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Juegos de Guerra Paulo, portugués afincando en el otro lado de la línea, llevaba ya unos trece años en estas tierras, y era un tipo trabajador: iba de casa al trabajo, alguna vez se tomaba una copa y copulaba con una hembra de esta línea, o con una hispanoamericana en todo caso: ¿acaso era racista y sólo se lo hacía con las de su raza o etnia? Quizás fuera una preferencia cultural inconsciente. Por ejemplo, a pesar de que las cubanas eran muy chicharacheras para un tipo serio como él, la sangre ibérica le perdía y no podía evitar perderse por su hilaridad tan hispana, por sus energías, sus dos…, o sus caderas simplemente bailando… En esa vida, había llegado a aburrirse. A aburrirse mucho, muchísimo… Ya ni iba a Portugal, cruzando la línea, y es que ya ni tenía familia directa allí; ya no tenía siquiera eso de la morriña como suelen decir que tienen los portugueses o los gallegos, y parecía castellano salvo en el acento, que era mezcla del madrileño y del portugués, dando una extraña mezcolanza donde las haya. En ese deseo por hacer algo emocionante, se había enganchado a los juegos de guerra. Hacía como diez años que se había iniciado con el último Call of Duty, el de los zombis, y el Battlefield, que echaban más juego secuela que el propio Call y ya es decir…, concretamente el 4, que en realidad, en su punto de vista, después de jugar a los otros anteriores y posteriores, era el 3 pero con otra “history” y otras mierdas más. Ésos ya le parecían una bazofia, en general, vamos, y se pasó a juegos de guerra producidos por los cuerpos de la Marina Americana en fase beta. Lo había conseguido gracias a no sé qué certamen, pues, además de jugar los videojuegos, también manejaba genial cualquiera de las armas del mundo actual: FAMAS francesa, la M16 americana, la AK47 soviética, magnum parabellum viejas que coleccionaba, francotiradores, sus preferidos, o subfusiles como la M1Garand con mirilla infrarroja, su arma verdaderamente favorita. No podía tenerlas “legalmente”, pero las compraba, al igual que las espadas de colección,

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A veces los "juegos" también son de verdad.

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Juegos de GuerraPaulo, portugués afincando en el otro lado de la línea, llevaba ya unos trece años en estas tierras, y era un tipo trabajador: iba de casa al trabajo, alguna vez se tomaba una copa y copulaba con una hembra de esta línea, o con una hispanoamericana en todo caso: ¿acaso era racista y sólo se lo hacía con las de su raza o etnia? Quizás fuera una preferencia cultural inconsciente. Por ejemplo, a pesar de que las cubanas eran muy chicharacheras para un tipo serio como él, la sangre ibérica le perdía y no podía evitar perderse por su hilaridad tan hispana, por sus energías, sus dos…, o sus caderas simplemente bailando…

En esa vida, había llegado a aburrirse. A aburrirse mucho, muchísimo… Ya ni iba a Portugal, cruzando la línea, y es que ya ni tenía familia directa allí; ya no tenía siquiera eso de la morriña como suelen decir que tienen los portugueses o los gallegos, y parecía castellano salvo en el acento, que era mezcla del madrileño y del portugués, dando una extraña mezcolanza donde las haya. En ese deseo por hacer algo emocionante, se había enganchado a los juegos de guerra. Hacía como diez años que se había iniciado con el último Call of Duty, el de los zombis, y el Battlefield, que echaban más juego secuela que el propio Call y ya es decir…, concretamente el 4, que en realidad, en su punto de vista, después de jugar a los otros anteriores y posteriores, era el 3 pero con otra “history” y otras mierdas más.

Ésos ya le parecían una bazofia, en general, vamos, y se pasó a juegos de guerra producidos por los cuerpos de la Marina Americana en fase beta. Lo había conseguido gracias a no sé qué certamen, pues, además de jugar los videojuegos, también manejaba genial cualquiera de las armas del mundo actual: FAMAS francesa, la M16 americana, la AK47 soviética, magnum parabellum viejas que coleccionaba, francotiradores, sus preferidos, o subfusiles como la M1Garand con mirilla infrarroja, su arma verdaderamente favorita. No podía tenerlas “legalmente”, pero las compraba, al igual que las espadas de colección, de manera que no pudieran ser usadas. ¿Y cómo había conseguido esa maestría con armas? Pues, primero por haber servido en el ejército de Portugal cuando era obligatorio ir a “la mili portuguesa” y había sido un gran soldado, pero decidió que no era lo suyo; y segundo, había un sitio donde iba que hacían seudoejercicios militares y él era un experto. Sabiendo todo eso, los militares habían decidido que, ¿qué mejor que un tipo que, sin pagar un duro, probara sus juegos con los que se entrenaban sus soldados y mataban por todo el orbe del mundo? Los americanos estaban encantados con él. Hasta le habían dicho que si quería ser un militar del glorioso Ejército Americano, el más prestigioso del mundo y blablablá…; pero, igualmente, él les dijo que no: él no servía, en realidad lo hacía porque le gustaba: era un juego…

Los juegos de los gringos o los británicos (que le había fichado recientemente, quizás por esa afinidad tan lusobritánica o anglolusa tan lame culos) también consiguieron cansarle, y los juegos tradicionales, además, que podían servirle de consuelo, conectados vía internet, estaban lleno de campers.

Lo que le gustaba era la emoción del combate real, la adrenalina y todo eso. Coger su fusil o su francotirador, respirar y aguantar la respiración; luego apuntar, mantener el blanco y esperar el mejor momento del disparo, y no tener que aguantar soplapollas como moscones que le quisieran matar a traición; y entonces, en cuanto estuviera el enemigo, la presa, en el mejor lugar y momento posible, disparar el gatillo. O fallar y

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escapar, como en esa misión del Call of Duty 4 en Chernóbil. Ahora les encantaba la casquería en general a los jugadores de esos juegos. En guerra, pensaba, todos ellos morirían como moscas, como niñatos que eran: casi todos eran púberes llenos de ganas de matar y gastar esa cosa que les apresaba el corazón, morbosa y cuasi sicópata.

Hoy estaba que no podía evitar dejar de pensar en ello: disparar, matar, guerra, niebla en la batalla, efectos meteorológicos, desvío de balas… Estaba obsesionado, y su trabajo en el Banco, donde vendía productos con la misma certeza con que mataba en los juegos, empezaba a fallar, raro en él y hasta el jefe, extrañado por esa conducta le envió a casa pensando que estaba enfermo: “Tanto trabajar debe ser malo…”, pensó el jefe. Le dijo que había que salir más, que esas cosas se curaban dejando eso de los wargames que él denominaba como “juguetes”. Seguro que, como hacía él, no estaría de más abrazarse a una brasileira de diecinueve, dieciocho años, de la cantera más buena, una cantera que, comparándolo futbolísticamente, tema que también le apasionaba como buen banquero —¡Qué típico, coño!... Sí, muy típico… el pedazo sujeto—, era la Masía barcelonesa.

Cuando sonó el timbre casi temblaba. Entonces un tipo le hizo firmar, en una máquina de éstas electrónicas, miles de veces con que era no sé de cuál y de tal…, y rollos burocráticos debido a la gran caja que traían y además del extranjero y cosas así. En su país también era así: la burocracia latina que, si hubiera leído a Baroja, le vendría a la cabeza que ésta sólo estaba para vejar al ciudadano; pero simplemente se dijo que vaya mierda de país: en realidad, se refería a Portugal y España, porque además de no ser muy diferentes, como que podían juntarse y así últimamente lo decían y querían los dos borricos de presidentes de ambas naciones, eran la misma, mismita mierda... Podían juntarse y amierdarse juntas, decía. Aunque, prefería que España se guardarse de juntar la mierda con la de Portugal, que sería peor.

Le habían hecho hasta firmar acuerdo de confidencialidad y no sé cuántas clausulas… Y bueno… Hubiera hecho cualquier cosa por ello. Era el juego definitivo… Un juego que mediante unos cables de no sé qué ostias, conectadas a las neuronas y no se sabía qué mierda más… Bueno, vamos, que podías sentir los dolores e incluso los olores en la propia mente. Estaba conectado en la propia mente. Podría ver el propio campo de batalla, sentir tocar el arma sin tocarla en realidad… Soñaba, casi se masturbaba y a veces hasta lo hacía con el solo pensarlo.

Se conectó. Unos cuantos americanos, unos pocos británicos, incluso rusos y chinos, de todas las nacionalidades, unos pocos afortunados, se iban a conectar al Wargame. Estaba impaciente, pero lo preparó todo con la frialdad de un soldado, de un espartano. Aun así, a veces tuvo que repasar las instrucciones, ya que aparecía algún vez un tic nervioso, y salía el ibérico de dentro y le costaba relajarse y conseguir montarlo el aparatejo. Finalmente se calmó, y lo consiguió montar entero; sintió una sensación de triunfo enorme; pero no era para nada comparable a la ansiedad que tenía por probarlo. Era… como llegar al Olimpo y hablar con el (supuestamente) barbudo Zeus, siempre joven y a la vez maduro pero con fuerzas de jovenzuelo. Era como llegar a un éxtasis místico. Era como una corrida con una mujer de caderas imposibles, pubis tan flexible como el objeto más flexible y unas energías del diablo.

Lo primero que obtuvo fue el rifle de francotirador. Se escondió, se movió como una serpiente como si fuera el Metal Gear Solid, y sentía una emoción que nunca había

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sentido, ni siquiera de soldado, nunca, nunca jamás. Inefable. Indescriptible. Era la vida… La vida que temes que defenezca, la vida que tiene que matar para sobrevivir. Un ansia de supervivencia. Mataba, y no temía matar. Apretaba el gatillo sin dudar. Conseguía sobrevivir. Vivir, latir, matar…

Cuando ya creía que todo lo tenía en orden, una bala le atravesó el cuerpo, por el lado derecho superior del pecho. Estaba cubierto, pero había un pequeño resquicio, diminuto. Y parece ser que, aquel francotirador, debía ser la reencarnación del soviético de Stalingrado, porque… Eso pensaba mientras sentía la muerte, pensando que… sólo la sentía. Pero cuando, en la vida real, empezó a expulsar esputos de sangre, lo notó; se quitó todo aquel aparatejo y vio lo que era: no había disparo, pero su cuerpo reaccionaba como tal, se moría. No lo entendía; sólo era un juego. Un wargames. Y se moría.

Paulo no duró mucho. Se desangró por una bala imaginaria, como un perro no tan imaginario. Y sin medallas y sin glorias, ni batallas ni ideas por las que luchar… Como un perro en pelea con otro perro imaginario. Cuando llegó la pasma, lo primero que pensaron los inspectores es que: ¡¿Cómo puede haber tanto gilipollas por ahí suelto?! Pero el muerto ya no lo podía oír; ya no le dolía, ni le zahería aquella pulla; ya no volvería en empuñar un arma ni a sentir el ansia de sobrevivir.

Al poco tiempo, toda la prensa se enteró; fue más sonado que el Caso Snowden; hizo gritar aún más a los políticos inútiles de Portugal y España. Los americanos vieron el error y se lamentaron, e incluso pidieron disculpas, de verdad dolidos y traumatizados; cuando los vieron en la tele, nadie lo dudó; pero lo peor fueron sus vidas, que no fueron las mismas, sobre todo al dormir, aunque eso nadie lo supo y fue omitido. A pesar de ello, los jefes cuando les llegaron magnates de videojuegos, locos por el dinero, les dijeron que pronto el “error” estaría subsanado y aquel producto podría estar pronto en el mercado, y los muertos…

… sólo eran cadáveres…

Ahora había que producir niños que aprendieran a sobrevivir en la selva que es la vida. Ahora sabrían lo que es matar, sentir odio puro y duro, y a amar aquella sensación. Ahora se extendería una cultura americana y los ideales estúpidos que esconden a algunos sicópatas, oportunistas e hijos de la gran puta que sólo quieren… lo que sea que quieran. Ahora podrían disfrutar de sus Wargames. Ahora ya tenían sus Juegos de Guerra, ya no hacían falta locuras de “Juegos del Hambre” para experimentar aquello; ahora lo tenían y la gente lo practicaba y se divertían.

Algún loco oportunista habría dicho: “Bienvenidos a los Juegos del Hambre”. Pero, no: Bienvenidos a la Selva… Bienvenidos a los Juegos de Guerra. Su utopía.

Samuel Benito de la Fuente