INTRODUCCION A UN CUENTO MEDIOMILLONARIO · Escribiré el cuento. Y gracias por el café. Nunca me...

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Los Cuadernos Inéditos z o w ü o , o E o 76 TRODUCCION A UN CUENTO MEDIOMILLONARIO Jo Lu Gar E n el bar de Sincronía*, en plenos Idus de Marzo, leo en un periódico que el industrial don Abilio Cuesta (Puertas Cuesta se llama su negocio), ha creado un premio de cuentos, dotado con medio millón de pesetas, llamado «Puerta de Oro», y nunca mejor di- cho. El 21 de junio, puerta del verano, se fallaría. Bien. Una voz bramó a través del dictono de la cafetería: «¡Garci, que baje a la sala tres!». Yo entonces andaba a vueltas con las mezclas de mi pelula El Crack. Quiero decir que no eran momentos para pensar en escribir relatos. Ni Miguel Sinde -mi querido monta- dor- ni, menos aún, Esteban Alenda o Paco Hueva -mis queridos coproductores-, me lo hubieran permi- tido. Mi obligación era concentrarme en El Crack. Ver la forma de no arruinar a mis amigos. Ofrecerle a Inocencia Guerrero una maravillosa película para su incomparable cine Colisevm, palacio del espectáculo. Y olvidé el asunto. Pasó el tiempo. Una hermosa mañana de lluvia y frío, en la calle Ortega y Gasset, antes Lista, estoy a punto de ser atropellado. El asesino, mientras se baja de su Ch sler 150-S, me grita: -¡Garci, vio pirata, has estado a punto de es- tropearme el coche! -¡Hola, Raúl, vaya, lo siento! ° -le digo yo. Y es entonces cuando Raúl Toes, mi asesino, se compadece un poco de mí. Limpia las salpicaduras de barro de mi chaqueta con coderas modelo profesor de Berkeley, me mima, me invita a un descafeinado y, atentos, me dice que por qué no me presento al premio «Puerta de Oro». -¡Ah, sí -le contesto-, el premio de don Abilio Cuesta! -Exacto. El premio más importante de Europa y Latinoamérica en su género. Oye, quinientas mil pesetas por cinco folios. Además -insiste-, habrá un jurado justo: yo, Manolo Alcántara, Pedro Crespo, Jesús Pica- toste... -No sigas, Raúl. Escribiré el cuento. Y gracias por el café. Nunca me había presentado a ningún concurso. ¿Que por qué? Por miedo. Miedo a quedar el último. Miedo a que las fotocopias quedaran borrosas. Miedo a que mi madre dijera: «¿Lo ves, hijo?, eres un desastre, siempre te lo dije, nunca debiste abandonar el Ba- nesto»... Sí, miedo al fracaso. Y dé el asunto. Pasó más tiempo. Recuerdo la tarde. Tardes así no se olvidan. Estaba en mi oficina a solas con Camarasa, inyectándome recortes y más recortes sobre El Crack. Se me acusaba, con cierta franqueza, de haber evitado

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INTRODUCCION A UN

CUENTO

MEDIOMILLONARIO

José Luis Garci

En el bar de Sincronía*, en plenos Idus

de Marzo, leo en un periódico que el industrial don Abilio Cuesta (Puertas

Cuesta se llama su negocio), ha creado

un premio de cuentos, dotado con medio millón de pesetas, llamado «Puerta de Oro», y nunca mejor di­

cho. El 21 de junio, puerta del verano, se fallaría. Bien. Una voz bramó a través del dictáfono de la cafetería: «¡Garci, que baje a la sala tres!». Yo entonces andaba a vueltas con las mezclas de mi película El Crack.

Quiero decir que no eran momentos para pensar en

escribir relatos. Ni Miguel Sinde -mi querido monta­dor- ni, menos aún, Esteban Alenda o Paco Hueva

-mis queridos coproductores-, me lo hubieran permi­

tido. Mi obligación era concentrarme en El Crack. Verla forma de no arruinar a mis amigos. Ofrecerle a

Inocencia Guerrero una maravillosa película para su

incomparable cine Colisevm, palacio del espectáculo. Yolvidé el asunto.

Pasó el tiempo. Una hermosa mañana de lluvia y

frío, en la calle Ortega y Gasset, antes Lista, estoy a punto de ser atropellado. El asesino, mientras se baja de su Chrysler 150-S, me grita:

-¡Garci, viejo pirata, has estado a punto de es­tropearme el coche!

-¡Hola, Raúl, vaya, lo siento!°-le digo yo.

Y es entonces cuando Raúl Torres, mi asesino, se compadece un poco de mí. Limpia las salpicaduras de

barro de mi chaqueta con coderas modelo profesor de

Berkeley, me mima, me invita a un descafeinado y, atentos, me dice que por qué no me presento al premio «Puerta de Oro».

-¡Ah, sí -le contesto-, el premio de don Abilio

Cuesta! -Exacto. El premio más importante de Europa y

Latinoamérica en su género. Oye, quinientas mil

pesetas por cinco folios. Además -insiste-, habrá un jurado justo: yo,

Manolo Alcántara, Pedro Crespo, Jesús Pica­

toste ... -No sigas, Raúl. Escribiré el cuento. Y gracias

por el café. Nunca me había presentado a ningún concurso.

¿Que por qué? Por miedo. Miedo a quedar el último. Miedo a que las fotocopias quedaran borrosas. Miedo a

que mi madre dijera: «¿Lo ves, hijo?, eres un desastre, siempre te lo dije, nunca debiste abandonar el Ba­nesto» ... Sí, miedo al fracaso. Y dejé el asunto.

Pasó más tiempo. Recuerdo la tarde. Tardes así no

se olvidan. Estaba en mi oficina a solas con Camarasa, inyectándome recortes y más recortes sobre El Crack.

Se me acusaba, con cierta franqueza, de haber evitado

Los Cuadernos Inéditos

en mi película un estudio comparativo entre lo cognos­

cible como desventaja social y la banalidad como mé­

todo. Y demás, hacía calor. Lois, sabor tropical, decía

mi telefunken cuando sonó el teléfono. Era un crítico

«new wawe».

-¿Cómo te has atrevido -gritó visiblemente alte­

rado- a dedicarle tu bodrio a Dash? ... ¡Tú ocúpaie

de los viejos tiempos -ahora ya aullaba sin disimu­

los-; sigue con tu maldita nostalgia; pero deja a

Hammett para nosotros!. ..

Sin darme tiempo a preguntarle si había visto Kage­musha en versión original sin subtítulos e íntegra, el

crítico «new wawe» colgó estrepitosamente.

A los dos segundos, me di cuenta de que estaba en

las cuerdas. El crítico «new wawe» tenía razón y me

había puesto K.O. Yo no estaba capacitado para

nada, y menos aún para escribir esa historia que venía

pensando de cara al premio de don Abilio: la crisis de

identidad de un veterano de Vietnam que, tras ver en

un cine al aire libre de Fuengirola ( el Salón-Terraza

Sohail), un film de Fassbinder acerca de la indefensión

como recurso ante el paro, llega a la conclusión de que

su problema es más grave: pues no sólo ignora quién es

en realidad, sino que tampoco recuerda el nombre de

su postre favorito, cuando era niño, allá en Vinetka,

Illinois, y mamá le decía: «¿Para quién es este pedazo

de tarta?», mientras le sonreía -las mejillas encarna­

das, encarnadas- a través de la puerta de alambre.

No, no y no. Nunca podría hacer ese relato. Lo único

que sabes hacer -me digo-, es lloriquear por los viejos

tiempos. «Puaff, viejo Garci, me das asco», susurra mi

Lexicon 80 para acabar de arreglarlo.

Puestas así las cosas, decido escribir sobre los reac­

cionarios tiempos de la infancia con la idea de quitarle

el medio millón a don Abilio. Y un par de horas des­

pués, termino el relato. Es de noche. Por la M-30,

cientos de conductores en cientos de automóviles se

insultan sin descanso. Anoto que de ahí podría salir un

bonito artículo en la más pura línea del nuevo perio­

dismo. Llamo a Woody Allen. El contestador me in­

forma que se ha ido al Michael Pub a tocar el clarinete.

Pero es mentira. Yo sé que está. Por eso, decido leer mi

historia al contestador. Nada más terminar, me llama

Woody. «Vas a ganar el premio», me dice. Y añade:

«Si el año que viene no se presenta Juan Cueto, dile a

don Abilio que voy a mandarle un asunto acerca del

injusto abandono de la palabra «camp», la sonrisa como work in progress en Calvo Sotelo y el Mundiaft.82».

Bueno, el caso es que Woody tiene razón, y la noche

del 21 de junio don Abilio me da el cheque. Desde el

mismo salón ámbar del Meliá, llamo al crítico «new

wawe»: Mira, ha pasado ésto, le digo, pero te prometo

que es la última vez que escribo algo en relación con

los malditos viejos tiempos. Esta misma noche empiezo

otra vez, a tumba abierta, con el «Finnegans Wake», y

a ver qué pasa.

* Estudios de sonorización y doblaje, en Madrid.

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LOS MEJORES ANOS DE NUESTRA VIDA

J. L. G.

A 1 salir de clase, a las · seis, estaban esperándome mi padre y mi amigo Ger­vasio. Aquello no era normal. El co­razón empezó a latirme con mucha fuer­

za. Gervasio era casi un año mayor que yo. Du­rante un tiempo éramos iguales. Pero en marzo él siempre se ponía por delante. Ahora, yo tenía que igualarle a trece. Vivíamos los dos en la misma casa grande de la calle Narváez, junto al diario «Pueblo», en el mismo piso sexto, pared con pa­red. Cuando me refería a Gervasio, yo siempre decía: «Pues un amigo de mi casa dice que ... ». Entonces había muchas clases de amigos: los del colegio, los del barrio, los del veraneo ... Gervasio era de los mejores: de casa. Tenía granos en la cara, llevaba gafas y era tan esmirriado como yo. Estudiaba al tiempo que aprendía un oficio en la Paloma, cerca de la Dehesa de la Villa. Yo, ter­cero de bachiller en el Latino-Español, al final de Ibiza. A Gervasio y a mí nos unían varias pasio­nes. La primera, la que sentíamos por Rosi, una vecinita del quinto, algo mayor que nosotros, y que tenía los ojos del mismo color violeta que Elizabeth Taylor. A Rosi, jugando a las prendas, Gervasio y yo le tocamos las tetas -pequeñas y duras como piedras- una noche de verano justo en la parte de atrás de Florida Park, en el Retiro, al tiempo que escuchábamos cantar a Irma Vila y sus mariachis, y mientras nuestros padres y la tía de Rosi tomaban horchata en el kiosco que había -y hay- en el Paseo de Coches frente a la Casa deFieras. Nuestra segunda pasión conjunta eran laspelículas. En su amor al cine, Gervasio era el nova más de cómo lo vivía. Una vez, siendo máspequeños, en el cine Alcalá, viendo «Las mil yuna noches», y al ver la saña con que torturaban aSabú, Gervasio no pudo resistirlo y se desmayó.Por último, los dos éramos hinchas del Atleti deMadrid, tanto, que Silva o Ben Barek nos pare­cían mejores que Di Stéfano.

Mi padre hizo señas de que me acercara rápido. Estábamos en mayo y hacía calor. Ya había ter­minado la temporada de jugar al tacón y ahora jugábamos a las bolas. En mi clase, todas las tardes, a la salida, teníamos organizado un cam­peonato. Los bulevares de Ibiza, donde antes ha­bían estado los puestos del Mercado, tenían unos guás naturales magníficos. Esa tarde, Reviriego y yo, de compañeros, íbamos a disputar la final a Losada y Merchán. Ellos, con unas bolas de cris­tal, azuladas, muy bonitas; nosotros, con unas de acero, pequeñas y ligeras.

Cuando llegué junto a mi padre, Gervasio sólo dijo un «¡Hola!» muy apagado. Estaba pálido, las manos metidas en el mono, la mochila sobre los

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hombros. Era la primera vez que mi padre venía a buscarme al colegio. Llevarme, sí; me llevaba al­gunos días después de comer, a las tres, pero ... a esa hora él tenía que estar trabajando.

La madre de Gervasio se había muerto. Se lla­maba Constanza. Era alta, morena, de enormes ojos negros algo abombados. Muy parecida a la Katy Jurado de «Sólo ante el peligro». Una embo­lia, dijo el médico del Seguro. Estaba recogiendo los cacharros, se sintió mal y no le dio tiempo ni de avisar. Mi madre, al enterarse, corrió a casa de don Justo, el vecino de nuestro piso que tenía teléfono, y llamó a mi padre a la peluquería. En­tonces, mi padre pidió permiso y organizó todo. Avisó por conferencia, a Sama de Langreo, a la familia de Constanza; localizó al padre de Gerva­sio, el señor Manolo, topógrafo de profesión, que últimamente trabajaba por la Alcarria; recogió a Gervasio en la Paloma ... , y, bueno, la idea de mi p�dre era meternos en el cine mientras él seguía c9n lo del entierro, las esquelas, más llamadas ...

¡Ni Gervasio ni yo sabíamos entonces la dimen­sión real de aquel hecho. La gente se moría en las películas, pero volvía a salir. Una vez, en el cine Salamanca, Gervasio y yo habíamos visto morir, atravesado por las flechas sioux, a Errol Flynn haciendo de general Custer, pero al rato, tras el descanso, volvimos a verle como siempre, rién­dose y dando brincos, en «El burlador de Casti­lla». Claro que Gervasio y yo, aunque no quisié­ramos admitirlo, estábamos convencidos de que la vida, por desgracia, no tenía nada que ver con las películas.

Ibamos callados. Mi padre había cogido la mo­chila de Gervasio y mi cartera. Nos daba como vergüenza miramos. Yo quería decirle muchas co­sas a mi amigo, pero no podía, un absurdo pudor me lo impedía. Era incapaz de mirarle a la cara y decirle: «Lo siento mucho, Gerva, me cago en diez, Gerva, no hay derecho ... Gerva, yo quería mucho a tu madre, la quería, tú lo sabes, más que a mis tías y mis primos de Gijón, y muchísimo más, dónde va a parar, que al idiota de mi pa­drino ... Jo, Gerva, qué mala suerte, pero no te preocupes, no te vas a quedar solo, tú eres mi amigo, más amigo que mis compañeros de clase, y mucho más que los de la pandilla del verano, los de Miraflores ... Gerva, te lo digo en serio, puedes hacer uso de mi madre como nueva madre tuya ... ». Pero no le dije nada de eso. En cambio, le pregunté:

-¿ Quieres que vayamos a ver «Magnolia»?-¿Dónde la echan? -pregunto él.-En el Ibiza -contesté-. Es en technicolor y

se desarrolla en el Mississippí. Gervasio, al cabo de un rato, asintió con la

cabeza, y luego dijo: -¿Sabes que el Mississippí es el río más

largo del mundo? -Sí. ¿ Y el más caudaloso?-El Amazonas -dijo él.

* * *

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«Los mejores años de nuestra vida» (1946), de William Wyler.

Fuimos al Ibiza. Antes, mi padre nos compró en la lechería dos barritas de pan Viena y dos onzas de chocolate Nogueroles. Nos dijo que a las nueve vendría a recogemos y nos dio un beso a cada uno. Mi padre estaba muy afectado y tenía ojeras.

Entramos justo cuando el chico y la chica de una película inglesa en blanco y negro se abraza­ban y se miraban felices a los ojos, mientras la música subía y aparecían las letras «The End». Se encendieron las luces. Apenas pude reconocer el entresuelo del Ibiza. Aún no sabía que los cines son diferentes según sea el día o la hora. Aquél cine Ibiza de entre semana, sin chiquillería, sin gritos, era tan irreal como un sueño. La voz de Marcelo gritando «Al-rico-bombón-helado-frigo­de-nata-y-chocolate», apenas se oía. Predomi­naban las mujeres, en grupitos pequeños, comen­tando las novelas de la radio. Algunos hombres habían salido a fumar al vestíbulo. Sonó el timbre con una potencia desconocida y empezó la pelí­cula.

«Magnolia», que en inglés se llamaba «Show Boat», era en colores y salía el Mississippí y había también barcos de esos de aspas grandes que le­vantaban el agua. «Magnolia» tenía demasiadas canciones. Cada dos por tres, plás, se interrumpía la acción y los artistas se ponían a cantar. La parte hablada estaba mejor. Kathryn Grayson era muy guapa, y Joe E. Brown, muy simpático. La única tabarra era Howard Keel, que nunca dejaba de cantar. Ah, y trabajaba Ava Gardner, que hacía de chica que se torcía un poco. Ava Gardner era maravillosa y había estado en España varias veces viendo las corridas de toros. La película «Magno­lia», decía la publicidad, estaba destinada a ser nuestra opereta predilecta. Pero, a pesar de aque­llos colores tan llenos de vida (típicos de la Me­tro), y a pesar, sobre todo, del brillo, la emoción y la poesía que producían los teatros flotantes que navegaban por el majestuoso Mississippí, a mí «Magnolia», aquella tarde, me pareció triste, de­primente; me produjo una indefinible congoja. Fue la primera vez en mi vida que deseé que una película terminara. Cuando William Warfield em­pezó a cantar «Ol'Man River», Gerva se puso a llorar suavemente. Y al terminarse la canción, mi amigo Gerva tenía los ojos llenos de lágrimas. Sacó un sucio pañuelo de su mono, se secó la cara, se sonó y siguió comiendo el pan Viena y el chocolate N ogueroles. Y o fui incapaz de cogerle la mano y apretársela. Se decía entonces que esas cosas eran de mariquitas.

Al terminar la película, mi padre nos esperaba en la puerta. Era ya de noche, seguía haciendo calor y mucha gente estaba sentada en las terrazas del J okes y de El Aguila. Mi padre nos compró uno de esos polos dobles, llamados «pop sicle», de naranja.

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-¿Qué tal la película? ¿Os ha gustado?-Sí -dijo Gerva.-Sí -mentí yo.

-Ahora, cuando venía a buscaros, ha lla-mado tu padre a don Justo. Ya estaba en Madrid y venía para casa en un taxi. Y tus tíos de Sama llegan mañana a las nueve a la estación del Norte.

-Ahora, cuando llegue mi padre -dijo Ger­vasio-, va a ser lo peor.

-No. Lo peor ya ha sido -contestó el mío.

El señor Manolo era un buen hombre, muy sim­pático, trabajador infatigable, bebía anís del Mono, no mucho, bueno, algunas veces sí, y cuando bebía se ponía de muy mal humor y la pagaba con Gervasio. Solía pegarle con el cinto. El señor Manolo había sido militar con el Ejército republicano. También le pegaba a su mujer. Noso­tros lo oíamos a través del tabique. Pero cuando no bebía, el señor Manolo era fenomenal. Gerva­sio tenía algo de miedo a su padre. «¿ Tú al tuyo nunca le tienes miedo?», me preguntó Gerva un día. «No», le dije yo. «Claro, es que a ti nunca te pega», respondió él. «Sí, será eso», le contesté.

El portal de nuestra casa estaba a medio cerrar, en señal de duelo. Y como siempre, el ascensor no funcionaba. Mientras subíamos las escaleras, Gervasio dijo:

-La semana que viene van a poner en elSáinz de Baranda «Los mejores años de nues­tra vida». Mi madre, que la había visto en Oviedo, decía que era un peliculón. Lo que pasa es que ahora, con el luto, yo, pues ...

-Sí, ya lo sabía. Me lo dijo ayer Vázquez,uno de mi clase -contesté-. Como es muy larga, la van a poner sola.

Eso de los mejores años de nuestra· vida es algo que entonces los .chicos del barrio, y los del cole­gio, todos los chicos, siempre asociábamos a cuando fuésemos mayores. Sólo entonces, cuando fuéramos mayores, vendrían los mejores años de nuestra vida. Sin duda. Fumaríamos libremente, y no a escondidas en los retretes del colegio. Lleva­ríamos pantalón largo. Iríamos solos al fútbol, al Metropolitano, metro en Goya hasta Cuatro Ca­minos, a ver jugar al Atleti. No existirían más angustias por los exámenes; el mes de junio sería igual que cualquier otro. Trabajaríamos en bonitos despachos con grandes ventanas de cristal y vol­veríamos a casa con el periódico bajo el brazo y, sobre todo, llevando dinero. Besaríamos a las chi­cas en la boca, a tornillo, como en las películas, sin tener que ganar ya nunca los besos a las pren­das. Y tendríamos novia formal a la que llevaría­mos a nuestros cines y veríamos las historias de amor haciendo manitas. Entonces, cuando fuéra­mos mayores -eso nos decían- viviríamos los me­jores años. De eso debía de tratar la película que iban a poner en el Sáinz de Baranda. Yo se lo

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contaría a Gervasio escena a escena, plano a plano.

* * *

El ataúd con el cuerpo de Constanza estaba en la pequeña alcoba del fondo. Había algunos fami­liares y vecinos junto al cadáver, unos rezando, y otros diciendo en voz muy baja «¡Ay, Dios mío, qué desgracia tan grande!» ... Yo no quise entrar a ver a Constanza muerta. Me daba miedo. Creía que de repente iba a abrir los ojos y me iba a mirar, y que luego eso lo recordaría siempre. El señor Manolo llegó llorando. Se abrazó a su hijo y, juntos, pasaron a ver a la difunta. Hubo un silencio muy largo. Luego, el señor Manolo le dijo a su hijo que besara a su madre que no estuviera tan triste; que su mamá había sido muy buena y que ya estaría en el cielo; y que desde el cielo iba a cuidar siempre de su hijo Gervasio. Otra vez silencio. Algún sollozo de familiares. Entonces, de improviso, el señor Manolo se puso de rodillas y dijo:

-Gervasio, delante de tu madre te prometoque nunca más volveré a pegarte, ¿me oyes, Gerva?, nunca más ... -Y añadió-: Te lo juro, Constanza, te lo juro .. .

Y Gervasio se rompió. Empezó a llorar con tanto desconsuelo que me hizo llorar a mí tam­bién.

* * *

Más tarde, mientras Gerva y yo terminábamos de cenar en la cocina de mi casa, mi padre nos dijo que la próxima semana nos llevaría a ver «Los mejores años de nuestra vida», porque, aña­dió, ir al cine no es un pecado; y le dijo a Gervasio que su madre se iba a poner muy contenta cuando lo viera desde el cielo en el Sáinz de Baranda viendo esa película que tanto le había gustado a ella.

-El luto donde se lleva de verdad es en elcorazón -dijo mi padre-. Y ese, Gerva, vas a llevarlo durante mucho tiempo.

De las radios de los pisos de abajo llegaba la música de la Sinfonía del Nuevo Mundo. Y una voz dijo luego: «La Sociedad Española de �adio­difusión, a través de su gran cadena de emisoras propias y asociadas, presenta ... ». Y tras una rá­faga musical, Alberto Oliveras gritó: «¡Ustedes son formidables!»...

eNi Gervasio ni yo, aunque lo deseába-

mos, dijimos de poner la radio.

FIN

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SOCIEDAD FONOGRAFICA

ASTURIANA

Plaza de Primo de Rivera, 1 - bajo Local 21 - OVI EDO

• CANCIONES ASTURIANASIntérpretes: Coro de la Capilla Polifónica«Ciudad de Oviedo». Director: BenitoLauret.

• VAQUEIRAS Y OTRAS CANCIONES AS­TURIANASIntérprete: Juan Uría Maqua.

• ESPARABANESIntérprete: Julio Ramos.

• PASIN A PASUIntérprete: Carlos Rubiera.

• CANCION LIRICA ASTURIANAIntérpretes: Joaquín Pixán, tenor.Luis Vázquez del Fresno, piano.

• CANCIONES POPULARES DE ASTURIASIntérpretes: Cuarteto vocal y piano.

• CANCIONES POPULARES DE ASTURIASIntérpretes: Cuarteto vocal y piano.

• MISA A HONRA Y GLORIA DE MARIA

SANTISIMA DEL PILAR (Archivo de la Ca­tedral de Oviedo. S. XVIII).Intérpretes: Orquesta y coro de la Capilla.Polifónica «Ciudad de Oviedo».Di rector: Benito Lau ret.

• HAZAÑAS BELICAS. Intérpretes: Los Stukas.• CONCIERTOS PARA VIOLIN Y OR­

QUESTA. ARCHIVO DE LA CATEDRAL DEOVIEDO (S. XVIII).Intérpretes: Orquesta de la Capilla Polifó­nica «Ciudad de Oviedo».Director y violín solista: Benito Lauret.

• MUSICA ASTURIANA PARA PIANO, DEANSELMO GONZALEZ DEL VALLE.Intérprete: Purita de la Riva.

• ASTURIAS: Antología Musical (Album con8 LPs o cassettes).

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