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José

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Todos los derechos reservados conforme a la ley

© Icocult

© Diseño de portada y diagramación: Mario Sifuentes ValdésFotografía de portada: Víctor Salazar

Cuidado editorial:Odila Fuentes / José Antonio Santos / Miguel Gaona

Impreso en México

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PRESENTACIÓN

Quienes laboramos para el pueblo de Coahuila desde el Gobierno del Estado somos conscientes de que, además de las estrategias

institucionales en materia de seguridad, salud, educación y obra pública que hemos implementado, algo indispensable para generar riqueza e igualdad entre los coahuilenses es el compromiso activo de todos los miembros de nuestra sociedad. Los programas tienen un impacto inmediato y cuantificable, pero es sólo la voluntad y el trabajo de la gente lo que puede transformar estos hechos del gobierno en beneficio comunitario permanente.

Es por ello que ofrecemos a los ciudadanos este proyecto editorial: Nuestra Gente colección de semblanzas biográficas de quienes desde la iniciativa privada, la academia, el servicio público, el activismo comunitario o la asistencia pública no gubernamental, contribuyen día a día a hacer de Coahuila un estado más seguro, más competitivo y, sobre todo, más justo.

En esta entrega de Nuestra Gente, el Gobierno de Coahuila rinde homenaje a José García Cruz, propietario de la panadería La Crema, quien desde muy niño aprendió a ver en la dificultad una oportunidad para el crecimiento y la superación. Hoy, su vida es un ejemplo de tenacidad, empeño y de una gran fortaleza de espíritu para todos los coahuilenses.

A través de títulos como éste, la colección de libros Nuestra Gente se propone un doble objetivo: por

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una parte, ofrecer justo homenaje a quienes hoy por hoy han sido pilares de nuestra ciudadanía; dando a conocer al público coahuilense los detalles de su vida y su obra. Por otra, nos interesa que el ejemplo de estos hombres y mujeres se arraigue en los lectores y cristalice, a la larga, en nuevas generaciones de individuos cuya voluntad y espíritu de servicio estén a la altura del porvenir.

Gobierno de Coahuila

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Una tarde soleada. Es otoño, y las sombras se proyectan con fuerza sobre las paredes. En esta calle, la Manuel Acuña, el movimiento

de personas y autos es constante. No parece haber respiro. Pese a este tráfago, se trata de una de las calles más tradicionales de un Saltillo que aún conserva ese agradable aire de provincia. La bautizaron, en el primer cuadro de la ciudad, con el nombre del poeta de fama nacional y trágico destino. Sobre esta calle existen varias peluquerías, desde hace muchos años en funcionamiento. Desde hace muchos años también, los niños de las distintas generaciones se han sentido atraídos por los pollos enjaulados que en su piar permanente crean un ambiente efervescente desde las vitrinas de un comercio dedicado a vender “Alimento para aves y ganado. Implementos y pollitos”. La oferta es tentadora, por lo que a garantía de frescura en productos se refiere: “De nuestras granjas a usted”.

Unos pasos más adelante, rumbo al norte, se oye decir a una mujer joven, de unos 20 años, a su acompañante: “El pan que le gusta a mi mamá es el de aquí”. La chica que camina junto a ella no parece necesitar volver la mirada, pues contesta, pronta: “A mi mamá, igual”.

Ambas se refieren a un comercio cuyo exterior es de un amarillo tenue, un color que

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guarda perfecto parecido con su nombre: La Crema, panadería propiedad de don José García Cruz y abierta al público desde el año de 1965. Al franquear la puerta, entra uno en otra dimensión. El ruido de la calle se aplaca. Se percibe una atmósfera de calidez.

Los panes recién salidos del horno, doradas sus cubiertas, de prometedora tibieza, despiertan con su aroma los sentidos. Son panes cuya generosa proporción no tienen símil con los de ninguna otra tahonera de pan dulce de la localidad. Su color y su sabor refieren la calidad del huevo —de gallo-gallina—, utilizado como ingrediente y la leche bronca traída de la Universidad Autónoma Agraria Antonio Narro. De “la Narro”, como se le dice por acá.

¿Quién fue el fundador de La Crema? ¿Cuál es su historia, que guarda seguramente relación con la de esta panadería que ha alimentado a generaciones de saltillenses?

Don José García Cruz recibe en esta tarde soleada, en medio del trajín del mediodía, en este su negocio de ofrecer pan. Platica sobre su infancia, una niñez vivida en Saltillo en medio de la gran crisis mundial de los años treinta. En ella están insertos los primeros y difíciles años de José: “Viví como hijo único, porque aunque tuve un hermano, falleció antes de que yo naciera, siendo él muy pequeño”, comienza don José, explorando en su vida y con ello en la del Saltillo de las primeras décadas del siglo pasado.

Nació el 19 de marzo de 1932 en Monterrey, Nuevo León. Su padre, don Clemente García Toledo, pertenecía al Ejército Mexicano y fue por esa

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razón que llegaron a radicar a Saltillo a finales de esa década. Su padre y su madre, la señora María Trinidad Cruz, eran originarios de Monterrey, y emigraron con el ejército a los puntos en que éste tenía su asiento. En Saltillo, don Clemente, Sargento 1º, pertenecía al 40 Regimiento de Caballería y se le destinó al que fuera cuartel militar, en el edificio que hoy ocupa el Museo de las Aves de México, rumbo al sur de la ciudad.

¿De qué modo vivía un niño de 6 años los constantes traslados de sus padres? “Se viajaba sin mucho mobiliario. Recuerdo que mi padre me subía con una cuerda al techo de los vagones en que íbamos a viajar, y para no caernos mientras dormíamos, los soldados volteaban unos tubos, como soportes, que venían en los tambores de las camas”. Piensa en aquellos tiempos y recuerda muy bien a los caballos que “iban abajo”.

Así transcurrieron sus primeros años, sus primeros siete años, hasta que murió su papá. Se le arrasan los ojos de lágrimas. “Fue muy difícil para nosotros. Ya sólo quedábamos mi mamá y yo. Ella de apenas veintitantos años. Son recuerdos tristes”.

El pequeño José cursaba entonces el primer año de la primaria, pero hubo de abandonar la escuela para ayudar en el sostenimiento del hogar. Su madre lo colocó en la panadería El Quelite, en la calle Luis Gutiérrez, entre Obregón y Salazar. El niño empezó a trabajar ahí.

Distribuía el pan por las mañanas: “Ahí viví, en la panadería. Nos quedábamos dos o tres chamaquitos y nos levantaban a las 4:00 o 5:00 de la mañana”. Llevaban el pan en una canasta sobre la

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cabeza y recuerda “aquellos friazos… y descalzos. No había ni chanclitas. El recorrido lo hacíamos así, a pie. No era como ahora, no había posibilidad de que alguien más te diera zapatos; tampoco teníamos dinero. A mí me tocaba entregar el pan en La Guayulera y para llegar había que brincar un arroyo. Debía cruzar un puente que rechinaba, donde luego se puso la estación de trenes. Se me figuraba que salían cocodrilos del arroyo”. Cuenta que el único día que podía ver a su mamá era el sábado: “Yo no sé cómo era yo: muy cumplido o muy tonto, pero nunca me escapé para ir a verla”. Vivían entonces por la calle Cuauhtémoc, “en el número 311”, recuerda nítidamente.

Por ese entonces se instaló en esa calle un circo muy famoso, el Beas Modelo, el primero, cuenta don José, en ofrecer juegos mecánicos. “Traía ‘El remolino’, ‘El chicote’, ‘El satélite’, ‘La rueda de la fortuna’, ‘Los carros locos’ (conocidos ahora como ‘Los carritos chocones’), ‘La silla voladora’... En la carpa se presentaban magos con gran variedad de números y había muchos espectáculos”. La madre del pequeño José decidió entonces que lo mejor para ambos sería unirse al circo. Así lo hicieron y ella se encargaba de cocinar enchiladas para ofrecer al público asistente. “De Saltillo viajamos a Monterrey, luego a Ciudad Victoria y después a Nuevo Laredo. Llegamos a Tampico cuando yo tenía ya 9 años”, rememora.

En esa ciudad las cosas no fueron bien: “Se vino una temporada de lluvias y la carpa no funcionaba. Mi mamá ya no pudo vender las enchiladas, y no tuvo dinero para sufragar los 18 pesos que cobraban los dueños para transportarse

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de un lugar a otro”. El circo los dejó “con una petaca, ropa, platos, tazas, colchonetas, una mesa y el brasero”, sin conocer a nadie en esa ciudad y en medio de una explanada. Viajaban con doña María Trinidad el pequeño José y una niña de 12 años, adoptada, cuenta nuestro entrevistado, por su mamá. La niña, María del Refugio, llevaba los apellidos García Cruz, y ayudaba en la venta de las enchiladas.

Cercana a la explanada existía una vecindad, conocida como Del Pozo, pues había sido construida en un terreno bajo. Cuenta don José: “Los vecinos se condolieron de nosotros. Mi mamá pidió ayuda y nos dieron cobijo en un zaguán de la vecindad que afortunadamente estaba techado”. Por la mañana, una mujer habló con doña María Trinidad para sugerirle que enviara al pequeño José a acompañar a su hijo, un muchacho de 18 años, “para ver qué consigue”, le dijo.

El joven lo llevó al muelle, donde le enseñó a pescar, y mientras caía algo en las redes, se dirigían a los dos mercados de Tampico. “Ahí conseguíamos un chilito y tomábamos de lo que se tiraba. Había aguacali, que se conoce allá como pagua, tomates, cebollas… Lo que ya no se vendía lo llevábamos a casa”. También ayudaban a los chalanes a trasbordar la fruta y las verduras, “y lo que estaba pasadito nos lo daban. Regresábamos a la casa cargados de fruta, cebolla y tantito dinero”.

Se quiebra la voz de don José. Aparecen lágrimas al recordar a su mamá que con todo esto que le llevaba, chorizo, tortillas, tomate, cebolla, “cocinaba para los tres”, acompañado con un vaso de agua. Se detiene un momento. Piensa

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en el presente y externa: “Mucha gente dice que actualmente se vive mal. No, ahora estamos bien… Hay hasta comedores para la gente necesitada, atención médica gratuita”.

Comparte que cuando se le antojaba un refresco no lo compraba, con tal de tener la mayor cantidad de dinero posible para juntarle a su mamá, quien lo estimulaba con mucho cariño. Le decía: “Cuando se case mi hijo no va a batallar su mujer”. Ella, por su parte, se afanaba en lavar ropa ajena, “donde la ocupaban las gentes buenas”, recuerda don José, quien agrega: “Vivíamos a la voluntad de Dios. Pagábamos 10 pesos de renta por un cuartito que ¿cómo cree que era? De madera, muy pequeño”. Su media hermana trabajaba en casa y hacía mandados.

Llegó el momento en que se juntó el dinero necesario para regresar a Saltillo. Arribaron a la estación de ferrocarril. “Allí llegamos. Era el año de 1944. Mi mamá había dejado encargadas sus cosas en la vecindad y al llegar, no encontramos nada”.

De nueva cuenta vivieron en carne propia la solidaridad de los vecinos, ahora en Saltillo, quienes les dieron albergue. Estuvieron ahí poco tiempo: “Mi mamá me llevó a trabajar a la misma panadería, donde nos dieron dinero por adelantado”.

Siguió con el mismo patrón, don Fermín Morales, a quien describe como un “señor güero, fuerte, cuerpo regular, pelo chiquío, liso. Hombre muy trabajador; a veces, muy pocas veces, hablaba fuerte. Su esposa Angelina visitaba a don Fermín a media noche. En un patio de la panadería

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funcionaban los hornos de leña, a donde me mandaban a mí para calentar en la lumbre el café o algún taco para la señora”. El lugar fue motivo para estimular el miedo en el pequeño José. Contaban los panaderos, y él mismo fue testigo en varias ocasiones, que la puerta de la calle, aquellas de armazones fuertes y con la aldaba puesta, se abría y cerraba de pronto sin nada aparente que lo provocara. Él también era el encargado de tapar los hornos al terminar de arder y cuenta que “se oían caer piedras”. El terror se hacía presente con mayor intensidad pues se quedaba a dormir en la panadería. Sonríe casi con deleite, y algo de pena: “Y todavía soy miedoso”.

Alrededor nuestro su panadería, La Crema, es un bullicio. Salen y entran los panaderos, todos vestidos pulcramente, en un ambiente también muy limpio, y en donde se observa el orden en la disposición de cada una de las materias primas para facturar el pan. “Aquí he improvisado su oficina”, comentó al inicio de estas charlas, para arrancar con las entrevistas. Es ahí, en medio de los cartones donde descansan, esperando a ser utilizados, espléndidos huevos de dos yemas de un tamaño del doble del que usualmente vemos en los supermercados.

El barullo de la panadería se vuelve más intenso. Pasan frente a nuestros ojos las charolas de panes recién hechos. Son las 2:00 de la tarde y es la tercera horneada. Se adivina el movimiento de personas en el local, eligiendo sus piezas, mientras dentro, cada uno de los tahoneros está metido de lleno en su actividad. Un sonido, agua que cae, ofrece una nota cristalina.

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Ya asentado de nuevo en esta panadería, José era llamado con afecto “El Pajarito”, tanto por doña Angelina como por su suegra, madre de don Fermín. La panadería se mudó a la calle Escobedo, entre Manuel Acuña y Mina. Seguía entregando el pan muy temprano, a las 4:00 o 5:00 de la mañana.

Estando aquí, el último entrego de pan que hacía era en un lugar cercano a la Narro. Llevaba canastos chiquitos rebosantes de bolillos de 20 centavos cada uno. Se iba a pie, desde la calle de Escobedo hasta un tejabán propiedad de un señor llamado también José García que funcionaba como una tienda, a la entrada del Álamo. “Iba prácticamente solo. A veces pasaba uno que otro guayín o carreta. Así era todos los días. Hacía dos horas, pero me tomaba un descanso a medio camino, en un sitio donde se hacía una bajadita el terreno. Había un arroyo y sobre él, un puente. Yo podía en ese lugar descargar el canasto que llevaba sobre la cabeza; el declive del terreno me lo facilitaba”. Cuando llegaba a la tienda de José García le obsequiaban siempre con una “moka” de litro, medio litro de aguamiel o de leche con un pan. Su dieta fue siempre el pan.

Un vendedor de nombre Eleodoro, apodado “El Topo”, lo llevaba consigo a Aguanueva y a las rancherías antes de llegar a esta población, para vender pan. Él sacaba pan de El Quelite y a nuestro entrevistado lo “prestaban” para acompañarlo y ayudar a hacer trueque por los lugares por los que pasaran. Así, iban cargados de pan, y regresaban con huevo, frijol, gallinas, elotes y dinero.

Luego el patrón paró la panadería y la dejó al cuidado del jovencito. “No había panaderos,

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pero no la desocupaba. Y como tenía la artesa para batir y jaulitas para el pan, me dejó ahí por varios días; pero yo me puse muy mal, con una gripa muy fuerte. El dueño no se paró en dos días; un día pasó por ahí el entregador y me compró unas pastillas. Yo seguí ahí, solo, aunque un hermano del patrón me llevaba pan y café por las mañanas”.

El pequeño José vivía de este modo sus años de infancia y adolescencia. Las circunstancias en su hogar eran sumamente difíciles. Aunque su madre se afanaba en actividades como lavar ropa, y él contribuía lo más que podía, la situación económica no mejoraba mucho, en gran parte porque el mismo desalentador panorama se presentaba en la ciudad. Saltillo era una población eminentemente comercial y la poca diversificación de actividades no permitía el desarrollo. Las condiciones sociales y económicas no eran propicias para el crecimiento.

Esto, que era general, afectaba particularmente a la morada de la familia de José, pues en medio de todo ello, los servicios de salud no alcanzaban para todos y no había el equipo necesario para subsanar los problemas serios. Fue por eso que al enfermar la madre de José no hubo manera de que recibiera atención adecuada.

“Mi mamá falleció por una enfermedad de los riñones, y yo digo que se murió por falta de atención. No teníamos servicio médico ni dinero para comprar medicinas. La recuerdo la noche anterior a su muerte, rezando, rodeada de vecinas que la habían ido a ver. Yo debía prepararme muy temprano para irme a la panadería; en ese momento estaba en la Panificadora Saltillo, y ella,

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con todo lo mal que se sentía, me despertó y me envió al trabajo. No la volví a ver viva. Me fueron a avisar a la panadería que se había puesto mal, pero en el camino la persona que me acompañaba me comunicó su muerte”. Los que siguieron al fallecimiento de su mamá fueron unos días terribles. Su hermana se fue de la casa un mes después del triste acontecimiento. Él se quedó solo.

Enfermó de fiebre reumática, y quien lo atendió para salir adelante fue un panadero de nombre Piedad Mendoza. Le llevaba de comer: “Me dio medicamentos y algo de dinerito, y hasta me dio empleo en la panadería El Fénix. Las vecinas también me daban una ayudita y remedios caseros. Conservaba la comida que podía aguantar para el día siguiente. Así aseguraba algo de alimento”.

Contaba con 14 años cuando perdió a su mamá. Luego de estar un tiempo en El Fénix, empezó a trabajar de nuevo en la Panificadora Saltillo, propiedad de Alfredo Jaime, por las calles de Victoria y Xicoténcatl. Después trabajó en La Flor de Trigo, propiedad de Carlos Herrera.

En la celebración del Santo Cristo del Ojo de Agua conoció a una jovencita de nombre María del Socorro Rodríguez Hernández. Para entonces tenía ya 16 años, y se enamoró de ella. “Duramos poco de novios. Nos mirábamos todas las noches. Yo no podía ofrecerle nada, le dije que conociera mi estado económico y le decía: ‘Quiero que conozcas mi situación. No quiero que luego me reproches’. Ella era huérfana de madre; tenía a su padre y hermanas. Al fin, nos pusimos de acuerdo y me la robé”.

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José García Cruz a los 16 años, días antes de su boda con María del Socorro Rodríguez Hernández.

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José García Cruz en la calle Aldama en el Teatro Obrero, a la edad de 16 años. Agosto de 1948.

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El joven José ya había intentado hablar con el padre de María del Socorro, pero “él me carrereó un día a leñazos”. La joven tenía 15 años y su padre no quería darle permiso para tener novio todavía. En otra ocasión, José le llevó serenata. Platica don José que el padre de la muchacha salió de la casa y “en buen plan me dijo que me retirara porque había un niño enfermo, el hijo de una cuñada”.

En vista de la reticencia paterna, los novios idearon la fuga. Pero antes de emprenderla, el muchacho tomó providencias: se dirigió al juez civil y le platicó su plan de robarse a la novia. El juez le preguntó: “¿Cuándo piensas robártela?”. Él contestó que lo tenían contemplado para el domingo siguiente. “Preséntense aquí el lunes, para citar al papá”, replicó el funcionario.

Así las cosas, el domingo todo se llevó a cabo como lo tenían planeado. Los jóvenes salieron del hogar. Ella, recuerda nuestro entrevistado, con tan solo una “bolsita y un vestido”. Recuerda: “Cuando le propuse a mi novia, ella estuvo de acuerdo en todo”.

Rememora el primer día en que despertó al lado de su joven mujer: “El lunes que me levanté, me sentía muy raro. Acompañado. Hasta entonces la única compañía que había tenido era un perrito que era cieguito, y que duró conmigo hasta que un día me lo atropellaron. Ese lunes salí de la casa. Me dirigí primero al hogar paterno de mi novia y cuando toqué, ya estaban todos ahí, desesperados por ella. Sale uno de los hermanos, que me pregunta: ‘¿Está Socorro contigo?’. Les dije que sí, y les dio gusto saber que no le había pasado nada. Era menos el pesar”.

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Al papá de su novia ya se le había mandado el citatorio, así es que lo encontró más tarde en el Registro Civil, entonces ubicado en la calle Victoria, media cuadra al poniente de Xicoténcatl.

“El señor me hizo preguntas. ‘¿Tiene usted papás?’ Le contesté que ni padre, ni madre, ni hermanos. Sentí su desconfianza. ‘¿Dónde trabaja?’ Repliqué que en La Flor de Trigo”. El padre de la jovencita hizo indagaciones. Pidió información sobre él en la panadería, y le contestó “una señorita de nombre Elsa, mayor de edad, que dio muy buena recomendación de mí: ‘cumplido, trabajador, buena persona’. El asunto ya no tenía remedio. Ya estábamos juntos”. Pese a ser menor de edad, el joven García Cruz se había abocado a sacar su cartilla militar, que entonces podía tramitarse antes de que se cumplieran los 18 años. “La cartilla se tenía que presentar como ahora la credencial de elector, en todas partes, en las cantinas, los cines…”. Para la fecha de su matrimonio contaba ya con este documento.

Finalmente, el padre de la joven María del Socorro aceptó a José como nuevo esposo de su hija. “Aceptó que nos casáramos, que se hiciera la boda. Pero yo no contaba con nada, así es que él mismo organizó un convivio para presentar al matrimonio”.

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Conscripto en un desfile del 20 de noviembre. En el segundo cuerpo de abajo hacia arriba:

el segundo, de izquierda a derecha.

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Una nueva etapa

Cambió mucho su vida. La nueva pareja siguió viviendo en el cuartito de José. Uno de los cuñados, que era carpintero, Antonio, hizo un juego de comedor “muy bonito”. Y el menaje de casa se constituía también con un guardarropa de tres lunas, que le había costado 360 pesos y que fue pagando en abonos. “Con esta compra me sentía casi casi con derecho a tener una compañera”. Su vida adquiere estabilidad. “Los dos nos sentíamos muy contentos”.

Además: “Yo estaba muy satisfecho, muy feliz. Veía mi comida en la mesa a sus horas y mi ropa limpia. Fue en esa época en que volví al Fénix, a hacer pan, como tahonero”. Permaneció en esta panadería unos cinco años. “Después de ahí nos salimos un panadero llamado Gilberto Picón ‘la Gringa’ y yo. Él iba a poner una panadería en Allende, La Ideal, enfrente del comercio de Manuel J. García”.

La propietaria del local era una señora de apellido Pepi. A la panadería llegaron a trabajar, además de Picón y José García Cruz, otros dos panaderos. Para entonces, ya nuestro entrevistado contaba con 22 años. “La panadería trabajó muy apenas; se fue pronto al fracaso. De la noche a la mañana nuestro patrón se fue del lugar. Desapareció, agobiado por las deudas”.

Una noche, como siempre, se levantó a la una de la mañana, para ir a trabajar. Llegó a La Ideal, y se encontró con la sorpresa de que estaban los panaderos, dispuestos para iniciar la jornada, pero no se veía por ningún lado la

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materia prima para la elaboración de los panes: harina, manteca, azúcar..., nada. Cuenta don José: “Fuimos al sindicato y ahí yo intervine. Nos prestaron 500 pesos para empezar a trabajar en esa misma panadería. También se nos facilitó una vitrina y entonces seguimos trabajando. A mí me nombraron administrador. Seguimos todos como socios: Tomás, Diego Sánchez y un joven que se dedicaría a hacer las entregas”.

Pese al esfuerzo, “todo nos salió mal”. El negocio no prosperó porque lo poco que se ganaba se utilizaba para llevar de comer a las familias; no había ganancia. “En la esquina de nuestra panadería estaba instalada otra, El Cairo, se llamaba. Su dueño era un señor de apellido Guillén. Él sí que cabalgaba en caballo de hacienda. Elaboraba un pan más grande, más rico. Tiempo después, por un panadero que trabajó con Guillén y que luego vendría aquí a La Crema, me enteré que el dueño decía que La Ideal no le iba a durar, que él era una competencia muy fuerte. Y de hecho, sí, bajó los precios de los panes, con lo que a nosotros nos afectó muchísimo, porque no podíamos hacer lo mismo. Los costos no daban para ello”.

Lo que pasaría después era inevitable: “Llegó el momento en que ya debíamos la renta de dos meses, 200 pesos. Para entonces tenía dos hijos, y mi ritmo de trabajo era muy fuerte. A veces, mandaba al muchacho que nos ayudaba con un viaje de pan y 2 o 3 pesos para mi familia. Yo no me movía de la panadería. Despachaba, hacía pan y me dormía ahí mismo”.

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Además, como propietario y socio del negocio, se encargaba también, cuando era necesario, de acarrear a pie los productos del mercado, kilos de azúcar, bultos de harina.

La cuestión económica iba muy mal: “Mientras a los panaderos les pagábamos 30 pesos diarios, yo no podía sacar 20”, pero se fue poniendo más dura. Una circunstancia empeoró las cosas. Un día mandó al muchacho de las entregas a comprar harina. Iba el jovencito en su bicicleta, cuando un auto lo derribó. Don José García Cruz es avisado en su panadería y al salir se encuentran con el espectáculo: toda la harina dispersa en la calle. Pronto, se dirigieron de nuevo a la panadería y regresaron con cajas para tratar de recuperar la que se podía salvar. Exclama don José: “¡Amolados y con esas cosas!”.

Esto y el oscuro panorama lo determinaron a marcharse del lugar. Así lo hizo, “todavía con la renta encima”. Se llevó consigo la vitrina y una mesita; una pala, la puerta de horno y uno o dos canastos”. De un día para otro se quedó sin trabajo. “Entonces fui con el señor que me vendía el bulto de harina, y me dio trabajo en la panadería La Gloria”. Además de esta panadería, era dueño de la Panificadora Saltillo, la misma en la que había ya trabajado.

En La Gloria, la rutina se asemejó a las anteriores. Eran jornadas intensas, con un ritmo de trabajo fuerte. Entraba a las 3:00 de la tarde y concluía sus labores a las 3:00 de la mañana. Con él trabajaban los panaderos Gilberto, Lalo, “La Viruta” y Gumersindo Castro.

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Se sentía muy a gusto. Cuando se promulgó la Ley del Seguro Social, el dueño de la panadería no lo afilió al grupo de trabajo a su cargo. Señala don José que “no nos pagaba el séptimo día de labores; no había descansos y no respetaba siquiera el descanso obligatorio. Vacaciones, ni hablar. Pero lo que sí nos preocupaba era el servicio médico”. Pasado más de un año de promulgada esta ley, el hijo de Gumersindo, uno de los compañeros de trabajo, se enfermó. “Fue por esa época que le exigimos descanso obligatorio al patrón. Un mediodía nos dirigimos a la casa del dueño de la panadería. Yo era el maestro, que es la persona a cuya dirección se encuentra el grupo de tahoneros, y le hablé: ‘Oye, José, venimos a verte para pedirte el chivo’. Él me contestó. ‘Tamos muy apenas’. Llamó a su hija Gloria y le ordenó: ‘Ve y mira en el ropero, y tráeme 20 pesos’. Íbamos cinco en total. Cuando me entregó, por ser el maestro, el dinero, me lo guardé completito en la bolsa. Con sorna, le pregunté: ‘Y a éstos, ¿no les vas a dar?’. La raya normal de la semana era de 100 pesos, cantidad que debía distribuirse entre todos. Pero el dueño, también de nombre José, únicamente había entregado la parte que le hubiera correspondido a una persona”.

El ambiente en la calle se ha apaciguado un poco. Esta entrevista se desarrolla otro día, en un restaurante propiedad también de don José y sus hijos, a unos pasos de la panadería, sobre la misma acera. Es un sitio muy cómodo, cuya hora de mayor actividad se encuentra por las mañanas. El ajetreo debe de ser fantástico. Se ofrecen antojitos de sabor mexicano y la clientela es asidua. A esta

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Con la masa del pan francés, en la Panificadora Saltillo, en Victoria y Xicoténcatl. De izquierda a derecha: Enrique, Gumersindo

Castro, Fabián Cázares, Abelardo y José García. Época en que enfermó Rodolfo, hijo de Gumersindo.

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hora de la tarde, tres o cuatro, se respira una atmósfera relajada. Quedaron para la mañana los momentos de mayor trajín.

Prosigue don José su relato de aquellos años: “Al enfermarse el hijito de Gumer, le dije: ‘Vamos a afiliarnos al Seguro Social’. Me lo llevé a la calle de Aldama y al fin le dieron atención médica a Rodolfo”. Pasado el tiempo, el pequeño se incorporaría a la panadería La Crema. A la fecha, está cumpliendo 35 años de colaborar con don José.

“Era indispensable que nos afiliáramos al Seguro”, insiste don José. Incluso, a otro compañero, se le operó de un problema —tenía una bola—, gracias a que se afilió”. Pero mientras los panaderos se sentían muy bien con esta nueva figura de protección para sus familias y hacia su propia persona, el patrón se molestó. “Hubo represalias”, refiere don José. Lo tildó de agitador y de estar “encandilando a los muchachos”. Lo que contestó nuestro entrevistado lo avalaba el resto de los panaderos: “Tenemos hijos y esposas, y tú nunca quisiste meternos al Seguro”. El dueño le reclamó: “Tú eres el maestro y me los moviste”. Del regaño pasó al hostigamiento no aparente. “Metió a un chamaquito, menor de edad, a la panadería. De pronto, el niño llegó. No hacía nada, pero sí estorbaba, así es que le decíamos que se fuera. Incluso, lo llegamos a regañar, pero sin lastimarlo”. Al día siguiente, el hijo del patrón le anunció que estaba suspendido. Cuando quiso indagar por qué, no obtuvo respuesta. No se trataba realmente de una suspensión, sino de un despido, le confirmó: “Ya no vas a trabajar aquí”, dijo tajante.

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José se dirigió a “Conciliación y Arbitraje, y ahí convenimos que me iba a dar 150 pesos por indemnización, en abonos”. Se quedó sin un trabajo fijo, pero no se desalentó. Nos dice: “Eché veladas en la panadería La Cebra, que estaba en la calle de Padre Flores”. Lo que ello significaba es que estaba al pendiente por las noches por si se presentaba la oportunidad de trabajar. “Por reglas del sindicato, si los panaderos llegaban tarde, se les disciplinaba y él podía entrar como relevo. Usualmente, los que se retrasaban y perdían el derecho a su turno eran los que lo tenían a la 1:00 o 2:00 de la mañana”.

De este modo transcurrió un tiempo, hasta que una noche, se encontró con su anterior patrón, el dueño de La Gloria y La Panificadora Saltillo. Contrario a lo que se podría pensar, lo llamó familiarmente: “Oye, Calamueca, vente a trabajar de nuevo conmigo a la Panificadora Saltillo. Ya no me castigues tanto”. Se refería a la obligación de hacer puntualmente el pago de los abonos comprometidos en Conciliación y Arbitraje. Don José regresó.

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Un giro más en su vida y el cambio definitivo

“Seguimos trabajando. Normal. Pero un día el patrón se desistió de seguir con la panificadora. Tenía el problema del Seguro Social. Debía un retroactivo por 14 mil pesos en el sueldo de nosotros, los trabajadores. Fuimos entonces los panaderos a la Junta de Conciliación”. Ahí les informaron que el patrón les dejaba el negocio con una poca de mercancía: materia prima básica para operar al siguiente día. En el sindicato se les informó que el dueño de la panadería les dejaba “todo, como indemnización”. Trabajaban allí 10 personas: seis de día y cuatro de noche. Los seis primeros estaban bajo las órdenes de nuestro entrevistado.

En el sindicato nos preguntaron que quién se iba a encargar de los destinos del negocio. Hubo una votación unánime a favor de José. “Yo decía: ‘No es posible. No tuve escuela, no creo que pueda con el paquete”. Los panaderos le contestaron: “Tú eres el más cumplido y el más honesto”.

Así: “Fue entonces como empecé a hacerme cargo del negocio. Compramos una camioneta para distribuir el pan. El inicio era prometedor. Todos cooperaron conmigo para que las cosas funcionaran”. Ello ocurrió hace 47 años.

El negocio comenzó a dar sus buenos frutos. Hubo incluso ganancia para adquirir un auto. “Compré un carrito viejo, un Ford 40. También conseguí el abastecimiento de pan para el Seguro Social (del imss)”. Proveía así del pan al Seguro: “Llevaba pan francés y de azúcar en la mañana; y a mediodía, solamente pan francés”.

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En la panadería todo era trabajo. Los compañeros se sentían bien con la administración de José, que iba haciendo prosperar el negocio, incrementando la clientela. Cada uno se sentía seguro en sus empleos. “También tenía entregos en la calle de los Baños (hoy de Francisco Murguía), en una tienda cercana al issste, con un señor que la atendía, muy simpático”. Hace un paréntesis para decir con gusto que recientemente vio a este señor al que le vendía el pan.

Cotidianamente también llevaba pan a tiendas en las colonias de La Guayulera y del Ojo de Agua, y por supuesto, se vendía el pan “a puerta de despacho”, que significa hacerlo desde la propia panadería, a la gente que ahí lo compra.

Lo que iba tan bien, empezó a complicarse cuando uno de los clientes con mayor demanda de pan empezó, no sólo a pedir a crédito el producto, sino a dejar de pagarlo. Se trataba del Seguro Social. “Nos comenzó a fallar con los pagos, y aunque ocasionalmente nos daba abonos, ya debía 8 mil pesos. La panadería no podía sostener la deuda. De ese modo, don José decidió retirar el entrego, que es así como se le llama en el lenguaje de los panaderos precisamente a la acción de entregar el pan en los distintos lugares.

En ésas andaban cuando un día pasó por la panificadora el entonces dueño de la panadería La Huasteca, Higinio Cortés. Se detuvo a platicar con nuestro entrevistado. Era el propietario de las panaderías de ese nombre en las calles de Pérez Treviño y de Manuel Acuña. En esa conversación se las ofreció a don José porque no se daba abasto para atenderla. Don José aceptó. La vendía en 5

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mil pesos, en abonos. Cada abono debía ser de mil pesos al mes. “Era una buena cantidad”, refiere nuestro entrevistado. “Hace treinta años compré un carro de agencia nuevecito y me costó 750 pesos”. Con respecto a la compra del negocio, expone: “Le brinqué. Le arriesgué, porque ‘el que no arriesga, no gana’”.

Dejó el negocio de la Panificadora Saltillo en manos de los socios, y en ese momento, el año de 1965, inició su aventura con La Crema.

“¿Por qué el nombre?”, se le pregunta. La cuestión le hace sonreír. Se remonta al año de 1945. “Cuando yo trabajé por primera vez en la Panificadora Saltillo, existía otra panadería con ese nombre, La Crema, ubicada cerca del Mercado Juárez. Yo escuchaba que ahí se preparaba muy buen pan. En muy pocos lugares los panes llevaban huevo y leche. Ahí sí. Desde ese momento, se me grabó el nombre. Me gustó”.

El edificio de La Crema ha mantenido el color claro en su pintura, tanto fuera como dentro de las instalaciones. Una única vez, don José hizo un cambio: “En cierta ocasión la pinté de azul oscuro por dentro. Pero se miraba muy oscuro; muy triste. El color clarito que ha conservado le da luz y hace juego con el nombre, ¿no?”. Sonríe, como suele hacerlo: divertido, con una mirada en la que aún se descubre la emoción del estreno del primer día.

Los inicios para el negocio tampoco serían fáciles. Como se podrá advertir, la competencia en el ramo de las panaderías en Saltillo era fuerte, pero don José le impuso de nuevo todo el esfuerzo, el sacrificio y, ciertamente, ingenio: “Comenzamos vendiendo 2.50 pesos. Tantito pan francés y una

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jaulita con seis piezas de azúcar”. No disponía de más mobiliario que el mostrador. Cada pieza se vendía a 10 centavos. La jaula que se empleaba para la elaboración del pan también se usaba para exhibir. Recuerda aquellos días, sus grandes deseos de salir adelante. Ahora, al frente de una doble responsabilidad: la panadería misma y su familia. Para ayudarse todavía más, decidió apoyar la venta del pan con la de refrescos. “Tenía una cubeta con sodas y la vendía completa. Estábamos amolados, el comienzo fue difícil y todo lo que hacía era con las uñas”.

Don José sabía ya lo que significa una jornada de trabajo. En los inicios de La Crema laboraba con él David Vargas. Arrancaron juntos. Cuenta que “David sacaba tantito pan a mediodía y en la tarde otro poquito. El chiste era atraer a la gente con pan calientito. En la mañana yo también preparaba pan y hacía entregos. A medianoche, dormía aquí y volvía a preparar pan”.

El negocio empezó a funcionar muy bien. Tanto, que a don José le pareció buena idea trasladarse, con un horno portátil a varios puntos de la ciudad. Seguía funcionando la matriz de La Crema, cuando pensó en establecerse frente a la Rectoría de la Universidad Autónoma de Coahuila; también lo hizo en Abasolo, esquina con avenida Presidente Cárdenas, y una más en Fortín de Carlota, en el barrio del Ojo de Agua. Se trasladaba de un lado a otro en carro de sitio para llevar la materia prima y supervisar los negocios. Rentaba en todos un local y luego de haber funcionado el horno portátil construyó uno de adobe, salvo en el local frente a Rectoría.

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Esto ocurrió hace 30 años. Sus hijas aún no le ayudaban en el negocio, y las dependientas a cuyo cargo estaban las panaderías no la atendían bien: o llegaban tarde o a veces ni siquiera abrían. “Batallaba mucho”, y tuvo que cerrar.

También emprendió otra aventura. Por amigos de Monterrey se animó a instalar una panadería en la capital de Nuevo León, a la que bautizó como Panificadora Saltillo. Le empezó a ir muy bien. Incluso, como ningún otro propietario, elevó del 15, que era lo habitual, al 20 el porcentaje que daba a los panaderos que trabajaban con él. Pero ellos, no conformes, un día le exigieron aumento. Lo que en realidad deseaban era quedarse con la panadería. Don José tenía a nombre de su hija el negocio, así es que cuando ellos emplazaron a huelga, no pudieron hacer nada. Don José contestó en forma ante Conciliación y Arbitraje, pero no estaba a su nombre el negocio, y los panaderos no pudieron quitárselo.

Al fin, don José se trajo “lo que pude. A esos panaderos les dejé una mercancía y enseres para trabajar. Abrieron, trabajaron y no duraron ni 6 meses”, nos cuenta don José.

Platica una sabrosa anécdota de esa temporada. Estando un día en Monterrey, su hijo y él se detuvieron a observar un aparador que a don José le llamó la atención: “Tenía cerca de 8 metros y yo veía la variedad de panes que se exhibían ahí”. De pronto, se abrió la puerta de la panadería y una clienta, con gesto generoso, les dio 20 pesos. “Tengan, para que se compren un pan”. Ambos, que eran dueños de una panadería, rieron para sus adentros, y al despedirse la caritativa señora, don

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Credencial que lo acredita como Tesorero de la Liga Municipal de Ciclismo de Saltillo. Febrero de 1977.

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José dijo a su hijo: “Tómalos, nos los dio de buena voluntad”, y compraron ahí unos panes.

En La Crema se elabora uno cuyo nombre tiene en sí mismo un sabor con memoria local. En los años cuarenta don José aprendió a facturar un tipo de hogaza conocida aquí como “Gariel”. Se lo aprendió a un panadero, Diego Limón, quien a su vez lo aprendió de otro tahonero llamado Dino Gariel, de Francia, que se había traído la receta de aquel país. Cuenta don José que el ex gobernador Óscar Flores Tapia disfrutaba muchísimo del Gariel, que se convirtió en especialidad de la panadería de don José, un pan salado, muy tostado, del tipo del francés, pero de mayor tamaño y con un fondo más crujiente. Sigue teniendo una gran demanda entre los saltillenses; se agota pronto y hay que hacer nuevas horneadas.

Señala don José que “hay clases antiguas de pan que no se elaboran ya, debido a que resultan muy laboriosas y son poco demandadas por los compradores: en esta categoría se encuentran las novias, polkas, magueyes, riñones, mamey y soletas. Algunas de estas variedades se siguen elaborando, pero de vez en cuando”, apunta.

El pan que da más trabajo, pero es igualmente sabroso, “es el pastel de polvo, un pan de hojaldre que hay que palotear mucho. También lo seguimos haciendo”.

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La Crema, hoy

Encontramos a don José a la entrada de su panadería. Disfruta, como si fuese la primera jornada, un bocado. Es un pan que lleva cajeta dentro. Fue su dieta siendo un muchacho y se ve que aún conserva el gusto por su sabor. Nuestro entrevistado lleva el cabello atildadamente peinado. Todo en él es propiedad. Serio, atiende a la clientela, pero se permite sonreír con las cosas que le causan alguna gracia. Ahora que se deleita con este pan se le observa más relajado. Sus ojos denotan un cálido fulgor que pareciera reflejo del fuego salido de los hornos. Está evidentemente contento. El trajín en la panadería es intenso. Amas de casa que tienen ya entre sus actividades cotidianas el pasar a comprar bolillo a esta hora del mediodía; señores que cruzan el umbral también diariamente y salen del local con una bolsa que le cubrirá las necesidades del día y nada más, porque al siguiente arribarán de nuevo por pan fresco.

Esta es una de las características de la panadería. Todos los días se vende pan fresco, recién salido de esos hornos que llevan ahí sus buenas décadas sirviendo y sirviendo bien para la factura de pan.

Desde las 5:30 de la mañana hasta las 9:00 de la noche que está abierto el negocio, el pan que se ofrece es del diario. Entrevistado Horacio, uno de los hijos de don José, biólogo de profesión que actualmente trabaja en un invernadero y en ocasiones ayuda en el cambio de turnos, explica: “La producción se rige mucho de acuerdo al clima. A los panaderos no se les obliga a cumplir con

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Don José García Cruz en el despacho de la panadería La Crema.

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una cantidad de panes determinada. Hay panes que se mueven más: las conchas, el pan francés, la repostería, las donas… son los más populares. Cuando hace fresquecito, como hoy, como que se antojan más. Pero, por ejemplo, si hace calor, lo que más se vende es el pastelillo, que se ofrece en rebanadas, y donas, las cuales refrigeramos. Así aumenta la venta”.

El pan francés, informa Horacio, es el más vendido en cualquier época del año. “Se procura elaborar en número suficiente, en diferentes horarios, para que esté fresco. La primera horneada es a las 5:30 de la mañana; la segunda sale a las 8:00; la tercera a las 2:00 de la tarde, y la cuarta, a las 6:00 pm”.

También la venta se rige de acuerdo con las edades: el pan de maíz, de figura cuadrada, en tono amarillo-crema; los cochinitos, color café y que guarda su figura una semejanza con el animalito por el cual lleva su nombre; y el chamuco, de forma circular, son los que más se venden entre personas mayores.

Por los niños no hay que preguntar siquiera. Vemos entrar a la panadería niños de ojos grandes que desde ya eligen y piden a sus padres de inmediato las soñadas donas de chocolate o las conchas. Los que se sienten más mayores, lo que piden es una rebanada de pay de queso. Así ocurrió en uno de estos días de entrevistas.

Por muchos años don José ofreció chocolate caliente desde temprano. Más de 10 años. Los clientes salían con él y sus piezas de pan para el desayuno. También se servía café. Hoy el café es el que todavía se puede adquirir en la panadería.

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El chocolate que se preparaba dejó de venderse en el mercado y al cambiarse por otro, observaron que la gente no se acomodaba con el nuevo. El café tiene una gran demanda. Desde las 6:00 a las 12:00 del mediodía está al servicio de los consumidores.

Hay en venta, igualmente desde hace años, leche Carnation, Lechera y café en polvo en botella de cristal y en bolsas que los mismos dueños preparan. “Nosotros mismos pesamos el café que se coloca en estas bolsas y a la gente le sale más barato que si la compran en botella”, comenta Horacio.

Cincuenta y dos charolas con distintas clases de pan se encuentran a disposición de la clientela esta mañana de domingo, a las 11:30, cuando al local entran y salen familias completas para escoger, ya detenidamente, ya con cierta urgencia, sus piezas de pan.

El letrero principal anuncia la venta de los productos: concha, elote, puro, apastelada, polvorón, repostería, pan de maíz, bisquet, chamuco, mollete, colchón, alamar, tostado (un pan de forma triangular, pero con la punta redondeada; espolvoreado con azúcar y canela), kequis, oreja, banderilla, moño, rosquita, cochino, repostería integral, durazno (también llamado yo-yo), barra de mantequilla, empanada de piña, de cajeta, chopo (un kequi con chocolate). Hay otro letrero con estas otras variedades: semillita de anís, kequi con cajeta, concha grande, tornillo, cuerno, chorreada, semita, empanada de calabaza, dona de azúcar, tomate chico (pan con mermelada de fresa y coco), napolitano (pastelillo con chocolate y cajeta), empanada nuez, dona de chocolate,

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piedra (de figura multiforme, hecha a base de harina integral, salvado y pasas), panqué integral, pay de queso, cono “que lleva crema pastelera”, ilustra Horacio, pay de piña, rebanada de pastel y cajeta.

En un letrero ubicado por encima del mostrador de panes salados, se lee: francesito, mini cuerno, francés oro, margarita, cuerno, volován, integral, Gariel, baguette.

Otra pared luce un espléndido póster donde se encuentra la descripción de los distintos panes, distintas variedades. El póster anuncia: “La artesanía de los panaderos mexicanos… y el pan nuestro de cada día”.

En la tahonera de don José se siguen estas líneas al pie de la letra. Es “el pan nuestro”, que también comparte, pues en este lugar abrevan organizaciones como Cáritas, el Ejército de salvación, Clamor en el barrio, Perlas de gran valor. En Navidad y el Día del Niño también se obsequia pastel a los niños del Ejército de salvación. Los ancianitos o ancianitas menesterosos encuentran aquí generosa ayuda.

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El día a día

Actualmente seis panaderos se encargan de la fabricación del pan. “Yo le entro con muchas ganas”, nos dice don José, “cuando es necesario. Si hubo pedido o les falló algo. Me meto a la panadería y me pongo a elaborar pan. Toda la vida me ha gustado y más que la administración, por eso le entro. Despacho aquí toda la mañana, desde las 5:30 hasta las 4:00 o 5:00 de la tarde”.

La rutina es la siguiente. Para la hora en que él abrió al público, ya salió el pan de la mañana, “de dos turnos”. En uno trabajan dos personas, y en el otro, uno. Los de la noche son: Rodolfo Castro, Venancio Hernández y Alejandro Ramírez, que llegan a las 7:00 u 8:00.

A las 6:00 de la mañana llegan José Flores y Antonio Hernández, así como el talachero Gonzalo Sedano Domínguez. Otro panadero llega a las 6:00 de la mañana, José Flores Saucedo. Jorge Rivera llega a las 8:00 de la mañana. “Es el último que se va”, dice don José, y agrega: “Cada uno hace varias clases de pan”. Por su parte, Liliana Facundo entra a las 3:30 pm.

Flota un ambiente de camaradería y de juego entre los panaderos. Esa es la definición de la atmósfera que se vive en las entrañas mismas de la tahonera. Una puerta comunica el lugar de la venta con los interiores. La primera habitación y una que está situada a su lateral funcionan como una suerte de bodegas de la materia prima utilizada para la facturación de los panes. En línea recta a la primera habitación les siguen otras dos: la primera donde se encuentra el amasijo o centro de trabajo,

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Trabajadores del turno matutino. De izquierda a derecha: Gonzalo Sedano, Jorge Rivera, José Flores, Antonio Hernández, el propietario, don José García, y la empleada Aracely Tron, en el

despacho de la panadería.

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Trabajadores del turno diurno. De izquierda a derecha: Jorge, Gonzalo, Aracely, José, el propietario José García y Antonio,

en uno de los amasijos de la panadería.

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y la segunda, en la que se abre el primer horno. Si se camina de aquí a la izquierda, se encuentra uno con un centro de trabajo más y otro horno. Esta habitación da a un patio que hoy se ve iluminado por el sol; patio del cual se escuchaba el correr del agua cristalina en la primera entrevista con don José.

Sucede que en el desarrollo de la charla con Horacio, una persona llega a buscar a un joven, Ángel, el encargado de la limpieza en el lugar. Llega éste acompañado de don Rosalío Rivera, maestro que fue de esta panadería. Se le informa al muchacho de la visita, pero Rosalío piensa que lo han buscado a él: “¿Me vinieron a buscar a mí?”. “No”, contesta sonriente el muchacho, “vinieron a buscar al aprendiz, no al maestro”. Todos ríen; hay signo de amistad y afecto en sus palabras.

Don Rosalío se presta para mostrar los distintos espacios de La Crema. En los amasijos muestra la báscula, la mesa donde se amasa el pan, la mezcladora. Conduce a los hornos y explica con verdadero entusiasmo: “Son hornos antiguos de bóveda. Aquí se hace toda clase de pan; hasta pizzas se pueden hacer”. La profundidad del horno es de 4 o 5 metros; está construido con ladrillo, “pero no de construcción, porque si no, se quemaría”, instruye Rosalío.

En el amasijo se observa atareado a Jorge Rivera. Se encuentra decorando un panqué; lo cubre de chocolate y lo coloca, junto a tres o cuatro más, sobre la charola de exhibición. No para de hacer su trabajo mientras apunta con orgullo: “Llevo aquí 10 años. Estuve antes, pero me salí y puse mi panadería que me duró 27 años…”. Se

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Trabajadores del turno diurno. De izquierda a derecha: Gonzalo, Jorge, José García Cruz, José Flores y Antonio Hernández.

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Dos trabajadores en uno de los hornos de la panadería La Crema: José y Antonio.

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detiene. Luego, mientras coloca el panqué sobre la charola, mira por un segundo a la entrevistadora y dice, refiriéndose a José García Cruz: “Yo veo ejemplos y los sigo. Este viejo, así le digo yo, me dio muy buen ejemplo”. Agrega: “Aquí hemos trabajado muchos de los Rivera”. Luego informa de su horario: “Estoy aquí de las 8:00 de la mañana a las 4:00 de la tarde, todos los días; descanso los miércoles”.

De regreso al lugar de venta, pasamos a la siguiente área. Ahí, Margarito Alejandro Ramírez y Ángel Peña están concentrados en las instrucciones de trabajo que da Margarito. Cuando éste se identifica como “panadero”, Rosalío, que viene detrás, puntualiza: “No, eres tahonero. Eso eres”. Hace sonreír a Margarito, quien confirma: “Sí, tiene razón. Soy tahonero. Así se dice”. Satisfecho, Rosalío sonríe. En ese momento se acerca Jorge Rivera y abrazando con la mirada a Rosalío, presenta: “Esta es la dinastía de la que le hablaba. Pero, mire, como ellos ya están grandes, ya se van encogiendo (y haciendo ademán de estirar el cuello), y en cambio, yo, pa’ arriba”.

Deja a todos con una sonrisa. Vuelve a su centro de trabajo y a concentrarse en la mezcladora, donde empieza a batir los ingredientes para la preparación de empanada de cajeta.

El ambiente en La Crema es de trabajo, dedicación, esfuerzo, sí, pero también pletórico de un gran sentido del humor, de alegría y jovialidad.

Este noble negocio dio a don José García Cruz el medio para sostener a su familia, de darles educación y preparación, y de hacer de ellos hombres y mujeres de bien.

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Venancio López Hernández y Rodolfo Castro Márquez, trabajadores del turno nocturno,

en uno de los amasijos de la panadería.

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Liliana y Alejandro.

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Matrimonio García Rodríguez. José García Cruz y María del Socorro Rodríguez Hernández.

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Familia García Rodríguez. De izquierda a derecha: Hijos, arriba. Dalila, Elva, Dora Irma, señora Socorro Rodríguez, Cristina, Socorro y José Luis García. Sentados: Francisco, Raúl, Horacio y

Noemí García Rodríguez.

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Bendición familiar

La familia de don José es numerosa: 15 hijos, 27 nietos, 22 bisnietos y, recientemente, en el desarrollo de estas entrevistas, un miembro más que llegó a constituirse como el primer tataranieto.

He aquí una relación de una familia, la que llegó a acompañarlo, su fuerza en los desvelos, las alegrías, y el estímulo para seguir adelante con la tenacidad y la disciplina heredada de sus padres.

De su primer matrimonio con María del Socorro Rodríguez Hernández, nacieron José Luis, quien procreó 5 hijos; Socorro, con 2 hijas; Cristina, con 1 hijo; Francisco, con 8 hijos; Noemí, con 1 hijo; Dora, con 2 hijas; Horacio; Dalila; Elva, con 4 hijos; y Saúl, con 3 hijos.

Con su segunda esposa, María Guadalupe Rodríguez Rubio, nacieron José, Guadalupe, Agustín, Francisco y Leandro.

El concepto de familia siempre ha sido muy valioso para don José. Eran al principio tres integrantes: su padre, su madre y él. Luego, a la muerte de don Clemente, se quedaría doña María Trinidad con la amorosa responsabilidad de José y su hermanita, a la que habían adoptado, Refugio.

Esa primera época de su infancia fue fundamental en él. Un mundo en el que aprendió el valor del trabajo, de la disciplina, del esfuerzo, del amor. Las que siguieron fueron temporadas muy duras. La muerte de su madre, el desamparo. Pero siempre pensó en que la familia era la base para su existencia. Crió a sus hijos con fortaleza de espíritu e ilimitada entrega, dándoles a cada uno de ellos una profesión para salir adelante en la vida.

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Don José con su esposa María Guadalupe Rodríguez.

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Familia García Rodríguez. Leandro, Francisco, Guadalupe, señora María Guadalupe, José, José García Cruz y Agustín García

Rodríguez, en la boda de José García Rodríguez.

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Hay en su panadería La Crema una imagen religiosa que luce en la pared principal. A la cruz de Jesucristo, se unen los símbolos del vino y del pan, así como el perfil de la mano del Señor, que simboliza la Bendición.

“Bendiga, Señor, tu mano bienhechora, este pan, aquí del suelo, que reunidos, un día, como ahora, oremos, Señor, allá, en el cielo”.

Don José García Cruz consagra así su negocio, que llegó a ser para él, para su familia y el Saltillo de las últimas cuatro décadas, casi cinco, un referente para todos. Un ejemplo y un modelo de lucha, de empeño, y deseos, muchos deseos, de honrar la memoria de unos padres en los que, a su corta edad de niño, siempre vio la bravura y valentía del soldado y el amor incondicional de una madre.

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José García Cruzse terminó de imprimir en diciembre de 2010.

El cuidado editorial estuvo a cargo de la Coordinación de Literatura del ICOCULT,

Lucida Bright y Garamond.