolineras.

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    Aldo Nove

     El mundo del amor

    I

    «Recuerdo que cuando era niño no pensaba que terminaba así». Aldo Nove

    Me llamo Michele y soy un hombre del Ariete.Sergio es mi mejor amigo.

    La tarde del sábado Sergio y yo fuimos al híper de la Folla di Malnate.Cuando no sabemos qué hacer vamos allí a ver a los demás que no saben qué

    coño hacer, y van a ver los equipos de 280.000 liras sin compact.

    En el coche, Sergio y yo siempre hacemos «¡Tata tara tatá tatáta!».Hacemos así, como al principio de El precio justo.Iva Zanicchi entra y hay esa especie de fiesta antes de la publicidad. Todos saltan

    y gritan: «¡OK el precio es justo!».

    La Folla di Malnate está junto a Várese. Várese es una ciudad, y en esta ciudad está laplaza Kennedy. Por la noche esta plaza se llena de locas. Parecen hormigas que salen.Yo no es que tenga nada contra las locas de la plaza Kennedy. Llegan ahí y se quedanen el coche hasta que aparecen otros maricones. Entonces encienden las luces y si venque el otro maricón es un monstruo salen zumbando. Si no hacen el amor en algunaparte, y esa es la mágica vida de los culos.

    Sergio y yo somos normales, y por eso, los sábados por la tarde, nos ponemos en

    marcha y vamos al híper de la Folla di Malnate.

    Bebemos Baileys, miramos desde las ventanillas, hacemos «Tata tara tatá tatáta», lespitamos a los palurdos del sur que van por ahí con sus coches chungos tipo Visa o elCinquecento nuevo.

     —¿Has visto qué coche de palurdos, ese Visa? —¡Hace cagar! —En vez de comprar ese coche podían haberse comprado el billete de vuelta a

    Sicilia, y hasta les adelantaban la pasta para comprar el desatascador del váter yenvenenar a todos los demás palurdos de Sicilia.

     —¡No, no cabes dentro! —¿Eh?

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     —¡Envenénate con el desatascador!

    Llegados al híper damos tres o cuatro vueltas para encontrar aparcamiento, a veceshasta diez, y solo dos si aún no son las cinco, el año pasado incluso una so