Intro Jaramillo - Etnicidad y Victimizacion FinalLQ

38
∙ Pablo Jaramillo ∙ Etnicidad y victimización Genealogías de la violencia y la indigenidad en el norte de Colombia

description

Etnicidad y victimización busca debatir las condiciones en las cuales muchas personas en Colombia, América Latina y el mundo piensan su ser indígena en el contexto de la victimización y la reparación. La victimización de los pueblos indígenas hace confluir las políticas multiculturales, la vulnerabilidad y la ayuda humanitaria, que implican nuevas nociones de indigenidad y otras posibilidades de reconocerla y experimentarla. Este libro sigue los pasos de familias, comunidades y organizaciones indígenas wayúus en su búsqueda de justicia y reparación por la violencia que han sufrido a manos de paramilitares y de otros actores armados desde finales de la década de los noventa. "Con fineza etnográfica, Pablo Jaramillo nos ayuda a entender cuáles son las nuevas posibilidades y condiciones de movilización estratégica de la noción de víctima articulada tanto a lo indígena como a su feminización. Indagando acertadamente en la larga historia de alianzas, encuentros y desencuentros y la relación entre las comunidades indígenas y el Estado y sus instituciones, el autor logra dar cuenta de que estas identificaciones son más bien un terreno movedizo, contingente y lleno de mediaciones. Esto lo lleva a analizar el presente por medio de una etnografía que arroja luces sobre las respuestas de estas comunidades a las interpelaciones del Estado humanitario y multicultural y las ansiedades que se generan por la mercantilización de la etnicidad y la gubernamentalización de la diferencia. Etnicidad y victimización puede leerse también como una etnografía del Estado preocupado por entender que lejos de la visión racionalista y pura de la burocracia moderna, en realidad esta es vulnerable a todo tipo de mediaciones, intermediarios y negociaciones." Juan Ricardo Aparicio, profesor del Departamento de Lenguajes y Estudios Socioculturales, Universidad de los Andes.

Transcript of Intro Jaramillo - Etnicidad y Victimizacion FinalLQ

∙ Pablo Jaramillo ∙

Etnicidad y victimizaciónGenealogías de la violencia y la indigenidad

en el norte de Colombia

Etnicidad y victimización

Etnicidad y victimización Genealogías de la violencia y la indigenidad

en el norte de Colombia

Pablo Jaramillo

Universidad de los AndesFacultad de Ciencias Sociales

Departamento de Antropología

Jaramillo Salazar, Pablo Etnicidad y victimización. Genealogías de la violencia y la indigenidad en el norte de Colombia / Pablo Jaramillo; Flor Ángela Buitrago, traducción. – Bogotá: Universidad de los Andes, Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Antropología, Ediciones Uniandes, 2014. 292 p.; 17 x 24 cm. ISBN: 978-958-774-044-8

1. Movimientos indígenas – Colombia 2. Víctimas de la violencia – Guajira (Colombia) 3. Conflicto armado – Guajira (Colombia) 4. Wayuu – Condiciones sociales I. Buitrago, Flor Ángela II. Universidad de los Andes (Colombia). Facultad de Ciencias Sociales. Departamento de Antropología III. Tít. CDD 305.8 SBUA

Primera edición: octubre de 2014

© Pablo Jaramillo Salazar© Flor Ángela Buitrago, de la traducción al español

© Universidad de los Andes, Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Antropología Ediciones UniandesCarrera 1.ª núm. 19-27, edificio Aulas 6, piso 2Bogotá, D. C., ColombiaTeléfono: 3394949, ext. 2133http://[email protected]

ISBN: 978-958-774-044-8ISBN e-book: 978-958-774-045-5

Corrección de estilo: Guillermo Díez Diagramación interior: Proceditor Diseño de cubierta: Víctor Gómez Fotografía de cubierta: Ainküin, Maicao, Guajira (Portales de Luz), de Santiago Escobar Jaramillo. www.colombiatierradeluz.org

Impresión: Editorial Kimpres SASCalle 19 sur núm. 69C-17Teléfono: 4136884Bogotá, D. C., Colombia

Impreso en Colombia – Printed in Colombia

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro-óptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

A Álvaro y Aída; Juliana y Flora

ix

Contenido

Lista de figuras · xi

Lista de siglas y abreviaturas · xiii

Prefacio · xv

Introducción · 1Escenarios de inclusión y de exclusión · 3Anhelos por la “unidad”: ser wayúu, ser indígena · 10Seguir el movimiento: del método al texto · 16

1. Pensar la indigenidad a través de la victimización y el género · 23La cuestión de la deuda histórica · 24Las víctimas indígenas en el siglo del perdón · 28La reconstrucción de la sociabilidad · 34(Re)pensar la indigenidad · 37Conclusión · 42

2. Lealtades rotas: violencia, soberanía y articulaciones masculinas · 43El asesinato de un cacique guajiro: crianza, muerte y soberanía · 44El hado de los caciques: drogas, libre comercio y autoridades tradicionales · 55Purchi · 62Pertenencia y tensión · 69Conclusión · 75

3. Victimización, liderazgo y las denuncias · 77Victimización y ambigüedad de género · 80Denuncias de los crímenes · 86Liderazgo masculino y femenino · 95La feminización de las víctimas · 104

x etnicidad y victimización

Conclusión · 109

4. “Somos humildes pobrecitos”: cuidado, Estado y la agencia de las víctimas indígenas · 111El descentramiento de “la identidad” · 115La misión i: la creación de las “víctimas” · 121La misión ii: proferir reclamos y moralizar agencias · 131La misión iii: ¿Quién cuida a las víctimas? · 142Cuidando a los “pueblos en peligro de extinción” · 147(In)conclusión: la inacabada naturaleza de la “víctima” · 152

5. Etnogénesis, mensurabilidad y responsabilidad · 155Asistir las víctimas · 157Geopolíticas de la inclusión · 164Contar gente: comunidades a la medida · 172¿“Desbloquear” la feminidad? · 182Conclusión · 188

6. Víctimas ansiosas y la circulación de la ciudadanía indígena · 191La localización de la ambigüedad · 194Mochilas, chinchorros y el despliegue de la genealogía · 199La economía política de la “ciudadanía indígena” · 207Conclusión · 221

7. La ontología de las víctimas y los horizontes de la indigenidad · 225Etnogénesis radical · 229Hacia una política de la “vida densa” · 231Tres preguntas finales · 241Apéndice A. Familia Boscán · 245

Referencias · 247

Índice · 271

xi

Lista de figurasFigura 1. Mapa de La Guajira. · 11

Figura 2. Preparando a la gente en una ranchería · 130

Figura 3. Reunión en Mashou desde el punto de vista de los hombres · 133

Figura 4. Diagrama simplificado de las conexiones genealógicas de los habitantes de Campamento. En el área sombreada, las personas que actualmente viven en el territorio. En verde, los habitantes que viven en el área llamada Uniaka · 165

Figura 5. Mapa de Campamento y las rancherías vecinas · 167

Figura 6. La presión por la inclusión en la media Guajira · 168

Figura 7. La presión por la inclusión en los alrededores de Campamento · 169

Figura 8. Brigada de salud en Campamento (al fondo, en el centro, uno de los telares instalados por Acción contra el Hambre) · 171

Figura 9. Proyecto Acción contra el Hambre · 179

Figura 10. Redefinición de las rancherías en los censos de Familias en Acción. Cada color identifica las unidades residenciales censadas por líderes de Campamento, Uniaka, Mashou, Kochorretamana · 180

Figura 11. Inclusión de Kochorretamana en el proyecto de Acción contra el Hambre a través del censo de Familias en Acción · 181

Figura 12. Distribución de alimentos empacados · 211

Figura 13. Contraseña y cédula · 215

Figura 14. Muestra de tarjeta electoral publicada por la Registraduría Nacional · 216

Figura 15. Cotejo de la lista de votantes potenciales · 218

xii etnicidad y victimización

Figura 16. Oficialmente indígena: una lista de los documentos necesarios para obtener el certificado indígena, el certificado de la Autoridad Tradicional y el “certificado indígena” de la Oficina Local de Asuntos Indígenas · 220

xiii

Lista de siglas y abreviaturasach Acción contra el Hambre

aecid Agencia Española de Cooperación Internacional

auc Autodefensas Unidas de Colombia

caoi Coordinadora Andina de Organizaciones Indígenas

cedaw Convention on the Elimination of All Forms of Discrimination Against Women

cnrr Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación

cric Consejo Regional Indígena del Cauca

cvr Comisión de la Verdad y la Reconciliación

epm Empresas Públicas de Medellín

fmw Fuerza de Mujeres Wayúu

gtz Deutsche Gesellschaft für Technische Zusammenarbeit

hrw Human Rights Watch

iachr Inter-American Commission on Human Rights

icbf Instituto Colombiano de Bienestar Familiar

idb Inter-American Development Bank

ifi Instituto de Fomento Industrial

incoder Instituto Colombiano de Desarrollo Rural

incora Instituto Colombiano de la Reforma Agraria

iom International Organization for Migration

ips Instituciones Prestadoras de Servicios de Salud

xiv etnicidad y victimización

mapp/oea Misión de Apoyo para el Proceso de Paz en Colombia/Organización de los Estados Americanos

mca Mesa de Trabajo “Mujer y Conflicto Armado”

movice Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado

ocha United Nations Office for the Coordination of Humanitarian Affairs

oea Organización de los Estados Americanos

ohchr United Nations High Commissioner for Human Rights

oik Organización Indígena Kankuama

ong Organización No Gubernamental

onic Organización Nacional Indígena de Colombia

onu Organización de las Naciones Unidas

oziwasug Organización Zonal Indígena Wayúu del Sur de La Guajira

pcf World Bank’s Prototype Carbon Fund

pfa Beijing World Conference of Women’s Plan for Action

rss Red de Solidaridad Social

sfhr Fundación Sueca para los Derechos Humanos

sisben Sistema de Identificación de Potenciales Beneficiarios de Programas Sociales

tec Transferencia Condicionada en Efectivo

unpfii United Nations Permanent Forum on Indigenous Issues

usaid United States Agency for International Development

wb World Bank

xv

PrefacioEste libro analiza de qué manera las identificaciones indígenas son produ-cidas y transformadas a través de reclamos, gestiones y movilizaciones alrededor de la victimización resultante del conflicto armado en Colombia, y se encuen-tran atravesadas por relaciones y nociones de género. El estudio se produjo en el contexto de una organización indígena de mujeres wayúus que solicitaban la reparación por la victimización de sus comunidades a manos de paramilitares y de otros actores armados desde finales de la década de 19901.

Mi objetivo es comprender las dinámicas involucradas en la creación de identificaciones en una compleja encrucijada en la cual no se diferencian fácilmente la movilización social y las estrategias para gobernar poblaciones históricamente marginadas. Al respecto, mi investigación no es el resultado de una etnografía de las organizaciones, sino que las tomo como atalaya (política, epistemológica y metodológica) para observar y comprender las relaciones que el reconocimiento y asunción de la victimización establecen entre un número de actores que incluyen el Gobierno, las agencias multilaterales, organizaciones no gubernamentales, líderes indígenas, sus familias, comunidades y amigos. En consecuencia, el estudio y análisis caben de manera más precisa en un proyecto de antropología de las políticas sociales (Okungwu y Mencher, 2000; Shore y Wright, 1997; Wedel, Shore, Feldman y Lathrop, 2005).

A pesar de ser el punto de partida, la victimización y el género fueron aspectos que se manifestaron gradualmente como el centro de mi investigación. Como muchos colombianos, crecí en un ambiente familiarizado con las innumerables formas de violencia. Mis experiencias etnográficas previas no sólo habían ignorado la violencia que las rodeaba, sino también la forma fuertemente surcada por el género en la cual esa violencia se ejercía, se reproducía y resistía (Cockburn, 2001; Meertens, 2000). Como colombiano, aprendí a creer que, más allá de la guerra y la violencia, a la espera de ser instaurado, se encuentra el reino de la paz, la justicia y la diplomacia verdaderas. Es quizá la razón por

1 Para un panorama de la historia y las características de los paramilitares, ver Romero (2003) y Medina Gallego (1990).

xvi etnicidad y victimización

la cual la violencia tiende a ser problematizada haciendo que el centro de las preguntas intelectuales se refiera a su lado más descarnado e impactante. Aun esto pasa por alto la manera en que la violencia permea cada aspecto de la vida y crea los mismos sujetos de violencia, sexualizados y racializados (Das, 2007; M. C. Fermé, 2001). Durante mi trabajo de campo me fui haciendo cada vez más consciente de que la politización, racialización y especificidad constantes en cuanto al género del reconocimiento de la condición de “víctima” eran inherentes a la violencia, así como lo eran para los esfuerzos de construcción de la paz; esto me llevó a analizar en qué formas esto afecta nuestra comprensión de las identificaciones étnico-raciales2.

Este cambio intelectual en mi perspectiva puede captarse al comparar el inicio y el final de la totalidad de mi proyecto de investigación doctoral, y al hacer visibles las brechas entre tales momentos. En términos generales, me di cuenta del contraste en tres áreas principales. En primer lugar, comencé observando la movilización social como un proceso que presuponía un antagonismo entre actores ya claramente diferenciables; la victimización y la reparación –que analizaré en los capítulos posteriores– son claves para comprender el contexto y la historia a través de los cuales la noción “grupo” y sus “intereses” emergen en medio de relaciones sociales marcadas por la fricción (Tsing, 2005). En segundo lugar, había restringido el poder a sus dimensiones “negativas” (i.e., a sus aspectos coercitivos) y había prescindido de la productividad implicada en la forma que, en realidad, se ejerce a través de la protección, la provisión de servicios y la administración de las poblaciones. Luego, se volvió cada vez más evidente que la movilización social, el Gobierno y la identificación eran procesos que dependían de reivindicaciones de solidaridad y protección que conllevaban fuertes nociones de soberanía. En tercer lugar, comprendía la identificación en términos más abstractos e incorpóreos, en la cual las relaciones sociales eran tenidas en cuenta apenas como trasfondo. Al final, fui adoptando una fuerte aproximación relacional donde la identificación es parte de procesos profundamente conflictivos de creación, cuidado y eventual exterminio de la vida. Este libro cuenta los avatares y discusiones dentro de esta deriva personal y académica.

Más que ninguna otra disciplina, el conocimiento en la antropología es, por definición, una empresa colectiva. Soy el autor de este texto sólo en un sentido muy restringido de la palabra; estoy en deuda con un inmenso número de organizaciones y personas que hicieron posible la realización de mis estudios

2 Siguiendo a Wade (1997), no hago una división tajante entre identificaciones étnicas y raciales. Estos dos términos son usados para denotar identificaciones basadas en diferencias “culturales” o “fenotípicas”, respectivamente, pero en el caso presentado en este libro, esas instancias están determinándose constantemente entre sí.

xviiprefacio

doctorales de los que surgieron estas páginas, así como con aquellos cuyo apoyo financiero fue fundamental para alcanzar los resultados finales. Mis estudios doctorales, de los que este libro es producto, fueron financiados por el Programa Alβan, el Programa de la Unión Europea para Altos Estudios para América Latina, beca Nº E06D100843CO, y por la Fundación Colfuturo en Colombia. La preparación final del libro también recibió el valioso soporte del Fondo de Apoyo para Profesores Asistentes de la Universidad de los Andes.

Éste no es un libro sobre la vida de las personas sino, aún más importante, sobre cómo otras personas se volvieron parte de la mía. Esto es suficiente para que yo les agradezca a todos aquellos que conocí durante mi trabajo de campo; muchos de ellos se convirtieron en mis amigos y parientes a través de la práctica cotidiana del compartir, charlar, y por un compromiso político común. Karmen, Evelin, Deris, Sandra, Miguel y muchos otros miembros de la Fuerza de Mujeres Wayúu se volvieron en verdad mis amigos, me apoyaron en todo momento y me alentaron a hablar sobre mis opiniones acerca del proyecto en que nos habíamos embarcado. No puedo sino expresar mi gratitud hacia sus familias, quienes me mostraron lo que significa ser wayúu con sus constantes expresiones y pruebas de lealtad. Para la señora Francia, Capi, Aminta, Gloria, Doris y muchos otros, mi más sincero agradecimiento porque me alojaron en sus casas y compartieron conmigo no sólo los alimentos sino también sus sueños y sus temores.

También agradezco a las organizaciones e instituciones que me ayudaron durante mi trabajo de campo. La Organización Indígena de Colombia y su Consejero Mayor, Luis Evelis Andrade Casama, me dieron la bienvenida a su espacio y me guiaron por los caminos de la causa indígena. Los funcionarios municipales en La Guajira, así como muchos líderes wayúus, fueron siempre muy amables cuando conversamos y debatimos sobre el futuro del pueblo wayúu. Agradezco también a la Dirección de Asuntos Indígenas, en Bogotá, porque a través de ella pude tener acceso a información general del registro de las Asociaciones de Autoridades Tradicionales. Estoy muy agradecido con los numerosos funcionarios de entidades gubernamentales, de organizaciones no gubernamentales internacionales y de agencias multilaterales que conocí durante mi trabajo de campo, en especial a Margareth, quien me compartió sus sueños y frustraciones sobre la ayuda humanitaria.

Este libro surgió de mis estudios doctorales en la Universidad de Manchester, y el texto en su totalidad no hubiese sido posible sin el apoyo de mis dos excelentes supervisores: el profesor Peter Wade y el profesor John Gledhill. Ellos me mostraron cómo abordar mi material de trabajo en una forma sistemática, y al mismo tiempo me dieron la posibilidad de descubrir el camino por cuenta propia.

Debo extender mi gratitud hacia los miembros del Departamento de Antropología y mis compañeros de posgrado en la Universidad de Manchester,

xviii etnicidad y victimización

quienes me dieron consejos agudos e inteligentes para el desarrollo de mi investigación. Quiero hacer mención especial de Karen Sykes, Tony Simpson y Sarah Green, quienes a través del Seminario de Investigación de Posgrado o durante la sustentación de mi proyecto me dieron acertados consejos sobre la manera de interpretar los datos. El manuscrito se nutrió de manera importante de los comentarios, críticas y estímulos recibidos por Juan Ricardo Aparicio y dos evaluadores anónimos. Mi gratitud hacia estos últimos. Por supuesto, los errores e imprecisiones que permanecen son de mi entera responsabilidad.

Agradezco a todas las personas que me ayudaron en la preparación del manuscrito de mi tesis doctoral: Peter Wade, Estelle Worthington, Laura Dixon, Alyssa Grossman, Will Rollason, Tiffany McComsey y Doreen Gordon. Su solidaridad y amabilidad cambiaron el curso de los acontecimientos en momentos difíciles. Estoy en deuda con el profesor Carlos Alberto Uribe y mi estudiante de doctorado Flor Ángela Buitrago, por su contribución a esta versión del libro. También, con Valentina Pellegrino, quien me animó y retroalimentó sobre la última versión del manuscrito.

Mis amigos Juan Felipe Henao, Estelle Worthington y Sean Stevens siempre estuvieron a mi lado animándome para continuar en la desafiante experiencia personal de estudiar un doctorado. Este reto habría sido increíblemente difícil sin su apoyo. Mis amigos durante el proceso de construcción de la versión final del libro, especialmente Lina Campos y Sebastián Gómez, me dieron una gran energía, fuerza y confianza para terminar.

Mi mayor gratitud es para las personas que están o han estado en el centro de mi vida. Laura, quien compartió cercanamente toda la construcción de este proyecto y que me dio la fuerza para seguir. Juliana y Flora, mi hermana y mi sobrina, han sido una fuente constante de esperanza y energía para mí. Mis padres, Álvaro y Aída, me enseñaron con sus propias vidas el valor del conocimiento, la fortaleza y la solidaridad. Ellos me mostraron el mundo, me enseñaron que es un lugar maravilloso y me alentaron a comprenderlo un poco más cada día.

1

Introducción

Este libro busca debatir las condiciones bajo la cuales muchas personas en Colombia, América Latina y el mundo piensan su ser indígena en el contexto de la victimización y la reparación. Este contexto brinda una confluencia de las políticas multiculturales, la vulnerabilidad y la ayuda humanitaria que im-plica nuevas nociones y posibilidades sobre cómo se reconoce y experimenta la indigenidad. La relación entre pueblos indígenas y multiculturalismo tuvo una fuerza transformativa fundamental en Colombia y otros lugares3. El mul-ticulturalismo fue el trasfondo de grandes procesos de reindigenización, pero el peso que el primero le da a la diferencia cultural ha hecho que el segundo proceso se equipare con “reetnización” (cf. Morales Thomas, 2011). Este libro argumenta que este vínculo es contingente (cf. De la Cadena, 2010) y explora de qué manera la idea de victimización se coló en la experiencia, la práctica y el concepto de indigenidad para transformar sus dimensiones raciales, étnicas, socioeconómicas y de género.

Durante el siglo xx la victimización fue ganando terreno de manera progresiva como el lenguaje último de la inclusión, la compensación y la justicia (Fassin y Rechtman, 2009). Dondequiera que un observador atento mire, encontrará que el lenguaje político contemporáneo depende y se inspira en conceptos como trauma, afectación o lesión. Sujetos que en momentos históricos anteriores se habían articulado de diversas formas al Estado-nación, ahora son vistos como “víctimas”. Este libro argumenta que dentro de ese conjunto de sujetos hay uno en particular que debe ser analizado de manera separada: los pueblos y personas indígenas. Una razón para este tratamiento especial es que la noción de indigenidad contemporánea tiene unas raíces indudablemente coloniales y violentas (Espinosa Arango, 2007). Otra razón clave es que desde visiones del mundo alternas, las nociones de afectación, trauma y reparación misma adquieren unas características particulares que pueden nutrir los procesos de

3 Dicha transformación es bien patente en los artículos compilados en Chaves (2011) y en el número monográfico de la Revista Colombiana de Antropología editado por Bocarejo y Restrepo (ver Bocarejo y Restrepo, 2011).

2 etnicidad y victimización

justicia transicional (Theidon, 2004; Viaene, 2013). Pero lo fundamental es que se ha tendido a establecer un vínculo esencial entre esta experiencia, sin duda violenta, la condición de víctima y ser indígena. La negación de este vínculo, como se verá en el transcurso de este libro, se ve a menudo como un acto de agresión contra el sujeto etnicizado y racializado. Esto tiene un doble efecto fácil de prever: por un lado, el discurso sobre la condición esencial de víctima prolifera con su afirmación o negación y, por el otro, asume que la victimización debe ser una condición que debe ser defendida en sí misma. La sensibilidad política de este discurso hace que alinearse con el mismo sea tentador. En los capítulos que siguen, sin embargo, el lector podrá encontrar una postura crítica con la maraña de actores y motivaciones que lo sustentan, y colaborativa con las personas cuyas vidas indudablemente han sido cambiadas por la violencia (incluso, la del discurso mismo de la victimización).

La condición de víctima en la actualidad se encuentra ligada profundamente con la noción del evento victimizador. Como lo han analizado cuidadosa y convincentemente Fassin y Rechtman (2009), la centralidad del evento reemplazó y definitivamente eliminó la sospecha que por mucho tiempo hubo sobre las víctimas como traidores a la patria (en el caso de soldados u obreros que demandan compensación por heridas o accidentes). Lo anterior explica por qué muchos de los análisis sobre la victimización indígena se han centrado en el análisis del momento mismo en que la vida de personas o colectivos dio un giro definitivo a causa de las afrentas recibidas. Esto refleja la verdad difícil de refutar respecto a que el evento victimizador se vuelve central en las vidas de las personas, pero transita por la delgada línea de volverlo la vida misma. Efectos más complejos sobre las reconstrucciones deben mirar necesariamente a otros aspectos. Reconocí tres áreas clave de análisis. En primer lugar, mi aproximación al problema pone énfasis en la relación entre la movilización social, la victimización y la reparación; la cual es importante para comprender el contexto y la historia a través de los cuales la noción “grupo” y sus “intereses” emergen en medio de relaciones sociales. En segundo lugar, me concentro en la forma y los efectos del ejercicio del poder a través de la protección, la provisión de servicios y la administración de las poblaciones. En tercer lugar, busco comprender de qué forma la identificación (étnica, racial, de género, principalmente) es parte de unos procesos profundamente conflictivos de creación, cuidado y eventual exterminio de la vida, una biopolítica en sentido amplio, que es como la entiende Povinelli (2006)4.

4 En otro lugar (Jaramillo, 2013b) he analizado por qué el concepto de biopolítica foucaultiano (Foucault, 1991: 317; Lemke, 2011) tiene una utilidad limitada en la comprensión de intervenciones sobre pueblos indígenas.

3introducción

El panorama en que estos tres temas se volvieron centrales es el núcleo de esta introducción. Inicialmente haré un barrido general del protagonismo de los discursos sobre la victimización indígena en Colombia, sin desatender las conexiones globales que han ayudado a configurarlo. A continuación mostraré por qué el caso de los indígenas wayúus, habitantes de la península de La Guajira, es interesante para dar respuestas a la pregunta por la relación entre identificaciones indígenas y victimización. Por último, planteo cómo este conjunto de problemas puede ser traducido en una aproximación metodológica basada en la etnografía de una organización de mujeres indígenas y sus trayectorias. Al explicar mi periplo intelectual y personal, quiero destacar que este libro no es un “balance” de la reparación de las víctimas indígenas. Esto ha sido expuesto por diferentes organizaciones con inclinaciones ideológicas diferentes (hrw, 2010; movice, 2009). Tampoco es un estudio que busque esclarecer los hechos de la violencia paramilitar en La Guajira, ni de la memoria de la victimización (cnrr, 2010). En cambio, este libro es un ejercicio de formulación de nuevas preguntas acerca de lo que la “reparación” efectivamente produce y cómo funda las bases de un futuro por venir.

Escenarios de inclusión y de exclusión

El conflicto armado en Colombia ha sido continuo al menos desde la década de 1950 (ver el volumen editado por Bergquist, Peñaranda y Sánchez, 1992; Pécaut, 2006; Uribe, 2004). El uso de las fuerzas paramilitares de ultraderecha (en ade-lante, referidas como “paramilitares”), aunque no es nuevo en la historia del país (Sánchez y Meertens, 2001; Taussig, 2005), adquirió creciente importancia en él desde la década de 1980 (Medina Gallego, 1990; Patiño, 2002; Romero, 2003), y con frecuencia estas fuerzas llegaron a operar como representantes de las fuer-zas estatales (Sanford, 2004). Las cifras son muy altas para cualquier estándar, y es alarmante la extendida práctica de desapariciones, torturas, violaciones, amenazas de muerte, desplazamiento forzado (el segundo mayor en el mundo, después de Sudán), y las ejecuciones extrajudiciales5.

Las poblaciones indígena y afrocolombiana son generalmente consideradas como víctimas predominantes del conflicto (Amnesty International, 2010). Las estadísticas de victimización con visos étnicos y raciales en el marco del conflicto son escasas, y su eminente uso político las hace nebulosas, pero aun

5 Un reporte de Amnistía Internacional sobre los derechos humanos en Colombia muestra, entre otros hechos, que: “[i]n recent years the number of civilians killed in the context of the conflict has fallen, from some 4,000 in 2002 to around 1,400 in 2007 (which was a slight increase on the at least 1,300 civilians killed in 2006)” (Amnesty International, 2008: 25).

4 etnicidad y victimización

así es difícil negar que esas poblaciones han sufrido desproporcionadamente las consecuencias de la violencia. De acuerdo con el reporte antes citado de Amnistía Internacional, los asesinatos han decrecido (siguiendo una tendencia general), pero el hecho es que el conflicto se ha recrudecido en los territorios ocupados por indígenas y afrocolombianos, debido a un impacto desproporcionado en tales poblaciones6. Para empeorar las cosas, la violencia contra estas poblaciones se ha ensañado específicamente contra sus organizaciones y sus líderes (Villa y Houghton, 2005).

La victimización de indígenas y afrocolombianos por el conflicto constituye un ejemplo de la exclusión histórica que estas poblaciones han experimentado durante siglos. Sin embargo, como Wade (2009a) afirma, las formas de exclusión en la región han ido acompañadas con formas de inclusión, y en algunos casos, incluso dependen de éstas. Así, por ejemplo, el mestizaje, una forma de nombrar la mezcla racial y cultural en Latinoamérica, a través del cual las élites se representan a sí mismas como líderes de democracias incluyentes, simultáneamente ha sido una forma de mantener las jerarquías raciales y étnicas (Wade, 2009a y 2009b).

En tiempos más recientes, mientras el Gobierno colombiano ha invertido mucha energía en intentar mostrarse como “multicultural”, las violaciones de derechos humanos entre minorías étnicas y raciales han alcanzado magnitudes sin precedentes. Así, en las últimas décadas del siglo xx, insertar la “etnicidad” dentro de la fórmula para reformas institucionales fue central para hacer que Colombia luciera más democrática. Hacia la década de 1980, las luchas indígenas que tuvieron lugar en diferentes partes del país, junto con programas de modernización del Estado (Posada-Carbó, 1998), introdujeron un modelo que incluiría políticas multiculturales (Cepeda, 1998). Lo que siguió fue una reforma constitucional que hizo del multiculturalismo, la descentralización y la participación los mecanismos más prominentes de las políticas sociales y económicas neoliberales (cf. Hale, 2005). La etnicidad se volvió una cuestión destacada como resultado de la “liberalización política incompleta” (Yashar, 1998: 38), lo que brindó una oportunidad para la constitución de movimientos y partidos étnicos (Van Cott, 2004), en medio de lo que Van Cott (2001) llama regime bargains (negociaciones sobre el régimen político). No obstante, la implementación del multiculturalismo corrió paralelamente a una agresiva y violenta expansión de guerrillas de izquierda, paramilitares, multinacionales y fuerzas estatales en territorios ocupados por indígenas.

6 “More than 40 members of Indigenous communities were killed in 2007 in the country as a whole, down on the 75 recorded in 2006 and the 112 in 2005. More than 400 Indigenous people were killed in 2002. There were also at least 14 deaths of members of Indigenous communities as a result of antipersonnel mines in 2007” (Amnesty International, 2008: 29).

5introducción

La reforma constitucional de 1991 tuvo un enorme impacto en las organizaciones indígenas y sus aspiraciones. Por una parte, la formación de partidos políticos étnicos tuvo efectos divisivos (Padilla, 1996), y, como probó Laurent (2005), sus votantes se concentraron más en la clase media urbana no indígena que en sus propias bases. Por otra parte, las medidas multiculturales concretas se dirigieron a políticas de descentralización y al desmantelamiento o subcontratación de la asistencia social estatal; así, las organizaciones indígenas se transformaron en representantes del Estado, sujetos a auditorías y otros mecanismos de vigilancia. Fuera de los movimientos indígenas, el panorama no era diferente y se llegó a conocer por el término “ong-ización” (Álvarez, 1999), un proceso de creciente profesionalización y formalización de los movimientos sociales.

El impacto de estos cambios en la emergencia de un régimen “posliberal” (Yashar, 2005) es aún cuestión de debate. Hale (2005) ha argumentado que el multiculturalismo en América Latina, antes que oponerse a las políticas neoliberales, hace parte de éstas. En efecto, mientras que el neoliberalismo es visto generalmente como una retirada o disminución de la injerencia del Estado, lo que es visible hoy en casos como Colombia es que el proceso real de implementación de una agenda política –dentro de la cual figuran las políticas multiculturales– depende de un lenguaje de derechos y ayudas sociales que ha transformado, más que reemplazado, el régimen inicial de seguridad social. En otras palabras, la implementación del neoliberalismo parece no concordar con el programa político que soporta. El asunto de gobernar la población nunca ha estado separado del tema de cuidar de ella. La cuestión era cómo administrar la población de manera más eficiente, y en esto parecía que una ciudadanía más dinámica basada en los derechos tomaría el lugar del discurso sobre las necesidades (M. D. Molyneux y Lazar, 2003). En particular, en el campo de las políticas sociales, los académicos están replanteando críticamente el paradigma de la “retirada del Estado” porque supone que el neoliberalismo ya se ha incorporado de manera completa o que “estaba ahí” (para luego retroceder) en América Latina (M. Molyneux, 2008; Roberts, 2009) y en otras partes (Read y Thelen, 2007). Una imagen que incluye estrategias más complejas de asistencia ha empezado a salir a la luz. Esto también parece estar interconectado con la expansión del lenguaje de los derechos y puede verse como expresión de un discurso hegemónico mundial de la cultura y la acción políticas (Cowan, Dembour y Wilson, 2001; para América Latina, ver Dezalay y Garth, 2001; Gledhill, 2003).

Uno de los últimos episodios de esas definiciones mutuas de inclusión/exclusión padecidos por las poblaciones étnicas y raciales en Colombia fue el más reciente proceso de justicia transicional encabezado por el presidente

6 etnicidad y victimización

Álvaro Uribe Vélez (2002-2006/2006-2010)7. En 2003, el Estado colombiano, que en muchos casos ha apoyado a los paramilitares y que ha sido por lo general negligente para reaccionar ante sus actos, llevó adelante un proceso de justicia transicional desde una postura unilateral. Aunque, en la práctica, fue sólo la cristalización de un pacto con los jefes paramilitares (dejando de lado, por tanto, las guerrilleras de izquierda), fue, no obstante, bien financiado, apoyado internacionalmente, y pretendió hacer las reparaciones correspondientes a las víctimas del conflicto, sin importar el perpetrador8.

El proceso fue formalizado con la Ley de Justicia y Paz (975 de 2005, Congreso de Colombia, 2005) e incluía la conformación de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (cnrr), siguiendo el modelo de las Comisiones de Verdad y Reconciliación (cvr) que han operado en otros países. La cnrr fue ampliamente respaldada por la comunidad internacional, y el contexto del reconocimiento de la victimización de la población se volvió una excusa de muchas ong para desplegar sus funcionarios y proyectos en Colombia. En el caso concreto de la reparación de víctimas, los indígenas han aparecido como víctimas excepcionales, no sólo por las dimensiones de su afectación sino también, y sobre todo, por el tipo de reparación que deben recibir (Díaz Gómez, 2010). Este proceso ha tenido un gran impacto en las organizaciones y comunidades indígenas, constituyéndose en el contexto inmediato del objeto de estudio en este libro.

La cnrr y las leyes más recientes en materia de reparación siguen el proceso de otros seis casos en América Latina: en Argentina, la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas (1983-1984); en Chile, el Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación (1990-1991) y el Informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura (2004-2005); en El Salvador, la Comisión de la Verdad (1992-1993); en Guatemala, la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (1994-1999); en Panamá, la Comisión de la Verdad (2001-2002); y en Perú, la Comisión de la Verdad y de la Reconciliación (2001-2002). En 2001 Hayner contaba veintiuna de estas comisiones, las cuales aparecieron en el mundo desde 1974. Hoy es necesario añadir los casos de Sierra Leona, Timor Oriental y Colombia. Esto muestra cuánto se ha extendido el uso de las cvr y cómo se ha vuelto una suerte de “caja de herramientas” para la

7 Los procesos de paz tuvieron lugar antes, particularmente en los ochenta, cuando se desmovilizaron fuerzas guerrilleras como el M-19 y la milicia indígena “Manuel Quintín Lame”.8 Los fondos de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación eran manejados por la agencia gubernamental llamada Acción Social (Decreto 4760 de 2005), la cual es financiada por el tesoro nacional, créditos y cooperación internacional, y las rentas públicas de remates de bienes expropiados a cabecillas de la mafia y a paramilitares. De acuerdo con el Director de la Comisión, sólo en diciembre de 2009 se distribuyeron 10 millones de dólares entre las víctimas. De acuerdo con el mismo funcionario, en 2010 fueron 150 millones de dólares (“Disponibles fondos para reparación de víctimas en Colombia”, en Semana, 14-09-2009).

7introducción

democratización y salida del conflicto (Wilson, 2001 y 2003); la reproducción en masa de una técnica de inclusión que se corresponde con su equivalente de exclusión violenta. Duffield (2002) ha relacionado estos procesos sofisticados y estandarizados de reconstrucción con una estrategia de radicalización del desarrollo que apunta a instalar el orden democrático liberal.

Este cambio en las formas de Gobierno que se interconectan con las cvr, fuertemente arraigado en la noción de derechos, ha tenido un impacto profundo en la manera como se experimentan la movilización y la resistencia indígenas (Speed, 2008). Como víctimas de primera línea, las organizaciones indígenas reaccionaron ante la cnrr articulando sus reclamos étnicos en consonancia con los esfuerzos por entregar las reparaciones de la manera debida. Los movimientos indígenas se habían formado desde inicios de la década de 1970, en alianza con campesinos, para presentar el asunto de tierras como reclamo central (Comisión Andina de Juristas, 1992; Gros, 1991). Por los años ochenta, los movimientos indígenas se habían expandido lo suficiente como para crear una organización nacional con un proyecto más amplio que representara las luchas de las “poblaciones indígenas de Colombia”, y que incorporara un número importante de consejos regionales (Avirama y Márquez, 1994). Sin embargo, las escalas local, regional y nacional donde los movimientos indígenas tendían a promover un sentido de indigenidad han sido un desafío dominante hasta el presente: ser de una familia, una comunidad, un lugar o un grupo étnico particular es con frecuencia más importante que ser indígena (ver Gros, 2001; Jackson, 1991 y 2002). En este contexto, la victimización tomó el lugar de un proyecto de articulación étnica.

Esto no significa que el conf licto no haya sido importante para las organizaciones indígenas antes del actual proceso de justicia transicional. La relación con los grupos guerrilleros fue uno de los aspectos centrales que ayudaron a configurar la lucha indígena durante el siglo xx (cf. Fajardo Sánchez, Gamboa Martínez y Villanueva Martínez, 1999; Le Bot, 1994). Esto incluye la emergencia de una “guerrilla indígena”, cuya desmovilización contribuyó a establecer la Asamblea Nacional Constituyente de 1991. Más recientemente, la neutralidad ante todo actor armado ha sido uno de los aspectos destacados de las organizaciones indígenas (ver Caviedes y Caldón, 2007). Sin embargo, la articulación de las demandas de contenido étnico en el actual contexto global produjo una serie de nuevos retos para las organizaciones indígenas. Desde mi punto de vista, dos retos afrontados por tales movimientos son particularmente interesantes. El primero tiene que ver con el discurso de los derechos y las ayudas sociales, tan íntimamente vinculado con el asunto de reparación de víctimas. Esos discursos generaron una paradójica participación de una miríada de actores en el logro de la “autonomía” local que los movimientos indígenas habían invocado con vehemencia. Esos actores incluían, por una parte, las

8 etnicidad y victimización

ong, las agencias multilaterales y los actores estatales; por otra, personas con menores vínculos institucionales pero simpatizantes de las luchas, al servicio del trabajo de las organizaciones indígenas, llamados con frecuencia solidarios o colaboradores (Caviedes, 2002 y 2007).

El segundo reto –relacionado con el anterior– es aún más interesante, desde mi punto de vista. El casi total dominio del lenguaje de los derechos humanos, los cuales han ganado un estatus hegemónico abrumador como la única vía para la solución de los asuntos étnicos (cf. Stavenhagen, 2009), tiene hasta cierto punto el efecto de despolitizar las luchas indígenas. Además, aunque indirectamente definida, la reparación de víctimas viene con una serie de asunciones sobre el tipo de derechos y modelos de desarrollo que deben promoverse. De esta forma, el trabajo de género y el lugar particular que los esfuerzos de reparación prevén para las mujeres son aspectos especialmente sensibles para las organizaciones indígenas9. En muchas ocasiones han sido denunciados los sesgos patriarcales en los movimientos sociales étnicos y antidiscriminación racial10. En el caso de indígenas en Latinoamérica, Radcliffe ha analizado las dificultades en el proceso de emergencia del liderazgo femenino en Ecuador. Las prácticas implicadas en ser líder son vistas negativamente en cuanto a valoración social. Por ejemplo, como las lideresas necesitan viajar con frecuencia (tanto como la contraparte masculina), esto se vuelve la causa de acusaciones de prostitución e infidelidad por parte de sus parejas (Radcliffe 2008) . Más ampliamente, las así llamadas políticas de la identidad y multiculturales han conllevado nuevos contextos para relaciones de género. Yuval-Davis incluso plantea que “El multiculturalismo con frecuencia puede tener un efecto que va en detrimento de la mujer”11 (Yuval-Davis, 1997: 58).

Las solicitudes de reparación son con frecuencia campos prolíficos donde son visibles las tensiones entre la identificación étnico-racial y de género. Sieder y Witchell (2001) mostraron que, en el caso del proceso de paz en Guatemala a mediados de la década de 1990, la inclusión étnica fue negociada, pero creó esencialismos culturales que sirvieron de base para la reproducción del patriarcado (luego criticado por mujeres activistas tanto indígenas como no

9 En muchas instancias de este libro, “género” es una categoría “nativa” que analizo. Debates específicos sobre el concepto pueden hallarse en diferentes lugares del presente texto, pero desde una instancia general, me refiero a género para hacer una referencia a la forma en que están inscritos en la sociedad el lenguaje, los discursos y las prácticas sobre feminidad y masculinidad.10 Por ejemplo, bell hooks (1982) apunta que durante las guerras civiles de movimientos negros en Estados Unidos, las mujeres negras sacrificaron su posición particular como mujer por la causa de la “negritud”, la cual era representada por líderes hombres negros (quienes, de hecho, defendían intereses masculinos). Al mismo tiempo, las mujeres negras no eran consideradas en el movimiento feminista, el cual, bajo una supuesta fraternidad femenina, incorporaba intereses de mujeres blancas de clase media.11 Cita original: “the multiculturalism can often have a very detrimental effect on women”.

9introducción

indígenas, así como por muchas otras personas). Los eventos posteriores al 11 de Septiembre en Estados Unidos han añadido otra arista a los complejos usos sociales del género en los discursos sobre la reconstrucción social. Como Abu-Lughod (2002) anota, la guerra contra el terrorismo ha revitalizado la estrategia de justificación de la colonización a través del discurso de “¡Salvemos a las mujeres!”.

El compromiso de toda clase de actores internacionales con el tema de igualdad de género ha sido recibido con hostilidad por las organizaciones indígenas. Por lo general, los líderes hombres ven el discurso sobre el “género” como una forma de intromisión excesiva en los asuntos privados de la comunidad, y como una forma de impulsar la emancipación femenina por parte de foráneos. Desde la perspectiva de las organizaciones indígenas, la ayuda internacional sobre los derechos de las mujeres tiene intenciones hegemónicas de socavar la “tradición”, que pretenden debilitar el papel ejercido por el hombre con respecto a la autoridad y la representación en sus propias comunidades (Paulson y Calla, 2000). En efecto, el feminismo desarrollista (developmentalist feminism, en términos de Apffel-Marglin y Sanchez, 2002) entró en Latinoamérica a través de un cambio de opiniones en el Banco Mundial y las Naciones Unidas con respecto al desarrollo y sostenibilidad, y su cercana relación con los programas de reforma institucional (Oliart, 2008), a guisa de una “feminización de la pobreza” (Chant, 2009). El lugar que el género ha ganado en los discursos hegemónicos del desarrollo tiene una importancia global innegable. En esta dirección, los ganadores del premio Nobel Amartya Sen (Economía) y Muhammad Yunus (Paz) han afirmado que la mujer desata el potencial de desarrollo comunitario y lleva a la “libertad” (Sen, 2001; Yunus, 2003). La atención a los asuntos de género en organismos como las Comisiones de Verdad se encuentra claramente interconectada con esa difusión de ideas en torno a los discursos sobre el desarrollo, y desafía a las organizaciones indígenas con dilemas insondables. El reconocimiento de las víctimas parece representar un problema que enfrenta las políticas del género y las reivindicaciones étnico-raciales.

La imagen resultante de todo esto constituye una interesante encrucijada donde están implicadas las identificaciones indígenas contemporáneas. Profundamente involucrado en la victimización de indígenas, el Estado creó la cnrr y otros mecanismos para reivindicar su soberanía sobre una circunscripción excluida por sus mismas acciones. En su reconocimiento como víctimas, las organizaciones indígenas hallaron el terreno perfecto donde desplegar su proyecto para producir identificaciones indígenas que abarcaran diferentes grupos étnicos, pero al mismo tiempo este terreno estaba condicionado por obstinados supuestos y reglas, entre los cuales figuraba como de gran importancia asumir que la mujer era una reproductora de etnicidad y de buenos ciudadanos. Para completar el cuadro, los organismos y agentes trasnacionales además reclamaban cuidar a las “víctimas”, por lo cual decidieron la manera correcta de llevarlo a cabo a través de ciertas prácticas y discursos.

10 etnicidad y victimización

Éste fue el contexto que me permitió formularme la pregunta sobre cómo las identificaciones étnicas y raciales eran transformadas y producidas sobre relaciones y nociones de género en movilizaciones indígenas alrededor de la victimización producto del conflicto armado, en el contexto de los actuales esfuerzos en Colombia por brindar reparaciones a las poblaciones afectadas. Una cuestión particularmente interesante que surge es cómo los actuales esfuerzos para producir legitimidad y gobernabilidad vienen a complementar unos existentes previamente marcados por el reconocimiento multicultural, y cómo las identificaciones hacen parte de transiciones superpuestas. De particular importancia en Colombia y en Latinoamérica es la cuestión de cómo las reformas constitucionales y multiculturales iniciadas durante la década de 1990 coexistieron con las prácticas de la justicia transicional, y cómo esta combinación de “inclusiones” tuvo efectos transformativos en las identificaciones. Como describiré en los capítulos a continuación, esos efectos se caracterizaron por la feminización y la indigenización de los procesos de mediación entre las familias locales y otros poderes interesados en la administración de la población indígena (en el caso analizado de La Guajira colombiana). Los efectos simultáneamente regulan a la familia a través de la intervención en “hogares” y establecen un “mercado” para la universalización de la ciudadanía indígena. Así, los cambiantes significados de ciudadanía dependen de la forma en la cual las diferencias culturales y de género son rearticuladas en la práctica de la “asistencia” de los sujetos indígenas victimizados.

Pero si las “víctimas” importan tanto, ¿quiénes son ellas? Introduciendo el caso del pueblo wayúu, intentaré proporcionar una respuesta parcial a esta pregunta, y pondré en evidencia su relevancia para analizar la cuestión expuesta. La razón tiene que ver con la posición particularmente conflictiva que los wayúus han representado para los proyectos hegemónicos de la nación y unificadores de una identificación indígena. El reconocimiento de las víctimas wayúus, sin embargo, fue un campo donde todos esos proyectos parecen haber concordado: organizaciones indígenas, el Estado colombiano, las ong y otros actores confluyeron en representar a los wayúus como “víctimas”. ¿Por qué?

Anhelos por la “unidad”: ser wayúu, ser indígena

Hoy, las personas que se autoidentifican como wayúus se cuentan como la población indígena más grande tanto en Colombia como en Venezuela12.

12 De acuerdo con el último censo, en Colombia hay 278.254 wayúus (dane, 2006). No hay información reciente sobre la población wayúu que vive en Venezuela. El censo de 1992 indicaba que sumaban 168.443 (ocei, 1993). No son claras las dinámicas de población después de este dato.

11introducción

Originalmente amazónicos, los indígenas wayúus consideran como su hogar la semiárida península de La Guajira, en la parte más septentrional de Colombia y Suramérica (ver la figura 1)13. La mayoría de la población vive en caseríos dis-persos llamados rancherías o en pueblos o ciudades principales como Riohacha, Maicao, Uribia y Manaure, en Colombia, y Maracaibo, en Venezuela. Los wayúus fueron conocidos inicialmente como “guajiros” o “Goajiros”, pero al menos en Colombia, durante la segunda mitad del siglo xx, gradualmente esos términos se fueron restringiendo a las personas que habitaban en general la región de La Guajira, sin hacer distinción étnica o racial. Esas variaciones terminológicas dan testimonio del carácter voluble y problemático de la identificación de los indí-genas wayúus. Un proceso de mestizaje (como es denominada la mezcla racial y cultural en Latinoamérica), que describiré más adelante en el libro, explica el cambio en la terminología. Es más, darles unidad a tales identificaciones ha si-do un problema para sucesivos poderes que han intentado mantener el control en la región, incluidas las mismas élites indígenas, tal como lo ha mostrado de manera clara y sistemática el estudio de José Polo Acuña (2012). En esta sección, haré un breve recorrido acerca de esos esfuerzos y de cómo la “victimización” ha desempeñado un papel fundamental en los esfuerzos recientes de conseguir una identidad wayúu “unitaria”, una verdadera indigenidad.

Figura 1. Mapa de La Guajira.

13 Registros lingüísticos y arqueológicos muestran que ellos migraron desde la base de la Amazonia en tiempos prehispánicos (Ardila, 1996).

12 etnicidad y victimización

El pueblo wayúu y la región han estado en constante cambio durante miles de años (Ardila, 1996), pero la transformación fue particularmente dramática desde la llegada de los españoles en el siglo xvi (Ardila, 2010). La capacidad wayúu para criar y adaptar ganado y manejar armas (Barrera Monroy, 2000), junto con el desinterés de los colonizadores por el territorio, debido a la ausencia de oro, ayudó a los lugareños a rebelarse y a resistir a los españoles desde el siglo xviii (cf. Annicchiarico Robles, 2003; Guerra Curvelo, 2007; Polo Acuña, 2012). Desde ese momento, los wayúus y La Guajira se volvieron sinónimos de problemas y resistencia a los poderes imperiales y republicanos. Ayudados por su posición estratégica en las costas del mar Caribe, las familias wayúus se empoderaron progresivamente a través del contrabando de toda clase de bienes (Grahn, 1997) y se aliaron con enemigos de los españoles, de acuerdo con los intereses propios y los de los imperios coloniales.

Durante los siglos xix y xx, las autoridades militares y religiosas intentaron incursionar en la región, sobre todo a través de puestos fronterizos de policía e internados. El contrabando nunca fue controlado por esos medios, pero los lazos matrimoniales y comerciales entre élites indígenas y alijunas14 durante el siglo xx, muchos de ellos hombres de la milicia, dieron lugar a un cambio de concepto de la identidad indígena y de la lealtad hacia el apushi (familia). Las alianzas matrimoniales entre segmentos étnicos fueron comunes antes del siglo xx, pero nunca habían sido inducidas “desde arriba”. Cuando el Gobierno colombiano intenta ganar el control sobre áreas con los recién descubiertos yacimientos de carbón y petróleo, se pone en práctica la vieja estrategia colonial de entronizar a las élites masculinas –llamadas to’olo (literalmente “toro”) o más comúnmente caciques (una palabra caribe usada desde tiempos coloniales para dirigirse a las autoridades indígenas)– como forma de mediación en el control de las poblaciones subordinadas. Esta mediación con frecuencia se cristalizaba cuando delegados gubernamentales se casaban con sobrinas de los caciques. Esta forma de alianza interétnica creó la división entre “Guajiros”, una élite cultural y racialmente mezclada cuyas familias incorporaban principios de descendencia bilineal, y los “Wayúus”, una población pobre y no mestiza cuya más inmediata unidad colectiva era la familia (apushi) matrilineal. Estos dos sectores de la población de La Guajira eran intrínsecamente independientes, como lo analizaré en el capítulo 2.

Aun después de estas alianzas, la región y sus habitantes continuaron siendo un problema para la soberanía de todo régimen. Sólo a finales de la década de 1980, el Gobierno colombiano empezó a hacer avances en la región a través de políticas neoliberales dirigidas hacia el control del contrabando.

14 Término referido a personas y cosas no wayúus, en lengua wayúunaiki.

13introducción

Las medidas tenían lugar al mismo tiempo que se ponían en marcha las políticas multiculturales, dirigidas hacia la inclusión de la población menos mezclada y más pobre. Las políticas implementadas por el Gobierno presionaron directamente a las familias de élite, ya identificadas como “guajiros”, quienes habían garantizado parcialmente la relativa independencia de la región y de la población. Una última prueba para esas familias apareció cuando, a finales de 1990, los paramilitares alcanzaron La Guajira con su discurso contrainsurgente. Como no había grupos guerrilleros operando en la región, la motivación de esa incursión era de diferente naturaleza: arrebatar de las manos de familias locales el control de las rutas del contrabando y de las ganancias, en particular por el tráfico de drogas. Los resultados de este oscuro y confuso episodio fueron la muerte de más de 250 personas, el desplazamiento de familias y el punto de entrada de los wayúus al proceso de reparación y reconciliación, en el cual los sobrevivientes se convirtieron en “víctimas”.

Este contexto y la extensa variedad de actores involucrados impulsaron a los líderes locales a organizar sus comunidades para reclamar su condición de “víctimas”. Aunque la violencia había sido más implacable con las familias mestizas de guajiros, las organizaciones de víctimas se inclinaron por autorrepresentarse como indígenas. Pese a que este último hecho fue usado para criticar a los líderes como “oportunistas”, los eventos que describiré en capítulos a continuación dan testimonio de un proceso mucho más intrincado, en el cual el concepto de indigenidad fue reconfigurado a través de la violencia y la reparación.

Han sido precisamente los fuertes y altamente estratificados grupos familiares quienes simultáneamente han mantenido alejados a los alijunas de la Península y han ido en contra de la articulación de un proyecto de “indigenidad”. Los wayúus han sido quizá uno de los casos más problemáticos para las organizaciones indígenas nacionales (Jackson, 2002), no sólo por asuntos relacionados con la organización social, sino también porque la “indigenidad” desde la cual hablan las organizaciones indígenas dominantes hace referencia a un legado colonial que los wayúus no comparten. De este modo, el contexto de las reparaciones y el proceso de justicia transicional que lo circunda son los últimos en una serie de esfuerzos para unificar a los wayúus a través del discurso de la “indigenidad”. Con esto no quiero decir que los wayúus no se hayan reconocido a sí mismos (o hayan sido reconocidos por otros) como indígenas. En cambio, me refiero a la noción misma de indigenidad, que implica una identidad wayúu generalizada que operaría como una plataforma común para familias y otras personas en Colombia y el mundo. Me referiré a esos discursos como indigenidades no-wayúu o pan-wayúu.

No sólo las organizaciones indígenas sino también los gobiernos locales y nacionales han estado interesados en la unificación de los wayúus. Los

14 etnicidad y victimización

regímenes coloniales fueron los primeros que intentaron seriamente alcanzar una “unidad” indígena entre los wayúus. En el siglo xviii, siguiendo el modelo andino, una fallida “nación” indígena fue establecida promoviendo la autoridad de un cacique del sur de La Guajira (Barrera Monroy, 2000; Polo Acuña, 2012). Esta misma forma de relacionarse con líderes indígenas fue replicada en una estrategia que el Estado colombiano implementó hasta los años 1970, expresada en los matrimonios entre hombres de la élite blanca y mujeres de la élite wayúu. El control del resto de la población se dejó en manos de las familias indígenas de élite, quienes se consideraban a sí mismas menos wayúu, pero cuyo poder se basaba en alianzas de parentesco con apushis menos mezclados cultural y racialmente. Esta forma de mediación creó además las condiciones para la ya mencionada emergencia de la población indígena identificada como “guajiros”. El proceso completo es evidencia de la forma en que los proyectos de “unidad” son fundamentados en conceptos y relaciones de raza y de género.

El marco multicultural y su implementación fueron un canal para volver a proyectar los esfuerzos para la unificación de los wayúus, y, durante la década de 1990, los organismos gubernamentales de la región promovieron una última –y fallida– Federación Wayúu. Paradójicamente, entre la población local, la implementación de instituciones multiculturales creó una división entre familias que competían por subsidios estatales, lo que en últimas socavó la “unificación” de los indígenas wayúus, desde el punto de vista del Estado. Es significativo que haya yuxtaposiciones de diferentes proyectos de unificación en la situación descrita hasta ahora. En mi concepto, esta preocupación por la unidad es una expresión de un amplio interés por gobernar la población indígena y la península que aún ocupan. La nueva situación de victimización se convirtió sólo en una oportunidad más para clamar por la unidad y afrontar los cambios que ésta conlleva.

Uno de los aspectos más destacados de los esfuerzos de unificación que corren a través del reconocimiento de las víctimas en La Guajira es que se encuentra liderazgo por parte de las mujeres (Blanchet-Cohen, 1997; Ponce-Jiménez, 2006). En éste y en otros casos que involucran la mediación con las partes y poderes no wayúus, las mujeres tienden a desempeñar un rol central en la representación de los intereses familiares. En el contexto específico, el liderazgo femenino creó un encuentro ambiguo con actores interesados en la reparación: organizaciones indígenas simultáneamente aplaudían (pues servía como prueba de sus correctivos antimachistas) y miraban recelosamente la incursión de las mujeres en este papel, al mismo tiempo que otros actores (organismos gubernamentales, multilaterales y ong) crearon un terreno prolífico para el desarrollo de nuevos experimentos de Gobierno a través de discursos sobre el desarrollo y la equidad de género.

15introducción

El género no sólo es clave para comprender la relación de las organizaciones que emergieron con la reparación de víctimas y el Estado, sino también para entender los efectos sobre las nociones de afiliación a los grupos familiares y la identificación étnica. Para comprender las implicaciones del nuevo contexto para los wayúus, es importante subrayar la importancia del género en sus identificaciones étnicas. Como lo mencioné antes, las personas wayúus han sido un problema para todas las formas de poder que han intentado gobernar la Península. Esta posición problemática tiene que ver con la ausencia de autoridades centrales que ordenen los grupos familiares matrilineales (apushis) o las redes de lealtad más extendidas. Adicionalmente, hay fuertes jerarquías entre los apushis, basadas en la posesión de tierra y la riqueza, todo esto sumado a diferencias regionales (Guerra Curvelo, 1990). La mayoría de la literatura etnográfica sobre los wayúus refiere la descendencia matrilineal como la principal forma de afiliación étnica. Los estudios que enfatizan la lógica del linaje han mostrado que pertenecer a la familia depende de conceptos de género, expresados concretamente en la transmisión corporal del eirruku15 a través de la mujer (Gutiérrez de Pineda, 1950 y 1963; Rivera Gutiérrez, 1990-1991; Vergara González, 1987; Wilbert, 1970 y 1976).

Aunque se omite con frecuencia, otro conjunto de textos (Goulet, 1978; Saler, 1988) ha mostrado que los conceptos de pertenencia a la familia son, de hecho, parte de una amplia red de alianzas situacionalmente definidas, que dependen sobre todo de la afinidad y el estatus, así como de las relaciones consanguíneas, y dicha pertenencia es activada en contextos específicos como guerras, funerales, negocios, compensaciones, entre otras circunstancias. Lejos de implicar un papel menos importante del género en las afiliaciones étnicas, estos textos hacen énfasis en cómo el prestigio masculino es fundamental para entender asuntos tan disímiles como la guerra, el comercio o la justicia. En este sentido, a inicios de los años cuarenta, los antropólogos ya habían notado que el Estado desempeñaba un rol en la configuración no sólo de alianzas sino también de las transformaciones de las identificaciones indígenas (Chaves, 1953; Pineda Giraldo, 1990; Santa Cruz, 1960).

La victimización y la reparación de las víctimas dieron lugar a un nuevo contexto para las alianzas y los conceptos de raza y género de los cuales dependían. Los procesos políticos alrededor de la unificación y el control de los wayúus negocian con esas formas de hacer alianzas, mientras experimentan unas nuevas. Lógicas existentes y emergentes sobre la asistencia y la lealtad son entretejidas en estos procesos y son importantes para la comprensión de las implicaciones de la victimización y la reparación de familias y personas.

15 El término significa literalmente “carne” y usualmente se traduce como “casta” o “clan”.

16 etnicidad y victimización

De nuevo, y en una forma más contextualizada, el reconocimiento de la victimización implica una encrucijada en la cual las identificaciones indígenas son el medio para lograr un fin en los proyectos que intentan presentar una “identidad wayúu” unificada. Los esfuerzos por llevar la reparación y por organizar las víctimas añadieron una capa más a esas identificaciones, ya en sí mismas atravesadas por relaciones y nociones de género, y que además se traslapó con los proyectos de unificación política. Los capítulos del libro irán elaborando las formas de analizar y conceptualizar las identificaciones que vienen de tan compleja yuxtaposición de elementos. Para cerrar esta introducción, presentaré cuál fue el proceso metodológico seguido y la estructura del texto.

Seguir el movimiento: del método al texto

Analizar el proceso referido en esta introducción presenta una tarea desafiante. La etnografía –por lo general comprendida como la descripción detallada de la vida, las prácticas y los discursos de las personas, basada en una experiencia de primera mano y de largo aliento– es la mejor forma desde la cual se empiezan a reunir las piezas. Aunque a veces se define como “método” (cf. Brewer, 2000; Robinson-Caskie, 2006), tiendo a estar más de acuerdo con Ingold (2008), quien define la etnografía como una práctica en derecho propio (la cual, en sí misma, hace uso de métodos y técnicas). Como tal, la etnografía implica una episte-mología particular en la cual el observador piensa con y a través de categorías, discursos y prácticas que enfrenta en una empresa bastante incontrolable y arriesgada. En consecuencia, el camino que seguí para evaluar mis supuestos (mi “método”) es, en sí mismo, un resultado de la etnografía, y, hasta cierto punto, ad hoc. En esta sección final me concentraré en las rutas seguidas y mis esfuerzos por darles sentido. Como la etnografía es inseparable de la práctica de la escritura (Clifford y Marcus, 1986), también mostraré cómo se refleja mi aproximación en los capítulos de este libro.

Entré a mi trabajo de campo a través de una joven y entusiasta líder wayúu llamada Karmen. Mi primer contacto con ella ocurrió vía internet, durante el primer año de mi doctorado, mientras yo estaba en el Reino Unido. El contacto fue precavido al comienzo, en mayo de 2007, y mis intenciones de realizar la investigación acerca de la Fuerza de Mujeres Wayúu (fmw), la organización que ella promovía, fueron aplazadas hasta que ella personalmente la discutió con el resto de los líderes involucrados. Karmen, sin embargo, estaba muy abierta a la idea y discutimos muchos temas (incluso hablando sobre las relaciones entre la academia y los movimientos sociales) a través del correo electrónico y charlas virtuales, aun antes de conocernos personalmente. Este contacto fue el comienzo de un proceso constante de debate y apoyo que aún continúa.

17introducción

De vuelta en Colombia, en julio de 2007, mis primeros pasos me dieron la clave sobre la naturaleza de mi trabajo de campo: un proceso constante de es-tar y viajar con el “movimiento”. Casi por coincidencia, tuve la oportunidad de encontrarme con veinticuatro líderes que pertenecían a “la Fuerza” (como es conocida la organización informalmente). Por la época en que llegué a Colom-bia, fui invitado a participar en un evento relacionado con víctimas de crímenes de Estado, mientras los líderes estaban visitando Bogotá. Tuve la oportunidad de encontrarme con ellos para explicarles mi proyecto, y su respuesta y apoyo fueron muy positivos. Sorprendentemente para mí, no fue visto como un obs-táculo el hecho de que yo fuera un investigador blanco, hombre, de clase media proveniente de Caldas, una región de Colombia conocida por su historia de co-lonización interna agresiva (y por la presencia de organizaciones paramilitares). Esto obviamente implicó una posición que determinó de muchas formas mis relaciones con la gente, de las cuales hablaré cuando sea necesario, pero nunca fueron un obstáculo insuperable.

Este primer encuentro con los líderes direccionó de manera determinante mi trabajo de campo y mis reflexiones generales frente a la centralidad de la victimización en la configuración contemporánea de la indigenidad. Analizar los elementos pasados y presentes que han determinado esta confluencia de identificaciones y experiencias se volvió una tarea que me llevó a pensar la construcción de sujetos etnicizados y racializados en nuevas perspectivas. Esta exploración, a la que se le dedica el capítulo 1, se concentra en discursos ampliamente difundidos, pero poco analizados, sobre la “deuda histórica” frente a los pueblos indígenas, y cómo ésta se refleja en el lenguaje legal (y siempre moral) que ha definido la reparación de sujetos étnicos.

Desde ese momento del primer encuentro, dividí mis trece meses de trabajo de campo en dos lugares diferentes: La Guajira y Bogotá. Le dediqué más o menos la mitad del tiempo a cada uno, yendo y viniendo constantemente entre un lugar y el otro, y en cada viaje me quedaba cerca de un mes en cada sitio. De esta forma, intenté captar el movimiento en los dos nodos centrales mientras aún apreciaba el constante flujo de información, conocimiento, personas y objetos entre ellos. Es importante añadir que dividir mi tiempo entre ambos lugares fue también necesario para mi propia seguridad, pues en áreas donde las fuerzas paramilitares estaban aún operando podría haber estado en peligro (de no ser por mi movilidad).

En La Guajira, concentré mi tiempo en la población de Maicao, donde la presencia paramilitar era más fuerte, pero también pasé tiempo en Uribia y Riohacha, y viajé extensamente por la región. En Maicao, mi vida giró alrededor de las relaciones cotidianas con personas wayúus en las rancherías y en el área urbana, principalmente con líderes, burócratas locales, y bajo la sombra de las organizaciones paramilitares. En Bogotá, los líderes tenían relaciones activas

18 etnicidad y victimización

con varias ong, con otras organizaciones indígenas, y asistían a varios eventos en el proceso de conformar y consolidar su organización; en consecuencia, pasaba la mayoría de mi tiempo en esos lugares. Además, pasé varias semanas siguiendo las actividades ocurridas en otros lugares como el vii Congreso de la onic, en Ibagué, y el Foro sobre Asuntos Indígenas de las Naciones Unidas (United Nations Permanent  Forum on Indigenous Issues, unpfii), en Nueva York, al que asistí con Karmen y líderes de la onic, incluido el Consejero Mayor, Luis Evelis Andrade.

Las personas con quienes hice mi trabajo de campo estaban directamente relacionadas con el proceso de movilización de la Fuerza de Mujeres Wayúu. En un primer grupo, que podría llamar “líderes” o “lideresas” (si se trata predominantemente de mujeres), estaban los miembros de la Fuerza de Mujeres Wayúu, sobre todo mujeres, pero también hombres, que no pasaban de los 40 años, miembros de familias locales de diverso estrato social; ellos invariablemente se autoidentificaban como wayúus, aunque algunos provenientes de las familias más acomodadas eran vistos como “guajiros” por personas internas a la organización. En este grupo incluyo además a los líderes pioneros wayúus, quienes experimentaron el surgimiento de las primeras organizaciones indígenas en La Guajira, y quienes por lo general rondaban los 40 años o más. El último subgrupo de líderes serían aquellos de las organizaciones nacionales indígenas, que venían de diversos grupos étnicos de toda Colombia y residían en Bogotá; sus edades variaban pero eran jóvenes, en su mayoría.

Una segunda categoría de personas corresponde a las familias de los líderes del primer subgrupo (miembros de la Fuerza de Mujeres Wayúu), subdividida en las familias de élite (más mestizas) y las más pobres (las no mestizas), y, con frecuencia, subordinadas a las primeras. La familia de Karmen, central en la narrativa de este libro, pertenecía al primer grupo, pero me permitieron moverme entre muchas otras familias que pertenecían al segundo subgrupo.

Una tercera y última categoría de personas corresponde a los miembros de organizaciones no indígenas y a las instituciones involucradas en la “reparación de víctimas”, las cuales pueden dividirse en dos subgrupos. Por una parte, funcionarios de ong y de organizaciones multilaterales, predominantemente jóvenes, con un alto nivel educativo, hombres y mujeres asentados en la región Caribe, en Bogotá o en el extranjero, pero con una alta movilidad. Por otra parte, funcionarios gubernamentales locales y regionales, hombres y mujeres profesionales, cuyas edades oscilaban entre los 30 y los 40 años, asentados sobre todo en La Guajira.

La mayor parte de mis datos provinieron de mi propia “observación participante” registrada en diarios de campo. Además, conduje 38 entrevistas semiestructuradas con personas que consideré importantes y con quienes no podía interactuar regularmente. Los temas abordados en las entrevistas

19introducción

dependían de cada entrevistado; cada uno dio su consentimiento para grabar la entrevista.

En La Guajira, invertí la mayor parte de mi tiempo con las familias de los líderes y con sus grupos de amigos. De particular importancia fue la relación con la señora Francia, tía de Karmen, quien siempre me dio la bienvenida a su casa en Maicao y en su ranchería, Campamento16. De unos 70 años, ella se volvió una figura central para mí, y nuestra relación estuvo marcaba por un lazo de “parentesco ficticio” similar al vivido por muchos etnógrafos (C. Warren y Hackney, 2000): ella me llamaba t’achon, “mi hijo”. Además de su apoyo, ella me ayudó contándome día tras día las piezas del contexto histórico de la actual situación con los paramilitares en La Guajira y los retos que planteaba para las identidades indígenas: ella no sólo incorporaba las transformaciones fundamentales en las identificaciones wayúus, sino que había sufrido como madre, hermana y tía la violencia paramilitar (en un chiste que yo no encontraba muy divertido, ella solía decir que yo era su único hijo todavía vivo). Complementé la perspectiva histórica con visitas a la Biblioteca Nacional de Colombia, a la Biblioteca Luis Ángel Arango, y en los archivos de la onic, en Bogotá; y en la Biblioteca Británica y en los Archivos Nacionales del Reino Unido, en Londres. El capítulo 2 refleja una parte importante de mis resultados en este sentido.

La posibilidad de estar en contacto con las organizaciones y con las familias no implica un fácil acceso ni la confianza instantánea. En vez de eso, estos aspectos clave del trabajo de campo etnográfico tenían que ser continuamente negociados en el día a día. En la organización, el tema era aún más complicado por la movilidad de sus integrantes y el complejo mundo institucional a su alrededor. Yo trataba de seguir los movimientos de sus líderes y lideresas, pero en muchos casos esto estaba fuera de mi alcance (y presupuesto). Cuando era posible, participaba en un amplio rango de actividades con los líderes, incluidos las visitas y los encuentros con miembros de las ong, organismos estatales y agencias multilaterales, y en las visitas informales a las rancherías, talleres, funerales y fiestas de sus propias familias. Para ponerme al día con los líderes, recurríamos a un variado rango de medios de comunicación: teléfonos móviles, correos electrónicos, charlas virtuales, mensajes de textos, y demás. La comunicación nunca fue un problema, y la movilidad me hizo comprender aspectos importantes del liderazgo y del proceso de movilización social. Además,

16 “Señora” es la manera formal de dirigirse a una mujer de alto rango social en La Guajira. Aunque a veces yo también empleaba la palabra wayúunaiki m’acho, mantengo el equivalente en español, que era la forma en que me dirigía a ella en los contextos cotidianos. Mientras que la expresión equivalente “Doña” es de amplio uso en el resto de Colombia, en cambio raramente es empleado en La Guajira.

20 etnicidad y victimización

el hecho de seguirlos y los sitios a los que me llevaron aportaron una comprensión clave de aspectos sobre las diferentes formas en que “líder” y “víctima” son categorías embebidas de nociones de género. El capítulo 3 contendrá una discusión sobre cómo se engendra el liderazgo en el proceso mismo de reclamar justicia y en los aspectos prácticos involucrados en la denuncia de violaciones de derechos humanos y la negligencia del Estado para ofrecer a las víctimas la atención y reparación adecuadas.

Seguir los movimientos, no sólo en las acciones más oficiales de los líderes sino también en la verdadera apropiación de las reparaciones por las personas comunes y corrientes en las rancherías y en los asentamientos urbanos, me permitió comprender dos procesos complementarios. Pude rastrear cómo los diferentes actores se vuelven parte de la reparación o son construidos o prefigurados por ésta: “víctima”, “familia”, “comunidad” y “pueblo(s)” fueron categorías analizadas en este sentido. En varios capítulos dedico atención a mostrar los procesos a través de los cuales esos actores fueron definidos como tales. El segundo proceso que seguí fue cómo el reconocimiento de la victimización constituye un campo contencioso a través del cual esos actores se vuelven sujetos étnico-raciales inmersos en relaciones atravesadas por el género, sobre quienes pueden hacerse los reclamos de asistencia, protección y soberanía. Esto fue llevado a cabo juntando una red de eventos, objetos, información, conocimientos y, con frecuencia, prácticas cotidianas aparentemente irrelevantes, en el proceso de hacer visibles a las víctimas (inspirado por Latour, 2005). Comprender las objetivaciones implicadas en el proceso de identificación conlleva prestar atención a intercambios y circulaciones. Documentos, formatos, cédulas de ciudadanía, proyectos y cartas fueron particularmente relevantes para esas organizaciones, y fueron centrales para este estudio17. He dedicado dos capítulos a esos procesos.

En el capítulo 4, reflexiono sobre cómo las “víctimas” emergen simultáneamente como objetos de la violencia y como sujetos de reparación, y además, como actores cuya agencia es problemática. Esto, desde mi punto de vista, hace que la metáfora de la construcción (o invención, constitución, entre otros procesos) sea limitada para referirse a su existencia. Parece claro desde el comienzo de mi investigación que “víctima” no es una categoría que exista con anterioridad a otros procesos complejos. En este punto, sin embargo, llevar a cabo una “deconstrucción” era insuficiente, porque parecía ignorar que la condición de víctima presupone una experiencia vital dolorosa. En cambio, analizo la “víctima” como resultante de múltiples intervenciones e inversiones de múltiples actores, quienes, paradójicamente, quieren hacerla visible como un

17 Recientes debates que discuten la importancia de objetos y artefactos en etnografía han ganado mucha atención (Henare, Holbraad, y Wastel, 2007; Riles, 2006).

21introducción

“sujeto-objeto” de asistencia (Latour, 1993). La agencia de la víctima se vuelve paradójica de esta manera, y “género” como categoría en la reparación, se convierte en un mecanismo central para llenar de significado las identificaciones wayúus como expresión de formas reguladas de agencia.

A continuación, en el capítulo 5 argumentaré que el carácter contradictorio de la agencia de las víctimas depende de unos conceptos fuertemente feminizados de asistencia y su mercantilización, los cuales son puestos en juego durante la reparación y sólo pueden ser apreciados lejos de la mayoría de los aspectos oficiales y más visibles del proceso. Vivir en la ranchería de la señora Francia y los diferentes períodos que invertí con las familias de los líderes me mostraron cómo el reconocimiento de su victimización desencadena nuevas relaciones. De esta forma, el uso de la indigenidad y de la feminidad es importante para comprender cómo la asistencia y la atención se vuelven aspectos centrales de toda la reconstrucción de las comunidades donde son promovidas formas específicas de agencia (mientras que otras son reprimidas). En este proceso, la “familia” y la “comunidad” son categorías que se transforman en la práctica de asistencia a las víctimas.

La cotidianidad de las familias, además, reveló un estrecho espacio de maniobra para el despliegue de proyectos de “indigenidad”. Las nociones de indigenidad que circulan libremente en el contexto de posvictimización son experimentadas a través de formas de ansiedad y ambivalencia por parte de las personas. Las familias y los líderes con quienes interactué no sólo estaban relacionados con el Estado y las ong por el proceso de reparación. Muchos de los líderes estaban involucrados en formas de clientelismo que en algunos puntos era difícil de separar del trabajo de la Fuerza de Mujeres Wayúu. Por este motivo, la organización se encontró en medio de agrias disputas por el control de la población wayúu en general, y no sólo de comunidades y familias aisladas. En este contexto, conceptos como “indígena”, “pueblo”, “nación”, son contenciosos. En el capítulo 6, analizo cómo, en un contexto donde las “identidades” son construidas como algo que a la larga es útil por su potencial como mercancía, la Fuerza de Mujeres Wayúu intenta hallar nociones alternativas de identidad que produzcan nuevas formas de alianza y lealtad social.

Escribir sobre un ir y venir ha sido una tarea extremadamente desafiante que se reflejó en mi propio texto. El uso de la primera persona en algunas partes de mi narrativa les recordará constantemente a los lectores hasta qué punto hice parte de los procesos que deseaba ver y sobre los cuales ahora escribo. En este contexto, la reflexividad (Gúber, 2001) es una estrategia necesaria para visibilizar los acertijos y dejar que el lector haga sus juicios mientras tiene un contacto directo con un tema que permea el problema global de este libro: en últimas, el carácter ético de las identificaciones.

22 etnicidad y victimización

En términos éticos, mis amigos wayúus constantemente me reclamaban lealtad. Estas demandas reflejan otras que hallaba en el campo académico, en mi familia y aun en mi posición como ciudadano colombiano (cuando enfrentaba, por ejemplo, la corrupción descarada o la injusticia innegable). Las reflexiones aquí contenidas y su forma de presentarse fueron moldeadas por estos dilemas. La construcción de la confianza que acompaña todo trabajo de campo etnográfico fue aparejada por la difícil tarea de recordarles constantemente a las personas que uno de los productos finales era un texto académico. Para algunas personas esto no resultaba del todo cómodo, y aunque fueron incondicionales en su colaboración, ellas decidieron que su identidad fuera protegida en el material impreso; se usaron, pues, varias estrategias de ocultamiento (pseudónimo o la simple omisión del nombre) para quienes así lo desearan. Cuando el texto final estuvo terminado, sostuve conversaciones con las lideresas de la fmw sobre la publicación de los resultados y la utilización de sus nombres. Una de las principales conclusiones que surgieron de dichas conversaciones fue que los puntos de mi libro que más podrían poner en riesgo a las lideresas y otras personas ya habían sido publicados o difundidos por ellas mismas en distintas arenas, incluido el libro de Karmen (Ramírez Boscán, 2007). En consecuencia, los nombres de los líderes y lideresas principales de la Fuerza, así como de algunos personajes muy importantes, se conservaron. El contacto con casi todas las personas con las que tuve contacto en mi trabajo de campo ha continuado hasta el momento en que escribo estas líneas. Las amistades y colaboraciones han perdurado de una manera que nunca hubiera anticipado, y esto ha venido acompañado de un sentido de responsabilidad y cuidado adicional que he buscado reflejar en los capítulos que siguen. Dudo de que haya una estrategia para deshacerse de estos problemas o que tal cosa sea deseable en absoluto. A fin de cuentas, la pregunta central tras este libro es cómo la lealtad es transformada socialmente.

23

1Pensar la indigenidad a través de

la victimización y el género

Que la victimización sea naturalizada como elemento de la indigenidad no es una sorpresa para nadie. Aunque parte de mi propósito en este libro es explorar la yuxtaposición de ambas, es obvio que hubo y hay una gran dosis de violencia en la configuración del sentido de “lo indígena”. Lo que es bastante sorprendente, es que la metáfora de la deuda se haya vuelto el leitmotiv mismo de la relación entre indígenas y otros poderes contemporáneos, sin que haya un debate serio en la academia (o si a eso vamos, en cualquier ámbito) sobre las consecuencias de usar lenguajes financieros para describir una relación moral y políticamente tensa. Mary Louise Pratt (2010) ha sido una de las escasas voces que se ha pronunciado frente al pastiche de reconocer que las identificaciones indígenas son “complejas” y se ha atrevido a hablar de “una plantilla o un esque-ma de la indigenidad, un conjunto de elementos narrativos que son percibidos como poseedores de una vasta aplicabilidad” (441), donde la deuda tiene un lugar preeminente. Los elementos que Pratt señala son el encuentro no solicitado por parte de los invadidos, el despojo al que son sometidos, la perdurabilidad de un encuentro indeseado que reproduce constantemente el carácter proselitista y religioso del encuentro. “Con el tiempo”, dice Pratt,

La combinación de un encuentro no solicitado, el despojo y la perdura-bilidad produce una relación de endeudamiento entre los despojadores (o sus descendientes) y los despojados (o sus descendientes), y la indige-nidad pasa a ser el despliegue de esta relación. En otras palabras, en el centro de las formaciones sociales que se desarrollaron a partir de esta génesis histórica, yace una deuda, un agravio –y esto es importante– que puede ser abordado pero nunca reparado. Los paradigmas racistas que afirman la superioridad del invasor podrían negar o justificar el