Irene, de Ana María Ribes Crespo

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Consigue este relato completo en http://www.EdicionesBabylon.esSinopsis:«Te llevaste mi alegría y mi vida entera, Irene».Miguel se considera un hombre hecho a sí mismo, triunfador, merecedor de todos los placeres que la vida pone a su alcance. Sus días transcurren entre el trabajo y las bellas mujeres a las que toma y deja a conveniencia. Tal es su egocentrismo que sólo cuando la casualidad lo lleva a conocer a la enigmática Irene, el mundo cobra para él un nuevo sentido, pues en su obsesión por conseguirla, ve el vacío que encierra su propia alma.Un relato intenso y directo con el que Ana María Ribes Crespo te robará el corazón.

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ADVERTENCIA

Este libro contiene algunas escenas sexualmente explícitas y lenguaje adulto que podría ser considerado ofensivo para algunos lectores y no es recomendable para menores de edad.

El contenido de esta obra es ficción. Aunque contenga referencias a hechoshistóricos y lugares existentes, los nombres, personajes, y situaciones sonficticios. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o muertas, empre-sas existentes, eventos o locales, es coincidencia y fruto de la imaginación del autor.

©2015, Irene©2015, Ana María Ribes Crespo©2015, Ilustración de portada: Jorge Monreal

Colección Amare, nº 20

Todos los derechos reservados.No está permitida la reproducción total o parcial de cualquier parte de la obra, ni su transmisión de ninguna forma o medio, ya sea electrónico, mecá-nico, fotocopia u otro medio, sin el permiso de los titulares de los derechos.

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Para Keyla y Carlos, que fueron los primeros en leer esta historiaY para José María, por todo lo demás

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Te llevaste mi alegría y mi vida entera,

Irene

Antes de conocerte nunca sospeché que pudiera existir alguien como tú. Imagino que siempre he sido un ingenuo. Compréndelo, la vida siempre me ha tratado bien. Desde mi niñez a mi madurez, lo he tenido todo; he pedido con la boca grande y he recibido a manos llenas. Todo cuanto podía desear ha sido mío. Mi familia se encargó de eso, ya que yo era atractivo e inteligente, de modo que no había de faltarme de nada. Pagaron para mí el mejor colegio privado que pudieron encontrar, costearon sin vacilar la mejor universidad. Me encontré con veintitrés años desbordado de magníficas ofertas de empleo, y yo deseché mucho con tal de ser periodista de la prensa, de escribir en el periódico. Cuando te conocí, Irene, yo era un exitoso reportero, a mis treinta años bien cumplidos tenía buen trabajo, buena vivienda, y caminaba insolente con mi aura de grandeza y autosuficiencia sin descender mi vista hacia el resto de los míseros mortales. Menudo payaso debí de parecerte.

Creía que me había ganado todo lo que tenía. Era consciente de hasta la última fibra de mi cuerpo alto y fornido, de mi cabello oscuro y mis ojos azules, que han vuelto locas a las mujeres de mi entorno desde que tenía seis años por lo menos. Armas que empleaba para capturarlas, armas que reemplazaba por mi fino sarcasmo y todo mi elegante desprecio cuando, cansado de ellas, las arrojaba de mi lado. Sí, sin duda debí de parecerte un imbécil de la cabeza a los pies.

En aquel momento ya no podía estar más satisfecho de mí mismo, de mi vida de éxitos continuos y ningún fracaso, de mi soltería elegante que me permitía reemplazar continuamente a las mujeres en mi vida. Todas las compañeras de trabajo que quise tener, las tuve. Todas las divas que entrevisté, si quise llevármelas a la cama, me las llevé. Y cuando las olvidaba sé que me odiaban y decían que era un ser horrible, pero no les hacía más caso que a los mendigos que pedían dinero por la calle. Yo era un profesional en todo: en mi trabajo, en mi vida privada, como ciudadano, como ser humano racional y pensante.

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Tú, Irene, diste un vuelco a mi perfección cotidiana. Solo tú hiciste que me mirara al espejo y descubriera el ser repugnante, desalmado y engreído que soy. Y cuán vacía estaba mi vida antes de que llegaras tú. Y cuán vacía está ahora, ahora que te has ido.

Recuerdo el día en que te conocí como si hubiese sido ayer. Fue el primer día de mi vida; antes de ese momento, sólo existí. Entré con la cabeza alta, como de costumbre, a aquella elegante cafetería enfrente de la sede donde trabajaba a diario. Nunca cometía la torpeza de sentarme en las mesas, donde pasaría más desapercibido que si me acomodaba sensualmente en la barra y pedía con aire aburrido mi habitual café con leche y tostadas. Las mujeres siempre se fijaban en el aire aburrido de un atractivo varón y en su voz grave y profunda. Pronto capté por el rabillo del ojo, mientras la ruborizada camarera me servía con mano temblorosa el café, que había una mujer, una sola mujer en toda la cafetería, que no me estaba observando, ni discreta ni descaradamente.

Estaba sentada en una mesa junto a la ventana. Ya había concluido su consumición, una infusión de tila. Con la barbilla apoyada en la mano, contemplaba abstraída la calle, sin verla. Nadie hubiera dicho que era especialmente bella. Llevaba pantalones vaqueros y un jersey negro de cuello alto y mangas hasta las muñecas. El pelo, largo, liso y castaño, le caía hasta los hombros y por la espalda. Aunque su perfil era delicado, ni en su nariz chata ni en sus ojos negros había nada especial. Quizá en los labios, algo sensuales, pero apretados en un gesto decididamente mediocre.

Era el tipo de mujer que yo sólo me hubiera llevado a la cama por ver si su cuerpo era decididamente más interesante que su cara. Y eso si me hubiera sentido especialmente animado. En aquel momento pasaba por una fase de aburrimiento y desidia que me hubieran impedido interesarme por una mujer tan vulgar, si no fuera porque ella no me estaba mirando. Era inconcebible. Probablemente era estúpida y ni se había dado cuenta del Adonis que había aparecido en su órbita. Era necesario reparar el error.

Tomé mi café y mis tostadas y me apresuré a acercarme. Rara vez pedía permiso o esperaba a ser invitado. Ésa es la actitud de los perdedores, de quien no se come una rosca, y yo era un triunfador. Al menos, eso creía entonces.

Así que me acomodé ante aquella Femina vulgaris con mi mejor actitud insolente, y sólo cuando ya estaba bien sentado y había empezado a dar cuenta del café y las tostadas, le dije:

—Imagino que no te importará que me siente aquí. La barra es sumamente

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incómoda y me da la sensación de estar siendo observado.Qué mediocridad la mía. Lentamente giró su rostro hacia mí y me

observó por vez primera. Ahora que la tenía de cerca, pude constatar la profundidad de sus ojos negros. Era joven, no podía tener más de treinta, pero tenía ojos de anciana, espesos, sabios, y llenos de un pesar que me era totalmente desconocido. Me miró durante unos instantes y luego paseó su mirada por el resto de la cafetería. La barra estaba desierta y había muchas mesas disponibles en las que yo podría haberme sentado. Un par de rubias, desde otra mesa, parecían más que dispuestas a que yo me sentara allí. Volvió a mirarme como para notificarme que se había dado cuenta de mi burda estrategia.

Me encontré con una sensación desconocida. Por primera vez fui consciente de que yo estaba siendo una molestia. Ella había estado allí a gusto, en soledad, meditando tranquilamente, hasta mi aparición. Sin embargo, se limitó a asentir levemente y a dejar caer sus manos (por cierto, muy finas) en el regazo, y a retorcer los dedos disimuladamente.

Me pareció una mojigata virginal que probablemente no había estado con un hombre en su vida. Me pregunté cómo sería desnuda. Normalmente no solía hacer el amor con vírgenes, eran muy fastidiosas con sus quejidos y sus sustos de primera vez, pero llegué a pensar, perversamente, que sería agradable enseñarle a aquella mosquita muerta lo que era un hombre de verdad. Sin conocerla, ya la estaba juzgando. Y todo porque me sentía retado, si no ofendido, por su aparente indiferencia hacia mí.

Decidí romper el hielo.—Me llamo Miguel —dije sin dejar de comer, concentrando todo mi

carisma en aquella presentación—. Soy periodista, trabajo en ese periódico de ahí enfrente. Pero llámame Mike. Mis amigos siempre me llaman Mike. ¿Te suena mi nombre? Suelo escribir en la columna de opinión y me encargo de la sección de Internacional.

Ella sonrió levemente. Su pálido y mortecino rostro pareció cobrar algo de vida.

—No leo ese periódico. Soy de izquierdas.La respuesta fue tan seca que probablemente el café que me estaba

tomando no me supo más amargo. Decidí que era una zorra insolente y maleducada. ¡Y decirme que era de izquierdas! Como si yo fuera de derechas. Realmente la orientación política de mi periódico me traía sin cuidado, había ido allí porque me ofrecían mejores condiciones y me pagaban más.

Al parecer, ella ya había decidido algo semejante sobre mí, pues ya se estaba levantando para irse. Me dolía mi fracaso, aunque no sabía cómo demonios había hecho yo para llegar ahí. Normalmente a aquellas alturas

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una mujer solía estar interesada por mi fascinante personalidad, pero ella sólo daba muestras de que le hubiera fastidiado la estancia.

—¿Ya te vas? —traté de retenerla—. Ni siquiera me has dicho tu nombre.Vale que el recurso ya era un tanto torpe, pero estaba claro que ella no

era como las mujeres inteligentes y normales. Se giró y me miró como si me viera por primera vez, y su visión de matrona ancestral le reveló a un gilipollas vestido de traje demasiado narcisista como para no pensar en nada más que en sí mismo.

—Yo soy Irene.Esas tres palabras cambiaron mi vida, aunque entonces no lo pensé, por

supuesto. Observé tus labios, liberados de repente, pronunciar tu nombre. Irene. I-re-ne. La punta de la lengua rozando el cerco de tus dientes. El suave suspiro, reminiscencia del espíritu del original griego, deslizándose entre tus labios. I-re-ne. Paz, serenidad. Comunión de todos los pueblos. Irene.

Te diste la vuelta, porque tus ojos no podían perder más el tiempo en alguien tan vulgar como yo. Te alejaste mientras yo era perfectamente consciente de la cadencia rítmica y suave de tus caderas al moverse. Y abandonaste la cafetería sin mirar atrás.

—Puta —mascullé.Luego engullí el resto de mi almuerzo, furibundo. Las rubias seguían

mirándome, divertidas. Desde luego, cada una de ellas era cien mil veces más guapa que Irene. Se les iluminó la vista cuando me cambié y me senté en su mesa.

Horas más tarde, después del trabajo, me las llevé a la cama. Nunca había hecho el amor con dos mujeres a la vez, pero fue una experiencia definitivamente grata e interesante. Me sacié de sus cuerpos blancos y esbeltos, sin duda más bellos que el de Irene, recorrí con mis dedos y mi lengua hasta el último reducto de sus anatomías. Las penetré diversas veces y por todas partes, embebiéndome del perfume de sus cabellos dorados, más bellos que los de Irene, de sus senos abundantes, más bellos que los de Irene, sin duda, aunque no se los había visto ni sabría adivinarlos bajo la gruesa tela de aquel jersey. Dormité dichoso toda la noche enredado en los cuerpos de aquellas beldades, a las que saqué de mi vida la mañana siguiente y nunca volví a ver. Sólo recuerdo, a lo largo de aquella interminable noche de desenfreno, tan similar a otras tantas noches de mi vida, que me desperté sobresaltado en diversos momentos, con un susurro irreal resonando en mis oídos.

I-re-ne.

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