Jordi Évole y La División de Géneros Periodísticos
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Jordi Évole y la división de géneros periodísticos
A partir de su reportaje falso sobre el 23-F, él mismo se apartó del terreno de la información para colocarse,
legítimamente, en otro.
ÁLEX GRIJELMO 5 MAR 2014 - 00:00 CET
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Opinión
Jordi Évole
Ética periodística
23-F
La Sexta
Libro estilo
Cadenas televisión
Atresmedia
Periodismo
Televisión
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España
Conflictos políticos
Medios comunicación
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El programa dirigido por Jordi Évole y difundido en La Sexta el domingo 23 de febrero sobre el
intento de golpe de Estado de 1981 ha desatado abundantes opiniones enfrentadas que en
muchos casos se hallaban muy bien sostenidas, a uno y otro lado del dilema. Intentaremos
aquí añadir una perspectiva más al debate.
Para empezar, debe quedar claro que la intención del programa tiene la legitimidad de todo
acto creativo del ser humano, y que no cuestionaremos el derecho a hacer lo que se hizo.
Los actos humanos no se pueden juzgar aislados, sino en contexto. ¿Es legítimo que un
ciudadano se ponga el uniforme de policía sin serlo? Desde luego que sí, en el caso de que
acuda con él a una fiesta de disfraces. Pero claro que no, en el caso de que pretenda
suplantar la autoridad de un agente.
Del mismo modo, los contenidos que se comunican a través de un medio han de analizarse en
función de su contexto y del registro elegidos. Veamos un caso que podemos tomar como
referencia.
El 3 de febrero de 1995, un conocido sacerdote de Las Rozas (Madrid), el párroco de La
Visitación, era acusado por una prostituta de la Casa de Campo de haberle pagado sus
servicios sexuales con billetes falsos. Unos policías, alertados por la meretriz, le alcanzaron y
le ocuparon otros billetes falsificados como los que ella les había mostrado.
Es legítimo que un ciudadano se disfrace de policía si va a una fiesta, no si pretende suplantar la autoridad de un agente
El diario El Mundo tituló así los hechos: “Un cura, detenido por pagar a una prostituta con
billetes fotocopiados”. Diario 16 escogió esta frase: “Denunciado un cura de Las Rozas que
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pagó a una prostituta con dinero falso”. EL PAÍS, por su parte, publicó este titular: “Un cura,
denunciado por pagar con dinero falso a una prostituta en la Casa de Campo”. Y el
diario Abc se desmarcó de esos relatos con este enfoque: “El párroco de La Visitación, víctima
de un montaje”.
No se puede dudar de la legitimidad de que un periódico presente la realidad como mejor
considere, pero algo en esa sucesión de titulares nos hace desconfiar del último como texto
informativo, sobre todo si conocemos los hechos comprobados.
Los grandes periódicos del mundo establecen en sus libros de estilo que la información y la
opinión han de quedar diferenciadas con claridad en sus páginas. El código ético del
diario The Washington Postestablece (punto 7): “En este periódico es solemne y completa la
separación entre las noticias y las páginas editoriales y de opinión. Esta separación está
pensada para servir al lector, que tiene derecho a encontrar los hechos en los artículos de
noticias y las opiniones y editoriales en las páginas de Opinión”. Y el Financial Times esculpe
en su artículo 3: “Los periódicos, aun siendo libres de ser partidistas, deberán distinguir
claramente entre comentarios, conjeturas y hechos”. El Libro de estilo de EL PAÍS ordena en
su punto 1.3: “La información y la opinión estarán claramente diferenciadas entre sí”. La
resolución del Consejo de Europa (1993) sobre ética del periodismo señala (principio 3) que
hay que evitar “toda confusión entre noticias y opiniones”. El código deontológico español de
la profesión periodística (de 1993) indica (punto 17): “El periodista establecerá siempre una
clara e inequívoca distinción entre los hechos que narra y lo que puedan ser opiniones,
interpretaciones o conjeturas”. El código periodístico del Reino Unido (1991) especifica (punto
1.c.): “Aunque los periódicos tienen libertad para tomar partido, deben distinguir claramente
entre comentarios, conjeturas y hechos”.
Aquel enfoque del diario Abc habría respondido a esos criterios éticos si se hubiera expresado
como opinión o conjetura. Pero se presentó como información cuando ningún dato
comprobado justificaba ese titular. El lector toma las noticias como un relato de hechos ciertos,
y baja la guardia ante ese texto informativo porque le presupone una objetividad. En cambio,
ante un texto de opinión (diferenciado de la noticia mediante códigos tipográficos; en el caso
de EL PAÍS con titulares en cursiva), el lector sube la guardia porque entiende que está ante
un enfoque particular del periodista o de su medio, con el que podrá o no sentirse de acuerdo.
La diferencia entre géneros periodísticos constituye, pues, una garantía para el público, que
puede percibir en cada uno de ellos ante qué grado de presencia del firmante se va a
encontrar. Desde una presencia mínima en la noticia, a una presencia máxima en el artículo
de opinión, pasando por los diferentes grados intermedios de la crónica, el reportaje, el
análisis, la crítica, etcétera. Y si al lector se le ofrece opinión disfrazada de información, y tal
cosa no ocurre en una fiesta de disfraces, el público se verá engañado en su buena fe.
El programa de Jordi Évole se emitió con la apariencia de un documental informativo. Los
rasgos de fuerza formal percibidos por el público (aun cuando hubiera sutiles diferencias con
emisiones anteriores) invitaban a tomar aquel contenido como un relato de hechos
comprobados. Y es ahí donde se produce el ruido, la alteración de los principios generales del
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periodismo defendidos por los códigos más prestigiosos del mundo. El programa de La Sexta
se hallaba en su derecho de ofrecer un espectáculo, o una provocación para demostrar lo fácil
que resulta engañar a un público. Pero lo estaba haciendo con un formato que los
telespectadores habían entendido, hasta ese momento, destinado a contenidos rigurosos,
serios, precisos. Un formato de documental.
Gran parte del público se creyó la patraña porque venía de Évole y suele creerse los documentales informativos
El programa se situaba así en el terreno de la legítima libertad de expresión, pero no en el de
la legítima libertad de información. Ambos derechos se suelen confundir. Se entiende por
“libertad de expresión” aquella que reside en el individuo para hacer públicas sus opiniones,
conjeturas… su visión de la vida. La “libertad de información” reside igualmente en el emisor
de un mensaje, pero la comparte con el receptor, que tiene derecho a que se le dé una
información “veraz”. Ese derecho del receptor convierte la veracidad en una obligación del
emisor. La Constitución española aborda por separado en su artículo 20 el derecho “a
expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones” —apartado a)— y el
derecho “a comunicar o recibir libremente información veraz” —apartado d)—. Por tanto, sólo
la información cierta está amparada por la ley fundamental.
Jordi Évole había sido acogido por la comunidad periodística como uno de los suyos, incluso
recibió de la Asociación de la Prensa de Madrid el premio al mejor periodista del año 2013.
También el público lo tomó como un informador leal. A partir de su reportaje falso sobre el 23-
F, él mismo se apartó de ese terreno para colocarse, legítimamente, en otro.
Cierto que el engaño no fue total, pues al final del programa se advirtió del montaje. Pero eso
no justifica la trampa mientras duró. Muchos medios de prestigio se niegan incluso a publicar
inocentadas, para no incurrir ni por un solo instante en la manipulación del lector (o de la
audiencia) en beneficio propio o con fines comerciales. Primero por principio, y después
porque no todos los lectores acaban descubriendo la trampa o se mantienen ante el televisor
hasta el momento en que se desmonta. Tampoco un diario de referencia mundial abriría una
información con una mentira y la remataría aclarando en el último párrafo que se trataba de un
embuste destinado a atrapar a los lectores, a denunciar lo mal que se nos informa, a criticar el
difícil acceso de los periodistas a los secretos oficiales y a demostrar lo fácil que resulta
engañar desde un medio de comunicación.
Esos propósitos que parecían alumbrar las intenciones de Évole requieren quizá un
comentario aparte.
1.- Puede que se nos informe mal, pero hay que distinguir entre el error y la falta de ética.
Cuando un periodista o un diario se equivocan, no saben que se están equivocando. Los
errores forman parte de la condición humana, y lo que distingue a una persona de otra no es
si comete o no errores, sino la forma de rectificar ante ellos cuando sabe, ya sí, que se ha
equivocado. Asunto distinto es la falta de ética, pues quien cae en ese vicio conoce que está
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incumpliendo un código: quien plagia, quien miente, sabe que está plagiando o que está
mintiendo. El programa de La Sexta confundió al público deliberadamente, no por un error.
Aunque quizás Évole no supiera en realidad hasta qué punto estaba dejando de ser el
periodista al que un sector amplísimo respetaba.
2.- El difícil acceso a la información que debiera ser pública constituye un mal de nuestro
entramado político, tan inmaduro todavía, pero la mejor manera de denunciarlo no es caer en
el método del engaño, sino con investigaciones profesionales y denuncias sensatas.
3.- La tesis de que se puede manipular con facilidad desde un medio informativo (caso de que
se quisiera demostrar eso en el programa) vendría a demostrar lo contrario de lo que
pretende. La mentira solo funciona si está rodeada de verdad. Gran parte del público se creyó
la patraña de Évole precisamente porque creía en Évole y porque suele creerse los
documentales informativos de televisión. Y eso no implicaba un problema de credibilidad. Tal
vez sólo de credulidad, que quizá se transforme ahora en un problema de credibilidad.
La gente da por bueno lo que le cuentan los periodistas, sobre todo si la información y la
opinión van por caminos claros y diferentes. Aprovecharse de ello con fines comerciales para
hacer una broma es legítimo, forma parte del espectáculo. Nada que objetar. Pero no es
periodismo. El periodismo sostenido por unos pilares éticos se basa en la premisa de que el
lector tiene derecho a saber desde el principio en qué registro se le cuentan las cosas.