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SELECCIÓN DE ARTÍCULOS DE FERNANDO GARAVITO ¿Quién era Fernando Garavito Pardo? Fernando Garavito nació en Bogotá en 1944, y se graduó como abogado en la Universidad Javeriana; fue redactor, editor y director de varios medios de prensa. En 1998 se vinculó a EL ESPECTADOR, donde escribió una prestigiosa columna de opinión, “El Señor de las Moscas”. Amenazado por los paramilitares, se vio obligado a partir al exilio el día 21 de marzo de 2002 junto con su esposa y sus dos hijos menores. En una serie de columnas de prensa había atacado a las derechistas Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y se refirió al candidato presidencial Álvaro Uribe, quien encabezaba las encuestas, como a un candidato ultraderechista cuya elección podría ser peligrosa para el país. Desde el exilio continuó escribiendo su columna para el diario EL ESPECTADOR. Posteriormente a raíz de un artículo donde preguntaba “¿Por qué los autores del desfalco a la Nación a través del Banco del Pacífico ocupan los más altos cargos administrativos del nuevo gobierno del Presidente Uribe Vélez?”, el periódico prescindió de sus servicios. Entre sus libros se destacan “Ja”, de 1976, que la crítica consideró como un puntal importante de la renovación del lenguaje poético en Colombia, dos antologías de sus reportajes políticos y culturales: “Reportajes de Juan Mosca”, editado en 1983, y “País

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SELECCIÓN DE ARTÍCULOS DE FERNANDO GARAVITO

¿Quién era Fernando Garavito Pardo? Fernando Garavito nació en Bogotá en 1944, y se graduó como abogado en la Universidad Javeriana; fue redactor, editor y director de varios medios de prensa. En 1998 se vinculó a EL ESPECTADOR, donde escribió una prestigiosa columna de opinión, “El Señor de las Moscas”. Amenazado por los paramilitares, se vio obligado a partir al exilio el día 21 de marzo de 2002 junto con su esposa y sus dos hijos menores. En una serie de columnas de prensa había atacado a las derechistas Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y se refirió al candidato presidencial Álvaro Uribe, quien encabezaba las encuestas, como a un candidato ultraderechista cuya elección podría ser peligrosa para el país. Desde el exilio continuó escribiendo su columna para el diario EL ESPECTADOR. Posteriormente a raíz de un artículo donde preguntaba “¿Por qué los autores del desfalco a la Nación a través del Banco del Pacífico ocupan los más altos cargos administrativos del nuevo gobierno del Presidente Uribe Vélez?”, el periódico prescindió de sus servicios. Entre sus libros se destacan “Ja”, de 1976, que la crítica consideró como un puntal importante de la renovación del lenguaje poético en Colombia, dos antologías de sus reportajes políticos y culturales: “Reportajes de Juan Mosca”, editado en 1983, y “País

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que duele”, de 1996, así como un volumen de periodismo literario, “El corazón de Oro”, de 1993. En el año 2001 obtuvo el Premio de Periodismo Simón Bolívar, por su investigación sobre la tragedia del Palacio de Justicia. En el año 2006, por selección de los jurados, la Fundación Lannan le dio el Cultural Freedom Award por su trabajo como periodista en favor de la democracia, la libertad y del respeto a los derechos humanos. A inicios de 2010 aspiró a ser representante a la Cámara por los colombianos en el exterior, apoyado por el PDA, pero no tuvo éxito. Falleció el día 28 de octubre de 2010 en un accidente automovilístico en Nuevo México.

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Ciertas yerbas del pantano [*] 27 de agosto de 2000 Con bombos y platillos EL TIEMPO lanzó esta semana a Álvaro Uribe Vélez como su candidato presidencial. Cuatro columnas en primera página, foto desplegada con puño afirmativo y gesto intenso, preguntas concretas, respuestas ambiguas. El candidato anunció que va a asumir la defensa de los colombianos. Muy bien. Pero, ¿quién nos defenderá a los colombianos del candidato? Su hoja de vida es más bien una hoja de muerte. Fue estudiante pobre del colegio Jorge Robledo, hijo de don Alberto Uribe Sierra, uno de esos personajes de los que está llena la historia de Antioquia, que le ponen la trampa al centavo y viven un poco de echar el cuento, de comprar al fiado, de captar dineros, de deber un poco aquí y un poco en la otra esquina. Pese a que don Alberto se convirtió en el corredor oficioso de finca raíz de ciertas yerbas del pantano y que era ostentoso como una catedral, con helicóptero y rejoneo incluidos, murió más pobre que el padre Casafús, quien fue tal vez el autor del milagro. Porque si no es un milagro, ¿cómo se explica que haya dejado esa inmensa y oportuna riqueza que sacó de problemas a sus tres vástagos, el candidato, el ‘Carepapa’ y el ‘Pecoso’, que hasta el momento habían pasado las duras y las maduras para explicar la procedencia de algunos dinerillos? Por ese entonces el candidato ya había salido del colegio y había olvidado a ciertas yerbas del pantano que fueron sus compañeros de curso, y que sólo volvieron a saber de él por los éxitos de su carrera política, por las frecuentes noticias del periódico, y por la fotografía que lucían los orgullosos propietarios de La Margarita del Ocho en su salón principal, donde aparecía rodeado por las más importantes ciertas yerbas del pantano, la cual desapareció misteriosamente sin que nadie haya vuelto a dar cuenta de su paradero. Al terminar su bachillerato, el candidato estudió Derecho en la Universidad de Antioquia y comenzó a sostener a los cuatro vientos que él "algún día" llegaría a ser presidente de la República. Y claro, va a serlo, como lo señala su meteórica carrera. Primero, como representante de Guerra Serna, fue jefe de Bienes de las Empresas Públicas de Medellín, donde atropelló a todo aquel que no quiso vender sus tierras para el desarrollo hidroeléctrico El Peñol-Guatapé. Luego pasó sin pena ni gloria por la Secretaría General del Ministerio del Trabajo. Más adelante, en el gobierno de Turbay Ayala, fue director de Aeronáutica Civil. Allá logró el más acelerado desarrollo que haya tenido la industria aérea en Antioquia. El departamento se vio de pronto cruzado por múltiples pistas y por modernas aeronaves con sus papeles en regla. Durante ese período, fue socio de su director de Planeación, el notable empresario deportivo César Villegas, con quien importó las casas canadienses de madera que ahora lucen con tanto garbo su elegante perfil en las fincas de las más discretas ciertas yerbas del

* Columna publicada en El Espectador, agosto 27, año 2000, página 14 A.

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pantano. Pero salió de Aerocivil a raíz de un pequeño escándalo del cual dio cuenta pormenorizada el periódico que ahora apoya su candidatura, y se dedicó de lleno a la política. Dejó a Guerra Serna con sus rifas de neveras y de electrodomésticos, y se hizo nombrar alcalde de Medellín en el gobierno del poeta Belisario. Allá aprendió a las mil maravillas el ceremonial que oculta la ineficiencia, pero salió sin consideración a sus méritos cuando visitó en el helicóptero oficial a ciertas yerbas del pantano. Después llegó al Congreso en compañía de su primo, Mario Uribe, electo ahora presidente del Senado sin siquiera una mención a su fervor religioso, que fue evidente a sus visitas al Señor Caído, en La Catedral, con credo incluido. Pero ese es un cuento que otro día les cuento. El candidato fue también gobernador de Antioquia, donde se dedicó a convivir pacíficamente. Allá mostró su entusiasmo neoliberal, que hoy oculta con tanto cuidado: cerró la Secretaría de Obras, dejó cesantes a dieciséis mil empleados, privatizó las Empresas Departamentales de Antioquia, acabó con los hospitales regionales, e inició la privatización de la Empresa Antioqueña de Energía, antes de dilapidar el presupuesto en contratos de pavimentación que nunca logró terminar, y en la venta de futuros de la Empresa de Licores, todo lo cual contribuyó a dejar a Antioquia, que es inmensamente rica, en la ruina total. Estuvo en Harvard, claro está (¿quién que es candidato no ha estado en Harvard?), donde jugó tenis con Andrés Pastrana mientras Juan Rodrigo Hurtado le hacía las tareas; compró hacienda en Córdoba (¿quién que es candidato no tiene hacienda en Córdoba?) donde quedó bajo la protección de ciertas yerbas del pantano; tuvo un almacén de alimentos y bebidas (¿quién que es candidato no ha tenido un almacén de alimentos y bebidas?) que se llamó "El gran banano"; y terminó por ser el candidato in pectore de los sectores más oscuros, peligrosos y reaccionarios del país. Los cuales, sobra decirlo, no son solamente Enrique Gómez y Pablo Victoria y compañía. También son, Dios nos ampare, las famosas y nunca bien elogiadas ciertas yerbas del pantano.

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¿Cuánto mide un metro? Febrero 11 de 2001 Según parece, el tema de la corrupción se puso nuevamente de moda entre nosotros. Ya se sabe, aquí lo tomamos a la ligera, en una forma temperamental y recurrente. Ahora mismo la atención del país se centra en el caso de Termo-Río. Qué bien que la Fiscalía aborde lo que se hizo y lo que se dejó de hacer en el tribunal de arbitramento, porque el hecho de que sus miembros sean transparentes no tiene por qué eximirlos de una indagación judicial. Me parece que esa rara avis a la que se le ha dado el extraño nombre de opinión pública, ha seguido cuidadosamente los intríngulis de este desaguisado, y que por primera vez en mucho tiempo no está dispuesta a que le metan el dedo en la boca. Ya era hora. Cualquiera se queda súpito viendo la indiferencia del país ante casos flagrantes de corrupción. ¿Qué habrá sucedido con Chambacú? ¿Alguien indagó a fondo el enriquecimiento ilícito generado alrededor del POT? ¿Qué personas del alto gobierno resultaron beneficiadas? ¿Por qué el responsable de las pérdidas multimillonarias en el entuerto de Dragacol es hoy el candidato in péctore a la junta directiva del Banco de la República y actúa como delegado de nuestro lamentable canciller para hablar del Plan Colombia ante Latinoamérica? ¿Qué oscura condición permite que el Gobierno se dé por satisfecho con recuperar sólo 7 mil (¡y eso aún está por verse!) de los 26 mil millones que se le entregaron a Reginaldo Bray como recompensa por sus favores políticos? ¿Qué esconde la quiebra del ISS? ¿Quiénes son los socios de las empresas de salud que se han enriquecido indebidamente a costa del cierre de servicios hospitalarios y de seguridad social a lo largo y ancho del país? ¿Quién permite que las tarifas máximas autorizadas para la recolección de basuras, superen en un 34 por ciento, en un 32 por ciento ¡y en un 130! por ciento lo establecido respecto a los estratos 4, 5 y 6, de tal manera que, para poner un ejemplo cualquiera, los $13.000 previstos en el último de ellos se conviertan en $30.000? Multiplique usted los $17.000 de diferencia por los setenta mil usuarios de ese nivel en Bogotá y descubrirá que las cuatro empresas de aseo, ahora asociadas, se embolsican cada mes por ese sólo concepto (y únicamente en la tarifa básica), la nada despreciable suma de $1.190 millones. ¿Quiénes son los dueños de esas empresas? ¿Cuánto roban en un año? ¿Qué hace la Superintendencia que se creó para defender a los usuarios? ¿Por qué a quien ofreció por un valor insignificante la ETB a una multinacional específica e hizo todo lo posible por regalarle la empresa, lo vinculan a la lista de precandidatos a la Presidencia de la República? Todo eso forma parte del mapa de la corrupción en Colombia, al que cada día se le agregan nuevos y complejos elementos. ¿Qué tal el mico que exime a Comcel del pago de US$54 millones a la ETB y Telecom, dos empresas públicas que son propiedad de todos, el cual fue aprobado con el visto bueno del Ministro de Justicia y sancionado por Pastrana? ¿Por qué el nefasto señor Néstor Humberto Martínez sigue cogobernando en contra de los intereses del país? ¿Y en qué irá a parar dentro de uno o dos años la demanda que interpuso la sociedad encargada de la construcción de la vía Tobiagrande-Puerto Salgar contra el Estado por US$560 millones? El ministro Canal sostiene que tudu está en urden. ¿Será verdad tanta belleza? Porque la permanente sangría a que se ha visto sometido el país no es producto de imprevisión ni de torpeza. Detrás hay mala fe. Y es a partir de esa mala fe

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como los colombianos nos empobrecemos cada día, mientras que determinados delincuentes de cuello blanco se enriquecen a su amaño. De ahí las permanentes reformas tributarias. Y de ahí que éste sea el nuevo país de Olafo, el amargado. Para sostener el tren de la Corte llega el recaudador de impuestos con su hacha de cortar cabezas a exprimir el bolsillo de los súbditos. Y mientras éstos pasan hambre y ven cómo al país lo arrasa la guerra, los cortesanos se divierten de lo lindo, van de orgía en orgía y se quedan con la boca abierta ante el traje nuevo del emperador. Ahora, quisiera señalar la importancia de llevar este tipo de investigaciones a término. Hace unos años el país se escandalizó con el tejemaneje en torno a la construcción del metro de Medellín. En las "mordidas" por US$45 millones estuvieron directamente involucrados un empresario español, Enrique Sarasola, y figuras destacadas de los gobiernos de España y Colombia. Cuando la investigación avanzaba hacia Felipe González y Belisario Betancur, en Colombia se cerró el caso con la absolución que EL TIEMPO les impartió a los implicados. Pero en el exterior las cosas son a otro precio. El 29 de diciembre pasado, EL COLOMBIANO publicó una discreta noticia según la cual Panamá impidió que se investigara la cuenta de Sarasola en el Merrill Lynch International Bankdonde, que se supone, manejó los US$20 millones de comisiones que recibió por ese negocio. En el horizonte brilla una lucecita de esperanza. ¡Todavía es posible que se aclare un negociado que le costó al país la bicoca de US$4.000 millones! La experiencia de Medellín señala la importancia de cuidar y vigilar el desarrollo de las investigaciones que tienen entre manos los nuevos y, supongo, eficaces jueces colombianos.

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¡Urgente! ¡Urgente! ¡Urgente! [*] 20 de mayo de 2001 La noticia salió perdida por allá, en un rincón del segundo cuadernillo de EL TIEMPO: el metro de Medellín demanda ante la Fiscalía al consorcio constructor del complejo y a su abogado, Fernando Londoño, "por fraude a resolución judicial, menoscabo de la integridad nacional y actitud subversiva". El asunto se refiere a la convocatoria del tribunal de arbitramento internacional que amenaza con reunirse de mañana en ocho días en Panamá, en contra de una categórica disposición de la Corte Constitucional, según la cual el conflicto suscitado entre las partes debe ser resuelto ante los tribunales colombianos. El abogado del consorcio desconoció esa orden y convocó al tribunal. Se trata de una violación de la ley que, por desgracia, no puede considerarse como un caso aislado. Londoño es un caballerete. En su prontuario figuran los 180 mil millones de pesos que dejó de percibir la DIAN cuando él era presidente del Banco del Pacífico. Figura Invercolsa, una holding de ECOPETROL dueña de las acciones de Colgás. En un negocio retorcido, Londoño, abogado y testaferro de José Urbina (socio de Colgás), intentó que en el momento de la privatización de la compañía le vendieran los títulos que conformaban la mayoría accionaria, alegando que tenía a su favor la primera opción de la oferta, que en este caso pertenecía a los trabajadores. Figuran los sórdidos manejos que utilizó en la defensa de Fernando Botero, por la cual cobró mil millones de pesos. Y figura, para no abundar en ejemplos, su ominosa presencia en todas y cada una de las demandas que se formulan contra los intereses de Colombia. ¿Qué pasará en el fondo oscuro de su conciencia? ¿Podrá disfrutar con tranquilidad los millones de dólares que se gana como honorarios en incidentes judiciales que terminan por fallarse a favor de compañías que acaban con el trabajo y el patrimonio de los colombianos? Que lo averigüe Vargas. Pero no la Teta Vargas. Vargas, Vargas. El caos fiscal, moral, político y administrativo que ha generado esta obra es absolutamente espeso. Se trata del segundo metro más costoso del mundo. Se construyó en contra de las especificaciones técnicas más elementales. La deuda pública contraída para sacarlo adelante es igual a la de la totalidad de los entes territoriales del país en este momento y amenaza con llevarnos a la quiebra definitiva. Su origen es espurio. El contrato que originó a este engendro del averno se firmó luego de que reconocidas personalidades, a punto de ser desenmascaradas, recibieron comisiones ilegales por veinte millones de dólares. (Quien quiera conocer los nombres de los implicados puede consultar la edición de EL COLOMBIANO del pasado 28 de abril). Y ahora, para completar, estamos ad portas de un fallo arbitral en Panamá, en el que unos jueces que no ofrecen al país las garantías mínimas necesarias de imparcialidad que se requieren en un caso de tanta envergadura, decidirán si tenemos que entregarles 640 millones de dólares (más o menos el 0.5 por ciento del PIB), a unas multinacionales que violaron la ley desde un comienzo. Colombia no puede ir a

* Columna publicada en la página de Opinión de El Espectador, el 20 de mayo del 2001.

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Panamá y esa decisión debe tomarla en el curso de esta semana. En contra de lo que piensan los abogados de la empresa, es urgente desechar por completo la peregrina idea de demostrar ante ese tribunal la ilegalidad de ese tribunal. Si nos hacemos parte del mismo quedaremos atados irremediablemente a unas decisiones que están por fuera de nuestro marco jurídico. Nuestro camino es el de abstenernos, reconstruir la argumentación que no logró contra toda evidencia, demostrar que el contrato es nulo de toda nulidad, denunciarlo ante la instancia competente, exigir que las pérdidas ocasionadas por la obra reviertan sobre las partes implicadas (el consorcio constructor y las autoridades que se empeñaron en sacar adelante ese elefante blanco contra viento y marea), respaldar la acción de quienes en este mismo momento están empeñados dentro de los órganos de control en que el ilícito más grande que se haya cometido jamás en Colombia no quede sin castigo, y hacer un frente común con quienes no desean que el país, porque es el país entero, quede abandonado al azar de una demanda inicua. En la solución de ese entuerto estamos involucrados todos. Nuestro proyecto económico inmediato no tiene por qué quedar sometido a una sentencia que puede ordenarnos entregar a unas empresas que asaltaron la buena fe de los colombianos, lo poco que queda de las finanzas públicas en Colombia. Son 640 millones de dólares involucrados en la reclamación del consorcio, y 520 en la demanda por daños y perjuicios que interpuso la empresa metro contra el primero. En total, 1.160 millones de dólares, que equivalen casi centavo por centavo a lo que pagarán los Estados Unidos por los retazos de país que dejará su Plan Colombia. Necesitaríamos que el gobierno se pronunciara sobre este asunto de manera clara, enérgica y definitiva. Pero, como aquí no hay gobierno, ¿hacia dónde miramos? ¿A quién recurrimos? La respuesta es urgente. ¿Se ha enterado el Congreso (que, se supone, está integrado por los representantes del pueblo) de lo que aquí sucede? ¡Que hable el Congreso! ¡Que hable el país entero!

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SIN TANTA PENDEJADA Enero, 2002 Para lograr la paz es necesario que el país se exija a sí mismo una serie de reformas estructurales inmediatas, sin esperar que nadie le conceda nada a nadie. Hace algunos meses sostuve en esta columna (¿a alguien podrá importarle lo que yo sostenga o deje de sostener en esta columna?) que para hacer la paz es necesario primero aprender a hacer la guerra, lo cual me llevó a pedir que se le diera a la guerrilla el estado de beligerancia para que los "soldaditos secuestrados" dejaran de estar secuestrados y pasaran a su real condición de prisioneros, y los gobiernos interesados en la solución del conflicto estuvieran en capacidad de reclamarle a Pastrana y a Tirofijo el cumplimiento cabal de los principios contenidos en el Derecho Internacional Humanitario. Obvio, la única ex presidencia que tengo en mi hoja de vida es la de la Academia de Filosofía y Letras del Colegio Mayor de San Bartolomé, por lo cual el asunto pasó sin pena ni gloria. Sin embargo, a lo largo de un año el conflicto se agudizó, la paz de Pastrana mostró el cobre y la hecatombe siguió impertérrita. Ello, y no la lánguida intervención de un ex presidente que antes – dicen - hacía pensar al país y que ahora lo hace llorar a mares, me obliga a preguntarme si ese aprender a hacer la guerra pueda llevarnos a parte alguna. La repuesta es tristemente negativa. El zafarrancho que se armó esta semana demuestra hasta la saciedad que Colombia sigue siendo el país de Francisco de Paula. Esto no hubiera tenido importancia en 1960, cuando con base en una guerrilla inspirada en la revolución rusa nos debatíamos contra la insurgencia del capitalismo en medio de una estructura estática, rígidamente agraria y campesina. Pero han pasado cuarenta años durante los cuales el poder, con todo lo que él significa, se ha afirmado en contravía de un país lleno de imposibilidades, de rechazos y exclusiones, pero también de movilidades que, al no ser tenidas en cuenta, se han tratado de imponer por la fuerza. Tal vez ninguno de los miembros del establecimiento se lo plantee con claridad, pero lo cierto es que la política que se hace en Colombia es esencialmente totalitaria. La formal y la informal. La de Bogotá y la del Caguán. Mientras el poder insurgente se impone por la fuerza, el del Ejecutivo se afirma sobre unos electores improvisados e incapaces de decidir por sí mismos (¿de qué otra manera podría entenderse el inusitado ascenso de Pastrana?), que termina por ejercerse contra esos mismos electores. Las únicas medidas de beneficio colectivo que se han tomado durante el año y medio que lleva en el gobierno el actual presidente tienen la firma de la Corte Constitucional, porque en la Casa de Nariño sólo se piensa en rentabilidades. La imagen renovadora que echa de menos Cocopigua, tan cara al antiguo locutor de televisión, sirvió para lo que debía servir: para llegar a la meta. Y hoy, claro está, incomoda porque no conviene a los negocios. Ahora llegó el turno de ser duro. Duro de cara, duro de alma, duro de cabeza. Pero volvamos al cuento. Hablábamos de cómo en Colombia los intereses del poder van en contravía de los intereses del país. Como ejemplo el Congreso. ¿Se ha presentado en esta legislatura una sola iniciativa memorable? No que yo sepa. Los congresistas no se despegan jamás de lo inmediato y en ellos, a la manera de las

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sociedades primitivas, lo inmediato tiene que ver con la comida. Es triste ver que un país sumido en la pobreza y horrorizado por el conflicto, carezca de un Congreso que lo represente. En ese escenario lo que importa es el grito. La señora Betancourt es una excelente parlamentaria porque tiene unos pulmones saludables. Y el señor Moreno de Caro también lo es porque no tiene timbre de voz sino pito de tractomula. En nuestro Congreso los árboles no dejan ver ese bosque espeso de intereses mezquinos y de banalidades. ¿Cómo hacer Congreso si Name es todavía senador de la República? ¿Y qué hacer con María Isabel Rueda sentada en el escaño que alguna vez fue de Darío Echandía? ¿Y qué esperar de Perea como presidente de la Comisión de Presupuesto? La paz es un propósito que no puede figurar en ese quisicosismo falaz y mendicante. Y lo mismo ocurre con los partidos, con la universidad, con esa sopa que los avivatos han dado en llamar sociedad civil y que no es nada distinto que la vieja y elemental ciudadanía. Todos ellos están dispuestos a salir a la calle a gritar no más para tranquilizar su conciencia. ¿Y qué? ¿Qué significan las banderolas de Pachito, con su yo quiero la paz de pacotilla si aquí nadie la quiere? Si la quisiéramos, si la política no fuera totalitaria y tuviéramos oportunidad de expresarnos en forma colectiva, la idea de la beligerancia restringida hubiera pasado sin ningún comentario. Si quisiéramos la paz, el país ya se habría impuesto sobre el poder, sobre los jojoyes de cualquier laya, sobre el Congreso, sobre el militarismo y su homónimo, el paramilitarismo. Pero aquí nos falta voluntad política. Para lograr la paz es necesario que el país se exija a sí mismo una serie de reformas estructurales inmediatas, sin esperar que nadie le conceda nada a nadie, sin que el celular de Galán tenga la menor importancia, sin atender a la liberación de secuestrados, sin aguardar a la opinión - siempre tortuosa - del siempre tortuoso Víctor Gé. Los ciudadanos tenemos que encontrar el canal adecuado para imponer por lo menos ocho de los cuarenta y seis puntos de la Agenda Común para el Cambio: recuperación inmediata de los derechos fundamentales vulnerados por la totalidad de las partes involucradas en el conflicto; redistribución, también inmediata, de la tierra improductiva; ordenamiento territorial integral; revisión categórica del modelo de desarrollo económico; aplicación ipso facto de una política de redistribución del ingreso; participación social en la planeación; lucha en el acto contra la corrupción; reforma ¡ya! del Congreso, del Ejecutivo y del poder local. Ése es el camino de la paz. La única negociación posible. Sin tanta pendejada como sale ahora a relucir, que enreda todavía más el ya enredado tejemaneje del asunto. Partamos de un hecho cierto: los actores de la hecatombe (gobierno, militares, guerrilleros, paramilitares, delincuencia común y organizada), no están interesados en la paz porque todas sus ganancias provienen de la guerra. Nosotros, los ciudadanos inermes, sí. Pero no nos dejemos involucrar en banderitas y en marchas inoficiosas. Abrámosle un camino a la paz con hechos ciertos, con realidades políticas. ¿Cómo? Impongamos, sin contar con los guerreros y con los guerreristas, una consulta popular que nos lleve de inmediato a una constituyente donde se construya otro país. Pero hagámoslo. Y que todo lo demás desaparezca en su propia masacre.

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Cuando era moscorrofio [*] 17 de febrero de 2002 En este país el moscorrofismo es una norma de conducta. Pero, al igual que en la rígida estratificación social que nos caracteriza, hay moscorrofios de primera, moscorrofios de segunda y moscorrofios de tercera. Yo, por ejemplo, soy de tercera. Nací moscorrofio, soy moscorrofio y moriré siendo moscorrofio. Mientras tanto, los moscorrofios de segunda son como Enriquito, Pachito, Rafael, Juan Manuel (ah, y Juanita y Beto) que nacieron en cuna de oro y, debido a sus desaciertos, comenzaron muy temprano su regresión a moscorrofios. ¿Y los de primera? Obvio. Los de primera son como Uribe Vélez, que nacieron moscorrofios y debido a sus desaciertos morirán en lecho de oro. Uribe, cuando era moscorrofio se convirtió sin querer en el protagonista de un libro. En efecto, en la página 72 de Los jinetes de la cocaína, escrito por Fabio Castillo, se lee que "también es oriundo de Antioquia el senador Álvaro Uribe Vélez, cuyo padre, Alberto Uribe Sierra, era un reconocido narcotraficante que estuvo detenido en una ocasión para ser extraditado, pero Jesús Aristizábal Guevara, entonces secretario de Gobierno de Medellín, logró que lo pusieran en libertad. Uribe Vélez le otorgó licencia a muchos pilotos de los narcos cuando fue director de Aerocivil". Y más adelante, en la página 76, afirma: "Álvaro Uribe Vélez hizo el lanzamiento público del programa 'Medellín sin tugurios'", sin necesidad de añadir que ese fue el plan de vivienda financiado por Pablo Escobar y sus secuaces. Que yo sepa, nunca el implicado desmintió tal versión. Pues bien, esta sería una oportunidad única para hacerlo. No sustento la denuncia de Castillo. Digo simplemente que un candidato que se perfila como el próximo presidente de la República no puede llegar a la primera magistratura de la nación con esa sombra a cuestas. Candidato, cualquiera lo sabe, es una palabra que tiene su origen en la antigua Roma, donde los señalados para ocupar un cargo público debían cubrirse con una túnica blanca para significar que no tenían en su vida una sola mancha de qué avergonzarse. Ese debería ser el proceder de Uribe. Que desmienta tal especie, aun corriendo el riesgo de que alguien le recuerde el día en que lloró en el Senado. ¿Que cómo es el cuento? El cuento es simple. En diciembre de 1989 el gobierno Barco presentó ante el Congreso un proyecto de reforma constitucional al que el país, una vez aprobado, debía convalidar por referendo. En ese instante vivíamos una crisis de proporciones, provocada por el magnicidio de Luís Carlos Galán, ocurrido cuatro meses antes. Fue entonces cuando en la Cámara de Representantes, un godo oscuro, Carlos Pineda Chillán, con el aval de 21 congresistas (entre ellos Jairo Ortega Ramírez, Ernesto Lucena Quevedo, Jaime Arizabaleta Calderón, César Pérez García, Tiberio Villarreal y otros de similar catadura), le colgó un mico que ordenaba incluir en el temario del referendo un punto mediante el cual se rechazaba la extradición. El ministro de Gobierno de ese entonces, Carlos Lemos Simmonds, denunció la maniobra y en un

* Columna publicada en la página de Opinión de El Espectador, el domingo 17 de febrero del año 2002.

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valeroso discurso sostuvo que, de aprobarse, el Congreso se entregaría a los narcos "atado de pies y manos". Pero el mico, con ponencia positiva de Mario Uribe - tenía que ser -, pasó sin problemas hasta la plenaria del Senado, donde Álvaro Uribe Vélez (y no es un homónimo) lo defendió ante sus asombrados colegas con voz quebrada y lágrimas en los ojos. ¿Qué y quién se escondía detrás de sus palabras? Hasta el momento nadie ha dicho ni pío. Sería por lo menos prudente que el candidato le diera la cara al país y contestara. ¿Y en qué para el cuento? En que ante el peligro de provocar "una carnicería", como sostuvo Lemos Simmonds, el gobierno retiró su proyecto. Y todos iniciamos de inmediato nuestro proceso habitual de perdón y olvido.

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El silencio del mimo [*] Estoy aquí, inmensamente quieto, silencioso. Mi sudario brilla bajo la luz del sol, y yo, el muerto, siento cómo la gota de sudor recorre mi mejilla dejando en ella una húmeda profunda huella de color impreciso. Las gentes hablan interminablemente de sus solos asuntos, hay viejos y niños y mujeres embarazadas y vendedores de cachivaches, y ese áspero olor que sube desde lo más profundo de los meandros urbanos, de las alcantarillas y detritus. Sobre mi pedestal asisto a su agitado ir y venir, a sus diálogos sin sentido. El viento no alcanza a despeinar sus palabras. Las mías son estas, las de adentro, las pensadas una vez y otra vez, pensado azar, pensado amor, pensado circunstancia. Afuera se hacen gesto. Aquí está la palabra necesidad, hecha de un tintineo destinado a llevar a mi anatomía hacia otra forma; la palabra amenaza disfrazada de disparo en la esquina; la palabra sed hecha lluvia o tormenta o riachuelo que corre por la memoria de mi infancia. Todo está en este sitio. El hombre, el asesino, puede ser este o este o este o aquel otro, cada cual lleva una muerte por dentro, cada cual es el odio que es, que insiste en volverse sombra y en ser Apocalipsis. Soy una inmensa mole muerta, soy todo ojos abiertos, mis oídos retumban con los pregones y el ulular de las sirenas. Estoy aquí, entre ustedes, demasiado evidente: soy el que ya no es, el mudo, el silencioso. Hablo, sobra decirlo, en mi silencio. Dejo aquí un nombre y otro nombre y otro nombre, dejo el árbol, el hecho de ser iguana, de ser mosca, dejo a marzo cansado de ser marzo ¡con sus ganas de agosto!, y el pan de cada día y demás (y de menos), tal vez vea las nubes viendo ovejas y viendo corderos, y lleve el agua en el cuenco de la mano como se lleva un puñal que se clava, amargo, en el centro del corazón. Por eso quedo aquí, nadie jamás sabrá que soy el mimo, el mismo, nadie verá mis párpados cerrados cubiertos de cal y yeso, nadie sabrá si miro o no con mis ojos de muerto, estaré en mi esquina como están las esquinas (¿alguien alguna vez se ha preguntado en qué esquina habita cada esquina?), los perros harán uso de mí para sus cosas, nada me inmutará, ni las noches de luna. Cuando en las calles sólo queden los seres que nadie quiere, bajaré de mi sitio para hacer gestos y hacer morisquetas, seré uno más de los menos, hecho de desperdicios, yo, estatua de sal saldré de mi sudario, heme aquí vestido de niebla y humo, yo, nocturno mimo soy un fantasma acosado por vampiros y miedos, pero, claro está, conservo para siempre mi esencia de mimo y puedo ser feliz - como Marceau - persiguiendo mariposas azules, todo lo mío será imaginario, me sacaré el sombrero delante de la muchacha más bonita del barrio (llamada Priscilla, claro), y le declararé mi

* Diario El Espectador, Bogotá, 24 de marzo de 2002.

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amor con una flor de amor que nunca albergará a una abeja, seré ese otro yo que todos llevamos como una condena, un otro yo que hará lo que nunca haya hecho, que bailará tregua y bailará catala e irá de cuando en vez a cine dejando los exámenes para mañana o pasado mañana, que llevará en la sangre el espíritu del sol y tratará de ser feliz sencillamente siéndolo. En mí hablará el gesto, no el silencio. ¿O el silencio y el gesto? Estatua diurna, mudo bufón nocturno, siempre aquí, siempre atento, una mosca se posa en sus ojos abiertos mientras el mimo pasa inadvertido entre los transeúntes, es indefenso, su única arma es su desgarbada figura desarmada, se defiende de la violencia usando sombrero y usando gabardina (dice Gonzalo: cerrando las cortinas), se ríe un si es no es un poco de la vida, vive su urbana vida urbana como siempre, toma el bus y está quieto cuando debe estar quieto, la cabeza metida en un deshilachado maletín donde lleva sus clases, donde aprende lecciones, donde tiene su único capital, un libro, un lápiz. Este sitio está hecho de él, del espacio vacío que deja al desplazarse, la mano sigue siéndolo en su sombra de mano y el torso se dibuja donde estuvo su torso, igual que el gesto para afirmar, que la cabeza, vencida con timidez como una defensa, que los lentes, inútiles para leer lo que ocurre en Colombia, lo que sucede aquí, estruendoso y opaco. Pero algo pasa. De repente (lo escribió Juan Manuel), es aire, es fuego. Levanta entonces los brazos al cielo, y vuela. Miren.

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El compinche de Dios [*] 19 de mayo de 2002 Tengo entendido que Pacho Santos es un tipo encantador. Alguna vez lo vi de lejos en la redacción de El Tiempo. Me pareció demasiado pequeño, algo nervioso, con una tembleque voz de mezzosoprano, y un poco en plan de llamar la atención. Pero, como mi aprehensión por los hijos de papi ha sido tremenda (y este lo era en demasía), en realidad debía ser de otra manera. Deduje entonces que era alto, sereno, con profunda voz de bajo y con una tranquilidad acorde con su empaquetadura. En ese momento Pachito era el poderoso jefe de redacción de un periódico poderoso (convertido hoy en una piltrafa), lo que no impedía que los demás lo miraran con cierta condescendencia. Debo confesar que jamás me expliqué esa actitud. Volví a fijarme en él: debía tener alrededor de 30 años, y ya no era el chino chiquito que llegaba a la empresa de su familia a jugar trompo montado a caballo en Carlitos Cortés. No. Sin embargo, tuve la impresión de que todos guardaban para él un gesto de ¡este chino chiquito que no sabe qué hacer con el juguete!, y que, además, estaban a la expectativa de su próxima pataleta. Me habían dicho que estallar era su norma de conducta. La situación era un poco ridícula. De guiñol. De manera que decidí abandonar la sala, dejando a mis espaldas la tormenta. Cuando salí del edificio, las cargadas nubes que se aprestaban a lanzar contra el mundo miles de truenos y de relámpagos, se dispersaron. Supe, entonces, que Pachito se había encerrado en su oficina, y que, después de un fiiiuuu de circunstancias, tal vez los demás habían logrado volver a sus asuntos y a sus decepciones. Y, sin embargo, era un tipo encantador. Hacía poco los extraditables lo habían dejado en libertad, y su relato rondaba en mi cabeza. Y aún ronda. Ahora, cuando él se aproxima a regir nuestros destinos colectivos (el día en que a su jefe inmediato le dé un patatús de rabia, será él quien lleve "el timón de la patria"), he vuelto a su testimonio. Es hermoso. Es humano. Es conmovedor. Es la verdadera historia de cómo un chino chiquito conquistó el duro corazón de un grupo de desalmados. "También me preparé - cuenta él - mis propios tacos con arepa paisa. (Uno piensa: ¡él solito!)... Recuerdo que ellos me veían prepararme eso y se morían de la risa. 'Este Papito – decían - es un caso'". Donde ellos dicen "este Papito" lean ustedes "este Pachito". Y yo añado: ¡y estos desalmados! Pues bien, esa comunión con los narcotraficantes la logró Pachito a punta de simpatía. En el mismo testimonio cuenta que comenzó a aproximarse a ellos viendo un partido de fútbol. "Lo observamos en silencio", dice Pachito (yo añado: tal vez se colocó a observar el partido en silencio). Pero, poco a poco, los conmovió hasta el fondo. Uno de ellos le enseñó a jugar ajedrez (¡Pachito no sabía!), y con todos vio Tormento, "una mierda de telenovela" (mierda es la palabra que utiliza Pachito) que terminó gustándole, * Este artículo, que debía aparecer en la edición del domingo 19 de mayo del año 2002 del diario EL ESPECTADOR, fue censurado por los directivos del mismo, quienes dieron la orden perentoria de no publicarlo.

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y a los más aventajados les enseñó a hacer "sánduches con queso y jamón, perros calientes y chuletas ahumadas". Hasta que, por fin, terminó hablando y riéndose con todos. Inclusive con Dios. "Me pegué unas encarretadas con Dios - cuenta Pachito -. Él y yo somos compinches". Ahora bien, no se preocupen ustedes: aunque se cuidó juiciosamente del síndrome de Estocolmo, "comprendió" a "esos muchachos", y se dedicó "a conocer sus valores". "Me metí en la problemática del sicariato, y a través de ellos conocí mucho de eso", dice Pachito. ¡Ese Pachito! ¡Y esos valores! Y ¿de dónde ese entusiasmo? Muy sencillo. En los primeros momentos del secuestro, él les preguntó: "Bueno, ¿en manos de quién estoy?". Y ellos le contestaron: "¿En manos de quién prefiere: de la guerrilla o del narcotráfico?". Y Pachito, con esa ingenua ternura que lo distingue, contestó: "Del narcotráfico". Y acertó. Pachito Santos es un tipo encantador. Y tiene claras sus preferencias electorales.

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¡Cállese ya! [*] 18 de agosto de 2002 Esta semana llegaron varias cartas a la Dirección de El Espectador pidiendo mi cabeza. Según esos lectores, el país vive una nueva etapa dentro de la cual un columnista como yo no tiene nada qué hacer. Para ellos soy un amargado, un negativo, un engendro, un despropósito. No sobra anotar que, con base en la suposición de que sus opiniones podrían llegar a ser publicadas, ninguno utilizó los gruesos adjetivos comenzados por hijue y terminados en uta que me endilgaron, seguramente ellos mismos, cuando señalé las curiosas relaciones de los nuevos príncipes con ciertas yerbas del pantano. A la postre se vino a comprobar - como lo tenía yo comprobado -, que todo era cierto, pero, según parece, esa circunstancia importa poco y nada en un universo pragmático como el nuestro en el que lo único que vale la pena es echar bala. De ahí que reconozco haber perdido olímpicamente el tiempo en esa ocasión, como lo perdí cuando el 20 de mayo del año 2001, denuncié al apoderado del Consorcio Hispano Alemán, señor Londoño Hoyos, por el hecho de haber formulado una demanda arbitral en Panamá en contra del metro de Medellín en la que los colombianos perderemos 1.160 millones de dólares (¡mil ciento sesenta millones de dólares!) con base en una interpretación retorcida de la ley y en un desconocimiento abierto de las disposiciones de la Corte Constitucional. Pero nada de eso les importa a los lectores de marras, como no tiene por qué importarles que a raíz de mi posición frente al conflicto yo haya tenido que abandonar el país y dejar al garete todo lo mío, sometiendo a mi familia a los azares infames de un exilio sin destino. No. Lo único que a ellos les interesa es que aquí se respira un nuevo clima, que frente a la inexistencia del gobierno anterior este tiene bien amarrados los pantalones, que los paramilitares van a entrar al diálogo político, que se va a remover al Congreso para que en lugar de los testaferros que ahora ocupan el 35 por ciento de los escaños, se pueda elegir al senador Carlos Castaño, al senador Salvatore Mancuso y a todos los demás honorables senadores y representantes, que nuestra pretendida juridicidad se va a ir al diablo, que el genocida del Palacio de Justicia ocupa ahora un alto cargo en la seguridad del Estado, que un individuo al que los Estados Unidos le retiró la visa hasta tanto no aclare su vinculación con el tráfico de precursores químicos con destino al procesamiento de cocaína es el reconocido inventor de nuevos organismos de espionaje, que los índices de desempleo de este pobre país se manejan a través de herramientas tan imbéciles como las de convertir a un millón de colombianos en chivatos e informantes, etcétera, etcétera. Y para que nada perturbe la tranquilidad del reino, según los acuciosos amigos del Plinio y de los plinios, quienes no pensamos igual tenemos que callarnos. Pues no. No tenemos que callarnos. Y no lo haremos, porque el problema de este país no está en

* Artículo publicado en la página de Opinión de El Espectador, el 18 de agosto del año 2002.

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sus gobernantes ocasionales, que hoy son y mañana desaparecen, o en los prestigios mentirosos que hoy detentan y que mañana provocarán toda suerte de arrepentimientos, sino en una estructura inicua que permite mantener un statu quo miserable, hundido hasta el cuello en una hecatombe sin sentido, en el que el crimen sistemático se ha convertido en una norma de conducta. Porque, si no es de esa manera, ¿quién explica el asesinato de Wilfredo Camargo, o el de Rodrigo Gamboa, o el de Roberto Rojas Pinzón, o el atentado contra Alonso Pamplona, o el secuestro de Gonzalo Ramírez, que se suman a los 93 asesinatos, once atentados, nueve desapariciones forzosas y nueve secuestros cometidos en lo que va del año 2002 contra un grupo de colombianos cuyo único delito es el de ser trabajadores sindicalizados? El problema, repito, no es Uribe o Samper o Pastrana. El problema es Colombia. Y, que yo sepa, sobre los problemas de este país podemos opinar, mientras tanto, todos los colombianos. Ahora, si no es así, avísenme de inmediato. Porque, entre otras cosas, yo prefiero una y mil veces la literatura. Y la literatura me llama.

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La vida es una fiesta [*] 5 de enero de 2003 Nota previa. Lamento informar a ustedes que El Espectador decidió prescindir de mi columna. Lo hizo a través de una llamada de su nuevo director, que recibí hoy lunes, 23 de diciembre, a las 2 de la tarde. Mi último artículo no fue publicado. Ante la posibilidad de que la medida del periódico obedezca al contenido de este último, me gustaría que usted llegara a sus propias conclusiones, por lo cual se lo remito en el archivo adjunto. Entiendo que en Colombia la libertad de prensa está en peligro, mientras que, frente a la información, la libertad de empresa sigue haciendo de las suyas. No quiero que se piense en mí como en una víctima de la represión de los poderosos grupos económicos que hoy nos manejan, ni como un cordero sacrificado en el altar del unanimismo. Soy, simplemente, una voz independiente que ha sido censurada. Cordialmente,

Fernando Garavito.

************* El 15 de octubre del año 2001 el representante Hernando Carvalho le dirigió a Luís Alberto Moreno, embajador de Colombia ante el gobierno de los Estados Unidos, una carta perentoria. En ella le decía que, según noticias publicadas en Miami, Bogotá y Quito, el congresista Ronald Andrade había presentado en el Ecuador una demanda penal contra los miembros del directorio del Banco del Pacífico en los años de 1998 y 1999, acusándolos de aprobar y presentar estados financieros falsos, ocultar a las autoridades la verdadera situación del Banco, y alterar en forma fraudulenta hechos de los cuales la Superintendencia del Ecuador debería estar informada. Carvalho sostuvo que, como presidente de ese directorio, Moreno tendría que responder ante las autoridades de dicho país y, eventualmente, ir a prisión, tal como había sucedido con el ministro de Economía, Jorge Emilio Gallardo, a quien la Corte le había dictado medida de aseguramiento consistente en prisión preventiva. El delito de Gallardo, en ese entonces presidente del Banco, consistía en haber aprobado un fideicomiso por 78 millones de dólares, a favor de los accionistas. Carvalho puso en evidencia al embajador. Usted - le dijo - "me respondió en tres oportunidades que los antiguos accionistas habían perdido toda su inversión, siendo así que el fideicomiso demuestra lo contrario". Ante la ausencia absoluta de una Cancillería, Carvalho le pidió la renuncia a Moreno. Este debió morirse de la risa.

* Columna que debió ser publicada el 22 de diciembre del año 2002 en la página de Opinión de EL ESPECTADOR, que dio origen a la censura definitiva.

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Pero esta es sólo la tapa de esa olla podrida. A lo largo de la investigación se demostró que la intención del embajador había sido la de montar un emporio financiero con base en una empresa, la Westfear, de los Estados Unidos. Para ello contó con la complicidad de Luis Fernando Ramírez, ministro de Defensa de Andrés Pastrana, y de Jacky Bibliowicz, el cerebro de varias operaciones destinadas a enriquecer por debajo de cuerda al príncipe y a sus conmilitones. Dentro de ese propósito, Moreno, Ramírez y Bibliowicz, actuando en nombre propio y, posiblemente, como testaferros, lograron controlar el Banco del Pacífico en el Ecuador. En el año de 1998, cuando comienza la cadena de delitos, Bibliowicz fue miembro del directorio y Moreno presidente del mismo. El Banco tenía una filial en Colombia. Moreno y Ramírez lograron entonces que la superintendente bancaria de Pastrana, Sara Ordóñez, ordenara fusionarla con el Banco Andino. Aquella no tenía liquidez alguna, lo que llevó a que fuera intervenida. Sin importarle para nada ese pormenor, la directora de Impuestos, Fanny Kertzman, en una acción típicamente antijurídica y culpable, permitió recaudar allí las contribuciones que hicieron en esa época millones de colombianos. Con la autorización entre el bolsillo, Moreno y Ramírez organizaron una campaña publicitaria en la que ofrecieron el oro y el moro a quien pagara en su entidad. Lograron recaudar 110 millones de dólares, con los que se dedicaron a conceder préstamos preferenciales a los socios de las compañías en que tenían intereses. El presidente de la junta directiva era el señor Fernando Londoño Hoyos, quien debió cohonestar la totalidad de las maniobras. Todo lo cual terminó por desfalcar a los colombianos en una suma que puede calcularse en 35 o 36 millones de dólares. Dinero suyo. Dinero nuestro. Dinero mío. Pero, como siempre ocurre, todos terminaron por lavarse las manos. El presidente de la Junta, señor Londoño, es hoy el poderoso ministro de la InJusticia. El señor Moreno fue ratificado como embajador de Colombia en los Estados Unidos, cargo desde el cual cuida juiciosamente el buen suceso de sus empresas. La señora Ordóñez fue premiada con un ministerio del que no sabía ni pío. Y la señora Kertzman fue nombrada embajadora de Pastrana en Canadá y ratificada por su excelencia. Así, la vida es una fiesta. Pero no sobraría saber qué piensan de todo esto las cancillerías ante las cuales nuestros elegantes delincuentes de cuello blanco deben presentarse todos los días.

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Apólogo del faro 5 de enero de 2003 Érase una vez un hombre que había sido niño muchos años atrás, tantos que ya se le habían perdido en la bruma de la memoria. No a todos les pasa igual. Hay hombres que nunca fueron niños, que terminan siendo gerentes, y niños que nunca llegaron a ser hombres, que terminan siendo políticos. Pero indagar sobre el porqué de este asunto no es el propósito de mi relato. Aquí sólo quiero contar de alguien que fue niño y que supo conservar para siempre el sentido poético de sus primeros años. En realidad, en esta historia no hay nada que sea apasionante. Quien quiera dejarla aquí, bien puede hacerlo. Pero si alguien la sigue tendrá que saber que al hombre le gustaba hablar en la penumbra de su sillón, envuelto en nubes de palabras caídas en desuso. Cuando se le prestaba atención, contaba lo que a él le hubiera gustado ser si la vida no hubiera tomado otros rumbos. Reconozco que su deseo era extraordinario. Así como otros hubieran querido ser artistas o directores de orquesta o ingenieros de caminos, a él le habría gustado ser el encargado de encender las luces de un faro. "Tengo un sueño obsesivo – contaba -, que ocurre en la época de los grandes naufragios. Sueño que es de noche. El mar ruge con furia, y hay olas que se levantan más allá de las rocas dejando en el aire una estela de espuma. A la luz oprobiosa de los relámpagos, se alcanza a ver un barco que lucha con desespero contra la tempestad. Salgo a la rampa que se extiende sobre el acantilado. La fuerza del huracán amenaza con arrastrarme. En lo alto diviso la luz que encendí al caer la noche. Es demasiado tenue. El barco se aproxima. Como puedo, grito desesperadamente y agito los brazos para señalar que la única salida está a la izquierda. Tal vez el capitán sepa que a pocas millas de acá hay una bahía donde la fuerza de las tormentas se deshace al llegar a la playa. Pero no. Con terror veo que el barco gira hacia la derecha, donde sé que se estrellará irremisiblemente. A lo lejos alcanzo a ver a la tripulación desconcertada, y a los pasajeros que se abrazan unos a otros. Como conozco la condición humana, estoy seguro de que algunos aprovechan los momentos de angustia para apoderarse de joyas y de dineros, y que los más osados asaltan la caja fuerte del navío pensando en enriquecerse a costa de la tragedia. Me parece ver esas sombras que recorren la nave. Pero de lo que sí estoy cierto es de que hay una lucha en torno a la única lancha salvavidas, a bordo de la cual unos pocos abandonan el barco que se hunde, aunque los más permanecen voluntariamente aterrorizados sobre cubierta. Calculo que aún se podría hacer algo si los más arrojados se decidieran por asumir el control de la situación y lograran ir contra la corriente. La tormenta no cede. Cuando llegue la madrugada, de la nave sólo quedarán unos pocos restos desperdigados. Como puedo, vuelvo a lo alto del faro, avivo el fuego, con angustia hago sonar el ronco ulular de la sirena. Sé que mañana habrá un reguero de cadáveres sobre el acantilado.

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Los restos de la quilla se hundirán poco a poco en el mar, y del maderamen noble que debió pertenecer a las alacenas del comedor y al puente de mando, sólo quedarán astillas, arrastradas por la corriente. El ruido es atronador y la fuerza ciclópea de los elementos no cede un ápice. Sin embargo, y pese a la tragedia, el deseo de ser el que enciende el faro permanece en mí como la única razón de ser de mi ya larga vida". El hombre calla. Se trata de alguien que fue niño muchos años atrás y que piensa que contra el huracán aún puede agitarse una leve brizna de luz. Una luz que cada vez brilla menos porque los faros son hoy apenas un recuerdo fugaz de lo que fue sin jamás haber sido.

* * * * * * Lamentable el retiro de los presidentes de honor de El Espectador. Quienes aprendimos a quererlos a lo largo de sus batallas, esperamos que ellos: don Alfonso y don Luís Gabriel Cano, sigan siendo un norte en nuestro largo y difícil camino.

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Censor y piltrafa 15 de enero de 2003 El domingo anterior, cuando estaba seguro de haber pasado definitivamente al olvido, el director de EL ESPECTADOR resolvió rescatarme del anonimato y devolverme al chaleco y corbata de las letras de molde. De esa manera vine a saber, y vinieron a saber sus lectores, que la decisión de prescindir de mi columna, que él había presentado ocho días atrás como una "renovación editorial en las páginas de opinión", era simple y llanamente una censura. Ese laberinto no lo podría sustentar nadie que no utilizara la difícil prosa del director. Después de romperme lo poco que me queda de cabeza, yo, que soy el primer interesado, le saqué el sentido. Es este: yo no censuro, pero censuro, por lo cual si censuro, no censuro. De esa manera, debió pensar él, quedarían incólumes los sagrados principios de la libertad de prensa, la actitud democrática del censor, el prestigio del periódico, el sabor de la cerveza, y el futuro de una actividad sobre la cual se ha dado un sonoro campanazo que por ahora sólo le ha roto los tímpanos al directamente involucrado. Pero el periódico respeta la opinión de los demás. Para demostrarlo, ahí estuvieron las cartas de los lectores, y el artículo de Alfredo Molano y el equilibrio de Lisandro Duque y la addenda de Ramiro Bejarano. A todos muchas gracias. A pesar de lo cual haré aquí, por una única vez, unas ligeras aclaraciones. En efecto, hablamos de algo mucho más complejo que el derecho de un individuo a expresar su opinión en un medio del que no es accionista. A los señores de Bavaria les tiene sin cuidado que el artículo de marras sea rigurosamente exacto en lo que dice. A ellos lo que les importa es que el reajuste del precio de la cerveza no se vea afectado por la actitud libertaria de un individuo indeseable. Al precio se le sacrifica todo, y en primer término la verdad. ¿O me quieren decir ustedes que el negociado del Banco del Pacífico no fue como quedó dicho en ese artículo, y que los principales implicados, que deberían estar en la cárcel, no son hoy los ministros y embajadores más destacados del régimen? Si yo llamé a esos individuos "delincuentes de cuello blanco" es porque lo son. La denominación, con base en la cual Bavaria censuró mi artículo y prescindió de mi columna, se ajusta en un todo a la verdad. Por lo menos a mi verdad. Y era mi verdad la que yo decía en mi espacio y mi verdad la que hubiera podido ser demandada por cualquiera de los implicados. Me gustaría que hubiéramos llegado a esa instancia. Que el poderoso mininjusticia o Morenito resolvieran llevarme ante los tribunales. Todavía hay jueces honorables en este país y ante uno cualquiera de ellos podrían aclararse muchas dudas, muchos malos pasos, muchas iniquidades. Pero Bavaria resolvió que no, y en el seno de su junta directiva señaló hasta qué punto llegaba la

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libertad de un periódico que, según cree, es de su propiedad. Como la tercera parte del país, porque las otras dos terceras se las reparten los otros dos poderosos grupos económicos, dado que el resto ("y el resto vale menos") pertenece a los paramilitares y el resto a los guerrilleros, y lo que sobra a los políticos. Para nosotros sólo el silencio. Y el exilio. Y el hambre. Delincuentes de cuello blanco. Porque si fueran de ruana y pulga tampoco estarían en la cárcel. ¡Si en este país no condenan absolutamente a nadie! Por eso aquí todos somos "presuntos". Pongamos un ejemplo cualquiera: el de los violadores sexuales. ¿Cómo se les diría a los incriminados por ese delito? ¿Presuntos señores violadores sexuales? Pablo Escobar, el peor criminal que haya conocido la América Latina en toda su historia (en el norte está Kissinger), murió sin que un solo tribunal hubiera dictado contra él una sentencia condenatoria. Entonces, según el director, ¿tendría que decirle "don Pablo"? Pues no. Como no es "comandante" el próximo senador Castaño, que a pesar de la reinserción, del diálogo, del beneplácito del estrato 6, y del cómplice proceso de paz del gobierno, siempre será un criminal desalmado, un narcotraficante confeso y un psicópata absurdo. Y como los violadores sexuales no son "señores violadores sexuales" sino sujetos despreciables. Ahora, me pregunto, si yo hubiera calificado a Morenito y a sus secuaces como "presuntos criminales de cuello blanco", ¿conservaría mi columna? Y, en tal caso, ¿el director conservaría su prestigio? Les puedo asegurar que no. En todo esto importa la libertad de opinión pero también importa la verdad. El plinio tenía una opinión, pero ¿a alguien le importaba la opinión del plinio? A muy pocos, que yo sepa. Tal vez a los generales Millán y Del Río, y a Pedro Juan Moreno y a Marulanda y al chapetón Aguirre. La sola enumeración muestra algo oscuro: esa es la sociedad de la mentira. Es necesario señalar que los medios de información tienen que mantener una distancia sideral respecto de los grupos económicos, sin que ellos mismos lleguen a convertirse en grupos económicos. Un medio de información, pertenezca a quien pertenezca, es únicamente de sus usuarios. Colombia entera se escandalizó cuando El Espectador fue vendido al mejor postor. En ese momento, Bavaria creyó comprar una tensión espiritual, una forma de ser, una historia escrita con sacrificio y con verdad. Pero no. Eso no se compra jamás. El grupo compró, tal vez, unas instalaciones, y es posible que hoy sea dueño del edificio, y que el director sea tal vez el director de un señor de apellido Lesmes. Sin embargo El Espectador de verdad, ese que se grita por la calle y se recuerda como una antorcha encendida en los días aciagos, es tan nuestro como pueden serlo el aire o las tormentas. Lo leeremos o no lo leeremos, ese es otro problema. Pero no queremos que lo sigan convirtiendo en la última piltrafa del país que ellos emborrachan cada día.

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El regreso del basilisco 17 de enero de 2003 La tragedia de Colombia se escribe con palabras de fuego. La peor de ellas es miedo. O complicidad. O indiferencia. Pero no: la peor es silencio. Colombia es un país. "Limita al Norte con el mar Caribe", escribió Carranza. Y Jorge Rojas se lo enseñó a Pablo Neruda con sombras hechas de sed y viento. Colombia está en las profundas cumbres de sus montañas y en el misterio de sus gentes. Y está en su verdad. Pero no. Colombia son dos países. O tres. Posiblemente cuatro. Cuatro países. En el país de los cuatro países Colombia muere de hecatombe. Esta comenzó hace mucho, como la resistencia de unos campesinos despojados contra algo extraño y lejano que se llamaba el establecimiento. Luego involucró a más grupos, a regiones enteras. Por los campos y los sembradíos comenzaron a pulular los ejércitos. Hombres armados contra hombres armados. Después llegó la demencia, y los ejércitos volvieron sus fusiles contra los indefensos. Hoy morimos en una masacre continuada. Nuestra ley es la del asesinato a sangre fría. Hace muchos años, 53 para ser exactos, vivió entre nosotros el horror. En ese entonces, un hombre tenebroso se abatió contra los demás y comenzó sistemáticamente a destruirlos. Dejando un reguero de muertos a su paso llegó al poder, y lanzó a sus ejércitos a una cruzada contra el fantasma de sus pesadillas. Alguno de los suyos precisó la consigna: "a sangre y fuego". A sangre y fuego contra todo y contra todos. El aire se llenó de tormentas y los campos de crucecitas. Trescientos mil muertos. ¡Trescientos mil muertos! En la violencia del Estado contra el país hubo trescientos mil muertos. En la nueva violencia, la que comenzó hacia 1958, se calcula que apenas llegan a cien mil. Apenas es un decir, que tal vez quiere decir apena. Para incrementar ese número sólo nos faltaba la presencia del monstruo, del basilisco. Ahora el basilisco ha resucitado. Se sabe que los colombianos somos gentes sin memoria. Laureano Gómez bañó en sangre al país. En su época, el ejército y la policía fusilaron sin fórmula de juicio, y sus batallones paramilitares se inventaron nuevas formas macabras de demencia. El gobierno dejó de ser una instancia de defensa para el hombre común y se convirtió en su principal enemigo. El presidente justificó la acción de sus sicarios con base en su deseo de pacificar al país y de moralizar las costumbres políticas. Él, precisamente él, que era la encarnación de la violencia y la personificación del mal.

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Esa consigna ha vuelto. En los considerandos del decreto 2002 el gobierno le declara la guerra a Colombia: "Considerando que dentro de los principales soportes de la acción delincuencial de tales organizaciones se encuentra, por una parte, la mimetización de sus integrantes dentro de la población civil y el ocultamiento de sus equipos de telecomunicaciones, armas y municiones en las poblaciones y, por la otra, el constante abastecimiento que funciona en los lugares en que permanecen.". Esa presunción le da carta blanca. Con base en esa norma podrá atropellar a los ciudadanos. Como quiera. Cuando quiera. Con el beneplácito del país, ¡con el beneplácito del país!, el gobierno ha dictado una nueva normatividad. Es ella la que le permite decir al ministro del Interior y de la Justicia (mininjusticia) que "en la reinserción de los grupos paramilitares a la sociedad civil el gobierno no podrá garantizar que no haya impunidad". (Entre paréntesis, dicho individuo es experto en frases de dos negaciones, que sutilmente se convierten en una afirmación. ¿Por qué no leer "el gobierno garantiza que en la reinserción de los grupos paramilitares habrá impunidad"?). Es ella la que puede alegarse en los tribunales. Aquí hay una norma. Y la norma, en el tercero de los cuatro países, que es el país formal, es sagrada. Nadie la discute. Artículo 3º: "Procederá la captura del sospechoso sin que medie autorización judicial, cuando existan circunstancias que imposibiliten su requerimiento." El 10 de noviembre el ejército invitó a los acorralados habitantes de Saravena a divertirse en sus ferias y fiestas. "Sin problemas", les dijo. Ellos, felices, se sumergieron en esa a veces espesa rumba pueblerina. Pero no sabían lo que les esperaba: a la 1 de la mañana los cercaron, los llevaron al coliseo y los marcaron con tinta indeleble. "¡Cuidado!", les advirtieron. "Este sello indica que ustedes colaboran con la guerrilla". Y no fue a trescientas personas, como dijo EL TIEMPO. Fue a tres mil. Marcados, como se marca el ganado. Como los nazis marcaban a los judíos. Marcados. En el cuarto de los cuatro países, el país del absurdo, la guerra toma otro cariz: es la guerra del Estado contra sus gentes. Atropellos, detenciones, desapariciones forzosas, secuestros, muertes, arbitrariedades. Esta semana, por ejemplo, el comandante de la Brigada Militar de Arauca ordenó detener, sin fórmula de juicio, a Ciro Peña. Ciro Peña es un médico notable que hace cuatro años rechazó una candidatura cívica a la gobernación de su departamento. Lo acusó de concierto para delinquir. Su delito consistió en levantar los cadáveres de Santo Domingo. El testimonio que él prestó llevó a que se conociera la verdad de ese asesinato: no fue una bomba de los guerrilleros la que mató a 18 personas en el caserío: fue un bombardeo de los militares. El crimen fue tan aberrante, que Estados Unidos suspendió toda ayuda al batallón de la FAC acantonado en Arauca hasta tanto se aclare. Pero no se va a aclarar si, a pesar de la destitución de dos oficiales comprometidos, a los testigos comienzan a amenazarlos, a procesarlos y, ojalá no, a desaparecerlos. Por desgracia, el caso de Ciro Peña, que ha conmovido a todo el departamento, no es aislado. Él es un ejemplo más de la forma como este gobierno hará la guerra.

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Colombia es el país de los cuatro países. En cada uno de ellos, un oscuro jinete del Apocalipsis cabalga a galope tendido hacia nuestra tragedia.

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Carta circular De: Fernando Garavito Enero 19, 2003 Apreciados amigos: Aunque este mensaje vaya con su solo nombre como destinatario, en realidad va dirigido a 35 personas. Lo que ocurre es que en los últimos días, a raíz de la censura de que fui víctima en "El Espectador", he tenido que aprender a marchas forzadas el manejo de un universo que hasta el momento se limitaba para mí a escribir mi artículo, entrarlo a la red, remitirlo al periódico, y sanseacabó. Ahora no. Los nuevos sucesos me han obligado a ponerme al día en grupos hotmail, grupos yahoo, páginas Web y otra serie de filigranas que necesariamente tienen que sorprender a alguien que nació en la época de la pizarra y el gis. En desarrollo de ese proceso de aprendizaje supe de la existencia de las "copias ocultas", que impiden que a los computadores lleguen los últimos gritos de la moda en zapatos tenis, desodorantes, cremas para la barba y sistemas de seguridad social. Y, claro, eché mano de ellas, para enviarles esta circular que les da cuenta de un tremendo pecado de omisión del cual sólo yo tengo la culpa. En efecto, hace algunos días (muchos días, mejor, en el caso de algunos de ustedes), recibí un mensaje de solidaridad de su parte a raíz de la supresión de mi columna. En total eran, hasta el viernes, 273 cartas, con base en las cuales descubrí que no sólo me leían mis dos viejas tías, Berta y Felisa, sino que algunas otras personas habían seguido el proceso que me llevó a denunciar poco a poco las iniquidades que se presentan entre nosotros en el ejercicio del poder. Ustedes saben que ese fue el problema. En Colombia es obligatorio tener partido. El que no está con el gobierno y sus paramilitares está con los guerrilleros, y el que no está con ninguno de los dos es conservador o liberal o demócrata cristiano o siquiera masón o del MOIR. Pero yo no pude acomodarme en ninguno de esos sitios, ni tampoco me plegué, como las estrellas del periodismo, a ser el adulador de los poderosos. Sabía, claro está, que escribía en un medio comprado por Bavaria. ¿Y qué? Siempre pensé que "El Espectador" estaba por encima de esa circunstancia y que el periodismo todavía era el espacio adecuado para romperse la piel en las palabras. Por eso cuando nombraron como nuevo presidente de la cervecera a un español llamado Javier Aguirre, pensé que ese hecho era la gota que rebosaba el cántaro y escribí un artículo sobre la presencia de España en nuestros negocios. A través del sistema financiero, la horrible "Madre Patria", que acabó con diez millones de indígenas en 50 años y que esclavizó a buena parte del continente africano, inició hace poco una nueva conquista. Así pues, denuncié la presencia indebida de los españoles en el metro

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de Medellín (en las comisiones ilegales está involucrada la familia real), en las empresas de servicios públicos, en la banca privada, en fin, en múltiples frentes de nuestra actividad económica. Ese fue el artículo que recibió en "su" periódico a Aguirre, y esa fue una pequeña escaramuza en la que le señalé al reyezuelo que no iba a dar mi brazo a torcer en ninguna circunstancia. Obvio, Aguirre me tomó un odio feroz. Varias veces pidió mi cabeza. En alguna ocasión, inclusive, hice una referencia pública al propósito que animaba al grupo Bavaria de prescindir de mi columna. En un determinado momento, el individuo fue a la universidad donde yo dictaba mis clases y pidió que me despidieran. El rector lo puso en su sitio, pero cuando algunos de mis amigos, que asistieron a ese absurdo, me comunicaron lo que había sucedido, supe que mis días estaban contados. Y estaban contados. No importó que mis denuncias sobre la hecatombe que vive el país me hubieran acarreado el exilio. Lo que importaba era salir de mí a como diera lugar. Y lo lograron. Como ustedes saben, en la penúltima semana del año pasado, el director, que en este caso actuaba sólo como mensajero, resolvió que una pregunta inocente sobre lo que había sucedido alrededor de la investigación por la pérdida de 35 millones de dólares en el Banco del Pacífico (que están en los bolsillos de ya sabemos quién), era insoportable, y que debía irme de inmediato. Fue entonces cuando comenzaron a llegar los mensajes de los que les hablo, y cuando resolví tomar algunas pocas determinaciones que aquí enumero. La primera, fue fácil: no dejarme callar. Pero a mí ningún medio escrito, ni radial ni televisivo me va a invitar a formar parte de su nómina de colaboradores. Al fin y al cabo el único que ha señalado el despropósito que representan personas como Yamid Amat o Darío Arizmendi en nuestros medios de información, el absurdo que son Enriquito, Pachito, Juan Manuel, Rafael (ah, y Juanita y Beto) en el periodismo, el único que le ha dicho a García Márquez, con pruebas en la mano, que se le olvidó hacer reportajes, y que ha llamado "teta Vargas" a la teta Vargas, y etcétera hasta agotar la lista, he sido yo. Por eso no esperé nunca una mínima solidaridad. La hubo, sí, de algunas pocas personas. Pero Antonio Caballero, por ejemplo, que se dice tan vertical e independiente, se quedó callado. Y los medios, que chillan cada vez que alguien les roza siquiera uno de sus derechos fundamentales: el del libertinaje, permanecieron mudos. Y no se trataba únicamente de mi caso: se trataba de la libertad de prensa que en Colombia es un espejismo. Nadie dijo nada porque, o yo representaba una competencia incómoda, u hoy todo el mundo está alrededor del príncipe, halagándolo, aplaudiéndolo, ocultándole sus iniquidades. De ahí que la única salida que encontré fue la de escribir en la red. Comencé a hacerlo sin dejar siquiera una semana de intervalo. Mi artículo desapareció el 22 de diciembre. En la siguiente semana lo repartí hasta donde pude por Internet. Y el 2 de enero escribí un texto que llamé "Apólogo del faro", que entenderán quienes quieran entenderlo, y luego envié mi única respuesta a la censura ("Censor y piltrafa"), y

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esta semana escribí "El regreso del basilisco", donde ya, por fortuna, hablo de otros temas. La segunda determinación fue la de contestar los mensajes. Lo hice en breves palabras, dirigidas específicamente a quien me escribía. En ese empeño gasté muchísimas horas. Doscientas treinta y ocho veces pedí que nos integráramos en una pequeña comunidad de gentes dedicadas a pensar, donde no temiéramos el silencio, olvidáramos el miedo y marcáramos la diferencia. La respuesta fue muy positiva. Anuncié que repartiría mis artículos los viernes a las 7 de la noche, y me puse en el oficio. Pretendí que cada uno de los nuevos miembros de esa comunidad (que será la anticomunidad por antonomasia), llegara a ella invitado por mí. Pero comencé a atrasarme. En el fondo de una enorme lista de mensajes sin contestar (soy persona sin asesores ni secretarias) se me quedaron algunos de los mensajes más significativos. Esta madrugada, a las 3, los repasé. Resultaron 35. Volví a emocionarme con esas palabras, provenientes de los más distintos rincones del país. Pero deduje que, si me dedicada a contestarlos uno por uno, me tomaría una semana más y perdería un tiempo precioso para entrar en contacto con ustedes. De manera que resolví cortar por lo sano. Tomé las direcciones, escribí una pastoral (esta) que es la que le dirijo, con mis más rendidas excusas, a… (siguen 35 direcciones e-mail).

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Métale cabeza Enero 27 de 2003 Sin que el país se haya dado cuenta del alud que se le viene encima, el gobierno inició esta semana las conversaciones de paz con los paramilitares. A la mesa se sientan las dos caras de la misma moneda. Castaño y Uribe (porque son Castaño y Uribe los que conversan) hablan el mismo lenguaje, se enfrentan a los mismos enemigos y tienen los mismos propósitos. Así pues, el diálogo será un extraño monólogo. En él, el doctor Jekyll, se despojará de su careta de bondadoso y tranquilo médico londinense (o de seminarista con pestañas), para darle salida a su auténtica personalidad de míster Hyde. Jekyll y Hyde son únicamente Hyde, así entre los dos no dispongan sino de una sola y triste motosierra. No hay peor ciego que el que no quiere ver. Y Colombia no quiere ver. Ahí están todos los elementos del desastre: las raíces de lo que ahora vivimos, la perniciosa normatividad que aprobaron a marchas forzadas, la impunidad de la que habla el sórdido ministro del Interior, y la connivencia de quienes participan en este pobre melodrama. Pero nadie los ve, porque nosotros estamos sordos, ciegos, mudos y aterrorizados. Sobre todo aterrorizados. La historia no es muy vieja. Comienza cuando el actual presidente era gobernador de Antioquia. En ese momento los paramilitares habían iniciado su gran ofensiva contra el Urabá, y como en el letrero de “hoy te quiero más que ayer…”, cometía una masacre mayor que la del día anterior pero menor, mucho menor, que la siguiente. Pues bien, cuando se esperaba que la administración guardara algún equilibrio frente al asunto, el gobernador le exigió a la guerrilla declarar una tregua unilateral, y guardó absoluto silencio respecto de los paramilitares. En ese silencio, más que en el impulso definitivo que les dio a las Convivir, está la clave del asunto. Y es más: a raíz de la masacre de Chigorodó, en la cual fueron asesinadas 32 personas, el gobernador se salió por la tangente y sostuvo ante el sorprendido presidente de la República, que el Estado debería “tener absoluta firmeza y determinación para negociar con los principales actores de la violencia, cuando ellos demuestren una voluntad de diálogo”. Esas, las raíces. Pero está también la normatividad. Y en ella el camino culebrero del pasado reciente se convierte en una autopista. Cuando el 28 de noviembre los paramilitares ofrecieron una tregua indefinida, lo hicieron porque sabían que en pocos días el Congreso, manipulado por el 35 por ciento de su propiedad, eliminaría la necesidad de reconocer en forma previa el carácter político de las organizaciones armadas ilegales que quisieran adelantar cualquier diálogo. Y, en efecto, el proyecto de ley que en ese momento cursaba en el Senado para prorrogar la vigencia de la ley 418 de 1997 y modificar el contenido del artículo 8º, se aprobó sin objeción. ¿El ponente? Rafael Pardo Rueda. Cuando se convirtió en ley, le dio sustento a una acción posiblemente pactada de antemano. Desde entonces, el diálogo que todavía escandaliza a algunos, es legalmente posible.

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Así pues, el Estado va a hablar de tú a tú con los asesinos de La Rochela, La Chinita y Mejor Esquina; con los autores de atentados dinamiteros, de muertes selectivas, de amenazas sin cuento; con los victimarios de un desplazamiento que hoy involucra a dos millones de personas; en fin, con quienes, mediante su acción criminal, han contribuido a la desestabilización política del país, y han puesto en peligro su viabilidad como nación. Y no sólo va a hablar: si por boca de su súper ministro garantiza la impunidad de los criminales (porque eso es lo que dice), es porque se siente seguro de poder forzar la norma para concederles un indulto o una amnistía. De ahora en adelante no habrá necesidad de “espulgar códigos”, como dijera con tanta gracia Carlos Eduardo Jaramillo. Ahora se podrá negociar abiertamente con los criminales, sin que nadie pueda decir esta boca es mía. Y ténganse de atrás. Porque el próximo paso, ya lo anunció Luis Fernando Velasco, el ponente en la Cámara, es una reforma constitucional, luego de la cual se podrá decir que Colombia es el único país del mundo donde un grupo de delincuentes comunes, armados por el narcotráfico, entrenados por el narcotráfico y ellos mismos narcotraficantes en servicio activo, imponen su ley como los viene en gana. La reforma a la Carta buscará modificar los elementos del delito de rebelión. Ya no será necesario que quien lo cometa ataque al Estado. Que nadie se escandalice entonces cuando los delincuentes comunes aleguen que ellos son unas mansas palomas que están contra el establecimiento y exijan ser indultados. El origen de esa exigencia está en esta, que tendrá que conocerse en adelante por el nombre de su verdadero autor: la “ley Castaño”. Como el lunes Emiliani. Como el puente Pumarejo. Como el blazer José Gabriel. Como el descalabro Poncho Rentería. El ministro Londoño, que es un abogado mañoso, anuncia que el gobierno tendrá que estudiar “con mucha imaginación” las limitaciones de orden jurídico que se le atraviesen en el camino de buscar la paz con los paramilitares. Lo logrará, claro está. Él es experto en subterfugios. Pero sería conveniente que alguien le explicara al país con qué cara el obispo de Montería dice que, hasta el momento, “las cosas han salido muy bien”. ¿Muy bien para quién? ¿Para las víctimas de las masacres? ¿Para Castaño? ¿Para Colombia? ¿Para los monseñores? Porque luego de este proceso quedaremos doblemente vencidos, únicamente con el propósito de que su excelencia recupere a alguien que en realidad nunca llegó a extraviarse. Antes de que acabe este período (si es que este período acaba algún día) tendremos a Castaño sentado en cuerpo y alma en el sillón del ministro de Defensa, donde a veces aparece disfrazado con la polvera y los tacones de doña Martha Lucía. Y con su título de comandante refrendado por la Constitución Nacional y por nuestra cobardía.

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Derecho a existir Nueva York, 31 de enero de 2003 Estas seis palabras, desnudas e indefensas, parecen escritas con fuego: todo pueblo tiene derecho a existir. Habla la vieja conciencia del hombre, cada día más muda e ineficaz y desolada. Todo pueblo tiene derecho a existir. Allí, la dimensión de las tragedias que se viven a diario en el planeta, el arrasamiento de las culturas, el genocidio sistemático, el despojo y el atropello de las comunidades, el imperio del dinero como único patrón de conducta, adquieren la fuerza de la palabra y, al mismo tiempo, su transparencia desarmada. Ese es su enigma: cuando la palabra dice algo, enuncia su opuesto. La palabra se erige entonces como un escudo en defensa del hombre, pero detrás de ella se acorralan la agresión y el miedo. Nuestros pueblos indígenas no tienen derecho a existir. Su único espacio real es la incomodidad que generan en "los civilizados": por lo general, están ubicados en los sitios por donde debe pasar "el progreso". Y, claro, sobran. Alfredo Molano explicó hace ocho días el porqué de la matanza de los cuna. Como la carretera panamericana se va a construir (porque se va a construir), los potentados del norte del país quieren asegurar la valorización que ella genere. Ahí no importa la anunciada masacre ecológica, ni la defensa del hábitat de miles de especies únicas en el mundo. Lo que importa es la plata. Por eso la "civilización" envía sus avanzadas. Y es entonces cuando Carlos Castaño aparece como el nuevo conquistador que traza, imperturbable, la ruta de nuestro descalabro. Veamos algunos pocos hitos de la misma. El pasado 4 de agosto los paramilitares atacaron al cabildo de Guamez, en el Putumayo, y asesinaron a tres líderes del pueblo cofán. Obencio Criollo Queta, era su guía espiritual, y trabajaba en la recuperación de la lengua materna. Un mes más tarde, el 4 de septiembre, doscientos hombres llegaron a un caserío situado en la zona rural de Riohacha. Los paramilitares - contó un periódico local -, "empezaron a degollar y a mutilar a víctimas escogidas y se robaron los animales. Cincuenta adultos y cien niños sobrevivientes fueron atacados con rockets cuando corrían hacia la selva, tratando de salvarse de la masacre". El 13 de diciembre, un líder arhuaco, Jeremías Torres, pidió protección para su gente. Según él, en el curso del año 2002 los paramilitares asesinaron a 30 miembros de su comunidad, entre ellos a cuatro líderes kankuamo. Pero todo eso resultó ser apenas la antesala de la tragedia de hace diez días, cuando a diez kilómetros de la frontera con Colombia, en territorio de Panamá, los Álvaro Uribe Comandos (AUC) atacaron a las comunidades cunas de Paya y Pucuro, secuestraron, torturaron y asesinaron a cuatro de sus líderes, destruyeron el poblado, y se robaron los animales. Por fortuna, la acción no fue ofensiva: fue "de vigilancia y protección". Eso dijo Castaño. Ahí están, entonces, los típicos elementos de nuestro día a día. Para comenzar, el ataque fue cometido a pocos kilómetros del sitio donde el cabecilla de los forajidos conversa de paz con el gobierno de su alter ego, a través del obispo de Montería y del psiquiatra de la ternura. Así, la presunta tregua que permite adelantar ese diálogo sólo

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existe en la extraña realidad-otra de los asesinos. Fue un asesinato, orientado a librar al territorio de la presencia incómoda de los indígenas, pero a nadie se le ocurrió citar como testigos de excepción a los tres periodistas extranjeros del Discovery Channel: Robert Young Pelton, Mark Wedeven y Megan Smaker, que presenciaron el ataque (como consta en la denuncia que la comunidad interpuso ante el Procurador de Panamá), y los medios se limitaron a recoger las palabras con las que se despidieron del país: "fue una aventura interesante", dijo uno de ellos. Al fin y al cabo, en Discovery sólo se viven aventuras, y la muerte de cuatro líderes indígenas no tiene por qué ser nada distinto de los episodios en que las mapanás devoran a los antílopes. Ahora bien, si alguien quisiera completar el cuadro macabro de la operación, bastaría que estuviera atento a los nombres de la avanzada económica que llegará detrás de la siniestra acción militar de Castaño. Sólo entonces se conocerá lo que esconden estas idas y venidas, estas vueltas y revueltas que, con seguridad absoluta, son de mucha utilidad. No para los indígenas, claro. Para ellos. Toda agresión conlleva un miedo. Hace quinientos años, los pueblos más atrasados del mundo atravesaron el océano para iniciar un despojo que no cesa. Que yo sepa, hasta ahora no se ha analizado la presencia del miedo como factor autónomo en la conquista de América. Una tesis elemental demostraría cómo los primeros pasos de los invasores estuvieron marcados por un miedo cerval, que se trocó en miedo cultural en la medida en que se consolidaba la muerte. Hoy, frente a la sabiduría de los arhuacos, a la organización política de los paeces y a la medicina ancestral de los grupos amazónicos, los civilizados tienen miedo. Ellos saben que el exceso de ruido que hacen frente al silencio milenario de pueblos que saben esperar, sólo lleva a la angustia. En un viejo cortometraje colombiano, un indígena mira asombrado el perfil de la ciudad. Es entonces cuando un hombre largo y seco, en camiseta, se para a su lado con una enorme grabadora sobre el hombro, y comienza a menear las caderas al compás de su música. Oye, claro, un ruido al que le dicen vallenato. En ese instante la filmación sigue su camino. Y el espectador adquiere una conciencia momentánea de su propio ridículo. Un pueblo es una entidad autónoma, que tiene sus propias tradiciones, su lengua, su cultura. En Colombia se odia la diversidad y, odiándola, se odia a los pueblos que conviven dentro de nuestras fronteras. Cuando la Declaración de Argel, firmada en 1976, sostuvo en su artículo 1º que "todo pueblo tiene derecho a existir", pensaba en un mundo superior. No pensaba en Castaño.

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Habla Raimundo Para el Equipo Nizkor 7 de febrero de 2003 Hasta el momento, que yo sepa, nadie se ha preguntado cuál es la auténtica razón de un referendo que parece destinado a ahogarse en un océano de palabras. La respuesta es simple: mientras quienes lo apoyan, cada día más escasos, lo defienden a capa y espada con una retórica ampulosa y vacía que no le dice nada a nadie, y el liberalismo (o lo que queda del liberalismo) busca agarrarse de ese palo de náufrago para demostrar que todavía existe, y los enemigos de la fórmula se empeñan en encontrar argumentos que no hayan sido expuestos por nadie, y las organizaciones populares dicen "no" por principio, y a nuestro alrededor brotan artículos, declaraciones, entrevistas, opiniones, tesis, propuestas, análisis, disecciones, autopsias y editoriales, mientras todo eso pasa, el gobierno habla, farfulla, musita, perora, declara, grita, argumenta, expone, discrepa, aclara, precisa, percibe, barrunta, intuye, señala, indica, duda, gestiona, desmiente y disimula… y no gobierna. Y, claro, está feliz. Porque en este país, ya se sabe, se cambia la acción por la palabra, y el acto administrativo por el discurso, y la silenciosa tarea de gobierno por la frase de relumbrón. Pastrana, que fue el campeón indudable del disimulo, pretendió mantenernos tres años bajo el espejismo de una paz sacada de su cubilete de mago de feria, y logró terminar un período en el que no se hizo nada pero se habló hasta por los codos. Ahora igual. Al fin y al cabo Uribe es una triste reedición de la barata mediocridad de su antecesor en el cargo. Y mientras las promesas electorales se quedan en eso: en promesas electorales, y la hecatombe avanza incontenible, y la pretendida juridicidad pasa por la criba de la verborrea del mininjusticia, y en un acto evidente de traición a la patria (¿a alguien le importará hoy qué cosa es traición y qué es patria?), se pide a los Estados Unidos que nos invadan, y se asiste al derrumbe de las garantías civiles y de los derechos ciudadanos, y se pone a la seguridad como la llave del futuro, y se cierran los ojos ante el ALCA y ante el FMI, y se firman acuerdos a los que se les hace pistola con los dedos de los pies (el de Chapultepec es un buen ejemplo), y se amenaza, y se cierran sin compasión los mecanismos culturales supérstites, y se utiliza un lenguaje pendenciero y altisonante, y se atropellan los derechos humanos de las comunidades marginadas, y se llega a abismos impensables del conflicto en el Chocó, en el Meta, en Arauca, y se va al exterior como el representante de una extrema derecha que no tiene razón de ser en un continente que cambió a los gorilas de Argentina, a Pinochet y a Fujimori, por un Chávez que defiende su dignidad, un Lula que inaugura la suya, y un

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Castro que se convierte en paradigma, y se atiende el cáncer de la economía con mejorales porque a nadie le interesa detener el proceso, y se amenaza a la universidad, y se busca un colapso político, y se mantiene en los cargos más destacados de la administración a individuos señalados por su corrupción y sus artimañas, una porción de país, que no es necesariamente el país, se distrae con el blablablá del referendo, y discute si es o no es inconstitucional, y espera la decisión de la Corte, y protesta porque es muy largo, y aprende la distinción entre referendo y plebiscito, y lee a López, y apuesta, como en una gallera, si el gobierno conseguirá los votos, y teme al fraude, y hace cálculos sobre los costos, y pregunta cuánto durará un elector leyendo - y entendiendo - las preguntas, y habla de la abstención activa, y encuentra contradicciones entre lo que se dijo, lo que se hace y lo que resultará, mientras el gobierno, otra vez, regresa a un sistema de análisis de hace veinte años, y sabe que en sus manos la administración nacional adquiere una vertiente de alcantarilla, y se ríe del Congreso reducido que será el mismo Congreso de siempre, y de la lucha contra la corrupción dirigida por los eternos corruptos enquistados en sus meandros, y se reafirma en sus vicios políticos, y se frunce de hombros ante la posibilidad de que se acaben los partidos políticos, y habla, y habla, y habla, y habla, pero no gobierna, mientras el país, otra vez, o por lo menos esa porción de país que no es necesariamente el país, sabe que las consultas de hoy no tienen nada qué ver con las promesas de la campaña, y que son una burla, que el articulado es equívoco y producto de la politiquería que dice atacar, que la corrupción seguirá en sus trece, que la Corte dudará en señalar los inocultables vicios de forma, que los electores, llevados como siempre del cabestro, se limitarán a aprobar con una crucecita, sin percatarse de que precisamente ahí serán crucificados, que el gobierno quiere acabar con la política, pero, ante todo, que el régimen no va a conseguir los seis millones de votos que necesita y que, sea cual sea el resultado, ante la torpeza con que ha manejado el asunto, su imagen positiva (que entre otras cosas entró en barrena) acabará por derrumbarse. Pero no importa. Lo que importa es hablar. Y entonces habla el gobierno, y habla el país, o por lo menos esa porción de país que no es necesariamente el país, y habla Raimundo y habla todo el mundo. Mientras, afuera, el desnudo país desprotegido, el pobre silenciado país de cada día, sigue a la espera. ¿A la espera de qué? - A la espera de nada. Porque Colombia es el país de las palabras, cosa muy distinta del urgente país de la palabra que tanto necesitamos. En el referendo, con zancadilla a la Constitución o con abismos o llanuras entre buenos y malos, sólo se habla. Y el país, sépanlo ustedes, está hasta aquí de que nadie haga nada.

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Razones de la chaveta Para el Equipo Nizkor 14 de febrero de 2003 Aunque nadie lo ha dicho con claridad, en el atentado contra el club El Nogal estallaron dos bombas. Dividamos el universo de cada una alrededor de una serie de peros. La primera destruyó el edificio, mató a 33 personas, estremeció a esa cierta clase dirigente que es capaz de cualquier cosa, y permitió que los miembros del ghetto, vecinos de la edificación, se sintieran, siquiera por un momento, parte de un país que se desmorona, pero la segunda, que explotó instantes después, alcanzó a oírse en Washington. La primera provocó la airada reacción de los de siempre, que utilizaron el atentado para afirmarse torpemente sobre su eterno desafío, pero la segunda - por lo menos en lo que se refiere a Colombia - pasó sin pena ni gloria. La primera acabó, sin razón, con la vida de un grupo de colombianos, pero la segunda amenaza con acabarnos a todos los colombianos. Una y otra merecen el rechazo unánime de un país acorralado, que no encuentra cómo salir del atolladero, pero la primera se convertirá con el tiempo en parte de nuestra memoria colectiva de horrores y pesadumbres, mientras que la segunda está llamada a ser nuestro Apocalipsis. Y, sin embargo, el temperamento que nos distingue es ese: enfrentados a un cáncer terminal nos dedicamos a curarnos la tos y la tristeza. "Para curar la tos y la tristeza", escribió Nicanor Parra en uno de sus poemas memorables. Quien activó la segunda bomba fue el gobierno. Ante la lógica contundente que mostró ese muchacho medio locato que de vez en cuando entrevistan por la televisión, las palabras del ministro Londoño pasaron casi desapercibidas. En efecto, el locato vicepresidente Pachito, atribuyó el crimen "sin duda alguna" a las FARC, mientras el titular del blower sostuvo que ese grupo parecía "no tener la capacidad para ejecutar un atentado de tal magnitud". Todo el mundo se miró extrañado: ¿habría perdido definitivamente la chaveta? Pues no. En pocas horas todos, hasta Pachito, entendieron de qué se trataba. Se trataba de ubicar el atentado contra el club en el rango de "terrorismo internacional", para pedir la intervención de la comunidad de naciones en la solución del conflicto. La tesis es vieja.

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La expuso su excelencia cuando era gobernador de Antioquia. El 20 de febrero de 1996, en Urabá, el mandatario seccional pidió buscar "el apoyo de fuerzas internacionales de la ONU… ya que con los procedimientos convencionales con los cuales hemos venido enfrentando la criminalidad no hemos salido exitosos". Pero en ese entonces el problema se concentraba en torno a unos pocos obreros de las bananeras. Gentecitas de poca monta. Mientras que ahora son personas bien. Y niños bien. ¡Y meseros! La forma como los funcionarios dicen "meseros", subrayando el abismo social en la "e" acentuada, le resta toda eficacia al populismo de la palabra. Pero ese es otro cuento. El cuento de verdad es que ahora el presidente de la República insiste por tercera o cuarta vez desde el comienzo de su mandato en que Colombia debe recibir un tratamiento a lo Irak. Que vengan los cascos azules. Que lleguen los misiles y los bombarderos. Que nos cerquen los portaviones y nos enfoquen los satélites y nos amenacen los batallones y nos protejan los helicópteros y nos arrasen los tanques y nos masacren las ametralladoras y nos fumiguen los helicópteros y nos pellizquen las monjas y nos castiguen los buenos, porque esta bomba es terrorismo internacional. Eso es lo que es. Dicho por nuestros peores enemigos, que no son los guerrilleros ni los paramilitares ni los delincuentes organizados y no organizados, sino nuestros atildados funcionarios de blower y de pestañas. La tragedia de Colombia se marca con nitidez en estos despropósitos. Según el defensor del pueblo, como no se podrá hablar con terroristas internacionales, será imposible resolver el conflicto "por la vía de una negociación seria". Pues bien. Eso era lo que querían. Londoño declara que acá hay un episodio de terrorismo internacional, el vicepresidente Pachito hace pucheros ante la OEA, ese organismo, presidido por un uribista connotado como es el doctor Gavirica, aclama la posibilidad de que se aplique acá la resolución de la ONU que rechaza cualquier tolerancia con grupos terroristas, su excelencia se siente respaldada y esto se fue al diablo. Pero fíjense ustedes: unos son los demenciales guerrilleros de las FARC que serán perseguidos hasta el fin del mundo, y otros los desalmados asesinos de Castaño, con quienes se mantienen vergonzosas relaciones secretas. En efecto, según connotados testigos del establecimiento, precisamente en el club destruido el gobierno y Mancuso hablaban de igual a igual sobre la paz que le van a imponer a Colombia. Así las cosas, el edificio era una especie de Caguán 2, útil para ocultar la verdad verdadera, que no es precisamente la que se desarrolla en el escenario montado por el psiquiatra de la ternura y Castaño y su cura, en una región donde gobierna Augura.

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Dado que la seguridad sigue siendo un espejismo, hay que convertir esas situaciones de demencia en balcones desde los cuales se pueda gritar y mostrar los dientes. Como el partido comunista promovió un acto que tenía programado para el 7 de febrero a las 6 de la tarde con un "nos vemos el 7 a las 6", Caracol Televisión, brazo informativo del régimen, le atribuye la autoría intelectual del atentado que ocurrió el 7 a las 8. Dos horas de diferencia ni quitan ni ponen. Quién iba a pensar que los dóberman de la señora Kertzman llegarían a tener semejante importancia. Ahora uno ocupa la Presidencia de la República y el otro el Ministerio del Interior, y ambos ladran. Hay un tercero, que está en la Fiscalía, pero como ese es gozque, no hay para qué darle un tratamiento igualitario. El ataque contra el club El Nogal va para largo. Sobre ese hecho, repudiado por todos, el gobierno se dispone a acabar con cualquier posibilidad de paz que aún podamos abrigar en Colombia.

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Historia con cadáveres Para el Equipo Nizkor 21 de febrero de 2003 Están ahí, inmensamente gordos, tristes, silenciosos. Aunque en el fondo algunos conservan una cierta insularidad de individuos al borde, los más pertenecen a una forma común, de manera que llegan a ser extrañamente artificiales: risas artificiales, bíceps artificiales, rubios artificiales, palabras esencialmente artificiales. Se podría pensar que no están hechos, que están fabricados en serie… con imperfectos. Porque hay una enorme cantidad de imperfectos, ínfimas estaturas, traseros monumentales, ojos ausentes, pies torcidos, papadas múltiples que descienden sobre pechos hundidos, pieles deterioradas, barbas femeninas. Van, por lo general, detrás del carrito del supermercado, se detienen enamoradamente frente a las latas de fríjoles y de conservas, leen con atención las etiquetas, calculan las calorías, las suman a sus volúmenes, a sus vasos de agua. Son feos, basculan, sudan, compran cosas innecesarias, permanecen en éxtasis frente al televisor, hacen centenares de inútiles millas diarias por las carreteras, compran, compran una vez más, compran de nuevo, ya no leen la Biblia, son inseguros, creen a pie juntillas que Dios hizo el mundo en seis de nuestros días y que Eva salió de una costilla. Miran de reojo. Hace mucho dejaron de ser la canción de Piero, porque ya no tienen la gracia del chicle ni de las bermudas ni de las instantáneas, y ahora andan sin luz, grises, forrados en jeans, con sus enteros labios tensos de comisuras hacia abajo. Colectivamente creen el cuento que les vende la publicidad, de manera que se ven en figura de las saludables, atléticas muchachas de sonrisas perfectas, en figura de los elegantes hombres de negocios que viven la dura realidad de otra manera, en figura de las sólidas familias de marido perfecto, madre amorosa, hijos adorables, perro juguetón, abuelos comprensivos, pero no alcanzan a darse cuenta de que eso es apenas el sórdido y equívoco Dorian Gray, y que ellos son su destruido retrato, lleno de pústulas y de laceraciones. Antes de seguir adelante sería necesario anotar que los ingenuos habitantes del resto del mundo, encuentran en ese espejismo la síntesis de la dualidad que se da entre la imagen perfecta y la dura realidad de cada día. Y que desde acá es terrible pensar en la pobreza del ideal que proponen algunos de nuestros políticos, un ideal con pies de barro, porque esta sociedad no llena ninguna expectativa, no piensa, no razona y, aunque ahíta, no está satisfecha. Si la política neoliberal conduce a esto, es necesario cortarla de raíz, extirparla como se extirpa un cáncer.

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Porque lo cierto es que las oscuras, acorraladas sombras que se ocultan en este "paraíso" tienen miedo, miedo a vivir, miedo a decir, miedo a dejar de ser y a comportarse, y se limitan a masticar su frustración y sus desolaciones para hacerlas un bolo que no pueden pasar, que las ahoga, que las atraganta. Pues bien. Nosotros somos los últimos seres vivos que nos creemos el cuento de las atléticas, sólidas, sonreídas muchachas norteamericanas, de los flexibles hombres de negocios con el mundo a sus pies, de las familias felices con perros juguetones. La verdad es otra. En esta inmensa Comala muerta, los cadáveres han comenzado a perder lo que fue su figura corporal para adquirir otra de organismos compuestos. Los más terminan en cuatro ruedas y tienen timón y ventanillas; otros, también los más, se alargan en una cadena que concluye en perrito; algunos forman un todo único con una silla y al frente una caja de imágenes; varios vienen con un teclado que los lleva a una pantalla que les cuenta del mundo, aunque para ellos el mundo esté hecho de lo que los rodea, de su calle y de su vecindario. Para estos cadáveres más allá es la nada. El mundo es la tierra que pisan, nada saben del otro y no les interesa, piensan que los demás son "el enemigo", creen con fe de carbonero que la televisión les dice la verdad y que de un momento a otro pueden ser atacados, compran máscaras y plásticos y hacen refugios y viven el terror de la muerte, el 11 de septiembre es "lo que puede pasar ahora mismo", oyen consignas y las repiten y cuelgan banderas que flamean al viento y pegan en todas partes calcomanías que dicen "Dios salve a América", sin que les importe ni poco ni mucho lo despiadado de un país que los acorrala, que los vence, que los atenaza, que los domina, que los desprotege, que los abandona, que los manipula, que les miente, y ahora que los aterroriza, un país que los lleva del cabestro por donde quiere, que los empuja hacia donde quiere, que los equivoca, que los explota, que se ríe de ellos. Uno los ve, afanados, corren de un lado a otro, protegen sus ventanas, cierran sus puertas, piensan que Osama o que Hussein van a venir por la noche a destruirlos, que los conocen personalmente, que los van a tomar de rehenes. Pobres gordos – gordísimos - ingenuos seres manipulables, tan desprotegidos como los habitantes de los Andes, tan silenciosos como los bogas del Magdalena, tan callados como los vaqueros de la pampa, tan ásperos como los marineros del Caribe, tan huidizos como los cocaleros de Bolivia, tan necesitados como las jineteras de La Habana, tan ingenuos como los ladronzuelos de Jalisco. A todos ellos, a todos estos pobres gordos ingenuos seres manipulables les han vendido la guerra como una hamburguesa, a todos los han convencido de sus bondades, de su necesidad, ninguno sabe quién es el enemigo, todos piensan que el héroe es ese pobre individuo fronterizo que grita en Washington, y aunque sienten que el mundo se hace cada vez más estrecho, no dicen nada, no levantan la voz, no miran, no oyen, no preguntan, mastican en silencio.

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Y, sin embargo, poco a poco comienzan a entender la sinrazón de la guerra. Y surgen manifestaciones multitudinarias y denuncias contra los empresarios que hacen su política a través de peleles. Y aquí, y exactamente ahí, regresa la esperanza.

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Carta circular Febrero 21, 2003 Queridas amigas, Queridos amigos: ¿Qué dice la gente? La gente dice infinidad de cosas, cosas importantes, sesudas, ligeras, llenas de humor, trascendentales, graves, inolvidables, perecederas. En estos días he recibido un gran número de mensajes que me ponen en la obligación de acelerar el proceso de la página Web, en la cual el acceso igualitario de todos me quite esta horrible sensación de ser quien depara la verdad revelada. ¿Cuál es el criterio que debo aplicar para incluir un texto y no otro? Para mí, puntos como esos constituyen una extensión del griego. Hace años, cuando dirigí una revista cultural en Cali, que se llamó Estravagario, abrí las puertas y ventanas de tal manera que muchos, entre ellos yo mismo, la recordamos como algo extraño en nuestro hermético universo. Lo mismo intentaba hacer con el Magazín Dominical de El Espectador, cuando una torpe medida gerencial lo borró de un solo papirotazo. Pero el único número en el que logré desaparecer como filtro y en el que la gente habló sin tapujos, como le vino en gana, con los errores que quiso tener y con sus propios argumentos, fue de tal manera importante que, obvio, ocho días más tarde se le decretó a la revista la pena capital tajante y definitiva. Quiero decir, entonces, que los textos que hoy incluyo sólo fueron seleccionados por su brevedad. Y no digo más, para no ocupar un espacio que no es mío. Queden con ellos. 1. Escribe Susana Acosta: "Nuestro propósito común es el de formar a nuestros jóvenes en unas estructuras distintas de valores y principios, el de ayudarles a recobrar el verdadero sentido de vivir dignamente y de luchar por unos ideales, y el de contribuir a que se formen como ciudadanos mayores de edad para que puedan discernir libremente, de tal manera que los medios de información parcializados no los puedan manipular a su antojo. Eso es lo que nos mantiene vitales y comprometidos en las actividades académicas. Creo además que los futuros profesionales deben obedecer a una formación integral, humanística y fundamentalmente crítica, para que pueda existir una esperanza para nuestro país". 2. Escribe un inteligente y lúcido corresponsal quien me pide reservar su nombre: "Mientras en los países desarrollados se precian de la calidad, la cobertura, la gratuidad o subsidio a la salud y la educación, en Colombia (siguiendo al FM, evidentemente, pero también a "expertos" chilenos) se privatizan. Es particularmente llamativo que el alcalde de Bogotá, haya impuesto, por vía experimental, una ampliación de la jornada educativa, que ahora se extienda para todo el país, en unas condiciones que no mejoran la educación sino que optimizan el gasto.

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"Quiero llamar la atención sobre el hecho de que corrupción no es sólo la apropiación del dinero de otros. Es también la perversión para vender un modelo de vida, a cambio de dinero, poder etc. Con mucha pulcritud, incluso, venden la vida, al acabar a La Hortúa, mientras hacen grandilocuentes declaraciones en favor de los niños víctimas de la pólvora. En la propaganda al alcalde gastan más dinero del que se necesita para evitar el cierre del hospital. Y para mejor hacer en beneficio de la niñez, nombran a la contratista de la compraventa de servicios en educación, secretaria distrital. Ahora los niños, no se queman tanto, pero son más los padres y madres que mueren por hambre y otras formas de violencia, los profesores trabajan más horas por menos salario y menos garantías laborales, se hacen mejores negocios en educación, y los muchachos y maestros, obligados a iniciar la jornada a las 6 a.m., parecen agotar las ganas de reflexionar, discutir, proponer o joder, dormitando más horas en los centros educativos... "Escribo para proponer una mirada y una temática. Pero también para invitar a mirar el mundo invisible donde a pesar del establecimiento (comercio, ministerios, prensas, partidos, derechas, izquierdas, guerrillas, empresas, religiones), parecen florecer esperanzas, acciones puntuales, valores, solidaridades. Donde se están cocinando opciones para la posguerra, para la reconstrucción. Que es lo más importante después que unos y otros permitan mejor movilidad. Quiero saber si hay eco para estas propuestas o si puedo tener la oportunidad de recoger otras para sumarme a la idea de que el espacio de las moscas no lo dejaremos perder, y lo fortaleceremos por las facilidades que este medio da y el periódico no. Estamos aprendiendo "a caminar largo y tendido"". 3. Escribe el "Observatorio de la Civilidad Colombiana": "El natural pesar causado por la desaparición de una persona con tantas calidades humanas como las de Juan Luís Londoño, no debe hacernos perder de vista la mayor tristeza que supone saber que el hoy catalogado como prohombre público o 'excepcional entre los sobresalientes', haya sido un dirigente político que en vida le causó tantos daños al tejido social del país. "Desde el subterfugio econométrico de trabajar por lo social, constituyó sin duda – al lado del hoy presidente Álvaro Uribe Vélez -, uno de los mayores reductores de la sociedad a negocio, y ello sin perder nunca la sonrisa fácil de su semblante, evidenciando que nunca pudo comprender desde sus altas dotes académicas abstractas, el verdadero drama social que han generado sus reformas. Veamos algunos de estos dramas: * Fue el autor de la nefasta Ley 100, que acabó entre otras cosas con la asistencia hospitalaria en Colombia, entregándole la salud a los grandes pulpos económicos para que la explotaran con corazón de hierro y como pingüe negocio. No en vano el ponente de la Ley 100 en el Congreso fue el presidente Uribe Vélez, otro enamorado del desmantelamiento del Estado y del desmonte de su responsabilidad social (que es una cosa bien distinta a buscar su necesaria eficiencia).

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* Con el mismo espíritu chapucero con el que se redujo la salud a negocio, el ministro Londoño fue el creador del Sisbén, supuesto sistema de asistencia social, diseñado con criterios clientelistas para favorecer a las clientelas políticas tradicionales, cambiando votos por favores. * Un daño más de nuestro desaparecido "prohombre" consistió en el irresponsable desmonte indiscriminado de los aranceles durante la administración Gaviria, llevando con ello a la ruina a los pequeños y a los medianos industriales, así como a múltiples familias colombianas que derivaban de allí su sustento. * Y para finalizar este pequeño muestrario nos referiremos al último y previsible daño social que causará el doctor Londoño aún después de su muerte, el cual consiste en congelar los salarios del empobrecido pueblo colombiano, a la vez que desmontar el sistema pensional con unos topes máximos, lo que sólo traerá más miseria y dejará como nuevos menesterosos a las personas de la tercera edad. Todo esto por supuesto a través del famoso y "Reverendo Referendo". Así pues, el verdadero dolor de patria tras la muerte del ministro Londoño consiste en descubrir que carecemos de una dirigencia fuerte, consistente y realmente creativa, que sepa ir más allá de las teorías y de los cómodos discursos acomodaticios de la realidad social. Si así son nuestros mejores hombres ¡cómo serán los peores! “

* * * * * Recibí varios ensayos y escritos de excelente factura y notable extensión. Sin entrar a calificarlos, y con la venia de sus autores, los pongo a disposición de quien los solicite. Son ellos: a. Los desplazados en Cúcuta, por Olga Lucía Fuentes; b. De la falacia neoliberal a la nueva política, por Darío I. Restrepo Botero c. Algunos intelectuales y la guerra, por Humberto Vélez Ramírez Dentro de otros de menor extensión, quiero destacar los siguientes: a. El retorno de la generación muda, por Mario Hernán López B. b. Plan de conquista al imperio norteamericano, por Santiago Fandiño Cubillos A vuelta de correo (¿se dirá aún de esa manera?) los enviaré a quien los solicite. Un cordial saludo,

Fernando Garavito

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El enemigo Para el Equipo Nizkor 28 de febrero de 2003 El enemigo es una construcción. Colectivamente lo hemos hecho a partir de una imagen borrosa, donde juegan persistentes atavismos que muchas veces no se atreven siquiera a decir su nombre. Nuestro enemigo es el desorden, es la igualdad, es el espíritu libertario que reprimimos con un sentimiento de culpa. El enemigo es el otro. Vivimos la obsesión de encontrarlo a la vuelta de la esquina, armado de manera adecuada para aniquilarnos, para atropellarnos, para acabar con nuestros intereses, con nuestras expectativas. La idea que de él tenemos nos es impuesta a través de mecanismos sutiles. El lenguaje que emplean los medios de comunicación, las imágenes que saltan sorpresivamente sobre las pantallas de nuestros televisores y que desaparecen con velocidad de vértigo, las palabras que se resaltan por sí solas en el torpe discurso político de las gentecitas que nos gobiernan, las sombras que proliferan más allá de los espacios iluminados por la razón, todo eso constituye la parafernalia adecuada para que nosotros vivamos nuestro pobre terror íntimo que se manifiesta en silencios y en especulaciones. Y, sin embargo, en el fondo de cada uno de nosotros quedará siempre una sombra de duda. ¿Será el enemigo el hombre de la Calle del Cartucho que se droga en público y amenaza rompernos los vidrios del automóvil con un palo? ¿Será el enemigo el silencioso ladrón que nos despoja de todo lo nuestro, el atracador que nos atraca, el secuestrador que nos secuestra, el asesino que nos asesina? Permítanme ustedes plantear una duda. Si trajéramos a Alberto Caeiro y lo sentáramos a dialogar con nosotros en esta conversación que no pudo interrumpir la censura, él nos explicaría con propiedad que el atracador es el atracador y el asesino el asesino y el ladrón el ladrón, pero no el enemigo, porque el enemigo sólo puede ser el enemigo. ¿Y quién es el enemigo? El enemigo, diría él, es el lenguaje que manipula, es la razón que razona, es la verdad que miente, es la bondad que hiere, es la mirada que no ve y el sonido que no dice y el aire que no respira. Entonces uno descubre cuánta razón tiene un poeta que nunca pensó concretamente sobre esto pero lo pensó como hacen los verdaderos grandes poetas. El enemigo no es el hombre que va regando desolación y muerte con hechos concretos como las bombas, porque antes de él está el hombre que va regando desolación y muerte con palabras y hechos ambiguos.

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Aquí hay ahora un discurso moralizante que da pedradas sin tino ni concierto, y que ha resuelto regresar a la torpe y recurrente disyuntiva entre buenos y malos. Buenos los que están conmigo, dijo Bush en su momento. Malos los otros. Buenos, dice su pobre epígono doméstico, son los que apoyan el referendo. Malos los otros. En el comienzo de la violencia tuvimos un gobierno semejante: buenos los católicos conservadores partidarios del color azul. Malos los otros. Para un régimen de fuerza como ese, como este, todos fuimos enemigos, todos somos enemigos. Pero poco a poco él se aislará en su deleznable pedestal de palabras, como se aisló hace cincuenta años, porque él, el poder, es el auténtico enemigo, que nos manipula con el enemigo de ficción (el hombre de la Calle del Cartucho, el indígena, el pobre) como le viene en gana. Así las cosas, el enemigo es el instrumento de nuestro enemigo, que mantiene su posición aprovechándose de la ingenuidad que nos distingue. A lo largo de décadas ha cambiado de cara varias veces, pero nunca ha perdido su extraño perfil de triunfador en ciernes. Ese enemigo, cualquiera sea, está siempre ad portas de derrotarnos. Qué lástima que no nos hayamos dado cuenta de la jugarreta: quien nos señala a quién debemos odiar y temer, siempre tiene un arma en la mano. Si pudiéramos dejar a un lado nuestro miedo, si estuviéramos en capacidad de reflexionar sin el terror que ahora nos produce el solo hecho de vivir, veríamos que al otro lado de esa ametralladora que se esgrime para protegernos sobreviven seres como nosotros, que nos odian y nos temen, rodeando a su vez a otros seres con ametralladora con la que nos amenazan y los amenazan. Al exponer nuestra indefensión, podemos comprobar que somos un país acorralado por el horror. Vivimos (si acaso vivimos) dentro de un rechazo permanente de la diferencia, nos aterroriza cualquier cosa que escape de los parámetros que nos han dibujado como esenciales para una convivencia que el poder ha convertido en un imposible. En una confrontación de poca monta, que se pierde en el origen de los tiempos, nosotros, los que tenemos la razón, somos las víctimas de la agresión, los eternamente atropellados y amenazados con el despojo. Ese miedo nos despojó del país. Hoy no somos país. Somos un rebaño de borregos que rodean al lobo que hemos elegido para que nos proteja, el cual nos devora sin misericordia. Obvio, cada rebaño tiene su propio lobo. El agresivo lobo de las motosierras, de las masacres y de las violaciones sin cuento, es íntimo del nuestro. Cada uno, claro está, devora su propio rebaño y no permite dentelladas ajenas en su territorio. Pero uno y otro utilizan al tercero como un espejo indispensable para la confrontación, como un pretexto para hacernos participar en la lucha. Ese tercero, tan cruel y despiadado como los otros, acorrala y es acorralado, golpea y es golpeado, asesina y es asesinado. Y en medio de ese estruendo, de esas ideologías que no son ideologías, de esos intereses que no son los nuestros, y de la corrupción generalizada que extiende sobre todos ellos su mano de ceniza, los tres asustados rebaños que podrían ser un gran

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rebaño único si lograran levantarse contra la opresión y la muerte, se odian empeñados en mantener una confrontación que sólo le interesa a los poderosos de todos los pelambres y de todos los crímenes. Abramos los ojos. El enemigo es el enemigo.

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Desde Sodoma Para el Equipo Nizkor 7 de marzo de 2003 Si fuera posible hacer una transposición literal de la violencia privada que Sade dibuja en Los ciento veinte días de Sodoma, hacia la violencia pública y demencial que los colombianos protagonizamos cada día, podríamos encontrar que nuestras violaciones, nuestros crímenes y nuestras torturas y agresiones hacen de esa fatigante enumeración de atropellos un devocionario para niños ubicados en el borde angélico de su primera comunión. Porque Sade, con su aparente perversidad, era un libertario dedicado a luchar contra la opresión a través de la ruptura de esquemas y la denuncia de las iniquidades de un poder ejercido con base en el crimen. Sade se planteó conscientemente la necesidad de sacudir a un grupo humano sumido con los ojos abiertos en una inicua miseria, pero no lo logró porque la sociedad a la que se dirigió resolvió fascinarse ante la posibilidad de repetir el esquema. Nosotros, que superamos con creces nuestro modelo, no hemos tenido un Sade que haga la denuncia, pero nuestro proceso ha sido el mismo. Incapaces de reaccionar de manera inequívoca, los colombianos somos hoy una caricatura de la macabra organización que nos gobierna. Si ellos, los del poder, cometen crímenes, nosotros los cometemos peores. Si ellos, los del poder, desfalcan al Estado en gran escala, nosotros robamos y desfalcamos en lo que esté a nuestro alcance. Si ellos, los del poder, secuestran nuestra economía y nos torturan a través de esquemas económicos que no nos permiten levantar cabeza, nosotros secuestramos y torturamos y esgrimimos armas y construimos caletas para cometer nuestros mínimos desafueros y delitos. El paralelo sadiano entre la violencia privada y la pública, nos llevaría en primer término a precisar dónde está el origen de nuestra tragedia, y luego a plantearnos la imperiosa obligación de reaccionar dentro de un esquema que no sea el que ellos nos imponen. Mientras los de siempre ejercen el poder para su exclusivo beneficio, mientras nos convierten con sus normas en los objetos que parecemos ser, mientras asesinan al país en cada uno de los seres ubicados por debajo de la línea de la pobreza y lo arrasan mediante una legalidad equívoca sobre la cual construyen sus ghettos y sus exclusivismos, mientras nos escupen en la cara un lenguaje que han ideado cínicamente para expresar su distancia (nosotros somos los desechables, los indios, los gamines, y para nosotros está hecha esa sentencia horrenda: "negro ni el Cadillac", con la que expresan de un solo trazo su condición social, racial y mental), mientras nos torturan en las migajas que nos ofrecen de salud, de vivienda, de trabajo, de educación, de conocimiento, mientras nos someten a las desapariciones forzadas de quienes no

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somos viables dentro de la economía de mercado en la que ellos juegan de centros delanteros, mientras nos desaparecen a través del manejo macabro de una información sesgada que sólo dice lo que ellos creen que se debe decir, mientras todo eso ocurre y son ellos los que violan el código penal en sus más complejos artículos y luego se postulan para presidentes de la República y los elegimos (¡y los elegimos!), o se hacen necesarios como ministros y magistrados y parlamentarios y embajadores y generales y obispos y empresarios e industriales y comandantes y guerrilleros y narcotraficantes y delincuentes organizados y desorganizados de cualquier laya y cualquier condición, nosotros nos hemos convertido en sus pobres epígonos, y repetimos sus esquemas, y copiamos sus gestos y sus crímenes, e imitamos con nuestro cordobán la sobriedad majestuosa de sus despachos y oficinas, y calcamos sobre nuestras bocas sus rictus de desprecio, y nos odiamos porque ellos nos odian, sin darnos cuenta de que apenas somos unos pobres monigotes de feria con los que se divierten de lo lindo, ¡con los que nos divertimos de lo lindo! Pero no. Ya es hora de que nos demos cuenta de quiénes somos nosotros y quiénes ellos. Esta semana nosotros somos los que aparecimos enterrados en el Tolima, en una fosa común a orillas del río Magdalena, junto a otros cincuenta cuerpos, entre ellos once de los capturados el 18 de enero por un grupo de "autodefensas". Y nosotros somos los habitantes de la Comuna 13, que fuimos muertos y heridos en un comienzo por las fuerzas regulares del Ejército, y nosotros los que vemos ahora, aterrorizados, cómo el control de la zona "recuperada" cae en manos de los paramilitares, y nosotros los que asistimos, impotentes, al asesinato sistemático, a la tortura y la mutilación y al fusilamiento de quienes, según los criminales, simpatizan con movimientos de izquierda. Pero no somos nosotros los que esta semana terminamos con un delincuente común de la peor condición, la "etapa exploratoria" de un diálogo que va a legitimar sus crímenes contra la humanidad: en ese caso son ellos los que hablan con ellos. Y no somos nosotros los asesinos de los treinta y seis líderes indígenas que han muerto desde el comienzo del año, que EL TIEMPO publica como la más insignificante de sus noticias: son ellos, los mismos, los que los han asesinado. Y no somos nosotros los que, sin saber por qué, desde el 14 de febrero bombardeamos sin pausa los territorios de los cabildos indígenas del norte del Cauca: son ellos, los mismos, los que los bombardean. Y no somos nosotros quienes manejamos la política de ECOPETROL, que le regala el gas de la Guajira a la Chevron y se inventa un pozo gigantesco en Gibraltar para lograr que la Oxy regrese triunfante al territorio sagrado de los U'was, de donde fue expulsada en su momento con cajas destempladas: son ellos, y sólo ellos, los que andan en esos malos pasos.

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Y no somos nosotros los que amenazamos de nuevo a la población inerme de Puerto Lleras, y la obligamos a desplazarse una vez más, mientras organizamos balaceras intimidatorias en las inmediaciones. Esos no somos nosotros: esos son ellos, sólo ellos. Nosotros y ellos. En nuestra tarea de precisar quiénes somos, es importante saber que no todos nosotros somos nosotros, pero que todos ellos sí son ellos.

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La patria Marzo 14, 2003 En estos días se oye hablar con enorme frecuencia de la patria. Las dos sílabas llenan la boca de los soldados y de los políticos, de los reporteros de guerra y de los empresarios de la muerte, de las novias abandonadas en su soledad y en sus quehaceres y de los estudiantes a quienes se les pone como tarea regresar por un momento a los héroes y a su circunstancia. En todos esos discursos, en esas palabras vacías que se dicen a partir de un compromiso, en ese punto de referencia hecho de colores y de himnos marciales, se busca devolverle a algo que es sólo emoción, su chaleco y corbata de concepto. No. La patria no es lo que quisieron hacer de ella los intérpretes del Manifiesto. Mucho menos ese sórdido esperpento en uniforme sobre el cual se basaron todos los nacionalismos para justificar sus crímenes. La patria es precisamente aquello que no pueden quitarnos los teóricos, aquello que persistió tercamente a lo largo de setenta interminables años del siglo XX, y que comenzó a recuperar terreno a partir de las inconsistencias de los nazis y del stalinismo. Y, sin embargo, es esa patria del paso de ganso y del saludo ridículo la que ahora vuelve por sus fueros, la que comienza a dibujarse como un oprobio más en un mundo de oprobios, la que se alega antes de sentirse, y se esgrime como una cárcel o como una amenaza. Esa patria de los herrajes y de las medallitas, del nudo de víboras de Franco y de Salazar y de los ridículos papagayos latinoamericanos, es la que vuelve a las marchas y a las declaraciones. Hoy se habla con demasiada frecuencia de una patria que parece estar hecha sólo de ideas romas y grises, y de corporaciones. Pero no puede ser de esa patria – que es la patria de nadie, construida sobre ametralladoras y vacíos – de la que hable cuando se habla de la patria. Hubo un tiempo en que la patria llegó a ser de mal gusto, y quienes se referían a ella estaban obligados a medir sus palabras, a calcular el efecto que producían en círculos dedicados al culto de la Internacional y a la exaltación de los valores proletarios y universales. Y sin embargo, en el fondo de los hirsutos marxistas de ese entonces y de su rechazo por los nacionalismos de cualquier pelambre, quedaba siempre el rescoldo de saberse de un solo sitio único en el mundo, y de sentir que algo profundo se revolvía en el ánimo y asomaba en el rostro al oír las hermosas palabras sólo nuestras, al probar los sabores que comenzaban – antes de hacerse pan – en las espigas de la tierra, al ver los verdes irrepetibles de las sabanas y los rojos de los Andes y los amarillos del sol de los venados. Por encima de todos los fastidios y de cualquier esperpento, la patria conservó su acento y su misterio, y permaneció como una heredad a la que nadie renuncia, a la que nadie puede renunciar sin ponerse en peligro de cometer traición contra sí mismo. Sería necesario decir entonces que la patria no es sólo un pedazo de tierra rodeado de fronteras por todas partes. Desterrado, Edipo lleva a Tebas como una llamarada sobre su corazón. La odia intensamente pero la ama más intensamente aún y la necesita y la reclama y la exige y le demanda recuerdos y palabras. En el incesante exilio en que convierte su vida, Edipo oye propuestas tentadoras. Los habitantes de Colono, ciudad a la que se ha acercado tal vez para morir, esperan que permanezca en ella y se la dibujan con palabras

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transparentes y esplendorosas. Creonte le pide regresar, porque “la patria verdadera es aquella donde uno se ha criado”. Pero Edipo es el extranjero. Y sólo se puede ser el extranjero cuando se es la patria, cuando se la lleva en las voces y en las miradas, en las ilusiones y en las angustias. El extranjero es un nómade que lleva la patria a cuestas. Y la patria, en él, nace cada día en su voz, en sus palabras, cuando escribe, cuando piensa, cuando ama, cuando desea. Ahora mismo, bajo el ulular de las sirenas y la tecnología oprobiosa de las armas, se habla de la patria como de un sitio que debe defenderse. Y allí, sin saber cómo, hemos vuelto a los rancios nacionalismos de otras épocas. Hubo un tiempo en que el discurso político se hacía sobre ese tipo de esquemas. La patria salía entonces a relucir en los momentos más inoportunos y en las voces más ásperas. Hoy, esa patria ad usum está de vuelta. Nadie la quiere, nadie la necesita. Pero se la saca aquí y allá, en las declaraciones de quienes están empeñados en sumir al mundo en una tragedia inenarrable. Hay que defender a la patria contra el enemigo, para lo cual se atraviesan mares y nevados y desiertos inexpugnables y se ataca con fuerza demoledora. “Hoy – dicen los guerreros – nuestras armas tienen una precisión 25 por ciento mayor que hace diez años”. Y todos sienten que la patria está segura en esa tecnología. La patria. Esa patria. Pero no. En un mundo que dice ser una aldea global, donde el imperio único se inventa falacias para atacar donde le conviene a su propio egoísmo, la patria vuelve por sus fueros y nos hace un solo hombre que defiende con su sola endeble figura de junco pensante el derecho a la vida. Saramago nos lo enseñó. Frente al poder político empeñado en sus pequeños asuntos de cada día, los europeos se levantaron como un solo ser regido por una única consigna: “Todos somos ibéricos”. Hoy todos somos iraquíes. Y en el fondo de nuestra mirada dirigida al desierto, en nosotros brilla la luz de la fe en el destino del hombre. Más allá de la guerra está la patria. Una patria donde cabe la verdad y cabe la justicia.

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Ricitos de oro hace el oso 21 de marzo de 2003 Hasta el momento el gobierno de Uribe (o esa cuadrilla a la que le dicen “el gobierno de Uribe”) había demostrado su torpeza, su intemperancia, su extremismo, su iniquidad, inclusive su ramplonería, pero no había hecho el oso. Pues bien, esta semana corrigió esa falla, y lo hizo como le gusta: en grande. Si a la declaración presidencial de que “no vamos a dejar solos a nuestros aliados”, Carlos Duque pudiera añadirle unas cuantas goticas de himno nacional, si en la parte de atrás del escenario, el doctor Pachito Santos, encargado de la utilería, colgara uno de esos trapos tricolores a los que alguna vez les dimos el nombre de bandera, y si la banda municipal que antes de que entrara en funciones la nueva ministra vallenata se llamaba Orquesta Sinfónica, lanzara al aire esas dos estruendosas notas que le señalan a los no iniciados el final del espectáculo: tan–tán, el más divertido de los animales de la selva entraría para siempre a nuestro zoológico. De cualquier manera los tres osos de Ricitos de Oro: el oso grande, la osa mediana y el oso chiquito, están tratando de abrirle campo, como sea, al oso gigantesco que les trajo de la mano su excelencia. Y que Ricitos de Oro, una señora colombo–norteamericana que en este momento ocupa la Cancillería, se haya dedicado a estudiar con tanto ahínco la forma como se meterá en la boca ese cucharón lleno de sopa. La cosa no es tan fácil. El cucharón es demasiado grande, la sopa está muy caliente, y Ricitos está cansadísima (aunque no se sabe bien si es la abuelita del Interior la que está cansadísima de ella), de modo que quiere irse a probar la cama pequeña, la cama mediana, la cama grande y, ahora, la cama gigantesca en que podrá dormir un rato mientras le llega la hora de salir corriendo. Pero me desvío. Lo cierto es que nuestro inefable señor de las pestañas hizo el oso en materia grave, y, lo que es peor, involucró al país en ese episodio ridículo. Ya se ha señalado que con el apoyo a la guerra en Irak (no a la guerra de Irak, como dicen por ahí), la posición internacional del país queda seriamente comprometida. Al calificar la “Declaración de las Azores” como “un significativo aporte para enfrentar la seria amenaza que representa para la paz y la seguridad internacionales el continuado incumplimiento de Irak de las resoluciones del Consejo de Seguridad”, el gobierno entró de lleno en la peligrosa teoría de la guerra preventiva. Esa es una posición insostenible. Que los Estados Unidos o la Gran Bretaña se lancen por la calle del medio, violen la normatividad internacional y atropellen a los pequeños, podría explicarse dentro de la iniquidad que parece apoderarse del mundo a pasos gigantescos. Pero que lo haga Colombia, que tiene la vocación de convertirse en una de las próximas víctimas de esa doctrina, es, por decir lo menos, absurdo. En todo esto hay algo de las actitudes corrientes de las hienas. Después de que las grandes bestias sacian su hambre con los cadáveres de sus víctimas, las hienas se acercan sigilosamente a los despojos que quedan, para aprovechar una que otra piltrafa. Nuestra política internacional, tan elogiada en estos días por tiros y troyanos, no es más que eso. Con razón o sin ella, con el aval de la comunidad de las naciones o sin él, con precisión en los argumentos o con simples emotividades, nosotros hemos sido siempre el pequeño muñeco de un ventrílocuo. Por

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ahí ronda todavía el lamentable recuerdo de nuestra posición frente al conflicto de las Malvinas. O el desangelado papel que hemos desempeñado con persistencia alrededor de las erguidas posiciones de Cuba. Porque, ¿no fue Colombia la que se atravesó con su candidatura de última hora para que la isla no obtuviera la representación del continente en el Consejo de Seguridad, a la que tenía pleno derecho? ¿Y no fue ese lamentable empleado de Colombia, Valdivieso, quien hace poco entregó documentos reservados de las Naciones Unidas a la delegación norteamericana? La posición internacional de Colombia es una vergüenza. De ahí que no sea extraño que gobiernos insignificantes, como este, se sumen a la “coalición de los voluntarios”, donde ni siquiera están (¡ni siquiera están!) esas islitas acomodaticias del Caribe. Nuestra política exterior, escribe horrorizado un funcionario de la Cancillería, es “alucinante”. Se trata de “volver a Colombia un blanco potencial del terrorismo fundamentalista”. Y no es él, el único que señala que el país pagará caro su solidaridad con el agresor de Irak. Por lo pronto, “la posibilidad de una participación viable de la ONU en la resolución de nuestro conflicto interno queda por supuesto descartada”. Pero hay otros escenarios. Uno: si actuamos dentro de una mínima coherencia, tendremos que abandonar de inmediato el grupo de Países No Alineados que alguna vez presidimos. Dos: ¿qué pasará con el colombiano tembleque y gris que preside la OEA? ¿Qué papel podrá jugar esa Presidencia en un continente que, aparte de tres vergonzosas excepciones: Colombia, Nicaragua y El Salvador, se mostró distante y digno? Y tres: ¿funciona todavía ese “oscuro objeto del deseo” que se llama Comisión Asesora de Relaciones Exteriores? ¿Creerán allá, como dijo Ramírez Ocampo, que “Colombia ha roto una tradición jurídica que la ha ennoblecido por muchos años”? Quizá sí, porque toda esa gente vive de una catarata de palabras vacías. Alrededor de este incidente el régimen de Uribe ha mostrado al mundo entero lo que es: un sindicato empresarial agresivo e irrespetuoso, que como cualquier grupo al margen de la ley actúa por fuera de las normas jurídicas, que es indiferente ante el atropello a los derechos fundamentales, y que sigue sometido al más fuerte por su falta de carácter y por su cobardía. Con este apoyo, la cuadrilla que gobierna a Colombia acaba de firmar la sentencia de muerte de Colombia. Nada más. Nada menos.

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Los cuatro jinetes de nuestro apocalipsis 28 de marzo de 2003 Espero, con fundada esperanza, que alguien me rectifique. Pero en abono de mi ignorancia quiero decir que yo no vi ni leí ni oí ni supe de la airada reacción del país frente a las declaraciones que dio en Roma el señor vicepresidente de la República. Es más, ni siquiera las encuentro en uno cualquiera de esos verticales medios de información de que disponemos los colombianos. Las encuentro, sí, en el artículo que Marta Coromina publicó en El Universal de Caracas el 23 de marzo, y que me envía Jaime Castillo. Se titula “Las barbas en remojo”. En él, la periodista habla del reportaje que le hizo a Alberto Garrido en Televen. A una pregunta de su interlocutora, Garrido se refiere a “lo dicho este jueves (20 de marzo) por el vicepresidente colombiano en Roma. El señor Santos pidió abiertamente a la comunidad internacional ‘un despliegue militar similar al de Irak para su país’… Sin ambages afirmó que ‘semejante despliegue para Irak, que apoyamos, nos hace preguntarnos cuándo veremos una acción igual de la comunidad internacional para ayudar a la democracia colombiana’”. En otras palabras, el vicepresidente de Colombia pide que Estados Unidos invada militarmente a Colombia. La tesis no es definitivamente suya (él jamás ha tenido una idea que sea definitivamente suya). Ya antes la habían lanzado y practicado, algunos de sus mayores. Como abogado de las grandes multinacionales, Fernando Londoño, el actual ministro del Interior, vendió al país una y mil veces. Y detrás de él, o antes de él, o junto a él, el presidente, y el embajador de Colombia en Washington y varios validos y funcionarios de un gobierno que, según parece, es enemigo del país que gobierna. Pero ninguno la había sostenido con la claridad con que lo ha hecho ahora el vicepresidente de la República. Veamos algunos antecedentes. Hace un año, cuando era el embajador en Washington del anterior / idéntico cuatrienio, una de las hienas que ahora están al frente del país, tal vez la más chiquita y peligrosa, escribió en el New York Times (03/05/02) que los Estados Unidos no tendrían para qué intervenir en los conflictos de Afganistán, el Medio Oriente y Asia si Colombia estaba apenas a tres horas al sur de la Florida. Nadie lo destituyó porque el presidente de antaño opinaba exactamente lo mismo. Y, es más, lo ratificaron porque el presidente de hogaño piensa igual. Ya se sabe que, como candidato, el actual presidente solicitó “extender el Plan Colombia a la lucha contra la guerrilla”. Y que luego pidió enviar los cascos azules de la ONU para ayudar a solucionar el conflicto, Y que en un discurso que, pásmense ustedes, le reportó pingües beneficios electorales, dijo que él, como presidente, autorizaría la participación de fuerzas extranjeras en la tragedia de Colombia. Todo eso es el comienzo de nuestra Troya. Porque, aunque nadie se haya dado cuenta, ya estamos metidos hasta el cuello en la nueva faceta de la hecatombe. En el pasado foro de Davos, Uribe le pidió a Estados Unidos que invadiera militarmente al Amazonas y señaló que para ese país nuestra crisis debería ser prioritaria frente a la de Irak. Esa es otra forma de exponer su peregrina tesis sobre la “regionalización del

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conflicto”. De ahí que no sean extrañas las declaraciones del general James Hill, jefe del Comando Sur de los Estados Unidos, quien anuncia que las intenciones de su país frente a la zona son por ahora las de internacionalizar el Plan Colombia. ¿Quieren otra pica en Flandes? Vale decir, con la internacionalización del Plan Colombia se abona el terreno de un asunto que, dado el inminente fracaso en Irak, ya se ve como el sustituto necesario de dos posibles pero cada vez más lejanas confrontaciones: las de Irán y Corea. Entrar al Amazonas e invadir a Colombia, que era un absurdo hace diez años, forma parte de la agenda internacional de la superpotencia. Pero esa tesis no se expondría con semejante caradura si no se contara con la complicidad de un grupo de apátridas. Es fácil suponer el gesto ambiguo que debe tener el embajador de Colombia cuando deambula por los pasillos del Departamento de Estado. En ellos, según el editorial de El Heraldo (05/03/03), ya se habla abiertamente de “una intervención estadounidense con fuerzas entrenadas especialmente, armas sofisticadas y aviones de última generación”. Porque, añade el editorial, “lo cierto es que la primera potencia militar del planeta se considera agredida por las FARC y no se cruzará de brazos para dejar vía libre a una organización que busca tomarse el poder en un país que es la esquina estratégica de América del Sur y tiene al lado el canal de Panamá”. ¿Quién le pone el cascabel a este gato? ¿Quién les explicará a los verdaderos terroristas que ese terrorismo de que hablan es aquí el de los humillados y ofendidos, que no tienen educación ni salud ni empleo ni vivienda ni presente ni futuro? En él no cuentan para nada las decisiones de un gobierno que atropella los derechos humanos, que habla de tú a tú con delincuentes comunes, que viola con sus decretos de excepción las garantías individuales, y al que nadie le dice nada porque, sin explicación de ninguna naturaleza, Colombia es cada vez más ciega, más sorda y más muda. A no ser que yo esté equivocado y que ya se haya producido lo que debió producirse, de tal manera que en este mismo momento, en el Congreso curse una demanda por traición a la patria contra nuestros cuatro jinetes del Apocalipsis: Uribe, la guerra; Moreno, la peste; Santos, el hambre; y Londoño, la muerte. Y que en los medios arrodillados y complacientes que hoy pululan en el país, comience a hablarse menos de los orinales en las murallas de Cartagena y más del oficio que, de pronto, tendrán que volver a desempeñar esas murallas.

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Llevados del diablo 5 de abril de 2003 El país está en mora de emprender un gran debate sobre la información. Esto no quiere decir que no esté también en mora de hacer un gran debate sobre las ideas, sobre la cultura, sobre la ética, sobre la política, sobre el gobierno, sobre la economía, sobre las relaciones internacionales, sobre la educación, sobre el modelo de desarrollo. Todo ello: cultura, ética, política, economía, gobierno, se refleja necesariamente sobre el conflicto. Pero nosotros nos hemos acostumbrado a irnos por los cerros de Ubeda, como se decía antiguamente, cuando las cosas tenían ese clásico sabor de los clásicos castellanos. Nuestros sucesos son tan vertiginosos que sólo nos permiten apreciarlos en la confluencia de un resultado caótico. De ahí que el conflicto se haya convertido en ese hecho macizo que no se puede abordar de ninguna manera. Él va a acabar con lo poco que queda de Colombia, sin que posiblemente lleguemos a ver jamás quién o quiénes están entre bastidores. Para lograrlo, el camino más expedito sería el de examinar lo que ocurre en torno a los medios. Planteemos entonces una primera hipótesis relacionada con ellos: en Colombia no hay información. Veamos un solo ejemplo. Me cuenta Jorge Escobar que en el Noticiero CVN de TelePacífico, el coronel Óscar Naranjo anunció el 27 de marzo que la Policía Metropolitana de Cali había iniciado un programa de “Allanamientos Voluntarios”. ¿Allanamientos voluntarios? Ninguno de los periodistas que rodeaban al comandante planteó la posibilidad de que los allanamientos no lo fuesen y ninguno lo interrogó sobre la forma como podía armonizar en una sola frase esa, en apariencia, absoluta contradicción. De manera que el oficial señaló que los operativos llegarían a la impresionante cifra de medio millón, de los cuales, a raíz de la visita que había hecho a la ciudad esa persona a la que le dicen “presidente de la República”, ya se habían efectuado quinientos en dos de los barrios aledaños a la base aérea Marco Fidel Suárez. El noticiero se limitó a prestarle los micrófonos al coronel para que hiciera su anuncio. No interrogó, no mostró los operativos, no preguntó a los vecinos si en realidad habían dado su consentimiento para que sus viviendas fueran ocupadas, sus pertenencias examinadas y sus hijos atemorizados por un despliegue de fuerza que viola los derechos humanos más elementales. Fresco como una lechuga, el coronel sostuvo que el propósito de la Policía era el de lograr que los vecinos se conocieran entre sí. Nadie recibió la afirmación con una carcajada. Es más, supongo que nadie se atrevió a esbozar siquiera una sonrisa. Pues bien: si todo eso es cierto, el país está llevado del diablo. Y en el desfile hacia el infierno nadie dice nada, nadie pregunta, nadie protesta, nadie grita, nadie da un golpe sobre la mesa. Sólo para mí, así nadie lo oiga en ninguna parte, este es mi estruendoso, mi desolado golpe sobre la mesa.

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Ahora, sólo utilizo esta expresión de la arbitrariedad revestida de formas en que se ha convertido el ejercicio del poder en Colombia, para señalar cómo en el país no hay información. Según lo explicó Kapuscinski, ella se convirtió en una mercancía que se vende al mejor postor. Sobra anotar que en una sociedad primitiva como la nuestra, el mejor postor es el gobierno. Por eso cuando los empresarios manejan a su amaño a los medios, e informan como les viene en gana lo que les viene en gana, y manipulan como quieren a Yamid y a Julito y a sus otras marionetas, y convocan foros para analizar si en Colombia hay o no libertad de prensa, y concluyen que “se enfrentan algunos problemas” pero que sustancialmente la hay, y oyen el apagado discurso de esa persona a la que llaman “Presidente de la República”, en el que dice exactamente lo contrario de lo que hace, cuando todo eso ocurre, digo, lo que hay allí es una asociación delictiva entre el vendedor y el comprador del producto de moda, la información. Las noticias, los hechos, las realidades palpables, la descarnada verdad, son asuntos que no tienen ningún oficio en un mundo donde la conciencia de cada cual forma parte de la espesa compraventa de hoy en día. No intuyo bien qué reflexiones se hagan las estrellas mediáticas que dominan nuestro firmamento doméstico al terminar su jornada de trabajo, pero si conocen su oficio, es posible que no puedan dormir. Porque allá, en el fondo de su conciencia sabrán que con cada cheque que reciben pagado por los propietarios, o, peor, por las que deberían limitarse a ser sus fuentes, cometen una traición a sí mismos, pero ante todo a quienes constituyen la única razón de ser de su trabajo: los usuarios de los medios. De tal manera, el problema no es el de la libertad de prensa que, según los empresarios, se cumple a cabalidad en Colombia. Para ellos, la libertad de prensa es su libertad de empresa. Pero para los demás, el problema real es la falta de información. Porque para decir lo que hoy dicen nuestros medios, para mostrar ese sitio de algodón azucarado donde de vez en cuando se enreda una mosca, para ponerle cortapisas a una realidad de oprobio y ser los corderos que demanda un sistema macabramente diseñado para una guerra sin fin, sólo se necesitan silencio y obediencia. La libertad no es un absoluto. Y esa libertad que nos quieren vender el régimen y sus cómplices, es la que les conviene: por ejemplo, la necesaria para convencernos de que en Colombia los allanamientos son voluntarios y se hacen para que nos conozcamos mejor. Como lo explicó Arnheim (y en ello sigo a Kapuscinski), ver no es comprender. Ni leer. Ni oír. Digámoslo de otra manera: la gran tarea de la información es hacer comprender. Y para ello se requiere algo tremendamente simple: que haya un intangible que comienza a desaparecer en el mundo entero. Un intangible esencial que se llama información. ------------------------------------------------------------

Llegaron las moscas – 14 Envía Fernando Garavito ([email protected])

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Queridas amigas, Queridos amigos: Esta semana recibí un mensaje largo tiempo esperado. Sabía que Lina María Pérez estaba escribiendo un libro, pero ignoraba cuál. Lina escribe. Y escribe demasiado bien. Pues bien, el 2 de abril, cuando abrí mi buzón, allí estaba la carta. Y con las palabras transparentes y esenciales que ella usa, decía sencillamente: “Escribir ‘para que mis amigos me quieran más’ no fue una invención de Gabo para hacerse querer más de sus amigos... Hace unos 90 años, Marcel Proust lo dijo primero, y la historia literaria lo ha probado con creces: los escritores se ocupan de este oficio fascinante y solitario para llegarle al corazón de los amigos. “Los invito a leer en la revista NÚMERO, en su edición 36, mi cuento: ‘Ni quedan huellas en el agua’, que además se incluye en mi antología RETABLO DE VOCES próxima a salir. “¿Si yo no les echo este cuento, entonces, quién?” Gracias, Lina, por el cuento. Que aquí queda contado para quien quiera oírlo y, claro, aprovecharlo.

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Lo que compra el plan Desde Barcelona, Juan Carrillo me envía copia de una carta importante que le dirigió a don Alfonso Cano. Creo que vale la pena leerla: Apreciado amigo Alfonso: He leído con interés el artículo que tuvo a bien enviarme escrito por el periodista Fernando Garavito. Su caso me recuerda al periodista Peter Arnett, despedido recientemente por declaraciones contrarias a los intereses de los EEUU. Por declarar lo que piensa sobre los horrores de la guerra contra Irak. El problema de hoy no está en saber la noticia, sino en saber cuál es la verdadera realidad. Pues la censura, que ahora las democracias esgrimen como un derecho de Estado, nos oculta los hechos en beneficio del más fuerte. Estamos presenciando una guerra esterilizada que los Estados Unidos nos quieren vender como justa y necesaria. Sabemos que la opinión pública se forma y se deforma a través de los medios de comunicación; de ahí el éxito que tiene la cadena Al Jezira mostrando la guerra tal cual es. Esta cadena televisiva será posiblemente la única capaz de mover a la tremenda fuerza de convocatoria que tiene el pueblo cuando se vuelve consciente del engaño. Nuestro mundo comienza a vivir en un régimen de libertad vigilada. Estamos viviendo un Macartismo Globalizado. Es como si la locura y la servidumbre se hubiesen instalado de nuevo en nuestra sociedad a base de miedo. Hemos vuelto al viejo Oeste americano en versión mejorada, donde el más fuerte está fuera de la ley cuando quiere y le conviene. El fondo y la intención siguen siendo los mismos desde la conquista del Oeste: les robaron la tierra a sus primitivos dueños, los

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exterminaron, y a los pocos sobrevivientes los confinaron en reservas indias. Ahora siguen haciendo lo mismo en tierras ajenas repitiendo la historia con mejores armas y peores argumentos. Preocupante pero no sorprendente es la actitud de Colombia; pues lo mismo que España, que nunca había sido un país que apoyase la beligerancia, ahora ha caído en el militarismo llevándonos por inciertos caminos. España es ahora objetivo militar islámico. Con razón diría yo; pues ninguna agresión hemos recibido de aquellos países para merecer semejante apoyo al imperialismo. No creo en la gratuidad del Plan Colombia. Esta es una inversión con usura a largo plazo. El voto a favor de la guerra de Irak estaba cantado. No podía decir no. El Plan Colombia compra, por principio, voluntades y enajena la soberanía a cambio de una dudosa ayuda económica. Estados Unidos sabe de antemano que los millones del Plan no ayudarán a terminar la narcoguerrilla, porque su objetivo siguiente (para todo habrá tiempo ) es la soberanía. Los judíos se enriquecieron en la Edad Media prestando con usura a terratenientes incapaces de pagar las deudas y así pudieron quedarse más tarde con la tierra. Fue este y no otro el motivo de su expulsión de la Península Ibérica. No fue decidido por la Corona, sino por los nobles venidos a menos a través del ominoso préstamo. No se olvide que la Banca norteamericana es judía y que este lobby también presiona detrás de un escritorio gris. No conozco sentimiento más traidor que el miedo. En España todos los congresistas del Partido Popular, presidido por Aznar, votaron sin excepción a favor de la guerra. Miedo, creo yo, el de los congresistas a perder la renta y el prestigio que produce un escaño en el Congreso. Es desolador presenciar por televisión este lamentable espectáculo donde, además, esos mismos congresistas aplaudieron el resultado al término de la votación. Hace poco escuché una frase dicha en una tertulia radiofónica que me impresionó por su contundencia: "Cuando un hombre no protesta cuando tiene que protestar se convierte en un cordero". Así de simple: deja de ser para entrar en la voluntad del rebaño. Como anécdota le diré que el interlocutor se lanzó en público a darle una bofetada al espontáneo filósofo cuando escuchó aquella afirmación de justicia. Tal poder tiene la palabra cuando se dice en el momento adecuado. Barcelona, habrá Ud. visto por la televisión, tiene un enorme poder de convocatoria. Las concentraciones en contra de la guerra han dado la vuelta al mundo. Tanto que Bush padre llegó a decir en una reciente rueda de prensa que "no será Barcelona quien dicte la política exterior de los EEUU". Sus palabras me honran por vivir precisamente en esta ciudad. Bush padre, tal vez sin meditarlo, nos ha dado un protagonismo que de otra manera hubiera sido difícil conseguir.

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Desde la batalladora y pacífica Barcelona, quiero lanzar una moción de aplauso para aquellos periodistas que han sabido mantener su convicción por encima del miedo, discrepando de la tiranía del poderoso, luchando por dar a su público la información veraz y proporcionada de una guerra injusta, y combatiendo con la palabra el amancebamiento con la inmoralidad. Reciba mi cordial abrazo,

Juan Carrillo

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García por García Otro escritor, Jorge García Usta, me envía desde Cartagena el programa de las III Jornadas Culturales “Héctor Rojas Herazo”, que se efectuarán en esa ciudad entre el 25 y el 30 de abril. Habrá “conferencias sobre literatura, exposición de artes plásticas, recitales de poesía, conversatorios con artistas, presentaciones de libros, y cátedras sobre el mundo caribe. Las jornadas son organizadas por la Facultad de Ciencias Humanas, la División de Bienestar y la Biblioteca Fernández de Madrid de la Universidad de Cartagena, con la colaboración del Observatorio del Caribe y el Instituto Piaget”. El 23 de abril, dos días antes de la inauguración, García Usta dictará una conferencia en el Aula Máxima de la Facultad de Derecho de la Universidad de Cartagena. Su título, “Usos de la desmemoria y abusos de la memoria: una lectura polémica de ‘Vivir para contarla’”, es el abrebocas hacia un tema de interés en medio de la asfixiante idolatría que se respira algunas veces en Colombia. En la extensa nota de presentación encuentro un aparte notable para señalar el propósito de esa primera exposición sobre el tema: “…García Usta comenta la repentina contribución de García Márquez a las impresionantemente dilatadas o súbitamente encogidas nóminas del Grupo Barranquilla, al proceder a enlistar ahora, sin la pertinente contextualización, a Meira del Mar y a Cecilia Porras como miembros actuantes del grupo. “El libro –dice García Usta– a diferencia de artículos básicos como “La literatura colombiana, un fraude a la nación”, o como sus textos de prensa de Cartagena y Barranquilla, dosifica, en forma tendenciosa, el tono interpretativo. Aunque García Márquez no se ha presentado nunca como un ensayista, muchas de sus notas de prensa y de sus crónicas asumieron el tono o la intención de ensayo, de interpretación crítica y de disputa por determinados valores en la historia de nuestras letras. Ahora, en sus memorias, casi 50 años después de aquellas combativas y sinceras meditaciones, elige a quien interpreta o cómo hacerlo, en virtud de la soberana arbitrariedad del contador de ficciones que intenta volver su subjetividad la empresa rectora de una nueva periodización literaria. Parece que tratara de dar el acabado final a una jerarquización imposible, evidentemente destruida por la documentación de la época y por la existencia de otros valores y visiones individuales. En medio de la bobería contagiosa que a veces despiertan las

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declaraciones, certeras o no, del escritor, cada estratégico retazo de recuerdo amenaza con convertirse en semilla de canon, en verdad histórica”.

* * * * * * RECLAME ESTA SEMANA 1. Reestructuración: reflexión para economistas Álvaro Ramírez Palabras: 1024 2. Parte de guerra Luis Alejandro Vakéen Palabras: 768 3. Guerra contra el pueblo de Irak Eduardo Sertanejo Palabras: 643 4. Los ecos del stalinismo Mario Hernán López Becerra Palabras: 569 5. Acerca del matar y el morir que no se ve… (poema) Luis Ángel Parra Garcés Palabras: 317 6. El discurso de Bush Con una introducción de Manuel Álvaro Ramírez Rojas Palabras: 1.542 7. El atentado suicida: la negación “sí” Santiago Alba Rico (Enviado por Hugo Manuel Flórez Álvarez) Palabras: 2.954 8. Estimado señor presidente Sobre la utilidad y eficacia de los paramilitares Red Colnodo (Envía Javier Múnera) Palabras: 860

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Quién canta aquí 11 de abril de 2003 El señor vicepresidente de la República ha vuelto a hablar. Y como siempre ha dicho lo que debía decir, como lo debía decir, como se pensaba que lo debía decir. Porque el señor vicepresidente de la República es un caso aparte, lo que no quiere decir (pero casi quiere decir), un caso clínico. Si acá nos diéramos cuenta de lo que tenemos, el señor vicepresidente de la República sería objeto de una atención especial, de tal manera que podría ser besado por las reinas de belleza, y entrevistado por el doctor Yamid y el doctor Arizmendi, y alzado en hombros, y reverenciado por todas y por todos. Pero no, porque en este país nadie da un ardite por un alma de cántaro, por una inocencia de primera comunión, por una castidad de san José, por una simplicidad de bobo del tranvía, de loca Margarita, de Pachito eché. No entiendo cómo ni por qué los medios dejan de lado a este ejemplar único, a este laboratorio de verdades, a esta falta de trastienda, a esta inocencia infantil. El señor vicepresidente de la República, claro está, tiene figura de cotorra y habla como una de ellas: sin pensar. Además, digámoslo con franqueza, no se distingue por su sagacidad, no brilla por su inteligencia, no sobresale por su rigor. Aunque suene ingenuo decirlo, es lo más parecido al padre Marianito: todo pureza, todo candor. Pero es precisamente ahí donde es tremendamente útil para los fines de la oposición… ¡si aquí hubiera oposición! Si aquí hubiera oposición, ella andaría detrás del señor vicepresidente de la República con un micrófono, una grabadora y una libretica de mano. Porque es en esas almas de cántaro que sólo se dan de vez en cuando (el padre Marianito, el psiquiatra de la ternura, Scooby Doo), donde está la verdad. Los medios (o esas cosas a las que en Colombia les dicen medios) sostienen que el señor vicepresidente de la República no es interesante porque, según parece, se la pasa solitario en su despacho jugando solitario, y no sabe qué decir, ni cómo lo debe decir. ¡Pues, precisamente! Porque si no sabe qué decir ni cómo lo debe decir, terminará diciendo lo que debe decir, que es, cualquiera lo comprende, lo que no se debe decir. De manera que el señor vicepresidente de la República va por ahí, hablando, y sin querer queriendo comprueba que este gobierno es este gobierno (¿Bouvard? ¿Pécuchet?). En una palabra, diciéndole pan al pan y al vino, vino, sin sonrojarse, sin arrepentirse, sin atemorizarse, es más, sin darse cuenta, el señor vicepresidente pasará a la historia junto a los otros personajes típicos de este país de personajes típicos, el doctor Gabriel Antonio Goyeneche Corredor, Sabitas Pretelt, Julito Sánchez, el doctor Pachito Santos. Pero, ¡qué digo! ¡Si el doctor Pachito Santos es el señor vicepresidente de la República! ¿O no? Yo no estoy definitivamente seguro de que el doctor Pachito Santos sea “Pomponio quiere queso”. Pero bien puede ser. Como sea: el señor vicepresidente de la República habló. Y dijo. Y lo que dijo lo dijo en la FM el 4 de marzo. Cuando se le preguntó por la seguridad de los periodistas en Arauca, contestó: “El comisionado de paz se va a reunir esta semana con las autodefensas, y esperamos que ellas les brinden protección”. Para que no quede

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ninguna duda sobre la trascripción exacta que hace de la frase el “Observatorio de la Civilidad”, que se demoró un mes largo en comprobarla palabra por palabra, la repito: “El comisionado de paz se va a reunir esta semana con las autodefensas, y esperamos que ellas les brinden protección”. De inmediato rectificó: “No, no, perdón”. Pero ya estaba dicho. De manera que, según el señor vicepresidente de la República, son los paramilitares, léase los peores criminales de este país, quienes deben proteger a los colombianos indefensos. Como siempre, nadie dijo nada porque aquí nadie dice nada. Ni siquiera EL TIEMPO, hizo un editorial. Claro que el señor vicepresidente de la República es el dueño de EL TIEMPO. Pero eso no quiere decir nada. Nada quiere decir. El señor vicepresidente de la República es un auténtico tesoro. Antes de su elección, reconoció en un reportaje que se llevó casi un cuadernillo del periódico donde era jefe de Redacción, que entre narcotraficantes y guerrilleros él prefería a los narcotraficantes. Por eso, supongo, está en Palacio. Y luego, el 4 de marzo, dijo lo que se dice aquí. Y, por último, el 20 del mismo mes, le pidió a Estados Unidos “un despliegue similar al de Irak” para Colombia. Tres frases que lo muestran de cuerpo entero, y que, de pasada, muestran de cuerpo entero al gobierno. Como en los juicios que el señor de la cara de yo no fui jamás saca adelante, el señor vicepresidente de la República dice acá la verdad y nada más que la verdad. ¿Para qué más? En materia de lenguas este gobierno es una maravilla. El coronel Naranjo, el de Cali, no dijo sólo lo que dije que dijo la semana pasada. Dijo más. En torno a los “allanamientos voluntarios” que en su momento predicó el tontarrón de Mockus, sostuvo que “consideraremos antisociales a aquellos que no nos abran las puertas de su casa y los pondremos en observación oficial, con el fin de establecer qué clase de conducta esconden”. Eso, me dice Alberto Villamizar (el nuestro), es lo verdaderamente grave. Y lo es. Pero volvamos a nuestro hilo conductor. Según el señor vicepresidente de la República, la defensa de los ciudadanos de este pobre país de pacotilla, de este Pachito de medio pelo, está en manos de Castaño y su banda de facinerosos. Aunque lo dijo una de las más prominentes autoridades del Estado, todo el mundo se dedicó a hablar de Juanes. ¡Qué muchacho! ¡Qué lujo! ¡Cómo canta! Sin darse cuenta de que aquí, el que canta no es Juanes. El que canta de verdad, verdad, es el señor vicepresidente de la República. ¡Qué Juanes ni qué ocho cuartos!

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Llegaron las moscas – 15 Envía Fernando Garavito Queridas amigas, Queridos amigos:

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De esta semana en adelante dividiré mi envío en dos. Los sábados, entre las 8 y las 9 de la mañana les remitiré mi artículo. Y los miércoles, entre las 7 y las 8 de la noche, la entrega semanal de “Que hable la gente”. Espero que la fuga de San Quintín que constituyó para mí salir de hotmail, comience de esa manera a dar algunos frutos. Como ustedes saben, los artículos que pueden reclamar mediante un mensaje que dirijan a mi buzón, tienden a enriquecer nuestra próxima página Web. El equipo encargado de ese programa, presidido por Gabriel Ruiz, ha trabajado con enorme eficacia. Es posible que antes del 30 de abril podamos inaugurar ese espacio, que será de todos para todos, y en el cual yo no tendré la misma presencia que el resto de los mortales. Espero que la semana de descanso que hoy se inicia sea positiva para todos. Un cordial saludo,

Fernando Garavito

* * * * * * RECLAME ESTA SEMANA Presento disculpas a aquellas personas que me remitieron distintos artículos de interés, a quienes no hago aquí el reconocimiento correspondiente. Debido al apresuramiento con que debo cumplir mi trabajo, en algunas pocas ocasiones, al copiar los textos, he borrado sin querer el nombre del remitente. Mil disculpas. 1. De Hitler a Bush Federico Fasano Palabras: 6.921 2. Armas químicas, sí pero no Entrevista a un ex inspector de armamentos de la ONU (Enviado por Omar Osvaldo Villa Monsalve) Palabras: 1.357 3. Las razones de Iraq Sub comandante Marcos Palabras: 843 Juan Fernando Naranjo - Las razones de Iraq 4. Detener el genocidio Alexandra Cardona Restrepo Palabras: 1.092 5. Una guerra imposible de ganar Andrés García Londoño

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(Enviado por César Augusto Muñoz Restrepo) Palabras: 2.145 6. Una guerra sin posguerra José Pablo Feinmann (Enviado por Jairo Santa) Palabras: 1.363 7. Elección del rector de la Universidad Nacional La opinión del lego Carlos López Tascón Palabras: 1.374 8. Cartas abiertas a los rectores entrante y saliente de la Universidad Nacional (Enviadas por los profesores Carlos López Tascón y Gilberto Marrugo) Palabras: 3.144 9. Lo que se irá con Hussein Lucía Luna (Enviado por Juan David Cortés) Palabras: 1.855 10. Conquista militar y fracasos culturales Néstor García Canclini (Enviado por Millar Dussán Calderón) 70 Palabras: 2.201 11. La podadora de margaritas Texto tomado de http://madrid.indymedia.org/ Palabras: 690 12. ¿Trabaja Bush para Bin Laden? Entrevista con Noam Chomski Palabras: 1.534

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El eterno retorno 19 de abril de 2003 El correo me trae la primera desolada novela de un joven de 25 años. En ella, claro está, se notan los titubeos, las dudas y las preguntas de una mano todavía inexperta, pero también las condiciones excepcionales que tiene el autor para entrar de lleno en el universo de la narrativa. Leo en las solapas que hasta el momento ha publicado un solo relato: La provincia perdida, que no conozco. Pero a partir de esta obra, Sin tierra para morir, sé que este escritor que vela sus armas, como Don Quijote, defendiéndolas de todo y todos, podrá ser en el futuro un autor esencial. Sin entrar a hacer comparaciones, tan de mal gusto en este caso, considero (y para ello dispongo ya de algunos elementos de juicio) que en Colombia hay un vacío, y que nuestros hechos y tragedias esperan todavía a aquel que algún día vendrá. Ignoro, claro está, si este escritor será el que algún día vendrá. Sin embargo, me atrevería a decir que aquí están los elementos indispensables de una narrativa maciza, de un lenguaje escueto y necesario. Me refiero, claro está, a una obra en proceso. Sé bien que el autor no es Borges, que no es Fernando Pessoa. En ocasiones las palabras que emplea se escapan de sus moldes y suenan levemente vacías. Pero hay un trabajo, un enorme trabajo de recuperación de visiones dramáticas de una realidad que nos agobia en el fondo de la conciencia, que nos acorrala y nos limita y nos impide ser lo que deberíamos ser, como deberíamos serlo. El autor retrocede más de cincuenta años y nos dibuja la época de la violencia, o de “la gran violencia” como han dado en llamarla quienes tratan de señalar que esta que ahora vivimos puede llegar a demencias aún más extremas. Unos pocos personajes, nítidamente captados, viven la tragedia de un proceso que ahora mismo se repite con minuciosidad angustiosa. Los propietarios están detrás del poder político y lo manipulan a su acomodo, y unos y otros utilizan a la delincuencia común para lograr lo que se proponen. No quisiera creer que el autor hace una alegoría, pero de cualquier manera, en la dura vida rural que él dibuja con envidiable economía de palabras, en la actitud sumisa y cómplice de las autoridades, en la compra a menosprecio de las propiedades de los desplazados, y en la impunidad de los criminales, cualquiera podría ver retratados de cuerpo entero a los protagonistas de nuestra actual tragedia. Aquí están los verdaderos usufructuarios de la violencia, vale decir, las multinacionales y los terratenientes y nuevos terratenientes que se enriquecen enviando por delante a sus batallones de asesinos. Y están los asesinos, claro, con el antiguo método del corte de franela. Añádale el lector una motosierra al grupo de criminales, y ahí quedarán dibujados de cuerpo entero los “soldados” de Castaño y Mancuso. Quítele a Laureano Gómez los ojos saltones y la boca grande y ordinaria, y sustitúyaselos por unas pestañas cuidadosamente rizadas y por unos labios delgaditos y cínicos, y ahí aparecerá el retrato del nuevo monstruo. Dele al pequeño pueblo donde se desarrolla la sucesión de crímenes sin nombre, la extensión del país entero, y ahí encontrará la respuesta a tantas preguntas que todavía no acaban de formularse. Sólo que en este libro que nos recupera la memoria extraviada en los vericuetos del temor y la

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reverencia, hay que hacer dos ajustes: primero, los paramilitares son los chulavitas; y, segundo, el iracundo ministro del Interior es el corregidor Candelo que, sin decir una sola palabra, se desabotona el saco para mostrar la cacha de su revólver. Pero lo demás: la agresión del Ejército y de la Policía, las formas de la violencia, la actitud indefensa, y en cierto modo optimista, de las víctimas, el asesinato de los presos políticos, la torpe complicidad de la jerarquía eclesiástica, el oscuro manejo del gobierno empeñado en convertir al país entero en un laboratorio de miserias, es idéntico a lo que hoy vivimos. Falta, eso sí, el corte de orejas. Pero ese pequeño error puede enmendarse con solo una orden tajante y perentoria. Las medidas que anuncia el gobierno, las reformas que predica, los métodos que emplea, el discurso barato que enarbola, el manejo arbitrario del poder de las armas, todo, absolutamente todo, anuncia que “la gran violencia”, está de regreso. Sin que se haya dado cuenta, el país asiste hoy a un cambio sustancial en la tarea administrativa. A partir de la pobre – y, para completar, mentirosa – idea moralizante y de recuperación de los valores cristianos que tiene de su labor el presidente de la República, la administración está llamada a convertirse dentro de poco en la enemiga acérrima del país, y serán los alcaldes y los gobernadores los encargados de organizar la represión oficial contra los colombianos, que ya no tienen, que ya no tenemos, dónde mirar, a quién mirar, a quién recurrir en nuestro angustioso y desolado valle de lágrimas. Vivimos la sorda amenaza de individuos con visiones mesiánicas. Y no hay nadie que se plantee, siquiera, la urgencia de detenerlos. Tristemente, nuestra tragedia va todavía para más largo, más ancho y más hondo. Si le damos un volantín a la historia, y dejamos de lado el hecho de que Eduardo Santa haya escrito Sin tierra para morir hace ya 49 años, podríamos decir que en esta novela se encuentra la semilla del horror que vivimos. Pero, todavía más grave, que nosotros apenas somos hoy una nueva semilla.

* * * * * * N.B. Ojalá algunos de estos asuntos pudieran esbozarse siquiera en el X Foro por los Derechos Humanos, que se reúne del 24 al 26 de abril en Bogotá bajo la guía insustituible de José Gutiérrez, uno de los pocos próceres civiles que aún quedan en Colombia. Desde mi exilio y mi silencio, deseo – y espero – que ese evento sea un punto de partida hacia el diseño del nuevo país que necesitamos.

* * * * * * Nota: Por vacaciones del autor, este artículo volverá a distribuirse el sábado 10 de mayo, entre las 8 y las 9 de la mañana, y de ahí en adelante todos los sábados. “Que hable la gente” circulará los miércoles, entre las 7 y las 8 de la noche, a partir del 7 de mayo.

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Abre los ojos 10 de mayo de 2003 Desde hace algunos meses los colombianos sabemos que de un momento a otro vamos a vivir un nuevo episodio del florero de Llorente. Aún no tenemos claro cómo será ni a quiénes afectará en forma directa. Pero lo cierto es que esa pretendida institucionalidad que nos sostiene al borde del abismo, está a punto de reventarse. Sobra decir que nuestra tragedia, construida sobre centenares de miles de muertos, sobre centurias perdidas y sobre millones de desplazados, puede apreciarse en el terror que sentimos cuando se trata de enfrentar la realidad de nuestro cadáver. Porque nosotros somos un triste cadáver, divinamente maquillado, eso sí, pero cadáver. Eso hace que, ante el peligro de una descomposición evidente, tengamos que enfrentar en algún momento nuestra tremenda realidad. Y será entonces cuando alguien se convertirá en el protagonista, posiblemente involuntario, de un nuevo episodio del florero. ¿Dónde y cuándo surgirá? ¿En qué forma? ¿Con qué protagonistas? Nadie se atrevería a dar una respuesta. Pero en el panorama de la tragedia en que morimos sabemos que ese algo va a ocurrir, y que cuando ocurra va a tener consecuencias imprevisibles. Pues bien. Esta semana algunos creyeron que el florero había llegado con el asesinato de diez colombianos a manos de las FARC. Sin embargo, en el episodio faltaron varios de los elementos espontáneos que deben darse como requisito sine qua non en asuntos de tal naturaleza. El crimen, que se volcó inicialmente en contra de unos delincuentes comunes que tienen la desfachatez de autodenominarse guerrilleros, se convirtió luego en el momentáneo auto cabeza de proceso de un gobierno empeñado en hundir al país en el remolino de una violencia de Estado inconcebible. Pese a todo, el reconocimiento de la torpeza con que se cumplió el operativo volvió a cambiar el panorama. Y hoy tenemos a un régimen que merecería ser señalado por la opinión pública como el coautor necesario (no digo voluntario: digo necesario) del asesinato, llevado a los altares por su modosidad de seminarista y su arrepentimiento. En este delito hubo una típica pareja criminal: el íncubo fue el gobierno, que con su estupidez condujo a los delincuentes a la acción; el súcubo, los asesinos, que apretaron el gatillo. Uno y otros igualmente culpables. Pero aquí muchos insisten en el cuento del enfrentamiento entre buenos y malos. No. Si aceptáramos una categoría moral que poco y nada tiene qué ver en este paseo, estaríamos ante un enfrentamiento entre malos y malos. Los buenos están al margen. No son las víctimas, claro está. Ellas están involucradas en el conflicto y en muchos casos se convierten en victimarios… y en horribles victimarios. Tirofijo comenzó siendo víctima. Y Castaño. Y Uribe. Los buenos son los marginales, los olvidados de todo y todos, los silenciosos, los aterrorizados, a quienes los medios buscan convencer de las buenas intenciones del gobierno, de su inocencia absoluta, de la maldad de los guerrilleros, de la profunda tristeza de los dirigentes, de la piedad del país, de la necesidad de una respuesta. Palabras, sólo inútiles palabras.

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Resumamos. Aquí hubo un hecho, macizo como una roca: un comando militar sin estrategia de ninguna especie, fue al rescate de unos secuestrados. ¡Apoyado en helicópteros! Obedeció, quiérase que no, la orden tácita de profundizar en el camino de la hecatombe, dictada por su comandante supremo, que es el presidente de la República. Los secuestrados murieron en la acción. Sus asesinos obedecieron, quiérase que no, la orden expresa de avanzar, dictada por su comandante supremo, el señor Tirofijo. Aquí las víctimas cuentan poco y el país cuenta menos. Lo que importa es que en este juego de apariencias que es la tragedia de Colombia, ganaron y perdieron los indeseables. En términos de ajedrez, hicieron tablas. Los peones, tendidos en el campo, vimos entonces cómo los contendores se estrecharon la mano y abandonaron la sala. Pero todos sabemos que pronto regresarán a sacrificarnos de nuevo y a quedar una vez más en tablas. Y así hasta el infinito. Dentro de este panorama de pacotilla, las declaraciones, discursos, acuerdos, frases, óhes, áhes, cartas, plegarias y condolencias, comienzan a adquirir ese olor dulzarrón de los cadáveres. A esa pretendida “sociedad civil” que sólo sirve para disimular la pobreza de un discurso que no se atreve a reconocer su ignorancia, le sabe definitivamente a cacho tanto golpe de pecho, tanta entrevista presidencial, tanta manipulación, tanto cuento barato, tanta verdad a medias, tanta inconsistencia, tamaña pamplinada. El país despierta poco a poco. Para comenzar, amplios sectores ya no le creen una sola palabra a los medios. Tampoco al establecimiento. Mucho menos a los guerrilleros (o a esos asesinos que se autodenominan guerrilleros). Claro está que todavía hay unos pocos ingenuos que no se dan cuenta de que el gobierno sólo actúa en nombre de los corruptos de cualquier pelambre, mientras otros creen que los guerrilleros (u, otra vez, esos asesinos que se dicen guerrilleros), son la última esperanza de un proceso de recuperación política y social. Pero en medio de ese caos comienza a extenderse una sombra de duda. ¿Serán estos mequetrefes sórdidos que revolotean alrededor del poder establecido o insurgente, quienes podrán sacar a Colombia del caos en que se debate? ¿Podrán ayudarla quienes regresan a la época macabra de los cortes de franela, de corbata y de mica, con manipulaciones sobre los cadáveres, despojo de bienes y desalojo de los indefensos? Los violentos ya no tienen forma de demostrar que no son los mismos. Durante años quisieron convencernos de lo contrario. Pero los hechos señalaron palpablemente que se trata de una mentira: ellos son los mismos. Indudablemente, son los mismos. El país está cansado de que lo gobierne la sombra de oprobio de Pablo Escobar. Y que sea Pablo Escobar (llámese Jojoy o Londoño o Uribe o Castaño o Mora o Moreno, o Gabino o Tirofijo) el dueño de un poder absoluto que se basa sobre el terror y el crimen. En Colombia, algunos comienzan a abrir los ojos. Aunque nadie lo crea.

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El eslabón perdido 14 de mayo de 2003 Tanto tiempo buscándolo, por Java o por Pekín (cuando era Pekín), confundiéndolo, y confundiéndonos, con el Australopithecus Africanus, para al fin de las cansadas venir a enterarnos de que el eslabón perdido estaba ahí, en la embajada de Colombia en Washington, y que pertenecía a una especie varias veces clasificada como insignificantes morenensis, o enanus sordidus. Porque ese extraño espécimen, Luis Alberto Moreno, es el eslabón. No queda ninguna duda. Los sabuesos encargados de rastrearlo encontraron hace poco un indicio importante de su existencia en la oficina del Ecuador ante el FMI. Allí se dieron de manos a boca con un prófugo de la justicia, Jorge Emilio Gallardo Zavala, ministro de Economía de ese país en el gobierno de Gustavo Noboa, quien, como presidente de la Junta Directiva del Banco del Pacífico, constituyó de manera irregular un fideicomiso por 78 millones de dólares a favor de los accionistas, con el propósito de que pudieran recuperar su inversión. Ese hecho llevó a la Corte Suprema de dicho país a dictarle un auto de prisión preventiva. Pero, según ocurre con frecuencia entre nosotros, el auto se le notificó cuando estaba en los Estados Unidos. De manera que él hizo un escándalo, habló de pedir asilo, y resolvió permanecer fuera del territorio. Y le fue bien. Porque el principal beneficiario de sus actividades dolosas, el embajador de Colombia, Luis Alberto Moreno, le consiguió un empleo amparado por visa diplomática: director por el Ecuador en el Fondo. En ello, claro está, el gobierno de Noboa – y ahora el de Gutiérrez – actuaron, por lo menos, de manera imprudente. Lo que no importa. Porque lo que importa es que Gallardo cometió un “presunto” delito al que estuvo vinculado Moreno como presidente del Banco, lo que no impidió que uno y otro conservaran su calidad de diplomáticos (y en el caso de Moreno de diplomático ratificado), y se burlaran olímpicamente de la justicia. De todo este enredo, que termina en el robo de millones de dólares pagados en impuestos por los colombianos, comienza a hablarse ahora con mayor libertad. Ya hay, por lo pronto, el capítulo de un libro escrito por Germán Castro, y una nueva investigación publicada en EL ESPECTADOR por Fabio Castillo. ¡Asombroso! Hasta no hace mucho, se trataba de un tema vedado. El Grupo Bavaria decidió prescindir de mi columna en EL ESPECTADOR cuando hice en ella un resumen del caso. Pero los hechos son tozudos. En el recuento de Castro se enumeran algunos de los asuntos sobre los cuales yo di en su oportunidad ciertas puntadas: tomando de aquí y de allá varios elementos, digamos que Moreno, Luis Fernando Ramírez y Moisés Jacobo Bibliowicz crearon la filial latinoamericana de un fondo gringo, el WestSphere, a través de la cual compraron los bancos Andino y del Pacífico; que los convirtieron en el paraíso de los autopréstamos; que las dos entidades fueron otros tantos eslabones (¿perdidos?) de una misma cadena; que en la segunda hicieron partícipes del “negocio” a individuos sin escrúpulos, vinculados a la política, como Fernando Londoño y Rodrigo Lloreda; que, mediante triquiñuelas, lograron captar alrededor de 140 millones de

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dólares en el pago de impuestos, que desviaron hacia Miami y las islas Caimán; que manipularon a Fanny Kertzman, directora de Impuestos, y a Sara Ordóñez, superintendente bancaria, para que se hicieran las de la vista gorda con el fin de poder culminar su tejemaneje; que terminaron por convertir en cómplice necesario al ministro de Hacienda, Juan Camilo Restrepo; que, a través de Kertzman, distrajeron la atención de los perjudicados interponiendo demandas contra un banco donde debían demandar al otro; y que todavía siguen manejando los hilos de ese tinglado, con el fin de lograr que uno de los más grandes robos que se haya cometido jamás en Colombia, quede impune. ¡Y con sus autores en las embajadas! ¡Y en los ministerios! ¡Y quién sabe en qué otros sitios de la administración, con banda terciada al pecho y banda en las oficinas! No nos llamemos a engaño: detrás de empleados como Londoño, que salen bien librados de los informes con los que se pretende señalarlos (“ninguno de los préstamos violó el Estatuto Financiero”, “el dinero se recuperará gracias a la garantía firmada por el gobierno del Ecuador”, “seamos serios…”), y detrás de los beneficiarios como el mismo Londoño (¡que obtuvo allí el préstamo para comprar las acciones de Invercolsa!), está en cualquier época Luis Alberto Moreno. Aunque no se le mencione. Y no sólo está sino que seguirá estando. Porque, en efecto, la solicitud de extradición que formula Colombia para que Nicolás Landes, el ecuatoriano propietario del Banco Andino, prófugo en Miami, sea detenido y remitido al país con el fin de que responda por sus delitos, tiene el propósito de acabar de enredar la madeja. Si no es así, ¿a qué viene que la extradición sea pedida por el viceministerio de Justicia, que depende de Londoño? ¿Y por qué será el embajador en Washington, Luis Alberto Moreno, quien se encargará de adelantar los trámites ante los Estados Unidos? ¿Y por qué no se menciona para nada al Banco del Pacífico? ¿Y a qué se debe que “el gobierno de la moralización”, que, según parece, es este de ahora, guarde absoluto silencio? En todo eso se ve la mano siniestra (que es demasiado diestra), del eslabón perdido. Landes llegará a Colombia, si es que llega, y la justicia lo pondrá en libertad por falta de pruebas. Como a un jefe paramilitar de apellido Marulanda, que luego de su extradición, estuvo en la cárcel 48 horas mientras el señor de la cara de yo no fui lo declaraba inocente. Y, en el entretanto, el caso del Banco del Pacífico, con informes o sin informes, con sentencias o sin ellas, se perderá definitivamente en el olvido. ¿Podrá Moreno provocar este nuevo descalabro? ¿Logrará lanzar una nueva cortina de humo sobre sus actividades irregulares? No se pierda, aquí mismo, la continuación de esta apasionante aventura.

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Vuelve el terror 17 de mayo de 2003 La denuncia proviene del Colectivo de Abogados “José Alvear Restrepo”. En Viotá, a pocos kilómetros de Bogotá, un grupo paramilitar, en complicidad con el Batallón Colombia, abordó a una decena de campesinos, los acusó de ser colaboradores de la guerrilla, secuestró a dos de ellos y los asesinó en una forma macabra. “El día 1º de abril del 2003 – dice el informe –, los cuerpos sin vida de los labriegos desaparecidos fueron encontrados en la vereda El Palmar. El de Wilson Duarte fue hallado en un lugar cercano al sitio en donde se acantonó el grupo paramilitar, con indicios de tortura, decapitado y con una enorme incisión en la región abdominal, en la cual fue incrustada su cabeza”. Días más tarde, el Colectivo, junto con el Comité Permanente para la Defensa de los Derechos Humanos, hizo un pormenorizado recuento de la situación que enfrentan los campesinos de los municipios de Lejanías y El Castillo, en el Meta. En él se ve de manera palpable la forma como se ha deteriorado el comportamiento de los asesinos. Dos días después de la posesión del presidente de la República, se presenta el primer bombardeo aéreo. Los militares del Batallón “Vargas”, y sus paramilitares de apoyo (que forman parte de los bloques “Centauros”, “Córdoba” y “Urabá”), cumplen entonces una macabra operación de tierra arrasada. El 19 de agosto el ejército realiza un censo de la población y penetra violentamente a las casas de los campesinos. El 26 de agosto detienen a decenas de labriegos (que son puestos en libertad cinco meses después por falta de pruebas), y asesinan a Éder Carvajal, jornalero de 16 años. El comandante de la incursión es el capitán Wilson Lizarazo. Los campesinos comprueban, sin asombro, que en los municipios donde se desarrollan los operativos, los paramilitares conviven amigablemente con los soldados. En septiembre comienzan a aparecer los cadáveres. Y es respecto de ellos sobre los que quiero llamar la atención. Al comienzo se trata de personas que son asesinadas con disparos en el tórax o en la cabeza. Pero, poco a poco, sobre los cuerpos se ejerce una violencia sádica. El 1º de noviembre, los aterrorizados pobladores encuentran el cuerpo del personero de El Castillo, Mario Castro Bueno, con evidentes señales de tortura, apuñalado y degollado. El 2 de febrero los paramilitares abandonan el cadáver de Jesús Antonio Romero a pocos metros de la silla donde permanece su madre, una inválida de 90 años, quien se ve forzada a asistir a la descomposición del cuerpo antes de que alguien le preste auxilio. El 6 de febrero, se llevan a Rodrigo Gutiérrez, de 70 años. Su cadáver aparece al día siguiente, horriblemente torturado y descuartizado. El cuerpo de Polidoro Bernal aparece el 5 de marzo descuartizado. Y todo ello ocurre bajo la mirada de los militares, con la bendición del cura párroco (que abofetea a los detenidos e insulta a los parientes de las víctimas), y con la complicidad de la alcaldesa. Pero eso no es todo. En efecto, un grupo de entidades, encabezadas por el Consejo Regional Indígena de Arauca, denuncia que en el resguardo de Betoyes, en el municipio de Tame, miembros del batallón Navas Pardo, con brazaletes de las AUC,

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asesinaron a cuatro personas. En ese hecho, que dio origen al desplazamiento de la tribu y a la ocupación pacífica de la iglesia de Saravena, se destaca el elemento macabro de la muerte de Omaira Fernández. Ella tenía 16 años y estaba embarazada. “El pueblo guahíbo, dice la denuncia, tuvo que ver horrorizado como los supuestos paramilitares le abrían el vientre a la joven, le extraían el feto, lo trozaban, introducían sus partes en una bolsa plástica, y las arrojaban al río junto a la madre”. El 15 de mayo, EL COLOMBIANO publica una noticia que leo gracias al insuperable servicio académico y de prensa del profesor Óscar Domínguez. “La semana pasada – dice el periódico –, en la vereda La Doctora, de Sabaneta, fue hallado el cuerpo de un hombre de unos 45 años a quien, luego de darle una paliza, lo electrocutaron poniéndole cables de alta tensión en las orejas”. Más adelante la crónica cuenta que en Marinilla los paramilitares decapitaron a un ebanista y clavaron su cabeza en una estaca. Y dentro de la misma nota el psiquiatra Jorge Montoya señala que una práctica que se ha vuelto común en Medellín es la de decapitar los cadáveres y jugar fútbol con las cabezas. Esa es nuestra normalidad. La normalidad de lo macabro. Poco a poco hemos vuelto al terror. Los crímenes de los chulavitas no se limitaban al asesinato del adversario. Ellos ejercían sobre el cadáver una especie de práctica satánica, a los hombres les cortaban los testículos y se los metían en la boca, a las mujeres embarazadas les sacaban el feto y las exponían con los vientres abiertos, había los tres famosos cortes: el de franela, que consistía en hacer una incisión de hombro a hombro dejando la cabeza agarrada apenas por la piel de la nuca; el de corbata, en la que sacaban la lengua del cadáver por la misma incisión, de manera que simulara un lazo macabro; y el de mica, en el que decapitaban el cadáver y le ponían la cabeza sobre el pecho. Todo eso se vio en Colombia durante la dictadura conservadora de Ospina Pérez y de Laureano Gómez. Pero luego esas prácticas salvajes desaparecieron. Muchos años después, María Victoria Uribe distinguió entre “la gran violencia”, en la cual se manipulaba el cadáver del enemigo, y el crimen paramilitar en el que se mataba a la gente de manera rápida y efectiva. “Disparo al tórax, y punto”, explicó ella. Pues sí pero no. Porque, según parece, el “disparo al tórax, y punto” fue una etapa intermedia entre la demencia y la demencia. Una demencia paramilitar que vuelve hoy en toda su dimensión, llevada de la mano por un gobierno enemigo.

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Temblor de tierra 24 de mayo de 2003 Habla el presidente. Entonces la tierra, la buena y sufrida tierra latinoamericana, la que ha soportado siglos de desgobierno, de miserias y de atropellos, la que ha callado horrores y ha olvidado traiciones, tiembla. La palabra que anuncia nuevas torpezas y tropelías, queda en suspenso. Y el auditorio, aterrado, siente que ese algo profundo que es el territorio común, expresa misteriosamente lo que todos se niegan a expresar. Tiembla la tierra en Cuzco como tiembla la tierra en las olvidadas regiones de Colombia, donde la palabra del presidente no es una diplomática forma de decir, sino una terrible forma de atropellar. De esa manera, mientras los mandatarios que asisten a la asamblea del Grupo de Río comentan lo poco que se puede comentar en esos eventos, nuestro miedo toma forma de sismo y sacude la sala y los espíritus. Nosotros somos la tierra y temblamos, porque no entendemos cómo a este salvaje que pide la intervención de los Estados Unidos en la zona amazónica y que clama por una guerra internacional que atropelle a Colombia, los demás le sirven de interlocutores, y lo oyen y aplauden a pesar de que es, ellos lo saben, el verdugo de una nación una y mil veces rota y destrozada. Ahora, en esos congresos llenos de frases y de cortesía poco se dice y nada se hace. Por eso la tierra se siente en la obligación de temblar. Y tiembla. Uribe es el enemigo. Hace poco, en una reunión con empresarios españoles, ofreció lo que nadie, ni siquiera los desalmados inversionistas internacionales que acuden a esos eventos, esperaban que les fuera ofrecido. Hablaba de la seguridad indispensable para hacer negocios en Colombia. Y de pronto, sin que nada anunciara ese otro tremendo temblor de tierra, sostuvo que en caso de que las fuerzas militares fueran "desbordadas por la subversión" él no dudaría en autorizar a las multinacionales para buscar "el respaldo que crean conveniente". Traducción: ante la inseguridad que vive el país, las empresas que inviertan en él podrán tener ejércitos privados. Y no es necesario que hagan un gran esfuerzo para ello, porque el gobierno dispone de toda una gama de paramilitares. La propuesta del presidente (o de esa persona a la que algunos ingenuos todavía llaman presidente) es insólita: vengan ustedes, hagan sus negocios, y organicen su propio grupo de sicarios para que los defienda. Si la idea prospera, dentro de poco el ejército de Prisa se enfrentará a bala al ejército del Banco Santander porque a la primera no le gustó la forma como le negaron un préstamo. O el ejército de Colsánitas (invocando a Dios y a don Juan Carlos, que es su propietario), avanzará contra el ejército de Pepsi porque le robó a Shakira para un comercial. Esa es nuestra política de Estado: armar una guerra en cada esquina, para acorralar al terrorismo. Sin darnos cuenta, claro está, de que el primer terrorista que hay en Colombia es un régimen que le hace juego a la demencia porque no sabe para dónde va y pretende manejar el país a sangre y fuego. Pero eso no es todo. Esta semana la Cámara de Representantes estuvo de acuerdo en entregarle poderes de policía judicial a las fuerzas armadas. Y aunque faltan todavía seis votaciones para que el acto legislativo se convierta en ley, el resultado pone en el horizonte una serie de oscuros nubarrones. Amnistía Internacional sostuvo el 20 de

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mayo que esa medida "tendrá un impacto catastrófico sobre los derechos humanos", porque "permitirá que las fuerzas armadas realicen allanamientos y escuchas telefónicas, y practiquen detenciones sin autoridad judicial, basadas únicamente en acusaciones militares en lugar de pruebas recogidas durante investigaciones judiciales independientes e imparciales llevadas a cabo por autoridades civiles". Y advierte sobre algo que pone los pelos de punta: "la propuesta es la pieza del rompecabezas que le falta al decreto 128 del año 2003, para conceder amnistías a los responsables de violaciones contra los derechos humanos". El panorama del país da, poco a poco, un giro de 90 grados. Muchos sectores aceptan, sin beneficio de inventario, un discurso de extrema derecha que califica a quienes defienden los derechos ciudadanos como "terroristas". La manipulación de la verdad se convierte en una tarea inicua de diaria ocurrencia. Hace poco, un magistrado de la Corte Suprema, Édgar Lombana, se negó a aceptar, "por razones de honestidad procesal", la confesión detallada que hizo Carlos Castaño del asesinato del senador Manuel Cepeda. ¿A quién que no sea un enanito insignificante, se le ocurre semejante exabrupto? Pero Colombia es el país de los argumentos y de los hechos peregrinos. ¿Cómo es posible que un grupo de 147 militares (¡147 militares!) se roben 40 mil millones de pesos (¡40 mil millones de pesos!) de las FARC (¡de las FARC!) en las narices del ejército? ¿Cómo es posible que sin saber cómo regresen los cadáveres desmembrados que llevó el río Cauca a Beltrán, en el Valle, y que aterrorizaron a la población en la pasada guerra del narcotráfico? ¿Cómo es posible que nadie, salvo Aurelio Suárez, diga esta boca es mía ante el anuncio de Uribe y de Londoño de que harán "llover glifosato" sobre la zona cafetera? ¿Cómo es posible que alguien (¿y quién es ese alguien?) venda la base de datos del registro nacional a una empresa gringa, la Choice Point, y que el país siga su marcha imperturbable, mientras esta última le traspasa la información privada de 31 millones de colombianos a los organismos de seguridad de los Estados Unidos? ¿Cómo es posible que los paramilitares del Casanare acusen a los militares de la Séptima Brigada (con sede en Villavicencio), de recibir dinero y combatir hombro a hombro con los paramilitares del Meta y del Guaviare, sin que se caiga de su alto pedestal un solo general de la República? Pues, quién sabe cómo, pero todo eso es posible. Y como todo es posible, la tierra tiembla. La buena, la sufrida, la silenciosa tierra colombiana.

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Tantas idas y venidas 31 de mayo de 2003 Una de las razones del ejercicio político es la eficacia. También lo es la ética, pero ese es otro cantar. Un ejercicio político ineficaz podrá convertirse, si tiene las condiciones para ello, en un divertimento intelectual o académico, o en un espectáculo, pero, perderá su real importancia. El buen político (que por lo general es un hombre horrible), logra lo que se propone. En nuestro día a día hay innumerables ejemplos que señalan la validez de este aserto. Pensemos en Ernesto Samper. Los malabares que hizo para sostenerse en la Presidencia lo muestran como un extraordinario político. Ético o corrupto, no importa. Veraz o mentiroso, tampoco. Pero fue eficaz. Tremendamente eficaz. Entre tanto sus contradictores, que eventualmente pudieron tener razón, fueron torpes hasta el ridículo. Su ineficacia se mide en el hecho de que no hicieron mella en un barco herido que naufragaba en mitad de una tormenta. Si disponían de las pruebas suficientes para acabar con el “narco gobierno”, como ellos lo llamaban, ¿por qué no lo hicieron? Las respuestas podrían ser múltiples. Yo me contento con decir que Valdivieso y Frechette y todos los demás que ahora son los renovados amigos del ex presidente, fueron ineficaces. Eso ocurrió esta semana en el debate al ministro Londoño. Los indicios del testaferrato con las acciones de Invercolsa eran significativos. Pero los congresistas que promovieron la citación se contentaron con un opaco lucimiento personal de quince minutos. Ver a la senadora Córdoba recitando una de las fábulas infantiles de Pombo para desbaratar a un gato bandido, fue risible. Hubo, claro está, argumentos lúcidos y cargas de profundidad. Pero todo eso se convirtió en un fuego de artificio. Si el debate se hubiera planteado dentro de los términos adecuados, si se hubiera demostrado (como podía demostrarse) que el mar de corrupción en el que nada el ministro es el mismo en el que el presidente y su embajador en Washington y su consejero económico hacen piruetas olímpicas, Londoño sería hoy ex ministro y estaría en la cárcel, mientras que las demás personitas de este gobierno de mentirijillas enfrentarían una situación comprometida. Pero no. El debate se fue por el camino de lo conocido y sólo sirvió para que ese malabarista de la cuerda floja ventilara en público una serie de calidades que no tiene. Porque el ministro no es ese individuo honorable y mesurado que promete acompañarnos hasta el 2006. No. El ministro es un triste testaferro. Eso es todo. Los senadores que hablaron bonito, buscaron aplausos y “robaron cámara”, le prestaron al país un flaco servicio. Un debate eficaz hubiera precipitado la salida de Londoño por la puerta de atrás, que es lo único que merece. Pero la senadora Córdoba se limitó a demostrarnos que es versada en poesía infantil, y el senador Robledo que es un hombre ilustre que domina a las mil maravillas el universo económico, y el senador Serrano que es un auténtico experto en el tema del petróleo, y ninguno de ellos se preocupó por meter al testaferro de marras en el escabroso terreno del Código Penal, ni ninguno logró despeinar a un individuo que invariablemente actúa en el límite entre lo

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lícito y lo ilícito. En una palabra, fueron ineficaces. Y de ineficaces, más que de buenas intenciones, está empedrado el infierno. Este pobre Congreso ya no es, siquiera, un sobreviviente de sí mismo. Hubo una época en que los debates conducían a algo. A Luís Guillermo Giraldo Hurtado, coautor del escandaloso “robo a Caldas” y hoy embajador ante las Naciones Unidas, no lo dejaron posesionar como ministro de Justicia del presidente Barco dos discursos en los que otros tantos senadores hicieron un recuento de sus actividades ilícitas. En ese caso la ineficacia fue parcial, porque Giraldo no pasó directamente a la cárcel, como correspondía. Y años atrás, una sola pregunta formulada en muy pocas palabras por un senador que a la postre resultó vinculado a las mafias del narcotráfico, logró que Víctor Renán Barco, ministro de Justicia del presidente López, pusiera pies en polvorosa. “¿Es usted – le preguntó el Senador – el mismo Víctor Renán Barco a quien el Tribunal de Manizales condenó por un delito contra la ética profesional?”. El ministro no contestó. Se limitó a salir del salón y a presentar su renuncia. Fíjense ustedes: ambos, Giraldo y Barco, políticos de Caldas y ambos ministros (o casi ministros) de Justicia. Como Londoño: político de Caldas y ministro (o casi ministro) de Justicia. Pero Londoño sale indemne porque los promotores del debate se contentaron con hacer perfiles frente a las cámaras de televisión. Y en esto de los perfiles hay que reconocer que él se hace mejor el blower. Sólo se requería una prueba. Los senadores no la aportaron. Según parece, la época de los grandes sabuesos pasó a la historia. No se trataba, claro está, de convertir al Congreso en una instancia judicial. Se trataba de haber puesto en evidencia una circunstancia dolosa. ¿Existe esa circunstancia? Claro que existe. Pero todo esto se convirtió en la comedia de las equivocaciones. Y es ridículo, por decir lo menos, que el debate sólo haya servido para que un individuo mañoso y escurridizo, salte a la mitad del ruedo y cite de nuevo al toro. “Ahora sigamos con lo del Banco del Pacífico – desafió –. En ese asunto nos gastaremos otras seis horas”. No. En ese asunto y en el de Invercolsa y en el del metro de Medellín y en el de la persistente labor que este salvaje y sus compañeros de aventuras han adelantado contra el país, no nos gastaremos las pocas horas de un debate. En esos y otros asuntos similares, que han enriquecido ilícitamente a unos delincuentes de cuello blanco que posan de moralistas, de rectos y de patriotas, Colombia se gasta su vida entera. Poco a poco el cáncer que nos aqueja muestra toda su dimensión. Nuestra tarea, sobra decirlo, es la de extirparlo para siempre de la faz de la tierra.

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Bailo tregua y bailo catala 7 de junio de 2003 El asunto se percibe temprano en la mañana. Es un pequeño vértigo que hace cascabeles sin saber por qué, que sin saber por qué descubre relámpagos en el bigote de la gata. Hay un extraño ángulo agudo entre el sabor del té y la luz del sol que brilla entre las hojas de los árboles. Hoy, las palabras no dicen lo que saben decir. La palabra acantilado no dice acantilado. Dice catala, y baila tregua y baila catala, mientras llega la hora del café y el azul del cielo pierde la inocencia de la mañana y se hace profundo. Todo lo cual se dice por decir, porque hoy a ese extraño ser que escribe le ocurre no ser el mismo ser de cada día, le ocurre ser recuerdo feliz o fragmento de circunstancia o silla o sílaba. Y siendo eso lo que es y lo que debe decir, se sabe entonces que es necesario romper lo muchas veces dicho y aprendido. “Otra vez este y su cantaleta”, pensarán algunos y seguirán de largo. Pero no. Esta vez no habrá cantaleta porque por la ventana entra una rara luz, y el río brilla a lo lejos, y más lejos el mar. Bailo tregua y bailo catala. Ante todo tregua. Hoy voy a pasar de largo por la maraña de los corredores que me cuentan que la Fiscalía le abrió a monseñor José Luis Serna un proceso penal como “auxiliador de la guerrilla”. No me preguntaré si ese fiscal es el mismo que le dio libertad al cerebro de un grupo paramilitar, llamado Marulanda, o el mismo que entorpeció la investigación que iba a descubrir el nudo de crímenes atroces manejado en la jurisdicción de Rito Alejo del Río. Para qué voy a dañar el desayuno. De manera que también dejaré de lado la noticia del asesinato de Tirso Vélez, un activista de izquierda candidato a la gobernación del Norte de Santander, y hombre admirable por su incansable trabajo a favor de la paz. Sé, como todos, que Tirso Vélez no será un muerto más en la lista interminable de quienes han dado su vida por Colombia, y que el crimen de que lo hicieron víctima los paramilitares golpeará la conciencia colectiva y terminará por convertirse en una bandera. Pero ya hablaré de él mañana, porque hoy es un día para leer en García Márquez que alguna vez hubo un país que se llamó Colombia, el cual quedaba, extrañamente, en un sitio llamado Barranquilla. De manera que no voy a hundirme en nuevas tragedias y en más desolaciones. Regreso a mi sonrisa (debo reconocerlo, ya algo estereotipada), y golpeo con las yemas de los dedos sobre la mesa. La música aún me habita. El ritmo traduce que Santa Marta, Santa Marta tiene tren, Santa Marta tiene tren pero no tiene tranvía. ¿Entonces? Entonces nada. Que mañana será otro día, día de cantaleta, pero que hoy trataré de que sea otra cosa, que no me toque el secuestro de Luz Marina Robayo, líder campesina del Meta y militante de la Unión Patriótica, a manos de un grupo de paramilitares. Y si eludo ese secuestro y el de otros miles de colombianos, ¿por qué habría de inquietarme el hecho de que el presidente de la República proponga, diez días antes de la desmovilización (en apariencia frustrada) de mil de los 18 mil paramilitares, que los colombianos nos hagamos los de la vista gorda porque si queremos la paz es necesario perdonar los delitos atroces? Hago un esfuerzo supremo por conservar la calma, y me digo que no repetiré un argumento que ya he esgrimido varias veces, según el cual la extrema medida de perdón y olvido, que se aplicó en 1958, sólo produjo el afianzamiento de la

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hecatombe. Es posible que algún día me refiera a esa estupidez, que sólo puede caber en una cabeza de chorlito (o, para ser exactos, en dos cabezas de chorlito), pero no será hoy, porque el nacimiento de la tarde conserva íntegro el esplendor de la mañana y no voy a discutir precisamente ahora si esa decisión tiene nombre propio y busca que los colombianos olvidemos que Carlos Castaño es el más sanguinario de los asesinos que ha asolado al país, que el origen de su poderío militar se remonta a la defensa del narcotráfico, y que las peores masacres que se hayan cometido jamás en América Latina fueron ejecutadas por sicarios bajo su mando. Y no lo hago porque no. Porque no voy a amargarme un día en el cual me apresto a dar una larga caminata por la playa, hablando con mi mujer de todo lo que fue nuestra vida en común, que estuvo llena de encantos y de encantamientos y que fue generosa así haya resuelto volverse cada vez más estrecha y mezquina. Y como en la otra mesa me espera la historia de Flora Tristán y de Gauguin, puedo sacarle el cuerpo al despido de Fabio Castillo, el jefe de investigaciones de EL ESPECTADOR, que constituye un violento atropello del gobierno y del Grupo Bavaria contra la libertad de prensa. Pero luego me hundo, sin poder evitarlo, en la denuncia del pueblo guahíbo contra el batallón Navas Pardo al mando del coronel Alberto Padilla, que desde el 5 de mayo comete asesinatos, torturas y violaciones contra el resguardo de Betoyes, sin que los indígenas encuentren ninguna defensa en las autoridades del Arauca contra las autoridades de Arauca. Y me descalabro de una vez por todas en la angustia de cuatro mil indígenas wiwas, que huyen ahora mismo hacia la Sierra Nevada acosados por los paramilitares, luego de que el 20 y el 21 de abril cuatro helicópteros y un avión, que no pudieron identificar, los ametrallaron y bombardearon sin misericordia. Termina el día. Pero el pequeño gracioso vértigo de la mañana, que me llevó a pensar en bailar algo de tregua y algo de catala, se convierte sin saber por qué en esta desolación, en estas lágrimas.

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Método y pandeyucas Junio 13, 2003 La historia de Colombia (o eso que Henao y Arrubla llamaron “la historia de Colombia”), está llena de episodios ridículos. El presidente, señor Núñez, necesita que la relamida sociedad de Bogotá, vale decir: la “oligarquía” de Chávez, reciba a su esposa por lo civil en los apolillados salones donde dan visos los frufrús y crujen las muselinas. Invita entonces a un banquete en el que el arzobispo primado le ofrece el brazo a la interesada. En ese mismo momento, las aguerridas amazonas que se han negado a dirigirle la palabra a “la barragana”, deponen sus armas y la integran a sus grupos de oración y a sus chocolates santafereños. La paz vuelve a posarse sobre el agitado horizonte de la patria. Pocos años después, tal vez ocho o nueve, el general Pedro Nel Ospina, comandante de los ejércitos conservadores en la guerra de los mil días, se dirige al palacio presidencial con el fin de informarle al presidente Marroquín que se ha consumado la separación de Panamá. “Es un hecho cumplido”, le dice el general. Y don José Manuel, que escribe una de sus famosas sátiras, esta vez en alejandrinos, le contesta: “Bueno, Pedro Nel, no hay mal que por bien no venga. Se separó Panamá pero yo tengo el gusto de volverlo a ver en esta casa”. Sube el liberalismo. En el período del señor Santos nadie sabe que en un futuro todas estas personas que deambulan por los corredores serán los protagonistas de un episodio singular. El ex mandatario se apaga en medio de sus fantasmas. El traicionado amor que sintió por doña Lorenza no le da un momento de tregua. Afuera, sus herederos no saben cómo hacer valer sus derechos. Se dice que le dejará la propiedad de EL TIEMPO al Hospital Infantil que lleva el nombre de su señora. Todos tiemblan. Entonces, Hernando Santos tiene una idea genial: ¡se disfraza de Lorencita! Y en medio de la penumbra el doctor Santos cree revivir los diálogos que mantuvo con ella. Es una extraña señora, tal vez un poco demasiado regordeta y muy chiquita, pero las gentes de ultratumba son así, y la peluca platinada es la que es y le queda divinamente. Es curioso que Lorencita le insista en favorecer a una rama de la familia a la que él no le ha tenido demasiado afecto. Pero si ella lo dice, así se hará. El equilibrio de las acciones permanece en su sitio. Muchos años después, en diciembre de 1982, Jaime Michelsen recibe una llamada. “Es el presidente”, le dice su secretaria. Pasa. “Jaime, necesito un millón de pesos para mis regalos de navidad”. “De inmediato, presidente – le contesta el banquero –. En una hora tendrá en su despacho una letra y el dinero en efectivo”. “El presidente de Colombia no firma letras”, responde Belisario. “Como usted quiera”, contesta Michelsen. Un año después estalla el escándalo del Grupo Grancolombiano. Betancur no paga jamás el millón de pesos.

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Dos años antes el whisky se apodera del ánimo de anfitriones e invitados a una fiesta que Cúcuta ofrece en honor del presidente Turbay y de su comitiva. El clima de la ciudad se presta para empinar el codo más allá de la cuenta. El presidente está enamorado y feliz. Cuando ya no puede tenerse en pie, le grita a la orquesta algo que nadie entiende. ¿Qué quiere su excelencia? Quehgdbftritjfnghdtersdncbfgkl-hotyiuasbflvorete, contesta él (el cuento es de Antonio Morales). Alguno de los edecanes, tal vez Julito Riaño, entiende de qué se trata. Y en el aire espeso de la madrugada estallan las notas de El polvorete, un corrido (o lo que sea) en el que “racatapumchinchin el gallo sube, s’echa su polvorete, racatapumchinchin y se sacude”. Una vez, dos veces, diez veces, mientras el presidente se sacude. Rubi–obispo–ano sienta su enérgica protesta. El presidente pregunta por qué está tan bravo. “Porque su excelencia no la invitó a bailar”, es la respuesta. El 13 de junio de 1953 el país se hunde bajo un océano de sangre. La tiranía que presiden Laureano Gómez y Roberto Urdaneta cosecha ya trescientos mil muertos. Ese día, el presidente titular ordena que se releve al comandante de las Fuerzas Armadas, y se va a la casa de su consuegro a hacer pandeyucas. Mientras tanto, el país asiste al golpe de cuartel. El comandante, general Rojas Pinilla, que no es el prócer que ahora nos quieren pintar sino un godo cerril, que antes del cuartelazo tenía en su haber la matanza en la Casa Liberal de Cali y la amistad, por encima de todo proceso, con León María Lozano (el peor de los pájaros del Valle), se apodera del mando con el pretexto de sacar al país del caos en el que se debate. Colombia sigue en su eterno caos pero el presidente y su familia se enriquecen. Hace cincuenta años no se rompió en dos nada que valiera la pena. Hace cincuenta años el gobierno desalmado que tenía Colombia siguió siendo el gobierno desalmado que tenemos en Colombia. Y la miseria que vivían los colombianos siguió siendo la miseria que vivimos los colombianos. Y el asesinato sistemático, las masacres y la profanación de los cadáveres que protagonizaban los chulavitas de la época, sigue siendo el asesinato sistemático, las masacres y la profanación de los cadáveres que protagonizan los criminales de Castaño y de Mancuso. Y las gentecitas detrás del trono, que en ese entonces se apellidaban Gómez, López, Santos, Ospinas y Urdanetas, así como las gentecitas incipientes que se conocían como Pastranas, Rojas, Turbayes y Londoños, siguen siendo exactamente las mismas gentecitas de hoy en día, con sus mismos vicios y costumbres e idénticos desfalcos y crímenes e indelicadezas. Porque, tristemente, el país sigue siendo el mismo tonto de capirote al que queremos tanto. Un ingenuo tonto de capirote que cree que aquí las cosas cambian. Cuando nada cambia. Cuando todo sigue y se anquilosa y se vuelve calcáreo y permanece.

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Los tres viajes de García Márquez Junio 21, 2003 Estas palabras están dedicadas a la amistad de Manuel Metz. Desde hace muchos años, Gabriel García Márquez vive más allá de su historia. Se sabe que forma parte de un inventario exclusivo, donde figuran los clásicos de todas las épocas, definidos por Calvino en un libro memorable. Eso – y mucho más – lo ha convertido poco a poco en una estatua prematura de sí mismo. Y esa es la sensación que agobia al lector cuando se aproxima a este libro [*], en el que él, el lector, piensa que encontrará la clave de una escritura que tiene un poder único de convocatoria en el universo de la lengua castellana. Pero no. En él lo que hay es la vida de un hombre, que hizo del oficio literario una razón de ser y de existir. Como todos los libros, “Vivir para contarla” se lee de varias maneras. Quisiera referirme a algunas de ellas, en las que encuentro motivos para pensar y conversar, que son, al fin de cuentas, los motivos reales de los libros. La primera, la de la anécdota, es un viaje literario que fascina en su sencillez. Ahí está el autor dentro de su propia dimensión humana, con historias que pertenecen al génesis, a su génesis. Como vivo lejos de mi biblioteca, no sé hasta qué punto algunas de ellas pertenezcan ya a la maravillosa maraña de sus palabras, y se hayan dicho y repetido de diversa manera. Pero emociona encontrar algunas que forman parte de la memoria común. Ahí está, por ejemplo, la casa con fantasmas. ¿Quién que de verdad haya sido, no tiene en el fondo de su memoria una casa con un fantasma? El de Luisa Santiaga y su familia era una mujer, “con un vestido de florecitas rojas y el cabello corto sostenido detrás de las orejas con moños colorados”. Por fortuna, García Márquez tiene el buen gusto de asustarse. Y todos nos asustamos con él y con Margot cuando despertamos con ella en la madrugada, y vemos al espanto sobre la barandilla de la cama, escrutándonos desde el más allá “con una mirada intensa”. Aquí están también muchas “primeras veces”. Y no sólo esa primera vez que todos tuvimos y que, obvio, está en el libro (ella hace la siesta en una “cama de viento” y lo toquetea “con cinco dedos ágiles que se sentían como si fueran diez”), sino el primer viaje en avión, y el primer cuento y el primer baile y la primera llamada por teléfono y la primera amante y la primera corbata (porque hubo varias) y el primer bautizo, porque fueron dos, cuando no se llamó Gabriel, a secas, sino Gabriel José de la Concordia, aunque, de tener un calendario a mano, hubiera podido llamarse Olegario, que es el santo del 6 de marzo de 1927 y del 6 de marzo de todos los años. Ese libro, repito, es un viaje a la memoria colectiva de un país como Colombia, donde la muerte es una lección para aprender en el catecismo Astete, pero es, más allá, la visión tenebrosa de los piojos que escapan del cabello del muerto “y caminan sin rumbo por las almohadas”. Digo: esa muerte, la muerte.

* Vivir para contarla, Gabriel García Márquez, Alfred A. Knopf, Borzoi Books, Nueva York, 2002.

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El segundo viaje va al fondo de su obra, y se hace a través de una serie de claves regadas a lo largo del texto. Parte de una pequeña razón de ser del realismo mágico que llega, como una iluminación, en la clase de literatura de 5º de bachillerato. “Me atreví a pensar – escribe – que los prodigios que contaba Scherezada sucedían de veras en la vida cotidiana de su tiempo, y dejaron de suceder por la incredulidad y la cobardía realista de las generaciones siguientes”. De ahí a la asunción de Remedios, La Bella, no hay sino un paso. El paso que da una obra que se consolida lentamente, y que se recrea aquí en la morosidad. Tal vez no sea inútil decir que el resultado literario es mejor a partir de la mayor intensidad de los recuerdos. Así, es probable que el viaje para vender la casa se convierta en el segundo tomo de las memorias en “La siesta del martes” que es una obra perfecta. Pero todo está en las páginas iniciales de este libro, cuando puede suceder cualquier cosa. “Mi madre y yo –contará él cuarenta años más tarde – llegamos a la estación pasadas las ocho, pero el tren estaba demorado. Sin embargo, fuimos los únicos pasajeros. Ella se dio cuenta desde que entró en el vagón vacío, y exclamó con un humor festivo: ‘¡Qué lujo! ¡Todo el tren para nosotros solos!’”. En “La siesta del martes”, la mujer y la niña son “los únicos pasajeros en el escueto vagón de tercera clase”. Y lo mismo ocurre con decenas de recuerdos, que el lector arma como un rompecabezas. El abuelo no murió cuando, luego de agarrar al loro, “resbaló en la pasarela y cayó a tierra desde una altura de cuatro metros”, porque, ya se sabe, él tenía que seguir su vida con Mina Iguarán. No así el doctor Urbino, que tuvo que darle paso a una historia de amor en los tiempos del cólera. Y el tercer viaje. Sin espacio para más me limito a enunciarlo. Se trata de la construcción de la obra futura. Una obra que podría seguir, incesante, hasta el fin de los siglos. Por ejemplo, la historia de la operación de la abuela, que barre el cuarto “con su mirada nueva” y enumera “cada cosa con una precisión admirable”. “El médico se quedó sin aire – cuenta él – pues sólo yo sabía que las cosas que enumeró no eran las que tenía enfrente, en el cuarto del hospital, sino las de su dormitorio de Aracataca, que recordaba de memoria y en su orden. Nunca más recobró la vista”. Esas, las historias que nunca serán. Aunque ya hayan sido.

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Teoría del bote 30 de junio de 2003 A lo largo de nuestros doscientos años de historia, todavía cortos, las pocas revoluciones que hemos intentado fracasaron una tras otra. No hablo, claro está, de los golpes de mano, que tuvieron éxito mediante argucias palaciegas, ni de la primera guerra de los mil días (porque en Colombia no tenemos una sola sino dos, y hasta tres), que en 1860 llevó al general Mosquera a la Presidencia de la República. Hablo de las revoluciones que se han anunciado como tales. La primera, la revolución de los comuneros: fracaso total. La segunda, la revolución del 20 de julio: fracaso total. La tercera, la revolución de la independencia: fracaso total, dado que los filipichines de la época dieron al traste con el universo político de Bolívar. La cuarta, la revolución de José María Melo: fracaso total. La quinta, la revolución en marcha: fracaso total en manos, ¡quién lo creyera!, de su ideólogo, que no fue capaz de desarrollar en su segunda administración las ideas que agitó en la primera. La sexta, la revolución marxista leninista, que terminó en lo que aún no ha terminado, pero que no tiene trazas de hacer nada por el pobre país. Así las cosas, lo que necesitamos aquí es una revolución de verdad, que anule a quienes hoy se imponen sobre los demás sin razón de ser, y deciden por ellos sin tener la necesaria dimensión personal, ni ética ni ideológica para hacerlo. Por eso, pensando pensamientos he decidido proponer la “teoría del bote”. Que yo sepa, hasta ahora no se ha aplicado en ningún país del mundo, lo cual demuestra que puede llegar a tener éxito. Aunque el cuento es sencillo, para entenderlo mejor, podríamos llamarla también la “revolución de los segundos”. Gracias a ella, quienes hoy ocupan el segundo lugar desbancarían a los que estén al frente de lo que sea. Londoño, por ejemplo, desbancaría a Uribe, y el general Mora Rangel desbancaría a la ministra Ramírez, y Juan Lozano desbancaría a Enriquito, Pachito, Juan Manuel, Rafael (ah, y Juanita y Beto), y Aguirre desbancaría a Santodomingo, y Jojoy desbancaría a Tirofijo, y Mancuso desbancaría a Castaño, y Santa Fe desbancaría a Millos, y Julito Sánchez desbancaría a Yamid, y así hasta el infinito, hasta tocar todos los vericuetos de la vida nacional, en cualquiera de las actividades que en ella se desarrollan. Pero ahí no pararía todo. Como los segundos tienen a su vez otros segundos, Londoño y Mora y Lozano y Aguirre y Jojoy y Mancuso y Santa Fe y Julito y todos los demás serían a su vez desbancados por los que hoy son terceros en el orden de jerarquía. Y luego los segundos de los terceros y los segundos de los cuartos y los segundos de los quintos desbancarían a los anteriores, hasta llegar a lo que se debe llegar: que la Presidencia de la República la ocupe la señora de los tintos, y que a los cargos de representación popular lleguen los que hasta hoy no han sido jamás representados, y a los más altos tribunales de justicia accedan los mensajeros de juzgados promiscuos municipales, que con seguridad saben más derecho que el doctor Lombana, el enanito de la Corte Suprema, y la dirección de El Tiempo se le entregue al lustrabotas que trabaja desde hace cincuenta años, de sol a sombra, en la esquina de la Jiménez con Séptima, y en el cardenalato se siente el cura párroco del último de los

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pueblos perdidos del Chocó, mientras que Rubi Cardenal Ano pasará a ocupar la susodicha parroquia, y Uribe terminará de inspector de policía de cualquiera de las veredas de Somondoco, y a Pachito Santos lo nombrarán por decreto “bobo de la yuca”, y a Fernando Botero lo pondrán en el oficio de robar empanadas en la puerta de La Picota, y así hasta el cansancio, momento en el cual la cadena se detendrá misteriosamente y el orden se invertirá, haciendo que Uribe pase en primer término a una de las inspecciones de policía del casco urbano del municipio mencionado, y sólo luego de dos o tres pasos, en lo posible bien difíciles, pueda llegar a la alcaldía. La inestabilidad burocrática sería algo de todos los diablos, pero no peor que la de ahora, cuando a los jefes naturales (por ejemplo a López Michelsen, a quien en alguna fecha remota lo podría reemplazar Poncho Rentería), ya no se les ocurre absolutamente nada para sacar al pobre país del caos en que se debate. ¿Ven qué fácil? En ese proceso nos gastaríamos entre ochenta y cien años, de manera que cuando Londoño vuelva a ser ministro del Interior y de la Justicia tal vez llegue con la humildad necesaria que da la sabiduría, y no intoxique a sus contertulios con sus píldoras ideológicas del doctor Ross. Y lo mismo Rubi Cardenal Ano, a quien los sufrimientos de sus parroquias pobres y de sus feligreses lo regresarían menos rubicundo al palacio cardenalicio. Y Aguirre, el presidente de Bavaria y director de El Espectador, tal vez aprendería algo de periodismo en la emisora comunitaria de cualquier población del Darién, donde saben más del asunto que él y todos sus áulicos juntos. Y Castaño experimentaría en carne propia el uso de la motosierra, etcétera, etcétera, etcétera. Porque, se me olvidaba anotarlo, nadie saldría del espacio en que ahora se desenvuelve, de manera que los políticos seguirían siendo políticos y los deportistas, deportistas y los científicos, científicos y los artistas, artistas. ¡Qué bueno sería ver al portero de RCN convertido en Yo, José Gabriel, con el mismo blazer prestado y mantecoso, mientras que Yo suda la gota gorda en la oscura portería! No sé. Son las cosas que se le ocurren a cualquiera cuando ve que el pobre Pachito (léase “el pobre país de pacotilla”), no da pie con bola y sigue en el marasmo total, en la miseria absoluta y en la corrupción rampante. La teoría del bote está llamada a abrir un auténtico futuro a esta enredada, patética y peripatética república de Colombia. He dicho.

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Juegan las blancas y ganan Julio 5 de 2003 Una de las partes de este nuevo episodio, la insignificante, ha demandado en forma pública y notoria la intervención militar del imperio. El gobierno está convencido de que la agresión militar norteamericana es un imperativo categórico, y se ha propuesto lograrla por cualquier medio. Los Estados Unidos “consideran seriamente” el problema: retiraron la ayuda, es verdad, pero no van a permitir que una región que para ellos es estratégica, caiga en manos de sus enemigos. De manera que, presionados por la urgencia de salvar nuevamente a la civilización occidental y cristiana, intervienen. La posible cancelación de la ayuda militar de los Estados Unidos a Colombia pasó como un incidente más, apenas equiparable al lánguido puesto de Montoya en su última carrera. Uno o dos editoriales, tres noticias de primera página, el tradicional anuncio santista de que “la situación amerita un debate a fondo”, y pare de contar. El presidente de la República (o ese señor al que le dicen presidente de la República) se lució hablando con un cierto rin-tin-tin, y los medios se hicieron lenguas respecto de su independencia al atreverse a decir, en las narices del imperio, que “la ayuda no puede ser con condiciones mezquinas”. Y ahí se acabó todo. Desde el viernes el Diario Oficial entró en un mutismo total, lo que indica que el asunto quedó en manos de “las altas instancias del poder” (hoy tan chiquitas), y que el país no tiene nada qué decir sobre algo que le interesa vitalmente, como es el desarrollo de la hecatombe en que morimos, el control de la tasa de desempleo a través de la peregrina incorporación de nuevos efectivos a las fuerzas militares, y el tradicional subsidio a la corrupción en los altos mandos, que es una especie de derecho adquirido que no tiene por qué verse disminuido de un momento a otro. Si el país estuviera informado, tendría mucho que decir. Diría, por ejemplo, que la partida de ajedrez en la que siempre gana el gobierno ha perdido la fascinación de su misterio. Es cierto que esta vez la jugada se pensó más allá del inmediatismo tradicional. Pero el jaque mate podrá neutralizarse si el adversario, vale decir, nosotros, logramos percatarnos de las reales intenciones de nuestro enemigo, vale decir, el gobierno. Esa es la razón de ser de este artículo. El asunto es sencillo: el presidente rechaza la excepción que busca darle inmunidad a los norteamericanos frente a la Corte Penal Internacional, y mantiene una posición digna, extraña dentro de su indignidad, en la que participa curiosamente de la tesis sustentada por Latinoamérica. Esa actitud le acarrea sanciones: los Estados Unidos congelan cinco millones de dólares de la ayuda militar, y amenazan con desviar otros 130. La región cree que el buen hijo ha vuelto a casa. Pero no. No ha vuelto. ¿Por qué ese castigo, podría preguntarse cualquiera, si se trata de un gobierno obsecuente (“regalado”, como dirían los jóvenes), que acompañó al imperio en su agresión contra Irak, y si es el único que sigue al pie de la letra las indicaciones del FMI, el único que acepta que el embajador gringo intervenga en asuntos de política interna, el único que permite que sus campos sean arrasados sin misericordia por las fumigaciones de

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glifosato, el perro faldero que siempre vota sí a cualquier propuesta, por peregrina que sea, y el único que pone en manos del imperio la economía, la educación, las obras públicas, la gestión administrativa y, para colmo, la justicia? ¿Por qué – seguiría el interrogatorio – no se toma la misma medida con otros países, que han mantenido a lo largo de décadas una posición menos indigna? Aunque el asunto, en efecto, carece de lógica, comienza a aclararse si se piensa que una de las partes de este nuevo episodio, la insignificante, ha demandado en forma pública y notoria la intervención militar del imperio. El muñeco de ventrílocuo, señor Santos, por ejemplo, sostuvo en Roma que después de Irak los Estados Unidos tendrían que pensar en Colombia como escenario para un nuevo frente de lucha contra el terrorismo, y no teme proclamar a los cuatro vientos que el país está a punto de caer en manos del comunismo internacional, un fantasma que al desaparecer de la faz de la tierra buscó refugio en las acaloradas cabezas de nuestros altos (y chiquitos) burócratas. En una palabra, el gobierno está convencido de que la agresión militar norteamericana es un imperativo categórico, y se ha propuesto lograrla por cualquier medio. Intenta aquí, insiste allá, propone acullá, y nada. No porque el imperio se muestre retrechero, ni más faltaba (esos son asuntos de las monitas no de los monitos), sino porque una intervención descarada no tendría presentación alguna. Entonces a alguien, tal vez al míster Hyde que trabaja en el ministerio del Interior y de la Justicia, se le ocurre una jugada magistral. Colombia rechaza el tratado bilateral que garantiza la inmunidad de los norteamericanos ante la Corte Penal Internacional. Como consecuencia, el gobierno de los Estados Unidos le retira su ayuda militar. Los funcionarios colombianos gritan a voz en cuello que el país será la nueva víctima del terrorismo. Los Estados Unidos “consideran seriamente” el problema: retiraron la ayuda, es verdad, pero no van a permitir que una región que para ellos es estratégica, caiga en manos de sus enemigos. De manera que, presionados por la urgencia de salvar nuevamente a la civilización occidental y cristiana, intervienen. Pero no lo hacen en un pequeño país que, a la larga, poco y nada importa. Lo hacen en la región amazónica, desde la cual pueden dominar no sólo a Suramérica sino al mundo entero, y poner las bases de lo que será su desarrollo futuro. Así de fácil. En la “erguida posición del presidente” (sic), que ha despertado tantos elogios, lo único que hay es una estrategia contra el país. Dentro de pocos meses no habrá ayuda militar norteamericana: habrá intervención norteamericana. Y el establecimiento se sentirá satisfecho. Por fin podrá acabar con el indeseable Tirofijo. Por fin podrá invitar sin tapujos al doctor Mancuso a la renovada sede del Club El Nogal, donde el héroe paramilitar le contará coloridas anécdotas de sus masacres al ministro Londoño y a sus secuaces. Por fin el país será como ellos quieren que sea: todavía más arbitrario, ineficaz, discriminador e injusto de lo que lo han hecho. Y todo seguirá en un eterno y sonrosado statu quo. Juegan las blancas y ganan. O juegan las negras y ganan. Porque aquí, la única que pierde es Colombia.

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Blanco es, gallina lo pone Julio 18 de 2003 En Colombia todo es aparente. Hay una democracia aparente, una economía aparente, una justicia aparente, una información aparente. Hay, también, una política aparente. Las fuerzas militares aparentan defender los derechos humanos, pero los atropellan con saña. El Congreso aparenta legislar, pero es apenas un apéndice del ejecutivo. El ejecutivo aparenta gobernar, pero lo único que hace es obedecerles a los Estados Unidos y a los cinco propietarios del país que no piensan con el cerebro sino con la billetera. La iglesia es de una apariencia brutal: vestida de oropeles, se ha convertido en una caricatura de sí misma, en la cual lo único que parece importar es el hábito, sin tener en cuenta que el hábito no hace al monje. ¡Y la insurgencia! “El país – escribió Gonzalo Sánchez a fines del 2001 – ya no los ve (a los soldados de las FARC) como abanderados de las reformas que esgrimen y que han justificado su existencia, sino como el principal obstáculo a la realización de las mismas”. Su lucha por las reivindicaciones sociales, hace mucho valerosa y ahora mismo rentable, es una simple apariencia. Y así todo lo demás, hasta llegar a hacer de esta nación, con sus fronteras y sus ríos, algo aparente. Este país no es país porque no ha diseñado ni puesto en funcionamiento los mecanismos adecuados para serlo. Nosotros disimulamos nuestro cáncer con una gruesa capa de maquillaje, a cargo de los medios de comunicación, que obedecen – callados y complacientes – a una rígida censura de prensa. No hablo, claro está, del atropello policivo contra las instalaciones de los diarios y de los noticieros, que es la imagen que conserva el viejo país, anclado en los maletines de cuero de la era Eisenhower. Ya no se necesita nada de eso. Hoy la censura de prensa se ejerce a través de las presiones económicas. Que una empresa cervecera sea la propietaria de las principales cadenas de radio y televisión, y de un periódico que alguna vez fue grande, no cabe en la cabeza de nadie. Pero ahí está ese hecho, como demostración palpable de la iniquidad que padece nuestra información. Me gustaría saber cuántos análisis se han hecho en Caracol Radio y en Caracol Televisión y en Caracol EL ESPECTADOR sobre la decisión de un juez de los Estados Unidos, que dejó por fuera las acreencias que tiene contraídas Avianca con el Seguro Social y con la DIAN por valor de 81 mil millones de pesos. Para quienes leen este artículo en el exterior, debo explicar que Avianca, la totalidad de los caracoles y Bavaria son de un solo propietario, el señor Santodomingo, quien en el caso de su compañía de aviación (Avianca) se acogió a un tribunal de quiebras en Nueva York, el cual aceptó sólo a siete de los 30 acreedores llamados a hacerse parte en el asunto, y dejó por fuera a las entidades que, se supone, protegen la salud y el bienestar de los colombianos. ¡Ochenta y un mil millones de pesos! Ahí, en la deuda de un solo individuo, están los hospitales que no están, las pensiones que no están, los acueductos que no están, las escuelas que no están, en fin, todo lo que hace a un país una entidad real y no sólo un espacio de la apariencia. ¿En qué forma esos medios han denunciado semejante iniquidad? Ya se sabe que el gobierno no va a hacer nada, salvo disimular a través de

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un abogado, como disimuló la señora Kertzman en el caso de los fondos perdidos del Banco del Pacífico. Entonces, la única posibilidad que queda para que el país se entere de ese despropósito, está en los medios. Pero, como los medios pertenecen a un deudor posiblemente fraudulento, ¿qué se va a decir en torno al problema? La respuesta es tan obvia como la adivinanza del jugo de mandarina. No sé si ustedes la conozcan: “Blanco es, gallina lo pone y frito se come: ¿qué es?”. Respuesta: ¡el jugo de mandarina! Sería necesario hacer un análisis pormenorizado de la censura de prensa que opera con rigidez en Colombia, pero se acabó el espacio. Déjenme entonces plantear un enunciado: en Colombia la información se ha convertido en una entretención. Y una información que se limita a entretener, no es información. Es, quizá, diversión. Es espectáculo. Es, en una palabra, apariencia. Nuestro periodismo está arrodillado. Lo está ante el gobierno. Las entrevistas que se les hacen a los altos funcionarios (curiosamente todos de mínima estatura), son ridículas. Preguntas hechas, previamente acordadas, ausencia de réplica e imposibilidad de debatir en pie de igualdad las afirmaciones que haga el “entrevistado”, demuestran la tremenda crisis de nuestro periodismo. Pero no sólo el gobierno lo manipula. También los violentos de cualquier pelambre. Y el raiting. En Colombia, el periodismo es el espacio adecuado para la creación de baratos íconos mediáticos, que producen ganancias. A través de ellos, el establecimiento enseña comportamientos equívocos, que se consolidan en el inconsciente colectivo con base en la necesidad de persistencia del héroe. Y, claro, el poder, que es el que depara seguridad, avisos y contratos. Y las presiones económicas. Para subsistir, los periodistas que no pertenecen a las grandes cadenas informativas están sujetos a la pauta. El sistema ha diseñado una inicua forma de dominio: los propietarios de los periódicos o de las emisoras le entregan un espacio cualquiera (una página, media hora…) que ellos deben financiar mediante la venta de publicidad. Así, quien pone el aviso se convierte en el propietario del periodista. Ese es el panorama. En lo que se refiere a los medios, Colombia es hoy un país de esclavos, que sólo llegan a ellos para divertirse con la telenovela de moda, aplaudir al deportista de moda y emborracharse con la cerveza tradicional. Y para ignorar, en el fondo, la espesa nata de corrupción que nos agobia, sin parangón alguno en la historia. Díganme ustedes, entonces, si todo esto no es una simple, una triste, una dramática apariencia.

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El país que no era país

27 de julio de 2003

Ese país se retrata de cuerpo entero en las gafas de sol de su excelencia. Hasta no hace mucho, el país que es ahora país no había podido serlo. En efecto, entre todos nos habíamos encargado de mantenerlo a raya, de impedirle que tomara figura corporal como nosotros y se dedicara a cultivar garras y pezuñas. Pero, he aquí que ahora hace acto de presencia como un nuevo y agresivo habitante del vecindario, y comienza a dar órdenes, a modificar comportamientos, a señalar culpas, a desechar personas, a eliminar grupos, a castigar al que se atreva a gritar por cualquier cosa, a sancionar ideas, a pegarle a los más chiquitos. Ese país se retrata de cuerpo entero en las gafas de sol de su excelencia, tan significativa y minuciosamente exactas a las de Pinochet en la oprobiosa fotografía de unos días después del golpe. Aparece también en las declaraciones triunfalistas, en la propuesta de una reelección que, sin saber cómo ni por qué, cabe en la cabeza de muchos que olvidan el trágico ejemplo de Fujimori, el descalabro de la Argentina, el fantasma que tiranizó durante décadas a la América Central y la sumió en el abandono. Ese país es una entidad ambigua, que se impone a través de un discurso donde no hay convicción sino miedo y donde el terror es la norma de conducta. En ese país se firma un tratado de paz con Castaño y su horda de delincuentes comunes, y se les ofrece perdón y olvido, sin contar para nada con el hecho de que es imposible olvidar, que es imposible perdonar sus crímenes. Esa especie de amnistía demuestra ante los ojos del mundo entero, que militares y paramilitares son la misma cosa, y que unos hacen de noche, con métodos más sangrientos, drásticos y eficaces, lo que los otros no pueden hacer de día. Ahí hay una confesión de parte, que los miembros de la mesa de donantes deberían tener en cuenta antes de ofrecer apoyo a un régimen que no lo merece. Está bien la declaración en torno a la crisis humanitaria y la impunidad que vive Colombia, pero está mal que venga adornada con tanto adjetivo calificativo que los medios destacan para ensalzar la figura del nuevo héroe. Las mentiras de los medios hacen que en el país se tenga la idea de que la comunidad internacional es una nueva expresión, ciega, sorda y muda, de los tres miquitos del clásico pisapapeles. Pero no iba a eso. Iba a que este país que no era país hasta no hace mucho, no se indigna, no se mosquea, no protesta por el hecho de que el Estado considere como interlocutor a un grupo de narcotraficantes que nacieron en las entrañas de la organización de Pablo Escobar, de manera que el gobierno hace de las suyas y sigue tan orondo sobre la cresta de la ola de un prestigio mediático que maneja a punta de encuestas sinuosamente leídas. El último invento de EL TIEMPO es el más dramático de todos. Según sus dos mil lectores con acceso a la red, su excelencia es una especie de santo de palo, que no mata una mosca. Pero, como le dice Napoleón Franco a

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Óscar Delgado en un mensaje, allí sólo hay una acumulación donde nadie entiende nada y nadie saca conclusiones, lo que no obsta para que inclinemos la cabeza como corderos listos al sacrificio. En el país que hasta hace poco no había podido ser país, manda la información clasificada en el peor estilo de Édgar Hoover. Porque, si no es así, ¿de dónde acá el trato preferencial que la Fiscalía del señor de la cara de yo no fui le ofrece al coronel Royne Chávez, jefe de seguridad de Pastrana, involucrado en un delito común que debió ser sancionado hace mucho? ¿Qué sabe el señor Chávez, podría preguntarse cualquier parroquiano despistado, para que su caso reciba dilación tras dilación en búsqueda, posiblemente, de la preclusión definitiva? ¿Hay amenazas de por medio? En cualquier país, la actitud del fiscal habría provocado su estruendosa caída. Acá no. Acá somos acomodaticios y silenciosos. Y cobardes. Nuestra actitud es la de Michín, al que no le importa que la mamita le de palo mientras se acuerde de él a la hora de la comida. Nadie entiende entonces, aunque todos entienden, que el país no se amarre los pantalones y proteste por la nube de vacas que pasan volando. Nadie entiende que no haya puesto el grito en el cielo por la inminente libertad de Luis Hernando Rodríguez, el ex director de Foncolpuertos, que defraudó a la nación en 22 mil millones de pesos. La explicación es sencilla: resulta que este país ya es otro país, uno que estaba hace tiempo agazapado y que ahora regresa triunfante. En este país (y en el otro, para qué les digo que no, si sí) la justicia se lava las manos: ¡prescribieron los términos! Y todos felices comiendo perdices, sobre todo Rodríguez, que podrá mandarlas preparar al vino. Aquí todo prescribe. Prescribe la ética, prescribe la justicia, prescribe el buen sentido, ¡prescriben los términos! Como van a prescribir los del negociado de TermoRío. Por ahora, alegrémonos de que los implicados gocen de libertad provisional. Felices ellos (Enrique Ramírez, Marino Zuluaga y Marlén Valderrama), que entrarán, por fin, a disfrutar de los sesenta millones de dólares que nadie encuentra por parte alguna. Con sesenta millones de dólares el país no tendrá sesenta puestos de salud en sesenta pueblos abandonados, pero doña Marlén podrá comprarse un bonito par de zapatos y otras chucherías en la Quinta Avenida. Para no hablar de la votación amarrada que se inventaron con el fin de sacar avante el referendo, con sus cargas de profundidad en materia económica, sin que nadie oiga las voces que claman en el desierto de una opinión pública inexistente. Y para no hablar de todo lo demás. Porque aquí, en el nuevo país, a contrario sensu, el que otorga calla. Y todos otorgan, para comer en silencio, satisfechos.

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Decíamos Ayer... Octubre 20 de 2003 Siempre he pensado que la más famosa de las frases de fray Luis de León carece de sentido. La dijo, ustedes lo saben mejor que yo, cuando retomó su cátedra después de cinco años de ausencia, durante los cuales sorteó con varia fortuna la acusación de herejía elevada por sus enemigos ante el tribunal de la Inquisición. Pues bien: si ese notable “Decíamos ayer…” fuera cierto, si el hambre, los interrogatorios y las miserias de la mazmorra y la iniquidad de los carceleros hubieran pasado en vano, la historia no tendría sentido. “El propósito de abolir el pasado – escribió Borges en su ensayo sobre Nathaniel Hawthorne – ocurrió en el pasado y – paradójicamente – es una de las pruebas de que el pasado no se puede abolir. El pasado es indestructible: tarde o temprano vuelven todas las cosas”. Sigamos entonces por ese camino. En el caso de fray Luis, el pasado volvió pronto y con fuerza demoledora en su causa de beatificación, durante la cual el papa de turno se negó a llevarlo a los altares (así se decía una vez: “llevarlo a los altares”), alegando que, cuando los restos fueron exhumados, su mortaja apareció horriblemente desgarrada. Los investigadores concluyeron que el candidato a santo fue enterrado vivo, lo que lo llevó al desespero. Explicaron entonces que la condición esencial de la santidad es la paciencia y, sin más, ordenaron archivar el proceso. ¿Y qué querían? ¿Que se resignara y aceptara esa muerte horrible como un paso feliz hacia la gloria eterna? Si así fuera varios santos, entre ellos San Francisco de Asís, san Judas Tadeo, santa Teresa de Jesús, santa Bárbara bendita (la destituida patrona de las tormentas), nuestro san Ezequiel Moreno y la nueva beata, la ya casi santa Teresa de Calcuta, estarían en el más profundo de los infiernos. ¿Por qué? Porque a San Francisco lo desesperó el boato del pontificado y de las órdenes religiosas; porque a san Judas Tadeo lo desesperó la miseria de los ricos; porque a santa Teresa de Jesús la desesperó la pasividad de las mujeres; porque a santa Bárbara bendita la desesperaron los rayos y centellas que llovieron sobre su inocente cabeza; porque a san Ezequiel Moreno y Díaz lo desesperaron los liberales de su diócesis de Pasto; y porque a la casi ya santa Teresa de Calcuta, la desesperó el hecho de recibir la condecoración del Nene Doc sin el chequecito correspondiente. Por eso, aunque este asunto de la santidad importe un pito, digo que quienes rechazaron a fray Luis en el proceso de marras se equivocaron de medio a medio. Fray Luis fue un místico de altos quilates, y el insignificante desgarramiento de un sudario no tiene por qué devaluar de un solo golpe su vida austera o su inspirada traducción del Cantar de los Cantares o su minuciosa Exposición del libro de Job, escrita, cómo no, en la cárcel, o sus inolvidables poemas (Noche serena, Vida retirada…) que muchos aprendimos de memoria bajo la férula de nuestros maestros. Todo lo cual no traduce que acepte sin más ni más el tontarrón “Decíamos ayer” que lo hizo famoso. Entre otras cosas porque hoy, cuando es difícil encontrar quien haya leído siquiera a trancas y a mochas su versión del Cantar, sobran quienes lanzan un “Decíamos ayer” cualquiera

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para pasar por eruditos. Cicerón Pecueca, por ejemplo, debe estar a punto de vociferarlo cuando lo exoneren por el asunto de INVERCOLSA. “Decíamos ayer que no soy testaferro”, gritará, y muchos pensarán que esa es la puerta abierta hacia su candidatura presidencial. O Morenito, que lo dirá cuando ponga la frente en alto después de que se acabe la incómoda exploración en torno al desafuero del Banco del Pacífico. “Decíamos ayer”, lanzará con su aire de inocencia, y todos quedaremos súpitos ante su impresionante estatura de estadista. Pero no iba a esto. Iba a que en el enredo de las palabras no se ha estudiado el meollo del asunto. ¿Fue fray Luis asesinado? La tarea de adelantar esa investigación cuatrocientos doce años después del crimen, sólo podría emprenderla alguien como Enrique Santos Molano. Sin embargo, los indicios son clarísimos. Para comenzar, fray Luis era insoportable. Una vez fuera de la cárcel siguió con su incansable faena en contra de la Inquisición, y avanzó sin temor por la cuerda floja entre su posible calificación de hereje y su condición de excelso poeta. De otro lado, pese a todas las adversidades, jamás dio su brazo a torcer, y son esos temperamentos, precisamente esos temperamentos, los que se dominan por la fuerza. Y, por último, las causas naturales no podrían mantener un colapso por más de cinco días continuos, que fue el tiempo que se prolongó la ceremonia fúnebre. Planteo entonces como hipótesis que a fray Luis le aplicaron un somnífero, luego de lo cual, para castigarlo, lo enterraron vivo. Años después, ante la insistencia de los agustinos que querían tener un nuevo beato con el único propósito de derrotar numéricamente a los franciscanos, los mismos enemigos ordenaron la exhumación del cuerpo. Ya sabían lo que encontrarían. Y lo encontraron. A partir de su desespero no hubo canonización, que es un proceso reservado a los avivatos de todos los tiempos, como la uva pasa esa que hasta no hace mucho vivía en Calcuta. Pero de la ya casi santa no queda nada, mientras que de fray Luis se conserva un vigoroso tronco poético, que se cuenta entre los mejores de la lengua castellana. Ahora, cuando el papa canoniza a todo el mundo (quien le rece a san José María Escrivá de Balaguer que lance la primera piedra), sería posible intentar una reconsideración sobre esa medida a todas luces injusta. Fray Luis era un marginal, un ser distinto. Y esa diferencia no tiene por qué ponerlo por debajo de tantos Morenitos como los que abundan sin ton ni son en el santoral católico. En fin, todo esto para enlazar con lo que yo decía ayer. Aunque jamás lo dijera, y jamás quisiera decirlo.

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¿Y qué? Noviembre 1, 2003 A la política que se hace en Colombia le falta política. Pierden unos, ganan otros, salen los más, vuelven los menos, pero en todo ese tejemaneje lo único que percibe el elector es una falta de horizonte. De vez en cuando los ciudadanos pensamos que todavía podemos intervenir en nuestros asuntos colectivos, y salimos hasta las mesas de votación con el propósito de dar lecciones que creemos definitivas. Pero no. Mientras volvemos a nuestro silencio, los viejos y los nuevos políticos, los que ingresaron al escenario y los que, mientras tanto, desaparecieron para siempre, los que usaron chaquetas amarillas (con la mira puesta en el futuro himno, es necesario recordar que amarillo rima con Paramillo), o rojas o azules o variopintas, los que ganaron con estruendo en los editoriales pero fueron derrotados, con estruendo también, a la hora de la verdad, se enredan en la mecánica de siempre, y pierden el norte. Aquí, pienso yo, piensa cualquiera, detrás de estas palabras y de estos gestos y de estas propuestas y de estas sonrisas y de estos regaños y de estas alegrías y desolaciones, hay poca cosa. Hay, quizás, un episodio. El péndulo se mueve de la derecha a la izquierda y vuelve a la derecha, sencillamente porque ese es el oficio de los péndulos. Pero todo sigue igual. La misma guerra, la misma miseria, la misma incapacidad, las mismas fauces voraces alrededor del presupuesto, en una palabra los mismos políticos, eso sí con distintas caras, con otros pelambres y apellidos, ¡con diferentes maletines! E igual desde el comienzo de los tiempos. Si algún caricaturista se atreviera a ponerle a la escuálida figura del ministro del Interior y la Justicia (minInjusticia) el tricornio y la casaca ad usum en la época de la Colonia, sería fácil comprobar que nuestro mandamás es el virrey Messía de la Cerda (ascendiente suyo por el lado Cerda). Y si, por el contrario, pusiera a don José Manuel Marroquín en trance de yoga, veríamos que entre el autor de La Perrilla y su excelencia no hay ninguna distancia. Su excelencia fue la que hace cien años vendió a Panamá por treinta monedas de plata, y el señor Marroquín acaba de motejar de politiquero perfumado al más leal – y obtuso – de sus conmilitones. Y pare ahí el experimento, porque para qué comprobar que el doctor Gavirica es Juana la loca, o que el general Mora Rangel es la mula cascorva que se turnaron los próceres de la patria boba, o que el autoproclamado precandidato Vargas Lleras es una edición recalentada del doctor Goyeneche. Aunque no sobraría un fresco monumental que dejara constancia para la posteridad de varios de estos pormenores. Reconocer al doctor López Michelsen de ahora en la figura del doctor López Michelsen que alguna vez fue el hijo del ejecutivo, sería saludable. Y a Andrés Pastrana en su condición de Lorencita Villegas de Santos, tomando té a escondidas con Gabriel Turbay (a escondidas por el té, dado que era bien visto tomar chocolate), recuperaría para la historia la razón de ser de los cabellos plateados. Y ver al derrotado júnior Turbay bailando El Polvorete con monseñor Castrillón Hoyos antes de que lo elijan papa, le haría justicia a Turbay sénior. Aparte de las mil y una posibilidades que ofrecen los protagonistas y las protagonistas de nuestra parroquia. Morenito, por ejemplo, trepado en la estaca del Banco del Pacífico con plumaje de lora, gritando “¡quiero cacao, quiero cacao!”, y abajo la académica doctora María Isabel

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Rueda (¿que no es académica?), corrigiéndole, en traje de don Marco Fidel: “No diga usted cacao: diga cacado, no sea guache”. En fin, que aquí no pasa nada. Cambian las caras, de modo que Angelino, el ministro de Pastrana, es gobernador del Valle, ¿y qué? Y Fajardo llega a la Alcaldía de Medellín a cumplir los acuerdos firmados con los paramilitares, ¿y qué? Y los de siempre lloran y hacen crujir los dientes porque Bogotá eligió a un socialista, ¿y qué? Porque en todo eso lo que hay es una epidermis, una tenue capa de maquillaje sobre nuestro cadáver. Mientras no haya partidos políticos, mientras no se dejen de lado la pereza de la ideología y la ambigüedad de la imagen, mientras se acepten juegos malévolos en los linderos del Código Penal (¿no es la propuesta frustrada de Londoño sobre la ampliación del umbral una trampa idéntica a lo que hizo con los fondos de Invercolsa?), todo lo que hoy ocurra, así sea tan positivo como el derrumbe del referendo y el repunte de las opciones de izquierda, será rebasado en pocos días por la coyuntura. No quiero ser la eterna Casandra. Pero, al igual que al resto de los colombianos a quienes nos llenaron de satisfacción los resultados electorales del sábado y el domingo, me gustaría advertir en las propuestas y programas algo más que la felicidad del triunfo. Sí, se sabe que Bogotá no puede seguir siendo el Palacio del Ladrillo, como alguna vez fue el Palacio del Chunchullo y luego el Palacio del Chanchullo. Esas son las buenas intenciones. Pero ¿dónde está la estructura política que le dé proyección a los anunciados programas de salud, a la educación pública, al reordenamiento de los servicios domiciliarios, a la refinanciación con base en una renovada y equitativa distribución tributaria? ¿Hay alguna solidez detrás de tanta frase chusca, de tanto acierto verbal, de tanta propuesta administrativa? Esperemos que sí. El país necesita una nueva clase política. Pero la clase política no puede seguir obedeciendo a la improvisación, al desconcierto, a la ausencia de una propuesta fundamental, al caos generalizado. Echando mano de un viejo concepto, rebasado por las mediocridades de la época, deberíamos exigir que la política volviera a ser del pueblo. Ese podría ser un punto de partida. Porque si las cosas siguen como van, los nuevos políticos de hoy simplemente serán los viejos políticos de mañana. Y si las cosas son así, lo poco que se ha logrado no vale la pena.

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You’ll take Urabá Noviembre 6 de 2003 Quizá por falta de perspectiva, la celebración de los cien años de Panamá nos ha servido para muy poco. ¿Qué dirán, qué podrán decir los atildados historiadores bogotanos del año 2110 o del 2113 sobre lo que fue el proceso que llevó a la independencia de la república del Urabá en medio de una aguda confrontación de intereses despiadados y de masacres sin nombre? Si intentáramos una aproximación más allá del tiempo y del espacio, veríamos cómo el papel de su excelencia no es otro que el del señor Marroquín y su perrilla. Según se ha publicado hasta la saciedad en estos días, el quisquilloso gramático estaba más preocupado por arrasar a los liberales que por defender la integridad del territorio, y ni siquiera el día en que le anunciaron que Panamá se había separado de Colombia pareció percatarse de la importancia del asunto. Cien años más tarde su excelencia está obsesionada con el triunfo sobre unas guerrillas que juegan con ella al gato y al ratón (siendo ella el ratón), y no se da cuenta de que el enemigo, el verdadero enemigo, toma asiento en los consejos de gobierno por interpuesta persona, despacha en un edificio blindado lateral al de la Fiscalía, y habla hasta por los codos de asuntos que no le conciernen. Los protagonistas son otros, claro está, pero la situación es la misma. Un territorio abandonado y potencialmente importante para los intereses estratégicos del imperio, una guerra insoluble, un descalabro de la economía, una miopía generalizada de quienes tienen a su cargo los asuntos del Estado. El zarpazo no va a ser cosa de estos días, pero permanece latente como una posibilidad digna de análisis. Hace cien años, los Estados Unidos necesitaban afirmar su dominio sobre el resto del mundo, y veían la posibilidad del canal interoceánico como un as marcado y puesto a su servicio. Sin distinción de ninguna especie, los dirigentes colombianos del momento aceptaban esa hipótesis como un imperativo, y cuál más, cuál menos, todos estaban dispuestos a ceder los derechos del país a cambio de un espaldarazo de Norteamérica a sus expectativas políticas domésticas. En la separación de Panamá jugó un papel importante la manipulación de los pequeños apetitos, que Wall Street orquestó a las mil maravillas a través del señor Cromwell, pero el principal factor fue nuestro desbarajuste político, que les sirvió en bandeja de plata a los piratas internacionales la posibilidad de disponer a su amaño de ese territorio. Pues bien, hoy no sucede otra cosa. La guerra ya no es lo que era, pero hay presencias oprobiosas, cuya tarea no se acaba de dilucidar a cabalidad. Por ejemplo, la de Carlos Castaño. O la de Luis Alberto Moreno. ¿Les ha informado el mínimo embajador a las autoridades de los Estados Unidos que el propósito del país es inequívoco en la defensa de su integridad geográfica? Me permito dudarlo. Hace cien años el presidente Rafael Reyes, destituyó a Diego de Mendoza, su embajador en los Estados Unidos, ¡cuando descubrió que intentaba defender los intereses de Colombia! En esta oportunidad no habrá destituciones de por medio, porque a su excelencia y a su

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embajador y a su ministro y a su cardenal y a su brazo armado y a su paramilitar y a su bancada, lo único que les importa es acabar con su contrincante. Todos ellos participan íntegramente de los principios que animan a la agenda norteamericana para estos países, en la cual hasta el último espacio está ocupado por la lucha contra el narcotráfico. Lo que importa allá y acá es disimular que se quiere acabar con ese flagelo a través de un equívoco que permitirá prolongar el conflicto hasta que ellos quieran y garantizará la obtención de las ganancias que deseen en el volumen que les apetezca. Ese es el juego que jugamos. Aquí, como ocurrió hace cien años, el país es la última prioridad, y para entregárselo al peor postor se dispone de todo el tiempo del mundo. No se va a ganar la guerra contra el narcotráfico, no se va a ganar la guerra contra la guerrilla, no se van a solucionar los problemas de orden público, la crisis se profundizará al máximo, a su excelencia la seguirá el presidente Peñalosa que mandará pavimentar el río Magdalena y al presidente Peñalosa lo seguirá el presidente Morenito que recibirá un país y entregará tres. Todo récord, inclusive el de Marroquín, tiene a un Morenito en su futuro. Eso, desde un punto de vista macro. Porque las cosas en pequeña escala, exigen que para reinsertar a unos delincuentes comunes como los que se quieren reinsertar a cualquier precio, alguien se invente un país de bolsillo en el que Castaño pueda ser presidente de la República y Pedro Juan Moreno vicepresidente y Rito Alejo del Río comandante de las Fuerzas Militares y Carlos Arturo Marulanda fiscal general y Visbal mininjusticia. Ojalá dentro de cien años se cuente la verdadera historia del proceso que vamos a vivir impepinablemente, tal como ocurrió con el de Panamá, que encuentra su dimensión exacta en el libro de Ovidio Díaz Espino. Pero, sin adelantarnos a los acontecimientos, digamos que la república soberana del Urabá tendrá a su cargo una serie de grandes y de pequeños objetivos. Los grandes, servir de punto de equilibrio global en una zona donde la riqueza no se mide en minas de uranio sino en biodiversidad. Los pequeños, ponerle un punto final – y macabro – a nuestra hecatombe. Pensemos entonces en el himno, la bandera y el escudo. El himno, dos estrofas escritas y musicalizadas por Diomedes Díaz, donde se rinda homenaje a Paramillo y a los calzoncillos y a los pillos. La bandera, de color castaño con bordes morenos y morenitos. Y el escudo, dos motosierras cruzadas sobre un campo de agramante lleno de calaveras. Ah, ¡y la imagen institucional! La imagen institucional a cargo del fiscal de la cara de yo no fui y de su sartal de miserias y absoluciones.

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El reino del espanto Noviembre 29 de 2003 Se entrega un grupo de paramilitares que no son paramilitares, y los protagonistas del reino del espanto se estremecen de asombro. De inmediato, la desvaída figura presidencial remonta en las encuestas, los políticos de media petaca se hacen los locos, los jefes de las bandas de sicarios hablan del futuro colectivo en su condición de nuevos próceres, el psiquiatra de la ternura anuncia un segundo tomo de su libro, el alcalde saliente de Medellín toma medidas extraordinarias que lesionan en materia grave el presupuesto nacional (por un lado compra platos de lujo y por el otro nos deja los platos rotos), y los medios, todos los medios, cierran los ojos para dejarse arrastrar hacia el despeñadero definitivo. Pero algo comienza a marchar mal en el tinglado. Tal vez el hecho de que quienes rodean al príncipe piensen todavía que aquí nadie se da cuenta de nada. Y no. Acá, hasta las hermanitas de los pobres saben que se trata de una farsa. Claro está que el complacido aplauso que lanzan los de siempre no deja ver que, en el foso, el país que votó por su excelencia comienza a tener miedo. Un miedo cerval provocado por los protagonistas (¡sobre todo por esos protagonistas!), por lo que pueda pasar a partir de una reinserción que no reinserta a nadie, por las amenazas de siempre, por las nuevas amenazas. Un miedo que paraliza porque detrás de esa extraña mezcla de lobo, zorro y súcubo que lo distingue, el gobierno, muestra las garras. Tonto país, inocente país, ¡pobre país! que a pesar de todas las advertencias que se le hicieron puso el cuello en la guillotina y que hoy se aterra porque siente el inminente desprendimiento de la cuchilla. Sobra decir que en este asunto nos jugamos más que la reinserción de un grupo de delincuentes comunes reclutados de afán, entrenados de afán, y armados de afán con las armas que no son. Nos jugamos mucho más que el perdón y olvido para los crímenes atroces de Castaño y Mancuso, y la estatua que le construirán en Envigado a “don Berna”, el narcotraficante que ahora lanza proclamas estridentes que caen sobre el país como una nata espesa. Tal como se plantea, esa paz es un imposible ético. En ella se elimina de un solo tajo la justicia, y el régimen político se hace a un lado para darle cabida a la razón de la metralleta. Si las cosas siguen como van, no será extraño que dentro de poco comiencen a desaparecer en Colombia los elementos mínimos necesarios para que subsista esa democracia de cartón que nos distingue. No hace mucho, en un reportaje que le concedió a la agencia EFE, Javier Sanín sostuvo que el país avanza por el camino de la fujimorización. Grave perspectiva, y aún peor si se tiene en cuenta que nuestro Montesinos desapareció – sin desaparecer – en medio de su cortina de humo, y que la perversidad de Uribe jugará al gato y al ratón con el pobre Sabas. Por lo menos, dos seres del averno podían llegar a neutralizarse. Pero el pobre Sabas… ¡ni siquiera se sabe qué decir del pobre Sabas! Estamos lejos de la paz. La paz es un proceso en el que juegan decenas de elementos complejos, y no únicamente el miedo a la violencia. Lo que tenemos ahora como base de esos monólogos a los que llaman diálogos y de esas imposiciones que se dicen acuerdos, no es otra cosa que el miedo a la inviabilidad del país. Aunque la fórmula de

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su excelencia es autónoma, tiene puntos de contacto con la entrega de las guerrillas del Llano en la época de Rojas Pinilla. Quienes llegaron al poder en ese entonces amnistiaron a quienes habían actuado como sus batallones irregulares en la lucha sin cuartel entre los dos partidos. No podía ser de otra manera. En esta ocasión, el Estado reconoce que los paramilitares han sido sus batallones irregulares en la lucha sin cuartel contra la guerrilla. Pero los lamentables resultados de hace cincuenta años, deberían servirnos de preaviso sobre lo que nos puede suceder en el futuro. La lección es clarísima: sin una justicia que repare el daño moral y económico del Estado (del hipotético Estado) y de las víctimas, y que ayude a la recuperación de la memoria individual y colectiva, será imposible avanzar por el camino de la paz. Hablo de amnistía sabiendo exactamente lo que digo. Aquí, duélale a quien le duela, lo que hay es una amnistía, así se disfrace con otros nombres, que se repite hasta el cansancio en otros muchos episodios de nuestra vida colectiva. En este país la amnistía para los poderosos y los violentos es una norma de conducta. Porque, díganme ustedes, si la escogencia del general Ospina como comandante de las Fuerzas Militares, no es una amnistía por los crímenes de lesa humanidad que cohonestó en la IV Brigada, ¿qué cosa es esa escogencia? Y si el posible nombramiento de Fernando Londoño como embajador en Suecia no es una amnistía por la defraudación de INVERCOLSA y otras varias defraudaciones, ¿qué cosa es ese nombramiento? Y si el silencio en torno a la sanción que le impuso la Procuraduría a la señora Kertzman y, por consiguiente, su permanencia al frente de nuestra embajada en Canadá, no es una amnistía por su participación necesaria en el desfalco multimillonario del Banco del Pacífico, ¿qué cosa puede ser ese silencio? Y si la exención del aumento del IVA a la cerveza (mientras se grava a las pensiones miserables de los jubilados) no es una amnistía patrimonial a favor de Santodomingo, ¿qué cosa es esa exención? La amnistía que beneficia a un grupo de desharrapados delincuentes comunes de los sectores marginales de Medellín, no es más que una burla sangrienta. Los paramilitares de verdad, sobra decirlo, permanecen en sus trece. Por dos razones: porque el gobierno no va a salir porque sí de su ejército de sicarios, y porque nuestro oficio, ¡no faltaba más!, es el de seguir siendo asesinados. ¿Acaso no es eso lo que siempre sucede?

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Breve noticia sobre la libertad Marzo 13 de 2004 No son buenas las noticias que nos llegan a diario sobre la libertad. En efecto, sin darnos cuenta hemos comenzado desde hace mucho a seguir los pasos de Aladino y a cambiar nuestra lámpara vieja del derecho a existir, por la lámpara nueva del simple derecho a estar dentro de un mínimo espacio de supervivencia. Para sobrevivir en las condiciones infames en que hoy sobrevivimos, lo primero que le hemos entregado al mago que pregona en nuestra puerta las maravillas de ese extraño negocio es el oficio del pensar. Pensemos, siquiera a vuelo de pájaro, sobre el hecho del pensar. ¿Cuál sería, aquí y ahora, nuestra forma de pensar? Dicho de otra manera, ¿estamos dispuestos a pensar? ¿Queremos pensar? ¿Podemos hacerlo? Voy a partir de una hipótesis sencilla: los seres humanos hemos abandonado a su suerte el ejercicio del pensar. Y henos aquí, con las manos atadas, sometidos al arbitrio del poder. No hablo del poder político, que hace mucho dejó de ser el poder. Hablo de ese poder ambiguo e inasible que se esconde detrás de mecanismos sugestivos, creados para manipular un ente deleznable, la opinión pública, que, si existió alguna vez, sólo lo hizo como excepción. En una lista que no es exhaustiva, dentro de esos mecanismos están la publicidad, los media y las encuestas. Sin saber cómo, hemos llegado a ser una ficha más en la patética masa que existe para no darse cuenta. No voy a repetir, por elemental, la historia del hombre que sale de su trabajo y, que, sin saludar a su mujer, sin percatarse de la existencia de sus hijos, y sin comprender para nada lo que lo rodea en su entorno inmediato, se sienta frente a la pantalla del televisor a masticar noticias construidas para él con un determinado propósito, juegos deportivos cada día más plásticos, y palomitas de maíz. A ese individuo, que es la caricatura dramática de la imposibilidad absoluta en que estamos los seres humanos de avanzar hacia una respuesta ética de nuestra existencia, le basta tener a mano una lata de cerveza para consumirse con tranquilidad en su desolación. Porque él se sabe a sí mismo – y se vive a sí mismo – como la imagen de su desolación. Es analfabeta funcional. Ha perdido el uso de la palabra. Intuye que su único ejercicio es el de vegetar. Nació, si puede decirse que nació, y creció, si la adquisición de un volumen es una especie de crecimiento, y se reprodujo, si es reproducirse el hecho de tener hijos sin plantearse la urgencia de ser padre, y ese ejercicio mecánico lo ha convencido de que su única razón de ser es la muerte. Obedece entonces a ciegas las indicaciones que descubre en su inconsciente como inocuas frente a la inutilidad de su existencia, pero vive, sin saberlo quizás, el desarraigo. Un íntimo desarraigo. Y es este último el que le da su razón de ser ser humano y el que nos regresa al punto de partida de un proceso inicuo que es necesario reconstruir para que no desaparezca, sin saber cómo, el ejercicio esencial de la libertad. No somos seres libres. Paso a paso el poder ha tejido a nuestro alrededor una red inextricable que nos ha alejado peligrosamente de la ética, entendida esta como Sabater la entendió alguna vez: una reflexión sobre la libertad. Sometido mediante los

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cantos de sirena de la sociedad contemporánea, el ser humano no se ha dado cuenta de que le ha vendido su alma a un diablo que se ha revestido de autoridad. Alrededor del ejercicio ciudadano, que constituyó hace doscientos y más años el horizonte de la libertad, se ha tendido la normatividad de un callejón sin salida. La urdimbre es sutil. Una norma lleva a otra norma y las dos normas unidas constituyen las dos premisas de un silogismo, cuya conclusión es, a la vez, la primera premisa del próximo silogismo. Un simple registro de nacimiento prende todas las alarmas, de manera que en poco tiempo ese ser que tenía la vocación de ser feliz, se encuentra con la espesa red de deberes que lo aprisionan como una telaraña. No hay documentos autónomos. Cada vez que alguien firma un papel que especifica todavía más su identidad, se hunde en una esclavitud que le permite relacionarse con los demás siempre y cuando esté dispuesto a pagar, y a pagar abundantemente, por ello. El poder se ha convertido en un ejercicio despiadado, al servicio de unos pocos propietarios de todo lo que nos rodea, la salud, el trabajo, la seguridad social, la infraestructura física, y, aún más grave, el pensamiento, la palabra, la política, la ética. Lo que hasta no hace mucho nos pertenecía a todos, hoy es de unos pocos. El año pasado hubo sesenta muertos en Bolivia, cuando los indígenas quisieron rebelarse contra quienes se declararon dueños del agua. Ahora hay quienes se declaran dueños del espacio sideral, o dueños del aire, o dueños del mapa genético. ¡Dueños del mapa genético! ¡Dueños de la expectativa de conquistar algún día a Marte! ¡Dueños de lotes en la Luna! El absurdo de una sociedad en la que desaparecieron las ideologías, en la que – dicen – murió la historia, en la que la política le dio paso a las corporaciones, y en la que el éxito es la única expresión posible de lo verdadero y de lo bueno, se hace evidente en un universo donde los débiles carecen de cualquier derecho menos el derecho a desaparecer. Miren ustedes a su alrededor. ¿Es lícito llamar sociedad a un grupo inhumano donde los viejos que no lograron en su momento ubicarse dentro del plan de seguridad social deben trabajar hasta el mismo día de su muerte en oficios despiadados? No creo que esa sociedad, esta sociedad, merezca el nombre de sociedad. Nuestros viejos, nuestros niños, nuestros indigentes, nosotros mismos padecemos una forma cada vez más evidente de esclavitud. Ignoro hasta qué punto sea ético un enunciado según el cual “el que no trabaja no come”. Por lo menos ignoro hasta qué punto lo sea ahora, porque con el prurito de combatir uno de los siete pecados capitales, el que no trabaja hoy por cualquiera de las razones poderosas que a veces se tienen para no trabajar, no come pero tampoco tiene servicios de salud ni puede educar a sus hijos y ni siquiera tiene el derecho de morir en paz. Durante siglos se nos enseñó que nadie debe discutir el imperio de la ley, se nos obligó a respetar la norma, a acomodarnos a las disposiciones a veces inexplicables de los gobernantes. Y sí que aprendimos la lección. Pero no nos hemos dado cuenta de que la ley ya no es lo que solía ser la ley. Antes la ley estaba hecha para proteger el bien común, se dictaba en beneficio de todos los asociados. Hoy conserva esa apariencia, pero el propósito que la anima es muy distinto. Para hacer esa afirmación me baso sobre un hecho evidente: las sociedades se han polarizado entre los muy pocos que lo tienen todo, y los muchos, muchísimos, que nada tienen. Hay algo que no está funcionando demasiado bien en ese esquema. El hombre, el “triste, solitario y final” ser humano de siempre, es el mismo en cualquier rincón del mundo por apartado que sea. Y dentro de ese género al que todos pertenecemos, dentro de esa geografía que es la

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nuestra, dentro de esa historia en la que estamos inmersos, no hay millones ni centenares de millones sino miles de millones de seres vivos, con verdad, con inteligencia, con conciencia, con derechos elementales, que no disponen siquiera de las condiciones necesarias para sobrevivir. Miles de millones de seres vivos que están por debajo de la línea de pobreza, algunos de los cuales, los que no llegan siquiera a superar el estado de miseria, en las crueles palabras de los organismos económicos multinacionales, no son viables. Pues bien. Un solo ser humano inviable debería ser una carga ética capaz de derrumbar cualquier estructura económica, por poderosa que fuera. Un solo niño que muera de hambre debería arrasar hasta sus cimientos a cualquier imperio. Pero hemos creado un caparazón de insensibilidad alrededor de asuntos que nos afectan a todos. Con frecuencia se oye: ¡problema de ellos! ¿Problema de ellos? Pienso que no tenemos por qué compartir semejante exabrupto. Para que podamos subsistir como especie debemos regresar a una vieja idea filosófica, según la cual el hombre sólo puede hacerse hombre en su relación con los demás hombres. Y sólo en caso de aceptar ese principio, podremos reencontrar el camino perdido, cuya única vocación posible es la ética y, no sobra decirlo, la libertad.

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La hermosa utopía Marzo 20 de 2004 Sin saber ni cómo ni cuándo ni por qué, la democracia desapareció como sistema. Tal vez nunca llegó a ser nada más que una hermosa utopía. En 1941 Roosevelt la definió como la herramienta adecuada para garantizarles a todos “igualdad de oportunidades, empleo, seguridad social, protección de las libertades civiles y participación en los frutos del progreso científico, dentro de un nivel de vida creciente y compartido”. Pues bien, nada de eso fue posible en el despropósito de un mundo que se ahogó bajo la tiranía de las corporaciones. Quizá porque se siente demasiado seguro en medio de la mediocridad que nos agobia, el poder muestra con descaro los mecanismos cada vez más baratos que utiliza para manipular a los desposeídos. El terrorismo, por ejemplo. Mientras el verdadero terrorismo, que es la injusticia en cualquiera de sus múltiples formas, se extiende como un fantasma por la faz de la tierra, el poder lo disfraza con un turbante, le pone en la mano un maletín lleno de explosivos y lo lleva a Madrid. Por favor, ¡ese no es el enemigo! El enemigo está en otra parte. El verdadero enemigo está en la forma como el poder extorsiona y aniquila a los débiles, como los convierte en los nuevos esclavos de una organización inicua y fría, que no se para en minucias para obtener sus objetivos. El enemigo no es, claro está, el pobre sujeto político, que hoy es y mañana desaparece. Sería ridículo pensar que el enemigo pueda ser Bush, que es un títere, o Aznar, que fue el títere de un títere. Tal vez uno y otro lo sean para las víctimas indefensas de la avanzada mediática, que necesitan un ser de carne y hueso que salga por la televisión para poder odiarlo y despreciarlo como merece. Pero ese es el disfraz. Por fortuna, poco a poco los tontos y manipulables corderos que somos todos hemos comenzado a darnos cuenta de que detrás de las máscaras de cualquier especie que usan los asesinos, detrás de la torpeza elemental con que actúan los encargados de producir el hecho político, se esconde una sombra borrosa e indefinible que no está dispuesta a dar la cara mientras no termine de exterminarnos. Ese es el poder. Por eso, aunque denunciemos a voces, primero a los medios, que cayeron en el abismo sin fondo de la complicidad con el delito, y luego a los políticos, que se aprovechan de la coyuntura para sacar sus propios y momentáneos beneficios, comenzamos a darnos cuenta de que ni los unos ni los otros son el enemigo. Medios y políticos son apenas el instrumento del que se vale el poder para despojarnos de lo poco que todavía es nuestro. Ya no son nuestros los países que alguna vez fueron nuestros. No son nuestros los espacios ideológicos, ni las empresas culturales ni el pensamiento ni mucho menos la ajena economía. Hasta hace cien años posiblemente eran nuestras las palabras en cualquiera de sus manifestaciones, pero el poder se apropió de ellas y las hizo adjetivas. Hoy hablamos un lenguaje de algodón. Este texto está hecho de algodón, y usa formas ambiguas. ¿Expresa lo que quiere expresar? Es posible que no, porque las palabras se han vuelto ajenas, porque entre el lenguaje y lo que se quiere – y se debe – decir hay un espacio muerto que pertenece al poder, al enemigo. Cuando alguien tiene la capacidad de expresión que se nos niega con frecuencia, llega el poder y por medio del mercado se apodera de su alma. ¿Un ejemplo? Dalí es un buen ejemplo. O Pavarotti. O Christian

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Barnardt. O Carlos Fuentes. Todos ellos se entregaron con armas y trebejos al enemigo. En manos de esas organizaciones y personas, la democracia deja a pasos gigantescos de ser la democracia. Nunca lo fue de manera perfecta. Pero los defectos que tuvo que soportar en el pasado, se han vuelto de tal manera sutiles que hoy aparenta tener una salud a toda prueba, siendo apenas, como es, un pobre cadáver maquillado. El poder ha construido a su alrededor el anillo gelatinoso e indestructible de la imagen. De vez en cuando nos convoca a defender la democracia. Y allá vamos, luchando a brazo partido por el interés de las corporaciones, por el bienestar de los poderosos, por la perpetuación de las iniquidades. Es urgente denunciar ese esquema. Es necesario destruirlo. La única defensa que tenemos contra ese poder perverso y pervertido es el de recuperar las herramientas formales que le entregamos hace mucho. La información, por ejemplo. Por ejemplo las elecciones. Ni la una ni las otras pueden seguir siendo manipuladas por los agentes a sueldo del enemigo. Comencemos por entender que este último ha convertido a la oposición en la otra cara de la misma moneda. Pero es la misma moneda. Entendamos también que los medios son un apéndice más de las corporaciones. Es inicuo, para poner cualquier ejemplo, que el periódico más antiguo y prestigioso de Colombia haya caído en pies de una cervecera. De esas elecciones, de esa oposición, de esos medios, de ese discurso, de esas propuestas sin contenido, no puede esperarse nada. ¿O acaso puede esperarse algo de la nueva edición del PSOE, un partido que se derrumbó en medio del peor escándalo de corrupción que se haya conocido en Europa en mucho tiempo? ¿Puede esperarse algo del hecho de que los republicanos en los Estados Unidos prometan llevar a cabo en la hipotética segunda administración Bush las reformas que el mismo Bush torpedeó a lo largo y ancho de sus primeros años? ¿Puede esperarse algo, si es que puede esperarse algo, de las zancadillas que comienza a ponerse el señor Lula? Todo eso, repito, es la apariencia. Detrás el poder, el verdadero poder se ríe a carcajadas de nosotros y de los payasos que hoy sí y mañana también nos entrega como carnada. Pues bien. Esa democracia no es la democracia. Para desenmascararla, comencemos por recuperar para ella su condición de utopía. De vigorosa y sólida utopía.

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Los fantoches Abril 1 de 2004 Los Políticos Cuando los fantoches tomaron figura corporal como nosotros, se hicieron políticos latinoamericanos. Para precisar lo que quiero decir, valdría la pena transcribir las acepciones que trae el Diccionario de la Real Academia. "Fantoche. 1. Títere o figurilla que se mueve por medio de hilos. 2. Sujeto aniñado de figura pequeña o ridícula. 3. Sujeto informal o vanamente presumido". Cualquiera: usted, usted... puede ubicar a su político preferido en una de las tres definiciones. ¿No es cierto que se ajusta a la perfección? Yo, por ejemplo, pondría a Álvaro Uribe. Esta semana le dieron catorce segundos en la televisión gringa, cuando fue de rodillas a suplicar que prolongaran el Plan Colombia y, para lograrlo, ofreció firmar un tratado bilateral de comercio que desde mediados de mayo tratará de acabar en un dos por tres con lo poco que queda de país. Ahí estaba, aniñado, con su figura pequeña y ridícula, dejándose mover por medio de hilos, pero presentando, eso sí, una imagen informal y vanamente presumida. Mejor dicho, el fantoche perfecto. Y a su alrededor, otros fantoches más, todos perfectos. Ahora, una condición esencial para ser fantoche es la de vivir en la ignorancia absoluta de que el interesado es fantoche. El rey de España, por ejemplo (lo que tiende a demostrar que el mal se extiende por el mundo entero como una epidemia) está convencido de que él es el rey. Poco a poco, en medio de la ficticia solemnidad palaciega, el rey se convierte en una campaña publicitaria. El rey jugando tenis; el rey besando ancianitas; el rey paseando por una calle perdida de Sevilla; el rey usando loción XX para después de la afeitada. Y como el rey, muchos otros políticos y "dirigentes". Puros fantoches, simple y llana fantochería. ¿Y qué me dicen de Vargas Llosa? No hace mucho, Vargas Llosa estuvo en Bogotá para presentar su increíblemente sugestiva última novela. No sé por qué los fantoches que escriben y hacen política, siempre tienen para presentar una "última novela". Pues bien, en el caso de Vargas Llosa se trata de "El paraíso en la otra esquina", en la que, alrededor de la figura de Gauguin y de su abuela Flora Tristán, el fantoche del "boom" defiende el vigor de las culturas marginales. Bien, aplausos en la galería. Pero, claro, el fantoche es fantoche. Y he aquí que en Bogotá borró con una mano lo que escribió con la otra. En efecto, en una de sus conferencias de prensa (fantoche que se respete siempre tiene "conferencias de prensa"), despotricó contra los indígenas. La noticia, ya vieja, no la leí en ninguno de los desabridos periódicos de Colombia, cortados con la misma tijera aséptica y enfermiza. La trajo ARGENPRESS, el 15 de noviembre, y la guardé como muchos otros recortes que conservo en el prontuario del mundo de fantoches en el que nos tocó vivir. Cuenta la agencia que el escritor pidió combatir los movimientos indígenas de Perú, Bolivia y Ecuador, que son "un peligro para la democracia debido al desorden social que crean". Al absurdo de esa declaración se

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suma el despropósito de haberla formulado pocos días después de que los indígenas bolivianos sacaron a sombrerazos a Sánchez de Lozada no sólo por su posición insignificante frente al ALCA, sino por haber fusilado a 60 manifestantes pacíficos que exigían mejores condiciones de vida. A Vargas Llosa lo único que le interesa es el perfil y la fotografía. Ah, y el Nobel. Puro fantoche. Todo esto podría demostrar que una de las condiciones esenciales del fantoche es la imbecilidad. En este terreno hay un ejemplo superior: Bush, y otra vez estoy fuera de Latinoamérica, es un fantoche con toda la barba. El 21 de febrero del 2003, Umberto Eco publicó en "El Mundo" una antología de sus frases célebres. Lean esta, captada al vuelo en una entrevista que concedió a la Associated Press el 18 de enero del 2001: "Sé que en Washington hay muchas ambiciones. Es natural. Pero espero que los ambiciosos se den cuenta de que es más fácil triunfar con un éxito que con un fracaso". O esta otra, que dijo en Austin el 20 de diciembre del 2000: "El gas natural es hemisférico. Me gusta llamarle hemisférico en la naturaleza, porque es el producto que podemos encontrar en el vecindario". ¿Qué clase de cabeza puede soportar frases de semejante calibre? Sólo hay una respuesta posible: la cabeza de un fantoche. Podría decirse que la fantochería es una enfermedad de los políticos de nuestro tiempo. Dentro de ellos, Menem, claro está, se lleva las palmas. ¡Qué presunción y qué inmenso vacío! Nadie, que yo sepa, ha perdido su tiempo en publicar su iconografía, que va de las patillas de malevo porteño a la sofisticada figura del consorte de Cecilia Bolocco. Pero esa transformación esconde a un defraudador, que es otra condición esencial del fantoche. Vargas Llosa es un defraudador de la palabra; Bush de la inteligencia; Uribe de la ética... Menem es un fantoche defraudador de la palabra, de la inteligencia, de la ética y del tesoro público. En el primer tomo de los "Cuadernos de Lanzarote", cuenta Saramago que en alguna ocasión, Menem "hablando en un acto cultural cualquiera, resolvió introducir en el discurso, que obviamente no había sido escrito por él, algo de su propia cosecha, y no encontró nada mejor que declarar que su vida había sido influida de manera profunda por la lectura de las novelas de Jorge Luis Borges... Y en otra ocasión, valientemente, afirmó que su libro de cabecera era la Obra Completa de Sócrates". Si los periodistas fueran periodistas, alguno le debería haber preguntado: ¿De Sócrates Contreras?, con lo cual el fantoche hubiera quedado como lo que es: un fantoche. Un fantoche al que le acaban de descubrir nuevas cuentas secretas por 600 mil dólares, y dos aviones privados que jamás declaró. Y un fantoche que se casa con una ex miss universo, para ayudarla a que, dada su edad provecta, siga siendo eternamente miss. Fantoches. Los políticos son puros, llanos y auténticos fantoches.

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Paramilitar para paramilitares 4 de abril de 2004 El 27 de febrero de 1997, los pobladores de Bijao del Cacarica, una población perdida en el noroeste de Colombia, fueron invitados a un partido de fútbol. Quienes los convocaron señalaron que la asistencia era obligatoria. No hubo carteles, porque en esos sitios se desconocen toda suerte de sofisticaciones, ni perifoneo, dado el mínimo tamaño del casco urbano. Bastó “pasar la voz”. Uno de los equipos, el conformado por los miembros de las Autodefensas Unidas de Colombia, se perfilaba como ganador. El otro, el de los soldados del Ejército Nacional, buscaba de alguna manera salir avante del compromiso. En medio del silencio sepulcral provocado por los acontecimientos de los tres últimos días, los vecinos se reunieron poco a poco bajo la sombra de los árboles. Fue entonces cuando los equipos saltaron a la cancha. Alguien preguntó cómo podría distinguirlos, si todos vestían el mismo uniforme y todos lucían la misma facha feroz y llevaban terciados al hombro idénticos fusiles. “Tiene que fijarse en el letrero del brazo derecho”, respondió otro. “Los que tienen letrero son de las AUC. Los otros, del Ejército”. Tres días atrás, en su oficina de la XVII Brigada, con sede en Carepa, el general Rito Alejo del Río había puesto en marcha la “Operación Génesis”, contra el frente 57 de las FARC. Con el apoyo de aviones provistos de bombas y ametralladoras, soldados y paramilitares llegaron hombro a hombro a Bijao, quemaron casas, saquearon la población y amenazaron de muerte a los vecinos. Por eso, cuando estos supieron que habría un encuentro amistoso, pensaron que la ola de terror comenzaba a ceder, y que los intrusos regresarían pronto a sus cuarteles. Una vez reunidos, el árbitro hizo sonar su silbato. Cada uno de los equipos ocupó su puesto estratégico en el terreno de juego. Entonces, un ayudante trajo hasta el centro de la cancha una bolsa de fique, y vació su contenido en un punto equidistante entre los encargados de hacer el primer disparo. Los asistentes dejaron escapar un grito de horror. El balón con el que jugarían los contendientes era la cabeza de Marino López, uno de sus amigos. Durante largos minutos el único ruido que pudieron percibir los habitantes fue el de las patadas que daban los jugadores contra el cráneo destrozado. En medio del oprobioso sol de esa mañana interminable, el equipo de las Autodefensas logró vencer dos veces la portería de su adversario. Después del segundo gol el capitán del equipo vencedor anunció que el balón había sacado la mano (“sacar la mano” es una frase que se aplica en Colombia a lo que ya no sirve), y que, por consiguiente, terminaba el partido. Los miembros del equipo del Ejército Nacional tuvieron que conformarse. No les gustaba perder, pero el juego había sido limpio. El delantero, que estuvo a punto de meter dos o tres goles, se disculpó con sus compañeros. “El balón era pésimo”, les dijo. “Ojalá la próxima vez lo inflen antes del partido”.

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Luego, los contendientes se abrazaron y salieron a emborracharse a la tienda del pueblo. “Lo que es aquí no queda uno solo de esos bandidos”, anunció el jefe de las autodefensas. Y todos aplaudieron. Este, claro está, es el guión necesario para una película de terror. Porque, en realidad, lo que pasó fue mucho peor. “El 27 de febrero estando allá en Bijao” – le cuenta a “Justicia y Paz” uno de los testigos – “llega un grupo de paramilitares y un militar, a eso de las 9:00 de la mañana. Marino López, me dice ‘estoy con miedo, no sé si salir a Turbo’. Los paramilitares y también militares rodearon todo el caserío. La gente ya había salido, unos más arriba, otros a La Tapa. Nos juntaron a todos, nos amenazaron. A Marino lo obligaron a bajar unos cocos. Él como con miedo, y nosotros diciéndoles, ‘ya nos vamos’. Marino les decía ‘si fueron tres días los que nos dieron’, y dijo uno ‘ustedes se van hoy’. Dos de los doce militares tomaron a Marino. Luego de entregarles los cocos, él se puso sus botas y su camisa, y les pidió sus documentos de identidad. Uno de ellos dice: ‘Ahora sí quiere el documento de identidad, guerrillero. Reclámeselos a su madre”. Y vuelven a acusarlo de guerrillero. Él les dice: ‘ustedes saben que yo no soy guerrillero’. Lo insultan, lo golpean. Uno de los criminales coge un machete y le corta el cuerpo. Marino intenta huir, se arroja al río, pero los paramilitares, lo amenazan: ‘si huye le va peor’. Marino regresa, extiende su brazo izquierdo para salir del agua. Uno de los paramilitares le mocha la cabeza con el machete. Luego le cortan los brazos en dos, las dos piernas a la altura de las rodillas. Y empiezan a jugar fútbol con su cabeza. Todas y todos lo vimos. Ya no había nada más que decir, qué hablar. Todo estaba dicho. Endiablados, sin ninguna fe, ninguna moral. Todo gris, el alma, el cielo, la tierra. Todo se hizo silencio. Todo fue terror. El bombardeo del cuerpo, el bombardeo del alma. La muerte se hizo un juego”. Ese fue el comienzo del año de terror que vivió la región de Cacarica en 1997. El 4 de abril, siguen los testimonios, un comando de militares y paramilitares acantonados en Apartadó, le abrieron el vientre a Daniel Pino delante de observadores internacionales que habían llegado días antes a la zona para comprobar algunas denuncias relacionadas con los atropellos a los derechos humanos. Tratando de detener el derrame de sus intestinos, el campesino agonizó durante una hora sin que nadie pudiera auxiliarlo. El 28 de mayo del mismo año, militares y paramilitares (anoto que repetiré cuantas veces sea necesario “militares y paramilitares”) le cortaron el cuero cabelludo a Edilberto Jiménez, un vecino de Pavarandó, lo pasearon por el pueblo con el cráneo cubierto de moscas y de jejenes, y lo remataron delante de la casa de sus padres. El 15 de junio, en Bella Vista, Bojayá, militares y paramilitares acuchillaron en el cuello a Wilmer Mena y luego le cortaron los brazos. Y después, el 26 de noviembre, militares y paramilitares sacaron de sus casas a Heriberto Areiza y a Ricaurte Monroy, vecinos de La Balsita, les arrancaron los ojos y les llenaron de ácidos las órbitas vacías. Estos son sólo algunos ejemplos del procedimiento y de los autores materiales de la “Operación Génesis”, ideada por el general Del Río. Presionado por la comunidad internacional, el gobierno de Andrés Pastrana lo llamó a calificar servicios. Pero en

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Colombia esos hechos siempre quedan impunes. Poco tiempo después, Álvaro Uribe, un político gris que quería llegar a la Presidencia de la República, le dio el título de “Pacificador del Urabá” en un banquete de desagravio. Y quedó como tal, y como tal se le conoce. Pues bien. El “Pacificador del Urabá” perdió su visa para entrar a los Estados Unidos cuando el gobierno de ese país lo acusó como sospechoso de narcotráfico y terrorismo. El pasado 12 de marzo, en su habitual rueda de prensa, el Departamento de Estado anunció que la medida se tomó “en 1999, por los cargos mencionados, bajo ley de inmigración numerales 212 A3B y A2C”. En la misma fecha, mediante una corresponsalía generada en Washington, El Tiempo, de Bogotá, dio cuenta de algunos pormenores relacionados con el caso. “El numeral A3B, que se cita en el caso Del Río – explica el periódico – dice textualmente: ‘Se le niega la visa a cualquier extranjero que haya participado en actividades terroristas’. El numeral A2C, el otro que se eleva contra el general (r) hace referencia a cualquier persona que sea narcotraficante, haya participado en el tráfico de drogas o haya colaborado en una actividad relacionada con el narcotráfico. En el caso de terrorismo, el Departamento de Estado se refiere a los cargos que pesaban en contra de Del Río por la supuesta conformación de grupos paramilitares cuando el general era comandante de la XVII Brigada, entre 1995 y 1997, en el Urabá antioqueño, territorio en el que se desarrolló un agudo enfrentamiento entre las autodefensas ilegales y la guerrilla. Frente a este mismo caso la Fiscalía colombiana decidió esta semana archivar los cargos contra Del Río por falta de méritos”. A esta medida: la preclusión de todo procedimiento contra Del Río, es a la que quisiera referirme.

II Comencemos por el comienzo. La avanzada militar y paramilitar contra las comunidades del río Atrato formó parte del desplazamiento sistemático al que han sido condenados millones de colombianos. En este caso concreto, se trataba de desalojar a un frente guerrillero de las FARC, asentado en la zona, y de entregar el dominio del territorio al narcotráfico y a las empresas que le han servido de fachada para que pueda presentarse en sociedad. Para quienes no estén familiarizados con la geografía de Colombia, sería necesario decir que el río Atrato corre por una de las zonas más ricas en biodiversidad en el mundo entero. Las corrientes de agua dulce del Darién convierten a esa región en una envidiable reserva para el futuro. No ha sido fácil lograr que las grandes corporaciones se olviden de construir un nuevo canal interoceánico, que una al Pacífico con el Atlántico sin las dolencias y quebrantos del canal de Panamá. Se sabe, además, que allí hay reservas de uranio capaces de abastecer a las grandes industrias durante décadas. Por todo ello, los barones de la

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droga resolvieron que el territorio debía ser suyo y que los habitantes tenían que salir. Desde que se conocieron los primeros testimonios sobre la ofensiva, se supo que el Ejército y los paramilitares iban juntos. Las comunidades no pudieron ofrecer ninguna resistencia. Se trata de gentes indefensas, dedicadas a la agricultura de pan coger y a la pesca, sin una economía consistente, sin servicios de salud ni de educación adecuados, y sin forma alguna de comercializar sus productos. A partir de los testimonios que se han conocido desde siempre y que se han hecho públicos en los últimos días, me atrevería a decir que la “Operación Génesis” sólo estuvo a cargo de ese oscuro oficial que es el general Del Río, pero que fue concebida en más altas instancias. Ignoro si alguno de los funcionarios encargados de la investigación que se adelantó contra él, llegó a preguntarle por el significado de la palabra “Génesis”, porque, con seguridad, de su respuesta habrían podido sacarse varias interesantes conclusiones. Pero lo cierto es que Del Río fue el estratega de una “operación de limpieza” alrededor de la cual se cometieron, como mínimo, doscientos delitos de lesa humanidad que fueron relacionados por las organizaciones de defensa de los derechos humanos y presentados ante el funcionario encargado del caso el 22 de agosto del año 2001. Nada de eso le mereció al fiscal general, señor Osorio, ni la más mínima consideración. En la “Declaración Pública” que firmaron 67 instituciones y personas preocupadas por la denegación de justicia que implica ese exabrupto, se lee que “se le rogó (a Osorio) que asumiera la investigación dentro de los parámetros del derecho internacional, pues era evidente que allí no se estaba frente a crímenes aislados o fortuitos, sino frente a prácticas sistemáticas que reproducían un mismo parámetro de agresión en diversos espacios y tiempos, respondiendo a una estrategia o política que encontraba respaldo, protección o tolerancia en agentes del Estado de diversas ramas, categorías y jerarquías. El fiscal general se negó a considerar siquiera si se aplicaban las tipificaciones penales contempladas en el derecho internacional; se negó a decretar las conexidades exigidas por la naturaleza misma de los crímenes y su contexto; se negó a vincular a otros funcionarios cuyas conductas activas u omisivas constituyeron condiciones de posibilidad fundamentales de los crímenes denunciados; se negó a examinar el papel que cumplieron las instituciones en el diseño, determinación, facilitación y ejecución de los crímenes; se negó a enfocar la investigación con el objetivo primordial de hacer cesar los efectos o continuidades de las conductas criminales, como lo pide el Código de Procedimiento Penal en uno de sus principios rectores (artículo 21) y se negó a reconocer una parte civil en calidad de Actor Popular, que invocó el artículo 45 del Código de Procedimiento Penal… Esta última negativa, sin embargo, fue corregida por la Corte Constitucional al revisar una sentencia de Acción de Tutela por denegación de justicia (T-249/03), conceptuando en su sentencia de revisión que la búsqueda de verdad y justicia frente a crímenes tan horrendos, legitima por sí sola la constitución en Parte Civil como Actor Popular, sin necesidad de probar daños patrimoniales”. Esa es, a todas luces, una demostración palpable de algo ante lo cual la comunidad internacional no puede cerrar los ojos. A lo largo de meses se ha dicho con insistencia que el gobierno de Álvaro Uribe es cómplice de la acción delictiva de los paramilitares, y

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se han alegado como pruebas irrefutables el macabro diseño de la política de seguridad democrática, los pretendidos diálogos de paz con Castaño y sus cómplices, y el hecho de que las organizaciones del narcotráfico no hayan podido ser desmanteladas y que cada día ocupen mayor espacio en la vida de las comunidades. La gestión del gobierno favorece a la delincuencia organizada. Esta semana recibí un mensaje estremecedor, que en pocas palabras dice lo que todos quisiéramos decir. So pena de alargarme más de la cuenta, transcribo el párrafo pertinente: “La Costa Atlántica y muy especialmente Córdoba, es una auténtica zona de despeje paramilitar. Debería rebautizarse PARA-guay, con capital PARA-guachón, con un río madre PARA-ná (en lugar de Magdalena). El gobierno central ha dejado el control del orden público en manos de los paracos, evidente en todas las ciudades y centros urbanos, por pequeños que sean. Como en ‘El Proceso’, en Montería hay ojos y oídos hasta en el mondongo. La troncal de occidente, desde San Juan hasta el Bongo, de El Bongo a Corozal, el ramal de El Bongo a Magangué, y vías aledañas, son cerradas al tráfico vehicular después de las siete de la noche. Me tocó presenciar las caravanas de tres y cuatro súper camionetas de vidrios polarizados volando a 130 km/h, que pasan por el fortificado retén del Bongo, como Pedro por su casa. Son los PARA-guayos que van de cacería. Todo obedece a un plan perfecto, pues hace poco más de un mes Álvaro Uribe, en solemne ceremonia en Sincelejo, dio vida a un programa de dotación con modernos sistemas de comunicación con celulares de alta tecnología para que ‘los hacendados y ganaderos puedan intercomunicarse y mantenerse en contacto con la fuerza pública en caso de situaciones sospechosas’. El uso de la motosierra y el machete es generalizado para rematar a campesinos ‘presuntos’. (El domingo pasado en la noche, cerca de San Onofre, los para-guayos dinamitaron una vivienda con una decena de habitantes adentro, la mitad de ellos niños. Luego, los trozaron)”.

III Ese es el gobierno. Un gobierno represivo, aliado con la delincuencia común, que pone los mecanismos jurídicos que se requieran al servicio de las organizaciones del narcotráfico. En contra de lo que sostiene el “comandante político” de los paramilitares, esta organización, que en un comienzo fue el brazo armado de los barones de la droga, es hoy el mayor cartel que opera en Colombia, y tiene ramificaciones en el mundo entero. El 11 de febrero de este año, cuando Álvaro Uribe adelantaba su fracasada gira por Europa, el presidente de Italia y su primer ministro se negaron a recibirlo. El Quirinal ni siquiera mencionó la reunión dentro de su agenda, y Berlusconi alegó tener “otros compromisos”. Pero la respuesta que se dio soto vocce apunta al meollo del problema: las audiencias se cancelaron porque días atrás, en un embarcadero del sur de Italia, las autoridades de Policía habían decomisado un enorme cargamento de cocaína. ¿Su propietario? Salvatore Mancuso, el “comandante militar” de las AUC, aliado del gobierno de Uribe, y uno de los actores principales en las conversaciones de paz que hoy se adelantan. ¡Conversaciones de paz! En ese cascarón jurídico mentiroso bajo el cual se protege Uribe, valdría la pena recordar que el Congreso de la República, elegido en un 35 por

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ciento por los paramilitares, al prorrogar la vigencia de la ley 418 de 1997 eliminó el reconocimiento previo del status político de los grupos por fuera de la ley como requisito sine qua non para entablar ese tipo de diálogos. Así pues, existe la herramienta jurídica: los diálogos se cumplen dentro de un marco legal aparente. Pero se trata de un marco legal espurio, propuesto por un grupo de delincuentes para favorecer la acción irregular de otro grupo de delincuentes. ¿O del mismo grupo de delincuentes? Porque las noticias que se han conocido en los últimos días apuntan cada vez más a demostrar que la organización que gobierna a Colombia es una sola, cerrada y monolítica. A lo largo de meses, se ha repetido hasta la saciedad cuál ha sido el procedimiento utilizado por la administración para entregarle el poder sobre la comunidad a los asesinos de Castaño. En consecuencia, no creo que sea necesario recordar lo que ocurrió en la Comuna 13 de Medellín; o los términos del discurso de Uribe en septiembre del año pasado, al darle posesión al nuevo comandante de la FAC; o la obstrucción a la justicia por parte del Fiscal General en la investigación de la masacre de Chengue; o la entrega de los expedientes contra el general Millán a la justicia penal militar; o las reuniones que mantenían Mancuso y sus secuaces con Londoño y sus secuaces en el Club El Nogal, etcétera, etcétera. Pero sí me parece pertinente referirme a dos ejemplos de última hora. Uno. El pasado 15 de marzo, la Asociación Departamental de Usuarios Campesinos del Arauca denunció que el ejército había presentado “como un enfrentamiento con paramilitares” la masacre de veinte labriegos en tres territorios de esa sección del país. “Desmentimos esta versión – dice el comunicado –, pues lo que se viene presentando en estas zonas son enfrentamientos entre el Ejército Nacional y la insurgencia, el cual en medio de esta confrontación se ha masacrado este gran número de civiles a nombre de la máscara paramilitar”. El procedimiento es clarísimo. El ejército no está dispuesto a luchar contra sus aliados naturales, de modo que, una vez decidido cuál es el nuevo territorio que debe despejarse para uso del narcotráfico, lanza una ofensiva en la que las víctimas son aquellas personas no involucradas de ninguna manera en el conflicto. Luego presenta el resultado dentro de los parámetros que el país quiere oír. “Muertos veinte paramilitares”. “Dados de baja catorce autodefensas”. “Avanza la lucha contra el paramilitarismo”. ¿Cuáles paramilitares? ¿Cuáles autodefensas? ¿Cuál lucha es la que avanza? Porque lo que hay aquí es un disfraz burdo de la realidad contante y sonante. El gobierno no está en manos de los paramilitares: el gobierno es paramilitar. Paramilitar para paramilitares. El presidente de la República es Castaño. Uribe simplemente lo representa en las ceremonias oficiales. Porque, ya se sabe, los asesinos de Castaño y los soldaditos de la patria comparten lecho, mesa y habitación en varias regiones del país, y una de los posibilidades de solución que contemplan los diálogos que se adelantan en este momento, es el de integrar a los dos “ejércitos” en un solo gran grupo de tropas regulares. Por fortuna, pensarán los miembros del perfumado ghetto bogotano, porque, según ellos, Castaño es el único que ha podido mostrar resultados tangibles contra la guerrilla. Cocteles adentro, los atildados gentlemen del Jockey Club lo consideran como el auténtico libertador del Urabá (Del Río es sólo el “pacificador”), y el próximo salvador de Arauca y del Chocó. Que Tirofijo y sus secuaces se tengan de atrás. ¿Acaso las haciendas de Córdoba, entre ellas la de ese desvaído señor que vive en la Casa de Nariño, no son un ejemplo de eficiencia, de producción y

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de paisaje? ¿Acaso el Magdalena Medio no es hoy una tierra de paz? No nos digamos mentiras: el “comandante” es el auténtico presidente de la República, y sus estrategias militares causan admiración entre unos generales que no han podido ganarle siquiera la batalla al colesterol. Las legendarias batallas de La Rochela, La Chinita, Chengue, Mapiripán y Mejor Esquina, forman parte no de un prontuario sino de una gesta heroica, equiparable sólo a las de Atila y sus exterminadores. Porque aquí también se trata de completar un exterminio. ¿Para quién? ¿Contra quiénes? La respuesta que dan los acontecimientos de cada día es inequívoca. Colombia agoniza en manos de estos señoritingos y de estos asesinos. Y nadie, absolutamente nadie, se inmuta. Rodeando con altos niveles de popularidad a un mandatario inepto, los colombianos somos cómplices de nuestra propia desgracia. Y, mientras tanto, la comunidad internacional se monta en su invariable caballito de batalla: hay que luchar contra el terrorismo. Pues bien, si hay que luchar contra el terrorismo, sepan ustedes que en Colombia el terrorismo es un terrorismo de Estado, que la agresión proviene de arriba, y que quienes invocan con voces estridentes la solidaridad del mundo contra el salvajismo, son precisamente los salvajes que asesinan, masacran, roban y desalojan. Y dos. En la impresionante grabación que transcribe Cambio esta semana, de una conversación sostenida por el general Jaime Alberto Uscátegui, principal acusado por la masacre de Mapiripán, se oye que el oficial le dice a su interlocutor: “Se comprobó (en el juicio) una cuestión que nosotros toda la vida hemos negado, que es el vínculo de los militares con los paramilitares”. Y luego cuenta que dispone de trescientos documentos, sacados mediante técnicas sofisticadas del computador del Batallón París. Leo: “Los panfletos que entregaron las autodefensas en la masacre de Mapiripán los hicieron en ese computador en el batallón París. Igual hicieron con los panfletos que entregaron ocho meses después en Puerto Alvira, que es un municipio de Mapiripán... Los reglamentos de las Autodefensas Unidas de Colombia los hacían en ese computador. Por ejemplo, cogían un reglamento de Régimen Disciplinario para las Fuerzas Militares y le borraban donde decía Fuerzas Militares y le colocaban ‘Para los Miembros de las AUC’. En ese computador hicieron una contraseña, un código de comunicaciones para el jefe de los paramilitares que actuó allá (en Mapiripán), un cabo primero del Ejército, retirado, que venía de Urabá. Los aviones que transportaron la carga y los paramilitares salieron del aeropuerto Los Cedros en Urabá y del aeropuerto de Necoclí. En uno venían paras y en otro venía la carga. Las declaraciones de la Policía, que están allí escondidas en el proceso, dicen que los paramilitares salieron escoltados por el Ejército Nacional, o sea que el vínculo con los paramilitares no sólo era en el Guaviare, sino que venía desde el Urabá antioqueño. ¡Berraquísimo!… En ese computador también estaban las planillas de pago mensuales, las nóminas de todo el frente Guaviare de las AUC, que eran 93 hombres y mujeres con los alias, sus cargos y lo que devengaban. Las amenazas al fiscal Virgilio Hernández Castellanos diciéndole que suspenda esa investigación, porque si no su árbol genealógico desaparecerá del mapa. Amenazas a Alfonso Gómez Méndez tratándolo de pícaro; a ganaderos; extorsiones a los Rodríguez Orejuela dándoles las gracias por la plata que ellos les han dado. Mejor dicho, uno solo de esos documentos sale a los medios y es un escándalo… ¿Qué hizo la Móvil 2? Una operación gigantesca y aplastó a las FARC y colocó un colchón de aire o de seguridad para que se salieran los paras. Esto es gravísimo y es un secreto. Entonces el general Mora se quedó azul y yo le dije: mire mi general, lo que yo le estoy diciendo es con

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pruebas. ¿Qué cara van a poner los representantes de las FARC cuando yo vaya a la Corte Suprema de Justicia y les diga: Vea, el Ejército no sólo tiene vínculos, no sólo no los combatió, sino que combatió a las FARC para que no golpearan a los paras por habérseles metido a su territorio?”. “Uno solo de esos documentos sale a los medios y es un escándalo”, dice Uscátegui. Pues bien, ya están, a medias, en manos de los medios. El 20 de abril, cuando el ex oficial se presente a juicio, el país podrá tener una visión más certera del cáncer que lo corroe. Acá no hay una lucha entre tres actores de un conflicto que no nos corresponde. Los actores son dos: el narcoparamilitarismo, que a partir de Álvaro Uribe se alzó con todas las instancias del poder, y la narcoguerrilla, que, claro está, también debe ser denunciada. La trágica situación en la que agoniza Colombia, exige que al pan lo llamemos pan, y al vino, vino. De pronto un absurdo jurídico, como el de la absolución del señor Del Río, puede ayudar a que comience a desenredarse el ovillo.

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Las razones del cero 10 de abril de 2004 De un tiempo para acá el número se ha apoderado de nosotros. Si nos pusiéramos en el oficio de pensar alrededor de estos asuntos que hoy no le importan absolutamente a nadie, bien pronto descubriríamos que la razón de ser del 1 sólo puede ser el 2, y que es el 3 el que exige que el 1 y el 2 lo precedan en el tiempo, como una justificación de lo que habrá de llegar a ser el 4 en el futuro. Borges pensaría que todo esto tiende hacia el infinito, y tendría algo de razón, pero a la inversa. Pienso que un pensamiento que se agota en la imposibilidad absoluta de lograr un objetivo, no tiene razón ni explicación alguna. Para cualquiera es claro que el avance continuo hacia una cifra inalcanzable no nos lleva a ninguna parte. ¿Entonces? Si invirtiéramos nuestra mirada y regresáramos al 0, podríamos darle densidad a esa detestable hipótesis de lo que no termina. Expresado en forma comprensible para señoras de telenovela, si el 1 es el individuo, el 0 es el universo. Claro está, un universo finito. Quiero decir: si queremos controlar la demencia en que nos consumimos, tenemos que olvidarnos del 1 y volver al 0 como indispensable punto de partida. Veamos este asunto, en apariencia hermético, alrededor de las estadísticas del crimen. Alguna vez, sólo un asesinato provocó una conmoción inmensa. No hablo de la muerte de esos archiduques emplumados que desataron guerras mundiales, porque en el mundo real ese tipo de personas no existen. Hablo de crímenes de verdad, provocados por razones de peso, sustantivas. Pensemos, por ejemplo, en Raskólnikov. La muerte de la vieja agiotista desató una tempestad ética. ¿Se justificaba ese crimen? Es más, ¿se trataba de un crimen? ¿Los delitos de ese ser detestable no merecían un mayor castigo? ¿Era Raskólnikov el necesario brazo armado de una justicia de verdad, enfrentada a la injusticia de la justicia? Dostoyevski creó la realidad, y la realidad fue la importancia de un crimen. De un solo crimen. En “El Túnel”, Juan Pablo Castel ratifica esa dimensión ética de la vida. En ese entonces vivíamos todavía en el universo del 0, donde los números y las cifras y las encuestas y las estadísticas alcanzaban apenas una importancia relativa. Pero llegaron los números y con ellos el macabro sentido de la competencia. Del horror provocado por un crimen se pasó a la costumbre del crimen. Sin equivocación posible, creo que, desde un punto de vista colectivo, en este asunto asesino y asesinado juegan en pie de igualdad con la noticia. Cuando la pérdida de una sola vida humana dejó de ser noticia de primera página, fueron los asesinos quienes decidieron que deberían incrementar el volumen de sus crímenes para seguir conquistando la atención del público. Alguna vez, que se pierde en el tiempo, a cualquier jefe de Redacción se le ocurrió que la primera página debía reservarse para la muerte de dos personas en el

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mismo hecho criminal. De ahí se pasó a cinco. Luego, alguien resolvió que por masacre se entendía el asesinato simultáneo de siete personas. ¿Por qué siete? Vaya usted a saberlo. El hecho es que, siempre detrás de la primera página, de una masacre de siete personas se pasó a una de diez, y de una de diez a una de veinte, y de una de veinte a una de veinticinco. Hablo de Colombia, claro está, siempre hablo de Colombia. En ella, el jefe de los primitivos “chulavitas”, que, ya se sabe, despachaba en el palacio presidencial, o Sangre Negra, o Jojoy, o Pablo Escobar, o Carlos Castaño, entraron alguna vez en la demencia de los números. “Que la próxima matanza sea de 35”. “De 45”. “De 60”. Y los periódicos, y la televisión, satisfechos de esa demencia. ¿Cinco muertos? ¡No! No tenemos espacio para cinco muertos. Que maten diez si quieren una columna. Que maten cien si quieren un “extra”. Que maten mil si quieren figurar en el resumen de fin de año. Estadísticas, cifras, competencia numérica. Hace poco recibí por la red el dramático balance del año 2003. Repito: en Colombia. “De los cuarenta y cuatro millones de habitantes – decía el aterrado cable –, 36 millones están en la pobreza, y de esos 36 millones, once millones se encuentran en la pobreza absoluta o indigencia. En el último año, cada hora 142 colombianos ingresaron al estrato de indigencia. Más de 3 millones están desempleados. Más de 7 millones sobreviven del desempleo disfrazado. Dos y medio millones de niños trabajan. De ellos, 800 mil tienen menos de 11 años. Dos millones setecientos mil niños no van a la escuela por falta de cupos. De 700 mil niños que nacen anualmente, 34 mil mueren antes de cumplir un año de vida. Treinta y siete mil niños duermen diariamente en las alcantarillas. El 47 por ciento de los colombianos no tiene agua potable ni servicios públicos. Más de un millón de campesinos no tienen tierra. El 1.08 por ciento de los propietarios posee el 53 por ciento de la tierra, y el 0.2 por ciento de la población el 47 por ciento de las extensiones de cultivo. El 20 por ciento más rico de colombianos es veinte veces más rico que el 20 por ciento más pobre. El 0.07 por ciento de la población posee el 68 por ciento del capital financiero. Los intereses y la amortización de la deuda consumen el 70 por ciento de los ingresos totales del gobierno. Hay tres millones y medio de desplazados internos. Hay, también, más de 7 mil muertos por razones políticas cada año, o sea más de 20 por día, dentro de las cuales sólo 4 mueren en enfrentamientos militares, lo que quiere decir que los 16 restantes son víctimas de la política represiva del Estado. Más de 4 mil sindicalistas fueron asesinados en 10 años…” ¿Cómo luchar contra esa locura?

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Como diría Saramago, debería bastar una sola persona asesinada para que todos hubiéramos sido asesinados; una sola persona secuestrada para que todos estuviéramos secuestrados; una sola persona con hambre para que todos pasáramos hambre y fuéramos necesitados. Dicho de otra manera: el dramatismo de las cifras debe ser reducido a su importancia relativa. Antes importan los conceptos. Aunque los conceptos también se hayan vuelto avaros y mezquinos. Quisiera, entonces, proponer una hipótesis: un mundo que gira alrededor de las cifras, de los números, de las encuestas, de las estadísticas, se reduce necesariamente a la defensa del más básico de los derechos, el derecho a la vida, y deja al azar la defensa del derecho a la existencia. Se trata de un absurdo, porque, ¿para qué defendemos el derecho a la vida si no somos capaces de construir colectivamente una existencia? Una existencia implica, claro, el derecho a vivir, pero abarca también otra serie de derechos esenciales que hoy se nos niegan a los seres humanos. El derecho al trabajo, el derecho a la salud, el derecho a la educación, el derecho a la vivienda, el derecho a la tierra. Poco a poco esos derechos fundamentales comienzan a pertenecer al que, dentro del rudo capitalismo, esgrime el dinero o la pistola. Y todos, a través de las sutilezas de la imagen y del sordo usufructo de la palabra por parte de los medios, nos plegamos a esa realidad y, valga la redundancia, la consideramos un producto apenas lógico de la lógica. El número nos ha enajenado a los seres humanos el usufructo del más sustantivo, frágil y quebradizo de los derechos: el derecho al pensamiento. Es insólito que regímenes de fuerza como el paramilitar que preside en Colombia un individuo oscuro llamado Álvaro Uribe, puedan alegar que se apoyan en una población satisfecha con el sacrificio del otro, con la muerte y desaparición del enemigo. Duele comprobar que nosotros, que somos el enemigo, somos los primeros partidarios de la destrucción del enemigo. Los niveles de popularidad de un gobierno que, según las encuestas, bordean el 80 por ciento, recuerdan el ascenso al poder de un payaso que llegó a dominar buena parte el mundo. Ya entramos a la estrecha vía del patrioterismo, de la exaltación de valores sin contenido que apenas son cascarones vacíos. Aceptamos, sin beneficio de inventario, que el “Estatuto Antiterrorista” es la panacea, y no nos damos cuenta de que, con base en él, comenzamos a asistir a la invasión abusiva de nuestra vida privada, que comenzamos a ser detenidos sin fórmula de juicio, que nuestras viviendas pueden ser allanadas y nuestra correspondencia violada y nuestros teléfonos interceptados. Pero todos estamos felices. Manipulados por los medios, pensamos que por fin llegó el líder providencial que le pondrá fin a todos

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nuestros problemas. Nos hacemos lenguas de su religiosidad, de su moral, de su seriedad, de su disciplina. Pronto pasaremos al “Gott Mit Uns” y del “Gott Mit Uns” (“Dios está con nosotros”), llegaremos con facilidad al “Ein Volk, ein Reich, ein Führer” (“un pueblo, una nación, un líder”), y con base en el “Ein Volk, ein Reich, ein Führer”, respaldaremos la aniquilación de nuestro enemigo, y avanzaremos, con los ojos cerrados, hacia el abismo. La transformación de un autócrata como el nuestro, en un “Fuhrer” como el de los alemanes de hace setenta años, es bien fácil. Es más, el número nos demuestra que ya estamos en el tiempo de ese “Fuhrer”. El poder habla y perora, y gobierna con la mano de hierro de la mentira y la violencia, mientras los demás (que somos los más) nos reducimos al espacio de los excluidos. No tenemos un territorio, no tenemos un debate, nos han marginado de los derechos fundamentales y vivimos sumidos en la hecatombe sin que el discurso del poder y la manipulación del pensamiento nos den tregua. Como estamos sometidos a la eficacia de las imágenes, aceptamos sin beneficio de inventario que este es el tiempo de la guerra. Y nos hundimos en la guerra, y participamos en ella con nuestro silencio y nuestra complacencia. Hace mucho dejamos de ser el contradictor necesario, aplastado bajo el imperio del número, bajo la locura de la cifra. Una democracia que no es democracia no puede consolidarse a través de mecanismos democráticos. Cuando el gobierno vuelva a ser de todos, y el decir verdad sea la norma de conducta, y la justicia constituya el primer objetivo de la acción política, es posible que el número recupere su razón de ser y su eficacia. Por ahora, el 80 por ciento de popularidad de un régimen de oprobio, sólo genera miedo. O risa.

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Las mentiras de Varito 20 de abril de 2004 Mientras la clase política y los comentaristas se divierten en el circo de la reelección, el país sigue peor. Desde hace años, el gobierno, o eso a lo que le dicen el gobierno, se convirtió entre nosotros en una mascarada. Pastrana, por ejemplo, se empeñó durante 42 de los 48 meses de su mandato en resucitar un muerto al que bautizó “proceso de paz”. Cuando fracasó, se lanzó desde un trampolín de 30 metros (al fin y al cabo circo), y se ahogó en el balde de agua. Comenzó entonces el mismo cuento, pero al revés. El encargado del siguiente número lo llamó “proceso de guerra”. Por ahora estamos en la escena de los trapecios. El público, encantado, aplaude con generosidad. Varias veces los artistas han cometido errores imperdonables, pero no importa, son tan graciosos, tan ágiles, tan convincentes, que las ovaciones llueven a granel. Sin embargo, se aproxima el momento de la verdad. La banda de música hace sonar sus redoblantes, y en todos los rostros se asoma un gesto de perplejidad: ¡el menos experimentado de los volatineros dará un salto mortal sin malla protectora! El maestro de ceremonias pide silencio al respetable, los caballos dejan de escarbar la arena con los cascos, y los payasos detienen en el aire la última patada voladora contra el trasero de su contrincante. Entonces, en el fuero interno de los espectadores, surge el gusanillo de la duda. Pero ya se sabe que un comediante de mala muerte y su público de ocasión son igualmente irresponsables. De manera que mientras todos le piden a voces llenas que salte de inmediato, el tonto de capirote se siente en la gloria y se lanza al vacío. Y es en ese momento, en ese exacto momento, cuando alguien de la galería podría plantearse la siguiente pregunta elemental: ¿vale la pena todo esto? ¿Se justifican este batiburrillo, esta barahúnda sin ton ni son, para ver cómo un pobre actor de tercera se destripa contra el pavimento? Tal vez no. Tal vez no vale la pena. Sé que es difícil eludir la trampa de la melindrosa propuesta del gobierno, pero ¿creen ustedes que un individuo como Álvaro Uribe merece el apoyo del 60,6 por ciento de los colombianos, según la encuesta que el Diario Oficial hizo entre sus 700 lectores? Mi respuesta, como la de cualquiera que no esté engolosinado por la figura pueril de ese seminarista en funciones presidenciales, es total y definitivamente negativa. No, digo yo, dice cualquiera, no quiero que “Varito”, como lo llamaba con cariño don Fabio Ochoa, su pariente con mayor jerarquía dentro del narcotráfico, pueda estar al frente del país otros cuatro años. Y no quiero (digo yo, dice cualquiera), no sólo porque Varito es un paramilitar peligroso, sino también porque es un mentiroso de siete suelas. Sé que debo entrar ya en materia, pero también sé que en mi archivo guardo los mensajes de tres personas que protestan porque, según ellas, yo no volví a escribir. Pues bien. Podría escribir, por ejemplo, sobre ese “mentiroso de siete suelas”, que es un viejo dicho posiblemente castellano. Con base en él me atrevería a intentar una explicación acerca del por qué nuestros políticos profesionales son seres de bajísima estatura. Pero como no cuento con la asesoría de ningún profesor Bustillo de cabecera que me saque de apuros gracias a su enciclopedia y me lleve, de paso, a la Academia de la Lengua, me toca deducir que el remoquete proviene de los enanos de la corte en alguna edad premoderna, quienes necesitaban verse más altos que sus súbditos para

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afirmar mejor su autoridad. Según su alzada, los cortesanos utilizaban en aquellas épocas de bárbaras naciones, desde una hasta siete suelas extras, todas de grueso calibre, lo que permite deducir, a su vez, que entre más enano fuera el enano, más mentiroso debía ser. (No me atrevo a pensar cuál será el número de suelas que usa Morenito para explicar el entuerto del Banco del Pacífico, pero ese es otro cantar). Te confieso, María, y les confieso, Carlos Hernán y Alberto, que estoy feliz en este oficio de escribir, y que podría seguir en él toda la noche. Pero no. Porque de vez en cuando es necesario hundirse en el barro de lo inútil, lo tonto y lo anodino, mejor dicho, hundirse en el barro de Varito y de sus compadres y comadres, abandonando las sanas especulaciones que casi siempre se hacen por las nubes, para volver aquí a la realidad. Démonos entonces el porrazo tanto tiempo esperado. El 14 de abril, Varito se dirigió al país con rostro compungido. Se trataba de explicar la matanza de los dos niños y los tres jóvenes de Cajamarca. Y allí, en medio de ese tono monocorde y seco que lo distingue, se refirió al enfrentamiento entre una patrulla del ejército y una avanzada de la policía antisecuestro, en Guaitarilla, donde murieron siete agentes y cuatro de esos individuos que antes se llamaban personas y ahora se denominan “civiles”. Once muertos, ¡once! a causa del “fuego amigo”. Pues bien, Varito sostuvo que el caso aún no se había aclarado, pero hizo toda suerte de protestas en torno a su “decisión inquebrantable” de aplicar el peso de la ley hasta sus últimas consecuencias. “Sin embargo”, añadió, “todavía no tenemos razones para fijar responsabilidades y tomar decisiones administrativas contra personal de base o de dirección. Si el Ministerio de Defensa aclara lo sucedido a través de la investigación administrativa, las decisiones pertinentes serán tomadas”. Demasiadas palabras para ocultar algo que todo el mundo conocía ya con pelos y señales. En efecto, un día antes de la alocución presidencial, El Nuevo Herald había señalado que “en el trasfondo de este caso hay un cargamento de cocaína que no ha aparecido y a la caza del cual, al parecer, estaban, cada cual por su lado, las tropas del Ejército y las de la Policía”. Pero el cargamento sí había aparecido. El 17 de abril, tres días después de la alocución de Varito, el Diario Oficial informó en una noticia perdida en la 5ª página, que “había coca en los carros de la policía”. ¿Era ese el cargamento completo? ¿No lo era? Es posible que jamás tengamos una respuesta. Pero el silencio que guardó Varito, lleno de paréntesis y de afilados esguinces, muestra las intenciones que abrigaban los batallones del ejército y de la policía. Aquí lo que hay es una lucha a muerte entre los narcosoldados y los narcopolicías, en la que están enredados, casi con seguridad, los narcooficiales. Y me atrevo a hacer esta afirmación con base en un proceso lógico elemental. Al comienzo del período de Varito (¿del primer período de Varito?), un destacamento del ejército, conformado por soldados rasos, encontró una caleta millonaria de Rodríguez Gacha y, sin más ni más, se apoderó de ella. Cuando se enteraron, Varito y su ministro del Interior pusieron el grito en el cielo. ¡No era posible que unos pinches soldados se atrevieran a desprestigiar a las Fuerzas Militares de semejante manera! Pero siempre me he preguntado qué habría sucedido en caso de que detrás de esa acción hubiera estado algún oficial de alto rango. Muy posiblemente el grito hubiera

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quedado convertido en uno de esos pobres gritos vagabundos que alguien quiere pegar y no lo dejan. Porque aquí los desfalcos están rígidamente clasificados. Si los cometen los de siempre, no son abusos sino negocios, o golpes de buena suerte o transparentes actos de gobierno. Si los cometen los de abajo, son desfalcos, o robos o asaltos o actos ilícitos. Esa es la diferencia. Entonces, ¿por qué calló Varito? ¿Por qué no sacó uno de esos estruendosos provechos personales que le encantan, máxime si ahora mismo está empeñado en su reelección? La respuesta es sencilla: porque en la “cacería” no estaban sólo los soldados rasos y los pobres dragoneantes de la Policía que se enfrentaron a tiros, sino vaya usted a saber quién. ¿Algún capitán, oh capitán, mi capitán? ¿Algún coronel que no tiene quién le escriba? ¿Algún general de canto general? Lo sabrá Varito. Aunque Varito nunca dirá la verdad, porque él no es otra cosa que un mentiroso de siete, u ocho o nueve suelas. Pero mi historia apuntaba hacia otro camino. Como dije, el punto clave de la alocución de Varito era la tragedia de Cajamarca. Sus palabras fueron conmovedoras. Para comenzar, dijo estar “convencido de la buena fe del ejército en esta equivocación”. “Si se tratara de un ejército violador de derechos humanos, quienes dispararon contra los campesinos hubieran buscado el ocultamiento, la mentira o la desaparición de los cadáveres. Nuestros soldados y oficiales, afectados por el dolor, llamaron de inmediato a sus superiores y comunicaron la verdad”. En primer término, quiero rechazar de manera enfática que esos soldados y oficiales sean “nuestros”. Tal vez nosotros, los de abajo, tuvimos soldados alguna vez, posiblemente en la época de Bolívar. Cuando Bolívar decía “nuestros soldados”, no hablaba, claro está, del general Ospina ni del general Rito Alejo. De ahí que sea fundamental exigir que Varito se los apropie para él solito. Varito solito. O casi solito, porque para eso tiene “sus” soldados y “sus” oficiales. El 16 de abril, en su emisión del mediodía, Caracol Televisión entrevistó a Alexander Mendoza, hermano de Albeiro y de Norberto Mendoza, dos de los cinco muertos de Cajamarca. Ignoro cuántos millones de colombianos oyeron lo que allí se dijo, pero creo necesario referirme a algunos de los interrogantes que se desprenden de ese desliz informativo. Habla Alexander Mendoza: “Por qué los sacaron de la casa, que se sepa quién los sacó de la casa y los mató”. Voz del periodista: “Cree que los civiles fueron sacados de la casa porque hay varias situaciones que aún no logra entender. Situaciones como las que encontró Ernesto Saraza, el primer campesino que llegó a la vivienda”. Voz de Ernesto Saraza: “Yo encontré las puertas abiertas y todo, por lado y lado había animales. Yo pensé: si ellos se hubieran ido como de viaje, pensado, pues habían cerrado".

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Voz del periodista: “Además de esto no entiende por qué ni siquiera recogieron la ropa que tenían extendida”. Voz de Ernesto Saraza: “Encontré un plato comida, acá encontré otro, en dos ollas había comida también”. Voz de Alexander Mendoza: “Lo que pienso yo es que esos pobres muchachos no se vinieron de allá. A ellos los sacaron, porque se estaban comiendo la comidita”. Voz del periodista: “No entiende por qué, si salieron con un bebé, no se llevaron el tetero, la pañalera y los documentos de identificación”. Voz de Alexander Mendoza: “Venían bajando por la carretera, venían todos, no dijeron a donde se encontraban… A ellos los tenían debajo de aquí en la finca llamada El Placer”. Voz del periodista: “Otra duda es por qué estuvo prohibido el acceso al lugar donde se registraron los hechos. Estas son algunas preguntas que hasta hoy siguen sin respuesta. El comandante del ejército, general Martín Orlando Carreño, no quiso referirse al tema porque dijo que las explicaciones ya fueron dadas. Aseguró que al asunto se le puso punto final cuando el presidente Uribe visitó la zona y le explicó al país lo sucedido”. Varito y “sus” oficiales. Varito y “su” ejército. Pero el punto final que puso Varito queda reducido en todas partes (menos en los medios de comunicación que, excepción hecha de la mínima noticia que publicó “ELTIEMPO.COM” el 22 de abril, silenciaron por completo el asunto), queda reducido, digo, a su ridícula condición de suspensivos, cuando el asesinato del bebé, los tres adolescentes y el menor de edad de Cajamarca se ubica en el contexto de lo ocurrido en la zona en los últimos meses. En efecto, en marzo del 2003 un grupo de jornaleros sin tierra se tomaron la hacienda “La Manigua”, un enorme predio de cerca de mil hectáreas ubicado en una zona estratégica del Tolima, que da entrada a los departamentos del Valle y del Quindío. “La Manigua”, de propiedad de Armando Echeverri Jiménez, quien en ese momento era el embajador de Colombia en Libia, tiene su asiento en la vereda Potosí, de Amaime, uno de los corregimientos de Cajamarca. Cajamarca, ¿será necesario repetirlo?, es el municipio donde el ejército cometió el “error” que nos ocupa. Pues bien. Los campesinos entraron en conversaciones con el propietario del predio y con el INCORA, con el fin de proponerles distintas fórmulas de compra. Sin embargo, cuando se adelantaba ese proceso, el gobierno de Varito lanzó la “Operación Pijao”, en desarrollo de la cual soldados y policías cercaron la hacienda e impidieron la entrada de víveres. De tal manera, en pocos días los invasores fueron desalojados. Cuando salieron, los militares detuvieron a no menos de cincuenta campesinos, entre ellos hombres de avanzada edad y mujeres embarazadas. Aunque semanas más tarde fueron puestos en libertad, el ejército siguió ejerciendo un rígido control sobre el área. De ahí que no pueda ser ajeno a lo que ocurrió siete meses más tarde.

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Del 2 al 6 de noviembre un grupo de hombres armados que vestían “prendas e insignias del ejército”, detuvieron en dos acciones diferentes a Jhon Jairo Iglesias, José Céspedes, Wilson Quintero, Marco Antonio Rodríguez Moreno y Ricardo Espejo. Todos ellos, junto con cinco campesinos más que se dieron después por desaparecidos, habían participado en la toma de “La Manigua”. Hacia el 11 de noviembre, un jornalero le contó a la fiscalía regional lo que había sucedido. Según él, los militares llevaron al grupo de hombres “hasta la parte alta de la vereda”, donde “luego de torturarlos los asesinaron y los enterraron en una fosa común”. La fiscalía se apersonó del asunto y encontró las sepulturas. Allí estaban los restos descuartizados de Céspedes, Rodríguez Moreno y Espejo, junto al de Germán Bernal Vaquero. Los cuerpos de Iglesias y de Quintero jamás fueron hallados. El gobernador del Tolima, Guillermo Alfonso Jaramillo, rechazó el crimen y afirmó que el testigo había señalado “al ejército y a otras autoridades” como autores de la masacre. Desde entonces, se intensificó el éxodo de decenas de familias. Una de las pocas que permaneció en la región fue la de Albeiro, Norberto y Alexander Mendoza. Los dos primeros, junto con la esposa adolescente de Albeiro, el bebé de ambos y el cuñado de Norberto, fueron las víctimas de la “buena fe” del ejército. En un comunicado, el Comando de las Fuerzas Militares afirmó que era “muy posible que estas muertes (hubieran) sucedido como consecuencia de un error, debido a las circunstancias inminentes de combate y a las condiciones metereológicas difíciles reinantes en el área”. Ni corto ni perezoso Varito viajó a la zona con el fin de darle al general Carreño el espaldarazo necesario para ponerle su punto final al incidente. Gracias Varito, gracias general Ospina y gracias general Carreño por sus sabios mensajes y sus buenas intenciones. Pero no. Por desgracia, el punto final no lo ponen ustedes. El punto final lo pondrá el país cuando conozca lo que realmente ocurrió y cuando logre establecer quién fue el autor intelectual y cuál la relación que existe entre las dos matanzas. Porque es extraño que sean la misma región, los mismos protagonistas y la misma tragedia, y que se trate de dos hechos distintos. Ojalá todo esto no termine por convertirse en un misterio, tanto o más intrincado que el de Varito, que es al mismo tiempo el pariente consentido de don Fabio Ochoa, el paramilitar más prominente del país y el más lindo de los presidentes de la República: tres personas distintas y, fíjense ustedes, un solo Varito verdadero.

II Pero sigamos adelante. Y sigamos, claro, con las mentiras de última hora. Una de ellas la del atentado a Carlos Castaño. Toda esa tragicomedia podría convertirse en el lamentable libreto para una opereta póstuma del Diomedes Díaz de Viena que, si no estoy mal, se llamaba Johann Strauss.

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La opinión más generalizada frente al asunto es la de creer que una balacera oscura entre dos grupos criminales puede llegar a convertirse en un escollo para que Varito termine de entregarle las herramientas políticas, jurídicas y económicas del Estado a los grupos de la delincuencia organizada. El obispo de Montería, por ejemplo, señaló que ese hecho “va a replantear absolutamente todo” lo relacionado con el proceso de rendición del gobierno frente a los paramilitares. “Un proceso que de por sí ha sido difícil no puede continuar sobre cuestiones oscuras”, dijo el susodicho. Leído de otra manera, la Iglesia considera que hasta el momento el asunto ha sido transparente. “Si estos sucesos no se aclaran”, añadió el clérigo, “la presencia de la Iglesia como facilitadora de las conversaciones también entraría a analizarse”. Mejor dicho, la Iglesia (y esta es la tercera vez que dudo si debo escribir esa palabra con mayúscula) le da su respaldo incondicional a Castaño, y pone sus capelos y sus púrpuras y sus copones y sus sobrinas (y sobrinos) al servicio de un individuo señalado por todos como el autor de los peores hechos criminales en la historia del país. Peor que Pablo Escobar. Peor que Laureano Gómez. Peor que Sangre Negra y que Chispas y que Jojoy y que Efraín González. Supongo que el monseñor debe ser un convencido de que las organizaciones de derechos humanos deben volcarse a prestarle protección al genocida. Obvio, si llegara a presentarse una situación extrema como esa, no dudaría en creer que Castaño, que es la encarnación demoníaca y a gran escala del alcalde de “Un día de estos”, tiene el derecho elemental de recibir la atención que don Aurelio Escobar le prestó en el relato a su enemigo. Pero, hoy por hoy, la situación es muy distinta que la que plantea García Márquez en su cuento. En mi opinión, lo que hay acá es un criminal que interpreta las escenas más ridículas de “El murciélago”, y que es el único que se ríe a carcajadas de su propia y macabra bufonada. No lo dudo: hubo la balacera. Pero, ¿fue ella el atentado del que nos han querido convencer la esposa del delincuente y los medios de comunicación y el obispo de Montería y el comandante de la XI Brigada? Pienso que no. Pienso que Castaño, a quien Bernard-Henri Lévy describió en un ensayo memorable como un psicópata inteligente y sediento de sangre, preparó el montaje adecuado para entregarse a un país como los Estados Unidos, donde el sistema judicial le permite comprar su inocencia. La negativa del embajador Wood sólo sirve para confirmar el hecho. “No estamos hablando con los paramilitares – indicó el funcionario –, no estamos hablando con nadie”. Y, echando mano del mejor argumento de este gobierno, esgrimido con tanto éxito por el general Carreño al referirse a la tragedia de Cajamarca, añadió: “Y punto”. Y punto. Y santas pascuas. Pero no. Mejor no pongamos punto. Mejor leamos entre líneas lo que han publicado los periódicos, y saquemos nuestras propias conclusiones.

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El 18 de abril “El Colombiano” afirmó que el “atentado” habría corrido a cargo de miembros de las autodefensas “que no estaban de acuerdo con la decisión que habría tomado (Castaño) de entregarse a las autoridades de Estados Unido, donde se le adelanta un proceso por narcotráfico”. Y, de inmediato, jugando como centro derecho en el equipo de “Los Idiotas Útiles”, integrado por un grupo de despistados periodistas colombianos, la autora de la noticia señala bajo un título conmovedor (“Hace un año ordenaron matarlo”), que “facciones de ese grupo ilegal manejadas por narcotraficantes declararon a Carlos Castaño como una persona ‘inconveniente’ para la organización pues en reiteradas ocasiones había hablado de la conveniencia de abandonar ese negocio ilegal y desmovilizarse”. El mensaje es clarísimo. En los Estados Unidos entenderán que se trata de un prócer en peligro de ser asesinado porque frente a la opción del narcotráfico y la guerra, escoge el camino de la paz. “No nos digamos mentiras”, le manda decir Castaño a sus futuros protectores, “yo soy el hombre que ustedes necesitan”. Así, poco a poco va allanando terreno. Según el periódico, el nuevo héroe se enfrentó valerosamente a su organización criminal cuando, en abril del 2001, “anunció el fin de las AUC”, lo que provocó una fisura que “se hizo más grande en junio del 2002”, momento en el cual, “a través de su página de Internet arremetió contra los jefes del Bloque Central Bolívar, a quienes calificó como narcotraficantes”. Todo ello llevó a que el nuevo santo de palo (¿san Carlos de Mapiripán?, ¿de Mejor Esquina?, ¿del Arauca vibrador?, ¿De San Carlos?, ¿San Carlos de San Carlos?), “empezara a perder el poder militar y se le marginara a la jefatura política”, donde también vio disminuida su influencia hasta el punto de que “el 31 de marzo pasado, sin razón aparente, se marginó del equipo negociador de las AUC”. Mejor dicho, la única salida posible que tiene este campeón del entendimiento y la concordia entre los colombianos, es la de viajar al exterior. En el país no lo quieren. Sus antiguos amigos lo persiguen, porque no han entendido que él es un hombre bondadoso, dispuesto a sacrificarlo todo para que los malos colombianos dejen de perjudicar a la gran nación del Norte con su infame tráfico de estupefacientes. Según su esposa, que tiene nombre de país africano: Kenya, “Carlos lideró e inició el proceso de paz con las Autodefensas y por su afán de volver a la legalidad y buscar la paz para el país está sufriendo esta persecución”. Persecución, dice doña Kenya. Y persecución dicen los campesinos que viven en las inmediaciones de la finca donde él desarrolla sus honestas actividades políticas, campesinos que comparten con él la vida diaria sin preocuparse jamás porque un batallón del Ejército o de la Policía llegue algún día a capturarlo. Porque ¿qué motivo habría para capturar a este honrado padre de familia? Carlos y Kenya y Rosa María viven como una familia común y corriente, saludan a sus vecinos, compran el pan en la tienda del pueblo y llaman por el teléfono público. La escena es pastoril. Cuenta el Diario Oficial que doña Etelvina, la dueña de la tienda, vio

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cómo “el jefe paramilitar llegó el pasado viernes, a las 2 en punto de la tarde, a cumplir la cita que tenía en un lugar ubicado a unos metros de ‘Rancho al Hombro’, un granero con facha de fonda, ubicado en el sitio Guadual del Medio. “Tras esperar varios minutos sin que nadie acudiera, Castaño decidió subir hasta el granero a consultar su correo electrónico, como lo hacía habitualmente. “Entonces, conectó su computador portátil al teléfono comunitario que permanece sobre un pupitre escolar, en un corredor cubierto por tejas de zinc y rodeado de tablas blancas…”. En ese instante sobrevino la tragedia: “Hacia las 2:20 un carro pasó veloz sin obedecer la orden de pare que impartieron los escoltas de Castaño que prestaban guardia en la carretera. De inmediato abrieron fuego y encontraron la misma respuesta de los ocupantes del vehículo”. Es el colmo, ¡disparos en medio de esa paz idílica! Los Estados Unidos tienen que recibir a este hombre bueno y perseguido, padre de una niñita de 17 meses (“hijita” la llamó tiernamente don Darío Arizmendi), que se ha sacrificado por el bienestar de la patria. Y van a hacerlo porque se trata de un ciudadano ejemplar que, de acuerdo con los principios calvinistas, trae una buena cantidad de dólares entre el bolsillo y está dispuesto a pagar una gruesa suma de dinero para que le devuelvan su honra perdida. Ahora, si estoy errado y Castaño murió en el atentado, de cualquier manera me reafirmo en lo dicho: era una pantomima, en la que pudo ser que uno de los actores secundarios haya equivocado el punto de mira de su fusil. Caso en el cual valdría la pena que lo enviaran a repetir su curso en el polígono del ejército o de la policía. Porque no tendría razón de ser que la paz de Colombia dependiera de una tan mala puntería.

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¿Quién le pone el cascabel al gato? Mayo 1 de 2004 Desde el exilio, el censurado columnista de El Espectador, escribió, en exclusiva para Directo Bogotá, sobre por qué en Colombia no existe libertad de prensa. Diatriba de un periodista que no calla verdades.

-------------------------------- Se habla de libertad de prensa. Y todos, desde el presidente de la República hasta el más joven y desprevenido de los muchachos que acaban de recibir su título en la Universidad, consideran que en este país ese es un principio respetado e intocable, y que la democracia, o lo que queda de democracia entre nosotros, puede sentirse segura porque nadie se va a atrever a mover un dedo contra él. Los ejemplos son pocos pero son contundentes. Todos estamos muy contentos de contar con un periodista como Antonio Caballero, que dice lo que le viene en gana y que incluye en sus diatribas a la revista donde le publican sus artículos, al dueño de la revista y el padre del dueño de la revista. Qué maravilla, teniendo en cuenta, además, que ellos son sus parientes cercanos. Pero déjenme pensar en voz alta. Para comenzar, la cosa no tiene por qué ser entre parientes. Uno no puede heredar una antipatía que se remonta a los abuelos (los abuelos de Antonio fueron desfalcados por el padre de Felipe, quien desposó a una de sus adoradas y adorables sobrinas). Esta historia repite protagonistas y escenas con una aburridora frecuencia. Sobra decir que el esposo de la sobrina es exactamente aquel personaje en quien ustedes están pensando, que terminó por convertirse en presidente de la República y, desde hace algunos años, en abuelo de la revista. Entonces a lo que asistimos es a una clásica sacada de clavo, que sigue haciendo de las suyas ochenta años después. Comienza el tercer milenio y nosotros somos los eternos feudatarios de los eternos señores feudales. Los barones de Tipacoque, que forma parte del reino, no pueden ver ni en pintura a los marqueses de Honda, un aborrecible sitio de "tierra caliente", que llegan a apoderarse de puestos públicos, contratos, abrigos de paño inglés y muchachas bonitas. No faltaba más. Y por ahí seguimos, encantados con la fotonovela o, mejor, con la revistonovela, porque a Antonio no le gusta que le tomen fotos y el doctor López está muy viejito y no permite que le retraten las arrugas. Pero ninguno de ellos se da cuenta de que nosotros comenzamos a darnos cuenta. Todos le agradecemos a Antonio Caballero quien, según parece, es un hombre extremadamente fino e inteligente, que haya representado con esa propiedad su papel de idiota útil. Tal vez un idiota útil extremadamente fino e inteligente pero, en resumidas cuentas, un idiota útil. Porque cuando alguien quiere decir que en este país hay libertad de prensa, lo sacan a relucir a él, que, según parece, es un hombre extremadamente fino y de buenos apellidos con quien se puede discrepar. "¡Claro que hay libertad de

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prensa!", vocifera el frondoso ministro del Interior, mi compañero en la Javeriana y desde entonces retórico integral. "Lo desafío - porque el frondoso ministro del Interior siempre vocifera "lo desafío" - a que me demuestre lo contrario. ¿Quiere una prueba? Ahí la tiene: ¿leyó la columna de Antonio Caballero?". Y el pobre entrevistador de turno se queda turulato. No sabe que el ministro no ha leído a Antonio Caballero porque él sólo tiene tiempo de leer a Cicerón y de repasar los complicados legajos de Invercolsa. Pero el ministro se lanza por la calle del medio porque quien ha leído a Antonio Caballero una sola vez en la vida puede decir, casi con seguridad, qué dice tres o diez o quince o treinta años después. ¡Eso se llama consistencia! De manera que el entrevistador va a la columna, lee que es el colmo que el alcalde prohíba las botas con manzanilla en la Plaza de Toros y piensa "hombre, sí, si a este señor le dejan decir estas cosas es porque aquí hay libertad de prensa". Y en ese entendido redacta su noticia, donde dice que el ministro del Interior es un defensor a ultranza de la libre información y de la libre opinión, y que en sus manos está mejor que mejor la dirección del "programa de protección a periodistas", ideado por este gobierno. Y, claro, yo no niego que sea el funcionario indicado para el cargo. Sólo que en este país, donde todas las verdades se dicen a medias, no se ha dicho que esa oficina es el fiel retrato de otra que dirigió Himmler en la Alemania nazi, bautizada por Hitler con el certero nombre de "programa de protección a judíos". De ahí salieron los campos de concentración y los hornos crematorios. No puedo decir que lo mismo vaya a salir de la oficina del doctor Londoño. De ella sólo saldrán decretos porque él es un legislador nato. El doctor Londoño no habla: él decreta. Todo esto suena demasiado viejo, ¿no les parece? Lo cierto es que el doctor Londoño habla como el indio Uribe. Pero no se asusten: no me refiero al indio Uribe de ahora. No. Me refiero al indio Uribe, que era un buen señor del siglo XIX. Que nadie se llame a engaño. En Colombia no hay libertad de prensa. Entre nosotros, el poder es uno solo, y lo ejercen, desde distintos ámbitos pero con idénticos propósitos y resultados, el general Mora Rangel, Julio Mario Santodomingo, el Mono Jojoy, Enrique Santos Calderón, el cardenal Rubiano, Ernesto Samper y Carlos Castaño. Ah, y Antonio Caballero. Todos tienen su porción de poder, todos lo defienden, todos se preocupan por conservarlo. Pero el poder que ejercen en este pobre país de Pachitos es el mismo y lo manejan bajo idénticos parámetros. Frente a la prensa, todos son una eterna sonrisa hacia afuera y un campo minado por dentro. Todos saben que aquí la libertad de prensa es una ficción digna apenas de una película de Spielberg. De ahí que todos sean sus paladines. Para que haya unanimidad será necesario, claro está, explicarle a Castaño y al Mono Jojoy, que "paladines" no tiene nada qué ver con palafreneros. Porque ellos no son palafreneros. Ellos son jinetes que, como siempre, van siempre muy bien montados. Aquí no hay libertad de prensa para los periodistas. Posiblemente la haya para los empresarios. Pero resulta que los empresarios son el poder y que el poder es el mismo en la Casa de Nariño, en el Caguán, en Semana y en el Nudo de Paramillo. El mismo. Ese poder tiene su verdad y los periodistas, claro, tienen toda la libertad del mundo para sustentarla. El que se atreva a salir de los parámetros que en ella se fijen, el que diga lo contrario, el que discrepe, el que investigue, el que no trague entero, está fuera.

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Un excelente periodista como Germán Castro Caycedo, está fuera. El hecho de que no lo hayan podido callar demuestra precisamente que entre nosotros la pauta es el silencio. O el "mucho ruido y pocas nueces" del proceso 8.000, del Banco del Pacífico, de Dragacol, de la Hacienda Bellacruz, del general Rito Alejo. La libertad de prensa existe hasta el momento en que el periodista acepta la decisión judicial. Y la decisión judicial está siempre ajustada a derecho, que es la forma más expedita de estar de acuerdo con los de siempre, de obrar de conformidad con las pautas que dicta el poder y de seguir en la eterna historia de Colombia: la historia de la sujeción, del miedo, de la verdad a medias, de la injusta justicia de los códigos e incisos. Sería excelente que en un foro como éste les preguntaran a los periodistas de provincia qué piensan de la libertad de prensa. Ellos, como cualquier ser humano, tienen que sobrevivir. (Lo digo conscientemente: nosotros apenas sobrevivimos). Hagamos una composición de lugar: llega el periodista de provincia a la puerta de la emisora más prestigiosa del lugar donde vive. Lo recibe el gerente. Y, cuando oye que su propósito es el de buscar trabajo, le explica sin ambages que la situación está difícil, que el desempleo está por las nubes, que la economía anda manga por hombro, que la guerra se lleva los ingresos, que el Fondo Monetario nos tiene ahorcados. - ¿Entonces? - pregunta el periodista. - Entonces - contesta el gerente -, lo único que puedo hacer por usted es alquilarle un espacio. Y, ante sus asombrados ojos de persona poco acostumbrada a ese juego de abalorios, despliega una gama completa de horas a su disposición. Las hay para todos los gustos y todos los presupuestos. Las de la mayor audiencia valen tanto, las de medianoche tanto, las de la mañana tanto, las de fin de semana tanto y tanto. - Usted decide - dice el gerente -. Y el periodista, con hijos pequeños qué alimentar y con obligaciones de todo orden, se vende en esa nueva especie de trata de blancas (o de blancos). Toma en alquiler un espacio. De él deben salir el pago de la emisora y su sueldo y todos los gastos de oficina y los costos de los desplazamientos. Y los servicios. Y el café para los doctores. Todo. Y es él quien se echa encima de los hombros esa obligación, que debe atender a punta de exprimir a la pauta. Va entonces a la licorera (que es la única empresa boyante de la región), o a la lotería, o a la sucursal de tal o cual banco, o a la compañía de tal o cual potentado. Y entrega su alma al diablo. Cuando su programa de noticias sale al aire, que nadie se extrañe del rosario de elogios dedicados a su patrocinador. Que nadie proteste por la cadena de adjetivos oprobiosos lanzados contra la competencia. ¿Periodismo? Pues sí, periodismo. Pero, ¿qué clase de periodismo es ése? ¿Quién le exige al propietario de la frecuencia una responsabilidad ética frente a la información?

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Mejor, ¿quién le pone el cascabel al gato? Nadie. Aquí nadie le pone el cascabel al gato. Aquí, ya se sabe, si acaso le colocan el cascabel al gato. Y un gato con cascabel colocado, es un gato de pacotilla. O de felpa. O de porcelana. En fin, un gato que no es el gato. Me alargo demasiado. Pero antes de terminar quisiera pedirles que para mirar el proceso de la información pusieran los pies sobre la tierra. Están bien las normas y los códigos y los principios. Pero en el diario vivir lo que opera es el hambre. Y de otro lado, el poder. El poder se ejerce sobre los que tienen hambre. Y los que tienen hambre, pero no se dejan, se mueren (en los últimos años van catorce), o se callan o se van del país. O se van del país y luego se callan, como es mi caso. No se trata, claro está, de hablar de mi caso. Se trata de pedirles que abran los ojos. Y que no le crean el cuento a nadie, comenzando por el extenso cuento de esta carta que está tal vez demasiado llena de nostalgias y de distancias.

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Tres horas al sur de la florida Nueva York, 2 de mayo de 2004 No sé por qué, cuando pienso en la relación que tiene el país con la forma como Varito nos hunde en el despropósito, regreso a un son que tarareaban los viejos en el momento de recibir las órdenes impartidas por sus implacables mujeres:

María Cristina me quiere gobernar, y yo le sigo, le sigo la corriente, porque no quiero que diga la gente que María Cristina me quiere gobernar…

Pero el presidente no es María Cristina. El presidente es Varito. Varias personas me escribieron esta semana para preguntarme de dónde salía ese apodo ridículo. Varito, sobra decirlo, es un apócope de Alvarito, y Alvarito se le dice a alguien cercano a los afectos del corazón. El testimonio en torno al asunto es de Alpher Rojas, director del Instituto del Pensamiento Liberal. En el libro que escribí bajo el extraño seudónimo de Joseph Contreras, censurado en Colombia por los cómplices del candidato para que no interrumpiera el apacible decurso de la campaña presidencial, conté el cómo y el por qué de ese mote. "En una de las lujosas ferias de Armenia - se lee en el capítulo segundo -, cuando la ciudad se preparaba para su centenario, Rojas ve de lejos a Pablo Escobar, a Rodríguez Gacha, a los Ochoa que asisten al espectáculo. Dairo Chica, el consentido de la mafia, presenta su espectáculo de rejoneo. Las jacas encintadas son soberbias. Fabio Ochoa, "el obeso padrino de los nuevos ricos" imparte absoluciones y come mandarinas. "Tupac Amaru", el caballo de un millón de dólares, opaca con su silueta y con el pequeño lucero de su frente, a las otras cabalgaduras. Rodríguez Gacha, propietario del ejemplar, "disfruta las mieles de su popularidad". Y allí, en ese mismo sitio y hora está él, el candidato, "con sus magníficas cuadras caballares". "Allí está el 'doptor Uribe', como le decía El Mexicano, o 'Varito', como lo motejaba cariñosamente don Fabio. Y de ninguna manera distante, ni prejuicioso, ni tímido, sino francamente comprometido en el negocio turbio, desde la brevedad ambigua de su atuendo maicero y sus gafas de Harvard, intercambiando información pecuaria para modernizar y ampliar sus dehesas". Nadie ha desmentido jamás esa estrecha relación entre María Cristina y la mafia. Pero el país está ciego y sordo y mudo, y lo único que le importa es que alguien le ofrezca ganar una guerra que no es guerra sino masacre, a como dé lugar, a cualquier costo. Por eso se fascina frente al embeleco de la reelección, mientras soporta que las soluciones a nuestra tragedia se aplacen "para después", y que multitud de asuntos grandes y pequeños pasen desapercibidos. Se busca un tinterillo

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Pequeños, por ejemplo, la forma como ese individuo oscuro y peligroso que es Rudolf Hommes, se lavó las manos respecto a su participación en la venta de Avianca. Como funcionario público que fue, ¿lo investiga la Procuraduría? ¿Alguno de nuestros acuciosos tinterillos ("tinterillo", llamó Varito a su otrora jefe, Ernesto Samper, en una reunión con sus congresistas de bolsillo), lo ha demandado, siquiera por faltas contra la ética? Creo que no. Porque en Colombia esos avivatos que están en la cumbre del poder político y económico, nos tienen acostumbrados a que tiran la piedra y esconden la mano y no les pasa absolutamente nada. Como miembro de la Junta Directiva del Grupo Santodomingo, Hommes tuvo que participar necesariamente en la venta de la compañía, negociación que se adelantó mientras "el astuto" se desempeñaba como asesor de Varito y tenía acceso a una información privilegiada. Pero, a última hora, cuando el jefe de los asesores estaba a punto de sacarlo a patadas de Palacio (y no precisamente por este asunto), renunció, se dio públicos golpes de pecho y habló de incompatibilidades. En ese momento la negociación ya se había cerrado. Que no sea tan fariseo y que, de paso, no nos crea tan pendejos. El país es un tonto de capirote pero no más. Hasta ahora, aunque muchos lo han querido, nadie ha logrado pasarlo a la categoría de bobo de la yuca. Pequeños, además, el hecho de que el Congreso haya archivado el proyecto de ley que reglamenta el Acto Legislativo Nº 02 del año 2003, "por el cual se otorgan facultades de policía judicial a las fuerzas militares", y que la bancada uribista lo haya resucitado a partir de una maniobra de tinterillo de pueblo (¿será suficiente decir "de una maniobra de Ernesto Samper"?), en abierto desafío a las normas legales. La Comisión Colombiana de Juristas dijo que "continuar el trámite del proyecto es abiertamente inconstitucional, compromete la responsabilidad política de los parlamentarios que participen en el trámite viciado y contraría el ordenamiento jurídico". Pero estas son las cosas que pasan inadvertidas, mientras el país baila encantado un tango que podría llamarse "Héctor Helí y él", y para el cual yo podría aportar, si ustedes quieren, la primera estrofa, con la música de "Adiós muchachos":

Que no me hables por la radio ya te he dicho que no me hables ni me musites, si no te callas no te nombro a tus sobrinos, ni te protejo ni te miro más.

Y pequeños, también, el mínimo despliegue que se le dio en Colombia a la advertencia formulada el pasado 13 de abril, en su sexagésimo período de sesiones, por la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. "Las medidas tomadas dentro de la política de 'seguridad democrática' - dijo la Comisión - no acatan las obligaciones internacionales relativas a la promoción y protección de los derechos humanos". Y añadió: "El estatuto antiterrorista es incompatible con los instrumentos internacionales aplicables en esa materia". Ante esa seria advertencia, el país siguió con su invariable actitud de tango (silencio en la noche, ya todo está en calma…), y el gobierno se limitó a responder que se trataba de una simple difamación. Los miembros de la comunidad internacional se negaron a avalar esa explicación. Pero el país, puertas adentro, le creyó a Varito, porque el pobre tonto de capirote, en proceso de

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convertirse en bobo de la yuca, está dispuesto a creerle hasta que la dura realidad le abra los ojos. Los muertos que vos matáis… Pero también hay grandes sucesos inadvertidos. Comencemos, por ejemplo, con la contradicción absoluta entre quienes creen que uno u otro de los dos contendientes en esta confrontación sanguinaria: los paramilitares (de uniforme o camuflado), y la narcoguerrilla, encabezan las cifras de la hecatombe. El 24 de abril informa EL TIEMPO que "investigadores de la Universidad de Londres destacaron avances del gobierno en el conflicto armado". Y a continuación señala que dos profesores, Jorge Restrepo y Miguel Spagat, del Departamento de Economía del Royal Hollowey Collage, consultaron "la base de datos más completa" que existe en el país, "que recoge información de cerca de 20 mil ataques y combates en los últimos dieciséis años", para demostrar que durante el gobierno de Varito la guerrilla ha realizado menos ataques en promedio, y que los muertos de hoy no son los 62 de hace algunos meses sino sólo 52 cada treinta días. Mejor dicho, según esos dos serios eruditos de la City, el día en que la mataron Rosita estaba de suerte: de los tres tiros que le dieron sólo uno era de muerte. Porque esa es la única lectura posible cuando se comparan las cifras de nuestro conflicto con la dramática conclusión a la que llegaron los dos académicos. Dicen estos nuevos Bouvard y Pécuchet, que "el gobierno, al tomar la ofensiva en la guerra, está salvando vidas". Maravillosa deducción, tomada, claro, al abrigo de la corte de su majestad, que mira por encima del hombro las tórridas regiones donde el desastre se vive en la boca de los fusiles. Las cifras, se ha dicho una vez y mil veces, son acomodaticias y miserables. Y las de los dos profesores no se quedan atrás de las del doctor Matallana (¿recuerdan ustedes al "doctor Mata”?), quien protestó indignado cuando la prensa dijo que sus asesinatos habían sido quince. "No señores - aclaró con dignidad -, sólo fueron catorce. El quince se los quedo debiendo para cuando salga de la cárcel". Ahora, el otro bando cree exactamente lo contrario. En un comunicado que expidieron el pasado 18 de abril, las FARC-EP dan unas cifras que no tienen nada qué ver con las de Bouvard y Pécuchet o con las de los continuos y mentirosos boletines oficiales. "En el año 2003 - dice el documento - las FARC combatieron en 4.447 oportunidades contra la fuerza pública y los paramilitares (promedio de 12.18 diarias), en donde hubo 5.291 muertos entre militares, policías y paramilitares y 4.701 heridos. Sin contabilizar en estos totales, las bajas no confirmadas en más de 919 situaciones (algunos combates, emboscadas y minados donde es físicamente imposible hacerlo). En todas estas acciones recuperamos 356 fusiles, 7 morteros, 6 ametralladoras y 12 lanzagranadas, averiamos helicópteros en 99 ocasiones y destruimos 12, derribamos 5 aviones y averiamos 41, destruimos 1 piraña y averiamos 4, también destruimos 1 tanqueta y averiamos 6.

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"En el año 2003 murieron en combate 542 guerrilleros y 77 milicianos, y fueron heridos 321 lo mismo que 13 milicianos, cifras que evidencian la dureza de la confrontación. "En los tres primeros meses del año 2004 los choques se han presentado de la siguiente manera: Acciones militares 1.152 (12.8 diarias) que arrojan 1.373 muertos entre militares, policías y paramilitares y 818 heridos. De parte de las FARC hemos tenido 43 muertos y 29 heridos". Y a esa guerra sin cuartel, a esa masacre continuada, es a las que se enfrenta el país ahora mismo, cuando se inicia la "nueva etapa" de la que habló Navarro Wolf en Cambio (abril 18, 2004). "El nivel de los combates (sic) entre la Fuerza Pública y las FARC - escribió, mal, el insípido precandidato - es mucho más alto de lo que se tiene conciencia en la opinión urbana". Él sabrá por qué lo dice. Pero, a partir de ahí, nosotros podríamos sacar algunas pocas conclusiones. Pachito Santos abre la boca Tomemos las cosas dentro de una mínima perspectiva histórica. El 21 de marzo de este año, Varito viajó a Washington con dos propósitos definidos: primero, entregar al país con las manos atadas a la voracidad de las corporaciones multinacionales, a través de un tratado bilateral de comercio que se firmará el 19 de mayo en Bogotá; y, segundo, buscar la ayuda indispensable para prolongar durante su segundo período de gobierno la ayuda proveniente del Plan Colombia. Como es obvio, una cosa implicaba la otra. Mientras con una mano le regalaba el país a las multinacionales, con la otra recibía la ayuda. Y así ocurrió. Bush, que conoce mejor que nadie los malos pasos iniciales de Varito, sabe que es un monigote y que lo tiene entre el bolsillo. Para comenzar, fue él, Varito, el que en el foro de Davos le pidió a los Estados Unidos que invadieran militarmente al Amazonas y que le dieran prioridad a la crisis de Colombia frente a la de Irak. Semanas después, el 20 de marzo del 2003, el vicepresidente Santos le pidió en Roma a la comunidad internacional "un despliegue militar en Colombia, similar al de Irak". Textualmente, un individuo que por ese solo hecho debería ser demandado ante el Congreso de la República por traición a la patria, dijo: "Semejante despliegue para Irak, que apoyamos, nos hace preguntarnos cuándo veremos una acción igual de la comunidad internacional para ayudar a la democracia colombiana". Sobra decir que el mentor de uno y otro fue Luis Alberto Moreno, defraudador de 35 millones de dólares pertenecientes a la Nación y desde hace seis años embajador en Washington. En efecto, el 5 de marzo del 2002 Moreno publicó en The New York Times un artículo en el que dijo que los Estados Unidos no tendrían para qué intervenir en los conflictos de Afganistán, el Medio Oriente y Asia, si Colombia estaba apenas a tres horas al sur de la Florida. Todos esos son movimientos de los peones del ajedrez internacional. Peones, porque Varito y sus funcionarios no dan, siquiera, para capataces.

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Pues bien. Fue Varito a Washington y dijo que "su lucha" (Mein Kampf) contra el terrorismo (?) no podía quedar a medias. De inmediato, la administración Bush le pidió al Congreso aumentar el número de 400 marines y de 400 "contratistas civiles" autorizados a permanecer en territorio de Colombia. "Se trata de un pequeño aumento del tope actual" dijo el general James Hill, quien está al frente del Comando Sur del Ejército de los Estados Unidos. ¿A cuántos?, le preguntaron. A 800 marines y 600 "contratistas", contestó. En total, 1.400 inocentes norteamericanos, que vendrían a vigilar el desarrollo de la guerra contra el narcotráfico y, de paso, a echar una mano experimentada en la lucha contra la guerrilla. (Entre paréntesis, no sé si sea necesario repetir que "contratistas" es el nombre que ahora se les da a los antiguos mercenarios. Son individuos que provienen de las filas de la FBI, de la DEA o del ejército regular, que ganan el doble que un soldado común y corriente, y que, para poner un ejemplo de cómo opera internamente el tejemaneje de todo este espeso universo, en el año 2002 se llevaron la mitad de los 370 millones de dólares que los Estados Unidos destinaron al Plan Colombia (la otra mitad, no puedo decirlo con certeza, entró al patrimonio de Royne para que le comprara a Marlene un edificio y un collar de piedras finas). Introducción a la Amazonía Ochocientos marines y seiscientos contratistas. Y miles de millones de dólares. Y una idea peregrina, que circuló esta semana profusamente por Internet, según la cual la Amazonía "pasó a ser responsabilidad de los Estados Unidos desde mediados de los años 80". Sé que la mayoría de ustedes pudo leer esos despachos por la red, pero voy a repetirlos en caso de que a alguno le hayan pasado desapercibidos. Se trata del libro de texto para 6º grado, escrito por David Norman bajo el título "Introducción a la geografía". Gracias a él, los niños de ese país aprenden que la Amazonía debe quedar bajo la "protección" de los autores de la masacre en Irak debido a que "está localizada en América del Sur, una de las regiones más pobres del mundo y cercada por países irresponsables, crueles y autoritarios". Y añade el libro (y aprenden los niños): "La Amazonía" fue parte de ocho países diferentes y extraños, los cuales son en su mayoría, reinos de la violencia, tráfico de drogas, ignorancia y de pueblos sin inteligencia y primitivos. La creación de la "Primera floresta internacional de la Reserva Amazónica" (PRINFA) es, según Norman, "una misión especial para nuestro país y un regalo para todo el mundo, visto que la posesión de estas tierras tan valiosas en manos de pueblos y países tan primitivos condenarían los pulmones del mundo a la desaparición y la total destrucción en pocos años". Pero la velocidad con que se mueve el mundo es palpable en la página 76 del volumen. Una vez en poder de los Estados Unidos, las cosas cambian: "Podemos considerar - añade el libro - que esta área tiene la mayor biodiversidad del planeta, con una gran cantidad de especies de todos los tipos de animales y vegetales. El valor de esta área es incalculable, pero el planeta puede estar seguro de que los Estados Unidos no

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permitirán que los países latinoamericanos exploten y destruyan esta verdadera propiedad de toda la humanidad. PRINFA es como un parque internacional, con severas reglas para la explotación". Y termina: "La reserva internacional forma parte de ocho países de América del Sur: Brasil, Bolivia, Perú, Colombia, Venezuela, Guyana, Surinam y Guyana Francesa, algunos de los más pobres y miserables países del mundo". Esto, que a primera vista es ridículo, no lo es tanto. Algo ocurre en Washington en torno a esa zona de reserva para la humanidad. Partamos, entonces, de una hipótesis: en la Amazonía, la lucha contra las drogas es apenas la puerta de entrada para la consolidación del dominio territorial sobre una zona que hoy es rica en petróleo, pero que tiene una riqueza potencial todavía mayor: el agua dulce, la biodiversidad y el oxígeno. Con todo esto pasamos del movimiento de los peones al sesgado desplazamiento de los alfiles. Dentro de veinte meses desaparece, por consunción, el Plan Colombia, pero a lo largo de este período es necesario reforzar al máximo la Iniciativa Regional Andina, que ha sido la bandera adecuada para que los Estados Unidos extiendan el conflicto a la cuenca del Amazonas. Sin embargo, Colombia no dejará de ser la dócil y acerada punta de lanza en este panorama, primero porque desde tiempos inmemoriales se sabe que los sucesivos gobiernos del país han estado de rodillas frente a los designios del imperio, y segundo porque su posición estratégica es única y envidiable. Los intocables Déjenme seguir en los próximos párrafos, casi textualmente y sin comillas, un documento excepcional que preparó Alexis Ponce para Nizkor en el año 2002, y que ustedes pueden consultar en la red. Su título es "Iniciativa Regional Andina: una estrategia integral para tiempos de guerra global". La Iniciativa Regional Andina se lanzó en Washington como una estrategia antidrogas. En el documento se "narcotiza la agenda regional". No es sólo Colombia la que se descompone. Están también otros países, como Ecuador, Perú y Bolivia, que son definitivamente andinos, Venezuela (que más o menos podría serlo), y Brasil y Panamá, que poco y nada qué ver. Ponce recuerda que en el primer párrafo del documento se habla de los "intereses de los Estados Unidos" y encuentra por ahí una clave importante: los indígenas del Ecuador son "populistas y radicales". Ya lo había dicho el Informe Estratégico de la CIA: "Los indígenas son un factor de inestabilidad democrática". Añade, además, que en el último párrafo del mismo documento se dice que la región Andina lo es de coca-naciones, y que necesita de la ayuda antidrogas. En el panfleto, continúa Ponce, se habla también de las Fuerzas Armadas Andinas. "Se debe mejorar la capacidad militar de acción regional combinada", lo que permite intuir la creciente posibilidad de una intervención militar de los Estados Unidos y de una "acción

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articulada" de los ejércitos andinos para misiones regionales, frente a un fantasma que surge de nuevo: el del enemigo interno. La estrategia contra el enemigo interno cubre todos los Andes y la Amazonía y resucita el viejo y amenazante programa de Seguridad Nacional, que tuvo graves consecuencias en América Latina en las décadas de los 60's y los 70's del siglo pasado. Las bases militares que rodean la región son fundamentales. Ponce, ecuatoriano, habla con énfasis sobre la de Manta, en Ecuador, que permite el movimiento de aviones pesados, entre ellos el 550 KW, en el que se puede transportar un batallón entero. ¿Eso para qué? La respuesta la dio el general René Vargas Pazos, del Ecuador: "Quieren montar una operación de ataque militar desde el Ecuador". La base de Manta tiene una posición privilegiada para controlar la llamada "Bolsa del Petróleo" que mantienen cinco naciones del área: Ecuador, Colombia, Perú, Brasil y Venezuela, y cuenta con el apoyo táctico de la base holandesa de Curazao y de las bases de Liberia, en Costa Rica, y Sotocano en Honduras. Pero la cadena militar se amplía con las bases de Tres Esquinas, Larandia y Puerto Leguízamo, en el Putumayo. En Perú se proyecta usar la Base de Iquitos. Y en el Brasil, la de Alcántara, cerca de Manaos, que cuenta con las Bases Satélites de Tabatinga, frente a Leticia, y Yavaraté en el Río Negro. Y termina Ponce: El documento incluye una magnificación del ALCA, al que considera un "mega-componente" regional. El ALCA es el semáforo en rojo para el resto del mundo. Esta región es una zona hegemónica para los Estados Unidos, y en esa condición es "intocable". El nuevo Irak, el nuevo Vietnam Todo eso es claro y surge de una lectura rápida y atenta. Pero hay un nuevo y crucial componente, que es el que en primer término nos interesa a los colombianos. El 24 de abril, el Diario Oficial informó que en el curso de los próximos días el gobierno de Colombia pondrá en marcha un nuevo plan de lucha contra los guerrilleros de las FARC que ocupan vastas zonas del sur del país, proyecto al que llamó, dentro de sus términos de extrema derecha, "Plan Patriota". Se trata de desplegar una fuerza de quince mil hombres, para lo cual, según el periódico, "se han producido decenas de reuniones entre el Ejecutivo y la cúpula de las Fuerzas Militares con el Comando Sur y los departamentos de Estado y Defensa de los Estados Unidos". ¡Quince mil hombres! Para apoyar un proyecto en el que intervino de manera directa y decisiva, el gobierno de los Estados Unidos, por intermedio del comandante del Ejército del Sur anunció que "apoyará" a Colombia con "planeación de combates terrestres, comunicaciones e inteligencia", y que está dispuesto a financiar tres años de ofensiva.

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Este año, la administración Bush, que necesita con urgencia un nuevo Irak, le destinará al Plan ciento diez millones de dólares. ¿Para qué? La respuesta la da el periódico: para comprar armas y equipos de comunicación y pagar labores de entrenamiento. "Se comprarán dos aviones de combate AC-47 y cuatro aviones para el transporte de tropa C-130". Y sigue el informe: "Para el 2005 se pidieron otros 110 millones de dólares que debe aprobar el Congreso… Y ya se está elaborando el plan del 2006. Aunque no se conocen los detalles se sabe que la asistencia será cercana a los 100 millones de dólares y servirá para respaldar todo lo creado hasta la fecha". De la noticia surgen varios factores de terror y desconcierto. Comencemos por el primero: ¿Qué ocurrirá con los derechos humanos? Es una incógnita. Pero uno de los militares involucrados anunció en la misma noticia que avanzar no es tan fácil porque, entre otras cosas, se trata de una zona donde "el enemigo ha estado por décadas con la población civil". Leámoslo de otra manera: la población civil forma parte del enemigo. Segundo. Demos un paso atrás y leamos de nuevo el discurso que pronunció la entonces embajadora de los Estados Unidos en Bogotá, señora Patterson, ante el Congreso de FENALCO reunido en Cartagena el 25 de octubre del 2001. "Los ataques terroristas del 11 de septiembre - dijo ella - enfocaron nuestra atención en los nexos de la violencia internacional, que incluyen el terrorismo, el narcotráfico, el lavado de dinero y el crimen organizado. Hemos visto estos nexos claramente en Afganistán. El régimen talibán no sólo le proporcionó refugio a Osama ben Laden y a su organización terrorista, sino que hace años que ha suministrado gran parte de la heroína al mercado internacional. El régimen talibán y ben Laden han aprovechado las instituciones financieras internacionales para lavar dinero y continuar financiando sus actividades terroristas. "Existe un nexo similar en las actividades violentas de los tres grupos terroristas en Colombia. A diferencia de los terroristas en Afganistán, los grupos colombianos no tienen un alcance mundial directo. Sin embargo, cada uno de estos grupos ejerce terrorismo sobre los colombianos y debilita las bases de la democracia más antigua de América Latina. Cada uno de estos grupos en Colombia (AUC, FARC) está profundamente involucrado en el narcotráfico". Ustedes acaban de leerlo: la embajadora habla de tres grupos pero sólo menciona dos. Ese no es un lapsus linguae. Simplemente no dijo que el tercer grupo es el gobierno. O, todavía más preciso, que el tercer grupo está formado por las Fuerzas Militares. Bastaría mencionar una sola palabra, Guaitarilla, para que el mundo entero sepa que la funcionaria tenía toda la razón al cometer, tal vez voluntariamente, ese ligero desacierto. Pero sigamos. "El año próximo (2002) es clave - dijo ella -. Con recursos y aeronaves adicionales que suministraremos, Colombia tiene una verdadera oportunidad de reducir los cultivos de coca y los ingresos ilegales que éstos generan. Muchos colombianos me

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preguntan si la aspersión funciona. Sí funciona y va a funcionar aún más efectivamente en los próximos meses. Tenemos aeronaves adicionales y podemos atacar los cultivos nuevos inmediatamente, no sólo en Putumayo sino también en el sur de Bolívar y en el Norte de Santander". La otra guerra del petróleo Digámoslo claramente: Putumayo, petróleo; Sur de Bolívar, petróleo; Norte de Santander, petróleo. Ante lo cual sería necesario señalar que no hay para qué hacer semejante escándalo. Para entregar nuestros recursos naturales, renovables y no renovables, están las disposiciones gubernamentales de cualquier pelambre. En el caso del petróleo, el último regalo no se remonta a más de quince días. Un decreto de Varito (porque si no es un decreto de Varito, ¿de quién podría ser semejante decreto?), dispone que en el caso de la exploración y explotación en terrenos otorgados en concesión a las compañías extranjeras, la participación del Estado se limitará al pago de regalías y de impuestos nacionales. De esa manera, y de un solo tajo, Varito le quitó a los colombianos, el treinta por ciento de cada barril (después de descontadas las regalías), lo que equivale a considerar que nuestro petróleo viene del extranjero. Son miles de millones de dólares los que Varito le regala a las multinacionales, con el pretexto de que las reservas ya no son lo que eran, y que las compañías temen trabajar en Colombia. No es cierto ni lo uno ni lo otro. En primer término, las cifras que se manejan en el exterior muestran que la producción ha crecido en un 80 por ciento. Y, para completar, las compañías no abrigan temor alguno a partir del discurso en que Varito, al comienzo de su mandato, las autorizó para montar ejércitos privados integrados por lo más selecto de los batallones paramilitares. ¿Entonces? Entonces nada. Un simple y llano regalo de Varito, que es espléndido y generoso cuando se trata de bienes que no le pertenecen. Y tercer factor de miedo y desconcierto. Nada distinto de poner en claro que todos estos no son hechos aislados, no son palabras sin contenido. El 24 de marzo pasado, el general Hill rindió una declaración ante la Comisión de las Fuerzas Armadas de la Cámara de Representantes. "Los Estados Unidos – dijo - enfrentan dos tipos de amenazas en el Hemisferio Occidental: la amenaza tradicional del narcoterrorismo y por otra parte, la amenaza incipiente del populismo radical". Y es aquí donde salta la liebre. Por lo general, los militares sólo son hábiles para disparar. "Más allá del narcoterrorismo y de la violencia de pandillas – confesó -, hay ramas de organizaciones terroristas de Medio Oriente que llevan a cabo actividades de recaudación de fondos en la región, lo que incluye lavado de dinero y tráfico de drogas ilícitas para luego canalizar 'decenas de millones' de dólares al año a las organizaciones matrices con sede en Medio Oriente".

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Así pues, la guerra es la misma. Un frente en Irak, un frente en Colombia o, más allá, en el Amazonas. Y, además, está el populismo radical. Se trata de una "preocupación incipiente". Engolosinado por lo que aprendió en su reciente curso de ascenso, el general explicó que el populismo por sí solo no constituye una amenaza, pero se convierte en ella cuando se ve radicalizado por un líder que busca suprimir los derechos individuales. No sé en quién pensaría. ¿Tal vez en Fidel Castro? ¿O en Evo Morales? ¿O en el subcomandante Marcos? Pero lo que sí puedo afirmar con seguridad es que no pensó en Varito Uribe, sobre quien se explayó en múltiples elogios. Ahora bien, el problema no es sólo Colombia. Más allá está la región andina, las naciones del Caribe, la América Central, el cono sur. Mejor dicho, todo lo que queda allende el agonizante Río Grande. El Comando Sur ha hecho ingentes esfuerzos en la guerra contra el terrorismo. "Estados Unidos equipa, elabora y entrena para mejorar la capacidad de control de fronteras, eliminación de refugios y proyección de presencia gubernamental en naciones socias. Los principales esfuerzos del Comando Sur respecto de la guerra contra el terrorismo están encaminados a mejorar la capacidad de las fuerzas armadas colombianas, operar el centro de detención de terroristas en la Bahía de Guantánamo en Cuba, fomentar la cooperación en el Hemisferio y mejorar el profesionalismo y el respeto de los derechos humanos entre las fuerzas armadas de la región". Paramilitares, de aquí para allá De ahí que sea urgente aumentar el número de soldados y de "contratistas". Si se dijeran las cosas por su nombre, esos "contratistas" serían el aporte paramilitar de los Estados Unidos. Pero el aporte paramilitar de Colombia es igualmente importante. El 28 de marzo del 2001, el Boston Globe publicó las declaraciones del "comandante" Wilson, uno de los jefes de ese ejército de narcotraficantes, que ahora trabaja en el Putumayo. "El 'Plan Colombia', dijo Wilson, sería casi imposible sin la ayuda de las fuerzas paramilitares. Si no tomamos el control de las zonas antes que el ejército, las guerrillas derribarían sus aviones". Wilson añadió que la "estrategia global" se planifica entre sus "superiores" y el ejército… “Hay destacamentos del ejército a veinte minutos de ambos lados del puesto de mando paramilitar. La ruta de tierra que cruza el valle está plagada de trincheras controladas por centinelas paramilitares. Camiones cargados con más de 40 soldados camuflados, armados con metralletas y lanzacohetes, se escuchan pasar regularmente mientras se dirigen a sus misiones de 'búsqueda y destrucción'. Desde mediados de diciembre, helicópteros Huey de la era Vietnam y aviones preparados para destruir los sembrados, donados por los Estados Unidos, sobrevuelan ruidosamente el Valle de Guamuez echando un poderoso herbicida sobre las plantaciones ilegales de coca, la materia prima de la cocaína". "El fenómeno paramilitar en Putumayo es la punta de lanza del 'Plan Colombia' para hacerse con el control territorial de las áreas que han de ser fumigadas y para controlar

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a la población civil", dijo en el mismo periódico Germán Martínez, ex defensor del pueblo en Puerto Asís. Ese es el panorama. El principal problema que enfrentan hoy los Estados Unidos es el del suministro adecuado de petróleo. En el año 2000, el Departamento de Energía informó que "entre 1990 y 1999 el consumo creció en 15 por ciento, pasando de 17 a 19.5 millones de barriles por día". En veinte años, ese consumo crecerá todavía más: en 5 millones de barriles diarios. En contra de lo que dice el gobierno colombiano, durante el mismo período nuestra producción creció alrededor de un 80 por ciento. Colombia es el séptimo abastecedor de los Estados Unidos. Se calcula que en sus yacimientos no explotados hay 2.6 mil millones de barriles, y cerca de 26 mil millones más en sus reservas potenciales. Primero un brazo, después una pierna… ¿Entonces? Entonces nada más ni nada menos que la urgencia de la guerra. Y ya conocemos esa guerra. "La primera fase del Plan (Patriota), dice el Diario Oficial en su remitido con cara de noticia, fue la operación en Cundinamarca, que recibió el nombre de 'Libertad 1', calificada como la más exitosa que se recuerde en el país". ¿Por qué? Porque "no se podía ir allá (a la selva) sin antes romper los lazos que los alimentan (a los guerrilleros) con centros urbanos grandes como Bogotá, Medellín y Cali". Y porque, con "la incursión en ciertos municipios de Cundinamarca con enorme influencia histórica de la guerrilla (los militares) ensayaron, aunque en menor escala, lo que pueden encontrar en las profundidades de la jungla del sur". Repitamos: 'Libertad 1' fue un ensayo hecho en las goteras de Bogotá para preparar la ofensiva de verdad que es la que ahora comienza. ¿Y cómo fue ese ensayo, o, dicho de otra manera, esa "ofensiva de mentiras"? En Cundinamarca, como en el Putumayo, como en el Norte de Santander, como en Arauca, hay un esquema casi invariable: primero pasan por ahí los soldados; luego, llegan los paramilitares; y cuando estos culminan su "labor de limpieza", regresan los soldados. En un despacho de prensa del 29 de mayo del año 2003, Dick Emanuelsson trae el testimonio de Carlos Rubio, un anciano de 85 años, sobre la tortura y el asesinato de dos jóvenes campesinos. Los paramilitares - cuenta Emanuelsson - acamparon en la finca de Rubio… Durante la noche, las víctimas fueron llevadas a unos sesenta metros detrás de la casa. Hasta allí, y más allá, se oyeron los gritos. De acuerdo con el testimonio de Rubio, "los cuerpos mostraron machetazos en la espalda, pero eso no mató al campesino… Siguieron la tortura, cortando un brazo. Cuando el campesino no pasó la información que los asesinos pedían, le cortaron el otro brazo, y después la pierna, y después la otra pierna,

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para terminar de cortarle a Wilson Duarte su cabeza". Treinta metros más abajo, Hernando Micán sufrió la misma muerte terrible. Los cadáveres fueron enterrados en un hoyo. De inmediato, dos mil campesinos huyeron hacia Viotá. Pero a lo largo de muchos meses formularon algunas insistentes preguntas, que Emanuelsson transcribió entre comillas: ¿Por qué los paramilitares dijeron llegar del Casanare, un departamento que es fronterizo con Venezuela? ¿Cómo es posible que unos cien paramilitares fuertemente armados, hayan podido trasladarse más o menos mil kilómetros con su armamento, sin ser descubiertos por la fuerza pública, que tiene regados retenes de la policía y del ejército por todas partes? ¿Cómo es posible que la contraguerrilla, en esa región tan militarizada, no haya detenido un solo paramilitar? ¿Por qué cuando los paramilitares cometieron sus barbaridades, el Batallón Colombia, que tiene presencia casi siempre en esta parte de Viotá, estaba muy lejos del lugar de los asesinatos y desapariciones? Pero no son sólo los paramilitares. En la semana del 29 de mayo, cuenta Emanuelsson, "se produce otro asesinato en la inspección de San Gabriel. Una patrulla del ejército saca un campesino de la vereda El Retén a las 6 de la mañana… lo traslada a una vereda que se llama El Roblal, y a las 11 de la mañana lo mata. La versión oficial dice que era un guerrillero que estaba armado con una escopeta y un celular. Por lo tanto fue dado de baja en un combate. Pero la comunidad desmiente y dice que era un humilde trabajador que vivía en la vereda del Retén". Pero lo peor, tal vez, es la posición del gobierno. Los concejales visitan al mandatario seccional de ese entonces, Álvaro Cruz, para poner en su conocimiento lo que está ocurriendo en el municipio. Cuando los recibe, mirando el reloj les informa que tienen dos minutos para plantear el problema. Uno de ellos toma la palabra. Cuando formula su primera pregunta, el gobernador lo interrumpe y le dice: "Usted es un mandadero de la guerrilla". Y luego, sin más ni más, les notifica: "Es mejor que se vayan acostumbrando a convivir con los paramilitares". Si esa es la primera parte del Plan Patriota, ¿qué podrá esperarse de la segunda? ¿Acaso no dicen que "nunca segundas partes fueron buenas”? ¿Serán peores estas partes en el profundo sur del país, donde la población civil, como se le dice ahora a las personas que antes eran simplemente eso: personas, "han convivido durante muchos años con el enemigo"? Tristemente, la respuesta puede darse de una vez: serán peores.

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El Macho 12 de mayo de 2004 Afirmar que no tenemos ningún problema interno, es trasladar de un solo plumazo nuestra tragedia al plano de la intervención militar extranjera. Sobra decir que eso es lo que quieren el presidente y los hombres del presidente. El Nuevo Siglo, que da muestras de convertirse en la única voz de oposición seria dentro del arrobamiento que aqueja a los medios del país frente al gobierno, llama la atención sobre la exigencia que hace el "Informe Nacional de Desarrollo Humano - Colombia 2003". Según el periódico, en él se "advierte que sólo cuando se entiendan en toda su dimensión y complejidad las raíces locales del conflicto, se podrán aplicar los cambios estructurales requeridos para alcanzar una paz duradera" (Editorial, 05-12-04). Habla Perogrullo, claro está. Habla el sentido común. A todos nos interesa la paz, y todos, colectivamente, queremos encontrar un camino eficaz que nos saque lo más pronto posible del despropósito en que morimos. Por eso, sin mirar, miramos hacia esa persona a quien algunos llaman el "primer magistrado de la Nación". ¿Pensará él - si es que piensa - en el mismo sentido? Y es ahí donde encontramos un quiebre fundamental entre la actual administración y el país, que dibuja con nitidez el abismo al que nos estamos dejando llevar de cabestro, sin darnos cuenta del grave peligro que nos amenaza. En efecto, en su discurso del 7 de mayo ante la Escuela Superior de Guerra, el "doptor Uribe", como le decía, téte-a-téte, Rodríguez Gacha, puso los puntos sobre las íes, las áes, las óes, las úes y las ées, como a él le gusta, y al responder una pregunta que le formuló el capitán de fragata Fabio Jaimes (a quien ya debieron llamar a calificar servicios), sostuvo en palabras textuales que "aquí no hay conflicto, sino una agresión del terrorismo contra un pueblo y contra unas instituciones democráticas". Tal cual. Según esa persona a la que algunos conocen como presidente de la República, en Colombia no hay ningún conflicto. Y como no lo hay, tampoco hay un problema interno. "¿Cuál problema interno? - le vociferó al capitán Jaimes -. No sigamos hablando del problema interno. Aquí lo que hay es un desafío terrorista". Discúlpenme ustedes: aunque me extienda ad infinitum, no quisiera interrumpir la demoledora argumentación de esa persona que se identifica como jefe supremo de las Fuerzas Militares. De manera que voy a transcribir su larga parrafada, dicha con los cachetes colorados y el sudor a flor de piel, el mismo sudor que captó el fotógrafo cuando recibió el título Honoris Causa en Economía, concedido por la Corporación Universitaria del Sinú, que gradúa a los más conspicuos paramilitares del país, él entre ellos. "La gran preocupación nuestra - dijo ese individuo al que los despalomados que nunca faltan le dan el título de primer mandatario - tiene que ser la derrota de los terroristas.

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Aquí hay que pensar qué se deja primero y qué de último. Nuestra misión es cumplir la primera tarea que es derrotarlos. Si nosotros nos aproximamos a cumplir nuestra misión, simplemente con concepciones de procesos de paz y no con vocación de combate militar, estamos perdidos. "Mientras la Fuerza Pública se dedica a pensar en cómo operar un proceso de paz, los terroristas nos derrotan militarmente. Por eso aquí se necesita fundamentalmente en la Fuerza Pública una actitud combativa, una actitud de mentalidad de victoria, una actitud de derrotarlos. "¡Esta es la hora de definición militar para derrotarlos! Lo importante ahora, más que observadores militares en un proceso de paz, (es) tener consejeros militares que nos ayuden, si tienen consejos que darnos, a definir esto militarmente. Si nosotros no pensamos que esto hay que definirlo militarmente, estamos perdidos. "No me vuelva a preguntar (¡capitán!) sobre la presencia de observadores militares en un proceso de paz en esta etapa. Dígame 'Presidente, nos hacen falta unos consejeros militares a ver cómo derrotamos esos bandidos', porque tenemos que ganar, es la hora de victoria, es lo que nos está demandando el pueblo colombiano.". La situación, pues, está clara. No hay conflicto, no hay problema interno, hay un desafío terrorista, la paz es un contrasentido, vamos a derrotar a "los bandidos" en el terreno de las armas, necesitamos consejeros militares que nos ayuden (y que ya se sabe de dónde vienen esos consejeros), esta es la hora de la victoria. Así de simple. En la cabeza de chorlito de ese sujeto al que algunos llaman "excelencia", sólo cabe la guerra. Supongo que durante el sueño le rechinan los dientes. Aquí hay que triturar, destripar, masacrar, acabar, arrasar, volver papilla. Esa es la única forma de superar nuestra tragedia. Aumentar la tragedia para acabar con la tragedia. No oía un argumento parecido desde la época de ese tontarrón marxismo que todos padecimos en los 60's. Que los ricos se enriquezcan más todavía, que los terratenientes se apoderen de todo, que los ladrones saqueen el presupuesto, que los empresarios esquilmen al pueblo hasta la última gota de sangre, para que así se agudicen las contradicciones y se precipite la revolución. Y ahí estamos. Ni revolución ni nada que se le parezca. Sólo más hambre, más miseria, más degradación, más oprobio. Y los de siempre ahí, felices, robando perdices. La concepción que tiene del Estado esa persona a la que el padrino de la mafia llamaba confianzudamente Varito, carece de matices. En ese sentido (y no sólo en ese sentido), estamos bajo la autoridad de un primitivo, que ve el mundo a partir de una óptica maniquea. Para él, la guerra no es un vehículo hacia la paz. Aquí se hace la guerra por el sólo placer de hacer la guerra, de acabar con el contrario, de destruirlo. Y el contrario somos nosotros mismos. Supongo que en el fondo de su equívoco perfil psiquiátrico, este pobre personaje de bodevil tiene una insuperable tendencia suicida. Pues bien, si quiere suicidarse que lo haga, pero que no nos involucre a los demás en su aventura.

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Afirmar, con esa sans façon envidiable, que no tenemos ningún problema interno, es trasladar de un solo plumazo nuestra tragedia de cada día al plano de la intervención militar extranjera. Sobra decir que eso es lo que quieren el presidente (o esa persona a la que algunos llaman "el presidente") y los hombres del presidente. Los alegres marines norteamericanos y británicos, pensarán ellos, necesitan nuevos prisioneros que puedan degollar sin complicaciones. Es insólito que el mundo haya hecho semejante escándalo porque algunos de esos saludables soldados y oficiales orinaron sus residuos de coca-cola sobre los iraquíes. ¿Acaso los habitantes del tercer mundo no somos simples y llanas letrinas para los poderosos ejércitos que nos visitan de vez en cuando? De modo que si protestan por esas sencillas torturas y violaciones, que piensen en Colombia, donde somos mucho más dóciles y orinables. Ante este panorama desolador, brillan con luz propia las declaraciones que le concedió Jan Egeland, subsecretario general de la ONU a Yamid Amat, y que publicó el Diario Oficial el pasado 8 de mayo. (Entre paréntesis, qué magnífica perla la del final, cuando un analfabeto, como Amat, felicita a su personaje porque "ha hablado mucho mejor castellano al final de la entrevista"). Pues bien. Egeland pide acabar de una vez por todas con la crisis humana que enfrenta el país, y compara nuestra miseria con la que ha visto en Uganda y en el Congo. Protesta, además, por la situación que viven los dos millones de desplazados internos, y señala que Colombia ocupa, "con Afganistán, el tercer lugar mundial con problemas de desplazados, después de Sudán y el Congo". "Lo terrible de Colombia - dice Egeland - es que la población civil no es la que recibe el daño colateral de la guerra sino que es el blanco de la guerra; por eso es tan grave y tan cobarde lo que hacen". Y antes de denunciar que nuestras comunidades indígenas se enfrentan a un extermino, añade: "Colombia vive una grave crisis humanitaria. Hay que lograr compromisos humanitarios". Pues bien. Son esos compromisos humanitarios, que debemos lograr a cualquier costo, los que chocan de frente con la intemperancia y obcecación del gobierno (o de esa cosa a la que algunos llaman "gobierno"). Mientras para este último sólo existe el camino de la guerra, para Egeland, vale decir, para las Naciones Unidas, se requieren con urgencia nuevas negociaciones de paz. "No hay solución militar", dice Egeland, porque las armas pueden "debilitar pero no exterminar" a la guerrilla”. Esa es otra lectura. Un país que tiene gentes que "viven en peores condiciones que en África", no puede darse el lujo de despreciar las lecciones que el más pobre y conflictivo de los continentes le ha dado al mundo a lo largo de doscientos años y más de su tragedia colectiva. Pero, según parece, nosotros tenemos que aprender en carne propia. Nuestro Mobutu está lejos de un pensamiento elaborado. Su prototipo, Idi Amín Dadá, caníbal y alharaquiento, fue un macho en toda la extensión de la palabra. Como Varito.

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Pero los machos de papier maché esconden comportamientos complicados. Para entenderlos, valdría la pena releer el estudio clásico del profesor Socarrás sobre Laureano Gómez (Psicoanálisis de un resentido), donde se ve hasta qué punto estas explosiones de virilidad se aproximan a comportamientos secretamente femeninos. Dejemos, sin embargo, esos pormenores para otra ocasión. Porque ahora, con la complacencia del sesenta y pico por ciento de los colombianos, hay que destacar que nuestro presidente (o ese individuo al que algunos le dicen "nuestro presidente"), es un macho de los machos/machos. Sin darnos cuenta de que ahí, precisamente ahí, puede estar el origen secreto del problema.

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Reelecciones Veámoslo de esta manera: renuncié. Las razones fueron múltiples, pero la primera de todas fue, sin lugar a dudas, la impotencia. Se habla, se dice, se expresa, se opina, se repite, se insiste, se recalca, se subraya, se comprueba, se denuncia, se grita, se parla, se farfulla, se murmura, se susurra, se vocifera, se precisa, se tose, se explica, inclusive se blablablasea y se parlanchina. Y nada. Y nada. La cosa sigue igual. La voz que clama en el desierto. Claro que cuando hay una voz que clama, explicó en algún texto Saramago, el desierto se hace menos desierto. ¡Uuuuuuhhhhhhhhh!, grita la voz. Y le responde el eco: !hhhhhhhhhuuuuuU¡ Yo no sé si ustedes se hayan parado alguna vez en el borde de una montaña a despertar el eco. La sensación es horrible. Grita uno con la más potente de sus voces, ¡AQUÍ ESTOY! ¡ÓYEME! ¡TEN CUIDADO!, y lo único que recibe como respuesta es ADO, ADo, Ado, ado, con un tono que se hace más y más tenue hasta desaparecer por completo. De manera que la voz va, y viene, y desaparece por completo, y el ámbito de la montaña se convierte en el testigo enorme de la inutilidad, del vacío. Por eso renuncié. Por eso. Pero resulta que esta semana las cosas sucedieron al revés. Esta semana el eco me convirtió a mí en un reflejo desvaído de otra voz, una voz profunda y poderosa que surgió de los acantilados y me lanzó, como hoja que lleva el viento, hasta el fondo de la caverna. Voces, voces, voces, voces, palabras cariñosas, palabras urgidas, palabras perentorias, palabras inconformes, palabras exigentes, palabras comprensivas, palabras regañonas o acusadoras. Esperaba, quiero decirlo sin modestia, alguna solidaridad. Tal vez veinte, tal vez treinta mensajes. Pero comenzaron a llegar, a regar por la memoria del computador recuerdos e imágenes y argumentos y coscorrones muy bien puestos en el centro de la inútil cabeza. Por ellos supe de vericuetos, de caminos insospechados, de recovecos, de curvas del camino (“Más allá de la curva del camino…”, escribió Pessoa), de atardeceres en los que me senté a hablar con alguien alrededor de un cafecito, en cualquier taburete o pared o bolsillo o sillón o poltrona, en cualquier soledad, en cualquier sinrazón o razón o silencio. Y hablamos. Yo hablé con cada uno de ustedes, cada uno de ustedes me dejó cabizbajo, cada uno me dijo, con generoso corazón, lo que le quería decir a alguien de quien se sabe que sólo quiere ayudar a desmontar la estructura de hierro en que nos han encerrado sin saber cómo ni cuándo ni dónde ni por qué, y que para ello sólo tiene unas débiles patas de mosca. Porque de eso se trata. Se trata de ganar la batalla que las moscas ganan en Pascal, sin cambiar de actitud, con el solo manejo del lenguaje. Y fíjense ustedes: Monterroso, de donde saco la cita, limita a las moscas de Pascal a ganar una batalla. Pero siendo Pascal Pascal, no tendría nada de raro que él haya escrito que lo que las moscas terminan por ganar es la guerra. Desvaríos, elucubraciones. Y sueños. Y, claro está, zumbidos. Vamos entonces a seguir. Cada una de las personas que me escribió, me dio un argumento distinto y contundente para persistir. Siendo todos igualmente importantes y significativos para mí, el tiempo del que disponen ustedes sólo me permite citar dos.

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Gustavo Gómez me pregunta: “¿Qué haríamos en esta tierra de cadáveres sin las moscas?”. Y Manuel Rozental transcribe un párrafo que escribí algún día, y lo convierte en un poderoso jab, directo a la mandíbula: "Y para que nada perturbe la tranquilidad del reino, según los acuciosos amigos del Plinio y de los plinios, quienes no pensamos igual tenemos que callarnos. Pues no. No tenemos que callarnos. Y no lo haremos, porque el problema de este país no está en sus gobernantes ocasionales, que hoy son y mañana desaparecen, o en los prestigios mentirosos que hoy detentan y que mañana provocarán toda suerte de arrepentimientos, sino en una estructura inicua que permite mantener un statu quo miserable, hundido hasta el cuello en una hecatombe sin sentido, en el que el crimen sistemático se ha vertido en una norma de conducta… El problema, repito, no es Uribe o Samper o Pastrana. El problema es Colombia. Y, que yo sepa, sobre los problemas de este país podemos opinar, mientras tanto, todos los colombianos. Ahora, si no es así, avísenme de inmediato. Porque entre otras cosas, yo prefiero una y mil veces la literatura. Y la literatura me llama”. Y añade Manuel: “¿Te avisaron? ¿Acaso has dejado la literatura? Copié el texto que escribiste porque quería que lo leyeras. Tan profundamente lo comparto que esta vez quien lo escribió fui yo, y te lo dirijo para que me hagas el favor de leerlo, como que soy yo quien lo compuso”. Bueno, lo leí, como leí una vez y otra vez las palabras que ustedes me dirigieron, que son las mismas desoladas palabras de un país que quiere decir pero no encuentra canales para decirlo. Y concluí que este no es el tiempo de las vanidades ni de los envanecimientos, pero tampoco de los silencios o las desolaciones. Convirtamos, pues, este asunto en un episodio más de la tristeza que de vez en cuando nos agobia a todos. Más a los viejos, claro. Si Uribe pudiera leer las 115 páginas hermosamente escritas que me enviaron ustedes, en las que palpita una voz erguida que no se da ni se dará por vencida, sabría que este país, Colombia, el país nuestro de cada día, puede ser acorralado y acosado pero por muy poco tiempo, porque está en el voraz oficio de aprender a aplicar la duda metódica (lean lo de La Gabarra bajo la lupa de la duda metódica), de aprender a mirar con la mirada crítica, de equivocarse con la comprensión necesaria por el error, y de ser distinto con el respeto auténtico por la diferencia. Y sabría, otra vez, que este país, Colombia, el país nuestro de cada día, va a salir adelante, por encima del crimen, más allá de su malignidad y su torpeza. Yo soy un mandatario. Como Uribe. Un mandatario de ustedes. Eso quiere decir que ustedes son mis mandantes, que ustedes son quienes mandan. El mandatario no es el que manda. El mandatario es el que obedece. Llevaré en el fondo de la memoria las palabras que ustedes me enviaron, para sacarlas a relucir en los momentos de duda y de flaqueza. Habrá muchos momentos de duda y de flaqueza. Pero nunca más habrá un momento de renuncia. Ahora, necesito mayor libertad. A veces me fatigo de hablar de esas gentecitas, y en el silencio de mi cuarto de estudio, cerca del ventanuco que amanece bajo la luz que proyectan las montañas de “Sangre de Cristo”, escribo lo que de verdad necesito escribir. Les envío una muestra para que, quien quiera, me acompañe un momento por esos desfiladeros.

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Antes de terminar: esta es mi respuesta agradecida a quienes me escribieron. Que cada uno entienda, por favor, que la escribí en forma individual para cada uno, sólo para cada uno de ustedes. Los demás (y ustedes, claro) recibirán la próxima semana, mi artículo habitual. “Conservarle su honor” será la media mosca que nos faltó de la 54 (¿recuerdan que “El macho” se apoderó de media mosca de la 54?), y la 55. Y en estas “Reelecciones” estarán la mosca 56 y la 57 (la acumulación de números obedece al tamaño). La próxima, pues, será la 58. Y les propongo un método: por favor, quien no quiera recibir más mi artículo, ¿podría decírmelo? En esa forma le abríamos espacio a algunos otros, porque no pienso pasar de 500 lectores directos. En eso, como en las otras cosas, soy y seré siempre más terco que una mula. Y ahora, lo prometido. Y mi emoción. Y mi gratitud para toda la vida.

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Las piedras que lleva el río Junio 26, 2004 "La negociación entre Uribe y los paramilitares, encabezados por Salvatore Mancuso, no es una transición a favor de la paz sino a favor del narcotráfico" Empeñados, como estamos, en discutir cuál de los dos realities shows es mejor: si el de Caracol, con veinte muchachas engañadas por un presunto millonario, o el de RCN, con 35 aspirantes a un estrellato de lentejuela y papier maché, dejamos pasar inadvertidas las declaraciones del embajador de los Estados Unidos, que publicó el Miami Herald en su edición del 16 de junio. De acuerdo con el señor Wood, “la negociación entre Uribe y los paramilitares, encabezados por Salvatore Mancuso, no es una transición a favor de la paz sino a favor del narcotráfico”. Allí juegan, pues, las cinco palabras que hacen la vida diaria de un país en declive como el nuestro: paz, Uribe, Mancuso, narcotráfico, negociación. Y quien las ensambla de una determinada manera para abrir con ellas el auto cabeza de proceso de lo que será Colombia en los próximos años, no es un guerrillero de vieja data, como “Alfonso Cano”, o un político avezado y en la oposición, como Jaime Caicedo, o un peligroso subversivo de salón, como Antonio Caballero, sino el intérprete de la divinidad, a quien el régimen no puede acusar de guerrillero ni de comunista ni de amargado, ni de ninguna otra de esas pamplinadas a las que nos tiene acostumbrados. ¿O será que lo es? ¿Será guerrillero el señor Wood? No tiene nada de raro. Porque si el profesor Alfredo Correa D’Andreis, maestro por antonomasia, es un rebelde y un ideólogo de las FARC, necesariamente el señor Wood tiene que ser Jojoy disfrazado de gringo. El hecho es que el gobierno (o eso a lo que le dicen gobierno) guardó silencio. Pero la afirmación quedó ahí, monda y lironda, y en el punto exacto en el que, por lo general, saben dejar las cosas los funcionarios del Departamento de Estado. Lo que Wood insinúa es que de este lado de la negociación hay un grupo de individuos que mantienen distintos vínculos con el narcotráfico. Pues bien. En aras de marcar distancias respecto de la maniquea y peligrosa posición de los norteamericanos, echemos mano de un ejemplo socorrido, y digamos que la relación de Uribe con el “negocio”, rebasa hoy el hecho de que haya sido hijo y hermano de narcotraficantes y que él mismo, como director de Aeronáutica Civil, sólo haya ido al aeropuerto las pocas veces en que tuvo que recibir las cuadras de caballos importadas por sus parientes narcotraficantes, los señores Ochoa. Pero todo eso es ahora una simple anécdota sin importancia. Porque lo que en realidad debe entenderse es que Uribe es uno de los peones del ajedrez con los que juega un sistema económico corrupto que depende esencialmente del narcotráfico para poder subsistir en el futuro. De esa manera, Santa Fe de Ralito es sólo el laboratorio donde se examinarán algunos pormenores de la marcha del “negocio” a una escala mucho mayor de la que estábamos acostumbrados. Mancuso y sus asesinos ya cumplieron la parte sustancial de su misión. Gracias a las masacres sistemáticas que organizaron a lo largo y ancho

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del país, la propiedad de las mejores tierras se entregó a traficantes que actúan de manera abierta y descarada o a sus amigos y simpatizantes. Las cadenas de distribución siguen intactas. Los resultados de la fumigación, que merecieron el aplauso de la Oficina de las Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito, acabarán en pocos años con nuestro medio ambiente, pero en lo que se refiere al control de los sembrados de coca, sólo tendrán un éxito ocasional y momentáneo. Gracias al glifosato disminuye la producción, pero como al mismo tiempo aumenta el consumo, los réditos del tráfico son cada vez mayores. A través del lavado de dólares, los barones de la droga obtienen carta de presentación ante los círculos más herméticos de lo que Chávez llamó “la decadente oligarquía bogotana”, y en retribución por el saludo, la ponen en camino de obtener fortunas varias veces millonarias. Y ya que llegamos al tema, permítanme ustedes hacer un paréntesis: en este terreno ninguno de nuestros medios se planteó siquiera un mínimo interrogante alrededor del caso de José Dover, alias Pepe, mecenas del ex presidente Gaviria, quien vinculó a su lavadero a no menos de noventa industriales y empresarios colombianos de campanillas, dentro de los cuales figuran algunos cercanos colaboradores de dicho mandatario. Ahora bien, ¿no estará este último dentro de ese paseo? Porque recuerden ustedes que él, que llegó a la primera magistratura del Estado con una mano adelante y otra atrás, cuenta hoy, según sus propias palabras, con una colección de arte avaluada en 60 millones de dólares. En todo este ocultamiento, en todo este disimulo, en todo este hacerse los desentendidos, juegan un papel importante los medios manipulados por el gavirismo, algunos de ellos en trance de “refinanciación”, como la revista dirigida por el antiguo ministro de Comunicaciones, señor “teta” Vargas, de la que es copropietario el inefable Nobel que aplaude las atrocidades de Uribe como si se tratara de hazañas de un campeón de la justicia. Nadie pregunta, nadie investiga, nadie informa, nadie dice nada, pero, eso sí, todos saben que ahí siguen los mismos con las mismas. O, mejor, los mismos con los mismos, dado que el ejemplo se circunscribe al equívoco y perfumado equipo de Gaviria. Sé que con todo esto no hago nada más que un amasijo. Pero resulta que, precisamente, se trata de un amasijo, en el que naufragan las tragedias de un país que no cuenta con la voluntad necesaria para salir del atolladero. Nosotros somos el paraíso del narcotráfico. Tenemos un presidente (bueno: tenemos un individuo al que le dicen presidente), que labró su fortuna en las proximidades del negocio; tenemos un ejército paramilitar de más de treinta mil hombres dedicado a proteger el negocio; tenemos una sociedad corrupta que va de rumba en rumba gracias a las ganancias del negocio; tenemos unos medios de información enredados sin remisión en la telaraña del negocio; tenemos unos políticos de medio pelo que se benefician de los tentáculos más gruesos del negocio; somos una ficha más en un imperio que no está interesado en absoluto en solucionar las perversidades del negocio; pero lo peor de lo peor es que tenemos un país ciego, sordo y mudo, que soporta sin protestar las iniquidades con que lo destruye el negocio. Ese es el panorama. Y hablamos de reelección. Y oímos las peroratas que lanza Uribe con el ojo certero de quien sabe cómo se da en el blanco. Por ejemplo, la salida calculada contra Amnistía Internacional. De inmediato llovieron las críticas y las advertencias y los artículos y hubo llanto y crujir de dientes y algunos llegaron a

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rasgarse las vestiduras. Pero, ¿para qué advertirle a Uribe que se pone en peligro de seguir los pasos de Fujimori, si este último es su paradigma? Lo único que le falta por ahora es trasladarse a vivir al Cantón Norte, porque lo demás: popularidad mediática de cerca del 70 por ciento, reelección, ubicación del proyecto global del Estado dentro del esquema de seguridad democrática, control militar de todos los resquicios de la vida en comunidad, extensión del conflicto a las comunidades marginales, red de informantes, entrega de la justicia a las distintas unidades de fuerza, estatuto antiterrorista, alternatividad penal, armas para la población civil, y lucha contra un enemigo difuso que se denomina “terrorismo”, parece calcado de lo que hicieron Montesinos y Fujimori en los años 90, siendo nuestro Montesinos mucho más hábil que su homólogo peruano, hasta el punto de haber logrado tapar la historia de su hijo rejoneador y de sus presentaciones ante la mafia, y de manejar a su amaño un pequeño universo doméstico, antes reservado a la primera dama. En fin, ya no podemos abrigar ninguna duda. El Estado se entrega con las manos atadas al crimen organizado, y entre uno y otro montan pantomimas que distraen la atención de un país que parece dormir el sueño del opio. Los primeros resultados del “Acuerdo de Santa Fe de Ralito”, firmado el 15 de julio del 2003, se vieron en la desmovilización del Bloque Cacique Nutibara, que desde siempre fue un fiasco. Pero ese fue un pequeño vientecillo si se le compara con el huracán que se avecina. El país comienza a adquirir una nueva fisonomía, responde a unos nuevos valores, sigue siendo el único cordero del rebaño que va – sin que lo lleven de cabestro – al matadero, cambia de conceptos y de formas de hablar, cree, con fe de carbonero, que es posible convivir en pie de igualdad con Mancuso y sus asesinos, sustituye la ética pública por la ética del negocio, entendiendo que el único negocio posible es el que proviene del crimen, y, sin haberlas exigido jamás, reniega de las garantías que le ofrecía el Estado Social de Derecho y las sustituye por el espejismo de la seguridad democrática, una seguridad que no es seguridad y que no tiene nada de democrática. ¿Qué le pasa a Colombia? Es difícil creer que se haya extraviado en el laberinto, porque la imagen más certera que da de sí misma es la de ser el Minotauro y la de estar feliz en medio de su tragedia. Sin percatarse que se trata de un terreno lleno de arenas movedizas, le presta atención al discurso del yerbatero de feria que le promete curarle todos sus males si se aplica un ungüento de pésimo olor. Porque eso es la seguridad democrática: un ungüento de pésimo olor, que emplea a diario indiferente ante la tronera que se abre a sus pies. Pasemos por alto las situaciones de orden general, y limitémonos por ahora a los dos más recientes atropellos de la dictadura contra los derechos esenciales de los colombianos. ¿Con base en qué indicio serio puede alguien capturar al profesor Alfredo Correa D’Andreis, que ha hecho de su vida una docencia impecable, acusándolo de rebelión por el simple hecho de ser un defensor a ultranza de una salida política para el conflicto? Es cierto que Ploter, un ex guerrillero refugiado en los Estados Unidos, señaló como ideólogo de las Farc a alguien a quien llamaban “profe”. Pero es absurdo que el fiscal haya utilizado su cabeza de chorlito para cruzar ese dato con otro según el cual al profesor Correa lo llamaban “profe”. ¡Pues claro que lo llamaban “profe”!. ¿De qué otra manera quiere el establecimiento que llamen los alumnos a un maestro querido, que ha estado 23 y más años en el ejercicio docente? ¿Esas son las investigaciones de la seguridad

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democrática? ¿A ese tipo de adivinanzas tendremos que someternos los colombianos? ¿Y qué respuesta hay para los integrantes del grupo “Pasajeros”, detenidos en Copacabana cuando participaban en una jornada cultural, acusados del delito de solidaridad con los sectores populares? Ya sabemos que los agentes de seguridad no soportan un canto que no sea bajo tortura. Pero no podemos aceptar que estos ocho versos transparentes:

Con el sol a medio cielo me di cuenta que la vida le daba la bienvenida y un abrazo al compromiso. Y he seguido en la pelea aligerado de peso. Siempre volará la idea aunque se pudran mis huesos…

No podemos aceptar, digo, que esos ocho versos sean revolucionarios. Para desgracia de la dictadura, desde su calabozo, los “Pasajeros” enviaron un mensaje en el que informan que no están solos. “Efectivamente – dicen – aquí con nosotros están las señoras comadres del asentamiento de desplazados de La Honda y La Cruz, detenidas junto con decenas de señores trabajadores, obreros de la construcción, presos en similar ejercicio de ‘seguridad democrática’ en múltiples redadas arbitrarias en la zona nororiental. Y están también algunos campesinos y pobladores de Yarumal y Campamento detenidos masivamente, acusados de terrorismo, concierto para terrorismo, tentativa de terrorismo…”. Esas son las piedras que lleva el río. La dictadura que soporta Colombia constituye una amenaza interna y externa. Interna, porque trabaja contra el país, y es represiva, criminal y autoritaria. Y externa, porque se va a prestar para que el gobierno de los Estados Unidos ataque a Venezuela e intente apoderarse de la zona amazónica. Uribe es el enemigo. Y a los enemigos hay que desenmascararlos… aunque se pudran los huesos.

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Conservarle su honor 17 de junio de 2004 “Al menos una vez en la vida – dice Saramago –, cualquier cronista o literato que no acaba de dar con un tema hace su glosa personal de la puesta del sol”. Y es verdad. Anoche fue mi turno. Serían, tal vez, un poco menos de las siete de la noche, cuando Manuela y yo nos lanzamos a recorrer “las solitarias calles de la aldea”. El buen crepúsculo de Parra brillaba en todo su esplendor, y el viento levantaba su voz para contar de las cosas más cristalinas de la vida, del canto de los pájaros preparándose para dormir, del sonido del viento entre los árboles, de presagios del ángelus que ya pasó, y del ángelus que algún día volverá a ser el mismo. Había algo de poesía en el ambiente, y mientras Pip, nuestro viejo perro de toda la vida, corría de un lado a otro olisqueando conejos inexistentes, y sabíamos que en la cocina las ollas cantaban en ese mismo momento su canción de olores y de sabores, algo hondo pareció tocarnos con una tenue mano de soledad, de distancia, por qué no decirlo, de melancolía. Caminábamos en silencio, ella una niña que comienza apenas a convertirse en una hermosa muchacha, yo, hecho tal vez un nudo ciego de recuerdos, de voces idas, de preguntas que jamás llegué siquiera a plantearme. De pronto, la voz de mi hija rompió el hechizo. – ¿Por qué estás triste? – me preguntó –. Mira el azul del cielo. Oye el viento. Mamá nos espera. Estamos juntos. Tal vez acá comencemos a ser felices. ¿Qué sucede? No tuve respuesta. En efecto, acá podríamos comenzar a ser felices. Pero entonces, la vieja palabra de mi padre surgió dentro de mí, incontenible. – Mira – le dije –, voy a cantarte una canción que me enseñó papá cuando fui su alumno en la escuela primaria. ¿Te parece? Y, sin esperar respuesta, le canté con mi quebrada voz de muchos años, el himno que alguien escribió cuando nos enfrentamos a un Perú que no era nuestro Perú sino el Perú de Sánchez Cerro:

Si algún día a la frontera me llamara el deber, me llamara el deber, abrazando mi bandera, volaría sin temer, sin temer. Colombianos al mirar la bandera ondular, prometamos con valor conservarle su honor. Colombianos al mirar

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la bandera ondular, prometamos conservarle su honor, con valor, conservarle su honor.

Levantamos la vista: una bandera que no era la nuestra ondulaba sin cesar en el arrebolado aire de la tarde. – No estoy triste – le dije con las lágrimas pugnando por salir sin que ella se diera cuenta –. Pero lo cierto es que ya no podemos hablar del honor de nuestra bandera. Ella permaneció en silencio. Lo sé, las niñas de doce años no tienen por qué pensar en banderas ni en honores ni en países ni en circunstancias. Piensan, creo yo, en las muñecas que comienzan a dejar olvidadas dentro de los armarios, y, tal vez, en la inquietud que les despierta encontrarse con un determinado muchacho mientras caminan por los pasillos de la escuela. Entonces, sabiendo que era apenas un monólogo inaudible para ella, para todos, seguí el decurso de mi pensamiento. Afuera caían las sombras vorazmente sobre la tierra, y Pip, indiferente a todo, caminaba junto a nosotros esperando ver pronto la puerta por donde podría entrar rumbo a su plato de agua. – Ya no podemos hablar del honor de nuestra bandera – repetí en voz baja –. Es más, ya no tenemos bandera. Lo que va al frente de los batallones y de los desfiles de los sicarios de cualquier pelambre es un trapo de tres colores manchado de sangre. La banda que se tercia sobre el pecho este palafrenero de los Ochoa que ahora dice gobernarnos, no puede ser la misma que lucieron personas transparentes como Murillo Toro, como Santiago Pérez, como Darío Echandía. Me fastidia pensar que la bandera que cubrió el catafalco de Jorge Eliécer Gaitán es la misma que va a ondear dentro de poco en el campamento de los asesinos concentrados en Santa Fe de Ralito. No creo que la bandera de un Congreso donde se oyó la voz de Jorge Soto del Corral sea la misma que preside las sesiones donde participan cerca de cien parlamentarios impuestos por el narcotráfico. – No conozco a ninguna de esas personas – me dijo Manuela, con lo cual descubrí que yo hablaba más duro de lo que hubiera querido –. Y tampoco sé qué cosa sea un palafrenero. – No importa – le dije –. Palafrenero es el criado que le sostiene el estribo al patrón para que se trepe sobre el caballo. Y eso es lo que ha hecho este individuo: sostenerle el estribo a Mancuso y a sus narcotraficantes, para que se monten definitivamente sobre el pobre jumento en que se ha convertido Colombia. – Hablas muy raro – me dijo Manuela –. ¿Jumento es un burro?

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– Sí – le contesté –. Jumento es un burro, un asno, una bestia de carga. Pero, más allá, jumento es Colombia. Desde que ese universo oscuro de las multinacionales, convirtió al narcotráfico en la columna vertebral de la economía, Colombia pasó a ser el burro del que unos pocos se aprovechan. Yo sé que el burro está desesperado con la carga que le han puesto encima. Encima lleva la tragedia de soportar masacre tras de masacre, la tragedia de los desplazamientos masivos, la tragedia del terrorismo de Estado, la tragedia de la corrupción (que no es sólo administrativa), la tragedia de la miseria generalizada, la tragedia de la denegación de justicia, la tragedia de la amenaza internacional, la tragedia del no futuro, la tragedia del dogma inalterable y del silencio, la tragedia del miedo. Sobre todo la tragedia del miedo. Pero eso nos ha llevado a aceptar, sin fórmula de juicio, la solución que nos propone el gobierno de Uribe, que es la de entregarnos con las manos atadas a la delincuencia común. Ante los ojos de un mundo al que le importa un pito qué ocurra en ese rincón plagado de conflictos, Uribe les da status político a sus amigos del narcotráfico y los convierte en sus interlocutores. Ellos se han apoderado de todo. Hoy son los dueños de las tierras, de las carreteras, de la seguridad, de la justicia, de la administración, de lo que alguna vez se llamó vida, honra y hacienda de los asociados. Pero, lo peor de lo peor, es que esos delincuentes comunes, que forman un todo con quienes nos gobiernan, con quienes nos representan, con quienes manejan una economía miserable que ha llevado a uno de los países más ricos y diversos del mundo a una bancarrota generalizada, son los dueños de nuestras conciencias. No sé hasta qué punto sea lícito convivir en sana paz y compañía con los criminales, y asistir al derrumbe del país como quien no quiere la cosa. Porque en Colombia proliferan las voces que se levantan, erguidas, contra ese estado de cosas, pero que siguen ahí, construyendo dehesas donde se los permite el narcotráfico y el paramilitarismo, disfrutando de la vida y de la rumba barata de fin de semana, estrechando la mano manchada de sangre de los asesinos y gritando ¡qué horror!, ¡qué horror! frente al cadáver de los asesinados. Todo eso es una gran mentira. ¿Tú sabes quién es García Márquez? No me contestó. Con seguridad, mi largo discurso la había llevado a lugares donde viven los verdaderos pensamientos de las niñitas. Pero yo seguí, como si su ausencia no tuviera que ver nada conmigo. – Bueno, pues García Márquez se reunió en México con Álvaro Uribe, con el pretexto de apoyar un proceso de paz con el ELN en el que sería garante el gobierno de Fox. Hasta ahí, magnífico. Pero resulta que se prestó a asistir con el palafrenero a una conferencia de prensa, y que, cuando este terminó su discurso, lo aplaudió ante las cámaras de los reporteros. ¡García Márquez aplaude a Álvaro Uribe! Eso no me puede caber en la cabeza, y no lo entiendo sea cual sea el motivo último del aplauso. Como no entiendo muchas cosas, que no voy a decirte porque ese, que es nuestro asunto vital, no es asunto nuestro. Tú me entiendes. – No te entiendo – me dijo Manuela –. ¿Cómo puede ser que algo que sea asunto nuestro no sea asunto nuestro?

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– Mira – le contesté –, lo que es asunto nuestro es el país, no son las gentecitas que gobiernan al país. El país necesita una revolución, una auténtica revolución, que lo ponga patas arriba en todas sus estructuras, que le cambie su forma de pensar, de hablar, de sentir, de enterarse de los acontecimientos. Ya están hechas todas las denuncias, ya se han señalado todas las dolencias, ya se han diseñado todos los diagnósticos, ya se han propuesto todas las soluciones, y seguimos cada vez peor, cada día estamos más y más hundidos en la tragedia de nuestra vida, de nuestro comportamiento. Necesitamos una revolución contra el algodón azucarado en que los medios envuelven las noticias. Una revolución profunda, que estremezca los comportamientos del país, que sustituya, como un cataclismo, toda esa pequeñez que nos circunda. No necesitamos una revolución política o una revolución económica o una revolución educativa o una revolución cultural. Necesitamos una revolución de la conciencia. Si yo tuviera treinta años menos estaría en el país desarmando los ejércitos y armando las conciencias, todas las conciencias, con imágenes, con palabras, con conceptos, con respetos, con pensamientos, con recuerdos, con proyectos, con proyecciones. Pero estoy viejo y me siento inútil y desarmado. ¿Tú sabes quién es Roberto Posada? – No tengo ni idea – me dijo Manuela. – Pues no voy a hacerte perder tu tiempo diciéndote quién es Roberto Posada. Pero hace poco me describió como “el olvidado”. Y sí, tiene razón, yo soy el olvidado. Un olvidado que piensa que sus pequeñas palabras, que sus denuncias y sus rabias, que sus reflexiones y querencias, que los artículos que envía, tienen algún interés, sirven para algo. No. Estoy convencido de que no sirven para nada. Eso de escribir es para Molano, ¿tú sabes quién es Molano? – No tengo ni idea – repitió Manuela. – Molano es un hombre muy valioso, que me escribe para decirme que está feliz en La Calera y que vive cerca de sus hijos y que cuida a sus animales y que cumplió 60 años. – Como tú – anotó Manuela. – Como yo. Yo también voy a cumplir 60 años. ¡Sesenta años! Y sigo haciendo lo mismo que hacía hace tiempo, cuando el país era un país que cuidaba el honor de su bandera. Ya no vale la pena. He resuelto callarme. Todos los esfuerzos que he hecho terminaron por ser inútiles y anodinos. – ¿Qué cosa es anodinos? – preguntó Manuela. – ¿Anodinos? Anodinos es que no se conocen, que no le importan a nadie. Te aseguro que de las 500 personas que reciben mi artículo semanal, por lo menos 450 lo mandan al reciclaje sin abrirlo. Entonces, ¿para qué sigo en esta bobada? Esta noche voy a escribir mi último artículo, mi artículo de despedida.

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– ¿Estás triste? – me preguntó ella. – Tal vez. Tal vez estoy triste. Pero no estoy triste por mí. Estoy triste por Colombia. Ya llegamos. ¿Quieres que te cante otra vez una estrofa de la canción que me enseñó papá? – Vale – dijo Manuela. – Ojalá te la aprendieras. Dice así:

Colombianos al mirar la bandera ondular, prometamos con valor conservarle su honor. Colombianos al mirar la bandera ondular, prometamos conservarle su honor, 169 con valor, conservarle su honor.

– Qué linda – dijo Manuela. – Sí – anoté yo –, es muy linda, porque es una canción que creía en Colombia. Hoy los colombianos no creemos en nada, y los que creen no ven que detrás de sus creencias está el horror y la muerte y el crimen y la desgracia. – Llegamos – dijo Manuela –. ¡Entra, Pip! ¿Cierro la puerta? – Sí – dije yo –. Y no te olvides de la llave.

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Escritura y exilio Se habla de escritura y exilio. Yo diría que toda escritura es un exilio. Fernando Pessoa, el gran exiliado de sí mismo, lo escribió alguna vez en dos versos memorables:

Ser poeta no es una ambición mía. Es mi manera de estar solo.

Ser escritor es una manera de estar solo. Hoy, la escritura vive un estruendo de tesis, de argumentos y de contradicciones. En un mundo donde la ética ha abandonado para siempre a la política, donde el pensamiento se ha reducido poco a poco al desván de los objetos inútiles, y el decir verdad es apenas un viejo ejercicio platónico, el escritor se ha visto compelido a asumir el papel de protagonista político y a lanzar rayos y centellas, señalando aquí culpas y condenando allá culpabilidades. Me atrevería a decir que esa es una exigencia de la época, pero que el escribir obedece a otras urgencias. En 1980 Borges recordó a tres poetas admirables “que han sido relegados al olvido porque no fueron otra cosa que admirables poetas, que no modificaron el curso de la literatura”. La situación, querido Borges, ha empeorado desde entonces. Hoy los poetas, que es una forma antigua de decir los escritores, son relegados al olvido cuando no modifican el curso de la historia. Y en ese ejercicio sediento de no entrar por la puerta del olvido, el escritor se pone en peligro de obedecer a normas que no son ni pueden ser las suyas. Pienso que el escritor construye su utopía, habla de su realidad y se convierte en testigo de su tiempo, sólo a partir de su expresión literaria. Y es ahí donde radica el peligro que él representa para los regímenes de oprobio que hoy se extienden por la faz de la Tierra. Ninguno de ellos, ni las tiranías que son abiertamente tiranías, ni las democracias formales que pululan en América Latina, ni los gobiernos de empresarios que hacen de las suyas en las grandes potencias, serán capaces de sobrevivir frente al sereno imperio de la poesía. Están ahí, claro, y ejercen el poder con mano de hierro y con mentira. Se perpetúan a través de mecanismos baratos que tienen que ver con fantasmas que crean burdamente en el inconsciente colectivo. Al fantasma del problema judío, que crearon los nazis hace setenta años, siguieron, de un lado el fantasma del imperialismo y del otro el fantasma del comunismo, ambos igualmente perversos. Y luego, cuando el poder no dispuso de nuevos ángulos desde los cuales pudiera amenazarse con eficacia, sacó de su sombrero de mago el fantasma del terrorismo. Para ello contó, claro está, con la torpe complicidad de los terroristas. Pero lo cierto es que hoy el hombre común encuentra el terrorismo hasta en los resquicios más sencillos y transparentes de su vida, y vive bajo amenaza sin darse cuenta que ella, la amenaza, está más en la pantalla del televisor que en las obras de ciencia ficción que escriben los medios cada día. Entre el escritor y sus lectores no puede interponerse el régimen político. Ni por acción ni por omisión. Si el escritor hace su trabajo como toca, vivirá, sí, en el exilio, pero más temprano que tarde verá cómo la fuerza de su palabra es la única capaz de demoler las frágiles, las deleznables murallas de la ignominia.

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El último de los grandes (sic) 6 de junio de 2004 Dentro del proyecto “Misión la Política”, que dirigió Guillermo Solarte, escribí el 26 de febrero del año 2001 una carta dirigida al ex presidente López Michelsen, destinada a publicarse en un volumen donde, en forma epistolar, se analizaban los temas de interés público en Colombia. El libro nunca se editó (siempre he pensado que Guillermo es uno de los grandes ingenuos que, por fortuna, aún quedan entre nosotros), de modo que a comienzos de este año reescribí algunos párrafos y la dejé nuevamente en salmuera, hasta que se presentara la ocasión de publicarla. Esta vez no tuve que esperar mucho tiempo. A finales de mayo recibí un mensaje de Alpher Rojas, quien me pedía algún texto con destino a la revista “Nueva Página”, que estaba a punto de editar el Instituto del Pensamiento Liberal puesto a su cuidado. Pensé que no perdía nada con enviar mi carta y supuse que, dado los términos en que estaba concebida, iba a seguir durmiendo el sueño de los justos. Pero me equivoqué. El doctor Rojas me informó que la había sometido a la aprobación del ex presidente (cosa que me molestó pero que, al mismo tiempo, me señaló en forma explícita quién tiene ¡todavía! la sartén por el mango), y que López había aceptado que se publicara. De modo que apareció en “Nueva Página”, una revista, según me dicen, excelente. Sobra decir que no mereció ninguna respuesta del patriarca en su invierno, respuesta que, por lo demás, yo no esperaba. Pues bien. El 30 de junio los sectores más reaccionarios del país le rindieron un homenaje al ex presidente, tal vez por el hecho de haber llegado a los 91 años sin un alzheimer demasiado notorio. Con tal motivo el Diario Oficial tituló su editorial "El último de los grandes", y el homenajeado pudo decir una nueva serie de barrabasadas, entre ellas una que rompe el record de la opacidad y del descaro, como es la de considerar “un acierto” el nombramiento de Fernando Londoño como ministro del Interior. No sobra decirle a quienes leen mi artículo en el exterior, que Fernando Londoño es un individuo que, de haber justicia en Colombia, estaría en este momento condenado a varios años de cárcel. Pienso, entonces, que mi carta puede tener interés para algunos de ustedes, por lo cual la reproduzco como una larga serie de cuatro moscas seguidas que, espero, zumbarán durante veinte minutos en los oídos de quienes quieran leerla. Bogotá, marzo 21, año 2004 Señor Don ALFONSO LÓPEZ MICHELSEN Ex presidente de la República Ciudad Señor ex presidente:

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En un período no mayor de diez años usted entrará definitivamente en la historia. Es posible que en ese momento usted, como en el poema de Eduardo Carranza, vuelva a mirarse y se deje solo, abandonado en este cementerio. Es posible que no. Los grandes hombres nunca se abandonan, nunca dudan, sólo muy pocas veces se interrogan. Y por lo menos acá, en nuestro ámbito doméstico, usted es grande. En el libro que le dedicaron sus amigos en 1998, Benjamín Ardila habla sobre el imperio tranquilo que usted ejerce entre nosotros. Y Carlos Lemos, siempre tan medido, señala que es difícil encontrar en nuestra historia política un pensamiento más coherente y transparente que el suyo. Usted declina rodeado, si bien no del cariño, sí de la admiración de sus compatriotas. Todos sabemos que usted es hombre de arraigadas disciplinas intelectuales, que sus conocimientos son vastos y diversos, que analiza los temas más intrincados a partir de una arriesgada pirueta conceptual, siempre compleja y siempre sorprendente. En su extensa bibliografía a usted no le faltó sino escribir algunos poemas memorables para ser un típico político colombiano. De ahí que en ocasiones sus análisis pequen, para mi gusto, de esa cierta tenue distancia que los hace tan apetecibles, tan londinenses, en un medio pacato y restringido como el nuestro. Cierta vez, cuando algún ácido comentarista criticó su primer gabinete ministerial por considerarlo demasiado cercano a la vieja clase política tradicional contra la que usted había luchado buena parte de su vida, su respuesta fue demoledora. Palabras más, palabras menos, dijo “yo trabajo con lo que da la tierra”. En esa frase tajante precisó una distinción fundamental: nosotros somos lo que da la tierra. Usted, doctor López, supongo que ante todo para usted mismo, es producto de un medio superior. Enhorabuena. Sin embargo, permítame caer en una obviedad. A usted también lo dio esta tierra, usted está inmerso en ella, quiéralo o no, y es aquí donde lo hemos elegido y donde le hemos dado los elementos indispensables para que piense, para que critique, para que escriba, para que se divierta, para que juegue su agudo juego intelectual. Fíjese usted, no anoto que le hayamos dado el elemento necesario para que se desgarre, porque a usted jamás lo ha desgarrado este pobre y roto país. En el terreno de lo público supongo que ese desgarramiento corresponda a una forma de ser muy distinta, la de los políticos de pueblo tipo Jorge Eliécer Gaitán o Gilberto Alzate o María Cano o, inclusive, Julio César Turbay Ayala o Pedro Antonio Marín, alias Tirofijo. Todos ellos forman parte de ese misterioso río profundo que se llama Colombia, el cual se precipita hacia no se sabe dónde por un desfiladero. Todos ellos, con Darío Echandía y Alberto y Carlos Lleras y López Pumarejo y el aborrecible monstruo de La Capuchina y el general que lo derrocó y Carlos Lozano y Diego Montaña y Gerardo Molina, participan vigorosamente en un proceso en el que surgen o se hunden con todos sus pelos y señales. Usted no. Usted tiene que inventarse canales de comunicación con ese espacio que ve ambiguo en cuanto no le pertenece. Entonces recurre al vallenato, recurre al gallo de pelea, recurre al sombrero vueltiao, recurre a la cabalgata con aquellos que de verdad surgen de la tierra. Quiero decirle que en esas situaciones se ve que usted pisa en falso. ¡Y sin embargo son tan suyas! Un político avisado tiene que saber jugar en todos los terrenos, como lo hacía usted cuando iba de gira y le salía de pronto ese otro yo que aceptaba – y acepta – negándolo continuamente, ese Jekill que echa discursitos y toma aguardiente y abraza gordas y baila hasta el amanecer en las

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cumbiambas. Es a ese: al que lo identifica con lo que da la tierra, al que lo sumerge en el buen o mal suceso de la Asamblea de Cundinamarca, al que lo desvela con los resultados de la Costa (¿y qué pasó en la Costa?), al que lo iguala con todos los politiqueros que en Colombia han sido, a quien le escribo. ¿Para qué? Posiblemente para nada. Equivocadamente para mucho. Ahora bien, duele decirlo, echar discursitos y abrazar gordas es uno de los pocos puntos de contacto que mantienen nuestros políticos con su entorno. De resto cada cual va por su lado. El lado del entorno es el autismo. Un pequeño grupo de colombianos se expresa ruidosamente por medio de las armas y se empeña en una hecatombe territorial que nosotros, habitantes del país de la gramática, conocemos como conflicto. En él juegan factores gruesos y factores sutiles. Los factores gruesos tienen que ver con lo que todos conocemos, el cerrado espacio político que heredamos de ustedes, la tremenda desigualdad social, el manejo del narcotráfico como herramienta de dominación, la corrupción que nos arrasa, la impunidad, la obsecuencia frente a los grandes poderes económicos… Todo ello es el pan coger de nuestro día a día, que aceptamos como una condición sine qua non del hecho de ser pobres y marginales y tercermundistas. Ya sé que usted no lo es (que usted no es pobre ni marginal ni tercermundista), por lo cual puedo intuir su divertida sonrisa al oír de nuevo ese viejo lenguaje pauperizado y seudomarxista. Pero, permítame usted: enfrentados al pobre manejo que muchas veces damos a las palabras, nuestros términos pueden sonar acartonados, pero la “libertad para morirse de hambre”, el “ahí están, esos son los que venden la nación”, “el pueblo unido jamás será vencido” y demás paparruchas que gritaron alguna vez los otros, tristemente siguen siendo las mismas. No quisiera, sin embargo, avanzar por ese camino. La discusión política en este país se montó hace mucho en una bicicleta estática. Aquí se habla de paz, se habla de democracia, se habla de igualdad, se habla de justicia, se habla de libertad, se habla – inclusive – de fraternidad, sin que nadie se percate de que con todo ello no se dice nada. Hay que cambiar el nombre de las cosas, propuso alguna vez Nicanor Parra. Si, de pronto, la palabra Colombia desapareciera del mapa de las palabras, si en nuestra enciclopedia doméstica se cambiaran los tradicionales mojones de los períodos presidenciales por la estatura dada y adecuada de la pantaloneta de Pambelé, si en el melindroso lenguaje de los informes oficiales se emplearan de repente los términos que intercambian las barras bravas en los partidos de fútbol y, al revés, estas se dedicaran a hablar, con pudor, de la gloria inmarcesible y del júbilo inmortal, sería posible recuperar el uso de la palabra del que ustedes, los políticos, nos despojaron hace marras. El único lenguaje que se habla en Colombia es el de los fusiles. Lo demás es silencio. Perdone usted que emplee un término coprológico para decirle lo que oye la gente cuando los políticos hablan de paz o de justicia o de igualdad. ¿Sabe lo que oye? Oye invariablemente la inmensa y tierna palabra con la que termina El coronel no tiene quien le escriba, la mejor de las novelas de García Márquez, que voy a repetir aquí con el propósito de insistir hasta el cansancio en el absurdo que implica nuestro mutismo habitual. “Dime qué comemos”, preguntó la mujer. Y cuenta García Márquez: “El coronel necesitó setenta y cinco años –los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto – para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder: ¡Justicia!”.

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Pero, le decía, en nuestro conflicto juegan también innumerables factores sutiles. Uno de ellos, el miedo. Otro, esa proclividad hacia los pífanos y los clarines que cantó con tanto garbo Rubén Darío. Otro más, la reverencia hacia lo establecido. Otro, el culto obcecado por la gramática. Desde la época del general Santander ustedes construyeron a este país a su imagen y semejanza. Su miedo creó el nuestro. Recuerde el grito aterrado de la consulesa Buddenbrook: “¡Antonio, baja! ¡Cierra la puerta de entrada! ¡Ciérralo todo! ¡Es el pueblo!”. Ese es el abismo que existió desde siempre entre ustedes y nosotros, la carne de cañón. No creo que nunca, salvo su mejor opinión, el país nacional se haya sentido interpretado cabalmente por sus políticos. A veces se han dado pequeños puentes de comunicación: en el siglo pasado con el primer López Pumarejo, por ejemplo, con Gaitán, por ejemplo, con Uribe Uribe, por ejemplo... y pare de contar. Los demás convirtieron a los partidos en esas cajas de Pandora a las que rodea la curiosidad y la expectativa de todos y de las que sólo surgen epidemias y desgracias. La epidemia del clientelismo, la epidemia del sometimiento, la epidemia de la indiferencia, la desgracia de la corrupción. Es doloroso ver cómo en Colombia los políticos y el pueblo (otra vez el viejo lenguaje pauperizado y seudo–marxista) van cada cual por su lado. Hace mucho ustedes se convirtieron en un elemento más del folclor, como el masato o el bullerengue. Tengo la impresión de que el país los mira como un factor exógeno e inevitable. Como ustedes están rodeados por sus áulicos y por sus medios de información de bolsillo, es posible que no sientan la crisis que se nos vino encima, que no es la crisis de la guerra o de la muerte o del desempleo o del hambre, sino la crisis del desánimo, de la indiferencia, del silencio, de la apatía. Estamos sentados sobre un volcán. ¡Qué fácil es decirlo! Ustedes piensan que la explosión se va a controlar cuando las fuerzas regulares del Estado triunfen sobre las fuerzas regulares de la guerrilla. Están muy equivocados. La dramática realidad que vivimos determina que cada día se mire con mayor apatía quién pueda ganar en esa confrontación, porque lo único que se sabe a ciencia cierta es que el perdedor será el país. Lo que alguna vez fue un compás de esperanza o, inclusive, de confianza, ante el hipotético triunfo de la revolución que aquí se impone, se convirtió, por fuerza de la ineptitud de los políticos, en el espacio del bostezo. Esa guerrilla de mentirijillas en que los militares de la otra facción convirtieron el espacio revolucionario, no pudo presentar sus ideales mediante un discurso coherente y nuestro, y se fue por los cerros de Ubeda de una propuesta que pone pavor en el corazón de un todo colectivo aterrado por cualquier pellizco que pueda sufrir el dogma de la propiedad privada. Una propiedad privada que para el 85 por ciento de los colombianos no va (cuando va) más allá de una casita y de dos aparatos eléctricos: un equipo de sonido para oír vallenatos, y un televisor para ver la telenovela de moda. De esa pobre guerrilla nuestra, que se ensimismó y se dedicó a la desoladora contemplación de su ombligo, todos esperábamos una puerta abierta hacia la igualdad, hacia una adecuada distribución de la riqueza, hacia un presente sin oprobios. Ya sabemos que de ella no vamos a recibir nada de eso. Como sabemos que de ustedes sólo recibiremos una y otra vez el sustento de esa democracia de papel que nos engolosina. El país está solo. Y está mudo. Y tiene un aire inevitable de derrota. El panorama de nuestra política – o por lo menos de eso que llamamos nuestra política – es desolador. Sin que nadie se haya percatado, su ejercicio se trasladó de los directorios a las juntas directivas de los grandes consorcios. Desde ellos se manejan las

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opiniones de los ex presidentes, las decisiones de los cuerpos colegiados, las políticas de la administración. En ellos se determina quién es viable y quién no, y cuáles deben ser las modalidades de pensamiento que jalonen el discurso del país, y cuál el modus operandi de la nueva moral. Dentro de ese panorama regido ahora por los principios neoliberales y por la globalización, ustedes, los viejos políticos se dejaron vencer sin presentar las armas. Ahí tiene mucho que ver, claro está, la corrupción de nuestras costumbres, el pago en efectivo de los favores políticos, la financiación de las campañas. Es tan grave la vinculación de los dineros de la mafia a una elección presidencial, como la de aquellos que provienen de los atildados propietarios de las grandes empresas. Ellos todo lo pagan: conciencias, opiniones, voluntades, criterios. Poco a poco el país se entera de cuál es su nuevo frente de lucha, y poco a poco sabe también que ustedes, los políticos, fueron cómplices en este abandono de la cosa pública, que se convirtió en un simple instrumento de los intereses privados. Ustedes, que se dicen los representantes del pueblo, son unos traidores a la causa del pueblo. Ustedes repican y andan en la procesión, confundiéndolo todo, matizándolo, disimulándolo, reburujándolo. Ustedes eran los encargados de predicar entre la gente (perdone el tono bíblico de esta frase), para que esta última pudiera enfrentar, con los ojos abiertos, su ardua supervivencia en el mundo moderno. Pues no. Lo que ustedes hicieron fue exactamente lo contrario. Ustedes se convirtieron en unos ilusionistas que nos hicieron ver graciosos y sonrosados conejitos donde en realidad había sanguinarios tigres. ¿Qué hizo usted, personalmente, ante los desafueros del proceso de globalización, usted que, según dicen, es el encargado de hacer pensar al país? Permítame decirle que sus ensayos sobre los problemas territoriales de Colombia son fascinantes, que sus anécdotas sobre episodios desconocidos de nuestra historia son provocadoras, que sus reflexiones sobre las gestiones administrativas de sus predecesores y sucesores son lo suficientemente inoportunas para ser seductoras. Pero no se trataba de eso. Se trataba de que usted, desde su opinión privilegiada, y sus congéneres desde los balcones donde todavía peroran como peroraron nuestros oradores del siglo XIX, previnieran a los colombianos sobre las dolencias que les esperan en un mundo fascista que comienza a destruir con su engranaje todo aquello que le ofrezca un mínimo escollo. No lo hicieron, por desgracia, y hoy nuestras pobres gentes no entienden por qué las decisiones no se toman en el gobierno sino en un ente extraño que es el Fondo Monetario Internacional, o porqué las oscilaciones de la Bolsa de Nueva York o de Tokio tienen más incidencia sobre nuestra economía que los decretos del gobierno. Todavía no entienden que la junta directiva del Banco Emisor es una borona insignificante en el engranaje mundial y que nuestro suceso colectivo va y viene al capricho de las grandes multinacionales. Antes creían que usted o que el presidente o que Tirofijo o que el ministro de Hacienda de este o de cualquier gobierno tenían alguna razón de ser en nuestro panorama doméstico. Pero ante los hechos que viven, hoy comienzan a saber que no, por la sencilla razón de que no hay un panorama doméstico. Pero ustedes: el vanidoso ex presidente y el gobernante santurrón y el centenario guerrillero y el despreciable ministro no les dicen las cosas como son porque les interesa más mantenerlas sumidas en el extraño mundo de Subuso donde agonizan de necesidades y de engaños. Flaco favor el que les hacen. Mientras ellas, las gentes, van en mula, ustedes viajan en Internet. Conclusión: la distancia entre unos y otras, como dice una de sus inolvidables rancheras, es cada día más grande.

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Permítame aquí hacer un pequeño esguince dentro de los muchos que conforman el gran esguince de esta carta. Me refiero a la reverencia que despierta en ciertos gruesos tituladores de prensa su insular aticismo. Gracias a él usted marca distancias y disfruta que, como una condición sine qua non de su relación con los colombianos, se caiga, un día sí y otro también, en ese caballito de batalla que ya sabe a cacho según el cual cada vez que usted habla “pone a pensar al país”. No quiero discutir la validez de este aserto porque, en efecto, usted pone a pensar al país. Pero lo que sí me inquieta – e inquieta también a muchos otros observadores más autorizados que yo –, es sobre qué pone a pensar al país. Ya lo dije. Si nos atuviéramos a sus declaraciones, entrevistas, comunicados y artículos de prensa, los colombianos pensaríamos sobre la mecánica política, sobre la historia como anécdota y sobre las fronteras. Gracias a la perversa actitud de los políticos, y a pesar de la tremenda complejidad de nuestra vida en común, nosotros seguimos siendo un país costumbrista, un país que ha roto sistemática y violentamente las formas pero que ha conservado, inclusive agudizado, el más secreto fondo de su carácter. Usted no nos hace pensar sobre lo que nosotros deberíamos pensar. Nosotros deberíamos pensar a partir de profundas raigambres regionales, de agudas y casi insuperables diferencias sociales y económicas, de insobornables distancias culturales. No considero que en esa geografía quebrada y huidiza estemos obligados a ver una tragedia. Por el contrario, sobre tal desidentidad podremos hacer el país que no hemos logrado hacer hasta el momento, y es a partir de ella que debemos pensar en torno a nuestras carencias y posibilidades. Cualquiera desearía, entonces, que aquel que “hace pensar al país” – sea quien sea – encuentre un hilo conductor para enlazar esas diferencias. En un comienzo alcanzaron a intuirse en usted algunos atisbos sobre esa tarea. Pienso, por ejemplo, en Los elegidos. El planteamiento que usted hizo en torno al calvinismo de la familia de B.K. y que desarrolló – no sé si antes o después – en su tesis sobre la estirpe calvinista de nuestras instituciones, fue un elemento importante en la discusión de un país prácticamente al margen del mundo de las ideas. Pero el debate se acalló para darle paso a “reflexiones” las más de las veces hechas por usted, frente a la mecánica política, al quisicosismo electoral, a las posiciones burocráticas, a las pequeñas alianzas estratégicas. Sin decirlo, y digo sin decirlo porque él pretende decir exactamente lo contrario, lo dice Lemos Simmonds: “Cuando el ex presidente escribe sobre la crisis en el cultivo de la palma africana en Malasia, no son pocos los que deducen que se trata... de enviarle a Dios sabrá quién un mensaje cifrado sobre el comportamiento electoral del liberalismo o de lanzarle una crítica velada a la política exterior de alguna administración”. El hecho de que la prensa del país gaste ríos de tinta en semejantes minucias indica a las claras que su oficio de hacer pensar al país adolece de graves fallas. Hacer pensar al país. La política – y usted es el más notable de nuestros políticos – no hace pensar al país. Mucho menos la politiquería. Ella hace reír o rabiar o sufrir al país pero no lo hace pensar. “Tararea para no pensar”, decía Sartre de su abuela. Colombia tararea para no pensar. ¿Qué calificativo podría caberle a eso que entre nosotros se llama “la política”? Hasta el momento se han empleado algunos de prudencia ejemplar. Se dice que es oportunista, que es acomodaticia, que es de parroquia, que es fronteriza. Todo eso es cierto pero, aún más, yo diría que es cínica. A ella podría

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aplicarse el aserto de Stuart Mill, que cita Celine como epígrafe de Semmelweiss: “Si las verdades geométricas le hubieran resultado incómodas a los hombres, hace mucho tiempo que se las habría declarado falsas”. Si las verdades geométricas les hubieran resultado incómodas a nuestros políticos, hace mucho tiempo que las habrían declarado falsas. Ese, el cinismo de nuestros políticos. Fíjese usted, los esfuerzos que ellos hacen apuntan únicamente a su supervivencia. El hecho de que el partido liberal, que avaló la gestión neoliberal del doctor Gaviria como presidente de la República y que, por consiguiente, es uno de los responsables del derrumbe de nuestra economía y de la agudización de la crisis de todo orden en que se debate el país, haya intrigado hasta el cansancio (lagarteado, se dice comúnmente) por espacio de veinte años para que lo aceptaran como miembro de la Internacional Socialista, hasta que lo recibieron en noviembre de 1999, indica a las claras la contradicción ideológica y programática en que cumple su tarea política. Si esa es la Internacional Socialista, si en la Internacional Socialista encuentran cobijo individuos como Gaviria, como Hommes, como Montenegro, y del lado de los chiquitos, de los manzanillos, seres como Turbay Ayala o como Name o como Aurelio Iragorri, y del otro lado (porque el liberalismo, usted lo dijo bien, es una coalición de matices de izquierda, ¡de izquierda!, y por consiguiente debe ser un poliedro), del lado de la cueva de Rolando “personajes” como Álvaro Uribe Vélez o Plinio Apuleyo Mendoza o Rafael Pardo Rueda o tantos otros, ¿qué fuerzas formarán la internacional neonazi? Todos esos nombres, que sólo traigo a manera de ejemplo, y muchos más que campean en la memoria y en la punta de la lengua de cualquier colombiano, son la demostración palpable de cómo se puede ejercer la política contra los intereses de un país. Al aceptar la inclusión del liberalismo colombiano en la IS, usted dijo que “ser liberal es un estado del alma”, y habló sin sonrojo alguno de la lucha de clases, de la caída del neoliberalismo, de los conquistadores españoles como padres del Derecho Internacional Humanitario (supongo que se trate de unos españoles distintos de los que mataron en el solo territorio de la Nueva Granada a dos millones setecientos cuarenta mil indígenas en el curso de veinte años), de la revolución biotecnológica que, según usted, va a ser un arma eficaz para combatir la pobreza, y pidió que fuera ese grupo de honrosos “compañeros” el que se pusiera a la vanguardia del empleo de los nuevos recursos generados en la información, en la clonación y demás avances de la ciencia. Quiero decirle que su invocación a Dios y su inquietud en torno a los conflictos morales generados en la iglesia católica por la fecundación in vitro debieron sonar un poco charras, porque lo demás, pero sobre todo su sans façon para hablar de los atropellos a los derechos humanos y su explicación del por qué no se les daba en asambleas semejantes el mismo tratamiento que a las violaciones en Europa, debieron pasar desapercibidas. De lo contrario, alguno de esos serios delegados europeos se hubiera visto obligado a protestar. ¿Protestó alguno? ¿O, quizás, esa reunión también fue una payasada? Lo cierto es que el partido al que usted pertenece forma hoy parte de una asamblea que tiene su origen en los movimientos sindicales del siglo XIX, precisamente aquellos que – salvo en los gobiernos de Obando, de los radicales y del primer López Pumarejo – no tuvieron eco alguno en una organización política reaccionaria y de derecha. El partido liberal colombiano (y hablo de él sólo a manera de ejemplo) es un sepulcro blanqueado: hacia afuera, socialista y fervoroso de las causas populares; hacia adentro, neoliberal a ultranza, represor de cualquier postura crítica y violador de los derechos

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humanos. Hacia afuera, con dirigentes que participan de la necesidad de una renovación a fondo de los mecanismos de la acción política; hacia adentro, con líderes históricos que ofrecen su apoyo a un régimen de oprobio como es el de Álvaro Uribe. Hacia afuera, demócrata y renovador y libertario; hacia adentro, víctima de caciques que consideran un atropello la posibilidad de elaborar listas únicas y demás consideraciones aprobadas por la constituyente, que encontraron una oposición sorda e insuperable en los cuadros de siempre, por siempre y para siempre. Como miembro de la IS, el partido liberal es un castillo de naipes que se derrumbará con el primer leve vientecillo que lo acometa. En esta reflexión elemental sobre lo que hoy es la política en Colombia, quedan por fuera una gran cantidad de situaciones y dolencias. Hubiera sido imposible enumerarlas a todas. Pero no quiero terminar sin hacer una anotación marginal. No otra que este país, como es, con sus tragedias diarias y sus masacres y sus atropellos y sus iniquidades y sus desigualdades sin término, es el que ustedes, los políticos, nos dejaron de herencia. Y que somos nosotros, sus herederos, quienes estamos en la obligación de reconstruir esa hecatombe. De ustedes no recibimos ninguna indicación, ninguna señal sobre la forma cómo podríamos emprender con generosidad ese camino. La lección que ustedes nos dieron nos remite al egoísmo extremo, al odio entre facciones, a la zancadilla como método, al aprovechamiento indebido de los recursos y de las posibilidades que ofrece el Estado. De ahí que sean ustedes los primeros que deban ser rebasados, ser destituidos, ser ubicados en su exacta mediocridad y distancia. Lástima sí que nos acometa aún ese temor reverencial hindú que nos inmoviliza: el de las vacas sagradas. Pero el tiempo de los políticos se aproxima en la misma forma vertiginosa en que avanza, en sentido inverso, el tiempo de la política. Espero, doctor López, que lo que piensa un ciudadano del común no lo perturbe en su grandiosidad y distancia. De usted,

Fernando Garavito

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La historia del 'Señor de las sombras' y del curioso seudónimo

8 de agosto de 2004 No he vuelto a escribir. Considero que la situación que vive Colombia rebasa con creces la dimensión de un artículo de prensa. Por eso, he decidido empeñarme en terminar un libro que resuma en pocas páginas la tragedia de un país, que, según el Diario Oficial, respalda en un 79 por ciento la gestión de un individuo que lleva a hablar al Congreso de la República a tres asesinos y narcotraficantes confesos, que representa los intereses más sórdidos que se hayan dado jamás en Colombia, que actúa como comandante en jefe de un ejército que masacra a indígenas, dirigentes cívicos y sindicales y ciudadanos del común por el simple hecho de pensar de otra manera, que fracasa en toda la línea en su política social y económica, y que preside una democracia de papel, sin asidero en la realidad, seguramente popular pero ilegítima. Álvaro Uribe es un despropósito ético y un imposible político. Pero ahí está, poniendo las bases de una tiranía que muestra las garras cada vez que puede sin que nadie parezca percatarse de ello. El pobre y urgido país que es Colombia juega con fuego, y va a salir de esta aventura, si es que sale de ella, horriblemente chamuscado. Pienso que, a partir de septiembre u octubre, enviaré a quienes forman parte del universo de las moscas un capítulo tras otro de ese futuro libro. Hoy mismo todo eso está apenas en esquema. Y, sin embargo, me he tropezado con un escollo complicado. No otro que el de utilizar materiales que ya empleé alguna vez, y que ahora debo manejar con mayor agilidad, aunque siempre dentro del mismo contexto. Eso me lleva a resucitar un incidente que ocurrió en el año 2002 y que no rebasó, porque no quise, el ámbito de mis asuntos privados. Hablo del libro “Biografía no autorizada de Álvaro Uribe Vélez – El señor de las sombras”, que yo escribí en su totalidad y que firmé con un extraño seudónimo: Joseph Contreras. Pues bien. Según leo ahora, el seudónimo ha vuelto a aparecer por ahí con un documento nuevo sobre la conocida vinculación de Uribe Vélez a las mafias del narcotráfico. Como lo señaló con acierto María Jimena Duzán en la columna que mantiene en el Diario Oficial, Contreras es un testaferro de los organismos policivos de los Estados Unidos. Hasta el más inocente de los observadores sabrá que las autoridades norteamericanas no están satisfechas con el manejo que le ha dado el gobierno de Colombia (o eso a lo que algunos conocen como “gobierno de Colombia”) a la extradición de los narcotraficantes concentrados en San José de Ralito. Entonces, piensan esas autoridades, es necesario advertirle a la díscola marioneta que debe comportarse como es debido, y “filtran” un documento con el que le anuncian que hay otras pruebas con las que pueden acabar de enredarlo. Ese fue el triste oficio de Contreras: servir de mandadero. Sobra decir que no participo de ninguna manera de esa forma de hacer periodismo.

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Todo eso me obliga a publicar un viejo texto, en el cual le expliqué al penalista que llevó en ese instante mi representación en Colombia, cómo fue el origen, la redacción y el lío en que terminó convertido “el libro de Contreras”. Y lo hago porque necesito libertad para manejar los documentos que figuran en mi archivo, porque quiero precisar nítidamente mi forma de ver el problema y porque deseo dar una nueva lectura a mi interpretación sobre lo que se esconde detrás de todo este pandemonium. De lo contrario hubiera permanecido en silencio. Conservo aquí la redacción original, un tanto descuidada, a la que sólo le introduje ligeras modificaciones para reservar algunos nombres que no tienen por qué aparecer (dado el peligro en que se desenvuelve la vida en Colombia), y aclarar pormenores que, debido al transcurso del tiempo, pudieron terminar siendo confusos. Repito: la situación del país demanda que nos empeñemos en denunciar las iniquidades del gobierno y de sus cómplices de cualquier catadura, mucho más allá de lo que permite un simple artículo de prensa. Este es, pues, el comienzo de otro camino.

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Póngale la firma El relato de mi aventura editorial con Guillermo Schavelzon, Joseph Contreras y José Vicente Kataraín es como sigue: En la primera quincena de abril del 2002, tres días después de que lo conociera en Miami, Joseph Contreras, corresponsal del Newsweek en América Latina y el Caribe, me llamó con el propósito de anunciarme que tenía un proyecto importante para mí. Con alguna dificultad terminó contándome por teléfono que el asunto consistía en escribir a cuatro manos un libro con la "biografía no autorizada de Álvaro Uribe" que él pensaba titular "El señor de las sombras". Le dije, claro, que estaba interesado. Me contó que él tenía un agente, Guillermo Schavelzon, argentino, que vendería el libro a alguna editorial española. Muy bien. Me pidió que escribiera un esquema y me invitó a comer para discutirlo. En pocas horas escribí el esquema. En la comida, a la que fui con mi hija Manuela, de 10 años, se tomó cinco cervezas. Es un impresionante consumidor de cerveza. Le gustó el esquema, lo untó de cerveza por todas partes, y me dijo que se lo enviaría a Schavelzon. Me preguntó por mi hoja de vida, concretamente por los libros que yo había escrito. Le conté que había escrito catorce libros. – ¡Catorce libros! – me dijo –. No puedo creerlo. Yo no he podido escribir ni el primero. Luego le expliqué que para el éxito del proyecto necesitábamos un apoyo en Colombia y que ese tal no podía ser sino un notable periodista amigo de ambos. Se mostró elusivo.

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Dos o tres días después me llamó para decirme que el contacto con la primera editorial había fracasado. No sé cómo se llamaba esa editorial. Y luego, dos o tres días más tarde, me contó que el segundo contacto también había fracasado. Entonces le hablé de Kataraín. ¡Yo le hablé de Kataraín! Me dijo que lo conocía, que era un delincuente, que él no pensaba hacer negocios con ese tipo, pero que bueno, que le preguntaría a Schavelzon. Como el libro, para que tuviera algún impacto, debía salir antes de la primera vuelta electoral, Contreras me pidió que nos pusiéramos a trabajar. Me ofreció las oficinas de Newsweek en Miami. Fui con Manuela. El sistema de trabajo era absurdo. Yo tendría que utilizar durante unas pocas horas su propio computador. El teclado era en inglés, sin tildes y sin eñes. Y Contreras no dejaba hacer nada. Hablaba y hablaba y hablaba y no paraba de hablar. Con Manuela comentamos que era ridículo que en la semana en que intenté trabajar con él, durante la cual nos vimos con alguna frecuencia, gritaba que tenía que hacer "una notita de nada" sobre el turismo hacia Guatemala, y que siempre estaba por terminar "esa notita". – Bueno, termino esa notita, y nos ponemos a trabajar en el libro. Me di cuenta de que era imposible. Que si me quedaba ahí no iba a poder hacer nada. A mí el asunto me interesaba no sólo porque representaba algún ingreso, importante dada mi precaria situación económica, sino, ante todo, porque era un fascinante tema periodístico. De manera que comencé a trabajar en la casa donde vivía en ese momento, en condiciones bastante difíciles, y traté de no volver nunca por Newsweek. Contreras me entregó copia de su archivo, con algunos documentos importantes (que luego utilicé), y me dejó a mi suerte. Se suponía que él escribiría seis capítulos de los doce inicialmente previstos, y yo otros seis. Comencé entonces a trabajar en los míos. Mientras tanto, él seguía con su "notita". Fue entonces cuando, ahorcado por una situación económica desesperada como consecuencia de mi reciente exilio, decidí viajar a la casa de unos parientes de mi mujer que nos ofrecían ayuda y alojamiento en el extremo norte del país. A Contreras no le expliqué, claro, que mi primera urgencia era poner tierra por medio entre los dos. Me dijo que él podía viajar un fin de semana al lugar donde yo viviría, para que trabajáramos en el libro. Le supliqué que no. Que para eso se habían inventado la red de Internet. Me dijo "stá bien, stá bien". Esa es la respuesta que él da a cualquier cosa. Viajé. Y comencé a escribir. Yo tenía (y tengo) casi la totalidad del prontuario contra Uribe. Centenares de documentos. Un día me llamó para decirme que Kataraín había aceptado editar el libro y que Schavelzon iba a firmar el contrato. Me preguntó si yo estaría de acuerdo con que él figurara como autor, especificando que yo lo había "asesorado". Le contesté claramente que no. Le dije que sólo aceptaba que firmáramos juntos nuestro trabajo. Para mis adentros pensé que ese trabajo “nuestro” era sólo “mi” trabajo y que él no iba a hacer nada, pero bueno, yo necesitaba darle salida a esos datos y no me quedaba difícil meterlo ahí, como un bulto.

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En ese momento necesité confrontar documentos y personas en Colombia. Le volví a pedir que habláramos con nuestro amigo común. Comenzó a huir. No dijo ni sí ni no. Sencillamente me recordó que el tema era supersecreto y que era mejor no contarle a nadie del proyecto para que no pudieran "abortarlo". Supongo que en esa época se firmó el contrato. Sólo mucho después conocí el texto. Me dijo que si quería, podía enviármelo para que lo firmáramos ambos, pero que, por la premura, era mejor que él lo firmara en Miami y se lo devolviera a Schavelzon rápidamente. Le pregunté cómo irían nuestros créditos. Dijo que el libro aparecería firmado por "Fernando Garavito y Joseph Contreras". En ese orden. Confié en él y le dije que firmara, que enviara el contrato y que, cuando pudiera, me mandara una copia. Nunca lo hizo. Yo seguí escribiendo. El ritmo era enloquecedor. Me levantaba a las tres de la mañana y me acostaba a las 11 de la noche, todos los días. Entre tanto, Contreras viajó a Cuba. Allá estuvo más de una semana. Me puse muy contento. Con él en Cuba yo terminaría el libro sin problemas. De vez en cuando me llamaba para ver en qué iba el trabajo. Como no teníamos un investigador en Colombia, recurrí a él. A lo largo del proceso le puse unas veinte tareas de investigación. Hizo cuatro o cinco. Cuando regresó a Miami me dijo que debíamos enviar el libro ya, que Kataraín lo estaba reclamando de urgencia. En ese momento me llamó por primera vez Schavelzon, un argentino, de voz muy amable, que me explicó que se necesitaban "ya" los originales. Entre otras cosas me preguntó si no era mejor que firmara sólo Contreras y que yo apareciera como asesor. – Es por tu seguridad. Piensa que si hay demandas, a un periodista norteamericano no le pueden hacer nada, pero a un colombiano lo pueden comprometer de muy mala manera. Le expresé que yo siempre me había responsabilizado de lo que había escrito, que era posible que se presentaran algunas demandas pero que yo estaba acostumbrado a eso y que ya había ganado varias tutelas. Me expresó su admiración (“mi admiración”, dijo), y aceptó otro argumento: – En Colombia – sostuve –, el periodista conocido soy yo. A Contreras nadie lo conoce. De otra parte, le pregunté concretamente si en el contrato decía que el libro llevaría la firma de ambos. Me dijo que sí. Luego puse mis plazos. Para mí era difícil entregar un trabajo de esa manera, porque a medida que avanzaba encontraba nuevos datos que modificaban los capítulos ya escritos. Pero bueno, le prometí que le enviaría el primero. Y así lo hice, con copia a Contreras. A este le pareció “maravilloso”. Me dijo que sólo había encontrado un error: donde yo escribí que Uribe había sido director de Aerocivil por espacio de 18 meses debía decir 28, como se desprendía del texto. Le di las gracias. Un día más tarde me llamó para preguntarme “si ya había seguido sus instrucciones”. Me pareció ridículo, pero dado que ya lo conocía como lo que es: un charro mexicano bocón, no dije nada. Sin embargo, para sacarme la espina, le expliqué

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que de ahora en adelante le enviaría el material directamente a Schavelzon para que él se lo remitiera a Kataraín. Se quedó callado. Noté que no le había gustado la cosa, pero aceptó sin chistar. De ahí en adelante las cosas se volvieron vertiginosas. Me tocó eliminar los seis capítulos que Contreras no escribió y embutirlos dentro de los que yo había escrito. Se los remití para que los leyera. Hizo varias correcciones mecanográficas. Por ahí tengo algunas copias de sus “aportes”. No sé si sea un buen periodista, pero de lo que sí puedo dar fe es que se trata de un excelente corrector de pruebas. En dos capítulos hizo observaciones de fondo. No más de cuatro en total. Investigó algunos temas. Cada vez que era necesario hablar con un funcionario importante, estaba listo. Esa tarea sí la hacía de inmediato. Y llegaba con algunas respuestas. Gracias a él pude corregir unas pocas imprecisiones. Aparte de eso, en cada llamada me interrogaba sobre los personajes que yo citaba y sobre las circunstancias que acompañaban las distintas anécdotas. Recuerdo una en particular: – Ah, De Greiff – me dijo –, ¡el fiscal que fue embajador en México! – No – le corregí –, uno de los grandes poetas colombianos del siglo XX. – Stá bien – me respondió –, yo nunca leo poesía. Pero yo soy yo, y seguiré siendo yo hasta el final de mis días. Para curarme en salud, resolví entonces firmarle las dos páginas que él escribió para el libro, donde cuenta la accidentada entrevista que sostuvo con Uribe en febrero del 2002. “Si alguien lee el texto con cuidado – pensé para mis adentros –, será ahí donde descubrirá que el resto es mío”. Pero digo que yo soy yo porque soy un ingenuo. Nadie leyó ese pormenor que, sin embargo, figura todavía como testigo mudo de mi aserto. Está en las páginas 203 a 207. El 9 de mayo del 2002, le dije a Schavelzon que no alcanzaba a entregar el libro. Me contestó que era imposible. Que teníamos un contrato firmado. Me reventé esa noche. Ya había enviado el Epílogo, y los capítulos 1º al 5º. Faltaban el 6º (sobre la gobernación de Uribe), y el 7º, sobre su propuesta política. El 9 por la noche, ya no recuerdo bien porque el atafago de esos días me hace un nudo en la memoria, eliminé el 7º y ordené el material del 6º: 250 páginas. A las 3 de la mañana comencé a escribir el 6º. Yo sabía que no alcanzaba. A las 9 de la mañana me llamó Schavelzon. Le dije que el plazo de las 3 de la tarde era imposible. Que me dieran hasta las 6 para ver si podía terminar el 6º, y que elimináramos el 7º. Estuvo de acuerdo. Me dijo que él viajaba a Barcelona y que se lo remitiera directamente a Kataraín "antes de las 6 de la tarde hora de Colombia, o sea, 7 de la noche hora tuya". A las 2:30 llamó Contreras. Estaba molesto. ¿Por qué no había enviado el último capítulo? Le dije que Schavelzon me había dado plazo hasta las 6. Preguntó si se le había avisado a Kataraín. Yo me disgusté. Le dije que me pusiera en contacto con Kataraín, que no hablaría con nadie más, ni con gerentes ni con nadie que no fuera Kataraín. Necesitaba que me dieran la noche para terminar el capítulo. A las 5 de la tarde me llamó Kataraín. Más o menos me preguntó qué papel jugaba yo en todo ese paseo. Extrañado, le dije que yo había escrito el libro. Que era yo el que tenía toda la información, todos los archivos. Que yo había escrito cada capítulo, es

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más, cada palabra. Y le pedí que me diera la noche de plazo para enviar el último capítulo. Me dijo que no se podía porque ya tenía montadas las redes de distribución. Me tocó aceptar. Le pedí veinte minutos para ponerle el copete a lo que estaba escribiendo (en ese momento el capítulo iba por la página 23), y le informé que tendría todo el material a las 6 de la tarde hora de Colombia. Se mostró de acuerdo. Me senté como un bólido. Nunca había escrito tan rápido. La última parte del capítulo 6º va entre comillas. Todo entre comillas. Son documentos que estaba procesando en ese momento, y que mis fuentes me habían enviado a lo largo de meses. Terminé a las 5:50 hora de Colombia. Cuando abrí la dirección de Internet para enviar el capítulo, encontré que alguien que firmaba <[email protected]> me había enviado 500 mensajes que me tenían bloqueado. Tal vez se trataba de un virus. No abrí ninguno de los archivos, y comencé a borrarlos, uno por uno, con angustia. Cuando terminé de borrar cien, le envié el capítulo a Contreras, con un SOS urgente de que lo retransmitiera a Colombia. Creo que me equivoqué de dirección: no sé si se lo envié a jogutierrez y no a jocontreras, que, por razones del "jo", están pegados en el directorio. Pero eso no lo he podido comprobar y no le he preguntado a jogutierrez si recibió mi envío. El hecho es que Contreras me dijo que nunca lo había recibido. Hacia las 6.00 hora de Colombia terminé de borrar a "mipersona". Conecté la revisión del virus. Se demoró diez minutos y me informó que no tenía ninguno. Un poco más tranquilo envié el capítulo a Kataraín a las 6:11 hora de Colombia. No dejé copia. ¿Para qué iba a dejar copia de algo que tenía idéntico en mi computador? El aparato me indicó que el envío había entrado correctamente. En ese momento bajé a comer. Manuela y mis parientes estaban esperándome con una copa de vino. Yo estaba feliz. Había cumplido. Pero me caía de sueño. Comí, brindamos por el libro, y me acosté a dormir. Antes, le bajé el volumen al teléfono. Necesitaba dormir siquiera 16 horas. Pero no pude. A la mañana siguiente me desperté a las 5 (dos horas después de mi ritmo habitual de trabajo en esos días), entré a la red y me puse a contestar mensajes. Yo contesto todo lo que me llega. Tenía 220 mensajes atrasados. A las 8 de la mañana hice una pausa para mirar qué nuevos mensajes tenía. Encontré uno solo, de Contreras, donde me decía que el capítulo no había llegado. En un dos por tres lo envié de nuevo y le remití una copia a Contreras con el ruego de que lo enviara por su lado para evitar cualquier contratiempo. En ese momento atribuí el problema al hipotético virus. Más tarde deduje que no. Pienso todavía que fue una argucia de Kataraín para actuar como actuó de ahí en adelante. Contreras leyó el capítulo y le hizo dos observaciones de importancia: una, sobre una frase que había sido dicha por Uribe de otra manera en la entrevista que sostuvo con él en Bogotá; y otra, sobre el hecho de que no era Fernando Botero quien había visitado a Uribe en Colombia, sino al revés, que era Uribe el que había visitado a Botero en México. Después comprobé que hasta en esa pequeña tarea había resultado un fiasco: ¡es Botero el que visita a Uribe en Colombia! Hice las correcciones del caso, cambié las letras trastocadas, y envié el capítulo a Kataraín con una notica donde le decía que, si

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era posible, se hicieran los cambios, o si no, que se tuvieran en cuenta para la segunda edición. Ese día Contreras estaba "muy preocupado". Me preguntó si había enviado mi foto. – ¿Cuál foto? – le pregunté. – La de la carátula. – No, a mí no me pidieron ninguna foto. – No puede ser – me dijo haciéndose el loco. Y yo, como una pelota, le expliqué que era posible que Kataraín hubiera pedido una foto mía en El Espectador, o que él mismo tuviera una en su archivo, dado que yo había publicado un libro con él por allá en 1989. – Debe ser así – me dijo. Eso fue todo. A las 5 de la tarde del 11 de mayo, todavía demolido de cansancio, entré a la red. Contreras me enviaba, muy secamente, una reclamación de Kataraín contra nosotros. Según él, yo había incumplido con mi palabra de enviar el capítulo a la hora prevista, y la editorial había tenido pérdidas que calculaba en cien mil dólares. Por consiguiente iniciaría contra nosotros (Schavelzon, Contreras y yo), una acción reclamatoria por esa suma. Ese es el cuento. Portland, Maine, mayo 15, 2002 Adenda del 8 de agosto del 2004: Con base en ese resumen le pedí a un penalista amigo mío que los pusiera en su sitio. Y así lo hizo. El hecho es que me negué de plano a vender el pedazo de apartamento que todavía no he terminado de comprar y que constituye todo mi patrimonio, para pagarle a Kataraín la publicación de un libro mío que firma otra persona.

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Entrevista al periodista Fernando Garavito Por: Equipo Nizkor http://www.derechos.org/nizkor/ 14 de junio de 2005 Texto de la entrevista realizada por el equipo Nizkor al periodista javeriano Fernando Garavito el día 14 de junio de 2005 Audio: http://www.radionizkor.org/colombia/varito.mp3

Convenciones:

Equipo Nizkor: EN Gregorio Dionis, Director del Equipo Nizkor: GD Fernando Garavito: FG

EN: A continuación van a escuchar una entrevista al periodista colombiano Fernando Garavito con relación a la situación en Colombia. Fernando Garavito nació en Bogotá en 1944 y se graduó como abogado en la Universidad Javeriana; fue redactor, editor y director de varios medios de prensa. En 1998 se vinculó a El Espectador, donde escribió una prestigiosa columna de opinión, “El Señor de las Moscas”. Amenazado por los paramilitares, se vio obligado a partir al exilio. Posteriormente a raíz de un artículo donde preguntaba “¿Por qué los autores del desfalco a la Nación a través del Banco del Pacífico ocupan los más altos cargos administrativos del nuevo gobierno del Presidente Uribe Vélez?”, el periódico prescindió de sus servicios. Entre sus libros se destacan “Ja”, de 1976, que la crítica consideró como un puntal importante de la renovación del lenguaje poético en Colombia, dos antologías de sus reportajes políticos y culturales: “Reportajes de Juan Mosca”, editado en 1983, y “país que duele”, de 1996. así como un volumen de periodismo literario, “El corazón de Oro”, de 1993. En el año 2001 obtuvo el Premio de Periodismo Simón Bolívar, por su investigación sobre la tragedia del Palacio de Justicia. Fernando Garavito es entrevistado por Gregorio Dionis, Director del Equipo Nizkor. GD: Hoy estamos con Fernando Garavito, que es un periodista colombiano de reconocido prestigio y de un gran estilo que se encuentra viviendo forzadamente en los Estados Unidos. Buenas noches, Fernando. FG: Buenos días a todos. Estoy muy contento de estar con ustedes, y espero aportar algo al propósito que los anima. GD: Bien, para comenzar nos gustaría que hiciera su propia presentación y un poco de historia como periodista en Colombia, y cómo llega a los Estados Unidos.

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FG: Bueno… yo soy ya un hombre bastante mayor. Ejercí el periodismo durante muchos años en Colombia; cerca de 35 años; y desarrollé dentro de ese trabajo toda suerte de actividades, la última de las cuales, después de que me retiré de las salas de redacción y ya podía opinar libremente sobre lo que yo consideraba que eran los problemas centrales del país, la ocupé como columnista de El Espectador donde mantuve una columna que se llamó “El Señor de las Moscas” a partir del año de 1998. Formó alrededor de esa columna donde se dijeron una serie de cosas a las cuales un país tan meloso y tan acostumbrado a las zalemas como es Colombia, estaba muy poco acostumbrado… se formó una serie de polémicas y de debates, y en mi columna se dieron unos elementos que aportaron formas de juicio para aproximarse a la verdadera realidad política, económica y social que vive… o en la que agoniza, mejor, el país. El hecho es que en los últimos momentos de la campaña electoral del año 2001 – 2002, yo hice una serle de denuncias en torno a la actividad paramilitar y de vinculación con los “narcos” de un candidato que en el momento en que yo lo denuncié era el candidato evidentemente minoritario, Álvaro Uribe… denuncias que se fueron complicando porque entré ya en pormenores a partir de los documentos que pude allegar y conocer hasta el momento en que fui amenazado… seguramente… yo no lo puedo decir con tanta seguridad, pero fui amenazado por los grupos paramilitares, muy posiblemente, aunque no digo con seguridad cercanos a esa candidatura… y súbitamente tuve que salir del país con mi familia y exiliarme en el único sitio donde en ese momento de emergencia tenía una visa para poder entrar sin esperar semanas en las que pudiera poner mi vida y la de mi familia en peligro… en doble peligro de muerte. Desde el año 2002… desde marzo del año 2002 yo vivo en los Estados Unidos, y he seguido con mis investigaciones y con mi mirada sobre Colombia, la he ampliado un poco, trato de hacer una aproximación a los problemas generales del país… estoy tratando de escribir un libro; durante meses seguí con mi columna en El Espectador hasta cuando fue censurada por orden de la Junta Directiva del Grupo Bavaria. Luego seguí con ella por Internet, pero me demandaba demasiado tiempo que debo dedicar a la investigación y a la reflexión alrededor de los problemas de Colombia que es en lo que he estado en el último año… espero tener mi libro aproximadamente para finales de este año e intentaré que esté en circulación, como aportes para llegar a conclusiones, en la campaña política del 2006. GD: En los análisis que usted hace toca un tema de fondo de la estructura colombiana que es el problema del narcotráfico y su relación con el paramilitarismo. ¿Cómo lo enfoca usted y desde qué punto de vista llegó a tener que analizarlo como una cuestión básica para entender la realidad colombiana? FG: Sí… yo no he podido todavía hacer ninguna distinción entre el narcotráfico y el paramilitarismo. Los paramilitares… hablamos de estos paramilitares de ahora… el paramilitarismo es una constante de la política de Colombia… hay paramilitares desde la época nefasta de las dictaduras conservadoras de mediados del Siglo XX, pero este paramilitarismo de ahora surge como consecuencia de un grupo que organizaron los narcotraficantes, que se llamó el “MAS” en el año de 1981. El “MAS”, “Muerte a Secuestradores”, fue organizado por unos parientes del actual Presidente de la República, los señores Ochoa en connivencia con el señor Escobar, con el señor Rodríguez Gacha, y con otros individuos de la misma calaña. El “MAS” se organizó en

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el año de 1981, como digo, como ejércitos privados para luchar contra grupos guerrilleros que habían secuestrado en ese momento a una de las parientes del actual Presidente de la República, llamada señora Martha Nieves Ochoa, y a partir de esa organización totalmente de los narcotraficantes, ejércitos privados de los narcotraficantes, se fue generando y creando y aumentando el problema de ese ejercicio de la seguridad privada para beneficio de un delito como es el narcotráfico, hasta llegar a convertirse en los ejércitos que hoy en día son los que administran y manejan el asunto político en Colombia. GD: Desde muy temprano se da, según lo que usted mismo en la columna “El Señor de las Moscas” y otros periodistas colombianos han escrito… se da una relación entre la familia Uribe y el origen de lo que llamamos, como usted bien dice, narco-paramilitarismo, o sea que con la actividad que en otros países llamaría “actividades del crimen organizado”. Cuéntenos un poco cómo se da esta relación. FG: Bueno… la vinculación de la familia Uribe con los grupos de narcotráfico se remonta al padre del Presidente de la República, el señor Alberto Uribe Sierra. Ese era un personaje típico de las tabernas antioqueñas, esos individuos que ahora en las telenovelas de Colombia o en las canciones de carrilera, salen enamorando muchachas, y dedicados al juego y al simple “vivir diciendo”, “vivir del dicho”, “vivir del gracejo”… ese era el padre del actual Presidente de la República, y a lo largo de su vida, después de vivir una gran cantidad de azares económicos y de no poder conquistar a las muchachas que quería conquistar porque era quizás demasiado pobre, encontró una forma de negocio que era servir… de cómo se llama… de la persona que les administra y les compra y vende fincas y haciendas a los narcotraficantes, de tal manera que en un determinado momento era propietario, pero propietario ficticio de una serie de fincas, de bienes de todo tipo, de un helicóptero; en fin, era una de esas fortunas mentirosas sobre las cuales se construyen fortunas verdaderas y sólidas como la que en este momento tiene la familia del Presidente de la República. Esa fortuna mentirosa, y esos negocios del señor Uribe Sierra, lo llevaron a morir en una situación muy oscura, no se sabe exactamente quién o cuál fue el grupo que le provocó la muerte en un asalto a su finca “Guacharacas” en el año de 1983, en el mes de junio; estamos a punto de cumplir 22 años de esa muerte, el 14 de junio, y en ese momento las FARC, sostiene el Presidente de la República, las FARC, sostienen los amigos del Presidente de la República, pero eso no está suficientemente claro, asaltaron la finca, y según parece, el señor Uribe se les enfrentó con una pistola, lo dieron de baja, hirieron a uno de sus hermanos… no el narcotraficante, sino al otro hermano; el hermano narcotraficante es Jaime Alberto, lo llamaban “El Pecoso” y afortunadamente para la historia lícita de la familia murió de un cáncer hace unos años, poco antes de la posesión del Presidente de la República, pero no fue ese el herido durante el atentado a la finca sino fue el otro hermano, llamado Santiago, quien seguramente también tiene otros negocios que deberán ser objeto de análisis por parte de todas esa… investigación que ahora se ha puesto de moda. En ese asalto y en ese momento en que muere el doctor Uribe Sierra, las fuerzas de asalto dinamitan un helicóptero que según parece era propiedad de esa familia, helicóptero sobre el cual se pierde la pista pero que aparece un poco después cuando las autoridades colombianas adelantan la “Operación Yarí”, la famosa “Operación Yarí” en que desmantelan una gran

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organización de fabricación de cocaína, y el helicóptero aparece ahí en esa operación, y es decomisado por las autoridades; sobre eso jamás han dicho una palabra. Esa denuncia la hizo Ignacio Gómez con la seriedad que él hace sus denuncias, con la documentación absoluta con la que él respalda sus investigaciones. Ese helicóptero apareció en ese momento ahí y nunca pudieron desmentir fehacientemente que no perteneciera a la familia del ya no narcotraficante en ejercicio activo, señor Uribe Sierra que había muerto unos meses antes, sino de una familia que se llama la familia Uribe Vélez que era la propietaria del helicóptero; además en esa “Operación Yarí” decomisaron seis aeronaves – unos aviones y unos helicópteros – tres de esas aeronaves habían sido amparadas por licencias de funcionamiento expedidas por el Director… no, por la Dirección de la Aeronáutica Civil en el momento en que la presidió el doctor Álvaro Uribe Vélez; él fue Director de Aeronáutica Civil entre marzo del año 80 y agosto del año 82; duró 28 meses en un cargo donde la gente honorable que ocupaba ese puesto antes que él no duraba más de un mes, como fue el caso de su antecesor, el doctor Fernando Uribe Senior, quien fue asesinado un mes después de su posesión cuando quiso desmantelar los aeropuertos clandestinos desde los cuales en ese entonces se exportaba marihuana, y la mafia asesinó al doctor Uribe Senior con un mes de trabajo; el doctor Uribe Vélez, y esa sería una pregunta que habría que hacer, ¡un gran político…! ¡un gran político!, realmente, porque pudo permanecer en un cargo donde nadie duraba más de unos pocos días o semanas, y había personas que salían o muy amenazadas o muertas, como el doctor Uribe Senior; él pudo permanecer 28 meses en el cargo… ¿Cómo? Puede hacerse esa pregunta cualquiera… pues dando licencias de funcionamiento como las tres licencias de funcionamiento de tres de los aviones decomisados en la “Operación Yarí”, que estaban firmadas por los funcionarios de la Aeronáutica en el momento en que el doctor Uribe Vélez era Director de Aeronáutica, y el funcionario que firmaba esos permisos de funcionamiento era nada más y nada menos que un famosísimo delincuente común que se llamó el señor César Villegas, a quien sus amigos… ¡sus amigos! No sus enemigos, llamaban “El Bandi”, que es el principio de la palabra “El Bandido Villegas”, y esas licencias de funcionamiento no sólo llevaban la firma del señor Villegas que era el Jefe de Planeación de la Aeronáutica Civil en el momento en que Uribe Vélez era el Director sino uno de esos aviones, una carta de recomendación personal del señor “Bandi” Villegas exigiendo la rapidez en la entrega de las licencias de operación para uno de esos aviones. Esa es una de las viejas historias que se van olvidando: Qué sucedió en la Aeronáutica y cómo fue la vinculación de este Presidente de la República de ahora con las mafias a través de esa gestión que, como les digo, duró 28 meses; ahí ya hay muchas preguntas que se han formulado alrededor de ese asunto, sin que se hayan respondido jamás debidamente. Ahora pululan las preguntas; hay una columna de Felipe Zuleta, donde hace las mismas preguntas, salvo una o dos, que hice yo en un libro que escribí en el año 2002, ya cuando vivía en el exilio en los Estados Unidos, sobre las actividades delincuenciales de este grupo de personas que ahora nos gobiernan, pero ahora preguntan en el momento en que yo formulé esas preguntas nadie se preocupó y dijeron que “ese individuo” era “un resentido”, que estaba molesto por algún motivo, o que estaba “loco”; pero no, yo tenía mis convicciones sólidas y me sorprende positivamente que ahora, cuatro años después, cuando ya no hay nada qué hacer, cuando ya el señor fue elegido Presidente de la República, cuando le está entregando el país a los paramilitares, cuando el narcotráfico no ha sido reprimido, cuando lo que ofreció como bandera de su

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campaña política, que era reprimir la violencia, se ha incrementado hoy en un notable porcentaje, que esas mismas preguntas de hace cuatro años, o tres años largos comiencen a repetirse, y a entrar dentro del espectro político e investigativo del país; sería muy bueno que ahora se volvieran a formular con la misma claridad y con la misma documentación con que traté de hacerlo yo hace tanto tiempo, y que ahora sí el país se diera cuenta y se despertara, y esas preguntas lo sacudieran para demostrar y para convencerse, mejor, de en manos de quién está, cómo se están manejando y hacia donde se están manejando, y por qué se están manejando los asuntos públicos en Colombia, un país que todos sabemos en qué manos está y hacia dónde se dirige. GD: Otra cuestión que surge de un artículo suyo es la relación con alguien que llamaba a Uribe Vélez “doctor Varito”. Me gustaría que usted nos volviera a recordar lo que tan magníficamente escribió en un artículo que nos llamó muchísimo la atención en su momento. FG: Es un apodo que le puso alguien que lo quería mucho. El “Patriarca” del narcotráfico a lo largo de muchos años no fue Pablo Escobar. Pablo Escobar era el asesino del narcotráfico; el asesino miserable que acabó con… que quería acabar con el país. El “Patriarca” era Fabio Ochoa, un hombre extremadamente gordo y prototípico de ese paisa aparentemente dicharachero y bonachón que proliferaba hace unas décadas en la región de Antioquia y de Caldas; ese individuo, Fabio Ochoa, padre de los Ochoa, uno de ellos extraditado a los Estados Unidos y en este momento detenido y procesado o condenado, no sé bien… no he seguido ese caso, en una cárcel de Miami, ese individuo era primo segundo de la madre del Presidente de la República, doña Laura Vélez, que formaba parte de esas familias tradicionales, campesinas de Antioquia, al igual que el señor Ochoa. Por ese lado, el “Clan Ochoa” y la familia del Presidente de la República, son parientes no demasiado cercanos, pero tampoco lejanos, y no importa mucho el parentesco; lo que importa es la relación de amistad que tuvieron durante largo tiempo, relación que no ha podido ser desmentida, relación que evidentemente se reflejaba sobre una vida de negocios, que giraban alrededor de la venta y compra de caballos lujosísimos que a cualquiera se le escapa la posibilidad de imaginar siquiera que un ejemplar de esos valga un millón de dólares o sumas astronómicas que eran las que manejaba la mafia en ese momento. Don Fabio Ochoa, presidía, comiendo mandarinas, y con su figura monumental, gigantesca, era un hombre gordísimo… presidía las ferias agropecuarias de la región de Antioquia, Caldas, el Quindío, etc., y en una de ellas, en la Feria Agropecuaria de Armenia, un testigo presencial, el señor Alpher Rojas, cuenta y escribe un artículo en el cual cuenta cómo, estando él cerca de la tribuna donde el señor Ochoa preside toda esa ceremonia, en esa parafernalia caballar, aparece de pronto un individuo flaco, desgalamido, un poco con cara de seminarista, oculto bajo unas gafas negras, estilo “Harvard”, y el señor Ochoa levanta la voz y dice: ¡Allá viene Varito! Y “Varito” es el diminutivo cariñoso, en Antioquia, para los Álvaros, Alvarito. Entonces Varito se acerca y en la tribuna está otro “prócer” de los narcotraficantes que es ese individuo que se llamaba Gacha, y el testigo de esa reunión oye cómo Gacha le dice a Uribe: “Doptor Uribe”, y lo acercan y lo rodean, y está en perfecta comunicación y comunión de negocios y de intereses con ese grupo realmente nefasto para la vida del país. Ese es el actual Presidente de la República de Colombia, “Varito”.

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GD: Vista la situación actual, que usted la está siguiendo desde afuera, pero es ampliamente conocida, ¿cómo definiría usted la situación actual del paramilitarismo y del narcotráfico en Colombia, la Colombia de hoy mismo? FG: Bueno… el paramilitarismo es el dueño del país. No importa mucho, creo yo, como lo veo yo acá, un poco desde lejos, no importa mucho quien sea el presidente de la República, cuál sea el grupo político que llegue a gobernar al país. No importa demasiado si hay o no reelección. Lo que realmente preocupa es que en estos cuatro años de este individuo, esta persona tan estrechamente vinculada al crimen organizado en Colombia, se le ha entregado el país a los paramilitares, se le ha entregado el país a un negocio sumamente sólido como es el negocio de las drogas, y parecería que nadie hacia adelante, a no ser que tengamos la decisión, la fuerza, el coraje, la voluntad, la disciplina, el amor, la lucidez, que tienen por ejemplo los grupos indígenas de Bolivia, que hoy mismo, cuando grabamos este programa están discutiendo la forma como ellos van a manejar el país; ellos son los que imponen lo que hay que hacer en la política de Bolivia. Si nosotros no logramos diseñar un grupo político de esa naturaleza, un grupo sindical, un grupo humano, que se enfrente con coraje y con decisión a los paramilitares, vamos a vivir 30 o 40 años bajo el paramilitarismo, pero finalmente, como ocurre en este momento con los juicios que se le están haciendo en estos momentos a las Juntas Militares de la Argentina, o como ocurre en este momento con los descubrimientos que se han hecho a la nefasta figura de Pinochet, 30 años después vamos a estar condenando a unos individuos que hoy deben ser detenidos de inmediato, sin dejarlos avanzar, sin que se apoderen más del gobierno; no sería extraño que, como ocurrió en Centroamérica, los delincuentes que hoy son el señor Báez, el señor Mancuso… ese tipo de individuos vayan a aspirar a cargos políticos en el inmediato futuro, gobernaciones, inclusive la Presidencia de la República, quién era (no es claro) .. era una persona que había estado vinculada a grupos paramilitares y tenía en su haber una cantidad de asesinatos. No quisiera que eso le pasara a Colombia como consecuencia, no de la actividad paramilitar en sí sino como consecuencia de la complicidad y de la cobardía de un gobierno cómplice y cobarde como el que tenemos hoy en el país. GD: Para ir un poco cerrando este reportaje donde nos ha hecho hasta el momento una magnífica descripción de la relación entre paramilitarismo y narcotráfico, nos gustaría retomar otro episodio que tiene que ver también con Uribe, Pablo Escobar, que se refiere a que en algún momento este narcotraficante, Pablo Escobar, mandó un helicóptero a rescatar a alguien de la familia Uribe, y paralelamente, y ya que podemos así hacer una relación directa con la actualidad, relacionar esta situación con… la participación de un miembro de esta familia en el equipo de dirección… digamos, del Presidente Uribe en este momento. Y también nos gustaría ya, para que usted pueda hacer un análisis más completo, que nos dé la opinión de la posición que han adoptado tanto Vicente Castaño como Don Berna con relación a pedir esa suerte de inmunidad absoluta sobre los delitos de narcotráfico. FG: Sí. El episodio del helicóptero en el que viajó el Alcalde de Medellín a reunirse con la cúpula de la mafia es muy conocido y “muy ignorado”, y se le ha echado bastante

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tierra encima para que nadie lo recuerde. Pero es real. En el año de 1982, en los últimos meses, cuando se posesiona como Presidente de la República un individuo que también estuvo fuertemente financiado por la mafia que se llama Belisario Betancur, que ahora es poeta… dicen que hace poemas… Para no dejar esto en el aire, el señor Betancur hizo su campaña política en un helicóptero de un individuo que se llamaba Yáder o Jáder Álvarez… lo único que le faltaba a Jáder era cambiar una letra para saber exactamente lo que hacía con la pobre Colombia… y ese individuo era el jefe del “cartel de la cocaína” en Cundinamarca. Protagonizó una tragedia horrible porque tres de sus hijitos fueron secuestrados y asesinados por los grupos mafiosos contrarios a los que él representaba, dentro de organización criminal… y él se dedicó años enteros a vengarse de ese asesinato de sus hijos. Ese Jáder Álvarez le entregó, delante de testigos excepcionales, que no podrían decir que no porque son personas que se supone que tienen la rectitud de la verdad, como el señor Augusto Ramírez Ocampo, o como el señor Hernán Beltz, que eran, el uno director de la campaña y el otro era el tesorero de la campaña del señor Betancur… le entregó para financiar la campaña 20 millones de pesos, que en ese momento eran sumamente altos, una gran cantidad de dinero, y le prestó su helicóptero personal, en el cual el señor Betancur hizo toda la campaña. Es que la vinculación de la mafia y de la política en Colombia se remonta a muchísimos años, y todos los políticos o politiqueros tradicionales, esos que han estado en la Presidencia de la República, esos que han estado en el Congreso, esos que han sido diputados o concejales, o gobernadores o alcaldes, toda esa gente tiene un enorme “rabo de paja” y no puede decir nada porque por donde se toque la pústula en que vive el país va a saltar una inmenso chorro de materia que va a contaminarlo todo. El caso de Santofimio, por ejemplo, y el asesinato de Luís Carlos Galán es apenas sintomático y un pequeño síntoma de todo lo que oculta la relación mafia – narcotráfico - política – paramilitarismo, etc., etc., en Colombia. Lo que tenemos es que buscar la forma de superar ese cáncer porque nosotros nos hundimos en ese “cáncer”, nos complacemos en el “cáncer”, queremos que ese “cáncer” nos invada todavía más el organismo social en el que estamos agonizando y muriendo… y no tenemos la claridad suficiente para ver de qué manera podemos superar esa tragedia. Bueno, esa era simplemente la anotación al margen para señalar cómo una de las personas que financió la campaña política de Belisario Betancur en el año 82 era precisamente el señor Alberto Uribe Sierra, padre del señor Álvaro Uribe Vélez, quien concretamente se sabe que en una subasta de arte en Medellín compró o subastó un cuadro horroroso… debía ser como todos los cuadros que salen en esas subastas, por una suma altísima, en ese momento… que si no estoy mal, ustedes me perdonarán, pero no sé bien si eran 2 o 3 millones de pesos. Dar 2 o 3 millones de pesos en el año 82 por un cuadro lamentable era simplemente vincularse a esa campaña, donde se manejaban muchos, pero muchos, intereses del narcotráfico. Y efectivamente gana el señor Betancur; sobra decir que el otro candidato, el liberal también estaba financiado por la mafia; eso se sabe y se sabe quiénes eran los que daban el dinero, y quiénes eran los que recibían el dinero; de manera que yo no quiero, de ninguna manera, atacar al señor Betancur para defender al otro candidato… todos, absolutamente, están hundidos en esa tragedia. Efectivamente gana el señor Betancur, y le agradece al señor Uribe Sierra, nombrando a su hijo, el señor Álvaro Uribe Vélez, como Alcalde de Medellín. Hay que decirles a quienes no conocen Colombia que Medellín es la segunda ciudad en el país, y que es mucho más que eso que han pretendido decir, que es la “Capital del narcotráfico” en el

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mundo. Medellín es una ciudad muy, muy importante y con unos gravísimos problemas sociales, políticos, económicos, donde se manejaron muchísimas cosas trascendentales para el país, en esa administración del señor Betancur, que había nacido a pocos kilómetros de Medellín, en una situación de extrema pobreza, de la cual por fortuna y seguramente con base en su inteligencia y seguramente con base en algunas de sus relaciones logró salir hasta convertirse hoy en un hombre muy poderoso económicamente. Ese alcalde de Medellín se posesionó en el momento en que entra en funciones el gobernador de Antioquia; en ese entonces los alcaldes eran nombrados por el gobernador pero el Presidente de la República imponía los alcaldes de las ciudades importantes. El Presidente Betancur, en contra de la opinión del Gobernador de Antioquia, que en ese momento era el señor Villegas Moreno, impone al señor Uribe Vélez, un hombre joven de 29 años de edad, y entonces ante la enemistad manifiesta del Gobernador comienza ese Gobernador y su equipo de gobierno a tratar de ponerle la “zancadilla” para ver en qué forma salen de ese funcionario que no tiene un buen nombre; que ya ha pasado por la dirección de la Aeronáutica Civil, que ya ha dejado el rastro de los intereses que lo animan, y “están muy atentos”, dice Villegas Moreno… “Estemos muy atentos”, dice Villegas Moreno, para ver en qué forma podemos sacudirnos de este individuo, y efectivamente en diciembre del año de 1982, apenas tres meses largos o cuatro de la posición de Uribe como Alcalde de Medellín, se produce un hecho que tendría esos testigos excepcionales… yo no sé si el señor Villegas Moreno esté todavía vivo, pero dentro de ese propósito de no mentir, sería muy interesante recibir ese testimonio sobre cómo la mafia, presidida por Pablo Escobar, y de la que forman parte en ese momento Carlos Lehder, Rodríguez Gacha, y los primos del Alcalde de Medellín, los señores Ochoa, se reúnen en una “cumbre”… “cumbre” se llaman esas reuniones de delincuentes, y quieren que el Alcalde de Medellín asista a esa reunión porque van a tratar, seguramente, algunos asuntos relacionados con la ciudad. Y la mafia le envía al Alcalde de Medellín, señor Uribe Vélez, un helicóptero para transportarlo entre su despacho y el sitio donde se van a reunir para tratar sus asuntos, y el señor Uribe Vélez, que es una persona demasiado impulsiva como lo ha demostrado ahora al frente de los destinos del país, se monta tranquilamente en el helicóptero; es la primera vez que se monta en un helicóptero de la mafia; después se montó muchas veces en el helicóptero de su papá que era también un helicóptero de la mafia, y viaja a reunirse con Escobar y con sus socios en el delito, hecho que conoce el señor Villegas Moreno, Gobernador de Antioquia, y que pone en conocimiento del Presidente de la República. Obviamente no se puede destituir al Alcalde de Medellín por haber utilizado un transporte de los mafiosos y por haberse reunido con los mafiosos, porque todo el mundo está rodeado por los mafiosos, y porque Pablo Escobar ya comienza a apretar el gatillo como una norma de vida, y entonces se inventan una crisis política en la que el Alcalde tiene que salir por razones aparentemente burocráticas. Pero ese hecho se ha rescatado otras veces; por ejemplo, ese periódico lamentable que dicen que es el único periódico que hay en Colombia, que pertenece a la familia Santos, que creo que se llama “El Tiempo”, le preguntó alrededor de la campaña presidencial del 2002 y a raíz de una de mis columnas… le preguntó al doctor Uribe Vélez: “Doctor Uribe Vélez, cuéntenos cómo fue su viaje en el helicóptero de la Alcaldía para reunirse con la mafia de Pablo Escobar.” Y éste contesta: “¿Yo? ¿helicóptero? Yo no me monté en ningún helicóptero de la Gobernación, porque la Gobernación ni siquiera tenía helicóptero.” Hay muchísimos errores en esas preguntas

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y en esas respuestas. El “periódico” o la “hoja esa” que llaman “periódico”, le pregunta por el helicóptero de la Alcaldía de Medellín… No, la Alcaldía de Medellín no tenía helicóptero o si lo tenía no fue en ese helicóptero donde viajó el Alcalde. El Candidato contesta por el helicóptero de la Gobernación. No, nadie le preguntó por el helicóptero de la Gobernación. La verdadera pregunta es que esa es la forma como ese señor también lamentable, y tan vinculado al crimen organizado, que es Fernando Londoño, que fue Ministro del Interior de ese individuo le ha acostumbrado a contestar al país… son respuestas de abogado, son respuestas “abogadiles”. Se pregunta una cosa y se sorprende rápidamente y se dice con mucha energía otra cosa y todo el mundo queda tranquilo de que hubo respuesta. No. No hubo respuesta. Y la pregunta no era por el “helicóptero de la Alcaldía de Medellín”, la pregunta era por el helicóptero de la mafia, y nunca se le formuló y nunca dio respuesta. Bueno. Eso en relación con el helicóptero. No sé si la pregunta tenía un segundo aspecto. GD: Sí. Había un segundo aspecto que es muy directamente relacionado con la situación última; la carta pública que ha hecho Vicente Castaño, y con esto podemos cerrar un poco toda la reflexión sobre la situación actual que es la solicitud de inmunidad… yo no puedo usar la palabra de amnistía en este caso… de inmunidad que solicitan por los delitos del crimen organizado. FG: El, realmente… la Administración en Colombia está sumida en el crimen organizado. No está subsumida por el crimen organizado. Es un crimen organizado. Nosotros hemos vivido a lo largo de muchas décadas manejados por ese fantasma, por ese crimen que es el narcotráfico; nosotros los colombianos somos las víctimas del narcotráfico. Y nosotros tenemos una claridad absoluta sobre cómo ese delito ha lesionado la política, la economía, el deporte, la información, la vida privada, la vida civil, la organización total del Estado y de la sociedad, y somos unas víctimas propiciatorias de algo que se puede resolver con una voluntad, con una decisión política del mundo, pero, efectivamente, no va a haber esa decisión política en el mundo. En estas semanas me han invitado acá a dictar unas conferencias sobre un tema que obsesiona a los Estados Unidos, que es el problema de las drogas, del narcotráfico, y de la forma como la juventud de este país está perdiendo todo futuro alrededor de esa tragedia. Y he podido diseñar más o menos la argumentación coherente para demostrar cómo la guerra contra el narcotráfico que organizan en este país, en los Estados Unidos, y en la cual los narcotraficantes de Colombia que ocupan los distintos puestos de responsabilidad política y pública se consumen el mayor de los entusiasmos esa guerra, esa fumigación que está destruyendo nuestra naturaleza, ese crimen que está acabando con nuestras comunidades, esa tragedia que está arrasando con nuestros desplazados, esa organización económica que está masacrando a nuestras gentes pobres y a nuestras gentes del común; no a los narcotraficantes, sino a nuestros campesinos, a nuestros labriegos, a nuestros obreros, a nuestros sindicalistas, a nuestros estudiantes… cómo esa guerra está pensada divinamente como el primer sustento del narcotráfico; y lo he dicho ante grupos que se quedan, en primer término, asombrados y con una cara de reacción muy negativa frente a lo que yo afirmo, pero luego de una argumentación se puede demostrar fácilmente que la “guerra contra el narcotráfico” es el primer sustento del narcotráfico, y que el narcotráfico es lo que está arrasando a Colombia. Y que entre paramilitares, políticos, y narcotraficantes en

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Colombia, no hay ninguna diferencia. Pongamos cualquier ejemplo: Santofimio, cualquier ejemplo, miremos el que sea. Siempre encontraremos ese condón umbilical que nos señalará que la tragedia de Colombia está enraizada de tal manera que la única forma como podemos eludirla y superarla es sacudirnos de encima toda esa gente. Colombia es un país lleno de posibilidades, lleno de inteligencia, de voluntad, si quisiera ejercerlas… y también lleno de miedo. Pero tenemos que sacudirnos a esas personas, a esas gentes; las mismas gentes… que están en todas las campañas políticas… vuelve a decir el mismo discurso, dice la misma tesis, cita las mismas cifras, dice las mismas mentiras, acaba enredada en los mismos deleznables argumentos que maneja la clase política en el país, y nos hunden sin misericordia ni compasión ninguna. Vamos a ver en qué forma dejamos de elegir a “Pablo Escobar” como Presidente de la República. Una de mis columnas que yo creo que provocó mi salida… ya la escribí cuando estaba en los Estados Unidos y fue; no fue esa concretamente pero sí estuvo cerca de la censura que se me aplicó, es una columna en la que dije: “Colombia, desde el año de 1982, está eligiendo sistemáticamente gente en la Presidencia de la República a un individuo que se llama “Pablo Escobar”, quien curiosamente murió en 1991, pero lo volvimos a elegir en 1994, lo volvimos a elegir en 1998, lo volvimos a elegir en el año 2002, y si nos descuidamos lo vamos a reelegir en el año 2006, o peor, lo vamos a elegir en el año 2006, sin que podamos hacer nada contra esa figura de oprobio. GD: Una cuestión que puede cerrar tranquilamente la exposición…la brillante exposición sobre la cuestión de fondo sobre Colombia tiene que ver con un personaje que ha desaparecido ahora de la escena que es Carlos Castaño, y yo diría la historia de la finca “La Mundial”, y se lo pregunto porque evidentemente Carlos Castaño ha jugado un papel muy importante durante una etapa, y ahora pues tampoco sabemos exactamente si no lo sigue jugando. FG: Muy posiblemente lo sigue jugando, y no sabemos si está muy cerca de… está por estos alrededores. Pero ese asunto de la finca “La Mundial”, que se conoció fragmentariamente y que toma un cuerpo importante en este extraordinario libro sobre el paramilitarismo de Estado, que acaba de publicar el Cinep… paramilitarismo de Estado entre 1988 y el 2003, lectura estremecedora que debería ser recomendada para todas las universidades que sufren los flagelos de la organización económica y política hoy en día. Ese asunto de la finca “la Mundial” es muy, muy diciente y yo le agradezco mucho que lo haya puesto sobre el tapete, porque ahí se ve la relación inmediata entre Uribe Vélez y el paramilitarismo. Lo resumiría diciendo… bueno yo saqué algo en el libro que publiqué durante la campaña, pero no tenía los datos tan precisos como los publica el libro del Cinep. En el año de 1975, o sea cuando acaba de salir de la universidad, y se apresta para ocupar su primer cargo público que es el de Jefe de Bienes de las Empresas Públicas de Medellín, Uribe Vélez es propietario… él directamente, o por testaferrato de esa finca… se llama “La Mundial” y… en la compra durante el año de 1975 encuentra que hay allí… que funciona allí, muy bien organizado, un sindicato de trabajadores. Entonces, trata, pues, de dar salida a su posición frente a lo que es frente a la organización popular, y reprime como puede ese sindicato, pero no logra nada porque están firmemente afincados en la hacienda los trabajadores; de manera que en el año de 1977, para resolver el problema, les entrega la hacienda a los

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trabajadores y les dice “les dejo la administración por un año para que ustedes se paguen sus prestaciones y los salarios atrasados, para que solucionemos este problema.” Y vuelve en el año de 1978 a recuperar su hacienda pero exige… les exige a los trabajadores, a un sindicato, que conoce sus derechos… les exige que le entreguen la hacienda desocupada, sin trabajadores. Y el sindicato le dice: “un momento; de ninguna manera; nosotros no podemos aceptar eso; nos hemos pagado nuestros salarios, nos hemos pagado nuestras prestaciones atrasadas, pero seguimos viviendo aquí porque entre otras cosas tenemos muchas décadas de posesión pacífica de estas tierras, y podríamos más bien entrar a discutir la propiedad, que usted, Uribe Vélez tiene sobre la hacienda.” El hecho es que Uribe se molesta y resuelve entregarles… regalarles la hacienda “La Mundial” a los trabajadores. Sobre esto, ese hombre, Uribe, ha hecho un escándalo verdaderamente monumental. Él es una persona preocupada por los “derechos de los trabajadores”, y “desvelada por el bienestar” de la gente que tiene alguna relación de trabajo con él. Pero no hay tal; en el año de 1978, les entrega esa hacienda a las 55 familias que la trabajan y, de inmediato, en el año de 1980 o 1983, cuando él está como Director de Aeronáutica, comienzan a hostigar a los trabajadores las fuerzas del ejército y de la policía. En el año de 1983, dice el documento del Cinep, desaparecen a uno de los trabajadores, que se llama o se llamaba Jesús Emilio Medina, y la situación sigue complicándose; la policía exige a los trabajadores que le devuelvan la finca que le “han robado”, entre comillas, al “doptor” Uribe, y obviamente ahí no se trata de ningún robo sino de un derecho que ejercen los… el sindicato de trabajadores agrícolas; de manera que en 1989, ya desesperado porque no puede recuperar su propiedad, con el embate de las aparentes fuerzas regulares de la policía y del ejército, llegan los paramilitares presididos en ese momento por el famosísimo… por el malévolamente famoso Carlos Castaño; invaden la hacienda, ejecutan a varios trabajadores, dos, dejan heridos a otros, incendian las viviendas y hacen que muchas de las familias tengan que huir, de la hacienda. La situación se sigue complicando; en el año de 1992, siendo ese individuo Gobernador de Antioquia, 5 helicópteros del ejército ametrallan los cultivos… bueno… ya sabemos que unos de los jefes de las brigadas en ese momento en que el señor Uribe es Gobernador de Antioquia, es el tristemente célebre General Rito Alejo del Río; qué podían esperar los trabajadores, los ametrallan con el pretexto de que entre los cañaduzales se encuentran “guerrilleros”, les destruyen los sembrados, y se desarrolla un proceso de hostigamiento que ha llevado que entre 1983 y 1997, siendo directamente responsable el propietario o ex propietario de esa hacienda, “La Mundial”, señor Uribe Vélez, hayan sido asesinados, en esa hacienda, 12 personas sobre las cuales ese individuo que ocupa la Presidencia de la República debería responder personalmente. ¿Quién le pone el cascabel al gato? GD: Fernando Garavito: lo que me gustaría saber es si usted quiere agregar algo más en este panorama, está a su disposición “el micrófono”, digámoslo entre comillas. FG: Muchas gracias, Gregorio. Yo soy una persona que sigue con mucho entusiasmo, admiración, cariño y respeto por todo lo que la organización de ustedes hace en beneficio del país y de las necesidades que tiene el país de que se sepa la verdad. Yo, en este momento, estoy tratando de escribir un libro, quizá un poco teórico; quiero hacer el marco teórico de nuestra tragedia; quiero llegar a la raíz, a las raíces del

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problema, y quiero avanzar hacia soluciones más efectivas que el simple volcarse sobre elecciones que no conducen absolutamente a nada, porque, como digo, siempre elegimos a las mismas personas, en distintas figuras, pero siempre a las mismas personas. Trabajo intensamente en mi libro; trataré de tenerlo a comienzos del año 2006, y en ese momento sí me gustaría mucho que pudiéramos hablar y que pudiéramos desarrollar alrededor de Nizkor lo que seguramente yo dejaré esquematizado en el libro; entre otras cosas, ustedes tienen un fondo editorial y me gustaría mucho discutir con el editor de mi libro, que pudiera ser publicado también por ustedes. GD: Muchas gracias también por el inmerecido elogio, pero desde ya que cuenta con todo nuestro apoyo y en el momento en que el libro esté disponible, no estamos dispuestos a editarlo sino también a hacerle una entrevista de este tipo para que pueda difundirse lo más ampliamente posible. FG: Muchas gracias a todo el equipo de ustedes.

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Donde acaba la historia Julio 4 de 2005 Daniel Coronell cuenta su historia. Quisiera repetirla acá porque en ella se cuenta la historia contemporánea de Colombia. Desde hace meses, Coronell, un periodista notable, comenzó a ser amenazado. Sin dejarse amedrentar, decidió seguir la pista de los criminales. Gracias a los mecanismos técnicos de los que hoy se dispone, pudo acercarse a su enemigo. Hasta que un día, cuando rastreaba la dirección del autor de los anónimos, el criminal se asomó a la red. Con base en esa aparición momentánea, Coronell llegó a la mansión de Carlos Náder, un potentado que no tiene historia sino prontuario, conocido por ser uno de los ejes entre los dueños del país, los políticos de medio pelo y los capos del narcotráfico. En pocas líneas, Coronell cuenta que Náder es dueño de una hacienda en Córdoba, una zona dominada por los paramilitares, que tiene propiedades en España, que estuvo preso en los Estados Unidos por narcotráfico, y que fue interlocutor de Pablo Escobar, el mafioso mayor, de infausta memoria. Pero Coronell pasa por alto una anécdota que figura en mi biografía de Álvaro Uribe, El señor de las sombras (Bogotá, 2002), en la que recojo una serie de datos sobre el pasado oscuro de quien poco después resultó electo como presidente de Colombia. En la página 63 de ese libro aparece Náder como uno de los sustentos fundamentales de la campaña de Uribe, hombro a hombro con una serie de mafiosos, paramilitares y políticos corruptos. Allí indico que como dicho individuo no puede entrar al territorio de los Estados Unidos por su vinculación al narcotráfico, es "su esposa, Ana Trejos, [quien] aloja al candidato (Uribe) y a su familia en sus visitas a Miami". Pero ahí no se queda todo. Porque el mafioso en persona "es su anfitrión en el lujoso apartamento que compró en Madrid, gracias a las comisiones millonarias e ilícitas que obtuvo como producto de los desfalcos en la construcción de la represa de Urrá". Náder – concluyo – es un hombre oscuro que conoce muchos episodios del pasado de Uribe y que los guarda celosamente en su memoria para utilizarlos cuando lo crea útil para sus propios intereses. Quiero decir: la historia de Coronell no termina en la lujosa mansión de un delincuente común. Termina en el sitio donde vive el delincuente mayor que, por desgracia para mi país, es hoy por hoy la mansión de los presidentes de Colombia.

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¡Róbese un banco! Agosto 5 de 2005 Para dirigir la política de crédito de la América Latina, la solución es fácil: róbese un banco. A finales de julio, veinte de los veintiocho países con derecho a voto eligieron como presidente del Banco Interamericano de Desarrollo, BID, al embajador de Colombia en los Estados Unidos, Luis Alberto Moreno. La hoja de vida de Moreno dice que "al momento de su nombramiento en Washington (1998), se desempeñaba como socio de un fondo de inversiones con negocios en Latinoamérica". Rigurosamente cierto. Ese fondo era el WestSphere Capital Andina, del que formaba parte junto con otros políticos de medio pelo en Colombia. Él y sus socios se hicieron al poder en 1998, en apariencia bajo la dirección de Andrés Pastrana. Pero Pastrana era sólo un figurín, un caballerete. El cerebro de la organización era Moreno. De los socios de WestSphere, Moreno fue embajador en los Estados Unidos, Fernando Londoño, ministro del Interior y cerebro del régimen en el actual gobierno, Luis Fernando Ramírez, ministro de Defensa, y Camilo Gómez comisionado de Paz. El otro, Moisés Jacobo Bibliowicz, permaneció en el sector privado, donde se dedicó a llevar los negocios del grupo. Esos negocios habían comenzado de tiempo atrás cuando, en un acto de piratería internacional, WestSphere compró el Banco del Pacífico, una entidad con sede en el Ecuador y con una importante sucursal en Colombia. Todo grupo que se respete, debieron pensar los socios, tiene un banco. Y helos aquí, propietarios de uno en bancarrota y sin que nada ni nadie pudiera salvarlo de la ruina. Pero estamos en Colombia. Y ¿qué importancia puede tener semejante minucia en un país hundido en la corrupción como Colombia? Pues bien, con la complicidad de la directora de Impuestos (que después fue embajadora en Canadá), y de la superintendente bancaria (que llegó a ser ministra de Salud), los socios lograron recibir depósitos por impuestos que sumaron 35 millones de dólares. Una vez el dinero se esfumó (porque se esfumó), el gobierno cerró el banco e inició la investigación de rigor que no condujo a nada. Luego, los socios entraron a ocupar sus altos destinos, y los colombianos se quedaron con los crespos hechos. Repito: el autor de esa masacre es ahora el nuevo y flamante presidente del BID. Cuando al señor Rodríguez, secretario de la OEA, le comprobaron manejos indebidos como presidente de Costa Rica, tuvo que renunciar a su cargo un mes después de

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posesionarse. Pero en Colombia las cosas son a otro precio. En Colombia todos son cómplices. De manera que Moreno seguirá ahí hasta que el robo (por el cual se le sigue un proceso penal en el Ecuador) pueda tener una dimensión que se acomode más a su ambición que a su estatura. Y no se trata de una frase ambigua: Moreno es enano. Poner al BID en manos de Moreno, es como poner el queso en la cueva del gato.

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La máquina de hablar Universidad de Nuevo México Albuquerque, septiembre 8, 2005 Pensar se ha convertido en Colombia en un ejercicio peligroso. Cualquier fisura que no se ajuste a un esquema previo establecido por el contradictor puede estrellarse contra consecuencias imprevisibles. Poco a poco el país se ha ido hundiendo en el silencio, donde lo único que se oye es el eco de los disparos. La razón no la tiene quien sepa manejar una dialéctica, sino quien maneje el gatillo con mayor precisión y sangre fría. Así, el lenguaje ha perdido cualquier significación, hasta el punto de que hoy se explaya sobre una máquina de hablar que elimina en su estruendo cualquier sistema de pensamiento. Cada día se abre más y más el abismo entre la acción y el lenguaje. Mientras la primera se ciñe a patrones específicos que tratan de consolidar el poder tal como se le concibe comúnmente, el segundo, manejado por ese poder, se debilita. A finales del siglo XIX, cuando se afirma la idea de nación, el ejercicio de pensar se enajenó en dos sectores de la sociedad, íntimamente relacionados. En efecto, ante la ausencia de un pensamiento sistemático, el pensar se le encomendó a la religión y a la gramática. En ese entonces, los colombianos creyeron que ser católicos y conocer la estructura de la lengua eran las condiciones sine qua non del pensamiento. Obvio, el catolicismo es, ante todo, un ejercicio jerárquico. Y lo mismo el lenguaje. Podría pensarse en una elipse, en la cual la curvatura superior representara al hecho católico, y la inferior al hecho gramatical. Partiendo de un punto cero, el presidente, con un manejo precario del lenguaje, reduce a su sitio a la jerarquía que se opone al proceso político de la independencia: "Nuestro Señor Jesucristo –le escribe al arzobispo en 1832–… jamás inculca sobre la legitimidad o ilegitimidad de las potestades civiles. Los Césares eran unos manifiestos usurpadores de los derechos de la soberanía del pueblo romano, y el pueblo romano era un injusto conquistador de la Judea. Jesucristo se somete a la autoridad de sus magistrados; San Pedro no los arguye de incompetencia; San Pablo al mismo tiempo que reprende los vicios del incestuoso Félix, no se substrae de un tribunal, ni le disputa la legitimidad de su jurisdicción. ¿Sería porque no conocieron la tiranía de los Césares, ni el cruel despotismo de los romanos? ¿O porque el reino de Jesús es espiritual, y predicando la obediencia a las potestades, supone su legitimidad en cuanto la subordinación conduce a la salud eterna, sin entrar en cuestiones que no pertenecen a la cátedra del Espíritu Santo?". Pero los protagonistas avanzan, cada uno por su lado, envolviendo cada vez más a una sociedad que se sustrae de todo aquello que no tenga que ver con el diario vivir. Para lo demás, el pensamiento, la política…, están los héroes. Las polémicas no vienen al caso. El país es católico y, como tal, cree en el dogma. Uno de ellos comienza a tomar cuerpo: sólo a través del lenguaje será posible constituir una nación. Pero la jerarquía tiene también una presencia dentro de ese juego: la doctrina se transmite a través de la Palabra de Dios, y la Palabra de Dios se condensa en el Verbo: "En el principio era el Verbo…". Durante décadas, la gramática es el punto de fricción ineludible en el proceso de construir un pensamiento.

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Comienza con timidez, a partir de la retórica del Trivium. Conocer el lenguaje es "embellecer la expresión de los conceptos". La verdadera guerra civil en la que se empeña Colombia tiene que ver con la necesidad de dejar atrás a los caudillos militares, incapaces de sacrificar un mundo para pulir un verso, y abrirle paso a los presidentes civiles que han cursado leyes, dentro de las cuales han estudiado lógica, gramática y retórica como la unidad básica para concebir y expresar un pensamiento. Se trata de un proceso, claro está, no de un hecho súbito. En forma paulatina, los soldados son sustituidos por los magistrados que manejan otro sistema de pensamiento y que, poco a poco, avanzan hacia un esqueleto ideológico que consideran indispensable para darle una forma a la nación. ¿Por qué? Porque el concepto nación, que hizo el delirio de las revoluciones burguesas, le daba una nueva entidad a una servidumbre que encontraba en ella la frontera espacial de la que carecía para salir de la angustiosa frontera temporal que le había impuesto la doctrina. En ese proceso el país se desbarata, se fractura, se hunde en confrontaciones complejas que conducen hacia un punto muerto donde la elipse parece precipitarse. Ese es el marasmo que lleva a la regeneración ("regeneración o catástrofe"), que avanza de manera incontenible porque el presidente condensa lo que el país espera encontrar en sus héroes: es poeta y libertario, pero se codea con la jerarquía y triunfa en la guerra. La regeneración no es un movimiento político: es un lenguaje, que pone al poder en contacto con la realidad a través de lo que Williams llamó "las formas fijas de la escritura", es decir, la gramática. Con la incorporación de la jerarquía y la reunificación del país, la elipse se cierra. Sin embargo, en contra de lo que podría pensarse, no origina otra que se apoye sobre la primera para dar comienzo a un nuevo flujo político. Por el contrario, se devuelve. En pocos años, la guerra de los mil días se mira en el espejo de las guerras de fin de siglo y copia sus crueldades, y del humanista católico y conservador que escribe una gramática latina, traduce a Virgilio e impone sus obsesiones ("el sufragio universal –escribe en desarrollo de un debate sobre la constitución política – debe figurar en la lista de las cosas que no existen… Es una palabra apasionada, que […] ha servido para lisonjear a la plebe"), se desciende al espíritu burlón que pierde una porción del territorio mientras redacta un tratado de ortografía, y luego al desvelado soñador que entabla una guerra a muerte para explicar y explicarse el subjuntivo hipotético, para terminar en el profesor de prosodia en latín, que es el último de los gramáticos y el primero del nuevo período de los magistrados, en el cual la construcción del lenguaje se diluye en el aire, y el catolicismo desaparece bajo la banalización de las formas religiosas. Dentro de ese proceso el pensamiento va al tuntún sin llegar a consolidarse. Su mayor aproximación a una estructura se da en el momento en que se confunde con la gramática. Pero ese esquema es un castillo de naipes. La elipse vuelve a cerrarse con una velocidad de vértigo. Se regresa a unos pocos regímenes militares (el hecho de que el presidente no luzca uniforme no quiere decir nada), que con la matanza sistemática de mediados del siglo XX, devuelven al país a los peores episodios de la guerra contra España. Y es a partir de allí, siempre en contravía, cuando se entra de lleno en la colonia y la conquista. Ahora mismo estamos en la época de los virreyes, que dicen gobernar en una región que pertenece a otro imperio. Pero el proceso de globalización es el mismo de la época de Felipe II, cuando no se ponía el sol en los dominios del rey. El hecho es que a partir de 1947 regresamos a la edad de hierro donde el territorio es un botín. El poder hace chocar su miedo contra la fuerza de los indígenas, y los desplaza a través de un ejercicio violento de la acción militar, que no da

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tregua. Pero los indígenas de hoy no son sólo los indígenas. Hoy los indígenas somos todos. En medio de esta barahúnda, el lenguaje vuelve a ser un esquema paupérrimo sobre el cual se diseña lo que no llegará jamás a ser un pensamiento. Quisiera condensar en una fórmula lo que ocurre en Colombia: hablar es pensar. Es posible que el país haya intentado pensar por última vez durante la regeneración. En ese entonces, el incipiente liberalismo colombiano puso sobre el tapete una serie de ideas que ya habían sido objeto de debate en el resto del mundo, entre ellas las libertades básicas esenciales (de pensamiento, de opinión, de culto, de prensa, de comercio), pero nada de eso pasó de ser un ejercicio intelectual, que enriqueció la letra muerta de una normatividad aprobada y refrendada por todos pero que ni entonces ni nunca llegó a aplicarse siquiera en una mínima parte. De modo que el experimento de pensar languideció hasta desaparecer, porque en el fondo los partidos estaban totalmente de acuerdo sobre la organización de la sociedad, de la economía y de la política. Había, sí, alguna discrepancia en torno a los dogmas católicos, que se solucionaba a la hora de la muerte, cuando todos resultaban hijos de la misma iglesia, creyentes en el mismo Dios y ovejas del mismo pastor. Sin embargo, esas diferencias generaron algunos últimos jirones de pensamiento (Rafael Uribe Uribe y Benjamín Herrera se enfrentaron en torno a la posibilidad de ser católico y liberal al mismo tiempo, y Antonio Gómez Restrepo y Guillermo Valencia discutieron, desde el punto de vista de la inviolabilidad de la vida, la aplicación de la pena de muerte), pero, de resto, todo se redujo a una sectorización del país con base en las figuras históricas, alimentada más en una filiación genética que en una vertiente filosófica. De ahí en adelante el pensamiento se redujo al régimen gramatical y al hallazgo de metáforas poéticas, no memorables pero sí memorizables ("eres una mentira con los ojos azules"). La filosofía en Colombia no logró generar una sola idea autónoma, una sola propuesta original, de manera que los pensadores de los que se enorgullecen los manuales no pasan de ser epígonos de segunda o tercera generación dentro de escuelas agotadas. Fue así como el pensamiento se vio reducido a su mínima expresión: la de los editoriales y artículos de opinión en los periódicos, que comenzaron por debatir el discurso político, pero que con el tiempo, y EL TIEMPO y la violencia, fueron languideciendo, hasta el punto de que desde hace muchos años ese ejercicio se convirtió en una forma de conversar que no conduce a nada. Ahora bien, la ineficacia del discurso, no traduce que no diga lo poco que quiere decir. Se habla por hablar, es cierto, pero ello ocurre porque en Colombia se oye sin oír. Para quien dice, no oír el discurso que se prodiga en abundancia implica aceptarlo. Se trata de una petición de principio alrededor de la cual podría hacerse una distinción inicial: en Colombia el discurso es vacío sólo para quien no oye. Pero el significado (que para Saussure es el concepto), está ahí, oculto como una víbora bajo la voluntaria retórica. Se habla dentro de un esquema monótono, con el único propósito de adormecer. Comencemos, entonces, por ese ejercicio: el que se dirige a quienes no tienen porqué ni para qué oír, en cuanto allí no hay una idea que se debate sino una notificación perentoria. Pienso que ocurre de esa manera (plantear una idea sin necesidad alguna) por la pretensión que se tiene en el país de conservar una apariencia dialéctica. Pues bien. Dentro de ese propósito, la retórica se ha convertido poco a poco en un simple barniz, que comenzó por tapar pieles envejecidas y terminó ocultando cadáveres.

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Cadáveres de conceptos, claro está. El juego de los conceptos agoniza sin que nadie llegue a percatarse de ello, pero no se convierte en "tierra, humo, polvo, sombra, nada", como lo expresa hermosamente Góngora, sino que se refugia en el manejo del maquillaje, que es el ejercicio alquímico de la belleza y, por ende, de la retórica. Creo necesario insistir: todo esto es una perversión que se destina a las víctimas del sistema económico. A ellas, piensa quien habla, no tiene por qué importarles lo que se dice. Lo que les debe importar es quien lo dice. Así pues, para contribuir a que en ese sector nadie oiga lo que se dice, el discurso se adorna con una serie de mojones destinados a señalar que quien habla es alguien que participa de un destino común. Parecería que en ese lenguaje no hubiera conceptos. Pero no, allí están, ocultos bajo la maraña de palabras enfermas. Son los mismos que se han expuesto muchas veces, repetitivos y sinuosos. La nada es sólo una apariencia destinada a los "pensadores de la prensa", que se expresa en palabras construidas alrededor de un ensamblaje artificial entre un nombre y un adjetivo, el cual se adapta a partir de lo que el auditorio espera que sea la actitud de quien lo interpreta en la representación de que se trate (bondad, fuerza, solidaridad, comprensión, misericordia). En cualquiera de los escenarios posibles los cambios son mínimos: todo propósito termina por ser inquebrantable, toda meta irrenunciable, todo sacrificio patriótico. Pero el maquillaje exigirá que el orador no se refiera a los propósitos inquebrantables, a las metas irrenunciables y a los sacrificios patrióticos, sino a los inquebrantables propósitos, a las irrenunciables metas y a los patrióticos sacrificios, propios de quien quiere seducir con una elegancia artificial en el manejo del lenguaje. Acá no se trata de solucionar nada. Quien habla quiere tan solo no participar ante los demás en el empobrecimiento de la palabra, y busca conjurar el problema a partir de un trastocar sistemático del orden habitual en la construcción de la gramática. "Soy –dice el orador sin llegar a decirlo– alguien que forma parte del sentido común pero que es capaz de expresarlo de manera distinta". Y por allí entra de lleno a jugar en la ya larga e inútil relación que se ha mantenido en Colombia entre quien habla y quien poco escucha, de la cual sólo se han salvado en el imaginario colectivo una serie de términos que retumban en los oídos como el eco de un tambor sin sentido. Los adjetivos rimbombantes se dirigen a los sectores más indefensos del país, que se reconocen en ellos y en ellos se reinterpretan. Frente a este grupo, al orador sólo le interesa ser uno más, a quien la vida le ha dado la oportunidad de hablar ante esos "ilustres compatriotas" que son los "honorables senadores", que deberán oír en ese "histórico recinto" (que es el "altar de la Patria"), lo que los "indefensos colombianos", representados por ese "abanderado de la paz", tengan que decir en torno a la "magna empresa" de rechazar la "hora trágica" en que comenzaron la "cobarde extorsión" y las "sombrías amenazas". Me atrevería a decir que esa sucesión de pequeñas fichas de rompecabezas forma el ritmo indispensable para que un país que no piensa, piense que otros piensan por él. En este caso concreto, el ritmo sería el andamio que le pone una cuadrícula al aire de los lugares comunes. Antes, el lugar común estaba reservado para desempeñarse dentro de lo cotidiano. Había un habla que recogía un sentimiento colectivo y lo manifestaba como expresión individual. Así, se participaba de un todo, que podía identificar, señalar un denominador común. Afuera quedaba lo que pertenecía al héroe. El héroe era sencillamente eso: el que no era común. En Colombia, del héroe encargado de realizar hazañas imposibles (Bolívar cruza las altas cumbres de los Andes con un ejército desnudo), se pasa al héroe capaz de emprender memorables hazañas culturales (José Jerónimo Triana, Rufino José Cuervo), pero, ya se sabe, ese

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tipo de heroicidad no puede prosperar en un sitio que construye su historia a partir de sangrientas guerras civiles, de modo que se regresa al prototipo tradicional (Uribe Uribe, García Márquez), y se frustra una historia para la cual la república liberal de la segunda mitad del siglo XIX había intentado poner unas bases diferentes (Triana y Cuervo, pienso, son hijos legítimos de ese proceso). De tal manera el héroe regresa al lugar de donde jamás tendría que haber salido, y vuelve aleccionado sobre la imposibilidad de romper el cáncer del sentido común. En 1923, Unamuno escribió en "La Nación" un artículo sobre Don Quijote, en el que sostuvo un punto de vista que después se ha desarrollado en el marco teórico de una manera poderosa. Habla de H. G. Wells, el gran novelista inglés que ya nadie lee. "Mr. Wells –escribe– nos es profundamente simpático por lo mismo que es antipático a casi todos los idiotas. Y aquí conviene que definamos esto de idiota –en griego: hombre particular, o privado– diciendo que es el que no tiene más que sentido común, el que no discurre más que con lugares comunes y que por tanto odia las paradojas. Mr. Wells forjó paradojas y hace luego juegos malabares, malabariza con ellas, y cuando, al fin, esas paradojas han logrado entrar en el sentido común de los idiotas, éstos las convierten en lugares comunes, las clasifican y etiquetan y las meten en unas cajitas donde las tienen guardadas para enseñárselas a sus hijos…". Y luego, al hablar de la inmortalidad de los personajes literarios, añade: "…como los idiotas… son… los que no tienen más que sentido común, como carecen de sentido propio y de pasión propia, no pueden concebir, ni menos sentir, esa especie de inmortalidad… Para los idiotas, para los del puro y recto sentido común, no hay más que una inmortalidad común, una comunidad inmortal. Como no tienen más que individualidad corpórea, al deshacérseles el cuerpo se les deshace la individualidad. Y nada pierden". Vuelvo a Colombia. En este caso, el idiota habla ante el Congreso de la República, ante el cual demuestra que ha heredado su idiotismo del sentido común de otros idiotas regados a lo largo del tiempo, y que ha sabido meterlo en una cajita para enseñárselo a un país sorprendido ante el hecho de poder pararse en ese podio (por interpuesta persona, poco importa), a ejercer su derecho sustancial de pensar. En ese momento, el idiota es el héroe. ¿Por qué? Porque en un país volcado sobre un culto falaz a la cultura, el héroe es aquel que piensa. Así ocurrió desde el comienzo de los tiempos y así ocurre hoy en día. Pero el discurso al que me refiero no sólo está dicho por un idiota sino por un idiota que al mismo tiempo es un sicario, es más, el jefe de los sicarios, quien a través de los lugares comunes del sentido común señala que él merece el calificativo de héroe. Tal vez por eso nadie dice nada cuando afirma, en primer término, que su lucha no es criminal sino que obedece a "un imperativo ético". Se trata, claro está, de la ética del delincuente común, y en ese sentido su discurso es consistente. Todos tenemos la obligación de ser éticos. Hace años Savater relató en Colombia una anécdota de Spinoza (cito de memoria): "Usted dice –le escribió un corresponsal– que no hay nada más útil para un ser humano que otro ser humano. Pero ¿qué pasa si lo que yo quiero es hacerle mal a los demás?". Y Spinoza le contestó: "Si usted ha reflexionado con seriedad y ha resuelto que lo mejor para usted es violar, robar y asesinar, sería muy tonto si no lo hiciera. Adelante, hágalo. Si cree que el asesinato es su camino y corresponde a una vida dentro de la ética, sígalo sin arrepentimiento. Pero, por mi parte, yo he llegado a conclusiones diferentes y no voy a discutir con quien piense que lo mejor para él es lo que usted piensa". En su discurso, el sicario parece

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haber reflexionado con seriedad antes de resolver que su camino era el del crimen, la masacre y el narcotráfico. Por consiguiente sería un idiota si no lo siguiera. Así pues, el sicario es sólidamente idiota. Pero eso no quiere decir que los demás tengamos que oír su argumentación y que para ello el presidente lo autorice a hablarle al país a través de la televisión desde un escenario que se lesiona todavía más con su presencia. Sin embargo, debo reconocer que tal vez en muchos años no se ha producido en el país un documento de tanta importancia. En él, ciñéndose a la estructura habitual del discurso en Colombia, dejó consignado el pensamiento de nuestra pequeña burguesía, que es el que impide avanzar hacia un objetivo concreto alrededor de la paz. Para retomar mi idea, valdría la pena señalar que él es un héroe rodeado de héroes. Su autobiografía es la de un prototipo difícilmente alcanzable. Con dos o tres trazos nos cuenta que es un hombre excelente que, de niño, en su pueblo natal "del valle del Sinú", fue objeto de las sanas costumbres patriarcales de educar "con el sueño de servir a la sociedad". Entre ese niño que fue y el sicario que ahora es no hay solución de continuidad. "Siento el corazón henchido de amor por Colombia, por sus hombres y mujeres, por sus niños y niñas orgullosos de ser colombianos…". Su enfermedad es la de la abstracción. Los muertos no son individuos sino elementos de un todo abstracto que se llama "el enemigo". El esquematismo entre el bueno y el malo regresa a una de sus etapas más primitivas, sin pasar, siquiera, por el crisol condescendiente de las películas de vaqueros rodadas en Hollywood. Fueron los malos los que rompieron la continuidad idílica de una vida que estaba hecha para el servicio de la sociedad, y lo "obligaron" a salir en defensa de sí mismo, de su familia y de su "Patria". Veremos de inmediato en qué consiste esa "elección". Pero vale la pena anotar que, consciente de su impostura, él mismo plantea el divorcio entre lo que pudo ser y lo que fue, entre el servicio y la matanza. Después tratará de enmendar el yerro, calificando sus crímenes como un "servicio prestado a la nación", pero lo cierto es que no se equivoca, y que es él el primero que sabe qué es lo que es cuando separa de su entorno el cuidadoso disfraz de las palabras. Un héroe rodeado de héroes. Dentro del mismo ámbito (orador oyentes que no oyen), hay un calificativo que asombra: el horror no es un horror, es una "causa". La palabra no admite minúscula: "Me presento ante ustedes… investido por mis compañeros de Causa"; "el juicio de la Historia reconocerá la bondad y grandeza de nuestra Causa". "La Causa" convierte la empresa criminal en un destino y condensa varios significados. Como se trata de una instancia superior, "la Causa" no tiene por qué enredarse en los pelillos de las consecuencias. En este caso, más que en ningún otro, el fin justificará los medios. Frente al mismo la delincuencia será sólo el instrumento de una idea: combate para que prevalezca "la Causa". El peor sacrificio que han tenido que hacer los "héroes" encargados de su defensa es el de afrontar la incomprensión. "La Nación y el Pueblo" han sido indiferentes ante el sacrificio de quienes lo dejaron todo por "la Patria", y que, por esa misma razón, son víctimas y deben ser indemnizados. Algunos de ellos están en las cárceles por causa de los "servicios prestados a la Nación". Los criminales han escrito una "epopeya de libertad". Pero algún día se contará la "historia mítica" de esos "colombianos valientes" que lograron, gracias a su lucha y sacrificio, que "la Nación marche hoy por otros rumbos", que son los de "la Paz, la Democracia, el respeto a la Vida, a la Libertad y a la Dignidad de los seres humanos".

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La catarata de palabras martilla en los oídos de quienes, ya se sabe, sólo los abrirán para dejar entrar lo conocido. Colombia cree en Dios, pero no en un Dios cualquiera: cree en el "Dios de la Esperanza, del Amor y del Perdón". Cree también en "la libertad que nos legó Simón Bolívar". Cree en la "bendición de la iglesia católica". Cree que la revolución viene de lejos ("no podemos permitir que se idealicen revoluciones distantes"), y que, por eso mismo, es apenas adecuada para Mongolia o la China. Pero, ante todo, cree que es una víctima. "El pueblo colombiano es una víctima", dice el sicario. Y más adelante reitera: "El pueblo colombiano es la gran víctima". Como víctima, el pueblo colombiano es un todo que se enfrenta a otro todo que es el victimario. En ese esquema sólo hay dos ámbitos posibles. Los criminales "salen de las entrañas del mismo pueblo agredido", y surgen "como respuesta a problemas concretos y urgentes de Colombia". ¿Cuáles? "La defensa de la Patria… [frente al] azote guerrillero". Ese es, pues, el panorama: de una lado las víctimas, los colombianos, dentro de quienes figuran los criminales a los que el sicario pretende servir de vocero; del otro, los victimarios, que son los enemigos de los criminales, que a su turno son otros criminales mejor conocidos como guerrilleros. En el discurso del sicario no hay salvación. Sin saberlo, participa de una de las dos posibilidades que la crítica ha adoptado frente a Aristóteles: la de la restricción. En sus clases de Lógica en la Universidad Autónoma de México (Google, "Tercero excluido"), Maruxa Armijo resumió "los principios que gobiernan la maquinaria de la deducción lógica… establecidos por Aristóteles hace más de 2.300 años…: identidad, no-contradicción y tercero excluido… El de identidad afirma que toda cosa es igual a sí misma. A es A. De P siempre se infiere P. Según el de no-contradicción ninguna cosa puede ser y no ser [al mismo tiempo]. A no puede ser B y al mismo tiempo no ser B. Dos proposiciones contradictorias (P y -P) no pueden ser las dos verdaderas. Y el del tercero excluido [fue formulado] por la lógica tradicional así: o A es B o A no es B. Ahora lo leemos del siguiente modo: o P es verdadero, o bien lo es su negación (-P). Entre dos proposiciones contradictorias no hay una tercera posibilidad, la tercera está excluida". No seguiré a Armijo en su exploración acerca de este último principio y de la lógica matemática, enriquecida por Brouwer con sus deducciones intuicionistas. Pero era necesario abrir esa puerta para que sean estas nociones, ajustadas sustancialmente al pensamiento de hoy (no me atrevo a llamarlo "post moderno"), las que nos permitan alejarnos de la gruesa visión elemental de "víctima" en la que las partes en conflicto quieren involucrar al país. Ese esquema, sustentado por los victimarios, sólo muestra su afán de formar parte del ámbito de las víctimas. Ante esa disyuntiva del sentido común, es urgente plantear un nuevo camino. El 17 de mayo de 1983, en su curso de Vincennes, Guilles Deleuze (Google, "Tercero excluido", transcripción de François Zourabichvili, traducción de Ernesto Hernández) pregunta si no será posible concebir una raza de pensadores que reconcilien el pensamiento y lo existente dentro del espacio del tercero excluido a condición de reinterpretar el principio. Su propósito es el de "desarrollar una línea de la alternativa", una línea del "o bien… o bien", cuyos fundamentos encuentra en Pascal, en Kierkegaard y en Sartre. Se trata de hacer una "filosofía de la elección". "Pensar es elegir", dice Deleuze. Y para no caer en la tontería de las afirmaciones vacías, pone un ejemplo sacado de Proust. El narrador encuentra a un grupo de muchachas sobre la playa, y juega: ¿De cuál voy a enamorarme? Es una

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apuesta, una elección. ¿De Albertine? ¿De Andrea? Pero no elige entre Albertine y Andrea. Elige "entre dos modos de existencia míos", "entre el modo de existencia que tendría si amara a Albertine… y el modo de existencia que tendría, en mi imaginación, si eligiera a Andrea". Y termina por elegir el modo de existencia que tendrá al amar a Albertine porque con solo verla se pone celoso. "Él buscaba eso –dice Deleuze–, puesto que… lo que necesitaba era estar celoso… No podía estar celoso sin estar enamorado. Ese era su problema, el problema infame de Proust… Su problema abyecto [era] la subordinación del amor a los celos. [Su] verdadera finalidad [eran] los celos". Ese es "el desplazamiento del tercero excluido". La elección se da entre "dos modos de existencia de quien elige". No sé si deba subrayar la importancia de este concepto. Lo que propone el sicario en su discurso ante el Congreso es simple: elija usted ser sicario o ser víctima. Y el país aterrado, atemorizado, elige ser sicario porque, en últimas, para los cobardes es mejor matar que ser asesinado. El mismo Deleuze recuerda un artículo de Sartre en Liberation, que comenzaba diciendo "Nunca hemos sido más libres que durante la ocupación…". No se trata, dice Deleuze, de una paradoja de filósofo en el límite del mal gusto. Se trata de decirle a Francia que, de todas maneras, era ella la que elegía: resistencia o colaboración. "Lo único que definía al colaborador, era que la elección que él hacía, no podía hacerla, finalmente, en tanto que esa elección era cínica e infame […] No podía hacerla más que a condición de decir "pero veamos, ¡no tenemos elección!". Ya antes había anotado que "si la elección es entre dos modos de existencia de aquel que elige, a mi modo de ver uno no puede impedirse tomar conciencia –una conciencia abominable, horrorosa, pero aterradora, vertiginosa– del hecho de que no hay elección que no se pueda hacer más que a condición de decir y de creer que uno no elige". Yo no elegí ser colaborador, diría Petain. Pero fue colaborador. Yo no elijo ser sicario, dirá el hacendado que financia a los grupos paramilitares, el labriego que delata a sus vecinos, el televidente que encuentra una íntima satisfacción en las masacres. Pero es sicario. Quien hace esa elección, repito con Deleuze, "no puede hacerla más que a condición de negar que elige". En Francia no eligió ser nazi o ser fascista. Eligió ser colaborador. En Colombia no elige ser sicario o asesino. Elige ser colaborador. Ahora bien, el colaborador que elige ser colaborador niega haber elegido. Dirá, tal vez, "yo no elegí". Pero, como lo explica Deleuze echando mano de la lógica más elemental, la no elección es ya una elección. El que no elige, elige. No ha llegado aún el momento de reconocerlo con vergüenza. "Tuve que colaborar porque no había elección", tendrá que decirse en el futuro. ¿Y cómo se colaboró? Se colaboró guardando silencio, sustentando –en ese silencio– a un gobierno de sicarios. "Estamos penetrados de extrañas elecciones y de elecciones poco gloriosas, dice Deleuze, […] elecciones que dejamos de hacer y de rehacer cada mañana, diciéndonos 'es porque no tengo elección'... ¿De qué se trata en la elección? Se trata de elegir entre dos términos, se trata de elegir entre dos modos de existencia". Entonces, ¿no hay salida posible? Tal vez sí. Ante la demencia que protagonizan las partes involucradas en el conflicto, Colombia no es una víctima: es un tercero excluido. Edgar Garavito lo sostuvo con precisión. En su conferencia ante el "Coloquio internacional sobre el tema del 'Tercero Excluido'", convocado por la Fundación de Serralves en Porto, Portugal, en noviembre de 1998, afirmó: "Yo vengo de un país,

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Colombia, donde el tercero excluido es quizás, a mi manera de ver, la alternativa posible frente a una situación dramática de destrucción de la población civil. Efectivamente, hay posiciones de derecha y posiciones de izquierda. Hay poderes económicos que apuntan a la destrucción de la población civil. Hay el tercero incluido, la víctima. Pero hay la posición de fuga, de salida, la posición activa. Esa posición activa corresponde a la posición del tercero excluido. Es decir, la posición de aquel que sin sentirse víctima escapa de los polos en conflicto por medio de mecanismos secretos. Al respecto de esta situación política, pudiéramos señalar que no se trata de un guerrero de derecha o de izquierda, de un guerrero minoritario que surge dentro de cada uno de los colombianos que resisten a la situación de guerra y hacen devenir su existencia como un modo de existencia minoritario, secreto, sobre todo capaz de defender la vida en una situación conflictiva como la que enfrentan. Se trata entonces de crear estilos que no se identifican ni con la derecha ni con la izquierda ni con la víctima. Ellos responderían a las posiciones de tercero excluido que en una conferencia directamente encaminada al campo político, o en un debate posterior, pudiéramos señalar más ampliamente". Por desgracia, no alcanzó a participar en esa conferencia ni en ese debate. Tres meses después, el más innovador de los filósofos colombianos del siglo XX murió devorado por un cáncer implacable. Pero fue él quien señaló un camino para romper con ese esquematismo perverso que nos devora sin remedio. Se trata de defender la vida mediante una filosofía de la elección, en la cual el no involucrado pueda ejercer su resistencia como una opción real que signifique una escapatoria frente a un espacio que ha estado tradicionalmente sujeto al abuso de un poder criminal. La "posición activa del tercero excluido" tendría como resultado el aislar los focos de violencia mediante una recuperación del lenguaje y de la forma, una nueva valoración del error y del otro, una lectura diferente del miedo, y una mejor comprensión de elementos corporales tales como la enfermedad y el sexo. Contra el manejo voraz y primitivo de los principios de identidad y de no contradicción, que involucran a quien elige en su no elección, será necesario oponer aquel que ha sido "despreciado desde siempre", el del tercero excluido, que es una brecha transversal en el consistente universo de una lógica manipulada por el poder de acuerdo con su propia conveniencia. Nada de esto opera, claro está, en el universo del pensamiento en Colombia, donde prima la identidad no como principio sino como obsesión. En nombre del sentido común, el sicario que se dirige al país considera que lo académico es un despropósito, que los académicos están en las nubes, que el ideal es una utopía, y que "lo necesario" (que es lo posible), debe situarse en el campo de la política y no en el de la especulación. Mediante ese ataque frontal contra el peligroso virus de la inteligencia, el sicario sale del campo del delito y pasa al de la política, donde se muestra dispuesto a "hacer posible todo aquello que resulte necesario para salvar a la Nación". Tal vez las masacres. O el narcotráfico. O los asesinatos selectivos y las desapariciones y secuestros. Porque todas esas son acciones necesarias para salvar el tipo de nación que él tiene en la cabeza. En esa nación el enemigo es la guerrilla, pero sus actividades, que son idénticas, no son lícitas porque ella no quiere "salvar a la Nación, [sino] mantener su negocio ilícito y justificar su existencia". El asunto queda claro. Hay crímenes buenos y crímenes malos. Los buenos son los que cometen los paramilitares. Los malos los que cometen los guerrilleros. Los primeros sustentan al estado que los guerrilleros pretenden sustituir. Y son necesarios dentro de un ideal donde el delito es

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una fuerza deseada por todos, que se ve "obligada" a resistir "para recuperar el orden" y "defender las vidas y propiedades amenazadas por la subversión". Ese estado, que él califica como "débil", debe indemnizar a los criminales por "los sacrificios prestados a la nación". Después, cuando los cobije la misma amnistía que llevó a los guerrilleros a ocupar altas dignidades, los sicarios impondrán sin cortapisas su estilo de gobierno. Desde siempre, el país se ha acostumbrado a esa forma de pensar, hasta el punto de que hoy hace parte de una mecánica. Hay personas que tienen otra manera de pensar, pero esas no están dentro del sentido común y, por consiguiente deben ser eliminadas como un peligro potencial. Entre aquellas que se sujetan a las dos partes del principio de identidad (en el cual A es igual a A, pero A no es necesariamente A), pueden dividirse el mundo con tranquilidad. La violencia, que es el objeto de deseo de quienes participan en el conflicto de Colombia, podrá subsistir sin peligro. No hay necesidad entonces de invocar al enemigo, porque él existe per se como una parte esencial de quien habla, de quien actúa. No es siquiera la otra cara de la moneda, sobre la cual el sentido común podría basar su argumento demoledor, sino la misma cara que se satisface en sí misma. Antes de la evolución del concepto, el tercero excluido fue "recusado" desde un punto de vista matemático por Jan Brouwer (v. Armijo), quien sostuvo que la negación de la negación no es la afirmación, y explicó que para llegar a esta última debe entrarse a la negación de la negación de la negación ("absurdidad de absurdidad de absurdidad – dice – equivale a absurdidad"). Quisiera entonces, como un simple ejercicio retórico, plantear una inquietud. Parto de un ejemplo elemental: "no quiero no ir" diría para el lógico corriente "quiero ir". Pero para Brouwer sería necesario añadir una tercera negación: "no quiero no querer no ir", si se quiere afirmar lo que en realidad se quiere afirmar: que quiere querer ir. Lo mismo acá. Cualquiera de las afirmaciones del sicario podría deconstruirse de igual manera. Escojo una al azar: "Pese al abismo que separa a las guerrillas de las Autodefensas, estamos dispuestos al diálogo civilizado entre colombianos y ponerle fin a la violencia política". ¿Qué dice? Dice: "El abismo que separa a guerrilleros y a paramilitares no impedirá los diálogos de paz". ¿Qué dice, otra vez? Dice: "No pienso no hablar". Pero en esa afirmación no dice que piense hablar. Lo que dice textualmente es que "no piensa no hablar". Para decir lo que el país cree oír, sería necesario que dijera "no pienso no pensar en no hablar". Sin embargo eso, en la elaboración mental de un individuo que maneja las ideas como sus secuaces manejan la motosierra con la que destrozan los cadáveres de la población indefensa, constituye un imposible. En su discurso, el sicario da un rodeo obvio en torno a la urgencia de decir verdad, por la sencilla razón de que el decir verdad no forma parte de los esquemas de quien piensa que pensar es hablar.

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La necesidad de una convergencia política plural Hace algunos días leí la autoentrevista que firma en "El Tiempo" un sujeto aborrecible que se llama Enriquito, Pachito, Juan Manuel, Rafael (ah, y Juanita y Beto), pero que redacta de la primera a la última letra el "entrevistado". Este, Álvaro Uribe, afirma que rechaza "in-limine" la posibilidad de un tercer período, lo que traduce exactamente que ya comenzó a trabajar en ese sentido. Y no tiene nada de raro que lo logre. El 62 por ciento de los votos lo demuestran. Todo esto nos indica la necesidad de empeñarnos, con seriedad y acierto, en impedir que esa posibilidad convierta el futuro del país en algo peor que el presente que ahora mismo está viviendo. Participo en gran medida del optimismo frente a los votos que obtuvo la oposición, pero pienso que a los de Carlos Gaviria debemos sumar los de Serpa, que pertenecen a los sectores más dignos del liberalismo, y que es necesario conservar para la construcción de una verdadera democracia. El hecho de que algunos dirigentes liberales entren en componendas con el régimen, no quiere decir que arrastren con ellos los votos impecables de quienes acompañaron a Serpa en la última contienda electoral. La época de los rebaños debe desaparecer para siempre de la política que se hace en Colombia. Ahora bien, permítanme expresar en voz alta algunas de las dudas que abrigo. Nuestro resultado electoral le demuestra al mundo entero que la democracia puede llegar a convertirse en un sistema perverso. Las elecciones se manipulan ahora a través de los medios de información, de los mensajes subliminales, de la violencia directa… Colombia es un ejemplo perfecto. ¿Se ha hecho un análisis de los resultados en las zonas dominadas por el paramilitarismo? Creo que no, y no tengo los elementos necesarios para emprenderlo. ¿Se han planteado tareas concretas para los disidentes, dentro de la "transición [a la que asistimos] hacia la categoría de partidos políticos"? Tampoco. ¿Hay una real veeduría frente a los medios? Menos. En este último campo, nadie se ha dado cuenta del absurdo que conlleva el que el "defensor" en cada uno sea una señora nombrada a dedo. Comencemos entonces por alguna parte. Por ejemplo, con la urgencia de arrasar el prurito de la propiedad privada frente a los servicios públicos. A todos los servicios públicos. La información es un servicio público que pertenece a los usuarios, y son estos últimos los que deben controlar su orientación y calidad. Mientras el gobierno (o eso a lo que llaman "gobierno"), se dedica a plantear sus propios temas: la firma del TLC, la reforma de la justicia, la demolición de la Carta de 1991, los acuerdos con las bancadas..., los colombianos no comprometidos con un sistema enfermo como el que nos rige deberíamos preparar nuestra propia agenda, en la cual la recuperación de la propiedad colectiva de los servicios públicos tendría que ocupar uno de los primeros lugares. Pienso algo como eso en estos días. Descreo, por desgracia, de los resultados electorales. No tengo confianza en ellos y, poco a poco, pierdo la esperanza en ese

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sistema "ideal" que nos dibujaron desde la escuela. Es increíble que el derrumbe del fujimorato del Perú haya terminado en la reelección de Alan García (quien, entre paréntesis, no me parece el tipo de corrupto tradicional que dibujan los medios). Pero no se trata de Alan García: se trata de los procesos colectivos, que terminan en nada. Con el nuestro va a pasar lo propio: nuestro fujimorato se derrumbará dentro de seis o siete años, nuestro Fujimori huirá hacia las Islas Caimán, o donde quieran recibirlo, y nosotros elegiremos a algún sugundón similar a Toledo, para reelegir cuatro años después a cualquiera de las ratas mayores que ya ocuparon la Presidencia de la República. ¿Para qué y por qué nos desvelamos por todo eso?

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Un camino de dignidad para Colombia Diciembre 31 de 2009 Dentro de pocas horas comenzará un año importante para Colombia. No digo definitivo. Las cosas definitivas se aproximan a la eternidad y la eternidad es siempre momentánea. Pero será importante porque en él podremos lograr algunos de los cambios que requerimos como cuerpo social para avanzar poco a poco hacia la igualdad y la justicia. Necesitamos, en primer término, una democracia. No digo "una democracia más sólida", porque eso implicaría que entre nosotros hay una democracia. Y no la hay, y no la habrá, si el régimen que dice habernos gobernado durante ocho años logra reelegirse. Frente al sistema oscuro que hoy manipula al país a su acomodo, donde imperan el engaño y los dogmas, estamos en la obligación de consolidar un espacio para la libertad. Ya hemos planteado algunas alternativas. Pero debemos tener claro que el cambio de los nombres no es el único que requerimos. Por eso, después de que desaparezcan de nuestro horizonte político quienes han convertido al gobierno en una forma más de la delincuencia organizada, y comiencen a ser juzgados y sancionados, nuestra tarea común será la de realizar un programa que le dé un vuelco definitivo al gobierno, y le devuelva el poder a quien debe ejercerlo. Ese es un segundo punto esencial. El abuso del poder no se da por generación espontánea. En él juegan factores como la apatía e indiferencia de que hacen gala los colombianos. Esa apatía, esa indiferencia, permiten que el gobierno sea el que es, y que el Congreso legisle a favor de los intereses particulares de unos pocos. Podría hacerse una lista detallada de las leyes que, con la apariencia de atender al beneficio colectivo, enriquecen sin medida a las corporaciones. ¿Un ejemplo cualquiera? La ley 100, de la que fue ponente el senador Álvaro Uribe. Una buena parte de la responsabilidad frente a los abismos que hoy nos separan, corresponde al Congreso. El "articulito" del que habló uno de los prohombres del sistema, no es uno solo. Son muchos, y su constante modificación desbarata día a día el aparato legislativo del país. Hoy, este último se ha convertido en una caricatura, que divierte a quienes reciben, precisamente de ella, los mejores beneficios. Los colombianos nos hemos separado también alrededor de una serie de puntos neurálgicos. Tenemos que fijar una agenda común. Para que podamos trabajar con versatilidad e inteligencia alrededor de los temas que nos interesan a todos (el acuerdo humanitario, la solución política del conflicto, los tratados de libre comercio, el uso de las bases militares por el ejército de los Estados Unidos), es urgente que depuremos y le demos una nueva fuerza a la información. Sin información es difícil lograr que se consolide una opinión pública, y sin una opinión pública que conozca y participe en el debate alrededor de los grandes temas nacionales, seguiremos entregándole a unos pocos los privilegios que deben ser comunes. Buscar la forma de llegar a una información adecuada, objetiva y libre, sería entonces el tercero de nuestros grandes propósitos colectivos.

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El cuarto tendría que ver con el desplazamiento. Interno y externo. Por distintos factores, ante todo políticos y económicos, hay millones de colombianos desarraigados, expatriados, empobrecidos, perseguidos. Estamos en la obligación de buscar un sistema que les devuelva el derecho a tener un país. No lo tenemos quienes hemos sido forzados a vivir en el exterior, pero no lo tienen tampoco quienes han sido desplazados por la violencia y el delito, y sobreviven como pueden en los cinturones de miseria de las grandes ciudades. Corregir esa iniquidad, que obedece, ante todo, a la manipulación de la propiedad, del derecho al trabajo y de la libertad de expresión y de conciencia, es otra de nuestras tareas comunes. Y la justicia. Y las relaciones internacionales. Y la dignidad del país. Y la ética colectiva. Y el hecho y el derecho a decir verdad. Todos esos serán los temas que le darán una razón de ser al año que comienza. Sé que este no es el momento adecuado para pensar en ese tipo de asuntos. Es posible que en el atafago de fin de año este mensaje no llegue nunca a ser leído. De cualquier manera, él les lleva mi deseo por un camino de dignidad para Colombia. Espero que esta noche, cuando brindemos por la presencia o la memoria de nuestros seres queridos, pensemos que uno de esos seres queridos es Colombia. Y que estemos convencidos de que sería injusto abandonarla a su suerte. Que en el año 2010 tengamos 2.010 motivos para ser dignos y para ser felices.

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Detener a Uribe Santa Fe, enero 16 de 2010 Ni palabras vacías ni frases de cajón. Ese debería ser el propósito de este tipo de mensajes. Frente a nuestra acción, el poder ha logrado su objetivo. Nuestras palabras ya no dicen. Nuestra tarea ha perdido los dientes. Tenemos que reformar nuestro denominador común. Hasta el momento, somos un grupo de colombianos en el exterior. Pensemos en que tal vez podamos introducirle un pequeño cambio a esa perspectiva. ¿Por qué no ser, de ahora en adelante, un solo colombiano en el exterior? Ese solo colombiano actúa con base en una serie de definiciones y de programas. No siempre ha estado de acuerdo, pero, después de expresar su opinión, ha aceptado, si es del caso, que su pensamiento se exprese con pequeños esguinces. Acá lo que importa es seguir caminando. A veces le duelen los pies o le flaquean un poco las rodillas. Pero sabe que no puede detenerse. Que su tarea es llegar a la meta. ¿Cuál es esa meta? Pienso que hay varias. Unas mediatas y una inmediata. Las mediatas deben atender dos frentes. El primero, se desarrolla sobre temas que interesan a todos, en cuanto son la garantía de que el país pueda comenzar a superar la injusticia en que se debate. Tienen que ver con el estado social de derecho, con la respuesta a la desigualdad, con la búsqueda de la paz a través de un acuerdo humanitario, con la definición de lo que habrá de ser una justicia severa frente al crimen… El segundo, debe concretarse, para nosotros, en los problemas que aquejan a los colombianos en el exterior. Al respecto, un amplio grupo de miembros del PDA logró condensarlas en cinco acciones en Colombia y cinco acciones en el exterior. Ellas forman parte de nuestra plataforma política, que hemos comenzado a distribuir, y que ustedes conocerán en este mismo Foro. Quisiéramos que esas diez acciones fueran un aporte positivo para el debate que nos ocupa. Pero será la meta inmediata, la que nos permitirá avanzar hacia un camino de dignidad para Colombia. Esa meta es la de detener a Uribe. Uribe, sobra decirlo, no es una persona. Uribe es un sistema, es una forma de pensamiento, es la agresión persistente del más fuerte, es la miopía social, es la pobreza absoluta de ideales. Uribe es esa figura desvaída de un país que se pone la mano en el sitio donde debería tener el corazón y sólo encuentra vacío.

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La tarea contra las muchas acciones criminales del gobierno: el ataque a la población civil, el terrorismo de Estado, la entrega de la soberanía, el atropello a los débiles, la profundización del abismo económico, la transformación de unas instituciones discutibles en instituciones indiscutibles dentro del propósito de la administración de consolidar el crimen, puede expresarse dentro de un solo objetivo: detener a Uribe, y, al detenerlo, detener lo que el delito representa como forma de acción política. Está bien la discusión teórica, y mi objetivo ha sido siempre el de participar de manera activa en el debate en torno a las dudas que se presentan y en las conclusiones a las que pueda llegarse. Pero pienso que la urgencia del momento está en la acción, y que esa acción está en detener a Uribe. Si pudiera expresar mi opinión diría que la unidad se construye planteando metas que hablan un lenguaje común y proponen un objetivo necesario. Ahora mismo, ese lenguaje, ese objetivo, no es otro que el de detener a Uribe. Este es un foro importante en el que están puestas múltiples esperanzas. Al saludar a quienes participan en él, y al desearle éxito en sus deliberaciones, no puedo menos de pensar que el futuro sólo podrá comenzar a construirse cuando el país logre detener a Uribe.

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Lo único que queremos hacer es posarnos sobre los tenedores

Enero 28 de 2010 Hacia 1910 Alberto Caeiro escribió algo que ha sido una de las directrices de mi vida: "…Procuro aproximar las palabras a la idea y no necesitar un laberinto del pensamiento a las palabras". Aproximar las palabras a la idea. Cien años después, ese ideal se ve cada día más lejano. Hoy las palabras andan por un universo extraño, donde las ideas no son ideas sino cadáveres de ideas, y donde el laberinto entre unas y otras se ha convertido en un abismo. Yo, como Caeiro, procuro no dejarme arrastrar por el abismo. En el discurso político ese abismo es el de las promesas. Estamos acá para señalar nuestra diferencia. El espacio en el que nos desenvolvemos se desarrolla alrededor de un concepto: lo mosca, que adquiere cada día mayor nitidez. Exponemos nuestras ideas en contravía de la rutina. En ese universo, ideas y palabras se desarrollan en una única instancia. Lo mosca es lo impertinente, en cierta manera lo insoportable. Sobre el mantel blanco del banquete nuestra presencia es un hecho incómodo. Apenas nos hacemos notorios, se nos espanta. Nuestra tarea es la de persistir, la de tocar con nuestras patas de mosca el plato inmaculado donde los comensales exclusivos devoran lo poco que queda de país. En contra de la tragedia que quieren protagonizar quienes esgrimen armas y discursos altisonantes, nosotros lo único que queremos hacer es posarnos sobre los tenedores. Sabemos que, de inmediato, nuestra contaminación provocará una tormenta en la cocina. Con el simple hecho de que toquemos uno solo de los elementos de la mesa servida, se fastidiarán los comensales. Eso es lo que pretendemos. A la manera del doctor Pedro Recio que tocaba con su varilla los platos que no podía probar el gobernador Sancho Panza, a lo largo de años nosotros hemos tocado todo lo que en este país parece impecable y que no es más que una olla podrida. Le doy a este plato castellano otra connotación para poder decir lo que quiero decir: nosotros, la mosca, hemos querido arrasar con la olla podrida. De ahí que, como millones de colombianos, hayamos sido víctimas del exilio y el silencio. Repito, en nosotros no tienen cabida las promesas. Nosotros no hacemos promesas. Quienes las hacen están habitualmente ubicados en el sitio donde se desenvuelve el poder, y desde allí prometen que trabajarán, que harán lo que no hicieron. Cualquiera se pregunta: ¿por qué no lo hicieron en el momento en que debieron hacerlo? Nosotros no prometemos. Simplemente seguimos trabajando en lo que hemos trabajado desde siempre. Cuando termine este período y yo pueda, por fin, cumplir mi deseo de ir a morir como un maestro de escuela primaria en un pueblo perdido de Colombia, quienes me sigan no prometerán nada en absoluto. Se limitarán a mostrar que lo que hicimos lo seguirán haciendo. Yo no estaré, tal vez, pero creo que podré continuar estando.

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Aquí abro un paréntesis. ¿En qué hemos trabajado nosotros? Ante todo, en recuperar un nuevo espacio ético para el ejercicio político. En eso hemos sido inflexibles. Sin la ética, tal como nosotros la entendemos, no hay libertad, y por consiguiente no puede haber justicia ni política. Permítanme ustedes repetir una lección elemental: no hay solo una ética. Hay muchísimas éticas. Pues bien, la tarea que nos hemos impuesto es la de convencer a los demás de que nuestra ética le conviene a Colombia. Nuestra ética se basa sobre la libertad. Cuando se atropella la libertad, como ahora ocurre, no somos atropellados en nuestra libertad: somos atropellados en nuestra ética. También hemos trabajado en la consolidación de un ambiente democrático. Desde ese ángulo nos horroriza la postración en que agoniza el país. Estas palabras sólo quieren ser una semilla de la democracia que queremos sembrar, y que esperamos hacer crecer como una de esas viejas ceibas centenarias de las llanuras del Tolima. Necesitamos que la política se llene de gente, tanta, que no quepa la gente en la política. Hemos venido trabajando en eso. Insistir sobre esa propuesta no nos será difícil. Lo mosca está por encima de los grupos. Lo mosca no es un partido ni mucho menos una coyuntura. Lo mosca es una forma de vida. Escribo desde fuera del país, donde permanezco por decisión de la mano de hierro que nos gobierna. Quisiera decir que hoy no es lícito permanecer callado frente al desmoronamiento del país, a su desinterés, al autismo que se apodera de grupos humanos que alguna vez fueron vigorosos. La única razón que tengo para reclamar el apoyo de todos ustedes, es la de darle expresión a una idea que es nuestra idea: la de empujar con nuestra pata de mosca el cuerpo macizo del viejo establecimiento hacia su precipicio inevitable, y el de construir al mismo tiempo un espacio donde sean posibles, de verdad, la libertad y la justicia.

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En memoria de Fernando Garavito (1944-2010) Por: Fernando Araújo Vélez EL ESPECTADOR Octubre 28 de 2010 Poeta, escritor y periodista, trabajó en El Espectador y 'Cromos', y publicó siete libros.

Foto: El Tiempo Garavito dos años atrás, cuando se lanzó a la Cámara de Representantes.

“Este es el recuerdo de mi muerte: el asombro se apodera de mí, crece por dentro, la espalda se contrae y en mi cara el rictus del placer da paso al pánico, sabía de este instante, lo deseo, una sola pregunta obsesiva me golpea, detallo los detalles, mi mirada va de la barba del asesino a su pistola, al dedo sobre el gatillo, a la amenaza, siento pánico bajo los brazos, en las rodillas el asombro, aún ignoro qué hacer con las manos, un gesto congelado se apodera de ellas pero espero salvarme, este mismo temblor sube a mis labios, pienso Dios, el miedo me pone junto a Él en su paraíso, la ira se agolpa en mi memoria, estoy suspenso, ha pasado un segundo cuando suena el disparo, soy un desecho, una piltrafa, el desperdicio que siempre creí ser, con mirada de vidrio”. (Fernando Garavito, El Banquete de Cronos, 2007).

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Pero este jueves el revólver fue un auto rentado en una lejana población de Estados Unidos, Nuevo México, y el disparo, un sueño, el sueño de no dormir, el sueño del cansancio, no aquel sueño que lo llevó a escribir y transgredir, a luchar siempre por sus principios e ideales. Este jueves, el pánico fue despertarse en medio de la nada después de un choque brutal y sentir que la vida se iba, lánguida, efímera, “porque lo efímero —había escrito alguna vez— rechaza la trascendencia y la solemnidad. Lo efímero se da lujos que no se puede dar lo eterno. Por ejemplo, el lujo de la socarronería, el lujo del buen humor, el lujo de las palabras que dicen tantas cosas sin querer decir nada”. Él fue irónico, irreverente, variable, feliz y triste. Escéptico. Sólo un ser humano. Un hombre efímero.

Fernando como profesor de niños

Fernando Garavito falleció este jueves en horas de la madrugada como consecuencia de un accidente automovilístico en una carretera de Nuevo México, reseñaron las noticias. Y añadieron que había sido periodista, que nació en Bogotá en el año de 1944, que publicó dos libros de poemas, Ja, en 1976, e Ilusiones y erecciones, 1989. Que trabajó en El Tiempo, que fue director de la revista Cromos, columnista de El Espectador y editor del Magazín Dominical. Que vivía en el exilio desde hacía ocho años y que la Lannan Foundation le entregó el premio Cultural Freedom Award por sus trabajos en pro de la libertad de pensamiento. Fue irónico, irreverente, feliz y triste, enamorado, sorprendente, lúcido, contradictorio y nocturno. Podía lanzar una máquina de escribir por la ventana de su oficina porque alguno de sus periodistas había escrito mal la palabra “arrollar,” y a los dos minutos, garabatear en un papel “Cuando en el principio no había todavía nada —dicen los huitoto— el Padre creó las palabras y nos las dio como nos dio la yuca. Primero el Padre, luego la Poesía. La

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poesía creó las palabras…”. Podía arremeter contra la Humanidad porque había sido un fracaso, darle puños a su escritorio, y luego, a los 10 segundos, acurrucarse en un rincón y recordar lo humano que había sido conociendo el miedo siendo muy niño, cuando tuvo que esconderse de un ladrón durante toda una tarde, silencio contra silencio, respiración entrecortada contra pánico.

En el exilio con su familia: su esposa Priscilla (2007†), Fernando Jr., y Manuela.

n día dijo que la humanidad se dividía entre gatos y perros, que él era un perro por

in embargo, dos o tres años más tarde, escribía sobre un gato que su hija Manuela le

de pelos”.

Ufiel, por leal, por sumiso y amoroso. “Tienen la cualidad de la sonrisa. Estiran los labios imperceptiblemente, sin llegar a hacer un gesto, una mueca. Arrugan —sin arrugar— el rabillo del ojo. Luego elevan las comisuras, en un gesto maravillosamente humano, pocos nanómetros sobre la línea horizontal de la boca, y producen el milagro de la razón, aquél que debió dibujar el primer ser humano cuando se percató de su condición de humano. Millones de años después son ellos quienes comienzan a sonreír sin el indispensable apoyo de la cola. Nadie se ha dado cuenta. Pero ellos sonríen levemente. Luego ladran”. Spidió. Cuando llegó, recordaría él, “sentí que el mundo se me venía encima. Era idéntico al semicuasiexgozquejo de Marroquín, flaco, multicolor, escandaloso. En una palabra, horrible. No sé si el qué belleza forzado que lancé en voz baja, haya resultado convincente. Pero el hecho es que esa tarde llegué con mi cargamento de olores y maullidos a una casa que a partir de ese momento se convirtió en el albergue de la especie más encantadora, divertida, independiente, graciosa, sagaz, gentil, cómoda, indiferente, silenciosa, cerrada y trancada por dentro, que haya existido sobre la faz de la Tierra. Los gatos. Los gatos son la razón de ser del universo encerrada en una bolsa

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Él también fue gato. Gato feroz que se enfrentó a los máximos poderes. Gato suicida

ue hurgó en las entrañas de sus enemigos ideológicos. Por eso dijo y reiteró que el qpeor presidente en la historia de Colombia había sido Álvaro Uribe Vélez, y que el político más nefasto fue Laureano Gómez. Y como gato se reinventó para vivir siete vidas con el nombre de Juan Mosca, su álter ego, el hombre de los reportajes punzantes, el periodista de las investigaciones comprometedoras. Mosca, decía Garavito, nació en Parma, Italia, en el año de 1944 y murió en Perugia en enero de 2007. Mosca era, al mismo tiempo, autodidacta y analfabeto, hermano de tres viejas solteronas, coleccionista de canarios, profesor de la Universidad de Berlín, hermano medio de Juan Vicente Gómez, capitán del Ejército, soltero, casado, padre de seis hijos, presbítero… Él y no él. Garavito, en cambio, según sus propias palabras, fue una sucesión de sombras de las sombras.