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Introducción LA VIDA INVISIBLE Desde hace un par de siglos, los humanos hemos empezado a cuestionarnos por qué las sociedades diferencia- ban de tal modo a hombres y mujeres en cuanto a jerarquía y a funciones. Alguna hembra especialmente intrépida ya se había planteado esas preguntas antes, como, por ejemplo, la francesa Christine de Pisan, que escribió en 1405 La Cité des Dames (La Ciudad de las Damas); pero tuvieron que llegar el positivismo y la muerte definitiva de los dioses para que los habitantes del mundo occidental desdeñaran la inmuta- bilidad del orden natural y comenzaran a preguntarse ma- sivamente el porqué de las cosas, curiosidad intelectual que por fuerza hubo de incluir, pese a la resistencia presenta- da por muchos y muchas, los numerosos porqués relativos a la condición de la mujer: distinta, distante, subyugada. Y en realidad aún no hay una respuesta clara a esas preguntas: cómo se establecieron las jerarquías, cuándo sucedió, si siempre fue así. Se han acuñado teorías, ningu- na de ellas suficientemente demostrada, que hablan de una primera etapa de matriarcado en la humanidad. De grandes diosas omnipotentes, como la Diosa Blanca me- diterránea que describe Robert Graves. Tal vez no fuera una etapa de matriarcado, sino simplemente de igualdad social entre los sexos, con dominios específicos para unas y otros. La mujer paría, y esa asombrosa capacidad debió de hacerla muy poderosa. Las venus de la fertilidad que nos han llegado desde la prehistoria (como la de Willen- dorf: gorda, oronda, deliciosa) hablan de ese poder, así como las múltiples figuras femeninas posteriores, fuertes diosas de piedra del neolítico. www.alfaguara.santillana.es Empieza a leer... Historias de mujeres

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IntroducciónLA VIDA INVISIBLE

Desde hace un par de siglos, los humanos hemosempezado a cuestionarnos por qué las sociedades diferencia-ban de tal modo a hombres y mujeres en cuanto a jerarquíay a funciones. Alguna hembra especialmente intrépida ya sehabía planteado esas preguntas antes, como, por ejemplo, lafrancesa Christine de Pisan, que escribió en 1405 La Cité desDames (La Ciudad de las Damas); pero tuvieron que llegarel positivismo y la muerte definitiva de los dioses para quelos habitantes del mundo occidental desdeñaran la inmuta-bilidad del orden natural y comenzaran a preguntarse ma-sivamente el porqué de las cosas, curiosidad intelectualque por fuerza hubo de incluir, pese a la resistencia presenta-da por muchos y muchas, los numerosos porqués relativosa la condición de la mujer: distinta, distante, subyugada.

Y en realidad aún no hay una respuesta clara a esaspreguntas: cómo se establecieron las jerarquías, cuándosucedió, si siempre fue así. Se han acuñado teorías, ningu-na de ellas suficientemente demostrada, que hablan deuna primera etapa de matriarcado en la humanidad. Degrandes diosas omnipotentes, como la Diosa Blanca me-diterránea que describe Robert Graves. Tal vez no fuerauna etapa de matriarcado, sino simplemente de igualdadsocial entre los sexos, con dominios específicos para unasy otros. La mujer paría, y esa asombrosa capacidad debióde hacerla muy poderosa. Las venus de la fertilidad quenos han llegado desde la prehistoria (como la de Willen-dorf: gorda, oronda, deliciosa) hablan de ese poder, asícomo las múltiples figuras femeninas posteriores, fuertesdiosas de piedra del neolítico.

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Engels sostenía que la supeditación de la mujer seoriginó al mismo tiempo que la propiedad privada y la fa-milia, cuando los humanos dejaron de ser nómadas y seasentaron en poblados de agricultores; el hombre, diceEngels, necesitaba asegurarse unos hijos propios a los quepasar sus posesiones, y de ahí que controlara a la mujer.A mí se me ocurre que tal vez el don procreador de las hem-bras asustara demasiado a los varones, sobre todo cuandose convirtieron en campesinos. Antes, en la vida errante ycazadora, el valor de ambos sexos estaba claramente esta-blecido: ellas parían, amamantaban, criaban; ellos caza-ban, defendían. Funciones intercambiables en su valor,fundamentales. Pero después, en la vida agrícola, ¿qué ha-cían los hombres de específico? Las mujeres podían cuidarla tierra igual que ellos, o quizá, desde un punto de vistamágico, aún mejor, porque la fertilidad era su reino, sudominio. Sí, resulta razonable pensar que debían de verlasdemasiado poderosas. Tal vez el afán masculino de con-trol haya nacido de este miedo (y de la ventaja de ser másfuertes físicamente).

Ese recelo hacia el poder de las mujeres se advierteya en los mitos primeros de nuestra cultura, en los relatosde la creación del mundo, que por un lado se esfuerzan endefinir el papel subsidiario de las hembras pero que al mis-mo tiempo nos otorgan una capacidad para hacer dañomuy por encima de nuestro lugar de segundonas. Eva pier-de a Adán y a toda la humanidad por dejarse tentar por laserpiente, y lo mismo hace Pandora, la primera mujer se-gún la mitología griega, creada por Zeus para castigar a loshombres: el dios da a Pandora un ánfora llena de desgra-cias, jarra que la mujer destapa movida por su irrefrenablecuriosidad femenina, liberando así todos los males. Estosdos cuentos primordiales presentan a la hembra como unser débil, atolondrado y carente de juicio. Pero por otrolado la curiosidad es un ingrediente básico de la inteligen-cia, y es la mujer quien posee en estos mitos el atrevimiento

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de preguntarse qué hay más allá, el afán de descubrir lo queestá oculto. Además, los males que traen Eva y Pandora almundo son la mortalidad, la enfermedad, el tiempo, con-diciones que forman la sustancia misma de lo humano, demodo que en realidad la leyenda les adjudica un papel agri-dulce pero inmenso como hacedoras de la humanidad.

Más fascinante aún es la historia de Lilit. La tradi-ción judía cuenta que Eva no fue la primera mujer de Adán,sino que antes existió Lilit. Y esta Lilit quiso ser igual que elhombre: le indignaba, por ejemplo, que la forzaran a hacerel amor debajo de Adán, una postura que le parecía humi-llante, y reclamaba los mismos derechos que el varón. Adán,aprovechándose de su mayor fuerza física, intentó obligarlaa obedecer, pero entonces Lilit le abandonó. Fue la primerafeminista de la Creación, pero sus moderadas reivindicacio-nes eran por supuesto inadmisibles para el dios patriarcal dela época, que convirtió a Lilit en una diabla mataniños y lacondenó a padecer la muerte de cien de sus hijos cada día,horrendo castigo que emblematiza a la perfección el poderdel macho sobre la hembra. Y es que tal vez en el mito deLilit subyazca la memoria olvidada de ese posible tránsitoentre un mundo antiguo no sexista (con mujeres tan fuer-tes y tan independientes como los hombres) y el nuevo or-den masculino que se instauró después.

El hecho, en fin, es que las mujeres han sido ciuda-danos de segunda clase durante milenios, tanto en Orientecomo en Occidente, en el Norte como en el Sur. El infan-ticidio por sexo (matar a las niñas recién nacidas porqueson una carga no deseada, al contrario que el codiciadohijo varón) ha sido una práctica extendidísima y habitualen toda la historia, desde los romanos a los chinos o losegipcios, y aún hoy se practica más o menos abiertamenteen muchos países del llamado Tercer Mundo. Lo que dauna idea del escaso valor que se daba a la mujer, que ya ve-nía al mundo con el desconsuelo fundamental de no ha-ber sido ni tan siquiera deseada.

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Hijos como somos todavía de las ideas de la per-fectibilidad y del progreso de los siglos XVIII y XIX, tende-mos a creer que la sociedad que hoy vivimos es en todomejor que la de ayer pero peor que la de mañana, como silas cosas se arreglaran inexorablemente con el tiempo, fal-sedad por otra parte tan obvia que no merece la pena dis-cutirla. Y así, en el caso de la mujer solemos pensar que seha ido poco a poco conquistando la igualdad hasta llegaral máximo de hoy, lo cual no es del todo cierto. Porque lasituación de la mujer occidental parece ser hoy mejor quenunca, pero el trayecto no ha sido lineal: ha habido mo-mentos de mayor libertad, seguidos por épocas de reac-ción. En ocasiones el nivel de represión ha alcanzado co-tas aterradoras, como en las cazas de brujas de los siglos XV

y principios del XVI, que tal vez fueran una respuesta a laefervescencia humanista y liberal del Renacimiento. Hubomiles de ejecuciones en Alemania, en Italia, en Inglaterray Francia; el 85% de los reos abrasados vivos por brujeríaeran mujeres de todas las edades, incluso niñas. En algu-nos pueblos alemanes había seiscientas ejecuciones anua-les. En Toulouse, cuatrocientas mujeres fueron llevadas ala pira en un solo día. Hay autores que hablan de millonesde muertes. Se las condenaba y quemaba con acusaciones aveces delirantes (tener relaciones con el diablo, beberse lasangre de los niños), pero también por los pecados de ad-ministrar anticonceptivos a otras mujeres, hacer abortos odar drogas contra el dolor del parto. Esto es, por mostrarun control sobre sus vidas, conocimientos médicos que lesestaban prohibidos (las mujeres no podían estudiar) y cier-ta independencia.

Fue con la Revolución Francesa y sus ideales dejusticia y fraternidad cuando un puñado de hombres ymujeres empezaron a comprender que la igualdad era paratodos los individuos o no lo era para nadie: «O bien nin-gún miembro de la raza humana posee verdaderos dere-chos, o bien todos tenemos los mismos; aquel que vota en

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contra de los derechos de otro, cualesquiera que sean sureligión, su color o su sexo, está abjurando de ese modo delos suyos». Son palabras que Condorcet, el admirable filó-sofo francés que participó en la redacción de la Constitu-ción revolucionaria, escribió en 1790 en su ensayo Sobrela admisión de las mujeres en el derecho de la Ciudad. Con-dorcet fue un ferviente feminista; él y otros pocos caballe-ros sensibles empezaron a denunciar la situación de la mu-jer. Esos primeros discursos de hombres no sexistas fueronmuy importantes, porque hacía falta estar cultivado parapoder asumir una actitud crítica y las mujeres de la épocacarecían casi por completo de educación.

Con el ardor de la Revolución empezaron a apare-cer por toda Francia (y enseguida por toda Europa) clubesy asociaciones de mujeres, y hubo revolucionarias feminis-tas famosas, como Olympe de Gouges y Théroigne de Mé-ricourt. Pero ese ensueño de justicia y libertad duró muypoco: con la llegada del Terror se volvió a meter a la mujeren casa. En junio de 1793, Théroigne fue atacada por ungrupo de ciudadanas y golpeada con piedras en la cabeza;no murió, pero perdió la razón y pasó el resto de su vida enun manicomio. Olympe fue guillotinada en noviembrede 1793 y los clubes de mujeres se prohibieron. En cuantoa Condorcet, Robespierre le condenó a muerte y el filóso-fo prefirió envenenarse en su primera noche de cárcel, en elmes de septiembre de ese mismo año. Las aguas quietas delprejuicio sexista se cerraron de nuevo.

Unas cuantas décadas después, sin embargo, a me-diados del siglo XIX, se creó la cuestión de la mujer, es decir,la mujer fue entendida por primera vez como un problemasocial. Esto fue un resultado de la revolución industrial,que había acabado con la vida familiar tradicional. Anteslas amas de casa estaban supeditadas al varón, pero lleva-ban el peso de un buen número de actividades cotidianas.Hacían conservas, salaban pescados, confeccionaban laropa de la familia, cuidaban de la huerta y de los animales,

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fabricaban jabón, velas, zapatos, conocían las hierbas me-dicinales y cuidaban de la salud de toda la familia. Eranpersonajes activos e importantes dentro del entorno do-méstico. La revolución industrial, sin embargo, fue qui-tándoles poco a poco todas sus atribuciones: el jabón secompraba en las tiendas, la población urbana crecía y cadavez había menos huertas y menos animales, la salud pasó aser dominio de los médicos. La mujer, en fin, se quedó sinun lugar propio en el mundo.

Se vivía además en el auge del positivismo, delcientificismo. Dios agonizaba, el orden inmutable y natu-ral ya no se aceptaba como una respuesta absoluta a losenigmas, había que definir de nuevo el universo entero. Lamujer era una incógnita más de la existencia, un misterioque había que desvelar en términos científicos. Porque en-tonces, a finales del XIX, los humanos llegaron a creer quepodrían ordenar e iluminar todas las tinieblas de la reali-dad a través de la palabra definitoria del sabio, de la clasi-ficación del erudito.

De modo que las mujeres se convirtieron en obje-to de estudio de los hombres, que las comparaban conlo normal, esto es, con los valores y las características del va-rón. «Se admite generalmente que en la mujer los poderesde la intuición, la percepción y quizá la imitación son másseñalados que en el hombre, pero algunas de estas faculta-des, al menos, son características de las razas inferiores, y,por consiguiente, de un estado de civilización pasado ymenos desarrollado», decía Darwin. Desde la perspectivade lo viril, la mujer empezó a ser vista como una anoma-lía, un ser enfermo sujeto a menstruaciones y dolores. Lainsana y torturante moda de los corsés (llegaban a torcerlas costillas y a provocar desplazamientos de útero y de hí-gado) fomentaba los ahogos y los desmayos, y la falta delugar en el mundo y de perspectivas vitales aumentabalas depresiones y las angustias. Por consiguiente la mujerera tenida por un ser enfermo y de hecho enfermaba: a fi-

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nales del XIX y principios del XX hubo una epidemia deanoréxicas, de pacientes aquejadas por extrañas patologíascrónicas, hasta llegar a las histéricas de Freud. El novelistaHenry James supo dibujar en sus libros el prototipo de lamujer de su época, inteligente y apasionada pero atrapadapor las circunstancias sociales: posiblemente se inspiraraen la vida de su propia hermana, Alice James, una mujercreativa y sensible a quien le gustaba escribir (sus diarios sepublicaron hace poco), pero que no pudo ir a la universidadni recibió el apoyo necesario para dedicarse, como Henry, ala literatura. Alice fue una enferma crónica: su enigmáticomal la convirtió en una inválida desde los diecinueve años,y cuando enfermó de un cáncer fulminante a los cuarenta ytres se alegró de morir.

Aquéllos debieron de ser tiempos muy angustiososy difíciles para las mujeres: las de clase baja se reventabancon turnos fabriles de dieciséis horas y teniendo ademásque parir y cuidar del hogar, y las de clase media y alta es-taban atrapadas en una cárcel de oro. Las heroínas literariasdel XIX (Ana Karenina, Madame Bovary, Ana Ozores/LaRegenta) hablan de la tragedia de unas mujeres sensibles,inteligentes y capaces que vivían unas vidas sin sentido,que intentaban escapar del vacío a través del amor román-tico y que pagaban muy cara su transgresión a las rígidasnormas. Salvo excepciones (el escritor Mark Twain, porejemplo, siempre fue deliciosamente feminista), debía deser tan hostil el entorno masculino en aquellos momentos,y tan grande la incomprensión de lo femenino, que mu-chas mujeres empezaron a escoger la soltería y a establecerrelaciones de convivencia de por vida con otras mujeres.En América eso era llamado por entonces un matrimoniobostoniano (la novela de Henry James Las bostonianas hablaprecisamente de ese mundo femenino) y no tenía que te-ner necesariamente un componente lesbiano, sino que enmuchas ocasiones era una unión emocional y cómplicefrente a la vida de mujeres activas, independientes e inte-

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lectualmente inquietas que no querían resignarse al encie-rro social.

Con todo, lo más asombroso es comprobar quesiempre ha habido mujeres capaces de sobreponerse a lasmás penosas circunstancias; mujeres creadoras, guerreras,aventureras, políticas, científicas, que han tenido la habili-dad y el coraje de escaparse, quién sabe cómo, de destinostan estrechos como una tumba. Siempre fueron pocas, cla-ro está, en comparación con la gran masa de hembras anó-nimas y sometidas a los límites que el mundo les impuso;pero fueron, sin lugar a dudas, muchísimas más que lasque hoy conocemos y recordamos. Y es que, como dice laescritora italiana Dacia Maraini, las mujeres cuando mue-ren lo hacen para siempre, sometidas al doble fin de la car-ne y del olvido. Los historiadores, los enciclopedistas, losacadémicos, los guardianes de la cultura oficial y de la me-moria pública han sido siempre hombres, y los actos yobras de las mujeres han pasado raramente a los anales.Aunque hoy esta amnesia sexista está por fin cambiando:la creciente presencia femenina en los niveles académicosy eruditos empieza a normalizar la situación, y se ha abier-to todo un campo de nuevas investigaciones, hechas ma-yoritariamente por mujeres, que intentan rescatar a nues-tras antepasadas de la bruma.

Unas antepasadas capaces de llevar a cabo proezasanónimas tan ingentes como la invención, en la provinciachina de Hunan, de un lenguaje secreto. O, mejor dicho,de una caligrafía sólo para mujeres, un modo de escribircríptico llamado nushu que cuenta con dos mil caracteres yque tiene una antigüedad de al menos mil años (algunosespecialistas llegan a hablar de seis mil), aunque hoy en díaya sólo lo conocen media docena de ancianas octogenarias.Dicen que el nushu fue inventado por la concubina de unemperador chino (y si fue así, ¡qué genio el suyo, capaz deidear todo un sistema de escritura!) para poder hablar consus amigas de su vida íntima, de sus quejas y sus senti-

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mientos sin correr el peligro de ser descubierta y castigada.Muchas de las mujeres que aprendieron esta caligrafía nosabían escribir en han, o idioma chino oficial, porque a lashembras se las mantenía analfabetas y cuidadosamente almargen de la vida intelectual, de modo que el clandestinonushu les otorgó el poder de la palabra escrita, una fuerzasolidaria con la que organizar cierta resistencia. «Debemosestablecer relaciones de hermanas desde la juventud y co-municarnos a través de la escritura secreta», dice uno de lostextos milenarios conservados. Y otro añade: «Los hombresse atreven a salir de casa para enfrentarse al mundo exte-rior, pero las mujeres no son menos valientes al crear unlenguaje que ellos no pueden entender».

Valientes y anónimas, sí, así fueron millones demujeres del pasado. Precisamente, y según las últimas teo-rías académicas, tal vez los textos anónimos de la historiade la literatura hayan salido en su mayoría de plumas fe-meninas. En otras ocasiones, las mujeres escribían obrasque luego sus cónyuges (o sus hombres: padres, hermanos,hijos) publicaban, como es el caso de la española MaríaMartínez Sierra (1874-1974), socialista y feminista, dipu-tada de la Segunda República e importante dramaturga,aunque sus trabajos aparecieron bajo el nombre de su ma-rido, Gregorio. Además ya está dicho que las obras de lasmujeres siempre han tendido a extraviarse y a olvidarse;perdido está, por ejemplo, el poema épico La guerra de Tro-ya, de la griega Helena, en quien se inspiró Homero parahacer la Ilíada. En fin, como dice Virginia Woolf, ¿qué su-cedió con Judith Shakespeare, la hermana imaginaria, am-biciosa y llena de talento de Shakespeare?

Por otra parte, el recuerdo que tenemos de las mu-jeres y de sus actos está a menudo teñido por los valores se-xistas. Por ejemplo: no nos hemos olvidado de Mesalina,esposa del emperador romano Claudio I, porque ha pasa-do a la historia convertida en el símbolo de la mujer infiely ninfómana. O bien Catalina la Grande, la famosa empe-

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ratriz de Rusia, de quien se recuerda, sobre todo, que erauna señora de armas tomar y que tenía muchos amantes.Y sin embargo esta mujer, que llevó las riendas del imperiodesde 1762 a 1796, fue una/uno de los grandes soberanosdel absolutismo ilustrado. Reformó la administración delEstado ruso, hizo el primer compendio legislativo, luchócontra lituanos y turcos, anuló la autonomía de Ucrania;por si esto fuera poco, protegió las artes y las letras, man-tuvo una intensa correspondencia con Voltaire, escribióobras teatrales y fundó el periódico Cualquier tontería, im-portante soporte ideológico del absolutismo. Además tuvoamantes, sí, como la inmensa mayoría de los soberanos va-rones de todos los tiempos, pero, a diferencia de muchosde estos reyes y emperadores, ella sí supo mantener a susamantes en el terreno puramente íntimo, sin dejarse influirpolíticamente por ellos.

Con todo, en cuanto que una se asoma a la tras-tienda de la historia se encuentra con mujeres sorpren-dentes: aparecen bajo la monótona imagen tradicional dela domesticidad femenina de la misma manera que el bu-ceador vislumbra las riquezas submarinas (un paisaje ines-perado de peces y corales) bajo las aguas quietas de un marcálido. Ahí están, por ejemplo, las hembras guerreras, per-sonajes de formidable extravagancia. Como María Pérez,una heroína castellana del siglo XII, que combatió, vestidade hombre, contra los musulmanes y los aragoneses. Ma-ría retó en duelo al rey de Aragón Alfonso I el Batallador,a quien venció y desarmó. Cuando se descubrió que eramujer fue bautizada como La Varona, lo cual no le impi-dió casarse después con un infante y abandonar las guerraspor la familia. O como la fascinante Mary Read, aventu-rera inglesa del siglo XVIII, que también vistió de hombrey se alistó como soldado en el regimiento de Infantería deFlandes. Después de batallar durante algunos años dejó elejército, se casó y abrió una taberna en Breda, pero al en-viudar volvió a ponerse ropas masculinas y, alistada en la

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infantería holandesa, embarcó rumbo a América en unnavío que fue apresado por los corsarios, momento en elque la irreductible Mary Read decidió hacerse pirata.Y como pirata vivió largos años, enamorándose en el en-tretanto de un marinero y casándose con él, hasta queen 1720 cayó en poder de los ingleses y fue encerrada enla prisión jamaicana en la que murió.

También Juana de Arco vistió resplandecientes ar-maduras viriles cuando se puso al frente de los ejércitos fran-ceses a los diecisiete años, dirigiéndolos en la guerra contralos ingleses, a los que infligió grandes derrotas hasta que fueatrapada a los diecinueve años por el enemigo y quemadaviva. Otra francesa, Louise Bréville, se hizo pasar por hom-bre a finales del siglo XVII; tras ser expulsada del ejército pormatar a otro soldado en un duelo, Louise se enroló comomarino y llegó a tener el mando de una fragata de combate.Murió a los veinticinco años en una batalla naval contraHolanda, herida en el transcurso de un abordaje.

No fueron sólo las guerreras quienes se vistieroncon ropas de varón y adoptaron personalidades masculi-nas: muchas otras mujeres se vieron obligadas a utilizar elcobijo de una identidad viril para protegerse de la durezamisógina del entorno. La famosa socióloga y pensadora ga-llega Concepción Arenal (1820-1893), por ejemplo, tuvoque disfrazarse de hombre para poder asistir a las clases deDerecho, porque las mujeres tenían prohibido el acceso ala universidad. Algo parecido sucedió con Henrietta Faber,que a principios del XIX se disfrazó de hombre y trabajócomo doctor en La Habana durante años, hasta que en 1820se enamoró, reveló que era mujer y quiso casarse; momen-to en que fue detenida, juzgada y condenada a diez años decárcel, porque en Cuba las mujeres tenían prohibido estu-diar y practicar la medicina. Por otra parte, el uso de seu-dónimos masculinos ha sido una práctica bastante comúnentre las escritoras del siglo pasado, como George Eliot,George Sand, Víctor Catalá o Fernán Caballero.

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Otro tipo de travestismo más común y admitidosocialmente al que recurrieron durante muchos siglos lasmujeres fue el religioso, esto es: meterse monja. El con-vento fue a menudo una obligación social, un encierro yun castigo, pero para muchas mujeres fue también aquellugar en el que se podía ser independiente de la tutela va-ronil, y leer, y escribir, y asumir responsabilidades, y tenerpoder, y desarrollar, en fin, una carrera. Ha habido monjasmaravillosas por su nivel intelectual o su capacidad artísti-ca, como santa Teresa, sor Juana Inés de la Cruz o Herradde Landsberg, abadesa de Hohenburg, que en el siglo XII

hizo la primera enciclopedia de la historia confeccionadapor una mujer (el hecho de que pudiera plantearse unaobra tan ambiciosa da una medida del ancho mundo queel convento abría a las señoras), titulada Hortus Delicia-rum o Jardín de las Delicias, bellísimamente ilustrada ydestinada a la formación de sus religiosas.

Otras monjas fueron apasionadas y carnales, comosor Mariana Alcoforado, una religiosa portuguesa del si-glo XVII que tuvo la mala suerte (o quizá la buena) de ena-morarse de un conde francés al que dirigió unas bellas yfebriles cartas que éste tuvo la desfachatez de publicar enParís (claro que gracias a eso se conservan) en 1669. Y lashubo, en fin, tránsfugas y peleonas, como la monja alfé-rez, Catalina de Erauso, que escapó del convento con tansólo once años, se enroló de grumete disfrazada de chico yse alistó como soldado en América bajo el nombre deAlonso Díaz. Por otra parte, hubo hembras deseosas de in-dependencia que, en vez de optar por ser buenas, esto es,monjas, optaron por ser malas: las cortesanas, desde lascultas hetairas griegas hasta la Montespán o la Pompa-dour, amantes de los reyes franceses, siempre tuvieron unanotable influencia en la vida pública.

Fuera del convento y de la vida fácil sólo ha existi-do para las mujeres otra gran vía de escape de la tutela mas-culina, y ésa ha sido la viudez. Sobre todo en lo relativo

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a las responsabilidades de mando: detrás de la casi absolutatotalidad de las mujeres que han alcanzado el poder antesdel siglo XX hay un marido muerto. En ocasiones excep-cionales el muerto era el padre, y a menudo había ademásun hijo o un hermano pequeño del que ellas eran repre-sentantes o regentes, por lo menos en un primer momen-to, hasta que podían afianzar su propio poder. Resulta fas-cinante ver cómo unas mujeres que no sólo no habían sidopreparadas intelectual y políticamente, sino que ademássoportaban un entorno totalmente disuasorio, eran capa-ces de luchar, asumir y mantener el poder, convirtiéndosea menudo en gobernantes de gran talla. Un perfecto ejem-plo de las dificultades a las que se enfrentaban estas damasestá en la pobre y brava Margarita de Austria, que fue casa-da en 1599 con Felipe III a los catorce años y aterrizó en lacorte española sin saber otro idioma que el alemán. Parano perder su poder sobre el rey, el duque de Lerma aisló ala recién llegada Margarita: despidió a toda su servidumbrealemana y la rodeó de gente española de su confianza. Esde imaginar el calvario de esta adolescente, tan sola y atra-pada en una corte hostil y en un idioma incomprensible, ypariendo hijo tras hijo para la Corona. Siete años después,sin embargo, había aprendido lo suficiente de la lengua yde la política como para enfrentarse al duque de Lermay conseguir que lo procesaran. Con el apoyo del confesor delrey, fray Luis de Aliaga, intentó entonces procesar tambiénal duque de Uceda, pero esta vez perdió. Murió a los vein-tisiete años al dar a luz a su octavo hijo; surgieron compli-caciones tras el parto y al parecer el duque de Uceda impi-dió que fuera atendida médicamente. Todo un trágicodestino de mujer.

Sin embargo, y pese a la adversidad del medio, lahistoria europea está llena de numerosas Leonores, Marías,Isabeles, Juanas, Luisas o Margaritas que rigieron en unmomento u otro los destinos de sus pueblos, a menudocon sabiduría y prudencia. Claro que en el mundo ha

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habido mujeres menos prudentes, como Semíramis, reinade Asiria en el siglo IX antes de Cristo, que hizo asesinar asu marido, el rey Ninos, para quedarse con el poder (ésaera otra manera de enviudar), y que, en sus cuarenta ydos años de reinado, fundó Babilonia y conquistó Egiptoy Etiopía. Otra hembra rotunda fue la reina egipcia Hat-shepsut (siglo XV a. de C.), que se proclamó faraón (noexistía la posibilidad de ser faraona) y se mantuvo en elpoder durante más de veinte fructíferos años. Aparecíasiempre representada como un hombre, y su hijastroTutmés III, cuando subió al trono, la borró de la lista defaraones.

También están las madres vengativas, como To-miris, reina de los escitas en el siglo VI antes de Cristo, aquien Ciro, el célebre y cruel rey de los persas, había ma-tado un hijo. Por eso, cuando Tomiris venció a Ciro lehizo cortar el cuello y metió su cabeza en un cubo de san-gre, para que saciara su sed de ella. O como La Gaitana,cacique (o cacica) de una tribu colombiana en la época dela conquista; su hijo se opuso al reparto de indios que seproponía hacer el conquistador Añasco, y por eso fue que-mado vivo delante de ella. Entonces La Gaitana levantó atodos los indios contra Añasco, lo venció y ordenó que letorturaran lentamente hasta la muerte.

Hay gobernantas cegadas por la pasión, comonuestra Juana la Loca, que paseó durante tres años portoda España el cadáver de su marido Felipe el Hermoso.O Artemisa II, reina de Halicarnaso (siglo IV a. de C.), queal quedarse viuda de su amado Mausolo mandó construirun monumento en su memoria que fue una de las sietemaravillas del mundo antiguo y que aún hoy nos ha deja-do el uso de la palabra mausoleo. Una antepasada de estadesconsolada viuda, Artemisa I, también reina de Halicar-naso pero un siglo antes, había sido menos delicada en supasión: se enamoró de Dárdano y, al ser rechazada por él,le mandó arrancar los ojos y después se quitó la vida.

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Y es que ha habido mujeres escalofriantes. Comola gran Irene, emperatriz bizantina del siglo VIII, que orga-nizó aquel VII Concilio de Nicea que aplastó a los icono-clastas. Irene subió al poder a la muerte de su maridocomo regente de su hijo Constantino, que a la sazón teníadiez años. Una década más tarde el hijo tuvo que recurrira un levantamiento militar para desalojar a su madre deltrono, pero poco después cayó en la debilidad filial (sólotenía veintidós años) de llamarla junto a él. Irene volvió,desde luego que volvió: primero acusó a su hijo de biga-mia, luego lo destronó, más tarde lo encarceló y por últi-mo le mandó cegar. Se autoproclamó entonces empera-triz, pero fue destronada cinco años después y murió en eldestierro. Lo más curioso de todo es que su cuerpo fuetraído años después a Constantinopla con honores de re-liquia, y ella fue canonizada por la Iglesia ortodoxa: demodo que esta madre que mandó sacar los ojos de su hijoes hoy santa Irene para un buen puñado de creyentes.

Todos estos relatos de soberanas fuertes y ferocesindican que la mujer también puede ser malvada, lo cualen cierto modo es un alivio porque nos reafirma en nuestrahumanidad cabal y completa: somos capaces, como cual-quier persona, de toda excelencia y todo abismo. ¿La másmala de todas? Difícil competición, pero una perversa clá-sica y emblemática, del mismo modo que fue emblemáticala maldad del marqués de Sade, es Elizabeth Bathory, lacondesa sangrienta (1560-1614), una viuda húngara quecreía poder conservar la juventud si se bañaba en sangre dedoncella. Torturó, dicen, a más de seiscientas jóvenes cam-pesinas, a las que acababa degollando y desangrando. Des-cubiertos sus crímenes, la Bathory fue emparedada viva ensu castillo.

Ha habido, en fin, mujeres de todo tipo. Empre-sarias de fuste, como Marie Brizard (s. XVIII) o NicoleClicquot (s. XIX), otra viuda, en este caso célebre y espu-mosa. Científicas extraordinarias, como María Agnesi Pi-

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nottini, una matemática italiana que publicó en 1748 elmejor tratado de cálculo diferencial que se había hechohasta el momento, o aventureras fogosas, como la con-quistadora Mencía Calderón, que dirigió en el siglo XVI

una expedición al Paraguay. Puestas a desempeñar laboresextrañas, incluso hubo una mujer verdugo en la Franciadel siglo XVIII: cuando, tras años de oficio, descubrieron susexo, la metieron en la cárcel por diez meses.

Tras la insipidez de nuestra amnesia colectiva,pues, se oculta un abigarrado paisaje de mujeres extraor-dinarias, algunas admirables, otras infames. Todas ellas tie-nen en común una traición, una huida, una conquista:traicionaron las expectativas que la sociedad depositaba enellas, huyeron de sus limitados destinos femeninos, con-quistaron la libertad personal. Hay que tener en cuentaque, en la mayoría de los casos, y durante milenios, el sermujer implicaba no tener acceso a la educación y ni tan si-quiera a una mínima libertad de movimientos (salir sola ala calle o viajar sola). «El hecho de que las mujeres puedenhaber tenido que superar enormes obstáculos para alcan-zar incluso un éxito moderado no las pone a la par conDonald Trump o Nelson Rockefeller», dice sabiamenteLinda Wagner-Martin, autora del libro Telling Women’sLives (Contando vidas de mujeres). Ahora bien, por encimade ese trasfondo común, cada vida es tan rica y tan diver-sa como lo son todas. Hombres y mujeres compartimos,en el sustrato profundo, la misma humanidad básica.

Siempre he tenido una gran afición por las bio-grafías, autobiografías, colecciones epistolares y diarios,sobre todo de personajes (tanto masculinos como feme-ninos) del mundo de las letras. De esa pasión antigua na-ció la serie de artículos que este libro recoge: dieciséis re-tratos de mujeres que fueron publicados en su día enEl País semanal. Casi todos aparecen aquí en una versiónampliada, liberados como están de la estrecha dictaduradel espacio.

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No se trata, por supuesto, de un trabajo académi-co, y ni tan siquiera de un trabajo periodístico en el mástradicional sentido de la palabra. De modo que no hayninguna intención de cubrir campos, ya sean geográficos,temporales o profesionales: esto es, no he seleccionado alas biografiadas para que representen la situación de lamujer en las diversas etapas de la historia, ni para que hayaun adecuado reparto de culturas y países, y ni tan siquieraporque sean las más famosas. A decir verdad, más que es-coger yo a las protagonistas ellas me han escogido a mí:voy a hablar de aquellas mujeres que en algún momentome hablaron. Aquellas cuyas biografías o diarios me im-pactaron por algo en especial, que me hicieron reflexionar,vivir, sentir. Por lo tanto, más que una visión horizontal yordenadora, propia del periodismo y de lo académico, heintentado una visión vertical y desordenada, propia de esetipo de mirada tan especial con la que a veces (una nocheantes de dormirnos, un atardecer mientras conducimos deregreso a casa) creemos atisbar, por un instante, la sustan-cia misma del vivir, el corazón del caos.

¿Y por qué sólo mujeres? Pues por esa sensación,antes mencionada, de abrir las aguas quietas y extraer deallí abajo un montón de sorprendentes criaturas abisales.Además, leyendo biografías y diarios de mujeres una des-cubre perspectivas sociales insospechadas, como si la vidareal, la vida de cada día, compuesta por hombres y mujeresde carne y hueso, hubiera ido por derroteros distintos de lavida oficial, recogida con todos los prejuicios en los anales.Tomemos, por ejemplo, el tema del amor de la mujer ma-yor con un hombre joven; se diría que esta relación, consi-derada durante mucho tiempo como un hecho extravagan-te y escandaloso, ha sido hasta ahora (y en buena medidatodavía parece serlo hoy) una completa excepción a la nor-malidad. Y, sin embargo, no hay como ponerse a bucear enlas vidas de las antepasadas para descubrir una asombrosaabundancia de situaciones de este tipo.

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Por citar tan sólo unos cuantos ejemplos, recorde-mos que Agatha Christie se casó en segundas nupcias conMax Mallowan, un arqueólogo quince años más joven, yvivieron juntos cuarenta y cinco años, hasta la muerte deella. George Eliot se casó a los sesenta y uno con JohnCross, veinte años menor, y George Sand vivió con el gra-bador Alexandre Manceau, catorce años más joven, unagran historia de amor que duró tres lustros y que sólo ter-minó con la muerte del hombre (años después, ella teníasesenta y uno, él cuarenta, mantuvo una corta pero inten-sa pasión sexual con el pintor Charles Marchal). Lady Ot-toline Morrel, mecenas del grupo Bloomsbury, disfrutóde la más bella e intensa relación de amor de su vida a loscincuenta y pico años, cuando se enamoró de un jardine-ro de veinte al que llamaba Tigre. Simone de Beauvoirmantuvo una relación amorosa de siete años de duracióncon el periodista Claude Lanzmann, mucho menor queella (y no fue su único amante más joven). También la ce-lebérrima Madame Curie, premio Nobel por dos veces,vivió un amor poco habitual con el científico Langevin: élera sólo seis años más joven, pero estaba casado, lo cualaumentó el escándalo. Incluso la muy formal EleanorRoosevelt, esposa del presidente norteamericano FranklinDelano Roosevelt, tuvo un amante doce años menor, Mi-ller, que fue la gran historia secreta de su vida: estaban tanunidos que Miller escribió a Eleanor una carta diaria du-rante treinta y cuatro años.

Quiero decir que media humanidad, la parte feme-nina, ha vivido durante milenios una existencia a menudoclandestina (como clandestinos fueron muchas veces esosamantes jóvenes, o como lo era el nushu, el lenguaje secre-to) y en gran medida olvidada, pero siempre mucho másrica que la horma social en que estaba atrapada, siemprepor encima de los prejuicios y los estereotipos. Con este li-bro, en fin, sólo aspiro a echar una breve ojeada a esas ti-nieblas. Porque hay una historia que no está en la historia

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y que sólo se puede rescatar aguzando el oído y escuchan-do los susurros de las mujeres.

BIBLIOGRAFÍA

Brujas, comadronas y enfermeras, Barbara Ehrenreich y DeirdreEnglish, Ediciones LaSal.

Por su propio bien, Barbara Ehrenreich y Deirdre English, TaurusBolsillo.

Mujeres sin sombra, Silvia Tubert, Siglo XXI.Diccionario de mujeres célebres, Espasa de Bolsillo.Historia de las mujeres, vols. I y II, Bonnie S. Anderson y Judith P.

Zinsser, Crítica.La Diosa Blanca, Robert Graves, Alianza Editorial.Telling Women’s lives, Linda Wagner Martin, Rutgers University

Press (New Jersey, Estados Unidos).Bloomsbury guide to Women’s Literature, editada por Claire Buck,

Bloomsbury Publishing Limited (Londres).Maiden Voyages, editado por Mary Morris, Vintage Books (Nue-

va York).Women’s lives, editado por Phyllis Rose, W. W. Norton and

Company (Londres y Nueva York).

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