Isidro Labrador, quita el agua y pon el sol

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Texto e ilustraciones Pascuala Corona Isidro Labrador, quita el agua y pon el sol

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Autor-Ilustrador: Pascuala Corona En varias comunidades de México se celebra cada año la fiesta de San Isidro Labrador, patrono de los campesinos. El libro está ilustrado con bellas imágenes elaboradas con diferentes semillas. Al final, el niño podrá identificarlas en cada página y realizar diversas actividades. ISBN 978-970-9718-69-0

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H ace muchos, muchísimos años, en tiempos del Cid Campea-

dor, nació en la Villa de Madrid un niño al que llamaron

Isidro, en recuerdo de Isidoro, un santo obispo de Sevilla.

Sus padres eran labradores, vivían del trabajo de sus manos. Ellos

le enseñaron el amor a Dios, a los pobres y, muy especialmente, a la

naturaleza.

Desde pequeño acompañó a su padre en las labores del campo

y se encariñó con la tierra. Así fue conociendo las diferentes

semillas y aprendió que al sembrarse germinan con el calor del

sol y el agua de lluvia.

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Asombrado, descubrió cómo después de sembrar las semillas de

trigo aparecía la hierba, después la espiga y finalmente el grano,

que una vez molido se convertía en harina con la que su madre

hacía el pan de cada día. Con el tiempo también aprendió a dirigir

a los bueyes, a conducir el arado y a empujar la carreta.

Mientras sembraba, Isidro procuraba dejar caer fuera del surco

algunos granos para alimentar a los pájaros del cielo.

Muy pequeño quedó huérfano; entonces aprendió varios oficios,

entre ellos el de pocero. Su trabajo consistía en cavar la tierra en

distintos lugares del campo hasta encontrar agua. Sólo que él lo

hacía sin necesidad de unas varitas que usaban otros buscadores

de agua, y que servían para indicar el lugar donde creían que corría.

A Isidro le bastaba decir: “Si Dios quiere, agua habrá…”

Y agua encontraba siempre.

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Eran tiempos de guerra en España, así que cuando en el año 1108

el temible emir almorávide Yusuf ben Tasufir, al mando de sus tro-

pas invadió la región donde vivía, Isidro y muchos de sus pacíficos

pobladores se vieron obligados, por miedo, a abandonar su tierra

y a refugiarse en un lugar llamado Torrelagunas. Allí se puso a tra-

bajar como jornalero y tuvo la fortuna de conocer a María Toribia

de Uceda, moza sencilla y piadosa. María acostumbraba visitar

por las tardes una ermita dedicada a Nuestra Señora de la Piedad,

para ponerle flores en el altar y encenderle una lámpara de aceite.

Sucedió que una tarde lluviosa, María, que ya para entonces era

su mujer, tardaba mucho en regresar de la ermita. Preocupado,

porque sabía que las aguas del río Jarama, que ella tenía que

atravesar, habían crecido, Isidro salió a buscarla. Al llegar alcanzó

a ver maravillado que en la orilla opuesta, ella extendía sobre el río

su manto de blanca lana y con gran naturalidad, subiéndose en él

como si fuera una barca ¡cruzaba al otro lado! María era, sin duda,

un ser especial.

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Pasó el tiempo y al quedar la región libre de moros, Isidro y

su mujer decidieron regresar a la Villa de Madrid. Ahí entró

a trabajar como jornalero con el caballero don Juan de Vargas,

dueño de una finca y de muchas tierras de cultivo.

Isidro era muy caritativo, todas las mañanas cuando

salía para su trabajo decía a su mujer: —Te pido queridí-

sima esposa, que si sobra alguna ración de comida se la

des a los pobres. Cuentan que en una ocasión en que

ya no quedaba alimento, llamó a la puerta un limosne-

ro que tenía mucha hambre. María sabía que en la olla

ya no quedaba nada, pero quiso mostrársela para

que comprendiera porqué no podía darle

algo. Cuál no sería su sorpresa cuando al lle-

gar a la cocina descubrió que la olla que hacía

unos instantes estaba vacía ¡se encontraba

rebosante de un rico puchero de verduras

con carne de vaca! Así pudo darle de

comer, y desde entonces en aquella olla

mágica siempre había comida cuando

algún pobre llegaba a su puerta.

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Una mañana, María confió a su marido que

iban a tener un hijo. Isidro se puso feliz y pensó:

que el niño bajaría del cielo como la lluvia, y él

se convertiría en tierra para recibirlo. Cuando

nació le pusieron el nombre de Juan, como su

patrón; pero sus abuelos lo llamaron siempre

Illan, que en mozárabe significa Juan.

Con el tiempo Juan se convirtió en un niño tra-

vieso. Una tarde mientras perseguía una rana,

se cayó de cabeza en el pozo de la casa, el cual

era muy profundo. Al oír sus gritos, su madre

acudió asustada y se puso a llorar porque no

lo podía sacar. Isidro, sin perder la calma ante

lo imposible, se puso a rezar en silencio, pidién-

dole a Dios que su hijo no se ahogara. Entonces,

como por encanto, ¡el agua empezó a subir y subir

hasta llegar al brocal del pozo y les devolvió al

pequeño empapado, pero vivo y sonriente!