JUÁREZ BICENTENARIO

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ALEXANDER NAIME Editor

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ALEXANDER NAIME

Editor

J U Á R E ZBICENTENARIO

COLECCIÓN MAYORESTADO DE MÉXICO: PATRIMONIO DE UN PUEBLO

2006

Alexander NaimeAugusto Isla

Patricia GaleanaCarlos Monsiváis

Antonia Pi Suñer LlorensDavid Huerta

Alfonso Sánchez ArtecheHugo Gutiérrez Vega

Ignacio SosaEdmundo González Llaca

Rubén Bonifaz Nuño

BIBLIOTECA MEXI UENSE DEL BICENTENARIO

© ALEXANDER NAIME ET AL. / Juárez bicentenario

Primera edición: 2006

DR © GOBIERNO DEL ESTADO DE MÉXICO

Lerdo poniente 101, 3er piso, puerta 304

Toluca, Estado de México, C.P. 50000

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ISBN 968-484-663-0 (colección)

ISBN 968-484-657-6

Autorización del Consejo Editorial de la Administración

Pública Estatal No. CE: 205/1/160/06/1

CompromisoPrograma editorial delGobierno del Estado de México

Enrique Peña NietoGobernador Constitucional

Consejo Editorial: Humberto Benítez Treviño, Isidro Muñoz Rivera, Luis Videgaray Caso, Agustín Gasca Pliego, David López Gutiérrez, Alexander Naime.Comité Técnico Editorial: Augusto Isla Estrada, Alfonso Sánchez Arteche, José Martínez Pichardo.

Impreso en MéxicoPrinted in Mexico

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra –incluyendo las características técnicas, diseño de interiores y portada– por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía, el tratamiento informático y

la grabación, sin la previa autorización del Gobierno del Estado de México.

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PREFACIO

SIN LA MENOR DUDA los liberales del siglo XIX constituyen la ge-neración más brillante y honesta de nuestra zarandeada historia cultural y política. La encabezó un indio zapoteco llamado Benito Juárez García quien fue líder, pero nunca exigió incondicionali-dad y supo escuchar las críticas, muchas veces exaltadas, de sus compañeros de generación y de lucha política. Siguiendo esa acti-tud de apego a la razón y de respeto a la crítica, esta recopilación de textos quiere entregar a los lectores algunos aspectos contras-tados de la vida y de la obra del autor del más claro y preciso pro-yecto de nación que ha tenido nuestro país.

Abre este conjunto de ensayos Alexander Naime, quien ma-liciosamente se formula una serie de preguntas sobre el sentido de la conmemoración, pues se trata de un personaje que, como él mismo dice, provoca “tanto apasionadas defensas como denos-taciones”; un personaje que, sin embargo, tiene una dimensión histórica “indiscutible” por haber sido el protagonista de un mo-mento decisivo en la historia mexicana y que, por ello, soporta todas las lecturas posibles. Sus decisiones políticas han sido tan trascendentales como la rica simbología que las acompaña y de la cual Naime señala algunos ejemplos extraídos de Apuntes para mis hijos.

Augusto Isla admira y critica al hombre que luchó contra la intervención solicitada por los conservadores y creó las insti-

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tuciones indispensables para garantizar la salud de un régimen republicano que intentó conciliar las leyes con la justicia y en-contró en el laicismo la mejor y más justa forma de convivencia social. Isla nos dice que la gran virtud de Juárez fue la de en-tender “el kairos, el momento justo de actuar, de intervenir en el cauce histórico”. En esto consisten su notable genio político, su voluntad de servicio a la república y la rica sustancia de su pro-yecto civilizatorio.

Patricia Galeana rinde un bien argumentado homenaje al fundador de un Estado laico que suprimió las “supervivencias coloniales”. En su ensayo destaca las principales cualidades del hombre y del político: una inteligencia serena, un carácter firme, una actitud perseverante y una probidad ejemplar.

Para Carlos Monsiváis, Juárez es “un vencedor insólito” y, en su discurso pronunciado en Guelatao, analiza las arduas em-presas de las que el político liberal salió triunfador a pesar de la inercia histórica que impedía la modernización del país. Nos ha-bla, además, del error cometido por la izquierda mexicana al des-prenderse de sus raíces del siglo XIX.

Antonia Pi Suñer Llorens desbroza los terrenos de la bio-grafía oficial de Juárez para librarlos del contraproducente y cam-panudo tono hagiográfico y analiza los rasgos principales del hombre y del mito; mientras que David Huerta, guiado por el es-píritu de Plutarco, plantea la biografía de Juárez desde una pers-pectiva inteligente y novedosa.

Alfonso Sánchez Arteche estudia tres facetas de la persona-lidad del líder social: su origen indígena, su talante liberal y su pertenencia a la masonería que, en esa época, era un movimiento de avanzada dedicado a promover la modernización de la cultura y de las instituciones sociopolíticas. El autor de este prefacio ex-

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pone diez razones para admirar a nuestro “Presidente vitalicio”, como lo llama Pellicer, y alaba su austeridad republicana.

Por su parte, Ignacio Sosa desentraña algunos aspectos poco claros de las reformas sociales juaristas y que se prestan a la controversia. Recuerda, entre otras y contrastadas opinio-nes, la de Justo Sierra quien afirmó que la obra de Juárez es “la única semilla del orden constitucional”. Edmundo González Lla-ca combina la admiración con el sentido del humor para hablar de la “perfección” de Juárez, ese mito que lo ha deshumanizado y convertido en estatua de jardín público. Insiste en que, al margen de las canonizaciones, el pensamiento de Juárez está cargado de vida y sigue siendo un manantial de ideas y de afirmaciones del pensamiento crítico.

Termina esta recopilación con el inmenso poema de Rubén Bonifaz Nuño, “Principio para un canto a Juárez”. Nuestro gran poeta nos da las palabras finales de este prefacio cuando habla de la madurez del gran liberal:

“Se volvió grande y fuerte y doloroso”.Éste es un acertado resumen (la condensación de la poesía

lo hace posible) de la vida y la obra de nuestro presidente, Benito Juárez García.

HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Copilco el Bajo, verano de 2006

JUÁREZ: LA SOSPECHAY LOS SÍMBOLOS

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IODOS MIL SEIS, bicentenario de Juárez. En 1806, año de su naci-

miento, el régimen colonial iniciaba su decadencia y nue-vas relaciones sociales comenzaban a emerger. El mundo

de entonces se reacomodaba: fuerzas y actores sociales surgían, movimientos independentistas y libertarios, así como nuevas ideas perfilaban la renovación. Las naciones de Occidente reclamaban un nuevo orden. Juárez perteneció, hasta su muerte, a ese tiempo de cambios del que, sin duda, fue protagonista.

¿Por qué recordarlo a doscientos años de su nacimiento?, ¿cuál es el propósito de estudiarlo, de volver sobre el personaje de manera recurrente?, ¿lo es la visita cotidiana que se realiza ante el panteón de los héroes para revisar las carencias del presente?, ¿lo es para recrear al hombre que dejara como legado una manera de hacer política, un estilo de negociación y un modo de ejercer el po-der?, ¿lo es para revalorar su figura histórica a la luz de los aconte-cimientos de hoy?, ¿para imponerle otros valores y darle un nuevo sentido a su papel en la historia? ¿La celebración sólo se reduce al discurso cívico, muchas veces hueco y coyuntural, frente a los al-tares de la patria erigidos en su honor? O también ¿para destacar valores de los que adolecen las políticas actuales? ¿A qué Juárez res-catar a la luz del presente? ¿Al personaje y sus circunstancias?, ¿al genio político que leyó adecuadamente los tiempos que vivió?, ¿a la leyenda del indio que llegó a ser presidente?, ¿al principal represen-

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tante de la construcción de la modernidad mexicana?, ¿a quien la muerte le llegó a tiempo para impedirle perpetuarse en el poder y rescatar así su figura histórica?, ¿a quien simbólicamente materiali-zó la reforma en su propia familia? ¿Quizá fortalecer el debate casi permanente para quitarle el bronce a su figura para convertirlo en barro y desmoronarlo? O bien ¿como un estímulo para la reflexión, para el cambio?

El significado de su figura en la historiografía mexicana ha ocupado la imaginación de quienes se aproximan a ella. Su cons-trucción como icono, basado en conjeturas fundadas o en aparien-cias, por el carácter simbólico de muchos de sus actos tanto en su vida pública como en la privada, se ha ido adecuando no sólo a tiempos y visiones de la historia, sino incluso a lecturas e interpre-taciones que han comprendido todo el espectro ideológico y político mexicano. Las aproximaciones al personaje provocan tanto apasio-nadas defensas como denostaciones. Parece una figura errante en el tiempo, siempre en búsqueda de significados, de lecturas, de inter-pretaciones, muchas veces sacadas del contexto que le correspon-de. Convertido en personaje intemporal, su dimensión histórica se proyecta a prácticamente todos los ámbitos de la vida pública mexi-cana. Su leyenda forma parte de la construcción del imaginario co-lectivo: Juárez como síntesis del acceso a la modernidad en la que la conformación de un ser nacional se resumía en él: su vida privada como la síntesis de una sociedad multicultural en busca de su defi-nición, su vida pública como el primer paso para la construcción de un Estado nacional.

Su dimensión histórica es incuestionable. Como ningún otro personaje de la historia moderna de México, muchas fases de su vida han pasado a ser leyenda; sin embargo, su interpretación como personaje histórico siempre está bajo sospecha –así son los perso-

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najes fundacionales. Juárez lo fue porque con su figura sintetiza un tiempo–. Sus lecturas se hacen inagotables: la sospecha, como bús-queda de significados, está siempre en la base de su conocimiento. La percepción del personaje, muchas veces precedida de prejuicios, se saca de su circunstancia y se proyecta en las concepciones de quien lo interpreta: un hecho soporta múltiples interpretaciones, el discurso se estructura en función del lector o del poder.

La biografía muchas veces se agota y aísla al personaje, lo limita, le pone fronteras, lo estigmatiza, lo marca, lo convierte en bronce y lo hace vulnerable porque el historiador, el analista, siem-pre tiene el privilegio de decidir, de cortar, de esculpir la figura, de darle rostro, o rostros, de hacerlo único o múltiple.

En la historiografía mexicana una y otra vez se vuelve so-bre el valor histórico del personaje; su presencia y su legado tienen siempre un lugar en el imaginario colectivo: unas veces le dan sen-tido de identidad a una comunidad política que la busca de manera casi permanente; otras, se convierten en instrumento de legitima-ción de actores políticos, y otras más como paradigma ciudadano.

La figura de Juárez ha soportado múltiples lecturas. Frente a Juárez impasible, su historia siempre inquieta.

No lo es en vano.Juárez fue protagonista de uno de los momentos más aciagos

de la historia mexicana en la que varios episodios se confunden: la reforma, la intervención, el imperio, la formación de una sociedad civil y de un Estado que dejaron marcadas varias de las caracterís-ticas de la conformación política de la posteridad.

Juárez y su generación respondieron a un tiempo mexicano complejo en donde la definición de una nación, conformada por muchas, se empezaba a perfilar y se construían en paralelo ins-tituciones estatales con una idea de sociedad civil, de ciudadano

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en ciernes, y la manera de organizar a las nuevas fuerzas sociales emergentes impulsadas por el nuevo orden naciente. Era una joven república que en la voz de sus protagonistas adquiría mayor madu-rez: la palabra les dio la posteridad. Los hechos, la razón.

¿COINCIDENCIA DE TIEMPOS?

Dos mil seis no ha sido un año cualquiera en la historia de México. La sucesión en el poder ha dejado al descubierto muchas deficien-cias, muchos de los anacronismos de un sistema político que tiene que reinventarse a partir no sólo de la revisión de la historia, sino también de una concepción de futuro en donde se deben reacomo-dar los nuevos actores políticos.

La revisión de la época de la Reforma, los debates que la acom-pañaron son sin duda un referente útil para replantear el presente. ¿Coincidencia de tiempos?

La revisión del pasado es necesaria para extraer lecciones para el presente. Los paralelismos de los tiempos son inevitables. Juárez no puede ser analizado fuera de sus circunstancias, como tampoco su legado puede dejar de ponderarse en momentos de ne-cesaria transformación de las instituciones del Estado.

Este año abre una coyuntura para volver a pensar en el Esta-do mexicano, en sus instituciones y en sus actores políticos. En el reacomodo necesario de las fuerzas sociales bien vale revisar a Juá-rez y a su tiempo, buscar los principios de una nueva organización del Estado y una nueva base ética que le dé nuevos significados a la política. La celebración tiene así sentido para que no sólo quede en los escritorios de los académicos, en las mesas de debate o en dis-cursos oficiales que lo reivindican, tratando de apropiarse de esta

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figura histórica. Una revisión circular de la historia permite anali-zar el presente con las épocas fundacionales.

La búsqueda de paralelismos parece entonces inevitable. ¿Qué rasgos se pueden distinguir del ciclo político de Juárez y los tiempos mexicanos que corren?, ¿la revisión del Estado mexicano se puede hacer a partir de supuestos similares?, ¿puede la época de la Reforma ser un referente para analizar la realidad actual y trans-formarla? El pasado se puede reacomodar en función de las necesi-dades del presente, en muchos sentidos éste puede ser el papel de la historia, de la descripción y análisis de los hechos pasados.

Dos tiempos distantes en el devenir histórico de México pa-recen confluir: en la época actual, como en el pasado, el mundo se reacomoda, los imperios se expanden y reclaman una nueva orga-nización de los Estados; a la globalización le corresponden las accio-nes expansionistas de muchos Estados; hoy como ayer, las fuerzas políticas participan en la definición del poder en México: las igle-sias incrementan su presencia en la vida pública, los grupos econó-micos se constituyen en verdaderos actores políticos en defensa de sus intereses; el papel del ciudadano es limitado; ambas etapas tie-nen sociedades civiles débiles frente a los factores de poder fuertes; persiste un ejercicio patrimonialista del poder, más notorio en las regiones que en el centro.

Los paralelismos, en realidades tan distantes en el tiempo, tie-nen una diferencia fundamental: mientras quienes encabezaron la reforma tenían referentes ideológicos identificados, los nuevos acto-res se sumen en el pragmatismo y no tienen referentes para organi-zar adecuadamente al Estado ni para encauzar las fuerzas sociales. La orfandad ideológica de Occidente se refleja en el desconcierto de los actores políticos mexicanos. La sociedad actual carece de su pro-pia definición. El contraste y los paralelismos son evidentes, por ello,

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la figura de Juárez, porque es la expresión de un cambio histórico, tiene la fuerza, en varios sentidos, de una imagen simbólica: es icono en la historia nacional y símbolo también en su tiempo.

Como icono de la historia, en Juárez se ve la totalidad de una época, el todo se ve en el fragmento y el fragmento mismo lleva al todo, como señala Bouchot: “la capacidad que tiene el icono, como signo, de hacernos pasar del signo a la totalidad”.

El estudio del periodo de la Reforma no se comprendería sin la presencia de Juárez, él mismo sería incomprensible sin la Refor-ma, sin esa generación que la construyó y sentó las bases del mo-derno Estado mexicano.

Por esa razón, al representar a la época, Juárez reúne los atri-butos de toda una época fundacional para la historia mexicana. Pa-reciera que los atributos de otros personajes, nunca menores, como Ocampo, Zarco, Lerdo, Altamirano, Prieto, se sintetizan y se reflejan en la personalidad de Juárez. El icono cruza las épocas de manera transversal por los valores que encarna y que lo hacían aprehensi-ble. Por eso el Juárez de bronce, que no es sino el tránsito de lo cor-póreo a lo incorpóreo, es la representación simbólica de una época, que, para comprenderla en su totalidad, se fragmenta en su figu-ra. En Juárez se concentra una manera de pensar, una concepción del mundo que le dio sentido a una sociedad que emergía, que co-menzaba a construir una identidad, un sentido de pertenencia y de comunidad, en las que se sintetizaban las visiones del mundo indí-gena y criollo con las de la modernidad liberal.

En Juárez se sintetiza la idea de un Estado-nación moderno con la construcción de libertades en la que se definen los espacios que le corresponden no sólo a los actores políticos y económicos sino también a los individuos transformados en ciudadanos. Pero aunque el símbolo está exhibido en público, se esconde. Se hace

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entonces objeto de múltiples lecturas y significados: se hace com-plejo, se hace múltiple. Así, las lecturas positivas o negativas con-tribuyen a fortalecer el icono, el Juárez de Bulnes, el de Justo Sierra, el del porfirismo –que justifica el culto como elemento de legiti-mación del poder– pueden ser tan distintos: el icono se constituye en un elemento de cultura y figura emblemática.

Al esconderse, al ser misterio, al icono se le escudriña, se le interroga hasta la intimidad para descubrir su propia naturaleza. Se convierte en un personaje inacabado que la sociedad reinventa en la medida en que carece de referentes históricos que le den sen-tido. La intencionalidad del personaje entonces se vuelve múltiple, intemporal, variada: las múltiples lecturas nunca lo debilitan sino que lo refuerzan como elemento de cultura.

Al traerlo al presente, el icono Juárez reacomoda su pasado y reafirma su presencia y su carácter simbólico. Se idealiza y se cons-tituye no sólo en personaje histórico sino en referente moral.

LOS SÍMBOLOS DESDE EL PODER

Señala Georges Balandier que todo poder tiene inherente una proli-feración simbólica que no puede ejercerse sobre las personas

si no recurre, además de la obligación legitimada, a los medios

simbólicos y a lo imaginario. El acceso al poder político es, a la

vez, acceso a la fuerza de las instituciones y a la fuerza de los

símbolos y de las imágenes.

El ejercicio del poder y la vida privada de Juárez están llenos de símbolos: sus propios testimonios y el efecto de su acción públi-ca dan cuenta de ello.

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El valor histórico del sujeto se refuerza si, durante el tiempo del ejercicio del poder, el mundo simbólico se transfiere a otras ins-tancias sociales o de poder para transformarse en paradigmas de comportamiento, de emulación, que induzcan comportamientos di-ferenciados que puedan romper cánones, rutinas o costumbres, es decir que trastocan un mundo simbólico para construir otro nuevo.

A la transformación de las instituciones la acompaña la trans-formación en el mundo simbólico. El 24 de marzo de 1861 el gober-nador provisional del Estado de México, Manuel F. Soto, quien se adhirió a la reforma con Melchor Ocampo y fuera diputado al Cons-tituyente del 57, expidió un decreto en el que suprime tratamientos anacrónicos a los servidores públicos y en el que, con un sentido más re-publicano, cuestiona y suprime los “tratamientos inventados por los déspotas tiranos” y establece que “en una república democrática no hay distinciones y que todos deben conformarse con el título de ciu-dadanos” para “desterrar todos los hábitos de servidumbre que nos legó el gobierno colonial” en el cual se derogaban las leyes y decretos que “concedían tratamientos al gobernador y demás funcionarios del Estado así como el de señor que se han usado hasta aquí en las comu-nicaciones oficiales, las cuales se sustituirán por el título de ciudada-no” y agrega que en todas las comunicaciones se pondrá “primero, al ciudadano; segundo, el nombre y apellido de la persona; y tercero, el empleo que desempeñe”. En su artículo cuarto señalaba que “se pro-híbe a todas las autoridades del Estado el que permitan se les bese la mano, como abusivamente se acostumbraba en algunos lugares”. Un mundo simbólico, una manera cultural de ser frente al poder que se sustituía por otro que reflejaba un nuevo sistema de relaciones.

Se ha dicho que el ejercicio del poder siempre va acompañado de manifestaciones simbólicas, y es a través éstas, de las formas de expresión corporal, de la manera de ser, del uso del lenguaje, de

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la gesticulación, de hechos observables por el ciudadano común, como el hombre político y sus decisiones adquieren trascendencia para el ciudadano, para el analista que las observa y para el his-toriador, quien al reconstruir la memoria, busca significados que le permitan aprehender mejor al sujeto y sus circunstancias para constituirlos en objetos del quehacer histórico.

Un comportamiento simbólico puede reforzar una decisión política, una ley expedida o una posición ideológica; puede expli-car una manera de gobernar y una visión del uso del poder. No en pocas ocasiones a lo largo de la historia la construcción de una figu-ra política se hace con base en los símbolos que la rodean y que no pocas veces refuerzan la congruencia política de los actores y, otras, señalan sus contradicciones.

El mundo simbólico, sea conciente o inconsciente, define al actor político. Juárez, en su comportamiento político, contribuyó a sustentar la construcción del mito dentro de la historiografía mexi-cana. Sin muchos de sus hechos simbólicos tal vez su figura no tu-viera la fortaleza que tiene en el imaginario colectivo mexicano. La reproducción de la leyenda parte de hechos que la hacen compren-sible y cercana tanto a lo cotidiano como a lo extraordinario en pro-cesos casi simultáneos.

Las lecturas a las que ha estado sujeta la personalidad de Juá-rez están llenas de simbolismo. Sin duda, el hecho simbólico más importante de Juárez lo constituye él mismo: el indígena que ascien-de en la escala social y logra constituirse en el elemento clave en la construcción del moderno Estado mexicano, hasta su actitud como padre y esposo amoroso alejada de las impertinencias del poder. Del hombre moreno, monolingüe, que alcanza a través de la educación la primera magistratura del país, hasta su vestimenta –siempre de levi-ta como símbolo de la modernidad– y su obsesiva manía por la lim-

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pieza corporal, su apego a la disciplina del trabajo que le hacía llegar a su oficina, cuando era gobernador de Oaxaca, “siempre con la cam-panada de las nueve”.

Su simbolismo es tan fuerte, que su figura laica forma par-te de los referentes distintivos de la nacionalidad mexicana y del mundo que se fue esculpiendo, de cuya historia es el personaje principal. Su vida pública y lo común de su vida privada, como lo muestran sus intercambios epistolares, son dos líneas convergentes en la construcción de su figura histórica.

Sin embargo, sus hechos políticos y los símbolos que lo acom-pañan en su actitud en la vida pública narran mejor al hombre como sujeto de la historia. Muchas de sus decisiones políticas trascenden-tes las acompañó de hechos simbólicos que las reforzaban, como él mismo narra en Apuntes para mis hijos.

Unas están relacionadas con las costumbres y modos del po-der, y otras con la aplicación de las leyes.

De entre los modos del Poder: No fue al Te Deum y se cambió el sombrero:

era costumbre autorizada por la ley... que cuando tomaba

poseción (sic) el gobernador, éste concurría con todas las demás

autoridades al Te Deum que se cantaba en la Catedral a cuya

puerta principal salían a recibirlo los canónigos.

Tiempo antes, el 23 de noviembre de 1855, Juárez había ex-pedido la Ley de Administración de Justicia en la que diferencia el fuero eclesiástico y el civil. La expedición de la Ley hizo que la Iglesia considerara a muchos gobernantes como “hereges y esco-mulgados (sic)”. Así que los canónigos de Oaxaca aprovecharon el incidente y proyectaron cerrar las puertas de la iglesia para no reci-

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birlo y obligarlo a usar la fuerza pública y que su administración se iniciara con hechos de violencia. Sin embargo, Juárez escribe:

aunque contaba yo con fuerzas suficientes para hacerme respetar

procediendo contra los sediciosos y la ley aún vigente sobre

ceremonial de poseción (sic) de los gobernadores me autorizaban

para obrar de esta manera, resolví, sin embargo, omitir la

asistencia al Te Deum, no por temor a los canónigos, sino por la

convicción que tenía de que los gobernantes de la sociedad civil

no deben asistir como tales a ninguna ceremonia eclesiástica...

Más adelante dice, en ese cambio de las formas simbólicas del poder, que había costumbres

que sólo servían para satisfacer la vanidad y la ostentación de

los gobernantes, como la de tener guardias de fuerza armada en

sus casas y la de llevar en las funciones públicas sombreros de

una forma especial. Desde que tuve el carácter de gobernador

abolí esta costumbre usando de sombrero y traje del común de

los ciudadanos y viviendo en mi casa sin guardia de soldados

y sin aparato de ninguna especie... Tengo el gusto de que los

gobernantes de Oajaca han seguido mi ejemplo.

De entre los símbolos en la aplicación de las leyes: El entierro de su hija y la compra de una casa. La obediencia a la ley en una sociedad que empezaba a delinear sus primeros trazos en la modernidad po-lítica se presentaba como requisito indispensable para los nuevos términos de convivencia de una sociedad en la que se rompía un orden y nacía otro. La lucha entre éstos pareció intuirla Juárez al ajustar su vida privada al nuevo orden que se gestaba en México.

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Dos hechos lo ejemplifican. En 1850 muere su hija Guadalupe a la edad de dos años

y aunque la ley que prohibía el enterramiento de los cadáveres en

los templos exceptuaba a la familia del gobernador del Estado, no

quise –dice en los Apuntes...– hacer uso de esta gracia y yo mismo

llevé el cadáver de mi hija al cementerio de San Miguel, que está

situado a extramuros de la ciudad para dar ejemplo de obediencia

a la ley que las preocupaciones nulificaban con perjuicio de la

salubridad pública.

El segundo fue el hecho de que después de expedida la ley sobre desamortización de los bienes que administraba el clero, con-cebida por Miguel Lerdo de Tejada, dice Juárez,

creí mi deber hacer cumplir la ley no sólo con medidas del resorte

de la autoridad, sino con el ejemplo para alentar a los que por

un escrúpulo infundado se retraían de usar del beneficio que les

concedía la ley.

Así que pidió la adjudicación de un capital para la adquisi-ción de una casa en la calle Coronel de la ciudad de Oaxaca.

El deceo (sic) de hacer efectiva esta reforma y no la mira de

especular me guió para hacer esta operación. Había capitales

de más consideración en que pude practicarla, pero no era ese

mi objeto.

Desde el mundo de lo simbólico, como se ha pretendido mos-trar, la figura de Juárez soporta varias lecturas: una él mismo como

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personaje de una época, otra como generador de símbolos –expre-sión de las generaciones de su tiempo– que determinó una manera de ser del poder político en México.

Como símbolo, como mito, como icono, algunas veces se con-funde al personaje con su tiempo; otras, se hace del tiempo el del personaje, en una totalidad en la cual el contexto se nubla y se aísla del análisis a actores individuales o colectivos, sucesos regionales, locales y externos.

El mundo simbólico creado por y en torno a Juárez es una de las características de la modernidad mexicana del siglo XIX. Pasar del símbolo al sujeto histórico es uno de los retos que aún se plan-tean: el personaje sigue bajo sospecha.

LA ESCALERA DEL DESEO

Augusto Isla

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¡QUÉ HOMBRE MÁS GUAPO!, exclamó una mujer refiriéndose a mi padre que, encaramado en la plataforma de un camión, representaba al archiduque Maximiliano de

Habsburgo en la famosa cabalgata que cada 23 de diciembre reco-rría las calles principales de Querétaro, mi ciudad natal. Querétaro: el último refugio del segundo Imperio, donde el austriaco pasó sus días postreros, agobiado por el ejército republicano, la disentería y acaso el arrepentimiento de haber emprendido tan descabella-da aventura. Él, el engañado; el títere de un imperio, de su mujer; él, víctima de su ineptitud y su delirio, ¿se deleitó siquiera alguna vez, por instantes, con esos crepúsculos que maravillaron a Borges? Entre compadecida y reaccionaria, la ciudad prodigó sus afectos al emperador, que acabó siendo parte de su patrimonio turístico. Aquí durmió, aquí lo juzgaron, aquí fue fusilado. El príncipe dejó su hue-lla. Conozco gente que todavía hoy ordena la celebración de una misa para recordar su muerte.

“Mira que un hombre tan hermoso, tan inteligente, venir a morir

aquí, en un país lejano, de gente tan ingrata y a manos de un indio he-

reje que no se conmovió con las lágrimas de la princesa de Salm Salm

ni con la presencia de los pequeños hijos de Miramón. Razón tiene el

señor obispo en decir que cuando Juárez murió las puertas del infierno

se abrieron de par en par”. Con discursos semejantes crecí y –no lo nie-

go– la biografía del distraído Habsburgo excitó mi fantasía adolescen-

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te: una hermosa pareja de enamorados dispuesta a abandonar un castillo de ensueño para salvar a México de la ignominia. Ayuna de una cultura laica, de buenas escuelas públicas, la ciudad de Queré-taro propiciaba esos desvaríos.

Mi admiración a Juárez llegó tarde, nacida de una curiosidad más cercana a la indagación histórica que a una memoria colectiva adocenada por el embalsamamiento virtual del héroe zapoteco; por ese culto a su narciso que contamina a México con imágenes casi todas horrendas, destacando entre ellas la que el gobierno federal erigió en Querétaro en 1967 para conmemorar el centenario de la restauración de la república. La adopción oficial del personaje du-rante el siglo XX se tradujo en la proliferación de espacios que lle-van el nombre de Juárez: ciudades, municipios, parques, escuelas, mercados, calles…, como si se tratara de un conjuro, aunque bien sabemos que en el trasfondo de esa exageración habita una gran hipocresía: cuántos funcionarios hay que rinden sincero tributo al indio oaxaqueño, pero sólo Dios sabe cuántos más creen salvar su reputación levantándole falsos altares. Recuerdo a Gracián: “el en-carecer es ramo del mentir, y piérdese en ello el crédito de buen gusto, que es grande, y el de entendido, que es mayor”.

Nada tengo contra el mármol, la piedra, el bronce, el lienzo; con ellos se esculpe y dibuja el evangelio cívico. Juárez está bien allí, erguido, impasible, siempre idéntico a sí mismo, fiel a su investidu-ra, como lo pide el mito fundacional de una nación tan vulnerable y pobre como la nuestra. Pero nada me dice –el icono por excelencia de nuestra historia– sobre la verdad o al menos un poco de certidum-bre acerca de lo que fue. Y si a tal compulsión idólatra se añaden las complejidades del personaje y los enredos de su tiempo, la dificultad de la pesquisa crece. Aún estando en vida don Benito, en 1870, Ma-nuel Payno pronosticaba, con gran intuición, el juicio contradictorio

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que, acerca del hombre de Guelatao, nos daría la posteridad. Por un lado, aparecería como quien “se alzó con el poder y estableció la dic-tadura atacando en su base y en sus más esenciales fundamentos la carta constitucional”; por otro, surgiría radiante como la mano pro-digiosa que separó Iglesia y Estado, como el representante digno del progreso, justo, firme, lleno de fe, que combatió inflexible con los enemigos de la patria. Sin embargo, Payno confiaba en que un día Juárez tendría “su vestido propio, sus propias dimensiones, su tono y colorido verdaderos y naturales”. Al parecer, ese día no ha llegado. Recientemente, dos de los personajes más importantes de nuestra vida pública han esgrimido sus diferencias empleando, simbólica-mente, la figura de Juárez, uno, despreciándolo; el otro mostrando en un templete su retrato. Con Juárez en el centro de sus disputas, ambos, además de haber hecho el ridículo, han puesto en evidencia la carencia de mesura, de un consenso de gratitud.

No faltan historiadores y biógrafos en busca de equilibrios. Pero si de suyo la materia histórica no los obsequia, semejante pre-tensión sólo da pie a valoraciones espurias o bien a disparates como el de Rabasa quien yuxtapone dos palabras enemigas para definir al Benemérito. ¿Un dictador democrático? ¿Democrático sin institu-ciones viables, sin esos acuerdos fundamentales que a gritos recla-maba Mariano Otero? Tal vez dictador lo fue, mas no en el sentido abominable de las dictaduras totalitarias contemporáneas sino en el de la antigua Roma, es decir, de la dictadura como institución merced a la cual se concedían poderes excepcionales a un hom-bre para ocuparse de los asuntos públicos en situaciones de emer-gencia, como los que otorgó el Senado a Pompeyo para combatir a Mitrídates y de cuya defensa se hizo cargo Cicerón en su primer discurso público. Como presidente, Juárez gozó, por así decirlo, de facultades extraordinarias en varias ocasiones, pero también supo

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renunciar a ellas afortunadamente; más aún, de buena o mala gana, compartió el poder con el Congreso que no dejó de hostilizarlo e, incluso, con nefastos caciques regionales como Santiago Vidaurri.

Si a definiciones vamos, ¿por qué no la de un patricio re-publicano? Juárez se distinguió entre sus conciudadanos por una actuación pública por lo general reciamente patriótica, pero no exenta de inflexiones bochornosas como el tratado McLane-Ocampo. Y era conciente de ello, de esa nobleza, que le conferían sus denuedos, a tal punto que desconfiaba del vulgo “que rara vez examina a fondo los acontecimientos y sus causas y siempre admi-ra y alaba todo lo que para él es nuevo y extraordinario”. Desdeña-ba al vulgo; adulaba al pueblo, a la opinión pública como fuentes de poder. ¿Dónde encontrar la diferencia? Nuestras minorías ilus-tradas, al referirse a las masas, no eran precisamente generosas. Recordemos a Payno: el pueblo mexicano era un pueblo “move-dizo, acostumbrado durante cincuenta años a los pronunciamien-tos y a la guerra civil”. Patricio en una república apenas larvada, a menudo naufragando en sus desórdenes, ebria de confusión. El propio Juárez, tan propenso a hacer un fetiche de la ley, asumió por un tiempo, a la vez, la presidencia de la Corte y la cartera de gobernación violentando con semejante incongruencia el princi-pio de separación de poderes.

Admitamos, pues, que la complejidad del personaje objeta cualquier definición en unas cuantas palabras. El patricio repu-blicano fue también un perseguido, un exiliado romántico, un pe-dagogo, un servidor público probo, un hombre de Estado y, si se quiere, corrigiéndome ahora mismo, un demócrata, no en el sentido en el que entendemos actualmente tal atributo, sino en el de alguien que combatió el régimen teocrático, de ese alguien que se propu-so separar Iglesia y Estado y demolió viejos ceremoniales, pues en

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aquella Oaxaca suya dejó de cantarse el Te Deum “cuando el gober-nador toma posesión, movido por la convicción que tenía de que los gobernantes de la sociedad civil no deben asistir como tales a ninguna ceremonia religiosa”; de ese alguien que, en fin, construye y difunde una nueva retórica, un léxico republicano y patriota, un nuevo modo de argumentar, hecho de palabras como constitución, ley, patria, nación, libertad, progreso, es decir, un tejido simbólico que codifica el nuevo discurso político, a menudo resuelto en un es-tilo aforístico tan citable como peligroso, pues si leemos, por ejem-plo, fuera de contexto, aquello de que “el respeto al derecho ajeno es la paz”, podríamos justificar el derecho a acumular infinitas ri-quezas a costa del sufrimiento de los demás. De modo que su apo-tegma pacifista alusivo a las relaciones internacionales, podría dar pie a la defensa de las más oprobiosas desigualdades. Cuidémonos entonces de invocar sin ton ni son las palabras del de Guelatao, so-bre todo ahora que los conservadores están de vuelta, decididos a demostrarnos que la historia no sigue un curso lineal y que, para fortuna de sus intereses, toda barbarie es posible.

Juárez sería el demócrata que, paradójicamente, reinventa una cultura autoritaria, libre ya de las cadenas religiosas, pero aho-ra atada a la figura señera del padre, del presidente, de esa meta-morfosis del tlatoani, del que habla bien, defiende y salva la patria. Y Juárez, el gobernante, sería también, paradójicamente, el indígena que, burlando el racismo, se convierte en el gran escenógrafo y ac-tor de nuestra modernidad política, aquel que no necesita ya de las consagraciones propias de los “reyes de teatro”; aquel que, en rico despliegue simbólico, se hace reconocer en toda su fuerza dramática, ora enterrando a su pequeña hija como un ciudadano cualquiera, ora afirmando su energía cuando niega el perdón al intruso o cuando su gobierno masacra a los sublevados de la Ciudadela.

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Pasiones, imprecisiones, lugares comunes trenzan, pues, el enigma de ese gran señor mexicano. El lugar más común: acaso el relato de una vida que va de la humildísima cuna al más alto sitial, merced a la educación; ésta favorece, es verdad, la movilidad as-cendente, pero no en toda circunstancia. Basta ver hoy a millones de jóvenes bien formados, pero a la deriva, sin porvenir alguno. Ciertamente, la educación del oaxaqueño era notable para su tiem-po, así diga Altamirano que era “escasa e imperfecta”. Las discipli-nas humanísticas –filosofía y jurisprudencia– dieron claridad a su mente; las lenguas le abrieron ventanas al mundo: leía en latín, en francés, en inglés. Pero en el ascenso de nuestro personaje influ-yeron también la protección bondadosa de los desconocidos como Antonio Salanueva, y la fuerza tutelar de las nuevas fraternidades –como la masonería en la cual lo inició Francisco Banuet– que bro-taron en medio de aquella “sociedad enteramente dominada por la ignorancia, el fanatismo religioso y las preocupaciones”, a decir del propio Juárez. Y no olvido esa “casa de prostitución” –así llamaban los reaccionarios al Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca–, recep-táculo y espacio de trasmisión de los ideales liberales, creado por decreto del Congreso local del que formaban parte eclesiásticos de mente abierta a las ciencias y a las humanidades, e inaugurado el 8 de enero de 1827. Allí se formaron las nuevas elites; allí se inscribió Juárez por recomendación de Miguel Méndez y allí creció en forta-leza moral e intelectual.

Me detengo en la palabra “preocupaciones”; en ella se con-densa tanto la formulación de la crítica a su tiempo como la cons-trucción del nuevo sujeto ético que encarna en él, e incluso su concepción pedagógica. En sus Apuntes para mis hijos y en varias cartas dirigidas a su yerno Pedro Santacilia, a cuyo cargo estuvo su familia durante la intervención francesa, alude a ellas como una

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esclavitud del alma, pues ya le recomienda que “cuide que sus hi-jos se impregnen de las preocupaciones que producen las prácticas supersticiosas”, ya le suplica que no los ponga

bajo la dirección de ningún jesuita ni de ningún sectario de

alguna religión, que aprendan a filosofar, esto es, que aprendan a

investigar el porqué o la razón de las cosas para que en su tránsito

por este mundo tengan por guía la verdad y no los errores y

preocupaciones que hacen infelices y desgraciados a los hombres

y a los pueblos.

Este Juárez, padre y pedagogo, me lleva a Rousseau, a sus con-sejos para la educación de Emilio: “que vea con sus propios ojos, que sienta con su corazón, que ninguna autoridad lo gobierne si no es la de su propia razón”. Digamos que su mentor, Antonio Salanueva, representa ese momento de transición en el cual un mundo caduca y otro despierta, pues “aunque muy dedicado a la devoción y las prác-ticas religiosas era bastante despreocupado y amigo de la educación de la juventud”; Juárez, en cambio, encarna, sin ambigüedades, el nuevo ethos, no obstante los resabios de un vocabulario católico, ma-nifiesto en palabras como sagrados deberes, Providencia, el Todo-poderoso, santa causa, sacrificio… La laicidad que vive y proclama funda un nuevo sujeto ético, basado en la libertad de conciencia y la igualdad ciudadana. Ese ethos no configura propiamente un sistema, sino un conjunto de principios que nutre una nueva espiritualidad no inscrita ya en la religión sino en el discernir filosófico, en la ra-zón, en una exigencia de lucidez, en la autonomía del yo.

Me atrevo a pensar que su orfandad familiar propicia su li-bertad. No camina hacia ella; avanza en ella. Se fuga para dejar atrás las “preocupaciones”, es decir, los prejuicios, los miedos, las

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culpas; en fin, para encontrarse. Lo que en él madura no es un hom-bre de fe –la palabra fe irrumpe en él a menudo, pero no alude a la creencia religiosa, en cambio sí a la confianza en su obrar–, sino un hombre de deseo. Deseo como el esfuerzo de la humana criatu-ra por “perseverar en su ser”, según palabras de Spinoza. Cuando en sus memorias recuerda aquel 17 de diciembre de 1818 en que se fuga de su casa a los doce años de edad, nos dice “el deseo fue supe-rior al sentimiento”. El deseo lo mueve a ser alguien, por algo, para los otros; el nuevo ethos lo ilumina: es rudimentario pero suficien-te; le exige ser virtuoso, reflexivo, sin prejuicios, despreocupado, observante de la ley, patriota, cumplidor del deber; todo eso que lo convierte en buen hombre y buen ciudadano, rebelde contra las in-justicias, contra la opresión de lo que él llama “las clases privilegia-das”. Guiado por ese faro –liberal y masónico a un tiempo–, gana fama y escala todos los peldaños hasta llegar a ser el primero entre los suyos. La biografía moral de Juárez describe la persistencia de hábitos y gestos: es puntual, austero; viste siempre de negro como un ave solemne y triste, pues ese ethos, aunque con nuevas raíces, conserva esencias puritanas. Le obsesionan los dictados de la con-ciencia, el cumplimiento del deber, el sentido del honor, el imperio de la moral: los atentados contra ésta “reclaman del gobierno las medidas que caben en sus atribuciones, para que (…) se restablezca y se consolide”. Y ya sabemos cuánto aborrecía a aquellos funciona-rios públicos que se entregan “al ocio y a la disipación”

Esos imperativos que merodean los rigores kantianos no ha-cen de Juárez un mojigato. ¿De qué fuentes extrae Andrés Henestro-sa la certeza de que “nunca reía”, de que “jamás traicionó el pacto sagrado del matrimonio”? ¿Por qué olvidar que era él, y no otro, quien prefería el baile a los golpes de pecho? ¿Quién nos dice que, como no queriendo la cosa, don Benito no se permitió en una de

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esas tantas noches lejos de la llama de Margarita un poco de ale-gría sexual? No logra exaltar a un personaje público ese querer per-suadirnos de una castidad ridícula como si se tratara de la vida de un santo afligido por ese voto, o como si ésta fuera una garantía de prudencia en la conducción de la vida pública: se rumora que Geor-ge W. Bush es un paterfamilias ejemplar, lo cual no es obstáculo para dar rienda suelta a sus pulsiones genocidas.

El moralismo laico de Juárez que finalmente debería impor-tarnos no es aquel concerniente a la abstinencia sexual tan estimada por la iglesia católica, sino aquel que busca construir un paradig-ma ciudadano basado en el altruismo, en la honradez, en el respeto a los demás, en el darse a los otros hasta el extremo del sacrificio. El Juárez liberal rechaza al individualismo a ultranza: “el egoísta, lo mismo que el esclavo no tiene patria ni honor. Amigo de su bien privado y ciego tributario de sus propias pasiones no atiende al bien de los demás”. Digamos que a ese ethos moralista, libremente elegi-do, Juárez se mantuvo fiel hasta cierto punto en el transcurrir de su deseo de aprender, de ser. Pero cuando alcanza la cima, el ethos libe-ral se estrella contra la razón del Estado, que le impone sus cóleras, sus tribulaciones, sus excesos. Queda poco de aquellos preceptos de juventud, algunas astillas. Sobre sus hombros enlutados lleva la re-pública, con dolor, pues dada la gravedad de las circunstancias “el poder nada tiene de halagüeño”, según su propio dicho. La trillada frase de que el poder corrompe, no tiene cabida aquí: el poder se pa-dece, pues “el gobernante no es el hombre que goza y se prepara un porvenir de dicha y de ventura; es, así, el primero en el sufrimien-to y en el trabajo”. El poder no corrompe a Juárez, pero sí tuerce el destino de su deseo anclado en un ethos solidario. ¿Los “deberes sa-grados” del estadista acrecientan su amor propio hasta el punto de que la patria se convierte en el espejo de su narcisismo? Permítase-

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me parafrasear a Montaigne: Juárez, el poderoso, se hunde en una servidumbre atroz, ya no tiene nada suyo, se debe a los demás, pero también a un Estado que le exige el empleo de un látigo indeseable.

Indudablemente, pesan sobre quien detenta el poder –en el sentido más visible, es decir, el sentido político– responsabilidades agobiantes no sólo porque sus determinaciones afectan a otros mu-chos seres humanos, sino porque esas mismas determinaciones sue-len enredar al poderoso en devastadores conflictos de conciencia, a no ser que llegue a la comprensión de que la política es un arte regi-do por reglas propias, distintas a las del código moral. Nadie como Maquiavelo ha expuesto mejor este drama: lo que moralmente nos parece virtuoso puede causar la ruina del Estado y lo que se anto-ja vicio puede traer su bienestar. Como si un relámpago lo cegara, quien manda se ve frecuentemente arrastrado a obrar contra esos principios tan caros al buen ciudadano común, contra la caridad, para decirlo en términos cristianos. Por eso, Maquiavelo recomienda al príncipe “que tenga una inteligencia capaz de adaptarse a todas las circunstancias y que (…) no se aparte del bien mientras pueda, pero que, en caso de necesidad no titubee en entrar en el mal”.

Por la razón de Estado –entiéndase la salud de la república–, Juárez descarga golpes sobre el espíritu de sus amigos y adjetiva con crueldad su legítima disidencia, pero también sobre la carne de sus adversarios. En la cumbre de su poder, el corazón de aquel hombre se endurece; ya no lo gobierna el deseo regido por un ethos personal, sino el imperativo de un orden superior siempre a punto del co-lapso. Sus últimos días como gobernante fueron amargos. A pesar de su discurso pacifista, no consiguió ni paz ni desarrollo. El bando-lerismo, las sublevaciones militares, la economía devastada, la des-confianza del capital extranjero pusieron a la defensiva al estadista constructor. El Juárez de mayor brillo lo encontramos en el combate,

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en la resistencia, en sus movimientos huidizos. Tal vez a su pesar, respondió con violencia excesiva: la mano del látigo acabó prevale-ciendo sobre la mano de la flor. Lo imagino exhausto, en un callejón sin salida; no podía gobernar a sus anchas, ni entregar el poder: adi-vinaba la crueldad de los militares y la debilidad de los civiles.

El deseo acarrea grandes gracias y desgracias. Desde la razón de Estado, como un pequeño Zeus moreno, Juárez crea y destruye, destruye y crea, con un instinto crecido de estadista implacable. Para comenzar, y a despecho de la ternura que algunos le atribu-yen, destruye a su familia; lejos de su patria, Margarita le confiesa cuán desgraciada es por la pérdida de dos de sus hijos. En aquel Nueva York, seguramente helado, a donde ha ido a dar con su fami-lia durante la intervención francesa, la pobre mujer se consume en la hoguera de la culpabilidad:

yo tengo la culpa que se hayan muerto; este remordimiento me

hace sufrir mucho y creo que esto me mata; no encuentro remedio

y sólo me tranquiliza, por algunos momentos, que me he de

morir y prefiero mil veces la muerte a la vida que tengo; me es

insoportable sin ti y sin mis hijos; tú te acuerdas del miedo que le

tenía a la muerte, pues ahora es la única que me dará consuelo.

Muerte que nada espera, pues bajo el influjo de un renuncia-miento a la fe católica, se ve en el más absoluto desamparo, ya que confiesa en otra carta: “si yo creyera que mis hijos eran felices y es-taban en el cielo, no sufriría tanto como sufro”. Que nadie me venga con el relato edificante del buen esposo y buen padre. Por algo Sófo-cles contrapuso los intereses de la polis y los del oikos, Creonte repre-sentaba los unos; Antígona, los otros. Los órdenes de la ciudad y el hogar suelen plantear dilemas desgarradores. No se trata de arrojar

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piedras de culpa sobre nadie: son simplemente las fatalidades de la humana tragedia. Juárez deseaba una patria feliz, pero tuvo que sa-crificar la dicha de los seres más amados.

He dicho que destruye y crea: instituciones que son la colum-na vertebral de nuestra vida civilizada. Admitamos que ni las ideas ni el programa son suyos. Como lo sostiene Carlos Pereyra, estaban allí, esperando su acometida. El programa de reformas de 1833 an-ticipa las leyes de 1859: la libertad de opiniones, la abolición de los privilegios del clero y la milicia, la nacionalización de los bienes eclesiásticos, la erradicación del monopolio del clero en la educa-ción… Pero sólo el genio político de Juárez entendió el kairos, el mo-mento justo de actuar, de intervenir en el cauce histórico. Cuando suscribe las Leyes de Reforma, Juárez no extiende brazo y mano con esa firmeza inhumana con que José Clemente Orozco lo pinta como si la extremidad grotesca no le perteneciera; lo hace en cambio con mano trémula, de político sabio. Los que le rodeaban entonces, des-esperaban por la demora porque no eran ellos quienes asumían tan grave responsabilidad, porque no eran ellos los mediadores entre el ideal y la práctica política. Honda reflexión, largos insomnios debie-ron haber precedido una determinación de ese vuelo. Está en jue-go el alma del estadista, del gran pastor de la república, esa misma alma múltiple que han plasmado en muros, lienzos, grabados los artistas de México: el Juárez altivo de González Camarena, el Juárez combativo de Méndez, el Juárez pleno de sosegada belleza como lo vio Pelegrín Clavé, el que está en medio de los talentos devastadores de Ramírez y Altamirano según la insidiosa mirada de Diego Rive-ra, el Juárez cruel que estrangula una tortuga según la visión lúdica e irreverente de Toledo. Aunque ningún hombre se atreve a decir todo sobre sí mismo, es una lástima que sus Apuntes para mis hijos se hayan detenido en 1857. De haberlos continuado, ¿lo comprende-

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ríamos mejor? Lo dudo. El texto, probablemente redactado antes de 1867 –pues se refiere en presente a Juan Álvarez, “patriota sincero y desinteresado”, quien muere en ese año–, es pobre en introspección y análisis. Bastaría preguntarse por qué deja en tinieblas ese perio-do de un año y medio de exilio en Nueva Orleans. ¿O es que nada tenía que decir a sus hijos acerca de lo que vivió y observó? Silen-cios, exageraciones –como aquella “repugnancia” precoz a la carrera eclesiástica–, pero sobre todo al acento puesto en el acontecer políti-co, delatan a un personaje más atento al devenir de la patria que al de sí mismo. ¿Se miró alguna vez en el espejo no para mantener el decoro de su investidura sino para hurgar en los secretos del alma? ¿Alguna vez lloró de gozo de sólo imaginar el curso de los astros? ¿Bendijo sus mañanas, ese don acaso dilapidado por apremio de re-finar el nuevo espectáculo del poder?

No puedo evitar compadecer a Juárez, al propio tiempo que admirarlo. Lo admiro como debe admirarlo cualquier mexicano bien nacido, por haber colocado los cimientos de ese Estado nacional laico que nos preserva, de una tolerancia que a todos permite construir li-bre y dignamente su vida. Ni siquiera hay que ver en su liberalismo “la falla mayor” de excluir a los indígenas en su tradicional vivir y a los conservadores. Excluir no es la palabra, don Benito los combate, porque ambos se oponen a su idea de una nación moderna, fuerte y próspera. En la famosa carta que dirige a Maximiliano, se refiere a sus orígenes, a esas “masas oscuras del pueblo” de donde había salido: oscuridad que quiere decir ignorancia, miseria, usos y costumbres que inhiben la libertad de la persona. La mentalidad conservadora tanto de los indígenas como de los monarquistas y clerofílicos re-tardaban la modernidad. No lo culpemos por tales consideraciones. Después de todo, ningún hombre puede rebasar ese absoluto que de-limita su tiempo; salvo unos cuantos visionarios y críticos radicales

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a quienes la humanidad debe su progreso político y moral, nacemos, vivimos y morimos humillados bajo ciertas formas de entendimiento que a menudo la posteridad juzga alevosamente.

Cuántas veces no he leído a propósito del comunitarismo in-dígena que los liberales decimonónicos se equivocaron. Con toda justificación indigna que un Bulnes haya afirmado, enfermo de ra-cismo, que una de las debilidades del país se debía a la inferioridad de los indios, pero Juárez no pensó de esa manera. Viéndose a sí mismo, en su enorme potencial, creía que “la ignorancia general de la clase indígena” podía ser destituida por la vía de la instrucción, que en ésta el indígena encontraría su redención histórica, como individuo claro está. Y con la misma convicción, estimaba que era “imposible moralmente hablando que la reacción triunfara”. Juárez no era un visionario, pero sí el estadista que aspiraba a poner en la escena histórica los ideales más avanzados en su tiempo y circuns-tancia, lo cual no es poca cosa.

Las limitaciones del entendimiento acerca de un problema social no son errores; expresan solamente ese grado de compren-sión que alcanzan los seres humanos reclusos en un tiempo dado. ¿Por qué pedir más a los liberales que, no obstante su diversidad, coincidían felizmente en la ruptura con un mundo de prejuicios, fa-natismos, privilegios y abusos? Abusos generados por la cultura he-gemónica y también por la subalterna, por la Iglesia lo mismo que por las autoridades indígenas, tan opresivas la una como las otras. Alejandro de Humboldt, en su Ensayo Político sobre el Reino de la Nue-va España, puso en relevancia esa doble dominación: “…el alcalde in-dio ejerce su poder con una dureza tanto mayor, cuando está seguro de ser sostenido por el cura y el subdelegado español”. La esclavitud a la que estaban sometidos los indígenas, desde tiempos inmemo-rables, había destruido su imaginación; incluso en las artes, en las

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cuales se mostraban tan hábiles, repetían cánones inmutables. Pero Humboldt también confiaba en que esas aptitudes un día tomarían otro aliento de la mano de un gobierno regenerador. ¿No sería éste, el gobierno liberal, el que justamente encabezaba el hombre de Gue-latao? No se puede negar que ese gobierno regenerador percibió so-lamente un aspecto de la causa indígena y, en ese sentido, redujo el reclamo de la tenencia comunal de la tierra a una guerra de castas. Reducción que es congruente con un ethos que, tácitamente, afirma la superioridad del Occidente burgués y sus conceptos sobre la pro-piedad privada. De modo que incluso la aspiración juarista de re-dimir al indio no deja de parecernos, a la luz de los movimientos campesinos de la Revolución mexicana, como un planteamiento cul-tural afectado por un cierto colonialismo. Pero aún dentro de esa li-mitación, los pasos dados en términos civilizatorios son enormes, no importa que haya habido de por medio la compasión de un De Las Casas o el desdén de un Sepúlveda, protagonistas de aquella famosa polémica del siglo XVI detrás de la cual hay un acuerdo esencial: la integración de los indígenas al cristianismo.

Concluyo. Tampoco hay que ver en Juárez un anticlerical, sino a un anticlericalista que se opuso a una equivocada voluntad de do-minio: al separar Iglesia y Estado, restituyó a ambos poderes, reli-gioso y político, su independencia recíproca. A la postre a ambos favoreció. Nada más ni nada menos.

Y lo compadezco porque, fiel a mi talante romanticista, com-parto su sufrimiento, su exilio, su radical soledad, ya torciendo puros, ya abriendo caminos de la patria en mitad de un campo enzarzado, ya con el pecho llagado en el último intento de dar vida a su corazón moribundo; porque también quisiera estar seguro que ese héroe trá-gico que nos dejó tan altos legados de laicidad y tolerancia, conoció también los momentos perfectos que producen la dicha de vivir.

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IOEL TIEMPO EJE DE LA HISTORIA de México fue la llamada gran dé-

cada nacional de 1857 a 1867. En este periodo el país se es-cindió y coexistieron dos gobiernos, después de una guerra

civil de tres años, y una intervención extranjera de un lustro madu-ró el sentimiento de nacionalidad del pueblo mexicano.

En esta etapa decisiva de México, Benito Juárez, un abogado liberal originario de la nación zapoteca, encabezó a la generación más brillante que tuvo el país en el proceso de construcción de su Estado nacional.

Fue entonces cuando se definió el ser republicano y laico de su Estado y se suprimieron las supervivencias coloniales que ha-bían subsistido medio siglo después de la Independencia.

Juárez superó los obstáculos de discriminación étnica y mar-ginación social, así como las circunstancias adversas del momento histórico que le tocó vivir y logró hacer del país una nación sobera-na, fundar un Estado republicano y laico, y una sociedad civil. Por ello es una figura señera en la historia de México.

Aunque en los libros de texto, desde el inicio de la vida escolar, Juárez aparece como paradigma de superación, su figura heroifica-da se ha considerado un mito. La mayoría de los jóvenes mexicanos no creen que su obra haya sido admirable, sino producto de la mani-pulación de la historia oficialista, que enalteció a falsos héroes para alimentar discursos demagógicos de políticos oportunistas.

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Al primer centenario de su muerte, 1972 fue designado como el año de Juárez. Éste fue quizá uno de los momentos en que la exal-tación oficial de Juárez llegó a su clímax. El exceso de publicidad convirtió al destacado oaxaqueño en tema trillado, los nutridos dis-cursos y conferencias que sobre él se dieron provocaron su rechazo.

Hay otro motivo importante para que no sólo sembrara indi-ferencia, sino animadversión frente a la figura del adusto hombre de negro: la condenación injusta y maniquea que de su persona y obra han hecho la Iglesia y los conservadores. Ello muestra la igno-rancia o tergiversación que se ha hecho de la obra juarista, pues una de las preocupaciones del líder de la Reforma fue tratar de conciliar su fe religiosa con su credo político.1

La historiografía conservadora, que ha proliferado de la dé-cada de los noventas a la fecha, ha responsabilizado a los liberales decimonónicos de todos los males del país, confundiéndolos con los neoliberales actuales. En un aparente afán revisionista desa-cralizador –más bien iconoclasta–, han proliferado los estudios so-bre los conservadores vencidos entonces, triunfadores de hoy.

Además, la imagen que se ha proyectado de Juárez en los me-dios de difusión masiva a las nuevas generaciones ha sido muy po-bre. No se le ha representado con la fuerza de su carácter, sino como a un hombre permanentemente atribulado, con el ceño fruncido, aturdido, abrumado, sumido en la depresión, el temor y la angustia. Lo que produjo un sentimiento más de lástima que de admiración.2

Analicemos brevemente su vida y su obra, para ver hasta qué punto Juárez representa a uno de los hombres cuya leyenda heroica sí corresponde con su biografía. Por lo que es digno de encabezar

1 Cf. Justo Sierra, Juárez, su obra y su tiempo, México, UNAM, 1972, 590 pp.2 V.g. El carruaje.

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el panteón cívico, que tienen todos los pueblos, muestra del reco-nocimiento por los antepasados. Esos héroes son tanto más reales cuanto más desarrollado se encuentre el conocimiento histórico y el nivel cultural de los pueblos.

Para ubicar la obra juarista en su dimensión real, hay que analizar su circunstancia y los obstáculos que tuvo que vencer para realizarla. A pesar de ser un indígena zapoteco, hijo de campesinos humildes, huérfano a los tres años, sin hablar el español sino hasta su adolescencia, pudo destacar, primero como estudiante, después como profesionista y por último como hombre de Estado. Estos da-tos biográficos que hemos oído en múltiples ocasiones, no dejan de ser admirables.

Una inteligencia serena, un carácter firme y ser perseveran-te fueron sus características más sobresalientes que, unidas a una probidad ejemplar, lo llevaron al éxito en su vida pública y privada. En orden personal hizo valer la fuerza de su personalidad, sobre-poniéndose a los prejuicios sociales de su época: logró casarse con la hija de los patrones de la casa en que servía su hermana como trabajadora doméstica.

En su afán por el conocimiento como vía de superación per-sonal, se destacó en todos sus estudios. En el Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca fue el primer abogado titulado y también un dis-tinguido profesor, lo mismo de física que de derecho canónico, civil y penal. Después fue su director.

Como abogado, litigó a favor de las comunidades indígenas. Pronto pasó a la vida política, primero como diputado federal y después como gobernador de su estado. Su obra como el más alto funcionario de su entidad muestra su capacidad de organización. Su eficiente gestión impulsó la educación y no sólo dejó importan-tes mejoras materiales, sino que logró el equilibrio económico. Todo

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ello en la difícil época de la posguerra, después de la invasión nor-teamericana de 1846 a 1848.

Por su oposición al régimen personal y arbitrario del caudi-llo militar Antonio López de Santa Anna, quien ocupó once veces la presidencia en un periodo de 20 años, Juárez fue confinado a las tinajas de San Juan de Ulúa y después expulsado del país.

Exiliado en Nueva Orleans, se reunió con un selecto grupo de liberales, también desterrados por el régimen, entre los que se encon-traban Ponciano Arriaga, José María Mata y Melchor Ocampo. Den-tro de aquel grupo, Juárez representaba al hombre sencillo, de pocas palabras, solícito con sus compañeros y modesto en sus actitudes.

Melchor Ocampo, liberal partidario del liberalismo utópico, se convertiría en el brazo derecho de Juárez en su primera etapa presidencial.

En 1854 estalló la revolución para sacar del poder definitiva-mente a Santa Anna. Juárez se trasladó a la zona misma de la lucha, cerca de Juan Álvarez, que junto con Comonfort eran las cabezas del movimiento. La revolución se diseminó por todo el país y a su triunfo hizo posible que el grupo de liberales exiliados en Nueva Orleans llegara al poder.

Sin el caudillo militar en el escenario nacional, esta nueva ge-neración de liberales intentaría establecer su proyecto de Estado na-cional. Antes de que se reuniera el Congreso y se elaborara una nueva Constitución, se empezaron a dar una serie de leyes tendien-tes a reformar las estructuras del país.

Los liberales tenían la convicción de que había que cambiar radicalmente la organización de la sociedad para consolidar al Es-tado. Sólo así se lograría la estabilidad política y salir de la ban-carrota económica en que se encontraba sumido el país desde su Independencia.

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El territorio con forma de cuerno de la abundancia, que había dado a la Corona de España las tres cuartas partes de sus ingresos, no se había podido recuperar después de una guerra de once años por la independencia. Se había tenido que recurrir a préstamos del extranjero desde el primer día de vida independiente. El país se debatía entre las luchas políticas y las invasiones extranjeras. Pri-mero un intento de reconquista, a continuación la incursión de los acreedores franceses y después la guerra de conquista perpetrada por los vecinos del norte que arrancó a México más de la mitad de su territorio. Estos acontecimientos no dieron lugar a los mexicanos para organizarse.

En las luchas políticas había dos tendencias ideológicas do-minantes: la liberal y la conservadora. La liberal fue partidaria del cambio, primero en la insurgencia, después defendió a la repúbli-ca, al federalismo y luchó por la Reforma. La conservadora, ene-miga del cambio, fue la defensora del statu quo, de sus riquezas y privilegios. Optó primero por la monarquía y después, ante el es-tablecimiento de la república, prefirió el sistema centralista. Los liberales representaban la modernidad; los conservadores, la tra-dición. Ambos deseaban la estabilidad política por medio de un gobierno fuerte, cuya autoridad se hiciera respetar, considerando que resuelto el problema político, el económico y el social se resol-verían por añadidura.3

El casus belli que provocó el enfrentamiento que tuvo lugar en los años que van de 1857 a 1867 fue la participación política de la Iglesia y del ejército. Los conservadores consideraban que estas corporaciones debían de mantener una situación privilegiada den-

3 Edmundo O’Gorman, México. El trauma de su historia, México, UNAM, 1977, 195 pp.

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tro de la sociedad, participar en los asuntos públicos, tener sus pro-pias leyes, tribunales distintos a los del resto de la sociedad, con los que se ejercería coacción para el cobro de obvenciones parroquia-les, conservar sus propiedades intocables, sostener el monopolio de la educación y la intolerancia religiosa. Exactamente lo opuesto al proyecto liberal que luchaba por las libertades de cultos y de pren-sa, la separación entre la Iglesia y el Estado, el fortalecimiento de la autoridad civil, la secularización de la sociedad y la circulación de la riqueza.

Mientras los conservadores consideraban que todas esas cos-tumbres y tradiciones debían mantenerse inmutables, los liberales querían que se acabaran los privilegios de cualquier clase; que los sacerdotes se dedicaran a la religión y no a la vida política, que el ejército defendiera la soberanía nacional pero que no usara su fuer-za para detentar el poder contra la propia sociedad, que hubiera igualdad frente a la ley, que los fieles pagaran a la Iglesia lo que pudieran y quisieran; es decir, que hubiera libertad en toda la ex-tensión de la palabra, para creer, cada quien según su conciencia le dictara, sin coacción de ninguna clase, y para expresarse la prensa, sin limitación alguna.

Juárez y los liberales de su época estuvieron conscientes de que para crear un Estado soberano había que acabar con la exis-tencia de un Estado dentro de otro. Las corporaciones eclesiástica y militar tenían el poder real y el Estado no podía institucionalizar su autoridad.

Si bien la independencia política de España se había consu-mado en 1821, subsistían las estructuras coloniales tanto en el orden político y económico como en el social y cultural, que impedían el establecimiento de un Estado nacional; lo que existía era un Estado estamental.

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Se considera nacional al Estado en que una comunidad se orga-niza y logra una acción conjunta, primero para establecer un Estado de derecho, o sea un gobierno conforme a la ley, y una organización estatal que coincida con la existencia de una nación integrada.

La primera manifestación del Estado se dio desde que, en plena guerra de Independencia, Morelos tuvo el dominio de una porción del territorio mexicano y se promulgó la Constitución de 1814, que fue aplicada, así de manera parcial. Este primer intento sucumbió. Después, al lograrse la independencia de España, sur-gió formalmente el Estado mexicano por existir un territorio y una población independientes; pero ningún gobierno logró con-solidarse.

Existían muchos obstáculos para la formación del Estado mexicano. Desde lo accidentado del terreno, situación que dificul-taba la comunicación entre sus diversos núcleos de población que permanecían aislados unos de otros; la falta de instrucción de la mayoría de los mexicanos, que no sabía leer ni escribir, hasta la ac-titud autoritaria de caudillos militares, jerarcas eclesiásticos, caci-ques y jefes indígenas.

Mientras el Estado no lograba consolidarse y el gobierno no podía hacerse obedecer, caía uno y entraba otro sin que ninguno lograra realizar efectivamente un programa, ni aplicar las distintas constituciones que se fueron sucediendo, aumentando paulatina-mente el endeudamiento de México. La Iglesia y el ejército eran las dos únicas instituciones fuertes que existían en el país. Ambas se habían visto favorecidas con la Independencia y eran el obstáculo principal para la formación del Estado nacional.

La Iglesia era la única institución organizada que existía en medio de la anarquía que vivía el país y, ante la bancarrota del era-rio, constituía una corporación rica dentro de un Estado pobre.

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La clerecía había conservado las propiedades y privilegios de la época colonial. Con la Independencia se había emancipado de la tutela del Estado español que, por medio del Patronato Regio, ha-bía convertido a los reyes de España en los patronos de la Iglesia en todas sus colonias. Por ello, el monarca podía intervenir en la or-ganización interna de la Iglesia, nombrando obispos y disponiendo la erección de parroquias. Se dio así una mezcla entre los asuntos políticos y religiosos, ya que el rey intervenía en los asuntos de la Iglesia y ésta en los asuntos del Estado. Hubo eclesiásticos que fue-ron incluso virreyes. La Iglesia tenía el monopolio religioso y edu-cativo y llevaba el registro de la sociedad, a través de los actos de bautismo y defunción.

Por todo lo anterior, la utilización de la investidura sacer-dotal para fines ajenos a la religión, llamado clericalismo, quedó arraigada en la actividad pública y fue difícil pasar de un Estado estamental corporativista y patrimonial a un Estado nacional, so-berano y laico.

La Iglesia condenó a la insurgencia y excomulgó a sus segui-dores; después se negó a reconocer la Independencia de México por estar en connivencia con los reyes de España. Su fuerza polí-tica se agigantó con la Independencia, ya que, además de eman-ciparse del Regio Patronato, alimentó al movimiento insurgente, primero con caudillos como Hidalgo, Morelos y Matamoros –entre otros muchos–, y después en la contrarrevolución que propició la consumación de la Independencia. Fue en la iglesia de San Felipe Neri, hoy conocida como La Profesa, donde se llevaron a cabo los planes para consumarla, con la participación del propio inquisidor. Aun cuando Agustín de Iturbide hizo su propio plan de consuma-ción, la fuerza política de la Iglesia se vio asegurada y fortalecida, tanto por su participación política en la Independencia, en ambos

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grupos beligerantes, cuanto por conservar intactos sus privilegios y el monopolio cultural.

El ejército, por su parte, también se vio favorecido con la guerra de Independencia, como suele suceder con todos los ejérci-tos en todas las guerras. Después, ante la amenaza de reconquista por parte de España y más tarde por las invasiones imperialistas extranjeras de franceses y norteamericanos, el ejército se hizo in-dispensable y fue creciendo en número y fuerza política, consti-tuyendo una carga enorme para la economía del Estado. Por otro lado, no sólo existía el ejército oficial, sino grupos armados locales, ya que los conflictos políticos se resolvían con las armas en la mano en el campo de batalla, al margen de la Constitución.

Por todo lo anterior, el Estado era débil y tanto conservadores como liberales buscaban cómo fortalecerlo. Los liberales considera-ban que para que el Estado fuera soberano debía independizarse de las corporaciones, y para ello había que acabar con la fuerza política de la Iglesia y del ejército, reduciendo a cada una de estas institucio-nes a lo que debería de ser su campo de acción. Consideraban, ade-más, que con la circulación de los bienes eclesiásticos se activaría la economía y el Estado podría salir de la bancarrota en que se hallaba sumido. Iglesia y ejército hicieron causa común ante los intentos re-formistas de los liberales al grito de “Religión y Fueros”.

Por su parte los conservadores preferían traer capital extran-jero para lograr el desarrollo económico del país; no sólo estaban de acuerdo con la participación política del clero y el ejército, sino que defendían sus fueros, bienes y privilegios.

En 1833, José María Luis Mora y Valentín Gómez Farías en-cabezaron el primer movimiento de Reforma. Querían fortalecer al Estado asimilando a la Iglesia, con el propósito de acabar con la existencia de un Estado dentro de otro. Pretendieron la seculariza-

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ción de las propiedades eclesiásticas para hacer circular la riqueza, para crear una clase media de pequeños propietarios que sirvieran de apoyo al nuevo gobierno. Se eximiría a la población del pago de obvenciones parroquiales y el Estado se haría cargo del manteni-miento del culto religioso, para liberar de esa carga económica a las clases marginadas. Pretendían vencer a la Iglesia como poder polí-tico, económico y cultural. Para ello crearían un sistema educativo que quitara al clero el monopolio de la educación.

Este intento fracasó porque el caudillo del ejército, Antonio López de Santa Anna, al ver la impopularidad de las medidas re-formistas las derogó. Posteriormente, Santa Anna acabó por esta-blecer un gobierno personal, que llevó a sus opositores al encierro y al destierro, más que al entierro, como vimos con el caso del mismo Juárez.

Derrocado Santa Anna, y una vez en el poder, la nueva gene-ración de liberales se radicalizó al calor de la lucha y realizó una reforma del Estado más profunda.

El historiador católico Martín Quirarte, en su estudio El pro-blema religioso en México,4 considera que la Iglesia no supo aprove-char el aviso de la primera reforma para darse cuenta de que los tiempos habían cambiado y que no era posible conservar la situa-ción privilegiada de la época colonial. Por otra parte, destaca la im-portante obra social de la institución eclesiástica, tanto en materia educativa como en asistencia social, sosteniendo hospitales y orfa-natorios que el Estado en plena crisis económica habría sido inca-paz de mantener. Pero hace un reconocimiento de la obra de Juárez, al separar los asuntos de la Iglesia y del Estado, con lo cual se cons-tituyó en el fundador de una sociedad civil y de un Estado laico.

4 Martín Quirarte, El problema religioso en México, México, INAH, 1967, 408 pp.

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Quirarte considera a Juárez un ejemplo de ponderación y ecuanimi-dad, digno de ser emulado.

Juárez inició su obra reformista desde que ocupó el Ministe-rio de Justicia e Instrucción Pública en el gobierno de Juan Álvarez. La ley de Justicia expedida en 1855, conocida como Ley Juárez, fue un primer intento por lograr la igualdad de los mexicanos ante la ley. Se evitó que los tribunales eclesiásticos y militares juzgaran a civiles y que conocieran delitos del orden común, Los cuales pasa-ron a la jurisdicción estatal.

Esta primera medida provocó la reacción inmediata de los conservadores y del clero. Álvarez dejó en manos de Comonfort reprimir el levantamiento armado que al grito de “Religión y Fue-ros” inició Francisco Ortega, cura de Zacapoaxtla, Puebla, secunda-do por los militares Luis Gonzaga Osollo, Francisco Güitrón y Juan Olloqui, en diciembre de 1855.

El propio obispo de Puebla, Pelagio Antonio Labastida y Dáva-los, y su brazo derecho, Francisco Miranda, patrocinaron el levanta-miento del general conservador Antonio Haro y Tamariz. Ello llevó a Comonfort a radicalizarse y pasó de la secularización a la nacio-nalización de los bienes del obispado de Puebla. Comonfort era un moderado que había promovido la participación de los propios repre-sentantes del clero y del ejército en el gobierno, provocando la renun-cia del jefe del gabinete liberal, Melchor Ocampo, quien consideró que la revolución estaba entrando en el camino de las transacciones.

Desde este momento hasta junio de 1867, la Iglesia, la mayor parte de los militares y los conservadores clericales, estuvieron en pie de lucha para defender sus privilegios y evitar el triunfo del liberalismo.

En 1857 se promulgó una nueva Constitución, donde los libe-rales incluyeron parte de sus ideas. En primer lugar se restableció el

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sistema federal. El poder legislativo se integró en una sola Cámara que tenía preeminencia sobre el ejecutivo. La parte esencial de la Constitución fue el capítulo de las garantías individuales que esta-blecía la libertad de enseñanza, trabajo, prensa e igualdad frente a la ley. Por otra parte limitó los bienes de la Iglesia a los indispensa-bles para impartir el culto. Se otorgó al Estado la facultad para le-gislar en la materia y quedó suprimida la intolerancia religiosa al no incluirse por vez primera en una constitución mexicana, por lo que quedaba implícita la libertad de cultos.

El Constituyente de 1857 suprimió la vicepresidencia, que sólo había servido para que el vicepresidente le disputara el poder al presidente en funciones. El nuevo texto constitucional dispuso que al faltar el jefe del Ejecutivo, el presidente de la Suprema Corte se hiciera cargo de éste. Comonfort fue electo presidente de la Re-pública conforme a esta Constitución y Juárez, presidente de la Su-prema Corte de Justicia.

La Constitución dejó insatisfechos a todos. Los liberales no lograron hacer todas las reformas que hubieran querido y los con-servadores estaban en contra de las que se habían incorporado. No obstante, esta Constitución fue un gran paso hacia el triunfo del programa liberal. La reacción no se hizo esperar, se desató la gue-rra civil.

Comonfort trató de conciliar los intereses opuestos, quedan-do mal con conservadores y liberales. Finalmente dio un golpe de Estado, por considerar que la Constitución dejaba maniatado al Eje-cutivo y que no podía gobernar. Es así que Juárez llegó a la primera magistratura del país.

Juárez tomó las riendas del gobierno con la convicción de que se debía respetar el orden constitucional legítimamente constitui-do, que la legalidad y las instituciones no podían ser manejadas

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como patrimonio personal de los individuos en el poder. Estable-ció su gobierno en Guanajuato, pues la ciudad de México quedó dominada por los conservadores. Se inició así la llamada Guerra de Reforma, que duró tres años y que fue sin duda la más san-grienta que sufrió el país desde su independencia. La nación se es-cindió y coexistieron dos gobiernos durante una década.

Como la mayor parte de los militares estaban del lado de los conservadores, al principio la balanza pareció inclinarse a su favor; sobre todo, contaban con el apoyo económico y moral de la Iglesia, que condenó la Constitución de 1857 por considerarla contraria a la religión. Excomulgó a todo aquel que habiendo jurado su cum-plimiento no se retractara. Cada triunfo conservador era celebrado con una misa de acción de gracias.

Al calor de la guerra, las posiciones se radicalizaron y Juárez decretó en Veracruz las llamadas Leyes de Reforma, nacionalizan-do los bienes de la Iglesia, para que el enemigo no contara con esa fuente de recursos. Se decretó la separación entre la Iglesia y el Es-tado, prohibiéndose a los funcionarios públicos asistir oficialmente a las ceremonias religiosas, como corresponde a un Estado laico en que los asuntos de la religión competen a la conciencia individual y no deben mezclarse con los del Estado. También se establecieron el registro y el matrimonio civiles, así como la secularización de los cementerios.

Finalmente se decretó la libertad de cultos en diciembre de 1860, cuando el triunfo de los liberales era un hecho. No se había querido dar a la Iglesia más elementos para argumentar que se tra-taba de una guerra de religión, cuando era una batalla política. To-dos los liberales eran católicos, incluyendo al mismo Juárez, pero eran anticlericales. Hay que recordar que la propia Iglesia en mu-chos momentos de su historia ha condenado al clericalismo, utili-

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zación de la calidad sacerdotal para asuntos ajenos a la religión.5 Seguramente convencidos de la afirmación de que si a la Iglesia se le convierte en fortaleza, como fortaleza será tomada.6

Obras ponderadas de miembros de la Iglesia, como la de Jesús Gutiérrez Casillas, consideran que lo mejor que le podía pasar a la Iglesia era estar separada de los avatares políticos, para poder cum-plir con su función, ya que cuando ambos poderes van de la mano también caen juntos.

Es importante señalar que muchas de estas medidas fueron producto de la guerra. Juárez y Ocampo, su brazo derecho, hubie-ran querido llevar a cabo la reforma en tiempos de paz. Nunca tu-vieron la intención de perseguir a la Iglesia, menos aún de atacar a la religión. Su afán era vencerla como poder político y establecer un Estado nacional.

Juárez y sus seguidores sufrieron todo tipo de privaciones du-rante la guerra. El presidente estuvo incluso a punto de ser asesina-do en Guadalajara, antes de establecerse en Veracruz. La fortaleza de su carácter forjado en una vida de lucha le permitió sobreponer-se a las condiciones más adversas. No flaqueó cuando muchos lo hicieron. Hubo quienes le pidieron su renuncia para pactar la paz con los conservadores, pero Juárez se mantuvo firme defendiendo la legitimidad del régimen constitucional.

La Guerra de Reforma terminó con el triunfo de los libera-les en la Batalla de Calpulalpan, al concluir el año de 1860; pero la

5 Ives M. Congar, Sacerdocio y laicado, España, Edición Estela, 1964, p. 47. Define al clericalismo político como la “utilización de la influencia que debemos a nuestro sa-cerdocio y a nuestra misión, en beneficio de las fuerzas políticas”.

6 El abate Testory exhorta: “¿Queréis que nuestra iglesia sea respetada? [...] no os pesareis de que como a una fortaleza se le trate”. Abate Testory, El Imperio y el clero mexicano, México, Imprenta de Andrade y Escalante, 1865, p. 6-7.

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sociedad seguía dividida. Los odios se habían acrecentado con la lucha fratricida y los vencidos prefirieron recurrir al auxilio extran-jero antes que permitir el triunfo de sus opositores.

Eclesiásticos, militares y civiles conservadores e incluso algu-nos liberales moderados, convencidos de la ineficacia del sistema republicano, del matiz que fuera, decidieron establecer una monar-quía. Sólo así se lograría la estabilidad política, una buena adminis-tración propiciaría la prosperidad económica anhelada por todos. Deseaban traer un príncipe extranjero, en la creencia de que el fra-caso del Primer Imperio se había debido a la falta de alcurnia de Agustín de Iturbide. Se necesitaba un rey de verdad. Como aquí no lo había, tenían que importarlo de Europa. Por ello, los monarquis-tas mexicanos pusieron a México en manos del imperialismo fran-cés personificado por Napoleón III. Sin embargo, hay que reconocer que tanto del lado conservador como del liberal hubo hombres ho-nestos que con sincero patriotismo creyeron en su proyecto de go-bierno como el mejor para el país.

El elegido de Napoleón, Maximiliano, resultó también un li-beral. Su imperio constituyó un nuevo impacto del liberalismo eu-ropeo en México, que contribuyó a la consolidación de la Reforma juarista y tuvo el efecto de ser un factor de integración que contri-buyó a la consolidación del Estado nacional.

El Segundo Imperio ratificó las leyes dictadas por Juárez en Veracruz e hizo una mezcla entre las reformas de 1833 y 1859.7 Por una parte pretendió ejercer el Regio Patronato como un derecho, por ser un príncipe católico; pero al mismo tiempo ratificó la na-cionalización de los bienes del clero, suprimió las obvenciones pa-

7 Patricia Galeana, Las relaciones Iglesia-Estado durante el Segundo Imperio, México, IIH/UNAM, 1991, p. 143.

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rroquiales y dio libertad de cultos y de prensa, llevando a cabo una tercera reforma, desde la perspectiva de un príncipe católico. Es ex-plicable que, por su formación de europeo liberal y moderno, Maxi-miliano haya puesto en práctica una política común en la Francia de su época y en Austria desde los tiempos de su abuelo José II.

Los mexicanos vieron desconcertados cómo los llamados por la Iglesia “salvadores de la religión” aprobaban las leyes “satáni-cas” de Juárez, que la Iglesia había presentado como causa del mal necesario de la intervención francesa, para evitar el mal mayor del triunfo del liberalismo.

Después de la ocupación militar más larga que ha sufrido el México independiente –más de cinco años–, el pueblo mexica-no identificó como un conjunto a las bayonetas francesas, a la mo-narquía, a los jerarcas eclesiásticos y al imperialismo extranjero. Así, los mexicanos voltearon los ojos al gobierno que representó el triunfo de la república, el Estado nacional.

La Guerra de Reforma y la lucha contra la ocupación france-sa sirvieron como catalizadores para que los mexicanos definieran su identidad comunitaria y por ende su organización como nación. Por eso se puede asegurar que es en ese momento cuando surge en México la idea del Estado nacional.

La injerencia de la Iglesia y del ejército en los asuntos políti-cos del país fue un obstáculo para que México definiera el carácter nacional de su sociedad. Un Estado soberano supone la negación de cualquier subordinación a otra potestad. Para que esa independen-cia absoluta se produzca es necesaria la existencia de una sociedad civil autónoma de los dictámenes e intereses de corporaciones de toda índole.

El proyecto liberal de nación implicó la organización de un Estado soberano, civil y laico con un sistema republicano, federal y

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democrático. Quedó liquidada definitivamente la opción conserva-dora del Imperio y el Estado confesional.

Juárez logró el establecimiento de una sociedad civil, base de la soberanía y elemento indispensable del Estado nacional. Al aca-bar con los privilegios de la Iglesia y del ejército, al darse la separa-ción entre Iglesia y Estado y al decretarse la libertad de cultos, creó un Estado laico. Estableció la igualdad frente a la ley y, en el ámbito cultural, el fin del monopolio educativo por parte de la Iglesia.

Juárez se erigió en el defensor de la independencia y soberanía nacionales, del respeto al marco jurídico y de la libertad. Asumió en su persona toda la responsabilidad del Estado. Con la Constitución como bandera, estableció como meta la idea del gobierno como rec-tor eficiente de la sociedad; para dar estabilidad política a la nación, institucionalizó la autoridad gubernamental.

Juárez creó un Estado laico; los resultados de su lucha han llegado hasta nuestro presente en la separación de la Iglesia y del Estado, en la existencia de una sociedad civil, en la independencia de la institución eclesiástica, en la exclusión del clero de la vida po-lítica, ampliamente justificada por nuestra historia, y en la ausencia de relaciones con el Vaticano, hasta las reformas de 1992.

De ahí lo admirable de la figura de Juárez, pues, sin dejar de ser creyente, acabó con el clericalismo en un supremo intento por conciliar su fe católica con su credo político.8 Gracias a la separación entre Iglesia y Estado, en México la religión no puede ser utilizada como medio de manipulación política.

Juárez encarnó también la reivindicación étnica y por su pro-bidad personal logró hacerse respetar y obedecer por los militares.

8 Cf. Justo Sierra, Juárez, su obra y su tiempo, México, UNAM-Dirección General de Publicaciones, 1972, p. 43 (Nueva Biblioteca Mexicana, 32).

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Ningún civil en tiempos de paz y menos de guerra logró antes se-mejante proeza. Baste sólo una de estas razones para que sea nece-sario estudiarle.

Sin embargo, Juárez ha sido utilizado como bandera política tanto por conservadores clericales como por liberales puros. Unos lo han satanizado, tergiversando su obra, y otros lo han exaltado hasta la deificación, haciendo otro tanto. En nuestro tiempo presen-te, por encontrarse en riesgo el Estado laico, la conmemoración del bicentenario de su nacimiento ha cobrado mayor importancia. De ahí la vigencia del juarismo. Ha resurgido la necesidad de difundir su obra y reconocer que Juárez superó el claroscuro de la política para trascender como estadista.

EN EL BICENTENARIODEL NACIMIENTO

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IOMe siento profundamente honrado al hablar aquí, en el pue-

blo de San Pablo Guelatao, habitado hace dos siglos por veinte familias y hoy el centro de un vasto homenaje na-

cional. No necesito decirles a los habitantes de Guelatao lo que saben considerablemente mejor que yo, la manera de acudir a la carga sim-bólica de este lugar para olvidar de inmediato los problemas de sus ha-bitantes. En este lugar por más de un siglo las promesas han hecho las veces de tarjetas de visita.

Juárez, el paisano de paisanos, ha sido demasiadas veces el pretexto del turismo político-electoral. De todos nosotros, y muy es-pecialmente de ustedes, depende que se interrumpa para siempre la celebración del ritual con sus características fatales: rutina, indiferencia, derroche provisional, demagogia. A casi dos siglos de su nacimiento, Juárez, los habitantes de Guelatao y el país entero merecen el homenaje más preciso: el análisis de su herencia y de su significado histórico.

* * *

Juárez, uno de los grandes creadores de la nación, no es un mártir ni un prisionero de su tiempo. Al cabo de tantos hechos trágicos y

N. del E.: Texto leído en San Pablo Guelatao, Oaxaca, el día 21 de marzo de 2006.

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épicos, y de las conjuras y las traiciones, él es un vencedor insóli-to, mucho más un contemporáneo de vanguardia que un precursor. Vence al racismo ancestral, a las imposibilidades y dificultades de la educación en un país y una región asfixiados por el aislamiento, a los problemas de su carácter tímido y cerrado, a las divisiones de su par-tido, a la ira y las maniobras del clero integrista y los conservadores, a la intervención francesa, a las peripecias de su gobierno nómada, al imperio de Maximiliano, a la oposición interna de varios de los libe-rales más extraordinarios, a sus terquedades en el mando. Se le persi-gue, encarcela, destierra, calumnia, veja y ridiculiza; y sus enemigos quieren hacer de su encono el sinónimo de la adversidad; no obstante todo esto, permanece por la congruencia de su ideario y vida, y por defender con razón y pasión las ideas cuyo tiempo ha llegado.

* * *

A Juárez, el conservadurismo le dedica la campaña de linchamiento moral más feroz de la historia de México. Los ejemplos son inter-minables, y entre ellos se cuentan los cuentos de fantasmas que la derecha confesional quiere ofrecer como Historia de México. Allí Juárez resulta literalmente “la Bestia Apocalíptica”, “el esbirro de los norteamericanos”, “el Anticristo”. En la colección de “Últimos Momentos de los Réprobos” debe incluirse un relato predilecto de las parroquias: Juárez en su agonía dice al demonio: “No me lleves antes de que me convierta a la verdadera fe”.

Hasta hace unas décadas se calificaba a Juárez de enemigo personal de Dios, y las señoras decentes, al extremar su pudor y desdén, en vez de advertir “voy al baño”, musitaban: “Voy a ver a Juárez”. En los colegios particulares, durante casi un siglo, se en-

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tonan cancioncitas pueriles: “Muera Juárez que fue sinvergüenza”, y en las reuniones se le satiriza: “Benito Juárez/ vendía tamales/ en los portales/ de La Merced”. Antes de la revolución de 1910, en los pueblos manejados por los conservadores y sus confesores de planta, lo primero que se exige a los presidentes municipales es ti-rar el retrato de Juárez a la basura o ponerlo de cabeza. Y en 1948, por ejemplo, la Unión Nacional Sinarquista, organismo inspirado en la Falange franquista, convoca a un mitin en el Hemiciclo a Juá-rez, que consiste en una larga cauda de insultos a don Benito. (La derecha sí que se toma en serio las estatuas.) En la histeria, un ora-dor le dice al Benemérito: “No eres digno de ver las caras de hom-bres honrados”, y le escupe al producto marmóreo, al que se venda de inmediato con tal de cancelar la mirada deshonesta. Todavía en 1993 unos obispos, al rechazar la posibilidad del pago de impuestos de su iglesia, argumentan: “No nos toca pagar. Que nos abonen algo de lo que nos quitó Juárez”. Eso para no mencionar las andanadas de la derecha del siglo XXI, que ha pretendido un tanto vanamente hacer a un lado a Juárez para remplazarlo con las ambicioncitas de Iturbide. Como le dijo a unos diputados al parecer sarcásticamente un político encumbrado a principios de este sexenio: “Sí, sí, sí, jóve-nes, Juárez, Juárez, Juárez, Juárez”. Y con esta muestra de memoria onomástica creyó clausurar un mito y promover la revancha histó-rica. Me lo imagino cantando: “Juárez sí debió de morir”.

* * *

¿A quién extraña en América Latina y en el mundo entero, a propó-sito de los héroes tutelares de cada país, la sobreabundancia de re-cordatorios de su fama? Esto ha sido la norma, no lo deseable, sino lo

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inevitable. En el siglo XIX, en el proyecto de secularizar a la sociedad y de puntualizar las exigencias de la nación soberana, se requiere el canje de lealtades. Donde había santos, hay héroes; a las peregrina-ciones se añaden los días de fiesta cívica, y a los patriotas culminan-tes “de primero, segundo y tercer nivel” se les otorga la titularidad de los nombres de ciudades, avenidas, calles, plazas, instituciones, medallas, premios, películas, alegorías, consignación en murales y cuadros, en grabados y portadas de libros. Y el resultado de la ubi-cuidad de Juárez ha sido la implantación muy eficaz de un patriota excepcional y el olvido o el relegamiento de lo específico de una lu-cha y del sentido de su liberalismo radical, de su intransigencia, de su anticlericalismo tan cristiano. Homenaje mata mensaje, podría decir-se, y algo así podría ocurrir en esta celebración del bicentenario. Por eso conviene agradecer a la derecha en sus diferentes tamaños el que se abstenga de estos actos y el que mantenga su encono, su desprecio y su visión fantasmal de Juárez: es uno de sus mayores certificados de la vigencia del Benemérito de las Américas, el epíteto que fue muy probablemente su nombre de pila.

* * *

En la era de Santa Anna, Juárez se forma profesional y políticamen-te contra la corriente, desde la humildad, el estudio, el silencio, la forja del carácter, todas las virtudes personales anteriores a la Auto-ayuda. Santa Anna, que lo odia y lo destierra, lo recuerda con des-precio escénico:

Nunca me perdonó (Juárez) haberme servido la mesa en Oaxaca,

en diciembre de 1829, con su pie en el suelo, camisa y calzón de

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manta, en la casa del licenciado Manuel Embides... Asombraba

que un indígena de tan baja esfera hubiera figurado en México

como todos saben.

Este autorretrato del racismo se origina en el desconocimien-to del temple del ser menospreciado. A Juárez ni lo humilla ni lo en-sombrece su origen. El racismo insiste en considerarlo inferior, y él convierte en estímulos las cargas del desprecio. Si Juárez no apoya explícitamente la causa indígena y es a momentos muy severo con los suyos, su mero arribo a la Presidencia exhibe la abyección de los prejuicios. Un indígena Presidente de la República envía a todos los racistas a dar vueltas como presos dantescos en los círculos de la incomprensión y la rabia.

* * *

Panorama sumario de las condiciones del país hasta 1857, un tan-to telegráfico: Ingobernabilidad. Escasas nociones de lo nacional. Patriotismo intenso en algunos sectores, casi inexistente en otros. Miseria y pobreza intolerables. Erario sin fondos. Comunicaciones muy escasas. Corrupción extrema en el sistema judicial. Ejérci-tos muy precarios. Minorías que luchan por imponer a las masas el proyecto nacional. Analfabetismo generalizado. Gran influencia del pensamiento de la Revolución Francesa y del federalismo nor-teamericano. Clero y conservadores que insisten: Si se permite la existencia de otra fe religiosa, la nación se condena al oprobio.

* * *

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El Congreso Constituyente de 1857 funda la nación moderna en el orden teórico y revela la presencia de la mentalidad moderna (to-davía masculina, la dictadura de género no se deja actualizar). En-tonces la Ley Juárez es primordial, “piedra de toque, se ha elevado a la categoría de dogma entre los verdaderos republicanos, y sin ella la democracia sería imposible”, se declara entonces. Pero la de-mocracia es aspiración remota y lo concreto es la lucha por el fin de la teocracia y del sometimiento estatal a la Religión Única. Hay que conseguirlo todo a la vez: implantar la tolerancia, proclamar los derechos del hombre, el derecho a la educación, las libertades de expresión y de reunión, el derecho al trabajo. El liberalismo, al principio, es más que nada una obstinación jurídica y una certeza ideológica y cultural. En el Congreso de 1857 se pierde la batalla por la libertad de cultos, pero en tres años se avanza con rapidez en la tarea de hacer pensable, y por tanto en muy buena medida nece-saria, la tolerancia de cultos. El proceso lo indica con gran sagaci-dad Ignacio Ramírez, el más lúcido de los liberales de la Reforma: “Miguel Hidalgo, con sólo declarar la independencia de la patria, proclama, acaso sin saberlo, la República, la Federación, la toleran-cia de cultos y de todas nuestras leyes de reforma”. Ramírez tiene razón: Hay acciones que en sí mismas contienen detalladamente el porvenir según la lógica implacable del desarrollo de la comuni-dad nacional. Las Leyes de Reforma ya avizoran el ejercicio de los derechos humanos, la decisión de crear la ética republicana sin so-bornos o amenazas del Más Allá, la defensa de los derechos de las minorías y, muy especialmente, la fuerza de convertir lo inimagi-nable en lo concebible por exigencias de la razón, que inicia uno de sus enfrentamientos con la desigualdad.

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Juárez, gobernador de Oaxaca. Desconocido por el clero, no se in-muta, toma posesión y prosigue con su vida republicana. En Apun-tes para mis hijos recapitula:

A propósito de malas costumbres, había otras que sólo servían

para satisfacer la vanidad y la ostentación de los gobernadores,

como la de tener guardias de fuerzas armadas en sus casas y

la de llevar en las funciones públicas sombreros de una forma

especial. Desde que tuve el carácter de gobernador, abolí

esta costumbre, usando de sombrero y traje del común de los

ciudadanos y viviendo en mi casa sin guardias de soldados y sin

aparato de ninguna especie, porque tengo la persuasión de que

la respetabilidad del gobernante le viene de la ley y de un recto

proceder, y no de trajes ni de aparatos militares propios sólo para

los reyes de teatro. Tengo el gusto de que los gobernadores de

Oaxaca han seguido mi ejemplo.

* * *

Del 12 de julio al 11 de agosto de 1859 se promulgan las Leyes de Reforma, se nacionalizan los bienes del clero, hay separación de la Iglesia y el Estado, se exclaustra a monjas y frailes, se extinguen las corporaciones eclesiásticas, se concede el registro civil a las actas de nacimiento, matrimonio y defunción, se secularizan los cemen-terios y las fiestas públicas y, lo esencial, se promulga la libertad de cultos. Al desplegar su libre albedrío, los liberales de la Reforma localizan lo que Ignacio Ramírez considera la única significación

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racional de este término: “Excluir la intervención de la autoridad en los asuntos fundamentales personales”.

En suma, se declara concluida la etapa feudal del país y se sientan las bases del pensamiento crítico. Se necesitarán más tiem-po y numerosas batallas políticas, militares y culturales para im-plantar con efectividad la sociedad laica, pero desde el momento en que se le declara justa y posible crece y va arraigando, y tan solo eso, el avance irreversible de la secularización modifica a pausas y cambia con sistema el sentido público y privado de la nación. Lo irreversible siempre es destino.

* * *

Maximiliano acepta la corona el 3 de octubre de 1863, y le envía una carta a Juárez invitándolo a reunirse con él en la ciudad de México para buscar un entendimiento amistoso. Don Benito le contesta tajante:

Se trata de poner en peligro nuestra nacionalidad, y yo, que por

mis principios y mis juramentos, soy el llamado a mantener la

integridad nacional, la soberanía y la independencia (...) Me dice

usted que, abandonando la sucesión de un trono de Europa,

abandonando a su familia, sus amigos, y sus bienes, y lo más caro

para el hombre, su patria, se han venido usted y su esposa, doña

Carlota, a tierras lejanas y desconocidas, sólo por corresponder al

llamamiento espontáneo que le hace un pueblo que cifra en usted

la felicidad de su porvenir. Admiro positivamente, por una parte,

toda su generosidad y, por la otra parte, ha sido verdaderamente

grande mi sorpresa al encontrar en su carta la frase llamamiento

espontáneo porque yo había visto antes que, cuando los traidores

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de mi patria se presentaron en comisión por sí mismos en Miramar,

ofreciendo a usted la corona de México, con varias cartas de nueve

o 10 poblaciones de la nación, usted no vio en todo eso más que

una farsa ridícula (...) Tengo la necesidad de concluir, por falta de

tiempo, y agregaré sólo una observación. Es dado al hombre, señor,

atacar los derechos ajenos, apoderarse de los bienes, atentar contra

la vida de los que defienden su nacionalidad, hacer de sus virtudes

un crimen y de los vicios propios una virtud; pero hay una cosa

que está fuera del alcance de la perversidad, y es el fallo tremendo

de la historia. Ella nos juzgará. Soy de usted, S.S., Benito Juárez.

* * *

¿Cuál es la tradición ideológica de la izquierda mexicana en el or-den del pensamiento frente al Estado? Todavía a principios del si-glo XX al liberalismo radical se le combate pero se le estudia. Luego sobreviene el error histórico: la izquierda se somete a los esquemas de la URSS y sus versiones del marxismo, se desprende de sus raí-ces del siglo XIX. En México, y con sinceridad flamígera, la izquier-da no duda: Surge a partir de instantes poderosos de la Revolución mexicana (antes de su conversión al capitalismo) y se afirma y de-linea con la Revolución soviética. En tanto influencias mesiánicas, conceptos y vocabulario esto es innegable, pero en el señalamiento se oculta el proceso fundacional en el que participan Fernández de Lizardi, Fray Servando Teresa de Mier, José María Luis Mora, Va-lentín Gómez Farías, y la deslumbrante generación de la Reforma, Ramírez, Otero, Ocampo, Prieto, Altamirano, Juan Bautista Mora-les, y, sobre todo, Benito Juárez. Por razones de fe súbita y de inmer-sión en los nuevos libros sagrados, por lo común mal traducidos, la

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izquierda mexicana renuncia a su gran herencia del liberalismo ra-dical y, sin haber leído a estos intelectuales, nunca se considera jua-rista, porque, arguyen, el liberalismo económico es obstáculo y la Reforma representa básicamente la lógica del capitalismo. Cómo le habría beneficiado a la izquierda leer a los clásicos liberales ahora recuperados en su integridad por Boris Rossen, Nicole Giron, José Ortiz Monasterio y Enrique Márquez.

Es mala o inexistente la lectura ideológica o política de la Re-forma liberal, y en rigor, a quien dibujan con sus ataques es al gru-po en torno de Porfirio Díaz. Los liberales no son –me sumerjo en la obviedad– marxistas, pero sí captan con clarividencia su momento histórico y su legado debe juzgarse a partir de este hecho múltiple. Hacer caso omiso del pensamiento y la acción de los liberales radi-cales ha sido una de las causas de la eterna fundación de la izquier-da mexicana.

* * *

Se repite hasta el hartazgo: “El respeto al derecho ajeno es la paz”. Esto es irrefutable, pero sí requiere precisiones. Hasta el momento lo usual es depositar el énfasis de respeto tal y como lo proyecta la clase gobernante. Para ellos el respeto ha consistido en una noción desdeñosa: No hay tal cosa como “el derecho ajeno”, y a lo más a que pueden aspirar las mayorías es a que se tome nota de su exis-tencia. Así, y por ejemplo, ¿cuál es el “derecho ajeno” en materia salarial? Si algún sentido tiene la celebración del bicentenario de Juárez, es examinar los significados del respeto y verificar el con-tenido de los derechos ajenos, los de la población ante el gobierno y los empresarios, los de las mujeres ante el machismo y el patriar-

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cado, los de los indígenas ante la ilegalidad a nombre de la ley y la explotación, los de las minorías religiosas ante la interpretación exterminadora de los usos y las costumbres, los de las minorías sexuales ante la homofobia. Si no se precisan en cada caso el dere-cho ajeno y el respeto, el apotegma y la paz que traiga consigo que-dan a la disposición del vacío, así esté muy cubierto por las letras de oro en el Senado.

* * *

A 200 años del nacimiento de don Benito Juárez, o 100 como quiso el presidente Fox para regalarle juventud al pasado de la nación, lo más profundo de su legado es la certidumbre del laicismo, inicia-do con las Leyes de Reforma y proseguido con la Constitución de 1917. El laicismo garantiza la actualización permanente del conoci-miento, la certidumbre de una enseñanza no afligida por los pre-juicios y la exigencia de sometimiento a un solo credo, el respeto del Estado a las formas distintas de profesar una fe o abstenerse de hacerlo, la discusión libre de los avances científicos, las libertades artísticas. Por tolerancia se entendió en el siglo XIX el aceptar las ex-travagancias o los disparates incomprensibles de las minorías; hoy tolerancia, y eso proviene del ideario juarista, es el intercambio de aceptaciones, la convicción de que hay más cosas en el cielo y la tie-rra de las que sueña la filosofía de cada persona.

Juárez, el impasible, sigue siendo uno de los rostros más vita-les y generosos de la nación en la globalidad. No obstante ser una legión de bustos y estatuas sigue siendo el ejemplo más vivo. Con-cluyo mi intervención con sus palabras:

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Mi fe no vacila nunca. A veces, cuando me rodeaba la defección

en consecuencias de aplastantes reveses, mi espíritu se sentía

profundamente abatido. Pero inmediatamente reaccionaba.

Recordando aquel verso inmortal del más grande de los poetas,

ninguno ha caído si uno solo permanece en pie, más que nunca

me resolvía entonces a llevar hasta el fin la lucha despiadada,

inmisericorde para la expulsión del intruso.

Si Juárez, en San Pablo Guelatao y en la ciudad de México y en Tijuana y en León, no es nuestro contemporáneo, no lo es de nadie.

BENITO JUÁREZ, HOMBREO MITO

Antonia Pi Suñer Llorens

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IOSI CONSIDERAMOS EL TÍTULO de esta mesa redonda, “Hacia una

nueva biografía de Juárez”, cabe preguntarnos sobre el in-terés que pudiesen tener tanto esta nueva biografía como el

género biográfico en general. A nadie escapa el descrédito en que ha caído este último, ya que la historiografía oficial ha abusado tan-to de él que ha terminado por convertirlo en género hagiográfico. A base de glorificaciones los hombres han ido perdiendo su condi-ción humana y han sido transformados en santones, en semidioses, en mitos y evidentemente al mitificarlos han sido petrificados.

No cabe duda que a Juárez le ha tocado convertirse en un mito al que se rinde culto, al que no se cuestiona. Rara vez ha sido considerado como hombre de carne y hueso, con sus luces y sus sombras, sus glorias y sus debilidades, sus méritos y sus errores, única manera de comprender su dimensión humana. Ya en 1905 Carlos Pereyra advertía que la figura de Benemérito “debía ser dis-cutida antes de que su glorificación cristalizase en formas de admi-ración mística”,1 y esto último es lo que evidentemente ha pasado. Por todo ello, una nueva biografía deberá romper muchos esque-mas y mostrarnos al hombre tal como fue y no como se ha querido –o pretendido– que fuese.

1 Carlos Pereyra, Juárez discutido como dictador y estadista, México, Cámara de Dipu-tados, 1972, p. XXXI.

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Creemos interesante referirnos hoy a la relación que podemos establecer entre Juárez y Díaz para así comprender cómo la imagen del Benemérito que ha ido pasando de generación en generación se gestó en pleno gobierno de don Porfirio, quien, por paradójico que hoy pueda parecer, se sentía su legítimo sucesor.

Es indudable que hay facetas de la personalidad de Juárez que se han velado, que no se han difundido, por ir en contra del culto que se le ha rendido como héroe de la Reforma, de la Intervención y del Imperio, pero quizá también por tener algo de parecido con Díaz. Y estas facetas salieron a la luz de una manera clara y eviden-te en 1867, al triunfo de la república. Don Benito no estaba dispuesto a dejar el poder, por considerarse el hombre indispensable que de-bía llevar a México por la senda de la libertad, de la paz y del pro-greso, lógica continuación de la obra lograda al vencer al enemigo. Y por eso en ese mismo año de 1867 presentó su candidatura para presidente, enfrentándose a la generación que le pisaba los talones, personalizada en Porfirio Díaz. Después de una campaña electoral difícil por lo polémica –recordemos que México gozaba entonces de una libertad de expresión nunca más igualada–, Juárez ganó fi-nalmente, lo que nos muestra que su personalidad y el mito que ya entonces él mismo y sus partidiarios estaban fraguando pesaban mucho. Vinieron después las elecciones para el periodo 1871-1875 y, aunque enfermo y avejentado, don Benito decidió seguir gober-nando. Se enfrentó en la lucha electoral no sólo a Díaz, que no ceja-ba en su intento de llegar a la presidencia, sino a su antiguo amigo y constante colaborador, Sebastián Lerdo de Tejada, quien decidió, harto seguramente del “endiosamiento de Juárez”, optar por la pre-sidencia. La campaña fue larga, polémica, desgastadora. Ninguno de los tres candidatos logró la mayoría de votos y, constitucional-mente, el Congreso decidió que Juárez era el vencedor. Y así empe-

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zó su quinto periodo presidencial, muriendo en julio de 1872, en plena rebelión de La Noria acaudillada por Porfirio Díaz, bajo la bandera de la no reelección. No cabe duda de que la muerte vino a evitar grandes problemas al Benemérito; por un lado, a relevarlo de una gestión que se presentaba dificilísima, y por otro, a impedirle acostumbrarse a ser el hombre insustituible como luego se sentiría su entonces contrincante.

Otra de las facetas que se han pasado por alto es que Juárez, junto con Lerdo, hizo todo lo posible por reforzar el Poder Ejecuti-vo, por afianzar el presidencialismo que hoy es el plan nuestro de cada día. Para ello tuvo sus razones, ya que los diez años de lucha le habían permitido, al errar por todo el país y conocer más de cerca los innumerables problemas por resolver, darse cuenta de la reali-dad con la que contaba y que mal respondía a la utópica Constitu-ción de 1857. Intentó reformarla aunque no lo logró, ya que se había convertido a su vez en intocable.

Juárez, pues, se vio obligado, para gobernar, a pedir cons-tantemente facultades extraordinarias al Congreso. Su gobierno se convirtió en autoritario pero a la vez en conciliador, única manera de lograr el orden, la paz y el progreso. En este aspecto su gestión gubernamental fue parecida a la de Díaz, aunque cabe insistir en que don Benito siempre gobernó dentro de la legalidad, mientras que don Porfirio la pasó por alto.

En varios sentidos, Díaz fue el continuador de Juárez y así lo consideró aquél al ir olvidando tanto su enconada lucha en contra del Benemérito como las banderas que había enarbolado entonces. Al presentar a su gobierno como el heredero de la obra de Juárez, Díaz, y Sierra junto con él, sostenían que había dos tipos de libe-ralismo: el de combate y el de gobierno. El liberalismo de combate había sido el de Juárez; su misión, destruir los obstáculos que se

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oponían al reino del derecho y al desarrollo del progreso, y su la-bor, la de entronizar la democracia y la república. Una vez logrado esto lo habría relevado el liberalismo de gobierno, más conciliador por definición, que había extendido la paz, difundido el progreso y facilitado la prosperidad. La Reforma había sido relevada por el porfirismo, y con él, lentamente pero con seguridad, el pueblo marchaba hacia la realización de todos los ideales de los héroes de 1857.

Juárez fue así reinstalado. Díaz se postró ante su tumba en San Fernando y su culto empezó a florecer. Que su figura era in-tocable e indiscutible lo mostró, en plenos preparativos de la cele-bración del centenario de su nacimiento, la aparición de dos libros sobre el Benemérito debidos al iconoclasta Francisco Bulnes,2 cuyo efecto fue el de una bomba en medio de los preparativos. El invita-do de piedra es, pues, en parte responsable de provocar que la figu-ra de don Benito fuese aún más mitificada, y por ende petrificada, de lo que se pretendía con los homenajes.

Bulnes revisaba la personalidad de Juárez y llegaba a varias conclusiones que a ninguno de los autollamados liberales iban a gustar. Desde luego sacaba a relucir los tratados con los Estados Unidos; insistía en que Juárez no había sido ni jacobino ni demócra-ta, que más bien había sido un dictador, y además corrupto; que no había tal liberalismo mexicano porque nuestro pueblo era conser-vador y aun idólatra, por lo que tenía necesidad de rendir culto a un ídolo, y que en eso se había convertido la figura del Benemérito. He aquí algunos de sus juicios. Sobre Juárez:

2 Francisco Bulnes, El verdadero Juárez y la verdad sobre la Intervención y el Imperio, México, Librería de la Vda. de Bouret, 1904; Juárez y las revoluciones de Ayutla y de Re-forma, México, Antigua Librería de Munguía, 1905.

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Desde 1867 hasta su muerte Juárez representó el sufragio de la

adulación, del nepotismo, del “oaxaqueñismo”, de la burocracia

apenas embarrada de quincenas, de la intriga de antesalas,

de las ambiciones de gusanos empolvados, de la voracidad de

personalidades pequeñas de insaciable codicia y maldad.3

Sobre el culto a Juárez:

Juárez está en camino de ser un Boudha zapoteca y laico,

imponente y maravilloso, emanado del caos intelectual, siempre

tenebroso por la ausencia de criterio de nuestras clases ilustradas,

por la exuberancia de vanidad de nuestras masas, por la

necesidad de catolicismo residual, que busca siempre una imagen,

un culto, una piedad para la emoción social desprendida del

sentimiento religioso.4

Sobre el liberalismo mexicano:

Es menester aceptar con resignación una triste verdad. Los

mexicanos servimos para todo menos para liberales. El liberalismo

es tan propio para vivificarnos como un baño de ácido sulfúrico.

Es nuestra obsesión de lujo, de aparato, de exquisita fanfarronada.5

Como era de esperar, se levantó una indignación general en contra de las “herejías” de Bulnes, y el sector liberal, a pesar del faccionalismo existente, reaccionó al unísono, tanto por los ataques al héroe de la Reforma como los dirigidos a él. Se hizo entonces

3 Francisco Bulnes, El verdadero Juárez…, p. 844.4 Ibidem.5 Francisco Bulnes, Juárez y las revoluciones…, p. 195.

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evidente que la figura de Juárez y el liberalismo eran un símbolo, y que como tales, resultaban intocables. Hubo manifestaciones de desagravio ante la tumba del Benemérito; el Comité Patriótico Li-beral organizó un acto de protesta en el que participaron varios exaltados oradores en contra del “ultraje”; la Cámara de Diputados aprobó la moción de que no se comprase ningún tipo de libro en la librería Bouret, editora de Bulnes; el propio hijo de Juárez, Benito Pablo, pretendía retar a duelo al iconoclasta, de lo que fue disuadi-do por algunos sensatos liberales.6

Los historiadores no tardaron en tomar cartas en el asunto y aparecieron una serie de biografías del de Guelatao, a cual más apoteósica, y a ello se debe que la más copiosa historiografía sobre nuestro personaje sea de aquellos años, 1904-1906. Hilarión Frías y Soto, por ejemplo, jacobino de la vieja guardia y poco afecto a Díaz, emprendió a la vez que la glorificación de Juárez, la del liberalismo radical, diciendo:

Es el partido jacobino el que envuelve la memoria del que fue su jefe

con nubes de gloria en nombre de la gratitud nacional, porque la

mayoría de la nación es liberal, radical y jacobina y ni levanta altares

ni inventa dioses ni dobla la rodilla ante un ídolo ni ante nadie.7

El grupo liberal moderado, más cercano a Díaz, también deci-dió “combatir de un modo netamente científico y sin inconvenien-tes el libro de Bulnes”.8 Varias obras salieron de sus plumas, siendo

6 C. Dumas, Justo Sierra y el México de su tiempo, México, UNAM, 1986, vol. II, p. 165.

7 Hilarión Frías y Soto, Juárez glorificado y la intervención y el imperio ante la verdad histórica, México, s.e., 1905, p. 478.

8 C. Dumas, op. cit., p. 166.

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desde luego la más importante la que ya tenía en preparación des-de hacía algún tiempo don Justo Sierra, y que por la premura de que apareciese justo en el año del centenario fue terminada por el entonces joven Pereyra. No cabe duda de que por excelente que re-sultara la biografía, contribuyó a ensalzar y sacralizar la figura del Benemérito.

Llegamos así a marzo de 1906, en que hubo desfiles patrióti-cos, placas conmemorativas y el mismo día 21 una ceremonia ofi-cial con Porfirio Díaz y su gabinete en pleno. Sierra fue el orador principal y en su discurso hizo evidente la relación entre Juárez y Díaz. Destacó la historia de México en la que habían sobresalido tres personajes: un iniciador, un reformador y un pacificador. Los dos primeros eran Hidalgo y Juárez, padres de la patria, y Díaz, su continuador. Los tres habían forjado la nación, que estaba ahora en plena paz y prosperidad. Para terminar, hizo un llamado a la conci-liación a todos los mexicanos, y como ejemplo puso el gesto de Díaz para con Juárez:

El día en que el Pacificador, el gran adversario de tus postreros

días de lucha, llevó reverente a tu mausoleo la corona del

recuerdo nacional, todo lo pasado quedó en la sombra y surgieron

definitivamente al sol tu ideal y tu gloria. Sea ella el Símbolo

de la unión y de concordia, sea un ara en que fraternicemos los

mexicanos.9

Benito Juárez ya no era una sombra que pesaba sino un dios lar que protegía y ayudaba a don Porfirio. Y así seguiría siéndolo has-ta que Madero lo tomó no sólo como bandera de la democracia sino

9 Justo Sierra, Juárez, su obra y su tiempo, México, J. Ballescá y Cía., 1906, p. 498.

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como guía cuya inspiración creía seguir por medio del espiritismo. El de Guelatao se convirtió luego en el dios tutelar de la revolución y de los gobiernos emanados de ella hasta nuestros días. Todo discurso oficial llevaría su bendición. Recordemos, como botón de muestra, el Año de Juárez, que con motivo del centenario de su muerte nos con-virtió al pobre de don Benito en una auténtica pesadilla.

De todo lo anterior es fácil concluir que la figura de Juárez ha sido siempre tomada como símbolo de una ideología y utiliza-da para legitimar los sucesivos regímenes políticos, sacrificando con ello su verdadera dimensión humana. Nos viene a la mente, al pensar en la imagen de don Benito que nos han heredado, lo que dijo Mommsen acerca de la de Julio César: “es muy difícil darnos una idea clara del individuo cuando todo lo que se dice de él es demasiado brillante”. El resultado es el de una fotografía sobre-expuesta en la que el exceso de luz hace perder los contornos del hombre. Sólo contrastando los claros y los oscuros se logra el re-lieve, y eso es lo que debemos procurar con el Benemérito.

Y además, y para terminar, no creemos que al hacerlo apa-recer como fue, con sus luces y sus sombras, fuese a salir dismi-nuido, ya que manifiestamente tiene suficiente dimensión propia para poder prescindir de todas las aureolas artificiales de gloria. Siguiendo con la imagen del daguerrotipo, creemos que Juárez re-siste la plena exposición a la luz de la historia y que no tiene ne-cesidad de una fotografía desenfocada. En este sentido, en el de hacérnoslo aparecer con una imagen distinta, pero sin denigrarlo, la tetralogía que sobre él escribió José Fuentes Mares10 en los años

10 José Fuentes Mares, Juárez y los Estados Unidos, México, Jus, 1960; Juárez y la In-tervención, México, Jus, 1962; Juárez y el Imperio, México, Jus, 1964; Juárez y la República, México, Jus, 1965.

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sesenta nos parece un excelente intento y una invitación a seguir por el mismo derrotero.

N. del E.: Texto presentado el 14 de abril de 1988 en el Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, en la mesa redonda con el tema “Hacia una nueva biografía de Juárez”, y publicado en la revista Secuencia, núm. 11, mayo-agosto de 1988.

JUÁREZ, PLUTARCO Y EL ARTE DE LA BIOGRAFÍA

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IOEL ARTE DEL BIÓGRAFO es un cruce de caminos. Reportero de los

hechos pasados, cronista de la fugacidad que posee la irreme-diable fijeza de lo consumado; historiador de la intimidad y

novelista de lo real (hacedor de non-fiction novels), el biógrafo necesi-ta un método de cuidadosas precisiones para la ejecución de su arte. Las persuasiones de la exactitud, empero, de nada le servirán si su tarea no es literariamente expresiva, si no es eficaz desde el punto de vista narrativo. El cruce de caminos biográfico implica, por ello, un doble problema de raíz aristotélica: lo bello debe ir junto con lo ver-dadero en las páginas de la biografía, no importa si ésta nos refiere –con apasionada resignación– la vida horrible de un mentiroso. Es decir: la vida contada por el biógrafo tiene que ser una buena nove-la; la novela biográfica, recíprocamente, ha de referir hechos ciertos, documentados, ni más ni menos. El margen dedicado a la conjetura tiene, por fuerza, que estar reducido a su mínima expresión; además, debe ser señalado explícitamente y circunscrito con claridad por el biógrafo. De otro modo, lo que sólo sea suposición puede pasar por una mentira deliberada, no piadosa siquiera.

Verdad, mentira: ¿no indican esas palabras, a fin de cuentas, nociones nebulosas y hasta fabulosas? En un libro admirable, el gran orientalista Bernard Lewis demostró la inagotable imagina-ción de los historiadores; el título de su pequeño y valiosísimo libro no puede ser más contundente: La historia recordada, rescatada, inven-

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tada; es un breviario del Fondo de Cultura Económica, de apenas 127 páginas. La verdad, entonces, puede ser inventada, como la his-toria. Esto leemos; sin embargo, en el noveno capítulo del Quijote: “… la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”. La historia es madre de la verdad, se-gún Cervantes; la cita es indirecta, por lo demás: la leemos de modo destacado en la biografía de un personaje imaginario –cuyo evan-gelista es Jorge Luis Borges–, el escritor francés Pierre Menard, que se ha propuesto escribir la obra de Cervantes tal cual. La historia no es, entonces, necesariamente lo que sucedió; sino nada más –nada menos– lo que juzgamos que sucedió.

La historia de una vida, tal como la recoge el arte de la bio-grafía, nos dice tanto del biografiado cuanto del biógrafo, porque en el texto biográfico hay una atmósfera psicológica, una colora-ción subjetiva y, desde luego, determinaciones históricas, cultu-rales y políticas. Si un personaje es lo bastante importante, cada época puede dar un testimonio biográfico sobre él. Tal es el caso de Benito Juárez: tenemos, por ejemplo, la biografía de Francisco Bul-nes (El verdadero Juárez, de 1904), fechada en plena época de Porfirio Díaz; está la de Héctor Pérez Martínez (Juárez, el impasible), del año de 1934, en plena primera mitad del siglo XX; está un ensayo bio-gráfico de José Fuentes Mares, más cercano a nosotros. Cada una de esas semblanzas dice tanto de Juárez cuanto de quienes las re-dactaron y de las épocas que las vieron aparecer; ello es inevitable, ni qué decir tiene, pero no siempre lo tomamos en cuenta, aunque se desprenda de un hecho palmario: la historicidad misma de los textos históricos y biográficos.

En verdad hay decenas de biografías de Benito Juárez y un in-tento de abarcarlas todas se extinguiría en el hartazgo o en el abu-

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rrimiento, consecuencia directa de aquél; esas biografías cubren un ancho registro emocional, afectivo e intelectual, y desde luego his-tórico, desde las condenatorias hasta las incensarias. No han hecho otra cosa que moverle el sombrero al Benemérito, como dice el di-cho que le hace el viento a don Benito; habrá que volver sobre este punto, a propósito del pintor juchiteco Francisco Toledo. La gran cantidad de biografías de Juárez no iguala ni remotamente la cali-dad que se necesita. Proponer o enunciar la necesidad de encami-narse hacia una nueva biografía de Juárez significa, entiendo, hacer una biografía de ahora, de nuestro fin de siglo y de milenio; actuali-zar y poner en tiempo nuestra visión y nuestras investigaciones al-rededor del héroe. Y hacerlo significa incorporar en esa visión y en esas investigaciones un talante crítico, una energía literaria inédita, un estilo de aproximación que de veras sirva para entender el siglo XIX mexicano.

El registro de las biografías de Juárez tiene una franja espe-cialmente interesante: la de las biografías escolares, en los libros de texto, que no tienen más que la pretensión –pero tampoco menos– de imprimir un perfil mitológico, legendario, del héroe cívico, del patricio y mártir de la legalidad nacional, del adalid de una repúbli-ca quintaesenciada e inmutable, del incorruptible y veraz patriota que enfrentó al mundo y a sus poderes para salvar la integridad de México. Juárez es un arquetipo en los textos escolares, una esencia, un paradigma; es una figura intangible, sagrada, más allá del bien y del mal, de la crítica y del vituperio. Hay que decir, con todo, que los insultos no le han faltado: recuérdese aquellas manifestaciones sinarquistas de los años treinta ante el hemiciclo de la avenida que lleva su nombre, en el que las multitudes (que ahora hay que guar-darse de llamar “fanáticas”, porque se enojan) exclamaban, luego de encapucharlo: “¡No queremos verlo ni que nos vea!” Son los mismos

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antijuaristas que, sin inmutarse, le dicen comunista a Juan Pablo II. En verdad es admirable el espectáculo de esta intemporalidad en las creencias, pero habría que pensar si no es atributo inescapable de las mismas creencias: su resistencia al tiempo, su inmutabilidad, su terca permanencia. Ramón López Velarde lo dice en el elogio en verso a la capital de su estado y sus habitantes, a los que describe y divide de esta manera:

Católicos de Pedro el Ermitaño

y jacobinos de época terciaria.

(Y se odian los unos a los otros

con buena fe.)

La historicidad de las biografías no debe llevarnos a concluir que en términos de género la historia y la biografía se confunden. Para ello, nada mejor que recordar las recientes discusiones en tor-no a la obra de Enrique Krauze titulada Biografía del poder. Krauze es historiador y como tal fue comentado su trabajo; pero quienes lo criticaron en ese sentido no se ocuparon de leer las tres palabras del título general de su obra, que señalaban nítidamente el género en el que se inscribía, es decir, el género biográfico. Krauze fue ata-cado en más de una ocasión por hacer mala historia, cuando lo que en realidad hacía eran biografías; que como tales fueran buenas o malas es otro asunto. No se puede condenar a un dramaturgo que escribe una pieza teatral porque ha fallado como novelista; el pro-blema reside en la confusión y el entrecruzamiento arbitrario de los géneros. Krauze contestó por interpósita persona a esos ataques; esa persona fue nada menos que el más grande biógrafo de la anti-güedad grecolatina, admirado vastamente por Benito Juárez y mu-chos liberales, así como por muchos de los hombres destacados del

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siglo XIX. (Plutarco Elías Calles fue bautizado así porque su padre, evidentemente, había leído las páginas del biógrafo y moralista de Queronea.) El historiador y biógrafo Krauze citó, pues, el principio de las Vidas paralelas que explica y aclara lo siguiente:

Mi lema es la vida de Alejandro, el rey, y de Julio César, el

vencedor de Pompeyo. Las trayectorias de estos hombres abarcan

tal multitud de hechos, que limitaré este preámbulo a una súplica:

si no doy cuenta exhaustiva de todas sus hazañas y sólo me

limito a resumirlas pido a mis lectores su indulgencia. Escribo

biografía, no historia. Las proezas más brillantes suelen callar

sobre las verdaderas virtudes o vicios de las personas que las

desplegaron. Una frase casual, en cambio, o un chiste, pueden

revelar el carácter de un hombre más que una batalla sangrienta,

el comando de grandes ejércitos o el cerco de ciudades. Cuando

un pintor retratista se dispone a recrear su objeto, se concentra en

la cara y la expresión de los ojos y atiende menos a las otras partes

del cuerpo. Del mismo modo, mi propósito ha sido resaltar las

acciones que iluminan los empeños del alma y crear así un retrato

de la vida de cada hombre. Dejo a otros la historia de sus grandes

batallas y logros.

Al leer y releer este pasaje de Plutarco, lo dicho sobre el arte del retratista empezó a tomar para mí cada vez más importancia y quise investigar por qué. Sencillamente, concluí, luego de cavilar: porque lo que ha hecho el pintor juchiteco Francisco Toledo en su serie de cuadros “Lo que el viento a Juárez” ha sido retratar a éste, utilizando el icono que está en tantos libros y en estampitas para trabajos escolares. Este uso obsesivo de la imagen de Juárez –de su rostro, de ahí el peso retratista del trabajo de Toledo– sí consiguió

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hacer algo más que moverle el sombrero a don Benito: consiguió empezar a desacralizarlo. Esto nada tiene que ver con los agravios que los juchitecos recuerdan: el incendio de Juchitán por órdenes del gobernador Juárez.

De la pintura nos viene, pues, una iluminación insólita de nuestro tema. Otra nos viene del arte de la novela, y de una de las obras más llamativas de este tiempo mexicano: Noticias del Imperio, de Fernando del Paso. Hay dos pasajes en que se juntan los nom-bres de Juárez y de Plutarco. En el primero de ellos, el presidente Juárez declara que el respeto y el amor a la vida le fue transmitido y fortalecido por la lectura de Plutarco; en el segundo pasaje, el po-lítico francés Émile Ollivier declara en París que Benito Juárez es un hombre digno de la pluma de Plutarco. Es decir, que la vida de Juárez no desmerece frente a la existencia, llena de hazañas, de los griegos y los romanos de la antigüedad. Juárez habla; Émile Olli-vier habla; pero, sobre todo, Fernando del Paso escribe, y en su es-critura esas voces se transparentan y aclaran, dándonos una de las mejores lecciones de los últimos tiempos: cómo lograr que los géne-ros histórico y novelístico se entrecrucen productivamente, creati-vamente, con brillantez y soltura.

Más allá de los géneros, creo que mencionar, sólo mencio-nar, el tema de una biografía nueva de Benito Juárez es convocar a los escritores, los biógrafos, los historiadores, los novelistas, los dramaturgos y los poetas para que la escriban. ¿Cuál es la versión que nuestro tiempo tiene de Juárez? Una es la desacralizadora, vi-triólica, irreverente y fresca visión juchiteca de Francisco Toledo. Otra es la novelesca de Fernando del Paso, que por razones de lo imperioso de su tema no se ocupó de Juárez con toda amplitud; pero, por lo menos, nos dejó escenas deliciosas de una “vida ima-ginaria” de don Benito, como el diálogo con su secretario, en el

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que Juárez interroga a éste sobre el sedicente emperador Maxi-miliano. En su libro, Fernando del Paso tuvo a varios maestros: biógrafos como Plutarco; historiadores de toda laya e intenciones; novelistas, desde Joyce hasta Carlos Fuentes. Su obra no acaba to-davía de destilar todas sus riquezas, de entregarnos todos sus fru-tos. Los dos pasajes sobre Juárez, Plutarco y el arte apasionante de la biografía que hemos espigado de Noticias del Imperio pueden servir, acaso, para discutir con verdadera libertad los hasta ahora sacrosantos temas patrióticos.

N. del E.: Artículo publicado en la revista Secuencia, núm. 11, mayo-agosto de 1988.

JUÁREZ: INDIO, LIBERALY MASÓN

Alfonso Sánchez Arteche

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IOEN NUESTRA TRADICIÓN historiográfica, la figura de Benito Juárez

concentra virtudes muy diversas. Es el “indio de raza pura”, el paladín por excelencia de los principios que propugnaban

los liberales “puros” y el símbolo más depurado de la masonería mexicana. Tal mezcla de ingredientes despierta suspicacias, al me-nos por dos razones: La primera salta a la vista, pues la cualidad de “pureza” sólo es aplicable a lo que está hecho de un solo elemento sin mezcla de ningún otro. La segunda señala una aparente contra-dicción en el sistema de valores de la élite liberal que tomó el poder en México en el siglo XIX, y que se representaba a sí misma como laica, autónoma de todo imperativo moral de carácter religioso. ¿Por qué esa insistencia en remarcar las purezas, racial, política y filosó-fica de quien simboliza la separación entre Estado e Iglesia?

Pero no hay que apresurar un juicio sobre la posible incon-gruencia entre estos diversos rasgos de un carácter inmaculado desde el punto de vista civil. Bien pueden ser entendidas como compatibles en el marco de un proceso de transformación que ha-bría hecho, de un individuo nacido en el seno de una comunidad indígena tradicional, el máximo representante de los ideales de mo-dernidad de un Estado nacional que pretendía igualarse con aque-llos cuyo grado de civilización envidiaba.

Por su origen étnico, Juárez pertenecía a un mundo de re-laciones que privilegiaba la apropiación comunal de los recursos

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naturales, el primado de la voluntad colectiva sobre la personal y la continuidad de prácticas mágico-religiosas para preservar la supervivencia del grupo en lo sagrado y en lo profano. En cambio, la sociedad que comenzaba a surgir desde finales del siglo XVIII exigía el predominio de la propiedad privada, la vigencia de un orden constitucional uniforme que garantizara los derechos in-dividuales, así como el desarrollo de las fuerzas productivas me-diante la incorporación de los avances científicos y técnicos que evidenciaban el avance casi providencial del progreso.

El pueblo de indios, agudamente caracterizado por Dorothy Tanck de Estrada a partir de sus componentes institucionales (la “república de indios” en el aspecto político, la “comunidad” en el económico), fue una estructura de poder que tuvo cabida en el sis-tema jurídico, político y administrativo prohijado por la monarquía española para mantener el equilibrio en sus dominios americanos, porque se ajustaba al patrón corporativo de prelaturas y órdenes religiosas, cofradías y gremios articulados en torno de la Iglesia ca-tólica. Era un orden teológico en que la Razón obedecía a la Fe.

Pero este edificio comenzó a tambalearse con las reformas borbónicas, impulsadas por el pensamiento ilustrado, el cual pre-tendía someter los preceptos de la Fe al dictado supremo de la Razón. Fue entonces cuando ciertos “espíritus selectos” dieron en preguntarse si la pertenencia a una raza o mezcla racial de-terminaba la capacidad cognitiva y ética de sus componentes. La “pintura de castas” parece ilustrar tal supuesto, al igual que el re-forzamiento de una valoración despectiva del indio como “no ra-cional”, ya que –según esta visión modernizadora– persistía en su “ignorancia” por el fanatismo religioso, tolerado cuando no culti-vado por el clero, al que la población autóctona habría obedecido durante siglos. Argumento que –además de negar las raíces pro-

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pias de la cultura indígena– era conveniente para los reformistas, en sus intentos por desplazar a la Iglesia católica de la posición central que aún ocupaba en la sociedad.

Los liberales mexicanos, herederos en muchos sentidos de los reformistas borbónicos (entre los que destaca el obispo Abad y Queipo), fueron lo suficientemente juiciosos para no incurrir en el exceso de suponer que la condición intelectual y moral del indio pudiera estar determinada de manera inflexible por su extracción racial. Lo suponían, sí, ignorante pero sólo mientras estuviera su-jeto a la autoridad comunal del pueblo de indios. Separarlo de este factor vinculatorio para individualizarlo, y hacerlo a través de la educación, se convirtió en un propósito expreso no sólo de los libe-rales doctrinarios representados en grado eminente por José María Luis Mora, sino también por algunos políticos e intelectuales con-servadores encabezados por Lucas Alamán.

Juárez fue producto de este proceso de aculturación. El mé-rito de haber contribuido a formar en él una nueva conciencia, de carácter individualista, se atribuye exclusivamente a los liberales, pero el liberalismo resulta de muy difícil definición como concep-to histórico, según han hecho notar Laski, Hale, Matteucci y Bob-bio, entre otros autores, porque este sustantivo engloba la acción de movimientos, partidos y comportamientos políticos de diferente signo (aún en México, es ardua la distinción entre “conservadores”, “moderados” y “puros”), que en distintos lugares y tiempos concu-rrieron a la destrucción de las antiguas estructuras corporativas de poder. El principal “dato duro” es que de esta empresa demoledora surgió un nuevo tipo de Estado, el Estado liberal y democrático, del cual resulta muy intrincado separar ambos componentes. La idea que hoy tenemos del liberalismo es, en gran medida, la argumen-tación que los “intelectuales orgánicos” –si se acepta la categoría

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gramsciana– de este tipo de Estado han urdido para fundar su pro-pia legitimidad histórica.

En México, la historiografía liberal suele destacar los hechos políticos y militares en que tomaron parte héroes o villanos de las guerras de Independencia, Reforma e Intervención, soslayando el trabajo de edificación social, cultural, moral y cívica que debió sen-tar las bases institucionales de un Estado secular, el cual por cierto comenzaba a perfilarse desde la última etapa del poder novohis-pano. ¿Era la simple conjunción de fuerzas políticas “progresistas”, englobadas en el concepto de liberalismo, una energía polivalente capaz de cimentar un nuevo orden institucional al mismo tiempo que demolía las estructuras del anterior? Aquí conviene detenerse a examinar el papel histórico que pudo haber jugado en semejante labor formativa la masonería, esa extraña empresa de fraternidad universal que asocia los ritos, atuendos y símbolos característicos de una orden de caballería con los impulsos reformistas, presen-tes desde la Ilustración, para fundar una nueva sociedad, desata-da de dogmas y prejuicios religiosos, que llevaría a legislar en pro de una serie de libertades, las de conciencia, culto y opinión desde luego, pero sobre todo las de propiedad y comercio.

¿Qué es la francmasonería o masonería? Según sus adeptos, un sistema de perfeccionamiento moral mediante la unión frater-nal de quienes se someten a un proceso de iniciación en profundos misterios; para sus enemigos, una temible secta de conspiradores que en diversos momentos se han conjurado para la toma del poder, atacando preferentemente los principios de la religión católica. Para la mayoría de los profanos representa, sin embargo, sólo “una ridí-cula y despreciable reunión de locos mansos que se entretienen y pasan el tiempo en hacer gestos extraños, movimientos irregulares y contorsiones extravagantes de que se burlan los genios festivos y

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ven con un desprecio desdeñoso los hombres de juicio”. Tal opinión lapidaria fue producida en 1830 nada menos que por alguien re-putado como prócer de la masonería mexicana, el ya citado doctor Mora, quien no obstante reconocía también que las “asociaciones puramente científicas y de beneficencia, lejos de causar perjuicio, son sumamente útiles a las ciencias, a la ilustración pública y a la humanidad doliente y afligida”.

Pero la masonería, esa orden ampliamente difundida en todo el mundo, que existe oficialmente desde hace cerca de tres siglos, no puede ser reducida a una simple caricatura de gestos rituales. Ha es-tado presente desde las etapas formativas de muchas naciones mo-dernas, entre ellas México, por lo que comprender sus propósitos, estrategias y modos de operación es esencial si se quiere descifrar, por ejemplo, el sentido histórico que pudo haber tenido la condición masónica de Juárez.

Los orígenes de la masonería especulativa se sitúan entre los siglos XVII y XVIII en el mundo anglosajón, cuna también del empi-rismo, el utilitarismo, la economía política y la revolución industrial, que se desarrollaban en la misma época más o menos, por lo que se impone como pertinente preguntar no sólo qué eran aquellas logias “simbólicas” sino para qué pudieron haber servido en esa porción del planeta dominada por fines de utilidad práctica. Se dice que en Esco-cia ciertos gremios de canteros o freemasons, que tallaban artística-mente las piedras de las iglesias góticas, comenzaron a admitir entre sus miembros a aristócratas y burgueses, quienes se avenían a seguir las rígidas reglas y prestaban el juramento de la agrupación. Refiere el autor masónico Lennhoff que en 1697, en la logia de Aberdeen, de 59 miembros sólo catorce eran operarios y el resto se componía de nobles, eclesiásticos, comerciantes, médicos, profesores, etcétera; otro tanto ocurría en la logia también escocesa de Haughfoot.

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Tal composición permite suponer que las primeras logias sim-bólicas, formalizadas en 1717, propiciaron la fraternidad entre gente de diversos estamentos, clases, oficios y profesiones. Si se tratara de vincular los bienes raíces de la exhausta nobleza terrateniente, el capital financiero y mercantil de la pujante burguesía y el trabajo organizado de los gremios artesanales, éste sería un ámbito privi-legiado de negociación. También parece haber servido para superar las diferencias políticas y religiosas que dividían a los británicos desde el siglo XVI. En fecha reciente, el científico y masón Robert Lomas se ha propuesto demostrar que en la fundación de la Royal Society de Londres puede rastrearse el plan masónico de un nove-lesco personaje, Robert Moray, quien habría convencido al rey in-glés Carlos II sobre la utilidad de unir a importantes científicos, en ese momento enfrentados por motivos políticos y religiosos, para aprovechar sus experimentos e invenciones en la guerra mercantil contra Holanda.

Unir lo diverso y aún lo opuesto para procurar el mutuo be-neficio parece haber sido la divisa de la masonería en sus princi-pios, cuando se propagó por gran parte de Europa y las colonias inglesas de América. Si fue un “colegio invisible” encargado de propagar el código moral de la nueva sociedad, autorrepresenta-da como moderna y progresista, hoy parece incomprensible la in-vocación de orígenes templarios y aún mucho más remotos. Pero la obtención de grados con títulos ostentosos, así como asumir el legado de un antiguo gremio de constructores, con sus rituales y misterios, debió ser muy atractivo para el orgullo de la burguesía en ascenso. Además, prestar juramento en el nombre del Supremo Arquitecto del Universo comprometía al iniciado a cumplir sus promesas, lo que sentaría las bases de un sistema internacional de crédito.

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La peculiar trayectoria de esta orden en México probable-mente obedezca a que se difundió como medio de penetración de intereses externos, fuesen borbonistas o napoleónicos, británicos o norteamericanos. La perversión que, en tiempos del presidente Gua-dalupe Victoria, hizo de las logias escocesas y yorkinas casi agen-cias consulares que, amparadas en el secreto, se confabulaban para intervenir abiertamente en política nacional, contribuyó al descré-dito de la masonería cosmopolita. Por ello, en 1825 nueve “herma-nos” desencantados de ambas cofradías fundaron el Rito Nacional Mexicano, que actuó sin reconocimiento internacional durante más de tres décadas y cuyos miembros, liberales “puros” en su mayo-ría, apoyaron el federalismo y las reformas liberales, tanto en los tiempos de Gómez Farías como en el Constituyente de 1857. Sólo durante la guerra de Tres Años, algunos colaboradores de Juárez fa-vorecieron la formación de otras logias con patente de alguna gran potencia extranjera, tal vez para contrarrestar las negociaciones de los clericales monarquistas en Europa. La masonería ha demostra-do ser, a través del tiempo, un eficaz instrumento de la diplomacia y el comercio exterior.

Por otra parte, la participación de las logias en el desarrollo de los sucesos políticos y militares de la Reforma y la Intervención no parece haber sido tan decisiva como algunos autores, masónicos o antimasónicos, han querido suponer. Quizás haya que rastrear las influencias de la masonería más bien en aspectos sociales y cultura-les: La formación de la juventud por colegios e institutos de ciencias y artes, muchos de ellos con internado; la transformación de esta-blecimientos de caridad en órganos de beneficencia pública; el cam-bio de sanatorios a cargo de religiosas por hospitales atendidos bajo principios científicos; la conversión de asilos en escuelas de artes y oficios; la proliferación de mutualidades para suplir a los antiguos

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gremios y cofradías; el triunfo, en fin, del concepto de filantropía laica sobre el de caridad religiosa.

Es en estas obras, que adquieren su fortaleza institucional desde el régimen juarista, donde se pone a prueba la pureza de Be-nito Juárez como símbolo del indio –es decir heredero de la legiti-midad americana– sublimado a la categoría universal de ciudadano por un ideario de fraternidad que lo impulsa a la cumbre del po-der en el nuevo Estado liberal. Una figura mítica, desde luego, pero consistente dentro del marco conceptual de la ideología en la cual se inscribe. A mediados del siglo XX, el Gran Maestro e historiador de la Gran Logia “Valle de México”, Luis J. Zalce y Rodríguez, sin-tetizaba esta visión racionalista ilustrada, cuando se refería al

gran masón Benito Juárez, excepcional edificador de una patria,

no un teorizante idealista ni un ritualista ortodoxo, [quien] por

sus actividades constructivas dio libertad a un pueblo que había

vivido encadenado por el fanatismo ancestral, característico de

las razas que se mezclaron en su formación, por la ignorancia […]

y en esa edificación, casi superhumana, Juárez reveló cuál puede

ser la resultante de la práctica de las virtudes fundamentales que

son la síntesis de los mandamientos de nuestra Orden: “amor

fraternal, socorro y verdad”.

En qué medida la textura moral de un personaje protagóni-co de nuestra historia pudo haber sido fraguada en alguna de es-tas “sociedades de ideas” –según las define Jean-Pierre Bastian–, es un asunto que merecería ser investigado con mayor profundidad. Quienes en política se definían como liberales “puros” solían perte-necer, entre la Reforma de Gómez Farías y el Constituyente de 1857, a la masonería. Más concretamente, al Rito Nacional Mexicano.

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Un indicio significativo de que Juárez supo ser fiel a este cuer-po de doctrina filosófica y ética es que, según se advierte en tes-timonios de quienes lo atendieron en sus últimos momentos, no requirió la presencia de un confesor que lo habría hecho abjurar de sus principios. Nacer como indio, vivir como liberal y morir como masón es una biografía que justifica las tres diversas purezas del hombre que se ha convertido en símbolo de una generación que se propuso transitar desde la Razón Universal en la Fe hacia la Fe en la Razón Universal.

10 RAZONES PARA ADMIRAR A BENITO JUÁREZ

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IO1. CREÍA QUE LA “respetabilidad del gobernante le venía de la

ley y de un recto proceder”. Por eso vivió con verdadera austeridad republicana.

2. Por haber modernizado a un país que vivía la dictadura de las mitras, los espadones y los condotieros. Restaurada la república, se consolidaron las instituciones, se estableció la división de poderes y se intentó, con resultados variables, que el país viviera en paz, bajo el amparo del federalismo.

3. Por haber secularizado la vida civil, limitado el enorme poder de la Iglesia católica y hacer que la república tomará el ritmo de los nuevos tiempos.

4. Por haber hecho una realidad el sistema democrático, a pesar de la cerrada oposición de las clases privilegiadas y, de manera muy especial, del poderoso grupo de presión eclesiástico.

5. Porque al consolidar la separación entre la Iglesia y el Estado, logró, como afirma Monsiváis, que ambas instancias cumplieran su deber material y espiritual. Con mucha razón, Manuel Gómez Morín decía que el Estado laico era conveniente para que la iglesia mayoritaria y las otras iglesias cumplieran su función espiritual y

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evitaran la tentación, demasiado frecuente, de intervenir en los te-rrenos del César.

6. Por haber sido víctima del odio reconcentrado de la caterva reac-cionaria. Se contaba que el santo obispo de León había visto caer un alma a los apretados infiernos el día en que murió Benito Juárez, el presidente laico de la república que, con frecuencia, cruzaba la gran plancha del zócalo para ir a la catedral.

7. Por haber despertado el entusiasmo de Victor Hugo y de Unamu-no por su labor civilizatoria y por el radicalismo inteligente de su pensamiento liberal y libertario. Su lucha contra la intervención del más bien adiestrado ejército del mundo y sus aliados locales, sus largas jornadas por selvas y desiertos llevando entre las manos la legitimidad de la república. Su carácter férreo que le permitió no darse por vencido ante el ataque de la clerigaya y del conservadu-rismo unidos en la farsa trágica del imperio sostenido por el apoyo militar de Napoleón el pequeño.

8. Por su formidable respuesta a la carta de Maximiliano: “Es dado al hombre, señor, atacar los derechos ajenos, apoderarse de los bie-nes, atentar contra la vida de los que defienden su nacionalidad, hacer de sus virtudes un crimen y de los vicios propios una virtud, pero hay una cosa que está fuera del alcance de la perversidad, y es el fallo tremendo de la historia”. Ahora, pasados tantos tiempos y presentes tantos polvos de aquellos lados, Juárez sigue teniendo la razón histórica y la república laica sigue viendo la mejor forma de convivencia pacífica y civilizada.

9. Por seguir ganando su batalla cultural ante los actuales Gutiérrez Estradas, Almontes, Miramones y Mejías, léase las derechas con-

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temporáneas, con la serenidad propia de su raza hecha de paciencia y de constancia.

10. Porque, después de tanto tiempo y de tantos avatares civiles, todavía estudiamos su pensamiento y damos distintas interpreta-ciones a sus teorías sociopolíticas. Por esta razón su legado vive y es un capitel. Nunca una lápida llena de frases famosas. Sobre ese capitel puede ser reconstruida la república y puede humanizarse la vida política.

Y por lo que dice Carlos Pellicer:

Sobria de barro indígena la verdad de tu vida

Tuvo niñez de espigas y maduró en maíz.

Ganaste tu destino por la oveja perdida

y les diste a los árboles una nueva raíz.

Yo vivo junto a un lago tu pobreza zurcida

y la mano del día que te dio su barniz.

La justicia en tus labios sus torres consolida

y tu solemnidad tiene un aire feliz.

Eres el Presidente vitalicio, a pesar de tanta noche lúgubre.

La República es mar

navegable y sereno

si el tiempo te consulta.

Y si una flor silvestre puedo dejarte ahora

es porque el pueblo siente que en su esperanza adulta

tu fe le dará cantos para esperar la aurora.

EL FALLO DE LA HISTORIA:JUÁREZ COMO SÍMBOLODE LA REFORMA SOCIAL

Ignacio Sosa

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A Luis Prieto

HOY VIVIMOS DÍAS DE CRISIS; en nuestra sociedad se advierten numerosos signos que expresan un sentimiento de extra-vío que requiere de una orientación cierta para sortear,

con éxito, el rumbo que la conduce al despeñadero. En estos días carecemos como colectividad del espíritu de confianza que anima a las sociedades bien constituidas, orgullosas de saber en qué consis-te su fortaleza. En los días que corren, existe un sentimiento genera-lizado de que nada más lejano de nuestra experiencia histórica que el sereno estado de ánimo de aquellos pueblos que considerando su experiencia y su tradición coinciden en la conveniencia de per-sistir en la misma senda. Hoy, como resultado de una concertación mediática para despertar, en el ánimo público, desconfianza en el pasado y temor en el porvenir, es necesario referirnos a la historia de la Reforma, por encontrarse en ella la obra de una generación en general y la de un hombre en particular, Juárez, que permite ras-trear el génesis de México como país independiente y como nación soberana.

Ya en tiempo de los antiguos griegos y romanos se discutía sobre la importante función que para la sociedad cumplían aque-llos que les habían dado leyes, aquellos que, en otras palabras, les habían permitido constituirse como unidad política capaz de impo-

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nerse a otros pueblos. Así, Cicerón en un ejercicio didáctico para ex-plicar las causas de la grandeza de Roma puso en boca de Escipión las siguientes palabras:

tengo averiguado, siento y afirmo que ninguna de todas las

Repúblicas que esa confianza puede ser comparada ni por su

constitución, ni por su sabia organización, ni por su férrea disciplina

con aquella que recibieron nuestros padres de sus antepasados, y a

su vez nos han trasmitido a nosotros (Cicerón p. 47).

En este pasaje, Escipión en seguida señala que Catón el Viejo

Solía decir que la constitución de nuestra sociedad aventajaba a

las de las otras ciudades, porque en ellas habían sido hombres

aislados y cada una de ellas había constituido la República

con sus propias leyes e instituciones (…) Nuestra constitución

[afirmaba Escipión] en cambio no era fruto del ingenio de uno

solo, sino de muchos; ni se consolidó en una generación, sino que

fue mudando a lo largo de los siglos y las generaciones. Decía

[Catón el Viejo] que no había existido ningún ingenio tan grande

a quien no se le escapara alguna cosa, y que ni siquiera todos los

ingenios del mundo reunidos en una sola persona podían tomar

tanta providencia en una sola edad, de considerar tantas cosas sin

la experiencia y la tradición.

La vida y obra de Juárez simbolizan un hito en la gran em-presa colectiva que ha significado constituir a México como país independiente y soberano. Esa vida y esa obra adquieren relieve al entender lo que significó en la construcción de una sociedad emergente, independiente. Por independencia no se entiende en

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estas líneas el proceso que terminó con el tutelaje de la monarquía española y sí al proceso que dio fin con un sistema que entroni-zaba la jerarquía, que promovía la desigualdad. Por constitución no se entiende, en estas palabras, el documento escrito sino el pro-ceso de construir y encauzar una sociedad sobre bases distintas a las tradicionales. El paso de la sociedad tal como es conocida por quienes la integran, la sociedad realmente existente, a una nueva sociedad alternativa, distinta, en la época de Juárez igual que en la nuestra, sólo puede darse a través de una profunda crisis, de un profundo cambio.

JUÁREZ, HÉROE SIN REPOSO

El destino de los héroes del altar patrio mexicano parece ser el de la antítesis del reposo; vivieron y murieron luchando y, ya muertos, se les invoca, como al Cid Campeador, para que participen en las batallas del presente. Unos los llaman a combatir cada vez que una causa se siente amenazada, otros les llaman a juicio cuando los he-rederos de los derrotados de ayer hoy se sienten con fuerza para ba-jarlos del pedestal o, al menos, reducir sus dimensiones históricas. En este contexto, la historia de los héroes viene a ser continuación de lo que fue su vida, es decir, lucha tras lucha aunque con una no-table diferencia ya que, en el caso de las batallas que a su nombre se dan en el presente, o de los juicios históricos a que se les somete, asimismo en el presente, sus partidarios y defensores puedan no combatir o argumentar con el vigor de los de antaño.

Atributo del héroe es que, pese a librar combates sin fin, po-drá ser derrotado en muchos pero en ninguno será vencido; en ello radica su grandeza desde los tiempos de Hércules. El héroe patrio

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menospreciado por sus enemigos y, en algunos casos, hasta por sus mismo aliados, tiene como atributo el confiar tanto en sí mismo como en su causa, convencido de que ésta, tarde o temprano, pre-valecerá y que, sin importar que en el horizonte surjan rayos que puedan destruirlo, el mañana, es decir la historia, pondrá las cosas en su lugar. En síntesis, atributo del héroe es el de conocer en vida que su causa y su obra trascenderán.

Si para los antiguos griegos el héroe se caracterizaba por su origen divino o semidivino, entre nosotros héroe es aquel que rea-liza grandes hazañas no con la ayuda de las divinidades, sino pese a ellas; el héroe en sociedades como las nuestras es aquel que por sí solo es capaz de llevar a cabo notables acciones. Nuestros héroes son aquellos que han forjado su propio destino. Otro rasgo que dis-tingue a nuestros héroes es la forma en que realizan sus hazañas y, en el caso que nos ocupa, Juárez las cumple con estricto apego a la ley. Un último rasgo del héroe, que las sociedades antiguas y mo-dernas comparten por igual, es el carácter representativo de éste; el imaginario se identifica con él, lo hace un símbolo de identidad.

Así Juárez. En Monterrey, el 28 de mayo de 1864, en un alto del éxodo al que fue obligado por la tenaz persecución de sus enemigos nacionales que, incapaces de derrotarlo, habían tenido que buscar aliados en el extranjero, reducidas las tropas que lo acompañaban y extenuadas por el asedio al que permanentemente se les sometía, se dio tiempo para responder la carta que le dirigiera Maximiliano para invitarlo a abandonar las armas y dialogar con él. En la misiva Juárez le contesta haciéndole un recuento de lo que había sido la po-sición del príncipe austriaco, de sus inconsistencias, de sus mudan-zas de opinión que habían ido de su renuencia a aceptar el trono si no todos los mexicanos estaban de acuerdo, hasta aceptarlo pese a la evidente resistencia de la mayoría de la población y, en líneas en

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las que contrasta la urgencia que le imponía la circunstancia con la serenidad de pensar en el porvenir, le escribe:

Tengo necesidad de concluir por falta de tiempo y agregaré sólo una

observación. Es dado al hombre, señor, atacar los derechos ajenos,

apoderarse de sus bienes, atentar contra la vida de los que defienden

su nacionalidad, hacer de sus virtudes un crimen, y de los vicios

propios una virtud; pero hay una cosa que está fuera del alcance de

la perversidad, y es el fallo tremendo de la historia. Ella nos juzgará.

Juárez, al escribir estas palabras, tenía clara conciencia de lo justo de su causa; ésta podría ser derrotada temporalmente y sus defensores serían asesinados y sus familias serían despojadas de sus bienes. Tal ambiente de tragedia se había formado desde antes de su éxodo y se había fortalecido durante éste. Juárez había visto la forma en la que desde la prensa y el púlpito se velaban los intereses que estaban detrás de la monarquía, así como los propios del aven-turero austriaco; el editorial mendaz y el sermón fariseo se herma-naban en el común intento de justificar el vicio como virtud pero, al final, Juárez estaba convencido de ello, la historia mostraría la falsedad de los argumentos utilizados en su contra y su fallo sería, como efectivamente lo fue, tremendo.

Acostumbrados a la acepción familiar de “tremendo” que mu-chas madres aplican a sus hijos traviesos, es necesario recuperar su sentido original. Tremendo, en Juárez, significa lo digno de respe-to y reverencia, aquello que es, a la vez, terrible y formidable. Esta acepción muestra que un fallo de tal naturaleza no pertenece al mis-mo género, no guarda relación con el juicio pretendidamente “des-apasionado” vigente en el mundo en el que impera la convención de lo políticamente correcto.

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¿Cuáles son los criterios en los que se basa el juicio de la his-toria, cuáles los procedimientos que sigue? ¿Cuál ha sido el fallo de la historia? Las primeras preguntas son más difíciles de con-testar que la tercera porque no obedecen a un código escrito que pueda ser consultado. Es obvio que los criterios obedecen más a intereses políticos que pretenden conformar una identidad colec-tiva, que a planteamientos teóricos sobre lo verdadero y lo falso en la historia.

Los intentos que la academia ha realizado en casi siglo y me-dio para explicar el conflicto que vivió el país durante la Reforma, así como la continuación de ésta durante la Intervención, ha demos-trado que situar a los contendientes en un mismo nivel no significa que el esfuerzo por alcanzar la objetividad signifique equiparar el error con la mentira. El primero es resultado de un juicio equivoca-do; la segunda, en cambio, tiene una connotación moral, es resul-tado de una inocultable intención de engaño. El fallo de la historia si bien comprende el error, castiga la mentira, ya que ésta persigue desnaturalizar los valores, las creencias, las emociones de aquellos que se sacrificaron por el nacimiento de un país en el que prevale-ciera la opinión libre y no el dogma, teóricamente infalible.

El fallo, además, permitió la creación de un mito para el nue-vo país que surgió de la Reforma. La sociedad surgida de ésta es la nuestra y, como cualquier otra, requirió de un mito fundacional que, como cualquier mito, se pierde en la noche de los tiempos.

JUÁREZ Y EL FALLO DE LA HISTORIA

Quien, como Juárez, se remite al juicio de la historia revela su vi-sión de trascendencia distinta a la religiosa. La primera se realiza

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en el reino de la memoria colectiva y tiene como meta ser recorda-do como un ejemplo siempre presente, mientras la segunda ocurre en un escenario ultramundano. El fallo de la historia convirtió a Juárez en un referente moral, en un paradigma de comportamiento político que se aplica en tres dimensiones de la historia. La primera, relativa al significado de Reforma como el derecho de la sociedad y del individuo a autoconstituirse con base en el ejercicio libre de la razón, al margen de dogmas. La segunda dimensión se produce en el plano internacional y se expresa en el derecho a la autodetermi-nación de las naciones. La tercera se refiere al derecho de los indi-viduos a abandonar la servidumbre y abrazar la ciudadanía como forma de vida. Y la cuarta: la conclusión del fallo confirma el dere-cho que tenemos los mexicanos de contar con gobernantes que sean, a la vez, ciudadanos probos y eficaces administradores.

Aunque distinguidos maestros de nuestros igualmente dis-tinguidos maestros señalaron que la tarea del historiador no es la de erigirse en juez en el tribunal de la historia, ni sentar en el ban-quillo de los acusados a los hombres de otra época, y este consejo si bien es seguido por la mayoría de los historiadores profesionales, en los hechos la historia, que no es patrimonio del gremio de his-toriadores y sí de la memoria colectiva, opera en sentido contrario, es decir, la historia opera efectivamente como tribunal y condena a unos al olvido, al exilio de la memoria colectiva, mientras que a otros los hace objeto de culto renovado, es decir, de la gloria que significa el hecho de que a éstos cada nueva generación los hace parte de su propia vida.

Juárez representó a toda una generación; él fue la expresión de un grupo que compartía la visión de un México por nacer. Ocampo, Degollado, Lerdo, Prieto, Ramírez, entro otros muchos, representa-ban las ideas, las armas y la voluntad de transformar al país. Los

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historiadores han visto en todos ellos la explicación que, a manera de síntesis, es personificada por la personalidad que las reúne a todas ellas; unos era más arrojados que otros; éste tenía más pre-ocupaciones que aquél; sin embargo, quien tenía la responsabilidad constitucional, quien la encarnó, fue Juárez y, por ello, se convirtió en el símbolo que sintetiza a la generación de la Reforma.

En la era de las dictaduras y los cesarismos, Juárez fue visto por Emilio Rabasa como dictador democrático; hubo quien lo ani-malizó, por ejemplo Ireneo Paz, quien lo llamó “presidente garra-pata”; Justo Sierra, por su parte, lo denominó “la única semilla del futuro orden constitucional”; mientras que para don Andrés Mo-lina Enríquez, Juárez fue quien estableció el primer gobierno pro-pio y formal de los mestizos. Como vemos, los gobiernos de Juárez fueron interpretados como un hiato entre la dictadura perpetua de Santa Anna, dictadura del agrado de los mochos, y la dictadura mo-dernizadora, justificada en nombre del progreso, de Porfirio Díaz. Bulnes, en su conocido texto, El verdadero Juárez, escribió:

La responsabilidad de Juárez ante su partido, fue decidirse a

oprimirlo, diezmarlo por hecatombes, degradarlo por corrupción

y a emprender su exterminio cuando este partido creyente sincero

en las instituciones democráticas resistía a las reelecciones de

Juárez, que sólo justificaba una desenfrenada ambición personal.

Juárez no se preocupó de convencer a su partido de que la

democracia era imposible, de que sólo una dictadura enérgica,

honrada, inteligente y temporal podía salvar a la nación.

Ya bien entrado el siglo XX, que se debatió en buena parte en-tre distintos tipos de dictaduras, desde las totalitarias de derecha y de izquierda hasta la que un notable escritor de cepa conservadora

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denominó la dictadura perfecta. En el siglo pasado Juárez fue cali-ficado por Brading como el “Leviatán mexicano”, y como patriota ejemplar, por Roeder, quien recordó que a la muerte de Juárez: “El fallo de la opinión extranjera fue tan parcial como el de sus compa-triotas, reflejándolo con rayos ora de esplendor, ora de reprobación”, y señala que los franceses dijeron:

Nos enseñó cómo vencer, cómo expulsar al extranjero, cómo

castigar al usurpador; no hemos aprovechado la lección pero

debemos respetar al hombre que nos la dio (…) Fue aquel indio,

aquel hombre de leyes, quien asestó el primer golpe a la fortuna

insolente del hombre de diciembre, y las balas que mataron

a Maximiliano en Querétaro, penetrando el pecho imperial,

acabaron con el prestigio del cesarismo, que cogió a Francia en los

lazos del golpe de Estado. Al entregar su espada al rey de Prusia

en Sedán, el Emperador no tenía más que fragmento que darle:

Juárez la había roto.

Ya en nuestra etapa de transición a la democracia, y para es-tar a tono con los valores que ahora también la derecha dice profe-sar, se analiza a Juárez como hombre que violentó la Constitución y cuyo ejercicio como Presidente de la República fue mediante pode-res metaconstitucionales.

En este breve abanico de críticos y admiradores se manifies-tan las posturas básicas que tienen que ver tanto con la visión de nuestro personaje como con la visión del país. En Juárez, como su-cede con los grandes personajes de la historia, los rasgos biográfi-cos y las características nacionales se mezclan y se confunden.

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EL DERECHO DE LA SOCIEDAD A CONSTITUIRSE COMO NACIÓN

INDEPENDIENTE EN LO POLÍTICO Y LIBRE EN LO MORAL

En nuestro país, cosa sabida, el problema no ha sido el de redactar leyes, ni de jurar constituciones; el problema ha sido el de cum-plir unas y otras, el problema ha sido que los gobernantes conside-ran que es de observancia obligatoria para todos excepto para ellos. Constituciones hubo como la de Cádiz y la de 1824, así como otras leyes que sin llevar este nombre tuvieron el mismo propósito, pero una vez aprobadas no se observaron y no, como se quiere hacer creer, por falta de voluntad del pueblo para obedecerlas, sino por la aviesa voluntad de las autoridades de burlarlas en beneficio propio.

La cultura política de los “mochos” se expresó en un doble discurso. Por una parte, se decían defensores de la ley en un pro-fundo desprecio de la ley y, por otra, una práctica que amparada en argumentos tradicionales encontraba excusas para no respetarla, desde que ésta era inaplicable porque estaba basada en principios o costumbres no compatibles con nuestro pueblo; ley inaplicable porque existían privilegios de carácter corporativo. Ni una palabra sobre el Estado de derecho.

En el respeto a la ley radica la grandeza de Juárez. Fue el pri-mer gobernante en el que coincidieron la moral pública y la moral privada, el primer civil que sometió a la doble espada del corporati-vismo militar y eclesiástico. El presidente Juárez representó la fuer-za de la ley que establecía la igualdad, frente a quienes sostenían el privilegio basados en la tradición.

Juárez fue el primero que cumplió a rajatabla con la obser-vancia de la ley y, con su ejemplo, la sociedad comprendió que una Constitución no es un documento a modo redactado por un pe-queño grupo para imponer al resto de la sociedad sus valores, sus

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creencias y sus intereses. Las constituciones, hasta la de 1857, fue-ron documentos que tenían la intención de imponer la visión de una parte de la sociedad a la totalidad de la misma. Con la Consti-tución de 1857 y con las posteriores Leyes de Reforma se rompió el círculo vicioso que explica la serie de documentos como las men-cionadas Bases y Leyes Constitucionales de la república mexicana (1836); las Bases Orgánicas de la república mexicana (1843) y, ya en 1847, el Acta constitutiva y de reforma. El momento más álgido lo representa aquel en que el territorio mexicano fue disputado por dos gobiernos y cada uno manejó su propia ley fundamental; la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos (1857) y el Estatuto Provisional del Imperio Mexicano. En síntesis, Juárez es el creador del Estado de derecho y éste significa un orden social justo, no uno que justifica los privilegios.

EL DERECHO DE CONSTITUIRSE COMO NACIÓN INDEPENDIENTE, ES DECIR, DE AUTOGOBERNARSE

El proyecto napoleónico de crear un imperio latino, opuesto al anglosajón, triunfó en Vietnam, Laos, Camboya, Argelia, mien-tras en México fracasó ante todo por la granítica resistencia de Juárez y sus correligionarios. Los detractores de Juárez, tenaces en su odio, pese a la opinión ya recogida por Roeder, intentaron reducir su grandiosa dimensión histórica y convertirla en una pe-queña figura protegida bajo el alero estadounidense. Interpreta-ción tal, sólo se explica por el indudable complejo de inferioridad de quienes así piensan, ya que con ello demuestran su calidad de siervos incapaces de reconocer la fuerza que acompaña a los ciu-dadanos libres.

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Los países antes citados tuvieron que esperar hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial para poder ser naciones independien-tes, y lo hicieron mediante una gesta heroica que maravilló al mun-do. Sin la defensa de Juárez, el imperio francés hubiera añadido la joya mexicana a su corona.

En esta dimensión, como en las otras ya mencionadas, los juicios sobre Juárez se polarizan; su figura no puede ser entendi-da como figura de transición entre un orden caduco y un nuevo orden. Por el contrario, sus acciones fueron entendidas como par-teaguas, como violenta ruptura que marca el fin de una era y da lugar al surgimiento de una etapa en la que aparece, por fin, un México independiente en el que emergerá una nueva sociedad, es decir, la nacional.

El fallo de la historia estableció que Juárez señala el hito que divide el México que aceptó la servidumbre en nombre de la civili-zación, del México que trató como delincuentes a quienes, en el país y en el extranjero, consideraron que sus leyes podían ser burladas impunemente. En este contexto no deja de ser absurda la pretensión que justifica la intervención de un país sobre otro, que lleva la gue-rra en nombre de la paz, el caos en nombre del orden y la destruc-ción de una sociedad y de su Estado en nombre de la civilización. Para quienes se autonombran civilizados, bárbaro es aquel que resis-te con base en el derecho, a la fuerza del crimen organizado. Bárbaro fue nombrado por quienes callaron los crímenes cometidos con base en el decreto del 2 de octubre mediante el cual se fusiló a cientos de mexicanos por ejercer el derecho de defender su tierra y su fami-lia; bárbaro le llamaron aquellas sociedades que condecoraban como héroes a quienes realizaban crímenes y actos de rapiña en nombre de los imperios francés y austriaco, mientras trataban como crimi-nales, bandidos y sediciosos a quienes apelaban al derecho.

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Una vez pasado el optimismo inicial de los criollos que pen-saban que, ya alcanzada la independencia, México tendría un destino grandioso, el tópico que le sucedió fue el de un desastre anunciado. El país se desintegraría y sería consumido por las lu-chas incesantes y por la voracidad de su poderoso y temible veci-no que ya le había arrancado más de la mitad del territorio. Para eludir tan trágico vaticinio la nación se dividió en dos grupos; uno, el que confundía el privilegio del fuero eclesiástico y militar con el bienestar general; otro, el que impulsaba un cambio que li-brara al país de las cadenas de la servidumbre social y moral. La polarización se producía en función de considerar a México como un país independiente o a México como un país cuya sociedad re-quería de permanente tutelaje.

Aquellos herederos ideológicos de quienes combatieron a Juárez en vida por haber creado el Estado laico, lo han enjuiciado y condenado en dos tribunales. En el de la fe, en el del dogma re-novado de la vieja inquisición que considera como crimen el ejer-cicio de la opinión, y en el de una historia de traición a la patria. Paradójico asunto que quienes entregaron el país a un príncipe extranjero, que quienes no reconocieron otra autoridad que la que se asienta en Roma, que quienes defendieron la intolerancia y se declararon enemigos de la ilustración condenen a un hombre de profundas convicciones que distinguió la religión del uso político que la Iglesia hacía de ella y que consideró que la moral pública, como la consideraba Mora, comprendía la responsabilidad civil del delito y éste no podía reducirse, como era costumbre, al ámbi-to del pecado.

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EL SURGIMIENTO DEL CIUDADANO: LA MORAL PÚBLICA

DEL CIUDADANO

En una sociedad tan profundamente religiosa como lo fue durante la mayor parte del siglo XIX mexicano, aunque debe señalarse que los juaristas distinguían entre religión e idolatría, así como distin-guían la religión de la moral pública, puede decirse que el modelo de conducta de Juárez tiene una profunda raíz cívica que se encon-traba presente en el tipo de ciudadano que tanto valoró el imperio romano. Las virtudes que en esa época se promovían entre los ad-ministradores del imperio eran la clemencia, es decir, la virtud que modera el rigor de la justicia; la disciplina, o sea, la obediencia a las leyes y a los ordenamientos; la gravedad, que es compostura y cir-cunspección, tanto en las palabras como en las acciones; la constan-cia, igual a firmeza y perseverancia en el ánimo, en las resoluciones y en los propósitos; la industria, que no es otra cosa que lo que ac-tualmente llamamos eficiencia y know how, es decir, la destreza o artificio para hacer una cosa y, por último, la frugalidad, que sig-nifica templanza y moderación en la comida y en la vida. No resul-ta sorprendente que las virtudes romanas de los hombres públicos fueran incorporadas al ideario cristiano en sus cuatro virtudes car-dinales o, lo que es lo mismo, virtudes para la acción.

En la historiografía a favor o en contra de Juárez pueden en-contrarse múltiples referencias a su personalidad, pero en ellas, de una u otra manera, aparecen de múltiples formas la disciplina, la constancia, la industria, la frugalidad, virtudes que le permitieron llevar con notable dignidad los inconvenientes y los obstáculos a los que se tuvo que enfrentar. Una palabra sobre la clemencia que le fue solicitada con ocasión del juicio a que fue sometido Maximilia-no: ¿Podía moderarse el rigor de la justicia a quien había autoriza-

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do el infame decreto mediante el cual fueron ejecutados, vale decir asesinados, los mexicanos sorprendidos con las armas en la mano para la defensa de su país?

Estas fueron las cualidades que demostró como político y como ciudadano. Juárez y los exiliados en los Estados Unidos tu-vieron que laborar como artesanos para sobrevivir; don Benito, por ejemplo, fue forjador de tabaco en Nueva Orleans y mostró que la dignidad consiste en el respeto a sí mismo que se expresa en la for-ma de trabajar para ganarse el pan que se lleva a la boca. ¡Qué lec-ción! Qué distancia la que existe entre el ejemplo moral de aquel que, por razones políticas, realizó lo que ahora por razones socia-les hacen millones de mexicanos y la de varios políticos actuales para quienes los Estados Unidos sólo representan la oportunidad de disfrutar el consumo, expresión farisea del sueño americano que confunden con el poseer magníficas residencias en lujosos condo-minios o en peliculescas marinas.

EL DERECHO DEL PUEBLO A CONTAR CON UN GOBERNANTE EFICAZ Y PROBO

En la hagiografía juarista aparece como un motivo extraordinario su origen, no sólo humilde, sino indígena. En esta versión se deja de ver una cierta visión racista, colonialista y paternalista; se le admira por su capacidad mimética, así como por haber mostrado, ante los rigores de la adversidad, un estoicismo al que se asocia la capaci-dad de sufrimiento de la raza indígena. Esta visión, en mi mestiza opinión, lo empobrece, lo reduce como símbolo pues se le atribuye como virtud lo que es la característica principal de la sociedad mes-tiza, es decir, el arribismo.

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Si bien el ser indio lo destaca, ello no es excepcional en un país como el nuestro. Indio fue la bestia negra de nuestra historia, Victoriano Huerta; indio fue otro contemporáneo que lo combatió militarmente desde las filas del conservadurismo, Mejía. Indio fue su aliado y rival y, como él, presidente de la república, don Porfirio Díaz. Indio también, Ignacio Altamirano; la lista puede enriquecer-se pero con esos nombres queda claro que el ser indio y ocupar los primeros planos de la política, sólo para una visión racista puede ser algo digno de destacar.

Juárez no es admirable por eso, sino porque, como Morelos, creyó en las leyes, las respetó, las hizo valer; en él triunfó la con-vicción cívica sobre la moral religiosa; Juárez representó al primer ciudadano cuyos valores, creencias y principios representan la mo-ral cívica, la que no se arredra ante los obstáculos, la que si bien derrotada muchas veces nunca es vencida. De la firmeza en tales convicciones surge la admiración por Juárez, que fue reconocido y valorado por Maximiliano, mientras que éste, de acuerdo con los testimonios, no provocó ningún sentimiento equivalente en aquél. Fue visto por sus contemporáneos, liberales, en los Estados Unidos y, socialistas, en Europa, como un símbolo, no por su origen étnico sino por lo que representa para el mundo moderno.

BENITO JUÁREZ: CUANDO LA PERFECCIÓN HACE DAÑO

Edmundo González Llaca

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IOSIEMPRE HE TENIDO LA DUDA si Benito Juárez fue primero bronce

y mármol, o carne y hueso; si primero fue estampita de traba-jo escolar o persona; si lo primero que dijo fue “El respeto al

derecho ajeno es la paz”, o mamá o tío, obviamente en zapoteco. Si cuando andaba cuidando a las ovejas se mantenía tan bien peinado; si cuando platicaba con alguien lo veía a los ojos o si siempre se la pasó hablando y al mismo tiempo apuntando con el índice al hori-zonte. En otras palabras, siempre me ha quedado la duda si Benito Juárez fue realmente un ser humano.

Tampoco he logrado explicarme por qué Juárez nunca apa-rece con siquiera una mirada de satisfacción en algún recorrido triunfal o en una foto del recuerdo, cuando es de los pocos héroes de nuestra historia cuyas gestas tienen un final feliz. La gran ma-yoría luchó denodadamente por la patria, pero por equis o zeta razones nunca vieron culminado su esfuerzo. Juárez tuvo ese pri-vilegio y no he visto una fotografía suya, ya no digamos soltando una carcajada, ni siquiera una sonrisita enigmática al estilo de la Gioconda. Al menos un gesto de alegría, de complicidad, que de-notara ese sentimiento tan mexicano: “me los fregué”. Ni cuando triunfó la república.

Ciertamente en aquella época tomarse una fotografía era un momento solemne y reírse hubiera parecido una impertinencia no acorde con la trascendencia que imponía la luz cegadora que acom-

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pañaba al clic de las cámaras de entonces. Sólo conozco una foto en la que Juárez parece un mexicano más, como uno de nosotros. Está tomada en Nueva Orleans; el Benemérito se encuentra sentado en medio de un grupo de personas y está jugando algo. Emilio Cár-denas me dice que “tute”, un juego de mesa de aquellos tiempos; otros me dicen que dominó. No sé, pero de seguro le habían ahor-cado la mula de seises o una desgracia parecida, pues está con el rostro descompuesto y, algo increíble, despeinado. Un mechón desordenado le cae en la frente. Esta es la única imagen de un Juá-rez desconocido, del héroe siempre perfecto en su atuendo y en su orden personal.

¿Pero cuál sería la preocupación para reflexionar sobre la se-riedad de tiempo completo de Juárez y su divorcio con la risa? Uno de los grandes beneficios de la historia es provocar en el pueblo la idea de emular a sus próceres. Resulta difícil estimular la imita-ción si el ilustre oaxaqueño se proyecta como un ser humano para el que son prácticamente desconocidos los gestos y las reacciones del común de los mortales. Juárez es la conciencia del país, impe-cable e implacable, objeto de veneración y respeto, pero muy lejano a espuelear la imaginación del común de la gente para ir tras sus huellas. Es una especie de Yahvé zapoteco, que nos persigue con su dedo flamígero al mismo tiempo que nos grita apotegmas. Dan ga-nas de conmemorarlo, pero que nunca se salga de la agenda cívica.

Tal vez el responsable de esta imagen del Juárez inaccesi-ble e inalcanzable fue el fotógrafo oficial. Todos conocemos esa imagen, un Juárez con el pelo engominado, de quien no sabe de menjurjes y se pone dos poquitos, o del que, consciente de sus ca-racterísticas étnicas, sabe de las jugarretas de la hirsuta pelambre. En la foto se observa que la piel es apenas la necesaria para cubrir el hueso; nada sobra, nada cuelga. La frente despejada, el entrece-

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jo sin arrugas; cara forjada para no darle mucho trabajo a los es-cultores de monumentos.

Las mandíbulas apretadas del hombre acostumbrado al ejerci-cio permanente del control personal; los labios cerrados de quien está más acostumbrado a hablar consigo mismo que con el exterior. Los párpados levemente hinchados, dejan a los ojos en calidad de ren-dijas y le dan al rostro un aire oriental e inaccesible. Sus apologistas dicen que tiene la mirada segura, yo la observo doliente. No tiene la mirada transparente y nostálgica del que sueña. No es la seguridad positiva del autosuficiente, sino del que está decidido a todo, cons-ciente del sacrificio. La firmeza trágica que da la mezcla de la convic-ción en el destino y la abnegación.

Obviamente en toda la cara de Juárez no se observa ningún espacio donde podamos descubrir que el sentimiento o la alegría hayan dictado al menos un renglón. La risa es flexibilidad, disten-sión, pérdida de control; su arquitectura es ondulante, la que está divorciada de la rigidez petrificada del rostro del caudillo de la Reforma.

En la famosa foto aparece con el traje negro y la camisa blanca almidonada; no es un indio endomingado, pues no hay ningún gui-ño de presunción. Es la vestimenta obligada para quien cumple tan altas funciones; se acepta pero no se presume. No tiene el aire del catrín, más bien del que sabe de sus orígenes y acepta el disfraz de la investidura. La corbata de moño le da a la imagen un aspecto de aún mayor seriedad, pero también algo de provinciano, para quien la elegancia es sólo una variable de la disciplina y la penitencia.

La bandera mexicana le cruza el pecho y la leontina, esa pe-queña cadena corta de la que cuelga el reloj en el chaleco, es el único adorno. En Juárez todo es rígido, formal, propio, institu-cional, inflexible, puntual. Ayuno de todo sentimiento y espon-

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taneidad. No en balde hasta Margarita Maza en la intimidad le llamaba: “Señor Juárez”.

Obviamente carecía de sentido del humor. Se dice que en una ocasión Juárez le ofreció a Melchor Ocampo un puro, al pa-recer después de estar en Nueva Orleans le quedó la costumbre de fumarse uno de vez en cuando, pues vivió de enroscarlos en esa ciudad. Ocampo vio el puro y en tono de broma le dijo: “No, señor, gracias, por aquello de que indio que fuma puro, ladrón seguro”. Juárez, más serio que Maximiliano ante el pelotón de fu-silamiento, le replicó: “En cuanto a lo de indio, no lo puedo negar, pero en lo segundo, no estoy conforme”.

El fracaso del chistorete del creador de la epístola nos hizo quedarnos sin saber si alguien le conoció los dientes a Juárez y no solamente su dentista pues, según se dice, Ocampo se deshizo en disculpas y Juárez ya no le dijo nada.

Pero regresemos al tema, queremos saber por qué Juárez no reía; es más, nos gustaría que lo hubiera hecho, porque es uno de los atributos más humanos, lo que eliminaría un poco la distancia entre él y nosotros. Estoy seguro de que nos sentiríamos más ca-paces de imitarlo. Ya le echamos la culpa al fotógrafo, que ya mu-rió y no nos puede replicar. Ahora podemos responsabilizar de esa distancia entre Juárez y el pueblo a los historiadores. Bien sabemos que estos profesionistas se la pasan revisando documentos antiquí-simos y haciendo pruebas del carbono catorce, lo que hace que no les dé tiempo para leer los periódicos del día, y eso nos garantiza cierta impunidad.

Los historiadores nos transmitieron una imagen perfecta e in-objetable de Juárez. Toda proporción guardada, ni Cristo ha sido descrito con tal grado de perfección, pues hasta a Él se le reconocen dudas y tentaciones, lo que no ocurre con el de Guelatao. Los mexi-

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canos contamos con un héroe no apto para una película en technico-lor, sino para rollos blanco y negro, porque así lo marcaron nuestros historiadores oficiales. Obviamente lo blanco encarnado por Juárez, que significa: lo heroico, la impasibilidad, la abnegación y el patrio-tismo. Lo negro, que son: los enemigos, los transas, los críticos, los inmorales, los vendepatrias.

Los historiadores oficiales, influidos por la cultura “tupperwe-re” (¿así se escribe?), crearon la imagen de un héroe hermético, sin fisuras, protegido contra el virus de la debilidad y los claroscuros de la condición humana. Esto no funciona ni es creíble: el bicente-nario de su nacimiento representa una oportunidad para revisar la historia.

PRINCIPIO PARA UN CANTOA JUÁREZ

Rubén Bonifaz Nuño

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I

SI UNA MIRADA hubiera recorridoparte por parte, lentamentepor años y años y por años

nuestro lugar del mundo,

esa mirada hubiera visto la roturala raíz carcomida, el pueblo cojo:santos de guerra, al frentede furiosos ejércitos de harapos.

Después, las libertades traicionadas;el hambre eterna de los hombres:las sanguijuelasmedrando, enriqueciéndoseen los sepulcros de los grandes señores:Miguel Hidalgo, fusilado;Guerrero, Allende, Mina, fusilados;la libertad, los ríos, la tierra, fusilados.

Después, las fiestas de las ratas;santanas, iturbides, calabozos;

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las carrozas, el oro de los trajes robados;y la tierra vendida,la república inválida, sin brazos,bajo un lívido cielo mutilada.Y procesiones resignadas de mendigos,y palos, sombras, látigos.

Pero también hubiera visto entoncesque en Jalisco, en Oaxaca,en Veracruz, en Guanajuato, a medianochevigilaban los hombres.En los montes, guardianes de rebaños;en pobres casas, constructoresde palabras y leyes; fundadores de espadas.

Y que dentro de ellosgrandes madres atónitas paríanotros hombres,y en ellos otros hombres, y relámpagos,interminables lluvias,y surcos, fábricas, justicia.

Y eran todos un pueblo despertando,y eran los héroes todos, en la horadel nacimiento verdadero;la hora en que los hombresabren los ojos asombrados, mirany saben que son hombres:que algo, a lo que ellos sirven, los construye.

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Algo que ellos construyencomo la piedra del templo,como los hilos a las velas del navío.

Y eran también las madres de los héroes,los nietos de los héroes,la tierra de los héroes levantada y futura en cada uno.Era la patria encaminadadebajo de la ropa de los héroes.

II

Nació en San Pablo Guelataoel 21 de marzo de 1806.Sus padres fueron Marcelino Juárezy Brígida García.Muy temprano quedó huérfano y solo.

Fue la necesidad entonces quien le hizo la razón. Fue la pobrezaquien le mostró su parentescocon la tierra triste que pisaba.La soledad en que vivíale enseñó la costumbre del silencio.

Pero el zumbido de su sangrele hablaba de los hombrescomo si todos fueran cosa suya.

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Y quiso voz su sangre,quiso decir, comunicar sus pasos,y halló palabras sólidas y claras.En bestias dulces, débiles, su instintode pastor ejerció; tendió sus manossobre rebaños pobres.En ese manso amor se preparaba para el oficio de salvar.

Fue a la ciudad más tarde.Comió el pan trabajando humildemente.

Así adquirió las herramientasque son capaces de fundar al hombre…

Se volvió grande poco a poco.

Muy dentro, lo agitabanuna antorcha en embrión, el filode una espada desnuda,el ansia extensa de una paz extensa,y una fuerza pura incontenible,y una pasión frenada,y una esperanza justa, y la concienciade un pueblo desencadenado.

Se volvió grande y fuerte y doloroso.

Tomó sobre su espalda quietael oscuro pasado y la esperanza,

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los convirtió en deber, y de tal modo armadoresistió la traición, salvó el orgullo,combatió al extranjero,y fue ley y bandera,y cauce de la patria que nacía.

III

Para hablar a tu alturadebo saber quién soy; para saberlodebo saber quién eres.Para saber quién eres, en mi bocahe de tomar la boca de los pobres;he de sentir mi corazón cercadopor las costillas de los pobres;poblado el corazón con la amargura,con las humillaciones de los pobres;claro por el orgullo en compañía,tiernopor el pan compartido de los pobres;recorrido y suspensopor la corriente desatadaque, en su tiempo y lugar, la sangre librede los pobres engendrara.

Y sabré que el orgulloy el pan, la libertad en llamas,nos vienen de tu nombre,desde los cuatro rumbos cardinales.

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Que aquí estás, donde somos,y estás en el lugar a donde vamos;que eres lo que tenemos,que somos ricos al tenerte.

El pan, la sangre y el orgullovienen de entre nosotros, de tu nombre, a cantarnosque estás aquí, salvándonos, viviendo.Que por ti somos, que vivimosde ti, que recibimos de ti, justificados,héroes y santos puros,y solemnes abuelos.Eres lo de nosotros para siempre.Juárez, pastor, hermano grande;pariente generoso, alas abiertas, protectoras.

IV

Así como nombramos la semillahablamos ya del árbol, y decimosretorcidos arroyos de raíces,torre de tronco, inatacable, júbilodel follaje con frutos,

así como al nombrar a Juárez con su nombredecimos territorios, mares,aire, torrentes, montañas con nubes;nombramos hombres y mujeres;en su nombre agrupamos nuestras casas,

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nuestros talleres, nuestros campos;nombramos, al nombrarlo, las mañanas,y los fértiles días y las noches;y decimos pasado justo,y futuro, y presente.

Así nombramos, al nombrarlo, el nudoque hace unidad de todo lo nombrado, y lo afirma.Amigos, gentes de mi tierra:decimos Juárez y nombramos la patria.Al través de su nombre nos sentimosresponsables, reunidos, sustentados por dentro:en medio de su nombre que nos llenacomo una luz de piedra respirable.

V

La boca de los pobres he tomadopara decir quién eres tú. La bocade los oficinistas, los poetas,los sembradores, los obreros, los astrónomos.

Por tu memoria, hallan las manosde los hombres razón, lugar y tiempo;son nuestros el fulgor de esta simiente, de este trabajo comenzado,de esta tierra sembrada.

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JUÁ

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BICENTEN

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Tu herencia no es reposo en la riqueza,ni soledad, ni sólo sueño;tu herencia son los solidarios brazosen libertad, las cosas que fundamos,el camino que hacemos.Tu herencia es el sentido y el orden de las cosas,la libertad de proseguir, el pesode vivir como hombres.

Todo está bien, lo tuyo.En su lugar el aire,en su cauce la fuerza de las aguasen su lugar el fuego, la tierra, las raíces.Como encima de piedra,bien cimentado el mundo que dejaste.

ÍNDICE

PREFACIO, Hugo Gutiérrez V. 9

JUÁREZ: LA SOSPECHA Y LOS SÍMBOLOS 13

Alexander Naime

LA ESCALERA DEL DESEO 29

Augusto Isla

JUÁREZ, FUNDADOR DE UN ESTADO LAICO 47

Patricia Galeana

EN EL BICENTENARIO DEL NACIMIENTO DE BENITO JUÁREZ 69

Carlos Monsiváis

BENITO JUÁREZ, HOMBRE O MITO 85

Antonia Pi Suñer Llorens

JUÁREZ, PLUTARCO Y EL ARTE DE LA BIOGRAFÍA 97

David Huerta

JUÁREZ: INDIO, LIBERAL Y MASÓN 107

Alfonso Sánchez Arteche

10 RAZONES PARA ADMIRAR A BENITO JUÁREZ 119

Hugo Gutiérrez Vega

EL FALLO DE LA HISTORIA: JUÁREZ COMO SÍMBOLO

DE LA REFORMA SOCIAL 125

Ignacio Sosa

BENITO JUÁREZ: CUANDO LA PERFECCIÓN HACE DAÑO 145

Edmundo González Llaca

PRINCIPIO PARA UN CANTO A JUÁREZ 153

Rubén Bonifaz Nuño

Juárez bicentenario, se terminó de imprimir en

el mes de diciembre de 2006, en los talleres

de Imprentor Editores S.A de C.V. En su

composición se utilizaron tipos de la familia

Palatino, Caslon y Caxton. La edición consta de

mil ejemplares.

Diseño gráfico de la Subdirección

de Publicaciones del Instituto Mexiquense

de Cultura.

Diseño y diagramación: Luis García Flores.

Correción de estilo: José C. Núñez Fernández.

Las imágenes corresponden a la colección

de objetos de Alejandro Cortina.

Fotografías: Mauro S. Hernández Gaona.