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stas CUAT RO VISIONES 1)i: I,A111 M> KI A I'KSAI. pertenecen propiamente a las miit. p. ume-. tmipiensivas que estudian los desarrollos toiu icios  meros signos o símbolos del curso seguido poi l .i nulad. Este ne ro -s al a JOSÉ PERRA i r it Mi )U A  p.iiecer un tanto fanta sioso , pero pose e un * lev ado de sugestión. En rigor, y digan lo que digan sus auto ) se trata tanto de lo que la historia, en tauhi Insloi la sal, ha sido y es, como de lo que se supone que debe ¡lie, por tal razón fundada en una esperaii/a, seni. El len resume las concepciones de cuatro graiulc s pensa y destaca el ideal moral que las anima: SAN s rlN, VICO, VOLTAIRE y HEGEL. Otras obras del en est a colección: «Di cci onario de Filosofí a « l < - boisi V E 8108 y 8109) y «Dicc ionari o de gran des filosolos» I16y8117). K 1 li br o de bol si llo

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Primera edición en «El libro de bolsillo»: 1982 Tercera reimpresión: 1996Primera edición en «Área de conocimiento: Humanidades»: 2006 Prefacio a la nueva edición

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Diseño de cubierta: Ángel Uriarte Ilustración: © Aisa; Álbum; J. Martin/Anaya

Rese rvados t odos l o s de r echos . E l c o n t en ido d e e s t a ob ra e s t á p r o t eg ido p o r l a Le y, q ue

es t ab l ece penas de p r i s i ón y /o mu l t a s , ad em ás de l a s co r r e spon d i en t e s i ndemn iza c iones p o r d añ os y p er ju ic io s, pa ra qu ie ne s r ep ro du je re n, pl ag ia re n, di st ri bu ye re n o c om un ica r en púb l i c amen te , en t odo o en pa r t e , una o b ra l i t e r a r i a , a r t í s t i c a o c ien t í f ic a , o su

t r ans fo rma c ión , i n t e rp r e t ac ión o e j e cuc i ó n a r t í s t i c a f i j ada en cua l qu i e r t i po d e s o po r t e

o com un icada a t r avé s de cua lqu i e r med i o , s i n l a p r ece p t i va a u to r i z ac i ón .

Herederos de José Ferrater MoraAlianza Editorial, S. A., Madrid, 2006Juan Ignacio Lúea de Tena, 15; 28027 MadridTeléfono 91393 88 88www.alianzaeditorial.esISBN: 84-206-6046-9Depósito legal: M. 21.070-2006Fotocomposición e impresión: Fernández Ciudad, S. L.Coto de Doñana, 10.28320 Pinto (Madrid) ,í

PrintedinSpain , tf, i

Este libro ofrece, en cuatro capítulos, cuatro grandes interpretaciones de la historia, y brinda, en su«Introducción», una interpretación de estas inter

pretaciones. En la nueva edición que ahora se publica quiero dilucidar brevemente el problema del género de literatura filosófica a que pertenecen lasinterpretaciones de referencia.

Al ofrecerse un curso de filosofía de la historia, oal disertarse sobre esta disciplina, es todavía habitual dividirla en dos tipos, por lo demás no siempremuy bien hermanados: la filosofía especulativa y lafilosofía analítica de la historia.

La filosofía especulativa de la historia, que es eltipo de filosofía de la historia más tradicional y másosada -demasiado osada para el gusto de los filósofos de propensión analítica- se ha ocupado de bosquejar alguna interpretación global de la historia,entendida como «historia universal». La filosofía

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rCUATRO VISIONES DE LA HISTORIA UNIVERSAL

analítica de la historia, un tipo de filosofía de la historia más reciente y más cautelosa -demasiado cautelosa para el gusto de los filósofos de talante espe

culativo-, estudia cuestiones como la naturaleza delos hechos históricos -con el fin de contrastarloscon, y con frecuencia equipararlos a, hechos naturales o «físicos»-; la índole de la explicación histórica;la forma de las leyes históricas, caso de admitirse éstas, etc. Ha sido común caracterizar el primer tipode filosofía de la historia no sólo mediante el susodicho adjetivo «especulativo», sino también con adjetivos como «material» y «sustancial». Se entiende

por ello que semejante filosofía se ocupa de una determinada «materia», de algo «sustantivo» y «real»,esto es, de «la historia misma» y no sólo de las condiciones del conocimiento histórico o de las estructuras lógicas y semánticas del lenguaje historiográ-fico. El segundo tipo de filosofía de la historia harecibido no sólo el nombre de «analítico», sino tam bién los nombres de «formal» y «crítico», por versarfundamentalmente sobre la «lógica del lenguaje his

tórico» o sobre la estructura de las explicaciones enhistoria. Como ejemplo eminente de filosofía especulativa de la historia se ha mencionado a Hegel;como ejemplo perfectamente apropiado de filosofíaanalítica de la historia se ha citado a Hempel. Hegeltrató de dar una explicación e interpretación totalesde la historia humana en conjunto. Hempel ha examinado en qué condiciones los acontecimientos históricos son explicables (deducibles) a base de leyes

PREFACIO A LA NUEVA EDICIÓN

generales más un número de condiciones inicialesempíricas.

La división de la filosofía de la historia en especu

lativa y analítica es sumamente cómoda a efectosdocentes. Resulta asimismo conveniente a fines bi bliográficos. La cuestión, sin embargo, es si sirve para a l^ rñás que como un expediente para salir del paso en las clases o en las bibliotecas. Tan prontocomo se examina el asunto con alguna parsimoniase descubre, en efecto, un panorama más complejo.

En primer lugar, parece haber más orientacionesen filosofía de la historia que las dos aducidas. Filó

sofos como Dilthey, Windelband, Rickert, Ortega,etc., no son abiertamente especulativos. Pero no sontampoco estrictamente analíticos. Se han interesado, entre otras cosas, por la naturaleza de «lo histórico», ya sea como elemento supuestamente constitutivo del ser humano, o bien como ingredienteesencial del material histórico manejado por los historiadores profesionales. Se han interesado asimismo por el problema epistemológico planteado por

la clasificación de las ciencias en naturales y culturales, a veces para concluir que cada una de estas dosclases de ciencias es irreductible a la otra, y a veces para descubrir qué hilos pueden ligarlas. Por otrolado, filósofos como Croce y Collingwood han estudiado, entre otros temas, el de la experiencia histórica concebida a menudo como experiencia humana básica. Cabe aludir al respecto asimismo aautores decididamente inclinados hacia el examen

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de cuestiones metodológicas o de problemas concernientes a la relación entre historiografía y sociología. Etcétera.

En segundo lugar, aun si nos confinamos a clasificar las filosofías de la historia en orientaciones especulativas y orientaciones analíticas, podemos descu brir en cada una de ellas una gran variedad detendencias. Ciertos filósofos especulativos son muyrecalcitrantes. Pero hay otros que están dispuestos a prestar atención a los mismos problemas lógicos ylingüísticos de que se han ocupado los autores analíticos. También hay, por supuesto, muy recalcitrantes

filósofos analíticos de la historia. Pero otros de lamisma cuerda se han mostrado remisos a aceptar loque han juzgado ser una manifestación de estrechezde miras. Se han declarado «reaccionistas», oponiéndose a la idea de que hay un solo modelo legítimo deexplicación histórica. Si a veces puede argüirse quehay más de un modelo, en la explicación de ciertosgrupos de fenómenos naturales, ¿cómo no va a haberuna posible pluralidad de modelos explicativos de

acontecimientos históricos?Finalmente, ciertos autores no encajan muy biendentro de ninguna de las tendencias, o siquiera subtendencias, aludidas. ¿Fue Marx un filósofo especulativo de la historia? En cierto modo, sí. Pero el método, o métodos, de interpretación histórica usados por Marx no son especulativos. De alguna manerason «analíticos», aunque en una acepción de «analítico» muy distinta de cualquiera de las reseñadas.

Algo semejante cabría decir de autores como MaxWeber, Ernst Troeltsch o Karl Mannheim.

En vista de estas complejidades, parece inapro

piado volver sobre el tema de los posibles tipos de filosofía de la historia con el fin de averiguar de quégénero=^n las obras de los autores estudiados eneste volumen. Ahora bien, siempre que no pretendamos mucho más que una clasificación pragmática, siempre revisable, creo que se podría hablar-aprovechando, y modificando, los varios tipos defilosofía de la historia antes introducidos- de los siguientes géneros de esta clase de filosofía.

1. El género predominantemente, aunque no exclusivamente, analítico y critico, al cual pertenecen nosólo las filosofías analíticas de la historiastrictu sensu, sino también numerosas investigaciones concernientes ala naturaleza del conocimiento histórico, a las características de la llamada «historicidad» -o, menosaparatosamente, «carácter histórico»- del ser humano, y a las relaciones entre las ciencias históricas yotras ciencias como la sociología, la psicología, la an

tropología cultural, etc. Obviamente, pueden incluirse dentro de este género los estudios concernientes alos diversos modos posibles de escribir historia a basede un examen detallado de los procedimientos em

pleados por los historiadores profesionales y, en general, la metodología de la historiografia.

2. El género predominantemente, aunque no exclusivamente, sintético, al cual pertenecen muchasde las «filosofías de la historia» que tratan de avéri-

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12 CUATRO VISIONES DE LA HISTORIA UNIVERSAL

guar, por lo pronto, si tiene sentido hablar de historia universal, y, caso de tenerlo, cuál es su desarrollogeneral; si hay o no factores básicos -relaciones económicas, talantes nacionales, ideologías políticas,factores geográficos, etc.- que expliquen los acontecimientos más destacados de toda historia humana,sea ésta universal o se halle articulada en historiasde comunidades particulares; si hay o no constanteshistóricas; si la historia humana es primordialmenteel resultado de ciertas decisiones importantes tomadas por «personalidades» o la suma de un númeromuy grande de pequeños factores o de acciones, etc.

3. El género que cabría llamar «supersintético» u«omnicomprensivo», que atiende a ciertos concretos desarrollos históricos, pero que los consideracomo signos o símbolos del curso seguido por lahistoria, estimada en todos los casos como historiauniversal.

Hay, por descontado, géneros intermediarios, asícomo variantes de todos ellos, pero, cuando se tomael tercero en su máxima pureza puede advertirseque no se trata ya, propiamente, de una «filosofía dela historia» al uso, ni siquiera en su forma especulativa, sino que pertenece a otro género distinto de todos los demás indicados. Es un género que puede parecer un tanto fantasioso, pero no cabe duda deque posee un elevado poder de sugestión, puesquienes lo han cultivado han tratado de descubrir,en el aparente caos de la historia humana, su últimay secreta clave. , : , ,

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Se trata, en todo caso, de una fantasía que se funda a la vez en la realidad y en la esperanza -esperanza de que la historia sea como se la ha descrito o ex plicado, pero sobre todo esperanza de que vaya adiscurtir por el cauce que se le ha preparado al pen-saifá-. Para distinguirlo de los otros géneros de ex ploración de la historia puede llamárselo «visión».Ésta es la razón del título del presente libro: las grandiosas concepciones que en él se describen son visiones de la historia, no simplemente filosofías. Enrigor y digan lo que digan sus autores, no se tratatanto de lo que la historia, en tanto que historia universal, ha sido y es, como más bien de lo que se su pone que debe ser y que, por tal razón fundada enuna esperanza, será. Hay, pues, motivos suficientes para pensar que estas cuatro visiones de la historiason otras tantas formas de un ideal moral.

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La unidad de las cuatro visiones

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En esta obra me ocupo de cuatro autores -SanAgustín, Vico, Voltaire y Hegel- y de sus visiones dela historia universal. ¿Por qué estos cuatro entre losmuchos que han especulado sobre la historia humana? ¿Y por qué llamar a sus teorías «visiones» más

bien que «filosofías»?Para responder a la primera pregunta pueden

darse varias razones. Unas son un tanto arbitrarias:se trata de autores «importantes»; los conozco relativamente bien, o tengo cierta debilidad por ellos;sus doctrinas ofrecen un perfil bastante inequívoco, etc.Otras no lo son, o lo son menos: cada uno de estosautores representa un modo fundamental de entender la historia; parte considerable de otras teoríassobre la historia universal pueden encajar en algunade las cuatro presentadas, etc. Esta última razón es

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18 CUATRO VISIONES DE LA HISTORIA UNIVERSAL

la de mayor fuste. Así, la teoría histórica de Bossuet puede encajar dentro del cuadro de la de San Agustín; la de Marx puede insertarse -una vez practicadala célebre inversión por él propugnada- en el cuadrode la de Hegel; la de Spengler sigue una estructuraformal parecida a la de Vico, etc. Con ello no quierodecir que las cuatro visiones de la historia universalde que me ocupo sean las únicas realmente básicas,o siquiera las únicas verdaderamente importantes, pero espero que se reconozca que son, de todos modos, fundamentales.

A la segunda pregunta puede responderse sólodescribiendo las doctrinas correspondientes; entonces resultará razonablemente claro por qué las llamo«visiones» más bien que «filosofías». Podría terminar, pues, aquí estas páginas preliminares y presentar, sin más, las «visiones» anunciadas. Éstas plantean, sin embargo, ciertos problemas, entre los cualesdestacan los dos siguientes: el problema de la razónde ser de la historia, y el de la finalidad de la historia.Son problemas de gran alcance -tan grande que puede ponerse en duda que sean, propiamente hablando, problemas, cuando menos si por problema se entiende una interrogación a la cual cabe dar, tarde o tem prano, una respuesta-. Problemas o no, son, en todocaso, cuestiones típicas de toda visión de la historia,de suerte que un examen, aun apresurado, de las mismas, puede permitir descubrir la unidad última denuestras cuatro - y posiblemente de cualesquiera- visiones de la historia universal. ', . .

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Ha sido común y corriente mantener que sólo dentro del cristianismo -y, en gran parte, dentro del«hebraísmo»- se ha dado una conciencia históricay, en consecuencia, han podido formularse -o , másrigurosamente, comenzar a formularse- filosofías yvisiones de la historia. Dentro de otras religiones odentro de otras civilizaciones, se ha alegado, hay visiones cósmicas, mitológicas, etc., pero no, propiamente hablando, históricas. En todo caso, lo histórico es reducido a alguna realidad no histórica y, portanto, lo que cambia a algo que, en el fondo, no cam bia. Así, por ejemplo, en la India clásica la realidadfundamental es el Brahman-Atman que todo loabarca y absorbe; en la China clásica la realidad

básica es la sociedad de tipo tradicional, o el Tao, olo que fuere; en Grecia, la realidad última es el Destino, o las divinidades o la Naturaleza omnipresente yomnicomprensiva, o el mundo inteligible de las Ideas,o el Uno supremo, etc., etc.

Prescindamos por el momento de las civilizaciones y concepciones no occidentales, entre otros motivos porque el asunto está todavía bastante en pañales. Es posible, por ejemplo, que la concepcióntaoísta sea ahistórica, y hasta antihistórica, pero esdudoso que fuesen ahistóricas, y menos todavía antihistóricas, las concepciones de los pensadores chinos llamados «legalistas», tan parecidos a los «sofistas». Aun confinándonos a la civilización helénica.

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se puede preguntar si es tan cierto como se dice quelos griegos carecieron de toda conciencia histórica.Por lo pronto, hubo en Grecia auténtica historiografía y no sólo crónica -como, por lo demás, huboentre muchos cristianos, en no pocas épocas, un

predominio de la crónica sobre la historiografía propiamente dicha-. Pero, además, puede preguntarse si no hubo asimismo entre los griegos atisboscuando menos de una visión de la historia. Dosejemplos son aquí especialmente pertinentes. Porun lado, hubo en Grecia intentos de dar una visiónde la historia -y de la historia «universal»-, distinta de la hebrea y de la cristiana, pero en muchosrespectos iluminadora: tal ocurrió con lo que podríamos llamar la «visión mítica de la historia» en Platón, al tratar de describir cómo los «atlantes» seconvirtieron en «meros» atenienses, o con la frecuente idea, que encontramos en Píndaro y otros

poetas, de una «edad de oro» que fue transform ándose y, por supuesto, degenerando en edades menos

brillantes - las edades de plata, de cobre, de hierro, |etc.-. Por otro lado, hubo una visión pragmática de !la historia en los sofistas y, por supuesto, en los his- j

toriadores. Tucídides, por ejemplo, aspiraba a saber ^no sólo lo que - t í - había sucedido, sino también, ysobre todo, por qué - d i á - había sucedido. SegúnKarl Lówith, la historiografía griega fue «solamente» historiografía polí tica y con frecuencia, además,no muyt universal; pero, polí tica o no, hubiera sidoinconcebible sin alguna conciencia histórica.

Por si ello fuera poco, hay un historiador que llegó en este respecto mucho más lejos que Platón, lossofistas o los historiógrafos clásicos griegos: Polibio.Cierto que se trata ya de un griego con «experienciahistórica romana» y, por consiguiente, de un griegomuy poco «clásico». Pero su idea de la historia se halla todavía dentro del marco de la cultura antigua.Ahora bien, aun dentro de este marco, Polibio pareció sentar los fundamentos de algo muy parecido alo que llamamos «visión de la historia». En primerlugar, Polibio tuvo presente una «totalidad» -«elmundo entero», que sólo por provincianismo, masno por ignorancia, fue equiparado prácticamentecon el «mundo romano»-. En segundo lugar, esta

bleció las bases para un tratamiento sistemático, yno meramente pragmático o político, de la historia.Finalmente, y por encima de todo, tuvo la idea deque la historia es un desarrollo irreversible.

En vista de todo lo dicho, puede concluirse que siha sido común y corriente mantener que sólo ha ha

bido conciencia histórica y, con ello, una posible visión de la historia universal empezando con el cristianismo -y, en parte, con el «hebraísmo»-, ha sidoasimismo bastante falso e infundado. Las nociones .

principales en toda visión de la historia -l a universalidad, la sistematicidad y la irreversibilidad- sehan dado ya, por lo visto, dentro de otros marcosculturales, religiosos o políticos.

Y, sin embargo, hay ciertas razones que abonan laopinión común y corriente que acabamos de poner

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22 CUATRO VISIONES DE LA HISTORIA UNIVERSAL

en duda. En el sentido en que aquí se entiende, una«visión de la historia» requiere más que las nocionesapuntadas. No sólo es necesario que se evite toda reducción de lo histórico a lo no histórico, si no que esmenester, además, que lo histórico sea concebido

como la culminación del universo entero. Para todaauténtica visión de la historia, ésta es lo fundamental, inclusive cuando se coloca dentro de un marcomás amplio -el de la Naturaleza, el de la Creación,etc.-. La historia tiene que ser no sólo total, sino,además, y sobre todo, tener un sentido que la «visión» trata justamente de desentrañar.

Ahora bien, ello sucede por vez primera cuando,en cierto momento de la evolución del pueblo he

breo, emerge la idea de que la historia se desarrollasegún un plan y no sólo como en los acontecimientos naturales, según ciertos modelos, normas o leyes. Se dirá que los hebreos pensaron sólo en el plande la historia como «plan divino» con respecto a su

propia comunidad y que, po r consiguiente, su v isión de la historia era tan «local» como cualesquierade las concepciones griegas. Pero no hay tal. Enefecto, mientras para los griegos y, en general, paralos «antiguos», lo históricamente significativo era elestado-ciudad, o, luego, el imperio, de tal suerte quelos demás estados-ciudad o imperios aparecíancomo un vago horizonte sin significación precisa,

para los hebreos «los otros» formaban asimismo pa rte del plan divino. Había , en efecto, que darcuenta de ellos, ya fuera para considerarlos como

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obstáculos o bien como ejemplos. «Los otros» desempeñaban un papel, aunque fuese en la mayor

parte de los casos el papel del traidor, del do minador, del vengador o del tentador.

A mayor abundamiento la conciencia histórica y

la visión de la historia universal surge, ya plenamente, dentro del cristianismo. El primer gran filósofo yteófogo de la historia -San Agustín- fue a la vez el

primer gran v isionario de la historia universal. Lofue, y pudo, además, serlo porque a la idea de que eldrama cósmico es, en el fondo, un drama histórico-donde cada acto es, propiamente hablando, «unacto de Dios»-, unió la convicción de que puededarse una razón de este drama. Los hebreos vivieron la historia como historia universal. Los cristianos, y en particu lar San Agustín, desarrollaron intelectualmente esta vivencia. La desarrollaron, porsupuesto, con el auxilio de los conceptos imbuidos

por muchos pensadores griegos que, como los neo- platónicos y los estoicos, parecían haberse complacido en negar toda significación propia a la historia.Tentados estamos de concluir que combinando lahistoriografía de Polibio con las experiencias hebreas,la teoría platónica de las ideas con las creencias cris- ■tianas, tenemos ya, hecha y derecha, la primera auténtica y plena visión de la historia universal: la visión cristiana de San Agustín. Ello sería desconocer,empero, la originalidad agustiniana y, en último término, la originalidad cristiana en el asunto que nosocupa. Volveremos oportunamen te sobre el tema.

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24CUATRO VISIONES DE LA HISTORIA UNIVERSAL

Por el instante, baste con subrayar que San Agustínllevó a cabo dos tareas en apariencia contrapuestas,

pero en el fondo complementarias. Una fue, por decirlo así, «teologizar la historia», ver la historia desde el punto de vista de la teología. Otra fue «histori-

zar la teología», ver las cuestiones teológicas comocuestiones últimamente «históricas». Esta últimafrase es un vivero de posibles malentendidos, por loque intentaré aclararla brevemente. No se trata deado ptar ningún punto de vista «historicista», entreotras razones porque la historia en el sentido de SanAgustín es muy distinta de la historia de que los his-toricistas hablan. Para San Agustín, la realidad creada es histórica sólo porque es a la vez teológica. LaCreación, la Caída y la Redención son, por ello,acontecimientos históricos, pero no porque se hallen «en» la historia, sino lo contrario: porque todolo histórico debe entenderse en función de esos«acontecimientos» que son la Creación, la Caída y laRedención.

Las tres restantes concepciones de la historia quevan a ocuparnos son muy distintas de la agustinia-na. En importantes respectos son inclusive opuestasa ella. Lo que para San Agustín es decisión inelucta

ble es para Vico esperanzadora decisión; lo que paraVoltaire es lucha por la razón es para San Agustínaceptación del misterio; lo que para San Agustín esdualidad dramática es para Hegel inexorable unidad. Mas por debajo de las diferencias subyacenmuy fundamentales concordancias. Por lo pronto,

LA UNIDAD DE LAS CUATRO VISIONES 25

las dos siguientes. Una, que la historia transcurre según ley, la cual puede ser engendrada por la razón odictada por la providencia. La otra, que sin alguna«razón de ser», calcada sobre el tipo de razón descu

bierto po r los filósofos antiguos, no podría ni siquiera «hablarse» de la historia. «Ambas» cosas sonesenciales. La suposición de que existe «una» ley dela cual puede «darse razón» constituye, en efecto, uncañamazo común sobre el cual se borda toda ulterior diversidad.

Es una diversidad considerable. Lo es tanto, que a poco que la subrayemos corremos el riesgo de deshacer la regularidad de nuestro cañamazo. Por lo

pronto, no es exactamente lo mismo que la ley seaun principio racional o el dictado de una providencia. Luego, es muy distinto sostener que la razón dela historia reside en el espíritu humano o mantenerque alienta en el seno de otra realidad. Tomemos, enefecto, a San Agustín. La razón de ser -la «completa»razón de ser- de la historia, es poseída, según él,sólo por la divinidad. Por tanto, en principio solamente Dios podría hab lar con pleno sentido de lahistoria. Consideremos ahora a Vico o a Voltaire. Larazón de ser de la historia es para ellos de naturaleza ,esencialmente humana. Para Vico es algo que elhombre hace; para Voltaire, algo que el hombre destruye -o perfecciona-. Por consiguiente, la historiaes la primera materia del lenguaje humano . Examinemos, finalmente, a Hegel. La razón de ser de lahistoria no es divina ni humana, sino impersonal;

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26 CUATRO VISIONES DE LA HISTORIA UNIVERSAL

la historia es una razón que se despliega dialécticamente como un momento en la evolución del universo. Por tanto, sólo la razón impersonal -e nc arnada en ciertas comunidades o en ciertos individuos-

puede enunciar algo significativo acerca de la historia. ¿Seguiremos manteniendo que hay algo de co

mún en razones de ser -o de acontecer- tan diversas? En la medida en que pueda afirmarse algo conseguridad en materia tan reacia a toda rigurosa demostración, ciertamente que sí. Pues lo que importaen nuestro caso no es tanto «quién» -o «qué»- decide la historia, o «dónde» reside su razón de ser, sinoel supuesto de que la historia transcurre según«una» ley de la cual «puede» darse razón.

No hay duda de que n uestros cuatro autores co

mulgan en esta creencia. Y de que, además, estacreencia es distinta de la que poseen el filósofo de lanaturaleza o el del mundo inteligible cuando se

plantean, como a veces también ocurre, la cuestión,la historia. Para ambos filósofos, en efecto, la historia propiamente no existe. Como lo mostraremos enel caso del estoico y del platónico, la his toria es paraellos o la eflorescencia -y, po r tanto, la mera superficie- de un mundo natural, o la copia -y, por tanto, el

eng año- de un mundo inteligible. Tal vez el estoicoy el platónico terminen p or reconocer que la historia transcurre según ley. Pero nunca llegarán a afirmar que transcurre según «su propia» ley. Ahora

bien, esto es lo que une de raíz a nuestros cuatro «visionarios». La historia es para ellos, efectivamente,

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una realidad, acaso no incompatible con la de la naturaleza o la del mundo inteligible, pero en ningúncaso simplemente reductible a la de ellos. ¿Se diráque esto es evidente solamente en algunos, comoVico o Voltaire, pero en modo alguno común a todos? No sería difícil mostrar lo contrario. Pues si

para San Agustín la historia está desde siempre en lamente de Dios, no es menos cierto que se ha hecho

posible por la libertad del hombre; todos los esfuerzos de San Agustín para conciliar la libertad hum ana con la predeterminación divina pueden estudiarse desde este ángulo. Y si para Hegel la historia es elresultado del desenvolvimiento dialéctico de la Idea,no es menos obvio que se ha hecho posible por elafán que tiene esta Idea de recorrer el calvario - y ladelicia- de sus posibles experiencias; todas las especulaciones de Hegel sobre el continuo trascendersede la realidad pueden considerarse como resultados de su deseo de entender este proceso. ¿Se diráentonces que Vico habla de una historia ideal eternasegún el modelo de la cual tienen que transcurri r lashistorias particulares? No es menos evidente que estas historias particulares le son absolutamente necesarias a la historia ideal eterna -s i es que, a la postre,no la constituyen-. Cualquiera que sea el punto devista que se adopte, será inevitable, pues, concluirque nuestros visionarios subrayan dondequiera quela ley de la historia universal es al mismo tiempo laley que permite afirmar la «plena realidad» de estahistoria. No hay sobre este punto ningún desacuer

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28 CUATRO VISIONES DE LA HISTORIA UNIVERSAL

do: la historia existe, y la razón de ser de ella no se alcanza al escamotearla, sino al revelarla. Por eso, darrazón de la historia no equivale simplemente a ex

plicarla. De ser esto, tendríam os una serie de filosofías de la historia -m ás o menos razonables y más

o menos plausibles-. Al no serlo, tenemos un con jun to de visiones de la historia -acaso menos razonables y menos plausibles que las filosofías, pero,como apuntamos al comienzo, más «comprensivas»-. Nuestros autores aspiran, en efecto, tanto a larealidad como a la totalidad; lo que les interesa noson las causas, sino el principio de la historia. Ahora

bien, este principio no es completo si se limita a poner de relieve la ley del desenvolvimiento de la histo

ria universal. Además de esto, y aun por encima deesto, pretende dar una justificación de ella. El pro blema de la razón de ser de la historia lleva por elloinmediatamente a la cuestión de su finalidad.

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«Cómo» acontece la historia es cuestión complica

da, pero no abrumado ra; la paciente investigaciónhistoriográfica puede proporcionar al respectomuy satisfactorios resultados. «Por qué» tiene lugar la historia es cuestión difícil, mas no insoluble;la potencia del análisis filosófico puede ay udar ano perderse del todo en ese laberinto. «Para qué»transcu rre la historia es cuestión imposible; para

l a u n i d a d d e l a s c u a t r o VISIONES 29

afrontarla no hay más remedio que acudir a laimaginación.

Ninguno de nuestros cua tro autores careció deella. Más aún: ninguno creyó que debía empleargrandes cautelas al manejarla. Es comprensible. En

la busca por una razón de ser de la historia se andatodavía por un suelo relativamente firme: se suponeque hay-una historia y que ésta se halla regida poruna ley capaz de ordenar su aparente caos. En la

busca por una finalidad de la his toria, desaparecetoda solidez. Por un lado, la historia no puede explicarse por algo ajeno a ella, pues en tal caso se desvanecería su realidad. Por el otro, no puede explicarse

por sí misma, pues en tal caso carecería de sentido

buscarle un fin. Hay, pues, que imaginar algo queesté más allá de ella y que, sin embargo, sea capaz deseguir manteniendo su presencia y prestancia. Esuna contradicción incómoda; nada de extraño queel modo habitual de resolverla no sea ni la descripción, ni el análisis, ni siquiera la especulación, sinoesa forma de representarse la realidad que a travésde la imaginación va a parar al sueño.

Al formularse la pregunta: ¿Para qué hay histo

ria?, la misma visión se convierte, en efecto, en ensoñación. Las cuestiones que se plantean al respecto parecen demasiado poco vividas y perfiladas para que sean propias de los instantes de vigilia. Y,sin embargo, son las cuestiones inevitables, las queacechan al hombre cuando se halla desprevenido,cuando no está ocupado o, como Pascal diría, «dis-

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30 CUATRO VISIONES DELA HISTORIA UNIVERSAL

traído». La historia está ahí, como algo que le pasa alhombre. Bien. Mas, ¿para qué le pasa? ¿Qué necesidad tiene el hombre de tener u na historia? ¿No serámás bien obstáculo que camino esa enorme aventura de la historia universal?

El estoico y el platónico habían contestado, a sumodo , a estas preguntas. La historia le pasa al hom

bre, sostenía el primero, como le pasan todas las cosas externas: con el fin de ejercitarse en su abstención y reconocer que son indiferentes. La historia le

pasa al hombre, mantenía el segundo, como le pasan todas las cosas sensibles con el fin de ejercitarseen su dominio y reconocer que son engañosas. Másallá de la historia se hallan, una vez más, las realidades auténticas: la naturaleza o el mundo de las ideas.¿Diremos, pues, que los mismos que negaron la auténtica realidad de la historia fueron los únicos que

percibieron su finalidad? Tentados estaríamos dehacerlo si las respuestas en cuestión no tuviesen ungrave inconveniente: el ser negativas. Para el estoicoy el platónico la historia es, en última instancia, innecesaria. Es, a lo sumo, un ejercicio, pero no unaexperiencia fundamental -o, en la anterior terminología, un obstáculo y no un camino-. En cambio,nuestros cuatro autores coinciden en que la historiaes un itinerario - y un itinera rio insoslayable-. Sinrecorrerlo por entero no podría alcanzarse lo queconstantemente buscan: una ti erra de promisión.

, Esta tierra de prom isión no consiste en desprenderse de lo temporal y contingente para elevarse a lo

LA UNIDAD DE LAS CUATRO VISIONES 31

imperecedero y eterno: consiste más bien en hacereterno e imperecedero lo que parece a primera vistacontingente y temporal. Ninguno de los filósofosantiguos alcanzó -o siquiera pretendió alcanzar-semejante fin. La filosofía de las esencias tenía quenegar el cambio -y con él las existencias-, haciendode esta vida la muerte verdadera, el sepulcro delalma. La filosofía de la naturaleza omnicomprensi-va tenía que negar la inmovilidad -y con ello lasesencias-, haciendo de esta vida una parte del todo,una chispa del gran fuego que todo lo devora y reconstruye. La filosofía de las esencias culminaba enun mundo inteligible que resultaba insuficiente porfalta de realidad. La filosofía de la naturaleza omni-comprensiva culminaba en un m undo existente queresultaba insuficiente por falta de plenitud. Ahora

bien, la coexistencia de lo real y de lo pleno es lo quenuestros cuatro visionarios constantemente persiguen. Esto significa que intentan unir dos formas deser que por lo usual se repelen mutuamente; las existencias y las eternidades. Pues la existencia -barrun tan - no será completa si no es perdurable. Y laeternidad -sueñan- no será perfecta si no es existente. La salvación del hombre -e je de estas visionesde la his toria- no puede hallarse, por tanto, a su entender, ni en la huida del alma solitaria hacia el reino de los inteligibles, ni en la aniquilación del cuer

po dentro del mundo de las cosas naturales. Puedehallarse únicamente en una vida que admita, comomomento integrante de ello, lo efímero y perecede

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32 CUATRO VISIONES DE LA HISTORIA UNIVERSAL

ro; en una verdad que tenga la experiencia del error,de la culpa y de la mentira. La salvación del hombre,en suma, no puede encontrarse, según nuestros autores, ni en lo que está ya muerto ni en lo que demasiado se siente que puede morir.

Sólo cuando se encuentra -o se vislumbra- esavida verdadera -o esa verdad viviente- puede decirse que tiene sentido ese conjunto de zozobras y es

peranzas que tejen la h istoria humana. Por eso lahistoria es para nuestros autores no solamente unarealidad plena, sino una realidad que tiene, además,un sentido. Desde este punto de vista puede decirse«ya» que el sentido de la historia es algo que está«más allá» de ella. Pues «más allá» no significa ya

una realidad en la cual se disuelve la historia, sino una realidad «por la cual» la historia se mantiene. En este respecto pocas diferencias hay entrenuestros autores. Cierto que su «más allá» es en cadacaso muy distinto. Para San Agustín, el «más allá» esla ciudad de los elegidos; para Vico, el modelo segúnel cual transcurren las historias particulares; paraVoltaire, el reino de la luz; para Hegel, la plenitud dela Idea. Pero todos esos «más allás» tienen algo

de común: el hecho de que a la vez que el motor de lahistoria constituyen la justificación de ella. La historia universal no es, pues, innecesaria. No es un obstáculo que haya que salvar a la carrera o una realidad que deba reducirse a otra considerada comomás fundamental. Es una reahdad tan efectiva, queel «más allá» buscado hace con ella lo que, según

LA UNIDAD DE LAS CUATRO VISIONES 33

Hegel, hace el proceso dialéctico: conservarla a lavez que suprimirla. La historia universal se convierte de este modo en un camino, pero en un caminotan indispensable como la posada. Si el viajero quellega a ésta se instala en ella definitivamente, lo hace

con el bagaje de la historia universal.Esto es lo que nuestros visionarios piensan últi-m am ^t e acerca de la historia y de su sentido. Poreso hemos dicho que al llegar a este punto sus especulaciones se convierten en sueños. Hubiéramos

podido agregar: y en mitos. ¿Deberemos por ello rechazarlas? Hacerlo así sería olvidar lo que Platón insistió en poner de relieve: que ciertas cuestiones no

pueden tra tarse si no es tejiendo mitos en torno a

ellas. La visión de la histor ia culmina así en una m itología de la historia; el concepto cede el paso a lametáfora. Esto, sin embargo, no debe desazonarnos.Pues el mito es peligroso solamente cuando no tenemos conciencia de su presencia, cuando no advertimos que está destinado, tanto como a hacernoscomprender de algún modo la realidad, a consolarnos de ella. Que esto sucede con nuestros cuatrovisionarios, no me parece dudoso. De hecho, sus vi

siones de la historia son -y de modo eminente-«consolaciones por la historia». Las razones de laconsolación son en cada caso distintas: para uno esla esperanza; para otro, la repetición; para un tercero, la intervención activa; para un último, la impasi

ble -y hasta implacable- contemplación. Pero la finalidad es idéntica: hacer ver que el sentido de la

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34 CUATRO VISIONES DE LA HISTORIA UNIVERSAL

historia es la plenaria justificación de ella; hacercomprender que todo juicio final implica la historiauniversal. La constante fidelidad de nuestros visio-narios a este común empeño ha pesado no poco ennuestra selección.

San Agustín o la visión cristiana

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38CUATRO VISIONES DE LA H ISTORIA UNIVERSAL

de la estructura más o menos platónica de la «ciudad espiritual» como «ciudad ideal».

Más -o, si se quiere, menos- aún: forzaremos untanto la palabra -y la idea - para que se nos dé la «visión» como de golpe. Así, empezaremos por contrastar un poco violentamente la visión en principioatemporal griega -cuand o menos platónica o neo-

pla tón ica- con la to tal v isión del tiempo históricoagustiniana. Diremos, pues, con todas las salvedades del caso -qu e son muchas-, que el griego no leencuentra sentido a la historia, porque lo que para élcuenta son realidades tales como la Naturaleza, laRazón, el Mundo Inteligible, lo Uno -en suma: loque no cambia o, si cambia, imita lo que no cambia yes, por consiguiente, como si no cambiara-. Si hay

para el griego tiempos, son tiempos «locales». Y sihay para el griego «un» tiempo, se trata entonces deuno donde ningún momento se distingue de otrosalvo por formar par te de un determinado ritmo. Loque pasa en el tiempo no es, pues, propiamente ha

blando, temporal; cada cosa, o cada especie de cosas, tiene su tiempo como puede tener su lugar, o suforma, o hasta su color. Si se quiere, en el tiempo suceden muchas cosas, pero no «pasa» nada. En todocaso, no pasa nada que sea absolutamente decisivoy, por consiguiente, absolutamente dramático.

Para el cristiano, en cambio, hay un acontecimiento que divide y casi enemista los tiempos, porel cual los tiempos mismos adquieren inequívoca

presencia: la llegada del Mesías, su rápido y decisivo

s a n AGUSTÍN O LA VISIÓN CRISTIANA 39

paso por la tierra. Sorprenderá un poco quizá que lareligión de lo eterno no excluya, sino que afirme terminantemente, lo que parece ser negación de loeterno. Pero el cristianismo es muchas cosas más delo que se supone y no todas las que se cree. A veintesiglos de distancia de su nacimiento, todavía nos

pregiyitamos, perplejos, en qué consiste. Y como no podemos contestar aquí de manera adecuada a esta pregunta, hemos de limitarnos a repetir lo que ya enla agónica teología de San Pablo encontramos: elcristianismo es un suceso de la historia, «y» lo quecontiene y sobrepasa la historia es afán de eternidad«y» justificación del tiempo; es comprensión de lamuerte «y» afirmación de la inmortalidad; es, ensuma, lo uno «y» lo otro, escándalo y «locura», contraste, antagonismo y «contradicción».

En esta «contradicción» se encontró el primergran crist iano cuya visión de la historia constituyenuestro tema. No es casual que el cristianismo se hiciera cuerpo y alma en quien, según sus propiasconfesiones, había sido lo que Pascal dice del hom

bre: cloaca de incer tidumbre y de error, simultáneodepósito de grandeza y miseria. Hasta San Agustínel cristianismo había sido «sobre todo» vivido; desde San Agustín iba a ser, «además», pensado. Ahora

bien, pensar el cristianismo parecía imposible a menos que fuera asimilada de algún modo la tradiciónintelectual griega, que la lucha entre los cristianos ylos paganos, cuya violencia había sido templada yaen parte por los esfuerzos de San Justino, de San

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40CUATRO VISIONES DELA HISTORIA UNIVERSAL

Clemente de Alejandría y de Orígenes, llegara a con-vertirse en armonía. «Lo que» en San Agustín se

pensaba era el cristianism o; aquello «con lo cual»se pensaba era la tradición griega. Pensar el cristia-nismo fue po r lo pronto, para San Agustín, tomar el

helenismo como órgano, como un instrumento quesólo por su eficacia podía ser admitido al lado de loque había aparecido como tan distinto de él.

Pues bien, lo primero con que San Agustín se en-cuentra al proponerse esta hazaña intelectual es laexistencia de unas realidades que el griego había ex-cluido por ser irracionales, por no ajustarse al impe-rio, al despotismo y a la violencia de la razón. No setrata sólo de los misterios, convertidos en dogmas;no se trata sólo de Dios y del alma, a pesar de queSan Agustín dice no interesarse más que por Dios yel alma. Se trata también de lo infinito, del tiempoy de la historia, justamente las realidades que el grie-go había perseguido encarnizadamente sin conse-guir eliminarlas. Por eso el intento de San Agustín

parece hoy, desde el pun to de vista religioso, una he-roicidad, y desde el punto de vista filosófico, casi undespropósito. La escolástica medieval no había con-cebido nunca un programa así. Obsesionada cadavez más por las soluciones «clásicas», la escolásticaque culminó en Santo Tomás fue un ensayo para re-cobrar la tranquilidad que el cristianismo primitivohabía desterrado y que San Agustín había ignorado.Para Santo Tomás no hay contradicción entre la ra-zón y la fe, porque la unida d de la verdad concilla

s a n AGUSTÍN O LA VISIÓN CRISTIANA 4 ¡

cualquier desgarramiento de contrarios. Para SanAgustín no hay tampoco, en el fondo, contradic-ción, pero esta ausencia de contradicción no impidesino que exige cabalmente pensar la fe por la razóny justificar ésta por aquélla. Santo Tomás y toda la

escolástica comprenden para creer o, si se quiere,creen y^cómprenden simultáneamente, porque lacomprensión no es, siempre que rectamente se use,incompatible con la creencia. San Agustín y toda lamística creen para comprender, es decir, creen por-que sólo la creencia les dará por la gracia aquella ra -zón que la misma razón no puede dar.

Esta vindicación de la razón por la fe o, mejor di-cho, este pedir incansablemente a la fe una razónque ilumine la creencia, es característica de la medi-tación agustiniana sobre la historia y sobre el tiem -

po, y en ella se funda en buena parte su visión de lahistoria. La filosofía de la historia de San Agustín esuna teología de la historia. Y una teología es siem- pre una teodicea, una justicia de Dios y una justifi-cación de esta justicia. En la histo ria vista por SanAgustín aparece no sólo, sin embargo, la justicia di-vina, sino también su misericordia, tan infinita ytan incomprensible como su justicia. Por eso la his-toria es, al mismo tiempo que castigo, redención deeste castigo. Para el cristiano la histo ria se hace, enefecto, posible mediante el pecado, es decir, me-diante el quebrantamiento de la ley divina, el afán deconocer el bien y el mal, el apartamiento de Dios, lasoberbia. Pero el pecado es sólo la posibilidad y el

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42 CUATRO VISIONES DE LA HISTORIA UNIVERSAL

fundamento de la historia, su condición necesaria yno su misma sustancia. La historia es, sin duda, his-toria de los pecados humanos, pero también de lasalvación de los mismos. Por eso no es una comedia,divina o humana, ni tampoco una tragedia, sino un

drama. La historia es, para San Agustín, historia delgran drama de la salvación.

Cuando San Agustín comenzó, hacia el año 413, aescribir su Ciudad de Dios, la penetración de los

pueblos bárbaros en el Imperio había dejado deser una filtración pacífica. Este hecho debía de in -fluir decisivamente en su concepción de la historia.

No debe olvidarse en ningún momento que SanAgustín siente, habla y escribe desde un tiempo que

había logrado poco a poco, tras enormes esfuerzos,reconocer la existencia de culturas actuales o desa-

parecidas a las cuales no se pod ía confundir, comohicieron los griegos, con una indistinta masa de bár-

baros. Esa época, una de las más oscuras y apasio-nantes de la historia, por lo menos para nuestrosdías, que parecen obsesionarse por todo lo que esinestable y crítico, es la época de la disolución delmundo antiguo, de la forma de vida que había pare-cido y seguía pareciendo todavía a algunos intangi-

ble y eterna. Las causas de la llamada «decadencia»,frecuentemente confundidas con sus manifestacio-nes, nos parecen hoy de índole complicada, si esque, en realidad, puede hablarse de causas. Para elcristiano, todo aquel derrumbam iento y aquel des-quiciamiento, toda aquella enorme y monstruosa

s a n AGUSTIN O LA VISIÓN CRISTIANA 43

confusión del Oriente con el Occidente, del Sur conel Norte, debía aparecer como el anuncio del finaldel drama que San Agustín enuncia y que ya en loscomentarios de Ticonio al Apocalipsis se había an -ticipado. Toda época de crisis parece ser siempre el

crepúsculo de la historia, la preparación para la lle-gada ^el «primero, del último y del viviente». Talsentimiento resulta mucho más explicable todavíaen aquellos siglos en que parecía advenir, con la rá-

pida difusión del cristianismo, el desquic iamien todel Imperio y el establecimiento de los bárbaros, unfin previsto, el acto último de u n d rama que habíacomenzado en un jardín idílico e iba a terminar enlo que es más radicalmente distinto de un idilio:en un juicio. Ante el gran teatro del mundo, en me-dio de las ruinas del pasado y con la esperanza y eltemor de ese juicio final, escribe San Agustín su teo-logía de la historia, y todo el contenido de esa visiónde nuestro «visionario» debe ser entendido par tien -do de esta única situación.

Todo debe ser comprendido desde aquí, no sólo lavisión cristiana y agustiniana de la historia, sinola misma visión de la naturaleza. Si, como hemos d i-cho, la naturaleza era para el griego lo permanente,el gran todo al cual cada ser individual vuelve encumplimiento de la universal justicia de la restitu -ción, para el cristiano es el mal, pero el mal necesa-rio e indispensable, porque tiene su sentido en larealización del dram a de la historia. Para el estoico,la naturaleza es el fin de todas las cosas, porque la

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44 CUATRO VISIONES DE LA HISTORIA UNIVERSAL

naturaleza es la razón misma, el conjunto compues-to de elementos a la vez reales y racionales. Para elcristiano, la naturaleza no tiene ningún sentido sino ha sido hecha para que el hombre pudiera desen-volverse en ella. El hombre es para el griego y, sobre

todo, para el estoico, una parte de la naturaleza; para el cristiano , en cambio, la naturaleza es una parte del hombre, el cual es definido justam entecomo un compuesto de dos elementos contradicto-rios y, sin embargo, coexistentes: su miseria naturaly su grandeza divina, su radicación en el mundo yen la tierra y su posibilidad de llegar, por la gracia,hasta la contemplación de Dios. Esta imagen delhombre, que coincide en ciertos aspectos con la pla-tónica, donde se habla, en un anticipador estilo cris-tiano, de la caverna y de la superficie, de la oscuri-dad y de la luz, del reflejo y del ser verdadero, es laimagen cristiana por excelencia, y por ello tambiénla imagen agustiniana, de un San Agustín que sicristianiza el platonismo y el neoplatonismo, nodeja de platonizar el contenido de la fe cristiana, dedar forma a lo que amenaza constantemente condesbordar toda forma. La naturaleza es, como dirá

posteriormente Hegel, lo que está ahí, pero es lo queestá ahí, muda y pacientemente, para que sobre ella

pueda desenvolverse, como sobre u n escenario, eldrama de la historia.

Un drama que, p or lo pronto, se halla ya previsto,con su comienzo, nudo y desenlace, en la mente desu autor; un drama que es tal vez la comedia divina.

s a n AGUSTÍN O LA VISIÓN CRISTIANA 45r

pero que puede ser llamado la traged ia humana.Mas un dram a que, a diferencia de los concebidos yrealizados por el hombre, no tiene espectadores,sino únicamente actores. Estos actores son los hom -

bres, «todos» los hombres. Por eso el hombre es, en

el fondo, únicamente un actor, un ser que lleva lamáscara y que por llevarla es llamado precisamentelo que, al parecer, significa «máscara»: una persona.La personal idad del hombre consiste en este su estarenmascarado, en este su desempeñar el papel que lecorresponde, que le ha sido asignado de antemanodesde aquellos tiempos en que no había nada, ni si-quiera tiempo, porque todo estaba en el seno deDios como modelo y paradigma. La historia co-mienza propiamente cuando nace, por la voluntadde Dios, el tiempo y, con él, el mundo y, con el mu n-do, el hombre. Lo que había antes del mundo y delhombre era p ara el griego un caos sin forma, unamateria sin perfil, una masa sin figura. La misión deDios era entonces simplemente la de dar forma aesta masa informe, la de plasmar y no la de crear,

porque el Dios que ha hecho el mundo es, comoafirma explícitamente Platón, un demiurgo, unobrero. El Dios del cristiano no es un obrero, sinoun arquitecto, porque de él surge, al dictado impe-rioso de su voz, la forma y la materia, la figura de lamasa y la masa misma. El hombre antiguo se en-cuentra con un mundo al cual atribuye la eternidad;el cristiano se encuentra con un universo que hasurgido por la creación, que ha tenido no sólo un

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46 CUATRO VISIONES DE LA HISTORIA UNIVERSAL

fundamento real, sino un comienzo en el tiempo.Pero el tiempo no tiene sentido si no sirve justamente para que, a lo largo de él, se desenvuelva lo que esesencialmente temporal; la persona humana y sudramática historia. El hombre es así para el cristia

no el ser vil por excelencia, el más abyecto de los abyectos, pero a la vez el centro del mundo, la cumbrede la creación, el barro, mas barro hecho a imagen ysemejanza de Dios. Sólo cuando ha nacido del barrode la tierra y del soplo divino la figura humana, descansa Dios de su obra, la contempla y la declara buena. El hombre ha sido hecho, como diría Unamuno,

para acompañar la soledad de Dios.Mas porque el hombre tiene este soplo divino,

porque consiste, en el fondo, como la mística germánica señala, en una inextinguible centella, no puede ser una cosa entre las cosas, sino que, juntocon la gloria de haber sido colocado en el centro deluniverso, surge la consecuencia de esta gloria: laembriaguez, la curiosidad, el orgullo y, con él, el pecado. Al hombre le es dado lo que ningún ser hastaentonces había recibido: la facultad de regirse por símismo, de elegir entre instancias opuestas, en suma,de hacerse. El hombre recibe, por la liberalidad deDios, la posibilidad de dirigirse hacia Dios o hacia elmundo, hacia la luz o hacia las tinieblas. Criatura deDios, es al mismo tiempo señor de las cosas y, antetodo, señor y dueño de sí mismo. Sin ese señorío yesa simultánea dependencia no podría haber esoque llamamos una historia, un drama de la humani

SAN AGUSTÍN O LA VISIÓN CRISTIANA 47

dad. Sin la libertad, el hombre hubiera sido bestia oángel. Con la libertad sola, sin auxilio divino, habríasido ángel rebelde, demonio. Por esa extraña super posición de la libertad y de la dependencia, de lagracia y de la naturaleza, puede ser el más grande de

los misterios de este mundo: un hombre.Si nos-atenemos a la moderna imagen evolutivade lalhistoria, resulta sorprendente que el hombrecomience por ser, no un bruto que se desliga de lanaturaleza, sino un ser que, después de haberle sidodada la imagen y figura de Dios, vuelve a revolcarseen el barro que constituye lo más alejado de Diosque pueda concebirse, lo que los neoplatónicos y,

junto con ellos, los primeros padres de la Iglesia, lla

maron indistintamente el no ser, el mal y la materia.La visión actual de la historia nos presenta un origen que se confunde con lo que nuestros abuelos llamaban, no sin cierto estremecimiento, la noche delos tiempos. La visión cristiana, coincidiendo enello dentro de su gran d isparidad con la judía y lagriega, nos presenta, en cambio, un origen tan increíblemente claro y transparente que cuesta esfuerzo inclusive pensarlo. Para el progresista moderno,en un principio fue la dispersión, y la historia consiste casi exclusivamente en el proceso en que lo dis perso se va concentrando, en que la multiplicidad setransforma en unidad. Para el cristiano, la unidad ha sido el principio y origen de la historia y todaella ha consistido en el desgaj amiento de esa unidad primitiva, hasta que, con la venida de Cristo, y por

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ella, lo confuso y lo múltiple se hace nuevamenteunitario. Visión que es, por tanto, lo más radicalmente distinto que puede darse de la idea del hom bre sostenida por el progresista moderno. Para éste,el hombre ha surgido como un producto final deldesenvolvimiento del universo y es, a la vez que un

ser natural, un comienzo de la conciencia que eluniverso tiene de sí mismo. La evolución del hom bre es el resultado de su propio esfuerzo, el afán porliberarse del terror pánico, de la oscura caverna primitiva, el paso lento y tenaz de la sombra a la luz, delinstinto a la razón. Para la idea oriental del primerhombre, para la idea griega del alma desterrada y,desde luego, para la idea cristiana, no hay paso de lasombra a la luz, sino todo lo contrario: a la luz pri

mitiva, a la claridad y transparencia de su origen, hasucedido la confusión y la multiplicidad, la verdadera noche en que, de Adán a Jesucristo, ha imperado,en medio de la ignorancia de los pueblos, una sola yúnica revelación del Dios escondido, la revelaciónincompleta manifestada al pueblo judío, el que hadado muerte temporal y vida eterna al Hijo de Dios.

La grandiosidad de una tal concepción de la historia se hace más patente en el modo como es resuelto el espinoso problema de la división de las épocas.Semejante problema no existe ni para el griego ni para el judío, porque ante ellos no se despliega unasucesión de pueblos diversos, sino que al lado del

propio pueblo y a veces inclusive de la propia ciudado de la propia tribu hay sólo una masa amorfa, ca

rente de libertad en el primer caso, ignorante delDios verdadero en el segundo. Mas para el hombredel sigloV , que ya tiene detrás de sí no sólo la tradición intelectual griega y la grandeza política deRoma, sino también la irrupción de los pueblos bár baros y la desaparición de los imperios de Oriente,

se perfila una más complicada figura. Todo puebloantiguo se considera a sí mismo como el centro delmundo y ello tanto en los judíos, en los griegos y enlos romanos como en los pueblos que llegaron a formar Estados fuertes y absorbentes: en los asirios, enlos babilonios, en los persas. El siglo v no podía ignorar simplemente el peso de tales pueblos en la historia. Mucho menos el hecho tremendo de su desa parición y hundimiento. Por eso la imagen de lahistoria bosquejada por San Agustín es a la vez queun intento de comprender dentro de una unidad lavariedad de las épocas y de los pueblos, el primer esfuerzo que se hizo en el mundo antiguo para noconvertir la historia universal en una crónica doméstica. La «filosofía de la historia» de los judíos, delos griegos y de los romanos es la narración de lasvicisitudes de un pueblo que existe sin preocuparsede los demás, excepto en la medida en que ello es requerido por la necesidad de la defensa de la conservación de su independencia y dominio. La filosofíade la historia de San Agustín es, en cambio, la filosofía de la historia de «toda» sociedad humana, la cualse halla ligada, según sus propias palabras, por <dacomunión y lazo indisoluble de una misma natura-

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50CUATRO VISIONES DE LA HISTORIA UNIVERSAL

leza». Ahora bien, ello no es posible si no se tomacomo punto de referencia algo que se halla más alláy por encima de la historia misma, de la evoluciónde un pueblo o de la comunidad de una raza. Este

punto de referencia, que consistió en gran parte para el judío en su propia evolución como pueblodestinado a transmitir su revelación de Dios almundo, fue transformado en el cristianismo poruna finalidad trascendente. Por eso la visión cristiana de la historia, decididamente apoyada en la visión judaica, es, en el fondo, muy distinta de ésta.Muy distinta de ésta y muy distinta de todas en virtud de la idea agustiniana de separar la ciudad terrena de la ciudad divina, de dar, según una incomparable justicia, lo que corresponde a cada una de

ellas: a César y a Dios.La separación entre Dios y el César como separa

ción entre la religión y el Estado o, en el orden individual, entre el hombre y el ciudadano, había sido

preparada ya en el crisol de esa extraña fusión decreencias y esperanzas que se conoce con el nombrede sincretismo. El rasgo característico del régimenantiguo había sido la íntima vinculación de lo estatal con lo religioso. La ciudad terrena era al mismo

tiempo la ciudad divina, y lo que Fustel de Coulan-ges ha llamado el régimen municipal, esto es, el Estado-ciudad concebido simultáneamente como Estado-iglesia, se había mantenido sin quebrantohasta que, con la expansión de Roma, resultó imposible conservarlo. El mundo antiguo se había man-

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tenido firmemente, dentro de sus estrechos límites,mientras no hubo separación entre lo religioso y lo

profano, es decir, mientras hubo, como en los comienzos, creencia verdadera, y no ya, como en lostiempos de Cicerón, creencia a medias. En realidad,la disolución del mundo antiguo comenzó cuando,tras la vacilación y el hueco dejado por la fe y la confianza. en los dioses, apareció lo que fue denominado el amor al saber, la filosofía. Con la filosofía comienza, en efecto, no sólo una nueva ciencia, sinouna nueva época, y, si ello no parece excesivo, podría decirse que con la filosofía comienza a nacerEuropa. Todo parecía haber marchado perfectamente en la Antigüedad mientras el hombre no formuló una pregunta que hoy puede parecer un tantoinocente, pero que entonces debió de ser considera

blemente grave y, sobre todo, sobremanera impía.Al preguntarse el hombre antiguo lo que eran las cosas, manifestaba su desesperación y su desconfianza: con la filosofía se sigue creyendo en los dioses,mas no ya totalmente. La filosofía ha disuelto elmundo antiguo -o la conciencia del mundo antiguo-, y quien pregunte por qué el cristianismo, quehabía surgido en sus primeros tiempos tan ajeno a la

tradición filosófica, tan extraño a su refinamientointelectual, se fundió luego, bien que en perpetualucha, con ella, deberá ante todo tener en cuentaque, en última instancia, la filosofía y el cristianismo se iban enderezando, por caminos distintos, aun solo fin. Hacia el siglo iii pudo parecer todavía

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52 CUATRO VISIONES DE LA HISTORIA UNIVERSAL

que el cristiano y el filósofo representaban, respectivamente, el mundo nuevo y el antiguo mundo. A estas alturas parece evidente que ambos representa ban lo mismo. A esto hemos llamado durante siglosel Occidente. Filosofía y cristianismo, alojados en el

orbe romano, han sido los pilares espirituales de lacivilización occidental.Por este motivo se ha llamado a San Agustín el

primer filósofo cristiano, el primer hombre moderno y el primer europeo. En él comienza la madurezde Europa, una madurez que se alcanza precisamente cuando el hombre de Occidente confiesa queno tiene patria. La coincidencia del estoicismo, delneoplatonismo y del cristianismo tiene lugar, ante

todo, en el palenque común de un cosmopolitismoque debía resultar, aun entonces, después de haberse todo confundido un poco, terriblemente subversivo. Pero el cosmopolitismo de los estoicos y de losfilósofos griegos de la última hora se parece, porlo menos, tanto como se diferencia del cristiano.Mientras los primeros sostienen que su patria es eluniverso, el segundo afirma que no hay otra patriaque la invisible, que esa patria que San Agustín, siguiendo los precedentes de la historia antigua, hallamado «ciudad». Ciudad divina. El filósofo griegoentiende ciertamente también por «universo» algomás que el conjunto de las tierras conocidas, pero sedetiene siempre ante lo que ha sido durante siglos suobsesión máxima: la naturaleza. El filósofo cristiano comienza por combatir esta naturaleza, que si en

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el orden material es concebida como barro, polvo yceniza, en el orden histórico es llamada también unaciudad, pero con un calificativo de menosprecio:la ciudad del diablo, la ciudad terrena. La historia noes dramática para el neoplatónico y el estoico po rque, en última instancia, no hay historia, sino histo-ria j y aun historias siempre iguales, repetidas eternamente a lo largo de ciclos que vuelven. La historiaes la misma naturaleza que evoluciona penetrada

por el fuego divino que destruye y construye incesantemente los mundos, y por eso el hombre nodebe tener otra preocupación que la de dejarse regir

por esa naturaleza, la naturaleza verdadera, en elfondo idéntica a la razón. El hombre debe llegar aser sí mismo, a no depender de nada más que de él, pero una vez lograda esta independencia se encuentra con que su ser coincide con el ser total de aqueluniverso al cual llama indistintamente «cosmos» o«patria». El drama de la historia consiste, en cam

bio, para el cristiano, en que no ocurre más que unasola vez. Por eso la historia es verdaderamente dramática y no cabe pedir, mientras se está en ella, la paz y la tranquilidad que el estoico busca y una vezencuentra, pues la historia es, por principio, la inquietud misma, el vivir sin reposo hasta que el corazón descanse en Dios. En la historia no hay para SanAgustín ninguna paz y ningún sosiego. El sosiego seencuentra únicamente en aquella ciudad de los elegidos en que no hay tiempo, variación ni discordia, ciudad divina cuyos arrabales llegan hasta este

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comienzo de ese vagar errante por el tiempo que esla historia. La historia comienza así con un pecado,que es a la vez original y originario, que es sabido deDios, pero que procede del hombre, de su libertadabusada, de su mismo ser y realidad defectuosa, principio de la culpa y del mal. La posibilidad deque el hombre entrara inmediatamente a formar

parte de la sociedad de Dios, de la reunión de todoslos espíritus en lo que Leibniz llamó «el más perfec-to Estado posible bajo el más perfecto de los monar-cas», se esfumó desde el mismo momento en que elhombre hizo, por su libre albedrío «humano», unaelección que determinó la historia, la existencia en-cadenada al tiempo, esa cadena, la más inexorablede todas, en que cada uno de nosotros está envuelto

sin posibilidad de evasión ni descanso. La historiacomienza con Adán, pero sólo con un momento dela existencia de Adán: con el pecado. En los mismoslímites del paraíso terrenal, pasada la frontera que elArcángel señalaba con su espada de fuego, se levan-taban los muros de la ciudad terrena, del Estadotemporal, cuyo primer fundador fue el vencedor deuna terrible guerra civil y fratricida, de la guerrafraternal, principio de innumerables guerras, entre

Caín y Abel.Desde aquel momento la historia iba a quedar ini-ciada y, al punto que iniciada, dividida por las eter-nas disposiciones del cielo. Disposiciones del cielomás que acontecimientos de la tierra, pues los seisgrandes períodos de que San Agustín da cuenta.

coinciden sólo muy imperfectamente con la expansión de los grandes imperios: Lo que caracteriza lasetapas de la historia no es tanto lo que ocurre enellas como lo que sucede por encima de ellas; lo quehace de la historia un progreso no es el aumento del poder y del dominio del hombre, sino la excesiva re-velación del Dios escondido. Todo lo que queda fue-ra de esta revelación, queda fuera de la «historiaeterna», y por eso ante la existencia de los grandesimperios que se desarrollaron conjuntamente con el pueblo judío y, sobre todo, ante la respectiva lumi-nosa y tiránica presencia de Grecia y de Roma, no se puede hacer sino declararla eminentemente contin-gente, hacer de estos Estados los herederos de la ciu-dad fundada por Caín y, en algunos pocos casos, los

partícipes de una revelación que tiene, como en Pla-tón, contenido pagano, pero claro acento cristiano.Esos grandes imperios pertenecen también a la his-toria, pero a una historia inferior y como aparente, pues no va encaminada a la salvación, sino al podery al vicio, al encumbramiento de la demoníaca so- berbia. La lucha de San Agustín contra los vicios es- pléndidos es la lucha contra una historia que ame-naza constantemente con absorber al hombre, con

ahogar la voz que libremente se revela. Todos los Es-tados que hacen tal historia muestran, cuando biense los examina, su calidad perecedera y terrenal, unafigura que presagia, aun en los momentos de mayoresplendor, su total destrucción y ruina. La ciudadterrena, los Estados eminentemente temporales y,

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entre ellos, los dos reinos más ilustres, el de los asirios y el de los romanos, están dominados por su

propio apetito de dominio, y por ello pertenecen auna historia que es pura y únicamente inquietud ydolor, mas no inquietud por encontrar el reposo enel seno de Dios, sino por dominar el mundo. Losojos de los que en ellos viven y a ellos se entregan noven más allá de sus obras terrenales y no son, comolos ciudadanos de la ciudad de Dios ya en esta vida,«bienaventurados en la esperanza», pues sus diosesno pueden ayudarles. No podrán salvar a la ciudadterrena de su final hundimiento ni los dioses antiguos ni los nuevos dioses de los filósofos, que si noclaman venganza no pueden ser tampoco depósitode amor y caridad.

Contra esos dioses -los antiguos y los modernos-, contra ese estar dominado por el afán de dominio que caracteriza la existencia de los Estadostemporales se dirige San Agustín en nombre de ladivina y eterna patria que, si por el momento estáarraigada en el tiempo y en la historia, apunta almás allá continuamente. Alrededor del símbolo dela patria celestial, en torno a la Iglesia se reúnen loselegidos, aquellos que, tras el período funesto enque no había libertad sino para el mal, han alcanzado por la gracia la libertad verdadera y por ello puede decirse que están salvados. Pero si la Iglesiaes condición no es causa suficiente, y por eso aunen ella son pocos los elegidos y son muchos loscondenados. Llamado a la salvación ha sido todo el

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género humano en la persona de Adán; condenadoha sido también todo el género humano en la misma persona; definitivamente salvada será sólo, em pero, una pequeña parte de él, precisamente esta parte que, mientras vive en la historia y en el mundo, tiene fuera su alma y sus entrañas. Esta justiciade condenar a todos y esta misericordia de salvar aalguKOS es lo que da su angustioso sentido a la visión agustiniana de la historia y lo que hace de ella,al tiempo que el reino de la desesperación, el fundamento de la esperanza. Pues, en último término,si no hubiera historia, esto es, si no hubiera luchaentre las dos ciudades, aquí confundidas y allá estrictamente separadas, no habría ni siquiera perdón para esos pocos que han sido a la vez llamadosy elegidos, que constituyen ya desde este momentoel núcleo con el cual se formará, terminados lostiempos con el juicio, la patria celestial.

Esta teodicea de la historia, esta justificación deuna providencia que, aun sabiendo de antemano acuán horribles padecimientos eternos será sometida la mayor parte de los hombres, no ha detenido suimpulso creador, no ha vuelto a sepultar en el barrolo que del barro había nacido, puede parecer a muchos una cruel pesadilla. Así han opinado quienes,como Orígenes, han sobrepuesto al castigo eterno, ala separación radical entre las dos ciudades, la últimay definitiva unidad de todas las cosas en todo, laapocatástasis, recapitulación o vuelta de todo a Dios.Pero a esta distinta y más apacible imagen opondrá

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siempre la visión agustiniana el hecho tremendode que la condenación de los más no es prueba decrueldad, sino de justicia, y de que la salvaciónde los menos no es manifestación de justicia, sino demisericordia. Orígenes se limita a señalar el castigo

del pecado original y de los pecados derivados conla inmersión en la materia, con la extinción de la lla-ma divina por ese mal que es el poseer una realidaddefectuosa, por esa impureza que es el mundo holla-do por la culpa. Pero el mal no es para él definitivo, porque la gracia alcanza, en última instancia, a to-dos, y la muerte de Cristo es la muerte por la cual elgénero humano, en su integridad, sin separación nielección, volverá a reunirse con su primitiva fuente,

con el hontanar que le dio sucesivamente vida,muerte y resurrección. Mas si esta visión es más re-confortante que la agustiniana, suprime todo lo queconstituye la raíz y el principio de la historia, el serconstitutivamente un drama y no una comedia en lacual, como corresponde al género, «todo acaba

bien». En la visión agustiniana no acaba todo bien,como en la comedia, ni todo mal, como en la trage-dia; en ella mueren, con una eterna muerte sin repo-so, los réprobos o los condenados, pero viven conuna vida sin más inquietud y desasosiego los que,debiendo ser también condenados, han resultado, por una elección que escapa a la razón humana yacaso a toda razón, inscritos en el registro de unaciudad que está constituida desde siempre, pero quesólo quedará colmada cuando la historia, ese sueño

SAN AGUSTIN0 L \ VISIÓN CRISTIANA

que es una pesadilla, haya terminado de ser soñada.Puede que no haya que acusar demasiado a Dios desu aterrador dictado, porque acaso la pesadilla tam- bién a Él alcanza y somos nosotros la visión queaparece constantemente en sus sueños. En los sue-ños de Dios, que si tal fuera cierto, serían para elhombre más reales que la realidad.

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Vico o la visión renacentista

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Agustín lo descubría, es lo que imprime su más indeleble carácter a la visión histórica de Vico; cuantode ella se diga ha de tener, pues, como fondo, lo quecabría llamar «la experiencia de la renovación».

La visión de Vico fue a la sazón tan nueva que durante más de doscientos años después de su formu

lación permaneció casi inadvertida, y, en la épocamisma en que era enunciada, absolutamente incomprendida. Los tiempos de Vico seguían embarcados en la aventura de la física, y cuanto en el saberno estuviera encam inado al descubrimiento de lasregularidades naturales debía de parecer ocioso. Laobra de Vico, la Nueva ciencia, aparece en su primera redacción poco menos de un siglo después de los

Discursos de Galileo y de Descartes sobre algo que es

llamado también la nueva ciencia: la ciencia matemática de la naturaleza. Ahora bien, de estas dosciencias, sólo a una de ellas, a la ciencia física, le fueexplícitamente reconocida la novedad. A la historia,en cambio (o a lo que se entendía entonces por historia), no podía serle reconocido el título de ciencianueva, no sólo porque, s e ^ n los hábitos del tiempo,no era nueva, sino también , y muy especialmente,

porque no era ciencia. Ciencia se llama durante el si-glo X V I I y buena p arte del xvii i exclusivamente a lafísica y a todo lo que, como la física, es susceptiblede ser expresado en fórmulas matemáticas, de sersometido a cantidad y medida. Lo verdadero es paraaquellos apasionados de la ciencia natural lo que

puede ser contado.

Frente a esta persistente limitación de las mejoresmentes a los números y a las medidas. Vico sostieneuna extraña teoría del conocimiento y una todavíamás extraña metafísica elaboradas al hilo de unacontinua oposición al cartesianismo dominante.Para éste, la mente humana es ante todo una sustan

cia racional, una cosa que piensa; para Vico, encaml]¿P, lia mente no es ninguna cosa, porque no posee la razón, sino que se limita a participar de ella.Por eso nos dice paradójicamente Vico que el hom

bre puede pensar en las cosas, pero no entenderlas.Toda ciencia humana es, en realidad, imitación de laciencia divina, y como tal parte muy reducida de loque Dios conoce y sabe. Dios lo conoce y lo com

prende todo, porque lo ha hecho todo; el hombreconoce y comprende sólo algunas cosas, muy pocas,

precisamente las que él mismo hace. Las demás las piensa, pero no las entiende. Ahora bien, sólo haydos cosas que el hombre verdaderamente hace: unade ellas es la matemática, la ciencia de lo más abstracto; o tra es la historia, el saber de lo más concreto. Sólo para ellas hay criterio de verdad absoluto y,

po r tanto, absoluta y verdadera ciencia. La cienciaes, ante todo, para Vico, al revés que para sus contemporáneos, ciencia de los objetos no físicos, ciencia de la realidad espiritual.

Por eso la historia merece ser llamada nueva ciencia al lado de la vieja ciencia matem ática y cont ratoda pretendida ciencia nueva, contra esa insensatezque representa querer conocer las cosas que no ha-

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cemos. Pero como esta historia no es ya amena na-rración de hechos transcurridos o grave justifica-ción de por qué han pasado, sino imparcial enun-ciación de leyes y regularidades, el desigual comba-te de Vico con la física termina con una tregua en

donde la propia física acaba imponiéndose a ese ca- ballero andante de la historia. Vico hace, no una teo-logía, ni siquiera, como hoy se dice, un a psicología,sino una física de la historia. Lo que Vico pretendees, en efecto, establecer los principios de la «historiaideal eterna» de acuerdo con la cual transcurren lashistorias particulares; las leyes que rigen y porlas cuales se explica la «naturaleza común de las na-ciones». La nueva ciencia histórica es, pues, tam-

bién, y en una proporción que su autor no había po-dido imaginar, una ciencia natural.

Tal ciencia se aplica, sin embargo, a una natu rale-za que se resiste a ser sustancia: la naturaleza hum a-na. La frecuente crítica anticartesiana de Vico puedereducirse, en el fondo, a la indicación del hechode que el filósofo seducido p or la física renuncia auna experiencia menos exacta, y, desde luego, me-nos cómoda, pero infinitamente más rica y compli-cada que la física: la experiencia histórica. No sóloesto. Mientras el físico moderno rechaza la historia

po r estimarla como una de las bellas artes, ese con-fuso napolitano llega a la inaudita afirmación deque si hay un saber inseguro e improbable es preci-samente el saber de la naturaleza, opaca para lamente humana, que resbala sobre ella sin penetrar-

la. Si parece haber en la obra de Vico unas nupciasde la naturaleza con la historia, parece también quetal matrimonio es la consecuencia del rapto de la

primera po r la segunda, pues sólo por la his toria puede la natu raleza y, sobre todo, la naturaleza hu-

mana, ser penetrad a y comprendida. Ahora bien, sila nueva ciencia es la ciencia de la historia eternaideal, forzoso será admitir que es imposible si, en elfondo, no queda reducido todo cambio y transfor-mación a una naturaleza única, a una sustancia.Tras las nupcias de la naturaleza con la historia o,mejor dicho, tras el rapto de la naturaleza por la his-toria ha ocurrido, como a veces pasa, el triunfo delraptado sobre el violador.

Toda historia efectiva es, pues, participación casi platónica de unos sucesos en una historia ideal inal-terable, pensada y dictada p or una providencia. Noobstante, esta providencia no es, simplemente, lasumisión de los hechos a un arbitrario poder ajenoal mundo. Si hay, en efecto, un poder extraño almundo y superior a él, no existe para desbaratar laidea eterna de la historia hum ana, sino justamente

para hacerla cumplir, para que en ningún momentola sociedad humana subsista sin orden, es decir, sinDios. La providencia, que rige la historia y a la cualnada escapa, es, pues, en realidad, vigilancia, man-tenimiento del orden establecido desde la eternidad,verdadera policía. La providencia rige las cosas hu-manas, pero las rige con el fin de que estas cosas

permanezcan dentro de su cauce. El homb re puede

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cado, será ya, cuando llegue el fin de los tiempos,completamente ilegible. La historia se convierte asíen el expediente de la especie humana, en su insis-tente y casi mecánica apelación al supremo juez yadministrador.

El contenido efectivo de cada expediente, es decir,de cada historia, puede ser distinto y responder encada caso a las condiciones particulares de la naciónapelante; la forma será siempre la misma y respon-derá a la inexorable formalidad jurídica. Cada unade las historias particulares de cada una de las na-ciones es sólo un curso para el recurso subsiguientey un recurso para el curso anterior, para la etapa quelo había preparado y precedido. No hay, a diferencia

de algunas tan llamativas como arbitrarias morfolo-gías de la cultura, pueblos distintos y casi totalmen-te independientes, que siguen en su evolución lasformas que les impone una supuesta y, por lo demás,metafórica constitución biológica. Si Vico suponetambién, como el naturalismo de nuestros días, unainfancia, una juventud y una madurez o vejez de lahistoria, percibe, al mismo tiempo, que la vejez decada pueblo es, en el fondo, el anuncio de la niñez

de un pueblo que ha de surgir de entre sus ruinas.Los pueblos que han alcanzado la vejez no son, enrigor, menos jóvenes que los pueblos que comien-zan. Si la evolución conduce, desde luego, a la con-sunción, conduce también, y por el mismo camino,a una resurrección y a un milagroso renacimiento.El concepto evolutivo de la historia que se encuentra

en Hegel, en Comte o en Spengler es, pues, bien dis-tinto del más consolador y optimista de Vico. Puesno hay en éste una serie de evoluciones sin sentidode pueblos separados o un recorrido único que con-duce simultáneamente a la plenitud y a la muerte,

sino un curso repartido a lo largo de múltiplesrecursos,pná renovación que da vida a los más jove-nes y esperanza a los más decrépitos. Hablar de pue- blos mozos y de pueblos viejos, de naciones vigoro-sas y de naciones caducas, es olvidar lo que tiene detranquilizadora esa magnánima visión de Juan Bau-tista Vico, que si hace de la historia un expediente,deja, por lo menos, que las naciones vivan confiadasen la posibilidad de su renovación perpetua. La filo-sofía de la historia de Vico es la filosofía de la histo-ria de los pueblos que se niegan a morir.

Ahora bien, si la historia es interminable, es tam- bién monótona, pues cada uno de sus cursos o desus recursos habrá de someterse siempre al imperiode tres etapas. Estas etapas son obligatorias: lo sonhasta el punto que su mejor representación gráficano es la línea, de la cual cabe escapar, sino el círculo,de cuya férrea tenaza nadie puede evadirse. La únicaevasión posible para un pueblo es, en realidad, la re-sistencia a pasar de una edad a otra, la permanenciadentro de uno de los tiempos que le han sido asigna-dos. Éste puede ser, por ejemplo, el caso de los pue- blos primitivos que siguen viviendo en tal estado yno parecen mostrar indicios de salir de él en fecha próxima. Vico pudiera tener presentes a los pueblos

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aborígenes americanos, de los que entonces se conocía casi únicamente el aspecto externo de su cultura; podía tener presentes, también, a varios pue blos africanos que viven, como ha dicho Breysig, en perpetua alborada, sin decidirse a pasar de su larganiñez a una madurez que ha de ser su muerte, perotambién la promesa para un futuro rejuvenecimiento. Es el caso, también, de los pueblos que, como

Numancia, Capua y Cartago, han sido destruidosantes de recorrer todo su ciclo. Tales casos no son,empero, contravenciones a la ley de la común naturaleza de los pueblos: son únicamente, por así decirlo, expedientes que permanecen en su primera fase, procesos en los cuales no hay curso ni recurso, por

que no ha habido todavía ninguna apelación. De jando aparte tales casos, que sin duda no demuestran, pero que tampoco invalidan, esa ley inflexible,todos los pueblos que siguen una marcha incesante,que no permanecen estancados, han de recorrer elcamino que una providencia implacable les señala.

Las tres épocas o edades no son, sin embargo,únicamente tres tiempos. Cada una de las épocas es,más que una época determinada, una determinadanaturaleza. Lo que caracteriza, en efecto, a cadaedad, es la unidad formal y de estilo de todas susmanifestaciones, la perfecta y admirable correspondencia de todos sus ademanes. Vico llama a estastres edades la divina, la heroica y la humana. La primera es la edad infantil, en la que impera el noblesalvajismo; la segunda es la edad juvenil, en que el

heroísmo domina; la tercera es la edad senil o madura, la época de la verdadera hümanidad.

Pues bien; ¿qué es lo que a grandes rasgos caracteriza a cada una de esas épocas? ¿Qué es lo que da acada una de ellas esa «maravillosa correspondencia» de que Vico nos habla, y que parece más biencosa de milagro que hecho consumado? ¿Qué nosdice Vicóxuando, aun a riesgo de aventuradas inter pretaciones, nos adentramos en su caos?

La idea de las tres edades es, por lo pronto, la sistematización de una manera de ver que en tiemposde Vico era ya proverbial, y que se refería a la infancia, a la juventud o a la madurez del género humano.Desde el momento en que se descubrió que había

una historia de la humanidad y no sólo una serie dehechos sin sentido, la correspondencia entre susetapas y las edades humanas debía de imponersecon fuerza irresistible. Esta correspondencia era, por o tro lado, el resultado de una experiencia quecada época y cada pueblo hacen en mayor o menormedida. El sentirse joven o viejo no es sólo un sentimiento individual, mas también colectivo; por él sehacen los jóvenes de culturas milenarias más ancia

nos que los viejos de culturas mozas. La infancia, la juventud o la madurez era, pues, y sigue siendo paranosotros, algo que nos corresponde vivir colectivamente, más allá de nuestra edad individual, algo quemanifestamos, aun sin quererlo, en cada uno denuestros gestos y en cada una de nuestras palabras.El hecho de un posible rejuvenecimiento, de una vi-

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talidad inacabada e inacabable de cada uno de los pueblos, no impid e que la juventud revivida seamuy distinta de la primera infancia. En suma, si

bien una filosofía de la existencia humana es una filosofía de la historia, ésta es asimismo una filosofía

de la existencia humana : la realidad hu man a. Vicoanticipó, es fundamenta lmente histórica.La edad infantil es la edad divina, edad esencial

mente poé tica o creadora, edad de los gigantes queempiezan a vivir dispersos en la soledad de las mo ntañas. La fidelidad de Vico a la narración bíblica esgrande; el pueblo elegido de Dios es, pues, el verdadero princip io de la historia. Sin embargo, si el pue

blo hebreo aparece en el umbra l de la historia, no es,

ni mucho m enos, tod a la historia primitiva. La luminosidad de los primeros tiempos, de Adán hasta

Noé, cede bien pron to el paso a una época o scu raque sobreviene cuando al llegar Noé a la edad dequinien tos años e ngen dra a Sem, Cam y Jafet. Estaépoca nos es conservada p or el mismo relato bíblico, el cual nos habla dé la multiplicación de los hom

bres sobre la t ie rra y, ante tod o, de la aparic ión delos gigantes, esos héroes nacidos del ayuntamientode los hijos de Dios con las hijas de los hombres. Lacorrupción de la tierra, «llena de violencia», es la

prim era consecuencia de la d isp ers ión de los descendientes de Cam y de Jafet -«errando feroces porla gran selva de la tierra fresca»-. De ah í nacieronlos pueblos paganos, esos pueblos que proliferanluego sin que se sepa cómo surgieron, pero que Vico

hace brotar de. una dispersión que tuvo lugar tras eldiluvio, cuando los hijos de los hijos de Noé se extendieron por las islas y por los países de Acadia y deSumeria. Sólo con ellos comienza propiamente laedad divina, pero el paso de la unidad a la disper

sión es únicamente una época de tránsito, la primera gran¿criáis histórica. La historia se inaugura contres elementos, que son, a la vez el fundamen to de laconvivencia: la religión, el mat rimon io y la sepultura de los mu ertos, y po r eso el proceso de esa grandispersión no pertenece prop iamente a la edad divina, primera fase de cada historia p articular, hastatanto no haya un reposo de su vagar errante por lasmontañas. Este reposo es el refugio en las cavernas,

que protegen contra las primeras iras de Dios: lastempestades. Pues esos hombres primitivos, que

perdieron al Dios que les d io origen , comenzaron po r creerse dioses, po r confundir su soledad con suomnipo tencia. Sólo cuando los elementos de la naturaleza les persiguieron hasta sus oscuros refugios,comprendieron que la soledad era aparente, y que,

por encima de su fuerza, a la vez brutal y sincera, ha bía un poder que no pod ían doblegar con sus brazosni vencer con su indomable espíritu. Del reconocimiento de esa fuerza nacieron la piedad, como n orma de vida, y el temor, como forma de relación entre el hombre y lo sobrehumano. Pero si el temor hahecho a los dioses, no ha hecho, en cambio, al Diossupremo y verdadero, que se halla por encim a detodo terror y espanto, porque no es el fuego que

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simplemente una consulta ritual como las de las

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todo lo devora, sino el amor que todo lo une. La ex- plicación del origen de los dioses paganos puede noser incompatible con la verdad del Dios de la reden-ción y del amor.

Por ser el temor la manera fundamental de lavida, todos los actos de la existencia serán, en esa

prim era época, actos atemorizados, realizados deacuerdo con la divinidad y jamás fuera de ella. Taldependencia de lo divino se manifiesta en todos losórdenes de la existencia colectiva, desde el derechoy el gobierno hasta la ciencia y el lenguaje. La un i-dad de los actos no es, sin embargo, la identidad,sino, pura y simplemente, la correspondencia, la«maravillosa correspondencia». Por eso, lo primeroque hacen esas sociedades primitivas es elegir quiéndebe regirlas, mas no como monarca, sino como re-

presentante de los dioses sobre la tierra. El derechodepende de Dios, y no, como en las épocas heroica yhumana, de la fuerza o de la razón. Lo que caracte-riza al gobierno de los hombres es, pues, la teocra-cia, el gobierno de Dios en la figura de los hombressuperiores, de aquellos que acaso carecen de la ra-zón del sabio o tal vez no poseen la fuerza del gue-rrero, pero que están llenos de la intuición del poetay del profeta, pues son depósitos de la voz que el dioso los dioses escondidos transmiten periódicamentea los hombres. De ahí la proliferación de los orácu-los, de los signos, de los sueños, de cuanto pueda serinterpretado y penetrado. En esas sociedades nadase hace sin que preceda a la acción la consulta, y no

simplemente una consulta ritual, como las de lasépocas heroicas, donde los oráculos perduran, massin la primigenia fuerza, sino una consulta cordial,que el corazón espera y teme a la vez, pues la voz deDios es la voz del futuro; la voz del destino. En talgobierno teocrático no desaparece, sin embargo, la

responsabilidad de los poetas y de los profetas; éstosdeben limitarse, por lo pronto, a t ransmitir la voz deDios, pero junto al mudo acatamiento hay la posibi-lidad de alterar la voluntad divina por la queja, porel ruego y por el llanto. Por eso la misión de la teo-cracia gobernante es interpretar a los dioses, peroluego interceder cerca de ellos, no sólo viendo, a tra -vés de los signos, lo que pretenden, sino también procurando que pretendan algo determinado. Deahí el primado en el lenguaje de una forma de expre-sión hermética, única que conviene a la majestad delos dioses. El gobernante de las épocas divinas es aun tiempo poeta y teólogo. Como poeta, dice ensueños lo que los acontecimientos son en su entra-ña. Como teólogo, habla con Dios y habla de Dios,lo interpela y transmite el resultado de su «diálogo»a los hombres. Lo que así se busca no es el saber for-mulario, residuo de una experiencia milenaria, ni laesencia de las cosas, sino la conformidad con los de-signios divinos, que están, por principio, ocultos, pero que no necesitan ni siquiera ser justos, con esamenguada justicia que representa el querer dar acada cosa lo que le corresponde. No es sorprendenteque los primerois filósofos griegos sean, a la vez, los

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primeros defensores de la justicia contra esa injusticia que es, para ellos, el pretender determinar las cosas de otro modo que por las razones. En la épocadivina, en cambio, no hay razones, sino voluntades;no hay justificación, sino obediencia. La autoridadtiene por misión no el cumplimiento de la justicia nila aplicación de la fuerza, sino la transmisión delmensaje. Si, en verdad, domina una razón sobre loshombres, es la razón divina, aquella que sólo Diosconoce íntegramente y revela parcialmente al hom

bre. La revelación constituye una parte esencial de lahistoria de tales sociedades, hasta el punto de que lamadurez de ellas se mide, como entre los hebreos,

po r la mayor o m enor «cantidad» de cosas reveladas, por el paso sucesivo del escondimiento a la presencia. La razón es cosa de la autoridad, pero la autoridad es sólo cosa del autor, es decir, del creador.

A esta edad sigue casi inmediatamente una épocaque es también poética, pero de una poesía menoselevada y grandiosa. Ahora hay ya un verdadero Estado, porque el hombre ha perdido una parte de suingenuidad y necesita, al hacerse más astuto, un

vínculo que le una formalmente con sus semejantes.Los protagonistas de este segundo acto de un dramaeternamente repetido, no son ya los hombres-dioses, sino simplemente los héroes, esto es, los jóvenes. El asentamiento, tras la primitiva fase nómadaen una tierra, la necesidad de defenderla y defenderse, da origen a una civilización donde los hombresno se creen ya dioses, pero sí herederos de los dio-

ses. Si la época divina fue la época del predominiodel agua, la época de los ríos y de los manantiales,este nuevo período comienza con el imperio de lasciudades. Su carácter distintivo no es ya la ciega ymedrosa sumisión de los siervos a los señores y de

los señores a los supremos dioses; la piedad y el temor son^bien pronto sustituidos por la irritación, por la taimería, por la violencia. El campo invita, aveces, al recogimiento y a la admiración por la ma jestad de lo creado; la ciudad enfurece, y da origen,según los casos, a la opresión o ala rebeldía. Por eso,toda la época heroica está llena de las luchas entrelos fuertes y los débiles, entre los patricios y los ple beyos. El derecho de la fuerza se sobrepone entonces al derecho divino, que puede ser humanamenteloco, pero que será siempre divinamente cuerdo. Elderecho basado en la fuerza, de los aristócratas y losoptimates, no es, en cambio, ni humana ni divinamente cuerdo; es pura locura humana del que creeque, por tener la fuerza en su brazo, tiene también lacordura en su cabeza. Por eso impera en esa edad unestilo militar, que se manifiesta en todas las formas

del lenguaje, en la misma actitud frente a los dioses,actitud de soldado y no de hijo. Los dioses deben ser para estos fuertes héroes servidos más bien queadorados, defendidos antes que temidos. El héroesigue creyendo en los dioses, pero su creencia se circunscribe cada vez más a la fórmula; los oráculos ylos presagios, que eran absolutamente fehacientesen la época divina, son lentamente sustituidos po r

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los ruegos hechos en un lenguaje que ya no se com prende. El hombre obliga a los dioses mediante unidioma donde lo que menos importa es el sentido, ylo que más decide es el rito, la fórmula y el gesto.Este formulismo invade también la jurisprudencia,cuyo carácter divino oculta siempre una voluntadhumana, una voluntad que, por llamarse heroica, secoloca más allá de toda justicia y de toda misericordia. El carácter esencialmente irracional de la ley, suindependencia de la justicia, es para esas terriblesépocas la mayor garantía de su excelencia. Pero seríaerróneo creer que tal locura refleja la cordura de losdioses; la irracional locura de la época heroica brotade los hombres fuertes y sólo de ellos. De ahíla diferencia, cada vez más clara, entre el creyente y elenergúmeno, entre la fe y el fanatismo. La creenciasuperficial, desorbitada y violenta, es, en el fondo, lacreencia de los hombres en sí mismos; servidores delos dioses y no hijos, llega un momento en que se re belan contra los dioses. Siguen encomendando aDios sus actos; en rigor, lo que impera es la fuerza

primitiva, la desm esura que ya no sabe n i siquieracuál ha sido su medida. La ley acaba por ser un dic

tado; no es, pues, la ley que a todos alcanza y que puede proceder, como en la edad divina, de los dioses, o, como en la edad humana, de la razón.

El fundar la ley en la razón es lo propio de la épocaque, por una extraña paradoja, se parece más a la divina que a la heroica. Ahora dornina ya la humanidadsobre sí misma, mas este aparente endiosamiento del

hombre permite hacer lo que la época heroica ignoraba o prohibía: dar al César lo que es del César y aDios lo que es de Dios. En la edad divina se da todo alos dioses y nada a los Césares; en la heroica, los Césares son quienes, en nombre de Dios, pero, en verdad,en el suyo propio, lo reciben todo. En la época humana hay una separación precisa entre lo humano y lodivino^, por consiguiente, la posibilidad para cadahombre de repartir su existencia entre el servicio pú blico y el ejercicio privado o «vida íntima». La autoridad dimana en la edad humana de la razón, pero larazón no es, como suele afirmar el irracionalismo heroico, la servidumbre de los hombres a lo abstracto,sino el reconocimiento de algo que está por encimade los hombres, y de lo cual participan todos: el espíritu. Espíritu que no es precisamente el orden mecánico, la ley formal, sino el orden creador, la vida quese da sus propias normas y que las obedece por suyas.En la vida del espíritu se busca la verdad de los hechos, pero buscar la verdad de los hechos es tambiénindagar lo que hay, en realidad, tras el hombre, trassu distracción, su violencia y su orgullo. Mas paraello es necesario antes librarse de los falsos ídolos,

que acaso nos tranquilizan, pero que no nos satisfacen. Si es cierto que, frente a lo sagrado y a lo heroico,impera en esta época humana lo simple, debe tenerseen cuenta que éste se aproxima más a la simplicidadque a la simpleza. La forma de gobierno de esta época-la república popular o la monarquía moderada- séhalla a gran distancia de la primitiva teocracia, pero

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a mayor distancia todavía de esa extraña democracia

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ciso: la corrupción moral los conflictos sociales la

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a mayor distancia todavía de esa extraña democraciaantiliberal que supone el predominio de lo heroico,de un estusiasmo que no es sino un endiosamiento.La época humana es moderada y razonable; la razón,el deber, la ley y la conciencia impiden la guerra detodos contra todos, el desencadenamiento de esos

azotes ante los cuales suelen arrobarse los que secreen tocados de heroísmo: el llamado realismo, la política de gran estilo. Por eso se parece mucho mása la edad divina que a la heroica, pues si en la primerano hay razón, hay por lo menos aquello a que la verdadera razón conduce: la «piedad».

Pero si la época humana parece el cumplimientode la esperanza de los hombres, el momento de la paz, ello no es sino una apariencia: la edad humana,como toda edad, es transitoria, y por eso la alegría devivirla y de crearla queda continuamente empañada po r la certidumbre de que, desde el mismo momentoen que ha empezado, ha entrado en su agonía. Hayuna experiencia que resuena constantemente a lo largo de toda la obra de Vico, que constituye, tal vez, elnúcleo de esta obra: la experiencia de la maldad delos hombres, vista y sufrida por Vico en el ambientenapolitano de su tiempo. Tan pronto como irrumpeesa «monarquía perfectísima» que es el despotismoilustrado, apenas se han tomado las primeras disposiciones para repartir todas las cosas según justicia,cuando la maldad humana, la incurable locura de loshombres, convierte toda paz en decadencia. Las causas de ésta pueden ser enumeradas en un orden pre

ciso: la corrupción moral, los conflictos sociales, laanarquía, las guerras civiles, el utilitarismo, la tiranía, el predominio del instinto, el dinamismo infatigable, la invasión extranjera. Los pocos hombres de bien que hay al final de la época humana, esos pocos justos en nombre de los cuales pedía Abraham al

Eterno que salvara a Sodoma y Gomorra, quedananegados en la corrupción de los más; dispuestos enun principio a intervenir para salvar al mundo de su perdición, se van retirando poco a poco, se encierranen sí mismos, se quedan total y dolorosamente solos.Es el momento de la secesión, de la crisis, de la disolución. El retorno a la simplicidad primitiva pareceentonces la salvación para esa corrompida humanidad; el «estado bestial» aparece al final de la épocahumana, entre las ruinas de la civilización, pero esteestado, que parece a primera vista el aumento de lacorrupción y de la violencia, no es sino el recobro dela ingenuidad, el comienzo de otra edad divina y teocrática, la renovación del expediente. Los instintosvuelven a dominar en esta época, pero ya sin la astucia. En ello se cumple «la identidad de sustancia» dela historia; en ello se cumple lo que la historia es, en el

fondo: una transmigración, un continuo renaci-,miento, una interminable agonía.En esta agonía de la historia en que culmina la vi

sión de Juan Bautista Vico se halla la razón de su pesimismo, pero también de un optimismo que, en finde cuentas, logra vencer las mayores desilusiones. El pesimismo surge cuando se comprueba la imposibi-

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lidad de alcanzar pa ra siempre un estado perfecto, pues la histo ria ideal eterna es, desde luego, e terna, pero también ideal, esto es, s ituada en u n inasequi ble lug ar celeste. Lo que Vico llama la «Repúblicaeterna» está reñido con la impe rturbable realidadde la historia, que sigue infatigablem ente su curso,que no se detiene nunca, n i en medio de la paz ni enmedio de la guerra, ni en la dulzura n i en la aspereza. La historia es perpetua agonía, pero mientrashay agonía hay vida, y mientras hay vida h ay esperanza. Si existe una ident idad de sustancia de la historia, puede encontrarse, pues, sólo en la vida agónica. La verdad de la historia es su agonía; larealidad de la historia es su lucha. Y aquí radica, pre

cisamente, el más firme consuelo de esa visión, queconden a a los hombres a la inquie tud sin fin, peroque les promete u na existencia también sin fin, per

pe tuam ente renovada. Ante la mentira de la historia, San Agustín espera, con San Pablo, un final próximo, pues «el tiempo es corto» y «la figura de estemu ndo pasa»; ante la misma mentira. Vico pide quese renueve, pide seguir viviendo en la men tira, perosegui r viviendo. Y es que, en últim a instancia , SanAgustín, Vico y tantos hombres viven en la esperanza de no morir de un modo o de otro, en esta vida oen la otra vida, en la verdad o, si es preciso, en lamen tira misma. Pues el homb re, que necesita tantascosas -comer, beber, saber a qué atenerse, ser feliz, yquién sabe qué má s- parece empeñarse sobre todoen una: en «durar». ’ ' m u ,

Voltaire o lá visión racionalista

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prendido en su ligereza elposo de una gran amargu Daubenton, ni Marmontel, ni ninguno de los cola

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prendido en su ligereza el poso de una gran amargura. No en vano fue el método preferido de Sócratesy de los románticos. El primero veía en ella la manera de hacer reconocer a los demás que ellos, tan presuntuosos y locuaces, tampoco sabían nada; los segundos veían en ella la manera de comportarse el

verdadero genio, el que posee, frente a la seca capacidad de análisis, la fantasía creadora. En uno y otrocaso, empero, la ironía era todo menos lo que, acasotambién irónicamente, creemos de ella; en el reír yen el decir irónicos, la procesión va por dentro.

Por dentro iba la procesión de Voltaire mientrasironizaba, y lo que nos compete hacer, si queremosllegar, aunque sólo sea hasta los arrabales de la realidad humana y no cortesana de Voltaire, es descubriren qué consiste esta procesión tan encubierta. No escosa fácil. Por una parte, Voltaire ironiza no sólo so

bre lo que no cree, sino tam bién, y muy especialmente, sobre lo que cree; sus creencias y sus dudasse hallan igualmente recubiertas por la niebla deuna ironía que, a fuerza de ser tan insistente, resultacasi desesperante. Por otra parte, y a pesar de su tan

proclamado amor por las razones claras, es, como

muy pocos pensadores de su tiempo, un hombre decontradicciones. Con excepción de Rousseau, conquien le unen más vínculos de los que pueda hacersospechar su rivalidad mutua, hay en Voltaire, detrás de la fachada de sus burlas y de sus veras, unavida frente a la cual el tumulto de la corte se torna lamás sosegada existencia. Ni Helvecio, ni Holbach, ni

Daubenton, ni Marmontel, ni ninguno de los cola boradores y amigos de la Enciclopedia, pueden eneste aspecto comparársele. Todos ellos atraviesan lavida a bordo de la nave de un optimismo sin tacha ycasi sin medida. Ello acontece, sobre todo, en quienes, como Holbach y Helvecio, han encontrado ya,

después de la destrucción de los ídolos tradicionales, sus-nuevos ídolos. El materialismo, que no essólo una particular concepción sobre la constitución del mundo físico, sino una moral y una fe, les essuficiente para sentir que han llegado a un puerto alabrigo de todas las tempestades. Pero Voltaire no esmaterialista ni ha llegado a ningún puerto; quierevivir desde creencias firmes que sean a la vez ideasclaras, y como el materialismo, si puede ser una firme creencia, no es ni mucho menos una clara idea,se encuentra, junto a sus compañeros de lucha, em barcado en la misma nave que ellos, en la mayor soledad y aislamiento. Entre otras muchas cosas, laironía nos designa una manera de vivir que es el vivir solo -en medio de la más estruendosa compañía-. La soledad de Voltaire es, así, al revés de la soledad de Rousseau, una realidad que le es, al propio

tiempo, problema. Rousseau se encuentra recilmen-te solo; debajo de la encina en que concibió y redactó las primeras páginas de su primer Discurso, allado de madame de Warens, a las puertas de Gine bra, en toda ocasión hay en Rousseau un hombreque se halla solo y se complace en su soledad, la cualno es sino una forma de llegar a unamayor intimi4

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dad con la naturaleza. Voltaire, en cambio, está mucho peor; se encuentra, no real, sino problemáticamente solo. En sus años de Londres, en Cirey, en lacorte de Federico II, en Verney, en París, aclamado,rodeado, acosado, sin tiempo para volverse sobre sí propio, siente hasta qué punto es enojosa una soledad que ni siquiera puede permitirse el consuelo de

permanecer consigo misma. Por eso puede ser unalivio la firme soledad real de Rousseau frente a esaincierta y problemática pero no menos efectiva soledad de Voltaire.

Mas si Rousseau y Voltaire, que la leyenda y la historia nos presentan tan irreconciliables, puedenunirse en la raíz común de una soledad que para

uno es una realidad y para el otro es un problema,los resultados a que llegan son bien distintos. Hallarla realidad humana de Rousseau tras su quebradizarealidad mundana, es relativamente fácil, porqueRousseau es un hombre que se presenta o, por lomenos, que «quiere» presentarse, como dice al principio de susConfesiones, «en toda la verdad de sunaturaleza». Ello es posible justamente porqueRousseau cree firmemente que esta su naturaleza es

su realidad -y su verdad-. La experiencia fundamental de Rousseau es el descubrimiento de queverdad, realidad y naturaleza son una y la mismacosa, lo cual quiere decir, también, que son una y lamism a cosa la falsedad, la apariencia y la civilización o la cultura. Al presentarse como un hombre enla verdad de la naturaleza, quiere Rousseau presen

tar como lo que para él es todo hombre una vez se hadesprendido de la impureza y el egoísmo de la cultura; como un corazón que siente, pero que tambiénrazona, con esa razón natural que de él brota cuando es verdaderamente sincero, cuando tiene fe, es peranza y caridad. Experimentar esto quiere decircombatir todo lo que no sea naturaleza, sinceridad,y en última instancia, bondad. Ahora bien, cuandoun hombre busca de modo tan apasionado la bondad quiere decir que es lo que menos halla en el am biente que respira. El «más amante y sociable de losseres humanos», el que «siempre tiene el corazón enlos labios», es el que «cuanto más ve el mundo, menos puede acostumbrarse a su tono». Rousseau pre

dica la naturaleza y la vuelta a la naturaleza, porquecree que con sólo volverse natural se volverá el hom bre naturalmente bueno. La experiencia de Rousseaues, así, por una parte, la experiencia de la maldad delos hombres, y, por otra, la experiencia de la posibilidad de su curación por la regresión a su estado natural.

Si comparamos esta experiencia fundamental deRousseau con la de Voltaire, de la cual se deriva, con

su visión del hombre, su visión y su sueño de la historia, hallaremos, como he dicho, un paisaje muydistinto, pero, más allá o a través de él, una sorprendente coincidencia. Voltaire parte también, comoRousseau, de la maldad de los hombres. En sus escritos, en sus conversaciones, probablemente en sumeditar solitario, hay unas frases que vuelven consT

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tantemente, que se repiten, aparecen donde menospueda imaginarse, a modo de estribillo. Estas frases

ranza, empero, surge por la visión de la posibilidadde un pulimento gradual del hombre, por el paso de

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pueda imaginarse, a modo de estribillo. Estas frasesson: «las locuras del espíritu humano» y «la estupidez humana», es decir, la crueldad, el egoísmo, la in justicia, la ignorancia. Pero mientras para Rousseautoda esa locura y estupidez no tienen otro motivoque el apartamiento del hombre de su auténtico

ser, que es la naturaleza, para Voltaire todo es debido a que sigue esa misma naturaleza, que es instinto, confusión y desmesura. Si el uno sostiene que elhombre es malvado, porque se ha apartado demasiado de la naturaleza, el otro indica que lo es porque no está todavía bastante lejos de ella. Uno y otroindican, empero, que el hombre es malvado, y poreso la experiencia de Rousseau y de Voltaire es, en elfondo, una y la misma, como es una y la misma susoledad, y una y la misma su esperanza. Ambos buscan con vehemencia la bondad y, en último término, poco importa dónde sueñen que la bondad se encuentra; poco importa que el hombre sea, comodice Rousseau, naturalmente bueno, o que haya,como Voltaire afirma, una bondad natural del hom bre regido por la razón.

Lo que se encuentra tras las nubes de la ironía de

Voltaire es, pues, simultáneamente una desesperación indisolublemente unida a una esperanza. Ladesesperación tiene su causa en la experiencia dela maldad, que para él equivale a la ignorancia. Lamaldad del hombre, su crueldad y su locura, son propias de su permanencia en la naturaleza; la espe

la pasión a la razón, de la ignorancia al saber, de laoscuridad a la luz, de la locura al buen sentido. Perosi el hombre puede ser pulido, no puede ser tran sformado; la eternidad del carácter hum ano no es para Voltaire incompatible con la ilustración de este

carácter; ilustración, esto es, aderezamiento, com- posicióivy aliño. El hombre es, así, para esta deses perada esperanza que constituye la experiencia fundamental de Voltaire, una naturaleza que puede seradornada, una ignorancia que puede alguna vez, so breponiéndose a sí misma, comenzar a razonar.

Esta misma experiencia de Voltaire y de Rousseau-el hecho de que el hombre sea «en este momentoactual»cruely desenfrenado- conduce, pues, a am bos a una solución radicalmente distinta. Rousseaudesconfía de todo lo que no sea civilización y pulimento. Si habla también, como hemos indicado, deuna bondad natural, hay que tener en cuenta que semejante bondad no aparece sino cuando la razóndespierta de su temeroso escondite, pues la razón,tan majestuosa y resplandeciente, es, en el fondo,cobarde, y sólo irrumpe en el mundo cuando cesanlas luchas que puedan comprometer su existencia.Hay un pequeño escrito de Voltaire en este respectosobradamente significativo. En este escrito, titulado

Elogio histórico de la razón, se pinta la situación deEuropa desde la invasión de los bárbaros, pasando por la época merovingia, por la Edad Medía, por la

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toma de Constantinopla y por las sangrientas luchasl d l é d b d

procurando convencerla. El mito de la razón oculta

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religiosas de la época moderna. Pues bien, durantetodo ese tiempo en que reinaron, según Voltaire, laignorancia, el furor y el fanatismo, la razón permaneció escondida con la verdad, su hija, y sólo encierto momento, informada de lo que ocurría, se de

cidió a salir medrosamente, tocada por la piedad,aunque, añade Voltaire, «la razón no suele ser precisamente muy tierna». Esta sequedad y cobardía dela razón y de la verdad, este sorprendente filisteís-mo, demuestra bien a las claras lo que Voltaire entiende por ilustración y pulimento del hombre. Larazón y la verdad pretenden sólo, al parecer, «disfru tar de los bellos días», mientras haya bellos días,y regresar a su escondite tan pronto como sobreven

gan las tempestades. Ello quiere decir que la razón yla verdad pueden sucumbir fácilmente ante la furiadestructora de los hombres y, por consiguiente, queson, frente a la naturaleza, lo mortal y efímero. Peroquiere decir también que la razón es todo menos laomnipotencia, que es. prudencia y buen sentido,mas también debilidad, cobardía y flaqueza. La razón es para Voltaire, a diferencia de lo que será paraHegel, no lo que se impone po r sí mismo, sino algoque el hombre debe por su propio esfuerzo conquistar.

Esta conquista de la razón, que se esconde y oculta de continuo, es lo que constituye precisamente lahistoria del hombre. La razón no se revela, sino quese descubre; se descubre d irigiéndose hacia ella, a pecho descubierto, descendiendo hasta su pozo y

es, así, la demostración de esa debilidad y precariedad del espíritu en que algunos ven hoy su modo deser frente a la inmensa y aplastante naturaleza, que pesa mucho más y vale mucho menos. El espíritu, larazón y la verdad pueden desaparecer violentamen

te, barridos por las fuerzas elementales, a quienes poco iijipórta la llama extremadamente sutil, peroextremadamente valiosa, del espíritu. Si la razón seesconde, ello puede ser atribuido a cobardía, perotambién a prudencia, pues sin ese escondimientodesaparecería. El descubrimiento de la razón, suaparición sobre la superficie de la tierra y, desde luego, sobre una muy escasa superficie, representa, portanto, para nuestro filósofo y para todos los que,confiando en el valor de la razón hum ana, desconfían de su poder, el advenimiento de una edad dis puesta para el espíritu. El espíritu se instala en el pecho de los hombres cuando éstos le han concedidoel alojamiento que corresponde a su condición.

Mas, ¿quiénes pueden darle alojamiento? La que bradiza fragilidad de la razón y de la verdad, su temor, su cuidado y recelo, no parecen lo más a pro pósito para que, ya que se deciden a emerger de su pozo, se instalen en el corazón de quienes las haganservir para fines egoístas. En realidad, la verdad yla razón no pueden, según Voltaire, instalarse enel corazón de nadie. El corazón es la gran mentira, ellugar de la agitación y del cambio, el asiento del valor, pero también de la vinculación a esa terrible na-

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turaleza que destruye el espíritu tan p ronto como se las desmesuras pues la mayor parte del género hu

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turaleza que destruye el espíritu tan p ronto como se pone en movimiento. Y el espíritu es todo menosheroico; por eso se esconde ante la crueldad y la locura. Quienes pueden darle seguro alojamiento noson, pues, los hombres de corazón, sino los hombresde inteligencia, los que buscan la paz y no la guerra,los que buscan el bien. La arbitra riedad del corazónes la misma arb itraried ad de las pasiones, que talvez son bienintencionadas, pero de las que hay quedesconfiar radicalmente, pues de buenas intenciones, dice el conocido proverbio, está empedrado elinfierno. Voltaire no busca, po r lo pronto, la buenaintención, sino la intención recta; la urgente necesidad que tiene de que su creencia sea a la vez una cla

ra idea le impide hallar para la verdad y la razón otroalojamiento que no sea el de la mente, que es tal vezfría pero no engañosa. La frialdad de la razón y de laverdad, su parquedad, su poca ternura, son precisamente para Voltaire la mayor garantía de que jamáshan de engañar.

El hombre de contradicciones que es Voltaire senos muestra ya en su prim era visión de una razónáspera y rigurosa, pero que, por su misma aspereza,

puede, más que el corazón y el sentimiento, alcanzarla bondad tan buscada. La desconfianza de Voltairehacia el corazón y el sentimiento tiene su causa, másque en ellos mismos, en el resultado de sus actos: corazón y sentimiento, estupidez y egoísmo, han hecho, hasta el presente, la historia humana. Ahora

bien, 'tal historia nó es para él más que la historia de

las desmesuras, pues «la mayor parte del género humano ha sido y será durante largo tiempo insensatoe imbécil, y acaso los más insensatos han sido losque han querido encon trar un sentido a las cosasabsurdas, poner la razón en la locura». «Poner la razón en la locura» significa usar de la razón paraapoyarlo cjue no es razonable, usar de la inteligencia para encubrir la ignorancia. El descubrimiento de larazón no es, por tanto, suficiente para convertir encivilización la barbarie; p or su misma contextura ydebilidad, la razón se presta a todo. Puede dar origen a la verdad más estricta, pero también a la másmonstruosa mentira. Ahora bien, lo que se trata de

buscar, tras haberle dado alojamiento a la razón, es

lo realmente verdadero; es la verdad.«La» verdad es lo que Voltaire busca en la historia,a la cual quiere podar de todas esas frondosas ramasque para él son la mentira: las fábulas, los mitos, lasleyendas. Voltaire busca la escueta verdad de la historia sin advertir que todo eso que parece adorno ygala, la fábula y la leyenda, per tenecen «también» ala verdad de la historia y, contra lo que pudiera parecer, a la verdad más desnuda. Si, por un lado, quiere comprender la historia y saber lo que verdaderamente ha pasado en ella, por el otro quiere criticarla.La actitud crítica frente a la historia se halla paraVoltaire y para toda la ilustración u nida a ese finosentido histórico que el siglo xviii comienza a poseer frente al grandioso y absolutista racionalismodel siglo XVII. No es casual que quien de tal suerté

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critica el pasado sea capaz de reconstruirlo con tan

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con notable olvido de las propias miserias, ridículo

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p p buena maña; el incansable crítico de las fábulas quees Voltaire, es al mismo tiempo el hombre que puedehablar durante horas y horas de las más diversas yremotas fábulas y leyendas; el hombre que dice que«no hay otra certidumbre histórica que la certidum

bre matemática», añade a continuación que todo lees bueno para hacer la historia. «Haré -dice Voltaire - como La Fleche, que se aprovechaba de todo.»Pero aprovecharse de todo es lo más distinto que

puede darse de la matemática, esa ciencia de los ascetas; aprovecharse de todo es coger de las cosastodo lo que el matemático descuida: el color, el detalle, el fondo y el trasfondo, lo que hay y lo que se su pone, lo que parece ocurrir y lo que realmente ocurre, o, como Voltaire dice casi románticamente, «elespíritu de las naciones». La verdad de la historia essu espíritu; encontrarlo debajo de la apariencia delos hechos resonantes, de los personajes influyentes,del fragor de las guerras y de la astucia de los tratados, es encontrar lo que la historia es: su verdad.

Lo que Voltaire quiere es «leer la historia en filósofo», y leer la historia en filósofo es para el tiempo

en que vive leer el pasado a la luz de la razón y de lacrítica. Nuestra época, que, pese a su tan proclamado historicismo, dispara desde la altura de su enorme petulancia los más despectivos requiebros sobreel sigloX I X , al cual, por lo menos, suele calificar deestúpido , y sobre el siglo xviii, al que, a lo sumo, yhaciendo grandes concesiones, acostumbra llamar,

con notable olvido de las propias miserias, ridículoe incomprensivo, nuestra época tiene bastante queaprender de aquellos bienintencionados filósofos,que tal vez filosofaban mal, que acaso eran un pocovanidosos, que iban sin muchas contemplaciones alo suyo, pero que en ningún momento dejaron deser lo que algunos de los intelectuales de hoy soncada ñía menos: verdaderos hombres. Y claro estáque por ser hombre no ha de entenderse ahora lanzarse todos los minutos a la calle para acuchillar al prójimo; ser hombre verdadero es para el intelectualtener el valor de decir clara y distintamente lo que élcree ser verdad. Sólo esta enorme e ingenua confianza en la verdad de lo que se dice, prescindiendode que esta verdad sea superficial o profunda, utópica o plenamente realizable, exige que el propósito de«leer la historia en filósofo» merezca algo más que ladespectiva suficiencia de muchos historicistas. Enfin de cuentas, el elogio volteriano de la razón es un poco más sincero y posiblemente algo más valienteque los elogios actuales de cualquier desventuradarealidad.

Pues también la razón y la crítica, la queja y la

utopía son una realidad que hay que tener en cuenta ’en la historia, la cual no es sólo la historia de las guerras y de las paces, sino también y muy en particularla historia de los deseos y de los afanes de los hom bres para que haya guerras o para que haya paces.La lectura de la historia en filósofo no significa, portanto, más que la crítica de una realidad en favor de

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Otra realidad, tan justificada cuando menos como la

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vida de Voltaire, iba, sin embargo, a quedar muy

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, j primera, y para Voltaire, desde luego, mucho másdigna: la realidad de la lucha por la luz, por la claridad, contra la miseria, la oscuridad, la superstición,la exageración, el fanatismo, el desconcierto de las pasiones, la grosería de las fábulas. Todo esto -miseria y fanatismo, grosería y desconcierto- pertenecea la historia, y ello hasta tal punto que el propio Voltaire, apresurado desmontador de mitos, llega a preguntarse si hay algo más que crueldad e infortunioen la historia humana. Cuando Voltaire se lo pregunta, después de haber producido gran parte de suobra, al cumplir los sesenta y un años de edad, es

precisamente cuando irrumpe en su vida la másamarga experiencia: el desastre de Lisboa, el terremoto que asoló a esta ciudad en 1755, cuando lamisma naturaleza pareció resistirse a los designiosde los reformadores. En realidad, todo lo que Voltaire había dicho y escrito hasta aquella fecha, todo sucombate y toda su lucha, habían sido llevados acabo, dentro de su irónica amargura, con la esperanza de que hablaba de un pasado, de algo que no

podía volver porque empezaba la época en que la

humanidad, cansada de tanta indigencia, llegaba aver un poco claro en sí misma. Ver claro en sí mismasignificaba para Voltaire saberse en un mundo que

pod ía dominar con su esfuerzo, en un universo delque iba a quedar desterrada para siempre la ignorancia. La identificación del mal con la ignorancia,que había resonado con tanta insistencia durante la

g q y pronto más que desmentida. Hasta 1755 había enVoltaire casi por partes iguales un poco de ironía,un poco de esperanza y un poco de amargura. A partir de 1755 no le quedaba ya apenas más que laamargura. No es casual que toda la obra fundamental de Voltaire, aquella que responde a sus más entrañables* experiencias y no sólo a las exigencias delcontorno, sea posterior, en poco o en mucho, a estafecha, es decir, a esta experiencia. No sólo desde luego elPoema sobre el desastre de Lisboa, donde afirma literalmente que existe sobre la tierra un malcuyo principio nos es desconocido, sino el grueso desu obra histórica, la mayor y la más significativa parte de sus cuentos, la lucha contra el optimismo,que parece una manía, pero que es, en el fondo, paratodo buen entendedor, la expresión de una tragedia.A este Voltaire, racionalista desesperado, es al quedebe referirse la visión de la historia, que si antes fuela lucha del hombre contra la naturaleza y la pasiónde la naturaleza, ahora es ya la lucha contra ese desconocido, mítico y, sin embargo, terriblemente existente principio del mal.

La historia se convierte, así, para este maniqueosin saberlo, para este hombre deseoso de una luzque brilla débilmente en el fondo de un insondableabismo, en una cruzada, en una organización de loshombres de buena voluntad dispuestos al rescate del principio del bien. Los maniqueos suponían que enel gran teatro del mundo tenía lugar la más grandio

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sa escenografía metafísica: a cada uno de los princi-VOLTAIRE O LA VISIÓN RACIONALISTA 105

que necesaria, no es suficiente. Sólo el poder que sea

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pios creados por el Dios de la bondad se oponía un principio creado por el Dios del mal; a cada nuevaluz, una nueva tiniebla; a cada nueva grandeza, unanueva miseria. De un modo análogo, en el no confe-sado maniqueísmo de Voltaire hay una sucesiva y ja-más terminada producción de bienes y de males, dealegrías y de desdichas. Pero mientras los maniqueosdejaban que el espectáculo corriera preferentemen-te a cargo de los dioses, Voltaire pide una decididaintervención de los hombres. El público, que erasimple espectador en la tragedia maniquea, que sealborozaba o sufría con las vicisitudes de las poten-cias divinas, abandona su pasividad, sale del patio eirrumpe en el escenario. Lo que hasta entonces se lehabía pedido era simplemente la resignación o laqueja, la actitud angustiosa y expectante hasta veren qué paraba toda aquella fantasmagoría de luces yde tinieblas; lo que ahora se le pide es cobrar con-ciencia de lo mucho que le va en el resultado delconflicto, advertir que su papel puede ser decisivo.Lo que se le pide no es alegrarse o entristecerse, sinointervenir, mezclarse con la gentuza que pulula en el

escenario, revolverse quijotescamente contra las fe-chorías y los entuertos. Voltaire pide, en suma, pre-cisamente porque está desesperado, la intervención.

Pero, ¿quién puede intervenir en la historia sinoaquel que sea capaz de da r alojamiento a la razónfrágil, asustada de puro andar en malas compañías?La buena voluntad no basta; la cabeza clara, bien

que necesaria, no es suficiente. Sólo el poder que seaa la vez amante de la razón y bienintencionado po-drá preservar a la razón, una vez rescatada, de losembates del mal que por doquier la acechan. De ahíesa extraña alianza propugnada por Voltaire y losiluministas de su tiempo, esa sorprendente amalga-ma de la sabiduría con la espada, ese al parecer in -comprensible ayuntamiento de la ilustración con eldespotismo. Sólo cuando hay una unión semejante puede haber para ellos luz verdadera, sin temores deextinción al menor soplo. Ahora bien, tal unión, quees lo más deseable, es también lo más infrecuente;leer la historia en filósofo significa justamente ave-riguar en qué raros instantes se ha producido en el

escenario del mundo el rescate de la razón y su con-servación por el despotismo ilustrado. Por eso hayque hacer la historia buscando todos aquellos indi-cios que nos permitan determinar la contribuciónde cada pueblo a la gran cruzada, no sólo, desde lue-go, de cada pueblo de Occidente, sino también deaquellos pueblos y tendencias que, poco conocidoso menospreciados hasta entonces, no han sido me-nos decisivos para aliviar el peso tremebundo de la

historia: la China ante todo, la India, los árabes, el judaismo racionalista, el cristianismo social. La pre-ferencia de Voltaire por la China, a la que supone,como ningún otro pueblo de la tierra, razonable ymoderada, coincide con el movimiento de aproxi-mación a todos los pueblos de los que se conocía so-lamente lo que contrastaba con la propia cultura; r -

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coincide con el interés por todo lo que se salía del tas más agudas, que acaba en una inalcanzable fuga;

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marco de la historia de Occidente, única que habíasido tratada , hasta bien entrado el Renacimiento,

por los mejores historiadores. La historia occidental, la sucesión de los pueblos judío, griego y romano, envueltos por una nube de bárbaros, es estimada entonces como una de las historias posibles y nocomo la única. El entusiasmo por una América quecomenzaba entonces a perfilarse como una tierra de

prom isión para todos los que estuvieran fatigadosde vivir en Europa, la imagen idealizada de una China próspera, culta y tolerante, el interés por todo lohumano por el hecho de ser humano, toda esa amalgama de hechos y de esperanzas se encuentra expresada con la mayor transparencia en la visión histórica de la ilustración racionalista. Leer la historia enfilósofo es, por consiguiente, abarcar la ancha faz dela tierra, describir las costumbres de todos los pue blos y averiguar sobre todo cuál es el fondo de razónque late bajo las supersticiones y los fanatismos. Poreso la visión histórica de Voltaire es, dentro de suconcordancia con el cristianismo -n ingún occidental, aunque se llame Voltaire, puede eludirlo por en

tero—, lo más alejado que cabe de la visión cristiana,no tan to por su racionalismo, por su crítica mordaz,como porque, a diferencia del cristiano, ve en la historia una serie de hechos que se hallan alojados, conrelativa independencia, en diferentes espacios ytiempos. El cristiano ve la historia como uncrescendo continuo, como una sinfonía que tiene cada vez no

el racionalista de la Ilustración la ve como un contrapunto, como algo que puede ser repetido, reproducido, redoblado. La repetición no es, sin embargo, la consecuencia de una ley, sino el producto de laintervención de los hombres —de los hombres que,

teniendo el poder, son al mismo tiempo ilustrados-.En la lucha entre los principios del bien y los princi pios del mal no hay una Providencia que disponga lavictoria de unos o la derrota de otros; si el principiodel bien triunfa, es decir, si la luz, la razón y la verdad consiguen sobreponerse momentáneamente alerror, a la ignorancia y a las tinieblas, ello acontece po r el aprovechamiento de una coyuntura extremadamente favorable, por un inesperado y magníficoazar.

Lo que hay de azaroso en la historia es lo que hayde tremendo, pero también lo que hay de esperan-zador, pues el azar y no la fortuna es lo que puede serforzado. Por eso la obra de los hombres dispuestos ala lucha es tan decisiva, que puede decirse que si hahabido alguna vez épocas que han surgido de la penumbra en que se encuentra sumergida la historia,

ello ha ocurrido sobre todo por esos pocos hombresque las han forjado. En el inacabable contrapuntode la historia han existido, según Voltaire, épocas deeste tipo, épocas civilizadas, lo cual significa, en suopinión, épocas en que se ha dado, aunque con brevedad excesiva, el peregrino ayuntamiento del poder y de la clara luz de la razón que razona sobre lás

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verdades. No es sorprenden te que esas épocas, queVoltaire hace ascender, en lo que toca al Occidente,

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El alojamiento de la razón entre los poderosos esasí el camino hacia la luz pero no la luz misma la

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Voltaire hace ascender, en lo que toca al Occidente,a cuatro, tengan todas un mism o estilo a pesar desus mutuas diferencias: la edad clásica de los griegos, el siglo de Pericles y, un poco más allá, la irradiación de la cultura helénica en el Cercano Oriente

por la virtu d de Alejandro; la edad del esplendor romano , la época de Augusto; el desbordamiento de lavida y de la confianza en el Renacimiento, con losMedid; el florecimiento de la ilustración tras el siglode Luis XIV. Todas estas edades se caracterizan, m iradas con la lupa de Voltaire, por ser la ascensión al

poder de los protectores de las artes , de la libre difusión de las ciencias: Pericles, Alejandro, Augusto,los Medid, el papa Clemente XIV, Catalina de Rusia,

Federico II, el Conde de Aranda. Sería equivocadocreer que por ello desprecia Voltaire todo lo que luego se ha considerado como mucho más importanteque la protección a las artes y a las ciencias: el bienestar de los súbditos, su elevación moral, la posibilidad de alcanzar un a liber tad verdadera. Si Voltaire ytoda la ilustración ponen con tanto empeño el acento sobre la primera de dichas obras, es porque creenfirmemente que es la condición ineludible para todo

lo restante. Sólo porque con el despotismo ilus tradose barren las supersticiones y los fanatismos, sólo

porque el que t iene el po der se esfuerza en d isiparlas tinieblas, podrá un día la humanidad, toda entera, y no ún icamente los pocos elegidos, participarde la razón.

así el camino hacia la luz, pero no la luz misma, lacual es, en el fondo, y pese a la poca ternura, una vezmás la identidad fundamental de las «experiencias»de Rousseau y Voltaire, el apasionado y el irónico,irónico y no tranquilo, es decir, por debajo de su im

perturbabi lidad, encubridor de abismales entusiasmos, ¿i Voltaire desconfía del entusiasmo, si afirmaque el entusiasm o y la razón se unen en muy rarasocasiones, ello es sólo porque cree que el entusiasmo es ciego, mas no porque sienta que es inválido.De un modo semejante a la pasión de Hegel, a esafría pasión que surge de vez en cuando rom piendola corteza de su implacable lógica, el entusiasmo deVoltaire por las épocas que llama luminosas , por los

momentáneos triunfos del principio del bien sobrela ruindad y la miseria de la naturaleza y de la historia, es la mejor prueba de que la visión racionalista,tal como él la concebía, no es comparable a un chorro de agua helada. Y, a su vez, entre los fanát icos nohay únicamente los energúmenos; hay tambiénaquellos que Voltaire concibe como los defensoresde la peor especie de fanatismo: «los fanáticos consangre fría», frente a los cuales sería impotente la ra

zón del fiilósofo y la prud encia del gobernante. Estosfanáticos son los verdaderos genios del mal, el as

pecto oscuro de la historia, la par te desconocida yterrible de la naturaleza. El maniqueísmo de Voltaire llega de este modo a penetra r inclusive en aquellomismo que parecía estar bien definido: al entusias-

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mo de la ignorancia debe oponerse el entusiasmodel claro conocimiento; al fanatismo de la mentira

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de virtudes. Rescatar la razón del pozo en que viveescondida ponerla en m anos de los poderosos de

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del claro conocimiento; al fanatismo de la mentira,el fanatismo de la verdad; a la razón que justifica lastinieblas, la razón que revela la luz; a la naturalezaoscura y misteriosa, la auténtica naturaleza, que es,dice Voltaire, en una frase mitad panteísta y mitad

cristiana, gracia de Dios.Hay algo de divino en la naturaleza como hay algode divino en la historia, mas hay lo divino porquehay, al lado de él, en abierta lucha con él, lo demo-níaco. Sólo la contraposición de los dos podereshace que pueda haber una historia, la cual no con-sistirá así simplemente, como pudiera hacerlo pen-sar la letra de Voltaire, en un apartamiento gradualde la naturaleza, en una ascensión progresiva y pau-latina hacia el reino de la cultura, sino, como lo hacesospechar su espíritu, en una oposición entre la na-turaleza perversa y la naturaleza bondadosa, entrela razón ignorante y malvada y la razón generosay cuerda. Únicamente así podrá entenderse loque significa esa «bondad natural del hombre» ylo que quiere decir esa «ignorancia que razona», a laque Voltaire alude con tanta frecuencia. Pues, en úl-tima instancia, no es la razón la que derrama su luzsobre el mundo, sino la bondad, la cual es término yobjetivo final de toda filosofía. La filosofía de Voltai-re y, con ella, su visión de la historia se convierte deesta manera en lo que ha sido muchas veces la filo-sofía: no una doctrina, sino una forma y norm a devida; no un conjunto de ideas, sino un florilegio

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escondida, ponerla en m anos de los poderosos, delos déspotas ilustrados, es mucho. Pero no es todo.Por encima de la protección a las artes y a las cien-cias hay la verdad de la historia: la vida sencilla delos hombres que conocen perfectamente lo que los

sabios ignoran, que conservan, en medio de unmunddrorrompido, una bondad natural y una ra-zón natural; la vida de los hombres que, como Can-dido, no creen vivir al final en el mejor de los mun-dos, pero cultivan su jardín. Cultivar su jardín era precisamente la ambición de Rousseau, que busca- ba también la bondad de los hombres, la verdad desu naturaleza. Voltaire no confía enteramente en lanaturaleza, pero tampoco la rechaza, pues en la na-turaleza puede hallarse ese algo divino, que es la leymoral eterna, una ley que no se revela por sí misma,que debe ser tenazmente buscada para que un día,después de las luchas y de las zozobras, le sea posibleal hombre cultivar tranquilamente su huerto, su jar-dín, es decir, su soledad.

Quedarse solo, realmente solo, libertarse de la na-turaleza vengativa y de la historia tumultuosa, es la fi-nalidad de Voltaire, descubierta a poco que se disi- pen las nieblas de su ironía, de sus paradojas ycontradicciones. Mas quedarse solo, romper de estemodo con la historia y con la naturaleza, es la manerade reintegrarse al reino de la bondad, que admitiránuevamente la naturaleza y la historia, mas purifica-das, depuradas de todo lo que destruye y corrompe.

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112 CUATRO VISIONES DE LA HISTORIA UNIVERSAL

Este reino de la bondad no se encu entra, p or tanto,como en Rousseau en la pura y simple naturaleza

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como en Rousseau, en la pura y simple naturaleza,ni tampoco, como en los demás ilustrados, en el

pro greso de la historia, pero justamente porque nose encuen tra en una ni en otro puede encontrarse, alfinal, en ambos. Esto, conducir a una historia y a

una naturaleza purificadas, es lo que debe hacer lafilosofía, que acaso no instruye ni enseña nada, peroque libera, esto es, salva. La salvación significa antetodo absolución, desprendimiento y rescate, es de-cir, desp rendim iento del mal, absoluc ión del error,rescate de toda fealdad y de toda miseria. Mas estono lo p ued e hacer la filosofía por la sola contempla-ción, sino por el combate. Hay en el mundo, portanto, por lo menos, tres clases de hombres: unosson los q ue se resignan, los que ponen a mal tiempo

bu ena ca ra, y éstos son dignos de respeto; otros sonlos que luchan e intervienen, los que van contraviento y marea, y éstos son merecedores de adm ira-ción; ot ros, finalmente, son los que no se resignan,

pero tampo co luchan, sino que se lim ita n a quejar-se, y éstos son acreedores de pied ad y misericordia.Voltaire, que se queja con frecuencia y que se resig-

na a lgunas veces, pasa la mayor parte de su vida in -terv inie nd o y luchando. Y acaso sea esta su mejorrecom pensa, pues la lucha y el esfuerzo, po r anim o-sos que sean, suelen atormentar menos que la nudacontemplación.

Hegel o la visión absoluta

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En 1870, un siglo después del nacimiento de Hegel y para con memorar esta fecha, apareció un libro deKarl Ludwig Michelet cuyo título parece un desafío:

Hegel, el filósofo universal no refutado. Este libro, quees, como casi todos los libros, un símbolo, fue escrito

justamente en un momento en que, tras una incom - parable polvareda, parecía definitivamente muerta lagran construcción intelectual hegeliana. Pero Hegelenseñó ya que nada muere definitivamente y quetoda muerte es una negación que vuelve a ser negada.Eludir a Hegel, hacer la zancadilla a Hegel, fue el ideal

de un tiempo, en otros muchos respectos admirable,que intentó rehuir todo lo que no puede ser rehuido,todo lo que vuelve. Puede haber en el mundo algunascosas que, un a vez caídas, no se levantan, algunasdoctrinas que, una vez dichas, no se repiten. Pero He-gel se levanta y se repite, y quien quiera apartarlo desu lado queda prendido,>pdr el simple hecho de ocu:

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118 CUATRO VISIONES DE LA HISTORIA UN IVERSAL h e g e l o l a v i s i ó n a b s o l u t a

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liarse con la realidad absoluta de la Idea, en su ten rrima e inescrutable voluntad de crearlo. Pero una

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dencia a salvarse de su fínitud y contingencia, en suafán de perpetu arse. En el intrincado juego que laIdea juega consigo misma se va creando conflictos

para ten er el gusto de resolverlos. Crearse conflictos parece así la misión de una realidad que se presenta,ante todo, como algo que no necesita de nada másque de ella para subsistir en buena paz y armonía.Crearse conflictos parece, a primera vista, una de lashabituales imaginaciones del ingenio germánico.Pero sólo a prim era vista. Si la Idea se crea conflictos, si, desde su primitivo ser en sí misma, se des

pliega en la Naturaleza y en la Historia pa ra volver así misma, después de haber vencido las resistencias

que, en el curso de su despliegue, se había opuesto,ello es porque, pese a su tan proclamado carácterabsoluto, la Idea se siente desolada. Preguntarse p orqué la Idea necesita crearse estos innumerables conflictos que se crea, equivale, por tanto, a preguntarse

por qué Dios, que no tenía necesidad del mundo, hacreado el mun do y qu iére luego purificarlo. En suestado primitivo, antes de toda existencia que nofuera la propia. Dios y la Idea parecen hab er tenidoun día conciencia de que no se bastaban a sí mismoso, si se quiere, de que su verdad era solamente unaverdad a medias, de que su vida se agotaba bien

pronto en la jam ás al terada ident idad de su ser consigo mismo. Una filosofía que no sea la de Hegel

pue de respon der a esta pregunta diciendo que Diosha creado el mun do p or amo r o por la propia, libé

filosofía como la de Hegel no puede responder demodo ta n arbitrario, o tan caritativo, a tan inquietante pregunta; la creación del mund o p or Dios o,dicho en términos metafísicos, el autodesenvolvi-miento de la Idea, no es algo arbitrario, sino necesario. Estaífiecesidad no puede ser otra que la insuficiencia de la primitiva Idea, que la urgencia que laIdea tiene de salir de sí mism a para ver si hay, en esefuera de ella que es en sí misma, algo que puedacomplacerla. Lo que la Idea encuen tra en esta salidade sí, es, por lo pronto, lo opuesto a ella; al salir de símisma, la Idea se enajena, se pone fuera de sí y pierde su primitiva cordura. Mas la primitiva cordu

ra de la Idea, su estar, quieta y sosegadamente, en símisma, era la cordura del inocente, del que cierralos ojos ante el error, la maldad y la culpa. La bondad de la Idea era, por así decirlo, la del que no se haencontrado con el mal y, po r tanto, no ha pod ido nisucumbir a él ni vencerlo. La bonda d y la pureza delinocente son siempre menos valiosas que la bonda dy la pureza del que h a cono cido el mal y, en vez dehu ir de él, ha iniciado con él un movido y dra má tico diálogo. Sólo el que ha vivido en medio del errory de la culpa, sólo el que ha tenido la experiencia delmal, es decir, sólo el que se ha vuelto u na vez loco

puede ser al final, cuando ha regresado sobre sí mismo, definitiva y plenamente cuerdo. Esta plenitudde ser, de serlo todo, sin ser al mismo tiempo n adamás que sí mismo, es justamente lo que hace que la

120 CUATRO VISIONES DE LA HISTORIA UNIVERSALHEGEL O LA VISIÓN ABSOLUTA 121

Idea, esto es, aquella realidad que de nada ajeno ne-it b d id li d ll t

por lo visto, más que un saludable ejercicio domés-tico La Idea no corre todavía grave peligro no se ha

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cesitaba, se decida a salir de ella y a proyectarse,como Hegel dice, en el elemento de lo contingente yfinito. «La Idea es todo menos puritana»; quiere ex-

perimentarlo todo, crearse toda suerte de conflic-tos, porque solamente así alcanzará su plena verdad.

Este tenaz enajenamiento de la Idea comienza ya, po r consiguiente, mientras está en sí misma, mien-tras se mueve desembarazadamente por el terrenofamiliar de la lógica. La Idea comienza a enloquecerdentro de su cordura y en su extraña demencia saltadel ser a la nada, de lo uno a lo múltiple, de la cuali-dad a la cantidad, de la esencia al fenómeno, bus-cando siempre aquello que, anulando lo negado,

pueda al propio tiempo conservarlo, un poco almodo como lo olvidado permanece. Esta primeralocura de la Idea, que ni siquiera en su ser en sí po-día reposar tranquila, anuncia ya lo que será su ulte-rior extrañamiento, su autodestierro, su más aven-turada peripecia. De modo análogo a las finezas quede enamorado hizo Don Quijote en Sierra Morena,la Idea nos anuncia, por los desafueros que cometeen el terreno de la lógica, lo que hará en mojado si ha

hecho esto en seco. Al enfurecerse, la Idea se contra-dice a sí misma y vuelve a concordar consigo mismaen una serie precisa de afirmaciones, negaciones yreafirmaciones de lo negado, pero en todo ello nollega tan lejos como para sentir que su ser peligra. Alhacer finezas en seco, la Idea sigue ensimismada, ytoda aquella fantástica pirue ta de la lógica no era.

tico. La Idea no corre todavía grave peligro, no se haencontrado tan distante de su propia casa comocuando al salir resueltamente de sí misma, se haconvertido, casi mágicamente en Naturaleza. La Na-turaleza es la alteridad, el ser perfectamente otro de

la Idea, el punto de máxima tensión en esa armoníade lo antagónico que Heráclito vio ejemplificadoscomo imágenes de todas las cosas, en el arco y la lira.Al apartarse de su ser, de su tranquilidad, de su ino-cencia, la Idea se pierde, se extravía, queda des-orientada y pervertida. El elemento en que la Idea sedescarría no es, sin embargo, otra cosa que ella mis-ma; la Idea se vuelve, en suma, loca, se enfurece, sealtera, pero sin dejar de ser ella. El alboroto de laIdea al llegar a la Naturaleza, ese asombroso conflic-to que se crea aparentemente sin necesidad alguna,era, con todo, absolutamente necesario. En su com- pleta alteridad y enfurecimiento encuentra la Idea loque tenía en sí misma sin saberlo, porque la locura,la alteración y el alboroto no son muchas veces sinouna forma de descubrirse, de revelarse con esa clari-dad de la embriaguez tan parecida a la claridad del

relámpago. Al volverse otra, al llegar hasta lo mecá-nico y lo inorgánico, descubre la Idea lo que era an -tes de haberse desplegado; el objeto, el desenvolvi-miento en el espacio. Pero justamente en el mismoinstante en que ha alcanzado los confines de sí mis-ma, en que se encuentra absolutamente perdida ydesorientada, comienza la Idea a aplacarse, a volver

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de nuevo, enriquecida con todas sus experiencias,hacia sí misma La Naturaleza era lo que no estaba

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turaleza en el instante en que hay en ella algo másque mera existencia vegetativa: el Espíritu Espíri-

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hacia sí misma. La Naturaleza era lo que no estabasometido a razón, lo particular y diverso, mas deuna particularidad y diversidad tan monótonas quesu contemplación, dice Hegel, llega a producir has-tío. En cambio, desde el momento en que la Idea hadejado de ser extraña a sí misma, esto es, desde elmomento en que nace, con lo orgánico, lo íntimo ysubjetivo, el hastío es sustituido por un entreteni-miento continuo, por una diversión interminable.En la Naturaleza se encontraba la Idea, por decirloasí, encadenada, no porque estuviera sometida a le-yes, sino porque no obedecía a ley propia, a exigen-cia íntima. Lo que la Idea encuentra al salir de símisma es, ciertamente, una grande y necesaria ex- periencia, pero también un castigo; al convertirseen Naturaleza, al extrañarse de sí misma, al expa-triarse, la Idea se descubre como un error, y por esocomienza a emprender, como dice Hegel, un duro yenojoso trabajo contra sí misma para volver a ser loque antes era sin saberlo y ahora será con plena, per-fecta y satisfecha conciencia. Pues el fin de toda esaenorm e y dilatada exploración que la Idea realiza

hasta los más remotos confines de sí misma no esotro que el de reconquistar, de modo definitivo, su perdida libertad.

Conquistar la libertad, replegarse sobre sí misma para llegar a ser verdaderamente ella misma, sinenajenam ientos n i alteraciones, es la misión de lahistoria, cuyo protagonista es lo que surge de la Na-

que mera existencia vegetativa: el Espíritu. Espíritu que no debe ser entendido, po r otro lado, comouna vaga abstracción o como una pálida quimera. ElEspíritu no es nada abstracto, sino, por el contrario,algo entera e inmediatamente concreto, vivo, activo, palpitante. Tal realidad, cuya hazaña consiste, segúnHegel, en saberse y conocerse, se presenta, por lo pronto, como algo no realizado, como un programay una promesa. En el momento en que la Idea co-mienza a desandar lo andado, surge de la misma Naturaleza, como brotada de ella, una voluntad deconocerse, única manera de llegar a ser lo que el Es- píritu quiere ser ante todo: libre. El Espíritu quiere, po r el momento, libertarse de la Naturaleza que lesostiene y, a la vez, le oprime; la Naturaleza, que es elreino de lo contingente, es a la par el reino de la es-clavitud y la dependencia, pues lo contingente no es para Hegel precisamente lo libre. La noción de liber-tad que aquí encontramos coincide sólo de manera parcial con lo que solemos entender por tan indefi-nible palabra cuando soplan dentro de nosotros losvientos de nuestra mediterránea anarquía. Libre no

es para Hegel quien hace lo que quiere, sino quienhace lo que debe hacer para realizar su esencia. La li- bertad de la historia no es, por tanto, la mera contin-gencia, el azar, o el acaso; la libertad de la historia escumplimiento inexorable del fin, sumisión a sí mis-mo, conocimiento cabal de lo que el espíritu es verrdaderamente una vez se ha desprendido dé los ten-

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táculos de la Naturaleza. Por eso dice Hegel que el

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subjetivo, que está en sí mismo, pero que no se ha

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progreso en la conciencia de la libertad , en que seresume la peregrinación del Espíritu hacia sí mis-rno, debe ser conocido en su necesidad. La Naturaleza puede hacer toda suerte de locuras, porque la

Naturaleza no es más que la vesania de la Idea. Lahistoria, empero, no puede hacer locuras; el desenvolvimiento de la historia , es decir, la realización delser esencial del Espíritu, exige una sumisión rigurosa a sí mismo, una inflexible disciplina. El que estáfuera de sí cree ser libre porque imagina en la em briaguez de su arrebato las más extrañas fantasías;en realidad, sólo el que está en sí mismo, el que se li bera de lo externo, de cuanto es extraño y ajeno a él

puede considerarse libre. La libertad es así, para estaconcepción teutónica y hegeliana, la necesidad interna; no la alegre contingencia, sino la penosa y esforzada conciencia de la propia necesidad.

Definir la historia como el progreso en la conciencia de la libertad no equivale, por consiguiente,a considerar el progreso histórico como una marchaal final de la cual estaremos todos, según nuestrosentir mediterráneo, anárquicamente libres. Quienalcanza la libertad es, ante todo, el Espíritu, que sedespliega en la conciencia humana, el Espíritu universal, pro tagonista de la vuelta de la Idea hacia símisma. Tal Espíritu comienza, por lo pronto, po r sermero apéndice de la Naturaleza; en el instante enque surge lo individual y orgánico aparece el umbralde la subjetividad, la figura vacilante del Espíritu

desarrollado enteramente porque no ha tenido unahistoria. La historia es, a su modo, también una locura, pero no la locura de la Idea al volverse Naturaleza, sino la locura del Espíritu que necesita fortalecerse, salir de su satisfecha intimidad y habérselascon la cruda intemperie. La historia es así tambiénuna gráñ experiencia de la cual se conoce ya el resultado, pero con un conocimiento imperfecto. El resultado necesita, en efecto, no sólo ser conocido,mas también vivido. La historia termina con la liberación definitiva del Espíritu; con la conversión delEspíritu objetivo en Espíritu absoluto, esto es, segúnluego veremos, en vida perfectamente cumplida, en

bienaventuraza eterna. Mas alcanzar la eterna b ienaventuranza, la vida imperecedera, no es posiblesin pasar por el dolor, el sufrimiento y la muerte, sinque la Idea, que estaba en un comienzo tan apacibley sosegada, no haya pasado por esa experiencia quees la Naturaleza y por esa enorme peripecia que es laHistoria Universal.

Mas ¿cómo se realiza esta aventura que, más queevolución de un Espíritu, parece desbordamiento

de la Naturaleza, desencadenamiento de todas lasvehemencias y pasiones? ¿Cómo es posible que hayaen toda esta extraordinaria confusión de hechosy de pueblos, de rivalidades e intereses, de gestas ysueños, la interna e implacable evolución de un Es píritu? ¿No estará ese Espíritu, que bracea paramantenerse a flote en el mar sin fondo de las óposi-

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ciones y contradicciones, en peligro de perderse para siempre?

l l í l f

cluidas de la realidad de la historia. Los golpes queen la lucha recibe lo particular de la pasión han sido

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Para Voltaire, cuyo racionalismo tenía, al fin, per-fil y medida, el espíritu y la razón se manteníanocultos precisamente para no sucumbir ante los em- bates de la pasión y del fanatismo. Su misión era, en

todo caso, iluminar lo humanamente iluminable,insinuarse, bien resguardadas las espaldas, con elfin de apaciguar los ánimos y mostrarles hasta qué

punto era desatinada y absurda la discordia. El Espí-ritu era, en suma, para Voltaire, el que servía altirano para que fuera, dentro de su tiranía, lo másdiscreto posible. Para Hegel, en cambio, cuyo racio-nalismo no tiene contorno, el Espíritu no puede es-tar al servicio de ningún t irano porque él mismo es

el dictador y el tirano. La dictadura hegeliana del Es- píritu es así algo muy distinto de la razón volteriana,que es cualquier cosa menos absoluta imposición,abusiva y despótica autocracia. Si, como Hegel dice,«la idea universal no se entrega a la oposición y a lalucha, no se expone al peligro», permaneciendo «in-tangible e ilesa», este situarse al margen del tumultoreal de la historia no es, como en la razón volteriana,el resultado de la impotencia o, en otros términos,de la finura y sutileza del Espíritu. El Espíritu de He-gel, que no entiende de sutilezas ni de finuras, se si-túa al margen de la lucha simplemente porque pue-de dominar, sin otro in strumento que su voz, estaterrible lucha. Las pasiones, los intereses, los egoís-mos, las fuerzas irracionales y oscuras no son ex-

astutamente calculados por la Idea; son, comoHegel dice, ardides de la razón. Por eso un indivi-duo que cree obrar por su propio interés y segúnsu propio apasionamiento, no hace, en rigor, más

que seguirlos dictados de ese tiránico Espíritu, queoculta étrostro, mas no precisamente por miedo. ElEspíritu de Hegel, la razón que es sustancia de la his-toria, forma, según dice Hegel en un párrafo sobre-cogedor, los individuos que necesita para realizar sufin.

Toda esta extraordinaria confusión de la historiano es, por consiguiente, sino la ininterrumpida evo-lución y peregrinación de un Espíritu en busca de sulibertad, esto es, de su autosuficiencia. El Espírituquiere bastarse a sí propio, y por eso necesita hacer-se, desarrollarse en una serie de fases cuyos nom-

bres corresponden a cada uno de los grandes pue - blos que han llenado la historia. Lo que diferencia laevolución histórica de la evolución orgánica es quemientras ésta tiene lugar de un modo pacífico y so-segado, la primera es constante y denodado esfuer-zo, agitación frenética para deshacerse de la Natura-leza, para aproximarse lo más posible al final de sucamino: a la Idea absoluta. Pero la historia surgeúnicamente cuando el Espíritu comienza a saberse así propio y ha abandonado la existencia orgánica.Mientras hay ignorancia de la libertad, es decir, del bien y del mal, no hay propiámente historia, sino

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prehistoria, tímida vacilación entre la Naturaleza yel Espíritu Objeto de la historia es sólo la presencia

debe responder». Escribir la historia significa paraHegel tener una idea precisa de lo que en ella verda-

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el Espíritu. Objeto de la historia es sólo la presenciadel Espíritu, que pasa infatigablemente de un lugara otro, de un pueblo a otro, de uno a otro Estado. El paso de un Estado a otro no tiene lugar sólo cuandoun pueblo ha desaparecido completa y definitiva-mente del haz de la tierra; lo que importa al Espírituno es la existencia efectiva de un pueblo, sino el gra-do de superficialidad o de profundidad con quecada pueblo ha concebido lo que es el Espíritu. Lacarrera del Espíritu hacia la deseada libertad se efec-túa, pues, a través de una serie de pueblos en cadauno de los cuales hay, según avanza el tiempo, unamayor conciencia de que el Espíritu alienta en ellos.

Pero el Espíritu no se detiene nunca porque, en elfondo, poco le importan los pueblos en que se sus-tenta. El fin de cada pueblo es revelar el Espíritu;«alcanzado este fin», dice Hegel, «ya no tiene nadaque hacer en el mundo», pues una vez desaparecidodel escenario de la historia le queda únicamente ladurac ión formal, pero no la verdadera existencia.Un pueblo existe auténticamente sólo cuando llevael Espíritu en su entraña, cuando tiene algo que ha-cer en la Historia Universal.

Por esta reducción de la historia a la peregrina-ción de un Espíritu que va en busca de su libertad,Hegel se aproxima a ella con la actitud de un hom -

bre dispuesto a no hacer concesiones, diciéndose li-teralmente, tras razones tan soberbias, que todoesto es «elapriori de la historia al que la experiencia

Hegel tener una idea precisa de lo que en ella verda-deramente ha acontecido. Y lo que verdaderamenteha acontecido en la historia es simplemente la re-conciliación del Espíritu con su concepto o, si sequiere, la eliminación del reino del Espíritu de todolo quetno sea Espíritu, la radical e implacable espiri-tualización del Espíritu. Tal llegada del Espíritu a símismo, se efectúa, dice Hegel, por fases: en la pri -mera de ellas, que corresponde en la historia a los pueblos orientales, el Espíritu se halla todavía pren-dido en las redes de lo natural y directamente vincu-lado a él. La sumersión en la Naturaleza significaque el Espíritu ha alcanzado sólo de un modo muy

relativo la libertad anhelada. En esta época, que puede llamarse la infancia del Espíritu, hay todavía poca conciencia de lo que éste es capaz de hacer ensu desenfrenado curso por la historia; en realidad,más que en el Espíritu se confía en la Naturaleza, enla omnipotencia de lo natural, que es para esta pri-mera fase vacilante lo verdaderamente sustancial ysólido. En la primera fase de la evolución del Espíri-tu hay sólo un hombre libre: el déspota, el que cono-ce la coincidencia de su voluntad con la voluntad de ’la sustancia del Espíritu, aquel a quien los demáshombres están particularmente sometidos. La li- bertad del Espíritu coincide con la libertad del dés- pota, pero tal libertad es bien menguada si se consi-dera desde el punto de vista del acto final del dramahistórico. Por eso a la primera fase infantil, en que

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reina la unidad del Espíritu con la Naturaleza, suce-de la segunda fase, que es, dice Hegel, la fase de la re-flexión del Espíritu sobre sí mismo la fase de la se

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siones, la expansión del mahometismo, el Imperiode Carlomagno, la Edad Media, el Renacimiento, laR f l lid ió d l E t d

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flexión del Espíritu sobre sí mismo, la fase de la se- paración. En ella comienza el Espíritu a saberse, aconocer que existe y que se realiza, a aproximarse alfinal de su evolución, a su identificación o reconci-liación con su concepto. Ésta es la fase de la juventudy de la virilidad, manifestada respectivamente en elmundo griego y en el mundo romano. La diferenciaentre ambos es también una diferencia en el caminohacia la conquista de la libertad, pero esta libertadse alcanza justamente cuando el hombre ha dejadode vivir desde sus propios y particulares intereses para realizar sus fines a través del Estado. La apari-ción de un verdadero Estado es la condición necesa-

ria para la casi definitiva desvinculación del Espíri-tu respecto a la Naturaleza, pues en el Estado tienelugar la concordancia del Espíritu subjetivo con elobjetivo, del interés particular con el general, del in-dividuo, cuya anarquía es una manifestación de lacontingencia de la Naturaleza, con la sociedad, cuyadisciplina es revelación auténtica del Espíritu. Mas,en rigor, tal conciliación sólo puede lograrse de unmodo efectivo y definitivo en la tercera y última fasede la historia, en la fase del mundo cristiano, queéste es el nombre que da Hegel al mundo germánico.Mundo que comprende, a su entender, el Occidenteentero, pues el espíritu germánico es, según Hegel,el espíritu del mundo moderno. En este mundo seinsertan el Imperio bizantino, la época de las inva-

Reforma, la consolidación de los Estados europeosy, finalmente, los cursos y recursos de la RevoluciónFrancesa. Todo este increíble amontonamiento dehechos y de vicisitudes no son para Hegel sino dife-

rentes etapas de una misma y única fase histórica, lafaseátela, madurez del Espíritu. Madurez y no senec-tud, porque el Epíritu, no vive en ella del pasado,como el individuo, sino en un presente que englobatodo pasado. Al llegar al mundo germánico, el Espí-ritu comienza a vivir, por vez primera, después desu largo destierro, de su propia entraña y sustancia.El Espíritu no necesita ya de nada más que de sí mis-mo; alcanza la verdad de su ser, pero no todavía lacumplida tranquilidad.

El Espíritu va, pues, a lo suyo, sin interesarse pornada más que por él, pues él mismo es el fin de su ac-tividad, el objetivo de su existencia. El salto de uno aotro mundo, el paso de una fase a otra, no es así másque el repliegue sobre sí mismo, pero un repliegueque es para él la más aplastante victoria. El egoísmodel Espíritu no es, empero, exclusivamente, el com- pleto desinterés po r todo lo que no pertenezca a sureino; el Espíritu se satisface, pero satisface a la vezal pueblo en que encarna. El Espíritu del pueblo, deHegel y del romanticismo alemán, es así algo muy parecido y, a la vez, algo muy distin to del espíritu delas naciones, de Voltaire y de la Ilustración francesa.Para éstos, el espíritu de las naciones es lo que hay

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en ellas cuando se ha puesto aparte todo lo acciden-tal; es, por decirlo así, el perfume de la historia, su

Por eso no pertenecen a la historia ni las épocas másprimitivas, en que no hay Estado, ni las épocas m o-

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ta ; es, po dec o as , e pe u e de a sto a, sumás oculta y secreta cualidad, su quintaesencia. Poreso el espíritu de las naciones es lo que nunca se pierde, lo que jam ás se marchita. Para Hegel, encambio, el espíritu del pueblo es esencialmente pe-recedero; nace, vive y muere como un individuo na-tural y acaba pereciendo en el puro goce de sí mis-mo. El espíritu del pueblo no es sino el instantemaravilloso y único en que el Gran Espíritu, el Espí-ritu universal y absoluto, reposa en él y le hace al-canzar sus propios fines. Mientras el pueblo poseeespíritu, tiene una absoluta e irreprimible necesidadde vivir. Cuando el Espíritu se ha retirado de él para

pasar a otro, la necesidad se convierte en hábito, pues el Espíritu ha conseguido ya lo que quería. El pueblo elegido durante unos momentos po r el Espí-ritu alcanza entonces la tranquilidad, el externo so-siego, pero desaparece del área de la historia. Lavida ha perdido entonces, dice Hegel, su máximo ysupremo interés, un interés que solamente puedehallarse allí donde hay lucha, antítesis y contradic-ción.

La historia de que Hegel habla en su tiránica v i-sión absoluta no coincide, pues, exactamente con lahistoria de que nos hablan los puntualísimos histo-riadores. Historia es sólo para Hegel la evolución delEspíritu y su lucha para Üegar a ser sí mismo, paradesvincularse de la oprimente naturaleza y hacerselibre. Todo lo que no sea esto, debe ser descontado.

primitivas, en que no hay Estado, ni las épocas m odernas, en que no hay agitación del Espíritu; por esono pertenecen a la historia ni los pueblos que ama-necen, ni las pálidas civilizaciones crepusculares.Para pertenecer a la historia importa poco el brilloexternio, ló que la Ilustración comenzó a llamar, nosin cierta embriaguez, avance y progreso. Bajo lacapa del progreso puede esconderse lo más primit i-vo y lo más caduco, la esperanza de ser y la nostalgiade haber sido; bajo la capa del progreso puede habermera prehistoria, vida al margen de la actividadesencial del Espíritu. De ahí las increíbles afirma-ciones de Hegel sobre América, a la que veía como la

invasión de los restos de Europa, la roturación denuevas tierras, la dispersión continua. América es-taba entonces para Hegel vacía y al golpear sobreella oía el filósofo un sordo rumor de cosa hueca.Era, en sus propias palabras, el país del porvenir, y por eso no interesaba al filósofo, que es el hombreque no hace profecías, sino que se atiene a la razón,es decir, a lo que ha sido, es y será eternamente.América era, en suma, para Hegel, una pasión en busca de una razón a la cual servir, una naturalezaespléndida, pero una naturaleza, es decir, comotoda naturaleza, una locura.

Pues todo lo que no es historia es locura, y aun la propia historia no es sino la locura de la Idea que seva dando cuenta de sí misma, que se va volviendocuerda paso a paso. Tal cordura es ya evidente desde

CUATRO VISIONES DE LA HISTORIA UNIVERSAL

el momento en que surge, con la ética objetiva, la fa-milia y la sociedad, pero solamente entra en una fasedecisiva y realmente esperanzadora cuando se apa

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sidad berlinesa como un huésped demasiado im pertinente. La impertinencia, sin embargo, era y sigue siendo una verdad de la historia y esta verdad

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decisiva y realmente esperanzadora cuando se apacigua la lucha interna entre la sociedad y la familia,cuando surge el Estado. Lo que Hegel dice sobre elEstado es, ciertamente, lo que puede esperarse deun hombre a quien un Estado de su tiempo -el p rusiano- ha convertido en filósofo oficial, esperando,sin duda, que la definición de la filosofía como el conocimiento de que el mundo real es tal como debeser, salga al paso de todo intento de radical reforma.Pero una definición como ésta es siempre una peligrosa espada de dos filos. Hegel se lanza, en efecto, auna fantástica divinización del Estado, y dice, entreotras cosas aterradoras, que «sólo en el Estado tiene

el hombre existencia racional», que «el hombre debecuanto es al Estado», que «todo el valor que el hom bre tiene, toda su realidad espiritual, la tiene mediante el Estado». El Estado se convierte de estemodo en el único poder real de la historia, en el verdadero p ortad or del Espíritu, en esa extraña libertad objetiva que parece consistir, para el hombre decarne, hueso y alma, en recibir, sin pronunciar pala bra , las más apabullantes palizas. Mas si todo lo quees, debe ser, o, en otras palabras, si todo lo racional esreal y todo lo real es racional, también deben ser,

po rque son efectivamente, la queja, la rebelión y lautopía, y esto es lo que hubiera contestado Voltaire aHegel con su habitual desenfado, cosa que le hubieravalido ser inmediatamente expulsadp de la Univer

gue siendo una verdad de la historia, y esta verdadno queda destru ida por el simple hecho de ser ex pulsada de las aulas. Al hablar tan elogiosamente delEstado, Hegel intentaba conferir el carácter divino aun Estadg y a una situación de hecho por el merohechrfde serlo, pues tal situación era para él la realización del plan de Dios en el gobierno del mundo, elnecesario resultado del desenvolvimiento de la historia. Lo que se hallara fuera de él, fuera de la dura ydespiadada organización del Estado, era realidadimpura, realidad corrom pida que requería ser salvada, y por eso Hegel dice que la filosofía no es unconsuelo, sino una purificación de lo real y un reme

dio para toda injusticia aparente. Pero la injusticiano es jamás aparente, sino positiva, efectiva y concreta, y sólo el filósofo que no sienta hasta qué puntola razón es impotente podrá considerar como aparente la injusticia. Éste es uno de los muchos inconvenientes que tiene el haber sido nombrado una vezfilósofo oficial.

Mas estas que Unamuno -también condenado aser expulsado, por impertinente, de las sagradas aulas- llamaba exigencias del cargo, no logran nuncaocultar enteramente la pasión que hierve bajo la helada corteza de las razones hegelianas. Esta pasiónes, como se ha indicado, la pasión por una esenciaque fuera al mismo tiempo una existencia, por unarazón que fuera a la vez desbordante entusiasmo,

136 CUATRO VISIONES DE LA HISTORIA UNIVERSAL

po r una vida que fuera constante trato y victoria so-bre la muerte. Esta vida es el fondo de la esperanza

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está en sí misma, antes de haberse alterado, es tam-bién vida, mas una vida semejante a la de la semilla

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bre la muerte. Esta vida es el fondo de la esperanzade Hegel, el cual busca la razón de ser de todas lascosas, pero piensa que hay algunas cosas que no tie-nen una razón de ser y que, sin embargo, son a lomejor las cosas que nos consuelan. Pues si la Natu-raleza y la Historia tienen una razón de ser en virtudde la necesidad que la Idea absoluta tiene de salir desí misma y de volver a sí misma, no hay ninguna ra-zón para que la Idea absoluta sea. No hay ningunarazón, pero sí una pasión que la hace ser, es decir,hay en el fondo, tras el filósofo oficial que fue Hegel,una esperanza. La Idea absoluta, convertida en Es-

píritu absoluto, es, finalmente, el regreso de la Idea

a sí misma, el bien merecido descanso. Pero tal des-canso no hubiera sido posible sin un trabajo previo,y por eso el Espíritu absoluto, al recobrar su cordu-ra, no permanece lo mismo que antes, es decir, nodeja de haber vivido enajenado. De no haberse deci-dido a salir de sí misma^ de no haber habido, porvir tud de la genial locura de la Idea, una Naturalezay una Historia, la Idea hubiera estado tranquila, masno satisfecha. La tranquilidad de la Idea en su primi-tivo estado era la tranquilidad del que cierra los ojos

para no contemplar las miserias. Su tranquilidad alfinal de los tiempos es, en cambio, la paz y el sosiegodel que ha vivido mucho, del que ha triunfado de lamuerte, saciado de hechos y de días. Y sólo una vidaque ha triunfado de la muerte, que se ha enfrentadocon ella, merece la pena de ser vivida. La Idea'que

bién vida, mas una vida semejante a la de la semillao a la del capullo, una vida que no ha sido todavía,como Hegel diría, refutada. La Idea que vuelve a símisma, por el contrario, el Espíritu absoluto, que hacometido todo género de desmanes y desvarios, esvida mil veces refutada, y, por consiguiente, vidaeterna, vida imperecedera. Así lo dice, por lo me-nos, Hegel al final de la Lógica, cuando abandonan-do los razonamientos comienza a dar cuenta de susmísticas visiones: todo lo que no sea Idea absoluta,dice, es error, oscuridad, opinión, arbitrariedad, ca-ducidad y muerte; sólo la Idea absoluta es ser, vidaauténtica, verdad que se conoce a sí misma, entera y

plena verdad.Así termina la historia, con la conquista de lo librey de lo verdadero, con el triunfo sobre la muerte,siempre al acecho. Para llegar a este final todo haservido; la verdad tanto como la mentira, la justiciatanto como la injusticia, la inocencia tanto como laculpa. Todo ha sido provechoso para este Espírituen el camino hacia sí mismo: los individuos, quehan sido medios, y el Estado, el Derecho y la religiónque han sido materiales. La historia term ina con larealización de la idea de la libertad, que sólo existe,dice Hegel, como conciencia de la necesidad. Masesta conciencia resulta, en última instancia, insufi-ciente, y toda esta fantástica marcha del Espíritu,que Hegel llama la justificación de Dios en la histo-ria, la verdadera teodicea, resulta, en realidad, un

¡38 CUATRO VISIONES DE LA HISTORIA UN IVERSAL

poco tris te. Por eso Hegel, que advierte más de unavez esta tristeza, hace terminar la historia con sumisma vida la filosofía con su misma filosofía Que

índice

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misma vida, la filosofía con su misma filosofía. Quela historia no haya terminado todavía, que aquel su

puesto final haya sido un a falsa alarma, nos hacesentir ahora a no sotros, a más de cien años de dis

tancia de Hegel, una desesperación y, al mismotiempo, un consuelo: desesperación porque, por lovisto, aquella eterna vida prometida por la Idea estáaún en u na vaga lejanía; consuelo, porque mientrasluchamos con el error y la culpa, con la desgraciay la miseria, tenem os la posibilidad de aumentar,con la experiencia, la plenitu d de n uestra vida, dever, de saber y de vivir algo nuevo. Vivir para ver parece ser la divisa de un mun do al cual no cesamos de

ultrajar, pero en el cual cada uno de noso tros se esfuerza por mantenerse. Pues, como dijo (creo) San-tayana, este mundo es una gran calamidad, pero lo

peor es que no se puede viv ir siempre en él.

Prefacio a la nueva ed ic ió n .............................. 7

La unidad de las cuatro vi sion es...................... 15

1....................................................................... 17II................................ ....................................... 19III ....................................................................... 28

San Agustín o la visión cr is ti an a..................... 35

Vico o la visión rena cent ista............................ 63

Voltaire o la visión raciona lis ta ....................... 87

Hegel o la visión ab so lu ta ................................ 113

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