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MARIO CASTRO ARENAS

PANAMA y PERU en el Siglo XVI

Panamá, 2008

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PANAMÁ y PERÚ en el Siglo XVI

© Mario Castro Arenas, 2008

ISBN 978-9962-669-06-7

Se reservan todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de esta obra puede reproducirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyen­do fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de información y sistema de re­cuperación, sin autorización expresa de su autor.

Diseño de Portada Aniliz Adames L.

Impreso por: Universal Books

Panamá, Rep. de Panamá

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PRESENTACIÓN

Declaración indispensable a los 75

Asediado por los terroristas asesinos de la oscura, que no luminosa, secta que planificó mi exterminio; ene­mistado con el gobierno y, después, expulsado del par­tido en el que milité más de treinta años en un proceso disciplinario entre torquemadesco y kafkiano (juzgado en ausencia por cargos que nunca conocí); vetado poste­riormente por el nacionalismo diplomático entre comillas del régimen de un nipo-peruano de altamar opuesto a que formara parte de la misión de la cancillería panameña que reinició las relaciones de Perú y Panamá, por éstas y por otras razones abandoné el Perú y me radiqué en Panamá a partir de 1990. En esta tierra generosa y fraterna, a los 56 años, rehice mi vida sentimental, casándome con Tita Méndez, uniéndonos desde entonces un amor que es amor-raíz, amor-árbol, amor-ancla. En Panamá, tres veces la Parca se cruzó en mi camino, pretendiendo interrumpir mi felicidad al lado de Tita, Pero mi Madre María Auxiliadora siempre me protege y mi Maestro San Juan Bosco ilumina mis pasos.

En Panamá he publicado ocho libros que transpa-rentan mi madurez como investigador de la historia, las ideologías políticas y la literatura. Bolivariano de vida y doctrina, soy peruano, y panameño, pero, también, vene­zolano (pasé allí seis años desterrado) mexicano (México me asiló en 1974 de la dictadura militar), y soy, asimismo, cubano, argentino, ecuatoriano, chileno, guatemalteco, en suma, americano total. Reivindico la ciudadanía america­na propuesta en el Congreso Anfictiónico de Panamá en 1826 por el delegado peruano Manuel Lorenzo de Vidau-rre. Ratifico mis convicciones social demócratas un poco a la manera de los socialistas fabianos. Ratifico, sobre todo,

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que seguiré siendo adversario de las intolerancias políticas, religiosas, filosóficas, porque mi patria espiritual siempre fue, la libertad.

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PROLOGO

Reúno esta selección de investigaciones históricas es­critas en la ciudad de Panamá el año 2005 con el propósito de remarcar la estrecha unidad histórica entre Panamá y el Perú, a partir del siglo XVI. Comunidad histórica que se inició desde la época precolombina con los contactos humanos y culturales establecidos por las navegaciones oceánicas de miembros del imperio incaico a la región del Birú, reconfirmadas por testimonios de caciques a Pascual de Andagoya y corroboradas con el encuentro del piloto Bartolomé Ruiz de una balsa cargada de textiles, conchas, y otros objetos de comercio, antes que Pizarro arribara a la costa peruana.

Otros enlaces históricos durante la conquista, como la información de los caciques panameños a Balboa sobre la abundancia de oro en el imperio incaico; importantes detalles, antes deficientemente esclarecidos, sobre la or­ganización de las expediciones al Levante por Pizarro, Al­magro, Luque y Pedrarias Dávila desde Panamá; la revi­sión del conflicto personal emponzoñado entre Almagro y Pizarro; el involucramiento de Panamá en las campañas de la guerra civil emprendida por Gonzalo Pizarro; el sig­nificado de la articulación de la ruta de El Callao, Camino de Cruces, el río Chagres y Nombre de Dios en el tránsito de personas, metales y mercaderías, corroboran la tras­cendencia de la integración histórica del Perú y Panamá en el siglo XVI.

Completamos estos estudios históricos con algunos aportes, a saber, la visión histórica de Voltaire sobre el Im­perio Incaico; la influencia del pensamiento del teólogo franciscano inglés Guillermo de Ockham en Fray Barto­lomé de las Casas, la presencia del Inca Garcilazo de la Vega en el Diccionario de Autoridades; y las peculiarida-

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des humanísticas de España en el Renacimiento europeo. Iniciamos un análisis revisionista que continuaremos, si Dios nos lo permite.

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VOLTAIRE Y LOS INCAS

Traducción libre de Mario Castro Arenas del "Essai sur les moeurs et l'esprit del nations", de Voltaire, TOMO III, París, chez Antoine-Augustin Renouard, chapitre CXLV. Capítulo CXLV "De Colombe et de l'Amérique" y Capítulo CXLVIII "De la conquête du Pérou".

"A los descubrimientos de los portugueses debemos el descubrimiento del nuevo mundo. Pero es una obliga­ción decir que si la conquista de América fue funesta para sus habitantes, también; en algunos casos, lo fue para los conquistadores. He aquí que, en el más grande aconteci­miento, sin duda, del planeta, la mitad había ignorado a la otra mitad. Y quiere que desaparezca la nueva creación. Pronunciamos todavía con admiración respetuosa el nom­bre de los Argonautas, que valen cien veces menos que los marineros de Gama y Alburquerque.

Los que erigieron altares en la antigüedad a los grie­gos, al descubridor de América Cristóbal Colón y a Barto­lomé (Las Casas), que son hermanos, no los trataron con la misma medida. Colón, maltratado por los portugueses, concibió que se podía hacer cosas más grandes y, con la rá­pida revisión de un mapamundi, juzgó que debía existir otro mundo que se podía encontrar viajando siempre hacia el occidente. Su coraje fue igual a la fuerza de su espíritu, y lo más grande que tuvo que combatir fueron los prejuicios de sus contemporáneos y los rechazos de los príncipes. Su patria lo consideró visionario, pero perdió la oportunidad de engrandecerse, ofreciéndole apoyo. Enrique VII, más ávido de dinero que capaz de arriesgarse en una empresa noble, no escuchó al hermano de Colón. Fue rechazado en Portugal por Juan II que sólo quería viajar por las costas de Africa. Y no se dirigió a Francia donde la marina fue siempre descuidada y los asuntos públicos andaban con-

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fundidos por la minoría de edad de Carlos VIII. El empera­dor Maximiliano no tuvo ni flota ni puertos, ni dinero para equiparlos, ni grandeza para un proyecto de envergadu­ra. Venecia pudo encargarse del proyecto; sin embargo la aversión de los genoveses por los venecianos no permitió a Colón acercarse al rival de su nación, además que los ve­necianos no le darían tanta importancia como su comercio con Alejandría y el Levante. Colón no tuvo otra alternativa que llegar a la corte de España. Fernando, rey de Aragón, e Isabel, reina de Castilla, unieron por su matrimonio a toda España, excepto el reino de Granada, que conservaban los mahometanos, pero que Fernando después recuperó. La unión de Fernando e Isabel preparó la grandeza de España. Pero no fue sino después de ocho años de súplicas, que la corte española decidió que el genovès llevara a cabo la em­presa. Pero la falta de dinero casi hizo fracasar el proyecto. La corte española era pobre. Colón precisó que el prior Pé­rez y los negociantes Pinzón le adelantaran diecisiete mil ducados para los gastos de armamento.

Cuando recibió la autorización partió finalmente del puerto de Palos en Andalucía con tres pequeñas naves. En las islas Canarias, donde fondearon sus naves, demoró treintaitres días para descubrir la primera isla de América y durante el corto trayecto oyó más murmuraciones de los tripulantes que rechazos de los príncipes de Europa. La isla, situada a millas de las Canarias, fue llamada San Sal­vador. Luego descubrió otras islas, las Lucayas, Cuba, y la Española, llamada hoy día Santo Domingo. Fernando e Isabel se llevaron una sorpresa singular al verle regresar a Colón, después de siete meses, con indios de la Española, rarezas del país y, sobre todo, oro. Los reyes lo ensalzaron como un grande de España, lo nombraron almirante y vi­rrey del Nuevo Mundo. Fue considerado un enviado del cielo. Fue entonces que tomaron en serio sus proyectos y aceptaron nuevas expediciones bajo sus órdenes. Volvió a partir con diecisiete naves, con las cuales hizo los descu-

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brimientos de las Antillas y Jamaica. Las dudas de su pri­mer viaje viraron a la admiración. Pero este segundo viaje produjo envidias en la corte. El era almirante y virrey y a esos títulos añadía el de bienhechor de Fernando e Isabel. Sin embargo, partieron jueces para vigilar su conducta y devolverlo a España.

Al tanto de sus viajes, el pueblo lo vio como un genio tutelar de España. Pero, al volver por segunda vez, tenía grilletes en las manos y en los pies.

Este tratamiento fue ordenado por Fonseca, obispo de Burgos e intendente de armamentos. La ingratitud fue tan grande como sus servicios. Avergonzada por los he­chos, Isabel reparó la afrenta tanto como estaba a su al­cance. En el tercer viaje percibió que, a diez grados del ecuador, había la tierra firme de un continente. El había sostenido que más abajo del ecuador no podía existir un nuevo hemisferio, tal como sostenían los cartógrafos de la época. Cuando descubrió el hemisferio pretendió que lo había reconocido después de largo tiempo. Hubo un Mar­tin Behem de Nuremberg que navegó hasta el estrecho de Magallanes en 1560 con un permiso de una duquesa de Borgoña que no tenía autorización para otorgar patentes. No quiero referirme a las pretendidas cartas que muestran a Martin Behem con unas contradicciones que desacredi­tan esa fábula; así se probó que Behem no había poblado esa parte de América.

No se podía rendir honores a los cartagineses que aseguraban haber viajado por las costas del nuevo mun­do, ni citar un tratado de Aristóteles que él no había escri­to. No faltaron los que creyeron apreciar semejanzas entre el dialecto de los indios caribes y el de los hebreos. Otros sostuvieron que los hijos de Noe llegaron a Siberia y pasa­ron a Canadá sobre el hielo y que los descendientes del pa­triarca poblaron el Perú, Chinos y japoneses, según otros, enviaron colonias en América y llevaron jaguares para su diversión, aunque nunca hubo jaguares en esos países.

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Así razonaban los sabios inventando hombres geniales. A propósito de los hombres de América se podría preguntar ¿quién hizo que allá crecieran la hierba y los árboles?

Es célebre la respuesta de Colón a los envidiosos. Les dijo que podía sostener un huevo aplanando sus puntas. Esta historia es igual a la del gran artista Brunelleschi, que re­formó la arquitectura de Florencia antes que naciera Colón.

Las cenizas de Colón no aspiraron a otra gloria que el de haberle dado vida a las nuevas obras de la creación. Los hombres aman hacer justicia a los muertos y no a la vana esperanza de rendir honores a los vivos que ansian ante todo la verdad. Américo Vespucci, negociante floren­tino, goza de la gloria de haber dado su nombre a la nueva mitad del globo, de la cual no poseyó ni una pulgada de tierra, pero pretendió haberle dado su nombre al continen­te. La gloria no fue para el florentino porque no descubrió el nuevo mundo sino el hombre que tuvo el coraje de em­prender el primer viaje.

Como dijo Newton en su disputa con Leibnitz, la gloria no le es dada al inventor, porque los que vienen detrás son solamente discípulos. Colón emprendió tres viajes con títulos de almirante y virrey antes que arribara al nuevo mundo Américo Vespucci como geógrafo bajo el mando del almirante Ojeda. Sin embargo escribió a sus amigos de Florencia, que le creyeron sus palabras, que ha­bía descubierto el nuevo mundo. Creyendo su palabra, los florentinos ordenaron que todos los años hicieran fiestas en su homenaje y su casa era iluminada con luces solem­nes. Ciertamente este hombre no amerita honores porque, recién en 1498, recorrió las costas de Brasil en una escua­dra, cinco años después que Colón mostró el camino al resto del mundo. Apareció después en Florencia una bio­grafía de Vespucci en la que no se respeta la verdad y no se razona consecuentemente.

Hay varios escritores franceses que rindieron justicia a Colón, pero hay que reconocer que los españoles fueron

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los primeros en hacerlo. El autor de la vida de Vespucci dice que la vanidad francesa siempre combatió con impu­nidad la gloria y la fortuna de Italia.

¿Qué vanidad se puede tener por un genovès que descubrió América?

¿Qué injuria podemos hacer a la gloria de Italia si a un italiano nacido en Genova debemos el descubrimiento de un nuevo mundo?

Enfatizo esta falta de equidad, cortesía y de sentido común, de la que hay muchos ejemplos. Los buenos escri­tores franceses no han caído en estas fallas intolerables y rinden tributo a todas las naciones.

Los habitantes de las islas y el continente fueron hombres que no tenían barbas. Ellos también se asombra­ron del semblante de los españoles y de sus naves y su artillería. Vieron a los desconocidos como si fueran mons­truos o dioses que llegaban del cielo o del océano. Por los viajes de portugueses y españoles habíamos apreciado la pequenez de Europa y cuántas variedades de personas hay en la tierra. Por los viajes a la India conocíamos hom­bres de color amarillo. Diferenciados en varias especies, habíamos encontrado a los negros lejos de la línea ecua­torial. Y cuando se llegó a las tierras de América bajo el ecuador, apreciamos que la raza es blanca. Los naturales del Brasil son del color del bronce. Los chinos parecen una especie enteramente diferente por la conformación de su nariz, ojos y orejas y, al parecer, por su genio. Lo que es importante remarcar es que en algunas regiones esas ra­zas han sido transplantadas, pero no cambian cuando se mezclan con los naturales del país.

La membrana mucosa de los negros, que es la causa de su color, es una prueba manifiesta que en cada especie, como en las plantas, hay un principio que las diferencia.

La naturaleza subordina a este principio los diferen­tes grados de genio, y estos caracteres de las naciones rara­mente cambian. Es por eso que los negros son esclavos de

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otros hombres. Los compran, como bestias en las costas de África/ y los trasladan a las colonias de América, donde sir­ven a pequeños grupos de europeos. La experiencia enseña que la superioridad de los europeos sobre los americanos, fácilmente vencidos en todas partes, no debería tentar una revolución porque si se unen son más de mil por uno.

Es notorio que en América los animales y vegetales no son mayores que los de los otros dos tercios del mun­do. No hay caballos, no hay variedades de trigo, hierro, en México y Perú. Las mercaderías desconocidas en el Viejo Mundo son la cochinilla, una de las más valiosas que nos han aportado, así como el grano escarlata que sirve des­de tiempo inmemorial a los más bellos tintes rojos. A la cochinilla hay que agregar el índigo, el cacao, la vainilla, los bosques que sirven de ornamento o que entran en la medicina como la quinina contra las fiebres intermitentes que hay en las montañas del Perú. El nuevo continente posee también perlas, piedras de colores, diamantes.

Las mercaderías de América brindan comodidades y placeres a la menor parte de los europeos. Las minas de oro y de plata son útiles solamente a los reyes de España y a los prestamistas. El resto del mundo está empobreci­do. El punto es que muy pocos están en posesión de esas especies, no obstante de las inmensas sumas que entran por los tesoros ganados por los primeros conquistadores; pero, poco a poco, la afluencia de plata y oro inunda Eu­ropa y pasa al mayor número de manos y es igualmente distribuida. Los precios de las mercaderías han aumenta­do en toda Europa.

Para comprender, por ejemplo, cómo los tesoros de América pasaron de las manos españolas a las manos de otras naciones, bastaría considerar dos cosas: el uso que Carlos V y Felipe dieron a la plata y la manera que otros pueblos participaron de las minas del Perú. Carlos V, em­perador de Alemania. Siempre de viaje y siempre en gue­rra, entregó a Alemania e Italia las riquezas que recibió de

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México y Perú. Cuando envió a su hijo Felipe a Londres a desposar a la Reina María y pretender el título de rey de Inglaterra, el príncipe llevó veintisiete cajas grandes de plata en barras y la carga de cien caballos en plata y oro amonedado. Los problemas de Flandes y las intrigas de la liga en Francia costaron a este mismo Felipe más de tres monedas de nuestra moneda actual.

En cuanto a la manera que el oro y la plata del Perú llegaron a todos los pueblos europeos, y su venta en parte en las Indias, es cosa conocida, aunque asombrosa. Una ley severa dictada por Fernando e Isabel, confirmada por Carlos V y todos los reyes de España, prohibió a las otras naciones no sólo la entrada a los puertos de América es­pañola sino, también, la parte menos directa del comercio. Las leyes mostraron la forma que se subyugaba a Europa; sin embargo, subsistió la violación perpetua de la misma ley. Esta normativa suministró cuatro millones en merca­dería que se transportaba a América, pero con el resto de Europa podía comerciarse por cincuenta millones. Este prodigioso comercio con naciones amigas o enemigas lo llevó a cabo España sólo con españoles, siempre fieles a los particulares y siempre engañando al rey que tuvo mucha necesidad del negoció. Ningún reconocimiento ha sido dado a los comerciantes extranjeros. La buena fe, sin la cual jamás podrá existir comercio, es la única seguridad que puede regir.

Durante largo tiempo, España comerció con extran­jeros el oro y la plata transportados en galeones a América en forma muy singular. El español corresponsal en Cádiz del extranjero, confiaba los lingotes a unos valientes lla­mados Meteoros. Con pistolas al cinto y espadas, los Me­teoros se unían para llevar los lingotes numerados a las murallas del puerto y los entregaban a otros Meteoros que los llevaban a las chalupas. Luego los llevaban a los barcos atracados en la rada. Estos Meteoros, corresponsales, em­pleados, guardias, tuvieron sus derechos y el negociante

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extranjero jamás fue engañado. El rey recurrió a su poder de indulto para cuidar sus tesoros puesto que si llegaban los galeones él era el que ganaba. Esta fue propiamente la ley del engaño, ley que es útil en tanto en cuanto no se vulnera y que no es abrogada. Los prejuicios siempre son más fuertes que los hombres.

El ejemplo más grande de la violación de esta ley y de la fidelidad de los españoles se apreció en 1684. La guerra estaba declarada entre Francia y España. El rey ca­tólico quiso sacar a los franceses del comercio con Améri­ca. Empleó en vano edictos, investigaciones y hasta exco­muniones. Esta falsa fidelidad probó que los hombres no obedecen de buen grado a las leyes que obstaculizan los corazones rebeldes.

El descubrimiento de América hizo mucho bien a los españoles, pero, también, les causó grandes males. Uno de ellos fue despoblar España por el éxodo a sus colonias; el otro, infectar el universo de una enfermedad que no era conocida en otras partes del universo, sobre todo en la España. Numerosos compañeros de Colón fueron ata­cados repentinamente y llevaron el contagio a Europa. Es cierto que este veneno, que emponzoña las fuentes de la vida, es propio de América, como la peste y la viruela son enfermedades originarias de Arabia meridional. Es incon­cebible que la carne humana, de la que se alimentan los salvajes americanos, sea la causa de esta corrupción. Aun­que no hay antropófagos en la isla de la Española. O tal vez sea una dolencia antigua. O la provoquen los excesos en los placeres. Estos excesos no han sido jamás castiga­dos por la naturaleza del mundo antiguo; y hoy en día, después de un momento pasado y olvidado con los años, la unión más casta puede propagar la plaga más cruel y vergonzante que aflige al género humano.

Podemos ver, entretanto, cómo la mitad del globo empieza a ser presa de los príncipes cristianos y acom­paña a los españoles en sus descubrimientos y conquis-

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tas. Colón, después de abatir a los habitantes de las islas y recorrer el continente, se afiló en España, donde gozó de una gloria manchada por la rapiña y la crueldad. Murió en 1506 en Valladolid. Pero los gobernadores de Cuba y la Española que le sucedieron estaban persuadidos de que en esas provincias hay oro, y quieren arrancarlo al precio de la sangre de los nativos.

En fin, sea que se ganan el odio de los implacables insulares, sea por el temor a su prestigio, sea por el furor de la carnicería, una vez comenzado, no conoce límites y están despoblando en pocos años la Española, que tenía tres millones de habitantes, y Cuba que llegó a seiscientos mil. Bartolomé de las Casas, obispo de Chiapas, testigo de esas destrucciones, afirmó en sus obras que se cazaba a los hombres con perros. Esos desdichados salvajes, desnudos y desarmados, eran perseguidos como si fueran gamos del fondo de los bosques, devorados por dogos, y heridos a golpe de fusil, o sorprendidos y quemados dentro de sus casas.

Este testimonio ocular de las desdichas desatadas por la religión cristiana y el rey de España fue dejado a la pos­teridad por un dominicano y un franciscano, sin excluir la injusticia de los degollados sin remordimiento. Creo que el relato de Las Casas exagera en más de un punto, pero supongo que, al repetirlo diez veces, nos llena de horror.

Sorprende que la extinción total de una raza en la Española se haya hecho ante los ojos de religiosos de San Jerónimo. El Cardenal Jiménez, arzobispo de Castilla ante Carlos V, envió cuatro monjes para dirigir el Consejo Real de la isla; no pudieron resistir, sin duda, el torrente del odio de los naturales del país.

La conquista del Perú

Hernán Cortés entregó a Carlos V más de doscien­tas leguas de ancho y más de ciento cincuenta de largo

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de nuevas tierras, pero creyó que no era mucho. El istmo, que estrecha entre dos mares el continente americano, tie­ne veinticinco leguas. Se ve el mar desde lo alto de una montaña cerca de Nombre de Dios, que, por un lado, se extiende por las costas conocidas de América, y por el otro lado, las costas que se prolongan por las grandes Indias. El primero es nombrado Mar del Norte, porque estamos en la posición norte; el segundo es el Mar del Sur porque es al sur donde están situadas las Indias. En el año 1513, por el Mar del Sur, se buscaron nuevos países por conquistar.

Hacia 1527, dos simples aventureros, Diego de Al­magro y Francisco Pizarro, que no conocieron a sus pa­dres, que no sabían leer y escribir, adquirieron para Carlos V nuevas tierras más ricas y más vastas que México. Reco­nocieron trescientas leguas de costas americanas; pronto dijeron que, hacia la línea equinoccial y junto a otro trópi­co, había mucho oro y plata, y las piedras preciosas eran comunes en los bosques y que el país era gobernado por un rey tan despótico como Monteczuma; el despotismo suele ser fruto de la riqueza.

El Cuzco está en los alrededores del Trópico de Ca­pricornio, a la altura de la isla de las Perlas, que está en grado siete de latitud septentrional. En esa zona el mo­narca tuvo dominio absoluto sobre un espacio de más de treinta grados. Era una raza de conquistadores que llama­ban Incas. El primer inca que subyugó el país e impuso sus leyes pasó por hijo del sol. Los pueblos mejor organi­zados del viejo y el nuevo mundo se asemejan en la deifi­cación de los hombres extraordinarios, que son, a la vez, conquistadores y legisladores.

Garcilaso de la Vega, último descendiente de los in­cas trasladado a Madrid, escribió una historia alrededor de 1608. Estaba en edad avanzada cuando la escribió. Su padre, que estuvo en las guerras civiles de los españoles, arribó al Cuzco alrededor de 1530. Garcilaso, a la verdad, no podía conocer la historia detallada de sus ancestros.

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Algunos pueblos de América no conocieron la escritura, al igual que los tártaros y los habitantes de África Meridio­nal, y nuestros ancestros, los celtas y pueblos del septen­trión, tampoco dejaron rastros de escritura. Los peruanos transmitieron sus hechos a la posteridad por cordeles de nudos, pero los puntos más esenciales de religión y los detalles de las grandes hazañas pasaron fielmente de boca en boca. Garcilaso fue instruido de los principales aconte­cimientos. El asegura que en el Perú se adoraba el sol, cul­to más razonable que cualquier otro en el mundo en el que la razón humana se ha perfeccionado. Entre los romanos, en los tiempos más luminosos, Plinio no admitía ningún otro dios que los propios. Platón, más lúcido que Plinio, llamó al sol hijo de Dios, el esplendor del Padre; este astro fue desde hace largo tiempo reverenciado por los magos y los antiguos egipcios. La misma verosimilitud y los mis­mos errores se repitieron en los dos hemisferios.

Los peruanos tuvieron obeliscos para marcar los equinoccios y los solsticios. Su año era de trescientos se-sentaicinco días; los egipcios no dieron un paso adelante como éste. Los peruanos levantaron prodigiosas obras de arquitectura, esculpieron estatuas con arte supremo. Fue la nación de mejor organización política y la más indus­triosa del Nuevo Mundo.

El inca Huesear (Huáscar), padre de Atabalipa, úl­timo inca del imperio destruido, extendió y embelleció mucho más esa nación. Este inca conquistador de Quito, hoy día la capital del Perú (sic) construyó con la mano de obra de sus subditos, un gran camino de quinientas leguas del Cuzco a Quito. Pero este monumento a la obe­diencia humana no fue valorizado por los españoles. Hombres establecidos de media legua a otra portaban las órdenes del monarca a través de todo el imperio. Así fue la organización política. Para juzgar su magnificencia hay que conocer que el rey era llevado en sus viajes en un tro­no de oro de veinticinco mil ducados y que la litera de

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oro sobre la cual se sostenía el trono era cargado por sus políticos de mayor rango. En las ceremonias en honor del Sol danzaban los vasallos; igual que en las antiguas cos­tumbres de nuestro hemisferio. Cuando Huesear presidía las ceremonias más solemnes, los danzantes llevaban una larga cadena de oro de seiscientos pasos, gruesa como un puño, y cada uno llevaba un eslabón. El oro era tan común en Perú, como para nosotros él cobre.

Francisco Pizarro atacó el imperio con doscientos in­fantes, sesenta de caballería y una docena de pequeños ca­ñones que cargaban esclavos de países ya domados. Arri­bó por la Mar del Sur a la altura de Quito por el ecuador. Reinaba entonces Atabalipa, hijo de Huesear; era oriundo de Quito y contaba con cuarenta mil soldados armados de flechas y de picas de oro y plata.

Como Cortés, Pizarro comenzó con una embajada y ofreció al inca la amistad de Carlos V. El inca respondió que no recibiría como amigos a los depredadores del im­perio y que se rindieran o tomaran el camino de regreso a su tierra. Cuando el ejército del inca y la pequeña tropa castellana estuvieron frente a frente, los españoles recu­rrieron a la religión. Un monje llamado Valverde avanzó Biblia en mano y le dijo a Atabalipa que debía creer en todo lo que se decía en el libro y le dio un largo sermón sobre los misterios del cristianismo. Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre la forma en que recibido el sermón, pero concuerdan en que la predicación llevó a la guerra.

Caballos, cañones, y las armas de hierro tuvieron so­bre los peruanos el mismo efecto que sobre los mexicanos; hubo muchos muertos del lado indígena. Atabalipa fue arrancado de su trono por los vencedores y fue aprisiona­do y cargado de hierros.

Para lograr una rápida libertad, el emperador prome­tió pagar un copioso rescate. Según Herrera y Zarata (Za­rate), Atabalipa se obligó a entregar a los españoles todo

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el oro que cupiera en una de las salones del palacio hasta la altura de su mano por encima de su cabeza. Los correos del inca partieron a todas partes para reunir el inmenso rescate; el oro y la plata llegaban todos los días al cuartel de los españoles; sea porque los peruanos se cansaron de despojar el imperio para rescatar al cautivo, sea porque Atabalipa no los urgió suficientemente, o no se calculó el monto del rescate, la promesa se cumplió parcialmente. Los conquistadores se enfurecieron, su avaricia les hizo creer que habían sido engañados y se pusieron rabiosos al punto que condenaron al emperador a ser quemado vivo. Le prometieron la gracia que si se convertía en cristiano antes de morir, lo estrangularían antes de quemarlo. El mismo obispo Valverde le habló de la doctrina cristiana con un intérprete; luego inmediatamente fue ahorcado y echado al fuego. El desdichado Garcilaso, inca converti­do en español, dice que Atabalipa fue muy cruel con su familia y que merecía la muerte; pero no osa decir que el castigo correspondió a los españoles. Algunos escrito­res testigos oculares del hecho, como Zárata, afirman que Francisco Pizarro llevó personalmente a Carlos V parte de los tesoros antes del ajusticiamiento de Atabalipa y que Almagro fue el único culpable de ese acto de barbarie.

El obispo de Chiapas, que ya he mencionado antes, asevera que numerosos capitanes peruanos padecieron el mismo suplicio, pero dudando de la generosidad de los conquistadores, tan grande como su crueldad, prefirieron morir y no descubrir los tesoros de sus antepasados. Entre­tanto, del rescate pagado por Atabalipa, cada soldado de caballería recibió doscientos cuarenta marcos de oro puro, cada infante ciento sesenta marcos; la plata la dividieron en la misma proporción: esto es, los de caballería recibie­ron un tercio más que los infantes. Los oficiales recibie­ron riquezas inmensas y a Carlos V le enviaron treinta mil marcos de plata, tres mil de oro no trabajado y veinte mil marcos de plata pesada y diez mil de objetos de oro.

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América le sirvió para tener bajo el yugo a una parte de Europa y, sobre todo, a los papas, que le adjudicaron el Nuevo Mundo, y recibieran tributos.

Diego de Almagro marchó al Cuzco, acompañado de una multitud de soldados, pero se sintió aislado; pene­tró por un vasto territorio hasta arribar a Chile, más allá del trópico de Capricornio. Lo conquistó en nombre de Carlos V. Pronto la discordia se filtró entre los vencedores del Perú, como se enemistaron antes Velásquez y Hernán Cortés en la América septentrional.

Diego de Almagro y Francisco Pizarro se enfrentaron en la guerra civil en el Cuzco, capital de los incas. Los sol­dados que habían reclutado de Europa combatieron por la ambición de los jefes. Tuvieron combates sangrientos bajo los muros del Cuzco sin que los peruanos aprovecharan el debilitamiento del común enemigo; al contrario, hubo pe­ruanos que pelearon en cada uno de los grupos armados; se batieron por sus respectivos tiranos, ayudando estúpi­damente a los que los habían subyugado.

¡Tanta superioridad dio Natura a los europeos sobre los pobladores del Nuevo Mundo¡ A final de cuentas, Al­magro fue hecho prisionero y su rival Pizarro le decapitó. Sin embargo, pronto, después, fue asesinado Pizarro por los amigos de Almagro.

Se fue formando el gobierno español en todo el Nue­vo Mundo. Las grandes provincias tuvieron sus goberna­dores. Se organizaron las audiencias, que son semejantes a nuestros parlamentos; arzobispos, obispos, tribunales de la Inquisición, toda la jerarquía eclesiástica, ejerció sus funciones como en Madrid, sustituyendo a los capitanes que conquistaron el Perú para el Emperador Carlos V, pero quisieron tomarlo para ellos mismos. Un hijo de Alma­gro se proclamó rey del Perú. Otros españoles prefirieron obedecer al jefe que residía en Europa que al compañero que quería ser el soberano, y lo entregaron al verdugo. Un hermano de Pizarro, con la misma ambición, corrió la

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misma suerte. Hubo revueltas de españoles contra Carlos V y no por la independencia de los pueblos sometidos por España.

En medio de los combates librados entre ellos mis­mos, descubrieron las minas de Potosí que los peruanos habían ignorado. No exageramos al decir que la tierra de este cantón era toda de plata; todavía está lejos de estar agotada. Los peruanos trabajaron esas minas como si los españoles fueran los verdaderos propietarios. Pronto su­maron al yugo a los esclavos negros comprados en África que transportaron al Perú, como animales al servicio de hombres.

No se trataba a los negros ni a los habitantes del Nuevo Mundo como si fueran una especie humana. Las Casas, religioso dominicano, obispo de Chiapas, del cual nos hemos referido, indignado por las crueldades de sus compatriotas y la miseria de todos los pueblos, se lamen­tó de la situación, ante Carlos V y su hijo Felipe, por las memorias que conocemos. Las Casas presentó a los ame­ricanos como dulces y tímidos, de un temperamento débil que los lleva fácilmente a la esclavitud. Dice que los es­pañoles no apreciaron esta debilidad que les facilitó des­truir a los naturales; en Cuba, Jamaica, en las islas vecinas perecieron doscientos mil hombres, como cazadores que diezman una tierra de bestias fieras, "Yo los he visto, dice él, en la isla de Santo Domingo y en Jamaica llenar los campos de forzados patibularios a los cuales ponían estos desdichados de tres en tres en honor, dicen ellos, de los trece apóstoles. Los he visto lanzar niños a los perros de caza."

Un cacique de la isla de Cuba, llamado Hatucu (Ha-tuey) condenado a perecer por el fuego por no darle oro a los españoles, antes que le quemaran la boca, entre las manos de un franciscano que lo exhortaba a morir como un cristiano, prometiéndole el cielo. ¿Qué? los cristianos van al cielo?, preguntó el cacique; sí, sin duda, le respon-

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dio el monje. ¡Ah! si eso es así no quiero ir al cielo, replicó este príncipe.

Un cacique de la Nueva Granada, que está entre Perú y México, fue quemado públicamente por haber prometi­do llenar de oro la recámara de un capitán.

Millares de americanos sirven a los españoles de bes­tias de carga y los liquidan cuando el cansancio les impide marchar. En suma, este testigo ocular afirma que en las is­las y en tierra firme un puñado de europeos aniquiló doce millones de americanos. Para justificar, añade él, dicen que esos desdichados se culparon de sacrificios humanos; que, por ejemplo, en el templo de México, se sacrificaron veinte mil hombres; pongo por testimonio al cielo y la tie­rra que los mexicanos, que usaron el derecho bárbaro de la guerra, no ejecutaron a ciento cincuenta prisioneros.

De acuerdo a esta cita, resulta que los españoles exageraron mucho las depravaciones de los mexicanos y que el obispo de Chiapas reprochó estas exageraciones a sus compatriotas. Observamos aquí que, si reprocha a los mexicanos, que algunas veces sacrificaban a los enemigos vencidos al dios de la guerra. Jamás los peruanos hicieron sacrificios al Sol, al que ellos veneraban como el Dios be­néfico de la naturaleza. El Perú era quizás la nación más dulce de la tierra. En resumen, las quejas reiteradas de Las Casas no fueron inútiles. Las leyes europeas suavizaron un poco la suerte de los americanos. Hoy en día siguen sometidos, pero no son esclavos/7

Hasta aquí los dos capítulos dedicados por Francois-Marie Arouet, Voltaire, al descubrimiento de América y la conquista del Perú, en el tomo tercero del "Ensayo" en el que dedicó otros capítulos más amplios a la interrelación histórica entre Europa y América.

Además de la vocación crítica, inherente a su espíri­tu, el capítulo que dedicó Voltaire a los peruanos del siglo XVI en el "Ensayo sobre las costumbres..." sobresale entre las obras de sus contemporáneos del Siglo de las Luces por

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varias razones. En primer lugar, fue el primer historiador francés en abordar el descubrimiento y la conquista del Nuevo Mundo dentro de una visión de conjunto, a la vez crítica y correctiva, desde el punto de vista antropológico. En el "Discours Préliminaire", publicado originalmente como "La Philosophie de l'histoire" en 1765 e incluida en "El Ensayo sobre las costumbres" en 1769, Voltaire se re­firió a América escuetamente. Aunque refutó los errores del jesuita Lafitau sobre el origen griego de los america­nos y otros simplismos, asumió como ciertos los sofismas seudocientíficos de Bufón, De Pauw, Montesquieu y otros sobre la debilidad congenita de los indios y los animales de la fauna regional y la malsana insalubridad del terri­torio:" los pueblos más cercanos a los trópicos han estado casi todos sometidos a monarcas"; la Naturaleza, por fin, ha dado a los americanos mucho menos industriosidad que a los hom­bres del viejo mundo"; ... (América) está cubierta de pantanos inmensos que enrarecen el aire; la tierra cría un número prodi­gioso de venenos,.. "; "hacia el istmo de Panamá está la raza de los darienes, similar a los albinos, que huye de la luz y vegeta en cavernas, raza débil y, por tanto, muy poco numerosa"; "... los leones de América son enclenques y cobardes... ".

Sin embargo, desarrolló un alcance favorable en el capítulo "De los Salvajes" acerca de los menospreciados naturales americanos: "Los pretendidos salvajes de Améri­ca son soberanos que reciben embajadores de nuestras colonias transplantadas a su territorio por la avaricia y la ligereza. Co­nocen el honor, del que nuestros salvajes de Europa nunca oye­ron palabra. Tienen una patria, la aman, la defienden, hacen tratados, combaten con valor y hablan frecuentemente con una energía heroica".

En el "Ensayo", se divorció de la historia francesa providencialista de Bossuet y de la escuela de los analistas. Asimismo rectificó a los científicos del Siglo de las Luces en su desinformación sobre la influencia determinante del clima —Montesquieu pontificó sobre hábitos individuales

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y sociales en función del frío y el calor— en los seres hu­manos, la ñora y la fauna de América, errores descomu­nales del padre del naturalismo europeo, Georges-Louis Leclerc, conde de Bufón y de casi todos los científicos del Siglo de las Luces y aledaños. En apenas cuatro años, en el lapso de redacción de la "Filòsofía" y el "Ensayo",.Vol­taire se desafilió de la antinomia Viejo Mundo fuerte ver­sus Nuevo Mundo débil, que suscribió el enciclopedismo dieciochesco.

No repitió algunos simplismos sobre la ausencia de barba de los americanos o la inexistencia de perros y gatos, elefantes y rinocerontes, tan repetidos por Bufón y De Paw, como prueba de la debilidad humana y zoológica del Nue­vo Mundo. Por encima del encasillamiento de los provi-dencialistas y los materialistas, Voltaire conceptuó al Nue­vo Mundo bajo términos humanísticos. Recogió el legado humanístico de los estoicos, presente en la "Filosofía": "la naturaleza es la misma en todas partes; así los hombres han de­bido adoptar necesariamente las mismas verdades y los mismos errores.,. (el hombre)" siempre ha tenido el mismo instinto, que le lleva amarse en sí mismo, en la compañera de su placer, en sus hijos, en sus nietos, en las obras de sus manos. Esto es lo que no cambia jamás, de una extremidad del universo a otra".

Bajo estas premisas antropológicas, Voltaire analizó el descubrimiento de América como el hallazgo de la otra mitad del universo situada más allá de la frontera oceáni­ca europea, como la revelación de lo incógnito que presin­tió la geografía escatològica, pero que por razones religio­sas absurdas rechazaron los cosmógrafos de la escolástica. Los portugueses fueron los primeros en quebrar el tabú del eurocentrismo al lanzarse a la navegación por las cos­tas africanas. La audacia portuguesa excitó la rivalidad española, cuya última frontera se había detenido en las islas Canarias. Fue entonces que un navegante genovès de cepa renacentista rompió los prejuicios cosmográficos de sus contemporáneos y se lanzó a la búsqueda del otro

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espacio-tiempo, a la exploración de las antípodas, leyendo las cartas de navegación con una lucidez cósmica que ate­rrorizaba a quienes concibieron un mundo plano limitado por abismos insondables y habitado por mitológicos seres de rostro de perro.

De los príncipes europeos coetáneos a Colón sólo Isabel de Castilla y Fernando de Aragón tuvieron la visión de la existencia de otro mundo posible, que no era el ultra-terreno de los teólogos sino de exploradores de la audacia del genovès, guiado por versiones orales recogidas por los marineros que recorrían las islas Azores y los cálculos astronómicos algo extravagantes del Cardenal D'Ailly y Toscanelli.

Por paradoja, el proyecto histórico español se cons­truyó por antinomias, por celo mercantil y envidia geopo­lítica de Portugal; al final de cuentas, Colón dobló la su­perficie terrestre del planeta Tierra.

La "Filosofía" es como una introducción al "Ensayo. En verdad, éste rectificó la noción de raza desarrollada en el discurso preliminar. Voltaire refutó el código etnológico enciclopedista que catalogó como inferiores a los seres no europeos, esto es chinos, africanos y americanos, consi­derándolos por el color de la piel, el escenario geográfico y el clima. Si la "Filosofía" fue la primera historia de las civilizaciones presentada como un inventario analítico de culturas occidentales y orientales, el "Ensayo" rearticuló la continuidad de la especie humana y cohesionó las di­versidades raciales y culturales dentro de grandes líneas de enlace, como las concepciones religiosas entroncadas por el reconocimiento de un Ser Supremo de nombres y apariencias distintas, pero primordialmente semejantes unas a otras.

En la "Filosofía" afirmó, respaldándose en Bufón, que "sólo un ciego podría dudar de que los blancos, los negros, los albinos, los hotentotes, los lapones, los chinos, los america­nos, constituyen razas enteramente diferentes".

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En el "Ensayo", reivindicó la trascendencia cultural de los incas con el aval de la lectura de las crónicas espa­ñolas y de crónicas escritas por americanos, como el Inca Garcilaso de la Vega. De las generalizaciones étnicas pasa a las especificidades codificadas por factores diversos. Sin mencionarlos por sus nombres, rebatió la tesis de la gue­rra justa de Ginés de Sepúlveda y las generalizaciones de Gomara sobre los vicios y abominaciones de los america­nos —antropofagia, sodomía, holgazanería, barbarie.

Asumió la posición crítica de Bartolomé de las Casas sobre la conquista de América. Sin embargo/pienso que es erróneo encasillar a Voltaire como propagador de la leyen­da negra de la conquista española. Acepta que Las Casas se inclinó a la exageración de algunos acontecimientos, pero respetó su versión de los actos de crueldad que ocurrie­ron ante sus ojos en la isla la Española. En el campo de la historiografía hispanoamericana, reveló un conocimiento puntual de la obra del Inca Garcilaso de la Vega y de los cronistas españoles Agustín de Zarate y Antonio de He­rrera sobre el Perú, y de Antonio de Solís en los hechos de México. A excepción de John Locke, no conozco otro trata­dista europeo de la época que acredite lecturas de la obra de Garcilaso. Voltaire llama desdichado al cronista mestizo por los descaecimientos económicos que soportó en Espa­ña por la conducta de su padre en las guerras civiles. Supo que los Comentarios Reales proceden básicamente de fuentes orales transmitidas por sus parientes indígenas, así como ponderó la posición del cronista por la línea familiar adversaria de Atahualpa. Los errores en los apellidos indí­genas y españoles son peccata minuta confrontados con la certeza de sus juicios críticos sobre la conquista de Améri­ca. A diferencia de los historiadores analistas, fanáticos del documento, Voltaire desprecia las minucias exageradas de los papeles viejos, aduciendo que el objetivo de su trabajo histórico "no está en saber en qué año un príncipe indigno de ser conocido sucedió a un príncipe bárbaro en una nación grosera".

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Los detractores de Voltaire han diseminado también una leyenda negra, como excusa para desacreditar a priori su pensamiento. "El Ensayo", como paradigma del racio­nalismo del Siglo de las Luces, ilumina la oscuridad de la leyenda. Así va demostrándolo la investigación histórica contemporánea. El señor de Ferney no luce como enemigo cerrado de España. Elogia la visión de los reyes católicos en su respaldo a la propuesta de Cristóbal Colón, al par que zahiere a Portugal e Inglaterra por desatender su pro­yecto. Empero, no omitió crítica para lamentar que Carlos V y Felipe II se desprendieron de los tesoros americanos, pasándolos de una mano a otra, rápidamente, para pagar las deudas con los banqueros genoveses ocasionadas por los gastos de mantenimiento de los ejércitos de ocupación en Europa. Rememora satíricamente los exorbitantes ob­sequios en oro y plata que Felipe II llevó a su boda con la reina María. Los metales preciosos arrancados a los mo­narcas indios a sangre y fuego fueron despilfarrados en pagos de mercenarios y bodas suntuosas.

¿Miente Voltaire? ¿Calumnia a los reyes habsburgos? ¿Enfanga el honor español?

Observa Voltaire que España pudo multiplicar las rentas derivadas del Nuevo Mundo si hubiera abierto le-galmente el comercio de mercaderías europeas a América y viceversa. El contrabando, como describen los funciona­rios españoles de la época, descerrajó las bodegas de las naos que transportaban, vía el Camino de Cruces, el río Chagres, y Portobelo, el oro y la plata que llevaron rumbo a Cádiz y Sevilla, lo mismo que los paños y tejidos que salieron de los puertos españoles rumbo a Portobelo, Pai­ta, Guayaquil, El Callao, traficando en contubernio con funcionarios de la corona. La descripción del oficio de los Meteoros, aleación de truhanes y mercaderes, constituye una vivida estampa de los intermediarios que se agitaban en el transporte interno de mercaderías desde las chalu­pas a las naves.

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Sin duda, la valoración volteriana de la madurez y magnificencia de la sociedad incaica es pionera de las generaciones de historiadores y antropólogos franceses y europeos, como Bataillon, Braudel, Baudin, Febvre, Bloch, Duviols, Wachtel, Todorov, y otros dedicados al estudio de la conquista de los incas, desde perspectivas diversas.

Voltaire marcó distancia de otros escritores de su tiempo —Reynal, Marmontel, Chauteaubriand— ganados por el exotismo o por un antihispanismo hipernacionalis-ta. Con pasmosa capacidad de síntesis, el autor de "Cán­dido" traza esquemas sobre la religión incaica, sobre la medición del tiempo mediante relojes regulados por pau­tas astronómicas, sobre la construcción de grandes mo­numentos y caminos, sobre el sistema de contabilidad de los quipus y otras características culturales. En una época marcada por prejuicios religiosos y raciales, emprendió lecturas de las crónicas de Indias que lo llevaron a separar lo anecdótico de lo trascendente, reparar en la cochinilla y la quinina como colorantes y base medicinal para comba­tir las fiebres malignas.

Entre los reparos, figura el convencimiento que al­guien le plantó de que las mujeres indígenas transmitieron la sífilis a los conquistadores. Es curioso este señalamiento porque los conquistadores españoles confiesan que pade­cían bubas como consecuencia del mal gálico, atribuyén­dole a Francia la devastadora dolencia. La Edad Media registra el desastre de la sífilis antes del descubrimiento de América. Voltaire no hizo referencia a la viruela, tu­berculosis, influenza, y otras enfermedades portadas por europeos al Nuevo Mundo, enfermedades que diezmaron a miles de indígenas, según reconocen autores europeos.

Por otro lado, el "Ensayo" mezcló historia narrativa e historia crítica en dosis en las que la amenidad y la pro­fundidad conceptual se equilibran. Mientras en la "Filo­sofía" tendió a la abstracción de los debates teológicos y antropológicos, en el "Ensayo" más bien fue en busca del

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hombre con sus noblezas y miserias. Fueron suficientes unas cuantas pinceladas para describir a Pizarro y Alma­gro, contrastando su origen humilde con las riquezas que llegaron a acumular.

Aquí, en esta traducción parcial, nos constreñimos a los retratos humanos de la conquista de América. La lec­tura ad integrum del "Ensayo" suministra una abigarra­da galería de retratos humanos que empieza con el Papa Alejandro VI y su hijo César Borgia, Carlos V de España y Francisco I de Francia y se amplía a más monarcas, mon­jes, aventureros, políticos, traficantes de pieles, soldados, mineros, etc.

Hasta donde conocemos, no existe una traducción to­tal al español de los volúmenes del "Ensayo". Desde 1990 circula la traducción, estudio preliminar y notas de Martín Caparrós, editada por Tecnos de España., de la "Filosofía de la Historia". La premonitoria modernidad del "Ensa­yo" es espléndida coyuntura para verterlo al castellano. Este es un intento para estimular el conocimiento global de una obra que ahora más que nunca abate dogmas y prejuicios colindantes con la puerilidad.

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