Juan el hijo de juan

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Historia de vida del reconocido periodista y escritor costeño, Juan Antonio Gossaín Abdalah.

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Historia de vida del reconocido periodista y escritor costeño, Juan Antonio Gossaín Abdalah.

Por: Oscar Durán Ibatá y Alberto Martínez Monterrosa

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El agente viajero se acercó a la tienda y felicitó a don Juan Santos Gossaín por el artículo que ese día publicaba el periódico El Espectador, con su firma. “¿De qué diablos me está hablando?”, inquirió. El comerciante de origen libanés no tardó en entender que el autor de aquel texto era en verdad su tercer hijo, quien llevaba su nombre. El muchacho acababa de regresar a San Bernardo del Viento, después de ocho años de internado en el colegio La Esperanza de la ciudad de Cartagena, donde afianzó lo que parecía ser una vocación de primeros años. Al llegar a su pueblo, sin embargo, se encontró con las limitaciones propias de una población olvidada por el tiempo y los gobiernos y la crisis económica de la familia, así que tuvo que dedicarse a la administración de libros contables en el molino de arroz de unos primos, más por hacer un oficio que por el placer de aquellas materias. Y allí, haciendo de contador pero en verdad sacándole relatos nostálgicos a la pequeña y destartalada máquina de escribir que había en la arrocera, recordó todos sus tiempos. Su propia historia.

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El padresiembra la semilla

Juan es hijo de Juan Gossaín y María Abdalah, primos de segunda generación, distanciados en edad pero muy cercanos en origen. Juan Santos, el papá, llegó a San Bernardo del Viento en el año 1904, pro-cedente de El Líbano, después de que los jesuitas le avisaron que la Policía estaba buscándolo, por hacer parte, como ellos, de la resistencia a la dominación turca. A los 15 años de edad había hecho el siguiente trueque con esa comunidad religiosa, que acababa de instalar un observatorio astro-nómico en su ciudad: “les sirvo de men-sajero si me enseñan astronomía”. Y entre mensajes y mensajes, terminó en la polí-tica. Así que, una vez avisado del acecho militar, tomó el primer barco que zarpaba hacia Suramérica, donde vivían algunos familiares, y ancló en Puerto Colombia.

“Si usted mira la migración árabe en la Costa, desde el aire, observará que es un especie de círculo concéntrico, como una diana de tiro: en el centro está Barran-

quilla y seguramente después venía Car-tagena, pero en la medida en que cada círculo se iba llenando de inmigrantes, se iba creando el otro. Así es que mi familia terminó en San Bernardo, siguiendo el cír-culo…”, explica Juan Antonio, el hijo.

Antonio emprendió el viaje con su primo Cecilio Abdala Gossaín y María, la esposa de este, que se encontraba embarazada. El parto, de hecho, ocurrió en plena travesía, cuando los inmigrantes, sorteado el des-embarque en puerto colombiano, viajaban costa adentro. ¡Es una bebé¡, le dijo la par-tera de ocasión que hallaron los extranje-ros en San Pelayo. De manera que “cuando se casan, un 22 de febrero, aquella bebé cumplía 15 años y mi papá tenía 50. Y no he conocido nunca un matrimonio más feliz”

De la unión de Antonio Gossaín y Bertha Abdalah nacieron, en su orden, Janeth, Adela, Juan, Berthica y José. “Cuando tienen a Juan, el papá se alegró muchísimo,

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también había huido de El Líbano y locali-zado a sus parientes en la lejana población.

“Pero no pierda de vista que mi padre no llega a San Bernardo a vender telas, sino como aprendiz de astronomía que huyó de Turquía por razones políticas”, retoma Juan.

El recuerdo que hoy tienen los bernardi-nos, en efecto, es el de un señor amable, servicial y buen vecino, al que jamás se le vio en parrandas ruidosas o menesteres fuera de casa. “Yo no me acuerdo haberlo

porque al comienzo eran sólo hembras, y usted podrá entender lo que significa para los árabes tener un hijo varón”, relata Antonio Gossaín, un primo de Juan. Por eso “cuando el viejo veía a su hijo, era puro amor lo que lo miraba”. Las familias se ins-talan en el norte de San Bernardo, a una cuadra del puerto sobre el río Sinú, en dos casas de madera, apoltronadas sobre un terraza continua que parecía un martillo: en una esquina estaba el almacén de telas, granos y especias de Juan Santos, y en la otra la de su hermano, quien para entonces

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visto nunca borracho, por ejemplo”, dice Bertha, la menor de las hijas. Tampoco lo hacen los vecinos de la cuadra, que en cambio destacan las relaciones que tenía con sus colindantes en el pueblo. “Ellos – sostiene José Francisco Ramírez- eran amigos de todos, personas muy queridas”. Por lo mismo “cuando estábamos en la calle nunca pensamos que podíamos tener algún inconveniente, porque veíamos a todas las personas como amigas”, según reconoce Berthica.

Por las mañanas -de cada mañana- el viejo se instalaba en un taburete en la terraza del almacén de telas, a leer periódicos y libros en árabe que les mandaban sus parientes de Medio Oriente y que sólo él entendía. “Cuando algún vecino llegaba a comprar “una libra de...”, él interrumpía con una voz tajante: ¡No hay¡. Mi madre salía furiosa: “sí hay, y te lo han pregun-tado ocho veces”. Pero él seguía ensimis-mado en su lectura, sin importarle un comino el comercio, y mi madre tenía que encargarse del almacén”. Hoy Juan Anto-nio cree que su papá era el único árabe que no sabía cuánto mide una yarda.

A Juan Santos lo único que le interesaban, en verdad, eran los libros. “Les tenía tanto

amor que, como en San Bernardo del Viento no había cinta pegante -y es probable que todavía no la haya- cogía unas tiras de papel que él mismo recortaba minuciosamente, las untaba de goma y se las ponía a los márgenes como un con-trafuerte para evitar que se rompieran. Todos los libros, que eran angostos, quedaban anchos por el cartón que les ponía”.

Por supuesto, en lugar de decir a los hijos lo que en la región y en las circunstancias de la familia, sería normal “tienen que aprender a trabajar, tienen que ayudar en la tienda” lo que les decía era: “léanse este libro”.

Como para que no hubiera duda del ritual de vida, a la hora del almuerzo -recuerda Juan Antonio- les relataba siempre un cuento de las mil y una noches. “No se podía empezar a almorzar sin que él leyera el cuento en una ceremonia muy solemne, de pie en la cabecera de la mesa. Era como un rito religioso. La vocación literaria que no pudo desarrollar él nos la transmitió a sus hijos”. Por eso Antonio, el primo, confirma que “Juancho heredó desde muy temprano eso del periodismo y la historia, justamente de su padre”.

“Ese era mi papá: un hombre dulce, suave y creativo”.

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Los bernardinos le reconocen otra habilidad: todo lo que se dañara en el pueblo, donde no había mecánico ni electricista “y de haber-los, yo creo que mi papá habría pagado para que lo dejaran hacer esas cosas, - señala Juan- lo componía sin pedir un peso. Él era quien arreglaba, por ejemplo, los zapatos dañados de los mucha-chos, más por vocación de curioso que de zapatero”.

A Janeth, la hija mayor, se le ocurrió una vez disfrazarse de la samaritana que recibió a Jesús cuando fue a buscar agua en el pozo, tal como la había visto en una Biblia de estampas de colores que la familia tenía en casa. “Era un dibujo muy lindo: la mujer sentada con un jarrón y un collar de monedas amarillas… Pues mi papa le hizo todo el atuendo: con cartón forrado de dorado hizo las monedas, de cartón hizo el ánfora…”. Otro día cogió una manzana de las que les mandaban los parientes desde Cartagena e hizo un injerto a un palo de guayaba que había en la casa. Yo no entendí qué diablos pretendía sacar. Lo cierto es cuando estába-mos sentados en el comedor del patio -que es el que usábamos porque en el comedor formal nadie comía por el calor-caían en las sopas del almuerzo unas guayabas grandes, blancas, sin sabor… a la vista eran muy curiosas pero no tenía sentido comérselas porque no sabían a nada.

Ese era mi papá: un hombre dulce, suave y creativo”.

El asunto es que a los 5 años Juan y sus hermanos habían cono-cido en todo su esplendor a Simbad el Marino y a Alí Babá y los cuarenta ladrones. Unos más que otros se interesaban por escu-driñar qué había dentro de las muñecas que hablaban o en los carritos de pilas. Y Juan escribía sus primeros relatos.

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El VientoPrimer fruto en

San Bernardo era, por entonces, una pequeña población cordobesa con costas ribereñas y marinas, a dos horas de Car-tagena tomando el río Sinú y luego el mar abierto. El día, en el pueblo, empezaba generalmente con el canto sinfónico de los gallos, que despuntaba el amanecer tal como lo hacía con la jornada de los bernardinos. Como si se hubieran puesto de acuerdo la noche anterior, las mujeres mayores salían a la misma hora al frente de sus casas y en fila iban barriendo las miserias de la noche. El ballet de las escobas terminaba unos minu-tos después con las pizcas de agua que cada una regaba en su parte de calle polvorienta, antes de volver a la morada a medio ordenar y gritar a voz en cuello a los otros habitantes que era hora de despertar. Los que habían estado hasta las cinco de la mañana en la gallera, atinarían apenas a pedir algo para el dolor de cabeza. Los que no, confirmarían el anuncio con el ruido de los comerciantes que muy temprano empezaban a llegar. De todas las veredas aparecían los campesinos

con sus cargamentos de viandas, que ven-dían al mejor postor en las subastas de las esquinas o en los desventajosos regateos con los “turcos” que había en el pueblo. De regreso llevaban materiales de construc-ción o las pintas para los domingos. Por eso, San Bernardo, que según los nacidos era una población con más comerciantes que gente”, despertaba temprano cuando el resto del mundo estaba en su quinto sueño.

Uno de los bernardinos que abría primero los ojos era un niño inquieto, con aires de travesura, que se escabullía entre los contro-les de su familia para ir a los campos abier-tos en procura de un juego de bola de trapo o a los matorrales de la espesura cordobesa para una cacería de pájaros o a las orillas del río Sinú en una aventura de pesca. Sus amigos y vecinos lo llamaban Juancho. Era un niño de baja estatura, de contextura gruesa, a quien sus próximos recuerdan con camiseta blanca y ancha y pantalón corto y envuelto siempre en alguna mocedad.

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“En alguna ocasión -cuenta José Francisco Ramírez- jugábamos a la compra y venta de ganado. Nosotros éramos las vacas y él, por supuesto, el ganadero. La cosa iba bien hasta cuando a Juancho se le ocurrió la idea de marcar el ganado. Pues con un sello en caliente grabó la J de Juan y la G de Gossaín en la barriga a uno de nuestros amigos”.

“Le decíamos El Iguano o el cotorro, y se ponía calvo de la piedra, porque se calen-taba fácilmente”, cuenta Orlando Gon-zález, amigo de pillerías. “Era tramposo, siempre quería ganar, y cuando no lo podía a hacer se ponía rojo de la piedra”, acota Luna. “Era lo que en la Costa llamamos un niño tremendo”, admite Bertha.

Pero su hermana justifica aquella inquie-tud en un contraste, que hoy juzga afortu-nado: Juan desde pequeño fue un volcán en permanente erupción y, San Bernardo, un pueblo tranquilo y casi idílico. “De hecho, cuando salimos del pueblo y nos fuimos a

Barranquilla mis hermanos y yo descubri-mos que el mundo era diferente y que había dificultades en la vida”, sentencia Bertha.Juan lo admite cuando aviva el recuerdo de aquellos días: “Lo que hace la diferencia es el lugar al que uno llega o donde nace”. Y el San Bernardo que aún hoy tiene en la cabeza es un lugar del Caribe donde no había diferencias sociales. “Ahora que lo pienso, en mi casa almorzábamos, juntos, todos los que estábamos jugando en ese momento en el patio. Y en el colegio estu-diábamos en un mismo salón los blancos y los negros, las personas más pudientes y las más pobres, muchachos de diez años y adultos de treinta”. (El otro día mi mujer y yo íbamos cami-nando por la Bóvedas, en Cartagena, cuando oímos a alguien que me llamaba. Era un muchacho de chaquetilla roja muy corta y un corbatín, cojo, que me dio un gran abrazo y me dijo que ahora era mesero de un restaurante de allí. Mi mujer me pre-guntó, asombrada, que a cómo un mucha-

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cho que fue compañero mío de colegio era cojo y mesero; yo dije, pues eso es San Ber-nardo del Viento: allí todos éramos iguales).

Pues lo que Juan vio desde niño fue una especie de “crisol, de calderos revueltos…”, lo mismo en la casa que en el parque, la orilla del río y el aula de clases del único colegio y el mismo profesor.

Se llamaba Manual Joaquín Paut. Dictaba las clases de 7 de la mañana a la una de la tarde. Allí no había primero o segundo año: más que una escuela era un aula comunita-ria. El salón realmente era un rancho con piso de la misma tierra que acicalaban de mañana las señoras en la calle. “Lo primero que nosotros hacíamos al llegar al colegio era echarle agua a aquella superficie polvo-rienta para que no se levantara su carcoma”. A las 1, cuando terminaban las clases, el profesor se ponía la ropa de monte y salía a cuidar su huerta. “Dictaba clases por la mañana y tiraba machete por las tardes”. Aquello fue el rompimiento de la formali-dad: “yo no di una sola clase con uniforme, ni tenía unos libros dentro de un maletín”. Un día, Paut supo que los estudiantes no querían recibir clases sino leer al Donald, al ratón Mickey y los cuentos de Disney. “¿Sabe lo que hizo? Nos puso de libro de

texto al pato Donald. Yo aprendí a leer con los cuentos de Disney. Se dio cuenta de que la educación se infunde a partir de lo que le guste a los muchachos, de manera que yo nunca hice tarea de aritmética o una tarea de geografía, pero aprendí de aritmética y de geografía. Dígame si esto no es genio de la educación.

Y así, según dice, era todas las cosas en San Bernardo: un pueblo absolutamente distinto a todos: la familia, el pueblo, el maestro… “Y cuando uno tiene la fortuna de nacer y vivir en un pueblo así, tiene que ser parte y objeto de su magia”.

En esa localidad mágica, todos tienen a la vista a Juan como un niño de tempera-

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mento fuerte, que combinaba una naciente pero desde ya esplen-dida imaginación con peleas callejeras y discusiones por juegos infantiles. Los relatos reconstruidos en San Bernardo del Viento, a instancias de su tía María Abdalah, hablan de un niño de 8 años acosado por Antonio María Zapata Olivilla, un profesor malen-carado que pretendía reprenderlo por una diablura. En su perse-cución el docente pisó sus gafas pero acusó al menor de haberlo hecho. En medio de la sindicación una voz menor intentaba decir: “yo no fuído, yo no fuído (sic). Alguien que presenció la escena le dijo al padre Juan: “el niño tiene razón: el profesor pisó sus propias gafas . La voz perdida remontó, entonces, su tono, para decir: “¿te das cuenta que yo nunca digo mentiras?”.

La misma María Abdalah, hermana de la mamá de Juan, recuerda el día en que llegó el obispo a San Bernardo. Una señora, que solía pedir agua fría constantemente en la casa materna de Juan (porque, a diferencia de la mayoría de gente en el pueblo la familia disponía de nevera), le preguntó al muchachito qué había dicho monseñor. Y

Juan, de escasamente 8 años, le respondió que el obispo le había pedido a todos en el pueblo que compraran su neverita, porque eso de andar pidiendo agua fría todo el día donde los vecinos, no era bien visto por Dios. La señora no podía de la risa, dice María. Pero al señor Juan no le causó ninguna gracia la ocurrencia de su hijo y “le pegó su limpia”.Pero no tardó mucho en reponerse y seguir con su rutina. “Con mi papá, a quien tam-bién le gustaban muchos los deportes, oía por la radiola las transmisiones del béisbol de grandes ligas, y después del partido armaba equipos imaginarios con nosotros y narraba desde la cama o una hamaca, como si estuviera en verdad en el estadio “. Ese sería su primero proyecto periodístico imaginario, pues uno real lo embelezaba

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por esos días. Se llamaba La Herradura, que vendría a ser su primer periódico.Era un ejemplar, que el niño redactaba en la máquina de escribir de su papá cuando este no lo veía y se lo daba a leer a cada miembro de la familia que encontrara des-ocupado a los transeúntes que lo recono-cían, a cambio de 5 centavos. María Abda-lah, la tía-madrina, era la tesorera y Bertha, la mamá, la alcahuete. “Coge la máquina, que tu papá no está por aquí “, le decía, pues al señor Juan le molestaba encontrar las teclas desprendidas y la cinta en desorden. Al principio se sentaba a hacer ejercicios de los que recomendaban a las niñas de secre-tariado comercial: Tur-tur-tur, tar-tar-tar. Pero cuando aprendió, y lo hizo definitiva-mente cuando tenía 5 años, cuadraba la hoja con milimetría para que salieran columnas, como las del periódico de verdad, y escribía sobre la cinta templada y el rodillo negro. Las noticias, que tenían un tono de chisme o de rumor sin confirmar, eran recogidas por un amigo de la mima edad, que las lle-vaba, como parte del juego, hasta la casa del periodista en formación. Pero Juan le ponía seriedad al asunto.

“Yo averiguaba los chismes y él los escribía. Como resultado, salían 3 hojas que ven-díamos muchas veces. Todo el pueblo se

enteraba de lo que pasaba en todas partes”, relata Orlando González, a la sazón repor-tero de La Herradura.“El mismo salía por el pueblo a venderlo a 5 chivos, la gente se reía mucho de las ocurrencias, pero pagaban por leer, y yo le guardaba la plata. Era su tesorera”, asienta su tía María Abdalah.Por lo que recuerda Berthica, la redacción era un ejercicio intimista y apasionado, que Juan normalmente ejercía, con dos dedos, en los rincones de la casa o debajo del palo de guayaba de manzana que el señor Juan había plantado en el patio de la casa. “Des-pués lo veía llegar con su hojita y me decía, lee esto para ver qué te parece”. Berthica, que desde entonces fue una especie de lec-tora crítica, tenía siempre la última palabra.

“¿Te das cuenta que yo nunca

digo mentiras?”.

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Cuando ya el profesor Paut no tenía nada más que enseñar a aquellos jóvenes y niños en el aula polvorienta, los padres enviaban a sus hijos a la ciudad de Cartagena, que en tanto se perfilaba como el polo de desarro-llo educativo y cultural para los jóvenes de provincia de las sabanas de Bolívar, Sucre y Córdoba, era la única capital con la que San Bernardo se comunicaba directamente a través del río Sinú y el mar Caribe.

Cartagena contaba con cerca de 180.000 habitantes y se concentraba, fundamen-talmente, en el llamado centro histó-rico, pues apenas estaban iniciando las emblemáticas urbanizaciones de Castillo grande y Bocagrande y ni siquiera estaba en los planes de desarrollo la construcción del llamado Puente Chambacú que apun-talaría el crecimiento urbano más allá del Castillo de San Felipe de Barajas. Era una ciudad, a decir del escritor Jorge García

magia que lo envolvióCartagena, la

Usta (q.e.p.d.), “hechizada y hechizante”, que por la trayectoria histórica, hetero-geneidad social, riqueza étnica, condi-ción multicultural y apertura, ejercía una influencia en la mayoría de los intelec-tuales del caribe colombiano. Por allí ya habían pasado Héctor Rojas Herazo, Cle-mente Manuel Zabala y Gabriel García Márquez, para citar a unos cuantos. La belleza natural y arquitectónica y el legado histórico de la ciudad, reñían con las enormes contradicciones socio-econó-micas. Y cuando un escritor se topa, en un mismo lugar, con “los más hermosos cre-púsculos y los más aterradores tugurios”, encuentra un escenario cautivante.

Allí llega, con las mismas camisetas blan-cas y pantalones cortos, Juan Gossaín, en el año 1958. Tenía 9 años de edad y ninguna sospecha sobre lo que sería aquella expe-riencia. Juan Santos, que podía ser muy

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dulce pero era un hombre de carácter, le dijo a su esposa: “Si no vamos a estar cerca de él, lo mejor es pensar en un internado”. De manera que el niño ingresó al colegio de La Esperanza, de la Calle del Tejadillo.

“Yo era una especie de benjamín del cole-gio. Los muchachos se la pasaban halán-dome los bellos de las piernas, pues todo el mundo usaba pantalones largos, menos yo”. Antonio Gossaín, el primo-padrino, le pagó los primeros estudios, pues su padre no tenía muchos recursos. “¿Cómo los iba a tener un hombre que se la pasaba leyendo libros en la puerta de la casa?”.Aquello –confesaría, años después- era lo más parecido a una cárcel. Más que inter-nado tenía la apariencia de un reformato-rio. “Entienda, para empezar, que era una comunidad inmensa como de mil niños; entienda, además, que los que estábamos allí veníamos todos del monte, lo que sig-nificaba que allí, educar era semejante a amansar a un potro”. O a “domar fieras salvajes”, como lo comparó Luis Fragoso, el prefecto de disciplina.

Allí Juan dijo haber aprendido dos cosas, que son “las que uno está obligado a apren-der en la vida”: una, la disciplina; dos, que la creación es un acto del espíritu humano.“La Disciplina nos la enseñó el colegio a garrote, a palo físico, y cuando digo a palo no estoy hablando en sentido figurado: es que era un palo de escoba que usaba el profesor Fragoso, con tal actualización en el método, que un día lo cambió por una espátula de plástico -porque el plástico pega más duro-, y tal refinación, que llegó a convertirse en un psicólogo del garrotazo: de repente hacia la seña, el amague de pegarle a uno en la cabeza, porque sabía que lo primero que uno levanta en ese trance es la mano, y dejaba caer el plástico ese. Por supuesto los dedos se inflamaban porque el caucho paraliza la circulación de la sangre”.

Todas las generaciones esperancistas recuerdan también un legendario objeto, al que llamaban “el pringues”, que era como la pena mayor como el castigo para los condenados a muerte pues se tra-taba una tabla del guayacán, en forma de colombiana o chupeta, que administraba el propio rector del colegio, Antonio María de Irisarri. “Cuando era imposi-ble amansar aquel salvaje, se lo llevaban a don Antonio Maria, para que le diera dos

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pringues. Vea: eso parecía una tabla de mármol que le dejaba a uno la mano hin-chada durante una semana”.

Juan, que se volvió más “tremendo” a partir del encierro, tuvo que probar repe-tidas veces ambos castigos: por cambiarle el destinatario a los paquetes de comidas que enviaban desde Lorica o Magangué los familiares de los compañeros de internado – por supuesto con dirección, ahora, a Juan Antonio Gossaín Abdalah o Antonio Escobar, que era su par en esas andanzas-; por confundir a los estudiantes primípa-ros” o por hacerle bromas a los profesores recién llegados como recuerda Amaury Muñoz, miembro del temible grupo: “El maestro tenía pinta de cachaco y hablaba como cachaco. De inmediato dedujimos de dónde era. Antes de salir al recreo, Juan denunció que le había sido robada esa parte del cuerpo que en la costa llama-mos como sinónimo de pelar, pero sin la “r” final y con acento en la última sílaba. El profesor entonces dijo: no sale nadie al recreo hasta que no aparezca esa cosa de Juan. Cuando el profesor Fragoso se enteró de la mamadera de gallo, todos fuimos cas-tigados en la asamblea del fin de semana”.La reunión se hacía los días sábados, a la una de la tarde, en el patio del colegio, y

era, según describe Juan, una ceremonia kafkiana en la que “todos moríamos de susto”. Ese día el prefecto de disciplina sacaba el libro de castigo, un tenebroso cuaderno de contabilidad, y revelaba la lista de los que no podían salir durante el fin de semana. El nombre de Juan Gossaín, generalmente, aparecía en esas páginas. “Es que yo salía cada vez que ocurría la muerte de un obispo”, dice hoy.Y “¿para dónde diablos coge uno, confinado en ese colegio, si no es para la biblioteca?”. Gossaín se encerraba, entonces, en la sala de lectura para aprender, sin saberlo, la segunda gran lección que le dejó el colegio.

El primer libro que leyó en el internado fue El Corazón de las Tinieblas que el gran novelista de origen polaco (cuando Berdi-chev quedaba en Polonia), Joseph Conrad escribió entre 1898 y 1899, tras su viaje al Congo. Era, según rememora, una historia que ponía a prueba la capacidad del deleite y el asombro, pues contada “con el color de la pintura y el sonido de la música”, como hoy lo sigue ponderando la crítica, descri-

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bía la aventura de un marinero con cate-goría de héroe en la desembocadura del Támesis en busca de un agente comercial, lo que a la larga era un pretexto literario para narrar, en el más exquisito de los lengua-jes, la belleza y el peligro de la naturaleza inhóspita y la contradicción inobjetable de los sentimientos humanos. Entusiasmado por aquella experiencia, siguió buscando en los estantes de la biblioteca a Conrad, de quien más tarde vendría a saber -¡vaya coincidencia!- que heredó el amor por la literatura de su padre, un escritor liberal que fue enviado con su familia al exilio, por su intervención en la insurrección polaca de 1863. “Leí a Conrad completo”, dice, mientras a su memoria llegan títulos memorables como Nostromo, La locura de Almayer, Lord Jim, El negro del Narcissus. Pero Juan tenía la mala costumbre, que aún conserva, de leer en desorden. “A veces tengo 4 ó 5 libros abiertos: una obra lite-raria, un catalogo de venta de muebles, un suplemento de ventas… y lo leo por igual”.

(Muchos años después, ante la anarquía literaria de la alcoba, su esposa amenaza-ría con deshacerse varios textos abiertos. “No bote nada –le diría- el solo hecho de que alguien haya escrito algo, merece que se le conserve”).

Estando en la biblioteca castigado, como siempre, llegó a buscar algo un profesor que no tenía por qué estar allí, pues ya se habían terminado las clases. José Manuel Guerrero, maestro de español, literatura y francés, a quien “llamábamos el papa Gue-rrero porque decía que nunca se equivo-caba”. Lo cogió de la mano y le dijo: lo voy a llevar al sitio por donde debe empezar un muchacho cuando está leyendo. “Y me con-dujo un rincón que yo nunca había visitado, el de “Los clásicos”“. Con escasos 12 años, Gossaín recibió un mamotreto inmenso de las Tragedias completas de Sófocles, el dramaturgo de la antigua Atenas. A esa edad yo leí, entendí y disfruté Edipo Rey, Antígona, Electra, Áyax, Las tranquinias… Y me gustaron tanto, que seguí luego con Shakespeare. El profesor se murió muchos años después, y ¿sabe cómo le pusieron a la biblioteca de La Esperanza? José Manuel Guerrero, el mismo profesor que entró allí sin tener que estar y que me enseñó a leer lo que había que leer. La vida tiene esos actos de justicia y reparación”.

Juan diría después de varios años, en una ceremonia en la que El Distrito de Car-tagena lo proclamaba hijo adoptivo de la ciudad: “No se imaginan lo agradecido que estoy yo con esos castigos, pues de

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estudiante que creyera saber algo, fuera y lo dijera; otros oirían y harían pregun-tas. Un sábado de esos en los que extra-ñamente podía salir, le dije a Judith Porto que yo quería hablar y me dieron un turno”. Juan tenía escasamente 13 años y muchos fines de semana de encierro en la biblio-teca esperancista. Se sentó a la mesa y en medio de algunas risas porque las pier-nas le quedaban colgando en el aire, habló entonces de un libro que acaba de salir, que se llamaba La mala hora, de un escri-tor que acababa de conocer, de nombre Gabriel García Márquez. “Había leído esa obra con gusto porque me parecía un guión cinematográfico: las escenas esta-ban descritas como para poner las cáma-ras: tenían tantos detalles que eran como para ubicar la cámara de una película”. De entre el público se paró un señor a pre-guntar por qué sabía tanto de esa novela. Juan respondió lo obvio: “porque la acabo de leer”. El sujeto se identificó como Jaime García Márquez y se extrañó que la novela de su hermano estuviera ya en la biblioteca del colegio, pues todavía tenía el calor de la imprenta. Al día siguiente salió publicada en el Diario de la Costa la fotografía del niño de pies colgando en la mesa colonial que echaba el cuento de la Mala hora. Y al final del año la Extensión cultural de Bolí-

haber salido a la calle quién sabe si hubiera abierto un libro”.

La declaración corrobora una tesis que Gos-saín esgrimiría a lo largo de su vida: “todo lo que uno tiene que aprender, bueno o malo, lo aprende verdaderamente en sus prime-ros 20 años. Y yo aprendí –por fortuna todo bueno- inicialmente en mi casa y luego en el colegio La Esperanza. Y no he aprendido mayor cosa desde entonces”.

Una de esos aprendizajes –de acuerdo con García Usta- forjó probablemente su talante de comunicador, aunque no lo des-cubriera de inmediato. García, que fue uno de los primeros seguidores de la obra de Gossaín, sostuvo, a partir de la evidencia de sus investigaciones, que Juan se formó de las lecturas de la época, en las que apa-recen por supuesto los clásicos de la lite-ratura oriental y universal, pero también toda la gama activa latinoamericana y, dentro de ellas la obra de García Márquez.

“La Extensión cultural de Bolívar, que diri-gía la educadora Judith Porto de González, desarrolló por esos días una idea formi-dable: puso una mesa colonial inmensa, en una especie de altillo rectangular que tenía en sus dependencias, para que todo

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“Todo lo que uno tiene que aprender, bueno o malo, lo aprende verda-deramente en sus pri-meros 20 años. Y yo aprendí –por fortuna

todo bueno- inicialmente en mi casa y luego en el colegio La Esperanza. Y no he aprendido mayor cosa desde entonces”.

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var escogió aquella como la mejor conferencia de 1962 y le entregó al muchacho el libro Un actor se prepara, del maestro del teatro ruso Constantin Stanislavski. Gossaín se enfrentaba, entonces, a una ciudad que tenía para él otros elementos interesantes, como la vida popular que se expresaba a través del deporte y la música.En este sentido, García Usta concluyó que “Cartagena es el esce-nario que le ayuda a definir, mucho antes que Bogotá o Barran-quilla, su voluntad como periodista, pues señala la definitiva forma de encontrarse con la parte social”, que sería el rasgo carac-terístico de su periodismo.

“Los sábados me iba para la Heladería Cartagena, que quedaba al lado del Teatro Cartagena, donde tocaba una pequeña orquesta y cantaba un tipo de nombre Tony Zúñiga. Por un peso le daban a uno toda la cerveza que le cupiera y nos pasábamos toda la tarde bailando con las meseras, que eran muy queridas. Y los domin-gos me instalaba desde las 8 de la mañana, en “el refugio de las reinas”, una enramada en la

Alcaldía en la que me sentaba a esperar que llegara la barquita de San Bernardo del Viento, con los suplementos alimenticios que mi mamá pudiera enviar para que pudiera soportar ese internado tan terrible. Allí pasé domingos enteros esperando, porque había veces en que la barca se varaba en Periquitos o en Tigua y a los pasajeros, como a Marlow, el héroe de Conrad, no les quedaba más alternativa que ver como “el estuario del Támesis se pro-longaba frente a nosotros como el comienzo de un interminable camino de agua”. En la espera hablaba con los locos de la calle,

que iban hasta allá para tomar el sol. “No sé por qué pero los domingos no eran tan locos: Arturo, que era el más conocido; Peyeye, que vendía lotería; la Carioca, que era cobradora a las malas… con esta gente experta me ponía a hablar durante horas”, lo que, según confiesa, le dio una perspec-tiva magnífica de ciudad.

En una de esas tardes, fue testigo presen-cial, y casi víctima, de la explosión del mer-cado público de Cartagena, a un costado del muelle de los pequeños barcos mercantes. Gossaín estaba estudiando para los exá-menes finales, cuando ocurrió la tragedia. Sintió enseguida la tentación incurable de contar lo que había ocurrido y escribir una crónica minuciosa. En el cuaderno de mate-máticas quedó consignada la hecatombe completa: el estallido que rompió en astillas la modorra de la bahía, el remolino de pól-vora y de polvo, los fogonazos, la lengua de calor que corrió por la calle como un perro hambriento, los alaridos, el vuelo del cal-dero de fritanga…

“Fue mi primera crónica, en tinta negra, y la llevé a la redacción del Diario de la Costa,

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pero me dijeron que, si quería publicarla, era menester que yo mismo consiguiera un aviso publicitario para el periódico, a manera de compensación por el espacio que iban a regalarme. Bonita manera de iniciar una carrera periodística: no sólo no me pagaban sino que yo tenía que pagar”.

Pero de nuevo apareció el profesor Gue-rrero, quien leyó el artículo y lo envió a El Pueblo, un modesto diario vespertino de la época, en donde apareció el texto “con un error de tipografía en cada letra”.

Sin embargo, se apartaba fácilmente de esas intentonas y se sumía en las lectu-ras clásicas, alimentando la otra vocación que creía definida: “cuando leí a Sófocles, entendí que es posible describir los sen-timientos humanos, el odio, el amor, el rencor, la decepción, la venganza… Bueno, uno descubre en Edipo Rey que los seres humanos son realmente la literatura”. Las evidencias indican que trabajó, al menos con entusiasmo, para lograr esa empresa. El primer escrito que le publicaron, de hecho, fue el cuento “El ancón”, que narra

la historia de un tesoro perdido en un peñasco frente a El viento, que los viejos bernardinos contaban a sus hijos como sus padres a ellos. En 1962, estando estudiando en La Esperanza, el arqui-tecto, pintor y escritor Indalecio Camacho inauguró en el Diario de la Costa un suplemento literario que circulaba con el periódico del día sábado. “Escribí el cuento en el cuaderno del colegio y le pedí prestada la máquina de escribir a uno de los seres humanos que yo más quiero, aunque se haya muerto: Nemesio Morad, que tenía una arrocera en el bosque. Pasé el cuento y lo mandé”. Al sábado siguiente apareció en La Palabra, como se llamaba el suple-mento. Juan aún no cumplía los 14 años. Cuatro décadas después, Nemesio, el hijo de Morad, encontró entre los cachibaches dejados por su padre una vieja y destartalada máquina de escribir, con un escrito ajustado con cinta pegante, en el que rezaba: “Cuando me muera yo, esta máquina es para Juan Gossaín, porque en ella él escribió su primer cuento”.

Pero las noticias lo perseguían sin tregua. “Yo no tenía ninguna intención de ser periodista ni vocación para serlo. Yo lo que quería ser era escritor. ¿Por qué terminé en el periodismo? Por la razón más ordinaria, más común y más vulgar que hay, pero absolutamente cierta: para ganarme algún dinero que ayudara a pagar mis estudios”.

La comunicación entre Cartagena y San Bernardo se había roto, porque el Estado había decidido desviar el río Sinú para que no siguiera desbarrancando al pueblo. Al quitarle el río, dejó aislado a El Viento, porque la población no tenía carreteras ni nada que se le

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pareciera, y Juan se encontró un día abatido, solo y sin dinero en el internado. “El mismo profesor Guerrero me llevó al periódico El Pueblo y le dijo a alguien: él sabe escribir, ayúdenlo. Pero del mismo modo me habría propuesto ser ebanista o asistente de taxista y lo habría hecho, porque lo necesitaba”. De manera que “me pusieron a escribir de béisbol. Tenía que ir al estadio los domin-gos a hacer supuestamente la reseña de los partidos -el Terminal le ganó al equipo de Getsemaní, que se llamaba Águila, 12 por 4- pero yo no hacía eso: yo me ponía a escri-bir sobre cómo vendía fritos la señora en la puerta del estadio o un hombre que andaba con una malla afuera esperando que saliera una bola para cogerla y revenderla”. Los artículos fueron publicados con el seudó-nimo de Dimitri Karamazov, el personaje de Dostoievski, pues Juan no quería que sus tíos de Cartagena se enteraran que andaba en esos embelecos del periodismo en lugar de ponerse a estudiar. Pero finalmente me botaron del periódico porque el jefe de deportes no necesitaba un hablador de paja, sino alguien que dijera cómo terminó el partido y cuál fue el pitcher ganador”.

Pero “como en la vida no hay hechos aislados, ni generación espon-tánea” a Juan le siguieron llegando señales. Otro día, cuando cursaba cuarto de bachillerato, recibió un encargo definitivo de Antonio María de Irrisari. “Necesito que haga y dirija el perió-dico del colegio”. Se trataba de una misión tan fulminante con los tablazos de guayacán que se sentían en las manos descubiertas como pieza de mármol. Pues El esperancista, como lo hizo llamar, terminaría recogiendo la dispersión del comunicador. “Todavía me siento orgulloso. Creamos un estupendo periódico con cri-terio, con comentarios… no era el modesto periódico del colegio para documentar cumpleaños y primeras comuniones, no. Era –y lo siguió siendo durante cuarenta años seguidos- un verdadero periódico, pero yo lo hacía por entretenimiento. Lo que pasa es que en el colegio La Esperanza nos enseñaron que el talento sin disciplina es un desperdicio, si alguien tiene talento -que no es mi caso- ¿de qué le sirve si no tiene rigor y disciplina?”.Así, buscando ser escritor pero encontrando poco a poco el perio-dismo, se la pasó Juan durante los 8 años de internado, 2 de pri-maria y 6 de bachillerato.

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En vacaciones, cuando los Gossaín Abda-lah regresaban a San Bernardo (Bertha y Juan también estaban internados en cole-gios de Cartagena), había fiesta en la casa. La mamá hacía comidas especiales y aco-modaba en el bifé de la sala los recortes de periódico con los artículos del primer varón, mientras el padre arreglaba los uni-formes raídos del equipo de béisbol para cuando el joven se le diera por jugar a la pelota caliente.

Doña Bertha sabía que no pasaría mucho tiempo en que la sala o el patio de la casa se convirtieran en las tablas de una obra de teatro o la pasarela de un desfile de moda. Juan, como de costumbre, sería el líder de todo.

En diciembre, cuando los muchachos de más edad se pararan en las esquinas a mirar los efectos de la ventolera en las faldas de las muchachas, Juan estaría organizando el aguinaldo de los niños pobres, que salía

San Bernardo, el regreso definitivo

justamente de los recaudos en las obras de teatro y los bazares de casa. Bertha y Berthica se encargarían de la compra en el Ley de Montería, y él y los demás, de hacer un censo de los niños del vecindario. El 25, muy de mañana, sería la mejor de todas las fiestas, pues hacían la distribución de los juguetes, casa por casa.

“En los primeros retornos, Juan organi-zaba competencias de ciclismo o equipos de béisbol, que papá le ayudaba a organi-zar desde antes que llegara… pero cuando le empezó más la cuestión literaria, todas las actividades se centraban en la pala-bra”, relata Berthica. Cuando alguien se graduaba o se casaba en el pueblo, por ejemplo, él era el que daba las palabras, porque siempre lo buscaban para ello. Cuando íbamos a cine, aprovechaba el intermedio de las películas para contar las noticias del día o hacer comentarios sobre el último libro publicado por García Márquez. Y de regreso a casa, buscaba la

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maquinita y escribía sin reposo una crí-tica sobre la película. “Y ahí venía otra vez a mostrármelo”.

En las noches, cuando el silencio hacía extraña la casa, Juan se sentaba a leer y a desplegar una extraña pero constante afición que mantuvo desde niño: corre-gir diccionarios. Tal vez por ello algunos de sus amigos siguen creyendo hoy que se sabe los diccionarios completos.

“Tú no te cansas”, le decía la madre, una mujer aparentemente recia, pero de una dulzura infinita, que según dice, le dejó las dos más grandes lecciones de la vida: la fe consiste en creer que los sueños de uno son posibles y hay que hacer siempre lo correcto. De lo primero hablarían los años; de lo segundo, los pasajes de su profesión. En una ocasión, siendo ya un periodista recono-cido, tendría una discusión muy fuerte con un prestante ejecutivo bogotano que apa-rentemente se había apropiado del dinero de una institución financiera. “El sujeto fue a reclamarme a RCN y me dijo “yo soy el heredero de la familia tal...” ¿usted de qué es heredero? Le dije, de nada, salvo del buen ejemplo, que fue lo que a mí me enseñaron en mi casa y sospecho que a usted no”.

Por ello, con los valores renovados y la fe en lo creía el sueño de su vida regresaba después del agitado descanso, a Cartagena, y se sumergía, otra vez, en su construcción personal del mundo. “Una vez mis papás se asustaron porque le fueron a decir que prendie-ran el radio que Juan estaba hablando. ¿Juan? Pero si Juan a esta hora debe estar estudiando. Eran como a las 3 de la tarde. Resulta que había un paro de estudiantes de medicina de la Universidad de Cartagena y Juan terminó hablando en nombre de ellos en la manifestación. ¿Cómo le parece? Mi papá no lo podía creer: él era estudiante de bachillerato y a esa hora tenía que estar en clase. ¿Qué hace ese muchacho hablando en nombre de unos estudian-tes de medicina?”.

Y es que él, según coinciden sus amigos Eduardo García, Antonio Escobar y Enrique Fernández, no se permitía nunca la posibilidad de aburrirse. “Cuando no estaba construyendo algún proyecto intelectual, estaba escribiendo o, mejor, leyendo, “el único placer –diría, en el reposo de la adultez- más grande que la escritura”.

Pero en el año 1968 llegó la hora del regreso. Concluido el bachille-rato, Juan tenía la disposición de viajar a Bogotá, en una aventura de formación que no dejaba de generarle miedos. “La verdad es que yo sólo conocía dos lugares: San Bernardo del Viento y Cartagena, porque estudiaba allá. Cuando estoy terminando bachillerato decido estudiar Derecho por una sola razón, ahora que lo vengo a pensar al cabo de la vejez: en aquel momento, hace ya casi treinta y cinco años, era lo único que tenía relación con las vocaciones humanísticas, con la literatura o con los libros. Y decidí que debía ser en la Universidad Externado de Colombia, por una sola razón: porque en los libros yo había leído que el Externado fue desde sus comienzos el refugio de los librepensadores, de la cátedra libre,

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del debate contra la educación confesional. Mandé mis papeles pidiendo que me regis-traran entre los aspirantes interesados. Pero en ese momento, mi padre, que era un hombre muy mayor, se enfermó grave-mente. Y se canceló la posibilidad de estu-diar en Bogotá y en cualquier parte, porque tenía que ponerme al frente de la familia”.

Por tradición en las familias de origen árabe, la responsabilidad del primogénito varón es ponerse al frente de su manuten-ción cuando el encargado falta. “Entonces se decidió que yo tenía que ponerme a tra-bajar. ¿Pero en San Bernardo del Viento en qué? Había una sola industria, que era un molino arrocero, porque el valle del Sinú estierra de sembradores de arroz. Por for-tuna, la empresa era de unos primos míos, los Gossain, que deciden que hay que llevar libros de contabilidad para no seguir ano-tando los inventarios en papelitos y me envían a Cartagena a estudiar Contaduría Pública. Me inscribo en un curso rápido, ni siquiera se puede decir que eso era conta-duría, era mucho más modesto, como una teneduría de libros. Estudio seis meses en las Escuelas colombianas de alto comercio y finanzas, Escolombias, me dan mi título de contador de libros y me regreso para el molino arrocero”.

Aquellos oficios administrativos debieron aburrirlo, pues según infiere Berthica, “él no estaba hecho para eso. Cuando tra-bajaba en el molino escribía cosas así no fueran para publicar. Lo que sentía sim-plemente lo exteriorizaba. Por ejemplo: si estaba leyendo un libro y sentía que debía escribir un comentario, lo hacía. Pero el sentido era ese: lo sentía y lo escribía. Él debió sentirse asfixiado en esa oficina del molino. Y expresar por escrito lo que se le ocurría, lo desahogaba”.

La arrocera se llamaba Tres estrellas y era la más grande de la zona. Sus compañeros de trabajo recuerdan que “en ocasiones teníamos que amanecer haciendo cuentas y cuadrando caja, pero cuando pasaban esos momentos de montonera, cuando ya todo estaba calmado, Juan tomaba la máquina y se ponía a escribir” (Victorino Manjares). “Era muy inquieto con la lectura, amane-cía leyendo en la esquina” (Manuel Luna). “Siempre discutía con Toño porque se iba para un rincón del molino a leer o a escri-bir y duraba un buen rato por allá” (José Lucilo Negrete). “Yo me la pasaba peleando con él, porque no pasaba sino escribiendo. Definitivamente podríamos decir él que no era un amante del campo, pues desafortu-nadamente se le inculco eso. Yo quería que

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él trabajara, pero se dedicó fue a la litera-tura y al periodismo” (Antonio Gossaín).

El molino patrocinaba a un equipo de béis-bol, en los campeonatos zonales en todo el bajo Sinú, en los que también participaban municipios cercanos, como Lorica. Juan era el delegado del equipo de la arrocera e iba siempre a los partidos. Pero terminaba en las cabinas de los locutores haciendo comentarios o transmitiendo béisbol. Él lo hacía porque le nacía. Y ya los locutores que lo conocían, lo llamaban”.

Empezaron entonces a ocurrir en San Bernardo del Viento, como en todos esos pueblos del Caribe, unos hechos insólitos y curiosos que al periodista en formación le parecía interesante contar. El Espec-tador no sólo era el único periódico que llegaba a San Bernardo del Viento, sino, a decir del maestro José Salgar -a quien Gos-saín llamó el decano de los periodistas de Colombia- “el medio capitalino que idea-lizaban los escritores de la Costa por su fama extendida en toda la región”. Y sim-plemente por eso, en la máquina de escri-bir del molino de arroz, “metí una hoja un día y escribí lo que muchos años después vine a saber era una crónica. Busqué en la bandera del periódico la dirección (Ave-

nida 68, Bogotá) y se la mandé a Guillermo Cano quien, según la inscripción, oficiaba como director”.

Era la historia de unas misteriosas cajas de madera, del tamaño de un barco, que empe-zaron a llegar al pueblo una tarde veraniega de diciembre, sin destinatario ni remitente. “De inmediato se puso en movimiento la magia desenfrenada del Caribe: el vecin-dario miraba las cajas con recelo y miedo, a la distancia, y nadie se atrevía a acercarse. Hasta que una noche tres muchachos teme-rarios, con el sigilo propio de un delito, nos metimos al patio de la Alcaldía, abrimos las benditas cajas que nos estaban amargando la vida, y terminamos por descubrir que se trataba de un hospital prefabricado que nos mandaban de regalo las almas caritativas de Inglaterra”.

Guillermo Cano publicó la historia bajo el título Carta desde San Bernardo del Viento. Era una carta con excelente estructura narrativa, pero sin ambiciones periodísti-cas. En el relato constaba la confusión que reinó en el pueblo, el tamaño monumental de las cajas, las indicaciones en inglés que nadie entendía. Diccionario en mano Gos-saín se había dedicado a traducirlas y a des-cubrir lo que era.

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“Cómo no lo iba a hacer, si él sabía idiomas”, sentencia el médico Álvaro Olivero, propie-tario de una droguería en el pueblo. “Cuando él regresó se metió a dictar clases de historia -las guerras y todo eso- y, además, de inglés”. En San Bernardo seguía existiendo un solo colegio y, aunque quedaba en la plaza prin-cipal, sus condiciones no aventajaban las del Instituto Libre del profesor Paut. Segura-mente en busca de los placeres intelectua-les que no encontraba en los libros conta-bles, se ofreció a dirigir aquellas cátedras, sin cobrar un solo peso. “Era un profesor excelente, muy estricto, se sabía el nombre de los 38 estudiantes del curso. Cómo sería de buen profesor, que cuando me fui a estu-diar a Cali me preguntaron que dónde había estudiado, porque tenía las mejores bases de inglés de todo el grupo”.

De lo que no tenía ni idea era de los géne-ros periodísticos y, mucho menos, de que la carta que gracias a su acercamiento a la lengua inglesa publicaba El Espectador, era su primera crónica. A sus 17 años había fundado dos periódicos, sostenido dos radio-periódicos, servido de narrador y comentarista deportivo en Cartagena y los pueblos del Sinú y redactado un centenar de ensayos críticos sobre libros y películas de cartelera, pero no se sentía periodista.

“Creo que a Guillermo Cano, como a todo el mundo, le quedó sonando más el nombre del pueblo que el hecho que describía la crónica. Un agente viajero que iba por todos esos pueblos del Sinú vendiendo los jabones y los perfumes de la Jabonería Lemaitre, de Cartagena, llegó a la tienda de mi padre a ofrecerle un producto. “Lo felicito por su artículo de hoy en El Espectador”. Mi papá dijo: “¿de qué me está hablando?”. El agente viajero llevaba el periódico y se lo mostró. “¿Usted no se llama Juan Gossaín?”. Me llamaron al molino arrocero, que mi papá me necesitaba de urgencia. Y me preguntaron que si yo era el autor de eso. Les dije que sí”. Pero tras conversar brevemente con su papá y el visitante, se dio vuelta y siguió sumido en el debe y el haber arroceros.

La historia se la recordaría 35 años en Cartagena el mismo agente viajero, un español de nombre Luciano Martínez, quien se encon-tró con Juan en una calle del centro histórico de la ciudad e hizo venir a toda su familia para que les contara, porque no le creían que había llevado a San Bernardo el primer periódico en el que escribió Gossaín. Cuando reflexiona sobre este pasaje, más que sobre la escena original en la tienda de abarrotes, Gossaín con-cluye que desde ese día se hizo periodista, para siempre, y aban-donó su oficio de vendedor ambulante de arroz. “Aunque debo advertir que no era consciente de eso: yo no le daba ninguna trascendencia, ni creía en vocación, ni me entraban los demonios

“...Yo quería que él trabajara, pero se dedicó fue a la

literatura y al periodismo”

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de la escritura periodística. Nada de esas cosas. Yo me volví para mi molino de arroz a escribir a otra cosa sobre San Bernardo del Viento, que era sobre lo único que yo quería contar”.

Esa “otra cosa” fue publicada de nuevo por El Espectador, ya como una sección fija que llevaba el nombre de la mágica pobla-ción donde ocurrían semejantes aconte-cimientos. Por esto García Usta insiste en que con estos escritos inocentes de la máquina que estaba destinada a llenar for-matos de contabilidad se fue retozando la obra periodística de Gossaín.A los pocos días de la siguiente publica-ción, Juan recibió una carta muy curiosa, con la firma de Guillermo Cano. “Hemos recibido –le decía- sus dos colaboraciones, nos parecen estupendas, le escribo para estimularlo a que siga escribiendo. Lo pri-mero que le pido es que en la próxima cola-boración me diga quién es usted, qué hace, qué edad tiene, qué es esa cosa de San Ber-

nardo del Viento, y que allí, en un laboratorio fotográfico, se haga tomar una foto de cara, para ilustrar...” Pero en San Bernardo no había laboratorio fotográfico ni fotógrafos, así que se hizo tomar el retrato en Montería. “Salí horrible, pero así se la mandé a Gui-llermo Cano con otra crónica que se me perdió en la memoria”.

Estando viviendo en San Bernardo, hubo un problema de orden público en Lorica, como consecuencia de las manifestaciones que se realizaban en una institución educativa. La crisis se fue des-bordando, la Policía intervino, hubo muertos y Juan se fue para el pueblo. De mañana tomaba la información y de tarde se iba a Montería a enviarla. El Espectador se interesó vivamente en el caso y lo autorizó a seguir el cubrimiento. “Juan lo hacía por puro gusto”, señala Berthica. Después, el periódico lo mandó a cubrir un simposio internacional de biología en el Amazonas y, luego, el Festival Vallenato. Entonces ocurrió lo que no estaba en sus planes. Desde Sincelejo fue a buscarlo un día un señor a San Bernardo del Viento. Era, según las muchachas de la casa, un hombre fascinante. Como el agente viajero, llegó también a la tienda del padre. “Eso no es conmigo”, dijo el comerciante libanés. Y como en aquella ocasión confusa, fueron a buscar al periodista al molino donde trataba de cuadrar las cuentas de los inventarios de bultos de arroz. El hombre, Nicolás Chadid, le entregó un télex de Guillermo Cano que decía: “Querido Nicolás: te pedimos que vayas a San Bernardo del Viento y averigües quién es este tipo. ¿Es casado? ¿Se podría venir para Bogotá? ¿Se quiere venir? ¿Es gente decente? Y llévale un pasaje de avión que El Espectador le manda a ofrecer trabajo”. Yo le dije: “Mire, la verdad no tengo ningún inte-rés en eso, yo he hecho esas notas para divertirme un poco, pero no tengo realmente intenciones de convertirme en periodista. Además yo no conozco Bogotá, no tengo nada qué hacer allá y he

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literatura y al periodismo”

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oído decir que la gente es muy distinta a nosotros. Yo no voy”. Y Chadid me dijo una cosa espléndida: “mire, hombre, quédese con ese pasaje, y si algún día le dan ganas, váyase; si no, no pasa nada, porque si el pasaje no se usa pues no lo cobran”. Por no contrariarlo, le dije: “está bien, déjeme el pasaje”. Chadid cumplió el encargo y de regreso en Sincelejo respondió: “Son per-sonas muy correctas”.

El periódico siguió insistiendo y Gossaín negándose. Así pasaron 8 meses. Pero llegó la época del invierno descomunal del Caribe y, con ella, la tristeza profunda que produce la lluvia. El escritor Gustavo Tatis sostiene que ese trance de la naturaleza, los costeños se interiorizan, como si volvieran al vientre de su madre. “Yo me sentí muy deprimido y dije de pronto: “me voy para Bogotá a ver qué pasa”. Las mujeres que en ese momento habían sido tan definitivas en su vida -mi madre y mis hermanas me dijeron: “pues sí: vete, por mal que te vaya, vuelves acá a hacer lo que estás haciendo, y diste un paseo por Bogotá, y conociste y probaste… no pierdes nada con ir”. Lo que Juan no supo era que a solas lloraban todas ante la posibilidad que se fuera. “Era una mezcla de alegría y tristeza, porque nunca nos habíamos separado, pero mamá le

decía: aquí su familia lo estará esperando con los brazos abiertos”. Así que “agarré el maldito pasaje de avión y me fui a Cartagena. Nemesio Morat me regaló un vestido y me empacó para Bogotá”.

Como las directivas de El Espectador creían que las negativas de Gossaín se debían al descontento por la propuesta económica, con cada insistencia aumentaban la oferta, así que el viaje solu-cionaba, de paso, el problema financiero de la familia. Pero atrás, en los rincones de su casa y el pueblo, quedaban los recuerdos y los amigos. Y en los diccionarios que posaban al lado de los libros regordetes de Juan Santos, las huellas de sus inquietudes intelectuales. En uno de ellos se leía, en referencia a un estadista italiano: En 1864 logró inaugurar el primer parlamento italiano y murió poco después en 1810. Con letra de Juan, la hoja tenía la siguiente anotación: “¿Murió 54 años antes?”. Al lado de la ins-cripción, la fecha y el sello de su autor: Mayo 29 del 59: recuerdo de Juan Antonio Gossaín, San Bernardo el Viento.

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Bogotála fábula del cardón

Juan llega a Bogotá el 1 de septiembre de 1969. Tenía 20 años de edad, tarjeta de identidad (la mayoría de edad se cumplía a los 21 años) y 300 pesos en el bolsillo. La ciudad contaba con cerca de 2 millo-nes de habitantes, estrenaba ese día el sistema de liquidación de cesantías para los trabajadores (Carlos Lleras Restrepo, el Presidente de entonces, recibió en su cuenta 16 mil 533 presos con 12 centavos) y el teatro Maria Luisa presentaba En mi casa mando yo, con Luis Sandrini. Ese año, los mandatarios de Suramérica fir-maban en la ciudad el Pacto Subregional Andino y el país ratificaba en el Capitolio Nacional el Pacto Internacional de Dere-chos Civiles. La Universidad Externado de Colombia inauguraba una nueva sede en los cerros orientales de Bogotá y abrían sus puertas los muesos Taurino y De Desarro-llo Urbano. Un menudo joven, de nombre Antanas Mockus, se graduaba con hono-

res en el Liceo Francés, y un tal Jimmy Sal-cedo, recién llegado de Paris, fundaba su orquesta La Onda Tres.

Pero lo que finalmente lo deslumbró de la capital, fue, como en tiempos de Aureliano Buendía, el frío. “No porque me hiciera daño físico, sino simplemente porque era lo que yo no había visto en mi vida”. En diciembre, con las ventoleras, o en abril, con los vendavales, llegó a titiritar en algún momento. Pero la sensación de sentirse des-nudo frente al viento e impotente ante los puñales helados que traspasaban la piel, era distinta. Cuál sería su ingenuidad, que en la maleta apretujada de camisetas blancas de algodón de mangas cortas –las que usaba en San Bernardo- llevaba un ventilador eléc-trico para espantar los calores de Bogotá, y que a pesar de inutilidad decidió conservar como prueba de su inocencia”.

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“El salvador fue el afortunado vestido que me regaló mi primo Nemesio en Cartagena”, dice, mientras recuerda aquellas primeras imágenes: “Llovía, como siempre. En la puerta del aeropuerto me estaba esperando Daniel Jiménez, un joven periodista asistente de Guillermo Cano, con un cartón de aeropuerto que decía: “Juan Gossaín Abdala”. Lo que recuerdo de esa llegada es que, al cruzar la calle “la chiva‘ de El Espectador, como llamaban a esos jeeps que ellos tenían, veo en una esquina, entre gallos de media noche y los vapores del recuerdo, a una niña parada en una esquina. Era muy pequeña, siete u ocho años, y lloraba bajo la lluvia y debajo de la ropa empapada. La gente pasaba de prisa a su lado. Me impresionó que nadie se detuviera a preguntarle qué le pasaba, por qué lloras o que pasó con tu mamá, tal como habría ocurrido en San Bernardo. Esa fue mi primera lección de realidad, de las perversidades del mundo. Después entendería que el tamaño de las grandes ciuda-des hace que la gente se distancie, que no haya la misma solidari-dad virtuosa de los pueblos, porque a la hora de la lluvia simple-mente hay que correr y refugiarse. Pero yo me rebelo contra eso: prefiero mojarme y atender a la niña. Ese día decidí sublevarme contra la realidad. Y llevo 35 años haciéndolo, pues usted no me lo pregunta, pero escribir para mí es un acto de sublevación”.

Sin reponerse de aquella fotografía, entró a la redacción y vio entre la explanada de escritorios, máquinas de escribir y la segui-dilla de dedos que caían sobre las teclas, a un señor rubio con un lápiz rojo en la mano que hacía volar en el aire. Visitaba todas las mesas de los de los periodistas, dando temas, preguntando titulares. Le dije: “perdón, ¿puedo hablar con usted?”. Me dijo: “sí, señor, yo soy José Salgar, el jefe de redacción”. Le dije: “pues yo soy Juan Gossain y vengo de San Bernardo del Viento”.

Salgar había hecho toda su carrera profe-sional en esa sala de redacción. Hijo de la señora que repartía los tintos en el perió-dico, desde muy pequeño había trasladado prácticamente su lugar de residencia a la sede de la avenida 68 con calle 22, donde sirvió de mensajero, linotipista, corrector de estilo, redactor… Cuando se encontró con Gossaín, era ya un maestro del periodismo.

Por sus manos había pasado diez años atrás Gabriel García Márquez, quien hizo época con las crónicas que luego se silenciaron con su partida. “Cuando lo vi llegar con su camisa de colores, sin conocer a Bogotá, me pareció haber visto llegar a Gabo”.

“Yo sé quién es usted”, le contestó el maes-tro. “¿Qué hace aquí que no se ha ido a tra-bajar?”. “¿A qué se refiere?”, le replicó Juan. “Pues está empezando el debate de Nacho Vives, y Enrique Peñalosa en el Congreso, que es el hecho político del año. Váyase y me hace una crónica”.“Yo me preguntaba allá adentro, qué es una crónica, cómo se escribe eso, a qué se estará refiriendo este señor… Y me hicieron dejar mi maleta allí e ir al Congreso”.Su primer guía fue el periodista Hernán Gallego, quien se convertiría en su gran amigo y compañero. “Como él cubría el

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Congreso, fue mi lazarillo. Yo no sabía quién era quién, así que me dediqué a des-cribir la estatua de Núñez que está en el patio, las palomas de la Plaza de Bolívar, el maletín de Nacho Vives que era como el de Sherlock Holmes y las actitudes detecti-vescas, porque el debate parecía una pelí-cula en la que el uno sacaba pruebas y el otro escondía la grabadora”.

“Recuerdo haberle dicho –rememora Salgar- que creara su propio estilo, pues aunque en sus inicios fue mejor periodista que Gabo, tenía una marcada incidencia de él en su estilo de escribir”.

“En la noche me fui para el hotel San Fran-cisco, que quedaba frente a El Espectador del centro, en la Avenida Jiménez, donde me habían reservado una habitación. Ahí me esperaba un señor llamado Manuel Corra-les, que fue legendario en su época, y me dijo: “mire, nosotros no le vamos a cobrar los días que esté aquí”. Después él contaba que le dio pesar cobrarle a un tipo que llegó a las once de la noche con una camisa de flores y manga corta, muriéndose del frío. Un tipo que está en esas condiciones está jodido en Bogotá y más un loco que tiene un ventilador eléctrico en la habitación”.

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Juan pasó su primera noche en medio de las remembranzas de su pueblo y el impacto por el acelerado ritmo de la capital. En el fondo de sus recuerdos sonaba un valle-nato de Leandro Díaz que cuenta cómo el cardón del desierto prefiere los tiempos secos a la “tierra mojada” donde “nace de muy corta vida”. Apenas pudo conciliar el sueño pensando en el tratamiento que el periódico le daría a su nota al día siguiente.

“A las cinco de la mañana me desperté estremecido por el frío, por la nueva expe-riencia, por tantas emociones. Al pie había una pequeña cafetería, diagonal al Hotel Continental, que era una mezcla entre cafe-tería de pobres y prostíbulo, porque tenía unas piezas muy raras. Eso ya no existe. Paso al frente, a El Espectador, y compro el periódico, me lo llevo a la cafetería y me siento a desayunar -me acuerdo-un café con leche y un pan. Y busco mi crónica y no aparece por ninguna parte. Y entonces me entra toda una sensación de fracaso: a estos señores no les gustaron mis cosas, les pareció horrible lo que yo hice, esta cosa no funcionó. Por fortuna, pensé, el tiquete que me dio Nicolás Chaid en San Bernardo del Viento es de ida y regreso: yo me voy, yo me voy hoy, y no voy ni a preguntar”.

Dobló ese periódico y lo abandonó a su suerte. No había terminado de tomar el café cuando entró a la cafetería un señor muy pequeño, como muy elegantoso, con una pipa en la mano, se sienta en una mesa y se me queda viendo y me dice: “¿usted es Juan Gossain?”. Yo respondí que sí. Y él dijo: “lo felicito, excelente crónica”. “Cró-nica de qué -dije- si ni siquiera publicaron nada”. Y él me dijo: “No sea imbécil, está en primera página”.

Cerrando la portada, entre la noticia del regreso de Ted Kennedy al Senado, lo cual lo inhabilitaba para la Presidencia; la peti-ción de Alberto Lozano Simonelli a Her-nando Agudelo Villa para que volviera a las toldas del Partido Liberal y la llegada del Papa Paulo VI a Kamapala, Uganda, apare-ció un flamante titular: “Crónica del día: El show de “Perry” Vives y el ministro “Peña-losa”“. Y a renglón seguido, un relato fresco y entretenido, que apelando a la técnica literaria del suspenso, empezaba: “Todo estaba listo a las cuatro de la tarde. Las tra-moyas preparadas. Los ingredientes que el espectáculo requería en su punto de com-binación: cintas magnetofónicas, cartas, telegramas, hojas volantes, copias de docu-mentos originales, autenticadas por nota-rios. Y el factor supremo: el público”.

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“¿Y usted quién es?, preguntó Juan al extraño que le interrumpía el desayuno. “Javier Ayala. Yo soy periodista de El Espectador, mi oficina es aquí al frente”. Le dije: “pues usted me ha salvado de regre-sarme a San Bernardo del Viento”.

Hoy, cuando Javier Ayala revive aquel encuentro, dice tener la impresión de que Juan llegó con mucha sencillez a Bogotá, sin la arrogancia de muchas personas que vienen a tragarse al mundo, como se dice normalmente; Juan venía a mirar que había, y tuvo muchas dudas y se las expresaba a uno: no, yo no sirvo para esto, uno no sabe si el trabajo de uno lo valoran de inmediato… Esas dudas existían porque él lo que quería era ser un hombre completamente libre, y sentía en principio que no lo era, porque ya no hacía lo que se le ocurría sino aquello que le mandaba a hacer el director o el jefe de redacción. Pero apenas se dio cuenta de la cantidad de cosas que podía aportar, se convirtió de inmediato en el gran cronista que estaba necesitando el periódico”.

“Ayala me dijo una cosa que yo nunca he podido pagar en la vida y creo que no tendré como pagarla: “déjeme ser su amigo en Bogotá. ¿Qué necesita? Yo creo que usted está perdido. Usted nunca había venido

aquí, usted no sabe qué es un periódico, no sabe nada. Acuda a mí permanentemente, yo le ayudo en lo que necesite, no vaya a tomar decisiones apresuradas ni locas como eso de devolverse para San Bernardo del Viento”.

Y no tenía por qué hacerlo, a la luz de lo que, en la juventud de su experiencia de la gran urbe, pensaban sus mentores. “Cuando él llega al Espectador, ya estaba hecho, ya estaba terminado”, afirma categóricamente José Salgar, de quien Gossaín muchos años después reconocería su talante de formador con una frase tan contundente como aque-lla: “de un arcilla Salgar saca un periodista”. Era, según don José, “muy pulcro en la escri-tura: vaciaba canecas enteras con papeles que corregía, pues tachaba mucho: como no habían computadores cada texto que escri-bía lo escribía muchas veces: tenía mucho cuidado con las historias y con los perso-najes”. Para entonces, las fronteras distan-tes entre literatura y periodismo se habían estrechado. Y voces autorizadas, como la del mismo Salgar, habían empezado a despejar las dudas que quedaban: “Juan creía que la literatura era más importante que el perio-dismo, por eso yo chocaba con él, porque le decía que la literatura estaba más relacio-nada con la música y las artes, mientras el periodismo era la realidad y la verdad”.

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Pero Gossaín encontró el parentesco de las dos actividades en un justo medio, que tiempo después definiría en una frase: “el periodismo es literatura a la carrera”. Así que al mes de estar trabajando en el perió-dico de los Cano, salió publicada una nota en el magazín dominical del mismo diario, firmada por un intelectual de nombre Gon-zalo González, con un título que decía: “El hombre que enderezó la pirámide”. “Yo no entendía nada, confieso que no tenía ni idea de eso, y me puse a leerlo: “el periodismo –decía la nota- es una pirámide invertida, la base es la parte ancha y queda hacia arriba. ¿Qué pasó? ¿Dónde pasó y ¿Cómo pasó? Y se va angostando hasta extin-guirse en el vértice. Y este señor la ende-rezó, empezó por lo menos importante y la base la dejó al final. Le confieso que yo

no comprendí, porque no me alcanzaba la entendedera para eso. Mucho tiempo des-pués vine a saber qué era, eso fue lo que yo hice, sublevarme contra eso”. Tal vez a ello obedezca la sentencia que luego de varios años de estudio hiciera García Usta: “El periodismo de Juan Gossaín es una de las obras más renovadoras que tiene la his-toria del periodismo colombiano, no solo costeño. Se trata de un periodista perma-nente, cotidiano, que vive en función de la crónica o del reportaje, que mira la vida con ojos de cronista, pero que al mirarla la está nutriendo de una gran influencia lite-raria, lo cual no era muy frecuente muy a pesar de que vivimos nombrando a Gabriel García Márquez”.Y es que, agrega Salgar, hace un buen perio-dismo quien sepa contar el cuento, “como él

- Cualquier parecido entre el cuento y el debate embolatado

que se realiza en el Senado, es pura coincidencia”.

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lo supo desde que llegó con la calidad de los relatos, porque como dijera, él vino ya for-mado, con vocación de comunicador y como un escritor bueno”. Juan lo duda un poco, para hacer un reconocimiento que consi-dera justo, a sus mentores: “Cuando jóve-nes, los periodistas somos como los ciegos: caminamos un poco tanteando la pared para no tropezarnos, tocando para que no hay un mueble atravesado, y si usted como ciego encuentra un lazarillo como los que yo encontré en ese comienzo, uno queda infinitamente agradecido. Imagínese, yo tuve a los 20 años al mártir Guillermo Cano de primer director, y tuve a José Salgar, que es el más grande formador de periodistas que ha habido en la historia de Colombia, como jefe de redacción. Imagíneme en los debates sobre ética profesional que lideraba Guillermo Cano o las lecciones de rigor periodístico que impartía Salgar”.Mientras todo eso ocurría, en San Ber-nardo empezaba a cuajar una fiesta de orgullo. “Nuestra sorpresa fue grande cuando vimos la primera página y encon-tramos la nota de Juan…”, dice Berthica. Pero las primeras páginas seguirían. De hecho, al día siguiente, mientras el perió-dico registraba la protesta de la Asociación Nacional de Industriales contra los nuevos impuestos, los rumores sobre el embarazo

de Jacqueline Onassis y la llegada de los conquistadores de la luna a Nueva York, Juan volvía a publicar su crónica del día. En “Cuento de nunca acabar”, como se llamaba, recreaba la segunda parte del debate de Nacho Vives y Peñalosa, con un pasaje del folclore de su región:

-“¿Usted quiere que le cuente el cuento del gallo capón? -Pues sí. Cuénteme el cuento del gallo capón. -No le he dicho que sí, sino que si quiere que le cuente el cuento del gallo capón. -Entonces no. ¡No me cuente ningún cuento de ningún gallo capón! -¡Qué problema! No le he pedido que me diga que no le cuente el cuento del gallo capón, sino que si quiere que le cuente el cuento del gallo capón. -¿Usted piensa tomarme del pelo? -¡No le he solicitado que me pregunte si le estoy tomando del pelo, sino que si quiere que le cuente el cuento del gallo capón! -¡Váyase al diablo usted, su cuento y su gallo capón! - El interlocutor de embravece. Ya ha perdido la paciencia. Y, des-pués de todo, no ha oído el dichoso cuento…- En realidad el cuento del gallo capón, famoso en toda la Costa Atlántica, parte de su folclor y de sus leyendas, no es más que eso: un interminable juego de palabras, de frase, entrelazadas tomando siempre la última respuesta del contrario, es el cuento de nunca acabar.- Cualquier parecido entre el cuento y el debate embolatado que se realiza en el Senado, es pura coincidencia”.-Cuando vimos que le publicaban y le publicaban, pensamos: Juan se quedará mucho tiempo en la capital”.

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Y se quedó en El Espectador unos 18 meses, durante los cuales escri-bió unas 900 páginas de crónicas. “Allí, Gossaín nos contó un país convulsionado, lleno de pobreza y de ilusiones y también lleno de alegrías. Un país de porros y vallenatos, corralejas e invasiones de tierras, de políticos decadentes y de artistas inolvidables como Lean-dro Díaz. Un país donde los congresistas y los periodistas se dor-mían en los largos debates políticos del Capitolio. Un país de gente que sin ninguna esperanza viajaba hasta Bogotá, en manifestaciones multitudinarias, para pedirle al Presidente que les regalara una vol-queta. Un país de compositores como José Barros, de poetas como León de Greiff, de gente sencilla como la que en domingos subía al cerro de Monserrate, y como la que los 6 de enero de congregaba en el barrio Egipto a rezarle a los Santos Reyes, al Divino Niño y a tomar aguardiente….” (Juan José Hoyos, en el prólogo de Crónica del día).Al final de esos recorridos, Gossaín había robustecido su mús-culo periodístico y construido una mejor relación con Bogotá, fruto de sus incursiones en la miseria y las ilusiones de sus comu-nidades. “Cuando fui a los barrios más pobres, a los vecindarios más tristes, a los sitios más lóbregos de la ciudad, encontré a la mejor gente de Bogotá, el calor que falta en la agitación del centro de la ciudad. Entonces entendí que el problema del centro es que eran oficinistas, a los que les daban 15 minutos para almorzar y no podían detenerse a preguntarle a una niña porqué estaba llo-rando en medio de la lluvia”.

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Barranquilladonde el periodismo

es un acto de buena fe

Pero fue en Barranquilla donde Gossaín, según el propio José Salgar, consolidó su vocación periodística, pues le agregó al relato cálido la solidez de la investigación periodística.

Juan duró como hasta el año 71 en El Espectador. “Un día, de cuya fecha exacta no quiero acordarme, me acosté periodista y amanecí desempleado: resulta que el diario El Espectador decidió echar a tres de sus reporteros —Javier Ayala, Isaías González y yo— porque habíamos incu-rrido en el monstruoso pecado de poner nuestras firmas, haciendo uso del derecho que tiene cada hombre de poner su firma donde le dé la gana, en un mensaje en el que centenares de colombianos, encabeza-dos por el poeta León De Greiff, respaldá-bamos la labor cultural desarrollada por la revolución cubana, en ese entonces bom-bardeada implacablemente por el fuego de artillería pesada de nombres tan impor-

tantes como Gabriel García Márquez, Jean Paul Sartre, Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa. Fue la primera lección que recibí en mi vida contra la vanidad humana, porque pasé de ser un periodista estelar y petu-lante a la simple condición de desocupado que reventaba suela en busca de trabajo, en busca del único trabajo que he sabido hacer en este mundo”.

Pero habiendo sido nombrado ministro de Minas y Petróleo, el reconocido periodista Juan B. Fernández Renovitsky dejaba un vacío en el diario El Heraldo, que no encontraba la manera de suplir. Sabía que en El Espectador estaba escribiendo cró-nicas un joven costeño, que leía con gran entusiasmo por la “esplendida prosa” de sus relatos. Además, el diario de los Cano era, desde la perspectiva del Ministro, una escuela extraordinaria que formaba a sus reporteros rigurosamente en la valora-ción de la noticia, de manera que Gossaín

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podría ser la persona que estaba buscando para seguir la orientación del periódico.“Me tiraron todas las puertas en la cara. Nadie quiso emplearme. Llevaba ya, col-gado del cuello, el san benito de “comu-nista”, que por esa época era como el cen-cerro de los leprosos en la Edad Media. La única puerta que hallé abierta, y la única mano que se me tendió para que siguiera ganándome el sustento honradamente, fue la de un periódico al que no conocía, a cuyos dueños no había visto jamás y en una ciudad que no había pisado en mi vida: El Heraldo de Barranquilla”, recuerda.“Yo lo conocía por su trayectoria perio-dística y admiraba como escritor, así que en la primera oportunidad que tuve logré convencerlo de que viajara a Barranquilla a prestarle sus valiosos servicios al periódico, y ahí empezó una larga relación de amistad, que aún mantenemos”, señala Fernández.

Barranquilla tenía, por entonces, una población cercana a los 625.000 habitan-tes, buena parte de los cuales se habían instalado en la ciudad atraídos por su con-dición de zona industrial y asqueados por la violencia tanto en las zonas rurales de Colombia como en las de otras latitudes. El censo que el Dane de 1973 revelaría que el 43% de la población barranquillera era

inmigrante. Pero el crecimiento poblacio-nal (con una tasa que duplica la del resto del país) superaba la dinámica industrial, de manera que colateralmente con los flujos migratorios también se generaba una gran descomposición social: cuando Gossaín llegó a Barraquilla, en efecto, apenas 60.730 familias tenían acueducto (la mitad de todas las asentadas en la capital atlanticense). El país terminaba el controvertido período del Frente Nacio-nal y ese ambiente político también se respiraba en Barranquilla. Aunque los partidos Liberal y Conservador decidie-ron unirse alrededor del candidato presi-dencial Misael Pastrana Borrero, quien se mediría en fuerzas a las aspiraciones del General Gustavo Rojas Pinilla, la Costa Atlántica había decidido llevar candidato propio, el conservador Evaristo Sourdís. Había, entre tanto, un gran movimiento cultural, que reunía, en torno a El Heraldo y el Diario del Caribe, a intelectuales de la talla de Alfredo de la Espriella, Alfonso Fuenmayor, Claudio Ropaín, Ramón Illán Bacca, Margarita Abello, Alfredo Gómez, Carlos Angulo Valdez y Antonio Vitorino, entre otros. Todo, era ingrediente para un periodista que ya descubría la mejor manera de ser escritor.

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“En cierta ocasión se acercó a mi mesa un vendedor ambulante de energía, de esos que llevan un dinamo colgado del cuello y en los extremos un par de electrodos, para que los borrachos machistas (y masoquis-tas) apuesten a ver quién de los presentes resiste una descarga mayor. El hombre me ofreció la mercancía y yo, sin mirarlo siquiera, distraídamente le extendí unas monedas de regalo para quitármelo de encima. Las rechazó indignado. Se equi-voca usted –me dijo- yo no estoy pidiendo limosna sino vendiendo un producto. Sólo entonces me volví a él, sorprendido por semejante alarde de dignidad en un país de pedigüeños. Era un hombrecito muy viejo, con unos ojos pequeños y una piel sonrosada de recién nacido. Llevaba puesta una gorra de beisbolista, que era más vieja que él. Comprendí enseguida que detrás de aquella apariencia frágil y adolorida había una historia, la historia de un hombre cargado de pesares. Resolví pedirle que me la contara. Pero el viejo era sordo. El mesero me regaló una hoja de papel y empecé a escribirle las preguntas. Perdone, me interrumpió, pero yo no sé leer. Me asaltó, entonces, la pregunta más aterradora que me he hecho en mi vida de periodista: ¿cómo se puede entrevistar a una persona que no puede oír ni leer? Nos

entendimos por señas, y al día siguiente publiqué su vida en El Heraldo. Me parece que es la historia más bella que he escrito”.

El Heraldo se hacía en el viejo e inolvida-ble caserón de la Calle Real, rodeado de vendedores de ropa en el suelo, carritos de guarapo de tamarindo, bares y pensiones de mala muerte. Allí llegó Gosssaín en el año 1971 como jefe de redacción. Su función con-sistía en garantizar que todas las secciones del periódico, vale decir, económica, política, judicial, local, nacional o internacional, y los 10 ó 15 redactores de la planta, estuvieran al día en el acontecer en cada tema y área de cubrimiento, lo que implicaba un ejercicio cotidiano de planeación de cubrimientos, valoración de la información y clasificaciones de las notas. Y una vez enlistados los temas que publicaría el diario, surgía otra pregunta que exigía mayor criterio: ¿cuáles se desta-can más y cuáles menos? En el lenguaje del oficio ¿cuáles eran de primera plana y cuáles de página interior? Definidas las “noticias de abrir”, ¿cuántas columnas se les daba (1, 3, 6), entendiendo que a mayor importancia mayor columnaje? Y resuelto este galimatías, que al interior de la sala de redacción plantea una práctica fascinante, había que adivinar un poco cómo lo haría la competencia para “chiviar” o, simplemente, no ser chiviado”.

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Antes de El Heraldo, Gossaín había sido parte del proceso como una pieza del engranaje, pues en su condición de redac-tor entregaba y, a lo sumo, defendía un texto en procura de un destacado en pri-mera página. “Yo nunca había hecho una noticia, porque llegué a El Espectador y me pusieron a escribir crónicas, lo cual consi-deré como un ejercicio literario”. Ahora, sin embargo, era el responsable de buena parte de las decisiones editoriales y tenía que trabajar con el día a día, con los hechos nuevos o sorprendentes, con las fuentes que confirmaban o desvirtuaban rumores, todo lo cual es probable que le haya exi-gido una pausa en la creación literaria.

Por las páginas del periódico empezaron a desfilar, entonces, con su firma o su anuen-cia, noticias, que eran las más recurrentes; notas volanderas y escritos profundos, y crónicas formidables que, según Juan B. Fernández, el público devoraba cada día con mayor interés y entusiasmo”.

El tránsito del escritor inexperto al perio-dista curtido, estaba ocurriendo, pues si bien las crónicas de El Espectador partían generalmente de hechos noticiosos, lo que hacían era confirmar sus dudas sobre la vocación, entendiendo, como lo hace el ana-

lista Daniel Samper Pizano, que la crónica es el género más cercano a la literatura.

“Lo que realmente le interesaban, ahora, eran los hechos golpeantes, los asaltos, el despilfarro de los dineros públicos, his-torias que tuvieran que ver con la gente, pues de la política, era, como hoy, apenas un observador imparcial”, anota Juan B.

Nunca, dice el veterano Director, usaba la grabadora o la libreta de apuntes para esclavizar sus escritos sino para probar los contenidos. En las concentraciones polí-ticas, por ejemplo, se dedicaba a observar rigurosamente y a memorizar. “Pero si alguien osaba decirle que se había equi-vocado, él sacaba la grabadora y reprodu-cía la grabación. Nocaut técnico”. Y como, adicionalmente, tenía fresca su formación como contabilista, “gozaba de una pre-cisión matemática en todo lo que decía”. Cuenta Fernández que “Juan se quedaba a cubrir las noticias hasta las últimas horas de la noche, porque él es insomne, un des-velado por la realidad, y se dedicaba cons-tantemente a escuchar la radio y revisar los despachos que recibía a través de los teletipos”. De hecho, su labor como perio-dista no terminaba cuando salía de la sede del diario. A esa hora, según recuerda el

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mismo director, comenzaba otra jornada vital en su rol de reportero. “A las siete de la noche llegaba a ese tertuliadero fantás-tico, que era el restaurante Mediterráneo, en la calle 72, y se quedaba hasta las tres de la madrugada, con varios amigotes, anali-zando y discutiendo sobre la realidad”. Pero terminada esa jornada seguía oyendo radio “porque Juan era, como le digo, un desvelado perpetuo”.

A aquella tertulia llegaban periodistas, políticos, intelectuales… Todos con alguna visión de ciudad o con un dato que no todos conocían, de manera que “Juan no sólo era el periodista mejor informado sino el que mejores contextos tenía”.

De allí salió la primicia mundial de El Heraldo sobre la muerte del papa Juan Pablo I, como lo relata Juan B.: “Muchos periodistas creyeron que se trataba de una noticia atrasada, porque el Cardenal de Venecia Albino Luciani llevaba apenas 33 días en el Vaticano, tras la muerte de Pablo VI. Gossaín, más astuto que ellos, se dio cuenta enseguida que era el nuevo Pontífice, dio un salto desde la tertulia en la que se encontraba y voló al periódico donde preparó una edición extraordina-ria que chivió a todos los periódicos, hasta

el punto de que hubo agencias de noticias que despidieron al personal de turno, por no dar esta tan importante”.

Juan no alcanzó a completar dos años en El Heraldo, cuando un llamado de la revista Cromos lo hizo empacar de nuevo maletas y devolverse a Bogotá. Esta vez, sin embargo, se llevó a Janeth, su her-mana mayor, con quien compartiría apar-tamento. En la revista, también como jefe de redacción, seguiría perfilando lo que los periodistas empíricos llaman “olfato periodístico” y que Juan B. Fernández explica en una frase: “él fue y sigue siendo, un vigía perfecto de la realidad”.

Pero El Heraldo ya había probado su prosa y su criterio y no estaba dispuesto a renun-ciar a ella. Juan, por su parte, presentía malas noticias en su casa, así que deci-dió estar muy cerca de San Bernardo del Viento. Con su hermana Janeth regresó a la ciudad en el año 1974, cuando Fernán-dez, terminado un juicioso período de tres años en el Ministerio de Minas y Petróleo, ocupaba la Embajada de Chile por encargo del Presidente Pastrana. Para entonces, José, el menor de los varones de la dinastía Gossaín Abdala, había terminado bachi-llerato y Juan se lo llevó también a Barran-

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quilla a estudiar carrera. Berthica decidió que quería seguir estudiando y ya eran cuatro en la capital del Atlántico.

“En el año 75 murió mi papá. Juan tenía razón cuando decidió que quería estar más cerca de la familia. A todos nos dolió esa muerte, pero creo que Juan debió sen-tirla como ninguno, por todo lo que mi papá significó para él” (Berthica). “Era un ser muy dulce, a pesar del temperamento que proyectaba, con una imaginación infi-nita que se desplegaba particularmente en diciembre, el mes que más me lo recuerda. Con los restos que iban quedando de todo lo que se rompía durante el año, él hacía el pesebre. Mis hermanas, en medio de algu-nas travesuras, desgarraban una cortina verde en agosto y uno la volvía a encontrar en diciembre, convertida en una colina del pesebre, pues mi papá le metía piedras por debajo y hacía una especie de escenografía de televisión. Un espejo se me cayó y me dieron una cueriza enorme, no tanto por el valor del espejo, sino porque en el Caribe existe la tradición de que eso es mala suerte. Y yo creía que ese había seguido el destino natural de los espejos rotos, que es botar-los, pero lo encontré en diciembre conver-tido en laguna del pesebre. Mi padre tenía la imaginación formidable de encontrarle

oficio a los desperdicios”. (Juan Gosasaín). “Era un líder, un señor muy honesto, muy colaborador, muy inteligente: aunque no hablaba español terminó hablándolo muy bien” (Álvaro Oliveros). “Era la mejor per-sona del mundo, un patriarca, un ser amo-roso, y Juan, en todo, es la más viva copia de él. Por eso la costumbre árabe de pre-sentar a los hijos con el nombre del padre, a él le queda muy bien: Juan, el hijo de Juan, decíamos” (Antonio Gossaín). “Me dio siempre un buen ejemplo: hay que trabajar, hay que esforzarse, hay que luchar, nada es fácil. Pero de él aprendí, por sobre todo, dos grandes lecciones que me sirvieron de timonel a lo largo de la vida: primero, que uno no mete las manos en lo que no es suyo, y segundo, que en los libros está todo lo que uno necesita saber” (Juan Gossaín).

Con la muerte de papá “mi mamá se quedó sola y Juan le dijo que liquidara el almacén y se la llevó para Barranquilla. Y mi her-mana, que estaba casada, hizo lo propio con su esposo y sus dos hijas. Y aquí nos organizamos todos: unos trabajando, otros estudiando… y él en El Heraldo”.

Berthica volvería a ser un referente crítico para su producción, ahora con la formali-dad del periodismo. “Como en los viejos

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tiempos, un día me mostró un reportaje que le hizo a Rodrigo “Rocky” Valdez (campeón mundial del peso Mediano) y le dije: este es un trabajo para premio”. En el año 1977, con motivo de la segunda versión del Premio Simón Bolívar, el texto fue escogido como “Mejor trabajo de tipo deportivo”. El jurado, del que hacían parte Eduardo Carranza, Ramón de Zubiria, Alvaro Castaño, Jaime Sanín Echeverry y Francisco Gil Tovar, entre otros, destacó que en él sobresalía “la gran penetración en el tratamiento del personaje y su ambiente”, lo mismo que el “excelente estilo, de gran valor narrativo, que es marco magnífico para la presenta-ción del trabajo”. Cuando Juan se enteró de la noticia, le dijo a su hermana: “como siempre, tenías razón”.

En este nuevo período, según recuerda la misma Bertha, se dedicó a cultivar el perio-dismo investigativo, a través de la sección “La olla podrida” que publicaba regular-mente, y una crónica más madura en tanto se fundamentaba en más insumos reales.

“Una vez me dediqué a investigar durante largos días —tal vez meses— lo que estaba pasando en las Empresas Públicas Muni-cipales, convertidas en un cáncer horripi-

lante”, recuerda. La ciudad no tenía agua ni servicio de aseo, y sus Empresas Públicas era un nido de ratas, una presa de las aves de rapiña, una cueva de contratos amañados, dineros desaparecidos, desgreño y pecu-lado. El Festín de Baltasar, en pocas pala-bras. Se insertó la primera de una serie de crónicas que yo escribí con las pruebas en la mano. De inmediato los administradores de las Empresas Públicas mandaron una orden para que se publicaran en el diario avisos suyos que valían cientos de miles de pesos. Juan B. hijo, que ya había reasu-mido la dirección, devolvió de inmediato los anuncios con una nota suya que decía: “Lo sentimos mucho, pero El Heraldo no se vende por una propaganda”. Los lectores no conocieron los detalles de aquel incidente absolutamente privado, pero me imagino que lo intuyeron”.

Además de la diligencia expedita con que abocaba su trabajo diario, Juan era, como hoy, un hombre sensible, que miraba más allá de las situaciones simples y las verda-des más básicas. En ese sentido, Fernández cree que Juan captó muy bien el legado del periodismo literario norteamericano, que influenciaba a los intelectuales barranqui-lleros. Como Truman Capote lo hacía con los casos de crónica roja, Gossaín captaba

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y narraba la realidad “en forma sensacio-nal, sin elucubraciones ni poesía retórica”. Pues en su esencia, “lo que hacían sus rela-tos era reivindicar la magia de las historias periodísticas, que observaba y describía como el ojo de una cámara cinematográ-fica”. Juan, desde esta perspectiva, era más moderno que otros periodistas de la época que, si bien captaban lo que ocurría a su alrededor, lo hacían como si fuera una fotografía. “Gossaín, en cambio, era cine, contaba una película como lo hizo Capote con el horrendo asesinato de una familia en Texas”. A sangre fría, según Fernán-dez, le dio al periodismo de la región “una gran lección, pues todos entendimos que los hechos golpeantes no sólo se dicen: se exploran, se observan y se relatan”, mante-niendo bajo control la imaginación, que no se puede desbocar, pues

“el ejercicio consiste en componer bien el rompecabezas que se encuentra y sola-mente en eso”.

“Una vez en Barranquilla, para la época en que yo escribía en El Heraldo mis crónicas sobre los esperpentos y extravagancias de la vida cotidiana, una señora cariñosa me dijo en un supermer-cado: a usted si le pasan cosas que no le pasan a más nadie. Nos pasan a todos –le dije- lo que pasa es que el cronista soy yo”.

Gossaín las escribía con la misma obsesión por la palabra que gobernó sus primeros escritos en la época en que narraba con seudónimo y corregía diccionarios. Tal vez por ello se decidió a incursionar en el género para el cual creía haber sido concebido: la literatura. En los ratos libres, que eran muy pocos, escribía en hojas sueltas, que luego le daba a Bertha para que los pasara a máquina, una historia de la bonanza marimbera y la subcultura que creó en el Caribe. Plaza y Janes la publicó en 1981 y Caracol hizo de ella una telenovela. Con un trozo de La mala hora de Gabriel García Márquez, que hacía de prólogo, La mala hierba relata básicamente la vida de un hombre, el Cacique Miranda, su familia y sus nego-cios. Como decía en la contracara el editor “es la epopeya del bien y el mal a través de un episodio universalmente conocido”, como es el tráfico de drogas. Pero ni el libro ni la telenovela fueron afortu-nados ni para la crítica ni para el propio autor, que debió experi-mentar una especie de frustración por lo que significaba la confir-mación de sus sospechas.

“Quedé atrapado en el periodismo”, diría, con resignación, “pues sentía que la literatura era un bulto demasiado grande para mí”.

Pero había algo más: como le ocurre a la gran mayoría de escrito-res caribeños, “me perseguía el fantasma de parecerme a Gabriel García Márquez”. Pues, cuando por fin lo espantaba, le costaba trabajo encontrar el tono, es decir, no sabía cómo contar el cuento.

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“¿Sabe cómo lo logré? Con el tono poético. Con Gabo venimos del mismo escenario, respiramos el mismo aire, conocemos las mismas historias, y eso no lo podía cambiar, porque me habría salido un relato falso. Eso me resolvió el problema. No es mi culpa que San Bernardo del Viento quede en el Caribe. Pero eso me exigió un gran esfuerzo: no podía cambiar el escenario, pero tenía que marcar la diferencia en el tono, en la melodía, en el ritmo”.

Para estar más seguro, Gossaín le dio a leer al Nobel los originales de sus obras. De La balada de María Abdalah, García Márquez le dijo que “lo que más le gusta es que no se parece a nada, salvo a la historia de San Bernardo del Viento y eso me tranquilizó mucho, pues me estaba diciendo muchas cosas sin decírmelas”. En el monólogo en el que el padre reflexiona sobre la vejez y sobre la inutilidad de la inexperiencia, Gabo le propuso, inclusive, cam-biar una palabra, que según Gossaín “es muy hermosa es mejor que la que tenía”.

Pero mientras esa libración ocurría, Gossaín escribió alrededor de 2.500 crónicas y notas profundas, que el lector de El Heraldo deleitó por los hallazgos y la calidad de los relatos. “El trabajo de Juan era como los buenos sancochos de gallinas: no tenía presa mala”, dice Fernández, para quien “Juan era un prosista perfecto: cuando tenía algo que decir, tomaba una hoja de papel, tecleaba rápidamente y, sin corregir, porque nunca se equivocaba, sacaba la hoja terminada y la entregaba para fotomecánica”.

Así, recuerda el escritor Miguel Iriarte, publicaba un dosificado ejercicio de crónica literaria que los lectores recibían todos los lunes, miércoles y viernes. Desde entonces todos empezábamos a esperar de Juan Gossaín la decisión de hacer literatura, porque sus

crónicas eran una forma literaria”, diría años más tarde, cuando Gossaín, con la novela corregida por Gabo, el libro de cuentos más leído en su género y dos libros de obra perio-dística, descubrió lo que a juicio de Juan B. Fernández es el camino para ser un buen escritor: el periodismo. “Sólo que hay que dedicarse, entregarse y ser paciente mien-tras llega la hora”, dice el veterano maestro.

En uno de esos libros, Gossaín publicó una historia que parece una burla sobre sus dilemas ya superados: “Yo me metía al archivo de El Heraldo a leer las crónicas que escribía el formidable grupo de trabajo de toda la vida de este periódico, porque no hay nada más grato que leer periódicos viejos. Descubrí que en los años había un suplemento literario llamado Crónica, que dirigían Cepeda, García Márquez y Fuen-mayor. Allí se publicaban cartas de los lectores tan formidables, que pudieron ser inventadas por ellos. Una de esas cartas decía: ¿qué va a pasar el día que los venti-

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ladores empiecen a circular al revés? Los ventiladores en todo el mundo giraban igual. Unos años más tarde se encontraría con la historia de una señora que conectó mal los circuitos de un venti-lador y las aspas empezaron a girar al revés”.

Es límite entre la realidad y la fantasía, a veces es un juego, diría, cuando apoltronado en una silla de director nacional de noticias hace memoria sobre una de las crónicas que más recuerdan los lectores de aquella época: “Una tarde de viernes, en la redac-ción de El Heraldo, mi compañero Manuel Gaspar Pérez, que se encargaba de la información de Policía, me invitó para que al día siguiente fuéramos de parranda a su pueblo, Santo Tomás, la famosa tierra de penitentes y flagelantes en el Atlántico. Es que mañana hay fiesta en el pueblo –me dijo-. Fui a parrandear, natu-ralmente, como todo periodista que se respete, y me encontré con un episodio prodigioso, que era el motivo de la celebración. Un muchacho del vecindario, rubio y apolíneo, con el cabello largo y ensortijado, como un dios de la antigüedad, se ganaba la vida revendiendo la lotería en el pueblo. Lo llamaban el Mono de Sagal, en alusión al nombre de su padre, y hasta el sol de hoy no he podido saber cómo se llama en la vida real. Todas las semanas, el Mono de Sagal iba a Barranquilla y compraba, en las oficinas de la Lotería del Atlántico, unos billetes para revenderlos en Santo Tomás. Es bueno advertir que, por razones de orden y contabili-dad, la Lotería no vendía billetes dispersos ni números variados, sino la decena completa: del 10 al 20, por ejemplo, o del 40 al 50, incluyendo en el mismo método los billetes para el chance de tres cifras y el de dos, que existían en esa época.

“De modo que el día que pasó lo que pasó, el Mono de Sagal compró sus billetes por decenas sucesivas. Todavía hoy lo recuerdo per-

fectamente: le dieron para la lotería pro-piamente dicha, la decena del número 4070 al 4079; su decena para el chance de tres cifras con los números correspondien-tes (del 070 al 079) y para el chance de dos cifras recibió del 70 al 79.

“Ese viernes, en el bus de las dos de la tarde, el Mono de Sagal regresó al pueblo, dispuesto a vender su lotería, como todas las semanas. Pero ni bien había llegado cuando le contaron que su mujer, a la que parece que no le daba buna vida, se había fugado con los dos hijos, aprovechando la ausencia del marido. Desesperado y sin haber ido siquiera a su casa, ahí mismo, el Mono de Sagal se echó la lotería al bolsi-llo, agarró otro bus y se fue para Calamar, donde vivía su suegra. Llegó de noche y le contaron que su mujer estuvo por esos lados, pero y se había ido para Magan-gué. En la madrugada se embarcó en una chalupa. Tampoco encontró a su mujer en Magangué porque ya estaba en la casa de unos tíos que vivían en Guaranda, Sucre.

“Es límite entre la realidad y la fantasía, a veces es un juego”

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De esa forma, viajando de aquí para allá, al Mono de Sagal se le pasaron los días. Hasta que el miércoles, desconsolado, muerto de hambre y sin mujer, volvió a Barranquilla y se bajó del bus en la vieja estación de La Nevada. En un ventorrillo pidió una empanada y una gaseosa. Eran las ocho de la noche. La empanada estaba fría y la gaseosa caliente, me dijo después el Mono de Sagal, cuando pasó lo que pasó. En el radio de la tienda oyó que ese momento estaba jugando el sorteo de la Lotería del Atlántico. Sólo entonces recordó que tenía los billetes intactos en el bolsillo, y sintió ganas de llorar, porque, por andar bus-cando a una mujer ingrata, no había tenido tiempo de vender ni una fracción. Estaba en bancarrota. La empanda se le atravesó en la garganta cuando el locutor anunció el número ganador: 4076.

“Como tenía en su poder todas las dece-nas, el Mono de Sagal se ganó la lotería completa: el premio mayor, 4076; el chance de tres cifras, 076; el chance de dos cifras,

76; el premio anterior al mayor, 4075; el premio posterior al mayor, 4077; las dos primeras cifras, con el 40, y las dos últimas, con el 76. Como si fuera poco el Mono de Sagal se ganó también las tres primeras cifras y las tres últimas. No dejó nada para nadie. Se sacó todos los premios.

“Aquel sábado, cuando Manuel y yo llegamos a Santo Tomás, el Mono de Sagal tenía al pueblo por su cuenta. Él iba a la cabeza del tumulto callejero, seguido por la muchedumbre, un camión cargado con cajas de ron, tres conjuntos vallenatos, dos bandas de músicos y mujeres que repartían sancochos y pasteles de gallina. A su lado iba, naturalmente, sonriendo y con la mano en alto, su mujer con los dos hijos.

“No conozco ninguna imaginación humana, ni quiera una fantasía, a la que se le hubiera ocurrido una historia como esa. Me emborra-ché con el Mono de Sagal, bailé porro en la mitad de la calle y escribí mi crónica para El Heraldo, con el título de El lotero se ganó todos los premios porque su mujer lo había abandonado, y recuerdo que estuvimos reimprimiendo periódicos hasta las once de la mañana. Desde ese día tan lejano vivo pensando que se equivocan quienes creen que la imaginación es la loca de la casa. La verdadera loca es la realidad. Y para que vean que la realidad no tiene límites y es capaz de superarse a sí misma, déjeme terminar con este epílogo griego: la historia del Mono de Sagal ocurrió hace más de veinte años. El otro día, de paso por Barranquilla, me tropecé con Manuel Gaspar Pérez, el periodista que me había llevado a Santo Tomás, y le pregunté por la vida del Mono de Sagal. Se arruinó - me dijo-. Botó toda la plata en parrandas. ¿Ya qué se dedica? Le pregunté. Manuel Gaspar me miró a los ojos, profundamente, y me contestó: se gana la vida vendiendo lotería”.

“Es límite entre la realidad y la fantasía, a veces es un juego”

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Juan trabajó formalmente en El Heraldo hasta principios de los 80, cuando otros lla-mados de profesión empezaron a rondarlo. Para entonces tenía muy claro lo que hizo el periódico con su vida: “En El Heraldo viví los ocho años más felices de mi vida periodística. Allí aprendí a que respetaran mi trabajo. Allí me crecieron los pantalones largos del periodismo. Y allí descubrí un fenómeno que no tiene comparación, por lo menos hasta donde llegan mis informacio-nes: no hay en este país un periódico al que sus lectores quieran tanto como quieren los barranquilleros su periódico.

“El Heraldo es la entraña misma de la ciudad. Sus vísceras. Su sistema sanguí-neo. La vena arteria que conduce a su cora-zón. Es la mantequilla que los barranqui-lleros le untan al pan de su desayuno. Es la leche buena con que está amasado el queso se comen. Es como la empanada que las mujeres hacendosas cocinan en su propia casa. Es el humo fragante que se evapora del plato de caldo del almuerzo. Es la voz de los barranquilleros que no tienen voz. Es el altoparlante por medio del cual habla toda la ciudad, desde el gerente que juega billar en el Club Barranquilla hasta la muchacha manicurista que arregla uñas de casa en casa. Por eso las muchachas

de Barranquilla no se sienten casadas, aunque las case el Padre Tamayo en la Catedral, si su foto con velo no sale en El Heraldo. Por eso los muertos de Barranquilla no están muertos, aunque tengan dos metros de tierra encima hasta cuando aparece la noti-cia en El Heraldo. Por eso la gente no cree que el Junior haya per-dido hasta cuando El Heraldo dice que, efectivamente, el Junior perdió. Ello, aunque parezca un asunto complejo de sociólogos, es posible gracias a una razón simple y sencilla: se debe a que tam-poco conozco ningún otro periódico que ame tanto a su ciudad como El Heraldo ama a Barranquilla. Alguna vez le preguntaron al doctor Juan B. Fernández Ortega, el padre, a qué atribuía él ese singular afecto hogareño que los barranquilleros sienten por su periódico, y el doctor Fernández respondió: “Lo que pasa es que El Heraldo es una obra diaria de buena fe” (apartes del artículo escrito en la revista

(Semana con motivo de los 50 años de El Heraldo).

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El veterano periodista Yamid Amat, a la sazón director de noticias de Caracol, oyó hablar del cronista que trabajaba en esa “obra de buena” hacia el año 1981 y lo con-tactó para encargarle informes periódicos sobre la ciudad. Aunque era una voz gan-gosa, que bien pudo ser la más anti-radial que sus finos detectores de talento escu-chaban, había leído sus textos y entusias-mado con la calidad de su narrativa.

Los informes, que en principio transmitía cada noche, se volvieron más frecuentes. Luego le pidió que liderara un experimento periodístico para reencontrar al país con el río Magdalena, que a la postre se con-virtió en una oportunidad espléndida para el cronista. Se trataba de recorrer los 1.550 kilómetros de la principal arteria fluvial de Colombia, a bordo del vapor La Cara-cola, e ir contando, en cada puerto, el auge y la decadencia de la que fuera la principal vía de comunicación del país. Juan lo hizo

con su estilo fresco y humano. La experiencia le valió el segundo premio de periodismo Simón Bolívar.

Pero en el año 1982, el ministro de Comunicaciones Antonio Abello Roca, llegó a Barranquilla y preguntó en una rueda de prensa: ¿Qué le pasa a mis paisanos, que no quieren hacer televi-sión? El gobierno había abierto una licitación nacional para con-formar la parrilla de programación de los canales públicos y Gos-saín se decidió a participar. Su propuesta se impuso entre varios proyectos. Era, Teledeportes, un noticiero deportivo que a la postre vino a ser el primer programa de deportes en la televisión colombiana. Juan tenía que viajar a la capital cada semana, para armar las notas y hacer la edición final del noticiero. Yamid Amat se enteró del trance y le hizo una pregunta que tuvo el mismo efecto demoledor de la carta de Guillermo Cano, cuando se creía feliz en San Bernardo del Viento: ¿con tanta viajadera, por qué no se queda definitivamente en Bogotá? Pero esta vez no esperó los aguaceros nostálgicos del Caribe y armó maletas. Caracol, la casa radial que lo había acogido ya como uno de sus reporteros estre-llas, le pidió que hiciera las “Crónicas de Bogotá”, que según el periodista Juan José Hoyos lo convirtieron en un periodista céle-bre en los barrios de la capital.

Una voz gangosaen la radio

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Allí conoció a Margoth Ricci, quien par-ticipaba en el programa Pase la tarde con Caracol, que servía de abrebocas a la emisión vespertina del noticiero. Según Arnaldo Valencia Conto, por entonces compañero de ambos en Caracol Noticias, Margoth era una mujer severa, acartonada, a veces un poco áspera” que, de entrada, contrastaba con la personalidad sencilla y espontánea de Juan. Pero él la defiende, con un argumento que parece contun-dente: “Margoth es una oveja que se pone áspera piel para salir a la calle. A ella le gusta que la consideren brava y dura, pero en verdad es tierna, indefensa y frágil. Yo sé por qué se lo digo”.

Gossaín había conocido los primeros rasgos del amor en Cartagena, cuando sus pilatu-nas no le alcanzaban para el encierro de fin de semana y salía a bailar en las cafeterías del centro. Sin embargo, nunca tuvo una relación duradera. Al menos nunca habla de ello. La única referencia la hizo en una con-ferencia ante jóvenes periodistas en Carta-gena: “por ahí estoy viendo a una ex-novia”, dijo, y la mujer, que aparentemente se había colado entre la muchachada para ver con sus propios ojos qué era del adolescente que le robó sus primeros besos, se esfumó antes de que terminara la charla.

Sus vecinos de infancia, en cambio, citan algunos intentos de amoríos. “El era ena-morao, pero sin mucha suerte”. Un hijo de Lucilo Negrete, el compañero de Juan en la arrocera, reveló que todas las tardes le llevaba a su trabajo unas pastillas Pene-tro que Juan solía chupar para proteger la voz. De regreso, en los mismos sobres de las pastillas, al reverso de la leyenda efi-caces, deliciosas, alivian y refrescan, “le enviaba una notica a una prima mía, de la que estaba enamorao. Pero mi prima no le parabas bolas”. Cuenta Orlando González, su compañero en La Herradura, que en una fiesta del pueblo quedó prendado de una pariente suya, a la que prácticamente tenía

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convencida con su labia. “Pero mi prima, en la misma fiesta, terminó enamorada del que hoy es su esposo y se fue a bailar con él. En ese momento estaba sonando la can-ción Festival en Guararé, así que durante un buen tiempo Juan no podía escuchar el disco de Alfredo Gutiérrez, porque se lo quitaba al dueño de la radiola y lo rompía, así tuviera que pagarlo”.

De manera que cuando conoce a Margoth en los fríos pasillos del edificio de Caracol, en la avenida 19 de Bogotá, tiene 35 años de edad, varios amores inconclusos y una soltería que ya empezaba a preocupar a sus hermanas. “Para mí fue una afortunada coincidencia que mi mujer y yo fuéramos periodistas, porque me entiende, porque sabe lo que hago cuando a veces duro 6 días sin ir a la casa, como cuando llegó el Papa a Bogotá, o cuando se desapareció Armero. Es muy difícil que a un periodista lo entienda en su vida privada alguien que no lo es. Por eso a la mayor parte de los periodistas les dura tan poco el matrimonio”.

Lo cierto es que Margoth ejercería una influencia definitiva en su vida personal que, según recuerda, era una antítesis del orden y la disciplina que le ponía a su tra-bajo intelectual. En buena parte, fue ella

la responsable de la decisión laboral más importante de su vida. Corría el año 1984. Caracol, de la mano de Yamid Amat, com-pletaba ya 5 años de haber transformado la radio colombiana. De magazines y radio-novelas (Arandú y Kalimán rutinizaban las tardes de los oyentes), la radio de la familia López había pasado, de la mano de Amat, a cadena informativa, lo que impli-caba 24 horas de noticias. La idea fue, en principio, un proyecto arriesgado pero no tardó en convertirse en un éxito perio-dístico sin precedentes que, por supuesto, incomodaba a la competencia. La cadena RCN, de propiedad del industrial Carlos Ardila Lule, entró a competir de lleno con un proyecto parecido. Y decidió buscar un conductor en el equipo de colaboradores del “turco”, como le llamaban a Amat. Gos-saín, a esas alturas, era uno de sus perio-distas de confianza, pues al fin y al cabo elaboraba las crónicas refrescantes en los segmentos noticiosos y hacía apuntes de contexto en las mesas informativas. Por lo demás se había convertido en el enlace entre el público y la estación, a través de las notas que transmitía desde los barrios populares de la capital. El libro oficial de la historia de Caracol registra los nombres responsables de esa revolución periodís-tica: “Con la colaboración de los perio-

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distas Alfonso Castellanos, Julio Nieto Bernal, Antonio Pardo, Hernán Peláez en el campo deportivo y posteriormente de Juan Gossaín, otro cronista salido de los medios escritos, se inició un nuevo estilo de periodismo radial”. De tal forma que Juan, que era un activo competitivo de Caracol, podría convertirse en la mejor estrategia para hacerle frente. Así que un delegado de Ardila Lule lo buscó. Dejar a Yamid, implicaba, de entrada, una decisión muy difícil, pues el exitoso periodista se había convertido en un mentor insustituible, a quien la historia no sólo le reconocería el invento de la radio informativa, sino la estructura de los noti-cieros de televisión colombianos; ahora bien: dejarlo para ser su competencia, convertía el dilema en una decisión riesgosa. Pero allí estaba Margoth, novia y consejera, con su particular olfato profesional y una frase concluyente para cada indecisión: “usted qué prefiere ser: cola de león para toda la vida, o cabeza de ratón”. Y Juan se despidió de su amigo y maestro. Fue, según recuerda Valencia Conto, una tarde melancólica de viernes, en la que Yamid Amat tomó el micrófono para lamentar la renuncia de Juan y desearle éxitos en su nueva empresa. Gossaín hilvanó algunas palabras preparadas, que no pudieron enjugar las lágrimas que dejaba en la mesa de trabajo de Caracol. Al fondo, el operario, por insinuación de Yamid, dejaba escuchar una canción de Roberto Carlos: “Tu eres mi hermano del alma, realmente el amigo…”

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Un epílogoque se sigue escribiendo

En el año 2010, Juan Gossaín completó 26 como director de Radiosucesos RCN, donde cree haber pasado “los días más felices de mi vida”. Son los mismos que lleva en la radio, medio que definitivamente dice preferir pues “yo hablo mucho y en la televisión lo máximo que le dan a uno es un minuto”.

Durante ese período consolidó dos grandes relaciones: la familiar, de la mano de Mar-goth y sus dos hijos, sin descuidar a sus her-manos (a los que, como en Barranquilla, se llevó a vivir a Bogotá); y la periodística, ya con apenas algunos devaneos en los medios escritos (cuando tuvo tiempo escribió para Semana, Soho, el dominical de El Tiempo y la revista Caras). De la primera están sus dos hijos, Alejandro e Isabella, que optaron por caminos diferentes al periodismo (la música y las artes). De la segunda, una veintena de premios nacionales e internacionales de periodismo, entre ellos, dos a su vida y obra.

En los intermedios de una y otra, que usualmente se dieron a las 2 de la madrugada, cuando todo el mundo dormía, menos él, se dio una nueva oportunidad con la literatura. De esa otra relación quedan dos libros: La balada de María Abdala, la novela en la que, según dice la crítica, resumió la vida de su familia en San Bernardo del Viento, y Puro cuento, que recoge las historias de su experiencia en la ciudad. Todo, con tal factura gramatical, que en febrero del año 2004 le permitió ser elegido miembro de número de la Academia Colombiana de la Lengua, al lado del también periodista Daniel Samper Pizano.

A sus 63 años sigue coleccionando diccionarios, que el visitante más desprevenido puede encontrar en los lugares menos imagi-nados de la casa, y crucigramas de todas las empresas editoriales, que una vez procesados guarda con celo, a pesar de Margoth, en los estantes de un pequeño estudio que construyó en el patio de su residencia.

Con dos novelas, un libro de cuentos, dos libros de su obra perio-dística y alrededor de 2.800 crónicas publicadas, aún siente el alboroto de la inseguridad cuando escribe. Juan creía, por ejemplo, que de La Balada de María Abdala había escrito unas

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38 versiones, antes de la final, pero su secretaria, que las llevaba numeradas, le corrigió: fueron 42. “Me puse a leerlas. Cuando iba por la séptima quedé aterrado. Ninguna se parecía a otra. Com-prendí que lo que hice fue el acto suicida de escribir 42 novelas distintas. Entre una y otra si hay tres páginas iguales, no hay cuatro”. La primera contaba la historia de una mujer que hacía milagros de día y promovía invasiones de tierra de noche. Se lla-maba Petrona Barroso y en San Bernardo la conocían como Santa Petrona Barroso del Niño Jesús de Praga. Pero la otra historia, la de La balada, le había dado vueltas en la cabeza durante treinta años, hasta el 8 de mayo de 1995, día en que murió su madre. “Esa noche, en el avión de regreso, comprendí que había terminado de morir la familia. Mejor: que mi familia había empezado a morir un viernes a la 1 y 30 de la tarde, cuando lo había empezado a hacer mi madre”. Había que contar el cuento. Juan tuvo, inclusive, que trasladarse a Cartagena porque “en Bogotá el trabajo me absorbía y las noches no me rendían”. En la ciudad de sus primeros flirteos literarios se encerró a escribir con plumero de tinta suave, como le gusta, en la misma libreta de hojas amarillas que usa a diario en su trabajo, siguiendo el impulso de los recuerdos. La rutina consistía en escribir a mano en la mañana -porque me gusta el roce casi lujurioso de la mano contra el papel-, pasar en computa-dor en la tarde e imprimir y corregir pruebas en la noche. Hasta el 8 de mayo del año 2003, cuando creyó haber dado la última puntada. Premonitoriamente, 8 años después del sepelio de doña Bertha Abdalah de Gossaín.

La novela fue publicada por la revista Diners, con motivo de sus 40 años, tal como Life lo hizo en uno de sus aniversarios, con El viejo y el mar, de Ernest Hemingway. Este acontecimiento litera-rio, que fue igualmente un suceso en su vida, le abrió las puertas a

la vocación que creía extraviada. De hecho, dos años más tarde publicaría su primer libro de cuentos y anunciaría una nueva aventura literaria. Es una novela -la ter-cera-que cuenta la historia de un hombre inconsciente que, en trance de muerte, empieza a narrar una historia que su mujer va redactando minuciosamente, hasta cuando entiende que se trata del vaticinio de su futuro –el de ella- y se afana porque él termine de dictársela. “No sé cuándo la voy a empezar a redactar y, mucho menos, cuando la terminaría, porque los libros se escriben cuando a ellos les da la gana”, dice.

¿Esto quiere indicar, Juan, que se retira definitivamente del periodismo?“Yo llevo diez años retirándome y nadie, ni siquiera Margoth, me cree. Pero déjeme decirle algo: aunque a estas alturas parece que me estoy reencontrando con lo que quise en el principio de mi vida, si me tocara volver a nacer no quisiera ser sino lo que soy… simple y llanamente periodista”.

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Juan Antonio Gossaín Abdalah,

renunció a la dirección de noticias de RCN el pasado 30

de junio de 2010.

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CRÉDITOS

Investigación:

Oscar Durán Ibatá Alberto Martínez Monterrosa

Bogotá Mayo de 2013

Diseño y Diagramación

María Luisa Hernández

Fotografías

Archivo Revista “Kien y Ke” Archivo revista “Semana” Archivo Periódico “El Heraldo” Archivo Periódico “El Espectador”

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