José Emilio Pacheco Por Sí Mismo

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José Emilio Pacheco por sí mismo El siguiente texto autobiográfico constituye una verdadera rareza en tanto José Emilio Pacheco muy pocas veces habló de sí mismo de manera tan abierta. Sin embargo, en 1965 escribió la excepción que confirma la regla, texto leído en el ciclo Los narradores ante el público. Es ésta la primera ocasión en la cual por debilidad masoquista que deploro o un germen de exhibicionismo que ignorabame atrevo a escribir directamente sobre mí, en un acto de impudicia ejemplar.” I Por una parte la literatura, la trágica y la cómica, pertenece al reino de la felicidad; por otra, los escritores suelen ser infelices perturbados. Nunca se les examinó con tanta atención. Antes no era frecuente que el escritor tuviera que dar explicaciones sobre sí mismo. Cuando el poeta trata de interponerse en la lucha entre Bruto y Casio, lo echan fuera. No le piden que dé las razones históricas por las cuales es poeta. Es demasiado poco para eso. Y creo que su falta de importancia en aquella época era una de sus ventajas. Ahora hay gente dedicada al estudio de los poetas y a fastidiarlos e investigarlos. A ellos, a todos los demás escritores, se les hace o se hacen ellos mismosmuchas preguntas serias y de peso. Lo cual significa que la sociedad se interesa por la literatura más de lo que se interesaba, o bien que no resiste la tentación de entremeterse en algo relacionado con la felicidad a fin de estropearla de algún modo. Saul Bellow Nací en México, el incómodo año de 1939, y en Guanajuato 183, Colonia Roma. Nací el viernes 30 de junio; por tanto, según la astrología pensamiento mágico de nuestra época, correspondo a un tipo mixto Cáncer-Aries, singular naturaleza que tiene la nostalgia de un paraíso perdido, se encuentra atada a la familia, la seguridad, el pasado, las tradiciones. Sin embargo sufre un impulso hacia la emancipación, la innovación, el progreso. La sensibilidad extremada, el idealismo capaz de conducir a utopías porque el carácter no tiene firmeza; la familia y la amistad como centros afectivos resultan otras características generales de la conjunción.

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breve presentacion del autor de sì mismo.

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José Emilio Pacheco por sí mismo

El siguiente texto autobiográfico constituye una verdadera rareza en tanto José

Emilio Pacheco muy pocas veces habló de sí mismo de manera tan abierta. Sin

embargo, en 1965 escribió la excepción que confirma la regla, texto leído en el

ciclo Los narradores ante el público. “Es ésta la primera ocasión en la cual —

por debilidad masoquista que deploro o un germen de exhibicionismo que

ignoraba— me atrevo a escribir directamente sobre mí, en un acto de impudicia

ejemplar.”

I

Por una parte la literatura, la trágica y la cómica, pertenece al reino de la felicidad; por otra, los

escritores suelen ser infelices perturbados. Nunca se les examinó con tanta atención. Antes no era

frecuente que el escritor tuviera que dar explicaciones sobre sí mismo. Cuando el poeta trata de

interponerse en la lucha entre Bruto y Casio, lo echan fuera. No le piden que dé las razones

históricas por las cuales es poeta. Es demasiado poco para eso. Y creo que su falta de importancia

en aquella época era una de sus ventajas. Ahora hay gente dedicada al estudio de los poetas y a

fastidiarlos e investigarlos. A ellos, a todos los demás escritores, se les hace —o se hacen ellos

mismos— muchas preguntas serias y de peso. Lo cual significa que la sociedad se interesa por la

literatura más de lo que se interesaba, o bien que no resiste la tentación de entremeterse en algo

relacionado con la felicidad a fin de estropearla de algún modo.

Saul Bellow

Nací en México, el incómodo año de 1939, y en Guanajuato 183, Colonia Roma.

Nací el viernes 30 de junio; por tanto, según la astrología —pensamiento mágico

de nuestra época—, correspondo a un tipo mixto Cáncer-Aries, singular

naturaleza que tiene la nostalgia de un paraíso perdido, se encuentra atada a la

familia, la seguridad, el pasado, las tradiciones. Sin embargo sufre un impulso

hacia la emancipación, la innovación, el progreso. La sensibilidad extremada, el

idealismo capaz de conducir a utopías porque el carácter no tiene firmeza; la

familia y la amistad como centros afectivos resultan otras características

generales de la conjunción.

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Hijo a su vez de un cubano que, terminada la Guerra de los Diez Años, el

imperialismo español arrojó a nuestras costas —donde vivió hasta los 84 años, en

la mayor pobreza, como profesor de música y ejecutante—, mi padre era

abogado, militar en forzoso retiro porque en 1927 se negó a ser cómplice de

quienes presentaron el asesinato del general Serrano y sus partidarios como un

fusilamiento, previo consejo de guerra. Por parte de mi madre, la inmediata

ascendencia —francesa, tímidamente heráldica, consagrada por tradición a hacer

dinero— me legó un apellido: Berny, grabado en los planos de París y en la

historia literaria, aunque por causas no necesariamente artísticas: Madame de

Berny, como se sabe, fue la —digamos para no ofender a nadie— principal

protectora de Balzac. Más tristemente célebre, mi primer apellido confinaba de

antemano con la literatura: José Joaquín Alves Pacheco es el arquetipo

amonedado por Eça de Queiroz: no dio a Portugal una obra, una fundación, un

libro ni una idea. Fue superior e ilustre porque tenía un inmenso talento. Este

talento nunca produjo una manifestación positiva, expresa, visible —permaneció

siempre callado, recogido en las profundidades de Pacheco. (Cuando, los 26

años, aún comparto con Carlos Monsiváis el decanato de las promesas literarias,

empieza a inquietarme la coincidencia. Además el término “promesa” siempre

me ha parecido augurio de fracaso o incumplimiento.)

Pasé la mitad de mi infancia con mis abuelos en Veracruz. Ellos me

enseñaron a leer. Obsequio a mi aplicación fue un resumen infantil de Quo

Vadis?, el primer libro que leí. Como la mayor parte de los niños prehistóricos

que apenas conocieron la televisión y los comics, recorrí la obra completa de

Emilio Salgari; en cambio Verne y Dumas no me entusiasmaron. Hice muy

pronto novelitas de piratas, precursoramente acompañadas de dibujos (habilidad

que en seguida perdí). Alumno distinguido en la primaria, mis intereses

culturales entraron después en prolongado receso. Porque tuve una adolescencia

de lo más “normal” —en la medida que puede ser “normal” la adolescencia—,

contra lo que uno tiende a imaginarse al escribir sobre la propia niñez y pubertad.

Pues hay siempre el peligro de inventarse un personaje terrible que ve jugar a los

demás, atormentado por su inteligencia precoz. Ese niño que nunca fuimos,

descubre una noche de viento y de lluvia un secreto que es el origen de su

vocación literaria. Claro, “siempre existe un momento de la infancia en que al

abrir una puerta dejamos entrar el futuro” —como ha escrito Graham Greene.

Para mí ese momento se sitúa muy lejos: en el descubrimiento de que existía una

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biblioteca dentro de mi casa, o mucho más tarde, a los quince años, cuando tuve

la fortuna —común a varios escritores mexicanos— de encontrar un maestro

excepcional: Enrique Moreno de Tagle. Nos hizo descubrir a nuestros autores,

leerlos, comentarlos. Presenté dos trabajos en el año sobre Ensayo de un crimen y

El águila y la serpiente. Mi condiscípulo Rubén Broido estudiaba teatro. Me

animó a adaptar un episodio de Martín Luis Guzmán que representó durante

alguna festividad o concurso de declamación. Pasé el invierno de 1955 en una

lúgubre ciudad norteamericana. Ya que no entendía a nadie ni lograba hacerme

entender, compré varias libretas e hice un novelón, Ella, que en el nombre lleva

la fama. Incontenible, durante todo el 56 escribí cuentos y obras de teatro que

asesté a Moreno Tagle, a Broido, con saña particular, a mi primo Carlos Ancira,

víctima además de mi compañía en sus ensayos y programas de televisión.

Conocí entonces a Emilio Carballido y el estímulo de su severidad fue decisivo.

Carballido me presentó a Sergio Magaña, me señaló la conveniencia de asistir a

la clase de composición dramática que Rodolfo Usigli había legado a Luisa

Josefina Hernández. Sobre todo, me puso a escribir versos a fin de que adquiriera

flexibilidad sintáctica mi diálogo. Con anterioridad, no recuerdo haberlos escrito,

quebrantando la regla general. Leídas mis primeras composiciones, Carballido

me desahució; dijo que hiciera ejercicios rimados, no poemas libres. En pocos

meses redacté aproximadamente cien sonetos, cincuenta décimas, innumerables

versos blancos. Al mismo tiempo concluí una pieza sobre la “Decena Trágica”.

Luis Josefina Hernández opinó, con justa razón, que no funcionaba para la

escena: podía llevarla en cambio, a la Editorial Novaro que gustosamente iba a

incluirla entre sus comics. Así enterró a perpetuidad mis intenciones dramáticas.

Por Moreno de Tagle acababa de conocer al poeta Elías Nandino quien, con

ejemplar generosidad, resolvió abrir en su revista Estaciones un suplemento

dedicado a los (entonces) jóvenes. Ahí se iniciaron dos “constantes” de mi vida:

el trabajo de redacción, la escritura de notas y reseñas. Cuando Nandino me dio a

comentar los primeros libros, respondí que me parecía ridículo juzgar con mi

inexperiencia a los demás. Insistió en la utilidad de esos juicios o resúmenes de

mi labor personal. De este modo rompí el fuego contra la primera antología de

cuentos que en 1957 elaboró Emmanuel Carballo. A los dieciocho años era,

aunque hoy nadie lo crea, un rebelde-sin-causa-de-la-literatura, y arremetí

neciamente contra todos los grandes escritores mexicanos —a excepción de

Vasconcelos. Viejo amigo de mi padre, solía comer algunos sábados en casa. Su

personalidad me fascinaba; admiré, sigo admirando, Ulises criollo. La misma

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fascinación y el repudio a sus ideas políticas impidieron que me acercara a él.

Fruto como siempre de la ignorancia, esa iconoclasia se desvaneció al iniciarse

mi amistad con Monsiváis y con Juan García Ponce. Monsiváis dirigió conmigo

el suplemento de Estaciones; entre las muchas cosas que le debo está el haberme

hecho leer sin prejuicios a Alfonso Reyes. García Ponce me transmitió su

admiración por Octavio Paz; me hizo conocerlo y tratarlo. Me deuda hacia Paz

no tiene término y crece a cada nuevo libro que publica. Su poesía y su prosa han

hecho que comience el descubrimiento de lo que quiero decir; me han iluminado,

para decirlo con una palabra que le es grata. Diariamente, por dos años, agobié a

Paz en su despacho de Relaciones. La misma impagable, generosa paciencia con

que me escuchó sin demostrarme nunca que le quitaba el tiempo, tuvo para mí

Carlos Fuentes cuando ya La región más transparente le había dado su primera

celebridad. En Estaciones conocí, asimismo, a José de la Colina; tiempo atrás

leía con entusiasmo sus cuentos en la Revista Universidad. Colina me descubrió

a Joyce, Faulkner, Conrad; también a Julio Cortázar y Alain Robbe-Grillet, por

esos años casi desconocidos en México. Simultáneamente, Sergio Pitol me daba

a leer los relatos de Borges. Mi devoción respecto a Borges fue tan fervorosa

como torpe. Cometí la ingenuidad de querer imitarlo. A veces siento que

sobrevaloré a Borges o quiero liberarme de él. Lo releo y vuelvo a quedar en la

misma inocencia deslumbrada de 1958. Exactamente lo que me ocurre con su

enemigo Pablo Neruda, con Vallejo, con Carpentier…

No quiero hacer la lista de mis agradecimientos ni de mis admiraciones

literarias. La gratitud y la capacidad de admirar —mis únicas cualidades—harían

ese catálogo infinito. Tampoco hablar de la lección que debo a otras artes, por

más que mis percepciones sean tan cerradas en sus campos. Ya se sabe que uno

intenta aprender a escribir no sólo en la lectura: es mucho lo que debo a los

libros; pero no lo bastante para ocultar mi adeudo con las conversaciones, la

amistad; con la pintura, la música (pocas veces, o nunca, la mejor); pero muy

particularmente con el cine. Carezco de cultura cinematográfica, no asisto a

cineclubes, y como en todo, mis gustos ortodoxos corren parejas con mis

preferencias heterodoxas. A Manuel Michel y a Salomón Láiter, a Sergio

Magaña y a Sergio Véjar, agradezco la oportunidad de ver realizada una de mis

ilusiones perdidas: contemplar como imagen algo que adquirió forma como

lenguaje. La gran emoción egoísta del Concurso Experimental de 1965 es

que Tarde de agosto —una película que es obra de Michel y no mía— haya

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recibido en la Ciudad Universitaria el aplauso de ese público que no llega a los

veinte años, o los excede apenas; pero es dueño de una inteligencia, un rigor, una

honradez en todas sus actividades que a su edad no tuvimos —ni a la nuestra

tenemos.

Terminado su trabajo con la serie de “Los Presentes”, Juan José Arreola

iniciaba los “Cuadernos del Unicornio”. A instancias de Monsiváis publicó en el

número 18 dos cuentos: La sangre de Medusa y La noche del inmortal. No he

vuelto a leerlos; si lo hiciera, lo más probable es que apoyase el juicio que

entonces (1958) les dedicó Salvador Reyes Nevares: “textos demasiado uncidos a

Borges, muestra de una literatura lujosa, inútil, retórica.”

Lo importante en ese primer experimento fue la oportunidad de tratar a

Arreola y aprender de él. Como amanuense, le ayudé a terminar algún

compromiso urgente, a corregir un buen número de obras maestras ajenas —

apostolado que su obra merece.

Emmanuel Carballo nos entrevistó (a Monsiváis, a Pitol y a mí) para México

en la Cultura. Aunque personalmente no dije sino los más comunes lugares

comunes, Carlos Fuentes habló de nosotros a Fernando Benítez. Gastón García

Cantú, Alí Chumacero y Henrique González Casanova me enseñaron a redactar

notas, artículos, traducciones. Benítez trató en vano de convertirme en periodista.

Hice a Juan Rulfo el único reportaje de mi vida. No salió, pero gracias a ese

intento pude comenzar la amistad con un escritor a quien tanto he admirado

desde siempre. Un año más tarde, cuando dirigía “Voz Viva de México”, Rulfo

me encargó un prólogo para el disco de Salvador Novo. Mi concepto de Novo era

más bien borroso y falso. El disco fue la ocasión de hallar en Espejo y

particularmente en Nuevo amor algunos de los poemas más hondos de la lírica

mexicana. Augusto Monterroso, por su parte, me reveló en Continente vacío la

prosa excepcional, para nosotros inédita, de Novo.

Ese mismo 1959 Carballo renunció a Difusión Cultural de la UNAM.

García Ponce me propuso a Jaime García Terrés para reemplazar a Carballo en el

puesto de organizar conferencias. En Difusión Cultural duré seis años y acabo de

abandonarla con gran nostalgia. Pronto las conferencias desaparecieron al entrar

su inmejorable sitio en la Casa del Lago que Juan Vicente Melo ha llevado a la

plenitud. Simbólicamente, en la misma Casa de Lago conocí a Melo, apenas

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desembarcado de Europa. Años atrás, en Veracruz, había seguido como

espectador su trayectoria de niño prodigio, príncipe de la cultura jarocha que

desde los seis años daba conciertos de piano, publicaba cuentos y crónicas en El

dictamen. En esas páginas, Melo organizó un suplemento ejemplar, una entre las

causas que venturosamente apresuraron su traslado a México.

Para los que teníamos veinte años en 1959, la Revolución Cubana fue un

acontecimiento que nos sacudió con la misma fuerza que la Guerra de España

debe de haber ejercido con la generación de Paz y Efraín Huerta. Fin de una era y

comienzo de otra, espada de fuego, nos arrojó de una arcadia apolítica, de un

limbo estetizante donde el mayor problema era la lucha contra el que o el

exterminio radical del gerundio. Coincidió con los esfuerzos ferrocarrileros y

magisteriales por crear un movimiento de los trabajadores mexicanos que saneara

la cloaca en que se aposentan Fidel Velázquez y su cáfila. Sobrevino a

continuación el encarcelamiento de Siqueiros. Firmar protestas incesantes sólo

sirvió para creer aquietada nuestra mala conciencia. Hasta que en noviembre de

1960 algunos de nosotros, ante el ejemplo de ese gran escritor que es José

Revueltas, nos declaramos en huelga de hambre para solidarizarnos con los

presos políticos que en la cárcel recurrieron a esa medida. Cierto, fue un gesto

romántico y despertó la burla unánime de los poco que se enteraron. A esa

huelga, nada o casi nada, se reduce a toda mi acción, digamos, subversiva.

Probablemente la intelligentsia mexicana tuvo razón al burlarse de la huelga en

San Carlos; pero quizá haya sido un primer paso para insinuar que, llegado el

momento, también nuestros escritores podrían comprometerse personalmente y

no sólo en términos literarios o ideológicos.

Por lo demás, estos cinco últimos años constituyen mi vida que —con

mucho optimismo, puesto que soy un perfecto desconocido— podríamos llamar

“pública”. Y no quisiera todavía renegar de ellos o verlos con nostalgia. Hasta

hoy publiqué nada más dos libritos: uno de poemas, Los elementos de la

noche; otro de relatos, El viento distante. Ambos, sobre todo el primero, han sido

generosamente juzgados (lo que a nadie sorprendió tanto como a su autor) y

representan sólidos fracasos de librería —lo cual en modo alguno garantiza su

calidad. Los elementos de la noche no me disgustan aún. El viento distante es un

ejercicio a veces bien escrito; pero ejercicio simplemente. Indica como señalaba

Rubén Bonifaz Nuño, una inmadurez que los poemas disimulan. Es lástima.

Siempre he querido escribir cuentos. La novela me parece inalcanzable, y me

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conformo con leer, a menudo, admirar, las que otros hacen. Algunos me han

reprochado que escriba cosas tan diversas, que no me “centre” en un solo género.

Yo diría que los géneros no son incompatibles, un cuento es lo más cercano a un

poema (no en términos de “prosa poética”, sino de concentración e intensidad), y

con frecuencia se me ocurren historias que, según creo, pueden interesar. En mi

caso, la poesía no basta; el relato es un complemento necesario. Hay grandes

periodos de esterilidad: la lírica no puede nacer voluntariamente. Entonces

vuelve el deseo de escribir narraciones quizá porque, antiguas y modernas, las

leo, releo en todo momento; de Heródoto a Pu Song Lin, de Maupassant a Pieyre

de Mandiargues de Chesterton a Bradbury, de Poe a Hemingway y Flannery a

O’Connor, de Lugones a Manuel Mujica Láinez. La prosa no-narrativa, de

intención periodística o ensayística, la he practicado invariablemente de encargo.

Aunque intento hacerla lo mejor posible, en su relectura me deprime: nunca

redacté un artículo, nota, reseña, prólogo que fuera más allá de sus límites

específicos y adquiriese un mínimo de valor propio. Cumplida su misión

informativa, tales páginas periclitan vertiginosamente. Así he visto irse a pique

en revistas periódicos una producción múltiple, por lo general anónima o

firmada con iniciales y cambiantes seudónimos. Debe sumar varios volúmenes:

mejor que permanezca en el olvido.

Sin sombra de falsa modestia, me considero un escritor que comienza y vive

los años iniciales de un aprendizaje interminable. Alguien sin muchas

pretensiones que conoce y explora un mundo menor y limitado. Mi mayor

problema literario, fatídico para quien intente la narrativa, es el respeto excesivo

por los demás. Me he privado de escribir muchas cosas por el temor de traicionar

o herir a quien me dio su confianza. El ejercicio de la poesía libera de toda

tentación autobiográfica: ninguno de mis cuentos ha vencido el pudor y no puedo

narrar experiencias íntimas.

Es ésta la primera ocasión en la cual —por debilidad masoquista que

deploro o un germen de exhibicionismo que ignoraba— me atrevo a escribir

directamente sobre mí, en un acto de impudicia ejemplar. Lamento paradójico,

pues todo libro es una indiscreción monumental, y un poema se define por ser el

impudor quintaesenciado. Pero no hay que pintar con el hocico, día Holbein.

Menos hay que escribir con el hocico, y el escritor haría bien en cortarse la

lengua. Porque la ración de culpa que le ha tocado expiar a cada hombre para un

escritor se manifiesta en el remordimiento de haber hecho mal las cosas, de no

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poder conciliar sus necesidades de trabajo con el fervor cotidiano que requiere la

obra literaria; haber difamado a nuestros amigos, hablado de lo que se ignora, y

sobre todo en el horrible malestar de saber que nuestra vanidad no está en

consonancia con lo que hemos hecho ni con nuestros actuales esfuerzos.

Hace años traduje unas palabras de Pirandello, hoy dolorosamente vivas

para mí: “Nacer es fácil; nacer al arte ha sido siempre lo menos difícil. El gran

peligro para todo artista viene después, cuando ha nacido, cuando vive, cuando

enfrenta el problema de continuar y renacer.” V. S. Pritchett ha observado

también que la nostalgia existe raramente entre los escritores europeos, mientras

en los de toda América es un elemento destructivo: nostalgia de un porvenir

perdido, del sentido del porvenir que posee la juventud. Para nosotros hay un

comienzo maravilloso y en adelante sólo existen el fin, el fracaso, la amargura, la

tristeza, la vejez y la muerte.

¿Qué reino abolido evoca esa nostalgia? ¿Es el amparo de la religión, la

seguridad del cristianismo, que se perdió cuando interrogamos y nada respondió

sino el silencio de Dios? No lo sé. Habría que ver también la fuerza que un joven

hispanoamericano tiene que derrochar para defender su voluntad de escribir. Más

tarde, para un escritor, cada nuevo campo de trabajo paraliterario es una renovada

forma de corrupción. Y lo que constituye propiamente su tarea de relega, se

olvida o sólo puede sostenerse mediante todo género de sacrificios. Esto explica,

en parte, el resentimiento, la contenida violencia, la susceptibilidad extrema que

alienta en nuestros escritores —y, por consiguiente, la ausencia de crítica

literaria.

En México, el problema fundamental de la crítica corresponde resolverlo

menos a los críticos que a los escritores. Ante todo consiste en hacernos aceptar,

resistir, respetar la inconformidad ajena. No es sorprendente que lo que hacemos

desagrade, ¿Cómo olernos de que lo nuestro no guste o no se entienda? Lo

verdaderamente asombroso es que alguien pueda sentir placer, emoción o

sorpresa ante una página nuestra. Más natural sería que nadie estuviese de

acuerdo conmigo; puesto que expreso mis ideas, sentimientos, recuerdos,

anhelos; y para que otros los tuviera precisaría ser yo mismo.

La vulnerabilidad ante el rechazo o la aprobación incompleta tal vez sea la

mayor miseria que aflige o degrada al escritor. Desde niños se nos envenena con

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elogios y rivalidades ficticias (en literatura toda rivalidad es ficticia: nadie quiere

ni puede escribir exactamente como el otro). Pero es cierto que la envidia y la

vanidad son acicates que promueven la acción. Como me faltan, como estoy

lleno de un respeto que a nadie beneficia, mucho me temo que fracasaré.

Rodin aconsejaba no temer las críticas injustas. Sólo aceptar las que

confirman en una duda. Lamentable o venturosamente, siempre tengo dudas.

Cuando adquiera seguridad en lo que escribo me sentiré perdido. Elogio o

censura debieran encontrarnos lo bastante ocupados en escribir como para que

nos afecten. De todos los oficios el de escritor debería ser el más modesto.

Puesto que he subsistido gracias al periodismo literario, con la mejor

intención algunas personas suponen que soy o pretendo ser un crítico. No es

verdad. Me interesa, nada más, hablar de lo que me gusta. Siempre desde el

ángulo de un lector vocacional, nunca de un crítico. No es por comodidad: al

elogiar lo que admiro cubro mi obligada cuota de enemigos más ampliamente

que al atacar a alguien. Cuando me he “metido” contra un libro, recibo sólo

felicitaciones: a todos les agrada que dé en otro blanco la bala que pudo rebotar

hacia ellos.

Sabemos que sin adhesión preliminar no hay crítica viable. Como desahogo

o vertederos del rencor son más cómodos los epigramas o los simples insultos

que, además no engañan a nadie. La crítica es un vínculo antes que un rechazo.

No se trata, claro, de decir que todo está bien. Los hombres nacen fiscales o

defensores: personalmente nada me repugna tanto como las funciones policiacas

que por definición ha de cumplir la crítica —justicia abstracta, provisional,

hipotético, tan difícil o más que la literatura. ¿Quién tendrá el heroísmo de

renunciar incluso al trato con sus semejantes para ser el gran crítico mexicano?

II

…indudablemente todo arte nace en última instancia de una insatisfacción. Indudablemente señala

que la vida nunca nos colma. Pero atestigua también que de una carencia puede extraer el hombre

algo muy positivo: una obra que es signo de potencia y dignidad. Pero eso todo el que crea no es

nihilista aun cuando exprese la desesperación: al hacer una obra combate el nihilismo, lo domina, se

da razones para no desesperar. Bajo este aspecto, el arte moderno no es diferente del arte del

pasado. Contra todo lo que amenaza al hombre, todo lo que intenta arrasarlo, el arte opone con su

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sola existencia, el deseo de durar, de romper la soledad, sobrevivir la angustia, la caducidad, la

muerte.

J. E. MÜLLER

Debo a François Mauriac mi farisea hostilidad hacia todo intento de confesión no

pedida, autobiografía precoz, examen de conciencia: uno busca siempre ser

absuelto hasta de lo que tal vez nadie lo inculpa. Aun quien se cubre de fango y

denuncia los actos más tristes no duda de que su audacia conquistará las

simpatías, el aplauso a su valor, a su humildad. Y no es que los recuerdos se

organicen con intención deliberada de engaño: al hablar de nosotros estamos

rindiendo cuentas ante un tribunal. Cada quien a su modo, acusándose o

protegiéndose, prepara su defensa. Sólo la ficción no miente: entreabre junto a la

vida de un hombre una puerta falsa por la que desliza incontrolable lo esencial de

sí mismo.

De modo que, indefenso, no puedo siquiera abogar por los malentendidos

que acaso suscité. Lamentar, por ejemplo que Los elementos de la noche, sórdida

confesión de una o varias tragedias amorosas y un sentido atroz del tiempo como

infinito desgaste, haya sido a juicio de muchos un libro de poemas bonitos,

inteligentes y fríos. O que El viento distante, condena y alegato de destrucción

contra los valores que me formaron, pareciera a otros una serie de cuentos

límpidos, candorosos, que expresaban con lirismo la magia y la pureza de la

infancia. Pero no me quejo ni me extraña: si cada palabra es una botella al mar,

quien la recoja tiene la libertad de interpretarla. Su opinión me parecerá siempre

respetable. Nada puede azorarme después que Los viajes de Gulliver, el ataque

más cruel que se haya escrito sobre la condición humana, se transformó en

lectura infantil.

Sí me gustaría, en cambio, aclarar un malentendido, engendrado por la

benevolencia, que no me daña a mí sino a un escritor que admiro: yo no quiero

seguir los pasos de Alfonso Reyes ni los de nadie, ni menos constituir una actitud

ejemplar (el único ejemplo que doy a los más jóvenes es el de ser un mal

ejemplo); tampoco pretendo, al defender ciertos aspectos de nuestra tradición

literaria, convertir las letras de hoy en la Rotonda de Los Hombres Ilustres. No

entiendo la tradición como estatismo o rigidez museográfica: la veo en su sentido

de cambio constante, enriquecimiento, punto de vista siempre variable,

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diversificación, en una palabra: continuidad. Sólo asumiendo el arte del pasado

—con juicio crítico, discriminatorio por supuesto— podremos hacer una

literatura mejor o diferente. “Si no tenemos tiempo para comprender el pasado,

dice Lewis Mumford, no tendremos la visión para dominar el futuro. Porque el

pasado no nos deja nunca y el futuro está siempre a las puertas.”

Mi amor desolado por la Ciudad me otorgó una lección adversa al

“parricidio”, curioso término de tan obvias implicaciones freudianas. Lo que voy

a escribir me preocupa lo suficiente para que no me interese demoler lo que otros

hicieron antes de mí. He visto, en la damnificada zona antigua de la capital, que

cuando cae un maravilloso edificio de la colonia o el XIX, invariablemente lo

sustituye un bodrio indómito que bulle en fachaletas y cristales. Creo que se

puede construir en los suburbios una nueva ciudad que no implique la muerte de

la antigua. (Este principio universalmente aceptado no se acató en la nuestra: las

consecuencias están a la vista.) Además, el escándalo “parricida” suele ser

anticipo del silencio y la esterilidad. Hace diez años algunos “jóvenes”

argentinos ―jóvenes elásticos, sedicientes, próximos a la cuarentena―

“demolieron” la obra de Borges. Hoy todos sabemos lo que ha pasado con

Borges. De sus oponentes queda, en el mejor de los casos, la mención en la petit

histoire. Gritaron de tal modo que su fuerza se extenuó antes de escribir y cuando

lo hicieron más valdría…

Creer que todo empezó con nosotros, por nosotros, y terminará cuando

acabemos, me parece l’illusion comique de las generaciones. L’illusion

comique a la postre se convierte en tragedia. Lo cómico implica víctimas. La

comicidad exige la humillación. La gran enseñanza del siglo XX es la conciencia

de que cuanto hacemos es provisional y lo que hoy tuyo valor y sentido no lo

tendrá mañana. Los cambios de opinión, gusto, “estilo de vida”, se suceden con

vértigo cotidiano. Es melancólico que así sea. La mutabilidad del arte, empero,

corresponde a los ciclos de la naturaleza. Ni mundo ni arte se conciben sin

cambios y movimientos, muertes y resurrecciones. La historia no se detiene: todo

instante es transición. Tener la fe necesaria para dedicarse a un arte incluye,

exige la certeza de que está en perpetua metamorfosis y en progreso constante.

Un escritor prueba que pertenece a su época cuando pasa con ella. Quizá, para no

esterilizarse, debiera pasar por alto estas razones. Mas ¿para qué engañarse? ¿Por

qué no cifrarlo todo en la íntima necesidad? ¿Por qué no ser responsables de

nuestro momento, conscientes de nuestro fin?

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A estas alturas, el optimismo es un lujo que nadie puede permitirse, y hay

que recordar que todas las opiniones justas, las buenas ideas, son o serán muy

pronto lugares comunes. Si no podemos pensar sin escribir y si al pensar

copiamos servilmente, involuntariamente lo que otros escribieron, habrá que

asumir la sabia resignación china: comentar y reescribir incansablemente a

nuestros ancestros, intentar variaciones y agregados a la ineludible repetición.

La originalidad en arte, concepto nacido de la burguesía, cumplida su

misión, está muriendo históricamente con ella. Quizá en adelante se eviten

problemas haciendo que el arte sea, como en sus grandes épocas, anónimo y

colectivo; concediendo (sin admitir) a cada obra un solo año de vigencia, pasado

el cual sería borrada y olvidada para siempre. Acaso de este modo terminarían

las tristes, cíclicas luchas de generaciones, las enemistades, las ofensas, y al

suprimir el egoísmo de sus creadores, el arte ganaría en número de artistas.

Todos tendrían oportunidad, deseo de trabajar, sin sueño en los laureles o las

reputaciones prefabricadas, la envidia no existiría en este ámbito fraternal e

incógnito. Todos se esforzarían, como no ocurre hoy, en crear obras maestras,

excepcionales en el amplio sentido, capaces de romper todas las convenciones de

duración para sobrevivir a su año, su época, su siglo ―con lo cual,

probablemente, volverían a unirse los eslabones de la cadena.

Estos retorcidos conceptos bien pueden nacer de una deformación

profesional: como “segundo oficio” he desempeñado algunos trabajos que

razonablemente todos rehúyen: encargarme de revistas, por ejemplo. Así, aparte

de conocer amigos que permanecen siempre en mi afecto (como Vicente Rojo,

Fernando Benítez, Ramón Xirau) y aletargar mis modestas intenciones creadoras,

apuré definitivamente el antídoto contra la vanidad. Como a H.G. Wells (pero sin

duda, porque en mi caso las uvas están verdes), el éxito me parece una cosa

vulgar, cursi, hastiante, envidiada. Creo ―nada tan necio como erigir una actitud

íntima en regla general de conducta― que los escritores hacen bien dándose o

permitiéndose publicidad: vivimos en un mundo electrónico donde las fuentes en

que se expresa la cultura ya no son las tradicionales. Pero reservo mi derecho a

mantener ideas sobre el escritor que murieron con el siglo XIX. El tipo de

literatura que intento es el que menos se presta a la brillantez y la atracción

masiva. No obstante, me parece un destino bastante patético el que mi

antigregarismo pueda emplearse en contra de mis amigos ―de los cuales, en

última instancia, soy cómplice, y pueden disponer de mí según sus culpas.

Page 13: José Emilio Pacheco Por Sí Mismo

Quise hablar de Reyes. A Reyes se le condena invocando la ley del menor

esfuerzo, sin tomarse el trabajo de leerlo. Existió, cierto, el mito de Reyes; pero

no hay razón para tomar la palabra mito sólo en sentido peyorativo. La obra de

Reyes es fragmentaria, sí. ¿Cómo abarcar de otra manera un mundo fragmentado

a cada paso? Ya que su empresa fue el recomponerse, el recomponernos, el unir

lo disperso, sólo mediante la atomización podía lograrse. Su unidad está de algún

modo en el conjunto orgánico que forman esas “tentativas y orientaciones”

aisladas. Su coherencia, en la precisión lúcida del lenguaje que empleó,

exactamente para impedir, articulándola, que la esfera de la cultura se nos

deshiciese a los mexicanos ante el embate del caos contemporáneo. Por eso, su

obra sólo puede entenderse si se considera específica, radicalmente mexicana,

hispanoamericana. Reyes abrió la posibilidad moderna de escribir en México.

Arrojó al surco la semilla para que el campo verdeciera. Todos, hasta quienes no

lo leyeron, hemos salido de él; y si nos apartamos es para regresar con mayor

fuerza. Su obra es un camino y lo contrario de un camino: nadie puede rechazar

su lección ni volver a escribir, a pensar, como antes de Reyes; nadie puede ser

Reyes de nuevo, seguir su sombra, porque tras él las aguas se cerraron y no

conducen a ninguna parte.

Por mis orígenes se entenderá que ni siquiera me he planteado el problema

de ser o no nacionalista: me basta con ser mexicano; no veo la necesidad de

promoverme a mexicano profesional. En este sentido la lección de Reyes me

parece más vigente que nunca. Lo que defendió toda su vida se condensa en las

palabras finales de una entrevista con Elena Poniatowska el día que Reyes

cumplió setenta años: “…Es cosa muy sencilla de decirse y muy difícil de

realizarse. Todo se reduce a que los mexicanos, en todos los órdenes de nuestras

actividades, hagamos las cosas bien, o siquiera lo mejor que podamos, tanto ética

como estética y técnicamente. México valdrá lo que valga la conducta de los

mexicanos. México no es un ente abstracto sino un hacer y un hacerse… Parece

increíble que algunos se arroguen las funciones de Dios y ellos mismos

arbitrariamente tracen un plan de nociones absolutas y rigurosas sobre lo que ha

de ser México, y luego se entusiasmen o se indignen cuando cumplimos o

desobedecemos lo que ellos han decretado. México ha sido, es y será el conjunto

de lo que hagamos los mexicanos, lo bueno, y por desgracia, también lo malo…”

Ahora considero que en México el único nacionalismo que vale es el de quienes

no se ostentaron nacionalistas para camuflar de “traición a la patria” el ataque a

Page 14: José Emilio Pacheco Por Sí Mismo

la mediocridad, la tontería, la ineptitud. Tumba sin sosiego, el nacionalismo se

levanta hoy para perder de nuevo la batalla en que los “Contemporáneos” lo

derrotaron hace treinta años. Se yergue con un oscuro sentimiento de culpa:

mientras lo mexicano se pierde en la fisonomía de las ciudades, la industria, las

costumbres, los medios de comunicación e información, vamos a hacerle un

rinconcito en la cultura, no importa que retrocedamos medio siglo. Levantemos

nuestra murallita china que al fin México se basta en todo a sí mismo y nació

como país por generación espontánea sin importar ideas exóticas. Pintemos como

pintaba Saturnino Herrán; escribamos como escribía Carlos Gutiérrez Cruz.

Quien se oponga a nosotros sube a la torre de marfil y da la espalda a los

sufrimientos de su pueblo.

¿Qué sobrevivió a la “tempestad” de 1930? La poesía de los

“Contemporáneos”, los cuadros de Rufino Tamayo… Y si quedaron muchas

obras de Orozco, algunas de Rivera y de Siqueiros, ciertos libros de Héctor Pérez

Martínez y Ermilo Abreu Gómez, fue por ser buena pintura o buena literatura, no

por nacionalista, afrancesada o apochada.

La ciudad se sueña gran ciudad: defendamos la gran aldea. Loa pobres no

deben vivir en la villa olímpica: su sitio está en las acuarelas con profunda raíz

nacionalista. En México no hay pobres, vecindades, explotados, policías,

prostitutas, políticos, ladrones, campesinos sin tierra, dirigentes asesinados previo

sacrificio azteca, hombres sin trabajo, niños sin escuela, niñas violadas a los siete

años; no hay sordidez, miseria, descontento, voracidad, rapacidad, corrupción,

frustración, traición, servilismo, igualas, concesiones, malos gobernadores,

alcoholismo, ignorancia, suicidios, asesinatos, robos, accidentes producto de la

incuria, explosiones por mal equipo de gas, sobornos, mordidas, bandas de

delincuentes asociados para acabar con la madera, el henequén, el azufre. En

México no hay problemas nacionales: la misión de la nueva literatura mexicana

deber ser cantar la belleza funcional del Periférico y las comodidades de

Nonoalco.

Conscientemente o sin proponérselo, con todos sus errores, la poesía y la

literatura mexicanas han sido hasta hoy la verdad dolorosa o llena de esperanza

del país. Si esa expresión ha comenzado a romper el círculo de los doscientos

ejemplares y las ediciones del autor, a formar un público, a cumplir por ello su

auténtica misión, a despertar el interés por el presente y el pasado de México, se

Page 15: José Emilio Pacheco Por Sí Mismo

debe en muy amplia medida a la labor de Arnaldo Orfilia en el Fondo de Cultura

Económica. Orfilia creó la serie “Letras mexicanas” y gracias a la Colección

Popular hizo sin demagogia, lo que parecía imposible: que el pueblo leyese a sus

escritores. No es literaria la única deuda de nuestra cultura para con Orfilia,

desde luego pero en este terreno, sin saberlo, ayudó a muchos de nosotros a

descubrir —en Libertad bajo palabra, en Muerte sin fin, en tantos otros libros—

esas palabras edificantes en que reconocemos un destino. En lo porvenir, para

saber lo que fue el México de esas años que muy pronto serán también pasado,

resultarán imprescindibles los textos que editó Orfilia en el Fondo de Cultura

Económica.

Así pues, nunca he creído que ser escritor conceda una patente de corso para

nada; y mientras no se aplica el hecho al acto mismo de escribir, uno es un

hombre como todos, con los mismos problemas e idénticas obligaciones.

Tampoco me atrevería a justificar mis debilidades o mis actos indignos o mis

difíciles vínculos con el mundo, como “temperamento artístico” ni conciencia de

sacrificarlo todo por mi obra virtual. Sin embargo, no cedo a la corriente que

obliga a muchos escritores hoy día a pedir perdón por escribir. Nunca me ha

parecido lo que antes se llamaba la vocación literaria trabajo opuesto o separado

de la vida, ni conjuro capaz de protegerme contra la realidad. Simplemente me

gusta hacerlo; en todo momento me he sentido bien cuando escribo. Por

desgracia, nací con una facilidad que suele pagarse en dispersión, desorden y

pereza; en la mala costumbre estimulada por el periodismo, de hacer las cosas

sobre la máquina y a última hora; bien que se traduzca, a la vez, en cierto don de

forma, cierta docilidad del pensamiento para encajar en el ritmo natural de la

frase.

Irremediablemente anacrónico, necesito del lenguaje, de la literatura para

vivir. La actividad literaria me parece sólo una forma de vida, un posible destino

que puede aceptarse o rehusarse subjetivamente y que ha de ser todo o nada: el

trabajo más serio el más inútil. Puesto que nada, puesto que nadie obliga, hay que

darse a él enteramente o rehusarlo por completo. Como todos, muchas veces he

sentido la tentación de la desesperación; he llegado a creer que la literatura no

importa y escribir no vale la pena —más esto sólo se sabrá cuando se haya

escrito y no mientras se escribe.

Que nadie pueda vivir en México de la “creación literaria” es acaso una secreta

ventaja. Gracias a ella puedo hacer mis poemas, mis cuentos sin premura ni

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obligación, nada más cuando siento necesidad de hacerlos; no tengo que escribir

a plazos ni al gusto de nadie. Esto, también, nos convierte en

aficionados, écrivains á dimanche, con todas las ventajas y limitaciones de esta

condición preindustrial. Por eso, en mayor o menor medida, abiertamente o de

modo velado, casi todos los escritores mexicanos vivimos del gobierno, para

decir las cosas claras. Si no fuéramos modesta, indirecta o quincenalmente

subsidiados por el presupuesto, estaríamos en la otra orilla de la sociedad dual: en

la indigencia en el desamparo, y no entre dos aguas, hijos de la clase media que

no se atreven a llevar la vida que económicamente nos corresponde, la de un

proletariado al que desconocemos y hacia el cual sentimos el temor de su

rechazo, de su recelo. Parásitos de la burocracia porque nadie puede exigir a

nadie que se muera de hambre, cuando menos aún no llegamos a la resignación

de creer que el trabajar para el gobierno, o gracias a los dineros del gobierno, nos

obliga a guardar silencio sobre lo que nos parece mal y nos indigna así en nuestro

país como en el mundo; aunque los “voceros de la opinión pública” pretendan

confinar a la ilegalidad toda actitud adversa a los enemigos extranjeros o

autóctonos de México.

“Después de Une saison en enfer —ha escrito recientemente Octavio Paz—

no se puede escribir un poema sin vencer un sentimiento de vergüenza: ¿no se

trata de un acto irrisorio o, lo que es peor, no se incurre en una mentira?”

“Después de Auschwitz —ha dicho por su parte Teodoro Adorno— escribir un

poema se ha convertido en un acto barbárico.”

¿Qué puede hacer el escritor en un mundo en que millones de seres mueren

de hambre, y otros son incinerados en los arrozales de Vietnam, y otros se

suicidan a no resistir las tensiones de una sociedad tecnológica cuyo fin es la

abundancia de objetos que cosifican y enajenan? Donde, como se ha dicho

los mass media pugnan por la insensibilidad moral de todos los hombres y matar

se ha vuelto una profesión de caballeros. El poeta es casi un símbolo grotesco en

nuestra época. El temor de vivir, el lacerante para qué-con qué objeto, se adueñan

de él como de pocos hombres. Si no se puede transformar un mundo que

pertenece a los técnicos y a los empresarios, a los políticos y los militares, lo

mejor ¿no es desertar? Ya que casi la única manera de no ser cómplice en nuestra

época es la resistencia pasiva, el silencia puede ser un modo de protesta contra la

injusticia y la abyección contemporánea. Pero este nohilismo es hoy una actitud

Page 17: José Emilio Pacheco Por Sí Mismo

profundamente reaccionaria: es necesario escribir precisamente porque hacerlo se

ha vuelto una actividad imposible.

A la afirmación de que vivimos en un mundo que se deshace y donde todo

empeño de construir es vano, Luis Cernuda respondía que ahí precisamente entra

en juego la honestidad del poeta, que es parte de su vocación; si es profunda,

tratará de todos modos de realizar su obra. Aunque el esfuerzo parezca o se

estime vano, él quiso remediar la desintegración colectiva cumpliendo con su

tarea. Si cada hombre hiciera lo mismo en su trabajo, podría corregirse algo en el

mundo, mucho más que gritando y llorando en la montaña profética.

Sea como fuere, el poeta, el escritor tiene derecho a forjarse las ilusiones de

que su trabajo es no es inútil. La defensa que se hace en los países socialistas del

cuadro abstracto y del poema lírico señalan que, cuando Hitler, Mussolini y

Johnson han hecho de la noción de patria un mito esperpéntico, el arte es la

remota posibilidad de una patria universal.

Desde que comenzó a nacer el mundo moderno —digamos, para tener un

punto de apoyo, 1848— la poesía (incluyo en la palabra poesía todo lenguaje

significativo, toda literatura) se ha avergonzado y se adelanta a la crítica que le

formula la sociedad sin rostro, el mundo plural. Sin embargo, la poesía no tiene

la culpa de que las esperanzas de la razón no hayan encarnado en la historia

mientras su propio sueño “engendre monstruos”. La soberbia es el pecado que

precipitó a la poesía hasta ese infierno en que se debate y arde, deplora, implora,

acusa, se da golpes de pecho, Tras la crisis —si hay salida, si hay porque tiene

que haber, futuro— algunos piensan que la poesía se habrá hecho modesta:

comprenderá que su misión no es, porque tampoco son poderes, salvar al mundo

sino iluminarlo.

Mientras tanto, aceptemos en toda su humildad esta labor sin porvenir, sin

tiempo, aceptemos su pequeñez, su significativa insignificancia. El camino no

está en la deserción: sólo por una fe resignada, orgullosa, podemos aspirar a

salvarnos. Sí, es horrible saber que en los próximos diez años, nada más en la

India, morirán de hambre cincuenta millones de niños. Más horrible darse cuenta

de que en los desiertos de México también los niños y sus padres mueren de

hambre o de enfermedades producto del hambre. No obstante, veo un gran trecho

entre dolerse de este genocidio y convertir (como hace un año Sartre) la literatura

Page 18: José Emilio Pacheco Por Sí Mismo

en la gran cabeza de turco culpable del hambre y de todo mal. Pues, como

respondió en aquella ocasión Ives Berger, las palabras no pueden convertirse en

panes ni en fusiles y no es posible maldecirlas por ello. La literatura es inepta

para ser un levantamiento popular. Es un chantaje exigir de las letras y los

escritores lo que nadie se atreve a esperar de los otros hombres ni de Dios. Pues,

a fin de cuentas, la literatura es simplemente una tentativa de salvación

individual.

Lejos de mí el combatir los dogmas con nuevos dogmas. o tengo respuestas:

sólo interrogaciones. Me parece que lo único que el escritor no debe es hacer

caso a quienes le dicen que no debe. El compromiso es una voluntad, una

elección —o no es. Resulta inmoral exigir a los demás que se comprometan o

dejen de comprometerse. Lo único válido es juzgar los resultados. Escribiendo,

Sartre no impidió la brutalización de la guerra de Argelia ni la de Vietnam. Pero

nos deja una obra y una inquietud, ética más que política. Muchos de los que

firmaron el célebre manifiesto de los 121, cuando hacerlo significaba arriesgar

incluso la vida, no habían escrito una línea sobre las torturas o el ejército secreto.

LLegado el momento, asumieron el riesgo necesario. No por escritores: por ser

hombres. (Un ejemplo inmediato, en que es innecesario abundar porque está a los

ojos de todos, es la actitud de los intelectuales norteamericanos ante su política

exterior, frente al problema de la integración racial, contra las organizaciones

neonazis dentro de su país.) No soy nadie para arrojar la primera piedra y sería

terrorismo pretender que nuestra realidad ha exigido una tan absoluta

radicalización. Pero ante esas comprobaciones de lo que es la dignidad, siento el

peso de mi cobardía, de mi conformismo. Que no haya confusión: nunca me

declaré guía ni defensor del pueblo mexicano. Menos he pretendido una

militancia que por hoy, balcanizada la izquierda mexicana, parece reducida a la

fórmula mágica que borra los pecados del mundo con solo decir: “Yo tengo toda

la verdad, toda la pureza, toda la abnegación. En cambio, tú eres vendido, un

oportunista, un traidor.”

Acusar a los otros no ha de justificarnos ni absolvernos. Tampoco es un

bálsamo para mi cobardía recordar el papel de los escritores bienintencionados en

la política activa de Latinoamérica, cuya más patética demostración hoy encarna

en Juan Bosch. A menudo es fatal para el escritor tomarse por lo que

precisamente no es: hombre de acción.

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Lo reconozco: es pesimismo. Y contesto con palabras de los Carnets de

Albert Camus: “Nacido exactamente antes de la guerra, privado de razones para

creer… ¿con qué derecho un comunista o un cristiano (para no tomar sino las

formas respetables del pensamiento moderno) podrían reprocharme el ser

pesimista? No soy quien ha inventado la miseria de la criatura ni las terribles

fórmulas de la maldición divina.”

Porque el caso extremo de esta tragedia hispanoamericana es la noble figura

de Ezequiel Martínez Estrada. Es intolerable que después de sacrificarlo todo al

análisis del malestar argentino, la única conclusión a que llegó fue la hiriente

respuesta publicada meses antes de su muerte por la revista Primera Plana: “Para

continuar una salida debemos conocer el mapa de la cárcel donde estamos

encerrados. Y si lo tuviéramos podríamos matar al gendarme. Pero no hay mapas.

Quizá ni siquiera hay gendarme. Entonces todo lo que nos resta es sentarnos a la

puerta de nuestra celda y sentarnos a llorar.”

En México, —ya que es cierto que el escritor, como los pobres, es un

mexicano marginal y los banqueros y los políticos son los únicos participantes—

¿cómo evitaremos la llegada de un día en que tengamos que sentarnos a llorar?

Los narradores ante el público, México, Joaquín Mortiz, 1966, 243-263.

http://circulodepoesia.com/2014/01/jose-emilio-pacheco-por-el-mismo/