Itinerarios de Madrid

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ITINERARIOS DE MADRID Ricardo Hernández Megías 1 ITINERARIOS DE MADRID LOS CEMENTRIOS DE LAS SACRAMENTALES LOS ENTERRAMIENTOS EN ESPAÑA Túmulo de Doña Aldonza de Mendoza, en Guadalajara. - ¿Tú conoces Madrid? - …Bueno yo…, no sé, creo que bastante. - Eso es como no decir nada. - ¡¡Hombre!!, la Puerta del Sol, el Madrid de los Austrias, la Plaza de España, la Plaza Mayor, la Gran… - ¡Espera, espera!; ¿no ves que todo eso que me cuentas no son más que tópicos ya desgastados? Yo me refiero a su historia, a sus costumbres, a sus interioridades a través de sus leyendas, que unas veces lo engrandecen y otras lo vulgarizan hasta el escarnio. En resumen, a su personalidad como ciudad, en sus inicios pueblerina y más tarde centro político y cultural del mundo occidental.

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- ¿Tú conoces Madrid? - …Bueno yo…, no sé, creo que bastante. - Eso es como no decir nada. - ¡¡Hombre!!, la Puerta del Sol, el Madrid de los Austrias, la Plaza de España, la Plaza Mayor, la Gran… - ¡Espera, espera!; ¿no ves que todo eso que me cuentas no son más que tópicos ya desgastados? Yo me refiero a su historia, a sus costumbres, a sus interioridades a través de sus leyendas, que unas veces lo engrandecen y otras lo vulgarizan hasta el escarnio. En resumen, a su personalidad como ciudad, en sus inicios pueblerina y más tarde centro político y cultural del mundo occidental.

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ITINERARIOS DE MADRID Ricardo Hernández Megías

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ITINERARIOS DE MADRID

LOS CEMENTRIOS DE LAS SACRAMENTALES

LOS ENTERRAMIENTOS EN ESPAÑA

Túmulo de Doña Aldonza de Mendoza, en Guadalajara.

- ¿Tú conoces Madrid?

- …Bueno yo…, no sé, creo que bastante.

- Eso es como no decir nada.

- ¡¡Hombre!!, la Puerta del Sol, el Madrid de los Austrias, la

Plaza de España, la Plaza Mayor, la Gran…

- ¡Espera, espera!; ¿no ves que todo eso que me cuentas no son

más que tópicos ya desgastados? Yo me refiero a su historia, a sus

costumbres, a sus interioridades a través de sus leyendas, que unas veces lo

engrandecen y otras lo vulgarizan hasta el escarnio. En resumen, a su

personalidad como ciudad, en sus inicios pueblerina y más tarde centro

político y cultural del mundo occidental.

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Esta introducción, medio en broma medio en serio, nos da pie a

ofreceros de la forma resumida que requiere la ocasión, una serie de

trabajos, algunos personales, otros de consulta en Archivos y Bibliotecas

municipales, por lo tanto ya publicados, con el único propósito de que

todos conozcamos mejor la ciudad en la que vivimos, y a ser posible,

entretenernos. “Solamente se ama aquello que se conoce”.

¡¡Que gran verdad!!

¿Que porqué comenzamos con este tema a primera vista tan…

respetable? Primero, porque creemos que siendo los cementerios el lugar

donde se concentran el mayor número de obras de arte, al margen de lo que

significa la muerte en sí misma, es el lugar menos visitado por los

madrileños, a no ser el día de Difuntos, para honrar la memoria de sus

muertos, pero completamente al margen de su historia y de sus

monumentos, que como unos grandes salones de un nuevo Museo del

Prado, nos van conduciendo por la historia de la escultura en la que han

intervenido los grandes maestros de todos los tiempos: Benlliure, Querol,

Serrano, Oteiza, Ávalos, Ferrant, Bellver, Ponciano, … y un larga lista de

nombres que haría interminable este trabajo de información.

Segundo, porque al profundizar en el tema, desde un punto

exclusivamente histórico y cultural, nos fascinó, al margen (ya lo hemos

reseñado anteriormente) de lo que irremediablemente encierran sus

paredes. Anque no lo creáis, la muerte, que en nuestra cultura

judeocristiana siempre

conlleva dolor y temor, en

muchas, por no señalar en

muchísimas ocasiones,

también se nos presenta, por

lo menos literariamente, con

matices de humor que puede

llevar hasta la carcajada.

La primera parte de este

trabajo lo llamaremos “Los enterramientos en España”, que es un estudio

histórico–cultural desde sus inicios a través de las distintas culturas que nos

han precedido. Fíjense que decimos “enterramientos” y no cementerios,

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pues estos ya, y referidos a Madrid, serán las dos partes restantes del

presente trabajo y llevarán el encabezamiento de “Los Cementerios de las

Sacramentales en Madrid”.

Pero el tema de Madrid es amplísimo y muy rico en documentación,

por lo que esperamos poder ampliar estos trabajos a otros campos como lo

puedan ser: Iglesias, Parques y Jardines, el mundo de la Farándula…, ¡¡yo

qué sé!!, lo que nos plazca y nos divierta, porque como dice el dicho

castizo: ¡¡Madrid, es mucho Madrid!!.

Los enterramientos en España.- Todos hemos visto, al visitar

nuestras antiguas iglesias, ya conventuales, ya parroquiales, numerosas

sepulturas dispuestas ordenadamente en el suelo del templo o en las

capillas laterales y absidales ¿Qué fieles se enterraban allí? ¿Estuvieron

siempre los templos reservados para enterrar a los hombres más ilustres?

Para encontrar respuesta a estas preguntas y entender hoy el por qué de

nuestros ritos funerarios, es preciso dar marcha atrás, por el momento, al

reloj de la historia.

El Doncel de Sigüenza (Guadalajara)

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Costumbre cristiana.- Se puede advertir, a través de la lectura de la

Biblia, que el pueblo judío observaba la práctica de enterrar a sus muertos

fuera de los poblados. Los primeros cristianos no recibieron de Jesucristo,

ni de sus padres apostólicos, indicación o precepto alguno acerca del lugar

donde deberían situar las sepulturas de sus muertos, por lo que adoptaron

las mismas prácticas que observaba el pueblo hebreo. Los primeros

cristianos se extendieron por todo el Próximo Oriente, pero

preferentemente por las zonas del Imperio romano. Los romanos, por su

parte, observaban con respecto a sus costumbres funerarias, unas leyes que

alejaban los cadáveres de las poblaciones y de los templos con el mismo

rigor que las de los hebreos, creyendo que la presencia de los muertos

profanaba los lugares dedicados al culto de los dioses.

Necrópolis de Revenga, Segovia.

Sin embargo, las vírgenes vestales gozaban del privilegio de

sepultarse dentro de Roma. Este privilegio fue aceptado por todos, y para

evitar un abuso que produciría graves problemas a la salud pública, se

prohibió el enterramiento y la cremación dentro de las ciudades, según

ordenaba la ley décima de las XII Tablas.

Los cristianos enterraban a sus muertos en las catacumbas, cuevas

profundas fuera de la ciudad. Cuando las persecuciones fueron más

intensas, las catacumbas se revelaron insuficientes, por lo que algunos

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cristianos ricos ofrecieron libremente sus heredades para sepulcro de los

fieles, a los que llamaron cementerios, que quiere decir dormitorios. De

este modo aparecen, según Ramón de Huesca, los primeros cementerios

cristianos.

Conseguida la paz de la Iglesia mediante los decretos de

Constantino, los emperadores (ahora cristianos), consintieron el traslado de

los restos de algunos mártires a los templos, erigiendo en su honor y

memoria basílicas importantes, que servían también de lugares de culto.

De su importancia e interrelación es muestra la antigua costumbre de

ARA, según la cual sólo se podía decir misa sobre los restos de los mártires

cristianos.

El deseo de los fieles cristianos de enterrarse cerca de las reliquias de

los mártires convirtió los atrios de las basílicas en el cementerio de

emperadores y, posteriormente, de los obispos, extendiéndose después a

los sacerdotes y a otras personas de alta alcurnia o de reconocida virtud.

Sin embargo, Teodosio el Grande, en el año 381, redactó la famosa

Sepulcros en el Convento de Santa Dorotea, en Burgos.

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“Constitutio” en la que prohibió sepultar los muertos dentro de la ciudad y

en los templos, y mandó sacar fuera todos los enterramientos que se

hallasen en túmulos, urnas y sarcófagos dentro de la ciudad,

comprendiendo también las basílicas de los apóstoles y mártires.

La piadosa creencia de que

sepultarse en los templos era útil a

las almas se fue extendiendo entre

el vulgo, encendiendo en todos

ellos el deseo de enterrarse en los

templos. Esta anómala situación

produciría ya en los siglos IV y V

una extraña polémica sobre la

utilidad para las almas cristianas

de que los cadáveres se enterrasen

junto a los mártires. Y entonces

San Agustín respondía: Nada se

aprovecha por sí mismo, ni

porque el lugar santo tenga

alguna virtud para expiar sus

culpas, sino indirecta y

ocasionalmente, en cuanto los

fieles oran por ellas (las almas) y las encomiendan a Dios por medio del

santo en cuya basílica están los cuerpos y porque frecuentando las iglesias

y viendo los sepulcros de sus parientes y amigos renuevan su memoria y

ofrecen de nuevo por ellos oraciones y sacrificios de modo que… sin estas

oraciones, que con recta fe y piedad se hacen por los difuntos, juzgo que

nada aprovecharía a las almas el que los cuerpos estuviesen sepultados en

los lugares más santos. Y pueden hacerse… las oraciones y sufragios por

los difuntos, aunque no estén sepultados en los templos.

Los emperadores y reyes, y la misma Iglesia, se opusieron desde un

principio al abuso de enterrarse en el interior de los templos, hecho que

tomaba cada vez más cuerpo. Aún así y a pesar de las numerosas leyes en

contra, esta práctica fue creciendo más cada día, porque a la piedad y a la

vanidad que encendía los deseos de los fieles, se añadió, por último, la

avaricia de algunos prelados, que concedían, por interés, la licencia que

sólo debían de dispensar a las personas de carácter y virtud.

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Debido a esto, León VI (886–912), abolió la ley de las XII Tablas, ya

que la costumbre la había antes abrogado. Esta licencia incrementó la

costumbre de sepultar a los muertos en las iglesias, que en los siguientes

siglos se hizo poco menos que general en todo el orbe cristiano.

Inhumaciones en España.– En la península ibérica, bajo la

dominación goda, las ciudades mantuvieron como privilegio el uso romano

de no enterrar los cadáveres dentro de sus muros. Contrariamente a lo que

sucedía en el resto del mundo cristiano, como hemos visto anteriormente,

Sepulcro de Rodrigo Campuzano. Iglesia de San Nicolás, Guadalajara.

en España, hasta el siglo XI, estaba en práctica en Castilla y Aragón, la

antigua disciplina de no enterrarse en las iglesias, ni aún las personas

reales, aunque sí se exceptuaban de esta ley general las que por su santidad

de la vida, o por las grandes y especiales donaciones, o por necesidad, o

finalmente, por su consagración, habían merecido este honor, con arreglo a

las disposiciones eclesiásticas y civiles.

Pronto debieron cambiar los modos y usos sociales, porque cuando

en las Cortes de Alcalá de 1348 se publicaron las Siete Partidas de Alfonso

X el Sabio, la ley I, título II, Partida I, mandaba que no se hiciera mercado

en la iglesia, ni deben soterrar los muertos dentro de ella. Este importante

texto demuestra que la antigua costumbre se había ido alterando en España

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como en el resto del mundo cristiano. Sin embargo, las Partidas tenían

también su amplio margen de excepciones y permitían que se enterrasen en

las iglesias a los Reyes, a las Reinas, e a sus fijos, e a los Obispos, e a los

Priores, e a los Maestros, e a los Comendadores, que son Prelados de las

Órdenes e de las Eclesias Conventuales, e a los Ricos–Omes, e a los omes

honrados que ficiesen eclesias de nuevo, o monasterios, o escogiesen en

ellos sepulturas, e a todo ome que fuese clérigo, o lego que lo mereciese

por santidad de buena vida, o de buenas obras.

Panteón de la condesa de la Vega del Pozo y duquesa del Sevillano, en Guadalajara.

Es justamente a causa de estas excepciones, eminentemente amplias,

cuando nació claramente el uso (que posteriormente degeneró en abuso) de

enterrarse todos los cadáveres dentro de los templos. A partir de entonces,

y hasta mediados del siglo XVIII, tanto la autoridad civil como eclesiástica,

continuaron expresando, de una u otra manera, la voluntad de volver a la

antigua costumbre.

Villa y Corte.– De la misma manera que distintos monarcas

europeos en el último tercio del siglo XVIII dictaron decretos instituyendo

de nuevo los enterramientos fuera de los templos y de las ciudades, en

España, Carlos III, conmovido por la infección que se había producido en

el pueblo de Pasajes en marzo de 1781, donde hubo 83 muertos a causa del

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fedor intolerable que exhalaba la (iglesia) parroquial, por los muchos

cadáveres sepultados allí y que hizo necesario) cerrar sus puertas y

desmontar el tejado para dar le respiradero, encargó al Consejo de Castilla

una Real Orden de 24 de marzo de 1781, que debatiera y encontrara la

manera de resolver el problema para que no volviera a ocurrir tamaño

desastre.

Panteón vacío del Cardenal Cisneros, en la Iglesia de San Idelfonso de Alcalá de

Henares. (Su cuerpo yace en una tumba interior bajo una lápida con su nombre)

El Consejo de Castilla consultó, para mejor acierto, a los arzobispos

y obispos de la Real Academia de la Historia y a la Real Academia de

Medicina. Distintos estudios se publicaron entonces defendiendo el retorno

a los cementerios Extramuro de las poblaciones para los enterramientos de

los cadáveres. El rey Carlos III, una vez estudiados dichos informes, mandó

restablecer el uso de los cementerios ventilados para el enterramiento de los

cadáveres, por Real Cédula de 3 de abril de 1787. Sin embargo, no todos

los fieles quedaron sujetos a este cambio, ya que la Real Cédula mantenía

las mismas excepciones que las Partidas de Alfonso X el Sabio, a las que

habría que sumar una más: que aquellos que tuvieran sepultura en

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propiedad en las iglesias al tiempo de expedirse esta Cédula, podrían

enterrarse en ella.

La Real Cédula, en

consecuencia, no pasaba de ser

un nuevo intento de cambio,

que no difería en lo esencial de

todos aquellos que le habían

precedido y que igualmente

habían fracasado. La Real

Cédula es asumida por la

jerarquía eclesiástica y don

Francisco A. de Lorenzana,

arzobispo de Toledo, escribe

una pastoral a todos los

párrocos de su arzobispado

con fecha 1 de mayo del

mismo año, donde inserta la

Real Cédula de Carlos III y

defiende la postura del

monarca.

Piensa que no tiene fundamento la preocupación de aquellos que no

quieren enterrarse en los cementerios, ya que los enterramientos en las

iglesias son tan sólo temporales y al cabo de los años los huesos de los

difuntos son sacados de las sepulturas y llevados a los osarios, al realizar

las mondas o limpias cada cierto período de tiempo las iglesias respectivas.

El Papa Pío VI concedía, según la pastoral, altar privilegiado a todas

las capillas o ermitas inmediatas a los cementerios e igualmente

indulgencia a todas las personas que asistieran o concurrieran a enterrar los

muertos en los cementerios. Sin embargo, la Real Cédula no fue llevada a

la práctica, como tampoco lo sería un nuevo intento promovido por el rey

Carlos IV, en 1799. En el año 1804, este asunto adquiriría de nuevo

relevancia y sería, a partir de entonces, motivo de una profusa legislación y

de una variada correspondencia entre las diversas partes afectadas, que

denotan las diversas posturas –a veces enfrentadas– sobre el tema. El 26 de

abril de 1804, en una circular, el Consejo exponía la grave situación a la

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que había llevado el incumplimiento de la Real Cédula de Carlos III,

convirtiendo las iglesias, por un trastorno lamentable de ideas, en unos

depósitos de podredumbre y corrupción, sin que hayan bastado a evitar

esta profanación ni las repetidas sanciones canónicas que la han prohibido

ni el dolor con que las ha tolerado la iglesia.

Panteón de los Reyes Católicos en la Catedral de Granada.

Como consecuencia de esta situación, una nueva Real Orden para la

creación de cementerios se promulgaría el 28 de junio de ese mismo año.

Esta Real Orden permitía la construcción de sepulturas de distinción en los

cementerios, para preservar los derechos adquiridos por algunas personas

en las iglesias parroquiales o conventuales, pero se prohibía el

enterramiento de las mismas.

El cumplimiento de esta legislación no fue todo lo bueno que se

podía esperar, pero al menos, en parte, dio resultado. En la Corte fue

nombrado don Antonio Ignacio de Cortabarra ministro comisionado y se

empezaron las obras del primer cementerio de Madrid –situado en la Puerta

de Fuencarral– en ese mismo año. La postura de la monarquía en este

asunto se reafirmó desde entonces y fue recogida de nuevo esta legislación

en la Novísima Recopilación de Carlos IV, en 1805.

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Fue precisamente esta reafirmación del intento de cambio lo que

provocó, tanto en algunos sectores que veían verdaderamente afectados sus

intereses como en parte del pueblo llano, que creía que enterrase fuera de

la iglesia tenía cierto género de impiedad y de infamia, actitudes de

rechazo hacia esta ley. En la Villa y Corte, los enterramientos en los

cementerios comenzaron en 1809. Sin embargo, siguieron enterrándose de

forma clandestina algunos fieles de las iglesias parroquiales o conventuales

durante algunos años, como se desprende de la lecturas de las diversas

denuncias de la época existentes en el Archivo de la Villa de Madrid. Esta

actitud era posible gracias a la ayuda de los párrocos, de los regidores o de

alguna comunidad religiosa. La iglesia aún intentó después de 1804 que se

exceptuaran de los enterramientos en los cementerios a las personas que

morían con notoria fama de santidad y a los patronos de las iglesias.

Sarcófago etrusco.

Años después, José I Bonaparte, en 1809, mandó enérgica y

terminantemente que se establecieran cementerios en todo el reino y no se

permitiera, en absoluto, enterrar a nadie dentro del poblado, ni siquiera a

los individuos de todos los cuerpos y comunidades religiosas de uno y otro

sexo, por privilegiados que sean.

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Unos meses antes de decretada esta orden, en las Villa y Corte,

Madrid, ya se enterraba a los fieles en el cementerio de la Puerta de

Fuencarral y, poco después de la misma, en marzo de 1810, empezaría a

utilizarse el cementerio del Sur, situado en la Puerta de Toledo.

En años posteriores, y a lo largo del siglo XIX, los enterramientos en

los cementerios, no sin arduas dificultades (de muy diversa índole, cuya

exposición alargaría ampliamente lo pretendido en estas páginas), se irían

extendiendo por el resto de España.

Los enterramientos en España, II. Las Sacramentales en Madrid.

Entrada del Panteón Hombres Ilustres de Atocha y Torre del claustro.

El nacimiento de estos cementerios se hacen realidad a principios del

siglo XIX, cuando José Bonaparte ordena se haga cumplir la olvidada

Orden de Carlos III, prohibiendo los enterramientos en las iglesias,

trasladándolos para evitar posibles epidemias, demasiado corrientes en

aquellas fechas, al extrarradio de las ciudades, concretamente de Madrid.

Para ayuda de la propia vida social y asistencia a sus cofrades, los

fueron creando (los cementerios), las Cofradías Sacramentales ya existentes

desde muy antiguo en las parroquias, ordenadas por Su Santidad Pío V a

mediados del siglo XVI y dedicando su culto al Santísimo Sacramento.

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Ermita de San Isidro, que da entrada a la Sacramental del mismo nombre.

La falta de recursos de las mismas y la disminución de sus feligreses,

es la causa de que muchos de los cementerios existentes en Madrid, y otros

ya desaparecidos, lleven el nombre de varias parroquias conjuntamente,

como veremos más adelante. Estas mismas causas económicas y también

otras de tipo social, obligan a abrir sus puertas a enterramientos ajenos a

sus feligreses, convirtiéndose algunos de ellos con el paso del tiempo en

lugares de moda (pido perdón por esta licencia, pero visto el tema con

detenimiento, observamos que hasta con la muerte juega este término,

teniendo gran importancia, tanto el lugar como la forma del enterramiento),

siendo preferidos por los madrileños de mayor poder económico, no

queriendo, seguramente, dejar sus huesos en los dos Cementerios Generales

del Norte (Puerta de Fuencarral), y del Sur (Puerta de Toledo), obras de

Villanueva y Ventura Rodríguez respectivamente y creación también de

José Bonaparte, llegando a ser algunos de los que mencionaremos más

adelante, sitios de enterramiento preferidos y casi exclusivos, tanto de la

aristocracia de sangre como de la aristocracia del dinero.

Aunque nos detendremos en algunos de estos cementerios con más

detenimiento para hacer referencia de alguna nota de importancia histórica,

sólo señalaremos algunos enterramientos, cuando la importancia del

personaje lo requiera, bien por su significación histórica, o bien por la

relevancia y grandiosidad del mausoleo en que se encuentra el personaje.

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De las Sacramentales

que al día de hoy todavía

reciben enterramientos

destacaremos por su

importancia al Cementerio

de la Sacramental de San

Lorenzo y San José.

Pertenece este cementerio a

las parroquias de las calles

Barquillo y Lavapiés, que

juntaron sus feligresías en la

Adoración del Sacramento,

aún cuando nada en común tenían entre ellas, sino que al contrario, existían

verdaderas rivalidades, tanto de costumbres como de aparatosidad en sus

cultos.

Dentro de su recinto se encuentra un magnífico monumento

funerario que guarda los cuerpos del actor Julián Romea (1815–1868), y

los de su esposa, la también actriz Matilde Díaz.

Otros personajes famosos allí enterrados son: “Fernanflor” (1833–

1902); el torero “Mazantini” (1856–1926); el político Raimundo Fernández

Villaverde (1848–1905), y el panteón familiar de los toreros Dominguín.

Una segunda Sacramental, absorbida como la primera por el

crecimiento urbanístico de los barrios entonces periféricos y hoy dentro del

casco céntrico de Madrid, es la denominada de Santa María y Hospital

Militar. Se encuentra este recinto a la izquierda de la calle del General

Ricardos, auténtica artería vial que une el Madrid de los Austrias en su

arranque desde la Puerta de Toledo, a través de la Glorieta del Marqués de

Vadillo, con los Carabancheles, barrios populosos y populares, enormes

ciudades dormitorios, pero que conservan, aún en nuestros días, bastante

sabor y gracejo de sus tiempos “arrabaleros”, siendo su núcleo principal la

afortunadamente hoy rescatada de la piqueta, Plaza de toros de Vista

Alegre.

El día 1 de julio de 1844 se reunieron, la Cofradía de la Iglesia

Mayor (Nuestra Señora de la Almudena) y la “Real e Ilustre Archicofradía,

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Congregación del Santísimo Sacramento, Nuestra Señora de la

Misericordia y Ánimas de los difuntos pobres que mueren en el Hospital

General de esta Villa”, fundada por el beato Bernardino de Obregón en

1580, estableciendo sus primeras reglas el día 12 de julio de 1615, siendo

aprobadas por el Cardenal Sandoval en octubre del mismo año.

Enterramientos del Marqués del Duero y de José Canalejas en el Panteón de Hombres

Ilustres de Atocha.

Era esta Cofradía muy popular en la Villa, porque los hermanos de la

misma y hasta finales del siglo XVIII solían pedir limosnas en la puerta de

la iglesia del Hospital General, para “el hoyo” o fosa común, siendo

bautizados por los castizos como los “hermanos del hoyo”.

Se sabe que en el lugar que hoy ocupa el cementerio se encontraba la

ermita al culto de San Dámaso desde 1783 y demolida por los franceses en

su bárbaro avance de conquista y que fue inaugurado el día 3 de febrero de

1842. La obra fue diseñada y firmada, como consta oficialmente, por el

arquitecto Don José Alejandro Álvarez, reseñándose en los archivos del

mismo cementerio (hoy centralizados e informatizados como todos los

enterramientos de Madrid), que la primera inhumación se celebró el 19 de

julio de 1848.

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Tumba del Presidente Sagasta, obra del escultor Benlliure, en el Panteón de Hombres

Ilustres de Atocha.

Muchos son los personajes famosos, tanto de las letras como de las

armas, que descansan entre sus muros y hermosos y de gran valor los

mausoleos que alberga, destacando, por citar algunos y según nuestras

preferencias, los del escritor Enrique Jardiel Poncela (1901–1952); José

Franco Rodríguez, alcalde de Madrid (1862–1931), o el del político

Manuel Becerras (1823–1898)

Saliendo por la puerta de los patios más modernos, nos encontramos

en el Camino Alto de San Isidro, donde sen encuentra el cementerio de la

Sacramental del mismo nombre.

Cementerio de la Sacramental de San Isidro, San Pedro, San Andrés y

Ánimas Benditas.

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Panteón de Hombre Ilustres de San Isidro. Los cuatro medallones reflejan los rostros de

Donoso Cortés, Meléndez Valdés, Goya (posteriormente trasladado a la ermita de San

Antonio y Leandro Fernández de Moratín.

Cuenta la leyenda (y parece que hay datos que lo confirman), que

San Isidro fue hermano de la “Cofradía de Labradores” cuya sede estaba

establecida canónicamente en la parroquia de San Andrés. Tiene su

“importancia” este detalle, porque al tomar en su memoria el nombre del

Santo San Isidro, los labradores de la zona, fueron bautizados con el

remoquete de “isidros”, alcanzando más tarde y por asociación de paisanaje

a todos los madrileños castizos, que es como todavía se conocen y se

llaman los que apuestan por conservar sus costumbres y folklore: Isidros.

Los datos que sobre la Sacramental tenemos son que esta Cofradía se

dio el nombre de “Cabildo del Señor Santo San Isidro de la Villa de

Madrid” y que sus ordenanzas están fechadas el día 29 de enero de 1387.

Más tarde, este mismo Cabildo y junto con el Ayuntamiento, el 20 de abril

de 1643, hizo voto concepcionista, que fue el primero de España. Se realizó

este voto con ocasión de la fiesta de San Isidro –todavía no canonizado–,

cuyos datos están publicados por el que fue Secretario del Instituto de

Estudios Madrileños D. José Simón Díaz.

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Con motivo de fundarse la Cofradía Sacramental de la parroquia de

San Andrés y al tener ambos el mismo fin, se fusionaron el 27 de marzo de

1586, con el nombre de “Archicofradía Sacramental de San Andrés y San

Isidro, y más tarde, con la Sacramental de la vecina parroquia de San Pedro

el Real (San Pedro el Viejo), el 11 de marzo de 1587, cuya fundación data

del 28 de febrero de 1581. La última fusión se realizó el 16 de enero de

1619, cuando se le agrega la Congregación de Ánimas Benditas,

establecida en la parroquia de San Andrés.

Sepulturas de los presidentes del Gobierno, Cánovas y Ríos y Rosas en el Panteón de

Hombre Ilustres de Atocha.

Reseñar como nota destacada, la importancia que ocupó esta

Cofradía en la beatificación (1620 otorgada en 1619) y canonización (12 de

marzo de 1622) de San Ignacio, Santa Teresa, San Francisco Javier, y,

cómo no, de San Isidro, titular de la Cofradía.

Era costumbre de esta Archicofradía hasta el siglo XVIII, mantener

cepillos callejeros destinados a recoger limosnas para dar enterramiento a

sus congregantes pobres. Esto dio lugar a un incidente, producido en enero

de 1697, en la Congregación de San Nicolás de Bari, establecida en la

misma parroquia de San Andrés y que se recoge en las Actas de la

Cofradía: sucedió que el Mayordomo del Cepillo de Puerta de Moros

anunció su dimisión si no se ponía coto al procedimiento establecido para

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Tumba del presidente del Gobierno Eduardo Dato, en el Panteón de Hombres Ilustres de

Atocha.

recoger limosnas en aquel lugar por la aludida Congregación, que también

solicitaba para entierro de sus congregantes, pero que lo hacía colocando en

dicha plazuela el cadáver para el que se pedía, como sucedió aquel mismo

día, y de lo que le vienen grandes perjuicios a nuestra Cofradía. Curiosa

costumbre que, nosotros sepamos, no ha sido recogida por ningún

historiador de Madrid.

Tanía la Congregación, Montepío y Fondo de Beneficencia, en ayuda

de sus miembros, así como una Casa de los pobres, también para sus

hermanos, y en la que recibían gratuitamente alojamiento los que lo

precisaban. Hasta nuestro siglo han llegado estas instituciones. Ha recibido

de los Sumos Pontífices muchas indulgencias y privilegios, entre los que

cuenta el poder vestir sus miembros el hábito cardenalicio. En su casa de la

calle del Águila número 1, que es tradición ocupa el lugar de la casa donde

nació San Isidro, se guardaba en la capilla, hasta que en nuestra guerra civil

fue destruida, el arca de madera que regaló Alfonso VIII (siglo XIII) para

guardar el cuerpo del Santo. Era de madera, y medía 2,25 metros de largo

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por 0,95 de ancho y 0,60 de altura, cubierta de pergamino, sobre el que

estaba pintado, entre arcos y follajes de gusto romántico, el oso alegórico

de las armas de Madrid y sucesos de la vida del Santo: San Isidro arando, el

milagro de los ángeles, el del trigo a las palomas, la multiplicación del

trigo, recibiendo la visita de Jesús en forma de pobre; en la parte posterior

figuraban: la multiplicación de la comida, la anunciación y otras figuras.

Este Arca figuró en la Exposición Histórica del pasado siglo, y estuvo

algún tiempo en el oratorio privado del obispo. También se debe a esta

Cofradía la existencia de la primera Plaza de Toros fija con que contó

Madrid, y que no fue la de la Puerta de Alcalá, como vienen diciendo todos

los historiadores, sino una de madera que levantó Pedro de Ribera para esta

Archicofradía, y que estaba situada en las afueras de la Puerta de Toledo,

en terrenos que fueron de la llamada Casa Puerta (tan célebre en el reinado

de Fernando VII), y que podemos localizar, aproximadamente, en la actual

Glorieta de la Condesa de Pardo Bazán.

Claustro de la inconclusa catedral de Atocha en donde se encuentra el templete traido

desde el Cementerio de San Nicolás en su demolición, donde están enterrados los

políticos liberales del XIX: Muñoz Torrero, Calatrava, Argüelles, Olózaga, Martínez de

la Rosa, etc. Es obra de Aparici, coronado por la escultura de Ponciano Ponzano.

Hasta la mitad del siglo XIX se dieron corridas a beneficios de la

Sacramental en esta plaza, de las que nadie hizo mención, ni aún en obras

especializadas. En el archivo de la Sacramental, a cargo del insigne

historiador R. P. Baltasar Cuartero y Huerta, se encuentran detallen de la

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ITINERARIOS DE MADRID Ricardo Hernández Megías

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vida de esta Plaza de Toros, sus corridas y los diestros que en ella torearon,

y que fueron los más célebres de su época.

Panteón Hombres Ilustres en la Sacramental de San Justo, en el que se encuentran los

restos de Larra y Espronceda traídos del desaparecido cementerio de San Nicolás.

Otra creación y obra de la Cofradía, igualmente inédita, es el Puente

de Pontones, frente a la ermita de San Isidro, realizado y sostenido por ella

para facilitar el acceso desde Madrid, y cuyo origen y vicisitudes ha sido

hasta ahora silenciado por las obras que del tema se ocupan. Varias veces

tuvo la hermandad que reponerlo, arrastrado por crecidas, hasta que en

recientes épocas, no pudiendo mantener tal carga, lo cedió al

Ayuntamiento.

Pertenece a la Sacramental la Ermita del Santo, que ella erigió para

recordar el milagro del alumbramiento de la fuente que junto a sus muros

mana. En 1620, el Tribunal de la Rota falla a favor de la Cofradía, y en

contra del cura párroco de San Andrés, sobre la tal propiedad de la Ermita

que la Emperatriz Isabel había reconstruido en 1528, en agradecimiento a

que sanaran, con las aguas milagrosas, el emperador Carlos y el Príncipe

Felipe; Cristóbal de Urgel, vecino de Madrid, la agrandó en 1620, y al

marqués de Valero D. Baltasar de Zúñiga, en 1730.

La fuente, que pasa bajo el altar mayor, aparece al costado norte de

la ermita. Ni aún en las más grandes sequías se agotó su caudal, sólo en

1574 cesó de manar, atribuyéndose el hecho al mal uso que de ella hacían

los moriscos, que habían organizado un tráfico mercantil con sus aguas,

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ITINERARIOS DE MADRID Ricardo Hernández Megías

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que también empleaban en supersticiones. Sobre la fuente están grabados

en mármol estos versos:

¡Oh aijada tan divina,

como el milagro lo enseña,

pues sacas agua de peña

milagrosa y cristalina;

el labio al raudal inclina

y bebe de su dulzura,

pues San Isidro asegura

que si con fe la bebieres

y calenturas trujeres

volverás sin calentura!

Hasta mediados del siglo XIX duró la costumbre de llevar

solemnemente una jarra de esta agua a los reyes el día de San Isidro.

Después de varios enterramientos, los restos del sacerdote y humanista Benito Arias

Montano descansan en el Panteón de Hombres Ilustres de Sevilla.

Célebres han sido, a través de los tiempos, las fiestas de la Minerva

de San Andrés, realizada por esta Cofradía. Tan importante, que se las tenía

con la procesión general del Corpus, y la hubiera igualado si ésta no

contara con la presencia de las Reales Personas. Tradición era también que

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los “chisperos” acudieran a aguar la fiesta de los “manolos”, y más de una

vez la procesión acabó en batalla, y de los ciriales se hicieran estacas para

apalear a los irreverentes asaltantes.

En cuanto al cementerio, es con toda seguridad el más el de mayor

importancia por sus bellezas arquitectónicas, así como por la suntuosidad

de sus mausoleos y panteones. Al viajero que se acerque por la carretera, se

le ofrece la panorámica de una pequeña y espléndida ciudad de piedra por

donde asoman toda clase de estatuas, torres con sus cúpulas, etc. Su origen

data de 1811, y como anteriormente señalábamos, refundiendo varias

Sacramentales. Aún cuando fue creada para dar enterramiento a sus

feligreses, muy pronto fue destino preferido de las clases pudientes de la

Villa, de tal manera, que tuvo que ampliarse en varias ocasiones,

agregándole nuevos patios, quedando anexionada entre sus muros la ermita

de San Isidro, siendo la última ampliación la fechada en 1855, por su parte

alta, siendo esta última la hoy principal y donde se encuentran los más

lujosos e importantes grupos escultóricos.

Visión completa del Panteón de Hombres Ilustres de San Isidro, y Ángel de la espera.

Como indicábamos anteriormente, la Sacramental de San Isidro está

distribuida en patios, normalmente rectangulares, con nombres propios,

diferenciándose unos de otros en su distribución y ornamentación, según el

gusto de los tiempos (que también hasta en el último homenaje la soberbia

humana quiere dejar su impronta), con las aportaciones de los distintos

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artistas, deseosos de ofrecer a los adinerados deudos sus más sofisticados y

exclusivos modelos funerarios, rodeándolos de magníficos ejemplares de

cipreses, sauces, laureles de olor, y algún que otro árbol frutal.

El muy controvertido Panteón del Valle de los Caídos o de Cuelgamuros, donde

descansan los restos de Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera, así como un

indeterminado número de muertos en la guerra civil del 36–39.

Sería interminable la lista de personajes importantes que se

encuentran entre sus muros. Señalaremos, entre los más importantes, a

Doña María del Pilar Teresa Cayetana de Silva y Álvarez de Toledo,

duquesa de Alba (hay arruinado), que fue trasladada aquí al demolerse la

iglesia del Noviciado, y frente a éste, el nicho de la familia de Goya, donde

están los hijos del pintor. Los de los generales Diego de León y de D.

Manuel Monte de Oca, víctimas de común y romántica sublevación; Don

Ramón de Mesonero Romanos, o la sepultura de Consuelo Bello, que hizo

célebre sobre las tablas el nombre de “La Fornarina”. En el Panteón de

Hombres Ilustres están los restos de Leandro Fernández de Moratín,

Donoso Cortés, Meléndez Valdés, y allí estuvieron los restos del pintor

Francisco de Goya hasta su traslado a la ermita de San Antonio, en 1919.

De políticos importantes, Don Antonio Maura y Don antonio Cánovas del

Castillo, traido éste desde el Panteón de Hombres Ilustres de Atocha, etc.

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Vista interior del Panteón de Reyes del Monasterio del Escorial.

Cementerio de la Sacramental de San Justo y San Millán.

En el llamado Cerro de la Ánimas, sobre el lugar que ocupaba la

Casa de la Alegría, pared por medio del de San Isidro, está este

Cementerio, último de nuestra visita.

Fundado en 1847, tenía una efigie de San Miguel, que había sido del

convento de Franciscas de los Ángeles, y que desapareció en la guerra

civil. A esta Cofradía se unió la de Santa Gertrudis, por lo que una parte de

este Cementerio lleva este nombre. Es quizás este de San Justo (me refiero

a la parte antigua), el que mejor conserva el recuerdo y el ambiente de la

época romántica, cuyos principales personajes descansan aquí, como

hemos de ver,

En ostentosa tumba con su busto, parecida a la que Isabel II levantó

en la Sacramental de San Nicolás para Argüelles, reposa el escritor y

político extremeño D. Adelardo López de Ayala. Cerca de él, D. Ramón de

Campoamor, no en el panteón familiar, sino en tumba propia, con su

esposa. Muy cerca del anterior, los hermanos Álvarez Quintero, y ambos,

junto al Panteón de la Asociación de Escritores y Artistas, donde están

sepultados: Larra, Espronceda y el pintor Rosales, traídos desde la

Sacramental de San Nicolás cuando ésta fue clausurada en 1902. Otros

personajes importantes son: el poeta Núñez de Arce, los escritores Bretón

de los Herreros, Villaespesa, Marquina, Claudio de la Torre y

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Hartzembuch, los músicos Chueca y Chapí, o el osario donde se han

reunido los restos de los jesuitas Padres Fita, Polavieja, Coloma, etc.

El recuerdo a unos hombres que murieron defendiendo sus ideales fuera de su Patria:

monumentos a los caídos en la División Azul y a los Héroes de Cuba y Filipinas.

Pero ni los cementerios son ya lugares de descanso. Estos lugares de

enterramientos están siendo rodeados por nuevas urbanizaciones, al mismo

tiempo que las continuas ampliaciones en los últimos años han hecho

desaparecer esa estampa romántica e idílica que un día ya muy lejano

tuvieron.

Los Cementerios desaparecidos de Madrid.

Queremos finalizar este trabajo que hemos titulado “Itinerarios de

Madrid”, dedicado a un tema tan apasionante y tan poco conocido como

son los Cementerios de las Sacramentales, estudiando y revisando en este

último capítulo sobre las Sacramentales desaparecidas de Madrid, con lo

que habremos completado las tres entregas, como era nuestra intención,

haciendo una revisión desde una perspectiva histórica, cultural y también

religiosa del siempre inquietante tema de los enterramientos, por la

importancia social y tan arraigada costumbre en nuestra sociedad, así como

la creación de los espacios “sagrados” que para tal uso se destinaron en

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Madrid, haciendo referencia, según consta en la Biblioteca y Archivos, de

cuantos datos hemos creido importantes de reseñar, apartándonos siempre

de todo comentario que pudiera resultar lúgubre o jocoso, no queriendo

molestar al lector.

Magnífica imagen que nos retrotrae a otros tiempos ya lejanos.

Comenzamos estas cuartillas, hoy día 1 de noviembre, festividad de

los Fieles Difuntos. Tenemos delante de nuestros ojos numerosos trabajos

que sobre el tema se han publicado, pues muchos y muy importantes

escritores se han encargado de recordárnoslo, así como de reconocidos y

sapientísimos cronistas de la Villa y Corte; pero para el presente trabajo

nos gustaría transcribir un largo artículo aparecido en los años 40, firmado

Don Enrique Pastor Mateos, Director de la Biblioteca y los Archivos

Municipales, titulado: Visita a los más antiguos cementerios madrileños

desaparecidos”, porque en él se vierten conceptos y estudios de la forma

resumida que la prensa requiere, pero que nosotros hemos ampliado y

completado con otros informes y estudios encontrados, como son los de

Don José del Corral (1954), Don A. Velasco (1917), los publicados por

Don Federico José Ponte Chamorro en la Revista Historia 16, sin olvidar

los trabajos de Don José Luis Martínez Sanz: “El origen de los

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Cementerios de Madrid”, recogidos en la Revista Cultura y Mentalidades

(1975)

También el mundo de la tauromaquia y del folklore tiene su espacio en los cementerios

madrileños: Esculturas en bronce sobre las tumbas de El Yiyo y de Lola Flores en el

Cementerio de La Almudena.

Sin quitarle méritos al trabajo de Don Enrique, podemos decir que

nosotros sí sabemos dónde estaban (algunos todavía están) esas

Sacramentales desaparecidas, siendo el resultado de posteriores

investigaciones, tanto en Hemerotecas, Biblioteca Nacional, así como en el

mencionado Archivo Municipal. Desde luego que no son trabajos inéditos

y que cualquiera con un poco de paciencia puede acceder a ellos.

Así dice el artículo: “Todavía continúa viva entre nosotros la

costumbre, pagana tanto como cristiana, de hacer una visita a los

cementerios al llegar noviembre, costumbre más aparente y notada que la

solamente cristiana de celebrar cultos en sufragio de los difuntos durante

todos el mes a ellos dedicado. Mucho se ha hablado y algo se ha escrito

sobre esta piadosa peregrinación, que tuvo en otros tiempos, más

acusadamente que ahora, aspecto de romería y fiesta, y que hoy, con más

violencia que nunca, se ve dominada por el tumulto y la algarabía.

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Capilla y sepulcros de los Condestables de Castilla, Pedro Fernández de Velasco y su

esposa Mencia de Mendoza en la catedral de Burgos.

Difícil es al que la practica huir del bullicio que le sofoca, evitar la

profanación que constantemente bordea, mantener el espíritu sereno ante

tantas incomodidades y exigencias. Soslayando otros inconvenientes,

nuestra visita va a ser, por esta vez, puramente literaria.

Los que hayan tenido la curiosidad, que algunos consideran malsana,

de escrutar los cementerios actuales habrán reparado, sin duda, en lo

reciente de sus enterramientos. Son pocas las sepulturas que cabe de

calificar como antiguas y contadas las que pueden ufanarse de una

antigüedad respetable.

No vamos a retroceder hasta épocas demasiado remotas, y eso que

hace miles de años que estaba poblado el Valle del Manzanares. Hombres

más o menos primitivos vieron transcurrir sus vidas y desarrollaron sus

actividades en terrenos que muy bien pudieron ser los mismos que ahora

pisamos. Nos vamos a limitar, por el contrario, a tiempos muchos más

próximos, aquellos en los que empezaba a existir este pueblo, de tan altos

destinos, que llamamos Madrid.

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Panteón en Real Monasterio de la Peña, en Jaca, Huesca, donde reposan los restos de

algunos reyes navarros que reinaron en Aragón.

Durante siglos, su población, en principio escasa, pero siempre

creciente, ha ido desgranando ese inevitable ciclo biológico que se resumen

en cuatro palabras: nacer, crecer, reproducirse y morir. Y así, miles y

millones de madrileños han hecho realidad la frase litúrgica de que “polvo

eres y en polvo nos hemos de convertir”.

Lo que nos peguntamos hoy es dónde están sus restos, qué ha sido de

sus tumbas y sepulcros, a qué sitio hemos de encaminar nuestros pasos en

busca de sus despojos. No dejará de sorprender a muchos que tales

preguntas se queden, en principio, sin respuesta. Sólo en casos

excepcionales y afortunados cabe dar una contestación precisa.

Tenemos tan pocos datos del Madrid recién conquistado que cuanto

de él suponemos es mucho más de lo poco que con certeza conocemos.

Tratándose de aquellos tiempos, pronto se acaba la noticia y sale a la plaza

la conjetura.

Dada la disciplina entonces vigente no es aventurado pensar que

habría cementerios separados para cada comunidad religiosa: cristianos,

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musulmanes y judíos. En cuanto a los primeros, hay indicios suficientes

para suponer que cada parroquia o colación formaba una comunidad

separada y tenía un recinto propio destinado a la sepultura de sus fieles.

Por otra parte, no parece que en aquellos tiempos fuera demasiado

frecuente situar los cementerios alejados de las poblaciones, a pesar de que

la expresión “camposantos” da a entender lo contrario. Con mucha más

frecuencia se encontraban cercanos a los templos e, incluso, contiguos. La

configuración del terreno, la disposición de los edificios y otras

circunstancias análogas determinaban su localización.

Panteón de gallegos ilustres en la iglesia del convento de Santo Domingo de

Bonaval, en Santiago de Compostela.

Hagamos la observación de que Madrid llegó a tener en la Edad

Media hasta diez parroquias dentro de su recinto murado y otras tres en sus

arrabales, dato éste perfectamente comprobado y harto conocido por los

madrileñistas que no concuerda con la imagen, tan difundida, de un Madrid

pueblo diminuto.

No sabemos mucho de estos viejos cementerios. Las noticias que de

ellos conocemos son escasas. Entre todas hay una de especial interés.

Parece que el Cementerio de la parroquia del Salvador, o San Salvador,

como se dijo en toda clase de documentos, sirvió de escenario, no

exclusivo, pero sí tal vez habitual, a las reuniones del Concejo.

Tradicionalmente, esta parroquia fue considerada como la de la Villa, es

decir la parroquia municipal por excelencia. Entre esta atribución y el

hecho antes anotado no cabe duda de que existe una evidente relación,

aunque ignoramos cuál sea su naturaleza.

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Magnífico y suntuoso Panteón familiar, en mármol de Carrara, en la Sacramental

de San Isidro, de Madrid.

El templo parroquial, que después de sufrir múltiples

transformaciones, fue demolido hace poco más de un siglo, se encontraba

en la calle Mayor, frente a lo que hoy es plaza de la Villa. Cuando Alfonso

XI modificó, según nuevas orientaciones, el gobierno municipal y

estableció el cargo de regidor, determinó que estos se reunieran donde

antes acostumbraba a hacerlo el Concejo. Pero pronto debieron de

encontrar más cómoda una cámara o clausura en los edificios parroquiales.

Las sucesivas vicisitudes de sus ayuntamientos o sesiones y los muy

diversos locales utilizados, ya no nos interesan. Baste este ejemplo de algo

que hemos de observar a lo largo de todas estas líneas, y es la espontánea y

estrecha camaradería que reinó entre vivos y muertos en nuestra Villa. No

nos hemos atrevido a utilizar la palabra convivencia y, sin embargo, no

creemos que hubiera sido del todo inapropiada.

La desaparición de estos cementerios puede atribuirse a dos motivos,

a los cuales vamos a dedicar unas palabras: Aunque sobre el tema no ha

dejado de haber controversias, parece demostrado que hasta finales del

siglo XI el ser enterrado en el interior de los templos fue un privilegio de

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aquéllos a quienes la Iglesia veneraba como santos, y es a este respecto

muy significativa una tradición que, por ser típicamente madrileña, parece

oportuno hacer memoria de ella.

Panteón de marinos ilustres ubicado en la Población Militar de San Carlos, Cádiz.

La han recogido los escritores que trataron del famoso santo

madrileño, Isidro Labrador. Según nos cuentan, fue enterrado en el

cementerio de la parroquia de San Andrés, en una tumba que pronto fue

olvidada. Pasados cuarenta años se apareció a un compadre suyo, al que

manifestó el deseo de que su cuerpo fuera trasladado al interior de la

iglesia. Como éste, dudando de la veracidad de la aparición, no hiciera caso

de esta comisión, por lo que fue duramente castigado, volvió Isidro a

aparecerse a una buena mujer, repitiéndole el encargo. Fue ésta más

diligente y, obtenidas las licencias canónicas, se hizo el traslado, y a partir

de ese momento se inició el culto. Como puede verse, todavía en el siglo

XIII el ser enterrado en un templo era privilegio del que sólo disfrutaban

los que habían dado ejemplo al mundo con sus virtudes o lo habían

admirado por sus milagros.

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Panteón de Hombres Ilustres de Valladolid.

Pero ya desde finales del siglo XI habían empezado a hacerse

excepciones a esta regla. Primero, a favor de príncipes y magnates; luego

fueron el clero y la nobleza los beneficiarios, y al fin llegó a ser esta

práctica disciplina común.

Hemos aludido antes a otro motivo que no dejó de influir en este

proceso: el crecimientos de las poblaciones, muy notable en el caso de

nuestra Villa, encontraba un obstáculo en estos espacios, vacíos desde el

punto de vista urbanístico, en tal medida que pronto fue deseable su

desaparición y, por ello, recibida con satisfacción la nueva disciplina.

No nos atrevemos a determinar con exactitud cuál fue su posterior

destino. Tal vez se convirtieran en plazuelas, resolviendo así los primeros

problemas de tráfico. En algún caso de utilizarían para ampliar los templos.

Es, en cambio, difícil suponer que surgieran en ellos edificaciones

profanas, por lo menos hasta una época más tardía en la que se hubiera

perdido el recuerdo de su primitivo destino, pues era doctrina corriente y

costumbre aceptada respetar los terrenos que habían estado destinados, en

algún momento, a usos sagrados.

Al iniciarse la costumbre de enterrar a los fieles en los templos se

aprovecharon tímidamente los atrios, claustros y dependencias, pero pronto

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se vio invadido todo el recinto. Las familias distinguidas empezaron a

construir capillas propias o a reparar a su costa las antiguas. Junto a un

patronato más o menos explícito, su munificencia les permitía adquirir el

derecho a que sus miembros fueran sepultados en ellas.

La Ral Basílica de San Franciso el Grande, primer panteón de Hombres Ilustres

de Madrid.

No fueron sólo los templos parroquiales los que sufrieron esta

transformación; es más, hubo una cierta propensión a preferir los de las

Órdenes religiosas, que se convirtieron de esta forma en complejos y a

veces suntuosos panteones. Uno de los más antiguos conventos de Madrid,

el de los frailes de San Francisco, nos habría de ofrecer un ejemplo

relevante de cuanto venimos diciendo.

Hágase esto aplicable a cualquier Casa religiosa e, incluso, a los

hospitales, aunque éstos, por la especialidad de su instituto, fueron, tal vez,

los que durante más tiempo siguieron utilizando recintos separados para sus

enterramientos. Llegamos de esta forma el siglo XVII y hemos de dar por

desaparecidos los antiguos cementerios. No puede por ello extrañar al

lector avisado el silencio que sobre este tema guardan los más antiguos

escritores que hablaron de Madrid, ya relatándonos su historia, ya pasando

revista a sus particularidades. Las escasas referencias que de ellos se

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conserva podemos considerarlas meras supervivencias o casos muy

especiales.

Panteón Real de Santa María Real de Nájera.

Por otra parte, de acuerdo con la mentalidad de la época, el no ser

enterrado en sagrado era considerado como una terrible desgracia. La

privación de sepultura fue el castigo de horrendos crímenes. De manera

especial estaban excluidos de la eclesiástica los infieles, los contumaces y

los suicidas. Paro aun en estos casos, la piedad popular encontró

expedientes para mitigar tan penoso destino.

Quedar insepulto era el último riesgo de la indigencia, la desdicha o

el desamparo. La única esperanza se basaba en una sociedad que todavía

practicaba la obra de misericordia de enterrar a los muertos. Surgieron así

congregaciones y hermandades que aseguraban a sus cofrades decente

sepultura, y otras que, con miras más amplias, se ejercitaban en

proporcionar a pobres y olvidados un lugar de reposo.

Contrasta en el celo de estas instituciones la costumbre, en parte

impuesta por la necesidad, de efectuar en las iglesias limpiezas o mondas

periódicas. No vamos a detenernos en esta práctica tan desagradable. Pero

lo cierto es que con excesiva frecuencia, los restos que tan cuidadosamente

habían sido unos años antes depositados en los templos, emprendían, salvo

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en contadas ocasiones, nuevo e incógnito viaje hacia un triste e incierto

destino. Iban a parar a lugares no muy alejados, pero apartados del caserío

y, en último lugar, extramuros.

El magnífico panteón, en mármol de Carrara, en donde descansan los restos de

Don Juan de Austria en el Real Monasterio de El Escorial.

En época tardía se destinaban a este objeto algunos campos que se

encontraban más allá de la Puerta de Fuencarral. Esta Puerta se hallaba al

final de la calle de San Bernardo que entonces concluía antes de llegar a lo

que hoy es glorieta de Ruiz Jiménez.

Durante el reinado de Carlos III, las ideas de la Ilustración cambiaron

en todos los frentes, desde el religioso al científico, las prácticas al uso y

dejaron preparado el camino para ulteriores reformas. Pero estas no

llegaron sino de la mano de graves conmociones. Sólo con la ocupación

francesa se inicia una nueva época, y empiezan a construirse nuevos

cementerios con arreglo a otros patrones. De estos, algunos tendrán una

vida efímera y, como desaparecidos, serían dignos de otra visita a ellos

dedicada,

La de hoy concluye aquí. La desaparición, los numerosos derribos de

los templos realizados desde entonces, las repetidas reformas, algunas muy

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recientes que han afectado a la totalidad de los edificios religiosos han

consumado la ruina de muchos vestigios del pasado.

Panteón de Reyes en la Iglesia de San Juan en Santianes de Pravia, Asturias.

Tanto es así que, no sin rubor, hemos de confesar que ha resultado

estéril (fueron encontrados en 2015) la búsqueda de los restos mortales de

Cervantes y el repetido intento de rescatar los de Velázquez.

Hemos recorrido prácticamente todo Madrid. Un Madrid que se

empina en su quehacer histórico sobre los hombros robustos de pretéritos

esplendores. Un Madrid que oculta y disimula un pasado de sufrimientos y

miserias. De todos sus secretos, es, tal vez, el mejor guardado, cómo ha ido

durante siglos devorando, nuevo Saturno, a sus hijos.”

Hasta aquí llega el trabajo del profesor E, Pastor. Pero nosotros,

como indicábamos anteriormente, seguiremos al frente de la labor

emprendida, reseñando una por una, las Sacramentales desaparecidas de

Madrid, tal como aparecen estudiadas y publicadas, según datos del

Archivo Municipal.

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Cementerio de la Sacramental de San Ginés y San Luis.- La

“Congregación Sacramental de la Parroquia de San Ginés” fue instruida

por Don Juan II y Doña María de

Aragón, en 1434. En la mitad del siglo

XIX se le agregó la Congregación de la

Parroquia de San Luis (antigua

dependencia de San Ginés, en la calle de

la Montera, desaparecida), que se había

fundado en 1800.

En 1831 inauguró esta Cofradía su

Cementerio, situado a continuación del

General del Norte. Ocupaba este solar,

que despues ha sido destinado a cochera

de tranvías en la calle Magallanes, frente

a la de Arapiles. La Sacramental de San

Luis y San Ginés podemos situarla en la

misma calle de Magallanes, sobre la altura de la de Fernández de los Ríos,

llegando, casi desde la actual calle de Fernando el Católico, a la de Donoso

Cortés, y quedando su fachada sobre la calle de Magallanes, llevaba sus

tapias traseras a la línea por donde hoy corre la calle de Vallehermoso.

En 1846 se le hizo una reforma y ampliación, y su forma era la de un

gran rectángulo, con dos pabellones salientes. Tenía una presuntuosa

fachada de estilo clásico que se podía colocar entre las mejores entonces

existentes.

Trajo esta Sacramental a su cementerio, en 1848, el sepulcro de D.

Joaquín Fonsdeviela, que estaba en el lado del Evangelio de la Iglesia de la

Trinidad (calle Atocha), salvando así de desaparecer con esa iglesia una

obra escultórica, que los contemporáneos consideraban como el mejor

monumento funerario de Madrid, después del de Fernando VI, y cuyo

paradero actual ignoramos, aunque tenemos la creencia de que, perseguido

por contrario destino, se perdió con la urbanización del Camposanto.

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Monumento Funerario de Carlos V, en El Escorial, obra de León Pompeyo Leoni.

Otra pieza salvada de la demolición de conventos por esta Cofradía,

era el retablo de la capilla del Cementerio, que no era sino el retablo mayor

del Noviciado de la Compañía de Jesús de la calle Ancha de San Bernardo.

El cementerio fue cerrado el 1 de septiembre de 1884, y su solar fue

el conocido en Madrid por el nombre de Campo de las Calaveras.

Cementerio de la Sacramental de la Iglesia Patriarcal.- En 1849

se inauguró este cementerio, que estaba situado sobre la actual calle de

Donoso Cortés, ligeramente remetido en la línea de la que hoy es calle de

Magallanes. Llegaba como los anteriores hasta la calle de Vallehermoso.

Era pequeño y estaba formada por un solo patio, en el que, poco antes de su

cierre en 1884, se colocó un ostentoso monumento levantado por pública

suscripción a la memoria del poeta Quintana, que allí había recibido

sepultura.

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Cementerio de la desaparecida Sacramental de la Iglesia Patriarcal, 1922

Hay datos y testigos presenciales que confirman que por premuras

del contratista que se encargó de las sacas de restos al urbanizar estos

terrenos, no fue limpiada la fosa común que, con todo su contenido, debe

estar dando base a las calles o casas que sobre ella tocara colocar. Y no

debían ser pocos los cuerpos que en ella recibieron sepultura, ya que, por su

jurisdición, aquí se daba tierra a los soldados, que irían, en su mayoría, a

esta todavía existente fosa.

Cementerio de la Sacramental de San Martín y San Ildefonso.-

No puede precisarse cuándo se formó la Cofradía Sacramental de la Iglesia

de San Martín. La primera noticia de su existencia la tenemos cuando sus

individuos apoyan a los frailes de ese convento (que estaba donde hoy está

la plaza de su nombre, junto a la de las Descalzas) en defensa de la Reina

Doña Berenguela y su hijo, que había de ser el Rey San Fernando, acosados

por la facción de los Lara. En ese encuentro perecieron varios cofrades y

frailes, entre ellos el Prior del Monasterio, y en su recuerdo se nombró de

los Muertos, hasta el siglo XIX, una callecita desaparecida entre las Plazas

de Trujillo y Navalón.

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Reinando San Fernando, se dio en 1250, Ordenanzas la Cofradía, que

ha llegado hasta nuestra época. Abrió su cementerio en 1848, situándolo

detrás del Depósito de Aguas, aproximadamente donde está hoy la calle de

Rubio Gali, sobre la actual calle del Lozoya, llegando hasta la de Blasco de

Garay.

Fachada de la desaparecida Sacramental de San Martín.

Estaba, pues, situado más al norte y al oeste de los que hemos venido

recordando. También, por esta causa, fue el último en desaparecer. Sus

cipreses humillaron sus copas al hacha del Madrid republicano y

hambriento, y dieron calor, Dios sabe a qué pobre comida.

La formaban nueve patios

cerrados por verjas con flameros, y

era mayor que todos los de esta

zona que hemos recordado. Sobre

su tierra se ha construido el Estadio

Municipal de Vallehermoso. Se

ordenó su cierre el 1º de septiembre

de 1884.

Cementerio de la

Sacramental de San Salvador,

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San Nicolás y Hospital de la Pasión.- En el siglo XVII fue fundada esta

Cofradía, que abrió su cementerio en 1825, y lo amplió y reformó en 1839.

Fue José Alejandro el autor de la bella portada de este Camposanto, que

mereció los honores de ser reproducida en una lámina del Seminario

Pintoresco (núm. 43 del año 1839); pero tan bella obra se realizó con

pobres materiales, y sus columnatas y estatuas tuvieron que ser retiradas,

dejando lisa la fachada a la que, por su mal estado, ya no daba adorno.

Estaba el Cementerio en la calle Méndez Álvaro, frente a la Estación

del Mediodía, pasada la calle Áncora y cortando la salida de la calle

Canarias. En su entrada campeaba este terceto:

Templo de la verdad es el que miras;

no desoigas la voz con que te advierte,

que todos es ilusión, menos la muerte.

Pensamiento que parecía redondearse con el otro terceto que se

colocó en la puerta de la capilla:

El supremo Hacedor, con mano fuerte,

al regio cetro y al cayado humilde

equilibra ante el trono de la muerte.

En el interior de esta capilla y cerca del altar mayor, una lápida decía

“Calderón de la Barca”. Junto a ella un retrato del poeta, pintado por Juan

Alfaro en el siglo XVII, y que parecía ser pintura de mérito, traída con las

dos lápidas desde la iglesia de El Salvador, que estaba en la calle Mayor,

frente a la Plaza de la Villa, cuando se demolió el templo.

Tenía una de las lápidas en epitafio latino, y la otra era un recuerdo

dedicado en 1682 al autor de los Autos Sacramentales por la “Venerable

Congregación de San Pedro de Presbíteros Naturales de Madrid”, a la que

el poeta perteneció en vida.

A espaldas del retrato había una sala con una urna de cristales,

cerrada con puerta de madera, en la que se guardaban los huesos de

Calderón. Sobre la hornacina donde estaba la urna se leían estos versos de

Martínez de la Rosa:

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Sol de la escena hispana sin segundo;

aquí Don Pedro Calderón reposa.

Paz y descanso ofrécele esta losa,

corona el cielo, admiración el mundo.

El cementerio General del Norte, ilustrado por Ferrant, en 1874.

Se trajeron al Cementerio de San Nicolás los restos de Calderón,

desde la iglesia de las Calatravas, el domingo 18 de abril de 1841. El poeta

había muerto en 1681 y recibió sepultura en la hay mencionada iglesia de

El Salvador. Al desaparecer este cementerio, fueron trasladados por la

“Venerable Congregación de San Pedro de Presbíteros Naturales de

Madrid” a su capilla, que es la actual parroquia de Nuestras Señora de los

Dolores, al final de la calle de San Bernardo.

Aquí se dio tierra al político Argüelles, muerto en 1844, tutor de

Isabel II, y a quién ésta levantó un monumento, al que ya nos hemos

referido al tratar de la tumba del extremeño Ayala, con la que tenía un gran

parecido. Sin embargo, poco lució este monumento, porque en 1853 se

construyó un panteón para Argüelles, Calatrava y Mendizábal, al que en

1864 se llevaron los restos de Muñoz Torrero, y en 1874 los de Olózaga.

Era este panteón obra de Federico Aparisi, en forma de templete circular,

adornado con estatuas alegóricas a la Pureza Administrativa (¿), de la

Reforma Política y del Gobierno, obras de Sabino Medina, y coronado con

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una estatua de la Libertad de Ponciano Ponzano. El templete y los

sepultados en este Panteón pasaron, al desaparecer el cementerio, al de

Hombres Ilustres de Atocha.

Cripta–Panteón de los condes de Buenavista, en la iglesia de la Victoria de

Málaga.

En este cementerio de San Nicolás fueron enterrados los escritores

Larra y Espronceda, en los humildes nichos con los números 792 y 877,

respectivamente, del primer patio, y desde allí fueron trasladados al

cementerio de San Justo, al Panteón de la Asociación de Escritores de

Artistas Españoles.

Se cerró este cementerio en 1844.

Cementerio de la Sacramental de San Sebastián.- Inmediato al de

San Nicolás estaba otro cementerio que lucía el suntuoso panteón de Don

Joaquín de Fagoaga. También se enterraron aquí Martínez de la Rosa y el

general Serrano, muerto en 1882. Dentro de la iglesia, hoy desaparecidos se

encuentran los restos de Lope de Vega.

El origen de su nombre se debe a una ermita que se encontraba en el

camino hacia el Santuario de Nuestra Señora de Atocha, sobre el que se

funda en 1541. Por entonces estaba probablemente aneja a la Parroquia de

la Santa Cruz. Al constituirse en parroquia independiente a los pocos años,

se le asignan parte de los feligreses de ésta. Hacia 1550 el primitivo

edificio es demolido por amenazar ruina. Se compra en 1553 el actual solar

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de la calle Atocha, y de 1554 a 1575 es levantado el edificio bajo la

dirección de Antonio Sillero, que realiza también la actualmente conocida

como capilla del Sagrado Corazón. Esta iglesia, junto con la de san Luis

(desaparecida), conservaban el derecho de asilo, es decir, se podían refugiar

en ellas quienes temían la persecución de la justicia.

Debido a su situación, son numerosísimas las personas con una

relevancia histórica, desde presidentes del gobierno como Práxedes Mateo

Sagasta a bandoleros como Luis Candelas que figuran en sus archivos

parroquiales por nacimientos, bautismos, bodas o defunciones. El más

notable de todos ellos es Miguel de Cervantes, que falleció en la cercana

calle del León, aunque fue sepultado en el convento de las Trinitarias

Descalzas.

Como curiosidad para el lector, vamos a recoger en estos apuntes los

nombres que figuran en sus archivos y en las placas del Atrio de la iglesia:

Lápida en la derruida Cripta de San Sebastián.

Bautizados: Ramón de la Cruz, (1731); Leandro Fernández de

Moratín (1760); Patricio de Escosura (1807); Jerónimo María Usera

y Alarcón (1810); Francisco Asenjo Barbieri (1823); José Isidro

Osorio y Silva-Bazán (1825); Luis de Madrazo (1825); José de

Echegaray (1832); Jacinto Benavente (1866); Agustín Lhardy

Garrigües (1847).

Difuntos: Miguel de Cervantes (1616); Juan Ruiz de Alarcón

(1639); Antonio de Pereda (1678); Juan Vicente Ribera (1736);

Ventura Rodríguez (1788); Ramón de la Cruz (1794); Nicolás del

Campo (1803); Juan de Villanueva (1811); José de Espronceda

(1842).

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Matrimonios: Gustavo Adolfo Bécquer; Julián Romea; Práxedes

Mateo Sagasta; Emilio Thuillie; Mariano José de Larra; José

Llaneces (09-07-1898), etc.

Este cementerio, como todos los que estaban situados en esta parte

del Manzanares, se cerró en 1844.

Pegado al lateral de la iglesia del mismo nombre, en la calle de Atocha, se

encontraba esta Sacramental, hoy terrenos que explota una floristería.

Ricardo Hernández Megías, 2015.