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IRONIA E IDEOLOGIA EN LA CHARCA
DE MANUEL ZENO GANDIA
Dr. Luis Felipe Díaz Departamento de Estudios Hispánicos
Universidad de Puerto Rico Recinto de Río Piedras
Espa 4231. Literatura Puertorriqueña I.
Volver a armar lo que Dios, el tiempo, el hombre o la naturaleza han arruinado es una delicada cuestión técnica, pero también de
ética profesional. Es la responsabilidad de los vivos hacia quienes los predecedieron.
Hyden White.
Uno de los aspectos que resaltan en La charca (1894), de Manuel
Zeno Gandía,1 es la capacidad del novelista para entender y captar
literaria y problemáticamente su época. Requerido resulta comenzar
—más allá de un análisis de contenido o de los temas— identificando
1 Manuel Zeno Gandía (1855-1930), La charca (1894), San Juan: Club de Lectores de Puerto Rico. Barcelona: Editorial Vosgos, S. A., 1978. Todas las citas referentes a esta obra serán ofrecidas en nuestro texto. Otra edición cercana a la primera es la de El Instituto de Cultura Puertorriqueña, San Juan, 1971. Importante estudio es: Manuel Zeno Gandía: estética y sociedad, de Ernesto Álvarez (San Juan: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1987). Si bien los críticos han estudiado la parte naturalista de La charca, ya sea apoyándola o criticándola, y otros han apreciado la corriente poética e idealista que se impone a la larga y contradice aquélla (y que señala que Zeno no se mantuvo únicamente en el materialismo zoliano), no han tratado estas dos tendencias como una unidad, con sus contradicciones que, después de todo, le confieren organicidad a la novela en cuestión. Efraín Barradas es de los primeros en fijarse en este aspecto: “Mientras que para el mundo natural emplea un estilo poético e innovador, para describir al hombre y la sociedad se utiliza el estilo naturalista...” (“La naturaleza en “La charca”: tema y estilo”, Sin Nombre, San Juan, Vol. 5, No. 1, julio-sept, 1974 (pp. 30-42), p. 39.
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la ironía (la conciencia posible) que lo definió como creador frente a
la cultura liberal decimonónica, inmersa en complejas disparidades y
pugnas. Primeramente cabe distinguir las declaraciones científicas
(según se concebían mediante el positivismo naturalista de la época)
que pueblan tan alternadamente la obra. Y luego, tendríamos que
distinguir el discurso de las trascendencias poéticas (el romanticismo,
lo lírico) tan recurrente en el texto. Estos dos estilos y entrecruces
discursivos e hilvanados (lo naturalista y lo romántico) se presentan
en una intermitente tensión estructural que hacen de esta novela, en
su alcance discursivo, la más cabal y compleja pieza de la
modernidad literaria de fines del siglo XIX y principios del XX.
Sabemos que la novela, más allá de los diálogos entre los personajes
mismos, las descripciones del narrador sobre el carácter de los
personajes y sus problemas psico-sociales, acude constantemente a
largas disquisiciones (tesis) sobre la problemática cultural
(empleando muchas veces a Juan del Salto) y sobre la belleza de la
naturaleza. Esta es la parte menos novelesca y mimética de la obra y
por eso ha sido rechazada por varios críticos curiosamente exigentes.
Pero el aspecto que más nos incumbe es cómo mediante la
suspicacia irónica Zeno Gandía logra trascender muchos de los
postulados materialistas del naturalismo positivista (incluyendo el
realismo mismo). No muestra similar ironía, sin embargo, ante las
contrarias perspectivas idealistas que exhibe en muchas ocasiones en
la descripción tan idealizada de la naturaleza o en las tesis sobre los
defectos de la raza y la cultura popular.
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El proceder narrativo ante la belleza natural parece más bien una
respuesta (o escape) a lo feísta e inmoral del mundo social que en lo
bajo asedia a los personajes y los lleva, además de la enfermedad y a
las peores conductas humanas. Por eso el que más allá de la fealdad
del medio ambiente social, concibiera que la belleza de la naturaleza
permitía establecer contacto con la divinidad salvadora. Será un
criterio que lo retendrá a la larga dentro de las corrientes estéticas y
filosóficas propias del idealismo y religiosidad de muchos llamados
“realistas” de su época (como lo son en España, Benito Pérez Galdós
y Emilia Pardo Bazán). No deja de sorprender, sin embargo, que
Zeno fuera capaz de enfrentarse mediante su novela a algunas de las
propias ideas que lo habían formado como médico naturalista y que
dominaban el pensamiento de la época, ante todo en Europa, de
donde en general provenían estas ideas naturalistas y positivistas.
Distinguimos inicialmente en La charca, por una parte, la corriente
naturalista que muestra la sociología de un pueblo enfermo,
sumergido en una charca de miseria y estancamiento social. Se nos
muestran las patologías (enfermedades) en la herencia y las
conductas de algunos personajes y las descripciones del medio
ambiente sucio y degradante. Estos aspectos funcionan como
metáforas propias de la ideología del autor para concebir en el plano
de la representación a un pueblo en rampante miseria y enfermedad
debido a la herencia y al egoísmo. Y frente a esta perspectiva
materialista del pueblo (“la charca”) se contrapone la mediación
idealista de una salubre y exuberante naturaleza que demarca la
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presencia de la belleza y lo divino. Se revela así la coyuntura de un
intermitente fluctuar entre el crudo y naturalista reconocimiento
sociológico de la desdicha de la enfermedad de un pueblo (todo
mediante la metáfora de “la charca”) y la contemplación de una
mítica y poética naturaleza que muestra la imagen del espacio de la
belleza y la trascendencia espiritual que en el fondo quisiera
encontrar el autor como explicación última de la existencia.
Entre ambos planos se infiltra la ironía que coloca al autor (según
lo concebimos hoy día)2 en el umbral de interesantes disparidades y
2 En este trabajo no le prestaremos tanta atención al autor real (Zeno Gandía) y biográfico, sino al autor estructural que la semiología literaria reconoce como el autor implícito. Este autor o hablante implícito es quien manipula a su vez al narrador y sus diversos modos de narrar, sus puntos de vista y perspectivas (diégesis) frente a los personajes y las situaciones o eventos ficticios. Persigo, en ese sentido, muchas de las ideas de Wayne Booth en The Rhetoric of Fiction (Chicago: University of Chicago Press, 1979,) y de Saymour Chatman en Historia y discurso. La estructura narrativa en la novela y el cine (Taurus: Madrid, 1980). El autor (o hablante) implícito debe entenderse como una categoría abstracta del autor en su capacidad de proyectarse a sí mismo en el texto como sujeto enunciante de la lengua (del Orden Simbólico y del Orden Imaginario lacanianos), inmerso en la cultura y sus valores y dominios implícitos, capaces de estructurar la consciencia (el habla) de los sujetos. El autor implícito es un enunciante por encima del narrador, quien marca los movimientos discursivos no previstos inonscientemente por éste. El narrador es una voz discursiva manejada por criterios tanto explícitos y conscientes como implícitos y subconscientes del autor real, quien deja su huella en lo implícito del discurso. Mientras los personajes son en gran medida manipulados por el narrador, éste a su vez es controlado por el autor estructural de la obra, el enunciante del discurso en su totalidad (el autor implícito). Estos aspectos se relacionan con la ironía, pues el autor (implícito) de una obra narrativa puede mantener distancia irónica de sus personajes y lo deja saber mediante el tono (ya satírico o seriamente disimulado) del narrador, puede incluso guardar distanciamiento irónico del lector al reconocer que éste podría interpretar el discurso de una manera distinta a la suya (Wayne Booth es, sobre todo, quien atiende estos aspectos).
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suspicacias ante esos dos mundos. Pero en el argumento que se va
desatando en la obra habrá actos sorpresivos para el lector y para el
autor mismo. Al Juan del Salto que se nos presenta tan en control
desde un principio, y tan prometedor, lo veremos (al igual que lo ve
el autor, mientras escribe su novela), decaer como posible héroe de
esa estancada sociedad. Él también termina cayendo en “la charca”,
mientras que a finales de la obra Silvina caerá cuesta abajo al río.
Esto nos pide destacar la posición ideológica que a finales de la
obra se infiere de las acciones del héroe, Juan del Salto. Sobre todo,
sus reflexiones finales resultan patentemente conservadoras y
escapistas dentro del liberalismo que en la obra misma sustenta. Más
si bien podríamos adjudicarle esta ideología al personaje, no
necesariamente debe ser así, y de manera tan inequívoca, con el
autor. Para finales de la obra, este autor alcanza cierto
distanciamiento narrativo respecto de su protagonista, a pesar de que
a lo largo de casi todo el relato ha estado identificado
fundamentalmente con las posturas políticas e ideas en general del
mismo. Tendríamos que tener presente que desde principios del
relato el autor se vale de Juan del Salto para justipreciar y superar, en
lo ideológico y moral, el miserable mundo del jíbaro puertorriqueño.
El autor busca exponer y encontrar explicaciones de la salvación de
ese vulnerable pueblo en las acciones e ideas de su héroe-
protagonista, Juan del Salto. No obstante, para finales del relato ese
mismo autor —y esto es a nivel del autor implícito, pues no
tomamos en cuenta la biografía del autor real— se ve precisado a
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distanciarse definitivamente de su protagonista al ver que éste no
cumple con sus propios y categóricos mandatos iniciales de
redención social. Sabemos que finalmente, frente al asunto del crimen
(capítulo VII), el paternal hacendado también calla, y antes que
dedicarse a intervenir en proyectos de redención social termina
ocupándose de las ganancias personales y de la protección del
patrimonio del hijo ausente. A finales de la obra el narrador nos dice:
Y Juan sumó mentalmente las partidas de café recolectadas aquel día; calculó las que aún le faltaba por recoger; pensó en las probabilidades de buenos precios. Luego pensó en Jacobo. (218) 3
El laconismo que el autor (implícito) le impone al narrador (el no
enjuiciar abiertamente las posturas escapistas del personaje) ofrece la
mayor ironía 4 y ambigüedad de la obra. En este sentido, el
3 Poca atención se le ha prestado al narrador en La charca, y mucho menos a la relación de éste con el autor implícito. Al menos no lo ha sido en términos de una visión amplia de este narrador como portador de la ironía del autor ante las circunstancias del contenido de la novela o hacia el aparato formal de la misma. Sí hay ironía satírica hacia algunos personajes abyectos, como se verá más adelante, como también parodia hacia el propio naturalismo y sus pretensiones cientificistas. De ahí, el que se muestre en la obra, la incapacidad de las autoridades para dilucidar claramente el crimen. Sobre estos aspectos véase el capítulo “Teoría y práctica del crimen”, en el libro de Ernesto Álvarez, antes citado. El autor del texto se revela cual naturalista para algunas cuestiones, para otras se muestra altamente idealista, lírico, romántico y simbolista (incluso modernista, como señala Efraín Barradas en “La naturaleza en La charca”, ya citado). 4 La ironía debe ser aquí entendida como un tropo discursivo. No se trata sólo de la ironía verbal (alguien dice algo e implica disimuladamente todo lo contrario), o de la ironía situacional (alguien se ve sorprendido por todo lo contrario de lo que inicialmente ha planeado o concebido —como Edipo), o de la ironía filosófica o socrática (alguien que se enfrenta consciente o desprevenidamente a
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distanciamiento irónico del autor ante su personaje no es tan patente
y se maneja con cierto disimulo, porque está en juego el enjuiciar la
constitución simbólica e imaginaria de la clase hacendada a que
pertenecen tanto el personaje hacendado como el autor real.5 Rebasar
el horizonte ideológico y estético que confiere sentido a su propia
clase social es algo a lo cual el autor se acerca mediante su novela,
pero no logra traspasarlo en todas sus implicaciones.6 En este sentido,
un universo que le impone disparidades, contradicciones, incongruencias o alteridades inevitables). También nos referimos aquí a la ironía que se establece en un texto cuando el autor implícito desprevenida o conscientemente elabora o alcanza un disimulado o inesperado punto de vista adverso al del narrador y a los personajes (y a sí mismo). Este aspecto, tan del gusto de los críticos literarios actuales, tiene sus orígenes en la “ironía romántica”: el reconocimiento de que la novela se propone representar el mundo, pero entendiendo que esto sólo puede darse mediante la mirada (humorística) del creador en su subjetividad. Uno de los mejores trabajos sobre la retórica de la ironía sigue siendo el de Douglas C. Muecke, The Compass of Irony, London: Methuen, 1969. Importante también es, de Wayne Booth, A Rhetoric of Irony, Chicago: Chicago University Press, 1979; y de Joseph A. Dane, The Critical Mythology of Irony, Athens: The University of Georgia Press, 1991. Este tipo de ironía de un autor implícito, que más allá de su propio narrador, crea un universo ficticio en que se infiltra irónicamente el posible punto de vista o ideología del autor real (y donde incluso se ironiza o parodia la perspectiva del autor mismo) es la que encontramos en las novelas que superan el realismo crítico. Niebla (1914)de Miguel de Unamuno y Los de abajo (1916) de Mariano Azuela son un buen ejemplo. Se trata de las novelas de la modernidad literaria de principios del siglo XX, en las cuales el autor interviene como hablante implícito que sabe disimuladamente manejar las contrariedades e su propio discurso, del narrador y de los personajes. La charca no se acerca a éstas, pese a que Zeno parodia en ocasiones el realismo naturalista en general, pero no creo que llegue a parodiar su obra misma. 5 Para un perfil ideológico de Juan del Salto véase: “Estudio preliminar: una interpretación de La charca”, en la edición de Juan Flores (San Juan: Ediciones Huracán, 1999). En este prólogo, Flores también atiende los aspectos de las dualidades estructuradoras en la obra de Zeno, quien procede de familias hacendadas y burguesas. 6 Este horizonte ideológico estará más teñido de ironía y distanciamiento ideológico del “héroe” del relato, en las dos posteriores novelas: El negocio (1922)
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y más allá de la novela como mímesis externa (y más como relato que
irónicamente rinde cuentas de la subjetividad propia del autor), hay
conflicto y tensión en la estructura profunda del relato y sólo el lector
avisado se puede percatar de ello (el menos espero que con este
análisis que aquí expongo así se logre).
Como novela naturalista, La charca exhibe un autor que se ubica en
el espacio de la mirada oficial del hacendado criollo de fines del siglo
XIX. Esta posición le permite concebir, con todos los prejuicios
positivistas7 de la época depositados en el cuerpo enfermo del “otro”
de la cultura puertorriqueña (el jíbaro). En La charca es Silvina quien
cobra gran espesor narrativo como símbolo del eros necesitado de
redención social y moral en el mundo narrado sin héroes posibles. A
principios de la novela advertimos cómo el narrador aprovecha la
mirada simple pero amplia de Silvina, quien, “asida a dos árboles
para no caer”, contempla toda la comarca que definirá los espacios
del mundo representado en La charca. Esta yuxtapuesta mirada cubre
desde la privilegiada e higiénica hacienda de Juan del Salto hasta los
oscuros y abyectos espacios de la tienda de Andujar y la casucha de
y Redentores (1925). Se percata de que las decisiones políticas de la burguesía colonial están muy ligadas al desarrollo del capital local y extranjero. 7 La noción de un pueblo enfermo debido a la herencia biológica de la raza (híbrida) y al medio ambiente supuestamente poco favorable (la isla tropical), son prejuicios del autor, provenientes de la sociología decimonónica inspirada en la ideas de Carlos Darwin, Comte y Hume , llevadas al campo de la “ciencia” (de este primer autor: Del origen de las especies (1859). Todavía una obra de 1934 como Insularismo de Antonio S. Pedreira es víctima de estos prejuicios de raza y subalternidad territorial impuestos desde las ideas positivistas del Otro dominante (Europa).
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la vieja Marta, quien guarda el dinero y deja morir de hambre al niño.
Mas en amplia medida, estas valoraciones las obtenemos desde la
mirada del narrador, quien, más allá de la ingenuidad e incapacidad
de su personaje, contempla con óptica tanto de “científico”
naturalista como de poeta romántico-simbolista la baja escatología
social del mundo encharcado, por una parte, y la alta y poética
naturaleza. A su entender, esta última (la hermosa naturaleza) es
obra de la creación divina; reconocerla y representarla líricamente
permite superar la estética naturalista y determinista que ocupa gran
parte de la novela. Así mismo es Silvina, quien no tendrá un héroe
real que pueda salvarla. Sólo el poético río finalmente, después de la
literal y simbólica caída, podrá recibirla y rescatarla (limpiarla) de la
inmunda charca.
Se entiende pues, cómo más allá del crudo naturalismo social, el
autor (implícito) de la obra percibe en la naturaleza un espacio de
expresión divina (mediante el río) que termina rescatando a la
heroína, y a la novela como expresión estética en general que no se
queda en el crudo naturalismo del positivismo social. La charca de
aguas estancadas (la sociedad nativa) se supera con la pureza del
agua límpida del río (la esperanza liberadora nacional). En ese
sentido, la obra fluctúa intermitentemente entre la inmanencia
naturalista (positivista) y la trascendencia romántica, venciendo
idealmente la última.8
8 Algunos críticos a lo largo del tiempo, desde que surgió la novela, han exaltado o criticado el valor naturalista y positivista (de tesis) de esta obra; otros han
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En el primer capítulo se aprovecha la mirada de Silvina y se nos
narra una imagen amplia del escenario visto. No obstante, se nos dice
que “Silvina miraba sin ver”, lo cual establece una segunda mirada
de autoridad interpretativa del narrador (y el autor que lo anima),
quien se precia de reconocer la cultura dentro de una alegoría amplia
de significación na(rra)cional.9 Desde esos espacios ideológicos se
destacado el valor estético y poético de la misma. Margarita Gardón Franceschi en su libro Manuel Zeno Gandía vida y obra (San Juan: Editorial Coquí, 1969) hace un sucinto resumen de ambas tendencias en los críticos (pp. 46-48). Un estudio más completo y agudo (más montado en análisis o hermenéutica textual y contextual, que en crítica del gusto personal) sobre la tendencia naturalista frente a la contraria poética lo encontramos en el ya citado libro, Manuel Zeno Gandía: Estética y sociedad de Ernesto Alvarez. Entiende Álvarez que, sin dejar de ser naturalista, Zeno también era conocedor y cultivador de las corrientes parnasianas, simbolistas, modernistas de fines del siglo XIX, y las sabe aplicar (Zeno) a su obra con gran habilidad. Son estas últimas corrientes poéticas las que he enmarcado dentro del idealismo romántico, sin que con ello se entienda específicamente el movimiento romántico de principios del siglo XIX, sino esa tendencia de búsqueda de lo trascendente, sublime e inconmensurable que tanto domina la poesía hasta la ruptura que trae el vanguardismo de los años 20 del siguiente siglo. 9 Lo na(rra)cional se entiende como el relato que se crea a partir de la idea o construcción discursiva de la nación, que anima especialmente a la burguesía ilustrada de la modernidad. Jean-François Lyotard en La condición postmoderna (Madrid: Cátedra, 1984) discute cómo la cultura letrada occidental ha visto la historia como proceso en el desarrollo, evolución y alcance de un progreso material y ético (los “grandes meta-relatos”), cuyo superior estadio sería el de algún tipo de trascendencia dentro de la nación y la historia. La incredulidad hacia estos meta-relatos de las culturas imperialistas (europeas) ha llevado a otros teóricos postcoloniales más actuales a reconocer cómo estos meta-relatos arrojan una carga semántica hacia las periferias como una “otredad” que debe ser “perfeccionada” o ya “salvada” de la barbarie y el retraso cultural. Se trata del meta-relato que define también a los grupos dominantes de las periferias coloniales (el colonial), quienes perciben al subalterno (casi siempre indio, negro o mestizo) desde sus proyectos de dominio en la práctica histórica. Para el (post)historiador actual el pasado no existe independiente de su representación discursiva (la historia es metáfora). Gayatri Chakravorty Spivak (1942) y Homi K. Bhabha (1949), dos teóricos de los estudios postcoloniales, persiguiendo de
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distingue la enfermedad, la maldad y la ignorancia que se demarcan
fundamentalmente mediante todos aquellos que no actúan o laboran
para el adelanto económico de la hacienda o para salvaguardar a
Silvina (símbolo del eros nacional) de las fuerzas del mal. De aquí
que a lo largo de la novela el autor (implícito) y el narrador, también
aprovechen la mirada ideológica y moral de Juan del Salto para
mostrar esa alegoría de la enfermedad social y la patología humana.
Y como es de esperar, más allá de esmerarse en los ideales y
proyectos de redención social y en el trabajo material de la hacienda,
Juan del Salto también posee la capacidad para contemplar la belleza
de la naturaleza. En este aspecto se demarcan los signos de identidad
afirmativa y de alianzas entre el protagonista, el narrador y el autor
implícito, e inferimos que entre el autor real también. La ironía, en su
máxima expresión situacional que después de todo se cristaliza a
partir de la actitud final de Juan del Salto, establecerá la contrariedad
que conforma la situación de que estamos hablando. A partir de aquí
se expresa esa ruptura en que el autor y el narrador no pueden
continuar apoyándose en el personaje de Juan del Salto como ser de
manera crítica las ideas de Michel Foucault y Jacques Derrida, apuntan que la identidad debe ser vista de manera relacional, como un signo que funciona dentro de un sistema de diferencias en el que no hay un “otro puro”, originario o esencial. No lo hay ni en el discurso del Poder ni en el discurso del “otro subalterno” que suele ser copia de una copia. De Spivak: “Can the Subaltern Speak?” (Gary Nelson y Lawrence Grossberg, Marxism and Interpretation of Culture, Bloomington: University of Illinois Press, 1988: 271-312). De Bhabha: “Introduction: Narrating the Nation” y “DissemiNation: Time, Narrative, and the Margins of the Modern Nation” (Nation and Narration (Ed.), London y New York: Routledge, 1990: 1-7 y 291-322).
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redención social y como actante ejemplar (héroe) de la obra. Se crea,
de esa manera, el distanciamiento irónico entre el creador de la obra y
su personaje que representa inicialmente la ética del esfuerzo y el
trabajo pero a finales el personaje que él ismo ha creado le falla.
En este sentido, Zeno Gandía, a lo largo de casi toda la obra, se
mantiene ideológicamente aferrado al paradigma del trabajo
burgués.10 Se deprecia en la obra al jíbaro por ser vago, “aplatanado”
y mal trabajador. El autor, sin embargo, como veremos, no establece
desde un principio un notable distanciamiento crítico e irónico hacia
el hacendado aburguesado y los intereses de su mundo de ganancias.
No deja de ampararse en los los mandatos conservadores que ofrece
ese espacio de inteligibilidad social y de imaginaria organización
nacional del hacendado. En la trama que persigue el autor, vemos
que sujetos como el ecuánime Juan del Salto, el materialista médico, y
el supersticioso sacerdote, pueden ofrecer ni siquiera el potencial, tras
sus autoritarias y fanáticas deliberaciones, para aportar mediante sus 10 El paradigma del trabajo como móvil de los deseos y el imaginario de los letrados puertorriqueños del siglo XIX, y como representantes de la clase hacendada y de los grupos sociales que la articulaban, lo define Ángel Quintero en Patricios y plebeyos, donde nos dice: "Entre los países de América Latina, Puerto Rico pertenece al grupo de aquéllos que se iniciaron tardíamente en unos procesos económicos que habrían de generar clases sociales en posiciones antagónicas, de conflicto. Todavía a principios del siglo XIX la Isla vivía básicamente una economía natural. Durante ese siglo fue atravesando una importante transformación: de una economía caracterizada por la producción familiar para la subsistencia pasa a una economía propiamente de haciendas (en particular de tipo señorial, aunque hasta la década del '70 también de tipo esclavista)...", págs. 190-191). Véase: Conflictos de clase y política en Puerto Rico (Río Piedras: Ediciones Huracán, 1977) y Patricios y plebeyos: burgueses, hacendados, artesanos, y obreros. Las relaciones de clase en el Puerto Rico de cambio de siglo. (Río Piedras: Ediciones Huracán, 1988).
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acciones, ya sean prácticas o idealistas, intervenciones de redención
social que puedan asistir al desamparado jíbaro. De aquí que no se
ofrezca en la novela un espacio de superación posible ante las fuerzas
del mal (el hambre, las enfermedades, la ignorancia, Andújar,
Gaspar, Galante) y que se recurra a una visión poética y mística (nada
realista) de la salvación. Esta situación se nos evidencia, ante todo, a
finales de la novela. Ahí Silvina es simbólicamente rescatada por el
mítico y poético río, ese cuerpo opuesto a la inmunda y estancada
charca. La naturaleza divinizada (como la fluidez del río), cual mito
poético, se convierte entonces el espacio primigenio que debe ser
emulado y copiado por el artista. La naturaleza humana, por su
parte, parece haberse desprendido fatalmente de ese espacio
originario y vital; de ahí emerge la perspectiva naturalista que adopta
en ocasiones la obra y en otras la abandona. Las ambivalencias de
Juan del Salto son muestra de ello.
Sobresalen en La charca, primeramente, y desde la mirada
prejuiciada del hacendado, las cualidades morales y de conducta
reconocidas en los habitantes jíbaros dados a la vagancia, el
alcoholismo y la concupiscencia, o en las de aquellos otros que se
dedican a las labores “ilícitas” (Andújar, Gaspar, Galante), fuera de
las exigencias e intereses del mundo del patriarcal protagonista (en
este fluctuar, el narrador asume el punto de vista y la perspectiva de
hacendados como Juan del Salto). No debe sorprender el desprecio
del narrador (y el autor implícito) por los pequeños comerciantes
como Andújar, los cuales no respondían a la mentalidad burguesa
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europeizada de Juan del Salto (ni de Zeno Gandía, quien era hijo de
un hacendado que había perdido sus bienes debido a un abogado
tramposo).
Juan del Salto (y al principio, su narrador cómplice) es quien nos
instala en el ámbito del criollo con conciencia y saber europeizantes,
del hacendado patriarcal, liberal, bondadoso y riguroso a la vez, de
“buenas” intenciones para con el jíbaro, el hijo de su amada patria, la
que anhela libre e independiente, para alcanzar un mayor control
político, social y moral del país (entendiendo que el plano de la
representación ficticia corresponde al Puerto Rico de la época, tal y
como lo concibe el Zeno Gandía de fines del siglo XIX). En su espíritu
emprendedor, Juan del Salto se esmera, sobre todo, en mantener la
unidad de “la gran familia puertorriqueña” (en la que ya falta la
matriarca, como se desprende de la obra), que a la larga es la gran
familia nacional del proyecto burgués decimonónico. Pero en este
familiar proyecto el personaje falla al no poder dedicarse al ideal de
redención y liberación, y tener que ocuparse de las faenas gananciales
de la hacienda y, sobre todo, al hacerse cómplice de aquellos que
callan ante el crimen (que es más bien una ulterior metáfora de la
enfermedad y homicidio social). Sólo le queda al fracasado Del Salto
desvelarse por el hijo residente en el extranjero, a quien, como es de
esperar, se propone dejar su legado y fortuna y en quien deposita sus
esperanzas de continuidad de casta y clase. Todo parece observarlo,
con irremediable ironía, el autor implícito a finales del relato, quien,
si bien desde inicios de la obra ha participado de la ideología amplia
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del protagonista, entiende a finales la misma, que Juan se encuentra
limitado por el egoísmo que le impone su propia clase social. Mas
todo ello queda inmerso en cierta ambigüedad, pues el autor de la
obra no puede rebasar con ironía los horizontes de expectativas
sociales que le ofrecen las condiciones espirituales (simbólicas e
intelectuales) de su época. Esta incapacidad para manejar y arrojar la
ironía consistentemente sobre el protagonista-héroe es lo que
mantiene al autor dentro de los límites del crudo naturalismo unas
veces o del escapista idealismo romántico, en otras. La incapacidad
de ir más allá de esta frontera no le permite al autor crear un nuevo
nivel de inteligibilidad (de vigilancia) o punto de vista superior que
atraviese las significaciones amplias de su propia ficción. Este
superior nivel de inteligibilidad lo conduciría a cobrar mayor
conciencia de la ironía como efecto del acontecer humano y como
mecanismo retórico en la creación del discurso (tal y como ocurre en
Niebla (1914) de Unamuno en España o en Los de abajo (1911) de
Mariano Azuela en México). Pero no es así. Nuestro autor se
mantiene inmerso en la fronteriza mirada romántico-positivista del
siglo XIX.
Como he señalado, importa el que a finales de la obra, Juan del
Salto —personaje que, por su amplio reconocimiento de la
problemática del jíbaro, resulta, durante casi toda la novela, tan
privilegiado por el narrador y el autor—, y quien se cree moralmente
superior a todos los que le rodean, se convierte ante la sorpresa del
propio narrador, en un ser silencioso más, inmerso en “la charca” de
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la complicidad y el miedo que él mismo denuncia. Es después de este
irónico suceso que Juan del Salto termina abandonando sus
idealismos redentores, se dedica a aunar el capital e irse a España a
visitar su hijo. Y en este aspecto del distanciamiento que ejerce el
autor frente al protagonista que desde un principio ha admirado
tanto, obtenemos la conciencia irónica de Zeno Gandía ante lo que
sería la ideología y moralidad de su propia clase social (la clase
hacendada realmente conservadora, pero de un imaginario más
reformista que radical). Logra así escribir esta socialmente atinada
obra, que problematiza el simple naturalismo de su época, para
cerrar el ciclo del pensamiento liberal decimonónico con un gran
pesimismo e incertidumbre. Un poco después vendría la invasión
yanqui (1898).
Sobresalen en La charca dos actantes como sujetos del deseo, que
ponen en contacto con la belleza y el ideal: Silvina y la naturaleza. La
primera, que como símbolo del eros de la obra goza de amplias
simpatías del narrador, se encuentra inocentemente inmersa en “la
charca” del mundo social, sin un actante masculino que pueda
rescatarla (como es de esperarse en ese mundo estrictamente
androcéntrico y de abuso bestial hacia la mujer y el “otro”), lo cual la
dirige hacia la pulsión de muerte. La naturaleza, por su parte, es
actante presentado líricamente por el narrador, y se muestra como el
espacio de lo ideal, de la belleza, la armonía (el Eros o pulsión de
vida) que contrasta dramáticamente con el feo y naturalista escenario
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social que rodea a la enferma pero “bella” protagonista.11 Se muestra
también la naturaleza como arquetipo maternal que suple la ausencia
de ese significante familiar en el plano de lo social. A finales de la
obra, y a nivel ampliamente lírico, sólo la naturaleza (el río opuesto a
la inmunda charca) puede rescatar al símbolo del eros ideal de la
obra (Silvina) y acogerla en su “seno materno”. El exceso de
masculinidad que se encuentra en La charca (y en esto es
continuadora de La peregrinación de Bayoán) marca el desbalance en
que se fundamenta el proyecto de identidad nacional decimonónico.
Pese a su capital, y en su soledad, el patriarca Del Salto no cuenta en
el plano realista con la presencia de la sensibilidad diferenciada de lo
femenino. En este desbalance se encuentra de manera similar la
rudeza exageradamente masculinizante de Montesa, en contraste con
la sutileza de Ciro, quien es vulnerable ante las (simbólicas) fuerzas
del mal y quien termina siendo exterminado por su propio hermano.
El arquetipo de “la gran familia puertorriqueña” se encuentra
entonces en gran desequilibrio y su peor crisis autodestructiva
(infanticidio, fratricidio, suicidio, homicidio).
Enajenados de la poética naturaleza, se representan las acciones de
unos personajes que, además de estar enfermos en el sentido más 11 Pese a que el narrador representa a Silvina baja la lupa del naturalismo positivista (esta fisiológicamente, en el capítulo V, tratándose de la celebración en Vegaplana, nos dice: “Silvina está sencilla, muy sencilla. De su atavío, ceñido con gracia, desprendíase aura de atrayente juventud. Estaba bella, con sus ojos negros y sus pestañas largas y suaves. Su cuerpo delgado, esbelto, lucía galas encantadoras, mostrando el atractivo de finas líneas curvas en el dorso...” (p. 93). Se revela en la caracterización de Silvina la constante intermitencia entre idealismo poético y naturalismo de la novela en cuestión”. P. 93.
18
biológico y patológico, se muestran incapaces de acciones de
redención social y de movilidad ideológica firme (según la ideología
del narrador).12 Son personajes que traman el acto criminal o se hacen
cómplices del mismo mediante su silencio e inacción. Se trata de seres
que, según lo propone el narrador, en el momento de la pesquisa
sobre el asesinato, callan, lo cual es para el autor señal de la
incapacidad de éstos seres para el compromiso ético y moral y la
búsqueda de una verdad redentora. Y en este importante evento se
expresa el máximo punto de inflexión en la obra, pues como hemos
ya señalado, Juan del Salto, quien a través de toda el relato le había
servido de modelo moralizante al narrador que constantemente pide
acción e intervención del individuo en la esfera pública, ante los
acontecimientos del asesinato, también calla, y se retira privadamente
a pasar una feliz temporada con su hijo en España. Es decir,
fácilmente el liberal y burgués Juan del Salto, de una exigencia tan
cívica y moral, salta a otra más desprendida y de egoísmo personal.
El hombre que tanto se preocupara por alcanzar el ideal de la
redención social termina dominado y sujetado, por la falta de
compromiso social, y siendo parte de “la charca” social que él mismo
tanto criticara.
12 En el capítulo VI, el autor sale del determinismo al ofrecer el relato en que el
jíbaro Inés Mercante salva a un niño de ser llevado por la corriente del río (129). Si bien para el autor, nadie se escapa de la charca, para el autor implícito hay posibilidades de que alguien noble salve al niño nacional, del torrente del río. En ese sentido el río tiene dos acepciones: salvador y destructor.
19
En este aspecto estamos frente a una obra plenamente moderna en
cuanto el autor reconoce el triunfo de la fetichización y la reificación
de la mercancía (del capital). Y esto resulta por encima de las
aspiraciones y proyectos ya humanistas o redentores del sujeto-héroe
(en este caso, Juan del Salto).13 Se trata, entonces, de una de las
iniciales críticas isleñas al humanismo idealista occidental.
La charca, en ese sentido, somete a la mayor prueba las ideas
liberales (de búsqueda de libertad y dignidad humanas) de la cultura
letrada de mentalidad patriarcal decimonónica —que vemos en su
más optimista aparición en El gíbaro de Manuel Alonso y en su más
pesimista declinar en La cuarterona de A. Tapia y Rivera y en crisis ya
en La peregrinación de Bayoán de Eugenio María de Hostos. 14 La obra
de Zeno, no obstante, se nos revela como signo de una cultura que ha
alcanzado su problemática modernidad, en la medida de lo posible,
para fines del siglo XIX. Y lo es no sólo en cuanto capta las
contradicciones sociales del momento, sino en la forma irónica a que
13 Todos en la obra parecen sucumbir a la fuerza del capital y la esfera de egoísmo que la misma provoca (la reificación según los marxistas). El hijo de Juan del Salto, quien permanece fuera de la trama, es un sujeto sumamente idealista, según el padre y el propio narrador, en lo que se refiere a emprender un proyecto liberador para la patria. Véase en el capítulo VI la carta de Jacobo. En este sentido, el idealismo extremo del hijo contrasta con el idealismo lleno de incertidumbre del padre, y que incluye una visión positivista y pesimista de la cultura. En el momento en que escribe la obra Zeno Gandía puede verse a sí mismo como el joven idealista del pasado, y es por esa razón que en el presente en que escribe (1894) posee una óptica más paradójica y problemática de la situación colonial de Puerto Rico. 14 Ver mi ensayo “El discurso liberal de Tapia y Rivera, Hostos y Zeno Gandía”, en La na(rra)ción en la literatura puertorriqueña, San Juan: Ediciones Huracán, 2008: 54-80.
20
se acerca, pues esa es la forma discursiva más compleja de la
sociedad burguesa.15
Sabido es que la novela, desde sus inicios en la modernidad
cervantina, ha estado muy ligada a la ironía como recurso de
estructuración del discurso. Como género, la novela se vale de la
ironía al pretender separarse disimuladamente del mundo ficticio
que ella misma narra. No sólo lo realiza mediante el control que debe
asumir el autor para desprenderse de los valores defendidos por los
personajes e incluso por el narrador, sino también en cuanto a
mantenerse distante de la ideología que de ella misma
inevitablemente se desprende. Y ello por cuanto la novela es el
género social y burgués por excelencia; se vale de la adopción
distanciada de algún tipo de criterio sobre la problemática histórica,
pues sin esta cautela no se cumpliría cómo género idóneo del
logocentrismo de la modernidad.
Más habría que distinguir dónde específicamente se manifiesta la
ironía en La charca. Primeramente, habría que localizarla en la visión
satírica que posee el narrador frente a todos aquellos que rodean la
hacienda de Juan del Salto, y que con sus egoístas prácticas de
acumulación de capital (la vieja Marta y Andújar) y acaparamiento 15 La ironía es parte de la novela, el género burgués por excelencia que surge en el siglo XVIII con el vencimiento idológico que obtiene esa clase social. La novela se propone presentar la problemática del mundo con sentido dialéctico y con una problemática social concreta (un héroe problemático en busca de lo auténtico). Contraria era la visión histórica anterior, incluso en el teatro del siglo XVI, en que el enemigo o adversario en la obra literaria no era necesariamente la aristocracia sino el destino o una fuerza inexplicable y superior. Ver, del teórico seguidor de G. Lukacs, Lucien Goldmann, en The Gidden God, London: Routledge, 1964.
21
ilegal y despiadado de tierras (Galante) se presentan como lo peor de
los valores de esa sociedad. Son contrarios a los valores burgueses de
Juan del Salto, aunque bien podríamos afirmar que asumen prácticas
capitalistas, no son tan éticas y lícitas, pero que resultan similares a la
larga a las de Del salto, en cuanto a la acumulación de capital; y ello
sin que irónicamente el narrador así lo reconozca.
Pese a que en lo intelectual el narrador simpatiza con su
protagonista, como hemos señalado, a finales de la obra se ve
obligado a distanciarse del mismo, pero sin hacer referencia explícita
a esta nueva disparidad e incongruencia. Casi a finales de la obra,
luego de que Juan del Salto ha discutido elocuentemente con el
médico Pintado y con el sacerdote Esteban —tras la penosa muerte
del nieto de Marta, y respecto de lo que se debe realizar para rescatar
al pueblo de la miseria y la enfermedad— el narrador se limita a decir
(lo que ya citamos antes): “Y Juan sumó mentalmente las partidas de
café recolectadas aquel día; calculó las que aún le faltaba recoger;
pensó en las probabilidades de buenos precios. Luego pensó en
Jacobo” (p. 218). Si bien el narrador ha sido explícito al ironizar,
tratándose de otros personajes que callan y se hacen cómplices de la
corrupción y el mal, y que por egoístas (como Andújar, Gaspar,
Galante y la vieja Marta) son culpables (y a la vez víctimas) de la
enfermedad social, no lo es tan patentemente aquí cuando de
enjuiciar al protagonista y su actitud se trata. La ironía que se
encuentra en este aspecto es más bien situacional, creada por la lógica
del relato ficticio (Juan del Salto salta por encima de “la charca”), y no
22
es lo que se entiende como ironía verbal y literaria, la empleada
deliberadamente frente a un objeto (en el caso, Juan del Salto) con
cualidades incongruentes o contradictorias. Es decir, la ironía ha
sorprendido al narrador mismo y éste no ha optado por llevarla a
mayores límites, que sería lanzarla contra su propio protagonista y
sus ideales. El agente de superior inteligibilidad narrativa, el autor
(implícito), tampoco es capaz de manejar con cabal ironía al
protagonista, y mucho menos al narrador de la obra. Y ello porque el
autor real (Zeno Gandía) forma parte de la conciencia social de su
protagonista y no está del todo capacitado para superarla y verla con
suspicacia. La ironía se detiene en el nivel de lo que acontece en el
relato, sin que el narrador y el autor implícito se muestren muy
conscientes de las implicaciones escriturales de ello y mucho menos
sin que trasciendan a nivel formal del discurso (el metatexto). La
novela no es capaz de verse a sí misma en su novelar.
En este sentido, La charca se detiene en un espacio de
inteligibilidad colindante con la ironía profunda, pero sin llegar a sus
mayores límites. Es precisamente esta situación discursiva la que no
le permite a la obra reconocerse a sí misma, no la lleva a alcanzar el
metadiscurso (como muchas de las novelas más complejas de la
burguesía europea). Esta contención nos lleva a considerar que La
charca no es una obra polifónica o metadiscursiva. Para serlo tendría
que conversar e manera crítica y problemática, aunque fuera
inclinada y disimuladamente, con las propuestas que le serían
propias al autor de la obra. En verdad, la novela ironiza en algunas
23
ocasiones al propio Juan del Salto y satiriza a los personajes que
representan las fuerzas del mal, pero no expresa una visión orgánica
que inmiscuya el sentir irónico, ya sea hacia el mundo que la ocupa o
hacia la escritura y el ejercicio de representar.
Pero es en el plano del contenido de La charca donde en realidad se
ironiza. Adviértase que, en gran medida, la perspectiva idealista de
deseo de redención social fracasa, pues en el fondo no hay
explicaciones realistas o sociológicas que permitan intervenir y
superar en el conflicto humano que transcurre en el mundo de la
charca. De ahí surge, y por consecuente oposición, la visión idealista
y romántica del autor (implícito), que domina a lo largo de todo el
relato, frente a Silvina y la naturaleza como actantes. Se trata de un
mundo en el cual, para el autor implícito, existe una poética divina, y
no un mundo sin Dios, según lo conciben los novelas propiamente
positivistas (Zola). Para el autor, el ser humano se ha desprendido de
esa inteligibilidad poética y desde lo bajo de la charca social es
incapaz de reconocerla y alcanzarla por medio de la acción social. Tal
vez, por eso son muchos los críticos que no conciben esta obra como
una novela naturalista en el sentido estricto. Mas no tiene por qué
serlo.
Podemos decir, en este sentido, que a Zeno Gandía, como autor, le
ha sorprendido la ironía situacional que se da en el plano de las
acciones y los eventos de la obra. Este mismo hecho nos indica que,
como autor, no estuvo tan consciente de la capacidad desarticuladora
de la ironía como recurso literario y estético. Lo que tiende nuestro
24
autor a controlar es más bien la metáfora, que suele ser aditiva y
hurgadora de un nivel superior (ideal) de inteligibilidad. Se explica
así la mentalidad diletante a finales de la obra, cuando se concibe al
pueblo (o a Silvina) como una estatua hermosa y bella creada por el
artista, pero sin movilidad alguna, sin un artista que le pueda
conferir real vida y sensibilidad. Pero más allá de la metáfora, como
tropo ideológico, la ironía es, por su parte, restrictiva y destituyente,
y está más relacionada con el disimulo, la incongruencia y la
contradicción. En un nivel inicial en la novela se reconoce que el darle
vitalidad a dicha estatua se hace imposible debido a la enfermedad
de la raza y su incapacidad creadora. En un nivel más profundo, y tal
vez preconsciente, se concibe que la reificación y enajenación a la que
somete el trabajo de la hacienda (dominada ulteriormente por la
ganancia egoísta) no permite llevar el arte alcanzar una ética
plenamente humana.
En La charca, la ironía sorprende al autor en el plano de los
acontecimientos inmersos en su propia obra, sin que la reconozca por
completo como un tropo manipulable en y desde el discurso. Una vez
agotado el caudal de la metáfora ya realista (la charca) o romántica
(Silvina, el río), la misma es detenida (paralizada) por la aparición de
la ironía y el “detente” en la búsqueda de significado por esos lares
tropológicos. Se ve precisado entonces el autor a acudir a lo clásico
por medio de la analogía de la estatua, la cual resulta ser
precisamente Silvina, extraída del contexto del mundo encharcado,
que sólo se puede encontrar en el imaginario del arte. Silvina es un
25
signo del ideal de redimir la patria en su constitución más hermosa,
rescatada de la enfermedad social, pero no es posible. En sus
próximas dos obras, El negocio y Redentores, Zeno se torna más irónico
y paródico respecto a la posibilidad de encontrar un héroe que pueda
redimir de la degradación en el mundo y alcanzar la salvación de la
patria. La visión mítica y salvadora que se mediatiza mediante la
naturaleza, desaparece en estas obras y es el plano de intriga social el
que domina en las obras.
Como actante, Juan del Salto fluctúa entre el personaje romántico
(en cuanto es, en general, superior en grado a otros hombres) y el
altamente mimético (superior a los hombres, pero no al medio
ambiente). De ninguna manera se podría considerar un protagonista
irónico ya que el autor no se dispone decididamente a presentarlo
como inferior a nadie o con incapacidad para entendimiento de lo
superior. El hecho de que termine adoptando la conducta que tanto
critica (el silencio y la inacción redentora) implica que el deseo del
autor por representar la realidad es traicionado por la lógica que
alcanza el discurso en su proceder, con un potencial héroe que pierde
autoridad y capacidad heroica. La ironía situacional termina
desarticulando el texto. Recuérdese que para los teóricos de la ironía
romántica, incluso para el propio Lukács, la novela alcanza su
madurez sólo cuando deviene consciente de sí misma como objeto de
representación e interviene en su aparato formal; cuando es irónica,
como bien ya lo demostrara el Quijote (tal y como lo entiende el
26
formalismo ruso16). Si bien el autor de La charca es en ocasiones
irónico, lo es contra aquellos agentes que no actúan de acuerdo al
proyecto de trabajo y de higiene que respalda la mentalidad
burguesa y que muy bien identifica, en general, a Juan del Salto.
Los seguidores de Georg Lukács (1885-1971) entienden que la
ironía representa un proceso involutivo en que un sistema discursivo
viene a reflexionar sobre sí mismo. Se trata del momento en que la
representación deviene consciente de sí misma y se convierte en
metatexto (en hermenéutica). Según un teorizante más
contemporáneo, Hayden White (1928- ), la ironía representa un
estado metatropológico en que la naturaleza problemática de la
capacidad representativa del lenguaje es reconocida y en la que
emerge un nuevo paradigma cuya mirada es de autocrítica.17 Se trata
de uno de los mayores alcances de la novela moderna y que la novela
postmoderna continúa con mayor conciencia deconstructiva y
paródica. Podemos decir, en ese sentido, que Zeno se asoma a uno de
los mayores alcances estéticos de la modernidad de fines del siglo
XIX y principios del XX. No alcanza, sin embargo, la ironía ya
plenamente moderna que identificamos en Niebla de Unamuno o Los
16 Victor Shklovski y Boris Eichenbaum sostienen que más allá del simbolismo y el realismo el arte literario es mecanismo formal de extrañamiento, desfamiliarización del lenguaje mismo. Sus mayores muestras de este proceso son Tristam Shandy y Don Quijote. Del primero: Theory of Prose (1919), traduc. de Benjamin Sher, Illinois: Dalkey Archive Press, 1990. 17 De Georg Lukács, Teoría de la novela (1916), Barcelona: Grijalbo, 1975 y de Hayden White, Metahistory, Baltimore y London: Johns Hopkins University Press, 1973; Tropics of Disourse: Essays in Cultural Criticism, Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1973.
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de abajo de Mariano Azuela. En estas novelas encontramos a un autor
implícito como sujeto de la enunciación, plenamente consciente de su
irónica “presencia” en el texto. Son obras dotadas de un autor
consciente de que el mundo representado no tendría por que ser (no
es) como ellos lo desean; su perspectiva resulta en una de la múltiples
miradas en el texto y no es impuesta con autoritarismo ingenuo. La
charca, aunque ve con ironía muchos de los aspectos de los que trata,
no se sospecha o se ve a sí misma como objeto de esa misma mirada.
La óptica de Zeno está demasiado apegada a las construcciones que
le brinda su propia clase social. La novela no puede, desde esa
inteligibilidad ideológica, alcanzar el nivel de autonomía requerido
para criticar la sociedad burguesa y proporcionarle al arte su esfera
de libertad “espiritual”. No obstante, es la mejor obra del realismo
(tal vez latinoamericano en general), porque tolera este tipo de crítica
tan deconstruccionista, contrario a la mayoría de las otras obras de su
tiempo, las cuales son sumamente mediocres (incluyendo también las
del resto de Latinoamérica).
Para el deconstruccionista Paul de Man, el emerger de la novela
como género moderno debe ser visto como el resultado del cambio en
la estructura de la conciencia humana; el desarrollo de la novela
refleja las modificaciones en la manera en que “el hombre” se define
a sí mismo en relación con otras categorías de la existencia. Si bien así
se conducen las novelas realistas, son los marxistas de la modernidad
(como Lukács, Adorno, Goldmann) quienes más adelante pueden
darle expresión ya propiamente teórica (de mayor consciencia
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cognoscitiva) a estas pretensiones del novelar burgués. En sus
teorizaciones se reconoce plenamente que la concepción de la
relación entre la conciencia y el mundo, y los modos de representarlo
mediante el arte, es de carácter dualista en su manera de concebir la
oposición objeto/sujeto. Esta concepción marxista de la
contemplación del mundo se explica dentro de las relaciones que
impone el modo capitalista de producción y la reificación del
individuo inmerso en la sociedad del capital.18 Luego de esta posición
marxista está la noción de que sólo nos ponemos en contacto con la
realidad a través de algún tipo de signo, de lenguaje, de metáfora.19
Pese a que Zeno repudia tanto la presencia del capital en lo social,
sí estamos con La charca frente a una novela típicamente burguesa
dominada en su codificación semiótica (del dominio del lenguaje) por
estas dualidades que conducen en el fondo al binarismo y la
reificación que impone el mundo capitalista. Zeno reconoce algo muy
importante en el novelar, según las ideas que aquí nos animan: que
en la lucha entre el bien y el mal está el lenguaje que la concibe y la
representa (la lucha).
Dentro de este contexto, para los lukacsianos, la conciencia irónica
es la más alta expresión de libertad en un mundo sin Dios (esto como
metáfora del céntrico ordenamiento en el mundo moderno). Un poco
18 De J. M. Bernstein, The Philosophy of the Novel. Lukács, Marxism and the Dialectics of Form, Minneapolis: University of Minnesota Press, 1984. 19 Los alemanes seguidores de Marx y Freud, los de la Escuela de Frankfurt, lo reconocen así antes que los postestructuralistas. Ver mi libro Modernidad, postmodernidad y tecnocultura actual (San Juan: Publicaciones Gaviota, 2011): 181-207; 254-274.
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antes de estos pensadores materialistas, los teóricos románticos
creyeron que a través de la ironía se podía trascender el dualismo del
sujeto-objeto (antes señalado), la antinomia de la relación entre el
sujeto y el mundo finito que lo rodea mediante la “ironía romántica”,
con la cual el artista aspira a lo infinito y trascendente, una superior
subjetividad en un mundo reificado (ordenado por el capital). En el
mundo moderno de la alienación y la reificación, donde el sujeto está
formado por la necesidad del trabajo y por su habilidad de crear y
producir, este adquiere sentido, primeramente como mercancía. De
ahí que exista una tendencia a separar el ser definido desde la inercia
de la mercancía y lo que se cree que es el Ser en el reino de la libertad.
Tanto los románticos como muchos novelistas de la modernidad
industrial consideran que la ironía atrapa el momento de reflexión
cultural en que se quiere trascender el mundo de la necesidad y de lo
empírico para alcanzar el distanciamiento espiritual del ser frente a la
materialidad del existir.20
20 Friedrich Schlegel (1772-1829) creó junto a su hermano August W. Schlegel el concepto clásico de “ironía romántica”, ampliado de la ironía socrática, en el sentido de que más allá de la contradicción y la tragedia se encuentra el “humor” humano (el distanciamiento risible de sí mismo y del mundo). La ironía permite al artista colocarse por encima de toda finitud y limitación para alcanzar una conciencia plena. El artista debe anularse en su genio creador y elevarse a la síntesis que disuelve la finitud y la inadecuación. Véase el capítulo siete (“Friedrich Schlegel”) de Joseph Dane, en su libro The Critical Mythology of Irony, Athens: Georgia University Press, 1991, pp. 100-118. Esta es la labor superadora del novelista, no apegarse por completo a los valores burgueses y trascenderlos mediante el distanciamiento irónico del autor frente a las contradicciones del mundo narrado. El arte, para cumplirse como tal, debe superar los signos contradictorios que ofrecen la lucha social en el mundo, y ello mediante una
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Pese a su contención, y en su incapacidad de representar más allá
de la ideología de su “héroe” Juan del Salto, y de manejar formas que
superaran el realismo idealista, Manuel Zeno Gandía en La charca
logra mucho del proceder irónico que se acaba de señalar. Estamos
ante la novela que los críticos llaman “flor del novelar isleño”21, la
cual sigue todavía interpelando a los lectores puertorriqueños con sus
arquetipos del eros en Silvina, la necesidad de sobrevivir, la lucha
ante la injusticia, la muerte (Tanatos) como fenómeno que afecta a los
individuos y que atemoriza la estabilidad cultural del ethos de un
pueblo. Así también la novela llama la atención del ser nacional
puertorriqueño en cuanto también clama a la esperanza de salvar el
niño, la mujer abandonada, de superar “la charca” mediante el
alcance del río, y de admirar el ser artístico que inspira la exuberante
naturaleza isleña.
mirada irónica y distanciada que permita el alcance de la forma, de lo estético, y de la novela como un objeto artístico difícil de articular. 21 Así la llamó Francisco Manrique Cabrera en su Historia de la literatura puertorriqueña (Río Piedras: Editorial Cultural, 1986), p. 180. Todavía para la década del 80, muchos estarían de acuerdo con Josefina Rivera de Alvares en que: “Como obra de narración que profundiza en los conflictos humanos y sociales de Puerto Rico, muestra La charca una armoniosa trabazón arquitectónica general, lo que unido a sus otros méritos, le da rango indiscutible de máxima creación en el campo de la novela insular del XIX, incorporándola a su vez, como uno de los relatos mejor contados en Hispanoamérica, según juicio de Ciro Alegría, el rico caudal de la novelística hemisférica de lengua española” (Literatura puertorriqueña: su proceso en el tiempo (La Habana, Madrid: Ediciones Partenón, 1983, p. 243).