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JUAN PABLO MÁRTIR RIZO, O EL MAQUIAVELISMO ESPAÑOL DEL SIGLO XVII Antonio Rivera García * 1. Juan Pablo Mártir Rizo, un publicista en los inicios del reinado de Felipe IV Cada vez parece más indiscutible que la obra de Hobbes puede ser considerada como el primer ejemplo de filosofía política moderna. El inglés nos proporciona unas abstractas categorías políticas que rompen con la mucho más realista y, si tenemos en cuenta su temor a la novedad, conservadora tradición medieval y renacentista. Entre esta última tradición y la nueva filosofía política que inaugura Hobbes, podríamos situar la teoría de la razón de Estado que, en el contexto de las guerras civiles religiosas, sufre un extraordinario desarrollo por parte de los denominados politiques, los cuales, en España, coinciden en buena medida con los tacitistas. Simplificando mucho, pero sin que ello suponga un error, podríamos decir que los seguidores de la razón de Estado propugnan un fortalecimiento del poder del magistrado supremo o monarca, y por ello restan autonomía y poder a los cuerpos intermedios, nobleza, Iglesia o ciudades, que hasta entonces se encontraban –gracias a la habilitación que les proporcionaba las leyes fundamentales de la sociedad política– en condiciones de censurar al príncipe o a cualquier representante supremo de la respublica. Se entiende así que la teoría de razón estatal adopte a veces la apariencia de una literatura dirigida contra el derecho (legal) de resistencia. Este es el caso del protagonista de estas páginas, el mediocre literato Juan Pablo Mártir Rizo, muy dado al plagio, pero al mismo perfecto representante de la versión más radical de la ratio status que es posible encontrar en la publicística hispana. Pues bien, Mártir llega a decir en Vida de Rómulo que no se debe atentar contra la vida del príncipe, aun cuando “haya cometido todas las maldades y * Prof. Titular de Filosofía Política, Universidad de Murcia. E-mail: [email protected].

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JUAN PABLO MÁRTIR RIZO, O EL MAQUIAVELISMO ESPAÑOL DEL SIGLO XVII

Antonio Rivera García* 1. Juan Pablo Mártir Rizo, un publicista en los inicios del reinado de

Felipe IV Cada vez parece más indiscutible que la obra de Hobbes puede ser

considerada como el primer ejemplo de filosofía política moderna. El inglés nos proporciona unas abstractas categorías políticas que rompen con la mucho más realista y, si tenemos en cuenta su temor a la novedad, conservadora tradición medieval y renacentista. Entre esta última tradición y la nueva filosofía política que inaugura Hobbes, podríamos situar la teoría de la razón de Estado que, en el contexto de las guerras civiles religiosas, sufre un extraordinario desarrollo por parte de los denominados politiques, los cuales, en España, coinciden en buena medida con los tacitistas. Simplificando mucho, pero sin que ello suponga un error, podríamos decir que los seguidores de la razón de Estado propugnan un fortalecimiento del poder del magistrado supremo o monarca, y por ello restan autonomía y poder a los cuerpos intermedios, nobleza, Iglesia o ciudades, que hasta entonces se encontraban –gracias a la habilitación que les proporcionaba las leyes fundamentales de la sociedad política– en condiciones de censurar al príncipe o a cualquier representante supremo de la respublica.

Se entiende así que la teoría de razón estatal adopte a veces la apariencia de una literatura dirigida contra el derecho (legal) de resistencia. Este es el caso del protagonista de estas páginas, el mediocre literato Juan Pablo Mártir Rizo, muy dado al plagio, pero al mismo perfecto representante de la versión más radical de la ratio status que es posible encontrar en la publicística hispana. Pues bien, Mártir llega a decir en Vida de Rómulo que no se debe atentar contra la vida del príncipe, aun cuando “haya cometido todas las maldades y

* Prof. Titular de Filosofía Política, Universidad de Murcia. E-mail: [email protected].

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crueldades del mundo”1. Y en su Historia de la ciudad de Cuenca señala que cualquier rebelión, “aunque disimulada y cubierta de honesta y buena ocasión”, termina encendiendo el peor de los males: la guerra civil2.

Entre los grandes publicistas de los siglos XVI y XVII que defienden una razón de Estado calificada –quizá de forma exagerada– de absolutista, siempre me han parecido tres figuras esenciales, y al mismo tiempo muy diversas, Maquiavelo, Bodino y Naudé3. En los escritos de Juan Pablo Mártir Rizo, cuya más conocida obra publica esta semana la BSF, podemos encontrar fragmentos que bien podrían atribuirse a los tres autores citados. Ciertamente, Mártir demuestra en el Norte de Príncipes conocer muy bien la obra de Bodino y Maquiavelo, dos autores que, como indican la República Literaria de Saavedra o el museo del Discreto de Gracián4, eran reprobados en la España del siglo XVII por ser los principales representantes de la versión impía de la ratio status. Igualmente, hay pasajes en la obra exotérica de Mártir, esto es, en una obra que ha pasado todas las censuras necesarias para ser editada, que podrían parecer salidas de la pluma del mismísimo libertino Gabriel Naudé, el teórico de los célebres coups d’État.

Asociar el pensamiento de Bodino y Naudé a nuestro Mártir Rizo, a un patriota –como le llama Maravall en su todavía imprescindible ensayo sobre este autor5–, hace inevitable que nos preguntemos por su relación con el enemigo francés. En realidad, en la literatura española de esta época resulta habitual reconocer, al tiempo que se combate al enemigo, los méritos de los extranjeros vencedores. Pienso que Mártir es una buena elección para tratar este asunto porque muestra en abundantes ocasiones su admiración hacia Enrique IV de Francia. En la España del seiscientos no faltarán las publicaciones en las que se reconozcan los méritos de otros reyes como Gustavo Adolfo de Suecia o de privados como Richelieu, cuyo Testamento político se traducirá y editará con comentarios. Se comprende así la admiración de Juan Pablo Mártir por el cronista oficial de Enrique IV, el antiguo liguista Pierre Mathieu (1563-1521). De Pedro Mateo –el nombre castellanizado de Matthieu–, Mártir traduce tres obras, publicadas en el año 1625: Vida del dichoso desdichado, Historia de la prosperidad infeliz de Felipa de Catanea, la lavandera de Nápoles e Historia de la muerte de

1 J. P. MÁRTIR RIZO, “Vida de Rómulo” [citada a partir de ahora con la abreviatura VR], en Norte de Príncipes y Vida de Rómulo, CEC, Madrid, 1988, p. 127. 2 En un capítulo donde explica la estrecha relación entre la división de la autoridad suprema y la guerra civil, Mártir escribe: “[…] y sacaremos de las antiguas historias, que las mayores plagas –añade Mártir en la Historia de Cuenca–, la destrucción de los más floridos Estados, la desolación de las más opulentas provincias, han procedido de la disensión y guerras civiles, alentadas de los ambiciosos por solo deseo de mandar y de preferir a los otros.” (J. P. MÁRTIR RIZO, Historia de la muy noble y leal ciudad de Cuenca [Citada a partir de ahora con la abreviatura HC], Herederos de la viuda de Pedro Madrigal, Madrid, 1629, fol. 95). 3 Cf. A. RIVERA GARCÍA, El dios de los tiranos, Almuzara, Córdoba, 2007. 4 B. GRACIÁN, El Criticón, Espasa, Madrid, 1998, pp. 388-389. 5 J. A. MARAVALL, “Estudio preliminar”, en J. P. MÁRTIR RIZO, Norte de Príncipes y Vida de Rómulo, cit.

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Enrico el Grande, cuarto rey de Francia, obra dedicada, como hace decir Mateo a Felipe II, al “mayor capitán del mundo”. Quevedo, el más célebre de los amigos de Mártir, fue asimismo traductor de Matthieu y sostuvo que el francés, aun no siendo justo con los reyes de Aragón y mostrando su enemistad con España, escribió una obra digna de alabanza que contenía enseñanzas políticas muy aprovechables6. El mismo Mártir criticaba el antiespañolismo y los errores cometidos por Matthieu cuando hablaba de los reyes hispanos, si bien ensalzaba su obra por las valiosas enseñanzas proporcionadas y porque permitía conocer al enemigo por dentro.

De Juan Pablo Mártir Rizo (1592-1642) nos interesa particularmente su teoría del príncipe soberano y su posición frente al maquiavelismo del siglo XVII. Pero antes de tratar estos asuntos capitales, es conveniente apuntar algunos breves rasgos biográficos de nuestro autor que, por lo demás, prueban que estuvo inmerso en importantes polémicas de la época. Descendiente del linaje de Pedro Mártir de Anglería, sólo toma los apellidos del padre, Juan Domingo Mártir Rizo. Tras enviudar, y sin hijos, se ordena de menores y más tarde, en 1636, llegará a ser presbítero natural de la Congregación de San Pedro. Entretanto había sufrido dos encarcelamientos, y, al parecer, sufrió un cambio espiritual tras la segunda prisión. Su ordenación como presbítero tiene lugar una vez que ya parece haber abandonado la actividad literaria, pues sólo conservamos publicaciones de Mártir de entre los años 1625 y 1633, fecha esta última en la que se publica Vida de Rómulo, quizá la mejor de sus obras. Con anterioridad había estado al servicio del conquense marqués de Cañete, Juan Andrés Hurtado de Mendoza, y ejerció el oficio de ayo de su hijo, Melchor Hurtado de Mendoza, hasta su temprana muerte.

Durante este período al servicio del noble de Cuenca publica la Historia de las guerras de Flandes (1627), dedicada al marqués y dirigida contra la obra de Jerónimo de Franqui Conestaggio Delle guerre della Germania inferiore (Venecia, 1614). Conestaggio había escrito anteriormente, en 1585, una Historia de la unión del reino de Portugal a la Corona de Castilla, cuya traducción española de 1610 había tenido una buena recepción en nuestro país. La Historia de Mártir vincula estrechamente los primeros conflictos en los Países Bajos con la Reforma luterana. Y, frente a Conestaggio, defiende, por una parte, la actuación del duque de Alba y la ejecución de Egmont, y se opone, por otra, a suavizar la represión religiosa, pero siempre desde un punto de vista político. Dos años más tarde, en 1629, publicará Mártir la Historia de la muy noble y muy leal ciudad de Cuenca, que puede ser considerada como un panegírico de la casa de los Hurtado de Mendoza, a cuyo servicio, como comentábamos, había estado unos años.

6 Ibíd., p. LXIV.

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La biografía de Juan Pablo Mártir está unida a dos literatos mayores de nuestro Siglo de Oro, Lope de Vega y Quevedo. Con ocasión de la publicación en 1617 de la Spongia de Pedro de Torres Rámila dirigida contra Lope de Vega, Mártir, que por entonces pasaba por poeta, si bien se ha perdido prácticamente toda su obra lírica, se puso del lado del primero. De ahí que, en su traducción comentada y no publicada de la Poética de Aristóteles, criticara a Lope por no atenerse a las normas clásicas. La hostilidad hacia Lope llegó al punto de que Mártir terminó acusando a éste de ser responsable de su segundo encarcelamiento.

Su relación con Quevedo fue, en cambio, de amistad, más allá de que la literatura política de Mártir difiera significativamente de la del célebre conceptista. Dicha amistad puede apreciarse en la polémica surgida en los comienzos del reinado de Felipe IV en torno al patronato de España. Se recordará que el autor de Los sueños defendió el patronato único de Santiago, cuyo hábito militar vestía, y se opuso a que fuera compartido por Teresa de Jesús. En este contexto escribió su Memorial por el patronato de España, y poco después, en 1628, Su Espada por Santiago. Los escritos del literato fueron contestados por diversos autores, entre los que destacamos a Francisco Morovelli de Puebla, que con el tiempo se convertirá en uno de los mayores enemigos de Mártir Rizo. En 1628 también se imprime, Defensa de la verdad7, la contribución de este último al tema del patronato y en la que polemiza con Morovelli, uno de los más firmes defensores de Teresa de Jesús, para quien la Iglesia española fue salvada del contagio de Lutero por la santa.

Un nuevo episodio de la enemistad de Mártir con Morovelli acontece tras la publicación de la mencionada Historia de Cuenca. En esta obra, al referirse al movimiento insurreccional de los comuneros, Rizo cometió el error de incluir a Córdoba y Sevilla entre las ciudades que se levantaron en rebeldía. Morovelli aprovechó este error para escribir una “Apología por la ciudad de Sevilla” e influyó decisivamente en que los cabildos de las dos ciudades andaluzas llevaran a los tribunales a Mártir, quien finalmente fue condenado a arrancar el pliego 97 de su obra.

Tras mencionar algunos de los principales hitos biográficos de Mártir Rizo, en lo que sigue analizaremos su pensamiento político, cuya relevancia no se debe ni a su originalidad ni a su calidad literaria, sino a que supone un magnífico ejemplo de la recepción, con las reservas necesarias en una obra

7 El título completo es el siguiente: “Defensa de la verdad que escribió don Francisco Quevedo Villegas, Caballero profeso de la Orden de Santiago, a favor del Patronato del mismo Apóstol, único Patrón de España. Contra los errores que imprimió don Francisco Morovelli de Puebla, natural de Sevilla, contradiciendo este único Patronato”. Según Maravall, en esta obra Mártir “mantiene la doctrina del Patronato único de Santiago porque no ha faltado nunca a nuestra protección, porque es fundador de nuestra fe y elegido de Cristo, habiendo cuidado siempre de restaurarla, y por razón jurídico-política de la costumbre ya asentada, que no se cambia sin grave desorden.” (J. A. MARAVALL, o. c., p. LXII).

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exotérica, del pensamiento y de los autores identificados con la más radical razón de Estado.

2. El príncipe soberano y el privado: la influencia de Bodino y fragmentos de teología política

Los primeros capítulos de Norte de Príncipes están tomados de Bodino,

aunque no lo cite, como tampoco menciona a Maquiavelo, fuera de aquellas partes donde crítica el famoso capítulo dieciocho de El Príncipe. Y esto último sucede a pesar de que el florentino toma el relevo al francés, y, desde el capítulo quinto, buena parte de las reflexiones de Mártir se corresponde con los problemas políticos desplegados por Maquiavelo en la obra aludida. A nadie debe sorprender la ocultación –aunque inútil para cualquier lector avisado de la época– de sus dos principales fuentes: más sorprendente habría sido que confesara seguirlos, y, aún más, que en tal circunstancia el libro hubiera pasado la censura. No obstante, para nosotros, lo decisivo es que Mártir copia o, como mínimo, parafrasea en abundantes fragmentos a los dos principales representantes de la ratio status más contraria a la ortodoxia católica. Del francés toma incluso, como podemos apreciar en el capítulo tercero de la Historia de Cuenca, su concepción mágico-numerológica de la vida de los Estados. El conocimiento de la influencia de los números sobre los acontecimientos históricos sirve para demostrar que “la causa humana no camina por caso fortuito”. En realidad, Mártir piensa como Bodino que los números son reglas y normas que permiten descubrir las causas ocultas de la mutación de las repúblicas8.

No es de extrañar que Mártir fuera acusado de plagio por sus contemporáneos, pues nos parece estar leyendo a Bodino cuando, en el capítulo segundo de Norte de Príncipes, tras definir la monarquía como “principado o señorío de uno”, el publicista español agrega que “sólo es príncipe absoluto el que manda a todos y de ninguno puede ser mandado”9. Y es que ni “el cielo contiene dos soles, ni un reino dos señores” (HC, fol. 76). En su Historia de Séneca tampoco faltan los fragmentos inspirados por la soberanía bodiniana. Sirva de ejemplo aquél donde el filósofo estoico enseña

8 En esta cuestión de la numerología Mártir Rizo plagia nuevamente a Bodino, ya que traduce literalmente las palabras del francés sin citar su fuente. Francisco Morovelli, en su Apología por la ciudad de Sevilla de 1629, obra donde atacaba los errores de la Historia de la Ciudad de Cuenca, también denunciaba este plagio cometido por Mártir en relación con la numerología y las mutaciones o caídas de los Estado. Y, en efecto, las palabras de Bodino (“Le nombre solide de 7, et les carrés multipliés par les septenaires sont significatifs des changements des républiques” [IV, II]), son traducidas literalmente por Mártir: “el número sólido de siete, y los cuadrados multiplicados por los setenarios son significativos de las mutaciones o caídas de las Repúblicas.” (HC, fol. 11). Sobre este tema de la numerología, véase S. GOYARD-FABRE, Jean Bodin et le droit de la République, PUF, París, 1989, pp. 208-14. 9 J. P. MÁRTIR RIZO, Norte de Príncipes [a partir de ahora citaremos esta obra con la abreviatura NP], Diego Flamenco, Madrid, 1626, p. 7. La cursiva de “absoluto” es mía.

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a Nerón que la mayor dignidad del imperio consiste en “la elección y dominio de los ministros supremos”. Sólo el príncipe –añade– tiene potestad para elegir a las principales “dignidades de paz y guerra”, sin permitir al pueblo, la plebe, ni al senado la potestad “de poder proponerlos ni elegirlos”10. Igualmente ha copiado de Bodino aquel otro pasaje de la Vida de Séneca donde se dirige contra el derecho de resistencia. Aunque el príncipe “haya cometido todas las maldades y crueldades del mundo”, que son las mismas palabras empleadas más tarde en la Vida de Rómulo, el súbdito no puede censurar ni aún menos atentar contra la vida de “los príncipes absolutamente supremos”. Y ello porque realmente se trata de un soberano, de un príncipe absoluto, que se halla por encima de todos los cuerpos intermedios:

“porque en cuanto toca a la justicia el súbdito no tiene jurisdicción sobre el

príncipe, del cual depende toda la autoridad del mando y puede quitar a los magistrados el poder y jurisdicción que tienen, y en su presencia cesan todas las jurisdicciones de los magistrados, cuerpos, colegios, estados y comunidades” (VS, fols. 140-1).

En correspondencia con esta contundente exaltación del soberano absoluto,

la subversión, el delito de lesa majestad, esa “Libia desierta llena de monstruos”11, merece el mayor de los castigos. Hasta tal punto llega su oposición al derecho de resistencia, convertido ahora en simple rebelión o conjuración, que Mártir admite en este ámbito una excepción al principio, formulado expresamente en la Vida de Rómulo, de que el dominio del magistrado supremo no debe alcanzar el “corazón del hombre” (VR, p. 139). Principio que será esencial para el pensamiento de corte absolutista como el de Hobbes, y que –aunque ahora no podemos entrar en esta hipótesis– se halla a juicio de Schmitt y Koselleck en la raíz de la victoria final del liberalismo sobre el Antiguo Régimen de tendencia absolutista. Ahora bien, aunque lo normal es el juicio sobre los actos externos, otra cosa sucede con las conjuraciones o rebeliones. En tal caso, el castigo debe alcanzar, según Mártir, hasta los actos más interiores, como indica nuevamente en la Vida de Séneca:

“y si bien los malos pensamientos (hablando universalmente) no merecen pena por

las leyes civiles, con todo eso el que ha imaginado ofender la persona de su príncipe, desde aquel instante queda condenado a muerte, aunque se haya arrepentido.” (VS, fol. 142).

10 J. P. MÁRTIR RIZO, Historia de la vida de Lucio Anneo Séneca Español [citado a partir de ahora con la abreviatura VS], Juan Delgado, Madrid, 1625, fol. 98. Párrafo que a su vez está influenciado por el cap. X del lib. I de Los seis libros de la República de Bodino. Cf. J. A. MARAVALL, o. c., p. LIII. 11 J. P. MÁRTIR RIZO, Historia trágica de la vida del duque de Birón, Sebastián de Comellas, Barcelona, 1629, p. 103. Cit. en J. A. MARAVALL, o. c., p. LV.

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Podría pensarse incluso –y reconozco que esta es una hipótesis tan atrevida

como las formuladas por Strauss a propósito de Maquiavelo– que tal exageración está dirigida contra los historiadores o teólogos juristas, como los Mariana o Suárez, que aconsejaban resistir a un rey convertido en tirano por motivos de conciencia. A quienes defienden la resistencia contra el tirano impío, de conciencia corrompida, podría oponer Mártir el castigo de las meras intenciones del tiranicida. Quizá, y no podemos afirmarlo con seguridad, Mártir pretendía con este exceso transmitir la idea de que, si absurdo es el castigo de los actos interiores, aún lo es más censurar al rey por cuestiones de conciencia.

La influencia de Bodino no debe hacernos caer en el error de exagerar la novedad de este discurso absolutista. Pues, al igual que sucede con el propio jurista francés, la nueva teoría de la soberanía aparece al lado de otros fragmentos donde Mártir aprueba la concepción tradicional del rey como administrador de las leyes, esto es, como juez más que como legislador. Y así, en Vida de Rómulo, se aparta poco de los clásicos medievales –pensemos, por ejemplo, en un Egidio Romano– cuando expresa que la ley, aun siendo necesaria para ordenar la ciudad, “es una cosa muerta”, y por ello debe concederse a un hombre solo, el monarca, el decisivo “oficio de administrar las leyes” (VR, pp. 137-8).

Novedad y tradición, maquiavelismo y antimaquiavelismo, aparecen constantemente en nuestro autor. Las contradicciones son tan evidentes, tan irracionales a veces, y la misma impresión tengo cuando me enfrento a Saavedra Fajardo, que no hay otra manera de resolver este problema que leyendo a estos autores como Leo Strauss lee a Maquiavelo, esto es, pensando que quizá cultivan el esotérico arte de escribir entre líneas.

En Mártir Rizo, en nuestro antirrepublicano defensor del “príncipe absoluto”, tampoco faltan, como en Bodino, fragmentos de la nueva teología política, la que compara al príncipe absoluto con el Dios omnipotente. En Norte de Príncipes es más moderado porque la comparación adopta una forma negativa, es decir, se limita a decir a qué teología no debe parecerse la política, a la maniquea, a aquella herejía que ponía “dos dioses iguales en autoridad, uno bueno y otro malo” (NP, fol. 8). Por supuesto, la referencia a los maniqueos nos invita a pensar que, para Mártir, el conflicto civil, la guerra más patológica, surge allí donde la autoridad suprema está repartida, como, por lo demás, dice expresamente en su Historia de Cuenca: “la autoridad del señor supremo consiste en un príncipe solo, el que divide la grandeza de su Estado con otro, parece que a alguno de ellos amenaza fatal caída” (HC, fol. 76). Este argumento antimonárquico sobre el reparto de la autoridad suprema (convergente con las teorías del rey como primus inter

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pares, del rey en parlamento como soberano, etc.) acaba legitimando ese derecho de resistencia que nuestro publicista rechaza con tanto empeño.

La teología política aparece más claramente en este otro fragmento de la Historia de la vida de Séneca:

“Si la suprema dignidad del imperio […] es una semejanza de la soberana potestad

de los dioses, porque así como Júpiter divino gobierna con libre voluntad los cielos, y a su obediencia tributa ejecuciones no sólo las criaturas mas las otras deidades inferiores, debidas son (¡Oh, Príncipe Sagrado!) iguales obras en ti, que correspondan a su imitación […]” (VS, fols. 83-4).

Aún más decisivo nos parece un pasaje de la atrevida Vida de Rómulo, obra

sobre la que Maravall sostenía que llegaba “a la mayor aceptación de Maquiavelo en nuestra literatura política”12. Y, en efecto, aquí sí se dice, salvando las inevitables diferencias “entre lo finito y lo infinito”, que el príncipe debe imitar las obras milagrosas del “Dios omnipotente”13. Omnipotencia y milagro aparecen en un largo fragmento sobre el que uno no puede dejar de imaginar el gran partido que habría sacado Carl Schmitt en caso de conocerlo. ¿Hasta qué punto nos debemos tomar en serio este fragmento? Antes de responder, no se olvide que el soberano temporal que aprende de las obras milagrosas de Dios coincide con el gobernante de Naudé. Seguramente, Mártir no quería llegar tan lejos como el libertino francés, pero no cabe duda de que esta argumentación sólo podía ser empleada por los partidarios del poder más absoluto.

En cualquier caso, como sucede a menudo en Saavedra y otros defensores de la ratio status, unas páginas después nos encontramos con un pasaje propio de la teología política medieval. Se trata de un texto que nos lleva a pensar en la semejanza del rey con la divinidad de la potentia ordinata, autolimitada, y no con el Dios de la potentia absoluta u omnipotente, si bien es cierto que en este párrafo nos habla de los dioses antiguos y no del Dios cristiano. Se trata, en concreto, de la parte donde explica que los dioses antiguos se representan con la lira y el arpa “para manifestar que la

12 Ibíd., p. XLIV. 13 Transcribimos seguidamente el fragmento completo donde se asocia la soberanía del rey con la omnipotencia divina y las obras milagrosas: “Un príncipe que no quiere que su majestad encalle en el escollo del desprecio debe alzar siempre sus pensamientos a acciones grandes, y deben aprender los reyes (pero con aquella proporción que hay entre lo finito y lo infinito) del sumo Rey de los reyes, de Dios omnipotente, que hizo a nuestra ceguedad manifiesta su grandeza con la eminencia de las operaciones que se descubren, pues si fabrica, fabrica un mundo; si se enoja contra el mundo, envía un diluvio; muestra su amor con permitir que muera su unigénito Hijo en una Cruz por redimirle y salvarle, y quiere remunerar al hombre las obras que aún no son suyas, lo hace con aparejarle un Paraíso; si quiere hacer guerra, le sirven por legiones los ángeles, y son capitales de su ejército los elementos; si quiere dar de beber a su pueblo en el desierto, hace que mane de una piedra dura una limpia e incesante fuente; las nubes le guían de día; el fuego, de noche, divídese el mar por asegurarle y facilitarle el paso, y por dar tiempo para el cumplimiento de sus victorias también se detiene el sol: tan milagroso es Dios en sus obras.” (VR, pp. 153-4).

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consonancia y proporción armoniosa de los Estados y de los pueblos es la primera obligación de los que mandan y reinan, y que por esto los príncipes se pueden parangonar a los dioses, que entretienen los espíritus en paz” (VR, p. 160). Nos encontramos así ante la tradicional, y sobre todo medieval, concepción armónica del poder, ante el príncipe-juez cuya primera función consiste en componer las diversas o heterogéneas partes de la respublica. Defensor pacis antes que creator pacis, o conservar antes que crear. Resulta indudable que esta función del príncipe tiene poco que ver con la obra milagrosa del Dios omnipotente.

Quizá también, pero de una manera menos clara, pueda ser incluido dentro de la teología política el fragmento del Rómulo donde Mártir subraya que el rey no tiene amigos, pues “quien dijo amigo, dijo igualdad, e igualdad no la puede haber entre el súbdito y el príncipe” (VR, p. 162). Aunque no lo dice expresamente, está claro que este argumento todavía parece más pertinente cuando se piensa en la relación entre la divinidad y la criatura. En otras ocasiones, sin embargo, ha subrayado que los príncipes no pueden “carecer de amigos, porque la máquina del gobierno está fundada sobre la reputación” (NP, fol. 74). No será la única vez que hallemos en la obra de Mártir una misma palabra, como ésta de “amigo”, utilizada con propósitos y significados muy distintos.

No acaban aquí las referencias teológicas del Rómulo, un libro dedicado a un fundador, a un príncipe nuevo, de religión pagana. En las últimas páginas de esta obra sigue al Maquiavelo –una vez más sin citarlo– del capítulo sexto de El Príncipe, el que nos presenta a Moisés, Ciro, Rómulo y Teseo como ejemplos de aquellos que llegaron a ser príncipes nuevos por su propia virtud y no por fortuna. En esta línea, Mártir compara al romano “con el gran Moisés”, si bien tiene la precaución de advertir, pues dicha comparación no podía dejar de parecer irreverente a la ortodoxia de la época, que lo hace “con la diferencia que debe haber entre un varón justo y santo como Moisés y un Gentil como Rómulo”14.

Mártir Rizo no sólo se ocupa de la soberanía absoluta del príncipe. Le preocupa especialmente, lo cual no debe extrañar en un contemporáneo del Conde-Duque de Olivares, el problema de la privanza. En concreto, nos ofrece –como ha señalado Maravall– cuatro versiones posibles del privado en

14 Mártir Rizo, pero también sucede lo mismo en la versión de Malvezzi, subraya el paralelismo entre los dos grandes fundadores: “Moisés fue expuesto a las aguas del Nilo por el temor de Faraón; Rómulo a las del Tíber, por el miedo de Amulio; Moisés se cría por mandato de la hija de Faraón y Rómulo se alimenta por la piedad de Laurencia; Moisés se retira con los pastores de Ietro, su suegro, y Rómulo vive en compañía de Faustulo; Moisés destruye a Faraón y Rómulo quita la vida a Amulio; Moisés triunfa de sus enemigos y Rómulo alcanza la victoria de sus contrarios; Moisés da principio a la grandeza de los hebreos y Rómulo funda la Monarquía de los romanos; Moisés es arrebatado verdaderamente al cielo, y de Rómulo, aunque fabulosamente, dicen lo mismo; el sepulcro de Moisés no aparece porque le enterraron los ángeles; el de Rómulo se ignora porque le ocultaron los senadores.” (VR, p. 176).

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tres obras y una traducción. En su libro Historia de la vida de Mecenas (Madrid, 1626), dedicado al mencionado valido de Felipe IV, nos presenta el ejemplo de un buen privado con un buen rey, Octavio. La Vida de Séneca proporciona una magnífica muestra de un buen privado cuya obra se malogra por encontrarse al servicio de un pésimo príncipe, Nerón. En la España del siglo XVII era tan ensalzado el político y filósofo estoico que muchos, como Tamayo de Vargas o González de Mendoza, pensaban, basándose en autoridades como Agustín de Hipona o Tertuliano, que el pensamiento y conducta de Séneca eran propias de un cristiano. El mismo Quevedo afirmaba, tras conectar la doctrina estoica con el Libro de Job, que la secta estoica “tanta vecindad tiene con la valentía cristiana y pudiera blasonar parentesco calificado con ella, si no pecara en lo demasiado de la insensibilidad”15.

El tercer ejemplo, el del mal privado con un buen rey, Enrique IV, lo encontramos en el volumen La vida del duque de Birón. Aunque no se trata exactamente de un primer ministro, Birón sí era un buen amigo del monarca. Con el relato de la tragedia de este ambicioso noble que, como el inglés conde de Essex, acaba siendo ejecutado, Mártir pretende advertir a los reyes que deben cuidarse mucho de los conspiradores y traidores. Buena parte de las fuentes de esta historia las ha extraído de Pierre Matthieu, de quien traduce precisamente la Vida del dichoso desdichado, más conocida como el Seyano, y que nos suministra la última modalidad, la del mal privado, Lucio Elio Sejano, con un malvado príncipe, Tiberio. La historia de Sejano, la del magistrado denunciado ante el senado por el emperador Tiberio y condenado por querer hacerse con el poder tras la muerte de Druso y la retirada del emperador a Capri, es, según el Matthieu traducido por Mártir, un “ejemplo del príncipe más disimulado y de un hombre industrioso, atrevido, por quien titubeó la máquina del Imperio Romano”, pero “cuyos intentos mal advertidos fueron su propia ruina”16.

El capítulo catorce de Norte de Príncipes señala que riqueza, nobleza y prudencia son las tres “calidades” que ha de poseer el buen privado “o amigo particular” (NP, fols. 75 ss.). “Calidades” que, como se habrá advertido, son todas ellas virtudes propias de los Grandes. La riqueza impide que el privado haga cosas ilícitas o se deje llevar por el interés particular, “pues no hay precio que mueva a hacer lo que no es justo al que no necesita de cosa alguna”. La nobleza infunde respeto y, además, es “freno que impide la ejecución de las cosas indignas” porque “mayor obligación tiene de ser virtuoso el noble que el que no lo fuere”. Por último, “la prudencia es el norte

15 F. QUEVEDO, Nombre, origen, intento, recomendación y descendencia de la doctrina estoica, cit. en J. A. Maravall, o. c., p. L. 16 J. P. MÁRTIR RIZO, Vida del dichoso desdichado, Pedro Tazo, Madrid, 1625, “advertencia”, primeras pp. sin numerar. Cit. en J. A. MARAVALL, o. c., p. LXV.

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de las buenas acciones”, la virtud que está unida al consejo y a la razón, pues “el prudente todo lo que piensa y hace lo mide con el peso de la razón”. Sólo cuando en el mismo servidor del rey se unen riqueza, nobleza y prudencia, entonces es posible que el privado, en lugar de atender a su engrandecimiento, tenga como meta la utilidad común, que no adule al príncipe y le exponga la verdad, pero al mismo tiempo lo ensalce convenientemente ante el público, y que, lejos de pretender monopolizar la gracia de su señor, permita el reconocimiento de los méritos de los demás. Únicamente este privado es merecedor de honras y premios.

3. La crítica de Maquiavelo o el aparente antimaquiavelismo de Mártir Rizo

En la obra de Mártir Rizo se produce, en mi opinión, algo que también es

frecuente en la de Saavedra Fajardo: los capítulos dedicados a la ortodoxa denuncia del secretario florentino contrastan e incluso contradicen los argumentos favorables a la ratio status vertidos en otros capítulos. En este apartado abordaremos el antimaquiavelismo de Mártir, y dejaremos para el siguiente su maquiavelismo, el cual, ciertamente, nos parece más sincero y, desde luego, más arriesgado. No es otra la razón por la que debe ocultar los nombres de los escritores a los cuales cita o parafrasea constantemente.

El título del capítulo dieciséis deja pocas dudas sobre su contenido: “cómo debe guardar la fe el príncipe y cumplir su palabra. Escríbese contra el capítulo XVIII del Príncipe de Nicolao Machiavelo”. Mártir, tan aficionado al significado de los números, no llega, sin embargo, al extremo de Saavedra, quien replica –y no sabemos si es casualidad– al Maquiavelo de la infidelidad en el capítulo dieciocho de sus Empresas. El autor de Norte de príncipes centra su crítica en la cuestión de si la respublica, tradicionalmente sustentada sobre la virtud de la amistad, exige buena fe o simplemente aparentarla. Según Mártir, en la tragedia Thiestes de Séneca ya aparece la perversa razón de Estado atribuida al secretario italiano, como puede deducirse de estas palabras del personaje Atreo: “piedad, razón y fe son privados bienes, pero conviene al que rige hacer lo que quisiere para el aumento de su Estado” (NP, fol. 91). Si duda, la tragedia –advierte Mártir– pretende “que los hombres aborrezcan el gobierno de los príncipes tiranos”, pero, en su opinión, Maquiavelo “se valió de esta doctrina para formar un príncipe tirano, no para instituir un rey católico” (NP, fol. 92).

Lo relevante es que, a diferencia de otros publicistas como los clérigos Posevino o Rivadeneyra, el mismo autor de Norte de Príncipe manifiesta la intención de “reprobar su doctrina, no con sentencias de santos y filósofos”. Pues, aunque “gran fuerza hacen las autoridades de los doctos”, “la defensa de la verdad ha de ser con la razón natural y con la historia, supuesto que el

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autor no prueba su opinión con más autoridades que con las razones e historias que halló para ello” (NP, fol. 94). Por tanto, Mártir va a utilizar las mismas armas de las que se sirve su aparente enemigo.

Niega, en primer lugar, que hayan conseguido “grandes cosas” aquellos “que han hecho poco caso de su palabra” y “han sabido con astucia traer engañados los juicios de los hombres” (NP, fol. 96). Admite Mártir que el príncipe no sólo debe ser “industrioso y prevenido”, sino que ha de hacer uso –como veremos más adelante– de la disimulación. Otra cosa sucede con la infidelidad o la mentira, pues quien “procura engañar a otro con falsas exhortaciones corre peligro de ser engañado” (NP, fol. 97). Si todos los príncipes adoptaran aquella máxima maquiaveliana, las relaciones políticas generarían “un infinito de engaños”. Como advertirá un siglo más tarde otro gran conocedor de Maquiavelo, Federico II de Prusia, se trata de una conducta que no se puede generalizar: “Y dado caso –escribe Mártir– que un príncipe pudiese engañar a alguno, esto sería una vez; y en otras ocasiones era fuerza que nadie se fiase de príncipe que carecía de palabra y fe” (NP, fol. 98). Indudablemente, la eficacia de tal conducta política depende de su excepcionalidad, mas el lector quedará frustrado si busca en el Norte de Príncipes o en el Rómulo algún fragmento, que, como aquel escrito por Bodino y que tanto juego dará a Schmitt, vincule soberanía, esto es, un poder realmente eficaz, y excepción. Por lo demás, el engaño podría ser eficaz si fuera secreto, pero Mártir, como una gran mayoría de sus contemporáneos más o menos ortodoxos, desde Rivadeneyra hasta Gracián, no cree en la fuerza del secreto porque, al final, hasta las intenciones más ocultas acaban descubriéndose. Así que resulta imposible “violar la pública fe” sin que esto sea conocido17.

Tras leer atentamente este capítulo de Norte de Príncipes, me pregunto si Mártir Rizo no estará condenando en Maquiavelo lo que, en el fondo, no se conseguirá plenamente hasta la filosofía política de Hobbes: la transformación de la política en una ciencia moderna, en un saber desvinculado de la circunstancia, de la contingencia histórica, de los ejemplos pasados que, si bien proporcionan conocimientos, no pueden generalizarse. A esta sospecha llego cuando releo este fragmento: “juzgo yo que dar preceptos generales políticos a todos y para todos tiempos, es yerro conocido y notable

17 En los siguientes fragmentos, Mártir insiste en la imposibilidad del secreto u ocultación: “Las acciones de los príncipes no pueden estar ocultas, no son secretas, porque sus movimientos infieren grandes empresas”; “aunque el príncipe se dejase engañar, los vasallos desinteresados, Argos del aumento de la patria, descifrarán el enigma de la astucia y asimismo por más ocultos que se traten los negocios de las grandes Monarquías, como son tantos los que participan en ellos no será muy dificultoso que por alguna parte se descubra el ánimo y que engañado en su pretensión el que aspiraba a engañar” (NP, fols. 99-100 ). “No hay en la naturaleza cosa más difícil que reprimir los afectos […], ocultarlos parece imposible, por los ojos se descubre el corazón, y éste las más veces se manifiesta en la lengua, en las acciones. Los prudentes, por el recato descubren lo íntimo del pecho, la demasiada prevención avisa del ánimo.” (NP, fol. 106).

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ignorancia, porque los tiempos se mudan y lo que hoy puede ser de aumento, sirve mañana de destrucción” (NP, fols. 97-8). Y es que, para el publicista Mártir Rizo, como para cualquier otro teórico de la ratio status, la historia y el conocimiento comparativo y ejemplar que ésta proporciona determinan las limitaciones del saber político. Desde Aristóteles –cuya Poética conocía muy bien Mártir Rizo que la llegó a traducir y comentar, aunque no a publicar– se sabe que el género histórico es inferior al discurso del filósofo o del poeta trágico porque en él falta la necesidad. Su materia es la contingencia, lo que puede ser o no ser, o como dice Mártir, lo que una veces sirve de aumento y otras de destrucción.

En este mundo tan incierto, la buena fe se convierte en la clave para pensar todas las relaciones humanas, desde la casa hasta el Estado. O para decirlo con las propias palabras de Rizo, “la fe es el fundamento y apoyo de la justicia sobre quien se fundan todas las Repúblicas, confederaciones y amistad de los hombres”. De ahí que cite unidos, y sin que nos parezca una irreverencia, a príncipe y mercader, pues cualquiera de ellos, “cuando una vez faltan de su opinión, con dificultad la vuelven a granjear”. Y si tan fundamental es la buena fe, tampoco debe sorprendernos que considere peor el perjurio que el ateísmo18.

Ahora bien, no es perjuro aquel que falta a la palabra de “hacer cosa que no sea permitida por el derecho natural” (NP, fol. 102). Pensamos que esta aseveración podría ser calificada de poco ortodoxa. Pues, ¿no se corrompe igualmente la buena fe cuando se presta un juramento con intención de no respetarlo, aunque su contenido consista en realizar malas acciones? ¿No sería en tal caso más ortodoxo negarse a dar la palabra? ¿No es esta una estratagema para reconocer que hay algunos casos en los que conviene la infidelidad, las artes de Maquiavelo? Si con esta acción no se pretendiera ganar tiempo y obtener algún beneficio, se trataría de una acción absurda o propia de un príncipe imprudente que se vería en la alternativa de, o bien incumplir el principio formal de la sociedad, la buena fe, o bien realizar un acto contrario al derecho natural. Creemos que todo ello está en la mente de Mártir, ya que enseguida da marcha atrás y reconoce que los príncipes prudentes nunca “deben obligarse con fe y juramento a los otros príncipes de cosa que de derecho natural” o de derecho de gentes sea ilícita e irrazonable. A continuación añade, en contradicción con algunos pasajes del Rómulo, que “no sólo se ha de guardar la fe y palabra a los amigos, más aún a los enemigos de la religión” (NP, fol. 102). Y como ejemplo de ello menciona al

18 Y así lo explica en esta parte del capítulo dieciséis: “En mi opinión (salvo mejor parecer) mayor delito es el perjuro que el ateísmo, porque el que es ateísta, supuesto que no cree que hay Dios, no le ofende tanto en juzgar que no le hay como el que conoce la verdad y lo sabe y lo cree y se perjura, haciendo burla de él y de la religión, y así se puede inferir que el que jura para no cumplir el juramento es impío […], pues el perjuro que jura para engañar, manifiesta que desprecia a Dios y que teme más aquel a quien hace el juramento que al mismo Dios.” (NP, fols. 100-1).

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rey de Francia que mantiene una confederación con los turcos, o la fe prestada por el emperador Carlos V a Martín Lutero cuando este último ya había sido declarado por el Papa enemigo de la religión católica.

El capítulo diecisiete prosigue con la crítica del fragmento de El Príncipe donde se señala que al gobernante le basta con aparentar ser “benigno, piadoso, devoto y verdadero”, pues a veces deberá realizar lo contrario de lo que indican estas virtudes. Para Mártir, tal argumentación resulta escandalosa porque, como el secreto no existe en materia política, los súbditos acabarán imitando al señor que falta a su palabra y se socavará de este modo los fundamentos de la sociedad política. No olvida agregar el publicista español que el príncipe siempre instruye mejor a su pueblo con el ejemplo que con el imperio. En consecuencia, la fama “de simulador cauteloso y engañador no conviene para la conservación del Estado” (NP, fols. 106-7).

Mártir Rizo hace inmediatamente una apología de la religión verdadera y ataca la simulada o aparente. Para ello emplea una argumentación que contiene la inesperada treta de enfrentar a Maquiavelo contra Maquiavelo. Pues opone un conocido fragmento de los Discorsi al capítulo dieciocho de El Príncipe. Ya en un capítulo anterior, en el décimo, Mártir había aconsejado al príncipe que huyera de los escollos de la superstición y de la “religión simulada”, por cuanto “la religión usada por máscara de sus designios, le hace odioso y sospechoso a todos” (NP, fol. 45). Pero ahora, en el capítulo diecisiete, nos reserva una verdadera sorpresa: el autor no tiene reparos en manipular de manera decisiva los Discursos, es decir, no duda en añadir a la obra del florentino unas palabras que cambian radicalmente el significado del texto. El pasaje modificado pertenece al capítulo titulado “De la religión de los romanos” (I, XI), donde se comenta que Numa utilizó la religión, el temor de Dios, para “conservar la vida civil”. Pues bien, mientras el secretario escribe: “E vedesi, chi considera bene le istorie romane, quanto serviva la religione a comandare gli eserciti, a animire la Plebe, a mantenere gli uomini buoni, a fare vergognare i rei”, etc.; Mártir, en cambio, traduce: “Y el que considerare bien las historias romanas, conocerá cuánto servía la religión no simulada para que obedeciesen los ejércitos”, etc.19 O sea, el

19 Reproducimos aquí la traducción completa que hace Mártir Rizo de los fragmentos de los Discorsi: “En el capítulo undécimo de sus discursos sobre la Década primera de Tito Livio, se verán estas palabras: ‘Hallando Numa Pompilio un pueblo ferocísimo y queriendo reducirle a la obediencia civil, con las artes de la paz, se valió de la religión como cosa la más necesaria para conservar la vida civil, y de tal modo lo estableció que en muchos siglos no hubo en otra parte tanto temor de Dios como en aquella República, lo cual facilitó cualquiera empresa que el Senado o aquellos hombres romanos intentaron conseguir’. Y más adelante prosigue diciendo: ‘Y el que considerare bien las historias romanas, conocerá cuánto servía la religión no simulada para que obedeciesen los ejércitos, para mantener la plebe, para conservar los hombres buenos y avergonzar a los malos, de suerte que si se viniese a disputar a cuál príncipe estaba Roma más obligada, a Rómulo o a Numa, tengo por cierto que Numa alcanzaría el primer grado, porque donde hay religión fácilmente se pueden introducir las armas, y donde hay armas y no religión, con dificultad se podrá introducir esta.” (NP, fols., 107-9).

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español traduce “religione” como “religión no simulada”. Una vez añadidas estas dos palabras, Mártir puede concluir el capítulo diciendo que en este fragmento Maquiavelo “habla la verdad como católico”, mientras que en El Príncipe, “sin fe, enseña mintiendo a que yerren los hombres” (NP, fol. 109).

No deja de ser asombroso, en primer lugar, que el escritor se oponga al engaño mediante un engaño. Por lo demás, esta manipulación del texto sería demasiado absurda –no olvidemos que Numa sólo puede servirse de la religión de los gentiles y no de la verdadera–, si Mártir no tuviera como objetivo hacer más aceptable a Maquiavelo, y de esta manera protegerse por adelantado de las críticas que podría recibir por haber seguido en buena parte de su Norte los capítulos de El príncipe. En la misma Vida de Rómulo, donde el maquiavelismo alcanza casi la heterodoxia, Mártir Rizo vuelve a rescatar a Maquiavelo, a sugerir que no es tan malo como dice la opinión común, cuando comenta que hasta la apariencia, la religión simulada, resulta útil para el gobierno. Mientras los teólogos, y el mismo Saavedra en el comentado capítulo antimaquiavélico de las Empresas Políticas, sostenían que esto era lo peor, que resultaba más censurable la apariencia de virtud que “cometer los vicios”20, Mártir escribe, sin embargo, “que aun el estadista florentino no permite que por lo menos la apariencia deje de ser llena de virtudes”21.

El amigo de Quevedo también parece seguir la estela antimaquiaveliana de la época cuando, a pesar de admitir que el príncipe debe ser temido, reitera en su dos obras principales, Norte de Príncipes y Rómulo, que un exceso de crueldad o rigor en la aplicación de las leyes es propio de tiranos (NP, p. 46), y, finalmente, contraproducente para el Estado porque “destruye y no fabrica” (VR, p. 151). Si algún defecto cabe achacar a Rómulo es el de su extrema crueldad o severidad (VR, p. 170). Esta tesis, que se remonta hasta la Edad Media, se halla unida a una noción del hombre que subraya sus imperfecciones y la conveniencia de tenerlas en cuenta a la hora de gobernar. Tales carencias habían servido en el pasado de argumento para oponerse a los cambios legislativos y defender la conservación de leyes imperfectas a las que, sin embargo, estaban acostumbrados los súbditos. Las mismas debilidades se utilizan ahora para aconsejar la moderación en el castigo:

20 “Aun las acciones buenas –escribe Saavedra– se desprecian si nacen del arte”, del cálculo político, de la conveniencia, “y no de la virtud” cristiana; es decir, han de despreciarse porque “no reconoce de Dios la corona y su conservación, ni cree que premia y castiga.” (D. SAAVEDRA FAJARDO, Idea de un príncipe político-cristiano representada en cien empresas, Real Academia Alfonso X el Sabio, Madrid, 1994, 18, pp. 117-8). 21 Este es el fragmento completo donde aparece la opinión de Mártir: “La alabanza que se da a un príncipe por su religión y piedad parece que es superflua, no ya porque no está obligado a tenerlas perfectamente, mas porque separando la religión del ánimo del príncipe es un sacarle fuera de su centro, como el ramo de su tronco, no pudiendo vivir el uno sin el otro, y el parecer poco religioso el príncipe basta para hacer grande daño, que aun el estadista florentino no permite que por lo menos la apariencia deje de ser llena de virtudes. Este celo de religión, que sirve de pretexto a los designios de los grandes, es la rueda mayor que hace mover el ánimo de los pequeños.” (VR, p. 161).

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“Las leyes no son más que penas o freno de maldades, porque hay mucho mayor

número de vicios que de virtudes y más cantidad de malos que de virtuosos. Quien tratare [de] hacer a todos los hombres buenos, ese tácitamente quiere acabar con el universo. La razón enseña que la suma justicia es suma injusticia […]. Los tiranos del mundo no tuvieron otro pretexto sino corregir maldades.” (VR, p. 163).

Como la “suma justicia es suma injusticia”, como “es imposible corregir

todos los vicios del mundo”, Mártir aconseja disimular –y aquí, en la acentuación de la dudosa disimulación, se encuentra el matiz que nos aleja de la tradición medieval– aquellos que no supongan perjuicio a terceros ni menoscabo de la república: “es lícito disimular algunos defectos de los hombres, pues vienen unidos a su naturaleza y es imposible que se remedien todos” (VR, p. 164). Igualmente en el Mecenas, aunque afirma la necesidad de ser severo en la defensa de las leyes del Estado, recomienda el disimulo de las faltas pequeñas.

Mártir dedica precisamente a la disimulación el penúltimo capítulo de Norte de Príncipes. De modo similar a la mayoría de los cultivadores de la razón de Estado, piensa que el buen gobernante ha de hacer uso con frecuencia de la disimulación. Esta consiste en “no manifestar lo que uno ha sabido o sospechado”, y puede resultar aconsejable “porque no en todas las cosas deben los reyes darse por entendidos” y porque con frecuencia han de huir del escándalo. Pero si la disimulación resulta conveniente, y a veces forzosa, no sucede así con la deleznable y maquiavélica simulación, que “es decir o prometer una cosa y pensar hacer otra, que es engañar, cualidad indigna de príncipes, y aun de los hombres inferiores” (NP, fol. 129). En otras palabras, la simulación contiene “dos defectos aborrecibles en los hombres”, engañar y mentir (NP, fol. 134).

Con la disimulación se consigue, sin embargo, dos buenos fines. Permite saber, en primer lugar, “quiénes son los leales y de quién debe hacer o no confianza”. Disimulación y desconfianza se hallan así estrechamente vinculadas. Por eso indica en Vida de Rómulo que “ninguno debe confiarse del enemigo público y menos del que lo es secreto. La confianza es siempre engendradora de la necedad” (VR, p. 133). Y añade en otra página: “jamás fue provechosa la confianza: del recelo nace la prevención, y ésta engendra la buena dicha” (VR, p. 151). La disimulación no sólo está unida a la desconfianza, sino también a la prudencia. Por ello escribe Mártir que “la prudencia y disimulación están tan unidas que el que sabe bien disimular es prudente, y la prudencia no es otra cosa sino conducir las acciones a su fin con disimulación, hasta que llegue tiempo de ejecutar bien lo que se disimula, y cuando esto hacen los príncipes tienen cobardes a los enemigos”, y lo amigos no le pierden el respeto (NP, fol. 131).

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En segundo lugar, la disimulación permite que los súbditos se fíen del monarca y le hagan confidencias necesarias para la buena administración de la respublica. Pues, entendiendo éstos que el príncipe “sabe callar y disimular, le advertirán cosas que siempre ignorara si se presumiera que las había de hacer manifiestas” (NP, fol. 130). Tiberio, un príncipe gentil y tirano, es, en opinión de Mártir, el mejor ejemplo de los beneficios aportados por la disimulación. Fue ésta la que le “hizo ascender al principado del mundo, aventajándose a Germánico”. En realidad, en Norte de Príncipes vuelve a repetirse lo que Pedro Mateo había escrito en la obra dedicada a Sejano y traducida por Mártir.

Hasta aquí las páginas más antimaquiavélicas de Mártir, páginas que, más allá de que en ellas se admita un excepcional y absurdo caso de virtuosa infidelidad, se corrompan los textos citados y se tome la acción de un tirano como ejemplo de la conveniencia de la disimulación22, carecen de la contundencia y rigor de otras obras contemporáneas.

4. La maquiavélica razón de Estado en Juan Pablo Mártir Rizo El antimaquiavelismo de Mártir se diluye cuando advertimos que, al menos

en sus dos principales obras, sigue en muchas ocasiones al florentino, y siempre, como ya hemos comentado, sin citarlo. Desde el breve capítulo V de Norte de Príncipes, donde se distingue entre principados hereditarios y “nuevamente adquiridos”, casi todos los siguientes capítulos se corresponden con otros semejantes de El Príncipe.

La influencia maquiaveliana resulta incuestionable en las páginas dedicadas a la milicia. Se refiere así a la necesidad de ejércitos que, en lugar de estar compuestos por mercenarios, lo estén por los muchos mejores soldados naturales o, como hoy diríamos, nacionales. Y parafrasea, si es que no copia, a Maquiavelo cuando escribe que la conservación de un Estado depende de “buenas leyes y buenas armas”: “y porque donde hay buena milicia se presume que habrá buenas leyes, pues estas las gobiernan, dejaré de tratar de las leyes” (NP, fol. 118)23. En esta materia, Mártir también coincide con otros partidarios de la ratio status cuando aconseja que los ejércitos conserven un núcleo permanente, ya que no hay paz segura si no está armada o, como escribe en el Rómulo, “una paz desarmada es débil” (VR, p. 166).

22 Algo parecido sucede con Saavedra Fajardo, como explica la tesis de B. ROSA DE GEA, Saavedra Fajardo y los dilemas del mundo hispánico, de próxima publicación en Biblioteca Nueva. 23 Recuérdese a este respecto lo que escribía el secretario florentino: “Y puesto que no puede haber buenas leyes donde no hay buenas armas, y donde hay buenas armas las leyes son por cierto buenas, omitiré aquí hablar de las leyes para hacerlo sólo de las armas.” (N. MAQUIAVELO, El Príncipe, trad. A. Hermosa, Prometeo, Buenos Aires, 2006, XII, p. 98). Mártir, sin apartarse de Maquiavelo, sigue el capítulo dedicado a la milicia, el diecinueve, distinguiendo entre armas mercenarias, auxiliares, mixtas y propias.

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La misma teoría de la razón estatal le lleva a ser realista y advertir que el interés es el fundamento de las relaciones políticas: “La naturaleza de los hombres –escribe Mártir y volverá a repetir Saavedra Fajardo24– siempre vuelve los ojos a donde mira el interés, y faltando este, no hay amistad que sea durable” (NP, fol. 21). Por tanto, los pactos sólo son fuertes si los aliados comparten el agravio o el interés, ya “que estos afectos mueven con mayor violencia que la amistad y la obligación” (VR, p. 148).

Todos los análisis de Mártir sobre los principados nuevos, sobre la fundación o sobre los orígenes de los Estados están impregnados de maquiavelismo. En la obra sobre el fundador de Roma insiste en que el origen pecaminoso de cualquier Estado, el hecho de que, por ejemplo, se base un fratricidio como el de Caín o Rómulo, no le resta legitimidad si después se introduce la virtud política. En este sentido nos dice lo siguiente en Vida de Rómulo: “los principios tuvo origen de un rey fratricida, poblada de rústicos pastores, aumentada de hombres facinerosos, y después, mudando los sucesores de costumbres, fue donde asistió la virtud y los hombres que con valor y méritos conquistaron el mundo” (VR, p. 139). Fragmentos como éste pueden recordarnos lo que después escribe Pascal sobre el fundamento místico, oscuro o contrario a las leyes racionales, del poder.25 Mártir asume la tesis de que en los comienzos, con el objeto de lograr instaurar el orden político o las relaciones de mando y obediencia, se ha hecho uso de la “religión simulada”, de fábulas e invenciones. A este respecto Naudé afirma que en los comienzos de todas las monarquías –y entre otros ejemplos menciona el origen de Roma y las fábulas inventadas que tenían a Rómulo como protagonista–, siempre hallamos “ciertas invenciones y supercherías, de entre las que la religión y los milagros deben situarse a la cabeza”26. Mártir no piensa de otra manera cuando en su Vida de Rómulo habla de apariencias fabulosas que con el tiempo adquieren el rango de convicciones religiosas:

24 “La conveniencia –leemos en la empresa 91– los hace amigos o enemigos y, aunque mil veces se rompa la amistad, la vuelve a soldar el interés, y mientras hay esperanzas de él dura firme y constante, y así en tales amistades ni se han de considerar los vínculos de sangre ni las obligaciones de beneficios recibidos porque no los reconoce la ambición de reinar.” (D. SAAVEDRA FAJARDO, o. c., p. 612). 25 Pascal nos advierte en sus Pensamientos que el poder político se cimenta a menudo sobre una usurpación original que es preciso ocultar al pueblo: “Es así por lo que el más sabio de los legisladores decía que, para el bien de los hombres es preciso, a menudo, engañarlos; y otro, buen político, Cum veritatem qua liberetur ignoret, expedit quod fallatur (San Agustín, Ciudad de Dios, IV, 27). No es menester que sienta la verdad de la usurpación; habiendo sido introducida otras veces sin razón, ha llegado a ser razonable. Es preciso hacerla ver como auténtica, eterna, y ocultar su origen, si se quiere que no llegue pronto a su fin.” (B. PASCAL, Pensamientos, Alianza, Madrid, 1981, 60, p. 38). Véase también el número 525, p. 185. 26 G. NAUDÉ, Consideraciones políticas sobre los golpes de Estado, Tecnos, Madrid, 1998, p. 106. Naudé reconoce en esta misma página que es Tito Livo quien por primera vez ha destacado este hecho: “Es ésta una concesión –leemos en el Libro IV de la Historia de Roma de Tito Livio– que se hace a la antigüedad: magnificar, entremezclando lo humano y lo maravilloso, los orígenes de las ciudades.”

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“El tiempo altera las cosas, lo que en un siglo fue acierto de la voluntad, lo hace en otro acto religioso. Quien tratare de inquirir los sucesos de la gentilidad, hallará por instantes los mismos accidentes. Fue entonces conveniente para reprimir los atrevimientos de los hombres, valerse muchas veces de apariencias fabulosas, y después les aumentó el crédito la posteridad mal informada.” (VR, p. 145).

El maquiavelismo es más llamativo en otro pasaje del Rómulo. Aunque

Mártir dedica dos capítulos en Norte de Príncipes a negar las aserciones del capítulo dieciocho de El Príncipe, luego, en la obra editada en 1633, utiliza la famosa comparación –contenida en el mismo capítulo denunciado anteriormente– del gobernante con el león y la zorra:

“Nuestros teólogos no permiten que sea lícito, ni aun en la guerra, engañar al

enemigo, mas yo, como poco versado en tan divina ciencia, si se permitiera decir, afirmara lo que Lisandro: Que si la piel del león no es bastante se supliese con la de la zorra la falta que padece, porque es mayor prudencia solicitar vencer al enemigo con estratagemas y artificios que con las armas, aunque sean superiores en fuerza, porque los sucesos de las batallas son inciertos y la pérdida de un Estado si se puede conservar no es bien aventurarle.” (VR, p. 154).

Queda claro que, en contra de lo dicho por los teólogos sobre el engaño del

enemigo, sí resulta lícita la astucia de la zorra cuando se trata de la guerra, de la principal competencia del soberano27. Ahora bien, un poco después Mártir incurre en una nueva contradicción, y suscribe la ortodoxa opinión de que “faltar a la palabra y a la fe nunca fue lícito” (VR, p. 155). Es tan clara, y casi grosera, esta contradicción que resulta difícil desprenderse de la sospecha straussiana de si con estas palabras pretende ocultar su verdadero pensamiento, el formulado unas líneas más arriba. Por lo demás, la comparación maquiaveliana ya se encontraba en una anterior obra de Mártir, La vida del duque de Birón. Aquí comentaba que, para evitar la rebelión y combatir el delito de lesa majestad, el príncipe podía hacer uso de la astucia de la zorra: “contra tales sujetos cualquier piel es buena; si la de león no aprovecha, conviene coser con ella un pedazo de la de zorra”28.

La deriva maquiaveliana del Rómulo alcanza su cenit en las últimas páginas (VR, pp. 165-6). Allí termina excusando las acciones contrarias a la moral y el derecho motivadas por los deseos que caracterizan a los dos principales

27 Es cierto, como sostiene Maravall (VR, nota 13, p. 154), que algunos autores medievales, como Sánchez de Arévalo consideran lícitas las “asechanzas” cuando se trata de una guerra justa: “[…] por procurar paz a la çibdad, otrosí por evjtar jnjurias e ofensas, asimismo por corregir los vicios e castigar los delictos. Ca en estos casos la guerra se debe fazer por todas las vías possibles abiertamente e aun por assechanças e fraudes como mejor pueda.” (R. SÁNCHEZ ARÉVALO, Suma de la Política; Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1944, p. 62). Ahora bien, en el siglo XVII esta opinión contraria a los teólogos se acerca peligrosamente a la heterodoxia. 28 J. P. MÁRTIR RIZO, Historia trágica de la vida del duque de Birón, cit., fol. 103. Cit. en J. A. Maravall, o. c., p. LV.

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estados: el ansia de libertad, propio del pueblo, y el ansia de poder o de dominación, propio de la nobleza. Disculpa así Mártir “a quien por gozar de su libertad emprende graves delitos”, pues es “cosa natural procurar conservarse libres los que la providencia permitió que no naciesen sujetos”. Y, en segundo lugar, disculpa a quien “se vale de medios indignos” para “hacerse dueño del Estado”, pues la dignidad real es tan eminente que, una vez conseguida, “cancela de la memoria toda maldad cometida y hace insigne al que supo con propio valor ascender a tanta grandeza”. Lo cual no es más que otra forma de expresar el leit-motiv de que el final disculpa los orígenes pecaminosos.

En relación con este último asunto, Mártir añade unas apreciaciones muy cercanas a los coups d’État que, según Gabriel Naudé, se juzgaban por sus resultados o el éxito logrado:

“Hay algunas cosas que se juzgan conforme al fin que han tenido: los que han

atentado contra su patria y no lo han conseguido, a éstos los dan los tiempos por infames; los que supieron con maña y sagacidad usurparlo todo, los reverencian los siglos como a ejemplos de virtud.” (VR, p. 166).

Después de leer estas líneas no es difícil coincidir con Maravall cuando

señala que aquí se encierra “la más neta aceptación del concepto maquiavélico de virtud en nuestra literatura”29. Ciertamente, el maquiavelismo más extremo que conoce el siglo XVII, el de los golpes de Estado, se presenta a menudo en Mártir. Así, en su Historia de las guerras de Flandes, en el momento en que justifica la ejecución de Egmont, alude a otras medidas justas, aunque –en su opinión– menos necesarias, que podrían incluirse en el catálogo de los golpes de Estado: la noche de San Bartolomé, la muerte del duque y del cardenal de Guisa o la ejecución de María Estuardo30. En el libro sobre el Duque de Birón, se menciona asimismo la muerte del príncipe Carlos, por la que Felipe II durante siglos, hasta llegar a la cumbre literaria del Don Carlos de Schiller, adquirirá fama de tirano. En cambio, en la obra de Mártir, uno de los personajes señala “que la mejor alabanza que se podía dar a su memoria era el haber hecho dar muerte (según dicen) a su hijo porque había emprendido perturbar al Estado”31.

Muchas de las figuras históricas abordadas por Mártir, como Rómulo, el duque de Birón, Sejano, el conde de Essex, Enrique IV de Francia, etc., son los mismos que aparecen con frecuencia en los más heterodoxos tratados dedicados a la razón de Estado. En el de Gabriel Naudé, tales personajes suministran ejemplos para comprender, bien las máximas o razones de

29 VR, nota 16, p. 166. 30 Cf. J. A. MARAVALL, o. c., p. LXI. 31 J. P. MÁRTIR RIZO, Historia trágica de la vida del duque de Birón, cit., fols. 104-5. Cit. en J. A. Maravall, o. c., p. LVI.

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Estado, bien los golpes de Estado. Las ejecuciones del mariscal de Birón bajo Enrique IV y del conde de Essex bajo la reina Isabel de Inglaterra, dos ejecuciones puestas en relación por el mismo Mártir en el libro dedicado al amigo del rey francés, son, para el bibliotecario del cardenal Mazarino, máximas o razones de Estado porque “en ellas el proceso se instruyó antes de la ejecución”. En cambio, la muerte de Sejano, protagonista de la obra de Matthieu traducida por Mártir Rizo, es un golpe de Estado “porque el proceso siguió a la ejecución”32.

Maquiavelo reaparece en los fragmentos dedicados a exponer la relación entre la nobleza y la plebe. Y es que también para Mártir la política exige pensar, como sostiene el filósofo florentino, la oposición entre los grandes y los inferiores, o, como explica nuestro Saavedra, la aversión entre los dos estados principales: la nobleza y esa otra parte, la plebe, que Mártir, como la mayoría de los filósofos, menciona con el nombre del todo, el pueblo. Es conveniente –podemos leer en el Rómulo– que el príncipe conserve “las distinciones de la sangre que mañosamente están introducidas” (VR, p. 140), y por esta razón debe repartir el soberano premios y cargos teniendo en “consideración a la nobleza, a las riquezas, a la edad y al poder de cada uno, y a la calidad de los cargos y oficios” (HC, fol. 77). Mártir, sin embargo, es plenamente consciente de que esta distinción no es natural. Así, después de reconocer que, si hubo algún yerro al establecer la diferencia entre la nobleza y el pueblo, “en el principio estuvo el daño”, afirma que “no se puede dudar que todos los hombres son iguales” (VR, p. 140). Sucede que el pueblo ignora su verdadero potencial. Y, aunque nada se pueda ocultar y tarde o temprano todo se revele, el conocimiento del potencial de la plebe sí es un secreto que conviene guardar y que, de momento, la providencia –y no sabemos con qué seriedad escribe estas palabras– ha conseguido preservar:

“Tanto poder tiene el nombre de los poderosos en las Repúblicas, que siempre que

le oyen los inferiores dejan lo que solicitan por no oponerse a su grandeza. Es gran milagro de la Providencia no permitir que el pueblo conozca lo que puede; si algún día llegare a alcanzarlo, será formidable a los grandes el ímpetu de la muchedumbre.” (VR, p. 145).

Hoy difícilmente podemos leer estas líneas sin tener en mente la posterior

querella entre la teología y la filosofía de la historia, y sin pensar que estas palabras habrían hecho las delicias tanto de los visionarios reaccionarios del XIX, que tan a menudo adoptaban la apariencia del profeta apocalíptico, como de los defensores de la emancipación popular. Pero más allá de que aquí nos encontremos ante un pasado que parece predecir un futuro para el que todavía no tiene nombre, el de la época de las revoluciones, lo cierto es

32 G. NAUDÉ, o. c., p. 85.

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que para Mártir la nobleza, aunque no sea un estado natural y se funde en un error original, debe preservar su superioridad. Y por este motivo debe mantenerse la consiguiente división de la respublica entre los ricos, sabios, nobles o poderosos, por un lado, y los pobres, ignorantes o plebeyos, por otro. Así que el escritor español, al mismo tiempo que reconoce el carácter natural de la igualdad, teme sus efectos políticos.

En este empeño por mantener la división entre los estados no le queda más remedio que servirse del análisis de las costumbres, de lo que en otras ocasiones he denominado censura social33, y que mucho después será objeto de la nueva disciplina de la sociología. Ni el derecho natural ni la filosofía política, que a partir de Hobbes coloca en su base el principio de la igualdad, sin el cual no se puede entender el significado del proceso de autorización del soberano, puede rendir los servicios prestados por la disciplina social: la legitimación de las diferencias políticas, económicas, raciales, etc. La mirada a las costumbres pone de relieve que no hay nada más abstracto que la igualdad, y de este modo permite argumentar que sólo los ricos o los nobles, los únicos que pueden disfrutar de la suficiente tranquilidad de ánimo, están en condiciones de alcanzar la sabiduría y prudencia necesarias para dirigir los asuntos estatales y dominar en el resto de los ámbitos sociales. No es otra, a nuestro juicio, la opinión de Mártir cuando en su obra Mecenas señala que “la tranquilidad del ánimo es maestra de las ciencias; los ricos son los que pueden gozar de esta felicidad”34.

Esta conexión entre riqueza, educación, sabiduría, prudencia y buen gobierno es constante a lo largo de la historia de la filosofía, y, según Strauss35, la razón última por la que los antiguos no podían considerar la democracia como el régimen óptimo. Es decir, la democracia no podía ser un régimen perfecto porque antes se debería universalizar la educación, y para ello los antiguos tendrían que haber sido poco realistas y pensar que cualquiera podía enriquecerse y tener suficiente tranquilidad y ocio para lograr una buena formación. Pues bien, en Mártir Rizo no faltan las páginas donde se ensalza la educación como el fundamento de “toda la felicidad humana”, como “madre de las buenas costumbres” que a su vez son “raíces de las buenas leyes”, y “éstas el fundamento de las armas poderosas”. De modo que “donde hay costumbres, leyes y armas en grado de excelencia, de necesidad conviene que sea grande el poder del Principado, gran felicidad de los súbditos, gran majestad del príncipe” (VS, p. 83).

Pero, si seguimos leyendo con atención, Mártir quiere decir en realidad que las buenas costumbres son patrimonio exclusivo de los grandes, de los ricos.

33 Me permito remitir al capítulo V de mi libro La política del cielo. Clericalismo jesuita y Estado moderno, Olms, Hildesheim, 1999, donde abordo el problema de la censura social. 34 J. P. MÁRTIR RIZO, Historia de la vida de Mecenas, cit. en J. A. MARAVALL, p. XLVII. 35 L. STRAUSS, ¿Qué es filosofía política?, Guadarrama, Madrid, 1970, pp. 47-50.

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Las costumbres explican, y a la vez legitiman, la diferencia entre los dos estados, entre el superior y el inferior. Hasta la misma alimentación, algo en lo que nobles y ricos se separan claramente de la plebe, demuestra que el ámbito de las mores se ha puesto al servicio del discurso político. Por eso, la relación entre alimentación y nobleza, que Maravall minusvaloraba como simplemente “curiosa”, a nosotros, en cambio, nos parece fundamental para comprender a los publicistas de este siglo.

Al inicio de la tercera parte de la Historia de Cuenca, en un capítulo protagonizado por la nobleza, tenemos la mejor plasmación de lo que hemos comentado. Mártir explica cómo, a pesar de que las diferencias entre los hombres no son naturales, las mejores costumbres, que no en vano se han denominado tradicionalmente segunda naturaleza, y la educación de algunos de ellos acaba haciéndoles de “mejor naturaleza”. El capítulo aludido comienza explicando que la buena o mala alimentación influye decisivamente en “las virtudes del ánimo y entendimiento”36, de lo cual resulta que “están mejor organizados y con mayor belleza los hombres y mujeres de generoso nacimiento”. Todo lo cual contrasta con “la apariencia de los hombres inferiores, que ni tienen gravedad, ni mueven con su presencia a respeto y veneración”. Sigue comentando que “la gente plebeya vive más rústicamente” y por esta razón se encuentra “más apartada de la vida intelectual”, mientras que los nobles, a los que a veces llama “hombres generosos”, viven “con mayor primor y moderación”, “tienen mejor educación y enseñanza”, y por todo ello están más cercanos al entendimiento y son más felices (HC, fol. 209).

El lector ya habrá advertido que en estos pasajes, pertenecientes a la obra dedicada al marqués Juan Andrés Hurtado de Mendoza, donde explica la separación entre los dos tipos de humanidad, los superiores o nobles y los inferiores o plebeyos, Mártir argumenta en favor de un orden estamental compartido prácticamente por todos los publicistas de la época. Lo que, por el contrario, convierte a su obra en excepcional, a pesar de ser un mediocre literato que recurre con frecuencia al plagio, son los pasajes que, como hemos comprobado en páginas anteriores, nos muestran a un discípulo de Bodino y Maquiavelo. No es otra la razón por la que aconsejamos vivamente la lectura de este firme partidario de la autónoma razón de Estado y, en particular,

36 Así explica por qué la alimentación distingue a los superiores de los inferiores: “[El noble de nuevo linaje y, aún más, el plebeyo] se ha criado rústicamente y de la grosedad de su nutrimiento ha hecho su materia gruesa, respecto de los manjares gruesos que engendran semejantes humores, como parece en los hombres de oscuro linaje […] y esta misma materia trae y engendra torpes las virtudes del ánimo y entendimiento. Y, por el contrario, el que desciende de antiguo y claro linaje está alimentado de otra forma, con diferente regla y orden, con moderada abstinencia o templanza, con delicados y sutiles manjares, y por esto trae natural y hereditariamente más sutiles humores, lo cual es causa de sutilizar el ingenio, elevar el entendimiento, purificar y engendrar más limpia sangre y más pura, de lo cual resulta mayor perfección en la gallardía de su condición, en sus virtudes y costumbres.” (HC, fol. 208).

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