Isabel la Católica

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Archivo Ducal de la Casa de Alburquerque CUÉLLAR ISABEL, INFANTA Y PRINCESA DE CASTILLA 1451-1474 JULIA MONTALVILLO ARCHIVERA

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ISABEL, INFANTA Y PRINCESA DE CASTILLA 1451-1474

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DESCRIPCIÓN DE ISABEL:

De estatura media, rubia y muy blanca, de ojos entre verdes y azules

y rostro alegre, una mujer de buen porte, majestuoso, mirar gracioso y honesto,

facciones del rostro bien puestas, cara muy fermosa e alegre, era muy cortés

en sus fablas, dueña de sus sentimientos, era muy religiosa, muy inclinada a

fazer justicia, tanto que le era

imputado seguir más la vía del

rigor que de la piedad. Dotada

de una poderosa naturaleza

extraordinariamente robustecida

por la afición ecuestre y una

genética aptitud para la caza.

Exigía ser obedecida sin ningún

reparo ni dilación. Prefería ser

temida que amada. No era

generosa porque cuidaba que

no disminuyese el patrimonio

regio, pero era firme en sus

propósitos, de modo que una vez tomada una grave decisión difícilmente se

volvía atrás por muchas que fueran las dificultades que surgieran, conducta

que le daría triunfos asombrosos, de igual modo le gustaba cumplir su palabra,

salvo que las circunstancias le obligasen a mudar, le gustaba que algo de la

grandeza se mostrase también en su modo de presentarse en la corte, era

mujer ceremoniosa en sus vestidos e arreos y en el servicio de su persona e

quería servirse de homes grandes e nobles e con grande acatamiento e

sumisión.

ISABEL, INFANTA Y PRINCESA DE CASTILLA

1451-1474

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El 22 de abril de 1451, un correo salió a galope de Madrigal de las Altas Torres

para llevar con presteza a Juan II, que se encontraba

en el alcázar viejo de Madrid, la noticia de que, a las

cinco menos cuarto de la tarde había nacido una

niña. La nueva infanta recibió inmediatamente las

aguas del bautismo con el mismo nombre de su

madre, Isabel.

Su padre murió en julio de 1454, en su testamento

asignaba a Isabel el señorío de Cuéllar, las rentas

de Madrigal cuando su madre falleciera y una

cantidad supletoria hasta que sus ingresos

alcanzasen el millón de maravedís al año. El rey

encomendaba a dos notables eclesiásticos, Lope

Barrientos, obispo de Cuenca y Gonzalo de Illescas,

prior de Guadalupe, que tomasen a su cargo de los

dos hijos de su segundo matrimonio.

Enrique cuidó muy poco de cumplir las mandas recibidas, de modo que la casa

de la reina viuda padeció con frecuencia la escasez de recursos. A la infanta no

se le hizo efectiva la renta de un millón de maravedís.

Tras la muerte de su marido, Isabel de Portugal se instaló en Arévalo, cuyo

señorío formaba parte de las arras de acuerdo con el contrato matrimonial. La

vida de la infanta y su hermano será oscura y triste, lejos del fasto de la corte,

sin conocer el lujo y la brillantez de la vida cortesana, en medio de privaciones,

y con una madre que empieza a mostrar los primeros síntomas de su

enfermedad mental. Los tres permanecen olvidados del rey y del reino. Isabel

recibió una educación completa que abarcaba un amplio abanico de

conocimientos, superando bastante la educación elemental reservada a las

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mujeres de saber leer y escribir correctamente. Allí estaba Beatriz de Silva, una

dama que vino de Portugal acompañando a la reina, y que más adelante se

trasladó a Toledo para fundar las concepcionistas. En ese ambiente, muy

portugués, se forman dos rasgos esenciales de su carácter: la reserva y la

piedad.

En esta primera etapa de su vida Isabel no tiene ninguna importancia para el

reino, solo reinará si sus hermanos mueren y en ese momento parecía

imposible que eso ocurriera, además era mujer y el destino de las mujeres de

estirpe real estaba ligado al matrimonio, que se realizaría con quien las

circunstancias políticas aconsejasen.

En numerosas ocasiones va a ser solicitada o propuesta en matrimonio por

príncipes españoles y europeos. En 1458 se propone el matrimonio entre la

infanta y Fernando de Aragón, este primer proyecto matrimonial será

abandonado muy pronto.

En el verano de 1461, cuando

Isabel tenía 10 años, la reina

Juana anunció su embarazo. La

inminencia de un alumbramiento

venía a alterar las relaciones de

sucesión, por eso los consejeros

de Enrique IV decidieron que los

dos infantes, Isabel y Alfonso,

debían ser llevados a la Corte y

mantenidos en cuidadosa custodia hasta que se decidiese su ulterior destino.

El propio monarca acompañado de Juan Pacheco y Pedro Girón acuden a

Arévalo a recogerlos, separándolos de su madre y dando lugar a una dramática

escena que Isabel más adelante describe así “inhumana y forzosamente fuimos

arrancados de los brazos de nuestra madre y llevados a poder de la reina doña

Juana, que esto procuró porque estaba preñada”.

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El 28 de febrero nació una niña y en marzo de 1462 la bautizaron siendo

madrinas la marquesa de Villena y la infanta Isabel. El 9 de mayo de 1462 las

Cortes procedieron a efectuar el preceptivo juramento de la recién nacida como

heredera del trono. Sin embargo, unas horas antes de esta ceremonia, el

marqués de Villena, que había requerido la presencia de un notario, hacía

levantar acta, protestando la nulidad de los actos, alegaba que mediante

amenazas y engaño se estaba reconociendo y jurando como sucesora a una

hija ilegítima, con el acta notarial se estaba proveyendo de armas para la intriga

política que tenía un único fin: someter al rey sus herederos bajo el techo de su

influencia.

Isabel acompañaba a doña Juana en todos sus desplazamientos. Era,

indudablemente, un rehén. La infanta no había sido llevada a la corte para

ocupar en ella el puesto que en el testamento de su padre se señalara; al

contrario, Cuéllar, que hubiera debido convertirse en el núcleo fundamental

para su estado pasó a manos de Beltrán de la Cueva, había sido llevada a la

corte para servir de instrumento a los planes e intereses políticos mediante la

vía del matrimonio, como ocurrió cuando debido a la enemistad entre Juan II de

Aragón y Enrique IV éste se alía con el príncipe de Viana, don Carlos,

sublevado contra su padre, Isabel es ofrecida por su hermanastro en

matrimonio a Don Carlos, heredero del trono navarro y del aragonés; él,

aunque se siente halagado por la propuesta y lo que ella representaba y aún

sabiendo que esta unión proporcionaría una importante ayuda a su causa no

acepta, por el momento, con la intención de satisfacer con esta conducta a su

padre y evitar el colocarle en la situación comprometida, pero ocurre lo

contrario, Juan II ordena la prisión de su hijo, precisamente para evitar el

matrimonio con Isabel, incluso llega a pedir la mano de Isabel para Fernando

en 1462. Es ahora cuando Carlos accede al matrimonio con la infanta

castellana, pero muere poco después. Su muerte como casi todas las que se

producen en el entorno de Isabel provocó rumores de que había sido producida

por envenenamiento.

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Por aquel entonces se conformaron algunos de los hábitos esenciales de su

existencia: el ahorro, que venía impuesto por la escasez de sus rentas,

aficionada a la lectura tanto como a la conversación comenzó a coleccionar

libros y la religiosidad, sin la cual no se concebiría su vida y su obra, empleaba

muchas horas en la oración, sus aciertos y sus errores tienen origen en esa

religiosidad.

El siguiente pretendiente será Alfonso V de Portugal, este proyecto será tratado

por primera vez en Gibraltar, a principios de 1464, en las vistas que allí

celebraron Enrique y Alfonso. Pocos meses después ambos monarcas vuelven

a encontrarse en Puente del Arzobispo, en esta ocasión Enrique lleva con él a

su esposa, Juana y a su hermana Isabel con el propósito de formalizar el

matrimonio, Isabel se niega alegando que una infanta de Castilla no puede

casarse sin el consentimiento del reino.

En 1464, los grandes que formaban la Liga Nobiliaria, encabezada por el

marqués de Villena, Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo y Pedro Girón,

maestre de Calatrava proclaman que el juramento de las Cortes de Madrid

debía ser recusado porque Juana no tenía derecho a la sucesión, pues no es

hija del rey sino de Beltrán de la

Cueva. Entre las muchas

acusaciones destinadas a la

propaganda se decía que los

consejeros del rey planeaban

asesinar a Alfonso y a dar a

Isabel en matrimonio con quien

no cumplía. A este objetivo

obedecía la custodia de los

infantes por parte de la reina

Juana; reclamaban, en

consecuencia que tal custodia

cesara y que los interesados

fuesen entregados a personas de

confianza, es decir, Villena y

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Carrillo. Se seguía considerando a los infantes como preciosos rehenes que

podían procurar a quienes los tuviesen un mayor ejercicio de poder. Aunque las

demandas eran, evidentemente, injuriosas para Enrique IV, se entrevista con

los nobles rebeldes en Cigales, el rey aceptó que Alfonso fuera considerado

como sucesor, pero con el compromiso de casarse con Juana, que entonces

tenía 2 años, Pacheco conseguía uno de sus objetivos: el infante pasaba de la

custodia de la reina a la suya. Isabel seguiría en la corte.

Una comisión de nobles redactaría un documento que fijara por escrito las

funciones y atribuciones a que debía sujetarse el monarca con su consejo. Esta

comisión había tomado acuerdos acerca de Isabel, debía cesar la custodia que

ejercía la reina, constituyéndose su Casa con las condiciones que fijara el

difunto rey en su testamento, podría elegir su residencia, bien al lado de su

madre o en Segovia, acompañada por cinco damas que esta última escogiera,

pero esta mejora no significaba la libertad se la había separado de su hermano

Alfonso, convertido en prisionero del marqués de Villena. Pese a todo tenía que

observar ciertas mejoras, especialmente en cuanto a la presencia de las cinco

damas, en algunas de la cuales llegaría a depositar mucha confianza. Las

disponibilidades económicas no eran ya tan escasas: algunos juros, más las

rentas de la villa de Casarrubios del Monte, aunque estuvieran lejos del millón

que le fuera asignado en el testamento de su padre, daban para un modesto

pasar. De Roma acababa de recibir el primer privilegio pontifico: uso de altar

portátil. De este modo tenía la seguridad de que el auxilio espiritual de la misa

no iba a faltarle, aunque tuviese que andar por campamentos o posadas de

pura improvisación. Había salido del poder de la reina pero no se le ocultaba

que, en Segovia, todavía no era dueña de su destino.

El 5 de junio de 1465 los miembros de la Liga y otros muchos nobles que se les

habían adherido, capitaneados por el marqués de Villena que custodiaba a don

Alfonso, había decidido proclamarle rey, aunque solo contaba once años, es la

llamada “Farsa de Avila”. Isabel no hizo ningún intento para sumarse a los

partidarios de su hermano, permaneció en actitud pasiva mientras crecía la

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confusión.

En 1466 se hizo

evidente que ninguno

de los dos partidos

estaba en condiciones

de lograr la victoria. La

importancia política de la infanta había crecido para ambos bandos. Villena

intentó apoderarse de ella. Acudió al rey con una propuesta: procurarle una

victoria completa eliminando a su rival de la escena política, siempre y cuando

fuesen eliminados al mismo tiempo los consejeros que le estorbaban,

devolviéndosele el poder que poseía al comienzo del reinado. Su hermano

Pedro Girón, maestre de Calatrava, contaba con los medios necesarios para

alcanzar esa inmediata resolución: enorme capital de 60.000 doblas de oro,

fruto de algunas pingües operaciones que efectuara dentro de su orden y una

tropa de 3.000 jinetes que, al sumarse a las fuerzas del rey y a las del

marqués, liquidarían cualquier resistencia. Por esta ayuda, que devolvería al

reino la unidad en la sumisión, Enrique IV tenía que pagar un precio, entregar

en matrimonio a la infanta Isabel a Pedro Girón, que era un indeseable hombre

maduro, cuyos cambalaches y trapacerías darían lugar al drama de

Fuenteovejuna; padre de bastardos, freire incapaz de cumplir sus votos,

ambicioso y violento, tenía 40 años y la infanta 15. Las modificaciones

introducidas poco antes en los estatutos de la orden le permitían celebrar una

boda. Con aquel matrimonio el maestre de Calatrava se situaría dentro de la

escala de sucesión real, dando un paso que nadie, hasta entonces, se atreviera

a franquear. Es posible que en la combinación urdida, que el rey aceptó, se

hablara únicamente de desmontar los derechos de Isabel arrojándola fuera de

la estirpe real, pero es indudable que de haberse consumado el matrimonio un

rechazo más insistente en la ilegitimidad de Juana y una desgracia en la vida

del joven príncipe habría colocado a Girón como rey.

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Isabel tomó la cosa muy en serio, sabía que de nada iba a servirla el oponerse,

el maestre de Calatrava efectuaría el matrimonio quisiera ella o no, el cronista

Galíndez Carvajal describe la dramática reacción de la infanta “la infanta estuvo

un día y una noche sin comer ni dormir; puesta en muy devota contemplación,

suplicando humildemente a Nuestro Señor que le plugiese hazer una de dos cosas o

matar a ella o al maestre, porque este casamiento no tuviese efecto...” hizo lo que

sus maestros de espiritualidad le enseñaran, ponerse de rodillas y pedir a Dios

que la sacara de aquel trance. Girón viajaba despacio porque venía enfermo.

Consiguió llegar hasta Villarrubia de los Ojos, a orillas del Guadiana, y allí

murió el 20 de abril de 1466. De modo que, dos días más tarde, pudo Isabel

celebrar dos acontecimientos, su 15º cumpleaños y el final de la tremenda

amenaza, en la mente de la infanta se dibujó la idea de que Dios había

respondido a sus peticiones, sucesos como este se repitieron en su vida y

contribuyeron al fortalecimiento e su fe y a creer que cuanto hacía estaba

dirigido por Dios.

Pese a este golpe para sus planes, Villena no cejó en su empeño de hacerse

con la custodia de Isabel y no alteró su propósito de volver al lado de Enrique

IV, no para servirle sino para edificar sobre él su propio poder. La causa de

Alfonso, cuya custodia se tornaba más difícil a medida que el chico crecía le

parecía ahora un error de cálculo.

Juan II de Aragón, cuya situación militar en Cataluña seguía siendo difícil,

necesitaba que Castilla fuera su aliada, no su enemiga, así es que envía allí a

uno de sus hombres de confianza, el condestable de Navarra, Pierres de

Peralta, la primera impresión que este recogió fue la de que Pacheco volvía a

ser factor esencial. En consecuencia dio a su rey un consejo: concertar el

matrimonio del heredero de Aragón, Fernando, con una hija del marqués,

Beatriz Pacheco, poniéndolo de este modo a su favor, Juan II aceptó en

principio la idea.

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Ambos bandos habían pedido a Paulo II que interviniese como pacificador y

encargó la delicada misión a Antonio de Veneris, que vino a España con

iguales poderes a los del propio pontífice si estuviera presente. El legado a

latere llegó a la Corte y manifestó enseguida su opinión: la legitimidad en

origen y ejercicio pertenecía a Enrique

IV y debía ser acatado por todos como

rey, regresando Alfonso a la posición de

infante sucesor con los compromisos de

matrimonio con Juana. Enrique seguía

admitiendo esta fórmula, lo que parece

demostrar que no estaba demasiado

seguro de los derechos que asistían a

Juana o por lo menos que no estaba

seguro de disponer de medios para que

los reconociesen.

Estamos en 1467, Isabel seguía en

Segovia pero no en el alcázar porque allí

se había instalado la reina Juana. La servían cinco damas, una de las cuales,

Beatriz de Bobadilla, estaba casada con el converso Andrés Cabrera, alcaide

del alcázar y custodio del tesoro. Se ha producido la batalla de Olmedo y el rey

y la nobleza están negociando, Pacheco, que no asistió a la batalla planeaba

apoderarse de Segovia, lo que le permitiría apoderarse de la reina, la infanta y

el tesoro. La ciudad, que no contaba con suficientes medios de defensa, cayó

en sus manos, pero Andrés de Cabrera retuvo el alcázar y a la reina. Fue

entonces cuando el marqués de Villena pudo incorporar a su bando a Isabel,

que se reunió de nuevo con su hermano Alfonso.

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Una de las primeras decisiones de Pacheco fue despedir a las cinco damas

para sustituirlas por otras que se harían cargo de la custodia de la infanta. Dos

de ellas, Mencía de la Torre y Beatriz de Bobadilla, dijeron que no iban a

separarse de la infanta de ninguna manera. Isabel, que conocía muy bien lo

que podía esperar de Villena y de esta supuesta “liberación”, fue en busca de

los otros dos prominentes jefes del bando alfonsino: Alfonso Carrillo y el duque

de Alba, como si en ellos tuviera más confianza y les puso delante un papel

para que lo firmaran jurando por su honor, en la forma más solemne, ambos

empeñaron su palabra de no consentir que se impusiese a la infanta un

matrimonio mientras ella, de libre y deliberada voluntad, no diera su

consentimiento. Poca garantía era un papel en aquellos tiempos, pero la

palabra de honor era una cosa muy seria especialmente si la interponía un

primado de España o un Alvarez de Toledo.

El 17 de diciembre se celebró en Arévalo la fiesta de cumpleaños de Alfonso,

Isabel con sus 16 años, rubia y de ojos azules y muy inteligente,

probablemente se preparaba para ser colaboradora eficiente de su hermano.

Pero Alfonso, que mostraba cada vez más independencia, comenzaba a

convertirse en un estorbo para Pacheco, ya no era el niño que podía

mantenerse en velado cautiverio y manejar impunemente.

En junio de 1468 Toledo cambiaba de bando pasando al de Enrique. Alfonso

decidió abandonar Arévalo, en donde permanecería Isabel, para dirigirse a

Ávila donde confiaba reunir el

número de soldados suficiente

para emprender la conquista de

Toledo. Pero enfermó

bruscamente y falleció el 5 de julio

en Cardeñosa.

La imprevista y temprana muerte

de don Alfonso, proyectó a su

hermana al primer plano de la escena. Una coyuntura que sumándose a otras

llevaría a la reina a pensar que Dios había volcado sus designios sobre ella.

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No pretendió proclamarse reina cuando murió su hermano. Isabel trataba de

instalarse en una postura de legitimidad para ello le resultaba imprescindible

aceptar la obediencia debida a Enrique y rechazar con argumentos objetivos el

derecho de Juana a ostentar la sucesión. La única solución posible desde los

intereses de Isabel era que, mediante negociaciones, reconociera Enrique que

a ella y no a la hija de la reina correspondía el derecho de sucesión.

Otro aspecto del que Isabel nunca consintió dudas era que en Castilla las

mujeres tenían derecho a reinar cuando faltaban varones en la línea y rango de

sucesión en que ellas estuviesen colocadas.

Desde Aragón Juan II percibió con mucha claridad estos detalles y por eso

envió nuevas instrucciones a Pierres de Peralta, tenía que conseguir que Isabel

casara con Fernando. El 17 de julio, 12 días después del fallecimiento de

Alfonso, Fernando firmaba el documento que autorizaba a negociar ese

matrimonio.

Tras la muerte de Alfonso se produce la división del partido nobiliario que le

apoyaba, mientras un sector quiere que Isabel se proclame reina, otro,

encabezado por Juan Pacheco opina que la mejor solución es tratar de llegar a

un pacto con el rey y solucionar el conflicto de forma pacífica, consiguiendo que

Enrique la reconozca como heredera. Pacheco ya había perdido todo el interés

en el enfrentamiento con Enrique, se había dado cuenta de que para su propio

bien era más conveniente la paz con el rey que le reportaría grandes

beneficios.

Así se produce la entrevista de los Toros de Guisando entre Enrique e Isabel el

19 de septiembre de 1468. La tarde del 18 el primado gastó varias horas

tratando de convencerla de que lo mejor era romper las negociaciones y

regresar a Ávila, ya que le resultaba evidente que todo aquel embrollo estaba

dirigido a provocar su propia eliminación mediante un matrimonio

inconveniente. Según él, lo mejor par la causa era estrechar los vínculos con

Aragón, celebrar el matrimonio que se le proponía con Fernando, reconstruir el

partido y ganar la guerra. Pero la infanta rechazó este plan, era necesaria la

paz, con restablecimiento de los principios de legitimidad y, en cuanto al

matrimonio, allí estaba el principio de libre voluntad.

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En el verano de 1468 todo el mundo parecía fuera del sitio que ocuparía 7 años

después: los Mendoza pataleaban porque se pusiera en duda la legitimidad de

su rehén a punto de ser aniquilado; Pacheco parecía el principal defensor de

los intereses de Isabel; Carrillo odiaba a la reina y a su hija. Lo que Pacheco

prometía al rey, a cambio de que éste entregara todo el poder en sus manos,

era la aniquilación política de Isabel privando a los rebeldes de su bandera

obligándoles a someterse. Pues una vez que hubiera sido acordado su

reconocimiento tendría que integrarse en la Corte sometida a cuidadosa

vigilancia hasta el momento de su matrimonio. Dos serían los enlaces

concertados, el de la infanta con Alfonso V de Portugal y su hijo Juan con

Juana, reconociendo a éstos derechos subsidiarios, así reinarían primero

Alfonso y luego Juan, los monarcas portugueses. Sutil y complejo plan propio

de la mentalidad embrollona de Juan Pacheco.

Había motivos para desconfiar. Pacheco, viejo y astuto, podía presumir de que,

tendiendo una tela de araña, había prendido en ella a esta adolescente que

aún no tenía 18 años, honesta y piadosa, poco experta en los sucesos del

mundo, imaginaba que en Ocaña la tenía en su poder.

Muy pronto Juan Pacheco demostró su intención, según su costumbre, de

incumplir los acuerdos a menos que Isabel se resignara a ser dócil instrumento

en sus manos.

El 28 de septiembre de 1468, el conde de Tendilla, custodio de Juana, obrando

en nombre del poderoso clan de los Mendoza, hizo levantar un acta de protesta

contra las decisiones tomadas, se afirmaba que aquella infanta era hija del rey,

nacida dentro de matrimonio legitimado por los Papas. El maestre hizo un viaje

a Guadalajara para tranquilizar a los Mendoza y asegurarles que todo el plan

de Guisando apuntaba a que no sufrieran perjuicio los derechos y aspiraciones

de Juana.

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Los detalles del plan fueron explicados en una reunión del Consejo Real,

celebrada en Villarejo de Salvanés el 24 de octubre y a la que sabemos que

asistieron por lo menos Fonseca, Alvaro Stúñiga, el condestable Velasco, el

marqués de Santillana y Pedro González de Mendoza: se casaría a Isabel con

Alfonso V que la llevaría consigo a Portugal para que allí reinara, era muy

probable que de este matrimonio no nacieran hijos, mientras que Juana

contraería matrimonio con el príncipe heredero don Joao. Se reconocerían

además a esta segunda pareja derechos supletorios tanto en Portugal como en

Castilla, lo que la convertiría en sucesora de la primera. Se alejaba el peligro de

un retorno de los aragoneses. Isabel se encontraba ya en Ocaña, fortaleza

segura sometida además a estrecha vigilancia para que no pudiera oponerse a

los proyectos que acerca de ella se habían forjado. Los embajadores de

Enrique IV ya estaban en Roma solicitando la dispensa necesaria para ambos

matrimonios y estableciendo así una incompatibilidad respecto a cualquier

demanda que pudiera presentarse desde Aragón en favor de Fernando.

Aquella trama tenía un punto débil, la voluntad de Isabel, hasta mayo de 1469

cumpliría todas las obligaciones que de los pactos dimanaban, pero se

preparaba para ofrecer resistencia. Al elevar a escritura pública el convenio de

Guisando demostraba su resolución de que no pudiera ser considerado como

un simple compromiso entre personas particulares. Así quedaba también claro

que la sucesión no era algo graciosamente otorgado y por tanto revocable, sino

un derecho reconocido.

En enero de 1469, presidida por el arzobispo de Lisboa llegó a Ocaña la

embajada portuguesa que venía a concertar las condiciones del matrimonio de

Alfonso V con la princesa Isabel. Se había dado al negocio el aire de que era

asunto ya concluido. Pero ella haciendo uso de la cláusula de libre voluntad

que figuraba en los acuerdos dijo que no, no estaba dispuesta a casarse con el

rey de Portugal.

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Pacheco, que seguramente no esperaba esta muestra de firmeza, trató de

convencer al rey de que con esta negativa la princesa incurría en

desobediencia. Teniendo en cuenta lo que una mujer era y significaba en el

siglo XV, entendía que no le era dado elegir. Pero ella alegaba la cláusula de

libre voluntad que tenía que ser respetada: podían proponerle candidatos, pero

esto no significaba que tuviera que aceptarlos. En ese momento, mediado el

mes de enero, la decisión en favor de Fernando parece haber sido adoptada.

La respuesta de Juan Pacheco y, en definitiva, de Enrique IV fue suspender el

trámite de los acuerdos. De acuerdo con los usos castellanos, el

reconocimiento de un sucesor, que empieza en el momento en que es

designado y reconocido por el rey en ejercicio, no se consuma hasta que se

produce el juramento de las Cortes. Las Cortes fueron convocadas para el mes

de abril de 1469 en Ocaña que implicaba especiales condiciones de vigilancia.

Solo asistieron procuradores de 10 de las 16 ciudades y villas que tenían

reconocido el derecho de voto. Pacheco convenció al rey de que, dada la

desobediencia de la princesa, los procuradores debían ser despedidos sin

pronunciar el debido juramento.

Objetivamente no puede dudarse de que sucesivamente el rey había

quebrantado tres de los compromisos que adquiriera: alejamiento de la reina

Juana devolviéndola a su hermano Alfonso V; entrega de las villas que debían

constituir sus rentas; juramento por parte de las Cortes estando éstas

preparadas para prestarlo. Ahora Isabel, casi una prisionera en Ocaña, parecía

enfrentarse con muy adversas perspectivas.

Tras ser reconocida en Guisando heredera de Castilla son 4 los pretendientes

para casarse con ella: un hermano de Eduardo IV de Inglaterra, Alfonso V de

Portugal, Carlos, duque de Berri y Guyena, hermano del rey de Francia y el

príncipe Fernando de Aragón.

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En abril de 1469 la huida de Ocaña se presentaba ante Isabel como una

cuestión urgente. Con el pretexto de que era necesario ordenar su casa en la

forma conveniente a su rango de princesa, se la estaba separando de sus

damas fieles para rodearla de personas cuya misión principal era vigilarla. El

matrimonio con Fernando, príncipe de Aragón, un poco más joven que ella, de

su misma estirpe y lengua, aparecía por muchas razones como vehículo de

seguridad.

Juan II de Aragón tomó la iniciativa y desde septiembre de 1468 puso a Pierres

de Peralta a trabajar en el matrimonio. El condestable de Navarra encontró la

entusiasta colaboración de su pariente Alfonso Carrillo, que buscaba el

fortalecimiento de su influencia, pero también dotar a Castilla de un rey.

Hasta el 1 de noviembre de 1468, Peralta no pudo informar a Juan II que

Carrillo le había comunicado la decisión de la princesa, expresada en

contundentes palabras: me caso con Fernando y con ningún otro, aferrándose

a la cláusula de libre voluntad, estaba dispuesta a responder que si no se le

permitía el matrimonio con Fernando tampoco aceptaría a ningún otro. Isabel

contaba con una ventaja, la del límite establecido con la vida del rey, pues una

vez muerto sólo a ella le correspondería tomar las decisiones.

Las capitulaciones matrimoniales comienzan a negociarse en enero de 1469, la

princesa parece tomar poco interés en esta cuestión, hecho explicable por el

reparo que toda doncella tiene en hablar sobre su propio matrimonio, ya que lo

acostumbrado era que fueran los padres o los hermanos los que traten de esos

asuntos, pero ya que es huérfana de padre, que su madre no puede atenderla

en este asunto dada su enfermedad y que su hermano en lugar de cuidar su

casamiento trata de unirla a una persona no conveniente, debe ser ella misma

la que intervenga.

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Isabel se encontraba indecisa sobre su matrimonio y consulta sobre este

asunto al reino, no solo antes de decidirse por Fernando, sino incluso después

de tomada la decisión. Por esta razón la princesa envía mensajeros secretos

por Castilla con el fin de escrutar la opinión existente sobre su posible

matrimonio y sobre sus 3 pretendientes. La mayor parte de los consultados se

inclinan hacia Fernando.

El condestable de Navarra al visitar a Isabel en Ocaña, cumpliendo el encargo

de su señor, sabiendo que en la corte se hallaba el legado Antonio de Veneris,

dotado de plenos poderes abordó la importante misión diplomática que se le

había encomendado, encontró en el legado apoyo incondicional y completo,

también a él le parecía aquel matrimonio el medio adecuado para poner fin a

viejas querellas y consolidar la paz que se le había ordenado conseguir. Lo

malo era que en aquellos momentos, en Roma, se hallaban ya muy avanzadas

las gestiones portuguesas y castellanas para conseguir una dispensa de

parentesco entre Alfonso de Portugal e Isabel, por lo que no sería admitida

ninguna otra propuesta, la bula se emitió el 23 de junio de 1469.

Se volcaron sobre Isabel amenazas muy serias: si se negaba a contraer

matrimonio con Alfonso V sería encerrada en el alcázar de Madrid y despojada

de la sucesión.

Al producirse el rechazo rotundo del portugués, los consejeros de Enrique

establecieron la tesis de que los actos de Guisando estaban condicionados a

que la princesa obedeciera las órdenes que se le daban: si no lo hacía, era

facultad del monarca, en virtud de su poderío real absoluto, revocar el

nombramiento de sucesora. Ella esgrimió un argumento distinto: al aceptarse,

con la presencia del legado a latere, que Juana no era nacida de legítimo

matrimonio, le correspondía la sucesión en cuanto que era la única hermana

legítima del rey, como éste comunicara al reino en su carta del 24 de

septiembre. Si Isabel desapareciese, por cualquier circunstancia, ese derecho

pasaba a la línea aragonesa de los Trastámara, es decir, a Fernando, que por

eso resultaba el más adecuado para su matrimonio, una boda entre las dos

personas mejor situadas podía cerrar el círculo evitando nuevas banderías.

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Antes de la llegada de la embajada portuguesa, le había venido la propuesta

del matrimonio aragonés. Peralta puso en sus manos un medallón con el

retrato, en miniatura del príncipe Fernando, no podía ser descrito como

agraciado, pues una barba cerrada le daba una aspecto cetrino, pero eso no

tenía importancia, porque el sentimiento fundamental que movía a ambos era

una conciencia estricta del deber.

La princesa envía a su capellán, Alfonso de Coca, pretextando cierto negocio

con Francia, para que visite al duque de Berri y al príncipe don Fernando y

obtenga una comparación íntima y fideligna de ambos. Este enviado vuelve

cuando la princesa se encuentra ya en Valladolid, le cuenta lo opuestas que

son las costumbres francesas comparadas con las castellanas. Además en el

retrato que hace de cada uno de los dos candidatos le muestra a Fernando

gallardo y de buena presencia y al duque de Berri, 4 años mayor que ella, le

presenta con el peligro de quedar ciego y con unas piernas delgadas y

deformes.

Después del informe del capellán Isabel quedó totalmente convencida de su

buena elección, pero mucho antes de este total convencimiento, Isabel,

mientras permanecía en Ocaña, guiada por los Consejos de Carrillo y las

buenas palabras de Gutierre de Cárdenas, había dado ya su consentimiento

definitivo.

En las negociaciones Isabel exigió el reconocimiento de su condición de

soberana. Aunque en Castilla había precedentes de mujeres que ostentaran la

legítima sucesión, quedaba la comprobación de que se habían limitado a ser

transmisoras a hijos o maridos del poderío real. Carrillo, que desde el primer

momento había defendido la conveniencia de que casara con Fernando,

pensaba en éste como en un rey propietario, no en un consorte.

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Archivo Ducal de la Casa de Alburquerque

El 7 de marzo, estando en Cervera, Fernando firmó las capitulaciones

matrimoniales. Juan II para reforzar un nuevo estado de opinión cedió a su hijo

el reino de Sicilia con todas sus rentas y a su nuera los señoríos de Borja,

Magallón, Crevillente, Siracusa, Catania y los 100.000 florines de oro que

constituían la Cámara reginal de Sicilia. En el curso de estas negociaciones,

que no eran públicas sino secretas, Isabel había intercalado una condición:

Fernando tendría que reconocer a Enrique IV como único y verdadero rey de

Castilla. Quedó entendido que la ceremonia tendría lugar en Castilla, donde los

nuevos esposos fijarían después su residencia.

Villena trataba ahora de convencer al rey de la necesidad de hacer nulos todos

los actos ejecutados en Guisando, para lo que era imprescindible obtener de

Paulo II una revocación de las gestiones de Veneris; de este modo se podría

devolver a Juana la sucesión. El rey firmó una carta solicitando del Papa tal

medida. Sucedió que Paulo II se negó a desautorizar a su legado a latere, de

modo que los actos ejecutados por éste recibieron confirmación. Desde el

punto de vista romano las decisiones de Guisando eran legítimas. La Curia

otorgó la dispensa para el matrimonio con Alfonso V porque las partes

coincidían en solicitarla y dejó de momento sin respuesta la demanda

aragonesa.

Enrique IV tenía necesidad urgente de trasladarse a Andalucía donde su

presencia era indispensable para la restauración del orden. Antes de

abandonar Ocaña exigió a Isabel un juramento de que nada innovaría en su

matrimonio antes de que estuviera de regreso. La existencia de negociaciones

con Aragón era conocida.

La princesa dio entonces el salto. Nada le obligaba a permanecer en una

determinada ciudad cuando la corte ya no estaba en ella. Tampoco se le había

invitado a acompañarla en su desplazamiento. Enrique IV había tomado la

iniciativa de dejarla atrás, confiando tal vez en la vigilancia que ejercían las

damas escogidas por Pacheco para su custodia. Anunció entonces que iba a

Page 20: Isabel la Católica

Archivo Ducal de la Casa de Alburquerque

cumplir un deber moral de organizar honras fúnebres por el alma de su

hermano Alfonso de cuyo fallecimiento pronto se cumpliría el primer

aniversario: el propósito era viajar a Ávila o a Arévalo.

Comenzó la marcha y el séquito de damas vigilantes experimentó un rápido

proceso de disolución cuando llegaron noticias de que los caminos estaban

poblados de hombres de armas. Supo entonces Isabel que Alvaro de Stúñiga,

conde de Plasencia, se había adelantado a ocupar militarmente Arévalo,

porque iba a ser promovido a duque de esta villa, consumando el despojo de la

reina viuda. Desvió la ruta y llegó a Madrigal. El maestre de Santiago convenció

al rey de que debían ser cursadas órdenes para que la princesa quedase

detenida en este lugar. Enrique escribe a Madrigal para que detuvieran a la

princesa y le prohibieran salir de ese lugar, amenazando a los vecinos que se

pusiesen a su lado. Por su parte Juan Pacheco ordenó al arzobispo de Sevilla,

don Alfonso de Fonseca, que detuviera a Isabel para impedir que se concluyera

el matrimonio. Enterada por los vecinos de Madrigal de lo que se quería hacer

con ella y viendo que no podía confiar en las personas que le rodeaban decidió

pedir socorro al arzobispo de Toledo, también acudió en su ayuda Alfonso

Enríquez, hijo mayor del Almirante de Castilla, abuelo materno de Fernando.

Desde Valladolid Isabel escribió el 8 de septiembre una larga carta a su

hermano explicándole cómo había llegado a la decisión que confiaba en que

Enrique aceptara. La edad de Fernando, muy parecida a la suya, sus virtudes y

pertenecer a la misma familia real, siguiendo así el deseo expresado en el

testamento de su abuelo Enrique III, referente a que se mantuvieran los

enlaces entre las 2 ramas de la dinastía Trastámara. Pero es sobre todo por la

unión que tiene Aragón con Castilla y porque los reinos de don Fernando va a

heredar son vecinos a los castellanos, con lo que la corona de Castilla se verá

engrandecida en su día, por lo que la princesa se inclina hacia el príncipe

aragonés. Lo que probablemente no existió en esta decisión fue ningún motivo

sentimental ya que la princesa no conocía a don Fernando y no le conocerá

hasta muy pocos días antes de la boda.

Page 21: Isabel la Católica

Archivo Ducal de la Casa de Alburquerque

El arzobispo envió a doña Isabel el collar de piedras preciosas entregado por

su prometido y 8.000 florines de los 20.000 que tenían que serle entregados y

que Alonso de Palencia y Pedro de la Caballería habían traído desde Aragón

siguiendo lo prometido en las capitulaciones matrimoniales.

Una vez establecida su residencia en Valladolid Isabel envía emisarios a

Aragón para que Fernando acudiera a Castilla

El que parece demostrar un mayor interés en la celebración de este matrimonio

es el rey de Aragón, pues realmente necesitaba el enlace de su hijo con la

heredera castellana a fin de contrarrestar la ofensiva francesa que se estaba

produciendo sobre la frontera catalana. Es esta razón militar, junto con la

necesidad económica, pues Aragón se ha empobrecido a causa de las

continuas luchas, lo que le anima a persistir en su intento matrimonial, sin mirar

los sacrificios que para ello fuera necesario realizar.

También Fernando muestra un gran interés por esta unión, pues se da cuenta,

lo mismo que su padre, que la alianza con Castilla sería la única que podría

salvar al reino. Está claro que es la categoría de Isabel como princesa heredera

lo que interesa a Aragón.

Es curioso observar cómo en las capitulaciones matrimoniales los únicos que

realmente adquieren compromisos son los aragoneses, hasta tal punto llegaba

el interés de Aragón que era ya casi una necesidad la alianza con Castilla.

Fernando jura tratar con devoción y obediencia a Enrique y tratar con honra

maternal a la reina, madre de Isabel; que su conducta en el reino se ajustará a

las normas de la justicia y que guardará todos los fueros, usos y costumbres,

tratando con amor y honra a todos los caballeros del reino, cualquiera que sea

su condición y jura que mantendrá la paz establecida en Castilla entre Isabel y

Enrique. Se compromete también a respetar las honras y preeminencias de

Carrillo, del arzobispo de Sevilla, del maestre de Santiago, y del conde de

Plasencia, así como las de los caballeros que se conformen a su servicio;

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Archivo Ducal de la Casa de Alburquerque

a residir en Castilla y no apartarse de Isabel ni sacar del reino a los hijos que

con ella pueda tener sobre todo al primogénito; a no hacer ninguna merced sin

el consentimiento de Isabel y a firmar siempre con ella los documentos que se

otorguen en cualquier reino que puedan tener. Jura también que no pondrá

extranjeros en el gobierno de Castilla, que no entregará la tenencia de ninguna

fortaleza más que a naturales del reino y en la persona que Isabel determine,

que espetará las mercedes que haga su futura esposa y que no quitará

ninguna merced hecha anteriormente ni realizará ninguna novedad en el reino

sin su consentimiento perdonando cualquier enojo que él o su padre puedan

tener con algún caballero castellano. Se compromete a conservar todos los

servidores que tiene Isabel, a no hacer ningún movimiento en el reino sin su

consentimiento y a no establecer sin él guerra ni paz, comprometiéndose

ambos contrayentes, para cuando sean reyes, a hacer la guerra a los moros y

a pagar las tenencias de las fortalezas de la frontera como señala la

costumbre.

El príncipe entrega a Isabel aquellos lugares que las reinas de Aragón suelen

tener por suyos, como son Borja y Magallón en Aragón, Elche y Crevillente en

Valencia y Zaragoza y Catania en Sicilia, así como otros lugares que ella

quisiera con tal de que no fueran cabezas de reinos, de principados o de

señoríos. Promete entregar en concepto de arras las posesiones que del rey

don Alfonso tuvo la reina doña María, hermana de Juan II de Castilla y

entregarle 4 meses después de efectuado el matrimonio 100.000 florines de

oro para su mantenimiento. Por fin don Fernando promete también que en el

caso de que exista algún entrenamiento en Castilla, él mismo acudirá

personalmente con 4.000 lanzas pagadas con las que permanecerá en este

reino todo el tiempo que dure el posible enfrentamiento y que si la princesa le

necesitara ante cualquier otra necesidad acudirá a su lado.

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Archivo Ducal de la Casa de Alburquerque

Fernando y su padre otorgan una seguridad a Pacheco, su mujer e hijos, por

voluntad de la princesa prometiéndole además guiarse en su conducta por lo

que el maestre ordenara.

Isabel no promete nada, únicamente ofrece la herencia de la corona castellana

y la unión de su reino con Aragón.

Este acuerdo matrimonial no fue bien recibido en Aragón, Juan II acepta pese a

la exigencia económica porque necesitaba a Castilla pero el reino se muestra

reacio, la mayor parte se opone a él, pues consideran que al ser Castilla un

reino más poderoso de Aragón y unirse ambos reinos en Fernando éste iba a

convertirse en un rey poderoso que podría oprimir fácilmente al reino y que

podría resistir con mayor facilidad las exigencias de sus súbditos. Además la

nobleza aragonesa temía ser absorbida por la castellana.

La postura política de Paulo II es muy delicada, ya que en todo momento se ve

amenazado por Francia que esgrime contra él la amenaza de un concilio

tratando de atraerse hacia esta idea a los reinos de Castilla, Portugal e Italia.

Así es que se inclina a realizar concesiones a Francia, lo que le hace parecer

contrario a Aragón, aunque sus sentimientos hacia este reino no sean de

hostilidad. Además el Papa también se encuentra amenazado por el maestre

de Santiago, que exige de él una condescendencia hacia sus planes. Por todo

ello el papado no puede realizar en este momento nada que sea favorable a la

pretensión aragonesa, a pesar de la insistencia de este reino sobre la dispensa

de consanguinidad para la realización del matrimonio de Isabel y Fernando. Va

a condescender en junio de 1469 a las peticiones realizadas por éste y

Pacheco sobre la concesión de una bula que permitiera el matrimonio entre

Isabel y Alfonso V de Portugal.

Isabel estaba necesitada económicamente por lo que la urgía la entrega de las

arras y de todas las promesas que había recibido de Aragón.

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El 3 de julio Juan II se dirige a la ciudad de Valencia rogando que el collar de

balajes (rubí de color morado) y perlas que la ciudad tenía en prenda por el

préstamo que le hizo de 10.000 florines, fuera entregado a su hijo para que

éste obsequie a la princesa.

Fernando se compromete a restituir el collar a los jurados valencianos si en dos

meses no era entregado a Isabel.

Solo faltaba la realización del matrimonio para lo cual Fernando tenía que

entrar en Castilla. Se iba a poner en peligro la vida del heredero de la corona

de Aragón, del varón clave en la dinastía reinante. Juan II debió considerar que

la baza era tan importante que valía la pena afrontar el peligro.

Una vez en Valladolid Isabel envía de nuevo a Aragón a Alonso de Palencia y a

Gutierre de Cárdenas para pedir a Fernando que acudiera a Castilla lo antes

posible para celebrar el matrimonio. Los enviados de Isabel a Aragón se dirigen

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al Burgo de Osma, donde tienen que pedir 150 lanzas al obispo, Pedro

Montoya, partidario del arzobispo Carrillo. Al llegar allí se encuentran con que

el obispo ha cambiado de bando, ya no pueden contar con él y hay que

cambiar los planes sobre la marcha.

Palencia concibió un nuevo proyecto: que Fernando entrara en Castilla

disfrazado, sin ninguna escolta, Cárdenas aceptó, apresuraron el viaje

haciéndose pasar Cárdenas por criado de Palencia par evitar sospechas.

Llegan a Aragón donde Fernando les está esperando, entran en Zaragoza el 25

o el 26 de septiembre, en la entrevista con el príncipe le exponen las

dificultades que presenta la entrada en Castilla por estar la frontera del Duero

en manos de partidarios de Pacheco, y la conveniencia de realizar el viaje

disfrazado y sin escolta lo más rápidamente posible, a fin de que su salida de

Aragón sea lo más secreta posible debe simular que se dirige a Calatayud para

reposar y que desde allí inicie el camino. A los requerimientos de Alfonso de

Palencia Fernando se enardece: “... al saber los temores que su amada

prometida, la princesa de Castilla, abrigaba de perder su libertad, me llamó a

solas y me preguntó si creía conveniente para el más rápido y oportuno amparo

que se pusiese en marcha para Madrigal...” Parece un príncipe juvenil, de 17

años, que se ve ya personaje de una aventura no exenta de peligros, puesto

que sabía cuan contrario le era el rey de Castilla, el cronista añade con

palabras que parecen sacadas de un libro de caballerías, y que responden

perfectamente al ambiente que rodeaba aquel lance “... a fin de consolar a la

angustiada doncella o correr el riesgo que ella corriese...”.

Nos encontramos ante una novelesca aventura en la que flota el espíritu

caballeresco de la época y el tenerlo en cuenta nos ayudará a comprender el

arriesgado viaje en que se mete Fernando cuando deja Aragón en el otoño de

1469, para realizar sus bodas en Castilla.

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Archivo Ducal de la Casa de Alburquerque

Y que tendrá su prolongación unos años más tarde cuando Carlos El

Temerario, duque de Borgoña, dispuso el envío de una embajada solemne

para efectuar la entrega de las insignias del Toisón de Oro, para cuya orden

Fernando había sido elegido. Llegó cuando este estaba ausente y por ese la

ceremonia tuvo que demorarse hasta mayo 1474, pero su presencia sirvió para

que se estrecharan relaciones y se realzara el relieve de los príncipes. La

orden creada por Felipe El Bueno contaba con un número limitado de

miembros. No se trataba de otorgar una distinción sino de facilitar el acceso a

un club cerrado cuya misión en el mundo era difundir y hacer triunfar el noble

espíritu de la caballería. Artificio de lo heroico, defensa del honor de la dama,

brillante alarde frente al adversario, todo ello aparecía como una mezcla de

nostalgia por un tiempo pasado y de tensión hacia un futuro noble que debía

ser construido. Al escoger la Y para todas sus empresas, inicial del nombre de

su esposa, Fernando convertía precisamente a ésta en la dama que requería

su servicio.

A fin de no levantar sospechas comenzó a correrse la voz de que el príncipe,

llamado por su padre con urgencia, a causa de la guerra de Cataluña, pensaba

acudir en su socorro, se dijo también que Pedro de Ulloa saldría hacia Castilla

como embajador, para llevar importantes regalos a Enrique IV. Lo que

realmente se decide es que Pedro de Ulloa lleve en algunas cargas el equipaje

imprescindible de don Fernando y que fuera acompañado hasta Calatayud por

los enviados castellanos que debían simular descontento por no haber obtenido

éxito en su misión.

El 5 de octubre Fernando sale de Zaragoza. En el momento de iniciarse el viaje

hacia Castilla, la frontera castellano-aragonesa estaba en poder del conde de

Medinaceli, opuesto al enlace, pero no por eso se retrae el príncipe que se

muestra decidido a ejecutar el plan, salen de Zaragoza en dirección a

Calatayud, Cárdenas y Palencia con Tristán de Villarroel, confidente y enviado

del almirante don Fadrique, abuelo de Fernando, y mosén Pedro de Vaca. El

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plan era que Palencia y Villarroel continuasen viaje con la comitiva de Pedro de

Vaca y que Cárdenas fuese a Verdejo, en la frontera con Castilla, a esperar a

Fernando. La comitiva de Pedro de Vaca tomó el camino de Ariza y

Monteagudo dirigiéndose sin ningún disimulo hacia Burgo de Osma, pues

pretendían ser enviados de Juan II ante Enrique IV. Después de haber sido

advertidos por el camino de que había por aquella zona escuadrones al mando

de Gómez Manrique (aliado) llegaron a Ortezuela, allí acudió Manrique desde

Berlanga y se le comunicó como estaba haciendo Fernando el viaje,

seguidamente se dirige a Burgo de Osma desde donde rogó al conde de

Treviño, Pedro Manrique, que acudiera con 200 lanzas. Por su parte Pedro de

Vaca envía a Tristán de Villarroel al encuentro del príncipe para comunicarle la

presencia de las fuerzas de los Manrique en los alrededores de Osma.

Fernando, al salir de Zaragoza se dirige al sur disfrazado de mozo de mulas, en

Verdejo se reunió con Cárdenas continuando su camino hacia el Burgo. La

entrada en este lugar de los Manrique había presentado dificultades pues el

obispo se negaba a dejar entrar a la gente del conde de Treviño. La llegada de

la embajada de Pedro de Vaca consigue que el conde de Treviño y su

hermano, Garcí Manrique, puedan efectuar su entrada en dicho lugar, siendo

también admitido Pedro de Vaca como embajador aragonés junto con Palencia

y toda su comitiva. A la noche siguiente llegó el príncipe a las puertas del

Burgo, donde se reunió de nuevo con él Juan Aragoneses que, a la mitad de

camino, tuvo que volver a la posada en la que habían descansado y dónde se

habían olvidado una alforja con monedas de oro y plata que habían dado a

guardar al posadero y que era imprescindible para el príncipe.

Don Fernando es recibido de forma alarmante ya que la guardia, no sabiendo

quien era y pensando que eran enemigos, lanzaron una gran piedra que casi

alcanza al príncipe. Despertados Manrique y Palencia le recibieron. Fernando

no quiso dormir ni descansar durante mucho tiempo y aprovechó su breve

estancia para escribir a su padre. A las 3 de la mañana ordenó seguir el viaje,

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se dirige a Gumiel de Mercado y desde allí a Dueñas, donde es recibido con

aclamaciones y donde fijará su residencia hasta que llegue el momento de

celebrar la boda.

Disfrazado y burlando la vigilancia el príncipe Fernando llega a Castilla. A

Dueñas llegó el 9 de octubre y aposenta en el palacio del señor de la villa, don

Pedro de Acuña, primer conde de Buendía, hermano del arzobispo Carrillo y

emparentado con la madre de Fernando, Juana Enríquez.

Cuando la noticia de la llegada de Fernando a Dueñas fue conocida en

Valladolid a través de Cárdenas y Palencia hubo grandes manifestaciones de

alegría en el entorno de Isabel, ella misma se mostró muy contenta, decidiendo

a los pocos días comunicar este acontecimiento a su hermano Enrique y

rogarle que aprobara su matrimonio con Fernando. La carta de la princesa está

fechada el 12 de octubre. Isabel hasta el último momento trata de buscar el

consentimiento de su hermano para efectuar el casamiento, pero no va a

conseguirlo, el rey no contesta. El matrimonio se celebra con conocimiento del

rey pero sin su consentimiento.

El 12 de octubre, en un documento fechado en Valladolid, los príncipes realizan

su primera confederación de amistad con el arzobispo Carrillo, se

comprometen a guardar su honra, casa y estado, a no ir nunca contra él y a

defenderle contra cualquier persona, aunque se tratase del rey, se

comprometen a gobernar con él y de acuerdo con sus consejos, que el consejo

del arzobispo prevalezca por encima del de cualquier otra persona y a no hacer

ninguna amistad ni confederación, ni siquiera con el rey, sin acuerdo previo del

arzobispo. Isabel y Fernando, obligados seguramente por la petición del propio

arzobispo que teme perder su lugar después de que se celebre la boda, se

comprometan a considerar a éste como al principal personaje del reino. Isabel

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accede porque sabe que es quien más decididamente está a su lado y que sin

él sus proyectos no pueden triunfar, Fernando, por su parte, seguía los

consejos que le diera su padre. El prelado entendía que, con este gesto,

asumía el protagonismo absoluto en aquel bando, preparándose para asumir el

gobierno del reino, en la forma en que lo hicieran antes don Alvaro de Luna y

don Juan Pacheco.

El 14 de octubre Fernando viajó desde Dueñas a Valladolid para conocer

personalmente a su esposa, estaba a punto de anochecer. Como Isabel no le

había visto nunca, Cárdenas hubo de mostrárselo señalándole con el dedo y

diciendo en voz baja dos palabras, “es ese”. En recuerdo de este detalle

dispuso luego la reina que dos eses figuraran en su escudo. En esta primera

entrevista se celebró el desposorio secreto de los príncipes, en presencia de

Pedro López, capellán del arzobispo, de Gonzalo Chacón y de Gutierre de

Cárdenas, así como de un notario. El príncipe juró de forma solemne las

capitulaciones, tras lo cual las firmó y mandó sellar. Después de esto se acordó

que el desposorio público se celebrará pocos días después también en

Valladolid.

El miércoles 18 en acto público, Fernando prestó aquel juramento que en

Castilla es preceptivo para todos los herederos o sucesores a los que de una

manera directa corresponde reinar: obediencia y cumplimiento de las “leyes,

fueros, cartas, privilegios, buenos usos y buenas costumbres” del reino. El

matrimonio tuvo lugar en Valladolid en las casas de Juan de Vivero. El 18 de

octubre, una vez que llegó el príncipe a las casas donde se aposentaba la

princesa, tuvo lugar en la sala rica de esta casa el desposorio solemne. En

presencia del Almirante, abuelo de Fernando y de otros nobles castellanos, al

arzobispo dio lectura a la bula apostólica de Pío II, ejecutada por el obispo de

Segovia, don Juan Arias, juez apostólico comisionado por este Papa, según la

cual se absolvía el parentesco de tercer grado de consanguinidad existente

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entre los dos contrayentes y se declaraban legítimos los hijos que nacieran del

matrimonio. Después de esto el arzobispo leyó las capitulaciones

matrimoniales juradas y firmadas por Fernando y ratificadas por su padre Juan

II. Por fin Carrillo celebró el enlace dejando Fernando la casa de la princesa

para pasar la noche en la posada del arzobispo.

El jueves 19 se celebró la misa de velaciones en el altar mayor de a iglesia

románica de santa María la Mayor, prácticamente destruida un siglo más tarde

para construir la catedral herreriana. Aquella noche, marido y mujer,

consumaron el matrimonio cumpliendo las rudas formas entonces

acostumbradas. Mostrándose después a los testigos, que esperaban en una

sala de la casa, siguiendo la costumbre de Castilla, la sábana de la princesa,

tras lo cual tocaron las trompetas y se iniciaron grandes fiestas durante 7 días,

al cabo de los cuales el arzobispo les dijo la misa solemne en la Colegiata de

Santa María de Valladolid y se les dio la bendición de la iglesia.

La situación económica de los príncipes era precaria teniendo que acudir a la

solicitud de un préstamo para cubrir sus primeros gastos. Esta precaria

situación económica se mantiene hasta el momento en que son reyes.

Una vez celebrado el matrimonio los príncipes se lo comunican a Enrique IV.

La unión matrimonial suponía la ruptura total del pacto de Guisando. Isabel

había pro metido casarse de acuerdo con su hermano y con el consejo y

beneplácito del arzobispo de Sevilla, el maestre de Santiago y el conde de

Plasencia.

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El casamiento fue recibido en Castilla con bastante frialdad, pues lo que el

reino deseaba era conseguir la paz.

Pero la ceremonia celebrada el 19 de octubre va a plantear un grave problema

que gira en torno a la bula de dispensa de consanguinidad utilizada en su

celebración, Isabel y Fernando eran primos segundos con un impedimento para

contraer matrimonio de tercer grado de consanguinidad por lo que necesitaban

una dispensa apostólica, un impedimento de consanguinidad, cualquiera que

sea su grado, solo puede ser dispensado por la autoridad pontificia, pero ésta

puede ser ejercida bien por el Papa o bien por sus legados a través de su

potestad delegada. Va a ser en torno a este punto donde se va a plantear el

problema más agudo del matrimonio de los príncipes.

Tanto Juan Pacheco como Luis XI de Francia realizan en Roma una auténtica

política anti-aragonesa pues a ninguno de los dos les interesa el matrimonio

castellano aragonés. Esta política no tiende únicamente a impedir el

matrimonio, tiende a repartir entre Francia y Castilla el reino de Aragón. Por

esta causa Paulo II, presionado por ambos, se niega a conceder la dispensa.

Así pues en el matrimonio celebrado entre Isabel y Fernando faltaba un

requisito de gran importancia: la bula papal.

Fue necesario acudir a una supuesta bula de dispensa otorgada por el Papa

Pío II, el 5 de junio de 1464, en favor de Fernando de Aragón y que aparecía

ejecutada en Turégano por uno de los obispos comisionados para ello, don

Juan Arias, obispo de Segovia el 4 de enero de 1469, mientras Isabel estaba

en Ocaña.

Se comprueba como Juan II y Carrillo habían previsto todas las dificultades que

pudieran surgir pues, según el contenido de la bula, Fernando podría casarse

con cualquier mujer con la que estuviera emparentado en tercer grado de

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consanguinidad, estando en blanco el nombre de la contrayente. Según todo

esto, parece que Juan II en 1464, mientras ocupaba el solio pontificio Pío II

solicitó una bula indeterminada de dispensa para un posible matrimonio de su

hijo con alguna persona de estirpe real con la que estuviera emparentado y

esta le es concedida por el Papa el 5 de junio de 1464 en forma comisoria,

siendo sus ejecutores el obispo de Segovia y el de Cartagena y señalando que

la bula solo podía ser utilizada pasados 4 años dada la corta edad de

Fernando. Esta supuesta bula es la que ejecutó en enero de 1469 el obispo de

Segovia.

Parecía que nadie iba a sospechar la falsedad de esta bula, pero poco después

el cardenal de Arrás, en una audiencia pública en Medina del Campo acusa a

los príncipes de haber utilizado una bula falsa para casarse y lo mismo hará

don Enrique en el manifiesto que envió al reino.

La bula debía ser falsa porque de lo contrario Juan II no hubiera insistido junto

al Papa a partir de 1467 para que concediera una dispensa para la celebración

del matrimonio de su hijo, aunque no especificaba con quien, por otra parte, si

no fuera falsa no hubiera sido necesaria una segunda bula, además Juan II

nunca menciona la existencia de la dispensa de Pío II. Por tanto la bula no es

auténtica y fue realizada, seguramente, por el legado “a latere”1 Antonio

Veneris con la colaboración de Carrillo. Puede que Isabel procediera de buena

fe conociera o no la falsedad de la bula, como queda de manifiesto cuando

contesta a su hermano sobre este punto, diciendo que ella tiene la conciencia

tranquila sobre este particular. Lo que debió suceder es que el matrimonio se

realizó sin bula, pero posiblemente con una dispensa apostólica otorgada por

Antonio Veneris, acudiendo Isabel a la boda de acuerdo y con conocimiento y

autorización del Nuncio. Es posible que esto sucediera teniendo en cuenta que

el legado traía plenos poderes para resolver los problemas castellanos según

creyera conveniente. Los legados “a latere” pueden estar facultados para

dispensar impedimentos de consanguinidad, al menos en tercer y cuarto grado.

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En torno a este problema queda aún otro interrogante que resolver ¿porqué

emplear una bula falsa si el legado había absuelto en secreto el impedimento?.

Esto puede ser explicado por el hecho de que al no poder ser revelado el

secreto de la dispensa y dado que si en la celebración del matrimonio no se

presentaba una bula se hubiera producido un gran escándalo la única fórmula

que encontraron era la presentación de una bula falsa firmada por un Papa

difunto. Pero aunque el matrimonio se realizara con dispensa secreta Juan II no

deja de solicitar la dispensa en Roma.

Así pues, por causa de su matrimonio la situación de los príncipes es delicada,

sobre todo a raíz de que el bando enriqueño les acuse de haberse casado sin

bula; aunque Isabel declare que su conciencia estaba tranquila, después del

fallecimiento de Paulo II (26 de julio de 1471) se decide a pedir la bula al

sucesor, Sixto IV, el cual la otorgará el 1 de diciembre de 1471, con ello todos

los problemas de legitimidad quedaban resueltos.

Siguiendo la línea de conducta que se había trazado, el día 18 la princesa

comunicó por escrito al rey la llegada de su futuro esposo, aclarándole que

venía sin armas y sin intención de “meter escándalos y males”. No se

formulaba la menor duda acerca de la autoridad de don Enrique al que,

sencillamente se pedía que aprobase la decisión, como la más conveniente a

los intereses del reino. Pero el monarca, que había dejado pasar en silencio la

carta de septiembre, tampoco dio respuesta a esta. Reinaba pues ambigüedad

en las relaciones entre ambos hermanos, ya que Isabel podía interpretar el

silencio como tácita aquiescencia. Sabemos que no era así, pues Juan

Pacheco había convencido al rey de que la princesa, obrando de este modo,

consumaba su desobediencia haciéndose acreedora a la pérdida de sus

derechos.

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Entre los isabelinos se iniciaban las rivalidades y discordias. Alfonso Carrillo,

que se consideraba protagonista de toda la operación, aspiraba a convertirse

en el custodio de los príncipes que debían someterse a sus indicaciones, de

modo semejante a como Enrique lo estaba haciendo con Pacheco. Otros

grandes, en especial los parientes del Almirante mostraban su disgusto. Desde

Cataluña Juan II impartía sus órdenes recomendando a sus hijos que se

sometiesen a los consejos del arzobispo porque estaba convencido, por los

informes tergiversados que recibía, que sin el apoyo de éste no podrían

triunfar. Pero Fernando, desde el principio, demostró que estaba mucho mejor

preparado para gobernar que para ser gobernado. Tenían que atraer a su

causa el mayor número posible de adhesiones: nobles, eclesiásticos y

ciudades despertaban en ellos el mismo interés.

Concluidas las fiestas de la boda, que fueron breves y parcas por carencia de

dinero y escasez de adhesiones, estando todavía en Valladolid, el 22 de

octubre, reunieron los príncipes por primera vez un Consejo para acordar las

medidas que debían adoptarse: enviar procuradores al rey para solicitar del

mismo una aprobación de los actos realizados y reclutar una guardia personal

de mil lanzas, las cuales se pagarían con las rentas de la Cámara de Sicilia que

pertenecían a Isabel. Por fin llegó la respuesta del rey a las cartas que le había

escrito Isabel, trataba de ganar tiempo y no cerrar la puerta a la negociación.

Decía que, por tratarse de un asunto tan delicado y difícil no podía tomar

ninguna decisión sin previa consulta con los grandes de su Consejo y en

especial con el maestre de Santiago que a la sazón se hallaba ausente, de

modo que cuando éste se hubiese incorporado a la corte se darían a conocer a

los príncipes las resoluciones que adoptase. Coincidía la respuesta con un

momento que podríamos calificar de máxima debilidad en el bando de los

príncipes. El arzobispo Carrillo comenzaba a sentirse frustrado: aquellos

jóvenes príncipes estaban hechos de una pasta muy diferente de la que se

esperaba; al carácter tesonero de la mujer se sumaba la serena energía del

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marido. En el curso de una muy tensa sesión del Consejo, Fernando llegó a

decir que él no iba a ser gobernado por nadie, poniendo fin al régimen de

privados para entrar en el de colaboradores responsabilizados. Profundamente

disgustado, don Alfonso elevó sus quejas a Juan II: con esta ingratitud eran

pagados los trabajos y desvelos que pasará por la causa.

Semejante independencia de criterio mostraría Fernando con su padre. Éste,

nervioso ante la deficiencia del matrimonio, que podía poner en peligro la

legitimidad de la hija que los jóvenes esposos ya esperaban, ordenó acelerar,

en Roma, las gestiones para obtener la dispensa. El príncipe le reconvino:

aquel era un asunto que estaba absolutamente bajo control y no convenía, en

modo alguno, acelerar o perturbar la marcha de modo que aquella iniciativa.

Ahora eran necesarias dos cosas: la aceptación amplia por parte de los

súbditos y el restablecimiento de las relaciones personales entre el rey y los

príncipes. Aquí es donde Pacheco pensaba asestar el golpe decisivo que los

destruyese. Para Fernando e Isabel esa constatación de que el monarca

estaba sometido a la voluntad de su ministro, aquel precisamente que con más

dureza le combatiera, era una circunstancia afortunada: mal se puede defender

aquello que se ha vilipendiado. Inevitablemente, el maestre de Santiago tenía

que reducir su política a un juego de intereses, acumulando rentas, comprando

y vendiendo voluntades, todo lo cual contribuía a hacer que los príncipes

apareciesen como garantía de orden y estabilidad. El cambio de opinión

empezó a notarse ya muy pronto en los Mendoza.

Ahora la tesis de Pacheco consistía en decir que al monarca reinante

correspondía decidir quién había de ser su sucesor.

Soldados del conde de Benavente acababan de apoderarse de Valladolid

obligando a los príncipes a refugiarse en Ávila, donde se hallaban sin dinero ni

medios para procurárselo. Las rentas de Medina y de los otros señoríos

asignados a Isabel habían dejado de percibirse.

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Algunos partidarios de primera hora sintieron como se derrumbaba su ánimo,

entre ellos el propio Juan II de Aragón, a quien debía producir angustia la

ausencia del heredero. En octubre nació la primera hija del matrimonio, le

pusieron el nombre de Isabel.

El 26 de octubre en Val de Lozoya, con toda solemnidad, tendría lugar la

ceremonia del reconocimiento de Juana como sucesora.

Las decisiones contradictorias tomadas por Enrique IV colocaban al reino al

borde de una nueva guerra civil, al obligar a la nobleza a dividirse entre dos

obediencias. No estalló porque era muy firme la voluntad de Fernando e Isabel

de eludir esta trampa: querían afirmar su legitimidad la cual excluye la rebelión.

Instalados ahora en Medina de Rioseco, en casa de sus abuelos, no podían ser

combatidos allí por Pacheco, consciente de que provocaría, de hacerlo, un

levantamiento de los grandes, siempre sensibles a un principio de solidaridad.

Al no producirse las adhesiones que a la causa de Juana esperaba, tuvo que

dejar que transcurriera un tiempo precioso que los jóvenes reyes de Sicilia

aprovecharon para restaurar su partido atrayéndose la buena voluntad de

ciudades y regiones, esto es, comenzando a sembrar, desde abajo el

convencimiento de que ellos garantizaban el futuro mucho mejor que sus

contrarios.

Alfonso Carrillo, enfurruñado, trasladó su residencia a Alcalá de Henares,

dedicándose desde allí a bombardear a Juan II con cartas en que se quejaba

de la negra ingratitud anunciando de paso los mayores desastres para la causa

de aquellos alocados jóvenes que no se sometían a sus consejos. El monarca

aragonés envió a Juan de Gamboa con nuevas instrucciones para sus hijos:

debían reconciliarse con el arzobispo abandonando Rioseco lo más pronto

posible para no causarle disgusto.

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En ambos bandos se apreciaba la falta de recursos. Los príncipes los

reclamaban para sí, no par repartirlos entre ávidos seguidores, dispuestos a

acudir al bando que mejor pagase. El reino se desintegraba porque no se

estaba ejerciendo esa señoría mayor de justicia y ésta debía ser reconstruida

cuanto antes.

Villena parecía haber entrado en una fase de frenética acumulación de

señoríos despertando con ello el descontento de sus poblaciones, que querían

permanecer en el realengo. Por esto en Asturias, Vizcaya y Guipúzcoa

aparecían Fernando e Isabel como garantía de sus libertades.

Puede decirse que, desde mayo de 1471, la opinión favorable a los príncipes

comenzó a crecer y no dejó de hacerlo en adelante. Pacheco con su política de

despilfarro de mercedes que muchas veces no llegaban a plasmarse en

realidad, sembraba el desconcierto, Fernando e Isabel daban la impresión de

que con ellos se garantizaba la ley y el orden.

Paulo II murió el 26 de julio de 1471. Fue elegido para sucederle el antiguo

general de los franciscanos llamado Francesco della Rovere, que tomó el

nombre de Sixto IV. Se mostraba desde luego más favorable a Francia que a

España, pero en relación con los sucesos de 1468 estaba decidido a aceptar

los planteamientos de Antonio de Veneris. Además en el proceso de su

elección había recibido la ayuda, que resultó decisiva, de un sobrino de Calixto

III, Rodrigo Borja, cuyo aragonesismo aparece disimulado a italianizarse en

Borgia, pero que no olvidaba sus orígenes.

Las indecisiones terminaron. Entre las primeras disposiciones del nuevo

Pontificado, el 1 de noviembre de 1471, se otorgaba la dispensa que

confirmaba la legitimidad del matrimonio de Fernando e Isabel. La sistemática

expansión turca por la península de Morea y los Balcanes revelaba un peligro

inminente para Italia que reclamaba la movilización de la cristiandad. El 22 de

diciembre de aquel año, Sixto nombró cinco legados a latere, uno par cada una

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de las naciones que, de acuerdo con la estructura del Concilio, formaban la

cristiandad: naturalmente Borja se encargó de España; él traería y entregaría

los ejemplares sellados de la bula.

En la voluminosa cartera del legado figuraba también un breve que garantizaba

a Pedro González de Mendoza que su nombre se había incluido en la lista de

próximos cardenales. Esta decisión tenía que sentar muy mal a Carrillo que se

consideraba con mayores méritos. Fue un motivo más que pudo añadir a la

aversión que le inspiraban los Mendoza, pero en favor de Pedro González de

Mendoza operaba el hecho de haber sido propuesto por ambos bandos,

mostrando mucho interés los aragoneses que deseaban atraerlo a su partido,

mientras que en contra de su rival operaban las denuncias que se presentaran

en el orden político y las sospechas que su confusión de ideas despertaban.

Rodrigo Borja viajó por mar hasta Valencia de donde era obispo titular, sería

más exacto decir que cobraba sus rentas. Por el camino de tierra se dirigió a

Barcelona, muy poco tiempo antes había llegado Fernando, avisado por su

padre. Con los dos celebró el legado conversaciones mientras preparaba el

viaje a Castilla. Rodrigo Borja explicó a Fernando que la sede romana, que no

permitía dudas a cerca de la legitimidad de Enrique IV porque otorgaba gran

valor a la participación castellana en la cruzada contra el Islam. Si el monarca

exigía que no tratase el problema de la sucesión no tendría más remedio que

abstenerse. Borja, en otras palabra, dijo a Fernando que haría cuanto fuese

posible en favor de Isabel y nada en contra.

En Valencia, Fernando se reunió con el legado y don Pedro González de

Mendoza, que llegó el 20 de octubre de 1472, dando las gracias de antemano

por el honor que en su persona se hacía a su linaje. Fernando estaba en la

cordial relación con ambos eclesiásticos. Desde aquel día los Mendoza

ajustaron su decisión al reconocimiento de Isabel como futura reina, sin

moverse una línea de la fidelidad de Enrique.

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Desde Valencia, Fernando comunicó estas buenas nuevas a su esposa Isabel,

que se hallaba alojada en Torrelaguna, huésped de los Mendoza, pues estos

sabían muy bien a quien tenían que agradecer el capelo.

Inesperadamente estalló nuevamente el escándalo que favorecía a los

príncipes: la reina Juana había abandonado definitivamente a su marido para

unirse con el amante, Pedro de Castilla. Constituía para la dignidad de Enrique

un duro golpe. Si en 1469 la reina hubiera sido devuelta a Portugal, aunque allí

repitiera su relación culpable de nada hubiera podido responsabilizarse al rey,

ahora, en cambio, se hallaba en el vértice del escándalo.

El rey no impuso la condición que en Tarragona temiera el legado y habló con

éste último de la sucesión, aunque con tan riguroso secreto que nada se pudo

saber de lo tratado, excepto que se había previsto el establecimiento de una

comisión formada por Pacheco, el almirante Enríquez, Alfonso Carrillo y Pedro

González de Mendoza, teniendo a Borja como presidente, se encarga de

decidir los pasos que debieran darse en orden a una pacífica sucesión. Esta

vez eran cuatro contra uno en favor de Isabel, de modo que no podía tratarse

de otra cosa que de buscar una adecuada compensación para Juana, nacida a

fin de cuentas dentro de legítimo matrimonio.

Rodrigo Borja e Isabel hablaron en un encuentro que celebraron en Alcalá,

Borja explicó que los Mendoza decepcionados por los errores cometidos en

tiempo pasado y visto el “mal vivir” de la reina, estaban dispuestos a recibir a

los príncipes en Guadalajara, ofreciéndoles vasallaje y acatamiento como a

señores naturales. Tomado el acuerdo, el 26 de marzo de 1473 el legado

escribió a los príncipes que obraba ya en su poder el breve del nombramiento y

que era llegado el momento de que recorriesen los pocos kilómetros que les

separaban de Guadalajara.

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Fue entonces cuando Alfonso Carrillo se puso firme, planteando de manera

absoluta la cuestión de e confianza: donde estuviera el cardenal Mendoza no

estaría él. Presionados por Juan II de Aragón que seguía creyendo que del

arzobispo dependían todas las posibilidades de victoria hubieron de declinar la

invitación. Curiosamente los príncipes seguían empeñados en mantener

rectitud de conducta incluso en relación con una persona que había decidido ya

abandonar su causa. Las consecuencias del desaire no fueron muy serias,

pues Borja informó a los Mendoza de cómo Pacheco había trabajado

sigilosamente para que la candidatura de don Pedro González no triunfara,

mientras que Fernando e Isabel habían puesto toda su influencia y la de la

corona de Aragón para conseguirlo

Isabel sabía que su ascenso al trono debía producirse sin ruptura ni solución de

continuidad. Ella debía tomar el cetro de manos de Enrique IV sin que pudiera

acusársele de la desobediencia o rebelión.

Al cerrarse el verano de 1473 las perspectivas de victoria eran muy claras: la

mayor parte de los linajes de grandes directa o indirectamente, ofrecían su

adhesión; en las ciudades había predominio de aquellos sectores que les

reconocían como herederos más convenientes; la Iglesia ya no podía mostrar

dudas. Faltaba un punto esencial la princesa necesitaba que el reino la viera al

lado del rey, compartiendo con éste las muestras de afecto y adhesión.

Surgió inesperadamente la coyuntura. El marqués de Villena proyectaba

colocarse en una posición tan fuerte que ningún bando pudiera abrigar la

esperanza a imponerse en Castilla sin pactar previamente con él. Necesitaba

para ello dominar los dos alcázares, Madrid y Segovia, ya tenía el de Madrid,

ahora necesitaba Segovia y pudo convencer al rey de que todos los proyectos

que en favor suyo y de aquella desdichada hija iba forjando, dependían de que

aquel alcázar estuviera en sus manos y no en las de un judío como Andrés

Cabrera. La posesión de este otro tesoro revestía la mayor importancia:

monedas, joyas, oro y plata constituían, además, una reserva, la garantía para

las acuñaciones, los préstamos y los compromisos en que se hallaba

involucrada la Corona.

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Dos expertos financieros, Abraham Señor, que era Rab mayor de los judíos y

Alfonso de Quintanilla, pusieron a Cabrera sobre aviso; significaba un peligro

para ellos y los otros financieros de la corona que Villena obtuviese la custodia

de aquellos bines. Pero Enrique IV cursó la orden y Cabrera no se atrevió a

desobedecer. El 8 de mayo de 1473, el converso llegó a un acuerdo con

Pacheco: cumpliría la orden del rey haciéndole entrega del alcázar con el

tesoro, pero retendría la custodia de las torres y de las murallas de la ciudad.

En este preciso momento un criado del marqués de Santillana trajo a Cabrera

un pliego de avisos: lo que Pacheco estaba preparando un levantamiento

popular contra los cristianos nuevos. Los dirigentes de la comunidad judía

también advirtieron al alcaide que tenía noticias en el mismo sentido.

El 15 de junio de 1473 Quintanilla y Señor volvieron a reunirse con Andrés

Cabrera; la esposa de éste era Beatriz de Bobadilla, una de las cinco damas

que ejercieran con eficacia la custodia de Isabel; se la puso en antecedentes

porque le había sido reservado papel importante en el plan. La conclusión a la

que los tres llegaron fue que, tanto para judíos como para conversos, Fernando

e Isabel constituían la mejor candidatura, porque solo ella garantizaba el

cumplimiento de la ley. Si Isabel hubiese fallecido en 1488 hoy la

consideraríamos como la última reina de Castilla que protegió a los judíos. Los

tres reunidos, lo mismo que los Mendoza, lo que pretendían era lograr la

reconciliación del rey con su hermana, fijando los términos del modo siguiente:

mientras éste viviera toda lealtad obediencia le serían dadas; pero tras de su

muerte a los príncipes se reconocería como se acordara en Guisando.

Cabrera sería elevado a la grandeza con título de marqués en la villa y tierra de

Moya. Quintanilla llegaría a ser uno de los más poderosos colaboradores de los

Reyes Católicos. En 1492 Abraham Señor recibiría, con los miembros de su

familia, las aguas del bautismo, apadrinado por los reyes y tomaría el nombre

de Fernando y los apellidos Fernández Coronel que le integraban en la

nobleza.

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El conde de Benavente avisó a Cabrera que él y su sobrino Enrique Fortuna

también querían entrar en aquel proyecto de reconciliación. El 4 de noviembre

de 1473 Pimentel y Cabrera concluyeron su acuerdo. La mejor solución para

todos era que Enrique IV se reconciliara con su hermana.

Ahora Juan Pacheco estaba desbordado, descubierto su plan de alzamiento en

Segovia, pudieron tomarse las medidas pertinentes y abortarlo antes de que

llegara a producirse. Cabrera informó de todo esto a Isabel, en la mayor

reserva, pero advirtiéndola de que debía estar preparada para trasladarse a

Segovia cuando se le avisase.

En la tarde del 5 de noviembre, es decir, 24 horas después de que el conde de

Benavente y Cabrera cerraran su acuerdo, Isabel explicó el contenido del

mismo en una carta para su marido que hizo leer y memorizar al correo, Lope

de Toyuela, si en el camino viera peligro de ser interceptado, debía destruirla,

repitiendo después a Fernando verbalmente lo que en ella se decía. Mediante

el acuerdo con el duque de Benavente los príncipes se comprometían a

patrocinar el matrimonio de doña Juana con Enrique Fortuna, haciendo ambos

expresa renuncia a cualquier clase de derechos en relación con la herencia

real.

Se había convencido a Enrique IV para que fuese a pasar las Navidades a

Segovia, alojándose en el alcázar donde podría descansar, reponiendo su

quebrantada salud. Pacheco no le acompañaba, viajaba a Peñafiel para vigilar

más de cerca los movimientos de Isabel que había llegado a Aranda de Duero.

No es probable que el valido tuviera noticia de lo que se tramaba. Beatriz de

Bobadilla y Cabrera tuvieron la oportunidad de explicar al rey todo el programa

que habían trazado. Se trataba de evitar la guerra civil, de resultado siempre

incierto, desastrosa especialmente para Juana, mediante el adecuado

matrimonio se le garantizaba un porvenir como dama establecida en la cúspide

de toda la nobleza, finalmente el rey aceptó aquel razonamiento.

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En la tarde del 27 de diciembre de 1473, disfrazada de aldeana rica, Beatriz de

Bobadilla se presentó en la residencia de Isabel. Carrillo, como de costumbre,

opuso una negativa: todo aquello no era otra cosa que una burda trampa

destinada a poner a Isabel en manos de sus enemigos; no soportaba la idea de

una nueva pérdida en su influencia. Justo a tiempo llegó Fernando, él deshizo

los argumentos del arzobispo. Había llegado la oportunidad de que Enrique

recibiera y tratara a su hermana como sucesora.

Isabel no tuvo un momento de vacilación, en una noche de cabalgada, a la luz

de las antorchas, cubrió el camino hasta entrar en el alcázar de Segovia. Justo

a tiempo, mientras la princesa con un reducido séquito, sin armas ni otra clase

de aparato, cruzaba las salas para ir a besar las manos del rey, el marqués de

Villena con los suyos, en un estruendo de hierro, retornaba a sus habitaciones

del Parral, por pocas horas, el valido perdía la partida. Ella besó su mano,

signo de acatamiento y vasallaje, él la alzó para abrazarla con cariño de

hermano.

A los ojos de la corte y del reino se había operado una completa reconciliación.

El 31 de diciembre Isabel pasó aviso a su esposo para que se reuniera con

ellos sacando todo el partido de la ocasión y así lo hizo el 1 de enero de 1474.

Cuando los criados anunciaron a Enrique IV que el príncipe había llegado se

alzó de la mesa y se adelantó a recibirle.

Se procuraron en estos días, por parte de los príncipes, muestras de afecto al

soberano, cuya salud había decaído considerablemente. El domingo día 9, al

salir de misa, los segovianos pudieron comprobar cómo el rey y los príncipes

cabalgaban juntos. A los ojos del pueblo el rey y sus sucesores reconocidos se

mostraban públicamente en actitud de concordia. Fernando envió un mensajero

al marqués de Santillana para preguntarle si, en el futuro, iba a poder contar

con él. A diferencia de lo que hasta entonces se acostumbrara, esta pregunta

no iba acompañada de dádivas o promesas: la lealtad no se compra. Y la

respuesta fue que mientras Enrique IV viviera estaría en su obediencia sin

vacilación, pero que cuando Fernando fuera rey “él había de ayudarle contra

todas las personas del mundo”.

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La reconciliación de Segovia quedó interrumpida el 9 de enero por enfermedad

del rey que regresó a Madrid volviendo a situarse en el centro de poder de

Pacheco. Fernando volvió a Turégano reuniéndose con sus tropas que iban

creciendo, pero Isabel permaneció en Segovia porque era muy importante

retener aquella cabeza de las ciudades de la Monarquía.

La vida de Enrique IV declinaba, Pacheco había vuelto a la corte, asumiendo

de nuevo la custodia del soberano y, de pronto, encontró la colaboración de

aquel pariente que fuera compañero de intrigas en otras circunstancias, Alfonso

Carrillo. El prelado se sentía víctima de la más negra ingratitud.

Carrillo y Pacheco establecieron contactos muy secretos para elaborar un plan

se trataba de destacar que Juana podía ser la opción portuguesa despertando

en Alfonso V el temor a lo que para él y su corona podía significar la Unión de

Reinos que los príncipes preparaban. Sucedió que el Africano fue sensible a

este razonamiento aceptando la idea de que esa proyección hacia la unidad de

España podía convertirse en amenaza para Portugal. La consolidación de

Fernando en un trono que acabaría abarcando 7 reinos, significaba un cambio

importante en las relaciones de poder en Europa.

El 4 de octubre de 1474 murió el antiguo marqués de Villena, hacía tiempo que

su hijo Diego López Pacheco recibiera el título y el señorío, eran muy diferentes

padre e hijo, no era la persona adecuada para capitanear la defensa de Juana,

ni siquiera para conservar su vasto patrimonio amenazado.

La dolencia de Enrique se fue agravando, el 11 de diciembre, estando en

Madrid, se sintió muy mal, aquella noche murió. Isabel estaba en Segovia y

Fernando en Cataluña a causa de la guerra del Rosellón.

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De Madrid a Segovia, la distancia no era demasiado larga, disponiendo de

buenos caballos podía cubrirse en media jornada y esto hizo el contador

Rodrigo de Ulloa, que utilizó las horas nocturnas para que Isabel fuese

cerciorada prontamente de la muerte de su hermano. No había testamento, ni

Enrique había respondido a ciertas apremiantes presiones de última hora para

que manifestara de alguna forma su voluntad, en orden a la sucesión. Anulada

por la Iglesia la validez de los actos de Val de Lozoya y confirmados los de

Guisando, a los ojos del pueblo de Segovia la situación se expresaba en los

términos en que apareciera en enero de 1474 cuando Enrique era rey sin

disputa y a su lado Fernando e Isabel sus herederos. A ellos correspondía por

tanto ser proclamados, Fernando estaba ausente a los ojos de muchos no

parecía conveniente demorar la proclamación, en Castilla los reyes no

necesitaban ser coronado o consagrados, sencillamente se les proclamaba.

En consecuencia, Isabel decidió proceder con premura, algo que después le

reprocharían algunos consejeros. El 13 de diciembre, en la iglesia de San

Martín, próxima a la Plaza Mayor, se celebraron solemnes funerales por el

difunto rey, que ella presidió, vestía brillante ropa de ceremonia cubierta por

paños de luto que no dejaban asomar los colores. Pero a la salida se despojó

de ellos apareciendo así con todo el lujo que requería la siguiente ceremonia,

ya en la plaza donde se dieron las voces que la proclamaban, junto con su

marido, reina de Castilla; aún no había cumplido los veinticuatro años. La

ceremonia tuvo lugar en la plaza mayor de la ciudad, en medio de un sencillo

ceremonial. La princesa había ordenado levantar un alto estrado donde se

colocó el escudo real, una vez llegado el momento Isabel, con vestiduras reales

fue a caballo hasta la catedral, delante de ella iban a pie todos los caballeros y

regidores de la ciudad; solo Gutierre de Cárdenas, que llevaba la espada

levantada y desnuda en señal de justicia, iba a caballo; varios regidores

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segovianos recibieron a la que iba a ser su reina bajo un palio de ricos

brocados. Una vez en la plaza Isabel descabalgó y subió a un trono, aquí

Isabel fue proclamada reina de Castilla y reconocida como tal por todos los

presentes. Después de que la nueva reina juró guardar las leyes y privilegios

del reino, toda la comitiva se dirigió a la catedral donde se entonó un Te Deum

de acción de gracias. Finalizados los actos la reina volvió al alcázar, donde la

esperaba su alcalde, Andrés de Cabrera, que hizo entrega de la fortaleza y de

las puertas de la ciudad. Procesionalmente volvió al alcázar tomando posesión

de lo que le pertenecía en virtud de su poderío real absoluto. Se comunicó

inmediatamente a las ciudades, donde, en los días siguientes se hizo también

el reconocimiento y proclamación, solo tenemos noticia de dos negativas

claras, Madrid, residencia de la reina Juana y su hija y Plasencia, capital de los

estados de los Stúñiga, este linaje sabía que iba a serles reclamada la

devolución de Arévalo, pues la nueva reina no consentiría el despojo de su

madre.

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Nadie en todo el reino procedió a una proclamación de Juana como reina. En

las primeras semanas el consenso era

general .

La reina envió a Gaspar d’Espés con una

relación detallada de los acontecimientos que

tuvieran lugar en Segovia, a fin de que

informase detalladamente a Fernando pues la

premura con que se procediera había

impedido la presencia de algunas personas

importantes como Alfonso Carrillo o el

cardenal Mendoza, aunque en su caso se

trataba de una razón distinta y de peso; cumpliendo sus promesas de fidelidad

había acompañado al cadáver de Enrique hasta su última morada en el

monasterio de Guadalupe. Muy pocos hicieron lo mismo, de modo que se

trataba de un sepelio triste. El cardenal llegó a Segovia la tarde del 21 de

diciembre, anticipándose en pocas horas al arzobispo de Toledo. Al besar las

manos de Isabel, todo el clan mendocino, incluyendo a Beltrán de la Cueva,

cuyos señoríos fueron confirmados, rendía vasallaje y prometía fidelidad.

La ausencia de Fernando se prolongaría hasta el 2 de enero de 1475. Seguía

siendo motivo de conversaciones la cuestión de si la reina debía sumir por sí

misma el poderío real o simplemente transmitirlo a su marido reconociendo la

superioridad del varón, los antecedentes en Castilla apuntaban a la segunda

solución con preferencia a la primera y más en este caso en que el marido

estaba colocado en la línea de sucesión.

El 23 de diciembre de 1474 un grupo de grandes, Mendoza, Velasco, Enríquez

y Pimentel, celebraron una reunión en Segovia en la que decidieron poner en

pie una especie de Liga, al uso de los antiguos tiempos, para permanecer en el

servicio de la “reina nuestra señora doña Isabel” y de “don Fernando su

legítimo marido” garantizándose además mutuamente la posesión y defensa de

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sus señoríos, estados y preeminencia. Carrillo, presente en Segovia, no tomó

parte en la reunión. El arzobispo se sentía defraudado e irritado por los

cambios que se habían producido. Conservaba las cartas de Juan II que

consideraba como una garantía de que a él correspondería la gestión completa

de los asuntos públicos una vez que los príncipes ciñeran la corona. Antes de

proceder a la ruptura definitiva, planteó una maniobra que al mismo tiempo le

justificase: llamar la atención de Fernando porque se le estaba marginando en

relación con su mujer. El argumento era bastante fácil porque bastaba

presentar las cosas como si fuesen resultado de un plan de quienes, en la

primera etapa, se mostraran como sus enemigos, el rey fue bombardeado por

medio de avisos destinados a despertar su recelo: la proclamación precipitada

de Isabel, la voluntad de no esperar el regreso del marido; el homenaje que los

nobles del partido antes enriqueño le hicieran a ella sola; el establecimiento de

pactos para el gobierno y el retraso de algunos grandes en prestar la debida

obediencia, todo se presentaba como partes de un plan trazado de antemano

para conseguir que Fernando quedara relegado a una posición secundaria.

Fernando se dejó influir por los avisos, había ordenado a uno de sus

secretarios que leyera en voz alta la carta que Gutierre de Cárdenas le

escribiera haciendo el relato minucioso de la ceremonia de proclamación.

Cuando llegó al párrafo en que se mencionaba cómo Isabel había llevado

delante de sí la espada de la justicia, símbolo de la señoría mayor, los

cortesanos presentes murmuraron con disgusto y el rey no les reprendió,

dando la impresión de que aprobaba la queja. Seguramente se hallaba en

aquellos momentos bajo la influencia que las noticias que Carrillo, por medio de

un mensajero, le transmitiera, las cuales divergían de las del enviado de Isabel.

Fueron días de reserva y queja, de acuerdo con las tesis que circulaban en el

séquito de Fernando, se había operado en Segovia con astucia y no buena fe,

a fin de que Isabel asumiera todos los poderes colocando después al marido

ante los hechos consumados.

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Inició la marcha hacia Castilla, escondía sus lujosos vestidos de ceremonia,

bordados de oro y seda, bajo un gran manto negro, de luto riguroso, que

observaría durante dos semanas. El 2 de enero, al entrar en Segovia por la

puerta de San Martín, se despojó de él, repitiendo el gesto de su esposa. El

duelo por la muerte de Enrique había terminado. Salieron a esperarle Carrillo y

Mendoza. La reina les esperaba en la catedral, marido y mujer nuevamente

juntos, entraron en el templo para, de hinojos, en el altar mayor, asistir a la

ceremonia litúrgica de acción de gracias.

Las conversaciones en la intimidad que ofrece el matrimonio fueron eficaces

para despejar los recelos que se habían suscitado, es fácil colegir que la reina

pudo convencer al marido de que se había hecho lo mejor, dadas las

circunstancias. Tras la muerte del rey no era conveniente perder tiempo en la

proclamación, pero ésta se había hecho en nombre de ambos y no de ella sola.

La llamada “Concordia de Segovia”: el cardenal Mendoza y el arzobispo Carrillo

fueron, como reconocen los propios reyes, los responsables del histórico

negocio, concertado en 17 epígrafes que se reducen a 4 espectros de

actuación. El primero podía ser llamado protocolario, se disponía “… que la

intitulación, en las cartas patentes de justicia, y en los pregones y en la moneda

y en los sellos sea común a ambos señores rey y reina… pero que el nombre

del señor rey preceda al de la reina y las armas de Castilla y León a las de

Sicilia y Aragón…”. En segundo término se aborda el destino de las rentas “…

con ellas se paguen las tenencias, tierras y mercedes, quitaciones de oficios, el

consejo, la cancillería costeo de lanzas que pareciesen ser necesarias y ayuda

de gastos y sueldos para la gente fija, mensajeros y embajadas… y que lo que

sobre una vez pagado lo sobre dicho lo compartan la señora reina y el señor

rey… y que otro tanto haga el señor rey con la señora reina en cuanto a las

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rentas de Aragón y Sicilia…”. En un tercer ámbito se encuentra el control de la

política interna, centrado en las tenencias de las fortalezas, cuyos homenajes

se han de hacer a la reina, que los responsables de las rentas sean puestos

por la reina y que “… en los puestos vacantes de arzobispados, maestrazgos,

obispados, priorazgos, abadías y beneficios, actuaremos conjuntamente… los

que sean propuestos para ello sean letrados…”

La cuarta y última de las grandes inquietudes e los monarcas se centra en la

administración de justicia, que habrá de responder a un esquema muy simple:

"… si están juntos en un lugar que firmen los dos y si están en distintos lugares

de diversas provincias, que cada uno de ellos conozca y provea en la provincia

que estuviere. Pero si estuvieran en diversos lugares de una provincia o en

diversas provincias que el que de ellos quedare con el Consejo que se ha de

formar conozca y provea sobre las cosas de otras provincias y lugares donde

estoviere…" práctica que también ha de observarse "… en la provisión de los

corregimientos de las villas y ciudades de estos reinos proveyendo el señor rey

con facultad de la señora reina…".

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Archivo Ducal de la Casa de Alburquerque

Por Julia Mª Montalvillo García

Archivera – Directora de la Fundación Archivo Histórico de la Casa Ducal de

Alburquerque

Archivera asesora municipal del Ilmo. Ayuntamiento de Cuéllar

Responsable del Archivo Histórico Municipal de Cuéllar y del Archivo de la Comunidad

de Villa y Tierra de Cuéllar.