IV - El Viaje Ocular- Anais Nin

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Trabajaba con lienzos pequeños, con unas pinceladas leves como la telaraña y unos colores hechos de espejismos. Vivía allí, en el fondo del mar, pero un fondo del mar abarrotado de restos de naufragios. Pasaban los peces por las torres de un solo ojo, por entre las áncoras, y crecían las algas en los cascos. Todo lo que podía caer del saco de un trapero yacía allí, meciéndose con inquietud, enterrado por Hans en un naufragio de humores rotos, fragmentos perdidos de mundos irrecuperables. El verde que envolvía los rotos objetos era el verde del moho, y los pardos que amortajaban los decorados eran el pardo del agua estancada.

Consciente de que a través del Ojo había logrado alcanzar aquel otro lado del mundo, pintaba siempre un pequeño ojo humano en el ángulo del lienzo, la secreta puerta de su huida a las profundas regiones desconocidas para la superficie de los ojos. Había atravesado el Ojo como un espejo, y había llegado a sus raíces, había llegado al antes de nacer y al después de la muerte, y había encontrado allí aquellos estratos de luz, aquellas olas de humores sumergidos, aquellas celdas de inmovilidad y dolor en aguas estancadas, asquerosamente sucias y herrumbrosas.

Sobre todo esto se cernía siempre una tormenta, una tormenta de nadie sabía dónde, y los milagros de belleza nacidos muertos en el agua estaban constantemente amenazados por la inminencia de un relámpago, de una explosión. El pequeño ojo inmóvil de la esquina del cuadro estaba hipnotizado de terror. Un mundo siempre a punto de desaparecer, al borde de una catástrofe absoluta.

Al principio, al comenzar el día, el paso a través del Ojo era fácil, y Hans salía de su cuarto flotando suavemente, y escapaba a su dolor. Su cuerpo estaba tan quieto como si hubiese sido anestesiado, y la sola fuerza del Ojo le llevaba a todas partes, nadando, buceando, disolviendo, penetrando. Pero, al cabo de unas horas, se le morían los colores en las yemas de los dedos, y el ojo de la esquina del cuadro se iba poniendo vidrioso hasta quedar completamente ciego. Nunca sabía si la razón era su cuerpo, consumido por el hambre, o el frío de la habitación, que le envolvía como una mortaja, o la gradual conciencia del muro que había frente a su ventana, el muro de la Prison de la Santé, o las manchas de sus propias cuatro paredes, o su único traje raído que colgaba de un gancho, sus bolsillos rotos y vacíos, el polvo de la ventana o la voz de falsete de la portera... Pero el Ojo se cerraba.

Era entonces cuando se encaminaba, furtivo e inseguro, a la bebida. En la bebida hallaba otra vez algo del calor perdido, de la incandescencia perdida, de la expansión perdida. Tan pronto como empezaba a beber, el cielo se derretía y las nubes galopa-han, la humedad dejaba de roerle y se convertía en una amable llovizna, y desaparecía el dolor de su estómago debido a la falta de alimento. Calor, colores y expansión del pecho y del vientre hacia un mundo infinito.

La razón era su cuarto, que se hacía cada vez más pequeño, que le oprimía, y la soledad que le estran-gulaba. Ahora todo estaba abierto, mientras el vaso estaba lleno, pero, cuando el vaso estaba vacío y el camarero se negaba a llenárselo, volvía a caer en un abismo, le flaqueaban las piernas y se le nublaba la visión. Entonces lo perdía todo, el mundo volvía a reducirse, y la soledad era más profunda porque ahora la gente se reía de él, la gente hablaba de él. La mujer que le había cuidado en el hospital contaba a todo el mundo los detalles más íntimos y repugnantes de su enfermedad, y ellos se reían de él. El policía sabía que llevaba un año sin pagar el alquiler, y esperaba el momento de detenerle. Además, no podía volver directamente a su casa; tenía que llegar a ella de manera oblicua, tangencial. El amigo, el vaso de vino, su casa, escaparían de sus manos si intentaba alcanzarlos directamente. Y sabía que, mientras él estaba junto a aquel mostrador, un hombre estaba registrando su cuarto con la intención de robarle sus pinturas. Volvió allí a toda prisa, e insultó a la portera con los ojos desorbitados por una furiosa cólera. Ella juró que nadie había entrado en su habitación, pero él lo sabía. Él sabía que el ladrón no había tenido tiempo, sencillamente, de llevarse los mejores lienzos, pero que volvería, y que él debía quedarse allí vigilando. Por ello, a partir de

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aquel día, se negó a salir para comer. La portera estaba preocupada por él, y de vez en cuando le llevaba un plato de sopa, pero él no quería tomarla porque estaba envenenada.

Finalmente llegaron dos desconocidos preguntando por Hans. Hans sabía a qué venían. Iban a mantenerle oculto hasta que el Otro pudiese robarle sus pinturas, y después le dejarían en libertad. No podía defenderse de ellos; estaba demasiado débil para pelear. Les pidió permiso para vestirse.

Pensó que quizá debía ir sin zapatos, que sería conveniente guardarlos para su regreso. Estaban tan desgastados que ya no durarían mucho. Lo que más le dolía era que ahora no podría ir a ver la gran serpiente del zoológico. Tenía la costumbre de ir todos los días a la hora en que alimentaban a los animales, pues a la gran serpiente se le echaban ratones vivos. Le gustaba observar el terror del ratón, que sabía lo que le esperaba tan pronto como se le introducía en la jaula. Su terror absoluto, su incapacidad para escapar tan pronto como la serpiente fijaba en él su mirada. La serpiente sabía que el ratón no lucharía sino que esperaría, inmovilizado por el terror. Por ello la serpiente esperaba y retrasaba el momento de devorar al ratón, disfrutando de aquella certeza. El ratón no podía moverse, pero sus ojillos describían mil revoluciones de terror mientras los ojos de la serpiente permanecían tranquilos.

A Hans le parecía ser él el ratón, y contemplaba cada día su destino, su pasividad. Sus ojos se desor-bitaban, como los de un hombre eternamente asustado.

Hasta sus pinturas en las pequeñas telas las realizaba con la certeza de que debían ser devoradas. En algunos momentos le parecía que estaba haciendo una carrera con una serpiente gigantesca: cuan-tas más pinturas pudiese producir, como una larva produciendo sus hilos de seda, más podría retrasar la aniquilación final.

Ahora, mientras los hombres esperaban, él vacilaba en la habitación. Y entonces pensó: «Pero, ¿y si muero? No puedo ser enterrado sin zapatos. Tengo que ponérmelos. Es posible que muera. Si me prohíben pintar, me moriré». Y se ató los cordones cuidadosamente, preparándose para la muerte.

En la celda que se parecía tanto a la habitación en la que vivía, se le permitió a Hans pintar. Pero, lentamente, por efecto de la bebida, empezó a fallarle la visión. Le operaron, y sólo le salvaron un ojo. Para sustituir el ojo perdido, le colocaron un ojo de cristal. Y ahora Hans supo que ya no era el ratón, sino la serpiente. Era el que lo observaba todo y el que se pondría a devorar. Porque su Ojo estaba inmóvil, miraba fijamente el mundo. Ya no podía moverse de un lado a otro a través del Ojo. Cuando vio las llamas saltar a su alrededor, no hizo otra cosa que mirarlas fijamente. Se quedó mirando las llamas que rugían a su alrededor. Cuando en el manicomio apagaron el fuego, había perdido su ojo de vidrio. Ya no era ni ratón ni serpiente.