José Ramón Enríquez - DeCENIO

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1 José Ramón Enríquez Decenio 2004 - 2014

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Poesía

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José Ramón Enríquez

Decenio

2004 - 2014

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Frente al Golfo con Dédalus y el año 2004

--De verdad enfurezco cuando oigo que

alguien compara a Aristóteles con Platón.

--¿Cuál de los dos –preguntó Stephen--

me habría desterrado a mí de su república?

Desenvaina el puñal de tus definiciones.

James Joyce

Joven bardo en París, Stephen Dédalus

“noche del 17 de febrero

1904” buscaba una coartada

y tú, un siglo después, ya la has vivido:

un bardo cincuentón

que llega a los sesenta

y de París recuerda las gárgolas aquellas,

¿o no, José Ramón, no las recuerdas?

Pero a Stephen, entonces, lo llamaron

a matar a su madre. Lo leíste.

Tú comiste y bebiste

y mataste a la tuya. Fue hace ya varios lustros.

Pura casualidad tercermundista

que, en febrero también,

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y cien años después,

llegues al mar del golfo cuya corriente cálida

permite al dublinés seguir bebiendo

y no helarse, glacial y con su whisky.

¡Qué calor en Progreso

y con el mar enfrente que te llama!

¿Y por qué Stepehen Dédalus

en playas de Progreso?

Pues por casualidad. La coincidencia.

Porque se ha abierto el chorro

que llena los cuadernos de niños asustados

como has estado tú desde el principio.

Por Molly Bloom, también,

que al cantar, adiposa,

en medio de sus sábanas tuvo un retortijón,

como los tienes tú. Fue otro calambre.

Pero, no. Tú estás solo, sí, laus Deo,

gloria, gloria, en tu cama.

Llegaste al mar, lo ves, y escuchas cada ola

que llega hasta sus playas.

No es el “mar verde moco” que Joyce veía en su torre,

la “dulce madre, mar, la rompehuevos,

epi oinopa pontón, Thalattá! Thalattá!

¡ah Dédalus!, los griegos”.

El tuyo es este mar que viene a hablar contigo.

El que hace tanto tiempo recibió rocas ígneas

con que jugaba Dios a matar dinosaurios.

El mar que cruza el mar y que te llama

“noche del 17 de febrero”

frente al Golfo con Dédalus

sólo un siglo después. Ya se hace tarde.

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Región lacustre

Yo no llegué del mar a ningún sitio.

Nací en el alto valle del Anáhuac,

agua bajo los pies pero sin verla,

sin lago al sol en medio del asfalto,

pero el mar siempre

corriendo por mis venas

con sus tormentas,

sus horizontes de rojos y morados

y un murmullo constante. La certeza:

este dios es el mar

o este mar es el dios que me acompaña

y al mar lo han traicionado

durante tantas noches al golpearlo

que ya parece el musgo del pantano

en el que Dios y el mar conmigo mismo

y mi ciudad entera nos hundimos.

Ahí se abrió ante mí

la calle pequeñita de la Dalia

donde me enamoraba

el niño de la esquina,

que era un vaguito hermoso.

Me confiscaba ahí la bicicleta

para darse una vuelta a la manzana

mientras yo suspiraba

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y sentía el corazón

en todo el brazo izquierdo

y en el dulce rechinar de cada diente

que “he de contar, sus quejas imitando”.

Del niño de la esquina tengo el nombre

que no es Salicio, no, ni Nemoroso,

a veces lo pronuncio y se repite

un “dulce lamentar” entre los dientes.

No puedo recordar, en cambio, los discursos.

Ya no me queda nada, en ningún sitio,

de tanta estupidez que repetía

y entonces tomé en serio como niño

por la región lacustre.

Y opté por no dormir

o dormirme, otra vez, y hablar en sueños.

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De la ciudad a la que siempre he vuelto

Y tres lustros después de hablar contigo

supino rostro arriba

fumándome un cigarro

En la ciudad natal que abandonaba,

quedan en la memoria, los grises, amarillos

y, en medio del smog, los dos volcanes.

La ciudad de mi infancia fue brillante,

de horizontes volcánicos

y el aire transparente todavía

como dijera Humboldt.

Muy cerca del lugar

en que Buñuel filmó Los olvidados

me recuerdo soñando

antes de que creciera el nuevo Tlatelolco.

Recuerdo mi colonia porfiriana,

recuerdo mi azotea,

mi calle y mis ventanas desde dentro.

Nostalgia de una edad

a la que siempre he vuelto.

Partí para instalarme, enamorado,

a los fríos canadienses. Mitad de los sesentas.

Conocí el Saint Laurent

y vi bajar los bloques congelados

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aun en pleno otoño.

De Montreal a Quebec el amor se hizo hielo

y retorné a mi espacio, mi ciudad primigenia

a vivir el final de aquella década

hace ya medio siglo.

Las calles de la Dalia eran tan breves

como indicaba el nombre.

Después se volverían María Enriqueta

con sus dos apellidos.

Le cambiaron el nombre de la Dalia

y le pusieron uno

más largo que ella misma

como dijo papá mientras mojaba el pan

en su café con leche.

Me conoció jugando,

rio conmigo al tiempo en que veía

los ojos de otros niños que jugaban

como debía jugarse,

pero aquella Colonia, aquellas calles

y la ciudad a la que siempre he vuelto

ya me quedan muy lejos.

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Calzada de eucaliptos

¿Qué hacía yo ahí, viajante de otro tiempo,

bajo esos eucaliptos ancestrales?

Diez lustros, cinco décadas,

cincuenta años de estar en la memoria

en un viejo molino ya extraviado

bajo los eucaliptos.

Son árboles que han muerto.

Con la raíz han hecho troncos vanos

Los motores de sierras de urbanistas modernos

a quienes nada importa algún molino.

¿Qué hacía yo ahí? Conversaba con Dios

rodeados de silencio.

Hace ya cincuenta años

que para el hombre-Dios en el jardín del huerto

donde se suda sangre no son nada.

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El lugar y la imagen

Si establezco el lugar llega la imagen

violenta o silenciosa, a su manera,

y reinventa los años que en silencios y en gritos

han construido mi historia.

Que ya he olvidado.

O tal vez no he vivido.

Si abierto a la memoria de la imagen

viajo al topos uranos

todo se vuelve nuevo

sin que la voluntad me reconstruya

ni participe aquel entendimiento

que pensé facultad y era espejismo.

En el arco de un lustro,

durante aquella década brillante

de los años sesenta,

mis sueños desplazados

de algún viejo molino

vecino de Santiago Tianguistengo

a la plaza ritual

en medio de Santiago Tlateloco.

Y han convido siempre las imágenes

en el puro horror vacui.

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Dispersión del sedentario

Por qué viajar

cuando es mejor dormir en la camita.

Es soñar más barato

y, sin embargo, llegan y te lanzan

a carreteras nuevas.

La tímida palabra sicomoro

me refiere a la historia de un Zaqueo

sin cólera y con sueño. Muy cansado.

Tal vez hablo de Steinbeck

al verme tan disperso

y recorro con él desde Oklahoma

hasta la cruel y fértil California

a cosechar las uvas de la rabia.

O si, mejor, me busco algún pollero

para irme a morir en el desierto

tal vez rumbo a Arizona

desde el centro de Anáhuac.

Y todo porque Todo es el exilio:

“El éxodo y el llanto”

que cantó León Felipe.

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Regiones arcangélicas

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La soledad de arcángel

se teje en lo profundo del espacio

donde viaja la luz y, diariamente,

se inventa al respirar, se reconstruye,

se apuesta por el nombre y por la sombra,

se le ama un poco más aquí en la tierra

a veces sin saberlo

y siempre sin desear que sea la soledad

en sus comienzos.

No se le engaña nunca

y lo sabe el arcángel que va solo.

En esa soledad de los arcángeles

la historia que esperamos se ilumina.

Para saber de arcángeles

hay que aprehender las rutas

para salir del tiempo entreverado.

Seres puros, arcángeles que llegan

a explicar de agonías, metempsicosis,

la encarnación del Verbo

y epidemias mortales a la tierra.

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Son seres generosos.

Por momentos, si nace algún poeta,

se pueden escuchar voces perdidas

de arcángeles que lloran en el cosmos:

es la estirpe más alta,

arcángeles dolidos,

tan puros y tan limpios como otros

pero éstos con heridas arcangélicas.

Se están planteando cuestiones complicadas

de región arcangélica

siempre desconocidas

en los rumbos humanos.

Pero se ven fulgores en los ojos

y rayos y centellas (“noche oscura”)

en que salir de puntas y en sosiego.

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No sé cómo es aquello

pero he visto un arcángel a mi lado,

he besado sus labios y sus alas

para dormir al retener su imagen.

El arcángel no es mío

aunque pueda tocarlo levemente.

Alimento de sueños

es danzante el arcángel

y sus muslos columnas

que apuntalan el cosmos.

Es una piel que rompe, mientras duermo,

las formas heredadas.

Solo su piel de arcángel puede hacerlo

porque viene de antes

del principio de todo

cando Dios no había dado

la orden de estallar al Big-bang primigenio.

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Duermo. Arcángel Dios griego

imagen incorpórea

me sustenta esos sueños

que ya nunca recuerdo en la vigilia

pero que están ahí

para emerger un día, qué sé yo cuándo.

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Hay los seres de ruido y fuegos fatuos,

el viaje sideral lo desconocen

y a ellos pertenezco. Pero el arcángel no

y llega a visitarme mientras sueño

que aun sin ser tocado

pletórico soy dueño al final de los días.

de semilla arcangélica

Si besarle en el vientre

exige genuflexión ante el arcángel,

genuflecto he de ir y salmodiando

hasta el lugar del sueño que me ocupa

donde la piel se inventa

y el verde de sus ojos

da lugar a unos nuevos

que aún no conocemos pero intuimos.

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Con sus alas abiertas, viaja solo

al que se sueña ver entre los brazos:

arcangélico y limpio,

eterno enamorado

de soledad y lunas planetarias

que apenas puedo intuir un ser humano.

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Cuando encarna el arcángel

es tan dulce su piel,

tan tersa, suave y dura como el mármol

que tan bien entendieran

en sus contradicciones

Petrarca, Miguel Ángel o Cellini.

La sonrisa de arcángel

que transforma la historia

ocurre en el silencio en el que vive envuelto

y del que sólo sale

a producir rumores con sus alas.

Fue ese rumor nocturno y el dios griego

reencarnado en arcángel

con sus brazos surcados por las venas

lo que llegó a mi sueño

Fue descansar mi angustia

y escuchar en su pecho la rítmica del cosmos,

comenzar con el tiempo de liturgias

y encenderme en la hoguera de unos fuegos

que han vivido por siglos

Estrellar con sonrisas cada órbita.

Fue un volver a decir que todo es dulce

en una piel precisa a medianoche.

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Si tuviera el poder

de convertirme al tacto del arcángel

en el sueño que busca entre galaxias

viviría para él cada momento

hasta llegar la última implosión

del último suspiro

que habrá de concentrar a los arcángeles

más allá de mis sueños

Desconocido, hermoso, ignorado por sí,

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en busca del destino,

quizás lleno de miedo,

tejiendo con cabellos los caminos

que habrá de recorrer cuando amanezca,

así habita el Arcángel las estrellas.

Hay un tiempo arcangélico

y ese rumor de sueño que regala.

Hay la cruel impotencia

para apenas tocarlo

sin ensuciar su rostro ni sus alas.

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Retorno a Barcelona

Si todo comenzó mirando el mar

cuesta mucho recomenzar la historia.

Tímido deambular cuarenta años más tarde

por la ciudad antigua,

la gris catedralicia,

tan llena de fantasmas en todos sus rincones

que me hablan germanías y gesticulan

festejando a su modo cada cual

nostalgias del país abandonado.

Sólo puede intentarse

con humildad, con miedo,

saboreando en silencio la derrota

regresar a este mar.

Y al final de los días

de la guerra pequeña y personal

que no ha llegado a darse,

cautivo y desarmado, sólo sombra

de mi propia impotencia

a la que fui lanzado, sin cadenas,

por el parte de Burgos del año 39.

Y mi pobre relato

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no puede rebasar a los apuntes

de niñito burgués de escuela pía

que intentara asomarse

al espumoso fondo de una cerveza negra.

Si ahora estoy maldito

por horror a la patria,

estoy bien acodado al escribirlo

cómodo en estación con ticket de regreso.

Era bestia de lidia, me sonrío,

lanzado por la puerta de toriles

a morir o a matar

seguro de mi sangre.

Ya crucé las fronteras tantas veces

sin ningún pasaporte en la ficticia

inversión de papeles

y bufando al temblar,

paranoico y doliente ante el mar nuestro.

También cuando jugaba a ser el refugiado

ya deseaba que alguien llegara a descubrirme

para luego lanzarme

a la plaza repleta

y bufar sin temblar. Nadie llegaba.

Iba a ser necesario reconstruirme

por siglos de los siglos

en mis propios espacios.

Amén laudare mari,

hasta encarar a un Dios

vencido como yo y que sudara sangre,

pero sangre de lidia en descabello,

y arrastrado entre vítores

hasta llegar a aquel que lo esperaba

para beber el chorro de su sangre

caliente, confortante, recetada

contra todas las tisis.

Y todo frente al mar

cuarenta años después

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de escribir la “Marina” y recitarla

revestido también en la memoria

por “tres voces, dieciséis violonchelos”.

El combate

¿Qué ocurre con los sueños

cuando dejan de estar en el lugar preciso,

y ya comienza el tiempo de olvidarlos?

Si el poema combate con la sombra

no habrá recurso alguno: será a muerte.

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La amnesia

Y masoquista ahí frente al espejo

ya no recuerdo nada del tránsito feroz

que ha tenido lugar seguramente

de niño a viejo en esas eras ígneas,

geológicas, malvadas,

que la amnesia ha borrado de mi pobre cerebro

Y el cerebro a su vez

es parte de este cuerpo

y no comprendo el viaje de mi sangre

de válvula cordial hasta la chispa inútil

de neuronas perdidas

que debían mantenerme fijo, asible,

recuperable el viaje desde niño hasta viejo.

Y lleno de aventuras ese cuerpo

que veo frente al espejo:

se durmió siendo niño

y amaneció arrugado

con un enorme puente de novecientos años

y volcanes perdidos. Sin recuerdos.

Pero vuelvo a dormir porque, de lo contrario,

va a perderse el efecto

de la pastilla nuestra cotidiana.

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Topía

Sí hay tal lugar pero éste ya es el otro.

No el que soñara un día Joaquín de Fiore

por el primer milenio,

ni el viejo Tomás Moro en sus juegos dialécticos

con Erasmo de Rotterdam.

No el que quiso sembrar el Tata Vasco

en Michoacán hoy enfebrecido.

Hay el lugar construido. ¿El infierno en la tierra?

Hay Caín que repite cada día

su crimen y su huida con la marca en la frente.

Con maquinarias hoy más sofisticadas.

Hay el lugar del tedio al lastimarnos,

del enorme bostezo al escuchar el grito del hermano,

de la sonrisa hueca, desolada.

Pero me queda ahora de esa antigua utopía

la trinchera del diálogo que vamos sosteniendo

entre ruidos de gritos y metralla.

No existe otro lugar ni jamás ha existido:

aunque le duela hablar

porque sangra del pecho

y cada espina cruce su cerebro

sólo me queda en cruz el agredido.

Yo permanezco alerta cuanto puedo.

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Se me niega el monólogo

Tan claramente visto

aquello inexplicable

en lo cual todo origen se sustenta.

Es la angustia presente

y el horror a un futuro de parálisis

de ineficacia y miedo. Todo aquello

que se olvidó muy pronto. En otro siglo.

Se me niega el monólogo

porque te tengo a ti

constantemente enfrente y en voz baja.

¿Y si pudieras irte al menos un momento,

un solo parpadeo?

¿Perdería la cabeza

al no aguardar susurros que vertebren

mientras me llega el sueño?

En pura soledad,

no importa a dónde vuelva la mirada

en mi casa de espejos

tu imagen me impacienta,

terrible por inerme

tan llenando de sangre las alfombras

y los flecos de todas las cortinas

a las que mueve un viento

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cuyo nombre he ignorado desde siempre.

En el fondo del miedo

mi grito primordial

exige una respuesta que no obtengo.

Me quedo aquí, perplejo,

con esa estupidez de quien babea

en medio de las calles

cual si fuera el borracho de esos días

y con tu luz clavada en las entrañas.

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Las aguas bautismales

Es hora de iniciar y de iniciarme.

Ya, frente al mar, hablar. Ya revisar el tiempo.

Y si el tiempo se ha muerto como afirman

enterrarlo en la arena para siempre.

¿Amo la soledad? ¿La paladeo?

Nadie vendrá porque al final de cuentas

Ninguno es importante. No hay peligro.

Ha llegado la hora. No es tan difícil. Voy.

Me siento frente al mar y me bautiza.

Recuerdo que he llegado

a construir un cenobio donde habiten los muertos,

donde me digan cosas entre largos silencios

para que yo, amanuense, las escriba.

Sin voces extranjeras

que arruinen el fluir de las voces domésticas,

cenobio frente al mar.

Al sur del mar al menos.

Y que el mar dé las horas,

los maitines, las vísperas, sobre todo las laudes

en que buscar los ojos del amado

que ha de venir por mi luego de las completas.

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Como militiae inutilae se entendían los cenobios

en tiempos de las luchas ad maiorem Dei gloriam.

Como aquí en mi cenobio sólo habitan fantasmas

yo me puedo burlar de mis reflejos.

Quien no sabe reírse de sí mismo no conoce el dolor,

sólo lo inventa. Y yo.., ¿habré llorado?

Ante el agua y la sal sacramentales,

reafirmo de una vez y con gran voz:

que renuncio a matar a mis hermanos

y a calumniar a Dios.

Lucharé por lograrlo pues no es fácil

cuando ya Satanás globalizado

resulta cotidiano y habita los espacios

más que en eras remotas del medioevo.

Y ya guardo silencio, como debo.

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Cosas de mucho secreto

Pues consideremos que este castillo tiene ­como he dicho­

muchas moradas, unas en lo alto, otras embajo,

otras a los lados; y en el centro y mitad de todas éstas

tiene la más principal, que es adonde pasan

las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma.

Teresa de Jesús, Moradas

Aquel rostro de un Dios como el que vi de niño

sin saber bien a bien cuál era el barrio

me sonríe desde entonces y me mira.

Aguarda un testimonio y desde entonces

me enredo y me avergüenzo y enmudezco.

Nudos heptasilábicos, tejido endecasílabo,

pobres alejandrinos de inútil hemistiquio

dificultan los nudos

y el testigo fracasa aquí y ahora

y en el tiempo terrible del examen

porque sólo a sí mismo se convence.

Jamás me ha sido dado

llegar con la razón al misterio insondable

y solamente veo

un rostro, una mirada,

que se refleja en todo pero que en nada entiendo.

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Tan sólo me pregunto lo inmediato

pero el rostro impotente,

el doliente, infantil, enrojecido y roto

sigue en su larga espera de que llegue a explicarlo.

Pero yo tengo miedo de guardar un silencio

tan distinto y lejano del Silencio.

Debo de ser testigo del rostro inexplicable

del que me enamorara desde niño.

cuando todos lanzaban grandes voces.

Han pasado las capas que ensucian la memoria

aunque el amor habite como entonces

quizás algún matiz, alguna pátina,

que hoy vuelven tan difícil reencontrar la intuición

indiscutible entonces.

Testificar que está frente a nosotros

es suplicio de Tántalo

y cruje el silogismo

con que explicar ahora que la Palabra sufre

y es incapaz por sí de bajar de su cruz

A sonreír un poco.

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Aullar en el Calvario

Lo que ocurrió esa fecha, lo que sigue ocurriendo

en cada atardecer amoratado

y en cada madrugada,

lo que estalló al comienzo con el ruido final

de ese aullido lanzado en arameo

“Eli, Eli, lema sabacthaní”,

a nadie le interesa traducirlo

porque ya nuestras lenguas olvidaron

el llamado de un hijo hacia su padre

que lo dejó olvidado en el calvario

mientras agonizaba.

¿A quién puede importarle que la propia memoria

se venga alimentando de rumores?

Y en este punto envidio a los ateos

seguros de que nada

existe tras la muerte.

Envidio hasta al blasfemo

y al fariseo capaz de acomodarse

en todos los códigos penales.

Soy testigo en la cruz de una certeza

que no he podido nunca

explicar cabalmente

y de todas los miedos con sus dudas

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que arrancaron a un tiempo aquel aullido.

Te conozco, Señor,

de inútil como yo, al que escogiste

para acabar un día sin haber dicho nada.

Al confiar que mis manos

expliquen con señales lo inasible

estás perdiendo el tiempo mientras mueres.

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Después de las Completas

Es místico quien no puede dejar de caminar

y que con la certeza de cuanto le falta

sabe de cada lugar y de cada objeto que no es “eso”,

que no se puede residir “aquí”

ni contentarse de “aquello”.

Michel de Certeau

En ese caminar del sedentario,

de una imagen a otra,

de una memoria exacta a su contraria,

voy siempre en el deseo de llegar a otra parte.

Aunque inmóvil, afásico, dormido.

Y el cansancio constante.

La fatiga de ser en un espacio.

Estar en el lugar de quien se fuera

y del que nada dicen los pastores,

esos mismos “que fuerden

allá por los oteros y los valles”.

Lugar desconocido

poblado por fantasmas de otros tiempos.

y la clave de sol

en el fondo de un pozo rebosante

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tan fresco y transparente

que no calma la sed,

que no lava las carnes ni bautiza.

Y saber que está aquí, hablarle, oírlo,

para luego comenzar a desplazarme

hacia un otro desierto

hacia el fin que se acerca, hacia la noche

al reposo del miedo y la sonrisa.

Porque al verme me entiendo y me desbordo

en medio de una luz siendo pabilo

tan triste y titilante

como ayer en sus celdas esos monjes

entendían los cráneos descarnados

como un solo reflejo de ellos mismos.

No hay agua en esta celda

y el pan lleva tatuados

aquellos goterones

de la penicilina.

Mientras, el frío me cala hasta los huesos

y recomienza el tiempo de los miedos.

¿Ya rezamos completas? ¿Ya cerramos

las tapas herrumbrosas

de nuestros propios féretros

al tiempo en que gotea

la sangre inagotable de un Dios nuestro

con su insomnio impotente

por ser omnipotente

que ha querido bajar

a dormir con nosotros

con los brazos en cruz

y en nuestras propias tumbas?

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Contemplación para alcanzar amor

“Para alcanzar amor”, ¿qué significa?

Que, entendidos los tiempos, subvertidos,

con árboles de cruces

y sangre en lontananza,

¿he de esperar tu voz que pronuncia mi nombre?

Todo le sale mal al hombre blanco.

Todo muere en la cuna

o se vuelve un infante

cuando se acerca el tiempo de la muerte.

Y ¿cómo contemplar

para alcanzar amor en este siglo?

Un cuerpo sedentario

y un espíritu pronto

a nunca detenerse en ningún sitio:

manual de un peregrino paradójico

que me ha tocado en suerte.

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La anamnesia

Recuerdo con frecuencia alguna piedra

en la que han celebrado sacrificios:

son piedras sin labrar

con manchas de la sangre de un mismo peregrino

al que mató su hermano desde el Libro del Génesis.

Y recuerdo que Abraham para el revestimiento

del alba con su cíngulo,

exigía despojarse de los cuerpos.

¿Debía desencarnarme

cuando consiste el mérito

en revestir un cuerpo

y entregarlo al puñal del asesino?

Pero ¿cómo despojarme de mi cuerpo

si a este espacio de equilibrio por ratos imposible

al que otros llaman cuerpo

yo lo llamo almacén de desventajas

por no decir de agravios?

No debo hablar así, desde las telarañas.

Ya debo reaccionar

e inventar cabelleras que lanzar hacia el viento

en un cráneo desnudo

No arrinconarme aquí:

algún poco de Luces, algo de Enciclopedia,

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Diderot con disfraz y permitir que pase

el indocumentado que cruza de puntitas,

un viejo pescador que tiene frío.

Si el rizo de una axila me lo trae la Internet,

¿por qué no hablar de cuerpos en otra tesitura?

Recuperar el mío,

ser mi amigo, reiniciar relaciones

y acudir a la playa en la que el mar me espera,

hermosura vital, imagen protegida,

amor vuelto la espuma, la arena, el caracol,

la memoria sonriente de aquellas puñetitas infantiles

que yo volviera dramas metafísicos

cuando eran simplemente

un arribar del mar a cualquier playa.

¿Por qué llega el confíteor y enmudezco?

Porque nunca recuerdo las cosas como fueron

sino como explosiones luminosas

que partían de algún punto

en el lóbulo izquierdo del cerebro.

Y esa eterna desidia

y la voraz costumbre de saltar por los temas

como si Dios, el mar debería de seguirme

en lugar de lanzar por el aire confíteor sin vértebras.

Y para qué narrar, acabo por decirme,

si el poema es esférico,

renace en explosiones modelo para armar

al tiempo del olvido.

Hay quien recuerda todo cuanto ha escrito.

Yo no. Suelo olvidarme del párrafo anterior

y en cuál lugar exacto de la amnesia

me encuentro chapoteando,

seguro de que Dios está delante

y es mi madre y mi amado. Lo demás se me olvida.

Pero ¿poesía por qué si da vergüenza?

Si todo fue como el viejo tocadiscos

dignísimo y brillante

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al que saqué las tripas y convertí en un bar

y después en una caja de memorias inútiles

y luego abandoné

en un sitio cualquiera del camino

por el que ahora canto el miserere.

¡Qué poco se recuerda de esos siglos

con el brillo del oro lastimando mis ojos

porque el papel moneda me insultaba!

Mejor vuelvo al lugar del sacrificio

y preparo la ofrenda

con los pocos jirones de memoria.

Y lavaré mis manos entre los inocentes

para iniciar la antigua ceremonia

del retorno del pez

a su mar inicial o su pantano.

Si en el caos cotidiano

he confundido muertes con la vida

y hablado con los vivos sin saber que están muertos

y llorado a los muertos si saber que están vivos

voy a entregarme al mar

porque da forma al caos desde el primer vagido

desde aquella memoria, esférica también,

del óvulo que fuimos.

Incorporal y abstemia,

¿qué se puede esperar de una amapola?

Y, sin embargo en medio de su cáliz,

el opio se consagra a dioses tan remotos

que nadie sabe bien cómo nombrarlos.

Pero, con todo y Luces,

¿qué le puedo ofrecer al cuchillo de Abraham

si yo no tengo un cuerpo?

Sólo sueños de luchas con gigantes

que, para ser sincero, a nadie importan.

Como el Mar es la Mar y es eucarística,

me la como y la bebo

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para esperar en medio de esta playa

con finísima arena

a que húmeda se acerque y que me resucite.

Hijo-Hija, Dios Madre

y Espíritu sin Género

has vencido ya al tiempo para siempre.

Hago esfuerzos, camino, les extiendo la mano.

Viene la prueba máxima de fe en la ecclesiam unam.

No les darías la paz si fuera nuestra.

Seres del mismo charco que quedara en la tierra

cuando el pez cambió branquias por pulmones

hasta llegar aquí,

seres hechos del agua

que regresan al mar y lo olfatean

y desearían sus branquias pero ya no las tiene.

Son mezquinos, absurdos, como yo suelo serlo

y, como yo, son feos.

La paz sea con nosotros.

Abrácenme, queridos,

aunque me tengan miedo. Yo también se lo tengo

y aquí estoy, necio, siempre,

y he venido a formar

el último milagro con ustedes:

unam, sanctam, y todo a pesar nuestro.

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Mare nostrum quotidianum

Porque llegué a tu orilla hace mil años

pongo una gota tuya, genuflexo,

en mis labios de viejo

que sigue por decenios como niño asustado.

Porque tú siempre alegras

juventudes nostálgicas

busco tu mar, mi Mar, y te venero.

Desde aquí donde estoy

el mar queda hacia el norte:

mi mar, mi voz, tu voz, amigo mío.

La condición de mar vivo en el sueño

violada como imagen de antemano

resulta una ironía.

Sigues igual que entonces

cuando llegué a mirarte, adolescente.

Era al salir el sol y tras la lluvia.

me lancé entre tus olas

y supe de una muerte

hecha de plata y cruel y luminosa.

Pero aquel no era el tiempo

y debí envejecer

después de rebotar contra la playa.

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Sigues igual de mar y yo estoy viejo.

He de morir. Me entrego si es contigo.

Mas si en lugar del mar en mis pulmones

llegan fluidos de ellos, los de las pesadillas

de esos años sesenta, me resisto.

Y será una agonía desesperada.

Tú y yo, Mar, lo sabemos: vendrán ellos.

Invadirán mi espacio también en tierra firme.

Mi grito de terror a las tarántulas

y a los torturadores y a los machos violentos

y a las ratas, lo ahogaré y me ahogaré.

Tan sólo espero Mar, que estés conmigo,

y pierda yo el sentido para siempre

aunque sigan moviéndose mis vísceras,

se ahogue mi razón en tus aguas de mar

que anhelé desde niño,

y mientras ellos vienen y violentan y ultrajan

yo ponga la cabeza en el regazo amado

y escuche sus latidos

y mírenme, asesinos, aquí estoy invencible.

Eso pido: mi sueño,

aunque la realidad discurra de otra forma

como en las pesadillas de mis años sesenta.

El padre Dios aquel de barbas blancas

¿quiere de veras sangre de corderos

y mandó al mar aquí para que lo golpeáramos,

y lo contamináramos y lo crucificáramos?

¿Quiere de veras tantos litros, galones, mareas rojas,

tantas muertes horribles y todo ensangrentado

para saciar su sed de Dios Padre Violento

gloria in excelsis Dios de eterna furia?

¡Es mentira!, lo dices con tus olas.

Ya detuviste brazos que estaban en delirio.

“Misericordia quiero”, lo demás son inventos

de viejos sanguinarios, ellos sí, furia eterna,

sedientos y babeantes, con sólo el pulso firme

a la hora de firmar más sentencias de muerte.

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Ellos se sienten dios desde sus bacinicas

y entre sus amenazas de morirnos podridos

en la roja marea

persiste la certeza de quien ve al infinito?

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Fracaso del testigo

Hay un diálogo ahí,

encima de las nubes

y por debajo de mi propia piel

cuyo eco rebasa mi voz y mis compases.

Incapaz de explicárselo a mi tiempo,

Es el eco del diálogo que sostengo contigo:

estructura mis noches y mis días,

mis sueños y razón,

intuición y deseos.

Si nada aconteció, dice mi tiempo,

y nada continúa

inútiles testigos enronquecen

al narrar una cruz

de la que cuelgan hombres solamente.

La leyenda de un Otro, desangrado,

ya a nadie lo convence, oigo a todos en torno

y, muy por el contrario, resulta de mal gusto

e inclusive un insulto

para aquellos que sufren sin testigo.

Para eso vine al mundo,

a decir, y repetir,

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para testificar eficazmente

que cuelgas indefenso

y en medio del dolor sigues sonriendo

a quien clava los ojos en los tuyos.

Testificar absurdos: que sólo por error,

porque el plan es extraño

el cuchillo de Abraham cayó sobre tu espalda

en aquel monte antiguo

y temor y temblor kierkeegardianos

se enredaron en ti

sin que jamás tu padre lo exigiera.

Tanto malentendido te colgó de una cruz

Indefenso y sonriente.

Y tan inútil yo como testigo.

Testigo de que Dios omnipotente,

acalambrado y solo, lleva miles de años

colgado de una cruz y lo que falta.

Y es incapaz el Dios omnipotente

de levantar siquiera la mirada

para olvidar que todo lo de abajo

está lleno de sangre

y que esa sangre suya es también la de miles

y miles de millones

y muchísimos más que sangrarán un día.

Ser testigo de un Dios tan impotente

que continúa gritando que Dios lo ha abandonado

y que es el mismo Dios porque es él mismo.

Y que lo somos todos.

Vine a ser un testigo del absurdo y la muerte.

Si fracasaste tú en la primera entrada

¿qué se puede exigir a los testigos?

¿hablar de quién?

¿del carpintero muerto?

¿del frágil nazareno?

¿aquel molido a golpes por romanos?

¿del que sigue clavado y al que nadie hace caso?

Exactamente igual que en la primera entrada

cuando, nos cuenta cada evangelista,

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llegaste a demoler un orden viejo.

Pero tampoco es fácil negar lo que estoy viendo

que es a ti o lo que escucho: tu voz dice mi nombre.

Si bien es muy posible que a nivel del cerebro

tenga cortocircuitos, yo me creo lo que veo:

y es tu mirada triste cuando pide

que juegue este papel

de bufón medieval en medio de este siglo.

Yo bufón medieval, tú rey de burlas,

¿y quién se toma en serio la comedia?

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Amén o sólo irme

Buscaba la pureza de un sonido

arrítmico tal vez

con la mirada fija en los tonos de un gris

azul

casi de vidrio

y tropecé contigo Dios mendigo

agonizante

imprevisto

estorboso

Triste Dios

clavado desde siempre al fondo de un banquete

con tus ojos llorosos

con lo que queda libre de tus dedos

tratando de dar ritmo a cada transeúnte

Muérete de una vez

o retorna a tu trono

a lanzarnos los rayos y centellas

que lanzabas ayer

útiles por comprensibles

¿Qué balbuceas entre los dientes rotos?

En el último siglo

fue la “muerte de Dios” una idea conveniente

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y resultó más fácil acechar el futuro

recordar nuestras bombas

o los rostros ajenos del presente

los muñones

su miedo

y el “silencio de Dios” como culpable

Pero tenerte aquí

y tropezar contigo a cada paso

dentro de cada imagen

apestoso

sangrante

cuando se busca la infinita pureza de algún punto

en el fondo del cosmos

escuchar tus gemidos nos molesta

Nos acusas y acosas e importunas

Nos irrita

saber cómo te pudres en cada madriguera

y pides con tus ojos la clemencia

o una lanza eficaz que sea lanza final

mientras musitas algo

en la inmensa soledad que tú tampoco entiendes

Solo

solo

agredido

eres un Dios que habla a sus verdugos

y eso saca de quicio

¿Comprendes que molestas?

Mientras busco tu imagen en el cosmos

lejana

conveniente

me escupes la pregunta que pensé hacías al Padre:

¿por qué me abandonaste?

Y me entiendo Caín y te veo como Abel

y te vuelvo a golpear y no te mueres

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Dios de este milenio

nada tienes que hacer en nuestras fiestas

ni tampoco en mi caza del azul infinito

Ya no me pidas algo

cuando no alcanzo a oír

porque espero encontrar el sonido imposible

de tan puro en mi sueño

Yo no te quiero ver

ni escuchar

ni lo intento

Mientras boqueas colgado de una cruz que ya cansa

¿debo decir “Amén” o sólo irme?

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Repito y me confundo

Vi muy claro que el tiempo no existía

en la tarde de aquel sopor pesado

que se hacía inacabable.

Tarde de los videntes,

de fisgar a la escena desde cajas.

Me muevo torpemente hacia proscenio

porque mi propio cuerpo

es un cuerpo enemigo

en homenaje siempre a la belleza

de los cuerpos ajenos.

Boquiabierto, mientras el tiempo inútil

se borra de los mapas

y apenas el azul de un cuerpo inmóvil

permanece por simple terquedad

de pecho y de latido.

Vi muy claro que el único sentido

era tener migraña y regustarla

aunque duela el momento y la inmersión

sin saber bien a bien

si es ayer, es el hoy, es el mañana.

Algún frescor de alivio me acaricia

cuando el siglo iniciado

musita letanías que desconozco.

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Cuan inútil batalla

y cuánta sangre inútil bebida por la tierra.

Los muslos de las piernas cercenadas

son bellos todavía

pero los labios, no. Tan lívidos los labios

tan espantosamente detenidos

en asombros sin cuento y sin cuidado.

Las axilas, los bíceps, los muñones

son discursos de ayer

porque las alas nuevas

van a surcar el aire de una historia

que empieza a cuatro patas.

Como pez en el agua del principio,

vi muy claro el paisaje:

ningún hombre existía

hombre-niña, niña-niño, axolótl,

salamandra y murciélago,

pececillo dorado

o sesentón de miedos

que recorre su propio mapamundi

para, al azar, reaparecer de golpe

y escribir al dictado.

El punto medular de este poema

es que el tiempo ya muerto

sólo deja un olor y algunos deudos.

¿Rumor y algunas deudas?

Repito y me confundo: borroneo.

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Se avergüenza el que escribe

Se avergüenza el que escribe,

se niega a ser poeta.

Tal vez un escribano, el amanuense,

un lerdo que aprendió

a poner en papel lo que dictaban.

Intenta recordar a qué se refería

cuando escribió el poema que no entiende.

¿Al dolor, a la guerra?

¿Al dolor? Aria antigua

para una voz de bajo muy profundo

con un chelo marcando

el pianísimo al fondo.

Eso no lo ha cantado.

Tal vez ha estado cerca algunas veces,

pero siempre en cobarde partitura

para viola y tenor quizás dramático.

Heredó muchas guerras

de metralla y silencio y de rencores

pero nunca ha luchado en ningún frente.

Las soñó, las cantó, las hizo suyas

por las voces que oía, que estructuraban

su memoria y futuro.

Apenas en el sueño

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ha tenido la guerra.

En su vida presente: pesadillas,

recuerdos compartidos con los suyos

de una sangre y de otra

de una y otra ribera.

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Proclamar la esperanza

Saber que estás aquí, crucificado,

en las múltiples víctimas de Caín el verdugo

y recordar un tiempo que nunca me fue dado

el tiempo presentido que no conoce el frío.

Resentir la noticia de tu muerte

y comprobar absorto

cómo renaces siempre en cada víctima.

Todo se me convierte en la rutina

de recorrer las playas, inútil e indefenso,

sin nada que ofrecer a quienes cuelgan

en tu enésimo viaje hacia el calvario.

Contra toda esperanza, la esperanza.

Y no es que me sonroje la esperanza

es que avergüenza mucho proclamarlo

en medio del horror de quienes sufren.

Tal vez no sea decirlo sino testificarlo

en el silencio terco del diálogo contigo,

mientras cuelgas de cruces tan diversas.

Sólo hacerle saber al tiempo en que me muevo

que puede hablar contigo aunque agonices.

No estás del todo muerto:

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proclamar mi esperanza,

lo único que resta, no es un crimen

cuando estoy en la mesa de los pobres.

Henderson, rey de la lluvia

Henderson, un gigante. Yo, alfeñique.

Pero carentes ambos

de rigor, disciplina y de paciencia.

Chispazos, nada más, en nuestras vidas:

él viajó por el mundo, yo escondido

y al gigantón excéntrico.

Lo siento tan cercano, tan lejano,

tan dotados los dos del sinsentido.

¡Vine a encontrarlo en Bellow

con grande regocijo:

nostalgia de un león que recorriera

el mínimo escondite en que me encierro!

Por un instante un Henderson

me acompañó, yo púber,

en alguna excursión por los Dinamos.

Caían rayos, llovía

y a mí se me notaban los terrores.

se me acercó el gigante

y al proteger mi miedo con su abrazo

mi rostro se clavó bajo la axila

y conocí el olor de un héroe antiguo

que pude reencontrar

en el rey de la lluvia.

Aunque aquel no era más

que enorme jugador

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de fut americano excursionista,

con niños a su cargo, monolingüe,

una noche de lluvia,

el Henderson de Bellow me abrazaba

porque “el alma es políglota:

Con síntomas iguales nos presenta

al miedo y la esperanza”.

Muchos años después y en la novela

oí decir a Henderson

palabras que bien pueden definirme:

“¡Oh, mi cuerpo, mi cuerpo!

¿Por qué no ha sido nunca amigo mío?”

Juego de extraño espejo,

más acuoso que cóncavo, estrellado:

Henderson el gigante me define

en África profunda

a mí que sólo quiero permanecer dormido

en mi cama de siempre, la del viaje.

¿No lo dijo San Pablo:

El espíritu viaja mientras la carne duerme?

¿Así o era al revés o era otra cosa?

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No ha caído aún la gran Babilonia

Como el jardinero sus claveles

vivir es sembrar odios

y llegado el final revisitarlos.

Es el nuevo fracaso y es el último

de quien sería testigo

desde el amanecer al día terrible.

No ha caído aún la gran Babilonia

ni ese crujir de huesos es el suyo.

Corro a decirle a Juan vidente en Patmos

que se rompen los huesos de los mismos

los huérfanos, las viudas, los endebles,

para cualquier encuesta los perdidos

y para toda imagen del futuro.

Pero aún es el oro quien seduce

mientras hiere en el pecho a nuestra historia.

El mundo era una calle

y en la calle una casa

y en la casa se abrían equidistantes

las calles más pequeñas, las enanas,

por las que transitaban cochecitos sin ruedas

y niñitos sin odio en la mirada

y transitaba yo sin ningún miedo

porque todo existía como un doble perfecto

de la ciudad más grande, la de verdad, aquella

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de la cual algún día

vendría a ser ciudadano para siempre.

La ciudad levantada sobre ruinas

de cuanto fuera ayer Isla de Patmos.

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José Cemí, conmigo, cierra 2014

El olor a los dulces de Baldovina alquímica

sigue cruzando el mar y me llega en las tardes

cuando el sol se despide.

Como a mí, sedentario, es la canela

la que puede llevarlo hasta el orgasmo

y la leche quemada o las natillas

o el capítulo octavo. Paradiso:

José Cemí se explaya yo recuerdo.

Yo recuerdo a Odiseo que, en su periplo,

quiso romper las piedras con sus manos,

pero Cemí sonríe:

él es un sedentario

que sueña, como yo, con las esferas.

Sin pensarlo, en el trópico,

hablamos de los monjes del desierto

y cómo calculaban transformarse

en medio del silencio

al repetir los salmos en voz alta

y adquirir esos ritmos

que llegan de una historia ya olvidada,

piedra filosofal de sus respiraciones.

José Cemí, conmigo, ya levanta su copa

para brindar conmigo

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entre ataques de asma.

Ya se abre ante Odiseo la aventura final

y ante Cemí conmigo:

que Ítaca, por fin, pueda reconocernos.

Repetimos los dos

la tímida salmodia de monjes del desiertos:

tal es mi testimonio,

el único que han puesto en mis alforjas.

¿Cómo acabas, Cemí, tu Paradiso?

Hablas de “dotación germinativa”,

pero eso es mucho antes. Al final,

cuando “Cemí, tropieza” es una orden:

viene el “ritmo hesicástico, podemos empezar”.

A Dios y buena suerte.